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Juanjo Conti LA MÁQUINA DE LOS CUENTOS Y OTRAS FICCIONES

La maquina de los cuentos y otras ficciones

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En este volumen Juanjo Conti nos invita a hacer una excursión por sus mejores cuentos, que fueron escritos entre los años 2007 y 2010. Si bien los relatos presentan temáticas muy diversas, todos tienen un punto en común: lo sorpresivo de sus finales. Y esto le dará un toque mágico a cada una de las narraciones, en las que el pasado, presente y futuro se combinan para dar vida a los más diversos personajes y objetos: unos padres que reciben una llamada en la que les es anunciado el trágico destino de su hijo —un estudiante de medicina—, unos pueblos de la Edad Media que están pasando por un conflicto bélico, como así también una magnífica máquina del futuro que es capaz de otorgarle a quien le inserte una moneda, brillantes ideas para crear las historias más originales.

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Juanjo Conti

LA MÁQUINA DE LOS CUENTOS

Y OTRAS FICCIONES

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Índice

Presentación

La Oficina Media 5

El hijo del escritor 10

Celular 14

El pelo en el jabón 18

El último en la cola 20

Instante cero 21

La máquina de los cuentos 24

La entrevista 29

Schwarzweiss (Un cuento épico) 30

Personajes 33

Dulce Poppy 34

Regreso a la máquina de los cuentos 38

Muchas gracias

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Presentación

Este pequeño libro, que tenés en tus manos, es una

compilación de algunos de los cuentos que escribí desde

mediados de 2007 a finales de 2010. Los géneros son

variados y en ellos intento desde regalarte un momento

divertido hasta plantear alguna idea para pensarla.

Mi nombre es Juanjo Conti y no soy un escritor

profesional. De hecho la literatura es mi hobby, como para

algunos puede ser el macramé o la jardinería ornamental.

Hace mucho tiempo que vengo leyendo libros y siempre me

pareció asombrosa la existencia de estos objetos. Hoy, casi

como un juego, completo este proyecto de editar algunas de

las cosas que escribí. Espero que te gusten.

Muchos amigos tuvieron que sufrir las primeras

versiones de mis cuentos y me fueron dando opiniones o

haciendo correcciones; en particular me gustaría

agradecerles a Joel, César y Melisa su colaboración en casi

todos los textos que integran este volumen.

Sin más preámbulos, los dejo con los cuentos. Sean

bienvenidos.

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La Oficina Media

Cuando Alfredo escuchó a la paloma arrullar desde

la ventana levantó su cabeza de la computadora y la miró.

Luego, como buscando una excusa para su momentáneo

descanso laboral, miró hacia el gran reloj rojo que colgaba

de una de las paredes de la oficina C del 3° piso. Eran las dos

menos cinco. El horario de trabajo ya terminaba, pero hoy le

tocaban horas extras y hasta las cinco no podría volver a su

casa.

Volvió su vista a la computadora y siguió

trabajando. Cumplir horas extras no era algo que le fas-

cinara. De hecho, con las siete horas que trabajaba diaria-

mente le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones, pero

el pago de las horas extras era un triunfo sindical y ser tan

desagradecido de no aprovecharlas sería una falta de

respeto imperdonable hacia los altos dirigentes del gremio.

Aprovechaba su tiempo ordenando cosas, leyendo noticias

en Internet y chateando con una puertorriqueña de

veintiséis años y rulos esponjosos (o al menos esto era lo

que Alfredo creía, pero la historia del plomero de estado

mental cuestionable que entra a los salones de chat

haciéndose pasar por mujeres de distintas nacionalidades

centroamericanas la dejaremos para otra ocasión).

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Otros en su misma situación eran Charly de

contabilidad, Oscar que realizaba el mismo trabajo que

Alfredo y un chico nuevo que todavía no encontraba su

lugar en la gran maquinaria de burocracia estatal. El chico

se llamaba Marcos.

—No se olviden de apagar la cafetera. —dijo

Graciela la secretaria, que completaba el quinteto de

personas que de mañana trabajaban en la C. Y así, con esas

palabras, marcó la hora de su salida en una tarjeta y sin

despedirse más que con esa advertencia, se fue.

Cuando el aroma a café quemado ya inundaba la

sala, Marcos se acercó y cumplió con el mandato de la

secretaria. Aprovechando que se había levantado hasta allí,

tomó un vasito de plástico y se sirvió un poco de café negro.

Con una cucharita de metal sacó azúcar del pote que todos

los meses Graciela llenaba con el aporte de dos pesos por

cabeza y se dispuso a beber. El color de la bebida, cual

néctar de los dioses en el imaginario de Marcos e ideal para

ese día lluvioso, se le presentaba negro y brilloso, casi con

un brillo del color de los rubíes. Pero cuando lo llevó a su

garganta...

—¡Puaj! —exclamó, y con la cara retorcida hizo

que la bebida, ahora más parecida a asfalto que a elixir,

pasara por su garganta.

—¿Qué pasó Marquitos? —le gritó Oscar desde el

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fondo. —¿No está rico el café de Graciela? —mientras con

una risa que lo desbordaba carcajeaba para sus adentros.

Oscar hacía veinte años que trabajaba allí y con nutrida

experiencia conocía las cualidades, si se permite el adjetivo,

culinarias de Graciela. Ya desde chiquita había demostrado

tener nulas, sino negativas, habilidades para la cocina. Su

primer intento fue un budín inglés de regalo para su madre

por el día de su santa, Santa Ana. Nadie puede a ciencia

cierta asegurar si era rico o si era feo, pero desde entonces ha

estado en la familia y es la mejor tranca para la puerta del

patio que la familia de Graciela nunca tuvo.

Ya recuperado de la experiencia organoléptica, y

mientras tiraba por el inodoro del baño el café que quedaba,

Marcos pronunció estas palabras, iniciadoras de un cambio

fundamental que se daría en la oficina:

No todo lo que reluce es oro.

Mientras su cabeza, como rebotando en el aire,

asentía sus propias palabras, los otros tres hombres de la

oficina dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo.

Aunque entre sí no se dieron cuenta de que todos miraban lo

mismo, en los ojos de los tres estaba el mismo brillo, y en

sus labios, la misma pregunta. Alfredo, decidido a conocer

la respuesta se puso de pie, aclaró su garganta y enunció:

Ni toda la gente errante anda perdida.

Casi sin dominar su cuerpo, Charly se paró sobre sus

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ciento veinte kilogramos y con su cabeza erguida, barba

canosa y cabellera ausente, dijo:

A las raíces no llega la escarcha.

El viejo vigoroso no se marchita.

Súbitamente Oscar, que miraba a todos como si

estuviera viendo fantasmas, con sus ojos bien abiertos y con

algo de vergüenza, apagó su cigarrillo y lanzó:

De las cenizas subirá un fuego.

El descoronado será de nuevo rey.

Silencio total.

¿Podría ser cierto?, ¿ser verdad lo que los tres

hombres estaban pensando? Oscar, Charly y Alfredo se

quedaron mirando a Marcos, Marquitos.

Marcos, que se había quedado con el vasito de café

en la mano hipnotizado al ver los repentinos movimientos y

manifestaciones de poesía, no supo que hacer. Lentamente

dejó el vaso sobre su escritorio y hasta amagó a darse vuelta

y salir despacito como Graciela, pero a él también le

tocaban horas extras hoy.

Entonces, quitándose la coraza con la que había

estado yendo al trabajo, dejó entrever una sonrisa y gritó:

Se forjará la espada rota.

La oficina se transformó en una imprevista

avalancha de gritos y aullidos, festejo y alegría. Gritos

como los que darían un grupo de Hobbits al bajar corriendo

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de una colina en La Comarca luego de realizar una

travesura. Sus tres compañeros se acercaron a Marcos, lo

saludaron con un apretón fuerte de manos, como si fuese su

primer día en la oficina y todos rieron juntos, felices de

haberse encontrado en el mundo oficinista.

Desde ese día las horas extras en la oficina C del 3°

piso ya no fueron las de antes; Alfredo, Charly, Oscar y

Marcos juegan a su juego de rol preferido mientras la

oficina se convierte en la Tierra Media.

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El hijo del escritor

El Dr. Martín Hogara observó a su hijo terminar de

leer la última página de un grueso volumen. Complacido

respiró profundamente.

Martín Hogara Jr. tenía dieciseis años y era digno

hijo de sus padres. El Dr. Martín Hogara era un escritor

reconocido y su madre, profesora en la carrera Licenciatura

en Letras de una prestigiosa universidad.

La verdad es que su hijo no había tenido siempre la

actitud pulcra y erudita hacia la literatura que hoy lo

revestía. Menos de un año atrás podía contar con los dedos

de su mano la cantidad de libros que había leído y no

pensaba requerir de la otra en mucho tiempo.

Martín era el capitán del equipo de fútbol de su

escuela, jugaba al básquetbol en un club de su barrio y

practicaba judo. Los fines de semana salía a correr por la

costa y una vez al mes se iba de pesca con su tío a un río

cercano. Por su puesto, los veranos practicaba natación. En

todos sus estilos.

No..., nada parecía demostrar que fuese a seguir los

pasos de sus progenitores, y esto verdaderamente tenía

preocupado a sus padres. La historia hubiera seguido su

curso si no fuera por lo que aconteció en cierta ocasión. En

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el verano de su décimo quinto cumpleaños, Martín se cayó

del techo de su casa.

Era diciembre y su papá le había pedido ayuda para

cambiar unas tejas del techo. El sol agobiante de verano al

mediodía lo iluminaba desde arriba y en un momento

empezó a sentirse mareado. Se le nubló la vista y de repente

sintió un fuerte golpe, o al menos eso es lo que recordaba.

Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital

con sus padres a su alrededor. Tenía una pierna quebrada y

vendas por todo el cuerpo. El yeso no le dejaba mover la

pierna y, asustado, preguntó que le había pasado. Su padre

con mucha calma lo tranquilizó y le explicó que se había

mareado y caído del techo de la casa. Le dijo que no se

preocupara, que en pocos días podría estar de regreso.

¡¿Qué no se preocupara?! Del sobresalto Martín

casi cayó de la cama. ¿Qué pasaría con su equipo de fútbol,

con la natación y el resto de los deportes que practicaba?

Éste, sin duda, no sería un buen verano.

Cuando regresó a su casa encontró su habitación

limpia como no había estado en años. Su mamá la había

acomodado especialmente para él. No había ropa ni pelotas

tiradas, la cama estaba tendida y por la ventana entraba una

agradable luz natural.

Ese primer día en casa fue terrible. El médico le

había mandado a quedarse en reposo por varias semanas y

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esto no le había hecho ninguna gracia. Todo lo contrario, lo

tenía de muy mal humor.

Durante la tarde, su padre fue a verlo. Le explicó

que no debía sentirse mal, que en cambio debía aprovechar

esa situación para hacer algo diferente. En ese momento

Martín notó que su papá cargaba bajo el brazo algunos

libros.

—Libros no, papá...

—Se que no te gustan mucho Martín, pero de verdad

pienso que deberías darle una oportunidad a éste. Se llama

Un capitán de quince años y fue uno de los primeros libros

que leí.

Martín miraba con desconfianza la cubierta del

libro. En ella, un chico que debía tener más o menos su edad

lo miraba desde un barco ballenero. Su padre, sin decir otra

palabra, salió de la habitación y cerró la puerta.

Cuando su papá fue a visitarlo al otro día, Martín lo

esperaba ansioso. El libro de Julio Verne le había fascinado

y, con mostrada ansiedad, le pidió otros. Su padre le llevó

clásicos del mismo autor como De la Tierra a la Luna, Viaje

al centro de la Tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino.

No pasó mucho tiempo hasta que Martín le pidió

nuevos libros y conoció Los viajes de Gulliver, la planta de

naranja lima de José Mauro de Vasconcelos y los vericuetos

de Daniel Sempere en la Barcelona de los años treinta.

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Las mañanas y las tardes se inundaban de palabras y,

por las noches, comentaba con su papá las obras que había

leído. Incluso su madre una tarde se animó y le acercó un

libro de poemas. Más allá de la indiferencia con la que se

había relacionado en su vida con la poesía, se encontró

retrasando su cena para terminar de saborear los versos de

un tal Pablo Neruda.

Pasaron las semanas y a medida que su cuerpo se fue

sintiendo más fuerte, también se fortaleció su gusto por las

letras. Pasó por autores clásicos y contemporáneos. Jorge

Luis Borges y Julio Cortázar. Ciencia ficción y fantasía. Día

a día fue descubriendo joyas en todos los géneros y tiempos,

que su padre con buen ojo le sabía enseñar.

Así pasó Martín Hogara Jr. el verano en que cumplió

quince años, descubriendo un mundo que hasta ese

entonces desconocía. Cuando en marzo ya estaba

recuperado salió corriendo de su casa y jugó un gran partido

de fútbol; como hacía mucho tiempo no jugaba. Cuando

volvió a su casa se bañó y luego cenó con sus padres. Antes

de dormir, prendió su velador y empezó a leer una nueva

recomendación de su padre, Rayuela. Seguía siendo un

deportista, pero su vida había cambiado ese verano.

El Dr. Martín Hogara observó complacido a su hijo.

Sí. Si retrocediera el tiempo, volvería a empujarlo desde el

techo de su casa.

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Celular

13:02 h

Cuando su marido entra la ve llorando; deja caer su

caja de herramientas y se pone a llorar con ella mientras la

abraza fuerte. No necesita que Estela le diga lo que acaba de

suceder, porque no hay nada en la Tierra que se compare con

el llanto de una madre cuando ha perdido a su hijo.

12:37 h

La música de la radio llena la cocina. Estela apaga

una hornalla, destapa la cacerola y huele el aroma que

asoma. Su especialidad está casi lista. Hoy llega su hijo que

estudia en la ciudad. El fin de semana pasado no había ido

porque estaba con exámenes; por eso se lo extraña en la

casa.

El colectivo llega al pueblo a las 13:20. Su papá

Antonio va a salir un rato antes del trabajo, va a pasar por la

casa para lavarse las manos y va a ir a esperarlo a la

terminal.

A Estela le parece escuchar el teléfono. Apaga la

radio y presta más atención. ¿Quién podrá ser? Se abre

camino hasta la mesita del teléfono y atiende. Los lentes que

tenía en la mano se le resbalan. Ella, como imitándolos,

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también se resbala y cae sentada en una silla. Le pregunta a

su interlocutor si está seguro de lo que le está diciendo.

En la cocina, los fideos, que no se enteraron de lo

que le pasó a Martín, rebalsan de la olla mientras el agua

hierve.

12:30 h

El calor es más insoportable que nunca. Gustavo

cierra la puerta de su auto y enciende el motor. El aire no

anda, así que abre la ventanilla mientras toma la avenida.

No ve que un chico cruza la calle distraído con su celular.

Cuando cualquiera de los dos levantó la vista, fue

tarde. Había atropellado a una persona, a un chico. Lo había

matado.

Intenta hacer algo pero enseguida un policía le dice

que no lo mueva, se agarra la cabeza y, entre lágrimas,

piensa en su mujer y en sus dos hijas. Con bronca patea la

llanta mientras al chico lo suben a una ambulancia. Otro

policía le dice ahora a él que no se mueva, que espere para

que le tome una declaración. ¿Una declaración? Preguntó

entre las lágrimas que no dejaban de caerle. Arrodillado cae

en el asfalto cuando empieza a lloviznar. Y en ese momento

lo ve, el celular del chico está tirado entre las ruedas

delanteras de su auto. Estira el brazo y temblando lo agarra.

Con miedo, aprieta un botón y lee en la pantalla “Casa”. Se

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cubre los ojos con la mano izquierda. Luego vuelve a mirar

el aparato sabiendo ya lo que tiene que hacer. Oprime el

botón verde y hace la llamada.

Una madre en un pueblito a unos ciento cincuenta

kilómetros de distancia se derrumba en la silla que la

familia Gonzalez tiene junto a la mesita del teléfono.

9:30 h

Es de mañana y Martín Gonzalez se levanta, se baña

y desayuna unas tostadas con mate cocido junto a uno de sus

compañeros de la pensión. Le cuenta que está contento y

triste a la vez. Está contento porque le fue muy bien en los

exámenes de la semana, y eso suele poner muy orgullosa a

su mamá Estela, que siempre que le preguntan responde

orgullosa que su hijo estudia medicina en la ciudad.

Pero también está triste. En su casa la plata no sobra

y está seguro de que su papá se va a enojar con él cuando se

entere. Lo va a tratar de irresponsable y le va decir que

siempre fue un consentido de su madre. Pero él no tuvo la

culpa, los otros eran dos y él solamente uno. No quiso

dárselo, pero no tuvo más remedio que soltarlo cuando

forcejeaba y vio el resplandor de una navaja. Sin pensarlo,

se fue corriendo.

Todo esto le pasa por la cabeza mientras revuelve el

mate cocido para que se enfríe un poco. Más tarde, volverá

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al pueblo para pasar el fin de semana con su familia, y ni se

imagina lo contento que se pondrán sus padres cuando se

enteren de que la tarde anterior le robaron el celular.

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El pelo en el jabón

Probablemente un pelo en el jabón sea uno de los

objetos más limpios del mundo. Sin embargo, cuando uno

—con su cuerpo transpirado y los cabellos grasos— se

dirige a la ducha para descargar ahí toda la mugre del día

—del cuerpo y del alma— y se encuentra un pelo en el

jabón... ¡Ah! que desazón y que sentimiento de violación a

la intimidad de las gotas de agua que caen sobre el propio

ser. Es que es tal la relación que uno tiene con el jabón, ese

pan blanco protector y confidente, que el solo hecho de

encontrar un pelo incrustado, cual fósil en piedra, nos

recuerda que el vínculo que nos une a él no es inmaculado:

hay más personas que frotan su cuerpo transpirado y sus

cabellos grasos en él. Y entonces, entre parientes y amigos,

empezamos a buscar sospechosos. Lo medimos,

estudiamos su color, ¿rubio oscuro o castaño claro? En eso

nos asalta otra pregunta y, tal vez, pista para encontrar al

culpable. ¿De qué parte del cuerpo de ese vil rufián será el

pelo? Demasiado corto para cabellera de mujer, demasiado

largo para pelo de pierna de hombre. La cadena de

deducciones se congela en el cerebro y el estómago se nos

revuelve. Con las uñas y precisión quirúrgica nos

animamos, lo sujetamos y lo retiramos de su soporte

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pastoso. Lo sostenemos ante nuestros ojos para examinarlo

mejor. Reflexión. Una nueva inspección ocular. Parece que

sí. Falsa alarma. Se trataba de un pedazo de hilo que se

escapó del calzoncillo mientras lo lavábamos rasguñando

su textil composición con el jabón la noche anterior. Ahora

sí, fuera de peligro podemos bañarnos tranquilos. Pero...

¿qué sucede? El agua caliente se terminó.

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El último en la cola

—Disculpe señor, ¿es usted el último en la cola?

Me miró sonriente y con una palmada en la espalda

me contestó:

—Ahora sos vos.

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Instante Cero

—Todos nuestros anteriores intentos por cultivar

vida en un planeta experimental han fallado. ¿Cómo

podemos estudiar a esos extraños seres si se destruyen entre

sí antes de alcanzar el estado de evolución que queremos

investigar? —gritó una voz nerviosa.

—Es por eso que te traje aquí afuera, querido amigo,

—le dijo el profesor Marlov a su colega— para contarte mi

nueva idea.

Entonces Boris Marlov le contó detalladamente el

plan a su amigo y colega, el profesor Bernard, Julius

Bernad. Era descabellado, pero podría funcionar.

Incubarían millones de esos seres, objeto de su

estudio, tantos como fueran necesarios para poblar alguno

de los planetas de alguno de los muchos sistemas solares

con los que contaban para experimentar. También

incubarían suficientes de otros seres para que convivan con

los primeros. Aquellos que, según sus registros, existían

antes del momento de la extinción.

Por supuesto, esto no sería suficiente; además

tendrían que realizar muchas tareas de adecuación de

medio. Así llamaban a las actividades relacionadas con

acondicionar un planeta para que sea ocupado por

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conejillos de India.

Un grupo de cincuenta mil operadores se trasladó al

planeta elegido, y llevó a cabo una serie de tareas rutinarias

como higienización, control de gases atmosféricos y

mineralización del suelo.

Mientras tanto, en la base, un grupo de trescientos

científicos trabajó arduamente en los cultivos. Desde ya,

todas las tareas automatizables eran programadas y los

científicos, una vez puesto todo en funcionamiento, solo se

dedicaban a controlar indicadores y a hacer ajustes

menores.

Luego de cinco años de trabajo, casi todo estaba

listo para poner el planeta en funcionamiento. Solo restaba

grabar en los cerebros de los seres una suma de

conocimientos y recuerdos equivalentes a los que tendrían

los miembros de su sociedad luego de doscientos treinta mil

años de evolución. Cuando se concretase este último paso,

todo los seres serían colocados en lugares cuidadosamente

calculados en relación a sus últimos recuerdos grabados.

Boris Marlov daría la orden: ¡Comenzar! y la vida seguiría

su curso, el curso que ellos habían definido, en ese nuevo

planeta al que llamaron Tierra.

Julius dirigió personalmente la colocación de los

seres humanos en el planeta Tierra. Por supuesto, no estuvo

en la colocación de cada uno de los más de seis mil millones.

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De eso se encargaban los robots, pero sí se detuvo a

contemplar algunos que llamaban en demasía su atención.

Una niña de unos ocho años de edad que viajaba en

bicicleta a comprar dos kilos de pan, como le había

mandado su mamá. Un japonés que estaba a punto de

romper una tabla de diez centímetros de madera con su

mano. Un buzo explorando la fauna submarina de un mar al

que habían llamado Mediterráneo porque se encontraba

entre dos continentes. Y todos con el recuerdo exacto de

estar haciendo aquella actividad para la cual eran

dispuestos.

Una persona leyendo un cuento titulado Instante

Cero.

—¡Comenzar!

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La máquina de los cuentos

Aquí en el futuro hacer literatura es una práctica

popular. La cultivan los ancianos, es común en los adultos y

se la enseñamos a los niños en las escuelas. Es una práctica

tan popular que prácticamente todas las personas son

autoras de algún gran cuento o novela de renombre. Bueno,

al menos dentro de su localidad.

Pero... ¡que irreverente! Dejen que me presente

antes de continuar con mi relato. Mi nombre es Ivan

Goldstein y soy, como ya se habrán dado cuenta, un escritor.

Me especializo en cuentos, aunque más de una vez abordé

otras formas como la novela o la poesía, pero prefiero los

cuentos porque solo puedo dedicarme a escribir algunas

horas durante los fines de semana. Mi trabajo como

ingeniero tipográfico me ocupa el resto de los días. Es así

que solo los sábados y domingos tengo tiempo para

dedicarme al lápiz y al papel. ¡Oh, sí!, a pesar de

encontrarnos en el futuro, seguimos utilizando lápiz y

papel, los elementos más sencillos con los que puede contar

un autor para crear.

Esta práctica, precaria o incluso denominada

cavernícola en ciertos círculos, ha sobrevivido a los años

gracias a la Guerra Negra del año 2133, dónde los países del

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mundo literalmente quemaron todos sus recursos

intentando destruirse entre sí. Debo contarles con pena que

la pobreza se adueñó del mundo cuando la guerra terminó.

Y no terminó porque haya alguien vencido, más bien

terminó cuando todos perdimos, cuando pocos recursos le

quedaban a la naturaleza, y los países alguna vez ricos se

volvieron más pobres que aquellos de los que eran sus

tiranos.

Como les venía contando, luego de la Guerra Negra

la escasez fue tal que ya no existieron computadoras o

máquinas de dictado. Los escritores que sobrevivieron,

pocos y muy pobres, empezaron a utilizar lápiz y papel, así

como lo hacían sus maestros de antaño.

La popularización de la literatura y el crecimiento

de la sensibilidad del alma de los hombres es otra historia,

pero también está ligada a la desazón y la desprotección en

la que se encontró la humanidad luego de tan devastador

hecho bélico. Hoy nuestra sociedad ha restablecido su nivel

de abundancia y ha superado, no solo alcanzado, el

desarrollo tanto tecnológico como de otras disciplinas, con

los que contaba en los tiempos anteriores a la guerra. Por

suerte esta abundancia de bienestares no terminó con la

literatura como forma de expresión sino que, gracias a que

las personas ahora tienen más tiempo libre, la acrecentó.

Hoy es tal la cantidad de obras literarias existentes,

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que es muy difícil tener una idea original, poder plasmarla

adecuadamente y lograr llegar a las otras personas. Y ha

sido tan difícil en los últimos años que, incluso, se han

desarrollado herramientas tecnológicas para permitirnos a

los hombres seguir creando literatura.1Las Máquinas de Cuentos son unos aparatos, en

apariencia similares a aquellos que alrededor del año 2000

llamaban Cajeros Automáticos, que utilizan Inteligencia

Artificial para generar una frase (de no más de treinta

palabras) que le sirva a un autor de inspiración para su obra.

Recuerdo la primera vez que usé una. Fue hace siete

años cuando apenas comenzaban a popularizarse. Saqué

una moneda de mi bolsillo y la metí por la ranura. Luego,

presioné el botón que decía Cuento y esperé un momento.

Cinco segundos más tarde un pequeño trozo de papel era

expulsado por la máquina hasta mi mano para que yo lo

leyera. Decía:

Sus cabellos se despeinaban en el viento, pero no le

importaba. La ruta la saludaba y ese día era el primero del

resto de su vida.

No lo podía creer. La frase era concisa pero

reveladora. A partir de ella escribí mi primer cuento de

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fama. Lo titulé El día libre de la señorita Bianciotto. Y

contaba la historia de una profesora de Historia Antigua que

decidía formar su propia banda de rock.

Esta mañana cuando me levanté, busqué una

moneda y, sin soltarla de mi mano caminé hasta la Máquina

de Cuentos más cercana al lugar dónde vivo. Cuando llegué

había una cola de unas diez personas. Un anciano, dos

mujeres, tres niños y cuatro adolescentes. Los adolescentes

son los escritores más efervescentes de estos tiempos, se la

pasan escribiendo. Tanto que prácticamente no leen a sus

mayores.

El objetivo de mi día era mi nueva obra maestra.

Tenía que lograrlo. Por lo que pacientemente esperé que

todas las personas que había delante mío en la cola

obtuvieran su trozo de papel de la máquina. Cuando llegó

mi turno ya estaba bastante emocionado, había estado más

tiempo de lo normal sin escribir y la abstinencia me estaba

poniendo algo nervioso. Introduje la moneda en la ranura

correspondiente y, como la primer vez, apreté el botón que

decía Cuento.

La máquina hizo un extraño ruido, o al menos un

ruido al que yo no estaba acostumbrado, y, finalmente,

imprimió mi papel. Lo tomé entre mis manos y mis pupilas

se dilataron cuando leí lo que decía:

27

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28

Error de sistema 9999999991.

Por favor, vuelva más tarde.

Sin saber qué hacer, miré para todos lados, era el

único en la calle. Tenía que apurarme. Intenté meter el papel

de nuevo en la máquina pero era imposible. Tampoco podía

tirarlo. Nuestra avanzada legislación, en una de sus infinitas

leyes y normas, contempla el uso de las Máquinas de

Cuentos y exige que siempre que la máquina entregue una

frase a un ciudadano, este cree a partir de ella una obra. No

hacerlo está penado severamente.

Es por eso que, sin otra opción, saqué un lápiz y unas

hojas de papel de mi bolsillo y me puse a escribir este relato.

Como hoy estas palabras no serían más que fragmentos del

diario de un errante, voy a tomar lo que escriba y lo voy a

enviar al pasado. Allá donde sueñan con mi tiempo, estas

palabras y mi seudónimo podrán ser perfectamente tomadas

como una ficción escrita por algún otro escritor novel, sin

Máquina de Cuentos.

facilitar la creación de cuentos. Estas máquinas rápidamente incorporaron la posibilidad de seleccionar el tipo de obra que se desea crear.

1 Su nombre se debe a que los primeros prototipos solo servían para

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La entrevista

—Muy bien, Gabriel... —y el entrevistador apuntó

sus ojos sobre la planilla de papel que tenía el apellido del

candidato en tinta azul— ...Almada. Dígame entonces por

qué quiere trabajar en MegaCorp.

Gabriel repitió las respuestas que había ensayado.

Una por una las preguntas de quien lo inspeccionaba eran

respondidas no solo con las respuestas esperadas, sino

también con gestos de duda o pausas según lo ameritara.

—Para finalizar, ¿cuál diría que es su mayor virtud?

Se mentir muy bien en las entrevistas, pensó

Gabriel. Y luego, de libro, respondió —Mi sinceridad.

—Bienvenido joven, queda contratado.

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Schwarzweiss

(Un cuento épico)

En las tierras de Schwarzweiss habitaban dos

poblaciones que, sin saberlo, eran vecinas desde hacía

muchos años.

El rey de Schwarzes era conocido por su fuerza y

astucia, mientras que el rey de Weiß lo era por su amor e

inteligencia. Los dos reinos estaban separados por un

cordón de montañas. En el valle de Schwarzes había un gran

lago y alrededor se asentaban las casas de los habitantes de

su reino, mientras que el valle de Weiß era atravesado por un

vivo río.

En ambos reinos había campesinos, jinetes,

caballeros y reales. Los reales eran los integrantes de la

familia del rey. La reina de Schwarzes era una mujer alta, de

cabellos del color de la noche y lacios, mientras que la de

Weiß tenía largos risos del color del sol.

En ambos reinos también había arqueros, quienes

pasaban la mayor parte del tiempo en altas torres, en las

fronteras de los reinos. Desde allí, vigilantes, tenían

órdenes de dar aviso ante cualquier acontecimiento

anormal. Hacía mucho tiempo que no se veían personas

fuera de los reinos; de todas formas los arqueros hacían su

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trabajo día tras día turnándose entre dos grupos. El primero

subía a las torres cuando salía el sol y bajaba a la hora de la

cena. El segundo grupo hacía guardia a la luz de la luna.

Parece difícil de creer que dos civilizaciones tan

similares —aunque opuestas— y tan cercanas, hayan

transitado tan largos caminos antes de encontrarse. Lo que

no sorprende tanto es que cuando se encontraron por

primera vez, lo hicieron para la guerra.

La mañana de la guerra, un campesino de Weiß

había salido a pastar sus ovejas. Si bien se dedicaba a las

labores del campo, era un hombre de espíritu libre, un poeta,

y siempre se distraía mirando la naturaleza. Árboles,

bandadas de pájaros o un amanecer: cualquier escena era

buena para dejar volar su imaginación. Pero ese día, no se

dio cuenta de que se alejaba más de lo acostumbrado.

Cuando el balido de una oveja lo volvió a la realidad, estaba

al pie de las montañas que siempre contemplaba desde

lejos. Pudo haber sido el frío viento que sigue al amanecer, o

el olor de las flores en esa estación. Sea lo que fuere, su libre

espíritu le pidió subir a las montañas. Y así lo hizo.

Cuando llegó a la cima, ya era la hora del mediodía.

Se llevó la mano a la cabeza para proteger sus ojos de los

fuertes rayos del sol y ver mejor. Cuando bajó la mirada por

la ladera se sorprendió en demasía al ver las casas y castillos

que se emplazaban tan cerca de su hogar sin que nunca

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hubiese sabido de ellas.

Tratando de pasar desapercibido, empezó a bajar

aferrándose a rocas y ramas. Pero la montaña era tan

empinada que pronto empezó a rodar cuesta abajo sin saber

de dónde agarrarse. Mientras se ponía de pie y se sacudía el

polvo de sus blancas ropas, vio que un jinete se acercaba al

galope. El jinete llevaba vestiduras negras como la piel de

su animal y un casco con una pluma gris.

Desde arriba el caballo lo miró y lo apuntó con su

lanza...

“¡Joel! Vení a tomar la leche”, gritó su madre desde

la cocina. Y Joel, que nunca iba al primer grito, siguió

concentrado en su partida de ajedrez.

“¡Joel, la leche!”. El jovencito frunció la nariz y con

su brazo barrió todas las piezas del tablero.

Cuando termina la partida,

los reyes y los peones van a la misma caja.

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Personajes

Los dos amigos caminaban por la playa.

—¿Nunca se te ocurrió que nuestras vidas podrían

ser parte de un cuento, que nuestra existencia podría ser no

más que el sueño de un poeta, que nuestras siempre bien

resueltas aventuras no existen más que en el negro sobre

blanco de la tinta en el papel?

—Mmmmmmmmm, no.

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Dulce Poppy

Cuando llegué a la terminal de colectivos y me

enteré de que mi viaje se había retrasado dos horas, decidí

comprar algo de literatura para pasar el tiempo. Por suerte,

dentro de la terminal había un negocio de venta de libros.

Este tipo de negocios, me refiero a los ubicados en este tipo

de lugares, suelen tener buenos precios, ediciones baratas o

libros usados. Por supuesto, sus principales clientes solo

queremos su mercadería para matar el tiempo y eso nos

vuelve poco exigentes (en forma, no en contenido).

No es que sea un ratón de bibliotecas, pero... ¿qué

más podía hacer dos horas varado en una ciudad que casi no

conozco? El plan de leer en los confortables bancos

metálicos parecía insuperable. Al menos eso parecía. Luego

de una vuelta rápida entre las mesas que ofrecían títulos que

iban desde "Cómo el Tarot puede ayudarlo a mejorar su

jardín" hasta "Argentina, campeón del 86" llegué a mi

sección favorita en cualquier librería, la de Ciencia Ficción.

Hice un buen hallazgo y por un módico precio, un libro que

podría haber pasado inadvertido para muchos, pasó a

formar parte de la colección de libros de mi autor predilecto.

Ya con mi tesoro bajo el brazo izquierdo y un café de

máquina en mi mano derecha, me senté en uno de los

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bancos. A falta de un acolchado sofá, el plateado y bien

terminado banco se me hacía una delicia. Como el metal

estaba frío me senté sobre mi campera. Dejé mi mochila a

un lado, mi nuevo libro sobre ella y me dispuse a beber café

mientras miraba la gente pasar, como un acto previo a un

placer mayor: el de entregarme a las páginas y leer.

El vasito térmico de café estaba casi vacío cuando

antes de comenzar con mi lectura algo me llamó la atención.

Por debajo de mi campera asomaba un corazón escrito en

tinta sobre plateado. Rápidamente levanté mi abrigo, pero

ya era tarde. La tinta se había contagiado del banco a mi

campera de tela color crema. En ese momento noté que el

banco entero estaba decorado con corazones y dentro de

ellos había algo que, adiviné, era el nombre de alguien. Mi

campera lucía también, con buena caligrafía y trazo firme,

el nombre de la artista urbana que había dejado su marca:

Poppy.

Mi cólera momentánea se disipó rápidamente,

como suele pasarme y hasta me sorprendí sonriendo y

pensando que la tinta fresca debía ser una señal de que

Poppy no estaba lejos. Como por instinto levanté la vista y a

dos bancos de distancia, vistiendo jeans, una campera

marrón claro y una bufanda rosada, vi a una chica delgada

que llevaba el pelo atado.

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Era realmente hermosa. Claramente algunos años

menor que yo, pero indiscutiblemente hermosa. Al notar

que la miraba fijo (casi hipnotizado) se acercó a mi banco.

—¿Qué me mira, señor?

Maldición, me dijo “señor”. Y como me agarró de

imprevisto, no supe que responder. Gesticulando un poco y

haciendo ruidos que recordaban a un bebé pidiendo la teta

solo atiné a levantar mi campera y mostrársela.

—Ah... sí, me salen lindos los corazones, ¿no? No

se lo cobro.

Casi me caigo sentado. No solo había insultado mi

juventud interior, sino que no aceptaba ninguna

responsabilidad por su hecho de vandalismo ciudadano que

dejó marcas en mi campera nueva. La juventud está

perdida...

Maldición, estoy hablando como un viejo.

Desganado, me senté.

Poppy se sentó a mi lado y empezó a estudiarme

meticulosamente. Mientras lo hacía, decía algunas palabras

que yo no podía seguir. Su voz, aguda y punzante, era

mucho más rápida de lo que mi cerebro podía, a esa altura de

los acontecimientos, procesar.

En un momento, su vista se clavó en el libro que

llevaba bajo el brazo izquierdo y noté que movía la boca

mientras leía el título: El Hombre Bicentenario.

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Abriendo y cerrando las pestañas me miró por un

momento para luego decir:

—No puedo creer que hayan hecho un libro a partir

de la película. De seguro es malísimo.

Dando unos saltos se alejó de mi banco y de mí. El

vaso de café en mi mano derecha estaba hecho añicos.

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Regreso a la máquina de los cuentos

Luego de que escribiera La máquina de los Cuentos,

lo enviara al pasado con ayuda de un amigo que trabaja en la

oficina de Realidades Alternativas y me tomara un café con

masitas de avena, se me ocurrió una idea divertida. ¿Qué

repercusiones habrá tenido mi texto en el pasado? ¿Lo

habrá siquiera leído alguien? Asaltado por la duda dejé mi

merienda para salir corriendo a la calle.

A dos cuadras de mi casa está una de las bibliotecas

más grandes de la ciudad y conservan copias (en su mayoría

digitalizadas) de prácticamente todo lo que la humanidad ha

escrito.

Presentada mi identificación, tomé asiento en uno

de los cubículos e introduje el nombre del cuento y mi

seudónimo en la computadora. Salió ante mis ojos la

imagen de una copia roída de un viejo libro; seguramente la

imagen había sido tomada mucho tiempo después de su

impresión. Casi me caigo de mi silla, lo que sucedía no era

solo divertido, era asombroso. No se trataba solo de un

cuento, ¡era un libro entero de cuentos! Y en la cubierta, en

letras de moldes, el seudónimo que había elegido.

Después de asimilar el descubrimiento, me di

cuenta de lo que tenía que hacer. De lo único que podía

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hacer: volver a mi casa por monedas, sentarme frente a una

máquina de cuentos y, una tras una, sacar ideas para escribir

relatos y enviarlos al pasado.

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Muchas gracias

Muchas gracias por leerme. Si tenés algún

comentario para hacerme, podés escribir en

http://www.juanjoconti.com.ar/cuentos; se acepta todo tipo

de crítica, o un simple saludo.