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52 AOAM L. HERRING Figure 3. Piedras Ne gras Altar 1. From Te ob e rt Maler, Researches in the Central Portio n of the Usumacinta Valley. Memoirs of the Peabody Museum of Archaeology and Ethn ology, H arvard University II : 1 (1901), pI. 8. Courtesy Peabody Museum of Archaeology and Et hnology, Ha rvard Univers ity. ter ial p res ence does not pre se nt a retre at into that thing alon e: it would be a mistake to ass um e that here is a mod e rnist in stance of th e work' s obj ect h ood , a bol d c ontrast the cIassical tradition' s insiste nce of th e im- age over its m e dium . Mo r eover, th e cIassical tradition's insiste nce on the fo rmal a nd th e matic unity of the work might be equaIly out of pl ace in a careful co nsid e ration of Maya sto ne sculpture. We might do we lI to leave th ese man y probl ems open: if we we re forc ed as a provisional m easur e to ch art Maya sculptu re so me wh e re rel ative to the two poles of object and ima ge, it must be in a middle g ro und betwee n th em. For in a way, iL i:.; in the n exus of both sen ses of the term Lakam tun, both "big rocks" and "ban- ne r sto nes" that ther e arises a tensio n tha t sparks these works' inter es t. In ce rtain ways, th ese ar e st range wo rks divid ed against the ms e lves, and it is in the ambivalence in ternal to th ese Co pán sculptures -at onc e obj ect, al once image, or som e thing like an image- that the ir formal power re- sid es. I nde ed, a sculptural traditi on so stee ped in thematic te nsion might we Il give rise to cen turies' of productive grappling with this probl e m. LOS LIBROS QUEMADOS Y LOS NUEVOS LIBROS. PARADOJAS DE LA AUTENTICIDAD EN LA TRADICIÓN MESOAMERICAl"\JA FEDERICO NAVARRETE Instituto de Inve s tigaciones Históricas, UNAM L as quemas de libros del siglo XVI En los anales de las grandes destrucciones de obras de arte y de tradicio- nes culturales suelen figurar las quemas de códices, ídolos y otras obras artísticas de los pueblos indígenas de Mesoamérica realizadas en el siglo XVI por los conquistadores y sacerdotes españoles . En este artículo me re- feriré al caso de los libros indígenas, particularmente a los que conte- nían sucesos históricos. Intentaré demostrar que las quemas realizadas por los españoles no fueron sino otra más en una serie de destrucciones de libros provocadas por la imposición de nuevos poderes políticos en la historia mesoamericana, y que los indígenas reaccionaron ante ellas como lo habían hecho ante las anteriores destrucciones : sustituyendo sus antiguos libros por libros nuevos que fueran adecuados a las nuevas con- diciones impuestas por el poder. / Para los misioneros, el holocausto de los libros, pinturas y edifica- ciones de los indígenas era un imperativo, pues estas obras estaban vincu- ladas directamente con el inadmisible culto a las deidades prehispánicas. Desde su perspectiva, las hogueras alimentadas con estas obras idolátri- cas eran como la que prendió Moisés para quemar el Becerro de Oro: en eUas triunfaba Dios y ardían los engaños y las argucias de Satanás. Eran, pues, parte indispensable de la labor misional de convertir a los paganos a la verdadera fe. Al primer obispo de México, Juan de Zumárraga, se le atribuye ha- ber ordenado y realizado abundantes quemas de libros "idólatras" a partir de 1530. Treinta años más tarde, fray Diego de Landa se jactaba de haber destruido los libros de los mayas de Yucatán: Hallámosles gran número de libros de estas sus letras , y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos to- dos , lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena . (Landa 1978: 104-105) [53]

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Figure 3. Piedras Negras Altar 1. From Teobe rt Maler, Researches in the Central Portio n of the Usumacinta Valley. Memoirs of the Peabody Museum ofArchaeology and Ethnology,

H arvard University II: 1 (1901), pI. 8. Courtesy Peabody Museum of Archaeology and Ethnology, Harvard Univers ity.

teria l p resence does not present a retreat into that thing alone: it would be a mistake to assume that here is a mode rnist instance of the work's objecthood, a bold contrast th e cIassical tradition's insistence of the im­age over its m edium . Moreover, the cIassical tradition's insistence on the fo rmal and thematic unity of the work might be equaIly out of pl ace in a care ful consideration of Maya stone sculpture. We might do we lI to leave these many proble ms open: if we were forced as a provisional m easure to chart Maya sculptu re somewhe re re lative to the two poles of object and image , it must be in a middle ground betwee n the m. For in a way, iL i:.; in the n exus of both senses of the term Lakam tun, both "big rocks" and "ban­ner stones" that there arises a tension that sparks these works' inte res t. In certain ways, these are strange works divided against themse lves, and it is in the ambivalence in ternal to these Copán sculptures -at once obj ect, al once image, or some thing like an image- that th eir formal power re ­sid es. Indeed, a sculptural tradition so steeped in thematic tension might weIl give rise to cen turies' of productive grappling with this problem.

LOS LIBROS QUEMADOS Y LOS NUEVOS LIBROS. PARADOJAS DE LA AUTENTICIDAD EN LA

TRADICIÓN MESOAMERICAl"\JA

FEDERICO NAVARRETE

Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM

L as quemas de libros del siglo XVI

En los anales de las grandes destrucciones de obras de arte y de tradicio­nes culturales suelen figurar las quemas de códices, ídolos y otras obras artísticas de los pueblos indígenas de Mesoamérica realizadas en el siglo XVI por los conquistadores y sacerdotes españoles. En este artículo me re­feriré al caso de los libros indígenas, particularmente a los que conte­nían sucesos históricos. Intentaré demostrar que las quemas realizadas por los españoles no fueron sino otra más en una serie de destrucciones de libros provocadas por la imposición de nuevos poderes políticos en la historia mesoamericana, y que los indígenas reaccionaron ante ellas como lo habían hecho ante las anteriores destrucciones : sustituyendo sus antiguos libros por libros nuevos que fueran adecuados a las nuevas con­diciones impuestas por el poder. /

Para los misioneros, el holocausto de los libros, pinturas y edifica­ciones de los indígenas era un imperativo, pues estas obras estaban vincu­ladas directamente con el inadmisible culto a las deidades prehispánicas. Desde su perspectiva, las hogueras alimentadas con estas obras idolátri ­cas eran como la que prendió Moisés para quemar el Becerro de Oro: en eUas triunfaba Dios y ardían los engaños y las argucias de Satanás. Eran, pues, parte indispensable de la labor misional de convertir a los paganos a la verdadera fe.

Al primer obispo de México, Juan de Zumárraga, se le atribuye ha­ber ordenado y realizado abundantes quemas de libros "idólatras" a partir de 1530. Treinta años más tarde, fray Diego de Landa se jactaba de haber destruido los libros de los mayas de Yucatán:

Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos to­dos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena. (Landa 1978: 104-105)

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Sin embargo, unas cuantas décadas más tarde, otro religioso, Juan de Torquemada, lamentó el carácter indiscriminado de las quemas realiza­das por los primeros misioneros, pues,junto con los libros de contenidos "demoniacos", habían destruido otros de contenidos inocentes y legítimos, como los que contaban la historia de los pueblos prehispánicos:

porque los religiosos y obispo primero don Juan de Zumárraga, quemaron [li­bros) de mucha importan cia para saber las cosas antiguas de esta tierra [pues) entendieron que eran demonstración de supersticiosa idolatría; y así quema­ron todos cuantos pudieron haber a las manos, que a no haber sido diligentes algunos indios curiosos en esconder parte de estos papeles y historias, no hu­biera ahora de ellos aun la noticia que tenemos. (Torquemada 1977: 348)

Llama la atención esta defensa de los indios que ocultaron sus libros a la censura religiosa española, y que unos años antes seguramente hubieran sido condenados por ello, pues, como veremos más adelante, parece ser en buena medida resultado de la hábil adaptación indígena a las adver­sas circunstancias de la intolerancia católica.

Con el paso de los siglos, la destrucción española de los libros indí­genas en Mesoamérica se convirtió en un lugar común de la leyenda ne­gra. En el XIX, William F. Prescott, por ejemplo, afirmó que el nombre del obispo Zumárraga debía ser "tan inmortal como el de Ornar" (el gober­nante musulmán que quemó la biblioteca de Alejandría) por haber orde­nado la quema de los "archivos" de Tetzcoco en 1525 y exclamaba: "Jamás consiguió el fanatismo tan glorioso triunfo como en la aniquilación de tantos curiosos monumentos del ingenio y el conocimiento humano!" (Prcscott s.f.: 59-60)

Pese a su éxito legendario, ya las frecuentes menciones de ellas en las historias de la época,l tenemos pocas descripciones concretas y deta­lladas de las quemas españolas, incluso de las más célebres, aquellas reali­zadas por ?:umárraga y por Landa. En el primer caso, de hecho, hay razones para dudar que existieran realmente los llamados "archivos de Tetzco­ca" que concentraban todos los libros de la "nación" y que hizo arder el obispo; (García Icazbalceta 1947: 87-162) en el segundo, no existe ningún documento contemporáneo que describa las grandes hogueras ni que de­talle los libros que hizo arder en ellas el inquisidor yucateco. (Scholes 1938: 618) En ninguno de estos casos vale el argumento de que los espa­ñoles habrían ocultado sus quemas, pues la destrucción de obras "demo­niacas" era algo de lo que se sentían orgullosos.

I Véanse, por ejemplo, las menciones de Fernando de A1va Ixtlilxóchitl a la destrucción

de libros en Tetzcoco (1985: 421), y las de Diego Muñoz Camargo a las quemas en Tlaxcal a (1984: 98·99) .

Los libros quemados y los nuevos libros

Por otra parte, Bernardino de Sahagún coincide con Torquemada ,,1 afirmar que algunos libros sobrevivieron al entusiasmo destructor es­pañol:

DeslOs libros y esc rituras los más d e llos se quemaron a l tie mpo que se destru­yero n las idolatrías; pero no dexaron de quedar muchas ascondidas, que las he­mos visto y aú n agora se guardan , por donde hemos entendido sus antiguallas. (Sahagún 1989: v. 2, 633)

Por <:110, aunque podemos estar seguros de que los conquistadores sí que­maron algunos libros indígenas, podemos estar igualmente seguros de que no lograron destruir la totalidad de los libros existentes.

Esta constatación, sin embargo, contrasta con el hecho incontrover­tible de la virtual desaparición de los códices prehispánicos en toda Me­soamérica. En total, a la fecha, conocemos menos de 20 libros indígenas e laborados antes de la llegada de los españoles, y en una región tan im­portante como el Valle de México no ha sobrevivido uno solo (Escalante 1996). Esto significa que a partir del siglo XVI debe n de haberse destruido cuando menos varios cientos, si no es que miles, de documentos prehis­pánicos.

La inte rrogante que se plantea entonces es: si no todos fueron que­mados por los españoles, ¿cómo fue que desapareció el resto de los libros? Los principales sospechosos de haber causado su desaparición, además de los azares del tiempo, no pueden ser otros que los propios indígenas. Al respecto , Diego Durán nos da una noticia muy interesante relativa al destino de unos libros que habían pertenecido al propio Topiltzin Quetzal­cóatl:

[ ... ) tambien me dixo un yndio biejo que passando el Papa por Ocuituco les avia dejado un libro grande, de quatro dedos de alto, de unas letras, y yo mo­vido con deseo de aver este libro, fui á Ocuituco y rogue á los ynd ios, con toda la omillad del mundo, me lo mostrasen y me juraron que abrá seis años que le quemaron por que no acertavan á ler la letra , ni era como la nuestra y que te­miendo no les causase algun mal le quemaron , lo cual me dio pena porque qui<;:a nos d iera satisfecho de nuestra duda que podria ser el sagrado evangelio en lengua hebrea, lo qual no poco repreh endí á los que lo mandaron quemar. (Durán 1995: 21)

Parece inevitable, pues, concluir que una buena cantidad de códices pre­hispánicos fueron destruidos, o escondidos, por los propios pueblos me­soamericanos que los habían producido y conservado antes de la llegada de los españoles.

Tal d es trucción, sin embargo,-no es asimilable a la que llevaron a cabo los españoles, pues lejos de buscar extirpar la tradición prehispá­nica, lo que los indígenas querían era garantizar su supervivencia. Esto

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queda demostrado por el hecho de que a lo largo del periodo colonial, y particularmente en los siglos XVI y XVII, ellos mismos reemplazaron sus antiguos libros por nuevos libros pictográficos, o escritos en alfabeto la­tino, que recogían la tradición vertida originalmente en los documentos prehispánicos. Tan importante fue esta producción colonial, que en la actualidad conocemos varios cientos de documentos coloniales de tradi­ción indígena.

En estas obras coloniales encontramos la evidencia más clara de que los propios indígenas ocultaron o destruyeron buena parte de sus libros: es muy frecuente, en efecto, que los autores se refieran a libros antiguos que estaban en su poder y que utilizaron para elaborar sus obras, yel simple hecho de que esos documentos anteriores no hayan sobrevivido hasta nuestros días, como sí lo hicieron los libros coloniales, indica que probablemente fueron eliminados después de ser utilizados para la ela­boración de éstos. Un ejemplo particularmente elocuente es el de! histo­riador chalca Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, quien hace una detallada enumeración de los cinco libros que inspiraron su Octava Relación, (Chi­malpahin 1983: 111-119) entre los que se cuentan muchos elaborados ya en el periodo colonial, y nos describe, con singular elocuencia, la destruc­ción de uno de ellos:

y ciertamente este libro coincide con el orden del dicho lin;:ye señorial que yo saqué y copié de un gran libro que estaba en lo alto, en la azotea de la casa, allá en el hogar de mi suegro don Rodrigo de Rosas Xohecatzin, noble de Itztlacozauhcan [ ... ] y después que copié el huehuetlahtolli, otra vez lo dejé en la azo tea; pero ya no está allí, se perdió este viejísimo libro, ya nada de él apare­ce, quizá sólo se pudrió. (Chimalpahin 1983: 117-119)

Por estas razones, más que de una destrucción, habría que hablar en este caso de una sustitución: los indígenas se deshicieron de sus antiguos li­bros después de reemplazarlos por otros nuevos que fueran más adecua­dos a las distintas circunstancias del régimen colonial.

La "autenticidad perdida"

La compleja dialéctica entre destrucción y recreación, entre continuidad y cambio que implicó esta sustitución se describe explícitamente en el exordio del Popol Vuh, libro escrito en lengua quiché y en alfabeto latino entre 1554 y 1558 por los principales del pueblo de Quiché (Tedlock 1996: 56-57):

Este es el principio de la Palabra Antigua, aquí en este lugar llamado Quiché. Aquí registraremos, implantaremos la Antigua Palabra, el potencial y fuente de todo lo hecho en la ciudadela de Quiché, en la nación del pueblo quiché. [Los dioses creadores] lo relataron todo -y lo hicieron también_ como seres

Los libros quemados y los nuevos libros

sabios, e n palabras sabias. Escribiremos sobre esto ahora , en medio de la pré­dica de Dios, del cristianismo, ahora. Lo haremos salir por que ya no existe e l lugar para verlo, el Libro del Consejo, un lugar para ver "La luz que vino a través del mar" , el relato de nuestro "Lugar en las sombras", un lugar para ver "La aurora de la vida" . [ ... ] como se llama. Existe el libro original y la antigua escritura, pero quien lo lee y lo pondera oculta su rostro. (Popol Vuh, 1985: 71)

En este pasaje se hacen dos afirmaciones con tradictorias: se afirma que el Popol Vuh es la palabra antigua de los dioses creadores, pero al mismo tie mpo se dice que esa antigua palabra estaba depositada en un antiguo libro, llamado "La luz que vino a través del mar" que ahora "ya no se pue­de ver", y que el Popol Vuh lo sustituye.

En suma, el Popol Vuh es y no es la antigua palabra heredada direc­tamente de los dioses creadores. No lo es porque sus autores han adoptado deliberadamente un nuevo y prestigioso formato, el del libro occidental, con el fin de escapar a las persecuciones religiosas y de adquirir algo de la legitimidad que le corresponde en la nueva cultura, razón por la cual enfatizan la diferencia entre su nueva versión y los antiguos libros. Es la antigua palabra porque, al mismo tiempo, los autores reivindican explíci­tamente la continuidad de su tradición ancestral, pues la antigüedad yau­tenticidad de ésta son e! sustento de su posición de privilegio en e! seno de su propia sociedad y en e! de la sociedad colonial también.

Esta ambigüedad original naturalmente se ha reproducido entre los lectores de la obra. Algunos , como Acuña, han negado tajantemente la autenticidad del libro:

El hecho de que el Popol Vuh constituya una fusión deliberada de tradiciones dispares descalifica a la obra como depósito auténtico de las tradiciones qui­chés y, por lo tanto, lo transforma en un libro apócrifo. [ ... ] Como depósito fi­dedigno de las tradiciones indígenas en general, el Popol Vuh, por lo tanto, no merece confianza. Por el contrario, todo parece indicar que es un depósito fraudulento. (Acuña 1975: 130)

Otros autores, como Michael Cae (1973), en contraste, han encontrado en él tradiciones que se reman tan al periodo clásico maya.

La sospecha alrededor del Popol Vuh se ha extendido a muchos otros documentos indígenas coloniales que han sido tachados igualmente de falsedad, falta de autenticidad, aculturación o distorsión .

El recelo que nos provocan estas sustituciones se debe al hecho de que ponen en entredicho nuestras concepciones de lo que es la autenti ­cidad. Si aceptamos, con Walter Benjamin, que e! "aura" de los objetos artísticos, o históricos, consiste en la evidencia del "aquí y ahora" irrepe­tible de su creación, manifiesto en la continuidad física de la obra a tra­

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vés del tiempo, cualquier reproducción o sustitución nos parece inevita­blemen te deficien te:

[ ... ) el proceso [de reproducción) aqueja en el objeto de arte una médula sen­sibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su auten ticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que desde el orige n pu ede trans mitirse en ella, desde su duración materi a l hasta su tes­tificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la testifica­ción históricá de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de tal suer­te es su propia autoridad. (Be~amin 1973: 22-23)

Desde esta perspectiva, las obras indígenas coloniales sólo se pueden leer en términos de su deficiencia y falta de autenticidad en relación con los "originales" prehispánicos que sustituyen. Por ello, algunos autores han llegado al extremo de descalificar en conjunto a todas ellas.

Sin embargo, no hay que olvidar que la autenticidad supuestamente perdida, y continuamente anhelada, quizá no haya existido jamás, pues hay evidencias de que en tiempos prehispánicos también se realizaron destrucciones, y también sustituciones, de libros. En efecto, sabemos que Itzcóatl, primer tlatoani independiente de México, llevó a cabo a princi­pios del siglo xv una quema tan famosa como la española:

Porque se guardaba la histo ria; pero ardió cuando gobernaba Itzcóatl en Mé­xico. Se hizo concierto entre los señores mexicas. Dijeron: "No es conveniente que todo mundo conozca la tinta negra, los colores. El portable, el cargable se pervertirá, y con esto se coloca rá lo oculto sobre la tierra; porque se inventa­ron muchas mentiras. (López Austin 1987: 310)

::;i bien tenemos evidencias de que esta quema no abarcó todos los docu­mentos históricos mexicas,2 y menos los de otros pueblos indígenas (Na­varrete s.f.) , su mera existencia demuestra que las quemas de libros en Mesoamérica no fueron una invención española, y que las tradiciones in­dígenas ya habían sobrevivido a destrucciones anteriores por medio de las necesarias sustituciones.

Algunos autores han aventurado, incluso, la hipótesis de que estas quemas eran sucesos periódicos. (Davies 1987: 6) Esta proposición es plausible, pues tencmos abundantes evidencias de destrucciones ocasio­nales o cíclicas de edificios, esculturas y monumentos en tiempos prehis­pánicos. Las motivaciones políticas que parecen haber provocado estos

2 Casi 100 años después, dos nobles menores mexicas, Atonaletzin y Tlamapanatzin en­tregaron, supuestamente, a Hernán Cortés antiguos libros que habían escapado a la destrucción

de Itzcóatl, mencionándole que su odio a la casa gobernante mexica derivaba precisamente de ese hecho. (Cortés: 61-64)

Los libros quemados y los nuevos libros

holocaustos seguramente afectaron también a los libros, íntimamente asociados al poder. Sin embargo, no me parece tampoco que esta consta­tación deba utilizarse, como han hecho algunos autores, (Graulich 1995: 8-10) para descalificar las tradiciones indígenas relegándolas a la cate­go-ría de mito, arguyendo que las quemas destruyeron irremisiblemente la fidelidad y la autenticidad de la tradición. Comprender cómo funcio­naban las tradiciones indígenas, cómo definían y mantenían su autenti ­cidad a través y por medio de destrucciones y sustituciones, puede ser más iluminador que simplemente proyectar los prejuicios "auráticos" defini­dos por Benjamin.

El funcionamiento de la tradición

Más que buscar, o lamentar, esta "autenticidad perdida" de las fuentes prehispánicas, hay que asumir que las destrucciones eran una parte integral del funcionamiento de la tradición indígena, junto con su gran capaci­dad de reinvención y regeneración. Para comprender mejor la vincula­ción entre estos dos fenómenos resultan muy sugerentes las propuestas de Gamboni (1997) en el sentido de que la destrucción es una parte in­tegral del funcionamiento de una tradición artística, tanto como la crea­ción misma. Como él lo hace en el caso del arte occidental moderno, para comprender la dialéctica que une destrucción y creación hay que explicar, en primer lugar, la relación entre las tradiciones indígenas y las sociedades que les daban vida.

Las tradiciones históricas mesoamericanas eran siempre propiedad de un grupo humano específico, generalmente un linaje, que las preser­vaba y modificaba a lo largo de las generaciones. Las tradiciones eran de importancia fundamental para esos grupos, pues servían para definir su identidad y establecer y defender su posición en el complejo mosaico po­lítico y cultural de sus sociedades. Por ello, se concebían como una propie­dad que se heredaba, tal como lo expresa el historiador mexica Hernando Alvarado Tezozómoc:

( ... ) nuestros tatarabuelos, nuestros antepasados [ ... ] nos dejaron dicha rela­ción admonitiva, nos la legaro n a quienes ahora vivimos, a quienes de ellos procedemos [ ... ) al morir nosotros, lo legaremos a nuestra vez a nuestros hijos y nietos, a nuestra sangre y color, a nuestros descendientes, a fin de que tam­bién ellos por siempr.e lo guarden. (Tezozómoc 1992: 4-5)

La veracidad de la tradición dependía precisamen te de este origen an­cestral: la verdad provenía de la palabra de los antiguos, como lo afirma el Popol Vuh y también el Memorial de Sololá de los mayas cakchiqueles:

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Aquí escribiré unas cuantas historias de nuestros primeros padres y an teceso­res, los que engendraron a los hombres en la época antigua [ ... ] Escribiré las historias de nuestros primeros padres y abuelos que se llamaban Gagavitz el uno y Zactecauh el otro; las historias que ellos nos contaban. (Memorial de Sololá, 1950: 47)

Los antiguos conocieron y transmitieron la verdad porque fueron ellos quienes vivieron los acontecimientos y, lo que era igualmente importan­te , quienes fundaron ellin~e que habría de heredar la tradición.

Naturalmente, la propiedad de esta herencia era exclusiva. El te­nochca Tezozómoc afirma tajantemente, en contra de sus vecinos tlate­loicas:

Fue Tenochtitlan la que guardó esta relación de cuando reinaran todos los grandes, los amados ancianos, los señores y reyes de los tenochcas. Tlatelolco nunca nos lo quitará, porque no es en verdad legado suyo. (Tezozómoc 1992: 4)

Chimalpahin, el historiador chaIca, por su parte, nombra la historia de su linaje gobernante como "Lo que se guarda en el palacio de Tlailotla­can", lo que indica que las historias se custodiaban en la sede misma del poder y se vinculaban directamente con su ejercicio. (Chimalpahin, 1983: 75-77)

Sin embargo, al afirmar que la tradición se guardaba en el palacio, Chimalpahin no quería decir que este edificio funcionara como una biblio­teca o un archivo a la manera occidental, pues la palabra de los antiguos no sólo residía en los códices pictográficos (que guardaban información cronológica, geográfica y onomástica fundamen talmen te), sino que bue­na parte de ella era transmitida en discursos orales. Esta tradición oral se guardaba en el palacio porque era ahí donde se enseñaba y entrenaba a sus transmisores, los propios miembros de! grupo gobernante.

Como ha señalado Migno10, el carácter dual, a la vez oral y escrito, de la tradición, y su atribución a los antiguos, implicaban una concep­ción muy diferente de la re!ación del texto con la verdad a la que existe en la tradición occidental. (Mignolo 1994: 255-256) En el Occidente cristia­no, la verdad última reside en e! libro dictado por Dios a los profetas y por ello la letra escrita tiene un valor de veracidad muy superior a la pa­labra hablada. Para los mesoamericanos, en cambio, la verdad no residía en la escritura en sí, sino en la tradición heredada de los antiguos y en quienes sabían interpretarla, mostrando los libros y recitando la tradición oral. La lectura, por lo tanto, no era el desciframiento silencioso de un texto f~ado en un momento histórico determinado (es decir, de un texto con "aura"), sino una representación pública y ritual que permitía ver y escuchar el relato de los antiguos, reuniendo los libros pictográficos y las tradiciones orales en un todo más rico que cualquiera de sus partes.

Los libros quemados y los nuevos libros 6l

La representación ritual de la tradición probablemente implicaba un e lemento sobrenatural que hacía presentes a los antepasados para que és tos hablaran directame nte a la audie ncia.3 Esta repres·~ntación era la confirma-:: ión y garantía de la legitimidad y la ve racidad de la tradición , a la vez que pe rmitía incorporar a ella los cambios que lOé: portadores con­sideraban conveniente , o necesario , hacer, pues les daba la legitimidad de la an tigüedad.

Naturalmente , cada grupo reivindicaba la veracidad de su trad ició n , pues és ta e ra e l susten to de su identidad. Sin embargo, la verdad de cada uno se enfre ntaba con las verdades con tradictorias de sus vecinos y ad­versarios. Estas confron taciones giraban alrededor de confl ictos po líticos y de límites de tierras; sus escenarios eran, en primer lugar, los encuentros que se realizaban entre los grupos en conflicto y, además, los tribunales y audiencias de los poderes superiores ante los que los involu crad os presen­taban su caso .

En sus representacio nes públicas, tanto al inte rior de la comunidad com o en la confrontació n con tradiciones rivales, la tradició n asumía un carác ter n ecesariame nte persuasivo. El discurso se dirigía sie mpre a al­guien: un hijo , un nie to o un gobernado, den tro de la comunidad, o , fuera de ella, un vecino, un enemigo o un poder exte rno; su obj e tivo e ra con­vencer a ese interlocutor de la verdad de su contenido y de la legitimidad de la posició n que defendía.

Es to explica po r qué muchos de los códices y manuscritos colonia­les que conocemos fu eron elaborados en el contexto de una confro nta­ció n legal o de una solicitud ante las autoridades españolas. Tal es e l caso de la H istoria Tolteca-Chichimeca, realizada por e! pueblo de Cuauhtinchan durante una disputa limítrofe con sus vecinos de Tepeaca; (1989: 15) tal podría se r e l caso de! Popal Vuh, que p robablemen te fue llevado a España por Juan Cortés, un o de los princip ales de l pueblo de Santa Cruz del Quich é para ayudarlo en sus solicitudes ante la Corona. (Tedlock 1996: 56-57) Aunque no fue ron realizadas con fines tan inmediatamente prác­ticos , las obras de los his toriadores Tezozómoc, Chimalpahin, y Fernando de A1va Ixtlilxóchitl tienen también claras intenciones persuasivas. Es muy probable que en tiempos prehispánicos sucediera algo parecido y que mu­chos de los libros hayan sido producidos para ser presentados a un público particular en un contexto igualmente específico.

Todo es to nos permite comprender más cabalme nte el papel de los libros en la tradición mesoamericana: no eran , como en O ccidente, los de­pósitos últimos de la tradición, los objetos con "aura" que garantizaban y

:J Es te aspecto sobre natural de la tradición es parti cul arm e nte evidente e n los Títulos Pri­

mordiales escritos en peque ñas comunidades indígenas en el s iglo XVII. Parece probable que ésta

fuera una continuidad del funcionamiento de la tradición en tiempos pre hispánicos. Sobre los

Tí/ulos Primordiales, véase Gruzinski (199l) y el artículo de Lockhart (1982).

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demostraban la continuidad material de la misma a través del tiempo. Fun­gían más bien como enunciados contingentes y parciales de una tradición que se mantenía y legitimaba también por otros medios. Por ello, eran des­truibles y sustituibles, mejorables y reelaborablcs.

!':l funcionamiento de la tradición indígena se parece, en este aspec­LO, al de las tradiciones artísticas chinas y japonesas, que no valoran tanto la supervivencia material de los objetos del pasado como la continuidad d~ la tradición que permite producirlos una y otra vez. (Ryckmans 1989: 809-810)

Esto no significaba, desde luego, que los pueblos mesoamericanos no valoraran en absoluto la antigüedad de sus libros, sino que ésta no era considerada un valor supremo. El propio Popol Vuh, por ejemplo, enfati­za que el libro original que sustituye es "La luz que vino a través del mar" y narra como este escrito provino de la misma Tulán primigenia de don­de vinieron los quichés. (1985: 204)4 Es muy probable que este libro, por su mismo origen, fuera considerado sagrado, como lo son en la actualidad las tradiciones orales de los chamulas que hablan de los tiempos remotos y que se consideran originarias de ellos. (Gossen 1974: 49) La anécdota rela­tada por Durán confirma esta hipótesis: si los indígenas temían que elli­bro dejado por Quetzalcóatl hacía ya muchos siglos les "hiciera mal", era muy probablemente porque le atribuían un poder sagrado. (Durán 1995: 21)

~in embargo, este mismo caso nos demuestra también que la sacra­lidad no hacía imperativa en todos los casos la conservación de los libros. :;':n Mesoamérica, con trariamente a lo que propone Benjamin, (1973: 28­30) el valor cultural de una obra no era sustituido por un valor de exhi­bición, es decir, no se conservaba una obra simplemente por su valor de originalidad cuando ésta había dejado de ser sagrada. Por el contrario, las mutilaciones y decapitaciones de efigies a lo largo de la historia prehis­pánica indican que una obra tenía que ser "desactivada" o "asesinada" una vez que su sacralidad dejaba de ser útil, o era considerada indeseable.

Por otra parte, la valoración de una obra como sagrada era indepen­diente de su "aura" histórica. En el caso de las vasijas teotihuacanas reuti­lizadas en las ofrendas mexicas en el Templo Mayor de Tenochtitlan, como señala López Luján, (1989: 73) la circunstancia histórica de su realización era irrelevante ante el valor sagrado que se les atribuía por provenir de la "ciudad de los dioses". La potencia sagrada de estas obras hacía que los me­xicas apreciaran tanto los fragmentos como las piezas completas y que no dudaran en intervenirlas, colocándolas en ofrendas o pintándolas. Su va­lor era claramente cultural y no exhibitivo.

4 Cabe señalar, sin embargo, que "La luz que vino a través del mar" puede ser la Biblia

cris tiana, a la que los indígenas aluden en un intento por apropiarse de su legitimidad y de iden­tificar su tradición ancestral' con la del pueblo judío.

Los libms quemados y los nuevos libros 63

Finalmente, si bien parece que la antigüedad de un libro contribuía a su prestigio, y le daba un mayor carácter sagrarlo, ésta no era la única vía para que lo adquiriera. Es muy probable que un libro nuevo, siempre y cuando fuera elaborado o presentado en las circunsLancias rituales ade­cuadas, pudiera sacralizarse inmediatamente y así compiementar, o susti­tuir, la sacralidad del libro antiguo.

L a transformación del siglo XVI

A la luz de estas consideraciones podemos en tender con mayor claridad el impacto que tuvieron sobre la tradición histórica indígena las quemas españolas y sus antecesoras mexicas .

En primer lugar, hay que señalar que la destrucción provocada por las hogueras no fue jamás tan grande como lo desearon los gobernan tes mexicas y los misioneros españoles, pues los afectados supieron esconder y preservar sus libros. Tampoco fue tan dramática como podíamos temer­lo nosotros, a partir de nuestras concepciones de la autenticidad y de la re lación entre escritura y verdad , puesto que la pérdida de los códices afec taba las manifestaciones de la tradición, pero no sus fuentes ni sus sustentos sociales.

En el sentido inverso, hay que tomar en cuenta que el impacto sim­ ,bólico de las hogueras era mucho más grande que el tamaño de sus ]Ja­mas . Las quemas prehispánicas y coloniales sirvieron para demostrar e l ascen so y la imposición de un nuevo poder que imponía nuevas reglas políticas y religiosas, y que demandaba una concomitante adaptación de la tradición de aquellos grupos que quedaban sometidos a él. Si bien Itzcóatl no alcanzó a destruir todos los libros de historia, sus acciones demostraron públicamente su recién adquirido poder, y probablemente compelieron a quienes quedaron sometidos a él a modificar o rehacer sus libros para ade­cuarlos a los nuevos tiempos. Por la misma razón, la imposición de la in­tolerancia religiosa católica y de la soberanía de la Corona, iluminada ·::Jocuentemente por las hogueras de los misioneros, hizo imperativo para los indígenas elaborar nuevos libros que fueran adecuados a la nueva si­tuación política y religiosa.

La sustitución de los libros prehispánicos por libros coloniales, des­de luego , estuvo lejos de ser automática o mecánica: no fue una trans­cripción ni una copia. Diversos autores han ponderado, o lamentado, la inmensa transformación que implicó verter la tradición pictográfica y oral prehispánica, con sus importantes aspectos rituales, en el nuevo formato del libro occidental.

Desde la perspectiva del funcionamiento de la tradición indígena, sin embargo, hay que tener en cuenta que el objetivo de la sustitución era

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garantizar que ésta continuara funcion an do en un contexto radicalmen­te d ife re n te y, a la vez, que pudiera p reservar sus elem~n tos fundamen­tales , constitu tivos de la identidad de l gru po. Para ello debía ser capaz de p e rsuadir a nuevos in te rlocutores, las autor idades españ o las, al tie mpo que debía conservar su au toridad ante los públicos indígena~.. Las obras co loniales debían es tablecer, p ues , u n doble diá logo: hacia el interior de las sociedades prehispán icas y hacia sus nuevos públicos españoles.5

El prim er o bj e tivo de la sustitución, n aturalmente , era asegu rar la su perviven cia misma de la tradició n . Para e llo , los indígenas explo taron la d ife rencia es tablecida por los mismos españoles entre lib ros con conte­n ido "religioso", que merecían arder, y libros con contenidos históricos, económ icos o geográficos , que e ran valorados como fuen te de info rma­ción y que podían conservarse.6 Ya en 1528, un franc iscano encargado de averiguar la his tor ia din ástica de los gobernantes m exicas entre los an­cianos de Culh uacan , hacía la siguiente d istin ción:

Dej arem os de d ec ir lo que es frus de l demoni o y fá bu la, po rque mu ch as cosas les tenía hechas cree r e l d iablo falsas acerca de la creac ión de l mundo é todas las cosas é de las gentes, y vanlas el~eriendo como verdad en tre las ve rdaderas . ("Re­lac ión de la ge nealogía y linaj e ... ", 194 1: 240-241)

De hech o , los esp añoles estaban dispuestos a creer en la veracidad fu n­damental de las tradicio nes histó ricas indígenas, sie mpre y cuan do se su­primieran aquellos de talles abie rtamente re ligiosos que sólo podían ser invención demoniaca.7

Ante esta d istinción entre la historia sagrada, que era inaceptable, y la h is to ria secular, que era legítima, los indígenas adoptaron es trategias de adaptación de m uy d iversa índole. Analizarlas todas rebasaría con mu­cho el espacio d e este artículo, p o r lo que apun taré sólo algunos ejem­plos particu larm en te significa tivos.

En algunos casos, la supresión de la tradición religiosa prehispánica implicó la des trucció n delibe rada de los an tiguos libros. Los pobladores de Ocuituco, para volver con la anécdo ta de Durán, destruyeron e l libro sagrado de Que tzalcóatl porque le tem ían . Es imposible sabe r si los mo­

5 Las comp lejidades de estos diálogos sim u ltá neos y d isimulados h an sido ana lizados con

lucidez por los estudiosos de las fuen tes andinas, como Paulson para las Relaciones de Huarochirí

(1988) y Saloman para las Ke laciones de -ritu Cusi Yupan qui y de Pachacuti Yamyui (1982).

6 Agradezco a Paul a Ló pez Caba llero haberme sugerido la idea de q ue la distinc ión en­

tre libros re ligiosos ;: li bro~ hisló ricos pudo h abe r sido la proyecc ió n d e clasificacio nes occid e n ta­

les a u na realidad indíge na que n o los sepa raba. 7 Como he demostrado e n o tro a rtícu lo (Navarrete s.f.). la idea de q ue las tradiciones

ind íge n as son "míticas" y que por lo ta nto n o ti e n e n valor de ve rdad a lguno es un invento de

los mitólogos de l sig lo XIX, David G . Brin to n (1 882) y Eduard Se1er (1 985).

65L os libros quemados y los nuevos libros

vió una recién adquirida convicción cristiana de que los dioses prehispá­nicos eran demonios y que era dañino comerciar con ellos , o un justifi­cado miedo a ser descubiertos por los españoles en posesión de objetos idolá tricos y a ser castigados por ello. En todo caso, la imposición de un a nueva religión hacía imperativo eliminar la sacralidad antigua.

Pero la simple destrucción era una solución insuficiente: al suprimir su antigua religión, los dueños de la tradición corrían el peligro inacepta­ble de quedarse sin origen, pues no podían seguir contando cómo habían sido creados por sus dioses. Por ello, para sustituir a las viejas historias sa­gradas, muchas tradiciones indígenas adoptaron explícitamente el mito cristiano de la creación . Entre los mayas quichés, por ejemplo, el Título de Totonicapán, escrito en 1554, copia explícitamente la versión del Géne­sis narrada en una Theologia Indorum redactada un año antes en le ngua quiché por el dominico Domingo de Vico. (Título de Totonicapán, 1983: 13) Nos cuenta así que los quichés son descendientes de Adán y miembros del pueblo elegido y que fue apenas después de la Torre de Babel que se se­pararon de sus hermanos. Que ésta no era una idea descabellada para los ind ígenas (y tampoco para los españoles que sos tenían también la posi­bilidad de que los indígenas fueran descendientes de las tribus perdidas ~

de Israel) lo demuestra el hecho de que la mayoría de las demás historias quichés afirman igualmente el origen bíblico de su pueblo. Curiosamen­te, la única historia que conserva la versió n prehispánica de la creación es e l Popol Vuh.

Hay que señalar, no obstante, que esta sustitución estaba estricta­mente acotada: la utilización de la tradición bíblica termina en todas las historias quichés en el momento en que los antepasados cruzan e l océa­no hasta Tulán, y a partir de este punto todos los documentos coloniales se apegan cuidadosamente a la tradición histórica prehispánica.

Este ensamblaje de diversas tradiciones nos puede parecer apócrifo, o cuando menos ingenuo, pero para los quichés coloniales parece haber sido un acto perfectamente legítimo, pues no hicieron el menor esfuerzo por ocultarlo. Era, además, particularmente eficaz en el contexto colonial: con la tradición bíblica los linajes quichés demostraban su legitimidad co­mo seres humanos hijos de Adán y descendientes del pueblo elegido, mien­tras que con la prehispánica confirmaban su origen tolteca y su propiedad legítima sobre sus señoríos.

La extirpación de los elementos religiosos prehispánicos no sólo afec­tó los mitos de creación indígenas, que generalmente estaban concentra­dos en la primera parte de las historias, sino también a las historias que narraban las aventuras de los pueblos y los lin;;yes a partir de su salida de l lugar de origen , Tulán , Chicomóztoc o Aztlán , hasta su establecimiento en su patria definitiva y después. En estas secciones, los cambios fueron más sutiles.

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Si en tiempos prehispánicos se enfatizaba la participación de las dei­dades en la historia humana, ahora había que disimularla. Los mexicas, por ejemplo, suprimieron la antigua convención que hacía que los gue­rreros que representaban a los pueblos en las escenas de conquista por­taran atributos de los dioses patronos de éstos, tal como se observa en la Piedra de Tízoc, y adoptaron una representación completamente secula­rizada y simplificada de los conquistadores y conquistados, como se apre­cia en el Códice Mendoza.

Esto no significó, sin embargo, que la participación divina en la his­toria indígena se eliminara a rajatabla. Huitzilopochtli, el dios patrono de los mexicas, conservó su papel protagónico en la migración y el auge de su pueblo. Son muchas las fuentes coloniales en que se menciona a esta deidad, por lo que su ejemplo nos permite comprender las distintas es­trategias de argumentación y de adaptación que utilizaron los diferentes portadores de la tradición. Alvarado Tezozómoc, al presentar la versión oficial de la historia mexica, enfatizó la importancia de Huitzilopochtli, identificado con el mismo Satanás, en el surgimiento del sacrificio huma­no, pues quería exculpar a su pueblo, atribuyendo a un engaño demo­niaco sus prácticas rituales. (Romero Galván 1982: 126) Buscaba, de esta manera, disculpar a los mexicas de una de las costumbres indígenas más condenadas por los españoles. El historiador Cristóbal del Castillo, por su parte, también enfatizó la importancia del dios Huitzilopochtli, igual­mente identificado con Satanás, pero en este caso, su intención era de­mostrar que los mexicas habían pactado voluntariamente con el demonio y que por lo tan to su poder y sus conquistas eran completamente ilegíti­mos, mientras que los demás pueblos indígenas eran inocentes. (Nava­rrete 1991: 87-91)

El problema religioso no fue: el único reto que los indígenas tuvie­ron que afrontar para lograr adecuar su tradición a la realidad colonial. Tenían también, por ejemplo, que lograr que las formas y convenciones narrativas de los códices pictográficos resultaran inteligibles y aceptables para los españoles. Los experimentos de combinación de las formas tra­dicionales del libro mesoamericano con las del libro europeo fueron muy diversos: se incluyeron glosas junto a las imágenes pictográficas; se adop­taron las formas europeas de libro en cuaderno; se llegó a subordinar la imagen hasta convertirla en simple viñeta o complemento al texto es­crito. s

El diálogo de la tradición pictográfica indígena con la cultura occi­dental también incorporó a la pintura y sus convenciones para manejar el espacio y las figuras. El Códice Azcatitlan es un caso particularmente ad­

8 Sobre estas formas de adaptación escribió Robertson en su obra clásica (1959) y más

rec ientemente Escalante (1996).

Los libros quemados y los nuevos libros

mirable de esto. Este libro en forma de cuaderno combina la tradición pictográfica prehispánica con una constante experimentación con la simbo­logía, la figuración y la paisaj ística europea. Pablo Escalan te ha mostrado, por ejemplo, cómo el pintor incorporó al tradicional paisaje chichimeca de la migración, un par de palmeras tomadas directamente de grabados del Génesis bíblico, buscando así equiparar la migración mexica con ·~I éxodo d e l pueblo de Israel. (Escalante 1996: 252-253) El diálogo con la tradi­ció n occidental fue llevado mucho más allá en el Códice Azcatitlan, pues incluyó una compleja adaptación de las convenciones narrativas de los li­bros prehispánicos en forma de tira al formato del libro en cuaderno occi­dental.

Los ejemplos que he presentado ofrecen apenas un atisbo de la com­plejidad de la adaptación colonial de la tradición indígena. Este proceso fue , d esde luego, tan plural como los grupos que participaron en él. Ade­más, la 3ustitución de los libros prehispánicos por los nuevos libros colo­niales seguramente requirió de un intenso diálogo con los nuevos públicos. Las reacciones, aprobatorias o condenatorias, de los frailes y los burócra­tas españoles eran cuidadosamente analizadas para afinar los argumen­tos e n un proceso de constante experimentación y revisión. Igualmente, las técnicas visuales o literarias eran refinadas para fortalecer la capaci­dad persuasiva de las obras.

Analizar de esta manera la reacción indígena a la imposición de la intolerancia religiosa y de la hegemonía política española, simbolizada por las legendarias quemas, sirve para demostrar que los indígenas no fueron objetos pasivos de aculturación, sino dueños de una tradición viva que de­mostró su capacidad de cambio y adaptación a una nueva realidad.

Si queremos enLender esta transformación en toda su riqueza, es im­pe rativo cuestionar nuestras propias ideas de autenticidad, entradas en el "aura" de los objetos artísticos y documentos históricos, pues éstas no son aplicables a la tradición indígena, que no valoraba la continuidad tempo­ral de los objetos, como en Europa.

Igualme nte , para retomar el análisis que hace Barbara Tedlock de las adaptaciones culturales de los mayas quichés contemporáneos, (1992: 43) hay que tomar en cuenta que la reacción de los indígenas mesoamerica­nos del siglo XVI ante las nuevas verdades impuestas por los españoles no fue analítica ni excluyente. Por el contrario, la tradición indígena funcio­nó, como lo hacía siempre, por agregación y buscó crear síntesis que hi­cieran compatibles las nuevas verdades con las antiguas.

Para calibrar hasta qué punto estas operaciones de adaptación colo­nial de la tradición fueron consideradas exitosas por los propios indíge­nas, basta señalar que el Título de Totonicapán, pese a su carácter ecléctico, que lo hace parecer inevitablemente "apócrifo" desde nuestra perspecti­va, sirvió como fundamento y prueba de la nueva identidad colonial de sus

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portadores y adquirió tal valor de autenticidad para ellos que fue copiado en un nuevo manuscrito a finales del siglo XVII o en el XVIII, fue utilizado en un pleito de tierras en el siglo XIX y ha sido conservado celosamente hasta el siglo xx. (Título de Totonicapán, 1983: 9-10)

Sin embargo, hay que señalar que la tradición indígena no era in­destructible, pero que su continuidad no residía en la preservación de li­bros "auténticos", sino en la supervivencia del grupo social que la transmitía y le daba vida. En este sentido, lo que terminó por destruir buena parte de las tradiciones históricas prehispánicas en el Altiplano Central, aunque mucho menos en Guatemala y Yucatán, no fueron las hogueras, sino la disolución de las élites indígenas a fines del siglo XVI. Otra vez, el pasaje de Durán nos da una clave de este proceso al señalar que los indígenas habían perdido la capacidad de entender la escritura pictográfica, lo que demuestra que las instituciones sociales que garantizaban la superviven­cia de la tradición se habían debilitado brutalmente. Cabe señalar que las grandes obras históricas de Tezozómoc, Chimalpahin e Ixtlilxóchitl, fue­ron un intento por garantizar la supervivencia de la tradición ante este debilitamiento de sus soportes sociales. (Romero Galván 1982)

Creo que la riqueza de estas obras, y de toda la producción literaria indígena colonial, se puede comprender más cabalmente si entendemos los mecanismos involucrados en la compleja dialéctica de destrucciones y sustituciones, de intolerancias y adaptaciones, pero también de diálogo y aprendizaje que establecieron los españoles y los habitantes de Mesoaméri­ca. Para hacerle justicia tenemos que ir más allá de la valoración negativa que se ha hecho tradicionalmente de la producción indígena colonial como poco auténtica, y reconocer que nuestras particulares nociones de la autenticidad y la legitimidad no parecen ser aplicables a esta riquísima tradición.

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