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LA HISTORIA DEL ALMA según Edgar Cayce ___________________________________ W. H. Church

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LA HISTORIA DEL ALMAsegún

Edgar Cayce___________________________________

W. H. Church

LA HISTORIA DEL ALMAsegún

Edgar Cayce___________________________________

W. H. Church

Libros IluminadosVirginia Beach • Virginia

Título original: Edgar Cayce’s Story of the Soul© 1989 por W. H. Church

Traducción: María Victoria Roa Toledo

Diseño de cubierta: Carol HicksIlustración de la portada proviene de la acuarela«Escalera al Cielo» por William Blake (1757-1827).

De la presente edición en castellano:© 2008 por Edgar Cayce Foundation yLibros Iluminados: división de A.R.E. Press

ARE Press / Libros Iluminados215 67th Street

Virginia Beach, VA 23451-2061 U.S.A.

De las lecturas de Edgar Cayce:© 1971, 1993-2008 por Edgar Cayce Foundation.

Reservados todos los derechos. Queda prohibida toda forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de cualquier porción de esta obra sin contar con autorización escrita de A.R.E. Press, Association for Research and Enlightenment, Inc.

Primera edición: Mayo de 2008

Impreso en los Estados Unidos de América.

ISBN 978-0-87604-544-2

A I.B.W.

No desprecien las profecías.Sométanlo todo a prueba; aférrense a lo bueno.

~1 Tesalonicenses 5:20-21

Nota del autor

He creído conveniente adoptar un enfoque en buena parte interpretativo y más o menos parafraseado, con muy pocas excep-ciones, para establecer una relación de correspondencia de la visión psíquica de Edgar Cayce de la creación y la evolución, con la actual evidencia científica, así como con los datos extraídos de fuentes bíblicas y otras. Existen dos razones de peso para ello. En primer lugar, pese al interés fundamental de presentar una estructura bien documentada y meticulosamente exacta, mi principal objetivo fue hacer de este un libro que, además de instructivo, resulte ameno y divertido. Las citas textuales insertadas a intervalos frecuentes en un libro afectan el flujo y la claridad de la narrativa. En segundo lugar, está el lenguaje de las lecturas. A menudo elocuente y conmovedor, sin embargo para muchos lectores de estos tiempos modernos resulta confuso debido a sus anacronismos cuasi-bíblicos y una difícil sintaxis que en ocasiones puede llevar a interpretaciones erróneas. Son estas dificultades las que he decidido evitar al lector no familiarizado con dicho lenguaje. Por lo tanto, cada vez que alguna de mis referencias a las lecturas sugiere la conveniencia de una explicación, el superíndice que identifica esa coyuntura guía al lector hasta una nota al final del libro, en la cual encontrará el número específico que le corresponde en los archivos de Cayce. Por último, deseo señalar que las opiniones expresadas en este libro son propias y no necesariamente respaldadas por Edgar Cayce Foun-dation [Fundación Edgar Cayce] o su organización filial, Association for Research and Enlightement [Asociación para la Investigación y la Iluminación.], A.R.E.

AGRADECIMIENTO

El autor manifiesta su deuda de gratitud con la Edgar Cayce Foundation y la Association for Research and Enlightenment, Inc., de Virginia Beach, Estado deVirginia, por los valiosos recursos in-vestigativos que tienen en su Biblioteca [A.R.E. Library] a disposición tanto de los miembros de A.R.E., como del público en general. En sus archivos se encuentran las transcripciones de todas las lecturas psíquicas del difunto Edgar Cayce, junto con índices detallados de sus respectivos registros.

ÍNDICE

Prólogo a un viaje 91 Preguntas que hacen los niños 172 Antes de la Gran Explosión 213 La rotura del Huevo Cósmico 374 Los seis días de la Creación 535 El séptimo día 596 El descenso de los dioses 677 El país de los lémures 758 Más allá de las Puertas de Hércules 879 El cambio polar 133

10 La manzana de Adán 14911 La época del sol en Egipto 17112 La Ciudad de Oro 18513 Un palimpsesto persa 19114 Ayer en Yucatán 20115 De los Pirineos al Perú 21116 De Abraham al Cristo 22517 Los misteriosos constructores de montículos 23718 Esos valientes vikingos 24919 Los gobernantes del Universo 255

Notas 269Bibliografía 283

10 • La Historia del Alma

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PRÓLOGO A UN VIAJE

Vamos.Estamos a punto de emprender juntos un viaje memorable.

Nos llevará a regiones de las que no existen mapas, a renombradas naciones muy antiguas pero ya olvidadas. No son paisajes imagi-narios, forman parte de nuestro pasado evolutivo. Son más reales que cualquier sueño…

Encontraremos titanes como dioses, monstruos espantosos y extrañas mutaciones, todos desdibujados y relegados al mito y la leyenda hace mucho tiempo, y también otros seres no muy diferentes a nosotros. Para llegar allí, nuestro guía psíquico deberá atravesar con nosotros los etéreos portales de los archivos akásicos, en los que, se nos dice, todo recuerdo de eones ya envueltos en las brumas ha quedado grabado para siempre en la trama del tiempo y el espacio.

Vamos con un propósito, por supuesto. Partimos en busca de nuestras raíces evolutivas. Para encontrar esas raíces, debemos rastrear el origen, la evolución y el destino del alma. Porque en realidad la que está evolucionando es el alma —y no la materia, según la creencia generalizada— como lo ha dispuesto la mente: arquitecta y constructora de la entidad espiritual.

El viaje estará lleno de sorpresas. Tendremos que aprender a esperar lo inesperado. Como buenos viajeros, aligeremos nuestro

Prólogo a un viaje

12 • La Historia del Alma

equipaje dejando atrás todo prejuicio o idea preconcebida que nor-malmente abriguemos y vamos a mantener la mente abierta. Nos ayudará a realizar nuestra travesía por ese territorio desconocido, sin impedimentos mentales o espirituales. Es posible que por el camino, muchas de nuestras creencias más preciadas sean puestas en tela de juicio, también creo que algunas desaparecerán y habrán sido reemplazadas antes de que lleguemos a nuestro destino final.

El nuestro es un objetivo meritorio.La evolución, como todos sabemos, es un tema por demás

desconcertante, rodeado como está por controversias muy acalo-radas. No es solo que ciencia y religión sostengan puntos de vista radicalmente opuestos en cuanto a nuestros orígenes, sino que sus propias filas también albergan facciones contrarias; agrupaciones y contra-agrupaciones, todas de acuerdo en discrepar unas de otras por falta de un hilo común de interpretación. El resultado es un desastroso enredo de teorías y opiniones encontradas. Nuestro objetivo al seguir una ruta psíquica hacia atrás en el tiempo, que nos lleva a la antigua Lemuria y la Atlántida, a Edén y también a Og, así como a otros prehistóricos paisajes y civilizaciones que se han hundido o sufrido grandes alteraciones, es comparar nuestros asombrosos descubrimientos con la existente mezcolanza de tantos puntos de vista que no coinciden, con la esperanza de reconciliar-los. Resumiendo, buscaremos una teoría de la evolución única y unificadora que reemplace la actual proliferación —una síntesis inteligente y viable, por así decirlo— que en líneas generales se ajuste a los principios básicos de ciencia y religión.

Toda una empresa. Pero cabe perfectamente en el esquema holístico de las cosas que siempre fue distintivo de Edgar Cayce, nuestro guía y mentor en este viaje.

La mayoría de los lectores no requerirá una presentación del hombre o de su obra. El mundialmente renombrado psíquico, sana-dor holístico y profeta de la Nueva Era, ya es conocido por millones de personas. Hasta ahora se han publicado varias biografías de Edgar

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Cayce, dos de ellas éxitos editoriales a nivel internacional. También ha habido una verdadera avalancha de artículos y libros acerca de diversos aspectos de su prolongada y fructífera trayectoria como psíquico. Van desde sus numerosas profecías, muchas de las cuales ya se han cumplido, hasta temas de actualidad tan populares como la medicina holística, las prácticas de conservación, la interpretación de los sueños, la reencarnación y el karma, así como la astrología esotérica, para nombrar solo unos cuantos. Pero por encima de todo, la contribución de Cayce se centra en su filosofía espiritual, que se mueve como rayo láser por cada uno de sus pensamientos, iluminando sus palabras con singular sabiduría. En las páginas que siguen a menudo encontraremos su influencia.

En algo más de 14 000 «lecturas» psíquicas, como se las conoce, con más de 25 millones de palabras, Edgar Cayce nos ha dejado un legado hasta ahora solo investigado y explorado en forma parcial, que promete una continua expansión del conocimiento que de sí misma alcance la humanidad en generaciones futuras.

Por lo pronto, antes de que empecemos a analizar su opinión sobre la evolución desde un punto de vista psíquico, debemos conocer la posición filosófica de Cayce con respecto a la ciencia. Y también como, estando en trance como fidedigno vidente en conexión psíquica con fuerzas más elevadas, era tan diferente y en cierta forma tan parecido, al ingenuo y tranquilo campesino de Christian County, Kentucky. Veremos cómo este último era hom-bre de familia y devoto practicante, cuya lectura diaria se reducía casi exclusivamente a la Biblia, que prefería mucho más la pesca y la jardinería, o su viejo pasatiempo de la fotografía (que en una época fue su profesión), a ser visto, escuchado y buscado por un público siempre curioso. Sin embargo, tal como las fotografías que conocemos de Einstein desmelenado, con su violín y en pantuflas, buscando en la música inspiración para sus ecuaciones científicas, tengo frente a mí una fotografía de Edgar Cayce con su chaqueta arrugada y un viejo sombrero de paja, inclinado sobre el azadón

Prólogo a un viaje

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también en busca de inspiración mientras trabajaba en su sem-brado de fríjoles. Debemos cultivar nuestros jardines, dijo Cándido. Y muchas de las visiones de Cayce en estado de vigilia le llegaron mientras trabajaba en su parcela. Porque debemos recordar que a pesar de las apariencias Cayce, igual que Einstein, no era un hombre simple sino muy complejo. No obstante, al igual que su homólogo científico, este genio psíquico siempre sobrellevó su grandeza con infinita humildad.

No nos sorprenderá entonces saber que Edgar Cayce mostraba una respetuosa actitud de reconocimiento ante las diversas ramas de la ciencia, y que a través de los años tuvo un creciente número de profesionales científicos y médicos entre sus amigos. De hecho, en sus últimos años varias de sus charlas en estado de trance (ofrecidas en respuesta directa a consultas profesionales) fueron sencillamente insólitas en su presentación de datos científicos de una complejidad técnica tan avanzada, que solo una mente con formación científica apenas alcanzaba a captar o interpretar y que de hecho dejaban perplejo al propio Cayce en estado consciente.

A la luz de lo anterior podemos concluir, sin temor a equivo-carnos, que la historia de la evolución de Edgar Cayce, como se encuentra en sus lecturas psíquicas y se presenta aquí, no muestra deliberada hostilidad frente a ninguno de los supuestos fundamen-tales de la ciencia. Y, puesto que apoyan el concepto religioso de una Inteligencia rectora o Primera Causa detrás de la creación y la evolución posterior, hay que admitir que las lecturas no están de acuerdo con el ateísmo, por supuesto. ¿Pero cuántos científicos son en la actualidad ateos confesos? Estos integran una clara minoría, y sus filas disminuyen con rapidez ante los nuevos físicos que están apareciendo ahora; quienes están efectuando una completa reestruc-turación de nuestro concepto científico de hombre y universo en términos cuasi-metafísicos.

Por otra parte, si retrocedemos un poco en la historia, de Ein-stein a Newton, a Kepler y Copérnico y Galileo, encontramos que la

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mayoría de los hombres de ciencia realmente grandes han tomado el partido de Dios, ¡incluso aunque la religión ortodoxa se hubiera opuesto a ellos! Sin embargo, si la naturaleza de sus creencias reli-giosas ha tendido a ser cósmica y audaz en su originalidad, ¿acaso no ha sido también cierto eso de casi todas las grandes figuras reli-giosas del mundo? Aunque el tiempo puede haber distorsionado sus enseñanzas reveladas, acomodándolas en el molde de otra ortodoxia más, siempre han sido hombres —y mujeres— con visión cósmica, que han tratado de llevar a la humanidad a una mayor iluminación a través de su visión excepcional de una verdad superior.

Y fue tal vez en este sentido cósmico más elevado de las cosas, que toca los poderes de revelación inherentes a ciencia y religión en lo mejor de su inspiración, que Edgar Cayce observó alguna vez con respecto a ambas que son como una cuando sus propósitos también se reducen a uno.1

Aplaudamos y adoptemos ese concepto unificador. Pero podría-mos extendernos un poco más sobre el mismo. Incluir también lo psíquico y lo místico.

Veamos algunos ejemplos interesantes.Como Nostradamus.Creo que esto no es muy conocido, pero en su precognición

psíquica de un fuerte terremoto en el Nuevo Mundo en nuestro actual siglo (también previsto por Cayce mucho más tarde, por supuesto) el místico del siglo dieciséis parece haber descubierto por percepción espiritual el origen de los terremotos, que a la ciencia le tomaría otros cuatro siglos observar e identificar, así como el de las erupciones volcánicas y el movimiento gradual de los continentes. Nosotros denominamos esta nueva ciencia «tectónica de placas», por Tekton, el carpintero de la Ilíada. Sin embargo, esa denomi-nación habría correspondido más bien a Nostradamus, quien des-cribió en uno de sus cuartetos la causa del anunciado terremoto: «Dos grandes rocas habrán combatido una a otra durante mucho tiempo».2 Lo que constituye una precisa descripción, por supuesto,

Prólogo a un viaje

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de las fuerzas invisibles hoy en acción a lo largo de la prolongada falla de San Andrés en California, donde la placa del Pacífico ha venido «combatiendo» contra la del continente norteamericano en una inexorable batalla de empellones llamada a producir no sólo pavorosos terremotos y posibles inundaciones (que Cayce también predijo), sino también erupciones volcánicas.

Otro ejemplo de presciencia o conocimiento del futuro por inspiración espiritual aparece en los escritos del místico y religioso genio alemán del siglo catorce, Meister Eckhart. «Estoy seguro», dijo claramente Eckhart en cierta ocasión, «de que un hombre que quiera hacerlo, algún día podrá pasar a través de una pared de acero».3 ¿Y qué dice la ciencia moderna de ese aparente milagro? Pues bien, ahora lo considera muy posible, al menos en teoría. Porque hay tal separación entre los átomos de cualquier objeto material, que hombre y pared podrían lograr una rara yuxtaposición de sus res-pectivos componentes atómicos que permita al uno pasar a través de la otra sin que se produzca colisión alguna. (Claro que, ¡no me pidan que lo intente!). ¿Será que Eckhart, sin tratar en modo alguno de comerciar con milagros, solo visualizó una época dentro de la continua evolución del hombre en la que este dominará una ley natural que involucre energía, masa y movimiento?

Entretanto, en los escritos de Henry David Thoreau encontramos un caso interesante de lo que Cayce una vez denominó «ciencia oculta o mística».4

En el siglo diecinueve, este trascendentalista de Nueva Inglaterra fue muy enfático al atreverse a contradecir la ortodoxia científica de su época: «No existe nada inorgánico», declaró de plano.5 Posición totalmente herética para una época en la que con mucha precisión, la ciencia había clasificado toda la materia en dos tipos de sustancias: «orgánicas» e «inorgánicas». Hoy, por supuesto, en su esclarecedor estudio de las partículas subatómicas y de todo el universo contenido en el átomo, los físicos modernos han llevado a la ciencia a refor-mular su antigua premisa y ponerse de parte de Thoreau. Después

de todo, no hay nada que sea de veras inorgánico...En lo que respecta al átomo, volvemos a Edgar Cayce.En una lectura sobre el uso que los nativos de la Atlántida

dieron a la energía del sol al convertirla en energía atómica, Cayce comentó que esa energía cautiva, en alguna época al servicio de propósitos constructivos, al final se convirtió en un sistema con fines destructivos y en la no buscada desintegración del continente de la Atlántida. Luego, proféticamente, agregó la advertencia de que esa misma energía latente estaba de nuevo cercana y a punto de ser usada una vez más con propósitos destructivos.6

Eso fue el 22 de julio de 1942. El ultrasecreto Proyecto Manhat-tan para desarrollar la bomba atómica, bajo el mando del General Groves, se había puesto en marcha a raíz de una recomendación hecha al Presidente Roosevelt en marzo de 1942 por Vannevar Bush, presidente del Comité de Investigación para la Defensa Nacional. Y en esa lectura psíquica sobre la Atlántida, Cayce parece haber tocado sin querer ese plan secreto, que más tarde llevó a la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki, así como a la posterior carrera armamentista de las superpotencias.

Este fue, por supuesto, un trágico mal uso de la brillante fór-mula de equivalencia de masa y energía, E = mc2 , descubierta por Einstein unos años antes.

El gran físico era un creador, no un destructor. Y también era, para exasperación de muchos de sus colegas científicos menos eminentes, un confeso místico y devoto de la religión. Pero veamos como lo expresa por sí mismo.

Primero, sobre el misticismo: «La emoción más hermosa y más profunda que podemos experimentar es la sensación de lo místico. Es la sembradora de toda ciencia verdadera».7

Y sobre su propio y muy personal concepto de la religión, que denominó «el sentido religioso cósmico», escribió: «La base de todo trabajo científico es la convicción de que el mundo es una entidad ordenada y completa, lo cual es un concepto religioso. Mi

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sentir religioso es de humilde asombro frente al orden que revela la diminuta realidad a que corresponde nuestra débil inteligencia».8

En el caso de Einstein, sin duda, ciencia y religión se fusionaron como una sola, en una unión mística. Es obvio que compartía el punto de vista holístico que Cayce tenía de las cosas. Al igual que otro personaje, de quien alguna vez Cayce dijo que fue el más grande psíquico que jamás haya vivido.9 Su nombre: Jesús de Nazaret.

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1PREGUNTAS QUE HACEN LOS NIÑOS

Caos.Entonces, de repente, una explosión cósmica.En un abrir y cerrar de ojos, nace el universo. El estallido de

«algo», allá afuera en alguna parte, ilumina lo que hasta entonces fue la nada...

Es la alborada de la creación física.De enormes y dispersas nubes de materia no racional —hidróge-

no y polvo— surgen las formas vivientes más primitivas, mientras las galaxias dibujan amplias curvas formándose al vuelo. Ahora estrellas, lunas y planetas empiezan a plantarse en los primigenios campos de tiempo y espacio en rápida expansión, donde asteroides que se estrellan y coletazos de cometas interestelares les propor-cionan alimento inicial.

La evolución ha empezado su lento ascenso, a tientas.

Esa es, en pocas palabras, la principal versión científica de tales sucesos. Otras fuentes, otras versiones. Llegaremos a ellas en su momento. Entretanto, no vale la pena buscar pleito con los cosmólogos más destacados. De su generalmente aceptado recuento de las cosas, hasta donde llega, podría decirse que es tan bueno como cualquier otro. (Hasta donde llega, téngase en cuenta, porque el preámbulo parece faltar. En tales asuntos esotéricos, por norma la ciencia evita los preámbulos. Debe hacerlo, pues caen en el campo de la metafísica o la filosofía. No obstante, sin el preámbulo... Pero

Preguntas que hacen los niños

20 • La Historia del Alma

no nos adelantemos).¡Fuerzas desconocidas en acción! ¿Dios o la naturaleza? ¿In-

tención o casualidad? ¿Darwin o el Logos?Nos bombardean respuestas contradictorias que en este punto

pueden resultar confusas. Sigamos entonces con las preguntas.¿De dónde venimos?Salimos del barro, por así decirlo, ¿o descendimos de la atmós-

fera superior para heredar la Tierra? Monos en evolución, ¿o dioses caídos? ¿O ninguno de ellos?

¿Dónde caben —si caben— Adán y Eva en el cuadro de la evolución humana?

En realidad, ¿por qué estamos aquí?¿Quiénes somos y cuál es nuestro destino? ¿Está relacionado

con el destino de todo el universo?Entre ciencia y religión, ¿cuál está más cerca de la verdad so-

bre nuestro origen? ¿Pueden estar ambas erradas, y también en lo correcto?

¿Existe un Dios personal? ¿Un demonio personal?¿Qué hay de la muerte y de la vida después de la muerte?¿De la preexistencia del alma?¿De la reencarnación y el karma?¿De otras tierras en el universo?¿De múltiples dimensiones?¿Cuál es la verdadera relatividad de tiempo y espacio?Por último, preguntemos: ¿Hemos completado ya nuestra

evolución o somos una especie aún en transición? Si se trata de lo último ¿quiénes nos sucederán? ¿Nosotros mismos, de regreso?

Preguntas, preguntas. ¡Tantas preguntas! Y apenas empiezo a enumerarlas.

En esencia, esas son las preguntas que hacen los niños. Las preguntas fundamentales acerca de Dios, el hombre y el universo, a las que nadie presta atención.

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Sin embargo, Cayce sí lo hizo. Y obtuvo las respuestas para nosotros.

Vamos, pues. Nos espera nuestro viaje de descubrimiento bajo su orientación psíquica. Sólo debemos dar el primer paso para estar en camino.

¿Y dije paso? Más bien un salto cuántico, para ser precisos. Porque, para empezar por donde es, debemos regresar en el tiempo, hasta antes de que el tiempo existiera.

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2ANTES DE LA GRAN EXPLOSIÓN

Dios, la Primera Causa, se movió y el Espíritu entró en actividad. Al moverse, se nos dice, trajo la Luz. Luego, el caos.1

Lo de la luz, podemos comprenderlo. Parecería ser consecuencia natural de que la Primera Causa se revelara a Sí misma en el movi-miento. Porque toda luz es una forma de vibración o movimiento. Pero, ¿por qué habría de seguirle el caos?

Al principio, esta sorprendente secuencia nos parece paradójica. Si debía haber caos en el primer movimiento de la Energía Crea-dora, esperaríamos un orden inverso de los acontecimientos: caos —el vacío de lo no revelado— seguido de una gran explosión de luz, una vibración cósmica. De hecho, justo lo que los cosmólogos parecen haber previsto bastante acertadamente como principio de las cosas, en su percepción racional del orden jerárquico divino (si es que fue «divino» y no un simple «suceso casual» en el tiempo y el espacio).

Pero aceptemos que fue divino. El orden es demasiado evidente por doquier en el universo que podemos observar, como para admitir la teoría de lo «casual» como veremos más adelante. En cuyo caso, entonces el Creador Divino habrá tenido Su propia lógica.

¿Pero cuál es esa lógica? Sigamos. Está a punto de revelarse.La proyección de la Luz, descubrimos, fue sinónimo del despertar

de la Fuerza de la Mente Suprema o Conciencia Universal. La Mente, y su compañero, el Espíritu, dieron vida a la primera creación: un universo espiritual, siendo uno con el Altísimo, y poblado con ideas

Antes de la Gran Explosión

24 • La Historia del Alma

celestiales que tomaron forma y sustancia espirituales, cuales vivían en una dimensión de la Mente y no requerían tiempo ni espacio para su expresión individual. (En esta etapa, el equivalente mate-rial de esta creación superior no existía todavía, porque aún no era necesaria su aparición).

Las lecturas de Cayce sobre ese suceso inicial y los acontecimien-tos siguientes, corroboran y desmitifican muchos pasajes bíblicos que hasta ahora habían sido desconcertantes. Nos enteramos de que, tal como el Evangelio de San Juan y la Epístola de Pablo a los Hebreos lo sugieren con algunos rodeos, la «luz» que originalmente se menciona en el Génesis era sinónimo del primero y único Hijo —la Mente—: el Verbo engendrado. Y fue después que Él, como Mente Creadora o aspecto creativo del Altísimo (definido por Edgar Cayce como la Primera Causa, o «Padre», como el Cuerpo; el Hijo, la Mente; el Espíritu Santo, el Alma),2 creó otro universo aparte, cuando el Infinito avanzó sobre lo finito en ese lugar fuera de Sí mismo llamado caos.3

En cuanto a las razones para esa segunda creación, así como sus consecuencias, me temo que eso ya es querer adelantarnos demasiado. Las respuestas aparecerán en su debido orden, cuando lleguemos a la Guerra en el Cielo y la rebelión de los ángeles. (Porque los ángeles, hay que reconocerlo, son bien reales ¡aunque no ne-cesariamente «angelicales»! El registro de sus actividades, buenas y malas, se ha tejido en los etéreos hilos de Akasa, junto con el de los hombres). Entretanto, es tiempo de señalar un acontecimiento portentoso. Ese mismo primero y unigénito Hijo de Dios, a través del cual fueron engendrados después todos los demás hijos, así como las huestes de fuerzas angélicas que pueblan el universo superior de las formas mentales etéreas, ahora tomó una decisión insólita. Decidió materializarse a Sí mismo en el reino más bajo de la materia cada vez más densa —su segunda creación— donde hay que compartir la luz con la oscuridad, en el planeta Tierra. ¿Pero por qué? Para cumplir un propósito divino, sugieren los registros.

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Un propósito de carácter expiatorio. Después de aparecer una y otra vez en manifestación física, al final su ciclo de apariciones te-rrenales acabó victorioso sobre una cruz y en un sepulcro. Resucitó, y regresó al lugar de donde Él había venido, para que otros en la Tierra pudieran seguirle...

«Estudie la información filosófica o teosófica», alguna vez aconsejó Cayce a una mujer que le preguntó qué debía hacer para involucrarse en un trabajo espiritual que complementara el del propio Cayce.4 En otra ocasión, Cayce se refirió en una de las lec-turas psíquicas a la utilidad de la filosofía ofrecida al mundo por Confucio y Buda, o contenida en las enseñanzas del taoísmo, para el desarrollo de la mente del hombre, así como también la de aquellas sagradas escrituras de la India que hablan de Brahma.5 Después enfatizó la necesidad de correlacionar las escrituras de diversas naciones, a través de los tiempos, como medio de ampliar nuestra perspectiva espiritual de acuerdo con ese precepto holístico que contiene la Biblia: «El Señor nuestro Dios es uno».

Es un buen consejo, así que vamos a seguirlo.De hecho, en los escritos teosóficos de Helena Petrovna Bla-

vatsky, a finales del siglo diecinueve, ella presentó como su lema estas palabras, provenientes de una fuente india: «No hay religión superior a la verdad».6 ¿Quién puede decir que es una afirmación errónea? Atengámonos a ella mientras retrocedemos un poco para explorar uno de los muchos antiguos paralelos de la versión bíblica de la creación. En realidad, esas versiones paralelas surgen en las leyendas religiosas de casi todas las grandes culturas, en las que ha-llamos familiares verdades ocultas en sus mitos y metáforas. Es obvio que la historia de la creación ha existido hace tanto como el mismo tiempo y se ha convertido en parte del inconsciente colectivo de toda la raza humana. ¿Qué mejor prueba entonces, de su probable

Antes de la Gran Explosión

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veracidad? Pintada en muy diversos colores, con pinceladas distintas de una nación a otra, y a menudo con personajes que aparecen en escena con extravagantes atuendos apenas identificables, de todos modos conocemos demasiado bien los papeles como para confundir los actores, o la historia.

Tomemos la versión hindú para este ejemplo. Encontraremos que es muy parecida a nuestro familiar recuento bíblico de las cosas. Y sin embargo, igual podemos buscar en otras partes, por supuesto. En la China y la trinidad taoísta. En Egipto y Osiris. En Grecia y la Mónada de Pitágoras. En la mitología nórdica. O en el «Adán Superior» de los cabalistas hebreos y en el multicolor «Logos» de las primeras sectas gnósticas. Pero, ¿para qué confundir el tema con tanta diversidad?

Volvamos pues, a la literatura hindú. Aquí también existen varia-ciones entre los textos puránicos y védicos. Simplifiquemos un poco. En pocas palabras, al principio encontramos a Dios identificado como Brahma, el Ser Absoluto. Sin embargo, también se le anuncia como el miembro creador (la Fuerza de la Mente Suprema, por así decirlo) de la versión hindú de la trinidad, cuyos «hijos nacidos de la mente» hacen su aparición, junto con los saptarishi —agen-tes angélicos— en la primera, o invisible, creación. Más adelante, Brahma sale del reino interior del Ser Absoluto e inicia el «ciclo de lo necesario» al dejar caer el Huevo Cósmico en el caos, del cual va a nacer el universo visible. Luego, como Señor del Universo, Brahma entra en esta creación inferior en forma corporal para comenzar el Gran Ciclo de la evolución de regreso al Absoluto, y mostrar a las almas que luchan a Su alrededor el camino que los librará de la noria del karma, de la reencarnación, y también de maya o la ilusión de separación y multiplicidad.

En el Bhagavad-gita, un conocido texto védico, encontramos esta encarnación del Ser Superior denominado Atman. Sin em-bargo, los estudios del Gita dejan claro que debemos considerar el Atman simplemente como otro nombre y forma de Brahman o

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Brahma, o Brahm, si así se prefiere. Los puristas, atrapados en el concepto de dimensiones y divisiones escalonadas del Uno, por supuesto argumentarán lo contrario, e insistirán en las sutilezas de la diferenciación. Esos matices filosóficos no caben aquí. No se trata de negarlos, por supuesto. Pero optemos más bien por una Unicidad fundamental. Nombres diferentes y otros rostros, quizá, pero la misma Entidad divina. Eso es lo que importa.

Y también es cierto del Cristo.En la interpretación psíquica de Cayce de la versión bíblica

de los acontecimientos, descubrimos al Señor interpretando su papel divino como Guía por excelencia en unas treinta distintas encarnaciones en carne y hueso, todas con nombres diferentes, pero siempre el Cristo. Más adelante lo encontraremos en varias de esas apariciones históricas. Sin embargo, se puede revelar aquí una de ellas, de pasada. Este fue la del Adán andrógino, como Él existió antes de la proverbial Caída. Y la última, por supuesto, ya la hemos identificado como Jesús de Nazaret. ¿Y entre estas dos? Todas, salvo unas cuantas, permanecen en el misterio.

No obstante, cabe la posibilidad de que uno de ellos haya sido una encarnación en la antigua India, con un nombre brahmánico. Porque las lecturas de Cayce nos cuentan que el «Salvador» bíblico, bien sea en su manifestación en carne y hueso, o como ese impulso crístico invisible que lleva a otros a ser uno con la única Conciencia Universal, ha influido en todas las formas de filosofía o pensamiento religioso que a través de la historia han enseñado que Dios es Uno.7 En todo caso, para nosotros es fácil imaginarlo como Maestro de la cosmogonía y filosofía védicas, deificado y mitificado por reverentes escribas hindúes que a su paso entre ellos, habían vislumbrado su divinidad. Es un escenario posible. Sin embargo, no necesitamos insistir en él, por supuesto. De cualquier manera, sin duda explicaría, como nada más podría hacerlo, por qué dos de las principales religiones del mundo, tan claramente diferentes en términos culturales y geográficos, ofrecen una versión de la

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creación tan sorprendentemente parecida.Y hay otro aspecto más de su paralelismo que podemos estudiar:

la Palabra. OM. En el léxico hindú, «OM» es el sonido vibratorio y símbolo de Brahm. También se le conoce como la «Corriente Audible de Vida», un término oculto que puede equipararse, en esencia, con la Voz de la Creación, el Verbo. (Recordemos que el sonido, como la luz, es solo un modo de energía o vibración). Repetido una y otra vez durante el acto de meditación, OM (pronunciado «Ommm») es el mantra hindú tradicional. Se cree que su repetición audible eleva las vibraciones corporales en tal forma que despierta la energía kundalini que reposa dormida cual serpiente enroscada en la base de la columna vertebral, a medida que el que medita pasa a un estado alterado de conciencia. Se dice que una vez despierta, esta «energía» transformadora sube como una flecha dentro del cuerpo siguiendo una trayectoria ya establecida y activando ciertos centros espirituales hasta que alcanza el más alto de ellos, en eso-térica asociación con la glándula pituitaria localizada en el centro del cerebro. Se supone que si alcanza ese pináculo, quien medita experimentará un estado inefable de unicidad con Brahma, o Dios. Este estado de arrobamiento se denomina samadhi. Es equiparable, por supuesto, al «éxtasis» de los santos y místicos cristianos, que han logrado un estado de unión meditativa con Dios a través de la elevación de la conciencia crística interna, obviamente un pro-ceso de transformación idéntico pero bajo distintos términos de referencia metafóricos. En lenguaje psicológico, este mismo estado meditativo se denomina «conciencia cósmica».

Las lecturas de Cayce dicen mucho sobre este tema tan complejo. Sin perder la cabeza en aguas tan profundas, igual nos sumergiremos fugazmente en ese insondable pozo de sabiduría en un capítulo posterior, cuando este viaje nos lleve allí. Y veremos que nuestro conocimiento de la materia desempeña un papel necesario en la evolución gradual del alma de regreso a su Origen, y que de hecho es un tema muy ligado a la compleja simbología del Apocalipsis

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de Juan.Entretanto, con una referencia más específica aquí, donde nos

hemos tropezado con un paralelo por demás obvio entre el «Verbo» bíblico y el «OM» hindú, alguna vez Cayce observó que el habla es la vibración más elevada del cuerpo humano. A este mismo respecto, recomendó el uso de la palabra hablada en la oración como más efectiva que su homóloga silenciosa.8

¿Cuántas hazañas inimaginables, podríamos preguntar con razón, mucho más asombrosas que derribar las murallas de Jericó con gritos y trompetas, no habrá realizado el Señor en el principio con los incalculables poderes vibratorios de Su Palabra hablada? Entonces, ¡es de suponer que una palabra fue suficiente para dar vida a todo un universo! Mas yo les presento la formidable idea de que en la Mente de Dios, mil millones de ideas por mil millones de veces no son mayores que una. Y es ahí, deducción lógica, donde reside el gran secreto de la creación: en su Unicidad. Un átomo es igual a un universo. Y la Mente informa y gobierna todo, el macrocosmos y el microcosmos, hasta la última partícula de polvo sideral...

Para reanudar nuestro viaje, ahora debemos iniciar el descenso con nuestro guía psíquico a través de los inmensos y nebulosos dominios de Akasa hasta donde está a punto de estallar la Guerra del Cielo.

¿La causa de esa guerra?Obstinación. O, en un contexto más metafísico: un mal encau-

zamiento del don divino del libre albedrío. En resumen: egoísmo. Alejarse, o separarse, de Dios.

¿Y el culpable de esta celestial conmoción? Nada menos que el antiguo Príncipe de la Luz —Lucifer—, hoy conocido en la Tierra por una cantidad de nombres menos halagüeños como el Tenta-dor, Satanás, Diablo, Dragón, Serpiente, Príncipe de las Tinieblas,

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todos simbólicos de la malévola influencia del libre albedrío mal utilizado.

El primero en ser creado de los siete arcángeles y de todas las huestes angélicas, a Lucifer también se le consideraba el más hermoso: un verdadero «ángel de luz». Tal vez es por eso que su nombre, que significa «portador de luz», y su mandato inicial se relacionaron en la leyenda con Venus, el lucero de la mañana y de la tarde. (Una metáfora acertada, que describe su temprano auge y posterior caída). Es probable que este concepto mítico se remonte al conocido pasaje de Isaías, «¡Cómo has caído del cielo, oh Luci-fer, hijo de la mañana!». Las palabras, claro, iban dirigidas como advertencia profética a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, quien buscaba, como el equivocado Lucifer, exaltar su trono «por encima de las estrellas de Dios...».9

Sin embargo, esta teoría de Venus-Lucifer debe caer, como cayó el propio Lucifer. Venus, igual que los demás planetas y el resto del universo manifiesto, ni siquiera existían cuando Lucifer y sus secuaces fueron expulsados de la presencia de Dios y lanzados al abismo. Es de suponer que allí, en el vacío del caos y despojados de todo esplendor celestial, Lucifer y sus caídos seguidores vagaron sin rumbo fijo por su propia oscuridad, sin un reino o gobierno visible hasta que la segunda creación fue puesta en marcha.

Este universo inferior de la materia se constituyó entonces en una arena en la que las fuerzas opuestas de la luz y la oscuridad —el bien y el mal— se encontrarían de nuevo para reanudar la batalla inconclusa, en un lugar bien apartado de la santidad del Ser Infinito, aunque no del todo lejos de la redentora influencia de la refracción de su Luz. Aquí el destronado Lucifer, con sus trémulas hordas, tomaría un nuevo nombre —Satanail o Satanás— y asumiría un gobierno muy diferente, como Príncipe de las Tinieblas. Su poder e influencia quedarían restringidos, sin embargo, por el hecho de que debe luchar eternamente con la constante presencia vigilante de las Fuerzas Superiores, que por mandato divino actúan para

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imponer el equilibrio necesario. Así, el libre albedrío de cualquiera de los hijos de Dios que decidiera apartarse del Creador para vivir la experiencia evolutiva en el universo inferior de la materia seguiría intacto, permitiéndole regresar por fin al universo espiritual del cual provenía, y recuperar su divinidad.

Esa batalla aún continúa, dicen las lecturas al igual que los teólo-gos, aunque ahora se libra más que todo en las mentes y corazones humanos y, por supuesto, en las almas.

Pero, ¿qué hay de sus verdaderos comienzos? Separar los hechos de lo puramente alegórico puede plantear un problema para las mentes muy exigentes. Adoptemos pues la perspectiva más amplia, desde la cual se reconoce que reducidos a su esencia, lo objetivo y lo alegórico pueden ser uno.

Si recurrimos primero a las enseñanzas teosóficas, no nos debe sorprender encontrar una vez más que el hinduismo nos puede facilitar un esclarecedor paralelo. La versión védica de la historia de Lucifer muestra a Moisasure, el Lucifer hindú, que envidioso de la luz resplandeciente del Creador, decide liderar su legión de subordinados espíritus declarando una guerra espiritual contra Brahma. Pero Shiva, la tercera persona de la trinidad hindú y señor de las fuerzas de la destrucción, expulsa de su celestial morada a Moisasure y sus espíritus rebeldes y los arroja a la región de las tinieblas eternas.10

Veamos en nuestro próximo relato de los acontecimientos, las escrituras apócrifas y la Biblia. Y después volveremos a nuestra fuente psíquica.

Es lamentable, no obstante, que hasta aquí no haya nada lo suficientemente atrayente en nuestra historia como para que un científico participe en esta investigación celestial. ¿La razón? Falta de datos empíricos, por supuesto. Ausencia de leyes naturales que observar y teorizar. El marco de la ciencia no permite la especulación filosófica, y con toda razón. No obstante, si por fin algún día la cien-cia aprende a recurrir a los registros akásicos, como ahora pueden

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hacerlo solo unos pocos dotados con el don psíquico, la observación científica del fenómeno celestial así como del terrenal será una clara posibilidad. Es más, los medios para tal avance científico pueden estar más cerca de lo que se cree. Primero, ya es evidente que la ciencia está avanzando a gran velocidad hacia nuevos horizontes antes inimaginables. Abundan los nuevos descubrimientos. En los últimos tiempos han surgido dos nuevas y asombrosas disciplinas científicas: una conocida como la ciencia del caos, y otra denominada en forma aún más inverosímil, ciencia de la metafísica experimental. Impresiona la obvia audacia que ambas implican en su vertiginoso abandono del determinismo científico del pasado. Entretanto, en una serie de lecturas sobre lo que denominó energía etérea y fuerzas de onda etérea, Cayce señaló el rumbo que debería seguir la osada ciencia nueva que entre a resolver uno de los mayores misterios del universo: la naturaleza del Akasa.11 Sinónimo del misterioso «éter» que la ciencia desechó hace tiempo porque su existencia no se puede detectar, lo cierto es que en esencia es una fuerza mental y está presente en todo el espacio.

Entre los evangelios apócrifos, hay uno atribuido a Bartolomé, en el cual el apóstol sostiene lo que se debe interpretar como un diálogo alegórico con el Diablo.12 Se trata de una reunión en la cual Satanás, obligado por mandato del Señor, debe hablar a Bartolomé de muchas cosas, entre ellas la naturaleza de su creación y su caída final, después de haber rehusado obedecer la orden del arcángel Miguel de deponer su orgullo y adoptar la actitud de angelical adoración para la cual fue creado.

Satanás repite a Bartolomé su jactanciosa respuesta a Miguel:«Soy fuego del fuego, fui el primer ángel creado», le recuerda a

su hermano arcángel, quien, aunque capitán en jefe de las huestes, fue el segundo («creado por voluntad del Hijo y consentimiento

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del Padre»). Y aunque además de estos dos primeros había otros cinco arcángeles, es bien sabido que la rivalidad entre hermanos siempre es más fuerte entre los dos primeros vástagos.

Cuando Miguel dice al recalcitrante Satanás que provocará la ira de Dios, la reacción es de abierta rebelión.

«Dios no descargará su ira contra mí, sino que estableceré mi trono contra el Suyo, y seré como es Él».

Pero Dios, por supuesto, sí estaba muy airado. Satanás fue ex-pulsado del Cielo, con todos sus ángeles. Y desde entonces se dedicó a tramar su venganza sobre el hombre de la tierra, quien había sido creado a imagen y semejanza de Dios. (Lo que por supuesto ocu-rriría más tarde, en los tiempos de Adán).

Después de sus obligadas confesiones a Bartolomé, se le per-mite partir. Y Satanás se va mascullando amargamente que fue «engañado» para que hablara antes de su tiempo señalado. Sin duda consideró humillante todo el episodio. Endemoniadamente humillante, es de suponer...

En otro relato apócrifo, contenido en los «Secretos de Enoc»,13 es el propio Señor quien cuenta como creó el orden de las diez legiones de ángeles, y dispuso que cada una quedara a órdenes Suyas. Pero Satanail, habiéndose alejado con la legión bajo su mando, «concibió un pensamiento imposible... el de igualar en rango a Mi poder».

El resultado era inevitable. Tenía que irse.Y se fue, mas no por voluntad propia.El Evangelio de Lucas describe su partida de manera por

demás gráfica en las propias palabras del Señor, después de que Él ha escuchado a los setenta que regresan, relatar regocijados sus experiencias al expulsar los demonios en Su Nombre. «Yo vi a Sa-tanás caer del cielo como un rayo», les cuenta Jesús de la expulsión original.14

¿Y el expulsor? Veamos estas palabras del Apocalipsis al respecto: «Se desató entonces una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; éste y sus ángeles, a su vez, les hicieron

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frente, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Así fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero. Junto con sus ángeles, fue arrojado a la tierra».15

¿A la tierra? Bueno, no inmediatamente, sin duda. Primero, al abismo, dondequiera que fuera. Porque aquí debemos atenernos a un lenguaje en gran parte compuesto por símbolos. La Tierra, como ya hemos observado, aún no había sido creada cuando cayó ese resplandeciente arcángel convertido en dragón. Y tampoco «cayó» en un sentido literal. No había en qué o a través de qué caer. Recordemos que ni tiempo ni espacio se habían hecho manifiestos todavía. En un ilimitado universo de formas mentales puramente etéreas, ¿qué necesidad había de esos accesorios o limitaciones que más adelante se impondrían a la segunda creación del Señor? No, Satanás y sus secuaces caídos deben haberse encontrado a sí mismos encerrados en una especie de reino inferior, un vacío espiritual de noche e inexistencia absolutas.

Podríamos llamarlo caos, lo que fue creado inmediatamente después de la Luz. Y al parecer por una buena razón: constituiría la base de la segunda creación y la expresión de los pares de opuestos. Puesto que, sin esa opción, ¿de qué serviría al alma el don del libre albedrío? ¿Y de qué otra manera sabría que se había apartado a sí misma de su Creador?

Lo que nos trae de nuevo a Satanás.¿Fue la creación de este ángel convertido en monstruo un ac-

cidente? Es sorprendente, pero en la creación pueden darse esos accidentes. Ese asombroso dato fue extraído directamente de los registros akásicos por Edgar Cayce.16 Y en verdad, ¿acaso Dios no se arrepintió de haber hecho al hombre? Eso nos dice la Biblia. (De ser cierto, un pequeño recordatorio de nuestras innatas deficiencias).

Pero los caminos del Señor a menudo son inescrutables. Y para respaldar una creciente sospecha de que la difícil situación de Satanás, aunque claramente autoinfligida, de todos modos ha

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podido formar parte del plan divino desde el principio, me permito citar un fragmento de Isaías que así lo confirma. Es el mismo Dios quien habla a través de su profeta:

«Yo soy el Señor y no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, traigo bienestar y creo calamidad; Yo, el Señor, hago todas estas cosas».17

Es una expresión concluyente. ¿Cómo debemos interpre-tarla?

Creo que ya tenemos algo para dar con su significado. Esa parte del libre albedrío, que hemos observado, y la necesidad de dar al alma la opción de decidir, al crear los pares de opuestos en un bipolar universo material. Será mejor buscar una explicación más detallada. Y para eso, más nos vale ver lo que Edgar Cayce sacó de los registros akásicos.

Vemos que, en el universo espiritual todo el poder es Uno; y ese Uno es positivo.18

Los hijos nacidos de la Mente y proyectados para existir por voluntad de la Mente Creadora, eran a su imagen y semejanza (Sus seres individuales, dice una de las lecturas, muy explícitamente19), lo que significa que eran proyecciones de la imaginación celestial, células divinas, por así decirlo, del cuerpo de Dios, que de repente tomaron conciencia de su individualidad. Cada una de ellas un universo en sí misma, y capaz de manifestar creatividad de manera autónoma.

Seres andróginos que contenían en sí mismos todos los ele-mentos y características necesarias para reproducirse en forma espiritual mediante la proyección del pensamiento, incluso como su Creador. Quienes, por lo tanto, no tenían necesidad de desarrollar ningún tipo de polarización sexual como parte de su naturaleza. Más bien extrajeron su creatividad de la fuerza divina. (Esto puede

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servir para ver la realidad tras el comentario del Señor en Mateo 22:30, con respecto a las almas resucitadas en la tierra, quienes no contraerán matrimonio ni se darán en matrimonio ¡sino que serán como los ángeles!).

Dios es Amor, se nos dice. Y de la unión con Dios se deriva pleno gozo espiritual. La creatividad es el resultado inevitable.

Los hijos nacidos de la Mente, mientras mantuvieran la unión psíquica con su Fuente Creadora en la Unicidad, podían estar separados, mas no «apartados». Dios, sin embargo, deseoso de su compañía, había otorgado a los hijos el don del libre albedrío, que pudieran escoger entre permanecer en Su Presencia o apartarse de ella. Porque, sin esa opción, los hijos quedarían en la misma cate-goría de los ángeles, quienes, aunque creados a una mayor altura en el principio, deben permanecer como servidores (aunque muy enaltecidos, por cierto), atendiendo al Creador. Por otra parte, a los hijos les fue otorgado un patrimonio exclusivo, si decidían ganárselo, elevándolos por encima del más alto de los ángeles.20 Si a través del ciclo evolutivo espiritual ellos se perfeccionaban, se convertirían en verdaderos coherederos con el primer Hijo, y corregentes del universo con Él en un interminable modelo de creatividad y cre-cimiento espiritual. (Porque, como alguien sabiamente observó alguna vez, crecer es el eterno mandato de la Mente).

En cierta ocasión que se pidió a Edgar Cayce describir el ciclo de la evolución espiritual comparado con la evolución del hombre en carne y hueso, respondió con rodeos. La evolución en el plano espiritual, señaló, no se puede apreciar bien desde otro plano.21 Es de suponer que tendremos que esperar a haber alcanzado ese nivel para saberlo.

Entretanto, hay otro punto que nos desconcierta. Y al no poder conseguir al señor Cayce para que nos responda, vamos a intentarlo nosotros mismos. Tiene que ver con el hecho de que Lucifer, el primero de los arcángeles en ser creado, al parecer fue dotado con una característica que Dios se había propuesto reservar sólo para

los hijos: el don del libre albedrío, o la opción. ¿Fue éste uno de esos «accidentes» antes mencionados? Tal vez. O quizás fue una parte de los misteriosos planes del Señor... En todo caso, sin la deliberada desobediencia de Lucifer, ¿qué causa habría surgido para dejar caer, por así decirlo, el «Huevo» bráhmico y crear ese universo inferior? Y sin ese acontecimiento salvador, ¿dónde, en nombre del cielo, estaríamos ahora todos nosotros las almas apartadas? En el abismo, es lo más probable. En cambio, henos aquí: avanzando a tientas en nuestro lento y arduo caminar ascendiendo de vuelta a la Mente del Creador, lo cual —se nos ha asegurado— es nuestro destino a menos que por insensatos elijamos algo distinto.

Nuestra fuente nos señala que el hombre en su estado original o de conciencia permanente, es alma, con un cuerpo espiritual como el del Creador. Y que aquí, en carne y hueso, el alma es la parte de Dios en nosotros. La conciencia de carne y hueso en lo material fue creada sólo para que el alma pudiera ser conciente de su separación del poder de Dios. Y fue Satanás, o Lucifer —como alma, se nos dice— quien «creó esas necesidades», a través de su propia caída, para que este estado se diera.22 Tampoco se arrepiente de lo que hizo. De ahí el enfrentamiento constante de carne y espíritu, que es una réplica de aquella rebelión original en el cielo.

«Como es arriba es abajo», dice el axioma hermético.Y tal como existe un Salvador personal en la tierra, cuyo

Nombre podemos invocar a voluntad, también existe un demonio personal.

Sin embargo, el relato de esa batalla primordial de las Fuerzas Invisibles entre el arcángel Miguel, servidor de la Luz y Señor del Camino, y Lucifer, Señor de la Rebelión y las Tinieblas, concluye con una recomendación de prudencia. Se sugiere que todo el mal actual en la tierra debería ser visto de manera impersonal, como diversas influencias contra las que debemos luchar, más que como obra de una personalidad específica. De hecho, el intento de per-sonalizar el mal, o el error, si a eso llegamos, es más acertado que

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no señalarnos a nosotros mismos.¿Y por qué eso?Cada uno de los que estamos en el plano terrenal vinimos por

voluntad propia, como almas en busca de experimentar en carne y hueso un reino de conciencia aparte de Dios.

Nosotros también caímos.

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3LA ROTURA DELHUEVO CÓSMICO

¿Nuestro origen cósmico en un huevo?Debemos tomarlo como una metáfora, por supuesto. Además

acertada, para los sabios de la antigüedad, quienes la inventaron en una época que no conoció temas tan complicados como la mecánica cuántica o la relatividad. Pero los tiempos cambian, y con ellos sus símbolos. Ya no podemos fomentar la arcaica idea de un Dios que anida o un cosmos que sale del cascarón. Dejemos la postura de huevos descomunales al largamente extinto pterodáctilo y busque-mos un simbolismo más actualizado para expresar el nacimiento de nuestro universo.

Lo encontramos en el punto geométrico.Centrado en su propia nada ingrávida (existe a cero gravedad,

atención), este inerte e invisible punto nuestro representa un po-tencial de energía nunca antes soñado, suspendido en un tiempo y espacio aún no manifiestos. Quizás no mayor que un átomo muy comprimido, resultante de un universo súbitamente aplastado por su propia gravedad o desintegrado por partículas antimateria, ahora empieza a crecer como capullo en flor después de un prolongado invierno. En ese nanosegundo de movimiento interior, de repente sale de sí mismo con toda la fuerza y velocidad de un genio liberado de su botella después de eones de inercia. Una enorme explosión de materia comprimida durante mucho tiempo —una inimaginable Gran Explosión que aún resuena en las más lejanas latitudes de un

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universo en constante expansión mientras el antiguo punto geomé-trico corre por igual en todas direcciones— convirtiéndose en un círculo que se ensancha ilimitadamente en el tiempo y el espacio. Aún hoy, en las más remotas ondas creadas en ese primer nanosegundo de movimiento celestial, siguen formándose nuevas e innumerables estrellas y nebulosas, así como vertiginosas galaxias.

Lo descrito, de hecho, sobrepasa lo puramente metafórico. En la mente de la mayoría de los defensores de la teoría de la Gran Explosión, esa es exactamente la forma en que ocurrió... y en la que seguirá ocurriendo, a medida que, según ellos, nuestro autosostenible universo continúe expandiéndose indefinidamente.

¿Indefinidamente? Bueno, pues aquí es donde la principal escuela de teoría cuántica choca frontalmente con la relatividad general. Previendo una gravedad incontenible, Einstein predijo el derrumbe final de este universo finito, en una inversión exacta de sus inicios. Sus puntos de vista, en conflicto con la teoría cuántica, se ridiculizaron y desecharon por anticuados. Pero si se confirman las más recientes especulaciones de los actuales proponentes de la supergravedad, al final el imparable Einstein (como sus fuerzas gravitacionales) resultará vencedor. Y coincide con nuestro punto de vista psíquico de las cosas, como se demostrará muy pronto. Una especie de secuencia Alfa y Omega, por así decirlo, si tomamos prestado ese período apocalíptico en el cual el Señor se proclama a Sí mismo principio y fin de la creación finita.

Sorprendentemente, esa alusión bíblica nos lleva de regreso a nuestro Huevo Bráhmico. ¿Acaso nos precipitamos un poco en abandonarlo? Porque el huevo, como la serpiente y otros símbolos familiares en las enseñanzas religiosas igual de Oriente que de Oc-cidente, tiene una interpretación oculta y otra que por lo general es la revelada. En el hinduismo, el huevo se convierte en un símbolo esotérico del «No Número», o el oviforme cero, antes de ser agre-gado el Adi-Sanat —el «Número» o «Él es Uno»— por el cual se convierte en terreno fértil para la multiplicidad de números de la

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creación visible de Brahm.1 En la tradición occidental, el «huevo» que da la vida pierde su figura oviforme para convertirse en una esfera o círculo. Es el símbolo de la Eternidad, al cual se agrega el punto central para representar el Logos o Verbo, esa Energía Creadora que lleva la Eternidad a una manifestación finita. Este mismo círculo con el punto geométrico en su centro es también el comúnmente reconocido emblema del Sol (el Hijo).

En su intento de rastrear los orígenes del universo hasta ese invisible punto de compresión anterior a la Gran Explosión, la física moderna acerca la ciencia en forma inquietante a los principios rec-tores de la religión. La materia se funde con el espíritu, lo natural con lo sobrenatural. De igual modo, una teórica «mente del universo» sigue de cerca a las investigaciones peligrosamente metafísicas de los físicos de partículas que parecen haber descubierto un principio de autoorganización tras el aparentemente caprichoso y caótico comportamiento de las partículas subatómicas. Algunos físicos, muy conscientes de las arenas movedizas que están surgiendo bajo sus pies, se han refugiado en los sutiles aforismos del budismo y el taoísmo, en los que es menor el riesgo de ser acusados del imper-donable pecado científico de la «religiosidad». (Crítica que habría acabado con Einstein de no ser por su indiscutible genialidad). Este giro al misticismo oriental ha traído como consecuencia una fascinante síntesis de puntos de vista, expresada en el creciente número de libros de este género inusual, que no es del todo ciencia pero tampoco religión. O que, más bien, podría denominarse como una mezcla filosófica de ambas...

Fue muy a principios del siglo diecisiete que Sir Francis Bacon propuso por primera vez los parámetros correctos para la inves-tigación científica, al declarar categóricamente que «no pretende-mos alcanzar los misterios de Dios a través de la contemplación de la naturaleza». Fue una conclusión particularmente sabia para la época, porque cubría dos aspectos: implicaba que la Iglesia no debía inmiscuirse en la ciencia. Pero en esencia, iba dirigida a

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42 • La Historia del Alma

la creciente necesidad de definir el papel atribuido a la ciencia, percepción que casi no ha sufrido cambios hasta hace muy poco tiempo. Por consiguiente, a través de los siglos los científicos se han dedicado a su única y legítima tarea de descubrir y probar las leyes de la naturaleza, dejando los misterios de Dios a la especulación de los predicadores o el mandato de los papas. No es pues sor-prendente que esta prolongada y mutua separación entre ciencia y religión también haya generado una mutua desconfianza, a menudo alimentada por el dogmatismo de las dos partes. Sin embargo, ha llegado el momento de derribar ambas murallas, la separación y la desconfianza, para buscar un terreno común. Creo que por fin vamos aprendiendo que Dios está en las leyes de la naturaleza igual que en todas partes. ¿Por qué los científicos no empiezan —de hecho como ya lo están haciendo algunos— a descubrirlo allí? ¿Y por qué los devotos de la religión no hacen una interpretación más científica de la naturaleza de Dios y cambian lo sobrenatural por lo divinamente natural? Claro que hay otro problema: los hallazgos científicos por fuerza son tentativos, en tanto que los pronuncia-mientos religiosos son absolutos. Pero como Cayce lo expresó una vez, la Verdad es una experiencia en crecimiento. La religión y la ciencia deben estar sujetas a un constante cambio y crecimiento a medida que evolucionamos hacia Dios.

De hecho, hemos visto al absolutismo religioso sufrir rudos golpes en el pasado siglo de progreso científico en la medida que se ha probado debidamente lo insostenible de posiciones funda-mentalistas del cristianismo sobre ciertos temas de la interpretación bíblica como la edad de la Tierra, por ejemplo, o el tiempo probable que el hombre la ha habitado. La ciencia no ha entregado ninguna respuesta cierta todavía, pero a la fecha la evidencia ha sido sufi-cientemente fuerte para desbancar aseveraciones fundamentalistas sobre estos temas, por un margen muy amplio. El desmoronamiento de la obstinada resistencia fundamentalista frente a nuevas verdades es sólo cuestión de tiempo, tal como unos cuantos siglos atrás el

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revolucionario descubrimiento de Copérnico por fin hizo entrar en razón a un papa obstinado.

Como Gandhi observó sabiamente en alguna ocasión, la Verdad es Dios. Pero como buscadores de la Verdad, que aún no penetran los misterios de Dios, «la religión que concebimos está en perma-nente proceso de evolución y reinterpretación. El avance hacia la Verdad, hacia Dios, es posible sólo debido a esa evolución». Sabias palabras. Y fue quizás en este contexto de crecimiento espiritual, que más de una vez Cayce afirmó que la verdadera «iglesia» debe estar en nuestro interior, más que en ninguna organización estática, por útil e incluso necesaria, que para algunos demuestre ser como fuerza para «centrarlos» a pesar de la inevitable gravitación hacia el dogmatismo.

Por otra parte, a veces la ciencia ha sido igualmente dogmática al aferrarse a posiciones no comprobadas. La teoría darwiniana del origen de las especies es un buen ejemplo de ello. Aunque no pasa de ser una teoría discutible, a menudo es exaltada al status de hecho comprobado. Y en este caso, es más probable que sea la ciencia y no la religión la que se vea forzada a dar marcha atrás en el tiempo, al hacer ciertas concesiones importantes cuando modere su posición intransigente. No es que el hombre no haya evolucionado, por su-puesto, o que no esté aún evolucionando. ¿Pero de qué y hacia qué? Esas son las preguntas cruciales. ¿Y qué hay del alma del hombre, que tanto afecta el esquema total de la evolución? La ciencia tiene todo el derecho a dudar de la existencia del alma, pero no a pasar de la duda a la negación. De hecho, hace poco un científico catalogó a la ciencia como «el arte de dudar».2 Es una distinción que todos los científicos deben tener muy en cuenta cuando se sientan tentados a rebasar sus propios límites y volverse dogmáticos.

Uno de los peligros del dogmatismo científico es el embara-zoso hábito que puntos de vista desacreditados desde tiempo atrás, tienen de recuperar su respetabilidad perdida cuando una nueva generación de científicos da con nuevos hechos. Ejemplo de ello

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son ciertas ideas ya descartadas que una vez planteara el científico francés Lamarck, las cuales contradicen el popular dogma biológico acerca de la aleatoriedad de la evolución y acaban de resucitar a manos de un equipo de biólogos de Harvard. Los sorprendentes resultados de sus experimentos con bacterias, publicados por la revista británica Nature en su número del 8 de septiembre de 1988, indican que estos organismos unicelulares son capaces de controlar sus propias mutaciones genéticas, en total acuerdo con la vieja teoría de Lamarck. (Que una criatura multicelular como el hombre pueda hacer lo mismo aún está por probarse, pero la lógica nos dice que lo que un organismo unicelular puede conseguir por sí solo, con seguridad no debe estar por fuera de la innata sabiduría de toda criatura viviente, incluso del hombre).

Entretanto, mientras los científicos dan señales de una cada vez más pronunciada inclinación a la metafísica en sus estudios del átomo y el universo, entrando así al patio trasero de la religión, algunos contendientes religiosos han intentado invadir los terrenos de la ciencia con una mal denominada «ciencia» propia, llamada ciencia de la creación. La cual, aunque en algunos aspectos refleja un escaso conocimiento de los principios científicos básicos, con lo que se descalifica a sí misma como verdadera disciplina científica, de todos modos sirve para demostrar que ciencia y religión ya no pueden evitar el cruce por sus terrenos antes mutuamente exclu-sivos. Y para ser sinceros, ¿acaso no es precisamente una cruzada fecundación de ideas de estos dos reinos rivales lo que se necesita en esta crítica etapa evolutiva? Porque se nos ha dicho que ya se está gestando una nueva raza madre que llamará al mundo a una mayor unificación a todo nivel.

Nuestro tema aquí es la unicidad.Ciencia y religión son los pilares gemelos de nuestra civili-

zación moderna. Cada una tiene su función separada, claro, como la tienen la cabeza y el corazón en el hombre, y ninguno de ellos puede sobrevivir sin cierto grado de cooperación del otro. Hay

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que reconocer esa interdependencia y actuar en concordancia, o el bienestar de todo el organismo correrá peligro. Igual ocurre con el intelecto y la emoción: los necesitamos a ambos, interactuando en forma equilibrada, o corremos el riesgo de convertirnos en una doble personalidad encaminada a la autodestrucción.

Trato de llegar a una percepción de la totalidad de las cosas. No obstante las mentes e inventivas increíblemente prolíficas de nuestros mejores científicos, asistidos como nunca antes por una casi ilimitada tecnología, el innato desprecio de la ciencia por los valores espirituales crea un lado «ciego» que impide muchos avances posibles. ¿Durante cuánto tiempo una ciencia librepensadora podrá evadir o desechar las realidades espirituales que pugnan por salir bajo sus inquisidoras manos, por así decirlo? Tarde o temprano, deberá encarar la necesidad evolutiva (de la que apenas un escaso número de científicos está siendo consciente) de reconocer la exis-tencia de una Fuerza divina universal, o Dios, tras todo lo que ahora examina con tan deliberado desinterés por su naturaleza funda-mental. Cuando lo logre, la ciencia tendrá que establecer objetivos y pautas interdisciplinarias sobre esa premisa unificadora. Para la humanidad el progreso resultante, tanto espiritual como material, será realmente espectacular y nos capacitará para crear una utopía terrenal si así lo deseamos.

En cuanto a la religión, su tarea de autocorrección luciría un tanto más difícil, pero ¿qué es imposible para Dios? La religión es una casa que está muy dividida en contra de sí misma, y ya es una maravilla que Dios pueda encontrar morada bajo su debilitadas vigas. Todas las grandes religiones del mundo necesitan unirse, en espíritu si no en la práctica individual, bajo un tema común a todas: «El Señor nuestro Dios es Uno». Luego, trabajando en equipo con la ciencia en todo el mundo, este cuerpo religioso unificado puede llevar a cabo una labor organizada bajo un ideal común, en busca de erradicar la pobreza y la ignorancia que sin proponérselo tantas veces han fomentado en el pasado, con políticas interesadas

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y socialmente retrógradas. No es posible satisfacer las necesidades del ser interno ignorando el externo.

Si trabajamos juntos, cosecharemos los frutos de la unicidad. Y de unicidad, dijo Cayce, es de lo que realmente se trata la evolución. Cualquier cosa que aparte a cualquiera de nosotros frena el avance de los demás, y todo aquello que nos una eleva a la humanidad como un todo. Jesús, al dirigirse a aquellos espiritualmente necesi-tados que se reunieron para escuchar sus palabras pocos días antes de su última cena, formuló su Ley de la Unicidad mediante una sorprendente profecía. Su cumplimiento puede ser un proceso en curso, incluso ahora. «Pero yo, cuando sea levantado de la tierra», dijo Él, «atraeré a todos a mí mismo».3

La Mente es el constructor, se nos ha dicho, y nuestros pen-samientos continuamente se están materializando a innumerables niveles. Uno de esos niveles, por increíble que parezca, tiene im-plicaciones cósmicas. Implica el factor de resonancia. Porque un aspecto de la filosofía de Cayce es que nuestra evolución humana está relacionada con la del universo como un todo, y que nuestros pensamientos y acciones combinados, si tienen un carácter negativo, pueden poner en marcha una resonancia discordante que afecta no sólo al sol (en el que puede provocar manchas solares)4 y los distintos planetas de nuestro sistema solar inmediato, sino que llega a sistemas de estrellas mucho más lejanos dentro de nuestra propia galaxia y aún más allá. Ese factor de resonancia se pone en marcha, teóricamente, a través de una vasta red etérea de impulsos armónicos que conectan cada parte del universo con las demás, en forma muy similar al sistema de circuitos de las células nerviosas en el cuerpo humano. Y cuando la conciencia colectiva humana sobre la tierra no está en armonía, se supone que el organismo planetario resuena con un tono desafinado, por así decirlo, que afecta de manera adversa la «música de las esferas». En un efecto recíproco que coincide con los principios de la resonancia, nuestro tono alterado rebota hacia nosotros como un impulso discordante

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causado por nuestra sintonía incorrecta. Sus efectos sobre el planeta pueden verse en forma de terremotos, tormentas solares, plagas y demás, hasta que el factor de resonancia planetario se ajusta a un tono más armonioso. Y esto depende, por supuesto, de la conciencia colectiva del hombre, a quien se entregó el gobierno al principio con el mandato de «someter» la tierra y —en consecuencia— aquello que simboliza la tierra: el ser inferior.

Es una teoría factible, que tiene nexos aceptables con algunas de las más recientes propuestas científicas y al mismo tiempo, coincide básicamente con la tradición bíblica.

Veamos algunas teorías relacionadas, extraídas directamente del mundo de la ciencia moderna.

«Dios no juega a los dados con el universo».De todos los aforismos de Albert Einstein, ese es quizá el más

conocido y más a menudo citado. También es el que, aún en nues-tros días, es objeto de más debates entre científicos pertenecientes a escuelas de pensamiento contradictorias.

De hecho se ha debatido desde el momento en que se conoció.«¡Dejen de decirle a Dios qué debe hacer!» fue la inmediata y

airada respuesta de Niels Bohr. Al talentoso teórico cuántico danés le contrariaba muchísimo que Einstein rechazara de plano su pro-puesta, que más tarde probarían y confirmarían otros científicos, sobre el carácter al parecer caótico y aleatorio del mundo de las partículas subatómicas. Einstein y su ordenado Dios eran los aparen-tes perdedores. Esa vez ganaron los revoltosos electrones. Con base en el impredecible comportamiento del electrón libre en repetidos experimentos, la conclusión parecía estar clara: en el universo nada se puede predecir con certeza, puesto que la partícula atómica es la esencia de toda materia. (Sin importar que el propio acto y modo de observar el electrón en condiciones artificiales dentro de un laboratorio interfirieran en su comportamiento normal, hacién-dolo saltar en forma errática de una órbita a otra, o transformarse

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súbitamente de partícula en onda, y lo contrario).En todo caso, los físicos de partículas ya han empezado a darse

cuenta de que el trabajo pionero adelantado por Bohr y otros en su temprana exploración del poco conocido mundo de los siste-mas cuánticos no llegó tan lejos como para ameritar ninguna conclusión definitiva. De hecho, recién llegados a este campo han presentado algunos descubrimientos nuevos de naturaleza por demás sorprendente. La investigación actual muestra que el caótico electrón libre también puede mostrar una asombrosa capacidad de auto-organización y lo que nos atreveríamos a denominar una forma de «conciencia» que en realidad lo capacita para responder a los estímulos mentales del observador. Resultado: del caos, orden repentino. La modalidad caprichosa del electrón de laboratorio disparado por un cañón de electrones, que al principio despliega un juego libre del cual surgen organizaciones y reorganizaciones al azar en una ciega manera darwiniana, de repente cambia a un predecible y ordenado patrón de comportamiento ante la atenta mirada de un observador humano (en este caso, el físico).

Esta interacción percibida entre observador y objeto observado, que guarda el meollo de la «nueva física», conlleva profundas impli-caciones que resultan inquietantes para la ciencia. En primer lugar, toda sugerencia de que la mente humana pueda ejercer algún tipo de control sobre el átomo parecería validar, como efecto obligado, la tradición bíblica respecto al dominio sobre toda la creación, que Dios otorgó al hombre en el principio. Además, presenta la probabilidad de un papel equivalente, en este universo relativista nuestro, entre la mente del hombre y la de una Inteligencia superior (la llamemos o no «Dios»).

En suma, debemos concluir que el juego de perseguir elec-trones ha generado para la ciencia algunos enojosos interrogantes de naturaleza puramente metafísica, que por lo general se cree la ciencia física no está capacitada para responder. Sin embargo, hay una hipótesis tentativa planteada por los proponentes de la antes

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mencionada metafísica experimental, esa nueva ciencia atrevida y disidente. ¿Atrevida y disidente? Bueno, no del todo disidente, lástima. Veremos que la antigua ciencia aún interfiere con la nueva e innovadora, frenando su avance con buena parte de las críticas usuales. De hecho, nuestra llamada «metafísica experimental» evita todo tono aventurado con posibles implicaciones espirituales o re-ligiosas, con lo que mantiene a la metafísica anclada en la materia, en situación muy parecida a la de un pájaro con las alas recortadas. Por consiguiente, una teoría de otro modo prometedora, acaba por no poder despegar jamás. Al señalar esta falla fundamental, me viene a la memoria lo que Madame Blavatsky escribió alguna vez de Darwin: «Darwin inicia su evolución de las especies en el punto más bajo para ir subiendo desde ahí. Su único error tal vez sea que aplica su sistema en el extremo equivocado».5

La hipótesis en cuestión parece apoyarse sobre el implícito su-puesto de que una clase de factor de conciencia subliminal, fenómeno completamente natural desprovisto de toda causa sobrenatural, sea un aspecto evolutivo del universo físico. Hasta donde la ciencia puede interpretarlo, este cósmico «misterio de la conciencia», como se le conoce, ha venido evolucionando lentamente durante eones para nacer de la materia primigenia o lo que sea que la Gran Explosión lanzó al espacio en el principio. Hoy en su cúspide está la conciencia totalmente despierta del hombre, la especie pensante más avanzada del cosmos, traída especialmente a un estado de conciencia superior por la misteriosa conciencia cósmica para servir a sus propios fines evolutivos. Porque el universo —según la teoría— necesita de la mente de un hombre como observador, dado que no se puede decir que nada existe hasta que es observado. (Esta última proposición es premisa fundamental de la propuesta). El papel del hombre como observador es contribuir a que la progresiva evolución del cosmos observado se perpetúe y avance, aunque el hombre mismo requiere del cosmos para su propia evolución en curso. En fin, se trata de un arreglo simbiótico, como ocurre en toda la naturaleza

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cuando una forma de vida desarrolla una mutua dependencia de otra para lograr su supervivencia conjunta. Pero aquí el proceso de simbiosis parece haber alcanzado su estado más elevado, su forma más perfecta. Puesto que el observador consciente es el producto de aquello que él observa. Su unión panteísta forma lo que se ha denominado como una «danza metafísica» entre la mente del hombre y el universo de la materia.6

Las imágenes pueden ser atractivas; la metafísica no tanto.Debemos preguntarnos con toda humildad: si en el principio

no estuvo la Mente del Creador observando —y de hecho durante todo el resto del tiempo— ¿cómo es que un universo no observado se las arregló para sobrevivir y evolucionar por sí mismo hasta la llegada del hombre, unos cuantos miles de millones de años más tarde? Es más, ¿cómo puede la ciencia moderna dar validez alguna a la teoría de la creación por la Gran Explosión, en un mecánico inicio de las cosas desde la materia primigenia, sin nadie por ahí que escuchara u observara ese nacimiento? Si se elimina la Primera Causa, hay que eliminar sus efectos. Sin Observador Principal, nada que observar. Así de sencillo. ¿De qué sirven las explicaciones mecanicistas?...

Prefiero el punto de vista de las imaginativas páginas del Génesis. A pesar de la hipérbole de su simbólico lenguaje, de alguna manera tiene más sentido, y su metafísica general es mucho más sensata. La ciencia debería darle otro vistazo. Tal vez sea posible una síntesis en estos tiempos modernos. Podríamos conservar la Gran Explosión, pero agregar Espíritu y Luz —la Fuerza de la Mente Suprema—. A lo mejor todo encaje bien. Y en cuanto a esa relación simbiótica entre el hombre y el cosmos físico, si nos atenemos a la Palabra de Dios, es una asociación apenas temporal. Porque se nos ha dicho que el hombre fue imbuido con una entidad espiritual que vive para siempre y perdurará más que el universo visible de la materia. Pero mientras permanezca aquí, al hombre le fue otorgado el dominio. Es el legítimo conservador del cosmos mientras dure, con la función

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de proteger y cuidar todos los mundos que temporalmente puedan satisfacer sus necesidades evolutivas, y de convertirse en miembro activo del gobierno del universo a través de su gradual dominio de las leyes universales.

(Una acotación al margen para el lector: En una época de aguda conciencia de género, quede claro que las anteriores referencias al «hombre» y todas las referencias similares que siguen, tienen un sentido estrictamente genérico y se debe entender que también equivalen a «mujer». Si para alguien es un uso ofensivo, ofrezco disculpas. Pero en un tema como el que nos ocupa, el término de referencia genérico sigue siendo científicamente correcto y no permite otra alternativa viable).

Cayce habló a menudo de la Unicidad de toda Fuerza.7

En esa unicidad deber estar implícito un orden fundamental de todas las cosas. Por lo menos sabemos por observación que del más caótico de los acontecimientos finalmente surge un orden, ya se trate de una erupción volcánica o de la desintegración y recomposición de un continente cuando la Tierra se depura y renueva a sí misma. Asimismo, es obvio que un orden maravilloso y exquisito debe regir el microscópico mundo del átomo y las partículas subatómicas, cuyo ocasional comportamiento errático puede tener una explicación racional que escapa a la comprensión del físico. ¿Quiénes somos, para ver la «casualidad» en acción cuando alguna ley desconocida causa que al parecer caprichosas o caóticas partículas de materia se fusionen en objetos tan preciosos como pueden serlo millones de copos de nieve geométricamente perfectos o el diseño de los encajes que forma la escarcha en el cristal de una ventana?

La ciencia ya ha demostrado que los estímulos mentales de las ondas del pensamiento del físico pueden controlar al díscolo electrón en la cámara de pruebas. Es obvio, pues, que dentro del electrón existe alguna forma de conciencia primitiva. Y que esa

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conciencia ha mostrado su disposición a recibir instrucciones de una presencia pensante cercana, instrucciones que incluso pueden ser transmitidas en forma subconsciente y recibidas de igual ma-nera. Pero, ¿dónde está o cuál es la Fuerza Invisible que ordena a los átomos armar el copo de nieve cuando asume su maravillosa formación geométrica en la atmósfera superior? ¿O la que reúne las células vivas de cada brizna de hierba que crece con individualidad propia? Volemos mentalmente por un momento al espacio sideral donde las vertiginosas galaxias están reunidas, como titanes, cada cual obedeciendo sus órdenes de marcha impartidas ¿pero, por Quién o Qué?

La respuesta no debe ser evasiva. La hemos tenido al frente todo el tiempo. Me permito repetirla en términos claros: existe una Fuerza de la Mente Suprema Creadora y Legisladora (llámese como se quiera) que instruye y gobierna cada nicho y cada rincón del universo. Ha estado ahí desde el principio, porque el principio estaba en Sí misma. Y puesto que debe haber una ley para cada cosa de la creación, estableció las leyes universales aún antes de desatar la Explosión o pronunciar la Palabra que puso todo en marcha.

Esa filosofía, basada en conceptos espirituales revelados por nuestra fuente psíquica, podría parecer a las mentes científicas demasiado esotérica para tomarla en serio. Sin embargo, como ya lo señalamos, últimamente el mundo de la ciencia ha experimentado un cambio radical, planteando sus propias ideas esotéricas en la medida que empieza a interactuar con la conciencia de la Nueva Era. Una de las revistas científicas más prestigiosas publicó recientemente un breve y sobrecogedor artículo de un astrofísico cuyos puntos de vista no están muy alejados de la metafísica pura. El artículo con-tiene pruebas suficientes, si uno es capaz de aceptarlas, de que una Inteligencia que impone el cumplimiento de la ley entró en acción el mismo instante en que el universo físico fue creado.

¿El tema de ese artículo? Las cuerdas cósmicas.8

Y qué son las cuerdas cósmicas, se preguntará el lector. Tal vez

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son algún tipo de proyección mental o «pre-materia» etérea. (Pero eso, debo confesarlo, es mi propia idea personal). En el artículo se las identifica como «entidades invisibles, exóticas» —delgados hilos giratorios de fuerza y energía descomunales, aunque ya decadentes muchos de ellos— que aún quedan del tejido del universo recién nacido. En ese primer instante de la creación, fueron arrojadas al espacio en todas direcciones como una gigantesca red de lazadas que giraban vertiginosamente. Su diseño fue maravilloso y pre-ciso. Con rítmicas pulsaciones, el extremo final de sus lazadas perfectamente estructurado se movía a la velocidad de la luz para barrer la materia prima convirtiéndola en terrones que en sus giros generaron las galaxias.

¿Qué es todo esto? ¿Un creciente culto de misticismo cientí-fico? Teoría tras teoría, vemos que la ciencia se va dejando llevar por premisas místicas. Es como si de pronto todas las leyes de la naturaleza conocidas empezaran a dar paso a fuerzas desconocidas. Y eso podría ser precisamente lo que está ocurriendo. Porque hay una Nueva Era que ya prácticamente nos alcanzó, y fuerzas irre-sistibles lanzan a todo el género humano a una edad de cambios revolucionarios y un despertar que escapa a nuestro actual nivel de comprensión. Es muy natural que todo esto atrape al científico, igual que a los demás. Pero lo que en realidad está experimentando, más que una transformación mística, no habría de saberlo él mismo, es una espiritual. No obstante, le cuesta admitirlo.

Resumamos: Primero, una Gran Explosión —no vista y no oída— pero de

algún modo verosímil para científicos de todas partes que la conside-ran como la más aceptable de las teorías de la creación. Entonces el caos, observado en una cámara de pruebas. Y del caos, orden. La propuesta de un universo que se organiza a sí mismo, como la

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teoría de la elección entre los físicos de partículas. Luego, simbiosis: una danza metafísica entre mente y materia, a nivel cósmico. Y, por último, esas cuerdas cósmicas: supuestos hilos de energía invisible colgados por todo el universo, mediante los cuales algún Genio no identificado esparció en el principio del tiempo y el espacio el material simiente que formó las galaxias...

Puras conjeturas, todo esto. Conjeturas, también, de respetables publicaciones científicas. No es que me burle de ellas, no faltaba más. Y tampoco que las desapruebe. Por el contrario. Pero es inevitable preguntarse: si eso es ciencia, ¿por qué faltaría rigor científico si se explora lo paranormal o se acepta como premisa vigente la exis-tencia de una fuerza divina y una entidad espiritual para explicar tantos misterios acerca del hombre y el universo de otra manera inexplicables?

Existe todo un mundo de ciencia espiritual esperando ser ex-plorado. ¿Por dónde empezar? Para medir un círculo, como dijo alguien, por cualquier parte se empieza.

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4LOS SEIS DÍAS DE LA CREACIÓN

Primer Día.La tierra era un caos total, las tinieblas cubrían el abismo. Y dijo

Dios: «¡Que exista la luz!». Y la luz llegó a existir. A la luz la llamó «día», y las tinieblas, «noche». Y vino la noche, y llegó la mañana: ése fue el primer día.

Así, según el autor del Génesis, empezó y terminó el Primer Día de los seis días de la creación. (El séptimo, recordemos, fue un día de descanso).

Pero ¿cuánto dura un día, por el reloj del cielo? Un día de Brahm, dice la tradición hindú, hablando de tiempo medido en términos de Dios, tiene unos 4500 millones de años de duración. Tiempo suficiente para que Rip van Winkle pasara durmiendo a la Eternidad, mientras Dios apenas empezaba Su tarea...

Siete días, en total. Unos treinta mil millones de años, si usamos la calculadora bráhmica. ¿Y si no? Bueno, pues todavía nos quedan otras opciones.

Primera, el punto de vista literal. Los partidarios de la litera-lidad, inflexibles y aferrados a la Biblia, se oponen a todo tipo de interpretación simbólica de los acontecimientos e insisten en que la Palabra se tome al pie de la letra. Siete días son una semana, no más y tampoco menos. (Con todo respeto, cabe preguntarnos cómo abordarán sueños y parábolas los partidarios de la literalidad).

Cada quien debe interpretar el tema según su propia compren-sión, sugirió conciliador Edgar Cayce, cuando se le pidió su parecer.1

Los seis días de la Creación

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Pero por su parte, no dudó en alinearse con los simbolistas, citando el viejo y familiar adagio: «Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día ». Lo que el humilde psíquico tenía claro, en su asombrosa perspicacia, es que el tiempo no puede tener importancia para el Creador. Ni mil años ni mil millones de años. Todo tiempo es uno, solía afirmar, igual que el espacio es uno, en el reino del Espíritu donde todo está presente —el Eterno Ahora— en la conciencia de Dios. O para expresarlo en términos más absolutos (que la mente finita no alcanza a captar por completo, según Cayce, por su separación de lo Infinito), en realidad no hay tiempo ni es-pacio.2 Simplemente son conceptos de nuestra conciencia finita. La Mente Creadora originó el tiempo y el espacio como dimensiones necesarias de la creación física —los «pilares del escenario», por así decirlo— de nuestra evolución en un mundo relativo, un universo relativo. Otra dimensión agregada por el Creador, fue la paciencia. Porque, como dice en Lucas: «Por su perseverancia obtendrán sus almas».3 (Era uno de los temas bíblicos favoritos de Cayce, y aparece muchas veces en sus lecturas psíquicas).

Lo que nos trae, por fin, al último punto de vista relacionado con el tiempo que nos quedaba por analizar: el de la ciencia física.

La geología, conjuntamente con las demás ciencias de la tierra, ya tiene una posición bastante sólida sobre la edad de nuestro planeta, fijada en unos 4600 millones de años. La edad del universo, que se remonta a la Gran Explosión, es mucho menos precisa. Hasta hace muy poco, los científicos la estimaban en unos quince mil millones de años, pero es una cifra que siempre se corre más hacia atrás en las remotas brumas de un tiempo y un espacio desconocidos. Los cada vez más potentes telescopios permiten contemplar en el espacio sideral fantasmagóricas imágenes de refulgentes objetos celestiales a tantos miles de millones de años luz en el pasado, que dejan al observador atónito y perplejo.

La revelación más reciente y sorprendente es el avistamiento de dos primigenias galaxias a unos diecisiete mil millones de años

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luz de la Tierra, que se cree representan una distancia aproximada del 95 por ciento del retroceso en el tiempo hasta la denominada Gran Explosión. El aparato usado para este avistamiento no fue un telescopio ordinario, sino todo un nuevo sistema de potentes detectores de radiaciones infrarrojas desarrollado para el ejército y puesto a disposición de un equipo de astrónomos de la Universidad de Arizona.4

Con pruebas menos concretas, una solitaria voz en el terreno de la astrofísica —la de S. Chandrasekhar, muy respetado profe-sor de astronomía en la Universidad de Chicago— ha expresado su intuitiva opinión de que la edad del universo puede estar entre setenta y cien mil millones de años.5 (Lo que nos recuerda los cál-culos bráhmicos antes citados, que ahora quizás ya no parezcan tan exagerados).

En todo caso, nos enfrentamos a un tiempo y un espacio que nuestra mente no puede abarcar. Para no mencionar ese tercer elemento, la paciencia. Sin duda, esos seis días de creación, en los cuales puso en marcha tierra y hombre y llenó de estrellas el fir-mamento (mucho más vasto que el magnífico techo de la Capilla Sixtina, que Miguel Ángel trabajó buena parte de su vida), debieron mantener al Creador bastante más ocupado de lo que cualquier partidario de la literalidad alcanzaría a explicarnos apoyándose en su reloj de pulsera o un calendario en la pared.

Resumiendo, ese bráhmico día de descanso era más que mere-cido.

Si volvemos de la ciencia a Cayce (o, podríamos decir, de la ciencia física a la ciencia psíquica), encontramos que el lenguaje cambia y también la actitud básica. Pero no obstante la obvia disparidad entre la perspectiva espiritual de Cayce y la opuesta orientación del científico, así como la diferencia de medio siglo o más entre las revelaciones psíquicas de Cayce y los más recientes teoremas científicos, a veces podemos detectar un sorprendente

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hilo de similitud que corre entre los dos. Y nos sugiere que ambos podrían estar avanzando por rutas paralelas hacia algún punto de futura convergencia, muy parecido a las teóricas líneas en el espacio de Einstein.

Precisamente así, de hecho.Como alguna vez lo dijo Cayce, acontecimientos ya anuncia-

dos apuntan a una inevitable convergencia entre los mundos del espíritu y la materia a medida que los avances tecnológicos lleven al infatigable explorador científico a terrenos cada vez más remotos de la investigación. Todo en el universo material, como lo planteara Cayce, está diseñado igual que en el espiritual, pero en una forma divergente, muy similar a la manifestación de una sombra.6 Y puesto que las leyes naturales tienen su origen y equivalente superior en las leyes espirituales, el descubrimiento de una ley inferior nos acerca simultáneamente a una intuitiva comprensión de aquello superior, de lo cual se deriva. Alcanzado este nivel de entendimiento espiritual de las leyes del universo, el hombre ha avanzado bastante en su designio de convertirse en señor del cosmos, y de sí mismo. Sin embargo, adquirir demasiados conocimientos con muy poca comprensión es peligroso, como para desgracia suya aprenderían los atlantes…(Veremos su catastrófica caída en un capítulo más adelante).

Entretanto, con respecto a ese hilo de similitud que menciona-mos, aquí tenemos algunos ejemplos.

El primero tiene que ver con la teoría de la creación en la Gran Explosión. Si fue una auténtica «explosión», podemos estar seguros de que su aspecto más notable fue una enorme vibración central —esencia de la luz y el sonido— que espontáneamente se expandió en todas direcciones por los recién nacidos terrenos de tiempo y espacio, sin que se haya detenido jamás. Sobre esto, la ciencia está completamente de acuerdo, claro, y continúa rastreando las primigenias ondas de luz y sonido a través de nuestro universo en expansión. Pues bien, entonces: ¿Qué dijo Cayce, mucho antes de

que se hablara de esa enorme y vibrante explosión, que conmocionó al mundo de la ciencia moderna? Su visión psíquica de nuestro origen universal difería muy poco. Claro que ese poco era mucho en términos espirituales. Todo, dijo, proviene de una Vibración Central —Verbo y Luz— que toma formas diferentes en el continuo despliegue de su manifestación por todo el universo.7

Y afirmó, para complementar, que todas las vibraciones son parte integrante de la Conciencia Universal; que toda fuerza de la naturaleza, toda materia, existe como una forma de vibración, que es vida en sí misma. Esto incluye el cuerpo físico del hombre. Al describir electricidad y vibración como la misma única energía, Cayce definió la vibración como el movimiento o actividad de una fuerza positiva y una negativa, que crea los modelos de vida eléctricos hallados en la más pequeña de las partículas atómicas y, por consiguiente, incluso en algo al parecer «inanimado» como una piedra. Toda vibración, concluyó en una nota profundamente metafísica a la que la ciencia debería prestar atención, al energizar cualquier forma material que tome, debe pasar por una etapa evo-lutiva y salir de ella.8 Esto es tan cierto de una hoja que brota en primavera, destinada a cumplir su ciclo estacional de realización, como lo es de un hombre o de una estrella en desintegración. Pero en el caso del hombre, la evolución de la materia está sujeta a la mente como «constructora», y al alma. Pues lo que diferencia al hombre del resto de la creación es el alma. El alma es la semilla de Dios en el hombre, y es aquello que le sobrevive, reencarnando una y otra vez en un crecimiento gradual hacia la Unicidad...

Entretanto, esos físicos de partículas que hoy bailan un vals metafísico con el átomo, podrían llegar a aprender mucho más del siguiente hilo de similitud con su propia investigación. Todos y cada uno de los átomos del universo, dijo Cayce, tienen su relación relativa con cada uno de los demás átomos.9 Una vez más, hablaba de la Unicidad de toda la Fuerza pero esta vez, curiosamente, apli-cada al microscópico nivel de la partícula atómica, demostrando así

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la omnipresente unicidad de lo más pequeño y de lo más grande, en el esquema divino de las cosas. Y es ahí donde está el meollo de una sorprendentemente simple «teoría del campo unificado», como la que buscaba Einstein, aunque alteraría en forma radical el futuro rumbo de la ciencia. Cayce también habló de la mente del átomo, en una afirmación muy parecida a los más recientes teoremas científicos. De la misma manera, alguna vez definió toda sanación física como un proceso de sintonización de cada átomo del organismo con la conciencia de lo divino que hay en su interior, refiriéndose a esa entidad espiritual residente, que diferencia al hombre y lo sitúa por encima de todas las demás formas vivientes evolutivas del universo.10

La conciencia del átomo individual, al igual que la más grande Conciencia Universal, ha sido una realidad aceptada en círculos esotéricos durante mucho tiempo. Como era de esperarse, pronto se convirtió en una premisa bien establecida de la física de partículas y otras disciplinas científicas relacionadas. Es un hecho perceptible que el átomo es un universo en sí mismo, completo, con su propio y ordenado sistema de satélites girando alrededor de su núcleo, como sujetos a la armoniosa dirección de algún tipo de inteligencia y ley interior, de las cuales a su vez se puede suponer que reproducen y cumplen la ley e inteligencia superiores de la propia Conciencia Universal.

En suma, si los seis días de la creación no hubieran producido más que un simple átomo, habrían hecho un milagro. Salvo que rechazo lo denominado milagroso o sobrenatural. Mi idea, basada en la filosofía de Cayce, es que aquello que percibimos como sobrenatu-ral es solo lo natural, aún no entendido. Pero existe lo divinamente natural, así como lo terrenalmente natural. Esto último se relaciona con las fuerzas finitas y lo otro, con las del Infinito.

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5EL SÉPTIMO DÍA

El séptimo día, Dios descansó.Aunque más que descanso, tal vez fue una transición. Las Fuerzas

Creadoras jamás están completamente en reposo: tanto Cayce como nuestros telescopios nos dicen que innumerables estrellas recién nacidas siguen apareciendo en un florecer de botones de oro en las brumosas y remotas praderas del espacio sideral.

En su interpretación de ese pasaje del Génesis, Edgar Cayce lo consideró una descripción alegórica del primer acto de gracia, la bendición del Creador, por así decirlo, a su propia obra. Describió específicamente el llamado «reposo» como una fase contemplativa, en la cual la Mente Creadora hizo una pausa para permitir que su propósito fluyera a través de todo lo que había puesto en marcha, de manera que se pudiera perfeccionar en sí mismo.1

Un universo que se autoperfeccionara, incluido el hombre. Adoptemos esa premisa. Evolución con un impulso espiritual, más que material. Darwin anulado por la previa acción del Logos. Decreto divino que reemplaza al ciego azar. Y de repente una necesidad, parece, de volver a pensar la aceptada teoría de la selección natural, junto con la teoría genética, en términos evolutivos de un orden muy diferente a lo que el pobre Darwin jamás soñara…

La evolución, se ha dicho con razón, no crea nada, solamente lo revela. Sus orígenes están fuera de la materia, en la Mente del Creador. La evolución de todas las ideas tuvo lugar primero en la conciencia de Dios, antes de materializarse. El comienzo de la evolución en

El séptimo día

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el universo físico fue visible cuando por primera vez el Espíritu penetró en la materia, en coordinación con las fuerzas creadoras y energizantes de la Mente, convirtiéndose en lo que consideramos en este mundo tridimensional nuestro como los reinos de la tierra: mineral, vegetal y animal, en las diversas etapas de su expresión.2 A su vez, cada uno de estos tres reinos inferiores, precedió al hombre (señor de la creación) en su llegada aquí. Y cada uno estaba y está imbuido con la fuerza del espíritu, pero no del alma. La fuerza del alma estaba reservada solo para el hombre.3

En cada uno de los tres reinos, encontramos lo que Cayce de-nominó una «mente de grupo», o inteligencia colectiva. La mente de grupo se individualiza a diversos niveles, sobre todo entre las especies más avanzadas del reino animal, pero no se extiende más allá de las formas de mente consciente e inconsciente primaria. (Alguna vez que le preguntaron específicamente si los animales poseen esa ilimitado «depósito» mental que conocemos como sub-consciente, Cayce respondió con un firme e inequívoco «no»). Solo el hombre, al parecer, fue dotado por el Creador con los tres niveles de inteligencia representados en las fuerzas del subconsciente, el consciente y el supraconsciente.4

Al mismo tiempo, el destino de toda la creación, nos informa nuestra fuente psíquica, es alcanzar un estado de Unicidad universal con el Creador, en un crecimiento continuo hacia ese ideal común.5 El hombre observa el ciclo del cambio a su alrededor, y lo denomina evolución. Y, en esencia, eso es. Sin embargo, a veces también puede haber involución. Porque el proceso de cambio en ocasiones parece curiosamente fluctuante, lo que tendería a contradecir de raíz el propósito divino. Pero esto es sólo porque hay fuerzas separadoras e influencias negativas que todo el tiempo trabajan acá en el plano terrenal, en la competencia entre esas fuerzas opuestas que son la luz y la oscuridad, el bien y el mal, la vida y la muerte, puestas en marcha al principio del tiempo y el espacio.

Al entrar en lo que conocemos como mundo visible de la

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materia, el espíritu representa un estado o fase muy diferente a su actividad original en el universo espiritual. Allí toda forma y sus-tancia permanecen puramente espirituales, o positivas. La materia, antípoda del Espíritu, no tiene derecho al Infinito, ni lugar en él; pero paradójicamente, habiendo evolucionado como idea o concepto en la Mente del Creador, requiere de la actividad del Espíritu para darle expresión. Su existencia como fuerza finita y negativa solo se puede volver real, o «realizarse», cuando se le otorgan su propio estado y condición de ser, por fuera de la conciencia de Dios. De ahí la necesidad que la materia tiene, como concepción del pen-samiento, de «materializarse», con lo cual se convierte en el terreno para que la fuerza mental que mora en su interior tenga conciencia de su separación de Dios. La materialización tiene lugar mediante la polarización de la energía finita y negativa con la energía a la vez repelente y atrayente que se encuentra en la fuerza infinita y positiva del Espíritu. En suma, cuando lo Infinito penetra lo finito, en los terrenos invisibles, el acto de interpenetración de la fuerza negativa por su antítesis positiva crea una reacción atómica o celular. Esta actividad, a su vez, atrae a su alrededor un núcleo que permite a la materia emerger en estado visible, así como tomar la forma y naturaleza exterior deseadas por la fuerza mental controladora que la ha invocado, sea la del Hijo y Creador, como fue en el principio, o la de los otros hijos y cocreadores más adelante…6

Pues, como nos advierten una y otra vez las lecturas de Edgar Cayce, de hecho los pensamientos son cosas. Y de veras se exterio-rizan en el tiempo, para bien y para mal. De ahí que el hombre, como organismo colectivo, siga moldeando la evolución del planeta y la suya propia e influyendo en ambas, si bien es cierto que de manera inconsciente actualmente, y siga siendo un cocreador sin saberlo…

En ese séptimo día debía estar cerca la caída de la noche cuando por fin el Creador abandonó Su reposo contemplativo. Y parece

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que se le hubiera ocurrido algo de último momento. A juzgar por la duración de un día bráhmico, establecida en unos 4500 millones de años —y por interesante coincidencia más o menos la misma edad del planeta Tierra estimada actualmente—, en términos rela-tivos apenas quedaban unos momentos de luz (que en la medida bráhmica del tiempo corresponderían a solo unos pocos millones de años, tal vez menos). El Creador bajó repentinamente Su mano a la tierra, recogió un puñado de polvo e hizo ese segundo hombre, mencionado en el segundo capítulo del Génesis. Luego volvió a dejar al hombre en la tierra, entre las rocas, la vegetación y la vida animal que le habían precedido, en un jardín llamado Edén, con unas pocas instrucciones de última hora sobre su comportamiento.

Todo parece indicar que fue un asunto más bien improvisado. Casi como si el universo inferior de la materia no se hubiera pla-neado, inicialmente, como lugar de habitación de criatura alguna dotada con un alma viviente, como la que Dios había insuflado en el hombre terrenal del Edén justo antes de abandonarlo a su suerte.

Esa bruma, saben. Surgió en forma tan inesperada. ¿Qué sig-nificaba?

Por el primer capítulo del Génesis sabemos que ya había sido creado un hombre perfecto, a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué necesidad había de otro?

De hecho, ninguna.En realidad, sabemos que ambos son una misma entidad, en

diferentes estados de conciencia. Una conciencia superior, y otra inferior. Un estado original de gracia y bienaventuranza, y un es-tado posterior de separación, tentación y, con la caída que debía seguir, de desgracia.

Si traspasamos el velo del simbolismo, descubrimos que la historia de la creación según el Génesis, narrada inicialmente en el primer capítulo y luego repetida en una versión extrañamente modificada en el segundo capítulo, es una presentación clásica de los mundos opuestos de Espíritu y materia, considerados real y

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permanente el del primero, ilusorio y pasajero el de la segunda. Encontramos el tema una y otra vez en los mitos y leyendas de cada nación, época y cultura, de los aztecas a los esquimales y de los hindúes a los antiguos griegos. Mitos a veces imaginativos, quizá. Leyendas, algunas de ellas muy adornadas, sin duda. Pero tomadas en conjunto, entre todas producen algo que no se puede descartar con un gesto displicente: la sabiduría heredada de la raza humana, cuyos antiguos orígenes están programados en nuestros genes.

Pero ahora volvamos al Génesis, según la interpretación de nuestra fuente psíquica.

Como la tierra en evolución se convirtió en lugar de habitación para la materia, nos dice Cayce, entonces la materia inició primero su ascenso en las diversas formas y fases de la evolución física, en la Mente de Dios.7 Y ahí está la explicación de la creación material original, según el relato de esa primera versión presentada en el primer capítulo del Génesis. Tuvo su existencia inicial en la Mente del Creador, y fue una concepción perfecta, con su logro supremo el Hombre Arquetípico, o «Adán Superior» andrógino (creado «hom-bre y mujer», Génesis 1:27), una imagen del Propio Creador.

¿Qué salió mal, debemos preguntar, para que el concepto mental perfecto resultara tan diferente en su materialización real, como se supone es representado en ese segundo relato de la creación terrenal del hombre a partir de un puñado de arcilla?

Pues bien, para llegar a una explicación verosímil, debemos recordar que la evolución en el plano terrenal había estado en curso un tiempo, antes de la llegada de Adán. (Que ha podido existir ya en la Mente del Creador como un concepto mental perfecto, pero estamos pensando en una época anterior a su aparición física).

Nos dice nuestra fuente que hay evolución de alma y mente; pero que no hay evolución de la materia, excepto a través de la propia mente, que es la constructora.8 Esto nos lleva a especular un poco en lo que respecta al libre albedrío y elección, entre los hijos de Dios, predecesores de Adán. Y eso incluye a ese primer

El séptimo día

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Hijo engendrado, la propia Mente del Creador, destinado a ser de carne y hueso, como Adán…

En marcha, pues. Veamos.Estamos en el segundo capítulo del Génesis. Después que el

Señor ha impartido su bendición a la creación terminada y hecho que su propósito fluya a través de todo, algo adverso ocurre. Llegan las brumas de la conciencia material. ¿Qué significa esta intromisión perjudicial? Pero quizás hemos olvidado que la creación de un mundo material, un universo material, deja al regente Príncipe de las Tinieblas en igualdad de condiciones con las fuerzas de la Luz en este dominio inferior…

De todos modos, nuestra fuente psíquica ha tomado de los registros akásicos un incidente registrado en el Génesis, que probablemente explica esa misteriosa bruma y buena parte de lo que pudo haber sucedido para corromper el llamado «paraíso» de Edén poco antes de que fuera entregado a la desafortunada tutela de Adán.

Es muy tarde ya en el séptimo día bráhmico —aunque todavía no es tiempo de la llegada de Adán— y hacía mucho que la Tierra giraba en su órbita. Ya evolucionaban las manifestaciones esenciales de vida, avanzando en la era mesozoica para proseguir al período terciario de nuestra propia era cenozoica, términos geológicos que tal vez digan poco al lego en la materia, pero implican un tiempo distante del presente solo unos pocos millones de años, en com-paración con la historia de 4600 millones de años de la Tierra.

De repente, llega el momento crítico.El Hijo, el Creador, decide hacer una entrada experimental en

este mundo inferior en desarrollo que Él mismo hizo, proyectán-dose primero en...

Pero, esperemos. Me temo que vamos demasiado rápido. Lo que sucedió, no sólo en esa entrada inicial sino en dos sucesivas anterio-res a la llegada de Adán en carne y hueso un poco tardíamente el séptimo día, se debe reservar para los capítulos que siguen.

68 • La Historia del Alma

Baste decir que todo ello contradecía la voluntad del Padre.9

Ojalá esa bruma no hubiera surgido...

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6EL DESCENSO DE LOS DIOSES

Tenue y melodiosa, en el firmamento superior se escuchaba la música de las esferas, cada nota celestial en perfecta armonía con la de su vecina más próxima por toda la bóveda celeste siempre en expansión y pletórica de recién nacidas estrellas.

Por encima de las ondulantes aguas del firmamento inferior, en el que gigantescas aves marinas cabalgaban los vientos marinos con sus alas extendidas y hambrientos picos inquisitivos, llegaba ahora el curioso murmullo de recién nacidos continentes que tomaban forma en el planeta Tierra. Pangea, el continente único que origi-nalmente se había formado al alba, ya hacía mucho tiempo se había dividido en segmentos dispersos, mientras al calor abrasador de la media tarde los dinosaurios llegaron y se fueron, permitiendo que los mejor adaptados mamíferos emergieran en su lugar.

En su séptimo día, la Tierra ya bien adentrada en su actual eón fanerozoico, que había empezado unos 500 millones de años antes con el período cambriano de primigenia formación rocosa, se acercaba al mucho más avanzado ciclo mioceno de su evolución, hace unos 24 millones de años.

Mientras todo esto sucedía, los dioses del universo se regoci-jaban.

En la creciente oscuridad de la tarde de ese séptimo día, cojor-naleros y cocreadores del Creador, esos Hijos nacidos de la Mente observaban de lejos al propósito celestial que seguía su curso entre la multitud de formas de la creación en desarrollo. Entretanto, atentas

El descenso de los dioses

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a todo, las fuerzas angélicas rondaban por todas partes.Al principio, cuando el Espíritu se introdujo por primera vez

en la materia, los hijos vieron surgir de la nada nubes de hidrógeno que de repente se fusionaron en una sola masa de átomos incan-descentes en explosión. Tal como la Mente Creadora —el Verbo— lo había querido. Así —una miríada de observadores y un único observado— fueron testigos del primigenio universo de materia que cobró forma ante sus propios ojos.

(El hidrógeno, como principal elemento del universo, sin duda explica un comentario del durmiente Cayce en el sentido de que el agua es la madre de toda creación material y constituye unas tres cuartas partes o más del contenido total del cuerpo humano, del planeta Tierra, y de los océanos de materia astral que contienen el cuerpo del universo como un todo).1

El papel de los hijos, suponemos, había sido ayudar en todo el proceso evolutivo con diversas proyecciones mentales propias, todo en conformidad con el proyecto del Creador, por así decirlo, y en cumplimiento de las leyes universales que Él había puesto en marcha. Al principio, como lo hemos anotado, todo se diseñó tal como lo espiritual pero en una forma indirecta, como corresponde a su homólogo material. Solo en un aspecto se reservó el Creador un papel absolutamente exclusivo: en la decisión de poblar o no los mundos del firmamento inferior con un ser superior como amo y señor de los reinos inferiores de la materia, y la de albergar alma y espíritu en una morada de carne y hueso gobernada por la Fuerza de la Mente Suprema, todo esto por supuesto con libre albedrío y elección durante el ejercicio de su gobierno.

«Un ser así sería un dios, como nosotros», se dijeron los hijos unos a otros, preguntándose cuál sería el resultado en ese caso. «¿Por qué no podríamos ser gobernantes algunos de nosotros?». Y mientras discurrían así entre ellos, el Creador razonaba consigo mismo.

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Cuando miró al planeta Tierra, apenas uno de la miríada de mundos del universo de la materia en desarrollo, vio un objeto ab-solutamente precioso: una resplandeciente esfera azul y blanca que giraba en el espacio, captando toda la gloria de la luz reflejada en su lado al sol, pero cuyo lado oculto Él sabía que estaba en tinieblas. Y fue ese lado oscuro, por supuesto, el que le causó preocupación. Ahí, donde el Tentador podía estar al acecho, entre las fuerzas de las tinieblas…

Libre albedrío y elección. El regalo de Dios para su unigénito Hijo; y la bendición ambivalente que debía ser, le daba un par de opciones: la compañía junto a su Padre o una condición divina aparte. (Porque como Padre amante no deseaba obligar a su Hijo con el mismo vínculo de obediencia que podía exigir de un sirviente).

Asimismo, el Hijo había otorgado el mismo regalo a los demás hijos: células divinas, por así decirlo, sacadas de su propio cuerpo espiritual, que se convirtieron así en hijos de Dios por derecho propio. Coherederos y copartícipes, pero con plena libertad para renunciar en cualquier momento a su patrimonio divino, si así lo desearan, mediante el ejercicio de su libre albedrío, y para adquirir otra calidad divina en su interior.

Sin embargo, era para contener y contrarrestar el pecado simi-lar del caído Lucifer y sus marginados secuaces, por supuesto, que el Creador había creado el universo material, con sus dualidades siempre en contienda. Solamente exponiéndose a los pares de opuestos en conflicto (esas fuerzas mutuamente repelentes, como luz y oscuridad, bien y mal, espíritu y materia), así como a aquellos que se atraen mutuamente buscando un equilibrio armónico en la unidad (representada por el yin y el yang, en las fuerzas sexuales separadas), podría un dios caído al igual que a un ángel caído, tener conciencia de su separación de la Unicidad y la Luz.

Lo cierto es que la Tierra, como los otros mundos que aún seguían apareciendo en todo el universo manifiesto, no necesaria-mente había sido creada como lugar de habitación para el alma.2 La

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posible creación de un vehículo terrenal para el alma (representado por el «hombre» del Génesis) dependería de la necesidad de afrontar una situación que aún no había surgido entre los hijos de Dios no caídos. Pero en su sabiduría, la Mente Creadora de todas maneras había concebido un prototipo, hasta entonces no materializado, a Su propia imagen y semejanza. A este hombre-alma ideal se le podría proyectar, si fuera necesario antes de terminarse el séptimo día, como señor de la creación física. La administración del universo se convertiría en responsabilidad suya, para guiar la materia a lo largo de todo su ciclo evolutivo, y llevar cualquier alma perdida o caída de nuevo a su estado celestial, si ella así lo quisiere, según el propósito del Creador. Mientras tanto, el Creador esperaba. A lo mejor tenía sus reservas. Sin embargo, aún faltaban millones de años para ese séptimo día. Lo que el Creador no tenía razón para prever, por supuesto, era que finalmente Él mismo tendría que asumir ese papel terrenal, como hombre arquetípico proyectado en carne y hueso...

No hay ley, dijo Cayce, que obligue a ningún alma a separarse del Altísimo.3 Es más, existen esas entidades espirituales (ya sa-bemos que, de hecho, uno no se convierte en una entidad que es alma, hasta su ingreso físico al universo de la materia) que jamás han participado en la conciencia física, sino que han permanecido siendo siempre Uno con la Primera Causa.4

¿Qué sería, pues, lo que a estas alturas indujo al propio Creador a ese momentáneo desliz que lo llevó a equivocarse? Sin duda, Satanás le tendió una astuta trampa y Él cayó en ella...

Mientras escuchaba a los hijos nacidos de la Mente discutir entre ellos la correcta administración del firmamento inferior, al Creador se le ocurrió un plan provisional. Era un experimento que no violaba del todo la voluntad del Padre, al no implicar una total separación de la Fuente, sino un descenso parcial a los dominios de la materia.

Como entidades-espíritus en forma astral, Él y los hijos que

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decidieran acompañarlo descenderían al éter que rodeaba al planeta Tierra y se convertirían en observadores de primera mano de las proyecciones mentales en evolución que conjuntamente habían hecho materializar. En esta ocasión no irían como participantes activos o gobernantes, sino solo como observadores. Básicamente sería una experiencia de «aprendizaje», que los ilustraría sobre cómo operaban las leyes materiales que trabajaban en la evolución de un universo material, mientras ellos se movilizaban sin ser vistos en el aire o sobre las olas o penetraban como espíritus, en rocas y vegetación.

Fue así entonces, que la primera raza original cobró vida. Así de inocentemente empezó el gradual descenso y caída de los dioses.

¿Cómo, es razonable preguntarnos, pudieron los hijos de Dios descender a la materia, esa primera vez, sin materializarse a sí mis-mos? Edgar Cayce lo aclaró en forma indirecta, al explicar en cierta ocasión que el cuerpo celestial de la entidad-espíritu cósmica posee los atributos correspondientes a lo físico, pero además los cósmicos, con lo cual oído, vista y entendimiento se volvían uno.5

En otra de sus lecturas psíquicas que viene al caso, encontramos que nuestro guía psíquico se refiere a las fases de la evolución como unas veces ascendentes y otras descendentes, a la manera de un arco.6 Esa metáfora se ajusta a los escritos teosóficos de H. P. Bla-vatsky, quien nos cuenta que en el arco descendente de la evolución lo espiritual se transforma en lo material; y por consiguiente, en el arco ascendente, lo material se somete al proceso de transfor-mación, reafirmando gradualmente su calidad de espíritu. «Todas las cosas tuvieron su origen en el espíritu», escribe ella, «pues en un principio la evolución empezó desde arriba para continuar su descenso, y no lo contrario, como sostiene la teoría darwiniana».7

Su intención no era rechazar la validez de la teoría evolucio-nista, sino echarla a andar por un camino muy diferente. «Si acepta-

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74 • La Historia del Alma

mos la teoría de Darwin del desarrollo de las especies», concluye, «vemos que su punto de partida está ubicado frente a una puerta abierta».

Es la puerta en la cual la ciencia material no puede encontrar respuestas. La materia, por sí sola, carece de un punto de origen que se pueda rastrear.

Pero debemos preguntarnos, ¿cuál es la «estrategia» del Espíritu? ¿Por qué el arco descendente y ascendente del patrón evolutivo? Meister Eckhart nos ha entregado esta llave de oro para desentrañar un profundo misterio: «Dios es Inteligencia», nos dice este místico medieval, «entregada al conocimiento de Sí misma».8

¿Qué mejor explicación que esa, de la relación evolutiva del hombre con el Altísimo?

En las lecturas de Edgar Cayce encontramos un eco de las esclarecedoras palabras de Eckhart, cuando nos dice que somos dioses en ciernes. O, como se dijo una vez: «Somos Dios, todavía sin heredar nuestro patrimonio».9

Precisamente. Eso lo resume todo. Todo el misterio y signifi-cado de la creación y la evolución quedan aclarados en esas pocas y sencillas palabras de revelación espiritual. Creador y creación son Uno, dedicado al proceso en curso de Su propia comprensión.

Y así, quizás, ese descenso inicial de los dioses, en busca de experiencia, después de todo no fue algo malo...

De hecho, nuestra fuente psíquica sugiere sin titubeos la iluso-ria naturaleza del mal. Solo el bien vive para siempre, nos asegura; mientras el mal es solamente un bien descompuesto, o un aleja-miento temporal de Dios.10 El mal, dijo Cayce una vez, solo aparece «en la mente, en las sombras, en los miedos» de quienes aún no conocen toda la luz, o todavía no han experimentado el despertar del ser superior.11

¿Pero qué le hace todo este filosofar al Diablo? Bueno, parecería desterrarlo una vez más. Pero esta vez, convirtiéndolo en algo

76 • La Historia del Alma

irreal, por así decirlo.Es probable que, para el final de nuestro viaje evolutivo, ese

modo metafísico de ver a Satanás parezca suficientemente sólido. En este momento, no obstante, cuando estamos a punto de un reencuentro con los dioses en el próximo capítulo, en un descenso aún más profundo en los dominios de la materia, veremos que Satanás todavía hace diabluras.

Y en cuanto a esos desafortunados dioses, un recordatorio: ellos no son otros que nosotros mismos, tal como éramos entonces.

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7EL PAÍS DE LOS LÉMURES

¿A dónde llegarían los hijos de Dios en su primer descenso a tierra firme? ¿Y más o menos cuándo?

Dónde pudo ser cualquier parte. Sus fantasmales cuerpos as-trales no conocían restricciones materiales. Cualquier ecosistema les servía, en el aire, bajo el agua, o en tierra. Tan invisibles como un espíritu cualquiera, su presencia podía sentirse pero no verse; entonces no tenían enemigos qué temer, excepto los espíritus de las tinieblas al acecho. Sin embargo, si nos lanzáramos a adivinar una localización escogida por su equipo de reconocimiento, elegiríamos el ahora extinto continente de Lemuria como principal zona de caída libre para esa primera raza madre. Respecto al por qué, sólo habría que echar un vistazo a la prístina belleza del lugar: temprano precur-sor de la Atlántida y Edén, su exuberante vegetación y diversidad de formas vivientes en un escenario de onduladas colinas verdes y serpenteantes riachuelos del agua más cristalina, lo convertían en una auténtica réplica del paraíso superior.

Ahora, el cuándo.Un poco complicado, eso. Los registros akásicos no son muy

precisos al respecto, pero en términos generales, podemos situar ese descenso original en la segunda mitad del período terciario, probablemente a mitad de camino en el ciclo del mioceno. En otras palabras, hace unos diez o doce millones de años. Existe una razón válida para tomar ese punto aproximado en el tiempo prehistórico. La cual se hará evidente más adelante.

El país de los lémures

78 • La Historia del Alma

A mediados del siglo diecinueve, cuando los bioevolucionistas estudiaban ansiosos sus mapas de rígido trazo en busca de posibles conexiones de tierra en una era anterior que pudieran confirmar la teoría darwiniana de migración de las especies de un continente a otro en los primeros tiempos, para explicar la transferencia de rasgos evolutivos, científicos de ciertos círculos se tornaron más audaces en sus especulaciones sobre la pasada existencia de continentes hoy desaparecidos, como la legendaria Atlántida de Platón, o un continente similar hundido en el Océano Pacífico o Índico. Y no precisamente porque respaldaran a teosofistas u otros partidarios de las tradiciones psíquicas y legendarias en este respecto, por supuesto. Eso habría sido demasiado «incientífico». Sino porque desde su punto de vista racional, esos hipotéticos puntos de cruce constituían una justificable invención para validar su proliferación de infundadas hipótesis.

Uno de esos alegres cazadores de mapas fue un zoólogo llamado Philip L. Sclater. Habiendo observado los lémures de Madagascar, empezó a preguntarse en voz alta cómo fue que esta especie única de mamíferos quedó atrapada en un hábitat insular tan aislado, en medio del Océano Índico. El lémur primitivo, pequeña criatura nocturna con características muy similares a las de los monos, ocu-paba el nivel más bajo en la escala de los primates. Sin embargo ya se le estaba considerando seriamente como un posible antepasado prosimio del género Homo sapiens. Resulta que ya algunos habían imaginado un continente hundido mucho tiempo atrás, de vastas dimensiones latitudinales (dependiendo de dónde se mire) que se extendía por el Pacífico Sur desde América hasta el Océano Índico. Otros, como el naturalista alemán Ernst Heinrich Haeckel, y otro naturalista, Alfred Russel Wallace, quienes abordarían el arca lemu-riana más adelante con hipótesis separadas, situaron el continente perdido en los confines del Océano Índico. Pero sea cual fuere su

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ubicación, Sclater fue quien dio a la tierra perdida visos de realidad al inventarle un nombre: Lemuria.

Más, tarde, a principios del siglo veinte, cuando finalmente se supo que después de todo el lémur no era exclusivo de Madagascar, la hipótesis lemuriana, que ya había hecho carrera rápidamente hasta abarcar otras especies también envueltas en el misterio, de repente se convirtió en embarazosa papa caliente que ningún científico quería tocar. Y así ha permanecido desde entonces. Pero vayamos voluntariamente hasta donde no se atreve la ciencia. Y podemos agradecer a uno de sus propios olvidados, P. L. Sclater, que hubiera corroborado algunos hechos psíquicos con ese nombre que él creyó haber inventado, Lemuria.

Sí, aquí tenemos un curioso sincronismo. ¿Tal vez el buen Sclater era psíquico sin siquiera saberlo? ¿O quizás había alcanzado a tocar, aunque fuera por un mágico instante, la mente universal del inconsciente colectivo? De todos modos, aunque las dimensiones geográficas de su hipotética «Lemuria» no cuadran del todo con la versión psíquica, el nombre sí. Edgar Cayce, en estado de trance, se referiría al continente sumergido en el Pacífico, unas veces como «Lemuria» y otras veces como «Mu», esta última designación también identificada con su líder en una época. Sin embargo, en sus últimos tiempos, cuando gobernó Muzuen, hijo de Mu, la mayor parte del continente original ya había desaparecido en el mar, mucho antes de que la Atlántida desapareciera. Lo que quedó, al parecer, fue una población en su extremo occidental, entonces llamada la región de Gobi, que en realidad se extendía desde lo que hoy es Indochina, en dirección norte hacia el desierto de Gobi (entonces tierra fértil), así como dispersas colonias de descendientes de Mu en el lado opuesto del océano, en la cordillera de los Andes y —sorprendent-emente— en la región del sudoeste norteamericano que ahora es una altiplanicie tierra adentro, áreas que parecen representar los extremos orientales más alejados de Lemuria en la antigüedad. Sin embargo, como lo explicó Cayce, entonces los polos se invirtieron,

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80 • La Historia del Alma

de modo que norte y sur sufrieron un vuelco respecto a sus fun-ciones magnéticas, alterando también la orientación este y oeste.1 Pero si el compás cambió, el eje rotatorio de la Tierra no lo hizo, y el sol continuó en su curso normal.

La ciencia moderna no sólo confirma esos periódicos pero poco frecuentes virajes de la polarización geomagnética de la Tierra, sino que también propone menos y más frecuentes cambios polares en los intervalos, lo que podría estar relacionado con desplazamientos de la corteza terrestre, como se discutirá en otro capítulo más ade-lante. Además, el conocimiento actual de la ciencia tectónica, que analiza la formación y movimiento de los continentes y la gradual expansión de los suelos oceánicos mediante actividad térmica a lo largo de las dorsales oceánicas, sugieren que en una era anterior el Océano Pacífico muy probablemente fue menos ancho y presentaba una configuración muy distinta a la de hoy. En ese caso, Lemuria habría sido un continente de proporciones algo más modestas que las imaginadas por visionarios del siglo diecinueve.

Por último, volvamos a ese nombre: Lemuria, o Mu. (Mu, a propósito, fue el nombre del continente perdido revelado en sus escritos de principios del siglo veinte sobre el tema, por el excén-trico Coronel James Churchward).2 Es mucho lo que debemos a W. Scott-Elliot, un ocultista de finales de siglo de la escuela teosófica y autor de The Lost Lemuria [La perdida Lemuria],3 quien nos recuerda un segundo significado de la palabra lémur (o lémures, en plural), que considero más pertinente para el continente perdido que esos pequeños mamíferos nocturnos que aún habitan la isla de Mada-gascar en el lejano Océano Índico. Se dice, específicamente, que los lémures son los «espíritus de los muertos». ¿Fantasmas de esos antiguos dioses, tal vez? ¿Fantasmas errantes de ese primer descenso experimental a la tierra en forma astral? Nada de eso. Conducidos por el Creador, ellos vinieron como entidades espirituales y se fueron como tales. Es más probable pues, que los «lémures» de ese lugar fueran los fantasmas atrapados de sus inmediatos sucesores,

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a quienes conoceremos en breve...Entretanto, veamos otro extraño dato: en ambos idiomas,

chino y japonés, la grafía mu denota un «vacío» o la «nada». Pero no nos fijemos mucho en eso. No quiero que se me acuse de llevar demasiado lejos la rareza de las cosas.

Y parece que tampoco podemos cerrar aún los registros de Lemuria.

En un temprano retorno, los dioses bajaron de nuevo a la tierra. Sin embargo, esta vez los que decidieron entrar cambiaron los cuerpos espirituales de su antigua proyección astral por formas etéricas más densas que les permitirían acercarse más, mediante una menor velocidad vibratoria, a las formas vivientes físicas que los rodeaban. Y volvieron a Lemuria, por supuesto.

Esta fue la segunda raza madre, y de ella formaron parte mu-chos de la primera. No contentos ya como simples observadores, esta vez buscaban papeles más activos. Se convertirían en partici-pantes directos que buscaban una experiencia de primera mano con la naturaleza de la materia. En suma, se establecerían como gobernantes de los reinos inferiores que les habían precedido aquí en este extraño mundo subordinado al Espíritu. Después de todo, ¿acaso no eran los hijos de Dios? Por consiguiente, harían uso de su herencia divina en la tierra.

Sin embargo, esta vez no los acompañó el primer Hijo. Él se había retirado a la santidad del Espíritu. Allí aguardaba y miraba de lejos, a lo mejor preguntándose dudoso qué habría de resultar, después que Él mismo iniciara esta cadena de acontecimientos no previstos. (Su propio siguiente retorno, que los pecados de los hijos nacidos de la Mente en la tierra hicieron necesario, no tendría lugar sino hasta el tercer ciclo, cuando surgiera la poderosa raza madre de los atlantes).

A diferencia del perdido continente de Atlántida, del cual todavía se espera resurjan algunas partes, y posiblemente ya esté emergiendo a la superficie cerca a las Bahamas, Lemuria parece

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haberse perdido para siempre, quedando tan solo los tenues des-tellos de su imagen delineada en el tejido del tiempo y espacio, en las cámaras akásicas.

Tal vez esté bien así.Los lemurianos, de quienes Edgar Cayce habló poco, al parecer

dejaron tras de sí una oscura estela de maltrato y bestialidad en su veloz y desordenado descenso a la materia. Por consiguiente, no es de extrañar que el adoptado «hogar» de esos dioses caídos, junto con la mal planeada civilización que construyeron a lo largo de muchos milenios, fueran condenados a su final destrucción y olvido, incluso mientras la más favorecida Atlántida apenas em-pezaba a ser habitada por dioses algo más sabios y pertenecientes a la tercera raza madre que, más adelante, serían dirigidos por el propio Primer Hijo.

Es probable que en sus primeras fases la cultura lemuriana pareciera prometer una evolución más tranquila, mucho antes de que su ciclo gravitacional descendente cobrara impulso. Esos visos prometedores se revelan en una lectura muy inusual que Edgar Cayce dio para un alma muy antigua que, antes de su posterior aparición en la época inicial de la Atlántida, al parecer había for-mado parte de los primeros representantes de esa etérica segunda raza, los lemurianos. Dentro de su adaptación al entorno material, rápidamente desarrollaron instintos sociales. Se formaron clanes. Aunque en un principio habitaron en árboles y cuevas, como los pájaros y las bestias, pronto desarrollaron formas corporales no muy diferentes a la nuestra. Y, como los posteriores atlantes, también estaban dotados de un tercer ojo u ojo psíquico, que debía ser un punto de contacto con sus orígenes celestiales, pero su utilidad acabó pronto. Pero volvamos a la entidad en cuestión: se le dijo que aún se podían ver sus dibujos rupestres en la pared de una cueva del hoy árido altiplano del sudoeste norteamericano, ¡aunque los trazos tenían unos diez millones de años!4

Esa referencia nos ofrece una datación tentativa para la cultura

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lemuriana original, anterior al mucho más tardío gobierno de Gobi bajo Mu, en una rama cultural paralela a la de la Atlántida. Por ese motivo su importancia es evidente. Y plantea interrogantes que en la actualidad no podemos responder, respecto al ritmo de la evolución en las primeras etapas de Lemuria, antes de su posterior fase de involución y degeneración cuando la empinada curva del arco descendente inició su rápida caída.

Entretanto, el hecho de que escaparan del cataclismo final algu-nos sectores de la cultura lemuriana que habían tenido una evolución más favorable, situados en los extremos oriental y occidental del fatídico continente, sugiere distintos grados de velocidad y nivel de caída. Es de suponer que no todos los dioses en involución habían abandonado u olvidado por completo su origen superior. En cuanto a la supervivencia de ese país de altas planicies que ahora forma parte de Nevada, Utah, y Arizona,5 quizás represente un despren-dimiento de la plataforma continental lemuriana que avanzó sobre una placa oceánica de basalto en movimiento, y lo dejó en su actual ubicación tierra adentro a horcajadas sobre el continente americano que recién surgía, mientras Lemuria se hundía. En todo caso, los geólogos han tomado nota de la enorme antigüedad de esas viejas formaciones rocosas del sudoeste norteamericano, y se dice que el Gran Cañón tiene unos 1700 millones de años, mientras la mayor parte de nuestro continente es mucho más joven.

A juzgar por los escritos teosóficos sobre la curva de involución de Lemuria, la mayoría de sus etéricos ocupantes cayeron en la bes-tialidad en etapas bastante rápidas, y con el tiempo llegaron al nivel de las propias bestias. Todo empezó cuando cayeron en la trampa de empezar a proyectar por pura recreación y placer formas mentales monstruosas, mezclas extrañas y variaciones genéticas modeladas sobre la vida animal y vegetal ya existente en el continente cuando los dioses llegaron por primera vez. Los contaminantes efectos de sus actividades pronto perturbaron el desarrollo del proceso evo-lutivo en otras partes del planeta y hubo que detenerlas. La una vez

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encantadora Lemuria se fue convirtiendo en un lugar de pesadilla, infectado por la rápida multiplicación de los pecados de sus habi-tantes caídos vergonzosamente. (¡De nuevo esas brumas…!).

Tenían que irse. Y se fueron.

En su muy romántica versión de la perdida civilización de Mu, o Lemuria, Churchward apoya su «prueba» sobre discutibles artefactos hallados en otros países, como los templos mayas de Yucatán, los que sin pensarlo dos veces atribuye a la sabiduría y obra de errantes colonizadores de Mu, supuestos sobrevivientes del volcánico holocausto y posterior hundimiento del continente madre. Entre otros casos de dudosa clasificación, nos dice que las misteriosas estatuas de piedra de una antigua raza de gigantes de la Isla de Pascua, descubiertas en 1722 por un barco mercante holan-dés, son un vestigio de la desaparecida cultura mu. Su atribución resulta muy incierta, si tenemos en cuenta pruebas arqueológicas más recientes. De todos modos, esos grotescos monolitos que miran con expresión ausente desde un oscuro pasado prehistórico, por lo menos pueden darnos una vaga idea de lo que puede ser el producto de energías creativas mal encaminadas. Son fantasmales recordatorios de una fracasada grandeza...

Dioses extraños, muchos, que ya no están. Pero dejaron su marca en muchos lugares, las más de las veces como advertencia para que no se repitan sus errores.

Antes de cerrar este capítulo y zarpar juntos a nuestro próximo destino en este viaje evolutivo que nos llevará más allá de las Co-lumnas de Hércules a la largamente perdida Atlántida, debemos resolver un acuciante dilema.

Cuando comparamos la literatura teosófica sobre la evolución de las razas madre con la lista de acontecimientos de Cayce, en-caramos similitudes y diferencias por igual. Concentrémonos en las primeras, aunque reconozcamos que las últimas puedan reflejar

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poco más que una cuestión de interpretación.Seré breve al respecto, y no demasiado técnico. La mayoría de

las veces bastarán las generalidades.En la visión orientalista de los teosofistas, como ya lo hemos

anotado en capítulos anteriores, los antiguos textos de la India Oriental (y del Tibet) constituyen la principal fuente de infor-mación. Por otra parte, vemos que las lecturas psíquicas de Edgar Cayce se nutren de fuentes más universales que la sabiduría escrita tradicional, sea oriental u occidental. No se trata, por supuesto, de un enfoque orientado a restar validez a esta última sino más bien a simplificar y aclarar el registro esotérico en la mayoría de los casos, abriéndonos paso por entre el elaborado simbolismo que surge alrededor de mucha literatura ocultista y abarcando buena parte del dogma cristiano relacionado con nuestros orígenes.

Totalmente de acuerdo con la escuela esotérica, las lecturas psíquicas de Cayce confirman la existencia de siete etapas de desarrollo,6 en el viaje evolutivo que nos lleva del cielo a la tierra y de nuevo a casa, por el cíclico sendero de las siete razas madre. De estas últimas, las dos primeras ya quedaron explicadas: la raza madre astral y la etérica, o lemuriana, en el arco evolutivo descendente. (Cada una de estas dos razas madre, como las cinco restantes, contiene también una serie de subrazas. Reconocemos su probable importancia para los registros arqueológicos, mas no para esta narración. Por lo tanto, vamos a omitirlas, como lo hizo antes nuestro mentor psíquico).

En la interpretación teosófica, la primera raza madre, o sea la astral, llegó a un lugar llamado la «Imperecedera Tierra Sagrada», que se considera como el primer continente. Posiblemente fuera lo que la ciencia moderna denomina el continente primigenio, Pangea. Y también pudo no serlo, por supuesto. La terminología esotérica sugiere un escenario natural mucho más etérico incluso que el que Pangea podría haber sostenido. Por parte nuestra, como hemos dicho, situamos esa raza astral, así como su sucesora etérica, en el

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prístino terreno lemuriano, con sus formas vivientes en rápida evo-lución, a diferencia de la más antigua y primitiva Pangea. (Y aunque nuestra ubicación no está confirmada específicamente en ninguna de las lecturas de Cayce, en ellas tampoco se sugiere ninguna otra. Así que Lemuria viene a ser la opción más obvia; el único continente que Cayce menciona como predecesor de la Atlántida).

Volviendo a los registros teosóficos, encontramos que la segunda, o etérica, raza madre desciende solo al denominado segundo con-tinente o Hiperbóreo; y es solo hasta la tercera vuelta que, según ellos, llega a Lemuria. Así que, de acuerdo con esos mismos cálcu-los, los atlantes vienen a ser la cuarta raza madre. Y es aquí donde los teosofistas acaban un número más adelante que el registro de Cayce en la tabulación del desarrollo de las razas madre hasta el presente.

Específicamente, las lecturas de Cayce sitúan después de la lemuriana a la raza atlante, que se convierte así en la tercera raza madre. Le sigue el hombre adánico como cuarta (nuestra actual raza madre, ahora acabando), con la quinta a punto de surgir cuando avanzamos hacia la cúspide de la entrante Era de Acuario.7

Por otra parte, la posición teosófica discute que la nueva raza que viene será la sexta, la misma etérica que regresa en el arco as-cendente de nuestro desarrollo evolutivo, a la cual seguirá la astral, o séptima, en la última fase cíclica de nuestro viaje a casa. Un poco precipitada esa cronología. Esa era etérica aún no parece estar lista para llegar a nosotros. Pero debemos recordar que esta ubicación de la Era de Acuario para la sexta raza madre se hizo en el siglo diecinueve, sin el beneficio de nuestra más racional perspectiva actual. En cualquier caso, compartimos con la tradición teosófica la aceptación de un patrón cíclico de los acontecimientos, a través de siete planos o fases, a medida que el arco evolutivo primero desciende para luego volver a ascender.

También estamos de acuerdo en que la Atlántida marcó un punto evolutivo de transición, puesto que el fin de esa raza madre

produjo el surgimiento de la nuestra. Porque no fue sino hasta el advenimiento de Adán, y su posterior traspié, que la caída raza de dioses por fin logró invertir el sentido de su trayectoria descendente, e iniciar su doloroso y prolongado ascenso como raza humana…

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8MÁS ALLÁ DE LAS PUERTASDE HÉRCULES

Plus ultra. Más allá.Esas dos palabras, extraídas de una antigua leyenda por un

extraño giro de los acontecimientos, unos siglos atrás se convirtie-ron en el lema inspirador de pioneros de la ciencia liderados por el atrevido Francis Bacon, poseedor de un filosófico instinto para la frase apropiada.

La expresión transmite una noble opinión: para la gente osada y audaz, siempre hay algo más allá de los límites existentes. Como exploradores de nuevos horizontes nosotros mismos, aprobemos y aplaudamos un punto de vista que da tanto para pensar. Pero es la propia leyenda, más que el lema derivado de ella, lo que amerita especial atención. De hecho, por una feliz coincidencia, nos lleva a otra leyenda más antigua que podemos aceptar como cierta, en tanto que la primera podría ser puramente imaginativa.

La primera historia tiene que ver con las columnas gemelas de Hércules. Supuestamente situadas en cada lado del Estrecho de Gibraltar, donde las bien conocidas aguas del Mediterráneo dan paso a la ilimitada extensión y profundidad del vasto Atlántico, se dice que las columnas tenían una inscripción de advertencia del dios-héroe: Ne Plus Ultra, «No más allá». Siempre tan valiente e intrépido él mismo, semejante mensaje sorprendentemente medroso parece implicar que Hércules conocía algún oscuro y terrible secreto de ese mar más grande… De ser así, ¿cuál era ese secreto?

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En todo caso, muchos siglos más tarde esa misma cautelosa inscripción sería incorporada al escudo de armas de la casa regente de España, debajo de un dibujo de las legendarias columnas. Allí permaneció, se nos ha dicho, hasta la época de la temeraria aven-tura de Colón cuando surcó los interminables bancos de algas del Mar de los Sargazos rumbo al misterioso continente que aguardaba su descubrimiento: América. Pero muy pronto después de eso, se eliminó del emblema heráldico la vieja negativa, y de ahí en adelante quedó: Plus Ultra, «Más allá».

Hasta ahí la primera leyenda. Pasemos a la segunda.Tiene que ver con la bien conocida historia de la Atlántida,

que originalmente nos revelara con seductor realismo Platón, el filósofo griego, quien la escribió unos 2400 años atrás. Creemos que es una leyenda que ha podido estar tras otra algo más tardía que contaba la misteriosa advertencia de Hércules en esas míticas columnas suyas. En verdad, a lo mejor esas columnas no existieron como tales, aunque sus homólogas, el gran Peñón de Gibraltar en el lado europeo del estrecho y la empinada pendiente del Monte Hacho en el lado africano, en lo que hoy es Marruecos, sí que eran bien reales. Y se cree que fue desde estas dos almenas naturales, si el relato de Platón es cierto, que en los últimos tiempos del otrora gran imperio atlante los guerreros de la Hélade obligaron a las desesperadas hordas invasoras atlantes a retroceder hasta sus pro-pias playas fatídicas, estremecidas por los terremotos. Las naves ya debían estar cerca de ellas cuando se escucharon estruendosos rugidos bajo tierra mientras la última isla que quedaba de la poderosa Atlántida estallaba en una terrible sacudida antes de hundirse entre las olas, creando un enorme remolino de agua que debió tragarse las infortunadas naves que se encontraban en muchas millas a la redonda, arrastrándolas a una fosa común. Fue tan devastador el terremoto, que de hecho sacudió también toda la lejana cuenca del Mediterráneo, cobrando la vida de la mayoría de los valientes guerreros helenos que aún acampaban en sus promontorios con

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vista al Estrecho de Gibraltar.El legendario Hércules, si de veras vivió, bien ha podido enterarse

de los terribles acontecimientos que tuvieron lugar durante un solo día y su noche en aquellas lejanas aguas silenciosas y profundas. Sucesos que sin duda habrían constituido una amplia justificación para levantar un par de columnas con un mensaje implícito para toda nave a punto de traspasar los portales del Mediterráneo en el futuro: «No hay más tierras más allá de estas puertas. Prestad atención, ¡no sea que también perezcáis vosotros!».

Y en cuanto al mucho más tardío Colón, sin saberlo, navegó justo por encima de un continente para llegar a otro. Ese misterioso Mar de los Sargazos, que puede reconocerse por su vasta extensión de flotantes parches de algas enmarañadas, es el presunto lugar de sepultura de Poseidia, la más conocida, grande y encantadora de las islas que conformaban el vasto continente insular de la Atlántida en las últimas etapas de su destrucción.

Vamos a los Diálogos de Platón1 y empecemos por el de Timeo con este relato inicial del perdido continente de la Atlántida, para encontrar luego la historia resumida en el de Critias, que le sigue. Por desgracia, este extraordinario relato no está completo, por razones no muy claras. Hay quienes suponen que Platón habría planeado retomar la narración inconclusa más adelante, pero la muerte lo sorprendió antes de hacerlo.

Sea como fuere, el registro psíquico de la Atlántida que podemos reconstruir de varios centenares de lecturas de Edgar Cayce que tocan el tema, básicamente confirma hasta donde llega, la convincente versión de los hechos presentada por Platón, también corroborada por relatos que forman parte de la literatura esotérica tanto orien-tal como occidental y que analizaremos a su debido tiempo. Por otra parte, las pruebas científicas de la anterior existencia aquí en la tierra de una civilización muy evolucionada que data de la era prehistórica, continúan en aumento y son formidables. Veremos algunos de esos hechos con más detenimiento.

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Entretanto, en el de Timeo, encontramos al discípulo de Sócrates, Critias, a quien se está convenciendo de que cuente a los presentes —entre ellos Platón, por supuesto— la extraña historia de la Atlán-tida, recibida en una sucesión de transmisiones orales, como era tradición en aquellos tiempos. Todo había empezado varias gene-raciones atrás con la visita a Egipto de un sabio ateniense llamado Solón (circa 640-559 a.C.), quien escuchó la historia de boca de un sacerdote en Sais. Años más tarde, con el fin de preservarla, Solón narraría el extraordinario relato al bisabuelo de Critias, quien a su vez lo transmitió a su hijo, hasta que con el tiempo llegó al propio Critias. Convencido de la verdad del concienzudo relato de Critias, Platón aseguró su perpetuidad al escribirlo.

El narrador original había empezado por explicar a Solón que en épocas pasadas, habían surgido y desaparecido muchas grandes civilizaciones de las cuales no quedaban rastros porque un terri-ble diluvio había destruido todos los registros y los recuerdos de los atribulados sobrevivientes pronto se habían borrado. Este último cataclismo al parecer había ocurrido poco después de la destrucción final de la Atlántida dentro de una serie de violentos terremotos, que tuvo lugar unos nueve milenios antes de la época de Solón, o lo que sería 9600 años a.C. (Recuerden esa fecha, pues volveremos a ella más de una vez en las páginas que siguen. Es muy importante, porque coincide en gran medida con varias dataciones relacionadas).

El otrora poderoso imperio de la Atlántida descrito por Platón, en los días previos a su desaparición bajo las aguas, ya para entonces en plena decadencia moral y geográficamente debilitado, era todavía un estado insular relativamente extenso situado más allá de las Columnas de Hércules. Esto nos señala en dirección a las Azores. ¿Acaso constituyen ellas, junto con Madeira y las Islas Canarias más al sur y al este, un vestigio montañoso de lo que fuera la Atlántida, que estuvo sumergido y reapareció? En todo caso, todos estos son picos protuberantes de montañas submarinas y los más numerosos

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a lo largo de la amplia curva de la Dorsal Mesoatlántica. Esa dorsal oceánica, notoria por su actividad sísmica y volcánica, atraviesa una amplia zona del subsuelo marino, y abarca la submarina Meseta de las Azores, donde misteriosas estructuras que parecen torres han sido «fotografiadas con sonido» mediante un proceso de detección del eco. En otros lugares a lo largo de esa dorsal, se han obtenido testigos marinos [extraídos por perforación de la roca submarina] de antiguos restos de plantas que crecían en tierra, tomados del subsuelo a una profundidad de más seis kilómetros bajo la super-ficie del océano.2

Platón, se nos recuerda, en realidad se refirió a la Atlántida de los últimos días como una cadena de varias islas grandes, que se podía seguir cruzando de una a otra y así llegar al occidente hasta un vasto continente no identificado, más allá de las tierras atlantes. Muy curioso, eso. Y bastante convincente, en opinión de este escritor. Si hace 2600 años un sacerdote egipcio conocía suficiente geografía del mundo más allá de las fronteras de su propio país como para hablar de una América aún no descubierta, ¿por qué dudar de la veracidad de esta historia de la perdida Atlántida? Seguramente tenía antiguos mapas o manuscritos a su disposición, o había obtenido ese conocimiento de alguna fuente superior...

En cuanto a la referencia a un archipiélago, en lugar de un con-tinente formado por una sola isla, la encontramos corroborada en la descripción psíquica que Cayce hizo de la Atlántida en su fase final. El continente original se habría desprendido unos 50 700 años a.C., dejando una cadena de cinco islas principales hasta el segundo gran movimiento sísmico, que se estima ocurrió alrededor de 28 000 años a.C.. Desde entonces hasta el momento de su hundimiento final, catástrofe que en realidad parece haber ocurrido en etapas muy separadas y no en una sola erupción, solo quedaron tres islas principales, identificadas por Cayce como Poseidia, Aryan y Og. De estas, Poseidia fue la primera en desaparecer.3 Es de suponer que se hundió unos cuantos siglos antes que las otras dos. De hecho, los

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temblores de advertencia pueden haber empezado tan pronto como 10 600 años a.C., todo un milenio antes de la última inundación, que por lo general se sitúa cerca de 9600 años a.C. En cualquier caso, las primeras evacuaciones de Poseidia parecen haberse iniciado en el año 10600 a.C., y continuado por varias centurias de ahí en adelante, hasta parte del reinado de Araaraart II, en Egipto.

Ya hemos situado a Poseidia en las inmediaciones de lo que ahora es el Mar de los Sargazos, con su extremo más occidental hoy marcado por tierras que están surgiendo lentamente en la zona de las Bahamas, sobre todo en el atolón de Bimini, en el que arqueólogos submarinos siguen trazando mapas y analizando ex-trañas formaciones rocosas avistadas por primera vez desde el aire en 1968 (tal como Cayce lo predijo en 1940).4 Se cree que esos son restos de antiguas carreteras, paredes u otras estructuras construi-das por el hombre. Y es en esta zona, se nos dice, que podrían ser descubiertos en nuestra época los largamente sepultados registros de la una vez floreciente civilización de la Atlántida, que ya cercano el fin iniciados del sacerdocio de Poseidia habrían guardado en un templo piramidal sellado.5

Y respecto a las islas de Aryan y Og, podríamos aceptar la sugerencia de Cayce y asignar a Aryan la posición intermedia. Esto deja a Og como la isla más hacia el oriente, directamente frente al Mediterráneo. Fue ese el vestigio de la Atlántida que los atenienses conocieron. Y quizás el último en perecer.

Curiosamente, en las lecturas encontramos una aislada refe-rencia a Persia como la «tierra aria», en la época inmediatamente siguiente a la de la Atlántida, sugiriendo que posiblemente colo-nizadores de la isla atlante de ese nombre se establecieron allí. En forma parecida, el nombre de Og aparece en las lecturas para designar una parte de lo que hoy es el Perú, antes gobernada por un pueblo conocido como los ohums, a quienes veremos en un capítulo posterior. Al parecer algunos atlantes que huyendo de Og emigraron a la remota y primitiva cordillera de los Andes antes de

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la destrucción final de su país de origen, llevaron consigo no sólo vestigios de su evolucionada cultura sino también el nombre de su antigua patria insular. Nos recuerdan a los colonizadores del Nuevo Mundo que muchos milenios más tarde, en un impulso sentimental cambiaron el nombre de antiguos territorios indígenas para aco-modarlos a sus recuerdos, como Nueva York, Nueva Ámsterdam, y demás. Hábito secular de pueblos migratorios en todas partes, en especial si acaban dominando a los locales… como usualmente lo hacían los atlantes.

La mayoría de los miembros del sacerdocio atlante, junto con otros seguidores de las sagradas enseñanzas de la Ley del Uno, decidieron marcharse mucho antes de la catástrofe final. Fue una diáspora de amplio espectro que en últimas llevó a la extinción de los atlantes como única raza, poder, o influencia a nivel mundial. Entre los sitios por los que se dispersaron se mencionan específicamente Egipto, Marruecos, los Pirineos, la península de Yucatán y el Perú, así como diversos lugares de Norteamérica no cubiertos por glaciares (pues esto fue justo antes del final de la última Edad de Hielo, que se ha situado hace unos once mil años). Con respecto a esta última, se menciona la región de la meseta del suroeste norteamericano, donde se supone que los atlantes que recién llegaban se mezclaron con colonizadores muy anteriores originarios de Lemuria, el continente sumergido tanto tiempo atrás. Además, en una segunda migración ya desde Yucatán, por un largo y difícil camino al norte, algunos resistentes atlantes llegaron hasta esa extensa zona del medio oeste norteamericano hoy caracterizada por los misteriosos vestigios de los constructores de montículos.

Con todo, la primera afluencia de atlantes en Norteamérica fue integrada por los proscritos hijos e hijas de Belial, cuyas malas costumbres precipitaron no solo este último desastre final, sino los dos cataclismos anteriores que en forma gradual llevaron a la Atlántida de su antigua gloria y grandeza, a la ruina final en la que el mar fue su tumba. No bienvenidos, al parecer, en las zonas

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colonizadas por los más pacíficos hijos e hijas de la Ley del Uno en su disciplinado éxodo, se supone que los hedonistas hijos e hijas de las Tinieblas esperaron hasta última hora. Y luego, en un deses-perado intento de apoderarse de un espacio habitable, arrebatando las tierras de otros (como lo sugiere el relato de Platón), al parecer atacaron sin provocación a los más primitivos habitantes de lo que ahora son Europa y Asia Menor. No existen pruebas de que estos ataques, que probablemente fueron aéreos, hubieran sucedido jamás. Pero si fueron rechazados, podemos suponer que los invasores dejaron a su paso muerte y destrucción. Esto se puede deducir en parte de los restos vitrificados de antiguas fortalezas en Escocia, Irlanda, Bretaña, y Austria, donde algo muy similar a un potente rayo láser de mortal puntería alguna vez traspasó las piedras, der-ritió los bloques y los convirtió en vidrio fundido.6 ¿El «rayo de la muerte» atlante en acción? Cayce mencionó una vez la existencia de tan pavorosa arma en el arsenal de ellos, lo que los señala como probables culpables. Gracias a su tecnología altamente avanzada, los atlantes podían atacar con impunidad cualquier objetivo. Pero al final, según parece, a los frustrados seguidores de Belial no les quedó otra opción que huir al bastante deshabitado continente hacia el oeste, y los que no se hundieron en el mar con la Atlántida se apresuraron a buscar refugio en tierras inhóspitas.

¿Acaso esa dura experiencia cambió en algo sus aviesas cos-tumbres? Nos gustaría creer que ejerció sobre ellos una influencia moderadora. De hecho, en las lecturas de Cayce encontramos alguna prueba indirecta al respecto. Primero, se nos dice que los nobles e intrépidos iroqueses formaban parte de los descendientes directos de los últimos atlantes rebeldes. Y en una lectura de vida* de Ed-gar Cayce a una mujer que en una encarnación previa había sido Narwaua, princesa de las tribus del gran jefe algonquino Powhatan, salió a la luz la sorprendente información de que la llegada de los

*Una disertación psíquica relacionada con las vidas pasadas de una entidad.

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colonizadores ingleses a la tierra de los indígenas norteamericanos había marcado esa nueva reunión, para conocerse a sí mismos, de los antiguos hijos de la Ley del Uno y aquellos rebeldes hijos de Belial que muchos milenios atrás habían huido al continente que ahora consideraban suyo.7 De ser cierto, revela una profunda percepción psicológica de las posteriores rivalidades que pronto surgieron entre los colonizadores blancos y sus hermanos pieles rojas, quienes en este caso resultaron perdedores. Sin embargo, a pesar de ciertas prácticas salvajes, estos últimos eran moralmente superiores en muchas formas a los inescrupulosos recién llegados, que se valieron de taimados trueques y encarnizadas batallas para arrebatarles sus tierras. Aunque quizás inevitable desde el punto de vista kármico, su final derrota podría considerarse a un mismo tiempo lamentable e irónica.

Una nota final para reflexionar un poco: aunque los atlantes fueron la raza roja original, con el tiempo esa característica racial se perdió o modificó como resultado de los matrimonios mixtos con individuos de otras razas de todo el mundo antiguo, con quienes se vieron obligados a convivir los orgullosos exiliados. Sin embargo, hubo una notable excepción en el caso de aquellos hijos de Belial que sí conservaron las características de la raza prácticamente intactas al evolucionar en los diferentes grupos tribales del indí-gena norteamericano. (Sólo en el suroeste, donde la contribución lemuriana se observa en las pieles más cobrizas y pequeñas cabezas más redondeadas, son notablemente «diferentes» los indígenas norteamericanos).

De nuevo volvemos a Platón, esta vez para retomar la parte de su historia que figura en las páginas de Critias. Mientras en las de Timeo nos habla solo de los últimos días de la Atlántida, en las

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de Critias relata sus prometedores inicios. También hace un breve relato de su rápido desarrollo hacia el estado ideal bajo sus primeros líderes, quienes parecían dioses.

No resulta sorprendente entonces, que uno de los primeros nombres que aparecen sea el del dios Poseidón, de quien sin duda proviene el nombre de Poseidia. (Aunque en la relativamente breve historia que Platón nos deja de la Atlántida no aparece el nombre de Poseidia, en las lecturas de Cayce sí figura con alguna frecuencia; y una fuente esotérica que analizaremos un poco más adelante, nos dice que en los últimos tiempos de la Atlántida cuando Poseidia era sede indiscutible del poder, a sus ciudadanos se les denominaba atlantes o también poseidíes). En la mitología griega, Poseidón personificaba el fertilizante poder del agua, y vemos que era sinónimo de Neptuno, dios de los mares. Entonces, tal vez fue apropiado que, con el tiempo, fuera el propio mar el que reclamara la Atlántida para sí…

Los dioses de la nueva raza madre que descendieron, dividieron la tierra en parcelas, se nos dice, y Poseidón heredó la Atlántida. Allí conoció y se enamoró de la hermosa Clito, única hija de uno de los hombres nacidos originalmente en la tierra y en aquella región, supuestos descendientes de la raza madre anterior y por consiguiente ellos mismos de raza divina en alguna época, pero ya despojados desde mucho tiempo atrás de todo recuerdo de su origen divino tras incontables centurias de asociaciones carnales.

No obstante, con la hermosa Clito, que había crecido aislada junto a sus padres en la cima de una elevada montaña en medio de la Atlántida, podría haber un regreso, por así decirlo, a un linaje más puro y etérico, lo que atrajo a Poseidón. De esa unión, Poseidón engendró una prole de cinco pares de gemelos varones; y dividió a la Atlántida en diez partes, o principados, otorgando el gobierno general al primogénito del primer par de gemelos, de nombre Atlas. De hecho, Platón señala que este hijo primogénito recibió un nombre del cual derivarían el suyo el Océano Atlántico

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que los rodeaba, y la propia Atlántida.Después de describir con lujo de detalle las bellezas naturales de

la Atlántida, sus numerosas maravillas arquitectónicas y tantos logros sin precedentes alcanzados bajo un liderazgo unido y progresista, Platón llega por fin al aciago relato de su posterior decadencia y caída. Por muchas generaciones, nos cuenta, mientras la «estirpe divina» aún era fuerte en su interior, los atlantes fueron un pueblo a la vez vigoroso y virtuoso que obtuvo muchos logros y observó las leyes establecidas bajo el mandato de Atlas. Riqueza y poder significaban poco para ellos, aunque los poseían en abundancia. Pero luego, muy gradualmente como para alcanzar a notarlo en un principio, tuvo lugar un cambio sutil. He aquí las palabras de Critias, el narrador, sobre el funesto asunto: «A medida que su parte divina se empezó a debilitar, y el carácter humano a predominar, debido a los constantes cruces con tantos mortales, [ellos] empezaron a mostrar un comportamiento indecoroso».

Por demás indecoroso. Se da a entender la comisión de actos de absoluta perversidad y depravación. (De nuevo esas brumas…).

Y es justamente en esta instructiva coyuntura, como abrumado por lo que faltaba por narrar, que el moralista relato de Platón acaba abruptamente.

Pero eso no importa, volvamos a los registros akásicos.Ahora nuestra fuente psíquica puede contarnos el resto de la

historia, cuyo final bajo el mar ya conocemos. Sin embargo, suceden muchas cosas en la zona intermedia. Y solo analizando toda la cadena de acontecimientos podemos llegar a entender realmente el ciclo evolutivo que nos ha traído a donde hoy estamos. De hecho, hoy volvemos a estar en una encrucijada, tal como estuvimos en la Atlántida. ¿Y qué camino tomaremos? ¿El de la carne, o el del espíritu? ¿Dios o la riqueza material?

La opción nunca cambia. Pero si tenemos presentes las lec-ciones del pasado, nos pueden guiar en nuestras acciones futuras.

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Sigamos, pues, en nuestro viaje evolutivo de nuevo a la perdida Atlántida. Y por el camino, valdría la pena recordar las palabras del predicador, en el Eclesiastés: «Hay quien llega a decir: “¡Mira que esto sí es una novedad!”. Pero eso ya existía desde siempre, entre aquellos que nos precedieron».8

La verdad es que no hay nada nuevo bajo el sol. Porque el ciclo evolutivo empieza y acaba en la Mente de Dios. En el arco descendente, se desenrolla el hilo de toda la experiencia del ego y en el arco ascendente se vuelve a enrollar, junto con las lecciones aprendidas.

Se aproxima el tiempo del proceso de enrollamiento. A menos, por supuesto, que permitamos que esas frustrantes brumas inter-fieran, como en el pasado...

A lo largo de su trayectoria psíquica, Edgar Cayce de vez en cuando sorprendería a sus oyentes estando en trance, al mencionar ciertos libros o publicaciones la mayoría de los cuales ellos sabían que él nunca había leído o visto siquiera, estando despierto. A falta de tiempo para adelantar estudios de cualquier tipo y de inclinaciones eruditas, Cayce dedicaba casi exclusivamente a su amada Biblia los ratos que le quedaban para leer. Por eso, cuando en alguna de sus lecturas surgía el título de algún libro, era motivo de especial interés y atención.

Uno de estos casos tuvo lugar en febrero de 1932.Se había propuesto una serie de lecturas sobre la Atlántida. La

sugerencia surgió porque últimamente la Atlántida se había venido mencionando cada vez más, con respecto a encarnaciones anteriores de muchos de los que visitaban al psíquico de Virginia Beach para pedirle lecturas de vida. En la primera de lo que se convertiría en un total de trece disertaciones psíquicas sobre el legendario continente, los comentarios iniciales de Cayce aludían a «esas cuantas líneas de Platón» (un eufemismo, en realidad), así como a «referencias en las Sagradas Escrituras de que la tierra se había dividido», por

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supuesto relacionadas con el Génesis y el nacimiento de Péleg, uno de los descendientes de Noé.9 (De hecho el nombre Péleg significa «división», y quizás también indique otra rama de los herederos de Noé). Luego el durmiente Cayce se refirió a «el escritor de Dos Planetas, o la Atlántida, o Poseidia y Lemuria», para entonces una oscura obra esotérica que se decía había dictado psíquicamente a un muchacho de 17 años de nombre Frederick S. Oliver, su falle-cido autor, un antiguo maestro atlante que se identificó a sí mismo ante Oliver como «Phylos el Tibetano», por entonces habitante de «Devachan», o lo que comúnmente se conoce como el Más Allá. El libro fue publicado por primera vez en 1899 bajo el título de A Dweller on Two Planets [Un habitante de dos planetas]. Se ha editado muchas veces más, y hasta hoy se sigue editando.10

Aunque Cayce no necesariamente refrendó la extraordinaria historia de Phylos, ni la de Platón tampoco, agregando que la credibilidad de ambas como versiones individuales de la vida en la Atlántida debe quedar a juicio del lector, igual vale la pena resaltar que buena parte del contenido de A Dweller on Two Planets (en lo que respecta a un marco de tiempo establecido como «10 700 años antes del Príncipe de Paz»), de hecho fue corroborado por la propia información psíquica de Cayce sobre ese período en general.

Por supuesto, los estudiosos del material de ambos, Phylos y Cayce, habrán notado que desde el punto de vista filosófico, estas dos fuentes difieren bastante. Phylos atribuye a la ley del Karma un alto grado de fatalismo y sombría inexorabilidad. Esto no coincide con el punto de vista orientado a Cristo expuesto por Cayce, bajo el cual la ley de la Gracia siempre opera y puede borrar la carga kármica que Phylos consideraba una secular piedra de molino que lo abrumaba por sus pecados de atlante y otros defectos. (Pero igual podría ser que, a sus 17 años, el subconsciente del amanuense de Phylos se hubiera dejado influenciar por el opresivo clima moral victoriano de su propia época, al transcribir el antiguo relato de la Atlántida).

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Sin embargo, no creo que esa diferencia filosófica sea tan im-portante. Resulta mucho más significativa la cantidad de campos en los que Cayce y Phylos, en versiones separadas e independientes, nos ofrecen relatos asombrosamente parecidos de la cultura de la Atlántida en el período que precedió a su colapso final. Por esta razón, cuando presente el relato de Cayce sobre el tema, intercalaré algunas referencias a la versión de Phylos a manera de corrobo-ración. También las referencias a la literatura teosófica tendrán un papel en la historia que se desarrolla a continuación.

LOS PRIMEROS MIL AÑOSUnos doscientos mil años atrás, cuando ya la antigua Lemuria

se acercaba a su extinción como experimento fracasado, los prime-ros representantes de la tercera raza madre andrógina empezaron a descender a la tierra virgen de un continente sin nombre pre-parado especialmente por los dioses del universo para que ellos lo habitaran.

Con el tiempo, el continente se conocería como Atlántida.En cuanto a sus habitantes en evolución, estaban destinados

a dar vida a una civilización en la Tierra, que no habría tenido ni tendría igual. Tan grande era su notable destreza tecnológica que literalmente ellos podían llegar a las estrellas y aprovechar la po-tencia del remoto Arcturus, así como la energía del más cercano sol. Muchos de sus extraordinarios logros apenas se están redescu-briendo ahora a medida que avanzamos en nuestra propia Era de Acuario aérea, que corresponde a la que Cayce denominaría «era aérea o eléctrica» de la Atlántida, en la cúspide de sus poderes.11 Sin embargo fue una tecnología que, sin los necesarios controles espirituales, finalmente empezó a hacer estragos y fue la perdición de los orgullos atlantes. Eso, y las desvergonzadas prácticas carnales de los indisciplinados hijos de Belial, cuya desenfrenada actividad fue causante de daños indecibles… Pero su lugar correcto es al final de nuestro relato, no aquí al comienzo.

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En el principio, los luminosos seres espirituales de la nueva raza, que inicialmente llegaron a la Tierra como proyecciones mentales, observaron su nuevo entorno entre recelosos y maravil-lados. Desplazándose por ese desconocido mar de aire, fueron como buceadores cautelosos que penetran en un mundo submarino de placeres tentadores, pero presintiendo peligros ocultos tras cada rama de coral de vivos colores o cada oscuro follaje de algas. Lo que, por supuesto, era cierto. De hecho, ya venían advertidos. No debían abandonar ni por un instante sus lazos celestiales, o todo estaría perdido. ¿Pero acaso puede esperarse de niños que llegan a un campo de juegos prohibido que actúen mucho tiempo con la fría objetividad de dioses? Fue así como muchos en medio de su inocencia, crearon para sí mismos fantásticos modelos mentales tomados en parte de la seductora vida animal y vegetal que veían a su alrededor y obtuvieron esa imagen de sus ideas al atraer átomos físicos a sí mismos. Así, en lugar de quedarse en la cuarta dimensión de las creaciones puramente etéreas de la Mente, las formas se mate-rializaron y adoptaron la sustancia elemental de la tierra que ahora habitaban. De esta manera, los originalmente libres y luminosos seres espirituales se encontraron atrapados en forma grotesca en una materia de su propia hechura. Y de sus patéticas filas surgieron en esos antiguos tiempos las leyendas de sirenas y sátiros, unicornios y otras bestias y semibestias extrañas, pero lamentablemente todas muy reales. La mayoría, sin embargo, escapó a una suerte similar al materializarse en forma humana, pero andrógina. Y fueron ellos quienes se convirtieron en los verdaderos atlantes.

Con el fin de mantenerse en contacto psíquico con su Fuente divina en las etapas de formación, ellos desarrollaron un tercer ojo. Este «ojo» psíquico (que después desapareció al alterarse su función original, fue reemplazado por la actual glándula pineal de los humanos) se podía materializar en cualquier parte del cuerpo a voluntad. En últimas, sin embargo, su localización se «fijó» en la parte posterior de la cabeza. Se usaba para efectos de «visualización»

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psíquica, lo que permitía a la entidad acudir a la Fuerza de la Mente Suprema para la satisfacción de todas sus necesidades materiales y espirituales en el plano terrenal. Fue así como los primeros atlantes no carecieron de nada. En cuanto a la forma del cuerpo, variaba a voluntad de cada quien, desde estaturas gigantescas hasta muy pequeñas, pero la altura y forma ideales eran muy parecidas a las actuales, de un color que en un principio podía cambiar con el entorno, como los camaleones, pero que al evolucionar se iría es-tabilizando hasta convertirse, con el tiempo, en la raza roja.12

En lo que podríamos denominar como su fase primitiva o «preatlante», antes de que surgiera el primero de sus poderosos gobernantes en tiempos de Poseidón y Atlas, o del esplendente reinado de Amilius que se convertiría en el apogeo de todos los tiempos de la civilización de la Atlántida, el nuevo continente fue colonizado afanosamente. Ya prometía convertirse en lo que Cayce llamaría «el Edén del mundo» y hogar de la más extraordinaria raza de seres espirituales andróginos. Más pacíficos, se nos ha dicho, que los demás pueblos del universo, estos primeros atlantes evolucionaron rápidamente, usando sus dones psíquicos naturales para dominar los elementos en formas que sus predecesores, los lemurianos, jamás soñaron. Pronto aprendieron a sacar el máximo provecho de los recursos de la naturaleza para las necesidades que continuamente iban surgiendo a todo nivel. De hecho, el mayor desarrollo de lo que hoy se llamarían fuerzas ocultas, o psíquicas, ocurrió durante los primeros mil años de evolución de la Atlántida.13

Con todo, en términos comparables, esto habría sido más como cien años de hoy, o quizás una sola generación. Porque la forma física estaba compuesta entonces por elementos más puros, y sus átomos menos comprimidos o «endurecidos», de modo que la regla general era una mayor longevidad. De hecho, es posible que algunos de los primeros hijos andróginos sobrevivieran varios milenios antes de pasar al Intermedio, o de cruzar a lo que se ha denominado el Más Allá. Más tarde, a medida que el tiempo de vida

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tendió a acortarse, ya fue posible rejuvenecer. La energía del que se conoció como gran cristal Tuaoi, configurada a una baja vibración, podía revitalizar las células del organismo, y en esa forma muchos devolvieron la juventud una y otra vez a sus cuerpos envejecidos. Entre los iniciados, no obstante, era más frecuente alcanzar la longevidad entrando en silencio durante prolongados períodos de sintonización espiritual con el Uno. (Aún hoy, podemos hacer lo mismo. Mantenga activo el centro pineal mediante la meditación, aconsejaba Cayce, y podrá mantenerse joven físicamente).

Entretanto, debemos saltarnos más de cien mil años para llegar al primer gobierno del «Adán Superior» o Amilius, que era el Crea-dor, quien hizo Su entrada andrógina en la Atlántida más o menos hacia la mitad de los doscientos mil años de su historia.

Iniciamos el relato de esa época con una antigua leyenda.

LA LEYENDA DE LILITHLa historia de Lilith es un relato extraño y enigmático. Buena

parte permanece en un profundo misterio que los marcos de tiempo e interpretaciones contradictorias, así como la falta de detalles, vuelven aún más indescifrable. En parte realidad y en parte fan-tasía, la historia deja entrever bestialidad y proles simiescas, pero también un propósito inocente en sus inicios, como el rescate de serafines.

La versión más convincente quizás sea la de la mitología hindú, aunque allí no se menciona el nombre de Lilith como en la alegoría talmúdica de la tradición judía. Además, en la doctrina gnóstica y el rosacrucismo medieval hay oscuras alusiones a Lilith, en las que su nombre se relaciona con el de Adán como primera esposa suya y progenitora de «demonios» al principio del tiempo. Sin embargo, parece ser una interpretación engañosa y exagerada, si nos atenemos a lo dicho por Edgar Cayce cuando se le pidió explicar cómo se podría relacionar la leyenda de Lilith con la proyección atlante de la Mente Creadora como Amilius (otro nombre del «Adán Superior»

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de la cuarta dimensión, prototipo andrógino del posterior Adán de carne y hueso, del Génesis).

Ahora reuniremos fragmentos provenientes de fuentes diversas y dejaremos el relato de Edgar Cayce para el final, donde nos per-mitirá resolver las contradictorias diferencias y extraer la verdad fundamental de la leyenda.

En la mitología hindú, la simiente de nuestra actual raza humana fueron los hijos de Dios, quienes en tiempos de la raza madre asociada con la época de la Atlántida, se convirtieron en seres andróginos semidivinos, prisioneros de sí mismos en unos cuerpos que habían cambiado fisiológicamente y asumido una apariencia humana. Fue así como empezaron a tomar esposas de apariencia totalmente humana, y hermosas a la vista, pero en quienes habían encarnado entidades espirituales inferiores y más materiales que ellos mismos. No obstante, se dice que el origen de esas entidades había sido sideral, y se deja a juicio nuestro si eran o no un vestigio de la etérica segunda raza madre que precedió a los atlantes. Llamada «Khado» (o Dakini, en sánscrito), a Lilith se le puede considerar su prototipo. Se creía que todas estas legenda-rias «Khado» dominaban el arte de caminar en el aire, tal vez un «rezago» de sus olvidados orígenes de perdidos integrantes de la etérea raza lemuriana. Conocidas por su gran bondad para con los mortales, carecían sin embargo de toda capacidad de razonamiento y se decía que sólo les había sido imbuido el instinto animal. En la tradición hindú, lo que más tarde se tomó erróneamente como adoración a los monos, era solamente una forma de demostrar res-peto por los primates inferiores, a los que muchos hindúes todavía consideran un degenerado subfilo del hombre, prole bestial de esa antigua unión sexual entre los primeros atlantes y las «Khado».14 Es de suponer que muchos en la India vean al «abominable hom-bre de las nieves» del Himalaya, llamado yeti, bajo la misma luz compasiva y lo atribuyan a consecuencias kármicas sobre la raza humana debido a nuestra participación en la procreación de esas

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criaturas «perdidas», desprovistas de razón.Entretanto, la versión talmúdica de estos eventos, nos presenta

a Lilith como primera esposa de Adán, antes de que Dios creara a Eva como su legítima compañera. Era una criatura encantadora de largos y ondulados cabellos, es decir, un animal hembra melenudo, con toda la apariencia de una mujer. Producto de la antinatural unión de Adán y Lilith, según el relato del Talmud, fue una subraza de seres sin habla, no muy diferentes a los simios de nuestro tiempo.15

Aunque los relatos judío, rosacruz y gnóstico han interpretado los hechos en función del Adán bíblico de un período mucho más tardío, y no de su prototipo andrógino (conocido en la tradición cabalística como Adán Kadmón), su similitud con la versión hindú prebíblica, así como ciertos elementos de la interpretación de Cayce situados en la época de Amilius, que le sigue inmediatamente después, contribuyen a la credibilidad de la leyenda de Lilith, sea cual fuere su interpretación correcta. Pero antes de analizar lo que Cayce diría sobre el asunto, hay una interesante nota a pie de pá-gina, por así decirlo, extraída de la tradición apócrifa. Se dice que después de su antinatural alianza con Lilith, uno de los serafines de seis alas se llevó a Adán para la laguna Aquerusia, donde lo lavó en presencia de Dios. No se menciona el pecado, sin embargo, porque se supone que Adán no tenía previa conciencia de la culpa…

En los primeros tiempos del reinado de Amilius, todavía no había empezado la separación de los sexos. Aunque masculinos en su aspecto exterior, los andróginos hijos de Dios encarnaban en sí mismos la naturaleza masculina y femenina en una sola persona. Si recurrían a las Fuerzas Creadoras, se podían convertir en canales para la procreación de una progenie andrógina de su misma es-pecie, imbuida con doble alma y también con un cuerpo de doble sexo. Así, las relaciones sexuales no eran necesarias como medio de reproducción. Además, al permanecer libres del deseo carnal, no solo mantenían abierto el canal de comunicación espiritual con las Fuerzas Superiores que les habían dado origen, sino que podían

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evitar toda relación impura con los hijos e hijas de los hombres, almas caídas de la última raza madre, o primeros precursores de la propia, que habiendo perdido su patrimonio celestial se dedicaron a copular a la manera de las bestias que los rodeaban.

Tristemente, las capacidades creativas de los hijos andróginos tenían otro aspecto, por el que se replegaban en sí mismos en lugar de recurrir a las Fuerzas Superiores. En un proceso psíquico que bien podría describirse como «formación de imágenes mentales», ellos podían lograr que se manifestara casi cualquier objeto de naturaleza física. Es así como sus necesidades del diario vivir eran satisfechas rápidamente, y quizás podría decirse que este proceso de visua-lización no causaba daño e incluso aportaba un grado de progreso, desde un punto de vista estrictamente material. Sin embargo, tenía un potencial de abuso en particular de seres vivientes. Esto se hizo patente cuando al observar la encantadora proyección mental que a menudo veían ahora acompañando a su líder Amilius, los hijos andróginos pronto descubrieron que también tenían el poder para generar por sí mismos una criatura así, a voluntad. No obstante, este era un proceso mucho más complicado que la simple visualización con la que materializaban objetos inanimados desde el éter. De hecho, los pensamientos son cosas, pero en este caso las «cosas» tenían que ser moldeadas en una viviente imitación de modelos de carne y hueso lentamente estructurados en la fuerza mental de sus creadores de doble sexo, en un proceso que Cayce denominó «progeneración». Se nos dice que en número de años se necesitaban «cuatro veintenas más seis», para materializar por completo una de las «cosas», como se les llegó a llamar, bastante literalmente.16 Los sentimientos de propiedad deben haber sido fuertes y muy arraigados. Forma divina o grotesca, la desventurada criatura que aparecía estaba predestinada a una permanente esclavitud.

Todo lo cual nos lleva de nuevo a Lilith.¿Es que la proyección que hizo Amilius de esa deslumbrante

forma mental debía producir una simple «cosa», autómata sin alma

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al servicio de sus necesidades personales? No parecería ser así, porque se nos ha dicho que él le dio vida «sacándola de sí mismo» como «lo primero de todo lo creado», para que fuera su compañera y ayuda adecuada.17

Por cierto, nótese la redacción: «lo primero de todo lo creado». Es claro que al producir a Lilith, Amilius sentó el precedente de dar vida a las llamadas «cosas»: visto en retrospectiva, un error con trágicas consecuencias. Sin embargo, aunque Amilius sólo había buscado crear una ayudante y compañera, «sin cambio alguno en la relación de los hijos de Dios con aquellas relaciones de los hijos e hijas del hombre», ya hemos observado que su alta motivación no parece haber prevalecido entre los demás hijos andróginos quienes decidieron dar vida a proyecciones mentales propias. De hecho, la mayoría de estas manifestaciones y su prole resultante, se convirtieron en simples sirvientes, peones esclavos, que dieron paso a generaciones futuras de una sociedad cada vez más consciente de las distinciones sociales en la Atlántida. Es más, en la medida que la separación de sexos empezó a convertirse en una opción común entre los hijos, se empezó a presentar la mezcla gradual con los hijos e hijas de los hombres, lo que Amilius había temido, en tanto que el maltrato a las «cosas» orientado a la obtención del placer sexual alcanzó ominosas y trágicas dimensiones en una era posterior.

Entretanto, hay algunos interrogantes perturbadores en cuanto a la creada compañera de Amilius.

Primero que nada: ¿Tenía alma?Las lecturas de Cayce que tratan el tema, nos dicen que las

«cosas» eran del reino animal, por cuanto solo a aquello que era obra del Creador se le había otorgado alma.18 ¿Acaso la Mente Creadora, habiendo descendido a las limitantes dimensiones de la existencia terrenal como el andrógino Amilius, retuvo suficiente de Su poder para imbuir un alma en la proyección mental de más bajo nivel que Él creó? A la luz de su propósito superior al crear a Lilith, parecería probable. Y esa probabilidad aumenta aún más por

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el hecho de que algunos de los arrepentidos atlantes —quienes se convertirían en fieles adeptos de la nueva enseñanza introducida por Amilius, que la llamó Ley del Uno— más tarde se dedicaron a purgar de sus numerosas impurezas a las llamadas «cosas», con miras a convertirlas en morada adecuada para esas fuerzas tanto mentales como espirituales, en proceso evolutivo. (¿Si Amilius no hubiera señalado el camino como Ser Ejemplar, habrían dado ellos un paso de tanta humildad por voluntad propia?).

Y ahora, otra pregunta: ¿Se debe creer en la legendaria imagen de Lilith como prolífica pareja sexual de Adán (o de Amilius, como Adán Superior)?

Quizás podríamos considerarla como un elemento más que todo mítico de la historia. Parecería una inconsistencia del propósito específico de Amilius, que era crear una ayudante y compañera con la que pudiera preservar Su santidad como hijo de Dios, libre de la corruptora influencia de los hijos y las hijas de los hombres. Porque tal vez fue para esta época que Amilius vio por primera vez que muchos de los hijos andróginos se separaban convirtiéndose en dos, como los inferiores mortales. Su próximo paso era inevitable. Y es posible que Amilius, para no ser víctima del mismo destino, hubiera decidido crear a Lilith como una alternativa. Porque ciertamente la proyección de una forma mental como ayudante y compañera, a diferencia de Su «otro yo» u homólogo femenino, que habría con-llevado una permanente pérdida de la celestial unicidad del ser, en un principio se le pudo ocurrir a Amilius como forma viable de resolver el creciente dilema, por más que después lo lamentara. Es más, podría suponerse que Lilith, como imagen mental idealizada, debe haber manifestado muchas de las cualidades divinas al mate-rializarse por completo, estuviera o no imbuida desde el principio con un alma o el don del raciocinio humano.

No obstante, aparte de todo eso, es necesario formular la pregunta final que no tiene respuesta: ¿Acaso el semimortal Amilius, aunque había sido divino Hijo y Creador en el principio, en últimas acabó

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cediendo, como los demás hijos andróginos que Lo rodeaban, a las terrenales tentaciones del deseo carnal? Si es así, el Príncipe de las Tinieblas debe haberse reído para sus adentros…

AMILIUS Y LA LEY DEL UNOEn el reino surgieron divisiones. Hubo acérrimos defensores

de la separación de sexos y la experimentación con sexualidad humana y animal, así como enconados opositores a esa nueva y caprichosa conducta.

La tribulación y congoja de Amilius fueron grandes. Después de purificarse, se retiró de la vista del pueblo. Se transportó en se-creto a uno de los altos lugares sagrados desde los que podía verse toda Edén, en Poseidia, sede de su gobierno, y pasó muchos días en comunión con las huestes celestiales y el Espíritu Santo.

Cuando finalmente bajó de allá, su semblante resplandecía con el brillo del sol. El pueblo lo vio y se reunió como un solo hombre dejando temporalmente de lado sus disputas. Porque sabían que su Líder había ido a los cielos superiores y vuelto donde ellos, y esperaban ansiosos el mensaje que como oráculo, les debía traer de los dioses de allá arriba.

Las palabras de Amilius fueron directas y sencillas. Al pro-nunciarlas, Él establecería para siempre en la tierra la única ley verdadera promulgada desde el principio para gobernar todo el universo. Y entre los atlantes que le hicieron caso, se conoció en lo sucesivo como la Ley del Uno.

Así habló Amilius: «Escuchen lo que voy a decirles de la ley celestial, y obedezcan.

«La ley de todo lo que existe es la Unicidad. Porque el Señor Dios es Uno. Todos ustedes emanaron del Uno, y deben regresar al Uno. La Unicidad es la ley que mantiene unido al universo y las estrellas en su lugar; porque todo el poder es un poder unificado, así como el tiempo y el espacio y el conjunto de todas las dimensiones son uno en la Eternidad.

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«Ese Uno es Luz y portador de vida. Su símbolo visible es el sol que brilla sobre ustedes. Y los miles de soles de todo el tiempo y el espacio son uno solo; así como las almas son una sola, aunque sean muchas en cantidad: tan numerosas como las estrellas.

«Sin embargo, sepan que: toda carne no es una carne, y lo impuro puede corromper lo puro. El día y la noche no se mezclan, sino que cada uno sigue su propio curso por una razón. Separarse de la Luz portadora de vida, por cualquier acto egoísta o impuro, es lanzarse a las tinieblas exteriores, y dejar de ser parte del Uno. Por lo tanto, no se aparten de la Luz. De aquí en adelante hagan de ella el eterno imán de sus pensamientos y acciones. Rindan culto solamente al Uno. Concéntrense, como los rayos del sol, en la fuente de la cual extraen su propia vida interior y luz. No se conviertan en hijos de las tinieblas, que piensan que la luz está en ellos, pero practican costumbres que acrecientan el egoísmo y la separación.

«Por lo tanto, declárense hijos e hijas de la Luz, e hijos de la Ley del Uno».

Durante mucho tiempo después de eso, mientras reinó Amilius, la adhesión de la mayoría de los atlantes a las enseñanzas de la Ley del Uno trajo grandes progresos y conocimientos al país.

Fue durante este tiempo que se estableció el sacerdocio para perpetuar la ley. Al principio como una hermandad cuyos miembros llevaban turbantes blancos (aunque más tarde algunas de las hijas andróginas fueron admitidas como sacerdotisas), estos hijos de la Ley del Uno se conocieron como la Hermandad Blanca. Cayce dice de estos iniciados atlantes que tenían la capacidad de transportarse a sí mismos en pensamiento o físicamente.19 En A Dweller on Two Planets, Phylos alude en forma similar a la proyección astral como una ocurrencia común entre estos «Hijos de la Soledad», como también se les llamaba, al decirnos que tenían la capacidad de «dejar a un lado el burdo cuerpo terrenal como se deja un ves-tido» y proyectarse a sí mismos donde quisieran.20 El control de

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las sagradas esferas de piedra, que se encontraban en cada uno de los templos por toda la Atlántida, y del poderoso cristal, o piedra Tuaoi (identificada por Phylos en la terminología de la Atlántida tardía como la «Piedra Maxin»), se había confiado exclusivamente a este grupo élite de custodios espirituales.

En esencia, la piedra Tuaoi era un gigantesco acumulador de energía de puro cristal de cuarzo. Pero su uso original había sido mucho más amplio que eso. Al principio, era la fuente a través de la cual se entraba en contacto espiritual y mental con las Fuerzas Invisibles.21 En forma parecida, las piedras esféricas que se coloca-ban en altares o patios de los templos, cuyo diámetro podía variar desde tan pequeño como solo unas cuantas pulgadas hasta tan grande como ocho pies [2,44 m], eran de granito muy pulido que contenía «la influencia magnetizada por la que el Espíritu del Uno hablaba» a los primeros atlantes durante sus servicios religiosos.22 En una época muy posterior, ya cerca del final de la Atlántida, un líder de Poseidia llamado Iltar, de la casa de Atlan, transportó mu-chas de esas esferas sagradas a las tierras seguras de la península de Yucatán, y otras a lo que hoy son Guatemala y Costa Rica.23 En este último país, se han descubierto en la selva un gran número de estos misteriosos objetos de piedra, aún puestos sobre bases que parecen altares hechos de piedras de río, los que según Science Digest (edición de junio de 1967), dejaron totalmente confundidos a estos descubridores de la época moderna. En cuanto a la piedra Tuaoi, que se hundió con el resto de Poseidia unos doce milenios atrás, Cayce indicó que algún día puede surgir de nuevo, a medida que otras partes del continente hundido empiecen a aparecer una vez más cerca de las Bahamas.

En un recinto cubierto por un domo corredizo que se podía abrir para mirar el cielo, un templo especial albergaba la piedra Tuaoi, que era un enorme cilindro con múltiples facetas prismáti-cas talladas en tal forma que su cúspide recogía y centralizaba la energía o fuerza concentrada entre el extremo inferior del cilindro

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y la propia cúspide.24 (En alguna de las lecturas, Cayce se refiere al cilindro como de «seis lados»,25 se supone que esta terminología solo sea su forma de identificar el material como cristal de cuarzo, cuyo corte transversal es hexagonal). Sintonizada especialmente para recibir las vibraciones que llegaban desde el remoto Arcturus, identificado por Cayce como centro alrededor del cual gira nuestro propio sistema solar,26 así como el cercano sol, no es sorprendente que más adelante se llamara «Piedra de Fuego» a la piedra Tuaoi, en una época de la cambiante cultura atlante en que la función de la piedra tuvo un carácter parcialmente tecnológico, más que puramente espiritual.

En alguna oportunidad que se le pidió señalar el punto en que la gran civilización de la Atlántida habría llegado a su apogeo, Cayce respondió que eso dependía de si quien preguntaba se refería a la percepción común de lo que es el progreso, en términos de avances materiales, o si se refería a logros espirituales. En cuanto a estos últimos, es claro que lo alcanzó durante el reinado de Amilius, unos 98 000 años antes de la entrada de Ram, o Rama, a la India.27 La cronología hindú sitúa a Rama aproximadamente entre 8000 y 7500 a.C.,28 así que podríamos concluir que el reinado de Amilius tuvo sus comienzos hace unos 108 000 años. ¿Y cuál fue su duración? No tenemos registros de su final. Pero bien podría pensarse que su reinado fue bastante prolongado.

La «Edad de Oro» de Amilius, a partir de inicios relativamente primitivos, aprovechó su impulso espiritual y pacífico gobierno para forjar una poderosa nación de logros jamás superados. Hacia el final de su era, Amilius ya había conseguido llevar la Atlántida hasta el comienzo de la edad aérea o eléctrica que seguiría. En los primeros tiempos de la Atlántida, el transporte aéreo se efectuaba en globos elaborados con piel de paquidermos y elevados con gas helio, quizás un tanto primitivo para nuestros modernos están-dares, pero prueba fehaciente del ingenio atlante. Y no tardaron en avanzar a medios de transporte mucho más sofisticados, que

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sobrepasaban nuestros propios logros más sobresalientes. Fue bajo Amilius que maestros atlantes descubrieron el principio del control de lo que se denominó el «lado oscuro» o fuerzas negativas de la naturaleza, que se oponen a las fuerzas positivas. Por ejemplo, al conocer cómo es que las fuerzas de atracción y repulsión actúan en todo el universo, gravedad y antigravedad se podían equilibrar una con otra, lo que permitía levantar o bajar enormes pesos con facilidad y absoluta precisión. De hecho, todos los actuales mis-terios de la física de partículas, electromagnetismo, energía solar y otras energías cósmicas, los resolvieron de manera intuitiva los maestros atlantes de esa temprana época. Por consiguiente, con aleaciones metálicas aún no descubiertas por el hombre moderno, en combinación con algunos de los principios del lado oscuro que dominaban, ellos pudieron construir naves espaciales sin alas que se movilizaban a velocidades increíbles por todo el espacio sideral y también bajo los mares. (No sólo las lecturas de Cayce nos cuen-tan todo esto, está corroborado en las páginas del libro de Phylos, escrito en el siglo diecinueve, mucho antes del advenimiento de la navegación aérea, la fotografía con rayos infrarrojos, la televisión, y otras innovaciones de los tiempos modernos, todas consideradas comunes y corrientes en la sociedad atlante mucho antes de su fatal desaparición).

¿Encierra esto una lección para nosotros? De cualquier manera, fue hacia el final del reinado de Amilius, época en que los atlantes se acercaban a pasos agigantados a una prosperidad jamás soñada y una plétora de lujos y comodidades físicas, que en todo el reino empezaron a resurgir desacuerdos y divisiones. Sus raíces, como es de esperar, estaban en la creciente decadencia moral que acompaña el ascenso al poder de toda sociedad que se vuelve permisiva y trai-ciona los controles espirituales y éticos de sus valores tradicionales. Entretanto, aquellos de puro linaje andrógino que se mantenían fieles a las antiguas normas libraban una batalla perdida tratando por to-dos los medios de persuadir a sus erráticos compatriotas atlantes de

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que volvieran a las enseñanzas de la Ley del Uno. Pero estos últimos continuaron su desenfrenada búsqueda de placeres y licenciosas costumbres, que se volvieron cada vez más censurables.

Por último, los hijos de la Ley del Uno recurrieron al enve-jecido Amilius. Su pena era enorme mientras los escuchaba. Sin embargo, poco podía hacer, porque sabía que ya había llegado Su hora. Sin embargo, antes de partir, ordenó establecer los primeros altares para sacrificios en la nación, para recordar y honrar a Dios en lo sucesivo con los primeros frutos de las cosechas. Quizás con la esperanza de recordarle al pueblo que Dios siempre debería ir antes que el pueblo. En lugar de eso, en una distorsión de propósitos acorde con la situación de rápido deterioro moral, con el tiempo los altares se usaron para sacrificios de sangre.

Esai, quien gobernaba la Atlántida en la época del primer gran movimiento sísmico de la nación, que se dice ocurrió cerca del año 50700 a.C., sucedió a Amilius. No se conoce el gobernante durante la segunda fase de la progresiva autodestrucción de la Atlántida, que se cree ocurrió alrededor del año 28000 a.C. No obstante, se menciona uno llamado Ani en relación con los días finales de la Atlántida, del año 10600 a.C. en adelante, hasta que salió el último de los evacuados y la cumbre más alta de la última isla se sumergió, siglos más tarde…29

En cuanto a la época del dios Poseidón y la división de la Atlántida en los diez reinos legendarios de sus diez principescos hijos, con el primogénito Atlas como monarca reinante, podríamos suponer un marco de tiempo muy antiguo dentro de los doscientos mil años de existencia del legendario continente. De hecho parece probable que Poseidón hubiera sido un temprano precursor de la tercera raza madre, escogido por los dioses superiores para poblar la prometedora tierra nueva preparada para su experimento evolutivo. Si fue así, es posible que la civilización supuestamente fundada por él, como mítico prototipo de la posterior Atlántida, hubiera tenido

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su auge y caída mucho antes de la llegada de Amilius hacia la mitad de los tiempos.

Y en cuanto a éste último, como «Adán Superior» que de-scendió a la tierra, cabe preguntarse si habría podido prever que Su prolongado y cíclico papel como Salvador de las almas atadas a la tierra apenas empezaba.

EL PRIMER MOVIMIENTO SÍSMICO: 50700 a.C.Durante el reinado de Esai, la Atlántida evolucionaría hasta

llegar a ser una sociedad de tecnócratas asombrosamente rica y poderosa. Pero mientras su progreso científico alcanzaba alturas sin paralelo, su supremacía espiritual se reducía.

Los estados vecinos, mucho más débiles que la poderosa At-lántida con su formidable arsenal de avanzado armamento, fueron intimidados y fácilmente sometidos mientras los atlantes vagaban libremente por todo el planeta como si fuera de su exclusiva propiedad. Pero, como se ha visto, era una sociedad en incontenible decadencia desde su interior. Veamos más en detalle lo que estaba ocurriendo.

Algunos síntomas del deterioro eran más sutiles que otros, por supuesto. Incluso las mentes sofisticadas podrían haberlos inter-pretado como prueba de un mayor progreso. Y ese, precisamente, era el problema.

Tomemos la navegación espacial, por ejemplo.Mientras los iniciados de antaño habían podido transitar por

los tramos más cercanos del universo simplemente aplicando sus capacidades psíquicas naturales, ahora solo unos cuantos escogidos conservaban esos ocultos poderes. Por otra parte, la navegación espacial en aeronaves que alguna vez Cayce comparara con las rue-das volantes descritas por Ezequiel en una fecha muy posterior, era común y corriente en esta época.30 (También Phylos pone de presente el dominio tecnológico del espacio interestelar, que tenía la ciencia de los atlantes). Y aunque esa navegación estaba bajo el control de

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lo que hoy se denominaría la fuerza aérea, sorprendentemente la energía que la impulsaba provenía de la antigua piedra Tuaoi.

El antiguo cristal todavía estaba bajo el exclusivo y sacrosanto control del sacerdocio, como en el principio. Sin embargo, en esta que se consideraba la edad del conocimiento científico, el común del pueblo ridiculizaba o ignoraba su uso original como medio de comunicación con las fuerzas de la Luz para recibir orientación espiritual. La asombrosa energía de la piedra había sido modificada y reorientada para servir a un propósito más práctico del diario vivir de los cada vez más materialistas atlantes. Ahora conocida como «Piedra de Fuego» (apropiada referencia a la espectacular capacidad del poderoso cristal de recoger y almacenar ingentes cantidades de energía solar), sus rayos multitudinarios se domina-ban y canalizaban de tal manera que servía de propulsión a casi todos los medios de transporte en toda la nación: flota aérea, flota submarina, barcos de recreo, y las diferentes formas de transporte terrestre entonces en uso. Es más, en la conversión de los antiguos instrumentos espirituales para satisfacer las cambiantes necesidades de una época más tecnológica, no olvidaron las esferas de granito pulido de distintos tamaños que al parecer ahora proporcionaban la conexión electromagnética necesaria entre la «central eléctrica», o Piedra de Fuego, y el elemento motor individual de los miles de naves, trenes o lo que fuera, en los cuales se colocaban las esferas. Al parecer, el mecanismo de propulsión era un simple asunto de sintonía individual de un panel de control en el extremo receptor para ajustar los requerimientos de energía entrante y velocidad, según fuera necesario.

Si hubieran terminado aquí, aunque lamentables, los usos mate-riales a los cuales se estaba sometiendo la piedra Tuaoi celestialmente energizada, podrían considerarse relativamente inofensivos. Pero hubo otro uso que no presagiaba nada bueno, uno de carácter mucho más ignomioso. Aunque la energía de la piedra podía salvar vidas, y a menudo la élite atlante la usaba para regenerar y rejuvenecer

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sus cuerpos, permitiendo así que algunos de ellos vivieran hasta edad muy avanzada antes de partir al más allá, sus vibraciones más altas podían causar muerte y devastación instantáneas a cualquier objetivo material.

La característica básica del armamento que utilizaba esas fuer-zas vibratorias más altas emanadas de la piedra se conocía como rayo de la muerte.31 Similar en principio a un láser superpotente, se podía configurar para que emitiera mortíferos rayos cósmicos a distinta profundidad e intensidad, según fuera necesario. Creada en un principio para asegurar la defensa de las playas de la Atlán-tida de invasores extranjeros, los rumores de esta formidable arma habían sido suficientes, por sí solos, para conjurar todos los posibles invasores, cuyas tecnologías estaban mucho más atrasadas que la de los atlantes en casi todos los aspectos.

Por lo tanto, el rayo de la muerte permaneció mucho tiempo sin ponerse a prueba. Pero ahora la nación afrontaba una amenaza completamente diferente y dentro de sus propias fronteras. Ciu-dadanos de varias de las más lejanas provincias de la Atlántida, de terreno más montañoso y menos cultivado, empezaron a reportar crecientes amenazas a su ganado y a ellos mismos por parte de manadas de temibles bestias de todo tipo que proliferaban rápida-mente. Muchas constituían la grotesca prole del cruce de tempranas creaciones de formas mentales con especies animales ya existentes en la tierra. De hecho, en muchas partes del mundo mucho menos desarrolladas que la Atlántida, esta amenaza de monstruosas cria-turas de su propia creación32 crecía rápidamente y había alcanzado proporciones críticas entre las atemorizadas y desorganizadas tribus que entonces constituían las naciones en estado embrionario. (En Egipto, sin embargo, un sabio líder llamado Asapha, apoyándose todavía en primitivas aeronaves y atrasados centros de comunicación que habían constituido la primera fase del desarrollo tecnológico de la Atlántida, se esforzaba por integrar y convocar un consejo mundial de líderes de los principales grupos tribales de todo el

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asediado planeta para discutir la amenaza común que enfrentaban y proponer una solución. El sorprendente resultado de los esfuerzos de Asapha se verá en el próximo capítulo).

Entretanto, los mucho más avanzados atlantes estaban proce-diendo a eliminar la amenaza de su nación por su propia cuenta. Al principio no utilizaron el impresionante rayo de la muerte y pro-baron otras técnicas menos peligrosas. Lanzaban explosivos desde el aire sobre blancos visibles que se movían a campo abierto o en la cima de las montañas, y ponían minas de tierra a la entrada de guaridas sospechosas. Pero en la tierra había pozos profundos que muchas de las bestias habitaban en gran número, y las explosiones de superficie no las alcanzaban. Por consiguiente, algunos de los asesores de Esai propusieron usar el terrible rayo de la muerte, que penetraría con toda facilidad en los pozos y cavernas más profundos. Pero durante algún tiempo Esai se negó a usar esa controvertida arma que casi no se había probado. Los sacerdotes del templo de la Ley del Uno lo exhortaron a valerse de medios menos drásticos, e incluso recomendaron apelar en forma unificada ante las Fuerzas Superiores en procura de su ayuda espiritual. En cuanto al cósmico rayo de la muerte, los sacerdotes advirtieron a Esai que su uso indiscriminado contra los animales merodeadores, con el tiempo podía ser igualmente mortífero para su propia gente así como para la futura ecología del planeta, inquietudes que en un principio los creadores del arma no tuvieron muy en cuenta.

Era un consejo que valía la pena sopesar, y las cosas bien podían haber quedado ahí. Sin embargo, por esos días surgió entre los at-lantes una facción cada vez más dominante y belicosa. Criticando duramente la timidez de Esai y los sacerdotes, reclamaban a gritos una acción más vigorosa y decidida. Exigían que el rayo de la muerte se utilizara sin más demora para erradicar del país y de una vez por todas, la amenaza de las bestias que vivían en las profundas cavernas de la pura entraña de la tierra, por así decirlo.

El jefe de este grupo de oposición fue un atrayente personaje

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llamado Belial. Astuto agitador, era hijo de una antigua sacerdo-tisa de la Ley del Uno que había abandonado sus actividades en el principal templo de Poseidia, para convertirse en amante y mecenas de uno de los seductores hijos de los hombres.33 Con la ayuda de su madre como sacerdotisa mayor y calculada insolencia para con los hijos de la Ley del Uno, Belial construyó un magnífico templo propio. Luego convenció a muchos ciudadanos de que se unieran a él en un movimiento político contra Esai y el sacerdocio organizado, para discutir un buen número de asuntos muy controvertidos, de los cuales el rayo de la muerte era apenas uno.

El tema más polémico era tal vez la continuada progeneración de las llamadas «cosas», a la cual la mayoría de los sacerdotes se habían opuesto de tiempo atrás en razón del trato vergonzoso dado a estas desventuradas criaturas como si se tratara de objetos sexuales sin alma o peones encadenados y maneados en minas y campos, en una clara violación de las sabias enseñanzas del desaparecido Amilius. De hecho, algunos de los más influyentes hijos e hijas de la Ley del Uno habían logrado convencer a Esai de la necesidad de establecer centros de educación y clínicas especiales de electrotera-pia por todo el país con el objeto de tratar tantas de esas criaturas deformes como fuera posible, para acercarlas a niveles humanos normales, espiritual, mental, y físicamente, con el fin de poder liberarlos para unirse al resto de la sociedad.

Para Belial y sus seguidores, muchos de ellos dueños de grandes cantidades de seres esclavizados, un programa así representaba una doble amenaza. En primer lugar, no solo temían y les contrariaba la posibilidad de verse obligados a renunciar a los trabajadores no asalariados que producían buena parte de sus ingresos, y también a los de formas más atractivas que en su condición de esclavos es-taban obligados a satisfacer sus necesidades sexuales. Pero, además, en el fondo temían que si alguna vez se liberaba a estas miserables criaturas, se volvieran contra ellos y los mataran. Maneadas y encadenadas, eran muy fáciles de controlar, y con sus facultades

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mentales muy poco desarrolladas, en el momento no tenían la ca-pacidad de razonar o desobedecer y se mantenían bastante dóciles. En estatura, sin embargo, muchas eran verdaderos gigantes, en tanto que otras tenían la apariencia de grotescas semi-bestias, con cuernos y cola, patas peludas y filosas pezuñas hendidas, o pico y garras de halcón, entre las innumerables variaciones ideadas por sus creadores con caprichosa crueldad. Hasta qué punto, por medio de electrocirugía en las clínicas o de capacitación mental y espiritual en los centros de educación, los hijos de la Ley del Uno podrían reformar los deformes cuerpos de las «cosas» aún era objeto de especulación en esa etapa incipiente. Pero para Belial y los suyos, que por mucho tiempo habían maltratado a las criaturas, no había forma de eliminar el temor a su represalia si ellas se convertían en individuos libres dentro de la sociedad atlante. Era muy probable que sus recién despiertas mentes albergaran venganza. Por otra parte, era bien sabido que un buen número de las «cosas» había escapado tiempo atrás, y se suponía que ahora se encontraban entre las bestias que tenían sus escondites en los sitios más profundos de la tierra. Si se llegara a «liberar» otras en el futuro, sin importar los cambios externos en su apariencia, bien podrían unirse a sus hermanas en pozos y cavernas e incitarlas a actuar con una violencia sin precedentes.

Así que, primero lo primero. Había que limpiar de monstruos esos profundos escondites.

Con ese objetivo, Belial planteó un ultimátum a Esai, respal-dado por su creciente cuadrilla de combativos seguidores. O bien Esai ordenaba a los iniciados encargados de la Piedra de Fuego que activaran los módulos de fuerza de las armas del rayo de la muerte y se valieran de las desatadas energías cósmicas para erradicar las bestias de las cavernas más profundas en todo el país, o el propio Belial asumiría el control de la piedra en el templo principal de la Ley del Uno. Se trataba de una amenaza que Esai no quería desafiar, sabiendo que Belial ya contaba con el apoyo de fuerzas poderosas,

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y cedió. El tantas veces pospuesto bombardeo de cuevas y pozos profundos con los rayos letales ya podía empezar.

Aunque al principio Asal-Sine, el iniciado que tenía el control directo de la Piedra de Fuego, dudó en cuanto a usarla para energizar el láser de alcance profundo, poco a poco sucumbió a la persuasiva influencia del carismático Belial. La promesa de poder, en una etapa de cambios radicales, fue su perdición.34

Por sugerencia de Belial, Asal-Sine elevó gradualmente el nivel de energía de la sintonización prismática, para que los rayos de la muerte tuvieran potencia suficiente para penetrar las propias en-trañas de la tierra, donde Belial estaba convencido que algunos de los monstruos más amenazantes debían estar ocultos.

Resultó más efectivo de lo que nadie hubiera imaginado jamás.

No solo fueron eliminadas en todas sus guaridas las pobres bestias aterradas, sino que todo el continente convulsionó presa de los movimientos sísmicos y un fuego arrasador. Las erupciones volcánicas llevaron muerte y destrucción a gran parte de la Atlántida y convirtieron al poderoso continente en un fracturado paisaje de islas separadas, cinco en total.

Podría pensarse que un holocausto tal habría enseñado a los pares de Belial una lección de humildad, pero lamentablemente, no sería así.

Con el tiempo, la Atlántida se recuperó y reanudó sus antiguas costumbres. Pero si las bestias ya no constituían una amenaza, no podía decirse lo mismo de los perversos hijos de Belial.

Su número siguió multiplicándose. Y a medida que su número aumentaba, crecían las semillas de maldad que estaban sem-brando.

EL SEGUNDO MOVIMIENTO SÍSMICO: 28000 a.C.Belial. Baalilal. Baal.¿Qué tienen en común esos nombres? Por una parte, todos

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124 • La Historia del Alma

apestan a reencarnación del mal. Y por otra, lucen y suenan de-masiado parecidos para no estar relacionados. De hecho, podemos duplicar esa lista de nombres sospechosamente similares. Agre-guemos Baal Zebub (o Beelzebú, su denominación más común pero menos apropiada). Y Balaán. Y Baalbek.

Todos de la misma calaña, es obvio. Una calaña que de hecho habría que evitar como al mismo diablo. Sin embargo, antes de proseguir nuestro viaje, en este punto vale la pena hacer una pausa para clasificarlos.

En las lecturas de Edgar Cayce sobre la Atlántida, encontramos por igual los dos primeros nombres, Belial y Baalilal, utilizados para identificar la misma entidad que ya tuvimos el dudoso placer de conocer. Ahora, vamos a la conexión con Baal. En otra referencia a ese período de la primera destrucción de la Atlántida, un joven recibió una lectura del señor Cayce en la cual se le dijo que había estado entre «los que adoraban a Belial», o la satisfacción de los deseos físicos de todo tipo;35 en tanto que otro, que había ayudado en la preparación de los explosivos, se enteró de que había «ob-servado la ley de Baal» y no la Ley del Uno.36 Estas dos referencias sirven para establecer con razonable certeza que Belial y Baal origi-nalmente fueron sinónimos. Se dice que en hebreo Baal significa «dueño» o «amo»; y en tiempos bíblicos, Baal fue adorado como dios de la fertilidad por los cananeos. Los ritos del culto, como los de la antigua Atlántida, eran orgiásticos y sensuales, y a menudo incluían sacrificios de sangre. Todas las formas de «magia negra» se practicaban en secreto.

Entretanto, en el Antiguo y Nuevo Testamento, así como en la literatura apocalíptica judía, los términos «hijo de Belial» u «hombre de Belial», denominan a un enconado oponente del Mesías. Y en el Apocalipsis hay una referencia a aquellos que seguían la doc-trina de Balaán, ofreciendo sacrificios a sus ídolos y fornicando.37 Aunque Balaán era un adivino madianita, es evidente su afinidad con el antiguo Belial y el culto de Baal. En cuanto a Baal Zebub o

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Beelzebú, el bíblico «Señor de las Moscas», también podemos en-contrar sus orígenes en la Atlántida. En una lectura de Cayce sobre los últimos días del infortunado continente, se nos habla de «la destructiva influencia» que seguían ejerciendo «los hijos de Belial a través de las actividades de Beelzebub».38 Bien podemos interpretar que ese pasaje implica que Beelzebú, como heredero forzoso de las responsabilidades de Belial, fue descendiente o reencarnación del fundador del culto de Baal, o tal vez ambas cosas.

¿Y de Baalbek qué?Esto nos actualiza de manera inquietante. Es baalismo con

un giro moderno. En el muy conocido Valle de Bekka (beka, con irónica precisión, significa «escisión» o «fracción») del Líbano, la antiquísima ciudad de Baalbek alberga el Templo de Baal más anti-guo que se conoce, que sufrió una serie de cambios en tiempos del Imperio Romano, pero para los habitantes del lugar nunca perdió su importancia original. Es en esta misma zona de infausta memoria que actualmente el grupo terrorista Hezbollah de fundamentalis-tas musulmanes chiitas apoyados por Irán realizan sus anárquicas conspiraciones, pero todo en nombre de Alá, en lugar de Baal…Y aunque estos fanáticos no practican ninguno de los antiguos ritos orgiásticos de sus hedonistas predecesores, compensan esa omisión con su desmedida voracidad por el derramamiento de sangre.

Pareciera que Satanás siempre ha podido identificar a los suyos, en todas las épocas, y ha impuesto su marca sobre ellos.

En los días inmediatamente anteriores a la segunda división del país, estalló una crisis. La Atlántida estaba al borde de la guerra civil. Los rebeldes hijos de Belial, fieles a su incendiario homónimo de una época anterior, buscaban derrocar el régimen de la Ley del Uno y reemplazarlo con su propio régimen anárquico.

Su descontento se originaba en la fuerza laboral esclava, que decrecía en la medida que los gobernantes permitían que la clase sacerdotal redoblara esfuerzos para regenerar más y más de las

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desventuradas «cosas», permitiéndoles un tranquilo evolucionar para integrarse a la sociedad atlante como miembros con todas las de la ley.

Al mismo tiempo, el número de seres espirituales andróginos dotados de los poderes originales de progeneración que una vez habían sido comunes a todos, había venido disminuyendo con regularidad a lo largo de siglos y milenios de salidas y reingresos de otros espíritus, en un entorno evolutivo siempre cambiante en el que los lazos etéreos se debilitaban continuamente mientras los átomos materiales se solidificaban y fortalecían aún más en un mundo compuesto por la materia. Esto planteaba un dilema muy particular para los hijos de Belial, quienes nunca tuvieron poderes progenerativos pero siempre se habían valido de sus seductores encantos tanto como fuera necesario para obtener el apoyo a sus corruptas costumbres de seres espirituales andróginos que les crearan reemplazos para sus fuerzas esclavas que morían o eran «liberadas». Pero para su gran consternación, ya no encontraban un número suficiente de aquellos.

En busca de alternativas, trataron de sonsacar a través de algu-nos hijos de la Ley del Uno dispuestos a cooperar, los secretos de la progeneración que creían poder obtener de la gran piedra blanca y las esferas, a través de las cuales los iniciados se comunicaban con las Fuerzas Superiores. Pero, habiendo fracasado rotundamente, se apoderaron de armas y naves aéreas y, rompiendo la prolongada historia de paz de la Atlántida con sus vecinos, empezaron sus beli-cosas incursiones en las relativamente indefensas poblaciones de las naciones vecinas, trayendo de regreso gran número de cautivos encadenados, para servirles. Aquellos que se negaban a servir eran entregados a los sacerdotes de Baal como ofrendas para sacrificios de sangre. De hecho, esos sacrificios se consideraban necesarios. Eran tiempos increíblemente duros, y la tierra trabajada en exceso se volvía cada vez menos productiva. Las minas también producían cada vez menos, aunque sus despiadados amos obligaban a los

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obreros a cavar más y más profundo. Y fue así como con el tiempo los hijos de Belial llegaron a creer que la única manera de invertir este ominoso estado de cosas sería comenzando a ofrecer sacrificios humanos en los altares, lo que empezaron a hacer en cantidades aterradoras. Las protestas y llamados de los gobernantes fueron en vano. Los hijos de Belial, envalentonados por el creciente apoyo a sus tácticas, hicieron lo que les vino en gana, con absoluto despre-cio de cualquier tipo de autoridad. Además señalaron sutilmente que los de la Ley del Uno ya no parecían ser más capaces que ellos de satisfacer las necesidades de la gente. Los suministros de todo tipo empezaron a escasear cada vez más. La codicia, tanto tiempo irrestricta, cobraba su precio.

Inevitablemente empeoraron las tensiones. Sin embargo, el consejo regente seguía vacilante, evitando toda acción decisiva. No hubo entre ellos un Abraham Lincoln que agrupara las masas alrededor de una causa justa y venciera las fuerzas de Baal. De hecho, una de las lecturas de Cayce sobre esa aciaga época derro-tista sugiere que un malestar espiritual se había apoderado de toda la nación, permitiendo que elementos anárquicos predominaran sobre las fuerzas del Uno.

Estas palabras sobre el asunto, que Cayce expresó en estado de trance a un antiguo iniciado de la Atlántida, resumen la patética situación en forma muy concisa: «La entidad cedió, no al pecado sino… más bien a mantener la paz en lugar de valerse de la justicia y el poder para destruir a esos malvados en carne y hueso».39

¿Una guerra «justa»? Lo cierto es que uno siempre debe poder y estar dispuesto a ofrendar la vida en defensa de un principio justo o de la salvaguardia de las libertades fundamentales.40

Los atlantes decidieron no actuar. Sin embargo, la naturaleza tenía otros planes. Las fuerzas superiores entraron en acción y una vez más la tierra tembló y se sacudió de un extremo al otro. Pasada la conmoción, muchos vieron en lo sucedido una advertencia de Dios. De las cinco islas de la Atlántida, sólo quedaron tres: Og,

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128 • La Historia del Alma

Aryan y Poseidia.Levantándose de entre los escombros, algunos siguieron con

sus asuntos. Otros rezaron, hubo quienes maldijeron y otros más empacaron, preparándose para la primera de las evacuaciones a tierras más seguras.

LOS ÚLTIMOS MOVIMIENTOS SÍSMICOS: 10600 á 9600 a.C.El hundimiento final de la Atlántida se vio al principio de este

capítulo, como un hecho que probablemente ocurrió en varias etapas que tomaron unos cuantos siglos.

Pero si los incrédulos hijos de Belial se quedaron hasta el fin, y muchos perdieron la vida en el cataclismo final, hay pocas dudas de que fue Iltar, un hijo de la Ley del Uno, quien lideró el primer grupo de reasentamiento, que se dirigió a la península de Yucatán en 10600 a.C., después de los iniciales temblores de advertencia. (Lo seguiremos hasta allí en un capítulo posterior).

Algunos huyeron a los Pirineos, otros a lo que ahora es el Perú, donde finalmente volveremos a encontrarnos con ellos y seguire-mos las actividades de sus últimos tiempos. También Marruecos se menciona como una de las tierras seguras escogida por los emigrantes atlantes en esos últimos días. Y es posible que hubiera otros lugares no registrados. Entretanto, muchos de los iniciados partieron a las soleadas tierras de Egipto, guiados por un impulso divino a ese lugar ideal, destinado a desempeñar un papel crucial en la futura evolución de la humanidad.

Pero retrocedamos un poco en la historia tardía de la Atlántida hasta el año 12000 a.C., que nos sitúa aproximadamente en la mitad de la Edad de Virgo, signo de la Virgen.

Para esa época, una Entidad enviada de Dios encarnó en la Atlántida, unos mil quinientos años antes de que empezara su des-trucción final por etapas. Y es probable que viniera predestinada a salvar la tierra y su gente de su inminente destino, señalándoles el error de sus costumbres. Su punto de entrada fue el mismo idílico

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jardín en Poseidia en el que todos los grandes iniciados del pasado habían decidido centrar su actividades y aún quedaban muchos de los antiguos templos construidos para conmemorar y perpetuar las enseñanzas de la Ley del Uno, como las estableciera allí Amilius, el Adán Superior.

El lugar, claro, los sagrados bosquecillos que rodeaban la ciudad de Edén. ¿Y la identidad el recién llegado? Era el Adán terrenal, proyectado en la esfera tridimensional por su propio «Ser Supe-rior», Amilius, a quien se había dado una forma en carne y hueso, cuerpo andrógino en un principio, que en esta ocasión ocupó el propio Ser Superior.

Se trataba de una comisión prometedora. Entonces, ¿por qué fracasó en la misión salvadora escogida por Él mismo en ese primer intento, causando así su expulsión de Edén? ¿Y a dónde se marchó, este Adán arrepentido, con Eva, su compañera y alma gemela?

Lo sabremos a su debido tiempo, en el curso de nuestro viaje evolutivo.

Integrantes de una raza orgullosa y sobresaliente, los atlantes evolucionaron muy rápido, llegaron muy lejos y lograron mucho; pero su gradual perdición quizá se pueda atribuir a la misma cuali-dad que los hizo grandes: su extremismo.

Cayce ofreció algunas reveladoras apreciaciones de este rasgo característico de los atlantes y sus implicaciones kármicas para antiguas almas atlantes que reingresaron a la tierra durante nuestro actual ciclo evolutivo. Porque muchos de ellos estarían de nuevo destinados a ocupar altas posiciones, con renovadas oportunidades y responsabilidades (como en los tiempos en que Jesús estuvo en la tierra).41

Todos los atlantes reencarnados tienden a ser extremistas, con extraordinarias capacidades para hacer el bien o el mal. O son sobresalientes en lo bueno, o son los precisos para arruinarlo todo. Dotados por regla general con notables poderes mentales, muchos

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de ellos también llegan bajo la poderosa influencia del planeta Urano, que gobierna las fuerzas psíquicas y los extremos. Por esto hacen un uso poco común, en cualquier dirección que elijan, tanto de las leyes espirituales como de las mentales.42

Sorprendentemente, en una de sus lecturas que tuvo lugar durante la segunda Guerra Mundial, Cayce observó que no había ni un líder de ningún país, ningún clima, amigo o enemigo, que no hubiera sido entonces un atlante. En forma igualmente sorprendente, e indicativa de la capacidad de autosacrificio de estos extremistas por cualquier causa (correcta o equivocada) en la cual creyeran firmemente, el psíquico de Virginia Beach observó a mediados de 1943 que todavía no había habido un solo héroe de esa guerra, vivo o muerto (de cualquiera de los bandos, es de suponer) que no hubiera sido un antiguo atlante.43

Sin duda la Atlántida produjo muchos héroes, y también muchos villanos, durante el prolongado período de su cíclica grandeza y decadencia. Hacia el final los más grandes héroes fueron aquellos hijos de la Ley del Uno que lograron salvar para la posteridad los registros de la Atlántida. Esto incluía la historia completa de su desventurado continente, con secretas revelaciones de la maestría de fuerzas oscuras para construir el poderoso cristal, sus naves espaciales que desafiaban la gravedad, y llevar a cabo tantas mara-villas tecnológicas que aún hoy siguen estando fuera de nuestro alcance.

Tales registros, se nos dice, fueron ocultados en lo profundo de cámaras piramidales, en tres lugares distintos, y la forma en que fueron escondidos al parecer ha podido garantizar su preservación hasta que nuevamente puedan salir a la luz a manos de los iniciados de la Nueva Era, cuando llegue el momento apropiado.44

En Egipto, bajo la planicie de Giza, está uno de los sitios escogi-dos donde también se sepultaron reliquias y registros egipcios junto con los de la Atlántida, para ser descubiertos en un futuro. Iltar llevó otra colección de los registros a Yucatán, y la guardó en una

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pirámide aún no desenterrada que reposa bajo ruinas mayas más recientes. Por último, en la pirámide de registros ahora sepultados bajo el cieno del Mar de los Sargazos, en una parte de Poseidia que se espera surja de nuevo cerca de Bimini, está la colección original acompañada por numerosos artefactos y sellada por el gran sabio atlante, Hept-supht.

Su nombre, muy a propósito, significaba «Help-keep-it-shut» [En inglés: Ayuda a mantenerlo cerrado]. Más tarde, él mismo desem-peñaría un papel similar en las ceremonias de sellado en Egipto. Como atlante de regreso en la Nueva Era justamente anterior a la nuestra, lleva el nombre de uno de tres antiguos iniciados que participará personalmente en el develar de esos mismos registros sellados.45

Es difícil encontrar una prueba científica de la existencia de una gran civilización anterior a nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Sobre todo cuando buena parte de ese antiguo mundo reposa sepultada bajo una profunda capa de cieno en el fondo del océano…

Sin embargo, ahora, como entonces, salen a la luz extraños recordatorios. Prueba suficiente y clara, si la aceptamos, de que civilizaciones muy avanzadas nos precedieron aquí y siguieron su camino.

En 1851, en un estrato de piedra maciza, apareció en Dorchester, Massachusetts, una vasija de forma acampanada, fabricada en un metal desconocido. Antes de volver de nuevo a la oscuridad, fue objeto de una rápida referencia en Scientific American. En Austria, en 1885, se encontró en una profunda capa de carbón del período terciario, un bloque de metal antiguo en forma de cubo, con cu-riosas incisiones. Después de algunas discusiones científicas, llegó al museo de Salzburgo y se borró de la mente de científicos poco curiosos. Entretanto, en California, un viajero recogió una pieza de cuarzo aurífero que accidentalmente deja caer y se abre al partirse.

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En su interior tenía un clavo de hierro de corte perfecto y ligera-mente oxidado. No hubo científicos que lo acogieran, en 1851. En Kingoodie Quarry, al norte de Bretaña, hubo un hallazgo similar más o menos por la misma época. En esa ocasión el clavo, bastante corroído por el óxido, se encontró sobresaliendo de un trozo de piedra recién excavado a buena profundidad en la capa del fondo de la cantera. Mucha especulación, pero nadie se puso de acuerdo. Caso cerrado. Entonces, algo asombroso: una lente óptica del más puro cristal aparece entre antiguas baratijas desenterradas en 1853, en la casa-tesoro de Nínive. Sin explicación posible en Babilonia ni en ninguna otra parte del mundo, llega al Museo Británico como una curiosidad, pero como espécimen arqueológico de una cultura desconocida no va a dar a ninguna parte…

Todos estos son apenas unos cuantos ejemplos de los muchos objetos inexplicables que alguna vez en el pasado intrigaron tan fugazmente a científicos del mundo, y fueron mencionados (por lo menos algunos de ellos) muy de pasada en sus publicaciones más prestigiosas, antes de barrerlos bajo la alfombra apresuradamente y para siempre. A Charles Fort, infatigable excéntrico de vieja data, debemos el haberlos reunido con todo cuidado para publicarlos de nuevo y sazonados con algunos comentarios deliciosamente irónicos, en su pequeña obra maestra de 1919, The Book of the Damned [El libro de los condenados]. (De datos condenados. Con-denados al olvido). Esta obra tan original fue seguida por varias del mismo género que censuraban amablemente —aunque algunas no tanto— a la comunidad científica por su notoria aversión a todos los datos que queden más allá de su rango de referencia común-mente acordado.46

No obstante, hoy, con cada vez más sofisticados instrumentos para la observación aérea y submarina (aunque todavía rudimenta-rios, nos atreveríamos a decir, según los estándares de la Atlántida), hay lugar para nuevas esperanzas. Cualquier día, una ciencia física mejor equipada y más ilustrada podría sorprenderse a sí misma, y

a nosotros, al confirmar lo que en el mundo de las ciencias ocultas hace mucho tiempo se ha tenido por un hecho: que la Atlántida sí existió.

Lo cierto es que la ciencia moderna ha dado un salto sor-prendente en esa dirección con una nueva teoría sobre el cruce de especies lejanas.

Muchas de estas criaturas híbridas de la mitología, como sátiros, centauros y demás, que Cayce dice habitaron la tierra desde los primeros tiempos de la progeneración en la Atlántida, donde se les conoció como «cosas», ahora se consideran más que simples quimeras. De hecho se nos ha dicho que quizás fueron bien reales. Nuevos hallazgos investigativos, reportados en la edición de julio de 1989 de Nature, sugieren que una excepcional forma de tener sexo, la transferencia de genes dentro de un proceso identificado como conjugación, podría ser posible entre organismos separados por una enorme distancia evolutiva, y que hasta podría involucrar lo que se ha denominado sexo «transgénico» (i.e., transferencia de información genética animal-vegetal por vía de células bacterianas y levadura, por ejemplo) para crear híbridos exóticos.

¡Y bien exóticos! Pero dejémoslos en paz. Hoy su único lugar adecuado es donde todavía podemos encontrarlos: a salvo y encerrados en nuestra extraño patrimonio de leyendas, cuya «realidad» continuada ahora está limitada a los registros akásicos...*

*En una actualización más reciente, Time (3/13/95) reporta antiguas pinturas rupestres en Europa que datan de 22 000 años antes del Presente [a.P.]; «algunas de ellas son realistas retratos de animales, otras muestran figuras mitad humanas, mitad animales». [Cursivas del autor]. Esta extraña mezcla de mito y realismo no tiene explicación. Ese arte rupestre, dice Time, «tuvo importancia hasta el año 10 000 a.P., cuando junto con los glaciares de la última Edad de Hielo, [tales expresiones] parecen haber desaparecido de la conciencia humana». (Datación cambiada posteriormente a 30 000 años a.P., Time edición de 6/19/95).

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9EL CAMBIO POLAR

En 1981, una exploración del planeta Tierra efectuada por radar a gran altura en uno de los vuelos del transbordador espacial de los Estados Unidos, registró un curioso dibujo a su paso por el norte de África.

La prueba del radar era inequívoca: sepultada bajo las arenas del ahora desolado y árido Sahara, había una antigua y vasta red de lechos de ríos secos de mucho tiempo atrás. Es más, rastreos pos-teriores mostraron que esos «ríos de radar» que corren en sentido contrario al del actual curso del Nilo y sus tributarios, debieron tener sus inicios en las largamente desaparecidas tierras altas del extremo nororiental del continente, de donde fluyeron en dirección sudoeste en forma gradualmente convergente. Después de serpentear a través de las antes fértiles planicies del vasto Sahara, este abuelo del Nilo al fin vertía sus aguas en el lejano Atlántico.1

Siguiendo las imágenes de radar, los geólogos del U.S. Geologi-cal Survey [Inspección Geológica de los Estados Unidos] localizaron sin dificultad los antiguos lechos de los ríos, hasta con sus guijarros desgastados por el agua, desde unas cuantas pulgadas hasta algu-nos pies de profundidad bajo las arenas siempre cambiantes. A medida que avanza su labor, asistidos por arqueólogos que se les han unido, los investigadores han ido encontrando muchos tipos de herramientas de piedra muy conocidas, que prueban la existencia de una cultura que alguna vez floreció en el Sahara. Hasta ahora, los últimos implementos descubiertos son hachas de mano que se cree

El cambio polar

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datan de unos cien mil años atrás, pero todavía no han aparecido restos de sus fabricantes. Otras excavaciones podrían descubrir más información con respecto a sus probables orígenes y especie, así como aportar un conocimiento más concluyente de la naturaleza de los cambios de la tierra que en forma gradual —o quizás abrupta— alteraron el curso del río provocando su abandono.

Entretanto, podemos divulgar nuestras propias teorías, por supuesto. Pero dado que las propuestas aquí dependen básica-mente de pruebas psíquicas, se podría decir que su único peso es el elemento de coincidencia que tienen en relación con los más recientes datos científicos.

En 1932, casi medio centenar de años antes de esas imágenes de radar de 1981, Edgar Cayce había dado la última de una serie de trece lecturas psíquicas sobre la época de la Atlántida. Aprovechó la ocasión para esbozar algunas de las principales características generales durante el preadánico período de formación de los cinco grupos raciales, que precedió la aparición del hombre a escala real como especie multirracial inconfundible, ahora conocida técnica-mente como Homo sapiens sapiens, u hombre moderno. («Homo sapiens», en terminología no especializada). Eso tal vez fue unos cincuenta mil años atrás, muy poco después de un catastrófico cambio polar ocurrido en tiempos de Asapha, en Egipto.

Las actuales regiones polares de la tierra, explicó, cambiaron entonces de posición y se alejaron unos cuantos grados del eje de rotación norte-sur, dejando aquellas áreas en una zona más subtropi-cal. Además, la polaridad geomagnética era exactamente contraria a lo que es ahora, así que en términos del actual alineamiento polar de la Tierra, las veríamos como «partes del extremo norte que en-tonces estaban en el extremo sur», y viceversa. (Los marineros, en busca de una estrella que los guiara, habrían mirado al camino de precesión del polo en nuestro cielo del sur). Los océanos también se voltearon, por así decirlo. En suma, era un mundo muy distinto al que conocemos hoy. Para empezar, en su topografía había dos

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continentes ahora sumergidos, Lemuria y Atlántida, en tanto que buena parte del continente americano —particularmente la región del Mississippi— se hallaba entonces completamente bajo el agua. En Asia, el desierto de Gobi era una tierra fértil. Los Urales quedaban en una zona tropical. Mientras tanto, en lo que ahora es África del norte (esa parte del antiguo paisaje de la tierra de que se ocupa bási-camente este capítulo), el vacío y extenso Sahara era entonces una tierra habitada y muy fértil. ¿Y por qué eso? Gracias a un abundante suministro de agua, por supuesto, que provenía probablemente más que todo de su aún famoso río. Porque, al explicar su ruta alterada de aquellos tiempos, en la cual se deslizaba cual letárgica serpiente por las verdeantes planicies del Sahara, Cayce concluyó: «el Nilo desembocaba en el Océano Atlántico».2

Hace cincuenta años, cuando pronunció esas palabras en estado de trance, era poco probable que Edgar Cayce encontrara un solo geólogo que estuviera de acuerdo con él, ni en teoría ni de ninguna otra forma, sobre el antiguo curso del Nilo o sobre cualquier otra cosa. (No obstante, poco después de su muerte, un solitario geólogo sí ofreció su anónimo apoyo a buena parte de lo que el famoso vidente había contado sobre los cambios pasados y futuros de la tierra). Y ahora, con la verdad de la visión que Cayce tuvo del Nilo en 1932, confirmada por el registro geológico, ¿cuántos científicos tendrán la imparcialidad suficiente para dar al fallecido psíquico el crédito debido a su notable clarividencia décadas antes de que el hecho se hubiera proclamado científicamente? Y si fue cierta en ese caso, ¿por qué no se pone a prueba su «geología psíquica» en otras áreas también abiertas a verificación? Así, sería posible determinar por medios empíricos en casos probados especialmente, la existencia de una genuina ciencia oculta o psíquica en acción, que se podría suponer opera de acuerdo con ciertos principios y leyes universales que desbordan los límites de las ciencias naturales.

De hecho, el tema del cambio de los polos, fenómeno ridiculi-zado en tiempos de Cayce, y aún hoy sujeto a mucho escepticismo

El cambio polar

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científico, podría suministrar la prueba decisiva ideal. El vidente de Virginia Beach no sólo miró hacia atrás en el tiempo, para «ver» por lo menos un cambio de polos prehistórico, como ya se ha dicho, sino que miró hacia delante a finales del siglo veinte y «vio» otro programado para ocurrir,3 que marcará nuestro paso oficial de la Era de Piscis a la de Acuario, y todo el comienzo de una nueva raza madre, si Cayce tenía razón. Al mismo tiempo, estará acompañado por la última etapa de una serie de catastróficos cambios de la tierra, que dejará intactas muy pocas zonas del planeta.

¿Geología psíquica o tonterías psíquicas? En otra década, conoceremos la respuesta a eso.

Necesariamente, el concepto científico del cambio polar es polémico. Aunque ofrece una explicación lógica para muchos de los más desconcertantes misterios geológicos del planeta, sus críti-cos lo consideran demasiado extremo y totalmente catastrófico, si se analizan las probables implicaciones de tan devastador evento, como para que represente una hipótesis válida. Sin embargo, los que lo apoyan, aunque reconocen una catástrofe generalizada, no creen probable que la extinción total sea el inevitable resultado del cambio de polos.

Quizás a lo que en realidad se reduce todo, es a la vieja rivali-dad entre catastrofismo y uniformismo, donde la ciencia muestra un natural prejuicio a favor del último, que sostiene un enfoque gradual y evolutivo para todos los cambios planetarios. Pero a los que desacreditarían cualquier teoría relacionada con el catastrofismo hay que recordarles las palabras de Thomas H. Huxley, connotado científico del siglo diecinueve, quien alguna vez observó que «las catástrofes pueden ser parte de la uniformidad».4

Nosotros seguiremos ese punto de vista más liberal del asun-to.

En 1958, después de algunos acercamientos tentativos al tema por parte de un cierto número de mentes científicas no dispuestas o

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quizás incapaces de comprometerse con una teoría sencilla y directa sobre un cambio polar, no bloqueada por interrogantes técnicos, apareció Charles H. Hapgood. Teórico audaz, con limitadas refe-rencias científicas más que compensadas por, y esto era obvio, una mente sumamente intuitiva y una perspectiva muy fresca, Hapgood era dueño también de excelentes facultades para la observación, investigación, y análisis. Los resultados serían impresionantes. Así, cuando se publicó por primera vez la teoría del cambio polar de Hapgood, con el título de Earth’s Shifting Crust [La cambiante corteza terrestre] (que más tarde, en edición revisada de 1970, se cambió por The Path of the Pole [El camino del polo]), tuvo el generoso aval nada menos que de esa lumbrera científica que fue Albert Einstein, quien dijo en su prólogo: «Su idea es original, muy sencilla y, si se comprueba, de gran importancia para todo lo relacionado con la historia de la superficie de la tierra».5

La mecánica de la teoría de Hapgood se puede encontrar en su libro, junto con la evidencia física y geológica fundamental sobre la cual ha basado sus conclusiones. A diferencia de algunos prede-cesores, que habían previsto un periódico viraje en el espacio del propio planeta, o un cambio en el eje de rotación de la tierra, para rectificar el desequilibrio creado por una capa polar sobrecargada, Hapgood adoptó un enfoque más lógico: para explicar la teoría del cambio polar, observó el movimiento de la corteza exterior de la tierra y no un giro del propio cuerpo planetario. De hecho, lo que atrajo a Einstein fueron justamente la simplicidad y sentido común de la hipótesis de Hapgood, que de ninguna manera viola la bien establecida teoría de la isostasia o cuestiona otras leyes de la física.

Además, las pruebas geológicas de todas partes del globo reu-nidas meticulosamente por Hapgood no se ajustaban al concepto de un completo y catastrófico viraje de 180 grados de la corteza, de polo a polo, y ni siquiera al de un viraje de 90 grados hasta la pro-trusión ecuatorial. (De acuerdo, existe amplia evidencia geológica

El cambio polar

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de periódicas inversiones de los polos geomagnéticos de la tierra —fenómeno registrado también por Cayce— pero este es otro tema aparte, al cual volveremos en su momento).

Después de analizar cuidadosamente su impresionante acervo de pruebas geológicas recogidas de todas partes del globo, Hapgood vio que su teoría empezaba a tomar forma. Llegó a la conclusión de que los periódicos desplazamientos de la corteza terrestre sobre su viscosa capa o manto inferior, habían sido acontecimientos plane-tarios naturales ocurridos a intervalos muy espaciados desde que las temperaturas polares fueron lo suficientemente frías para crear grandes cubiertas de hielo acumulado. Al parecer, los deslizamientos de la corteza empezaron por una acumulación de hielo levemente descentrada en una o ambas cubiertas polares, en el lapso de muchos milenios. (Inciso: cabe la posibilidad de que el desequilibrio de la cubierta se deba al bien conocido efecto de «tambaleo» en el eje de rotación de la Tierra. Ese mismo tambaleo nos permite experimentar la muy importante precesión de los equinoccios, lo que nos lleva a especular que podría ser una anomalía «programada», tal como los demás acontecimientos planetarios que estamos estudiando aquí. Para nosotros no debe tener mucha importancia el que la ciencia moderna aún acate sus propias reglas y rechace el papel del Coreógrafo divino en los asuntos humanos y planetarios, lo que la lleva a etiquetar esos sucesos como arbitrarias casualidades y fallas de la Naturaleza).

Sin embargo, volvamos a Hapgood y el desarrollo de su teoría. En sus giros, el planeta reacciona ante su desequilibrada sobrecarga en forma muy parecida a un giróscopo, buscando rectificar la variación y restablecer su equilibrio. Empieza el proceso de deslizamiento de la corteza. Cuando las cubiertas de hielo desplazadas desde los dos extremos polares llegan sobre la deslizante corteza a latitudes más cálidas, ocurren dos cosas. Primero, la creciente fricción interrumpe el efecto deslizamiento de la litosfera al viajar sobre el manto que se calienta rápidamente. Es como si se hubiera abierto una brecha en

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su camino. Y eso es, en esencia, lo que ha pasado. (En este punto, Hapgood nos presenta la teoría del «efecto cuña» desarrollada por su difunto amigo y coteórico, James H. Campbell).

En realidad, la «cuña» es la gradual expansión del contorno del diámetro del planeta a medida que uno se acerca a la protrusión ecuatorial y se aleja de la expansión en menor proporción de los achatados polos. Porque nuestra Tierra, por ser achatada en los polos, no es una esfera perfecta. Para ser exactos, su diámetro ecuatorial tiene 10,8 kilómetros de ancho adicionales. Por eso, para entender el «efecto cuña » de Hapgood y Campbell, pensemos en lo que pasaría si se metiera un balón de fútbol americano en una media de malla. Aunque la analogía no es del todo precisa, se entiende: la media se estiraría muy fácilmente en cada uno de los extremos del balón, pero cuanto más se hale hacia la barriga en expansión es más probable que el factor resistencia retarde el avance, y lo detenga en forma gradual mientras la media empieza a presentar carreras y rasgaduras. En forma parecida, del deslizamiento hacia el ecuador de la corteza externa de la tierra podría esperarse que vaya disminuyendo hasta hacer un alto escalofriante después de un determinado intervalo de impulso inicial. Entretanto, al calor por fricción generado en el manto, junto con las grietas y rajaduras en la corteza en expansión, se podrían atribuir los violentos terre-motos y volcanes que Hapgood descubrió habían contribuido a los devastadores efectos observados por él en relación con el registro geológico que dejaron los tres últimos cambios polares o desplazamientos corticales. (El más temprano de estos, que tuvo lugar entre los años 78000 y 73000 a.C., marca los límites exter-nos de todas las pruebas geológicas que hay sobre el tema). En últimas, la fractura de los continentes y la formación de las placas tectónicas se podrían atribuir al efecto de estiramiento y tensión sobre las porciones de corteza que se alejaban de las zonas polares hacia la protrusión ecuatorial. En forma opuesta, las porciones de corteza en movimiento hacia los polos experimentarían un efecto

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de aflojamiento, que «formaría pliegues» en el revestimiento del planeta, por así decirlo, creando nuevas cadenas montañosas y otras características de la superficie. Así, con estas observaciones, podemos empezar a captar la importancia de la teoría de Hapgood. Sí se sigue sosteniendo (como Einstein parece haberlo esperado), nos será muy útil para poder entender correctamente los cambios de la tierra, pasados, presentes y futuros.

Un aspecto no resuelto de la teoría es el marco de tiempo de un acontecimiento tan catastrófico como el del cambio polar. Y se convierte en un interrogante crucial. Hapgood parece inclinarse por un período de desplazamiento bastante corto que crea vientos catastróficos y rápidos cambios de temperatura en algunas zonas del planeta, de hecho confirmados por pruebas geológicas bastante atemorizantes, como son los miles y miles de grandes animales atrapados en capas de hielo que se formaron súbitamente mientras se alimentaban en esos lugares con pastos que solo se dan en zonas templadas. (Las lecturas de Cayce, como veremos muy pronto, parecen sustentar esta idea de un realineamiento bastante rápido, y no de varios siglos o milenios de duración, como lo han propuesto algunos científicos). En todo caso, Hapgood concluye que las nue-vas capas de hielo comenzarían a formarse de inmediato en las regiones polares, después de cualquier realineamiento cortical, ya que las antiguas cubiertas de hielo desaparecerían rápidamente con ayuda de los fuertes vientos y más altas temperaturas a las cuales quedarían expuestas.

En su seguimiento de los tres últimos cambios polares, Hapgood calculó que el primero del que hay pruebas confiables ocurrió entre los años 78000 y 73000 a.C., como ya mencionó. En esa ocasión, el Polo Norte cambió de lo que ahora es el distrito de Yukón en Alaska al mar de Groenlandia, en un punto dentro del círculo ártico. En un efecto de zigzag, llegó luego a la bahía de Hudson, en algún mo-mento entre los años 53000 y 48000 a.C., de hecho el mismo marco de tiempo de los sucesos de este capítulo y la historia de Cayce de

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un consejo prehistórico reunido en el antiguo Egipto, y al mismo tiempo que los atlantes usaban el rayo de la muerte para erradicar de su continente a los grandes animales que para entonces tenían invadido el planeta. Por último, de acuerdo con el familiar movi-miento en zigzag confirmado por las pruebas geológicas, Hapgood encontró que el último cambio polar ocurrió a finales de la época pleistocena, en algún momento entre los años 15000 y 10000 a.C. Lo marcó un giro de la corteza de 30 grados, que reubicó la cubierta polar desde la bahía de Hudson hasta su actual posición (nuestro conocido polo norte).

¿Y el siguiente desplazamiento cortical, a fines de este siglo? Sólo podemos especular que tomará el acostumbrado curso en zigzag, que puede ser el medio del cual se vale la Naturaleza para distribuir la presión polar en distintas zonas de la litosfera o corteza. Pero resulta un poco alarmante observar la predicción de Cayce de un nuevo cambio polar tan pronto, si los anteriores al parecer ocurrieron con una diferencia de veinticinco a treinta y cinco milenios, en lugar de solo unos doce o algo por el estilo. ¿Tendrán algo que ver las pruebas nucleares realizadas bajo tierra por las grandes potencias en las últimas décadas, que combinadas con el maltrato ecológico que afecta adversamente las temperaturas globales y cubiertas de hielo, llevarían a un desequilibrio del planeta mucho antes de la «programación» normal de ese tipo de grandes cambios? Sea cual fuere la respuesta, o sus implicaciones kármicas, al menos puede animarnos el hecho de a que esta «limpieza planetaria», como podríamos considerarla, no le faltarán sobrevivientes. Porque, de las «tierras seguras», como denominó Cayce a las zonas protegidas del planeta devastado, surgirá la quinta raza madre.6

Antes de proseguir nuestro viaje por el Egipto prehistórico, en los tiempos de Asapha, debemos detenernos brevemente en las inversiones geomagnéticas. (Porque el marco de tiempo de nuestra historia se encuentra dentro de un período en que la polarización norte-sur se invirtió de repente).

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Cada once años, los astrónomos observan sobre la superficie del sol una periódica inversión de la polarización de manchas solares, por la que aquellas de carga negativa se vuelven de carga positiva y viceversa, aunque nadie sabe por qué. Además, estudios actuales muestran que la luna, ahora cuerpo muerto, una vez tuvo su propio campo magnético —y de hecho, bien fuerte— que al parecer se movía periódicamente con respecto a su eje de rota-ción.7 En cuanto a nuestra tierra, se cree que ha habido frecuentes realineamientos geomagnéticos, y que en los últimos 3,6 millones de años han ocurrido no menos de nueve verdaderas inversiones del campo geomagnético, más otra probablemente inminente, con base en un debilitamiento observado en la actual fuerza del campo.8 Entretanto, Robert D. Ballard, autor de Exploring Our Living Planet [Explorando nuestro planeta viviente],9 nos habla de partículas de hierro realineadas que se encontraron en Australia en un asentamiento aborigen de hace treinta mil años, y permitieron probar que el campo magnético de la tierra apuntaba al sur en esa época; hecho interesante que parece confirmar el relato de Cayce de la orientación geomagnética sur-norte de la tierra durante la era de formación de los cinco grupos raciales, entre el segundo y tercer cambio polar. Así que podría ser razonable concluir que al cambio polar de fines del Pleistoceno lo acompañó otra inversión geomagnética volviendo a dejar el planeta en su actual orientación norte-sur. Pero sigue siendo discutible si más que un simple ajuste magnético para coincidir con el grado de cambio de la deslizante litosfera, la inversión geomagnética sea automáticamente un aspecto de cualquier cambio de la corteza. En realidad, nadie lo sabe. De todas maneras, debemos tener presente que el eje geomagnético de la tierra, sea que su polo positivo quede de frente al norte o al sur, siempre está bastante cercano al eje de rotación del planeta. Y no importa cuánta corteza terrestre pueda cambiar de una a otra posición zigzagueante en los polos, tenemos la seguridad de que el eje de rotación no cambia. Sigue siendo siempre el mismo. Es una

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de las leyes adoptadas por la teoría de la isostasia, relacionada con la situación de equilibrio gravitacional o hidrostático con respecto de la superficie de nuestro agradable pequeño planeta.

«¿Agradable pequeño planeta?»En tiempos de Asapha, fue un poco diferente. De hecho, era

un planeta en crisis. A ninguno de sus atribulados habitantes se le habría ocurrido calificarlo como un lugar «agradable» para vivir. ¿El problema? La tierra verde e inocente se había convertido de repente en un paisaje de pesadilla, más parecido a un vasto coto de caza, y las presas eran los humanos, no los animales.

¿Por qué se había llegado a tan alarmante proliferación de enormes bestias voraces? En parte, porque era un planeta de clima muy placentero, con grandes espacios para ocultarse y vagar. (Porque el total de la población de la tierra para esa época, se nos dice, era apenas de 133 millones de almas, dispersas por toda la superficie del planeta, a menudo en tribus aisladas). Pero el problema se relacionaba también con algo más ominoso: apetitos cambiantes. Buena parte de la culpa, se decía, recaía en los atlantes. Los ani-males que ya estaban en la tierra al momento de su llegada, tenían su propia jerarquía. Eran presas unos de otros, o sucumbían ante fuerzas naturales que tendían a mantener sus filas en un adecuado equilibrio. Pero incluso los más feroces de ellos se mantenían a distancia de dioses y hombres, a los que reconocían como amos. Esto es, hasta que empezaron las «mezclas»…

Ah, sí. Esas extrañas mezclas por las cuales muchos atlantes iniciaron su propia degradación al descender al nivel de las bestias, por así decirlo, para satisfacer su concupiscencia. Porque todavía no existía la prevención de esas abominaciones mediante controles genéticos, como los que más tarde impondrían las Fuerzas Creativas a todas las especies en evolución. Y puesto que los andróginos hijos e hijas podían crear a voluntad propia, empezaron a multiplicarse los resultados de su depravación, demostrados por la progeneración de

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«cosas», que a menudo tenían más apariencia animal que humana. Es más, dado que muchos de los primeros atlantes eran de estatura gigantesca, algunas de las más monstruosas proyecciones mentales a las que dieron origen fueron de proporciones igualmente desco-munales. Muchas de ellas, con frecuencia transportadas en cadenas a tierras extranjeras para laborar en minas y otros sitios controlados por gente de la Atlántida, lograron escapar de sus creadores. Pronto empezaron a recorrer el planeta en grandes manadas y a producir horripilantes mutaciones con cruces entre ellos mismos o con ani-males de campos y bosques, así como a copular en ocasiones con grandes aves de presa y mamíferos voladores que aterrorizaban los cielos día y noche.

Así, como era de esperarse, empezó la gradual invasión de todo el planeta por cuenta de las incontrolables fuerzas predadoras del reino animal. El elemento animal, que ya no acataba a dioses u hombres como sus amos naturales, buscaba la supremacía física. Y así había surgido la necesidad, en palabras de Cayce, de que la gente se uniera para salvarse de «su propia creación material».10

Fue Asapha, joven gobernante andrógino proyectado en las tierras egipcias como uno de los primeros antepasados enviados para preparar el terreno de la gradual aparición de una nueva raza de carne y hueso, quien se hizo cargo de la situación, siendo un líder natural que por su sabiduría ya había adquirido renombre entre los dispersos grupos tribales en tantos lugares del planeta que no controlaban los atlantes.

Mientras Esai, el débil gobernante atlante durante ese período de los primeros disturbios, estaba a punto de sucumbir a la creciente presión de Belial y sus seguidores para que se combatiera una forma del mal con otra, desobedeciendo aún más la Ley del Uno, Asapha creía que la indiscriminada destrucción de las bestias con armas mortales sólo serviría para agravar las consecuencias kármicas que ya estaban tomando forma. En cambio, buscó una solución espiritual para ese dilema. Había que convencer a los pueblos del planeta de

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que desistieran de más abusos y desobediencia y recurrieran a las Fuerzas Universales, o sea a Dios, para salvarse.

Con ese propósito, Asapha convocó un consejo mundial de unos cuarenta y cuatro ancianos y sabios de las tribus de los más apartados rincones de la tierra. Se reunieron en la relativa seguri-dad de la sede del gobierno de Asapha, en el corazón del país del Sahara, su pacífico reino en el que los desmandados animales jamás habían incursionado, una señal, según muchos, de la naturaleza protectora de los poderes espirituales que ahora él proponía que todos los líderes tribales invocaran al unísono.

Fue en la primera luna del año 50722 a.C., que los cuarenta y cuatro delegados escogidos se reunieron en tiendas montadas para la ocasión. Casi todos llegaron en primitivas aeronaves hechas con pieles de paquidermo y propulsadas a gas, porque los atlantes no habían querido compartir con los demás pueblos del planeta su tecnología tan avanzada gracias al uso de cristales y fuerzas oscuras. Nunca antes se había visto nada igual a este acontecimiento que acogió en un solo sitio las discordantes fuerzas humanas en pro de una causa común que sirvió para unirlas. Sin duda cada uno de los cuarenta y cuatro delegados debió experimentar la singularidad de la situación y la formidable responsabilidad que recaía sobre sus hombros.

Las reuniones continuaron durante nueve lunas, mientras Asapha discurría con los más belicosos sobre la necesidad que el hombre volviera a confiar plenamente en las leyes divinas establecidas al principio para su desarrollo evolutivo en el plano terrenal.11

Mientras tanto, casi a diario llegaban noticias de acciones ya muy avanzadas en la Atlántida con respecto a la destrucción de los depredadores, con explosivos. Muchos de los delegados que aprobaban en secreto este enfoque, se mostraban cada vez más impacientes. Su deseo era que se tomaran medidas más perentorias que los grupos de oración a las Fuerzas Invisibles, encabezados por Asapha. También se supo que un carismático líder rebelde de Po-

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seidia, llamado Belial, estaba promoviendo mucho el uso del temido rayo de la muerte, en contra del mandato original de Esai y otras fuerzas rectoras de los hijos de la Ley del Uno, en la Atlántida.

Por último, se supo que Belial y sus seguidores habían triun-fado: después de todo, se iba a usar el rayo de la muerte. Esta arma extrema contra los depredadores que quedaban en suelo atlante, podría traspasar sus más remotos sitios de escondite en la profun-didad de pozos y cavernas. Muchos de los miembros del consejo en Egipto empezaron a discutir abiertamente con Asapha la inmediata presentación ante los atlantes de urgentes peticiones de ayuda. Al-gunos incluso estaban dispuestos a someterse al régimen atlante, de ser necesario, para erradicar de sus naciones la que consideraban una peor suerte representada por la rápida proliferación de las desenfrenadas bestias.

Sin embargo Asapha los exhortaba a tener más paciencia. In-sistía, con la seguridad del que sabe de qué está hablando, en que la ayuda pronto llegaría de una fuente superior. Y así fue, en forma por demás inesperada.

Mientras la tierra temblaba, convulsionando todo el desven-turado continente atlante y fracturándolo en cinco islas separadas, perdida su grandeza, en el planeta se desataban otros fenómenos. Porque las Fuerzas Superiores habían provocado un repentino cambio polar.12 Esta catástrofe de la naturaleza invirtió el clima en todas las naciones más seriamente amenazadas por grandes animales, exterminándolos prácticamente de un día para otro. Sin embargo, la gente, más resistente e ingeniosa que los animales, logró sobrevivir.

La fama de Asapha como profeta se expandió enormemente, mientras los agradecidos cuarenta y cuatro miembros del consejo regresaban a sus países ya depurados. Entretanto, muchos de los escarmentados atlantes, conscientes de la perversión de sus cos-tumbres al menos temporalmente, decidieron rehabilitar un gran número de «cosas», las más parecidas a los humanos y aún bajo su

control, para liberarlas. Con el tiempo, eso se tradujo en un éxodo masivo de estos anteriormente maltratados y patéticos seres a Egipto, donde Asapha había hecho saber serían bienvenidos como hombres libres y ciudadanos con todas las de la ley entre su gente.

En su nueva patria, ellos se construyeron una ciudad y erigieron templos en los cuales Asapha fue honrado durante el resto de su prolongada vida, como representante de Dios en la tierra. Después de su muerte, se rindió culto al venerado gobernante como dios Sol. Por fortuna, algunas de sus enseñanzas se preservaron para la posteridad, contenidas en el «Libro de los Muertos». Y hasta el día de hoy existen.

Muchos milenios más tarde, este mismo Asapha reencarnaría en un papel parecido y se le conocería como Ra Ta, o Ra. De sus orígenes en el Cáucaso, llevado por un impulso divino emigraría con otros a Egipto, unos 10 500 años antes del Príncipe de Paz, cuando el planeta enfrentaba un nuevo período de crisis. Lo vere-mos desempeñando ese papel en un capítulo futuro. Pero antes echemos un breve vistazo; porque una de las primeras actividades del alto sacerdote Ra Ta, como reencarnación de Asapha, tendrá un significado especial aquí.

Físicamente atraído al sitio de la ya largamente desaparecida ciudad construida en el Alto Egipto por esa gran migración de «cosas» provenientes de la Atlántida durante el reinado de Esai, el alto sacerdote Ra Ta empezó a realizar excavaciones arqueológicas. Como era de esperarse, no sólo desenterró reliquias de la antigua ciudad sino que encontró los esqueletos de muchos de sus antiguos súbditos adoradores del sol. Como otra prueba más de sus orígenes como «cosas» en la Atlántida, y todavía no humanos del todo en su apariencia, el sacerdote psíquico señaló a sus compañeros de excavación las protuberancias prensiles de ellos. Porque, como Cayce lo explicó en una de sus lecturas, la mayoría de las «cosas» que emigraron, ¡tenían cola!13

Nadie, como se vería después, más capacitado para saberlo que

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el señor Cayce. Porque era él mismo quien en esas dos reencarna-ciones egipcias había sido Asapha y Ra Ta.14 Ambas apariciones jugaron un papel crucial en la evolución de la raza humana.

Entretanto, dejemos que los evolucionistas darwinianos saquen sus propias conclusiones si excavaciones contemporáneas de esos antiguos lechos de ríos saharianos revelan más especimenes óseos con las mismas protuberancias prensiles. Es probable que, como ha sucedido tan a menudo en el pasado, celosos antropólogos se apresuren a emitir juicios prematuros, proclamando haber encon-trado al fin el verdadero «eslabón perdido». De hecho, ya podemos escuchar grupos rivales compitiendo por dar a los hallazgos la de-signación apropiada. ¿Será Homo habilis nilus? ¿O será Homo erectus sahara? No importa. La verdad reposa en los registros akásicos.

Por otra parte, excavaciones futuras podrán descubrir un túmulo funerario15 en las cercanías del Valle de las Tumbas, que una vez se conoció como el Valle de la Sombra. Allí se encuentran los restos de Asapha, el gobernante andrógino. Un estudio de sus huesos bisexuales, si todavía están intactos, resultaría por demás perturbador para toda la vasta colección de pruebas antropológicas contradictorias en lo que respecta a nuestros orígenes evolutivos.

Acompañando la prehistórica osamenta, se nos ha dicho, en un rincón de la tumba se encontrarán unas tablas de piedra. En ellas aparecen escritas en antiguos jeroglíficos las primeras leyes entregadas a los hijos e hijas de los hombres en relación con las Fuerzas Superiores. Si los eruditos modernos consiguen interpre-tarlas, ¿será que podrán comunicar algún conocimiento profundo de nuestras conexiones celestiales?

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10LA MANZANA DE ADÁN

Vamos a estudiar un misterio.En todas las enseñanzas esotéricas, encontramos el antiguo

símbolo del pentagrama que representa al hombre como micro-cosmos. ¿Qué significa? Su ilustración gráfica es el conocido dibujo que hizo Leonardo da Vinci de una figura humana de brazos y piernas abiertos encerrada en un círculo: brazos y piernas exten-didos tocan la circunferencia del círculo, así como la cabeza, en una configuración casi paralela a las cinco salidas del pentagrama, o estrella de cinco puntas.

Podría decirse que el círculo que la encierra representa el mundo interior, o microcosmos, en el cual el hombre de carne y hueso se encuentra actualmente. Allí está prisionero de sus cinco sentidos físicos, de los cinco elementos visibles que lo componen y de las cinco razas en las cuales puede elegir materializarse para cualquier ciclo dado de desarrollo terrenal como ser de carne y hueso.

En primer lugar, veamos las cinco razas.1

En el período de su formación, se nos dice, éstas tuvieron sus orígenes en cinco zonas generales de reunión de tribus con objetivos comunes, que gradualmente tomaron características nacionales. Los antecesores de la raza blanca ocuparon la región del Monte Ararat y parte de lo que ahora es Irán, así como los Montes Cárpatos y el Cáucaso, abarcando más adelante una parte de la India. La raza roja tuvo sus primitivos orígenes en la Atlántida, y posteriormente, con las últimas evacuaciones, completó su desarrollo en América.

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La raza amarilla apareció en lo que entonces se conocía como la región de Gobi, un remanente asiático de la largamente hundida Lemuria, que comprendía gran parte de lo que ahora es Indochina, hasta el norte del actual desierto de Gobi. ¿Y la raza cobriza? Se formó básicamente en los Andes, entre los pueblos prehistóricos conocidos como ohums, con una fuerte infusión lemuriana de distintos elementos tribales evolucionados de las porciones central y sur oriental extrema de ese continente perdido. En cuanto a la raza negra, erróneamente considerada por muchos antropólogos como la más antigua, debido a que sus esqueletos relativamente intactos en todos los períodos de catastróficos cambios en la tierra, permiten seguir sus orígenes hasta Sudán y lo que es ahora el Alto Egipto y el Sahara Oriental.

Cada uno de estos cinco grupos raciales distintos, hay que re-conocerlo, comenzó su desarrollo en un proceso evolutivo gradual que requiere un «período de gestación» relativamente largo. Sin embargo, al parecer hubo un patrón genético común en la cre-ación, establecido por Amilius, el Creador, al modelar la forma que finalmente aparecería. Es de suponer que en el plano terrenal el proceso fue dirigido por los primeros antepasados de la nueva raza madre en desarrollo de hombres de carne y hueso. (Asapha, como sabemos, fue uno de esos antepasados, y entregó las primeras leyes a los hijos e hijas de los hombres, hace más de cincuenta mil años, en el Egipto prehistórico).

Se estima que la aparición «oficial» del hombre adánico ocu-rrió hace unos catorce mil años, antes de la catástrofe final de la Atlántida y en la mitad de la Era de Virgo. (Nuestra prueba de esta fecha se presentará un poco más adelante). Ésta tuvo lugar, se nos dice, con cinco proyecciones simultáneas que realizó Amilius de prototipos de cada uno de los cinco grupos raciales en evolución que para entonces se estaban acercando a su perfección como forma ideal en carne y hueso del hombre. Amilius debió crear el vehículo físico adecuado y depurarlo de sus muchas y antiguas debilidades

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genéticas provocadas por los cruces, antes de que pudiera llevarse a cabo lo que se denominó «segunda llegada» de las almas. Y ahora, llegado el momento, el propio Amilius decidió formar parte de uno de los cinco prototipos de lo que sería la cuarta raza madre, pero primera apariencia totalmente humana de lo que ahora se conoce como la «raza del hombre». Vino como Adán, en una parte de la Atlántida conocida desde los tiempos antiguos como Edén, una ciudad sagrada en Poseidia.2 En esa decisiva encarnación, Él representaba la raza roja.

Entretanto, en su proyección inicial, a cada uno de los cinco tipos raciales de la nueva raza madre se le asignó una correlación específica con cada uno de los cinco sentidos. Esto marcó el atributo particular de conciencia racial que se enfatizaría en su desarrollo físico, como una clara fase de la experiencia evolutiva. A la raza blanca se le dio la vista, o visión; a la roja, el tacto y la sensibilidad, o sentimiento; a la amarilla, el oído; a la cobriza, el sentido del olfato; a la negra, el sentido del gusto, o la satisfacción de los apetitos.

Además, encontramos al hombre adánico (nosotros) compuesto por los cuatro elementos principales, más un quinto. (De hecho, nuestra fuente psíquica nos informa que cada subelemento de la tierra se encuentra representado en el cuerpo humano).3 El agua, por supuesto, es el principal elemento de la composición física del hombre. El fuego, o electricidad, también informa cada célula del organismo. Ni para qué recordar el papel del aire, u oxígeno, en el sostenimiento de la vida mortal. Pero además de estos cuatro elementos básicos, hay un quinto: es el espíritu, por medio del cual un hombre se convierte en un ser viviente al llegar a este mundo.

En total, cinco elementos. Y, si no fuera por un sexto, el hom-bre como microcosmos estaría encarcelado por siempre dentro del círculo de sus limitaciones mortales. Pues por medio de este sexto elemento, es capaz de transformarse y trascender, a través del crecimiento del alma, en un ser celestial que es uno con el macrocosmos divino, o Dios. La entidad espiritual, o yo superior,

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es ese «sexto elemento» para el cual se diseñó la casa de barro en un principio como morada temporal, así como una semilla debe reposar en la tierra en espera de la germinación que finalmente la libere para que salude al sol.

El símbolo de este proceso de transformación es el hexagrama de seis puntas, o «sello de Salomón». Está formado por dos triángulos equiláteros que se cruzan —cada uno en posición invertida con respecto al otro— y representan el Espíritu del Creador descendente que se une al espíritu del hombre ascendente para formar una unión perfecta, como la había en un principio. Se dice que este símbolo sagrado, que tiene su paralelo en la simbología esotérica del árbol de la vida y las diez sagradas Sefirot [senderos, en hebreo] de la Cábala, representa la síntesis de todos los elementos y la unión de los opuestos. En el misticismo hindú, el proceso de transformación es equiparado con la práctica de yoga kundalini, pero en términos cristianos, se considera el despertar del Cristo interior, o lo que algunos han experimentado como conciencia cósmica. El gran psicólogo suizo, Carl G. Jung, volvió al lenguaje de los alquimistas medievales, que buscaban convertir el plomo base de la condición humana en oro, para denominar ese mismo proceso de transfor-mación Mysterium coniunctionis, un matrimonio, o síntesis de opuestos radicales.

Otros sistemas de creencias, otros símbolos. Pero como quiera que lo llamemos, bajo el manto religioso o filosófico que fuere, el proceso sigue siendo el mismo para cada uno de nosotros como lo fue para nuestro Guía por excelencia y Creador, del que somos sus «yo individuales»4: Dios se hizo hombre, el hombre se debe hacer Dios. O, para pensadores no cristianos: El Uno se convirtió en muchos, los muchos se deben convertir nuevamente en Uno.

Y ese es, en pocas palabras, todo el secreto de la evolución.

Cayce fue muy explícito en cuanto a eso: el hombre no descendió del mono, y de hecho tampoco evolucionó de ninguna de las otras

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formas inferiores del plano terrenal.5 Pero cuando el planeta tierra en su evolución finalmente estuvo listo para que el hombre llegara y viviera aquí su experiencia, éste apareció como soberano de todo cuanto le había precedido en los reinos animal, vegetal y mineral.

En el principio llegó como un ser celestial. Esos primeros titanes de Lemuria y Atlántida eran realmente los hijos e hijas de Dios, plenamente conscientes de su patrimonio divino y su calidad de seres espirituales. Sin embargo, con el tiempo, a medida que la separación fue más completa empezaron a perder contacto con la Conciencia Universal, y hemos visto cómo al mezclar lo divino con lo bestial, sus enredos carnales llevaron a que el alma quedara atrapada en forma permanente en el plano material de los deseos de la carne, sin escapatoria a la vista.

Fue por esta razón que Amilius, el Creador, vio la necesidad de dar a las almas atrapadas un camino de escape del dilema creado por ellas mismas. Aunque Él mismo ya no estaba en el plano terre-nal, comprendió la necesidad de introducir una nueva forma racial genéticamente incapaz de cruzarse con la población animal, como había ocurrido en el pasado, y que llevara en sí misma la simiente, por así decirlo, de su propia regeneración espiritual a través de un proceso evolutivo de crecimiento del alma.

Se ha dicho que el viaje espiritual del hombre va de la planta de sus pies a su coronilla. Esto implica que el Dios que buscamos realmente está dentro de nosotros. ¿Pero, dónde? ¿Y cómo llegar ahí? El camino, provisto por el Creador, es bien conocido en la tradición esotérica, y también transitado por los místicos cristianos desde los tiempos de San Juan, cuyo «Apocalipsis», se nos dice, es en realidad una descripción simbólica del viaje interno del alma por ese mismo camino, que lleva a la unión con Dios.6 El camino, que sube en espiral a lo largo de la columna vertebral desde su base hasta el centro del cerebro, está enlazado por afluentes con todo el sistema endocrino, sus siete glándulas y centros espirituales aso-ciados, denominados chakras en la literatura esotérica. Los cuatro

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centros inferiores: gónadas, células de Leydig, suprarrenales o plexo solar, y timo (también llamado «centro cardíaco»), comprenden el ser inferior, o sea el hombre terrenal con sus deseos y tentaciones materiales. Antes de llegar a los dos centros endocrinos más altos, que son las glándulas pineal y pituitaria, equiparadas espiritualmente con la conciencia superior y el «reino de los cielos» que residen en nosotros, el camino del ascenso pasa por esa glándula situada en la zona de la garganta, y conocida como tiroides. Las lecturas de Cayce identifican este crucial centro glandular, a mitad de camino entre «cielo y tierra», por así decirlo, como el asiento de la voluntad.

El alma, con su compañera la voluntad, gradualmente debe lle-gar a dominar los cuatro centros inferiores para poder regenerar al «hombre terrenal» y entrar en sintonía con el yo superior, el cual, en palabras de Cayce, siempre está en presencia del Infinito.7 Abrir los centros más altos, representados por las glándulas pineal y pituitaria, implica entrar a lo que algunos llaman «dimensiones superiores», que tal vez se define mejor como elevar la conciencia a un ritmo de vibración superior, más espiritual. La mejor forma de conseguirlo es renunciar a uno mismo, centrarse en Dios y servir amablemente a los demás, como lo ha demostrado el Gran Modelo. Se ha dicho que reproducir Su victoria final sobre la carne y volver a ganar el cuerpo celestial, puede tomar muchas vidas, por lo menos treinta o más. Porque sólo cuando el hombre haya alineado voluntariamente y por completo su voluntad con la voluntad divina —«¡Hágase tu voluntad, Señor, y no la mía!»— podrán auto-regenerarse las célu-las del cuerpo físico para reaparecer como luminosos átomos del cuerpo celestial resucitados, tal como fue en el principio.

En el Oriente, donde la práctica de la meditación diaria ya es un arte, muchos de los grandes sabios y yogas la han escogido exclusi-vamente como camino para alcanzar la auto-iluminación, evitando el camino del Cristo, cuya definición en términos orientales es el Karma Yoga. Pero aunque se sabe que la meditación profunda de veras eleva la corriente de energía creativa columna vertebral arriba,

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abriendo los centros espirituales que encuentra por el camino, Cayce advirtió muchas veces que no se «forzara la apertura» de esos centros, lo que se podría equiparar con la bíblica advertencia de no tratar de forzar las puertas del cielo, a la manera de un ladrón o atracador. Más bien, la meditación se recomienda sólo como complemento de una vida recta, dedicada a la oración y el servicio desinteresado a Dios y al hombre. Es más, una precoz apertura de los centros superiores puede llegar a ser físicamente perjudicial: la repentina aparición de corrientes de alto nivel de energía positiva y negativa, no equilibradas por falta de preparación espiritual, a menudo ha provocado sufrimiento a aquellos que buscan el conocimiento sin la sabiduría necesaria. (En su iluminadora autobiografía, Kundalini, Gopi Krishna describe vívidamente esos peligros).8

Se dice, por cierto, que fue un tipo de conocimiento muy dis-tinto, pero igualmente falto de sabiduría, el que provocó la caída de Adán.

En el quinto capítulo del Génesis, a diferencia del segundo, se nos presenta desde el principio a un ser andrógino, creado varón y mujer, y llamado Adán.

No se menciona ningún «sueño profundo», o costilla extirpada para crear la mujer. Ella ya existía como el «otro yo» o alma gemela de Adán. Aparentemente, Eva hizo su aparición en el mismo proceso de separación gradual de los tiempos de Amilius, entre los andróginos hijos de Dios. Curiosamente, la confirmación indirecta de este acto como de amebas, la autodivisión en polaridades masculino-feme-ninas a nivel físico, se encuentra indirectamente en las palabras atribuidas nada menos que a la autoridad suprema de Jesús, en un logion del recientemente descubierto Evangelio según Tomás: «Dijo Jesús: El día que ustedes fueron uno, se hicieron dos».9

Para la época de la aparición de Adán, la forma andrógina ya se había convertido en una rareza entre la raza atlante de sus últimos tiempos. Tan es así, de hecho, que se podría suponer con

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toda lógica que esta proyección escogida del Ser Superior en aquella forma marcó su terminación. No obstante, se dice que en el año 12800 a.C., unos 800 años antes de la fecha estimada de la llegada de Adán (que se explicará un poco más adelante), Amilius proyectó una entidad espiritual andrógina de nombre Aczine, o Asule, para que gobernara Poseidia.10 Tomando la forma femenina, como Asule, en lugar de la proyección masculina que era Aczine, gobernó bien y con sabiduría, hasta que cedió a la tentación planteada por la in-nata capacidad de crear «cosas» vivientes para su placer, a través de la antigua práctica de la progeneración. Esa fue su perdición. Pero antes de su prematura muerte, descrita como «karma ejercido en coma», la entidad Asule se había convertido en la envidia de muchos de los que la rodeaban debido a su naturaleza andrógina, que una vez había sido común y corriente, por supuesto, entre los hijos e hijas de la Ley del Uno. (La entidad espiritual andrógina en cuestión, puede ser apropiado agregar aquí, no era otra que el alma gemela de Edgar Cayce, Gladys Davis, entonces con Edgar en forma no manifiesta).

Al explicar la naturaleza dual de Adán, fuentes esotéricas iden-tifican al Hombre Arquetipo, o Adán Superior (que conocemos como «Amilius»), con el Macrocosmos, del cual proviene el mi-crocosmos, siendo este último simplemente una versión minúscula del primero, como consecuencia inevitable de un estado «caído» de conciencia, marcado por la separación terrenal de Adán de su entidad espiritual. El viaje evolutivo del hombre adánico, pues, implica un peregrinaje espiritual para despojarse de su dualismo y convertirse en uno con el Macrocosmos. «Todas las criaturas que han salido de Dios», nos dice Meister Eckhart, «se deben unir en un solo Hombre, que regresa de nuevo a la unidad que Adán tenía antes de su caída».11

Luego identifica claramente al «Hombre» como el Cristo, que fue al mismo tiempo primer Adán y último Adán, o Jesús.

¿Pero cómo —y por qué— fue la caída?

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Aquí me atrevo a sugerir que fue cuestión de inevitabilidad. Amilius, o el Logos, cometió un acto de sacrificio voluntario cuando decidió retornar a la tierra en carne y hueso como Adán, limitando así intencionalmente Su naturaleza divina dentro de los confines de la materia. Un aspecto de la condición humana que Él asumió voluntariamente, es su tendencia a pecar. Si no hubiera cedido tarde o temprano a esa debilidad, presentándose así con la misma serie de condiciones que enfrenta el resto de la humanidad, Amilius (o Adán, que es quien era ahora) difícilmente se hubiera podido convertir en un Guía por excelencia para los demás, abordando la rueda cíclica de la muerte y renacimiento de los mortales a través de unas treinta reencarnaciones hasta perfeccionarse a Sí mismo en carne y hueso como el «último Adán», o Jesús. En efecto, si la «caída» de Adán no hubiera sido parte integral del plan divino para la consumadora salvación de la humanidad, ¿cómo más se podría explicar la referencia del Apocalipsis a «el Cordero que fue sacrificado desde la creación del mundo»?

A este respecto, hay un ilustrativo intercambio en una de las lecturas de Cayce. Habiéndole preguntado cuando supo Jesús por primera vez que sería el Salvador del mundo, esta fue la asombrosa respuesta: «Cuando Él cayó en Edén».12

Como Amilius, o Adán Superior, es de suponer que lo sabía desde el principio de los tiempos. Pero en su calidad de ser de carne y hueso, se necesitó la comisión de un pecado antes de que Adán abriera los ojos a su papel en el mundo.

¿Y la naturaleza del pecado? «Contubernio con otros», fue la explicación algo enigmática y sorprendente del señor Cayce, sin referencia alguna a la pobre y vilipendiada Eva ni a la alegórica manzana.13

¿A cuáles «otros» se refería Cayce?Sólo podemos especular, por supuesto. Pero suponer que Adán

y Eva y la serpiente eran los únicos moradores de aquel paraíso te-rrenal llamado el jardín de Edén sería engañoso. De hecho, en una

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lectura psíquica sobre sus vidas pasadas, una joven y encantadora ama de casa del siglo veinte debió quedar aterrada al enterarse por medio de Cayce en estado de trance, que ella estaba presente mu-chos milenios atrás en «el jardín llamado Edén», y que «era una de las cosas» que habitaban ese lugar, cuando Adán y, más tarde, Eva, aparecieron por primera vez.14 Se le dijo que aunque de naturaleza relativamente no desarrollada en esa época, su espíritu había sido tocado por lo que ella vio cuando esas dos almas inocentes moraban juntas, y Adán asignaba nombres y significados a árboles, pájaros y todo aquello que los rodeaba.

En su absoluta inocencia, ¿cuán fácilmente los habrían podido seducir? Recordemos: la Atlántida, en los tiempos de Adán, se encontraba en su período de descenso final, cuando los corruptos hijos de Belial se disputaban de nuevo con los hijos de la Ley del Uno el control de los consejos regentes. La guerra civil se cernía sobre los habitantes de Poseidia. Aún en los bosquecillos sagrados que rodeaban la bulliciosa ciudad de Edén, donde el Señor había colocado a Adán para su seguridad inicial, probablemente acecha-ban muchos maléficos disfrazados de ángeles. ¿Cuán tentadoras lucirían algunas de las «cosas» para Adán y Eva, cuando las veían cohabitar con placenteros retozos en los prados cercanos? «En ver-dad te digo que morirás», se dice que su propio yo superior había advertido a Adán al momento de su proyección inicial, «si cedes a cualquiera de los placeres prohibidos que te rodeen. ¡Porque toda la carne no es una sola carne!». Pero la misma lectura de Cayce que había identificado el pecado de Adán como «contubernio», también aludía a actitudes de rebeldía y egoísmo, causantes de la llegada de Satanás, o la serpiente, a Edén. «En verdad te digo que no morirás», le tranquilizaba la voz arrulladora del Tentador en su interior. Y de esta manera Adán cedió por fin a la tentación carnal que lo rodeaba, tal vez a pedido de Eva, sí, aunque difícilmente se puede culpar a ella por las acciones de él. En las escrituras apócrifas, de hecho, se da a entender que tal vez Eva también fue culpable de

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«contubernio», y Caín, su homicida primogénito, fue el fruto de esa relación ilícita, posiblemente con uno de los hijos de Belial. Luego, más tarde, después que Adán «conoció» a su mujer por primera vez, ella dio luz al recto Abel, a quien Caín asesinó. (Según este relato, Abel habría sido el «legítimo» heredero, lo que explica por qué le dio muerte Caín. También resolvería el misterio del rechazo de Dios a la ofrenda de Caín). Después del destierro de Caín, nació Set. Y fue a través de Set, por supuesto, que se estableció la línea generacional adecuada.

Entretanto, la proverbial «caída» de Adán produciría algunos cambios notables.

No, por supuesto, él no «murió en verdad», todavía no. Pero se nos ha dicho que la vida mortal de Adán fue acortada como con-secuencia de su desobediencia. No se menciona cuánto más habría vivido de no haber desobedecido, pero la lectura de Cayce en cuestión agrega que sólo pudo postergar las inevitables consecuencias de su pecaminoso comportamiento por otros 600 años.15 Puesto que el tiempo de vida total de Adán, según el Génesis, fue de 930 años, eso significa que debía tener 330 cuando perdió la gracia divina.

Perder la gracia divina parecería ser castigo suficiente; pero el autor del Génesis agrega que además fue expulsado de Edén.

Tal vez. Sin embargo, según los datos de Cayce, se podría tener en cuenta una versión algo diferente. Cualquiera que fuese el pecado de Adán, él se había arrepentido. De hecho, sabemos que su pecado hizo ver a Adán el propósito superior para el cual había venido a una existencia de carne y hueso en la tierra. Entonces, si el jardín de Edén, de la Atlántida, en la isla de Poseidia, todavía era el mejor lugar para cumplir esa misión, en especial ahora que ya era consciente del papel para el cual estaba predestinado, las Fuerzas Universales no habrían hecho que ángeles y querubines vengativos lo expulsaran. ¿Acaso podríamos suponer, en cambio, que fue la cercana destrucción de Poseidia lo que causó que Adán fuera reinstalado en un entorno más seguro —una «Edén reubi-

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cada»— por así decirlo, donde pudiera cumplir la fase de crianza de su destino? Porque para la aparición y posterior supervivencia de la nueva raza madre era de importancia vital que cada uno de sus cinco progenitores escogidos fuera ubicado en un entorno prometedor. Y aun cuando en un principio Poseidia sí podía haber tenido dicho entorno, pronto se conocerían sus pecados y serían la causa de su desaparición. Si Adán habría podido o no salvarla, de no haber pecado, es una duda que persiste. Pero a lo mejor no habría podido. Porque, paradójicamente, ya hemos visto que fue solo como consecuencia de su pecado, que Adán por fin descubrió su misión divina.

En la tradición hindú, hay una historia parecida de un hombre llamado Adi-ma (en sánscrito, Adi significa «primero») y su esposa Heva, que una vez habitaron en una isla —localizada e identificada con Ceilán [ahora Sri Lanka], como es típico en la mayoría de los relatos tradicionales— de la que un buen día partieron. Ya en el continente, quedaron incomunicados por un terrible cataclismo y no pudieron regresar. Este relato tiene una curiosa relación con la historia caldea de una raza oscura, llamada Ad-mi, o Ad-ami, identificada como la raza «que había caído». (En cuanto al prefijo Ad, que sugiere al «Adán» bíblico, también se asocia en muchos textos antiguos con Adlántida o Atlántida.16 Es más, una fuente más ortodoxa sigue el rastro del nombre del primer hombre hasta adama, que quiere decir «la tierra roja».17 No obstante, también se puede interpretar como una confirmación adicional de los orígenes atlantes de Adán, dado que la raza roja, nacida de la «tierra roja», está enlazada por un número de perdurables leyendas al perdido continente de Platón).

¿Pero qué fue de Adán y Eva, debemos preguntarnos, cuando abandonaron Poseidia, y cómo afectó esto el destino de la raza roja en evolución del hombre de carne y hueso?

Interesantes preguntas.Aunque alguna vez se denominó a toda la Atlántida «Edén

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del mundo», y la ciudad de Edén original quedaba en Poseidia, en cuyas afueras supuestamente estaba localizado el legendario jardín de Edén, Cayce nos sorprende al hablarnos de otra Edén más, una posterior.18 Por estar situada lejos de la Atlántida, en la región de las ondulantes estribaciones del Cáucaso y los montes Cárpatos —una zona del planeta en realidad asociada a la emergente raza blanca en tiempos del hombre adánico—, esta nos pone a pensar. ¿Acaso los descendientes de Adán y Eva se mezclaron con los pueblos de la raza blanca, abandonando a los atlantes de piel roja a sus propios recursos evolutivos? Es una hipótesis bastante válida.

En primer lugar, los escasos atlantes que sobrevivieron al cataclismo final, en su gran mayoría fueron absorbidos por otros grupos raciales y perdieron su propia identidad. La excepción fue en América, donde mayas e incas, de piel cobriza, cabellos negro azabache y altivo semblante, tenían algunos de los rasgos de los atlantes, como los tenían los prolíficos descendientes de los hijos de Belial que huyeron al norte del continente y se convirtieron en los indios norteamericanos. Y aunque la llegada de los atlantes al antiguo Egipto, a los Montes Atlas de lo que ahora es Marruecos, así como a otras partes de África y el País Vasco de España puede haber dejado su impronta racial temporalmente, hoy apenas quedan rastros de esta en esos lugares. En forma similar, las tribus semitas nómadas del desierto y descendientes de Adán y Eva, aunque oscu-recidas genéticamente por generaciones de gradual adaptación al sol candente, muestran hoy una marcada afinidad con la raza blanca, como la mayoría de los judíos europeos, y pocos o no visibles rastros de la pigmentación roja de sus legendarios «progenitores».

Ahora vamos a investigar un poco.Si aceptamos el relato de Cayce, Adán tenía 330 años de edad

cuando él y Eva abandonaron Poseidia rumbo a la región del Cáu-caso. Como atlantes de una era de tecnología muy avanzada, es de

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suponer que viajaron por vía aérea, aunque su nuevo entorno debía ser mucho más primitivo que el que dejaron atrás.

Se supone que el mal concebido Caín, engendrado o no por Adán, como dice la Biblia, nació en la «nueva Edén», y también Abel. El cuarto capítulo del Génesis hace un recuento de las genera-ciones de Caín, quien habría sido desterrado a la «región de Nod», un poco al este de la Edén caucásica, después de asesinar a Abel. Pasan siete generaciones, hasta el nacimiento de Tubal Caín, antes de que el autor del Génesis nos cuente que Adán conoció de nuevo a su esposa, y el resultado fue un hijo «a su imagen y semejanza», llamado Set. En Génesis 5, se nos dice que Adán tenía entonces 130 años de edad, pero debemos suponer que esta afirmación excluye inadvertidamente los 330 años de su anterior existencia atlante. Si sumamos las dos cifras, la edad real de Adán para el nacimiento de Set sería de 460 años. (Toda esta aritmética, como descubriremos muy pronto, es de gran importancia para correlacionar los datos de Cayce con la historia bíblica).

Pasan siete generaciones de Adán hasta el nacimiento de Enoc, 952 años después de la proyección original de Adán en la Atlántida (según los cálculos anteriores más los intervalos generacionales citados en Génesis 5). Esto sitúa el nacimiento de Enoc 22 años después de la muerte de Adán, que el Génesis registra a sus 930 años de edad. Eso es muy significativo. Porque, sin tomar en cuenta los 330 años pasados en la Atlántida, el nacimiento de Enoc habría tenido lugar en vida de Adán, lo que supone un dilema para no-sotros. ¿Por qué? Porque se cree que Adán y Enoc fueron una misma entidad espiritual, en sucesivas encarnaciones. Este punto de vista lo encontramos expresado no sólo en las Homilías clementinas y otras escrituras apócrifas, sino también corroborado psíquicamente por Edgar Cayce.19

Muy bien, pues. Si aceptamos como fecha aproximada de la aparición de Adán alrededor del año 12000 a.C., o sea la mitad de la Era de la Virgen, esto significa que la llegada de Enoc unos 952

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años más tarde ha debido ocurrir hacia el año 11000 a.C. De Enoc a Noé hubo otras tres generaciones, pero en esos tiempos de vida tan prolongada, vemos que en total corresponden a 434 años. Y fue en el año 600 de Noé, nos informa la Biblia, que ocurrió el Diluvio. Así que hemos contado otro milenio más, lo que nos trae al año 10000 a.C. (más o menos un siglo, dependiendo de la fecha exacta de la llegada de Adán).

Mucha atención, que ya vamos llegando al meollo del asunto.Las lecturas de Edgar Cayce sitúan la construcción de la gran

pirámide de Giza en un período de cien años, 10490 á 10390 a.C., antes de la época del Diluvio.20 Y, sorprendentemente, el arquitecto en jefe fue nada menos que el patriarca Enoc. De Enoc, quien dejó a sus propios parientes cuando tenía 365 años, dice la tradición apócrifa que viajó a los cuatro puntos cardinales de la tierra advirtiendo a la gente de un cataclismo inminente. Este sería el hundimiento final de la Atlántida, seguido más tarde por el Diluvio. No obstante, a Enoc se le conoció por otro nombre en Egipto: Thoth-Hermes.21 Según mis cálculos, para entonces el patriarca debía tener unos 500 años, todavía en la flor de la vida podría decirse, comparado con su hijo Matusalén, que vivió 969 años.

¿Y la fecha del Diluvio? Las lecturas de Cayce no son precisas. Sin embargo, en este punto la ciencia moderna puede venir en nuestro auxilio. En la edición de Science de septiembre 22, 1975, el profesor de geología marina Cesare Emiliani reportó el hallazgo de conchas marinas prueba de una antigua inundación causada al parecer por el rápido derretimiento de glaciares de la última Edad de Hielo que ocasionó la repentina creciente de los mares. Emiliani estimó un marco de tiempo por los alrededores del año 9600 a.C., es decir hace11 600 años. Esta fecha se pudo confirmar con la sedi-mentación marina del golfo de México que mostró claramente un episodio de muy baja salinidad y temperaturas excepcionalmente bajas del agua, factores que sin duda denotan un rápido derretimiento glacial acompañado por la subida del nivel de los océanos. Otros

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dos factores, no mencionados por Emiliani pero que obviamente contribuyeron al fenómeno de la inundación, habrían sido el si-multáneo hundimiento de la última isla que quedaba del continente atlante y el cambio polar hacia el final del Pleistoceno.

En todo caso, los datos de Emiliani no sólo dan credibilidad a la leyenda de Platón sobre la perdida Atlántida, sino al relato bíblico de la primitiva arca de Noé, que encalló por último en las alturas del Monte Ararat, en lo que hoy es parte de Turquía, cerca de la frontera con Irán. Nos inclinaríamos a pensar que Noé habría construido su voluminoso y sobrecargado navío en un punto no muy distante de aquel donde finalmente encalló, unos siete meses más tarde. En resumen, si podemos suponer que Cayce tenía razón en cuanto al sitio de la «segunda Edén», podríamos estar hablando de una región del Cáucaso que bordea el Mar Caspio.

Con base en la fecha de 9600 a.C. de Emiliani, y la fecha aproxi-mada de 10000 a.C. de este autor para el Diluvio, se notará que la diferencia es de apenas cuatro siglos (que permite una modesta discrepancia de unos doscientos años). En términos de milenios, sin duda resultan asombrosamente cercanas. Es más, la información de Emiliani por más científicamente obtenida, sin duda está sujeta a algunos ajustes, lo que dejaría la evidencia psíquica y la científica en una sincronización casi perfecta.

En contraposición al concepto común entre los fundamenta-listas judeocristianos de que Noé y sus parientes cercanos fueron los únicos descendientes de Adán y Eva que escaparon al gran Diluvio, tenemos una sorprendente lectura que Cayce realizó para una pequeña de siete años.22

A esta niña se le dijo que ella había sido una de las compañeras de Tubal Caín. Este último, por supuesto, era descendiente de sép-tima generación del primogénito de Eva, Caín, quien había sido desterrado a la «región de Nod». ¿Y dónde estaba situada Nod? Al este de Edén, dice la Biblia, en términos por demás vagos. No ob-

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stante, Cayce parece situar los primeros descendientes de Caín en la zona del gran río Eufrates, tal vez cerca de su desembocadura en el Golfo Pérsico, donde en tiempos antiguos se unía con el Tigris, creando una vasta planicie aluvial conocida por su fertilidad. Pero la zona también era conocida por algo más: estaba «al otro lado del Diluvio». De hecho, allí estaba situada la ciudad de Ur, donde Abraham recibió el llamado del Señor muchos siglos más tarde. (En tiempos de Abraham habitaban allí los caldeos, reconocidos adivinos y adoradores de ídolos).

En esa misma lectura para la compañera de Tubal Caín hubo unas cuantas sorpresas más. Para empezar, se nos ha dicho que Tubal Caín, nacido de Zila, segunda esposa de Lamec, fue «el primero de los hijos [del linaje de Caín] que había sido hecho perfecto», lo que sin duda es una nota redentora si se puede llamar así. Al mismo tiempo, la poligamia que Lamec introdujo en su rama de la tribu adánica trajo consigo discordia y tribulaciones. Y aquí, de repente nos encontramos con una sorpresa enorme: la nueva esposa de Tubal Caín, consternada y descontenta por ser solo una entre un buen número de esposas, busca solaz y consuelo en la gran matriarca, Eva, quien al parecer reside cerca de allí con sus hijas. Se nos ha dicho que la entidad Eva iba entonces «por la décima generación», que era la generación de Noé, y significaría, por supuesto, que ella había sobrevivido a Adán por varios siglos. ¿Será que al pasar Adán a la zona intermedia, ella decidió reubicarse más cerca de los hijos de su primogénito? A pesar del terrible pecado de Caín, sin duda la «madre de la humanidad» como cualquier madre, en lo profundo de su corazón lo había perdonado mucho tiempo atrás y en sus últimos tiempos habría buscado a los hijos de los hijos de él. De hecho puede haber sido una manera de expiar su propio pecado. Además, por leve que hubiera sido su influencia sobre Lamec, es probable que algo hubiera participado en la crianza de Tubal Caín, lo que llevó a Cayce a denominarlo como «el primero de los hijos que había sido hecho perfecto» en ese tiempo. Sin embargo, es

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poco probable que ella hubiera podido alejarlo de la poligamia que practicaba su padre Lamec, puesto que aquella llegaría a convertirse en una forma de vida tradicional en esa parte del mundo. (En esta coyuntura se debe hacer una aclaración: el Génesis nos presenta no solo un Lamec, sino dos. El que hemos mencionado aquí, de la línea de los descendientes de Caín, no debe confundirse con el Lamec de la más virtuosa prole de Set, cuyo hijo más famoso fue Noé, no Tubal Caín).

Entretanto, unos años antes de la aparición de Noé, la marcha evolutiva de la humanidad avanzaba asistida por otra gran matriarca de la línea adánica, además de Eva.

En 1932, una chica judía de 23 años se enteró por el señor Cayce que en términos de experiencias terrenales era una verda-dera «alma antigua», y una que había tomado forma corporal para un propósito específico después de la muerte de Adán.23 A ella la habían usado, se le dijo, «más bien como experimento» para la expresión de las fuerzas espirituales. En suma, ella se convirtió en el canal escogido, tal vez como compañera de Jared, para el regreso de Adán al plano terrenal, en la que sería su primera aparición en carne y hueso como un hijo del hombre nacido de una mujer. En esa reencarnación preparada especialmente, vino como Enoc y trajo consigo gran sabiduría para el desempeño de Su papel en el mundo, superando en mucho Sus logros como Adán.

Esta lectura de vida en particular ha debido representar una ex-periencia muy especial, por lo menos para Edgar Cayce. Al terminar, y justo cuando Gertrude Cayce se disponía a hacer la acostumbrada sugerencia a su marido para que despertara de su autoinducido trance psíquico, de pronto él habló de sí mismo en tercera persona y dijo a los allí presentes que miraran con detenimiento y podrían ver esa entidad espiritual que regresaba y que esta vez había ido tan lejos en su búsqueda fuera del cuerpo, sostenerse en el aire y volver a entrar «como la luz del cuerpo». (Una vez que le pregunté a su secretaria Gladys Davis, si ella había podido ver algo en esa

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ocasión, dijo que se vio un punto de luz, muy brevemente).

Sea que los restos auténticos del arca de Noé todavía reposen en alguna parte del Monte Ararat o no, como han tratado de probarlo sin éxito diferentes expediciones, hay pocos motivos para dudar de la leyenda del Diluvio. Perdura en casi todos los idiomas y culturas, en tanto que los nuevos descubrimientos que sigue haciendo la ciencia moderna, como ya hemos visto, tienden más a reforzar su realidad que lo contrario.

El mayor de los hijos de Noé fue Sem, y uno de sus descen-dientes fue Péleg, cuyo nombre significa «división», en referencia a los tiempos después del Diluvio cuando la tierra se dividió y la mayoría de los pueblos que habían sobrevivido quedaron separados unos de otros o, como dice Cayce en una de sus lecturas «cuando las aguas se dividieron y cambió la esfera terrestre»,24 relacionando así el Diluvio con el cambio polar.

No es de extrañar, pues, que en los siglos y milenios que siguie-ron a tan catastróficos acontecimientos, buena parte del registro evolutivo de la humanidad hubiera quedado oculto o perdido para siempre. Esto también aplica a mucha de la evidencia antediluviana, que fue borrada o sepultada por los cambios de la tierra. Entretanto, no es difícil imaginar la caótica situación general que seguramente prevaleció en la época que siguió al Diluvio, dado que las dispersas poblaciones que sobrevivieron por todo el planeta tan terriblemente alterado, en muchos casos quedaron en circunstancias tan primitivas que apenas permitían una precaria existencia.

Por eso cuando arqueólogos, paleontólogos y antropólogos estu-dian la evidencia disponible, es casi seguro que llegarán a algunas conclusiones por demás erróneas y contradictorias. Por una parte, están las maravillas arquitectónicas como las pirámides de Egipto, mientras por otra, uno mira las primitivas herramientas y armas de los primeros indígenas americanos y quizás va a concluir que la suya fue una raza de salvajes en lenta evolución, nunca lo con-

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trario. Estos atlantes súbitamente trasplantados, que dejaron atrás todas las comodidades de una civilización altamente evolucionada, ahora se vieron forzados a convertirse en cazadores y sembradores, debiendo atacarse e incluso matarse entre ellos para proteger sus territorios, muy similar al comportamiento de los animales. Tam-bién en cuevas por toda Europa, se encuentran desconcertantes señales del gran sentido artístico y sensibilidad emocional de los moradores de las cuevas en un pasado desconocido, junto con los restos más primitivos de los Neanderthal. Y aunque alguna vez se pensó que la cultura sumeria, que data de 3000 años a.C., fue la más antigua del mundo, las recientes excavaciones de una ciudad de 10 000 años al sur de Turquía, en un sitio llamado Cayonu, han perturbado todos los antiguos supuestos.25 Sus sofisticados restos arquitectónicos ofrecen un testimonio espectacular en favor del punto de vista esotérico tanto tiempo sostenido, de que nuestra civilización tiene raíces mucho más antiguas de lo que la mayoría de nosotros podríamos imaginar jamás. (¿Y cuán grandiosa sería Cayonu, nos preguntamos, comparada con las hundidas maravillas de la infinitamente más antigua y espléndida Atlántida?).

Hace mucho que el darwinismo clásico se volvió obsoleto. De hecho, un número de los más preciados puntos de vista de Darwin han sido cuestionados e invalidados por sus sucesores, lo cual, después de todo, es algo natural del progreso científico. Ni siquiera su teoría fundamental de la selección natural ha escapado a la nueva evaluación crítica, y son muchos los científicos dispues-tos a aceptar que es más especulativa que cierta. Sin embargo, un punto persistente, en el que todos los evolucionistas parecen estar de acuerdo, no obstante la continuada falta de pruebas confiables después de más de un siglo de investigación, es que Darwin estaba en lo cierto en cuanto a la relación con los simios. La creencia en el «eslabón perdido» entre el hombre y el mono (o más exactamente

el chimpancé) se ha convertido en artículo de fe, tan firme e in-quebrantable como la fe del hombre religioso en los orígenes más elevados y espirituales del hombre.

La primera esperanza de los antropólogos fue el descubrimiento del hombre de Neanderthal, ya en 1856. Su esqueleto sugería una encorvada figura, musculosa, de frente protuberante, pero poco inteligente. Más tarde, cuando aparecieron más osamentas Nean-derthal —no sólo en Europa, sino en todas partes— se determinó que la postura «encorvada» del primer hallazgo al parecer se debía a artritis, puesto que los otros caminaban erguidos. Pero a pesar de lo prometedora que lucía su frente simiesca, solo hasta hace poco se descartó Neanderthal como posibilidad. Lo cierto es que su can-didatura dejó de serlo unos treinta y cinco mil años atrás, cuando como ya sabemos, su especie desapareció repentinamente de la tierra sin dejar rastro. Neanderthal desapareció tan misteriosamente como había llegado, unos cuarenta milenios antes. (¿Una subraza atlante, resultado tal vez de las mezclas con las «cosas», que acabó consigo misma o pasó por una regeneración?). Entretanto, dado que la ciencia ha determinado que el hombre moderno, denomi-nado Homo sapiens, lleva aquí por lo menos doscientos mil años, vale la pena anotar la correlación de esa datación general con el aporte psíquico de Cayce sobre los orígenes de la cultura atlante y la primera llegada de la tercera raza madre.

Repasemos la lista de candidatos ancestrales excavados por los antropólogos, desde el engaño de Piltdown en 1912 y, más tarde, el Hesperopithecus (que resultó ser un cerdo ya extinto), a los relativamente respetables hallazgos como el del Homo erectus y el Homo habilis (aunque el status ancestral de estos dos todavía no se ha determinado), o el fósil homínido de 3,2 millones de años que llamaron «Lucy», cuyo descubrimiento en 1979 en Etiopía todavía tiene muchos problemas por resolver, se nos dice, antes de que su identificación como especie ancestral se pueda confir-mar positivamente.26 Hemos omitido más que unos cuantos, pero

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la lista completa tiende a ser más bien improductiva y no ofrece evidencia convincente alguna con respecto a nuestros supuestos orígenes simiescos.

Entretanto, la búsqueda científica de las raíces evolutivas del hombre ha dado un giro por un camino totalmente diferente al de los «mercachifles de huesos». Los genetistas, armados de batas de laboratorio en lugar de picos, esperan encontrar a Adán y Eva, así como a Chita la chimpancé que crió a Tarzán, siguiendo las indi-caciones del código del ADN humano. Vamos a desearles suerte. Al menos en un sentido, ellos van por donde es: en lugar de pasar por el tamiz la evidencia externa, han empezado a buscarla en el interior.

Sin embargo, es la mente, no la materia la que contiene las pis-tas acerca de nuestros orígenes. La mente, dijo Cayce, es siempre el constructor; el cuerpo es solamente el resultado. ¿Y el origen de la mente? El Creador.

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11LA ÉPOCA DEL SOL EN EGIPTO

La historia se repite. Se mueve en ciclos. A su vez, esos ciclos están relacionados con el viaje cíclico a través de tiempo y espacio, de las estrellas, el sol y nuestra propia tierra, que inexorablemente nos lleva adelante en nuestra evolución. Porque de hecho, cada entidad, cada alma, al volver una y otra vez a este plano de actividad, está en el proceso de evolucionar hacia la Primera Causa. Sin embargo cada una, con paciencia, debe repetir sus lecciones hasta aprenderlas bien; y tomar nota de la naturaleza repetitiva de las cosas mientras avanza lentamente, aunque a veces parezca dar esos pasos hacia atrás, de una etapa a otra, de una edad a otra...

Acá nos asisten huestes angélicas. Y de vez en cuando, aparecen mensajeros de Dios entre nosotros. Llegan en tiempos propicios de la historia de la tierra, en respuesta a un llamado superior, para cumplir ese papel adecuado a nuestro desarrollo y necesidad particulares en ese momento. Nacidas en carne y hueso, con las mismas cargas y debilidades mortales que el resto de nosotros, lo único que diferencia a estas almas compañeras es su conciencia de una misión espiritual. Su propósito es señalar siempre el camino que nos lleve de vuelta al centro de nuestro ser, más allá de la red de tiempo y espacio o de la oscura pesadilla de la separación de nuestro Creador, cuya chispa divina permanece latente en nuestro interior, un dios potencial en gestación.

El que nos ocupa ahora es uno de estos mensajeros escogidos, porque suyo es el papel protagónico en la historia que se nos va a

La época del sol en Egipto

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revelar.

Cuando apenas empezaba la edad adánica, llegó al antiguo Egipto una figura insólita. Alto y de apariencia sacerdotal, con amables pero penetrantes ojos zarcos, de frente noble y boca vagamente sensual, su rubia melena alborotada enmarcaba una cara lampiña cuyo patricio perfil exquisitamente tallado y pálido parecía esculpido en alabastro. Aunque su juventud era obvia, la vestimenta y capucha de un gris azuloso le daban un aire de in-discutible autoridad espiritual, complementado por el irresistible magnetismo de su discurso. Mostrando un respeto reverencial, todos se maravillaban de su peculiar apariencia y carismática actitud. Pero el aspecto físico del recién llegado que más impresionó a los reverentes egipcios fue la inmaculada blancura de su piel: nunca antes habían visto a nadie igual.

Tampoco es de extrañar. Porque este era el legendario Ra, aunque se nos ha dicho que su nombre original era Ra Ta. Se dice que sim-bólicamente el nombre representaba la unión de los jeroglíficos de «sol» y «tierra», y en las supersticiosas mentes de los adoradores del sol que poblaban el Egipto de los primeros tiempos, significaba «sol [traído a la] tierra». Nuestra fuente psíquica, sin embargo, en una interpretación más literal del asunto, nos dice que el nombre en realidad significaba «el primer blanco puro» sobre la tierra.1 En suma, el sacerdotal Ra Ta marcó la aparición de la raza blanca en desarrollo, en su forma final, purificada, entre los cinco grupos ra-ciales iniciados por Amilius en tiempos de Adán, un poco antes.

Guía espiritual de su propio grupo tribal adoptado, que había viajado al Egipto prehistórico desde las lejanas faldas del Monte Ararat, en lo que ahora es Turquía, Ra Ta había venido en respuesta a un llamado psíquico. Antes había estado aquí como el antiguo gobernante Asapha, así que en cierto sentido podría decirse que ahora volvía a los suyos. Aunque los primeros y débiles inicios del

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hombre como tal se habían dado en la antigüedad, muchos mile-nios antes del ideal adánico que ahora se encontraba en proceso de establecerse como la cuarta raza madre.

Se nos dice que entre una y otra aparición terrenal, cada entidad espiritual emprende una especie de proceso educativo en estadías planetarias dentro del actual sistema solar. Estas «temporadas» son semejantes a esferas de conciencia en las que el alma puede repasar y asimilar su reciente experiencia adquirida en la tierra, y luego prepararse para proseguir su desarrollo espiritual en el siguiente recorrido terrenal. En este sentido, la nueva llegada de Asapha en carne y hueso como Ra Ta había sido «desde las fuerzas del infinito, o desde el sol»,12 algo tan inusual como para sugerir un ser terrenal en visible sintonía con la propia Energía Creadora, contribuyendo así a la leyenda del dios Sol que más adelante rodearía su nombre. Además, la llegada de Ra Ta a Egipto había ocurrido durante la Era de Leo, cuyo regente astrológico es el sol. Puesto que como es sabido el regente de cualquier signo zodiacal ejerce su influencia en todo su reino, era otra razón más para que un pueblo que rendía culto al sol atribuyera un significado simbólico a la esplendorosa aparición entre ellos de un extranjero rubio y de piel blanca, cuyo atuendo sacerdotal los había convencido de sus orígenes divinos.

La verdad es que los orígenes de Ra Ta eran lo suficientemente «inusitados» como para diferenciarlo también en otros sentidos. Una lectura de Cayce sobre esa época de formación en la historia de la humanidad nos dice que en su nacimiento influyeron fuerzas celestiales, a las que se refiere en forma algo enigmática como «los dioses de los montes Cáucasos y Cárpatos», y que él era «el hijo de una hija de Zu no engendrada por un hombre».3

¿Una concepción inmaculada? Eso parecería, por la terminología dada. Y nuestro primer impulso sería rechazar tal concepto por mítico o por sacrílego, o por ambas cosas. Sin embargo, visto a la luz de la lógica, es posible que esas concepciones guiadas espiritual-mente estuvieran ocurriendo en esos tiempos en cada una de las

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cinco ramas de la nueva raza madre. La concepción y nacimiento de Enoc en un misterioso tipo de «experimentación», como se menciona en el capítulo anterior, podría haber sido de naturaleza parecida, lo que nos podría dar una idea de lo que estaba ocurriendo. Porque en esa crucial etapa de su desarrollo, es posible que para la supervivencia de la nueva raza fuera esencial la introducción de un tipo de intervención superior que garantizara la pureza genética de un cierto número de prototipos escogidos. Estos, como Ra y Enoc, estaban destinados a desempeñar importantes funciones en la puesta en marcha del plan divino para la consumadora salvación y retorno de las almas atrapadas en el ciclo terrenal.

Además, se nos dice que el individuo de ese período de la historia de la humanidad no estaba tan unido a la materia, por en-contrarse aún en el área de influencia de sus orígenes espirituales.4 Es una distinción importante porque pone en correcta perspectiva los casi milagrosos logros de Ra Ta y sus colegas en el sacerdocio más adelante, con su trabajo en el Templo del Sacrificio y el Templo Precioso, establecidos para conseguir la regeneración física, mental y espiritual de los miles de egipcios aún atrapados como «cosas» en un peldaño inferior de la escala evolutiva.

La historia personal de Ra Ta se puede narrar brevemente. En otra parte hay un relato de la misma en detalle;5 pero aquí nos interesa más que nada su papel en la evolución.

Rechazado en su niñez por sus propios parientes debido a disputas entre los ancianos por su extraña apariencia y discutidos orígenes, Ra Ta se las arregló para llegar a la tribu de Ararat, en la falda de la gran montaña que más tarde llevaría el nombre de ese líder, como hasta hoy. Allí fue objeto de un cálido recibimiento por parte del sabio rey-pastor, y creció en compañía del hijo del rey, Arart. Dado a sueños y visiones, un día Ra Ta recibió un mandato del Espíritu para que se marchara al país ahora conocido como Egipto, que quedaba muy lejos al sur, donde los dioses le dirían qué hacer. Se marchó sin dudarlo. De la gente de Ararat se unieron

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a él unos novecientos fuertes pioneros liderados por el hijo del rey, Arart, quien se convertiría en el primero de los legendarios «reyes-pastores del norte» de Egipto mientras Ra Ta asumiría las funciones de sumo sacerdote de las fuerzas de Arart y los egipcios pacíficamente conquistados.

Al principio todo marchó bien. Durante algunas décadas, reinó la armonía entre invasores y población nativa, mientras Ra Ta establecía el Templo del Sacrificio y el Templo Precioso para llevar a cabo su revelada labor de limpiar y preparar mental y físi-camente a los seres inferiores de la población local, para su plena participación en la nueva raza madre. Pero algunas de las medidas restrictivas instituidas por ambos, Ra Ta y Arart, al fin provocaron malestar en una parte de la población, sobre todo entre la antigua clase gobernante y el creciente número de inmigrantes atlantes, entre ellos un puñado de agitadores hijos de Belial a los que el rey había permitido immigrar.6 Los atlantes, salvados de un vaticinado cataclismo universal que devastaría por completo las islas que quedaban de su otrora poderoso continente, buscaban como siem-pre imponer su voluntad a quienes los rodeaban. Sin embargo, su limitado número imposibilitaba cualquier toma de poder, en tanto que los miembros de su clase sacerdotal que trabajaban en estrecha colaboración con Ra Ta, de hecho habían aportado mucho a las actividades del templo a través de su óptimo conocimiento técnico y capacitación espiritual.

No obstante, en una sagaz jugada para acabar con la creciente fricción en todo el país, Arart dimitió y permitió que le sucediera Araaraart, su hijo de 16 años nacido en Egipto. También nombró para el cargo de primer consejero de su hijo a un joven escriba de gran aceptación local, lo que aplacó a los disidentes por un tiem-po. Y así, las cosas fueron dando tumbos hasta que el joven rey cumplió treinta años, cuando elementos subversivos montaron un complot para derrocar tanto al rey como al sumo sacerdote. En su excesivo empeño por adelantar y expandir el desarrollo de la raza

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blanca que él mismo personificaba, Ra Ta fue fácil presa de los conspiradores. Persuadieron a la bailarina favorita del rey, Isris (o Isis) de convencer al sacerdote de que ella era la compañera ideal para engendrar con él la prole perfecta. Cuando Ra Ta accedió a la sugerencia de Isis, no solo violó sus propias reglas con respecto a las relaciones monógamas (para entonces él ya tenía una esposa y varios hijos), sino que sin proponérselo provocó la ira del joven rey. El funesto e inesperado resultado, para regocijo de los conspiradores, fue el destierro del sacerdote, junto con Isis y un séquito de fieles seguidores, a una de las más altas montañas nubias. Entretanto, el rey retuvo como rehén a la niña nacida de Isis, que moriría víctima de la desolación en su sexto año de vida.

Entonces los conspiradores intentaron derrocar al aislado rey, pero sus astutas maquinaciones fracasaron. El tozudo gobernante, consciente de su insensatez al aislarse del sacerdote y sus muchos seguidores, sin embargo mantuvo a Ra Ta en el destierro durante nueve turbulentos años antes de que sus sabios consejeros final-mente lograran persuadirlo de que traerlo de regreso sería la única forma de restablecer la paz, el orden y la prosperidad en un país tan dividido.

No obstante, el exilio de Ra Ta no había sido del todo impro-ductivo: en ese monte se le había unido ese gran Maestro al que Cayce se refirió como Hermes7, conocido por los egipcios como Thoth, o Thoth-Hermes, y que mucho más tarde sería identificado por los griegos como Hermes Trimegisto, o «tres veces grande». Sin embargo, como se reveló previamente y si damos por cierta la antigua analogía legendaria, el sabio extranjero era en realidad el patriarca Enoc, una reencarnación de Adán. Y había venido a advertir a Ra Ta de la necesidad de preservar los registros de las cosas pasadas y de las que estaban por venir, como testimonio para una futura nueva era.

Entretanto, durante los largos años de exilio entre los nubios, Ra Ta y sus seguidores se mantuvieron muy atareados, asistidos

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por aquel gran Iniciado o Maestro, que un día apareciera tan mis-teriosamente entre ellos. Había mucho por hacer. Con la ayuda de los serviciales nubios, Ra Ta adelantaba lo que se podría llamar una investigación arqueológica bajo orientación psíquica; además, realizando excavaciones profundas en las colinas circundantes empezó los primeros estudios de latitud y longitud, y se dedicó al estudio astronómico de planetas y constelaciones, observando y trazando su movimiento en los cielos. En cuanto a Hermes, siempre se mantuvo en íntima comunión con las Fuerzas Creadoras. Porque estaba formulando su plan maestro para la construcción del que se conocería como el famoso «complejo de Giza» en un Egipto más tardío (cuando su principal edificio sería confundido con una tumba para el faraón Keops). Se edificaría para la esperada repatriación de Ra Ta, con una elaborada construcción que tomaría todo un siglo, el colosal trazado empezaría con una oculta Pirámide de los Registros que debía quedar sepultada bajo la arena, donde aguar-daría ser descubierta en la alborada de la próxima raza madre, por iniciados designados para ello. A un lado quedaría el más visible de todos los monumentos y maravillas terrenales, la propia Gran Pirámide, dominando la planicie de Giza. Este imponente monolito de dimensiones internas y externas increíblemente precisas, con sus misteriosos pasadizos y cámaras, incluido el enigmático sarcófago vacío para simbolizar la victoria sobre la muerte, debía ser ante todo un templo de iniciación. Pero al mismo tiempo, Hermes había planeado que fuera el prácticamente indestructible registro en piedra (que solo los iniciados podrían interpretar) de eventos por venir que precederían a su propia Segunda Venida como resucitado Salvador de la humanidad, muchos milenios después. Por último, por consejo de Ra Ta, se incluiría en el plan un monumento que en realidad se había empezado antes de su exilio. Conmemoraría la regeneración de las «cosas» mediante los procedimientos llevados a cabo en el Templo del Sacrificio y el Templo Precioso; conocido hoy como la Esfinge —figura mitad humana y mitad animal— aga-

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zapada en la arena como una bestia, pero con la mirada fija como los dioses hacia el Infinito: la paradoja por antonomasia. (Para sus inspirados constructores y sucesivas generaciones de egipcios en tiempos por venir, la enorme estatua simbólica debe haber consti-tuido una poderosa declaración evolutiva; pero a los ojos perplejos de edades futuras, estaba destinada a convertirse en ¿qué? ¡En el supremo enigma!).

La sintonía de Ra Ta con las fuerzas solares que rigen nuestra vida en el reino material, indicaba sin duda una muy cercana afini-dad vibratoria con el Hijo divino, que se identifica también con el fuego y la luz celestiales, y cuyo símbolo visible en la tierra es el sol. (Una de las lecturas de Cayce, en una referencia metafórica a «tu propio pequeño sistema solar» interno, que toma su modelo del externo, alude a las diversas esferas de conciencia representadas por el sol y los planetas, y pregunta: «¿Tienes tú, amor, el círculo, el Hijo [Sol]?»8 —N.T.: Juego de palabras que en inglés se pronuncian de forma similar: hijo-son, sol-sun). No debe sorprendernos entonces, encontrar que el propio Hijo, en su caracterización como Hermes, en últimas unió fuerzas con el desterrado sumo sacerdote y al apare-cer trabajó en estrecha colaboración con él durante el período de 100 años en el que la Gran Pirámide y las estructuras relacionadas con la misma se estaban construyendo, de 10490 a 10390 a.C. De hecho, en antiguos relatos legendarios así como en las lecturas de Cayce sobre la época egipcia, se identifica a Hermes específicamente como maestro arquitecto de la pirámide.9

A continuación se presentan unas cuantas notas académicas. Son relativamente breves, así que vamos a darles un vistazo, porque a esta altura de nuestra historia resultan bastante instructivas. Y además, suponen un importante refuerzo al punto de vista psíquico presentado aquí, no solo de Hermes sino también de Ra.

El eminente egiptólogo Ernest A. Wallis Budge, en The Gods

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of the Egyptians [Los dioses de los egipcios], nos cuenta que Ra era el símbolo visible de Dios. Personificación de la Luz hecha hombre, habitaba por igual en cielo y tierra. De todos los dioses conocidos por los antiguos egipcios, sólo uno era más grande que Ra: Thoth, o Thoth-Hermes, quien personificaba al Verbo. Thoth, llamado «señor de las palabras divinas», y «tres veces grande», era el escriba de los dioses y se le consideraba «corazón y lengua de Ra». Identi-ficado como «vicario en la tierra» de Ra, a veces se le representaba simbólicamente con la cabeza coronada de un ibis blanco y negro (emblema de la unión de los opuestos).

Además, los anónimos autores de The Kybalion [El Kybalion] afirman que este mismo escriba de los dioses también era llamado «Maestro de maestros» y que estudiosos de todo el mundo antiguo llegaban a Egipto para recibir las enseñanzas herméticas de sus pro-pios labios. Esa legendaria información tiene un curioso corolario en las lecturas de Cayce, las cuales nos enseñan que después del regreso de Ra con Hermes desde el monte de su exilio, Egipto se convirtió en un gran centro de aprendizaje espiritual, en el que se reunían estudiosos de todas las razas humanas en desarrollo, que más tarde enviaban emisarios para compartir con otros su recién adquirido conocimiento de las leyes universales.

En una reafirmación de la identificación terrenal de Hermes con Enoc, así como con el Verbo original, o Logos, vamos a varias fuentes. En primer lugar, Manly P. Hall: «Algunos investigadores creen que es Hermes el que los judíos conocían como “Enoc”. De todas las criaturas Hermes era la más cercana a Dios».10 Luego, citando una enseñanza de los Naasenos, una temprana secta gnós-tica, C. G. Jung dice: «Porque ellos dicen que Hermes es el Logos, el intérprete y creador de lo que ha sido, es y será».11 En forma similar, Jean Doresse cita esta línea de un tratado gnóstico de los manuscritos de la biblioteca de Chenoboskion [ahora denominada: Naj Hammadi], atribuida a Hermes: «Te he dicho, hijo mío, que Yo soy el Nous [el Verbo]».12

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En el apócrifo Book of Enoch [Libro de Enoc] no sólo se cuentan los viajes del patriarca a los cuatro puntos cardinales de la tierra y a los cielos, sino que a Enoc se le atribuyen todo tipo de anuncios y profecías que el ángel Uriel supuestamente le reveló. Esto incluía el conocimiento previo del Diluvio, un acontecimiento al parecer atribuido a un cambio polar, porque nuestra fuente dice que «la tierra se inclinó».13 La historia, como ya los hemos observado, se repite a sí misma...

También hemos dicho, al principio de este capítulo de nuestro viaje, que las huestes angélicas nos asisten acá. (Es de suponer que la afirmación bíblica, «Él ordenará que sus ángeles te cuiden», se pueda tomar bastante literalmente. De hecho, nuestra fuente psíquica nos dice que es cierto que hay un guía o guarda para todas y cada una de las almas en la tierra).14 Lo que nos trae de nuevo a ese ángel llamado Uriel, que asistió e instruyó a Enoc en sus viajes terrenales. En nuestra época moderna, nos inclinamos a mofarnos de estos conceptos. Los llamamos supersticiones, con ese guiño conocedor del sabelotodo. Sin embargo, el educado escepticismo de nuestra época frente a fuerzas no visibles entre nosotros puede ser no tanto un signo de nuestro avance intelectual, como un sín-toma de nuestra conciencia espiritual debilitada por la meteórica arremetida del materialismo, tendencia que hay que revertir, claro; pero que probablemente requiera otro gran cataclismo, como el que Cayce previó que ocurriría finalizado el siglo [20], como necesario preludio de una nueva era y una nueva raza madre... y un nuevo despertar.

En la tradición no canónica, Uriel es identificado como arcángel de la salvación y mensajero enviado por Dios a Noé para advertirle del inminente diluvio universal.15 Muy apropiadamente, pues, esa misma fuerza angélica podía estar cuidando de Enoc, y al mismo tiempo se dice que fue su homólogo, el oscuro ángel Ariel, quien ocasionó que la misma entidad flaqueara en su anterior encarnación como Adán. «¿Dónde está Ariel», preguntó una vez retóricamente

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Cayce, «y quién fue él?». Y procedió a responder su propia pregunta: «Fue compañero de Lucifer o Satanás, y quien contribuyó a la disputa de las influencias en la experiencia de Adán en el jardín».16

Como podemos ver, hay voces angélicas a las que se debe prestar atención y otras que se deben rechazar. Pero la seducción que ejercen las últimas, siempre unidas a alguna forma sutil de au-toengrandecimiento (así como Ra Ta escuchó a Isis, y Adán a Eva), solo pueden controlar cuando se permite que sea el ser inferior, o la voluntad humana, quien las escuche…

El Templo del Sacrificio y el Templo Precioso: ¿cómo definir y diferenciar estos dos templos de servicio en el antiguo Egipto en tiempos de Ra? Porque entre ambos personificaban la mayor parte, ahora olvidada, de la misión terrenal del sacerdote, y junto con la Gran Pirámide y otros perdurables monumentos más visibles, marcaron la hora más gloriosa de Egipto en la historia, su eterno día en la Luz.

En cuanto al Templo del Sacrificio, hasta cierto punto su equiva-lente moderno podría ser cualquier hospital que cuente específica-mente con el personal médico y los equipos más actualizados para diagnóstico y tratamiento de los trastornos de salud. Pero habría enormes diferencias, algunas de naturaleza genética y otras en parte tecnológicas y psicológicas, que sitúan los servicios médicos del Templo del Sacrificio muy lejos del alcance de nuestro actual entendimiento. El éxito de la evolución de la nueva raza madre en desarrollo requería la eliminación de todos los restantes impedimen-tos para la total regeneración de esos infortunados seres que todavía estaban en las más bajas etapas evolutivas. Por lo tanto, el primer paso o etapa, era de sacrificio, en el sentido de eliminación de los estorbos físicos. Las características o apéndices que los asemejaban a animales eran demasiado variados y grotescos para enumerarlos en detalle, y en muchos casos requerían cirugías de alta comple-

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jidad y formas de electroterapia que aún hoy desconocemos. Los principales colaboradores en estos campos, en particular después de la reanudación de las actividades sanadoras en la fase posterior al exilio del sacerdote, fueron equipos de experimentados cirujanos y técnicos atlantes de los hijos de la Ley del Uno. Porque para esos tiempos los atlantes estaban llegando a Egipto en números cada vez mayores, toda vez que los sordos rugidos bajo su afligida tierra natal ya presagiaban la inevitable cercanía del cataclismo final.

En cuanto al Templo Precioso, tal como su nombre lo impli-caba, desarrollaba una serie de actividades muy diferentes a las del Templo del Sacrificio.

Sobre la entrada se leían estas palabras: PARCO SO SUNO CUM. Que significan: «Señor, muéstranos Tú el camino».17 Una vez que el novicio (o novicia) traspasaba esas puertas sagradas, se comprometía física, mental y espiritualmente con un escrupuloso proceso de purificación interna y externa, cuando se sometía a cada una de las diversas etapas de la iniciación. Una vez terminadas, se dedicaba al servicio conforme a las enseñanzas recibidas, basadas en la Ley del Uno.

De forma piramidal por fuera, el colorido interior del templo, decorado con linos, sedas, piedras y metales preciosos de todas las naciones conocidas, tenía la forma de un globo, que para visitantes e iniciados simbolizaba el servicio al mundo. Su estructura era algo abierta, no sólo por el efecto visual, sino para permitir que se entrecruzaran pasadizos de subida y de bajada por toda su parte media, llevando de una a otra estación —o escenario— de un total de siete estaciones que representaban las siete etapas del desarrollo del hombre, cada una con su sello y símbolo propios. El señor Cayce las dio a conocer como sigue, sin más explicaciones: el mundo, es-carabajo; el nacimiento, gallo joven; la mente, serpiente; la sabiduría, halcón; la cruz; la corona; la puerta o entrada, el camino.18

En cuanto al primero de ellos, podemos suponer que el «es-carabajo» era el muy conocido símbolo egipcio de la naturaleza

divina, que entra por lo bajo, de donde emerge después. Sabemos que Epifanio dijo que Cristo era «el escarabajo de Dios». Y aquí no podemos evitar preguntarnos si fue quizás el propio gran Iniciado, como Hermes, el que presentó ese símbolo a los egipcios, a través de Ra, quien en lo sucesivo lo incorporó como etapa introductoria del proceso de iniciación.

Colores, auras, música, danza, vibraciones, todos tenían su importancia en los servicios del templo, junto con cantos, plegarias y meditación. Resulta obvio que era una experiencia para despertar la conciencia, con el innato potencial de liberar de ataduras y gri-lletes materiales a cualquier ser que estuviera atrapado.

La purificada cuarta raza madre ya había recorrido buena parte de su camino.

Además del escarabajo, hay otro antiguo símbolo de conno-tación esotérica que nos llega de los tiempos de Hermes. El ankh egipcio. Originalmente un círculo celestial sobre una cruz tau, debía representar la unión suspendida temporalmente de Dios y su Hijo crucificado, o el Verbo, entonces conocido como Hermes, destinado a morar en la tierra hasta su nueva ascensión. Sin embargo, con el paso del tiempo, el ankh egipcio degeneró en un símbolo sexual, al representar la fuerza de la vida en la tierra. Se trata de una per-versión de sus orígenes espirituales y elevado significado, los cuales deben reaparecer a medida que despierte la conciencia de la Nueva Era. Porque el ankh, entendido como debe ser, representa la actual condición humana y el necesario proceso de purificación que afron-tan todas y cada una de las almas que se han apartado de su Creador. Pero si la cruz es un símbolo de sufrimiento en la tierra, también es un signo de júbilo, porque señala el camino a la experiencia de la resurrección y la reunión del alma con su Fuente.

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12LA CIUDAD DE ORO

En verdad se podría decir que la Ciudad de Oro, como la fabulosa ave fénix, surge de las cenizas de una Lemuria agonizante. Porque sin la desaparición de Lemuria, no habría podido tener principio.

Cuando a consecuencia de fuegos internos el antiguo conti-nente entró en erupción para finalmente hundirse en el Pacífico en medio de esa furia volcánica que sus aterrorizados habitantes debieron entender como castigo divino a sus costumbres impías, unos lograron escapar en dirección al este y otros hacia el oeste.

Hacia el este estaba la primitiva América cubierta de hielo en la mayor parte de su hemisferio norte. Algunos escogieron la árida región de la altiplanicie situada al suroeste del mismo, mientras otros eligieron partes del hemisferio sur y el cinturón central que los conecta. Entretanto, aún despoblado en gran parte, al oeste de la perdida Lemuria estaba el vasto continente de Asia. Hacia allá se dirigieron las dispersas tribus lemurianas que se convertirían en los pueblos unidos de la extensa región de Gobi, también conocida por algunos como la región de Mu. Muchos se fueron al sur y se establecieron en lo que hoy son Indochina y Tailandia, mientras otros subieron y atravesaron la China hasta la entonces fértil región que hoy conocemos como el desierto de Gobi y Mongolia. Aunque separados por grandes distancias, todos ellos seguirían siendo un solo pueblo durante muchas generaciones.

Sus líderes, sin embargo, se establecieron en un lugar llamado la Ciudad de Oro, erigida en las fértiles planicies de Gobi. Porque

La Ciudad de Oro

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fue aquí que el gran líder Mu hizo su aparición en carne y hueso, en los tiempos en que las cinco proyecciones adánicas estaban empezando su experiencia como hijos de los hombres.

Se nos ha dicho que esas tribus reubicadas, que se extendieron desde Indochina hasta Mongolia, eran clanes separados de «cosas» en evolución ahora reunidas por un propósito común. Descritas como «entidades o almas separadas que estaban liberándose» de las asociaciones animales, eran proyecciones «provenientes de las influencias denominadas lémures o lemurianas» que ahora deci-dieron establecerse como sociedad libre y sin clases bajo Mu, su sabio gobernante y legislador, a quien también veneraban como profeta.1

En el curso de su evolución, aunque en un principio tendieron a diferir bastante en cuanto a estatura y apariencia, las tribus unidas bajo Mu y sus primeros sucesores fueron asumiendo gradualmente las características físicas algo uniformes que han llegado a ser comúnmente asociadas con la raza amarilla. Estas incluían, además de la pigmentación distintiva, una cierta redondez del rostro, nariz pequeña, achatada, cabellos negros, y una estatura relativamente baja, comparada con la de las otras razas. Esas facciones típicas, de hecho, las menciona el durmiente Cayce al describir un indochino descendiente de los inmigrantes originales, en el año 9026 a.C.;2 en tanto que Muzuen, hijo y sucesor de Mu, que vivió en el milenio anterior en tiempos de Ra y Hermes, es descrito ¡con casi seis pies [1,80 m] de estatura, ojos azules, cabello dorado oscuro y seis dedos en cada mano!3 Esta última característica hereditaria originalmente pudo haber sido común entre algunos de los lemurianos y más tarde se modificó genéticamente para conformar el modelo adánico de cinco dedos. (La eugenesia, se nos ha dicho, fue de uso común entre los pueblos de la región de Gobi a lo largo del período de formación de la nueva raza).

En los primeros tiempos del prolongado reinado de Mu, la región de Gobi era boscosa e inexplorada. Debemos situar la llegada de Mu

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a esa región en la misma época que la de Adán a Edén, a juzgar por la simultaneidad que Cayce asignó a las cinco proyecciones iniciales del prototipo de carne y hueso ideal, una de las cuales parece haber sido Mu. Pero si los días de Adán se redujeron por su premeditada desobediencia, podemos suponer que el caso de Mu no fue igual. Seguramente Mu se mantuvo un poco más cercano a Dios. De to-dos modos, sus días en la tierra parecen haberse prolongado varios cientos de años después del total de 930 años de Adán.

La base de esta conclusión está en la supuesta fecha del reinado de Muzuen, que empezó en su decimosexto verano, se nos ha dicho, en vísperas de la era de Ra Ta en Egipto. Más adelante, en los últimos tiempos de esa época, fue su destino participar como uno de los dignatarios y eruditos que con Saneid de la India, Yak de los Cárpatos, Ayax de la perdida Atlántida y muchos otros de las diferentes naciones de los hijos de los hombres se reunieron en la ciudad de Bethel en Egipto, para intercambiar conocimientos y escuchar las elevadas enseñanzas directamente de labios de ese gran Maestro de maestros, Hermes, junto con el sumo sacerdote Ra.

Siendo uno de los cinco prototipos de los tiempos de Adán, Mu ya debía haber vivido bastante más de un milenio cuando nació Muzuen, hacia el final de su largo reinado. Para fortuna nuestra, en una encarnación de los tiempos modernos, este antiguo «príncipe de la región de Gobi» consiguió llegar a Edgar Cayce y obtener un número de lecturas de vida que tenían que ver con su antigua vida como Muzuen. Porque a través de esas lecturas4 ahora podemos reconstruir un cuadro bastante preciso y detallado de lo que ha debido ser la vida en esa temprana época evolutiva para una de las cinco ramas del hombre adánico entonces en desarrollo. Todo eso sumado a lo que ya conocemos de la misma era, como existió en Egipto y la Atlántida, nos permite realizar una útil comparación de culturas que evolucionaron por separado y agrega muchas cosas nuevas a los tempranos orígenes del Homo sapiens o sea nosotros mismos, algún tiempo atrás.

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Uno de los secretos del floreciente reinado de Mu sobre una población tan dispersa desde sus inicios, fue el principio de armo-nizar las necesidades del hombre con las leyes de la naturaleza, que enseñó a toda su gente. De hecho, consideró al hombre como administrador de la tierra que lo rodeaba y responsable de mantener su productividad a través de un uso y conservación inteligentes. En consecuencia, el pueblo siempre respetó sus recursos, sin agotarlos jamás por descuido o codicia y sin exponerse a padecer hambrunas por desperdiciarlos. Si se talaba un árbol para obtener madera, muy cerca se sembraba una semilla de su misma especie, se cazaba para curtir el cuero o las pieles para las prendas de vestir invernales, pero nunca al extremo de llevar especies a su extinción y jamás en exceso de las propias necesidades reales, y así era con todo.

Esto explicaría por qué en la región de Gobi los adornos para el cuerpo elaborados con piedras o metales preciosos nunca fueron tan generalizados como en las demás naciones. Pero al mismo tiem-po, cualquier visitante de la afamada «Ciudad de Oro» durante el reinado de Muzuen, maravillado por el esplendor del Templo de Oro, su obra maestra arquitectónica, quedaría atónito ante esa ostentosa excepción de la regla general. Sin duda la explicación está en el hecho de que esta dorada estructura tenía el propósito de honrar y glorificar al Creador y no al hombre. Aún así, obser-vando los principios conservadores que le había inculcado su sabio progenitor, Muzuen había ordenado enchapar las paredes y paneles interiores con pulidas maderas multicolores, para evitar el exceso de oro. (Cayce indicó, por cierto, que este magnífico modelo de arquitectura oriental prehistórica, sepultado hace mucho tiempo por un terremoto o algún otro desastre natural de una era pasada, sigue intacto y cualquier día será descubierto, ¡incluso con ascen-sores eléctricos!).

Muzuen adoptó como moneda del reino el oro, que tantos arroyuelos de alta montaña que regaban las planicies de Gobi de-

bían contener en relativa abundancia, facilitando así su hallazgo. Al principio las monedas se acuñaron en una forma suave, casi cuadrada, con hueco en el centro para que se pudieran ensartar y colgar del cuello o llevar alrededor de la cintura; pero más tarde, cuando Muzuen supo que eran casi idénticas a sus homólogas at-lantes, su diseño se modificó ligeramente y se les agregó un reborde como distintivo. El pago por un día de trabajo, independientemente de la naturaleza de la tarea, edad o sexo del trabajador, era igual para todos: una sola moneda de oro. De esta manera, el precio de cualquier producto tendía a mantenerse al alcance de todos.

La monogamia era la norma del país. Otra norma de estricto cumplimiento, era: «El que no trabaja, no come». Por supuesto, había excepciones, como los muy niños y los muy ancianos o enfermos. Con respecto a estos últimos, sin embargo, la eutanasia era una práctica común, pero de forma muy humanitaria e indolora, y sólo después de tener la certeza de que no había cura posible y tampoco podrían volver a ser miembros útiles de la comunidad.

En cuanto a la filosofía espiritual, se apoyaba en una temprana versión de la Regla Dorada: «Trata a tu prójimo como desees que te trate a ti». En los servicios del templo, no había sacerdotes, como en otros países. Se realizaban a modo de foro abierto, muy similar a la forma de los servicios cuáqueros de nuestros tiempos, en los que cualquier miembro puede expresarse movido por su espíritu meditativo.

La igualdad entre los sexos era otro aspecto admirable de la vida en la región de Gobi. No había impuestos: todos trabajaban, y en verdad era un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Tenían una bodega común, así como un banco común. En resumen, era una forma muy utópica de comunismo.

Pero como todas las utopías, sólo podía sobrevivir en aislamiento. En lo que respecta a defensa, Muzuen era «un pacifista preparado». Un sistema de tambores de alerta y algunos explosivos bien colo-cados, mantenían a raya los posibles enemigos. Fue solo en una era

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mucho más tardía, con la gradual desintegración de la sociedad constituida por Mu y Muzuen, que armar y entrenar guerreros llegó a convertirse en una necesidad porque la intrusión de extranjeros y de ideas foráneas, poco a poco generó divisiones en el país.

El inevitable ciclo de cambio y disolución, también presagio de renovación, había puesto fin a una era para que naciera otra, con su propia serie de lecciones para la humanidad que evolucionaba.

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13UN PALIMPSESTO PERSA

Fue una forma poco usual de empezar una lectura de vida. «Sí», dijo Cayce inconsciente, «el Libro está abierto aquí».1 (Se refería, por supuesto, al registro akásico de la entidad, también llamado el «Libro de los Recuerdos»).

El desarrollo de la lectura, fue como un palimpsesto persa. Un palimpsesto, desde luego, es un antiguo rollo o pergamino del cual se han borrado las primeras palabras escritas para dejar espacio a una transcripción más moderna. Sin embargo, este caso era precisa-mente lo contrario: al registro moderno de los orígenes de Persia lo había reemplazado una versión de los acontecimientos sumamente antigua, por demás desconocida en nuestros libros de historia.

De particular interés en esta lectura, situada en un marco de unos 12 500 años atrás (simultáneamente con la época de Ra Ta en Egipto), fue la aparente conexión del arco de 1448 kilómetros de los montes Cárpatos, en lo que ahora es Europa Oriental y parte de la Unión Soviética, con una Persia prehistórica. Se dijo a la entidad que había sido una princesa en «la experiencia persa o cárpata». Fue en esa época que «la región persa o aria», como la denominó Cayce, se encontraba en sus primitivos inicios como una de las cinco naciones del hombre adánico y sede de la emergente raza blanca. Compuesto, suponemos, por una flexible federación de tribus unidas por intereses comunes, su vasto dominio e influen-cia al parecer llegaron en una época hasta la parte alta de la India, formando el gran imperio indo-ario. (A modo de confirmación,

Un palimpsesto persa

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nuestra fuente nos cuenta en otra lectura aparte que «una parte» de la raza blanca encontró su expresión en la región alta de la India, aunque ese país no fue el sitio original de ninguna de las cinco proyecciones raciales). 2

Si estudiamos un mapa, veremos que la región cárpata no se conecta directamente con el Irán de los tiempos modernos, o Persia, sino más bien con esa región de Asia Menor hoy identificada con el Cáucaso y el oriente de Turquía, que queda entre ambas. Así, si Persia y Carpatia en verdad eran como una sola, también han de-bido abarcar este país medianero. De hecho, se nos recuerda que Ra Ta, descrito en un capítulo anterior como «el primer blanco puro» sobre la tierra, tuvo su origen en la región Caspia y el Cáucaso, y después se unió al pueblo de Ararat, en lo que hoy es el extremo más nororiental de Turquía, todo dentro de los hipotéticos límites de la unificada región aria.

Pero volvamos a nuestro «palimpsesto».En aquellos tiempos, India se conocía como el país de Said,

gobernado por el sabio Saneid. En ese entonces compartía una frontera común con Persia (que, en el cambiante orden de la historia, Irán comparte hoy con Paquistán). Y por esta frontera se habían infiltrado tribus de Said que empezaban a invadir Persia, lo que ocasionó disturbios. Por lo tanto se pidió ayuda a las más potentes fuerzas cárpatas para contener la indeseada invasión. Cuando llegó a este punto, Cayce le dijo a la entidad para la cual era la lectura que ella personalmente había asumido el control de la situación, porque, aun siendo mujer, era una figura de autoridad en la casa reinante. Al principio las cosas fueron mal. Luego, en un extraño giro, la lectura implica que ella encontró un «esposo» entre las tribus invasoras, y así se estableció la paz con Said. Por lógica podríamos suponer que la consecuencia de la unión de estos dos fue factor de la posterior influencia de la emergente raza blanca en una parte de la India, así como del establecimiento de la más bien corta e históricamente oscura unificación indo-aria. En todo caso, los descendientes del

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matrimonio de la entidad estuvieron entre «los primeros de pura raza blanca del país cárpata», se le dijo a ella. (Al parecer la feliz pareja había regresado a la región nativa de la joven esposa, y no a la de su esposo). Más adelante, la monárquica entidad y es de suponer que también su esposo, estuvieron entre los invitados del viaje a Egipto para recibir directamente las enseñanzas de la Ley del Uno, porque esto fue en tiempos de Ra y Hermes. A su regreso, después de un tiempo de servicio en el Templo Precioso, se convirtieron en emisarios para otros países. Allí, tal como los voluntarios del Cuerpo de Paz ahora, ambos pusieron su elevada sabiduría al servicio de esos hijos de los hombres en evolución que todavía se encontraban en las más bajas etapas de desarrollo y oportunidad.

El término «ario»: ¿Cuál es su origen? ¿Qué significa?Si recurrimos a nuestra fuente psíquica, es fácil encontrar las

respuestas. Primero, debemos recordar que el período de los se-gundos movimientos sísmicos en Atlántida, hace unos treinta mil años, redujo sus cinco grandes islas a sólo tres: Poseidia, Aryan y Og. Fue una alarmante catástrofe que desató la primera ola de evacuaciones, mucho antes del cataclismo final. En ese tiempo algunos se marcharon a los Pirineos, otros colonizaron el suroeste de Norteamérica, y otros más (nativos de Og, sería la deducción lógica) establecieron una colonias de ese nombre en lo que hoy es Perú. Lo más probable es que un grupo similar que huyó de Aryan al Asia Menor haya formado el núcleo de lo que se convertiría en un nuevo estado con el viejo nombre de «Aryan». (Es muy posible que «Irán» sea una corrupción del término original,«Aryan»). En cuanto al significado de la palabra, la opinión de los filólogos está dividida; un grupo sostiene que tiene claras relaciones etnológicas con la raza blanca (queriendo decir, desde el limitado punto de vista de algunos, la indo-germánica) y otro grupo insiste en que «ario» es simplemente un término para todo el cuerpo de idiomas más comúnmente conocidos como indoeuropeos, cuyos hablantes

Un palimpsesto persa

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se deberían llamar «arios», sean indios, persas, griegos, germanos, celtas, o lo que sea. El principal proponente de este último grupo del siglo diecinueve fue el respetado Max Mueller, quien con-vincentemente hizo notar a racistas voceros del otro grupo, que incluso los más oscuros de los indios representan una etapa más temprana del habla y el pensamiento ario. El suyo era un punto contundente, pero no una respuesta total. Lo que Mueller no tenía forma de saber, claro, y bien podría haber rechazado de todos modos, aunque ciertamente eso habría tendido a reafirmar una parte de su argumento, fue la revelación psíquica de Cayce acerca de los pueblos arios «originales» que, como los atlantes, no fueron blancos ni negros, sino la temprana raza roja en las etapas de su formación. En todo caso, a la luz de los datos de Cayce, los derechos teutónicos a la pura sangre aria parecerían menos válidos que los de otros candidatos más factibles, y si tomamos en cuenta las casi incesantes migraciones que han tenido lugar en todo el mundo desde los tiempos prehistóricos hasta los actuales, posiblemente ya no queden líneas «puras» de descendencia…

Por último, un aspecto útil de la investigación de Mueller fue la revelación de claras conexiones indo-arias, corroborando así indirectamente a nuestra fuente psíquica en esa materia. Él sacó a la luz el poco conocido hecho de que «ario» se usaba como gentilicio no sólo en Persia (el avéstico airya, o el persa antiguo ariya) sino también en la India (donde el término en sánscrito era arya).3

¡Bravo, Herr Mueller! La filología puede no ser santo de nuestra devoción, pero de todas maneras le estamos muy agradecidos.

Con la terminación de la Gran Pirámide, en el año 10390 a.C., el ciclo egipcio de Ra llegó a su fin. Su misión, bien hecha. En lo que al parecer fue un abandono consciente de la carne, se nos ha dicho que el anciano sumo sacerdote «subió a la montaña y de allí se lo llevaron».14 La siguiente etapa del desarrollo en curso de su alma trajo la entidad que conocemos como Edgar Cayce de

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nuevo al plano terrenal en la antigua Persia, donde encarnó como el gobernante nómada Uhjltd (se pronuncia Iu-ult). Se cree que su aparición ocurrió en el año 8058 a.C.5

Su historia personal en esa encarnación, aunque plena de dra-matismo y grandes logros, no requiere demasiados detalles aquí. La narraré en forma muy breve. Desde un punto de vista evolutivo, de fundamental importancia para esta narrativa, lo mejor será con-centrarnos en su famosa progenie. Porque el nómada Uhjltd, que llegó a ser rey de todo el país ario, fue también el padre de Zend. Y fue Zend quien entregó a los hijos de los hombres la primera filosofía religiosa completa, plasmada en el Zend-Avesta. Es más, el insigne hijo de Zend fue el primero de los Zoroastros. ¿Y el propio Zend? Nuestra fuente nos informa que él fue nada menos que otra encarnación posterior de Adán, o Enoc-Hermes.6

Curiosamente, se dice que en el linaje de Uhjltd hubo sangre egipcia e india, además de aquella de su nativa Persia. Su papel histórico y evolutivo, después de poner fin al represivo reinado de Creso II en Persia, fue el de establecer su propio gobierno progresista en Is-Shlan-doen, llamada la «ciudad de las colinas y llanuras». La cual llegó a ser conocida en todas partes no solo como gran capital comercial abierta a todos, sino como centro de aprendizaje espiritual. El propio Uhjltd alcanzó fama personal como sanador, maestro y profeta, en tanto que su joven hijo Zend, apenas poco más que un niño, mostraba fuertes inclinaciones religiosas y poderes espirituales. Pero en la cúspide de su reinado, Uhjltd fue traicionado y asesinado, e Is-Shlan-doen saqueada por infiltrados griegos que se habían hecho pasar por amigos. Arrebatados de las manos de la muerte por leales seguidores, Zend y el segundo hijo de Uhjltd fueron llevados a distintos lugares más seguros del país, en los que con el tiempo cada uno de ellos ocupó una posición de liderazgo y poder, aunque de naturaleza y propósitos muy diferentes. Tal vez fue en esta época de la historia de Persia, cuando desgarrado por luchas intestinas mientras las facciones enfrentadas se dividían el

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poder entre ellas, el antiguo imperio indo-ario se empezó a des-moronar hasta desintegrarse. Es muy probable que para esa época Carpatia, así como la región del Cáucaso, se hubieran replegado cada cual dentro de sus propios límites, y que India también cerrara sus fronteras, dejando a los persas abandonados a su suerte.

Si consultamos una enciclopedia, descubriremos que los tér-minos «Avesta» y «Zend» son ambos oscuros; y una oscuridad similar rodea la autenticidad histórica de Zoroastro.7 Él vivió, sí. Pero nadie parece saber cuándo.

Es más, dado que no existe registro histórico alguno de una entidad llamada Zend, algunos investigadores suponen que el tér-mino Zend simplemente se refiere al antiguo lenguaje en el cual está escrito el Avesta, aunque hay quienes discuten esto y tienen sus propias teorías. En todo caso, el Zend-Avesta es importante hoy por ser el único documento que queda, aunque incompleto, de la religión que enseñara el Zoroastro original, porque se ha sabido hasta de seis Zoroastros diferentes en un lapso de varios milenios. Es más, encontramos esta pluralidad respaldada por las propias lecturas de Cayce, de las cuales la 507-1 se refiere a «el primer Zoroastro», en tanto que en la lectura 1219-1 hay una referencia a «los primeros de los Zoroastros» (en plural). Si buscamos ayuda en fuentes griegas, sólo conseguimos confundirnos más. Her-modoro y Hermipo de Esmirna sitúan al Zoroastro original 5000 años antes de la guerra de Troya, que de por sí no tiene una fecha precisa. Janto sugiere una fecha 6000 años antes de Jerjes, mientras Eudoxus y Aristóteles dicen que el gran mago apareció 6000 años antes de la muerte de Platón. Agatías, sin embargo, concluye con perfecta verdad que no es posible determinar con certeza alguna cuándo vivió y legisló Zoroastro, sino tan solo que él fue. (Eso dice el historiador griego Plutarco).

De cualquier manera, todas esas distintas fechas griegas pare-cen validar la antigüedad del primero, y original, Zoroastro. Una

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fecha tentativa, basada en los datos de Cayce, sería alrededor del año 7950 a.C.

Lo que queda del Zend-Avesta es una colección de simples fragmentos. Está compuesta por cinco pequeños libros, o partes, de los cincuenta o más atribuidos a la colección original de escritu-ras sagradas, de la que se decía que Alejandro Magno la destruyó cuando invadió Irán y ordenó quemar el palacio y los archivos de Persépolis.

En el primer libro, el Yasna, tenemos los himnos de Zoroastro. El segundo, el Visperad, es un trabajo litúrgico menor. El libro más importante, para acercarse a entender las enseñanzas de Zoroastro (y, al mismo tiempo, la enseñanzas de Zend, podría suponerse), es el tercer texto, llamado Vendidad. Sus primeras páginas contienen el códice sacerdotal, que comprende elaboradas ceremonias de purificación y expiación. Luego sigue con un recuento dualista de la creación, que recuerda al Génesis (aunque la Biblia, claro, todavía no había aparecido). Su tema principal es la guerra contra Satanás y la nefanda concupiscencia. El cuarto libro, los Yashts, contiene cantos de alabanza y cierra con un profético presentimiento del fin del mundo. Por último, el quinto libro, conocido como Khor-dah Avesta o «Pequeño Avesta», contiene una colección de breves plegarias.

Zoroastro, como fundador de la doctrina de los magos, ense-ñaba un dualismo que es solo temporal, destinado a terminar en el tiempo cuando el Espíritu del Mal, representado por el oscuro hermano gemelo Ahrimán, sea vencido por su homólogo Ormuz, el Buen Espíritu, cuyo símbolo es la luz. Guarda cierto parecido con el tema fundamental de la mayoría de las principales religiones del mundo, hasta las enseñanzas del Cristo.

Hasta hace muy poco, entre arqueólogos e historiadores predominó la opinión de que la cultura sumeria de 5000 años de antigüedad, en lo que hoy es Irak, representaba los más tempranos

Un palimpsesto persa

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inicios de nuestra civilización moderna. Sin embargo, a lo largo de las páginas de este libro, hemos venido señalando una y otra vez la evidencia de raíces mucho más antiguas.

Ahora es la propia ciencia, sin embargo, la que finalmente se ha tropezado con la espectacular evidencia de una gran cultura urbana que existió unos 5000 años antes de la civilización sumeria. Que, en otras palabras le dobla la edad al datar del año 8000 a.C. En un capítulo anterior ya había aludido a ese impresionante descu-brimiento (publicado ampliamente por primera vez en 1985) pero merece una mención más detallada aquí. Estas ruinas de diez mil años desenterradas en Cayonu, en lo que ahora es el sur de Turquía, ofrecen el asombroso testimonio de una avanzada civilización que no solo fue contemporánea del gran imperio indo-ario de los tiempos de Uhjtltd, sino probablemente parte del mismo. En suma, lo que se desenterró en Cayonu se puede considerar típico de civilizadas comunidades de toda la región aria en esos tiempos. Situada cerca de la cabecera del río Eufrates, Cayonu es el emplazamiento de una antigua ciudad de cierta importancia y evidente prosperidad. Allí se encuentran los magníficos restos de docenas de casas de piedra rectangulares, algunas con pisos en terrazo y decorativas pilastras, que nos traen a la memoria la muy posterior arquitectura de los inicios de Grecia, y tal vez por una buena razón: recordarnos que la influencia griega, aunque de un tipo menos deseable, existió en Is-Shlan-doen y demostró ser la perdición de Uhjltd...

A propósito, la investigación arqueológica en curso en las exca-vaciones de Cayonu, es un proyecto bajo el control conjunto de la Sección de Prehistoria de la Universidad de Estambul y el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago. Esto resulta intrigante, voy a explicar por qué. En 1936, en una de sus lecturas psíquicas, Edgar Cayce se refirió a «investigaciones en el actual país persa». Y pidió al destinatario de la lectura, quien solicitaba más información, «buscarla a través de la Universidad de Chicago».8 (¡Y cincuenta años más tarde, este autor siguió la misma dirección para saber

acerca de Cayonu!).Es concebible que algún día en el futuro, si es posible restablecer

pacíficamente las relaciones con Irán, otras investigaciones en el país persa puedan descubrir los propios huesos de Cayce en una cueva no lejos de Shushtar, cerca de la frontera iraquí. ¡Porque se dice que es allí donde fueron sepultados los restos del asesinado Uhjltd, su antiguo ser… además de que también yace con toda la pompa y ceremonia debida a un jefe de estado, ¡en su encarnación como Asapha, en algún lugar del Valle de las Tumbas!

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14AYER EN YUCATÁN

¿Literatura vanguardista? ¿Lunáticos desvaríos?El lenguaje es un tanto extravagante. Sin duda, no el que se

esperaría de alguien capacitado por su profesión para ser objetivo. No obstante, son las palabras de un escritor científico de algún renombre, cuya especialidad es la arqueología popular.1 Receloso de cualquiera cuyo terreno de investigación tenga elementos en común con el suyo así como francamente hostil si el modo de investigación del otro no satisface su definición de legitimidad, desafortunadamente no es muy distinto a muchos otros profesio-nales de la arqueología y la antropología. En este caso particular, ha arremetido verbalmente contra todo el que divulgue la descabellada idea de que los sobrevivientes de legendarios continentes hundidos, como la Atlántida o Lemuria, de alguna manera participaron en el antiguo poblamiento de América.

Aunque quizás nos deberíamos dar por bien reprendidos. Si no fuera porque el crítico en cuestión sin querer atempera su ataque al aludir, un poco más adelante, a «académicas peleas a gritos» resultantes de la competencia entre hipótesis de científicos rivales. Pues bien, si los científicos sostienen puntos de vista tan divergentes sobre el origen poblacional de América, ¿pueden acaso esperar una respetuosa y exclusiva atención por parte nuestra? Esta admitida falta de unanimidad entre aquellos que cavan y tamizan la tierra en busca de su única prueba, haciendo caso omiso de los abundantes recursos disponibles en el mito y la leyenda que podrían ayudarlos,

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por no mencionar la orientación psíquica, da bastante qué pensar y resulta instructiva. Saquemos provecho de todo esto. Nos forta-lece frente a otros ataques de sectores tan pendencieros. Al mismo tiempo, debe inspirarnos para continuar imperturbables nuestra muy fructífera investigación a nivel mítico y psíquico.

Entonces, sigamos. Retomemos nuestra familiar ruta al ayer en Yucatán.

«Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio, todo inmóvil, quieto, y vacía la inmensidad del cielo […]. Entonces vino la Palabra».

Así empieza el Popol Vuh, uno de los pocos escritos que quedan de los antiguos mayas. Es una obra cuya antigüedad se desconoce.

La cosmología maya nos habla de otros mundos antes del actual, cada uno de ellos destruido por el agua. Los del primer mundo, dicen ellos, construyeron las grandes ciudades destruidas. Sin embargo, con ese mundo acabó un diluvio universal, conocido como el haiyococab o «agua sobre la tierra». Al segundo mundo, habitado por un pueblo llamado dzolob u «ofensores», le puso fin el segundo diluvio. (¿Ofensores de quién?, nos preguntamos. ¿Tal vez de los dioses? Y si así fuera, ¿en qué forma?). Luego vino el tercer mundo. Ocupado por los propios mayas, finalmente también fue devastado por el agua, en un diluvio menor denominado la «in-mersión». Eso al parecer llevó al abandono de los sitios existentes y a un nuevo comienzo en algún otro lugar, reubicaciones que son fuente de continua intriga para los arqueólogos, quienes al parecer ignoran las leyendas locales. Después de este tercer diluvio, dice la historia, el mundo actual de los mayas fue habitado por una mezcla de pueblos de toda la región mesoamericana. Pero igual que a los otros, creen ellos, también a este mundo finalmente lo destruirá un diluvio.2

La arqueología maya apenas está llegando a su mayoría de edad. Los conquistadores españoles llegaron por primera vez a Yucatán en la década de 1530, con el explorador Montejo, y sin demora se

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dedicaron a eliminar en vez de preservar todos los registros de cul-tura e historia mayas. Solo hasta 1839, unos trescientos años más tarde, los viajes de John L. Stephens y Frederic Catherwood a esta zona, despertaron por primera vez el interés público en este sitio tan largamente ignorado. Incluso entonces, los estudios arqueológicos avanzaron lentamente y revelaron muy poco porque nadie podía descifrar los jeroglíficos que quedaban en muchos de los templos en ruinas, único rastro fidedigno, se creía, de los originales cons-tructores de estos intrincados complejos de pirámides y palacios misteriosamente abandonados en alguna fecha desconocida, y por alguna razón desconocida, a la lenta voracidad de la selva.

Luego, en la década de 1970, llegaron Floyd Lounsbury y Linda Schele, dos estadounidenses expertos en claves que habían logrado descifrar muchas de las inscripciones. Ambos trabajan aún en una compleja serie de 620 jeroglíficos (la más larga de la cultura maya) del Templo de las Inscripciones. Pero en los jeroglíficos que descifró en el Templo de la Cruz, Lounsbury encontró una fecha interesante: el templo, dice la inscripción, fue dedicado al hijo del Señor Pacal exactamente el mismo día del nacimiento de una ancestral figura materna, 1 359 540 días (3724 años) antes. Se determinó que el Señor Pacal fue un gobernante maya de Palenque, en el siglo siete. Su abandonado palacio se encuentra en las húmedas selvas tropi-cales de la península de Yucatán, en lo que es hoy el estado mexi-cano de Chiapas. Desde su torre, en una época los antiguos mayas estudiaron las estrellas, ya que al parecer fueron muy versados en astronomía. Las construcciones religiosas de Palenque son tres templos-pirámides similares, de los cuales el más conocido es el Templo del Sol. Construido según parece sobre el emplazamiento de un antiguo templo del mismo nombre, práctica ocasional entre los mayas quizás por razones rituales, en las lecturas de Edgar Cayce el original aparece relacionado con los primeros colonizadores atlantes en el país de Yucatán (entonces llamado Yuk), liderados por Iltar, de la cámara de Atlan en la isla de Poseidia.

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Allí la fecha de llegada de Iltar es el año 10600 a.C., tal vez casi todo un milenio antes del «diluvio universal» que la cosmología maya dice destrozó el «primer mundo», el mundo de los que cons-truyeron «las grandes ciudades destruidas». Tal como este autor lo interpreta, esto no se refiere a las relativamente intactas estructuras actuales, sino a las ruinas solo parcialmente reveladas que aún yacen bajo ellas. La pirámide original que alberga los registros de la Atlántida, erigida por Iltar en Yucatán, de hecho es sinónimo de ese primer Templo del Sol, o Templo de la Luz, como también se le denominaba. Se nos dice que tal como la Gran Pirámide en Egipto y la largamente hundida Pirámide de los Registros abandonada en Poseidia, fue construida por «fuerzas elevadoras de gases que gradualmente se vienen usando en la civilización actual» así como por las actividades espirituales de aquellos familiarizados con «la Fuente de la cual proviene todo poder».3

El templo construido por Iltar, nos aseguran, se levantará de nuevo. Entonces serán revelados los registros que contiene. Se nos dice que esto tendrá lugar cuando se acerque el tiempo «en que ocurrirán los cambios», en una referencia casi segura al cambio polar vaticinado para finales del siglo veinte y los movimientos sísmicos que lo acompañarán cuando la corteza terrestre se desplace una vez más.

Sin duda fue debido a similares movimientos sísmicos de la tierra, generados por el último cambio polar que puso fin a la edad glacial y trajo el gran diluvio, que el infortunado templo quedó se-pultado inicialmente con el resto de la cultura atlante trasplantada a la península de Yucatán y anterior a los mayas. De hecho, toda la topografía de Mesoamérica se alteró notablemente: asumió las características que ahora conocemos y pasó de un clima templado a uno subtropical.

Entretanto, en algún momento durante los siglos que pasaron entre los tiempos de Iltar y la llegada del diluvio, Poseidia se hun-dió en el mar seguida por Aryan, y se supone que solo quedó la

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isla de Og, que sería destruida por el cataclismo provocado por el cambio polar que afectó todo el planeta. Nuestra fuente nos dice que Yucatán había tenido una considerable afluencia de atlantes tanto de Poseidia como de Aryan; y aunque se mencionan sobre-vivientes de Lemuria que habrían atravesado desde lo que ahora es Baja California, así como desde Indochina, para entrar a Yucatán junto con aquellos del Og colonial, o Perú, poco se habla de una población «nativa». Por consiguiente, resulta lógico concluir que para la llegada de Iltar, Yucatán debía ser un país relativamente despoblado, o tal vez escasamente habitado por tribus errantes de primitivos cazadores y recolectores que más tarde se convirtieron en una población agrícola cuyos integrantes fueron producto de una «mezcla». De sus entrañas surgieron los tempranos mayas del período preclásico. No hay certeza de que también hubieran integrado a los olmecas a su cultura y líneas de sangre, pero Cayce habla de una segura infusión de sangre hebrea ocurrida alrededor del año 3000 a.C., que correspondería a un remanente de las tribus perdidas que cruzaron desde Asia huyendo de la dominación persa. Sin embargo, trajeron consigo un atroz legado de los cananeos: los sacrificios de sangre.

Una acotación: con tantas colonias atlantes diseminadas por el devastado planeta, incluidas las de Yucatán y otros lugares de América, no resulta difícil comprender por qué no revivió jamás la que en un tiempo fuera una cultura floreciente. Enfrentada a cons-tantes penurias, simplemente no debió tener oportunidad. Además, en lo concerniente al área de transporte y comunicaciones globales, preludio necesario de fundamentales trabajos de reconstrucción, el hundimiento de Poseidia había privado a los atlantes de la Piedra de Fuego, que era su central eléctrica. Este cristal acumulador de energía suministraba la fuerza propulsora para su fuerza aérea y naval, así como el elemento energético de su vasta red de comu-nicaciones. Sin duda, en las décadas o siglos que pasaron entre el hundimiento de Poseidia y la desaparición de lo que quedaba de la

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Atlántida, hubo una rápida puesta en operación de una flota aérea y naval improvisada para la cual se utilizaron mecanismos de pro-pulsión mucho menos sofisticados, que habían sido abandonados tiempo atrás. Pero también estos debieron volverse inútiles para los emigrantes atlantes reubicados en zonas primitivas en las que no era fácil conseguir gases u otros combustibles. Es posible que durante algún tiempo hayan podido surtirse del combustible que hubieran logrado almacenar, pero esos recursos también se agotaron. (Esto surgió en una lectura de Cayce para un antiguo aviador y navegante atlante, quien después del éxodo se dedicó a explorar las zonas de Yucatán y Perú, e incluso de Norteamérica, que los desplazados atlantes ya estaban poblando o aquellas a las que con el tiempo, podrían decidir llegar a pie por rutas terrestres).4

De hecho, en el período posterior al cambio polar que trajo grandes alteraciones de la tierra en Mesoamérica y un flujo de lemurianos reubicados y grupos tribales desplazados de sus cam-pamentos de la Costa Oeste, un grupo de atlantes descendientes del pueblo de Iltar decidieron emigrar al norte, quizá confiando en la información suministrada muchas décadas atrás por ese explorador aéreo atlante. Ellos serían los antepasados de los norteamericanos constructores de montículos.

En cuanto a los lemurianos que los desplazaron de Yucatán, construyeron otros templos y adoraron otros dioses. ¿Serían ellos los «ofensores», cuyos actos acabaron con el segundo diluvio? Si fue así, a ellos los seguirían los mayas... y después las «mezclas».

Ahora encaramos un misterio.En la década de 1930, uno de los grandes cultivadores de

banano en Centroamérica envió un grupo de reconocimiento a buscar nuevas zonas apropiadas para plantar en el interior de Costa Rica. Lo que encontraron, al abrirse paso entre la espesa maraña de lianas, fue un pequeño claro en el cual una piedra enorme, lisa y perfectamente redonda, de unos 180 centímetros de diámetro, descansaba como una ofrenda sobre una plataforma ligeramente

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elevada. La plataforma propiamente dicha estaba empedrada con aplanados guijarros de río. Buscando un poco más, los perplejos integrantes del equipo hallaron otras muchas de las curiosas esferas de piedra, unas grandes, otras pequeñas, pero todas increíblemente lisas y redondas, que como la primera descansaban sobre bases que parecían altares. Cavaron bajo ellas pensando que señalaban tumbas pero no encontraron absolutamente nada. Sin embargo, cerca de allí, expertos arqueólogos convocados al lugar encontraron fragmentos de cerámica burda cuya edad estimaron en cientos de años. En forma incongruente se supuso, por simple asociación geográfica, que los artesanos de la cerámica burda de épocas relativamente recientes debían ser los mismos autores de las increíblemente perfectas y pulidas esferas de piedra. (¡Algo así como suponer que la basura de una excursión de tiempos modernos hallada al pie de la Esfinge podría ser un medio aceptable para establecer la datación de ese venerable objeto o identificar sus constructores!).

Por otro lado, nuestra fuente psíquica no deja dudas en cuanto al antiguo origen o propósito de las esferas. (Ese no es el misterio que encaramos, pronto nos ocuparemos de él). Sabemos, claro, que las piedras se usaron al principio en las primeras ceremonias religiosas atlantes para contactar las «fuentes de luz» a través de su influencia magnética. Más adelante se adaptaron para un uso más prosaico relacionado con la propulsión de naves aéreas y de superficie impulsadas por la energía del cristal. Por último grandes cantidades de esferas fueron transportadas a Mesoamérica, al parecer por atlantes en fuga, entre ellos Iltar, antes del desastre de su imperio insular. Hechas de un pulido granito, material que con-tiene elementos cristalinos, Cayce había explicado que los iniciados atlantes «escuchaban los oráculos que se trasmitían a través de las piedras, los cristales, preparados para comunicaciones por lo que hoy conocemos como la radio».5 (Para quien vivió la década de 1930 y recuerda el auge de las ventas de aparatos de radio operados con cristales, esa referencia particular de Cayce debe evocar algo

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familiar. Pero los oyentes atlantes sintonizaban una «onda» muy diferente, por así decirlo, a frecuencias mucho más altas de las que cualquier radio de la tierra podría procesar...).

Ahora sí nos vamos al anunciado misterio. En pocas palabras, ¿cuándo, y por qué, los atlantes decidieron retirar las esferas de Yucatán y transportarlas al interior de Costa Rica? Aunque en ninguna de las lecturas de Cayce se menciona la Costa Rica de nuestros tiempos, debemos concluir que un número considerable de atlantes, en un segundo traslado que probablemente coincidió con el cambio polar y los trastornos posteriores, decidió reubicarse en esa dirección al sur occidente en lugar de seguir la ruta al norte como otros atlantes. Al parecer, llevaron consigo un buen número de las esferas de piedra más que todo por razones religiosas. Esto se deduce de las bases parecidas a altares sobre las cuales fueron encontradas por sus descubridores del siglo veinte. También se han encontrado unos cuantos objetos similares en Guatemala y México. Entretanto, una esfera grande hallada en el sitio costarricense ya mencionado se encuentra ahora en exhibición permanente en el patio del Museo Nacional en San José, Costa Rica.6

Algunos arqueólogos, a falta de evidencia que pruebe lo con-trario, han tratado de situar el período llamado «formativo temprano» de la civilización maya dentro de un marco de tiempo del año 2500 a.C. al 300 A.D., durante el cual ellos creen se practicó un estilo de vida de cacería y cosecha. Estiman que en últimas una existencia aldeana establecida se dio solo después del año 300 A.D. Se cree que esta fecha marca el principio de la época de mayores logros culturales, por lo que se ha designado como el «período clásico». Casi no necesitamos mencionar que esta secuencia de fechas ignora por completo una cultura mucho más temprana, en tiempos de las ocupaciones de la Atlántida y Lemuria respectivamente, de logros mucho más notables, todavía por desenterrar.

No obstante, cerca de allí, en la costera Belice, las exploraciones realizadas por un aventurero arqueólogo llamado Richard S. Mac-

Neish han revelado la existencia de sitios que prueban que en la península de Yucatán se estableció una civilización desde el año 9000 a.C., en un período no muy posterior al diluvio universal.

Es el primer fragmento de evidencia aparecido en Yucatán, que corrobora nuestra fuente psíquica. Con el tiempo, creemos, podemos esperar más.

Con respecto a su cultura de tardío florecimiento, los mayas sin duda deben mucho a los atlantes. No solo las destrezas arqui-tectónicas reflejadas en templos y palacios del llamado período clásico de los mayas, también su impresionante conocimiento de numeración y astronomía, así como sus exquisitamente labrados jeroglíficos que apenas ahora se están descifrando, dan fe de una influencia heredada de la Atlántida. Lo que sea que más tarde los mayas hubieran podido adquirir culturalmente de otros grupos ocupantes como lemurianos, toltecas y olmecas, los errantes cana-neos con su culto a Baal o las ocasionales e independientes bandas invasoras de aztecas, difícilmente habría igualado el impacto inicial causado por los altamente civilizados atlantes sobre un pueblo primitivo y aislado.

A su llegada a Yucatán, dijo Cayce, la mayoría de los pioneros de la Atlántida eran varones, no sólo los del grupo de Iltar, sino las sucesivas olas de tempranas llegadas que vinieron a preparar el camino para los que serían evacuados después. En consecuencia, ellos buscaron compañeras femeninas entre la población nativa relativamente atrasada. Para demostrar el impacto que esta infusión de sangre tuvo sobre la evolución de los mayas, podemos recurrir a una lectura que Cayce dio a una mujer que había estado «entre los primeros en nacer de esa combinación». Al alcanzar la madurez, ella se convirtió en sacerdotisa y «contribuyó al uso de símbolos y signos... aprendiendo de las actividades en los cielos y también del crecimiento de la vegetación».7

Fue así, con toda probabilidad, que se introdujo la primera religión a los antepasados de los mayas, mucho antes de la corrup-

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tora influencia lemuriana o la de los posteriores olmecas y toltecas; y ciertamente muchos milenios antes de que los españoles y la cristiandad entraran en escena con su paradójica mezcla de saqueo y piedad...

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15DE LOS PIRINEOS AL PERÚ

Tengo al frente una fotografía publicitaria de Hugh Lynn Cayce en 1970, en actitud contemplativa. No es de extrañar que el hijo del difunto psíquico Edgar Cayce estuviera sumido en profundas re-flexiones. Porque en los últimos minutos, había estado observando en silencio un objeto absolutamente improbable que ahora reposaba en una mesa a su derecha.

El objeto era un cráneo en tamaño natural de puro cristal de roca, traído de Honduras Británica [ahora Belice] por el explorador británico Frederick A. Mitchell-Hedges. Antigua obra maestra, cada detalle del cráneo estaba esculpido tan exquisitamente, sin rastros de herramientas de tipo conocido alguno, que sería prácti-camente imposible reproducirlo hoy. Su creación sugiere una forma desconocida de arte láser u otra técnica exótica.

Ajeno a la cámara en ese momento, Hugh Lynn bien ha podido estar sopesando la probabilidad de que el objeto fuera de origen atlante.

Sería lógico preguntar: «¿Por qué atlante?». Respondo con igual lógica. En la década de 1930, en una serie de lecturas sobre la Atlán-tida, el señor Cayce dijo que las pruebas de esa civilización perdida se podían encontrar «por una parte en los Pirineos y Marruecos, y por otra en Honduras Británica, Yucatán y Norteamérica».1

Esta es pues, una obra de arte en cristal proveniente de Hondu-ras Británica, de otra manera inexplicable, que parecía cumplir al menos una parte de esa profecía. Es más, su edad aproximada —cal-

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culada en unos doce mil años por los científicos de los laboratorios Hewlitt-Packard que lo examinaron— coincide misteriosamente con las fechas que tanto Platón como Cayce han dado para los últimos días de la legendaria Atlántida. Sin duda los atlantes, como nadie lo ha hecho antes o después de ellos, han demostrado de muchas maneras su magnífico dominio de los cristales.

En Yucatán, por otra parte, podemos buscar nuestra evidencia en el futuro resurgir del original «Templo del Sol» de Iltar, con sus sepultados registros del auge y caída de la Atlántida. En otros lugares de América, aparte de las esferas de piedra en Costa Rica, al norte tenemos los misteriosos constructores de montículos y otros, y al sur los incas y los ohums. A medida que avanzamos en nuestro viaje, analizaremos todas estas posibles conexiones con la Atlántida. En cuanto a Marruecos, sospechamos que allí también haya pruebas largamente ocultas de la gran migración atlante, esperando ser descubiertas en los poco explorados Montes Atlas (aunque nuestra fuente psíquica no nos dejó pistas que seguir). Pero en el caso de los Pirineos, bien podría ser la propia gente o sea los actuales vas-cos, enigmática y endogámica población de orgullosos pastores y pescadores de costumbres únicas e incomprensible idioma, quienes constituyan la «evidencia» atlante que buscamos.

Entretanto, una rápida regresión sobre ese cráneo de cristal. Si no se ha hecho aún, para bien de la investigación psíquica, sería deseable que se consiguiera un psicometrista capacitado para examinar este antiguo tesoro y tratar de desentrañar los secretos de su origen, propósito e historia. (¡La fascinante historia de ese cráneo, y tantas manos por las que habrá pasado, sin duda darían para escribir un libro!).

En realidad, el primer éxodo de atlantes a otras tierras ocurrió desde el año 28000 a.C., después del segundo movimiento sísmico. Inicialmente se establecieron colonias en lo que hoy es Perú, entonces

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conocido como Og por los colonizadores atlantes (algunos de los cuales debían provenir de la isla atlante de ese nombre), y también en las montañas de los Pirineos que hoy constituyen la escarpada frontera entre España y Francia.2

A lo largo de los milenios transcurridos antes de los últimos movimientos sísmicos, hay evidencia en las lecturas, aunque no en el registro arqueológico actual, de que otros aguerridos pioneros de la Atlántida viajaron por aire a las altas planicies del hoy suroeste norteamericano. Allí probablemente encontraron lemurianos que venían de la dirección opuesta. De hecho, como su vasto continente del Pacífico había empezado a experimentar alarmantes erupciones volcánicas, incluso anteriores a las de la Atlántida, parece que los lemurianos evacuados llegaron a muchas regiones costeras de América, en especial a la zona de baja California y un poco más al sur, abriéndose paso gradualmente hasta el interior. Con toda probabilidad, ellos formaron las primeras poblaciones humanas en donde llegaron, una raza cobriza de mezclas en evolución, vástagos homínidos de dioses caídos mucho tiempo atrás.

Hasta hace muy poco, la fecha más antigua de ocupación humana del Nuevo Mundo científicamente aceptada eran los 11 500 años de edad del sitio «Clovis», así llamado por la ciudad del estado de Nuevo México [EE.UU.] donde una excavación de tiempos modernos en la que se hallaron artefactos de pedernal, da fe de una población de cazadores homínidos en una época que se cree coincide con el final de la edad glacial. Sin embargo, no son solo otros hallazgos de pedernal los que han corrido hasta unos 14 000 años atrás la fecha norteamericana más temprana conocida, sino que fragmentos de carbón vegetal hallados en una obra de arte garabateada sobre la pared de una cueva del nordeste brasileño la han situado en unos 17 000 años, según la respetada publicación británica Nature; mien-tras otros hallazgos que aún se están descubriendo sugieren que los humanos posiblemente habitaron el continente suramericano unos 32 000 años atrás.3

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Muy interesante, por decir lo menos, y sigue la línea de nuestra fuente psíquica. Aunque en realidad, según los registros de Cayce, los primeros inmigrantes atlantes habrían descendido de los cie-los peruanos no hace más de 30 000 años. Cualquier otra llegada anterior, si cruzaron por tierra hasta Brasil o permanecieron en las zonas costeras, es de suponer que se habría originado en Lemuria y no en la Atlántida.

En cuanto a ese pedernal Clovis del continente norteamericano, Science News ha reportado otro apasionante hallazgo (o, más bien, una serie de hallazgos) en su número de abril 23 de 1988. En un huerto de manzanas cerca de Wenatchee, Washington, apareció una colección intacta de puntas de lanza maravillosamente ejecutadas, más o menos de la misma antigüedad del pedernal Clovis, unos 11 500 años. ¿Artefactos abandonados por antiguos cazadores mon-goles en su migración al sur? Eso dicen los arqueólogos. Pero igual podría marcar el traslado al norte de colonizadores lemurianos o atlantes que venían del suroeste en busca de nuevos cotos de caza a medida que la capa de hielo retrocedía.

Por el momento, volvamos a los vascos.Sin embargo, para entender a los vascos tal vez necesitemos

saber algo de los mucho más tardíos cartagineses. Originalmente fenicios y establecidos en el siglo 9 a.C. en la costa norte de África donde hoy es Túnez, con el tiempo fundaron un imperio que cubrió buena parte del noroeste de África, España, Cerdeña, Córcega y la mitad occidental de Sicilia. Pueblo semítico, los fenicios que se establecieron en Cartago, o la «Ciudad Nueva», podían seguir sus raíces ancestrales hasta Tiro y Sidón básicamente, y su líder original fue Dido, una hija del rey de Tiro. No obstante, a través de muchos matrimonios mixtos con libios de piel oscura, los cartagineses gra-dualmente se convirtieron en un pueblo «mezcla». Fue su famoso líder Aníbal, en el siglo 3 a.C., el que emprendió la campaña para entrar a Hispania probablemente en busca de cobre y plata en los

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Pirineos. Allí encontraron una fiera resistencia de los valientes vascos, aparentes descendientes de los originales atlantes, pero muy escasos en número. La mayoría de los hombres sobrevivientes que no consiguieron huir a las montañas, probablemente fueron vendidos como esclavos, como era la costumbre cartaginesa. Pero los vascos, pueblo independiente y profundamente religioso, de alguna manera rescataron su patrimonio y sobrevivieron, sin duda con alguna indeseada infusión de sangre extranjera por parte de los conquistadores cartagineses, cuya estancia por fortuna fue limitada. De hecho, ningún recién llegado había decidido quedarse mucho con los pirineos, ni en sus duras y aisladas aldeas de montaña ni en las sencillas chozas costeras que sus pescadores habitaban apartados de los demás.

Si toda esta historia moderna luce como una desviación in-necesaria, pronto se verá su relevancia cuando retomemos el hilo de nuestra historia.

Las lecturas sugieren que a los emigrantes originales tanto al país peruano, Og, como a los Pirineos, en el año 28000 a.C., no solo los habría motivado la preocupación de su seguridad personal después del segundo período de movimientos sísmicos. Igual importancia revestía la urgencia de comenzar vidas más pacíficas para ellos mismos en un lugar separado de la creciente degeneración de la sociedad atlante, a la cual consideraban responsable de los desastres y destrucción de la tierra.

En el Perú, los colonizadores fundaron el pacífico imperio de los ohums, un nombre tribal probablemente derivado del nombre de la familia atlante que los gobernaba. Por otra parte, es posible que el nombre significara «Dios», puesto que encontramos una extraña referencia de Dios hecha por Cayce como «el Padre, el Espíritu, el Ohm».4 (De igual modo, los sucesores de los ohums fueron los incas; o incals, sinónimo atlante para Dios, así como para el sol, según Phylos).

Se nos ha dicho que fueron los ohums, en su doble deseo de

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una existencia aislada y también segura, quienes «construyeron las murallas de un lado a otro de las montañas en este período»,5 monolíticas barreras de piedra y ladrillo, de unos 450 centímetros de altura y de espesor, con una longitud de más de 80 kilómetros, que hasta hoy mantienen perplejos a los investigadores.

Entretanto, volviendo de nuevo a los vascos, es posible que para su defensa los atlantes que huyeron a los Pirineos hayan confiado en las barreras naturales constituidas por las escarpadas montañas que los rodeaban. Se trataba de una defensa que probablemente resultó eficaz hasta los tiempos de la brutal campaña de Aníbal en Hispania, muchos milenios más tarde. Hasta entonces, había permitido que los habitantes desarrollaran un estilo de vida propio, enraizado en la religión y sus actividades pastoriles, sin tolerar interferencia externa alguna. En 1938, durante la Guerra Civil española, aviones alemanes de la Legión de los Cóndores de Hitler trataron en vano de acabar con la independencia de los vascos con el terrible bombardeo de la ciudad de Guernica, descarnado horror y brutalidad captados para remorder la conciencia de toda la humanidad en el famoso mural de Pablo Picasso que lleva ese nombre.

Este prolongado patrimonio de fiero «separatismo» que siempre ha caracterizado a los vascos puede explicar la razón por la cual, en varias de las lecturas de Cayce referentes a posteriores incursiones en la región de los Pirineos por parte de atlantes que escapaban de los movimientos sísmicos finales, muy pocos por no decir ninguno de los grupos o individuos parecen haber permanecido allí por mu-cho tiempo. En cambio, al parecer ese aislado puesto de avanzada atlante fue considerado más que todo como punto de paso a Egipto y otras tierras seguras.6

El origen de los vascos y su idioma aún es un desconcertante misterio para eruditos conocedores del tema. Algunos especulan que ambos provienen del Cáucaso, pero no existen pruebas fehacientes de ello. De hecho el idioma de los vascos, que ellos denominan euskara, no tiene afinidad aparente con otras lenguas europeas. Y

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aunque han adoptado la fe católica, los vascos siempre han man-tenido su independencia de la dominación eclesiástica, tanto en el nombramiento de sus sacerdotes como en la programación de sus festividades religiosas.

De los atlantes de la última de las evacuaciones, Cayce se refirió a uno llamado Armath, quien «permaneció en la zona de los Piri-neos». Al parecer, como miembro de la comunidad sacerdotal de la Ley del Uno, él ayudó a restablecer las casi olvidadas verdades y principios de las enseñanzas atlantes originales. Ayudó mucho. Pero se nos informa que, finalmente «hordas provenientes del continente africano trajeron la destrucción a estos pueblos».7

¿Aludía Cayce a la invasión de las tropas de Aníbal en el siglo 3 antes de Cristo? Podría suponerse que así sea. En todo caso, no tenemos registro, psíquico o de cualquier otra clase, de una intrusión anterior proveniente del continente africano.

Por último, no podemos pasar por alto la aparente equivocación en una de las lecturas de Cayce, en la que se refiere a los pirineos como «los cartagineses como se les conoció más tarde, o los cárpa-tos».8 Sin embargo no hay confusión histórica en cuanto al origen fenicio de los cartagineses (que por supuesto no tienen nada que ver con los cárpatos), ni parece probable que la naturaleza guerrera de los aventureros cartagineses hubiera encontrado tan atrayente el estilo de vida pastoril de los nativos pirineos como para adoptar una residencia permanente… ¿Qué fue entonces, lo que el señor Cayce realmente quiso decir? Nunca lo sabremos, claro. Pero es de esperar que esta narrativa haya logrado reconstruir con precisión razonable el interesante mosaico de referencias de Cayce a los Pirineos y sus orgullosos habitantes en su evolución altamente individualista.

El gobierno peruano de los ohums, en sus últimos tiempos, se extendía al norte en lo que ahora es Ecuador, y al sur hasta la fron-tera de Chile, donde «se dividieron las profundidades y las tierras desaparecieron y reaparecieron».9

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Esto fue por la época del diluvio universal, cuando el destino de la Atlántida ya no era muy afortunado: su desaparición fue total e irreparable. (De hecho, mucho antes del diluvio había desaparecido casi toda bajo el mar).

En cuanto al destino de los ohums, nuestra información psíquica sugiere una división del gobierno entre dos fuerzas más poderosas que surgieron.

Primero, sabemos de un sobreviviente masculino en el con-vulsionado sector al sur del país. Fue «cuando la gente huía de las aguas de las zonas sumergidas en la parte sur de lo que ahora es el Perú, cuando la tierra se dividió, y la gente empezó a habitarla de nuevo. La entidad se hallaba entre los que lograron alcanzar las tierras más altas, y entonces bajo el nombre de Omrui». Destinado a una posición de liderazgo en el cambiante orden de las cosas, se nos dice que su nombre fue cambiado a Mosases. Nombre que debe haber significado «líder», o su equivalente, «porque la entidad se convirtió en el gobernante y guía o patriarca de esa era...».10

Mientras tanto, entre los atlantes que habían huido al país de Og, o Perú, en la época de los últimos movimientos sísmicos, estaba una destacada aristócrata de Poseidia, tal vez partidaria de la Ley del Uno. En la lectura de vida de esa encarnación, se le informó que ella «partió al que más tarde se conoció como el [país del] Inca».11 Luego, en una sorpresiva conexión personal con el nombre «Inca», se le dijo: «Porque en ese entonces la entidad estaba en la línea de la casa Inca». Lo que se puede inferir de esa afirmación es que los incas originales fueron los integrantes de una casa real atlante —tal vez venerados como dioses, lo que explicaría la equivalencia de «Sol/Dios» e «Inca/Incal» ya mencionada—, que finalmente derrocó a los más débiles ohums. De hecho, confirmando las raíces atlantes del nuevo linaje real del país, la lectura de la mujer agregó que ella se convirtió en «la madre de un inca» en el país peruano.

En un buen número de lecturas tocantes a ese período, se dieron indicaciones del doble gobierno que parecía estar surgiendo, por lo

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menos inicialmente. Aquí van unas cuantas. En una, nos enteramos de que «los ohums venían siendo asediados por la gente del país de Poseidia» durante la época de los últimos movimientos sísmicos, y de que la entidad en cuestión «entonces gobernaba y fue derrocada».12 Encontramos otra lectura más para alguien emparentada con aquella gobernante que «fue destronada debido a circunstancias originadas en el país atlante», y que alcanzó ella misma una posición de poder «a través del destronamiento de ese rey».13 ¿Acaso los atlantes antes de establecer abiertamente la casa Inca como poder gobernante trabajaron con los pueblos locales para establecer un gobierno provisional? Ese parecería haber sido el caso. Es una conclusión reforzada por una lectura que al parecer alude a ese «gobernante y guía» del sur, llamado Mosases. La lectura en realidad se dio para una persona que había sido escriba del último gobernante de los ohums, pero en la región del sur, donde se describe a los ohums como «pueblos sin inclinaciones guerreras, sometidos por pueblos provenientes del lugar con muchas aguas en el país del sur», región que posiblemente se llamó Oz u On.14 (En todo caso, además del nombre dominante, Og, encontramos esos dos nombres tribales en relación con el país peruano de aquellos tiempos).

Cualquiera que en un principio fuera su papel en el gobierno, hay pocas dudas de que los atlantes, al parecer integrados por grupos opuestos de los hijos de la Ley del Uno y los hijos de Belial, tuvie-ron un papel preponderante en todos los acontecimientos futuros. Esto, como siempre, fue para bien y para mal. Es probable que la población local, aunque descendiente en su mayoría de antiguos atlantes de una era mucho más temprana, en el milenio anterior hubiera degenerado en una sociedad relativamente primitiva, afectada por un medioambiente mucho más hostil y otros factores. Pero se nos dice que entonces los atlantes empezaron a instruirlos en temas como procedimientos rituales, adoración del sol y las fuerzas solares y lamentablemente, «incluso sobre la ofrenda de sacrificios humanos».15 Esta sangrienta obsesión, como sabemos, más adelante

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222 • La Historia del Alma

se arraigaría en forma aterradora hasta alcanzar incontrolables proporciones. No sólo la practicaban los incas, también los mayas y más tarde, en el más espantoso de todos los excesos, los aztecas en el Valle de México, donde en el siglo dieciséis los conquistadores españoles liderados por Cortés pusieron fin a la atroz matanza con su propia y espeluznante forma de carnicería. Ya era tiempo de que Quetzalcóatl, el dios representado por la serpiente emplumada, fuera reemplazado por el Dios cristiano.

Hoy la piel cobriza de los actuales descendientes de los incas en las alturas de los Andes, o los típicos mayas que aún subsisten en Yucatán, y esas caras asombrosamente aztecas que de vez en cuando se alcanzan a ver en las calles de Ciudad de México, es quizá lo más cerca que uno pueda llegar a conocer físicamente un atlante. De altos pómulos, largas y aquilinas narices, oscuros ojos almendrados y lustrosos cabellos negros, su porte es por naturaleza altivo y digno.

Perú es el asiento de dos de las más antiguas maravillas y mis-terios del mundo. Uno localizado a gran altura en los Andes, cerca de Cusco; el otro más próximo a la costa, cerca de Nazca, sobre una plana meseta sin vegetación en uno de los más secos parajes desérticos de toda la tierra. Lo que preservó de la destrucción al primer emplazamiento, fue lo absolutamente remoto e inaccesible del lugar, en tanto que el segundo se ha salvado de la erosión del tiempo por una relativa ausencia de lluvia que se cree ha persistido durante casi diez mil años.

La fabulosa ciudadela inca de Machu Picchu, perdida para el mundo hasta que en 1911 fue redescubierta por Hiram Bingham, de la Universidad de Yale, es una ciudad amurallada de edificios y templos de blanco granito, construida donde comienza la ladera de una montaña de los Andes a 2100 metros de altura, a la cual se sube por unas empinadas escaleras que se abren paso entre las imponentes piedras. Cuándo fue construida, o por qué fue aban-donada, siguen siendo hasta hoy preguntas sin respuesta. Para eru-

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ditos y científicos por igual resulta particularmente desconcertante cómo es que los incas, de quienes se supone estaban tan atrasados tecnológicamente que no tenían rueda ni bestias para ayudarse, se las arreglaron para construir estas magníficas murallas y edificios. Los enormes bloques de granito fueron tallados con gran destreza e ingeniosamente unidos por ángulos que encajan de tal forma que ni siquiera la hoja de una navaja se puede insertar entre sus junturas sin argamasa. La explicación, por supuesto, es que Machu Picchu tuvo que ser construida con una tecnología altamente sofisticada, es decir la de los atlantes. Ninguna otra civilización de esa era, o de la nuestra, podría haberlo hecho. Esa es la inevitable verdad del asunto.

Fue necesaria una tecnología que no sólo conociera muy bien el principio del rayo láser para cortar la piedra más dura como si fuera mantequilla, sino que también estuviera en capacidad de transportar enormes pesos (como en la Atlántida primero, y después en Egipto y Yucatán) aplicando métodos de antigravedad aún desconocidos para nosotros, pero a la sazón tan comunes para los atlantes como el ágil recorrer del sol sobre sus cabezas. Ah, sí, ¡ese sol! Objeto de perpetua adoración. Aquí en Og, como antiguamente en la Atlán-tida, piedra angular de su vida y religión. Y es así como en Machu Picchu no sólo se encontraba la familiar Torre del Sol, sino tam-bién el excepcional y exquisitamente esculpido Intihuatana, pétreo observatorio sagrado tallado en una sola formación rocosa, desde donde los incas señalaron solsticios, equinoccios y movimientos lunares. Pero su marcador vertical también servía de «poste de enganche» para atar al errante sol y garantizar su regreso. (Entre los pueblos nativos se conocía al sol como «Inti», más que como «Incal», su superpuesto nombre atlante. De ahí el «Intihuatana», o atadura del sol).

En cuanto a esa antigua maravilla de la desértica meseta cerca de Nazca, es de un tipo muy diferente, pero igualmente imponente.

Al observador que desde el aire ve líneas perfectamente derechas

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y gigantescas formas artísticas extraídas de la naturaleza, trazadas al remover toneladas de oscura pizarra de la superficie para dejar al descubierto la clara tierra de la meseta en los diseños deseados, al principio podría parecerle una especie de «libro de astronomía» antiguo. Hay quienes sostienen eso, y a lo mejor así fue. Pero mi idea es otra. Para empezar, las líneas parecen haber sido superpuestas, y un cierto número de ellas va a dar intencionalmente a las montañas como marcando la línea del horizonte. De hecho, si se mira un mapa, parece que señalaran a cualquier aviador alerta precisamente en dirección a Machu Picchu, justo ahí delante. ¿Fue este, entonces, el propósito de esas gigantescas líneas y símbolos, marcadores aéreos que sólo un piloto informado podría interpretar y usar correcta-mente? Es una especulación lógica. Dos figuras en forma de flecha en el extremo norte de la meseta refuerzan mi teoría.

Luego, hay otra cosa. Se ha señalado que las anchas líneas dere-chas no debieron usarse para despegues y aterrizajes, pues habrían quedado innumerables huellas en el blando suelo de la meseta (y no hay ni una). De todas maneras, la mayoría de esos «expertos» que se han dedicado al problema están de acuerdo en que algún tipo de orientación aérea tuvo que haberse usado para trazar las líneas meticulosamente derechas y los enormes símbolos estilizados, al-gunos de ellos tan grandes como dos canchas de fútbol americano [220 m]. Al mismo tiempo, se ha observado que al final de algunas de las líneas derechas hay unos «huecos quemados». La hipótesis, por consiguiente, es que los primitivos indios nazcas, de quienes se cree fueron artífices de esta antigua obra maestra, navegaron por los aires en globos de aire caliente de ingenioso diseño, para supervisar los trabajos en tierra. (Semejante archihipótesis solo se puede recibir con una sonrisa indulgente. A veces los científicos son como niños: a falta de respuestas, no dudan en recurrir al ridículo para explicar lo sublime. ¿Agrimensores que vuelan en globos contra el viento? o ¿que siguen un curso rectilíneo en el vacío? ¡Por supuesto!).

Enfoquémoslo en forma más racional. Racional, al menos, desde

la perspectiva de cualquier persona dispuesta a aceptar la premisa de que los fenómenos invisibles o inexplicables no necesariamente son inexistentes por esa razón.

Volvamos a nuestra fuente psíquica. Allí leemos acerca de «la visita de aquellos de las esferas externas», en el período del gran éxodo atlante a otros países, incluida la región de Og.16 En cuanto al tipo de aeronave utilizada por los propios atlantes (por lo menos antes de la pérdida de la Piedra de Fuego o fuente de energía), se nos dice que «las aeronaves de ese período eran como las que Ezequiel describió de una fecha muy posterior».17 Para localizar la descripción, sólo hay que abrir el primer capítulo del Libro de Ezequiel y leer acerca de los encendidos «aros» o «ruedas», no muy distintos de los numerosos ovnis avistados en el siglo veinte, sean realidad o ficción. Dice el profeta, después de una visitación desde el cielo: «Cuando los seres vivientes se levantaban del suelo, también se levantaban las ruedas. Las ruedas se elevaban juntamente con ellos».

Por último, en otra lectura hay una enigmática referencia a «aquellos que habían venido de visita desde otros mundos o planetas» durante la experiencia de los últimos tiempos mayas en Yucatán, poco antes de la llegada de los españoles a principios del siglo dieciséis.18 Algo curioso. Pues por una extraña coincidencia, el eminente psicólogo suizo C. G. Jung, escribe acerca de extraños objetos aéreos avistados en gran número unas pocas décadas más tarde en ese mismo siglo, en los cielos de Basilea y Nuremberg.19 (A ese respecto, parece haber sido un siglo muy parecido al veinte, con avistamientos cíclicos de los llamados «platillos voladores» aflorando por todo el planeta a intervalos específicos cada tantas décadas, tal vez en respuesta a las ventanas de entrada del campo magnético de la tierra).

Pero bueno, mi intención con toda esta información especu-lativa no es proponer que los visitantes aéreos que pueden haber usado las líneas y símbolos pictóricos del desierto de Nazca para guiarlos al oculto santuario inca de Machu Picchu en las alturas

226 • La Historia del Alma

de los Andes fueran extraterrestres. No. Más bien opto por una explicación atlante del asunto. Mi punto es simplemente que las naves aéreas utilizadas por los atlantes, si Cayce tenía razón acerca de ellos, eran asombrosamente similares en apariencia y tal vez en el tipo de vuelo, a los objetos volantes no identificados reportados con tanta frecuencia en las noticias mundiales, pasadas y presentes. «Ruedas» volantes, al parecer. Inquietantes vehículos extraños que se comportan como si no pesaran, son capaces de una súbita sus-pensión en el espacio o de la más rápida aceleración y también de aterrizar o despegar verticalmente, según el testimonio de aquellos que afirman haberlos visto ejecutar esas operaciones. Además, los lugares donde se dice se han posado, aún momentáneamente, según cuentan quedan marcados después con parches circulares de tierra chamuscada que emiten prolongadas señales radiactivas.

¿Cierto o falso? No formulo afirmaciones aquí. Pero uno sí tiende a recordar aquellos curiosos «huecos quemados» en las arenas de Nazca, donde terminan las líneas derechas. Todo lo cual nos deja en el aire, bastante literalmente. Nada de trabajadores de base en tierra, que retiraran las piedras. Todo operado por patrones de vuelo computarizados de arriba, levantando y retirando los escombros en rápidas y meticulosas franjas. Fuerzas de antigravedad, ya ven. Los atlantes lo sabían todo acerca de esas cosas. O, por lo menos eso nos dice nuestra fuente psíquica. Y lo encontramos más creíble a él en estos asuntos que a los perplejos y dudosos forjadores de la opinión científica, con sus desacertadas hipótesis...

¡Que tomen en cuenta la sabiduría psíquica antes de echar a volar sus globos de aire caliente!

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16DE ABRAHAM AL CRISTO

Nuestro largo viaje nos ha traído ahora a los pies de Abraham.Se nos dice que Abraham significa «llamado».1 Por consiguiente

su papel es simbólico. En la evolución en curso de la humanidad, podemos considerar al antiguo patriarca una «figura paterna» universal que trasciende cualquier connotación racial o religiosa en particular.

Acudamos a él para una metáfora.Se podría decir que la evolución del hombre adánico, hasta la

época de Abraham, ha comprendido etapas embrionarias o rudi-mentarias del desarrollo, comparables a las del crecimiento físico de un niño. Sin embargo, ese período de Abraham al Cristo marcó el gradual desarrollo del cuerpo mental. «Porque lo que nos lleva al Cristo es la mente», dijo el durmiente Cayce. «Y el desarrollo de la mente puede ser aquel indicado de Abraham al Cristo».2

La promesa del Señor a Abraham fue que su semilla (refiriéndose a todos los llamados) se multiplicaría y sería tan innumerable como las estrellas. Pero los llamados no siempre responden a la primera llamada. La etapa en que ahora se encuentra la humanidad en su continua evolución, pues, se puede comparar con lo espiritual. Es la era del buscador, en la medida que el alma responde a su Creador. Hoy, dijo Cayce, todos aquellos que buscan ese despertar interior a su ser verdadero son herederos espirituales de Abraham, y su nombre colectivo es Israel.3 No constituyen una sola raza y tampoco una nación específica. Ni siquiera están confinados a este planeta.

De Abraham al Cristo

228 • La Historia del Alma

Porque en verdad ellos son tan innumerables como las estrellas.El viaje del alma termina donde comenzó, en el cuerpo de

Dios. Ya no hay misterio alguno en las palabras del Maestro que permanecen suspendidas en el Eterno Ahora: «Antes de que Abra-ham naciera, Yo soy».

El llamado le llegó a Abraham en Ur.4

Ur de los caldeos, como se le conocería en una época más tardía, estaba situada «al otro lado del Diluvio». Ciudad magnífica y próspera ya en tiempos de Adán, su estratégica ubicación en el fértil delta del gran río Eufrates cerca de la entrada del Golfo Pérsico reafirmaba su destino como gran eje de intercambio comercial de todo el mundo antiguo. Bajo el reinado de reyes sumerios, alcanzaría la cúspide de su fama y poderío. Fue una época personificada por el imponente zigurat, santuario erigido por el gobernante Ur-Nammu en honor del dios de la luna. Porque los sumerios rendían culto a muchos dioses extraños. Sin embargo, hoy la torre escalonada no es más que un montón de escombros sobre las ardientes arenas. Reposa en medio de otras ruinas de una ciudad desaparecida y una cultura olvidada. También desaparecieron todas las legendarias riquezas de Ur y sus muchos dioses, así como sus afamados hechiceros y adivinos; todo quedó atrás cuando el impredecible río alteró su curso y los sembrados no volvieron a crecer en ese lugar.

A la madre de Abraham, como sabemos, la trajeron cautiva a Ur desde el país que ahora conocemos como India. Mujer de gran inteligencia y talento, con el tiempo llegó a ser lo que Cayce denominó «la verdadera empresaria» de ese grupo que más tarde se conocería como los caldeos.5 Es de suponer que ella hizo todo lo que pudo por convencer al tonto de su hijo de que no abandonara la seguridad y obvias oportunidades que tenía a mano para irse en busca de una desconocida «tierra prometida».

En cuanto al padre de Abraham, Téraj, era fabricante de ídolos. Una pintoresca leyenda árabe, narrada por C. G. Jung, atribuye a Téraj un doble talento: se le consideraba un maestro artesano que podía

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«sacar una lanza de cualquier trozo de madera», lo que en la usanza árabe también significaba «progenitor de excelentes hijos».6

La búsqueda de Dios le salía de adentro a Abraham. Es de suponer que no era un ideal que ninguno de sus padres, que rendían culto a otros dioses, le hubiera inculcado.

Entretanto, ¿qué hay de aquel llamado del Señor a Abraham? Porque el mensaje del Señor había sido muy claro: «Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré».7 ¿Pero acaso el llamado se originó en el interior del corazón de Abra-ham como resultado de su fuerte anhelo espiritual? ¿O ese anhelo solo creó una condición de receptividad psíquica, y el llamado en sí vino de fuera?

Lo último, según nuestra fuente psíquica.De hecho, el llamado provino de otra ciudad llamada Ur,

equivalente espiritual de la mundana Ur de los caldeos, donde residía Abraham. Esta otra Ur, según lo interpreto, era Ur de Salén, o «Uru-salim», como fue llamada originalmente la ciudad de Je-rusalén.8 Para entonces un reino aparte. Su gobernante, supuesto autor del llamado psíquico que dentro de su sintonía espiritual escuchó Abraham, no era otro que aquella prefiguración del Cristo, el rey-sacerdote Melquisedec.

Al decirnos que el llamado provino de Ur, Cayce identifica a Ur como «un país, un lugar, una ciudad», desde donde la entidad que hoy conocemos por Jesús (y que entonces se encontraba en la tierra como Melquisedec) era «capaz de impulsar o guiar esos pensamientos en aquel período o experiencia».9

Al nombrar las encarnaciones más importantes del Cristo a lo largo de la historia del mundo, Cayce confirmó la antiguamente es-tablecida tradición apócrifa al enumerar a Adán, Enoc, Melquisedec y Jesús; también agregó Zend, José, Josué, Asaph y Jesúa.10 De las treinta o más vidas terrenales atribuidas al Cristo, vale la pena ob-servar que de las anteriores nueve, a todas menos una (Zend) se les puede seguir el rastro en la Biblia, mientras las cinco últimas,

De Abraham al Cristo

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incluido Jesús, siguen el linaje de Abraham. Esto tendría que darnos una idea de la enorme importancia del papel de Abraham, no sólo en la evolución de las religiones judaica, cristiana e islámica, sino en el desarrollo personal del alma de Aquel que en un principio vino como Amilius y asumió Él mismo la experiencia en carne y hueso. Esto creó la necesidad de trabajar por Su propia salvación, así como por la nuestra. Alcanzar ese objetivo requería de un plan divino. Y Abraham cabía en ese plan.

Basados en lo que las lecturas de Edgar Cayce revelan sobre la naturaleza repetitiva de las relaciones del alma de una encarnación a la próxima, y las estadías planetarias entre una y otra aparición terrenal como medio de preparar el alma para la siguiente fase de su desarrollo, podríamos atrevernos a sacar algunas conclusiones tentativas en esta coyuntura. Jesús, por ejemplo, parecía conocer por anticipado los «antecedentes espirituales» de cada uno de los doce discípulos escogidos (incluido Judas, quien lo traicionó), quizás como resultado de previas asociaciones en la tierra así como de un plan preestablecido que se originó en la zona intermedia entre encarnaciones. De igual forma, ¿acaso el Señor en su papel ante-rior como Melquisedec escogió a Abraham a raíz de una relación previamente probada en la tierra y en cumplimiento de un plan estructurado a «nivel de alma» que precedió la venida terrenal de cada uno? Tal como parece que los doce gravitaron naturalmente hacia Jesús o se vieron a sí mismos aparecer como por casualidad en Su camino cuando su misión terrena entró en la fatídica etapa del plan divino que llevaría a su crucifixión y resurrección. Así también Abraham se encontró inevitablemente atraído a entrar en contacto físico con Melquisedec como por un arreglo previo. Abraham además, parece haber reconocido al Señor de inmediato. De hecho, Abraham le rindió pleitesía en su primer encuentro en el valle de Save [valle del Rey], después de su victoria en la batalla de los reyes, y Melquisedec le impartió la bendición.

No hay encuentros casuales, nos dice Cayce. Sin embargo, la

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prueba crucial está en la naturaleza de nuestras propias y libres decisiones cuando se dan las oportunidades, como en el caso de Abraham, cuyas acciones a menudo fueron en contra de la voluntad de Dios. No obstante, el Señor fue paciente con él todo el tiempo, al parecer porque conocía el corazón de Abraham lo suficientemente bien para confiar en un resultado favorable.

¿Y cómo se relacionaba el plan del Señor con Abraham? Esta antigua y probada alma fundaría una nueva nación, cuya fe y principios estarían basados en las más altas enseñanzas que se dice Melquisedec impartió a Abraham, en la que fue la Cábala11 original, una versión esotérica de la Ley del Uno. Al mantener la fe viva a través de las vicisitudes y periódicos deslices, así como un linaje puro de conformidad con las leyes dadas por innumerables generaciones, los descendientes de Abraham proveyeron los canales necesarios de una a otra para que muchos grandes reyes y profetas ingresaran al plano terrenal en cumplimiento del plan divino. Esto aseguró la salvación de la humanidad, para llevar por último a la venida del Rey de reyes.

En tiempos de Abraham, el Verbo habitaba en Melquisedec. El nombre Melqui-Sedec, significa «Rey de Justicia» y, por supuesto, el reino de Melquisedec era Ur de Salén (precursora de Jerusalén). «Ur», del hebreo aur que significa «fuego» o «luz», en tanto que «Salén» se traduce como «Paz». Lo apropiado del simbolismo en todos los tiempos requiere poco énfasis, como no sea para agregar que el futuro «Príncipe de Paz» de hecho fue completamente pre-figurado en el rey-sacerdote Melquisedec.

En todas sus encarnaciones, desde el «primer Adán» hasta «el último Adán», Jesús fue una personificación de la Conciencia del Cristo universal, que llevó la Palabra de Dios al hombre. Pero en Melquisedec —«sin padre ni madre ni genealogía; no tiene comienzo ni fin, pero a semejanza del Hijo de Dios»12— se dio el primer perfeccionamiento del ser inferior cuando se fusionó y

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se volvió uno con el Ser Superior. Por esa razón, sin duda, Cayce se refirió a «Melquisedec en la perfección».13 Desde un punto de vista lógico, no parecería haber necesidad de que Él se sometiera a ninguna otra encarnación por su propio bien, siguió volviendo solo por nosotros.

Aunque se le ha descrito como un hombre de carne y hueso, Melquisedec, cuyos días no habían tenido principio ni fin su vida, obviamente trascendía las limitaciones humanas. Si intentáramos definir su estado único, tendríamos que describirlo como un ser tetradimensional que vivió por fuera de las restricciones físicas de tiempo y espacio. Esto explicaría fácilmente sus varias apariciones ante Abraham, como salido de la nada, igual que en aquel pasaje del Génesis que describe el altar que Abraham construyó en Canaán para el Señor, «que se le apareció».14 (¿En qué forma? ¿Y desde dónde?).

Todo lo cual nos lleva, por una interesante e inesperada co-nexión, al Libro de Job.

La mayoría de los eruditos bíblicos consideran el Libro de Job solo una alegoría, de autor aún desconocido. Cayce disipa la ignorancia común sobre ambos puntos: Job vivió, nos asegura.15 Su período en la historia no está bien definido, «antes de que Moisés existiera». Antes de Moisés, pero algunas generaciones después de Abraham, como quedará demostrado muy pronto. Sin embargo, la verdadera sorpresa es saber quién fue el autor de la historia de tentación y perseverancia de Job ante la adversidad. Dijo el durmiente Cayce: «¡Melquisedec escribió [el Libro de] Job!».16

Sin embargo, si reflexionamos un poco, esa revelación no debería sorprendernos. ¿Porque quién sino un testigo de primera mano del hecho, o mejor, quién sino el propio protagonista espiritual, me permito sugerir, podría haber escrito ese relato profundamente conmovedor del conflicto entre el Señor y Satanás en una contienda por el alma de un hombre a la vez real y simbólico? Una alegoría,

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por supuesto, en un sentido. Pero también más que una alegoría. Porque la historia de Job fue cierta.

No podemos hablar de los tiempos de Melquisedec, que fue alguien «sin comienzo ni fin». Pero podemos hablar de los tiempos de Job. Job moraba en el país de Uz, al este de Palestina. Uz fue hijo de Aram, uno de los hijos de Sem, hijo de Noé, y este fue al parecer el país en el que Uz se estableció con sus parientes después del dilu-vio universal. Eran buenas tierras de pastoreo, aunque bordeaban el desierto, y bandas de sabeos y caldeos que merodeaban por allí, de vez en cuando lo atravesaban y saqueaban la región. También fue aquí en el país de Uz donde vivió la pecadora «hija de Edom», como se denominó a la descendencia de Esaú.

El tiempo de Job se podría establecer, entonces, al analizar estas y otras trampas genealógicas de la historia, quizás colocadas ahí por Melquisedec como pistas para ser corroboradas. Los antiguos amigos de Job eran Bildad el suhita, Zofar el naamatita y Elifaz el temanita. También estaba Eliú, hijo de Baraquel el buzita, de la familia de Ram. Ram fue el segundo hijo de Jezrón, nacido del hijo de Tamar, Fares, hijo de la extraña unión de Judá con su nuera. Esto sitúa a Ram cinco generaciones después de Abraham, y probablemente en un lapso de unos cien o más años después de la muerte del patriarca. En forma similar, los temanitas se pueden seguir hasta el mismo período general de la historia hebrea, porque Tema fue el noveno hijo de Ismael, nacido de Abraham y la egipcia Agar, catorce años antes de que Sara en su vejez concibiera a Isaac.

De los naamatitas no tenemos registros, aunque en realidad debieron ser los naamanitas, familia descendiente de Naamán, nie-to de Benjamín, último hijo de Israel. Llegamos por último a los registros de Bildad el suhita, pero de su tribu no se sabe nada con certeza, salvo que estaba localizada cerca de Uz y tal vez procedía de Asiria.

Es así como, con base en estos datos genealógicos cuidadosa-mente recojidos, hemos podido establecer con razonable precisión

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los tiempos de Job.En cuanto al papel de Melquisedec como autor y protagonista,

hay un factor extraño y tendremos que resolverlo. No será tan difícil. Primero, el lector habrá notado que los tiempos de Job se situaron en un marco de tiempo de cinco generaciones después de Abra-ham, cuyo mentor espiritual fue el mismo de Job: a saber, aquella encarnación del Señor identificada como Melquisedec. Esto, de por sí, no plantea problema alguno en tiempo o espacio: sin duda un ser especial como Melquisedec, de quien se ha dicho no tenía «ni comienzo ni fin», habría podido aparecer tan fácilmente en tiempos de Abraham como en los de Job, uno o dos siglos más tarde. Sin embargo, surge una paradoja de tipo más complicado. Porque, si Cayce estaba en lo cierto, una de las encarnaciones del Señor entre «el primer Adán» y el «último Adán», fue José, el bienamado hijo de Jacob (o «Israel», como fue rebautizado). La aparición en carne y hueso de José, bisnieto de Abraham, precedió a la de Job. ¿Cómo entonces, en su papel como Melquisedec pudo el Señor reingresar, por así decirlo, después de su papel provisional en carne y hueso como José, para estar presente en los difíciles tiempos de Job? Pero recordemos: Melquisedec fue «creado a imagen del Hijo de Dios», con una conciencia tetradimensional que trascendía tiempo y espacio. Por eso fue tan fácil para Melquisedec entrar al tiempo-conciencia de Job así como aparecer en el tiempo-conciencia de Abraham.

El relato de las tribulaciones de Job también es el relato de su victoria.

«Si un hombre muere», pregunta Job, «¿vivirá de nuevo?». Y habla simbólicamente de un árbol: «Porque con un árbol está la esperanza de que, si se tala, retoñará de nuevo y su tierna rama no se acabará».

En cierto sentido, Job vive para siempre. Está inmortalizado en la Palabra imperecedera de Melquisedec. Pero más que eso, sus

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terrenales encuentros y conversaciones con el Señor (que en alguna ocasión se le apareció «de un torbellino»), no sólo reconfortaron y fortalecieron a Job en sus penurias sino que le trajeron lecciones de vida eterna. Y si un hombre vive, podríamos reformular la pregunta de Job, ¿morirá de nuevo alguna vez?

El Job mortal falleció a su tiempo, por supuesto, como lo hare-mos todos nosotros. Pero como alma iluminada, la experiencia de la muerte tendría que haber sido una transición esclarecedora.

Entretanto, aquí tenemos un concepto novedoso. Es posible que en un principio sobresalte la mente, aunque su lógica es impecable, pero después de la debida reflexión, la posibilidad de su realidad aumenta cada vez más. Planteémonos la posibilidad de que Job haya sido una reencarnación de Abraham; y que Melquisedec, en su preocupación y amor por este elegido servidor del Señor, se hubiera movilizado a través de tiempo y espacio para estar a mano cuando el patriarca regresara a la tierra para recoger lo que había sembrado, como debe hacerlo cada alma. En esta forma, Melquisedec podría trabarse en combate personal con Satanás en la tierra y prestar directa asistencia espiritual a Job a través de las duras pruebas que habría de soportar como remanente kármico de sus deficiencias como Abraham. (Porque Job, se nos ha dicho, nació hombre perfecto, y no fue como Job que él pecó).

Como Abraham, el patriarca tenía una gran responsabilidad. Sin embargo, no sólo hizo peligrar su sagrada misión en varias ocasiones por su desobediencia y vacilación, sino que mostró im-paciencia con el Señor cuando pensó que el cumplimiento de sus promesas era demasiado lento.

La paciencia, como sabe todo lector del relato, es el meollo de la historia de Job. Eso, y la constancia. Al final, no sólo le fue devuelta a Job su salud, sino que todo aquello que él había dado por «perdido» le fue devuelto en abundancia, de tal manera que los últimos tiempos de Job fueron mejores que los primeros.

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Ahora volvemos a nuestra fuente psíquica y su libro favorito, la Biblia, para cerrar este capítulo de nuestro viaje con unas breves percepciones y observaciones. Tienen que ver con las varias encar-naciones del Cristo entre su mística aparición como Melquisedec y su entrada triunfal como humilde nazareno.

Primero, veamos a José.Vendido como esclavo por sus propios hermanos, mas tarde

aprovechó su alta posición en la corte del Faraón no para descargar su venganza sobre ellos en su hora de extrema necesidad y humildes súplicas, sino para salvar, no solo a sus hambrientos hermanos, sino a todo Israel. Esa era la manera de ser del Cristo, opuesta al innoble instinto humano. El amor desinteresado, que hace a un lado toda respuesta negativa, le permitió a José cumplir su posible propósito en esa encarnación. Por último, vemos que el tierno lazo de afecto entre Jacob y su favorito hijo menor obtuvo su pago en especie en la vida de Jesús. Porque Jacob reencarnó como el discípulo amado, Juan, el más joven de los doce, que se reclinó sobre el pecho de Jesús en la Última Cena.17

¿Y Josué? Cayce lo describe como profeta, músico y líder, así como «el vocero de Moisés», con lo que desempeña un papel mucho más crucial del que por lo general se le atribuye, un papel quizás deliberadamente atenuado, típico del Cristo en sus estadías terre-nales. Por otra parte, era temible el poder espiritual que en toda rectitud Josué podía invocar. El ejemplo más poderoso está en la versión bíblica del día que el sol se inmovilizó sobre Gabaón, y la luna detuvo su curso en el valle de Ayalón, cuando Josué así se los ordenó hasta que ganara la batalla con sus enemigos.18 A quienes se inclinan a considerar ese incidente bíblico como una simple metáfora se les recuerda un incidente posterior, algo parecido, registrado en Isaías. Como una señal del Señor, la sombra de los grados del reloj de sol de Acaz retrocedió diez grados y luego se devolvió los mismos diez grados perdidos.19 En ambos casos, me permito sugerir, ha podido tener lugar un cambio correlacionado

en la corteza de la tierra, que habría provisto una explicación cientí-fica del fenómeno. Sin embargo, una explicación tal de ninguna manera elimina la intervención divina como fuerza propulsora. Es más, en varias de sus lecturas psíquicas20 Cayce menciona un ejemplo similar de intervención divina para controlar la actividad del sol y los elementos en tiempos de Jesús. Fue en el momento de la crucifixión, descrito como un día en que un eclipse oscureció el sol y la tierra tembló, mientras «el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios, estaba suspendido entre cielo y tierra».

En cuanto a Asaph, de ese esotérico personaje podría decirse mucho. Pero eso requeriría una exposición más completa de la que sería apropiada aquí.* En cambio, observemos simplemente que Asaph, leal profeta y consejero tan caro al corazón de David y músico eminente de su corte, fue el reconocido compositor de algunos de los salmos más poéticos. Es probable que también haya sido autor de ese místico trío de salmos, el 117, el 118 y el 119. El primero de ellos es el capítulo más corto de la Biblia, mientras el tercero es el más largo. Este último consta de 22 secciones, basadas en las 22 letras del antiguo alfabeto hebreo, que se supone Melquisedec entregó a Abraham. Cada una de las 22 secciones está compuesta por 8 versículos. Si volvemos al Salmo 118, en curiosa yuxtaposición entre sus vecinos largo-y-corto, es de esperar que nuestra atención se centre en los versículos 8 y 22. El primero nos cuenta, en forma muy simple, que es mejor confiar en el Señor que depositar la confianza en el hombre. El 22, no obstante, parecería llevar la impronta profética del propio Maestro, en su encarnación como Asaph. A menudo se cita como una referencia al Cristo: «La piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular».21

Por último, llegamos a Jesúa el escriba. Cayce dice de él que «razonó» con los desencantados israelitas que volvían del cauti-

* Véase para información adicional la nota 21 del capítulo, en el Apéndice.

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verio después que Ciro de Persia conquistó Babilonia en 539 a.C., buscando restablecer la maltrecha fe de ellos. En su papel como escriba, Jesúa se ocupó de traducir aquellos libros de la Biblia que habían sido escritos hasta esa época en particular.22

Un Cristo, muchas vidas. Pero siempre sirviendo a los demás, enseñando y practicando los preceptos de la Ley del Uno. Un Modelo para todos.

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17LOS MISTERIOSOS CONSTRUCTORES DE MONTÍCULOS

De los muchos montículos efigie descubiertos en Norteamérica, ninguno sobrepasa en simple tamaño, espectacular belleza o po-deroso simbolismo, al túmulo de la Gran Serpiente, en Ohio.

Descubierto en 1848 por los arqueólogos estadounidenses Ephraim Squier y Edwin Davis, desde entonces ha cautivado la mente e imaginación de millones de personas. Estudiosos de la cultura amerindia, en particular, han cavilado sobre este antiguo enigma en busca de una explicación lógica. Sin duda, tiene víncu-los más cercanos con la tradición egipcia, hebrea, o gnóstica, que con ninguna leyenda indígena conocida. Ni siquiera la Serpiente Emplumada de los aztecas en México, se acerca lo suficiente en términos simbólicos, para relacionarla con esta gigantesca culebra que se contorsiona en una serie de curvas como las de un látigo a lo largo de un poco más de 400 metros a un lado del terraplén de un riachuelo. (El propósito, sin duda, ¡era que la vieran desde arriba! ¿Pero quién? ¿Y por qué?).

Sostiene entre sus fauces abiertas una esfera achatada en los polos que recuerda al Huevo de Seb, del cual salió el mundo según la mitología egipcia.1 En la literatura hebrea, por supuesto, la serpiente ha sido un ambivalente símbolo de sabiduría, desde los tiempos de Adán y Moisés, mientras para los místicos de Alejandría y los gnósticos, se convirtió en emblema del Cristo, el Logos. Y fue

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del cuerpo del Cristo, a través de la Palabra hablada, que nació el universo visible.

Otro factor que contribuye al misterio tan particular que rodea al túmulo de la Gran Serpiente ha sido la ausencia de artefactos. En la mayoría de los demás montículos, un rico acervo de obje-tos funerarios u otras reliquias ha permitido determinar la fecha aproximada de su construcción. Los montículos de la cultura adena, por ejemplo, que son de los más famosos aunque no los más prolí-ficos, al parecer datan del período comprendido entre el año 1000 a.C. y alrededor del 500 A.D., mientras los igualmente afamados túmulos de la cultura hopewell probablemente tuvieron un inicio algo más tardío y sobrepasan a los adenas por un pequeño margen. Sin embargo, en el mejor de los casos, estas fechas aún son algo especulativas. Para tener una idea de la típica imprecisión de los métodos de datación con carbono 14, que nos han suministrado fechas tentativas para las culturas adena y hopewell, la antigüedad estimada del montículo Drake, en Kentucky, recientemente ha au-mentado en mil años. Esto podría ocurrir en otros lugares puesto que continuamente se están mejorando los métodos de datación y reexaminando antiguas determinaciones.

Dado que un sitio funerario adena no lejos del montículo de la Gran Serpiente ha tenido una datación con carbono 14 del primer siglo a.C., algunos arqueólogos han concluido que el pro-pio montículo de la Gran Serpiente data de la misma época y fue producto de la cultura adena. Pero como sabiamente nos dice la vieja tonada, no necesariamente tiene que ser así. En cualquier caso, es solamente entre objetos hopewell que a veces encontra-mos la serpiente tallada en piedra en forma totalmente enroscada, sin «huevo-mundo» o ningún otro simbolismo aparente. Así que nuestro asombro debe crecer...

De todas maneras, ya se ha abandonado la una vez popular creencia, sostenida incluso por algunos de los primeros arqueólogos que llegaron a la escena, de que muchos de los miles de túmulos

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esparcidos por gran parte de norteamérica al este del Mississippi algún día podrían suministrar evidencia de orígenes verdadera-mente antiguos. Una meticulosa investigación arqueológica a lo largo de muchas décadas ha establecido definitivamente que los constructores de montículos, aunque al parecer de un orden social más elevado y complejo que los demás ocupantes tribales del norte del continente, hablando en términos relativos sin duda eran unos «recién llegados».

Algunas de las características físicas de los pueblos Adena y Hopewell (así llamados en honor de sus descubridores), no solo tenían marcadas diferencias con las tribus indígenas que ya habi-taban Norteamérica al momento de su llegada, sino que diferían entre sí. El tipo adena era excepcionalmente alto, sus hombres eran de huesos grandes y con frecuencia alcanzaban unos 214 centíme-tros de estatura. Sus cráneos también eran característicos, grandes y redondeados, de frente y arcos ciliares pronunciados y mentón prominente; debían lucir imponentes. De los hopewell, quienes rivalizaron con ellos e incluso los superaron en ciertos aspectos artísticos y creativos, se nos dice que tenían los ágiles cuerpos y cráneos estrechos más típicos de la población indígena existente en los bosques del este, pero envueltos en cierta altivez y mística, adornados como estaban con cobre y perlas, que los distinguía de sus más salvajes vecinos que les habían precedido en aquellos lugares.2

A otro grupo de constructores de montículos, que algunos creen llegaron mucho más tarde desde México, se le ha identificado como la cultura del Mississippi. Sin características tan marcadas como las de los adena y los hopewell, ellos de todas formas construyeron sus montículos a gran escala, probablemente imitando a los aztecas. Pero como todos los constructores de montículos, ya construyeran montículos efigie, túmulos funerarios o la más tardía variedad de templos, sustituyeron la tierra por piedra.

Todos los constructores de montículos muestran una exquisita

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apreciación de las formas geométricas. El diseño de sus complejos de montículos, y las variaciones en la construcción de los propios montículos, muestran su ferviente devoción por la forma y ritual, así como un simbolismo diferente. Sin embargo, con la posible excepción de la cultura del Mississippi, nos dejan con dos pregun-tas sin respuesta: ¿De dónde vinieron? ¿Y cuál fue la causa de su desaparición? En cuanto a la cultura del Mississippi, la llegada del hombre blanco probablemente los llevó a abandonar sus complejos de templos y granjas colindantes. Es de suponer que poblaciones tribales ya existentes los absorbieron rápidamente. Pero ambos pueblos, adena y hopewell, al parecer se perdieron de vista mucho antes de la llegada del hombre blanco.

La población adena, alta y de poderosa contextura, con grandes cráneos redondeados, parece haber sido arrasada totalmente, por una plaga o por una guerra. Y no dejó rastros genéticos. En cuanto a los hopewell, que para el año 550 A.D. o poco antes ya habían dejado de construir sus centros ceremoniales, tal vez cayeron víc-timas de enfermedades o guerras tribales, y su población restante fue absorbida por tribus más modestas. Un vestigio que apunta a la teoría de la «guerra» es el antiguo fuerte de murallas de tierra construido sobre una larga y estrecha planicie unos cientos de pies por encima del río Little Miami en el condado de Warren, Ohio. Unos cuantos túmulos funerarios dentro del fuerte dan fe de los caídos en combate. Entretanto, las empalizadas que empezaron a aparecer rodeando muchas aldeas de las zonas más al norte, prueban la intranquilidad que por esta época afectaba a las tribus indígenas norteamericanas de la región este.

Pero alejémonos de esas barricadas por el momento. Tenemos nuestro propio trabajo de construcción por hacer. A medida que encajamos piezas sueltas del rompecabezas recogidas de las lectu-

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ras psíquicas de Edgar Cayce, añadiendo aquí y allá una viga o un ladrillo producto de otras fuentes, construiremos nuestro caso. Una vez terminado, por lo menos reivindicará en parte a los largamente ridiculizados creadores de mitos. Quienes captaron intuitivamente, en la obra de los constructores de montículos, un antiguo patrimonio cuyo rastro se puede seguir hasta la perdida Atlántida, y estaban en lo cierto. Aunque a medias, pues al parecer se equivocaron en cuanto a la antigüedad de los propios montículos. El reconstruido panorama que surge a medida que vamos uniendo las piezas de nuestro rompecabezas, es complejo: implica el tranquilo transcurrir de varios milenios, seguidos en el tiempo por la entrada en escena de unos cuantos actores inesperados.

El poblamiento de América, si aceptamos el consenso de la ciencia en estos tiempos modernos (que en general rechaza la controvertida aseveración del difunto Louis Leakey sobre una ocu-pación homínida de Calico Hills, en California, hace unos cien mil o doscientos mil años), se produjo con una migración proveniente del sureste y originada en Siberia hace once mil quinientos años. Es de suponer que este movimiento migratorio fue resultado del de-rretimiento de la gran glaciación de Wisconsin, que volvió habitable el continente norteamericano para las errantes bandas de cazadores mongoles. En el término de otro milenio, la ola migratoria ya se había extendido también por toda América Central y del Sur.

Apuntando a las vastas extensiones marítimas al este y oeste de América, que se cree constituyeron una barrera infranqueable para los navegantes prehistóricos, los expertos aducen con imperturbable y tajante lógica que la ruta terrestre a través de «Beringia» (como denominaban el estrecho de Bering o paso de Siberia a Alaska, por el cual supuestamente entonces se podía caminar) es el único punto verosímil de ingreso a las tierras antes deshabitadas. Ahora con la aparición de otra evidencia diferente de los hallazgos bastante endebles de Leakey, que sugieren una ocupación humana mucho más temprana en partes de América, la respuesta poco imaginativa

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es simplemente correr hacia atrás las fechas de los primeros cruces por Beringia.

En cuanto a los orígenes de los constructores de montículos, las opiniones de los científicos están divididas. Hay quienes argu-mentan que se desarrollaron naturalmente, a medida que algunas tribus provenientes del norte que bajaron hacia los bosques del este empezaron a enterrar su basura bajo montículos de tierra, que gradualmente los llevaron al culto del «túmulo funerario» en un complicado ritual para honrar a los muertos, práctica que con el tiempo dio paso a la construcción de templos. Otros piensan que indígenas mesoamericanos con una tradición de construcción de pirámides heredada de los mayas y provenientes del sur, emigraron al norte.

Ahora llegamos al registro de Cayce sobre el tema.Pero antes, demos otro vistazo al puente de tierra de Berin-

gia, de hace 11 500 años. Esa fecha coincide muy de cerca con dos acontecimientos catastróficos: el cambio polar y el diluvio universal. La subida de los niveles del mar en todo el mundo, nos lleva a preguntarnos cuán transitable para viajeros sin barcos era en realidad el llamado «puente de tierra». Pero sigamos adelante, y dejémoslos a ellos en sus arduas travesías... (Uno puede estar fácilmente de acuerdo con que los emigrantes de la región de Gobi alguna vez hubieran llegado por esa vía, con su carga en botes portátiles. Tal vez esquimales y aleutas, de facciones mongoloides, sean sus herederos. Pero es obvio que ni una de sus anchas caras chatas se ve entre los iroqueses con nariz de halcón, «descendientes puros de los atlantes» como dijo Cayce, ni entre los otros hombres rojos de las praderas o bosques del este de Norteamérica, o incluso entre las mezclas mesoamericanas de piel cobriza o los imponentes peruanos y otros de su mismo tipo).

Con respecto a un período de 3000 años a.C., en el que des-cendientes atlantes de Iltar en Yucatán «se fueron perdiendo gradualmente por sus hábitos» nos enteramos de la introducción

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de influencias de «Baal o Baalilal» en la civilización maya. Esta vino por una infusión de «aquellos pueblos de las tribus perdidas», que llegaron primero «entre los pueblos de Mu en la región más al sur de lo que se llamó Norteamérica o Estados Unidos», de los cuales una parte se mudó a Yucatán y otra a lo que hoy es Ciudad de México, donde finalmente concentraron sus actividades, dando vida, podemos suponer, a la última civilización azteca. Entretanto, de su entrada a Yucatán se ha afirmado que trajo «una civilización diferente, una nueva mezcla». Como resultado, los descendientes de Iltar emigraron a Norteamérica, donde «llegaron a ser el pueblo que se conoció como el de […] los constructores de montículos».3

Cuando se le preguntó en qué forma llegaron a las playas de América los hijos de las «tribus perdidas» que se cree fueron cananeos que huían de la dominación persa, Cayce respondió: «En barcos».

Los cananeos (también conocidos en la historia como fenicios, fundadores de Cartago) eran reconocidos por dos características, una de ellas admirable mas no así la otra. Era admirable su destreza para la navegación marítima; en ese aspecto eran igualados solo por los vikingos, que habitaban mucho más al norte de sus playas mediterráneas. La parte negativa, lástima, es la mala fama entre sus congéneres israelitas por practicar el terrible culto de Baal. Pero esta desagradable característica tal vez les proporcionó afinidad espiritual con aquellas hordas sin Dios ni ley de hijos de Belial que «habían sido arrojados de la Atlántida»14 en los últimos días y forzados a buscar refugio del cataclismo que se acercaba, en las primigenias playas americanas. Allí se convirtieron en el núcleo de muchas tribus indígenas americanas que primero colonizaron el norte del continente, salvo la región suroeste, donde colonias mucho más anteriores de los hijos de la Ley del Uno se habían unido a colonizadores de Mu que llegaron a fundar las pacíficas tribus de esa zona.

La referencia de Cayce a navegantes cananeos que llegaron a

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tierras americanas unos 5000 años atrás, o sea en el año 3000 a.C., encuentra eco en más recientes informes de fuentes científicas. En el número del 18 de julio de 1970 de Saturday Review, el editor de ciencias, John Lear, presenta evidencia de que antepasados de los Yuchis, una de las tribus americanas sobrevivientes, llegaron al Hemisferio Occidental desde la zona del Mediterráneo casi 3500 años atrás. También un documento brasileño dado a conocer por el Profesor Jules Piccus de la Universidad de Massachussets, y traducido posteriormente por el Profesor Cyrus H. Gordon, de la Universidad de Brandeis, cuenta de otro grupo de hombres del país de Canaán que llegaron a las playas de lo que ahora es Brasil en el año 531 a.C. y se identificaron como cananeos sidonios; el documento dice que «sacrificaron un joven a los dioses y diosas celestes» cuando «embarcaron en Eziongeber a orillas del Mar Rojo». El relato agrega que «fueron separados por la mano de Baal» de sus compañeros y finalmente llegaron doce hombres y tres mujeres a la «Nueva Playa».

Sin embargo otros indicios que sugieren una inyección cananea en el torrente sanguíneo y la psiquis de la población indígena americana, vieron la luz en 1885 en Bat Creek, Tennessee, donde se encontró una tableta de piedra con la inscripción «Para Judá», junto con una antigua moneda cananea perteneciente al período 132-135 A.D. Estos tesoros acabaron en manos del Smithsonian Institute, sin ser traducidos ni identificados, hasta que reciente-mente atrajeron la atención del mismo profesor de la Universidad de Brandeis, Cyrus H. Gordon.5 Además, Gordon ha afirmado que hoy existe en la región este de Tennessee un grupo de personas conocidas como melungeos, que podrían ser los descendientes de los colonizadores cananeos. Parecen ser caucásicos más que indígenas, pero probablemente son una mezcla.

A una mujer que en una encarnación vivió en lo que ahora es el sur de la Florida «cuando lo habitaban los principiantes construc-tores de montículos», se le dijo en su lectura psíquica que su nombre

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había sido Alta, el cual claramente sugiere un ancestro atlante. Ella también supo que sus estadías en ese tiempo «fueron entre aquellos de una raza de altura y proporciones excepcionales», que podemos identificar con bastante certeza como los constructores de montícu-los adenas. ¿Entonces, fue este pueblo poco común descendiente de Iltar? Porque la lectura los identifica como «los señores de la tierra», aunque la entidad en sí había estado entre «aquellos que fueron más benévolos en medio de su prepotencia», buscando «un desarrollo en el cual todos bajo el Señor —como ley— son uno».6

Otra lectura para un antiguo constructor de montículos, habla de la lucha por llegar al norte desde Yucatán y establecerse en tie-rras que hoy forman parte de Kentucky, Indiana y Ohio, «como uno de los constructores de montículos del primer período». Lo que resulta enigmático en el pasaje citado, claro, es la palabra primer. De hecho, a la entidad también se le había dicho que estuvo «entre aquellos de la segunda generación de atlantes».7 ¿Debemos tomar esa «segunda generación» en un sentido literal o figurativo? Literal-mente, significaría que los montículos de Norteamérica tienen una historia mucho más antigua que cualquiera que pudieran indicar los túmulos hoy existentes, con base en las dataciones de sus vestigios con carbono 14. Sin embargo, tal conclusión, por emocionante que resulte considerarla, en el mejor de los casos no pasa de ser muy especulativa. No concuerda con la evidencia arqueológica obtenida hasta ahora, ni coincide con la información dada en otras lecturas sobre la época de la construcción de montículos.

Igualmente, en la turba de un pantano se han descubierto indi-cios de que un pueblo de emigrantes desaparecido mucho tiempo atrás, tal vez navegando desde Yucatán (¿quién sabe?), hubiera llegado a los pantanosos bancos de arena del este de la Florida cerca a Titusville o proveniente de otras partes hubiera atravesado a pie ese terreno hostil. Es más, ellos seguramente enfrentaron alguna resistencia de tribus rivales. En los últimos quince años, en lo que ahora se conoce como el sitio Windover, los arqueólogos han exca-

Los misteriosos constructores de montículos

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vado cuidadosamente más de 125 esqueletos envueltos en telas, de hombres, mujeres y niños muertos en condiciones adversas unos 8000 años atrás. Y más asombroso aún, en los bien conservados y secos cerebros de nada menos que noventa y uno de esos cuerpos, se han encontrado células intactas. Este descubrimiento de ADN ha permitido a los científicos estudiar el origen genético de estas personas, en formas nunca antes posibles en la historia de la ar-queología. (Si como sospechamos, son descendientes directos de los muy avanzados atlantes, ¡la codificación del ADN de esas células de 8000 años de edad, puede encerrar algunos emocionantes secretos genéticos! Ya veremos). Hay evidentes indicios de antiguos com-bates y actividades bélicas. Enterrada en el hueso de la cadera de uno de esos cuerpos, se encontró la punta de una primitiva lanza coronada por una cornamenta. Otros tenían huesos fracturados.8 Es factible, claro, que fueran residentes locales, descendientes norteamericanos de los originales hijos de Belial llegados a esas playas extranjeras unos 3000 años antes, pero la evidencia sugiere con más fuerza que se trata de emigrantes recién llegados, tal vez provenientes de Mesoamérica.

Pero no todos los atlantes que viajaron «al norte y oeste desde Yucatán» acabaron entre los constructores de montículos. Parece que algunos de ellos llegaron tan lejos como las antiguas colonias atlantes y lemurianas localizadas en lo que ahora es Arizona. A una mujer que fue integrante de ese grupo, sacerdotisa de los hijos de la Ley del Uno, se le habló de intentos de establecer una actividad unificada «con esos pueblos que habían formado parte de la tribu perdida o descarriada» al parecer provenientes de asentamientos insulares lemurianos del Pacífico; y también con «los que vinieron de tierras esclavizadas por los persas», así como con colonizadores lemurianos provenientes de lo que ahora es Indochina. Los esfuer-zos armonizadores de la entidad debieron surtir efecto, porque de su vida en esa experiencia se dijo que ella «ayudó a establecer un nuevo unísono».

Sin embargo, no todos buscaban un «nuevo unísono». En otros lugares de la nueva tierra, «se trabajaba para separar los pueblos de las tierras del sur de los que llegaban de las tierras occidentales o las islas del mar».10

Lo que nos trae de nuevo a aquellos fuertes y empalizadas. Indígenas combatiendo a otros indígenas, en kármicos encuentros entre antiguos adversarios: hijos de la Luz contra hijos de la oscu-ridad, en los sombríos callejones de una historia remota. En forma parecida, cuando los colonizadores blancos llegaron muchos siglos más tarde, Cayce habló de «los hijos de la Ley del Uno que volvían a estrechar relaciones» con «los hijos de Belial» que antes habían escapado de las mismas tierras.11 Sin duda era una oportunidad para encontrarse consigo, en un intento de establecer un «nuevo unísono» y sanar antagonismos vividos mucho tiempo atrás. De hecho, muchos de los antiguos «hijos de Belial» ahora estaban en la primera fila de los conciliadores.

Desafortunadamente, en esta oportunidad las pipas de la paz produjeron poco más que humo. Los encuentros kármicos entre viejos antagonistas habrán de repetirse una y otra vez en vidas futu-ras, hasta que todos los implicados hayan aprendido a resolver sus antiguas diferencias dentro de un espíritu de perdón y verdadera hermandad, bajo la Ley del Uno.

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18ESOS VALIENTES VIKINGOS

En 1969, un intrépido explorador llamado Thor Heyerdahl zarpó del puerto de Safi, en Marruecos, en una embarcación de junco de 15 metros de largo, con una tripulación de siete hombres. Espe-raba probar que antiguos navegantes sí fueron capaces de cruzar el Atlántico desde el Mediterráneo, en barcas semejantes, hasta el Nuevo Mundo.

Debido a fallas de diseño, la embarcación de juncos en forma de cisne de Heyerdahl, bautizada Ra en honor al dios-Sol egipcio, debió ser abandonada después de viajar 1700 millas náuticas [3148 km] estando apenas a una semana de navegación a vela de Barbados. Pero a pesar del fracaso del valiente Heyerdahl (que a los ojos de muchos en realidad fue un éxito parcial), este moderno descendiente de los vikingos siguió convencido de que su teoría era sólida.

Nuestra fuente psíquica así lo confirma, por supuesto. En los tiempos antiguos, América sin duda estuvo al alcance de los marineros del Viejo Mundo, incluso antes de la desaparición de los culturalmente avanzados atlantes con su asombrosa flota de naves propulsadas por energía solar. Sin embargo, ni fenicios ni vikingos confiaban en materiales de construcción tan frágiles como los que Heyerdahl escogió. En lugar de juncos, los constructores navales cananeos seleccionaban cedros del Líbano de primera calidad y sus homólogos nórdicos deben haber confiado en maderas de similar solidez para llevarlos por las heladas aguas del Atlántico hasta Groenlandia, a lo largo de Terranova y el canal de San Lorenzo. Si

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Cayce estaba en lo cierto, los vikingos también viajaron por tierra llegando hasta Montana. Y viajaron a lo largo de la costa norteame-ricana hasta «ese lugar conocido como la tierra de los viñedos, o las costas alrededor de Rhode Island y parte de las tierras que quedaban al norte, o Massachussetts, como se le denomina en la actualidad».1

El fragmento citado es de una lectura de vida para una enti-dad que había viajado con Eric el Rojo en el siglo 10 A.D., en una encarnación nórdica, como Osolo Din.

Sin embargo, tuvo que haber llegadas de gente proveniente de las tierras nórdicas, muy anteriores a la llegada de Eric el Rojo y sus esforzados compañeros. De hecho, en dos ocasiones distintas el durmiente Cayce se refirió a la presencia de escandinavos en el Nuevo Mundo por la misma época de los primeros constructores de montículos. Esto significaría el año 1000 a.C., o quizás mucho antes, puesto que no tenemos una posición confiable sobre los reales inicios de los constructores de montículos.

En una lectura de vida, por ejemplo, encontramos una integrante femenina del pueblo llamado «adena» que llegó a la Florida desde Yucatán «en esos períodos en que se estableció gente proveniente de Yucatán, de las regiones de On o del Inca, de las tierras nórdi-cas, en los inicios de los constructores de montículos…» (cursiva del autor).2

Y aquí tenemos otro caso:«La entidad llegó por la costa nororiental de este país, y formaba

parte de los descendientes del pueblo nórdico que llegaron primero y se establecieron allí.

«Por su fortaleza física, la entidad prestó gran ayuda en el esta-blecimiento de fuertes y puestos de avanzada de aquellos que más tarde se unieron al pueblo, en ese país al sur de allí, conocido como los constructores de montículos» (cursiva del autor).3

¡Una autenticidad histórica por demás interesante! Esa refe-rencia a la «costa nororiental de este país» como punto de entrada

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original de los ancestros nórdicos de la entidad, los «primeros» en llegar y establecerse allí, sugiere una de dos cosas. O bien era un punto tan al norte como la costa de Maine, que habría quedado bien adentro en las inhóspitas garras de la Edad de Hielo cuando los hijos de Belial colonizaron por primera vez el Nuevo Mundo unos once mil seiscientos o más años atrás, lo que permitió a los más resistentes navegantes nórdicos reclamarlo más adelante; o bien se trataba de desplazados del país nórdico en busca de refugio a lo largo de la costa norteamericana simultáneamente con los atlantes que llegaban, y permanecieron en el congelado norte para evitar conflictos territoriales en esos calamitosos tiempos.

Esta última es una posibilidad nada desdeñable. Su número probablemente era bastante limitado en comparación con el de los atlantes que se estaban reasentando. Sin embargo, es muy posible que con el tiempo ellos se hubieran mezclado con la población atlante y convertido en un solo pueblo que gradualmente se fue separando en muchas tribus distintas por todo el país, las cuales desarrollaron sus propias características distintivas.

Para respaldar esta teoría, encontramos una referencia a «los nórdicos de la parte más alta de lo que hoy es Noruega» en una lectura relacionada con el tiempo de «las primeras apariciones de la influencia adánica»,4 en tiempos de Ra Ta. Esto por supuesto con-firma la antigüedad de los pueblos nórdicos, obviamente presentes en los tiempos de la catástrofe final de la Atlántida y los cambios de la tierra que la acompañaron. Podemos suponer que ellos también resultaron afectados. Lo concerniente a su linaje racial en desarrollo en esa época, no está claro. Se nos dice que «para entonces Noruega era algo muy diferente» (de hecho llamada «Auk», nombre que suena bastante primitivo). Antecesores de los godos, los habitantes de Auk posiblemente fueron un pueblo más parecido a la raza roja que a la blanca. En todo caso, su robusta capacidad para vérselas con la naturaleza virgen les habría dado una afinidad natural con los presionados colonizadores atlantes de antaño al igual que con

Esos valientes vikingos

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los posteriores indígenas en tiempos de los vikingos. Tampoco debería parecernos poco realista suponer que los evacuados de Auk, en la época del cambio polar y la división de las aguas de la tierra, hubieran buscado refugio en el continente norteamericano, al mismo tiempo que los hijos de Belial.

Para mayor confirmación de la innata capacidad de los nórdi-cos para establecer una afinidad con los indígenas, observamos antes que Cayce habla de su exitosa penetración en territorio indígena tan adentro en dirección oeste, como Montana. Uno de esos vikingos integrante del grupo liderado por Eric el Rojo «se quedó para convertirse en parte de los pueblos de ese país». Su nombre era Olsen-Olsen. Su buena influencia entre los indígenas debió ser considerable, porque Cayce explicó que cuando Lewis y Clark realizaron sus expediciones a través del territorio noroeste algunos siglos más tarde, no encontraron hostilidad ni resistencia por parte de las tribus indígenas de esa zona. Esto, dijo Cayce, fue el resultado del legendario impacto causado por Olsen-Olsen en el patrón de memoria tribal de los indígenas como conciliador de cierto renombre.5

Fue uno de esos pequeños giros hacia arriba del hilo de la espiral evolutiva que nos lleva a todos un poco más adelante cada vez.

El rastro del patrimonio vikingo se puede seguir en el aspecto étnico hasta los godos de Noruega y Suecia. Eric el Rojo, uno de sus primeros líderes, fue el padre del famoso Leif Ericson, nacido en Islandia en 970 A.D. Es él, por supuesto, a quien muchos his-toriadores reconocen como verdadero descubridor de América, por allá en el año 1003, varios siglos antes que Cristóbal Colón. Se hizo a la vela desde Groenlandia, pero la exacta localización de su «accidental» llegada después de haber sido desviado de su curso por una tormenta, es muy discutida. Ericson llamó «Vinland» a la nueva tierra. Que probablemente fue lo que hoy es Cape Cod, en Massachussets.

Tanto en Ontario, Canadá, como en Minnesota, se encontró evidencia arqueológica de que los vikingos penetraron al interior del país. En la playa norte del Lago Superior, en territorio cana-diense, el llamado hallazgo de Beardmore consistió en una espada rota, una hoja de hacha y restos de un escudo vikingo. Mientras a finales de siglo, en Minnesota, un granjero que cavaba alrededor de las raíces de sus árboles frutales tropezó un objeto duro, de piedra. Pensó que sería una roca común, pero lo que apareció para su gran sorpresa fue una piedra plana, oblonga, con muchas inscripciones extrañas. Resultaron ser gótico antiguo, y contaban la historia de una partida de exploración integrada por treinta hombres, unos de los cuales acamparon junto a un lago a un día de camino al norte de donde dejaron la piedra con sus runas inscritas, en memoria de su infortunio. Al parecer diez de los veinte hombres del cam-pamento se fueron de pesca, y los otros diez permanecieron en el mar cuidando sus naves. Cuando el grupo de pescadores volvió al campamento, encontraron masacrados a los diez que habían per-manecido allí. Según parece, fueron víctimas de una emboscada a manos de indígenas hostiles, en una experiencia tristemente diferente a la de su conciliador compatriota vikingo, Olsen-Olsen, quien había logrado convencer a un enemigo potencial de que él era su hermano y amigo.

La fecha inscrita en la piedra es 1362. El principal historiador norteamericano de temas vikingos, el Dr. Ole G. Landsverk, certificó la autenticidad de la piedra rúnica de Kensington, como se le llamó, y lo propio hizo el director del Museo Nacional de Dinamarca. Sin embargo quedan los inevitables escépticos, como siempre, porque el escepticismo es muy fuerte entre los científicos. Ellos sostienen imperturbables que la piedra es un fraude.

Es de suponer que ni si la propia piedra les hablara, se les podría inducir a cambiar de opinión. Pero las piedras sí hablan, y el objeto de la arqueología es prestar atención a lo que tienen para decirnos. Desde la Gran Pirámide a Machu Picchu, desde Stonehenge a la

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Acrópolis, desde una esfera de granito en las selvas de Costa Rica a los jeroglíficos de un templo maya o a una piedra con runas ha-llada en una granja de Minnesota, el pasado sigue hablándole al presente.

Toda la historia de nuestro viaje evolutivo está escrita en pie-dra. La tarea de este autor ha sido interpretarla en la medida de lo posible, ayudado, por supuesto, por nuestro mentor psíquico. Pero ahora, incluso cuando dejamos atrás las piedras y escombros de la prehistoria, evitando los caminos más familiares del tiempo registrado que llevan al presente, nos acercamos a otro tramo aún inexplorado de la larga travesía del alma hacia su destino final.

Porque lo que ahora nos espera es el futuro desconocido. Es-tamos en el umbral de una época hasta ahora ignota, no escrita. ¿Pero es así realmente? ¿Cuánto del desconocido destino del alma puede estar ya descrito en la trama del tiempo y el espacio? Porque se nos recuerda que en la Conciencia Universal, donde la entidad espiritual tiene su verdadero ser, todo el tiempo es uno. Quizás es por esa razón que el ojo adicional del profeta, en lugar de limitarse a la lectura de acontecimientos pasados, se ha concentrado más frecuente y apropiadamente en las cosas por venir.

No todos los acontecimientos se pueden dar, es obvio, solamente los rasgos más escuetos del todo: el alma, imbuida del don del libre albedrío y elección, todavía puede reescribir su propio libreto in-dividual, y al hacerlo alterar en cierta medida el patrón colectivo, incluida la programación del tiempo.

Pero en nuestro capítulo final veremos desde bambalinas ciertos acontecimientos por venir, tal como Edgar Cayce los previó para nosotros hace medio siglo o más, para poder saber no solo de dónde venimos sino a dónde debemos ir…

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19LOS GOBERNANTES DEL UNIVERSO

Nos espera una Nueva Era. Un nuevo orden de circunstancias, se nos dice, está a punto de surgir.1

Algunos ya podemos sentir el avance de su presencia. Se hace notar entre la agitación y confusión que actualmente nos rodean. El antiguo orden de las cosas se ve amenazado por el acercamiento del nuevo, y no debe sorprendernos que oponga una desesperada y vociferante resistencia. No obstante, el cambio evolutivo está en el aire y su venida es inevitable. Cuando llegue, recorrerá las altu-ras con la súbita velocidad del águila que se desplaza en alas de la mañana para bajar en picada sobre los enemigos de la esperanza y la promesa espiritual dondequiera que se oculten.

Dios, dijo Cayce, ha sido excluido de los propósitos del hombre y eso ha llevado a los actuales disturbios. La ética de la Nueva Era constituirá un despertar espiritual en todo el mundo, marcado por una mayor cooperación e igualdad entre pueblos y naciones, así como por un ideal mutuamente compartido: «¡El Señor nuestro Dios es Uno!».

Cuando se le preguntó si sería posible conocer la fecha de inicio de la Nueva Era, identificada como Era de Acuario, Cayce habló de algún lapso de coincidencia entre la vieja era y la nueva, pero mencionó 1998 como año en que al parecer la influencia de Acuario tendría una ascendencia reconocible sobre la de Piscis. En ese tiempo, agregó, empezaremos a «entender del todo» su importancia.2

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Para ese mismo año se fijaron otros dos grandes acontecimien-tos: «la llegada del Mesías en este período» en cumplimiento de la profecía bíblica, seguida por un milenio de paz; y la reencarnación de Edgar Cayce como un «liberador» de la Nueva Era.3 Por último, 1998 fue mencionado como el año que marcaría la culminación de grandes cambios de naturaleza global en la tierra, de los cuales el cambio polar será el último y más importante. Pero en una ocasión posterior, cuando se le preguntó cuál gran cambio, si lo hubiera, podría estar programado para el año 2000-2001 A.D., el psíquico en trance pareció modificar sus anteriores predicciones en dos puntos, al responder: «Cuando haya un nuevo cambio po-lar; o empiece un nuevo ciclo [i.e., la Era de Acuario]».4 Por otra parte, esa datación a fin de siglo para ambos acontecimientos, en lugar de aquella de 1998 dada previamente, puede haber tenido un sentido general, más que específico. Entretanto, la aparición de la quinta raza madre se podría considerar como un acontecimiento que empieza simultáneamente con el nuevo ciclo, por supuesto. Sus antepasados ya se encuentran entre nosotros, ocupándose de los preparativos necesarios. Es una tarea que Cayce nos encareció a todos nosotros asumir, disfrutemos o no de los privilegios de un papel paterno. La promisoria raza nueva, que marcará una etapa más del desarrollo evolutivo de la humanidad hacia su Creador, debe heredar un mundo donde haya igualdad de oportunidades para todos, y donde el interés propio no prevalezca sobre el bien común. Un orden social y un sistema educativo más idealistas, de-ben sustituir a los actuales, que ensalzan valores materialistas que corrompen a nuestros jóvenes. Cuerpo, mente y alma deben ser nutridos por igual, en una forma que promueva la pureza de cada uno. La paz y la hermandad universal deberán ser el objetivo de todas las naciones. (De hecho, Cayce respaldó el concepto de «Naciones Unidas» mucho antes de que llegara a ser una realidad).

En cuanto a la bíblica profecía del Armagedón cuya ocurren-cia tantos profetas del desastre situaban a finales del siglo [20],

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Cayce una vez subrayó que en realidad la lucha sería básicamente a nivel espiritual y se realizaría en el Más Allá, entre los espíritus que entran y aquellos que salen del plano terrenal. En este mismo contexto, reportó en cierta ocasión una extraña impresión psíquica que había experimentado mientras se encontraba en trance durante una lectura. Se le dio una visión futurista de «cosas que estaban sucediendo arriba en el aire» nunca antes vistas o experimentadas, con guerras y rumores de guerra, pero con las fuerzas del Arma-gedón «detenidas por las fuerzas celestiales».5

Eso debería calmar nuestros temores, hasta que prestamos atención a otro tema preocupante: el cambio polar.

¿Será que la predicción del cambio polar a finales del siglo veinte sería de igual magnitud devastadora que la última, en tiempos de Noé, cuando «la tierra se dividió»? Puede que no. Aquel fue un cambio de 30 grados, después de muchos, muchos milenios de estabilidad e inacción cortical. Aunque así fuera, es importante anotar que Edgar Cayce señaló algunas zonas como «tierras seguras», entre ellas el este del Canadá, partes del medio oeste estadounidense y la zona de Tidewater en Virginia.6 Y en varias de sus lecturas subrayó con considerable énfasis la necesidad de la autosuficiencia para los años por venir. El valor de las pequeñas granjas operadas en familia, fue particularmente recalcado. De forma algo inquietante, en una lectura de vida para alguien nativo de Montana se afirmó que Sas-katchewan, en el Canadá, así como las pampas argentinas y partes de Sudáfrica, junto con algunas zonas cultivadoras de granos en Montana y Nevada, un día deberán alimentar al mundo.7 En otra lectura, Inglaterra, Francia y África se mencionaron como lugares que un día significarían mucho en la rehabilitación del hombre en relación con los acontecimientos por venir que tienen que ver con «la reorganización del propósito del hombre en la tierra».8

En una advertencia sobre el alejamiento de los valores de la raíz espiritual de la nación en los Estados Unidos y la adopción de objetivos materiales centrados en cada quien, Cayce se refirió a

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graves peligros en el futuro. El enemigo no está afuera, sino aden-tro. Es obvio que se requiere un proceso de limpieza. Por una parte debe haber una mayor nivelación de la riqueza y muchos de los que ocupan altas posiciones que han abusado de la confianza y poder recibidos, deben ser derrocados. (De hecho, vemos que eso ya está ocurriendo en cierta medida, tanto en Wall Street como en Washington). Por último, nuestro fracaso como nación en cuanto a cumplir la promesa original de que Estados Unidos fuera refugio espiritual de los oprimidos y protector de la libertad del hombre en todas sus formas podría significar que la responsabilidad del liderazgo espiritual algún día se mude en dirección al oeste, a la China.9

Porque, después de todo, ¿qué es la «libertad»? Cayce explicó claramente que a menudo malinterpretamos su significado. La libertad de palabra, libertad de actuar, siempre debe ir ligada a lo constructivo. La libertad que es licenciosa, la libertad que permite excesos, la libertad que desdeña las leyes o no tiene en cuenta las necesidades o legítimos deseos de los demás, es una corrupción del verdadero significado de la libertad.10

La verdadera libertad empieza con el dominio de sí mismo, no permitiendo que las propias e indómitas pasiones se desmanden en un libertinaje, como el que hoy vemos a nuestro alrededor y como fue la pecaminosa forma de vida de los proscritos hijos de Belial en los días de la catástrofe final de la Atlántida.

Háganse a un lado, se nos advierte, y observen al yo pasar de largo. Es el único camino a la liberación.

La tierra, dijo Cayce, es el banquito de los pies de Dios. Sin embargo fue entregada para su custodia al hombre, con el man-dato de «dominarla», que se refería a obtener el control sobre los elementos de la materia. Podemos pararnos en ella para llegar a las estrellas, en cumplimiento de nuestros sueños más ambiciosos; o

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podemos arar su suelo y recoger abundantes cosechas para saciar nuestra hambre física, mientras satisfacemos con sus otros elementos las demás necesidades. O con una pésima administración de sus recursos podemos maltratar de tal manera este viviente planeta nuestro hasta que al fin se rebele. Y que no solo empiece a perder productividad, como está ocurriendo hoy, sino que gradualmente vaya perdiendo su equilibrio en el espacio. La única forma en que el planeta se puede purgar a sí mismo es a través de un periódico cambio polar, que remodele gran parte de su superficie, cambiando todos los climas y limpiando sus mares en el proceso.

Sigamos, pues, y reexaminemos este tema tan importante. Vamos a estudiarlo con mayor detenimiento para saber en qué hemos fal-lado y qué debemos hacer al respecto.

Si un cambio polar se da como consecuencia de un deslizamiento repentino de la corteza terrestre debido al peso de la capa polar superior, recordemos siempre que el hombre tiene en su mano la capacidad para retrasar, detener, o por lo menos minimizar el efecto de un fenómeno así, a través de su control del medioambiente. El actual «efecto invernadero» que tanto aparece por estos días en las noticias de todo el mundo, y que resulta tan alarmante para los cli-matólogos, demuestra que hemos hecho exactamente lo contrario. Tendiente al calentamiento gradual de la atmósfera de la tierra, el efecto invernadero es consecuencia de la rápida y creciente con-centración de contaminantes provenientes de la acción del hombre: gases producidos por quema de combustibles de origen fósil, tala indiscriminada de bosques, fertilización de los campos con quími-cos, ineptitud en el manejo de desechos industriales y producción en masa de una enorme cantidad de productos que contienen los clorofluorocarburos que destruyen el ozono. Las moléculas de es-tos gases al escapar se van concentrando en la atmósfera superior sobrepasando en mucho sus niveles naturales, atrapan la radiación infrarroja emitida por la superficie de la tierra y ocasionan el de-sequilibrio del clima en todo el mundo. Es más, al erosionar la capa

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de ozono que protege la tierra, permiten la entrada de peligrosos niveles de radiación ultravioleta del sol. También hay que tener en cuenta el daño adicional producido por las explosiones nucleares. El efecto final ha sido la generación de olas de calor y sequías sin precedentes en muchos lugares del planeta, ocasionando escasez de alimentos y hambrunas masivas. En las regiones polares, se puede esperar que la tendencia del calentamiento lleve a una anormal precipitación de nieve, acumulando depósitos de hielo y nieve en capas descentradas hasta un punto de peligro que augura una catástrofe inevitable. La magnitud de la catástrofe, cuando ocurra, será proporcional al tamaño y peso de la capa mientras el despren-dimiento de la corteza adquiere velocidad, y también al aumento de las temperaturas en todo el mundo, que acelerará el fenómeno del desprendimiento.

Aquellos que fungiríamos como guardianes de la Nueva Era debemos ocuparnos activamente y sin demora de estos y otros asuntos que pesan no sólo sobre el actual bienestar de la humanidad y de la nueva raza que está por llegar, sino sobre el bienestar del mismo planeta como sistema propio de mantenimiento de nues-tra vida. Pensemos, por ejemplo, en la introducción de bacterias genéticamente alteradas para incrementar la producción de algunas cosechas que son limitadas, sin la debida investigación sobre los efectos colaterales que en general pueda ejercer sobre el sistema de equilibrio propio de la Naturaleza. O la desmedida construcción de represas que pueden destruir todo un ecosistema en un abrir y cerrar de ojos. O la destrucción de las selvas tropicales húmedas en soberbia indiferencia frente a su vital función en el control del clima, así como el papel que juegan en la provisión de ingredientes exóticos esenciales para un sinnúmero de importantes medicamen-tos. Y la lista continúa…

Vivimos en una era de rápida transformación, a menudo arras-trada vertiginosamente por una creciente oleada materialista.

La biotecnología, cuyos científicos se han dedicado a jugar a

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ser Dios, es tal vez el ejemplo más alarmante. La escasez de órganos humanos se ha presentado como excusa para proponer de nuevo el implante de órganos animales en seres humanos, después de un fallido intento en 1984. La más reciente propuesta científica, quizás para probar la actual reacción pública como para cualquier otra cosa, ha sido la sugerencia de usar el corazón de un babuino para complementar la función de un corazón humano que no esté funcionando debidamente. Pero si el experimento se suspendió prudentemente, los rumores se vuelven todavía más atrevidos. Más recientemente, se ha citado al director del programa de trasplantes de corazón de la Universidad de Columbia, Dr. Eric Rose, diciendo: «Creo que el implante de corazones de chimpancés en [seres] hu-manos es inevitable; la cuestión es cuándo».11

Lástima, los atlantes podrían haberle aclarado al buen doctor ese concepto lamentablemente erróneo. Volvamos a las palabras de advertencia de Cayce, citadas en otro capítulo de este libro: «¡Toda la carne no es una sola carne!». Al hombre le tomó muchos milenios deshacerse por completo de las mezclas bestiales, y pobre de aquel que vuelva a introducirlas deliberadamente...

Obviamente, la ingeniería genética es un área en la que ciencia y tecnología corren a toda prisa y ciegamente sin consideraciones espirituales o restricciones morales. De entrada, el ajuste, combi-nación, adición y eliminación de genes parece ser demasiado pe-ligroso para que se justifique. Pero cuando se llega al intercambio de genes entre especies, violando la integridad natural de cada una de ellas y resucitando una vez más el oscuro espectro de los errores cometidos por los atlantes, tenemos que estar absolutamente de acuerdo con el principal crítico de los biotecnólogos, quien opina que la ingeniería genética «es una idea monstruosa que nunca debió surgir».12 Su nombre es Jeremy Rifkin y es conocido como el «tábano de la biotécnología». Esperamos que sus picaduras sigan siendo igualmente irritantes hasta que todo este abominable asunto sea desechado. Pero, ¿será desechado?

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Desde la perspectiva de Cayce, el ingreso de un alma al plano terrenal por medio de un cuerpo dado es cuestión únicamente del alma, sea ese cuerpo defectuoso o perfecto, masculino o femenino, negro o blanco, sano o enfermo, todo ello relacionado con el mejor medio para que la entidad se encuentre consigo misma en esa encar-nación específica. Además, la mente es la constructora del templo del alma, y cualquier cambio o reconstrucción del edificio inducidos desde afuera, que no ocurran en coordinación con el constructor y el ocupante como participantes por derecho y voluntad propios, se convierte en una violación de la ley espiritual. A la luz de esa interpretación de los hechos, la manipulación genética incluso si se tiene la más benévola de las intenciones bordea la intrusión criminal en los derechos divinamente otorgados a la persona, en particular si se practica en un feto o en un niño. Y si significa implantar genes de ratón o de mono en un cuerpo humano por la razón que sea, es absolutamente perverso. Es de suponer que un acto así conlleva terribles consecuencias kármicas para su bien intencionado autor. Incluso con fines terapéuticos, es ilegítimo, y puede interrumpir y retardar de manera grave el progreso del alma. La búsqueda de la sanación es por supuesto conveniente y correcta, pero sólo a través de medios apropiados. El mejor medio es un enfoque holístico, como el recomendado por Cayce, simplemente porque cumple con las leyes superiores, y ofrece la mayor esperanza de permanencia. No puede haber desequilibrio en los resultados cuando cuerpo, mente y alma son tratados como uno solo, en un proceso de sanación coordinada. Cayce trató con éxito en esta forma muchas dolencias heredadas, e insistió en que no hay enfermedades incurables.13

La ciencia, en su respaldo al controvertido tema de la ingeniería genética, busca justificarse volviendo a los términos darwinianos, con argumentos en favor de la supervivencia del más fuerte. Pero reconociendo la validez de ese concepto con respecto al reino animal, Cayce dejó muy en claro que no aplica para el hombre. «Repasemos toda la historia», dijo. «¿Qué es lo que ha sobrevivido, la fuerza bruta

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o el desarrollo hacia Dios?». La pregunta era estrictamente retórica. Como él mismo lo anotó, se responde por sí misma.

Los adelantos de la alta tecnología están reestructurando nues-tro estilo de vida y no necesariamente para mejor. Ya asoma en el horizonte un supercomputador que responde 1000 veces más rápido que los modelos actuales. ¿Pero con qué fin? ¿Vamos a convertir-nos en víctimas de nuestra propia tecnología enloquecida en una especie de deshumanizante «computopía» del mañana? Shakuntala Devi, una de esas «calculadoras humanas» que puede producir en su cabeza en 50 segundos la raíz 23.ª de una cifra de 201 dígitos, dice que «es terrible la forma en que permitimos que las máquinas hagan por nosotros todo el trabajo nuestro que implica memoria». En una charla sobre niños prodigio, David Feldman un psicólogo de la Tufts University, se refirió a un bebé de diez meses llamado Adam que sobresaltó a sus padres un día al pedirles: «Por favor enséñenme logaritmos. Entiendo la característica, pero no entiendo la mantisa…».15 En el caso de esos prodigios se supone que debe involucrar algún tipo de procesamiento afín al cálculo. Pero Devi, por lo pronto, insiste en que los números simplemente brotan de su cabeza. Es claro que se trata de un fenómeno psíquico. Que es precisamente el punto. Recordemos la habilidad de Edgar Cayce en su juventud de dormir con un libro de texto bajo su almohada y despertar a la mañana siguiente con todo su contenido en la memoria, ¡sin haber dado vuelta a una sola página! Dijo el Cayce adulto: Todo el conocimiento está al alcance de cada individuo.16

(Para aprovecharlo, se nos encarece recurrir a lo divino en nuestro interior). ¿Será que la gente de la nueva raza madre estará mucho mejor dotada físicamente que nosotros, de tal manera que consi-derará obsoletos nuestros supercomputadores? Me inclino a pensar eso. Tiendo a creer que sus generaciones con mayor sintonía es-piritual verán la mayoría de nuestras actuales maravillas de la alta tecnología y se burlarán de ellas, por considerarlas simples artefactos obsoletos utilizados por sus antepasados aún no conscientes de su

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ilimitado potencial espiritual. En cuanto a ellos, sin dudar jamás de su verdadera identidad como hijos de Dios, no vacilarán en buscar su patrimonio como coherederos con el Cristo y cogobernantes, con Él, del universo. De hecho, cuando Él aparezca en medio de ellos, andarán y hablarán con Él en toda libertad, abriendo el corazón a sus promesas. Incluso ahora, como personas, nosotros podemos regocijarnos con ellos. Porque, ¿quiénes van a ser ellos, esas almas iluminadas del mañana, si no nosotros mismos que volvemos dentro de una espiral evolutiva superior?

La conmoción reina hoy entre los observadores oficiales de estrellas de este mundo. Por primera vez en la historia, los astróno-mos han podido reportar evidencia visual de «objetos parecidos a planetas» en órbita alrededor de distantes estrellas dentro de nuestra galaxia. Lo que anteriormente no había pasado de ser imaginativa especulación, ahora ha pasado a ocupar un lugar en el terreno de los hechos científicos.

El 3 de agosto de 1988, en distintos informes a la Unión As-tronómica Internacional,17 astrónomos estadounidenses y cana-dienses anunciaron sus hallazgos independientes basados en avan-zadas técnicas de observación en el campo del análisis del cambio de colores. Un total combinado de diez avistamientos planetarios de diez estrellas en estudio, llevaron al jefe del equipo canadiense a sugerir que la mayoría de las estrellas podrían tener compañeros planetarios, agregando que eso podía interpretarse como una señal de que en el universo existen otras tierras habitables además de la nuestra.

Una vez más, la ciencia está empezando a ponerse a nivel con la sabiduría psíquica.

Ya en el siglo dieciocho, en un pequeño tratado titulado Earths in the Universe [Tierras en el universo], el connotado científico sueco que se volvió psíquico, Emmanuel Swedenborg, incomodó a sus

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excolegas de la comunidad científica al declarar de manera in-equívoca su convicción de que ¡«existe una pluralidad de mundos» y «que la raza humana no es sólo de la tierra, sino de un sinnúmero de tie-rras»! Después respaldó esa convicción con su testimonio personal de visitas psíquicas en estado etérico a un número de planetas de nuestro sistema solar, a los cuales pudo llegar y pen-etrar mediante la modificación, en cada caso, del ritmo vibratorio de su propia forma etérica para que coincidiera con el del planeta específico que estuviera visitando. En cada uno encontró espíritus habitantes parecidos a los humanos, y se comunicó con ellos. De estas experiencias, pudo establecer a su entera satisfacción que tiempo y espacio son conceptos relativos que cobran realidad solo en la mente sensitiva del hombre, y son de escaso significado, si es que tienen alguno, en el terreno espiritual.

En otra parte del mismo libro, en un pasaje místico, Sweden-borg nos dice que «todo el cielo es semejante a un hombre», o sea al Cristo. Este concepto esotérico también se encuentra, con alguna elaboración, en los escritos del filósofo suizo Paracelso, del siglo dieciséis. «El cielo es hombre, y el hombre es cielo», escribió, «y todos los hombres juntos son el cielo, y el cielo no es otra cosa que el hombre». Luego, en otra observación, Paracelso se las arregla para entregarnos una llave astrológica que nos conecta maravi-llosamente con las revelaciones psíquicas de Edgar Cayce: «Por lo tanto», agrega misteriosamente, «la bóveda estrellada se imprime en el cielo interior de cada hombre».19

Una completa interpretación de los pasajes anteriores, a la luz de las lecturas de Cayce, debe empezar con nuestro entendimiento de que cada uno de nosotros es parte integral de la Conciencia Universal o Dios. Esto incluye, se nos dice, las estrellas, los planetas, el sol y la luna.20

Aunque conservamos nuestra individualidad, también tenemos nuestra unicidad entre nosotros y con la Mente Creadora o el Cristo, de quien somos seres individuales, «corpúsculos del flujo vital del

Los gobernantes del Universo

268 • La Historia del Alma

Redentor», como lo expresa Cayce metafóricamente.21

En cuanto a los compañeros planetarios de la Tierra, nuestra fuente psíquica dice de ellos que representan «fases de nuestra conciencia», y cada uno en su ámbito individual está relacionado con nosotros.22 Esa relación se vuelve específica en una maravillosa lectura psíquica que habla del pasaje de nuestro Guía a través de esas distintas fases o etapas de conciencia en el desarrollo de Su propia alma, como también se tornan necesarias en el nuestro.23 (Porque, si no pasa por cada una de esas etapas del desarrollo, la entidad-alma en evolución no puede alcanzar la vibración apropiada u obtener el dominio de las leyes universales suficiente para avanzar y finalmente pasar de este sistema solar a las esferas exteriores).24 Entonces, en el desarrollo de un plano a otro, como lo ha demostrado la expe-riencia de nuestro Guía, la carne provee la «parte que prueba» el alma. Porque la trasgresión original del espíritu fue el descenso a la forma carnal en el principio, lo que se le había ordenado no hacer;25 y es la carne, en últimas, lo que se debe dominar.

En el medioambiente de Mercurio, la entidad-espíritu aprende a dominar aquellas fuerzas mentales que el alma en evolución necesita en sus recorridos terrenales, para bien o para mal. Las lecciones de Venus aplican al principio de amor. Cayce llamó al amor «el aceite de salvación»; porque posibilita la naturaleza misericordiosa, lo cual permite al alma salir más pronto de la rueda kármica para ser cubierta por la protectora ley de la gracia. (El karma, para quienes no están familiarizados con el término, es simplemente la ley de causa y efecto, llevada de una encarnación a otra). En las fuerzas de Marte, el duro campo de estudio inculca el coraje ante la adversidad, así como a superar la ira. En Júpiter se encuentra la fortaleza, unida a las fuerzas ennoblecedoras. Saturno es esa esfera a la cual es desterrada la entidad-espíritu cuando el alma no aprende sus lecciones, y debe empezar una vez más, borrando el pasado. En Urano tiene lugar el desarrollo psíquico, mientras en Neptuno las fuerzas místicas revelan sus secretos al alma. Plutón (llamado

Septimus en lecturas que Cayce dio antes de que en 1930 la ciencia moderna redescubriera a Plutón) parece estar relacionado con la evolución de la más elevada o cósmica conciencia de una entidad. Se le nombra como punto de salida de este sistema solar.

En cuanto a la salida de nuestro Guía, se nos dice que Él se fue a Arcturus después de Su Ascensión. Curiosamente, el renombrado místico y erudito de la Biblia, E. W. Bullinger, nos dice que «Arcturus significaba Él vino».26 Es una estrella mencionada dos veces en el Libro de Job, del cual, como ya se ha observado, fue autor Melquisedec. Cayce identifica a Arcturus —«esa luz gloriosa»— como la estrella del Cristo-niño, que guió a los Reyes Magos en su viaje a Belén.27 La lectura 5749-14 lo llama sol central de nuestro universo.

¿Será que cada alma, como el Cristo, tiene una estrella con la cual identificarse? Esta sorprendente posibilidad se insinúa en una lectura de vida que dio Cayce, en la cual habla de «las propias actividades de la entidad como una nueva estrella en el universo...».28

En nuestra tridimensional Tierra, encontramos que tiempo, espacio y paciencia son la «utilería» de nuestro desarrollo en curso. Otros mundos, otras dimensiones. Pero percibidas desde el espíritu, se nos dice, esas diferentes dimensiones sirven solo como instru-mentos para educar al alma en evolución con miras a su completa conciencia espiritual propia. (En la conciencia interior del Eterno Ahora, todas las dimensiones son una sola).

Entretanto, ¿a dónde nos lleva el próximo recodo del río antes de que nuestro viaje evolutivo nos lleve a Casa? El hombre, está claro, no fue hecho solo para este mundo. Todos los mundos, se nos asegura, son obra de la mano del Señor, y son nuestros para poseerlos y nuestros para usarlos como uno con Él. Porque el Crea-dor ha dado a las almas de los hombres —y mujeres (porque con ellos son como uno)— la capacidad de dominar no solo la tierra sino el universo.29

En cuanto a nuestro destino final, ese es seguro. El final está donde estuvo el principio. Está más allá de los límites del universo

270 • La Historia del Alma

visible que nos rodea. En ese lugar, en ese reino, no se necesita el sol, ni la luna, ni las estrellas. Porque el Señor es la Luz de allí.

Cristo es la última palabra de la evolución, como una vez dijo alguien, porque Él fue el primero. Alfa es también Omega. Su Palabra hizo nacer a todos y guía a todos de regreso al Uno.

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NOTAS

PRÓLOGO1. Véase Edgar Cayce, lectura 5023-2.2. v. The Complete Prophecies of Nostradamus, Traducido y editado por Henry C. Roberts; Nostradamus, Inc.: Jericho, NY, 1978; Centuria I, Cuarteta 87.3. v. Meister Eckhart, A Modern Translation by Raymond B. Blakney; Harper & Bros., New York, 1941; pág. 233.4. v. Cayce, 364-9. (Reformulado en 364-10 como simplemente «estar cerca de la naturaleza»).5. v. Walden and Other Writings, por Henry David Thoreau; Modern Library; Random House: New York, 1950; pág. 275.6. v. Cayce, 2072-10.7. v. The Universe and Dr. Einstein, por Lincoln Barnett; William Sloan, Associates: New York, 1957; pág. 1058. v. Cosmic Religion, with Other Aphorisms and Opinions, por Albert Einstein; Covici Friede: New York, 1931; pág. 98.9. v. Cayce, 2630-1.

CAPÍTULO 21. Véase Cayce, 3508-1.2. Ibid., 1770-2.3. Ibid., 262-52.4. Ibid., 2872-3.5. Ibid., 5756-10.6. v. «Introduction», The Secret Doctrine, por H. P. Blavatsky; Theo-sophical University Press: Pasadena, California, 1963; vol. l, pág. Xli.7. v. Cayce, 364-9.8. Ibid., 5681-1 y 281-9.9. v. Isaías 14:12,13 (NVI).

Notas

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10. v. Isis Unveiled, por H. P. Blavatsky; Theosophical University Press: Pasadena, Calif., 1960; pág. 299.11. v. Cayce, serie 443. También 440-13.12. v. The Apocryphal New Testament, Traducido por M. R. James; Ox-ford University Press: London, ed. 1975; págs. 174-178,13. v. «The Forgotten Books of Eden», The Lost Books of the Bible and the Forgotten Books of Eden;The World Publishing Co.: Cleveland, Ohio, ed.1962; pág. 91.14. v. Lucas 10:18 (NVI).15. v. Apocalipsis 12:7-9 (NVI).16. v. Cayce, 3037-1.17. v. Isaías 45:6,7 (NVI).18. v. Cayce, 412-9.19. Ibid., 524-2.20. Ibid., 900-16.21. Ibid., 900-70.22. Ibid., 262-89.

CAPÍTULO 31. Véase The Secret Doctrine, Blavatsky; vol. 1, pág. 98.2. v. The Symbiotic Universe, por George Greenstein; William Morrow & Co., Inc.: New York, 1988; pág. 191.3. v. Juan 12:32 (NVI).4. v. Cayce, 5757-1.5. v. Isis Unveiled, Blavatsky; vol. 1, pág. 429.6. v. The Symbiotic Universe, por Greenstein.7. v. Cayce, 262-52.8. v. «Cosmic Strings», por Alexander Vilenkin; Physical Review, American Physical Society. Octubre, 1981; págs. 2082-2089

CAPÍTULO 41. Véase Cayce, 262-57.2. Ibid., 2072-8.3. v. Lucas 21:19 (NVI).

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4. v. «Two Primeval Galaxies Believed Detected»; The Washington Post, Enero 14, 1988.5. v. «Universe Is Over 70 Billion Years Old»; San Francisco Sunday Examiner & Chronicle, Diciembre 24, 1972.6. v. Cayce, 254-67 y 5749-5.7. Ibid., 900-422.8. Ibid., 699-1.9. Ibid., 900-70.10. Ibid., 3384-2. También v. Cayce, 137-81 (sobre: «la mente de cada átomo»).

CAPÍTULO 51. Véase Cayce, 3491-1.2. Ibid., 262-114.3. Ibid., 3744-4.4. Ibid., 262-80 y 900-31.5. Ibid., 262-88.6. Ibid., 262-52, 262-119, y 254-67.7. Ibid., 262-99.8. Ibid., 262-56.9. Ibid., 262-99.

CAPÍTULO 61. Véase Cayce, 1554-6.2. Ibid., 5749-14.3. Ibid., 3660-1.4. Ibid., 5755-2.5. Ibid., 900-348.6. Ibid., 699-1.7. v. The Secret Doctrine; vol. 2, pág. 190. 8. v. A Treasury of Traditional Wisdom, Editado por Whitall N. Perry; Simon & Shuster: New York, 1971; pág. 750.9. v. Cayce, 900-89 (también 699-1, sobre: «dioses en ciernes»).10. Ibid., 1201-1.

Notas

274 • La Historia del Alma

11. Ibid., 689-1.

CAPÍTULO 71. Véase Cayce, 364-13. (También v. 364-4, sobre: desaparición pre-atlante).2. v. The Lost Continent of Mu, por Cnel. James Churchward; William Edwin Rudge: New York, 1926.3. Publicado por la Theosophical Publishing Society, London, 1904.4. v. Cayce, 2665-2.5. Ibid., 364-13.6. Ibid., 281-25.7. Ibid., 5748-6.

CAPÍTULO 81.Véase The Collected Dialogues of Plato, Editado por Edith Hamilton y Huntington Cairns; Bollingen Series LXXI, Bollingen Foundation; Pantheon Books: New York, 4.a ed. 1966.2. v. Atlantis, The Eighth Continent, por Charles Berlitz; G. P. Putnam’s Sons: New York, 1984; pág. 171.3. v. Cayce, 364-4, 364-6, 262-39 y 470-22.4. Ibid., 958-3.5. Ibid., 5750-1.6. v. The Books of Charles Fort, Publicado para la Fortean Society, con Introducción de Tiffany Thayer; Henry Holt & Co.: New York, 1959; págs. 172-174.7. v. Cayce, 1219-1 y 884-1.8. v. Eclesiastés 1:10 (NVI).9. v. Cayce, 364-1. (También v. Génesis 10:25, NVI).10. v. A Dweller on Two Planets, por Phylos el Tibetano; Harper & Row: San Francisco, 1987.11. v. Cayce, 364-4.12. Ibid., 364-10 y 364-11.13. Ibid., 364-4 y 364-10.14. v. The Secret Doctrine; vol. 2, págs. 284-285. 15. Ibid., 262-3.

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16. v. Cayce, 2390-1 y 364-7.17. Ibid., 364-7.18. Ibid.19. Ibid., 364-4.20. v. A Dweller on Two Planets; Borden ed., 1952; pág. 221.21. v. Cayce, 2072-10.22. Ibid., 5750-1.23. Ibid., 440-5.24. Ibid.25. Ibid., 2072-10.26. Ibid., 5755-1.27. Ibid., 364-3.28. v. Isis Unveiled; vol. 1, pág. 278.29. v. Cayce, 364-4.30. Ibid., 1859-1.31. Ibid., 364-11 y 262-39.32. Ibid., 364-8.33. Ibid., 263-4.34. Ibid., 440-5.35. Ibid., 640-1.36. Ibid., 621-1.37. v. Apocalipsis 2:14 (NVI).38. v. Cayce, 823-1.39. Ibid., 3271-1.40. Ibid., 602-7.41. Ibid., 2794-3.42. Ibid., 3184-1, 3031-1, 3069-1, 3029-1 y 2850-1.43. Ibid., 2794-3 y 3029-1.44. Ibid., 440-5.45. Ibid., 378-16 y 3976-15; también 958-3.46. v. The Books of Charles Fort, con Introducción de Tiffany Thayer; Publicado para la Fortean Society por Henry Holt & Co.: New York, 1959 ed.

Notas

276 • La Historia del Alma

CAPÍTULO 91. Véase «Did Stone Age Hunters Know a Wet Sahara?»; The Washing-ton Post, Abril 30, 1988.2. v. Cayce, 364-13.3. Ibid., 5249-1, 3976-15 y 826-8.4. v. The Path of the Pole, por Charles H. Hapgood; Chilton Book Co.: Philadelphia, 1970; pág. 294.5. Extraido del Prólogo a la primera edición, por Albert Einstein, The Path of the Pole (citado arriba); pág. xiv.6. v. Cayce, 5748-6.7. v. «The Moon’s Ancient Magnetism», por S. K. Runcorn; Scientific American, Diciembre 1987.8. v. «Ancient Magnetic Reversals: Clues to the Geodynamo», por Ken-neth A. Hoffman; Scientific American, Mayo 1988.9. v. Exploring Our Living Planet, por Robert D. Ballard; National Geo-graphic Society: Washington, D.C., 1983; pág. 31.10. v. Cayce, 364-8.11. Ibid., 5748-4. (Véase toda la serie 5748 para información detallada sobre el Consejo de los 44, con corrección de fecha dada en lectura 262-39).12. Ibid., 5249-113. Ibid., 5748-6.14. Ibid., 294-142.15. Ibid., 5748-4.

CAPÍTULO 101. Véase Cayce, 364-13, para presentación detallada de los cinco gru-pos raciales y su importancia.2. v. Cayce, 390-2.3. Ibid., 3121-1.4. Ibid., 1391-1 y 254-91.5. Ibid., 3744-4.6. v. A Commentary on the Revelation, basado en 24 discursos psíquicos de Edgar Cayce; A.R.E. Press: Virginia Beach, Va., (sin fecha).7. v. Cayce, 338-3.

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8. Shambhala Publications, Inc., Berkeley, Calif., 1971.9. Extraído de edición publicada por Harper & Bros., New York, 1959, basada en una traducción de grupo del texto copto original. (Logion 11).10. v. Cayce, 288-29.11. v. «Adam (Higher Aspect)», Dictionary of All Scriptures and Myths, by G. A. Gaskell; The Julian Press, Inc.: New York, ed.1969; págs. 23-24.12. Cayce, 2067-7.13. Ibid., 3976-9.14. Ibid., 5373-1.15. Ibid., 3188-1.16. v. Atlantis: The Antediluvian World, por Ignatius Donnelly; Harper & Brothers: New York, 1949, ed. Revisada; págs. 177-179.17. v. «Adam», The New Smith’s Bible Dictionary; Doubleday & Co.: New York, 1966.18. v. Cayce, 364-13.19. Ibid., 5023-2. (v. también: Mysterium coniunctionis, por C. G. Jung; pág. 399).20. Ibid., 5748-5 y 281-42.21. Ibid., 294-151, y el artículo en dos partes: «As Above, So Below», por W. H. Church, The A.R.E. Journal, Virginia Beach, Va., Vol. IX, Nos. 3 y 4, que cita a Jung y otras Fuentes para corroborar la conexión Enoc-Hermes y la atribución de la Gran Pirámide a Hermes.22. v. Cayce, 1179-2.23. Ibid., 2126-1.24. Ibid., 2481-1.25. v. «The Istanbul-Chicago Universities’ Joint Prehistoric Proj-ect–1980 and 1981», Research Reports, Vol. 21, The National Geo-graphic Society, y posteriores publicaciones de prensa sobre el proyecto Cayonu por la Universidad de Chicago (1986, 1987).26. v. «The Lucy Caper», The Bone Peddlers, por Wm. R. Fix; Mac-millan Publishing Co.: New York, 1984. Capítulo 6.

CAPÍTULO 11

Notas

278 • La Historia del Alma

1. Véase Cayce, 294-147.2. Ibid., 5755-1.3. Ibid., 294-147 y 294-151.4. Ibid., 281-42.5. v. The Lives of Edgar Cayce, por W. H. Church (Harper & Row: San Francisco, 1984). Capítulo 5.6. v. Cayce, 1021-3.7. v. The Lives of Edgar Cayce (Datos documentales que relacionan a Hermes con Enoc); págs. 78-79.8. v. Cayce, 5755-1.9. v. Cayce 294-151, y Secrets of the Great Pyramid, por Peter Tomp-kins; Harper & Row: New York, 1971; pág. 218.10. v. The Secret Teachings of All Ages, por Manly P. Hall (Philosophical Research Society: Los Angeles, 1972. Capítulo XXXVII.11. v. Aion, by C. G. Jung; «Collected Works», Vol. 9, Bollingen Series XX; Princeton University Press: Princeton, N.J., 1959; págs. 201-202.12. v. The Secret Books of the Egyptian Gnostics, por Jean Doresse; The Viking Press: New York, 1960; pág. 243.13. v. The Secret Doctrine; vol. 2, pág. 534.14. v. Cayce, 1662-2.15. v. «Uriel», A Dictionary of Angels, por Gustav Davidson; The Free Press: New York, 1967.16. v. Cayce, 262-57.17. Ibid., 281-25.18. Ibid.

CAPÍTULO 121. Véase Cayce, 877-10.2. Ibid., 2067-4.3. Ibid., 877-10.4. Ibid., 877-10 hasta 877-12.

CAPÍTULO 131. Véase Cayce, 1472-10.

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2. Ibid., 364-13.3. v. «Arya», The Encyclopaedia Britannica; 11.a ed. (1910-1911).4. v. Cayce, 294-152.5. Ibid., 870-1. (Nota: Gladys Davis, secretaria de Edgar Cayce, inicialmente registró en esta lectura la fecha de 858 a.C., pero en una nota a pie de página posterior ella modificó la fecha a 8058 a.C. Cuando el autor le preguntó al respecto, ella explicó que solo había caído en cuenta más tarde, con base en los datos contenidos en otras lecturas de vida sobre el período persa, que el señor Cayce seguramente dijo «ochenta cincuenta y ocho» en esa ocasión y no «ocho cincuenta y ocho» como ella anotó en su libreta de taquigrafía de ese momento. Esta fecha modificada no solo coincide con la información de varias lecturas de vida que implican un regreso bastante rápido del período egipcio a la experiencia persa, sino que en términos más generales se con-firmó en la lectura 962-1, en la cual se dice que el reino de Creso II, conquis-tado por Uhjltd, tuvo lugar «de siete a diez mil años a.C.»).6. v. Cayce, 364-7. (Véase también 288-6 y 288-48).7. The Encyclopaedia Britannica; 11.ª ed.8. v. Cayce, 1258-1.

CAPÍTULO 141. Véase «Introducción», The Great Journey: The Peopling of Ancient America, por Brian M. Fagan; Thames & Hudson, Inc.: New York, 1987.2. v. The Ancient Maya, por Sylvanus G. Morley y George W. Brainerd; Revisado por Robert J. Sharer; Stanford University Press: Stanford, Calif., 4.a ed. 1983; págs. 465-467.3. v. Cayce, 5750-1.4. Ibid., 1215-4.5. Ibid., 3253-2.6. v. «Riddle of Costa Rica’s Jungle Spheres», por James O. Harrison; Science Digest, Junio 1967.7. v. Cayce, 2438-1.

CAPÍTULO 15

Notas

280 • La Historia del Alma

1. Véase Cayce, 364-3.2. Ibid., 470-22 y 364-4.3. v. «Science Notebook», The Washington Post, Junio 16, 1986. (Artícu-lo resumido en Junio 23, 1986).4. v. Cayce, 262-55.5. Ibid., 364-4.6. Ibid., 1998-1, 315-4, y 1681-1.7. Ibid., 3541-1.8. Ibid., 1489-1.9. Ibid., 2365-2.10. Ibid., 470-2.11. Ibid., 3611-1.12. Ibid., 1909-1.13. Ibid., 2686-1.14. Ibid., 4713-1.15. Ibid., 2887-1.16. Ibid., 1681-1.17. Ibid., 1859-1.18. Ibid., 1616-1.19. v. Flying Saucers: A Modern Myth of Things Seen in the Skies, por C. G. Jung; Routledge & Kegan Paul: London, 1959; págs. 128-131.

CAPÍTULO 161. Véase Cayce, 262-28.2. Ibid., 281-63.3. Ibid., 262-28.4. Ibid., 364-9.5. Ibid., 115-1.6. v. Symbols of Transformation, Collected Works; vol. 5, pág. 333.7. v. Génesis 12:1 (NVI).8. v. «Jerusalem», The New Smith’s Bible Dictionary.9. v. Cayce, 364-9.10. Ibid., 364-749, 5023-2, 362-1 y 5749-14.11. v. An Introduction to the Cabala, por Z’ev ben Shimon Halevi;

• 281

Samuel Weiser, Inc.: New York, 1972; pág. 1712. v. Hebreos 7:3 (NVI).13. v. Cayce, 5749-14.14. v. Génesis 12:7 (NVI).15. v. Cayce, 3744-3.16. Ibid., 262-55.17. Ibid., 3976-15.18. v. Josué 10:12-14 (NVI). (Nota: Procedentes de China, los antiguos Anales de Bambú hablan de un día hace unos 3000 años «en que amaneció dos veces en un lugar llamado Zheng». ¿Un dato basado en conjeturas, tal vez? De todos modos, pensamos en el reloj de sol de Acaz... ¿O podría haber sido, de hecho, un acontecimiento que históricamente coincidió con la detención que Josué hizo del sol en Gabaón? En la lectura 470-22, la fecha del éxodo se sitúa en 5500 a.C., lo que significaría, de ser correcto, que la batalla de Josué en Gabaón medio siglo más tarde fue mucho antes de aquel fenómeno solar en Zheng hace unos 3000 años. Pero en una aparente corrección, la lectura 3976-26 se refiere a la época de Josué como «hace 3200 años». Esa datación modificada también concuerda con las fuentes de referencia bíblicas. Lo sufi-cientemente cercana a los Anales de Bambú como para que amerite ser tenida en cuenta).19. v. Isaías 38:7,8 (NVI).20. v. Cayce, 1929-1, 333-2, y 518-1.21. v. Salmos 118:22 (NVI). (Nota: El salmo 117, en la versión del Rey Jaime, no sólo es el más corto, sino también el capítulo central de esa traduc-ción en particular de la Biblia, por cualquier importancia esotérica que eso pueda tener para algunos. Constituye el capítulo 595, con exactamente 594 capítulos a cada lado, para un total de 1188 capítulos entre ellos. Otra forma de expresar el salmo 118, versículo 8, podría ser 118:8. ¿Significativo? Tal vez. Entretanto, si tenemos en cuenta, como lo hemos hecho, el versículo 22 del salmo 88, que se identifica con el Cristo, cualquier estudiante de numerología sabe que el 22 es un número maestro asociado específicamente al Cristo. Para verificar este punto, consulte las págs. 176-177, Numerology and The Divine Triangle, por Javane and Bunker. Por último, la investigación muestra que

Notas

282 • La Historia del Alma

el Apocalipsis comprende exactamente 22 capítulos y 404 versículos (404 se puede reducir al número maestro 44). El versículo 8, del capítulo inicial, tiene al Señor identificándose a Sí mismo como «Alfa y Omega, el principio y el fin». Esta identificación también es reiterada en el capítulo final, que es el capítulo 22. Si volvemos brevemente al 595 antes mencionado, en nume-rología es un número reducible a Uno. Y también lo es el 118. Y también lo es el 1189, que representa el total combinado de los capítulos de la Versión del Rey Jaime, incluido el 595. ¿Pura coincidencia? Es muy posible. Pero también es posible que represente la maestría esotérica de algún traductor de la Biblia conocedor del simbolismo del Uno).22. v. Cayce, 5023-2.

CAPÍTULO 171. Véase The Secret Doctrine; vol. 1, pág. 364.2. v. The Mound Builders, por Robert Silverberg; Ohio University Press: Athens, Ohio, ed. 1986; pág. 199.3. v. Cayce, 5750-1.4. Ibid., 3528-1.5. v. «Jews May Have Beat Columbus»; San Francisco Chronicle, Octu-bre 19, 1970.6. v. Cayce, 1298-1.7. Ibid., 3528-1.8. v. «8,000-Year-Old Genetic Link Found»; The Washington Post, Mayo 6, 1988.9. v. Cayce, 1434-1.10. Ibid., 3179-1.11. Ibid., 884-1.

CAPÍTULO 181. Véase Cayce, 438-1.2. Ibid., 1298-1.3. Ibid., 583-3.4. Ibid., 1210-1.5. Ibid., 3651-1.

CAPÍTULO 191. Véase Cayce, 3976-18.2. Ibid., 1602-3.3. Ibid., 5748-5 y 294-151.4. Ibid., 826-8.5. Ibid. 3976-15 (v. nota a pie de página de GD 12/20/34).6. v. Cayce, 1152-11.7. Ibid., 470-35.8. Ibid., 3420-1.9. Ibid, 3976-29 y 900-272.10. Ibid., 1352-4.11. v. «Animals as Donors», por Robin Marantz Henig; The Washington Post («Ethics» Supplement), Enero 26, 1988.12. v. «Jeremy Rifkin Is a Little Worried About Your Future», por David Van Biema; The Washington Post Magazine, Enero 17, 1988.13. v. Cayce, 3744-1.14. Ibid., 900-340.15. v. «Prodigies and the Arithmetic of Genius», por Michael Kernan; The Washington Post, Diciembre 13, 1987.16. v. Cayce, 333-6.17. v. «Scientists Report 10 Planet-like Objects Circling Distant Stars»; The Washington Post, Agosto 4, 1988.18. v. Earths in the Universe, por Emanuel Swedenborg; The Sweden-borg Society: London, ed. 1970; párrafo 2.19. v., Paracelsus: Selected Writings, Editado por Jolande Jacobi; Bol-lingen Series XXVIII, Princeton University Press: Princeton, N.J., 1969; págs. 39-40.20. v. Cayce, 2794-3.21. Ibid., 1391-1.22. Ibid., 1567-2.23. Ibid., 900-10.24. Ibid., 900-16.25. Ibid., 262-99.

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26. v. The Witness of the Stars, por E. W. Bullinger; Kregel Publications: Grand Rapids, Michigan, ed. 1981; pág. 42.27. v. Cayce, 827-1.28. Ibid., 1695-1.29. Ibid., 4082-1, 5755-2 y 1486-1.

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290 • La Historia del Alma

Wood, Robert Muir. The Dark Side of the Earth; London: George Allen & Unwin, 1985.

ACERCA DEL AUTOR

W. H. Church (1917-2006) fue autor de muchos artículos muy bien investigados y exitosos, publicados en el A.R.E. Journal en un lapso de más de dos décadas. Escribió libros sobre diversos aspectos del fenómeno de Edgar Cayce. Uno de los más conocidos es una biografía de reencarnaciones, The Lives of Edgar Cayce; así como Edgar Cayce’s Astrology for the Soul, del que fue coautor con Margaret Gammon. Church fue miembro vitalicio de la Asociación fundada por Edgar Cayce. Su carrera literaria se inició como escritor con un premio obtenido por sus libros de ficción para niños y más tarde como periodista independiente en diversas publicaciones, entre ellas el principal periódico en inglés de Tokio, The Asahi Evening News.

292 • La Historia del Alma

Descubra el legado de Edgar Cayce

A.R.E.®, Association for Research and Enlightenment*, Inc., es la organización sin fines lucrativos que fue fundada en 1931 por Edgar Cayce (1877-1945). La ARE conserva, investiga y difunde las lecturas psíquicas de Edgar Cayce: una amplia fuente de información que atrae a personas, de diversas culturas y tradiciones espirituales, quienes en ella encuentran principios y consejos que transforman su vida beneficiosamente.

La obra de la ARE se extiende desde su sede en Virginia Beach a muchos lugares del mundo; donde socios y amigos demuestran su amor por Dios y la humanidad realizando seminarios, charlas y otras actividades edificantes. Toda persona interesada es animada a participar en programas sobre diversos temas, como: medicina holística, sueños, reencarnación, facultades psíquicas, oración, meditación y desarrollo espiritual.

La ARE fomenta la creación de grupos de estudio para el desarrollo espiritual; organiza conferencias y encuentros para jóvenes; publica una revista bimestral y numerosos libros cada año; dirige un grupo de oración localmente y vía internet; cuenta con un centro educativo de masaje holístico y un centro de salud que ofrece terapias naturales. Además, está asociada con Atlantic University, la cual ofrece un plan de estudios holísticos que conduce a una maestría en Estudios Transpersonales.

* Traducción: Asociación para la Investigación y la Iluminación.

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a búsqueda holística se basa en la premisa de que la salud verdadera integra los aspectos físicos, mentales y espirituales de la vida. Es una aventura del alma.

Por un lado, ciertas personas se preo-cupan casi exclusivamente de los asuntos materiales. Luchan por ganarse la vida o cumplir con sus responsabilidades diarias, de modo que les queda poco tiempo o energía para satisfacer sus necesidades mentales y espirituales. Tal vez hasta nieguen la reali-dad de estas necesidades. Después de todo, algunos científicos sostienen que sólo somos animales complejos. Desde esta perspectiva, lo que experimentamos como pensamientos, sentimientos y espiritualidad no son sino in-teracciones químicas en el cerebro. ¡La ilusión materialista es realmente poderosa!

Por otro lado, hay personas que están tan desconectadas de la vida material que llegan a descuidar aun su cuerpo físico. Es como si no estuvieran completamente encarnadas en este mundo. Para ellas, las cuestiones materiales pueden representar obstáculos insuperables.

La mayoría de la gente se halla en algún punto entre estos dos extremos, haciendo lo que puede para mantener el equilibrio en su existencia y cuidar todo su ser. La vida es un viaje misterioso. En cierto modo, las diversas religiones y filosofías son como mapas de la realidad. Probamos diferentes itinerarios con la esperanza de que las cosas salgan lo mejor posible.

A mi parecer, el itinerario holístico tiene mucho sentido. Nos permite progresar y realizarnos; sin embargo, no es ni simple ni fácil. Primero debemos entender qué es la filosofía holística. Sólo entonces podemos adoptarla como estilo de vida y utilizarla para curarnos cuando nos enfermamos.

¿Qué es el holismo?Los que defienden la medicina alternativa

a menudo usan la palabra “holístico” con de-masiada libertad. Para ellos, el holismo puede referirse a cualquier cosa distinta de

— Continúa en pág. 2, La Búsqueda Holística— Continúa en pág. 3, Karma y Gracia

oy, quienes estamos en búsqueda de nuestra propia espiritualidad personal, reconocemos la influencia del karma y la gracia. Vamos a investigar estas dos fu-erzas, y para hacerlo debemos comenzar por el principio.

Al concebirnos, Dios nos otorgó los dones de la conciencia individual y el libre albedrío. A través de estos dones, seríamos capaces de reconocernos a nosotros mismos como tales y sin embargo elegir ser uno con el Todo (Dios, los otros y nosotros mismos). Sólo con una conciencia independiente y el libre albedrío podríamos optar por ser compañeros de Dios y sus co-creadores. Sin embargo, a menudo estos poderes se comparan con una espada de doble filo, porque nos pueden llevar hacia la unidad celestial o hacia el egoísmo infernal. Cada uno de nosotros debe aprender cómo poner nues-tra mente y voluntad en armonía más cercana con Dios. Pero el aprendizaje implica errores, y los errores de la mente y la voluntad pueden ser muy dañinos.

Por lo tanto, antes de que estos dos grandes dones (conciencia y libre albedrío) nos fueran dados, Dios estableció una ley sencilla pero universal: todo lo que hagamos con nuestra mente y voluntad regresa a nosotros, no como castigo o represalia sino como educación y esclarecimiento. La finalidad de esta ley es que apreciemos los efectos de nuestros pensamientos, palabras y acciones individuales en Dios, en las demás personas e inclusive en nosotros mismos. Reconocemos esta ley al decir, “Lo que damos es lo que recibimos”. Así está escrito en las escrituras: “Cosecharás lo que siembras”; “Con la misma vara que mides serás medido”.

Este boletín es uno de los beneficios reservados para los miembrosEl Centro de Edgar Cayce

— Continúa en pág. 3, Las Estrellas del Alba

dgar Cayce comentó al leer los registros akáshicos que nuestras almas fueron concebidas por una “Conciencia Universal” y que tenemos un rol eterno ante este Creador. Los antiguos Egipcios nos denominaban “pequeños dioses”, y nos con-sideraban estrellas en los cielos de la mente de Dios. En una ocasión Cayce citó un versículo del Libro de Job: “...cuando alababan todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los hijos de Dios”. Al hacerlo, Cayce afirmó que esta cita se refería a una experiencia real de nuestras almas en tiempos primitivos. En los versículos cercanos, Dios demanda que Job busque en su corazón las respuestas de algunas preguntas muy extrañas, como: ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra? Tanto para Job como para cada uno de nosotros hoy, esta pregunta es realmente rara. Nos sentimos tan conectados a la vida física... ¿cómo podríamos haber estado en algún sitio cuando se pusieron los cimientos de la Tierra? Sin embargo, estábamos. Allí estaba nuestra parte divina, hecha a la imagen del Creador.

Según esta leyenda, en esa primera mañana, cuando la vida comenzaba a asomar y nuestras mentes jóvenes se encendían con sus maravillas, nosotros los pequeños dioses comenzamos a explorar el cosmos. Como niños exploramos las numerosas mansiones de morada de nuestro Padre y descubrimos maravilla tras maravilla. A su debido tiempo algunos de nosotros arribamos a este sistema solar actual, con su hermosa estrella y sus nueve planetas. Sin dudas, nuestra primera aparición no fue como encarnación, ya que en ese entonces no existían los cuerpos humanos. En los albores nosotros éramos mentes en la brisa, voces en el viento... voces proclamando la futura irrupción de la humanidad. Con gozo juvenil, deseábamos ingresar a este nuevo reino y explorar sus maravillas.

La Tierra no era el único planeta que

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