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Inquisicion - Anselm Audley

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Inquisición - Anselm Audley

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En el vasto mundo de Aquasilva, eltiránico gobierno del Dominiorecrudece la represión y promueveuna brutal Inquisición para eliminarde raíz la disidencia y la herejía. Elejército de los fanáticos sacrirecorre el planeta condenando a lahoguera libros y personas.Entretanto, el joven Cathanemprende un arriesgado viaje enbusca de posibles aliados paraacabar con la dictadura del Dominio.Sin embargo, pronto averiguará queéste no es su único gran enemigo, ydescubrirá un secreto que cambiará

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su vida para siempre.

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ANSELM AUDLEY

InquisiciónTrilogía de Aquasilva II

ePUB v1.0OZN 24.03.11

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Titulo original: Heresy Book Two of TheAquasilva TrilogyTitulo traducido: InquisiciónAutor: © Anselm Audley, 2001Traductor: Martín Arias, 2004ISBN: 84-450-7503-9Editorial: Minotauro

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A mis padres

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Agradecimientos

Escribir Aquasilva ha sido unaempresa de largo aliento, y deboagradecer a todos los que me ayudaron aculminarla en sus diversas etapas y hanevitado que enloqueciese en el intento:mis padres y mi hermana Eloise; eldoctor Garstin, Naomi Harries, GentKoço, Polly Mackwood, Olly Marshall,John Morrice, John Roe, Tim Shephard yPoppy Thomas. Mi agradecimientoespecial a James Hale, el mejor agenteque uno podría desear.

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PRÓLOGO

— ¿Ya habéis apagado todo?— Hasta el último sistema,

almirante. Estoy a punto de desconectarel reactor.

Una luz azul profunda e intermitenteiluminaba a los cuatro hombres,proyectando sombras irregulares sobrelas paredes. «Casi como espectros a susespaldas», pensó el almirante con unescalofrío.

— Comprobad que haya suficientesreservas de energía.

El centurión Minos asintió y se

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aproximó a la inmensa esfera brillanteen medio del puente de mando. El perfilde su rostro quedó vivamente enmarcadopor el resplandor. Más allá de lapequeña fuente de luz, el amplio salónse hallaba en una gris penumbra, contodos los equipamientos y maquinariasinmóviles e inertes.

Por un instante se produjo un intensosilencio mientras Cidelis echaba unúltimo vistazo alrededor del puente demando de su buque insignia. La nave eravarios siglos más vieja que él y, conalgo de suerte, lo sobreviviría también.Pero Cidelis nunca lo vería. Intentóregistrar en su memoria hasta el último

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detalle: Minos deslizando las manos porlos equipos de navegación; Erista, conuna mirada de profunda fatiga yresignación, tambaleándose mientrasintentaba encender la antorcha, yHecateus, el jefe de armas, de pie a laizquierda de ella, con los ojos clavadosen la esfera, sosteniendo el cofre con elprecioso instrumento de su compañera.

Todos eran conscientes de que seestaban despidiendo tanto del resto de latripulación como de la nave. Elemperador había puesto un astronómicoprecio a sus cabezas, lo que hacíademasiado arriesgado que huyeranjuntos. Existía todo un mundo allá fuera,

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quizá un mundo reducido, pero lleno delugares donde empezar una nueva vida.Al menos para algunos.

— Más que suficiente —informóMinos.— ¿La desconecto ahora?

Cidelis negó con la cabeza.— Tu trabajo ha concluido. Yo

acabaré de hacerlo; conduciré la nave asu última morada.

—¿Te quedarás a bordo, no escierto?— preguntó Erista mientras lasblancas llamas lanzaban chispas desdeel extremo de la antorcha, produciendosalvajes sombras.

—¿Qué otro lugar hay para mí? —respondió Cidelis sonriéndole. La joven

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científica era un excelente partido paracualquier hombre, y treinta años atrás élhabría podido pensar en ser ese hombre.Pero acompañarlo en esos momentosimplicaría una vida demasiado durapara alguien de su profesión, teniendoque enfrentarse a los pogromos y alconjunto de fanáticos prestos adenunciar todo cuanto les parecieseremotamente antinatural. Además, ellaera mucho más que lista para lograrhacerse un sitio en alguna parte, quizácomo oceanógrafa. Ni siquiera lossacerdotes podían arreglárselas sinoceanógrafos.

Erista no protestó, y eso le

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sorprendió. Tampoco lo hizo elcenturión Minos, cuyo idealismo parecíaestar intacto a pesar de todo lo ocurrido.

Hecateus dio un paso adelante,apoyando el cofre sobre uno de susmusculosos hombros. Aún vestía losrestos de lo que había sido un uniformenaval, con la insignia de su rangopendiendo orgullosamente del cuellodeshilachado.

— Adiós, señor. Ha sido un honorconocerlo.

Ya no quedaba nadie más de quienCidelis pudiese oír algo parecido. Nisiquiera de su propia esposa, masacradapor el enemigo durante la caída de

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Selerian Alastre. Hecateus habíacapitaneado el buque desde el primerviaje de Cidelis, unos veinticinco añosatrás, y desde entonces había mantenidounida a cualquier tripulación. Paraacompañarlo en este último trayecto,Hecateus había rechazado incluso elcargo de intendente de la Marina. Esohabía ocurrido hacía sólo unos meses.

— Gracias, Hecateus. Buena suerteen Nueva Hyperia.

Unas semanas atrás, antes de que losojos del Cielo fuesen desconectados,habían interceptado un mensaje, unatransmisión de un ex buque insigniaimperial, urgiendo a todos los navíos

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que quedaban a unirse en una expedicióncolonizadora rumbo al devastadocontinente de Nueva Hyperia, libre de latiranía del emperador. Hecateus, que noconocía otra vida que la de la Marina,había decidido aprovechar esaoportunidad.

Minos y Erista, a quienes Cidelisapenas conocía, se despidieron acontinuación y luego siguieron aHecateus fuera del puente de mando,llevando consigo la antorcha.

De pie, solitario sobre el puente,Cidelis esperó hasta que el eco de suspasos se desvaneció antes de volver asentarse en su asiento de almirante para

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guiar el buque en sus últimos y escasoskilómetros. Cuando todo volvió a lacalma, Cidelis se inclinó para coger labolsa del suelo y encendió su propiaantorcha. Luego avanzó en la direcciónopuesta. Como si fuese una señal, laprofunda luz azul titiló por última vez yse extinguió, convirtiendo la esfera enuna desnuda bola negra. La oscuridadera tan absoluta que no se reflejaba ni elmás mínimo brillo en su superficie.

Era preciso caminar un cuarto dehora por el vacío pasillo central de lanave para llegar a donde se dirigíaCidelis. Los grandes portales dobles seabrieron silenciosamente frente a él, y

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atravesó el pasillo semejando unadiminuta mancha de parpadeante luz enla inmensidad del salón. Los muros erantransparentes y daban al océano, peroallí, en las abismales profundidades, nohabía nada que ver, excepto tinieblas.

Incluso antes de que alcanzase losescalones, Cidelis distinguió la siluetasobre el trono, en el extremo del pasillo,una presencia fantasmal en la penumbra.Al llegar al pie de la escalera se detuvo,apoyó la bolsa y fijó la antorcha en unportalámparas que había en el suelo.

Entonces, lentamente y sin apuro,Cidelis se cambió y se puso su uniformede gala, procurando no descuidar ni el

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más ínfimo detalle, desde las estrellasdel rango hasta el ajuste preciso delcinturón. Había llevado ese uniformedurante treinta y cinco años. Por último,colocó en la vaina su espadaceremonial, cuya empuñadura de platabrillaba fríamente.

Puntilloso hasta el fin, Cidelis cogióla bolsa con la ropa y la guardó en unarmario de la parte trasera del trono.Luego regresó al centro del salón, subiólos escalones y se arrodilló consolemnidad ante el cadáver que ocupabael estrado. Los profundos ysobrecogedores ojos grises de TiberiusGaladrin Tar' Conantur, emperador de

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Thetia, lo miraban sin ver por encima desus esculpidas mejillas, que, indemnes ala muerte, conservaban el mismoaspecto de cuando estaba vivo. Había ensus labios una espectral y triste sonrisa,y sus ropas (del mismo color azul realque el uniforme de Cidelis) cubrían laherida fatal de su pecho. A sus piesdescansaba una tablilla de cera lacrada,un último mensaje que le había escritoCidelis para el siguiente herederolegítimo que pisara el buque.

Sólo había una cosa fuera de lugar,pero ni siquiera Cidelis había sidocapaz de remediarla. La corona quedescansaba sobre los negros cabellos

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del emperador era la diadema deljerarca, no la Corona de Estrellas. Éstacubría la cabeza del usurpador, deltraidor...

Una inmensa pena invadió a Cidelisal desenvainar la espada, una espadaque no conocía el sabor de la sangre, yenfrentarla a su propio cuerpo. Por uninstante casi dudó, pero entonces volvióa elevar la mirada hacia Tiberius,contemplando al padre donde debíaestar el hijo.

—¡Oh, Aetius!, ¿por qué? ¿Por quétuviste que abandonarnos? ¿Por qué nopodía haberse ido uno de nosotros en tulugar?

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No hubo respuesta, y Cidelis sabíaque nunca la habría. Ya habíacompletado su despedida.

Entonces Cleomenes Cidelis, primeralmirante del imperio de Thetia, hundióinfaliblemente la espada en su propiocorazón. Y mientras una densa nieblaempañaba su mente creyó oír la voz desu emperador que lo llamaba.

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Primera Parte

LA CIUDAD DE LOSENCUENTROS

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CAPITULO I

—Ha llegado el invierno! ¡Lo haconfirmado el Instituto de Meteorología!

Me incorporé, pestañeando por elbrillo del sol del mediodía para ver dedónde provenía la voz. Tras un momentooí pasos en el sendero que venía deabajo y pronto apareció una cabeza traslas rocas.

— ¿Están seguros? —preguntóalguien sentándose a mi derecha.

— ¿Acaso alguna vez no lo están?—respondió la primera voz mientrasascendía los últimos metros antes degirar y sentarse en la machacada hierba

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del camino.—Los sacerdotes estuvieron fuera

dos semanas el año pasado.Su interlocutora cambió de posición,

inspeccionó con detenimiento su laúd yquitó una ligera capa de polvo ysemillas del mástil.

— Pero ésos eran los sacerdotes,que no tienen ni idea.

— Pues deberían tenerla, ya que sonlos únicos que pueden hacer pronósticosfiables.

Alcé los ojos hacia el despejadocielo azul, como si al hacerlo pudiesedescubrir en algún punto los mismossignos que observaban los sacerdotes

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para decirnos que descendería latemperatura y las tormentas doblarían supotencia.

— El Instituto de Meteorologíapodría mejorar sus previsiones sobre lallegada del invierno si los sacerdotes lebrindasen la oportunidad de hacerlo.

—No empecemos otra vez esadiscusión, Cathan —dijo la reciénllegada recostándose contra el tronco deun solitario cedro, lejos del bosque alborde del acantilado— Todavía nosquedan unos cuantos días de calor parasentarnos en el exterior, y no tienesentido desperdiciarlos. Dispondremosde todo el tiempo del mundo para

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discutir cuando llegue el invierno.— Y eso ¿cuándo sucederá?— Cuando concluya este antinatural

encantamiento cálido.— La joven vestíasólo una delgada túnica y sandalias pesea estar bien entrado el otoño— Comomucho, dos o tres días más.

Dos o tres días. Bueno, nada durapara siempre, y la verdad es que nuncahubiésemos esperado el repentinoretorno de temperaturas estivales en unafecha del año tan tardía. Mejor todavíahabría sido no tener que pasar tantotiempo trabajando, ocupado enadministrar los asuntos del clan durantela convalecencia de mi padre. Él

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hubiese podido recuperar su título, peroaún no estaba en condiciones de hacersecargo del papeleo, así que acabéencargándome de todo. Eran tareas queaborrecía, pero no me parecieron tanterribles como en otros tiempos. Quizáporque ya había pasado por cosasmucho peores.

—¿Has hecho algo que sea útil?—Eso depende del significado que

le otorgues a la palabra «útil», Palatina—dijo Ravenna, que estaba sentadajunto a mí con la espalda en el troncodel árbol. A su lado había un libroabierto apoyado contra el suelo, quellevaba un buen rato sin leer (por lo

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menos desde la última vez que habíadesviado mis ojos hacia ella).

— Útil como aseguraste que sería loque hicieras. —La comprensión queexhibía Palatina de la gramática delArchipiélago era aún un pocoesquemática a veces, pese a que yahabía pasado dieciocho meses alejadadel intrincado lenguaje de su tierra natal.

—Quieres decir que busco en estelibro algo que obviamente no está ahí.

—Pues si no está ahí, ¿por qué teempeñas en buscarlo? ¿Por qué nopruebas a buscarlo en otro sitio?

—Tan pronto como nos digas pordónde debemos empezar...

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Palatina puso los ojos en blanco y,con mirada ausente, tan incapaz comosiempre de quedarse quieta, comenzó aretorcer un verde brote de hierba. Denosotros tres, sólo ella no habíarecibido con alegría la llegada del calory la oportunidad de no estar demasiadoactivos.

Echando un vistazo antes de coger ellibro una vez más, Ravenna reinició sulectura. Yo también poseía un ejemplar,pero no tenía ni idea de dónde lo habíapuesto. Ni siquiera recordaba habérmelollevado allí... No, estaba en el fondo delbaúl, en mi habitación, donde nadie setoparía con él accidentalmente y sentiría

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la tentación de investigar su contenido.Me recliné un poco, intentando

encontrar en la ancha raíz del árbol unespacio más confortable para mi cabeza.Verdaderamente hacía demasiado calorpara hacer otra cosa que echarse a lasombra. Por otra parte, tampoco habíanecesidad de hacer nada más. Ya habíacumplido con mi cuota diaria de papeleo—los otros miembros del clan se sentíanigual de debilitados y la gente parecíareacia a hacer agotadoras colas o apresentar peticiones— Alejé de mimente la idea de que, repentinamente,tendría trabajo de ese estilo en excesocuando llegase el invierno.

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Volví a cerrar los ojos y me puse adormitar plácidamente, permitiéndomeignorar una molesta saliente de la raízque se clavaba en mi espalda e inclusoel muy irritante zureo de unas palomasen el bosque detrás de nosotros. Laspalomas estaban bien en pequeñas dosis,pero el ruido que hacían me poníanervioso en seguida. El sordo sonido delas olas en la playa a nuestros pies eramucho más grato y supuso un excelenteacompañamiento cuando la intérprete delaúd comenzó a tocar una melodía unosminutos después. —Palatina, ¿cómodemonios hicieron los thetianos paraganar la guerra?— preguntó la lectora

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de repente. —¿Qué quieres decir?— Estaban siempre borrachos. Mira,

el sujeto que escribió esto era susacerdote superior, pero en apenas unasemana asistió a más fiestas que todo unregimiento de vividores.

— Nos gusta disfrutar de la vida —respondió Palatina— . Cuando tenemostiempo libre no nos echamos a descansarbajo los árboles contemplando el marcon ojos extasiados y soñadores. —Sies tan bueno, ¿por qué no deseasregresar? Casi pude sentir la mirada quePalatina le dirigía, pero no me molestéen abrir los ojos. Palatina llevaba ya almenos una semana irritada, quizá un

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poco más, y ya me había acostumbrado.— Dejad de discutir —intervino la

intérprete de laúd sin interrumpir el fluirde su melodía— Perturbáis miconcentración.

— Te ruego que me disculpes,Elassel —dijo Palatina, sin que su tonode voz expresase lo mismo que suspalabras.

No hubo respuesta, y mi mentevolvió a navegar a la deriva, muy lejosde las costas de Lepidor moteadas porel sol.

Conocía muy bien las razones delmalhumor de Palatina. Todos losabíamos. Pero era lo que yo estaba

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haciendo, o en realidad lo que no estabahaciendo, lo que ella veía mal. MientrasPalatina estaba ansiosa y desesperadadeseando nuestra partida, yo meconformaba con esperar... sin hacernada. Eso sí, en mi decisión no mefaltaba respaldo, ya que ninguno de losdemás tenía la menor prisa. No le habíadicho a nadie el motivo por el que aúnestábamos allí, por qué permanecíamostanto tiempo cuando era evidente queésa no era una buena opción. Pretextéque tenía que cumplir con obligacionesdel clan y, durante más de un mes,mientras mi padre se recuperaba de losefectos del veneno, no hicieron falta más

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excusas. Pero todos sabían que ésa noera la verdadera razón, que ningúnaburrido papeleo requería mi presenciafísica, por muy importante que fuesepara el clan. Mi madre y el consejeroprincipal eran tan capaces como yo deencargarse de esas cuestiones y ademástenían mucha más paciencia.

— ¿Me estoy excediendo alpreguntarte si nos iremos cuando llegueel invierno? —dijo Palatina clavándomelos dedos en un costado. La miré,indignado, y la luz del sol me cegó porun momento.— No pienso marcharmesólo porque cambie el clima. —Entonces ¿cuándo nos iremos?, ¿cuando

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caigan las estrellas y los océanos sedesborden hasta cubrirnos porcompleto?, ¿cuando los sacerdotes abranla boca sin mencionar la palabra«herejía»?, ¿o quizá cuando todos hayanmuerto de viejos?

— Ya te lo hemos dicho. No piensopartir hasta no tener una idea de haciadónde debo dirigirme.

— Entonces ¿de qué te servirápermanecer en Lepidor? No hay nadaaquí que pueda ayudarte de ningunamanera, con excepción de ese malditolibro.

— ¿Y adonde más podríamos ir?— Podrías consultar en la

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biblioteca. Allí tienen cientos y cientosde libros, incluso antiguos pergaminoscubiertos de telarañas en los queseguramente encontrarás lo que buscas.

— O sea que toda la gente que harecorrido enormes distancias paraocultarlo habría dejado finalmentemensajes por todas partes diciendo:«Aquí estamos». Palatina, sé quedetestas no hacer nada, pero no podemostomar decisiones precipitadas en esteasunto. ¿Qué sucedería si lo descubriesela Inquisición? Si la Inquisición loaveriguase, sería el fin de todos nuestrosdesacuerdos con ella.

— ¿No merezco al menos que me

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digas qué es lo que esperamos? ¿No lomerecemos todos?

Miró a las otras dos mujeres enbusca de respaldo, y yo hice lo mismo.Elassel estaba concentrada tañendo sulaúd, al parecer absorbida por lamúsica.

A mis espaldas, Ravenna volvió acerrar el libro y clavó su grave miradagris primero en mí y luego en Palatina.

— Esperáis a alguien, ¿no es cierto?Alguien en particular —añadió.

Me encogí de hombros algo molestoy en seguida asentí con la cabeza. Quizáno me había comportado de forma tanastuta como pensaba.

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Palatina hundió el rostro en lasmanos, exagerando como era habitual enella.

— Podríamos permanecer aquí parasiempre. ¿Cómo es que no lo comprendíantes? Me hubiese ido en alguno de losotros barcos que zarparon. Cathan,Tanais puede tardar meses en regresar ynunca aparecerá donde tú lo esperes.

— Dijo que volvería cuandoLepidor estuviese nuevamente en calma.

— Pero entretanto podría tener queafrontar alguna rebelión del clan oencargarse de algún sacerdoteproblemático o del espía de alguien, yeso sin duda lo mantendrá alejado de

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nuestras costas durante semanas ysemanas.

— ¿Acaso tú te embarcarías en unatravesía sabiendo que no has consultadoantes a un oceanógrafo? Es posible queTanais no regrese cuando lo deseemos,pero estaba aquí cuando desapareció loque buscamos, y si existe alguien quesepa dónde está, ése es Tanais.

— Entonces te deseo buena suerte—sentenció Palatina mientras se poníade pie y se alejaba caminando a lo largode la costa; por un instante, su siluetadesapareció tras el tronco de un cedro.

— Palatina sólo puede ponerse peor—afirmó Ravenna observándola— Y

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ella conoce a Tanais mucho mejor quetú.

— Eso no cambia nada. Decualquier modo debemos esperarlo.

— Lo sé, lo sé. Pero ¿qué sucederási no viene? ¿Deseas permanecer aquítodo el invierno mientras la Inquisiciónconspira y pone a punto sus estrategias?Admito que aquí hemos vencido, peroson muy malos perdedores y si nosquedamos aquí, no haremos más quellamar su atención otra vez. Lo mejor esmantenernos en movimiento.

Se oyó algo en las ramas del cedrosobre nuestras cabezas, quizá una deaquellas endemoniadas palomas. El laúd

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de Elassel volvió a sonar, acompañadopor un coro de cigarras.

— Si nos atacan, estaránreconociendo que todo lo que ocurrió nofue tan sólo producto de unos pocosrenegados, y la gente empezará apreguntarse qué es lo que pretenden.

— Eso ya no tiene importanciaahora, Cathan. Y además unfundamentalista nunca olvida susreveses. —Pues al parecer nadie losolvida.— Si eso incluye a nuestrosaliados, entonces ¿por qué tantomalhumor?

Me cogió la mano y se volvió a porel libro, pero en ese momento se

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produjo un agudo crujido. Un segundomanojo de hojas de cedro cayó sobreambos, acompañado de una lluvia depiñas. —¡Jerian!— Sacudí la cabezaintentando quitarme la fronda del pelomientras Ravenna se sacudía laspequeñas ramitas del suyo. Al elevar lamirada distinguí la silueta de mihermano de siete años, sonriéndonos condescaro. —¡Lo suponía!— dijotriunfante.

Estaba fuera de nuestro alcance, treso cuatro ramas por encima de nosotros,pero antes de que pudiésemos agregarnada más oí un grito ahogado a miderecha.

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— ¡Maldito..., me llevará unaeternidad limpiar mi laúd! Elasselcolocó el instrumento en un sitio seguro,se levantó de un salto y corrió hacia elotro lado del árbol. La sonrisa triunfalse borró del rostro de mi hermano enapenas unos segundos, reemplazada porun gesto de sorpresa y miedo cuandoElassel trepó por el tronco en su buscacon tanta facilidad como si estuviesecaminando por la playa. Todavía nosabía dónde había aprendido. Elassel aforzar cerrojos o a trepar a árboles yparedes con la misma pericia con la quelos comunes mortales suben escalones;sus destrezas, sin embargo, habían

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demostrado ser muy útiles en más de unaocasión.

— En opinión de Jerian, los adultossomos incapaces de trepar a los árboles—le susurré a Ravenna— Con un pocode suerte no se atreverá a repetir labroma.

— Espero que así sea —respondióella quitándose el polvo— Vaya pintaque tienes.

— Mira quién habla. Creo que elestilo primitivo te sienta bien, enespecial esa ramita en el pelo.

Las manos de Ravenna volaron haciasu masa de rizados cabellos negros antesde que se percatase de mi sonrisa y

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comprendiera que no existía tal ramita.— Cathan, si no conociera tu

historia, habría creído que Jerian y túerais auténticos parientes.

De pronto, un halo de tristezainvadió su rostro y recordé lo que mehabía contado sobre su hermano menor,asesinado por una organización cercanaa la Inquisición: los sanguinariosguerreros que se llamaban a sí mismossacri, es decir «los sagrados». Fuesen ono sagrados, no había duda de que erandevotos. Devotos en su incansableentrega a la religión de derramar sangre.

Un flujo constante de protestas ydisculpas nos llegaba ahora desde algún

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punto entre las ramas del cedro, un ruidoque se hizo más intenso cuando Elasselreapareció desde detrás del tronco.Llevaba a mi hermano cogido de lamuñeca.

— ¿Qué deseas hacer con él? —mepreguntó intentando contener la risa.Elassel parecía ser completamenteincapaz de mantenerse enfadada másallá de unos pocos minutos, salvo, porcierto, cuando se trataba de los haletitas.Odiaba a ese pueblo con tanta pasiónque pensé que su habilidad como artistade la huida podría tener algo que vercon ellos. Sin embargo, Elassel nuncadijo nada al respecto y ninguno de

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nosotros se lo preguntó.— No me disgustaría nada darle un

buen remojón —sugerí señalando laplaya, a pocos metros de dondeestábamos.

— Tengo una idea mejor —intervinoRavenna y le susurró a Elassel algo aloído. Jerian llegó a oírlo y emitió unaullido de protesta.— Traigo novedades—aseguró entonces mi hermano,gritando para asegurarse de que todos leprestasen atención— Pero no os las diréa menos que me soltéis.

— Muy bien, lo haremos —accedióElassel, pero antes de soltarle la muñecase agachó para recoger un puñado de

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ramitas y cortezas, que esparció por elpelo de Jerian— ¿Cuáles son esasnoticias? Jerian le dirigió una furiosamirada y sacudió la cabeza para tener unaspecto más presentable.

— Unas personas importantes hanllegado desde un sitio importante con unimportante mensaje.

— El mar sigue estando a sólo unospasos —le advirtió Elassel, pero paraentonces Jerian ya había recobrado laseriedad.

— Una inmensa manta —anunció—proveniente de Pharassa, con esecorpulento y rubio Canadrath a bordo.Dice que trae noticias de Taneth y no se

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le veía nada feliz. ¡Ah, Courtiéres loacompaña!

— ¡Los haletitas! —exclamó Elasselautomáticamente y guardó el laúd en lamaleta de cuero que llevaba para losviajes. Ravenna y yo intercambiamosmiradas, y ella asintió levemente con lacabeza. Ambos habíamos pensado lomismo.

— Ahora estaréis tristes durantetoda la vuelta —comentó Jerian con laintolerancia propia de un joven dediecisiete años por los problemas queno le conciernen directamente.

— No, no lo estaremos —respondíforzando una sonrisa.

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Jerian conversó con alegría mientrasdescendíamos por el sendero endirección a la playa, ya que la costa erael camino más directo hacia Lepidor.Existía un sendero propiamente dicho através del bosque que comunicaba conla carretera. Pero cogerlo implicabacruzar obstáculos y rodear la ladera deuna pequeña colina, y ninguno denosotros estaba dispuesto a perdertiempo. Supuse que Palatina habríaregresado a la ciudad, ya que no se laveía sentada en ningún lugar al bordedel acantilado, que tenía casi cuatrometros de altura (de hecho, una especiede muro marino de piedra que separaba

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la playa del bosque).Pronto la ciudad estuvo a la vista en

el otro extremo de la extensa bahíadonde nos hallábamos. Algunos de susedificios de piedra exhibían todavíaandamios junto a las paredes y muchosjardines superiores habían desaparecidode los techos. Tal era el legado de latormenta que habíamos desatado hacíaya más de un mes (irónicamente, con laintención de proteger la ciudad). Pero lamayoría de los daños ya habían sidoreparados: se habían reforzado losmuros y estaba en marcha laconstrucción de un nuevo portal entre elbarrio del Palacio y el distrito Marino.

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A medida que nos aproximábamos ala ciudad, mi mente intentaba coninsistencia interpretar el mensaje deJerian, en especial la presencia de OltanCanadrath. La relación entre su familia yla nuestra era bastante superficial yhabía surgido hacía poco más de un mes,cuando ellos se habían puesto al frentede los refuerzos. Aunque los habíamosrecompensado por su ayuda, paranosotros todavía eran casi unosdesconocidos. ¿Por qué había recorrido,entonces, el hijo de lord Canadrath todoel camino hasta Lepidor portando malasnoticias?

Entramos en la ciudad por el

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estrecho portal posterior del barrio delPalacio, accesible sólo a través de unpasaje de madera bajo los muros. Ésteestaba cada día más desgastado a causade la presión de las olas y las tormentas,pero nadie había sugerido aúnreemplazarlo por un sendero de piedra,pues brindaría a los enemigos una eficazruta de acceso a la ciudad.

Los centinelas que custodiaban elportal posterior nos miraron concuriosidad a medida que nosacercábamos.

— ¿Habéis estado tomando baños depolvo, vizconde? —me preguntó uno deellos con la mirada absorta en el cabello

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de Ravenna.— Mi hermano ha estado

practicando cirugía arbórea —respondíantes de que agregase algo mássugerente— Desgraciadamente, no sepreocupó por analizar en qué tipo deárbol hacía su operación.

— Entonces puedes venir a podar miolivo —le dijo a Jerian el otrocentinela, mostrando una amplia sonrisaen su barbado rostro— , es un árbol tanenorme que te mantendría ocupado almenos durante una semana. Pasad unbuen día.

El portal posterior comunicaba conuna corta calleja, a pocos pasos del

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palacio. Las casas tenían todas laspuertas abiertas por el calor, y dosancianos que jugaban a las cartasprotegidos por la sombra de un estrechotoldo nos saludaron cuando pasamos asu lado. La ciudad estaba más fresca quelas afueras, escudada del sol poredificios de tres y cuatro plantas y porlos toldos colgados a lo largo de lascalles, que formaban una hilera continua.Se oía además por todas partes elagradable fluir de las pequeñas fuentesde los patios y las esquinas. Alguna vez,esas fuentes habían abastecido a casitoda la ciudad. Pero hacía alrededor decincuenta años había llegado a Lepidor

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la idea, pronto convertida en realidad,de introducir cañerías directamente enlas casas, y, desde entonces, la funciónprincipal de las fuentes pasó a ser la demantener fresco el aire durante elverano.

En la entrada del palacio había doscentinelas más. Ambos se inclinaronpara saludarnos y nos abrieron pasohacia el impecable patio situado acontinuación. Ni siquiera pese a lasseveras medidas de seguridad impuestasdesde la invasión creyeron necesariocomprobar mi identidad. Como sucedíacon las casas, la entrada del palacioestaba repleta de andamios y las puertas

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todavía no habían sido terminadas. Porese motivo, al anochecer y al amanecerse levantaban y echaban abajobarricadas de madera.

— ¡Al fin aparecéis! —resonó lavoz de Palatina. Alcé la mirada y la vide pie en el balcón del descansillo de laescalinata, junto al muro de la derecha— ¿Qué demonios te ha sucedido,Ravenna? ¿Te querías teñir el pelo?

— Ha sido Jerian —dije mientras mihermano ascendía la escalera a todaprisa adelantándose a nosotros. Con laexpresión más animada que le habíamosvisto en muchos días, pese a su rostropreocupado, Palatina nos indicó que mi

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padre y sus invitados estaban en la salade recepción. Ravenna y yo nossacudimos el polvo de nuestro cabellotan bien como pudimos, empleando unpulido plato de bronce a modo deespejo.

— ¡Venga, que ya estáis bien! —exclamó Palatina— Si aparecen demodo inesperado, no pueden pretenderque tengamos un aspecto inmaculado.

No me habría importado si sólohubiese venido Courtiéres, el mejor ymás antiguo amigo de mi padre, pero nome había visto con Canadrath más queen una ocasión. Y he de reconocer queaquella vez tampoco había dado una

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buena impresión: magullado y con losojos hundidos, llevaba una larga túnicapara ocultar las marcas de mis brazos ypiernas. Mi aspecto actual suponía sinduda una mejora.

Un sirviente esperaba junto a lapuerta de la sala de recepción y nosanunció sin formalidades.

— ¡Ah, aquí estáis! —dijo mi padreinterrumpiendo su conversación con losotros dos hombres.

— Vizconde Cathan —agregó uno deellos efectuando la reverenciaacostumbrada hacia alguien de estatussimilar— Me alegra verte gozando debuena salud.

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Correspondí a su reverencia,absurdamente consciente de que losotros tres eran todos un poco más altosque yo. Oltan Canadrath, que acababa dedarme la bienvenida, tenía una tezblanca y cabellos rubios inusuales encualquier continente, y todavía muchomás en Taneth o el resto de Equatoria.Mi segundo encuentro con él confirmó laimpresión que tenía de que estabametido en asuntos no del todoapropiados. Con su crecida barba, subigote y su impactante físico, debió dehaber sido uno de esos piratas del norteque acosaron el Archipiélago en otrostiempos, haciendo de los ya

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desaparecidos bosques de Turia suhogar.

— Tiene razón, Cathan —añadióCourtiéres con expresión amistosa—Tenías muy mal aspecto la última vezque nos vimos.

Acabados los recibimientos,Palatina nos trajo bebidas y Oltan noscontó las novedades a Ravenna y a mí.

— Los haletitas han invadido Ukhaay se han apoderado del delta —explicósin rodeos— Ahora hemos perdidotodos los territorios centrales y unostreinta mil guerreros haletitas acampanbajo nuestras narices.

— Como se trata de Taneth, todos

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los comerciantes nobles están buscandocon desesperación cosas que loshaletitas deseen comprar —dijoCourtiéres con sarcasmo. Puede quetuviese el aspecto de un oso, peroposeía una mente veloz y, por lo general,bastante más tacto que mi padre.

Oltan no se tomó a pecho esa ofensa.— Creo que el conde está en lo

cierto. Lord Barca y yo hemos buscadoapoyo para iniciar una acción militar,pero las otras familias son reacias aperturbar lo que interpretan como unnuevo statu quo.

Se produjo un silencio. Cualquieracon algo de sensatez podía comprender

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que las noticias eran muy malas. Tanethpodía ser una ciudad comercialconstruida sobre islas, pero estaba muycerca de las tierras centrales y hastaentonces el ejército haletita habíademostrado ser invencible. El futuro deLepidor y de muchos de los clanesdependía de una Taneth gobernadalibremente por la nobleza comerciante.Era impensable que siguiese siendo uncentro mercantil bajo el dominio militarde los haletitas, en especial si éstos semantenían fieles a su habitual política desaquear las ciudades capturadas. Sentícómo se esfumaba mi buen humor.

— ¿Las familias no están haciendo

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nada en absoluto? —preguntó Ravenna.Oltan negó con la cabeza.— Nada de nada. Ah, sí, el Consejo

de los Diez le envió una protesta al reyde reyes, pero es posible que también enese caso hayan ahorrado en tinta.

— ¿Sabéis si los haletitas tienenpensado atacar la ciudad?

— Todavía no —respondió Oltan—Carecen de flota por el momento.Pueden complicarnos la vida, pero nadamás, por ahora.

Comprendí entonces los motivos quehabían traído hasta aquí al heredero delos Canadrath, una de las familias másimportantes de Taneth. Lepidor poseía

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los yacimientos de hierro más gran desde Océanus y en breve seríamos tambiénlos más importantes fabricantes dearmas. Oltan deseaba asegurarse de queéstas no acababan en manos de loshaletitas.

— ¿Es que eso cambia algo? —preguntó mi padre, que vestía unaholgada túnica verde que en otrostiempos había sido de vestir. Nodeseaba que el clan fuese consciente deldaño que le había causado el veneno y,con esas ropas, no parecía tandemacrado. A pesar de eso, la mayorparte de la gente conocía su situación,aunque nadie decía nada. Los

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renombrados médicos de Courtiéreshabían asegurado que con el tiemporecuperaría el peso perdido.

— Lo que planteáis hace de nuestrocomercio de armas una actividad casicuestionable —agregó— En vista de quelas armas enviadas a Taneth acabaráncon toda probabilidad en manosindeseadas, embarcarlas hacia allípodría ser una mala idea.

«Acabarán en manos indeseadas.»Mi padre no se refería sólo a loshaletitas. Es verdad que ellosrepresentaban la amenaza inmediata,pero detrás de ellos estaban lossacerdotes, el Dominio, con sus sueños

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de cruzadas y sangre. Ya habíanintentado una vez apoderarse de Lepidorpor ese mismo motivo: fabricar armaspara una futura cruzada. Después detodo lo que habíamos vivido,vendérselas sin más a sus aliados eraalgo impensable.

Por otra parte, la familia Canadrathhabía consolidado su fortunavendiéndole armas al Archipiélago, elmismo sitio que el Dominio pretendíapurificar con el fuego sagrado de losinquisidores.

— Entonces ¿queréis vender armas aalguien más? —preguntó Ravenna.

— Debemos hablar de este asunto

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con Hamílcar, ya que es él quien estáobteniendo beneficios por transportarnuestro hierro y nuestras armas a Taneth,pero si existe mercado en elArchipiélago... es otra cuestión.

Hamílcar era nuestro socio oficialen Taneth, con quien habíamos firmadoel contrato por el hierro. Y era tambiénel hombre que había salvado nuestrasvidas durante la invasión.

No vender armas a Taneth era unacosa, pero ofrecerlas para matar sacriera un asunto muy diferente. Percibí unaleve sonrisa en labios de Ravenna. Paraella, los sacri eran los sanguinarioscarniceros que habían destruido a su

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familia. Ni siquiera los considerabaseres humanos.

— Tengo más datos que quizá ossean útiles —intervino Oltan— Sonsobre los dos sacerdotes quesobrevivieron al fallido derrocamientoque tuvo lugar aquí, el avarca Midiany... me parece que su nombre eraSarhaddon.

Me puse a escuchar con atención.Ellos habían sido los únicos dossupervivientes de las fuerzas delDominio que intentaron apoderarse deLepidor. Por eso, su destino actual podíaser un buen indicador del modo en queel Dominio había reaccionado ante los

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sucesos.— Prosigue —pidió mi padre sin

alzar la voz.— Ambos regresaron a la Ciudad

Sagrada, donde al parecer el primadoLachazzar los recibió en persona.

Esa no podía haber sido una buenaexperiencia. Apodado «el cocinero delInfierno», se decía que cuando sussubordinados fallaban en una misión,Lachazzar era proclive a acusarlos depactar con los herejes. Pero lassiguientes palabras de Oltandesmintieron el mito.

— Sarhaddon —continuó— ha sidoascendido a inquisidor con plenos

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poderes y enviado al Archipiélago. Elinquisidor general ya se encuentra allí,con orden de aniquilar cualquier signode independencia que surja en Qalathar.

— Nunca se rinden —comentóRavenna con tristeza— Asesinaron atoda una generación, pero no fuesuficiente. Invadieron el país pero no fuesuficiente. Ya lo sabéis, las personas alas que torturan y envían a la hoguerason las que aprenden la lengua qalathario preservan los archivos históricos de ladinastía.

— Lo siento, no me había percatado—advirtió Oltan en tono compasivo—Te tomé por una thetiana la última vez

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que nos vimos, pero debí de habermedado cuenta de mi error al verte. Nadienacido en Thetia se parecería a ti.

Canadrath tenía razón, pensémientras Ravenna sonreía levemente,desaparecido ya su buen humor tras oírlas noticias. Durante muchos años habíaintentado alisarse el pelo, soportado lasirritaciones que el nuevo clima producíaen sus ojos y pasado bastante tiempo alsol para acentuar la coloración naturalde su piel, muy pálida para unaqalathari. Casi había logrado pareceruna thetiana, pero ahora, sus ojosmarrones y su masa de rizos negros yano dejaban lugar a dudas.

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— ¿Y qué sucedió con Midian? —preguntó Courtiéres.

— Se le ha otorgado un cargo en elArchipiélago. No sé con seguridad dequé puesto se trata. No creo que sea uncargo muy importante, pero eso implicaque sigue en el centro de losacontecimientos.

— ¿Por qué les ofrecerá Lachazzaruna segunda oportunidad? —inquirióPalatina— Supongo que tiene muchosseguidores capacitados allí de dondeproviene.

— No estoy seguro de eso —advirtió mi padre— Sarhaddon esexcepcionalmente inteligente, aunque no

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lo demostrara mucho cuando estuvo aquíde monaguillo. Además, esextremadamente leal, y Lachazzar no esestúpido. Su derrota aquí no fueresponsabilidad de Sarhaddon. Encuanto a Midian, proviene de unapoderosa familia haletita, así que es casiindestructible, un miembro de la antiguanobleza del Dominio. Quizá los últimossucesos hayan retrasado un poco sucarrera, pero no hay duda de que algúndía será exarca.

La idea de ver a aquel patánarrogante elevado al puesto más altocomo servidor de Ranthas merepugnaba. Incluso si hubiese estado de

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acuerdo con sus ideas, no habría lugarpara mí en el Dominio, estando a lacabeza personas como Midian yLachazzar.

— Sabemos que deseaba unacruzada —dijo Palatina mientrasjugueteaba con una copa— Desde quefrustramos sus planes se vio forzado agolpear el Archipiélago de otro modo, yla Inquisición es la mejor respuesta. Almenos para él —añadió tras un instante,observando la mirada de Ravenna.

Yo no podía imaginar siquiera todolo que había vivido Ravenna: ver cómosu patria era abatida sistemáticamentepor los sacri, que la dominaban desde la

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cruzada del Archipiélago, cerca de uncuarto de siglo atrás. Ella había nacidoun par de años más tarde y jamás habíaconocido una Qalathar libre. Habíaheredado el título de faraona de suabuelo, que fue quemado en la hogueradurante la cruzada. Pero ese título no erapara ella más que un recuerdo vacío ydoloroso de todo cuanto se habíaperdido. En mi interior sentía compasiónpor ella. Ser heredero ya era de por síalgo bastante malo, según infería de mispropias experiencias, sin el hechoañadido de cargar sobre los hombros laagonía sufrida por Qalathar.

— Estamos en condiciones de

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ayudar —aseguró mi padre fijando losojos en Oltan— Si logramos establecerde común acuerdo una ruta para lasarmas que evite el paso por Taneth y sedirija directamente al Archipiélago,podemos intentar facilitarle la huida a lagente durante la ruta de regreso.

El heredero de Canadrath pareciódudar.

— Las grandes familias deben tenercuidado de no hacer contrabando —comenzó a explicar, pero Courtiéres lointerrumpió.

— Si todos a los que quieresvenderles armas están encerrados en lasprisiones del Dominio, nadie te pagará.

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Contando con una resistencia organizadafuera, podrías tener una oportunidad.

— Supongo que así es —admitióOltan, todavía inseguro— Si fuésemosdescubiertos, sin embargo, quedaríaarruinada nuestra reputación. Es ilegalimportar armas a Qalathar, bajo pena deexcomunión, por lo que deberemosencontrar un tercer país hacia el cualembarcar las armas. Con todo, creo queel primer paso es hacerle una propuestaa lord Barca.

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CAPITULO II

El trabajo de todo un día debatiendominucias comerciales tenía que valer lapena. Eso pensaba en la sala derecepción del puerto submarino deLepidor, mientras esperaba a que lamanta tripulada por nuestros dosvisitantes se desprendiese de laplataforma de lanzamiento. Pasarían almenos tres semanas antes de queobtuviésemos una respuesta o, lo que eramás probable, una contrapropuesta conalgunas modificaciones que discutir.

El día siguiente a la llegada deOltan, el último día de verano, lo pasé

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en la sofocante oficina de mi padre,intentando lidiar con las complejidadesdel comercio con las grandes familias.Nunca había destacado con los números,y cuando mi padre llamó a su consejeroprincipal, el corpulento Atek, paraayudarme a calcular los márgenes debeneficio y los porcentajes de lossobornos, yo ya estaba casi dormido.

Algún día me convertiría en condede Lepidor, así que me concentré en losnúmeros que Atek garabateaba en untrozo de pergamino, luchando conmigomismo por no desviar la mirada hacia eldespejado y tentador azul del mar. Eneso consistía ser conde, o cualquier otro

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tipo de gobernante, y debo confesar quedetestaba esas tareas tanto como laexpectativa que todos tenían en mí deque fuese un líder. Sin duda, lo sentíacomo algo positivo cuando todo iba bieny no se me pedía que tomara ningunadecisión comprometida, pero durante lainvasión del Dominio había tenido laoportunidad de experimentar los peoresaspectos del liderazgo y no meentusiasmaba la idea de volver avivirlo.

Aunque la salud de mi padremejoraba con rapidez, no había sidocapaz de seguir el ritmo de Oltan a lolargo de esa jornada, y por la tarde hube

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de relevarlo en la culminación de lasnegociaciones de Lepidor. Además, porel bien de mi clan, no podía dar porfinalizada la reunión hasta que todosestuviesen satisfechos con lascondiciones del acuerdo. Hacia elatardecer, al ver en la parte occidentaldel cielo un inhabitual tono rojo doradode extremo a extremo del horizonte,comprendí que el invierno estaballegando y pospuse las tareas del clanuna última vez para nadar en las aguasdel mar, aún tibias por el calor del día.No era la actitud de un dirigente, y sentíen mi interior que decepcionaría a mipadre, pero ¿quién sabe cuándo volvería

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a tener la posibilidad de nadar?No tenía tiempo para alejarme

demasiado de la ciudad si no queríaregresar de noche. Por eso me quedécerca, junto a la playa en la que habíaestado sentado.

Cuando me quité la túnica en mediode una luz inusual y misteriosa, con elbosque a mi espalda, casi en silencio,miré hacia el mar. El sol era una bolaardiente de color anaranjado contra elimpactante cielo cobrizo, que bañaba laciudad y sus costas con una luzfantasmal, casi apocalíptica. Mi propiasombra estaba dilatada de formagrotesca, una lúgubre silueta entre la

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hilera de árboles y la dorada arena.Pero lo más extraño de todo era el

mar. En medio de los colores de eseespectacular crepúsculo, la ondulantesuperficie del océano estaba salpicadade un rojo profundo como el de lasangre.

— El oscuro mar del color del vino—dije sin percatarme de que habíahablado en voz alta hasta que alguien merespondió.

— Estaba pensando lo mismo —advirtió Ravenna, incorporándose dellugar en el que había estado sentada, a lasombra de una roca. Con el mayorcuidado, evitamos mirar nada que no

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fuera nuestros propios rostros.El poeta thetiano Ethelos había

vivido cerca de seis siglos atrás, perosin duda había visto un crepúsculo comoaquél en alguna isla antigua, antes deque la humanidad pusiese siquiera unpie en las costas de Océanus.

— Jamás había visto antes nadaparecido —comenté señalando elpaisaje del cielo y el mar.

— Yo tampoco —aseguró Ravennamientras descendía por la playa paraacercarse a mí, otra sombra alta yalargada— Ni siquiera a principios delinvierno, cuando los crepúsculos sonsiempre maravillosos. Es realmente

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extraño que todos esos colores,alabados y adorados por el Dominio,puedan parecer sin embargo tanhermosos. Los sacerdotes manchan todolo que tocan, y es llamativo que no lohagan con los crepúsculos.

— Los crepúsculos llevan aquímucho más que el Dominio, y estaránaquí mucho tiempo más después de queel Dominio haya sido olvidado.

— Envidio a las personas quepodrán ver algún día un paisajesemejante sin haber oído hablar nuncade la herejía ni de los inquisidores.

— No seremos nosotros —agregué— , pero sí te prometo que, en cuanto

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pueda, un día observaremos uncrepúsculo como éste desde el Palaciodel Mar en Sanction, igual que solíanhacerlo los antiguos jerarcas.

Ravenna contuvo la respiración y memiró fijamente un momento. Luegomovió la cabeza con desconcierto.

— Son tantas las cosas que hasprometido hasta ahora...

De hecho, eran muchas, y de algunasno tomé conciencia hasta bastantetiempo después. Parecía extrañoprometer algo así, pero amboscomprendíamos de qué estaba hablando.Sanction, la antigua ciudad sagrada deAquasilva, se había desvanecido cuando

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el Dominio llegó al poder. Si la historiasobre su desaparición era cierta,ninguno de nosotros podría entrar enSanction hasta después de acabar con elDominio. Doscientos años sin noticiasde la ciudad eran el indicador más clarode que la historia sobre su desapariciónera cierta.

Pero había algo más, y de saber loque sucedería jamás lo habría dicho.Ravenna era más lista que yo y habíallegado a conclusiones que yo erademasiado ciego para ver. Lo queninguno de los dos mencionó, nientonces ni en ningún otro momento, erael significado específico que tenía para

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los jerarcas el ritual de contemplar elcrepúsculo.

— ¿Vamos a nadar? —propusoRavenna tras unos instantes de silencio.

Eso hicimos, gozando de las aguasoscuras y cálidas hasta que la bola delsol acabó por ocultarse y sólo quedó enel oeste un resplandor púrpuracontrastado con el añil de la silueta delas nubes. No volvimos a hablar de esomientras nos poníamos las túnicas sobrenuestros cuerpos todavía mojados nidurante el regreso al palacio.

Una densa masa de nubes bajascubría las cumbres de las montañas a lamañana siguiente y se sentía en el aire

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un frío penetrante. Entonces, el inviernoera así, pero no siempre lo había sido.Existía un corte violento entre invierno yverano, una frontera abrupta que teníalugar al final de cada año. Después dedicha fecha, los primeros vientos quesoplaban podían hacerlo durante meses,una tercera parte del año. Sólo elDominio, con su habilidad paracontrolar y «ver» el tiempo desde lasalturas, sabía por qué sucedía tal cosa.Y está claro que entre sus intereses nofiguraba divulgar su secreto.

Observé por unos instantes desde lasala de recepción del puerto submarinocómo la manta de Canadrath navegaba

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hacia las tinieblas al ritmo tranquilo yligero de sus enormes aletas. Sólocuando fue engullida por el aguatotalmente me volví para indicarles a losdos centinelas que me habían escoltadoque ya podían partir. Tenía trabajo quehacer en el palacio, pero ya no losnecesitaba realmente.

La ventaja del invierno, reflexionémientras ascendía la escalera hacia miestudio de palacio, era que las horas queuno pasaba dentro no eran tan malas. Nohabía nada que hacer fuera salvo quenevase, y la novedad de eso prontopasaba en cuanto el frío se metía entremis ropas. Yo no era oceaniano de

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nacimiento y nunca me había sentido deveras feliz cuando hacía frío por muchoque lo desease. Un año en elArchipiélago, donde nunca nevaba,había sido suficiente para convencermede que no lo echaría demasiado demenos.

Mi padre me había instalado elestudio unos años atrás, y desdeentonces solía utilizarlo cada tanto.Durante las últimas semanas, sinembargo, había comenzado a sentirmecomo si yo fuese una tortuga y el estudiomi caparazón. Uno de los servidoreshabía encendido ya el hogar y la salaestaba gratamente cálida y acogedora, lo

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que no podía decirse de los documentosque me esperaban sobre el escritorio.

Me senté en la silla y cogí el queestaba encima de todos, que concentrómi atención cuando reconocí en él laenmarañada letra de Palatina. Por unmomento me sentí desconcertado, peroluego recordé de qué podía tratarse.Durante las negociaciones del díaanterior le había mencionado quenecesitábamos toda la información quepudiese brindarnos sobre Thetia. Eraevidente que había acometido la tareacon interés, ya que había dos páginastituladas «Negocios en Thetia». Elprimer punto, subrayado varias veces

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para darle énfasis, era Thetia esgobernada por el emperador. Le seguíaotro título igual de enfático: Losthetianos odian a los tanethanos.

Interpretar algunas de sus palabrashabría requerido los servicios de undescifrador, pero acabé entendiendo porel contexto las que no podía identificarde inmediato. Una vez que acabé, merecliné en la silla y contemplé eldocumento por un instante,preguntándome si, después de todo,nuestra propuesta había sido acertada.No existía prácticamente ningún otrositio donde fuese posible vender armas alos disidentes de Qalathar: Thetia estaba

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en el territorio central, era neutral y,como en Taneth, allí podía comprarse ovenderse cualquier cosa.

Por otra parte, Palatina habíaseñalado varias evidentes desventajas.Los clanes de Thetia solíancomplicarles la vida todo lo que podíana los tanethanos que quisiesencomerciar. Muchos de ellos eransumamente conservadores,proteccionistas y tendentes apreocuparse sólo por sus interesesinternos, lo que les llevaba a dilapidarsu fuerza en luchas intestinas. En el otrolado del espectro, los clanes como el dePalatina eran, pese a sus ideas

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republicanas, feroces combatientes conintenciones imperialistas.

En cuanto a Selerian Alastre, lalegendaria capital thetiana... ¡Dios nosguardase! Sin duda, Palatina exagerabapor algún motivo en lo que habíaescrito. Es decir, era indudable quenadie podía ser presidente de un clan ypasarse de fiesta tres de cuatro noches.Y en cuanto a las orgías que ellamencionaba, me recordaban ladescripción de la ciudad maldita deMalyra (supuestamente destruida por lafuria de los dioses varios siglos atrás)que recogía el Libro de Ranthas.

Era necesario que hablase con ella

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en persona. Di un tirón a la correa de lacampanilla y unos minutos despuésapareció en la puerta uno de mis primosmás jóvenes, que por entonces estaba deservicio.

— ¿Podrías buscar a Palatina ypedirle que venga tan pronto como seaposible?

Asintió y volvió a desaparecer de mivista. Hubiese preferido buscarla yomismo, ya que me parecía poco educadoenviar a un mensajero. Pero sabía que silo hacía, pasarían horas antes de queretomara el trabajo.

Palatina llegó una media hora mástarde, mientras reflexionaba sobre una

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nota del poblado de Gesradenpidiéndole al clan un aumentopresupuestario: el clan Tenth deseabainstalar allí un nuevo sistema de agua, yaque las viejas cañerías estaban fallando.Según parecía, los ingenieros dePharassa que las instalaron primerohabían hecho un trabajo chapucero. Notenía ningún sentido volver a emplear alos mismos, pero para ello era precisoaveriguar con exactitud quiénes habíansido. ¡Por los Elementos, esto eramortalmente aburrido! —¿Cathan?

Alcé la mirada con expresión dealivio y dejé a un lado la petición deGesraden. Eso podía esperar; nadie

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instalaría el nuevo sistema de aguadurante el invierno.

— Espero no haberte interrumpidoen medio de algo importante —le dije—, sin duda estarías haciendo algo muchomás vital que yo.

— Quieres que conversemos sobreThetia —comentó ella caminando hastallegar a mi lado, junto al escritorio. Nohabía rastros de frío ni en su rostro ni ensus ropas, por lo que deduje que nohabía salido del palacio. Casi sin dudahabía venido porque estaba aburrida, yno podía culparla.

— Leí tu informe, pero algunaspartes del mismo...

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— ...son un poco difíciles de creer—continuó— Desgraciadamente todo escierto.

Palatina cogió una silla de un rincónde la sala y alejó la mía del escritoriocon una salvaje patada para hacersesitio.

— ¡No puedes hablar en serio!¿Incluso lo del presidente de Decaris ysu burdel?

— Cathan, por lo que respecta aestas cuestiones, todavía conservascierta ingenuidad provinciana. Tethiaestá derrumbándose, y cuando la gentees tan mala como lo es allí comienza acomportarse de un modo extraño.

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— Pero si todo esto es cierto —objeté separando su informe del resto dela pila— , entonces ¿cómo sigue siendotan poderoso el imperio de Thetia?

Ella esperó antes de responder, conla mirada absorta y pensativa clavada enla distancia.

— Thetia tiene dos caras. Sí, existentodas las cosas que escribí y que tanto tepreocupan. A los clanes no hay nada queles interese demasiado, con excepcióndel prestigio y el buen vivir. No a todosellos, por supuesto —añadiórefiriéndose a su propio clan, elbelicoso Cantera— , pero eso es lo quesuele verse en Thetia, en las grandes

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ciudades y en Selerian Alastre. De todosmodos, olvidas que los thetianos son losmejores navegantes del mundo. Ambossomos thetianos, tanto tú como yo, yninguno de nosotros es feliz alejado delmar. Para ti el mar es todavía más queeso, pero cualquiera sabe que, cuando sehabla de embarcaciones, las thetianasson las mejores.

Y eso era cierto, por mucho que lonegasen los capitanes mercantestanethanos y los almirantescambresianos. El resto del mundoconsideraba el océano un mero camino,una ruta para el comercio, así como unvasto criadero natural de peces. Pero

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parecía que para los thetianossignificaba algo más. No como un dios ouna diosa, ni como creía el semimíticoExiles un enorme organismo viviente,aunque sí mucho más que un lugar através del cual era posible viajar o delcual se podía recoger comida. De hecho,los thetianos habían fundado el InstitutoOceanográfico.

— Por lo tanto, sostienes que es suflota lo que los hace poderosos.

— Su flota, y el emperador.Eso era lo que ella había evitado

mencionar hasta entonces. No se habíaextendido respecto al emperador en todoel informe, lo que me intrigaba. ¿Cómo

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era posible escribir acerca de comerciarcon Thetia sin hablar del hombre que, almenos de forma nominal, poseía mayorautoridad que cualquier otro enAquasilva? Incluso los cambresianostemían contradecir abiertamente alemperador, por más que desearanliberarse más que cualquier otra cosa, eincluso alimentaban la ilusión derecuperar la independencia de Thetia.

— Lo has dejado para el final.— Él es más peligroso que todo el

resto en su conjunto —advirtió ellaasintiendo con la cabeza.

— ¿Cómo es? Como persona, quierodecir.

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— Es probable que sea elemperador más brillante que jamás hayahabido. Cuando hablas con él sientestodo el tiempo que está muy por encimade tus capacidades. Por supuesto, juegaal ajedrez. Y nunca pierde. Pero es unindividuo desalmado, frío, sin piedad; levalen todos los apelativos de ese ordenque puedas imaginar. No es un buengobernante para Thetia, porque sueñacon ser Un monarca absoluto, algo quenosotros no le permitiremos.

— Pensaba que ése era el objetivode cualquier emperador.

— No de nuestro emperador —subrayó Palatina con un toque de

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orgullo.— En Thetia el emperador, o laemperatriz, ya que han existido algunas,no se parece, por poner un ejemplo, alrey de reyes haletita. Este último puedeordenar la ejecución de alguien sinjuicio previo o pronunciar edictoscuando le place. De hecho —dijo, e hizouna pausa con los puños apretados comosi se concentrase en algo fuera de sualcance— , el de Thetia no es, en lapráctica, un emperador propiamentedicho. Lidera la flota y la Asamblea deClanes, pero es ésta la que apruebaverdaderamente las leyes. Él sólo brindauna especie de equilibrio. Sin su figuralos clanes no cesarían de enfrentarse;

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con ella, sólo se pelean de tanto entanto. La cuestión es que el emperadordesea gobernar por su cuenta yrecuperar el antiguo imperio. Puesto quela mayor parte de los clanes seencuentran en un estado de francadesorganización, de momento no haconseguido que sus planes prosperen.Por eso ha acudido al Dominio en buscade ayuda.

Y ése era el peor problema. Unmegalómano en el trono de Thetia nohubiese sido tan grave teniendo encuenta el debilitado estado del imperio,pero si sumaba su poder al del Dominio,la situación cambiaba por completo.

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— Mi padre me dijo que elemperador era una marioneta del exarca,y añadió algo sobre una enfermedad.

Los exarcas eran los potentados delDominio y les debían obediencia sólo alos cuatro primados (y en ciertos casosni siquiera a ellos). El exarca delArchipiélago, invariablemente un cargocomplejo, había gobernado sus vastosterritorios espirituales como siconstituyesen un imperio secular desdeel mismo instante en que la cruzada delArchipiélago dejó allí un vacío depoder. El exarca de Thetia, si bienmenos poderoso, poseía una inmensainfluencia, comparable a la del rey en mi

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propio continente, Océanus.— Eso es verdad en cierto modo —

señaló Palatina— El emperador estuvomuy enfermo cuando tenía trece años yeso lo marcó de por vida. Cada tantosufre terribles dolores de cabeza que leimpiden cualquier actividad y no se leve durante varios días. Debesconsiderarte muy afortunado por no estaren su lugar, ya que te verías aquejadoexactamente por el mismo problema.

Hubiese preferido que no me lorecordase. Ambos compartíamos lasangre familiar de Orosius: Palatina erasu prima directa, y era probable quetambién yo lo fuese aunque aún no lo

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sabía con certeza. Y aunque tampoco lohabía admitido, la idea me aterrorizaba.Si se enteraban el Dominio o el propioemperador, estaría atado en la hogueraantes de pestañear siquiera y, paraentonces, no habría ningún mercadernoble a mano para socorrerme. Orosiushabía intentado ya asesinar a Palatina, ysegún la opinión del Dominio, comomujer, ella representaba una amenazamucho menor. Respecto a ese mal, podíarecordar haber padecido unaenfermedad exactamente a la mismaedad.

— Ahora, ¿en qué medida influye enél, el exarca?

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— Eso depende —dijo reclinándoseen su silla y estirando un pliegue de sugruesa túnica de invierno— Cuando elemperador está enfermo, el exarca sehace cargo de prácticamente todo.Durante el resto del tiempo, Orosius loemplea como consejero principal. Haytambién un sujeto llamado Zarathec, quetiene a su mando el servicio secreto.Estos dos y Tañáis son las únicaspersonas en quienes confía.

Nos habíamos alejado por completodel objetivo original de nuestraconversación, cómo comerciar conThetia, pero no tenía mayor importancia.Tañáis había prometido revelarme a su

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regreso mi propia identidad, y era tantopor eso como por mis esperanzas deobtener mayor información que habíaretrasado nuestra partida. Con un pocode suerte, el Dominio ignoraría laexistencia de otro primo de Orosius.

Lo que me desconcertaba era cómoera posible que todos hubiesen perdidomi rastro en un principio. Era conscientede ser un Tar' Conantur de nacimiento,perteneciente al clan imperial de Thetia,y sabía que por alguna razón el entoncescanciller del imperio me habíasecuestrado a las pocas horas de nacer.No trascendió nada acerca de ningunabúsqueda, por lo cual era de suponer

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que todo el incidente fue cerrado osilenciado de algún modo. Pero ¿por quétomarse tanto trabajo?

— Si vendemos las armas enSelerian Alastre, ¿es posible que lodescubra el imperio? —preguntécambiando de tema rápidamente. Poralguna razón, no deseaba seguirhablando del emperador.

— Selerian Alastre es una ciudadmuy cosmopolita —explicó Palatina—No tiene tanta población como Taneth,pero la isla es más grande y por esoresulta difícil seguir el rastro de lo quehace cada Cual. O sea que, a menos quenos estén controlando...

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— ¿Mercaderes tanethanosvendiendo armas en la capital deThetia? ¡No veo por qué habríamos dellamar la atención!

Palatina ignoró mi sarcasmo. Unaráfaga de viento produjo una ligeravibración en las ventanas. Miré alexterior, donde la antes maciza nube grisse aproximaba ahora en dirección oestedesde el mar. Había adquirido unatonalidad más oscura, casi púrpura; erauna tormenta. Sólo Ranthas podía sabercuánto tiempo duraría.

— Creo que deberías firmar unacuerdo con un clan thetiano. No conuno de los más ambiciosos, como el

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mío, sino alguno pequeño. Que no poseamuchos intereses comerciales y, en loposible, que sea un poco marginal. Seríamejor tratar con un clan más importante,pero ésos odian demasiado a lostanethanos. Eso es lo único que tienen encomún.

— ¿Es habitual hacer algo así? —comenté mientras garabateaba algunaspalabras al final de su informe para noolvidarme.

— Se sabe que ha sucedido.— ¿Puedes recomendarme a

alguien?— Puedo orientarte —dijo Palatina

con un estremecimiento— Pero

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Canadrath te será más útil. Las cosasdeben de haber cambiado desde que yopartí. ¿Por qué hace tanto frío en estelugar? Suspirando de modo exagerado,me incorporé y fui a revisar el radiador.En invierno y durante las tormentas, elpalacio era calentado gracias a cañeríasde agua caliente que rodeaban cadahabitación. En el sótano había un hornode leña que servía de fuente de calorpara el sistema. Mantenerlo era caropero necesario, dadas las temperaturasglaciales del invierno.

«¿Cómo sería vivir en un sitio máscálido?», me pregunté mientras abría unpoco más la válvula del radiador y

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volvía a mi asiento. El Archipiélago yThetia no tenían inviernos semejantes,los Elementos sabrían por qué. EnLepidor el clima era muy frío y el solsalía muy poco. Pero en el Archipiélagose vivía en aquel preciso momento laestación del monzón, durante la cualllovía todos los días y a veces de formacontinua durante semanas enteras. Parami gusto, eso era mucho mejor que lastemperaturas heladas y las montañas denieve del tamaño de edificios.

— Ve a vivir a Thetia durante untiempo y verás como es un climatemplado —sugirió Palatina.

— Y ser ahogado por la lluvia,

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querrás decir —contraataqué en defensade Lepidor, a pesar de mis sentimientos.Éste era mi hogar, y aunque sufría por elfrío a causa de mi sangre thetiana, ya mehabía acostumbrado al clima.

— Creía que te gustaba estarmojado.

— Hay una sutil diferencia entrenadar en el mar y nadar por las calles —advertí. Palatina sonrió.

— Lo adorarías. Estoy segura de queen parte eres una foca. Nadie más tieneesa percepción del océano.

— Y allí vas a parar otra vez,diciéndome lo estrecho que es el lazoentre los thetianos y el mar. Si no tienes

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cuidado, acabarás sonando como unatanethana.

— Prefiero Taneth —afirmó ellaentonces, poniéndose repentinamenteseria. Lo noté porque comenzó ajuguetear con un punzón, haciéndoloascender y descender por el borde delescritorio.— Taneth estádesarrollándose, va en alguna dirección.Lo comprendes con sólo escuchar laspalabras de Oltan. Canadrath es una granfamilia, con rutas comercialesaseguradas y montones de dinero.Podrían sentarse sin hacer nada, dejarque el dinero siga fluyendo yconcentrarse en avanzar hasta integrar el

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Concejo de los Diez. En cambio, tienenla sensatez de ver un problema desde laraíz y planean embarcarse en unproyecto muy arriesgado. Y además encompañía de la familia Barca, a la queapenas conocen. Si esto fuese Thetia, noharían tal cosa. En su lugar estaríanapuñalando a sus rivales por la espalda,sin molestarse en mirar al exterior ni enintentar algo nuevo. Thetia vive de susglorias pasadas y a nadie pareceimportarle.

Palatina dobló el extremo del punzóncon tanta fuerza que éste resbaló de susdedos y voló atravesando la sala hastagolpear contra las gruesas cortinas.

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Luego se levantó para recuperarlo conuna expresión de culpa en el rostro.

— Pero ¿por qué? —pregunté. Ellasólo había hablado sobre Thetia unaspocas veces, y yo nunca había podidoacabar de comprender cómo habíaempezado su declive.

— Tú no prestas suficiente atencióna nada que no sea científico —meamonestó. En eso debo admitir que teníarazón. Se me había dado la educaciónpropia de un noble, mis enseñanzasescolares habían sido rígidamentesupervisadas por mi padre, quienpensaba que todo aprendizaje erapositivo. Pero yo me había interesado

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sólo por cuestiones relacionadas con lasciencias. La historia, la teología, lagramática eran todas disciplinas que meaburrían de forma intensa, en especial,la teología. Y en cuanto a los escritos delos filósofos thetianos... ¡en algúnmomento llegué a odiar a Thetia por elmero hecho de ser su lugar de origen!

— Todo país tiene su momento degloria —prosiguió Palatina.— Hacedoscientos años Thetia venció en laguerra de Tuonetar y tuvo la oportunidadde desarrollarse. Pero entonces surgió elDominio y el jerarca asesinó a susobrino y se consagró emperador. Asítodo se hizo pedazos. Ya has visto el

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modo en que el Dominio reescribió lahistoria, convirtiéndonos en los villanosde la guerra.

— ¿Por qué se lo habéis permitido?Sé que tú no estabas allí, por cierto.Pero ¿por qué lo permitió la gente?

— Quién sabe —dijo haciendo unexpresivo ademán con el punzón— Lacuestión es que sucedió, y los clanes serindieron gradualmente a Taneth. Hacedoscientos años, Taneth ni siquieraexistía.

Eso, al menos, recordaba haberloleído junto a parte de las historias de losotros continentes. Taneth había sidofundada por refugiados que huían de los

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horrores de la guerra y que hallaron enlas islas del destrozado continente deEquatoria un sitio seguro dondeasentarse, protegidos por unos pocoskilómetros de agua de las luchas internasque tenían lugar en las tierras centrales.

— Lo que ha hecho un hombre otropuede deshacerlo —recité.— Ahoracitas a los poetas thetianos. ¡Siemprepensé que los odiabas!

— No entiendo nueve de cada diezcosas que dicen, pero puedo utilizarlos.

— Nunca lo conseguirías en Thetia.Allí se debate sobre poesía en laasamblea, y todos los líderes de clanhan leído todos los autores que puedas

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imaginar. Recuerdo haber estado una vezen una sesión cuando mi padre aúnvivía. El presidente de Mandrugor y elpresidente de Nalassel debatieron en elsuelo de la asamblea sobre si Sevferianera o no partidario de la guerra en susobras épicas. —Palatina esbozó unasonrisa— Una discusiónverdaderamente trivial que demuestracuánto hemos decaído. Pero al menostodavía nos queda algo, nuestra poesía ynuestra música. Incluso a vecespodemos discutir sobre filosofía.

— ¿Es cierto que el Dominio cerrótodas las academias?

— Si vas a comprometerte con

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Ravenna, hay algo que debescomprender de Thetia. Digo Thetia, perovale igualmente para Qalathar y el restode las islas. No pudiste notarlodemasiado cuando estuviste allí, porqueestábamos aislados. En Thetia, la gentevive fuera de casa. Construimos nuestrasciudades alrededor de parques,edificamos nuestras casas y palaciosrodeando patios y jardines, y hasta elemperador mantiene fuera a su cortedurante buena parte del tiempo. Inclusocuando nos encontramos dentromantenemos los espacios tan amplios yabiertos como sea posible. Lo quequiero decir es que conversamos.

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Pasamos horas en cafés, parques ypórticos en compañía de amigos. No nossentamos dentro solos o en parejas.Nada permanece en secreto y no haymodo de detener la circulación de lasideas. El Dominio clausuró lasacademias, prohibió las manifestacionesbajo pena de herejía y creó una policíareligiosa para asegurarse de que nisiquiera se hablara de herejías. Pese atodo eso, fracasaron —continuó Palatina— Es imposible conseguir que la gentedel Archipiélago deje de hablar; tanimposible como impedir que salga elsol. Por eso odian Qalathar y a todos loshabitantes del Archipiélago. No pueden

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controlarnos del mismo modo que hacencon todos los demás.

— Pero los tanethanos pasantambién mucho tiempo en el exterior —protesté.

Palatina negó con la cabeza.— No del mismo modo. Ellos

organizan todo alrededor de susfamilias, y las personas importantes sólosalen al exterior para pasar de unedificio a otro. En Thetia, todas lascosas importantes se resuelven fuera, yno puedes presidir un clan si la gente note ve. No puedes ocultarte. Por eso elDominio y el Archipiélago no puedencoexistir para siempre. Tarde o

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temprano, lleve el tiempo que lleve, unode los dos destruirá al otro.

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CAPITULO III

Esperamos durante dos semanasmás, pero Tañáis no regresó. El cielopermaneció inexorablemente gris ydesapacible sobre Lepidor, lo que sólose vio interrumpido durante cinco díaspor una tormenta invernal provenientedel sur. Se trataba de un inesperadociclón que cruzó tres frentes detormenta, causando serios daños en elpoblado de Gesraden y en las tierras deCourtiéres, que estaban más lejosdescendiendo por la costa.

Dieciocho días después de la partidade Oltan, la manta de la familia Barca

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llegó a Lepidor cumpliendo con surecorrido bimestral correspondiente alcomercio del hierro. Traía un mensajelacrado de Hamílcar.

Mientras subía la escalera depalacio pensé que, por fortuna, mi padrehabía vuelto a asumir casi todas susresponsabilidades. Aún me ocupaba demás cuestiones relacionadas con el clanque antes, pero ya no lo hacía con elmismo sentido del deber.

— Adelante —dijo mi padre tras oírmis golpes en la puerta.

Estaba sentado detrás de suescritorio, igual que tantas otras veces, ysu aspecto era muy similar al de

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siempre. Algunos surcos alrededor desus ojos, sin embargo, nunca se le irían.Entonces sentí renacer un odio violentopor aquella primada, ya muerta, quehabía intentado despojarnos de Lepidor.Deseé que estuviese flotando en el vacíosubterráneo, alejada de todos los diosesque ella afirmaba adorar.

Le di la carta, que estaba envuelta enuna bolsa de tela impermeable y llevabalastres cosidos en su interior. Mi padrealzó las cejas de modo expresivo.

— Aquí hay cosas que sin dudanadie desea ver —anunció mientras seponía de pie y se aproximaba al globoazul, un adorable modelo a escala de

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Aquasilva que descansaba sobre supedestal en un rincón. Un pequeñogenerador de éter situado en su basecubría el modelo de nuestro mundo conformaciones de nubes que cambiabanconstantemente. Mi padre giró la esferalevemente y sacó de su polo norte unadelgada aguja metálica.

— Para Hamílcar representa unverdadero peligro exponerse aescribirnos —comenté.

— Es evidente que no has mirado elmensaje con detenimiento —advirtió mipadre mientras regresaba a su escritorio— Observa el sello de la bolsa. Tiene eldistintivo del Dominio y la marca

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personal de un primado. Casi conseguridad debe de ser un obsequio de sututor.

Su tutor, que resultaba ser elmismísimo Lachazzar, pensé irritado porno haber distinguido el diminutosímbolo de las llamas ardientes.Hamílcar ya nos había probado sulealtad durante la invasión de Lepidor,pero, pese a eso, Ravenna seguía sinconfiar en él por completo debido a suvínculo con Lachazzar. Después de todo,Hamílcar era un comerciante tanethano,y resultaba mucho más seguro que noestuviese al tanto de algunas cosas.

La aguja metálica tenía un borde

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aserrado de modo irregular, siguiendoun diseño específico que permitía abrirel sello de ese envío, pero nada más.Hamílcar nos la había dado antes departir, en caso de que necesitaseenviarnos mensajes confidenciales. Nosupuse que fuésemos a utilizarla tanpronto.

La bolsa estaba hecha, en realidad,de un fino tejido metálico forrado contela lubricada y asegurada en su aperturapor un candado cilíndrico provisto decuatro cerraduras para confundir acualquiera que ignorase el sistema.Debía de haber costado una fortuna, yaque su confección era exquisita. Sólo los

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reyes, los exarcas y los mercaderesnobles podían permitirse ese tipo deseguridad, y ni todo el dinero del mundopodía haber comprado la insignia delprimado que exhibía el sello.

Mi padre colocó la llave en lacerradura, la giró y luego volvió ahundirla un poco más antes de abrir labolsa y extraer la carta, escrita en variaspáginas de costoso pergamino.

Se produjo un silencio mientrasambos la leíamos, sólo interrumpido porunos gritos procedentes del jardíninferior, donde algunos de mis primos ysus amigos aprovechaban el díaparcialmente soleado.

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— ¿Qué opinas? —preguntó mipadre cuando acabé de leer la últimapágina y alcé la mirada.

— No se está arriesgandodemasiado. Pide que los disidentesaseguren su interés, una confirmación deque pueden pagar por las armas y lacomunicación a través de unintermediario, aunque la carta noespecifica ninguno.

Mi padre asintió.— Es mucho más precavido que la

familia Canadrath, pero considerando suposición, no me sorprende. LosCanadrath cuentan con fondos paraafrontar muchos y nuevos desafíos,

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mientras que a él eso le es imposible.Sin embargo, le interesa expandir susnegocios en el Archipiélago una vez queconsiga encaminarse y diversificar sucomercio a campos diferentes de lasarmas. Por lo menos, me atrevería adecir que no confía en las posibilidadesde supervivencia de Taneth.

No se me había ocurrido nadasemejante, y mi padre debió de notarloen mi mirada.

— No te preocupes —me excusó— ,llevo más de treinta años leyendo cartaspolíticas. Es preciso leer decenas deellas antes de poder detectar una mentirao algo que se halla implícito o se omite

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en un mensaje, e incluso así muchasveces pasas por alto lo importante.

— Hamílcar desea queestablezcamos contacto con los líderesheréticos de Qalathar —sostuve, con laesperanza de no haber pasado por altonada más.

— A través de Ravenna. Pero nodice nada de Palatina ni de Thetia. Ellaera la hija de un presidente de clan, yhubiese supuesto que Hamílcar querríaemplear sus contactos.

No hubiese podido determinar apartir de qué línea había llegado mipadre a semejante conclusión e inclusodespués de señalarme el pasaje me

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costó comprender su alcance. Hamílcarpretendía que nosotros, a través deRavenna, contactásemos con los líderesdel movimiento herético disidente deQalathar. Según me pareció, más quenada para averiguar si poseían dinerosuficiente para negociar con ellos.

— Tendré que consultar con Palatinay Ravenna si estarían dispuestas aacompañarnos —añadí.

— Debes hacerlo sin duda, al fin yal cabo Qalathar es a pesar de todo unsitio peligroso. Después de las cosasque han sucedido, enviaros allí a los tresjuntos sería tentar al destino. ElDominio mantiene un férreo control

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sobre las llegadas y partidas.— ¿Por qué no acordamos otro

punto de encuentro, algún sitio neutralcomo Ral´Tumar? —sugerí— Quizálleve un poco más de tiempoorganizarlo, pero podría ser lo mejorpara todos.

— Me parece una buena idea, perocreo que surgirán problemas. Es mássencillo para ti entrar en Qalathar quepara ellos salir. Podríamos haberlepreguntado a Sagantha, pero, entretanto,Ravenna nos será de ayuda. Estás en susmanos: si las cosas salen mal, son supaís y su gente los que sufrirán lasconsecuencias.

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En aquel preciso momento, elintercomunicador de éter del escritoriode mi padre dio señales de vida con unzumbido y parpadeó.

— ¿Quién es? —preguntó mi padrecon desconcierto.

— Hablo desde el InstitutoOceanógrafico —informó Tétricus, unoceanógrafo a quien conocía desde lainfancia. Podía oírse su tono agitado apesar de la leve distorsión delintercomunicador— Conde, mi señor,lamento interrumpirlo, pero una denuestras sondas oceánicas ha registradola presencia de un kraken. El directordel Instituto dijo que quizá deseara

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verlo. No hemos podido contactar conCathan, pero si usted pudiese avisarle...

— Cathan está aquí conmigo. Iremosde inmediato —indicó mi padrecortando la comunicación.

Yo salté de alegría, dando apenascrédito a lo que había dicho Tétricus.¿Una criatura marina como el kraken tancerca de la costa? Jamás había tenidonoticia de que eso pudiera ocurrir. Y laoportunidad de ver un kraken...

Mi padre esbozó una sonrisa, guardóel mensaje de Hamílcar en su escritorioy cogió su impermeable. Sobra decirque el registro estaría allí en cualquiermomento, pero avistar un kraken, incluso

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en las profundidades del océano, era unsuceso tan extraordinario que muchagente jamás lo había vivido. Mi padrehabía visto un kraken en apenas unaocasión, y yo nunca había tenido esaoportunidad.

No nos fue posible localizar a mimadre, a Ravenna o a Palatina, pero mipadre les dejó un mensaje con loscentinelas, diciéndoles que acudiesen aledificio del Instituto Oceanógrafico tanpronto como pudiesen.

Por más que brillase el sol era undía ventoso y las ráfagas de aire tirabande nuestros abrigos. Una lluvia de hojassecas descendía de los jardines

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superiores que aún no habían sidocerrados por la llegada del invierno. Laventisca llevaba las hojas de aquí paraallá como si fuesen corrientessubmarinas en miniatura. Había gente enlas calles, aunque la mayor parte de lastiendas del mercado ya habían sidodesmontadas y la ciudad parecía vacíasin ellas.

Todos nos saludaban al pasar y tuveque contener mi ansiedad durante unoscinco minutos mientras un capitán de lamarina le sugería a mi padre relajar laguardia de los portales, de manera quefuesen más los hombres disponiblespara reparar los daños producidos en

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Gesraden. Elníbal parecía poseer unapaciencia sobrehumana para lasdemoras, y aunque yo contuve miimpaciencia tanto como pude, él lapercibía.

Era evidente que todavía no se habíacorrido la voz, ya que no vimos ningunamultitud de gente agolpada en laescalinata del Instituto Oceanógrafico.Construido en el mismo estilo que elresto de Lepidor, el instituto tenía unacúpula de tejas turquesa, rodeada deenormes equipamientos técnicos, enlugar del jardín superior. Debajo habíauna zona para aparcar la raya oficial delinstituto y la mía, la Morsa, que me

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había regalado el instituto cuando losoceanógrafos consideraron que yaestaba demasiado vieja. De cualquiermodo, dado que en los últimos tiemposapenas se me veía por allí, el instituto lautilizaba cuando se precisaba unasegunda nave.

Una vez dentro del edificio, no fuedifícil saber hacia dónde dirigir nuestrospasos. Una confusión de voces proveníadel salón de imágenes, sobre el alaizquierda, y allí encontramos a todos losintegrantes del instituto, apretados enuna estrecha sala, con los ojos fijos enuna borrosa pantalla de éter montadasobre toda una pared, por encima de un

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cúmulo de equipos de registro yprocesamiento de datos.

— Es demasiado increíble comopara ser cierto —decía uno de losasistentes del director del instituto.

— Vuelve a pasarlo por el filtro —ordenó el director, que ocupaba una delas dos sillas— Todavía está demasiadoazul y no es posible distinguir ningúndetalle.

— ¿No sería conveniente modificartambién los contrastes? —sugirióalguien cuyo rostro quedaba oculto trasla erguida cabeza de un aprendiz.

— Buena idea. Adelante, nopodemos estar aquí todo el día —asintió

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el director, con su bigote de morsamoviéndose arriba y abajo.

Tétricus, de pie al fondo, se hizo aun lado para dejarnos sitio y luego miróa los demás.

— Aquí están el conde y el vizconde—anunció, y por un instante la atenciónse desvió de la pantalla.

— No os preocupéis por nosotros —dijo mi padre— Desde aquí podemosver.

Eso estaba lejos de ser cierto. Dadami baja estatura, la cabeza de Tétricusse interponía entre mis ojos y lapantalla, pero finalmente se movió losuficiente para que yo me colase en

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medio de los demás y pudiese ver laimagen con claridad.

— Eso está mejor —señaló eldirector— Detened la imagen ahí.

— ¡No cabe duda! —exclamó elasistente con regocijo y un entusiasmoen el rostro casi siempre inmutable. Unevidente aire de excitación invadía todoel salón, y ni siquiera la falta de espaciopodía mitigarla.

— ¡Mirad esas aletas!Me concentré en la pantalla viendo

cómo un sector del océano se oscurecíade repente cuando algo aparecía en lastinieblas. Todavía era una formaindistinguible, pero pude notar el

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movimiento de un par de aletas... ¿Eraposible que fuesen tan grandes?Entonces comenzó a voltearse y quedéboquiabierto. ¡Dulce Thetis, erainmenso! Había creído que losplesiosauros eran grandes, pero esto...El cuello por sí solo debía de medirdiez metros de largo, si es que loestábamos viendo entero, y sus faucespodrían engullir a un tiburón.

Lo contemplé en silencio,anonadado, mientras su gigantesca masacorporal pasaba frente al aparato deregistro, dominando el campo visualaunque se hallaba a varios cientos demetros. El cuerpo se veía enteramente

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negro, porque a esa distancia y a esaprofundidad nuestros equipos sólopodían mostrar formas en movimiento.Pero eso no me importó. Se trataba de lacriatura más sobrecogedora que jamáshubiera observado y no me extrañó enabsoluto que el Dominio considerase alos kraken generadores del caos.Comparados con una criatura como ésa,Lachazzar y todo el Dominio se volvíaninsignificantes.

— ¡Mira su piel! —dijo Tétricus— ,¡debe de tener casi veinte centímetros deespesor!

— ¿Habéis podido medir ya sulongitud? —le preguntó el director a

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alguien que no pude ver y que estabaagachado en una esquina junto a una delas máquinas— Puede que tenga almenos setenta metros de largo.

— ¿Cómo demonios se alimentará?—preguntó el asistente— Tendría quecomer diariamente casi el peso de unaballena.

— Supongo que comen de todo —afirmó el experto en zoología, Phraates,que hizo un detallado cálculo entre elpeso y la cantidad de camarones. Suexposición dio paso al silencio cuandola cola del kraken ocupó la pantalla.

— Quizá sea incluso un poco máslargo —advirtió el director golpeando

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la mesa con los puños— Ochentametros, probablemente. Revisad lasmediciones anteriores.

Tras unas contorsiones más de suextensa y sinuosa cola, el monstruovolvió a desaparecer en las tinieblas yalguien detuvo el registro.

— ¡Por la gloria de Ranthas! —exclamó Tétricus— ¿Cómo es posibleque exista algo tan grande?

— Y lo que es más importantetodavía, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó retóricamente el director— Setrata de una criatura de lasprofundidades del océano, eso estáclaro. Allí no hay luz, y con semejante

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cuerpo debe de ser capaz de descender aquince metros de profundidad o más.

— Me pregunto por qué no atacó —murmuró Phraates con el ceño fruncido— Esa sonda mide más de un metro;tiene que haberla notado.

— Es probable que no vea muy bien—aclaró el director— Y quizá secomporte igual que un delfín y utiliceesos extraños chasquidos.

No dejaba de ser curioso compararcon un delfín a ese titan que acababa desurcar nuestras aguas y, sin embargo, eramenos extraño que la idea de quepudiese existir algo tan enorme.Volvimos a ver el registro, esta vez

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acompañado por una discusión entrePhraates y el asistente acerca de losmotivos que podrían haber llevado a lacriatura a ascender desde su tenebrosohogar.

— ¿Cuál es la profundidad máxima ala que ha llegado una nave? —indagóTétricus mientras el director ordenaba alos dos aprendices que preparasen otrapantalla en la columnata de la recepcióncentral para que pudiesen ver lagrabación todas las personas quequisiesen, una vez que se difundiese lanoticia.

— Como mucho unos quince metros—informó Phraates abandonando por un

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instante su discusión.— Unos veinte metros —dije yo al

mismo tiempo.— ¿Cuándo fue eso? —protestó

Phraates— Si estás pensando en laRevelación, el registro más profundo fuede quince metros.

— Sin embargo, ignoramos quéprofundidad alcanzaron en la últimaexpedición —señaló Tétricus— Podríanhaber llegado mucho más hondo aunqueno poseamos el registro. Pero norecuerdo que nadie afirmase haberdescendido tanto como veinte metros.

— Durante la guerra de Tuonetar, elbuque insignia thetiano llegó a veinte

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metros —afirmé. Era un poco arriesgadodecirles tal cosa, pero eso era algo quesólo podía interesar a los oceanógrafos.Y, por otra parte, quizá ellos pudiesenser de ayuda.

— No recuerdo haber leído nada deeso —contestó Phraates, beligerante.Tétricus se encogió de hombros, peroparecía intrigado.

No tuve tiempo de decir nada más,ya que en ese preciso momento el bastóndel director me dio un golpe en lascostillas. Al darme la vuelta vi unaexpresión furiosa en su rostro.

— ¿Por qué no anotaste losresultados de tu última medición en los

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documentos? —inquirió— ¿Latemperatura del agua ha descendido dosmarcas al borde de la bahía y no me hasinformado? Ven de inmediato a mioficina para hacerme un informe verbal.Podrás ser vizconde, pero mientraspertenezcas a mi instituto no estoydispuesto a permitir semejantesdescuidos.

Me enfadé. No tenía necesidad deregañarme por algo como eso. Noté, contodo, que me hacía un gesto casiimperceptible con la cabeza. Intentédescifrarlo mientras lo seguía a suoficina. Nada más entrar cerró la puerta,ahogando los ruidos provenientes de la

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recepción.— Siento haberte gritado, pero

estabas a punto de decir algo que luegolamentarías —se disculpó el directorcon aspereza, sentado frente al pequeñoy desordenado escritorio que tenía enuna esquina. Había nueve oceanógrafosen Lepidor, un número elevado para unsitio de esas dimensiones, y el edificiono bastaba para acomodarlos conpropiedad.

— ¿A qué te refieres? —preguntéapoyado sobre una silla ocupada por elgato del instituto, que respondía alapropiado nombre de Sin aletas. Lamayor parte de los institutos

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oceanográficos tenían un gato demascota, pero Sin aletas, como casitodos los gatos de Lepidor, era bastantesalvaje. Y mucho más si se le molestaba,así que me moví con precaución.

— No es una buena idea mencionaresa nave —explicó— Especialmentecuando hay otras personas escuchando.

— ¿Te refieres al Aeón?— ¿A cuál si no? —exclamó— El

buque insignia thetiano en la guerra...¡Por supuesto que me refiero al Aeón!Pero cualquiera con un poco de sensatezmantiene la boca cerrada respecto a esanave.

— ¿Acaso sabes dónde se

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encuentra?— No seas estúpido. Sé que existe,

igual que otros directores. Sisupiésemos dónde se encuentra, noestaríamos manteniendo esta discusión.Pero por el bien de todos, es muchomejor que el Dominio no se entere. Loque quisiera averiguar es por qué deseasencontrar el Aeón.

— Las tormentas —sostuve— ElAeón tenía acceso al sistema de los ojosdel Cielo, podía observar el tiempodesde las alturas. Si fuésemos capacesde predecir las tormentas, el Dominioperdería gran parte de sus ventajas.

— Y así podrías hacerles a otras

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ciudades lo que hiciste aquí, ¿verdad?—preguntó el director con dureza— No megusta lo que dices.

— Si crees que yo haría tal cosa,entonces es evidente que no me conocesbien.

— Pues, entonces, ¿para qué tomartetantas molestias? —argumentó—Controlar el tiempo sólo puede ser deayuda si compruebas que el Dominio nopuede proteger a la gente contra eldesignio de las tormentas. Y el únicomodo de lograr tal cosa es desatar unatormenta sobre una ciudad en la que estépresente un inquisidor.

— ¿Preferirías que permitiese a los

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inquisidores cumplir con su trabajo?¿Después de lo que hicieron aquí?

— No estás negando siquiera lo queafirmo, Cathan. En Lepidor nos salvastea todos de una primada demente y de susambiciosos planes. Utilizando el poderde las tormentas de la forma en que lohiciste protegiste a tu clan, a tu chica, atus amigos, no veo nada malo en ello.Pero si utilizas el buque Aeón para usarlas tormentas sobre cualquier otro sitio,pasarás entonces a la ofensiva y harásque muera gente.

No parecía dispuesto a ver las cosasdesde mi punto de vista, y eso meentristeció. Tenía la esperanza de contar

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con la ayuda del instituto, pero sudirector parecía reunir los rasgos deltípico oceanógrafo veterano.

— Si el Dominio no se hubiesecomportado del modo en que lo hizo, nisiquiera habría sido preciso queemplease las tormentas en primer lugar.

— Así funciona el mundo, Cathan.Existe un único dios, y ellos son susseguidores. En este momento sonpeligrosos, es cierto, pero eso nojustifica que arriesgues tu vidarenunciando a la verdadera religión. Tupadre no es creyente y sin embargo se haconformado siempre con luchar a sulado. Sin embargo, tú no eres en

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realidad hijo de tu padre, así que nodebería sorprenderme.

Lo miré absorto por un instante.Conocía al director desde que tenía sieteaños y, aunque siempre había sido secoy estricto, jamás me había hecho dudarde su rectitud. Ahora parecía habersevuelto repentinamente en contra de mí;ya no era el director que yo conocía,sino un desconocido. Sentí como si mehubiese asestado una puñalada.

— Entonces, si tú no me hablas delAeón, ¿quién lo hará?

— Nadie. Por lo que concierne alinterés de este instituto, ese buque se haperdido para siempre, y no hallarás

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ningún oceanógrafo que te diga algodistinto. Al planeta no le agrada que seinterfiera en sus ritmos, Cathan, y tú yalo has hecho en una ocasión. —Sucurtido rostro se arrugó en una sonrisaque a mí me pareció casi una burla— Esverdaderamente una lástima. Habríassido un brillante oceanógrafo.

Con amargura, me incorporé yacaricié al somnoliento gato por últimavez, dudando de si en alguna ocasiónvolvería a verlo.

— Mi auténtico padre está muerto,director Domitius, pero estoy seguro deque no era inferior al conde en nada —espeté.

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— ¡Cathan! —ladró el directormientras yo abandonaba la oficina a todaprisa— ¿Qué es lo que...?

La puerta se cerró interrumpiendo elsonido de su voz y yo alcé la mano pararestregarme con fuerza los ojos. Todavíahabía mucha gente en la recepción, peropor fortuna mi padre parecía haberseido, y no veía a Palatina ni a Ravennapor ninguna parte. Cogí mi impermeabley me lancé a la calle casi a la carrera endirección a palacio.

Me sentía terriblemente heridomientras cruzaba, ofuscado, el barrioNuevo, incapaz aún de creer lo que mehabía dicho el director. ¿Por qué había

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sido tan hostil? ¿Era por la nave o por lamera idea de la herejía? Pero, a medidaque avanzaba, la sensación de rechazofue reemplazada de forma gradual por lafrialdad de la ira. Si los oceanógrafosno iban a ayudarme, si lo único queestaban dispuestos a ver era su propiodiminuto rincón del mundo, entonces nome necesitaban en absoluto. Quizá enQalathar, donde los inquisidorestorturaban a la gente todos los días, elpersonal de su instituto estaría másdeseoso de cooperar. Y de no ser así, yaencontraría y utilizaría el Aeón junto aPalatina, Ravenna y mis amigos delArchipiélago. No era mi intención

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desencadenar el enorme poder de unatormenta sobre nadie, pero después delo que había intentado hacernos elDominio a mí y a los demás, no podíapermitir que semejantes consideracionesobstaculizasen mi camino.

Al atardecer tuve la oportunidad dehablar con Ravenna y Palatina sobre laconversación que un poco anteshabíamos mantenido mi padre y yo. Enlugar de reunimos en mi estudio, que erademasiado amplio para resultar cálido yacogedor, encendí el hogar en elestrecho desván que había convertido ensala de estar. El tapizado de las paredesla volvía poco confortable en verano,

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pero en invierno la protegía del frío deforma eficaz.

— ¿Dónde te habías metido? —preguntó Palatina desplomándose sobrela silla que estaba frente al fuego—Cuando fuimos al InstitutoOceanográfico nadie pudo indicarnosdónde estabas, y el director estababuscándote.

— Puede buscarme todo lo quequiera —afirmé mientras me sentabajunto a Ravenna en un sillón cubierto decojines. Luego cambié de tema— Estamañana hemos recibido una carta deHamílcar. Está de acuerdo con la familiaCanadrath, pero no se comprometerá

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hasta no estar convencido de que losdisidentes pueden pagar las armas.

— Lo que implica que desea quevayamos a Qalathar —dijo Palatina deinmediato.

Asentí.— ¡Qué considerado de su parte! —

subrayó Ravenna con acidez—¡Brindarme la oportunidad de regresar acasa y ayudarlo a la vez! Es muyconveniente.

— ¿Sólo a Qalathar? —preguntóPalatina con cierta ilusión ante la ideade hacer algo al fin— ¿Y a Thetia no?

— Hamílcar tiene sus propioscontactos en Thetia —advirtió Ravenna

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— Trabajar allí le resulta seguro, nodebe ser relacionado con Qalathar, sututor podría sentirse decepcionado.

— Eso es injusto —señalé— Nadiefirmaría un acuerdo comercial con unaorganización de la que no se sabeabsolutamente nada. Por otra parte tú,Ravenna, eres su líder por descendenciafamiliar.

— ¿Cuánta gente de mi país me havisto? Si voy allí y les digo que soy lafaraona, me encerrarán mientras loconfirman y luego me mantendránconfinada para que no vuelva a irme.Eso si el Dominio no se entera y pone,en cambio, sus prisiones a mi

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disposición. Hay ratas más grandes,pero son más simpáticas. —Ravenna nosonrió al pronunciar esas palabras.

A lo largo de las últimas seissemanas había podido comprender lodelicada que era la pretensión deRavenna de ocupar el trono de Qalathar.Derivaba sobre todo de asumir que elresto de los integrantes de su familia, aquienes le había sido imposible ver enlos últimos trece años, estaban todosmuertos. E incluso si lo estaban, ellasería entonces sólo la segunda faraonade su dinastía. Su abuelo Orethura, quemurió durante la cruzada delArchipiélago, había asumido el trono

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tras un interregno de cincuenta años, a lolargo del cual no se había hecho ningunareclamación previa. Y lo que resultabaquizá más preocupante, si alguiendecidía desafiar su legitimidad, era queno parecía quedar ningún supervivientecapaz de probar su consanguinidad conOrethura.

Por otra parte, por lo que sabían loshabitantes de Qalathar, la faraona erauna mujer de aproximadamente la mismaedad que Ravenna, con lo cual quizásupiesen algo que ella ignoraba. Y elDominio daba muestras de haber sidomuy efectivo masacrando a su familia.

— De todos modos deberás regresar

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tarde o temprano —señaló Palatina contacto— Ellos confían en ti, pero nopueden mantener esa confianza parasiempre. Cuanto más tardes en aparecer,más crecerá tu imagen en sus mentes. Ysi te convierten en una mesías, esoocasionará tantos problemas como losque parece que hay que resolver.

— Con todo, creo que bastaría conquitar de en medio al Dominio —reflexioné— El Archipiélago ya hasufrido lo suficiente.

— Puede que tengas razón —admitióPalatina en un murmullo— Creo que elDominio sólo puede oprimirlos hastacierto punto. Si lo traspasasen, se verían

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inmersos en otra rebelión.— Y la última fue la cruzada del

Archipiélago —interrumpió Ravenna—Quizá ya hayáis acabado de planear elfuturo de mi país, pero todavía no mehabéis convencido de que exista unaforma segura de llegar a Qalathar.

— Nada es seguro jamás, deberíassaberlo. Pero conocemos herejessuficientes en el Archipiélago paraviajar hasta allí. ¿Cuántas personasconocen tu verdadera identidad?

— Unas seis —reconoció Ravenna.— ¿Quiénes?— ¿Acaso importa?— Sí, y mucho. No cabe duda de que

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una de ellas es Sagantha.¿Quién más?— Los dos tutores que tuve antes de

estar con él, que viven en las islas delFin del Mundo y en Ilthys, la hermana demi padre en Tehama, el presidenteAlidrisi y Fernando Barrati.

No reconocí ninguno de losnombres, pero era evidente que aPalatina le sonaban. «Presidente", si norecordaba mal, era el equivalente de"conde» en Thetia y en el Archipiélago,con la salvedad de que, por lo general,el de presidente era un cargo electivo,no hereditario.

— Alidrisi podría darnos un

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disgusto —comentó Palatina— , ya quepermanece todavía en Qalathar con lapretensión de ser un devoto y fiel líderde clan. Fernando Barrati (¿cómo pudoenterarse?) es sólo un playboy, que sepasa el tiempo persiguiendo muchachas,igual que el emperador.

— Su hermano mayor me libró delas garras del Dominio cuando eraapenas un bebé —indicó Ravenna— , yFernando se hizo cargo del coste de unode mis cambios de tutoría.

— Deberás explicarnos alguna vezcómo es que se involucró el clanBarrati. Pero si Alidrisi es el único conquien tenemos que tratar, sería posible,

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contando con los contactos apropiados,hacerte pasar por una disidente viviendoen el exilio.

Llevó otra media hora dediscusiones hacer que Ravennacomprendiese el punto de vista dePalatina. Yo colaboré tanto como pude,aunque Palatina fue quien se encargó decasi todo el discurso, explicando elasunto como si se tratase de otro de susintrincados pero por lo general exitososplanes. El dilema era que, en estaocasión concreta, debía tener éxito.Durante la invasión de Lepidor, su planhabía sido llevado a cabo de formamilagrosa gracias a la intervención de

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Hamílcar. En Qalathar no contaríamoscon salvavidas semejantes.

Palatina se veía muy satisfechacuando al fin nos pusimos de pie para ira dormir, supongo que sobre todoporque al fin íbamos a hacer algo. Mehabría agradado esperar un poco más,pero se había decidido que en un lapsode dos días partiríamos rumbo a lacapital de Océanus, Pharassa, a bordodel buque mercante costero Parasur.Desde Pharassa cogeríamos una nave endirección a Ral´Tumar, la mayor ciudaddel Archipiélago a excepción deQalathar. Allí embarcaríamos hacia ésta.

Ya no me quedaba tiempo para

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esperar a Tañáis. De todos modos nodeseaba confirmar mi parentescocercano con el emperador, ya que en elfondo conocía la respuesta. Y esacerteza me producía más terror que elque había sentido seis semanas atrás,cuando estuve a punto de morir quemadoen la hoguera.

Aquella noche sufrí una de lasterribles pesadillas que me habíanacosado siendo niño y de las cuales nisiquiera el Visitante había conseguidolibrarme del todo. La mayor parte erademasiado escalofriante pararecordarla, pero, al despertar, la fría ydemente risa de Orosius retumbaba aún

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en mi cerebro.

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CAPITULO IV

Ral´Tumar fue la primera ciudad delArchipiélago que visité y no le encontréningún parecido a nada que hubiesecontemplado antes. Entre los edificiosque se extendían junto a la ladera de unacolina, en medio de bosques tropicales,se veían decenas de cúpulas brillandopor esporádicos rayos de sol. Por uninstante, la pintura blanca de las casasse fundía en un destello que cegaba lavista; luego un conjunto de nubes grisesvolvía a taparlo todo. Pese a su cieloencapotado, la capital de la provincia deTurnarían en el Archipiélago presentaba

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un paisaje imponente.Incluso los aromas eran distintos,

pensé mientras aspiraba profundamenteel aire cálido y húmedo, recibido conalivio tras el ambiente seco yesterilizado de la manta y la humedadhelada de Lepidor. Incluso en invierno,con Aquasilva cubierta de nubes, Ral´Tumar seguía siendo gratamentetemplada, pues la corriente tropical delnorte impedía que se diluyese el calor.

— Al fin volvemos a encontrar unatemperatura apropiada —dijo Palatinacon la mirada puesta en la ancha calleprincipal de la ciudad, que comunicabacon la entrada al puerto submarino. No

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había sido diseñada del mismo modoque las avenidas de Taneth; la calle securvaba alrededor de un ramal donde elterreno era ligeramente más alto y luegoavanzaba serpenteando hasta llegar alpalacio situado en la cima de la colina.

— ¿Qué son esas pequeñas torresque hay por todas partes? —pregunté,desconcertado, mientras ascendíamospor la calle, repleta a ambos lados delos puestos del mercado. El tiempo noparecía afectar lo más mínimo a losmercaderes.

— Minaretes —respondió Palatina— Todas las casas tienen uno. Algunosson lo bastante grandes para contener

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habitaciones, por ejemplo aquél.Seguí la dirección que marcaba su

brazo y vi una torre circular, cuyacúpula en forma de cebolla exhibía unbalcón con plantas y flores en cada unode sus dos niveles. También había unoscuantos jardines superiores, pero lamayor parte del verde estaba en lasmismas calles y al parecer había unparque cada veinticinco metros.

— El clima es tan caluroso enverano que tienen parques paramantenerlo todo más fresco —explicóPalatina— Ahora será mejor que nospongamos en camino.

— ¿Por qué?

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La respuesta fue un ensordecedorestruendo detrás de nosotros. Seguí aPalatina y a Ravenna y nos apiñamos enel estrecho espacio existente entre dosde los puestos. Miré a mi alrededor paraaveriguar qué había ocasionadosemejante ruido, y mis ojos se abrieronde par en par cuando dos elefantescomenzaron a abrirse paso por la calle.Más que una howdah, llevaban unverdadero arnés amarrado al lomo,donde habían sido dispuestos múltiplescofres y cajas con distintos tipos deobjetos.

— ¿Nunca habías visto un elefante,Cathan? —preguntó Ravenna

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ofreciéndome una de sus cada vez másinfrecuentes Sonrisas.

Negué con la cabeza y luegopalidecí cuando el olor de los elefantesinvadió el ambiente. Era desagradable,sobre todo por la enorme cantidad deelefantes que integraban la comitiva.

Según me había informado alguien,la gente del Archipiélago empleabaelefantes con mucha frecuencia, algo quenadie hacía en el continente, debido a lafalta de bosques y que dichos animalesno se adaptaban a climas fríos y secos.Como Palatina, los elefantes sóloestaban a gusto en el húmedo calor delas islas, que, debo admitirlo, siempre

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me pareció muy placentero. Quizáporque tampoco yo era thetiano denacimiento y el clima de Lepidor jamásme había gustado.

Había otro motivo por el que mesentí cómodo en Ral´Tumar. Mi estaturaera baja incluso para ser originario delArchipiélago, pero aquí la mayor partede la gente no era mucho más alta queyo, y mi físico armonizaba más quedestacaba. Eso, por cierto, comparadocon los pobladores locales, ya que laspopulosas calles estaban salpicadas detodo tipo de personas, desde rubioscomo Oltan Canadrath hasta grupos dehombres altos de piel oscura que

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llevaban armaduras reforzadas con lamisma ligereza que si llevasen túnicasde seda. Quizá fuesen de Mons Ferranis,pero no me parecía del todo probable.Mons Ferranis, en la ruta occidental endirección al Archipiélago, era unapróspera ciudad comercial y sushombres no se sometían a entrenamientomilitar si podían evitarlo. Estosguerreros podían ser de cualquier sitioen los ignotos confines delArchipiélago, que eran mucho másextensos de lo que indicaban los mapas.Quizá de algún lugar del sur deEquatoria, al filo de Desolación, dondehacía demasiado calor para que alguien

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pudiese resistirlo.— ¿Dónde creéis que se compran

los billetes para zarpar? —le pregunté aPalatina mientras retomábamos elascenso siguiendo la huella de loselefantes, con cuidado de no pisar lasinmensas pilas de excrementos quehabían dejado en el camino.

— Tu padre nos advirtió que seríaen un sitio inesperado, no en los muellesni en palacio. Al menos, Ral´Tumar espequeña y no una inmensidadmonstruosa como Taneth.

No le faltaba razón, pensé mientrasdoblábamos la esquina y entrábamos enuna amplia manzana llena de palmeras,

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que albergaba en su extremo más lejanoel templo de la ciudad. Con sus murospintados de rojo y su arquitecturahaletita, parecía claramente fuera delugar en medio de las blancas casas concúpulas que caracterizaban Ral´Tumar.

— Disculpe, ¿podría decirme dóndeestá la agencia portuaria? —le preguntóPalatina a una mujer que pasaba por lacalle. Llevaba un vestido verde y teníaaspecto de ser comerciante.

— Cruzando el parque y girando a laizquierda, luego se debe rodear el muro.

El dialecto de Turnarían era muchomás seco que el habitual delArchipiélago, aunque resultaba

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comprensible para quien hubiese sidocriado en Océanus. La mayor parte delos habitantes del mundo conocidohablaban una u otra variante de la lenguadel Archipiélago, con ocasionalesexcepciones, como, sobre todo, los deThetia, cuyo lenguaje no tenía raícescomunes con ningún otro.

— Gracias —dijo Palatina. La mujerasintió con elegancia y se alejó cruzandoel parque en dirección a una taberna quetenía el frente adornado con palmeras.

— Al menos me alegra estar denuevo en una región civilizada delplaneta —comentó Ravenna mientrasseguíamos las indicaciones de la mujer.

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— Sin duda alguna, Ral´Tumar esmuy diferente de Taneth.

La agencia portuaria era un edificiopalaciego, evidentemente construidomerced a la lucrativa y fiel clientela delos tumarianos. Al capitular deinmediato, Ral´Tumar había conseguidosobrevivir a la cruzada, aunque habíaestado en medio de la ruta de loscruzados. Ese plan demostró laeficiencia de Ral´Tumar, una ciudad quesiempre había ocupado un deslucidotercer lugar en el Archipiélago detrás deSelerian Alastre y Poseidonis, ladevastada capital de Qalathar. AhoraMons Ferranis, situada en la ruta

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occidental entre Thetia y Taneth,comenzaba poco a poco a superarla.

— ¡Ni siquiera en sus propiasmentes consiguen decidir de parte dequién están! —exclamó Palatina condisgusto señalando la cerrada entradaprincipal del edificio. Allí, la banderade Turnarían flameaba entre el delfínimperial y la balanza dorada de Taneth.

— ¿Y dónde está la bandera delArchipiélago? ¡Como si no lo supiera!—replicó Ravenna. Era una preguntaretórica, pues aunque Turnarían eranominalmente parte del Archipiélago yterritorio de Thetia, la bandera delArchipiélago había sido prohibida.

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La entrada de la agencia comunicabacon un patio lleno de tamariscos. Unafuente con forma de cabeza de leónvertía agua sobre un extenso canal querecorría todo el borde del patio. Laciudad podría haber sido una justa rivalde Thetia, pero los agudos arcos y losdiseños geométricos pertenecían almismo estilo arquitectónico que habíavisto en imágenes de Selerian Alastre.

Esto era el Archipiélago, y así elpropio patio constituía el centro de laactividad. A la sombra de los arcosporticados podían verse las oficinas,protegidas de las inclemencias deltiempo. Sin embargo, no era allí donde

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tenía lugar la auténtica vida social.Diseminados por el patio habíapequeños grupos de gente conversando atoda voz, mientras que unas pocaspersonas permanecían solas o enparejas, esperando la llegada depotenciales clientes.

A pesar de que nuestro aspecto noprometiera probablemente grandesriquezas, una regordeta mujer envueltaen vaporosas sedas se nos acercó antesde que atinásemos a decir una solapalabra.

— Que la paz sea con vosotros —dijo. Se trataba de una de lasbienvenidas tradicionales del

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Archipiélago.— Y que la paz también sea contigo

—correspondió Palatina.— ¿Pasajeros o transporte de carga?

—indagó la mujer. La expresión aguda yalerta de su rostro disimulaba suapariencia maternal.

— Pasajeros con destino a Qalathar.Por un instante los ojos de los demás

nos enfocaron, pero su interés se diluyóen seguida.

— ¿Lleváis dinero, verdad? Desdeaquí tenéis un viaje muy caro, salvo queestéis planeando coger una de las lentasbarcazas de superficie.

— Eso nos demoraría demasiado.

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— Sí, pero nadie revisa las barcazasde superficie. El trayecto entre Ral´Tumar y Qalathar es muy largo, y nadielo realiza si no es por un motivo muyespecífico. De hecho, no conviene enabsoluto ir a Qalathar si no es poralguna razón concreta.

Clavé los ojos en Ravenna, que seencogió de hombros de forma casiimperceptible y miró a su vez a Palatina.Se suponía que nuestros motivos debíanser secretos, y los sacri controlaban lassalidas y entradas de Qalathar. Tresciudadanos del Archipiélago comonosotros que llegasen en manta sinningún motivo aparente despertarían

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sospechas.— ¿Alguien cubre el trayecto hasta

Ilthys? —preguntó Palatina.— ¿Pasajeros de cubierta en una

manta?Palatina asintió y la mujer llamó a un

hombre de bigotes que conversaba conun colega en medio de la multitud.

— Te debo un favor, Demaratus —ledijo la mujer mientras él se acercaba anosotros. Pese a su bigote, que le dabael aire de cabecilla de una banda deladrones, tenía porte militar y su pasoera más parecido a una marcha que a unpavoneo. En su cinturón llevaba grabadala espiral verde y gris que constituía el

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emblema del clan Turnarían.— ¿Intentas quitarme de en medio

sin esfuerzo, Atossa? —preguntóDemaratus, pero su tono era amigable.

— Supongo que ya habrá sucedidootras veces... —comentó Palatinabromeando.

— Desean viajar a Calatos —afirmóAtossa. Supuse que Calatos sería lacapital del clan Ilthys.

— ¿Sólo vosotros tres? —preguntóDemaratus— ¿No tenéis equipaje?

Palatina negó con la cabeza.— Costará trescientas coronas —

señaló tras una breve pausa— Cada uno.— ¿A quién intentas estafar? ¡Eso es

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ridículo! Ciento cincuenta.— ¡Eso es impensable! ¡Por ciento

cincuenta no conseguiríais llegar nihasta Thetia. ¿Queréis que me arruine?

— En ese caso, ¿cuánto te costaríallevarnos? Prácticamente nada.

— Puedo llenar mis camarotes congente dispuesta a cubrir el trayecto porhasta cuatrocientas coronas incluso.

— ¿Y dónde está esa gente? —inquirió Palatina extendiendo las manospara indicar el espacio vacío que nosrodeaba. Atossa sonrió con aprobación;luego vio a dos posibles clientesacercándose por el portal detrás denosotros y se dirigió en su busca.

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— La gente llegará hacia elmomento de zarpar, pero puedorebajaros el precio a doscientascincuenta coronas por cabeza, y supongoque no esperaréis tener camarotesindividuales.

— Doscientas coronas, y dos denosotros compartiremos un camarote.

Cada manta, tanto si pertenecía a unclan o a Taneth, contaba con unos pocoscamarotes para los pasajeros quepagaban el viaje. Las autoridades delclan decidían qué cargamento seríatransportado, pero el capitán y latripulación podían realizar pequeñosnegocios; en este caso, el capitán

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llevaba pasajeros.— Eso dependerá de lo llena que

tenga la nave. Recordad que viajáiscomo pasajeros de cubierta. Si deseáiscomodidades debéis pagar por ellas.Doscientos cuarenta.

— La cubierta ya está bien.Doscientos veinte.

— Doscientos treinta —espetóDemaratus de mala gana— Y noSigamos o esperaré a otros pasajeros.

— De acuerdo —aceptó Palatina, yse estrecharon las manos para sellar elcontrato.

— La mitad en el momento de zarpary la otra mitad en Calatos —advirtió

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Demaratus sin mediar una pausa— Sonlas reglas del dan y no puedomodificarlas. Mi manta es el Sforza,amarradero 'Once del puerto del clan.Zarparemos dentro de cuatro días a lahora séptima. Nos detendremos en MareAlastre y Urimmu. Lleudaremos aCalatos en unos doce o trece días. Esinvierno, así que "afrontaremos fuertestormentas.

Ambos intercambiaron las fórmulasde cortesía al despedirse y "pronto nosmarchamos de la agencia. Atossa nonotó nuestra partida, ya que por entoncesregateaba furiosamente con un grupo dehombres macizos y de baja estatura,

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cuyas voces sonaban como si noestuviesen hablando la lengua delArchipiélago.

— Creo que hemos tenido bastantesuerte —dijo Palatina— Cuatro días norepresentan una espera demasiadogrande y la ruta que tomará la manta esbastante directa. Mi duda ahora es quéharemos hasta entonces. Encontrar unsitio para dormir no será difícil ypodemos aprovechar al máximo nuestraestancia aquí. ¿Recordáis si habíaalguien procedente de Ral´Tumar en laCiudadela?

Hice memoria de la gente que habíaconocido durante mi año en la

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Ciudadela, aquel baluarte heréticosituado en unas islas deshabitadas de losconfines del mundo conocido. MikasRufele, el rival de Palatina, y todos susamigos procedían de Cambress, Ghanthiera ciudadano haletita, Persea, micompañera durante la mayor parte delaño, era del clan Ilthys... pero norecordaba a nadie de Ral´Tumar.

— ¿Recuerdas a aquel amigo deGhanthi que solía importunar a Mikas?—preguntó Ravenna mientras volvíamosa cruzar el parque sin rumbo especial—No consigo acordarme de su nombre,pero creo que era de aquí.

— Sé a quién te refieres —dijo

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Palatina con expresión de intensaconcentración, pero al momento serindió— No recuerdo cómo se llama. Sisupiésemos su nombre podríamosbuscarlo. De todos modos, antesdebemos encontrar alojamiento y, sobretodo, algún lugar donde comer. Esposible que vosotros dos seáis tandelgados como esqueletos, pero algunastenemos estómagos que llenar.

— ¿A quién llamas esqueleto? —protestó Ravenna, indignada— Te haspasado; no tienes en cuenta el calor quehace aquí.

— ¿En invierno? Debes de estarbromeando. Si hace un poco más de frío,

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me congelaré.— ¿A esto lo llamas frío? ¡Sería

mejor que regresases a Lepidor!Precisamente porque era invierno

pudimos encontrar una hostería muyrespetable a buen precio. Mi padre mehabía dado todos los fondos que podíapermitirse, pero debía emplear muchodinero en la reconstrucción de las partesde la ciudad que Ravenna y yo habíamoscontribuido a destruir durante lainvasión. Y aunque tanto Palatina comoRavenna habían ganado algo de dinerotrabajando para mi padre y yo teníacrédito de la familia Canadrath,convenía ser tan cuidadosos como

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pudiéramos.Sobre todo porque ignorábamos

nuestro destino final. Podría llevarcierto tiempo establecer contacto conlos disidentes en Qalathar, y después deeso todavía debíamos encontrar aTañáis. Y el Aeón, cuya mera menciónhabía hecho que el director del institutose enfrentara a mí en Lepidor. Debíaencontrar ese buque.

El Aeón era una imagen muy lejana ala mañana siguiente, mientrasalmorzábamos en un bar de Ral´Tumar.Incluso en invierno hacía calorsuficiente para colocar mesas en elexterior, debajo de toldos y rodeadas de

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pequeñas palmeras en maceteros. El barestaba en una pequeña manzana cercanaa la cima de la colina, lejos del barullode la calle principal y de los puestos delmercado.

— Ir a Mare Alastre podría serpeligroso —comentó Palatinaacabándose una hoja de vid rellena,comida típica de Ral´Tumar. El clanTurnarían era uno de los mayoresviticultores. Exportaba vino tinto yblanco a Taneth y a Selerian Alastre, yel excedente de uvas hacía queestuviesen presentes en prácticamentetodos los platos. La comida era algo máspicante que en Lepidor, pero aun así

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deliciosa. Sólo Ravenna se había topadocon un problema, que por cortesía nuncahabía mencionado en Lepidor: para ellanada estaba lo bastante condimentado.

— ¿Cuál podría ser el peligro? —preguntó Ravenna mientras le echaba asu comida una especia picante de cuyaexistencia yo no hubiese querido nienterarme— No es la parte de Thetia ala que perteneces.

— No, pero es una de las ciudadesmás grandes, capital del clan Estarrin.En cualquier otro aspecto, los Estarrinson un clan poco numeroso einsignificante, pero algunos de susintegrantes podrían reconocerme.

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— Pero piensan que estás muerta —interrumpió Ravenna, inclinándose paragozar de su picante hoja de vid.

— Es verdad, pero si me viesenandando por la calle podría llamar suatención y es posible que se preguntasenquién soy. ¿No harías tú lo mismo?

— Si Mare Alastre es tan grandecomo dices, no tendremos problemas —respondió Ravenna— Podemosocultarnos en medio de la multitud cadavez que se acerque alguien importante oincluso podrías permanecer a bordo dela nave. A propósito, ¿dónde quedaUrimmu? Nunca había oído hablar deese sitio.

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— Es el único poblado del clanQalishi —informó Palatinaencogiéndose de hombros— Sonpersonas peculiares, más interesadas encombatir que en comerciar. Existentambién dos o tres clanes más, que porlo general se ofrecen a sí mismos comomercenarios. Realmente, no se meocurre por qué la nave ha de hacerescala allí. Nunca he ido a Urimmu,pero, por lo que me han contado, no esun sitio demasiado impactante.

— Con todo, podríamos tenerproblemas al llegar a Ilthys. El trayectodesde allí hasta Qalathar lleva unoscinco días de navegación, y no creo que

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sea mucha la gente dispuesta aarriesgarse haciendo el viaje. Además,quizá nos quieran sangrar con el precio.

— Lo que implica que tampoco serásencillo el regreso —dije mientrasobservaba distraídamente cómo un gatoacechaba una ramita suelta al final delparque.

— Sí, ¿qué sucedería si tuviésemosque escapar en un apuro o si seprodujese una tormenta? —argumentóRavenna— El éxito de este plandepende de que todo funcione a laperfección... y no todo será así, siempresurge algún inconveniente. Cuanto másnos metemos menos me gusta nuestra

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misión.— Pero estuviste de acuerdo en

acompañarnos, y tenemos que seguiradelante no sólo por nosotros, sinotambién por Hamílcar.

— Hamílcar sólo quiere asegurarsesus beneficios.

— Pues considera que hasacrificado sus ganancias aseguradaspor no venderle armas al Dominio,Ravenna. Eres demasiado dura con él,en especial teniendo en cuenta que tesalvó la vida.

— Por lo cual le estoy másagradecida de lo que estoy dispuesta aadmitir. Pero él aún posee sus propios

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negocios, y ¿quién sabe qué haría si elDominio lo descubriese todo? Si hayalgo que un tanethano no puede tolerares la idea de ver su preciosa piel enpeligro. Le duele tanto como la idea deperder dinero.

— Si crees que puede ser de ayuda,podemos parar en Ilthys y buscar aPersea. No hay duda de que tienecontacto con los disidentes, yconocemos el nombre de su familia.Además, está al tanto de lo que sucede.

— Supongo que eso estaría bien —reconoció Ravenna quitándose delrostro un mechón de pelo— , pero yasabes cómo acaban los traidores en

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todos los sitios que ocupa el Dominio, ysi sus sacerdotes tienen la más mínimasospecha de que estoy en Ilthys, podríancerrar las fronteras del país.

— ¡Eso es imposible! —protestóPalatina, desechando la idea con unviolento ademán— Suponiendo incluso,aunque lo dudo, que pudiesen cercar unanación entera, siempre existen aldeas depescadores y contrabandistas a mano.Además, el Dominio no puede excederseen acciones de ese tipo sin que todo elmundo se dé cuenta.

— El exarca es tan insensible a lascríticas que resulta casi imposiblealejarlo de sus eventuales obsesiones.

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Pero una vez que estemos allí me pondréal cargo —afirmó Ravennadedicándonos sucesivamente a ambosuna firme mirada con sus ojos marrones— Sé cuál es mi misión, y, por otraparte, ninguno de vosotros ha estadoallí. Nosotros hacemos las cosas demanera diferente.

— Lo he notado. ¿Al menos aceptáisun consejo de tanto en tanto?

— Con tanta frecuencia como seapreciso —respondió Ravenna mientrasvolvía a condimentar su comida. Sinembargo, su modo de comportarseempezaba a preocuparme. Parecíaresentida porque Palatina asumiera el

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liderazgo con tanta frecuencia, sobretodo teniendo en cuenta que ella habíaestado en la Ciudadela mucho antes quecualquiera de nosotros dos. A vecesRavenna me resultaba una completadesconocida.

Después de comer volvimos adescender en dirección a los muelles.Había en Ral´Tumar una enormeestación oceanográfica, y yo teníaconmigo los documentos que meacreditaban como miembro del instituto.Con ellos podría entrar en su biblioteca,y si bien no habría allí ningunareferencia al Aeón, o al menos ningunaque yo pudiese hallar sin una referencia

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previa, esperaba dar con algointeresante. Todo cuanto pudiese leersobre las características del fondomarino podría ayudarme a concretar mibúsqueda, en especial si conocía ellímite máximo de profundidad al quepodían navegar las mantas y las rayas.El Aeón había sido capaz de descendera profundidades nunca antes conocidasy, para evitar que alguien se topase decasualidad con su titánica nave, sustripulantes podrían haber hecho algomucho peor que ocultarla lo más hondoposible.

— ¿Los oceanógrafos de Qalathartienen alguna gran estación? —Le

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pregunté a Ravenna, que se encontrabaun poco menos susceptible ahora quehabíamos dejado de lado la discusión denuestros planes.

— Ninguna demasiado importante.No lo recuerdo con exactitud, pero creoque sus instalaciones centrales están enSaetu, sobre la costa sur. Nuncasustituyeron la estación perdida cuandose quemó el Poseidonis. Tienen pocainfraestructura.

— Saetu no está ni remotamentecerca del lugar al que nos dirigimos.Echaré un vistazo en Calatos cuandopasemos por allí.

Era irritante, ya que así no podría

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proseguir la búsqueda mientrasestuviésemos en Qalathar. Pero, por otraparte, implicaba un riesgo menos, quepodría haber llamado la atención delDominio.

— También puedes consultar enMare Alastre si nos da tiempo —sugirióPalatina de forma inesperada— Suelentener las estaciones oceanográficas másgrandes de Thetia, dado el gran númerode personas que desean ingresar en elinstituto.

— Pensaba que querías estar deincógnito en Mare Alastre.

— Yo sí, pero no es necesario que túlo estés. Tu aspecto no te delata tanto

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como un Tar' Conantur, al menos nocomo para que todos lo distingan. Lagente pensará que eres thetiano.

— Eso me reconforta.Doblamos la esquina y pasamos

frente a una tienda que vendía café engrano. El fuerte aroma del café altostarse inundaba el aire. Pasamos a unacorta y ancha avenida con mansiones acada lado, un poco alejadas de lasaceras. Dominaba la amplia calle unenorme edificio con al menos diez torresy más de una docena de minaretes, cuyocentro estaba coronado por una cúpulade color turquesa, que parecía brillarincluso bajo el cielo gris. El aroma del

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café y el sonido de los molinillos fuereemplazado por el olor de las plantas yel ruido de las tijeras que las podaban.

Avanzamos por la avenida,manteniéndonos a una prudente distanciadel elefante que se aproximaba endirección contraria por una calle que,por lo demás, estaba vacía. Casihabíamos llegado frente al gran edificiocuando se abrieron sus puertas dehierro.

— Pues vaya... —dijo Palatinacuando el elefante se detuvo allíexactamente. Un pequeño grupo depersonas emergió del interior ypermaneció conversando hasta que el

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guía puso al elefante de rodillas. Doscentinelas colocaron una escalerillapara que los pasajeros pudiesen subir alhowdah.

— Se trata de la Alta Comisión deThetia —informó Ravenna— Me acusasde eludir mis responsabilidades y tú nopuedes siquiera pasar frente a unedificio thetiano.

— No soy tan estúpido. Mira elelefante: sólo alguien con mucho dineropodría permitirse esas guarniciones. Yrojo y plateado son los colores deScartaris. Alguna de esas personaspodría reconocerme.

— Entonces sigue andando.

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Nada más alejarnos y pretendiendono tener nada que ver con el otro grupo,elevé la mirada hacia los que estabansobre el elefante. Un hombre alto ydistinguido, vestido con una túnicablanca, conversaba con un sujetollamativamente más pequeño quellevaba una funcional túnica roja y unacapa clara. Había otros tres sujetos, dosde los cuales me parecía que vestían losuniformes color azul real de la Armadaimperial, mientras que el otro podía serun asistente. De hecho, éste no parecíasiquiera thetiano: su piel era de un colorsemejante al del cobre y sus ojos eranligeramente oblicuos.

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El ayudante no parecía concentradoen la conversación, y unos segundos mástarde nuestras miradas se cruzaron.Sucedió demasiado de prisa parapermitirme girar la cabeza. Había entrenosotros unos escasos diez metros, yalcancé a notar una breve expresión dedesconcierto en sus impasiblesfacciones antes de que se volviese denuevo para seguir la conversación. Micorazón comenzó a palpitar con fuerza, ytres o cuatro pasos más adelante elelefante obstaculizaba la vista. No meatreví a mirar hacia atrás, ni siquieradespués de haber doblado la siguienteesquina.

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— ¿Qué has hecho, Cathan? ¡Cómopuedes ser tan torpe! —dijo Palatinafuriosa— ¿Querías saludarlo?

— ¿Por qué? ¿Es que había algunamanera de que no se percatase denuestra presencia? ¿Era amigo tuyo?

— No lo había visto en mi vida.Pero quizá él sí me haya visto, porque esevidente que reconoció a alguno denosotros. Así que quizá se lo comente alhombre de blanco, que podría resultarser el virrey. O quizá fuese MaurizScartaris, que es el Scartaris designadocomo comisionado principal en elArchipiélago. O incluso el almiranteCharidemus, con su uniforme azul,

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estaba allí.— ¿Y qué les dirá?, ¿que ha visto a

una revolucionaria muerta andando porla calle? —acotó Ravenna con ferocidad— Dices que me creo muy importante yluego estallas ante la mirada del mássencillo funcionario. Nadie te verá si noespera verte, y deja de culpar a Cathan.

Mi sorpresa frente al hecho de serdefendido por Ravenna eclipsó eldesconcierto que sentía al ser culpadopor Palatina.

— Incluso si te hubiese visto y locontase, ¿cuántas personas creerían suspalabras? —preguntó Ravenna.

— Para empezar, Mauriz. Y luego la

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gente del emperador que quiso matarmeprimero...

— ¡Palatina, lo que dices no tiene elmenor sentido! —la interrumpióRavenna— Todos en Thetia han oídohablar de tu funeral, y todos los líderesde clanes habrán visto un cadáver quecreyeron que era el tuyo. Podrías seralguien que se parece a Palatina Canteni,pero nada más que eso. ¿Es que tienesahora aspecto de la hija de un presidentede clan? No, ni en lo más mínimo. Asíque detén tanta paranoia y vayamos aver a los oceanógrafos.

Palatina la miró absorta por unmomento.

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— ¡No sabes en absoluto de lo queestás hablando! Esto no es Qalathar,donde el Dominio controla a base deterror y donde todos debéis mantenerosen fila. Thetia es un mar de secretos.Aquel asistente podría ser espía dealguien, quizá de su propio clan, quizáde la Armada, o incluso del emperador.Cualquiera podría enterarse y entoncescomprenderías lo que digo. Ya noestamos entrenándonos en elArchipiélago, ¿o acaso has olvidado tanpronto las cadenas y la hoguera?

— He estado toda mi vidaocultándome del Dominio, y susseguidores son mucho más insidiosos de

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lo que pueda llegar a serlo un thetiano.— Si piensas ignorar todo lo que

digo, puedes hacerlo, pero no pretendasque salga de ello nada bueno.

— Eres una auténtica thetiana si nocrees que sea capaz de arreglármelaspor mí misma. Tú, por el contrario, teconsideras capaz de ocuparte de losasuntos de todos los demás.

— Como quieras. Olvida entoncesque hemos visto a esa gente y no mepidas ayuda en Thetia. Eres tan terriblecomo lo fue tu abuelo, siempreobstinada y cerrada a ceder.

Antes de que a Ravenna se leocurriese algo para responder, Palatina

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aceleró el paso hasta perderse de vistaen una estrecha calleja un poco másadelante. Había poca gente en la ancha ysinuosa avenida y nadie parecía habernotado nuestro altercado. Ningunaventana se había abierto en el frente dela casa junto a la cual habíamosdiscutido, y los niños que jugaban a lapelota en el jardín contiguo estabandemasiado concentrados en lo suyo paraprestarnos la menor atención.

— Permite que vaya a esconderse aalgún sitio, no sea que los agentesthetianos vayan tras ella —dijo Ravennaen tono burlón— Además, ¿quién esPalatina para hablar de abuelos?

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¡Mírala!, ¿qué es lo que ha hecho porThetia?

Su humor corrosivo prosiguiódurante todo el trayecto hasta el puerto,hacia el que nos dirigimos cogiendo otravez la avenida principal y atravesandoel bullicio del mercado en la plazaprincipal, mucho más activo entoncesque el día anterior. Sin embargo,Ravenna no se enfadó conmigo, porqueyo me las compuse para evitar cualquierreacción ante los permanentes insultosque lanzaba contra mi familia Tar'Conantur, que en no pocos casos meparecieron incluso justificados. Laverdad es que para mí representaban

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bien poco y muy rara vez me habíapuesto a pensar en Palatina como miprima.

Cuando nos aproximamos a la costaaumentó la cantidad de gente. Muchaspersonas se arremolinaban en direccióna los embarcaderos y los accesos alpuerto submarino.

— Me parece que los oceanógrafosestán allí —dijo Ravenna señalandohacia el este— , en aquel edificio con lacúpula de cristal azul y el balcón.

Apenas habíamos recorrido un cortotrecho a lo largo de la playa cuando elmurmullo habitual de los embarcaderosenmudeció de repente. Prácticamente lo

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único que podía oírse era el bramido delas focas alrededor del puerto.Preguntándome qué había sucedido, cogíde la mano a Ravenna antes de quepudiese avanzar más y me volví paracomprobar la causa del silencio.

— ¿Qué es lo que estás...? —protestó Ravenna y se detuvo. Aunqueninguno de los dos era demasiado alto,nos hallábamos un poco por encima delnivel de los embarcaderos centrales ylogramos ver lo suficiente. La mano deRavenna se puso de pronto muy tensa yapretó la mía con firmeza, pero yoestaba demasiado abstraído en mispropios y profundos temores para

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corresponderíaLa doble hilera de siluetas de sacri

con sus cascos púrpura salía del puertosubmarino sin que sus botas produjeranruido alguno sobre la piedra. El gentíose hizo a un lado y me permitió observara los hombres encapuchados, cuyo pasoemitía apenas el casi inaudible roce desus túnicas. Sentí un repentino brote devana furia recordando la última ocasiónen que los había visto.

La Inquisición acababa de llegar aRal´Tumar.

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CAPITULO V

La multitud se mantuvo en unsombrío silencio, como si la presenciamisma de los sacri los hubiese vuelto depiedra. Nadie deseaba llamar laatención abandonando el muelle oalejándose en la dirección opuesta. Sóloobservaban, haciéndose a un lado amedida que los sacri avanzabanlentamente a lo largo de la explanada yse detenían formando una doble fila. Losseguían muchos otros, que descendíanpor la escalinata para unirse a suscamaradas formando alrededor de laentrada al puerto un semicírculo

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completo.Detrás aparecieron los inquisidores,

casi idénticos entre sí dentro de sustúnicas negras con rayas blancas y suspuntiagudas capuchas que les cubríanprácticamente todo el rostro. Parecíandeslizarse en lugar de caminar yarrastraban la parte inferior de lastúnicas. Con todo, lo más sobrecogedorera su silencio: aparentemente no hacíanningún ruido al moverse. Y la hileraparecía prolongarse de forma infinitacuando, finalmente, unos cuarentainquisidores formaron en los escalonesinferiores detrás de los sacri.

Como casi todos los edificios de Ral

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´Tumar, el puerto submarino tenía elportal de entrada ligeramente echadohacia atrás dando lugar a un arcodecorativo, ubicado en este caso en loalto de una pequeña estructura deescalones de mármol. Cuando el últimoinquisidor ocupó su lugar, el inquisidorprincipal, que estaba de pie frente alportal con los brazos cruzados y lasmanos ocultas en las mangas de la túnicanegra, se hizo a un lado para permitirque alguien saliera del tenebrosointerior.

Un momento después pude ver unhaletita barbado de complexiónpoderosa que salió y se detuvo en el más

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alto de los escalones. Su túnica roja yanaranjada con el emblema de lasllamas estaba recubierta de piedraspreciosas.

— ¡Es él! —dijo Ravenna en unsusurro apenas lo bastante audible paraque yo lo comprendiese— ¿Cómo esposible que lo hayan enviado a él?

Un tercer hombre vestido con latúnica escarlata de los magos se colocóa la derecha del hombre con barba,seguido de otros sacerdotes (uno deellos con ropas de avarca) y una docenamás de inquisidores que se situaron a sualrededor. Supuse que sería el avarca deRal´Tumar, pues tenía en el rostro la

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típica expresión servil que sin dudareservaba para los superiores que lohonraban con su visita.

— En nombre de Ranthas, que esFuego y que trae la luz al mundo, y de susantidad Lachazzar, viceadministradorde Dios y primado del Dominio —empezó a proclamar el mago, leyendo unpesado pergamino de imponenteaspecto. Los edificios del puertoamplificaban su voz haciendo eco— Seade conocimiento de todos que, endesafío a la ley de Ranthas y a lasenseñanzas de su Dominio, el mundo sehalla profundamente afligido por laplaga de la herejía. Que andan por ahí

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quienes niegan las enseñanzas de la fe ydesafían la autoridad de Ranthas. Que,aunque poco numerosos, predican suherejía contaminando las mentes deaquellos cuyo corazón permanece puro yque han renunciado al señor verdadero,al hacedor de la creación y a su siervoLachazzar, quien por derecho desucesión es el único legislador de la feen Aquasilva. Al rechazar la verdaderafe han condenado sus almas a estar porsiempre fuera del poder generador vitalde las llamas y han propagado sucontaminación por todo el mundo.

Era un edicto universal, un decretode fe general, promulgado por el

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primado en persona, una ordenanza queningún poder del cielo ni de la tierrapodía desobedecer. Mientras que losedictos específicos era algo común y seemitían cada vez que el primado creíaconveniente intervenir en algún asunto,por lo general transcurrían años sin quese promulgase un edicto universal.Perfectamente consciente de quenuestras cabezas sobresalían un pocosobre la multitud, no me atreví amoverme, aterrorizado ante la idea dehacer algo que pudiese atraer la atenciónde los hombres que llenaban laescalinata. Ravenna estabaabsolutamente rígida, con la mano a

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modo de garra que aplastaba mis dedos.Di un pequeño tirón y ella relajó el puñolo bastante para permitirme moverlos.

— Por consiguiente, su santidad,viceadministrador de Ranthas, decretaque la Inquisición se extenderá a todaslas tierras y a todos los océanos. Quelos agentes del Santo Oficio de laInquisición actuarán, en concordanciacon la voluntad de Ranthas, a fin deeliminar de raíz la plaga de la herejía dela faz de las aguas. Que actuarán con lasanta autorización de Ranthas y delDominio universal. Que nadie deberáobstruir, demorar, impedir o pretenderconfundir esta misión sagrada, y que

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quien intentase hacerlo recibirá el tratoque merecen los pecadores y losherejes. Que todo hombre o mujer,grande o pequeño, deberá demostrar sufe verdadera a los agentes del SantoOficio de la Inquisición, y que todosaquellos que tengan alguna autoridaddeberán prestar al Santo Oficio toda suasistencia y ayuda. De acuerdo con todoesto, queda establecido a partir de ahorapor su santidad que cualquiera que searrepienta y confiese sus pecados en ellapso de los próximos tres días,admitiendo su culpa y exhibiendo deseossinceros de enmendarse, será absuelto ycastigado con indulgencia, de manera

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que nunca más se aleje de la verdad o sedesvíe de la senda correcta. Quecualquier hombre o mujer que poseainformación concerniente a las herejíasinforme de inmediato al Santo Oficio, yaque en caso de ocultarla se leconsiderará hereje. Que sobre aquellosherejes que no se arrepientanespontáneamente de sus pecados elSanto Oficio empleará cuantos métodosconsidere necesarios conforme a la leyde Ranthas, a quien no constriñen lasleyes de los hombres. Que a aquelloscuyos pecados sean consideradosdemasiado graves por el Santo Oficio sepermite aplicar la purificación mediante

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el fuego sagrado acorde con la doctrinade Ranthas, y que quien ose intervenirserá juzgado culpable de sus actos. A finde ejecutar su sagrada misión en losterritorios del Archipiélago, su santidaddecreta por la presente que encomiendala máxima autoridad al inquisidorgeneral Midian, quien en el transcursode su deber no deberá responder a nadiemás que a su santidad en persona y cuyopoder será equivalente al de sureverencia Talios Felar, exarca delSanto Oficio de la Inquisición.Reconozcamos todos su autoridad oseamos excluidos de la protección deDios. Rubricado de mano de su

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santidad, Lachazzar, viceadministradorde Ranthas, el primer día de inviernodel bendito año 2774.

Cuando el mago volvió a enrollar elpergamino y se lo devolvió al hombrebarbado, el recién ascendido inquisidorgeneral Midian, se produjo un silencioabsoluto. Entonces Midian alzó la manoizquierda y, con la misma coordinaciónque la rompiente de una ola, todo elgentío se puso de rodillas. Conscientesde ser dos personas de baja estatura ycabellos negros en medio de unamultitud de ciudadanos del Archipiélagocon rasgos muy similares entre sí,caímos de rodillas tan pronto como

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pudimos y hundimos nuestras cabezassin intentar desafiar la mirada de losinquisidores. Mi cuerpo se lanzó contrael suelo de piedra tan violentamente quesentí una sacudida en todos los huesos.

Casi no escuché la plegaria deMidian o su bendición, o lo que fuese.Sólo sentí como puñaladas lasgrandilocuentes frases habitualesexhortando a todos a seguir la senda deRanthas y a no cuestionar las enseñanzasdel Dominio.

Nunca había admitido cuánto meaterrorizaba la Inquisición, ya quehacerlo hubiese sido el paso previo a laherejía. Pero no me habría avergonzado

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admitirlo. Al contrario queprácticamente todos los demás enAquasilva, yo había sido testigo de lamuerte de inquisidores, derrumbadospor las flechas de los centinelas deLepidor y de los hombres de Hamílcar.Pero desde entonces ésta era la primeraocasión en que los veía y, por algúnmotivo, me sentí mucho peor.

En aquel momento me había visto asu absoluta merced, sujeto a losdesignios de su piedad (aunque ésta nosignificaba mucho para ellos). Decualquier modo, en Lepidor losinquisidores sólo habían desempeñadoun papel secundario. No había existido

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ninguna duda sobre mi culpabilidad o lade Ravenna, y por lo tanto no tuvierontampoco ocasión de planteársela. Aquí,en Ral´Tumar, yo estaba libre y encondiciones de escapar. Pero siSarhaddon llegaba a tener la másmínima sospecha de que yo meencontraba en el Archipiélago...

Midian acabó su oración e informó ala multitud reunida de que ya podíaretirarse. Por un momento nadie semovió. Luego un grupo de personas hizoamago de ponerse en pie y saludó conuna reverencia al nuevo inquisidorgeneral. Las jerarquías de sacerdotesque ocupaban los escalones

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abandonaron su rígida formación yvolvieron a ponerse en fila paramarchar. Unas ocho sillas de manofueron traídas desde un lado de labiblioteca. Eran similares a tronos,construidas en firme madera, y cada unaera sostenida por dos fornidosportadores haletitas. Nadie se atrevió amoverse hasta que todos los sacerdotesprincipales se subieron a las sillas y laprocesión dio comienzo, similar a unaserpiente negra y roja avanzando haciael corazón de la ciudad.

Entonces, por fin, cuando la últimaarmadura carmesí se perdió de vista, lamultitud recuperó la voz y empezó a

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dispersarse. Ravenna aflojó la presiónde mi mano y permaneció inmóvil por uninstante.

— Será mejor que regresemos —medijo con su antigua voz entrecortada ydesprovista de emociones— Ya notenemos tiempo para ir a la biblioteca.

Avanzamos durante un tiempo por lacosta siguiendo el flujo del gentío y,luego de mutuo consentimiento, cogimosuna empinada y estrecha callejuela quesalía entre una farola y un bar. Miré,nervioso, sobre mi hombro cuandoalcanzamos la siguiente intersección,donde se cruzaba una calle algo másamplia pero extrañamente vacía que

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discurría paralelamente al puerto. Nohabía nadie siguiéndonos, pero ¿por quétendría que ser así?

— Me siento como un ratónacechado por un tigre —afirmóRavenna, carente de su vitalidad yenergía habituales— Porque es un grangato, juega conmigo antes de matarme,pero, como es tan grande, pisa acualquiera mientras se divierte jugando.

— El Dominio no hace todo esto porti —la contradije sin convicción.

— No seas estúpido —insistióRavenna en un súbito arranque de enojoque se diluyó tan de prisa como habíasurgido— Sé que no están aquí para

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atraparme, están para atrapar herejes.Son un tigre en un sitio lleno de ratones,y en eso no exagero. Nos dicen a todosque lo que pasó en Lepidor no tuvo lamenor importancia. Que no les causamosla menor impresión.

— Así fue. Sólo le arrancamos altigre uno o dos pelos, pero volverán acrecerle, y ahora el gran gato estáfurioso.

— No, no lo está. Es implacable.Eso no le importa. Si pisotea lasuficiente cantidad personas, entoncesdejaremos de figurar entre sus objetivos.Eso sí, en caso de que nos atrape setomará un poco más de tiempo en

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matarnos. Pero salvo por ese detalle,para él sólo somos estadísticas.Lachazzar ha promulgado un edictouniversal, y nadie en Aquasilva seatreverá a desafiarlo. Ha decidido queel Archipiélago es su próxima meta y nisiquiera el propio Orosius locuestionará lo más mínimo. Según la leythetiana la totalidad del edicto esvirtualmente ilegal, pero el Dominio esdemasiado poderoso para oponerse a él.

— Ravenna, no durarán parasiempre. Nada es eterno. Tras la caídade Aran Cthun, los thetianos noopusieron resistencia en ningún lugar deAquasilva. Sin embargo se derrumbaron,

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y mira en qué se han convertido ahora.— Aún estamos aquí, y respirando

temor. Sé que intentas ayudar, Cathan,pero no estás obligado a hacerlo. Haráslo que puedas, igual que yo, pero al finaleso no tendrá importancia. No existenada que podamos hacer contra esteedicto; el Dominio puede aplastarnos sinproponérselo siquiera.

— ¿Y qué hay de las tormentas? —insistí— Quizá no seamos más fuertesque todos los magos del Dominio juntos,pero no hay ninguno tan poderosoverdaderamente como nosotros dosjuntos.

— No lo hay, pero incluso cuando

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destruimos medio Lepidor con esatormenta, quedamos finalmenteindefensos ante el mago mental. Todo loque podemos hacer es enfurecer alDominio lo suficiente para que arremetacontra nosotros. Y te ruego que no digasque en ese caso tendríamosposibilidades de resistir.

No me quedaba nada por decir, puesen mi interior sabía que ella tenía razón.Ni Ravenna ni yo estábamosacostumbrados a sentirnosinsignificantes. Sin embargo,comparados con el poder queacabábamos de ver, no cabía duda deque lo éramos. Esa certeza me hirió

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tanto que sentí que algo me corroía pordentro, pero no se me ocurrió nada paramitigarlo.

— Creo que habremos de modificarnuestros planes —señaló Ravenna unosminutos más tarde, cuando alcanzamosla calle que discurría por debajo de laavenida de la embajada y se extendía endirección a nuestro alojamiento, cercade las murallas de la ciudad— Qalatharya no es un sitio seguro. Un solo traidorentre los disidentes, apenas una personaque nos guarde algún tipo de rencor,puede hacer que nos arresten. E inclusosi somos afortunados, el Dominiosiempre conseguirá capturar a alguien

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que nos conozca, e interrogarlo.— ¿Qué me dices de las armas?

¿Tendremos que seguir vendiéndoselas alos haletitas?

— ¿Nunca te rindes, verdad? Erescasi tan terco como Palatina.Escúchame, si nos dirigimos ahora aQalathar, probablemente noconseguiremos regresar. Han montadoaquí un enorme tribunal y el grueso delos inquisidores puede estar aún encamino. No sería extraño que haya másbuques en dirección a otros grupos deislas, pero por el momento el avance deMidian sobre Qalathar se estáproduciendo de un modo lento y

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calculado. Se detendrá en cada sitio quepueda, sacará su edicto, lo leerá ypermanecerá durante unos días pararecibir a unos pocos que vuelven alredil.

"Está claro que sus sacerdotes notardarán en llegar a Qalathar. Desearánimpresionar con sus éxitos, de modo quecuando desembarque allí ya tendránplaneada una gran ceremonia durante lacual morirán en la hoguera cincuenta oquizá cien personas. Sus calabozosrebosarán de sospechosos y controlarána todo el que pretenda marcharse.

— El edicto alentaba a la gente adelatar a sus propios vecinos —subrayé.

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— Eso es lo habitual, y en ocasionesse les ofrece incluso una recompensa.¿No conoces sus métodos? —preguntóRavenna.

— Lo básico —admití intentandorecordar todo lo que nos habían contadoen la Ciudadela.

— Me alegro de que Palatina no estéaquí, ya que detesta incluso pensar enello. Es su método de acción lo que másla perturba, no lo que hacen en sí. Yasabes cómo confía ella en la leythetiana.

— La considera opuesta a lainterpretación que la Inquisición hace dela ley.

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— Sí, eres culpable antes de serdeclarado culpable. Te acusan y debesdemostrar tu inocencia en una cortesecreta sin ningún testigo que terespalde. No es sorprendente que casitodos sean condenados.

— ¿En qué consiste ese «castigo conindulgencia» que mencionaba el edicto?¿En golpear a alguien para que estéinconsciente cuando arde en la hoguera?

— Estás obligado a llevar undistintivo en tus ropas, ir al templodescalzo cada semana y ser flagelado deforma ritual cada año durante lafestividad de Ranthas. Es un castigoestablecido. Para los plebeyos. En el

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caso de los nobles puede diferir, sermejor o peor, según el caso.

Me quedé estupefacto. Debí desospecharlo, por cierto, dados misencuentros previos con el Dominio. Perollamar a eso «indulgencia»...

— ¿Durante cuánto tiempo debencumplir la pena? —pregunté.

— Cinco años o diez o el resto de tuvida, dependiendo de lo auténtica quecrean que es tu confesión.

— ¿Y la gente realmente acudevoluntariamente y confiesa?

Ravenna asintió con tristeza.— En vista de un castigo semejante,

sin duda lo harán. Pues, en caso de que

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alguien los denunciase más tarde, seríamucho peor. No es que vayan a quemar atantos, es obvio, pero hay otros castigoscasi igual de terribles.

Con actitud casi ausente, colocó elbrazo alrededor de mi cintura y yo hicelo mismo pasando mi brazo sobre sushombros. Ambos teníamos amigos enQalathar y en el resto del Archipiélagoque eran conocidos herejes, tolerados eincluso merecedores de la plenaconfianza de sus clanes. Pero cuandollegase la Inquisición, las lealtades delos clanes comenzarían aresquebrajarse. Como yo, Persea yahabía escapado de la hoguera en una

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ocasión. Pero ¿cuánto tiempo podríadurar su suerte o la de los otros una vezpromulgado ese edicto?

Era un pequeño consuelo saber quesólo el Archipiélago estaba en el puntode mira, que la ofensiva del Dominio nose sufriría en Lepidor, ni la viviríaMikas en Cambress, ni Ghanthi bajo eldominio haletita. Lachazzar se proponíadestruir el Archipiélago, un sitiodemasiado opuesto a sus creencias,demasiado diferente para adecuarse a suortodoxia.

Entramos en el pequeño patio dondeestaba nuestro hostal, un anexo de dosplantas, contiguo a otro edificio

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administrado también por la familia quevivía allí. Construido al estilotradicional del Archipiélago, como elresto de la ciudad, era sencillo, pero,siguiendo las costumbres delArchipiélago, estaba tambiénmeticulosamente limpio. La hospitalidadera muy importante en el Archipiélago, yel Dominio parecía abusar de ello deforma desvergonzada.

Subimos la estrecha escalera demadera hasta nuestras habitaciones, yRavenna golpeó en la puerta de la quecompartía con Palatina. No huborespuesta.

— Se ha ido para demostrar que

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tenía razón —dijo Ravenna, resignada—Sólo espero que se mantenga alejada delcamino de Sarhaddon. ¿Cómo es posibleque enviasen a esos dos, especialmentea Midian? Es un maldito y fastidiosodemonio.

Ravenna metió entonces la llave enla inofensiva cerradura y la girósalvajemente, abriendo luego la puertade un golpazo. Rogué que nadie lahubiese oído. No daba la impresión deque Palatina hubiese regresado desde ladiscusión que habíamos tenido con ella.No parecía haber nada fuera de su sitio.Yo ocupaba un estrecho cuarto contiguo,así que la habitación de Ravenna y

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Palatina era el único sitio lo bastanteamplio para conversar. Subí la persianapara que entrase un poco de luz. Nohacía tanto calor para abrir también lospostigos.

— ¿Tu idea es no seguir viaje hastaQalathar? —pregunté sentándome en lacama de Palatina, cuya bonita colchaaparté con cuidado— Sé que esarriesgado, pero...

— Pero no deseo que me cojan denuevo. Entonces no nos torturaron, perolo harán si nos capturan allí. Has leídolas Historias, que hablan de Thetia, asíque recordarás al jerarca Carausius,quien después de la tortura y la magia

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casi no pudo volver a caminar.— Tampoco es seguro que vayan a

cogernos.— ¿Quieres arriesgarte? No me

digas que no tienes tanto miedo de elloscomo yo.

— De cualquier modo, no nosmatarán, ¿no es cierto? Al menos, no sisaben quiénes somos.

Ravenna se sentó a mi lado con unacauta expresión en el rostro.

— Cathan, por mucho que... —comenzó pero se interrumpió. Aunquesiguió adelante, omitió lo que habíaestado a punto de decir— En ocasionespuedes ser muy difícil. Sé que intentas

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convencerme de que todo saldrá bien,pero tú mismo sabes que eso no esverdad.

— Pero está claro que no nosmatarán. ¿Por qué intentabasconvencerme de que lo harían?

En realidad, yo mismo no estabademasiado seguro del motivo que meimpulsaba a empeñarme en ir a Qalathar,ya que estaba aterrorizado y no deseabadirigirme a ningún sitio en el quepudiese volver a caer en manos de laInquisición.

— En Lepidor —explicó ella conmesura— , yo escogí la hoguera antesque convertirme en su marioneta. No

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podría decirte realmente por qué, ya queni yo misma lo sé. Pero ya sólo eso, ¿note dice nada?

La otra cosa que no conseguícomprender es por qué Ravenna parecíaestar tan tranquila, cuando por lo generalllegados a este punto de la discusiónhabríamos estado gritándonos el uno alotro.

— Jamás has querido regresar a tuhogar —insistí— Incluso cuandoestábamos en Lepidor y no teníamosidea de que todo esto sucedería pusistetantas objeciones como pudiste. Estáclaro que no quieres ir allí, y eso notiene nada que ver con la Inquisición.

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— ¿De verdad crees eso? ¡Como sino hubiese habido inquisidores allídurante el último cuarto de siglo!

— Pues entonces ¿cómo piensasregresar alguna vez si te asustan tanto?Lo que tenemos entre manos no esseguro en absoluto, pero eso tú deberíassaberlo mejor que nadie.

— Lo sé —reconoció ella con elánimo un poco más exaltado. Quizá mehabía equivocado respecto a su calma—Y ése es el motivo por el que heintentado persuadiros a Palatina y a ti deno acompañarme. Pero sois ambos mástozudos que una mula.

— ¿Por qué? Tú no eres en absoluto

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cobarde y nunca te habías dado porvencida de esta manera. Incluso queríasir a Tehama, que según tus propiaspalabras es el peor lugar en el... —Laobservé con agudeza y mi voz se fueapagando. Ravenna me había dicho en laCiudadela que ella provenía de Tehama,la meseta que hay sobre Qalathar, cuyagente luchó durante la guerra de partedel Sol Negro, pero había sido aisladadel mundo como consecuencia de lasrepresalias thetianas. Tehama parecía unsitio espantoso en todos los sentidos,pero algo no encajaba— Dijiste el otrodía que llevabas trece años sin pisarQalathar —razoné— , o sea desde que

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tenías unos siete años. Pensé que habíasnacido y te habías criado en Tehama...

— Así fue. Pasé sólo un año enQalathar, pues los hermanos Barratideseaban que supiese cómo era mi país.El entonces primado era bastanteinofensivo y las cosas estuvierontranquilas por un tiempo. ¿Acasopensabas que te había mentido?

— Lo siento —me disculpé,maldiciéndome por haber dudado de supalabra y maldiciendo a los inquisidorespor sembrar en todas partes la semillade la desconfianza— ¿Podrásperdonarme?

Me concedió una leve sonrisa.

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— Por cierto, estoy tanacostumbrada a mantener todo ensecreto que olvido explicarles cosas alas personas en las que confío.

Cogí al vuelo sus últimas palabras;no quería dejar correr la oportunidad.

— Entonces ¿no merezco saber porqué no quieres ir a Qalathar?

— Muy apropiado —lanzó ella,furiosa— Digo algo desde el corazón ytú lo aprovechas con la intención deganar la discusión. No volveré acometer ese error.

— ¿Por qué te resulta tan difíciladmitirlo, Ravenna? El único motivopor el que lo pregunto es por la

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posibilidad de que se trate de algo...— Es algo por lo que tú me tildarías

de nuevo de emocional —irrumpió ella— Tú deseas ir a Qalathar, acordar untrato comercial para Hamílcar ycomprobar si alguien allí sabe algosobre el Aeón. Bien, en la cuestión delAeón estoy de acuerdo contigo, pero nonecesitamos ir a Qalathar. Nodeberíamos ir a Qalathar.

Igual que dos duelistasenfrentándose con espadas deentrenamiento, no estábamos llegando aningún sitio. Cada vez que yo decía unacosa ella respondía que no quería ir, ytodo lo que yo podía hacer era seguir

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preguntando por qué. Me pareció queera como empujar vanamente una puertasellada y clausurada.

— He comprendido tu mensaje. Perosi no vamos allí, ¿cómo lograremosllevar adelante el trato con Hamílcar? Sitenemos intenciones de comerciar conlos di... con esa gente...

De repente tomé conciencia de quela ventana estaba abierta y hablábamosen voz cada vez más alta. Salté de lacama y me asomé, mirando primerohacia el parque y luego hacia abajo. Nohabía nadie en la fachada del hostal ylas únicas personas visibles en elparque estaban en la tienda de frutas de

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enfrente, examinando unos melones.— Antes de que Hamílcar pueda

firmar ningún acuerdo —proseguí— ,debe asegurarse de que pueden pagar yde que son quienes dicen ser. Si ellosestán en Qalathar, ¿adonde máspodríamos ir?

— Existen otros lugares en elArchipiélago, Ilthys, por ejemplo. QuizáQalathar sea el centro, pero podemosentablar contacto con ellos en cualquierotro sitio y concertar una reunión en unlugar que no represente ningún riesgo.

— ¿Cómo? ¿Y permitir entonces quesean ellos en lugar de nosotros quienespongan sus vidas en peligro? Al menos,

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nosotros podemos defendernos. Pero¿exponerlos a ellos para salvar nuestrapropia piel? Ellos temen a la Inquisicióntanto como nosotros, y son ciudadanosde Qalathar.

— Eso es exactamente lo que digo—advirtió Ravenna— Si nosotrosvamos a Qalathar, seremos gente extrañasin un buen motivo para estar allí. Ellossaben cómo esquivar a la Inquisición ypodrán encontrar buenas excusas paraviajar a Ilthys o a cualquier otro sitio. ElDominio no puede impedir que la genteviaje o controlar a cada uno que entre ysalga. Por mucho que provenga de allí,no se trata de mi propio terreno.

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— ¿Quieres entonces quepermanezcamos en Ilthys mientras elloshacen todo el esfuerzo de ir y venir?

— ¡Qué obstinado eres, Cathan! Alhacer eso no les añadimos ningún tipode riesgo, mientras que si vamos a lapropia Qalathar mientras la Inquisiciónestá allí, no hay duda de que estaremosarriesgando nuestro pellejo. No estássiendo considerado, sino sólo estúpido.Y es cierto que la Inquisición no nosmatará si puede capturarnos, eso seríatodo un desperdicio. A mí se me harádesempeñar el papel de gobernantetítere respondiendo a sus directivas, y ati te encadenarán antes de enviarte de

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regreso a la Ciudad Sagrada, donde temantendrán en un calabozo hasta elmomento en que precisen un mago delagua. Probablemente, Palatina vaya a lahoguera. ¿Quieres que suceda eso?

Sus últimas palabras llevaban eltono de la autoridad. Permaneciómirándome fijamente y, por un instante,nuestros ojos se encontraron. Ambosestábamos enfadados y poco deseososde concederle nada al otro. Nunca meenteraría del motivo por el que ella noquería ir a Qalathar, y probablementenunca iríamos. Ravenna exageraba, deeso no me cabía duda. Exageraba elpeligro, las probabilidades de ser

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capturados, la ausencia de riesgos quesu propuesta representaba para losdisidentes. Pero eso dejaba claro queRavenna escondía una razón másprofunda para evitar el viaje, casi conseguridad una razón no vinculada enabsoluto a la Inquisición.

Y el hecho de que me hubieselanzado un ultimátum quizá implicaseque estaba a punto de darse por vencida.Si yo insistía en seguir adelante con ladiscusión un poco más, pensé mientrasnos mirábamos el uno al otro comomuías en un sendero de montaña, ella serendiría. Con todo, era evidente queRavenna todavía no confiaba en mí, lo

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que me llenaba de amargura. Después detodo lo que habíamos vivido en Lepidor,esperaba que habríamos superado esaetapa. Pero no era así, y yo mismo debíaadmitir que seguía sin confiar del todoen ella y en todo cuanto la rodeaba.Quedaban demasiadas preguntas sinresponder, demasiadas cosas sin decir.

Con todo, tras unos incómodossegundos mi resolución se desmoronó,corroída por lo que ya me habíatraicionado antes y volvería a hacerlomás tarde. Algo que siempre sentí quedebía resistir, aunque nunca habíapodido hacerlo. Y menos lo conseguiríaahora, sabiendo que la pondría en

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peligro.— No, no quiero que eso suceda —

admití bajando la mirada a mi pesar.Sentí que me rendía, y en efecto eso eralo que estaba haciendo— Aunquedeberíamos hablar con Palatina.

Y Palatina me culparía por rendirme.En ocasiones hubiese preferido quefuésemos dos o cuatro. Tres era unnúmero discordante, y de acuerdo coneso siempre seríamos dos contra uno.

Ravenna no parecía conforme, sinembargo. En su rostro se leía la tristeza.Rogué que eso fuese una buena señal,pero no habría podido adivinarlo.

Me incorporé, sin intención de

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permanecer a su lado, y regresé junto ala ventana. En algún lugar a mi derecha,debajo de las cúpulas, Midian ySarhaddon estarían sentados en eltemplo, planeando con todaprobabilidad su estrategia para lalimpieza del Archipiélago. Vencerían siconseguían matar a las personassuficientes para destruir el corazón de laherejía. Y ya, con sólo desembarcaraquí, me habían forzado a admitir algo:yo no era de ningún modo mejor que losque, movidos por el miedo, toleraban elDominio y hacían caso omiso de susactividades. Precisamente por miedohabíamos declinado efectuar nuestro

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viaje a Qalathar. Por miedo. Que fuesemi miedo, el de Ravenna o el decualquier otro importaba muy poco. Lapromesa de un tiempo en el que todo esose hubiese olvidado (aquella promesaque le había hecho a Ravenna en aquellaplaya y antes en otra) pareció de repentevacía y carente de significado.

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CAPITULO VI

Con la intención de alejarme unpoco de Ravenna, decidí realizar miaplazada visita a los oceanógrafos.Ahora que sabía dónde estaba suestación y, más o menos, cómo llegar, nome llevó mucho tiempo abrirme paso através de las calles laterales. Aún eramedia tarde y la mayor parte de lapoblación se encontraba en sus puestosde trabajo, de modo que la ciudadparecía un poco vacía. Quizá más vacíade lo habitual a causa del desembarcode Midian y su tribunal de inquisidores.

Por suerte, en mi recorrido no me

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topé con ninguno de los sacri, perocuando alcancé la más concurridaavenida de la costa percibí un airesombrío y amenazador que no habíanotado antes. La gente ya no parecía tanamable y distinguí no pocas miradas desospecha, algunas dirigidas a mí, otrasno. Me pregunté cuánto empeoraría lasituación en Ral´Tumar. Quizá las cosasno fuesen tan terribles allí como en otrossitios, ya que el clan Turnarían era elmás continental de los clanes delArchipiélago, y se le consideraba por lotanto el menos peligroso.

Decidí pasar por el puertosubmarino para comprobar que el buque

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de Demaratus estuviese donde él dijoque debía estar. Allí me las compusepara sonsacar algunos detalles sobreMidian y su entorno. Habían llegado entres mantas alquiladas a las grandesfamilias tanethanas y un área del puertosubmarino acababa de ser restringidapara uso exclusivo del Dominio, lo queocasionaba un notable caos para losoficiales navales tumarianos que seapuraban para encontrar embarcaderoslibres.

Tres mantas; eso quería decir sinduda que tras su paso por Turnarían eltribunal se dividiría de forma gradual,de manera que sólo Midian y su séquito

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más próximo irían a Qalathar. Eraposible deducir que existían dos gruposmás, uno que partiría hacia MonsFerranis y otro en dirección a SelerianAlastre. Luego ambos se escindirían a suvez.

Me alejé del muelle submarino ycaminé a lo largo de la avenida costerapasando frente a multitud de bares ytiendas de navegación. Así llegué alpequeño solar que ocupaba la estaciónoceanógrafica. A fin de llamar laatención lo menos posible, viajabafingiendo ser un oceanógrafo y vistiendola túnica azul claro del instituto, demanera que no hubiese ningún motivo

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para dudar de mi identidad. Por logeneral, los hijos de los líderes declanes, al menos los continentales, no sehacían oceanógrafos.

Yo era verdaderamente afortunado,ya que el dialecto que hablábamos en elnoroeste de Océanus era el mismo queen muchas de las islas, ademáspertenecía por nacimiento alArchipiélago y viajaba junto a dosciudadanas del Archipiélago. Entre lagente del clan de Ral´Tumar, sólodestacaría por ser sorprendentementethetiano. Y los thetianos, por reglageneral, no eran herejes. De cualquiermodo, todo eso no hacía que me sintiese

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menos nervioso respecto a los sacri.La estación oceanógrafica de Ral

´Tumar era más grande que la deLepidor y construida en un estilodiferente— , pero el ambiente que serespiraba en el edificio era el mismo. Sibien el salón de entrada era más amplioy de mejor calidad, había tambiénequipos dispersos por todos losrincones, impregnados de ese aromaindefinible que tienen los objetos quepasan la mayor parte del tiempo en elagua.

No había nadie en la recepcióncuando llegué, pero un par de minutosmás tarde un hombre con barba, de unos

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treinta años, descendió por la escalerallevando una hoja de papel. Se detuvo alverme y pareció ligeramentesorprendido.

— Buenas tardes, ¿qué puedo hacerpor ti?

— Estoy de paso en Ral´Tumar y mehe preguntado si podría utilizar vuestrabiblioteca. Traigo conmigo boletines dela estación noroeste de Océanus, si esque os resultan de utilidad.

— Por favor, pasa. Veré si localizoal ayudante del director. El director noestá aquí en este momento; asiste a unaconferencia en Sianor. ¿A qué estaciónperteneces?

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— A Lepidor.— Muy bien. No hemos recibido

ningún informe de la isla de Haeden enlos últimos tiempos.

Eso me pareció preocupante comooceanógrafo, dado que ambas estacionesestaban dentro del mismo ciclo decorrientes y precisaban estar encontacto.

Me condujo a lo largo del pasillohasta la oficina del ayudante, una salamucho más amplia que el despacho deldirector en Lepidor. El director...Prefería no pensar en él.

La puerta estaba abierta y elayudante alzó la mirada cuando

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entramos.— Ah, Ocusso. ¿Ya has acabado con

el presupuesto que te había pedido?¿Quién es?

Por lo menos, algunas cosas nuncacambiaban: el presupuesto era siemprela prioridad.

— Es un oceanógrafo de Lepidor.Desea utilizar nuestra biblioteca. Sipuedes ocuparte de él, iré de inmediatoa entregarle el pedido a Amalthea.

El ayudante asintió y mi guía seesfumó con tanta prisa como habíallegado.

— Bienvenido a Ral´Tumar... —Cathan— me presenté.

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— Soy Rashal, el ayudante principaldel director Victorinus, que de viaje.

Con su piel color oliva y sus largoscabellos que le daban un aspecto casileonino, Rashal podría haberpertenecido a cualquier punto delArchipiélago. En mi opinión, no podíatener más de cuarenta años.

Conversamos cordialmente duranteun rato acerca de diversas cuestionesoceanográficas y le ofrecí los boletinesde nuestra estación. Era, en esencia, unresumen de las observaciones másimportantes durante un cierto período,que podrían ser de interés para otrasestaciones. Llevar copias semejantes a

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las estaciones que se visitaban constituíauna cortesía habitual en un oceanógrafode viaje. Se suponía que toda estacióndebía enviar un informe similar alInstituto Central, en Selerian Alastre,cada seis meses aproximadamente. Sinembargo, con frecuencia los documentosse perdían en el trayecto o tardabandemasiado en llegar a destino. Eraprobable que mis boletines llegasen alas oficinas centrales mucho antes quelos boletines oficiales.

— ¿Qué deseas consultar? —preguntó Rashal por fin— Tenemos unaextensa biblioteca, que supongo que teserá de utilidad. Le conté la visita del

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kraken y le expliqué mis intenciones deinvestigar las condiciones de lasprofundidades oceánicas, lo que eracierto, por lo menos en parte. Siempreme habían interesado más las corrientesy el comportamiento del océano como untodo que, por así decirlo, sus habitantes.Los kraken eran una excepción. Nohabía quien no sintiera fascinación porlos kraken.

Rashal abrió los ojos de par en par.— Es un buen campo de estudio en

este momento. ¿Has oído hablar de laMisionera?

— ¿Misionera?Rashal sonrió y sacó de su escritorio

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un par de hojas de papel.— Es lo que los estudiosos de las

profundidades del océano han estadoesperando durante los últimos cuarentaaños, desde que se perdió laRevelación. En esencia es unaRevelación modernizada. Se trata de unamanta de guerra modificada, a la que sele están añadiendo los últimos detallestécnicos en Mare Alastre. Y planeanademás construir una nave totalmentenueva para emplearla específicamenteen tareas de investigación en aguasprofundas.

Incluso si todo cuanto me habíadicho al principio no me hubiese

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impresionado, sus últimas palabras mehabrían llamado la atención. El institutosólo había sido capaz en una ocasión deafrontar el coste de convertir una mantapara utilizarla en las aguas másprofundas del océano. E inclusoentonces el imperio y el Dominio habíancolaborado aportando fondos. Elresultado había sido la Revelación, unanave de exploración cuya labor resolviónumerosos misterios concernientes a lasprofundidades y que, según pensabanmuchos, había batido el récord deprofundidad. La Revelación se habíaperdido junto con toda su tripulacióncerca de las costas de Tehama unos

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cuarenta años atrás, circunstancia quenadie había conseguido aclarar.

— ¿Colaboran otra vez el imperio yel Dominio?

Rashal asintió.— Lee esto —me dijo

extendiéndome el papel— Es todocuanto sé por el momento.

Era una circular del jefe deinvestigaciones del instituto de SelerianAlastre, anunciando que dichoorganismo había dado de baja la mantade guerra Despina para reconvertirla enun buque de exploración de grandesprofundidades. El emperador y elDominio habían accedido gentilmente a

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financiar el proyecto a cambio derecibir detalles de todos losdescubrimientos realizados y de tenerderecho a emplear el buque durante todoun mes una vez al año. ¿Para quépretendía utilizarlo el Dominio? Seguíana continuación los detalles técnicos, elnuevo nombre que se le daría a la nave yuna petición de sugerencias acerca delequipo especializado que deberíamontarse a bordo. Hacia el final, treslíneas especificaban que losfinanciadores habían acordado diseñartambién una manta especializada paratrabajar a grandes profundidades, cuyaconstrucción comenzaría al cabo de unos

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pocos meses.— Gracias —le dije— Todavía no

nos habíamos enterado de eso.— Buenas noticias, ¿verdad? —

exclamó Rashal radiante de alegría.— Sobre todo considerando que

hasta ahora no parecía haber nadieinteresado en hacer algo semejante.

Rashal negó con la cabeza y suexpresión se puso seria de pronto.

— El emperador está demasiadoocupado exterminando a sus súbditos, yes un verdadero milagro que el Dominiodemuestre interés, máximo considerandola situación actual. —Sus palabras nodejaban en claro ninguna opinión

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personal, representaban más bien undiscurso prudente ante un casi completodesconocido. Por lo general, losoceanógrafos no eran fanáticos, pero noestaba de más asegurarse— En todocaso —concluyó— , no querrás perdermás tiempo, supongo. Te conduciré a labiblioteca y allí te dejaré trabajar por tucuenta. ¿Estás de acuerdo?

— Por supuesto.Me guió a lo largo de un pasillo

descendente en dirección a un ampliosalón dotado de varias hileras de librosy archivos ubicados en el subsuelo. Enel centro se veían un par de mesas unpoco desgastadas y unas pocas sillas.

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No había nadie más allí.— Les diré a todos los demás que

estás aquí, y, por favor, avísame cuandote vayas. Los libros sobre lasprofundidades del océano se encuentranen aquella esquina.

No había demasiadas obras en dichasección, ya que tampoco se sabía muchoal respecto. La Revelación era la únicanave de la que se sabía que habíadescendido a más de trece metros deprofundidad (o al menos ésa era laversión oficial), y se conservaba elregistro de sus exploraciones junto a dosgruesos volúmenes que reunían sondeose información. A su lado había un

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delgado libro sobre los kraken, escritopor alguien que se había pasado la vidapersiguiéndolos y había llegado a vercuatro en el curso de cincuenta años.Encontré también una teoría sobre lo quepodía suceder debajo de la superficie y,por fin, un detallado análisis de lascavernas submarinas existentes bajo lasislas de Turnarían.

La verdad es que me sentí bastantedecepcionado. Tenían allí algo más queen Lepidor, pero, dado que en Lepidorlo único que había era el relato de losviajes de la Revelación, eso no era muysorprendente.

El libro sobre la teoría era seco y

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técnico, con ocasionales raptos dehumor cuando el autor olvidaba por uninstante la mecánica de las corrientespara ocuparse de alguna otra cuestión.El autor thetiano de dicha obra parecíahaber sido también un músico, ya que seextendía durante diez páginas enteras enuna digresión sobre la canción de laballena. Ningún libro de un autorthetiano que hubiese leído en toda mivida carecía de divagaciones. Se tratabasin duda de un pueblo singular.

Leí tanto de ese libro como me lopermitió la paciencia y luego mesumergí en el estudio de las cavernas.Todas las islas tenían sistemas de

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cavernas bajo la superficie. Algunaseran apenas agujeros en la roca, perootras, como las que había bajo la isla deHanmar en Thetia, se extendían cientosde kilómetros y tenían cuevas losuficientemente grandes para albergaruna pequeña flota. Según podíarecordar, eso había llegado a suceder enal menos una ocasión, durante la guerrade Thetia contra Tuonetar: uno u otro delos bandos escondió un escuadrón enaquellas cavernas y luego emboscó a losdesprevenidos enemigos.

Sin embargo, mi interés sólo fuepasajero, ya que el Aeón era con muchodemasiado grande para ocultarlo en

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cualquier sistema de cavernas. Aunqueno tenía idea del aspecto del Aeón,aparentemente había sido construido aescala gigantesca, más como una ciudadmóvil que como una nave. La imagenmental que yo me había creado a partirde referencias y descripciones escritasen la Historia de la Guerra de Tuonetarpresentaba más dudas que certezas.Dicha obra, escrita por un líder thetiano,había sido prohibida por el Dominio.

En realidad no era el Aeón en sí loque yo buscaba, sino lo que llevaba abordo. El Aeón había sido el centro decontrol de una especie de red devigilancia llamada ojos del Cielo.

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Gracias a algún misterioso medio, losojos del Cielo poseían una visión delplaneta en su totalidad, y de lastormentas. Con ellos sería capaz decomprender las tormentas y, segúnpredecía el director del instituto deLepidor, emplearlas contra el Dominio.

Pero el Aeón había desaparecidodurante la violenta escalada al poder delDominio y su paradero se ignorabadesde la virulenta contienda que siguióal asesinato del emperador unosdoscientos años atrás. A partir de esemomento no se sabía nada. No había nirastro del buque, ni de su tripulación nide su capitán. Sólo un clamoroso

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silencio.Cogí el relato de los viajes de la

Revelación y permanecí absorto en suspáginas. Se trataba de la únicadescripción autorizada del abismo másprofundo existente. Un abismo por elcual el Aeón, construido cientos de añosantes de la guerra, había sido más quecapaz de navegar. Y si, como yo creía,el buque había sobrevivido a la breveguerra civil, escondido entonces por sutripulación, el sitio lógico para ocultarel Aeón era alguno tan profundo quenadie pudiese jamás toparse con él poraccidente.

— ¿Perdido en meditaciones?

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La suave voz interrumpió miensueño como un hierro ardiente. Se mecayó el libro y me volví en la silla. Abrílos ojos de par en par cuando reconocísu cara.

— ¿Quién eres? —pregunté.— Esa es una pregunta que bien

podría hacerte yo a ti.Con extraña elegancia, el visitante

avanzó unos pasos en dirección a mídesde la entrada en la que se hallaba.Recogió el libro que se me había caídoy lo observó con minucioso interés.

— Los viajes de la Revelación, esun buen tema para tratar en estemomento, ¿verdad?

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Me incorporé, sintiéndome endesventaja al estar sentado.

— ¿Quién eres? —repetí— No eresun oceanógrafo.

— No tengo ningún interés enabsoluto por la oceanografía, salvocuando tiene que ver conmigo de formadirecta.

Su túnica naval crujió ligeramentecuando acercó una silla para sentarsefrente a mí.

— ¿Sabe Rashal que estás aquí? —pregunté.

— Si te refieres al oceanógrafo, nonos ocasionará ningún problema. No telibrarás de mí de forma tan sencilla.

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— Puedo irme de aquí cuando meplazca. ¿O acaso has puesto guardias enla entrada? —le dije intentando modularla voz de modo que sonase neutra ycarente de emoción.

— Oh, yo no haría eso en tu lugar.No hay ningún guardia, peropermanecerás aquí porque yo así lodeseo. Si intentas irte, me veré forzado aretenerte, lo que te resultaría humillante.

Sus ojos color violeta noparpadeaban y me miraban fijamentemientras yo bajaba la mirada hacia sucintura, donde resultaba evidente lasilueta curva de una espada colgando desu cinturón. Quizá yo estuviese

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desarmado, pero...— Y si estás pensando en emplear...

otros talentos que posees, te adviertoque también puedo lidiar con ellos. Asíque toma asiento y mantengamos unaconversación civilizada.

No era una petición.— Siempre me gusta saber con quién

estoy hablando —sugerí mientras mesentaba con expresión adusta. Eraposible que el sujeto estuviesemintiendo respecto a sus poderes, peroalgo en él me indicó que no eraconveniente arriesgarme. Mi corazónpalpitaba con violencia.

— Creo que aquí soy yo quien lleva

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ventaja —sostuvo— , y no sólo por elhecho de que tú tengas algo que ocultar yyo no.

— Entonces ¿qué pierdesdiciéndome tu nombre?

— Los nombres pueden convertirseen poder... Cathan. Y en esta sala no haynadie más a quien puedas dirigirte, asíque no hay necesidad de que conozcas elmío.

— Entonces ¿por qué dijiste antesque te correspondía preguntármelo a mísi ya lo sabías? ¿Es éste algún juego delDominio?

— ¿Imaginas entonces también queel Dominio está tras tus pasos? ¡Qué

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egocéntrico eres! Todos tus amigosparecen tener la misma debilidad. Mepregunto cómo conseguís llevaros bien.—En sus facciones angulares aparecióun momentáneo gesto de desconcierto—, ¿Os peleáis con mucha frecuencia parasaber cuál de vosotros corre mayorpeligro?

No dije nada y, tras un instante,sonrió.

— El Dominio no necesita enabsoluto andarse con sutilezas. Si yobuscase apresarte en su nombre, yaconocería tu culpa de antemano y sólohabría venido a arrestarte. Si ellos no tebuscasen a ti en particular, ¿crees que

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perderían el tiempo de esta manera? No.Puedo asegurarte que no tengo nada quever con ellos.

— Entonces ¿por qué te tomas lamolestia? Porque nos has visto antes.¿No estarás satisfecho hasta queinvestigues a cada persona que ves?Quizá me haya equivocado con Pa... conmi amiga —corregí maldiciendointeriormente porque se me hubieseescapado esa sílaba.

— No creas que ignoro el nombre dePalatina. Y te haré una pregunta. ¿Porqué te ponía tan nervioso pasar frente ala embajada de Thetia? Tu actitudimplica de alguna forma una conciencia

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sucia, Una embajada no tiene por quéinspirarle miedo a nadie.

— ¿No tienes nada mejor que hacerque controlar las posibles concienciasculpables? Sabrá Dios cuántas personashay en este mundo a las que no lesgustan los thetianos. Si te dedicases ainvestigar a cada uno que pasa, estaríasasí eternamente y no dejarías decontrolar ni a tu emperador. Aunque porotra parte... tú no eres thetiano, ¿verdad?

— ¡Qué observador eres! No, no losoy, pero es evidente que tú sí.

— ¿Estás aquí sólo para hacercomentarios agudos e insinuaciones? Notengo tiempo para eso.

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Me puse de pie, decidido al menos aintentarlo. Mejor correr el riesgo quepermitir ser acobardado por meraspalabras.

Resultó sin embargo que él eracapaz de más que eso. Con increíblevelocidad desenvainó la espada y lacolocó contra mi garganta, sin que yotuviese tiempo para dar más que unúnico paso.

— Esta conversación seguirá mispautas, Cathan —advirtió con voz quesonaba más aburrida que amenazante—Permanecerás aquí hasta que decida quete vayas. Ahora siéntate mientras tebrinde esa posibilidad.

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Seguí mirándolo por un momento,casi furioso por la frustración y un odiorepentino. ¿Quién era aquel hombre ypor qué se sentía con derecho a hacertodo aquello? Pero había colocado suespada en mi cuello y no habíaabsolutamente nada que pudiera hacer lamagia contra eso. Temblando de iracaminé hacia atrás y me desplomé confuerza en la silla.

— Eso está mejor.Volvió a su asiento y dispuso la

espada sobre su regazo.— Alguien con mayor sensatez

habría intentado eso un poco antes.Alguien con menos orgullo no lo hubiese

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hecho en absoluto, pero tú desbordas deorgullo. Realmente tienes demasiadopara alguien de tu posición. Yo,personalmente, no tengo objeción quehacer al respecto, siempre y cuandovaya en equilibrio con otras cualidades.

— ¿Te parece que podríamos ir algrano? ¿O sólo estás alimentando un egotodavía más grande mediante mihumillación?

— ¿Para qué querría hacer eso? Y,en todo caso, ya deberías saber por quéo, mejor dicho, por quién estoy aquí.

— ¿Deseas que te diga todo lo quesé acerca de Palatina de manera que notengas que preguntárselo a ella?

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Quizá estuviese físicamente a sumerced, pero no dejaría pasar ningunaotra oportunidad.

— Sé bastantes cosas acerca dePalatina Canteni, pero suponía que ellahabía muerto.

Su pronunciación de la lengua delArchipiélago escondía un vago acentodetrás de un vocabulario bastanteextenso, como si fuese alguien que habíaaprendido el idioma desde la infanciapero sin ser un nativo thetiano. Éstostendían a omitir los pronombres, no aañadirlos. Algo que tenía relación con elmodo peculiar en que funcionaba lalengua de los nobles thetianos.

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— ¿Acaso crees que es ella? —lodesafié— No me lo parece, pues en esecaso no habrías venido hasta aquí parapreguntármelo.

— Tenía entendido también que aella le quedaba sólo un pariente vivo, unvarón. Tú y ella os parecéis mucho,demasiado para que sólo sea unacoincidencia.

Eso era indudable. Pese a sus curvasy al tono un poco más claro de sucabello, cualquiera que nos veía suponíaque nos unía algún lazo de parentesco.Ravenna había pensado en un primermomento que podíamos ser inclusohermanos.

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— Eso nos lleva a preguntarnos máscosas de ti —prosiguió— , cosas quesupongo que no te han preguntado. Si túno cooperas, podría verme forzado allegar a conclusiones inconvenientessobre tu verdadera identidad.

¿Eso quería decir que sabía algunacosa? ¿O sólo estaba siguiendo una líneade razonamiento? Lo más probable eralo segundo, ya que no era necesario serun genio para establecer la relación. Poreso a Palatina le preocupaba tanto ir aThetia, y, pese a que mi mente estabaempañada por la furia, intentabaconcentrarme todo lo que podía. Casicon seguridad este sujeto, fuese quien

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fuese, trabajaba para los thetianos. Pero¿para qué thetianos? ¿El emperador, laArmada o alguno de los clanes? Notenía todavía ninguna pista, pero con unpoco de suerte acabaría diciendo algoque me ayudase a determinarlo.

— Por alguna razón tienes miedo alDominio. No tardaré en averiguar porqué. Pero Palatina Canteni solíamoverse en los círculos más elevados yprovocaba fuertes reacciones entre susamigos y enemigos. Un pariente suyocon tus rasgos podría perfectamente serutilizado. Thetia cuenta también conamigos y enemigos.

— Estás perdiendo el tacto —le

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indiqué con satisfacción— Recurrir aamenazas de violencia, referirse afacciones misteriosas..., esas cosasmuestran por lo general que quien lohace no está seguro de donde pisa.

— Y sospecho que ése es el caso, enefecto, cuando hay políticos de pormedio, pero ahí te equivocas porcompleto —afirmó tajantemente— Creoque mi suposición sobre cuál de los dosera más ingenuo ha resultado acertada.No puedes ir por la vida, y muchomenos por el Archipiélago, con unrostro como el tuyo y pretender que lagente lo ignore. Dime, ¿de quécontinente vienes?

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— De Océanus —respondí con unamargo sabor en el fondo de la garganta.Me parecía haber sido muy listo y, sinembargo, me tenía andando en círculos.No tenía ningún sentido mentir cuandoera obvio que podían descubrirme tanfácilmente.

— ¿Has tenido alguna vez ocasiónde ver o conocer al virrey imperial? —me preguntó.— Es posible que sí. —Esono basta.

— Lo he visto —dije con un hilo devoz, incapaz de desafiarlo.— El virreyArcadius es un primo lejano delemperador, hijo de la concubina de suabuelo. No se espera que los

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emperadores thetianos tenganconcubinas, pero así son las cosas. Porotra parte, él es el heredero al trono.Como sea, es un Tar' Conantur puro:cabello negro, delgado, con un rostro deelegantes rasgos, ojos azul marino. Losaños lo han favorecido, ¿no te parece?

Se inclinó hacia adelante y almencionar cada uno de los rasgos hizodescansar con delicadeza el extremo dela espada sobre cada una de lascorrespondientes partes de mi cara.Permanecí totalmente inmóvil.

— No soy único en absoluto —afirmé del modo más cortante que pude,pero sabiendo que no sonaba

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convincente— Vuestra dinastía real hadado muchísimos niños a lo largo de losaños, y al parecer algunas cosas serepiten en todas las generaciones.

Tar' Conantur era el nombre del clande thetianos pertenecientes a la realeza.

— Es cierto, pero siempre hay algoque se pierde. Los Tar' Conanturacostumbran a casarse con mujeres deuna raza en particular, lo que refuerzalos lazos.

Eso era algo sobre lo que habíaleído sin comprenderlo demasiado bien.La mayor parte de las dinastías reales serelacionaban entre ellas a fin de reforzarsus rasgos, teniendo a veces hijos

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idiotas. Los thetianos parecían haberelaborado una regla diferente, según lacual el emperador debía casarse con unaexiliada. Los exiliados eran una tribusingular que vivía de forma nómada enzonas alejadas junto al océano y querara vez entraban en contacto con otrospueblos.

— No soy ningún experto engenealogía pero sé que los Tar' Conanturson difíciles de confundir.

— ¿Consideras que soy una amenazapara vuestro emperador?

— Lo que yo piense es irrelevante—dijo con brusquedad— Te formulé unapregunta acerca de Palatina y escogiste

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no responderla. Apenas estoy siguiendouna linea de razonamiento que podríaconstruir cualquiera con medio cerebro.Que tú seas o no una amenaza para elemperador es algo inmaterial, pues,igual que la belleza, la amenaza está enlos ojos de quien la mira. Así quevolveré a preguntártelo. ¿Es ella laauténtica Palatina Canteni? Sécuidadoso. No intentes desviarte deltema otra vez, a menos que desees que tedé una verdadera lección de humildad.

— Es ella —admití, sintiéndomeatrapado como un insecto en la resina deun pino— , al menos hasta donde yo sé.

No quería que fuese más lejos, pero

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una parte de mí protestaba a gritos queme daba por vencido demasiadofácilmente. ¿Por qué me sentía tandispuesto a rendirme frente a merasamenazas? La espada me había puestoen mi lugar, nada más. O por lo menosasí me justifiqué ante mí mismo.

— ¿Te ha dicho ella qué fue lo quele sucedió, cómo escapó de Thetia?

— No lo sabe con seguridad, perosé que fue recogida por... —comencé lafrase pero me obligué a detenerme— Novoy a traicionarla. Por lo que yo sé, túpodrías ser uno de los que intentaronasesinarla. No te diré nada más.

— Bien —dijo él, inexpresivo,

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poniéndose de pie y envainando laespada— Estoy seguro de que el nuevoinquisidor general estará muy interesadoen saber que una joven hereje qalatharide alto rango se hospeda en el hostal delparque Bekal.

Avanzó hacia la corta escalera queconducía fuera del salón.

Mi corazón pareció detenerse por unsegundo y lo observé con terror.Seguramente no tenía intención dehacerlo, pero se aproximó a la puertacomo si pensase abrirla.

— ¡No! —grité desesperadamente,corriendo a través del salón en unirreflexivo esfuerzo por detenerlo. Me

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detuve de inmediato sin haber llegadosiquiera a tocarlo cuando puso frente amí la espada desenvainada.

— No amenazo en vano, Cathan —sostuvo con una fría sonrisa— .

¿Cuánta de tu preciosa dignidadestás dispuesto a sacrificar parasalvarla?

No se movió salvo para darme ungolpecito en el hombro con la punta dela espada. Lo miré desconcertado por uninstante.

— ¡Hijo de puta! —dije finalmenteahogando mis propias palabras una vezque comprendí lo que insinuaba.

— Me han entrenado muy bien —

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afirmó, esperando.Presa de una ira ciega e impetuosa

por poco no me abalancé sobre él, sinimportarme la espada ni su fuerza,superior a la mía. Pero lo único quepodía ocurrir era que él venciese, yentonces...

Me arrodillé muy lentamente al piede la escalera, con la cabeza al nivel delextremo de su vaina. Ya me habíaencontrado dos veces en una situaciónsimilar, pero en ambas me habían atadoy mis captores eran superiores ennúmero. Aunque en esta ocasión no creíaestar en peligro, me sentía mucho peorpor haber sido forzado a ese tipo de

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rendición por un único hombre que notenía aspecto de ser mago.

— ¿Bien?— ¿Qué es lo que pretendes?, ¿que

te pida disculpas o que te suplique?— Que me supliques —espetó. Una

frase mínima. Mataría a ese hombre,fuera quien fuese. Ése era el únicopensamiento que me sostuvo mientraspronunciaba las siguientes palabras.

— Te ruego... te ruego que no lehables al Dominio de Ravenna. Quédateaquí y te diré todo cuanto desees saber.

Por un largo rato se quedó en susitio, mientras yo lo observaba,consumiéndome en una furia impotente.

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Entonces, quizá tras considerar que yame había visto padecer demasiado, sealejó de la manilla de la puerta yregresó a su asiento. —No te molestesen ponerte de pie, Cathan, sólo vuélvetey mírame.

Cuando muy a mi pesar obedecí, loencontré sentado como si estuviese en eltrono del delfín y no en una maltrechasilla de madera en una bibliotecaprovincial.

— Ahora dime todo lo que tepregunte acerca de Palatina.

Su interrogatorio fue relativamentecorto en relación con el jaleo que habíaocasionado, pero me pareció durar una

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eternidad. Cuando acabó, sentíapinchazos en las rodillas a causa delcontacto con las duras piedras del suelo,pero estaba todavía más furioso queantes. Se puso de pie y fue hacia lapuerta. Sin atreverme a otra cosa, volvía mi posición anterior, girando sólo elcuello para seguirlo con la mirada.

— Palatina es ahora menosimportante para mí de lo que lo eres tú,Cathan. Es en ti, mucho más que en ella,en quien estoy interesado. Sé quién es ycómo es Palatina, pero contigo lasituación es diferente. Vine a quitarmepreocupaciones, pero eso no es niremotamente lo que ha sucedido.

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Su silueta pareció difuminarse unsegundo, como si lo estuviese mirandodesde debajo del agua. Entonces, elagente de la embajada con aspectoextranjero fue reemplazado por unafigura de estatura un poco menor peromucho más intimidante. Era esbelto, decabellos negros, tenía un rostrodelicadamente cincelado y ojos azulmarino que brillaban con malvadapasión. Su cuerpo era algo más alto yancho que el mío, e imponía muchamayor autoridad que la que hubiesepodido dar mi propia imagen en elespejo.

Por primera vez sentí auténtico

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terror.— ¿Me reconoces ahora, Cathan?

¿Reconoces este rostro? Es el rostro dellegítimamente coronado emperador deAquasilva. Es conmigo con quien hasestado hablando, y te has arrodilladoante mí. Soy la principal entre lasnumerosas personas a las que deberíastemer. Volverás a ver a mi agente yvolverás a verme a mí. Habrá momentosen el futuro en los que desearás regresaraquí, Cathan. Si vives lo suficiente,nuestros caminos se cruzarán otra vez.Te aterroriza el Dominio, pero ahoratienes algo que debes temer mucho más.Algún día te presentarás voluntariamente

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en mi corte y te arrodillarás ante mí enpersona, porque si no lo haces y yo meveo forzado a llevarte hasta allí,desearás no haber nacido jamás.

"Ahora te concedo un período degracia. Pero recuerda que sé de tuexistencia y que estaré cerca de ti.Dondequiera que vayas, donde sea queintentes esconderte, alguien teencontrará. Quizá yo, quizá uninquisidor. Asegúrate de no olvidarlo.

Su silueta volvió a difuminarse y setransformó de nuevo en el agenteextranjero, que salió de la sala cerrandola puerta tras él sin pronunciar ni unapalabra más.

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No podía ser.Pero había sucedido. No sé cómo lo

había hecho, pero no se trataba deninguna ilusión. Representaba unaminúscula satisfacción saber que quienhabía sido capaz de controlarme deforma tan eficaz no era una personacomún.

Era el propio emperador Orosius.

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CAPITULO VII

Permanecí sentado en la bibliotecamucho tiempo después de la partida deOrosius, sin moverme más que para irtambaleándome hasta la silla queocupaba antes de su llegada. Cuando seapagó el sonido de sus pasos no huboallí ningún otro ruido con excepción deun silbido sordo sin melodía,proveniente de otro punto del edificio.Probablemente un aprendiz en medio deuna tarea aburrida, totalmente ignorantede quién había estado en esta sala. O,mejor, de quién se había hecho presente.

Se suponía que lo que el emperador

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acababa de hacer era imposible. Sihabía que creer a los magos que mehabían instruido, muchas cosas eranimposibles. Incluyendo unir dos mentese influir sobre las tormentas.

Sin embargo, había por ahí gente (yprobablemente fuese el resto del mundo)que no había oído jamás esas reglas. Eincluso algunos para quienes, si lo quese decía era cierto, no valía ningunaregla. Y por delante de todos ellosestaba el hombre con quien acababa dehablar (si es que «hablar» era el términocorrecto en este caso).

A su modo conservador yproteccionista, el consejo de herejes

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había tenido razón en al menos una cosa.Conservar el anonimato era algo muchomás complicado de lo que se me habíaocurrido. Sin duda era así respecto anosotros tres. Quizá, de no mediarninguna dificultad imperial, nohabríamos tenido problemas. Con todo,se sabía que ciertas cosas seadministraban en familia, y la magia erauna de ellas.

Fijé la mirada en los librosdispuestos sobre la mesa, intentando novenirme abajo. No podía recordarningún momento en el que fueran tantaslas cosas que iban mal. Llevábamosapenas dos días en Ral´Tumar y ya

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habíamos sido acechados por elDominio y por el emperador. Se suponíaque las cosas malas venían de tres entres, y no quería ni imaginar con quiénmás me toparía.

El libro de los viajes de laRevelación yacía donde el agente delemperador lo había dejado, abierto unpoco más adelante de donde yo estabaleyendo, las páginas habían recobradosu posición natural. Volví a cogerlo ycon poco entusiasmo intenté retomar lalectura para distraerme un poco, perosin mucho éxito. Tras un instante medescubrí otra vez con la mirada perdidaen el espacio, meditando sobre lo que el

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emperador había dicho.No era posible de ninguna manera

que se le hubiese pasado por alto larelación entre la Revelación y el Aeón.Es más, probablemente ninguna otrapersona que estuviese viva sabría máscosas que él respecto del Aeón. Conexcepción de Tañáis, a quien quizáconsiguiésemos encontrar a tiempo... oquizá no. El emperador no querría queningún otro encontrase el Aeón. Eso erademasiado peligroso para un hombreque se autoproclamaba administrador delos mares. La supremacía naval thetianaera cosa del pasado, una de las tantasglorias perdidas del imperio, pero yo

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era consciente de que Orosius teníaambiciones en ese sentido.

Entonces, veladamente, me di cuentade algo más, algo que me confundió ypreocupó en idéntica proporción.

Algún día te presentarásvoluntariamente en mi corte y tearrodillarás ante mí en persona.

En realidad eran dos cosas. Unaapenas implícita y otra groseramenteobvia que siempre me había producidoterror. Orosius había sido capaz dedominarme sin esfuerzo, y, en caso deque el agente no fuera un mago, no cabíaduda de que el emperador sí lo era. Lehabría sido sencillo llevarme de regreso

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a la embajada y embarcarme de vuelta aSelerian Alastre. Un mago mental habríapodido emplear la magia para eso, perohabía otros métodos menos evidentes.

Sin embargo, había un punto másimportante que dependía de lainterpretación que yo le diese.

Orosius me había dejado en libertad.Yo permanecía en la biblioteca porqueél deseaba que permaneciese allí,porque todavía no deseaba enviarme deregreso.

Me llevó algo más de tiempopercatarme de la segunda cosa, bastantemás sutil. Por algún motivo eraimportante para él que fuese a Selerian

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Alastre. ¿Por qué quería que medirigiese allí? Fuera cual fuese elmotivo, Orosius había decidido quepodía esperar, pero en mi cabezaaparecía una buena razón para eso. Algoque rondaba mi mente desde que habíazarpado de Lepidor. Más de doscientosaños atrás, el jerarca Carausius habíaescrito:

Nuestro sistema thetiano de gobiernoes fuente de confusión para el resto delmundo. Mientras otras naciones puedenser denominadas repúblicas omonarquías, nosotros no somos ni la unani la otra, sino más bien algo intermedio.Un delegado de la Asamblea por Huasan

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comparó nuestro sistema con elmovimiento del pulpo, criatura cuyostentáculos son difíciles de contar y alparecer demasiado numerosos para loque necesita hacer Es la mejor analogíaque jamás he escuchado, si bien alguienme sugirió una vez que la reemplazarapor la de un pulpo con dos cabezas. Nosé bien si me halagaba o se trataba deuna broma; no tuve oportunidad depreguntarle. La belleza de eso, porcuanto me concierne, es que todo el queintente desafiar su poder se verá tanconfundido en el momento de enfrentarsea cada una de sus partes que acabarádándose por vencido. En una o dos

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ocasiones habría deseado poder dividirmi propia persona de ese modo.

La improvisada carta de Palatina enLepidor había omitido un buen númerode cosas, e incluía sólo a la Asamblea yal emperador. A pesar de su inmensopoder, la posición de Orosius erasiempre precaria, algo que élobviamente pretendía cambiar. La mássorprendente peculiaridad del sistemathetiano, la prueba más fundamental delpoder del emperador, había dejado deexistir más de dos siglos atrás. Noexistía ningún jerarca ni sacerdoteimperial desde los tiempos deCarausius.

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Para mí era cada vez más importantehablar con Tañáis, pero dudaba deencontrarlo si iba en su busca. Sóloesperaba que nielemos para él lobastante importantes para que él mismose preocupase de hallarnos. Palatinaparecía haber sido su protegida, y élhabía dicho en Lepidor, hacía dosmeses, que tenía que decirnos máscosas.

Había perdido la paciencia respectoa la oceanografía. Ya tendría másoportunidades de regresar allí y estudiarlo poco que había en la biblioteca, perofuera ya comenzaba la tarde y miconcentración se había esfumado.

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Guardé con cuidado los libros en tusestanterías, recogí las hojas de papelaún en blanco que había llevado en casode que hubiese algo que mereciese lapena ser anotado y me fui de labiblioteca.

Rashal no estaba en su oficina y laúnica oceanógrafa que pude encontrar,trabajando hasta tarde en su sala depruebas, no sabía adonde había ido. Lepedí que le agradeciese a Rashal suayuda y salí del edificio del instituto endirección al aire límpido del atardecerde Ral´Tumar. Incluso en un momentodel año tan tardío seguía haciendo untiempo cálido y los suaves globos de

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éter que iluminaban las callescomenzaban a encenderse. Ral´Tumar noera como ninguna otra ciudad de las quehabía estado antes. No sabía conseguridad si Ral´Tumar era de verdadtan especial o si lo que me llamaba laatención era estar en el Archipiélago.Palatina y Ravenna habían pasado allí lamayor parte de sus vidas y supongo quesabían a qué me refería.

En ese momento debía decidir otracosa. ¿Qué les contaría acerca de losucedido? Algo debía contarles, peroseguramente que Palatina diría enseguida que Thetia tampoco era un lugarseguro y acabaríamos sin hacer nada en

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absoluto. Sólo Ranthas podía sabercuántos sitios más debíamos evitar, y nohabía manera de conocer la reacción dePalatina al enterarse de que el propioemperador estaba involucrado. Lainvasión de Lepidor la había cambiado,y no para mejor.

Caminé sin rumbo fijo a lo largo dela avenida costera y luego cogí la calleprincipal, ya vacía de elefantes y delfluido tráfico que por lo generalamenazaban con atropellarme. Elbullicio en los muelles de superficie sehabía apagado y la mayor parte de losbuques descansaba en susembarcaderos, desiertos salvo por unos

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pocos centinelas que maldecían todavíalos dados que habían decidido quepermaneciesen allí mientras suscompañeros comían algo en tierra.

Aún había luces encendidas en elpuerto submarino, y no pude evitar unescalofrío al ver a dos figurasencapuchadas conversando en el portal,dos siluetas negras contra el resplandoramarillento. ¿Qué estaban haciendo allítan tarde? ¿Asegurándose que no hubieseinfieles a bordo, que ningún herejeintentara apoderarse de su nave? Nadiehabría intentado tal cosa ni en la mejorde las oportunidades y mucho menos trasel despliegue de poder de esa mañana.

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Apuré el paso cuando comencé aaproximarme al centro de la ciudad,ansioso por dejarlo atrás. Supongo queno fue una actitud demasiado inteligente,sino más bien una reacción instintivaque no pude resistir en absoluto. Contodo, no hubo ningún grito de «¡Hereje!»ni sentí el ruido de nadie corriendodetrás de mí. ¿Por qué iba a suceder talcosa? Eran sin duda dos sacerdotesconversando quizá sobre alguna cuestiónadministrativa trivial y a quienes lesdaba por completo igual quién pasasepor la calle.

A lo largo, de la calle principal sehabían extendido en las aceras mesas y

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sillas, y farolas portátiles colgaban demarcos de madera, transformando unacalle agitada en un bulevar de cafés ytabernas. Muchos pertenecían a familiasparticulares y eran sitios donde losamigos o familiares podían sentarseantes de la cena. Pero muchos otrosestaban abiertos al público en general.Después de todo, se trataba de una granciudad comercial.

Eran cafés públicos, pero, por loque pude notar poco a poco, no habíagente del continente en todos. En Ral´Tumar, como en cualquier parte,existían diferenciaciones sutiles enciertos sectores, lugares donde los

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extraños no eran bienvenidos. La genteacusaba a los habitantes delArchipiélago de ser excesivamentecerrados y egocéntricos más allá de sucortesía, reputación que no me parecíapor completo justificada. De hecho, nohabíamos tenido ningún problema, yaque no había nada en absoluto que nosligara a los habitantes del continente,aunque en ocasiones fui testigo del modoen que los continentales eran tratados deforma diferente en tiendas y tabernas.

Incluso aquí en Ral´Tumar,generalmente considerada la ciudadinsular menos típica del Archipiélago,había tramas ocultas. En ese caso, no me

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atrevía a imaginar cómo sería Qalathar.Llegué a nuestro alojamiento

habiendo tomado la decisión de nomencionar el incidente. Sabía que no erajusto para ellas, y me hacía sentirculpable del mismo tipo de desconfianzade la que yo había acusado antes aRavenna. Si resultaba esencial se lodiría, pero fuera por lo que fuese era enmí en quien estaba interesado elemperador.

Nadie respondió cuando golpeé enla puerta de Ravenna y Palatina, peroencontré una nota que habían deslizadobajo la puerta de mi habitación.

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Aún no hay señales dePalatina, Búscame en lataberna que señalaste ayer.También a ella le he dejadouna nota.

R.

Hacía poco me habría preguntado sino era demasiada precaución omitir elnombre de la taberna. Pero ahora ya nome lo parecía Sabía a qué taberna serefería, de manera que dejé la bolsa y lanota sobre la cama y fui a su encuentro.

La Casa al— Malik era una terrazacon vistas al parque principal de laciudad, cuyas mesas miraban hacia un

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oasis de verdor. La desventaja de suposición, en opinión de sus propietarios,era que entre el edificio y las mesas seextendía la avenida, por lo quecualquiera que la recorriese debíaesquivar a los meseros. Una desventajamenor, debe admitirse, en relación conel maravilloso paisaje y la circunstanciade que se servían platos con carne dealgunas aves salvajes que vivían en losconfines del Archipiélago conocido.

Habíamos pasado frente a dichataberna la tarde anterior, durante unacaminata por los alrededores. Entoncesme llamaron la atención la carta y lacantidad de habitantes del sur del

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Archipiélago, con sus pieles color decobre, que comían allí. Sin duda era lobastante bueno para ellos, así como paralos mercaderes de Mons Ferranis quetambién ocupaban sus sillas. Loshabitantes de Mons Ferranis solían sernotorios gourmets, aunque no demasiadoaficionados al pescado, debido a algunapeculiaridad en el agua que rodeabaMons Ferranis y que impregnaba todo deun sabor especial. Un sabor al queestaban desacostumbrados, según mehabía explicado un sujeto de MonsFerranis durante un almuerzo hacía másde un año.

No fue difícil encontrar a Ravenna,

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que me esperaba con una botella de vinoy copas listas sobre una mesa en uno delos extremos de la terraza. Me dio labienvenida con una ligera sonrisa, unmodo de decirme que había olvidadocualquier desacuerdo que hubiésemostenido con anterioridad.

— ¿Has tenido buena suerte? —mepreguntó sirviéndome una escasacantidad de tinto lionano. No eraegoísmo de su parte: sabía que yo teníapoca tolerancia al alcohol.

— La verdad es que no —dijepidiendo perdón para mis adentros pormi monstruosa mentira. Aunque quizá nolo fuese tanto, considerando que ella

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había dicho buena suerte. Pero eso erauna burda e indigna excusa— No tienenmucho más material que en Lepidor Loque sí pude averiguar es que estánconstruyendo una nueva Revelación.

Le conté entonces lo que sabía sobreel proyecto de la Misionera.

— Es extraño que se propongan algosemejante en un momento como éste, conel primado necesitando todos los fondosque pueda rapiñar para sus nuevosplanes —advirtió en voz muy baja.

Hablar de Lachazzar en esosmomentos no era algo aconsejable, ymucho menos en el Archipiélago.

— Y más considerando que no han

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demostrado el más mínimo interés en lasprofundidades oceánicas desde que laRevelación dejó en claro que no haynada allí abajo.

Se habían sucedido interminablesmurmuraciones tras la desaparición dela Revelación. Se insinuaba que elbuque había violado algún tipo de leydivina al sumergirse demasiado. Sólolos habitantes del continente se habíansentido incómodos, por cierto, pues paraellos el mar era una ruta y no la cuna dela vida.

— Quizá busquen un nuevo prototipode nave de guerra que consigasorprender totalmente a sus enemigos —

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sugirió Ravenna pero sin parecer muyconvencida.

— No necesitan sorprender a nadie,pero con un buque como la Misionerapodrían aventajarnos. Quizá inclusohallen el...

Deliberadamente omití el nombre.Algunas cosas nos tenían muy sensibles.

— No puedo creer que de repente semuestren interesados a la vez quenosotros.

— Podría ser que, de algún modo,haya atraído la atención de los thetianos—sostuve escogiendo con cuidado mispalabras. Sin duda habían estadointeresados, aunque era probable que no

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hasta aquel momento.— No puede ser una mera

coincidencia, aunque no se me ocurre unmotivo por el que puedan estarinteresados en las profundidades delocéano. No tiene nada que ver connosotros, pues un mes no es tiemposuficiente para emprender un plansemejante.

— Lo que nos abre másinterrogantes que respuestas.

— Aun así, sabemos al menos queestán tramando algo —subrayó soltandoun suspiro— Una nueva complicación.Algo más a lo que debemos temer.

No mencioné que Ravenna era la

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primera en exponer esos miedos.Palatina podía temer la visita a MareAlastre, pero pese a eso aúnpensábamos ir allí. Había una cosa en laque no tenía pensado ceder. Quería verThetia con mis propios ojos, incluso sino era seguro dirigirse a SelerianAlastre.

— Con todo, hay cosas en las que nonos aventajan —dije tras una pausamientras ambos paseábamos la miradapor el jardín y las cúpulas de Ral´Tumar— Si de verdad están buscando lomismo que nosotros, no veo cómopodría durar el acuerdo. Si lo hallasen,no habría forma de que el emperador se

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lo diese a nadie más, ni de que elDominio le permitiese a él controlarlo.

— De cualquier modo no lo tenemos—afirmó Ravenna acentuando el fallomás grande de mi razonamiento. Quizálos thetianos y el Dominio acabasenenfrentados, pero eso no sucedería hastaque tuviesen la nave en sus manos.

Y en realidad nadie tenía todavía lamenor idea de lo que podía hacerse conel Aeón si se tenía la fortuna deencontrarlo. Aunque cualquiera denosotros tres tenía cierta experienciacon mantas, el titánico buque insigniaimperial era una cuestión completamentediferente. Carausius había sido muy

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claro al escribir que el buque no era defabricación thetiana. De hecho, eramucho más viejo que el imperio que lohabía utilizado. No se sabía conexactitud quién lo había construido y noexistía ninguna mención si Aeón en lostiempos anteriores al imperio. Sóloconocíamos la historia sobre cómohabía sido hallado, a la deriva en unocéano estéril y deshabitado más allá delos límites conocidos del Archipiélago.

Seguía siendo una realidad que,careciendo de experiencia naval eincluso de una nave propia, ninguno denosotros tres podría hacer nada en casode dar con el Aeón. Hasta cierto punto,

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no era realmente importante siconseguíamos moverlo, ya que lo queme interesaba no era el buque en sí, sinoel sistema de los ojos del Cielo.

No era algo para discutir en aquelmomento, en una populosa tabernatumariana y en el preciso día en queMidian había desembarcado con unedicto general del primado, destinado aerradicar la herejía del Archipiélago.

Un cuarto de hora más tarde se nosunió Palatina, con aspecto preocupado yexpresión seria.

— ¿Habéis oído? —dijo no bien sesentó y cogió con alivio la copa llena devino que le habíamos ofrecido.

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— Estábamos allí.— ¿Cómo...?— Accidentalmente —informó

Ravenna rápidamente— Tuvimos lamala suerte de estar cerca del muellecuando llegaron.

— Lo llaman el Tormento —añadióPalatina acabándose la copa de vino conmayor rapidez de lo que recomendaba laetiqueta. Ravenna le sirvió más sinhacer ningún comentario— ¿Podríaiscontarme qué dijeron exactamentecuando esté en condiciones deescucharlo?

Mientras esperábamos a que esosucediese, me percaté de que teníamos

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poco que temer por hablar del Dominio.En realidad, casi no había otro tema deconversación en toda la taberna, y engeneral todos estaban más sobrios de loque parecían en un principio.Probablemente llamase más la atenciónno hablar del Dominio que hacerlo.

— ¿Dónde has estado? —lepregunté. A juzgar por su apariencia, enalgún sitio poco placentero.

— ¿Recuerdas a Phocas, elboxeador?

Ése era el nombre que habíaintentado recordar, el contacto de laCiudadela en Ral´Tumar. No era unhombre que pareciese un boxeador,

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como me había engañado la memoria.Alto y delgado, aficionado a propagarsorprendentes rumores; nunca malicioso,sólo un bromista. Eso era todo lo quesabía de Phocas.

— ¿Qué pasa con él?— Al fin recordé su nombre y fui a

verlo. Se mostró bastante simpático,teniendo en cuenta que apenas meconocía. Resulta que su padre está acargo este año de las obras públicas, yfue convocado por el virrey para que loayude con las nuevas llegadas. ¿Sabesque Midian es incluso peor de lo que fueen Lepidor? Ahora ni siquiera finge seramable.

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— ¿Cómo es que llegaste a verlo?—preguntó Ravenna con expresión deasombro.

— Hice que Phocas me vistiese desirviente y lo acompañé cuando su padrenecesitó ayuda.

¿Acaso había entrado en elmismísimo templo, que rebosaba deinquisidores y de sacri?

— Antes de que digas nada, no fueen absoluto tan peligroso —se apresuróa explicar Palatina— El sitio estaballeno de gente, incluso es posible queestuviese el emperador y que nadie lonotase. —En eso tenía razón, aunque nodel modo que ella suponía— La mayoría

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no se quedará aquí mucho tiempo.Sarhaddon y Midian permanecerán losuficiente para oficiar la ceremonia delGran Ritual en el templo y recibir a laprimera ronda de penitentes. Acontinuación zarparán con destino aQalathar.

El Gran Ritual era una celebraciónque hasta entonces sólo habían dirigidolos sacerdotes más veteranos delDominio. En una ocasión habíapresenciado uno en Pharassa cuando erapequeño. Sobre todo recordaba elincienso proveniente de los numerososbraseros que rodeaban el zigurat. Supotente aroma impregnaba incluso el

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pabellón elevado que se reservaba a loscondes y sus familias. Sin duda seríaaún peor en el interior del templo de Ral´Tumar. No es que fuera un aromadesagradable, sino que tan concentradoresultaba asfixiante.

— La otra novedad es que planeaanunciar un nuevo índice, incluyendo laprohibición de muchos libros que nofiguraban en el anterior. Prontoorganizarán quemas de libros en todoslos puntos del Archipiélago.

— Para salir del apuro hasta queencuentren herejes para quemar —lanzóRavenna con violencia.

Eran malas noticias para los

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oceanógrafos, ya que muchos de suslibros serían incluidos en la prohibición.Me pregunté qué títulos quemarían estavez y deseé que las autoridades delinstituto tuviesen tiempo de ocultar susejemplares. Incluso con eso se perderíanmuchas obras, igual que había sucedidocuando se incendió Vararu durante lacruzada, sólo para satisfacer elaparentemente insaciable apetito dedestrucción del Dominio.

— ¿Ya se han reunido Midian y elvirrey? —preguntó Ravenna con losdedos tan aferrados a la copa que temíque en algún momento la rompiese.

— Se presentó mientras yo estaba

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allí. Fue muy cordial con Midian, porcierto, y dijo que el emperador le habíaordenado que lo ayudara todo lo quepudiese. En todo caso, él no esrelevante, apenas un cero a la izquierda.El verdadero poder en Ral´Tumar lotiene el almirante Charidemus, pero nolo vi en el templo. A Charidemus lareligión no le interesa lo más mínimo, demanera que en relación con el Dominioseguirá las órdenes que le dé elemperador.

— ¿Es eso habitual?— Lo es en la armada. La mayor

parte de los oficiales no sienten granapego por Orosius, ya que bajo el

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mando del antiguo emperador tenían a sucargo algunas cosas que ahora dependendirectamente de Orosius. Por elmomento son leales al trono y a laAsamblea. Si Orosius venciese enalgunas campañas, las cosas seríandiferentes.

— ¿Tendremos dificultades parasalir? —le pregunté.

— No es fácil saberlo. —Suexpresión se volvió todavía mástenebrosa, algo que no hubiese creídoposible— Sé que poseen un listado degente que buscan, y por eso mantienenuna guardia permanente en el puerto. Noimpedirán que salgan...

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— ¡Ése no es el modo de actuar delos sacerdotes! —interrumpió Ravenna— Permitirán que la gente disperse lostemores y los rumores para que todo estébien tenso cuando ellos lleguenfinalmente.

— Exacto. Lo que ignoro es sinosotros figuramos o no en la lista.Quizá no de forma oficial, pero paraMidian formamos parte del juego y esposible que haya incluido al menos aCathan. Me temo que aquí seas unapresa legítima, Cathan. Debemos dar porsentado que intentarán capturarnos si seenteran de que estamos aquí.

Miré aquí y allá con preocupación,

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pero todos parecían demasiado inmersosen sus propias conversaciones. A pesarde eso, era imposible estar seguro.

Nadie pudo agregar nada más enaquel momento, pues entonces uncamarero (evidentemente contratado porsu aspecto sureño y no por otrostalentos) se presentó a tomarnos nota.Después de lo que había dicho Palatina,mi apetito había disminuido bastante,pero pedí de todos modos uno de misplatos favoritos de la Ciudadela. Eraprobable que no volviese a encontrarese tipo de comidas en bastante tiempo.

No conversamos mucho mientrascomimos. Yo estaba demasiado ansioso

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para disfrutar de la comida por más queestuviese deliciosa. Sólo después depagar la cuenta nos atrevimos amencionar nuevamente el Dominio.Caminábamos de regreso a lo largo deuna avenida surcada por filas deárboles. Algunos de los globos de luzhabían sido parcialmente oscurecidospor las ramas y producían sobre la callemotas sombreadas.

— Entonces, ¿tenemos alguna ideade cómo saldremos de Ral´Tumar? —preguntó Ravenna con suavidad. Lascolinas detrás de la ciudad ocultaban elcrepúsculo. No había luna ni estrellas enel cielo, casi por completo negro. Las

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luces de la ciudad se extendían a nuestroalrededor como constelaciones enminiatura, un panorama que sin dudahubiese sido todavía más impresionantedesde mar abierto.

— No nos consta que tenga quehaber problemas —protesté sinconvicción— No somos tan llamativos yno tienen una descripción nuestra.

— Eres demasiado parecido alemperador para no llamar la atención.Supongo que no deberíamos tenerproblemas, porque aquí nadie nosconoce.

— Con excepción, quizá, de aquelagente thetiano que viste esta mañana,

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pero no podemos estar seguros —advirtió Palatina, y sentí una agudapunzada de ansiedad. Pero ella nomiraba en mi dirección, no tenía idea delo que había sucedido esa tarde, y yo mepermití un fugaz y silencioso gesto dealivio.

— ¿De qué otro modo podríamossalir? —pregunté— Si partimos a bordode un buque, nos llevará meses y nosarriesgaremos a ser capturados encualquier puerto en que nos detengamos.Cuando lleguemos a Ilthys o a Qalatharya no habrá ningún disidente con el quecontactar.

— Tiene razón, Palatina —advirtió

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Ravenna— Ignoran que estamos aquí.No hay modo de que pudiesen enterarseantes de su partida de Taneth. Midian nonos buscará aquí, sino en Qalathar.Aquél es el punto central, y hacia allí seespera que vayamos. Ni siquiera sabecon certeza si estamos en elArchipiélago.

Yo no estaba tan seguro de eso ypude percibir la sombra de la duda.¿Qué ocurriría si el emperador, o suagente, decidía ordenarle al Dominioque nos cogiese? Alejé esa idea de mimente tanto como pude. Era demasiadoimprobable, considerando que elemperador bien podía haberme hecho

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seguir sin mayor complicación. ¿Quiénsabía qué haría Midian si me atrapara?Si no lo había comprendido mal, elemperador deseaba mi rendición, no mimuerte. O al menos eso era lo que yoesperaba.

— Pues podría haber dado nuestradescripción sólo por si acaso —señalóPalatina— Y ninguno de nosotros esindescriptible. No sería mala idea que tedeshicieras de esa túnica deoceanógrafo.

— Hacerlo llamaría la atención —objeté— Además, yo podría ser unoceanógrafo de media jornada. Viajocomo oceanógrafo, no como vizconde de

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Lepidor. Será mejor que la conserve.— ¿Qué es lo que haremos

entonces? ¿Dirigirnos hacia el puertodentro de dos días y rezar para no serarrestados por los sacri? Si eso ocurreno habrá ninguna solución intermedia.

— Otra vez te comportas como unaparanoica —le espeté. Entendía susmiedos, pero me asustaba más la idea depermanecer por siempre en Ral´Tumar.Y, lógicamente, si nos movíamos lobastante de prisa, cualquier informe querecibiese Midian quedaría obsoleto.

— Me comporto como alguiensensato, y eso ya ha salvado mi vida enuna ocasión.

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Supuse que se referiría a Thetia,donde los asesinatos eran habituales. Lamayor parte, como podía deducir, eranpromovidos de un modo u otro por elpropio emperador.

— A bordo de esa nave llegaremos aIlthys mucho antes de que ponga el pieallí ningún inquisidor. Entoncescontactaremos con los disidentesmientras aún pueda ser...

— ¿Y entonces qué? —interrumpióRavenna deteniendo nuestraconversación para mirarme conauténtica furia en los ojos— Oscomportáis como si se tratase demovimientos de ajedrez en medio de la

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vida real. Ya no podemos ceñirnos a losplanes originales, pues las cosas hancambiado. Los inquisidores están aquípara destruir el Archipiélago y en eseproceso matarán a mucha gente. Migente, aunque eso no os incumba.Llevará varios meses organizar elcomercio de armas, y ¿de qué servirá?Quizá para entonces no queden yaherejes con los que tratar. Sarhaddonestá sediento de nuestra sangre, perotambién de la de cualquier otra persona.Todos los que conocimos en laCiudadela, Laeas, Persea, Phocas y susfamilias. Toda esa gente cuyas vidasintentamos salvar hace un mes, gente que

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carece de ciudades continentales hacialas que huir cuando la situaciónempeore.

— Como tú, no quiero que elDominio me coja, pero si la Inquisiciónllega a conseguir lo que se propone,quizá también eso suceda. Con sólohacer el contacto para dar seguridad aHamílcar habremos sido de ayuda. Silogramos hallar el Aeón, tendremos laoportunidad de invertir la situación. Esposible que sea preciso hacer muchasotras cosas, pero ése sería un comienzo.Y un sitio donde refugiarnos.

Proseguimos la discusión,inconscientes de que la decisión ya

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había sido tomada sin nuestroconsentimiento.

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CAPITULO VIII

La mañana siguiente empezó enforma bastante tranquila, aunque noencontramos ninguna solución evidente anuestros problemas. Por insistencia deRavenna, regresé a la bibliotecaoceanógrafica para ver si había allí algoque pudiese servir. No albergabademasiadas esperanzas, pero valía lapena probar, sobre todo ahora queparecían ir cerrándose otras vías.

De forma sorprendente, Palatina nose opuso al cambio de plan tras lasapasionadas palabras de Ravenna de lanoche anterior. Estaba seguro de que no

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estaba de acuerdo, pero contuvo lalengua para evitar otra discusión quellamase la atención. Palatina era másrealista que Ravenna, pero no hubiesepodido afirmar que eso fuese positivo enesas circunstancias. Las cosas noparecían muy prometedoras y, sinembargo, ella había decidido volver aentrar en el templo, lo que me parecíauna absoluta locura. Aun así, era taninflexible como habría podido serloRavenna y no fue posible disuadirla.

Ravenna insistió en acompañarme alinstituto a pesar de que a mí no meentusiasmaba que lo hiciese. Enespecial, por si el agente del emperador

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volvía a presentarse. Los oceanógrafospodrían incluso sospechar de nosotros.Pero no hubo nada que hacer y Ravennainsistió claramente en que no queríapermanecer todo el día sentada sin hacernada.

Ninguno de nosotros tenía grandesdeseos de pasar junto al puertosubmarino, de manera que nosadentramos en el confuso laberinto delcasco antiguo de la ciudad, agrupadoalrededor de un pequeño altozano quedebió de haber albergado alguna vez elpalacio y la fortaleza primigenios de laciudad. En la cima de aquella enormebase de piedra que partía de la calle

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inferior había una típica casa tumariana,más bien ordinaria. La base estabaformada por colosales bloques depiedra reunidos de modo bastanteprimitivo; definitivamente no había sidoconstruida por los thetianos. ¿AcasoTuonetar había extendido alguna vez susdominios tan hacia el sur?

Encontramos a Rashal en su oficinade la estación oceanográfica,completando la petición presupuestariajunto a su barbado colega Ocusso.

— Cathan, —me preguntó conamabilidad, sin sorprenderse por vermede nuevo— ¿quién es ella?

Presenté a Ravenna.

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Afortunadamente, a Rashal no le parecióextraña su presencia allí o, al menos, nolo dio a entender. Se le veía demasiadopreocupado por sacarle hasta la últimaposible corona a la sede central delInstituto Oceanográfico. Ya iría luego,nos informó, para ver si podía sernos deayuda. Ocusso asintió con un gestocordial aunque distraído. Teniendo encuenta su expresión, parecía estar menosinteresado que Rashal en el presupuesto.Semejante actitud nunca lo llevaría a unascenso.

Por segunda vez no había nadie en labiblioteca, pero yo era consciente deque no podíamos contar con que esa

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situación se mantuviese demasiado. Leexpliqué a Ravenna qué era lo quebuscábamos de forma tan precisa comopude y le ofrecí el relato de los viajesde la Revelación y unas hojas de papelen blanco. Por mi parte, encontré unintrigante papiro sobre la construcciónde una manta que debía de tener almenos un siglo de antigüedad, si no más.Lo que cautivó mi atención fue el hechode que había sido escrito y emitido porlos astilleros imperiales de Salemor, enel sur de Thetia. Los mismos astilleros alos que había sido conducido el Aeóndespués de que Carausius lo rescató delocéano.

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— ¿Qué sucedió exactamente con laRevelación? —preguntó Ravenna tras unsilencio de apenas unos minutos.

— ¿Jamás has oído la historia?— Mi profesores siempre tenían

cosas más cercanas con las quebombardear mi mente, como la historiade la cruzada.

— ¡Qué increíble! Pues bien, elDominio y los thetianos lo construyerontransformando lo que era una manta deguerra, del mismo modo que intentanhacerlo ahora con la Misionera, paraexplorar las profundidades del océano.Nadie sabe si hay allí abajo unacivilización oculta o ruinas de Tuonetar.

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El emperador, creo que entonces eraAetius V, gastó grandes sumas de dineroen el proyecto a fin de convertirlo en elbuque de exploración mejor equipadojamás construido. A continuación pasóvarios años haciéndolo sumergirse aprofundidades cada vez mayores. Sutripulación confeccionó mapas delabismo y estableció registros en toda laextensión del Archipiélago. Todo esofue de inmenso valor para el instituto, ytanto los thetianos como el Dominio semostraron felices al descubrir que nadapodía sobrevivir a tal profundidad, porlo que nunca podrían ser atacados porsobrevivientes submarinos de Tuonetar.

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Así fue como el Dominio perdiógradualmente el interés, pero se tratabadel proyecto predilecto del emperador,que siguió subvencionándolo. Unos tresaños después de ser estrenada laRevelación, alguien decidió comprobarla profundidad límite a la que podíanavegar. Por ello la enviaron con unescuadrón naval a algún punto deQalathar, creo que fue Tehama, fuepreparada lo mejor posible y luego seordenó la inmersión. Llegó a alcanzarcatorce kilómetros y medio antes de quese perdiera su rastro de forma definitiva.No hubo ningún mensaje de emergencia,ninguna señal de que la nave hubiese

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sido destruida... tan sólo se perdió elcontacto.

— ¿No fue posible emplear la magiapara localizarlo?

— El Dominio lo intentó. Inclusohabía un mago suyo a bordo, pero noconsiguieron establecer contacto, nisiquiera saber si ese mago estaba vivo omuerto, aunque se supone que se podíahacer. Hubo algo extraño en la últimatransmisión de la Revelación. Pero nopuedo recordar qué fue.

Ravenna recorría las páginas dellibro, leyendo los párrafos finales decada una.

— Su último mensaje fue: «Informe

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quince: catorce kilómetros y medio deprofundidad, el ángulo de descenso esde uno sobre ocho, todas lascondiciones son estables. Latemperatura es increíble: les hepermitido a los miembros de latripulación cambiar sus uniformesdebido al calor. Hemos dado con unapoderosa contracorriente de variosnudos, dirección sur sureste, que pareceestar muy concentrada en un pequeñoespacio. La Revelación corta lacomunicación».

— Eso es lo que era inusual, lacorriente concentrada —advertí. Eraalgo que sólo podía parecerle

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misterioso a un oceanógrafo, pues nadiemás sabría que a tal profundidad lascorrientes miden cientos de miles dekilómetros de ancho y no seconcentraban en un pequeño espacio,como había informado el capitán. Unacorriente arremolinada o contracorrientesemejante a la que habían descritohubiese sido factible cerca de lasuperficie, ya que la costa de Tehama enQalathar era muy peculiar, con unsistema propio de corrientes. Había allíformaciones costeras, cuevas ypromontorios, que podían causar esefenómeno. Pero no a más de catorcekilómetros de profundidad, y menos aún

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cerca de Tehama— Existen aguastraicioneras cerca de la costa —expliqué— , allí donde hay pocaprofundidad, pero nadie ha podidoexplicar jamás esa contracorriente.

— ¿Por qué navegaban tan cerca dela isla? —preguntó Ravenna— Conozcola costa de la que hablas. La llamamosOrilla de la Perdición debido al grannúmero de naves que han desaparecidopor allí.

— No iban tan cerca de la costa. Poralgún motivo, las autoridades a las queobedecían escogieron Tehama, y ellosdebieron de acercarse lo suficiente paraalcanzar una de las islas cercanas si se

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desataba una tormenta. No imagino porqué se decidirían por la costa máspeligrosa de la isla.

— Tehama es un sitio extraño —dijoella en un murmullo— ¿Sabes? Allí hayun lago a unos siete u ocho kilómetrospor encima del nivel del mar, y en lacosta occidental el agua cae en unacatarata directamente al mar. Sólo lo hevisto desde arriba, pero debe de ser muyhermoso desde abajo en un díadespejado. Era nuestra única salida enlos viejos tiempos, después de queValdur destruyó la carretera y cercó lameseta..O al menos eso creyó hacer.

El resto de Qalathar estaba en su

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mayoría ocupado por bosques, comocualquier otra isla del Archipiélagopero a mayor escala. El interior habíasido explorado y representado en mapasmucho tiempo atrás, y no se habíaencontrado allí otra cosa que una serieinfinita de estrechos valles llenos deárboles. La zona conocida comoTehama, que se alzaba desde el extremooccidental de Qalathar, era muydiferente. Sus montañas estabanenvueltas por densas nubes y el interiorseguía siendo un misterio. Excepto paralos que habían vivido allí, comoRavenna.

— Nunca me dijiste cómo es

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Qalathar. La consideras tu hogar, noTehama.

— ¿No lo hice? —Ravenna parecíarealmente sorprendida— Supuse que losabías.

— Sé del bosque y del mar, pero noes a eso a lo que me refiero.

Ravenna dejó el libro sobre la mesafrente a ella y fijó la mirada en el vacío.

— No sé qué decir, de verdad. Elclima siempre es templado, nuncacaluroso como se supone que es enThetia, y tampoco tan húmedo, salvodurante el invierno, cuando todo estásiempre empapado. —Hizo una pausa—Estoy haciendo que suene terrible, ¿no

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crees? Ves verde dondequiera quemires, hay bosques tierra adentro y a lolargo de la costa, pero nunca es triste.Tehama está siempre muy fría ydespejada, pero Qalathar no es así Eshermosa, sencillamente —concluyó sinconvicción y me dirigió una de susmedias sonrisas— Creo que hasescogido un mal momento parapreguntarme.

— Nunca me hablas de ella, sóloeso.

— No me gusta pensar en ella.Cuando estemos allí te llevaré a ver lasruinas de Poseidonis y comprenderáspor qué. Claro, si es que las ruinas se

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encuentran todavía allí y la Inquisiciónno ha construido un zigurat en su lugar.

Comencé a darme cuenta de que niPalatina ni yo teníamos derecho adiscutir las decisiones de Ravennarespecto a Qalathar. Era su país el quehabía sido destruido de modosistemático por el Dominio en nombrede la ortodoxia religiosa, y su gente laque estaba muriendo.

Ravenna retomó la lectura de losviajes de la Revelación y yo inicié ladel papiro sobre la manta, que se referíaa la historia del astillero de Salemor.Buena parte de éste hablaba de aspectosde la construcción de una manta,

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completados con ejemplos,especificaciones y detalles técnicos.Podría haber claves allí, perodescubrirlas llevaría mucho tiempo, asíque lo dejé a un lado por el momento.

El astillero de Salemor era muchomás antiguo que cualquier otro quehubiese oído nombrar: databa de losprimeros días del imperio y su estatutoinaugural había sido firmado por AetiusII, nieto del fundador. No era enabsoluto sorprendente que hubiesenenviado allí al Aeón a fin de equiparloadecuadamente. Leí superficialmente elrelato de los primeros años, laconstrucción de la enorme fortaleza por

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encima del astillero y cómo éste habíasido ampliado hasta cubrir lasexigencias de los sucesivosemperadores en su guerra contraTuonetar.

Entonces llegué al año de laascensión de Aetius IV y descubrí que,sin advertencia previa, la crónica omitíatoda mención a los siguientes veintiúnaños. En un párrafo hablaba sobre unsistema perfeccionado de armas que nose congelaría en las heladas aguas delnorte y, en el que venía a continuación,Valdur I asistía a la ceremonia debotadura del primero de una serie debuques fabricados para reemplazar las

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pérdidas producidas en la guerra. Valdurhabía traicionado y asesinado aTiberius, hijo de Aetius IV, un año antesdel final de la guerra. Era quien habíaestablecido la supremacía del Dominioy había sido amigo del primer primado.

— ¡Maldición! —exclamé,resistiendo la tentación de arrojar alsuelo un documento tan insultante. Nohabía señales de que hubiese sidocensurado. Tan sólo estaba escrito comosi los años de la guerra de Tuonetar nohubiesen transcurrido. Desistí de seguircon la historia.

— ¿Qué sucede ahora? —preguntóRavenna.

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Giré el papiro sobre la mesa haciael sitio que ella ocupaba y señalé elsalto en el texto.

— ¡Otra vez el Dominio! —dijo conexpresión de disgusto— El castigo paraquien escriba sobre esos años es lamuerte en la hoguera. ¿Te sorprende quenadie se atreva a hacerlo?

El Dominio no podía permitirseninguna mención a los años finales de laguerra. Si los acontecimientosverdaderos fuesen de conocimientopúblico, podría perder gran parte de surespaldo, ya que el relato de su ascensoal poder era cualquier cosa menosedificante. Sobre todo las persecuciones

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en Thetia, llevadas a cabo por elDominio en nombre del emperador paracapturar a cualquier mago o sacerdoteque perteneciese a un elemento diferentedel Fuego.

Alguien, en alguna parte, debía detener libros que recogiesen los sucesosde aquellos años. Nosotros teníamostres en la Ciudadela, pero sin dudahabían existido más descripciones,redactadas durante el fugaz períodohalcyón, que vino inmediatamentedespués de la derrota final de Tuonetar.Aquel momento en que Carausius y sufamilia soñaban con comenzar de nuevo,con reconstruir sus hogares y sus vidas

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tras la devastación de la guerra.Retomé la lectura del pergamino

sobre la construcción de mantas, aunquesin demasiado entusiasmo. Lasposibilidades de hallar en una bibliotecaalgo que valiese la pena parecíanremotas si la censura era así de eficaz.La Gran Biblioteca de Taneth era tanantigua como la propia ciudad y, por lotanto, posterior a la guerra. Eraimprobable encontrar allí escritos tanviejos. Y Selerian Alastre, con labiblioteca más extensa de Aquasilva,era además el lugar de residencia delemperador.

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No seguía la lectura con particularconcentración y me saltaba pasajes.Nadie más había venido a la biblioteca,pero oí pasos apresurados y una puertaque se abría con fuerza en algún puntodel pasillo.

Estaba a punto de coger otra seccióndel rollo cuando unas líneas captaron miatención:

Fue también en ese año cuando seiniciaron los trabajos de reparación delos daños sufridos muchos años atrás,cuando el centro de un reactor derritió lared de conductos y destruyó las grúas deconstrucción de aguas profundas. El étersobrecalentado había deformado las

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grúas hasta tal punto que resultabanirreconocibles y siguió ocasionandoproblemas al tráfico de naves.Nicephorus Decaris, quien ordenó eltrabajo, estaba destinado a presidir elperíodo de prosperidad más extenso quehubiese visto Salemor y se habíapropuesto dejar su huella desde elprincipio. Nicephorus desarrolló enpersona la técnica para remover elpoder residual acumulado de losdesechos y los puso a disposición deequipos de reciclaje, una técnica que,algo modificada, sigue empleándosehasta el día de hoy.

Incluso yo sabía lo suficiente sobre

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la construcción de mantas para detectaren aquel párrafo varias notablesinconsistencias. Una carga de éter nuncapodría haber permanecido en las grúasmás de una fracción de segundo y bajoninguna circunstancia podría haber sidocapaz de causar el daño descrito. Porotra parte, no había allí ninguna mencióna un accidente semejante. Quizá...

Un fuerte estrépito interrumpió mispensamientos. Un aprendiz de cabellosnegros con cara de preocupación estabade pie ante mí.

— Rashal dice que dejéis los librosy os acerquéis al salón principal de laestación. Se acercan inquisidores.

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Mis ojos y los de Ravenna secruzaron durante un instante y en unsantiamén cerramos nuestros librosamontonándolos lo más lejos quepudimos. El aprendiz no nos esperó,sino que se precipitó de nuevo a todaprisa por el pasillo. Un momento mástarde oí su voz resonar escalera arriba.Alguien le respondió y se oyeron máspasos frenéticos.

— ¿Has apuntado alguna cosa? —lepregunté a Ravenna mientras dejábamosla biblioteca.

— Sí, pero no demasiado.— Dámelo todo a mí, yo soy

oceanógrafo y si...

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— No podemos permanecer aquí —afirmó Ravenna— Rashal sabe quiéneres. No podemos arriesgarnos.

Casi todo el personal de la estaciónestaba de pie en el salón principal o enla escalera, y todos parecían muypreocupados, o algo peor. Rashal estabaen el escalón inferior, recorriendo ellugar con la mirada para constatar quiénestaba allí. Un momento después denuestra llegada aparecieron el aprendizy Ocusso en el segundo descansillo de laescalera.

— Ahora ya lo habéis oído todos —señaló Rashal— El hijo de Ocusso havenido corriendo desde el templo con

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las novedades. Al parecer un grupo dezelotes ha presentado una denunciacontra nosotros por practicar «artesprohibidas» y están en camino algunossacri e inquisidores.

¿Artes prohibidas? ¿Qué queríandecir con eso? Un instante después mimuda pregunta fue respondida al menosen parte.

— ¿Desde cuándo utilizar delfineses un arte prohibido? —protestó,furiosa, una mujer de sensual mirada—Intenta decirles eso a los pescadores.

— Hemos estado haciendo más queeso, Amalthea, pero de cual quier modoese argumento es irrelevante. No nos

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servirá de justificación.Rashal parecía consumido por los

nervios y me percaté de que no teníatanta confianza en sí mismo como mehabía parecido. Es probable que nuncahubiese imaginado verse en unasituación de crisis semejante, y sepreguntaba qué habría hecho el directorde haber estado allí.

— Supongo que no nos arrestaránbajo el mero testimonio de unos pocoszelotes —comentó Ocusso, sin sonarconvincente.

— Somos oceanógrafos —exclamóotro— Nos necesitan.

— Ojalá pudiese compartir vuestra

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confianza. Pero si los inquisidoressospechan que hemos estado empleandodelfines en cuestiones relacionadas conla magia, no se mostrarán inclinados adisculparnos. Amalthea, tú eres expertaen delfines. Los inquisidores estaránaquí de un momento a otro. ¿Por qué noreúnes tantos de tus apuntes comopuedas y los guardas en loscompartimientos de las rayas?

«¿Estás sugiriendo que huyamos? —inquirió Amalthea con incredulidad—¿Que huyamos del Dominio? En esecaso seré denunciada como hereje.

— Debes dirigirte a los comandoscentrales, entregarles la información y

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advertirles que se producirá una purga.Coge todo cuanto puedas y sal por laescalera posterior. Si no hay nadie allípara ayudarte, sencillamente zarpa. ¡Yhazlo ahora!

Tras unos segundos de dudaAmalthea pasó frente a él y subió laescalera con el rostro pálido. Ocussoparecía estar a punto de desmoronarse.

— No lo logrará, hay sacricustodiando el puerto —señaló una vozque conocía demasiado bien. Me volvísintiendo un repentino ataque de pánicoy pude ver al agente imperial del díaanterior acercándose desde el pasillo dela biblioteca. Orosius en persona... ¿o

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sólo un instrumento a través del cualpodía hablar? No habría podidoafirmarlo.

— ¿Quién eres tú? —preguntóRashal invadido por el terror, el mismoterror que se reflejaba en los rostros detodos los demás. Supongo que mi carano desentonaba con la de ellos.

— No soy un sacerdote. Eso es todolo que necesitáis saber. Como sea, tushuéspedes son enemigos personales delinquisidor general y serán ejecutados silos capturan.

Rashal me miró como si lo hubieseapuñalado por la espalda, y quisearrastrarme hasta desaparecer en un

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rincón.— ¿Eso es cierto? —preguntó con

voz que era apenas un susurro.Asentí sintiéndome un miserable.— Sin embargo, existe todavía una

salida. Si Cathan y su amiga me ayudan,los conduciré a ellos y a Amalthea lejosde aquí y tendrás mucho menos de quépreocuparte.

— ¿Qué beneficio obtienes haciendoeso? —preguntó el aprendiz de cabellosnegros.

— A ellos.— ¡Por el amor de Ranthas,

ayudadlo! —pidió Rashal con tono desúplica.

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Me contuve de lanzarme sobre elagente, que otra vez me trataba como auna de sus propiedades. Lo miré defrente y le hablé manteniendo la voz tanneutral como me fue posible.

— ¿Qué es lo que quieres?Su extraño rostro angular no parecía

complacido. Ravenna nos apuñalabaalternativamente a ambos con la mirada,lo que me hizo sentir todavía másdesdichado. ¿Por qué no se lo habíacontado a Ravenna la noche anterior?¿Por qué no había confiado en ella?

— Que alguien nos guíe hacia laescalera posterior, de modo quepodamos unirnos a Amalthea —ordenó

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el agente— Asistente Rashal, te sugieroque ocultes cualquier libro prohibidoque puedas tener en la biblioteca yprepares tu defensa. Ha sido poco astutoiniciar un proyecto semejante sin laautorización del instituto, pero creo quepodrás superarlo. No me menciones amí, aunque me gustaría mucho quehablases de tus visitas.

— Ocusso, muéstrales el camino —ordenó Rashal— Myroes, ya has oídolas instrucciones. Lleva los libros alescondite de seguridad. El resto denosotros debemos pensar un plan.

— ¿Yo? —preguntó Ocusso,aterrorizado.

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— Sí, tú. Y date prisa.Forzado de repente a la acción,

Ocusso se zambulló escalera abajo sinesperar a que lo siguiéramos y cogió unpequeño pasillo lateral.

— Después de ti —me dijo el agenteimperial señalando el pasillo. A travésde las ventanas pude distinguir unacolumna de inquisidores a lo largo de lacosta, portando los pesados cascoscarmesí de los sacri. Sin lugar a dudasdirigían sus pasos en dirección anosotros. No protestaría en esta ocasión.Empujando a Ravenna para queavanzase, corrí detrás de Ocusso.

Descendimos un breve tramo por el

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pasillo y entramos luego en una ampliahabitación de techos altos y desigualsuelo de piedra, con aspecto dealmacén. Contenía diversas clases deequipos oceanográficos, desdeestaciones de prueba hasta unacolección de redes que hubiesenparecido fuera de lugar en una barcazade pesca. A la derecha, unadesvencijada escalera de maderaconducía a una puerta que conectaba conel nivel superior. En el lado opuestoestaba lo que supuse que sería el accesoa los embarcaderos de las rayas. Lasrayas oceanográficas, al igual que lossubmarinos de emergencia, se mantenían

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con frecuencia en bahías y no ancladasen los muelles. Era evidente que laestación de Ral´Tumar podía afrontar elgasto. Tras recordar la obsesión con queRashal calculaba el presupuesto, lo creíbastante plausible.

Ocusso estaba muy nervioso y susilueta ascendía y descendía al atravesarel suelo abarrotado de trastos, y a cadapalpitación de su pecho fijaba la miradaen la escalera. Amalthea parecíademorarse una eternidad, pero al fin lapuerta se abrió y ella se deslizó a todaprisa escalones abajo.

— Rashal dice que esta gente teayudará —murmuró Ocusso— Parece

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que hay sacri custodiando el puerto.Luego se volvió y escapó corriendo

sin esperar respuesta. La inminentellegada de los inquisidores habíaconvertido al sereno oceanógrafo en unconejo aterrorizado, y por los gestos quehabía observado en el salón principal noera el único afectado de esa manera.¡Por el amor de Thetis! ¿Con quéintención acosaban el instituto? ¿Quéhabía hecho ese puñado de amistosos yexcéntricos científicos para merecer laatención de Midian?

— ¿Puedo confiar en él? —mepreguntó Amalthea señalando al agente.

— Es un condenado y desagradable

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espía imperial —espeté salvajemente,feliz de poder vengarme— Pero, porotra parte, estamos atrapados.

Desgraciadamente, también eso eracierto... ¿o acaso me engañaba?

— Si no estuviese obligado amantenerte con vida, ya me habríaencargado de ti sin... —comenzó areplicar el agente, pero luego hizo unapausa y negó con la cabeza— Notenemos tiempo para discutir.

— ¿De verdad hay sacri custodiandoel puerto?

— Así es —aseguró el agente— Sideseáis seguir viviendo, es mejor quehagáis exactamente lo que os diga.

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Amalthea, por favor, intercambia tutúnica con la que lleva Ravenna.

Ambas empezaron a protestar, peroen ese preciso instante oímos conclaridad el sonido del personal delinstituto saliendo por las puertasprincipales. El agente se apuró a cerrarla puerta de la habitación queocupábamos, y Ravenna y Amalthea nosdieron la espalda. Miré a otra partemientras intercambiaban las túnicas. Lade Ravenna le iría algo estrecha aAmalthea, pero por fortuna laoceanógrafa no era tan regordeta comomuchas de las tumarianas.

— Amalthea, sácanos de aquí —

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ordenó el agente, y esta vez ella no pusoobjeción. Abrió entonces una de lasamplias puertas dobles situadas en unextremo del almacén, permitiendo queentrase la luz gris del día. En el repletoalmacén no había nadie más quenosotros, pero sentía un hormigueosobre los hombros, como si esperaseque un inquisidor me cogiese de unsegundo a otro.

Eso no sucedió, y alcanzamos sinproblemas el estrecho portal de maderaen el otro extremo del salón. Amaltheaabrió el cerrojo y nos lanzamos hacia lacalle que corría entre la estaciónoceanográfica y algunos pequeños

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almacenes. Sentí la misma incomodidadque había experimentado unas semanasatrás, esquivando patrullas de sacri en eldistrito portuario de Lepidor.

En la calle sólo había dosmarineros, que tras observarnos unmomento volvieron a sus asuntos comosi no existiésemos. El agente noscondujo un trecho en dirección a unaangosta vía lateral y luego giramos poruna abrupta esquina hasta un diminutoparque entre varios depósitos. En elcentro de éste había una higueraabandonada y solitaria.

— Aquí es donde se separannuestros caminos —advirtió el agente

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mientras buscaba algo en un bolsillooculto de su túnica. De allí extrajo unadelgada pieza cuadrangular de cobre.Cogió luego un medallón que colgaba desu cuello, bajo la túnica, y lo oprimiócon firmeza sobre el cobre. Tras volvera ocultar el medallón, le dio la pieza decobre a Amalthea.

— Esto es un salvoconductoimperial. Utilizadlo para llegar hastaSelerian Alastre y entregádselo entoncesa vuestros superiores. El buque deguerra Meridian zarpará del muellecuarenta y cinco en un par de horas.Abríos paso hasta el puerto a través delas calles laterales y partid de

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inmediato.Un poco reacio, le dio también a

Amalthea un pequeño monedero lleno dedinero.

— Esto os ayudará a llegar allí —añadió— Y si alguien os interroga,decid que os ha sido entregado pormotivos imperiales secretos y por esolleváis mensajes destinados al instituto.¿Habéis comprendido?

Incluso Amalthea, que hasta aquelmomento había sido la persona máscalmada entre todos los oceanógrafos,parecía ahora un poco desanimada. Sinembargo, asintió y se puso en camino.Apenas un instante después, como una

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especie de reflejo retardado, se volvió ydijo «Buena suerte», pero sin dirigirseal agente. El sonido de sus pasos apenasse había desvanecido cuando Ravenname miró con los ojos encendidos defuria y me propinó una violenta bofetadaque casi me hizo perder el equilibrio.

— Eso es por no haber confiado enmí —explicó antes de darle un bofetónsemejante al agente imperial, un golpeque sin duda podría haber esquivado silo hubiese querido— No soy la chica denadie, mercenario, y nadie regateaconmigo.

Afectado todavía por el cachete queme había dado (y que merecía, por

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mucho que mi enfado intentara negar loshechos), no dejé de sentir ciertasatisfacción al ver que el arroganteagente había recibido un castigosemejante. En esta ocasión no eraOrosius en persona, de eso estabaseguro. Había sutiles diferencias entrelas palabras y el comportamiento de élen la biblioteca y los que habíamostrado en esta ocasión. Por otra parte,no imaginaba a Orosius recibiendosemejante bofetada.

— De todos modos, tú estás ahoraen una ciudad hostil, y a mi absolutamerced —dijo él tras un silencio— Porno mencionar que vistes colores que son

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una garantía de ser arrestada.— Motivo por el cual regresaré para

cambiarme de ropa —anunció Ravenna— ¿Vienes, Cathan?

Lo que sucedió a continuación esmuy difícil de describir, pero no bienintenté moverme sentí que una nieblacaía sobre mi mente, haciendo que mismúsculos se negaran a obedecerme.Ravenna pareció por un momentoscaminar en un mar de melaza. Entoncesambos nos detuvimos.

— Os he inmovilizado para evitarque hagáis algo extremadamentedesaconsejable —dijo el agente concalma— Hay sacri por toda la ciudad

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haciendo investigaciones de diversostipos y todos tienen orden de arrestar acualquier oceanógrafo que intenteescapar. Dudo mucho que lleguéissiquiera a vuestro alojamiento.

De nuevo había sido superado porcompleto, aunque esta vez era peor, yaque tenía a Ravenna de pie a unos pocosmetros, con la furia y el desconciertomarcados en sus facciones. Aún másirritante, y en realidad el motivo realpor el que merecía la bofetada, era queel emperador no tenía, al parecer,intención alguna de esperar. Me habíaequivocado. ¿Y cuánto nos costaríaahora que yo hubiese defendido tan

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obstinadamente mi orgullo?— Entonces ¿cómo haremos para

escapar de esta trampa que tanamablemente nos has tendido? —exigióRavenna— ¿O se supone que nodebemos escapar?

Como respuesta, el agente se dirigióa uno de los pequeños almacenes ygolpeó dos veces en la rectangularpuerta de madera. La puerta se abrió, yyo sentí una inmediata e irresistibleurgencia por entrar. Una urgencia quetreinta segundos más tarde, cuando lapuerta se cerró detrás de nosotros, pudecomprender.

— Creía que todos los magos

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mentales debían ser sacerdotes.— No existen reglas en lo que

concierne al emperador —afirmó él conuna sonrisa.

El almacén era muy similar al quehabíamos visitado antes, salvo porqueéste era algo más amplio y oscuro. Suúnica iluminación provenía de dosínfimos focos en el techo y de unaantorcha que sostenía un sujetorechoncho vestido con una túnicaescarlata con la insignia plateada.

Pero no fue el portador de laantorcha quien me llamó la atención.Había allí otras tres personas de pieentre cajas apiladas y objetos

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embalados. Por su vieja túnica supuseque una sería una criada, aunque suactitud no era en absoluto tímida nisumisa.

Era imposible que los otros dosfuesen sirvientes.

— ¡Dios mío! —exclamó MaurizScartaris, una presencia con muchaautoridad bajo la luz de la antorcha.Tenía voz de tenor y sin duda hubiesesido admitido en cualquier teatro de laópera de Aquasilva— ¡Tenías razón! —añadió— , el parecido es inconfundible.

Sus palabras no pudieron encubrir lasorpresa reflejada en una profundainspiración de su compañera, a quien no

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conocía. Se trataba de una mujer thetianatoda vestida de negro y cuyo collar deoro desprendía destellos. No es que esaactitud significase algo para mí: yo mesentía en aquel momento por completoperdido.

— Si el parecido es genuino —dijoella muy lentamente— , siembra dudasen torno a muchas cosas que hemoscreído durante largo tiempo. Tambiénnos pone en una situación muy delicada,Mauriz, nos sumerge en aguas muyprofundas.

— Las aguas más profundascontienen las montañas más altas —respondió él con lo que pareció ser una

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cita literaria. Mostraba la sonrisa dequien acaba de descubrir un tesoro ytiene plena conciencia de ello. Su rostropatricio pareció de pronto muysatisfecho.

— Además —prosiguió Mauriz— ,las antorchas brillan más en laoscuridad. He visto muy pocos sueñoshacerse realidad, Telesta, pero aquí yahora estoy viviendo uno que hemostenido durante generaciones.

— ¿Sueño o pesadilla? —preguntócon voz suave la mujer a la habíallamado Telesta.

— Tú nunca ves el lado bueno de lascosas, ¿verdad? Como un de mal agüero

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llorándole al viento.Ella no pareció sentirse insultada y

sólo agregó:— No todos los augurios son

buenos, Mauriz. Recuerda lo que tedigo.

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CAPITULO IX

— ¿Puedo sugerir que nos demosprisa? —dijo el agente rompiendo elsilencio que siguió a las últimaspalabras de Telesta— Si losinquisidores descubren que hay genteintentando huir, podrían llenar depatrullas todo el sector.

Mauriz asintió y se dirigió a lacriada sin volverse para mirarla.

— Vuelve a abrir la puerta trampa,Matifa.

Ella se inclinó bajo una pila deembalajes, y momentos después uno deellos se deslizó a su lado produciendo

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un ligero crujido.— Tekla, tú custodia la retaguardia

—pidió Mauriz, y luego le indicó alportador de la antorcha que fueseadelante.

De manera que ése era el nombre delagente imperial, o al menos así se hacíallamar, y que no me había querido decir.No era un nombre thetiano, o al menosque yo hubiese oído antes.

— Cathan, espero poder confiar enque tú y tu amiga me sigáis sin másresistencia.

Asentí y entonces la niebla del magomental se evaporó de mi mente. Eracomo salir de una piscina de miel, pero

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apenas tuve tiempo de recuperar elcontrol sobre mí mismo cuando Teklame empujó en dirección a la apertura.

Un conjunto de escaleras descendíahacia un pasillo iluminado de formaintermitente por la antorcha. Rocé conun brazo el empapado muro de piedra ydeseé que esa humedad no fuera más quemusgo. Un poco más adelante, Mauriz sedetuvo hasta que sentimos un crujido anuestras espaldas, seguido por la voz deMatifa diciendo que la puerta trampa yaestaba nuevamente cerrada.

El aire enrarecido del túnelresultaba opresivo, y el techo era tanbajo que quien sostenía la antorcha no

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podía levantarla más que a la altura desu cara. Por fortuna, el pasadizo erabastante ancho, pero al verme cercadoentre Telesta y Ravenna no pude evitaruna sensación de claustrofobia. Todosmis temores me asaltaron de nuevomientras avanzaba por el senderosubterráneo, más o menos prisionero deese agente imperial que tanto detestaba.Por no mencionar a Mauriz y a esa mujervestida de negro que él habíacomparado con un ave de mal agüero.No habíamos recorrido mucho trechocuando el túnel se ensanchó dando pasoa una cueva que parecía estar algo másseca y cuyo techo era más alto que el del

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túnel. Pese a eso, nuestra pequeñaprocesión no se detuvo, sino que siguióadelante en dirección a una de dosaperturas ubicadas al fondo.

— ¿Dónde estamos? —pregunté.— Es un depósito —explicó Tekla—

Una especie de depósito.— Quiere decir una guarida de

contrabandistas —me susurró Ravenna— Para que el clan Scartari no paguelos impuestos obligatorios.

Cruzamos numerosas puertas demadera obstaculizadas o cerradas concandado e insertas en huecos en la roca.Me resultaba difícil imaginar a losclanes thetianos envueltos en un

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contrabando tan ordinario, pero prontome percaté de mi propia ingenuidad. Setrataba de contrabando en una inmensa ythetiana escala, realizado a través de ungigantesco complejo de almacenesdispuestos en cuevas. Quizá los clanesno hubiesen construido el sistema decavernas, pero no había duda de que loempleaban en la actualidad.

Avanzamos a través de una red decuevas al parecer interminable. Losúnicos sonidos que oíamos eran los denuestros pasos sobre el desgastado suelode piedra, bien alisado a fin de quegeneraciones y generaciones decontrabandistas pudiesen transportar sus

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cargas con mayor facilidad. Mauriz, decontextura demasiado imponente paraser un thetiano, marcó desde el principioun paso veloz que mantuvo durante todoel trayecto sin detenerse jamás.

Cruzamos un sólido puente de piedraque se extendía sobre una corrientesubterránea y a continuación bordeamosun lago igualmente subterráneo, haciauna galería cuyo techo estaba lleno deestalactitas. El agua goteando hacía ecoen las paredes, y en la distancia podíaoír el sonido sordo e inconfundible delas olas. Entonces, en el extremo de unapronunciada pendiente, llegamos a unapequeña caverna. Miré a mi alrededor y

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percibí que su superficie estaba en sumayor parte cubierta por las aguas y queen un estrecho muelle había amarradauna gran raya. Los muros de la cavernadesaparecieron en la oscuridad porencima de nosotros. Contemplé condetenimiento el frente de la raya, queparpadeaba debido a la luz de lasantorchas dispuestas sobre bases demetal a todo lo largo del muelle. «Sonlos colores rojo y plateado deScartaris», pensé.

— ¿Hemos recibido más visitantes?—preguntó Mauriz al vigoroso marinosentado bajo el techo azul de la nave. Elhombre negó con la cabeza y Mauriz se

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volvió hacia mi— Cathan y... —Miró aRavenna, que lo observaba de maneraarisca, con los ojos fríos comotémpanos.

— Ravenna —dijo ella en tonorebelde.

— Ravenna, por tu propio bien, hazexactamente lo que te diga. Debemospermanecer en Ral´ Tumar durante uno odos días más y, dado que losinquisidores tienen vuestra descripción,vamos a disfrazaros. Matifa seencargará de eso.

Se dirigió entonces hacia Telesta yTekla y salió de la caverna junto a ellospor una pequeña salida en el pasaje. Se

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alejaron hasta que sus voces no fueronmás que un murmullo apagado por elrumor no tan distante de las olas. Maurizposeía el aire inconfundible de alguienhabituado a dar órdenes, que noesperaba que nadie cuestionase.

— Vosotros dos, mojaos —nosmandó Matifa bruscamente antes dedesaparecer en el interior de la raya.

Ravenna y yo nos miramos duranteun segundo. Luego ella se encogió dehombros, sacó el papel y el monederode su bolsillo y se quitó los zapatos.

— Pronto sabremos adónde noslleva todo esto.

Saltamos al agua desde el muelle de

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madera, cuya superficie superior estabapor encima del lago. No tardamos enarrepentirnos. El agua estabamortalmente helada y era lo bastanteprofunda para que mis pies no llegasenal fondo. Ambos salimos tan de prisacomo pudimos y nos quedamostemblando sobre los tablones.

— ¿Fría? —preguntó Matifasonriendo sin alegría— Os hemossalvado de aguas mucho más calientes,así que parece justo que os hayáiszambullido aquí. Arrodillaos, no puedohacer esto si estáis de pie.

Se colocó junto a nosotros con unasdiminutas tijeras y dos recipientes llenos

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de un líquido marrón oscuro. Ravennacomprendió lo que iba a hacer Matifamucho más de prisa que yo y se echó elpelo hacia atrás, apartándoselo de lacara antes de arrodillarse. Pese a sucooperación, era evidente que todavíaestaba furiosa, y lo estuvo aún másdespués de que Matifa le cortó unoscentímetros el pelo. No tenía ningunaduda de quién sería el próximo blancode Ravenna en cuanto tuvieseoportunidad de liberar su enojo.

Seguí su ejemplo con reticenciamientras Matifa destapaba uno de lospotes y echaba sobre el cabello deRavenna buena parte de su contenido.

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Incluso la propia Ravenna pareciósorprendida por el método, y mepregunté si existía otra forma de teñir elpelo. Mis rodillas aún no se habíanrecuperado por completo del infametratamiento de la jornada anterior y pordentro le suplicaba a Matifa que apurasesu trabajo, aunque deseaba también quela tintura no fuese tan evidente en mispropios cabellos. Por el modo en queMatifa trabajaba el pelo de Ravenna,con las manos manchadas y estropeadas,y deteniéndose cada tanto para echar unpoco más de tinte, deduje que Matifadebía de ser una experta en esosmenesteres. Mauriz no parecía ser de los

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que empleaban a principiantes.Cuando Matifa se acercó a mí, el

cabello todavía mojado de Ravenna seveía ya mucho más claro y brillaba. Porsu túnica prestada corrían hilos de aguamarrón, pero con algo de suerte Maurizy sus compañeros nos darían ropanueva. Aún tenía frío y, cuando Matifaechó el contenido del segundo recipientede tintura tibia sobre mi cabeza, sentíalgo de alivio.

Por fortuna, yo no tenía ni de lejostanto pelo como Ravenna, de manera queMatifa no pasó mucho tiempotiñéndome.

— Ya podéis poneros de pie —dijo

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volviéndose por un instante— , perofaltan muchas más cosas.

«Más cosas», como pronto descubrí,implicaba frotarnos la cara y los brazoscon un aceite empalagosamente dulce(para aclarar el color de la piel, informóMatifa cuando le pregunté), untarnos lasmanos y los pies con otra sustancia paraque pareciésemos más fornidos ycambiar el color de mis ojos.

Los alquimistas thetianos eran laenvidia del mundo, pero mientras quesus colegas continentales aún llevaban acabo estudios arcanos e investigaban latransmutación de metales, ellos haciatiempo que se habían concentrado en las

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aplicaciones más prácticas de su propioarte. Palatina me había dicho en unaocasión que los alquimistas yesteticistas de su patria podíantransformar un buitre en un ave delparaíso. Semejante talento, por cierto,tenía usos más siniestros en la prácticade la política thetiana. Los thetianosproducían todo tipo de compuestos,desde venenos hasta afrodisíacos,incluyendo, como pronto pudecomprobar, una poción capaz demodificar el color de los ojos.

Sólo entonces comprendí cuántohabía pasado Ravenna a lo largo de suvida, transformando su apariencia de

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modo sutil, planchándose el pelo y,sobre todo, cambiándose el color de losojos. Y con frecuencia había tenido quehacerlo ella sola.

— Mantén los ojos abiertos o serápeor —me advirtió Matifa cuando merecosté, un poco agitado, sobre una rocabastante irregular. Ravenna y Matifahabían conseguido acallar mis protestas,subrayando que en el mundo había muypocas personas con ojos de un brillanteazul marino y que yo llamaba laatención. Me explicó que habría podidopasar por un exiliado, pero que ellostenían el pelo rojo, lo que era todavíamás llamativo. Ravenna me sostenía

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firmemente la cabeza, lo que no meinspiraba mucha confianza sobre lo quesucedería a continuación.

— Eres un hombre, y por lo tantoésta es una experiencia terrible para ti—dijo Matifa inclinándose sobre mí conun delicado gotero de vidrio.

No tuve tiempo de responderle puesantes derramó un hilo de líquido en miojo izquierdo y, segundos después, otroen el derecho. Por un momento mepregunté qué había querido decir, peroen seguida sentí en los ojos una comezóninsoportable. De forma instintiva llore ycerré los ojos, pero pronto comprobéque eso no me ayudaba lo más mínimo y

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volví a abrirlos. Todo se volvió borrosoy difuminado hasta que Matifa me vendócon un trozo de paño.

— Asegúrate de que no se quite lavenda al menos durante cinco minutos—le dijo a Ravenna mientras seincorporaba— Ya conoces elprocedimiento. Casi hemos terminado.

Con tanta crueldad como Matifa,Ravenna me mantuvo tendido durantediez minutos antes de quitarme elvendaje y permitirme sentarme. La virevisar mis ojos a través de una difusaneblina.

— ¿Era necesario que fuesen tanoscuros? —le consultó entonces a

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Matifa, que había regresado.— Están bien —respondió la otra

mujer— De un azul oscuro normal. Nohay nada extraño en ellos. Ahora prestadatención. Dentro de la raya tenéis ropacon los colores de Scartaris. Id allí ymudaos totalmente, echad lo que lleváisahora dentro de la bolsa. Daos prisa,que tenemos una cita.

La niebla ya se había despejado casidel todo cuando entramos en la cabinade pasajeros de la raya, aunque todavíame picaban los ojos. Deduje que la navepertenecía al equipo de emergencia dealguna manta de Scartaris, de las que seempleaban para salvar la vida de los

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tripulantes si el buque era dañado demodo irreversible. Las luces de éter meresultaban penosamente brillantes encomparación con la grata penumbra delas antorchas, pero la molestia pasódespués de unos instantes.

— Aquí está la bolsa —dijoRavenna, de pie junto a uno de losasientos acolchados. De su interior sacódos juegos completos de prendasdestinadas a la servidumbre, túnicas quellevaban los colores de Scartaris. Nohabía pantalones, lo que me pareciósorprendente. Los únicos materiales lobastante livianos para ser utilizados enel Archipiélago, incluso en invierno,

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eran demasiado caros para que losvistieran simples sirvientes.

No había en la cabina ningunaprivacidad, por lo que nos mudamos deropa tan de prisa como pudimos,sacando todo lo que llevábamos en losbolsillos y desechando las prendashúmedas y manchadas a la bolsa.Nuestras nuevas túnicas nos iban unpoco holgadas, pero sin duda nos daríanel aspecto que Mauriz tenía en mente.Luego nos miramos por primera vez connuestra flamante imagen. Noté unasonrisa asomando tímidamente en elrostro de Ravenna, que un momentodespués estalló en una sonora carcajada.

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Contemplé entonces mi apariencia en unespejo y, a pesar de lo incongruente dela situación, me eché a reír también.

De parecer inconfundiblesoceanógrafos del Archipiélago central,con nuestros negros cabellos, Matifa noshabía convertido en lo que debía de serel prototipo de los sirvientes extranjerosde pelo castaño. No es que Ravenna yyo nos pareciésemos demasiado, ya quenuestros rostros ya eran de por síbastante distintos, y además Matifa noshabía dotado de sutiles diferencias.

Me resultó un poco humillante que elcambio se hubiese producido en menosde una hora. Por no mencionar lo

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perturbador que era ver a un extraño enmi propio reflejo. Pero, de algún modo,el asunto tenia su lado divertido yseguíamos tentados de reírnos. Inclusocuando Matifa nos interrumpió consequedad, ordenándonos quevolviésemos a salir de la nave, parte dela tensión había desaparecido. No toda,pero si buena parte.

Mauriz y sus compañeros nosesperaban frente a la portilla, mientrasque Matifa y el portador de la antorchamiraban desde un lado. Nos detuvimosal extremo del muelle obedeciendo ungesto de Telesta y permanecimos allí,cohibidos, mientras los tres nos

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observaban de arriba abajo.— Buen trabajo, Matifa —dijo

Mauriz tras una pausa— Será más quesuficiente para engañar a cualquiera deesos imbéciles que custodian el puerto.

— Todavía queda por hacer —advirtió Matifa sin tomar en cuenta elelogio recibido— ¿Cuánto tiempo mehas dicho que debe durar esto?

— Depende. Te lo confirmarécuando lo sepa con certeza. Igual queTekla, Mauriz omitía deliberadamentedarnos cualquier tipo de información.

— En ese caso debo hacer algunascosas más. Esto durará unos pocos días,pero se estropeará si deseas mantener el

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engaño más tiempo.— Podrás hacerlo cuando estemos

mar adentro. Ahora pasarán sinproblemas por sirvientes. Cathan, Teklairá ahora en busca de Palatina y laconducirá a la embajada. Nos ayudaríamucho que utilizases algunas de esashojas para escribirle un mensaje. Perono menciones al clan Scartaris.

En todo este tiempo, yo no habíahablado de Palatina con la esperanza deque se olvidasen de ella, aunque debíimaginar que estaban muy bienorganizados para que eso sucediese.

Escribimos un mensaje usando lasuperficie de la raya como escritorio

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mientras todos menos Mauriz y Teklaabordaban la nave. Mauriz desechó miprimer borrador, señalando que erademasiado ambiguo, pero el segundorecibió su aprobación y le entregó elpapel a Tekla. En mi nota le advertí delpeligro que corría tanto como pude, perocon todo guardaba pocas esperanzas deque Palatina pudiese escapar. Y quizá nisiquiera tuviese demasiado sentido quelo lograse. ¿Adonde iría? ¿Regresaría aLepidor, a decirle a mi padre que yohabía desaparecido? ¿O viajaría a latierra de Qalathar, desconocida paraella? No, ella estaba tan atrapada en lasredes thetianas como nosotros.

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Al abordar la raya no dejaba depreguntarme si había traicionado o no aPalatina. Alguien en Thetia habíaintentado asesinarla y sólo falló por laintervención de un mago desconocido,Ella siempre sostuvo que la idea dematarla había surgido del emperador,que quería eliminar a la únicasuperviviente del partido republicano.Incluso yo, con mi vaga noción de losasuntos de Thetia, sabía que el clanCanteni y el clan Scartari no podían niverse. ¿Acaso estaba siendo culpable deentregarla a manos de Mauriz? Sinembargo, me recordé a mí mismo, siMauriz pretendía contar con mi

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colaboración, no empezaría pormaltratarla. Mauriz parecía carecer detacto y sensatez, pero sin duda era muyinteligente. Y si los oceanógrafoshablaban, Palatina estaría en peligro detodos modos.

Sentado en uno de los confortablesasientos acolchados, observé cómoTekla apagaba las antorchas ydesaparecía por el túnel, una pequeñafuente de luz desvaneciéndose hastadejar la raya en tinieblas.

— Salgamos de aquí —le ordenóMauriz al piloto antes de venir asentarse frente a mí, junto a Telesta.

— Entonces, ¿cuándo nos diréis de

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qué trata todo esto? —le preguntóRavenna a Mauriz mientras la rayaretrocedía lentamente alejándose delmuelle. Me parecía que la arroganciadel thetiano enfurecía a Ravenna. Nodejaba de ser comprensible, y yo sentíalo mismo.

— No sois nuestros prisioneros —advirtió Mauriz encogiéndose dehombros— De acuerdo con la leythetiana sois algo denominado terai, unaespecie de sirvientes bajo contrato. Esoes tan sólo una formalidad respecto avosotros, pero será lo que diremos encaso de que intervenga el Dominio.

Ravenna estaba a punto de estallar, y

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por la rigidez de su rostro noté que lasprovocaciones de Mauriz estaban yendodemasiado lejos.

¿Para quién trabajaba Mauriz? Notenía nada que ver con el Dominio y sinembargo aquí estaba, colaborando conun agente imperial de cierta importancia.Tekla no era un mero subordinado, no siera un mago mental ligado en algunamedida al emperador. Pero si íbamos aser conducidos ante el emperador, comoparecía probable, ¿por qué tomarse lamolestia de disfrazarnos? Mauriz oTekla podían sencillamente imponer unaadvertencia imperial a todos losinquisidores y argumentar que yo ya

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estaba bajo arresto.—¿Si el Dominio interviene en qué?

—preguntó Ravenna— Os referíais aCathan como si fuese una especie demesías y os habéis arriesgado bastantepara ayudarnos a escapar. ¿Es acaso otrade vuestras pequeñas conspiracionesthetianas carentes de sentido?

La raya comenzó a sumergirse encírculo y el agua a cubrir las ventanillashasta que estuvimos por completo bajoaguas oscuras. Debía de existir sin dudaun pasaje subterráneo que llevaba hastael mar. De otro modo habría sidoimposible que la nave entrase ahí.

— Esta es más que una conspiración

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—afirmó Mauriz— Mucho más. Sepodría decir que tiene que ver con laredención.

Media hora más tarde, sin sabermucho más, estábamos en el hueco deacceso a la manta Lodestar del clanScartari, esperando a que Maurizacabase de hablar con su capitán. Desdeel puente de mando dio órdenes, por loque supuse que se trataba de alguiensituado muy arriba en la jerarquía delclan Scartari. El capitán esperó luegojunto a la entrada a la raya y Mauriz loacompañó para dar nuevas órdenes. Nosdejó de pie bajo la atenta mirada deMatifa. Era peculiar comprobar el modo

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en que todos los demás parecíandesvanecerse en un segundo planocuando Mauriz estaba presente, como siatrajera toda la luz hacia su persona.

Ravenna y yo éramos ahorasirvientes del clan Scartari, convertidosen dos isleños del Fin del Mundo, quehabían conseguido de algún modo rehuirla desolación de las islas del Fin delMundo poniéndose a las órdenes delclan. Nada de eso era inusual, y, por otraparte, nadie se fijaba en los sirvientes.Dado que cualquiera que si decidiesefijarse notaría que no estábamoshabituados a nuestras tareas, se habíaestablecido que hacía muy poco tiempo

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que estábamos sirviendo al clan.Habíamos abordado el Lodestar unosdías antes y Mauriz nos había tomadocomo siervos.

Se abrió la puerta de la sala denavegación y Mauriz salió haciéndonosuna sutil señal con la mano paraindicarnos que lo siguiésemos. Ningunode los marinos nos prestó la menoratención mientras cruzábamos tras él elacceso principal y atravesábamos elmuelle con techo de vidrio en direcciónal puerto submarino de Ral´Tumar, unacolumna de luces en la tiniebla grisazulada.

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El puerto rebosaba actividad,repleto de marineros transportandomercancías y de otras personas. Debajode nosotros, en el nivel de las cargas, oívoces thetianas discutiendo y a alguienque maldecía. Pero, mientras mi mentedivagaba, Matifa me dio un codazo enlas costillas que centró mi atención. Lamire con sorpresa y apuré el paso hastael ascensor de madera en el queesperaba Mauriz, con expresión deimpaciencia. Pero no dijo nada y losmarineros que maniobraban el ascensoractivaron los controles de éter para quecomenzase a elevarse. Al subir, sentíque mi corazón palpitaba con fuerza.

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Allí arriba, en algún sitio, habíainquisidores con mi descripción y laorden de arrestarme bajo cargos deherejía. «Adorada Thetis, haz que eldisfraz funcione», suplique en silencio amedida que veía pasar los distintosniveles ante mí y la gente entraba y salíadel ascensor.

El tiempo transcurría demasiadodespacio o demasiado de prisa, y mepareció que habíamos alcanzado lasuperficie en solo un momento,apareciendo en el salón esférico quecoronaba el muelle submarino. Antenosotros estaban las puertas yescalinatas en las que, apenas la mañana

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anterior, Sarhaddon y Midian se habíandetenido para leer su mensaje de muerte.En el extremo opuesto, varios sacripermanecían de guardia con los rostrosocultos tras velos carmesíes.

— No los mires de ese modo —mesusurro Ravenna.

Mauriz salió de prisa del ascensor yluego se mantuvo de pie a unos pocospasos, todavía impaciente.

— Vosotros dos debéis aprender aseguirme —nos dijo—. Matifa,asegúrate de que no me pierdan.

Luego miró a su alrededor ydistinguió a Telesta que se nos acercaba.Ella había desembarcado un poco antes,

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nos contó Mauriz, a fin de comprobaralgo en las autoridades portuarias.

— Todo irá bien por aquí —leaseguró a Mauriz cuando estuvo junto aél— Los jontianos no zarparán hastapasado mañana.

¿Quién demonios eran losjontianos?, ¿otro clan?

— Mientras nos atengamos a nuestroplan no tendremos problemas.

Mientras cruzábamos la rampa endirección a la puerta tuve la seguridadde que los sacri fijaban su mirada en míy supuse que de un momento a otro medarían la voz de alto y se interpondríanen mi camino. Pero ninguno se movió ni

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pareció tomar conciencia de queestábamos allí. Y a poco estuvimos yadescendiendo la escalinata exterior delpuerto.

Debo de haber liberado un sonorosuspiro de alivio, ya que Ravenna memiró con ojos comprensivos y asintiócon la cabeza. Aun nos quedaba un largocamino por recorrer. Debíamospermanecer en Ral'Tumar un día y mediomás hasta... ¿hasta qué? Cualquiera quefuese el sitio seguro al que Mauriz nosllevaría, la elección del destino estabaen sus manos. No teníamos posibilidadde opinar y nada que hacer en lo que serefería al Aeón.

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Casualmente, salimos del puertojusto a tiempo para ver cómo losoceanógrafos marchaban custodiadospor los centinelas sacri. Una visión queanunciaba en la húmeda tarde elfantasma de las piras y el humoproducido por la quema de libros. Sacosy sacos de libros eran transportados pormás sacri que caminaban detrás de loscautivos. El conocimiento acumuladotras siglos y siglos de investigaciones,destinado a caer sobre las llamas yquedar reducido a cenizas.

Contra mi voluntad, miré a laizquierda, al extremo del muelle. Sobreel edificio azul y blanco de la estación

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oceanográfica llameaba amenazante unabandera con la insignia del Dominio: elfuego divino de Ranthas. Ya no habíaoceanógrafos en Ral´Tumar. Nadie paraadvertir a los marinos acerca de lastormentas submarinas, para detectarcambios mínimos en el tiempo queanunciaban enormes tempestades enalgún punto del infinito océano. Todopara satisfacer la manía haletita por lalimpieza, el divino azote de su dios.

En Midian había algo más quefanatismo, como pronto descubrirían losaterrorizados oceanógrafos quemarchaban ahora hacia el templo paraser interrogados. El hombre que estaba

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tras nosotros no era sólo un fanático,sino también un político, del mismomodo que lo habían sido todos losprimados desde Temezzar hastaLachazzar. Un haletita para el cual todoslos demás pueblos del mundo eraninferiores por no haber nacido en elcentro de Equatoria. Y un hombre con unardiente deseo de dominar, que habíasido derrotado y humillado por lamismísima gente que él despreciaba. Enconcreto, por un oceanógrafo, unathetiana y una joven originaria delArchipiélago, humillación que debíaconsiderar aún mayor, teniendo encuenta que de los tres dos eran mujeres.

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Hamílcar, cuya intervención habíaresultado crucial, resultaba menosimportante. Debido a lo que nosotrostres habíamos hecho para salvar nuestraspropias vidas, Midian estaba dispuestoa devastar el Archipiélago a sangre yfuego en el nombre de Ranthas.

Para entonces yo ya me habíaalejado demasiado de Lepidor, pensécon tristeza mientras ascendía la calleprincipal de la ciudad siguiendo lospasos de Mauriz y Telesta, acompañadosahora por dos marinos del clan Scartaricon armaduras escarlatas. La furia deMidian debía de haber aumentado tras laliberación de Lepidor, convirtiéndose en

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una llaga que corroía su alma. Algo queno se nos había ocurrido, aunqueteníamos que haberlo calculado, era quesi Midian sobrevivía al enfado deLachazzar, como había sucedido, sudeseo de venganza lo transformaría en elinstrumento perfecto para liderar laInquisición. Alguno de nosotros debíahaberlo esperado, pero nos habíamosdistraído celebrándolo, yrecuperándonos. Dudaba incluso quecapturarnos y ejecutarnos bastase paraatenuar su ira. Ya era para Midian unacuestión de orgullo.

Deduje que Mauriz había declinadomontar en elefante para llamar la

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atención lo menos posible, pero meequivocaba. Cuando habíamosalcanzado casi el centro de la calleprincipal, doblamos hacia una estrechavía lateral que hubiese resultadodemasiado pequeña y populosa paracualquier elefante. Pasado el frente delas casas familiares, cogimos otraavenida que nos llevó hacia un pequeñoparque con naranjos, junto al consuladoScartari.

Según nos había dicho Palatina,igual que en cualquier otra gran ciudad,existían en Ral´Tumar nueve consuladosthetianos. Sus funciones derivaban dealgún ignoto punto en la desconcertante

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complejidad de la política thetiana.Corno fuese, lo único importante era queestábamos en territorio thetiano, o másespecíficamente en territorio Scartari,bajo la protección (o la custodia) delsegundo clan más poderoso de Thetia.Un clan que en otros tiempos, durantelos antiguos días del imperio, habíaconcentrado más poder que continentesenteros, pero que ahora había caído enla decadencia en la que estaba inmersoel propio imperio. De algún modo, nome pareció que la principal ambición deMauriz se relacionase con lograrimportancia en el circuito social deSelerian Alastre, algo que pretendían

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muchos de sus compatriotas.Las puertas se abrieron antes de que

llegásemos hasta ellas, y Mauriz fueinvitado a pasar a la recepción consuelo de mármol, que se veía iluminaday fresca pese a sus muros de un rojoterroso. Podía oírse el tranquilizadorfluir del agua proveniente de una fuenteen un patio interior. En el aire flotaba unvago rastro de perfume.

— ¿Alguna novedad? —le preguntóMauriz al sujeto que le había abierto lapuerta, y que supuse que sería eladministrador. Se trataba de un hombrejoven que parecía que tuviese muchosescalones por ascender y pretendiese

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hacerlo con las menores complicacionesposibles.

— El cónsul está reunido con unrepresentante eiriliano, altocomisionado. El almuerzo está listo.

— Telesta y yo comeremos ahora,tenemos asuntos que concluir, listas dos—dijo señalándonos con autoridad aRavenna y a mí— son personas valiosaspara el clan que serán tratadas como sifuesen sirvientes nuevos provenientes delas islas del Fin del Mundo. Matifa estáa cargo de ellos y partirán conmigocuando yo zarpe. Asegúrate de quetengan sitio para dormir esta noche.

Los ojos del administrador nos

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recorrieron brevemente y luegoregresaron a Mauriz antes de quecondujera al patio al alto comisionado ya Telesta. todo eso nos recordaba aRavenna y a mí nuestra importancia enel plan general que se estabadesarrollando. Matifa dijo un nombre envoz alta y un instante después presentódesde una puerta situada a nuestraizquierda una mujer entrada en años. Adiferencia del administrador, no erathetiana.

— Besca —le dijo Matifa y su tonodejó en claro que la consideraba inferioren rango. Luego repitió más o menos loque había dicho Mauriz de nosotros,

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añadiendo que precisaríamos otrasprendas de vestir. Antes nos aseguró querecogerían nuestros equipajes del hostal,pero que por ahora no nos seríannecesarios. Supongo que los habríanrevisado detalladamente, aunque nodebían de haber hallado nada peligrosoen ellos. Yo conservaba todavía la cartade crédito de la familia Canadrath en unbolsillo, y ellos estaban al tanto de queyo era un hereje.

— Con todos estos marinos estamosun poco faltos de espacio —nos explicóBesca— Tendré que acomodaros en unode los almacenes, si es que consigoencontrar sitio en alguno.

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¿Por qué había allí tanta gente? ¿Eraun rutinario movimiento de tropas oformaba parte de los planes de Mauriz?

— ¿No dormiréis juntos, verdad? —preguntó Matifa sin rodeos.

— No —respondimos ambos a lavez. La voz de Ravenna denotaba furia;yo estaba tan sólo fastidiado. Supuseque le perturbaba el mero hecho de quelo hubiese preguntado, aunque no podíaafirmarlo con seguridad.

— Al menos podríais habermeavisado con antelación —le dijo Bescaa Matifa— Ya les encontraremos unsitio. ¿Sabes si el amo los necesitaráhoy?

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— Quizá por la tarde, pero no antes.No deben salir. Puedes ponerlos atrabajar si quieres. —Matifa sonrióagriamente mientras le decía— ,Enséñales a comportarse comosirvientes.

Oír a esa mujer refiriéndose a mícomo si yo no estuviese presente mehacía regresar a la infancia. Sinembargo, me resultaba difícil echarletoda la culpa a Mauriz, por muy secoque fuese. Si se debía culpar a alguien,aparte de a mi mismo, seria quizá a AMidian y a Lachazzar o a aquelloszelotes anónimos que habían denunciadoa los oceanógrafos. ¿Qué sería lo que

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intentaban hacer con esos delfines?Quería saberlo, aunque fuese un aspectode la oceanografía del que no sabíamucho.

Mientras Matifa se retiraba y Bescanos hacía seguirla y cruzar la puerta porla que había aparecido, se me ocurrióque, pese al odio que prevalecía por elDominio, seguramente habría otroszelotes en el Archipiélago. Fanáticosintolerantes, puritanos de la peor calaña,con sed de venganza sobre sus impíosconciudadanos.

Vi llegar a Palatina varias horas mástarde, mientras fregaba el suelo de lacolumnata y le deseaba todos los males

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en silencio a Besca. Era evidente que elencargado tenía un centinela observandodesde arriba la entrada principal, ya quepor segunda vez la puerta se abrió antesde que nadie la golpease. Un momentodespués Tekla, cargando dos bolsassobre los hombros, hizo pasar a Palatinaa la recepción.

— ¡Comisionado Mauriz! ¡Hallegado nuestra huésped! —anunció elencargado. Palatina me vio, me ignoropor completo y luego, tras un instante,me dirigió una mirada de incredulidad.No tuvo tiempo de decir nada ya queMauriz, que debía de estar por allícerca, entró en el salón y se interpuso

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entre Palatina y yo.— ¡Palatina, estás viva! ¡Es un

placer volver a verte!Con un extravagante gesto de la

mano, invitó entonces a Palatina aatravesar la columnata. Entonces ella ledijo algo que sin duda pasódesapercibido para todos los demás,salvo para mí, lo que sin duda no fueaccidental.

— Mientes, Mauriz. No puedoimaginar nada que te pueda amargar másel día.

— Siempre has ido una Canteniexasperante, Palatina. Las cosas hancambiado, ahora la situación es

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diferente. Por fin tenemos unaposibilidad, una posibilidad de llevar acabo el motivo por el que asesinaron atu padre

— ¿Y de qué se trata? —preguntóella, pero no me cabía duda de quePalatina sabía muy bien a qué se referíaMauriz. Un segundo después, agachadofregando las húmedas losas, confirmé mihipótesis cuando él respondió:

—De fundar una república, porsupuesto.

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CAPITULO X

Tras cuatro horas verdaderamenteagotadoras Mauriz nos convocó aRavenna y a mí, pero ya no me sentía tandispuesto a disculparlo como antes.

Según nos había informado antes unaexultante Besca cuando nos laencontramos por primera vez, el edificioestaba todo ocupado debido al grannúmero de marinos que albergaban. Noeran tan sólo marinos: eran marinos deélite, guardias presidenciales deScartaris y cierta cantidad defuncionarios habituados a la vida sincomplicaciones de Selerian Alastre. Por

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fortuna, advirtió Besca, todos partiríanal día siguiente a bordo del Lodestar,pero en aquel momento seríamos muyútiles relevando de sus tareas a lossirvientes más experimentados para queellos pudiesen ocuparse de los marinos.

Besca nos había ofrecido a Ravennay a mí un almuerzo lo bastante abundantepara mantenernos con energía y luegonos había encomendado la apremiantemisión de fregar el patio. Sólo se podíadejar correr el agua en esa parte una vezcada varios días, y ésta eraprecisamente la ocasión, cuandocontaban con menos personal libre. Asíque debimos hacer rebosar de agua los

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conductos para regar el patio, casiinundándolo, y a continuación abrirtodos los desagües para drenarlo. Enopinión de Besca, sería para nosotrosuna buena experiencia, ya que todas lasfamilias del Archipiélago lo hacían confrecuencia y no nos haría malaprenderlo.

Novatos como éramos, todo nosllevó mucho más tiempo del previsto yen el proceso acabamos empapados, loque no resulto muy grato en el climacálido y húmedo de Ral'Tumar, dondetodo tardaba una eternidad en secarse.Después de aquello y, dado que Ravennay yo éramos de baja estatura y bastante

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ágiles, se nos en cargó la no menosdesagradable tarea de quitar de lascanaletas todas las hojas secas queesparcía el viento. Al acabar, ambosteníamos ampollas en las manos, unoscuantos cardenales, nos dolían losmúsculos y, al menos en mi caso, sentíaun deseo incontenible de echar a Matifapor un barranco, si era posible conBesca para hacerle compañía.

Besca nos proporcionó túnicasnuevas para que llevásemos esa tarde alreunimos con Mauriz, Telesta, Palatina yel cónsul. Todos los presentes habíamostratado a los demás en un momento uotro, pero nunca antes habíamos estado

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juntos en semejantes circunstancias.Palatina sentó precedentes tratándonos aRavenna y a mí como a amigos ydirigiéndose a nosotros tanto como leera posible, ya que, supuse, eso sin dudaperturbaba a ¿Mauriz. El cónsul,encorvado, con cabellos grises yaspecto enfermizo, comió muy poco ypresenció la escena que se le ofrecíacon indiferencia mundana. Ravenna mesugirió en un momento de distensión quedebía de estar en las últimas. Tekla noestaba presente.

Sólo cuando acabaron de comer y elcónsul se retiro a dormir, Mauriz sedignó tratarnos como si fuésemos algo

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más que sirvientes. Nos dijo entoncesque, después de lavar los platos, nosencontrásemos con él en la sala derecepción.

—Hagamos esperar a ese imbécilarrogante —propuso Ravenna apilandola vajilla del postre cuando los demás sefueron. Al parecer, no era común que sesirviesen tres platos, pero Mauriz yTelesta era tratados como huéspedes dehonor. Entre otras virtudes, los thetianosse preciaban por su buena comida. Enopinión de algunos ascetas, dedicarletanto tiempo a disfrutarla y tan poco aRanthas no dejaba de ser un pecado.Pero nadie en Thetia les había prestado

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nunca demasiada atención. Por una vezestuve de acuerdo, aunque supongo queno por las mismas razones. Eso era todolo que parecía ser Thetia en tiempos deOrosius: una fachada de cultura carentede contenido.

— Entonces ve más despacio.Quitamos las cosas de la mesa tan

lentamente como pudimos y las llevé alavar con absoluta calma, sinimportarme si Besca notaba o no mipresencia. Pero aunque otros sirvientescruzaron el salón, lanzándome miradashostiles que dejaban en claro que yo noera uno de ellos, Besca no apareció.

A mi regreso, Ravenna estaba

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barriendo el suelo como si dispusiese detodo el tiempo del mundo. Era unaactitud algo infantil, lo se, pero ambosnos sentíamos furiosos y humillados.Agradecía a Mauriz el habernosayudado a escapar de la estaciónoceanográfica, probablemente salvandoasí nuestras vidas. A partir de entonces,sin embargo, había estado jugandoconmigo por algún motivo personal,algo que yo no estaba dispuesto aaceptar. La otra posibilidad era sin másque mientras no me necesitase le dabapor completo igual qué sucedieseconmigo. La cuestión era que sipretendía obtener mi ayuda para fundar

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una república en Thetia, no iba por buencamino.

Por mucho que nos demoramos todolo que pudimos, llegó un momento enque ya no quedaba nada por hacer salvoatravesar el patio en dirección a la salade recepción. Allí nos esperabanMauriz, Telesta y Palatina, sentados endivanes de poca altura bienalmohadillados según era costumbre enThetia. Los tres sostenían copas de vinoazul y, según notaron que nosaproximábamos, interrumpieron suconversación.

— ¿Queréis un poco de vino? —nosofreció Palatina— Mauriz, ¿por qué no

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les ofreces alguna de las añejas joyas detu espléndida bodega? No nos gustaríaque acabasen echándose a perder.

— Como bien ha sugerido mi amiga,Cathan —dijo Mauriz de inmediato, consuavidad— No nos andemos conceremonias.

No había a la vista ningún sirviente(ningún sirviente auténtico) y sobre laparte inferior de la mesa descansaba unabotella con tres copas limpias. Meacerqué y serví vino en dos de ellas,fabricadas en cristal puro y destinadas alos invitados especiales. —Acomodaosen un diván— agregó Mauriz. Le di aRavenna una de las copas y me dirigí a

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un diván. Había siempre tres divanes enese tipo de salas, cada uno con espaciopara que se reclinaran o se sentaran depiernas cruzadas tres personas. Eso losabía, pero ignoraba cómo colocarme.

Esperé a ver cómo resolvía elproblema Ravenna y la observeacomodarse en el diván vacío. Con unainclinación de su cabeza me invitó aimitarla.

El diván era mucho más duro de loque yo había esperado, por más queestuviese cubierto de cojines yricamente adornado con telas. No erasencillo echarse de forma elegante amenos que se supiese cómo. Era obvio

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que yo no lo sabía, ni siquiera sin lacopa de vino en la mano, y me maldijepor parecer un rústico pueblerino antelos tres thetianos. Por cierto que ellos noesperaban que no supiese acomodarmeen un diván, pero eso sólo empeorabalas cosas.

— Gracias por acompañarnos —dijo Mauriz tras un instante. Eranpalabras vacías, y en su tono de voz nose percibía la menor gratitud. El salónestaba iluminado por antorchas de étercoloreado dispuestas sobre mesas decedro situadas en el centro de los tresdivanes. Se sentía en el aire unsofisticado perfume (incienso mezclado

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con algo que me era desconocido), queera quizá demasiado potente pero nodesagradable.

— No me lo habría querido perderdespués de la maravillosa bienvenidaque nos habéis ofrecido hasta ahora —respondió Ravenna con voz débil.

Mauriz le clavó la mirada y añadió:— No me habléis a mí de la gratitud

de los reyes.— Nunca comas en una fiesta

thanetana, pues luego pretenderán quepagues la cuenta —contraatacó Ravennacon otro dicho, pero noté cómo conteníala respiración al oír las palabras deMauriz. Él no podía saber quién era

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ella. No a menos que Palatina se lohubiese dicho.

—Sólo deberían tener esclavos losque alguna vez lo han sido —añadióMauriz— Tercera línea del (Código,redactada en un momento en que laesclavitud era todavía mas usual enThetia, antes de que la legisladoraValentina II la declarase una prácticainjusta y malvada. Desde entonces todoslos que habían sido esclavos se hanconvertido en terai obligados a servirsólo durante tres años.

— Una práctica por completoolvidada fuera de Thetia —advirtióRavenna.

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— Parece que no has comprendidomis palabras. Aetius IV lo dijo conmayor claridad.

— No comandará mi ejército nadieque no haya ocupado las posiciones másinferiores —intervino Palatina, y seencogió de hombros en señal dedisculpa— Pierde un poco de fuerza conla traducción.

El vocabulario de Palatina parecíapobre y torpe en comparación con lamanera perfecta y carente de acento dehablar la lengua del Archipiélago deMauriz.

— ¿Por qué hablamos entonces deejércitos y comandantes?, Qué tiene eso

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que ver con una república? En todocaso, no dudo que todos vosotroshabréis pasado por experienciassemejantes replicó Ravenna mientrascambiaba de posición, tan pocoacostumbrada como yo al diván. Estabatan cerca de ella que podía todavía eltinte de su pelo.

— Es una distinción de honor paratodos los thetianos —afirmó Mauriz,aunque no tenía aspecto de haberservido jamás a nadie.

— ¿Y qué alcance tiene eseprincipio? Se trata de una normapoderosa, que puede ser llevada alextremo. Estoy segura de que los

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filósofos la debatirán en el foro. ¿Sólopuedes condenar si alguna vez hasestado entre rejas? ¿Sólo puedesasesinar si alguna vez te han asesinado?

— Esas palabras no son dignas de ti—repuso Mauriz, y sus palabras sesuperpusieron con las de Telesta:

— Mauriz, así no vamos a ningunaparte.

Era la primera vez que veía bien aTelesta, ya que siempre había estado a lasombra de Mauriz. ¿Por qué vestíasiempre de negro, con apenas ese toquedorado en el cuello de su túnica? Sucabello estaba recogido firmementehacia atrás, sin adornos. Su estilo era

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austero, parecido al de un sacerdote. Elnegro y el dorado eran los colores delos magos mentales. ¿Acaso ella lo era?Eso era improbable, ya que el Dominiotenía el monopolio de los magos de lamente, así como de toda magia, conexcepción de la curativa. O al menos sesuponía que lo tenían. Tekla debía de serun disidente protegido por sus serviciosal emperador.

— Todo lo contrario. Esto es muyimportante. Mis invitados me acusanindirectamente de humillarlos, unaacusación que no se hace con frecuencia.Antes debo responder a ella.

Supuse que no sería muy común, ya

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que ningún integrante del clan Scartariosaría contrariarlo, aunque seguramentemuchos tendrían motivos de queja.

— Entonces ¿cómo te declaras? —lepreguntó Palatina inmediatamente.

— Culpable, pero, dado que soy yoquien preside este tribunal, lo que encierto sentido lo convierte en unaespecie de tribunal imperial, ¿no osparece?, me concedo la posibilidad dejustificarme

Paseó luego la mirada desdeRavenna hasta mí antes de decirbruscamente:

— Era una prueba.— ¿Es decir que fue una actitud

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deliberada, no un descuido?— ¿Creéis que cometería tal

descuido? Se trataba de una prueba,aunque no teníamos mucho tiempo —lodijo como dando a entender que elescaso tiempo era responsabilidad dealguien, y que él hubiese preferido unaprueba más prolongada— Una prueba deobservación, de reacción. Y también unmodo de constatar si había salvado a untirano o a un liberador.

— Mauriz, hablas como si tu planfuese una ciencia exacta —interrumpióTelesta— Un liberador... quizá. Delmismo modo un tirano... es posible. Perocon sólo eso no defines a un hombre.

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Las cosas nunca son tan simples.— No puedes distinguir entre ambos

con tanta facilidad —añadió Palatina—Hay sutilezas, reflejo de años decondicionamientos. Por ejemplo, sihubiese sido criado como hijo de unsastre, tu prueba no habría tenido elmenor sentido.

— Pero no ha sido criado como hijode un sastre. Y tampoco Ravenna. No meextraña que se tomen a mal todo esto.Pero incluso podrían haber sidoenviados a un monasterio, obligados apasar el resto de sus vidas junto amonjes cobardes. Es un hecho queninguno de los dos ha ocasionado

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problemas.— Sacas conclusiones muy

apresuradas —afirmó Palatina negandocon la cabeza— Quizá esto nos ayude enalgo, pero no tanto como tú crees.

— ¿No habrías hecho lo mismo enmi lugar? Supongo que no es unapregunta justa, pues estoy seguro de quesí, si hubieses creído que así obtendríasla información que necesitas. Pero detodos los que conociste fuera deThetia... ¿cuantos te parece que...?

— Pocos, pero lo que tú deseas escompararlo con el emperador, ¿verdad?¿Qué me dirías que habría sucedido encaso de haber traído a Orosius como lo

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has hecho con Cathan? ¿Habría pasadola prueba del mismo modo?

— Quien ha nacido cruel y arrogantecrecerá de ese modo viva donde viva, aligual que los oficiales de menor rango,reyes de sus propias modestas palabras,y que cualquier emperador de cuellotieso en su palacio.

¿Era Mauriz quien decía todo eso?Palatina negó con la cabeza mientras

Telesta se ponía cada vez más rígida eimpaciente. Telesta ocupaba el primerdiván, junto a Mauriz. Sentí unescalofrío cuando una brisa fría cruzó lasala desde una de las ventanas abiertas.Me pregunté entonces si no sería

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peligroso, pero luego razoné que fuerahabría centinelas custodiándolas. Losmarineros de Mauriz o quizá alguien demayor confianza, como Tekla.

— ¿No estás de acuerdo con eso?¿No crees que Orosius es arrogante pornaturaleza? —inquirió Telesta con ciertareticencia Si lo que ella deseaba era iral grano, entonces ¿por qué prolongabala discusión?

— El emperador es diferente —dijoPalatina— Incontrolable. Nadie le hadado una orden desde hace diez años oincluso más. Con su poder, nadie seatreve. No existe ninguna posibilidadbajo las estrellas de que Orosius haya

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sido alguna vez sirviente de alguien.— Otra vez me has malinterpretado

—advirtió Mauriz como si se estuviesedirigiendo a un crío— Todos sabemosque Orosius jamás habría aceptadohacer de criado del modo que lo hizoCathan, ni siquiera por un instante. Perono era a Orosius a quien estábamosprobando. No sé más de Cathan de loque me han informado, de modo quedebo juzgar por mí mismo. Eso será...crucial.

Respiré profundamente, conscientede que existían matices de laconversación que no había podidocomprender.

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— Al parecer, Mauriz, meconsideras una especie de instrumento—afirmé de forma deliberada,interviniendo por primera vez— Alguiena quien estás utilizando para realizar untrabajo. Y doy por sentado que esorequerirá mi consentimiento.

— Tú deseas que te trate de igual aigual —interrumpió Maurizanticipándose a mis siguientes palabras.

— Sí. Me has salvado la vida conintención de que te ayude. Eso me poneen deuda contigo. Y en caso de sernecesario, conservaré este disfraz hastaque hayamos convenido unacompensación. ¿Te cuesta tanto esfuerzo

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tratarme como si fuese algo más que uninstrumento? Nunca tratarías de modotan brusco a un sirviente auténtico,¿verdad? Después de todo, el sirvientede hoy podría ser el presidente delmañana. ¿No es así?

Vi que Mauriz se ponía serio y supeque había dado en el blanco. En sumayoría, los sirvientes de las familiasthetianas eran jóvenes que iniciaban unacarrera o viejos que obtenían así algúningreso en su retiro parcial. Pero enotros tiempos las cosas no eran así.Hablo de doscientos años atrás, cuandoun sirviente de los Scartaris consiguióescalar hasta la presidencia del clan tras

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fingí ser un integrante de éste.— Esta noche estáis disfrazados de

sirvientes —explicó Maurizencogiéndose de hombros— No estáisseguros en la ciudad y todo está lleno deespías. ¿Habríais preferido que ostratase como huéspedes de honor estatarde?

— Me parece —respondió Ravennacon cautela poco después que tereservabas la satisfacción de ver a unaTar´Conantur vistiendo ropas de criada yfregándote el suelo. Ale parece tambiénque aquí de lo que se trata es delemperador y no de Cathan.

Tras esas palabras, el ambiente de la

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reunión cambió por completo y laconversación prosiguió por otro lado.

Telesta miró a Mauriz con susatentos ojos verdes, ansiosa por conocersu reacción. En esta ocasión, el silencioduro un poco más, lo bastante para oír lasuave llamada de un ave nocturnaproveniente de una ventana.

— ¿Qué es lo que te hace suponer talcosa? —dijo por fin Mauriz. No era unarespuesta satisfactoria, no por muchotiempo.

— Dinos qué es lo que planeashacer —intervino Palatina— Sabremosguardar el secreto.

No fue Mauriz sino Telesta quien,

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plenamente concentrada, respondió enesta ocasión:

— El mes que viene se cumpliránveinticinco años del momento en que elprimado Kavadh proclamó una guerrasanta contra el Archipiélago. En nombrede Ranthas, ofreció un lugar en elparaíso a todos los que combatieran. Erauna cruzada, una gloriosa acción de fe.Sabéis bien lo que sucedió. Las llamas,la destrucción, las masacres. Fuego,fuego por todas partes. Más de cientocincuenta mil muertos sólo en losterritorios centrales. Tantas cosas bellase irreemplazables se perdieron en esadevastación... Destruyeron diecinueve

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ciudades hasta que el Archipiélago serindió en Poseidonis para salvar a laisla de Qalathar de ser destruida. Ellosno tenían líderes, ni flota, ni ejército.Solicitaron ayuda, pero ésta nunca llegó.

Narraba la historia como lo hubiesehecho un historiador. No con lasequedad académica de las salas de lasgrandes bibliotecas, sino como alguienque sabía en qué consistía la vida.Alguien que sabía qué eficiente es laemoción, pero empleada en esenciacomo herramienta y nada más. Su voz seoía calmada tras la sorprendenteexpresividad de Mauriz, que había dadodureza a sus palabras pese a su propia

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arrogancia. De cualquier modo, laescuché atentamente.

— La única nación en el mundo quepodría haber ayudado, aquella cuyoshabitantes son primos de los delArchipiélago, no hicieron nada enabsoluto. El emperador Perseus noenvió respuesta alguna a sus súplicas,apenas un escueto mensaje diciendo queno podía intervenir. El Dominio impusonormas religiosas en Qalathar, elevó alos zelotes al cargo de gobernadores,con avarcas extranjeros manejando loshilos. El exarca del Archipiélago gozabade poder para dictaminar la vida o lamuerte en el territorio del Archipiélago,

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incluso en aquellas islas que estabanfuera de su control inmediato. Ha habidonumerosas purgas en los años que nosseparan de ese momento, una represiónque ha proseguido una y otra vez. Llevoviviendo algún tiempo en elArchipiélago, narrando lo que nos quedade su historia antes de que vuelvan acubrirnos las tinieblas. Sus habitanteshan sabido siempre que vendría estainquisición, que aún eran demasiadoindependientes para el gusto delDominio. La Inquisición está aquí paraacabar con la resistencia en elArchipiélago, para quemar hasta alúltimo hereje y hacer que la adoración

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de Ranthas vuelva a predominar. Yahora la gente de aquí está mucho menospreparada para resistir que la últimavez, ahora carece de líder. No tienen anadie más que a un emperador tiránico,un sujeto que debió haber sido ahogadoal nacer.

Quizá, las últimas palabrasproviniesen de lo más profundo de sualma, pero no podía asegurarlo. Todavíano la conocía lo suficiente.

Sin embargo, comenzaba a notar conincomodidad hacia dónde conducía sudiscurso, aunque aún quedaba porresponder una pregunta. Esperaba quefuese una respuesta que ninguno de ellos

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conociese todavía, pero probablementeeso era una ilusión por mi parte. Lassiguientes palabras de Mauriz, sinembargo, trataron de algo bien diferentey demostrarían ser fatales. Una y otravez me he preguntado desde entonces siexistía algo que yo pudiese o debiesehaber dicho, una interrupción de algunaclase que, por milagro, le hubieseimpedido proseguir. Por decirlo dealgún modo, la suya era una propuestaque habría sido ya de por sí herética ysediciosa de no haber existido cincopersonas más en aquel salón.

— Naturalmente está la faraona, ymuchas personas la veneran, quienquiera

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que sea. Pero su valor es sobre todosimbólico y se ha cometido un error almantenerla oculta. En caso de aparecer,le resultará muy difícil demostrar suidentidad y casi con seguridad acabarácomo una marioneta del Dominio.

Pude ver y sentir la furiosa tensiónde Ravenna, y también la notó Telesta,que debió de malinterpretarla. Ignorabanla verdadera identidad de Ravenna, y enese momento deseé que la conociesen.

— Eres de Qalathar, ¿no es cierto?—le preguntó Telesta a Ravenna,atreviéndose a interrumpir el discursode Mauriz.

— Tú no lo eres —le dijo Ravenna

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a Mauriz, saltándose el protocolo.— La faraona tiene un gran valor

simbólico —repitió— No como líderCarece de experiencia, tanto en la guerracomo en cualquier otra cosa que puedaayudar a salvar Qalathar Me temo queun símbolo no será suficiente.

— Entonces, ¿quién será mejor queella? —intervino Palatina, que habíamantenido la compostura, pero que sinduda estaba tan preocupada como yo.¿Cómo pudo Mauriz decir tal cosaestando Ravenna en la sala? Aunque élno podía saber quien era Ravenna, almenos estaba al tanto de que era una delas seguidoras de la faraona y quizá

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incluso su confidente.La pregunta de Palatina, cuya

intención era calmar las aguas agitadas,fue un error. Debería haberme percatadoantes de que Mauriz continuase, peroestaba demasiado preocupado porRavenna para asimilar las implicacionesque tenían las siguientes palabras deTelesta.

—Estoy segura de que todosvosotros conocéis la antigua tradiciónthetiana de los gemelos de la familiaimperial. Sucede en cada generación yha habido una única excepción encuatrocientos años.

Eso era cierto, y nadie había sido

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capaz de explicar ni la tradición ni suinterrupción. Se creía que el linaje degemelos había acabado doscientos añosatrás con el asesinato de Tiberius. Laexcepción se produjo cuando el primode Tiberius e hijo de Carausius, Valdur,usurpó el trono. El fue el fundador delDominio.

Con todo, al parecer habían existidocasos de gemelos en las generacionessiguientes, y mientras ella lo explicabapor fin acabé de comprender el terriblesecreto de mi propia vida.

— Antes del Dominio y de laapropiación del trono había más omenos ocho religiones en el

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Archipiélago y en el mundo.Con la usurpación y las purgas que

le siguieron, la versión de la historiaimpulsada por el Dominio fue cobrandofuerza.

«Mas o menos» era una expresióntotalmente apropiada. Ocho religioneselementales, pero no todas con adeptoso, al menos, con el potencial paratenerlos. El Agua, la Tierra, el Fuego, elViento, la Luz la Sombra, el Espíritu y elTiempo. Todas, salvo el Tiempo, habíatenido sus misterios y sus magos, susseguidores y sus cismas.

Como en seguida nos recordóMauriz, se habían producido múltiples

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disputas confesionales, luchas entre losseguidores de un Elemento y los de otro.Pero dichos conflictos nunca seproducían en nombre de la religión, sinosiempre por cuestiones políticas. Laguerra religiosa era un invención delDominio, algo que Mauriz se empeñó ensubrayar aunque todos fuésemosconscientes de ello.

— Aetius II estableció que losgemelos de cada generación heredaríansucesivamente el trono —continuóMauriz, que con su estilocondescendiente estaba llegando por final meollo de su propuesta, y meresultaba imposible esquivar la

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conclusión inevitable. Sentía que miestómago se comprimía por el dolor dela anticipación— El primero en nacerseria emperador, mientras que el másjoven, incluso en aquellas rarasocasiones en que no tenía talento para lamagia, era designado jerarca, supremosacerdote de los supremos sacerdotes.El dirigía a los magos del imperio, lamayor parte de los cuales eranseguidores del Agua, y era la máximaautoridad religiosa.

Era de esperar que me sintiese felizcon lo que dijo a continuación,aclarando que deseaba entregarme latiara del jerarca y elevándome así a un

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poder supremo con el que la mayor partede la gente sólo podía soñar. Quizá enun mundo ideal me habría alegrado, peroen un mundo ideal no eran necesariasesas cosas.

Aquasilva no era un mundo ideal.Allí estaba el Dominio, que no aceptaríael regreso al sistema de jerarcas ni en unmillar de años, y el emperador, cuyanecesidad de tenerme bajo su poderquedaba ahora terriblemente clara. Bajoel sistema que él defendía, legitimadocon la llegada al trono de Valdur, mecorrespondía ser heredero al trono delimperio, en tanto que hermano gemelode Orosius. Ya habían transcurrido dos

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siglos sin jerarcas; sólo importaba eltrono, y mi mera existencia constituíauna amenaza para el poder de Orosius.

— El jerarca es la única figura quepodría ser aceptada en todo elArchipiélago y en Thetia. No estárelacionado con ninguna orden ni herejíaespecífica y es alguien a quien losthetianos y la flota seguirán.

— Alguien que le restará respaldo alemperador y fundará los cimientos deuna república thetiana —añadió Palatina— De eso se trata, al menos en lo que avosotros respecta.

— Hay más personas que piensan deesa manera —dijo Mauriz de pronto—

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Los habitantes del Archipiélago y losthetianos. Estamos en el momento justoen el sitio adecuado.

Ahora los tres me miraban,esperando que pusiese en palabras loobvio, que comprendía y que estabadispuesto a aceptar. Aceptar un títuloque ya no existía, enfrentarme a todaautoridad secular o religiosa enAquasilva. Gente que. tenía que admitir,me estaba buscando por un motivo uotro.

Quizá fuese un camino para acabarcon el terror de la Inquisición y acabarcon la cruzada que sobrevendría nadamás que las purgas comenzasen. La flota

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thetiana había inclinado la balanza en laúltima cruzada y quizá volviese ahacerlo si se le ordenase intervenir.

Finalmente, cuando admití concreciente malestar que Telesta podíatener razón, me percaté de que había dosinconvenientes.

En primer lugar, que yo no deseabaconvertirme en jerarca. Ya habíaprobado de la peor manera en Lepidorlo que implicaba tener poder, y misdecisiones por poco no habían destruidola ciudad y acabado con todos nosotros.No quería verme de nuevo en esasituación.

Por otra parte, estar siquiera en

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principio de acuerdo con Mauriz mealejaría de Ravenna. Hubiera lo quehubiese entre nosotros, desaparecería enapenas un instante. Por mucho queodiase la sucesión, su orgullo no lepermitiría estar de acuerdo con Mauriz osentarse a esperar mientras un forastero(no importa lo amigo de ella que fuera)se convertía en salvador delArchipiélago. Ravenna era la faraona, yen su opinión sólo ella podía gobernarel Archipiélago legítimamente. Si yollevaba adelante mi papel en el plan deMauriz, no habría en absoluto necesidadde una faraona.

— ¿Cómo propones hacerlo? —dijo

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Palatina atenta a la congoja de mi rostro— ¿En medio de una purga, con losagentes del emperador por todas partes?

— ¿Sabéis que Tekla trabajadirectamente para el emperador, que hasido portavoz del emperador? —intervine, cambiando de tema con laintención de distraerlos.

— Tekla informa al jefe de espíasdel emperador, de quien nos hemosocupado. En todo caso, ése no es elproblema más grave. Si no podemosasegurarnos el respaldo o al menos laneutralidad del maestro de ceremoniasTanais, será mucho más complicadotener éxito.

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— ¿Crees que Tanais te permitirádeponer al emperador sólo porquetienes a Cathan? —preguntó Palatina—Eso es más ingenuo aun de lo que yopensaba.

— Su interés consiste en el linajeimperial, la familia; no en sus miembrosindividuales.

— Y en relación con Thetia, ¿quévalor puede tener la familia si carece detrono?

— Tanais fue tu tutor —dijo Maurizcon serenidad— Has sido republicana.Deseo saber si todavía lo eres.

— ¿Saber si estoy contigo o contra tien este proyecto? —replicó Palatina.

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Mauriz asintió y fue ahora Palatinala que se convirtió en el centro deatención. Se quedó en silencio, como sino supiese qué decir. Trasladé el pesodel cuerpo de un hombro al otro paraaliviar la molestia. Después de pasar undía entero en trabajos físicos a los queno estaba acostumbrado, yacer en undiván thetiano durante mucho ratoempezaba a resultar bastante incómodo.Ahora sentía pinchazos en los hombros ytambién en los brazos y en la espalda.La progresiva incomodidad física era,sin embargo, el menor de mis males.

— Todavía no me has dicho en quéconsisten tus planes —insistió Palatina.

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Mauriz negó con la cabeza.— Y no lo haré, no hasta conocer la

respuesta de Cathan.— ¿Y si yo me niego? ¿Y si Cathan

rehúsa también a participar?— La Inquisición tiene rienda suelta,

Orosius sigue en el poder y vosotrossois exiliados en Thetia.

— Es una opción, Mauriz, unaopción de la que hasta ahora sólo te hasjustificado. ¿No resulta arroganteafirmar que el tuyo es el único caminoposible?

— Pues entonces decidme otro —nos desafió Mauriz.

— Ella te dirá tanto sobre nuestros

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planes como tú nos has dicho de lostuyos —interrumpió Ravennacontrolando apenas la rabia en su voz—Uno que no incluya la exclusión de lafaraona.

— Tu lealtad es encomiable, aunqueequivocada.

— Creo que esa lealtad está muchomás generalizada de lo que piensas.

Recordé entonces a los marinos delArchipiélago que se habían quedadovarados en Lepidor y su defensa casifanática del nombre de la faraona.Ninguno de ellos sabía quién era ella,ninguno salvo su líder. Por otra parte,divididas como estaban, era difícil

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adivinar las lealtades de Mauriz.— Sabes lo que se avecina tan bien

como nosotros, lo que hará laInquisición en las tierras delArchipiélago —comentó Maurizrespondiendo a las palabras deRavenna, pero ella no lo miraba a élsino al resto de nosotros, deteniendo lamirada en cada uno de nosotros.

»No es preciso que lo explique otravez —prosiguió Mauriz— En caso deaparecer un líder, alguien quedefendiese al Archipiélago contra elDominio, el emperador, los haletitas,decidme si creéis que a la gente leimportaría si se trata de la faraona o del

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jerarca. Si esa persona contase conrespaldo suficiente para convertirse enun auténtico desafío.. ¿quién laseguiría?. Los habitantes delArchipiélago desean acabar con lapersecución. Los thetianos quieren quese termine la supremacía de Taneth yansían un gobernante en sus cabales.

— La única diferencia —concluyóTelesta— es que el jerarca tendría unamplio apoyo para derrocar a Orosius.Y una vez que Orosius no esté, elDominio no podrá controlar Thetia.

— Existe un término que vosotrosempleáis para referiros a una personasemejante —señaló Palatina— : el

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mesías.Era verdad todo lo que se había

dicho. Con una organización apropiada,el plan de Mauriz tenía posibilidades deéxito. No nos diría con exactitud losdetalles, pero podía salir bien mientraslos thetianos cumplieran su promesa trasla caída de Orosius.

Era crucial que lo hicieran. Eso fuelo que le consulté a Mauriz un instantemás tarde, y que él debía responder. Losthetianos eran tan capaces de jugar aambos bandos como cualquiera. Pero siTelesta y otros veteranos estabaninvolucrados, era difícil creer quepudiesen renegar si las cosas llegaban a

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ese punto. Sabía muy poco sobreTelesta. Después de todo, y fuerancuales fueran los círculos en los que semovía, ella no podía ser una piezamenor del engranaje, pues Mauriz,aunque a su modo, la trataba de igual aigual.

Ella había puesto sobre la mesa lacuestión que habíamos estadoesquivando toda la tarde y fue quienconcluyó la fatídica discusión.

Cathan, tú eres el jerarca, el gemelode Orosius. Sean cuales sean lossentimientos que eso te produce, podríasconvertirte en la pieza clave para acabarcon el Dominio, algo por lo que el

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Archipiélago lleva esperando un cuartode siglo. Por eso te rescatamos.

Podía percibir fácilmente la tensiónen el semblante de Telesta y Mauriz fuiconsciente de que no podía zafarme otravez. No había otro sitio en el quedesease estar menos que en esa sala, oen aquel diván, sometido a esa preguntaterrible, imposible. ¿Estaba dispuesto aliderar una guerra santa por el poderpolítico? ¿Sería capaz de intentar, almenos, liberar al Archipiélago delDominio? Aceptar sería sumergirmevoluntariamente en una responsabilidadaterradora, mucho peor que cualquieraque hubiese conocido siendo conde de

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Lepidor. Convertiría a la mujer queamaba en mi acérrima enemiga, pues, enefecto, estaría dejándola fuera de juego.Y debería enfrentarme a Orosius, miodiado y retorcido hermano gemelo.

No me sentía lo bastante fuerte.Comprendí que todo había acabadoantes de comenzar porque no podíadecidirme. Una ambición política másfuerte o un noviazgo autentico conRavenna podrían haber inclinado labalanza hacia un lado u otro. Pero talcomo estaban las cosas, hice lo peor quepodría haber hecho, pues me vieron talcual era. Y con mi indecisión me pusede hecho en sus manos. Como no era

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capaz de tomar una decisión, constataronque estaría bajo su poder, que miconsentimiento no era ningún problemaporque yo no era lo bastante fuerte paraenfrentarme a ellos.

Sacudiendo la cabeza en un agónicosilencio, desperdicié la oportunidad queme habían dado y perdí el respeto de lapersona que más me importaba. Se mehabía ofrecido una oportunidad únicabrindada a muy pocos, había sidoconsciente de ella como muy pocos, yluego la había echado a perder. El rasgomás fatal para cualquier líder. No meconfortaba saber que había heredado elcargo de mi auténtico padre, el

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emperador Perseus. Ni que no tendríaninguna posibilidad de perdón, ni yo nitoda la gente que sufriría a causa de miindecisión.

Nadie dijo una palabra más, nosincorporamos de los divanes y nosmarchamos. Yo me desplomé sobre elsuelo de un oscuro depósito, dondepasaría una noche de silencio, soledad,desdicha y dolor.

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Segunda Parte

ILUSIONES DE GLORIA

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CAPITULO XI

Mi primera visita a Qalathar no fuefeliz, pero nunca la olvidaría. Qalathartenía un paisaje sencillamenteinolvidable. Por lo general sóloviajaban en buque los que no podíanpagar el billete de una manta. Lascondiciones de viaje eran más inseguras,los riesgos mayores y ofrecía menoscomodidades. En invierno, las terriblestormentas eran casi imposibles de evitarincluso durante los trayectos más cortos,y sólo quienes estuviesen de verdaddesesperados se atrevían a semejantetravesía. Pero luchar contra los

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elementos para llegar a Qalathar teníacomo compensación que el viajeropodía divisar cómo la tierra de destinoiba apareciendo lentamente en elhorizonte.

Cubriéndome el cuerpo con unenorme manto, cuya función original eraproteger de las salpicaduras, me situé enun rincón de la proa para ver aparecerlos verdes acantilados de Qalathardesde el mar que se abría ante nosotros.

¡Qué impactante habría sido arribaren un día de verano, surcando aguasazules y calmas, con las montañasirguiéndose en toda su gloria! Quizá asíhabría evitado también el azote del feroz

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viento impregnado de espuma que mecongelaba hasta los huesos a cadainclinación del buque.

Con todo, mi primera visión deQalathar, que me quedó grabada en lamemoria, se produjo bajo un cielocargado y tenebroso, con las montañasocultas tras espesas nubes. Bosques deun verde oscuro se engarzaban con elocéano gris en una línea blanca yextensa que iba de un extremo al otro delpaisaje. Allí el oleaje, audible a varioskilómetros de distancia, se estrellabacontra las rocas. Sólo se percibía en la

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costa una difusa pendiente: el resto delas cumbres, oculto tras el velo de laniebla, parecía negar la mismaexistencia del estrecho de Jayán.Cruzando los límites del estrecho sehallaba el mar Interior de Qalathar, y enalgún lugar no muy lejano estaba lapersona que había prometidomostrármelo.

Por mucho empeño que pusiese, noconseguí detectar en la costa ningunaseñal de vida o civilización. Casi nadiehabitaba esas costas, siempre sometidasal acoso de tormentas y donde las olasnacidas en los confines del océano sequebraban incesantemente con terrible

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fuerza contra los grises acantilados yensenadas.

Era conocida desde tiemposinmemoriales como la Isla de las Nubes,un sitio de nieblas y valles durante elinvierno, playas y bosques soleadosdurante el verano, y ciudades alrededordel mar Interior. Había allí cumbrescuyas cimas sobrepasaban con muchotodas las que yo había visto; era casi elúnico sitio en todo el Archipiélago concordilleras. Pese a su verdor, desdedonde estábamos la costa se veíatodavía oscura y ominosa, como si laopacasen las sombras de los ocultospeñascos.

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Era un espectáculo bello y salvaje elmodo en que los contornos ibandefiniéndose lentamente a medida quenos acercábamos. Poco a poco, elestrecho de Jayán se fue haciendovisible. La humedad era cada vez másintensa, y apreté el manto contra mí conmayor fuerza para no temblar de frío. Elaire llevaba una mezcla de agua salada yespuma empujada por el viento. Junto aéste y el oleaje sólo se oía el crujir delos mástiles y las vigas, acompañadopor el melancólico chillido de lasgaviotas.

Debería haber sido un motivo decelebración el mero hecho de llegar allí

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(a un sitio que tantas ganas tenía deconocer) tras tres semanas de viaje. Tressemanas de estar mojados casi de formapermanente, sintiéndonos incómodos y,con excepción de Mauriz y otropasajero, mareados y descompuestos.Sólo por milagro habíamos sobrevividoa una de las tormentas y otras dos habíansido tan potentes que me puse fatal. Miúnico consuelo mientras yacía en mediode ese perpetuo movimiento fue que lastormentas también hicieron enfermar aMauriz.

Sin embargo, ahora que habíamosarribado y mientras el galeón arrendadoproveniente de Ilthys se abría camino

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ola tras ola hacia esa costa virgen ydesconocida, habría dado cualquier cosapor estar en otro sitio.

De hecho, estuve a punto de noconocer esas tierras. En más de unaocasión, durante el terrible trayecto enel buque, deseé con ardor que metragasen las aguas. Por poco no acabécomo un cadáver flotante, un objetodiminuto entre los desechos dispersos enla vasta superficie del océano. Quizá asími alma hubiese estado más feliz. Thetisfavorecía a los que morían ahogados enel mar o acababan en sus profundidades:se convertían en auténticos elementosmarinos, corrientes carentes de forma en

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un plano más elevado de la vida.No haber sido recibido en la paz

bendita de Thetis podía ser tanto unaseñal de satisfacción como deinsatisfacción divina. En la práctica, esoya no importaba demasiado pues, pese atodo lo sufrido, todavía estaba vivo. Yno sólo eso: un mes y medio después dehaber partido de Ral'Tumar habíamosllegado por fin a nuestro destino.

Es posible que nuestro no sea lapalabra adecuada para el caso. Sólounos pocos de los que habían embarcadojunto a Mauriz en Ral'Tumar veríanQalathar, al menos por el momento.Algunos jamás lo harían, a menos que

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sus espíritus elementales decidieranvisitarlo. Otros necesitarían semanas,meses de convalecencia antes de podersiquiera contemplar sus costas. Y unintegrante de nuestro grupo ya llevabacierto tiempo allí.

De dicha ausencia, la que meresultaba más dolorosa, se podía culpara Mauriz, aunque sólo de esa únicaausencia. Todo lo demás, todo lo quehabíamos tenido que sufrir tras zarpar deRal´Tumar, era atribuible sólo alDominio, que pareció maldecir nuestratravesía desde su mismísimo inicio conel frustrante, agotador e inútil registrode la manta del clan Scartari, el

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Lodestar. Según había dicho elinquisidor principal con los ojosbrillantes de fanatismo, había enRal'Tumar herejes muy conocidos. No sedebía permitir su huida.

Pese al rango y los contactos deMauriz, los sacri abordaron el Lodestarantes de nuestra partida y lo revisaronde forma sistemática. El inquisidorsometió entonces a un colérico Mauriz ya la tripulación a una arenga sobre lospeligros de la herejía. Recuerdo habercontenido la respiración en todomomento mientras nos revisaban. Perobuscaban al vizconde de Lepidor y a suentorno, no a dos adustos y desanimados

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sirvientes originarios de las islas del findel Mundo ni a una asistente thetiana. Elplacer de Mauriz cuando presento aPalatina como una integrante del clanScartari debió de ser considerable.

Al fin los frustrados sacri dejaronnuestra nave, y su jefe fue hasta elinquisidor para informarle de que nohabía polizones a bordo, ni tampocorastro de la oceanógrafa renegada. Creorecordar que el inquisidor pareció unpoco decepcionado, pero no por ellomenos ávido.

— No es posible esconderse de laInquisición —declaró— El ojo deRanthas lo ve todo y Él, en su infinita

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piedad, nos indicará dónde buscar.En su retirada, el inquisidor no

pronunció disculpa alguna por la demoraque nos había ocasionado. Sólo nosinstó, con la frase habitual, a seguir lasenda luminosa de Ranthas. Por uninstante, su túnica me rozó la pierna yme pregunté cómo era posible quealguien vistiese una prenda tan áspera.Como muchos inquisidores, era unasceta. Había otros a los que lesagradaba comer y beber, los lechossuaves y las concubinas, pero tambiénestaban los que se flagelaban a símismos y vestían ásperas prendas.Sospeché que éstos eran una minoría.

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Los disfraces concebidos porMauriz nos habían salvado de serdetenidos, de eso no había duda. Con losrostros ocultos tras velos carmesís,exhibiendo en sus movimientos laelegancia mortal de los asesinosentrenados, los sacri eranaterradoramente eficientes. ¿Había sidoel monaguillo Sarhaddon quien me dijoque no había ningún soldado en elmundo capaz de igualarlos, conexcepción de la Novena Legiónthetiana? El cínico y agradablecompañero de mi primera travesía largame había enseñado muchas cosas, y yome preguntaba aún qué era lo que le

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había hecho convertirse en elsanguinario fundamentalista que parecíaser ahora.

Tras abordar el Lodestar, lasautoridades portuarias nos dieronpermiso para partir, pero el ambienteseguía siendo tenso. La actitud de latripulación oscilaba entre elresentimiento y el miedo. Esa tarde pudeoír en tres ocasiones cómo el siemprecordial capitán discutía con algúnsubordinado. Hasta la mismísima calmade Mauriz parecía a punto de romperse.

Palatina y Ravenna hicieron todo loque pudieron para fingir que laconversación de la noche anterior jamás

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se había producido, pero noté en losojos de ambas una triste expresión. Ensilencio maldije a Mauriz, Telesta y alemperador, pero no pude dejar deadmitir en mi interior que yo habíacometido un error. Algo mucho peor queun error.

Sólo cuando el Lodestar zarpó deRal'Tumar y se sumergió en el mar,dejando atrás las islas exteriores delarchipiélago tumariano, Mauriz nosinformó de que nos dirigíamos aQalathar.

— ¿Por qué? —preguntó Ravenna—¿Por qué ir adonde el Dominioconcentra toda su atención? ¿Cómo

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esconderéis allí a Cathan?— Qalathar es donde está la

resistencia —respondió Alaunzencogiéndose de hombros— Debemosiniciar una rebelión, y eso debe sucederen Qalathar, en el centro de la acción.No tiene ningún sentido empezar en loslugares más alejados, donde el problemapuede ser atacado con mayor facilidad,aunque sea menos peligroso.

— Pues vuestro plan tampoco es elplan —intervino Palatina— El Dominiotiene informantes, espías, gente que losalertará a la menor señal de disturbios.

— Saben que habrá disturbios enQalathar. Si de repente se iniciara una

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rebelión en Ilthys, por dar un ejemplo, lasofocarían en seguida. Son conscientesde que Qalathar les tomara más trabajo.

— Y, por otra parte, si vencemos enQalathar, destruiremos el centro deoperaciones del exarca —dijo Telestacon decisión. Quizá ése fuera su propioplan o uno que respaldaba de corazón,pero lo cierto es que sonaba mucho másfirme que Mauriz— Después de esosabrán que no están demasiado segurosen el Archipiélago y deberán pedirrefuerzos a la Ciudad Sagrada. Eso nosdará tiempo para negociar con Thetia.

Sin embargo, pese a lasafirmaciones más contundentes, no se

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había planteado ningún plan concreto, nihabía señal de que existiera ningunamisión detallada. Era bastante probableque lo suyo no fuera más que el vagoesbozo de un plan. Quizá el cerebro detodo el movimiento ya estuviese enQalathar, o tal vez Mauriz esperaseorganizar el plan del líder sin él... o sinella. Probablemente «ella», si era unaidea thetiana concebida en su origen porlos republicanos.

De cualquier modo, no hubo másdiscusiones. Ravenna se comportó demanera todavía más distante y no hablócasi con nadie. Mauriz la ignoró engeneral, un error que era

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verdaderamente disculpable,considerando que, por cuanto él sabía,Ravenna era sólo una hereje deQalathar, quizá de familia noble.

Es posible que la líder pretendieseenseñarnos sus ideas al culminar nuestroviaje de dos semanas rumbo a Qalathar,pero cinco días después de zarpar nospersiguió la mala fortuna.

Yo no hacía otra cosa que matar eltiempo leyendo por encima algunospoemas thetianos bastante malos en lasala de recreo (no había una bibliotecademasiado aceptable a bordo). Entoncessentí que el buque aminoraba la marchay que el profundo resonar del reactor

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cambiaba de tono. No pareció notarloninguno de los marinos que meacompañaban, sentados alrededor de lasmesas jugando a las cartas y contándosehistorias ridículas sobre sus conquistasamorosas.

Apoyé una mano contra unamampara externa de la manta para sentirel movimiento. Sin duda estábamosyendo mucho más lentos. Tras unospocos días en el mar. nos habíamosacostumbrado lo suficiente al sonido delreactor para notar el cambio. Pero ¿aqué se debía? Bordeábamos porentonces las islas de Sianor, aunque nonavegábamos tan cerca de éstas para que

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fuese necesario disminuir la velocidad.Devolví el libro a su estantería en la

pequeña biblioteca situada en la esquinadel salón de recreo y me abrí caminoentre las mesas en dirección a la puerta.Pero no bien entré en el pasillo se oyó lavoz desencajada del capitán partiendodel sistema de intercomunicadores.

— Que toda la tripulación seprepare para una operación de rescate.Que los marinos cojan sus armas y sereúnan en la cubierta.

Detrás de mí se produjo unaconmoción inmediata seguida del sonidode sillas echadas hacia atrás. Un rescateimplicaba hacer algo, aliviar de algún

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modo el aburrimiento de un viaje tanlargo. Y lo más importante, representabauna ganancia económica segura para losque tripulaban la nave salvadora.

Mientras alcanzaba la cubierta, aúnvacía de marinos, me topé con Palatina,que ascendía la escalerilla desde loscompartimientos superiores.

— Conque aquí estás —me dijo conimpaciencia— Ven conmigo a la sala deobservación; verás de qué se trata desdeallí.

— ¿Qué es?— Una manta a la deriva. Como

nuestros marinos son del clan Scartari,están dispuestos a dejar todo de lado en

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pos de un beneficio. Mauriz deseasalvarlo.

— Típico de los Canteni —subrayóel segundo oficial desde la sala demandos— ¿Por qué obtener dinerocuando se podría sencillamentepracticar el tiro al blanco?

—¿Y eso adonde nos lleva? —espetó Palatina mientras volvíamos asubir la escalerilla— ¿Quién vence entodas las batallas?

— ¿E1 más rico? Eso es lo queimporta —añadió el segundo oficial,pero después de esas palabras yaestábamos demasiado lejos para oírle.Se trataba de altercados amistosos, pero

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yo sabía que en otros tiempos ambosclanes habían combatido entre sí. Y sinduda volverían a hacerlo. Según mehabía contado Palatina, sus disputas nohabían sido demasiado sangrientas, peroalgunos clanes mantenían aúnenemistades mortales basadas enaltercados donde la violencia habíaexcedido todo límite.

Ravenna ya estaba en la cabina deobservación cuando nosotros llegamos,sola y con la mirada fija en lasventanillas de estribor. Todos los demásestaban en sus puestos y, sin lugar adudas, Telesta y Mauriz estarían en elpuente de mando. No tenía idea de

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dónde se encontraba Matifa, ni ganas desaberlo.

De acuerdo con los relojes delbuque era media mañana y navegábamosya en aguas lo bastante profundas paraque la superficie tuviese un lóbrego tonoazul grisáceo. Al principio no pudedistinguir la otra manta, pero Ravenname señaló una zona más oscura en mediode la negrura que había ante nosotros. ElLodestar avanzaba ahora a unavelocidad mínima, maniobrando paraaproximarse a la otra nave. Enlazar dosmantas para un abordaje era unamaniobra de enorme precisión que sólopodía llevar adelante un timonel muy

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experimentado.— ¿Se tiene idea de a quién

pertenece? —preguntó Ravenna.Palatina negó con la cabeza y

permanecimos allí contemplando comola negra silueta crecía en tamaño. Medíamás o menos lo mismo que nuestramanta y los mástiles con las insignias deidentificación escapaban a nuestrocampo visual.

Incluso a esa distancia, sin embargo,era posible distinguir débiles puntosluminosos aquí y allá en los lados de lanave, así como burbujas ascendiendodesde la abertura del motor.¿Significaba eso que el reactor estaba

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aún encendido? Quizá incluso queacababa de detener la marcha.

Muy sospechoso —advirtió Palatinacuando se lo mencioné, ya que lospoderes de la magia de la Sombra mepermitían ver en la penumbra mejor quelos demás— Nosotros solemos hacereso para emboscar a la gente. LosScartaris, Jonti, Polinskarn... todos caenen la trampa. Cuando ven que una navese detiene se abalanzan con codiciasobre ella.

¿Y nunca sois emboscados vosotros?—dijo Ravenna con inocencia.

— Pues no. Nosotros inventamos eltruco durante la guerra. —Palatina miró

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por encima de su hombro paracomprobar que no venía nadie— Uncapitán Canteni se lo hizo a un buquearca de Tuonetar: fingió estar muerto yluego lo atacó con su tripulación nadamás ser abordado.

Como el Dominio, los habitantes deTuonetar odiaban el mar y preferíansiempre abordar y luchar cuerpo acuerpo. Cuando conseguían hacerlo, suvictoria estaba más o menos garantizada,ya que sus buques eran enormes yestaban bien equipados para unainvasión. Cabían más soldados en unosolo de sus buques arca de los quepodría tener toda una flota thetiana.

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Ésa era una de las razones por lasque el Aeón había sido tan útil durantela guerra, ya que compensaba ladiferencia de tamaño de los thetianos.Aunque en su mayor parte no portabaarmas, el Aeón tenía capacidad parallevar diez veces los ejércitos thetianos,algo de lo que Aetius IV sacó buenaventaja en su último ataque a la capitalde Tuonetar.

El difuso brillo azul característicode los campos de éter era visible en losbordes de las ventanillas de la otramanta. El capitán del Lodestar no queríacorrer ningún riesgo, pero mepreocupaba que existiesen métodos más

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sutiles de efectuar una emboscada que elmencionado por Palatina. Las luces y laactividad de los motores no podían sinoponer en alerta al capitán.

Me pareció que las maniobras deaproximación del Lodestar duraban unaeternidad. El timonel intentabaestablecer una posición exactamenteparalela y ligeramente por encima de laotra manta. Descontando la evidentedificultad de equiparar las velocidadesy las trayectorias, el problema adicionalpara enlazar dos mantas era su forma. Acausa de las aletas, era imposible quelas dos escotillas principales encajasenperfectamente si se hallaban en idéntica

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posición. Por eso, cada manta tenía ensu parte trasera dos escotillas depasajeros junto al depósito de carga: enesa parte, la forma de las mantaspermitía una aproximación mucho másprecisa.

Se produjo entonces un gran barullodebajo de nosotros, silenciado de modoabrupto por una potente orden. Luego, elsonido de mucha gente moviéndose a lavez, presumiblemente hacia laescalerilla de la bodega de carga.Siempre resultaba más seguro abordardesde un espacio estrecho hacia uno másamplio, y no al contrario.

La otra manta estaba ahora muy

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cerca y su liso casco azul se curvaba aun lado y otro de las aletas, quebloqueaban nuestra visión. El Lodestarya estaba casi por completo inmóvil y sumínimo avance sólo era perceptible sise fijaba la mirada en la otra nave. Nosencontrábamos muy cerca de lasuperficie del océano, quizá a unos diezmetros de profundidad, y las aletasreflejaban una débil luz gris. El sol noparecía brillar sobre las olas.

Apenas habían transcurrido unosminutos cuando el casco del Lodestarcomenzó a estremecerse. Siguió elsonido claro e inconfundible de las dosmantas entrando en contacto. Era

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frustrante estar allí de pie sin hacernada, esperando a ver qué sucedía. Perosabíamos que nuestra presencia no haríasino estorbar a los marinos si seproducía un combate.

Otro estruendo: unión de lasescotillas, lo que les permitía a losmarinos acceder sin mojarse. Y luegonada más. No había mucho que verdesde donde estábamos (la otra mantaestaba oculta casi en su totalidad tras lasaletas del Lodestar), de manera queregresamos al compartimento superior.Estaba desierto y la puerta que conducíaal puente de mando estaba cerrada, perounos segundos más tarde apareció un

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marino corriendo en esa dirección porlos pasillos. Me pareció bastantedecepcionado.

— ¿Es de Qalathar? —pregunto conautoridad la voz de Mauriz desde elpuente de mando— ¿Estás seguro?

No oí la respuesta del marino, peroun momento después la voz del capitánvolvió a resonar por elintercomunicador.

— Que los enfermeros se dirijan deinmediato a la otra manta.

El marino reapareció desde lapuerta, seguido de Mauriz y Telesta, yavanzaron por el pasillo, no sin queantes Mauriz nos ordenase a nosotros

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tres que los siguiésemos.— ¿Qué sucede? —preguntó

Palatina.— Se trata de una manta de Qalathar

que ha sido seriamente dañada en lasafueras de Sianor. Han conseguidollegar hasta aquí, pero su reactor se hadetenido.

Eso explicaba la decepción. Lostripulantes de Scartaris podrían obteneralgo como recompensa por su ayuda,que de acuerdo a la ley thetiana estabanobligados a dar. Pero si todavía habíasupervivientes en el control de la nave,no habría posibilidad de pedir rescate.

En el dañado y a medio iluminar

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compartimento superior de la otra naveencontramos a un ojeroso anciano,vestido con una túnica roja que parecíaformar parte de algún uniforme. Ravenname susurro que la nave pertenecía alsimbólico gobierno civil de Qalathar,que en realidad carecía por completo depoder, ya que estaba dominado por elDominio y el virrey.

— Alto comisionado, mi mássincero agradecimiento por su ayuda —dijo con seriedad— No deseo retenerloaquí, pero tenemos gente herida ynuestro reactor no funciona.

— ¿Dónde está vuestro capitán? —preguntó Mauriz.

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Quienes quiera que fueran losatacantes, no había duda de su violencia.Sólo una de las luces de éter seguíaencendida en el compartimento, en elque había un amasijo de metalestorcidos. Las paredes se habían torcidoo derrumbado en su totalidad y ya noquedaban escalerillas.

— El capitán está herido y sus doslugartenientes han muerto. Así que yoestoy a cargo ahora. Soy el principalVasudh.

— ¿Quién os atacó?Vasudh hizo una breve pausa, luego

miró a Mauriz a los ojos y respondió:— El Dominio.

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— ¿El Dominio? ¿Y por qué? —inquirió Telesta. Los dos o tres marinosque nos rodeaban en el compartimentodesviaban la vista a otro lado conincomodidad.

— Intentaron apoderarse de la naveen Sianor. Dijeron que tenían órdenesdel inquisidor general de que todos losbuques de Qalathar fuesen puestos adisposición del Dominio. El capitán senegó y por eso intentaron someternospor la fuerza. Huimos, pero nospersiguieron empleando cargas depresión, sin importarles que se tratase,como claman, de armas malditas propiasde herejes. Eso fue hace unos tres días y

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desde entonces intentamos escapar. Noha resistido el ataque ninguno denuestros intercomunicadores, y por esemotivo no hemos podido advertiros.

— ¿A qué distancia de aquí está elbuque del Dominio?

— No tengo idea, creo que loshemos perdido, pero el capitán dice quepueden interceptarnos mucho másadelante. Por eso quería que fuésemos aBeraetha, hundiésemos nuestra nave ynos refugiásemos en la isla.

— Nos ponéis en una situacióndifícil —dijo Mauriz, ahora conexpresión preocupada— Si nosencuentran y descubren que os hemos

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ayudado...— Lo exige la ley del mar— afirmo

el anciano con firmeza— .Una leymucho más antigua que esasimpertinencias continentales con susfobias sobre la herejía.

— No los dejaré aquí —dijo elcapitán del clan Scartari apareciendodetrás de nosotros— Yo no lo haré, ytampoco la tripulación. Principal...Vasudh, si reparamos vuestro reactor yle ofrecemos a vuestros heridos loscuidados que podamos, ¿crees que serásuficiente?

— Gracias, capitán —respondióVasudh con una solemne reverencia—

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Eso es todo cuanto pedimos.—Traeré a algunos de nuestros

mecánicos ahora mismo —le anunció elcapitán a Vasudh— ¿Pueden colaboraralgunos de tus hombres?

Mauriz parecía reticente a aceptar loque ocurría, pero permaneció allímientras el capitán del Lodestarcoordinaba las reparaciones. Llegaronlos mecánicos, y el enfermero de nuestranave comenzó a atender a los heridos.Los marinos ayudaron a reparar algunosde los mayores destrozos. No habíarepuesto para los sistemas de armas nipara los campos de éter, pero Vasudh nolos solicitó.

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Mauriz y Telesta se pusieron más ymás impacientes a medida queavanzaban las horas. Nosotros tresfuimos de poca utilidad salvo por algunaayuda menor y acabamos regresando a lavacía sala de recreo del Lodestar.

— Tanto esfuerzo por ganarse algo...Deberán trabajar toda la larde y no lesdarán un solo centavo —dijo Palatinacon satisfacción, mientras observaba alos marinos Scartaris quitándose lasarmaduras antes de regresar conmamparas de repuesto para la otra nave(que se llamaba Avanhatai en honor a unantiguo gobernante de Qalathar).

— Sí, y si el Dominio nos atrapa por

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esto, ¿seguirá siendo tan divertido? —lanzó Ravenna con el mal humor quetenía esos días. Era muy distinto de sususuales rabietas, mucho más intenso,más sombrío, más duradero. Si no mehubiese comportado de forma tan débil yvacilante antes de dejar Ral´Tumar...Pero, es ese caso, quizá mi opiniónhabría coincidido con la de Mauriz,enloqueciendo del todo a Ravenna. Eraun pequeño consuelo el hecho de que sufuria estuviese dirigida a todos engeneral y no solamente a mí.

Casi tres horas más tarde, cuandolos trabajos de reparación estaban casiterminados, el aullido de la alarma de

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batalla inundó el silencio de la sala derecreo del Lodestar. Nos miramos entrenosotros durante un segundo, luego nosincorporamos de un salto y corrimosnuevamente hacia el compartimentosuperior. Saliendo del puente de mandovenía el segundo oficial.

— Decidle a todos que abandonen elAvanhatai —gritó— ¡Ahora! ¡Corred! ElDominio está aquí, a dieciséiskilómetros de distancia. El pánico quehabía en su voz habría bastado, inclusosin la mención al Dominio. Corriendopor los pasillos, nos topamos conMauriz y Telesta, que subían por lasescalerilla difundiendo la noticia. No

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les agradó lo más mínimo, pero ignorésus rostros de desesperación y seguíadelante, abriéndome paso entre losmarinos, hasta dar con el capitán delLodestar, que conversaba con Vasudh.—Me temo que debemos partir deinmediato— le dijo el capitán a Vasudhdespués de que le di la noticia—Vuestro reactor puede ponerse enmarcha, pero deberá volver a serreparado en unos pocos días.

— Sólo necesitamos unos pocosdías —repitió Vasudh, luego ahuecó lasmanos para hacerse oír mejor y gritó—¡todos fuera!

Su tono era ensordecedor y me

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recordaba con precisión el bramido deun oficial de entrenamiento. Vasudh eraprecisamente el tipo de hombre que alretirarse ocuparía un cargo de instructor.Si algo caracterizaba a la tripulación ylos marinos Scartaris era su perfectadisciplina. En menos de un minutocruzaron el compartimento superior delAvanhatai y regresaron al Lodestar. Losmecánicos cargaban sus juegos deherramientas. Los tripulantes de la mantade Qalathar, con las ropas ennegrecidasy destrozadas, se apresuraron a ocuparsus puestos de batalla con una especiede desafiante resignación en los rostros.Supliqué en silencio que consiguiesen

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escapar.Fue una evacuación veloz, eficiente

y muy preparada. El propio Vasudh nosapuró para que regresásemos alLodestar. Le deseamos buena suerte, yapenas cinco minutos después de laadvertencia del segundo oficial se cerróla escotilla. Y el Lodestar estuve listopara separarse de la otra manta. Contracualquier ataque que no hubiese sido delDominio, eso habría sido suficiente.

Mientras la tripulación se dirigía asus puestos de batalla y los marinosvolvían a ponerse las armaduras y secolocaban en posición, retornamos a lacabina de observación, el sitio que

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ocupaban tradicionalmente los pasajerosdurante una batalla. Los extremos de lasala estaban vacíos, pero, en el centro,rodeando la mesa de éter, había algunassillas amarradas con correas para evitarque sus ocupantes cayeran si el timoneldecidía hacer uso de su imaginación.

La pantalla de la mesa de étermostraba la misma imagen que laspantallas ubicadas en el puente demando: el Lodestar y todo lo que estabaa su alrededor en un radio de unosveinte kilómetros. Por las ventanastambién tendríamos un buen panoramade la batalla.

Pero resultó que finalmente no hubo

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ninguna batalla. Cuando nos separamosdel Avanhatai, elevándonos un pocopara ver la situación, el buque delDominio estaba aún a ocho kilómetrosde distancia, lejos del alcance de lasarmas. El motor acababa de ponerse enmarcha, alejando al Lodestar a unos cienmetros del casco de la otra manta. Fueentonces cuando sentí una potente oleadade magia.

Me golpeó como un látigo, un doloragudo y lacerante que atravesó micráneo. Grité, sorprendiendo a todos losdemás, y oí el torturado alarido deRavenna.

— ¡Dulce Thetis! —exclamó

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Palatina.Cogiéndome la cabeza con ambas

manos, observé la mesa de éter. Unachispa incandescente estalló debajo delAvanhatai, tan brillante que sentí unanueva ola de dolor por todo el cráneo.Segundos después, la chispa se extendiócomo un brillante desgarrón blanco en elagua. Luego siguió expandiéndose.

El agua que veíamos desde lasventanillas se convirtió en un caos deburbujas, una espumosa pesadilla deaire y vapor, y sentí que el Lodestar eraimpulsado sin control hacia arriba comosi no pesase más que una pluma. Mi sillase inclinó con increíble velocidad,

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dejándome casi colgado de una delgadacinta. Recé con desesperación por quela tela no se rompiera, lanzándome aalgún compartimento lejano unos cuatrosmetros más abajo. Mi pierna derechagolpeó contra un brazo de la silla contanta fuerza que por un momento creí queme la había partido. El impacto setradujo en un insoportable dolor.

Algo muy pesado producía un sonidometálico al golpear contra otra cosa y seoía un fuerte lamento parecido al dealmas atormentadas, un caos ele sonidoy movimiento.

Un segundo después, una luz blancatodavía más brillante inundó la sala, y

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justo antes de verme forzado a cerrar losojos pude contemplar la imagen delAvanhatai consumiéndose.

Una nueva descarga impactó contrael Lodestar, balanceándolo con fuerza deun lado a otro. El mundo se inclinaba anuestro alrededor en un tornado decalor, ruido y dolor. No perdí el sentido,aunque no me hubiese molestado que esosucediese. En cambio, me las compusepara mantenerme consciente mientras lamanta se convulsionaba salvajemente.Una conmoción estremeció el casco,pero no pude determinar de dóndeprovenía.

Con la nave aún fuera de control,

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sentí nuevos violentos impactos, objetosque se estrellaban contra el casco. Unafuerza originada en algún sitio meempujó contra el asiento dejándome enuna posición extraña y dolorosa. La sillase me clavaba en la pierna herida y meproducía terribles pinchazos. Por algúnmotivo, el agua que veía a través de lasventanillas parecía ser blanca, conapenas algunos contornos oscuros. ElLodestar volvió a elevarse y, por unaterrador momento, supuse que perderíael equilibrio hasta quedar del revés.Entonces se deslizó hacia atrás y yo medesplomé hacia adelante en la silla, casiensordecido por el infernal gemido de la

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manta moribunda.

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CAPITULO XII

Transcurrió un buen rato antes deque la cabeza dejase de darme vueltas losuficiente para permitirme abrir losojos. Por un momento no pude ver masque blancura y me invadió el pánico.¿Me habría quedado ciego?

El efecto sólo duró uno o dossegundos, y poco a poco empecé adistinguir formas y el contorno de lasala, todo en medio de sombras grises.Aquí y allá percibí fogonazos de coloren los bordes de la vista, pero noconseguí enfocarla. Volví a cerrar losojos y los abrí nuevamente, esperando

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que regresase el color, pero eso nosucedió.

Aflojé la cinta que me habíasujetado al asiento y me incorporé contanta lentitud como pude. Estuve a puntode desmayarme y sólo conseguí seguirde pie apoyándome en la quebrada mesade éter. El costado derecho de mi cuerpoparecía ser una masa de heridas, pero,cuando con suma cautela deslicé lamano hacia abajo, no hallé ningún rastrode sangre.

Aún se oía el ensordecedor chillido,como si la manta estuviese siendoaplastada. Destruir el casco exterior deuna manta era casi imposible, pero eso

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no implicaba que la manta en sí nopudiese ser hundida.

— Creo que sería buena ideadirigirnos al compartimento principal —sugirió Palatina con inseguridad, de piea mi lado— Los dos tenéis un aspectohorrible. ¿Qué sucedió justo antes deque estallara la otra manta?

— Magia —afirmó Ravenna—Demasiada magia.

Ravenna estaba aún sentada y,cuando intentó incorporarse, setambaleó y volvió a caer en la silla.

Creo que al menos uno de los diosestiene sentido del humor dijo Palatina conuna ligera sonrisa— Cathan, ella puede

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apoyarse en ti, si es que puedes soportarsu peso.

Recordé entonces las mordacespalabras de Ravenna unos dieciochomeses atrás, cuando yo me había sentidodemasiado débil para ponerme de pietras caer desvanecido. Era,verdaderamente, un pequeño momentode justicia.

El interior de la manta estaba muyoscuro. Fuera de la cabina deobservación, sin la luz gris provenientede la superficie, avanzábamos de formacasi instintiva. Palatina iba delante,descendiendo con cuidado la escalerillaen dirección al compartimento principal.

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El Lodestar era lo bastante grande paraque la cabina de observación estuvieseen la tercera planta, la cubierta superior.En medio de la oscuridad que nosrodeaba no cesaban de oírse gemidos dedolor, pero me propuse ignorarlos.Bastante esfuerzo me costaba yamantenernos de pie a mí mismo y aRavenna sin derrumbarme escaleraabajo.

— A esta nave no le queda muchotiempo —advirtió Palatina cuandoalcanzamos el pasillo de la cubiertasuperior— Ravenna, ¿puedes descenderla siguiente escalerilla por tu cuenta? Alparecer está toda deformada.

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— Lo intentaré —respondióRavenna, y yo esperé un poco antes delibrarme de su peso— Después de ti.

¿Lo intentaré? ¡Resultaba tanincreíble oír esas palabras de boca deRavenna! En ocasiones había sidorecriminado por la mera sugerencia deque ella no fuese capaz de hacer algo.

— Esperad hasta que llegue al finalde la escalera —nos pidió Palatina.

— ¿Quién está ahí? —preguntóentonces una voz desde abajo.

— Palatina Canteni —dijo ella— ,¿dónde está el capitán?

— No lo sé. Estamos todos heridos.Debemos salir de aquí. La manta está a

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punto de explotar.El que hablaba sonaba mareado.

Supuse que sería uno de los mecánicos.— Tenemos que trasladar a todo el

mundo a submarinos de emergencia,Cathan —indicó Palatina— Ya hellegado al pie de la escalera. Tenedcuidado, falta el quinto escalón contandodesde arriba.

Oí cómo se alejaba y le decía almecánico otra cosa que el estrépitometálico producido por una armadurame impidió entender. Supuse que seríaalgún marino poniéndose en pie.

— ¿Estás bien? —le pregunté aRavenna— ¿Puedo avanzar?

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—Si, iré detrás de ti.Con delicadeza quité el brazo que la

sostenía y empecé a descender el restode la escalera. La cabeza todavía medaba vueltas. Se produjo en aquelmomento un nuevo y tenue resplandor.Alguien había abierto la puerta delpuente de mando y entraba algo de luzdesde los ventanales del frente.

— ¿Dónde está el capitán? —preguntó alguien más.

Me alejé de la escalera para dejarlesitio a Ravenna y por poco no tropecécon un marino, que emitió un sordoquejido.

— Fuera hace frío —exclamó

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alguien desde el interior del puente demando— , y la pantalla de éter está...

Oí una débil maldición y luego otravoz. Entonces se produjo un estallido enalgún lugar de la popa y le siguió unadesesperada petición de ayuda.

— Es en la sala de motores —dijola voz, que me pareció ser la delmecánico. Estaba de pie junto aPalatina, cuyo rostro apenas podíadistinguir con la luz que llegaba delpuente.

Ravenna llegó al escalón inferior dela escalerilla y se aproximó a mí conbastante dificultad. La mayoría de lostripulantes del puente de mando se

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hallaban inconscientes. Algunospermanecían inmóviles en las sillas,mientras que otros yacían en el suelo.

— Hemos perdido el reactor —informó el oficial segundo. Estabasentado en la silla situada a la derechade la del capitán y se cogía la cabezacon una mano— No puedo asegurarlo;quizá estalle, quizá no.

— En ese caso, dad la orden deabandonar la nave —dijo la primera vozque había oído desde el interior delpuente, quizá el joven lugarteniente—No tiene sentido permanecer aquí.

— ¿Quieres ser tú quien coloque atodos los demás en los submarinos de

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emergencia? La mayoría no está encondiciones de hacerlo por su cuenta.

— ¡Mejor sería que protestases poreso ante el Dominio! —espetó el otro—Ignoro si el capitán recobrará o no laconciencia, pero entretanto tú estás alcargo.

El joven se volvió hacia nosotrosdos.

— ¿Quiénes sois...? Si estáis bien,¿podríais ayudarme a poner alcomisionado principal y a su compañeroen un submarino de emergencia...?

Su petición fue interrumpida por eloficial segundo:

¿Y luego qué?' El Dominio estará

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aquí en pocos minutos y le hará avuestro submarino lo mismo que le hahecho a esta manta.

— No creo que les queden energíassuficientes —intervino Ravenna— Sealo que sea lo que han hecho, debe dehaberlos dejado exhaustos.

— Magia —confirmó con amargurael lugarteniente— Hicieron hervir elagua que rodeaba la otra manta y se creóuna ola de energía que nos alcanzótambién a nosotros, por eso nossacudimos. Debemos tener en cuenta quesu ataque no iba dirigido contranosotros.

— Sea como sea que lo hayan hecho,

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no dudo que podrán repetirlo —advirtióel oficial segundo.

—¿Es que piensa abandonar la navesin recibir orden de hacerlo yenfrentarse luego a una corte marcial?

— Sólo deseo asegurarme de que elcomisionado principal no sea capturado.

— Comprendo. Congraciarse con éles más importante que la nave. Muybien, huya si así lo desea.

El lugarteniente le hablaba condesdén y noté que el otro oficial seenfurecía, pero sólo volvió sobre suspasos, ignorando a su superior. Contodo, el oficial segundo no tuvooportunidad de emitir más órdenes, pues

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de inmediato sentimos un estruendopotente y familiar: el de una naveanexionándose a otra.

— Demasiado tarde —dijo el jovenlugarteniente— Parece que habrá queexplicar por qué ayudábamos a esosherejes.

Ravenna y yo abandonamos elpuente. Miré con dificultad hacia arriba,como si pudiese ver la nave delDominio a través del techo. Estaban apunto de abordarnos y, a menos que medecidiese a emplear la magia, no habíanada que pudiera hacer. Pero si lointentaba y fallaba, nuestros disfraces yano tendrían sentido.

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Ravenna negó con la cabeza.— No vale la pena —susurró

leyéndome el pensamiento— Hemosfingido ser sirvientes tan bien comohemos podido. Intentemos mantenernuestros papeles.

— Buena idea —añadió Palatinadetrás de ella, sobresaltándome— No setrata de Sarhaddon ni de Midian, ya queno puede estar en dos lugares a la vez,de modo que tenemos variasoportunidades. Mauriz es quien deberáresponder sus preguntas por nosotros.

— Y el capitán.— La ley está de su parte. Ahora

colocaos en un rincón y simulad ser

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sirvientes aterrorizados.Fue un verdadero suplicio esperar a

que el buque del Dominio terminase sumaniobra de enlace. Mientras Palatinaconversaba con el oficial segundo eintentaba reanimar a Mauriz, sentimosuna sucesión de ruidos provenientes delcompartimento principal.

Entonces, por fin, oímos cómo seabría la escotilla y los sacri entrabanmarchando al Lodestar.

Sin duda habían hecho algo así conanterioridad, pensé uno o dos minutosmás tarde cuando uno de los sacri leinformaba a su comandante de quenuestra nave estaba bajo control. Era

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evidente que no esperaban encontrarninguna resistencia de nuestra parte, ytenían toda la razón. Nadie estaba encondiciones de levantar un dedo.

Comencé a sentir un hondo pavor,imaginando que de un momento a otrolos sacri nos señalarían. Pero no lohicieron. Ravenna y yo estábamossentados casi debajo de la destrozadaescalera, observando todo con lasrodillas pegadas a la barbilla. Noscomportábamos (o al menos esointentábamos) como se esperaba que lohiciesen personas de nuestra simuladacondición. Un soldado sacri se erguía amuy poca distancia y su aspecto parecía

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mucho más amenazador a la luz de lasantorchas. Apareció entonces elcomandante, que nos miro detenidamentey nos dijo que permaneciéramos ennuestro sitio mientras iba a buscar aquien estuviese al cargo.

Palatina y los dos oficiales, uno delos cuales sostenía al otro con esfuerzo,habían sido conducidos alcompartimento principal y esperaban aque el inquisidor llegase desde la navedel Dominio.

No tardó en presentarse, precedidopor dos inquisidores de menor rango yun sacerdote que vestía una túnica roja ymarrón. Con sensatez, Palatina y los

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demás hicieron la acostumbradareverencia al oficial superior. No teníasentido ponerlo de mal humor.

— ¿Quién esta al cargo aquí? —preguntó. No era el tipo de inquisidorascético como el que había registradonuestra manta en el puerto. Se trataba, encambio, de un haletita de barba gris que,aunque no pudiera decirse que estuvieragordo, daba la impresión de disfrutarplenamente de la comida. No por esoresultaba menos intimidante, y, quizá,que fuese un hombre de mundo lo haciamás peligroso.

— Soy el oficial segundo VatatzesScartaris —dijo el más veterano de los

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oficiales del Lodestar que estabanconscientes. Había sangre en una de susmanos y en una parte de la cabeza, y surostro parecía blanco incluso bajo la luzde las antorchas— Mi capitán estáinconsciente.

Dio la impresión de que el oficialmás joven iba a decir algo, pero secontuvo manteniendo la bocacautelosamente cerrada.

— Estabais prestando ayuda aherejes y renegados, lo que constituyeuna herejía según el edicto universal deLachazzar.

— La ley naval imperial exige quetodos los buques que naveguen en las

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cercanías de otra nave que esté enapuros la socorran, a menos que se tratede un enemigo —explicó el oficialsegundo modulando con cuidado suspalabras, como si temiese no ser capazde decirlas.

— La ley de Ranthas es superior acualquier código terrenal —sostuvo condureza el inquisidor— Exige que losherejes sean destruidos, no socorridos.

— No abandonaré... a personas quesufren —dijo el oficial segundo entredientes, luego se tambaleó y sus piernascedieron. Su subordinado intentómantenerlo en pie, pero poco después loacomodó en el suelo.

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— Está muy malherido, necesitaatención médica —clamó desafiante elotro oficial— No es un hereje, es unoficial herido de un clan thetiano que haobedecido las órdenes de su capitán.

El inquisidor lo miró con ojosasesinos, pero el sacerdote de rojo ymarrón que lo acompañaba le dijo algoal oído.

— Este hombre es un monje de laorden de Jelath. Él atenderá a vuestrosheridos —anunció el inquisidor unmomento después, y el monje señaló ados sacri para que lo ayudasen atrasladar al oficial segundo a otro sitio.Imploré en silencio a Thetis que

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recobrase la salud. Los monjes de Jelathpertenecían a una orden médica.

Entonces el inquisidor se dirigió aPalatina, ignorando al oficial más joven.

— ¿Quién eres tú? ¿Posees algunaautoridad?

— Soy Palatina Canteni, su gracia,una pasajera y huésped del comisionadoprincipal Mauriz, que se encuentraherido.

— ¿Una Canteni viajando con unScartari?

Esa pregunta confirmó mi primeraimpresión sobre el inquisidor. Unhaletita que supiese sobre Thetia algomás que el nombre del emperador podía

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resultar muy peligroso. Por lo general,no prestaban atención al lugar ni a susasuntos internos, en los cuales teníanprohibido intervenir según el acuerdooriginal firmado por Valdur y el primadoprimigenio.

— Actualmente no estamos enguerra.

El inquisidor pareció de repenteperder todo interés en ella y le ordenó aotro monje de Jelath que mirase siMauriz estaba bien. Poco después elmonje informó que también él precisaríaatención médica.

— No hay tiempo que perder —anunció por fin el inquisidor— Esta

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nave está ahora bajo control delDominio. Preceptor Asurnas, trae avarios de tus hombres y a algunosmarinos para que gobiernen el buque.Nos dirigiremos a Ilthys.

— ¿Qué haremos con la tripulación?—pregunto quien, supuse que eraAsurnas. Elevaba un ribete doradoalrededor del emblema de la llama de susobretodo, por lo que debía de ser unoficial.

— Todos los oficiales y pasajerosserán trasladados a nuestra manta.Llevadlos a las celdas destinadas a losherejes, que por el momento estánvacías.

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El oficial más joven intentóprotestar, pero fue silenciado con ungolpe en la cabeza que lo dejótambaleante.

— ¿Quiénes sois vosotros? —preguntó el inquisidor fijándose porprimera vez en Ravenna y en mí.

Sentí cómo me recorría con lamirada.

— Somos sirvientes delcomisionado principal, su gracia —alcancé a explicar.

Mi temor era bastante genuino, y nodudaba que me veía tan aterrorizadocomo lo estaría cualquier sirviente delremoto Archipiélago si era capturado de

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semejante modo.— Nos faltan sirvientes. Ahora nos

serviréis a mí y a mis hermanos. Losmonaguillos serán relevados durante undía de ese privilegio para celebrar ladestrucción de la nave renegada.

De manera que, como me temía, elAvanhatai había sido destruido y suexplosión había producido la segundaola de energía que azotó al Lodestar. Laayuda brindada por nuestro capitán nohabía servido para nada. Estábamosprisioneros del Dominio y el principalVasudh nunca llegaría a Beraetha.Mientras nos conducían a la manta delDominio me pregunté si el inquisidor

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sabría lo suficiente sobre Thetia parahaber oído hablar de Palatina Canteni.

Tras un día y una noche en laatmósfera viciada de la manta delDominio no pude sino sentir alegría alemerger en el cálido y húmedo aire deIlthys. Las nubes dejaban pasar los rayosdel sol en algunas partes del cielo, y lasaguas de la costa adquirían así un tinteverdoso. Era la primera vez que veíaalgo semejante desde que había partidode Lepidor. El calor permanente delArchipiélago no dejaba de tener suencanto, igual que la sequedad que loinvadía todo. Salvo por la presencia delDominio, era un sitio mucho mejor para

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pasar el invierno que mi propio hogar.En especial, considerando que la mantaestaba llena de sacerdotes, inquisidoresy sacri, hasta el extremo de que suinterior había sido reformado parapermitir la instalación de celdasmonásticas y de un refectorio. Era unode los pocos buques pertenecientes enverdad al Dominio. Según pude deducir,la mayor parte de las naves que seempleaban en esta purga habían sidoalquiladas a las grandes familiastanethanas.

La manta que habíamos abordadotema incluso una hilera de celdas paraconfinar a los herejes capturados,

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aunque me pregunté en vano quénecesidad tendrían de transportarlos. ElDominio precisaba de ejemplos,interrogatorios y hogueras para sometera las poblaciones locales. ¿Cuál eraentonces el motivo para trasladarherejes de aquí para allá?

Cuando llegamos a tierra, lospasajeros y tripulantes del Lodestar queestaban en condiciones de caminarfueron escoltados por sacri, queparecían haber concluido que todoséramos herejes Mauriz, con un fuertegolpe en la cabeza, no había podidohablar hasta una o dos horas antes, demanera que el inquisidor decidió

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interrogarlo más tarde en el templo deIlthys

Ilthys era en muchos sentidos unaciudad semejante a Ral'Tumar. Se veíala misma arquitectura y una idénticacombinación de cúpulas, jardines ybóvedas. Pero al contrario de Ral´Tumar, aquí casi todas las edificacionesestaban situadas en la parte superior delos acantilados, completamenteprotegidas por altas murallas. Era unpaisaje imponente y me pregunté por quéla habrían construido así, dado que, porlo que podía recordar, Ilthys jamás habíasido atacada.

Cuando comenzamos a ascender por

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el empinado y serpenteante camino quecorría junto al acantilado, rodeando laparte más baja de Ilthys, comprobé queel Dominio ya controlaba la isla. Elinquisidor fue agasajado en el puertosubmarino por el avarca por uncamarada inquisidor con apariencia deinflexible asceta.

Aunque su destino último eraQalathar, parecía evidente que nuestrocaptor tenía intención de pasar la nocheen el templo, pues tanto a Ravenna comoa mí nos hizo cargar pesados equipajes.Aunque fuese más agotador, razoné queera mucho peor ser tratados comoprisioneros.

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— ¿Habéis dejado hermanos de laorden en Sianor para que prosigan allínuestra labor? —preguntó a nuestrocaptor el asceta, quien por poco noretrocedió ante su fuerte autoridad ytemible presencia.

— Hemos dejado a tantos como noslo han permitido los acontecimientos.Dejaré contigo a algunos hermanos antesde dirigirme a Qalathar, para así poderregresar a Sianor en otra nave.

— Es una pena que haya sidodestruida la nave renegada —subrayó elasceta— Podría haber sido útil.

— Resistió durante demasiadotiempo.

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— Se me ocurre que la técnica deataque es algo exagerada. Los herejesdeben ser utilizados para dar ejemplo.No tiene ningún sentido matarlos sinmás. En las profundidades del océano nohay testigos.

— Si deseas hacerles algunasugerencia a los magos, no dudo que lasescucharán.

— Lo haré, y le enviaré un mensajea Midian en Qalathar. Es nuestra armamás potente y no debería ser empleadapara matar, sino para obtener justicia.Ranthas lo juzga todo, pero no deberíaverse obligado a ocuparse del alma delos herejes.

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Mientras sentía un intenso dolor enlos hombros debido a la carga, escuchécon estupefacta fascinación cómoaquellos dos sujetos debatíancalmadamente los métodos de sucarnicería. Sólo en el Lodestar habíanmuerto doce hombres, cuyas vidas, aunsiendo posibles herejes, parecíancarecer de importancia para ambos. Encuanto al Avanhatai, estaban satisfechosde su completa destrucción, perolamentaban que no pudiese ser empleadopara provocar más terror.

Todavía más interesante era ladisputa entre ellos. A la sombra comoestaba de su más dinámico colega, el

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asceta se había permitido criticar lastácticas extremas del otro, críticas queno habían sido bien recibidas. ¿Seríarivalidad profesional o animosidadpersonal? No parecían conocersedemasiado entre sí, y su saludo habíasido mas bien frío y formal.

Y acerca de la afirmación casual deque el Dominio estaba mejor capacitadopara juzgar las almas que el propio diosque ellos adoraban...

— Hermano, estoy ansioso por saberde tus victorias —dijo el haletita demanera poco sutil— Habiendo salido deSianor con tantas prisas para capturar aesos herejes, todavía no he tenido

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oportunidad de ver lo efectiva que esnuestra presencia aquí.

En otras palabras: «Yo he capturadoun montón de herejes y maté a unoscuantos más... ¿Qué has hecho tú?». Meresultaba extraño, dados susconocimientos políticos, que careciesede todo tacto al dirigirse a ese pocomundano asceta.

—Los tres días de gracia acabaranmañana. Ya he dado caza a una conocidahereje buscada por el inquisidor generaly que será juzgada y quemada en lahoguera el primer día de mercado. Losprocesos son un poco más lentos dentrodel marco de la ley. Si consideras que

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tus prisioneros son culpables,podríamos organizar una ceremonia másimponente.

El rostro del haletita seensombreció, pero había dejado en eltribunal de Sianor apenas cuatro sacri ydos inquisidores a fin de partir a la cazadel Avanhatai. Probablemente,demorarse unos pocos minutos paradesembarcar a algunos más y asegurarsede que todo discurriera con fluidez nohubiese ocasionado ninguna dificultadañadida a la persecución del buque deQalathar.

— Espero que el inquisidor generalen persona se interese por este caso.

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— No dudo que alabará vuestroséxitos.

Se produjo un nuevo silencio y mimente se dispersó. Volví la mirada haciael mar, que ahora estaba debajo denosotros, más allá de los arcos de lamuralla. Como la ciudad a la queconducía, el camino estaba amurallado acada lado, permitiendo sólo la visióndel océano. Debía de ser una imagenencantadora en un día de verano, cuandolas aguas fuesen azules y no de un grisverdoso.

Todavía no habíamos alcanzado lacima cuando oí el sonido de caballosacercándose delante de nosotros. Entre

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las cabezas de los sacri y el corcel delasceta pude ver cómo tres jinetesaparecían en el camino hacia la partesuperior de la ciudad y se deteníanbloqueando deliberadamente el paso delinquisidor.

El haletita alzó las riendas con lahabilidad de un gran jinete mientras quelos sacri cogieron las riendas del ascetay, más o menos, lograron detener alcaballo. Los sacri interrumpieron lamarcha junto con sus superiores y detrásde nosotros toda la columna hizo alto deforma abrupta.

— ¿Quién osa obstaculizar el pasode los agentes del Dominio? —preguntó

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el haletita.El jinete que lideraba el trío,

montado en un espléndido semental decrin dorada y bastante más alto que loscorceles de los inquisidores, losobservó con detenimiento por uninstante.

— Tengo entendido que habéisatacado de forma ilegal una mantaScartaris y habéis hecho prisionera a sutripulación. ¿Me equivoco? Me parecióun hombre muy joven, thetiano de pies acabeza con cabellos castaño oscuro ypiel aceitunada. Tenía un rostroexpresivo y ojos vivos. Llevaba prendasde seda y un broche de oro en su túnica

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(su rango debía ser muy alto). Y fue laprimera persona que conocí en elArchipiélago que parecía tener voluntadde enfrentarse de igual a igual a uninquisidor. Sus compañeros, tambiénvestidos lujosamente, transmitían ambosla sensación de ser gente que espera serobedecida. Lino era una mujer, cuyoscabellos dorados no podían sernaturales considerando el color de supiel. Quizá representase al consuladoScartari, dado que sus prendas llevabanel emblema de la familia.

— ¿Quiénes sois vosotros, que ospermitís interrumpir la labor deRanthas? —lanzó el asceta.

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— Ithien Eirillia, gobernador deIlthys en nombre de la Asamblea. Soyresponsable del bienestar de miscompatriotas en Ilthys, lo que sin dudaincluye a estas personas.

Con actitud dubitativa yrepresentando aún mi papel de sirviente,miré a mi alrededor fijando los ojos enMauriz, quien en lugar del ceño fruncidoque había mantenido hasta entoncesexhibía una ligera sonrisa.

— Han sido arrestadas bajosospecha de herejía.

— ¿En base a qué cargo?— No estoy obligado a responder

vuestras preguntas. Ahora retiraos del

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camino antes de que os arreste avosotros por proteger la herejía.

El haletita se inclinó hacia adelantey susurró algo al oído del asceta.

— Soy oficial del imperio thetiano—agregó Ithien sin dar un paso—Vuestro edicto os permite erradicar laherejía dentro del Archipiélago. Estosson ciudadanos thetianos y vuestroedicto no los incluye.

— El edicto exige que todos lospoderes seculares cooperen connosotros bajo pena de excomunión.

Fuese lo que fuese que el haletita lehabía dicho al asceta no habíaconseguido moderar el tono de su voz.

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Si bien el asceta no era haletita nitanethano, era difícil establecer su lugarde origen. Pensé que podía provenir dealgún sitio muy alejado de Thetia.

— Aun así —respondió Ithien—Explicaréis las circunstancias y, en casode no existir una acusación genuina,habrá un juicio secular.

— ¡Fuera de nuestro camino! —gritóel haletita— Vestimos el hábito, somosrepresentantes de Ranthas en Aquasilva.Quien obstruya nuestro paso obstruye lavoluntad de Ranthas. Vuestro emperadornos ha brindado su completo apoyo enesto. Dejadnos pasar.

— El emperador no tiene tanto

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poder como piensa —advirtió Ithien—Regresaré.

— Trae contigo a un Canteni, Ithien—reclamó Mauriz a mis espaldas— Sesorprenderán mucho.

— ¿Un Canteni? Traeré a uno, y amuchas personas más. Confía en mí,Mauriz.

Ithien y sus compañeros giraron suscorceles y cabalgaron hacia la ciudadcon despreocupación, como si elDominio no estuviese allí. Parecía queThetia y su gente eran mucho máscomplejos de lo que yo había supuesto.Era increíble la arrogancia que habíademostrado Ithien ante sujetos temidos

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por el resto del mundo. Comodescubriría no mucho después, era unindividuo dotado de una inusualconfianza en sí mismo, pero no para unrepresentante de Thetia. Y no cabía dudade que su autoridad era aún mayor quela de Mauriz.

Mientras los inquisidores retomabanla marcha, no dejaba de preguntarmecómo haría Ithien para liberarnos. Sinduda habría en la ciudad tropas Scartari,pero no podrían de ningún modoequipararse al poder de los sacri, y eraimpensable que interviniesen lasguarniciones imperiales. Tomar lasarmas contra el Dominio hubiese

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equivalido a condenarse, sin importar lopoderoso que fuese el clan. Y si nopodía hacer frente a las circunstancias...entonces ¿de dónde venía su confianza?

A ambos lados de la pequeñaprocesión, la población local cruzabalas calles observándonos con sorpresa,temor, incomodidad e, incluso, algo deamargura. Según pude constatar tras vercómo desviaban los ojos de mí y losconcentraban en los sacri, todos esossentimientos eran dirigidos hacia loscaptores, no hacia sus prisioneros.

Por fortuna, el sector más alto de laciudad se hallaba más o menos al mismonivel que el resto, elevándose apenas un

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poco al llegar al palacio fortaleza, en elextremo más lejano, y visible desdedonde estábamos sólo entre los techosde las viviendas. En algún sentido, laciudad era diferente de Ral´Tumar,aunque aún no podía precisar por qué.Era bastante más pequeña y no se veía atantos extranjeros.

Como todos, el templo estabasituado en la avenida principal, cerca dela plaza del mercado, interrumpiendo demodo poco agradable las extensascolumnatas que discurrían a amboslados de la avenida. En ese aspecto,Ilthys era muy similar a Taneth, aunquecon un estilo arquitectónico diferente.

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Incluso el templo, con tres plantas dealtura y una inmensa bóveda dominandola fachada (demasiado grande paracualquier puerta), seguía las lineas deestilo del Archipiélago. ¿Sería acasomas antiguo que el propio Dominio?¿Habría sido originalmente un templodedicado a Thetis, confiscado yreformado?

Era realmente un templo muy bonito,por mucho que el Dominio hubieseintentado transformarlo. Nos condujeronadentro a través de un portal con vigasde madera en el techo, que en el sectorque rodeaba el santuario y lasedificaciones situadas detrás había sido

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decorado con estrellas pintadas. Uno delos ascetas que escoltaban a los sacrinos dijo a Ravenna y a mí dóndedepositar el equipaje del haletita, lo quehicimos obedientemente antes deregresar al salón, como nos habíanindicado. El templo ya estaba casi llenodebido a la presencia del tribunal de losascetas, y me pregunté de qué modoharían sitio a los otros inquisidores.

Los dos inquisidores que iban pordelante habían desaparecido de nuestravista, mientras que sus subordinadosmantenían un atento control en la gentecongregada en el salón. Los monaguilloshicieron a un lado la mesa, colocando

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sobre la tarima sillas para losinquisidores. Intentaban acelerar elprocedimiento, y aventuré que sería paradictar la condena antes de que llegasenlos thetianos a complicar las cosas.

Pero, por mucho que lo intentasen,no había manera de que acabasen atiempo. Según me informó Ravenna aloído, de pie junto a mi a un lado delrefectorio (ambos un poco alejados delos demás), los juicios duraban al menosun par de horas.

Al parecer ya se habían olvidado denosotros. ¿O acaso nos reunirían con losScartari cuando regresasen losinquisidores? Todavía estaba asustado,

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pero no tanto como antes. Aunqueparezca egoísta, eso se debía a laseguridad de que ya no era el centro delos acontecimientos. Y Mauriz, que sí loera, daba la impresión de contar con unfirme respaldo.

Los inquisidores no reaparecieronhasta que todo estuvo en su sitio yentonces cruzaron una puerta lateralrealizando la entrada ceremonial.Parecían mucho más amenazadores queantes, avanzando hacia las sillas delestrado con ese paso medido queconstituía uno de sus rasgos másfastidiosos.

Una vez que tomaron asiento y se

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unió un tercero a los dos líderes, elhaletita le hizo una sutil señal a uno delos sacri, que nos empujó a Ravenna y amí para que nos integrásemos en elgrupo del centro. Había sido idiotapensar que las cosas pudiesen sucederde otra manera.

Antes de que comenzasen se oyó unaplegaria para pedirle a Ranthas quebendijese sus actos, que fue entonadapor otro inquisidor situado en un lado.

— Habéis ayudado a herejes yrenegados incumpliendo el edictouniversal de Lachazzar. Esa que habéisviolado es una ley dictada por Ranthas,superior a todas las leyes terrenales —

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empezó a decir el asceta cuandoacabaron las formalidades. Dirigía lamirada a Mauriz, de pie en la primerahilera del grupo junto al oficialprincipal y al oficial tercero delLodestar.

— Lo que hicimos fue prestar ayudaa una nave averiada —afirmó Mauriz sindar rodeos y sin intentar de ningún mododescargar la culpa sobre el capitán, quehabía muerto la noche anterior— Hastaque enlazamos las naves, no hubomanera de saber si estaba o no, comovosotros decís, repleta de renegados.Les ayudamos lo suficiente para que subuque pudiese navegar.

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— Eso no demuestra vuestrainocencia.

— No necesito demostrarte miinocencia, inquisidor. Según la leyimperial no he cometido ningún delito,ni lo ha hecho ninguno de los tripulantesdel Lodestar. Somos ciudadanosthetianos y no estamos bajo vuestrajurisdicción. —Su tono era rotundo,desdeñoso. En la nave había parecidomenos confiado. Al parecer, buena partede su seguridad actual se relacionabacon Ithien

—Estáis ante un juzgado de Ranthas,no ante un juzgado de los hombres.Nosotros no respondemos a la ley de

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vuestro imperio, ni siquiera en caso deno existir el edicto universal. Habréisoído hablar de él o lo habréis leído siconocéis la Carta de la ley divina. Se osacusa de socorrer a herejes, lo que deacuerdo con el edicto es condenablecomo herejía. ¿Podéis demostrar vuestrainocencia?

Era un juzgado del Dominio,dependiente de una legislación haletita,según la cual lo primero que sepresuponía era la culpabilidad.Exactamente lo opuesto al sistema delArchipiélago, pero eso era algo que elDominio había decidido ignorar hacíamucho tiempo. Aunque quizá no en

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Thetia. En todo caso, Mauriz se violibrado de tener que responder ante larepentina e increíblemente oportunallegada de nueve cónsules thetianosacompañados por el gobernador.

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CAPITULO XIII

Los cónsules aparecieron en hapuerta que conducía al santuario y,lanzándose hacia el refectorio, secolocaron entre nosotros y losinquisidores. Algunos vestían prendascon emblemas de sus clanes (yo yaconocía el color borgoña de los Canteniy el rojo y plateado de Scartaris, perono pude distinguir los demás). Unamujer iba totalmente vestida de negro ydorado, y me pregunté si ésos serían loscolores del clan Polinskarn, pues notenían nada que ver con los magosmentales.

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También Ithien estaba allí, pero,para mi sorpresa, se mantuvo al margeny fue uno de los cónsules quien comenzóa hablar, un hombre entrado en años concabellos de color gris oscuro. Susprendas llevaban los colores azul cieloy blanco, pertenecientes a un clan queme era desconocido.

— Ithien me ha advertido quepretendéis hacer un juicio ejemplar —dijo sin exhibir ante los inquisidoresdeferencia alguna, lo que alegró micorazón— Eso no es admitido por la leythetiana.

— Estáis interrumpiendo el trabajode Ranthas —sostuvo el haletita, pero

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no parecía tan seguro de sí mismo comounos instantes atrás. Podía comprendersu sorpresa: nunca hubiese sospechadoque nueve cónsules y el gobernador sehiciesen presentes para rescatar a unatripulación del clan Scartari. ¿A quefacción respondía el clan Eirillia, al quepertenecía Ithien? No lo sabia conseguridad y supuse que tampoco Telestao Mauriz.

— ¿Cuál es el cargo? —exigió saberel cónsul.

— Socorrer a herejes.Ithien dejo escapar un gemido de

disgusto y se aproximó a Mauriz parapreguntarle de qué hablaba el inquisidor.

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Tres o cuatro le dieron la espalda a losinquisidores y se acercaron paraescuchar. Tras unos instantes, un hombregordo vestido con los colores verde yblanco hundió la cabeza entre las manosen un exagerado gesto de desesperación.Luego elevo la mirada y se encogió dehombros con tristeza. Verde y blanco, sino recordaba mal, eran los colores delclan Salassa. Había tal despliegue degalas en aquel salón que resultaba fácilconfundirse.

— ¿Qué podemos hacer? —dijo elhombre de Salassa mostrandoincredulidad en la voz— No puedocreer lo que intentan hacer. —Su acento

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era muy marcado y sonaba como si aúnestuviese aprendiendo la lengua delArchipiélago. Entonces comenzó ahablar en fluida y veloz lengua thetianacon la mujer que, en mi opinión, era lacónsul de Polinskarn, ignorando porcompleto a los sacri, los inquisidores ytodos los demás. Tras un instante, lacónsul de Polinskarn hizo un gesto a losinquisidores, expresándose con lasmanos como era costumbre thetiana.Parecía increíble cómo la sala parecíahacerse más pequeña con los diezthetianos dentro manteniendo esassonoras e incomprensiblesconversaciones bajo el techo

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abovedado. La acústica era espléndida.— Estáis ante un tribunal

inquisitorial debidamente constituido —gritó el inquisidor mientras uno de lossacri daba un golpe a la mesa con laespada para pedir silencio— Nopermitiré que sea interrumpido esteproceso.

— Eso no me preocuparía en vuestrolugar —señaló Ithien torciendo el gesto.Le hablaba al inquisidor por encima delhombro, sin dignarse siquiera volversepor completo— Ahorraos un problema ydejadlos en libertad.

— Ten cuidado, Ithien —advirtióMauriz con una pizca de cautela en la

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voz— No vayas demasiado lejos.— Se comportan como si fuesen

dueños de todo —exclamó elgobernador con desdén— Dejemos queal menos por una vez prueben el saborde su propia medicina. ¿Sólo os acusande eso? Mauriz asintió:

— Creo que ningún juez aceptaríasiquiera proceder con el caso. —Losjueces conocen el sentido de la palabraley— sostuvo Ithien, y se volviónuevamente con ademán teatral parahablar con el cónsul que hacía deportavoz (en thetiano otra vez, supuseque para irritar a los inquisidores). Susgestos exagerados denotaban la fluidez

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de un extendido ensayo, pero de ningúnmodo me hubiese atrevido a acusar a esehombre de ser sólo un fanfarrón.

Volví a levantar la mirada hacia elestrado. Los inquisidores estabanindignados. El asceta estaba tenso yparecía preocupado.

¿Cómo podía ser que eso estuviesesucediendo? Era inconcebible que losthetianos se atreviesen a desafiar elpoder del Dominio de tal modo sintemer las consecuencias. ¿No solían serlos clanes bastante más diplomáticos?Según tenía entendido, la política de losclanes se basaba en la sutileza y latraición, no en esta pretensión de tener

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poder para salirse con la suya. Por loque me habían dicho, la Asamblea laformaban un montón de débiles sibaritasque se ocultaban temerosos ante laprimera señal de presión. Nada de esose correspondía con lo que estabapresenciando.

Sobre el estrado, el haletita negó conla cabeza en respuesta a algo que lehabía propuesto el asceta. Parecían estarotra vez en desacuerdo, lo que sin dudaera beneficioso para nosotros. Los sacripermanecían inmóviles como erahabitual, y mis ojos vagaban por susrostros. ¿Los inquisidores ordenaríandetener también a los cónsules? No sería

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una medida muy inteligente, pero losthetianos carecían es ese momento deapoyo militar.

— Como gobernador imperial deIlthys —anunció Ithien interrumpiendosu conversación con el cónsul—, ordenodetener este juicio por violar la leyimperial y las leyes de los clanes.

Parecía una actitud más diplomática,pero ahora los estaba poniendo contra laespada y la pared, sin ofrecerles ningunasalida sencilla.

— Creo que no habéis comprendidoaún —repuso lentamente el haletita,como si le hablase a un niño— quevuestras queridas leyes no son

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aplicables a este tribunal. Nos regimospor el edicto universal, que está porencima de cualquier otra ley.

— Hay algo que me desconcierta,Mauriz —preguntó entonces Ithien,volviendo a desviar la atención eignorando al inquisidor para dirigirse alScartari— ¿Cómo es que dañaron elLodestar?

Mauriz le respondió en thetiano,pero pude comprender mas o menos loque le había dicho. Ithien parecióescandalizado, y el rostro redondeado yexpresivo del hombre de Salassa secontraje en una mueca de espanto.Comentó entonces alguna cosa, y me

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maldije por no comprender las velocespalabras thetianas que dijeron. Seacercaron otros dos cónsules, y noté lapreocupación en sus caras mientrasconversaban.

— Dice que por ese motivo losinquisidores se muestran tan confiados—me susurró Palatina. El emisario delos Canteni no había parecido notar aúnsu presencia, pues hablaba con unamujer de rasgos angulosos, vestida concolores que ya había visto pero que nopude reconocer.

— Aquí importa solamente una ley—sostuvo el inquisidor asceta,pareciendo ahora más confiado. Sin

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duda suponía que conocer el poder desus magos pondría fin a la arroganciathetiana— , y ésa es la ley de Ranthas,que se ha explicado a los acusados y queestá por encima de todas las leyes. Sujusticia caerá sobre todos los quepequen en su contra.

— Está diciendo que no hay nada dequé preocuparse —me informó Palatina— Dice que por ahora les permite ciertaventaja, pero que pronto hallará unasolución, que no hay nada de quepreocuparse... pero los otros no están deacuerdo.

El formal juicio de unos instantesatrás se había convertido en un caos.

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Los cónsules thetianos dominaban laescena, hablando con excitación engrupos de dos y de tres, mientras Ithien yel cónsul que había actuado de portavozcomenzaban a discutir aspectos legalescon los inquisidores. La sala parecíamas un concurrido centro social que untribunal lo que se veía subrayado aldestacar el habla veloz y musical de losthetianos

— ¿Cómo nos sacarán de ésta? —lepregunto a Palatina una perplejaRavenna, cuyo malhumor se habíaesfumado— Nunca he visto nadaparecido.

— Es posible que Thetia no sea tan

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poderosa como lo fue, y que elemperador posea más control, peroéstos son todavía grandes clanes. Ithiensabe que sera respaldado.

Palatina parecía adelantarse a loshechos, pero más con expectación quecon incomodidad. En ningún momentohabía notado que sintiese nostalgia porThetia, pero ahora comenzaba a dudarde si eso no habría sido sólo una pose.Entre sus compatriotas, ella hablaba y semovía con una nueva vitalidad, lo que ala vez me agradaba y me inquietaba.¿Olvidaría el motivo que nos habíallevado hasta allí y volvería al mundodonde había vivido antes de que yo la

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conociese?Pero ¿por que se sienten tan

confiados? —le pregunté ocultando mipreocupación.

Los thetianos todavía gobiernanestos mares y no permitirán que se nospersiga aquí, ni siquiera dentro de unmillar de años. Sólo el emperadorpodría hacer tal cosa, pero ni siquieraOrosius admitiría que haya hogueras oinquisidores en Thetia. Los thetianos noestán sometidos a su control, y por lotanto admitirlo le restaría poder. Dehacerlo, los thetianos dejarían deresponderle y él no podría soportar quesucediese eso.

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Palatina se calló cuando elinquisidor haletita estrelló un librocontra la mesa y alzó la voz en mediodel silencio que produjo.

— Nuestros derechos sobre elArchipiélago son absolutos —afirmó,esperando al parecer que eso acabasecon la discusión— Es posible que losacusados sean ciudadanos thetianos,pero su crimen consiste en habersocorrido a herejes en el Archipiélago.

— Ya hemos tenido bastante de eso—advirtió Ithien desafiante. Suexpresión mostraba que ya estaba hartode la obstinada jerga inquisitorial. Elcónsul que hacía de portavoz le puso una

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mano al hombro para calmarlo y le dijoalgo al oído. Ithien asintió y el cónsulañadió algo más.

— De acuerdo con el Pacto deRal'Tumar firmado por el primigenioprimado Temezzar y el emperadorValdur I,Thetia y los ciudadanosthetianos no están sometidos a las leyesreligiosas. Los que sean acusados decrímenes religiosos fuera de lasfronteras thetianas deberán ser juzgadospor cortes seculares thetianas. La leysecular determina que en este caso no seha cometido ningún delito, y, por lotanto, el presente juicio es ilegal.

Nada más concluir su discurso,

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Ithien se dirigió a la puerta y dio unapalmada con las manos. El portavoz loacompañó con expresión alarmada.Entonces Ithien pronunció una palabrasferoces e imperiosas señalándonos anosotros. El cónsul portavoz, máscalmado, señaló a los sacri.

— Haréis bien en recordar a quéautoridad os estáis oponiendo —dijo elasceta— Incluso según vuestras normas,la osadía que habéis mostrado ante losrepresentantes de Ranthas en la tierrasería considerada una herejía.

Oí nuevos pasos en el santuario, y unhombre con una armadura recubierta deplacas a modo de escamas y un festón en

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el casco apareció junto a Ithien. A juzgarpor la ondeante pluma azul de su casco ylos adornos de plata de su capa azul,supuse que se trataba de un comandantede la Marina. ¿Quizá el comandante dela guardia de Ithien? La imagen delmilitar y los sacri congregados en unamisma sala me pareció incongruente. Laarmadura refulgente y casi fuera decontexto del thetiano parecía ajena a lasilenciosa amenaza de los sacri.

—Muy operístico —reflexionóRavenna—. Aunque en una óperaauténtica el héroe haría ahora suaparición resolviendo toda la trama, losinquisidores obtendrían su merecido, los

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amantes se marcharían juntos, eldirigente recuperaría su clan, etcétera,etcétera. A mí me pareció más bien unaescena de un sueño retorcido einverosímil: la aterradora Inquisiciónpuesta en su sitio por un heterogéneogrupo de thetianos. Sólo deseaba quehubiese desaparecido una pizca siquieradel pánico que me producía laInquisición. Pero incluso entonces,cuando parecían haber perdido suautoridad, los dos hombres sobre elestrado eran figuras que infundían temor.En mi interior era consciente de que losthetianos no estaban rescatándonos anosotros, sino a Mauriz y a su

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tripulación. Ithien estaba allí paraproteger a sus camaradas thetianos, puesexistían ciertas lealtades que superabanlas diferencias entre clanes.

Por nacimiento, yo era tan thetianocomo cualquiera de ellos y me resultabaextraño contemplar a mis compatriotasdiscutiendo entre ellos en una lengua queme resultaba imposible comprender. Nome sentía uno de ellos. Los thetianosvivían en un mundo que yo desconocía, ytampoco estaba muy seguro realmente dedesear conocerlo. Y, sin embargo,tampoco estaba decidido a apartarme deél.

— Todos fuera, a toda prisa —

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ordenó Ithien— Ya nos ocuparemosluego de los equipajes y pertenenciaspersonales de cada uno.

— El inquisidor general se enteraráde esto —sentencio el haletitaponiéndose de pie, mientras con unfurioso gesto del brazo les indicaba alos sacri que obstruían la puerta que sehicieran a un lado— El y el emperadorsabrán lo que habéis hecho y veremos silos desafiáis también a ellos.

— ¡Haré que revisen vuestrosequipajes en busca de textos heréticos!—fue la frase de despedida del asceta.

— Hazlo —respondió Ithienmientras seguíamos a Mauriz y al resto

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de la tripulación del Lodestar endirección a la puerta. Palatina le dio aMauriz una palmada en el hombro y ledijo algo en thetiano. Mauriz le contestóy ella pareció aliviada.

Habíamos sido liberados sin que seprodujera el más mínimo acto deviolencia, pero mientras dejábamos elsalón y avanzábamos por el lado delsantuario, dejando atrás la llama eternadel templo, recordé la mirada en losojos de los inquisidores y mi aliviodesapareció en parte. El castigo seríaterrible para cualquiera de nosotros quevolviese a caer en sus manos, y Midianestaría al tanto de los acontecimientos

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tan pronto como el inquisidor se locomunicara. Midian sentía un odioconsumado por los habitantes delArchipiélago, y este episodio nodespertaría su amor por Thetiaprecisamente.

El aroma del santuario nosacompañó cuando salimos al aire de latarde en Ilthys, rodeados de sonrientesguardias, que parecían muy agradecidosde no haber tenido que intervenir. Laguardia de Ithien no era la únicapresente. Cada uno de los cónsuleshabía contribuido con un regimiento,aunque sólo la guardia del gobernadorllevaba armaduras. Me pregunté si los

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hombres de Ithien sabrían combatir o siemplearían los cascos y las armadurassólo para desfilar.

No había a nuestro alrededor unamultitud de curiosos, como me habíaimaginado, pero los que nos veían pasarsin duda se sorprendían al ver a lasnueve facciones cooperando y, muchomás, ante el nutrido grupo de thetianosque formábamos.

— Ser thetiano tiene su utilidad,¿verdad, primo? —me dijo Palatina conuna sonrisa. Era la primera vez que mellamaba así, y me pareció al principioun poco inapropiado. En seguida pensélo contrario y asentí con alegría,

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agradecido de no estar ya en manos delDominio. Antes de que pudieseresponderle nada, sin embargo, alguienentre los pocos observadores thetianoslanzó un grito de sorpresa y de repentetoda la gente comenzó a rodearla.

— ¡Palatina! —exclamó elrepresentante de los Canteni conincredulidad como si estuviese ante unfantasma. En realidad, ése eraexactamente el caso— ¡Estás viva! Mepareció reconocerte allí dentro, pero noquise decir nada para no ocasionartemás problemas con esas avescarroñeras.

— Estoy llena de vida —afirmó ella

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en el lenguaje del Archipiélago. Luegola conversación prosiguió en thetiano.La reacción de los demás habló por sísola, pues un instante después el cónsulCanteni, un sujeto alto y mucho mayorque Palatina, se colocó frente a ella y laabrazó. Fue la señal para una sucesiónde discursos entusiastas y un torrente depreguntas que ella intentó responder.

Ravenna y yo permanecimos un pocoalejados, observando, aunque era difícilsentirse ajeno a un momento tanevidentemente feliz. Todos los demásparecían encantados de verla. Paraalgunos el gordo del clan Salassa, elportavoz, la mujer de rígidos rasgos y

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los dos cónsules de mayor edad, setrataba tan sólo del placer de comprobarque una colega que creían muerta estabaviva. Otros sin embargo, sentían algodistinto.

Para los Canteni y los tres cónsulesmás jóvenes, parecía ser mucho más queuna joven aristócrata que habíaregresado de entre los muertos. La seriay sobria cónsul de Polinskarn le dio unextasiado abrazo y un sujeto vestido decolor verde mar la trató como a unahermana perdida mucho tiempo atrás.

Más sorprendente aún era que elarrogante y prepotente Ithien la tratabacon mucha mayor cortesía de la que le

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hubiese dispensado a nadie. Ella lecorrespondió, dejándome perplejo.Recordé entonces la forma en quePalatina se dirigía a Mikas Rufele, quienno parecía muy distinto de Ithien,durante nuestra estancia en la Ciudadela.Era un contraste sorprendente. Mientraslos contemplaba agasajándosecomprendí, sin embargo, que allí habíamás que formalidades, que Ithien debíade haber sido uno de sus amigos enThetia. Vi cómo él le hacía una preguntay note en el rostro de Palatina unaexpresión de aparente indignación.Luego fui testigo de algo que no habíavisto nunca: ella permitió que Ithien la

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besara.Lo hizo con cierta formalidad, pero

desde que nos conocíamos era laprimera ocasión en que le permitía aalguien acercársele tanto. Estabadándole la bienvenida a su hogar, quizáésa fuese la explicación. Pero,tratándose de Palatina, la persona másreservada con la que jamás me habíatopado, no dejaba de ser algo sinprecedentes.

Fue un momento efímero yconmovedor, tras el cual los guardiascomenzaron a avanzar y nos vimos de unmodo u otro llevando su ritmo. Ignorabaadonde nos dirigíamos y no tenía

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intención de preguntarlo. Fuera dondefuera, pronto estaríamos allí.

— Palatina me contó lo que lleváisen vuestro equipaje —me dijo Maurizde repente, apareciendo a mi lado—Nos haremos cargo de eso.

— ¿Por qué se portan de ese modocon Palatina? —preguntó Ravenna. Noparecía estar hablándole a Mauriz, perono había nadie más que pudiese oírla.

El la miró de forma penetrantedurante un segundo. Luego respondió:

Con su supuesta muerte, ella se haconvertido en una especie de mártir paralos republicanos. Palatina era antes deeso una especie de icono, por quién era

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su padre, pero creo que ella significapara nosotros incluso más de lo quealguna vez fue Reinhardt. Creo que enesta ocasión el emperador deberápensarlo dos veces antes de atacarla.

Entonces Mauriz volvió a perderseentre la multitud, y unos minutos despuéslo vi conversando con un anciano cónsulde aspecto disoluto. No pude reconocera qué clan pertenecía, ni cuáles eran loscolores oficiales entre los muchoscolores que llevaba. Todos los cónsulesde mayor edad aparentaban ser bonvivaras, todos salvo la mujer de rostrosevero, y se ajustaban a la imagenprevia que yo tenía de los thetianos,

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mucho más que Ithien o Mauriz.Mientras seguíamos el paso de los

thetianos, me sentí por primera vez almargen. Esos cónsules pertenecían a unmundo diferente del mio, que Palatinaconocía bien, pero del cual ni Ravennani yo habíamos formado parte.

Atravesamos la plaza del mercadodetrás de Mauriz, la más visible entrelas personas que conocíamos, y el aromade las carnes asadas proveniente de unatienda despertó mi apetito. El inquisidorhabía comido muy bien en la nave, pero,a juzgar por la comida parasubordinados que nos proporcionaron,no me extrañaba que los jóvenes

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inquisidores estuviesen tan ansiosos pordemostrar su valía para ascender deestatus y poder. ¿Les daríandeliberadamente esos alimentos a lossubordinados para despertar sumalhumor? Por fortuna, pensé conseriedad, Mauriz nos incluyó luego contodos los demás en la comida en elconsulado. ¡Ya estaba harto de comercomo un sirviente!

Pero todavía no nos dirigíamos alconsulado. Ante nosotros, detrás de unespacio abierto con una fuente, como siestuviese entre un parque y un montículoen el camino, se hallaba el palacio delgobernador. Era más pequeño que el de

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Ral´Tumar y carecía de los enormesportales y fortificaciones de aquél.Parecía más bien un gran consulado.

Al frente de la comitiva, Ithien yalgunos cónsules se habían detenido yconversaban junto a la fuente. Ahora yano eran tantos como en el exterior deltemplo y los acompañaban sólo algunoscontingentes de la Marina. La mujer deduro rostro ya no estaba allí y mepareció que también se habían ido uno odos de los cónsules. Palatina conversabaanimadamente con Ithien, sumergida ensu viejo mundo, como si hubiese estadoallí con él todo el tiempo. Aldetenernos, la desordenada comitiva se

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disgrego. Los cónsules se despidieronde Ithien y partieron con sus escoltashasta que sólo quedaron Palatina, Ithien,Mauriz y Telesta. Los guardias de Ithienpermanecieron a unos pocos metros dedistancia, custodiando el exterior delpalacio del gobernador.

Palatina miró a su alrededor y, alvernos, nos hizo señas de que fuésemoshasta la fuente. Parecía arrepentida.

— Lo siento, no debí dejaros, perome reclamaron. Uníos a nosotros. Ithien,éstos son Ravenna Ufghada, que enrealidad procede de Qalathar, y CathanTauro de Océanus, aunque en verdad esthetiano.

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— Es un placer conoceros —dijoIthien recorriéndonos muyrespetuosamente con la mirada. Pese asu arrogancia, no carecía de modales—¿Por qué vais disfrazados? —preguntócon una sonrisa nerviosa.

¿Sería que ya había pasado porcircunstancias semejantes, que era muyobservador o que el maquillajeempezaba a desvanecerse?

— Tuvimos una pequeñadesavenencia con unos inquisidores —afirmé con sinceridad— El maquillajefue idea de Mauriz.

— Cualquiera que desprecie a esosparásitos será mi amigo —añadió— Por

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favor, pasad al palacio.Seguimos a ese hombre

extravagante, temerario y seguro de símismo en dirección al interior delpalacio del gobernador, que por dentrose parecía mucho al consulado Scartarien Ral´Tumar. Al mirar alrededor, mepareció un poco mas espacioso y vi quela decoración de los arcos de lacolumnata era bastante más elaborada.Del jardín del patio llegaban a nosotrosel aroma de las flores y el sonido delagua corriendo por la fuente, que teníaestilizados relieves de hojas y lanzabaal aire tres delgados hilos de agua. Alcaer, las gotas capturaban la luz.

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Nada más cerrarse la puerta detrásde nosotros y dejar de oírse los ruidosde la calle, volví a sentir la mismaextraña sensación que había tenido en elconsulado Scartari de estar en un mundoajeno. Los muros estaban cubiertos defrescos tradicionales thetianos y no muylejos se oía el sonido de unas tijeras; sinduda, un jardinero podando los arbustosdel jardín. Era un lugar apartado, estabaen un plano existencial diferente ymucho más relajado que el del mundoexterior.

— Debo admitir que Ilthys esadormecedor —comentó Ithien a modode disculpa— Es una ciudad bastante

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activa para los cánones delArchipiélago, pero no si se la comparacon Ral´Tumar o incluso con algunaciudad thetiana más pequeña comoSommur. O Mons Ferranis, ese sí que esun sitio peculiar. ¿En que sentido? —indago Ravenna. Posee un ambientediferente de cualquier otra ciudad delArchipiélago— explicó— La gente diceque es parecida a Taneth, aunque máscivilizada.

Eso dicho desde el punto de vistathetiano, en todo caso. No me sorprendía— dado que los habitantes de MonsFerranis no tenían parentesco con losdel Archipiélago ni con los

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cambresianos. Pero Ithien no seentretuvo hablando de Mons Ferranis.—Cathan, Ravenna, no hay motivo paraque llevéis esos harapos de sirvientesmientras estéis aquí. Haré que mi criadaos busque prendas de seda. Nada muyostentoso, pues no es preciso quellaméis la atención de los inquisidores,pero algo mejor que lo que lleváis.Mauriz, ¿no te importa si les doy ropaadecuada? Es una prerrogativa delgobernador.

Parecía respetarnos como a gente desu esfera, aunque técnicamenteestábamos bajo la responsabilidad deMauriz.

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Poco más tarde y mucho máscómodos, nos llevaron a través de lashabitaciones traseras del palacio endirección a un jardín exterioramurallado. Desde una serie de terrazasexcavadas en una especie de montículopartían varios chorros de agua queaterrizaban sobre un encantador conjuntode pequeños estanques superpuestos. Unelevado vallado semicircular querodeaba la alberca inferior ocultabaunos bancos de piedra donde estabansentados los cuatro thetianos. Unsirviente había llevado unas bebidas:vino azul servido en copas altas ydelgadas. Ithien le propuso a Palatina un

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brindis. Me recliné entonces contra lacerca de madera, que crujió y se hundióligeramente con mi peso. Aquellamañana me sentía relajado por primeravez en más de una semana, desde que losinquisidores habían desembarcado enRal´Tumar.

— Mauriz —dijo Ithien en tonoimperioso— , supongo que podrásexplicarme qué es lo que ha ocasionadotodos estos problemas y por qué, ennombre de Ranthas, ibas rumbo aQalathar.

Mauriz se lo explicó y, cuandoacabó, Ithien volvió a mirarmedetenidamente.

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— Sí, existe un parecido. Y seríamayor si tuviese el pelo sin teñir. Demanera que las historias que he oídosobre la noche en que nació elemperador tienen que ser ciertas. Esoarroja una nueva luz completamentediferente sobre el supuesto complot delcanciller, si es que realmente secuestró aun niño.

— ¿Te refieres al cancillerBaethelen? —pregunté, inseguro.

—¿Sabes algo de eso? —Ithien alzósus expresivas cejas— ¿Sabes qué fuelo que te sucedió?

— Mi padre de Océanus me llevóconsigo cuando Baethelen murió en Ral

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´Tumar.— Durante años han circulado

rumores insinuando que el entoncescanciller Baethelen Salassa habíaorganizado un complot con la emperatriz—le contó Mauriz a Ravenna— Sesupone que él fue asesinado la nochesiguiente al nacimiento de Cathan, perono todos lo creyeron. Al mismo tiempo,desapareció la corona del Delfín, y lagente pensó que la había robado poralguna razón, aunque luego apareció.Nosotros siempre pensamos que era unade esas historias que circulan sin tenerla menor veracidad, pero es obvio quenos equivocamos.

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— Hay mucho más —agregó Ithien— Baethelen no pudo haberlo hechosolo. Debió de contar con ayuda, demanera que al menos otro oficialsuperior estaría involucrado. ¿Y por quéobraron así? —Hizo entonces una pausa— ¿Tú eres su hermano gemelo, no escierto, Cathan?

Asentí.— ¡Y todos pensamos que el asunto

de los gemelos había acabado cuandoValdur se alzó en el poder! —Miró a losotros— ¿Qué sucedió con los demásgemelos? Todos los emperadores desdelos tiempos de Valdur han tenidohermanos, pero todos ellos se

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evaporaron sin dejar rastro.—Y profundizando un poco mas —

intervino Telesta—, ¿tuvo Cathan otrotío? Pensadlo. Se sabe que Aetius V, elabuelo de Cathan, tuvo tres hijos:Valentino, Perseus y Neptunia. Valentinotenía que haber sido el heredero peromurió en un accidente, de manera que losucedió Perseus. Neptunia, por cierto, esla madre de Palatina. En teoría,Valentino debía de tener un hermanogemelo.

— Eso es cosa del pasado, Telesta—dijo Mauriz, desdeñoso.

— No, no lo es —insistió ella— SiValentino no hubiese muerto, ahora

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rondaría los cincuenta y cinco años. Encaso de haber tenido un hermano, quizáéste todavía esté vivo.

— Entonces habrá que investigarlo—repuso Palatina— , pero si existe, sele ha perdido de vista durante toda suvida y no tiene demasiado interés paranosotros. Lo importante es que ahoratenemos una oportunidad, unaoportunidad de derrocar a Orosius.Nunca tendremos otra ocasiónsemejante. —Se la veía más vital quenunca. Lo que tenemos entre manos noredundará sólo en beneficio de Thetia—les recordó Telesta— Constituirátambién una ayuda para el Archipiélago.

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Por mucho que lo aclarase, seguíaexistiendo la sensación subyacente deque eso era secundario y de que Thetiaera lo más importante.

— Por cierto, por cierto —afirmóIthien— Allí es donde comenzó todo, enel Archipiélago. Vivimos tiemposterribles, con la Inquisición desbocadarepresentando su parodia de la justicia.Ya existe cierto descontento popular, ysupongo que aumentará cuando elDominio llegue a Qalathar.

— Habrá mucho más quedescontento —lo interrumpió Ravenna— Habrá juicios, hogueras, delatores...¿Tienes idea de lo que es eso?

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Ithien pareció irritado por lainterrupción, pero asintió con cortesía.

— 'Tienes razón, es precisodetenerlos, están destruyendo elArchipiélago.

Quizá estuviese más apenado por lapérdida de oportunidades y beneficioseconómicos de los clanes que por elcosto en vidas humanas.

— Pero no podemos ser demasiadoevidentes —advirtió Telesta— Espreciso que nos aseguremos de estarrespaldados antes de que se percibanclaramente nuestras intenciones.Debemos contar con el apoyo suficienteen Qalathar.

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— Emplead el rumor —propusoMauriz— El rumor es siemprepoderoso. Divulgad por todas partes queva a llegar el líder. Pronto la noticiarecorrerá todo Qalathar, y la gente lacreerá.

Cambié de posición en el banco depiedra; el mármol estaba aún muy frío ylas maderas de la valla se me clavabanen la espalda.

— El problema es unir losmovimientos independentistas deQalathar y Thetia —afirmó Palatina,mirando dudosa— ¿O acaso estarutilizando Qalathar sólo como unaplataforma para iniciar la revolución en

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Thetia? El Archipiélago merece muchomás que eso.

— Necesitamos una flota —agregóIthien asintiendo— Si pudiésemosinfluir sobre los almirantes, no sería tandifícil quitarle apoyo al emperador y, ala vez, proteger a Qalathar. Y paracontar con una flota necesitamos almariscal —agregó fijando la mirada enPalatina.

Recorrí el jardín con la vista,preguntándome si habría alguien ocultotras la cerca de las higueras. Lo que seestaba discutiendo era alta traición, eIthien no parecía haber tomado ningunaprecaución contra los fisgones. ¿No le

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importaba? En las dos o más horas quehabían transcurrido desde que lo habíaconocido ya había insultadopúblicamente a la Inquisición, alDominio en su totalidad y al emperador.

— ¿El mariscal? —repuso Palatinatartamudeando— ¡Hablamos de derrocaral emperador, por el amor de Ranthas!No pretenderás involucrar en esto almariscal. Los mariscales han prestadoservicio a esa familia durante más dedos siglos. ¿Crees que ahora iría en sucontra? ¿Incluso tratándose de Orosius?

— Desprecia a Orosius, ¿no esverdad? —acote recordando unaconversación mantenida hacía unos dos

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meses en el jardín del palacio de mipadre, en Lepidor. Si lograba alentarlospara que implicaran a Tanais, yo podríaadquirir mayor influencia. Eso quizá mepusiese en sus manos, pero no por ellodejaría de concebir mis propios planes,por muy pequeños que fuesen encomparación con las intenciones de losthetianos— ¿No dijo él que Orosius eraun descrédito para la reputación de losTar'Conantur y que no me revelaría miverdadera identidad? Quizá esoimplique que también Tanais planeaalgo.

Palatina me miró pidiéndomecautela. Entonces habló Mauriz:

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— El mariscal pasa tanto tiempofuera que quizá debamos encarar esteasunto sin su colaboración. Bastaríaconvencer al almirante Charidemus y aotros aunque sea de que se mantenganneutrales. Lo único de verdad esenciales que la armada no respalde alemperador.

—Es necesario hacer planes másconcretos —sostuvo tajantementePalatina— Todavía no contamos con elconsentimiento de Cathan, que esimprescindible, y debemos determinaruna estrategia adecuada. Llamad anuestros aliados, aseguraos de que todosactuemos juntos cuando llegue el

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momento crucial. No debemos hacernada apresurado y mucho menos tomardecisiones unilaterales. ¿De acuerdo?

Los thetianos se miraron entre sí ypronto Ithien asintió con reticencia. Alparecer no estaba habituado a que se leimpusieran normas.

— Es necesario planear,completamente de acuerdo, pero no nosdemoremos demasiado —sentencióMauriz con firmeza— Tenemos laocasión. Thetia no debe sufrir durantemás tiempo el yugo de ese tirano.

Cuando la conversación viró haciacuestiones menos explosivas Ithien yMauriz pusieron a Palatina al día sobre

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los sucesos de los últimos dos años enThetia. Las últimas palabras de Maurizseguían resonando en mi mente.

Ahora me quedaba claro que lareligión no era la única fuente para crearfanáticos. Había presenciado elfanatismo religioso con demasiadaproximidad para mi gusto, pero lapolítica había sido siempre un juegomortal, colmado de intrigas yconspiraciones. El poder y la ambicióneran una constante en la políticamundial, pero los republicanos deThetia parecían motivados por muchomás que eso. Seguían una líneaideológica tan rígida que, de hecho,

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acababan pareciéndose en cierto modoal propio Dominio.

Descubrir el fanatismo que seocultaba tras la culta y elegante fachadade Mauriz fue para mí como un jarro deagua fría. Un fanático republicano, quizámenos sediento de sangre que uninquisidor, pero eso era tan sólo unadiferencia de grado. Con su actitudsoberbia y su carencia de tacto, Ithien noera mejor que él. Su fanatismo era deuna especie distinta, enmascarado por laarrogancia y por esa sorprendenteconfianza en sí mismo, pero no por esodejaba de tenerlo.

Y Palatina, que había sido mi amiga

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más íntima durante los últimos dos años,de quien suponía que había dejado muyatrás su pasado thetiano, era ahora elcentro de atención. Los demás lamiraban desde abajo: era para ellos unicono tan potente como Lachazzar lo erapara los más extremadosfundamentalistas. Palatina había sidosiempre líder, estratega, pero en laCiudadela y Lepidor no había tenidomucho que hacer. Aquí, en el corazóndel Archipiélago, a sólo unos pocosmiles de kilómetros de la mismísimaThetia, las apuestas eran mucho máselevadas.

Observé a Ravenna mientras la

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conversación de los thetianos nos ibadejando al margen y leí la expresión desu rostro por un momento, antes de quenotase mi mirada y me brindase unaligera sonrisa. Me preocupó, puespercibí en sus ojos una determinación yuna certeza que no le había visto hacíabastante tiempo. Era evidente queacababa de tomar una decisión respectoa algo, y no deseaba que me inmiscuyeralo más mínimo. De haber sido masobservador, quizá me habría percatadode qué era lo que tramaba Pero no lodescubrí... hasta que fue demasiadotarde.

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CAPITULO XIV

Dos días después estaba tumbado enmi cama del consulado Scartari oyendocómo la lluvia golpeaba contra laspersianas cuando Ravenna llamó a lapuerta.

Una tormenta de invierno se habíacernido sobre Ilthys esa tarde, obligandoa todos a guarecerse. No era de ningúnmodo tan terrible como hubiese sido enLepidor. Sin montañas para causarturbulencias, la tormenta apenas sedeslizó por encima de las suaves colinasde la isla. Era extraño alzar la vista y nodistinguir el tenue y casi invisible brillo

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del campo de éter protegiendo la ciudad.Me sentía expuesto sin él.

No había necesidad de protecciónrealmente. En Ilthys, la única molestiaque podía ocasionar una tormenta era lade cerrar las ventanas y no salir afuera.El consulado se hallaba en el lado quemiraba al mar, en la parte superior de laciudad y, aunque débilmente, podía oírel sonido de las olas chocando contra elacantilado. Pero eso y la lluvia eran lasúnicas señales de la tormenta.

Para pasar el rato, esa tarde Ithiennos había enseñado un juego de cartasthetiano. Se empleaba un curioso mazocon muchas más cartas que las

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habituales e, inevitablemente, requeríaintensas negociaciones. Lo llamabancambarri y, de un modo u otro, era alparecer el entretenimiento más popularde Thetia y podía volverseintrincadamente complejo si lo jugabanexpertos.

Ithien y Mauriz eran sin dudaexpertos. Palatina conocía las reglaspero tenía el juego un poco olvidado yTelesta no parecía haberlo practicadodemasiado. Como Ravenna y yo éramosnovatos, los demás acabarondesplumándonos en seguida.Afortunadamente no jugábamos condinero, bebida ni ninguna de las otras

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apuestas que habían propuesto alprincipio de la partida. En cambio,utilizamos un montón de monedas depoco valor que alguien había traído.

Cambarri era un juego con un finalmuy abierto, y, cuando durante unos dosminutos conseguí ganarle unas cuantasmonedas a Palatina, comprendí loadictivo que podía llegar a ser. Enrelación a las costumbres thetianas lodejamos bastante pronto, pues, aunqueMauriz e Ithien nos habían dado bastanteventaja, aun así nos ganaron confacilidad. Era difícil saber cuántas entrelas incontables historias que Ithien noscontó sobre pasadas partidas eran

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ciertas, pero agradecí que nohubiésemos sido huéspedes delpresidente del clan Decaris, el líderthetiano con la peor reputación por sudecadencia y escandalosas partidas.

Los demás parecían tomar conseriedad tales relatos. Según me enteré,Eirillia, el clan de Ithien, pertenecía a lamisma facción que los Decaris y poseíanumerosos bienes en Ilthys, lossuficientes para que el representante dela facción Decaris de allí perteneciese aEirillia. Era el cónsul vestido de azulcielo y blanco que había hecho deportavoz. Pese a esa relación, ningunoparecía tener mucho respeto por el

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presidente de los Decaris.Ya rondaba la medianoche cuando

acabamos, de modo que regresé a mihabitación mojándome bastante en elcamino. Palatina, Ravenna y yohabíamos sido alojados en un edificiodel jardín, conectado con el consuladopor un sendero cubierto que apenasbrindaba protección contra la lluviatorrencial.

Estaba inquieto, incapaz deconcentrarme en la novela delArchipiélago que me había prestado ysin nada de sueño. Por eso fue un aliviooír los golpes de Ravenna en mi puerta.

Llevaba dos humeantes tazas de café

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thetiano. Acepté una con gratitud e invitéa Ravenna a ocupar la única silla quehabía en la habitación mientras yo mesentaba en la cama. No era unahabitación demasiado grande ni lujosa, yseguramente había sido diseñada paraalojar a los miembros más jóvenes delas delegaciones visitantes. Con todo,era mucho más confortable que lasceldas para herejes de la manta delDominio.

— ¿Tampoco puedes dormir? —lepregunté sin estar seguro de lasinceridad de su respuesta..Traerme caféera un cordial gesto de su parte, peroimaginé que ocultaría algún otro motivo.

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Sobre todo teniendo en cuenta cómoestaban las cosas.

Ella asintió:—Supongo que no estoy

acostumbrada a las tormentas de estelugar. O quizá sea un efecto del juego.Hamílcar habría disfrutado de toda esanegociación, y Palatina ya sabía lasreglas. Pero yo estuve horrible.

— No peor que yo o que Telesta,que pese a ser thetiana jugaba tan malcomo nosotros —dije, y bebí un sorbode café, que por fortuna no estabademasiado caliente. En otras partes delArchipiélago se servía el café casi alpunto de ebullición. Supuse que eso no

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era preciso en Thetia, con su climacálido.

— Las historias de Ithien me hanpreocupado mucho. ¿Cómo esperantriunfar si tienen a cargo a gente de esacalaña?

— No lo sé, parecen nadar en unmar de confianza.

Aún me desconcertaba la diferenciaentre los thetianos que había descritoPalatina y los que habíamos conocido.Era evidente que Ithien y suscompañeros vivían muy bien y a vecesincluso sin preocupaciones. Pero suenergía y entrega no encajaban con sucrítica casi salvaje de la decadencia de

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los clanes.— ¿Crees que pueden tener éxito sus

planes?— Les falta recorrer un largo

camino, pero ahora Palatina parecehaberse puesto al cargo y quizá lascosas cambien. Sin ella, no les creeríaen absoluto.

Apenas había visto a Palatina en losúltimos dos días, ya que solía pasar casitodo su tiempo en reuniones privadascon Ithien, Mauriz y otro cónsul del clan.Palatina nos había advertido poranticipado, señalando que intentaríadesentrañar en qué consistían los planesdel grupo, pero todavía no había

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acabado.— No estoy de acuerdo con ellos,

como sin duda ya habrás adivinado. Téquieren a ti para Thetia, y sólo paraThetia. Es obvio que a Ithien y Maurizno les importa en absoluto lo que lesuceda al Archipiélago, y no sé hastaqué punto Telesta no piensa igual queellos.

Su repentina sinceridad, el hecho deque desease hablar abiertamente alrespecto, me cogieron desprevenido. Noera algo común en Ravenna, pero ya noparecía ser tampoco la misma. Habíacambiado.

— No creo que Palatina olvide la

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herejía —afirmé— Ni aunque los otrosrepublicanos la considerasen discutible,supongo que para ella el Archipiélagosignifica mucho más. O al menos esoespero. Si consiguiese derrocar alemperador, Palatina estaría encondiciones de hacer en Thetia muchomás por el Archipiélago.

Ravenna se alejó ligeramente de míy comprendí de inmediato que la habíancontrariado algunas palabras mías.

— ¿Te parece? —preguntó en tononeutro.

A decir verdad, no estaba demasiadoseguro de lo que acababa de argumentar,pero no era momento de discutir con

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Ravenna. Incluso si el plan de Maurizme habla parecido más realista quecualquier otra cosa que escuché acontinuación, la presencia de Ravennarepresentaba una auténticacomplicación. Otra complicación nomenor, mi propia incapacidad paraponerme a la altura de lo que seesperaba de mí, sólo podía remediarsecon la ayuda de Ravenna y la gente delArchipiélago. No era ni intenciónofenderla bajo ningún concepto, nitampoco alentar su furia hacia el modocasual en que Mauriz encaraba algo quepara ella era más profundo y duradero.Supongo que también me movían

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motivos más egoístas: tenerla a mi ladoimplicaba para mí una vía de escape enrelación con el plan de Mauriz. Pero¿qué motivo no era egoísta, al fin y alcabo?

— Era sólo una hipótesis —advertí,ansioso por aplacar su enfado—También Orosius es peligroso y sidecide ayudar a alguien, ese alguien seráel Dominio.

— Orosius es tu hermano, ¿Eso nosignifica nada para ti?

Era la primera vez que alguienpronunciaba en voz alta esa extraña ycasi espantosa idea. Mi hermano eraJerian, aquel pequeño salvaje de siete

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años que se metía constantemente enproblemas como todos los niños de suedad. Sólo él era mi hermano, y no ladistante y maliciosa figura que ocupabael palacio imperial en Selerian Alastre.

— ¿Qué debería significar? —lepregunté a Ravenna mientras mecolocaba la almohada en la espalda parasentarme contra la pared.

— No puedes verlo sólo como a unenemigo más, sin importar lo malvadoque sea. Mauriz desea utilizarte paraderrocarlo y establecer en su lugar unarepública thetiana. ¿Cuánto tiempo creesque sobrevivirá Orosius a eso? ¿Quéposibilidades de seguir vivo tiene un

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emperador carente de trono, que no esdemasiado querido, aun cuandoconserve algo de poder?

— ¿Cómo crees que me trataría sime capturase?

— Ese no es el problema. Tú nodebes comportarte del mismo modo queél. La cuestión es que, para Mauriz y susamigos, se trata de un enemigo, y muyamenazante para sus proyectos. Ellos notienen ningún lazo con Orosius, ningunoen absoluto.

La lluvia repicaba con fuerza en laspersianas y producía un constanteacompañamiento a nuestra conversación.Pero la habitación era gratamente cálida

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y el café estaba muy bien preparado. ¿Lohabría hecho la propia Ravenna o algunode los cocineros?

— ¿Qué es lo que dices?, ¿que nodebería oponerme a Orosius porque esmi hermano? Por supuesto que no loconsidero al mismo nivel que Midian oLachazzar, pero debes entender,Ravenna, que aun así sigue siendo mienemigo. No me he criado con él, nuncalo he visto y defiende todas las cosas alas que me opongo. ¿Podríamos estarmás distanciados acaso? Lo único quenos une es haber tenido los mismospadres.

Intentaba mantener la voz tan baja

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como podía por si alguien nos estabaescuchando. Pero pocos de los quehubiesen podido ser espías entre elpersonal de palacio dominarían lalengua del Archipiélago.

— Recuerda: si te enfrentas a él, unode ambos perderá. Y quien seaderrotado morirá.

Para Ravenna, cuyo hermano habíasido asesinado por los sacri y no teníamás familiares, eso era evidentementemuy importante. Hermano era para ellaun espacio vacío que alguien debíahaber ocupado.

— ¿Realmente crees que lo deseo?—le pregunté con suavidad. A Mauriz ni

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siquiera se le pasaba por la cabeza laidea de que yo pudiese no aceptar suoferta.

— No lo sé —me dijo Ravenna trasuna pausa mientras su voz recuperabaese tono categórico e inexpresivo—¿Por qué no?

— ¿Qué ganaría siendo jerarca?— ¿Poder? ¿Prestigio? ¿Riquezas?

¿Por qué otro motivo la gente se pasa lavida intentando ascender?

Nos esquivábamos con la mirada yninguno deseaba responder. De hecho,ninguno sabía con certeza qué decir.¿Cómo poner en palabras las razonespor las que me horrorizaba el plan de

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Mauriz? Pasase lo que pasase habríaguerra, muerte y hogueras. Habíaalternativas. Tenía que haberlas. Y notodas me involucrarían del mismo modo.

— Una existencia colmada deceremonias, rodeado de sirvientes, en laque debería vivir como otros desean.Peticiones, disputas, cortesanos... y todolo demás. —Di un nuevo sorbo al café,que ahora había alcanzado latemperatura adecuada, y la miréfijamente— ¿Me conoces tan poco parapensar que yo disfrutaría de eso? ¿Quedesearía ese tipo de vida, después de loque pasé en Lepidor?

— Como te he dicho, realmente no

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lo sé —respondió desestimando miruego— Habría pensado que no, perohas leído el relato de la guerra deTuonetar. ¿Hubieses dicho acaso queValdur siempre había deseado seremperador? Primero intentó oponerse aser jerarca y, pocos meses más tarde,asesinó a su primo y tomó el trono.

Volví a retirar la mirada con unahelada sensación de vacío en elestómago. ¿Realmente me veía de esemodo? ¿Acaso Mauriz había conseguidocambiar tanto su opinión sobre mí?Valdur había sido un monstruo.

— No debí decir eso, Cathan. Tú note pareces en nada a Valdur. Es que no

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se me ocurrió otro ejemplo thetiano paramencionar.

— ¿Por qué thetiano? Yo fui criadoen Océanus. Y, recuérdalo, soy unpésimo líder, diferente de cualquierejemplo en el que puedas pensar.

Mi voz era amarga. En dosocasiones la gente de mi clan me habíaaclamado como a un héroe, las dosveces después de que mi propiaindecisión e incompetencia me llevaronal desastre. La valentía por la que mehabían felicitado no había sidosuficiente. Y nunca lo sería.

— Tú eres el único que cree tal cosa—aseguró entonces Ravenna

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acaloradamente, casi como si la lenguala hubiese traicionado— Eso no tienenada que ver. La ambición y la codiciapueden conducirte a la cima, y elliderazgo no es importante hasta que yaestás allí. E incluso en ese momento,fíjate cuántos emperadores se las hanarreglado sin él. Por otra parte, siconsiguieses llegar a emperador, ya sólocon eso colmarías las expectativas quetienen en ti los republicanos.

— ¿Es decir que soy libre de hacerlo que desee? ¿Qué consecuenciastendría eso para el Archipiélago?

— Eso es parte de la cuestión. ElArchipiélago no sacaría ningún

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beneficio de semejante plan. Lo siento,Cathan, pero tú no eres la solución. O, almenos, tu nombre no lo es.

— Todos los demás intentanpersuadirme de lo contrario —advertí,después de que sus palabras confirmaranmis sospechas. El único propósito deesa conversación era lograr que lapropuesta de los republicanos mepareciese menos atractiva— Maurizdice incluso que mi presencia puedeayudar al Archipiélago. Tú dices quesólo ocasionaría dificultades.

— Me temo que nunca podrás seruna persona anónima, una personacomún y corriente. Al menos, ya no.

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Pero eso no debería impedir quesiguieses tu propia voluntad. Cuanto mástiempo estés aquí, mayor será el poderque ellos tengan sobre ti, ya que desdeque dejamos Ral´Tumar estánconvencidos de que pueden controlarte.

— ¿Me estás sugiriendo que memarche?

Ravenna negó con la cabeza.— Tú eres el único que puede

decidirlo.— En ese caso, ¿adonde debería ir?

Tendré tras de mí no sólo al Dominio yal emperador, sino también a todos losclanes. Desconozco las tierras delArchipiélago y no tengo los contactos

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suficientes.Por un segundo, Ravenna pareció

preocupada, casi arrepentida, pero luegose encogió de hombros.

— Conoces a gente de la Ciudadela.Laeas, Mikas, Persea; su familia vive enla isla contigua a Ilthys. El almiranteKarao no es cien por cien fiable, perono le gustan ni los thetianos ni elDominio.

— Tengo que encontrar el Aeón.Incluso si Palatina colabora con losthetianos, espero poder confiar en ti. —Ya me había bebido casi todo el café y,extrañamente, parecía relajarme más queestimularme— Todavía tenemos que

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realizar muchas pesquisas antes debuscar el Aeón, pero no debemospermitir que caiga en sus manos ni en lasdel imperio ni en las de nadie.

— ¿En quién se podría confiar paraalgo tan importante? —preguntó ella—Se necesitarían más de dos o trespersonas sólo para utilizar los ojos delCielo. Tengo entendido que es unsistema muy complejo.

Al menos, el del Aeón era unproyecto personal.

— Podrían ayudarnos en laCiudadela. Sé que todos los líderesheréticos son hombres ancianos ycautelosos, pero quizá encontremos

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novicios que estén dispuestos acolaborar con nosotros. Quizá tambiénen las academias oceanógraficas.

— Pero sólo los herejes delArchipiélago. No confio en loscambresianos y mucho menos en sugobierno. Y no hay ninguna academiaoceanógrafica en el Archipiélago. Ya no.Me temo que sea difícil confiar del todoen alguien —advirtió con una raraexpectación. Estaba a punto depreguntarle al respecto cuando comencéa sentirme mareado y muy cansado.Ravenna se acercó para coger la taza decafé mientras yo me desplomaba sobrela cama, luchando por mantener los ojos

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abiertos. «Es como si ella hubieseestado esperando a que me sucediese»,pensé débilmente. Luego volví a ver surostro y por fin comprendí. Demasiadotarde.

Mi cuerpo parecía de plomo,demasiado pesado para levantarlo, y conesa especie de agotamiento observécómo Ravenna bebía lo que quedaba desu café. Entonces me alzó las piernas ylas puso en la cama, se volvió hacia lapuerta y, antes de marcharse, se detuvo.Sentí deseos de gritar, de avisarle aalguien, pero no pude. Mi garganta nopodía emitir el menor sonido.

Colocó las dos tazas vacías de café

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junto a la puerta y regresó junto a mí.Tras un breve silencio, arrodillada antela cama, mordiéndose los labios,susurró:

— Cathan, lamento haber tenido quehacer esto, pero ya no puedo confiar ennadie. No puedo permitirles proclamartejerarca por sus propios intereses, asíque me he visto obligada a adelantarmea ellos.

Vanamente, elevé los ojos hacia ella,intentando resistir la poderosa ola deinconsciencia que se cernía a toda prisasobre mí. Caí como una marioneta a laque le han cortado las cuerdas. Y lashabía cortado Ravenna.

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— Volveremos a vernos alguna vezsi puedes rehuir ese nombre que teacosa. Pero antes no. Antes, de ningúnmodo.

Ravenna hablaba cada vez más deprisa, quizá porque notaba que yoparpadeaba y mis ojos se iban cerrando.

— Hay gente que me espera. Adiós,Cathan. Recuerda siempre cuánto teamo.

Sus últimas palabras parecían llegardesde muy lejos, y de lo que sucediódespués ya no pude recordar nada más.

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CAPITULO XV

Una manta ha zarpado esta noche —dijo Mauriz después de que el asistentele entregó su mensaje— Tenía previstasu salida. Era una manta de Polinskarn.Ravenna compró un pasaje anteayer.

Había desconcierto en las caras delas otras cinco personas que estaban enel atrio del consulado. Menos en la dePalatina. Los otros thetianos ignorabanpor qué había partido Ravenna y estabanmuy preocupados por que fuese unaespía. Ni siquiera lo que Palatina leshabía contado anteriormente sobre loque había sucedido en Lepidor había

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disipado sus temores.— Pero ¿por qué? —preguntó

Telesta— Si no es para delatarnos, ¿porqué se ha tomado la molestia de huir?

— Nos habría delatado de un modou otro —repuse vilmente. Estaba todavíamareado. No había tenido tiempo derecuperarme del salvaje ataque delDominio al Lodestar antes de que elsomnífero de Ravenna me noquease.Según me contó el boticario, habíaechado una cantidad mucho más alta dela necesaria a fin de contrarrestar elefecto del café. Allí donde habíathetianos, había boticarios que no hacíanpreguntas, y el lúgubre sujeto al que

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llamaron para identificar la sustanciaresultó ser el mismo que se la habíavendido a Ravenna.

— ¿Y no nos informaste? —explotóMauriz. Estaba furioso. Era la primeravez que lo veía dejarse llevar por lasemociones, y, en la monótona y húmedaluz matinal de Ilthys, no podía culparlo.

— Palatina os advirtió en Ral´Tumar—expliqué, pero incluso entonces nodije toda la verdad— Ravenna es íntimade la faraona. Supongo que irá acontarle nuestros planes para organizarotro plan por su cuenta.

— Quieres decir que nostraicionará.

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— Sí, pero no se pondrá del ladodel emperador ni del Dominio —intervino Palatina— Ravenna les odia.Sólo es una patriota y no desea que unthetiano gobierne Qalathar. Cathan notenía ni idea de que fuese a hacer algosemejante. Ninguno de nosotros se loimaginaba.

— Sea como sea, la cuestión es queya no hay secreto —reflexionó Telesta,mucho más calmada que Mauriz, peroaun así con ceño— Y no puede haber niun rumor. Pondrá a Qalathar contranosotros. Mauriz, creo que deberíasenviar una orden a tu gente de Qalathar:que capturen a Ravenna y la interroguen.

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Y si eso resulta imposible, que laeliminen.

— ¡No! —replicó enérgicamentePalatina— ¡De ninguna manera!

— Sé que es tu amiga, Palatina, peropodría estropear nuestra mejoroportunidad. Ha estado en nuestrasreuniones y se ha comportado como unatraidora; no merece tu piedad.

— También ha sido más leal a sulíder de lo que lo haya sido nuncacualquiera de nosotros. Huyó porquepone a la faraona por delante de susamigos. Quizá esté equivocada, peroella no es una traidora.

— Si no la encontramos, no

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podremos instaurar tu república, y esoes algo que atañe al clan.

— Pues buscadla por todos losmedios, y encontradla si podéis. Pero simuere, os haré responsables. Recordadtambién que los sentimientos de Cathanhacia ella son muy profundos. Si aRavenna le sucede alguna cosa, osgarantizo que él no os ayudará bajoningún concepto.

Palatina lo dijo mejor y con muchamayor autoridad de lo que yo lo hubiesehecho. Como todos los demás, estabafuriosa. Lo único que yo sentía eraabatimiento.

— No llegaréis a tiempo —afirmó

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Ithien, que parecía tomarse el asuntocomo una traición personal después dela amabilidad con la que había tratado aRavenna— Llegará allí antes quevosotros y el daño ya estará hecho.

— Además, por el momento no hayforma de ir a Qalathar —añadió Telesta— , ésa era la última manta que ibahacia allí. Incluso si pudiésemosquitarles el Lodestar a esos avarosreligiosos, se tardaría semanas enrepararlo. Ravenna nos llevaría muchaventaja.

— Hemos de consultar a los otrosclanes —dijo Mauriz de mal humor—Pero seamos discretos.

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— Cathan, me temo que después deesto deberemos tenerte vigilado —explicó Mauriz sin amago de disculpa—No estamos seguros de tu entrega a lacausa y no podemos arriesgarnos a queseas raptado por nadie más. Porejemplo, por la gente de la faraona, si esque existe tal cosa.

— Eso es indiscutible —asintióIthien, dirigiéndose a Palatina y a mí.

Palatina se negó rotundamente:— Recordad que Cathan es un

invitado de honor, no un prisionero. Yque, al fin y al cabo, todo depende de él.

¿Era eso verdad? Entoncescomprendí que no me había equivocado

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cuando pensé en Ral´Tumar, que habíaperdido mi oportunidad al no tomar unadecisión. Me resultaba sencillo entenderqué era lo que sucedía, el modoinexorable en que me habían enredadoen su causa, tuviese o no el deseo departicipar. Es evidente que yo, de algunamanera, podría haber rehusado, pero locierto es que me tenían en su poder y seasegurarían que cooperase por lasbuenas o por las malas.

Me estaba cansando de ser un peón,utilizado para un plan u otro. Incluso sino quedaba otro remedio, al menosintentaría tomar mis propias decisionesa partir de ahora.

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— Vigílame si quieres —afirméincorporándome— No te preocupes pormi fidelidad a vuestra causa. Osayudaré.

Telesta me miró con seriedad por unmomento. Luego asintió consatisfacción.

— Un poco tardía, pero una buenaelección —dijo, ella complacida—Creo que es hora de que te presentemosa algunos más.

Había tomado la decisión demasiadotarde para que tuviese algún significado,pero al menos ahora estaría participandopor mi propia voluntad. No es quetuviese una idea cabal de dónde me

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estaba metiendo, pero las palabras y elcomportamiento de Ravenna la nocheanterior seguían frescas en mi mente.Sentía que ella me había traicionado,incluso si era cierto lo contrario. ¿Habíasido imprescindible que me drogase?Habría podido desaparecer sin másdurante la noche.

Pero eso no le había bastado.«Volveremos a vernos alguna vez sipuedes dejar atrás ese nombre que teacosa. Pero antes no. Antes, de ningúnmodo.» Ravenna quería que oyese esaspalabras, incluso en el estado deconfusión en que me hallaba, y yo sabíaqué era lo que pretendía decir. Era para

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mí una pequeña satisfacción saber queno había podido marcharse sin darmeuna explicación e incluso que una partede ella deseaba hacer otra cosa. Peroentonces...

¡Por Thetis! ¡Ya no estaba seguro delo que sucedía! Ravenna se había ido,eso estaba claro. Había partido para serla faraona de Qalathar y asegurarse asíde que yo no liderase la lucha de supueblo contra el Dominio, si es que esollegaba a suceder. No había confiado enmí lo suficiente para pedirme que laacompañase, algo que hubiese hecho sindudarlo. Habría hecho todo cuanto fuesenecesario por ella como faraona, pero

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ahora no me quedaba más opción queaquella a la que Ravenna tanto se habíaopuesto.

Pasaban los días en Ilthys y lasmantas iban y venían, pero ninguna sedirigía a Qalathar. Según habíainformado el jefe del puerto, seesperaba que pronto llegase una con esedestino, pero pertenecía al clan Jonti, enel que era imposible confiar. Segúnexplicó Palatina, se trataba de un clantan religioso como podía serlocualquiera de los clanes thetianos, y enla Asamblea sus miembros apoyabancon fervor al exarca y, en consecuencia,al emperador.

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Aunque, poco a poco, fuiparticipando en sus reuniones,observando cómo su plan adquiría formay cómo Mauriz estaba cada vez másirritable a medida que se alargaba laespera, seguía sintiéndome solo yaislado. Palatina parecía ahorademasiado thetiana, nadaba en su propioelemento, entre sus iguales, mujeres yhombres que eran casi sus discípulos.Oírles hablar de la república era tanpreocupante como oír las plegarias delos fanáticos del Dominio. Por muchoque confiase en Palatina y, pese a que mirelación con ella no cambiase, ahora eramucho más sólido el vínculo que la unía

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a Mauriz.Lo mismo sucedía con la mayoría de

las personas que me presentaron. De losnueve cónsules, tres eran republicanosacérrimos (los representantes de losclanes Canteni, Scartari y Rohira).Como representantes de esos clanes,habían escogido a su personal lo máscercano posible a sus ideales.

De los otros seis cónsules, tres(incluyendo a la mujer de rostro severo,que resultó ser la representante del clanJonti) eran de más edad, a los que lesimportaba más el placer que el trabajo yque parecían no aspirar a nada más. Aéstos no los veía muy a menudo, y los

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miembros del clan Jonti no eran bienrecibidos en el consulado Scartari.Luego estaban el portavoz del primerdía y el gourmet de Salassa. Al parecer,éste había sido enviado a Ilthys porqueera donde podía hacer menos daño.Tenía tendencia a parlamentaracaloradamente de los manjares deSelerian Alastre y de la dificultad deconseguir buena comida en laincivilizada Ilthys. Pero, pese a sudesdén por el supuesto provincialismodel Archipiélago, podía ser una buenacompañía.

Y mientras que la cónsul dePolinskarn, con su duro rostro adusto y

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su poca inclinación a sonreír, era unaextraña para mí, tenía a Telesta comohuésped de honor.

Telesta se había mantenido alejadade los republicanos desde nuestrallegada, permaneciendo junto a la gentede su clan en el ambiente austero de suconsulado. Había venido a visitarnosunas cuantas veces y se unía a losdebates, pero rara vez participaba. Yome hacía muchas preguntas sobre ella.

Unos días después fui a visitarla, yvi que esperaba precisamente que lepreguntase.

No había sirvientes en el consuladode Polinskarn, y fue un miembro del

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personal quien me condujo a través de lagalería superior del patio hasta una granbiblioteca. Ésta parecía extendersemucho más allá de los límites delconsulado, un laberinto de pequeñashabitaciones y salitas conectadas a lossalones centrales.

Telesta esperaba en uno de lossalones rodeados de estanterías, unasombría figura sentada en una silla demadera. ¡Qué cantidad de libros! ¡Salasy salas de libros! ¡Librerías que ibandesde el suelo hasta el techo! Yestábamos en una pequeña biblioteca deuna ciudad provinciana...

Si me ponía a pensar, quizá no fuese

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tan provinciana. Ilthys estaba en mediode Thetia y el Archipiélago, casi a mitadde camino entre Selerian Alastre yQalathar. Una buena ruta en verano,aunque con la llegada del inviernoquedaba tan aislada como cualquier otrositio.

— Cathan —dijo Telesta poniéndosede pie y acercándose a mí— Te heestado esperando.

Hizo entonces un gesto al hombreque me había guiado, quien se retiró conuna reverencia.

— ¿Esperándome a mí? —pregunté.— Sí. A nadie le gusta permanecer

en la oscuridad, y hay muchas cosas que

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mis estimados colegas no se hanmolestado en decirte. Ven conmigo a miestudio.

— La seguí cruzando suelosalfombrados hasta el descansillo de lahabitación contigua. La biblioteca notenía el habitual aire viciado y húmedo,sino que se respiraba un aire fresco yagradable. Las ventanas estabancerradas a fin de que los libros no semojasen, pero aun así podía sentir en elrostro una tenue brisa. ¿Habíaventilación al final de cada estantería?

— Supuse que aquí sólo eras unainvitada —declaré mientras ella meconducía a un amplio estudio de techos

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altos con ventanas amplias y en arco.—Soy archivista —dijo, como si esoaclarase algo, y prosiguió— : En miclan eso equivale al rango inferior al deMauriz. Eso no significa mucho, peroaquí hay tres o cuatro salas reservadas alos archivistas. Algunos se quedansemanas o meses y necesitan un sitiopara trabajar. Puedes tomar asiento.

Ya me había acostumbrado bastantea sentarme en los divanes, de modo queocupé un lugar sin parecer tan ridículoni sentirme tan incómodo como laprimera vez.

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— Es tarde para tomar un vino. ¿Teapetece una copa? Asentí, observando ami alrededor para detectar si alguienestaba ocupando la sala, algo que fuesede Telesta, al menos temporalmente.Ella parecía tan reservada, tan gris, queno sabía cómo tratarla. Sin embargo,más allá de unos pocos artículos deescritura en la mesa y de algunos librosen un anaquel, no había muchos signosde vida.

No tuve tiempo de descifrar el títulode los libros antes de que me diese lacopa y se sentase de piernas cruzadas enel extremo opuesto del diván.

— ¿Qué deseas saber?— me

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preguntó simplemente. Me sorprendió subrusca franqueza y me hizo pensar quedeseaba obtener algo de nuestra charla.Al parecer, me correspondía a mí dar elprimer paso.

— Bien, para comenzar... —Ellasabía bien a qué me refería.

— ¿Por qué he ayudado a Mauriz ysu círculo? ¿Por qué me interesa hacerlosi no soy republicana? Eso confirmabamis sospechas de que no lo era, algo quepensaba desde hacía bastante tiempo,aunque ignorase más matices. Sinembargo, todo parecía demasiadoartificial. Si ella no era republicana, ¿aqué venía tanta farsa? ¿Qué beneficio

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obtenía engañándome así? Por lo queparecía respecto a Mauriz, el valor queyo tenía era mi mera existencia, minombre, no cuanto yo supiese o deseasesaber. Hasta donde podía recordar, esole había sido indiferente.

— Sí, entre otras cosas.— De una en una —dijo echándose

el cabello hacia atrás, un gestototalmente mecánico que ya le habíavisto antes y me daba ciertatranquilidad. Por muy rígida que semostrara, Telesta no tenía el totalautocontrol de, por ejemplo, un sacri.Sus gestos inconscientes la hacían máshumana— ¿Qué sabes de los

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Polinskarn? —Sois historiadores,autores de crónicas, compiláis libros yos mantenéis un poco al margen de losotros clanes.

— Así es como se nos ve.Compiladores de conocimiento, no sólode libros. Nuestros archivos son másextensos que los de las más grandesbibliotecas, pues llevamos recopilandotextos mucho más tiempo y de forma máseficiente. Y, sobre todo, porque nuestroslibros y documentos están incluidos enel índice principal de obras prohibidasdel Dominio, y su mera existenciaconstituye una herejía.

— ¿Los archivos de la guerra?

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Telesta fijó su mirada en mí por uninstante y yo mantuve firmemente la míapor mucha incomodidad que meprodujera.

— De eso hablaremos más tarde. Encuanto concierne a Thetia, somos unafuente de información para los clanes,siempre por un precio.

Sonrió ligeramente, y su expresióntrajo a mi mente la de Ravenna. Habíauna semejanza entre el comportamientohabitual de Telesta y la típica frialdadde Ravenna. Pero nada más. Por otraparte, la vitalidad y rapidez de Ravenna,sus movimientos y opiniones impulsivas,no existían en Telesta.

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— ¿De modo que os situáis al límite,siempre al margen, y aleteáis como avesde mal agüero con vuestras túnicasnegras?

— Mauriz tiene cierto modo dehablar con el que no concuerdo en granparte, y tú sigues su camino.

— ¿Del mismo modo en que noestáis de acuerdo sobre si el ciclopoético de la Elegíada glorifica o no laguerra?.

No estaba dispuesto a permitir queella hablase de mí como si yo noestuviese presente. Ya no.

— No. El ciclo de la Elegíada puedetener significado en las cortes de Thetia,

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pero no aquí. Todo tiene su momento, yéste es tiempo de guerra, no de poesía.Aunque no es posible separar a ambaspor completo, ni olvidar totalmente lapoesía en tiempos de guerra.

«Yo canto a las armas y al hombreque llegó de las murallas de Tir.» Éseera el verso inicial de la Elegíada, quedejaba establecido el tono hasta susúltimas palabras: «Y su espíritu huyógimiente y furioso hacia las sombras».Comenzaba y acababa con guerra, perola poesía thetiana no era nuncaunidimensional. Incluso los malospoemas buscaban decir algo más.

— ¿O sea que soy para ti algo más

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que una mera distracción intelectual?— Pareces pensar que somos

eruditos en una torre de marfil como losque ves en las grandes bibliotecas. Adiferencia de ellos, nosotros vivimos enel mundo real. Fuera de estos muros haygente de los clanes a la que debemosasesorar; es la gente que sufrirá siMauriz fracasa.

— O si sale victorioso.— ¿Si tú eres designado jerarca,

quieres decir?— Eso es apenas una parte, la que

conozco. Pero hay mucho más que no mecuentan, pues no se me considerabastante digno de confianza.

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— Eso no lo oirás de mis labios —replicó tan impasible como siempre. Enel exterior el cielo se estabaoscureciendo y las nubes se tornabangrises.— No lo esperaba.

Ella estaba al tanto de todo, de esoestaba seguro, pero no había ningunarazón para que me lo explicase. Yoestaba en desventaja. —No has venidohasta aquí para averiguarlo— me dijotras una pequeña pausa— Eso pudohabértelo contado Palatina. Hay algomás, algo en lo que crees que sólo unPolinskarn puede ayudarte. Y hablo delclan, no de mí en particular.

Telesta era mucho más perspicaz de

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lo que parecía. Ni siquiera unabibliotecaria de los Polinskarn, pese asu apariencia reservada, podíapermitirse no serlo. No podía deducir lofiel que era ella a su clan, pero no eraverosímil que toda la jerarquía de losPolinskarn mantuviese idénticaneutralidad.

— Puede ser —comenté, esquivandocon cautela su oferta— , pues se diceque vuestra biblioteca es la mejor delArchipiélago entre las que escapan alcontrol del Dominio.

— Deseas utilizarla.Asentí.— Si me lo permites.

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— No será gratis —subrayó— Nohabríamos llegado a ser lo que somos sile permitiésemos a cualquiera utilizarnuestra biblioteca. Y tú tienes muchomás para ofrecernos que una simplecantidad de oro. Sospechaba que esotendría un precio y, también, que noconsistiría en dinero. —Entonces ¿qué?— pregunté.

Telesta hizo una pausa, con supenetrante mirada fija en mi rostro.

— Algo único. Algo que sólo túpuedes darnos.

—¿No soy yo mismo algo único, entodo caso, al menos en lo que conciernea vosotros? Me has ayudado a escapar

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de Ral´Tumar, con que supongo que tuclan no pensará quedarse de brazoscruzados mientras Mauriz asumepoderes. No dudo que tenéis vuestropropio plan... ¿o es suficiente ver cómoMauriz lleva todo al caos?

— El caos no es bueno para loshistoriadores —subrayó— Hace olas enlos tinteros, y nuestra tarea esdisolverlas.

Telesta hablaba con su indiferenteseriedad habitual, pero su últimaafirmación parecía casi un arranque dehumor. O, al menos, de lo que parecíaser el humor entre los historiadores.

— ¿Qué entonces? Es imposible que

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el plan de Mauriz evite hacer olas, demanera que, a menos que pretendáis quetodo se caiga a trozos...

— Por lo que respecta a todos losimplicados, tú no eres más que uninstrumento. No eres rico, todavía noeres lo bastante conocido y, lo que esmás importante, careces de poder.Nosotros contamos con nuestros clanes,el emperador tiene sus agentes, elDominio a sus sacerdotes einquisidores. Por lo que he oído, no haynadie fuera de Océanus en quien puedasconfiar, ningún grupo que apoye tucausa. ¿Me equivoco?

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No se equivocaba en absoluto, ytener que admitirlo me resultaba aúnmás irritante. Supongo que, de habercontado con cierto poder, nunca se lohabría revelado. Pero no lo tenía.Apenas confiaba en un inconstante yescurridizo almirante cambresiano y enun precavido mercader. Ambos contabancon sus propios seguidores, sus propiosplanes. Ciertamente no podía incluir almariscal Tanais; él era una fuerza de lanaturaleza, un desconocido cuyo preciopodía ser incluso más elevado que el deMauriz.

—Cualquier ayuda tiene un precio,incluso la tuya —dije antes de que ella

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continuase— Eso es lo que me dices,pero ignoro tu precio pues todavía nome has dicho qué es lo que significopara ti.

— Eso puedes deducirlo tú mismo—afirmó descruzando las piernas yalcanzando la botella de licor. Me habíaacabado la copa sin notarlo siquiera yme pregunté si ella conocería mi escasatolerancia al alcohol. Me propuse bebersólo dos copas.

¿A qué se estaba refiriendo? ¿Quéposeía yo que fuese valioso para losPolinskarn? ¿O qué tendría, en caso deque Mauriz realizase con éxito su plan?La seguí con la mirada a lo largo de la

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sala. Entonces tuve oportunidad decuriosear los libros que había en elanaquel sobre el escritorio y rogué queme inspirasen.

Estaba demasiado lejos paradescifrar poco más que unas letras.Supuse que serían historias de Thetia.En el lomo de uno de los volúmenes lapalabra Alastre concentraba la luz. Sólopude leer algo en el libro más cercano,titulado Fantasmas del paraíso. Conocíaese título, lo conocía muy bien, pero nologré recordar inmediatamente de quétrataba.

No conseguí dilucidar el nombre delautor, y en seguida Telesta comenzó a

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acercarse a mí para ofrecerme otrabebida. No sabía si había advertidocómo observaba los libros.

— ¿Deseas sabiduría, libros, algode ese estilo? —arriesgué— ¿Sabiduríaque pueda volverte mucho máspoderosa?

— Eres cínico, pero no te equivocas—admitió, imperturbable— Nunca creasa un thetiano cuando te diga que hacealgo por el bien común. Ni a untanethano. Los tanethanos podían sertodavía más descarados en su búsquedadel puro beneficio, pero, a pesar detodo, carecían de esa fastidiosapretensión de ser un pueblo aparte. Lord

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Foryth miraba a todos y a todo desdearriba, pero porque era rico, poderoso ypodía permitírselo. Al menos demomento. Me detuve un instante apensar, preguntándome qué me pediría.No conocía ninguna biblioteca secreta,ni tenía acceso a conocimientos ocultos.Excepto las colecciones heréticas, perosin duda eso no era suficiente.

¿Los Archivos Imperiales deSelerian Alastre?

Ni con mucha suerte podría accedera ellos. —Eso podremos obtenerlo pornuestra cuenta cuando hayadesaparecido el emperador— afirmócon una leve sonrisa— Se trata de otro

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sitio, uno que nadie ha visto desde hacecasi doscientos años.

Doscientos años. Una ciudadperdida desde que fue tomada, la ciudadsagrada de Aquasilva, una ciudad que sehabían llevado las olas. ¿Eso era lo queella me exigía como pago por unaspocas horas en su biblioteca?

— Demasiado —respondí condecepción— Ignoro qué habría en labiblioteca de Sanction, pero ha de sermucho más valioso que lo que a mí meinteresa.

— Es un intercambio justo. —Telesta no parecía molesta por minegativa— Tú pasas algún tiempo en

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nuestra biblioteca y nosotros pasamosalgún tiempo en la tuya.

Mi biblioteca. Sonaba absurdo.Lancé una carcajada, aunque no leencontraba la gracia.

— ¿Pretendes que le permita a tuclan aprovechar la biblioteca deSanction? ¿Qué es lo que me da derechoa hacer tal cosa?

— Eres el jerarca, Cathan. Sanctionte pertenece. Siempre te ha pertenecido.Quizá no tengas poder en este precisomomento, pero puede que algún día lascosas sean diferentes. Te pedimos algoque quizá nunca estés en condiciones decumplir.

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«Sanction te pertenece. Siempre teha pertenecido.» Sus palabras parecíanuna amarga burla, por muy ciertas quefuesen. La antigua residencia de losjerarcas, una de aquellas cosas muchomás antiguas que el imperio del quehabían formado parte. Carausiusadoraba esa ciudad, pese a que nunca ladescribiera íntegramente en su Historia.El mero hecho de imaginar que mepertenecía era arrogancia de la peorespecie. Ni siquiera tenía el título dejerarca, y lo más probable era que jamáslo tuviese. Sanction era algo irreal, unaciudad que quizá ni siquiera existiese yalgo en lo que casi no había pensado.

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Era irreal. Callé lo que iba a decir yvolví a dirigir los ojos hacia la baldasobre el escritorio. Fantasmas delparaíso; ahora recordaba el significadodel título, sabía a qué se refería.

Telesta me miró con inquietud.— ¿Qué sucede?— Aquel libro —dije señalándolo.

Pese a la repentina ansiedad intentémantener un tono de voz tranquilo—¿Por qué lo tienes ahí?

— ¿Crees que nos importa lo quedigan los índices de libros prohibidosdel Dominio?¨

Ése es más que un libro prohibido.— Salderis fue nuestra. Una

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Polinskarn. Eso todavía nos importa.— ¿Podría echarle una ojeada?— Me parecía inverosímil que ella

tuviese un ejemplar. Era imposible quese conservasen más de una decena decopias, sobre todo considerando loexigua que había sido la ediciónoriginal. El libro figuraba en el índiceprincipal, y hubiese imaginado que todaslas copias que tuviesen los Polinskarnestarían resguardadas en la bibliotecacentral del clan. Encontrar una allí...Sólo esperaba que no me exigiese algo acambio de inmediato.

Para mi sorpresa no lo hizo, y unmomento después sostenía en mis manos

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un ejemplar del que debía de ser uno delos libros más raros del mundo.

— Es una copia de la primeraedición —informó Telesta, sentada a milado en el borde del sofá— Ha sidoimprimida de prisa, por lo que no es tanbuena como los originales, pero resultamás que adecuada.

Era un volumen sencillo y muydelgado, encuadernado en corteza deárbol, tratada como la mayoría de loslibros del Archipiélago. En la cubiertallevaba sólo el título, Fantasmas delparaíso, y el nombre de su autora,Salderis Okhaya Polinskarn. Lo abrícasi con reverencia, sintiéndome igual

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que la primera vez que había visto laHistoria. Carecía de ornamentaciones,así como de dedicatorias oaprobaciones de ninguna autoridad. Nollevaba siquiera el nombre del editor, yaque nadie se habría atrevido a admitirque lo hubiese publicado.

La tipografía era densa, irregular,como si el texto hubiese sido impresopor un aprendiz. Pero resultaba legible.Eso era lo único importante.

Se trataba de la labor de toda unavida en menos de doscientas páginas.Sabía tan poco al respecto que mefrustraba mi ignorancia. Pero así sesuponía que debía ser, incluso sin la

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descripción histérica que el Dominiohabía hecho de la obra, a la que habíatachado de «oscuramente demoníaca» y«peligrosamente pagana». Paganismo.¡Por el amor de Thetis! ¡A ese nivelhabían descendido para manchar elnombre de Salderis. Tenía que leerlo...Telesta captó mi expresión y sonrió.

— Creo que comienzo a comprenderalgunas cosas —comentó— ¿Qué sabesde Salderis?

— Tanto como cualquiera... o tanpoco como cualquiera —respondí— .Ymás sobre oceanografía que muchagente.

Había sido el director del Instituto

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Oceanográfico de Lepidor quien noshabló a Tétricus y a mí de Salderis,aunque con el mismo tono de fábulaaleccionadora que empleaba en el restode sus conversaciones. Nunca supe conseguridad si la respetaba o la aborrecía.Supongo que la respetaba por sus ideas,pero la aborrecía por el daño que habíaocasionado al instituto, poniendo fin auna era de cooperación entre el Dominioy el imperio, que había conocido suesplendor con la nave Revelación. Ellibro de Salderis se había publicadomenos de una década más tarde, cuandoaún perduraba el recuerdo de la pérdidade la Revelación.

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— Salderis ya no es muy conocida—declaró Telesta con la mirada fija enlas páginas y una expresión de tristeza—Fue demonizada por el Dominio y todala información sobre su vida fuealterada. Brujería, paganismo, herejía,vida disoluta... no hubo nada de lo queno fuese acusada. Las niñas ya nopueden siquiera llevar su nombre.

— Una reacción extrema, inclusopara el Dominio. Salderis afirmó que lastormentas eran una invención humana yque, por lo tanto, podían sercomprendidas e incluso impedidas porhumanos. Sí, es una afirmación

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peligrosa, pero no tanto.— No has leído su libro, ¿verdad?Negué con la cabeza.— Lo que acabas de decir es sólo el

tema aparente, lo que subyace en lasuperficie. Pero no fue ésa la idea queamenazó al Dominio. El Dominio nodepende del control de las tormentas,aunque la protección que éstas lebrindan sea fundamental.

Qué importante podía ser algo que nisiquiera Telesta parecía saber, pero quedebió de ser evidente para Salderis. Eraimprescindible que yo leyera ese libro.

— Entonces ¿por qué intentarondestruir todos los ejemplares? Sin duda

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eso llamaría la atención de las pocaspersonas que podían hacer uso de él.

— Lo que les preocupaba era elresto del mundo —dijo Telesta con unaenergía extraña en ella— Es obvio paracualquiera que lo lea. No podemoshacer nada en relación con lastormentas. Para conseguir lo que ellaproponía al respecto era necesaria másenergía que la obtenida por todos losmagos del mundo juntos. Con todo,demostró que un problema religiosopodía ser resuelto por medio de laciencia. Que el Dominio no contaba conlas únicas personas capacitadas paraenfrentarse con el mundo.

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La miré absorto por un momento yluego asentí lentamente, comprendiendolo que quería decir. La gente habríaempezado a cuestionarse cosas. Si lastormentas podían ser explicadas pormedio de la ciencia... entonces ¿por quéno pasaba lo mismo con las otrasmanifestaciones de Ranthas? El Dominioera consciente del poder de las ideas, unpoder que sus sacerdotes habíanempleado mejor que nadie. En las manosequivocadas, eso podía ser devastadorpara ellos.

— ¿Es decir que el libro no serefiere tanto a las tormentas como a laciencia en sí misma?

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— Salderis no lo creía así. Era elresultado de una vida de trabajo, aunqueapenas tenía cuarenta años cuando loacabó. Ella escribía sobre las tormentasy no pareció advertir el peligro. —¿Cómo no se dio cuenta?

Me resultaba difícil de creer. ¿Unathetiana que no supiese lo que hacía alinvestigar las tormentas? Eso era de muypoca sutileza política..

— Lo que ocurre es que losmiembros de mi clan, recluidos ennuestras grandes bibliotecas, perdemoscon frecuencia el sentido de la realidad.Salderis parece haber vivido en supropio mundo, sin preocuparse por la

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política ni la religión. Lo único que leimportaba era la ciencia.

Estuve a punto de responderle, perome contuve. Ya discutiríamos eso en otraocasión. No era mi intencióndesconcertar a Telesta desafiando supunto de vista, que por cuanto sabía,bien podía ser cierto. El Polinskarn eraun clan peculiar. Pero, a la vez, setrataba de un clan sobre el quecirculaban leyendas, ¿y qué mejor modode defenderse sin insultar a nadie quehacer recaer su reputación en elmanchado nombre de Salderis? Unamujer genial viviendo una realidaddiferente y que no pretendió en absoluto

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generar semejante reacción. Una mártir,incluso, para la causa de la sabiduría,por mucho que el clan nunca lo dijesecon esas palabras.

Era una táctica inteligente, y a losmiembros del clan les servía a la vezpara justificarse a sí mismos. Salderishabía sido una inconformista. —¿Puedoleerlo?— pregunté con vacilación— ¿Ymirar también el resto de vuestrabiblioteca a cambio de permitiros teneralgún día un acceso limitado a labiblioteca de Sanction?

— ¿Cómo de limitado?Por muy extraña que pareciese

seguía siendo thetiana, siempre

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dispuesta a regatear.Sin duda concedí más de lo que

debía, pero ella había descubierto mipunto débil y lo sabía. Por finalcanzamos un acuerdo que no era deltodo excesivo y que no me dejó con lasensación de estar regalando lossecretos del universo al mejor postor.

— Pero tendrás que leerlo aquí —repuso Telesta en tono de disculpa— Noparece que vayamos a zarpar muypronto, así que podrás venir aquí unascuantas horas al día. Eso bastará.Mauriz no debe sospechar que tenemosnuestros propios planes.

— ¿De manera que lo acompañarás

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con la intención de entrar en Sanction?— Más o menos —respondió

bruscamente— Hay más asuntos enjuego, pero ése es el más importante.

Me quedé a cenar con ella en elconsulado de Polinskarn, donde seservían comidas a todas horas. Dehecho, era mucho más tarde de lo quesuponía, y la embajada Scartari yahabría cerrado sus puertas. Mi escoltaestaba de muy mal humor cuando saliófinalmente de la garita. Era evidente quesus compañeros eran para él mejorcompañía que los centinelas dePolinskarn.

Me marché con más esperanzas de

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las que había traído y avancé bajo lalluvia con la certeza de que no eraimprescindible emplear la magia paraperjudicar al Dominio.

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CAPITULO XVI

A ambos lados se elevaban desde elagua los muros grises y verdosos.Grupos de rocas erosionadas por elviento y el agua sobresalían aquí y alláentre la vegetación que cubría losacantilados. El estrecho no podía medirmenos de once o doce kilómetros, peroparecía mucho más pequeño.Confundidas entre la capa de niebla yreflejadas en las aguas grisáceas, lasmontañas que lo rodeaban parecíandominarlo todo.

¡Y la espuma! El estrecho de Jayánparecía más agitado aún que el mar

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abierto, un embudo para las olas queazotaban el casco del galeón,empapando cuanto había a la vista. Yoestaba sentado en cubierta y mojado depies a cabeza, pero no me importabademasiado. No quería bajar al interiordel barco. Y además Mauriz —no teníaninguna intención de subir a cubierta. Unacuerdo perfecto. Observé la costa depunta a punta en busca de señales devida, pero no distinguí nada. Sólo más ymás acantilados a medida que elestrecho se curvaba y aparecían aguasmás tranquilas, protegidas de la furia delocéano. No era el mar Interior, al menosno todavía. Pero aún no había edificios,

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asentamientos ni señal alguna dehabitantes. Apenas un bosque salvaje yvirgen, como una sombra en la ladera delas montañas. Tal como había dichoRavenna, era inquietante pero no triste.El cielo y el mar podían parecermonótonos, densos, pero el efecto totalde Qalathar era demasiado impactantepara que eso lo enturbiase. Me parecíaun mundo aparte respecto a las islasparadisíacas del resto del Archipiélago.Allí no había palmeras, hermosasplayas, colinas redondeadas ni blancasciudades enmarcadas por la costa.

Las ciudades de Qalathar no eranblancas. Eso lo sabía por las

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descripciones que había oído. Perorespecto a Qalathar, ninguna descripciónparecía acercarse a la realidad. Cuandoel galeón se abrió camino por las aguascentrales de estrecho, logré divisar laciudad de Jayán, asentada a lo largo dela costa, bajo un promontorio saliente dela montaña. No podía ser mayor queLepidor, pero parecía pertenecer a otroplaneta. Un conjunto de edificios bajoscon muchas columnas y provistos de unavasta variedad de terrazas se erguíadesde las aguas grises. Entre éstos seapreciaba multitud de árboles y jardines,omnipresentes en el Archipiélago.

Pero Jayán era un mundo muy

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diferente de Ral´Tumar. Contempléazorado los vibrantes rojos y azules dela ciudad, que parecían la creación deun alfarero. No había blancos, grises nidorados. La propia piedra parecíacompartir ese increíble matiz rojo,similar al de la terracota cocida, ydecorado por todas partes posibles conun azul semejante al del mar de uncuento de hadas.

Jayán no era una metrópolis, sino laciudad que custodiaba el estrecho.Esperaba ver lugares mucho másgrandes en Qalathar, pero Jayánconstituía la primera prueba tangible delo diferente que podía ser la isla de las

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Nubes. Y también de los motivos quehabían llevado a Ravenna a actuar comolo había hecho en defensa de esta tierraextraña y misteriosa envuelta en laniebla.

Pero, mientras mantenía mi solitariavigilia a lo largo del trayecto por elestrecho de Jayán, y entrando al interiorsólo si lo necesitaba, lo más curioso detodo fue que el paisaje nunca me parecióextraño del todo. No al menos del modoen que me lo había parecido Tanethcuando la vi por primera vez (un sitioinmenso, lleno de gente, hostil).Qalathar poseía algo más, una cualidadpropia de otro mundo que no conseguía

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poner en palabras o razonar de formacoherente. Lo que sí tenía claro era quequería conocerla mejor.

Dejamos atrás Jayán y pasamosfrente a dos pequeñas poblaciones, unoscuantos edificios rojos al abrigo delbosque, cuyos nombres ignoraba. Poco apoco, el estrecho se iba haciendo cadavez más amplio y las orillas se alejaban,aunque seguían estando lo bastantepróximas para contrastar marcadamentecon las grises aguas por las quenavegábamos.

Una tormenta repentina redujo lavisión de la costa a una mancha griscubierta por una cortina de agua. El

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martilleo de la lluvia sobre las velas yla cubierta ahogó los demás ruidos,incluso el desolador graznido de lasaves marinas. Pero la tormenta acabó deforma tan repentina como habíacomenzado, y la masa de nubes sedesplazó por la superficie del agua conla misma velocidad que la sombra de unkraken.

No parecía haber ningún kraken porallí, ni tampoco en las poco profundasaguas del mar Interior, que en ciertostramos apenas permitía navegar a lasmantas. Era un lugar donde no se habríapodido ocultar él Aeón. Eso lodescartaba, ¡dejándome para buscar tan

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sólo el resto del planeta! Tampoco habíaen Qalathar ningún oceanógrafo con elque hablar. Antes de la cruzada habíaexistido una inmensa estación enPoseidonis, dada la increíble diversidady rareza de las criaturas que habitabansus aguas. Pero ahora esa estación,arrasada por el Dominio, era cosa delpasado. Todos sus oceanógrafos habíansido quemados por herejes. Segúndeclararon los sacerdotes, las criaturasdel mar eran creación de Ranthas, y alos oceanógrafos no les correspondíaestudiarlas; tan sólo asistir a los marinosy a los pescadores. La sombra delDominio nunca parecía alejarse de

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Qalathar. Empezaba a atardecer y elcielo plomizo comenzó a oscurecersesin el menor atisbo de crepúsculo.Entonces, el galeón llegó a un punto enque la costa se perdía en la sombríadistancia, y entramos en el mar Interior.

Al menos allí había másembarcaciones, oscuras siluetas contrael agua y el marco gris de las montañasque lo rodeaban todo. No tantas navescomo hubiese imaginado, nadasorprendente en una tarde invernal tanpoco propicia, pero más de las quepodían divisarse en cualquier otro sitioen idéntica época del año. En medio deun anillo montañoso, Qalathar estaba

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protegida de la furia de las tormentas,viniesen de donde viniesen. Permanecísolo en cubierta hasta que el galeóncomenzó a virar a babor, a través deldesparejo conjunto de las islas Ilahi,rumbo a la capital de Qalathar. Ravennaestaría allí, en algún sitio, salvo quehubiese sido escondida por sus fuerzasleales. Pero eso me parecía improbable.No la imaginaba aceptando suconfinamiento en las montañas mientrasotros hacían el trabajo. Las montañas.Volví la mirada hacia la parte posteriordel buque, en dirección al oeste, perosólo se distinguían agua y nubes.Estábamos demasiado lejos para ver los

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enormes acantilados de Tehama queRavenna me había descrito. Apenas sepercibía una línea de nubes púrpura másoscuras en la distancia, con ocasionalesdestellos luminosos.

Ahora íbamos con viento a favor, demodo que no tardamos en deslizamospor la parte exterior de las islas Ilahi,inmensas masas rocosas emergiendoverticalmente del mar. Unas pocas teníanpoblados al pie de sus cumbres, y mepregunté cómo se podría llegar hastaallí. No parecía haber ninguna clase demuelle, y algunas islas estaban rodeadaspor todos lados de acantiladosverticales. Sin duda eran lugares muy

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seguros para defenderse, pero muyincómodos para vivir. Comencé a desearque alguien se me uniese en cubierta, almenos durante unos minutos. No Mauriz,pues no tenía ánimos para soportarlo.Pero no me hubiese molestado lacompañía de Telesta o de Palatina. Enespecial me hubiese agradado ver aTelesta...

Había podido aprovechar subiblioteca durante muy poco tiempo,apenas tres o cuatro días antes de queMauriz perdiese la paciencia. Según noshabía informado el comandante delpuerto, no habría mantas con destino aQalathar hasta dos semanas más tarde.

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Una terrible tormenta submarina entreIlthys y Thetia había hecho imposibleviajar desde el norte.

Mauriz no estaba habituado a versefrustrado de esa forma, y tampoco elresto de sus compañeros. InclusoPalatina parecía haber caído en el modode ser thetiano, suponiendo que lascosas saldrían bien por el mero hechode ser quien era.

Me pasé la mayor parte de los díassiguientes en el consulado Polinskarn,huyendo del clima de reproches mutuosque sobrevolaba el consulado Scartari.Allí no había nadie merodeando y teníael tiempo, la paz y la tranquilidad para

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leer el libro de Salderis.Siempre me había parecido que su

título era muy extraño para pertenecer auna obra científica. Fantasmas delparaíso sonaba más bien como unabalada, o quizá como un oratoriothetiano. Pero, en cuanto empecé sulectura, familiarizándome con la teoríade la autora, pronto dejó de parecermeun título inapropiado. Todo mago dignode tal nombre sabía que la atmósferaestaba contaminada con restos de lamagia de Tuonetar empleada hacia el finde la guerra. Pese a sus avancestecnológicos, los habitantes de Tuonetarse habían visto forzados a depender más

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y más de la magia para ayudar a susexhaustas tropas.

Lo que había descubierto Salderis, yno un mago, era que dichos residuoseran bastante más que eso.

Su teoría estaba formulada de unaforma tan elegante que parecíaimposible creer que le hubiera llevadotanto tiempo desarrollarla (y que nadiehubiese repetido jamás su hazaña). Sedecía que había compuesto su obra paraesa torre de marfil académica donde sedecía que vivía. Y, sin embargo, algunosde sus pasajes parecían contradecir demodo tajante tal afirmación, empezandopor el hecho evidente de que Salderis

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había realizado extensas prácticasoceanográficas a lo largo de muchosaños.

El primer día mismo, la expedicióna las islas del Fin del Mundo quedóatrapada en medio de la implacablefuerza del viento, que hizo imposibleincluso abrir la puerta. Eso no hubiesesido tan malo de haber tenido víveresdentro del edificio. Desgraciadamenteno era así. Los habitantes del Fin delMundo están habituados al clima yguardan provisiones, pero, como éramosun grupo de forasteros ignorantes, nosvimos totalmente desprevenidos. Asíque pasamos unas cuantas horas muy

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desagradables esperando a que cesase elviento. Éstas son tristes ruinas paraalguien del Archipiélago y fuerondenominadas islas de los Benditos porlos primeros explorado res que llegaronaquí.

Por cuanto yo sabía, nadie habíasido capaz de explicar por qué el Findel Mundo había sido devastado,mientras que otros grupos de islas alparecer idénticas, como Ilthys, habíanpermanecido intactas. Salderis dabaunas cuantas teorías, comentando que elefecto de las tormentas sobre la vida enlas islas debía estudiarse al menos contanto detalle como las tormentas mismas.

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Y seguía, pero dejaba un rastro detrás,del mismo modo que lo hacían siemprelos escritores thetianos. Sin importar loerudito que fuese su trabajo, el carácterdel autor siempre salía a la luz. Eranmuy escasas las menciones al Dominio,salvo en un pasaje.

Se ha sospechado durante muchotiempo que el Dominio posee métodospara predecir las tormentas y que, dealguna forma, advierte de ellas a sustemplos en toda la extensión del planeta.Sin embargo, muy pocos saben cómo loconsiguen. La Inteligencia Imperial hasido muy generosa al revelarme,involuntariamente, lo poco que se sabe

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sobre las características de las montañassituadas al noroeste de Mons Ferranis.Es un secreto muy bien guardado, pero,al parecer, no todos los sacri soninmunes a los deseos que nos invaden alresto de los mortales, y en ocasiones esposible convencerlos de que lo cuenten.

Por cuanto puedo decir, el Dominiotiene acceso a algún tipo deobservatorio volante o al menos a lasimágenes que éste produce. Así puedecontemplar todo el planeta desde arribay ver las tormentas mientras se vanformando. El valor científico que estotiene es incalculable, pero el Dominiono está interesado en la ciencia ni en los

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creadores de este observatorio volante,sea lo que sea. El observatorio parecehaber estado allí antes que lastormentas, lo que nos lleva a otrointerrogante: ¿Están las tormentas y elobservatorio relacionados de algunamanera? Los habitantes de Tuonetar eransin duda los catalizadores de lastormentas, pero ¿fue su habilidad paraobservar el mundo desde arriba unfactor decisivo para la aparición de lastormentas? Y, lo que es más crucial,dada la fecha de la primerasupertormenta registrada, a mediadosdel verano de 2559, ¿es posible que loshabitantes de Tuonetar utilizasen el

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sistema para ver el desarrollo de lastormentas?

Salderis no mencionaba la Historia yomitía también la versión de la guerraallí descrita. Ni siquiera el propioDominio negaba que las tormentashubiesen comenzado en tiempos de laguerra de Tuonetar, como efectosecundario de armas desconocidas. Ensu versión de los sucesos, la poblaciónde Tuonetar había intentado defendersecontra una incierta agresión thetiana. Entodo caso, el resultado era el mismo.

Aquella tarde, tras concluir lalectura del libro de Salderis, me reclinéen la silla y lo miré con atención,

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concentrado en la última página, aúnabierta. Mi cuerpo estaba tieso ydolorido por llevar sentado en la mismaposición prácticamente todo el día. Nohabía estado fuera de la biblioteca másde media hora, y allí dentro no habíasillas cómodas, al menos no paraalguien poco acostumbrado a losmuebles thetianos.

No importaba. Mi cabeza vagaba enun confuso mar de ideas que todavíaintentaba captar con precisión. No habíatenido tiempo de asimilar todas lasteorías de Salderis, pero había leído suspalabras.

Resultó que el título del libro era

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totalmente apropiado, pero seguíaluchando por aceptar el horribleconcepto implícito en las últimaspáginas. Hasta llegar a la conclusiónSalderis no revelaba con exactitud loque quería expresar denominando a laobra Fantasmas del paraíso. Era como siella estuviese a punto de cruzar la líneaque había entre la genialidad del restode la obra y una cierta forma dedemencia. Todo lo que quedaba de unmundo mejor... Acaso intentaba decir loque me parecía? ¿O era que estabacansado y veía cosas que no existían?No podía determinarlo en ese momento.Era indiscutible cuál era el contenido

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del libro, así como por qué resultaba tanpeligroso para el Dominio. Pero susentido implícito, lo que Salderissugería entre líneas, me parecíapeligroso para mí mismo. De pronto, laidea de interferir con las tormentas dejóde parecerme buena. Me enfrentaba acosas que iban más allá de laexperiencia humana. Los magos deTuonetar que habían desarrollado elciclo de tormentas empleaban magiahumana a una escala planetaria. Lo queyo pretendía hacer era exactamente loopuesto: emplear la magia planetaria enun campo que era demasiado pequeñopara ser seguro. —¿Cathan?

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No había oído entrar a Telesta.Levanté la mirada.

— Pareces exhausto— me dijo.— ¿Cómo es posible? —protesté— ,

si no he hecho nada.—Con la mente exhausta. Apenas te hasmovido en todo el día, pero has leídotodo ese libro en unas pocas horas. Lamayoría de la gente tarda muchas horasen acabarlo, por mucha voluntad quepongan.

— No me queda tanto tiempo.— De todos modos es admirable.

Ven, te ayudaré a incorporarte. Cerré ellibro y me puse de pie cogiendo sumano. Me invadió de pronto una ola de

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mareo, pero conseguí mantener elequilibrio. —Gracias. A través de lasventanas el cielo se veía oscuro y llovíaotra vez, aunque la tormenta no era tanterrible en Ilthys como lo hubiese sidoen Lepidor.

— ¿Siempre te has dedicado a laoceanografía? —me preguntó mientrasapagaba las antorchas de éter. Luegoabandonamos el pequeño salón dondehabía estado trabajando y pasamos a larelativa comodidad de su estudio.

— Sí, pero sólo en el mar; desde losquince años más o menos. No era deningún modo mi único interés, perohabía pasado más tiempo en el mar que

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cualquiera de mis amigos, ya fuerabuceando, navegando o nadando.

— Durante mucho tiempo mepregunté si no habíamos cometido unerror contigo, si serías en verdad un Tar'Conantur. Todos tus familiares hanestado siempre obsesionados por algunaactividad. Se dice que Perseus era comotú pero interesado en la música y lapintura. Palatina no ha dejado de pensaren instaurar una república desde quetuvo edad suficiente, mientras queOrosius... —Telesta hizo una pausa conla mirada perdida— Orosius lleva todoal extremo. Nunca me pareció que tútuvieses esa clase de pasión por algo,

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como le sucede al resto de tu familia.Ahora comprendo que tu gran interéssólo estaba oculto. ¿Has conocido aOrosius? —pregunté. Me resultabaimposible llamarlo «mi hermano».

— Lo he visto unas cuantas veces —admitió al tiempo que guardaba envarios sobres papeles de su escritorio—Hace unos años trabajé en los ArchivosImperiales, justo después de suenfermedad, y alguna vez él iba allí. LosArchivos son un sitio muy lúgubre, ycreo que Orosius los sentía como unaespecie de hogar espiritual. Ninguno desus ministros vino jamás, por miedo aperderse. Pero en ocasiones me lo

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encontraba a él en los rincones másalejados. Era una persona... inestable. Ymuy fría.

La voz de Telesta sonaba tranquila,pero me dio la impresión de que sussentimientos hacia Orosius habían sidobastante más intensos que una meraincomodidad. Ella era cinco o seis añosmayor que yo, y Orosius tenía trece añoscuando enfermó. Había una explicaciónobvia sobre cómo podía haberleinspirado temor a una mujer seis añosmayor, pero no me pareció que fuese elcaso.

— No te preocupes —le dije. Estabaclaro que Telesta no quería hablar al

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respecto.— No me preocupo. Sé que es tu

hermano, Cathan, pero muy pocaspersonas en Thetia sentirían pena si semuriese ahora mismo. Creo que no lolamentaría nadie de su familia. Palatinalo odia, Arcadius se pavonearía condeleite y se apresuraría en ser designadoemperador, y a Neptunia no le caería nimedia lágrima.

Neptunia era la madre de Palatina, latía de Orosius.

Descubrí que no deseaba pensar enOrosius. No mientras todavía tuviese laspalabras de Salderis en mente. Medespedí y regresé al consulado Scartari

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en medio de la lluvia, con la cabezallena de conjuntos de corrientes, ciclosde tormentas, tornados, e imágenes deislas desoladas en el Fin del Mundo,rocas estériles donde alguna vez habíahabido verdes junglas y cultivos. Éseera el

efecto que podían causar lastormentas desatadas en el sitioincorrecto, empleadas inadecuadamente.

Dos días después, Mauriz le pagó alcapitán y propietario del galeón decarga una suma exorbitante para que noscondujese a Qalathar. El hombre se negóa llevar a más de diez personas denuestro grupo, de manera que los

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marinos supervivientes de la destruccióndel Lodestar se quedaron en Ilthys alcuidado del cónsul.

«Sarhaddon y Midian ya deben dehaber llegado haciendo su entradatriunfal», pensé mientras mirabaTandaris, la capital de Qalathar, queempezaba a tomar forma en un lado de lacolina enfrente de nuestro buque.Parecía que ya se había puesto el sol, yaque el cielo era de un gris oscurouniforme y no se percibían claros entrelas nubes. Volvía a llover, y empezaba asentir las consecuencias de permanecertanto tiempo en cubierta con la ropahúmeda. Había bajado al interior del

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galeón hacía una hora y media paracambiarme, y ahora estaba de pie en elcastillo de popa, cubierto por unimpermeable, observando las luces deTandaris en medio de la oscuridad. —Habría sido agradable verla a la luz deldía— comentó Palatina, de pie a mi lado— ¿Crees que siempre es así? ¿Estabaalgo más sociable; había perdido demomento el deseo de estar solo y mealegró su llegada. Al igual que yo,llevaba un impermeable y tenía puesta lacapucha, como un sacerdote. Ladiferencia estaba en que nuestrasprendas eran gruesas y de confecciónmás sencilla, mientras que los

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sacerdotes usaban túnicas livianas yfabricadas a medida y en relación con elclima del lugar.

— ¿Qué hay de las enfermedadestropicales? —pregunté. Qalathar parecíael tipo de lugar densamente poblado pormolestos y sanguinarios insectos.

— A veces eres tan deprimente.Pero tú eres thetiano; no cogerás ningunaenfermedad grave.

Ea un comentario bastante pesimistapor mi parte, pero lo cierto es que eltema me preocupaba. En la isla de laCiudadela no había mosquitos ni fiebrespeligrosas, pero casi todos, exceptoPalatina, habíamos pasado algunos días

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deseando no haber ido allí tras contraeruna u otra enfermedad desconocida.Palatina, por supuesto, nunca contrajonada.

— Gracias por recordármelo.¿Cuándo fue la última vez que estuve enThetia?

— Es innato —me respondió con eltono irritante de alguien que nos da unsabio consejo— Si cogiésemos todasesas enfermedades continuamente, nolograríamos sobrevivir.

«Sí —pensé— , pero eso es enThetia. Aquí el clima es diferente.»Dudo que les sirviese de mucho comojerarca estando en cama afectado de

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varios de los incontables males queprobablemente plagaban la isla. En eseestado no tendría manera de escapar, yeso me preocupaba todavía más que lapropia enfermedad.

— Los embajadores que nosrepresentan aquí gozan por lo general debuena salud —subrayó Palatina,deteniendo la marcha de mispensamientos— A ti tampoco te pasaránada.

Por fortuna, el mar no estaba picado,pues de lo contrario habríamos tenidoque anclar frente a la costa ydesembarcar a la madrugada. Pero elcapitán guió la nave por el exterior de

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Tandaris hasta que una galera del puertose nos acercó brillando en las negrasaguas, con teas ardiendo en la proa y lapopa, para remolcarnos hasta el muelle.Uno de los oficiales y algunos marinerosde la galera subieron a bordo de nuestrobuque para informarse sobre nosotros.

—¿Cuál es el motivo de vuestravisita? —preguntó el oficial, una figuramás entre las apiñadas bajo la luz de laslámparas de cubierta. Hizo las preguntasformales y advirtió— : Éste no es unsitio seguro.

—Hemos fletado el barco —explicónuestro capitán con cierta incomodidaden la voz— Somos thetianos de alto

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rango.— ¿Cuánto de alto?— Lo bastante, espero —intervino

Mauriz, que salía de uno de loscamarotes— ¿Cómo de peligrosa es laciudad, centurión?

— Ha llegado un nuevo inquisidorgeneral hace unos cinco días con undecreto del primado. Ya ha comenzado aarrestar a gente y a llevarla a lostribunales.

El oficial se volvió ligeramente. Sucara, tan típica de Qalathar, estaba muypálida, cansada y con ojeras.

— Pronto volverán a quemar a gente—agregó— Herejes que han capturado

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en su camino hacia aquí. Por eso debopreguntaros, señores, ¿quiénes sois?

— Mauriz, comisionado principaldel clan Scartari.

— Ah, entonces las cosas no sepresentan bien para ustedes. —Ahora aloficial se le veía muy asustado y advertíuna mirada de

alarma en el rostro del capitán—Tengo órdenes de alertar de vuestrallegada a las autoridades del Dominio.

— ¡Qué increíblemente fastidioso!—espetó Mauriz— Gracias porinformarme, centurión. Supongo que elvirrey thetiano aún está aquí, ¿verdad?

— Así es, señor.

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— ¿Y el representante de la flota?— La verdad es que no lo sé. No hay

navíos imperiales en ningún lugar deQalathar. Palatina y yo cruzamosmiradas. «¿Por qué no?», mepreguntaba. ¿Acaso el emperador loshabía retirado a todos para dejar paso¡libre al Dominio? ¿O se escondíadetrás algún otro motivo?

No tuvimos oportunidad de pensarmás, pues el oficial retomó da palabra.

— Hay sacri custodiando losmuelles, y dos o tres inquisidores. Pormás que Mauriz lo presionó, no quisocontar nada más. ¿Entonces laconversación fue interrumpida por unos

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marineros, que se llevaron aparte alcapitán. Con excepción de Mauriz y eloficial, nadie parecía haber notado mipresencia ni la de Palatina entre lassombras. —Capitán, ¿será seguro seguiradelante? A la tripulación no le gustacomo suena todo este asunto de laInquisición. Quiero decir que estababien en nuestra tierra, pero aquí se lotoman muy en serio. Quien hablaba erael contramaestre, un hombre de bajaestatura, completamente rasurado y decomplexión fuerte. Aunque muy hábilcon los puños, como pude apreciardurante la travesía, no era ningún matón.

Si hay hogueras, tribunales y esas

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cosas, no nos quedaremos —añadió otroque no llegué a reconocer, pero al que seoía muy nervioso— Ilthys es una cosa,pero aquí no se andan con bromas. —Nocon todos esos inquisidoresmerodeando.— El contramaestre sevolvía a cada rato, como si temiese quelo oyese alguien más— Y si ademásbuscan a estos thetianos... —¿Queréisdecir que regresaréis, sin hacer nochesiquiera aquí?— preguntó el capitán. Untercer hombre, quizá el timonel, añadió:—Tenemos reservas suficientes ypodemos detenernos en Methys pararecoger agua fresca. Los pasajeros quedesembarquen en la galera, nosotros

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habremos salido del mar Interior antesdel amanecer.

— Lo consultaré con ellos —dijo elcapitán y regresó junto a Mauriz y eloficial— Centurión, mi tripulación nodesea desembarcar, de modo que¿podrían nuestros pasajeros abordarvuestra galera para que volvamos amarcharnos?

— Te contratamos a ti para llevarnosa Tandaris, no a las autoridades deQalathar.

— Lo siento, lord Mauriz, pero éstees un navío privado. Si a la tripulaciónno le agrada lo que hago, puededespedirme, y eso tampoco os

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beneficiaría. Por otra parte, eso noencarecerá el precio del viaje. Maurizlanzó una furiosa mirada contra los tresmarineros responsables y luego sevolvió hacia el capitán. Se produjo unintenso silencio, sólo roto por elcontinuo golpeteo de la lluvia y el goteodel agua sobre la cubierta. Uno de losmarinos de Qalathar jugueteaba con laempuñadura de su cuchillo.

— Muy bien —aceptó entoncesMauriz de mala gana— Restaré unaquinta parte de lo que acordé pagarporque no nos has conducido seguroshasta Tandaris. Regresa a tu tierra yderrocha el dinero en Ilthys, donde todos

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los inquisidores son ejemplos de Virtud.Por un instante pareció que el

capitán iba a discutir, pero elcontramaestre le indicó con un gesto queno lo hiciera. En los pocos minutosdesde que el centurión había subido abordo con sus novedades, toda unatripulación que había desafiado convalentía y sin protestar las terriblescondiciones del invierno se habíanconvertido en conejos asustados. Y nohabía ni un solo inquisidor a la vista.

Mientras bajaba al interior del barcopara recoger el equipaje sentí unasensación ya demasiado familiar en elestómago. Antes incluso de que

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pusiésemos un solo pie en Qalathar, lasombra del Dominio ya había vuelto acaer sobre nosotros.

La tripulación del galeón observó ensilenció cómo Mauriz le entregaba alcapitán sus mermados honorarios yluego acercaba su equipaje al extremode la cubierta más cercano alremolcador del puerto. Uno a uno loseguimos, ocupando casi todo el espaciolibre de la pequeña embarcación. Lagalera parecía sobrecargada, peroninguno de los morenos remerosqalatharis protestó mientras bogaban confuerza para alejarse del galeón y enfilaren dirección a la bocana del puerto.

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La lluvia pronto convirtió al galeónen una masa indistinguible

detrás de nosotros. Los gritos delcapitán y el crujir de sus maderosapenas se percibían con el ruido delagua. Luego sólo pudimos ver la luz delas linternas, cada vez más débil hastaque el buque acabó desvaneciéndose enla noche.

— Centurión, ¿sus órdenes consistenen algo más que en alertar a lasautoridades del Dominio? —preguntócon suavidad Mauriz, manteniendo elequilibrio pese al movimiento de lanave.— No, pero debería detenerles —respondió el oficial.

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— No tiene autoridad para hacerlo.Envíe un mensajero si lo desea, pero esaorden no basta para arrestarnos.

— Las cosas ya no son como eran,comisionado. Todo Qalathar seencuentra ahora en poder del Dominio.Debemos hacer lo que se nos ordena,pues de lo contrario nos acusarán deherejes también a nosotros.

— Entonces, ¿el Dominio está antesque la ley y el imperio? —Depende decómo interprete usted la ley, señor. Peroen la práctica así es. El Dominio, y noThetia, tiene el poder en Qalathar. Noestamos protegidos por la ley laica.

— Entonces, finalmente, hemos

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llegado a eso —dijo Telesta con tristeza— El Dominio ya no se molesta enadmitir ninguna ley que no sea la suya.

— ¿Quién más puede legislar enQalathar —preguntó el centurión— Alemperador no le importa, la faraona noexiste. Quizá si vivieseis aquí podríaiscomprender cómo son las cosas. Encambio, nos miráis desde vuestroslujosos palacios de Thetia y exigís queos otorguemos derechos cuando os vieneen gana.

— Nadie otorga derechos. Losderechos se poseen. Incluyendo elderecho a la ley, que el Dominio ignoratan implacablemente. Y el emperador se

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preocupará muy pronto de Qalathar,pues si no lo hace, correrá el riesgo deperder el trono.

Como de costumbre, el tono deMauriz era despectivo, y no dejé desorprenderme. ¿Acaso también Maurizestaba desarrollando un exceso deconfianza? El oficial, sin embargo, se lotomó como retórica vacía de un noblethetiano y ni siquiera se molestó enresponder.

Ahora había muchos navíos anuestro alrededor, en su mayoría buquesde Qalathar, bajos y elegantes,diseñados para viajes rápidos en elrelativamente tranquilo mar Interior.

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Pero muchos de los amarraderos estabanvacíos, y eran contadas lasembarcaciones grandes, por lo generalgaleones del Archipiélago. A ciertadistancia podía divisarse una queacababa de levar anclas y, a través decuyas ventanas, se distinguían luces ysombras en movimiento. Pero parecíaser la excepción. Quizá fuese una navede guardia del Dominio o perteneciese aalguno de sus colaboradores, como lordForyth, de Taneth.

Taneth. Me pregunté cómo le estaríayendo a Hamílcar en su intento dederribar a lord Foryth en aquella ciudadluminosa del otro lado del mundo, donde

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el Dominio era una religión y no ungobierno. Hamílcar no esperaría recibirtodavía noticias nuestras, y no mepareció muy probable que fuese arecibirlas. Habíamos prometido ponerloen contacto con los disidentes hacíamucho tiempo, pero eso fue cuandoteníamos a Ravenna de guía y antes deque interviniese la Inquisición. Yrecordé a Elassel, que había partido conél para descubrir cómo era la vida enTaneth, libre de cualquier interferenciadel Dominio. ¿Estaría disfrutando de laestancia?

Aún pensaba en ellos cuando lagalera fue amarrada al muelle por el jefe

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de oficiales del puerto. El mando y unoo dos de sus hombres desembarcaron, ya continuación nos indicaron a Mauriz ya los demás que los siguiésemos.

Pisé Qalathar por primera vez bajouna intensa lluvia en un anochecerinvernal, andando sobre las piedrashúmedas de un muelle oscuro y desierto.La tierra bajo mis pies no parecíadistinta, pero de algún modo todo losentía diferente. Cualesquiera que fuesenlas circunstancias, al fin me encontrabaen Qalathar.

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Tercera Parte

LAS CENIZAS DEL PARAÍSO

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CAPITULO XVII

Las teas ardían en la entrada delpalacio del virrey, arrojando una luzfantasmal a través de la lluviatorrencial. Colocadas dentro de nichossobre los monolíticos portales, tres acada lado, brindaban a la escena unacualidad irreal, como si todo sucedieseen un pasado lejano. Salvo por esepequeño sector, el resto de las murallasestaba en tinieblas, con sus inmensosbloques de piedra rojos (el color deTuonetar) pareciendo casi negros.

Pero los últimos restos del imperiode Tuonetar yacían a muchos kilómetros

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de distancia, acechados por las nubes, ynosotros estábamos en medio de unaempapada calle de Qalathar durante unanoche de invierno. Las pocas personasque me rodeaban, protegidas conimpermeables, no hacían gala ahora delpoder que habían mostrado pocassemanas atrás en Ral'Tumar

Se abrió una pequeña puerta yapareció un nuevo oficial qalathari, quellevaba un impermeable negro.

— ¿De qué se trata, centurión? —preguntó a nuestra escolta,evidentemente fastidiado por haber sidomolestado. Como era de imaginar, elcenturión no tuvo oportunidad de

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responder.— Soy Mauriz, alto comisionado del

clan Scartaris, y, como representantethetiano, exijo una audiencia inmediatacon el virrey.

En realidad, yo no sabía quién eraese virrey. Según podía recordar, habíanexistido tres y ninguno era thetiano. Perola críptica frase pronunciada antes porel centurión acerca de la debilidad delpoder thetiano en Qalathar erapreocupante.

El oficial hizo una pausamomentánea, estudió con cuidado elrostro de Mauriz y asintió con la cabeza.

— La Inquisición quiere hablar con

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usted, pero ése no es mi problema.Acompáñeme. Usted también, centurión.

De uno en uno cruzamos la pequeñapuerta en dirección a un estrechorecinto, por fin a resguardo de la lluviatras lo que había parecido una eternidad.Un poco más allá, otras cuantasantorchas iluminaban un tenebroso patiocon unas palmeras y una fuentesilenciosa. Alrededor, se levantaba,iluminado, un pórtico con columnas,seco y acogedor.

Había sido bastante inevitable queacabásemos allí tras desembarcar, yaque el centurión cayó pronto rendidoante la persistencia de Mauriz y sus

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amenazas de reclamar ante el virrey sino era conducido de inmediato a supalacio. Tras un cuarto de hora andandocon esfuerzo desde el puerto, sintiendola tierra casi tan inestable como lacubierta de la nave, agradecí el relativocalor y el techo que nos protegía de lalluvia. Todavía me sentía algo mareado,pero ya no me encontraba tan mal. Nadamás cerrarse la puerta tras el centurión,se produjo una conversación en susurrosentre el oficial a cargo y su subordinado,casi ahogada por el permanente sonidode la lluvia. Un momento más tarde, elsuboficial se perdió a toda prisa entrelas columnas. Su sombra se recortó

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contra los muros rojos hasta quedesapareció en el interior del palacio.—¿Quién es el virrey?— le pregunté aPalatina tan bajo como pude. —Notengo ni idea— respondió— Hubo unomuy bueno durante unos diez años, quelimitó bastante la acción del Dominio.Pero luego le siguió un inútil, que alparecer fue destituido por lospresidentes de los clanes. Ignoro quiénlo sustituyó.

El centurión le preguntó qué habíaque hacer a continuación al oficial deguardia, que se había quitado elchubasquero negro para mostrar lainsignia del tribuno, lo único que

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resaltaba en su uniforme. Desde la salade guardia aparecieron más soldados,con una expresión muy diferente de la delos escoltas que nos habíanacompañado. Supuse que se trataría delas tropas thetianas qalatharis,protegidas por el imperio de lapersecución inquisitorial.

Un instante más tarde volvió aabrirse la puerta en el pórtico, y elsuboficial se asomó desde un balcón. —El virrey os atenderá en unos minutos—anunció mirando hacia el patio—Acompañadme.

Palatina y yo nos miramos el uno alotro con la duda reflejada en nuestros

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semblantes mientras seguíamos alsoldado hacia la columnata. Allí lailuminación era más agradable,despojada del perpetuo parpadeo de lasantorchas exteriores. La galería estabapintada con los mismos rojos y azulesvibrantes que el resto de la ciudad. Anuestro paso dejamos un rastro de aguasobre las secas piedras del suelo. Mealegré de regresar a la civilización traspasar tanto tiempo en aquel galeónsiempre húmedo.

— ¿Oléis las especias? —preguntóPalatina justo antes de que la puertavolviera a abrirse y una fragantecorriente de aire cálido nos llegase.

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Aparecieron más guardias, que nosayudaron a quitarnos los empapadosimpermeables. No sentí muchadiferencia, ya que el resto de mi ropaparecía estar igualmente mojada. Contodo, fue un alivio librarme al menos desu peso. A juzgar por las manchas detinte que había en la tela, la lluvia debíade haber eliminado lo que quedase demi disfraz. Deseé intensamente nonecesitarlo otra vez, ya que Matifaseguía en Ilthys.

Entonces fuimos conducidos a travésde la amplia puerta a una antecámara deiluminación brillante y suelo de mármol.

«¿Por qué el comité de

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bienvenida?», me pregunté mientrasaceptaba el paño que me tendía alguienpara secarme la cara. Al entrar allíparecía que nos hubiésemos sumergidoen un mundo completamente diferente y,que resultaba casi sobrecogedor de taninesperado.

Por un momento me sentí mareado,probablemente debido al cansancio, yvolví a frotarme la cabeza con el paño.Me recuperé casi tan de prisa como mehabía encontrado mal, y eché una miradaa todos los demás, quienes, conexcepción de Mauriz, parecían aliviadosde estar allí. Éste, por cierto, secomportaba sólo como si eso fuese lo

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esperable.Al retirarse los sirvientes,

aparecieron dos personas más desde unode los pasillos, y los miré absorto porun momento. Sólo por un momento, yaque uno de ellos gritó «¡Cathan!,¡Palatina!», y se lanzó a darme un fuerteabrazo de oso. Después, tras sobreviviral entusiasmo de Laeas, Persea me dioun abrazo igualmente cálido pero menosdoloroso. Era más que sorprendente verallí a nuestros dos viejos compañeros dela Ciudadela, aunque quizá era deprever dadas sus relaciones. ¡Quémaravilloso, de todos modos, estar denuevo entre caras amigas!

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— ¿Qué hacéis aquí? —preguntóPersea con una sonrisa de satisfacción—¡Hemos venido de parte del virrey paraconocer a ese peligroso thetiano de altorango y acabamos topándonos convosotros!

— Ése es el peligroso thetiano —repuso Palatina señalando a Mauriz, quenos miraba con una sonrisa dedesconcierto, la primera que le veía enmucho tiempo.— Discúlpeme, lordMauriz —dijo Laeas volviéndose haciaéste— Os doy la bienvenida de parte delvirrey. —No muy sincera, dados losinconvenientes que estoy ocasionando.

— Quizá, pero él desea verlo sin

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demora. Laeas y Persea llevaban ropaqalathari con el color blanco quecaracterizaba al virrey, y su aspecto eramuy formal. —Me alegra volver a veros— declaró Laeas dirigiéndose anosotros— El virrey estará encantado.—¿Por qué?— preguntó Palatina, perose encargó de responderle el virrey enpersona, que apareció bajo el pasilloabovedado enfrente de nosotros. Parecíafatigado, pero su rostro se iluminó alvernos y se abalanzó hacia nosotros conuna sonrisa. Al igual que sus hombres, elvirrey llevaba un uniforme sin ningúnadorno, con excepción de las estrellasde almirante (estrellas del Archipiélago,

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no cambresianas). La segunda sorpresade esa noche fue casi demasiado grandepara que mi agotada mente pudieseasimilarla. Quizá uno de los Elementosnos tuviese bajo su protección despuésde todo, pues nos había conducido alfinal de aquel viaje junto a un altorepresentante del Archipiélago a quienconocíamos y en quien, hasta ciertopunto, podíamos confiar.

— Mauriz —dijo saludando al altocomisionado. La tensión de su vozdesapareció cuando se dirigió hacianosotros— : Cathan, Palatina, me alegrode veros.

— Te has hecho con una buena

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posición —dijo Mauriz, repitiendo casilas palabras que Ravenna había dirigidoa este hombre cuando lo conocimos porprimera vez, unos pocos meses atrás—¡Nada menos que virrey de Qalathar!

— Y con todo un montón deproblemas —replicó Sagantha Karao—Pero pasad, por favor.

Caminamos a su lado por el pasilloy luego pasamos otro de brillanteiluminación. Todavía me resultabadifícil creer que Sagantha fuese virreyde Qalathar. Ravenna había dicho que élera un auténtico político, alguien quesabía cuándo cambiar de chaqueta ycuya cordialidad hacia los herejes era

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una herramienta flexible. De habermuerto Ravenna y yo, especialmenteella, en Lepidor, Sagantha jamás habríapodido perdonar al Dominio ni mantenerla esperanza en la protección de laciudad. Pero eso no habría cambiadorealmente su orientación política, y dudéque hubiese llegado siquiera aplantearse una venganza.

Pero ¿cómo era de flexible sumoral? Cambress, notoriamente laica,era una de las dos enemigas mortales deThetia, y aquí estaba un almirante y exjuez de Cambress de virrey thetiano deun Archipiélago controlado por elDominio. Era necesaria la retorcida

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lógica de un filósofo para justificar eso.Al menos habíamos llegado sanos y

salvos a Qalathar, y en el palacio delvirrey podría haber habido gente muchopeor.

Sagantha nos guió en dirección a unapuerta lateral que conectaba con unasala de recepción, gratamenteamueblada con sillas y sofás en lugar dedivanes, aunque el mobiliario era deestilo qalathari. Era una sala derecepción diplomática, sin duda un gestodirigido a Mauriz. Y la pintura quecubría las paredes se trataba, sin lugar adudas, de oro auténtico.

— Sentaos —dijo Sagantha y ordenó

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a uno de los sirvientes que trajesebebidas. Sagantha no se sentó, sino quepermaneció de pie junto a una de lasventanas para tener a la vista a todo elgrupo. También Mauriz siguió de pie.

— Seré muy franco, comisionadoMauriz, para que todo quede claroahora. Luego veremos qué hacemos —dijo el virrey, sin esperar a que llegaseel vino— Vuestra presencia esindeseada, perturba la política imperialy se enfrenta de modo expreso con losdeseos de la faraona.

— Como he dicho antes, almir... lordvirrey —intervino Mauriz, sin que yoestuviese seguro de si su desliz había

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sido intencionado— Soy ciudadanothetiano y oficial del clan Scartaris.Puedo viajar adonde me plazca.

— Sin duda, pero planificar unarebelión por lo general no está muy bienvisto.

— ¿Estás sugiriendo que soy unrevolucionario? Mis ideas republicanasson bien conocidas, pero sólo unsacerdote podría obviar la diferencia.

— No estoy sugiriendo, Mauriz. Losé con certeza —respondió Sagantha confrialdad.

Noté la expresión de incomodidadde Laeas y Persea cuando tomabanasiento cerca de nosotros, siguiéndonos

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con las miradas. Rogué que tuviésemosocasión de reunimos en condiciones másrelajadas, tan pronto como fueseposible. No deseaba lo más mínimoinvolucrarme en nada, aunque sabía queese deseo era una vana esperanza.

¿Qué le habría contado Ravenna aSagantha sobre los planes thetianos?Probablemente, ella había estado allí.No había ninguna otra forma de queSagantha llegase a sospechar siquiera loque Mauriz se traía entre manos. Por unsegundo me vi suplicando en mi interiorque se lo hubiese contado todo, queSagantha cortara toda la conspiración deraíz. Pero eso implicaba para mí más

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que una complicación indeseable, puesera una oportunidad de derrocar alDominio y a mi hermano. —¿Te haninformado tus numerosos espías?—desafió Mauriz, intentando sin dudallevar el asunto tan lejos como fueseposible— Tú mismo estás implicado enun juego peligroso, virrey, y corres aúnmás peligro que yo de traicionar tuslealtades. —Ésa no es la cuestión.Actualmente, yo soy la autoridad en esteterritorio y sólo Ranthas y el emperadorpueden deponerme— replicó Sagantha yfijó la mirada en Mauriz— Mi posiciónpuede no ser muy segura, pero elemperador representa en este momento

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la menor de mis preocupaciones. Y meconviene mantener las cosas de esemodo. —De ningún modo me atreveré acuestionarme el nombramiento de unrebelde y un extranjero en el cargo devirrey...— Como vosotros sois tanaficionados a decir en Selerian Alastre,Cambress es parte del imperio. Y esotiene su utilidad, igual que las leyes deQalathar y de Thetia, que son bastanteespecíficas en lo que concierne a latraición. —¿Qué pruebas tienes?—preguntó Mauriz con una mueca,recostado en el mismo sofá en el que yoestaba y con una copa de vino en lamano. También yo sostenía una, pero

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apenas me había percatado y no meapetecía beber. Me sentía demasiadocansado— ¿Me acusas acaso detraicionar a la faraona de Qalathar? Deser así, caminarías sobre terrenoinestable, incluso en caso de que yofuese qalathari. Por lo que respecta aThetia, ser republicano no es ningúncrimen.

— Comparto por completo tuopinión sobre este último punto, peroexisten diferencias entre republicanismoy revolución. —Te lo repito, ¿dóndeestán las pruebas? ¿Quién te hainformado de semejante cosa?—preguntó Mauriz intensamente y

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señalando a Sagantha con el dedo. —Melo ha dicho la faraona— respondióSagantha tras una breve pausa— Ellaconsidera que su informante es veraz, yen tanto regente suyo, actúo en sudefensa. Mauriz Scartaris, la legítimagobernante de Qalathar te ha acusado dealta traición y conspiración..

— Debemos agradecérselo a vuestraamiga —murmuró Mauriz volviéndosehacia mí.

— No fui yo quien le permitió oírlotodo —repuse sin inmutarme— Ella noha traicionado a nadie. Vosotros nohabéis tomado ninguna precaución ni oshabéis molestado en constatar quién era

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ella. Suponía que la astucia era el sextosentido de todo thetiano.

— ¿Insinúas que soy incompetente?—preguntó Mauriz, con la tensaexpresión que ponía estando furioso—Tú lo sabías desde el principio.

— Sí, es cierto, y es evidente que note lo conté. Tengo por ella mucho mayorrespeto y consideración de los quejamás tendré por ti. Has creído que sólotu arrogancia y tu jerarquía bastaríanpara librarte de cualquier inconveniente.Pero ninguna de las dos cosasfuncionará ni aquí ni en ningún otro sitioque no pertenezca a tu clan.

Mauriz estaba a punto de estallar de

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ira pero me mantuve firme, conscientede que allí, al contrario que Mauriz,contaba con el apoyo de todos losdemás.

— Tace, tace —intervino Sagantha,interponiéndose entre nosotros conauténtica autoridad, muy distinta de lafuerza de carácter que empleaba Maurizpara salirse con la suya— Calmaos.Mauriz, responde a mis acusaciones.

— ¿Qué acusaciones? Discúlpamepor pensar que ésta era una sala derecepción y no un juzgado. Se me acusade conspirar para reemplazar a lafaraona —afirmó Mauriz, ignorándomepor completo al volverse hacia Sagantha

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— Virrey, careces de caso, no tienestestigos, ni prueba alguna de que estéconspirando contra nadie. Me sentirémucho más feliz si podemos poner puntofinal a esta discusión inútil y nosponemos a hablar de cuestiones másfructíferas.

Sin moverme del sitio, observécómo ambos se enfrentaban. El desafíode Mauriz flotaba en el aire. Queríaforzar a Sagantha a acusarlo de formaoficial, a poner a Ravenna de testigo yverla confrontarse con el Dominio.

Y Sagantha era plenamenteconsciente de ello. Cuando hablaba suspalabras eran muy suaves y calculadas.

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— Podría haberte llevadoinmediatamente ante el Dominio, queestaría muy feliz de hablar contigo traslas escenas que protagonizaste en Ilthys.Su caso no tendría ninguna base legal,pero podrían hacerte la vida muy difícil.Recuerda, yo soy la última corte deapelaciones en Qalathar. Sólo laAsamblea o el emperador puedenrevocar mis decisiones.

De modo que Sagantha lo sabía.Estaba invitando a Mauriz a jugar sucarta vencedora y a utilizarme para subirla apuesta. Pero el thetiano erademasiado inteligente para caer en latrampa. —El Dominio no es el único

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que hace la vida difícil. Así que sugieroque dejemos de amenazarnos, virrey, yconversemos sobre otros asuntos.

— No me parece conveniente —afirmó Sagantha midiendo cada palabra— Aquí yo tengo todas las cartas. ElDominio desea vengar la humillaciónque sufrió en Ilthys. Yo soy el único quepuede protegerte del Dominio. Loscónsules de los clanes no puedenhacerlo por sus propios medios. Aquíno. Discutiremos lo que yo quieradiscutir. Á

— ¿Y qué es exactamente? —interrumpió Telesta. Casi nos habíamosolvidado de que estaba allí, sentada en

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un rincón sin hablar.— ¿A qué hasvenido? —preguntó Sagantha— Nadiecreerá que sea un viaje de negocios, nocon la compañía que llevas. ¿Scartari yPolinskarn juntos? No, no lo creo. Sé loque estáis haciendo, quiénes sonvuestros compañeros de travesía. Noguardo hacia ellos ningún sentimiento deenemistad y me alegra considerarlos misamigos. Tampoco deseo que tú o lordMauriz sufráis en absoluto. —Entonces,si sabes tantas cosas, ¿por qué nosacusas? Aún no has mostrado ningunaprueba—¿dijo Mauriz acabando su vinoy apoyando la copa sobre la mesa.

— No tengo tiempo para eso —

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anunció el virrey, cansado— Me reunícon el emperador hace apenas unassemanas. Por el bien de todos los espíasque infestan este lugar, donde quiera queestén en este momento, no diré nadamás. Tú no tienes el monopolio de lainteligencia.

Cualquiera que hubiese visto algunavez al emperador notaría nuestroparecido.

— ¿Y entonces? —preguntó Mauriz,sin confirmar ni negar lo que sugería elvirrey— ¿Qué hacemos?

— Hay que ponerle fin —sostuvoSagantha con la voz cargada de una granfatiga. El cansancio ya había sido

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notable en Lepidor, conseguí recordar,oculto bajo la fachada del político— Túdeseas desplazar a la faraona y poner atu propio líder para que sirva a losintereses de Thetia. No, miento. Nisiquiera de Thetia. A los intereses delmovimiento republicano.

— Si existiese ese complot, noamenazaría en lo más mínimo a tufaraona. Existe un emperador legítimo yun jerarca legítimo. El jerarca fue, y es,un líder religioso.

— ¡Basta, Mauriz! —lo interrumpióTelesta— No estás honrando a Thetiaesta noche y en cambio cavas tu propiatumba cada vez más profundamente.

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A propósito, ¿qué papel tienes tú enesto? —preguntó Sagantha centrando laatención en ella e ignorando al furiosoMauriz— , ¿el de veleta local?

Telesta alzó levemente una ceja.— Si vamos a hablar de veletas,

puedo proponer candidatos muchomejores que yo. No soy republicana ytampoco me agrada el emperador. Sinembargo, por motivos personales,quiero expulsar al Dominio delArchipiélago. En los dos años desde quellegó a la mayoría de edad, la faraona nose ha dignado a mostrarse siquiera yQalathar no ha hecho nada. En casocontrario, os habríamos ayudado.

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El rostro de los tres ciudadanos delArchipiélago se tiñó de desprecio.

— Por supuesto —comentó Laeascon ironía— , del mismo modo quevosotros hace veinticuatro años. Tansólo liberaos de vuestro inútilemperador y ayudadnos cuando estéislistos.

— Mi clan envió cuatro naves paraayudaros. Cuatro naves que fuerondestruidas en el puerto debido a latraición del presidente del Archipiélago.Nadie envió ninguna más.

— Una peculiar versión de lahistoria, que jamás habíamos oído —intervino Persea.

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— Pues se trata de la verdad.Durante la cruzada llegaron algunosrefuerzos de Thetia, aunque nunca supequé clan los había enviado —dijoSagantha— Ral´Tumar cambió de bandoy los destruyó.

— Nuevamente se pone demanifiesto la unidad del Archipiélago—comentó Mauriz con desdén—¿Pedisteis ayuda más allá de las islasdel Fin del Mundo? ¿Lograsteis siquieraformar un ejército? Según recuerdo,virrey, fue entonces cuando descubristetus raíces cambresianas y decidisteretirarte por un tiempo.

— Intenté partir en busca de ayuda,

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ya que era evidente que vosotros no nosla daríais —repuso Sagantha,conmovido por primera vez— Noimporta quién fue el culpable de laúltima cruzada. Lo que interesa ahora esvuestra intención de reemplazar a lafaraona por un jerarca, un líder religiosoque sólo nos tendrá en cuenta pomo unmedio para derrocar al emperador.

— No he venido aquí a discutir losdetalles de ese falso plan. —No, hasvenido a llevarlo a cabo. Aquí loconsideramos traición y no puedopermitir que se ponga en práctica.

— Te equivocas —afirmó Maurizcon sequedad, caminando hacia la

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puerta. Luego se detuvo y se puso frentea ella de brazos cruzados— El planconsiste en restaurar la institución deljerarca, abolida por un decreto religiosohace doscientos años, y forzar a Orosiusa abdicar del poder en favor de laAsamblea. Esto implicaránecesariamente deshacerse del aparatoclerical que ya lleva demasiado tiempoasolando las islas. La faraona está, dehecho, subordinada al jerarca en materiade religión, pero el jerarca carece decualquier poder laico. Quizá eso seatraición, pero sólo contra el emperador.

— Excepto cuando se trata deliderar esta rebelión santa —replicó

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Sagantha mordazmente— Estoy segurode que habrá sitio para los habitantesdel Archipiélago en vuestroplanteamiento thetiano. Me resultadifícil creer que hayas convencido aljerarca de que contarás con él durante unpoco más de lo estrictamente necesario.Quieres que abdique, de hecho. Deseasacabar con el linaje imperial, inclusocon el cargo de emperador, y, antes deque eso pueda suceder, habrán de morirtres personas: el emperador, el jerarca ysu primo Arcadius. Pues hasta que noestén muertos, Mauriz, no podrássentirte seguro. —No somos asesinos,Sagantha— gritó Palatina con furia, casi

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saltando de la silla en la que habíaestado sentada con tanta calma. Ahorabullía de rabia— ¿Crees que somos tanestúpidos? Thetia toleraría la muerte deOrosius, pero nada más. ¡Necesitamosun jerarca! ¡Necesitamos a Arcadius!¿Crees con honestidad que una repúblicathetiana sería favorable al Dominio?Como bien sabes, el Dominio puedecontrolar monarcas, pero no repúblicas.Eres cambresiano, por el amor deRanthas, casi los habéis expulsado. —Discúlpame, Palatina, pero Thetia noparece haberse preocupado nunca porotro interés que no fuese el suyo.

Era una extraña escena, digna de ser

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congelada en el tiempo: un Maurizdistante, observando con sus ojosbrillantes y calculadores; Palatinadeslumbrada por Sagantha, quepermanecía con expresión impasible ylas manos entrelazadas a la espalda;Laeas y Persea presenciándolo todo,muy tensos; Telesta aislada en un rincóny sin mostrar ninguna emoción. Lasantorchas parpadeaban cada vez más,señal de que se estaban acabando.

Fue Telesta quien rompió el silenciode forma bastante desagradable. ¿Yvosotros sí os preocupáis por losdemás? ¿Es eso lo que estás diciendo?Nuestras opiniones son relativas, por

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supuesto, pero estamos haciendo algo enlo que creemos: ayudar a Thetia, puessomos thetianos. Mauriz es thetiano,también Palatina. Yo misma lo soy, yCathan es más thetiano de lo que élmismo imagina. Deseéis o no vuestraindependencia o contar con nuestraayuda, lo cierto es que no podéisacusarnos de ser separatistas eimperialistas.

Sagantha cogió una copa llena devino y la sostuvo en alto frente a una delas antorchas, creando una siluetaalargada en la pared lejana.

— El imperio thetiano es unailusión. Parece ser mucho más de lo que

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es, una sombra sobre el resto del mundo,pero apenas es eso —declaró, y volvióa bajar la copa— Es hermoso como estacopa pero igual de frágil.

A continuación golpeó condelicadeza el cristal con un dedo,produciendo un tenue y desafinadosonido. Por un instante pensé quederramaría el vino, aunque esa actitudno sería propia de él. Volvió a colocaríasobre la mesa.

— Y tras dos mil años de historia,¿qué queda de Qalathar? —preguntóTelesta con el mismo tono tranquilo—Fuisteis un imperio una vez, cuandoTehama aún representaba algo. Hace dos

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mil años, antes de que nadie habitaseThetia, no había nada más que Tehama yTuonetar. La Mancomunidad de Tehama,extendiéndose miles de kilómetros entodas direcciones, miles de kilómetrosdesde su centro, la isla de Qalathar.

Lo que empezó como una parte másde su argumentación derivó entonces enalgo totalmente diferente. Noté cómotodos los ojos se centraban en Telestamientras nos contaba algo que yo nohabía oído nunca.

— Por entonces el mundo estabavacío. Ahora sigue estándolo en granmedida, fuera de las áreas queconocemos. Existen infinitos kilómetros

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de océano sin explorar. Pero, enaquellos tiempos, Qalathar era elcorazón de un imperio, Qalathar y lameseta de Tehama. Como eran pueblosde los arrecifes y del océano, para elloslos mares interiores eran sagrados. Demodo que construyeron aquí susciudades y vivieron como gobernantesde todo el mundo que conocían. LaMancomunidad ha desaparecido hacecasi un millar de años. Apenas existendocumentos y no queda rastro de sushabitantes originales, con excepción delos exiliados. Cuando los thetianosllegaron a estas tierras hace trescientosaños, Qalathar era una autocracia, el

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faraón un dios rey y no quedaba vestigioalguno de la Mancomunidad. Qalathar hatenido sus días de gloria, como Thetia.La diferencia es que nosotros aúnposeemos un imperio, todavía podemosdar ejemplo. El Dominio nos es tanajeno como a vosotros. Somoshabitantes del mar, no de la tierra.Nuestra vida se centra alrededor delocéano, del mar, y de todo lo que hay enellos. Y en sus aguas no existeabsolutamente nada que se parezca ni deforma remota al Fuego. ¿Qué tiene quever el Fuego con nosotros? «¿Qué tieneque ver con nadie?», pensé. ¿Por qué elFuego? Era evidente que en el

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Archipiélago todo dependía del Agua,todo se originaba en el mar. Si norecordaba mal, casi no había tierrascultivables en ningún lugar delArchipiélago, con excepción de loshuertos y los jardines apiñadosalrededor de las ciudades, que eran lobastante grandes para llamarse así. Enlos cientos de miles de islas que seextendían mucho más allá del mundoconocido no existía otra cosa quebosques, rocas y arena. Era muy sencilloolvidar que existía un punto dondeacababa el Archipiélago y comenzaba elmundo desconocido.

No era en eso en lo que yo intentaba

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pensar, pero estaba tan cansado que nopodía concentrarme en nada concreto, yaún estaba en pie.

— Espero que no estés insinuando loque me ha parecido —advirtió Laeasgravemente.

— Sostengo que nuestras dosnaciones deben salvarse mutuamente —concluyó Telesta— , pero que Thetiapuede salvar también al resto delmundo. El Archipiélago seguirá a sufaraona, pero también nos seguirá anosotros. Y nosotros contamos con losrecursos, el dinero y los buques parahacerlo posible. Vosotros, para serclaros, no tenéis nada de eso.

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— ¡El argumento más sutil quejamás he oído para justificar laconstrucción de un imperio! —dijoPersea, furiosa— ¿Acaso Aetius contabacon alguna de esas cosas cuando derrotóa Tuonetar? Todas vuestras riquezas,vuestros recursos, ¿en qué los empleáis?En que el presidente de Decaris y elemperador mantengan sus harenes. Nosois mejores que los haletitas. Hacedque Thetia vuelva a ser poderosa y elmundo os respetará, pero hasta entoncestrataremos al imperio con el desdén quemerece. Yo respondo a la faraona, a suvirrey y a nadie más.

Laeas asintió con aprobación, y

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observé que Sagantha se estremecíaligeramente. No estoy seguro de en quémomento comencé a notar esospequeños gestos, pero lo cierto es quelos percibí. A Sagantha no le habíagustado que Persea y Laeas intervinieranni que dijeran esas palabras, pero éstasse acercaban tanto a su propia posiciónque no se atrevió a matizarlas.

— Gracias por tu intervención,Persea —declaró con seriedad—Algunos de vosotros estáis muycansados. ¿Podría sugerir queinterrumpiésemos la conversación poresta noche? Tenéis habitaciones avuestra disposición. Podemos continuar

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hablando por la mañana. Por favor, nointentéis abandonar el palacio, mishombres tienen orden de asegurarse deque permanecéis dentro.

Hizo sonar una pequeña campanillaque colgaba de una de las paredes, y lapuerta se abrió.

— Laeas y Persea, mostradles a mishuéspedes sus habitaciones y ocupaos deque tengan cuanto necesiten.

Sagantha se quedó quieto mientrasnos marchábamos, de pie frente a laventana con expresión de preocupaciónen los ojos. Ése era el verdaderoSagantha Karao, no la persona quehabíamos conocido en Lepidor.

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Cuando nos fuimos, Laeas y Persease aproximaron a Palatina y a mí,ignorando sin disimulo a los dosthetianos. Ninguno de ellos parecía tenermucha destreza diplomática, y mepregunté por qué los tendría Sagantha asu servicio.

Lamento que hayamos protagonizadoesta escena —afirmó Perseavisiblemente más relajada— Parecéisexhaustos los dos.

— Deberíamos haberlo tenido encuenta —añadió Laeas— Nos hemosvisto al amanecer después de vagar porel bosque tropical durante toda la noche,hasta el punto de parecer muertos

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vivientes tullidos de las entrañas de latierra.

Laeas nos resultaba más familiarahora que sonreía y, sin embargo, nomostraba la misma extroversión que lohabía caracterizado. Ambos parecíanhaber sufrido un ligero cambio, y no meatrevía a determinar si era para mejor.

— Hay gente que parece venir delfondo de la tierra de cualquier modo —dijo Persea mirando a Laeas.

— Hay gente que sabe cómo cansara los demás sin necesidad de acercarsea un bosque tropical —respondió él,sonando por un instante como el Laeasde otros tiempos. Pero la impresión duró

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un instante, pues su comentario ibaacompañado de cierta tensión y no teníasu antigua naturalidad.

Alrededor de media hora más tarde,tras comer un poco y quitarme la sal delcuerpo, me senté ante el pequeñoescritorio de mi habitación. No queríadormir aún, quizá debido al vagorecuerdo de la improvisada lección dehistoria de Telesta, que había vagadopor mi mente durante varias horas. Midormitorio no era demasiado lujoso.Estaba pintado en un vistoso anaranjadorojizo y tenía alfombras amarillas sobreel suelo de mosaicos. Sin embargo, eraclaramente mejor que cualquier otro que

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hubiese tenido desde que había salidode mi hogar. Quizá mi habitación enIlthys no estuviese mal, pero prefería nopensar en Ilthys.

No me sorprendió que Perseallamase a mi puerta unos minutosdespués. Ya no llevaba su túnica blanca,sino un sencillo vestido verde.

— Hola —dije con una tenue sonrisamientras me ponía de pie y le ofrecía misilla.

— He estado sentada en sillas todoel día, así que preferiría usar la cama, sino te parece mal.

— No necesitas preguntarlo.— Siempre cortés —murmuró ella e

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hizo una pausa— Disculpa mibrusquedad de antes, pero dije lo quepensaba. Tú no deseas en absoluto verteimplicado en eso, ¿verdad? No estásrealmente seguro de nada.

Lo cierto es que no se me habíaocurrido antes que fuese tan sencilloleer mi pensamiento. Pero luego recordéque Persea y yo nos conocíamos muybien. Incluso habíamos sido amantes.¿Tendría ella ahora afinidades políticas,como parecían tener todos los demás?

— No, no estoy seguro —admitívolviendo a sentarme.

— No he venido aquí paraconvencerte de que te unas a mi bando,

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no te preocupes. No tengo ningún bando,pero no confio en Mauriz. De hecho,tampoco en Telesta. Ella pareceinofensiva, pero no lo es.

— No la hubiese calificado deinofensiva, pero...

— Es una historiadora, y muy buena,algo que todos debemos respetar. Peroemplea sus conocimientos para supropio interés y manipula la historiapara que se acomode a sus intenciones.Lo hace tan bien que uno no percibecómo lo hace.

— Pensé que tú carecías detendencias políticas.

— Y así es. Ella parece tener un

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punto de vista más equilibrado que el deMauriz, quizá más neutral. No estoydiciendo que no lo sea, sólo sugiero queTelesta no es tan imparcial como diceserlo.

— ¿Y tú sí lo eres?— Cathan, primero y sobre todo soy

tu amiga. No estoy implicada, de veras.Pero puedo notar que no eres feliz.

Antes de responder hice una brevepausa, aunque demasiado extensa paraocultar mis dudas.

— ¿Deseas ser jerarca? —preguntóentonces Persea sin más rodeos— Sólodímelo.

La frágil promesa que había hecho

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en Ilthys se tambaleó hasta derrumbarsey me hundí en la silla, nuevamenteavergonzado de mi debilidad. Habíasido presionado desde mi llegada a Ral´Tumar y me había mostrado demasiadoindeciso para lograr algo, para ponermede parte de algún bando. Medespreciaba a mí mismo por ello, perono me veía capaz de cambiarlo.

— No, no quiero —sostuve con vozclara, forzándome a levantar la mirada— No tengo el menor deseo de serjerarca.

— ¿Por qué no?— ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que

por qué no?

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— Exactamente eso. Vamos, dímelo.¿Por qué demonios preferirías seguirsiendo un oscuro vizconde y un mago enlugar de jerarca del imperio thetiano?

— ¿Para qué necesito ser jerarca,Persea? No soy un líder religioso. Nosoy un buen líder en ningún sentido.¿Cómo podría convencer a nadie denada si yo mismo no lo creo? ¿Qué mehace merecer ese puesto? Apenas eldetalle accidental de mi nacimiento.

— ¿Ha mejorado en algo Lachazzartras haber sido elegido?

— ¡No soy un líder religioso! —repetí, frustrado porque no parecíacomprenderme— No soy un mesías y no

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lo seré. Nací en el seno de una familiapeculiar por la que circula una sangreextraña, pero casi me he salvado de caeren sus garras. No he sido criado comoun Tar' Conantur y jamás me convertiréen uno de ellos. Persea mantuvo fijos enmí sus tranquilos ojos verdes mientrasyo hablaba. En su expresión confluían lacompasión y una cierta tristeza. —Cathan, ¿te agradaría de verdad pasar elresto de tu vida como oceanógrafo enalgún lugar ignoto? ¿Hacerexperimentos, recorrer las costas,bucear con tus colegas, completar losformularios presupuestarios? ¿Es ése eltipo de vida que quieres realmente?

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— Sí, lo es —respondí con decisión— Haz hincapié en las desventajascuanto quieras. ¿Es que todo tiene queacabar relacionado con la política?

— ¿Y serás capaz de permanecersentado y ver cómo suceden las cosas,observar cómo se levanta o cae elDominio? ¿Presenciar otra cruzada en elArchipiélago, más inquisidores? ¿Ser untestigo distante cuando Orosius envíesus tropas y se desencadene la guerra?¿Te convertirás en otro asistente alfuneral de un nuevo líder republicanoasesinado por los hombres delemperador en la Asamblea? ¿Quésucederá cuando te enteres de la muerte

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de la última faraona de Qalathar?— ¿Acaso todo el mundo tiene que

verse involucrado?— Todos en el Archipiélago lo están

y, sea como sea que los hayas obtenido,tus poderes no son nada comunes. No megusta contarle a nadie todo lo que hehecho para lograr el cambio político. Ymucho menos a los thetianos. Ellosnecesitan una restauración, unrenacimiento. Nosotros, la liberación.No tenéis necesidad de hacer esto porvuestra cuenta, y tampoco podéisllevarlo a cabo. Pero dado lo que sois,sí podríais colaborar.

Persea hablaba de un modo muy

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racional e incluso con calma. Surazonamiento era la cara opuesta de lacatarata verbal que Ravenna me habríadado en su lugar, y quizá no me hubiesevenido mal que alguien me arrancase degolpe de mi estado de autocompasión.Pero Ravenna me había abandonado.Aunque yo la habría seguido con todogusto, ella no había confiado en mí losuficiente para llevarme a su lado.

— ¿Colaborar siguiendo el plan deMauriz y Telesta? Si vencen, mi vidaacabará siendo una sucesión deceremonias y rituales vacíos paraasegurar su república.

— Ayúdanos realizando lo que has

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venido a hacer aquí —propuso Perseacon ingenuidad— Sigue tus ideas, tupropio plan, no los de Mauriz, Telesta,Sagantha ni ningún otro. Ravenna nopodrá encontrar ella sola el Aeón, yPalatina está demasiado ocupadaintrigando de nuevo con losrepublicanos.

Persea se puso otra vez seria yprosiguió:

— Laeas te ayudará y encontraremosmás personas en las que confiar y quequizá sepan algo. Oceanógrafos, marinosy cualquiera que pueda ser útil.

— ¿Encontrar el Aeón? —repetí,atontado. Laeas debía de habérselo

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comentado a Persea, pues yo se lo habíamencionado en mi carta.

— Sí. Si lo encuentras, te daráindependencia. Será complicadoutilizarlo y mucho más difícil dar con él,pero nadie que tenga en sus manos algocomo el Aeón podrá convertirse jamásen una marioneta.

Sonaba sencillo; una vía alternativa.Pero una vez más podía ver a los lobosacechándome y apoderándose del Aeónen cuanto lo encontrase, regodeándoseen mi debilidad y falta de decisión. Sóloharía subir las apuestas.

— ¡No, eso no sucederá! —sentenció ella en cuanto se lo comenté—

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¿Cómo puedes ser tan negativo? Esanave representa todo lo que amas y nopodrá comprometerte con nadie niinmovilizarte. Por otra parte, en estepreciso momento no tienes ningunaoportunidad de hacer valer tusopiniones; siempre dependes del poderde alguien más. Ni Mauriz ni Telesta seopondrán de ningún modo al Aeón. Yantes de que lo sugieras, te aseguro queno lo harán. Te lo ruego, Cathan,reemprende tu búsqueda. De todosmodos planeabas hacerlo, pero hazlopor tu propio bien, y por el de todosnosotros.

Persea se detuvo, casi desesperada

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ante la ambigua expresión de mi rostro.— Lo siento —añadió— Lamento

sonar como otro político, pero...— No suenas en absoluto como ellos

—afirmé armándome de valor yrecordando las vagas y brevesdescripciones del Aeón, la joya delocéano— Lo intentaré.

Y, dicho eso, deseé creer que habíatraspasado una nueva barrera, que porprimera vez en varios meses habíatomado por mi cuenta una decisión. Sóloel tiempo diría si sería capaz demantenerla, pero, al menos, lo habríaintentado.

— Y todos en Lepidor y en la

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Ciudadela te ayudaremos tanto comopodamos. Respecto a Sagantha, será tudecisión contárselo o no.

Persea se levantó de la cama y sepuso de pie, mirándome con la duda enlos ojos.

— ¿Podrías quedarte conmigo estanoche? —le pregunté, sin importarme yasi mi comportamiento era el adecuado.— Por supuesto —asintió Persearegalándome esa media sonrisa queconocía tan bien. Se quitó las sandaliasy se dirigió a apagar la antorcha.

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CAPITULO XVIII

A la mañana siguiente, Sagantha sehabía marchado. Según nos contó Laeas,había sido llamado para resolver unconflicto en las montañas, pero todosconocíamos la verdadera razón.Deseaba que Mauriz enfriase sus ánimosal verse forzado a esperar una nuevaaudiencia con el virrey en un momentoque conviniese más a Sagantha.

— ¿Cómo se lo ha tomado Mauriz?—preguntó Palatina mientras los cuatrodesayunábamos en un pequeño salón conforma de colmena en la parte de loshuéspedes. Persea nos había hecho un

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favor al aclararle a los otros thetianosque se trataba de un reencuentro y no unareunión a la que estuviesen invitados.

— Se lo ha tomadosorprendentemente bien, supongo —dijoLaeas mientras partía un gigantescomelón— ¿Sabes si tiene otros planes?

— Creo que se lo esperaba. Le darátiempo para pensar.

— Perdóname, Palatina, pero no mehabía dado cuenta de que los thetianosfuesen tan arrogantes —declaró Perseafrunciendo el ceño— Mauriz esincreíble. Telesta también rezumaarrogancia, pero él parece pensar quetodos los demás son sus criados.

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— El clan Scartaris se comporta deese modo —señaló Palatina— PeroMauriz no es tan malo cuando loconoces.

— Por supuesto que no, porque túeres thetiana, tonta condescendiente.

Persea ya estaba enfadada por esocuando hablamos la noche anterior, peroyo no me había atrevido a defender aMauriz.

— El es bastante malo es ese sentido—admitió Palatina— , y no atraviesa sumejor momento. Las cosas se empeñanen salir mal y Mauriz no está habituadoa eso.

— Pues lo lamento por él —

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sentenció cortante Laeas— Espero queno empeore durante la ausencia delvirrey.

Yo escuchaba sin decir nada,aprovechando la ocasión de disfrutarotra vez un plato de comida fresca trasvarias semanas en aquel galeón, cuyosvíveres eran más bien provisiones deemergencia y no se adecuaban a un viajetan largo. En particular, gocé deldelicioso pan recién horneado quePersea había traído de las cocinas.

— ¿Sagantha pasa aquí la mayorparte del tiempo?

— Sólo ha sido virrey desde nuestroregreso. Su excusa es, en realidad,

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bastante legítima pues hasta ahora nohabía podido dejar la ciudad.Demasiados problemas, y ahora ademástiene que tratar con el Dominio. Midianordenó que la mitad de los edificios deSagantha fueran destinados a albergar alos sacri. —Sí, dejar a Saganthagobernando Qalathar con cerca dedoscientas personas y una manta...—repuso Persea con disgusto— Intentaronquitarnos todos los buques, peropudimos conservar el Esmeralda. No lotendrán ni aunque logren apoderarse deél.

Laeas intercambió con ella unarápida mirada.

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— ¿Por qué? ¿Qué le habéis hechoexactamente?— No lo diré por sialguien estuviese oyéndonos, peroincluso si lo supiesen, no podríandetenerlo.— ¿Es que tus amigos intentanponernos en mayores aprietos?

— No, intentamos establecer unequilibrio. Sagantha no tiene por quésaberlo y no habrá ningún problemamientras el Esmeralda siga en nuestrasmanos.

— Cuidado, Persea, uno de estosdías irás demasiado lejos.— Noestamos cometiendo ningún crimen.

Yo miraba a uno y a otra, inquietopor las consecuencias de lo que estaban

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diciendo. ¿Incluso dentro del palacioexistían divisiones?, ¿incluso entre ellosdos? Daba la impresión de que Saganthano tenía control sobre nada.

— Ya sabes qué cosas sonconsideradas herejías por el Dominio;igual de generoso es al juzgar qué es yqué no es un crimen. Hay gente que notiene tu sensatez —dijo Laeas,preocupado. Era fácil llegar a esaconclusión al observar su expresión, ysupuse que ése era el tema de ladiscordia entre ellos.— ¿Qué es lo queha hecho que te conviertas en la razóndesde nuestro regreso? —replicó Persea— No irás a decirme que estás siempre

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de acuerdo con Sagantha. Es una buenapersona, pero ¿se rebelará alguna vezpor fin contra el Dominio?

Aunque Sagantha era un buencompañero, no resultaba difícil estar deacuerdo con Persea en ese punto. Habíallegado a virrey gracias a no generarnunca una oposición demasiado fuerte, yyo sabía que había sido elegido juezcambresiano dos años atrás debido a sureputación de mantener las cosas comoestaban. Quizá, incluso, porque aceptabasobornos. Dalriadis, el almirante de mipadre en Lepidor, lo había insinuado enmás de una ocasión, y Sagantha podíapermitírselo sin duda de vez en cuando.

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No es que eso tuviese muchaimportancia, ya que por lo general laselecciones de Cambress se decidían deese modo.

— Sagantha podrá lograr mucho mássi tú no lo pones en aprietos —respondió Laeas— Cuanto mayores seanlos problemas del Dominio, mayor serála presión que Midian ejerza sobreSagantha.

— No vamos a enfrentarnos por esteasunto —repuso Persea— Déjalo así.Puedes confiar en mi gente, que al igualque yo no desea que se aplace elmomento de actuar. Pero algunos grupostienen amigos en sitios demasiado

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elevados para que pueda negociar conellos.

Como yo, Palatina permanecía ensilencio, pero no parecía igual depreocupada. Quizá viese en todo estouna oportunidad.

— ¿Sabe Sagantha que existen esosgrupos? —preguntó entonces.

— Es probable que tenga noticia dealgunos, pero no lleva el tiemposuficiente aquí para contar con unconocimiento cabal de la situaciónactual. Ni siquiera ha llegado aconvocar a todas las personas queconoce. Las cosas podrían mejorarcuando lleguen algunos aliados.

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— ¿Las personas de las que hablasincluyen cambresianos?

— ¡Que Thetis no lo permita! —exclamó Persea en seguida— ¡Seria otrafuente de problemas!

— Contar con algunas naves deguerra cambresianas no nos haría ningúnmal —señaló Laeas— Cambress no sequedará quieta para ver cómo elDominio se apodera de todo.

— ¿Y el emperador permitirá sinmás que intervengan los cambresianos?—interrumpió Palatina— ¡Venga ya!¡Podría traer más niales que beneficios!Orosius los detesta y si aparecen poraquí, se pondrá furioso.

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— ¿Cuándo ha reaccionadorealmente ese inútil que ni siquieramerece ser llamado emperador? —estalló Persea— No se revuelve antenada; le asusta demasiado que losmilitares decidan ignorarlo algún día.

¿Es eso lo que te han dicho? ¿Que leasusta ser ignorado? —respondióPalatina, que, al igual que Persea yLaeas, ya casi había olvidado sudesayuno. Como yo no había participadoen la conversación, ya había acabado elmío.

— Y así es. Está asustado —afirméde repente permitiendo que las palabrassalieran de mi boca sin pensar. No tenía

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intención de que los demás supiesenhasta qué punto estaba más enterado queellos de la cuestión— El resto delmundo dice que es un emperador depapel: los militares no lo respetan y porlo tanto siente que debe intervenir enpersona para que no lo olviden. —Laúltima vez que lo vi estaba escoltadopor militares.

— Vosotros decíais lo contrario enRal´Tumar, y todo lo que he presenciadoen las últimas semanas lo confirma. Laúnica persona a la que todos seguiríanes Tanais.

— ¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Palatina, fijando en mí la

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mirada de un modo mucho másautoritario y magnético como jamáshabía logrado Ravenna.— He escuchadolas discusiones entre tú y los thetianos.Orosius tiene sus agentes, es verdad,pero son las únicas personas en las queconfía. Quizá eso fuese cierto, pero sumiedo a ser olvidado era algo de lo quesólo me había percatado en los últimosdías. La idea de tener un gemelo, alguientan parecido a él como yo, clamando porla misma distinción, le hacía temer serdesdeñado.— Los militares están hastala coronilla de que se hable de sudebilidad. Han recibido muy bien laoportunidad de imponer su autoridad.—

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¿Por qué harían tal cosa? —insistí— Lagente teme a la Marina, pero losalmirantes saben que no son tan capacescomo en otros tiempos. Si la flota pasa ala acción, todo debería salirles a laperfección si no desean destruir surenombre.— El emperador no iniciaráuna guerra —sostuvo Laeas en tonoconfidencial— Si enviase naves contralos cambresianos, eso significaría laguerra, y Orosius sabe bien que podríaser derrotado.

— Creo que nos subestimas —dijoPalatina mirándonos a los tresalternativamente— Cambress jamásderrotaría a Thetia. Creéis que estamos

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en decadencia, y eso puede ser cierto enalgunos casos. Pero los marinos sonreclutados entre los clanes, y cada unode ellos es mejor navegante quecualquier cambresiano. Cambress nuncapodría ganar una guerra naval en elArchipiélago porque su poder esterrestre. Tan sencillo como eso.

Palatina exhibía la misma confianzaen sí misma que siempre había poseído,esa confianza que la había hechoimportante en la Ciudadela y quejustificaba con su talento.

— Son discípulos de nuestrosmarinos —opuso Laeas con tono débiltras un momentáneo silencio— Han

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aprendido lo mismo...— Pero no son nosotros. Sólo han

unido lo que les enseñamos a laexperiencia que ya tenían. Son de latierra y nosotros gente de mar.

Recordé a Palatina diciendoexactamente lo mismo en Lepidor. Segúnhabía explicado Telesta en una ocasión,la idea de ser «de mar» era la másantigua creencia del Archipiélago y laque más diferenciaba a sus habitantes delos otros pueblos. Quizá loscontinentales fuesen tres o cuatro vecesmás numerosos que los habitantes delArchipiélago, pero el mar los mantenía araya. Quizá fuese esa misma creencia lo

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que daba arrogancia a los thetianos.O quizá así fuese en otros tiempos.

Pero los miles de kilómetros queseparaban Equatoria de Qalathar nohabían impedido el inicio de la cruzada.Cualquiera que tuviese mantas podíacruzar el océano, sin importar de dóndeproviniese.

Lo comenté y recibí una miradahostil de Palatina. —Quizá puedancruzar el océano, pero eso no implicaque nos derroten.

Parecía decepcionada. Supongo queesperaba que finalmente coincidiese conella.

— Palatina, deja de pensar por un

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momento —le pedí— Cambress yTaneth siguen en proceso de expansión,todavía amplían sus fronteras. En casocontrario, no estaríamos aquí. Todo elArchipiélago, incluida Thetia, vive en elpasado, y el emperador lo sabe. En laactualidad lo único que puede hacer esmantener la fachada del poder imperialy no actuar hasta que tenga la certeza deque vencerá.

«Cuando me tenga en su poder»,pensé como si lo dijese.

— ¿Crees que Tanais estaría deacuerdo contigo?

— Tanais tiene más de doscientosaños. Ha visto cómo era el imperio y

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cómo es ahora. No existe comparaciónposible.

— Mantén fuera a los cambresianospor ahora, Laeas —sugirió Persea antesde que Palatina hablase— Tanto si esoconduce a la guerra o al derrumbamientode Thetia, implicarlos no sería laprimera medida que pensase Sagantha.Tiene más experiencia que nosotros.

«Y menos principios», añadítambién en silencio. ¿ProvocaríaSagantha la bravuconería del emperadorintentando destruir su credibilidad? Y¿sería muy malo que lo hiciese? Orosiusse vería forzado a actuar, y si la apuestafallaba, acabaría su reinado. Los

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republicanos tendrían entonces laoportunidad de reconstruir el sistemapolítico y no me vería obligado ainvolucrarme. Seguimos conversandosobre otros temas mientras terminabansus desayunos. Laeas y Persea noscontaron lo que sabían sobre nuestroscompañeros de la Ciudadela,fundamentalmente de los delArchipiélago. Según creían, Mikas habíacomenzado su servicio militarobligatorio en la Armada cambresiana,pero no tenían ni idea de dónde estabaalistado. Carecían de novedades sobrela Ciudadela (¿cómo habrían podidotenerlas?). En ella ahora un nuevo grupo

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de novicios, que se entrenaba comonosotros, aprendía lo que nosotroshabíamos aprendido y era educado enlas tradiciones para que éstas no seperdiesen. Era un proceso importantepero, finalmente, estéril. Lo único que seconseguía era preservar el pasadointacto, sin intentar difundir de ningúnmodo la herejía en el presente.

Cuando concluimos, Laeas y Persease fueron a trabajar, permitiéndonos aPalatina y a mí recorrer el palacio anuestro gusto. No podíamos salir alexterior, y parecía haber muy poco quehacer entre esas paredes.

Decliné la invitación que me hizo

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Palatina de ir a practicar con armas conla guarnición, y me arrepentí de hacerlonada más que se fue. No había otro sitioadonde ir realmente. Era probable queTelesta se hubiese instalado en labiblioteca, y no tenía ningunas ganas deverla. De todos modos, no debía dehaber allí nada revelador. La bibliotecafaraónica había estado en Poseidonishasta la cruzada, cuando sus librosfueron robados o quemados. Lo queconservaban en Qalathar no podía sermás que un pequeño recuerdo.

Poco antes del ocaso, fui a parar deforma casual mientras paseaba a la salade cartografía. Me explicaron que una

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puerta la conectaba con la biblioteca,pero que no dependía de ésta. Tenía laesperanza de que Telesta no seencontrara allí.

Por fortuna no estaba y suspiré conalivio al contemplar la sala vacía,impoluta y abovedada, con las siluetasde los mapas enrollados en lasestanterías de los muros. Daba laimpresión de ser una construcción muyantigua, y por sus estrechísimas ventanasse filtraba la luz gris del atardecer. Lamesa de éter en el centro de la estanciadesentonaba particularmente.

Le dije al cuidador de la sala quequería estudiar los mapas para una

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investigación oceanográfica, lo que enparte era cierto. Lo que me intrigaba eraqué parte de la colección había sidoregistrada en éter y cuántos mapasseguían en papel. El registro en éter eratodavía exageradamente costoso, dadoel tiempo que llevaba proyectar cadasegmento de una isla por encima ydebajo de las ondas, y la tecnología eraprácticamente monopolio thetiano.

El sonido de mis pasos en el sueloproducía un leve y monótono eco, comosi se golpeara una pared de piedrahueca, y cuando subí el pestillo delúltimo cajón en el que buscaba sentí otrasorda y desagradable resonancia. El

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salón parecía amplificar el sonido.Dentro de dicho mueble estaban los

índices de todos los mapas, a los que dicon impaciencia una rápida hojeada conla esperanza de que alguno mostrase aQalathar de forma íntegra. Encontré tres,pero todos los números de referenciacorrespondían a mapas de papel,ninguno de los cuales tendría latopografía submarina que yo necesitaba.La sección en éter era aún más pequeñade lo que había supuesto: se limitaba aQalathar, Thetia y unos pocos grupos deislas más importantes. No me serviríanen absoluto para encontrar el Aeón, peroquizá valiese la pena echar luego una

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mirada al de Qalathar.Enfrentado a la perspectiva de más

aburrimiento, decidí intentar algo que deotro modo no me hubiese tomado lamolestia de hacer. Llevaba conmigo miejemplar de la Historia. Persea habíadicho que las copias eran algo muycomún allí, de modo que me senté conun enorme mapa del Archipiélagoextendido sobre una de las mesas eintenté trazar los movimientos del Aeóndurante los últimos días del antiguoimperio.

Dos horas más tarde, intentar reunirlos fragmentos útiles de lo que habíasido redactado como una obra dramática

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demostró ser mucho más frustrante de loque me temía. La Historia de Carausiusconcluía seis meses antes de lausurpación del trono, pero un narradordesconocido había continuado el relatoal menos una década más tarde. Nocabían dudas de que era un mago delAgua, pero más joven que Carausius, ysu texto enfatizaba sobre todo el caosreligioso que acompañó a la toma depoder. Su punto final coincidió con elgolpe de gracia de la antigua religión,cuando los magos del último reductoescaparon hacia el océano. Supuse quese habrían dirigido a la Ciudadela y suscercanías por algunos de los nombres

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que mencionaba el narrador.Leer los escritos de ese Continuador

(según lo había llamado alguien con unaabsoluta falta de originalidad) resultabatambién increíblemente deprimente. Erajusto que así fuera: describía la caídadel mundo que él conocía, la muerte detodos sus amigos y la ascensión de unhombre a quien detestaba. Y era algocasi seguro que tras concluir el relato sehabía suicidado. De modo que todocuanto obtuve en aquellas dos horas fuela certeza de que, cuando Tiberius habíasido asesinado, el Aeón había pasadopor Estarientian, al sur de SelerianAlastre. Mis notas se volvieron una

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maraña a medida que avanzaba, y en unau otra ocasión presioné tan fuerte queatravesé el papel. Me enfermaba leeracerca de la doblez de Valdur (lo quetenía y lo que había despreciado) ydeseaba encontrar alguien o algo a loque aferrarme. Las persecuciones, losasesinatos, los destierros habían hechopedazos un mundo que tanto tiempodespués todavía se estaba recuperandode la guerra y permitieron que elDominio se apoderara de Aquasilva.Nunca había pensado que leer un librome enfurecería tanto, pero así era. Y lopeor de todo era que en mi interiorcargaba el peso de saber que por mis

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venas corría la sangre del hombre quehabía ocasionado todo eso: yo era eltátara tátara tátara nieto de Valdur. «Tufamilia destruye todo lo que toca,incluso a sus seres queridos... Hasta lasangre que corre por tus venas estácontaminada. Podrida de raíz.» Mimente regresó a una jornada casiolvidada, el día en que comenzó lainvasión de Lepidor, el día en queRavenna estalló de ira y despotricócontra los Tar' Conantur. Me había vistocomo a uno más de ellos. Y lo mismo lesucedía con Palatina. De hecho, durantetoda nuestra estancia en Ral´Tumar eIlthys, Mauriz y Telesta no habían

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dejado de hablar sobre los Tar'Conantur, especulando sobre miherencia, y yo no me había rebeladocontra ello como tenía que haberlohecho.

Me abatió una nueva oleada detristeza y escondí el rostro entre lasmanos. Pero descubrí una cosa más de laque no me había percatado, pues mipropia autocompasión me habíaimpedido verla. Ése era el motivo por elque Ravenna no me había pedido que laacompañase ni me había forzado aseguirla: mi conducta le habíaconfirmado muchas de las cosas que ellaesgrimía en mi contra. Fuese lo que

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fuese no tenía importancia, pues locierto era que ella no había confiado enmí.

— ¿Pasas todo tu tiempo en lasbibliotecas, hermano? —dijo alguiendetrás de mí, sin molestarse en disimularel tono burlón de su voz— Quizá poreso seas tan pequeño y débil. Aquí nohay nada para aprender, nada que nosepas ya, así que ¿para qué tomarte lamolestia? Te lo habría contado todo encircunstancias más adecuadas.

Me sobresalté, echando la sillahacia atrás deliberadamente en ladirección de donde venía la voz, y mevolví para ver quién era.

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— ¿No tienes nada mejor que hacer?—desafié— ¿No son estas patéticasapariciones indignas de un emperador?

La figura de Orosius era indefinida,borrosa, como si de algún modocareciese de entidad, pero me obligué aseguir adelante.

— Tu imperio es una ilusión, unpunto en medio del océano, y tú nisiquiera has alcanzado todavía la alturade Valdur. Él destruyó un mundo, y yo nopuedo recordar que tú hayas hecho nadanunca

Acabé con cierta debilidad y sentíque Orosius atravesaba la silla endirección a mí. Sólo tuve tiempo de ver

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el furor de su rostro antes de que metocase y luego sentí algo semejante algolpe de una oleada de éter.

La última ocasión que habíaexperimentado eso me había sentido muymal. Ahora, en cambio, fue como sitodos los nervios de mi cuerpo hubiesensido afectados a la vez. Grité por laconmoción, pero mi quejido sonó comouna gárgara y mis piernas cedieron. Algolpear contra el suelo de piedra todosmis miembros se paralizaron por elsufrimiento, una agonía que los intentospor moverme sólo lograron empeorar.La siguiente opción parecía serdesmayarme, pero no lo hice, y tampoco

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Orosius me liberó de su poder. Encambio, debió de permanecer allí,mirando hacia abajo mientras yo merevolcaba de dolor en el suelo, incapazde respirar y sintiendo la piel como unamasa en llamas.

No distinguí el instante en que cesóde hacer magia, porque mi cuerpo seretorcía de sufrimiento, y sólo podíarespirar a bocanadas, intentandodeliberadamente tomar aire. Sólo veíaun laberinto de colores y sombras queherían mis sentidos.

— Puede que seamos hermanos,pero tú eres mi súbdito y yo, tuemperador. Recuerda siempre eso.

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La voz de Orosius venía de muylejos, pero el dolor seguía siendo muyfuerte, y yo me sentía demasiado débilpara moverme o responder.

— No importa lo fuerte que creasque eres, siempre seré mejor que tú.

Me las compuse para abrir los ojosy vi una difusa imagen de pie a menos deun metro, inclinándose hacia abajo conexpresión desapasionada. «Ravennatenía razón, toda la razón», pude pensar.

— Espero que ahora estés mástratable, hermano —dijo saliendo de mivista. Intenté girar la cabeza, pero losmúsculos del cuello se negaron acooperar— Tengo todas las pruebas

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para ejecutarte de inmediato por altatraición. Por supuesto que hacerloresultaría inconveniente, pero es precisoque lo tengas presente. Una vez másestaba sin fuerzas, aunque en estaocasión no había sido tan sutil. No teníaningún sentido usar mi magia después delo que él había hecho. No hubiesefuncionado en alguien que no fuesemago. De hecho, no habría funcionadodel mismo modo con nadie más. Orosiussólo podía lograr ese efecto conmigoporque nuestra magia era idéntica,absorbiendo por completo mis poderesdurante... ¿quién podía decir cuántotiempo? —Te preguntarás por qué estoy

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aquí, ¿verdad?— La trastornada voz deOrosius provenía ahora de algún sitioelevado en el otro extremo de la sala—¿Cómo puedo seguirte el rastro inclusosi mi voz se encuentra del otro lado delmundo?

Intenté sacudir la cabeza en unexhausto gesto de desafío, pero noestaba seguro que él lo notase.

— He estado observándote desdeque partiste de Ral´Tumar —explicó trasuna pausa— Lo sé todo acerca de latriste conspiración de Mauriz y susintentos de utilizarte para sus fines.Nuestra estimada prima Palatina todavíada dificultades, aún está demasiado

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ciega para comprender su propiaestupidez. No han podido ir siquieradesde Ral´Tumar hasta Ilthys sin meterseen problemas. Incluso estando túdisfrazado de sirviente. Un detalleexquisito, aunque demuestra loinsignificante que es Mauriz en realidad.

Volví a verlo, aunque su imagenseguía siendo difusa para mis ojosheridos, que distinguían apenas unaautoritaria figura blanca. Era unaespecie de proyección, pero unanotablemente opaca, sin rastro alguno detransparencia. Otro truco que no podíani imaginar cómo hacer.

— No puedes esconderte de mí,

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Cathan —prosiguió— Ni siquiera todoslos planes unidos de personas nimiascomo Mauriz y Telesta puedenencubrirte. Conozco más de esos planesque cualquiera de vosotros mismos. Ah,y deberías volver a cambiar el color detus ojos. No te favorece nada el quetienes ahora, aunque es posible que secorresponda mejor con lo que eres.

— ¿Temes que te haga sombra? —murmuré con la garganta ardiendo por elesfuerzo, y de inmediato tuve que tomaraire. Sentía un profundo malestar en elpecho y un dolor agudo me recorrió laespalda.

Orosius me dedicó una sonrisa

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condescendiente.— Jamás podrías hacerme sombra,

hermano.— Entonces ¿por qué te tomas tantas

molestias? —alcancé a preguntar.— Eso deberías saberlo —

respondió mientras volvía a desaparecerde mi vista, trazando un círculo a mialrededor— Son insignificantes. Nocomprenden lo difícil que es derrocar aun emperador. Piensan que es sólocuestión de provocar unas pocasrevueltas y hacer desertar a la flota.Ninguno de ellos sabe que apenas estánjugueteando a los pies de un gigante.Reinhardt se lo pudo haber dicho. Quizá

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fuese un traidor, pero consiguióhumillarlos a todos. Incluso a su hija

Siguió moviéndose por los límitesde mi campo visual mientras mis ojos seesforzaban en seguirlo. ¿Admirabarealmente al padre de Palatina o setrataba sólo de otro acertijo?

— Creen que pueden utilizarte detítere, otorgándote un título irrelevantedesenterrado de uno de los libros deTelesta, y que entonces Thetia caerá anteellos como un castillo de naipes.

El borde de la túnica blanca deOrosius rozaba mis pies.

— ¿No te has parado a pensar encómo lo podrían lograr? —continuó—

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En la Asamblea no existen siquierarepublicanos auténticos. Los líderes delos clanes son viejos gordos,reblandecidos, lujuriosos y depravados,charlatanes tan incapaces de conversarsobre poesía como de gobernar un país.

El tono de su voz erasorprendentemente inexpresivo.

Tragué saliva con dolor, reuní tantocoraje como pude y le dije:

— ¿Acaso tus éxitos han sido tandeslumbrantes después de todo? ¿Lesdictas tu política a las dosdesafortunadas concubinas quecomparten tu lecho cada noche? ¿Llevastu harén siguiendo las mejores

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tradiciones de Cupromenes?Tres siglos atrás, Cupromenes había

escrito un conjunto de brillantes poemassobre la vida en un harén. Había sido eleunuco jefe.

Ése había sido un ataque salvaje yno demasiado elegante, pero dio en elblanco. Orosius se detuvo de pronto yvolvió a clavarme la mirada con furiacontenida.

— Has hablado como esa genteinsignificante, hermano. Sabes tan pocode magia que hay algunas cosas quedeberé explicarte. Una es que cuandolanzas a la tierra una gran cantidad demagia, ésta deja un rastro residual que

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tarda más en extinguirse cuanto mayorsea el grado de magia empleado. —¡Cobarde!— dije justo antes de quevolviese a atacarme. Sentí como si unaestaca me hubiese atravesado el pecho ytodo mi cuerpo se convulsionó.

Me desmayé antes de que acabase,pero sólo durante unos segundos, untiempo demasiado breve. En estaocasión, el efecto fue peor que antes,como si me arrasase un cañonazo. Mimano izquierda se cerró en un rictusalrededor de la pata de la silla, pero enalgún lugar de mi mente, a pesar de todoel dolor, persistió la sencilla seguridadde que había logrado agobiarlo. Pero

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seguramente no me atrevería a intentarlode nuevo.

Pronto verás de qué soy capaz —afirmó, sin que el esfuerzo de derramartanta magia sobre mí a esa distanciapareciese debilitarlo lo más mínimo—Todos lo veréis, ese terruño tanautocompasivo de Qalathar y el restodel Archipiélago. Limpiaremos las islasde herejes, republicanos, noblescorruptos y personas insignificantes, ydejaremos sólo a los que merezcanquedar. Durante doscientos años elimperio ha contenido su poder, dejandoal mundo a su suerte. Pusilánimes comonuestro padre, desgraciados como

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Mauriz y Telesta, todos esos ya hangozado de sus días de gloria. Mi flota lerecordará al mundo en qué consisteverdaderamente Thetia y por quémientras ellos construyen ciudadesnosotros levantamos un imperio.

Orosius se agachó a mi lado, susojos turquesa brillaban. —Sólo te quedauna advertencia después de ésta, Cathan.Regresarás a Selerian Alastre y medemostrarás que eres mi súbdito leal.No un jerarca, no un vizconde de ningúnclan provincial donde te has criado, sinoun súbdito del emperador. Te someterása mí aunque para lograrlo debaarrastrarte encadenado por todo el

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océano. Y no existe ningún lugar en elmundo donde puedas esconderte de mí ode mis ayudantes. No permitas que migente te encuentre aquí o lo lamentarás.— Volvió a ponerse de pie y luego medio la espalda manteniendo una ligerasonrisa en su rostro tan, tan familiar—¡Ah, casi lo olvido! Deben de haberconfundido tu mente, hermano, ya quesueñas con encontrar el Aeón y hacerlotuyo. Esa nave me pertenece y yo seréquien la encuentre. Tengo los ArchivosImperiales, los registros de la flota y laúltima voluntad y testamento delalmirante Cidelis. Mi gente puedesituarla sin abandonar siquiera la

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ciudad, mientras tú vagas por elArchipiélago recogiendo ínfimas pistas.Recuerda el buque Revelación, Cathan.

Luego desapareció de mi vista y nodijo nada más. Inerte en el suelo, yo notenía ninguna manera de saber si sehabía marchado o si aún permanecíaallí, observándome a su merced.

Miré al techo y observé los toscosladrillos, no del todo cubiertos por elenlucido y con pequeñas manchas desuciedad aquí y allá. Quedarme así,acostado boca arriba, era más cómodoque girar la cabeza, ya que cualquiermovimiento me producía dolor. Luego seapagaron las luces y me quedé a

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oscuras.Incluso a dieciséis mil kilómetros de

distancia, Orosius me había dejadoimposibilitado y sin capacidad pararesistirme. Conocía todos mis planes yesperanzas como si yo se los hubiesegritado al mundo. No había nada en lostextos del Continuador que pudierahacerme sentir tan desesperado como loestaba entonces, indefenso ante unhermano, un emperador, que parecía casiomnipotente.

Había hablado de una limpieza en elArchipiélago, y me pregunté a qué serefería. ¿Habría sido sólo unabravuconada, la imaginación de un

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hombre que sólo controlaba en teoría aaquellos sobre los que tenía poderfísico, como las concubinas que en másde cuatro años no habían conseguido quetuviese ni un único hijo? ¿O esta vezhablaba en serio? Orosius era aún elemperador y tenía autoridad paraordenar a las tropas y a la flota salir aluchar, tal como Palatina había dicho.

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CAPITULO XIX

Nadie vino.Permanecí en el suelo de la sala de

cartografía durante una eternidad,incapaz de moverme y dolorido de piesa cabeza. No oí ningún ruidoproveniente del exterior, con excepcióndel distante quejido de las gaviotas através de las estrechas ventanas. Tras unrato comenzó a llover, y torrentes deagua empezaron a golpear contra loscristales, impulsados por el viento, cuyosonido ahogó incluso el chillido de lasgaviotas.El dolor sólo pareció empeorar con el

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paso del tiempo y, tan pronto comorecobré la energía suficiente para volvera moverme, un calambre generalizadorecorrió de repente todos mis músculos.Si Orosius deseaba que lo odiase, nopodría haberlo hecho mejor. Conocía losefectos de su magia y había esperadohasta provocar que lo increpase.

Pero mucho peor era todo lo quesabía. ¿Qué posibilidades me quedabancontra todos los recursos que él podíatener para encontrar el Aeón? Podíadescubrir su situación (dichainformación debía de estar en algún sitiode los Archivos Imperiales) y, una vezlocalizado el buque, podía mandar a

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toda su flota al lugar exacto paracustodiarlo. Sin duda, el exarca deThetia, su representante títere delDominio, iría con él, siguiéndole el pasocomo acostumbraba, para persuadirlo deque debía compartir su hallazgo.

Cuando tuvieran el Aeón, cualquiercosa que hiciésemos nosotros careceríade sentido. Por desarmado queestuviera, era innegable lo poderosa quedebía de ser la tecnología de dichobuque. Carausius lo había empleadocomo arma, y Orosius tenía un podermucho mayor que Carausius (sólo losCielos sabían cómo). Orosius emplearíael Aeón como un instrumento de terror,

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como un monstruoso kraken artificial,surcando el océano a su voluntad ya quenadie era capaz de detenerlo. Nisiquiera los cambresianos.

Si no hubiéramos pensado en ello, elemperador no habría recordado jamás suexistencia y quizá todavía tuviéramosuna oportunidad. Pero todo lo que podíaver en aquel momento eran varioscaminos que conducían hacia una mismadirección: la victoria final del Dominio.Incluso si asesinaban a Orosius, seríademasiado tarde para salvar el resto delArchipiélago, y la familia Tar' Conanturdesaparecería con él.

Empezaba a pensar si ésa sería

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realmente una desgracia para el mundo.Me invadió una tristeza mayor que

ninguna que pudiese recordar y habríallorado si hubiese podido. Esto era delejos mucho peor que haber sidocapturado por las tribus de Lepidor oincluso que la mismísima caída deLepidor en manos de Etlae. Ellos eranenemigos de carne y hueso y sus poderestenían un límite. El emperadorsobrepasaba la condición humana, noera sólo de carne y hueso. No es que yopudiese explicar en qué consistía nidesease saberlo, pero sus capacidadesya habían superado los límites de loexplicable. Sin importar lo débil que

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pareciese, Orosius gobernaba todo elimperio y había canalizado su magia enestado puro a través de mí sin sentir elmínimo efecto.

Mi propio hermano era una escisiónde la familia en la que yo había nacido.¿Cómo era posible que nos perdonasen?Valdur había cometido un montón deatrocidades. Landressa, su tatarabuela,había asesinado a tres emperadores endiez años, todos íntimos de ella, paraobtener el trono. Su hijo Valentinoordenó la ejecución a sangre fría demiles de prisioneros de Tuonetar. ¡Ypodía seguir! Catilino el Loco, hijomenor de Valdur, gobernó siendo un

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demente hasta que fue accidentalmenteasesinado por su hija, la futuraemperatriz Aventina. Mi débil yvacilante padre Perseus II, demasiadoorgulloso para permitir que otrosdirigiesen el imperio en su nombre,ignoró las súplicas del Archipiélago enlos meses previos a la cruzada.

Sólo había una generación digna deejemplo para los herejes, aunqueexecrada por el resto del mundo. Pero¿cómo podía saber nadie si Aetius yCarausius eran parangones de virtudcomo afirmaba la Historia? ¿Cómohabrían podido serlo?

No iría a Selerian Alastre. Ni

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siquiera si ése fuese el último sitio delmundo adonde pudiera dirigirme. Laidea de someterme a Orosius era a lavez odiosa y aterradora. Y, sin embargo,¿dónde podía esconderme de él si mehabía encontrado tan lejos? No podríaevitar mi herencia Tar' Conantur si nolograba ocultarme durante el resto de mivida en algún sitio tan lejano que minombre careciese de significado, comohabía hecho Ravenna. Pero no existíaningún sitio semejante. Volvió ainvadirme la desolación y cerré losojos, exhausto.

Pero todo cuanto pude ver en laquietud de mi mente era la nave Aeón

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colgando de una vacía tiniebla, unapresencia titánica en la más profundaoscuridad. Entonces se me ocurrió unaidea que me vino desde los másprofundos confines de la mente. Elalmirante Cidelis estaba escapando delemperador y del Dominio. El único sitiode Aquasilva donde no se diría nada dela situación final de la nave eran losArchivos Imperiales. Allí no habríanada sobre el escondite del Aeón.

Abrí los ojos de pronto y la imagende la codiciada nave se desvaneció.Cidelis debía de haberla llevado a algúnlugar más allá de las garras del imperio.Algún lugar donde jamás pudiese ser

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hallada.No me había percatado, pero de

pronto me descubrí hablando del Aeónen femenino, como había hecho elemperador. Si se hubiese podidolocalizar buscando en los ArchivosImperiales, habría sido encontradomucho tiempo atrás. Y eso no habíaocurrido. Por el contrario, un silencioensordecedor se había apoderado deltema durante doscientos años, unaabsoluta ausencia de cualquierinformación relacionada con el Aeón.Rastrear los océanos para informarsobre cualquier elemento extraño eratarea del Instituto Oceanógrafico.

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Nuestras sondas podían descenderaproximadamente a unos diez kilómetrosde profundidad, pero las exploracionesrealizadas a lo largo de variasgeneraciones no habían dado ningúnresultado. No podía ser de otra manera;no quedaba con vida nadie que supieseel secreto y la nave debía de estar ocultaen algún lugar tan profundo, tan remoto,que nadie pudiese toparse con ella poraccidente. Orosius no la encontraríasólo mirando. Esperaba que Cidelis nola hubiese destruido, y no podíaimaginar al almirante dañando su amadanave, así que su intención tenía quehaber sido por fuerza que alguien la

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encontrase algún día. Alguien que noestuviese bajo el poder imperial. ¿Cómohabría podido Cidelis calcular algosemejante?

Ahora mi mente volvía a ponerse enmarcha, dejando a un lado ladesesperación para intentar seguir esalínea de pensamiento. No había nada quepudiese distraerme, nada en lo quepudiese dispersar la atención sin queretornase la congoja. Si un emperadordecidía encontrar el Aeón, seguiríaprimero los que habían sido mis propiospasos: revisar las bibliotecas, losregistros oceanográficos y, en su caso,poner a trabajar a todos los archivistas e

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historiadores a su disposición. No erainconcebible que, ya en tiempos deCidelis, Valdur hubiese movilizado atodo el imperio para localizar el buque.Había algo más que evidente tras miencuentro con Orosius: el emperadorcreía que hallaría al Aeón si lo buscabacon suficiente tiempo y esfuerzo.

Cidelis debía de saber que losemperadores lo harían. En su épocaexistían ya los oceanógrafos, y habríasupuesto que siempre existirían y quesus técnicas mejorarían con el paso delos años. También que dichas técnicasestarían en manos del emperador, demodo que el Aeón no podía ser

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escondido en ningún sitio que estuviesea su alcance.

Entonces ¿adonde llevaba todo eso?O, para ser más preciso, ¿quién queríaCidelis que encontrase su nave? Era tanantigua, probablemente tan peligrosa,que no se podía permitir que cayese enmanos de la persona equivocada.

No quería que un emperador hallaseel Aeón, pues no quiso dejárselo aValdur. Nadie debía toparse con elbuque por casualidad tampoco y menosnadie que pudiese emplearlo contra losintereses del imperio. Eso dejaba sólo alos imperialistas en los que pudieseconfiar... pero ¿de su propia época?

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¿Quería que encontrasen el Aeón unascuantas personas a las que había dejadoun mensaje?

No, eso era demasiado arriesgado.Había demasiadas dudas durante lausurpación, demasiadas cosas quepodían salir mal. Y Cidelis no podíaconfiar en la fidelidad de los queencontrasen el mensaje. Debía de estardirigido a una facción, no a una persona.

El jerarca Valdur había disuelto,abolido, el sistema de jerarcas. Por eso,el jerarca sólo podría ser un seguidor delos antiguos dioses, los dioses en losque creía Cidelis. Si volvía a haber unjerarca, eso representaría una señal de

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que el imperio había vuelto a la cordura.Y sin duda quien lo hallase tenía que serel jerarca, no tan sólo el gemelo delemperador. ¿Dónde radicaba ladiferencia?

Di un suspiro e incliné la cabezahacia un lado, preguntándome de prontosi mi línea de pensamiento era, despuésde todo, tan brillante. Era claramenteimprobable que yo fuese el único enhaber pensado tal cosa. ¿Acaso divisabauna esperanza donde no la había? No locreí así.

Pero ¿qué ocurriría si el Aeónestuviese en algún lugar donde el jerarcapudiese hallarlo, algún sitio al que sólo

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un jerarca pudiese acceder?Como conclusión, mi razonamiento

me había conducido desde un sitiodonde el emperador podía encontrar lanave hasta otro donde le era imposible.Era consciente de que el Aeón teníaalguna relación con los magos de laciudad de Sanction. ¿Era concebible,por tanto, que Sanction fuese el lugaradonde Cidelis se había dirigido en suúltimo viaje? Sanction llevaba perdidadoscientos años y estaba fuera delalcance de todos. Ya había recuperadoel control suficiente sobre mi cuerpopara darme la vuelta, aunque al hacerlosentí punzadas de dolor en una decena

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de lugares nuevos. Apreté los dientes eintenté levantarme, pero mis brazos serebelaron y no me sirvieron de apoyo.¿Cuánto tiempo pasaría hasta queviniese alguien? Supuse que ya meecharían en falta.

Comencé a arrastrarme hacia lamesa más cercana, con la intención deusarla de apoyo, pero me detuve alrecordar algo más. También Sanction sehabía desvanecido, tragada por lasaguas.

El Continuador narró sudesaparición, subrayando que habíansido Carausius y su esposa quienes, sinayuda, pusieron la ciudad fuera del

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alcance de Valdur. Lo hicieron en eltercer día posterior a la usurpación deltrono, tras el asesinato de Tiberius peroantes de que Cidelis tuviese la menoroportunidad de llegar a esa ciudad. Osea que Sanction era tan inalcanzablecomo el Aeón, y en teoría había quebuscarlos por separado. ¿En qué otrositio se podía esperar que buscase unjerarca?

En ese punto se me acabaron lasideas. Ningún otro sitio podía serasociado a la figura del jerarca. Susdominios eran místicos, ultraterrenos,conectados con fenómenos que iban másallá de la experiencia mortal. Siempre

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había sido así: el emperador ejercía elpoder sobre el cuerpo y el jerarca sobrela mente, un equilibrio capaz de alejar alimperio tanto de la tiranía como de ladecadencia, en las que había caído sinlos gemelos durante los dos últimossiglos. ¿Cómo encajaban en todo eso losantinaturales poderes de Orosius?

Mientras me incorporaba intentandoignorar el hecho de que cada músculo demi cuerpo parecía gritar y me estabadesplomando sobre una silla, Sanctionpersistía en mi mente como la únicarespuesta. El jerarca no necesitaba otrolugar que Sanction. El Aeón había sido,en los años previos a la usurpación, un

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medio de transporte compartido por elemperador y el jerarca. La antiguareligión carecía de una estructuracentralizada y no había lugares sagradoscomunes con excepción de Sanction,dedicada al Agua. Y aunque creí por unmomento que mi razonamiento eracorrecto, finalmente me había conducidoa un punto muerto.

Todavía estaba sentado en medio dela oscuridad, con la mirada fija en lanada, cuando me encontró Palatina. Encierto modo, había deseado que fuesePersea o Laeas, pues, aunque estabanmenos informados, tampoco me hubieseninterrogado con tanta firmeza. Pero ya

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estaba bien; por lo menos Palatina mecreería.

Cerré los ojos instintivamentecuando la luz entró a través de la puertaque alguien abría con precaución, y oí elsonido de los interruptores de la luz,encendidos a toda prisa.

— Cathan... —Se calló y oí quecerraba la puerta tras ella, con unaclaridad y determinación que yo jamáshubiese tenido— ¿Qué ha sucedido?¿Por qué está así la sala?

Percibí sus pasos cruzando lahabitación hasta detenerse a mi lado.Aún no podía abrir los ojos y laclaridad resultaba dolorosa incluso a

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través de los párpados. Tendría queexplicárselo. No tenía sentido fingir queno había sucedido nada. Esta vez no. Loque implicaba que tanto Telesta comoMauriz me harían preguntas, exigiendosaber con exactitud qué había dicho elemperador y culpándome por nohaberles contado mi primer encuentrocon él.

No debía revelar lo que habíasucedido entre el emperador y yo.

— Palatina —dije con lentitudsintiendo un ardor seco en la garganta—, ¿me estabais buscando todos?

— No. Sólo Persea y yo. Mauriz yTelesta se han enfadado entre ellos.

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Nadie te ha visto durante horas, y sesuponía que Persea y Laeas no nosquitarían el ojo de encima. Tienes muymal aspecto y tu piel está blanca. ¿Másmagia?

— ¿Puedes ayudarme a regresar a mihabitación y decirle a los demás queestoy enfermo? ¿Lo harás por favor? Tecontaré lo que ha ocurrido, pero...

— Lo haré si me lo cuentas.Se agachó hacia mí, me cogió de la

manga y luego tiró con fuerza,ayudándome a ponerme en pie.

— ¡Por Thetis! ¿Qué es esto? —exclamó entonces— ¡Parece como sitoda la sala hubiese sido arrasada por un

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golpe de éter! —Algo mucho peor—añadí— ¿Podemos marcharnos?

Ignoro cómo conseguimos recorrerlos dos pasillos que nos separaban demi habitación sin que yo me desmayase,pero lo logramos. Cada paso fue unsufrimiento para mí y duro de llevarincluso para Palatina, pues el contactocon mi piel parecía dolerle. Tomé plenaconciencia de lo sencillo que erareducirme a semejante estado: a pesarde que la magia era independiente delmundo físico, la fatiga limitaba conmucho el uso de mis poderes. No teníala fortaleza y el peso necesarios parasoportar penalidades demasiado fuertes

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como las que había experimentado en elhelado río de Lepidor o de la magiapura que Orosius había canalizado através de mí.

No nos cruzamos con nadieconocido, sólo con unos pocossirvientes atareados, yendo de aquí paraallá. Palatina le explicó a uno de ellosque yo había sido afectado por unaoleada de éter y pidió que avisaran almédico del palacio. Por desgracia,cuando el médico llegó no había muchoque pudiese hacer por mí, aunque nosospechó que la causa de mi mal fuesenada más que un exceso de éter. Lo quesí hizo, afortunadamente, fue

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administrarme una poderosa sustanciacontra el dolor. Luego se marchó,dejándome junto a la cama un vaso conel somnífero más fuerte que tenía. —Ahora dime qué es lo que sucedió deverdad— exigió Palatina, sentándose enuna silla a un lado de mi cama— Losdemás creerán que fue el éter, pero a míme has dicho que era algo mucho peor.Necesito saberlo por si es una amenazapara todos nosotros, otra arma delDominio.

— No es del Dominio —repusenegando con la cabeza— , ¿recuerdas laprueba de magia en la Ciudadela?

Asintió y esperó a que yo

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prosiguiese.— Quien la practica posee reservas

de poder, no puedo explicar de quémodo, y la canaliza a través de uno. Sino eres un mago pasa sin detenerse, perosi lo eres, entonces...

Lo sé, he sentido algo así. Es...¿mucho peor? Asentí.

— ¿Quién lo hizo?Miré a la distancia por un instante,

deseando haber confiado en ella en Ral´Tumar, antes de que aquello continuase,antes de que fuese tan complejo.

— Mi hermano.— ¿Cómo? —preguntó Palatina,

pero yo desvié la mirada y afirmé con

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dureza:— No tienes idea de lo lejos que

puede llegar. Era una proyección, unaimagen de él. Aun así, eso bastó paradejarme en este estado.

— Es decir que sabe quién eres yque estás aquí... —dijo e hizo una pausa— ¿Qué más? Hay algo más que noquieres contarme.

Era inútil intentar ocultarle nada, demodo que me di por vencido.

— Lo había visto antes en unaocasión, en el Instituto Oceanográfico deRal´Tumar.

— ¿Ya te lo habías encontrado ynunca nos lo contaste? ¿Por qué? Una

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vez que ha dado contigo puede seguirte,y pudo habernos descubierto y espiadodesde entonces.

La falta de reproche en el rostro dePalatina me hacía sentir peor y no podíamirarla a los ojos.

— Lo ha hecho —dijo trascomprenderlo— Sabe todo lo quetenemos entre manos.

— Por supuesto que sí —admití enun esfuerzo instintivo por defenderme—Aquel guardaespaldas de Mauriz, Tekla,trabaja para Orosius. Fue a través de élcomo me localizó en un principio.

— ¡Que Althana nos proteja, Cathan!Tekla es la mano derecha del emperador.

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Debí haberlo sospechado, pero, comono confiaste en nosotros, nos metimosdirectamente en la boca del lobo.

Su brutal sinceridad era más fácil dellevar que si hubiese mostrado falsacompasión, pero eso no mejoraba lascosas.

— ¿Existe otro motivo por el que noquisiste decírnoslo antes? —preguntó.

Negué con la cabeza de forma muylenta, deseando de todo corazón habertenido la valentía de hablar con ellaprimero, incluso pese a lo que habíasucedido entonces.

— Las dos veces me dejó hechotrizas —confesé por fin sin intención de

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emplear palabras más precisas.¿Por qué me había portado como un

cobarde a lo largo de todo el viaje,incapaz de decidir por mí mismo,permitiendo que Mauriz y Telesta memanipulasen cuanto quisieran? Todo micomportamiento resultaba tan patético,tan débil. Yo no era en absoluto mejorque mi verdadero padre. —Su poder mesupera con creces— admití— No haynada que pueda hacer contra él.

— Cathan —dijo Palatinacalculando cada palabra— , creo que lomínimo que puedes hacer es contarmecon detalle qué sucedió en ambasocasiones. Sé que te resultará doloroso,

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pero nos ayudará. Aún soy tu amiga, sinimportar lo que hayas hecho, y no piensodecírselo a Mauriz, ni a Telesta, ni anadie.

Así, interrumpiéndome cada tanto, leconté todo sin escatimar nada, pues dealgún modo sentía que se lo debía. Ellaapenas hizo comentarios y tampococambió de expresión. Era Palatina laque debía haber sido emperatriz ojerarca, no Orosius y mucho menos yo.Cuando concluí el relato, ella parecíamuy triste y me cogió una mano, lo quesin duda le dolió mucho más que a mi acausa de los restos de la magia deOrosius, todavía profundamente

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arraigados.— Me equivocaba al juzgarte con

tanta dureza por no confiar en mí,Cathan. Había pensado que se debía aque eres su gemelo, su hermano, y quepor eso se mostraría contigo máshumano. Debí pensarlo mejor: Orosiuses un monstruo, hable con quien hable, yes probable que cuanto más cerca de élestemos peor sea nuestro sufrimiento.Por eso Arcadius se retiró a Océanus,porque es lo más lejos que se puedeestar de Thetia.

»Los demás no lo entenderán —continuó Palatina— No pueden, porqueno llevan la sangre de los Tar' Conantur

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y sólo pueden ver a Orosius desde ladistancia. A mí me hizo... algo parecido.Empleó mi proyección para hacerlapasar por mi cadáver, cuando todospensaron que yo había sido asesinada.En realidad, Orosius |me secuestró,quizá porque el exarca le sugirió que lohiciese, no lo sé. Cogió mi ropa y medejó en una celda helada durante variosdías, sin permitirme salir en ningunaocasión salvo para drogarme y proyectarmi imagen en el funeral. Después, vino ami celda para decirme que, por lo querespectaba al mundo, yo estaba muerta yenterrada, y que el movimientorepublicano se estaba desmoronando.

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Supuse que me retendría cautiva allípara siempre, pero entonces mesuministró otra droga... y no recuerdonada más hasta que desperté en lamansión de Hamílcar. Absorto, observéa Palatina durante un momento, sinapenas creer lo que me estaba contando,y sentí que se me erizaba la piel.

— Nunca se lo había dicho a nadie,y no volveré a hacerlo, pues fue tandoloroso para mí como para ti lo queacaba de sucederte.

— ¿ Tan doloroso? —exclamésintiendo un escalofrío. Lo que ellahabía descrito parecía diez veces peorque cualquier cosa que Orosius me

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hubiese hecho a mí. Y me lo habíacontado sin que yo se lo pidiera,mientras que yo me había mantenido ensilencio poniendo a todos en peligro.

— Orosius nunca empleó la magiasobre mí, nunca manipuló mi mente —señaló— Sin embargo, yo nunca hubiesesido lo bastante valiente para mencionarel harén. En eso te saliste con la tuya.

— Entonces ¿es verdad?Ella me miró y se reclinó en la silla.— Por supuesto. Está desesperado

por asegurar la continuación de suestirpe. O alguien está provocando lainfertilidad de las concubinas o él esestéril, lo que no me sorprendería en

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absoluto. De cualquier modo, loimportante es ¿qué nos conviene hacerahora?

— ¿Deberíamos advertir a Mauriz yTelesta?

— En realidad, no podemos hacerlosin explicaciones, y sé que no quierescontárselo. Tampoco yo —afirmó yobservó toda la habitación consuspicacia— Laeas y Persea measeguraron que nadie nos espía, y yotapé hace poco una mirilla que había enuna de estas paredes, pero es imposibleestar seguros. Después de todo, estamosen un palacio y Sagantha tendrá los ojospuestos en nosotros. No cabe duda. Debí

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pensarlo antes, ahora es demasiadotarde.

— ¿Crees que nos ha escuchadoalguien?

— Espero que no. Es imposiblesaberlo. Sagantha tiene sentido delhonor. Quizá un poco selectivo, pero nodeja de ser un mérito para él tener almenos algo de eso.

— ¿Y la gente del emperador?Orosius debe de haber enviado a alguienaquí para averiguar dónde estaba.

— No sé cómo te ha encontrado —dijo Palatina encogiéndose de hombros— Sé que Orosius no puede interceptarconversaciones, lo constatamos en una

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ocasión tendiéndole una trampa, demodo que cuanto sabe lo averigua através de sus agentes. Pero eso ya noimporta. Nos tiene acorralados y esobvio que planea algo. Parece que deseeque nos sintamos atrapados, quepensemos que es capaz de predecir todolo que intentemos.

— Y puede hacerlo. No nos quedanmuchas opciones —dije cambiando depostura. Todavía me pesaba el cuerpo.La medicina había funcionado en parte,si bien aún no podía encontrar unaposición que me resultase cómoda, y elcalor en la habitación cerrada empezabaa ser asfixiante— Quizá podríamos...

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Espera, te lo susurraré. —Y Palatina seinclinó hacia mí mientras le preguntaba— : ¿Podríamos persuadir a Tanais deque deponga a Orosius?

— Costaría mucho convencerlo;Tanais es monárquico ante todo ysiempre lo ha sido. No aceptaría unarepública —repuso ella, permaneciendolo bastante cerca de mí para que yosiguiese hablando en voz baja. Quizáfuese melodramático, pero esta vez noquería correr el menor riesgo.

— Hay más candidatos.— No sigas, Cathan. Valdur ya lo

hizo antes. Me estremezco sólo depensar qué opinaría Tanais.

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— Tanais es leal al imperio. Élmismo ha dicho que Orosius no es dignode la familia. ¿Crees que apoyaría a unindividuo semejante?

Palatina volvió a fijar en mí sus ojosverdes y esta vez nuestras miradas seencontraron. —¿A quién propones parareemplazarlo?

— Sé que, en teoría, hay trespersonas en la línea sucesoria. Dímelotú.

— Mi madre no lo haría; no me lopuedo ni imaginar, y Arcadius estádemasiado lejos y es soltero.

— Palatina —afirmé con suavidad— , Orosius es un monstruo. Lo que nos

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ha hecho a nosotros, sus parientes máscercanos, puede hacérselo a cualquiera.Y lo hará si se le da suficiente poder.

— Hablas totalmente en serio, ¿noes cierto? No es otro arranqueimpulsivo.

— ¿Qué esperabas? Le temo. Tengomiedo de lo que pueda hacerme a mí, o ati, o a cualquiera. Hasta el día de hoy miguerra no era contra Orosius, pero ahoradeberá serlo. Él y el Dominio estánaliados, lo sé, pero eso no es lo queimporta en verdad. Si consiguiésemosalgún éxito aquí, ¿cuánto duraría antesde que él llegase para aplastarlo? Noimporta si se hace en nombre de él o en

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el del Dominio. Representamos unaamenaza para ambos, y se han dadocuenta antes que nosotros. Palatinasiguió sentada, inmóvil, durante un buenrato. Luego acercó su silla a la camatanto como pudo. —Dime qué proponesexactamente— me pidió. Respiréprofundamente, consciente de que prontotendría que tomarme el sedante. Leexpliqué lo que se me había ocurrido enla oscuridad de la sala de cartografíadespués de que Orosius me dejara allítirado en el suelo como un animalherido. Le aseguré que el emperador nopodría encontrar el Aeón y que yo teníamás oportunidades de lograrlo si me

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acompañaba la suerte.— Con el Aeón podríamos

desbaratar el poder del Dominio, puessu capacidad para prevenir lastormentas es su mejor arma —dije— Almismo tiempo sería un escondite segurohasta que inicien la cruzada. Pero sisobrevivimos a todo eso,Thetia ha deestar de nuestro lado. Quiero encontrar aRavenna y convencerla de que ella es laúnica con legitimidad para gobernarQalathar, y obtener su ayuda. Ravenna esla pieza final del rompecabezas.

— Entretanto yo hablaré con Tanaispara pedirle que lidere un golpe militarcontra el emperador y me coloque en el

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trono en su lugar —añadió Palatina—¿Crees que este plan tiene algunaposibilidad de éxito?

— ¿Qué podemos hacer si no? Siignoramos a Thetia, estaremosconstruyendo castillos en el aire, quetarde o temprano terminarán por caer.Estaría bien si pudiésemos aducirneutralidad, pero no creo que Orosiusadmita tal cosa. Intervendrá pararecuperar su reputación y, quizá, tambiénpara capturarnos.

— Lo pensaré mientras duermes —repuso tras una larga pausa— No lecontaremos a los demás lo que hasucedido ni lo que planeamos. Y, hagas

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lo que hagas, Ravenna y tú tenéis queveros tan pronto como sea posible, antesde que entre ambos se interpongan másobstáculos. Yo he sido tan culpablecomo cualquiera de vosotros, perotenemos que confiar los unos en losotros. Lo siento, sé que lo que digo no esmuy sólido, pero aún estoy pensando.

Me pasó el sedante, que por una vezno tuvo mal sabor, y esperó a que me loacabase.

— Si te sirve de algo, creo quedeberías tener más confianza en timismo —me soltó y, tras un silencio,abrió la puerta— Creo que con el Aeónpodrás equiparar tu poder con el de

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Orosius. Y será un gran privilegio vercómo se ha de enfrentar a alguien igualde poderoso, en especial si eres tú.Buenas noches.

Palatina apagó la luz antes demarcharse, y oí el sonido de la puerta alcerrarse. Por segunda vez en aquel díame había quedado a oscuras, pero lapresente ocasión no era comparable a laprimera y, además, ahora estaba mediodormido.

Pese al efecto de la droga, soñé.Soñé que el Aeón pendía de lassombras, una masa negra contra laprofunda negrura del océano, siempreoculto, invisible a los ojos.

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CAPITULO XX

En el nombre de Ranthas, su graciaordena la entrega de estos fugitivos ypecadores a la justicia, para que expíensus pecados contra Ranthas y contra lasautoridades del Dominio, sus sirvientesen la tierra. Son culpables de loscrímenes de herejía, blasfemia ynegativa a reconocer la autoridad de susantidad Lachazzar, tres vecesbendecido por Ranthas. Se hace efectivosegún la autoridad conferida a sussirvientes del Dominio por el edictouniversal y a petición del DómineAbisamar, capitán inquisidor de la

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provincia e islas de Sianor, en la tercerahora después del crepúsculo delsexagésimo tercer día invernal del añode Ranthas 2775 —leyó Laeas— Eso esmás o menos lo que dice, aunque no creoque sean novedades para vosotros. —Volvió a enrollar la carta y la arrojósobre la mesa que tenía enfrente—Como no hay nadie capacitado paraactuar en ausencia del virrey, no puedohacer nada al respecto.

— Por desgracia no aceptarán un nopor respuesta —advirtió el tribuno, depie a un lado, junto a la amplia ventanade la sala de recepción de Sagantha.

— ¡Pues deberán hacerlo, por

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Ranthas! —respondió Laeasreclinándose en el espacioso sillón ymirando a Mauriz y Telesta, agregó— :Vosotros nos habéis metido en esteproblema. ¿Tenéis algo útil que decir?

Mauriz no estaba habituado a quenadie le hablase de esa manera,especialmente cuando el que se dirigía aél no era thetiano y, además, era muchomás joven que él.

— Tu deber es supervisar nuestraseguridad, nada más.

— ¡Gran ayuda! La palabradiplomacia parece ser desconocida parati pese a que sólo eres el enviado deotro. Por cierto que os protegeremos,

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aunque si los sacri invaden este palacio,dudo que pueda garantizar vuestraseguridad. Por ahora no tengo más quedecir —repuso Laeas, y golpeó el puñocontra la mesa aparentando, en miopinión, mucha autoridad. Había tratadoese tema Laeas porque era capaz deimponer su carácter con mayor firmezaque Persea o la secretaria de Sagantha.Hasta esa mañana no me percaté de loreducido que era el personal del virrey.Al parecer muchos de sus integranteshabían sido enviados a las colinas oregresaron a sus hogares cuando sepresentaron los inquisidores.

— Quiero asegurarme de que podré

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contactar con el cónsul Scartaris encualquier momento del día.

— Habla con el tribuno, que esquien está a cargo de lascomunicaciones.

Mauriz y Telesta se volvieron yempezaron a avanzar, mirándonos aPalatina y a mí. Los había visto muypoco desde nuestra llegada y eraevidente que estaban resentidos porqueteníamos más aliados y amistades queellos en Qalathar. Supongo que habíanesperado tener que protegernos, y no locontrario.

Tras una fugaz discusión con Laeassobre la marcha de los guardias, también

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se fue el tribuno. Laeas dejó elescritorio con expresión de alivio.

— ¡Maldita mi suerte! ¡Es laprimera vez que Sagantha se marcha yme deja con estos dos! Persea, hasestado fuera. Dime ¿qué ocurre en laciudad?

— Nada bueno —se incorporó de lasilla y se colocó cerca de donde habíaestado el tribuno— Los inquisidores nohan capturado mucha gente, de modo queemitieron otro decreto afirmando quenegarían su bendición a las flotaspesqueras si no cooperaban totalmente.Y pueden extender el significado de lapalabra cooperación a lo que se les

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antoje.— Superstición —murmuró Laeas—

Los pescadores no zarparán sin labendición de un sacerdote y el auguriode que estarán a salvo de las tormentas.En realidad lo importante es lo último,pero son muy supersticiosos.

— ¡Venga ya! ¡Hablas como si tú nolo fueras! —dijo Persea.

— Sólo hasta cierto punto —respondió él, enfadado— La idea de quela palabrería de un sacerdote que notiene nada que ver con el mar puedaprotegerlos y facilitarles una buenapesca es ridicula.

— Tú mismo lo has dicho. Eso no es

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lo importante. Deben consultar a losoceanógrafos para saber cómo estará elmar, y al Dominio para conocer eltiempo. Y en este aspecto es donde elDominio basa su poder. Se trata de unatradición tan vieja como el Dominio, ysólo un milagro podría cambiarla.Persea me miró antes de añadir: Quizátú seas nuestro milagro. Lo dijo contanta seriedad que no supe quéresponder. Persea poseía un sentido delhumor muy directo y era fácil detectarcuándo bromeaba. Pero no parecía ser elcaso.

— Les conté lo que habías pensadoayer, tras el escape de éter —dijo

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Palatina en tono de disculpa—Necesitaremos más ayuda.

Me pregunté qué más les habríarevelado para justificar el osadocomentario de Persea. Pero los demásno parecían considerarlo ridículo. —¿Está sucediendo lo mismo también enel resto de las islas?— Sabemos tantocomo tú, pero supongo que sí. En todoslos puntos del Archipiélago se trabajacon los mismos principios generales,salvo en las ciudadelas, donde la gentetodavía no debe de haberse enterado denada, ¡viven en las nubes!

— ¡Eso será en la Ciudadela delViento! —señaló Laeas relajando el

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ambiente, y no pude evitar reírme. Habíatan pocos motivos para bromear en losúltimos tiempos...

— ¿Qué opina el pueblo de losinquisidores? —preguntó Palatina unmomento más tarde, rompiendo el fugazinstante de distensión.— No son muypopulares —respondió Persea— Todosdetestan sus métodos, pero por logeneral tienen demasiado miedo paradecirlo abiertamente. La ciudad hacambiado mucho en las últimas semanas,la conozco lo suficiente para notar ladiferencia. Ah, y otra cosa que debímencionar antes: circulan muchosrumores. En su mayoría se refieren al

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Dominio, a lo que hará Midian, perotambién corren otros, y bastanteconsistentes, que dicen que la faraona havuelto.

Palatina y yo nos miramos conalarma un instante, pero la preocupaciónpasó cuando Persea declaró:

— Ahora sabemos que es ciertoporque Ravenna ha ido a reunirse conella.

— ¿Qué es lo que comentan por lascalles? —preguntó Laeas de repente,con más vivacidad de la que habíamostrado en toda la mañana. Su aparenteagotamiento se había desvanecido en uninstante.— En realidad, lo que tú

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esperabas. La faraona ha regresado a laisla, se oculta en algún lugar y volverápara enfrentarse al Dominio, aunque noestá reuniendo ningún ejército. Ya heoído antes noticias parecidas, de modoque es muy pronto para afirmar si setrata de un rumor falso difundido deforma deliberada, o no. Pero la gentequiere creerlo. Desea pensar que lajoven a la que han esperado duranteveinticuatro años aparecerá por fin,seguirá los pasos de su abuelo yexpulsará al Dominio.

— A ti también te gustaría —dijoPalatina.

— Es una idea totalmente irracional

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teniendo en cuenta lo mal que están lascosas, pero tienes razón. Deseo con todomi corazón que sea verdad. Mauriz yTelesta no lo comprenderían.

— Pero ¿crees en la figura de lafaraona o sólo en alguien que os libredel Dominio? Supongo que lo último eslo que desea la mayoría, echar a losinquisidores de las islas y que noregresen jamás. Creo que para lograreso se enfrentarían incluso a lastormentas. Aquí el clima no es tanterrible como en los Continentes, eincluso se podría predecir en ciertamanera.

— En teoría, nosotros, los habitantes

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de Qalathar, podríamos expulsar alDominio por nuestra propia cuenta. Peroentonces sólo seríamos una masa degente desorganizada. Aquí nos hemoscriado todos con lo que nos contabannuestros padres sobre lo brillante queera Orethura, cómo mantuvo al Dominiobajo control durante tanto tiempo, cómoresistió hasta el fin. Nuestros mayoresvivieron la cruzada y son los que noshan hablado de su nieta.

— No creo que consigas ganar estadiscusión, Palatina. Orethura fue elprimer faraón nacido en el Archipiélagoen trescientos años. Algo similar sucedecon su nieta —señalé desde mi sillón en

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un rincón, frente al escritorio. Me sentíacomo un anciano, necesitando ayudatodavía para desplazarme. La magia deOrosius había resultado ser mucho másdañina de lo que yo pensaba y seguíaejerciendo su efecto. Sentía dolor hastaen los huesos, sobre todo en los brazos ylas piernas, y me compadecí deCarausius, atacado de la misma formadurante la última batalla de la guerra.Habia quedado tan tullido que creyó queno sería capaz de volver a usar la magiaen toda su vida. Lo logró una última vez,para poner a Sanction fuera del alcancede Valdur y borrarse a sí mismo delmapa. Me resultaba difícil pensar que

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hubiese sobrevivido.— Comprendo lo que quieres decir

—admitió Palatina— Pero si ella haregresado, ¿qué hará entonces? Ningunode vosotros parece haberlo pensado.Midian controla el puerto, casi todos losmilitares, las murallas de la ciudad y laspoblaciones. Por no mencionar a unimportante número de magos. La faraonano tiene fuerzas que luchen con ella. ¿Yqué se puede decir de Sagantha? —Si lafaraona vuelve, Sagantha no tiene porqué asumir ninguna responsabilidad—intervine— Mantendrá su cargo, pero yano será el cabeza de turco al mando.¿Qué fue lo que le llevó a asumir

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semejante cargo? Ya sabía que era uncampo minado.

— Sagantha florece en los camposminados —sostuvo Persea— Es unsuperviviente nato.

Según Ravenna, eso sólo se debía aque sabía bien cuándo convenía cambiarde bando.

Midian había dejado a varios sacriante los portales para recordarnos suexigencia, pero todos se marcharon dosdías después cuando una fuerte tormentacayó sobre la ciudad. Las nubes eran tanespesas y oscuras que anocheció muchashoras antes de lo acostumbrado. Duranteunos momentos observé la llegada de la

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lluvia desde la ventana de mi habitación,deteniendo la mirada en el gris oscurodel mar y en las cargadas nubes delúgubre color que iban cubriendo elcielo y oscurecían el horizonte. El únicocontraste era él reflejo y el blanco de lasolas rompiendo contra el acantilado,pero incluso esa imagen desaparecióhacia el final del crepúsculo.

Era imposible distinguir ninguna otracosa que no fuese la tormenta en la queestábamos inmersos. Veía muy mal, tantopor los nubarrones como por la llegadade la noche. Se trataba de una tormentaciclónica, pues se desplazaba encírculos. El viento no corría en paralelo

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con el eje este— oeste del frente de laborrasca, sino que provenía del norte.

Peor que no poder decirlo era nocontar con nadie con quien comentarlo.Los oceanógrafos temían demasiado alDominio, y la única persona que parecíahaber investigado el tema llevabamuerta no se sabía cuánto. En realidadno tenía ni idea de la fecha en que habíamuerto Salderis: no se sabía nada deella desde su exilio cuarenta años atrás.Ni siquiera tenía un ejemplar deFantasmas del paraíso. El que habíaleído pertenecía a Telesta y no teníadeseos de hablar con ella ni con Mauriz.Por primera vez en varias semanas sentí

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que tenía una misión entre manos y quesabía hacia dónde me encaminaba.Hablar con cualquiera de los dosthetianos habría acabado con esasensación.

En todo caso, Telesta no eraoceanógrafa. Quizá ella tuviese ciertointerés en la historia de la oceanografía,no podía afirmarlo con certeza, pero noera científica en absoluto. ¿Tétricus?Era una pena que no me hubieseacompañado, no era leal a ninguno delos que se interponían en mi camino.Pero la verdad es que no me hubiesegustado nada involucrarlo en unasituación semejante.

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Si Sarhaddon hubiese sidooceanógrafo... Se apoderó de mí unaaguda punzada de lamento y tristeza.Tanta inteligencia y astucia... y se habíaconvertido en un fanático y uninquisidor.

No conocía a más oceanógrafos, loque no era sorprendente dado que habíapasado la mayor parte de mi vida enLepidor. Unos pocos conocidos de ungrupo que visitó Lepidor y Kula en unaocasión... Me parecía recordar queprovenían de Liona, en el norte delArchipiélago, dentro del mismo sistemade corrientes que mi tierra. Si algunavez conseguía encontrar el Aeón,

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necesitaría ayuda. Ayuda paraconocerlo, para comprender lo que meindicaban los ojos del Cielo, parareaprovisionarlo. E incluso para algomás que no había tomado enconsideración. De algún modo, la navese retroalimentaba energéticamente,aunque suene extraño. Pero lo másprobable era que, tras dos siglos,cualquier cosa que hubiese en su interiorya se había descargado o muerto.

Y Ravenna... Ravenna era maga, nooceanógrafa, aunque tras solicitarlohabía recibido algunas lecciones porparte del director de la estaciónoceanográfica de Lepidor poco antes de

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nuestra partida. La echaba de menos conlocura, sobre todo sabiendo que durantenuestro último encuentro me había vistocomo a un rival, una amenaza para susucesión. Persea y Laeas habían enviadomensajes a través de sus contactos conla esperanza de dar con ella tarde otemprano. Pensaban aún que Ravennaera sólo una ayudante de la faraona. Yyo rogaba para mis adentros que no sehubiese vuelto en mi contra como lohabía hecho en Lepidor.

La silueta de una hilera de palmeras,casi inclinadas por la fuerza del viento,se recortaba contra las luces justo bajomi ventana, y cada tanto se oía el agudo

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crujido de una rama al quebrarse. De lostechos de una casa vecina empezaron adesprenderse varias tejas, que fueron aestrellarse con estruendo contra el suelode la calle. Poco después voló uno delos postigos de la ventana. Si ésta erauna gran tormenta, apenas habíacomenzado. Sin duda, la ciudad nosoportaría semejante azote con muchafrecuencia.

— Es mucho más fuerte de lohabitual. He recibido informes acercadel daño desde diversos puntos ytodavía no ha pasado por aquí el centrode la borrasca —dijo Persea cuando meencontré con ella un poco después.

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Estaba trabajando detrás de su escritorioen la oficina de la recepción, dondehabíamos estado esa mañana. Lascortinas estaban abiertas para quepudiese ver la ciudad, con todas susluces encendidas.

— ¿Tenéis campo de éter paraprotegeros? —pregunté mientras mesentaba en el borde de su escritorio,calentándome las manos bajo una de lasdecoradas lámparas de lectura. Poralgún motivo, esa noche hacía muchofrío en palacio.

— Sí, pero es un campo muy débilpara lo que tú estás habituado. Lastormentas no suelen ser tan potentes

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aquí. No sería bueno que durase muchotiempo.

Persea garabateó algo en un trozo depapel y lo colocó a un lado. —Losmagos del Dominio deberían servir paraalgo.

— Ése es el problema. Podríandetener la tormenta, es verdad, pero sólosi quisieran hacerlo —declaró y empezóa temblar mirando con irritación a sualrededor— Esto está helado. ¿Qué lepasa al hipocausto?

Bajé del escritorio y toqué el sueloentre dos alfombras. La piedra, quetendría que estar tibia al tacto, estabafría.

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— Debe de haberse apagado elfuego hace varias horas sin que nadie lonotase —aventuró Persea tras hacer lamisma prueba.

— Es más de medianoche. Estántodos durmiendo. —¿Y tú por qué no?—Dormí demasiado debido al sedante.Estoy totalmente despejado. —Meencantaría echarme un buen sueño. Todoel palacio se congelará si no hacemosalgo, así que vayamos a echar unamirada al generador. Me dirigí hacia lapuerta, pero Persea me llamó y corrióuna cortina en un rincón detrás delescritorio, revelando una pequeñaentrada y un diminuto vestíbulo. En uno

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de los lados se veía una estrechaescalera de caracol, iluminada por unrudimentario globo de éter.— Hasvivido en un palacio; supongo quetendréis pasadizos como éste —comentómientras bajábamos la escalera— Antesme parecía que los pasajes secretos eranalgo exótico. Ahora sólo los consideroútiles... y no son tan secretos.

Llegamos a un corredor más ampliocon unas cuantas puertas. Los muros, enlugar de ser de piedra rústica estabanpintados, por lo que parecía más unpasillo que un auténtico pasadizo. Comotodas las grandes familias, también enLepidor teníamos algunos, que eran

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conocidos por todos. Uno de esospasajes secretos me había salvado lavida durante la ocupación.

— ¿Adonde lleva el pasadizoprincipal? —pregunté mientras seguía aPersea cruzando otra puerta en direccióna una pequeña y estrecha habitación quetenía varios armarios cubriendo toda unapared.

— Éste comunica con la planta.Aquél con el piso inferior, donde estánlos jardines. Los generadores seencuentran más abajo.

— ¿Por qué tan abajo? —Mi vozresonó de pronto cuando dejamos esahabitación para descender por otra

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escalera, en esta ocasión amplia y recta,que conducía a la sala del generador.Hacía todavía más frío que arriba.

— Si se encuentra a bastanteprofundidad bajo tierra es más seguro...pero ¿dónde está el técnico encargado?

El generador que debía dar energíaal sistema de calefacción del palacio erauna masa fría y oscura que ocupaba lamayor parte del espacio. Las ventanillasde cristal que debían mostrar el colorazul brillante del éter estaban opacas yen lugar del permanente murmullo delmotor había un silencio absoluto.

Persea acercó una mano conprecaución y tocó la carcasa de la

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cámara del motor. Sacó la mano deinmediato, de forma instintiva, trashaberla rozado apenas. Luego apoyó lapalma sobre el metal, que habría debidoestar al rojo vivo.

— Está helado —dijo.No había rastro del técnico, cuya

tarea consistía en mantener el sistema enfuncionamiento, ni de su relevonocturno. Todo el palacio dependía deese sistema: la calefacción, el aguacaliente, la cocina, todas las luces queno tenían carga propia de éter.

— Tenemos cuatro horas de luz dereserva —advirtió Persea recorriendouno de los lados del generador— Debe

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de estar casi agotado. No tiene muchosentido permanecer aquí.

Entonces se detuvo de pronto, fuerade mi vista. —Humm, Cathan, ¿podríasvenir a ver esto, por favor?

En la parte posterior del generadoralguien había escrito con letra brillantey vulgar el siguiente pasaje del Libro deRanthas:

El fuego es el don de Ranthas. Élproporciona la luz y el calor a quienesle temen, y la oscuridad y la muerte aquienes le dan la espalda. Cuando seabriguen solitarios en la noche,temblando con el frío de las montañas eninvierno, estos últimos conocerán su

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verdadero poder y su auténtico calor.— Por lo tanto —dije con tristeza—

, no volverá a encenderse ningún fuegoen el palacio hasta que ellos lo decidan.El Fuego era el elemento del Dominio,que tenía derecho a otorgarlo o negarlosegún su voluntad, lo que nos dejaba porcompleto indefensos. Persea apretó losbrazos contra su pecho.

— Debí recordar que podían haceresto —murmuró.— No tiene sentidoperder el tiempo aquí abajo. Arriba hacemenos frío. —No habrá calor en ningúnsitio.

Volvimos sobre nuestros pasos tanvelozmente como pudimos. Cuando

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llegamos a la sala de donde habíamospartido, Persea apagó todas las luces yllamó al encargado nocturno. Su rostrose veía ceniciento al pálido brillo de laúnica lámpara de éter mientras lecontábamos lo que sucedía. El sonido dela lluvia contra las contraventanasproporcionaba un tranquiloacompañamiento.

— No podré mantener la casa enfuncionamiento, señora —dijo él sinrodeos— Estoy seguro de que misuperior coincidirá conmigo en que asíno podremos alimentar a todos. Lasituación empeorará entrada la noche,será mucho peor. Y mañana ya no

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tendremos ni luz ni calefacción. Sobretodo si continúa la tormenta. —Tendremos que mantenernos despiertospor ahora— señaló Persea— Recorre elpalacio, informa a todo el personal de loque ha sucedido e ingeniad algo paraesta noche. Apagad todas las luces tanpronto como podáis y buscad todas lasmantas que tengamos. Dale las mismasinstrucciones a la guardia, y quiero quetodos os reunáis en el patio mañana a lahora habitual del desayuno. Nosotros —dijo volviéndose hacia mí—regresaremos a mi habitación a cogerropa y después avisaremos a los demás.No te molestes en contárselo a Mauriz y

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Telesta. Todo esto es culpa suya, déjalosque sufran. De hecho, necesitábamosabrigarnos con urgencia antes de ir adespertar al resto. Laeas ya debía deestar enterado, y Palatina no podíasoportar el frío, algo nada sorprendenteen los thetianos.

Organizamos una improvisadaasamblea en la habitación de Palatina,sentados en un extremo de la cama queella rehusaba abandonar. Yo era quienmenos afectado se mostraba, puesLepidor me había acostumbrado a lanieve y a los helados inviernos boreales.Pero jamás antes había dormido en unedificio sin calefacción durante una

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tormenta, y el palacio del virrey era unaconstrucción tropical, no diseñada enabsoluto para retener el calor.

— ¿Existe realmente algo quepodamos hacer? —preguntó Palatina.

Negué con la cabeza.— No podemos siquiera encender

de nuevo el fuego hasta que levanten laprohibición. Y me temo que eso nosucederá hasta que nos hayan capturadoa todos.

— Mandaré a buscar a Sagantha aprimera hora de la mañana —afirmóLaeas, cuya voz se volvía más profundacuando se enfurecía— Con suerte, élserá capaz de negociar con el Dominio.

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¡Malditos! Colocarnos bajo prohibiciónpor no haber querido admitir suspatéticas y falsas acusaciones. Mauriz esun pelmazo, pero odio reconocer que eneste asunto tiene toda la razón.

— Pero Sagantha no estará aquí porlo menos hasta mañana por la tarde, y noestoy segura de poder retener hastaentonces a todo el personal de palacio—objetó Persea.

— Todos los trabajadores ysirvientes odian al Dominio tanto comonosotros. Permanecerán aquí todo lo quepuedan.

— Lo que será más o menos mañanaa la hora del almuerzo, cuando tengamos

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a nuestro cargo a cincuenta personas yseamos incapaces de cocinar nada.Nadie querrá alimentarse sólo con frutasdurante semanas.

— Ni vivir sin luz. Cualquieractividad deberá cesar con elcrepúsculo —añadió Palatina— Y conesta tormenta tampoco se ve muchodurante el día.

— Recemos por que la tormenta seabreve. Pero estoy de acuerdo contigo:nos quedaremos a oscuras en cuanto seoculte el sol. No hay manera de quesigamos adelante. Si sólo hubiesefallado el generador central sería unacosa, pero también han fallado el resto

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de las luces. La mía se apagó antes deque vosotros llegaseis; pensé que sehabía agotado.

Laeas miraba por la ventana, cuyascortinas estaban abiertas para permitirla entrada de la débil luz del exterior.

— ¿Crees de verdad que Saganthapuede lograr que Midian levante laprohibición? —pregunté, y la falta deluz me impidió ver la expresión deLaeas cuando me respondía.— Por logeneral, Sagantha consigue negociaresas cosas. —¿Sin entregarnos?— Esonunca lo haría.

— Todavía— añadió Palatina.Laeas se volvió hacia ella un

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instante, supongo que con aspectosombrío, y se puso de nuevo de cara a laventana.

— Sagantha desea contar convosotros por alguna otra razón. Enprimer lugar, nunca os entregaría a laligera, máxime considerando queponeros en manos del Dominioimplicaría vuestra ejecución. Y,básicamente, no tiene ningún interés enhacerlo.

— ¿Por qué? —preguntó Palatina—Sagantha desea detener el complot deMauriz contra la faraona. ¿Qué mejormodo de hacerlo que entregarlo aMidian? De esa manera, Mauriz ya no

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representaría ningún peligro. Midianestaría feliz, Sagantha se ganaría sufavor y la vida volvería a la normalidad.O al menos a ser tan normal como sueleserlo aquí.

Laeas ignoró el último comentario.— Y Sagantha perdería el apoyo del

pueblo. Está manteniendo un equilibriodifícil. Si os entrega y los thetianos serebelan, la gente común de Qalathar loverá como un colaborador con muy pocaconvicción, perderá su favor y, siregresase la faraona, quedaríadesacreditado. En Qalathar se hansoportado cosas peores. Yo mismorecuerdo una ocasión en la que toda la

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ciudad estuvo bajo la prohibicióndurante una semana entera. Fue haceunos seis o siete años, en un momento enque mis padres vivían aquí. Todos nosalimentamos de frutas y conservas y,cuando oscurecía, lo hacía de verdad.Por mí está bien —agregó— , podréestar más tiempo con mi novia sin quenadie lo note.

— Eso fue en pleno verano, Laeas—objetó Persea con algo de ironía en lavoz— Entonces podías dormir afuera sinuna sábana siquiera. No dudo que lohabrás hecho.

— Supongo que todos loencontraríamos maravilloso si

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tuviésemos esa edad —dijo Palatina— osi fuésemos niños. Los padres sedistraerían, todo estaría oscuro y,mientras que las cosas no se volviesendemasiado problemáticas, seríadivertido. —Jugar a bandidos y sentarsealrededor de las velas, aunque en estecaso, claro, no podríamos encender lasvelas.

— Imaginar que somos piratas ensus cuevas, fanfarroneando con nuestrobotín —sugirió Persea.

— Y cuando aparezca el gato delestablo se convertirá en un enorme tigrediabólico —añadí hablando por propiaexperiencia. El gato que tenía cuando

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era pequeño era enorme, negro y teníaojos amarillos como los de una terriblecriatura de la noche. Adoraba merodearpor sitios oscuros y asustar a la genteapareciendo de repente.

— No sé para qué necesitabas ungato auténtico —dijo Laeas en tonoburlón— Nosotros saltábamos de miedocon cualquier estremecimiento que sepercibiese en el ambiente, como elsusurro del viento al atravesar losárboles, que nos llevaba a recorrer losbosques en busca de demonios.

— Búhos —afirmó Persea— Son lopeor. Cuando yo estaba fuera de noche,por mucha gente que me rodease los

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búhos siempre me encontraban. Gritande un modo tan siniestro, y luego seabalanzan desde los árboles y parecentan grandes. Los cuervos y las urracashacen ruidos horribles, pero no resultantan amenazantes como los búhos.

Sonreí como todos, y se produjo unmomentáneo silencio. Probablemente,los demás pensaban lo mismo que yo,mirando a través de los oscurecidoscristales y reflexionando sobre lo simpleque habían sido las cosas en otrostiempos, cuando lo único que nosasustaba eran los castigos de nuestrospadres y la aparición de las extrañascriaturas nocturnas.

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Era evidente que alguno debíaromper el hechizo, y Palatina lo hizo delmodo más sutil posible.

— Tendremos tiempo para volver avivirlo, al menos durante esta noche,hasta que termine la tormenta —dijoella.

Pese a la situación, la charla habíacontribuido a distender los ánimos.Teníamos frío y nos esperaba una nochesin luz ni calor, pero de alguna maneranos parecía todo más tolerable trasrecordar las noches pasadas en nuestrosrefugios en lo alto de los árboles. Al finy al cabo, en medio del temporal de laCiudadela me las había compuesto para

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dormir sobre una roca durante una nocheentera a pocos pasos de las cataratas.

— Creo que el Dominio ha escogidola táctica equivocada —advirtió Laeasde pronto— Privarnos de luz y calorsólo nos hará pasar un mal momento. Laciudad no está afectada. Si hubiesehecho exactamente lo opuesto,colocando bajo la prohibición a todoslos demás pero no a nosotros,tendríamos una revuelta en todos losportales exigiéndonos que le diésemosal Dominio lo que quiere. —¿Lo creesde verdad?— preguntó Persea.

— Pero en esta ocasión no creen queeso merezca la pena. Si Midian desease

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capturar a la faraona, sería mucho másduro, y creo que la protesta se haría antesus portales, no ante los nuestros. Peropor un puñado de thetianos no se tomantantas molestias. —Pues no les demosideas. Odio las revueltas, inclusocuando participo en ellas. Es horrible,sencillamente porque uno pierde elcontrol.

— ¿Tienes mucha experiencia alrespecto, Persea? —preguntó Palatina.

Persea sonrió.— Un poco. Pero no deseo volver a

estar en esa situación, a menos que seaen la plaza del mercado de Poseidonis,esperando a que la faraona se asome a

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su balcón y anuncie la refundación de laciudad.— Brindo por que eso suceda.Pero no tenemos nada para beber..

— Es una idea brillante —asintióLaeas— Vuelvo en un minuto. Y así lohizo, con una pequeña pero pesadabotella de vidrio y cuatro pequeñascopas. No llegué a leer la etiqueta de labotella, pero supuse que sería uno deesos licores letales que tanto adorabanbeber en el Archipiélago. Meequivocaba.

— Coñac especiado de Thetia —anunció él sirviendo una reducidamedida en cada copa— Te gustará,Cathan, realmente no es tan fuerte como

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parece al paladar. Te lo has de beber deun trago. —¡Por la faraona!— dijoPersea cuando Laeas cerró la botella—¡Y por Poseidonis!

— ¡Por la faraona! —repetimostodos, y bebimos.

Apenas pude tolerar su extrañosabor, pero cuando me lo tragué sentí enel pecho su calor y tuve que admitir queno estaba nada mal. Nos miramosmutuamente con incertidumbre. Luegonos levantamos de la cama y ledevolvimos las copas a Laeas. Antes demarcharme le di a Palatina un juegoextra de ropa de abrigo. Podía ver losuficiente para seguir el camino de mi

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habitación y caminé hasta llegar allíjunto a Laeas y Persea. Intenté conservarel calor de mi cama como pude. Paséuna noche agitada, con el viento y lalluvia rugiendo en el exterior, y el fríopenetrante del dormitorio. Al despertarme esperaba un día todavía máscomplicado.

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CAPITULO XXI

Me despertó Palatina y al abrir losojos la hallé enfundada en ropasmilitares, con una bufanda alrededor dela cabeza. ¿De dónde la habría sacado?—Sólo alguien del norte podría dormiren estas condiciones. Eché una miradapor la ventana y mi corazón se acongojóal ver los ríos de lluvia deslizándosepor los cristales contra el fondo de uncielo cubierto. Se oyó un trueno, seguidode sucesivos relámpagos.

Volví a correr las cortinas sinvoluntad y me puse el impermeable, quepor desgracia no era militar. Había

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dormido vestido todas las nochesdurante las dos semanas transcurridasdesde que se apagó el generador, peroabandonar la cama seguía siendo unaexperiencia traumática.

— ¿Por qué tan temprano? —lepregunté cogiendo una muda y una toallade donde las dejé la noche anterior. Ellallevaba la suya bajo el brazo.

— No es tan temprano. Ya hace treshoras que amaneció.

— ¿Ya ha amanecido? —Mispalabras fueron apagadas por otrodesafiante trueno— ¿No hay señales deque esto se vaya a acabar?

Ella negó con la cabeza.

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— El agua caliente ha sido muyescasa esta mañana, nuestros amigos deafuera están demasiado ocupadosasegurándose de que no se derrumbensus propios hogares. Tenía quedespertarte o no iba a quedar ni una gotapara ti.

— Gracias.La seguí por los pasillos, donde

luces de éter aisladas ardían aquí y allá,de camino al pequeño salón de la plantabaja que estaba siendo utilizado comoimprovisado lavabo. Habían hecho unagujero en uno de los muros, parainsertar una cañería de cobre queconectaba con la familia amiga más

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cercana, que vivía junto al palacio.Echaban por ella cada mañana toda elagua caliente que podían, pero aun asíapenas era suficiente.

— Justo a tiempo —dijo Laeasmientras yo resbalaba sobre la piedrahúmeda. Allí hacía mucho más calor queen cualquier otra parte del palacio, perosólo el agua estaba caliente— Heguardado una poca para ti. Somos losúltimos, todos los sirvientes selevantaron hace siglos.

Coloqué mis cosas en el habitáculoapenas resguardado por cortinas queservía para cambiarse, tan estrecho quesólo cabían dos personas de pie, así que

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hacerlo era verdaderamente complicado.—Vosotros dos primero.— Era la vozde Persea, desde el otro extremo— Yapuraos, por el amor de Thetis. El aguase está enfriando.

Laeas y yo fuimos tan de prisa comopudimos a la improvisada ducha: unamanguera en cuyo extremo se habíacolocado un recipiente que retenía elagua y luego la liberaba poco a poco,por lo general con pausas lo bastantelargas para que quien se estabaduchando llegase a pasar frío. El aguasólo estaba tibia esa mañana y tuvimosque limitarnos a llenar el recipiente dosveces, lo suficiente para mojarnos por

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completo pero no mucho más. Cuandoacabamos, me envolví en la toalla,temblando mientras ponía el mecanismoen marcha para Laeas. Luego los dos nosmetimos tras las cortinas y nos vestimostan rápidamente como pudimos, sinsecarnos bien. Era incómodo pero noinsoportable. Todo lo hacíamosmecánicamente en la última quincena.Habituados ya a esa rutina, me vestí enapenas un minuto y medio y recogí miropa sucia, esperando a que acabasenlas mujeres. Como éramos los últimosen usar la ducha, nos entretuvimos endejar el lugar ordenado. Luego dejamosla muda sucia en la bolsa de la

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lavandería y nos fuimos arriba con laesperanza de desayunar.

— No nos han enviado muchacomida esta mañana —dijo Laeas conpesar— La tormenta es demasiadofuerte.

— ¿Recuerdas otro inviernosemejante? —pregunté.

Laeas negó con la cabeza.— Este invierno es el peor que he

visto, y da la impresión de que el restode la isla también lo padece. En mitadde la noche se desprendió otro tejado yunas cuantas personas resultaronheridas, Por fortuna no murió nadie,pero fue imposible trasladarlos a la

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enfermería.¿Y el virrey?— Ya sabes cómo es. Está decidido

a lograr que recuperemos la luz, pues yase ha restaurado la conexión con la redde la ciudad. Esperamos poder conectartodo esta misma noche, enviándole a esecabrón del templo el mensaje de que susmagos no son infalibles. Gracias alcielo, quien construyó esa mole fuedemasiado tacaño para instalariluminación directa sólo por generadorde leña.

— Me pregunto cuál será elsignificado teológico del éter —subrayóPalatina cuando llegamos a la cocina.

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Las únicas frutas que quedaban eranen su mayoría naranjas, y cogimos doscada uno, así como todo lo que pudimosconseguir. Que no fue mucho después deque todos los demás hubieron cogido suparte. Al menos, los sirvientes eraalimentados por generosos vecinos. Dehecho, comían mucho mejor quenosotros, aunque, en dos ocasiones a lolargo de la última quincena, el virreynos había llevado a cenar a unrestaurante cercano, escoltados por unaguardia numerosa para prevenir queMidian intentase algo.

Habíamos esperado hasta hoy, hastaque la tormenta hubiese pasado. La

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noche anterior los guardias habíanacabado de reabrir un túnel (en estaocasión un pasadizo genuinamentesecreto) que descendía hacia unapequeña casa pasando el puerto.También nos proporcionaba, lo que eraquizá más importante, una vía de escapepara ir a la ciudad. El virrey permitíasalir incluso a los dos thetianos,adecuadamente disfrazados, bajopalabra de que no huirían. No habíaningún buque en el puerto esperandozarpar, así que no podían ir muy lejos.

Pero, con semejante tiempo, sesuponía que no iríamos a la ciudad.Pocas tiendas estarían abiertas en un día

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tan malo como éste, y en el exteriorhacía tanto frío que ninguno de nosotrosdeseaba enfrentarse a los elementos.Podíamos ver el mismo paisaje, yempaparnos por igual, en el jardín delpalacio.

Por otra parte, había tan pocas cosaspara hacer en el palacio que Palatina yyo estábamos cada vez más inquietos eirritados a medida que pasaban los días.El palacio nos parecía una prisión,oscura y deprimente con un régimenaustero. Y fuera, un grupo de agentessacri se mantenían atentos a los portalessiempre que el tiempo se lo permitía.Midian no había cedido en sus

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exigencias, no había considerado ladiplomacia de Sagantha. Allí enQalathar, Midian era quien repartía lascartas, y lo sabía muy bien.

— Así que aquí estáis —dijo unavoz mientras me acababa la segundanaranja. Miré a mi alrededor y distinguía la secretaria del virrey de pie en laentrada— El virrey desea veros tanpronto como acabéis.

— Muy bien —respondió Laeas. Mepregunté qué pasaría ahora. Rogué queno fuese nada grave esta vez. Se habíanproducido nuevos arrestos: más dedoscientas personas estabanencarceladas en la prisión del templo, a

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la espera de ser juzgadas por herejía.Algunas serían quemadas en la hoguera,lo que me ponía malo cada vez quepensaba en ello. ¿De verdad valía lapena? Los sacerdotes ofrecían casisiempre una vía alternativa, peromuchos no optaban por ella. Ahora,como pasó en Lepidor, sería aún peor:les darían menos oportunidades deescoger. Y estaban empleando la tortura,lo que constituía una contradicciónflagrante de sus propias leyes, por nomencionar una multitud de decretosimperiales previos que estabanignorando tanto el actual emperadorcomo los inquisidores. Nadie en su sano

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juicio deseaba afrontar la tortura o lahoguera, de modo que los arrestados sedaban por vencidos, ofrecían másnombres en respuesta a las amenazas yse arrestaba a más gente. La flota depesqueros no podría zarpar hasta que losinquisidores estuviesen convencidos deque no había ningún hereje entre susmiembros. Y todavía no había ningunaesperanza en el horizonte, con excepciónde los por entonces ya viejos rumoressobre la faraona. Pero ése no era elcaso, según quedó claro al llegar a laoficina de Sagantha. Ésta era mucho másmajestuosa que la sala donde solíamosreunimos cuando él estaba fuera, con

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altos techos y costosas alfombras en elsuelo, a las que la débil iluminación nohacía justicia. Su escritorio era un oasisde brillo en un espacio por otra parteoscuro y monótono, y, tras recibir lainvitación a sentarnos de Sagantha,colocamos unas sillas a su alrededor.

— Palatina, Cathan, vosotros y losdemás debéis marcharos —dijo sinpreámbulos, recostándose en la sencillapero mullida silla que usaba. Gobernaruna nación ocupada desde un palaciooscuro y frío era una desventaja, y surostro mostraba líneas de expresión queno estaban antes ahí. Aún no podíacomprender por qué había aceptado el

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virreinato.— Os he permitido ir a la ciudad

como una medida temporal, pero eso yano puede continuar. Las cosas aquí nohacen más que empeorar, y sois unafuente de tensiones. No os estoy echandoni nada parecido, pero tampoco estáislogrando nada por permanecer en elpalacio, y me parece que el resto de estaisla es demasiado peligroso.

Palatina y yo nos mirábamos conincomodidad. Ninguno de los dosdeseaba permanecer en el palacio, peromarcharnos de la isla equivalía aabandonar a Ravenna, quizá nuestraúnica esperanza de hallar el Aeón, y lo

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cierto es que nos sonaba muy mal.— Puedo adivinar que la idea de

marcharos no os agrada a ninguno de losdos.

— ¿No podemos solamentedesaparecer? —preguntó Palatina— Sinprotección, correremos nuestros propiosriesgos.

— Sí, pero ¿para hacer qué? Habéisvenido aquí con un plan para reemplazara la faraona.

— Hemos venido como parte delplan de Mauriz para reemplazar a lafaraona —corregí— Yo soy el títere,¿recuerdas?

— Lo eres, Cathan, pero ¿no estaba

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Palatina involucrada en esa intriga?Desde el punto de vista político, ambossois comodines sin ninguna lealtad hacianadie en concreto.

Sin saber qué opinaba realmente demí, decidí asumir el riesgo de desviar suatención hacia otra cosa. Incluso si mitreta tenía éxito, no tenía ninguna certezade que al final no se volviese en micontra.

— Eso no es cierto —protesté a ladefensiva, y luego añadí sin convicción— , respecto a ninguno de los dos.

Sagantha apoyó por un momento elpuño contra la barbilla, estudiándomecon la mirada. Le dije la verdad, pero

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sólo parte de ella, con la esperanza deque fuese suficiente. Palatina y yohabíamos acordado no hablarle sobre elAeón, pues no podíamos estar segurosde que no llamase a los cambresianos.

— ¿Sabes que Ravenna se marchóporque no confiaba en ti? —me dijo.

Fue un golpe bajo de parte deSagantha, pero era algo que yo ya sabía.

— Ella no confiaba en mí a causadel complot de Mauriz —respondí y enmi mente agregué: «Y porque soy un Tar'Conantur». Me pregunté también sialguna vez conseguiría librarme de esepeso.

— ¿Piensas que ella habría

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cambiado de idea?— ¿Es que voy a acabar en otra cosa

que no sea jerarca títere?Decidí aceptar su propuesta después

de que Ravenna se marchara, cuandoparecía que su plan sería la mejormanera de deshacerse del Dominio.¿Qué posibilidades les quedan ahora?

— Para ser realistas, no existeningún modo de deshacerse del Dominio—afirmó con gravedad— Carecemos detropas, no tenemos con qué contrarrestarel poder de sus magos y ningunaprotección contra las tormentas. Sí, séque Ravenna y tú conseguisteis realizarese truco increíble en Lepidor, pero eso

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fue contra un mago y un puñado de sacrien territorio afín. Lo único que puedehacer ahora la faraona es ocultarse enlos alrededores de la ciudad. Sicomenzase a matar sacerdotes, seproducirían más detenciones y másjuicios.

Sagantha había estado en lo cierto,de no ser por el Aeón. Los sacri no eranaquí el factor decisivo, por muy bienentrenados que estuviesen. Ellos sóloprotegían a la Inquisición mientras éstacumplía con sus funciones. Y laInquisición tenía toda la isla a sumerced. ¿Apoyaría la gente a Ravenna siel mismo hecho de nombrar a la faraona

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era declarado herejía?— Si embarcas a Mauriz, Telesta y

compañía —dijo Palatina— ,preferentemente de regreso a Thetia, loúnico que pedimos nosotros es salirseguros del palacio.

— ¿Los ayudarán vuestros amigos?—le preguntó el virrey a Laeas y Persea.

Ellos se miraron con apuro entre sí yluego asintieron. —Si conseguimosocultar algunos rasgos de Cathan,podríamos hacerlo. Cambiando el colorde sus ojos y oscureciendo su piel,seguiría pareciendo un thetiano pero noresultaría tan reconocible.

— Lo pensaré un poco —anunció sin

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más Sagantha y pidió que nosmarchásemos— Laeas y Persea,necesito vuestra ayuda con estacorrespondencia.

— ¿Cómo, por todos los cielos,planea sacarnos de aquí? —dijo

Palatina cuando las puertas secerraron detrás de nosotros y nuestrasvoces no pudieron ser oídas— ElDominio revisa cada nave que zarpa,incluso las pesqueras. Estoy segura deque Sagantha tiene algún plan. Ayerdecía que nos quedásemos aquí variassemanas más, lo que me parecía muydeprimente. Ahora, de repente, debemospartir, y en especial Mauriz y Telesta.

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No parece tan preocupado por nosotrosdos.

Negué con la cabeza.— Por lo general estoy de acuerdo

contigo, pero eso tampoco me parececierto. Nosotros somos sin duda másútiles para Sagantha que Mauriz oTelesta. ¿No es así?

— Sí, es cierto, en especial tú; comojerarca eres muy valioso para dejartemarchar, en especial para uncambresiano, y además eres la únicapersona por la que Ravenna sientecariño sincero. Sagantha puede utilizartepara negociar con ella. El peligro deconvertirte en títere aún sigue ahí.

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Salimos al atrio, con sus altascolumnas, ahora grises y monótonas enmedio de la lluvia, y pasamos al lado decuatro puertas. Una de las galeríasestaba cerrada debido a los rayos que sehabían estrellado allí la noche anterior,y los hombres del tribuno estabanatareados reparando los daños.

— Lo sé, pero lo seré de todosmodos. Cuanto más nos quedemos aquí,mayores serán las probabilidades detener noticias de Ravenna.

— Ya han pasado cinco días. Inclusosi pudieses contactar con ella mañana,cualquier intercambio de mensajesrequeriría más tiempo.

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Sonreí a Palatina y negué con lacabeza. Por una vez había podido llegara una conclusión absolutamente mía.

— Cuando me llegue la respuesta—afirmé— , podré buscarla.

— ¿Mediante magia? —preguntófrunciendo el ceño.

— Sí, de una clase especial.— ¿No atraerá esa magia la atención

de los magos del Dominio?— Sólo es efectiva porque nosotros

ya hemos enlazado nuestras mentesantes, sólo por eso. Y cuando lalocalice, ella querrá que le revele cómolo he logrado para que no pueda volvera utilizarla. Pero esta vez ya habré

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sabido lo lejos que se encuentra y en quédirección. Eso bastará.

— Te estás volviendo retorcido,Cathan —advirtió Palatina con una levesonrisa— Si no te conociese bien, casiafirmaría que sabes qué es lo que vas ahacer.

— Sí que lo sé —respondí cortante,y mi buen humor desapareció. Pese a labroma, su comentario parecía sugerirque yo no tenía ideas. ¿Es que tenían unaopinión tan pobre de mí? ¿O era porquelo decía Palatina, a quien siempre se leestaban ocurriendo cosas?

— Lo siento —me dijo ellaponiendo una mano sobre mi hombro

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para aplacar mi enfado.Me volví con determinación y me

alejé en dirección contraria. —No, sólolamentas haberlo dicho en voz alta. Nonecesito tu compasión.

Caminé hacia la columnataignorando el viento que golpeaba mirostro y me encaminé hacia los grisespasillos que conducían a la biblioteca.Probablemente, Telesta estuviese allí,pero ¿qué importaba? Ella opinabasobre mí lo mismo que los demás, con lasalvedad de que, igual que Mauriz, no loocultaba en absoluto. Yo era conscientede ser desgraciadamente un líderindeciso, pero ¿acaso eso convertía

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cualquier idea que surgiese de mi menteen una singular rareza?

Como suponía, Telesta ya estaba enla biblioteca, de pie ante una luz con uninmenso volumen encuadernado en negroapoyado sobre uno de los estantes.

— Buenos días, Cathan —dijo yluego, tras observar la lluvia en laventana, añadió— : O quizá no lo seantanto. Hace bastante que no te veo. —Novengo por aquí con mucha frecuencia—respondí en tono neutral. —Aquí eltiempo pasa de manera diferente» Losdías no resultan tan pesados.

«Aquí el tiempo pasa de maneradiferente para el clan Polinskarn», pensé

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para mis adentros, pero no lo dije.Hacía varios días que tenía intención devisitarla, pero lo había pospuesto unavez tras otra debido a mis pocas ganasde hablar con ninguno de los dosthetianos. En todo caso, estaba allí enaquel momento debido a una decisiónpuntual y no premeditada, pues si nopodría haber estado postergando elencuentro indefinidamente. —¿Podríaentonces quitarte un poco de ese tiempo,si es que te apetece compartirlo?

— Eso depende de que pueda o noayudarte —repuso Telesta cerrando ellibro y devolviéndolo a su sitio en laestantería— Si nuestro pacto todavía

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sigue en pie, entonces te debo másrespuestas. ¿Se trata de una dudahistórica?

— En parte. Al menos la pregunta eshistórica. Pero no sé si su respuesta loes o no.

— Continúa.— Tanais Lethien. ¿Sabes quién o

qué es?Acercó dos sillas a la mesa más

cercana a la luz y me indicó que mesentase.

— Para explicar eso deberíacontarte una historia muy larga. ¿Tienestiempo?

Asentí y me senté.

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— Sabes que la guerra de Tuonetarduró siglos, de hecho ocurrió durantetoda la existencia de Thetia hasta lausurpación. Los thetianos siempresupieron que los habitantes de Tuonetarestaban allí, más allá de las islas delexterior, un enemigo con el que nunca sepodría llegar a la paz. Nadie considerójamás firmar un tratado con Tuonetar,aunque existieron períodos en los que nohubo luchas. En aquellos tiemposéramos una sociedad guerrera. Lasmujeres combatían codo a codo con loshombres, como seguirían haciéndolo sise lo permitiesen, pero hubo siempreuna distinción entre tiempos de paz y de

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guerra. La propia Thetia, hasta el mismofinal, fue sagrada, un lugar para elplacer, la música, la danza. Todas lasgrandes óperas, los poetas y filósofosmás importantes pertenecen a esetiempo. Luchamos durante siglos contralos clanes, imponiéndoles queproporcionasen buques y marinos paraparticipar en la campaña antes deregresar a su tierra. No había ningúnejército estable con excepción de laguardia imperial, a la que todavíallamamos Novena Legión, pese a que yano existen otras legiones. Inclusoentonces eran sólo unas pocas. Elejército no se constituyó hasta los

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tiempos de Valentino, el padre deAetius, cuando pareció que la amenazade Tuonetar se hacía mayor. Los clanesfueron siempre muy reticentes a ofrecersus naves, de modo que la Armadaempezó con unas cuantas mantasdesechadas, tripuladas por inadaptadosy oportunistas. Casi todos los marinosfueron reclutados entre la población delas aldeas pesqueras para servir acambio de una compensación miserable.Eso, al menos, hasta que el emperadorconsiguió persuadir a la Asamblea deque le otorgase fondos. Pero finalmenteno se los entregaron y la flota tuvo quesubsistir del botín que obtuviese al

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saquear al enemigo. Valentino era poraquel entonces un anciano, y dirigíatodas sus energías a ganar batallas. Lafuerza de los clanes fue probada ydesafiada, ante la duda de que no fuesende fiar y, tal como esperaban los líderesde los clanes, la Armada fue dejada delado. Las cosas no han cambiado, sóloque ahora se han invertido.

Telesta levantó los hombros. Seguíavistiendo siempre de negro, y su cuerporesultaba imposible de distinguir enmedio de la penumbra general. Sólo surostro era visible a la pálida luz de éter.

— Supongo que la Armada habríatenido una muerte lenta —continuó— ,

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utilizada sólo para actuar en puntos sinimportancia, de no haber sido por unjoven marino del buque insignia. Setrataba de un centurión, que habíaascendido desde los rangos inferiores,como ha sido siempre. Se llamabaTanais Lethien y provenía de lasmontañas del interior del territorioCanteni. Cuando entras en la Armada oen la guardia imperial abandonas tunombre de clan, pero él eraoriginalmente un Canteni. No me habíadado cuenta, pero tenía sentido. El clanguerrero Canteni, se autodenominaban,incluso ahora que su espíritu marcialapenas sobresalía sobre el resto de los

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clanes. —Cuando la nave insignia fueabordada durante una escaramuza menor,Tanais se las arregló no sólo pararepeler a los de Tuonetar, sino inclusopara capturar al buque atacante. Lo usócomo anzuelo para atraer hacia sutrampa al resto de naves enemigas. Y,debido al modo en que actuaba laarmada de Tuonetar, que empleaba unospocos buques grandes de carga y muchospequeños, Tanais logró destruir lasdefensas de una de las naves de carga.Los líderes de clanes, comandados porun almirante imperial, le dijeron que semantuviera quieto mientras elloscapturaban el otro gran buque de

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Tuonetar y lo destruían. Pero Tanaistemió que el buque consiguiese huir, demodo que convenció al oficialsuperviviente de mayor rango del buqueinsignia, un lugarteniente llamadoCleomenes Cidelis, de desobedecer lasórdenes y dar caza al enemigo.

«Cidelis, el futuro almirante», pensé.Todo eso debió de suceder veinticincoaños antes del final de la guerra. No seme había ocurrido que Tanais conociesea Cidelis desde hacía tanto tiempo. —Destruyeron la nave enemiga, perocuando llegó el almirante estaba furiosoy exigió el arresto tanto de Tanais comode Cidelis por desobedecer sus órdenes.

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Ambos se resistieron a ser arrestados, loque quizá no fuese una buena idea, y losdos buques se escoltaron entre sí deregreso al puerto. Tanais y Cidelisfueron llevados a la capital, donde seenfrentaron a una corte marcial, pero unjoven de dieciséis años llamadoCarausius influyó para que interviniesesu hermano gemelo, el príncipecoronado. El emperador Valentinoperdonó a los dos oficiales y, de hecho,los ascendió. Lo importante de todo estoes que por primera vez la fuerzaimperial fue tomada en serio. Tanais yCidelis la dotaron de sentido delorgullo, y el emperador dejó de

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ignorarla. En apenas una década habíanhecho que el ejército imperial pasase deser una broma a lo que hoy conocemos.Tanais creó las legiones y Cidelisconsolidó la flota imperial haciéndolamucho más grande que la de los clanesunidos; pasó incluso que varios buquesde algunos clanes desertasen para entraren la Marina. Entre ambos fundaron elejército imperial, con el que Aetius ganóla guerra. La Marina nunca olvidó lo quehabían hecho Tanais y Cidelis, ytampoco la intervención de Aetius. Elinteligente Carausius permitió que suhermano se llevase el mérito, y ese gestohizo que su hijo lo despreciara. Tanais

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acabó como almirante, un puesto queAetius creó especialmente para él, ycombatió a lo largo de toda la guerra.Nunca perdió una batalla, ni una vez entodos esos años. Ya sabes qué ocurriódurante la contienda, cómo al final laArmada los siguió a los cuatro a AranCthun. Cada año, en el aniversario de lacaída de Aran Cthun, la Marina y laslegiones celebran un homenaje en honorde los caídos para recordar aquellagesta, la muerte de Aetius y el hecho deque Tanais y Cidelis los hubiesensalvado. Consideran a Tanais algoparecido a un dios, incluso ahora.

»No estoy segura —prosiguió— de

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qué sucedió durante la usurpación. Losdos estaban lejos, en Selerian Alastre, lanoche en que Tiberius fue asesinado.Nunca más se supo de Cidelis. No figuraen la lista de víctimas, ni entre los quecombatieron al usurpador, tampoco esmencionado en el pergamino de losPadres fundadores de Cambress. Escomo si se hubiese evaporado de la fazde la tierra. Yo, personalmente, creo quese suicidó. Pero Tanais no lo hizo.Tampoco se encuentra en ninguna de laslistas, pero durante los primeros cincoaños de Valdur en el poder, alguien seencargó de matar a todos los miembrosdel alto mando que se opusieron al

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reinado de Valdur. Eso lo sabes porquelo narra el Continuador, pero Tanais noreapareció hasta que Valdur murió.También él fue asesinado, pero no porTanais. Un fanático religioso lo apuñalócamino de palacio. Un final muyapropiado. Desde entonces, Tanais haaparecido una o dos veces en cadageneración durante unos pocos meses yluego ha vuelto a desvanecerse en lassombras. Se muestra sólo, lo suficientepara mantener viva su leyenda, dejandoque lo vean algunos de los oficiales,logrando que el emperador conozca sunombre. Ha venido a los funeralesimperiales; mi padre lo vio cuando

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enterraron a Perseus. Jamás hainterferido en la sucesión, pero si lespidiese a los militares que lo designaranemperador, probablemente loobedecerían.

— Pero no suena como algo queTanais vaya a hacer.

— ¿Quién sabe? ¿Cómo ha logradovivir más de doscientos cincuenta años?

— Para nosotros son siglos, pero ¿ypara él? —pregunté con curiosidad—¿Cuál fue su última aparición? —EnThetia, hace unos cuatro años. Pasó tresmeses en la academia militar, y fuecuando se convirtió en tutor de Palatina.Pero tú lo has conocido, así que es

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evidente que ha estado en otros sitiosademás de en Thetia.

— ¿Es posible que a lo largo de dossiglos sólo haya estado activo duranteunos diez años?

— También yo me lo he planteado.Sí, si sumas todo el tiempo en que seaparece, sólo llenaríamos una fracciónde esos siglos. Y existe mucha magia dela que no sabemos nada en absoluto, nodesde las purgas. Supongo que losmagos del Dominio serían capaces deexplicarlo. —Es decir que tú crees queél es el almirante de Aetius...

Telesta pareció sorprendida.— ¿Quién más podría ser? Todo

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parece indicarlo. ¿No es un principio dela lógica y de la ciencia que, siendoiguales las demás cosas, la explicaciónmás simple siempre será la correcta?¿Crees que algún ser humano podríasoportar una existencia semejante? —Creo que los seres humanos puedensoportar cualquier cosa, siempre ycuando tengan esperanza. Es, por cierto,una vieja idea, y si has leído bastantefilosofía thetiana te resultará familiar elargumento contrario.

— Me temo que no. He leído algo defilosofía, pero a lo único que en verdadpresté atención fue a los escritoscientíficos. —¿La Historia natural de

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Manathes, Sobre la naturaleza de lascosas de Bostra?

— Sí, y el resto. Siempre me hanresultado más interesantes. —A mínunca me ha entusiasmado Bostra.Demasiado monótono, demasiadopedante. Cathan, ¿por qué deseabassaber de Tanais?

Telesta dijo eso exactamente en elmismo tono de frase anterior,lanzándome la pregunta de repente.Había supuesto que no tendría que darexplicaciones, asumiendo que Tanais erauna figura lo bastante relevante para quemi interés no requiriese aclaraciones. Elmotivo concreto —que se lo había

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preguntado para encontrar un nexo conel mucho más esquivo Cidelis— eraalgo que no tenía intención de revelarte.

— Tanais es importante —respondí— , y me preguntaba cómo podíashablar sobre él sin haberte cuestionadoquién es en verdad. ¿Por qué no se lopreguntaste entonces a Palatina?

— Tú eres historiadora —dije,aunque quizá la razón fuese mi propiadebilidad, pues la relación de Palatinacon Tanais parecía implicar que ellaposeía mucha más información. Decualquier modo, también era probableque Telesta se interesase más por losdetalles— ¿Es cierto que no existe

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ningún documento o texto que hable delo que hizo Tanais durante lausurpación?

— Yo no he encontrado nada. Mihipótesis es que debió de ser capturado,tal vez envenenado, y que se le mantuvoapartado para que no ocasionaseproblemas.

— Pero ¿qué podría haber hecho?Muerto Tiberius, Valdur era el últimoTar' Conantur que quedaba con vida.

— Olvidas que Valdur no actuabaretrospectivamente. Asesinó a su primo,el legítimo emperador, y podría temerque Tanais sencillamente lo asesinase yocupara el trono. Tanais no hubiese

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podido ser atacado abiertamente, puesera demasiado importante, pero si eraapartado, Valdur tendría tiempo deconsolidarse en el poder. Cidelis pudohaber sido asesinado con discreciónentonces. Valdur podría haber dicho queCidelis, y quizá también Tanais, sehabían apropiado del buque insignia.

— ¿Te refieres al gran buque Aeón>—pregunté intentando aparentarignorancia— ¿Cómo podría haberjustificado eso?, ¿afirmando que lohabían destruido?

— Jamás habrían hecho eso —sostuvo Telesta observándome concuriosidad, y por un momento sentí una

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helada puñalada temiendo habermedelatado. Pero entonces su expresiónescéptica desapareció y yo evitéexteriorizar mi alivio— Eso fue unainvención. Valdur se vio obligado acrear semejante historia pues lohumillaba no contar con el Aeón. Meparece probable que el Aeón fueradestruido finalmente por Cidelis, puesdesde entonces no ha sido mencionadonunca más, y algo tan grande seríaimposible de ocultar. Ha pasadodemasiado tiempo desde entonces paraque siga sin haber noticias de él.Quizá...

Telesta no pudo acabar la frase, pues

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se oyó un golpe seco en la puerta, yapareció Persea.

— Lamento interrumpiros, perotenemos más problemas. Sarhaddonacaba de llegar desde Taneth con unaespecie de orden del primado y seencuentra en la puerta.

— ¿Ha venido para arrestarnos? ¿Loacompañan los sacri? —pregunté. Mehabía convencido a mí mismo de que nosucedería nada con ese mal tiempo. ¿Porqué se habrían arriesgado los sacri?

— No, ha venido sin guardia. Sólolo acompañan dos sacerdotes. Deseaverte, Cathan.

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CAPITULO XXII

Esperé a Sarhaddon en la salacontigua al atrio donde Laeas y Persease habían reunido con nosotros laprimera noche. Las luces estabanencendidas, siguiendo órdenes delvirrey, por lo que todo brillabagratamente. El suelo había recibido unalimpieza superficial para dar laimpresión de que el palacio seencontraba en mejores condiciones delas reales.

Debido al estatus relativamente pocodestacado de Sarhaddon, Sagantha habíaexigido que ninguno de nosotros

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estuviese allí para recibirlo cuando se lehiciese pasar. Así que permanecí de piefuera de la vista en un rincón. Saganthase quedó en su estudio, sin intención dehablar con Sarhaddon, quien bien podíaser una autoridad para el primado perono tenía ninguna relevancia respecto alvirrey, al menos hasta que no solicitaseuna audiencia formal.

Se percibió un súbito revuelo. Oíque la puerta se abría y los guardiasdaban paso a varias personas, ¿o erasolamente una? La puerta volvió acerrarse, demasiado pronto parapermitir la entrada de tres personas.Quizá los otros dos esperaban fuera.

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Chorreaba agua sobre el suelo; alguiense quitó el impermeable.

— Vendrán a atenderlo en un minuto,dómine —dijo uno de los sirvientes—Espere aquí hasta entonces.

Entonces el huésped debió dequedarse solo, pues a partir de esemomento el silencio fue absoluto, salvopor el ruido de la lluvia.

¿Para qué habría venido? ¿Creeríaque yo podía perdonarlo?, ¿que algunode nosotros podía perdonar lo que habíahecho en Lepidor? Hubiese deseadosencillamente darle la espalda, peroSagantha insistió en que lo recibiesepara averiguar si venía a ofrecer alguna

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solución pacífica.¡Solución pacífica! ¿En qué mundo

vivía el virrey? ¿Un inquisidor, de quienSagantha sabía que había participado enla invasión de Lepidor, trayendo unmensaje de paz? Sagantha sólo pretendíautilizarme para negociar una posible víade escape, algo que lo beneficiase.Siempre político, forzaba a los demás ahacer por él el trabajo sucio.

El sirviente que lo había hecho pasarde forma tan fría apareció por la puertaen el extremo opuesto de la sala dondeyo estaba. —¿Qué aspecto tiene?—pregunté.

— Lleva una túnica que no he visto

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nunca, pero más allá de eso se parece acualquier otro inquisidor. Tiene esamirada en los ojos que puede sentirseincluso debajo de la capucha. Los otrosdos eran iguales, lobos disfrazados decorderos, o con lo que sean esas túnicasnuevas que llevan. Sólo se le hapermitido entrar a Sarhaddon, los otrosdos esperan en la garita. —¿Algo más?

El hombre negó con la cabeza.— Nada más que pueda observar a

simple vista.— Gracias.Volvió a salir y yo esperé otro rato

antes de ir a ver a Sarhaddon. Estabasentado inmóvil bajo la luz del ventanal,

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vistiendo su túnica de inquisidor, aunquecon los colores blanco y rojo, no loshabituales blanco y negro.

Se volvió hacia mí en cuanto notó mipresencia, con los ojos ocultos bajo lacapucha carmesí.

— Cathan —dijo solamente.Me detuve a pocos pasos de él. —

Sea lo que sea lo que tengas quedecirme, habla ahora, antes de que seagote mi paciencia— le dije con unafrialdad que ocultó mi ira. ¿Cómo seatrevía a estar ahí y saludarme como sifuésemos viejos amigos distanciadospor las circunstancias? —Hay muchascosas que debes perdonarme, Cathan—

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respondió— , pero... —No tiene ningúnsentido hablar de perdón, Sarhaddon—lo interrumpí con furia— No heolvidado y nunca olvidaré. Y nada de loque hagas cambiará lo que ahora eres,un demente fanático de tu retorcida fe. Sihas venido en un inspirado intento porconvertirme, entonces puedes ahorrarteel esfuerzo. —De ningún modosubestimaría tu inteligencia de esamanera. Has vivido muchas cosas,Cathan.— Con una hoguera dispuesta aayudarme a seguir mi camino, por cierto.Escúchate, Sarhaddon. Puedo recordarlo que dijiste sobre los partidarios de lalínea dura, los fundamentalistas, cuánto

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los despreciabas. ¿Cuánto tiempo tellevó cambiar de bando?, ¿un año? ¿Osólo unos días, cuando notaste de dóndevenía el viento y te subiste al carro deLachazzar?

Me intrigaba saber qué era lo quehabía sucedido, qué habían hecho paraconvertirlo en un zelote. O bien, si lohabía sido siempre y aquel hombre alque había conocido en el viaje no eramás que una ilusión.

— Olvidas que yo, a diferencia deti, no tuve ninguna opción —dijoechando atrás la capucha. Me impactóver lo rígido y demacrado que se habíavuelto su rostro, como si le hubiesen

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quitado las ganas de vivir parareemplazarlas por... ¿Por qué?Sarhaddon era el único inquisidor al quehabía conocido antes de que lo fuese. Suexpresión no parecía la de alguien paraquien la vida se había convertido en unfardo. Más bien era la cara... ¿de unfanático? ¿de un obseso? Quizá de lasdos cosas, si alguien lo mirase porprimera vez.

— Fui enviado al seminario —prosiguió— , aislado del mundo duranteaproximadamente un año. Estudiéteología bajo la guía de algunas de lasmentes más brillantes que he conocido ycomprendí por qué el mundo tiene una

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sola fe, por qué es preciso ser fiel a esafe. Todos y cada uno de los sacerdotesdel seminario podrían haber sidoluminarias en la Gran Biblioteca, perose percataron de que la teología no esmás que fórmulas vacías recitadas en lasplegarias. De modo que muy poca gentecree de verdad, Cathan mientras que lamayoría sólo percibe el ritual y laceremonia.

Lo observé con detenimiento duranteun instante, sorprendido por la emociónde su voz, como si también eso se lotuviesen que haber arrancado. Sinembargo, no habían necesitado hacerlo,porque el odio es una herramienta tan

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fuerte como el amor, e incluso más útildesde el punto de vista del Dominio.¿Había sentido Sarhaddon amor? Mehice esa pregunta, aunque mi propiaexperiencia no me acreditara comoexperto.

— Nuestros caminos se han cruzadotodo el tiempo. A bordo de esa manta,Etlae te envió en una dirección y a mí enla otra, pero lo que nos sucedió a ambosdurante ese año fue más o menos lomismo. También tú tendrías que haberido a la Ciudad Sagrada, pero en lugarde Ravenna. De hecho, en dosocasiones.

Esa manta. El Paklé, el buque que

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nos había conducido desde Pharassahasta Taneth pero que fue abordado porsorpresa por

Etlae y el Estrella Sombría. Como lahabíamos reconocido, Etlae tenía quemantenernos callados, obligando aSarhaddon al silencio y dejándome a mídurante un año en la Ciudadela. Esohabía sido idea de Ravenna, y estandopresente también el rector de laCiudadela, Ukmadorian, Etlae no tuvomás remedio que estar de acuerdo.

— Etlae no deseaba depender de misilencio ni del tuyo. Deberías habermeacompañado, pero los heréticosinterfirieron y te llevaron lejos, hasta su

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isla. Permanecí absorto, en silencio,mirándolo con inseguridad. Palatina y yohabíamos sido raptados al final denuestra estancia en Taneth. Nuestrossecuestradores eran hombres de Foryth.O al menos eso pensábamos, pero¿había sido así? ¿O era todo apenas unacoartada para aparentar que Palatina,por aquel entonces secretaria deHamílcar, había sido el blanco de unnuevo y absurdo episodio de laenemistad entre esas dos grandesfamilias?

Si Sarhaddon estaba diciendo laverdad, y yo debía admitir que ahoratodo parecía cobrar más sentido,

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entonces los secuestradores habían sidosacri, cuyas órdenes consistían enllevarme a ia Ciudad Sagrada. No eraalgo inusual que el heredero de un clan ouna familia pasase un año bajo ladisciplina religiosa, y, en la CiudadSagrada, yo no hubiera tenidoescapatoria. Pero Ravenna había estadosiguiendo mis pasos, junto con otros dostripulantes del Estrella Sombría, y habíaintervenido a tiempo. —Antes de quevuelvas a llamarme fanático, Cathan,mírate a ti mismo— dijo Sarhaddon convoz tranquila— Mientras estaba en laCiudad Sagrada, cambié de opinión ycomprendí que es importante la

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existencia de una fe única para todo elmundo. Y tú te has convencido al mismotiempo de lo contrario. —Eso no escierto— objeté automáticamente— Memostraron lo que ha hecho el Dominio alo largo de los siglos. —Tu mente estátan cerrada como dices que está la mía.— En la voz de Sarhaddon no sepercibían señales de rencor ni voluntadde intimidar— Durante aquel viajecambió tu opinión sobre el Dominio,pero todavía pensabas que era,esencialmente, una fuerza del bien.Ahora te has propuesto que seadestruido. ¿No es eso igualmenteextremado? —¿Acaso he intentado

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matarte alguna vez?— protesté— .Tulógica y tus palabras son apropiadas,pero ¿qué podrías decirme de tus actos?

Midian, Lexan y yo intentamosdisuadir a Etlae de condenarte. ¡Piensa,Cathan! ¿Qué hubiese ganado Lexan contu muerte? Tu padre le habría declaradouna guerra sin cuartel y, una vezrecuperado Moritan, sería el fin deLexan, sin lugar a dudas. Lexan deseabaeliminar a Lepidor como clan rival, noquería una enemistad que llevase a unaguerra civil.

¿Cómo te atreves a afirmar eso? —casi le grité, consternado por suincreíble arrogancia y la monstruosidad

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de sus mentiras— ¿Me dices que noestuviste involucrado en ello, que nopensabais matar a ese joven delArchipiélago, Tetrakea, si la lucha noacababa? ¿Me dices que no queríaisencender la hoguera? Sueñas sipretendes que yo crea lo que intentasafirmar.

— Me ordenaron ofrecerte unaúltima oportunidad.

— No te creo.— Etlae no quería ver que se

equivocaba. Estoy seguro de que todavíapensaba que la faraona estaba allí.

— Etlae era una fanática traicionera.Debería de haberse unido a la corte

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imperial y no al Dominio. Ella y Orosiusse habrían llevado bien.

— ¿También estás implicado en unatraición al emperador, Cathan?

— Traición, herejía, ¿cuál es ladiferencia a los ojos del Dominio?Lachazzar cree que todos losgobernantes deberían someterse a suautoridad, aunque estoy seguro de queolvida eso, convenientemente, cuandonegocia con el emperador. Supongo queahora lo admiras. Un genuino einsobornable defensor de la fe, unprimado iluminado.

— Un haletita —dijo Sarhaddon depronto— No estoy de acuerdo con su

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deseo de iniciar una nueva cruzada.Lachazzar es fiel a sus ideas, pero notodos sus seguidores aceptan el modo enque emplea a los sacri. La mayoría delos sacri que murieron durante lacruzada eran inocentes de herejía.Perdimos a una generación entera devotaal Dominio por ese motivo, y podríamosperder otra. Tú mismo lo has dicho:existen muchos en la jerarquía condeseos de que el Dominio dirija elmundo. ¿Para qué gobernar una tierraestéril?

— Esos sabios te enseñaron tambiéna fingir y mentir —sugerí con amargura,alejándome de él— Lo que veo ahora

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ante mí es a un inquisidor, un fanático,tendiendo redes de engaños paraconvencerme. En Lepidor estabaspreparado, y supongo que con muchoplacer, para encender aquella hoguerasiguiendo las órdenes de Etlae y quemarvivas a veintitrés personas. Sin juicioprevio, ni siquiera haciendo unsimulacro, sin confesión, desafiandoincluso las leyes del Dominio... Sabiasque por lo menos la mitad de esa genteera inocente, pero ni siquiera le dijiste aEtlae que no lo harías, que ella tendríaque mandar que uno de los sacri llevasela antorcha. Puedes perdonarte a timismo, pero ninguno de nosotros lo hará

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jamás. Y nunca me convencerás de quehacías algo justo, por mucho que lointentes.

— No fue justo, lo sé. Cuando lleguéallí, ignoraba lo que Etlae planeabahacer. Pensaba que tú habías sidoacusado de herejía y enviado de regresocon nosotros a la Ciudad Sagrada. Ellanos dijo incluso que tu familia podríaseguir gobernando mientras renovase sujuramento de alianza con el Dominio ypermitiese que Midian ejerciese sumandato con libertad.

— ¿Y tú lo creíste? —Tuve quecreerlo. Llevaba sólo un mes fuera delseminario. Tú y yo éramos las únicas

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dos personas que conocían su doblevida. Tú eres un enemigo del Dominio,un hereje, pero a la vez un magoextremadamente poderoso y, comoRavenna, podríais haber sidoreeducados como magos del Fuego. Esoera lo que yo quería que ocurriese, y loque me dijeron que sucedería.

— Y sin embargo todavía noconsigues explicarlo, ¿verdad? Todastus excusas floridas, tus comparaciones,no pueden disfrazar el hecho de queestabas a punto de encender aquellahoguera.

— Como te dije, Etlae deseabaofrecerte una última oportunidad —

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repitió, visiblemente conmovido porprimera vez— Y te diré esto porquedebo hacerlo: Etlae empleaba el terrorcomo arma. No te permitía la menoroportunidad real de elección; estabafuriosa por lo cerca que habías estadode destruirla y porque todavía podíasdesafiarla.

Me clavó la mirada, iluminada poruna especie de frío fervor. —Todosdiscutimos su decisión. Ella cedió y nosdijo qué hacer. Yo debía encender lahoguera y permitir que las llamas seextendieran por el lado. El mago eraperfectamente capaz de controlarlas,como sabes— sostuvo haciendo un

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ademán en dirección a uno de los ladosdel oscuro pasillo— No discutas esepunto. Tú también eres un mago. Pasasteuna noche en las celdas, esperandomorir, y fuiste atado a un madero,observando cómo las llamas seaproximaban a ti. Entonces yo te hubieseofrecido una oportunidad, no sólo parasalvarte a ti, sino para salvar a losdemás, pues yo era el único entre todosal que conocías de verdad. Habríasaceptado mi oferta porque implicabasalvar a todos los demás. Habríasaccedido a cualquier cosa que ellaexigiera para salvar sus vidas.

Me sentí inestable y di un paso

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involuntario hacia atrás, buscandorecobrar el equilibrio.

— Tú... —comencé pero no pudecontinuar. En la hoguera me habíapreparado para cerrar la mente al mundoexterior y evadir el dolor de la muerte.No hubiese podido oír la voz deSarhaddon, y Etlae habría tomado misilencio como respuesta. Nadie mástenía el lujo de la magia para aliviar suagonía, y mi rapidez para emplearla, sinla intervención de Hamílcar, habríatenido como costo tanto mi vida como lade los demás. Tragué con incomodidad,sin deseos de creer en la magnitud de loque Sarhaddon me decía— ¿Acaso Etlae

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habría extinguido las llamas para luegovolver a conducirnos dentro? ¡Habríaparecido una idiota!

— No te habrían quemado, Cathan.Tampoco la Inquisición pretendía queella te matase. La gente debe ver que lossacerdotes cumplen la voluntad deRanthas, y la ejecución sumaria nofiguraba en sus planes.

— ¿Avanzaste con esa antorcha, listopara encender los leños, pero sinintención de quemarnos? ¿Cómo puedocreer eso?

— Porque eres racional einteligente. Fue algo brutal, lo admito, yno habría sucedido si hubiese estado al

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mando otra persona y no Etlae. El terrorsólo alimenta el odio, Cathan, y tú eresuna prueba viviente. Si la Inquisiciónempieza a quemar herejes en elArchipiélago, morirán miles depersonas, y todo sin ningún sentido.Lachazzar dará inicio a su cruzada y enesta ocasión no permitirá que ladestrucción quede inconclusa.

— Pero ya no habrá más herejías.Nadie más se opondrá a vosotros. ElArchipiélago estará en cenizas, pero oshabréis librado de vuestra oposición.

— ¿Has leído alguna vez a Carinus,Cathan? ¿El historiador thetiano? «Ellossembraron la desolación y la

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denominaron paz.»Dudé que se pudiesen olvidar esas

palabras, incluso si alguna vezdesaparecía el recuerdo del propioCarinus. Siempre habría alguna persona,algún suceso, al que aplicarlas.

— Nosotros no servimos a Ranthaspara convertir su mundo en un desierto—añadió Sarhaddon.

— ¿Su mundo? —pregunté—¿Flotamos en la superficie de un océanoinfinito y hablas del mundo como si sólole perteneciese al ¿Fuego? El mundoestá formado por todos los Elementos,no solamente por el que vosotros habéisescogido.

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— Pero sin su fuego sagrado noexistirían la vida, las ciudades ni lacivilización. Apenas una inmensa yvacía desolación. «El fuego es la llamaque da vida a todas las cosas», recordépara mis adentros.

— Yo recorro el mundo —aseguró— , y no veo por qué deberían echarse aperder estas islas. ¿Por qué tendría quedesear que eso sucediese?

— ¿Por qué alguien querría eso?Porque la población te odia, porquealgunos de sus habitantes creen aún enlos viejos dioses cuya adoración habéisconvertido en una herejía. Porquealgunos de ellos se resisten a olvidar la

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traición del Dominio.— Historia pasada —repuso

Sarhaddon con desdén— Lo sucedidohace doscientos años es importante, porsupuesto, pero si llega a dominarnuestras vidas, entonces nunca podremosavanzar.

— ¿Avanzar hacia vuestra tierraprometida en la que no exista ningúndisidente?

— Son los métodos del Dominio losque han creado la disidencia, no sumensaje —afirmó con fervienteconvicción— Existen millones de almascondenadas para toda la eternidad porhaber vivido antes de nuestra llegada.

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Existen cientos de miles más que se hannegado a reconocer nuestra verdad. Y sise produce la cruzada, ¿cuántos más sesumarán?

Creyese o no Sarhaddon en suspropias palabras, yo jamás habíaescuchado a un inquisidor hablando deesa manera y me vino a la mente la vagaduda de si era posible que fuesediferente, a pesar de su participación enlos crímenes de Etlae. Tantosinquisidores eran astutos,manipuladores, calculadores,inteligentes a su modo, pero tambiénfanáticos e incluso estúpidos. Meconstaba que Sarhaddon era inteligente,

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y empezaba a sentir una débil esperanza.No podía perdonarlo, pero deseabacreer que era una persona con ideaspropias, no una copia de Lachazzar. —Hemos venido a predicar, a salvar—concluyó— A devolver las almas a laluz. Si el primado ve que la mayor partedel Archipiélago ha vuelto al redil,entonces no iniciará la cruzada. —¿Aislar la herejía para acabar con ellacon mayor comodidad?

— Predicaré a los herejes tantocomo a los confundidos. Cathan, si lascosas siguen así se producirá unacruzada. La Inquisición acometerá sumisión sagrada con demasiado celo, se

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producirán insurrecciones, y Lachazzarenviará a sus cruzados. En esta ocasiónllegarán para quedarse y matarán acualquier sospechoso de herejía, y habrátanta muerte, tanta masacre...

— ¿Y por qué me dices todo esto amí? —le pregunté finalmente— ¿Por quéhas venido a verme?

— Porque tú eres un herejeimportante, un hombre a quien conozco,y es muy probable que conozcas a lafaraona. Ella podría ser restaurada en supuesto. He estado averiguando alrespecto y he hablado con el exarca,incluso con el primado. Se le permitiríaa la faraona proteger a su gente mientras

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ella acompañe nuestros esfuerzos deconversión. Esta vez no emplearíamos lafuerza ni la coerción, sino la persuasión,como debimos haber hecho en unprincipio.

— ¿Pretendes que hable con lafaraona y la persuada de que elDominio, la misma gente que asesinó asu familia y la obligó a escondersedurante toda su vida, desea sucooperación? Eso es más que un cambiode fe.

— Me gustaría que lo intentases.Pero si no lo hicieses, te pido que mepermitas intentarlo a mí. Dame tiempo yharé cuanto pueda por anular la orden de

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captura que el inquisidor general haimpuesto sobre ti.

Sacó entonces de sus ropas unpesado rollo de pergamino y me lotendió. Lo abrí y empecé a leer laslíneas destacadas en el texto. Mis ojosse concentraron en el inmenso sello delprimado puesto al final. Hice primerouna lectura rápida y luego volví a leerlomás despacio, deteniéndome paraanalizar algunas frases que apenas podíacreer, que a duras penas parecíanauténticas.

Por orden expresa de su santidad lasactividades de la Inquisición autorizadaspor el edicto universal son suspendidas

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en los territorios e islas del Dominiothetiano del Archipiélago. Todos losmiembros de la orden venática son porla presente autorizados a interceder enfavor de los herejes acusados si éstospueden demostrarle a los inquisidoresque se arrepienten por completo de suspecados, en cuyo caso serán aceptadosde regreso a la institución de loshombres. Todos los penitentes seráneximidos de llevar señales que muestrensu vergüenza mientras obedezcan confidelidad todos los decretos y leyescanónicas del sagrado Dominio. Seotorga a los hermanos de la ordenvenática la autoridad de predicar en

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espacios públicos. Asi mismo, y seautoriza a dicha Orden a presidir yorganizar debates religiosos con herejesnotables que se atrevan a ello. Estosherejes gozarán de un salvoconductodurante cada debate y por el lapso de unmes desde el mismo.

¿Por qué? ¿Por qué Lachazzar habíahecho eso? Todo sonaba tan extraño a suproceder habitual, la idea de predicar ylos debates religiosos... cosas que losprimados habían autorizado en el pasadopero que no se realizaban desde hacíavarios años. ¿Lachazzar, que creía en elfuego y en la espada y había enviado ala Inquisición al Archipiélago,

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suspendía ahora sus actividades paradejar manos libres a una docena depredicadores? Debía de estar tramandoalgo.

— ¿Por qué ha permitido esto? —lepregunté a Sarhaddon sin rodeos— ¿Estu plan o el suyo?

— Yo le di la idea a la ordenvenática y persuadí a algunosinstructores míos de que intentaran laaprobación del primado. Seré sincerocontigo, Cathan, servimos muy bien asus propósitos. Lachazzar me dijo porqué nos permitía seguir con el proyecto.Él ha enviado a la Inquisición y lapoblación está aterrorizada por lo que

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pueda suceder. Ya se han quemado aalgunas personas y serán muchas más sila Inquisición recibe esa orden.Nosotros ofrecemos la esperanza, unasalida sin sufrimiento. Si se nos dalibertad de acción, sin hostigar a losherejes, entonces la Inquisición recibirála orden de juzgar sólo a los que nosdesafíen abiertamente. —Obligar a lagente a la sincera devoción...

Asintió sin entusiasmo. Eché unanueva mirada al pergamino, firmado yautorizado por el propio primado. Yahabía visto antes el sello del primado yno existía manera de que Sarhaddon lohubiese falsificado. —Todo lo que te

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pido es ese tiempo de gracia— dijo trasuna pausa— Para que tú y los otrosherejes permitáis que este plan progrese.Se trata de una hermosa isla, incluso contan mal tiempo, y no me agradaría verladevastada por una cruzada. Lachazzardesea ser recordado como el primadoque acabó con la herejía, aunque tú y yosabemos que eso no sucederá. Pero megustaría saber que el Dominio te haofrecido una oportunidad para detener latormenta que se avecina.

— No tengo autoridad paragarantizar tal cosa. Deberías hablar conel virrey.

¿Te he convencido al menos? Si los

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extremistas que te rodean aprovechan latregua para atacarnos, el período degracia llegará a su fin. Si no hacéisnada, el Dominio no hará nada. Mientrastanto lo intentaremos. El Archipiélago esel único lugar en el mundo que guardatanto rencor al Dominio que podríaimpedir cualquier negociaciónrazonable. Tú y yo sabemos que portodos sitios hay herejes que viven deforma encubierta. Pero el terror no es elmejor método para lidiar con ellos. Ytampoco es el sistema adecuado paraencarar aquí el problema.

Enrollé de nuevo el pergamino consumo cuidado y se lo devolví. Luego me

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alejé de Sarhaddon para echar unvistazo al pasillo lateral y al tormentosocielo gris tras la empañada ventana. Sieso era verdad (¿podía serlo?, ¿erasiquiera imaginable?), entonces setrataba de una oferta de paz y yodeseaba creer en ella. Pero al mismotiempo, si Sarhaddon se salía con lasuya, todos nuestros sueños de acabarcon el poder del Dominio habríanllegado a su fin.

¿O quizá no? Cambress habíadesafiado al Dominio sin apartarse de laley religiosa. Sus líderes reafirmaronlos principios de Ranthas peroimpidieron que se implantase la

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Inquisición. A lo largo de seis décadasno habían existido hogueras ni juiciospor herejía. Mikas me había contado queen Cambress todo se toleraba mientrasno incidiese en el Estado ni en laMarina, que en Cambress constituían unaverdadera unidad. Es posible queexagerase un poco, pero me constabaque su padre sólo había asistido a unaceremonia religiosa por año, muchomenos del mínimo obligatorio. Su padrehabía sido juez, y ahora era almirante ymiembro superior del consejo de Kanu.

Por otra parte, a lo largo de lasúltimas semanas yo había sido testigo delo frágil que era nuestro sueño, tanto

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debido a la hostilidad del emperadorcomo al hecho innegable de que elArchipiélago no podría ganar unaguerra. Pero Ravenna... ella no aceptaríacooperar jamás. El Dominio le habíaarrebatado prácticamente todo y ella loodiaba con una pasión que yo nuncapodría igualar. Además, la única imagenque tenía de Sarhaddon era la delhombre encargado de encender nuestrahoguera. —Me gustaría consultarlo conlos demás— dije por fin— Lo que dicesme da esperanza pese a la firma deLachazzar, pero sin el consentimiento detodos mi palabra no te sirve.

¿Incluye al virrey?

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— ¿Quieres pedir audiencia?— Creo que sería una buena idea, y

quizá inspire confianza, si es que aceptauna reunión en la que estén presentes túy todos los demás. Luego me retiraré yos permitiré discutirlo.

— Lo imaginaba —afirmé conreticencia, preguntándome si sería unabuena idea o le estaba brindando aSarhaddon la oportunidad que deseabapara... ¿Para qué? Más allá de perder elrespaldo popular que sólo podíaproporcionarnos apoyo emocional, noveía de qué modo su plan podía ser unfraude. Incluso la conformidad deLachazzar tenía sentido, dado el alto

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coste que tendría una cruzada. Segúntenía entendido, la última había agotadolas arcas del primado pese al enormebotín conseguido. La toma de Lepidorhabía tenido por motivo ahorrar dineropara la futura cruzada.

— ¿Qué papel juega Midian en todoesto? —pregunté volviéndome hacia él.

— Midian piensa como el primado.También él será recompensado. —¿Yaceptará perderse tan tentadoracarnicería?

— Vas demasiado lejos. Si nuestroplan funciona, su participación será bienpremiada, seguramente con un avarcadovitalicio en Equatoria.

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— ¿Y todos los que esperan suejecución en las celdas de laInquisición?, ¿qué sucederá con ellos?

— Mis hermanos de fe les ofreceránla posibilidad de arrepentirse. Eso es loque intentamos lograr, que el Dominioacepte a los que han regresado al buencamino. Algunos se negarán a renunciara sus creencias y serán quemados, perosólo entonces habrá alguna ejecución.

— ¿Crees que serás capaz decambiar sus procedimientos? —insistí—Culpable hasta que se demuestre lainocencia. Eso es lo que causa más odio.

— Recuerda que no soy una figurade peso. No puedo prometer la luna.

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No eran demasiadas promesas,entonces. Parecía no estar dispuesto amentirme, al menos no de formaevidente, para obtener mi respaldo.

— Si esperas aquí, iré ahora mismoa ver al virrey y le resumiré lo que mehas propuesto.

— ¿De forma imparcial?— Sí, seré imparcial. Pero espera

aquí. Éste no es mi palacio y no puedohacerte pasar a otra sala.

— Está bien. Al menos esto estáseco —añadió con un destello de suviejo humor ácido.

Lo dejé allí y me retiré del mismomodo que había entrado, a través de los

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pasadizos traseros, escogiendo para ir aver al virrey el camino más largo.Necesitaba tiempo para pensar.

¿Debía creer lo que me había dichosobre aquellos momentos cruciales enLepidor, que Etlae tenía pensadosalvarnos, aunque sólo fuera de lahoguera? Ella y sus secuaces, entre loscuales tenía que estar Sarhaddon, habíaninvadido mi hogar, envenenado a mipadre y casi asesinado a mi hermano.Ella nos había condenado a muerte a míy a los demás y nos había atado a unosmaderos. ¿Por qué habría de suponerque no pensaba ir más lejos?

Pero Sarhaddon era entonces sólo un

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sacerdote novato, alguien en cuyalealtad ella seguramente no hubieseconfiado. Y ahora él venía a mí con unmensaje de paz y reconciliación. ¿Haríaeso el primado para atraparme? Creereso era el súmmum de la arrogancia, y elmero hecho de que se me hubieseocurrido demostraba lo maligna que erala influencia de Orosius. Yo no podíaser considerado un líder de los herejes,y, que yo supiera, el Dominio no estabaenterado de mis orígenes familiares.

Por otra parte, si su propuesta erauna ambiciosa trampa para capturar aunos cuantos líderes herejes, existíanmétodos más eficientes para ello.

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Sarhaddon me había pedido que hiciesede mensajero.

— Lo recibiré —fue la respuesta delvirrey.

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CAPITULO XXIII

Dos días más tarde, un sol pálido ydifuso apareció entre las nubes porprimera vez en varias semanas enTandaris. Aunque demasiado débil paracrear sombras, dio un nuevo aspecto alos edificios, resaltando los rojos yazules en medio del blanco y destacandomucho más el verde de los árboles.Tandaris era una ciudad construida parala luz y el calor, y los grises invernalesno le hacían justicia. Había sido fundadaantes de la guerra, cuando sólo había uncambio muy leve entre las cuatroestaciones, y los desperfectos que vimos

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al recorrerla tras salir de palacio erantestigo de lo poco preparada que estabapara soportar las tormentas.

Rodeamos un montón de escombrosy ramas donde un naranjo había caídosobre el muro de un jardín. Un hombrede pie en el extremo superior del troncocortaba las ramas con un hacha mientrasotro sujeto más viejo de cabellosblancos y un muchacho sacaban las queya estaban cortadas. Miraron concuriosidad la comitiva que formábamos,sin saludarnos, pero tampoco de formahostil.

De una casa cercana llegaba elsonido de un martillo. Alguien había

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levantado una barrera frente a ella, trasla cual se veía una pila de tejasdestrozadas.

— Tened cuidado al andar por ahí,podría caeros algo —advirtió alguien—El techo todavía no está reparado.

— Gracias —respondió Persea, yagregó volviéndose hacia nosotros— :Nunca he visto tantos estragos. Miradlas casas. Me alegro de que no seviniese abajo toda la ciudad; habría sidocatastrófico.

Persea tenía razón, pensé mientrasllegábamos a un cruce. Todos losedificios mostraban desperfectos(cristales rotos en las ventanas, postigos

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quebrados o ausentes), mientras quecalle arriba, en el cruce, podía verseotra montaña de escombros apilados contrabajo por unas cuantas personas.

— ¿Qué le ha sucedido aAgathocles? —preguntó Persea cuandocogimos una calle que bajaba a laizquierda, pasando por una pequeñamanzana con una taberna clausurada contablones en la acera de enfrente. Unletrero roto colgaba aún de su soporte,torcido, y apenas se leía: TabernaAgathocles. Sobre la puerta de maderase veía el distintivo de la llama.

— Arrestado —dijo Laeas conseriedad— Hace una semana. Es

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evidente que no vienes mucho por aquí.— No es el camino más corto —se

defendió Persea mientras la taberna seperdía de vista al doblar la esquina.

Vimos entonces señales de vida:tiendas abiertas, uno o dos toldosextendidos y más gente de la que yohabía visto durante las tres semanas demi estancia. El bullicio de la charla y elaroma de la fruta fresca y el pan reciénhorneado llenaban el aire de la mañana.Estábamos todavía a unas pocas callesde la plaza del mercado, una de lasdesventajas de alojarse en el palacio. Enalgún momento, antes de que seconstruyese el Aerolito, la ahora ruinosa

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y grande estatua, unos treinta metros másarriba, esa plaza había sido la fortalezadel pueblo, y sus murallas exterioreseran aún lo bastante gruesas parasoportar un ataque de artillería.

Me pareció percibir una atmósferatensa y expectante mientrasavanzábamos a lo largo de la ancha ycurvada calle que conducía a la plazadel mercado. No una sensación deinminente fatalidad, sino más bien comosi la ciudad en sí estuviese conteniendola respiración, esperando para saber siel mensaje de Sarhaddon conseguía deverdad poner fin al miedo.

— Olvidamos que lo que la gente

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desea sobre todo es continuar su vidacon normalidad —comentó Perseamientras pasábamos frente a una madrellevando a seis o siete niños (algunos deellos claramente no eran suyos) a travésde un portal con el símbolo de lasescuelas— Por lo que respecta a ellos,la política debería ser inofensiva.

— Igual que la religión —intervinoTelesta— No existe ningún lugar en elmundo en el que la gente corriente tematanto al Dominio como aquí.

— Yo no diría tanto. Hay sitiosdonde hay mucha inquietud, pero locierto es que aquí se encuentra elverdadero problema —repuso Persea—

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Si empieza una nueva cruzada, Tandarisseguirá el camino de Poseidonis: todosserán masacrados o embarcados endirección a Haleth para servir comoesclavos. Ése es el motivo por el que leestamos dando una oportunidad aSarhaddon.

— Todavía debemos negociar conOrosius.

— Orosius se encuentra en SelerianAlastre. Allí está la Inquisición. SiSarhaddon es fiel a su palabra...

— ¿Entonces qué? —preguntóMauriz— ¿Qué es lo que haráexactamente? Si se arrepienten y se unena él en oración, deberíamos considerar

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que todo irá bien, ¿no es así?— Como te habrás dado cuenta,

Sarhaddon nos está ofreciendo unaamnistía —dijo Laeas, frenando suenojo probablemente, pues sabía que erala última ocasión en que tenía queenfrentarse a Mauriz— Se trata de suasunto, y él lo organiza. —¿Y habéispensado qué sucederá si tiene éxito? Esoos dejará solos, os quitará el apoyopopular. Está bien, permitamos queapague el fuego de la Inquisición, perono nos quedemos inmóviles pensandoque todo irá bien de forma mágica,porque eso no sucederá. ¿Habéisconsiderado el poder que obtendrá si

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tiene éxito?— Así se había comportado Mauriz

durante la audiencia de Sarhaddon,aturdiendo de tal modo al virrey que enun momento le dijo que callara o semarchase. Por algún motivo, Maurizrechazaba incluso la idea de lapropuesta de Sarhaddon.

Pero Mauriz tenía parte de razón.Palatina se había anticipado a ello y, alo largo de los dos días de discusiones,no conseguimos estar de acuerdo ennada salvo en el hecho de que yo debíahablar con Ravenna tan pronto comopudiera. Aún no habíamos recibidoninguna respuesta del mensajero y yo

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temía que ella hubiese vuelto a llamarlotras enterarse de que habíamos aceptadolos términos de Sarhaddon. La idea decooperar con el Dominio era repugnante,pero ¿qué otras salidas nos quedaban?El Aeón podría echar abajo uno de lospilares del poder del Dominio. Ahora,¿tendría eso alguna importancia con unapoblación calmada por las prédicas deSarhaddon?

Si es que de verdad resultabantranquilizadoras. Aquel día sería laprimera ocasión en que dirigiría a lagente uno de sus discursos. Sarhaddon yuno de los sabios instructores que élcitaba alternaría las oraciones religiosas

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con muestras de fervor y lógica.¿Llevaba realmente un mensaje dereconciliación? Y si así era, ¿se tratabade un mensaje sincero o sólo de meraspalabras?

Recordé entonces lo que me habíadicho Ravenna aquella terrible noche enlas celdas subterráneas del palacio demi padre: «El Dominio ha mantenido supoder durante doscientos años. Susintegrantes han cambiado la historia, sehan instalado en él como nadie lo habíahecho antes. Se hicieron guerras santas,lo sé. Pero en todo este tiempo sólo seha producido una insurrección genuina,en el Archipiélago, hace veinticinco

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años, porque nombraron a un primadodemasiado intransigente. Nunca habíansido populares allí, pero la vidacontinuaba normalmente. A la gente nole importaba mientras el Dominio selimitase a negociar con los gobernantes.Pero no fue eso lo que pasó en lacruzada, pues entonces éste pretendiódarle una lección a la población. Ése esel motivo por el que sus representantesson tan odiados».

Ahora el camino giraba totalmente,discurriendo de nuevo paralelo a lapendiente para lograr un descenso másagradable que el que hubiese requeridoun recorrido más directo. Había allí más

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tiendas y, hacia la izquierda, en unespacio entre dos edificios, un estrechopatio pavimentado, con bancos y unabalaustrada que llegaba hasta la cúpuladel edificio contiguo. El suelo estaballeno de las hojas caídas de los dosárboles que había, ambos intactos,después de la tormenta. Se podía ver elmar más allá de las barandas de piedra.

La niebla de la mañana se habíaaclarado y, por primera vez, el azulsuperaba al gris, abriendo la visión delmar a un horizonte distante, que nuncahabía visto allí. El mar estaba picadopor pequeñas olas, pero sin que llegasena formarse capas de espuma en la

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superficie; no había tanto viento en esteremanso entre tormentas.

Me percaté de que los demás mehabían dejado atrás. Pero Laeas volvióla mirada y se detuvo, siempre feliz detener una excusa para alejarse deMauriz.

— ¿Hermoso, verdad? —me dijo—Deberías verlo en verano. Tiene coloresincreíbles, como los de la Ciudadela.Hay poca profundidad en muchos sitios,y pueden verse los bancos de arena.

— ¿Son ésas las islas Ilahi? —pregunté señalando un arco de formasnegras de poca altura en la distancia,con aspecto casi plano, pese a que

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suponía que tenían colinas— Creo quepasamos junto a ellas de camino haciaaquí.

— Sí. La más grande a la izquierdaes Lesath, luego Poros y Chosros,Ixander, Iuvros y Peschata. No recuerdoel nombre de las más pequeñas, comoese grupo de tres en el medio... ¡Ah sí,son las islas Aetianas!

— ¿Aetianas? ¿Por el emperador?— Así es. Varios funcionarios

imperiales colocaron allí un monumentoen su honor por alguna razón. Me handicho que existe otro grupo de islasllamadas Tiberianas dentro deDesolación, exactamente sobre el

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ecuador. Alguien construyó allí un farodedicado a Tiberius.

— ¿Por qué en Desolación? —pregunté intrigado. «¿Por qué? ¿Por quése tomaría nadie la molestia de construirun faro tan lejos de cualquier recorridomarítimo?» Y en especial un faro cuyomantenimiento nadie podía asegurar.—No tengo ni idea —respondió Laeasalzando los hombros. Luego frunció elceño como si estuviese recordando algo— «Los que mantienen los ojos sobre latierra nunca contemplarán la belleza delas estrellas. Caminan en su luz sinverlas, oyen su música sin escucharla.»Se supone que eso dice parte de la

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inscripción. Ha quedado en mi memoriaporque se trata de un texto realmenteextraño. Hay dos líneas más. Algoacerca de un espejo del cielo y elinfierno, pero no las recuerdo conexactitud.— ¡Avanzad! —gritaba alguienun poco más adelante. Permanecimosquietos otro minuto, luego fuimos concierta reticencia en busca de los demás.«¿Por qué esos dos monumentos?, mepregunté. ¿Con qué objeto construiríanfuncionarios oficiales monumentos enislas desiertas? Y lo que era máspeculiar, ¿por qué uno de ellos estaríadedicado a Tiberius?» Los demás nosesperaban en una curva, ante una parte

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de la muralla que había entre un café yun telar. Nada más unirnos a ellosreemprendimos el camino y aparecióante nuestros ojos lo que debía de ser laplaza del mercado. Nos aproximábamospor uno de los lados, ligeramente porencima del nivel de la plaza. Lo primeroque nos llamó la atención fue lo atestadaque estaba: era un mar de cabellosnegros y colores brillantes con unospocos espacios libres alrededor de losárboles y las estatuas, aunque habíagente incluso en la base de éstas ybalanceándose en las ramas más bajasde los árboles. Se oía un murmullocontenido y era patente la atención y la

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espera concentradas en la plataforma delorador, aún vacía frente a la impactanteagora rodeada de columnas.— ¡Noimaginaba que hubiese tanta gente aquí!—declaró Persea mientrasdescendíamos, perdiendo de vista laplaza en sí tras las filas de genteapostada a los lados de la calle— Miradlas caras de la gente de las ventanas. Nocreo haber visto nunca tantaexpectación.

Todas las ventanas alrededor de laplaza estaban también abarrotadas,como si se tratase de la fiesta nacional.Pero había demasiada seriedad en elambiente para confundirlo, y se

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respiraba incertidumbre. Se habíancongregado allí con la esperanza de quese tratase de un nuevo comienzo, peronadie estaba seguro. Tras losamenazantes muros del templo en elextremo lejano de la plaza había todavíadecenas de sacri, por no mencionar a losinquisidores y sus prisioneros.

— Nos quedaremos aquí para verqué sucede —le dijo Persea a Mauriz yTelesta cuando llegamos a la plaza,deteniéndonos al borde de la multitud—Laeas os acompañará y luego volverájunto a nosotros.

Les dijimos adiós sin especialcalidez, y por una vez Mauriz dejó pasar

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la oportunidad de capitalizar la ocasión.Quizá sintió que ya había dejado clarasu postura. Entonces Persea nos condujoa lo largo de la pared trasera de la plazay a continuación descendimos por unpasaje estrecho y casi imperceptiblecubierto de plantas, que llevaba a cuatropuertas muy ornamentadas. Una de ellaspertenecía a la casa de un «amigo» dePersea, que nos permitiría presenciar elacto desde uno de sus balcones, alejadosde la multitud en caso de que hubiesealgún inconveniente.

Persea llegó junto a la puerta yllamó con el picaporte, pero pasó untiempo hasta que oímos pasos en el

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interior y se abrió la puerta. Un hombreun poco mayor que Laeas nos dio labienvenida con la familiaridad de unavieja amistad y nos guió a lo largo deuna amplia escalera circular. Era unacasa lujosa, similar a la de Hamílcar enTaneth aunque con una decoraciónmenos ostentosa, pues su propietario eraun nativo del Archipiélago y no unentendido en arte.

— ¿De quién es esta casa? —lesusurré a Persea mientras nuestro guía sedistrajo un momento con alguien queapareció en el salón.

— Ah, ¿no te lo había dicho? Es deAlidrisi, presidente del clan Kalessos,

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que vive en la zona oriental de Qalathar.Alidrisi, ¿de qué me sonaba ese

nombre? No tuve tiempo de pensarlo,pues pronto nos condujeron a unespacioso salón de altos techos quecomunicaba con los balcones, donde yahabía unas siete personas.

— Persea y sus amigos, primo —dijo el guía, y los demás desviaron suatención de la plaza.

— Encantado de conoceros —dijouno de ellos, entrando al salón. Luegopidió que colocasen más botellas en lamesa del centro— Por favor, bebedalgo. Soy Alidrisi Kalessos.

Era sorprendentemente alto y

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moreno; podría haber nacido en el surdel Archipiélago. Calculé que tendría laedad de Hamilcar oquizá fuese un pocomás mayor, rondaría los treinta y cinco.—Mis amigos Palatina Canteni y CathanTauro— dijo Persea presentándonos.Alidrisi alzó las cejas y observó deforma fugaz a Palatina, luego me estudióa mí. Su expresión era escrutadora, ycambió en un instante de la cortesía auna perturbadora intensidad. —No sabíaque os conocería tan pronto— dijoabruptamente— .No os imaginaba así.Persea le lanzó una mirada inquisitiva.

— Servios algo de beber, nosuniremos en el balcón con vosotros en

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un minuto —declaró dejando de mirar aPersea uno o dos segundos.

Una mujer vestida con la túnica delos oceanógrafos que estaba en el balcónle ofreció a Persea una botella y yorecordé de repente. Alidrisi, una de lasseis o siete personas de Qalathar queconocían la verdadera identidad deRavenna. Eso implicaba que habíaestado en contacto con ella, no cabíaduda.

— ¿Cómo está ella? —le preguntécuando los demás cogieron sus bebidasy ya no podían oírnos. Todo eso mehacía sentir un poco incómodo.—¿Quién? —repuso Alidrisi cambiando

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de pronto de expresión. Volvía a ser elamable anfitrión, disimulando el furorde sus ojos marrones.— Ya sabes —respondí con precaución.

— Me dijo que no eras de fiar. Noestoy obligado a contártelo.

— Ella dijo que no se podía confiaren mí —repetí, para comprobar si lohabía entendido bien.— Exacto. —¿Cómo está?— insistí— Tienes quehaberla visto en las últimas semanas, sino antes. ¿Vino por aquí trasdesembarcar? —Tu arrogantepresunción no es bienvenida. No tengoningún motivo para responder a tuspreguntas ni a las de nadie.— Sí que lo

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tienes —espeté sumido en una mezcla defuria y esperanza por haberme topado deforma tan inesperada con alguien queveía a Ravenna— Recibes así enpúblico a un absoluto desconocido yluego niegas de pronto todo cuantoacabas de decir. No estoy preguntandodónde está o cuáles son sus planes. Nisiquiera si la estás tratando como ellamerece o sólo como a un títere, igualque los demás. ¿Cómo se encuentra?

— Tan bien como puede esperarse,teniendo en cuenta lo que estásucediendo aquí —respondióescuetamente— Indigno de confianza noes lo primero que a uno le viene a la

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mente al conocerte. Grosero, quizá. Yeso que la conozco de toda la vida.

— Fuiste a visitarla a la Ciudadela,¿verdad? —disparé como si estuvieseborracho o hablando con un enemigo,sorprendido de mi propia actitud—Tengo la impresión de que conoce mejoral virrey.

Sentí entonces un inexplicable odiohacia Alidrisi, una necesidad urgente degolpearlo, de zarandearlo por todo elsalón con mi magia.

Pero me obligué a detenerme, acontener la frase que tenía en la punta dela lengua. ¿Por qué me estabaocurriendo aquello?

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— Lord presidente —declarérespirando profundamente— , le pidodisculpas por mi comportamiento. Hesido imperdonablemente maleducado.

— Disculpas aceptadas —dijo trasun momento. Luego sonrió con unacalidez que se reflejó en sus ojos. Peroen su rostro permanecía una expresiónde ligera preocupación— También yome disculpo por recibirte de este modo.Con frecuencia me acusan de no tenertacto, algo que no favorece en absolutoal representante de un clan.

Me resultaba difícil creer que esehombre fuese de hecho un presidente declan. Quizá en Thetia pudiese serlo

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alguien así, pero no en Qalathar.— Está preocupada —me informó—

, en realidad casi deprimida. No ha sidoun regreso a casa demasiado feliz ytampoco la alegra lo de hoy. Y no, no laestamos tratando como a un títere, loúnico que hacemos es mantenerla enlugar seguro.

— ¿Le desagrada el plan deSarhaddon o es sólo que desconfía delDominio?

— Fue a ti a quien convenció detodo esto, ¿verdad? —preguntó, ahoracon expresión cautelosa. Ese hombre eratan voluble que me desestabilizaba acada instante.

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— Fue un compañero de aventurashace tiempo. Soy el único de nosotros aquien conoce.

— ¿Y confías en él pese a lo que tehizo?

— ¿Ella está al tanto de su versiónde lo ocurrido? —Sí, pero no estáconvencida en absoluto. Ni tampoco loestoy yo ni nadie de estas tierras. Túprovienes de un sitio donde el Dominioes racional, apenas una parte de la vida,donde no tortura ni juzga ni quema comohace aquí. Aquí... nunca han intentadonada semejante, y es casi seguro que setrata de un nuevo engaño.

— Si tiene éxito, no habrá cruzada.

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Lachazzar ganará fama y ahorrarádinero.

— A Lachazzar no le interesa eldinero —afirmó Alidrisi en un repentinorapto de odio, otra faceta de sutemperamento— Desea alimentar losfuegos del infierno, llevar las llamasmucho más alto que cualquiera de susantecesores. Si se elevan hastachamuscar la superficie del mundo,mucho mejor. Será una advertencia. ALachazzar no le interesa vencer condiplomacia. —¿No nos conviene correrel riesgo? Todos saben que Lachazzarquiere una cruzada, y nadie desea queeso suceda. Si Sarhaddon nos da una

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oportunidad de detenerla, ¿no es mejoraprovechar esa posibilidad?— preguntésin saber con seguridad por qué mehabía involucrado en semejantediscusión. Pero Alidrisi no era unhombre fácil de ignorar, y resultabadifícil quitármelo de encima. Además,no hacía mucho tiempo que habíahablado con Ravenna. Me encontraba depronto tan angustiosamente cerca... Eranecesario que me comunicase con ellade algún modo.

— Me parece que los odios estándemasiado enraizados —opinó Alidrisimientras señalaba con una mano por laventana a una multitud invisible pero

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muy audible— Sarhaddon lossermoneará con dulces palabras y luegoatacará. Tenemos que averiguar cómo lohará.

— Debió de notar entonces elescepticismo en mi mirada, pues añadió:

— Parece haberte convencido, loque me sorprende. Confiar en unsupuesto amigo que estaba preparadopara ejecutarte parece... peligroso. ElDominio ha roto todas y cada una de laspromesas que ha hecho y traicionará aquien sea si así obtiene más poder. Losreyes y los emperadores lo hacenconstantemente, aunque no pretenden quesea la voluntad de dios.

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— Sí, pero Qalathar no puedederrotar al Dominio. ¿Acaso al

guien ha pensado en un modo delograrlo o sólo vais de una crisis a otraintentando contener su avance?

— ¿Insinúas que somos un pueblovencido? —dijo recuperando suexpresión más sombría.

Levanté las manos tratando deaplacarlo. Parecía tan propenso a lacalma como a la ira, aunque no loconocía. —No más que Océanus—aclaré— Pero no podríais protegeros sise produce una nueva cruzada.

Alidrisi se relajó un poco, peroseguía pareciendo preocupado y tardó

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un minuto en responder.— Mantengo esta conversación muy

a menudo, y nunca consigo responder aesa pregunta. Carecemos de unaautoridad central, con excepción delvirrey.

Considerando su gesto de disgusto,concluí que no tenía un conceptodemasiado bueno de Sagantha.

— Pero la faraona será sólo uninstrumento del Dominio, ¿no es así? Sinejército, sin flota, sin poder protegerlade los magos.

— Si has supuesto siquiera por unsegundo que colaborará con lossacerdotes, te has equivocado por

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completo.— Sé que no lo hará —comenté con

suavidad, tratando de ignorar esa nuevainsinuación de que yo no era digno deconfianza. Alidrisi parecía haberadivinado lo que yo sentía por Ravennay por algún motivo eso le molestaba, asíque no perdía la oportunidad deatacarme— Todos deseamos que regresecomo una heroína conquistadora yexpulse al Dominio sólo con encararse aél, restableciendo la libertad y la paz ytodo eso. Muy bien, ella es más quecapaz de lograrlo. Pero ¿cómo?

— Existen aliados esperando recibirmotivación suficiente.

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— ¿Dispuestos a asumir el riesgo delas prohibiciones, del aislamiento? Lagente sólo obedece al Dominio porquese supone que habla en nombre deRanthas. El Dominio es el único quepuede detener las tormentas y brindarnosel fuego. Y eso basta incluso sin lossacri ni los haletitas.

— ¿De modo que debemos rendirnosy aceptar la derrota, intentar llegar a unacuerdo? ¿Es eso lo que estás diciendo?,¿que nunca seremos capaces dederrotarlos de ningún otro modo y que siles suplicamos lo suficiente nosconcederán una independenciasimbólica? Eso estará bien para la gente

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de Océanus; es probable que tú no hayasvisto jamás a un sacri hasta hace uno odos años. Persea y el resto de nosotroshemos crecido viéndolos todos los

días, sabiendo que poseen el poderde decidir sobre nuestra vida y nuestramuerte. ¿Crees que dejarán ese poder deforma tan sencilla como afirmaSarhaddon?

— No, tienes razón. Yo no los hetenido delante hasta hace poco. Pero¿acaso eso me descalifica para poderenfrentarme a ellos? El Dominiodestruyó también mi hogar, mi tierranatal, sólo que allí no emplearon elfuego y la espada.

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A mis oídos sonaba falso llamarhogar a Thetia, y también me parecíapomposo de mi parte. Thetia no era mihogar, sino sólo el sitio donde habíanacido, y, por otra parte, no me sentíathetiano. —Una destrucción de lo másagradable, ¿verdad?— comentó Alidrisicon acidez— Fiestas, noches de músicay danza, ópera... No puedes culpar alDominio: tu propia gente comenzó avolverse perezosa en cuanto dejaron detener contra quien luchar. El Dominio essólo un chivo expiatorio muyconveniente. —¿Y quién es vuestrochivo expiatorio?— protesté, sintiendoque la ira volvía a apoderarse de mí, y

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aunque no me correspondía a mí decirtal cosa— Os habéis preparado duranteveinticuatro años para este día y nohabéis conseguido nada. La faraona notiene ahora más posibilidades de asumirel trono que las que tenía cuando acabóla cruzada. Esas alianzas de las quehablas nunca se han concretado, lapatética flota que poseíais se perdió enel momento mismo en que aparecieronlos inquisidores y tenéis tan poco podercomo siempre. De todos modos, pese aeso, os oponéis a esta oportunidadincluso antes de oírla. Me detuve depronto, con la espantosa sensación dehaber roto el tenue hilo que me unía a

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Ravenna. Observé a Alidrisi connerviosismo. ¿Por qué tenía que serprecisamente ese hombre? Aún teníaotro contacto, ¿o quizá éste era eldefinitivo y lo había echado a perder?¡Por Thetis! ¿Por qué había abierto laboca?

— ¿Vas a cubrirte de gloria si elplan funciona? —preguntó conamenazadora calma— Lo digo porquefuiste la primera persona a la que lecomunicó su propuesta.

— ¿Has sido condenado a muerte enalguna ocasión, Alidrisi? Como tú dices,toda Qalathar ha sufrido esa condena,pero Sarhaddon os está concediendo la

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posibilidad de apelarla. ¿Permanecerásaquí si comienza la cruzada, sufriendocon el resto de la isla? —No reconozcola autoridad de ese tribunal. Ninguno denosotros la reconoce. Ni yo, ni Persea,ni Laeas, ni toda esa gente que ves allíabajo. Mientras el Dominio no seaeliminado, destruido, aniquilado, aquíno existirá justicia alguna. Todo lo quepodemos obtener con esto es lasuspensión de la sentencia. Sí, tenemosun plan alternativo que no contemplaresponder a sus peticiones. Que esexactamente lo que tú has hecho,permitirle al Dominio tomar de nuevo lainiciativa y distraernos mientras se

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prepara para la siguiente jugada. Nopienso seguir su plan. Y no lo harátampoco ninguno de nosotros,comenzando por la propia faraona a laque dices querer. O eres un iluso o tanestúpido y loco como el resto de tu raza.Tú escoges, pero no la involucres enesto. Alidrisi me dio la espaldadeliberadamente, cogió su copa yregresó al balcón más lejano, dondecomenzó a conversar con dos personasque estaban allí. Yo lo miré un instante,mordiéndome el labio con fuerza. Teníala sartén por el mango y definitivamenteme había puesto en mi sitio.

— No ha salido bien —observó

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Palatina apareciendo detrás de mí—Apostaría a que se opone al plan deSarhaddon.

— Se opone a todo —dije, furioso,incapaz ya de contener la rabia— Creeque es una maniobra de distracciónmientras el Dominio se prepara para lacruzada, y nunca aceptará otra cosa quesu derrota total. Por supuesto que notiene la menor idea de cómo lograrlo,pero está convencido de que no soy lobastante digno para hablar con Ravenna.Ha dicho que ella está bastante triste, loque no me sorprende si la rodeanpersonas como él.

— Tace, tace!— dijo Palatina

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mirando a su alrededor conpreocupación— Hay mucha genteescuchando.

— Siempre hay mucha genteescuchando —añadí, pero esta vez envoz muy baja. Las últimas palabras deAlidrisi me habían alarmado. Sonabacomo si mantuvieran a Ravenna bajo sucontrol. Pero, en ese caso, ¿para qué mediría que estaba alicaída? ¿Habría sidomaldad deliberada?

— Recuerdo que ella me dijo en unaocasión que era un títere de los juegosde poder de los nobles —advirtióPalatina— Creo que ahora lacomprendo. Sagantha no es así, me

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parece que de veras se preocupa porella, pero Alidrisi parece considerarla...una posesión. No pude oír lo que decías,pero vi su expresión. Puedo entender supreocupación, pero, según me ha dichoPersea, Alidrisi es una de las personasmás poderosas de Qalathar, y no seríauna buena idea que fuese nuestroenemigo.

— Me pareció que asumía ese papelnada más oír mi nombre.

— Sí, creo que así fue. Espera unminuto —me pidió Palatina y regresó ala ventana. Allí apartó a Persea del restoy le preguntó algo. Ella parecióperpleja, le dio una larga respuesta, y

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luego Palatina volvió junto a mí—Persea dice que Alidrisi es una personabastante transparente, lo que significaque seguramente no le caes bien. Debede ser por algo que ha dicho Ravenna.—¿Crees que conoce mi origenfamiliar?— ¿Lo mencionó?

Pensé un momento y luego negué conla cabeza, bastante seguro de que nohabía hecho ninguna referencia.

— Sabe que soy thetiano ydespotricó contra Thetia en una ocasión,pero no habló de mi familia.

— Entonces es que no lo sabe ypiensa que eres un joven de Océanusbastante irrelevante, que, por algún

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motivo, nació en Thetia. Si Ravennahablase de ti con cariño o algo más, sepreocuparían. Quizá deseen utilizar aRavenna para comprar ayuda.

— ¿Comprar ayuda? —Me llevó untiempo comprender qué quería decir.—Es una costumbre bárbara, lo sé. Esprobable que se haga en Océanus. Aquíresulta impensable.

— Pero la mayor parte de los sitiosdonde podrían obtener ayuda sonrepúblicas como Taneth y Cambress. Lasconexiones familiares no son suficientesallí; ni siquiera les agrada que suslíderes sean parientes de la realeza.

— Eso es lo que me inquieta —

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afirmó Palatina, volviéndose un pocopara observar a Alidrisi, que seguía enel balcón dándonos la espalda—¿Podrías resumirme más o menos lo quete dijo? Le conté todo lo que puderecordar. Ella me escuchó inmóvil. —Da la sensación de que no tienerealmente ningún plan, pero no podemosdarlo por sentado. Podría ser mucho mássutil de lo que pensamos.

— ¿Y por qué te preocupa?Fuera, el ruido de la multitud cesó

de súbito, y la gente dejó de hablar en elbalcón. Un profundo silencio lo invadiótodo.

— Las alianzas matrimoniales

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tienden a forjarse en el infierno —susurró Palatina— Al menos, eso es loque cree la mayoría de thetianos. Losque no son en absoluto de allí.

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CAPITULO XXIV

Estaba arrinconado en el balcón conPersea, entre la ornamentada baranda dehierro, un macetero de cerámicavidríada y una mujer con túnica deoceanógrafa, tan baja de estatura queparecía un duendecillo. No era la mismaque le había dado la botella a Perseahacía poco. De hecho, había allí unatercera oceanógrafa, una mujer robusta yde cabellos castaños claros que ladiferenciaban de los habitantes deQalathar. Me pareció ver incluso a unhombre con ropa de oceanógrafo en otrobalcón, un sujeto de cabellos grises que

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había estado hablando con Alidrisicuando nosotros llegamos. Era el primercontacto que yo tenía con losoceanógrafos de Qalathar, pero notuvimos tiempo para conversar, pues, enun tenso silencio, observamos cómo seabrían las puertas del templo.

Después de tanto esperar, fue casidecepcionante ver a seis monjesvenáticos, con resplandecientes túnicasrojas y blancas, salir del templolentamente. No había allí ningún sacri,ni inquisidores. Sólo un monaguillollevando un incensario, cuyo espesohumo se difundía entre la multitud. Lagente se hacía a un lado de forma

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instintiva para abrirles paso, dejando unespacio vacío como por arte de magia.

Los venáticos llevaban las capuchasechadas hacia atrás, con lo que supuntiagudo extremo parecía muchomenos siniestro, y no pude distinguirninguna decoración ni bordado en sushábitos. Era sencillo reconocer aSarhaddon, avanzando en medio de lacomitiva con un hombre mayor que él deaspecto venerable a su lado.Presumiblemente, era uno de losinstructores de los que tanto habíahablado. Los otros cuatro eran todosmás viejos que Sarhaddon, aunque nomucho. En mi opinión, tres de ellos

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parecían ascetas.Los seis venáticos llegaron al punto

más lejano de la multitud, y el espaciovacío se cerró detrás de ellos. Laspuertas del templo volvieron a cerrarse,dejando sólo a los dos sacri que hacíande centinelas. Miré al cielo paraconvencerme de que no iba a llover. Elsol era todavía un difuso disco de luz enun cielo demasiado brillante ymonótono.

Las personas que había debajo denosotros tosieron con nerviosismomientras Sarhaddon y el hombre que loacompañaba subieron los escalones depiedra de la plataforma del orador.

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Sarhaddon se colocó a un lado de latarima y mientras el otro hombreavanzaba dos o tres metros hasta llegar ala balaustrada que separaba a losoradores de la multitud. El hombremayor alzó una mano y toda la genteinclinó la cabeza, un gesto que seextendió como una ola por toda la plaza.—En el nombre de Ranthas, dador devida, señor de la ardiente llama, que fuetestigo del inicio y lo será del fin. Queél, que guía todo lo mortal, nos mire conánimo benevolente en el amanecer,atardecer y anochecer de este día y nosacoja a todos en su infinita piedad. Seprodujo una pausa después de estas

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palabras. Entonces todos volvimos alevantar la mirada y vimos cómo los dosse intercambiaban el sitio. Mesorprendió que hubiesen elegido aSarhaddon para pronunciar el sermóninaugural; ¿no hubiese preferido elDominio a uno de los sacerdotes, másveteranos y experimentados? Quizáfuese una cuestión de imagen. La idea seme ocurrió tan pronto como Sarhaddoncomenzó a hablar. A pesar del cambio,no aparentaba ser ni un inquisidor ni uninflexible fundamentalista, algo que notenía importancia: lo que contaba eranlas apariencias.— Ciudadanos deQalathar —dijo, erguido y con ambas

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manos sobre la balaustrada, observandoa la multitud con expresión pensativa—Soy Sarhaddon, un hermano de la ordenvenática. No soy un inquisidor. No hevenido con la hoguera ni con la espada.Tampoco mis hermanos, a quienes veisaquí, ni los que pertenecen a nuestraorden. Hemos dedicado nuestra vida alservicio de Ranthas y no traemos másque palabras.

»En demasiadas ocasiones, la plumaha demostrado ser incapaz de combatir ala espada. Cuando los conquistadoresllegan con sangre y fuego, no es posibleemplear las palabras contra ellos. Loúnico que éstas proporcionan es un

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legado, una memoria para que lo que sedijo e hizo no se pierda, sino que su ecose extienda a lo largo de los siglos.Vuestra gente, la gente del Archipiélago,tiene una historia larga y gloriosa.Durante los tiempos en que mi pueblo, lagente de Océanus vivía aún en laoscuridad y la barbarie, vosotrosredactabais los escritos de Tehama. Paravuestros ancestros nada era másimportante que las palabras. Sus grandeslíderes eran oradores y abogados quepronunciaron brillantes discursos en unaciudad perdida hace un millar de años,de los que vuestros niños todavíaaprenden y todavía estudian.

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»Cuando mis profesores delseminario deseaban ofrecernos unejemplo de inspiración divina hablabandel Libro de Ranthas. Cuando queríanexaltar la inteligencia humana, leíamos aUlpian, Claudina, Gerrachos. Ellosvivieron un tiempo en el que no existíahonor más importante que ser llamadoorador, en el que los que llegaban másalto eran los que podían debatir,discutir, hablar. Y los que lograbanimpregnar sus discursos con la pasiónde sus corazones eran recordados comolos más sobresalientes de todos. Tehamano era fundamentalmente una ciudadletrada, pero sus discursos son aún

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recordados.»Todos vosotros conocéis mejor que

yo la historia de la defensa de Postumiopor Ulpian, de modo que no serécondescendiente y no volveré a contarla.Ulpian le salvó la vida a un hombreinocente frente a un juradolamentablemente corrupto, empleandocomo única arma el poder de suspalabras. Existen también otrosejemplos, la plegaria por la paz, la señala medianoche, de los que habréis oídohablar. Mi propia gente, en Pharassa,siguió alguna vez idéntico camino,aunque ninguno de nuestros oradores hasido tan celebrado. Hemos tenido

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reputación de voluntariososdiplomáticos por ser capaces denegociar ante cualquier problema, sinimportar lo terrible que fuera, y porponer punto final a guerras que parecíaneternas.

»Sé lo que estáis pensando, que esofue hace ya mucho tiempo. ¿Cuándo hademostrado la palabra ser de algunautilidad en los siglos recientes? Ha sidoinútil para detener el fuego y laconquista, no ha mitigado el mal quenosotros, entre otros, hemos traído avuestra tierra. Con mucha frecuencia laspalabras funcionan en sentido contrario,para corromper, para insinuar, para

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decepcionar. Su poder puede ser tantonegativo como positivo. Un mal consejopuede ser mucho más destructivo quebeneficiosa una buena guía. Al menos,en algunas ocasiones.

»No soy un Ulpian ni un Gerrachos,y estoy seguro de que habéis notado queno soy Claudina —dijo haciendo reírbreve y de manera nerviosa a lamultitud, que no perdió la concentraciónni le quitó la mirada de encima—Tampoco estoy aquí para ganar un pleitoni para hablar de guerra o paz. Traigolas palabras de Ranthas que ya conocéispara formular una llamada a la razón, ala reflexión. Muchos de vosotros

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adoráis a distintos dioses, que son ochoen lugar de uno. —Señaló entonces elcielo grisáceo hacia donde el débil solacechaba tras una cortina de nubes—¿Podéis sentir el calor —prosiguió— ,ver la luz que atraviesa las nubes porprimera vez en este invierno? Durantesemanas, el mundo ha sido castigado porel mal tiempo, mucho peor que eninviernos anteriores. Hay sitios en losque las nubes son tan gruesas y oscurasque parece que anochezca al mediodía.Los árboles crecen enfermos, sinfuerzas, los animales mueren y lastinieblas se apoderan del espíritu de loshombres.

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»Durante tres meses, el sol hapermanecido oculto, excepto en losraros días en los que, como éste,Ranthas nos ha mostrado su favor. Elfuego del sol se esconde para nosotrostras las nubes, pero sólo podemossobrevivir gracias a que brilla sobreAquasilva. Entonces sacó de su túnicaun atado de ramas y lo levantó. Era unabrillante mezcla de rojos anaranjados yhojas doradas, que resultaba hermosaincluso sin contar con los reflejos delsol. —¿Dónde estaríamos sin esto?—preguntó— Refugiados en las cavernasmás profundas, confinados en lasmontañas y el continente, incapaces de

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mantenernos calientes, de cruzar losmares, de brindar a nuestras ciudadesluz y calor. De hecho no podríamos tenerciudades de piedra, ni monumentoscomo el zigurat, ni construcciones comola Antesala del Océano, ni el Acrolito.«¡Qué singular combinación!» pensé,fascinado aún por el brillo de las ramasy preguntándome si alguna vez vería unode esos árboles. Un sacerdote ordinariohubiese nombrado templos y zigurats,pero Sarhaddon había mencionado a lavez los mayores logros de thetianos yqalatharis, no muy cercanos en espíritual Dominio. De hecho, no me parecióhaber oído nunca de labios de un

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sacerdote ninguna mención a la Antesaladel Océano, el edificio monumental másimpactante de Selerian Alastre, quehabía sido dedicado a Thetis.

— Mirad la historia —continuóSarhaddon— y veréis cómo han sido losque tenían el fuego sagrado los queconstruyeron las grandes ciudades yedificaron los más poderosos imperios,dejando una huella perdurable. Hacetrescientos años, los thetianos tenían unmonopolio: sólo ellos conocían elsecreto de la leña que ardía y loempleaban para glorificarse a sí mismosy a sus ciudades, construir enormesmonumentos, enviar sus naves a cada

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rincón de la tierra y tener al mundo bajosu gobierno. Todos los demás eranpálidas sombras en comparación. »Perocuando Ranthas dio a conocer su don atodos y el secreto dejó de serlo, todo elmundo progresó y dejo atrás aquellostiempos primitivos. Se construyeronotras grandes ciudades que rivalizaroncon las thetianas: Taneth, Cambress,Pharassa, Raneveh, Poseidonis.

Muchos de los presentes inspiraronprofundamente, y se oyeronexclamaciones de sorpresa desde elfondo de la plaza. Sarhaddon andaba porterreno peligroso. Muchos de loshabitantes de Tandaris habían vivido en

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Vararu o Poseidonis antes de que lacruzada las destruyera. Algunos habíanpresenciado incluso su caída, y nadieolvidaba quién la había provocado.

— Recordad que vivimos enedificios calentados con fuego, quecruzáis por el mar gracias a mantasmovidas por leña ardiendo, que a travésde la gracia de Ranthas obtenemos deaquéllos el éter. El éter que os protegede las tormentas, de los ataquesenemigos, el éter que ilumina vuestroshogares.

»¿Qué otra protección existe contrala fuerza de los elementos? El fuego osmantiene calientes, os protege de la furia

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del agua, el viento y la sombra. Esmucho más que un elemento. ¿Locompararíais acaso con el viento, quevapulea vuestras ciudades en cadatormenta, un producto destructivo delcielo? ¿O con el agua, que nos rodea y ala que los oceanógrafos sitúan en mapasy analizan mediante experimentos einstrumentos científicos? ¿Podría existiruna deidad tan fácil de comprender portodos nosotros? ¿O considerar un dios aestas frágiles e inertes plataformas detierra y roca que nos sostienen y quedenominamos continentes e islas, y queestarían muertas sin la luz del sol? ¿Odivinizar la sombra, la ausencia de luz,

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de calor, la oscuridad? ¿Quién devosotros, aparte de los recién casados,desearía una noche eterna? Turia sufredurante meses de noches semejantes. ¿Yqué es Turia? Una tierra yerma ydesolada formada por hielo y roca en laque nunca crece nada, donde no hayseres vivos.

»El fuego está por encima de losotros elementos, no es una mera partedel mundo. Tenemos el sol, la fuente denuestro fuego, cuya inmensidad superanuestra imaginación, la personificaciónde Ranthas en su forma más pura. Y enAquasilva nos ha brindado una parte quecompensa los momentos en los que él

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nos oculta su rostro. Imaginad un mundosin sol. Ninguna forma de vida, ni lamenor chispa de nada, sólo una bola delíquido y roca muerta inanimada. Noexistiría la vida en los mares ni en latierra, sólo un mundo lleno de glaciaresy un frío inconcebible. Los otroselementos estarían allí, por cierto. Pero¿qué beneficio aportarían?, ¿cuál seríasu poder? ¿Qué poder puede brindarvida al hielo sin proporcionarle calor?

»O pensad un mundo con sol dondeRanthas no nos hubiese brindado su don.Donde no hubiese calor pararesguardarnos en las noches o durante elinvierno, en el que esté ausente la chispa

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de la vida. Todos los demás elementospodrían estar presentes, pero sin elfuego para mostrarnos el camino yservirnos de guía no habría inteligencia,apenas bestias en los bosques ymonstruos en las profundidades.

»El fuego supera a todos los demáselementos, ya que se mueve, parpadea,cambia sin ritmo ni razón. Convierte elagua en vapor, elimina el frío del aire,consume las cosas de la tierra. Ydestierra las sombras. Nadie puedesentirse seguro en la oscuridad, quesirve de refugio a los ladrones, losasesinos y todo tipo de malhechores. Elmal no puede florecer a la luz del día;

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necesita los rincones oscuros y sólopuede ser eliminado por el fuego y laluz.

»Si existen otros dioses, ¿por quéignoran a sus adoradores? Somosinvadidos desde todos los frentes por elmar y las tormentas, cubiertos por lassombras durante varios meses al año.¿Puede alguien decirme con sinceridadque prefiere el invierno al verano,semanas y semanas de media luz ytiempo intempestivo al mar en calma, elcielo azul, la luz y el calor? El nuestroes un mundo hostil, pero merced a lagracia de Ranthas podemos sobrevivir.Y, aún más que eso, podemos construir y

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prosperar, criar niños y hacer nuestrasvidas sin temer la furia de los elementoscomo, consecuencia de una única cosa:el don de Ranthas.

»Muchos de vosotros odiáis alDominio por lo que hizo en el pasado.Pero recordad que en las generacionesque se han sucedido desde el primadofundador hemos mantenido a raya lafuria de las tormentas, os hemosprotegido de los males de este mundo,hemos dado el don de Ranthas a cadarincón del planeta. Os hemos salvadodel caos y las mentiras que nosprecedieron.

»Hace doscientos años, el mundo

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pendía del abismo en una época deoscuridad, guerra y masacre. Nubes depolvo eclipsaban el sol y continentesenteros ardían mientras los ejércitosluchaban a muerte. Ni un solo lugar delmundo escapaba a la guerra, desdeDesolación hasta el polo. Hacía muchossiglos que el mundo desconocía la paz, ylos soldados combatían cada vez más ymás lejos de sus tierras. »Pero entoncesllegaron los verdaderos destructores:los monarcas thetianos y sus perversosmagos, que salvajamente mancharon elnombre de su raza con sangre y llevaronel conflicto a su cota más alta. Losadoradores del fuego lucharon contra

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ellos, contribuyeron a asegurar suderrota y ayudaron a hombres máscautos para que nos condujeran fuera deesos tiempos oscuros. Tras la masacre,el Dominio apoyó a la gente,reconstruyó las ciudades y extinguió dela tierra hasta el último de esos magos.Y trajo la paz. Es cierto, desde entoncesse han producido guerras, luchas entrelas islas, estados e imperios, porque laesencia de la naturaleza humana escombatir.

»Los magos que causaron tantascatástrofes obtenían su poder de losotros elementos, que en opinión dealgunos tienen sus propios dioses, y

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citan a esos magos como prueba de suexistencia y fuerza. Pero, dado que lascapacidades de éstos dependen de lasfuerzas primarias sin combinar quellevan dentro, no pueden ocasionar másque destrucción. Esos magos sonsuperados por la crudeza de su propiamagia, que turba sus mentes. Ellos nopueden construir ni proteger, sólodestruir. El poder que alcanzaron eramayor que su habilidad para controlarlo,y por eso se produjeron guerrasinterminables, una era de caos en la quenadie y nada estaba seguro.

Escuchamos en silencio cómoSarhaddon le contaba a la multitud la

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falseada versión de la historiapergeñada por el Dominio con todos susinquietantes detalles. Una historia que lagente ya conocía pero que Sarhaddon ysu compañero subrayaron durante másde una hora. En cierto modo eranauseabundo, ya que estaban empleandola lógica y la razón en lugar del fervor.Muchos de los que había allí debían deconocer los relatos de la Historia, lareal. Unos pocos, de hecho, la habríanleído, aunque la sola posesión de unejemplar implicaba una sentencia demuerte.

Sarhaddon y su compañero, hombresinteligentes y oradores persuasivos,

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mantuvieron a toda la plaza en silenciocon sus palabras. Yo mismo no pudedejar de prestarles atención, y lo mismosucedió con todos los que estaban a milado. Escuchamos la historia que noscontaban, los argumentos que utilizaban,y sentí las semillas de la dudacomenzando a germinar en mi mente. Sila historia auténtica de Thetia era tandiferente, entonces ¿por qué incluso sushabitantes la habían olvidado? Loslíderes de los clanes debían de haberleído a lo largo de los siglos el libroque les ofrecía la posibilidad de vengarla mancha que pendía sobre su pasado,pero jamás habían aprovechado esa

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oportunidad. Sólo quedaba su enraizadoodio por la Sombra y por la gente deTuonetar, y eso era también parte de lahistoria del Dominio.

Los discursos no me habríanafectado tanto de no haber sido por misencuentros con Orosius. Aetius,Carausius y Tiberius sólo eran héroes enla Historia y en los escritos delContinuador, ya que ellos y la mayorparte de sus fieles seguidores eran losque habían redactado esos libros. Comotantas veces, pensé en los que los habíansucedido a lo largo de los siglos y mepregunté cómo era posible que losvieran de ese modo.

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¡Las descripciones que habían hechoSarhaddon y su compañero podíanaplicarse con tanta propiedad a Orosiusy Landressa! Quizá Aetius fuera undirigente competente, pero tambiéndemasiado generoso al sacrificar vidascontra un enemigo ni de lejos tanpoderoso como la Historia lo habíaretratado. Cientos y cientos de personashabían muerto en sus batallas, y habíamatado y torturado prisioneros sinpiedad para hacer que el enemigo lotemiese. Y, al final, en aquellos últimosmeses, había despojado condeliberación a Selerian Alastre de lamayor parte de su guarnición. La

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Historia nunca había explicado por quéla ciudad estaba tan desprotegidacuando se produjo el ataque de Tuonetar,pero, pese al horror que implicaban, laspalabras de Sarhaddon parecían tenersentido.

— Aetius utilizó su propia capital ya su propia gente como señuelos paraatraer a las legiones y a la flota deTuonetar y alejarlas del norte —continuó Sarhaddon— Así fue como lastropas de Tuonetar descendieron sobrela ciudad a miles, la incendiaron ymataron o esclavizaron a todos sushabitantes. La ciudad que conocemoshoy fue reconstruida más tarde, a pesar

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de su destrucción. Mientras sus ejércitosestaban ocupados, el hermano de Aetiuscondujo a su propia flota hacia el norte,hacia el hogar de la gente de Tuonetar,donde hoy todo sigue tan arrasado quenada puede sobrevivir allí. Vengaronentonces una atrocidad que jamás debióhaber sucedido, pero durante la lucha,por fin, un anónimo soldado enemigoacabó con el emperador y con sureinado de terror.

»Sin duda habéis oído decir que loshabitantes de Tuonetar se dispersaron,que se aislaron porque su capital habíadesaparecido. Eso es verdad sólo amedias. Es cierto que se marcharon,

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pero porque Carausius, para vengar lamuerte de su hermano, lanzó contra ellosla fuerza de los elementos y arrojó aAran Cthun a las tinieblas. Carausiusempleó la destrucción de los talismanesde la ciudad sagrada para desatar unamatanza en todo el mundo. Una magiatan poderosa que, a pesar de su éxito,acabó por dejarlo tullido a él mismo.»Recordad que hablamos de un hombreque admitió haber causado la muerte demiles de personas con su magiaprimitiva porque eran enemigos. ¿Quiénmás tenía el poder de desatar lasmareas, los tornados, las inundacionesque costaron tantas vidas a los dos

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bandos? El hundimiento de tantas tierrasen aquel entonces es un hecho histórico.Las tormentas lo empeoraron, pero¿podrían haberlo logrado por sí soloslos habitantes de Tuonetar? ¿Erancapaces de tanto? Su magia eraperversa, pero era Sombra. Preguntaos avosotros mismos quién más pudo habersido. Todos los que creéis en estahistoria, decidme, ¿quién más teníapoder para emplear el mar como arma?

»Llegamos por fin a la usurpación,que los que siguen a la sombra de eselibro consideran el fin de la libertad y elcomienzo del terror, exactamente loopuesto a lo que sucedió en realidad.

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»Dos primos, uno hijo de Aetius y elotro de Carausius, habían combatido yliderado durante la guerra, siendotestigos de la sangre derramada, lasmasacres, los tormentos. Uno de suspadres estaba muerto, el otro tullido,pero la guerra había concluido. Loshabitantes de Tuonetar habían sidoexterminados como pueblo y como raza:los pocos sobrevivientes fueroncapturados, asesinados, esclavizados oexiliados a los confines más miserablesde la tierra. La capital estaba en ruinasdebido a la estrategia de sus padres(plan en el que Tiberius habíacolaborado), y los recursos de su país

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agotados. Los magos que habíanprovocado tanto sufrimiento y terrordurante la guerra seguían libres y suspoderes no había sido mitigados.

»Comenzaron entonces areconstruirla, es cierto, pero sobre losviejos cimientos. Tiberius, quereverenciaba la memoria de su padre, lededicó monumentos en la nueva ciudad ycreó legiones para mantener la paz enlas tierras que su padre habíaconquistado. Miles y miles de personasfueron embarcadas a la fuerza paradevolver a Selerian Alastre su antiguoesplendor, trabajando sin obtenerrecompensa de un tesoro menguado sólo

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para que Tiberius pudiese tener supalacio, su ciudad, un rincón de bellezamientras el mundo estaba en ruinas.

»Nadie sabe con certeza cuántagente murió a causa de las tormentas,cuya furia había sido aumentada por lamagia de los tiranos, que no pensaron enconstruir ningún campo de éter paraproteger a su gente de ellas. Los magosfueron recompensados luego, obtuvieronpuestos de poder e influencia y seconvirtieron en funcionarios leales a lostiranos, a expensas de su propio país.Sabían lo que sucedería si era tomadaSelerian Alastre, pero no abrieron laboca para protestar.

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»Con todo, en la nueva generaciónhubo quienes renegaron de lo que habíanhecho sus mayores. Valdur despreciabaa su padre por lo que había sido enrealidad, y reunió a su alrededor apersonas que pensaban del mismo modo,muchas de las cuales habían perdido asus seres queridos durante la guerra.Muchas, también, habían participadoincluso en el conflicto, pero aborrecíansu recuerdo y querían encontrar lamanera de evitar que volviese a sucederalgo semejante, intentando que no secreara un orden similar al que habíagenerado tanto horror. Así que leenseñaron a Valdur, que antes sólo

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conocía el poder salvaje de los otroselementos, la verdadera magia delfuego. Ranthas se dirigió a él y Valdur loescuchó, algo que el resto de su familiase había negado a hacer. »Fue entoncescuando decidió cometer un crimen paraprevenir otro aún peor. Usurpar un tronoes una cosa terrible, y sin embargo lavida del mismo Valdur corría peligrodebido a su relación con los que seoponían a la magia. Gente que les habíajurado lealtad a él, a sus amigos y a susfamiliares lo amenazaba ahora porquehabía visto la luz donde los demás nohabían visto nada. Ellos eran losdesleales, los que habían violado y

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asesinado sin piedad durante la guerra yhabían tomado parte activa en sushorrores con plena conciencia.

»Y ellos eran los únicos que debíansufrir, pues sus actos los condenaban aojos de Ranthas y de los hombres. TodaThetia aclamó a Valdur, y todo elimperio condenó a los que tanto lohabían perjudicado. Por fin Thetia teníaun líder dispuesto a enfrentarse a loshorrores pasados cometidos por supropia familia y a juzgar todo lo que sele había hecho. Por primera vez, loshombres fueron conscientes de suspecados, pero, por muy graves quefuesen, Ranthas les permitió arrepentirse

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y les garantizó que serían absueltos porintermedio de sus sacerdotes, quepudieron hablar desde entonces con unalibertad que jamás habían conocido.

»Los asesinos y los cómplices de lostiranos fueron perseguidos y conducidosante la justicia. Los perversos magosfueron ejecutados, pues estaban más alláde cualquier redención. El suyo es uncamino que corrompe la mente poco apoco; la magia se vuelve contra ellossegún van haciendo más y más uso deella, y finalmente se convierten en merasenvolturas, meros transmisores delpoder salvaje que canalizan. Algunoseran jóvenes y pudieron ser salvados,

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pero muchos no pudieron serlo.»El Continuador dice que esa etapa

fue un «baño de sangre», un reino delterror, pero no menciona que ellosfueron los artífices de la guerra, la ruinay las hambrunas, y que muchosasesinaron a un número de personasmayor del que ellos mismos sumaban.Desde entonces, el mundo hapermanecido estable, mientras losimperios van y vienen sin destruir elequilibrio como antes habían hecho esosmagos. Toda esa violencia cesó, y apartir de aquel momento la propiaThetia ha conocido una paz interna y unatranquilidad inconcebibles hasta

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entonces.»Pero existe el desacuerdo de una

pequeña minoría, y a ésta he venido aintentar convencer esta tarde sobre todo.Según he dicho antes, las palabras sonpoderosas, tanto si son habladas como sison escritas, y han guiado a mucha gentepor caminos que de otro modo nohubiesen cogido. Y éstas, manipuladaspor la autoridad, apoyadas en el peso dela llamada «historia», pueden llegar aser sumamente persuasivas.

»La tradición es lo que proporcionapeso a las palabras, pero no la tradiciónde generaciones sucesivas examinando ycomprendiendo el legado de sus

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antepasados. Me refiero al seguimientociego de la tradición, de lo que nosdijeron nuestros mayores y que ellosjamás han comprendido. La doctrina delDominio ha cambiado a lo largo de lossiglos, en la medida en que hemosdescubierto nuevos aspectos de Ranthas,nuevos modos de verlo, aportados pornuestros estudios del pasado y delpresente. No hemos repetido de formaobediente como loros lo que nos dijeronlos viejos monjes en los seminarios:ellos nos hicieron comprender por quélas cosas son como son.

»Los que siguen ese libro no hanvivido una evolución similar de sus

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ideas. Los jóvenes aprenden lo que losancianos creen con todo su corazón,pues así se lo enseñaron en su propiajuventud, y así durante generaciones.Podríais decirme que si la Historia estan falsa y está tan equivocada comodigo, ¿cómo es que tanta gente cree enella? ¿Por qué creyeron en ella desde elprincipio? ¿Por qué si ya tenemos unaverdadera compilación de losacontecimientos, existe también esa otraversión?

»La respuesta se encuentra en lalealtad, pueblo de Qalathar. La lealtades una de las fuerzas más poderosas queune el mundo. Pero los que han sido

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corrompidos y rehusan cambiar puedenno ver la auténtica naturaleza de los queles han influido negativamente. Despuésde todo lo ocurrido, cuando el mundoconoció los horrores del campo debatalla con absoluto detalle al acabar laguerra, unos pocos continuaron al ladode los tiranos. Gente cuyos crímenesquedaron a la luz, pero cuya maña yastucia les permitieron escapar delcastigo que afrontaron sus compañeros.

»Para el Continuador, que vio a lostiranos como héroes a pesar de los ríosde sangre y espanto que habían causado,existía la desperanza de que algunosmagos y oficiales de la flota hubiesen

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huido hacia el sur desde Thetia rumbo aDesolación. Y rezaba esperando quealgunos hubiesen sobrevivido.

»Eso nunca lo sabremos, pero lo quees seguro es que otros no fueron tanlejos, sino que lograron conservar suinfluencia y respeto entre los que sóloconocían la guerra de segunda mano. ElArchipiélago fue la zona del mundomenos afectada por el conflicto y raravez sufrió el desembarco de uno u otrobando. Entonces, como ahora, supoblación era fuerte pero escasa y no lobastante numerosa para ser reclutada.

»La gente que huía de la justicia diomedia vuelta al llegar a los límites del

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mundo conocido y no se aventuró en elocéano para desafiar a la muerte comosus camaradas. En cambio, fundaron enel sur de las diez mil islas delArchipiélago, que la vieja magia ocultóa los ojos del mundo. Existe allí unainmensa franja de océano dondeesconderse.

»Y esos refugiados se establecierony ocasionalmente se dieron a conocerpor medio de métodos secretos,reclutando en todos los puntos delplaneta a los que, en menor medida,creían aún en lo que decían de lostiranos. Aquéllos les enseñaron unaversión distorsionada de la historia, que

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luego fue transmitida también a sushijos. Los confundieron los criminales,los asesinos, los lacayos de los tiranos,y, a medida que los hombres y mujeresmurieron y el mundo siguió su marcha,los que habían huido fueron olvidados y,generación tras generación, todoscreyeron con inocencia las mentiras queles habían contado.

»Vivimos en el presente, y losproblemas del presente siempre son másinmediatos que los del pasado. Así esque, a lo largo de los años, en lasmentes de los que habían sido (y todavíaestán) engañados, el Dominio ha pasadoa representar el mal, un mal que ya

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destruyó el mundo en una ocasión.Nuestros abuelos siempre rememoranlos tiempos dorados de su juventud, yfue así como generaciones de herejeshan sido alejadas de la verdadera senda.Consideran que hemos destruido unmundo que jamás existió, queensombrecimos los nombres de los quefueron, en realidad, tiranos y asesinos.

»Con demasiada frecuencia esaversión ha sido combatida conintolerancia, recelo y una desenfrenadapersecución. Luchamos contra el mal entodas sus manifestaciones y olvidamosque siempre existen líderes yseguidores. Nos remontamos a los

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relatos de una era de odio y terror, yjuzgamos a los que han imitado suscostumbres. No es común que nospreguntemos por qué esas costumbreshan persistido durante tanto tiempo, nipor qué esas voces del pasado tienenaún seguidores.

»Convoco a todo Qalathar, a todo elArchipiélago, a pensar, reflexionar yescuchar lo que acabo de decir y lo quediré en el futuro. Tengo unsalvoconducto firmado por el primadoen persona según el cual, como habéisvisto, todos podéis debatir conmigo ycon mis hermanos de fe. Podréis escogerel momento y el lugar. Lo único que os

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pido es que todos los que deseéis venirsolicitéis audiencia.

»Y digo también a los que hanestado siguiendo el mal camino que osdevolveremos al verdadero sendero connuestra bendición y olvidaremos vuestropasado. Miles y miles de personas noshan dado la espalda, pero nosotros no ostraicionaremos. Los que acudan anosotros serán absueltos y quienesconfiesen su fe ante testigos, comoindica la costumbre y como ningúnhereje consentiría hacer, seránconsiderados verdaderos hijos deRanthas. Todos los herejes querecibamos en el seno del Dominio

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estarán a salvo de cualquier persecuciónde por vida, del mismo modo que loestarán

los que deseen reafirmar su fe, yasea porque dudaron o porque alguiendudó de la sinceridad de sus creencias.»Os ofrezco perdón, paz y redención enel nombre de Ranthas, que brinda la luzy la vida al mundo ahora y siempre. QueRanthas os acompañe.

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CAPITULO XXV

Todos permanecimos en silenciomientras Sarhaddon hacía la señal de lallama y descendía de la plataforma juntoa su compañero para unirse a sushermanos venáticos. La multitud, absortay en silencio, no se movió ni reagrupóde ningún modo mientras los monjesformaban una pequeña procesión,encabezada por el que llevaba elincensario, que se había enfriado hacíatiempo. Entonces, de pronto y comodespertando de un hechizo, el gentíocobró vida, desplazándose en todasdirecciones y sin dejar de hablar. Tanto

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ruido resultaba muy molesto tras horasde oír sólo a Sarhaddon.

Algunas personas de los extremoscomenzaron a dispersarse, pero muchasse dirigieron al centro de la plaza, y sehicieron corros en torno a los venáticos.Por un tenso momento creí que iban aser empujados y hostigados en direcciónal templo, donde sin duda los esperaríanlos sacri listos para intervenir.

Pero el humor de la población eramuy diferente, y las conversaciones quellegaban hasta el balcón se hacían envoz baja y con gran intensidad, pero sinun tono enfurecido ni acusador.Comenzaron a abrirse claros entre la

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multitud, y los venáticos no avanzaronhacia el templo, sino que permanecieronen la plaza, donde súbitamente se vieronrodeados de una enorme masa de gente.Tras unas palabras del compañero deSarhaddon, la comitiva de venáticos seseparó. Un momento después, había seishombres blancos rodeados de personasque gesticulaban excitadas.

Un poco antes había empezado adespejarse el balcón. Entonces sentí quese liberaba la presión sobre mi piernacuando alguien se levantó para entrar enel salón, dejando más espacio libre.Todos comenzaron a hablar a la vez, yen sus voces podía sentirse la misma

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excitación que se percibía en la calle.Durante un momento permanecí con lamirada fija en la plaza, observando el iry venir de la multitud.

Entonces la oceanógrafa que estabaa mi lado se alejó de la baranda amedida que más gente se iba del balcón.

— Disculpa, no te he dejado muchoespacio, ¿verdad? —me dijo conexpresión de incomodidad— ¿No estásde acuerdo con él?

— Son thetianos —afirmé porsegunda vez aquel día, pues no deseabacomplicar las cosas— Si observas anuestro emperador, es difícil no creer aSarhaddon.

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— Pero... niega todo lo que meenseñaron. Ya no estoy segura de qué eslo que debo creer.

— ¿Estabas tú en...? —pregunté,dejando la frase inconclusa al ver queme había entendido.— Sí, estaba en lafortaleza del Agua hace tres años. No sési la has visto, pero tiene un aspecto muythetiano. Pienso en las últimas palabrasque ha dicho Sarhaddon y en cómo lesha dado la vuelta a las cosas. —Alzó lasmanos en un gesto de frustración típicodel Archipiélago— Siempre habíapensado que me hubiese gustadoconocer a Carausius, pero las cosas quedice el Dominio de él son tan

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horribles... Y la sola idea de que Aetiusdestruyese su propia capital de esemodo, con toda la gente dentro... ¿Puedealguien ser tan monstruoso?

«Cada año, en el aniversario de lacaída de Aran Cthun, la Marina y laslegiones celebran un homenaje en honorde los caídos para recordar aquellagesta y la muerte de Aetius.» Laspalabras de Telesta resonaban en micabeza. Debían de ser verdad, puesTelesta quería que confiase en ella.¿Harían algo semejante por un hombreque había condenado a muerte a muchasde sus propias familias como parte deuna estrategia?

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Pero Aetius era un Tar' Conantur.¿Por que no iba a ser como el resto desus retorcidos parientes? ¿Por qué iba ahaber esas tres únicas excepciones en laletanía de muerte y sangre que nos habíaacompañado a lo largo de los siglos?Una parte de mí sabía que Sarhaddonsólo estaba haciendo eso para conseguiralgo, y que dos meses atrás yo nohubiese creído seguramente ni una desus palabras. Pero ahora eso meresultaba imposible tras haber conocidoa Orosius.

— Así que ahí estás —dijo Palatinavolviendo a mi lado. En su expresiónhabía más preocupación que duda.

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Menos torpe que yo, se presentó a símisma ante la oceanógrafa, que sellamaba Alciana.

— ¿Sois primos? —preguntóAlciana después de decirle también minombre. Palatina asintió— No parecestan preocupada.

— No confio en Sarhaddon —explicó Palatina— Al menos no en comove las cosas. Es probable que lasciudadelas se creasen de ese modo, peroeso no implica por necesidad que susfundadores fuesen esos asesinos de losque ha hablado. Los militaresconsideran todavía un héroe a Aetius, yno sería así de haber sido responsable

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del sacrificio de tantas vidas.— Aetius era un Tar' Conantur —

afirmé— ¿Por qué habría de ser undechado de virtudes cuando el resto desus parientes han demostrado ser tanperversos?

— Sólo has oído hablar de los quelo fueron —respondió Palatina convehemencia— Los que han tenido vidasnormales no resultan interesantes y esimposible utilizarlos como propaganda.

— ¿Por qué entonces ninguno deellos fue emperador? —objeté— ¿Oacaso te refieres sólo a los que nuncahan tenido poder y por lo tanto han sidoincapaces de forjarse un nombre por sí

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mismos?— La princesa Neptunia puede no

ser muy cariñosa, ni una madreexcelente, pero tampoco es un monstruo.En absoluto. Tampoco lo era el viejoemperador.

— El viejo emperador nos abandonóa nuestro propio destino —repusoAlciana tranquilamente, paseando lamirada del uno al otro— El actual puedeser mucho peor. Creo que Cathan tienerazón.

— Entonces ¿crees lo que ha dichoSarhaddon?

— Lo repito, ya no sé qué creer. ElDominio quema a la gente por estar en

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desacuerdo con su religión. ¿AcasoCarausius o Aetius hicieron eso algunavez?

— No, no lo hicieron. Me pareceque Sarhaddon está intentandoconvencer a la gente común, a los quenunca fueron a las ciudadelas. Suadoctrinamiento fue mucho más severoque el nuestro, si es que lo querecibimos nosotros puede llamarse así.¿Sabes de alguien por aquí que puedadebatir con él a su nivel y que no tengamiedo?

— Todos tienen miedo —se lamentóAlciana— Quizá Diodemes, eloceanógrafo de cabellos grises que

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habéis visto por aquí, podría animarse ahacerlo. Pero ¿qué le sucederá si lohace? Todo Qalathar sabrá que es unhereje, y en el momento en que acabe laamnistía de los venáticos lo arrestarán.Quien participe en el debate, deberáperder la discusión y acabarconvirtiéndose para salvarse.

— ¿Y alguien de las ciudadelas? —sugerí— Alguien que no tema lasconsecuencias porque luego puedadesaparecer. —Pero tardaría variassemanas en llegar, y puede que luego losiguieran al regresar.

— Da la sensación de que la genteresponde favorablemente a Sarhaddon

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—dijo Palatina señalando a la plaza,que se vaciaba con rapidez. Nosotroséramos los únicos que continuábamos enel balcón. Los venáticos seguían abajo,cerca de la tarima, cada monje codeadode bastantes personas— Diría que esoes lo que busca.— Me parece que estoyde acuerdo con ellos —advirtió Alciana— Llevamos meses hablando de lacruzada, y más aún desde la llegada delos inquisidores. Veo a los sacri todoslos días cuando camino desde mi casahasta la estación del InstitutoOceanográfico, y mis padres me hancontado lo que ocurrió la última vez.Todos mis familiares son herejes, pero

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no quieren morir. Yo tampoco. Pero esoes lo que sucederá si empieza otracruzada. No tengo madera de mártir.

Al final siempre se llega a eso,pensé, a preguntarnos si la fe es másimportante que vivir una vida normal oque el mismo hecho de vivir. La historiaes importante, es verdad, pero lasmayores equivocaciones del Dominiopertenecían al pasado. ¿Valía la penamorir para recordarlas?, ¿sacrificarsepor un pasado que quizá no hubiese sidosiquiera como nos habían enseñado?

— Creo que todo está más claroahora —comentó Palatina, pensativa—Nos preguntábamos qué era lo que

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quería Sarhaddon y creo que ahora losabemos. Él separará a los mártires delresto, porque ahora existe laoportunidad de ceder sin pagar unprecio y de salvarse ante el peligro denuevos inquisidores y de otra cruzada.Sólo perseguirán y capturarán a los quequedemos fuera. —Sarhaddon aclaróque sólo intentaba salvar a los quequerían ser salvados— añadí.

— Pensé que no podría salirvictorioso ante tanta gente, que era sóloun sueño. Ahora veo que incluso túdudas, Cathan, y todo se vuelve muyreal.

— Vosotros sois amigos de Persea,

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de modo que probablemente tenéis quever con los disidentes —dijo Alciana ehizo una pausa— Y no sois de Qalathar.Es probable que ya os lo hayan dicho,pero debéis daros cuenta de que si sedesata una nueva cruzada será el fin delArchipiélago. Perderemos la libertadque nos queda y esta ciudad seráconquistada. Todos lo sabemos. Nopodemos oponernos a ellos; no somos lobastante fuertes. Cualquier acción queemprendamos será tan efectiva como lapicadura de un mosquito. Incluso siluchásemos y consiguiésemos vencer,cuentan con todo un mundo dispuesto aproporcionarles tropas con las que

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volver a intentarlo, incluyendo las delemperador. —Mientras hablaba, Alcianajugueteaba con el dobladillo de lamanga, un gesto que no concordaba consu aspecto culto y mundano, y merecordaba a Palatina— Apenas osconozco y no sé por qué os estoydiciendo esto —prosiguió— , pero sonpersonas como Persea y Alidrisi las quedarán problemas. Intento no pensar en loque sucedería si vinieran los cruzados,pero, en ocasiones, cuando estoy triste,no puedo evitarlo. Convertirían estatierra en un desierto e instalarían sustiendas de campaña sobre sus ruinas. Ymatarían o esclavizarían a todos los que

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conocemos, incluyendo a mi propiafamilia, si es que sobrevivo a ladestrucción de la ciudad. Yo, como soyjoven y bonita, sería vendida comoconcubina en Haleth en lugar de serasesinada. Vosotros no tenéis idea de loque eso significa, ser consciente de queeso puede sucederos y de que no haymanera de impedirlo. No sé qué debehacerse respecto a Sarhaddon y sumensaje, así que oiré más discursos,pero no creo tanto en Thetis para morirpor ella. De modo que si no confiáis enSarhaddon, no vayáis por allídiciéndoselo a todo el mundo ointentando rebatir su mensaje. Os lo

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ruego. Permitid que, por una vez,decidamos nosotros.

— Cathan ya ha hecho todo eso,sinceramente —repuso Palatina mientrasAlciana volvía a fijar su seria mirada enambos, pero yo no quise pronunciarpalabra— Sarhaddon conoce a Cathan,acudió directamente a él cuando llegóaquí. Cathan ayudó a convencer al virreyde que le permitiese llevar adelante suplan.

— ¿Así que has sido tú? —preguntóAlciana dirigiéndose a mí— Había oídoalgo, pero sabía que no había sidoPersea ni ninguno de sus compañeros.¿Por qué? ¿Por qué si ni siquiera eres

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uno de los nuestros?— Pregúntale a Persea —respondió

Palatina antes de que yo pudiese hablar— Ella te lo dirá.

¿Lo sabía Persea?, me pregunté. ¿Losabía alguien? Lo había hecho por elmotivo que había dicho Alciana,exceptuando que no soportaba sufrir. /

— Lo haré —aseguró Alciana— , ygracias.

Se volvió y avanzó hacia el salón sindecir nada más. Por un momentodistinguí a Alidrisi a un lado,observándonos. Entonces también élcambió de lugar. Todo parecíaexactamente igual que antes del

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discurso: la luz, el salón y la mismaincertidumbre en la gente. Pero el climaera cada vez más grave.

— ¿Por qué has sacado eso arelucir? —le pregunté a Palatina— Nohabía necesidad de decírselo. —Noconviene que piensen en nosotros comointerferencias extranjeras.

— ¿Y crees que dejarán de hacerlo?—Quizá sigan haciéndolo, pero sabrántambién que les hiciste un favor y si enalgún momento nos vemos en gravesproblemas, eso podría ayudarnos.

— ¿Sigues pensando en ventajaspolíticas, incluso tras el discurso? Esosólo puede resultar eficaz si no es una

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estratagema. —¿Qué te sucede, Cathan?Apenas has dicho nada desde que teviste con Sarhaddon hace dos días.Supongo que no te habrá convencido consus ideas sobre Aetius y los demás. ¿Ome equivoco? ¿Podría haber escrito laHistoria el monstruo al que se refirió?Nadie puede componer una obra tanextensa sobre sus propias experienciassin que se haga evidente su carácter.Carausius no fue un asesino demente, asíque ¿por qué insistes en tener una visióntan negativa de tu propia familia?Incluso mi madre, como te he dicho,pese a no ser una madre ideal nunca seha comportado de forma cruel. ¿Es que

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te ves a ti mismo de ese modo? ¿Así meves a mí?— No. Yo soy hijo de Perseus,¿verdad? —repliqué mirándola conatención— Él estaba más preocupadopor su arte y su poesía que por gobernarun imperio. Mi otro padre, hablo delconde Elníbal, üiijo que casarse con mimadre fue la única decisión que elemperador tomó por sí mismo. ¡Menosmal que así fue! ¿También la despreciasa ella? —preguntó Palatina en voz bajay con mucha calma— Tu madre no esuna Tar' Conantur, no existe en ella niuna gota de su sangre. Ama el mar tantocomo tú y es mucho más valiente de loque jamás lo fue tu padre. Puedes pensar

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que la parte de ti que responde a los Tar'Conantur es la única que cuenta, perotanto tú como yo tenemos un padre y unamadre, y tú nunca has preguntado por tumadre. El resto del salón dejó de existirpara mí, y sentí una combinación deculpa y vergüenza al percatarme de lagran verdad que me decía Palatina. Lagente hablaba sobre mi hermano y sobremi padre, pero sólo mi padre adoptivo,el conde, había mencionado alguna vez ala emperatriz. Para mí, mi madre era lacondesa de Lepidor y siempre lo sería.Nunca podría considerar a Perseuscomo un padre; era más bien como unabuelo muerto antes de mi nacimiento.

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— ¿La conociste? —preguntéfinalmente— ¿Por qué nadie lamenciona jamás?

— La vi por última vez cuando yotenía quince años. Perseus murió joven,tenía apenas treinta y siete años yOrosius, tres. Tras su muerte, ellapermaneció en Selerian Alastre paracriar a Orosius. Supongo que intentó loimposible para que creciese en unambiente lo más normal posible. Pero elexarca no toleraba su presencia y acabóobligando o persuadiendo a Orosiuspara hacer que ella se fuera. Supongoque pasó sus últimos años en soledad,mientras Orosius se convertía en un

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monstruo, algo que debió de hacerla muyinfeliz. Le dolió tener que marcharse ymaldijo al exarca antes de hacerlo. Dehecho, él aún sigue allí, envejeciendosin ascender jamás.

»Ella era demasiado vital paraaquella corte, aunque supongo que no enopinión de Perseus, y fue mejor madreque la mía. Tenía el pelo rojo cobrizo,un color increíble, y sus ojos eranverdes. Y, pese a que se reía confrecuencia, nunca fue verdaderamentefeliz allí. Ya sabes que venía de Exilio;era del océano, de lugares muy lejos dela tierra y las ciudades.

— ¿Qué fue de ella tras su partida?

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— No lo sé. Era más joven quePerseus. Me parece que volvió a suhogar con los exiliados. Quizá aún estéviva. Seguro que Tanais lo sabría. O talvez puedan decírtelo alguno de los jefesde clanes que fueron verdaderos amigossuyos, como Aelin Salassa. El padre deAelin fue el canciller que ejecutaroncuando tú naciste.

Eso, por otra parte, ya lo sabía.Baethelen había muerto en Ral´Tumarintentando ponerme a salvo de las garrasdel Dominio.

— Cathan, lo más importante es quetú no eres como ellos. Te pareces a tuhermano y a tu padre, a los Tar'

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Conantur, pero eso no quiere decir nada.Nadie puede ser absolutamentemalvado, y mucho menos toda unafamilia. Olvídate de si Aetius yCarausius fueron héroes o asesinos. Entodo caso, sigue tu intuición, no tusdudas. Aún no has encontrado ningunade las cosas que buscas, así queconcéntrate en ellas. No podemos hacernada respecto a Sarhaddon salvoobservar.

El tono de Palatina era ahora brusco,pero cumplía su cometido. Yo erademasiado proclive a dudar ypreocuparme por cada cosa nueva quellegaba a mis oídos, y eso no hacía más

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que alejarme del Aeón. Sólo meacordaba de él por las noches, el buqueaparecía en mis sueños, una enormepresencia siempre fuera de mi alcance,oculta en la oscuridad. Todavía no sabíasiquiera cómo era.

— ¿Ninguna de las cosas que busco?—pregunté.

— Sí. Y sólo espero que no estésenamorado de ambas. Ese comentariosólo podía venir de alguien de Thetia,aunque fuese una thetiana tan normalcomo Palatina.

— ¿Y qué pasa con Alidrisi? —dije,cambiando de tema.— Pregúntale aTesea si él es tu contacto. Si no lo es,

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nos mantendremos atentos en nuestrosasuntos. —Palatina se me acercó parasusurrarme— : Si lo es le seguiremos.¿Estás preparado? —Por supuesto.

Miré a mi alrededor y vi a Alidrisien medio de un grupo de personas en elextremo opuesto de la sala. No parecíaque se hubiese marchado nadie todavía,y la mayoría de los presentes teníancopas llenas o casi llenas.Probablemente, Alidrisi quisieseconocer la reacción de todos y cada unoa fin de evaluar el plan de acción mejor.Sospeché que era otro de los que nohabían sido influidos por la oratoria deSarhaddon.

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¿Dónde estaba Persea? No entre losque rodeaban a Alidrisi, ni detrás de míni tampoco en el balcón. Parecía haberdesaparecido. Laeas captó mi mirada yme hizo una señal. —Si estás buscandoa Persea, regresará en un minuto—explicó y me presentó a los dos hombrescon quienes estaba conversando. Uno deellos tenía la piel muy oscura y sunombre sonaba a cambresiano, de modoque quizá estuviesen allí pararepresentar a otro sector del espectropolítico. Parecía haber en el salónrepresentantes de varias de las faccionesheréticas: Alidrisi y quizá algunos máseran faraónicos leales, y también

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estaban los oceanógrafos. Cuanto máscosas oía de Persea, más me parecía queera una disidente extremista. Deduje queLaeas era básicamente leal al virrey yme constaba que apoyaba laintervención cambresiana. Me preguntési existiría allí un grupo pro thetiano. —¿Qué te ha parecido?— preguntó Laeascon expresión de calculada neutralidad.Sus dos compañeros estaban pensativos.Decidí disimular.

— Perturbador, después de todo loque nos enseñaron... —afirmé, lo cualno dejaba de ser cierto, aunque no porlas razones que yo esgrimía.

— Pero ¿y en relación con el

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momento actual? —interrumpió elcambresiano— No estoy dispuesto adecidir si cambiar mi fe por una historiapasada. Lo que importa es si pensáis queQalathar debe seguir ese camino. O, loque es más importante, si todo lo quehemos oído hoy es tan sincero comoaparenta.

— Me parece que el discurso en síno es tan importante. Sarhaddon quiereinfluir en la gente y ése es un modoeficaz de conseguirlo. Hasta ahora sólohe hablado con Palatina y Alciana, demodo que no os puedo ser de muchaayuda. El cambresiano alzó los ojos conexasperación. —Pues deberías

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implicarte, ya que Alciana no lo hahecho. ¡Todos los oceanógrafos soniguales, aterrorizados ante laposibilidad de ofender a alguien!

Laeas hizo un gesto ruidoso queintentó sin duda ser una tos de cortesía,pero que viniendo de él fue casi unestruendo.

— Hoy no estás siendo muydiplomático, Bamalco.

— ¿Eres oceanógrafo? —preguntó,incómodo, y dijo unas frases encambresiano que me parecieronjuramentos— Mis más sincerasdisculpas.

— Sé justo con ellos —advirtió el

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tercer hombre— Los oceanógrafos nopueden desaparecer sin más como elresto de nosotros si el Dominio seensaña con ellos. Cuando tienen que huirde los inquisidores, sus nombres sehacen públicos y jamás pueden volver adedicarse a su profesión.

— Bamalco —intervino Laeas— ,puedo repetir palabra por palabra lo quedijo Alciana. Lo he oído de otra gente.Si la cosa se pone fea por aquí,regresarás a Cambress. No corres elriesgo de perder nada.

— Con excepción de un montón deamigos —afirmó Bamalco enfadándoseun poco— Todos han dicho más o menos

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lo mismo, porque todos tienen algo queperder si se inicia una cruzada. Sólo quecuando uno mira al resto del mundoexiste tanta gente que podría ayudar y nolo hará. Un ejemplo evidente es elgobierno cambresiano. Os prevengo quehace pocas semanas hubo elecciones enCambress y los dos nuevos jueces seodian entre sí a rabiar. Cualquier cosaque uno proponga, es objetada por elotro, aunque fuese una propuesta parasubirse el sueldo. Mi gente verá cómo leechan por tierra su trabajo.

Entonces Bamalco no debía de sercambresiano, sino originario de MonsFerranis, probablemente un mestizo.

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— Las glorias de una república —murmuró Laeas.

— Así es, pero esto no sucede todoslos años. Es sólo mala suerte que justoahora sea uno de esos momentos en losque no se logra sacar adelante nada. Yquizá tengan una república, pero sepermiten ignorar a la misma Cambress, ytodo el poder del pueblo se va por losdesagües.

— ¿Existe aquí otra persona ademásdel virrey cuya opinión cuente?—pregunté.

— Hay una asamblea de clanes, almenos su estructura, pero no puedehacer nada. El gobierno del virrey es tan

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esquelético que puede sentirse el silbidodel viento pasando a través de susespacios vacíos. En realidad, las otrasvoces que cuentan son las de individuos,gente como Alidrisi y uno o dos máspresidentes de clanes. Todo se hace ennombre del virrey, y él está a favor de lafaraona. —Quizá no sea tan imposibleque los cerdos vuelen— dijo Alciana,que de pronto apareció a mi izquierdaacompañada de Persea. Nos movimospara hacerles sitio— ¿El almiranteKarao interesado en alguien más que élmismo? Eso sí que es nuevo.

— Creo que exageras un poco —objetaron a la vez Persea y Bamalco.—

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Muy predecible —comentó Laeassonriendo.

— No, lo digo en serio —insistióAlciana mirándome a mí pese a estarhablando a los demás— ¿Cuántaspersonas trabajan realmente para lafaraona? Ella tiene ahora veintiún... oveintidós años. Y durante todo estetiempo ha estado oculta pese a que tantagente desea su regreso. En estemomento, los presidentes de clanespueden hacer cuanto les plazca, pormucho que deban estar atentos a lospasos del Dominio. Si la faraonavolviese como algo más que un peón,ellos perderían poder.

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— Pero sería un peón muy bueno —observó Bamalco— Todos están a sulado, y es probable que también quieransu regreso. La faraona sería un bueninstrumento para cualquiera que lautilizara.

— No creo que ella quiera ser uninstrumento de nadie —repuse— ¿Teagradaría serlo a ti? —Lo que meparece es que debería aparecer muypronto, o la gente empezará apreguntarse si existe de verdad. Porcierto que yo creo que ella es real, peroson tiempos muy malos. Si no vuelveahora, cuando las cosas estánverdaderamente serias...

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— Pero no está en una buenaposición —dijo Bamalco negando con lacabeza.

— ¿Alguna vez has predicho algoque no fuese la desgracia, Bamalco? —preguntó Persea con exasperación—¿Por eso estás aquí y no en Cambress,porque allí nadie te creería?

— Si no deseas contar con miayuda... puedo irme con mis malosaugurios a otra parte. Quizá a Thetia.Allí no son tan guerreros. —Bamalco esdemasiado individualista para servir enla Marina de Mons Ferranis—argumentó Persea— O al menos esoafirma. Nosotros creemos que se debe

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en realidad a que le disgustó mucho queno lo aceptaran. —Ellos se lo pierden—dijo Bamalco con desdén— De todosmodos, nuestra flota siempre acabasocorriendo a los cambresianos, lo queno estaría mal si no tuviésemos a la vezque aguantar a sus técnicos. Ellos tienenla mejor academia de técnicos marinosdel mundo y admiten a cualquiera, perosólo quien ha asistido a su academiapuede ser ascendido a jefe técnico.

— Entonces ¿por qué no hasasistido?

— ¡Bah! ¿Piensas que deseo pasartres años cuadrándome todo el tiempo?La academia sigue la disciplina militar.

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El otro compañero de Laeas semostró en desacuerdo de inmediato, yambos iniciaron una discusión quesonaba más a polémica cotidiana yfamiliar. Alciana se unió a ellos y yollevé a Persea a un lado y eché unamirada para asegurarme de que Alidrisino estuviese cerca. Por fortuna, seguíahablando con la misma gente que antes yno estaba por nosotros.

— Persea, ¿Alidrisi es tu contactocon la gente de la faraona? —le preguntéen voz muy baja sin llegar a susurrar,pues eso hubiese atraído la atención másque evitarla.

— Sí, él y su personal. ¿Por qué?

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— No le gusto. De hecho hemosdiscutido. Alidrisi piensa que yo seríauna mala influencia para Ravenna y, porende, para la faraona, o que Ravennapodría sentirse tentada a decirme dóndeestá la faraona.

Me pregunté si podría mantener parasiempre la pretensión de ignorar queambas eran la misma persona o si enalgún momento comenzarían asospechar.

— Bueno, si él te niega su ayuda, nohay nada que yo pueda hacer.

— Gracias de todos modos. ¿Sabessi Alidrisi ha salido de la ciudad en losúltimos dos días?

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— Acaba de llegar de Kalessos...Cathan, ¿por qué me lo preguntas?

— Necesito saberlo. —Estás loco—declaró Persea— Mira, sé que deseasver a Ravenna, pero estás yendodemasiado lejos. Si se encuentra con lafaraona, ambas estarán sin duda muycustodiadas, y a Alidrisi no le gustaríaque descubrieses su escondite.

— Necesito ver a Ravenna, y nosólo por eso. No he avanzado con miotra búsqueda y ella podría ayudarme.—Pero podrías acabar apresado por losguardias, Cathan, y en eso no puedoecharte una mano. No pertenezco a esecírculo, no estoy implicada al mismo

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nivel que Alidrisi. Él cuenta con algunosde los pocos soldados eficientes quequedan en el Archipiélago, y si les haordenado que custodien a la faraona y asu entorno lo harán con mucho celo. Siel Dominio la encontrase, es imposibledescribir lo que haría con ella, yAlidrisi no creerá en mi palabra aunqueyo le asegure que tú eres de los nuestros.— No es un mago —dije sin emoción—¿Puedes sólo decirme cuándo será lapróxima vez que Alidrisi salga de laciudad, si es que te enteras? Correré elriesgo.

— Es idea de Palatina, ¿verdad? —No importa de quién sea— sostuve

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eludiendo la pregunta, pues no lo habíapensado Palatina. La gente tenía másconfianza en sus ideas que en las mías—¿Cuándo se volverá a ir? Persea miró asu alrededor con cautela.

— Regresó ayer para oír aSarhaddon. Por cuanto sé, permaneceráaquí hasta el fin de semana y volverá aKalessos dentro de unos cinco días. Enun caballo veloz tardará unas seis osiete horas.

— ¿No va en barco?— ¿A Kalessos, con este tiempo? La

costa oeste es fatal. El norte no tieneningún puerto seguro. Ir por tierra esduro, pero nadie cogería una nave de la

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flota para ir a Kalessos en invierno.Recordé entonces que ésa era la costadonde se había perdido la Revelación.No dejaba de ser curioso que seintentase una inmersión extraordinariaen semejante parte del mar, pero latripulación debía de haber tenido susmotivos.

— Entonces ¿cómo viaja? Supongoque no cabalgará solo con este tiempo.¿Va en carruaje?

— Sí, pero no tientes tu suerte. Y,por favor, Cathan, si lo sigues, noemplees la magia. Eso haría que todoslos magos de Qalathar cayeran sobre tial instante. Has oído hoy las palabras de

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Sarhaddon, y ésa es una de las cosas queno perdonarán.

Y además los llevarías hacia lafaraona era la siguiente frase, que nodijo. Si eso ocurriese, complicaría sinduda las cosas, aunque todavía no habíapensado cómo seguiría a un coche decaballos durante unas doce horas enpleno invierno. En realidad, ni siquieraparecía una buena idea. Quizá pudieseemplear una pizca de magia cuandoestuviese en el campo, lejos del área deinfluencia de los magos, pero no muchomás que eso. Cuanta más magiautilizase, mayores probabilidades habríade que la detectasen, y no todos serían

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capaces de huir a tiempo del escondite.— Sé que no deseas que interfiera,

pero ya has oído hoy los comentarios dela gente. El Aeón es un comodín, y sinadie más lo encuentra, no podránemplearlo hasta que lo hagamosnosotros. El Aeón representa una ventajaque ellos no tienen en consideración. —Lo sé, pero si fuesen ellos los que seapoderasen de la nave...

— No lo harán. El Aeón es tambiénun refugio, no lo olvides. Un sitio al queel Dominio no puede seguirnos deninguna manera.

— Cathan, si el Dominio lo creeconveniente puede seguirnos hasta los

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confines del mundo.— Sin embargo, están fuera de su

control, del mismo modo que loestaremos nosotros si encontramos elAeón. Buscarlo fue idea de Ravenna;quizá haya encontrado nuevas pistas queyo no tengo.

Persea me brindó su media sonrisa,que me había negado en los últimostiempos. En los seis meses desde quehabíamos dejado la Ciudadela, habíacambiado. Todos habíamos cambiado,pero era duro ver a Persea como lohacían todos los demás, en el papel deuna de las más férreas enemigas delDominio.

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— No necesitas inventarte excusas.Confío en tu sincero deseo deencontrarlos. Ahora, lo mejor es que nopermanezcamos murmurando demasiadorato. Alguien podría oírnos. Habla conla gente para ver qué piensa. A esohemos venido.

«No exactamente», me dije para misadentros. Estábamos allí para queAlidrisi descubriera qué pensaban losdemás sin tener que esforzarse lo másmínimo. Pero si él podía aprovechar esaoportunidad, lo mismo podíamos hacernosotros.

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CAPITULO XXVI

Esto lo hemos hecho todo nosotros—dijo Alciana extendiendo la manosobre la isla de Qalathar, verde yradiante, con un mar muy azul, comodebía de verse en verano. Bajo lasuperficie del agua, el fondo rocoso dela isla era una sombra oscura eindistinguible— Lo hemos sondeadopese a nuestro ajustado presupuesto. ElInstituto Oceanógrafico dijo queQalathar no era lo bastante importantepara construir un modelo de éter contanto detalle. — Notable —afirmédescansando las manos sobre el borde

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de la mesa de éter y estudiando laimagen. El grado de detalle eraincreíble, incluso para las tierras quehabían sido registradas mediante unúnico sondeo superficial con globos.Sólo un sector del oeste estaba vacío,pero ya sabía el motivo. El registrosubmarino era extremadamente preciso,mucho más de lo que nunca lo habíavisto en Lepidor, incluso en los buquesque nos visitaban, puesto que el estudiode las costas de mi tierra no había sidojamás prioritario. Al menos hasta hacepoco.— El instituto apenas ha sondeadoThetia, Taneth y las principales rutas deviaje —explicó su compañero

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oceanógrafo Tamanes, la otra persona enla amplia sala cartográfica de laestación.— ¿Cómo habéis obtenido elequipo?

— Conseguimos el prototipo cuandoel instituto central ya no lo necesitó —dijo Tamanes sonriendo— Tiene la malacostumbre de explotarnos en plena cara,pero funciona.

— Mira esto —advirtió Alciana amis espaldas mientras manejaba loscontroles y la imagen se ampliaba a todavelocidad a medida que nosaproximábamos al pequeño sectorblanco que ocupaba Tandaris. Vi cómola ciudad pasaba de ser sólo una forma a

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mostrar todos sus detalles en unarepresentación casi perfecta en la que nofaltaban los parques y sus árboles.Luego nos sumergimos bajo el agua. Laluz de la sala cambió hasta ser un suavebrillo azul y en la mesa pudo verse unenorme acantilado, con susirregularidades y sus cuevas, que seextendía por todo el perímetro de laciudad. Habían sido capaces de sondearun largo trecho bajo el mar, ventaja quebrindaban los nuevos equiposdesarrollados por los thetianos unosaños antes.— ¿A cuánta profundidaddesciende?

— A unos trece o catorce kilómetros

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alrededor de toda la isla, salvo en lacosta de la Perdición. Nadie searriesgaría a perder su equipo allí y, entodo caso, la gente se mantiene alejadade esa costa. Alciana volvió a mover laimagen, haciendo que la isla rotase alazar, y luego observamos con detalle lacosta noroeste.

Allí había una zona montañosa segúnla escala del continente, una sucesióncasi continua de acantilados,interrumpida cada tanto por lascavernas, y comprobé con sólo verlasque nunca podrían ser puertossubmarinos seguros. La imagendesaparecía casi de inmediato sobre la

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isla, como cubierta por un velo deniebla. La seguridad de Tehama y el lagoSagrado se encontraba en algún sitio porallí, donde la gran catarata se elevaba unkilómetro y medio en su punto más alto.

Bajo aquellos oscuros acantilados,la roca era una pesadilla de murallasimpenetrables y espolones queresultaban singularmente rizados enrelación con el resto de la imagen, comosi hubiesen sido registrados por unasonda de primera generación. En ellímite inferior de la imagen y a muchoskilómetros de la costa había escarpadospináculos de roca que sobresalían delvacío circundante como si fuesen cimas

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de islas sumergidas.— ¿Por qué demonios enviarían aquí

a la Revelación? —pensé en voz alta. Esprobable que estuviesen acostumbradosa oír esa pregunta, pero, aun así, yosabía muy poco al respecto. No teníanada que ver con el Aeón, perodespertaba mi curiosidad.

— ¿Quién sabe? —respondióTamanes, encogiéndose de hombros—Quizá pensaron que podría descubrirpor qué toda esta zona resulta tanpeligrosa. Esas rocas y acantiladoscausan impacto a quien los ve, pero sólorepresentan un riesgo para los buques desuperficie. Sin embargo, allí hemos

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perdido algunas mantas a varioskilómetros de la costa y nadie sabe elmotivo.

— Tal vez pensaron que era lapuerta trasera para llegar a Tehama —sugirió Alciana— Después de todo,hubo sacerdotes implicados y todossabemos que intentan llegar a este lugardesde hace tiempo.

Tamanes le miró fugazmente en señalde advertencia, pensando que yo no mehabía dado cuenta. —Una extraña puertatrasera si la hay la de intentar alcanzarla superficie a través del fondo del mar.Supongo que sólo buscaban descubrirpor qué ese lugar es tan traicionero. Un

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par de buques imperiales habíandesaparecido allí unos meses antes, y elemperador, en uno de sus momentos máslúcidos, estaba dando el toque final a laRevelación.

Ése había sido mi abuelo Aetius V,por entonces un anciano que se pasabael tiempo experimentando con diversassustancias que le daba su exarca. ¡Quéorgullo para la raza humana era nuestrafamilia!

— ¿Esa larga ensenada es tambiénparte de la costa de la Perdición? —pregunté señalando un profundo y filosoquiebro en la costa junto a uno de losextremos de la imagen, en el límite

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mismo de las altas cumbres— Noparece haber ninguna población allí.—Sí, es más de lo mismo. La gente estásegura en la parte nuestra de laensenada, pues no puede ser alcanzadadesde el mar y es muy complicadoacceder por tierra. No hemos registradoimágenes, pero por alguna razón partede allí una fuerte corriente, mucho máspotente que los tres o cuatro pequeñosríos que la nutren. Dado que de nuestrolado es bastante inaccesible y del otroestá Tehama, no podemos investigar losmotivos. Pero no tiene mayorimportancia.

Al mirar un mapa de Qalathar tan

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realista, comprendí cómo la tierra natalde Ravenna podía permanecer aislada,delimitada por la costa de la Perdición,la ensenada y un conjunto deimpenetrables montañas que parecíansuperar con creces las dimensiones deQalathar. De cualquier modo, pensé, erauna isla extraña: la más grande condiferencia de todo el Archipiélago,dejando atrás con mucho a Beraetha ylas más grandes de las islas thetianas;tenía montañas, mientras que todas lasdemás eran poco más que bultos en elmar, y la rodeaban aguas turbulentas ymares poco profundos. En su Geografía,Bostra había hablado poco de Qalathar,

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dedicando, en cambio, un profundoanálisis al inmenso cráter que constituíaThetia, un anillo de islas montañosasalrededor de un mar carente deprofundidad e increíblemente rico. Pordesgracia, Qalathar no había resultadolo bastante atractiva o relevante paramerecer su atención.

Les agradecí que me hubiesenmostrado el mapa, y dejamos la sala,apagando la mesa de éter antes de partir.Tamanes se retiró excusándose porquedebía acabar unos trabajos, peroAlciana me invitó a comer en el café deenfrente. Era similar a decenas de otroslocales de la ciudad, con una terraza

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exterior para sentarse en verano y unaspocas mesas dentro para café y comidasrápidas. Parecía más acorde con elpuerto que con la ciudad, deduje cuandome llegó el aroma de los platos depescado. Colgados de las paredes habíaantiguos instrumentos oceanográficos yuna red de pesca había sido extendidade adorno entre las vigas del techo.

Era evidente que el propietarioconocía a Alciana, pues la saludó con ungesto nada más entrar. Vi a dos hombresde mediana edad con túnicas azulescomiendo en un rincón lejano y se meocurrió que aquél debía de ser el puntode encuentro y restaurante favorito de

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los oceanógrafos. Aparte de ellos y dedos marinos que bebían café con todatranquilidad en el bar, no había nadiemás en el local.

— ¿Qué queréis tomar? —preguntóel propietario, que me estudiaba consuspicacia desde sus ojos hundidos.

— Cathan es también oceanógrafo—informó Alciana sin rodeos, y luegose volvió hacia mí— : ¿Te gustan lashojas de parra rellenas? Aquí las hacencon pescado, son muy sabrosas. —Perfecto— asentí.

— Entonces una ración grande y doscafés, por favor. En el Archipiélagotodos tomaban café, eso se daba por

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hecho. Esperamos a que llegasen loscafés y nos sentamos lejos del bar a unamesa cuyos asientos de madera teníanaltos respaldos. En otra de las paredeshabía montada una antigua estantería demetal con numerosos y relucientes tubosde ensayo de cristal. El ambiente eramucho más tranquilo que en otro localsemejante, y el hecho de que estuviesetan vacío a la hora de la comida en undía laborable no parecía una buenaseñal.

— Unos amigos míos se reuniráncon nosotros más tarde, si es que puedensalir —dijo Alciana bebiendo café.Como pude comprobar, éste no era

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particularmente bueno, pero tampocoestaba mal— Hoy no ha venido nadiedel instituto; parece que todos estánocupados.

¿Cuántos oceanógrafos sois en laestación? —De momento veintiuno. Eldirector envió a dos aprendices a launiversidad de Thetia cuandocomenzaron los problemas, pues queríaalejarlos del peligro.

No había ninguna universidad en elArchipiélago, al menos no como lasconocíamos en el resto del mundo.Poseidonis había tenido una quecompetía en nivel con las mejores deThetia, también Vararu, pero ambas

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habían sido destruidas, de modo que noexistían universidades en la región y lasmás cercanas eran las de Mare Alastre yCastillo Polinskarn, las dos en el sur deThetia. Tampoco quedaban archivoshistóricos importantes.

— ¿Cree el director que el institutose verá implicado?

— Cathan, tengo que admitir unacosa, que en realidad es el verdaderomotivo por el que te invité a comer. Yonunca he dejado Qalathar y tú hasrecorrido el Archipiélago de cabo arabo desde que comenzó la Inquisición,además pareces enterado de qué es loque está sucediendo.

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— No he viajado tanto como mehubiese gustado. —Pues yo muchomenos. Pero, a nosotros, el InstitutoOceanográfico central no nos informa denada al respecto, y supongo que yadeben de saber cómo están las cosas.¿Has visitado las estaciones de Ilthys oRal´Tumar?

Hice una pausa, recordando lo queme había sucedido en Ral´Tumar.Alciana merecía saberlo, en especialahora que las cosas se volvían tanincómodas.

— En Ilthys estuve muy poco. Creíanque podían contar con la protección delos thetianos, que allí tienen mucha

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influencia. —Sí, la tienen en todos sitiosmenos aquí. ¿Y en Ral´Tumar?

— Malas noticias. Allí pasé un parde días en la biblioteca. Losinquisidores llegaron el último día yarrestaron a todos salvo a uno de losoceanógrafos, una chica que consiguióhuir hacia Thetia, según tengo entendido,para alertar al instituto de lo que habíaocurrido.

La mirada de horror y miedo deAlciana era desalentadora.Evidentemente, no tenía ni idea. Ésaseran todas las persecuciones que yohabía presenciado desde entonces,aunque el mago mental había advertido a

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Amalthea en Ral´Tumar de que seproduciría una purga y le habíaordenado informar al instituto. ¿Habríaconseguido Amalthea llegar a Thetia osería otra víctima más de la ambigüedaddel mago mental? Para entonces yadebían de haber sido avisados por latripulación de los buques, las mantasmercantes que habían pasado por Ral´Tumar en las siguientes seis semanas.Pero no había llegado a Qalatharninguna embarcación procedente deThetia y el destacamento más amenazadode todos carecía de cualquierinformación por parte del institutocentral.

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— ¿Hablas en serio?— preguntóAlciana. —Me temo que sí. En Ral´Tumar estaban llevando a cabo unaInvestigación con delfines, me pareceque utilizándolos en la flota pesquera, ylos zelotes lo denunciaron como unapráctica antinatural. Lamento no saberqué ha sucedido desde entonces.—Hasta hoy supuse que nos dejarían enpaz; ninguno de nosotros ha sidoarrestado por ahora, pero si ellos fueronapresados por eso... Nosotros hemoshecho tantas cosas... —¿Vigilan condetalle los zelotes de Qalathar todos losritos y costumbres?

— No como en Ral´Tumar. Aquí

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todos sufrimos con el Dominio, perodudo que alguien denunciase a losintegrantes de la estación. Al menos, amí no me ha pasado. Ya sabes, losinquisidores vinieron a buscar ayer auna de nuestras vecinas y la sacaron desu casa a primera hora de la mañana.Ella tiene mucha devoción por Althana,pero no lo sabe mucha gente. Algúnamigo suyo debe haberla delatado, y esoes nuevo aquí. Por lo general, unoespera esas cosas de enemigos, depersonas que son rivales comerciales ointegrantes de familias con las que existeenemistad.

¿Había sido Palatina quien dijo que

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todo este asunto de la Inquisición seríaaprovechado por algunos? Hastaentonces me había parecido increíble,¿cómo pensarlo tras conocer a tantagente en la vanguardia de la lucha? Perolo cierto era que sólo los heréticosdeclarados, los que habían estado en lasciudadelas, podrían resistir los alegatosde Sarhaddon.

— ¿Por qué habrían de cambiar lascosas?

— ¿Has prestado atención alsegundo y tercer sermón de Sarhaddon?

— Por supuesto, en la casa deAlidrisi.

— Lo sé, no tuvimos tiempo de

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comentarlo ayer por la noche. Yo estabahablando en el balcón con Tamanes yDiodemes y no me parecieron contentos.Ya conoces a Diodemes, alguien queparece deseoso de debatir. Sarhaddonhabló mucho sobre el sacrilegio, sobrecómo la magia puede adoptar diversasformas y también es posible ocultarla.

— Intenta manchar, ensombrecer lareputación de nuestros magos, poner a lagente en su contra. Especialmente a losmagos de la Sombra.

— ¡No imagino cómo es posible«ensombrecer» a un mago de la Sombra!—dijo Alciana con una leve sonrisa—Tú has estado en la Ciudadela; eso no es

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muy común en un thetiano.— Vivo enOcéanus.

— Debes de ser importante, por laforma en que te mira la gente. Pero decualquier modo eso no importa ahora.Desde aquel segundo sermón las cosasparecen haber cambiado: personas queno me conocen me miran con suspicaciacuando paso a su lado en la calle. Sólohan transcurrido tres días, pero noto yauna diferencia que me preocupa.

— La gente piensa que vosotrostambién sois magos. —No creo quetanto, pero sí es cierto que siempre senos ha considerado un grupo aparte, algoespecial. Sarhaddon estaba en lo cierto

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la primera vez: nosotros estudiamos elmar e intentamos comprenderlo pormedio de alquimia y extrañas pruebasque no podrían entender los que no sonoceanógrafos. Podemos pronosticar loque sucederá en el mar a grandesdistancias, del mismo modo que elDominio puede predecir las tormentas.— Lo que puede parecer magia. —ElInstituto Oceanográfico ya había sidoperseguido con anterioridad, aunque porlo general las víctimas lo eran a títulopersonal, individuos demasiadoinvolucrados en alguna investigaciónsospechosa— Pero tampoco puedenprescindir de nosotros. —Si pueden

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arrestar a toda la estación de Ral´Tumar,¿qué les impediría hacerlo aquí? Todo elmundo sabe que Diodemes es unherético, y que también lo somos muchosde nosotros, en verdad, casi la mitad delos integrantes de la estación, y tampoconinguno de los otros adora a Ranthas conespecial fervor. Está claro que nohubiésemos escogido ser oceanógrafossi no nos apasionase el mar.Interrumpimos la conversación cuandose nos acercó el sombrío propietariocon un plato repleto de hojas de parrarellenas y el pan insípido quehabitualmente las acompañaba. No dijoni una palabra cuando Alciana le dio las

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gracias y volvió a alejarse sin más haciala barra.

— Es un viejo gruñón —me susurróAlciana— , pero una buena persona. Nonos denunciará a ninguno, pues eso lequitaría la mitad de clientes. De hecho,ayudó a una persona a huir hace unosdiez años. —¿Qué habéis estadohaciendo que pueda desagradar alDominio?— pregunté mientras mordíauna de las hojas de parra. Estaba tansabrosa como ella me había dicho. Nolas había probado nunca rellenas depescado.

— En realidad es difícil decirlo,pero si entrenar delfines es considerado

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antinatural, no sé cómo podríamos estara salvo. Hasta ahora hemos colocadorastreadores en focas y las hemosseguido en una raya. A diferencia de lamente más compleja de los delfines, alas focas lo único que pareceimportarles es encontrar peces. Tambiénhacemos otras tareas, más técnicas, quepodrían no gustarles. Pero si vienen apor nosotros seguro que encontraránbuenas excusas. Pero lo que más mepreocupa no es eso, sino el modo en queSarhaddon nos menciona en cadadiscurso, para luego empezar a hablarcinco minutos más tarde de sacrilegio,magos escondidos y los peligros de la

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magia herética. Creo que la gente estáconectando con Sarhaddon y suscompañeros, y eso es lo peor que podríasuceder.

— Pero todavía os necesitan, laciudad no podría funcionar sin unaestación oceanográfica.

— La ciudad puede funcionar conapenas un puñado de oceanógrafos —admitió Alciana con seriedad— Deja deintentar tranquilizarme. Te alojas en elpalacio del virrey y pareces conocer atodo el mundo. Me pregunto si podríasayudar. Comenta lo que te he dicho contus conocidos, pregúntales si opinanigual. Tamanes y Diodemes están de

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acuerdo conmigo. A propósito, puedesmencionar sus nombres. Todos piensanque soy demasiado nerviosa y frívolapara confiar en mí.

— Haré lo que pueda —prometí— ,aunque no estoy seguro de que nadiepueda protegeros si llegan losinquisidores. El virrey pudo salvarnosporque estábamos dentro de su palacio yrodeados por su guardia, pero vosotrosdebéis permanecer en la estación, y lapoblación no os ayudará.

— Tampoco podemos marcharnos.Si alguno lo hiciera, el Dominio loconsideraría una admisión de culpa.

Oí el sonido de la puerta al abrirse y

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sentí una corriente de aire fríocolándose desde el exterior. Hacíabastante más frío que por la mañana; losescasos días de bonanza parecían estarllegando a su fin y se avecinaba unanueva tormenta. Me alegré de habervisto la ciudad en mejores condiciones,aunque sólo fuese fugazmente.

— Así que aquí estás, Alciana —dijo Bamalco, el técnico de MonsFerranis, que venía con Tekraea. Éstehabía estado con otros marinos delArchipiélago en Lepidor; de hecho,Sarhaddon había amenazado entoncescon matarlo si no deponían las armas. Sullegada alteró la tranquilidad del local:

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ambos hablaban en voz muy alta ysonora.

Alciana les dirigió una fría sonrisa,y nos hicimos a un lado para dejarlessitio.

— ¿Éstas son las hojas de parrarellenas de pescado de las que mehabías hablado? —preguntó Tekraeacogiendo una con avidez.— Sí, peropuedes pedir un plato para ti. Aquí nohay suficiente para cuatro comensales —respondió Alciana retirándole la mano.Él se puso entonces de pie conreticencia y fue a por más.— Ahorahablando en serio, ¿ya te ha puesto aldía Alciana? —me preguntó Bamalco.

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Asentí y él puso cara de satisfacción—Bien. Yo he hablado con Laeas, que a suvez se lo comentará al virrey, perotodavía está por ver lo que él puedehacer. —Creía que confiabas en él—repuse.

— Sí, pero, con todo, sigue siendoun cambresiano; hay que tenerlo siemprepresente. Y es muy hábil para cambiarde bando cuando le viene bien.

— Y no es la faraona —añadióTekraea regresando a su asiento— ASagantha le conviene sacarla de suescondite.

— No estoy muy convencido de quesepa dónde está la faraona —repliqué,

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aunque mejor me hubiese callado.Persea no había sido de mucha ayuda;quizá lo fueran estos dos.— ¡Vamos!¡Tiene que saberlo!

— Alidrisi lo sabe, pero nunca oíque el virrey estuviese al tanto —objeténegando con la cabeza.— Ellos no venlas cosas de la misma manera —intervino Bamalco— Sagantha esdemasiado moderado para el gusto deAlidrisi. Algo no muy conveniente si tútienes razón y Alidrisi sabe dónde seencuentra la faraona.

— ¿Es popular Alidrisi? —preguntécon cautela.

— En algunos círculos sí, pero no es

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fácil tratar con él. Yo apoyaría siempreal virrey: tiene más experiencia y no estan extremista. Lo haría incluso pese aque es cambresiano. —Es mitad delArchipiélago— nos recordó Tekraea—Quizá si volviese a contactar con lafaraona ella podría aparecer con másfacilidad. Sagantha es el virrey y,después de todo, su poder es mucho másreal que el de los otros.

— El clan de Kalessos es másnumeroso que las tropas del virrey. Almenos ahora que han reunido todas susfuerzas.

— Kalessos tiene muchasenemistades. Habría problemas si uno

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de los clanes, como el de Kalessos,acaparara a la faraona. Ella esindependiente, no un títere, y me gustaríaque dejasen de tratarla como tal.

— Ella no tiene a nadie más enquien confiar —le aseguró Bamalco condelicadeza— La han estado escondiendodurante toda su vida, y ella les debe esefavor.

— Y ellos nos deben a nosotros unagobernante que pueda hacer algo contralos chacales que nos acechan —sostuvoTekraea, furioso— Secuestrar personasen medio de la noche, conducirlas antetribunales que desconocen la justicia.Fanáticos sedientos de poder, al fin y al

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cabo. Y Sarhaddon no es mejor que losdemás, Cathan, por mucho que lo creas.Está envenenando la mente de la gente,que ya ve magos por todos los rincones.Eso es lo que está haciendo. Estácreando una vasta conspiración demagos del mal, y cualquier heréticopodría ser uno, corrompen todo lo quetocan. Sarhaddon ya no puede atacardirectamente a los dioses como lo hizoel primer día, de modo que nos ataca anosotros.

— Pero si detuviese la cruzada... —empezó a decir Alciana, y Bamalco lehizo señales de que bajase la voz.

— ¿Cómo? ¿Convenciéndonos de

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que es mejor que nos echemos al suelo yles permitamos caminar sobre nosotros?

— ¿Preferirías que viniesen ymasacrasen indiscriminadamente atodos?— ¿Por qué aparecieron la últimavez? —preguntó Tekraea con fastidio—Porque querían prohibir nuestrascostumbres. Y cuando nosotros nosresistimos nos invadieron. Ahora, comotodos están asustados, nadie desealuchar. Sólo tienen que decirnos lo queno debemos hacer, arrestan a un puñadode personas y todos se ponen en fila. LaAsamblea nunca se reúne, debemosincinerar a nuestros muertos, el festivaldel Mar se ha convertido en el festival

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de Ranthas. Y, como nos hemos opuestoa ellos en los últimos meses, hanenviado a esos inquisidores, los rojos ylos negros. Los de negro llegan parallevarse a la gente. Sarhaddon y sushermanos de rojo, para ofrecernos unaoportunidad de salvación. —Tekraeadijo la última palabra con profundaamargura— Salvación si hacemos lo queellos nos dicen, —prosiguió— porqueharemos cualquier cosa para evitar unacruzada. Destruirán lo que quede yproclamarán que es por nuestro propiobien.

— Pero la alternativa es morir o seresclavizados —interrumpió

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Alciana— ¿no lo comprendes? Mehe enterado de lo que os sucedió a ti y aCathan en Lepidor, cuando la primadaintentaba obtener armas para unacruzada. No se trata de una sola nube enel horizonte, Tekraea, están cubriendo elcielo. La gente vive con costumbresdiferentes, pero si vienen los cruzadosya no vivirá nadie. —¿Y vale la penaseguir viviendo sin importar lascircunstancias? Hemos sido poderososen el pasado y podemos volver a serlo.Se pueden construir buques ocomprarlos, ¿o no? Lo mismo sucedecon las armas. Orethura era demasiadopacífico para permitirlo, pero tuvo la

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posibilidad de hacerlo. Si hubieseorganizado una flota, seríamos todavíadueños de nuestro futuro. Si fuésemosmás fuertes, accederían a ayudarnosgente como los cambresianos.— Admirotus ideales, Tekraea —dijo con tristezaBamalco mientras negaba con la cabeza— , pero tienes que vivir en el mundoreal. No tenemos astilleros como paraconstruir una flota que pudiese destruirla suya, y ¿quién va a vendernos armas?Recordé entonces que el motivo originalde mi viaje al Archipiélago había sidovender armas a los disidentes. Pero, deun modo u otro, había pospuesto esaparte de mi misión. No me atreví a

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hablarle de eso a Persea en esemomento, pues si les vendíamos armas,acabarían todas en manos de Alidrisi. Yquizá eso no mejorase la situación.

Eché una mirada al bar, pero no vi alpropietario por ningún sitio. —¿Haymucha gente que piense de ese modo?—pregunté. —¿Qué quieres decir?—replicó Bamalco. Su rostro se habíavuelto de pronto inescrutable.

— Tekraea, tú no sigues a ningunode los líderes en particular, ¿verdad?—Algo así —admitió, y los demásasintieron.— Si lo hicieses, eres muybueno ocultándolo —dijo Alciana.—Hay personas como Alciana —afirmé—

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que no pueden actuar de veras porquetienen mucho que perder. Otra gentesimplemente no lo haría, y luego estánlos que son fieles a Alidrisi y suscompañeros. Pero el resto, los deLepidor, por ejemplo, ¿qué opina?Persea desconfía de Alidrisi. Aparentatener las mismas convicciones que él,pero estoy convencido de que ella y susamigos van por su cuenta.— Todos estándivididos, si es a eso a lo que te refieres—dijo Bamalco— Alidrisi tiene avarios grupos y a algunos les brindaayuda a cambio, pero no es realmentemás líder que el virrey. Nuestroproblema es que ni siquiera juntos

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seríamos una auténtica fuerza, niformaríamos guerrillas eficientes si esque piensas en ello.

— No sé con seguridad en qué estoypensando —dije mientras acababa laúltima hoja de parra— Tampoco quierointerferir de ese modo porque no es mipatria.

— Si deseas ayudar, puedes hacerlo—repuso Tekraea— Sé que no eres delArchipiélago, pero después de lo deLepidor cuentas como uno de nosotros.Y además eres thetiano, lo que te colocaa mitad de camino. Gran parte de nuestradesgracia es que carecemos de amigosque ocupen cargos importantes en el

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mundo.— ¿Me incluyes a mí en esa

definición?— Tienes contactos con las grandes

familias, eres amigo de Palatina y tienescierto grado de parentesco con algunadestacada familia thetiana. Eso es algoimportante por lo que a nosotrosrespecta: implica que podríasayudarnos. Si tienes alguna idea...

— Hablaré con Palatina —afirmé—Ella es mejor que yo elaborando ideas ypodría dar sentido a mis confusasespeculaciones.

Permanecí con ellos mientrasBamalco y Tekraea daban cuenta de otra

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ración de hojas de parra. Luego nosincorporamos para irnos. Los dosmarinos se habían marchado, pero losoceanógrafos seguían en su rincón.Cuando estábamos a punto de salir delbar, apareció el propietario de detrás deuna cortina de abalorios que ocultaba lacocina y me dio un golpecito en elhombro.

— Debo advertirte una cosa: si eresoceanógrafo, no vengas aquí luciendolos colores del instituto. No tepreguntaré por qué no llevas la túnica eneste momento, pero no lo hagas a partirde ahora. La gente conoce a nuestrosoceanógrafos, pero podría resultar un

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poco hostil con uno extranjero.Luego, mientras intercambiábamos

incómodas miradas, volvió adesvanecerse tras la cortina igual quehabía aparecido.

— No me gusta cómo ha sonado eso—comentó Bamalco cuando subimos lascapuchas de nuestros impermeables parasalir al lluvioso exterior— Alciana, tencuidado. Y tú también, Cathan.

Alciana y Bamalco se marcharon enla dirección opuesta, pero Tekraea meacompañó parte del camino de regreso apalacio.

— Os he visto a ti y a Palatina en losúltimos días, pero ¿dónde está Ravenna?

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Me pareció verla hace un par desemanas, pero nadie me habló de ella.

Giré abruptamente la cabeza y lomiré fijamente, pero en sus ojos nohabía ninguna malicia. Era muy sincero,y sus rojos cabellos hacían juego con suvital personalidad. De ningún modoharía una pregunta capciosa o queescondiese una trampa. —Discutimos—respondí con brevedad y casi sin mentir— No sé dónde está.

— Sé que los dos sois magos.¿Cuántos de nuestros magos seríannecesarios para enfrentarse a los que elDominio ha traído?

— No creo que seamos suficientes,

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¿Por qué lo preguntas? —le dije.Además de Ravenna y de mí, sóloconocía la existencia de los viejosmagos de la Sombra. De hecho,Ukmadorian había dicho en la Ciudadelaque las demás órdenes tenían másmagos, pero nunca llegó a especificar unnúmero exacto.

— La mitad del miedo de la gente esa los magos del Dominio. Ambos hemosvisto en Lepidor que los sacri son sólode carne y hueso. Los guardias de tupadre y nuestros marinos no eran enabsoluto tan poderosos como los sacri,pero conseguimos matarlos a todos. Losmagos son más que eso; tú mismo sabes

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lo duro que es ser privado del Fuego. Sipudiésemos dejarlos fuera de combate,creo que el pueblo se mostraría un pocomás valiente.

— Supongo que necesitaríamosigualarlos en número al menos.—¿Incluso si volvieseis a emplear lastormentas?— Sólo puedo hacerlo conRavenna, y se trata de algo pococontrolable. Con aquella tormenta quedódestrozada media Lepidor, y Tandaris noestá construida de manera tan resistente.— Ese asesino de Sarhaddon ha habladomucho de la magia maligna. No estaríade más que le recordases algún día enqué consiste. ¿Por qué le permitiste

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seguir adelante con su plan? Quierodecir... ¿lo odias tanto como nosotros?

No quería revelarle a Tekraea todolo que Sarhaddon me había dicho, puestampoco me había podido convencertotalmente a mí mismo. Además, Tekraeaera una de las pocas personas que yoconocía cuya convicción era realmentemás fuerte que sus dudas.

— Fue mi amigo hace mucho tiempo,y quise creer que era diferente. Inclusodespués de lo que hizo allí. Puedorecordarlo llamando locos a los zelotes.Esperaba que fuese uno de lossacerdotes más sensatos. Existenalgunos.— Sarhaddon no es uno de ellos

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—afirmó Tekraea negando con la cabezaantes de que se separasen nuestroscaminos— Ya lo verás.

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CAPITULO XXVII

¿Armas? ¿Vuestras armas?— Las armas de mi padre —

respondí con firmeza paseando lamirada por el círculo de personassentadas o apoyadas en diversosasientos y muebles. La sala erarealmente demasiado pequeña paraacogernos a los nueve, pero era la mejorque pudimos encontrar fuera del palacioen la que nadie pudiese oírnos— Lasarmas que Lachazzar quería coger.

— ¿Por qué no nos lo habías dicho?—replicó Persea, pero Bamalco lainterrumpió.

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— Eso no importa. Lo que yo deseosaber es por qué alguien nos venderíaarmas siendo un asunto tan peligroso. Enespecial si tienes que hacerlo a travésde una gran familia.

— ¿Quiénes conocéis a la familiaCanadrath?

Casi todos asintieron. Sólo Tamanesy uno más negaron con la cabeza.

— Es la familia que más comerciacon nosotros —dijo Laeas— Se trata,más o menos, de la tercera familia másimportante de Taneth, ¿verdad? Sé quecuentan con bastantes familias quecolaboran con ellos.

— Sus colores son rojo y blanco—

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advirtió Bamalco titubeando— Tienenmuchos negocios aquí y algunos enOcéanus. ¿Son vuestros socioscomerciales?

— No, ésa es la familia Barca, peroésta planeaba firmar una alianza con losCanadrath cuando yo zarpé. La familiaBarca es demasiado pequeña todavíapara ampliar su campo de acción.

— ¿Podremos hacernos con esasarmas? —preguntó Persea, y muchoscomenzaron a hablar a la vez— ¿Dequién es la idea?

— Hemos comenzado a fabricararmas hace poco —expliqué cuando secallaron— Según el contrato original

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con Hamílcar, él debía llevarlas aTaneth y venderlas allí, pero al parecerahora la mayor parte de las armasvendidas en Taneth terminan en manosde los haletitas. Canadrath no quiere quese produzca una cruzada, pues loarruinaría, y los Barca no desean nimucho menos que los haletitas tenganmejores armas ni más poder de los queya poseen. En especial desde que Esharha estado haciendo amenazadoresmovimientos en Taneth.

— ¿Es decir que Canadrath no tieneinterés en que las armas vayan a ningunaotra parte? —dedujo Bamalco.— Sí, porsupuesto —aseguró Palatina.

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— Eso está bien —enfatizó él—Pero ¿para qué enviarlas aquí? —Paraque existan mayores probabilidades desupervivencia si surgen problemas en elArchipiélago, y— añadí con cautela—porque a los Canadrath les conviene quesalga perjudicado el Dominio, ya queéste no favorece sus negocios. —¿Quésucedería con la prohibición de venderarmas a Qalathar?— El plan era que silográbamos un acuerdo aquí,buscaríamos luego un intermediario enThetia, uno de los clanes más activos alque no le preocupen las ilegalidades.Estoy seguro de que se podría organizarun pequeño contrabando.

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— ¿Un pequeño contrabando?, ¿deveras? ¿Llamas a varias toneladas dearmas un pequeño contrabando?

La expresión de Tekraea era casi defelicidad. No estaba muy convencido devivir con comodidad el papel detraficante de armas, ni siquiera teniendoen cuenta que el objetivo era que esasarmas fuesen utilizadas contra elDominio. De hecho, se trataba decomerciar con la muerte, pero no menoscierta era la muerte que el Dominioocasionaría si no hacíamos nada porevitarlo.

— ¿Y el pago? —preguntó Bamakoalzando una ceja. Éste resultó ser la

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mente comercial, pues se había criadoen el ambiente mercantil de MonsFerranis— Odio sacar el tema, pero notenemos grandes sumas de dinero anuestra inmediata disposición.

— Ya habrá tiempo de acordar esepunto. —¿De dónde creen quesacaremos el dinero?— preguntóTamanes— La idea es buena, pero sóloindividuos como Alidrisi contarían conrecursos suficientes para financiar algoasí. O el virrey... ¿Habéis hablado conél?

— Si personas de esa clase supiesende las armas, se apoderarían de ellas orechazarían la idea desde el principio de

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forma taxativa —sostuvo Bamalco—Pero de cualquier modo carecemos de lasuma de dinero que tu padre y Canadrathpodrían pedirnos. —Eso no es cierto—protestó Palatina— Hay una persona quepodría reunir esa cantidad gracias a suenorme influencia sobre la gente.

— ¿A quién te refieres?— A la faraona —afirmó Palatina.

En ese punto estábamos corriendo uncierto riesgo, pero ella se había pasadotoda la noche pensando después de queyo le consulté, y ambos habíamosdecidido que se podía hacer. Si Ravennaestaba de acuerdo, claro. Supuse que,dado lo que estaba haciendo el Dominio,

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convencerla no representaría ningúnproblema. Ocultar el hecho de queRavenna era la faraona y no su ayudantecomo todos pensaban, sería bastante másdifícil. Yo estaba decidido a manteneren secreto su identidad tanto tiempocomo fuese posible, y Ravenna mismame había hecho prometerlo. Por eso nisiquiera se lo había contado a gente detanta confianza como Laeas o Persea.

— Ninguno de nosotros tienecontacto directo con la faraona —repusoTamanes, pero Persea lo interrumpió.

— Nosotros sí, Cathan. Pero debopreguntarte si hay otro motivo en todoesto.

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— Sí, pero no es el fundamental.Ravenna iba a ser de todos modosnuestro principal vínculo con vosotroscuando llegásemos al Archipiélago. Ésees el motivo por el que ella vino en unprincipio.

— ¿Ravenna? —preguntó Tekraeacon desconcierto en su rostro— , ¿quéquieres decir?

— Ella es una amiga cercana de lafaraona, eso fue lo que despistó alDominio en Lepidor —intervino estavez Laeas, a quien le había sidoadjudicado uno de los asientospropiamente dichos, pues era demasiadocorpulento para sentarse en las mesas o

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en los brazos del sofá. Empezaba ahacer mucho calor, pese a que el salónse encontraba en lo alto de un edificio yhabía corriente. Probablemente por esola familia de Tekraea nunca lo utilizaba.

Bamalco alzó los brazos pidiendosilencio cuando estalló otro barullo devoces. Todos estaban muy excitados einquietos. De hecho, estaban nerviosos.Allí no nos protegían los guardias ni losmuros del palacio, y los inquisidorestenían derecho a entrar en las casas enbusca de herejes ocultos.

— ¿De modo que en tu opinión esatal Ravenna podría convencer a lafaraona de llevar adelante el plan? —

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preguntó Bamalco— ¿Es eso lo quedices? Tampoco la faraona tiene dinero.

— Pero sí la influencia —explicóPalatina— Es mayor de edad, y por lotanto puede dar órdenes y debería serobedecida. El problema es que siemprese encuentra bajo el poder de otros,personas como Alidrisi o el virrey.Ahora sé que algunos los veis conbuenos ojos y los respaldáis, pero¿podéis afirmar con honestidad que lomejor para la faraona es ser controladapor cualquiera de ellos? Ambos tienensus propios objetivos. ¿Alguno devosotros desearía que ella llegase altrono sólo porque el clan Kalessos la ha

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colocado allí? Eso le daría demasiadopoder a Alidrisi. Y Sagantha, perdón, elvirrey, estaría en una situaciónsemejante si fuese su gente la que laelevase al poder.

— ¿Nosotros? —preguntó Tamanescon incredulidad— ¿A eso queréisllegar?, ¿pretendéis que la faraonallegue a reinar gracias a nuestro apoyo?

— No sólo al vuestro. Todos los queestáis aquí tenéis algún grupo de amigosque apoyan a una u otra facción, perotodos partidarios de la faraona, por muyinconcreta que sea su figura para ellos.Sabemos que existen personas incapacesde actuar con comodidad porque

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quedarían demasiado expuestas ante losinquisidores, por ejemplo losoceanógrafos. Pero si todoscolaborásemos en pos de los mismosfines, a través de gente que está encontacto con la faraona, ella acabaríateniendo una base de partidarios propiaen la que apoyarse.

— Por otra parte, todo esto esbastante típico de ella —dijo Laeas atodos, señalando a Palatina, tras elsilencio que sobrevino— Ella fue letalen la Ciudadela e hizo que todos losdemás pareciésemos novatos.

El escepticismo se reflejaba en lamayoría de los rostros. —¿O sea que

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estáis proponiendo seriamente... crear...convertirnos en una facción de lafaraona?— balbuceó Tamanes,intentando aclarar sus ideas.

— Exacto. ¿Por qué si no os loestaríamos diciendo? ¿Es que alguno devosotros no desea ver a la faraona en sutrono? Ella tiene a su favor a todoQalathar, pero sencillamente nadie estáactuando con decisión para ella. Todostrabajan para Alidrisi, Sagantha o quiensea, pero después de tanto tiempo en elexilio ella carece de seguidores propios.

— Pero ¿cómo podríamos reunir atanta gente partidaria de la faraona? —preguntó un amigo de Tamanes a quien

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yo no conocía— , ¿Cómo evitaríamos alos espías?

— Y además ¿qué podríamos sacaren limpio de este plan, suponiendo quelográsemos formar la facción y que lafaraona obtuviese el dinero para lasarmas? ¿Qué sucedería entonces? ¿Noslanzaríamos contra los sacri? —añadióotro orador desconocido.— ¡Tenemosuna posibilidad de defendernos yvengarnos! —exclamó Tekraea con losojos encendidos— ¡Una oportunidad dehacerles daño!

Unas tres o cuatro personascomenzaron a hablar al mismo tiempopor encima del sonido monótono de la

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lluvia, que golpeaba contra las pequeñasventanas en cada extremo de lahabitación. Palatina pidió en voz alta unpoco de orden, pero todos parecíanconvencidos de que ella ya habíaterminado su discurso y que era elmomento de iniciar el debate general.

— ¿Ves lo que digo de la gente delArchipiélago en general? —me susurródejando caer los brazos en señal dederrota— Los thetianos somos igual denecios.

Sólo se callaron cuando Laeas diovarios golpes con el puño sobre unamesa cercana. Palatina era demasiadocortés para hacer eso.

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— Estamos ante la primera ideaambiciosa que alguien plantea aquí enmucho tiempo —sostuvo con irritación yponiéndose de pie para colocarse entrePalatina y yo, que nos hicimos a un ladopara dejarle espacio— Así que dejad debuscarle inconvenientes. En caso de queno lo sepáis, esta mujer es PalatinaCanteni. Su padre era el presidenteReinhardt Canteni, el único líderdecente de un clan thetiano en más detreinta años, y ella ha tenido como tutoral almirante Tanais en persona. Por si nofuese suficiente, Palatina esdescendiente de Carausius. Así quecallaos todos, dejad de discutir y

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escuchadla.Palatina inclinó la cabeza en señal

de agradecimiento a Laeas, que volvió asentarse. Ahora la sala enmudeció porcompleto.

— Primero, vayamos paso a paso.No nos abrumemos yendo en todasdirecciones y hablando con todo el quese nos cruce. Lo más urgente yfundamental es encontrar a Ravenna.Podría estar con la faraona, o podría noestarlo, pero Alidrisi la consideraimportante y este donde esté no le quitaojo. ¿Alguien tiene idea de dónde seencuentra Ravenna?

Se produjo un largo silencio, y

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Laeas y Tekraea fijaron la mirada enPersea. La vi moverse con inquietud,claramente incómoda, pero nadie dijonada. Por fin ella estalló:

— Sí, creo que yo lo sé. Sólo desdehace un par de días. Cathan, no lo sabíacuando hablé contigo.

— ¿Dónde está?, ¿en Kalessos?— No, más lejos. Me consta que

Alidrisi tiene una o dos edificaciones enruinas cerca de la ensenada, en la costade la Perdición. Sus mozos de cuadra yel personal de sus establos se quejan delestado de los cascos de los caballoscada vez que él regresa de Kalessos. Yles sorprende siempre que se las

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componga para dejarlos cojos siendo unjinete tan hábil y experimentado. Lacuestión es que incluso un incompetentepuede cabalgar desde aquí hastaKalessos sin que el animal se lastime,pero en las montañas todo es diferente.

— ¿Se encuentran muy lejos sustierras?

— Puedes ver las montañas desdeaquí. El camino principal corre por eleste cruzando las colinas y luego vira alsur cuando llega al borde de Tehama.Existen caminos en las pendientes a lolargo de todo el estrecho, por lo generalen muy mal estado porque nadie vivepor allí. No sé con seguridad cuál de

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esos caminos coge Alidrisi, perosupongo que a caballo se tardará unastres o cuatro horas. Sería mucho másrápido yendo por mar, pero es imposiblenavegar en esa dirección.

— Debe de ser un sitio accesible ono iría allí con tanta frecuencia —advirtió Laeas— Va incluso con maltiempo. —Con el mal tiempo habitual,querrás decir— interrumpió Bamalcomirando por la ventana— Creo que lastormentas que sufrimos últimamente sondemasiado fuertes para intentar unalarga cabalgata. ¿Es cierto que no hayningún acceso por mar? —Ha de haberexistido uno— respondió Tamanes— ,

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pues subsisten los restos de un puerto deTehama cerca del extremo de laensenada. Sin duda hubo un canal segurohace unos cuantos años, pero cuando laflota thetiana destruyó el puerto debió dehacer estallar la apertura del canal, paraque nadie lo volviese a utilizar. —Unpueblo vengativo en ocasiones, elthetiano— comentó alguien— , sinofender a Cathan ni a Palatina.

— ¿Cómo consiguieron los thetianosir más allá de la costa de la Perdición?—pregunté, momentáneamente distraído— Tamanes, has dicho que la costa seencuentra a ambos lados de la ensenada,de modo que tiene que existir una ruta

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establecida por la gente de Tehama.— Al parecer, Carausius hacía de

guía —informó Tamanes— Aunqueignoro qué implicaba eso exactamente.

— ¿Existe o no una ruta parapenetrar en la ensenada y alcanzar losacantilados desde el mar? —exigióPalatina— Eso es lo importante ahora.—Si existe, es demasiado peligrosa enla actualidad para navegar por ella—afirmó Tamanes negando con la cabeza.

— Bien, entonces deberemos llegarpor tierra. Se trata de una villa o unafortificación sobre o cerca de losacantilados, elevada y fácil de defender,¿verdad?

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— Ha de estar custodiada, sin duda,por guardias del clan Kalessos— asintióPersea.

— ¿Cuántos guardias vigilarán a esatal Ravenna si no está con la faraona? —dijo Tekraea— Si yo fuese Alidrisi, laspondría juntas, de eso estoy seguro. Yrecordad que ella no es una prisionera.

— Pero tener dos sitios sería muchomás seguro. Si alguien llegase, podríanllevar a la persona que custodian al otrolugar.

— No estamos hablando por hablaren este momento, ¿no? —protestóPalatina— Dos escondites requeriríanmás guardias, lo que implica dar más

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explicaciones, conseguir más comida ygastar más dinero. Un refugio y unospocos guardias es lo más seguro, y unpar de personas de confianza. De algúnmodo han de recibir provisionesregularmente, lo que implica queemplearán un carro o un par de mulas.Tiene que ser un sitio bien construido ycálido para habitarlo en esta época delaño. Y un lugar donde no viva nadie másalrededor, pues Alidrisi guarda laprenda más preciosa de Qalathar.

»Debemos averiguar dónde seencuentra exactamente —prosiguióPalatina— No podemos vagar sin rumbopor las montañas. La mayoría de su

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gente, quizá toda la que está aquí, ignorala existencia de ese refugio, pues locontrario resultaría muy peligroso.

— Me parece improbable queencontremos a la faraona o a sucompañera con tanta facilidad —volvióa hablar Bamalco— He seguido turazonamiento, pero ¿crees que Alidrisila escondería en un lugar tan obvio? Esdemasiado ideal: un castillo en ruinas enla costa de la Perdición en una zonadesierta y a kilómetros de cualquier otraparte.

— ¿Qué sitio sería más apropiado?La ciudad no, pues existiría un riesgodemasiado grande de que la descubriese

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la Inquisición u otras personas. Además,la ventaja de las montañas es quedispondría de innumerables vías deescape. Si alguien intentase capturarla,hay senderos, caminos de cabras ycientos de lugares donde esconderse. Laciudad no tiene escondites, igual que unanave o una isla pequeña.

— Pero, si están las dos juntas, ¿porqué no contactar directamente con lafaraona? —preguntó Tekraea— Ravennanos reconocerá, podrá explicarle queestamos de su lado y entonces podremosocultar a la faraona nosotros mismos.

— ¿Realmente podemos hacerlo? —replicó Persea— Quizá no te guste que

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Alidrisi la tenga a su cuidado, pero élpuede protegerla. Es un hombrepoderoso y tiene casas seguras de todoslos tipos imaginables. Si nosotros nosapoderásemos de la faraona, Alidrisimovería cielo y tierra para recuperarla.Pero ¿crees que haría lo mismo por sucompañera?

Por un instante, la reunión seconvirtió en un absoluto caos, y Laeasalzó la cabeza con resignación mientrasPalatina lo miraba con atención.Tamanes y Persea discutían con furia,Bamalco intentaba conseguir que amboshablasen de manera razonable, y Tekraeadefendía ante todo el que quisiese

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escucharlo que lo más evidente erarescatarlas a ambas de las corruptasmanos de Alidrisi.

Palatina me cogió de una mangaalejándome de los demás. Nosapartamos para hablar en un rincón entrela puerta y un enorme arcón de maderacubierto de telarañas. El aire estaballeno de polvo y no pude evitarestornudar.

— Estamos metiéndonos en un pozocada vez más y más profundo, Cathan.Esto no avanza como debería. La ideales gusta pero todo resulta demasiadoartificial: rescatemos a la amiga de lafaraona para que ella pueda hablar con

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ésta y ella persuada a Alidrisi de quenos dé dinero para comprar armas...¿para qué?

— Ya lo sabes...— Por supuesto que lo sé, pero

estamos tratando con personasinteligentes. En Thetia todos estarían enla universidad o ascendiendo en lajerarquía de sus clanes. Como estamosen Qalathar, centran su energía contra elDominio.

— ¿Qué es lo que intentas decirme?—le pregunté, temiendo su respuesta.

— Díselo. Ella es lo que es y nopodemos cambiarlo. En algún momentoha de salir a la luz y tiene que suceder

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pronto.— Siempre quieres contarle a la

gente lo que desea saber. Era a ti a quienle preocupaba una posible traición enRal´Tumar, no a mí. Y tenías razón.

— Has pasado de ser demasiadoconfiado a no confiar en nadie.

Nadie nos estaba oyendo, pero elorden parecía volver lentamente, conBamalco presidiendo un improvisadodebate entre tres o cuatro más.

— Si lo digo, romperé la promesaque le hice a Ravenna.

— Ella ya ha desconfiado de tihuyendo en Ilthys —replicó ella sinrodeos.

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— Palatina, no conocemos a lamitad de las personas que están aquí. Sisólo uno de ellos fuese capturadoo,Thetis no lo permita, trabajara comoespía para Sarhaddon o Midian, elDominio descubriría lo que lleva veinteaños buscando. Ravenna ha sobrevividoporque se ha mantenido el secreto.

— Y porque está en manos de gentecomo Alidrisi, Cathan. Si Ravenna teayuda a dar con el Aeón, habrá un sitioseguro donde ningún inquisidor podríaencontrarla ni en un millar de años. Peroella debe intervenir en esto, y nunca teperdonará que la pongas en unasituación todavía más complicada que la

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actual.— He fallado a su confianza en mí

en tantas ocasiones... —afirmé contozudez— No volveré a hacerlo nunca.

— Ninguno de vosotros dos confíade verdad en el otro, y sabes por qué.No podemos resolver ese dilema ahora.Y os queráis o no, representáis nuestramayor esperanza. Ambos. Habéisacordado ser compañeros, los primerosmagos de la Tormenta, y aunque eso nocambie en nada vuestros sentimientos,ese lazo debe continuar.

— Muy bien, entonces díselo.Permite que la noticia se difunda.

— Ése ha sido un comentario digno

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de tu hermano —espetó Palatina, yregresó junto a los demás.

— ¿Puedo decir una cosa? —le dijoPalatina a Bamalco interrumpiendo eldebate.

— Has perdido tu turno —comentóél con una media sonrisa.

— Os pido disculpas a todos.Debemos haceros una confesión queaclarará un poco las cosas y lamentamosde verdad que os hayáis confundido pornuestra culpa. Dudáis de todo cuanto oshemos dicho, en especial de todo elesfuerzo por rescatar a la compañera dela faraona y no a la faraona en persona.Lo que os diré rompe una solemne

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promesa que hemos hecho tanto Cathancomo yo y deseo que todos vosotros, deforma individual y con los demás portestigos, juréis no revelarle a nadie loque os vamos a contar. ¿Estáis deacuerdo?

Se produjo un murmullo general deasentimiento, y los dos recorrimos elsalón tomando a cada uno de lospresentes el juramento por los ochoElementos de mantener el secreto. Esono nos protegería de un posible traidor,pero deseé por el bien de todos quesellase los labios de cualquiera que nofuese un agente del Dominio. Llevamosa cabo la ceremonia del modo más lento

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y solemne que nos lo permitió esahabitación asfixiante atestada depersonalidades tan fuertes. Mientras lohacíamos, el ambiente general setranquilizó, la gente se relajó y seestableció la calma.

No obstante, ni uno de los reunidosjuró sólo por los ocho Elementos. Todosañadieron una promesa por el honor desu clan o por el de su ciudad (dossostuvieron con seriedad que su hogarera Poseidonis) y, en el caso deTamanes, por su lazo con el InstitutoOceanográfico.

Cuando Palatina acabó de realizar supropio juramento, rompiendo a su vez

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otro, aunque ella no se habíacomprometido con Ravenna en losmismos términos que yo, se produjo elprimer silencio total de aquella noche.Entonces hice el mío. —Juro en elnombre de Thetis, madre del Mar;Tenebra, señora de las Sombras;Hyperias, señor de la Tierra; Althana,compañera del Viento; Phaethon,portador de la Luz; Ranthas, señor delFuego y uno entre ocho, y por Ethan delos Espíritus, y Cronos, que ve elpasado y el futuro, así como por elhonor de mi clan, que mantendré ensecreto lo que se diga esta noche portodas las almas vivientes y las de los

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moribundos. Y os pongo por testigos deque al hacerlo rompo una promesaformulada a los moribundos y que meretractaré hasta que veáis que la personaa quien he traicionado su confianza meperdona. Cuando acabé retrocedí unospasos para que Palatina volviese aocupar el centro de la sala, agradecidode no haber percibido la condena en elrostro de ninguno y preguntándome porqué sólo Persea parecía comprender larelevancia de lo que acababa de decir.

Aunque un poco básico, mijuramento había sido por losmoribundos, pues se consideraba quelos condenados a la pena capital iban a

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morir pronto. Aún podía recordar cadapalabra pronunciada aquella terriblenoche en las celdas, y había mentido amis amigos y a mi familia para mantenerel secreto de Ravenna. Ahora estaba apunto de presenciar cómo Palatinarompía por mí el juramento en unahabitación llena de desconocidos. Y lohacía para proteger a Ravenna, que eraexactamente el motivo por el que ellame había hecho prometer silencio.Todavía podía sentir las cenizas en laboca.

— La faraona no tiene ningunacompañera —dijo Palatina con sencillez— Algunos de vosotros habéis conocido

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a Ravenna, otros no. Ella es la faraonade Qalathar y nieta de Orethura.Deseamos contar con vuestra ayuda pararescatar a la faraona de Qalathar de susenemigos y de los que fingen ser susamigos.

Esta vez el rumor fue tan potente quetemí que nos oyesen en el templo.

— De modo que estaba aquí... —afirmó Persea, incrédula. La sorpresaera evidente en todas sus caras— Ellahubiese muerto antes de permitir que elDominio la utilizase de títere.

— Igual que nosotros —sostuvoTekraea con coraje— ¡Daré mi vida porella y le brindaré toda mi ayuda! ¿Por

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qué no la servimos a ella como losguardias sirven a su inútil emperador?

— Pues entrégale tu vida cuando laencontremos —intervino Laeas conamabilidad— Por ahora habéis hecho unjuramento. ¿Alguien tiene alguna dudasobre lo que se ha dicho? Si no es así,entonces escuchad a Palatina. Ya hemosacordado qué vamos a hacer. Ahoradebemos decidir cómo lo haremos.¿Palatina?

— Existen dos caminos. O bienprobamos con una o dos personas,confiando en su sigilo, o bienparticipamos todos, lo que es más difícilpero también nos ofrece más

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oportunidades. Y es preciso que demospor sentado que tienen maneras deescapar fácilmente, de modo que si venenemigos puedan dejar el lugar atiempo.

— Alidrisi se marchará mañana,regresa a Kalessos —informó Persea—Cathan pensaba seguirlo por su cuenta,pero quizá podamos ir todos.

— Eso sería demasiado evidente,notaría que lo sigue un montón de gentea caballo. No podemos llamar laatención. Incluso un único jinetesiguiéndolo debería contar con unaexcusa apropiada, pues si no lo tenemossiempre a la vista, corremos el riesgo de

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perderlo.— ¿Serviría que alguien lo esperase

en el camino? —propuso Laeas— No sécuántos senderos hay allí, pero nopueden ser más

de media docena. Si colocamos aalguien oculto en cada una de lasdesviaciones, el que lo vea podríaseguirlo ascendiendo el valle.¿Funcionaría algo así?

— Quizá —opinó Persea— Peroserá todavía más difícil justificar lapresencia de otro jinete. Quizá en elcamino principal, pero no en lasmontañas. Si Alidrisi sube por lasladeras, tendrá que dejar ¿el carruaje.

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Además, andará por terreno conocido,mientras que para cualquiera denosotros serán lugares extraños. Y nosería raro que tuviese centinelasapostados en distintos puntos deltrayecto. —¿Y si tan sólo observamosqué camino coge?— sugerí— Es cierto,eso implica tener que buscar más, perosin correr el riesgo de ser descubiertos.Cuando lo supiésemos, subiríamos todospara dar con el sitio exacto.

— Olvidas que probablemente nosvean llegar. Y no deben saber que losestamos buscando. —Robad loscaballos de Alidrisi y fingid ser él y susguardias de Kalessos— aventuró

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Tekraea— Los centinelas no distinguiránla diferencia hasta que no estéis muycerca.

— Para que eso funcione debemossaber dónde se encuentra el ¡refugio —señaló Bamalco— No engañaría a nadieque alguien que quiere pasar porAlidrisi comience a buscar su propioescondite. —Cathan, ¿no me dijiste enuna ocasión que sabías cómo localizar aRavenna?— preguntó Palatina— Fuehace unas dos semanas, creo que eraalgo relacionado con la magia.

— Eso sólo hubiera funcionado conuna carta suya. En cuanto la hubiesetocado sabría de inmediato dónde la

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había escrito. Pero no podemos hacerque Alidrisi le lleve una carta.

— ¿No hay otra manera?, ¿algo quepuedas hacer para saber dónde está?

Pensé un momento; tenía que haberalgo de lo que nos habían enseñado en laCiudadela que pudiera servirnos. Peronuestros profesores siempre habíaninsistido en que no era convenientehacer magia si alguien podía detectarla.Dejaba un débil resto en nosotros y enlos sitios donde se había hecho. Éste, siera lo bastante fuerte, podía detectarse avarios kilómetros de distancia.

— ¿A cuánta distancia de aquí seencuentran las montañas?— Las más

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cercanas están a cuarenta kilómetros, y aunos sesenta y cinco las que comunicancon el último camino propiamente dicho.— Entonces, si descubriésemos cuál delos senderos coge, yo podría encontrarel lugar por la noche —afirmé concautela, consciente de que me estabacomprometiendo a mí mismo— Soy unmago de la Sombra, la oscuridad no espara mí ningún problema.

Noté entonces el desconcierto envarios de ellos. Estaba claro que Perseay Laeas no se lo habían contado a lamayoría. Debía de estarles agradecidopor eso, sobre todo considerando cómohabían castigado nuestra magia

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Sarhaddon y sus secuaces. Y en especialla magia de la Sombra. La gente teme ala oscuridad.

— ¿Cuántos podríamosacompañarte?

— Ese es el inconveniente. Yopuedo abrirme camino en una oscuridadabsoluta, pero debería guiar a quienviniese conmigo, y podría resultar muyarriesgado si para acceder al sitioexacto es preciso escalar.

—Eso podría arreglarse —declaróPalatina— Sé con qué facilidad puedesescalar muros verticales, de modo quepodrías subir, descender y ayudar a losdemás, que te estaremos esperando

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abajo...— A algunos de nosotros —

interrumpió Bamalco— Necesitamostener preparado un lugar seguro paraesconderla más tarde, y también esnecesario hacerse cargo de eso. Si larecogemos por la noche, hará maltiempo, por lo que cuantos menosseamos en el camino, mejor. Podríanencender alguna luz al regresar y vernosalguien incluso a esas horas. ¿Dóndepodemos encontrar una casa segura? Noimporta si es un escondite a largo ocorto plazo, pero debe ser algún sitiofuera del alcance de Alidrisi o delvirrey.

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— Es probable que encontremosalgo a largo plazo —afirmó Palatina— ,pero antes debo hablar con Ravenna. Encuanto al escondite inmediato, quizápueda echarnos una mano la familiaCanadrath. Ravenna no lleva ningúncartel que ponga «faraona» y sólo correpeligro con gente que pudiesereconocerla. Alidrisi no la descubriráechando los perros tras ella, será muycuidadoso, y discreto.

— De cualquier modo, ¿cómoresolveremos lo de la noche? La ciudadcierra las murallas hasta el amanecer yno podremos volver a entrar hasta lamañana siguiente.

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— Nada de aldeas ni de hostales —remarcó Palatina de inmediato— Lagente podría comentar. A menos que lafamilia de alguno de vosotros seencuentre en medio de la nada...

Ninguno de los presentes proveníade una familia de campesinos, lo que noresultaba sorprendente teniendo encuenta lo escasas que eran las tierrascultivables en Qalathar.

— Una cabaña de leñadores —propuso uno de los desconocidos—; notrabajan en invierno. Sus cabañas han deestar vacías y no habrá nadie para hacerpreguntas.

— Gracias —dijo Palatina— Ahora

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sólo quedan por definir los pequeñosdetalles, como los caballos, lasprovisiones y qué hará cada unoexactamente. Hemos de planear hasta elmínimo detalle y no dejar margen deerror. Perdición no es una amablecompañera de paseo.

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Cuarta Parte

LA COSTA DE LA PERDICIÓN

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CAPITULO XXVIII

Nos marchamos de Tandaris bajouna penetrante llovizna. Las oscurasnubes presagiaban tormentas másfuertes. Seis jinetes envueltos enpesadas capas impermeablesluchábamos contra la lluvia sobrediscretos corceles de crines bronceadas.Nuestra partida no llamó la atención delos inquisidores ni de los guardias quecustodiaban los portales. Era elmomento más frío del invierno perotodavía se veía a gente yendo y viniendopor la carretera principal de la isla. Pormucho que les hubiese gustado, no

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tuvieron tiempo de interrogarnos.Ninguno de nosotros llevaba espada,

lo que me preocupaba bastante. Nohabía en Qalathar bandidos propiamentedichos, por lo que no teníamos ningunarazón fundada para llevar más armas quelas varas de lucha del Archipiélago, queel Dominio consideraba inútiles. Yohabía perdido la práctica pues no lashabía tocado desde la Ciudadela.

Al principio cabalgamos en paraleloal mar, a lo largo de la colina sobre laque había sido edificada la ciudad. Lasolas rompían unos pocos metros pordebajo del acantilado a nuestra derecha.Una fuerte brisa soplaba desde las

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aguas, salpicando nuestra ropa y, enocasiones, mojándonos. Las piedras delcamino eran resbaladizas y el precipicioa nuestro lado parecía bastanteinestable. Era posible distinguir señalesde derrumbes recientes, espaciosyermos donde la vegetación aún nohabía tenido tiempo de volver a crecer.Según nos dijo Persea, ese camino habíapermanecido inutilizable durante buenaparte del invierno, y no era difícilcomprender por qué.

Tandaris desapareció de nuestrocampo visual, oculta tras la desigualmasa de riscos, tan pronto comocogimos la primera curva. Por delante

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de nosotros, la costa se combaba, planapor un instante para luego elevarseprogresivamente. Suaves colinas abríanpaso a altas montañas cuyas cumbres seperdían entre las nubes. Lospromontorios que marcaban el horizonteestaban a unos setenta u ochentakilómetros de distancia, invisibles conese tiempo. La costa de la Perdición seiniciaba de ese lado de la cadenamontañosa pero también permanecíaoculta.

La colina que se alzaba junto anosotros desapareció, reemplazada porterrazas de cultivo dispuestas sobre suladera. Eché un último vistazo a la

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ciudad, cuyas blancas murallas seextendían desparejas a lo largo de lapendiente. Tenía el mismo aspecto desdela tierra que desde el mar, aunque ahoraestaba observando el lado opuesto delespolón que conducía a la ciudadela, demodo que la mayor parte de la ciudad seperdía a la vista. El brillante marrónrojizo de la torre del templo parecíafuera de lugar en medio de las casasblancas y azules. Habría allí cerca demedia docena de sacri custodiando laciudad y las poblaciones circundantes.No les deseé ningún bien. Tampoco esque me diese mucha alegría la largacabalgata que tenía por delante. Llevaba

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meses sin montar (la última vez habíasido en Lepidor) y me esperaba untrayecto de ochenta kilómetros con untiempo horrible. Rogué que estuviese lobastante fuerte cuatro o cinco horas mástarde, cuando llegásemos a nuestrodestino y me tocase andar a gachas yescalar pendientes.

Como era inevitable, todos habíanquerido acompañarme, pero la opiniónde los más sensatos había prevalecido.Palatina venía con nosotros, por cierto,junto a Persea y una de sus amigas, quetambién había estado en Lepidor.Tekraea y Bamako nos seguían también.Laeas tenía obligaciones que cumplir en

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palacio y era el responsable de aliviarlas preocupaciones de Sagantha; tambiénestaba a cargo de organizar el esconditepara Ravenna. Lo ayudaría Tamanes, queno podía rehuir sus obligacionesoceanograficas. De los dosdesconocidos que habían estadopresentes en la reunión, uno vigilaría aAlidrisi y el otro ya había partido acaballo para reconocer el camino y susrecovecos. Nos apartamos delacantilado siguiendo el camino queseparaba los campos vacíos de variashileras de árboles que me recordaban mitierra. La llanura parecía mucho másgrande ahora que cuando la había visto

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desde la ciudad, aunque las colinas quela rodeaban seguían estando muycercanas, con las laderas cultivadas enterrazas o con bosquetes. Qalathar debíade ser hermosa en verano, pero en aquelmomento parecía cargada de presagios.No podía asegurar si eso se debía altiempo o al ambiente que reinaba. Oquizá a la ausencia de todo movimientoen los campos, una quietud sóloquebrada por las blancas aldeasapiñadas en la colina.

Entramos en una avenida de cipresesque protegían del viento el camino queiba desde la ciudad hasta las colinas quetenía enfrente, bifurcándose aquí y allá

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entre los campos. Al parecer, la genteutilizaba allí árboles en lugar de muros,quizá porque los vientos no eran tanpoderosos. Los cipreses no hubiesenresistido las devastadoras tormentas deLepidor.

— ¿Se inunda alguna vez la llanura?—le preguntó Palatina a Persea.

— Una o dos veces al año —respondió Persea— Ahora las aguasmuy crecidas. Pero los ríos son muypequeños, no pueden causar demasiadosproblemas.

— Entonces ¿no podéis inundar lastierras como estrategia defensiva?

— Supongo que se podría, pero

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habría que evacuar la zona a toda prisa.De todas formas, no creo que fuese demucha utilidad. Tandaris no puedesoportar un asedio, las murallas sondemasiado débiles, y lo mismo sucedeen el resto de la isla. El Dominio se haasegurado de que nunca tengamos lasuficiente confianza en nosotros mismospara volver a enfrentarnos a él. Por esosus soldados destruyeron el Aerolito; nisiquiera intentaron apoderarse de él.

— Teniendo el templo ya no lonecesitaban. No nos cruzamos con nadiehasta que la avenida de cipreses enlazócon la carretera principal, que nacía enel portal del Campo, a unos cinco

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kilómetros de las murallas. Allí vimos aunos pocos jinetes y uno o doscarromatos, pero ningún transeúnte. Lagente llevaba las capuchas firmementeprendidas a la cabeza, y algunos tambiénse cubrían la cara con pañuelos. Nadienos miró al pasar a nuestro lado. Noscruzamos también con un carruajeoficial de un clan, cuyas ventanasestaban cubiertas con cortinas. Elcochero iba acurrucado bajo un estrechotoldo.

— ¿Hay inquisidores en lospueblos? —le pregunté a Perseainclinándome hacia adelante paracabalgar a su lado y dejando un poco

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atrás a Palatina— ¿O están todos en laciudad?

— Hay unos cuantos en cadapoblación, y además las recorrentribunales ambulantes. Llegan siempreen mitad de la noche, para evitar quealguien pueda escapar. Por eso no esseguro permanecer en un lugar habitado.

— Pero no hay ningún riesgosubiendo hacia la costa de Perdición,¿verdad? —No, Cathan, ésa es una cosamenos de la que preocuparse. ¿Creesque Ravenna se habría marchado ya sihubiese querido?— No —dijo Palatinarotundamente al otro lado de Persea—Recordad que no es una prisionera. Sin

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embargo, Alidrisi no puede permitir queescape de sus garras. Midian está detrásde Ravenna, incluso aunque ignore quees la faraona. Creo que ésa es la mejorrazón para mantenerla fuera de escenaen medio de la nada. Y si, por decirlo dealgún modo, ella no consigue hacersecon botas apropiadas y una gruesa capaimpermeable, sencillamente no podrásalir. Tan simple como eso.

— ¿No podría coger la ropa de losguardias?

— Piensa de forma práctica.¿Desearías tú vagar por las montañasbajo una lluvia torrencial calzando botasque son de lejos demasiado grandes

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para ti? Además, ella no conoce estasierra y podría perderse con facilidad.No, en su lugar, yo no lo intentaría.Existen otras maneras, como conquistarel afecto de los guardias, que podríafuncionar si ella no fuese quien es. Peroellos no la tienen presa, sino que estánprotegiéndola. Y si saben que se trata dela faraona, serán muy escrupulosos.

— Esperemos que ella quieraescapar —repuse mientras cruzábamosun pequeño rio de rápida corriente,demasiado estrecho para ser navegablepero crecido por la lluvia. El aguallegaba casi al tope de los arcos delpuente.

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— Cathan, te preocupas demasiado—me dijo Palatina con firmeza—Estamos hablando de Ravenna. ¿Creesde verdad que ella desea permanecerencerrada allí a capricho de Alidrisi? Eles una de las personas que ha estadoutilizándola como a una pieza deajedrez, y sigue haciéndolo. Está claroque Ravenna querrá quitárselo deencima. —Entonces ¿cómo ha ido aparar allí? Cuando nosotros llegamos—dije dirigiéndome a Persea— , el virreyestaba al tanto de lo que sucedía eincluso debió de hablar con ella. ¿Porqué no se le ocurrió mantenerla a sulado?

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El camino se curvaba en torno a unapequeña colina de desnuda tierramarrón, donde, del lado de la costa,había sido plantada una hilera dehigueras como protección contra elviento.

— Me preguntaba cuándo dirías eso.Sí, ella fue a ver a Sagantha la nochemisma en que desembarcó. Laeas y yono la vimos porque ya estábamosdurmiendo y sólo supimos de su llegadaa la mañana siguiente. Charlaron duranteun rato, y luego Sagantha decidió que noera seguro para ella permanecer en elpalacio, pues eso atraería la atención deMidian. No creo que Midian supiese que

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vosotros estabais aquí hasta el regresode Sagantha: sus verdaderos objetivoseran Mauriz y Telesta. De cualquiermodo, no estoy yendo al grano. Saganthaprocuró que Ravenna se alojase aquellanoche en algún otro sitio y al díasiguiente planeaba trasladarla aun sitioseguro en las afueras de la ciudad. Ellase opuso a la idea, y me parece que sezafó de la guardia de palacio. El virreymandó entonces una patrulla en su busca,pero uno de sus guardias, pertenecienteal clan Kalessos, le contó la noticia aAlidrisi, que se las arregló para queRavenna cayese en su poder. —Entoncesella no tuvo mejor suerte que nosotros—

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comentó Palatina— Quizá su viaje fuesemás tranquilo. No sé cómo consiguiósalir de Ilthys, sólo que abandonó elconsulado y se metió en aquella mantasin que nadie lo notase.

— Eso no habla muy bien de laseguridad de Scartaris —replicó Persea,desdeñosa— Sus guardias llevan esaarmadura que los hace parecer peces,pero resultan casi igual de útiles queellos. En cuanto a Polinskarn, suconcepto de la discreción consisteprobablemente en arrojar a la cara delos intrusos unos cuantos de sus libros yluego inventar un motivo históricomediante el que justificarse.

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— ¿No intentó Sagantha queRavenna regresase a su lado?

— No. Dijo que Alidrisi podríaprotegerla en su nombre, ya que él notenía el número de soldados necesariopara ello. Suena como si no leimportase, pero no es el caso. Creo queSagantha sabe dónde está y que tienepensado en cierta manera cómorecobrarla.

— ¿Por qué no nos lo dijisteanoche? —pregunté. !

— Porque todavía no era elmomento y, si lo recuerdas, intentamoslograr que Ravenna se libre de todos losque quieren aprovecharse de ella.

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Sagantha es mejor que Alidrisi, peroRavenna no confia en ninguno de losdos. Espero que no suceda lo mismo connosotros; somos sus amigos.

— No tengas demasiadas esperanzas—repuso Palatina— Conseguir suconfianza puede llevarle mucho tiempo acualquiera.

— No estoy de acuerdo —afirmé depronto, furioso tanto conmigo mismocomo con Palatina— Ella no fue francacon nosotros porque no podía serlo.Habíais comenzado a planear el resurgirde una república para el primer instanteen que se os presentase la ocasión,echando por tierra todo lo que se

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suponía que habíamos planeado. Y yofui demasiado débil para negarme.Quizá ella pensó que, después de todo loque había sucedido en Lepidor, yo mehabría tenido que oponer. No lo sé, perotanto tú como yo la decepcionamos.¿Qué la obligaba a arriesgarse otra vez?

— Pero, aunque seamos tan poco defiar como tú dices, somos de lomejorcito que hay por aquí.

— Ojalá. Pero Ravenna podríapensar que hemos regresado sólo porqueel plan inicial fracasó y vuelve a sernosútil, y porque no puedo soportar estarlejos de ella.

— Bueno, es posible que ella tenga

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tantos deseos de verte como tú —afirmóPalatina. Luego se inclinó en su monturay comenzó a hablar con Bamalco.

Espoleé a mi caballo paracolocarme junto a Persea y observé pordelante cómo las colinas se dibujabancada vez más cercanas a través de lacortina de lluvia. Habíamos alimentadoa los caballos para que resistiesen, peroera preciso detenernos para descansar,pues no podíamos permitirnos ir ahora atoda velocidad y correr el riesgo de queluego estuviesen agotados. Si estaríandespués en condiciones de conducirnosde regreso, era una incógnita. Existíandemasiadas incertidumbres en esta

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misión, y parecía una estrategia bastantedesprovista de lógica, sobre todoconsiderando que no teníamos laseguridad de que Ravenna estuvieseoculta allí. En una o dos horas, Alidrisipartiría rumbo a Kalessos. Si no sedetenía e iba directamente hacia allí, sindesviarse en ningún momento hacia elinterior de las montañas, ¿qué pasaríaentonces? En ese caso nos habríamosequivocado y eso sería todo, a menosque le revelásemos a Sagantha lo queestábamos haciendo.

Todavía no me había respondido ami propia pregunta cuando el caminoempezó a elevarse y nos acercábamos al

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límite de la llanura. La ciudad era ahorauna extensión de edificios blancos en ladistancia, y nosotros salíamos de lasplantaciones de maíz y nosadentrábamos en terreno de olivos.Todas las laderas que nos rodeaban,estuviesen o no aterrazadas, mostrabanordenadas filas de nudosos árboles,interrumpidas aquí y allá por gruesaslíneas de cipreses para contener elviento. Todo parecía ahora soso ydesnudo. Las delgadas capas de tierrasobre la que crecían estaban contenidaspor los bancales. Cruzando la primeracolina había más olivos, un pequeñovalle repleto de ellos, en medio de los

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cuales corría un arroyo bastante crecido.Divisé un par de casas de piedracomunicadas con el camino principalpor estrechos senderos. Pero no habíaninguna persona a la vista, lo que eratotalmente coherente; ¿qué iba a haceralguien ahí en mitad del invierno? ¿O yano lo era? ¿Cuánto faltaba para queacabase el invierno? Parecía habersevuelto eterno, un estéril compás deespera, oculto y frío, en el palacio deSagantha. Antes habíamos sufrido lasincomodidades del viaje en barco, lassemanas en Ilthys, Ral´Tumar... por noolvidar que no nos habíamos marchadode Lepidor hasta quince días después de

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comenzado el invierno. Calculé eltiempo con cuidado, incluso los díassueltos aquí y allá. Hacía ya unos tresmeses desde que Palatina se habíaacercado, sentados en aquella colina ymirando el mar, a decirnos que elinvierno había empezado. Tres meses deun tiempo horrible, de frío penetrante yfuertes vientos.

Tenía que acabar pronto. Metranquilicé al constatar que no podíadurar mucho más, quizá unas dossemanas, cuatro con mala suerte. Habíasido un año bastante malo. Y quizá poreso el invierno se alargaba un poco más.De hecho, todavía no se había anunciado

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nada al respecto por parte del Dominioo del instituto.

Pero ya no sentía que el inviernofuese a durar para siempre. Unoscuantos días más de mal tiempo ycambiaría: las nubes se disiparían ysubirían las temperaturas. Y podíaimaginarme Qalathar en mejor momento,libre del azote del clima, de esasucesión de inviernos y veranos quevivía el planeta y que nadie comprendía.

De acuerdo con el relato de laHistoria, todo había sido mucho mássimple y menos abrupto antes de laguerra (¿para qué mentiría Carausius alrespecto, si es que había faltado a la

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verdad en algo?). En aquellos tiemposhabía unos pocos meses un poco másfríos y cargados de lluvias, pero eso eratodo. El sol solía brillar inclusoentonces, y tanto en la tropical Thetiacomo en Qalathar, algunos días deinvierno no se podían distinguir de losde verano. ¿Por qué se habíatransformado ese suave frescor en losendemoniados meses de oscuridad? Esoera un misterio para todos, y diría queincluso para el Dominio o el instituto.Quizá ése fuera uno de los secretos quepodía revelar el Aeón.

Estaba pensando aún en la llegadadel verano cuando los valles de olivos

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quedaron atrás y ascendimos al siguientenivel: bosques y pastos. Las colinas seelevaban ahora a ambos lados y elempedrado del camino empezaba amostrar desperfectos, agujeros aquí yallá y bordes irregulares en algunostramos. Ya habíamos pasado lospoblados de la llanura y el tráfico degente era mucho menor. Habíamos vistodos jinetes y aparecía un carruaje en lasiguiente curva, pero nada más. Para serla carretera principal de Qalathar noresultaba demasiado impactante y mepregunté si eso se debería al Dominio oal invierno. Lo sabríamos en unos días,cuando el invierno acabase.

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Charlé durante un rato con Persea,hasta que el camino viró de repenterodeando un gran promontorio rocoso, yla lluvia comenzó a caer con fuerzacontra nuestras caras. Las colinas de laderecha se volvían cada vez más altas yrocosas, pero la ruta todavía no sebifurcaba.

— ¿Es mi imaginación o hace másviento? —me gritó cuando dimos lavuelta y pudimos volver a levantar lacabeza.— No es tu imaginación —contesté mirando al cielo, donde secongregaban oscuras y amenazadorasnubes grises. Una nueva tormenta, ysegún mis cálculos, aún no era

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mediodía. No llevábamos ningún relojde éter para saber la hora.

— También llueve más fuerte. Estípico. Será una noche horrible.

— Espero que sea peor para ellosque para nosotros. Un kilómetro másadelante nos detuvimos para quedescansasen los caballos en medio delas ruinas de lo que debió de haber sidoun pequeño hostal de paso, abandonadohacía muchos años. Según contó laamiga de Persea, existían muchasposadas semejantes, construidas porOrethura como postas de viaje, testigosdel mismo destino que tantas otras cosasdurante la cruzada. Éste en particular no

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ofrecía señales de haber sidoincendiado, y no me pareció probableque los ejércitos de los cruzadosllegasen tan lejos. La población delArchipiélago se había rendido antes deque cualquier enemigo pusiese siquieraun pie en la propia Qalathar. Ladestrucción de las islas Ilahi y el saqueode Poseidonis les habían enseñado unalección y habían provisto al ejército deun suculento botín.

Bamalco repartió las provisionesque, afortunadamente estaban secas,porque habían sido guardadas en unabolsa recubierta de aceite. Disfrutamosde una especie de almuerzo mientras los

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caballos descansaban y comían. Yapodrían volver a hacerlo más tarde,mientras yo intentase entrar en la villa,fortificación o lo que fuera. ¡Por favor,Thetis, que Ravenna esté allí! Meimportaba poco que ella quisiese o noacompañarnos, ya que eso podíanegociarse. Pero tenía que estar allí.Después de todas esas semanas deespera y de no hacer nada, sorteando lasombra de la Inquisición... Luegomontamos y volvimos a ponernos enmarcha, atravesando valles cubiertos debosques, uno tras otro, hacia laizquierda, hacia el sur... A lo lejospodían verse montañas cada vez más

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altas, pero colinas aún. Cruzamos acontinuación un río casi torrencial sobreun puente de piedra muy desgastado y,cuando alzamos las cabezas, divisamospor fin la sierra. Enormes siluetasoscuras contra un cielo gris, irguiéndoseborrosas ante nosotros. Las cumbresestaban ocultas y apenas podíaapreciarse una masa grisácea detrás.Quizá en un claro día estival hubiesepodido ver con claridad el hueco que seabría justo delante de nosotros,extendiéndose a lo largo de la ensenadahasta el extremo de Tehama. Pero ahoraera imposible.

Con las montañas a la vista,

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aceleramos el paso durante un rato ycabalgamos bordeando el límite de unalto prado en el que pastaban variascabras. Era el primer signo de vida quehabíamos visto fuera de la carretera,salvo por el chillido de las aves queparecían sobrevolar los más recónditosrincones. No pude distinguir a ningúnpastor, pero supuse que estaría en algúnsitio. Del otro lado del camino, porencima del arroyo, había una irregularpila de piedras que pudo haber sido unavivienda.

Nos cruzamos con otra pequeñacomitiva que viajaba en sentidocontrario, la primera en un buen lapso

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de tiempo. Era evidente que cabalgabana toda prisa para cruzar las montañasantes de que la tormenta estallase contoda su fuerza. Y, entonces, en lo que aprimera vista parecía un barrancoirregular como cualquier otro, vimos lalínea gris de un camino que conducíahacia un lado, subiendo una pequeñacolina. Lo seguí con la mirada y diviséuna curva muy cerrada a unos doscientosmetros de distancia, y luego otro trozodel sendero recorriendo la colinasiguiente. Incluso desde tan lejosparecía irregular y en mal estado, perono había dudas de adonde llevaba.Habíamos llegado a la primera

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bifurcación. Aminoramos la marcha yrecorrimos la zona con sumo cuidado.Sentí que los músculos de las piernascomenzaban a dolerme, pero no tantocomo había temido. De cualquier modo,quedaban aún varios kilómetros decabalgata, y eso no haría más queempeorar. Palatina había cogido unosungüentos de palacio, que en su opiniónresultaban excelentes tras una marcha acaballo demasiado larga. Deseé quetuviese razón.

Persea echó una mirada alrededortras detenernos después de labifurcación, para comprobar que nadienos siguiese. Nos rodeaban matas de

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arbustos y el bosque se encontraba unospocos metros a la izquierda del camino.¿Dónde estaba el explorador? Aunquehabía salido con dos caballos alamanecer, tenía que investigar muchossitios y, en consecuencia cabalgar muchomás que nosotros, así que era posibleque todavía no hubiese llegado.

Pero entonces oímos un grito y salióun hombre entre las rocas que había másabajo del camino.

— ¡Aquí estamos! —lo llamóPalatina— ¿Ha salido todo bien? —lepreguntó cuando se acercó.

Él asintió con cansancio. —Saliddel camino para que no os vea nadie.

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Hay una cueva aquí abajo.Se trataba de otra de las mejoras de

Orethura: una cueva ampliada yprofundizada, convertida en refugio,donde varias personas podíanguarecerse del mal tiempo. En unespacio lateral había sitio para loscaballos. Fue un descanso inesperadopara todos.

— ¿Cuántos caminos hay? —preguntó Palatina nada más sentarnos enlos anchos salientes de piedra de lacueva. Había incluso donde encenderuna fogata, aunque el respiradero estabaobstruido y no teníamos leña.

— Cinco bifurcaciones —informó—

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La que acabáis de ver y dos másbastante cercanas entre sí a unos seiskilómetros de distancia. Otra a catorcekilómetros y una última a unos diecisietekilómetros. Si Alidrisi viaja con cochede caballos, como afirma Persea, ha deocultarlo en algún sitio mientras sube, oéste sigue camino sin él.

— ¿Cómo explicaría que el carruajellegase sin él a Kalessos? —Eso pensé— asintió el explorador, con el rizadocabello cayéndole sobre los ojos. Loechó a un lado con un gesto de extrañezay siguió hablando— Por eso busquésitios donde pudiese esconderlo. No hayninguno a menos de tres kilómetros de la

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bifurcación más lejana, ni a un lado ni aotro. Y el camino que sigue esdemasiado empinado. Tanto el cruce quehay a catorce kilómetros como los dosque están a unos seis tienen esconditesbastante cerca. Y he encontrado rastrosevidentes de que alguien ha detenido uncoche de caballos hace muy poco en elmás cercano de todos, quizá durante lasemana pasada. Todos los caminossuben hacia las montañas. No meadentré demasiado porque no me diotiempo. ¡Ah!, la bifurcación en la queestamos no tiene donde ocultar ningúncarruaje. Y lo que es más interesante, vihuellas de cascos recientes a unos pocos

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metros del primero de los dos desvíossituados a seis kilómetros.

— Echemos una mirada al mapa —sugirió Palatina, y Persea le tendió unmapa de hule de la zona, que habíamoscogido de la sala de cartografía delpalacio. Lo desenrollamos en un espacioseco del suelo de la caverna.— Estamosaquí —informó el explorador, señalandoun punto en el que no había marcadaninguna desviación— Las dos siguientesy la última están indicadas en el mapaaquí y aquí. La que está a catorcekilómetros no figura, pero se encuentraaquí, junto a este pequeño lago.

— Éste es el valle Sidino...

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Matrodo... y la que está a catorcekilómetros ni siquiera tiene nombre. Laúltima es Prothtos.

— No podemos cubrir todas lasdesviaciones —dijo Bamalco— Parecíafactible cuando estábamos en Tandaris,pero no ahora. Si enviamos a alguien avigilar la más lejana y Alidrisi coge unade las cercanas, otra persona deberá ir aalertar a quien se encuentra en elextremo y luego ambas tendrán queregresar. De modo que sólo dospersonas deberían hacer treinta y cincokilómetros de cabalgata. Eso es casi ladistancia que hemos recorrido hastaaquí. Otro debería cubrir veintiocho

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kilómetros más hasta la bifurcaciónsituada a catorce kilómetros, lo que escasi tan difícil como lo anterior. Digo, amenos que haya una buena razón paradescartar esas dos bifurcaciones.

— Yo he hecho esos trayectos ypuedo afirmar que no es ninguna broma—afirmó el explorador.

— Supongo que tienes razón —dijoPalatina analizando el mapa con detalle.

— No, tiene razón —añadiórotundamente la amiga de Persea. Eramás alta y musculosa que la mayoría delos qalatharis. Se me ocurrió que podíaser del sur del Archipiélago, comoLaeas— A menos que dejemos gente

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apostada y quedar en que emprenda elregreso a determinada hora.

— Eso tampoco es práctico —objetó Bamalco.

— Su escondite podría estar en elvalle Prothtos —intervino Tekraea depronto— Mi clan tiene terrenosescarpados allí arriba, que limitan conlos de Kalessos. Aunque son tierras muyexpuestas y no nos agradan demasiado.No sé si Alidrisi correría tantos riesgos.

— Gracias —comentó Palatina— Lasiguiente bifurcación me parece másatractiva. No figura en el mapa, nisiquiera parece haber espacio para uncamino y resulta muy difícil de acceder.

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— Pero está bastante limitado —interrumpió el explorador— Ese caminoes muy empinado y rocoso. Ya quedebemos eliminar algunos, podríamoshacerlo con éste porque es casiimposible subir a caballo.

— Bien, bien —dijo Palatina,pensativa. No le gustaba nada tener quedejar de vigilar algunos senderos, peroyo me mostré de acuerdo con los demás.Aquella bifurcación estaba demasiadolejos. Si Alidrisi no cogía ninguno delos tres primeros caminos, podíamossuponer que se había dirigido alsiguiente. Y si él y Ravenna no estabanallí, entonces nos habríamos equivocado

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o, como último recurso, Tekraea podríapedir ayuda a la gente de su clan. Con unpoco más de tiempo, habríamos hecholas cosas mejor, pero la última nochehabíamos pensado que no podíamosposponerlo. Dos días más tarde, era elDía de Ranthas, e ir cabalgando por ahíhabría resultado sospechoso. Debíamosactuar en aquel momento o arriesgarnosa otros tres días de espera.

Finalmente decidimos que cuatro denosotros vigilarían la doble bifurcación;el explorador había dicho que desdecualquiera de tos dos senderos se podíaver el otro. Palatina, Tekraea, Bamalco yyo nos dirigiríamos allí, mientras que

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Persea, su amiga y el exploradorpermanecerían en el primer caminodonde estábamos.

— Por desgracia no en esta frescacueva —lamentó Palatina— Si sedetienen aquí, la mirarán sin duda, demodo que en ambos sitios tendremos queencontrar puntos estratégicos dondepodamos ver sin ser vistos y desdedonde podamos enviar un mensajero acaballo sin que lo note la gente delcarruaje.

— Quizá entonces lo mejor sea elbosque.

— No si oscurece —repuso elexplorador— No conviene tener a

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alguien vagando entre los árboles,intentando encontrar la manera deregresar al camino. Podría perderse.

— Si eso sucede todos nospreocuparemos —añadió Palatina—Persea, en caso de que no se detengan enla primera bifurcación, tú y los demásesperaréis. Luego montaréis y osocultaréis. Otra alternativa es queenviéis a alguien cabalgando a travésdel bosque hasta la siguiente curva delcamino.— Lo podría hacer yo —seofreció el explorador— Pero en otrocaballo. El mío necesita un largodescanso.

— ¿Y tú no estás exhausto? —le

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preguntó Palatina.— No tanto —dijo sonriendo— No

se me presenta con frecuencia laoportunidad de participar en algo tanimportante.

— ¿A cuánta distancia de aquí estaráahora Alidrisi? —preguntó Palatinamirando todavía el mapa— No tengomucha idea de carruajes recorriendolargos trayectos.

— Si salió cuando estaba previsto,una media hora después que nosotros...entonces ha de estar a una hora o unahora y media de aquí. —Pero él no sehabrá detenido a descansar, de modoque será mejor que nos pongamos en

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movimiento. Las horas que tenemos pordelante serán incómodas para todos, y eltiempo empeorará. Tened cuidado de noser arrastrados por los torrentes quebajan de las montañas. ¿Alguien sabequé extensión tienen los valles en estazona?

Palatina señalaba el cruce doblesituado a seis kilómetros de distancia,donde los caminos de dos de los valleslaterales convergían en un mismo puntodel mapa.

— Matrodo mide unos dieciséiskilómetros de largo y va a dar al mar —informó Tekraea— O eso creo. Porencima de los acantilados. El otro

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parece más extenso en el mapa pero nosé con seguridad si lo es realmente.

— También ése termina en el mar —dijo la amiga de Persea.

— ¿Estamos seguros de que esimposible navegar por la ensenada? —pregunté— Si todos piensan que lo es,¿no sería la mejor de todas las defensastener una raya atracada al lado delacantilado y lista para huir?

— No has visto nunca la costa de laPerdición —objetó Tekraea— Tamanestenía razón. Eso exigiría contar con unpiloto muy experto, en verano, y con ungran barco.

— A pesar de todo, deberíamos

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tenerlo en consideración —opinóPalatina, y volviendo a enrollar el mapapreguntó— : ¿os importa que me loguarde?

— No, quédatelo. Ahora debemosmarcharnos. Os quedan seis kilómetrosmás cabalgando bajo la lluvia.

— No me lo recuerdes.A la cueva llegaba el repiqueteo de

la lluvia al golpear contra las piedras, ypor muy gris y oscuro que estuviese allídentro nos resistíamos a salir. Sólocuando Palatina cogió el impermeable yse subió la capucha para ponerse alfrente de su grupo oí que varios caballosse aproximaban. Estaban muy cerca.

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Percibí el horror en los rostros ycogí a Palatina del brazo y la empujéhacia atrás ocultándonos en la roca.

— ¡Preparad de inmediato las varasde combate! —susurró ella mientras elsonido de los cascos aminoraba hastacesar. Alguien desmontó apenas a unosmetros de distancia y me pareció oír unavoz, aunque a causa del ruido de lalluvia y el viento no pude entender loque decía.

— Demasiado tarde —dijo Palatina.Salimos al exterior y nos encontramoscon cinco figuras encapuchadas y concapas impermeables, aún sobre susmonturas. Otra, de cuya espalda colgaba

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un arco con flechas, estaba de pie juntoa un magnífico corcel de crinesplateadas.

— ¡Oh, no! —exclamó Persea.— Te estás volviendo descuidada,

Palatina —comentó Mauriztranquilamente.

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CAPITULO XXIX

Qué estás haciendo aquí? —preguntóPalatina mientras Tekraea y los demássalían de la cueva detrás de nosotros.Quien estaba más cerca debía de serTelesta, de complexión más menudapero montada también en un espléndidocaballo. Los demás quizá fuesenguardias. Llevaban un arco a la espalday carcaj con flechas en la montura.

— Fuiste descuidada —dijo Mauriztendiendo las riendas de su caballo alguardia más cercano— Os seguían.

— ¿Nos seguían? —preguntó Persea— ¿Quién?

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— Sacri, quizá un grupo numeroso.Matamos a dos, pero eso no quiere decirque fuesen solos. Midian sabe quehabéis dejado la ciudad. Por todos losElementos, ¿qué es lo que estáishaciendo?

— Intentando enmendar tus errores—replicó Persea antes de que Palatinapudiese decir nada— Esto no tiene nadaque ver contigo.

— Me temo que sí —repuso Maurizdirigiéndose a nosotros. Noté el brillodel metal bajo su capa. Una armadurathetiana a medida, según Palatina casi laúnica armadura del mundo que podíaresultar cómoda, pero de muy difícil

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confección y ostensiblemente costosapara cualquier extranjero.

— Palatina es mi amiga. No deseover cómo ella ni Cathan caen en manosdel Dominio. E imagino que tampocovosotros. ¿Qué estáis haciendo aquí?

— Persea tiene razón. Intentamosenmendar vuestros errores —declaróPalatina con cierto enojo, aunque pudeadvertir que no estaba tan furiosa comolo habría estado si hubieran sido otraspersonas las que hubieran aparecido deforma tan inconveniente. ¿Acaso suamistad con Mauriz iba a interponerseotra vez? Se suponía que debíamos serneutrales, partidarios sólo de la faraona

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y de nadie más. ¿Qué sentido tendríatodo si gente de las más diversasfacciones acababa involucrándose? Enespecial Mauriz y Telesta, cuyo planhabía motivado principalmente la huidade Ravenna.

— Nosotros estamos haciendoexactamente lo mismo —intervinoTelesta— , Es probable que el Dominioos haya estado siguiendo hasta aquí, y ossuperan considerablemente en número.

— Existe algo llamado discreción—dijo Palatina, irritada— No creo quematar a los que nos persiguen sea elmodo de mantener en secreto lo quehacemos. ¿Qué le dirán los inquisidores

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a Midian? ¿Quizá: «No se preocupe, sugracia, perdemos sacri todo el tiempo enestas montañas, no se moleste enaveriguar por qué los que envió no hanregresado»? ¿Nos habéis estadoespiando en la ciudad?

— Sólo os hemos seguido desde queos habéis marchado del palacio —contestó Mauriz— Lamento muchonuestra indiscreción pero estoy segurode que no confiáis en el Dominio másque nosotros.

En su elegante rostro semiocultobajo la capucha no había la menor señalde disculpa.

— Pero has confiado en Tekla —

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afirmé mordazmente— ¿Un mago mentalque sabes que trabaja para elemperador, y al que crees cuando diceque está de tu parte? Me parece muybuena idea. —Nos ayudó a huir de Ral´Tumar.— Y ayudó al emperadorcontándole todos vuestros planes. Novengáis a decirnos ahora que corremospeligro cuando probablemente existe unaorden de arresto contra vosotros enSelerian Alastre.

— Eso lo veremos —bramó Maurizsin más y luego se volvió hacia Palatinaseñalando las montañas y el paisaje quenos rodeaba— ¿Qué estáis haciendovosotros en este lugar apartado y

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salvaje? Sé que tiene algo que ver conAlidrisi, pero ¿de qué se trata? —Notiene nada que ver contigo— afirmóTekraea, y noté cómo muchas cabezasasentían respaldándolo.

— Parece que no comprendéis nada—comentó Mauriz con cierto fastidio enla voz— Hemos cabalgado todo estetrayecto para eliminar a cualquiera queos estuviese siguiendo y hemos matado ados sacri por ese motivo. Ahora estamosimplicados, os agrade o no. —El quidde la cuestión es que no hay nadie mássupuestamente involucrado— declaró enun susurro Palatina, haciéndose eco demis propios pensamientos— Lo único

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que habéis conseguido es incriminaros avosotros mismos, y nuestros planes noos ayudarán lo más mínimo.

— Pero si, como dice Cathan, elemperador está enterado de todo lo quesucede, tampoco es seguro permaneceren Tandaris sin hacer nada.

— Eso es una tontería —replicóPersea con voz inexpresiva colocándosejunto a Palatina y encarándose a losthetianos— Habéis venido aquí a causarproblemas y lo estáis logrando. Nadieos cree, y mucho menos los que sabemospor qué habéis venido y qué perjuiciohabéis ocasionado.

— Sea como sea —respondió

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Mauriz— , cualquier cosa que hayáisplaneado ya ha salido mal. No podéislibraros de nosotros, pero sí podemosayudaros.

— ¿Ayudarnos a qué? Soisimpopulares entre el Dominio, lafaraona, el virrey y el emperador. Os lashabéis arreglado para ofender a todoslos que poseen algún tipo de poder orelevancia en toda esta isla, así como amucha más gente, y no por eso habéislogrado ni siquiera uno de vuestrosobjetivos originales. Lo único quehabéis conseguido es llamar la atención.Lo único que habéis hecho es llamar laatención.

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— Sí, y en uno o dos días elDominio empezará a preguntarse qué leha sucedido a su gente. Handesaparecido de la faz de la tierra y, porahora, lo que sea que estéis planeandono se verá interrumpido. Hemos venidopara quedarnos. Somos seis y muchomejores arqueros que todos los queexisten en Qalathar. Además, por lo quehemos podido ver de vuestrospreparativos, estáis planeando algo muyimportante, y algo de lo que no deseáisque el Dominio se entere.

— Tal como habéis señalado,compartimos varios enemigos comunes— añadió Telesta.

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— No nos quedemos bajo la lluvia—dijo Palatina— Entrad los caballos sies que hay espacio.

Sorprendentemente, hubo sitio paratodos, aunque tuvimos que apiñarnospara caber sentados en los empapadosbordes de piedra. Los cuatro guardiastomaron asiento con serenidad en unrincón mientras los demás discutíamos.

— Escuchad —declaró Palatina— ,voy a consultar con ellos si están deacuerdo en que aceptemos vuestraayuda, así que, mantente quieto, Mauriz.

— Bien —aceptó él y se recostócontra la dura roca de la caverna,observando con una mirada fría y

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carente de emoción. Palatina lo ignoró yse dirigió a nosotros.

— Habéis oído lo que han dichoesos dos. Para quienes no los conocen,uno de ellos es Mauriz Scartaris y laotra Telesta Polinskarn. Sonrepublicanos thetianos, cuyo objetivodeclarado es derrocar al emperador porcualquier medio. Mauriz es un viejoconocido mío. No están colaborandocon el Dominio, eso os lo puedoasegurar. Cathan es demasiado valiosopara ellos y no se arriesgarían afastidiarnos ni a él ni a mí más de lo queya lo han hecho.

En el rostro de Mauriz se dibujó un

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fugaz gesto de sorpresa al escuchar eso,pero no dijo nada.

— Por desgracia —prosiguióPalatina— , no son muy popularestampoco entre la gente que a nosotrosnos importa. De hecho, son parte delmotivo por el que estamos aquí y nocómodamente instalados en Tandaris. —Palatina había sido todo lo discreta quehabía podido, evitando revelar elnombre de Ravenna.— Lo que ellaquiere decir —la interrumpió Persea—es que esa única persona en particularno confía en ellos y los aborrece conintensidad.

— Es cierto —admitió Palatina— ,

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pero ellos están aquí y, tal como hanafirmado, no podemos hacer nada pararemediarlo. E incluso si exagerasen unpoco, siguen siendo thetianos y dominanel arco como demonios.

— No funcionará, Palatina —disentí— ¿Qué sucederá si llegamos con ellos?Recuerda por qué hemos venido.

— No deberíamos decirle nada aesos thetianos —sostuvo Tekraeamirando con furia a Mauriz— Comohabéis dicho, representan justo lo quenosotros rechazamos. Quizá ahora seansólo ellos, pero con el tiempo nossuperarán en número y lograrán lo quequieren.

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— ¿Tiene esto algo que ver conaquella amiga de la faraona? —aventuróMauriz— No tenemos ningún interés enla política interna de Qalathar.

— Excepto cuando intervenís paraconseguir vuestros fines —replicóPersea— Como ya habéis hecho antes,haciendo que Ravenna se fuera.— Nome digáis que ya habéis renunciado alplan que os trajo aquí —le lanzóPalatina a Mauriz.

— No, no lo hemos hecho, perodebo reconocer que el respaldo a lafaraona es mucho mayor de lo quecreíamos. Palatina, estabas colaborandocon nosotros, no finjas que no. Y tú

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también, Cathan. Noté cómo Bamalco yun par de los otros comenzaban amirarnos con suspicacia.

— ¡Basta! —interrumpió entoncesPersea— Si habéis venido para ayudar,hacedlo. Lo único que conseguís porahora es generar más conflictos. Cathany Palatina están con nosotros —les dijoa los otros— Pudieron haber seguido aMauriz y a Telesta pero no lo hicieron.Cathan jamás haría nada que perjudicasea Ravenna, así que no les hagáis caso.Mauriz, Telesta, si juráis mantener elsecreto y colaborar con nosotros,podríamos ayudaros en el futuro.

— Muy bien —aceptó Mauriz—

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¿Estáis todos de acuerdo? Hubo algunaresistencia, pero Persea había sido lacrítica más acérrima de los thetianos y,cuando ella cedió, la discusión parecióllegar más o menos a su fin. Mauriz,Telesta y sus guardias, que sin dudaencontraban esa cuestión demasiadomelodramática, juraron ayudarnos entodo lo que pudieran por el honor de suclan. Quizá los juramentos fuesen encierta manera infantiles. Con todo, yaunque el Dominio clamaba ser capaz deabsolver a cualquiera que rompiese unjuramento, una promesa semejanteparecía tener mayor peso que un simpleapretón de manos.

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— Mauriz, no tenemos muchotiempo —explicó Palatina después dejurar todos— Esperamos a Alidrisiporque pensamos que él retiene aRavenna en algún lugar siguiendo una delas bifurcaciones del camino.Pretendemos vigilar la primera y las dosdesviaciones siguientes para ver cuálcoge y, cuando lo haga, ascender por allíe intentar llegar hasta Ravenna. ¿Estáclaro?

— Pasamos a Alidrisi en el caminohace unas dos horas —indicó Telesta—Eso no nos deja mucho tiempo.

— Gracias a vosotros— murmuróTekraea.

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Ya que habían cabalgado másduramente y de prisa que nosotros, notenía ningún sentido enviarlos a vigilarcualquiera de las bifurcaciones máslejanas. Mauriz y dos de sus guardiasnos acompañarían a nosotros hacia lasque estaban a seis kilómetros, mientrasque Telesta y los otros permanecerían enla cueva junto a Persea y el explorador.Esta vez nadie vaciló. Sacamos loscaballos a toda prisa y montamos. Lalluvia era ahora más fuerte o así me lopareció tras estar un rato fuera. Y nosquedaban por cabalgar otros seis o quizáocho kilómetros, cada vez en peorescondiciones.

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— Nosotros estaremos en esebosque —dijo el explorador señalandolos oscuros árboles del otro lado delcamino— Vosotros meteos bajo losárboles siempre que podáis, quizáincluso encontréis algún sitio seco; hayejemplares inmensos.

— ¡Gracias y buena suerte! —respondió Palatina mientras llevábamoslos caballos hacia el camino einiciábamos la marcha. Llegué adistinguir el sonido de las últimaspalabras pronunciadas por Persea.Luego nos alejamos y el ruido de lalluvia y de los cascos nos impidieron oírnada más.

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Los seis kilómetros de trayecto porun sendero resbaladizo y desoladorodeado de colinas, bosque y montañas,bajo un cielo que parecía cada vez másnegro y ominoso, se hicieron casieternos. Yo ya había olvidado lasensación de estar en el exterior bajouna tormenta, y la que se avecinaba dabatodas las señales de ser muy dura. Elterreno podía ser traicionero al ascenderlas montañas, y la idea de escalar muroso cualquier otra cosa se me hacíadesalentadora. Una incómoda realidadhabía alterado los planes de la tardeprevia, y el destino había querido queahora los dos problemáticos thetianos

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nos acompañaran.¿Cómo podría convencer siquiera

por un momento a Ravenna de queconfiase en mí si Mauriz y Telesta ibancon nosotros? Ella se había marchadodebido a sus planes, y ahora estarían allícuando la rescatásemos, si es querescatar era la palabra adecuada.Alidrisi podría haber urdido un montónde mentiras sobre mí, aduciendo que yoaún estaba aliado con los thetianos. ¿Ypor qué no habría de estarlo?, ¿no mehabía mostrado demasiado débil paratomar una posición en Ral´Tumar?Mauriz y Telesta habían ganado más omenos por omisión. Desde entonces,

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todo lo que sabía Ravenna le llegaba delabios de Alidrisi. Intenté distraermepensando en el Aeón, oculto de tal modoque sólo una persona en el mundo seríacapaz de encontrarlo. O quizá escondidode una forma que, incluso si alguiensabía dónde se encontraba, no pudiesellegar a él. En ese caso, sin embargo,¿cómo había conseguido salir latripulación? Incluso, aunque fuesen unospocos marineros, tuvieron que salir deél, y si el buque fue escondido conmagia o en un sitio al que sólo unjerarca podía acceder, debía de existirpor necesidad una salida. Y si unatripulación mínima había podido

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abandonar el buque, entonces quizá yopudiese entrar. Dos mentes tenían queser mejores que una para pensar en el

Aeón. Y sin la ayuda de Ravenna notenía ningún sentido intentarlo. Podríaver las tormentas y predecir dónde ycuándo estallarían, pero de ningún modopodría controlarlas por mi propiacuenta.

Ya propósito, ¿cómo llegaría alAeón cuando diese con él? Siempresuponiendo que estuviese escondido enalgún oscuro rincón del océano.Necesitaría una manta para alcanzarlo, yuna tripulación... Por otra parte,semejante travesía debía ser mantenida

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en secreto. Sería imprescindible dar conpersonas que supiesen cómo controlarun monstruo semejante, pero que a la vezresultasen dignas de confianza. Y quepudiesen ocultarlo de las curiosasmiradas del emperador y del Dominio.

No había oído nada más acerca de labúsqueda del Aeón por parte delemperador, pero lo cierto es quetampoco esperaba que eso ocurriese.Sería una misión secreta, en la que sólolos altos mandos de la Marina o quizásólo los agentes del emperador sabríanqué buscaban. Orosius no quería quenadie más se apoderase de la nave, y loscambresianos o los tanethanos estarían

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dispuestos a hipotecar todas susciudades con tal de tener el Aeón.

Aun así, no estaba más cerca deencontrarlo que dos semanas atrás, y nisiquiera tenía la menor idea de dóndebuscarlo. Sólo la esperanza de queRavenna hubiese analizado el asuntodesde una óptica diferente, descubriendocosas que a mí se me hubieran pasadopor alto. Su mente no funcionaba comola mía: ella me superaba en elpensamiento abstracto.

Tardamos cerca de una hora enllegar a los siguientes desvíos. Ambosnacían en la parte externa de una anchacurva donde el terreno se alzaba con

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suavidad hacia la ladera de la montaña.Un gran peñasco se elevaba enfrente denosotros, descorazonador y autoritario.Más allá de éste se sucedían más y másmontañas, cuyos picos se perdían en laniebla gris. Había allí dos valles, uno deellos orientado más o menos hacia eloeste, según me pareció en dirección ala ensenada. Debía de ser Matrodo. Elotro formaba un ángulo con el primero ylo separaba del camino una muralla deacantilados y riscos de casi un kilómetrode extensión.

Miré hacia el otro lado, en direcciónal bosque, y distinguí lo que había dichoel explorador: un grupo de cedros

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centenarios sobresaliendo altivos entrela maleza. El arroyo ancho y superficialque había corrido a nuestro lado durantelos últimos tres kilómetros separaba losárboles del camino. Sus aguas eranrápidas, pero esperábamos que nofuesen demasiado fuertes para loscaballos. —Tenemos unos pocosminutos hasta que llegue Alidrisi—anunció Palatina deteniéndose ydesmontando junto al inicio del segundocamino— Es aquí donde el exploradorencontró huellas de cascos, de modo queconviene echar una ojeada. —¿Dóndeestá ese sitio donde se puede esconderun carruaje?— preguntó Tekraea.

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— Es posible conducir un carruajepor esta pendiente —aseguró Maurizestudiando los alrededores. Descendióde su montura y le dio las riendas a unode los guardias— Bien, venid conmigo.Subimos por la bifurcación, pisando concuidado las piedras dispersas para nodejar rastro. La marcas estabanexactamente donde las había descrito elexplorador, aunque no había ninguna enel camino.

— Allí se podría ocultar un cochede caballos —dijo Mauriz nada másllegar a la cima de la colina. El senderomostraba un declive un poco más abajo,y en un lado, oculto en parte, había un

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espacio abierto cubierto de piedrassueltas. Aquí y allá, junto al borde delcamino, había huellas de cascos eincluso las de algo que podría habersido la rueda de un carruaje.

— Deben de haber regresado paraborrar las huellas —opinó Palatina—Ocultan el carruaje aquí y luego...ascienden por el camino.

No era más que una sendapolvorienta que subía abruptamentedurante un trecho, dibujando un ampliozigzag ascendente en una de las laderasde la colina. El valle a nuestras espaldasno parecía nada fuera de lo común, y suslímites se perdían entre la lluvia y las

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nubes. Quizá teníamos algo queagradecer: incluso si alguien pudieradistinguirnos desde la ruta principal encondiciones normales, el tiempo quehacía era demasiado malo parapermitirlo. —No veo que nadie seaproxime— informó Tekraea— Y nosespera otra cabalgata en caso de quecojan este desvío.

— Será mejor que nos ocultemos enel bosque. Alidrisi podría estar cercamuy pronto.

Volvimos junto a los guardias yguiamos a nuestros reticentes caballosen dirección al río. Mauriz me adelantóen su semental, salpicándome las

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piernas mientras cruzaba el agua confacilidad. El resto de nosotros tuvo másdificultades. Mi caballo estabaincómodo pero mantuvo el paso yalcanzamos la enlodada orilla del otrolado sin mojarnos demasiado. Allíestaba muy oscuro y parecía chorrearagua desde todas las ramas, dirigidaspor alguna fuerza invisible y malévolaallí donde no cubría mi capaimpermeable. —Aquí— llamó Mauriz,aunque apenas podía verlo.

Unos veinte metros adentrándonos enel bosque había una especie de refugioentre dos árboles altos y tupidos y ungrupo de otros más pequeños que

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formaban una especie de techo. Tambiénallí estaba mojado, pero no tanto comopodría haberlo estado. Percibí el suavearoma de los cedros humedecidos. —Amarrad los caballos a este árbol—dijo Mauriz sacando de en medio unarama caída— No les agradará, perotampoco a nosotros luego.

Yo ya había desmontado y conduje elcaballo hasta la rama baja que Maurizhabía indicado. Las botas se hundían enel lodo y la capa se me enganchó en unapuntiaguda rama. —Soy masoquista—dijo Bamalco mientras permanecíamosen la parte más seca que pudimosencontrar y esperábamos con la mirada

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fija en el camino— ¿Alguien quierecomida? Ojalá tuviese aquí algo quepudiese mantener caliente el café, mesentiría mejor si tomara un poco. —¿Coñac thetiano especiado?— ofrecióMauriz— Es medicinal. Recordé queeso era lo que habíamos bebido en lahabitación de Palatina la noche en que elgenerador de éter del palacio dejó defuncionar. Me alegró volver a beber untrago; me calentó la garganta y el pecho.Debía esperar unas pocas horas antes debeber más: con las especias disimulandoel sabor del alcohol no podía determinarlo fuerte que era el coñac.

— Medicinal —le dijo Palatina a

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Mauriz cuando la botella ya habíapasado de mano en mano— Ya teníasese coñac en Selerian Alastre. ¿Cómopodía ser medicinal allí?

— Lo es para mí —respondióMauriz— Me mantiene despiertomientras el presidente pronuncia susmonótonos discursos. ¡Por Thetis, cadavez es más aburrido! En ocasionesdesearía que hubiésemos elegido a unode los personajes excéntricos. Creo quesi el presidente interpretase marchasfúnebres en las reuniones, sería muchomás ameno y vital.

— ¿Aún recita poesía FlavioMandrugor en la sala de la Asamblea?

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— Me temo que sí, aunque se le havisto un poco afligido desde la muertede su compañero de entrenamiento, elpresidente Nalassel. Yo casi no meacerco por allí, salvo cuando debatenalgo relacionado con mi región. He dehablar con el presidente durante largotiempo, lo que no es una buena idea. Yno sucede nada realmente: todas esasmociones vienen y pasan al olvido —afirmó y añadió en un susurro— Tupadre debe revolverse en su tumba cadavez que se reúne la Asamblea. Creo quehasta a ti te sorprendería lo decadentesque son. —Lo dudo— repuso Palatinacon tristeza— Creo que cuando yo

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estaba allí ya había alcanzado el nivelen el que todo deja de tener importancia,en el que todo empeora más y más sinremedio, pues nadie le presta atención.—Es posible. Quizá tenga su partepositiva estar aquí en el bosque, bajo lalluvia. Uno vuelve a sentirse vivo. Nome extrañaría que hubiese una reunióndel Consejo en este preciso momento, yque todos estuviesen diciéndole con elmayor recato al presidente que haceresto y aquello son grandes prioridades yque así continúen durante media hora.Luego todos guardarán sus papeles enlas carteras y regresarán a casa en buscade placeres terrenales. ¡Una nueva tarde

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de placeres para todos!— anunció comosi fuese el presentador de un espectáculocircense— El presidente del clanDecaris estará ahora en una de susfamosas orgías, ¡aunque las de losThamharoth y los Vermador no sequedan atrás! ¡Acaba de llegar uncargamento de tinto añejo tanethano ylas tabernas que rodean la bahíapretenden que se acabe en una solanoche! Algún militar incompetente de laflota norteña, a quien no le queda unsolo pelo en la cabeza, está montandouna lujosa y nueva producción de EPescliani con un reparto multitudinario,que será representada durante un mes en

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el teatro de la Ópera del Cielo Marino,o si prefieres un espectáculo religioso,los derviches Khemior están actuando enla Antesala del Océano.

De pronto había en su voz la mismapasión y tristeza que se apoderaban dePalatina en las raras ocasiones en quehablaba de su hogar, con una intensidadque rozaba el autoescarnio. No seodiaban a sí mismos, sino lo querepresentaban. Noté que ni Tekraea niBamalco intervenían con alguna frasemordaz.

— Se está mejor fuera de Thetia,debo admitirlo —continuó Mauriz trasuna larga pausa. Luego se volvió hacia

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mí— Debe de sonarte increíble el modoen que nos referimos a Thetia, peroespero que comprendas por quédeseamos tu ayuda. Cada vez que veo laAsamblea pienso: «¿por quémolestarme?». Pero entonces me

digo que todo cambio será paramejor, pues me resulta imposible pensarque la situación actual pueda alargarsemucho tiempo. Era extraño cómoPalatina había conservado su acentopese a los dos años pasados fuera deThetia, mientras que Mauriz, que habíavivido toda su vida allí, tenía muchomás pulido su acento del Archipiélago.

— Mauriz, creo que gran parte de

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vuestros problemas se deben a que nosabías con quién estabas hablando —comentó Palatina alzando la voz paraque superase el ruido de una repentinaráfaga de viento que zarandeaba losárboles en todas direcciones— Nopodíamos decírtelo, pero cada vez quete reunías con nosotros cavabas tupropia tumba y cada vez más profunda.Cathan estaba en desacuerdo con tusintenciones y a Ravenna... intentabasinvolucrarla en un plan que le hubiesequitado su propio trono. —Ella...— Porprimera vez Mauriz parecía atónito.Pese a todo el poder de su clan y todassus pretensiones, nada le había puesto

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sobre aviso para evitar el error quehabía cometido— ¿Ella es la faraona?

— Sí. Por eso estamos aquí, paraliberarla de Alidrisi. —Luego se volvióhacia los demás— : Más vale que losepa ahora. Se enteraría de cualquiermanera.

Bamalco asintió con expresióninescrutable. Tekraea parecíamalhumorado.

— E intentáis rescatarla. Ya veo porqué os oponíais al plan. Por Thetis, nisiquiera me habíais advertido.

— Porque de haberlo hecho habríasenviado a Ravenna a otro sitio —intervine— Habrías hecho exactamente

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lo que hizo Alidrisi: recluirla en algúnlugar remoto donde ella no te causaraproblemas. No creo que Ravenna sealegre de volver a verte.

— No, supongo que no —aceptóMauriz, cuyo rostro había recuperado lamáscara de imperturbabilidad que locaracterizaba— Repito, creo que hemossubestimado la fuerza de la resistencia.Pero aquí tenemos una oportunidad quenadie ha tenido antes y no piensodesperdiciarla.

— Yo soy tu oportunidad —exploté— Pero ni deseo ni pretendoconvertirme en jerarca. Cuentas con miapoyo si quieres derrocar al emperador,

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pero puedes hacerlo de otro modo. Tuintención era tratarme del mismo modoque todos hicieron con Ravenna. Ladiferencia reside en que su pueblo lanecesita. El tuyo no me necesita, y en sumayoría apenas recuerda lo que sesupone que debo ser.

— En eso te equivocas. Has oído loque dije unos minutos atrás. Nuestropaís merece todas las oportunidades quepodamos darle. Telesta estará deacuerdo contigo en que el Dominio tienemucha culpa y debe pagarla. ¿Pero nopodéis ver que una Thetia fuerte podríacambiar las cosas e incluso asegurar uncambio en el Archipiélago? —¿Por qué

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habríais de proteger al Archipiélago? Loúnico que deseas es utilizarme contraOrosius, y cuando ya lo hayas hecho yThetia sea una república, volveré a serprescindible. No tendrás necesidad demantener tus promesas de ayudar alArchipiélago. Quizá te justifiquesdiciendo que todavía te queda muchoque hacer en tu propia patria, pero seacual sea la excusa, jamás harás nada.—El Dominio no apoya a los republicanos—objetó Palatina— Odian el conceptode república porque se opone totalmentea su sistema. Una república thetianadebería luchar por su supervivenciatanto en casa como en el extranjero. Eso

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incluye al Archipiélago. —Me gustaríacreerte— afirmé— , pero dudo que lascosas sucedan de esa manera. No tenéisningún interés en echar al Dominio delArchipiélago, a menos que deseéisconquistar estas tierras. En unarepública, es probable que estéisdemasiado ocupados discutiendo.

— ¿Como hicimos anoche? Estamosaquí, ¿no? Y tú eres el que quierederrocar a Orosius. ¿Preferirías quehubiese otro emperador cuyo hijo onieto siguiese la misma senda o unarepública que lo impida?

— Recuerda lo que dijiste sobre losjueces —intervino Bamalco, muy serio

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— Se odian entre sí. Ha pasado un añoentero sin que hayan hecho nada porqueintentan deshacerse el uno del otro.

— Pero habéis tenido años buenospara equilibrar las cosas. Nosotrosllevamos siglos de mal en peor —aseguró Mauriz y luego pareciódesconcertado— ¿No oís unas ruedas?

Nos movimos unos cuantos metroshacia adelante, acercándonos tanto comopudimos al límite del bosque sin servistos, y esperamos allí. Por todos ladosme llegaba el sonido de la lluvia, y notécómo el agua se abría paso por mi capa.El río estaba crecido y turbulento, y másallá estaba el camino, aún vacío. Desde

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allí era posible ver las dosbifurcaciones, pero...

Y entonces lo oímos. El golpeteo delos cascos y el deslizarse del carruaje,que, a juzgar por el sonido, parecíanavanzar a poca Velocidad. Vi dos...cuatro jinetes. Luego los caballos quetiraban del coche y a éste, de colornegro y sin ningún rasgo distintivo salvouna insignia en la puerta que resultabailegible en la distancia. Las ruedasestaban llenas de barro.

— Ése es Alidrisi —susurróBamalco— No cabe duda. ¿Sedetendrían o seguirían adelante? Losobservé pasar de largo la primera

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bifurcación y sentí que el corazón megolpeaba contra las costillas mientras seaproximaban a la segunda. Entoncesaminoraron la marcha y giraron. Cerrélos ojos y dejé escapar un mudo suspirode alivio. Luego observé cómo elcochero conducía el carruaje conlentitud por la suave pendiente ydespués daba la vuelta a una curva. Mepregunté cómo conseguiría bajar luegopor ella con seguridad. Entonces, carroy jinetes se perdieron de vista, aunquetodavía pude oír durante un rato loscasos y las ruedas. Luego el ruido cesó ytodo volvió a estar en calma, salvo porel repiqueteo de la lluvia.

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— Es probable que deje a su gentejunto al carruaje para vigilarlo —aventuró Tekraea— mientras él cabalgasolo. Ahora no nos queda otra quepermanecer aquí durante horas.

— Eso haremos —confirmóBamalco— Sabemos adonde se dirigeny tenemos que esperar a que recorraentre ocho y quince kilómetros hacia loalto del valle, hable con Ravenna yluego descienda nuevamente.

— Este valle es Matrodo, el másextenso, así que recorrerá unos dieciséiskilómetros.

— O sea que, cuando Alidrisiregrese, ¿nosotros subiremos a ese valle

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en medio de la oscuridad? —preguntóMauriz con incredulidad— Estáis locos.Sólo el cielo sabe lo mal que está elsendero. Y, por otra parte, ¿cómoesperáis localizar el escondite?

— Además de otros talentos, Cathanes un mago de la Sombra —respondióPalatina— Otra de las cosas que nuncate preocupaste de averiguar. Dice queencontrar el escondite en la oscuridad leresultará todavía más sencillo.

— Lo que encontraremos en laoscuridad es nuestra propia muerte —insistió Mauriz— Ya sabéis —dijo trasuna pausa— , si yo fuese Alidrisi eintentase no dejar rastro, tomaría tantas

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precauciones como pudiera. Incluyendoaparcar el carruaje en un camino y luegocoger otro. ¿No haríais vosotros lomismo?

Por un instante todos nos miramosatónitos, preguntándonos por qué no senos había ocurrido antes. Quizá porqueno teníamos Una mente tan artera ysuspicaz como la de Mauriz.

— Eso implica que debemosaveriguar qué camino cogió, y de prisa—indicó Palatina— Ya no parece buenaidea que nos quedemos en el bosque. Sinduda habrá centinelas vigilando elcamino y será muy difícil cruzar lacorriente sin ser vistos.

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— No podrán borrar las huellas desu caballo durante todo el ascenso,¿verdad? —pregunté.— No, y esprobable que debamos subir un buentrecho de cada uno de los dos senderospara descubrir cuál es el correcto. —Amenos que sea más astuto que nosotros,en cuyo caso estamos perdidos.

— No tiene sentido discutir —dijoMauriz— Ahora debemos esperar.

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CAPITULO XXX

Finalmente no pudimos hacer otracosa que esperar, y en eso estuvimosvarias horas, observando cómo el cielose volvía cada vez más oscuro. Entoncescomenzaron a caer rayos, fuertesrelámpagos que iluminaron el bosque ynos hicieron alejarnos de la zona máscercana al camino para que si habíaalgún centinela situado detrás de lacolina no nos viese. Costaba incluso oírnuestras propias voces, pues la lluviaresonaba sobre el río y los truenos sesucedían en una interminable carga. Erauna imagen de pesadilla: las montañas

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iluminadas por una descarga tras otra,dando vivida forma a los peñascos y losacantilados durante una fracción desegundo.

Era una tormenta digna de Lepidor, ynosotros estábamos allí en las montañas,sin la protección de muros, edificios ocampos de éter: era la segunda vez en mivida que estaba en el exterior duranteuna auténtica borrasca. Al menos ahorano intentaba nadar bajo la lluvia, peropor segunda vez respondía a un plan dePalatina.

Se iniciaron algunas conversaciones,pero ninguna duró demasiado pues elesfuerzo por hacerse oír era excesivo.

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Más tarde, sería casi imposiblecomunicarse, y no por primera vez mepregunté cómo demonios pensaba guiara los demás en un ascenso de varioskilómetros. Podían ser dieciséiskilómetros, o quizá más, y la mayorparte en terreno empinado. ¿Y cómoverían los caballos? Si debíamosguiarlos al menos durante una parte deltrayecto, perderíamos mucho tiempo. Amedida que la luz del día se desvanecía,sentía progresivamente menos confianzaen el éxito del plan, y mi ansiedadcreció de forma notable.

Bamalco fue el primero en decir queno había ninguna señal del grupo de

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retaguardia, que debía de haber pasadola última curva, buscando protección dela lluvia. Tras dejar a los dos guardiascustodiando la zona, Bamalco nosconvocó en el lugar donde estaban loscaballos, un poco más seco, alejado delrío y por lo tanto menos ruidoso.

— Alidrisi aún tiene por delante unlargo trecho y ahora cabalga en plenaoscuridad —dijo con la mirada fija enlos hilos de agua que corrían por sucapa como si se tratase de un primitivoespíritu de los ríos— ¿No sería mássensato que una vez allí pasase la nochecon su gente y regresase por la mañana?A nadie le resultaría sospechoso

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teniendo en cuenta que se supone quellegó a Kalessos muy tarde y en mediode esta lluvia terrible.

— Si lo hiciera, se demoraría un día—objetó Tekraea.— Nadie se esperabaque la tormenta fuese tan fuerte, de modoque su clan lo comprenderá. De todasformas, ¿quién va a pedirleexplicaciones?

— El Dominio —afirmó Tekraeabrindándole a Mauriz otra hos— tilmirada— No ahora, pero sí cuandodescubran que sus hombres handesaparecido.

— Eso también podría ser atribuidoa la tormenta, pero...— repuso Mauriz, y

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de pronto lo interrumpió unaensordecedora metralla de truenos quenos sobresaltó a todos— Por Thetis,nunca había visto un tiempo tan terribleen el Archipiélago. Decía que debemoscomprobar si Bamalco tiene razón. Si lagente de Alidrisi se ha ido, eso significaque podemos empezar a actuar antes delo previsto. En caso contrario,tendremos que hacer algo drástico. —Ése es nuestro último recurso— replicóPalatina con firmeza— Si Alidrisi sedirige a Kalessos, mejor que no sepaque algo va mal.

— ¿Qué haría con el carruaje? —pregunté— ¿Y con los caballos?

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¿Dejarlos sin más ahí durante toda lanoche? Y si no es así, les esperandieciséis kilómetros o más hasta y desdeel escondite, y no puede ser un trayectosencillo.

— Están bien entrenados. Estoysegura de que pueden soportar la marchapor un valle rocoso en medio de unatormenta —aventuró Palatina— Alidrisino puede dejarlos. El coche puede muybien quedarse solo, pero los caballosno. Y tampoco los guardias. Cathan,creo que lo mejor sería que dieses unavuelta y echases un vistazo.

— Habré de cruzar la corriente enalgún punto, lo que implica hacerlo a

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caballo. —Miré las empapadas rocas—¿No podemos sencillamente montartodos e ir a inspeccionar? ¿Creesrealmente que habrá alguien vigilando?Ya debe de estar medio sordo.

— Intenta utilizar la visión nocturnade los magos de la Sombra, si es quefunciona.

— Vale.Avancé entonces hacia donde

habíamos estado de pie un poco antes.La visión nocturna era la parte máselemental de mi magia y estaba tanenraizada en mi mente que emplearla meresultaba casi natural. De todos modos,nunca la usaba por la noche a menos que

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necesitase hacerlo, pues hacía que elmundo se volviese un lugar gris, como elpaisaje de una pesadilla, desprovisto decolores o vida y habitado por fantasmas.

Sin embargo, me permitía ver lascosas con mucho más detalle. Eché lacapucha un poco hacia atrás, y meconcentré durante un segundo con losojos cerrados. Sentí en ellos un ligerohormigueo y luego volví a abrirlos en unmundo desolado, muy diferente alanterior. Todo lo demás seguía siendoigual, el ruido de la lluvia, los truenos,el olor a madera y hojas mojadas y lahumedad de mis ropas, pero habíacambiado todo lo que veía. Ahora las

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montañas estaban mucho más definidas,de un tono gris oscuro con detallesnegros. Entonces, de pronto, todo sellenó de un gris y un blancodolorosamente luminosos, y cerré losojos de forma instintiva, sintiendo comosi se hubiesen quemado.

¿Cómo no se me había ocurridoantes? La visión nocturna funcionabamejor cuanta menos luz había, pero eradifícil encontrar algo más intenso oluminoso que un rayo. Cada relámpagome cegaría, ¿y durante cuánto tiempo?Me arriesgué a volver a abrir los ojos,temiendo el estallido de otro rayo, yexaminé la ladera opuesta tan de prisa

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como pude sin detenerme, hasta que otrorelámpago me impidió ver de nuevo.Eso era lo peor de todo: no podíapredecir los rayos y cerrar los ojos atiempo. ¿Cómo demonios encontraría elrefugio en semejantes condiciones?

Cuando acabé, los ojos me ardían y,confiado en que nadie nos vigilaba,recuperé la visión normal rápidamente.Caminé de regreso junto a los demás, sinsaber a ciencia cierta si no teníaafectada la vista.

— ¿Y bien? —dijo Mauriz, peroPalatina debía de verme pestañear.

— ¿Ha salido algo mal? —preguntó.— Los relámpagos —respondí

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sacudiendo la cabeza como si esopudiese ayudarme a aclarar la vista—Hacen que mi visión de la Sombra seainútil la mitad del tiempo.

— Maravilloso ^— comentó Mauriz— , un ciego guiando a los ciegos.

— ¿Es una petición? Porque estoydispuesto a hacerla realidad —dijoTekraea con fastidio— Al menos para ti.—Caballeros, ya es suficiente—interrumpió Bamalco interponiéndoseentre los dos— Tekraea, no estamosaquí para discutir. —Da la sensación deque él sí.

— ¡Basta! —los reprendió Palatina— ¡Los dos! Mauriz tiene razón en un

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sentido: ahora estamos obligados aactuar. Vuelva Alidrisi o no, siesperamos hasta que anochezca del todono podremos encontrar la senda. Esdecir que tenemos que regresar yamismo, por lo tanto ¿qué hacemos si hayalguien custodiando el carruaje? —Nadade sangre— sugirió Tekraea en un raromomento de sensibilidad— Si hayalguien allí intentaremos tomarloprisionero.

— ¡Qué cosa tan poco práctica!—criticó Mauriz.

— ¡Qué sensato! —respondióBamalco, enojado— ; Podemosdesarmarlos y atarlos; eso evitará que

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nos sigan o vayan en busca de ayuda. Silos matamos, será perjudicial. Ya habéismatado a demasiada gente en lasmontañas por hoy.

Le dio la espalda a Mauriz y sedirigió a desatar su montura. Los demáslo seguimos.

— Si cabalgamos siguiendo el ríodurante un trecho y luego cruzamos lacorriente un poco más adelante, esmenos probable que oigan el ruido delos caballos. Los demás deben de estaresperando en algún sitio doblando lacurva. Continuar por el bosque hizo quela marcha fuese muy lenta al tener queesquivar raíces y ramas caídas. La

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mayor parte del tiempo guiábamos a loscaballos más que montarlos, porque sialguno se caía era muy probable queotro también se lastimase, y nopodíamos permitirnos herir a ninguno.La primera vez que giramos hacia el ríodimos con una zanja muy profunda quenos obligó a seguir hacia adelante, perola segunda vez tuvimos más suerte.Desenrollamos las mantas de hule quehabíamos colocado sobre el lomo de loscaballos para mantenerlos tan secoscomo fuera posible y montamos, algobastante difícil en medio de un lodazalque nos llegaba hasta las rodillas.

Tras tanto tiempo en el bosque, el

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sonido perpetuo de la lluvia nos habíapuesto los nervios de punta y por unmomento agradecimos abandonar laprotección de los árboles para volver alaire libre. Esa sensación de alivio durólo que tardamos en cruzar la corriente,con la lluvia golpeando continuamentesobre la capucha y la parte posterior dela capa.

Ya casi no se nos veía desde los dosdesvíos, y fue cuestión de segundoscabalgar hasta el siguiente risco, que nosocultaba de cualquier centinela. Por allídebían de estar los demás, pero ¿dónde?No había ningún sitio fuera del caminodonde se pudiesen ocultar. Continuamos

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un poco más allá, y entonces metranquilicé al ver a uno de los guardiasde Telesta junto al límite del bosqueintentando convencer a su caballo debajar a la orilla para cruzar la corriente.Persea y los otros lo seguían de cerca.Nos unimos a ellos cuando regresaron alcamino.

— ¿Qué ha sucedido? —preguntóella tan pronto como la distancia nospermitió oírnos— Alidrisi ya pasó, perotodavía no ha tenido tiempo de llegar alrefugio y volver.

— Tuvimos problemas —explicóPalatina cuando todos estábamos en lamisma orilla. Por fortuna, Telesta no

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dijo nada mordaz como había hechoMauriz, pero los demás parecieronpreocupados después de que Palatina lescontó por qué habíamos regresado.

— Eso no suena nada bien —comentó Persea, dubitativa— ¿Quéocurriría si Cathan de pronto no puedever lo que hace mientras escala uno delos muros del refugio?

— Ahora ya estamos aquí y esdemasiado tarde para echarnos atrás. Latormenta nos ayudará cuando Ravennaesté con nosotros, entonces serán elloslos que estarán en desventaja.

— ¿Y los otros guardias? ¿YAlidrisi? —preguntó Persea— ¿No será

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ahora mucho más difícil?— Afrontaremos lo que sea cuando

lleguemos allí —afirmó Palatina— Eneste momento creo que debemosresolver el tema del carruaje y susposibles vigilantes.

Decidimos arriesgarnos por elcamino antes que volver al bosque ycabalgar fuera de la piedra, sobre elbarro, donde los cascos hacían menosruido. Los caballos estaban cubiertos delodo y el semental de Mauriz ya no seveía tan magnífico.

Recorrer los doscientos metros queseparaban la curva de la segundabifurcación nos pareció una eternidad.

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Supuse que si me hubiese divisado algúncentinela, los guardias ya se habríanechado sobre nosotros. Los thetianos lequitaron la protección a las cuerdas desus arcos. Palatina me había dicho quelas cuerdas estaban hechas de unmaterial impermeable, pero que detodos modos se cubrían por una cuestiónde seguridad. Los arcos

tenían una curvatura singular yestaban especialmente diseñados. Esprobable que fuesen muy caros y queestuviesen pensados para ser utilizadosa lomos de un caballo o en otrasposturas inusuales. —Muy bien—anunció Palatina cuando nos detuvimos

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ante la segunda bifurcación. Losthetianos colocaron flechas en los arcos— ¿Tenéis preparadas las varas decombate? Ahora subiremos la pendientey si hay centinelas nos verán. Mauriz ysu gente los contendrán mientras lesexigimos que se rindan. Si alguno tieneun arco e intenta usarlo, disparadle alhombro. Estoy segura de que podréishacerlo.

Todos asintieron. Saqué de laespalda la vara de combate, un palo deresistente madera con extremosmetálicos. No causaba mucha impresión,pero en manos de un profesional seconvertía en un arma letal. Por

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desgracia, no resultaba muy eficazcontra alguien armado con una espada, amenos que uno fuese un profesional, yninguno de nosotros lo era. —¡Ahora!—ordenó Palatina en voz baja, ycondujimos los caballos cuesta arriba.Si hubiese habido allí algún guardia, yanos habría oído, pero no llegó ningúnsonido desde lo alto de la colina hastaque alcanzamos la cima.

— ¡Dispersaos! ¡Arqueros, detrás!Pero con sólo una mirada pude

comprobar que esa estrategia no teníasentido. El carruaje yacía abandonado,totalmente vacío con las cortinas de lasventanas corridas. No había caballos ni

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ningún signo de vida. Me arriesgué autilizar la visión nocturnainmediatamente después de caer un rayo,y miré a toda prisa de izquierda aderecha, por detrás de los árboles. —Nada— confirmó el explorador—Deben de haberse ido. —De todosmodos, tened cuidado. Descenderemosun poco. Mauriz, mantén los ojosabiertos.

Guiamos los caballos lentamentehacia el carruaje, mirando con cautela atodos lados por si nos hubiesen tendidouna emboscada. Pero llegamos al cochesin ningún problema. —Y ahora ¿quécamino cogemos?— preguntó Palatina

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tras lanzar un suspiro de alivio. Despuésde eso, era tan sencillo como cabalgarun pequeño trecho en dirección a cadauno de los dos valles. Mauriz y yoencontramos huellas de cascos en elbarro unos doscientos metros porencima del sendero de Matrodo,mientras que en el otro valle el rastrodesaparecía transcurrida ciertadistancia. —Debe de haber cambiado decamino y se ha ido por detrás de esacolina— señaló Mauriz— , y cabalgópor las rocas hasta acercarse. Por aquíhan pasado muy pocos caballos, yalgunos de ellos muy grandes.

— Caballos de tiro— señalé—

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Gracias, Mauriz.Por una vez, su taimada mente

thetiana había sido útil. De no ser por ély su astucia, habríamos cabalgado hastael agotamiento por el otro valle, quesegún comentó Palatina cuandovolvimos a reunimos, era un sitio idealpara llevar a engaño: tras descender alfondo del valle, la senda era de piedra,por lo que habría sido imposible que seconservasen las huellas.

— De modo que se trata del valleMatrodo —comentó Persea mirandoentre la lluvia las cargadas nubes quecubrían todo el valle— , ¿Puedes verbien a mucha distancia con esa visión

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tuya, Cathan?— Sí, pero tendría que hacer un

poco más de magia.— Mientras tanto, aquí tenéis un

catalejo —repuso Bamalco sacándolode su mochila— Pensé que seríapráctico. Son unos auténticos anteojosthetianos de larga distancia, no ésos decalidad inferior que fabrican lostanethanos.

Nos fuimos turnando para otear elhorizonte del valle, en busca decualquier señal delatora, humo,edificaciones, luces, pero fue en vano.De cualquier modo, nadie pensaba quepudiésemos hallar nada así, de forma tan

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sencilla. El escondite debía de estarsituado a mucha distancia y mucho másarriba, quizá oculto detrás de unpeñasco o en un pequeño valle lateral,bien difícil de encontrar y digno dealguien como Alidrisi.

— ¿Hasta qué distancia podemosver? —le preguntó Persea al explorador— O lo que es más importante... ¿desdequé distancia podrían vernos ellosmirando desde arriba?

— Si somos realistas, entre dos ytres kilómetros. Es probable que nosvean antes que nosotros a ellos, a menosque seamos muy cuidadosos.

— Por eso queríamos ir de noche —

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repuso Tekraea.— Ahora no hay diferencia entre el

día y la noche, con estos relámpagos.— ¡Maldito sea este condenado

tiempo! Quizá Sarhaddon tuviese razón;es evidente que Althana no hace nadapor ayudarnos.

— No culpes a Althana de lastormentas —replicó Palatina— Puedeque todavía necesitemos su ayuda.

El irregular grupo que formábamoscomenzó a ascender el embarradosendero hacia la entrada del valle.Matrodo era más zigzagueante y tortuosoque la ruta que acabábamos de dejar,con riscos sobresaliendo de la montaña

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a ambos lados y precipicios bordeandobuena parte del trayecto. En algunasocasiones, los peñascos nos protegíancontra el viento. Pero, en otras, éste nosempujaba haciendo que nuestras capasvolasen a nuestra espalda casihorizontalmente. Eso era lo peor, pues elsendero era demasiado traicionero ycambiante para distraer la vista de loque nos esperaba delante, y la lluviacaía directamente sobre nuestros rostros.Sentí como si un centenar de pequeñosríos me bajara por el cuelloempapándome hasta los pies. Laoscuridad era allí más penetrante que enel valle principal, con las montañas

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alzándose cada vez más altas a cadalado, y los repentinos rayoscentelleaban, fascinantes, iluminandorocas que parecían a punto de caer yaplastarnos. Los truenos resonaban de unextremo al otro del cielo sucediéndoseen un aluvión casi continuo, y, en algunaocasión, cuando me atreví a levantar lamirada, vi los remolinos de nubes,apilándose una sobre otra, mientras loshuecos entre ellas se encendían conesporádicos rayos. Hasta donde podíadeterminar, el viento no se movíasiguiendo la banda climática. Esosignificaba que estábamos ante unaauténtica tempestad invernal, que rugía

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probablemente desde Turia hasta Taneth.Ascendimos curva tras curva, con el

sendero volviéndose cada vez másempinado. Mauriz y el exploradorcabalgaban al frente siguiendo lashuellas de Alidrisi, una tarea de por sídifícil que hacía casi imposible la lluviay el hecho de que éste y sus hombreshabían arrastrado ramas tras ellos paraborrar su rastro. Eso a la vez era unconsuelo, pues confirmaba que íbamospor el camino correcto. ¿Para quétomarse tanto trabajo si no? Ravennaestaba en algún sitio de esas montañas, ycon ella (era mi deseo) la clave parahallar el Aeón; quizá incluso, me atreví

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a aventurar, algún modo de acabar conlas tormentas.

Con frecuencia, cuando llegábamosa un lugar con una buena vista, hacíamosun alto para que yo utilizase mi visiónde la Sombra y observara con detalle lamágica negrura de las montañas. Lleguéa distinguir cuatro construcciones,cuatro enormes peñascos fortificados,una de ellas apoyada de forma inestableen la cima de un saliente, dando lasensación de que en cualquier momentoperdería el equilibrio y caería sobrenosotros, en el valle inferior. Pero enninguna parecía haber señales de vida,ninguna tenía esa peculiaridad que las

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hace más acogedoras y cálidas quecuanto les rodea.

— ¿Por qué nadie vive en ninguna?—le preguntó Palatina a Persea mientrasluchábamos contra una irregularpendiente que sucedía a otra másconvencional en una colina máspequeña, de espaldas a la ladera de lamontaña.

— Ni idea —respondió Persea—Quizá estén encantadas o a punto dederrumbarse. O quizá las habíanabandonado deliberadamente. No sabíaa qué clan pertenecían exactamente esasmontañas; podían ser de Tandaris o deKalessos. O quizá fuese territorio de

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Tehama, aunque no me pareció probable.Aunque no podía decir a qué alturaestábamos, debía de ser a mucha, puesque yo recordase, en ningún momentohabíamos descendido ni un paso. Habíala altura suficiente para que empezase asentir la falta de aire, así como fuertesdolores de tanto cabalgar; sin duda, unamala señal. Se suponía que el marquedaba a unos cuantos kilómetros,pero, aun así, debíamos de estar muy porencima de él, y seguíamos subiendo.¿Habría más adelante precipicios?Recordaba haber visto en el mapa de losoceanógrafos que la ensenada estabarodeada de rectos acantilados por todos

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lados excepto por el interior, dondeestaba Tehama (allí donde se habíaconstruido el puerto ahora en ruinas,sobre un cráter con forma de cuenco).Esa zona era inaccesible desde dondeestábamos, y en teoría también lo eraahora desde Tehama.

Pero las huellas que seguíamos no sedesviaban, no cambiaban de dirección.De modo que continuamos avanzandohasta que ya no hubo un milímetro entodas mis ropas que no estuvieseempapado (hacía ya bastante que la crindel caballo se había convertido en unahúmeda maraña sobre su cabeza). ¡Y elfrío! ¡Por todos los Elementos! ¡Esto era

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tan malo como nadar por la heladacorriente de Lepidor!

Se oía chapotear a cada paso quedaban los caballos. Ya no me importabaque hubiese barro en mis botas. Enalgunos sitios, las piernas me rozabandirectamente con la montura a través dela ropa empapada, así que el doloraumentaría con las horas. Aquí y allíveíamos abrirse valles laterales, pero noparecía haber ninguna manera de llegarhasta ellos a no ser que fueras una deesas cabras montesas cuyos balidosoíamos cada tanto. En Qalathar habíatambién tigres y leones, pero sin dudaesas criaturas más sensatas estarían

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cobijadas en algún espacio cálido yseco, como los gatos monteses, las avesy cualquier otro animal con una pizca desentido común. Excepto nosotros.

En una ocasión ascendimos lo quenos pareció ser la cima del valle, puesno se veía nada que fuese más allá. Perocuando por fin llegamos allí no notamosninguna diferencia, salvo por un ligerodeclive y un conjunto de rocas bastanteplano en un lado. Y, como comprobépoco después, un sendero lateral.

— ¡Deteneos, retroceded! —ordenóPalatina— Aquí estamos demasiadoexpuestos.

La oscuridad era casi absoluta, con

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un cielo que, salvo durante losocasionales rayos, era de un color entreazul grisáceo y negro penetrante. Poreso, me pareció que nadie podría vernosni aunque quisiese. Sin mi visión de laSombra, yo mismo no habría podidodistinguir las montañas que nosrodeaban. Así que decidí utilizarla y miespectro visual se amplió en el instantemismo en que volví a abrir los ojos. Losacantilados estaban hacia la derecha,pero entre dos colinas a la izquierdahabía un hueco, una grieta que conducíaa una abertura muy alta y estrecha. En unextremo, casi oculta entre unas rocas,había una construcción, que no estaba en

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ruinas. Distinguí el techo, pero missentidos estaban por entonces un pocoatontados y no podía asegurar si salíahumo o se percibía calor en el interior.Tampoco vi luz, pero eso bien podía serporque las ventanas estuviesen cerradas.

— No puedo asegurar nada —dijevolviendo a la visión normal tan prontocomo pude y sintiéndome un inútil. Leshabía dicho que podría encontrar la casaen medio de la oscuridad: por esohabíamos recorrido de noche todaaquella distancia. Pero allí estaba,medio cegado por los rayos e incapaz dedecirles si ése era el sitio quebuscábamos.

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— No importa —afirmó Palatina—Parece probable que lo sea.

Mauriz y el explorador siguieronadelante un trecho y se detuvieron en lasiguiente curva. Ninguno desmontó, perolos vi dar vueltas observando el terreno.Mauriz dijo algo y el otro hombre negócon la cabeza, pero el thetiano parecióinsistir. Tras un momento los dosavanzaron en direcciones diferentes,Mauriz siguiendo el sendero lateral y elexplorador el principal.

— ¿Por qué tengo la sensación deque alguien nos está tomando el pelootra vez?— comentó Persea.

— ¿Quién, Mauriz?

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— O él o Alidrisi. No lo sé. Puedeque nos haya engañado con una pistafalsa.

— Alidrisi tendría que haber sidothetiano —intervino Bamalco— Maurizes el único lo bastante retorcido paraseguir todo esto.

Él y el explorador regresaron deprisa para informar que, por segundavez, Alidrisi y sus hombres habíanfingido coger un camino diferente. Eneste caso, al parecer, la treta era mássutil, pero esencialmente la misma.

— Dicho y hecho, supongo.Probablemente, Mauriz ha utilizadovarias veces ese mismo truco —añadió

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Bamalco cuando retomamos la marcha,mientras la fugaz esperanza que yo habíatenido de encontrar nuestro destino seevaporaba por completo.— ¿Crearpistas falsas para eludir reuniones delclan? —aventuró Telesta con una levesonrisa. Se había mantenido en silenciodurante la mayor parte del trayecto,dejando que Mauriz hablase. Quizá ellano tuviese una fe tan ciega como él—Creo que Alidrisi está siendodescuidado debido a la tormenta. No leparece que nadie vaya a seguirlo enestas condiciones. El camino ha de sermás sencillo en verano, pero seguir surastro sería bastante complicado. Nadie

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comentó nada, concentrados comoestábamos en permanecer sobre lasmonturas con la vista fija en el camino.Aún continuaba la tormenta y nadiepensaba que fuese a parar. Podía durarvarios días. ¡Si al menos pudiéramosdescansar cuando llegásemos! Perodespués de alcanzar nuestra metavendría una nueva e interminablecabalgata para bajar al valle, y sóloThetis sabía cuándo estaríamos a salvo.

Cuando volvimos a detenernos,calculamos entre todos que llevábamosunas tres horas de marcha. Incluso apaso de tortuga, teníamos que estar apunto de llegar al final del valle. Ahora

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todo estaba oscuro y seguíamos por uncamino apenas iluminado por los rayos.Las huellas de cascos aún eran visiblescuando el barro estaba todavía húmedo,y pasamos junto a las ruinas de unaconstrucción y otro sendero queconducía a ella, un camino lo bastanteamplio para permitir el paso de loscaballos. A los truenos y el quejido delviento, casi una constante salvo cuandonos resguardaba un desfiladero, parecíahaberse sumado un nuevoacompañamiento. Algo que sonaba comosi un demoníaco percusionista tocaseenloquecidamente sus instrumentos, enespecial los platillos.

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— Aquí hay algo que no me cuadra—grité, mirando entre la lluvia la senda,que mostraba una ligera pendiente—¡Deteneos!

Lo hicimos, y alcé la vista justocuando el siguiente relámpago iluminóel paisaje.

— ¡Thetis!— ¡Santa madre del mar!Me tambaleé, conmovido. En mi

mente quedó grabada una única imagen:un panorama de rocas, agua y montañasa mucha distancia, pero que daban lasensación de estar muy próximas, vastose inasibles bloques de piedraempequeñeciendo todo lo que nos

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rodeaba. Acantilado tras acantilado, tanaltos que acababan desapareciendo entrelas nubes, una visión tan poderosa quereducía lo demás a una tristeinsignificancia. Y, debajo, en el fondo deun abismo que parecía extenderse hastael infinito, acosando con la espuma laoscura roca empapada por la lluvia,estaba el mar. La ensenada, dondeblancas olas se estrellaban al pie de losprecipicios, olas inmensas incluso vistasdesde aquella altura. Una masa denegras aguas contenidas y rodeadas porel blanco de las rompientes,arremolinándose de forma inquietante.—Tehama— dijo Persea, y la palabra

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casi fue ahogada por el estruendo. —Elfinal del camino— susurró Mauriz—Por Thetis, no hay nada como esto entodo vuestro reino.

Volví a contemplarlo gracias a dosrelámpagos seguidos. La escena parecíasiempre la misma y siempre sorprendíapor su inmensidad. Palatina me cogiódel brazo, casi empujándonos a mí y alcaballo para avanzar por el senderotodo lo lejos que pudimos. —Usa tuvisión de la Sombra; aquí tiene quehaber algo.

Aunque reticente, sintiendo el doloren los ojos, lo hice. La imagen resultabaasí mucho más terrible, semejante a un

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paisaje infernal imaginado por un artistademente. No había a la vista ningúnrastro de vida humana, ni señal de quenadie, con excepción de nosotros lohubiese pisado antes. Los acantilados deTehama se alzaban a sólo unoskilómetros de distancia, perdiéndoseentre las nubes cientos de metros porencima de nosotros, de manera queincluso la visión de la Sombra eraincapaz de seguirlos. Sobre la costa,donde hasta hacía unos segundos lasmontañas eran tan dominantes y, encambio ahora, parecían taninsignificantes, el sendero avanzabahacia la derecha, en paralelo al borde

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del acantilado y a unos veinte metros deéste. Me tapé los ojos con las manosempapadas cuando un nuevo rayo lovolvió todo blanco por un instante.Luego seguí con la vista el camino, queascendía más y más hasta perdersedetrás de unas rocas... y allí estaba. Unrefugio a espaldas del acantilado, entredos peñascos. Las señales de calorresultaban inconfundibles a mis ojos,igual que las pisadas en el camino frentea nosotros.

El escondite de Alidrisi estabaoculto totalmente por los riscos, salvodesde donde estábamos, el único lugarpor donde se podía acceder sin riesgo

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de caer. Y desde allí lo único que sepodía aventurar era que el refugioexistía, a la vista tan sólo de unapequeña parte de su base.

Cuando Palatina y yo nos reunimoscon ellos, los demás todavíapermanecían absortos, con la miradaperdida en la oscuridad, a la espera deotro rayo que alumbrase el panorama. —Allí está— afirmó Palatina— Allí está.

— No cabe la menor duda —dijoMauriz con un estremecimiento,mirándonos entre las tinieblas— , éstaes la costa de la Perdición.

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CAPITULO XXXI

Retrocedimos un poco hasta la cimamás cercana, fuera de la vista decualquiera que vigilase en la roca. Nopensé que hubiese nadie allí, puesincluso si estuviesen secos y a salvo dela lluvia, los continuos rayos no dejaríanver nada en el valle. Nosotros habíamossoportado sus peores efectos pues detodos modos estábamos obligados a fijarla mirada en el camino y, después de unrato dañaban la vista. ¿Y quién seríacapaz de ir tras Alidrisi con semejantetiempo?

— Aquí estamos —dijo Palatina—

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Aunque parezca increíble, lo hemoslogrado. Y ahora, ¿seguimos adelantecon el plan original o sencillamenteatacamos?

— Deben de tener una salidaalternativa para escapar —advirtióPersea— Si atacamos quizá tengantiempo de huir.

— No creo que Cathan esté encondiciones de seguir el plan, ninosotros tampoco —añadió Palatina.

— Lo mejor será que me acerque ycontemple la situación con detenimiento—propuse desmontando. Por unmomento me sentí extraño, casimareado, pero la sensación pasó y me

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alegré al comprobar que estabademasiado oscuro para que nadie mehubiese visto tambalearme al bajar delcaballo— Si no hay más acceso que elportal principal, que lo dudo, deberemosatacarlos por sorpresa. —¿Cómoentraremos?— preguntó la amiga dePersea— Si es que lo hacemos.

— Lo haremos estallar —dije— ,silenciosamente.

Los dejé y regresé a la cima, dondeme agaché detrás de una pequeña roca.Al principio del valle habíamos vistopequeños árboles y hierba, pero a esaaltura no crecía nada, el terreno erayermo y desolado. La fuerza del viento

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era asombrosa, lo bastante potente paratirarme si no me movía con cuidado.

El sendero rodeaba un campo conpiedras de distintos tamaños, situadoentre uno de los peñascos quealbergaban el refugio y yo. Lentamente,con tanta cautela como pude, empecé adescender en esa dirección. Todo estabahúmedo y resbaladizo. Tropecé en dosocasiones y me corté las manos con unaspiedras puntiagudas al intentar mantenerel equilibrio. En cierto sentido era peorque el hielo, pues por lo menos éste eraplano y nunca quebradizo o afilado.Algunas rocas eran lo bastante grandespara ocultarme detrás, y me desplacé de

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una a otra lo más de prisa que pude. Eracomo andar por una playa rocosa,intentando pisar las piedras más planasentre muchas otras puntiagudas como eldemonio.

Intenté mantener la mirada baja casitodo el tiempo, pero cada vez que mesorprendía el estallido de un rayomirando a la izquierda veía elapocalíptico panorama de Tehama y ladolorosa luminosidad del cielo. Roca aroca, paso a paso, me abrí camino conmucho cuidado hacia el risco queocultaba una cara del escondite. Nodivisé ninguna abertura en el muro de laconstrucción, ninguna posible salida

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lateral, aunque tampoco esperaba que lahubiese. Una salida alternativa apuntaríaal otro lado, en la parte posterior delrefugio y fuera de la vista desde el valle.

Finalmente llegué al pie delpeñasco. Me detuve y me agarréfirmemente a él. Luego seguí su contornotan pegado como pude bajo la continualluvia. El rugido del oleaje debajo y elacompañamiento de los truenos eran allítodavía más fuertes, al abrigo del viento.

Volví a detenerme cuando me topécon un saliente más o menos a la alturade mi pecho. Observé la superficie de laroca y, en recompensa recibí una gota deagua en pleno ojo. Me la enjugué y di

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unos pasos atrás para comprobar si eraposible escalar el risco. Quizá,pero...Toqué el reborde con una manoenguantada y sentí cómo resbalaban losdedos. No, era demasiado peligroso.

Allí, de momento, estaba fuera delcampo visual de cualquier centinela,pero doblando la esquina la cuestiónsería muy diferente. El peñasco seinclinaba hacia fuera y acababa pordebajo de donde se encontraba con elcamino. Cuando lo pasase, tendría unavista perfecta de la entrada principal,pero también podrían verme a mí, puesincluso suponiendo que no hubiesevigilantes en ningún otro sitio, lo más

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probable era que allí lo hubiera.Me agaché de nuevo y miré a mi

alrededor empleando la visión nocturna.Arriba y delante, a unos ocho metros dedistancia, el camino conducía a un murocon un sólido portal, el frente delescondite. He de admitir que no parecíaen absoluto una vivienda; la paredcorría a lo largo de todo el saliente, conpequeñas aberturas de tanto en tantopara disparar flechas y se perdía devista en la cara que daba al mar. Medíaal menos cuatro metros de alto; era unaadecuada estructura defensiva, que seelevaba alrededor del portal. El refugioen sí era mucho más grande de lo que

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había imaginado, quizá construido sobreun hueco y no sobre un saliente (viedificaciones con techo de tejas dentrode los muros). Quizá castillo fuese untérmino más correcto para definirlo. Enuna esquina se alzaba una torre y sentíque el corazón se me salía del pecho aldistinguir débiles luces en algunasventanas. No me parecía muy alentador.No se podía acceder al portal por elsendero y, delante de mí, había sólo unagujero negro que concluía en la rocasobre la que se había construido lafortificación. Había otro muro en el ladomás lejano del camino, que segúnsospeché serviría para separar éste del

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precipicio. Y más allá sólo estaba elmar, cientos de metros hacia abajo.

Por lo tanto, si el castillo tenía unasalida alternativa, era imposible accedera ella desde ese valle. ¿Habría en unode los lados un pasaje o un túnelparalelos al borde del precipicio quecondujesen a las montañas a través dealgún sendero oculto a la vista desdeallí? En ese caso, Alidrisi y su gentepodrían escabullirse y perderse en lastinieblas. Se trataba de una edificaciónlo bastante fuerte para ser defendida conéxito frente a unos cuantos atacantes y,que ante el asalto de un gran ejército,resistiría lo suficiente para dar tiempo

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de escapar a sus ocupantes. Era perfectapara los fines de Alidrisi.

Me deslicé un poco hacia atrás hastaquedar fuera de la vista de quienvigilase el portal y regresé junto a losdemás saltando por el campo pedregosoy cruzando la cima para contarles lo quehabía descubierto.

— Parece que no tenemos muchaelección —señaló Palatina— No quieroatacar abiertamente, es demasiadodifícil. Tenemos que entrar utilizando lamagia, dejar fuera de acción a puede queuna docena de guardias en un espacioreducido, detener a Alidrisi para que nohuya y luego retener cualquier reacción

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durante el tiempo suficiente para darnostiempo a escapar, lo que implica avanzarpor el valle en mitad de la noche. Quizáhaya heridos entre nosotros, pues sólotenemos arcos y varas de combate.

— Si esta noche muere alguien,crearemos más problemas que los queresolvamos —opinó Bamalco— A mí enparticular no me agradaría enterrar aninguno de vosotros, y si matamos aalgún hombre de Alidrisi, podríadesencadenarse una guerra civil entreclanes. —Eso sucederá de todos modos— repuso el explorador— Para Alidrisiserá un asunto de honor recuperar a lafaraona y encargarse de nosotros de

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paso. —¿Estás seguro de que no haymanera de escalar ninguno de esosriscos?— preguntó Palatina— Si esdemasiado peligroso, es decir... si existealguna forma de que tú lo hagas, inclusosi crees que nosotros no podemos, porfavor proponía.

— Los muros están fuera de todadiscusión —afirmé— En cuanto alpeñasco, es demasiado resbaladizo.Podría escalarlo en verano o con unasoga, aunque no hay ningún sitio dondeagarrarla. ¿Tienes una cuerda? —preguntó Telesta, pero no pude ver suexpresión.

— Sí, pero entonces... —Había una

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en mi mochila.— Mauriz tiene unaflecha con una punta que arde, que escapaz de perforar como un taladrocuando se enciende. Puede atravesar lamadera y también la roca. Sería cuestiónde dispararla a mucha distancia, con unasoga atada, para clavarla en la partesuperior de la peña. Entonces podríasescalarla.

— Pero ¿resistiría mi peso?Oí un ruido y poco más tarde sentí

que me ponían algo en la mano. Era unaflecha, y me quedé atónito ante suenorme peso. El extremo posterior eramuy estrecho y tenía el extraño aroma delas tejas, similar a la madera de sándalo

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pero más acre.— Ha de estar hecha con madera

muy resistente —comentó Bamalcoinesperadamente— Si no se partiría conla fuerza del impacto y el calor de lallama. —Podría funcionar— murmuróPalatina, esperanzada.

Daba la impresión de que losthetianos estaban demostrando su mérito,el de la habitual superioridad de contarfácilmente con equipos tan sofisticadosque cualquiera hubiese pagado por ellosprecios dignos de un rey. Pero, aun así,no confiábamos en ellos. Lesdeberíamos mucho más que un favor siesa estrategia daba resultado, y Mauriz y

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Telesta tenían demasiado en juego parano pedir nada a cambio cuando lesconviniese.

— ¿Se puede bajar por el otro lado?—preguntó Persea— Quizá haya unterraplén.

— Quizá no —repuso Palatina— Yoen su lugar pasaría por encima delpeñasco que hace de muralla. Ahora notiene sentido, pero con buen tiempo allípodrían colocarse varios arqueros y talvez instalar incluso una pequeñacatapulta si hay sitio, y deshacerse asíde un ejército completo. O sea que debede haber un camino interior cuando sealcanza la cima. Observé dudando el

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frente del risco con los tonos grises demi visión de la Sombra. En realidad,había huecos donde colocar las manos ylos pies al escalar, sólo que no erannada seguros. Pero si no me atrevía aintentarlo, nuestra única opción sería elataque directo, en el que me veríaobligado a hacer mucha buena magia. Lasuficiente para que la detectasen losmagos del Dominio, incluso estando tanlejos de Tandaris.

— Lo intentaré —dije pensando enlo que podía salir mal y en lo fácil quesería que resbalase y cayese. En esecaso todo habría sido en vano— Si soycapturado utilizaré la magia,

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probablemente agua para abrir paso porlos corredores. Vigilad desde aquí, osharé una señal. Cabalgad hacia la basedel acceso y esperad a que caiga elpuente. Tan pronto como eso suceda,sólo deberéis avanzar y haceros con loshombres de Alidrisi tan pronto comopodáis.

— Incluso si utilizas la magia, alDominio le llevará un tiempo llegarhasta aquí para investigar, lo que noshará ganar unas horas.

— Si tenéis que atacar, habráheridos, así que intentaré no sercapturado. No os preocupéis si tardoalrededor de una hora, pero si pasa más

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algo ha salido mal. Y entoncesdependerá de vosotros.

— No llegaremos a eso —repusoPalatina— Recuerda que, bueno o malo,nuestra familia tiene la suerte de losmalditos.

— Las maldiciones fueroninventadas especialmente para los Tar'Conantur —añadió Mauriz— Lasinventó el primer primado para designara Aetius. Tú, en cambio, recibiráshonores.

Nadie dijo nada más mientrasPalatina y el explorador ayudaban aMauriz a anudar la soga alrededor de laflecha. Era una cuerda de buena calidad,

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que me habían proporcionado en laCiudadela, y habría lamentado perderla.¿Podría haber, sin embargo, otra ocasiónmás importante que ésta para usarla? Nose me ocurrió ninguna. Persea cogió miimpermeable y yo me abroché el ligeroarnés que llevaba.

Bamalco sacó una yesca de sumochila impermeable y nos colocamosalrededor de Mauriz mientras intentabaencender la flecha bajo la lluvia. Sinduda, su luz alertaría a un vigía queestuviese observando, pero nosmovimos un poco para hacerla arderdonde no nos viesen.

— Se enfriará tan pronto como dé en

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el blanco, así que la soga no se prenderá—explicó Mauriz cuando consiguióencender la flecha. Brillaba con unanaranjado vibrante, el primer colorcálido que había visto en muchas horas.La llama desapareció muy pronto; nadamás colocarla en el arco, la punta setransformó en un foco ardiente yluminoso en medio de la oscuridad.Entonces Mauriz disparó y la brillanteflecha cruzó el campo pedregoso hastaclavarse, silenciosa, en la peña del otrolado, a apenas unos treinta centímetrosde la cima.

— Te dije que somos unos arquerosmuy buenos —confirmó Palatina cuando

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vimos que el proyectil había dado en elblanco— Buena suerte, que Thetis teacompañe. Me dio entonces un fuerteabrazo y añadió:

— No olvides el motivo por el quehaces todo esto.

Un instante más tarde ya estabacruzando el terreno de piedras, ahoracon un poco más de confianza pues ya lohabía recorrido dos veces. Por fortunano me volví a caer y sólo me tambaleéuna vez. A cada momento esperaba oírun grito de alerta proveniente de losmuros, pero no ocurrió nada.

Llegué a la base del peñasco, debajodel sitio donde se había clavado la

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flecha y, tras encontrar la soga, laamarré a las anillas que llevaba en elarnés, recubiertas de hilo para que nohiciesen ruido al chocar entre sí.Entonces, para probar, apoyé mi peso enla cuerda, que no dio señales de ceder.Tiré con todas mis fuerzas y, tras obtenerel mismo resultado, respiréprofundamente y comencé a subir.

No era la manera habitual deescalar, y hubiese preferido emplearpitones, pero me las arreglé con la soga,impulsándome hacia arriba a pulsocuando la superficie del risco no me lopermitía, pues prefería agarrarme a loshuecos de la piedra más seguros. Ser de

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complexión pequeña y delgado tenía susventajas, que quizá compensasen mifalta de fuerza bruta. Además, estar en elArchipiélago, en especial en compañíade Mauriz y Telesta, me había recordadoque, después de todo, mi estatura no eratan baja salvo para las medidas estándardel norte de Océanus y Taneth.

No entendía por qué Orosius era másalto que yo, ya que se suponía queéramos gemelos idénticos. Quizá no lofuese realmente, y sólo se debiese elmodo en que su imagen se proyectaba enla figura del agente. Un resbaladizohueco al que me aferré a duras penas medevolvió a la realidad, y me concentré

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en la escalada. Estimé que me quedabanunos veintitrés metros hasta la flecha deMauriz. Desde luego, no era unadistancia para subir de noche y con esetiempo tan terrible. Gracias a Thetis, esapared del peñasco estaba casicompletamente protegida del viento, porlo que no corría peligro de ser aplastadode un golpe contra la roca o debalancearme a la deriva de un lado aotro. Escalar sin impermeable erabastante incómodo, aunque el resto demis ropas ya se habían empapadobastante antes de que me lo quitara. Loque más padecía allí era el frío, quecada soplo de viento volvía aún peor. Si

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me viese Ravenna, probablementepensaría que era un fantasma.

La subida aferrado a la soga bajo lalluvia constante me pareció que durabauna eternidad. Seguían cayendo rayos ytruenos sin parar y sentía el rugido delas olas rompiendo mucho más abajocontra los acantilados de la costa de laPerdición. Sin duda debía de ser uno delos sitios más espectaculares del mundo,y allí estaba yo escalando sus rocasdurante la peor tormenta en varios años.Si podía ponseguir que algunas de laspeores pesadillas del Dominio sehiciesen realidad, me dije a mí mismo,todo habría valido la pena. Y si lograba

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ponérselo peor al mismo emperador,todavía mejor.

Por fin, con los ojos irritados por eldolor de emplear la visión de la Sombracon los relámpagos (pese a que manteníala vista clavada en la roca), divisé laflecha justo encima de mí, lo que me dioenergías para escalar los últimosmetros. Me cogí de la flecha y meimpulsé con cuidado para llegar a lacima del risco.

Sentí que el vacío se abría debajo demí. Un terror intenso me invadió y losmúsculos se me tensaron antes decomprender que restaba estable y quehabía roca a menos de un metro frente a

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mí. Me balanceé hacia allí y sentí conalivio que mis pies tocaban suelo firme.Sin saber cómo me las compondríaluego para bajar, con |a flecha clavadajusto por debajo del borde exterior,desaté la cuerda y la enrolléapresuradamente sobre el parapeto. Ami alrededor todo era como habíapredicho Palatina: no había terraplén ysí una muralla almenada esculpida en laroca. Era bastante estrecha, no llegaba alos cinco metros, y debajo se veía unpatio al que bajaba por una escalera demadera. El castillo estaba debajo de mícon sus torres y edificios. Pero no habíaninguna abertura en la roca en su parte

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posterior y, por lo tanto, tampocouna segunda salida. El contorno del

peñasco sobre el que estaba se curvabahasta toparse con un saliente de lamontaña que estaba por encima. Unsendero lo comunicaba con unaplataforma similar del lado opuesto,mientras que el castillo se encontraba aresguardo en el hueco intermedio. Habíasitio incluso para un pequeño jardín connaranjos y limoneros en el extremo máslejano, donde podía darle el sol.

¿Dónde estaba entonces la salidaalternativa? Supuse que era un túnelexcavado en el otro lado. Pero en aquelmomento no tenía tiempo de averiguarlo.

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Debía encontrar a Ravenna y para esotenía que hacer un poco de magia. Ellaestaba allí, podía sentirlo, aunqueUkmadorian había aseguradorotundamente que un mago sólo podíadetectar la presencia de otro si setocaban entre sí o si el otro utilizaba sumagia. Pero el enlace mágico queRavenna y yo habíamos realizado enLepidor lo cambiaba todo, pues habíacreado entre los dos un nexo duradero.No tenía nada que ver con el amor: erasencillamente el hecho de que por unosbreves instantes nuestras mentes habíanconvergido y actuado unidas sinnecesidad de palabras.

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Y si yo podía sentir la presencia deRavenna, lo más seguro era que tambiénella supiese que estaba cerca.

Me concentré, vaciando la mente detodo pensamiento ajeno a la cuestión conel método que tantos meses me habíacostado perfeccionar. Luego miré haciaabajo y noté la presencia de otra magiaen una sala de espaldas al mar, en elextremo opuesto del castillo a donde yoestaba. Desde ese lugar, ella podíaobservar Tehama, su tierra natal, a laque parecía amar y odiar al mismotiempo, y que aparentemente había sidoborrada del mapa hacía muchos siglos.

Ahora llegaba la parte más difícil.

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Congregué ante mí todas las sombrasque me rodeaban, empleando el poderque venía de la ausencia de luz, y meenvolví en las tinieblas, capa tras capa,ligándolas estrechamente para que nopudiese dispersarlas un trueno, ni lasllamas, ni nada. A partir de entoncessólo podía utilizar la visión de laSombra, aunque, por fortuna, laprotección contra ojos entrometidostambién moderaba el efecto de los rayosy seguiría haciéndolo durante un rato.

Entonces, como un espectro, un serde la noche cuya única forma era unaoscuridad absoluta, me así a labarandilla con cuidado y descendí los

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resbaladizos escalones que bajaban alpatio por un pequeño hueco entre dosedificios. Incluso allí, las ventanasestaban cerradas o tapadas con cortinas,pero pude distinguir luz por los bordesde algunas. La cuestión era ahora cómollegar al lado opuesto del castillorecorriendo un laberinto de pasillosdonde sin duda tenía que haber gente.Todavía no era tarde, demasiado prontoincluso para que alguien se hubiese idoa dormir, y, por otra parte, mi capa desombras no funcionaría a plena luz.

Avancé a gachas hacia una puerta enla pared frontal del patio y coloqué unaoreja contra la madera. Del interior no

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parecía llegar el menor sonido. Busquéel agujero de una cerradura para espiar,pero no había ninguno. Parecía bastanteextraño que no tuviesen cerraduras en elinterior por si alguien escalaba losmuros, y empujé la puerta por si acaso.

Se abrió, y me asusté cuando crujiólevemente. Sin embargo, el ruido debióde ser ahogado por un trueno, pues noapareció nadie.

La abrí lo suficiente para entrar yluego la cerré detrás de mí con tantadelicadeza como pude. En el interiorhabía un pestillo, quizá más quesuficiente para protegerse de losintrusos, pero nadie lo había echado.

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En una esquina empezaba un pasillode piedra con puertas cerradas a amboslados. Una única tea ardía colgada enuna de las paredes, pero, por fortunapara mí, era la única luz.

Oí voces lejanas que venían dedelante. Iba en la dirección correcta,pero el problema era cómo llegar.Ravenna estaba delante de mí y hacia laderecha.

El pasillo acababa en una salacircular con un candelabro de étercolgado del techo abovedado. Teníacolumnas y el suelo estaba decorado conmosaicos de estilo qalathari. Quienhabía construido o restaurado ese lugar

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no había reparado en gastos. Parecía elamplio recibidor de una casa elegante,salvo que allí no había ninguna puerta,sólo cuatro corredores que seguían lospuntos cardinales. Por eso el pasillo quehabía recorrido estaba situado en unángulo tan extraño, para llegar a la salaen la orientación exacta.

Por delante percibí luces y el sonidode más voces. Muchas voces queconversaban despreocupadamente. Oíruido de vajilla y risas. Debían de estarcenando, lo que simplificaba las cosas.Con un poco de suerte casi todos loshombres de Alidrisi estarían allí, fuerade mi camino. Distinguí una escalera

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circular a poco de coger el corredorderecho desde la sala. El patio por elque había entrado estaba al mismo nivelque el portal, pero si no recordaba mal,los edificios del frente tenían dosplantas. O sea que debía subir.

Oí pasos y me oculté en la parte másoscura del pasillo. Un hombre con unabotella de vino apareció por la escaleray cruzó la sala en dirección a la zonamás iluminada y ruidosa de la casa. Sólocuando me llegó una exclamación quevenía del comedor me atreví a atravesarla sala y subir unos cuantos escalones.La escalera tenía también una parte quedescendía y que sin duda conducía a la

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bodega.No percibí ningún sonido procedente

de arriba, de modo que subí los últimosescalones y eché una mirada al pasillo.Volvía a haber luz natural allí, queentraba por las ventanas de cadaextremo, y el brillo de un relámpago loinundó todo durante unos pocossegundos. Sin embargo, no vi lucesencendidas.

Ravenna estaba allí, podía sentirla, aapenas unos metros. Quizá en una de lashabitaciones del fondo, donde unaventana sin cortinas mostraba la vista dela ensenada y de Tehama. El suelo erade madera, lo que me fastidió por su

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tendencia a crujir, pero por suerte unalarga alfombra cubría la parte centraldel pasillo. Las paredes eran de piedrao yeso, y no crujieron, como hubiesehecho la madera, cuando la toqué poraccidente.

Sentía la agonía de la incertidumbreen cada paso que me acercaba a lahabitación, a veces en la más absolutaoscuridad, otras en medio de una luzintensa. Incluso el menor sonido meparecía muy fuerte, como siempre mepasaba cuando intentaba andar consigilo. Por fin llegué al final del pasilloy distinguí dos puertas, una a cada lado.No me detuve a pensar ni un instante: la

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que buscaba era la de la derecha.Avancé, alcé la mano en dirección a lapuerta para golpear con delicadeza y, sinsaber por qué, dudé unos segundos.Luego di tres golpes suaves.

No hubo respuesta. Quizá Ravennaestuviese dormida. Probé a girar lamanecilla y sentí que la puerta se abría.Era una habitación amplia, sin luces, conalgunos muebles y una cama con la ropay las almohadas amontonadas. Esollegué a ver justo antes de distinguir unapequeña silueta sentada en una silla decara a la ventana. Allí estaba ella, quepor algún motivo llevaba una capuchasubida.

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— ¿Ravenna?La figura encapuchada se puso de

pie con lentitud y se volvió mientras lassombras que me envolvían sedesvanecían y desaparecían.

— ¿No reconoces a tu propiohermano?

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CAPITULO XXXII

La puerta se cerró con violenciadetrás de mí y caí inerte contra ella,incapaz de hacer o decir nada,paralizado no por ninguna magia oveneno sino por la más absoluta eimpactante sorpresa. Una sorpresa queen unos segundos se volviódesesperación cuando la figura echóatrás la capucha y vi sus rasgosclaramente a la luz. Me miró fijamentepor un instante, con una ligera sonrisa enlos labios, luego dio unos pasos haciaadelante, cogió una de mis muñecas ydeslizó por ella una pulsera, que cerró

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antes de que yo tuviese tiempo dereaccionar.

— Mis disculpas, hermano —dijo—, pero no me gustan demasiado lassombras.

Sus palabras me sacaron de miparálisis y bajé los ojos hacia elbrazalete de plata, decorado con piedrasparecidas a azabaches. Mi visión de laSombra había desaparecido, y pormucho que lo vintenté, no conseguírecuperarla. Existía una barrera en mimente similar a la que me habíaaplicado el mago mental, aunque consutiles diferencias.

— Te has lucido al llegar tan lejos.

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No es que dudase de ti con semejanteincentivo.

— ¿Cómo...?— Espera un segundo. —Alzó la

mano derecha y la apuntó hacia mí.—¡No! —grité con desesperación.— Unaprecaución. Me temo que no confio en ti,algo que al parecer comparto con muchagente.

El dolor me tiró al suelo tan prontocomo mis piernas cedieron, y medesplomé mientras mi grito era apagadopor una ráfaga de truenos. Su magia merecorrió por dentro del mismo modo queen la ocasión anterior, despojándome detodo control sobre mi propio cuerpo y

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dándome la sensación de que mismúsculos se rompían.

Afortunadamente, se detuvo pronto,y yo me quedé aspirando bocanadas deaire que me producían un dolor intenso.Conservaba el suficiente sentido paramover las manos, pero el efecto bastabapara convertirme en un inválido.

— Todavía no puedes defenderte demí. Pensé que en esta ocasión estaríaspreparado. No es que eso te hubiesesido de mucha ayuda, por supuesto. —Me .dio la espalda y se acercó a mirarpor la ventana— Hermosa vista, ¿no escierto? Los imponentes acantilados, elmar, alguien prisionero en un castillo...

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un buen tema para una ópera, aunqueningún compositor podría imaginar nadatan bello como esto.

Se volvió de pronto y mis ojos losiguieron hasta la cama, con las mantas yalmohadas amontonadas.

— O esto —dijo cogiendo unasábana y apartándola en un único yfluido movimiento.

No eran almohadas.— Tus instintos no te han engañado,

hermano. Sólo tu ingenuidad y tu juicio.Se inclinó ante ella, tapándola por

un momento. Luego regresó a la ventana.— Reunidos al fin —afirmó.Noté la furia en los ojos de Ravenna

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cuando lo miraba, jadeando al respirar.Orosius debió de tenerla amordazadahasta que yo entré, así atada y ocultabajo una manta no había podidoalertarme. Presa del dolor, no dije nada,ni siquiera cuando ella me miró.Nuestros ojos se cruzaron conincomodidad por un momento y noté unaextraña expresión en su rostro.

— ¿Ninguna palabra de amor? —preguntó el emperador con tono desorpresa— Incluso yo podría haberlohecho mejor. ¿O quizá se debe a queestoy aquí y preferiríais estar solos?

— Arruinas el mundo con tu solaexistencia —respondió Ravenna,

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iracunda— No tiene importancia dondeestés. —Pensé que a quien odiabas eraal Dominio— comentó Orosiusaparentando inquietud— ¿O acaso tienesodio suficiente para todos, para losnobles de tu propia tierra que te hanvigilado y protegido, los líderes de laherejía que te adoctrinaron para serfaraona, la gente que haría realidad tusueño sólo como parte de sus propiasmetas?

— Y tú guardas tu odio para los queconoces pero prefieres ver comoextraños —replicó ella de inmediato—Tu prima, tu hermano, los más cercanosa ti.

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— Los que pretenden destruirme —subrayó Orosius— Cathan y Palatina hanplaneado asesinarme. ¿Es eso propio defamiliares o de enemigos?

Ravenna no respondió.— La vida es caprichosa, ¿verdad?

—prosiguió Orosius— Incluso losplanes mejor trazados pueden acabar enla nada. Allá por los tiempos delAntiguo imperio, vosotros dos habríaissido mis más poderosos vasallos. Lafaraona de Qalathar, el jerarca deSanction. Los tres habríamos sidocapaces de cambiar el mundo si hubiesesido nuestro deseo. Sin embargo,ninguno de vosotros ha ceñido su corona

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y erráis por el mundo como vagabundos,llevados por los planes de otraspersonas, utilizados como títeres por unau otra facción. Títeres. Estáis tandesesperados que incluso esa genteinsignificante puede moveros según suvoluntad.

— ¿Tienes idea de lo absurdo quesuena todo eso? —interrumpió Ravenna— ¿ Tú hablando de genteinsignificante} ¿Un emperadorinsignificante, cuyo nombre no semenciona sino para burlarse de él?

— Ni aun siendo la más importantede mis súbditos podría disculpar esaspalabras —subrayó Orosius— , pero no

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tengo tiempo para discutir. El tiempo deesta isla y sus disidentes ha llegado a sufin. Y eso también es una muestrapatética: tras veinticuatro años de estarocupados por el Dominio no consiguenreunir a más de siete personas pararescatar a la faraona. ¡Y tres ni siquierason qalatharis! Ravenna, tu decadentepueblo ha venido aquí esta noche parasalvarte de las garras del fallecido ynada llorado presidente del clanKalessos. Pero ¿se trata acaso de unejército de qalatharis coreando tunombre, siguiendo un plan propio? No,sólo son dos thetianos, un ciudadano deMons Ferranis y cuatro de tus

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conciudadanos los que han llegado hastaaquí. Y ni siquiera fue idea suya, sino demi prima y mi hermano. —¿Y qué es loque harás ahora?— pregunté, sabiendoque fuera cual fuese su respuestahabíamos vuelto a fallar, y esta vez sinsalvación posible.

— Dejaré que vosotros lo adivinéis.Por supuesto que no morirá ninguno devosotros. Asesinar a las únicas personasdel Archipiélago con alguna iniciativasería un desperdicio y, además, mataroseliminaría buena parte de lassatisfacciones de la vida. Hay gente quenos espera abajo, hermano, ¿es precisoque te ate o serás capaz por una vez de

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aceptar lo inevitable? Mi gente se bastay se sobra para manejaros, y en estemomento vuestros amigos deben de estardesarmados y bajo custodia.

— Iré —dije, intentandoincorporarme sin éxito. El emperadorbajó la mirada, sonriente, y luego metendió una mano. La observé por unmomento y luego la cogí, topándome concarne bien sólida, en absoluto unailusión.— No soy una proyección estavez —comentó abriendo la puerta. Doshombres salieron de la habitaciónopuesta, con armaduras de oro a mediday capas azules de la realeza. Ibancubiertos con cascos de tritón. En la

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semipenumbra conseguí distinguir elsímbolo IX en sus antifaces. Pertenecíanpor lo tanto a la Novena Legión, esdecir, a la guardia imperial. ¿Cómohabían llegado allí? Tenían que haberestado en el castillo antes de llegarAlidrisi.— Desata los pies de la chica ytráela —ordenó Orosius, ayudándome acruzar el portal con una apariencia deperfecta cortesía. Los guardias debíande saber cómo era en realidad.

La chica. Ravenna era sólo seismeses más joven que nosotros dos.

Cada paso a lo largo del pasillo y enla escalera me producía terriblesdolores, y Orosius no hizo ningún

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esfuerzo por evitar que me derrumbaseo, tras la primera caída, prevenir lapróxima. El emperador no llevabaarmadura, apenas una túnica blanca ypantalones debajo de esa pesada capacolor añil que había utilizado paraengañarme durante un momento.

Nos condujo a través de la salacircular, y descendimos por el pasilloque conducía al frente. No había señalde sirvientes ni de ninguna de laspersonas con las que me había topadoantes. Cruzamos el corredor dondehabían estado cenando los guardiasimperiales, supuse, y salimos a latormenta.

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Estábamos de pie en la terrazasituada bajo la habitación de Ravenna,de cara al mar. Y en la esquina máslejana pudimos ver cómo Mauriz,Telestay los cuatro guardias apuntaban con susarcos a Palatina y los demás. De modoque así se había enterado Orosius.Habíamos sido traicionados. La capuchade Palatina estaba echada hacia atrás,pero no se había molestado en volver aponérsela. Estaba quieta, abatida, bajola lluvia.

Orosius elevó las manos en un gestodramático. Entonces cesó la lluvia, quese convirtió en una cortina de agua quecaía por los bordes de la terraza. —

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Aquí estamos por fin— dijo Orosius.Los guardias imperiales sosteníanantorchas en los accesos a la terraza.Entre ellos estaban los dos que habíanestado custodiando en el primer piso aRavenna, que seguían con las manosatadas.

— ¡Prima Palatina, cuánto tiemposin vernos!

— Nunca es bastante, Orosius —respondió ella, alzando la cabezaempapada para clavarle la mirada.Había en sus ojos un sufrimiento tanprofundo que parecía a punto dedesmoronarse. Pero mantuvo lacompostura— ¿Les ofreciste salvar la

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vida a cambio de traicionarnos?Observé a Mauriz y Telesta, pero

ambos se tapaban la cara con lacapucha. Comprendí entonces por quéMauriz había sido tan astuto: sabía loque estaba haciendo, sin duda sabíadesde el principio dónde estaba elcastillo. Y nosotros habíamos confiadoen él. De hecho, con su recurso de laflecha ardiente nuestros últimosresquemores habían desaparecido.¿Acaso sabía el emperador el sitioexacto por el que yo escalaría parallegar allí? —Les ofrecí salvarse acambio de servir al emperador. Sólo unidiota o un hereje elegiría la muerte

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cuando tiene la oportunidad de vivirbien. Ése es el problema que tenéisvosotros: estáis dispuestos a morir poresa falsa fe vuestra, pero no a vivir.Orosius hizo un sutil gesto con lasmanos y los guardias empujaron aRavenna hacia adelante.

— Aquí está vuestra faraona, a quienesperáis desde hace tantos años. Por serlos únicos habitantes del Archipiélagodecididos a hacer un esfuerzo porrecuperarla, aparte de lo patético de eseesfuerzo, merecéis verla. Y tambiénmerecéis echar un último vistazo avuestra patria antes de que dejéis suscostas para siempre. Movió entonces un

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brazo y de pronto se abrieron las nubes,que dejaron ver el cielo, las montañas yel mar. —Recordad todo esto,apreciadlo— añadió— Tú también,Ravenna. Contempla tu auténtico hogarmás allá de las aguas. Incluso ahora seesconden de ti. ¿Crees que vendrán arescatarte? ¡No lo harán! Tehama, comoel resto del Archipiélago, ha vivido susdías de gloria. Hace un millar de añosfue la época dorada del Archipiélago,pero por desgracia vives en el presente.Existe sólo un dios, una única autoridadreligiosa en su mundo, y deberásobedecerla. Quizá creas que el tiempode gloria de Thetia también ha pasado,

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pero en eso te equivocas. Palatina,Mauriz, Telesta, os honraréinformándoos los primeros: de ahora enadelante haremos cumplir la verdaderafe en todos los sitios donde ha estadoausente durante tanto tiempo, allí dondesu ausencia ha corrompido las almas ypermitido que os criéis débiles ypervertidos.

Mi nuevo decreto traerá la pureza;purificaré el imperio de todos los malesque lo vienen contaminando desde hacetanto tiempo. La Inquisición le daránueva vida: pondrá fin a las orgías ybanquetes, ¡a todas las cosas por las quesomos despreciados! ¿No es eso lo que

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siempre has detestado de Thetia,Palatina? —preguntó Orosius conembelesamiento, como un idealista o unvisionario explicando el sueño de suvida— Veréis el cambio con vuestrospropios ojos, seréis testigos del fin de laindolencia y la decadencia, la ruina devarios siglos, los que hacen que mitierra sea pasto de las burlas...desaparecerán. Acabarán las herejíasallí y en el extranjero. ¿No es así,Sarhaddon? No me volví, pues sabía quetras la cabalgata, la escalada y la magiaque Orosius había aplicado sobre mí,me haría muy difícil reunir la fuerza o laestabilidad para hacerlo, pero no me

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sorprendió en absoluto. Nuestroscaminos estaban entrelazados de talmanera que Sarhaddon siempre aparecíaen mis momentos de derrota. Y allíestaba otra vez, flanqueado por seissacri y dos magos. Parecía poca cosa,casi frágil con su hábito blanco y rojo,ensombrecido por la presencia de losvelados sacri, el esplendor de la guardiaimperial y la notable presencia delemperador. Pero, aun así, Sarhaddon eraimposible de ignorar.

— Una rastrillada —intervinoSarhaddon dejando la compañía de lossacri para ir a situarse junto al triunfanteemperador— Una que ni siquiera

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vuestras sagradas ciudadelasconseguirán resistir. Ya se estánhaciendo purgas en Océanus, donde elrey limpia sus clanes de cualquier mal.Un rey que está haciendo cuanto puedepor convertir su tierra en un sitiocompletamente puro. Ahora que tenéisun emperador de la verdadera fe, el malcontra el que hemos luchado durantetanto tiempo será por fin eliminado.

Hizo entonces la señal de la llamaardiente ante el emperador y Orosiusinclinó la cabeza en reconocimiento.

— ¿Y qué es lo que obtendréis deeste pacto con el demonio? —preguntóPalatina sin rodeos.

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— Una verdadera fe, un verdaderoimperio, y a vosotros —sonrió Orosius— Por decisión mía y del inquisidorgeneral, todos vosotros habéis sidocondenados a muerte en Aquasilva. Peroconmutaré esa pena. No habrárestauración en el trono de la faraona.Todos vosotros, incluida ella, mepertenecéis ahora. Mañana por lamañana, Ravenna pronunciará sudiscurso de abdicación en Tandaris,cuando yo anuncie el nombramiento deun virrey que trabaje para mí y no parasí mismo. Pero ya hemos esperadodemasiado. Sarhaddon, ¿tienes ya todolo que has venido a buscar?

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— Sí —afirmó él— Pero te pido unmomento antes de que separemosnuestros caminos.

— Por supuesto.Sarhaddon avanzó hasta estar frente

a mí. —Sólo soy un siervo de laverdadera fe— sostuvo con voz suave—No toleraré herejías de ningún tipo. Esmi deber limpiar el mundo de ellas y decuanto traen consigo. Ranthas os dará supropio castigo, pero yo no creo queexista nada más apropiado que ponerte acargo del hermano que representa todolo que tú deberías ser. Lamento de verasque hayas despreciado tu oportunidad deredención, pero, como* lo has hecho, me

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complace que sufras a manos de quienes un legítimo siervo de Ranthas. ¡Ah, yyo en persona me encargaré de que tufamilia de Lepidor conozca los detallesde tu sufrimiento! Aunque la informaciónno sea exactamente la correcta, pues lesdiré que has muerto.

Volvió a darme la espalda.— Su majestad, nuestra misión

sagrada ha llegado a su fin por estanoche. Si embarcas primero, yo teseguiré.

— Muchas gracias, Sarhaddon —respondió el emperador— Trae a losprisioneros. Nos vamos.

Dos guardias imperiales abrieron

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una enorme y pesada puerta al fondo dela terraza y la luz entró desde un pasillointerior. El emperador encabezó lacomitiva, mientras que dos guardias mecogieron o, mejor dicho, me arrastraron.Eso fue doloroso, pero quizá no tantocomo lo hubiese sido caminar. Elcorredor era amplio, estaba bieniluminado y recorría una corta distanciaa través de lo que parecía roca hastallegar a un espacio abierto conmaquinaria y una gran plataforma con uncomplicado mecanismo de cadenascorriendo por el centro.

¿Para qué habían construido unascensor allí?, pensé mientras me

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empujaban hacia la plataforma y mecogían para sostenerme de pie. Elelevador tenía capacidad para llevar adoce de nosotros, de modo que algunosde los prisioneros, la gente deSarhaddon y los guardias restantesesperaron a un segundo viaje.

Entonces comenzó el descenso porun hueco con paredes de piedra a pocosmilímetros del ascensor. Descendimos ydescendimos hasta que el extremosuperior del hueco pareció apenas unpunto de luz. Ahora el rugido de las olaspodía oírse muy cerca. La roca estabamojada allí, cubierta de algas, y el airecargado de humedad. Nadie dijo una

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palabra; el único sonido, aparte del mar,era el rechinar del mecanismo alextenderse cada eslabón de la cadena.Por fin el elevador se detuvo en unapuerta situada en uno de los lados delhueco, conectada con una enormecaverna que me recordó aquella de Ral´Tumar donde Mauriz y Telesta noshabían disfrazado. ¡Qué inútil habíaresultado todo! Y ahora el hombre quehacía pocas horas hablaba a Palatinacon nostalgia sobre su hogar y compartíasu odio por el emperador, el que mehabía secuestrado para derrocarlo, noshabía traicionado por el mismo Orosius.En un embarcadero había amarradas dos

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rayas, una de ellas tan grande como elmismo muelle donde estaba. Susuperficie era lisa y carecía de lasmarcas típicas producidas por el mar.En el techo llevaba la aleta del delfínimperial. Nos condujeron hacia allímientras el ascensor volvía a subir.

— ¿Puedo caminar por mis propiosmedios? —le pregunté a Orosius antesde que los guardias volviesen alevantarme.

— Si eres lo bastante fuerte... —dijoél haciéndoles una señal. Me tambaleéun poco, pero vi la expresión delemperador e hice todo lo posible por noderrumbarme agarrándome al borde de

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la escotilla.— Cathan no es más débil que tú,

monstruo —espetó Ravenna.— Entonces permitid que también

ella camine por sí sola —respondióOrosius, condescendiente— Seguidme.

Era un interior palaciego, con unaescalera que conducía a una primeraplanta y una cabina para el piloto tangrande como un puente de mandos,donde nos condujeron. Tenía hueras deasientos tapizados con la insignia deldelfín en los respaldos. En el centrohabía sillones más espaciosos y demadera tallada, en uno de los cuales sesentó el emperador.

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— ¿Todavía puedo confiar en ti? —me dijo Orosius mientras señalaba unode los asientos detrás de él.

— No sé para qué —respondí—¿No puedes confiar en Ravennatambién? ¿O consideras que ella es tanpeligrosa que temes desatarla enpresencia de una docena de legionariosarmados? —Prefiero dejarla como está.

— Le di una patada en el estómago,ése es el motivo —comentó

Ravenna, desafiante— Hará de esounas cuatro horas, así que a subondadoso modo todavía se toma larevancha.

Ella tomó asiento a mi lado, aunque

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con las manos atadas a la espalda nopudo hacerlo cómodamente.

— Bien hecho —dijo Palatina—Orosius, no me parecía en absoluto quefueses a echarte atrás otra vez, pero esevidente que me equivocaba. ¿Es esapatada la excusa para su condena amuerte? —Dejad de hablar de una vez—dijo el emperador con voz quebradiza—No tenéis inmunidad, seáis o nomiembros de mi familia. Me sentítotalmente vacío sentado en la cabinaimperial y esperando a que el resto de laescolta de Orosius apareciese paracerrar la escotilla. Las cosas se habíanestropeado demasiado de prisa para que

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mi mente las asimilase. Fuese lo quefuese lo que el emperador pensaba hacerconmigo y con todos nosotros,estábamos vivos y seguiríamosestándolo. A menos que también ésafuese una promesa falsa, como bienpodía ser el caso: conducirnos aSelerian Alastre, juzgarnos allí yejecutarnos como opositores de susnuevas leyes.

Los otros llegaron en seguida, yguardias y prisioneros ocuparon el restode los asientos después de que alguienabrió la puerta. Oí el sonido de laescotilla al cerrarse y el débil rumor delreactor poniéndose en marcha. Frente a

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nosotros, Orosius tenía una buena visiónde las ventanillas delanteras y, aunquetapaba la mía de forma parcial, podíaver lo suficiente para apreciar cómo laraya del Dominio, con Sarhaddon abordo, zarpaba a nuestro lado,alejándose del muelle. Tamanes habíadicho que no se podía navegar por allíen invierno, pero incluso así elemperador y Sarhaddon habían llegadocon sus naves y no parecían esperarproblemas en el camino de regreso.¿Cuántas cosas sabían que nosotrosignorábamos? Cuando el agua cubrió lasventanillas y la cueva se perdió de vista,dejé de mirar hacia allí. Por el cristal

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frontal de la nave no podía distinguirsemás que oscuridad. Navegábamos bajolos acantilados de la costa de laPerdición.

Entonces, por primera vez,exceptuando aquel fugaz instante en lahabitación, reuní coraje para mirar aRavenna. También ella estaba dolorida,mucho más de lo que hubiese aceptado.No se percibía el menor rastro dederrota o desesperación en su rostro,sólo orgullo y furia contenida en susoscuros ojos marrones. Y noté tambiénque me miraba sonriendo con tristeza.Mantuve su mirada y me las compusepara sonreír débilmente, lo que me hizo

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olvidar por un instante el resto de lacabina, la presencia del emperador ytodo lo que habíamos pasado. Por unavez, no había entre nosotros ningúnsecreto.

Ravenna bajó la cabeza sutilmente ymiró con insistencia mi muñecaizquierda, donde el emperador me habíacolocado el brazalete. A continuacióngiró los ojos una y otra vez, como siintentase mirar su propia espalda.Observé sus manos y noté entonces quemovía una de sus muñecas entre lascuerdas, lo suficiente para cruzar lospulgares y descruzarlos poco después.

Me mordí el labio intentando

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contener cualquier expresión en mirostro que delatara que habíacomprendido lo que quería decir. Pese atodo su poder, seguía habiendo cosasque el emperador ignoraba. Por un ratoevité mirar a Ravenna, aunque fuera nohabía nada para ver excepto oscuridad.No podía distinguir los controles de éteren el puente de mando para saber en quédirección navegábamos, pero eraprobable que fuésemos hacia laensenada para reunirnos con variasmantas. Por lo menos dos: una delDominio y otra imperial, y quizátambién escoltas imperiales. Se suponíaque nuestro viaje era secreto, pero dudé

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que el emperador se atreviese a navegarsin escolta.

¿Cómo lo habrían logrado? Lasnaves debían de estar esperando enalgún punto de la costa de la Perdición.Por lo que yo sabía el clima submarinoera idéntico al de la superficie. Deacuerdo con Tamanes, nadie estabaseguro de los motivos por los que el marera tan traicionero allí, pero lascorrientes resultaban impredecibles ymuy fuertes, imposibles de prever, loque las convertía en una pesadilla paralos marinos. Tan fuertes podían ser queno era difícil que destruyeran mantas,por lo general dotadas de mucha fuerza

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para empujar en un medio que oponíaresistencia, pero que podían quebrarsebajo corrientes muy violentas y caóticasque golpeasen desde diversos puntos.Corrientes muy distintas de las delocéano, de una única dirección.

— ¿Cómo llegaba tu gente a la costade la Perdición antigua—

mente? —le murmuré a Ravennapoco más tarde. Debían de haber unosdieciséis kilómetros desde el frente delvalle Matrodo hasta la boca de laensenada, así que todavía nos quedabaun buen rato a bordo. ¿O acaso nosesperaba otro buque? Si Tamanes habíahablado con buen juicio, el piloto debía

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de ser genial conduciendo un buqueinmenso, pues cuanto más pequeño, másvulnerable resultaba. La hipotéticamanta del emperador estaría esperandoen algún lugar fuera de la ensenada.

— Buenos pilotos —respondióRavenna sin pretender conocer elmotivo de mi pregunta— Y ademáshabía un canal seguro, que todos losdemás creían bloqueado. Ignoraba cómohabía descubierto el emperador esesecreto, pero sospeché que habríaobligado a Ravenna a contárselo antesde mi llegada, o quizá se lo dijeraAlidrisi.

Conversamos en calma durante un

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rato, un gesto de desafío y distracciónque sin duda Orosius esperaba quesucediese. Luego nos amenazó y nosmantuvimos en silencio. No teníasentido seguir provocándolo. Esa nocheparecía muy nervioso, mucho más de loque lo había visto en nuestros encuentrosprevios, y tenía todo el aspecto de estara punto de perder la paciencia. Si él nohubiese creído que estábamos totalmenteen su poder, toda su calma se habríadesvanecido de inmediato. —El Valdurestá a la vista, su majestad.— Era la vozde un navegante tras largos minutos desilencio. Nadie salvo nosotros dos habíadicho palabra, y tampoco había nadie

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con quien el emperador pudiese hablarsalvo con sus prisioneros, que, por elmomento, estábamos por debajo de sudignidad— Y el Horno. Seguramente elsegundo sería el buque de Sarhaddon. —Bien, comprueba su situación.

— En seguida, su majestad. Elcapitán envía un mensaje urgente. Diceque han perdido contacto con lasescoltas del exterior.

Orosius se puso de pie y avanzóhacia el intercomunicador. —¿Qué eseso?— preguntó, y se oyó otra débil vozdesde una invisible pantalla— ¿Que eltiempo ha empeorado? Ordené quemantuvieran la posición, sin importar lo

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que... Ya sé que esta costa es peligrosa...Bien, pues seguid intentándolo. ¡Idiotas!—añadió. Regresó a su asiento sinmirarnos a ninguno, y sentí pena por elcapitán. ¿Había ordenado dejar escoltasfuera, en la costa de la Perdición? ¿Tandesalmado era? No pude ver el Valdurhasta que estuvimos justo encima de él,una enorme masa con luces en loscostados, que se materializó de prontodesde las tinieblas. ¿Tendría una, dos...cuatro cubiertas? ¡Por todos losElementos, era gigantesco! Y cuandodescendimos, a la claridad de sus lucesde éter, me pareció que su longitud erainfinita. Había pensado que el Estrella

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Sombría, con sus tres cubiertas, eragrandioso, pero esta nave era másgrande de lo que hubiese creído posible.Nos detuvimos y comenzamos a subir ala superficie. Vi primero el extremo delmuelle y luego los lados a medida que elbuque se aproximaba con cuidado paraatracar. También el embarcadero eramuy grande, pensé mientras miraba lasluces brillantes e inmaculadas y losmuros pintados con la aleta del delfínimperial. La raya se estremeció cuandohicimos contacto, y oí un siseoproveniente del exterior, el golpeteo delas grúas de conexión y el ruido de unapuerta que se cerraba de forma más

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silenciosa de lo habitual. Dos marinoscon pulcros uniformes negrosaparecieron desde el puente y abrieronla escotilla. Estábamos demasiadoarriba para ver si había una comitiva debienvenida, pero dudé mucho que lahubiese.

— Traedlos —ordenó Orosiusponiéndose de pie— Como antes.

Luego desapareció por la escotilla yoí las estridentes notas de la llamada deabordaje.

El líder de los guardias, con la aletablanca en el casco, hizo un gesto conimpaciencia y sus hombres nos hicieronlevantar de los asientos. Me alegró

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incorporarme pues tenía la ropa todavíamojada y había humedecido la tapicería,haciéndola muy incómoda. Ravenna sepuso de pie con seguridad y yo la seguífuera de la cabina y luego descendiendola escalerilla. Había allí unos cuatrooficiales y marineros todos vestidos denegro, no del azul de la armada real, yotros dos hablaban con Orosius, uncapitán y un almirante, a juzgar por lasestrellas de sus hombros.

— ¿Cómo es posible que todavía nohaya comunicación? —preguntaba elemperador, aunque no con ira, todavíano. Sonaba más desconcertado queinquieto— Tendrían que haber podido

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mantenerse en su sitio con la protecciónque le di al casco de la nave.

— Existe sólo un estrecho espaciode aguas seguras —dijo el almirante—Si se marcharon por alguna razón, porejemplo respondiendo a una petición deayuda, les llevará tiempo regresar acontracorriente.

— Aquí no hay nadie que puedapedir ayuda. Estaré en el puente demando —anunció, y comenzó a caminaren dirección a la puerta, pero luego sedetuvo para dirigirse al jefe de losguardias— Tribuno, asegúrese de que labrigada custodie a los prisioneros, atodos excepto a estos tres, que deben

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quedarse en mi cabina, aún tengoasuntos inconclusos que resolver conellos. Mauriz y Telesta me acompañarán.

Frunció el ceño, me señaló con unamano y sentí un hormigueo en la piel.Entonces noté que salía vapor de miropa y, cuando cesó, estaba seco denuevo —Sí, su majestad— contestó eltribuno mientras el emperador semarchaba— Decurión, coge a estos tresy cumple con lo que el emperador haordenado. Que todos los demás vuelvana sus tareas habituales. Vosotros tres —dijo señalándonos a Palatina, a Ravennay a mí— , seguidme.

No me gustó el tono de voz del

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emperador al decir «asuntosinconclusos», pero no podía hacer nadaal respecto. Seguimos al tribuno haciaun amplio pasillo de techos altos. En unamanta ordinaria, ésa habría sido labodega de carga, pero aquí parecíausarse para almacenar los equipajes delemperador y guardar armamento extra.Es decir que el Valdur tenía cincocubiertas y no cuatro. Las paredesestaban pintadas y el suelo cubierto delas mismas alfombras que el resto de lasmantas (para facilitar eldesplazamiento), que en este caso erande color carmesí. De las paredescolgaban estandartes de seda, y supuse

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que por ahí se conducía a los huéspedesa bordo.

Al llegar al fondo ascendimos unaescalerilla con barandilla que llevaba auna sala circular desagradablementeparecida a la del castillo, aunque en estecaso decorada según el estilo thetiano.Seguimos subiendo, ahora rodeando loslados del círculo hasta que entramos enun espacio verdaderamente enorme. Mesorprendió la lujosa decoración, eldetalle de las tallas de madera e inclusola imitación de mosaicos del suelo.Cuando pasamos por el puente demando, le eché una mirada, sólo parapercatarme de que existía otro espacio

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algo más pequeño, con camarotes, entrenosotros y el puente; las ventanasfrontales que pude distinguir debían demedir unos veinte metros de largo. —Éste es el buque insignia imperial—informó el tribuno como si le hablase aun grupo de atemorizados jefes de tribu— La manta más grande del mundo.¿Qué esperabais?

Aunque él no lo supiese, el Aeón eramucho más grande que el Valdur. Peroeso no impidió que yo admirase elinterior del buque, que, sin embargo, erapara mí una prisión.

Atravesamos más salas espléndidassubiendo una nueva planta, donde quizá

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atendían a los huéspedes. Lasdependencias del emperador seencontraban en la cubierta superior, enla que un candelabro firmementeajustado colgaba de un techo de cristaltransparente.

Dos guardias situados ante unaspuertas dobles se pusieron firmes al oírlos pasos del tribuno y procedieron aabrirlas. —¿No se priva de nada,verdad?— comentó Palatinacontemplando las alfombras azules, losmurales thetianos y el techo abovedadodel interior. —Es el emperador—respondió el tribuno. Un hombre queparecía nervioso, vestido totalmente de

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negro apareció al otro lado de la puerta.— Tribuno.— Estos tres prisioneros deben

esperar en la sala de recepción ypermanecer solos.

— Bien. Al emperador no le gustaráver barro en sus finas alfombras.

Como una prevenciónextraordinaria, supuse, se nos condujodescalzos a una enorme habitaciónrodeada de ventanas, cuyo suelo estabacubierto de gruesas alfombras tejidas amano. Parecía más un palacio que unbuque, pensé mirando las sillas y lossofás, el pequeño mueble bar y la mesarecubierta de marfil al fondo. El tribuno

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hizo que nos arrodillásemos.— No os mováis —nos dijo,

deteniéndose junto a la puerta antes desalir— El emperador pronto se ocuparáde vosotros. —Y se marchó cerrandotras él.

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CAPITULO XXXIII

Se produjo un momento de pesadosilencio, como si todos contuviésemosla respiración cuando oímos alejarse lospasos del tribuno. Entonces nos llegó eldébil sonido de las puertas exteriorescerrándose y la tensión se relajó unpoco.

— Orosius destruye todo lo que toca—dijo Palatina con voz acongojada— Ysabe bien dónde tocar. Todo lo quehacemos está siempre varios pasos pordetrás de él. Nos hemos ofrecido enbandeja; habría dado lo mismorendirnos. — ¿Es Palatina la que habla?

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—preguntó Ravenna.— Palatina era amiga de Mauriz —

respondió ella— Palatina podía idear unplan sin que fallase.

— ¿Hubieses preferido entonces elotro camino? —¿Más que estar alservicio de este monstruo?— En losojos de Palatina se veía resignación—Nunca tuve ocasión de escoger. Porqueellos anticipaban todo lo quepensábamos hacer; cada vez quepretendimos golpearlos, resultaronvencedores. Después de lo ocurrido enLepidor, nos prometimos mutuamente nopermitir jamás que se repitiese algosemejante. Pero ha sucedido, y esta vez

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no debido a un insignificante y soberbiohaletita.

— No, es un perverso demente queno sería nadie sin su trono y su magia, yque en pocos años quizá se destruya a símismo.

— Pero no tenemos esos años.Cathan sabe lo que Orosius me hizo, yeso fue cuando se comportaba de manerasutil e imaginativa. Recuerdo ladesaparición de un puñado de personas,un par de ellas amigas mías, quereaparecieron unos meses despuésconvertidas en criaturas serviles delemperador. Así consigue a la mayoría desus agentes. La sentencia de muerte

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implica carecer de protección encualquier lugar de Aquasilva.

— Ésa es su propia sentencia demuerte —añadió Ravenna con

calma— Orosius desea hacerle aThetia lo que el Dominio le hizo alArchipiélago.

— Pero no queda nadie que puedamatarlo.

— Si persiste en ese camino, alguienlo hará. No tiene tanto poder como túcrees.

— ¿Ni siquiera aliado a Sarhaddon?— Sarhaddon es como él. —

Ravenna bajó la mirada y movió losbrazos con una mueca de dolor.

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— ¿Quieres que te afloje un poco lascuerdas? —le pregunté. Resultaba tanextraño estar prisioneros en un ambientetan magnífico, pensé mirando a mialrededor las lujosas sillas, la delicadapintura de los murales y la alfombrasobre la que estábamos de rodillas. Unasala realmente digna de un emperador,pero no de ése.— No. Ya están biencomo están; si las aflojas, se dará cuentay me mantendrá atada más tiempo. Aunasí supongo que no me desatará hastaque pasen unas horas, pero no importa.Me recuerda que conseguí lastimarlo, notanto como hubiese deseado, pero unpoco al menos.

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— Nos movemos —advirtióPalatina de repente— ¿Cómoconseguiste golpearlo?

— Se me acercó demasiado.Disfruta haciendo daño; es peor que losinquisidores. Ellos lo hacen porquecreen cumplir el designio de Ranthas,por muy malo que sea. Con Orosius esdiferente. Cuando lo golpeé estalló deira. Yo estaba aterrorizada, igual quecuando en una pesadilla nos persiguenanimales salvajes o estamos encerradosen una habitación llena de serpientes.

— Atarte no fue lo único que te hizo,¿verdad?

— Ya estaba atada. Orosius mató a

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Alidrisi y a sus hombres sin que yo looyese siquiera y luego subió. Pensé queeras tú, Cathan, y esa confusión le diotiempo suficiente para bloquear mimagia. Tienes razón, eso no fue todo,pero lo otro se curará tarde o temprano.

El resentimiento que había estadoformándose en mi interior se encendióhasta convertirse en furia, pero no habíanada que yo pudiese hacer, no habíanadie presente a quien golpear, por muyinútil que fuese eso. Era preciso queyo... que nosotros se lo hiciésemospagar de alguna manera, pero para esotodavía teníamos .. que esperar. Pero larabia siguió acumulándose en mi

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interior. No me importaba lo que hiciesepara desquitarse: iba a hacerle daño,como fuese.

— Y gracias a ambos por intentarrescatarme —añadió Ravenna conseriedad— No digas nada, Cathan. Yahablaremos en otra ocasión, pero noahora. Me incliné para hablarle al oído,sin saber si el guardia nos estabaoyendo, y susurré:

— ¿Te has enterado de algo delAeón? No sabía si ésa sería la últimavez que hablásemos en mucho tiempo.No creía que Orosius nos fuese a dejarjuntos, planease lo que planease paradespués. Era diez veces peor saber que

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Ravenna y Palatina estaban también a sumerced, que su crueldad no se limitaríaa mí.

— Me temo que muy poca cosa —respondió ella también en un susurro, yyo me volví hacia ella para quecontinuara— Unos oficiales imperialesquisieron encontrar el cuerpo delalmirante para erigirle un monumento.Entonces Tanais dijo algo como: «Elalmirante ya tiene su propio monumentoy el mar lo protege de cualquiera queintente hacerle daño». Eso es parte de lahistoria de la Marina. Alidrisi sacó dealgún sitio muchos libros paramantenerme entretenida.

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— El mar lo protege —repetí,fascinado. Luego le resumí las ideas queme habían venido a la mente y volví aecharme hacia atrás para dejarla quepensase. Ravenna se mordió el labioinferior, un gesto inconsciente queacompañaba sus reflexiones.

— Algún sitio donde sólo túpudieses llegar a la nave —comentó—Tiene sentido. Carausius se llamaba a símismo «hijo del mar» y tú también loeres, entiendes el mar como pocos.Pretendes desvelar sus secretos,mientras otros intentarían emplear lafuerza o la magia. Ésa es la diferenciaentre tú y tu... entre tú y Orosius: él es

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mucho más poderoso que tú pero jamáscomprenderá el cómo ni el porqué.

— No debería tener ningún poder.— Entonces algo salió mal. Pero si

tú y yo estamos en lo cierto, el Aeóntendría que estar en algún lugar al quesólo tú puedas acceder, que impida queotra persona llegue. Como esas cuevasde Thetia que mencionaste. Quizádebajo de alguna isla. ¿Recuerdas unade las batallas que tuvieron lugardurante la guerra? La flota de un bandose ocultó en esas cuevas y emboscó alenemigo. —Te refieres a la batalla deImmuron— añadió Palatina consuavidad— Nuestra flota era comandada

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por el almirante Cidelis; lo he leído enla Historia.

— El escenario de una gran victoria,pero olvidado desde entonces. Esopodría tener sentido.

¿Podría ser que diésemos con elAeón con tanta rapidez, con esafacilidad sólo por unir nuestrosrazonamientos?

— Pero, en ese caso, ¿cómo loprotegería el mar? —pregunté poniendoen evidencia el fallo de nuestra teoría.

— Carausius estaba con Cidelis, poreso sabemos de Immuron —repusoPalatina— Carausius dirigió el rumbohacia las profundidades a las que nadie

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hubiese descendido en circunstanciasnormales. —Y si alguien más lo haaveriguado...— Incluso si así fuera,nadie ha conseguido encontrar la nave.Ni siquiera Orosius.

— A menos que pretenda hacer quela encuentre para él —afirmé contristeza. A pesar de que hablábamos envoz baja, alguien podía estarescuchándonos, y si Orosius seguíaviendo frustrada su búsqueda, seinclinaría por otros métodos. Quizáincluso llegase a las mismasconclusiones que yo.

— Ésa es nuestra debilidad —opinóPalatina— Una de muchas. Por eso

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estamos juntos y no separados, porquepuede presionar nos mejor de estaforma. Ninguno de nosotros haría algoque lastimase al otro.

La observé por un instante,comprendiendo lo que decía yapenándose por ello. Pero recordé cómoSarhaddon había utilizado a los rehenesen Lepidor, para que los marinos senegasen a atacar, así como la versión dela historia que me había contado en elpalacio de Sagantha. Era tan sencillopara los que ya no les importaba la vidaamenazar a los que sí...

— Mejor pronto que tarde —susurróRavenna— Pero no demasiado pronto.

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Hay que permitir que baje la guardia,dejar que piense que estamosaterrorizados. No volveré a provocarloa menos que sea completamenteimprescindible.

El emperador había neutralizadonuestros poderes mágicos individuales,pero Ravenna pensaba, o quizá sabía,que estando los dos juntos podríamoshacer algo en el momento en queOrosius menos lo esperase. Pero ¿seríaeso suficiente? Podía suceder que fuesemás fuerte que nosotros dos juntos (dehecho, nos superaba con mucho porseparado), de modo que al enfrentarnosa él sería más importante el modo que la

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fuerza utilizada (que para nosotrosmismos era imposible de calcular).

No tuvimos oportunidad de decirnada más, pues los tres oímos pasosfuera y la puerta se abrió. El emperadorbajó la mirada hacia nosotros, sonriendocon frialdad.

— ¡Qué gratificante comprobar queya me estáis obedeciendo! Sois unosestudiantes aplicados.

— ¿Ya has encontrado tus guardiasperdidos? —preguntó Palatina, sin quesu tono fuese hostil ni tampoco sumiso.— Ahora mismo estamos buscándolos.En unos pocos minutos cruzaremos laentrada a la ensenada y tendréis la

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posibilidad de ver la costa de laPerdición sin interferencias. Sarhaddonha aceptado con amabilidad ayudarnos aencontrarlos. Sus magos pueden detectarlas antorchas a muchísima distancia eincluso bajo el agua.

— ¿Cómo se te permite ser uno delos magos elementales corruptos yperversos que Sarhaddon menciona ensus sermones? —pregunté, intentandoentretener a Orosius.

Con algo de suerte, la búsqueda delos guardias lo distraería, aunqueincluso si nos las arreglábamos paradominarlo, no dejaba de ser unproblema qué hacer estando en el buque

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insignia imperial y rodeados deguardias. ¿Valía la pena dejar quesiguiese adelante con sus planes yesperar a que decepcionase a su propiatropa si, como decía Palatina, decidiesemantenernos juntos como rehenes?

— Puedo serlo porque,contrariamente a ti, hermano, no creo enfalsos dioses. Mi magia está al serviciode Ranthas, no al de la oscuridad y laSombra. La Inquisición y yocompartimos muchas metas, así como lamisma preocupación por ti. —Consideraré eso un cumplido.— Esposible que llegues a cambiar de idea—afirmó mientras se acercaba al

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mueble bar y se servía una copa de claroy burbujeante vino azul thetiano— PorSarhaddon —brindó alzando la copa. Yoobservé cuánto bebía, preguntándome sihabía heredado la misma incapacidadque yo para hacerlo en grandescantidades. Sin embargo, bebió tantocomo cualquier persona normal,acabándose la copa poco a pocomientras nos hablaba.

— Mi padre despreciaba a laspersonas beligerantes —prosiguió— Yser despreciado por él podía significarla estima de muchos. Como te habrándicho muchas veces, Cathan, tú tepareces mucho a él. Aunque, por cierto,

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careces de sus talentos artísticos. Tusdotes se centran más en el campo de laoceanografía, que quizá sean másinútiles todavía que los de nuestropadre. Al menos él dejó a la posteridadobras de arte y poesías por las que serárecordado. Orosius se expresaba comoun experto discutiendo sobre arte consus amigos críticos.

— Quizá su estilo fuese un pococonvencional —añadió— , pero no hayduda de que estaba inspirado. Dicen queeso era notable en los retratos que hizode nuestra madre al poco de conocerse yque, por desgracia, se han perdido.

Probablemente ella se los hubiese

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llevado consigo para que no quedasenen poder de Orosius. Podía ser queestuviese interesado en ciertos aspectosde pintura thetiana, aunque yo ignorabacuáles habían sido los motivospreferidos por mi padre para sus obras.—Si soy tan inútil— contraataqué— ,¿por qué te has esmerado tanto paracapturarme?

— Porque, como te he dicho antes,tu mérito radica más en lo que otra genteve en ti que en cualquier cosa que seascapaz de lograr por tu cuenta. Y tampocoes que para cogerte haya tenido queesforzarme demasiado, ¿verdad? Caescon demasiada facilidad en manos de

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otras personas, incluso si son tribus.Me mordí los labios para contener la

réplica que tenía en la punta de lalengua, ya que aún no quería provocarlo.Por fortuna, él lo consideró más temorque autocontrol. —¿Te han dicho lopoco inteligente que es hacermeenfurecer?— preguntó Orosius tomandosu vino. Eso me dio mucha sed, pues nohabía bebido nada desde antes de subirpor el risco. No parecía una gran hazañasabiendo que él me había estadoesperando arriba y que Mauriz tenía lacerteza de que el peñasco se podíaescalar y no estaba vigilado. Ninguno denosotros sospechó lo asombrosamente

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conveniente que había sido que llevasela flecha ardiente.

— ¿Por eso siempre dices que tussiervos son idiotas? —lanzó Palatina—¿Porque pierdes los estribos conmuchísima facilidad? ¿O porque ellostienen los escrúpulos y la decencia quetú no posees?

— ¿Adonde te han llevado tusescrúpulos?

— La falta de ellos no hace mejor aun emperador. Quizá pienses que debesutilizar la tortura, pero ¿para disfrutarlae infligirla tú mismo debido a esa faltade escrúpulos?

— «Si piensas que ha de hacerse

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algo desagradable, hazlo tú mismo ycomprueba si es de veras necesario.»Pese a todos sus errores, Aetius dijomuchas verdades.

— Eso sólo funciona para los quetienen pocos criterios morales. No sé sitratas a tus concubinas del mismo modo,pero eres un emperador thetiano.¿Imaginas que la gente te tendría elmenor respeto si supiese lo que le hashecho a Ravenna?

— Estaba dentro de mis derechoshacerle pagar por haberme atacado.

— ¡No, no es así! —gritó Palatina—Como sabrás, existe un sistema judicialcon juicios, testigos, leyes y un juez que

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no es a la vez el querellante. ¿Recuerdastodo eso? ¿O ahora has degeneradohasta convertirte en un salvaje haletita?— Ah, sí. Un juicio de alta traiciónporque ella me dio una patada en elestómago. Tú y tus amigos republicanoslo encontrarían muy divertido. ¿No esasí? ¿No crees que mi método fuemejor? ¿Qué hacer...?

Palatina se calló y desvió la miradahacia mí— Existe una diferencia entrevenganza y tortura, Orosius. La torturano es un castigo aceptado en Thetia, esun medio para llegar a un fin al que sólorecurren unas pocas personas.— ¡Cómote gusta moralizar, Palatina! Haces que

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Thetia suene tan culta y liberal, cuandolo cierto es que todo cuanto han logradonuestras leyes y nuestra piedad esconvertirnos en el hazmerreír. ¿Acaso letembló la mano a Aetius durante laguerra cuando torturó a gente paraobtener información? ¿No compensa elbien de muchos la violación del de unospocos?— No tenía idea de queestuvieses en guerra con Qalathar —subrayó Ravenna.

Permanecí en silencio durante elintercambio verbal, con los puñosaferrados a ambos lados para noreaccionar. Fuese lo que fuese lo que lehubiera hecho a Ravenna, Palatina lo

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sabía y no me lo había contado. Contodo, tenía que ser lo bastante malo paravencer el frágil autocontrol que yointentaba mantener frente al rostro delodioso emperador.

— Palatina, tú y yo tenemos puntosde vista totalmente opuestos, pero hansido siempre mis métodos los queconsiguieron la victoria. La ley religiosacobra ahora preeminencia absoluta porencima del código legal secular en todoel imperio, así que todos los acusadosde herejía ya no podrán salvarse a símismos como lo ha hecho Mauriz.Afirmar que el imperio sería mejor sinla guía divinamente establecida por

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Ranthas será una herejía. Los que comovosotros se empecinen en sus creenciasaprenderán por desgracia la gravedad desu error. No importan tampoco, lamayoría no merece la pena que se salve.Dentro de pocas semanas vuestra fe sehabrá extinguido, y Thetia será muchomejor tras haberla perdido.

— ¿Por qué todo lo que haces acabasiempre en derramamiento de sangre ymuerte? —preguntó Palatina con tristeza— Tú admirabas a mi padre, ¿crees queél habría hecho lo que te propones? —Tu padre era muy capaz, pero erró elcamino. Todo un contraste con su hija.¿Eres consciente de lo poco que has

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logrado a lo largo de tu vida, Palatina?Siempre la gran líder rodeada depersonas insignificantes, la que imaginaplanes que podrían tener éxito durantebatallas fingidas en una escuela deentrenamiento o en una isla remota. Sinembargo, cada vez que has intentado irmás allá de eso y superarte, hasfracasado. Los republicanos sólo terespetaban por ser la hija de Reinhardt,y Tanais sólo aceptó ser tu tutor porqueeres mi prima. ¿Acaso tú has hecho algode valor durante el tiempo que pasasteen Thetia? ¿Hubo alguna clase devictoria, conseguiste nuevos conversospara tu causa?

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Orosius negó con la cabeza,acabándose el vino de la copa ydejándola sobre la amplia mesarecubierta de marfil, situada en mediode unas sillas a unos pocos pasos dedistancia. La mesa estaba apuntalada alsuelo, como el resto de los mueblesgrandes, para que no se deslizase conmala mar. Cogió entonces una de lassillas ligeras que rodeaban la mesa y sesentó en ella. Yo esperaba hacía rato quelo hiciese, pues reforzaba su sensaciónde superioridad. —¿Has conseguidoalgo desde entonces?— prosiguió elemperador— Fue un oscuro tribuno deOcéanus quien te salvó de ser ejecutada

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en Lepidor. Cualquier cosa que te haspropuesto ha fracasado y ni siquiera hasrescatado a Ravenna. Es un curriculumlamentable. Deberías haberpermanecido en Océanus combatiendocontra las tribus, que están a tu mismonivel. —¡Prefiero ser olvidada querecordada como te recordarán a ti!—¿Quieres decir como al restaurador deThetia? ¡Qué humilde eres! Es posibleque tu nombre se mencione una o dosveces en libros de historia, en algunanota al pie de página. Cathan ni siquieradesea tanto, ¿verdad? Él cumplirá sudeseo de vivir y morir en el anonimato.—Orosius se rió pero sin el menor

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sentido del humor— Eso es lo que hasbuscado durante los últimos meses,¿verdad, hermano? Desprenderte delnombre de un clan al que nunca hasadmitido pertenecer. Te garantizo queese deseo se cumplirá, el exarcaelaborará un sencillo decreto retirándoteun rango de la realeza, que es más queevidente que no mereces. Y en cuanto aRavenna, tú serás la faraona que nuncafue tal. La única ocasión en la que tugente te verá será mañana, cuandoabdiques y me ofrezcas tu corona y a timisma. Un final más glorioso del quemerecen los que te han formado tudinastía: un advenedizo con un reinado

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de veinte años y una chica que gobiernadurante media hora. Sois unos auténticosfracasados.

— Entonces ¿por qué te tomas tantasmolestias? —pregunté— ¿Para quémantenernos vivos si somos tan inútiles?Pensé que sólo querías contar con losmejores para tu nuevo mundo feliz. ¿Nosería matarnos la solución más segura,para que nunca volvamos a ser unaamenaza para ti? —Vosotros jamásseréis capaces de serlo, ni estaréissiquiera en posición de intentarlo. Estoes suficiente, y además podéisconvertiros en excelentes siervos depalacio.

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Sus palabras no me convencían enabsoluto. Sin duda causar dolor no seríasu única intención: debía de pretenderalgo más de nosotros, tener otra razónpara mantenernos con vida. Orosius eralo bastante inteligente para saber que lamuerte era el único camino efectivo paralograr que dejásemos de causarleproblemas, pero por algún motivo nodeseaba matarnos. ¿Por qué? Sentí queme recorría un escalofrío al recordar elAeón. ¿Sería eso? ¿No pensaríamencionarlo hasta que no noshubiésemos desmoronado? No, no meparecía que fuese tan paciente. Si queríacontar con el Aeón, lo querría bien

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pronto, para darle más poder yseguridad mientras llevaba adelante sulimpieza de herejes.

— Fuimos parte del precio porpermitir la participación del Dominio —intervino Palatina— ¿Debo ver en esouna mentalidad comercial, nodesperdiciar lo que has comprado?— Siquieres llamarlo así. Os he compradoentonces —repuso Orosius con unaintrigante sonrisa.

— Entonces eso significa quetenemos algún valor. Estoy seguro deque la Inquisición no nos habríaentregado gratis.

— La Inquisición deseaba quitaros

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de en medio —dijo él levantando loshombros— La opción era que os cogieseyo o que os tragase el mar.

Volvió a ponerse de pie y caminóalrededor de nosotros hacia lasventanas. Se hizo un silencio. —Nopodéis verlo, pero estamos pasando laboca de la ensenada. Ahora que nuestrascomunicaciones ya no están bloqueadas,la tripulación podrá encontrar a nuestrosguardias y nos pondremos en camino.Siempre y cuando no tengan quedetenerse para hacer reparaciones, loque podría demorar un poco las cosas.

Orosius comenzó a caminar hacia lapuerta, pero se detuvo y se volvió hacia

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nosotros.— El miedo que me tienes es

superior al amor que sientes por ella,¿verdad, Cathan? ¿No le has aflojadocaballerosamente las cuerdas? Me hasdecepcionado. O quizá ella lo prefieraasí. Por fortuna, el zumbido de lapantalla de éter, situada con ingenio enuna pared y disimulada como si fuese uncuadro, me evitó tener que responderle.Orosius avanzó unos pasos y presionóalgo. Entonces la pintura fuereemplazada por la imagen del enormepuente de mando del Valdur, con elcapitán al frente.— Su majestad, hemosrecibido una llamada de socorro del

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Gato Salvaje, que navega por marabierto hacia el oeste. Sus tripulantesdicen haber recibido una petición deauxilio del Peleus a gran distancia. En elPeleus no pueden comunicarse y la navese adentra cada vez más y más en lacosta de la Perdición.— ¿Por qué? —exigió saber el emperador— ¿Es tandifícil mantenerse en posición?

— También ha ido allí el segundobuque del Dominio, pero piensan quecorrerá la misma suerte que el Peleus.

— Vamos a por ellos —dijo Orosius— No puedo perder buques de estamanera. Orientad el rumbo hacia laposición del Peleus y ordenad al Gato

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Salvaje que se mantenga alejado de lacosta. Explicadle a Sarhaddon lo queestamos haciendo.

— Sí, su majestad.La pantalla volvió a apagarse pero

un instante después volvió a aparecer lasilueta del capitán

— Dómine Sarhaddon nos ofrece suayuda para encontrar a los guardias,aunque nos advierte que el mar aquí esmuy traicionero.

— Gracias, aceptaré sucolaboración. Voy para allí. —Orosiuscortó la conexión y se volvió hacianosotros— Quedaos donde estáis.Vuestra charla no os ha servido de nada.

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Se marchó sin ceremonias, inclusosin una frase final de despedida.

— Es evidente que su magia no estan potente como él piensa —subrayóPalatina con adusta satisfacción— Lacosta de la Perdición no obedece susórdenes.

Me asomé por la ventana y observécómo aparecía la manta del Dominio ennuestro campo visual, a unos cien metrosaproximadamente de nuestra aleta deestribor y un poco por debajo denosotros. No era nada impactante encomparación con el Valdur, pero supoder de fuego podía ser incrementadopor los magos. De todos modos,

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tampoco es que hubiese nadie a punto dedisparar ni dispuesto a atacar a la flotaimperial en al menos dos mil kilómetrosa la redonda.

— ¿Tiene sentido intentar matarlo osuperar su poder? —le susurré aRavenna— De cualquier forma nopodríamos hacer nada dentro de unagigantesca nave repleta de guardiasimperiales y con esa carroña deoficiales rodeándonos.

— Estaremos en esta manta durantesemanas —respondió ella— En esetiempo puede suceder cualquier cosa.Entre los tres deberíamos poderencargarnos de la tripulación, aunque

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quizá la nave no pueda ser recuperada.Y además están los otros.

— ¿Apoderarnos por nuestra cuentadel buque insignia imperial? Estás loca.

— No soy yo la que está loca,Cathan. Él está loco. —Ravenna cerrólos ojos y respiró profundamente. Depronto me percaté de lo pálida y tensaque estaba— Está enfermo, demente, yno soporto la idea de estar en su poderni siquiera durante unas horas más.Pensé que podría, pero nunca me hesentido tan herida en toda mi vida.Tenemos que pensar ahora que no estáaquí. El murmullo del reactor,omnipresente en una manta, había sido

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hasta ese momento casi imperceptible,más bien una leve vibración que podíasentir en la alfombra a través de lasrodillas que un sonido audible. Peroentonces comenzó a cobrar la suficienteintensidad para ser oído.

— Vamos a más velocidad —advirtió Palatina— Creo que ha de tenerun doble reactor, pues de otro modo nose entiende que esta inmensa ballena deleños pueda moverse. Debemos de ir amucha velocidad. Por las ventanas notécómo aumentaba el golpeteo de lasaletas y, un momento después, la mantadel Dominio hacía otro tanto. Nosadentrábamos más y más en la costa de

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la Perdición, en unas aguas traicionerasque engullían buques desde muchotiempo antes de caer la Revelación, yque seguirían haciéndolo en el futuro.

Pero pese a que teníamos tiempo dehablar hasta la siguiente aparición deOrosius, a ninguno de nosotros se leocurrió nada.

Sólo teníamos una opción, eimplicaba asesinar al emperador.

Ninguno de los tres quería hacer otracosa. Quizá con su muerte seríamosincluso capaces de revertir el edictothetiano, pero antes había que pensar unmodo de matarlo, emplear una técnicaque

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fuese incapaz de resistir con el granpoder de su magia.

Sabíamos que estábamos planeandoun asesinato, que además implicaba altatraición, pero ya no nos importaba enabsoluto. Quizá Orosius fuese mihermano de sangre, pero por entonces loodiaba más de lo que detestaba alDominio. Lo odiaba por lo que me habíahecho, por lo que le había hecho aPalatina, por lo que le haría a Thetia... y,sobre todo, por lo que le había hecho aRavenna.

Pero persistía la realidad de queOrosius era más poderoso quecualquiera de nosotros tres por

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separado, o que de los tres juntos, y quelo único que tenía que hacer parainutilizar nuestra magia era separarnosfísicamente. A menos queconsiguiésemos atraer su atenciónprimero, deshaciéndonos de losbrazaletes que bloqueaban nuestramagia. Ravenna no estaba convencida deque lo lográramos.

Transcurrieron los minutos, cada unomás tenso que el anterior mientrasesperábamos oír los pasos de Orosiusjunto a la puerta. Pero el Valdur noaminoró la marcha ni se detuvo, y sealejó de las aguas seguras del canal. Lamanta del Dominio iba a su lado como

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un garito siguiendo a su madre. Pese alas enormes dimensiones del buqueinsignia, empezamos a sentirinestabilidad en su movimiento, uncierto balanceo acercándose yalejándose de la otra nave, que parecíaluchar por seguirle el paso pero que seiba quedando progresivamente atrás. —La nave del Dominio nos perderá muypronto— señaló Palatina interrumpiendola conversación— Ahora mismo ya casino la veo.

— No es bastante grande —añadióRavenna— Tampoco debe de serlo lanave perdida, a menos que se trate deotro crucero de combate.

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— Creo que Orosius supone que elPeleus sigue por allí, porque si no, noseguiría entrando en estas aguas.

Estiré la cabeza todo lo que pude,intentando distinguir en la oscuridad laborrosa silueta de la otra manta, queahora sólo era visible por los pequeñospuntos luminosos de sus portillas. Seguímirando, y no pasaron muchos minutoshasta que esas luces tambiéndesaparecieron y no quedó nada conexcepción de un leve color rojizo quellamó nuestra atención.

— ¿A qué se debe ese color rojo?—preguntó Palatina, intrigada— Antesno había ningún color rojo. Parece que

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esté a unos seis kilómetros de distancia.¿Por qué lo vemos ahora?

— No lo sé.Un instante más tarde vi que

Ravenna parecía desesperada. El brilloseguía ahí fuera, rojo sobre negro, peroapenas era visible. —¡Cathan, desátame!¡Rápido!

— ¿Por qué?— ¡No preguntes, hazlo! ¡Te lo

ruego, tenemos apenas unos segundos!Retrocedí, sacudiendo la cabeza

para vencer un mareo repentino, y meconcentré en las cuerdas que la ataban.Orosius las había anudado con fuerza yella no hubiese podido soltarse por sí

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sola, pero yo podía ver lo que hacía.Encontré el nudo y me puse manos a laobra, más frenética que razonablemente.—¿Qué está sucediendo?— preguntémientras maldecía mis propios dedospor ser demasiado torpes cuando máslos necesitaba.

— Magia del Fuego. Muy potente.Están haciendo algo. ¡Vamos, date prisa!

Por fin conseguí aflojar el nudo y lequité a Ravenna las ataduras tan prontocomo pude, dejando con delicadeza susmanos a cada lado. Ella se tambaleó,pero Palatina evitó que cayese haciaadelante. Ravenna gritó de dolormientras la sangre corría por sus brazos.

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— ¡Cathan, enlacemos nuestrasmentes! ¡Ahora! Me volví y cogí lasmanos de Ravenna mientras Palatina lamantenía en equilibrio. Entonces mevacié de todo pensamiento. Había en mimente un muro impuesto por elbrazalete, un brazalete similar a otro queya había visto, el que había nublado lamente de Palatina hasta hacerle perderla memoria. Ravenna se aferró a mismanos con tanta fuerza que me hizodaño, pero eso bastó para recordarmequé era lo que intentaba hacer, y depronto todo se abrió, la barrera sedisolvió y estuvimos ambos allí, unaconciencia dual flotando en el vacío.

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«Destruyamos los brazaletes.»Establecimos contacto y sentí quenuestras mentes se hacían una por unaínfima fracción de segundo,observándonos mutuamente desdeafuera, formas grises en una negruraabsoluta. Primero abrimos mi brazalete,luego el suyo, y vimos cómo caían alsuelo. Sólo entonces pude ver lascicatrices internas cubriendo todo elcuerpo de Ravenna, negras yblanquecinas contra el fondo grisinsustancial. El dolor de sus manos mepareció entonces insignificante.

Mi propia ira nos separó, rompiendoel lazo de forma abrupta cuando volví a

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abrir los ojos y grité el nombre delemperador buscándolo a mi alrededor.Absorbí el poder de todas las sombrasque me rodeaban y lo lancé contra lapuerta de la sala, que se desintegró enmedio de una nube negra.

— No desperdicies tu fuerza, te losuplico —me pidió Ravenna, todavía derodillas donde yo la había dejado. Yomismo no recordaba haberme puesto depie.

— ¡Que Thetis nos proteja! —suspiró Palatina con los ojos fijos en lasventanas.

Me volví y vi cómo una bola defuego recorría las aguas. Las burbujas se

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disparaban en todos los sentidos,dirigidas justo hacia debajo del Valdur.Un dolor inconmensurable invadió micabeza, un dolor que ya sabía que teníaque ignorar si deseaba quesobreviviésemos. —¡Colocaos debajode algo!— vociferé. Cogí entonces aRavenna y casi la arrojé bajo la mesa,colocándome a su lado mientrasPalatina, sabiendo qué quería decir, serefugiaba bajo el sofá. Me golpeé unamuñeca y una pierna, y procuré ignorarel dolor agudo que me atormentaba elcráneo. Por fortuna, Ravenna y yoéramos lo bastante delgados para quecupiéramos los dos debajo de la mesa.

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Ni tuve tiempo siquiera para formularuna plegaria pidiendo que el Valdurresistiese. En seguida sentimos unviolento golpe de martillo y fuimoslanzados hacia arriba contra la mesa.Mientras los conductos de éter de lapared explotaban con un revuelo dechispas y se apagaban todas las luces,noté que la manta ascendía y oí un gritode dolor de Ravenna.

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CAPITULO XXXIV

Eso fue cien veces peor que lo quehabia vivido a bordo del Lodestar. Unapesadilla de caos y estruendo acompañóel vuelco hacia arriba del Valdur. Amedida que las chispas anaranjadas seextinguían, la oscuridad se volvíaabsoluta, pero eso no me preocupaba lomás mínimo. El camarote se inclinó deforma súbita y muy pronto quedótambaleándose sobre un lado. Volví acaer, dándome un fuerte golpe en elcostado con las patas de la mesa. Casise me cortó la respiración cuandoRavenna rodó y acabó por aterrizar

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encima de mí. Incluso moverme unosmilímetros era un sufrimiento para mí yel insoportable chillido de los metalesretorciéndose me atravesaba la cabezauna y otra vez. —¡Preparaos!— exclamóPalatina cuando un vago brillo rojollenó la sala. Aún seguíamosascendiendo y la nave se escoraba en unextraño ángulo hacia estribor cuandorecibimos el segundo impacto. Cegado,me aferré a la ropa de Ravenna paraevitar que volviese a caer. Luego otroterrible golpe sacudió toda la nave. Enesta ocasión lancé un fuerte grito cuandomis piernas chocaron contra una pata dela mesa y el dolor atravesó mi cuerpo.

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Oí un crujido y por un momento creí queme había partido una pierna, pero erasólo la vitrina de los vinosdesplomándose desde la pared. Ahora lacubierta estaba casi en posición verticaly el pequeño mueble bar cayó en picadorecorriendo toda la habitación a lolargo. Las botellas explotaban unascontra otras creando una marea delíquido y cristales rotos. Se oyó unnuevo estallido cuando los trozos demadera dieron contra la pared máslejana y luego siguió un sonido sordocuando los restos se abalanzaron sobrenosotros. A partir de entonces ya nopude distinguir más ruidos individuales

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en medio del estruendo que nos rodeaba.Los segundos parecían eternos y la naveempezó a caer a una velocidadincreíble, como si estuviesederrumbándose en el aire y no en elagua. Las burbujas inundaban lasventanas como en una corriente,iluminadas por el brillo anaranjado delfuego originado en algún punto de lahabitación.

Aspiré tensas bocanadas de airemientras rogaba que la mesa semantuviese en su sitio. Un líquido tibioinundaba el compartimiento, empapandomi pelo y mi rostro. ¿Sería sangre?¿Quién estaba sangrando? No pude alzar

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el brazo para comprobar si tenía o nouna herida en la cabeza, pero pocodespués olí el alcohol y entendí que la«sangre» era en realidad vino de lasbotellas rotas. El agua en el exterior delas ventanas volvía a adquirir un colorrojo, inundando de una luz brillante yhorripilante el camarote en llamas. «Porfavor, no permitas que haya otro», recécon frenesí esperando el siguienteimpacto, que, sin duda, desprendería lamesa de su base y nos revolcaría portodo el camarote. Moví ligeramente lospies intentando calmar el dolor. Luegosentí que volvíamos a tambalearnos eintenté aferrarme a la pata de la mesa

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más cercana. Demasiado tarde. En estaocasión, Ravenna recibió el peor golpe,por fortuna en los hombros y no en lacabeza, pero pude ver la sangre en surostro. No era vino esta vez. Las patasde la mesa se habían doblado, pero aúnresistían, Thetis sabría por qué.

No tuvimos tiempo de pensar, puesun enorme sofá se liberó de la base quelo sostenía y se deslizó hasta la esquinaopuesta, echando abajo la pared yestrellándose contra el fondo delpasillo. Ahora nos precipitábamostodavía a mayor velocidad, persistía elbrillo rojo y por las ventanas sólo eraposible ver burbujas. Algo pesado rodó

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hasta aterrizar sobre mis piernas,mientras que más y más mueblesvolaban sobre nuestras cabezas y sehacían añicos al caer en el extremo de laproa.

La cubierta se estremeció. Seprodujo a continuación un nuevo ytremendo estallido y el suelo se doblóhacia arriba unos pocos metros mientrasque una cosa metálica atravesabatablones y alfombras como si noexistiesen.

Sonaron entonces espantosos golpespor encima de nosotros y hacia laderecha, y algo inmenso la cola de lamanta, desprendida y cayendo frente a

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nosotros, atravesó la ventana. Meinvadió una sensación de terror cuandoimaginé la posibilidad de que la mantaquedara del revés y todos los objetosque habían caído ante nuestros ojosvolviesen a hacerlo, pero ahora sobrenuestros cuerpos.

Más ruidos, más estallidos. Erainsoportable el estruendo de todos losequipos que, aunque estaban aseguradosal suelo, se habían desprendido de susbases y volaban por las cubiertasgolpeando pared tras pared hasta caer enla sentina de la popa. Cambié levementede posición y sentí otro agudo dolor,como si hubiese algo clavado en mi

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abdomen. Todavía cubría el cuerpo deRavenna con el mío, intentando formaruna especie de escudo que la protegiesede los objetos más pesados que iban deaquí para allá. Seguía suplicando que lamesa resistiese en su sitio, que el sillónbajo el que estaba Palatina siguiesedonde estaba. Las llamas se ibanapagando, pero pude ver más fuegobastante por debajo de nosotros,brillando a través de puertas y paredeshechas añicos. El olor acre del humo demadera quemada dominaba el aire,mezclándose con el de los vinos queempapaban las alfombras a milímetrosde nuestros rostros. La manta se movía

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ahora con más lentitud. Para entonces yacasi no me importaba saber qué habíaocurrido. Sólo deseaba que el doloracabase como fuera. La cubierta volvióa ladearse y todos los objetos sueltoscayeron sobre la parte superior de lamesa. Contuve la respiración esperandoa que la inclinación volviese a cambiary los restos fueran lanzados otra vezhacia el extremo delantero de la nave.

Durante un interminable segundo lamanta se mantuvo en su nuevoequilibrio. Luego, muy gradualmente, eldescenso del Valdur se convirtió en undeslizamiento, una especie de planeo alo largo de una superficie cada vez más

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llana sobre la que fue frenando poco apoco. El brillo rojo desapareció porcompleto, invisible ya en el exterior delas ventanas. ¿Cuánto nos habríamossumergido? No podía asegurarlo, perodebíamos de estar a mucha profundidad.

Se oyó una serie de ominososrugidos: la misma nave que seestremecía y crujía. Debajo de nosotrosse produjo otro estallido y sentimos elcrepitar de las llamas a cierta distanciade la cubierta. Pero, más allá de eso, elValdur estaba ahora súbitamente inmóviltras el tronar de su precipitadainmersión. Por fin, después de habersido sacudido durante tanto tiempo entre

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una u otra parte de la mesa, volvía aestar quieto sobre la alfombra. En micuerpo había una decena de heridas ycardenales muy bien distribuidos. Peroestaba vivo, y también Ravenna, aunquesu respiración era muy irregular. Meapoyé en la mesa, que cedió deinmediato cuando sus muy retorcidaspatas se quebraron por fin. Fue para míun acto reflejo sostenerla e impulsarlahacia arriba, de modo que cayese deforma aparatosa sobre el suelo perolejos de nosotros. Durante un instante mequedé allí, demasiado machacado paramoverme; sólo giré la cabeza deRavenna hacia un lado para que dejase

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de respirar el concentrado de vinos.— ¿Palatina? —llamé y mi voz sonó

muy tenue. No hubo respuesta—Palatina, ¿dónde estás?

— Aquí —dijo ella forzadamentedesde alguna parte— Yo puedo salir, túocúpate de Ravenna.

Cuando la alejé de la mesa,intentando hallar un sitio que noestuviese lleno de cristales rotos niastillas de madera, la cara de Ravenname pareció muy pálida, incluso al brillode las llamas que seguía habiendo enalgún lugar de la cubierta. No encontréningún sitio limpio y la apoyé condelicadeza tras retirar todos los cristales

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que pude. Ella seguía gritando de dolor.Oí un sonido metálico a unos pocos

metros y al levantar la mirada vi elrostro ensangrentado de Palatina salir dedebajo de uno de los pocos sillonesgrandes que seguían en su sitio, cuyatapicería se había desprendido como unapiel de serpiente. Palatina tenía el pelorevuelto y una herida profunda en lafrente. Avanzó con mucha lentitud, comosi cada movimiento le costase muchoesfuerzo. Intenté incorporarme paraayudarla, pero me tambaleé, y Palatiname esquivó antes de que cayese sobreella.

— Puedo sola. ¿Cómo está

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Ravenna?— Estoy aquí —dijo Ravenna con

voz muy débil, moviendo apenas loslabios. Luego cerró los ojos y volvió aabrirlos lentamente. Las llamas sereflejaban en sus pupilas— Sobreviviré.

— Te debemos una, Cathan —comentó Palatina mientras quitaba el piede un montón de trozos de madera ycristal— ¡Hay cristales por todos ladosy estamos descalzos! —Luego se sentórespirando con dificultad.

— Supongo que nuestros calzados sehan ido de paseo solos —susurróRavenna.

Más crujidos y el preocupante

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sonido de algo que se rompía en algunaparte del buque, un objeto huecocayendo contra el metal cuyo repiqueprodujo ecos en el espacio vacío. Losincendios a lo largo del pasillo parecíanganar terreno.

— No tenemos mucho tiempo —advertí mientras la cabeza me pesabacomo si la recorriese una manada detoros. A cada movimiento que dabadescubría un nuevo punto de dolor—Los reactores han de estar o inservibleso en muy mal estado, de modo que lasúnicas posibilidades son estrellarnoscontra la costa de la Perdición oestallar.

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— Muy optimista —repuso Palatina— Pero incluso si pudiésemos salir, unaraya sería incapaz de soportar lascorrientes. —Además están los demás,prisioneros de la guardia imperial—añadí— No habrán podido anticiparse alos impactos ni refugiarse comonosotros.

— Puede que hayan sobrevivido —dijo Palatina intentando en vano sonreír.

— El camarote de la guardia tendráparedes sólidas; es probable que sólo sehayan visto revolcados por su interior.Quién sabe. Quizá si estabanencadenados lo hayan pasado mejor quenosotros. Puede que no hayan recibido

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siquiera tantos golpes como nosotros. —No podemos marcharnos sin ellos—afirmó Ravenna— Pero tampocodebemos permanecer atrapados aquí.

Las llamas consumían las paredes demadera delante de nosotros en uno delos camarotes del otro lado del pasillo.Bajo el fuego distinguí el cuerpo de unode los guardias, con la cabeza dobladaen un espantoso ángulo. Muerto, como loestaría seguramente la mayoría de latripulación. No podrían habersobrevivido sin la protección de la mesay el sillón.

— Tenemos que llegar hasta una delas rayas o alguna nave de emergencia

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—sugerí mientras me preguntaba cómoharía para ponerme de pie, y más aún,para caminar, en el estado en que estaba— ¿Creéis que existe alguna escalerillaen la popa?

Intenté señalar en esa dirección,pero los dedos de la mano izquierdaestaban magullados y casi inmóviles, medolían todos de forma indecible y varioshilos de sangre me recorrían la palma.De hecho, no llegué a señalar nada.

Lo más probable, reflexionéentonces, era que ninguno de los demáshubiese sobrevivido o, cuando menos,que nadie estaría en condiciones demoverse. Sólo guardaba la leve

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esperanza de que la guardia les hubieseservido de protección a algunos deellos. Debía de haber cientos depersonas en el Valdur antes del ataque.Incluyendo al emperador...

Dirigí la mirada hacia Palatina. Mesentía realmente horrorizado ante laperspectiva de la muerte de quienodiaba, y por primera vez me cuestionéel significado de lo sucedido.

— Lo han traicionado —afirmé sincreer mis propias palabras— Sarhaddonlo ha traicionado.

— Si es que Orosius está muerto —dijo Ravenna con voz queda— Si es así,entonces no ha recibido más que lo que

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se merecía. Recordé entonces lasmarcas blanquecinas que había visto enla imagen mental del cuerpo de ella, unreflejo de vida, sólo unos minutos antesde que se produjese el ataque delDominio. > .

— ¿Qué es lo que hizo?— pregunté.Palatina desvió la mirada e intentónuevamente ponerse de pie a fin deevitar responder mi interrogante.

— Ocultárselo a Cathan no serviráde nada —repuso Ravenna— Orosiusempleó un látigo de éter. Sientes como site quemaran. Jamás había sentido tantodolor en mi vida. Pero ahora no haytiempo para charlar. Por favor, ayúdame

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a incorporarme. Imaginé el cadáverretorcido y hecho pedazos delemperador yaciendo en la oscuridad delpuente de mando y me invadió unasalvaje oleada de odio, deseando quehubiese muerto con el mismo sufrimientoque él disfrutaba infligiendo a losdemás. Deseando que hubiese sabidoantes de morir que su vida había sido unfracaso tan grande como afirmaba queera la mía y que el mérito de todos susambiciosos planes se lo apropiase susucesor...

— ¿Quién lo sucederá? —preguntéen voz alta y luego repetí la pregunta conmás urgencia, mareado por el olor de

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los vinos y sin saber por qué no meplanteaba en ese momento misupervivencia en lugar del tronoimperial. Pero el Dominio habíadecidido deshacerse de él, se habíavuelto en su contra. ¿Por qué? Orosiusera perfecto, lo había apoyadoconvencido. ¿Dónde podrían encontrar aotro que encajase tan bien en sus planes?— Arcadius —respondió Palatina— Oyo.

— Se supone que estás muerta. Y,además, ¿por qué matar a Orosius ycolocar a Arcadius en el trono?Arcadius es moderado.

— No lo sé— admitió ella.

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— Por favor, ¿podéis ayudarme aponerme de pie? —interrumpió Ravennacon algo de miedo en la voz— Lasllamas se acercan... y no quieroquemarme otra vez.

«Un látigo de éter», pensé mientrasextendía la mano sana bajo sus hombrosy ella colocaba un brazo alrededor demi espalda, aferrándose a mi túnica.Palatina, ya de pie, se acercó, intentandoabrirse camino entre el tapiz de cristalesrotos que lo cubría todo, y cogió aRavenna por el otro lado. ¿Cómo sehabía atrevido Orosius a hacer tal cosa?El éter hacía arder todo lo que tocaba.!.Era increíblemente inhumano emplearlo

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contra cualquiera y, mucho más contrauna mujer atada e indefensa (una chica,según la había llamado él). Cualquiertipo de lazo hacia mi hermano quealguna vez hubiese podido intentarmurió en aquel instante. Habríapreferido ver en el trono a Lachazzarantes que a Orosius. Incluso sidesaparecíamos allí, en el abismo de lacosta de la Perdición, le deíberíamos unfavor a Sarhaddon. Pero no podíamosperecer allí. Nada más levantar aRavenna, ignorando sus exclamacionesde dolor porque no teníamos otroremedio, supe que ella no debía morirbajo ningún concepto. Sobreviviríamos.

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Sobreviviríamos porque el emperadorhabía deseado convertirnos en susesclavos y queríamos demostrarle loequivocado que estaba. Porque el mundomerecía algo mejor tras la muerte deOrosius. Y porque yo hallaría el Aeón ySarhaddon vería también que se habíaequivocado. Y entonces podríacontemplar el crepúsculo junto aRavenna en las costas de Sanction.Tantas cosas... La vida seguía. ¿Quésentido tenía estar vivos si nopensábamos en el futuro?

— Palatina, ¿tienes alguna idea dedónde estaba situado el camarote de laguardia? —pregunté jadeando por el

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terrible dolor que los golpes contra lamesa habían causado en mis piernas.

— Por lo general se encuentra en labodega, pero normalmente no se puedeacceder a ella más que a través de lacubierta del puente de mando.¿Recuerdas el Estrella Sombría?

— Nunca busqué el camarote de laguardia en el Estrella Sombría..

— Lo empleaban como almacén ycada tanto me enviaban a buscar algunacosa mientras a vosotros os dabanlecciones de navegación.

— Si crees saber dónde está,entonces adelante. Nosotros iremosdirectamente en busca de las rayas para

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ver si alguna funciona todavía. No nosqueda demasiado tiempo —dijeconsciente de que la última frase era uneufemismo, pero no tenía sentido entraren pánico.

— Iré. Pero no podré liberar a losdemás. Os necesitaré para echar abajola puerta.

— Puedes desplazarte más de prisaque nosotros —dijo Ravenna— El restodel buque está hecho pedazos, elcamarote de la guardia ha de estar por lomenos abollado.

— Iré. Coged una espada de alguienque ya no la necesite. Pero vosotros...

— Nos las arreglaremos para salir

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—repliqué— ¡Ponte en movimiento!Palatina se marchó y sus pasos

crujieron al pisar fragmentos de cristal,dejando huellas de sangre en losespacios secos del suelo.

Apoyándonos el uno en el otro sinmucho equilibrio, Ravenna y yocomenzamos a avanzar. Fue imposibleevitar que nuestros pies aplastasen loscristales, que se nos clavaban en lasplantas a cada paso. Por fortunapertenecían, en su mayor parte, a cristalde botella, que no se astillaba, perohabía pequeños fragmentos afilados aquíy allá que se hincaban en nuestra pielcomo espinas. Alcanzamos el umbral

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donde había estado la puerta, pero nopudimos proseguir sin antes sentarnospara quitarnos de los pies tantoscristales como pudimos. No era sencilloverlos a la inestable luz de las llamas, yalgunos aún estaban clavados trasponernos de pie, obligando a Ravenna adetenerse otra vez antes de retomar elcamino cojeando. La cubierta teníatodavía una ligera inclinación. La mantadescendía con lentitud, probablementeahora impulsada por las corrientes delmismo modo que le había pasado a laRevelación. Pensé entonces en esa nave.Una corriente descendente. ¿Por quéexistiría una contracorriente a tanta

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profundidad? Si el capitán habíaconducido nuestro buque a muy pocoskilómetros del borde del lechocontinental, ¿por qué lo empujabaentonces una contracorriente? Llegamosa la zona de la escalera de proa yacordamos descender por allí si eraposible, pues la de popa bien podía serdemasiado estrecha o empinada, y noqueríamos arriesgarnos si podíamosbajar por la escalera principal.

— Al menos queda algo en pie —observó Ravenna— La mamparadelantera subsiste.

Dentro había amontonados variosmuebles y equipos hechos trizas,

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incluyendo más restos del mueble bar yalgunas sillas. Las puertas dobles habíandesaparecido y el cuerpo de un guardiayacía contra lo que quedaba de una deellas. Si la Inquisición deseaba matar alemperador... ¿por qué hacerlo desemejante manera? ¿por qué acabartambién con todo su séquito?

Suspiré con alivio al ver que laescalerilla seguía más o menos intacta,aunque sin barandilla y con muchaspartes hundidas o deformadas. En elhueco se veían más llamas provenientesde dos o tres fuegos dispersos en elfondo, donde había varios cadáveresmutilados rodeados de escombros. Me

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descompuse.— No deseaban matarlo sólo a él.

También querían acabar con Palatina ycontigo, y supongo que conmigo. Esoexplica por qué Sarhaddon estuvo desdeel principio tan dispuesto a entregarnos,por qué habló de anunciar tu muerte.Todos nosotros habríamos desaparecidode una sola vez, y nuestras muerteshabrían sido atribuidas al mar —razonóRavenna aferrándose a mi hombromientras empezábamos a descender losescalones. Sentíamos dolor a cada paso.Desde bien abajo llegó un sordoretumbar y en algún otro sitio se inicióun agudo zumbido que rompía los

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nervios.— Pero ¿por qué matar alemperador?

— No lo sé. Como has dicho,vuestro Arcadius no parece muyextremista, de modo que ¿para quédesearían coronarlo si tenían unemperador tan entregado?

Ravenna empezó a sollozar y depronto se colgó de mí, llorando, yhundió la cabeza en mi hombro. Ella erauna mujer que nunca se permitíademostrar debilidad y, mucho menosante mí, que había soportado tantasheridas y estar atada durante horas...¿Qué le había hecho Orosius?

Su llanto cesó al rato y me miró

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preocupada con los ojos aún llenos delágrimas. —Esto, yo no... no puedo.Cathan, ¿qué estoy diciendo?

Negó con la cabeza, se secó los ojosy seguimos adelante, apoyándonoscontra la pared para alejarnos del huecode la escalerilla. Había allí máscadáveres, demasiados para ignorarlos.Era una escena espeluznante, que segrabó en mi memoria y que no podríaolvidar mientras viviera. Esos cuerposno estaban mutilados ni ensangrentadossino retorcidos y chamuscados lo queresultaba aún más impresionante.

Atravesamos ese sector con tantarapidez como pudimos. Todavía

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estábamos cuatro cubiertas por encimade nuestra meta. El siguiente descansofue en el nivel del puente de mando, y nopudo ser peor. Caminamos esquivandolas llamas, incapaces de extinguirlas.Por todas partes colgaban metalesdeformados y había esparcidoscadáveres que en este caso sí estabanmutilados. Sus rostros estaban quemadoso destrozados por la explosión de losconductos de éter.

Cuando llegamos a la base de laescalera, Ravenna señaló con dedostemblorosos un cuerpo caído. Por uninstante no comprendí el motivo. Luegolevanté la túnica negra sin señales de

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rango y distinguí los largos cabellos y laforma del cuerpo. Lo miré un instante,paralizado. Luego ambos nostambaleamos y acabamos de rodillas asu lado. Los ojos de Telesta miraban sinver hacia el hueco de la escalera. Unhilo de sangre recorría una de susmejillas.

— Todo esto no le ha servido denada —afirmé con tristeza— Elemperador y Sarhaddon son culpables.Telesta no se lo merecía.— «No todoslos augurios son buenos, Mauriz. Esdifícil saber ahora adonde nosconducirán» —repitió Ravenna— Esodijo ella en Ral´Tumar cuando la

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conocimos. Yo no estaba de acuerdo consu modo de pensar, pero, tienes razón,tampoco merecía este final.

Acerqué la mano derecha y cerré losojos de Telesta. Luego percibí unmovimiento en una esquina. Un guardiase movía débilmente. Tenía dislocado unbrazo. Me aproximé a él. Era la primerapersona que veíamos con vida.—Imperatore mei— dijo en medio de unatos que casi se volvió un espasmo. Algole había golpeado en el pecho,hundiéndole la armadura en el cuerpo.Ravenna negó con la cabeza, con ladesesperanza y la frustración escritas enel rostro. Parecía a punto de llorar otra

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vez.— Te no adiuvi —gimió él con los

ojos fijos en mí, pero era evidente queno podía verme con claridad— Cuite?

Un instante después lo veía lanzar unúltimo y desesperado suspiro, tras locual sus ojos se desvanecieron en lanada.

— Requiescete en Rantaso —dije envoz baja deseando que lo hubiese oído.Ravenna cerró por mí los ojos delguardia mientras yo permanecía absorto,con los míos anegados en lágrimas. Esono debía haber sucedido. Un moribundoconfundiéndome con mi hermano en unanave de los muertos, una nave que

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avanzaba rumbo al olvido a causa de latraición del Dominio. Comprendí quetambién el Peleus, el buque escolta,debía de haber sido destruido, y quizáincluso el Gato Salvaje. Todo a causa dealgún perverso plan de Sarhaddon.¿Cuántas personas más habrían muertopor él y por mi hermano?

— Imperatore —repitió Ravennacontemplando el lento crepitar de lasllamas frente a nosotros, incapaces deexpandirse a causa del líquidorefrigerante que lo había inundado todo— Ese guardia lamentaba no poderayudarte.

Apenas oí sus palabras por encima

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del ruido del fuego y de otro potenterugido que venía de la popa. Vi llamasmás grandes a lo largo del pasillo, endirección a la sala de máquinas, peropor delante oí un leve gemido, dealguien que lloraba no de dolor, sino dedesesperación.

— Hay alguien vivo en el puente —dije.

— No oigo nada.— Yo sí, acabo de oírlo. —Allí

estaba el emperador. ¿No estarátodavía...? Lo estaba. Por eso podíaoírlos, porque era el llanto de mihermano. ¿Cómo? ¿Cómo habíaconseguido sobrevivir mientras tantos

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otros no lo habían logrado? No merecíavivir. Me correspondía acabar el trabajoque había empezado Sarhaddon. Sentíque Ravenna me tiraba de la mangamientras yo señalaba con la manoherida. Al poco dejó de hacerlo.Entramos en el pasaje, cubierto decadáveres, hasta llegar a una pequeñabajada que conducía a la cavernosaoscuridad del puente de mando. Unaúnica lámpara de éter, torcida pero dealgún modo intacta, dotaba a todo de unambiente parecido al de un cuento dehadas. El resto de la iluminaciónprocedía de las llamas de la popareflejadas en las ventanas.

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¡Había sido una nave tan magníficaapenas una hora atrás! A su lado,cualquier otro puente que hubieseparecía diminuto; era además, todo unmodelo de arquitectura naval. Ahoraestaba destrozado e irreparable, con eltecho derrumbado en varias partes,todas las consolas sin vida y un caos demetales torcidos, trozos de madera rotay sillas dispersas por doquier.

La mayor parte de la tripulaciónyacía bajo las ventanas o atrapada en sulugar de trabajo. Por primera vez notéque el aire estaba desagradablementecálido. También lo estaba fuera delpuente, pero aquí se mezclaba con

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vapores que lo hacían soporífero yopresivo. Ravenna hizo un sonido entresiseo y gruñido, y ambos vimos aOrosius, sepultado bajo los escombrosde la silla del capitán. La sangreempapaba su túnica blanca, aunque nopodía afirmar si era o no la suya.

Su cara se retorcía en una mueca dedesesperación y pesar. Su lamento erainterrumpido por sollozos y chillidosque sonaban como los de un fantasma.Era un espectáculo aterrador, el interiorde un manicomio en el que quedaba unúnico paciente.

— ¿Está muriéndose? —preguntóRavenna con intensidad.— Le falta poco

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—respondí y señalé una pequeña yparpadeante luz roja a un lado de laventana, que de algún modo habíaresistido la devastación. La luz indicabala sobrecarga de un reactor, aunquecarecía del anillo circundante queimplicaba una inminente fusión.

— Entonces ¿por qué perdemos eltiempo?

— No lo Sé.Y era verdad. No estaba seguro,

pero resultaba difícil creer que esafigura retorcida, que sollozaba de formainhumana, fuese el emperador que noshabía tenido cautivos, el torturador deRavenna. Sin embargo, lo era. Nunca

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hubiese podido confundir sus rasgos.Noté que Orosius intentaba huir del

sonido de nuestras voces. Nos mirabafijamente con sus ojos salvajes muyabiertos. Ojos que, según pudecomprobar incluso en esa penumbra,eran de color gris y no azul mar.

— ¡No! —gritó— ¡No os acerquéisa mí! ¡Estoy impuro!

— Estás más que impuro, monstruo.Eres una abominación —dijo Ravennamientras nos aproximábamos a él.Ravenna tenía los puños cerrados y porun momento pensé que se abalanzaríasobre él, por muy patético e indefensoque estuviese.

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— Lo sé —admitió Orosius con unavoz que pareció más la de un niño que lade un adulto— ¡No, Ranthas! ¡Vosotros!—Intentó incorporarse pero tosió confuerza y volvió a derrumbarse— No...

Su grito se volvió un gemido y alejéla mirada, evitando contemplar la agoníade su rostro.

— ¿Qué se siente? —preguntóRavenna con una agria sonrisa— Creíasque yo te había hecho daño, pero esto hade ser diez, cien veces peor. Peor de loque te hayas sentido nunca.— Entoncesno fue una pesadilla..:Yo esperaba...¿Qué es esto? —Se agitó moviendo losbrazos y las piernas en medio de

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temblores y se cubrió la cabeza con unamano como para protegerse de nosotros— ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!

— Desvaría por completo —comentó Ravenna con una mezcla dedisgusto y algo más; quizá satisfacción— Ahora no sólo es perverso, sino queestá demente.

— ¿Dónde estás? ¿Por qué está tanoscuro? Odio la oscuridad... pero ellosvienen y me acosan, dicen que la luzhiere. No es cierto, mamá, ¡por favor,ven y ábreme las persianas! —prosiguióel emperador inmerso en su delirio.

— ¿Mamá? —repitió Ravenna—¿Mamá?

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— El la desterró —afirmé concalma— Tras caer enfermo, hace unossiete u ocho años.

Mi padre había dicho que laenfermedad lo había cambiado. La habíapadecido poco después de la muerte deReinhardt Canteni y había marcado el findel Renacimiento Canteni que parecíatan evidente durante los escasos años dePerseus en el trono. ¿Acaso Orosiusvolvía a eso en sus alucinaciones?

— Mátame —pidió él recuperandola lucidez. Su cuerpo se tensó y fijó lamirada en Ravenna— Por favor. ¿No loharías? Mereces esa satisfaccióndespués de lo que te hice... Gritando,

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estabas gritando y yo seguí adelante. Yseguí y seguí y... seguí. Te colgué por lospies... No, no fue a ti. Fue a otrapersona, de cabellos rojos. Oh, Ranthas,¿qué he hecho? ¿Cómo he podido?

Me arrodillé a su lado, le cogí lamano con la que se cubría la cabeza yme concentré enviando a través de ellami conciencia. Cerré los ojos y el puentede mando se desvaneció. Floté entoncesen la oscuridad de mi propia mente,observando cómo yacía allí el cuerpo deOrosius. Una de sus piernas estabadestrozada, con los huesos fracturadoshasta el pie. Además sangrabainternamente y había una oscura

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magulladura en un lado de su cabeza, asícomo decenas de otras heridas, cortes yquemaduras de la cintura hacia arriba.

Y, como a Palatina, una extraña capade magia lo envolvía entero, variasgeneraciones de magia concentradas encada una de las células de su cuerpo.Pero en este caso parecía decaer, comoalgo que había sido mucho más potentepero ahora se desvanecía para noregresar jamás. Me interné una capamás, procurando no involucrarmemientras leía su mente. La furia y laamargura me golpearon como una ola,pero también había allí mucha tristeza.Era una mente caótica, retorcida,

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aterrorizada.Igual que con Palatina, encontré allí

un muro. Exactamente en el mismo sitio,con idéntica forma, pero mucho másantiguo y resistente. Con todo, ahora sehabía derrumbado y sólo quedaban susruinas, un remolino de emociones. Meinvadió un profundo sentimiento deculpa y me salí de él, separando mimano de la suya.

— ¿Estás bien? me preguntóRavenna con preocupación. Se arrodillóa mi lado y me tocó la cara como unmédico en busca de síntomas. Luego seacercó para coger la mano delemperador como había hecho yo.

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Orosius intentó retirarla pero ella loagarró de la manga y se la volvió acoger, rasgando sin querer la túnica deél. Me pareció que tardaba unaeternidad en romper el vínculo.Finalmente lo hizo, permitiendo que élse alejase un poco.

— Es la mente de un loco, Cathan —dijo Ravenna con la mirada otra vezencendida— No hay nada que puedashacer.

— Ha perdido su magia, ¿verdad?—Sí. Por eso sus ojos han recobrado elcolor que tenían en principio. Morirá sinpoderes, como toda la gente a la quehizo daño. Es horripilante. Apenas lo he

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visto de forma superficial. Las cosasque permitió que ocurriesen... Si todoeso no hubiese pasado...

Ravenna cerró los ojos y se apoyóen mi brazo para no perder el equilibriomientras yo me preguntaba cómoconseguía mantener esa apariencia decalma. Pero ya no podía sentirmefurioso. Ni siquiera contemplado alhombre que hasta una hora atrás habíasido el emperador de Thetia y ahoradeliraba moribundo en el puente demando de una nave destrozada.

— Por favor, matadme antes demarcharos —imploró Orosius— Estoyseguro de que podrás hacerme ese favor,

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hermano, incluso si ella se niega.Sacudí la cabeza en silencio, sin

saber el motivo.— ¿Por qué? ¿Por que después de

todo lo que os he hecho no podéismatarme? Cathan, no merezco vivir. Soyun monstruo, tú mismo lo has dicho.Mamá lo dijo. Todos lo dicen. Todo elmundo sabe lo que he hecho.

— Los que no saben vivir dicen quela vida es una maldición peor que lamuerte.

— ¡Cathan, no! —gritó Ravenna—Recuerda quién eres, quién es él.

Yo ya me había cuestionado eso unosmeses antes, cuando esperaba mi propia

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muerte en Lepidor. Pero esa noche yo nomoriría, ni tampoco el emperador. Loodiaba por lo que le había hecho aRavenna, pero aun así persistía en mimente la imagen de un chico de treceaños en cama en una habitación aoscuras, temblando de fiebre llamando asu madre. Yo había estado enfermocuando tenía trece años(desesperadamente enfermo. También él,pero en mi caso mis padres adoptivoshabían estado junto a mí, mientras quesus auténticos padres no habíanacompañado a Orosius. Para entoncesPerseus ya estaba muerto y su madrehabía sido alejada... alejada por los

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sacerdotes. Comprendí que estabaviendo escenas de su memoria. Éramosgemelos idénticos.

Parecía una genuina estupidezintentar salvar a alguien que era mienemigo. Un acto que sin duda caeríasobre mi conciencia, pues si sanaba,podía volver a ser quien había sido y yohabría perdido la oportunidad de lograrlo que minutos atrás me hacía tan feliz:librar al mundo de Orosius. Pero lomismo deseaba Sarhaddon. Orosiushabía servido a sus propósitos y, sinembargo, lo habían traicionado inclusolos que compartían sus espantosasopiniones. El Dominio lo quería muerto.

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Pretendía designar un nuevo emperador.Y aunque yo nunca sería el salvador denadie, Thetia había mirado a Orosiusalguna vez con renovada esperanza, yquizá pudiese ahora cumplir dichasexpectativas.

— Es mi hermano —subrayé— Y unenemigo del Dominio, ya que Sarhaddonse ha vuelto en su contra.

— ¡También es nuestro enemigo! —objetó Ravenna, luego desató las cintasque cerraban su túnica y, en un gestodramático, desnudó sus hombros sinimportarle la presencia del emperador— ¿Puedes ver mis heridas en lapenumbra? Esto es lo que hizo. ¿Y tú

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pretendes curarlo? Las salvajes marcasque había visto reflejadas en mi imagenmental, blanquecinas y crudas,sobresalían en su piel en forma dequemaduras y líneas sanguinolentas quele cubrían los hombros, brazos y pechos,e incluso el cuello, que hasta entonceshabía ocultado con la túnica.

¡Por los Elementos! ¡Cuánto debióde sufrir durante las horas anteriores anuestra captura! ¿Y cómo podía salvarahora al responsable de eso? Lasheridas recorrían el cuerpo de Ravenna.¿Sanarían sin dejar cicatrices?Seguramente no, si no la atendía unmédico. ¿Y dónde encontraría uno

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cuando volviésemos a tierra firme?Sería imposible en una ciudad (los sacriestarían allí) y no me pareció que unsanador de pueblo pudiese sersuficiente.

— Ella tiene razón, Cathan —dijo elemperador— Yo le hice eso, ignoré sussúplicas, no tuve piedad, así quedeberías entender que el mundo necesitadeshacerse de mí. Le he hecho eso amuchas personas en los últimos años,las he torturado, las reduje a meroscuerpos... cadáveres andantes carentesde espíritu y de vida. Soy culpable...

Su voz volvió a apagarse en mediode una nueva y frenética sucesión de

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lágrimas y quejidos.Ravenna volvió a cubrirse los

hombros con la túnica y se anudó otravez las cintas.

— Por una vez en su miserableexistencia estoy de acuerdo con él —afirmó Ravenna— Permitamos quemuera aquí junto a la nave y toda lagente que condenó con sus actos.

En aquella cuestión, ella habíaperdido toda posibilidad de razonar.Estaba tan empecinada como sólo ellapodía estarlo, y no podía culparla enabsoluto. Pero si me marchaba y dejabaa Orosius esperando el colapso delValdur, la situación me atormentaría

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durante el resto de mi vida. Quizá luegome arrepintiese de haberlo llevadoconmigo, pero sabía con seguridad quenunca me perdonaría abandonarlo.

— Ravenna, quiere morir. Tú deseashacerle daño. Si lo haces, que seamanteniéndolo vivo y sabiendo lo que hahecho. Su magia lo ha abandonado y haperdido el trono. Se supone que estamostodos muertos y pasada esta noche habráun nuevo emperador, sea quien sea.

— Entonces ¿por qué no tú mismo?— ¡Porque no soy un emperador! —

grité, y la vi estremecerse— ¡No lo soyy jamás lo seré! La corona le pertenecea otra persona. ¿Quieres que repita lo

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que hizo Valdur, asumiendo el trono trashaber asesinado a su hermano? Yo soy eljerarca. Nací jerarca y ése es mi título,si es que me corresponde tener alguno.Aunque lo mejor es no tenerlos. Permiteque Orosius cargue con sus propioserrores. Castígalo si lo deseas, Ravenna.¡Pero piensa, por el amor de Thetis! Else vengó de ti desmedidamente. Túharás lo mismo si lo abandonamos.

— ¿Por qué quieres salvarlo? —preguntó ella, que ahora también gritaba— ¿Por qué? Cuando lo creías muerto tesentías tan feliz como el resto denosotros.

— ¡Tú también has perdido a un

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hermano! —respondí, y ella sederrumbó hacia atrás, quedando encuclillas como si la hubiese golpeado—¡Ellos son los que se cobran sin piedadla vida de los demás! ¡No nosotros!

— Mi hermano era un niño inocentede siete años. Este... ser no es inocenteen absoluto. Piensa en toda la gente queha asesinado, en todas las vidas quequebró.

— Piensa en el niño que jugaba conPalatina en el palacio imperial mientrasel emperador aún vivía. Mi padre loadoraba y también mi madre, mientrasque ninguno de los dos llegó aconocerme. Mi padre ni siquiera supo

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de mi existencia. Para él, Orosius era suúnico hijo. Mi hermano enloqueció, loadmito, pero ha de existir un modo deremediarlo. También yo enfermé almismo tiempo que él, Ravenna. El condeCourtières le proporcionó a mi padre,Elníbal, los mejores médicos de todoslos continentes para que me salvasen.Tuvieron éxito allí donde los médicosimperiales fallaron. Una jugarreta deldestino, eso es lo que fue. ¿Acaso no loentiendes? Si los sacerdotes no sehubiesen hecho cargo de Orosius cuandoenfermó, él nunca se habría convertidoen esto. Mauriz se equivocaba en Ral´Tumar. Orosius es mucho más cercano a

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mi de lo que piensas.— ¿Eres capaz de justificar lo que

ha hecho atribuyéndolo a unaenfermedad? Desde entonces ha tenidotodas las posibilidades de cambiar, pero¿aprovechó alguna?

— ¿Tiene una ahora?— ¡No lo sé, Cathan! ¿Por qué

debería sobrevivir cuando han muertotodos los demás ocupantes de estebuque? La persona que nombrenemperador destruirá Thetia utilizando eledicto de Orosius, un edicto que él dioal Dominio. El precio que pagaron fuevendernos como si fuésemos esclavos.De hecho, podríamos haber acabado

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como esclavos.— ¡Eso era lo que yo quería! —dijo

el emperador mientras una serie deensordecedores estallidos resonaban enel puente desde la popa y oía una vozllamándome— Todos vosotros esclavos.Mi propio hermano, la prima que fue unavez mi amiga, una chica a la que torturédurante horas porque había intentadoevitar que la capturase. ¿Puedollamarme a mí mismo humano despuésde eso? Y hay muchas cosas más muchopeores.

— Vivirá —afirmé intentando condesesperación convencer a Ravenna—Recuerda lo que dijo antes Palatina. ¡Si

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lo dejamos aquí no seremos mejores queél! ¿Quiénes somos nosotros paracolocarnos a la vez en el papel dejueces y acusadores?— ¿Y quiénessomos para negarle su derecho a morirsi lo desea? —argumentó Ravenna conlas lágrimas cayéndole por las mejillas— Él se ha juzgado a sí mismo.—Entonces es racional y merece salvarse.Después de todo el lujo y comodidadque ha conocido, se convertirá en unexiliado miserable en medio de un grupode andrajosos fugitivos. ¡Te lo ruego,Ravenna! ¡Ayúdame! No pienses que poresto te quiero ni un poco menos, pero nopuedo abandonarlo.No podía mover a

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Orosius por mi propia cuenta y yomismo apenas podía estar de pie sinayuda. Esperé en suspenso. Sabía que mirostro era tan expresivo como laspalabras que acababa de pronunciar.Ravenna paseaba la mirada de Orosius amí, tambaleándose con cada nuevoestruendo que sacudía la nave.Finalmente se encendió el anilloalrededor de la luz roja, unaparpadeante advertencia roja, en mediode la oscuridad. El fin del Valdur eracuestión de pocos minutos.

— Que caiga sobre tu conciencia —dijo ella, pero en ese mismo momento elemperador emitió una serie de

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interminables toses ahogadas yconvulsiones. Su rostro se torció en unamueca de dolor y le salió sangre de laboca. Ravenna volvió a cogerle la manoy la sostuvo por un instante.

— Está muriéndose. Por favor,dejémoslo aquí. Nunca seremos capacesde curarlo y quizá muramos nosotros.

Ravenna tenía razón. Deberíamosarrastrarlo durante todo el recorrido yquién sabe si sobreviviría a eso, eincluso si seríamos capaces de cargarcon él. Pero debía intentarlo.

— ¿Quién podría salvarlo? —lepregunté a Ravenna cuando acudió a mimente una audaz idea— Sugiéreme a

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alguien, en algún sitio, que pudiera sercapaz de hacerlo. Entonces ya no estaráen nuestras manos y será suresponsabilidad.

— Tu hospital —afirmó ella,confusa— Mi gente, el pueblo de tumadre. Pero ¡están muy lejos de aquí!

— ¿Cómo haces para producir unagrieta en el espacio? —preguntéentonces a Orosius— ¡Dímelo!

— ¡No! No merezco vivir. Ellostienen otros pacientes que sí lo merecen.

— ¿Los tiene tu madre? Dime cómoy volverás a verla. —Renegará de mí,yo mismo la desterré... Ella sabe en quéme he convertido.

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— Si ella reniega de ti, será el fin—repliqué— Dímelo o si no,intentaremos salvarte nosotros, lo queserá mucho peor.

— He causado mucho dolor. Morir...es lo único bueno... que puedo recibir acambio —afirmó boqueando pararespirar y con el rostro bañado en sudor.

Comprendí entonces que de verdadse estaba muriendo, que había estadoagonizando todo ese tiempo y que noresistiría que intentásemos moverlo.Pero quizá las artes de otros, lospoderes de esas personas influyentespodrían marcar la diferencia.

— ¡Ahora tu destino está en mis

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manos! Ya no tienes poder sobre tupropia vida y algún día podrásresponder ante los que deban juzgarte.Si lo que realmente deseas espenitencia, te la darán. Pero todavía no.

Durante un largo momento Orosiusme miró fijamente. A mí, su hermano, sucaptor, su enemigo. Observé su cuerpo,del que seguía manando sangre sobre elmontón de escombros. Noté que se poníamuy pálido. Se llevó entonces condebilidad una mano al pecho y se señalódebajo de la túnica, donde podíapercibirse la silueta de un medallón.

— Sácamelo...— ordenó— ¡Deprisa!

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Me pregunté si eso respondía a misdeseos pero hice lo que me pedía y cogíel colgante de plata en forma de delfíncon un único y dañado zafiro azul. Se lopuse en la mano. Sus dedos se cerraronsobre él y vi cómo resplandecíatenuemente cuando se lo colocaba condificultad sobre el pecho.

— Cathan, toda mi vida ha sido unfracaso, una parodia —susurró luchandopor respirar— Ahora es demasiadotarde, la Inquisición me ha matado...¿Vive Palatina todavía?

Ravenna asintió, respondiendo pormí.

— Entonces ella es mi sucesora. Por

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favor, obligadla a aceptar, hacedlecomprender que ella será mejor que...que cualquier otro que intenten designarpara sucederme. Ella será la emperatrizy tú serás el jerarca. Expulsad alDominio de Thetia, del Archipiélago,con mi bendición. Haced que Thetiavuelva a ser grande como pude haberloconseguido yo pero no lo hice.Permitid... que quien ha merecido algo,logre todo lo que no he podido yo.

Volvió entonces su febril miradahacia Ravenna, al parecer incapacitadoya para mover la cabeza. Supe que misesfuerzos por salvarlo habían llegadodemasiado tarde, que habían sido en

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vano. —Ravenna, eres la faraona deQalathar y lo serán todos tusdescendientes mientras dure tu estirpe.Tu autoridad sólo es inferior a la delemperador. Deshaced todo lo malo queyo he hecho si podéis, os lo ruego, ysalvad a tantas víctimas mías comopodáis... Orosius se detuvo,sucumbiendo a un nuevo y violentoataque de tos. Alzó los dedos pidiendomi mano. Se la di y me la cogió confuerza.

— Dile a nuestra madre que lolamento —prosiguió— , que lo lamentomucho, y que la quiero... que hecomprendido el alcance de mis actos

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demasiado tarde. Está oscuro, Cathan.Adiós.

Exhaló un último suspiro y quedóinerte. El medallón brilló entonces derepente sobre su pecho, dolorosamenteluminoso, y pronto volvió a apagarse,aunque ahora el zafiro poseía un lustreque antes no tenía.

No me moví. Permanecí con la vistafija en su cuerpo, cargando con todas lascosas que podría haber dicho en lagarganta. Durante un instante habíaconseguido hacerme una idea de supasado: un niño jugando en los jardinesdel palacio de Selerian Alastre en unaépoca feliz muchos años atrás. Antes de

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que su mente fuese envenenada por laenfermedad y por los sacerdotes. Yluego... la traición de éstos había estadoa punto de ofrecerle una segundaoportunidad, la oportunidad de vivir denuevo y revertir el mal que había hecho.

Me acerqué y cerré sus ojosmarrones.

— Requiena el'la pace ii Thete atquidi inmortae, nate'ine mareaeternale'elibri orbe —murmuré. Era laoración thetiana de los muertos que norecordaba haber aprendido jamás:Descansa en paz con Thetis y los diosesinmortales, nada en las aguas delocéano, libre por siempre del mundo.—

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Haré lo que me has pedido. Aquasilvavengará tu muerte.

La Inquisición no tenía ningunadefensa contra lo que las tormentaspodían hacer en nuestras manos. Elplaneta mismo podía volverse en sucontra, vengarse de ellos, destruirlos,arrojarlos más allá de los confines de latierra.

Entonces olvidé todo lo demás, lainminente explosión del Valdur, aPalatina y los demás, y rompí a llorarsobre el cadáver de Orosius. El mundoquedó reducido a una niebla indefinida através de mis ojos llenos de lágrimas.No vi cómo Ravenna cogía con

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delicadeza el medallón y lo colocaba enel bolsillo de mi túnica, apenas la sentíabrazándome para que llorase sobre suhombro. Ni siquiera distinguí esa únicalágrima que ella derramó por ladesaparición del emperador.

Apenas había podido conocer a mihermano. Ahora estaba muerto.

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CAPITULO XXXV

En seguida sentí que Ravenna mesacudía con suavidad, llamándose conurgencia. Sus dedos secaban suavementemis ojos.

— Cathan, no queda tiempo.Debemos marcharnos. Acabé deenjugarme las lágrimas con el reversode la mano sana y la miré con los ojosirritados y parpadeantes.

— Por supuesto —asentí mientrasespantosos crujidos que venían de lapopa me devolvían a la realidad—Tienes razón.

Nos pusimos de pie, y no le quité la

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vista de encima al emperador hasta quenuestros pasos me obligaron a ello. Lasllamas eran ahora más grandes y sepodía distinguir al final de los pasillos,avanzando a saltos en todas direcciones.¿Cuánto tiempo habíamos perdido? Sesuponía que debíamos estar buscandouna nave para huir, no intentando salvara un moribundo.

Antes de dejar el puente de mando,no pude evitar detenerme un instante yvolver la mirada una vez más hacia elcadáver del emperador, queprogresivamente cobraba brillo, algoque le sucedía al morir a todos los queeran en parte humanos y en parte de los

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Elementos. Lo miré hasta que su imagenme resultó demasiado dolorosa y notécómo una leve niebla ascendía desde sucuerpo y desaparecía por las ventanas.Luego el brillo cesó y sobre el punto enque había alcanzado su máxima alturadescubrí al fondo el cadáver de Mauriz.No podíamos hacer nada por él.

— Se ha ido al mar —afirmóRavenna, indicando que todo habíaterminado. Ya no volví la vista atráscuando, entre cojeando y corriendoavanzamos por el estrecho pasillo endirección a la escalera principal. Unapared de rugientes llamas se abría pasopor el pasillo de estribor, y el fuego en

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el hueco de la escalerilla ibadevorándola poco a poco. Era la únicaescalera por la que podíamos bajar queseguía en pie.

Nos apoyamos el uno en el otro,eludiendo cadáveres y restos demobiliario, sintiendo que el calor de lasllamas nos abrasaba. La barandilla ardíay en algunas partes se habíaderrumbado, y la alfombra, humeanteaquí y allá, empezaba a quemarse porlos bordes.

— Magia —dije, y me detuve paraemplear la magia del agua para extinguirel fuego.

— No hay tiempo —repuso Ravenna

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— Todavía queda un espacio estrechopor el que podemos pasar.Chamuscarnos un poco no será peor quelo que ya hemos sufrido. —Cogiéndonosde los brazos a modo de apoyodescendimos los escalones. La ardientealfombra quemaba dolorosamentenuestros pies descalzos. Podía sentir lapiel de los tobillos aguijoneándome alpasar por las pequeñas llamas quequemaban la alfombra. Temeroso de quese me prendiese la ropa, me subí lospantalones tanto como pude al sortear elhueco de un escalón desprendido.

Sin embargo, de algún modomilagroso, no se me incendió la ropa y

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dejamos atrás el fuego al llegar al tramode la escalera que llevaba a la cubiertamás baja de la manta.

— ¡Palatina! —grité, preguntándomequé habría en ese nivel, pero no huborespuesta. Por fortuna, la escalerilla dela cubierta inferior estaba intacta, perohabía agua a la altura del tercer o cuartoescalón. Si provenía de fuera, sería aguahelada. A tanta profundidad y sometido asemejante presión, un par de agujeros enel casco bastarían para inundar todo elbuque. No había luz en absoluto.

Nadie respondió y sentí unapuñalada de angustia. ¿Habría sidoPalatina atrapada por las llamas de popa

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o no habría podido llegar al camarote dela guardia? Le podían haber sucedidotantas cosas mientras nosotrosperdíamos el tiempo... Y yo había sidoquien la había enviado sola,amparándome en que estaba en mejorforma que Ravenna y yo, ya que no lehabían afectado ni el éter ni la magia delemperador.

— Debemos seguir adelante —dijeseñalando hacia abajo, a la oscuridad—Si se inunda demasiado no podremosabordar la raya. Suponiendo que algunaraya hubiese quedado a salvo protegidapor su plataforma de lanzamiento.

— Magia de la Sombra —dijo

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Ravenna— Intentemos encontrarprimero la nave salvavidas, que es másgrande.

Estuve de acuerdo y descendimoslos escalones. Metí un pie en el aguapara comprobar su temperatura y loretiré de inmediato como si alguien mehubiese clavado miles de agujas dehielo.

—Puedo mejorar un poco las cosas—afirmé, feliz de que mi magia fueseútil al fin— Hemos de ponernos enremojo.

— ¿Qué?Armándome de valor, cogí a

Ravenna de la mano y comencé a bajar

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la escalera poco a poco aunque enseguida deseé no haberlo hecho.

— No creo que sea la mejor manera—objetó Ravenna antes de dar elsiguiente paso. Entonces me dio unempujón en la espalda y, en un momento,estaba en el agua helada, lo que medolió tanto como la magia delemperador. Oí un chapuzón y Ravennase sumergió a mi lado. Ambos sacamosla cabeza del agua temblando.— ¿Yahora?

— A bucear —le dije con losdientes castañeteándome. Me sumergí(tras la conmoción inicial era mejorestar allí que en el aire), alejé la mente

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de todo pensamiento ajeno a la cuestióny chupé el agua para crear unaprotección alrededor de mi cuerpo y delde Ravenna, algo así como una armaduralíquida. Sellé la protección lo mejor quepude. Aunque por el momento estabahelada, el agua que nos rodeabaaumentaría su temperatura gracias anuestro calor corporal y el campoprotector funcionaría como un traje debuzo thetiano. Ravenna me hizo gestoscon insistencia señalando hacia abajo ya lo largo del pasillo. Teníamos quebucear o el campo protector noresultaría eficaz. De hecho, durante unbuen rato no podríamos respirar aire,

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pues dentro del campo el agua cubríatambién nuestros rostros.

Impulsarnos a lo largo del pasillo enmedio de la oscura agua helada parecióque nos llevaba una eternidad.Empleando la visión de la Sombra,tratamos de recordar en qué sitio delbuque estábamos tomando comoreferencia la parte inferior de laspuertas. Seguimos recto hasta un crucede pasillos y notamos que la puerta delfondo estaba abierta y que conducía a laabsoluta oscuridad de la plataforma delanzamiento. La visión de la Sombra notenía gran alcance ni era demasiadoeficaz bajo el agua, de modo que no

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pudimos ver qué contenía ni distinguirsiquiera qué había sobre la superficiedel agua.

Seguí avanzando, más lentamente delo que lo hubiese hecho sin tener queesperar a Ravenna. Poco a poco íbamosrecuperando el calor, y el agua que nosrodeaba se volvía tibia como unasegunda piel. Se me ocurrió que debíade existir un tipo de visión similar a lade la Sombra pero basada en el poderdel Agua. Sin embargo, ignoraba cómoutilizarla. Quizá conociendo a un magodel Agua pudiese averiguarlo. O quizálo descubriese por mi cuenta.

Cuando al fin llegamos a la

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plataforma vimos que, aunque parecieraincreíble, la nave salvavidas seguía ensu sitio, cerca de nosotros. El resto delcompartimento estaba destrozado... yuna luz brillaba en el exterior de laescotilla de la nave, que estaba abierta,y en sus ventanas frontales.

— ¡Palatina! —volví a gritar,saliendo a la superficie— ¡Palatina!¿Eres tú?

Las luces amarillas nos atraían enmedio de la oscuridad reinante como lasde una acogedora casa a través de unaintensa lluvia. Nunca había deseadotanto acercarme a la luz. Oí un chapoteoa mi lado y entonces Ravenna emergió

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con la desesperación en la mirada,intentando respirar aire.

— ¡En este estado sólo puedesrespirar agua! Haz como si todavíaestuvieses sumergida.

Ravenna tenía un aspecto extrañocon un halo de agua alrededor de lacabeza, como si hubiese sido atrapadadentro de un cristal. Sin duda mi aspectono debía de ser menos extraño. Luego,alguien envuelto en una pesada capa seasomó por la escotilla sosteniendo unaantorcha de éter. —¡Gracias a Thetis,Cathan! ¿Dónde estáis?

— Estamos aquí —respondí alzandoun brazo— Junto a la puerta. Tenemos

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que nadar hasta allí. ¿Puedes mantenerbaja la pasarela?

No esperamos ni un instante y nospusimos a patalear con todas nuestrasfuerzas, deseando con el corazónalcanzar la luz y el calor de la raya. Dehecho, era mucho más cómodo nadar delo que lo hubiera sido caminar. Aun así,si hubiese podido escoger, no habríaestado nadando, corriendo nimoviéndome en absoluto. Las últimasbrazadas parecieron eternas, pero porfin distinguí en el agua, frente a mí, elextremo de la pasarela. Demasiadoempapados para hacer otra cosa y unavez disueltos nuestros campos

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protectores, avanzamos a gatas y nosderrumbamos sobre la alfombra de laescotilla.

— ¡Por los Elementos, pobrescriaturas! —exclamó Bamalco con suvoz grave— ¡Rápido, necesitanmantener el calor!

Nos levantaron y nos envolvieron engruesas capas de la guardia que habíanencontrado en algún sitio. Miré a mialrededor y reconocí a Bamalco,Palatina, Persea... y Tekraea, tumbadoinconsciente en el suelo, cubierto pormuchas capas.

— Los demás no sobrevivieron —comentó Persea con tristeza— Bamalco

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y yo lo logramos porque los muycabrones nos encadenaron contra lapared frontal. Tekraea está muy heridopero se curará.

Esas muertes pesaban sobre miconciencia. Yo había propuesto el plan,y sólo porque deseaba rescatar aRavenna.

—Sabían que morir era una de lasposibilidades —añadió Persea conexpresión triste pero serena— ¡PorQalathar! ¿No ha habido mássupervivientes? Nos preguntábamosadonde habríais ido.

— Los hubo —respondí— Peroninguno consiguió sobrevivir. Ya os lo

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contaré después.— No queda mucho después —

interrumpió Bamalco— El reactor estállegando a su punto crítico y no haymanera de salir de aquí sin inundar todala manta.

Aún no habíamos acabado.— Sólo confirmad por última vez

que no haya nadie con vida, luego cerradla escotilla. ¿Está intacta esta nave?

— Por lo que parece.,, —dijoPersea y añadió sardónica— :Esperemos que así sea.

Ella y Bamalco no parecían tanlastimados como nosotros, salvo por lasmuñecas y los tobillos amoratados a

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causa de las cadenas, que, ironías deldestino, les habían salvado la vida.

Palatina gritó hacia la oscuridad,pero la única respuesta que recibió fueuna corriente de aire helado querecorrió toda la nave. Me sentímiserable, sin saber cuántos podríanseguir vivos en inaccesibles rincones dela manta y consciente de que pronto losdejaríamos atrás. Pero si no salíamos enese preciso instante, entonces no habríaya ningún superviviente.

— Nadie responde —informóPalatina cerrando la escotilla. Yo fuicojeando en dirección al puente demando y ocupé el asiento del capitán. En

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una situación como ésa, con todos lossistemas de la manta destruidos, lascompuertas de la plataforma delanzamiento debían de ser manejables.¿O quizá por ser un buque oficial noestaría preparado para emergencias? Lepregunté a Bamalco qué sabía alrespecto.

— Sí, las compuertas estánadecuadamente diseñadas para escapar,sin duda para que huya el jefe de losmalhechores en persona. Hayprovisiones, estas capas de la guardia yalgunas cosas más. También doscamarotes dormitorios y un cuarto enpopa que incluso tiene ducha. A Orosius

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no le gustaba privarse de nada— Bien, pues todo nos será útil.

¿Quién es el mejor piloto?— Tú lo eres—aseguró Palatina— Recuerda queestamos bajo el agua. Ninguno denosotros es tan bueno ahí como tú.—Gracias, pero tendré que asegurarme deque el agua no entra en la plataformamientras estamos saliendo.

— Entonces yo pilotaré —se ofrecióPalatina— A menos que tú seas mejor,Bamalco, lo que es muy probable.

— Soy técnico, no piloto. Mesentaré a tu lado y te echaré una mano.

El puente de mando era lo bastanteamplio para que se sentaran en él cuatro

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personas, con asientos extra a la derechadel piloto y a la izquierda del capitán.Palatina se colocó en el asiento delpiloto, mientras que Persea ayudaba aRavenna a sentarse en un lugar contiguoal mío y luego, con ayuda de Bamalco,acomodaba a Tekraea en una de lascamas de popa.

— ¿Están listos los motores? —preguntó Palatina pareciendo, comotodos, bastante fuera de lugar, una figuradesgarbada rodeada de los lujos de unemperador. Con todo, sólo suspantalones estaban mojados, mientrasque la ropa de Ravenna y la mía estabatoda empapada. Entonces comprendí que

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eso no tenía por qué ser así, y mepregunté cómo había olvidado unatécnica de magia tan básica.

Hubiese tardado poco en secarla,como había hecho el emperador, peromis energías estaban casi agotadas. Lamagia sólo podía ser empleada en lamedida en que el cuerpo podía tolerar suefecto. Exhausto, golpeado y herido, noera capaz de mucho.

Sin embargo, me las arreglé parahacer la magia y recibí de todosagradecidas sonrisas. Ahora sólo debíahacer otra cosa, para la cual tenían quequedarme poderes suficientes. Bamalcoregresó y ocupó su asiento. Persea

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estaba detrás de nosotros en el sillón delemperador, y Palatina comenzó a poneren marcha los reactores.

Entonces la plataforma delanzamiento se iluminó, brillando por elpoder de los fatigados motores.

— Lista para soltar amarras cuandotú digas, Cathan.

— En un minuto.Nuevamente hice un vacío mental,

esta vez más difícil de conseguir queunos minutos antes. Comencé a reunirtoda la magia a mi alrededor y sentí unhormigueo por toda la piel, ardiendo conel esfuerzo hasta que la conciencia deRavenna se me unió de pronto

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pasivamente para permitirme coger suenergía. Era sólo mi magia... ¿o no? Lerogué en silencio que se me uniera y meayudase a expulsar el agua que habíadebajo de nosotros, de controlarla.

—¡Ahora! —grité, y oí a distancia elsonido de las amarras que liberaban lanave y el rechinar de las compuertas.Sin saber cómo se Comportaría el aguaen esas profundidades, mantuvesencillamente una barrera a lo largo delespacio que se abría poco a poco,impidiendo que se extendiese más de lopreciso. Quizá eso fuese innecesario,pero no tenía intención de correr ningúnriesgo. Mantuvimos juntos la barrera

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mientras la nave se deslizaba por elsuelo de la plataforma y se sumergíafuera de la manta hasta que quedótotalmente independiente de su casco.Entonces abandoné el control del agua ydeshice mi magia, pero Ravenna y yoseguimos cogidos de la mano mientrasobservaba cómo Palatina encendía losmotores y nos conducía tan lejos comoera posible del moribundo buqueinsignia imperial. La mesa oval de éterque había ante nosotros se encendió ypudimos ver a través de las ventanasfrontales el panorama del Valdurderrumbándose a nuestras espaldas. Unahilera de cifras junto al borde de las

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pantallas de éter indicaba, entre otrascosas, la profundidad.

— Trece kilómetros y medio —informó Ravenna, y miramos el casco.¿Podría resistir la presión durantemucho tiempo? Si no fuese así, me veríaobligado a utilizar la magia nuevamente.— Esta nave posee una especie depropulsión a chorro —señaló Palatina—, y su forma aerodinámica también nosvendrá muy bien...

¡Por todos los Elementos! ¡Lascorrientes! Aún estábamos muy pordebajo de la costa de la Perdición, quizáa unos pocos kilómetros de la últimamorada de la Revelación. La

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contracorriente. Me puse a manejar elcontrol de la pantalla de éter y amplié laimagen al máximo.

Apareció entonces un paisaje depesadilla: por encima de nosotros habíacañones, pequeñas montañas y rocas deextrañas formas. Debíamos de estar amucha mayor profundidad que aquellasislas sumergidas que había visto por elequipo de la estación oceanográfica deTandaris. Eso había sido apenas dosdías atrás, pero parecía habertranscurrido una eternidad. Comprendíentonces por qué la costa de laPerdición era tan traicionera, pero ¿aqué se debían las contracorrientes? ¿Por

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qué motivo...?Protegido por el mar. Cavernas.

Palatina luchaba por controlar la nave,intentando sin mucho éxito que no setambalease al encarar las corrientes,demasiado potentes para motores tanpobres. El Valdur seguíainexorablemente a la deriva en su últimodescenso, impulsado por las corrienteshacia una gran mancha negra que seabría en nuestra pantalla de éter: la bocade una cueva que se abría cientos demetros. Todavía no estábamos a tantaprofundidad como la que indicaban losúltimos registros de la Revelación. Sustripulantes habían descendido más allá

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del borde de esa caverna, pero nohabían entrado en ella... lo quesignificaba que tenía que existir otra pordebajo de nosotros, sin duda una cuevarealmente colosal sobre el fondo marinode la misma Qalathar. Enfrente de esastierras en dirección al mar abierto peromuchos kilómetros por debajo. Bastantemás accesible desde una granembarcación que las cavernas thetianas,por muy útiles que fuesen para albergarla flota de mantas. Thetia era en sumayor parte un territorio de aguas pocoprofundas.

Cogí el cinturón de seguridad y loafirmé al asiento.

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— Palatina, pásame el mando —dijecon calma. Ella me miró como siestuviese a punto de protestar pero enseguida me ocupé de los controles ysentí que ella me transfería el mando.Cambié el rumbo de la nave,llevándonos a más y más profundidad.Los demás siguieron mi ejemplo,asegurándose a sus asientos paraprevenir cualquier caída.

— ¿Qué estás haciendo? —preguntóBamalco— Tenemos que ascender, nodescender. La idea es huir.

— Vamos a un lugar seguro —repuse— Conseguiré que atravesemos lascorrientes.

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Y así inicié una interminableinmersión en la más profunda negrura,cada vez más lejos de la luz y el aire, endirección al abismo. Un abismo que,cuatro décadas atrás, se había tragado elbuque más sofisticado de todos lostiempos y que ahora nos engullíatambién a nosotros. O al menos esohabría sucedido, de no haber sido por undon mío. Me guiaba tanto por lossensores de éter como por mis propiossentidos. Ése era, literalmente, mielemento, y el cambiante flujo de lascorrientes y los remolinos me parecíatotalmente lógico. Era como ver unamaraña de varios hilos negros y que de

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pronto cada uno adquiriese un colordiferente, haciéndola muy fácil dedesenredar.

Llevé la nave salvavidas de aquípara allá, cabalgando por las corrientescomo si fuesen las olas de una playa deOcéanus en el verano, deslizándome deuna a otra, siguiendo el rumbo que yohabía escogido para descender. Lascorrientes se extendían allí a muchamayor profundidad de lo que nadie sehubiese imaginado. La Revelación habíasido atrapada a kilómetros del rumbomás seguro, dominado por uno entrecientos de remolinos y corrientes. Ytodos ellos conducían al mismo punto,

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como si hubiese allí debajo ungigantesco tornado atrayéndolo todohacia él.

Oí que alguien jadeaba mientrassondeábamos el borde del abismo, y yomismo me quedé boquiabierto ante elespectáculo de la monstruosa cavernaque se abría en el colosal muro depiedra ubicado debajo de nosotros.Medía al menos seis kilómetros en cadadirección y tenía más de tres kilómetrosde profundidad. Sin embargo, yo era elúnico capaz de observar las corrientesque la custodiaban a cada lado, lasirregulares rocas, los peligros ocultos,uno tras otro extendiéndose hasta donde

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mis ojos podían ver. Incluso el pasajehacia mar abierto, situado entre dosdesiguales promontorios rocosos, estabasurcado aquí y allá por corrientestraicioneras lo bastante fuertes comopara hacer añicos cualquier nave máspequeña que el Aeón.

La nave que tripulábamos se sacudíay saltaba mientras yo la llevabaalrededor de un enorme círculo,dispuesto a alcanzar el centro de lacueva. El casco crujía de formaalarmante pero no nos dimos porvencidos, pues en última instanciacontábamos con la magia de Ravennapara reducir los efectos de la presión.

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Pero estaba seguro de quesobreviviríamos a un ascenso si meequivocaba. Podía sentir la cercanía delAeón. La preciada nave estaba en algunaparte allí abajo.

Eramos una mancha insignificante enla vasta oscuridad y seguíamosadentrándonos hacia el corazón de lacueva, cuyas paredes y techo nosseparaban del mar abierto. Incluso allíel mar mantenía su vigilancia. Habíacavernas laterales, fisuras en lasparedes de piedra y partes del techo quese abrían paso hasta la base de la costade la Perdición. Sentí entonces un nexocon el océano mucho más intenso que

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nunca.Nadie dijo una palabra. Todos

permanecían absortos, con los ojos fijosen la imagen de la pantalla de éter amedida que los muros de piedra sesucedían y cruzábamos una inmensagalería rodeada por todos lados deinanimada roca negra. No podía habervida allí abajo: estábamos en un lugardonde nadie había estado durante almenos doscientos años. O quizá dondenadie había llegado jamás

Seguimos adelante kilómetros ykilómetros. La galería o túnel ahora sehacía más pequeña, ahora se expandía, aveces multiplicándose en numerosas

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bifurcaciones más pequeñas, peropresentando sólo curvas muy sutiles.Todavía no había ninguna señal delAeón, pero incluso algo tan grande teníaque haberse abierto camino por ahí.

Entonces, a unos dieciochokilómetros y medio de la superficie delocéano, justo debajo de las colosalesmontañas de Tehama, los muros, el sueloy el techo parecieron desaparecer yentramos en una caverna tan vasta quedesafiaba la imaginación. Allí acababanlas corrientes, y detuve con lentitud lamarcha de la nave, que flotó en mediode la absoluta oscuridad de una titánicacatedral submarina, cuyas paredes más

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lejanas ni siquiera podían distinguirnuestros sensores de éter.

Y allí, en el lugar más oscuro detodo el planeta, las sombras de mi mentese disolvieron cuando contemplé,cuando todos contemplamos, la pasmosainmensidad de una nave tan vieja comosu nombre pendiendo de las tinieblas.No se podía describir y nada de lo queme hubiesen contado habría podidopreparar mis ojos para esa primeravisión.

Había encontrado el Aeón.

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EPÍLOGO

En la pantalla de la manta aparecióun oficial thetiano, un hombre decabellos grises que rondaba loscincuenta años y que, de pie ante elpuente de mando, exhibía la calma de unoficial de carrera. Los oficiales ysubordinados a su alrededor fingíanprestar atención a sus propios controles,aunque subrepticiamente espiaban lapantalla. —Soy el almiranteCharidemus, comandante naval imperialdel este de Thetia, a bordo delMeridiano. Por favor, detallad vuestra

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nacionalidad y el motivo de vuestroviaje.— Almirante, tripulamos el Naiad.El almirante Charidemus mostró unaamplia sonrisa. —¿Nos haría el honorentonces de permitir que mi escuadrónse sume a su escolta?

El capitán del Naiad se volvióinquisitivamente hacia el hombre quepermanecía oculto en las sombras, en laparte posterior del puente de mando.Éste asintió y dio unos pasos adelantepermitiendo que la luz iluminase surostro.

— Su majestad imperial —dijoCharidemus con una reverencia— Espara mí un verdadero honor ser el

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primero en darle la bienvenida. Que sureinado sea largo y glorioso.

— Muchas gracias, almirante. Y elhonor de contar con su escolta es mío.

Charidemus notó con satisfaccióncómo en todo el puente del Meridianolas miradas se clavaban en él. Nisiquiera la disciplina militar thetianapodía hacerles contener la excitación deser los primeros en ver la silueta delnuevo emperador. Tal como él esperaba,en el aire se percibía la esperanza.

Tenían todavía mucho que aprender,pero el también. Era la primera ocasiónen que cruzaba un mar, pero allí dondeotros hubiesen estado incómodos, él se

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sentía como si volviese a su elemento.Podría comandar ejércitos y, por lagracia de Ranthas, también dirigiríaflotas con igual o mayor destreza. Era undesafío que ansiaba afrontar.

— Estaremos en casa dentro de muypocas horas, su majestad. Su imperio loespera.

— ¿Puedo pedirle que me acompañedurante el almuerzo, almirante, antes dellegar a destino?

— Con mucho placer, señor.— Entonces nos veremos en la

segunda hora de la tarde, almirante. Loespero.

— Allí estaré, su majestad.

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La imagen desapareció y en lapantalla se vio como único paisaje lasaguas azules bañadas por el sol. Era elprimer día de verano. El emperador seacercó a los cristales y observó el mar,distinguiendo la silueta del escuadrón deCharidemus que formaba rodeando supropia pequeña escolta. Las mantas eratan elegantes, unas naves tan bonitas; nisiquiera los barcos con sus velasblancas en los lagos de las montañaseran comparables. Daba la impresión deque las mantas estaban vivas, y de hechoestaban en manos de gente, su gente,para la que el mar era su elemento,personas que se sentían tan cómodas en

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el agua como otras lo estaban en tierra.Comprendió que jamás volvería a verlas cosas de la misma manera. Habíapasado toda su vida en un sitiodemasiado limitado, demasiado cerrado,y con muchísima frecuencia se habíapreguntado cómo estar en paz consigomismo. Había dado con la respuesta enel momento justo en que puso los pies enel Naiad, y las semanas siguientes nohabían hecho más que confirmárselo.Allí, en la inmensidad de las verdesislas y los claros y arenosos maresazules de Thetia y el Archipiélago,existían muchas más cosas por descubriry una vida mucho mejor que la que había

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conocido durante un millar de años en laúnica tierra en la que había vivido hastaentonces.

El emperador Aetius VI sonriósatisfecho de sí mismo al contemplar elocéano y su nueva flota, la flota que lollevaba a su hogar.