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Juventud y santidad JAVIER MARTÍNEZ CORTÉS (Madrid) 1. INTRODUCCIÓN: CULTURA y SANTIDAD La santidad es, ante todo, una historia personal entre Dios -que llama y se entrega- y la libertad del hombre -que percibe la llamada de la gracia y, a su vez, se entrega a ella-o Pero la santidad es también una forma cultural: la de una tradición religio- sa que es llevada, en alguna de sus facetas significativas, a su más alta expresión por parte de una individualidad concreta. Lo indi- vidual, en la medida en que traduce a la vida aspectos relevantes de la tradición religiosa, se hace emblemático y participable por otros individuos. Adquiere carácter de pauta de comportamiento para otros. Es decir, se hace cultura. Toda cultura -incluso la cultura laicista- tiene sus «santos». Nosotros, obviamente, nos referiremos aquí a la cultura occidental y a la santidad católica. Y a la santidad no en su asbtracción conceptual, sino en algunas de sus figuras relevantes, que pueden hoy ser ofrecidas como emblemáticas a las generaciones jóvenes. pero, previa a la presentación de estas figuras, parece oportuna una consideración de las condiciones -difíciles condiciones- genera- les, que la cultura contemporánea, y especialmente la cultura ju- venil, ofrece para acoger esta llamada a la santidad. Porque no sólo las culturas (sobre todo la cultura moderna), sino también las santidades tienen un fuerte componente de histo- ricidad. Así cada época presenta dificultades propias, emanadas de REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 52 (1993), 397-417

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Juventud y santidad

JAVIER MARTÍNEZ CORTÉS

(Madrid)

1. INTRODUCCIÓN: CULTURA y SANTIDAD

La santidad es, ante todo, una historia personal entre Dios -que llama y se entrega- y la libertad del hombre -que percibe la llamada de la gracia y, a su vez, se entrega a ella-o Pero la santidad es también una forma cultural: la de una tradición religio­sa que es llevada, en alguna de sus facetas significativas, a su más alta expresión por parte de una individualidad concreta. Lo indi­vidual, en la medida en que traduce a la vida aspectos relevantes de la tradición religiosa, se hace emblemático y participable por otros individuos. Adquiere carácter de pauta de comportamiento para otros. Es decir, se hace cultura.

Toda cultura -incluso la cultura laicista- tiene sus «santos». Nosotros, obviamente, nos referiremos aquí a la cultura occidental y a la santidad católica. Y a la santidad no en su asbtracción conceptual, sino en algunas de sus figuras relevantes, que pueden hoy ser ofrecidas como emblemáticas a las generaciones jóvenes. pero, previa a la presentación de estas figuras, parece oportuna una consideración de las condiciones -difíciles condiciones- genera­les, que la cultura contemporánea, y especialmente la cultura ju­venil, ofrece para acoger esta llamada a la santidad.

Porque no sólo las culturas (sobre todo la cultura moderna), sino también las santidades tienen un fuerte componente de histo­ricidad. Así cada época presenta dificultades propias, emanadas de

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los rasgos específicos de su cultura, a percibir la llamada de la santidad. Y es precisamente en el centro de tales dificultades donde se muestra la Gracia, apelando a la libertad y la generosidad humanas, para realizar una acción sanante. En una situación caó­tica, previa a toda idea de lo que llamamos Europa, Benito estruc­tura la existencia en torno al trabajo y la oración, haciendo de los monasterios auténticos focos de civilización europea; Francisco de Asis surge en una cultura de violencia y de búsqueda de riqueza en el seno de la Iglesia, Ignacio de Loyola, en una cultura de rebeldía. La santidad es coetánea de su época -y, por tanto, más genérica-: no vive en paraísos ideales, sino en medio del fragor y las turbulencias que agitan a los hombres de su tiempo. Y lo que la vincula de modo más inmediato a su época son precisamente las heridas que esa época manifiesta.

La santidad, por tanto, parece dotarse espontáneamente de un cierto carácter contracultural, compensatorio de los desequilibrios que la inercia de la cultura va acumulando sobre sí misma. La acción de los santos no es un cuerpo extraño, injerto en la cultura por la voluntad violenta de un «iluminado religioso»; por el con­trario, responde a una llamada de la misma cultura; especialmente a la llamada de los desheredados de esa cultura. En esa llamada el Evangelio sitúa la llamada el propio Cristo (Mt 25), de Aquél que «que padeció, siendo tentado y por ello es capaz de ayudar a los tentados» (Heb 2,18).

Este carácter sanante -y, por tanto, necesario- de la acción de los santos supone una mirada realista sobre la propia cultura. (Mirada de la que hoy parecemos estar profundamente necesita­dos.) «Realista», en nuestro caso, quiere significar una mirada que no fuera ni la del optimista ni la del pesimista. Y como optimista señalaríamos a aquel que pensara, siguiendo a Leibniz, que este mundo es el mejor de los posibles (el moderno neo-liberalismo tiene una fuerte inclinación en este sentido); mientras que pesimis­ta es quien teme que, efectivamente, este mundo sea el mejor de los posibles. El santo vendría aquí a incorporarse a una tercera corriente: la de los utópicos activos en cuestiones concretas. Les caracterizaría la convicción profunda de que este mundo es mani­fiestamente mejorable y de que algo de esta mejora puede depen-

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der de ellos. El santo conecta tal convicción con la llamada de la gracia en el Evangelio, percibida ante todo como una invitación a la mejora de uno mismo, que se incluye en el mismo movimiento que le lleva hacia los demás.

La santidad, pues, no se sitúa en el marco de lo estrictamente individual y privado, sino que tiende a constituir auténticas pautas de comportamiento cristiano, a generar «tradición» en la respuesta al Evangelio. Una tradición de carácter humanamente positivo, terapéutico, respecto a las heridas culturales de su época. Subrayar este rasgo de la santidad, sobre todo al presentarla a los jóvenes, puede ser necesario. Toda una corriente de pensamiento europeo ilustrado de intención emancipatoria, que configura la actual culo tura secularista, está fuertemente impregnada por la idea del carác­ter infantil, o simplemento patológico, de lo religioso como tal.

Ahora bien, si es cierto que la santidad significa una tradición espiritual en la cultura de la humanidad, de signo positivo, no es menos cierto que toda tradición requiere para su subsistencia el hecho de ser transmitida. La santidad no aparece como una flor espontánea en el campo de lo cultural. Es una llamada de la gracia. Pero, como tal llamada, necesita ser percibida. Y esta percepción puede ser favorecida, o dificultada, por rasgos específicos de cada época cultural. Ello es aún más cierto en la atmósfera de la cultura juvenil, cuando las aspiraciones imprecisas necesitan polarizarse y la identidad aún no lograda busca imágenes ejemplares.

Esta cultura hoy aparece como una cultura «sin padre». Es decir, como una cultura cuyo rasgo más genérico sería el cuestio­namiento de la utilidad no ya de determinadas tradiciones, sino del hecho mismo de transmitir.

2. LA RADICALIZACIÓN DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA

Hemos insinuado que la santidad constituye una de las vetas de la tradición religiosa, y que ella misma genera tradición. Este nos parece un punto de partida importante. Las dificultades que la percepción de la llamada a la santidad encuentra en la cultura juvenil contemporánea son, sustancialmente, las mismas que en-

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cuentran la transmisión no sólo de la tradición religiosa, sino de cualquier tradición.

Porque las sociedades modernas afrontan hoy una crisis general de transmisión cultural y social. Y sin embargo, toda sociedad -también la moderna- ha de contar, para sobrevivir, con el hilo tenue de la transmisión.

Efectivamente, este hilo parece hoy ser especialmente frágil. Del lado de la Iglesia Católica, la dificultad es conocida: no se

sabe bien qué hacer para iniciar en una vida cristiana suficiente­mente estable a una parte, ya mayoritaria según las estadísticas, de las generaciones que nos siguen.

Pero esta interrupción del «hilo de la tradición» no es sólo un problema del catolicismo. Afecta a casi todo lo que pudiéramos llamar «espacios ideológicos». De hecho nos vemos confrontados con una cierta disolución generalizada de las grandes tradiciones (también la laicista), cuyo signo más visible es esta dificultad común de asegurar la iniciación masiva de las jóvenes generacio­nes. Los espacios sociales homogéneos se van rompiendo. Y el joven, situado en la encrucijada de múltiples caminos culturales, siente también una fractura interna de su «yo» que le dificulta la asimilación de «una» tradición como integradora de toda su exis­tencia. Pertenece a múltiples espacios sociales.

Por traducirlo en una imagen cosmológica: hoy todos sabemos que la tierra es redonda. La representación simbólica de nuestra existencia no se puede ya organizar según un eje vertical que opon­ga la tierra y el cielo -una tierra que ofrezca un soporte sólido donde hundir nuestras raÍCes, a partir de las cuales nuestras ramas se elevarían hacia lo alto-o Hoy nos reconocemos como habitantes de una biosfera, de un ecosistema en evolución constante. No sólo el universo, sino la misma sociedad a la que aquél servía de metá­fora, se ha convertido en móvil. Con un movimiento que nos hace a todos relativos, ya que nos priva de puntos de referencia fijos (la totalidad se mueve también) para poder orientarnos. Por esto, es quizá insuficiente decir que hemos perdido nuestras raÍCes (supon­dría alimentar la esperanza de volver a encontrarla); es la imagen misma de «raÍCes» la que ha perdido su fuerza. Vamos siendo cons­cientes de que no tenemos piedra donde reposar nuestra cabeza.

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Esto quiere decir que todo lo que en otro tiempo aparecía como un «dato» se ha convertido ahora en tarea: el porvenir del planeta, la supervivencia de la especie, las formas sociales de realización de las diferencias sexuales, etc., dependerán en adelante, más que de la «naturaleza misma de las cosas», de la decisión reflexiva de la comunidad humana.

Hay, pues, una radicalización general de la «conciencia históri­ca». Lo que hace unos años era un tema sólo debatido en los círcu­los ilustrados se ha ido convirtiendo en una vivencia cultural y so­cial de grandes masas de población. Y no sólo de población occidental desarrollada, ya que el vértigo arrastra igualmente a to­das las poblaciones sometidas a los grandes flujos migratorios, que pone en marcha la actual instauración de una economía-mundo.

Tal radicalización de la conciencia histórica (la evidencia de que la historia -es decir, el cambio- es nuestra condición pro­pia) tiene un momento profundamente perturbador. Incluso en los comportamientos más fundamentales de nuestra existencia no nos es posible ahora afirmar, de buena fe y con un cierto grado de lucidez, que hay que hacer lo que se ha hecho siempre. Ya nada es indiscutible. ¿Qué transmitir en estas circunstancias, si no es un conocimiento técnico -necesario, por supuesto- que nos dice «cómo» se hacen las cosas, pero nunca nos dirá «para» y «por qué» se hacen?

Esta es la experiencia común, ya no sólo de los jóvenes per­tenecientes a estratos más o menos educad'os, sino mucho más de los fracasados escolares en nuestros barrios de la periferia. A menos de encerrarse en un ghetto (lo que también es una solución ofrecida por las sectas y los fundamentalismos), ¿cómo no incli­narse hoy ante la «evidencia» de que todo es relativo? ¿Qué cri­terio se llevará la primacía, ya que no hay nada absoluto, cuando el joven tenga que buscar una orientación para su vida?

Parece difícil que, como norma general, en esta atmósfera de relatividad el joven se incline por aceptar los criterios de una tradición. La sola autoridad que puede servirle de guía en el mo­mento en que su personalidad se constituye ¿sería la familia? (a su vez inserta en una tradición erosionada). Pero aquí entra en juego la crisis de la propia familia, por razones en las que no debemos

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entrar ahora. La crisis de la tradición afecta también a las tradi­ciones familiares. Y es la propia familia la que experimenta una inseguridad, cuando no incapacidad a la hora de transmitir.

Ante el cambio acelerado -por la economía, la tecnología, etc.- transmitir ¿qué? He aquí la cuestión de los adultos, agentes de la transmisión.

Pero la cuestión tiene un reverso, por parte de los jóvenes, es decir, de quienes habían de ser los receptores: ¿es que acaso los adultos tienen algo que transmitir, cuando todo es relativo y nues­tra situación es diferente de la suya?

Una y otra cuestión, conjugadas, constituyen el meollo de la crisis que afecta al acto mismo de la transmisión.

Este vendría a ser el rasgo característico de nuestro tiempo. Cada época ha solido ofrecer sus dificultades específicas a la trans­misión de determinados aspectos de las tradiciones; dificultades, diríamos, en puntos materiales. Pero hoy la dificultad más evidente gravita sobre el hecho mismo formal de la transmisión.

Este trasfondo, la radicalización de la conciencia histórica, es el marco que reconduce a la unidad determinadas actitudes de la cultura juvenil, que podrían parecer arbitrariamente dispersas y que dificultan la percepción de la llamada a la santidad.

Enumeremos algunas.

3. ALGUNOS RASGOS DE LA CULTURA JUVENIL CONTEMPORÁNEA

Ante todo habría que partir del hecho de que hoy no está socio­lógicamente justificado el hablar de «juventud», sino más bien de «jóvenes». Como la sociedad, a la que se espera que se incorporen, ellos son plurales. Eminentemente plurales. Y además defienden este pluralismo como un legítimo «derecho a la diferencia».

Dentro de este pluralismo, que en ocasiones bordea lo pintores­co (al menos para los adultos), cabe distinguir dos grandes cate­gorías genéricas que los diferencian radicalmente: la de los inte­grados y las de los marginales.

¿Cuál es el factor fundamental que los segrega en estos dos grandes grupos? Las expectativas a propósito de un bien cada vez

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más escaso: el trabajo. Y como un segundo factor, una variable importante del mismo: el tipo de trabajo, fijo o eventual, cualifi­cado y bien remunerado o escasamente cualificado (con indepen­dencia de la cualificación personal del sujeto que lo desempeña) e insuficientemente retribuido. El joven se incorpora a una socie­dad de desiguales (esto parece aceptarlo con naturalidad), en la que las crisis económicas no hacen sino ahondar las diferencias.

Estas repercusiones del trabajo sobre la tipología juvenil afec­tan a las propias subculturas que los mismos jóvenes desarrollan. (La cultura humana no es sino un modo de defensa frente a las agresiones y las inclemencias del entorno.) Y deberán ser muy tenidas en cuenta a la hora de proponer modelos que puedan re­presentar una llamada a la santidad en las diferentes subculturas.

Pero, dicho esto, hay que buscar sobre el trasfondo común de la aludida radicalización de la conciencia histórica, los rasgos que los pueden unificar por el hecho de ser jóvenes, y que les diferen­cia de los adultos (pese a la «juvenilización» que da su tono a la cultura contemporánea).

Señalemos algunos de estos rasgos, que juzgamos relevantes para definir la cultura juvenil, y la posible conexión en medio de la dificultad, que puede encontrar la llamada a la santidad:

a) La concepción de la libertad

La bandera de la libertad, que celosamente enarbolan, es ante todo la libertad concreta de cada uno, la libertad individual y personal. Sus entusiasmos por las libertades públicas son menores (probablemente porque ellos accedieron ya a su juventud en un ambiente político de democracia).

Estas aspiraciones se manifiestan en su intimidad por un recha­zo de las reglas y restricciones (aunque exteriormente las puedan admitir por pragmatismo). Así, el perfil general que esta mayoría de jóvenes ofrece -en contra de la impresión que transmite una minoría violenta- es la de estar dispuestos a incorporarse a una sociedad «prudente», en la que el consumo vendría a llenar sus expectativas.

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Esto no significa que esté de acuerdo con las pautas de sus mayores, en muchos casos. Por el contrario, su afirmación de la libertad y la radicalización de su conciencia histórica les orienta hacia un esquema moral relativista en muchos aspectos (hay que subrayar que no en todos). Y también hay que exceptuar cuidado­samente a los integrados en grupos religiosos activos.

Pero, en general, los juicios de valor morales ceden el paso a una ética de corte situacionista. Este sentido de la relativi­dad, con que procuran salvaguardar su libertad de decisión concre­ta, no equivale a inmoralismo ( o amoralismo), sino a un juicio renovado y permanente sobre la ética de las conductas, a una reserva frente a las valoraciones a priori. Su sentido ético iría en la dirección de una moral convivencial -más o menos teñida de egoísmo, o de la insolidaridad propia del tipo de sociedad neo­liberal en que nos movemos-o No parecen tener muy claro, por adelantado, lo que es el bien y el mal; pero sí se admite que existen en cada uno.

Aquí la percepción de la llamada a la santidad tendría que superar los esquemas relativistas. Pero podría encontrar un apoyo en esa suspensión del juicio moral sobre los demás, orientándolo evangélicamente. Y experimentaría la realidad espiritual como algo inmensamente más profundo y atractivo que la mera obedien­cia extrínseca a unas normas morales. La libertad, no perdida, sino seducida por la gracia, conservaría toda la fuerza vertebradora de la existencia.

b) El presente como tiempo del deseo

La radicalización de la conciencia histórica lleva a privilegiar el momento presente. (Tampoco esto nos debe extrañar a los adul­tos: las generaciones suelen definirse por el modo de vivir la temporalidad. Y el futuro aparece, para muchos jóvenes, como un horizonte sombrío y excesivamente independiente de ellos.) A esto ellos añaden una absoluta desatención por lo que pudo significar el pasado. Esta falta de memoria histórica puede evocar en los adultos la impresión de una «invasión vertical de los bárbaros»:

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¿es posible una existencia civilizada sin memoria? Pero, por otra parte, viejas rencillas históricas, vinculadas a tradiciones opuestas y conflictivas, aparecen a los ojos de estas nuevas generaciones como carentes de significado.

La afirmación del presente como lo verdaderamente valioso es, obviamente, una afirmación vitalista. El presente es lo único que realmente tenemos entre manos; vivámoslo «a tope»: he aquí un lema que para muchos -sobre todo para los marginados- resu­miría su vida. Esta filosofía implícita del ca/pe diem, más que como un motivo horaciano, puede interpretarse como una aplica­ción concreta del criterio moderno de la maximización del tiempo. Aquel que tenga expectativas de futuro lo maximizará preparándo­se para él.

Aquí la llamada a la santidad podrá percibirse como un aban­dono del pasado y del futuro en las manos de Aquél que llama. Lo importante es la entrega en el presente. Y la experiencia de que este presente no está reñido con la vida, sino que es la Vida misma. Una experiencia espiritual profunda que llame a las puertas del deseo: la seducción de la gracia. Y el principio de la maximi­zación del tiempo para dedicarlo al Reino de Dios es una práctica común a las diferentes figuras de la santidad en diversas épocas históricas muy anteriores a la Modernidad.

Habría también que poner de relieve que a esta vivencia del presente va incorporada una demanda urgente de felicidad, aquí y ahora, que implica un desengaño respecto a la Modernidad. En efecto, la Modernidad entrañaba una promesa de felicidad futura que las nuevas generaciones no parecen ver realizada. Al contra­rio, la experiencia histórica está encerrando dosis amargas de frus­tración para una notable mayoría de jóvenes. Por tanto, basta de felicidades diferidas, de éticas del trabajo que iban a producir un mañana mejor, de mitos revolucionarios en busca de un imposible paraíso social. Un cierto regusto de desengaño respecto al mito del Progreso (consustancial con la Moderniad) forma parte hoy de la cultura juvenil.

Todo esto ¿es Posmodernidad que cierra el ciclo de la Moder­nidad o sigue siendo Modernidad insatisfecha? (La tradición de la Modernidad es la insatisfacción permanente con sus tradiciones.)

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Es esta una cuestión que no preocupa a los jóvenes. Para ellos ser «modernos» es una forma de experiencia vital: la experiencia de un entorno que promete aventuras, poder, alegrías, crecimiento ... y que al mismo tiempo inyecta la ansiedad de que toda esta dicha puede no ser posible, que nada hay seguro, y que el horizonte próximo puede estar enturbiado por la experiencia del fracaso ... Un fracaso para el que la cultura contemporánea de las «socieda­des del éxito» no ha encontrado ninguna vía de sentido.

La donación de un sentido a la experiencia de fracaso parece haber constituido una tarea importante de las tradiciones religio­sas. De ahí surgen sus escatologías. Y es aquí también donde una presentación inteligente y realista de la santidad puede acercarse a tantas vidas juveniles marcadas por un fracaso de cualquier tipo. y donde se pueden manifestar las virtualidades terapéuticas de la santidad, corrigiendo el inhumano unilateralismo de la «cultura del éxito» contemporánea.

c) La construcción social de la identidad

Es ésta, para una mayoría de la población juvenil, la caracte­rística que les diferencia profundamente del mundo de los adultos y que suele desconcertar a éstos.

La construcción de la identidad en las sociedades complejas es una cuestión paralelamente compleja. Pero que podría esquemati­zarse así:

A diferencia de las sociedades tradicionales holistas (de carác­ter global y poco diferenciado) donde la identidad se forma por la adhesión a una conciencia colectiva, en las sociedades modernas, pluralistas y diferenciadas, la cuestión de la identidad personal puede atormentar toda la vida de un individuo. Enfrentados con el problema, las generaciones no-jóvenes concebimos la solución del siguiente modo: a partir de un núcleo de convicciones, más o menos asentadas (religiosas, éticas, ideológicas), procuramos inte­ractuar con el entorno y dejar en ella huella de lo que nosotros realmente «somos». Pero las generaciones jóvenes parecen haber

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encontrado -tal vez sin buscarlo demasiado- otras vías de solu­ción a este problema. Su identidad no está en función de un nú­cleo, sino (por seguir la imagen biológica) en función de una membrana, lo más extensa y dúctil posible.

Un muy generalizado tipo juvenil parece ser a los ojos de los adultos (aunque sepamos que la impresión es engañosa) casi sólo membrana. Eminentemente pragmático, poco propenso a fanatis­mos de cualquier tipo, políticamente desafectado, se expone -en todos los posibles sentidos del término- con gusto a los mil influjos comunicativos de la sociedad contemporánea. Es una iden­tidad, diríamos, cibernética, en la que el mecanismo de retroali­mentación se agudiza hasta sus máximas posibilidades -eso sÍ, dentro del círculo de sus intereses, que con frecuencia no peca por exceso de amplitud-o

Este nuevo -para los adultos- modo de construir la identidad tendría como único núcleo su propia libertad concreta. Dotada de un fino «radar», se orienta en la selva comunicacional de nuestros días seleccionando, para su biografía, aquellos materiales que es­tima aceptables. Y estos provienen sustancialmente de la vida privada, porque éste le parece ser el único lugar donde es realiza­ble su demanda de felicidad inmediata. Por ello deserta de la vida pública, política o simplemente institucional. Todos estos son te­rrenos donde la Modernidad incumplió su promesa de hacer a los hombres más dichosos. Así la identidad de la inmensa mayoría de los jóvenes sólo será pública en el sentido en que los medios de comunicación lo son: producto de una red de conexiones.

¿Cómo poder ofrecer un ideal de santidad a quien parece ca­recer de núcleo? La santidad ¿acaso no consiste en exponer el núcleo más íntimo de la persona a la acción de la gracia?

Sin embargo, se da, en esta membrana que se ofrece a todos los contactos, una posibilidad implícita de que se ofrezca también al contacto 'con la experiencia religiosa. Pero ello supondría a su vez que tal experiencia se ofrece en el área en la que el joven se mueve. Es decir, este tipo de identidad plantea con especial agu­deza el problema de la visibilidad de lo religioso en la sociedad contemporánea, secularizada e inundada por oleadas caóticas de información que el individuo tendría que jerarquizar.

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Porque la santidad debe ser también ofrecida a este tipo de identidades como camino para salir de sí mismas. ¿Qué sabemos los hombres de las vías por las que Dios llama? Nuestra tarea consistiría en tender los puentes necesarios.

d) La vida como espectáculo

He aquí un rasgo que los jóvenes asumen, tomándola de una concepción cultural de las sociedades desarrolladas. El espectáculo es uno de los medios eficaces de control en la sociedad contem­poránea. Y el joven es abrumadoramente socializado en esta direc­ción. La vivencia del presente, tiempo privilegiado, se exacerba cuando se vive como representación de uno mismo. «Ser» es con­vertirse en espectáculo: un permanente «estadio del espejo». Y el joven percibe que, en la paradójica situación de una sociedad envejecida que cultiva la juvenilización, el gran espectáculo es el hecho mismo de ser joven. Por ello, incluso en medio de su aguda crisis de identidad, surge una igualmente aguda autoconciencia juvenil. Narciso, en lugar de Prometeo, es la imagen-guía de amplios grupos juveniles. Ello tiene su lógica, puesto que la socie­dad adulta -que no dispone de muchos modelos de identidad para los jóvenes, fuera del consumidor/productor- ha erigido el «ser joven» en modelo propio.

Este narcisismo juvenil constituye un claro obstáculo para la percepción de la llamada a la santidad. La santidad es un segui­miento: nunca un espectáculo, si no es a su pesar. La llamada de la gracia se orienta a «esconder la vida, con Cristo, en Dios». Y precisamente por ello adquiere la autenticidad que la puede con­vertir en modelo, nunca en espectáculo. Narciso será siempre un mal paso en el camino hacia Dios.

La contemplación de su propia imagen, para Narciso, excluye lo que esta imagen pueda tener de irremediablemente decrépito. Es decir, de proximidad a la muerte.

Tocamos aquí un cierto tabú de nuestras sociedades occiden­tales desarrolladas: la muerte y las imágenes de su cercanía -y la filmografía al uso- puedan rezumar cotidianamente violencia y

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destrucción, la muerte aparece siempre como un hecho extrínseco, patrimonio de los «otros», jamás incorporado simbólicamente a la propia existencia. Esta extemporaneidad social de la propia muer­te, que la aleja -imaginariamente- de nosotros ¿no encierra acaso un cierto elemento represivo? La cultura moderna, acentua­damente empírica, no sabe qué hacer con la muerte propia. ¿Cómo otorgar sentido a lo que es, empíricamente, el final puro y simple de nuestro propio espectáculo?

Aquí la oferta de la santidad podría ampliar el horizonte si es que es aceptada. La vida puede ser una vida escondida, con Cristo, en Dios, pero nunca será una vida exclusivamente para uno mismo. y al no serlo, no sólo la misma vida, sino hasta la muerte, cobran sentido en los demás.

Pero la santidad -aunque no sea atributo exclusivo suyo­implica igualmente el saber mirar a la muerte, rompiendo el tabú contemporáneo. Toda ruptura de tabúes es liberadora. Pero la li­beración cristiana no apoya esta ruptura del tabú en una concep­ción estoica del hombre (que acepta su realidad de ser para la muerte), sino en la experiencia profunda de una esperanza última: la seguridad en fe de que, para los que hallaron al Señor, «la vida no se pierde, sino que se transforma» en otra vida más alta.

El instinto de conservación y la alegría de vivir impiden al joven la percepción de la muerte como real. La presentación de un ideal de santidad no hace una referencia inexcusable a la muerte, sino al seguimiento de Jesús. Pero sí hace irrenunciable la oferta de una esperanza que va más allá de los límites de esta vida: la esperanza del encuentro con el Señor en el esplendor de la Resurrección.

e) La resistencia al compromiso

En el plano de las actitudes, el horizonte general de casi todos los grupos juveniles -en medio de su heterogeneidad- acaso pudiera caracterizarse por una cierta actitud de escepticismo no reflexionado. La sugerencia puede sorprender. ¿Escepticismo juve­nil? ¿ Con relación a qué? Diríamos que con relación a los estilos de pensamiento y a las instituciones globalizantes. Sería un fruto

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más de la radicalización de la conciencia histórica. Los jóvenes parecen poseer un agudo sentido de la complejidad de los procesos y, en consecuencia, optan con toda tranquilidad por la fragmenta­ción como estilo de vida. Si la realidad no es coherente ¿por qué habrían de serlo ellos?

Pero el resultado de todo ello pudiera conducir a una cierta desagregación del «yo» en el ambiente de una sociedad heteróclita y descentrada.

El primero tal vez en llamar la atención sobre este tipo de individualidad juvenil fue el norteamericano Davis Riesman, en un ensayo que se ha convertido en clásico (<<La muchedumbre solita­ria»). Riesman distinguía -ya en 1950- tres tipos de «caracte­res» entre los jóvenes americanos:

- los que tendían a orientarse según la tradición (tradition­directed);

- los que lo hacían según unos principios de orden general, internamente asimilados (inner-directed), y

- los que él comenzaba a vér aparecer en Estados Unidos y que se distinguían por estar orientados «desde fuera» -los medios de comunicación social y el grupo juvenil de iguales- (other­directed).

Riesman añadía que, en el registro de los sentimientos, el pri­mer grupo se caracterizaba por la vergüenza; el segundo, por la culpabilidad, y el tercero, por la angustia y la ansiedad.

La evolución desde un «carácter» hacia el otro (sin llegar a eliminar totalmente a los representantes de cada uno de ellos, que acaban coexistiendo en la misma sociedad) la vinculó Riesman, en un primer momento, a las transformaciones de la demografía, para inclinarse después -a nuestro juicio, con mayor verosimilitud­por el desarrollo de las técnicas de comunicación de masas.

Con posterioridad otros análisis han venido a insistir en este enfoque. Así Daniel Bell ha descrito para los Estados Unidos el paso de la personalidad puritana del primer capitalismo (la de la «ética del trabajo» de Weber) al actual modelo de personalidad, que el califica de hedonista (Las contradicciones culturales del capitalismo, 1976).

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y Cristopher Lasch (La cultura del narcisismo) 1979) ha creído poder visualizar la evolución desde un modelo edípico hacia otro modelo narcisista -el de una sociedad «sin padre»-. Mientras que el individuo del primer liberalismo estaba dotado de un pode­roso equipamiento interno, psicológico y moral, que le permi­tía abrirse paso entre obstáculos (un individuo-agente), el actual Narciso es mucho más frágil y flotante, puesto que deduce su identidad de la imagen moviente que él intenta leer en la mirada del otro.

Todos estos ensayos tienen en común el subrayado de un nuevo modelo para la identidad juvenil. Modelo que advendría vinculado a 1i1 civilizilción del consumo y de la comunicación de masas, y que tendría como consecuencia una indudable variación en las motivaciones que inducen a la acción. «La muerte del sujeto en el advenimiento del individuo». La fórmula puede resultar altisonan­te, pero sirve para caracterizar el individualismo escasamente pro­penso a la acción de amplios sectores juveniles. Lo que empezó a emerger en Norteamérica en los años cincuenta está habitando ya en nuestras ciudades, impulsado por el efecto nivelador de un mismo tipo de civilización y propiciado por los medios masivos de comunicación.

Esta alteración del deseo que empuja a la acción y esta con­cepción preferente de la vida como espectáculo (que no exige compromiso), unido al escepticismo de los grandes discursos ins­titucionales, tienen su repercusión evidente en el tema de la san­tidad. ¿ Cabe una presentación de la santidad que no lleve consigo la exigencia del seguimiento del Señor?

¿ Cómo persuadir de que la llamada a la santidad y al encuentro profundo con Dios desborda los cauces de cualquier discurso ins­titucional?

4. ¿QuÉ HACER?

La consideración de los anteriores rasgos de la cultura juvenil muestra la dificultad de plantear en tal atmósfera el ideal de la santidad como seguimiento de Cristo y al propio tiempo servicio

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a los hombres. Parece evidente que la cultura neo-liberal hoy dominante, y de la que ·los jóvenes son hechura y víctima en ocasiones, no es un buen «caldo de cultivo» para santos.

Pero ya manifestamos al comienzo que allí donde la cultura de una época muestra sus heridas -conscientes o inconscientes-, allí es donde la gracia solicita a la libertad del hombre para que la santidad pueda ejercer su función sanan te.

La tarea de toda educación cristiana consiste en no dispensarse de la obligación de transmitir el ideal de santidad. Las serias -y creemos que no imaginarias- dificultades que hemos mencio­nado no nos eximen de la responsabilidad de ensayar, siempre renovadamente, la transmisión de nuestra propia tradición de en­trega a Dios y servicio a los hombres.

Es cierto que ya se da, en el ámbito de la Iglesia, procesos fructuosos de transmisión religiosa. Es cierto que se constituyen grupos activos de jóvenes cristianos de convicciones profundas. Es cierto también que entre las minorías juveniles utópicas -volun­tariado de todas clases, pacifistas- es perceptible la presencia de jóvenes creyentes, que se esfuerzan por sanar las heridas de nues­tra cultura. Todo ello constituyen síntomas claros de que el hilo de la transmisión no se ha roto, de que, bajo formas históricas nece­sariamente diferentes, continúa vivo el ideal de santidad y servi­cio. Pero ello no disminuye la evidencia, sociológicamente cons­tatada, de que porcentajes crecientes de la población juvenil se alejan del influjo directo de la tradición cristiana.

Un falso sentido del gradualismo pudiera inclinarnos, en nues­tros intentos de aproximación, a omitir la incómoda tarea de pre­sentar la llamada a la santidad. Creemos que ello implica una actitud errónea, que privaría a los jóvenes de lo que puede signi­ficar un punto de apoyo espiritual en su búsqueda de referencias para orientar la existencia.

No debemos engañarnos, ni dejarnos engañar por la (falsa) apariencia de seguridad juvenil. La necesidad de la tradición per­manece en medio de la crisis general de la idea de tradición. Nadie (tampoco los jóvenes) se fabrica a sí mismo de la nada. No se existe ex nihilo, sino que cada uno «se recibe» a sí mismo de unos antecedentes; es decir, de una tradición: familiar, local, religiosa

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o agnóstica, nacionalista o cosmopolita. Tradición que luego se podrá asimilar, modificar o rechazar. Pero de la que es irremedia­ble el partir en un primer momento. Lo que nos desorienta -y desorienta al joven- es que hoy la tradición de la que se parte puede ser débil, insegura de sí misma, y en lapsos muy cortos de tiempo entra en contacto, y frecuentmente en conflicto, con otras «tradiciones» (en el sentido más amplio del término) de muy di­versa índole.

La personalidad del joven, en consecuencia, se ve expuesta (mucho antes de que se constituya con una cierta solidez, desde la que pueda elegir en el uso de su libertad) a la improbable tarea de armonizar en sí misma una serie heterogénea y contradictoria de influjos, algunos de ellos dotados de una indudable fuerza de se­ducción. Si no parte de una tradición transmitida con suficiente fuerza, que le permita una experiencia vital de la misma, ¿qué posibilidades tiene de realizar con un mínimo de éxito semejante síntesis? Lógicamente, su destino es la fragmentariedad. La inse­guridad y la dimisión de los adultos en su tarea de transmitir ha colaborado eficazmente en la crisis general de la tradición y en el surgimiento de esta «sociedad sin padre» que en ocasiones lamen­tamos.

¿Transmitir qué? Lo que pensemos, según nuestro criterio, que es bueno para las generaciones que nos siguen. Porque no sólo se transmiten contenidos, sino actitudes. Y aunque haya posibles errores (que la evolución social pone de relieve antes casi de que nos percatemos de ello), permanece no obstante la dignidad y la necesidad antropológica del acto de transmitir. El equilibrio social saldrá forzosamente perjudicado si desde el mundo adulto se dimi­te de la función social y de la responsabilidad del acto de trans­misión.

Sería de lamentar que esto ocurriera en ámbitos cristianos res­pecto a la obligación de transmitir la llamada a la santidad. Lla­mada que se presenta en la oferta de rostros y vidas concretas, ejemplificadoras de lo que puede ser la plenitud de una vida abier­ta a la acción de Dios.

Los jóvenes de la actual cultura que, a falta de otro nombre mejor, designamos como posmoderna no son fundamentalmente

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irreligiosos. Su alejamiento de la religión institucional no es un alejamiento que pueda ser comprendido con la imagen del Exodo bíblico (un pueblo nuevo -los jóvenes- que emerge en la His­toria bajo la guía inspirada de sus líderes). Mas bien, la categoría que les ajustaría mejor sería la del «exilio»: un esfuerzo por so­brevivir cuando toda referencia orientadora se diluye.

Este exilio juvenil también está necesitado de profetas y de santos. Faltos de ellos, sus vidas seguirán girando sobre sí mismas, en la ansiedad subyacente de no saber muy bien a qué dedicarlas, percibiendo como únicas llamadas las sugestiones al consumo, con el horizonte de un futuro incierto ante la crisis económica. Si supiéramos presentarles a los santos en su contexto real ¿estamos seguros de que no tendrían acogida para ellos?

5. ¿ALGUNAS CONCLUSIONES?

La voluntad de no dimitir de nuestra responsabilidad adulta y eclesial acerca de la transmisión de un ideal de santidad a los jóvenes parece exigir unas conclusiones (por sumarias y tentativas que fueren).

Ensayémoslas:

1. Es necesario tomar conciencia de la crisis general de las grandes tradiciones en nuestra cultura fragmentaria y sin referentes fijos. Y hay un componente formal que unifica las crisis de las diferentes tradiciones: la crisis del acto mismo de transmitir, de­valuado por la radicalización de la conciencia histórica. A esta radicalización son especialmente sensibles las generaciones jóve­nes: de ahí su renuencia a aceptar «maestros» y su auto imagen de «generaciones sin padre» en lo cultural.

2. Esta imagen es falsa. Por el simple hecho de ser, venimos de filiaciones culturales. Pero en el caso de los jóvenes estas filiaciones son más heterogéneas, menos conscientemente asumi­das algunas (las más recientes), más explícitamente dejadas de lado otras (las grandes tradiciones que se apoyan en discursos institucionales). La empresa de armonizar los conflictos internos que derivan de esta heterogeneidad cultural, en edades tempranas,

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inyecta un sentimiento de ansiedad subcutánea bajo la dermis frá­gil de la desenvoltura y seguridad juveniles.

3. Esta ansiedad, en determinados temperamentos, puede convertirse en intolerable. Produce así la base social para el rena­cimiento de los fundamentalismos y los integrismos como modo radical de hurtar la personalidad, frágil o herida, a conflictos y complejidades que la desbordan.

4. Toda solución en algún modo «integrista» de luchar contra la crisis de la tradición mediante una mera, simple y voluntarista vuelta a ella, ignora las condiciones históricas que son la razón de la crisis. Pese a su éxito inicial, la estimamos inadecuada a largo pli1zo, puesto que deji1 los problemas sin resolver. La tradición de la santidad cristiana ha tenido siempre un componente histórico que la adecuaba a las heridas y los problemas de su época. La afirmación contracultural (que la santidad con frecuencia implica) no supone una mecánica vuelta al pasado, ni siquiera bajo la capa de la tradición.

5. La experiencia histórica de la santidad cristiana podría contraponer, a la crisis de la tradición, una cierta tradición de la crisis. En efecto, la autoridad según el Evangelio no es la autori­dad ciega, que exige del hombre la renuncia de su inteligencia crítica. Por el contrario, es la que suscita y promueve su ejercicio auténtico, reconduciéndola a su propia condición histórica.

La fidelidad evangélica, lejos de reclamar una fidelidad ciega a la tradición (en su caso judía), llama al hombre a comprometerse en un trabajo incesante de discernimiento ante las circunstancias concretas. ¿Con qué objeto? Con el de preguntarse en qué sentido la fidelidad al pasado reclama hoy no hacer lo mismo que se hizo en otro tiempo. Y de esta manera sustrae al hombre que pretende seguir con fidelidad la llamada de Dios a la dominación de las convenciones y de los poderes de este mundo.

Sin duda, la fe cristiana no puede reconocerse a sí misma, sino como una fe de tradición; pero es la tradición de una memoria crítica que puede mostrar en la predicación de Jesús su mejor ejemplo. «Habéis oído decir. .. pero yo os digo».

He aquí por qué, pese al antagonismo que ha opuesto históri­camente a la Iglesia Católica y a los promotores de la Modernidad

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crítica, se puede definir también la tradición cristiana como «la tradición de una relación crítica con la tradición».

6. Esta conexión con la razón crítica (que no puede ser aquí elaborada con más detalle), la juzgamos fundamental a la hora de presentar la tradición cristiana a los jóvenes e invitarles a escuchar la llamada de la santidad dentro de la Iglesia Católica.

Tratar de eludirla supondría dotar a la presentación de la fe de un carácter sociológicamente sectario, es decir, cerrado sobre sí mismo, y no portador de un mensaje que se pretende universal.

7. Subrayado esto, para que las ofertas de la santidad cristia­na (hechas en unos rostros y unas vidas concretas) fueran inicial­mente acogidas en la cultura juvenil, habría que tener en cueata los rasgos que anteriormente pusimos de relieve. Tanto para mostrar sin temores lo que de contra cultural puede hoy significar la san­tidad -yen este sentido sería un desafío- como para mostrar las conexiones profundas que se pueden dar con aspiraciones de los jóvenes.

8. Por indicar algunas de estas conexiones:

@ La santidad debería aparecer siempre como una pro­fundización de la libertad concreta. Como una apelación, hecha por Quien jamás nos forzará, a los estratos profundos de nuestro yo. Habría que esforzarse por eliminar toda ima­gen -que suele habitar con frecuencia el subsconsciente juvenil- de oposición entre la llamada de Dios y el ejerci­cio de una libertad responsable.

• Esta llamada de Dios -debería insistirse- implica, ante todo, una experiencia profunda. Experiencia de algo «diferente», de carácter espiritual, y que por tanto requiere no sólo una iniciación, sino un cultivo de modos diversos de oración. Oración entendida como apertura a la comunicación con Quien nos entiende.

• La experiencia interior es un modo primero de auto­rrealización personal. Dios es una plenitud que desea ser par­ticipada, y nunca un adversario de nuestra propia plenitud.

• Pero tal camino de autorrealización interior nunca se cierra sobre sí mismo, sino que implica, según el Evangelio,

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la solidaridad con los demás, preferentemente con los más desfavorecidos. Hay una tarea de transformación de las re­laciones sociales a la que la santidad -cualquiera que sea la forma concreta que adopte, incluso en su versión contem­plativa- no puede sustraerse. Así lo muestran las vidas concretas de los santos.

Libertad, experiencia intensa de un presente vivido, autorrea­lización personal, comunicación profunda y solidaridad con los otros: he aquí pautas culturales a las que los jóvenes pueden ser especialmente sensibles. Pautas que la llamada a la santidad trans­forma, pero que en modo alguno niega. Ellas pueden convertirse en vías de acceso a Dios para una juventud espiritualmente empo­brecida por la atmósfera cultural dominante.

Tales vías de acceso, sin embargo, requieren «maestros» y «padres» frente a cualquier espejismo que haga de los jóvenes una «generación sin padre». Y aquí la propia situación de crisis cultu­ral en la que estamos sumergidos interroga abiertamente al mundo adulto con una dura pregunta: ¿los hay?, ¿los preparamos?