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La comunicación al ritmo del péndulo: Medio siglo en busca del desarrollo CARLOS EDUARDO CORTÉS S. VERSIÓN PROVISIONAL REVISADA, SEP 2009 “Hay pueblos incapaces aún de administrarse ellos mismos en las condiciones especialmente difíciles del mundo moderno. […] El bienestar y el desarrollo de estos pueblos forman una misión sagrada de civilización. […] El mejor método para realizar este principio es el de confiar la tutela de estos pueblos a las naciones desarrolladas”. Woodrow Wilson, 1918 El comienzo: los pueblos tutelados El ideal de la democracia moderna es que la libertad y la oportunidad para el desarrollo personal y la participación plena de todos los individuos en la vida social se le puedan garantizar a cada ser humano, independientemente de su estrato social y su riqueza. Dicho ideal fue forjado a partir de los orígenes liberales de la democracia en el parlamento inglés, las revoluciones de Estados Unidos y Francia, y las propuestas de emancipación humana del Iluminismo europeo, en el siglo XVIII (Meyer, 2004). Sin embargo, más allá de ese horizonte de comprensión, el “desarrollo”, a pesar de ser una noción muy querida, que congrega a numerosas personas e instituciones interesadas en elevar la calidad de vida de los seres humanos, nunca ha tenido un significado único y positivo, sino diverso y ligado a momentos históricos específicos. Como concepto, fue puesto en la agenda internacional por Woodrow Wilson, el entonces presidente de EE.UU., justo cuando terminaba la Primera Guerra Mundial y el mundo se reorganizaba bajo la estructura de un orden imperial y colonialista salido del siglo XIX. La palabra desarrollo fue usada por el gobernante durante un discurso denominado Catorce Puntos para la Paz y se considera que fue el primer uso público del término (Mattelart, 1993: 175). Las guerras del siglo XX llevaron a la humanidad al límite de la deshumanización y al quiebre de los sistemas democráticos, tanto por la presión del fascismo, primero, como por el totalitarismo soviético, poco después. Entre 1816 y 1965 hubo 74 guerras internacionales. De ellas, cuatro acumularon el mayor número de víctimas de toda la historia humana. Y esas cuatro guerras ocurrieron todas durante el siglo pasado: las dos guerras mundiales, la guerra de Japón contra la China, y la guerra de Corea (Cortés, 2005). No sorprende, pues, el profundo sentido democrático y humanitario que condujo a la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En 1944, en medio del desastre económico creado por la Gran Depresión de los años 1930, y al aproximarse el fin de la Segunda Guerra Mundial, los 44 países aliados crearon el primer sistema global de gestión monetaria y financiera, en la localidad de Bretton Woods, estado de Nueva Hampshire, en Estados Unidos. Desde entonces, el sistema de reglas, procedimientos e instituciones

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La comunicación al ritmo del péndulo:

Medio siglo en busca del desarrollo

CARLOS EDUARDO CORTÉS S. VERSIÓN PROVISIONAL REVISADA, SEP 2009

“Hay pueblos incapaces aún de administrarse ellos mismos en las condiciones especialmente difíciles del mundo moderno. […] El bienestar y el desarrollo de estos pueblos forman una misión sagrada de civilización. […] El mejor método para realizar este principio es el de confiar la tutela de estos pueblos a las naciones desarrolladas”.

Woodrow Wilson, 1918

El comienzo: los pueblos tutelados El ideal de la democracia moderna es que la libertad y la oportunidad para el desarrollo personal y la participación plena de todos los individuos en la vida social se le puedan garantizar a cada ser humano, independientemente de su estrato social y su riqueza. Dicho ideal fue forjado a partir de los orígenes liberales de la democracia en el parlamento inglés, las revoluciones de Estados Unidos y Francia, y las propuestas de emancipación humana del Iluminismo europeo, en el siglo XVIII (Meyer, 2004).

Sin embargo, más allá de ese horizonte de comprensión, el “desarrollo”, a pesar de ser una noción muy querida, que congrega a numerosas personas e instituciones interesadas en elevar la calidad de vida de los seres humanos, nunca ha tenido un significado único y positivo, sino diverso y ligado a momentos históricos específicos.

Como concepto, fue puesto en la agenda internacional por Woodrow Wilson, el entonces presidente de EE.UU., justo cuando terminaba la Primera Guerra Mundial y el mundo se reorganizaba bajo la estructura de un orden imperial y colonialista salido del siglo XIX. La palabra desarrollo fue usada por el gobernante durante un discurso denominado Catorce Puntos para la Paz y se considera que fue el primer uso público del término (Mattelart, 1993: 175).

Las guerras del siglo XX llevaron a la humanidad al límite de la deshumanización y al quiebre de los sistemas democráticos, tanto por la presión del fascismo, primero, como por el totalitarismo soviético, poco después. Entre 1816 y 1965 hubo 74 guerras internacionales. De ellas, cuatro acumularon el mayor número de víctimas de toda la historia humana. Y esas cuatro guerras ocurrieron todas durante el siglo pasado: las dos guerras mundiales, la guerra de Japón contra la China, y la guerra de Corea (Cortés, 2005).

No sorprende, pues, el profundo sentido democrático y humanitario que condujo a la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En 1944, en medio del desastre económico creado por la Gran Depresión de los años 1930, y al aproximarse el fin de la Segunda Guerra Mundial, los 44 países aliados crearon el primer sistema global de gestión monetaria y financiera, en la localidad de Bretton Woods, estado de Nueva Hampshire, en Estados Unidos. Desde entonces, el sistema de reglas, procedimientos e instituciones

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mundiales que adoptó el nombre de dicho poblado, se dedicó a regular el sistema monetario internacional con organismos como el Fondo Monetario Internacional, y alcanzó el logro inicial de la reconstrucción europea, bajo un modelo que el economista John Mainard Keynes calificó como el logro más importante de Bretton Woods: el derecho de los gobiernos a restringir los movimientos de capital1.

La crisis económica y política permitió el empoderamiento de corrientes democráticas radicales, que iban desde la resistencia antifascista hasta la organización de la clase trabajadora. Dichas presiones hicieron necesario crear políticas socialdemócratas cuyo logro, en el sistema Bretton Woods, fue crear cierto margen de democracia mediante un espacio para la intervención gubernamental en respuesta a la voluntad pública (Chomsky, 2008).

La Carta de las Naciones Unidas se firmó el 26 de junio de 1945, en San Francisco, California, al terminar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Organización Internacional, y entró en vigor el 24 de octubre del mismo año, cuando China, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, la Unión Soviética y la mayor parte de los demás signatarios la ratificaron para “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra; reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, y promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”.

En 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU, completó este cuadro democratizador al formalizar el derecho humano a tener derechos. En 1949, el término “subdesarrollo” también se originó en la Casa Blanca. Esta vez el presidente Harry Truman lo acuñaría en su Discurso sobre el Estado de la Unión, para referirse a la situación de una buena porción del planeta que todavía no tenía acceso a las ventajas del progreso. El Cuarto Punto de su discurso se convertiría en un programa completo para movilizar la opinión pública contra los grandes desequilibrios sociales que podrían favorecer la entrada del comunismo en estos países.

Dicho contexto forjó los cimientos de las actuales nociones de democracia y desarrollo, pero la historia transcurrida demuestra que no ha resultado ser un tránsito sencillo. De hecho, costó dos décadas alcanzar el consenso internacional sobre derechos y convertirlo en un instrumento político y jurídico fundamental para el fortalecimiento de las democracias. Fue tan solo en 1966 que el Pacto Internacional de Derechos Básicos, alcanzado en el seno de la ONU, consolidó el cuerpo principal de los derechos internacionales, con sus cinco grupos de derechos: (1) civiles, (2) políticos, (3) económicos, (4) sociales y (5) culturales2, de donde se derivan las libertades de expresión, información y comunicación como derechos humanos fundamentales.

1 Durante el siglo XIX, la liberalización financiera creó efectos extra-económicos que distorsionaron la democracia y los derechos. El libre flujo de capital construyó, en la práctica, un “parlamento virtual” de inversionistas y prestamistas capaces de supervisar muy de cerca los programas de gobierno y “votar” contra ellos cuando no favorecían la concentración privada, mediante mecanismos como las fugas de capital, los ataques a las divisas y otros recursos similares (Chomsky, 2008).

2 Los derechos civiles y políticos forman las bases de la llamada democracia liberal. Entre los primeros se incluyen las libertades de expresión y asociación, y entre los segundos, la organización de partidos y el voto. Sin embargo, los derechos económicos, sociales y culturales son considerados de importancia y validez equivalentes. Entre los derechos económicos se cuentan el trabajo, la justa remuneración y las condiciones decentes de trabajo. Por su parte, los derechos sociales incluyen la protección, la seguridad social y la educación. Y los culturales, la participación en la propia cultura, y la identidad cultural.

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El Pacto determinó el concepto de la república democrática en su forma moderna: el Estado social de derecho, que respeta tres principios esenciales: los derechos humanos; la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), y el imperio de la ley. Antes de los Derechos Básicos resultaba mucho más sencillo repasarle a la población los costos impuestos por el libre flujo de capital, porque las élites culturales, económicas y políticas contaban con gobiernos que todavía no se habían “politizado por el sufragio masculino universal, el surgimiento de los sindicatos de trabajadores y la aparición de partidos parlamentarios laboristas” (Eichengreen, 1996).

El supuesto básico es que cualquier atentado contra los tres principios esenciales resulta en un evidente debilitamiento de la democracia. Sin embargo, las décadas siguientes verían polarizaciones y distorsiones profundamente antidemocráticas. Dos grandes concepciones económicas del desarrollo se fueron confrontando: el desarrollismo y el neoliberalismo monetarista. Ambas comparten el no haber logrado lo que originalmente se propusieron, pero cada cual de manera distinta y por razones diferentes (Cortés, 1996b; Max-Neef & otros, 1986).

En América Latina hemos vivido los últimos cincuenta años en un permanente movimiento pendular de políticas económicas y de desarrollo, en las cuales los períodos de expansión generan desequilibrios financieros y monetarios que, a su vez, exigen estabilizaciones cuyos altos costos sociales inducen a nuevos impulsos de expansión. Dichas políticas, además, han sido formuladas bajo la hegemonía adquirida por EE.UU. al finalizar la Segunda Guerra Mundial, que lo convirtió en modelo para el incipiente concepto evolucionista del desarrollo económico (visto como progreso basado en pasos o etapas), típico del siglo XX.

Desarrollismo: frustración ilustrada A partir de los años 1950 las propuestas de Estado intervencionista/desarrollista, originadas en políticas keynesianas generadoras de estabilidad, pleno empleo y riqueza en los países de capitalismo democrático, coincidieron con el establecimiento de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), el reforzamiento de la OEA (Organización de los Estados Americanos); la creación del BID (Banco Interamericano de Desarrollo) y del Pacto Andino, en el marco de iniciativas regionales como la Alianza para el Progreso, del gobierno Kennedy.

En ese momento, la producción y la transferencia de conocimiento y tecnología comenzaron a comprenderse como factores clave para alcanzar el crecimiento económico. Numerosas universidades de EE.UU. enviaban a sus investigadores y expertos por el mundo, haciendo de los países pobres inigualables terrenos de prueba de sus teorías. A la vez, los Estados nacionales del Tercer Mundo establecieron institutos de planificación, corporaciones de fomento industrial, reformas bancarias y cambios estructurales que implicaban procesos de consumo masivo, control natal, alfabetización y urbanización, coherentes con las nuevas necesidades de la industrialización (Max-Neef & otros, 1986; Beltrán, 1979).

Diversos organismos oficiales latinoamericanos se entregaron, así, a las tareas que se habían establecido como prioritarias ante la aparición de las Ligas Camponesas de Brasil (1945), y la Revolución Cubana (1959): estrategias de apoyo a las áreas rurales mediante extensión agrícola, difusión de innovaciones o transferencia tecnológica, reforma agraria, organización campesina y, unos años más tarde, empresas comunitarias autogestionarias.

Por supuesto, la comunicación rural ocupaba allí un lugar central como herramienta para el logro de la extensión y la difusión. Sin embargo, apenas iniciada la década de 1960, ya comenzaban a sentirse las debilidades propias del desarrollismo. En la siguiente década surgió la noción de desarrollo rural integral, sin que se hubieran completado los procesos de reforma agraria que pedía el gobierno Kennedy (Beltrán, 1979).

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Ideas, creatividad y modelos, entonces, no le faltaron al desarrollismo, asistido desde el comienzo por expertos en todos los temas pertinentes. En particular, América Latina parecía una promesa del desarrollo inminente: era la región del Tercer Mundo más próxima de la modernidad y más distante del colonialismo (considerando que la descolonización de Asia y África solo ocurrió a partir de 1947). Sin embargo, pese a tratarse de las “Décadas del Desarrollo”, sus propuestas no produjeron ninguno de los avances esperados, a pesar de haber creado una infraestructura económica rica y diversificada.

Las razones del fracaso estuvieron en su propia incapacidad para controlar los desequilibrios monetarios y financieros. Su estructura productiva, basada en industrialización, resultó concentradora en exceso, mientras su enfoque del desarrollo, economicista y con varios componentes mecanicistas, descuidó otros aspectos socio-culturales y políticos, a pesar de haber iniciado un giro hacia el reformismo, cuando comenzó a sentirse la presión social para superar las injusticias que estaban afectando a la mayoría de la población (Max-Neef & otros, 1986; Beltrán, 1979).

No es extraño, entonces, que desde mediados de los años 1970, la ONU acordara la necesidad de establecer un Nuevo Orden Económico Internacional, como un reconocimiento de que, si existían condiciones de subdesarrollo, éstas afectaban no solo a los países pobres sino también a los más ricos. Nunca como entonces se promovió la cooperación internacional para generar proyectos de desarrollo en los cuales la comunicación seguía cumpliendo un papel significativo. En 1971, se vino abajo la principal característica de Bretton Woods: la obligación, para cada país, de adoptar una política monetaria destinada a mantener el tipo de cambio de su moneda en un valor fijo.

El sistema de Bretton Woods colapsó cuando EE.UU. suspendió la convertibilidad de dólares en oro. Esto creó la situación particular en la que el dólar estadounidense se convirtió en “moneda de reserva” para el resto de los países dentro del sistema. Y con el desmantelamiento del sistema económico de la posguerra vino también en paralelo una restricción de las democracias. La Comisión Independiente sobre Problemas Internacionales del Desarrollo –creada en 1977 por iniciativa del Banco Mundial– y presidida por Willy Brandt, publicó el informe “Norte-Sur: Un programa para la supervivencia”, con un diagnóstico innovador para la época: una visión planetaria del tema, y una toma de posición frente a la pobreza del Sur frente al Norte desarrollado.

El informe subrayó la urgencia de atender las “necesidades básicas” de las naciones más pobres del hemisferio Sur; abolir el hambre; aumentar el poder adquisitivo, y promover un verdadero crecimiento en los centros industriales del Sur. Para ello, propuso limitar las actividades de las corporaciones multinacionales; reformar el sistema monetario mundial, y modificar las finanzas del desarrollo a fin de eliminar la “trampa de la deuda”. Además, cuestionó la división planetaria del poder y pidió para el Sur “más poder de decisión dentro de las instituciones monetarias y financieras” (Brandt, 1980).

Por su parte, después de la euforia modernizante, y frente a sus evidentes fracasos, la crítica de las ciencias sociales latinoamericanas, apoyada en el materialismo histórico, las metodologías estructuralistas y la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, permitió que un significativo sector desembocara en la original teoría de la dependencia, capaz de generar una noción de cambio social basada en procesos de educación popular para cuestionar las condiciones de dominación o dependencia externa e interna en los países en que los modelos desarrollistas tendieron a reforzar las condiciones de injusticia ya existentes.

Pero la capacidad de acción de las ciencias se vio recluida, con frecuencia, en ambientes académicos –o en experiencias locales con escasa capacidad de generalización–, y no solo no llegó a reflejarse en programas oficiales de los gobiernos, sino que muchas veces fue expulsada del propio espacio universitario, cuando la extendida ideología de la Seguridad Nacional macartizó buena parte de la producción científica latinoamericana, mientras

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favorecía el ingreso acrítico e implacable del monetarismo neoliberal. En algunos países, la tutela del desarrollo fue delegada a los sectores militares, primero a través de sus acciones cívicas y más tarde con el apoyo implícito a dictaduras3.

Durante la prolongada decadencia del desarrollismo, la guerra fría comenzó a ceder ante el resquebrajamiento del socialismo en Europa oriental y el advenimiento de la perestroika soviética. Pero, a la vez, las economías occidentales sufrieron los más duros reveses desde los años 1930: la recesión, la inflación y la caída bursátil afectaron tanto a las economías ricas como a las más pobres, al punto de conocerse la de los 1980 como “la década perdida”, en términos de crecimiento económico.

En América Latina, la problemática no resuelta de la articulación micro-macro, junto con la detección de una crisis latinoamericana de propuestas y de utopías en el campo del desarrollo, condujeron al surgimiento de análisis alternativos de los fenómenos económicos y políticos generadores de patologías sociales, para promover procesos de autodependencia y potenciación de grupos y sectores sociales, mediante fórmulas de micro-organizaciones, alternativas de financiamiento local y aprovechamiento de recursos no convencionales para la satisfacción de necesidades humanas (Max-Neef & otros, 1986).

Una significativa expresión de respuesta civil a la crisis se manifestó en la multiplicación de organizaciones no gubernamentales (ONG), que fueron conformando extensas redes de grupos dispuestos a trabajar con la gente y para la gente, aunque no siempre con los recursos o la capacitación necesarios para hacer una labor más eficiente; en particular, desde el punto de vista comunicacional, se produjo un estancamiento profundo en este tipo de proyectos a medida que su papel instrumental, tan propio del desarrollismo, se profundizó aún más; solo que esta vez bajo los efectos mercadológicos del neoliberalismo.

Neoliberalismo: monetarismo ramplón La “década perdida” demostró que, en la guerra de ideologías incompatibles entre keynesianos y neoliberales, la mayoría de políticos, economistas y empresarios había subestimado la crisis económica de los 1970 (desvinculación del dólar del patrón oro y colapso del sistema financiero internacional, en 1971; crisis de la OPEP y aumento de la oferta de capitales, en 1973), cuyas recesiones y consecuencias negativas se prolongarían hasta la década de 1990.

La política de consenso de la posguerra, el Estado benefactor y el pleno empleo del capitalismo avanzado llegaron a su fin después del colapso: las políticas económicas convencionales no los pudieron resolver. Por eso, al decir de Hobsbawm, en el Norte “había un espacio considerable para aplicar el detergente neoliberal al incrustado casco del muy buen navío de la ‘economía mixta’, con resultados benéficos”. Precisamente, en 1974, el Premio Nobel de Economía, creado en 1969, dejó de reconocer a economistas keynesianos para entregarlo, por primera vez, a un firme y viejo creyente en el mercado irrestricto: Friedrich von Hayek, un economista austríaco que, ante la dictadura chilena, llegó a afirmar que no había vínculo intrínseco entre el libre mercado y la democracia política. Poco después sería el turno de Milton Friedman, otro militante radical del ultraliberalismo, premiado con el Nobel en 1976 (Hobsbawm, 1995: 401).

Mientras tanto, en el Sur, estos cambios iniciaron el proceso del endeudamiento exterior cuando, en palabras de John Kenneth Galbraith “banqueros insensatos hicieron préstamos insensatos a gobiernos que se endeudaban insensatamente, para generar el mayor proceso

3 En 1968, Robert McNamara, presidente del Banco Mundial y antiguo Secretario de Defensa del gobierno Kennedy escribiría que “la seguridad es el desarrollo” (Mattelart, 1993: 176).

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de transferencia de ingresos de la historia desde los países pobres hacia los ricos”. Transferencia que, en América Latina, aumentó 873% entre 1975 y 1996 (SELA citado por EFE, 1997).

El endeudamiento creciente, al lado de otros nuevos problemas (desequilibrios macroeconómicos generadores de una recesión que hizo perder dinamismo en la generación de empleo y duplicó las tasas de desocupación abierta mientras aumentaron el subempleo y el deterioro de los salarios reales), fueron forzando a los gobiernos latinoamericanos a seguir las recetas monetaristas de organismos como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional: establecer planes de ajuste económico, austeridad fiscal y (¿nueva?) “modernización” del Estado, a cambio de dinero nuevo para sobrellevar la crisis.

Así se generalizó el neoliberalismo en América Latina, durante la década del 1980; pero ni siquiera fue generador de pensamiento, sino de recetas aún más mecanicistas y miopes. “En nuestro medio no es posible detectar propiamente un pensamiento o una filosofía neo-liberales. Ello no se debe, por cierto, a que la mencionada escuela carezca de tales sustentos. Basta leer para ello a los economistas austriacos. El problema radica en que el esquema aquí aplicado ha sido el de un neoliberalismo inculto, dogmático y fuera de contexto. A diferencia del desarrollismo, el neo-liberalismo ha fracasado en un período mucho más breve y de manera mucho más estrepitosa” (Max-Neef, 1986: 12).

El triunfalismo neoliberal tuvo su mayor expresión durante los gobiernos de Reagan y de Bush padre, en Estados Unidos, y de Tatcher y Major, en Gran Bretaña. En particular, la Guerra del Golfo Pérsico constituyó el escenario de consolidación del llamado Nuevo Orden Mundial, en el que la política y la economía se trasformaron radicalmente, cuando se completó el proyecto de mercado total conocido como “globalización”; es decir, una incontrolable interacción funcional de actividades económicas y culturales dispersas, y de bienes y servicios generados por un sistema con muchos centros, gracias a una nueva revolución industrial basada en la digitalización de la tecnología y la expansión de redes telemáticas planetarias que permitieron desplegar una nueva economía tecnocientífica (Cortés, 1996a y b; García Canclini, 1995).

Pero, en vez de la idea desarrollista de un avance basado en el crecimiento controlado (que en verdad nunca consiguió controlar), como condición económica para conducir al desarrollo, el neoliberalismo monetarista estableció el mercado abierto como único lugar para generar el progreso, bajo el argumento de que las aperturas económicas y las privatizaciones, sumadas a los ajustes estructurales, deberían, en principio, llenar la copa con lucros hasta provocar, por rebosamiento, la justicia social. Su mejor coartada de aplicación urgente, por supuesto, fue la innegable ineficiencia corrupta de la mayoría de Estados latinoamericanos. No obstante, al demostrar estadísticamente que la concentración estimula el crecimiento macroeconómico, el neoliberalismo convirtió el crecimiento en un fin en sí mismo y justificó la concentración a tal punto que no reconoció la necesidad de limitarla, de manera que no podría resultar generador de desarrollo, entendido en sentido amplio (Max-Neef & otros, 1986).

Incluso el Banco Mundial advirtió sobre los riesgos del modelo, al admitir –iniciados los años 1990– que “el Estado Keynesiano, y más todavía el Estado como planificador y ejecutor macroeconómico y del desarrollo económico, ha sido eclipsado por el modelo de libre mercado […] Los países han renunciado casi totalmente a favor del mercado a su capacidad de seleccionar una senda de desarrollo. Es claro que algunos países, en especial los nuevos países industrializados, no se han visto perjudicados por este cambio. Sin embargo, los países más pobres aún no han disfrutado de los beneficios prometidos de estos cambios globales y nacionales, ni tampoco han podido rechazar el modelo liberal de desarrollo económico, dado que actualmente toda intervención del Estado es rutinariamente cuestionada.

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“Estos cambios suceden precisamente en el momento en que aumenta la inestabilidad económica internacional, de la cual actualmente los Estados son incapaces de protegerse […] Afortunadamente, parece existir un creciente reconocimiento de que el péndulo ha ido demasiado lejos en la dirección de la eliminación de las funciones del Estado. El rol del Estado en cuanto a proveer gobernabilidad y un ambiente estable y con reglas claras para los negocios y el desarrollo se reconoce cada vez más” (Banco Mundial, Governance and Development, 1992, y Governance: The World Bank Experience, 1994, citado por Chamorro & Nájera, 1996).

Por desgracia, la advertencia resultó muy tardía para América Latina: el Estado nacional no solo perdió su autonomía, al insertarse en la economía planetaria en condiciones de desventaja, sino que, en la medida que su “modernización” le exigió una sistemática reducción de su tamaño y su papel como ordenador de la economía de los países, produjo una disminución irreparable de personal y fondos para los programas sociales dedicados a atender demandas y necesidades de las poblaciones más pobres. Lo curioso es que la simple creencia en que el capital es bueno y el gobierno es malo (Reagan llegó a afirmar que el Estado no era la solución sino el problema), nunca constituyó una política económica alternativa al desarrollismo.

De hecho, tanto el gobierno central de EE.UU. –que bajo la era Reagan gastaba un cuarto del Producto Nacional Bruto, todavía en 1992–, como la Gran Bretaña de Margaret Tatcher, a pesar de su capitalismo avanzado y comprometido a fondo con las tesis neoliberales, mantuvieron medidas proteccionistas de intervención estatal; y también lo hizo Japón, cuya presencia en el mundo se hizo posible gracias a una activa participación del Estado entre las grandes corporaciones privadas. Solo los geniecillos económicos occidentales que, por ejemplo, a partir de 1989, aconsejaron a los nuevos países salidos de la desarticulada URSS, crearon una política neoliberal específica, cuyos resultados fueron previsiblemente catastróficos (Hobsbawm, 1995; Sánchez, 1993).

Por su parte, a América Latina le correspondió el sobrante: un monetarismo ramplón, agravado por regímenes autoritarios o populistas cuya corrupción en gran escala los llevó a convivir con el narcotráfico y, de espaldas a las lecciones de la historia, se sintieron autorizados a proponer más neoliberalismo allí donde ya se había mostrado como verdugo del desarrollo.

El punto de no retorno “La historia de los veinte años posteriores a 1973 es la de un mundo que perdió sus referencias y resbaló hacia la inestabilidad y la crisis. […] De cualquier manera, el triunfalismo neoliberal no sobrevivió a los reveses económicos de inicios de la década de 1990, ni tal vez al inesperado descubrimiento de que la economía más dinámica y de crecimiento más rápido en el planeta, tras la caída del comunismo soviético, era la de la China comunista; lo cual condujo a profesores de escuelas occidentales de comercio y autores de manuales de administración –un género floreciente en la literatura– a escudriñar las doctrinas de Confucio en busca de los secretos del éxito empresarial” (Hobsbawm, 1995: 393, 402).

En otras palabras, aunque el neoliberalismo se hubiese introducido en América Latina con todos los argumentos de sus creadores premiados con el Nobel, tampoco habría dejado de fracasar. Casi 50 años después del Punto Cuarto del discurso de Truman, el presidente del Brasil, Fernando Henrique Cardoso –que ya fuera el gurú de la teoría de la dependencia latinoamericana– mostraría de frente la cara del “realismo económico” heredero del desastre neoliberal y opuesto en la práctica a cualquier idea de desarrollo: Cardoso afirmó, durante una entrevista de prensa, que “probablemente en la dinámica actual no hay fuerza para

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incorporar a todo mundo” en la sociedad formal; es decir, que en el nuevo orden globalizador no todo ciudadano puede ser integrado a la esfera de los derechos, del consumo, de la educación y de las libertades reales (Genro, 1996).

La producción capitalista terminó, dentro de su lógica, dispensando al ser humano, teniendo en cuenta que cuanto más alta era la tecnología de mecanización productiva, más costosa resultaba la mano de obra humana en comparación con los costos declinantes de la maquinaria. En una verdadera tragedia histórica, la producción excluyó personas más rápido de lo que el sistema de mercado creó empleo. La nueva competencia mundial, la crisis fiscal de los gobiernos y la predominante teoría del mercado total –que pregonaba la transferencia del empleo estatal (el mayor conocido hasta hoy) hacia formas de maximización de lucros en la empresa privada, a la que no le interesa más que su propia estabilidad y productividad– solo podía terminar por aumentar el desempleo.

El resultado fue el grosero eufemismo de la “economía informal” cuyo significado es la exclusión del sistema formal para millones de hombres, mujeres y niños que sobreviven, no se sabe cómo, con una combinación de pequeños empleos, servicios, compra, venta y robo. Esta es la prueba más dura y palpable de los supuestos de racionalidad económica mecanicistas e inadaptables del neoliberalismo: la miseria no puede erradicarse a partir de la liberalización del mercado, pues, precisamente, los más pobres lo son porque están excluidos de un mercado en el que la expansión económica ya no coincide –ni se desea que coincida– con la creación de empleo (Hobsbawm, 1995; Max-Neef & otros, 1986).

Al actualizar la vieja concepción del laissez faire según la cual las leyes “objetivas” de la oferta y la demanda serían el mecanismo más sano para ordenar la economía –un argumento que en los años 1930 condujo a la Gran Depresión–, el neoliberalismo nos colocó en un punto de no retorno: promovió una concentración de la producción y de los consumos en sectores cada vez más restringidos, mientras su reorganización privatizadora y selectiva resultó tan severa que hizo descender muchas demandas sociales a los niveles biológicos de la supervivencia: “para los amplios sectores ‘de extrema pobreza’ las necesidades en torno de las cuales deben organizarse son las de comida y empleo” (García Canclini, 1992: 14).

Además, los mercados restringidos y oligopólicos suelen están copados por grupos económicos a los cuales no hay cómo oponer resistencia ni limitar su comportamiento. Así, mientras el Estado nacional ha perdido su tradicional autonomía ante el comercio global, los sostenidos procesos de privatización lo han reducido a su mínima expresión sin que se haya resuelto siquiera el problema de la corrupción estatal. Por ejemplo, sectores de reciente privatización como la explotación de hidrocarburos, los servicios de transporte y, en especial, la estratégica área de las telecomunicaciones, no solo han generado mayor concentración entre los grupos económicos nacionales –fusionados o asociados a las corporaciones transnacionales– sino que han introducido su propia cuota de impulso corruptor en mecanismos como las licitaciones públicas y la selección de proponentes para las multimillonarias ofertas de venta de las porciones estatales.

Sin contar con sus crecientes intentos de influir directamente en la política y sus decisiones, dado que “a medida que la economía mundial se tornaba global y –sobre todo, a partir de la caída de la región soviética– más puramente capitalista y dominada por empresas, los inversionistas y los empresarios descubrían que grandes partes de ella no les ofrecían intereses lucrativos, a no ser que pudiesen sobornar a sus políticos y funcionarios públicos para gastar dinero extraído de sus infelices ciudadanos con armamentos o proyectos de prestigio” (Hobsbawm, 1995: 355)4.

4 “A las filiales extranjeras (de las multinacionales) las afectan las políticas comerciales, tributarias y laborales de los países en que operan. Con frecuencia tienen poderosos socios locales que ya cuentan con influencia en los círculos de poder. No cabe duda de que están haciendo lobby ante los

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El resultado de todos estos procesos es innegable: el fracaso de los modelos de desarrollo se expresa hoy en un deterioro generalizado de la calidad de vida de la mayoría de la población latinoamericana, por condiciones multicausales como las siguientes:

– mundialización de la economía e internacionalización creciente de las decisiones políticas;

– auge del capital financiero con su creciente poder concentrador;

– exclusión social y política crecientes, sumadas al empobrecimiento de la mayoría de la población;

– ineficacia y corrupción de las instituciones políticas representativas;

– pérdida de legitimidad de las instituciones políticas tradicionales;

– falta de control de la ciudadanía sobre las burocracias públicas, por debilidad de una cultura democrática incipiente;

– falta de integración entre movimientos sociales;

– desaparición de mecanismos de solidaridad social;

– desempleo creciente (Max-Neef & otros, 1986).

Y todo ello sumado a problemas tradicionales como extrema pobreza, corrupción, impunidad, destrucción ecológica, abuso de recursos energéticos, desnutrición, alcoholismo, fármaco-dependencia y armamentismo, causantes todos de una gravísima incertidumbre generalizada.

En suma, el punto de no retorno se reflejó en que los tradicionales programas gubernamentales de desarrollo tendieron a ser desplazados por el “realismo” de políticas económicas que introdujeron ajustes estructurales, procesos de privatización y de “movilidad laboral”, acompañados, “por debajo de la mesa” de poderosas redes de corrupción –más allá del narcotráfico– en todos los niveles de las estructuras gubernamentales5.

Por tanto, aún reconociendo el carácter evolucionista del desarrollismo y sus débiles logros medidos por indicadores socioeconómicos y comunicacionales, habría que admitir que se trataba de modelos inclusivos de todos los sectores sociales, aunque fuera solo en el papel. Pero, en el nuevo contexto, el realismo predominante argumentó la exclusión como necesidad, de manera que si ya no se hablaba en forma explícita de desarrollo, mucho menos se lo hace colocando al ser humano en el centro.

gobiernos y de que algunas podrían –¿ya lo hacen?– tratar de influir sobre los procesos políticos con aportes a las campañas o por otros medios” (Seib & Triana, 1997). “Como norma básica, el 55% de 200 mil dólares conquistan la ayuda de un alto funcionario por debajo del nivel más alto. Con el mismo porcentaje de 2 millones, estamos tratando con el secretario permanente. De 20 millones, entran el ministro y el personal del equipo, mientras una tajada de 200 millones ‘justifica la seria atención del jefe de Estado»’ (Holman, 1993, citado por Hobsbawm, 1995: 355). El problema de la corrupción alcanzó tales niveles que, en julio de 1997, el Fondo Monetario Internacional lanzó un conjunto de directrices políticas entre las cuales, además de afirmar que no abandonaría “su punto de vista tradicional de que la estabilidad macroeconómica es la clave del crecimiento”, estableció que su asistencia financiera “podría ser suspendida o retrasada debido a un mal ejercicio del poder, si hay motivo para creer que podría tener implicaciones macroeconómicas significativas” (Reuter, 1997).

5 Una evidencia más del alcance de estos hechos se refleja en la Convención Interamericana contra la corrupción, aprobada el 29 de marzo de 1996, durante la tercera sesión plenaria de la OEA. El documento puede ser consultado en Internet (OEA, 1997).

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Durante los años 1980, UNICEF había propuesto el Ajuste con rostro humano, frente a las consecuencias de la aplicación global de programas neoliberales. Sin embargo, al finalizar el decenio, su observación sobre la “acumulación de pruebas de una creciente desnutrición, retrocesos en la educación y deterioro de los servicios de salud en muchos lugares del mundo en desarrollo” (UNICEF, 1990: 4), hizo evidente que la situación había tendido a empeorar, pese a todos sus esfuerzos.

Ante la gravedad de la crisis, el cambio de siglo, según la ONU, constituyó un momento único de apremio simbólico para los 189 Estados Miembros de las Naciones Unidas a fin de articular y afirmar una nueva visión para la nueva era. En la resolución 53/202, aprobada el 17 de diciembre de 1998, la Asamblea General decidió señalar su quincuagésimo quinto período de sesiones como “la Asamblea del Milenio de las Naciones Unidas”.

La Cumbre del Milenio se inició en Nueva York el 5 de septiembre de 2000 (resolución 53/239), y fue probablemente la reunión más grande de jefes de Estado y/o gobierno llevada a cabo en el mundo, así como una oportunidad histórica de acordar un proceso para la revisión fundamental del papel de las Naciones Unidas y de los desafíos que enfrenta en el nuevo siglo.

Como resultado, la Declaración del Milenio comprometió a sus países con una nueva alianza mundial para reducir los niveles de extrema pobreza y establecer una serie de objetivos sujetos a plazo, conocidos como los ocho “Objetivos de desarrollo del Milenio”, que abarcan desde la reducción a la mitad de la extrema pobreza, hasta la detención de la propagación del VIH/SIDA y la consecución de la enseñanza primaria universal, cuyo plazo fue fijado para 2015.

De acuerdo con Ban Ki-moon, Secretario General de las Naciones Unidas, “la erradicación de la pobreza extrema sigue siendo uno de los principales desafíos de nuestro tiempo y es una de las principales preocupaciones de la comunidad internacional. Para poner fin a este flagelo se necesitarán los esfuerzos combinados de todos, los gobiernos, las organizaciones de la sociedad civil y el sector privado, en el contexto de una alianza mundial para el desarrollo más fuerte y más eficaz.

“En los objetivos de desarrollo del Milenio se fijaron metas con plazos determinados, mediante las cuales se pueden medir los progresos en lo tocante a la reducción de la pobreza económica, el hambre, la enfermedad, la falta de vivienda adecuada y la exclusión —al paso que se promueven la igualdad entre los sexos, la salud, la educación y la sostenibilidad ambiental—. Dichos objetivos también encarnan derechos humanos básicos —los derechos de cada una de las personas existentes en el planeta a la salud, la educación, la vivienda y la seguridad—. Los objetivos de desarrollo del Milenio son ambiciosos pero realizables y, junto con el programa integral de las Naciones Unidas para el desarrollo, marcan el rumbo para los esfuerzos del mundo por aliviar la pobreza extrema para 2015” (ONU, 2009).

Si bien hubo algunas mejoras como resultado del crecimiento sostenido de Latinoamérica en los primeros años del siglo XXI, el informe del Banco Mundial “Reducción de la pobreza y crecimiento: Círculos virtuosos y círculos viciosos”, demostró que, como región, América Latina continúa siendo una de las más desiguales del mundo: casi la cuarta parte de la población vive con menos de US$2 dólares al día.

Por otro lado, ya no podemos explicar ni combatir la pobreza solo con las medidas convencionales de la “pobreza de ingresos”; necesitamos un concepto completo del bienestar y su amplia gama de dimensiones, tales como salud, mortalidad y seguridad, e incluso tiene que incorporar el ingreso a lo largo de toda la vida o hasta de generaciones. Comparaciones globales de desempeño económico permiten afirmar que, si bien el crecimiento es clave para la reducción de la pobreza, es la propia pobreza la que impide alcanzar tasas de crecimiento altas y sostenidas. En otras palabras, la pobreza es parte de la

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razón del desempeño bajo de una región en cuanto a su crecimiento, lo que crea círculos viciosos en los cuales el crecimiento bajo genera mayor pobreza y la mayor pobreza, a su vez, ocasiona un crecimiento bajo (Perry, 2006).

Arrastramos el lastre de instituciones excluyentes creadas durante el surgimiento de nuestra vida republicana, que condujeron a un acceso desigual a la tierra, la educación y el poder político, y hasta hoy muestran sus consecuencias negativas sobre el crecimiento económico y la disminución de la desigualdad (Ferranti & Perry, 2005).

Durante el siglo XX, la desigualdad en el ingreso siguió siendo muy alta y representa hasta hoy un obstáculo doble a la reducción de la pobreza. De hecho, se ha demostrado la existencia de “trampas de pobreza” en que las niñas y los niños de familias pobres, y de madres y padres con poca educación, afrontan una probabilidad relativamente alta de alcanzar niveles educativos bajos, de obtener menos retornos derivados de su educación, y de seguir siendo pobres.

Si la pobreza de un país disminuye 10% y todos los demás factores permanecen inalterados, el crecimiento económico puede aumentar en 1%; por otro lado, si aumenta 10%, la tasa de crecimiento disminuye en 1% y reduce las inversiones hasta en 8% del Producto Interno Bruto (PIB). Los diversos estudios del Banco Mundial muestran que el crecimiento económico resulta menos eficaz para reducir la pobreza en países con distribuciones menos equitativas del ingreso: para alcanzar la misma reducción de la pobreza, los países con desigualdades deben crecer más en comparación con los más igualitarios.

El gran desafío actual, ante la crisis global de los mercados financieros y las instituciones bancarias, es generar crecimiento bajo las reglas de esa correlación: a mayor inequidad del ingreso, más necesidad de crecimiento para reducir la pobreza. La elevada volatilidad económica de la región significa que en América Latina los pobres están sujetos a riesgos más altos en comparación con los pobres de otras regiones (Ferranti y otros, 2000).

En septiembre de 2008 colapsó en Wall Street la empresa Lehman Brothers, un evento que reveló cuán grave era la crisis de las hipotecas sub-prime o de alto riesgo, y fue la chispa del colapso de la bolsa que encadenó una recesión mundial. La crisis ya se estaba gestando desde 2003, cuando las bajas tasas de interés y la expansión de créditos a la vivienda en EE.UU., originaron una burbuja especulativa en el mercado de vivienda y de la industria de la construcción.

Aunque la estructura crediticia y financiera era cada vez más frágil, dados los altos niveles de endeudamiento no sólo en Estados Unidos, sino en el resto del mundo, la economía mantuvo una línea de crecimiento entre 2004 y mediados de 2007. Sin embargo, en agosto de 2007 los bancos centrales de los principales países desarrollados intervinieron sus economías para darle liquidez al sistema bancario, que ya mostraba los primeros signos de debilitamiento.

En enero de 2008 el barril de petróleo alcanzó por primera vez en la historia el precio récord de US$100 dólares, lo cual desató una disparada de precios de alimentos y una pérdida de confianza en la capacidad de crecimiento de las economías. La consecuente crisis de los préstamos de alto riesgo o subprime en Estados Unidos llevó al colapso los precios de las viviendas y desató una profunda recesión económica mundial, con miles de millones de dólares en pérdidas bancarias y pérdida de calidad de vida en millones de personas afectadas por los altos precios, los bajos salarios y un creciente desempleo.

A comienzos de 2009, transcurrida más de la mitad del plazo para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) en 2015, como resultado de la crisis económica y alimentaria mundial, un informe de actualización publicado por la ONU advirtió que, pese a numerosos éxitos, el progreso general hacia la mayoría de las metas a alcanzar para 2015 había sido demasiado lento y ello, sumado a los efectos evidentes del cambio climático, “es probable

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que los importantes avances en la lucha contra la extrema pobreza logrados entre 1990 y el 2005, por ejemplo, se hayan estancado. Durante ese periodo, el número de personas que vivían con menos de 1,25 dólares al día disminuyó de 1.800 millones a 1.400 millones. En el 2009, se estima que entre 55 a 90 millones de personas más que lo previsto antes de la crisis estarán viviendo en condiciones de pobreza” (ONU, 2009: 4).

Ante estas circunstancias agravadas, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió, en julio de 2009, llevar a cabo una sesión plenaria de alto nivel en la inauguración de su sexagésima quinta sesión en 2010, a fin de revisar los alcances de los Objetivos de desarrollo del Milenio.

Por esta vez, el punto de no retorno es más evidente que nunca y nos obliga a repensar el propio papel de la comunicación a favor del desarrollo.

La comunicación revisada El sentido original de la palabra comunicación puede rastrearse en sus raíces latinas: communis (común) es raíz de communicare (sinónimo de comulgar, con el significado de participar en común, poner en relación) y de sus derivados communio-onis (comunión) y communicatio-onis (comunicación).

Communicare, con su sentido de hacer común, compartir, tener acceso y participar, ingresó en la Vulgata, la primera versión latina de la Biblia, en el siglo IV, traducida por San Jerónimo. Y es con este mismo significado que el vocablo comunicación apareció en lenguas modernas como el francés, el español y el inglés, desde mediados del siglo XIV, aun con acepciones antiguas (a partir del siglo IX) que comprenden incluso la unión de los cuerpos. “Hasta el siglo XVI, los términos ‘comunicar’ y ‘comunicación’ están, pues, muy próximos a ‘comulgar’ y ‘comunión’, términos más antiguos (siglos X-XII) pero procedentes también de communicare. […] en el siglo XVI aparece (en francés) el sentido de ‘practicar’ una noticia. Desde entonces hasta fines del siglo, ‘comunicar’ comienza a significar también ‘transmitir’ (una enfermedad, por ejemplo)” (Winkin, 1982: 12).

En su Coloquio de los perros, Miguel de Cervantes, en 1613, decía que “el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos”. Y, en ese mismo siglo XVII, la comunicación ingresó al vocabulario científico, tanto en su acepción de transmitir (“el imán comunica su virtud al hierro”, 1690), como en nuevos significados ligados al desarrollo de las técnicas, el comercio, la construcción de caminos y canales (“para comunicar la navegación de los ríos entre sí”, 1699), y la racionalización del trabajo (Wilkin, 1982: 12; Mattelart, 1995: 9 y 23).

En el transcurso de los siglos XVII y XVIII (cuando no existían todavía “los medios masivos de comunicación”), las primeras formulaciones sobre el control del movimiento (por ejemplo, de los ejércitos) y la estructuración de un espacio nacional mercantil, a través del establecimiento de un sistema de “vías de comunicación” (Mattelart, 1995), cambiaron radicalmente el sentido original del communicare. Así, participar y compartir pasaron a un segundo plano, pues este significado primero de la comunicación cedió su lugar a la idea de transmisión y medios que predomina en todas las acepciones contemporáneas. A partir del siglo XVIII, esta noción fue adquiriendo las funciones de garantizar la continuidad entre producción y consumo, entre trabajo y espectáculo, y de contribuir a la gestión técnica de la opinión (encuestas, sondeos y opinión pública).

En 1948, al mismo tiempo que los físicos John Bardeen, William Shockley y Walter Brattain crearon el primer transistor en Bell Telephone Laboratories, Norbert Wiener publicó Cybernetics, or Control and Communication in the Animal and the Machine, en los Estados Unidos; mientras Theodor Adorno y Max Horkheimer desarrollaron el concepto de Industria

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cultural en Alemania. Un año más tarde, cuando el presidente Harry Truman, en su Discurso sobre el Estado de la Unión, usó los términos desarrollo y subdesarrollo por primera vez, el ingeniero de teléfonos Claude Shannon, exalumno de Wiener y empleado de Bell Telephone, publicó The Mathematical Theory of Communication, con su colega Warren Weaver.

A partir de entonces, en el campo de la comunicación abundaron los modelos y paradigmas que la definieron como un proceso de transmisión y la redujeron a un modelo telegráfico, salido de la física matemática, que solo refleja el funcionamiento de los medios tecnológicos. Ha sido tan duradera esta deformación que hoy, todavía, la mayoría de las definiciones de comunicación habla de emisores, mensajes, canales, receptores y retroalimentación, supeditadas al funcionamiento técnico de los llamados “medios de comunicación social”, cuya aparición reciente se ha magnificado con el desarrollo incesante de las tecnologías de punta en telemática.

De hecho, la teoría de la modernización económica y social –introducida por el desarrollismo– atribuyó a la expansión de los medios masivos, en una sociedad tradicional, la capacidad de introducir características comunes a las sociedades modernas. Así, entre las décadas de los 1950 y del 1960, investigadores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la universidad de Stanford, como Daniel Lerner, Lucien Pye, Wilbur Schramm y Everett Rogers, generaron un profundo optimismo sobre el papel que la comunicación desempeñaría en un proceso de desarrollo. La planificación del crecimiento económico y los modelos de comunicación para el desarrollo se aplicaron extensamente, a través de programas estatales, y la profesionalización de los periodistas surgió, en consecuencia, como un requisito del desarrollo latinoamericano.

En ese contexto, la UNESCO inició, en 1955, la creación de centros regionales para el desarrollo del periodismo y prestó su apoyo al gobierno ecuatoriano para fundar el Centro Internacional de Estudios Superiores de Periodismo para América Latina (CIESPAL), que se verificó en octubre de 1959 (en los años 1970, la institución cambiaría su denominación del periodismo a la comunicación). Dicho Centro se propuso, desde su creación, disminuir la presencia de periodistas empíricos y vincularlos con el conocimiento académico; para ello, realizó cientos de cursos e intentó remodelar la enseñanza universitaria de la especialidad, al proponer un modelo curricular para todas las escuelas latinoamericanas de periodismo, cuyos contenidos provenían en su mayoría de los expertos norteamericanos y europeos de la UNESCO. Así respondía a las expectativas del desarrollismo, con una apropiación muy notable de los modelos foráneos (Cortés, 1995).

Mientras los autores estadounidenses reforzaban la comprensión desarrollista centrada en el crecimiento económico y basada en la producción y el consumo, un grupo heterogéneo de investigadores comenzaba a preocuparse, en América Latina, por las consecuencias sociales de la aplicación de estos modelos: Paulo Freire, João Bosco Pinto, Antonio Pasquali, Juan Díaz Bordenave, Luis Ramiro Beltrán y Mario Kaplún, entre otros, dieron un giro a su propia formación académica, cuestionaron los presupuestos ingenuos con los que habían comenzado a trabajar en los años 1950, y generaron propuestas originales que influirían toda la historia posterior de los estudios de comunicación, no solo en América Latina sino en el resto del mundo. Gracias a ellos, el communicare original recuperó toda su vigencia.

Su comprensión alcanzó un prestigio suficiente para influir los foros de discusión de algunos organismos internacionales como la UNESCO –que habían comenzado a desmantelar el paradigma dominante desde fines de los 1970–, y para dar lugar a un fructífero pensamiento crítico generador de dos corrientes de investigación situadas, una, en la visión macrosocial, donde el modelo de “comunicación y desarrollo” dio paso a las Políticas Nacionales de Comunicación, y otra, en la visión microsocial, a medida que el modelo difusionista fue siendo sustituido por las teorías y prácticas de comunicación alternativa, que aportaban un modelo autogestionario y participativo (Fuentes, 1992; Bello & otros, 1988).

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A su vez, la reflexión crítica europea y latinoamericana favoreció el que las ideas iniciales de algunos maestros de la comunicación para el desarrollo se modificaran al reconocerse la desactualización del paradigma dominante. Everett Rogers (1976), lo explicaba con estas palabras: “el rol de la comunicación de masas en la facilitación del desarrollo ha sido más a menudo indirecto y de apoyo, en vez de ser directo y fundamental”. Un poco más tarde, otros pensadores norteamericanos darían la razón a diversos planteamientos originados en América Latina. Tal es el caso de Emile McAnany (1980), quien admitiría que: “Necesitamos considerar la comunicación no como una simple variable independiente, sino como una variable, a la vez, dependiente e independiente, en un complejo marco de relaciones con estructuras y procesos sociales, económicos y políticos”, aunque le faltó considerar un asunto central de la investigación en comunicación a partir de los años 70: la cuestión cultural y su relación con los procesos comunicacionales.

Precisamente, a mediados de la década de 1980, la UNESCO vivió su mayor crisis institucional a raíz de los debates originados por la aparición del Informe McBride (Un solo mundo, voces múltiples), y la propuesta de un Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC), que incluía la defensa de los derechos de información y expresión; la búsqueda de equilibrio en el flujo de datos transfrontera, la industria microelectrónica y sus relaciones con las industrias culturales.

Por su parte, en 1985, la Academy for Educational Development (AED) hizo una evaluación con un título muy significativo: “Más allá del rotafolios: tres décadas de comunicación para el desarrollo”. Y uno de sus argumentos principales identificó el sesgo que atraviesa una significativa cantidad de proyectos de este tipo: “Por lo general, los comunicadores agrupan sus actividades en torno de su medio preferido… Los estrategas de la comunicación […] comienzan con una pregunta típica: ‘¿qué puedo hacer con la radio?’ ‘¿Cómo puedo usar la televisión para divulgar mi mensaje?’”. La consecuencia del sesgo era un enfoque comunicacional fraccionario, consistente en promociones por los medios de comunicación, programas de capacitación y eventos colectivos que “parecen tener éxito en la superficie pero que no producen un cambio sostenido en las prácticas [sociales]” (Van Crowder, 1990; Rasmuson & otros, 1988: 6).

La comunicación mercadeada La importante detección del sesgo y la fragmentación, sumada a los bajos resultados del desarrollismo comunicacional, favoreció el que numerosas instituciones de apoyo al desarrollo –en especial en el campo de la salud y la nutrición–, intentasen aprovechar los resultados positivos en la ejecución de estrategias de mercadeo comercial y político, para traducirlos al área educativa. Desde 1969, Philip Kotler y sus colegas habían comenzado a publicar, en Estados Unidos, ideas sobre cómo aplicar principios del mercadeo a empresas no comerciales. En esos años comenzó a hablarse de mercadeo estratégico, mercadeo ampliado, comunicación mercadotécnica y mercadeo de causas sociales, entre otros conceptos que dieron lugar a lo que hoy se conoce como mercadeo social; probablemente la estrategia comunicacional más coherente con el reflujo neoliberal de la década de los 1980, puesto que incorporó los criterios comerciales del mercado y los éxitos conseguidos por las agencias publicitarias en EE.UU.

De alguna manera, el mercadeo social vino a cristalizar las esperanzas del geógrafo alemán Friedrich Ratzel, quien describió el fenómeno de la comunicación, en 1897, con un término polisémico: Verkehr, que podía significar al mismo tiempo ‘comercio’, ‘relaciones’, ‘movimiento’, ‘circulación’ o ‘movilidad’, prefigurando la actual corriente de convivencia entre el mercado, las infraestructuras de información y el poder económico y político, en un contexto de globalización (Mattelart, 1995).

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El mercadeo social tiene su fuente más remota en la necesidad industrial de averiguar cómo piensa y se comporta el cliente, y qué factores lo motivan, para convencerlo de comprar más. Obtuvo su impulso con el desarrollo de la industria masiva, la aparición de los supermercados, los medios electrónicos y la publicidad, gracias a la base teórica de la psicología de la conducta (percepción visual, teorías del condicionamiento, el aprendizaje y el comportamiento del funcionamiento práctico). Esta estrategia supone que la persona aprende y usa productos por repetición de actos, percepción de necesidades, asimilación de arquetipos, búsqueda de autoafirmación, imitación y deseos de pertenencia, y seguridad. A partir de la publicidad, se ha aplicado en educación escolar, trabajo fabril, antropología, difusión colectiva y proyectos macro de desarrollo (Pareja, 1988).

La mercadotecnia anglosajona se caracteriza por su pragmatismo en la búsqueda de resultados de corto plazo, tal como suele funcionar la logística de la publicidad comercial y política: inversiones altas para elaborar mensajes dirigidos a grupos sociales amplios, pero segmentados, en horarios de gran audiencia y en períodos relativamente largos de tiempo. Por ejemplo, las estrategias de mercadeo basadas en etapas de campañas (expectativa, lanzamiento y sostenimiento), con altos costos de inversión publicitaria que, por fuerza, se traspasan al precio final de los bienes o servicios ofrecidos, pero se ejecutan con cuidadosos y planificados procedimientos.

El mercadeo social, por su parte, “no difiere esencialmente del mercadeo comercial; se basa en las mismas técnicas analíticas (investigación de mercados, desarrollo de productos, precios, acceso, promoción y publicidad). […] puede entrañar tanto la venta de un producto básico como la ‘venta’ de una idea o práctica”, por lo cual suele definirse como “el diseño, ejecución y control de programas que aspiran a aumentar la aceptación de una idea o práctica social en un grupo objetivo” (Rasmuson & otros, 1988: 10).

Debido a esas características, el mercadeo social “depende de una orientación fundamental en el consumidor”, a quien concibe como “el centro de un proceso que incluye cuatro variables: producto, precio, lugar y promoción”; de manera que “un buen programa se organiza en torno a un análisis cuidadoso de cada variable y una estrategia que considera su interacción”. En particular, la promoción “requiere más que una simple publicidad. Exige una amplia educación del consumidor para asegurar un uso apropiado de los productos. […] principios de diseño instruccional para enseñar complejas actitudes al consumidor” (Rasmuson & otros, 1988: 10, 11).

Así, al introducir componentes educativos, el mercadeo social opera como marco para seleccionar y segmentar al consumidor, y para promover los productos o servicios, pero se complementa, en teoría, con un análisis del comportamiento –que selecciona herramientas para investigar las prácticas actuales, definir y enseñar prácticas nuevas y motivar el cambio–, y con métodos antropológicos –que revelan percepciones y valores en los que se basan las prácticas existentes, que pueden ayudar a introducir prácticas nuevas– (Rasmuson & otros, 1988: 9).

En síntesis, se trata de una visión compleja de una estrategia de comunicación para el desarrollo, cuya finalidad es ejecutar programas de largo plazo para producir cambios de comportamiento específicos y sostenidos en grandes poblaciones, mediante etapas de planificación, intervención, vigilancia y evaluación, cuya fundamentación debe ser muy fuerte, pues se tiene muy claro que:

– Los productos sociales son, a menudo, más complejos de utilizar, y más controvertidos, que los comerciales.

– Sus beneficios suelen ser menos inmediatos.

– Sus canales de distribución son más difíciles de utilizar y controlar.

– Su mercado es difícil de analizar.

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– Sus destinatarios, a menudo, tienen recursos muy limitados.

– Su medida de “venta” o adopción es más estricta que para los productos comerciales (Rasmuson & otros, 1988: 11 a 20).

El imperio de las campañas El mercadeo social que se introdujo en América Latina resultó, por lo general, una burda versión, carente de rigor y de capacidad técnica y financiera para emular los resultados comerciales y políticos de la mercadotecnia, debido a que, entre otras razones, la fase de campaña de medios se autonomizó e instrumentalizó en exceso, abandonando por completo la exigente lógica del marketing comercial. Sus flacos resultados se manifestaron como un síntoma que advertía la permanencia inmutable de una generalizada dolencia en el campo de la planificación de la comunicación para el desarrollo: exceso de fe en el uso exclusivo de medios, con supuestos fines educativos.

Desde los tiempos del desarrollismo, lo comunicacional tendió a concebirse, con demasiada frecuencia, como un componente posterior de los procesos educativos, como una solución en busca de problemas, que produjo un intenso trabajo de comunicación, pero bajo los pobres modelos telegráficos y de espaldas a un conocimiento comunicacional del contexto, que solo puede obtenerse mediante procedimientos de planificación que incluyan etapas de diagnóstico.

Este problema se hizo mucho más visible con el auge de las campañas “educativas” del mercadeo social criollo, promovidas por ministerios y organismos no gubernamentales, en las cuales los medios privilegiados casi siempre fueron los masivos, y los objetivos solían ser dictados por planes de solución de problemas detectados por niveles institucionales, sin un mayor conocimiento de la realidad comunicacional en el campo. Las campañas se concibieron, bajo una lectura parcial del mercadeo social, como procesos únicos y concentrados de información y persuasión dirigidos en forma deliberada a lograr que determinado segmento de una población adoptase ciertas ideas, productos o comportamientos que los organizadores consideraban deseables.

Sin embargo, la naturaleza misma de las campañas, concebidas así, les impuso trabajar en la solución de problemas específicos, a fin de mostrar resultados concretos en el corto plazo. Pero, lo cierto es que no existen “problemas específicos” que puedan aislarse de su contexto. Y en el campo de la comunicación esto se convierte en un límite real: la mayoría de los problemas sociales que una estrategia de comunicación intenta solucionar, no son problemas comunicacionales.

Es decir, la comunicación puede entrar a apoyar efectivamente procesos educativos, siempre y cuando no pretenda solucionar problemas que la desbordan. Por ejemplo: la desnutrición infantil fue combatida, durante muchos años, con campañas que atribuían la raíz del problema a falta de información dietética de las madres y a consecuentes hábitos alimenticios errados. Sin embargo, madres bien informadas no pudieron nunca resolver con sus conocimientos otros problemas como los precios altos, los salarios bajos, el desempleo y la desintegración familiar; es decir, algunas de las caras del subdesarrollo, imposibles de ser combatidas solo con campañas (Díaz Bordenave, 1992).

Por otro lado, la propia capacidad del mercadeo social criollo para transformar actitudes y comportamientos, en la práctica se ha mostrado siempre limitada: una vez que ha pasado su presencia, las personas tienden a no considerar más la información recibida. Esta debilidad podría atribuirse a dos factores principales: en primer lugar, a las características sesgadas de elaboración de la campaña, distanciadas de los requerimientos técnicos y

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financieros propios de la mercado-lógica; en segundo, al desconocimiento de los destinatarios y los contextos en que se desarrollan estos procesos de comunicación6.

Un número nada despreciable de campañas que se consideran educativas, porque usan este adjetivo aunque no reflexionen sobre sus exigencias, tiende a basarse apenas en el valor atribuido a la información canalizada en los mensajes. Tras ese uso parcial se esconde el modelo telegráfico con su inexplicable poder de extenderse y permanecer: numerosos responsables de programas de comunicación y educación parecen creer que la consecuencia educativa de un mensaje se debe directamente a su repetición por uno o más medios; de manera que, en el espacio de la planificación comunicacional, se mantiene la notable pretensión de que basta contar con los medios de difusión y, entonces, el contexto se hace innecesario como consideración.

Por otro lado, sin entrar a cuestionar los principios teóricos conductistas que están por debajo del diseño instruccional y el mercadeo social, es un hecho que el debilitamiento del Estado nación bajo el neoliberalismo, ha socavado por completo la posibilidad de que los alcances locales y los bajos recursos con que suelen trabajar los proyectos de apoyo al desarrollo –en especial los ministeriales–, puedan acercarse, siquiera, a cumplir satisfactoriamente los requerimientos de un programa de comunicación enmarcado en la exigente lógica del mercadeo social.

En consecuencia, a partir del punto de no retorno, la precariedad conceptual y de recursos será el sello permanente de muchos espacios gubernamentales y no gubernamentales dedicados a proyectos de desarrollo con componentes comunicacionales. Y sus limitaciones para obtener resultados positivos quedan plasmadas en un diagnóstico de la experiencia recogida durante más de diez años en el esfuerzo de capacitación de comunicadores y en el análisis de lo que se viene haciendo desde los medios y desde las instituciones que trabajan en comunicación para la salud:

1. Existen muy pocos especialistas en comunicación para la salud en los países latinoamericanos, tanto en las instituciones educativas (sobre todo universidades) como en los organismos públicos y privados, y en los medios de difusión colectiva.

2 La inmensa mayoría de quienes se dedican a esa labor no ha sido preparada para esta tarea. Haciendo un paralelo con la comunicación rural, en general los extensionistas y los ingenieros agrónomos asumen un papel para el cual se capacitan en la práctica o través de algunos cursos esporádicos.

3 Es muy escasa la presencia de médicos comprometidos con los programas de comunicación para la salud, que suelen estar a cargo de gente con menor formación o bien de personas venidas de otras profesiones (relaciones públicas, enfermería, trabajo social).

4. La falta de capacitación se evidencia en el generalizado desconocimiento de los siguientes aspectos:

4.1 Lo que significa la complejidad de un proceso de comunicación, con sus actores sociales, los contenidos puestos en juego, la responsabilidad de las instituciones por lo que comunican y todo lo relativo a medios y tratamiento de discursos.

6 Sin que tenga valor demostrativo, los resultados de un caso de campaña pueden ilustrar esta debilidad: durante la primera campaña de prevención contra el Cólera, llevada a cabo en Perú a partir de febrero de 1991, se pudo constatar, mediante los resultados de su seguimiento, que, si bien al comienzo el 85% de las familias peruanas tomó las medidas sugeridas por los mensajes, seis meses después apenas un reducido 5% continuaba siguiéndolas (Vásquez, 1992).

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4.2 El modo en que los sectores de la población (en especial los mayoritarios, a los cuales se dirige buena parte de los programas de comunicación en salud) viven y perciben lo atinente a la salud y la enfermedad.

4.3 Lo que se debe ofrecer, tomando en consideración la vida cotidiana de los destinatarios de materiales y acciones comunicacionales, y, sobre todo, el tratamiento del discurso para lograr un acercamiento a los otros.

4.4 Los formatos más adecuados y las posibilidades generales de los distintos medios de comunicación.

4.5 Lo que realmente se está diciendo a través de determinado material, con base en recursos de interpretación y lectura crítica de la propia producción.

4.6 Los sistemas de validación de materiales, a fin de probarlos antes de su difusión masiva.

4.7 Los recursos de evaluación y seguimiento de programas de comunicación en salud.

4.8 Generalizado desconocimiento, en fin, de la planificación de la comunicación en salud, debido sobre todo a la tendencia a confundir comunicación con campañas o con la producción y distribución esporádica de materiales (Prieto, 1994).

Este último aspecto reviste un riesgo significativo porque, al observar la relación costo/beneficio de numerosas experiencias centradas en la producción de campañas educativas en medios masivos, sorprenden las débiles consecuencias sociales que muestran en el mediano y largo plazos, a pesar de haberse invertido recursos y trabajo desmedidos, si se comparan con sus flacos resultados.

La complejidad aumenta El modelo de educación que, de manera explícita o implícita, han seguido muchos productores de “campañas educativas” parece asumir que el aprendizaje consistiría en la asimilación directa, por parte de las personas, de los mensajes que les son presentados. Es curioso identificar, también aquí, la permanencia de una serie de falsos supuestos provenientes de un “modelo de efectos de los medios” que se originó en investigaciones norteamericanas sustentadas por un pobre conductismo denominado “de aguja hipodérmica”.

Pero esto no es ni ha sido nunca así. Por lo general, los mensajes de los medios apenas potencian o legitiman elementos que ya están presentes en el contexto de los destinatarios. Y dicho contexto –lo ha mostrado la reciente investigación de comunicación en muchos de nuestros países– no está formado solo por los mensajes que circulan en los medios masivos; al contrario, está mucho más conformado por las relaciones interpersonales, la cultura y todas las formas de comunicación y aprendizaje que ella genera. Estos procesos corresponden a mediaciones. Es decir, un conjunto de influencias que estructuran el proceso de aprendizaje y sus resultados, provenientes tanto de la mente de las personas como de su contexto sociocultural (Orozco, 1991a, 1991b).

La cultura, en este sentido, puede verse como la gran mediadora de todo proceso de aprendizaje, pues nos proporciona elementos para representarnos lo que es apropiado hacer, aprender y entender, de acuerdo con una escala de valores. Lo afectivo, lo racional y lo valorativo, entonces, no solo resultan ser elementos inseparables en el proceso de conocimiento; si uno de ellos falta, puede impedir el logro de ciertos procedimientos intelectuales para asociar ideas y comprender significados. A la vez, la gran mediación cultural puede reconocerse en un sistema de mediaciones múltiples, de carácter individual, institucional, mediático, situacional y de referencia. Por ejemplo, el que una persona tenga

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identidad en relación con un sexo, una etnia, una clase socioeconómica o un lugar geográfico, constituye una importante mediación de referencia. Así como lo son también el ser miembro de una familia, un vecindario, un grupo de trabajo; el haber pasado o no por una escuela y el pertenecer o no a un grupo religioso (Martín-Barbero, 1987; Orozco, 1991 a y b).

Toda persona se identifica con ciertos sentidos y significados que le ofrece su contexto, y es a partir de ellos que interpreta su propia realidad. Por tanto, resulta un gran equívoco reducir la comunicación a su expresión tecnológica contemporánea (los medios), pues su consecuencia son los inútiles procesos que agotan presupuestos cada vez más escasos en esfuerzos de producción de mensajes pobremente planeados y peor ejecutados, puesto que ni siquiera realizan un mínimo conocimiento del contexto de comunicación. En tal sentido, el reconocer mediaciones, por supuesto, no facilita el trabajo de los productores de mensajes educativos, pero sí los coloca en una posición más realista.

La crisis del desarrollo, sin embargo, no implica su desaparición como concepto ni su eliminación de los discursos institucionales nacionales o internacionales. Al contrario, se ha ganado mucho en términos de reflexiones muy enriquecedoras, que superan el mecanicismo y el economicismo típicos, para plantearse los desafíos desde perspectivas innovadoras para cuya detección basta dar una ojeada a recientes documentos internacionales como los producidos por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (Rio de Janeiro, 1992); la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (El Cairo, 1994) y la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (Pekín, 1995).

En particular, el Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo, para los próximos 20 años (El Cairo, 1994), logró el consenso internacional de 179 Estados que respaldaron una nueva estrategia en la cual se destacaron los numerosos vínculos existentes entre la población y el desarrollo, mientras se separaba claramente el crecimiento económico del concepto de desarrollo sostenible, y se centraba la atención en la satisfacción de las necesidades de seres humanos particulares más que en el logro de objetivos demográficos abstractos.

Dicho consenso indicó la creciente consciencia de que la población, la pobreza, el ambiente y las modalidades de producción y consumo, están tan estrechamente interrelacionadas que ninguno de dichos factores podría considerarse en forma aislada. De hecho, la población, el crecimiento económico sostenido y el desarrollo sostenible fueron temas centrales en El Cairo. De ahí que incluyese objetivos que iban desde la reducción de la mortalidad, pasando por población, ambiente, consumo, familia, migración y salud, hasta propuestas específicas para la información, la educación y la comunicación, así como la tecnología y la investigación en el marco del desarrollo (NACIONES UNIDAS, 1995).

A partir de los 15 principios que lo rigen, el Programa de Acción de El Cairo asumió, entre otras cuestiones, que “el derecho al desarrollo es un derecho universal e inalienable, que es parte integrante de los derechos humanos fundamentales” [Principio 3], y que “los seres humanos son el elemento central del desarrollo sostenible” [Principio 2], el cual entraña, entre otras cosas, “la viabilidad a largo plazo de la producción y el consumo en relación con todas las actividades económicas […] con objeto de utilizar los recursos de la forma más racional desde un punto de vista ecológico y de reducir al mínimo los desperdicios”. Así mismo, estableció que “los objetivos y políticas de población son parte integrante del desarrollo social, económico y cultural, cuyo principal objetivo es mejorar la calidad de la vida de todas las personas”. De ahí que se considerara que “el problema del desarrollo consiste en atender a las necesidades de las generaciones actuales sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras para atender a sus propias necesidades” [Principio 5] (NACIONES UNIDAS, 1995: 13).

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La noción de calidad de vida constituye una forma de consciencia social, según la época y los valores predominantes, “acorde con los problemas y necesidades y la fijación de objetivos de decisión y de inversión, de la que deben originarse decisiones, medidas y conductas concretas para la creación o restauración de un mundo vital, en el que pueda desarrollarse una vida satisfactoria”. En suma, este concepto describe una preocupación específica por el conocimiento del contexto en que se va a actuar, y marca una meta general para la acción de los proyectos de desarrollo, en relación con factores como nivel y distribución de ingreso; empleo; seguridad social; tiempo libre; servicios públicos, y consecuencias como la salud, la educación y los componentes intangibles de la vida cotidiana (Alfonzo, 1995).

Una vez reconocida la complejidad del tema, y vistas las limitaciones ante el desafío actual del aumento en las demandas sociales frente al descenso generalizado en la calidad de la vida y en los fondos disponibles para programas de desarrollo, es preciso hallar soluciones comunicacionales que permitan desarrollar mensajes más efectivos, manteniendo al mismo tiempo costos relativamente bajos.

En tanto meta, la satisfacción de la calidad de vida se mueve entre lo que se espera y lo que se alcanza. Es decir, establece expectativas sociales, frente a las cuales los grupos y los individuos evalúan sus posibilidades y capacidades para lograr la calidad esperada. Por otro lado, el propio logro de calidad dependerá de la participación y el acuerdo de las personas interesadas, de manera que cualquier programa de cooperación para el desarrollo, no importa su dimensión, incluirá siempre un componente comunicacional (Alfonzo, 1995).

En un mundo insolidario como el actual, la búsqueda de desarrollo sostenible pasa por considerar la recomposición de un proyecto democrático, con estrategias nuevas que exigen cambiar muchas de las referencias con que hemos venido trabajando. Nos guste o no el realismo actual, es necesario reconocer, por ejemplo, que los vínculos entre Estado y sociedad han cambiado. Mirando solo un aspecto, de un Estado interventor desarrollista se pasó, en los años 1980, a un Estado ajustado estructuralmente y sometido a las demandas de monopolios y oligopolios transnacionales que controlan los sectores privatizados, paralelo a Estados-nación cada vez menos autónomos e incapaces de planificar el desarrollo por fuera de imposiciones como las del FMI, debidas, en parte, a sus impagables deudas exteriores.

Por tanto, en primer lugar, parece necesario construir un espacio público de carácter no estatal, dadas las características de dicho Estado ampliado. En segundo lugar, la convocatoria a la gestión y la participación comunitaria se enfrenta a la necesidad de reconocer nuevos actores, más allá de la defensa del derecho a la diferencia cultural y a los movimientos de género y ecológicos. Se requieren otros potenciales progresistas entre sectores sociales donde es posible apelar a la llamada “solidaridad individualista” que puede surgir entre individuos constituidos por las nuevas formas de producción aislada, convocables colectivamente en defensa de determinados derechos A la vez, parece posible atraer el “egoísmo racional” de quienes admiten la necesidad del desarrollo equitativo y sostenible, y pueden reconocer la irracionalidad de los costos sociales de procesos en los que prevalece la rentabilidad sobre la sostenibilidad (Genro, 1996).

Cada vez resulta más urgente fortalecer acciones conjuntas entre instituciones y grupos ciudadanos, así como procedimientos educativo/comunicativos más eficientes, pero de relativo bajo costo, y posibilidades de lograr empoderamiento cada vez más efectivo y duradero en el interior de las comunidades más carentes de servicios y asistencia institucional. Todo eso implica formas de comunicación, formas de relación social. De ahí la necesidad de comprometerse a fondo con procesos de planificación comunicacional, que puedan generar en los proyectos capacidad de programación, entendida como “el conjunto de destrezas de investigación, planeamiento, prueba, fiscalización, evaluación y ajuste para la producción y distribución de mensajes” (Beltrán, 1994: 51).

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En sentido amplio, la comunicación, entendida como un proceso social vital, como un hecho humano por excelencia, se manifiesta en todas las formas culturales de relación, organización y expresión. Por eso, un programa comunicacional destinado a apoyar el desarrollo, puede concebirse como un “proceso social diseñado para buscar el entendimiento común o consenso entre todos los participantes de una iniciativa de desarrollo, creando así una base para la acción concertada” (Alfonzo, 1995).

Pero la acción concertada no es un fin en sí mismo; no basta, por tanto, enunciar una política en tal sentido: es preciso planificar cómo actuar; es decir, se necesita un mecanismo de gestión para organizar racionalmente las actividades al servicio del desarrollo, capaz de combinar tres instrumentos para el logro de la eficiencia: la política, la estrategia y el plan. La política es raigal y constituye un conjunto de principios, normas y aspiraciones coherentes con el propósito de desarrollo, en forma de objetivos generales. La estrategia es troncal, metodológica y, por tanto, actúa como un conjunto de previsiones sobre fines y procedimientos, para producir objetivos específicos. El plan, a su vez, es ramal, operativo, de manera que genera prescripciones para regir actividades estipuladas en metas detalladas, concretas y medibles (Beltrán, 1994).

En consecuencia, también es posible pensar en una política de comunicación, iluminada por el objetivo de desarrollo, que pueda estar integrada a todas las instancias del proyecto a través de una dimensión comunicacional especializada: todas las actividades que, dentro del proyecto, constituyen estrategias y planes que involucran tareas internas y externas de información, educación y comunicación, para cuya ejecución se requiere la intervención de especialistas en estas materias.

Información, educación y comunicación La información, la educación y la comunicación, englobadas por la sigla IEC, constituyen hoy una estrategia esencial de movilización social en pro del desarrollo, tal como se la ha venido entendiendo en diversos organismos internacionales, desde los años 1970. El uso de la sigla muestra la dificultad de deslindar los tres elementos en forma excluyente y, al mismo tiempo, la necesidad de especificar sus propósitos y acciones particulares, a pesar de sus semejanzas y afinidades. Entre sus tareas principales se encuentran las siguientes:

– ayudar a lograr entre tomadores de decisiones y público en general, una más amplia percepción del asunto trabajado;

– ayudar a trasformar esa percepción en decisiones y comportamientos entre las comunidades y los forjadores de decisiones;

– movilizar sectores de la sociedad para que participen efectivamente en programas específicos;

– ayudar a sostener tal acción en ciertas direcciones programáticas y sentar bases para un espectro de intervenciones gradualmente más amplio (Beltrán, 1994).

Cada componente de la estrategia tiene su función comunicacional específica, pero comparte con los demás la capacidad de programación. El sentido de separarlas radica en la creciente complejidad de cada una de ellas y en la consecuente dificultad para que sean ejecutadas por un solo tipo de profesional:

– La información se responsabiliza por la sensibilización y la activación de la opinión pública, grupal o masiva, al abogar por alguna causa (también se conoce esta actividad como advocacy). Así mismo, se ocupa de impulsar la movilización social y de divulgar conocimientos e imágenes institucionales convenientes para estos fines.

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– La educación imparte orientaciones y destrezas en niveles formales de capacitación. Su dominio primordial es la comunicación en aula, ya sea para niveles básico, medio o superior.

– La comunicación no solo divulga conocimientos y actitudes sino se centra en inducir prácticas concretas. Por eso, fomenta la animación comunitaria y la participación popular, y se ocupa de los procesos no formales de capacitación, sean ellos presenciales o a distancia (Beltrán, 1994).

Una estrategia de IEC permite, en suma, trabajar las funciones comunicacionales de manera coherente con la propia condición de transversalidad que los procesos de comunicación tienen en cualquier sociedad, pero especialmente cuando responden a objetivos de desarrollo, en general, o a un proyecto en particular, a la luz de una política de comunicación. Sin desconocer la importancia de lo masivo, es preciso reconocer que la comunicación es, en términos sociales, mucho más amplia; se entreteje también a través de la comunicación institucional y de la comunicación comunitaria. Y ambas poseen características que de ninguna manera pueden ser agotadas a la luz de modelos masivos.

“Muchos esfuerzos de comunicación institucional se han hecho en nuestros países según los patrones de la difusión de masas, y los errores han estado siempre presentes. En efecto, cuando se generaliza lo masivo a toda forma de comunicación y no son tomadas en cuenta las características de determinados públicos, la relación con otras instituciones, la comunicación interna, la manera en que se centraliza o se descentraliza la información, etc., se deja fuera buena parte de la problemática comunicacional. Aun cuando se habla mucho de la necesidad de acercarse a los códigos de la gente, de tomar en cuenta sus características sociales y culturales, lo cierto es que poco se trabaja en la práctica esta línea, desde el punto de vista comunicacional. Y ese punto de vista puede poner en juego el éxito o el fracaso de muchos proyectos” (Prieto, 1992).

Tampoco está clara en el trabajo comunicacional la diferencia entre la comunicación destinada a persuadir y la comunicación educativa, propiamente dicha. Normalmente se piensa que los esfuerzos para lograr esta última son sinónimo de la primera. Se habla de educación cuando se lanzan campañas masivas y cuando se trabaja directamente con la gente. Sin embargo, cuando se busca involucrar a la población en un proyecto de comunicación, habría que distinguir con claridad entre ambas modalidades.

La comunicación educativa, dentro de su desarrollo teórico y metodológico en América Latina, parte de la participación de la gente en la generación y apropiación de conocimientos, en el intercambio de experiencias, en el reconocimiento de su propia situación social, en la recuperación de su cultura y de su pasado. Y tal tipo de proceso no puede pasar por seres a los cuales se considera un simple engranaje productivo, un cliente cuya única participación es confirmar la efectividad de los mensajes, como si nada pudieran aportar desde sus propias vidas (Prieto & Cortés, 1990).

Por el contrario, una comunicación entendida como educativa “tiene como protagonistas a los sectores en ella involucrados; refleja las necesidades y demandas de éstos; se acerca a su cultura; acompaña procesos de transformación; ofrece instrumentos para intercambiar información; facilita vías de expresión; permite la sistematización de experiencias mediante recursos apropiados a diferentes situaciones; busca […] una democratización de la sociedad basada en el reconocimiento de las capacidades de las grandes mayorías para expresarse, descubrir su respectiva realidad, construir conocimientos y transformar las relaciones sociales en que están insertas. Partimos de la necesidad de jugar lo comunicacional en todas sus posibilidades, desde lo masivo hasta la relación directa, pasando por la labor institucional. Pero lo fundamental está en la diferencia entre persuasión y comunicación. Aún desde lo masivo puede hacerse comunicación educativa, ofreciendo recursos para resolver

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las propias situaciones y para apoyar los procesos de apropiación de la oferta científica y cultural en determinada coyuntura social” (Prieto, 1992).

En concepto de la ONU, “la información, la educación y la comunicación eficaces son indispensables para el desarrollo humano sostenible […] Si el público está mejor informado y concienciado en un marco democrático se crea un ambiente que propicia conductas y decisiones responsables y bien fundamentadas. Lo que es más importante, se allana el camino para que se celebre un debate público democrático, posibilitando así la movilización de la voluntad política y del apoyo popular a las medidas necesarias a nivel local, nacional e internacional”.

Las actividades de IEC eficaces “pueden encauzarse por diversas vías de comunicación, desde los niveles más íntimos de la comunicación interpersonal a los programas de estudios escolares, desde las artes populares tradicionales a los modernos espectáculos de masas y desde los seminarios para dirigentes comunitarios locales a la cobertura de cuestiones mundiales en los medios de difusión nacionales e internacionales. Las estrategias en que se utilizan diversas vías de comunicación suelen ser más eficaces que cualquiera de las vías de comunicación por separado”.

Las actuales tecnologías de IEC “como las redes mundiales interconectadas de transmisión de datos, teléfono y televisión, los discos compactos y las nuevas tecnologías multimedios pueden ayudar a salvar las lagunas geográficas, sociales y económicas que hay actualmente por lo que respecta al acceso a la información en todo el mundo” (NACIONES UNIDAS, 1995: 74-75).

Estrategias de comunicación que consideren las mediaciones sociales, pueden, al mismo tiempo, ponerse al servicio de los mensajes. En otras palabras, pueden establecer una doble vía entre los mensajes y su contexto, recurriendo a un tipo de mediación en particular: la pedagógica, entendida en el estricto sentido de mediar entre áreas del conocimiento y de la práctica humana, y quienes están en situación de aprender algo de ellas. Lo cual equivale al tratamiento comunicacional de contenidos y formas de expresión de los diferentes mensajes, a fin de hacer posible el acto educativo dentro del horizonte de una educación concebida como participación, creatividad, expresividad y relacionalidad (Gutiérrez & Prieto, 1991).

La mediación pedagógica parte, así, de una concepción radicalmente opuesta a las metodologías de campaña basadas en la primacía del traspaso de información. Ello significa que lo que interesa no es la información en sí misma, sino un mensaje mediado pedagógicamente a través de tratamientos del tema, de la forma y del aprendizaje, que incluyen su prueba o validación en el marco de una planificación que le da origen y sentido. En otras palabras, esta mirada amplía la concepción de estrategia de comunicación a todo un proceso educativo, no apenas a una fase aislada o posterior de producción de mensajes. Una campaña puede tener allí un lugar importante, como un elemento del proceso global, pero de ninguna manera puede llegar a constituir la totalidad del esfuerzo.

En tal sentido, la estrategia de IEC explicita y sistematiza lo que algunas instituciones ya están logrando en el terreno de la comunicación educativa: subordinar la producción de mensajes a la participación de los grupos y de las instituciones relacionadas con un problema. Y, en consecuencia, eliminar el supuesto de considerar la comunicación como una solución a priori, en busca de problemas. Sin duda, tal perspectiva desborda la pobre tradición de las campañas y de la transferencia de tecnología, y lanza la propuesta a la construcción de un proceso educativo donde el aprendizaje no se produce únicamente por acción de ciertos mensajes, sino en la interrelación de grupos sociales, en la reflexión conjunta sobre las múltiples dimensiones de los problemas y en la definición de prioridades y caminos concretos para acercarse a las soluciones.

La comunicación para el desarrollo ya no constituye hoy un tema novedoso. De hecho, en 2006 se alcanzó un importante consenso mundial para reconocerla como un proceso

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social basado en el diálogo mediante un amplio abanico de instrumentos y de métodos, y una búsqueda del cambio en diferentes ámbitos que incluyen escuchar, construir confianza, compartir conocimiento y habilidades, desarrollar políticas, debatir y aprender para lograr cambios sostenibles y significativos.

No se trata, entonces, de relaciones públicas ni de comunicación corporativa, sino de un elemento esencial para el desarrollo humano, social y económico. El núcleo de la comunicación para el desarrollo es la participación y la apropiación de las comunidades y de los individuos más afectados por la pobreza y los problemas del desarrollo. Existe un amplio y creciente cuerpo de evidencias que demuestran el valor de la comunicación para el desarrollo (FAO, 2007).

Sin embargo, aún está por verse el efecto de este valioso consenso en el reconocimiento de la comunicación como un componente de cualquier proyecto de desarrollo, más allá de las funciones de visibilidad institucional o divulgación de conocimientos y experiencias. Y ello ocurre, paradójicamente, en un momento en que las llamadas tecnologías de información y comunicación (TIC), han llegado a ser el sistema nervioso de cualquier sociedad: transmiten y distribuyen todo tipo de datos e informaciones, conectan a cada vez más personas, grupos y unidades técnicas interdependientes, de manera que resultan vitales para las relaciones interpersonales, el comercio y el control de procesos productivos, a tal punto que todo cambio en dichas tecnologías tiene la capacidad de generar consecuencias profundas en cada área social.

La comunicación globalizada El 08 de octubre de 1996, el Premio Nobel de economía fue otorgado a los economistas James Mirrleer y William Vickrey. Sin embargo, por primera vez desde su creación en 1969, el apreciado reconocimiento no fue concedido, en rigor, a una teoría económica, sino a una que explica la manera como gobiernos y empresas pueden compensar la falta de informaciones para toma de decisiones, sobre la hipótesis que quien detenta más información consigue más recursos y lucra más.

El contexto en que este premio se hizo posible es el llamado “proceso de globalización”, que hoy en día ya no podemos seguir mirando como un concepto sino como un hecho constatable; un cambio de época marcado por la transformación radical de la cultura, la política y la economía, que se ha completado históricamente gracias a la digitalización de las tecnologías de información, el uso generalizado de la computadora y la expansión de redes telemáticas planetarias.

Nuevos servicios informativos, financieros, educativos y de entretenimiento, están cambiando los medios tradicionales: comenzamos a vivir su transformación definitiva con la realidad de la digitalización multimedial, ante la posibilidad de trasladar libremente de un medio al otro sus respectivas cualidades. Tecnologías hasta ahora dispersas en aparatos y servicios sin relación directa, convergen ahora en un solo lenguaje digital para todos los medios y una sola plataforma denominada ciberespacio, un término acuñado por William Gibson, en 1984, en su novela Neuromancer (Neuromante), para referirse a una “alucinación consensuada”.

Pero nuestro presente no es comparable a un espejismo; todas las sociedades humanas se están reestructurando alrededor de un mismo eje: una economía tecnocientífica con muchos centros en incontrolable interacción, y con capacidad para reorganizar las relaciones sociales, culturales y políticas, los modos de producción y distribución, el crecimiento económico, la competitividad empresarial y el empleo. En otras palabras, este nuevo panorama nos fuerza a repensar todo el concepto de desarrollo.

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De hecho, la tecnología unificada por la revolución digital también permite la convergencia entre sectores como informática, telecomunicaciones, información, educación y entretenimiento. Por ello, no es ninguna coincidencia que Al Gore, ex vicepresidente de EE.UU., haya acuñado desde 1993 términos como Infraestructura nacional de información (INI), e Infraestructura global de información (IGI) (His, 1996), los cuales, junto a otros como ciberespacio, superautopista de información, multimedia y realidad virtual, no solo nombran nuevas realidades, sino constituyen el fundamento tecnológico del cambio de época que estamos viviendo.

Las infraestructuras nacionales de información, que todos los países construyen (o dejan que les construyan) en la actualidad, tienen y tendrán consecuencias definitivas para la economía, la cultura, la política y las propias relaciones sociales. Si se diseñan e instauran apropiadamente, pueden promover una prosperidad al alcance de la mayoría; descentralizar el poder; revitalizar la democracia; fortalecer, e incluso crear, comunidades; y hacer de este mundo un mejor lugar para vivir. Pero si se planean y desarrollan en forma equivocada, pueden lograr exactamente lo contrario (Cortés, 1996b; Miller, 1996).

La Internet constituye la evidencia más visible de estos procesos. Su origen bélico, como corresponde a toda nueva tecnología de comunicación, se remonta a 1956, cuando la ARPANET (Advanced Research Projects Agency Network), del Departamento de Defensa de EE.UU., inició los primeros experimentos de computación en red –que se consolidarían en 1969– para compartir informaciones sigilosas.

Ya en 1983, la National Science Foundation replicó el proyecto ARPANET, bajo el nombre de Internet, para ayudar al desarrollo de la investigación científica, y alcanzó la interconexión de 500 computadoras en laboratorios de defensa y universidades estadounidenses, la mayoría de los cuales ya pertenecía a investigadores sin vínculos con el aparato industrial-militar.

En 1987, la Internet fue abierta a las empresas y alcanzó 28.000 computadoras en red dentro de EE.UU. Aunque todavía exigía dominar complicados lenguajes de programación para enviar y recibir mensajes, para 1989 ya había 80.000 computadores interconectados.

Poco después, en 1991, mientras se derrumbaba la Unión Soviética y comenzaba la Guerra del Golfo, Tim Berners-Lee, ingeniero inglés al servicio del CERN (Centro Europeo de Investigaciones Nucleares), y sus colaboradores, culminaron el desarrollo, en Ginebra, Suiza, de un navegador-editor de hipertexto bautizado como World Wide Web, y lograron acceso a archivos de hipertexto en Internet, consiguiendo en la Red lo que Apple/Macintosh había obtenido en la informática desde 1984: simplificar su uso, hacerlo más abierto y sencillo, y evitar que la tecnología quedase restringida a los iniciados.

Para aquel momento, la noción de superautopista de la información ya estaba bastante elaborada, gracias a haber adquirido su esqueleto en la Internet y a haberse completado la convergencia tecnológica entre computadora, teléfono y televisión. A partir de entonces, el concepto de “comunales electrónicos” comenzó a inundar de optimismo el mundo de la comunicación.

La Internet se describía como la versión virtual de aquellos bucólicos terrenos que pertenecen a todos los miembros de una comunidad (si bien lo que no se recordó entonces fue que los comunales han sufrido agresiones e intentos de privatización a lo largo de toda la historia). En verdad, había suficientes motivos para el optimismo. Por ejemplo, el concepto de reciprocidad generalizada –que todavía subsiste, por fortuna– hizo pensar que, puesto que nadie controlaba un sistema descentralizado como la Internet, lo gratuito y lo voluntario imperarían por siempre, bajo la metáfora del ágora electrónica: la plaza griega, espacio público que dio origen a la democracia; solo que ahora, por sus condiciones tecnológicas, se trataría de un ágora sin limitaciones para la proyección de la expresión ciudadana (Millán, 1996).

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Pero estaba muy claro que todo eso dependería de quién pudiera tomar la palabra y quién llegase hasta la plaza. En 1995 ocurrieron varias cosas muy significativas. Por un lado, en febrero, el G7, Grupo de los Siete mayores países industrializados, realizó una cumbre en Bruselas para discutir el avance de las TIC con representantes de las grandes firmas europeas, norteamericanas y japonesas del sector. Los empresarios insistieron “en la necesidad imperiosa de acelerar la desregulación en los servicios de telecomunicaciones y de eliminar los monopolios públicos, con el fin de apresurar el desarrollo de las futuras arterias electrónicas”. Y coincidieron en que “la iniciativa privada debe ser el motor de la sociedad de la información” (Mattelart, 1995: 27).

Por otro, el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) dio paso a la nueva Organización Mundial del Comercio (OMC), no sin antes finalizar sus labores en la Ronda Uruguay aplicando al sector audiovisual las normas generales de liberalización del comercio internacional de bienes y servicios. De esta forma, se reglamentó el intercambio transnacional de productos inmateriales, entre los que se encuentran las industrias culturales, bajo la denominación de servicios.

Finalmente, en noviembre, la 28ª reunión de la Asamblea General de la UNESCO aprobó una resolución sobre Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTIC), en la cual se advertía respecto de los posibles peligros de las autopistas de la información para los países en desarrollo, el pluralismo lingüístico y cultural y el respeto a la vida privada. Sin embargo, como suele suceder con las reflexiones sobre tecnologías, las advertencias se referían a hechos cumplidos.

El 1 de febrero de 1996, el presidente Bill Clinton firmó la Ley de Telecomunicaciones, aprobada por mayoría abrumadora con el apoyo bipartidista tanto de la Cámara como del Senado estadounidenses. Fue la pieza más importante de legislación comunicacional desde la Ley Federal de Comunicaciones, de 1934, y, probablemente, una de las más importantes leyes aprobadas por el Congreso de EE.UU. en varias décadas.

No obstante, las breves audiencias sobre el proyecto de ley –preparado casi en secreto– estuvieron controladas por el cabildeo de representantes de negocios, quienes, tras bambalinas, escribieron secciones completas. De hecho, durante todo el proceso se impidió la entrada de grupos de consumidores que, a pesar de no desafiar el control de las corporaciones, simplemente querían hacer ajustes a algunas regulaciones. El proceso jurídico fue justificado por las mismas suposiciones que condujeron a la Ley Federal de Comunicaciones de 1934: la competencia entre corporaciones daría lugar a un sistema de comunicaciones más eficiente y democrático, regulado por el mercado (McChesney, 1996).

Por tanto, el proyecto fue realizado por los grandes negocios para los grandes negocios. Lo que les interesaba debatir era si las empresas de cable y de telefonía alcanzarían las mejores oportunidades en la versión final. Y solo dejaron espacios a grupos de “interés especial”, tales como escuelas y hospitales, cuando no interfirieran el espíritu legal a favor de los negocios.

De hecho, la actual revolución digital podría compararse, en ciertos aspectos, a la producida por la radio en 1920, cuando hubo una gran confusión a lo largo de la década en relación a quiénes eran los que debían controlar esta nueva tecnología y con qué propósitos. Muchos de los primeros impulsos vinieron de los nacientes radioaficionados y de grupos no comerciales y sin ánimo de lucro, que vieron y usaron el potencial de la radiodifusión como un servicio público.

Cuando los empresarios empezaron a darse cuenta de que, con la venta de la publicidad y con la creación de cadenas de estaciones nacionales, la radio comercial podía generar considerables y rápidas ganancias, tomaron medidas. En 1926, a raíz de un fallo de la Corte Suprema de EE.UU., que revocaba todas las licencias de transmisión en manos de particulares sin ánimo de lucro, el Congreso redactó un proyecto de ley para crear una

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institución de control conocida con el nombre de Federal Radio Commission (la predecesora de la Federal Communications Commission).

Las estaciones comerciales de radio en Washington, D.C., controlaron la Comisión, y el escaso número de canales les fue traspasado sin la consideración del público y con pocas deliberaciones en el Congreso. Fue así como la Ley Federal de Comunicaciones otorgó a las corporaciones privadas el dominio de las telecomunicaciones en EE.UU.: sus partidarios insistieron en que el interés público se podía satisfacer mejor por medio de las empresas que, ante todo, buscan el lucro (McChesney, 1996).

A diferencia de Europa, donde el concepto del servicio público predominó en las legislaciones comunicacionales, en EE.UU. estos instrumentos nacieron bajo la lógica del mercado. Por tanto, puesto que la Ley de Telecomunicaciones se hizo para desarrollar la INI, es muy difícil que la IGI escape a esta tendencia, comenzando por la Internet.

El exacerbado sistema de libre comercio planetario creó inequidad tanto en el acceso a las tecnologías como en la capacidad de empresas locales de comunicación, privadas o estatales, para competir con los grandes conglomerados y fusiones de grupos transnacionales (conocidos como megacorporaciones). En tal sentido, la lógica del mercado global no brinda condiciones mínimas para ser dueños de nuestras propias INI, sino que todo ese sector estratégico está pasando sistemáticamente a manos corporativas globales.

Como resultado, la presencia activa de los países subdesarrollados en el ciberespacio también se ve sistemáticamente restringida en aspectos menos visibles, pero igualmente fundamentales: el control y el acceso a la información científica, y la calidad de la educación en el nuevo entorno tecnocultural.

Una vez que la lógica del mercado se apodera de la circulación del conocimiento y la información científica, aumenta el riesgo de profundización de la llamada “infopobreza”. Por ejemplo, a fines de los años 1990 orbitaban el planeta unos 15.000 satélites, muchos de los cuales estaban dedicados a la generación de datos estratégicos a los que se sumaba la capacidad de investigación aplicada. Por tanto, campos como la biotecnología y la ingeniería genética, y sus aplicaciones como las patentes sobre seres vivos, han tendido a desarrollarse por encima de las políticas estatales y han obedecido más a la ambición científica y corporativa, que no solo realiza bioprospección sino biopiratería (Shiva, 1995).

Bacterias, hongos y plantas están hoy sujetas a patentabilidad biológica de empresas farmacéuticas como Merck, Pfizer y Squibb, que adquieren, en la OMC, derechos de propiedad intelectual. El genoma humano es objeto de competición entre laboratorios y corporaciones transnacionales. Las semillas tradicionales se devalúan frente a variaciones “avanzadas” producidas por laboratorios que, en el futuro, podrían comerciar con el hambre de las poblaciones (Castro Caycedo, 1997; Kimbrell, 1996; Osava, 1996; Otchet, 1995; Hathaway, 1995).

Así, además de un uso indebido de la propiedad común, consuetudinaria, de la humanidad, hay un abuso de la información que los modernos sistemas tecnológicos permiten obtener a quienes invierten en este tipo de investigación. Por tanto, en términos comunicacionales, también es preciso formular políticas globales que aseguren el uso debido de la información que se está obteniendo en estos procesos. De lo contrario, al imponerse una política de rentabilidad sobre otra de sostenibilidad, se arruinarán muchos valiosos esfuerzos para el manejo de recursos naturales. Urge una atención privilegiada a la gestión de derechos digitales en el dominio público.

Por su parte, los procesos de investigación, intercambio de información, acceso a bancos y bases de datos, e hipertextos con demostraciones de realidad virtual, entre otros servicios y herramientas ya disponibles, constituyen un salto cualitativo de dimensiones aún no

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previstas en los esfuerzos de mejorar los procesos de enseñanza/aprendizaje, tanto presenciales como no presenciales.

De un lenguaje de programación orientado hacia software de lógica compleja, la computadora personal pasó a un lenguaje de programación orientado a objetos, en el cual los iconos representan entidades abstractas como si fueran objetos reales (Apple/Macintosh y Windows), y anticipa las posibilidades de una nueva arquitectura mental capaz no solo de cambiar formatos de representación sino de involucrar nuevos procesos cognitivos (recuerdo por reconocimiento, estructura atómica, pensamiento episódico, estructura dialógica viso-situacional) (Salas Nestares, 1995).

Por lo tanto, las concepciones tradicionales sobre lectura, escritura, lenguaje, pensamiento, espacio y tiempo, se están resquebrajando ante nuevas generaciones de seres humanos en las que el hipertexto vendría a reflejar la forma en que un nuevo pensamiento visual asocia datos e ideas, recoge información, pregunta causas y anticipa soluciones, gracias a una interfaz cuyos procesos y formatos de representación reforzarían una concepción operatoria de la inteligencia. La máquina informacional “establece un puente entre lo que por mucho tiempo se pensó irreconciliable: el pensamiento técnico y el pensamiento simbólico. El instrumento ya no es una prolongación de la fuerza física sino una metáfora del cerebro” (Renaud, 1990).

Entonces, una nueva forma de alfabetización “computacional” se convierte en el requisito mínimo para que el derecho a la educación, como una de las bases del desarrollo, se siga ejerciendo. De lo contrario, una gran porción de nuestras poblaciones, para las cuales la escolarización tradicional sigue siendo una mentira o un hecho inoperante, se verá doblemente excluida para alcanzar las ventajas cognoscitivas, afectivas y valorativas del nuevo pensamiento visual (Cortés, 1999).

La alternativa, por supuesto no es sencilla. Dado que la justicia no es un componente propio del mercado, cuya lógica no es distributiva o equitativa, sino lucrativa, resulta en verdad difícil introducir discusiones de ética social en un espacio de empresa privada al que no le preocupa el bien común, pues su naturaleza es la maximización de lucros, de manera que lo prioritario es su propia estabilidad y productividad (Cortés, 1996b).

De ahí la urgente necesidad de crear plataformas públicas de discusión, vigilancia prospectiva del entorno, y acción ciudadana en los foros pertinentes, para evitar que el rumbo que tome la nueva época obedezca solo a objetivos de lucro corporativo transnacional. Es preciso, de hecho, pensar y crear otras formas de colonizar el ciberespacio.

Vivimos, al decir de Hobsbawm, en un mundo conquistado, desenraizado y transformado por el titánico proceso económico y tecnocientífico de desarrollo del capitalismo; pero sus propias fuerzas son tan grandes que podrían destruir las fundaciones sociales y materiales de la vida humana. También sabemos que dicho proceso no puede proseguir indefinidamente. Pensar el desarrollo sin las trampas del economicismo supone cambiar muchas de las bases que la erosión del pasado humano está a punto de derribar. La comunicación es una de ellas.

Referencias ALFONZO, Alejandro (1995). Documento preparatorio para el programa conjunto UNESCO-FNUAP en

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