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1 LA OTRA GENTE. MÁS ALLÁ DE LA IDENTIDAD Por Amartya Sen Traducción de Tedi López Mills Octubre 2001 _____________________________________________________________________________ El autor de Development as Freedom, hindú formado en Cambridge, teórico destacado de la vertiente ética de la economía y Premio Nobel de esta disciplina en 1998, desarrolla en este ensayo la tesis de una identidad plural —no unívoca—, elegida —no heredada ni descubierta— y en convivencia armónica con otras identidades —no confrontada. _____________________________________________________________________________ I Goethe le dijo a Eckermann: "No me conozco a mí mismo y espero en Dios no hacerlo." El no conocerse a uno mismo no es particularmente inusual, aunque rara vez se percibe y se asume con tal claridad. Pero hay un asunto previo: ¿cómo surge tal falla en el autoconocimiento? Este es un asunto de gran complejidad, y limitaré mis comentarios a sólo uno de sus aspectos. Me ocuparé en especial de las dificultades para lograr el autoconocimiento que surgen de las complicaciones de nuestras relaciones con otra gente. Nuestro autoconocimiento debe incluir el modo en que nuestros intereses y nuestras prioridades se ven influidos por la presencia de los otros, pues los otros ejercen una enorme influencia en nosotros, aun cuando el carácter tácito de los vínculos a menudo le reste transparencia a esta influencia. Oscar Wilde hizo el comentario enigmático de que "la mayor parte de la gente es otra gente". Esto puede sonar como una más de las exageraciones descabelladas de Wilde, pero defendió su punto de vista con bastante eficacia: "Sus pensamientos son las opiniones de alguien más, sus vidas una imitación, sus pasiones una cita." Nos vemos influidos hasta un grado asombroso por aquellos con los que nos asociamos y por la gente con la que nos identificamos, y nuestra falta de claridad acerca de muchas de nuestras creencias y de sus motivaciones subyacentes puede surgir, al menos en parte, del hecho de que reflejan las opiniones y los juicios de otros que —perceptible o imperceptiblemente— han influido en nosotros. Cuando ciertos odios parcialmente enunciados, en Kosovo o Bosnia o Ruanda o Timor Oriental, se extienden como una mancha de aceite, la naturaleza y los fundamentos precisos del aborrecimiento pueden resultar mucho menos claros que el llamado resuelto a consumar actos feroces y violentos. La carencia de autoconocimiento y la ausencia de autocrítica a menudo derivan de nuestro apego a un grupo de gente y se traducen, al mismo tiempo, en un desastre brutal para otro grupo de gente.

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El economista hindú y Premio Nobel 1998 desarrolla en este ensayo la tesis de una identidad plural, elegida y en convivencia armónica con otras identidades.

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1

LA OTRA GENTE. MÁS ALLÁ DE LA IDENTIDAD Por Amartya Sen Traducción de Tedi López Mills Octubre 2001

_____________________________________________________________________________

El autor de Development as Freedom, hindú formado en Cambridge, teórico destacado de la vertiente ética de la economía y Premio Nobel de esta disciplina en 1998, desarrolla en este ensayo la tesis de una identidad plural —no unívoca—, elegida —no heredada ni descubierta— y en convivencia armónica con otras identidades —no confrontada. _____________________________________________________________________________

I

Goethe le dijo a Eckermann: "No me conozco a mí mismo y espero en Dios no hacerlo." El

no conocerse a uno mismo no es particularmente inusual, aunque rara vez se percibe y se

asume con tal claridad. Pero hay un asunto previo: ¿cómo surge tal falla en el

autoconocimiento? Este es un asunto de gran complejidad, y limitaré mis comentarios a

sólo uno de sus aspectos. Me ocuparé en especial de las dificultades para lograr el

autoconocimiento que surgen de las complicaciones de nuestras relaciones con otra gente.

Nuestro autoconocimiento debe incluir el modo en que nuestros intereses y nuestras

prioridades se ven influidos por la presencia de los otros, pues los otros ejercen una

enorme influencia en nosotros, aun cuando el carácter tácito de los vínculos a menudo le

reste transparencia a esta influencia.

Oscar Wilde hizo el comentario enigmático de que "la mayor parte de la gente es otra

gente". Esto puede sonar como una más de las exageraciones descabelladas de Wilde, pero

defendió su punto de vista con bastante eficacia: "Sus pensamientos son las opiniones de

alguien más, sus vidas una imitación, sus pasiones una cita." Nos vemos influidos hasta un

grado asombroso por aquellos con los que nos asociamos y por la gente con la que nos

identificamos, y nuestra falta de claridad acerca de muchas de nuestras creencias y de sus

motivaciones subyacentes puede surgir, al menos en parte, del hecho de que reflejan las

opiniones y los juicios de otros que —perceptible o imperceptiblemente— han influido en

nosotros. Cuando ciertos odios parcialmente enunciados, en Kosovo o Bosnia o Ruanda o

Timor Oriental, se extienden como una mancha de aceite, la naturaleza y los fundamentos

precisos del aborrecimiento pueden resultar mucho menos claros que el llamado resuelto

a consumar actos feroces y violentos. La carencia de autoconocimiento y la ausencia de

autocrítica a menudo derivan de nuestro apego a un grupo de gente y se traducen, al

mismo tiempo, en un desastre brutal para otro grupo de gente.

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Nuestra identificación con gente de un grupo o de otro puede ejercer una influencia

poderosa en nuestros pensamientos y nuestras emociones y, a través de ellos, también en

nuestros actos. En términos amplios, este es el tema de la "identidad social", que despierta

mucho interés y por la que se aboga a menudo en el mundo intelectual contemporáneo,

sobre todo en las llamadas literaturas comunitarias. En numerosas investigaciones

sociales, políticas y morales recientes, la identidad social se ha convertido en un concepto

que se invoca con frecuencia. Mi propósito, por consiguiente, es ejercer un poco de presión

sobre la idea, examinando críticamente la noción de identidad social y sus consecuencias,

reales o imaginarias.

Difícilmente se puede poner en duda la importancia de la idea de identidad. Nuestra

relación con otra gente se ve fuertemente influida por la manera en que nos identificamos

con unos y no con otros. Sin embargo, deseo mostrar que la naturaleza y el alcance del

razonamiento basado en la identidad con frecuencia se simplifican en demasía, y que una

estructura intelectual que no se dilucida adecuadamente, y en la que se sitúa la noción de

identidad, puede contribuir en mucho a confundir nuestras relaciones con otra gente. El

tema al que me refiero no sólo tiene interés analítico, también es de una importancia

central en la comprensión de una serie de problemas prácticos, tan variados como la

violencia en la antigua Yugoslavia o en Ruanda, el atractivo creciente del fundamentalismo

en Asia o en África, la discriminación racial en Estados Unidos o la violencia contra la

inmigración en Europa occidental, e incluso los debates actuales en torno a la idea de ser

británico en una Gran Bretaña pluriétnica.

II

Otra gente. La frase puede interpretarse de diversas maneras y mostrar contrastes

diversos. Puede referirse no a mí, sino a "otra gente"; no a mi gente, sino a "otra gente"; no

a este grupo de gente, sino a "otra gente". Las tres interpretaciones tienen que ver con el

pensamiento basado en la identidad.

El primer contraste (no yo, sino otra gente) puede entenderse como algo parecido a una

"línea demarcadora de identidad", al diferenciar a un individuo, tal como se concibe a sí

mismo, de todos los otros. Por lo que se refiere a los vínculos interpersonales, nos lleva a

reflexionar acerca de cómo nos relacionamos con la otra gente en general, sin distinción.

De hecho, una buena parte de la filosofía moral y política contemporánea se concentra

precisamente en el modo en que podemos pensar acerca de todos los otros —e incluso

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identificarnos con ellos. La famosa máxima de Kant —"Actúa de tal modo que trates a la

humanidad, ya sea en tu propia persona o en cualquier otra, siempre como si fuera un fin,

nunca como si fuera sólo un medio"— plantea una fuerte exigencia a nuestro interés en los

otros, sin excepción. En tanto se interprete dentro de un concepto de identidad, constituye,

por lo menos en un sentido, la identidad más amplia que se pueda poseer: la identidad con

todos los seres humanos.

Empleo la frase restrictiva "en un sentido" porque pueden mencionarse caracterizaciones

aún más amplias si queremos que nuestro interés o nuestra identidad se extiendan a los

animales también. "Otros" puede incluir "otros seres sensibles" y no sólo a "otra gente".

Varios de los temas morales que aparecen en las Jatakas, tan importantes para la ética

budista, tienen que ver con nuestras relaciones con otros miembros del reino animal.

Aunque no quiero ahondar más en este asunto aquí, me gustaría dejar constancia de que

considero que para entender las exigencias de la ética social no podemos hacer a un lado

los reclamos de otros seres vivientes, como si no existieran.

En una concepción centrada en lo humano, la inclusión universal abarca a todos los otros

seres humanos. Esta postura universalista puede contrastarse con sistemas más limitados

del pensamiento ético o político que se reducen, de una manera u otra, a grupos

particulares de gente con cuyos miembros se identifica la persona. Las preguntas difíciles

que se deberán resolver surgen sólo después de que se reconoce la importancia básica de

las identidades de grupo. Y estas preguntas incluyen, propondría yo, al menos tres muy

elementales.

Primero, ¿es necesario que nuestra identidad social se vincule precisamente con un grupo?

¿Por qué no varios grupos con los que uno se identifica de un modo o de otro? Si me lo

permiten, a este problema lo llamaré el de la "identidad plural". Segundo, ¿elegimos

nuestras identidades o simplemente las descubrimos? Este problema es el de la "elección

de identidad". Tercero, ¿cómo debemos considerar las exigencias de otra gente —no sólo

aquella con la que nos identificamos— al determinar lo que sería un comportamiento

aceptable o razonable? Designaré este problema de trascendencia como el de "más allá de

la identidad".

Déjenme empezar con la noción de "identidad plural". Este, claro, no es un tema nuevo.

Muchos escritores han discutido con suma claridad la limitación que muestran la política

de identidad y la filosofía basada en la identidad al presuponer que una persona pertenece

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sólo a una comunidad o sólo a un grupo. Sin duda, cualquier derecho de exclusividad de

este tipo no puede más que ser manifiestamente absurdo. Hacemos referencia a

identidades de grupo de diversos tipos en numerosos contextos diferentes, y el lenguaje

de lo que expresamos refleja esta diversidad en los distintos modos en que se emplean

frases tales como "mi gente". Se puede ser nigeriano, miembro de la etnia de los ibos,

súbdito británico, residente de Estados Unidos, mujer, filósofo, vegetariano, cristiano,

pintor y un firme creyente en extraterrestres que vuelan en ovnis: cada uno de estos

grupos le da a la persona una particularidad susceptible de hacerse resaltar en contextos

particulares.

A veces una identidad de grupo —la idea de "mi gente"— puede tener una existencia

efímera y muy fortuita. Se cuenta que el comediante norteamericano Mort Sahl, frente a las

cuatro horas tediosas de la película Éxodo de Otto Preminger (acerca de la emigración de

los refugiados judíos a Palestina y la creación del Estado judío), respondió en nombre de

sus compañeros de suplicio con esta exigencia: "Otto, ¡libera a mi gente!" Ese atormentado

grupo de aficionados al cine sin duda tenía razón para manifestar esta emoción colectiva:

pero uno fácilmente puede percibir el contraste entre tal grupo efímero y la comunidad

bien definida y genuinamente tiranizada que seguía a Moisés, quien le dirigió esa famosa

súplica al faraón.

Una persona pertenece a muchos grupos y el supuesto de una identidad única ayuda a

generar lo que K. Anthony Appiah ha llamado el "imperialismo de la identidad". Para

proseguir con este análisis crítico, es útil hacer una distinción entre identidades "rivales" e

identidades "no rivales". Los diferentes grupos pueden pertenecer a la misma categoría y

funcionar con el mismo tipo de incorporación (como, por ejemplo, la nacionalidad), o

pueden pertenecer a categorías distintas (tales como nacionalidad, clase, género y

profesión). En el primer caso, hay cierta "rivalidad" entre grupos diferentes dentro de la

misma categoría y, por consiguiente, entre las identidades diversas con las que se asocian.

Pero cuando se trata de grupos clasificados según bases diferentes (por ejemplo, profesión

y nacionalidad), es posible que no exista "rivalidad" entre ellos en lo que se refiere a la

"pertenencia".

No obstante, aun cuando estas identidades no rivales no se enfrasquen en disputas

territoriales en torno a la pertenencia, pueden competir entre ellas por nuestra atención y

prioridad. Cuando uno tiene que desempeñarse de una forma o de otra, puede haber

conflicto de lealtades entre la prioridad que se le da a la raza o a la religión, a los

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compromisos políticos, a las obligaciones profesionales o a la amistad. Y en tal contexto,

dejarse guiar por una identidad en particular (digamos, la raza), sin tomar en cuenta las

otras, puede desembocar en una limitación desastrosa. Según la explicación de Appiah, "la

identidad racial puede servir de base a la resistencia frente al racismo", pero "no debemos

permitir que nuestras identidades raciales nos sometan a nuevas tiranías". Descuidar

nuestras identidades plurales a favor de una identidad "principal" puede empobrecer

mucho nuestras vidas y nuestro sentido práctico.

III

De hecho, podemos poseer identidades plurales incluso dentro de categorías que rivalizan

entre sí. En la identidad de una persona, una nacionalidad compite, en términos

elementales, con otra nacionalidad. Pero, tal como lo indica este mismo ejemplo, aun las

identidades rivales pueden abstenerse de exigir que sobreviva una sola especificación, en

detrimento de las otras alternativas. Una persona puede tener la doble nacionalidad,

digamos, del Reino Unido y de Estados Unidos. Evidentemente, se puede imponer la

nacionalidad única, como en China o Japón o la India o Alemania. (Este era también el caso

de Estados Unidos hasta fecha reciente.) Sin embargo, aun cuando se insista en esta

exclusividad, el conflicto de la doble lealtad no tiene por qué desaparecer. Si un ciudadano

de la India residente en Gran Bretaña no solicita la nacionalidad británica porque no

quiere perder la hindú, no por eso deja de sentir lealtad hacia sus amistades británicas y

hacia otros rasgos de su identidad británica, que ningún tribunal hindú puede prohibir. Del

mismo modo, alguien que tuvo la nacionalidad hindú y la perdió para convertirse en

ciudadano del Reino Unido puede todavía conservar un sentimiento considerable de

lealtad respecto a su identidad hindú.

La pluralidad de identidades rivales e identidades no rivales no sólo no es contradictoria,

sino que también puede ser parte esencial del modo en que se conciben a sí mismos los

inmigrantes y sus familias. En efecto, la costumbre de los súbditos británicos de origen

antillano o sudasiático de apoyar a su equipo "nacional" en juegos de críquet se ha

considerado como una prueba de deslealtad hacia Gran Bretaña. Este fenómeno condujo a

la famosa "prueba del críquet" de Lord Tebbit; es decir, que a uno no se lo puede aceptar

como inglés a menos que uno apoye a Inglaterra en los juegos de críquet. Este

razonamiento supone un rechazo sorprendente de las pluralidades definidas que

fácilmente pueden ser parte del modo en que se concibe una persona y de su

comportamiento social. El problema de a qué equipo de críquet hay que apoyar difiere

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completamente de las exigencias de la nacionalidad británica —o de cualquier otra— y

difiere también de la cohesión social de la vida en Inglaterra. De hecho, dado que la

"prueba del críquet" de Tebbit induce a un esquema de exclusión e impone una exigencia

innecesaria e improcedente a los inmigrantes, ese experimento hace que la integración

social sea más difícil de alcanzar.

Es importante reconocer la compatibilidad de las identidades plurales con las exigencias

de la nacionalidad y de la cohesión social, tanto para una comprensión más cabal de la

naturaleza de la identidad, como para una política pública y una práctica social más

eficaces. Un "paquistaní británico", por ejemplo, puede sentirse muy orgulloso —incluso

"patrióticamente"— del críquet "nacional" de Paquistán, y esto no tiene por qué entrar en

conflicto con las exigencias de la nacionalidad británica, ni incluso con una especie de

"esencia" británica o inglesa en otros terrenos: por ejemplo, con la integración en la vida

social inglesa, con la defensa del sistema parlamentario y del derecho consuetudinario

inglés, o hasta con la lealtad sobrenatural a la libra esterlina en contra del ofensivo euro.

De manera semejante, desde otra perspectiva, se ha criticado a menudo a la gente que se

enorgullece de la cultura británica o inglesa tradicional y se ha sugerido que tal creencia

debe verse como una prueba de que no se acepta la existencia de una Gran Bretaña

pluriétnica. ¿Por qué es así? Sin duda no hay conflicto alguno entre la aceptación total de

que la población contemporánea de Gran Bretaña es una mezcla pluriétnica (junto con el

apoyo firme a la libertad y a las garantías constitucionales de grupos diferentes) y la

convicción de que la cultura tradicional inglesa es "claramente superior" a cualquier cosa

que los inmigrantes hayan traído (o hubieran podido traer). De hecho, hay pruebas

contundentes de que la gran mayoría de los británicos —de todo tipo de razas— no cree

en comparaciones culturales tan simples como esa. Sin embargo, no hay ninguna razón

para suponer que tal creencia, si ha de sostenerse, descalificaría a la persona como buena

ciudadana de una Gran Bretaña pluriétnica. La plurietnicidad de Gran Bretaña no puede

constituirse como una gran identidad omniabarcante que anule todas las otras identidades

—y creencias— por consideración a esta única causa.

Una cuestión conexa ha sido objeto de una discusión bastante entretenida en el informe de

la Commission on the Future of Multi-ethnic Britain, patrocinado por el Runnymede Trust.

El informe, para no restarle méritos, discute muchos asuntos importantes que realmente

necesitan consideración y atención. Por tanto, resulta bastante desafortunado que el

documento divague hacia el callejón sin salida del falso problema acerca de las posibles

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connotaciones raciales de la "esencia" inglesa o británica. Hace mucho que Gran Bretaña

no es racialmente homogénea en un sentido estricto, ya que ha habido invasiones y

grandes inmigraciones desde hace más de dos milenios. Pero hasta fechas recientes la

población era predominantemente "blanca" (término que ha venido usándose para

designar un color mixto que lleva un añadido de matices rubicundos). Este, claro, es un

hecho histórico, como lo es el hecho cultural de que Gran Bretaña es un país cuya historia

ha sido distintiva y continúa ejerciendo influencia en la vida de sus habitantes. Incluso la

tradición de tolerancia política y social en Gran Bretaña tiene fuertes raíces históricas.

A un historiador de la lengua quizá le resulte interesante ver cómo el uso de la palabra

"británico", o incluso "inglés", está cambiando (y realmente está cambiando, en modos

muy diversos). En efecto, vale la pena señalar, para ser justos con Norman Tebbit, que su

absurda "prueba del críquet", por más descabellada que sea, no exige una inspección de la

piel, sino sólo un escrutinio cuidadoso de las aclamaciones que emanan de los inmigrantes,

lo cual para nada es lo mismo que vincular lo británico o lo inglés únicamente con orígenes

raciales. Lamentarse por el hecho de que los términos "británico" o "inglés" no se idearon

históricamente ex ante para tomar en cuenta el arribo futuro de inmigrantes pluriétnicos

sería seguramente un acto fútil.

En forma semejante, desde otra perspectiva, cuando J.B.S. Haldane, el gran biólogo y

genetista, eligió convertirse en ciudadano de la India y lo fue hasta su muerte en Calcuta,

en 1964, no exigió que la palabra "hindú" se desligara de sus asociaciones históricas.

Exigió únicamente que a él, también, se le considerara hindú, lo cual evidentemente sí era.

Visité a los Haldane varias veces en su hogar en Baranagar, Calcuta, y puedo atestiguar que

su estilo de vida no sólo mostraba las huellas de su impecable originalidad (incluso,

excentricidad), sino también elementos bien definidos que provenían de la cultura

británica al igual que de la cultura hindú (aunque no puedo decirles qué equipo de críquet

apoyaban por lo general los Haldane). El hecho de obtener la nacionalidad hindú no iba de

la mano con un rechazo de sus vínculos británicos (sólo de ciertos rasgos de la política

británica contemporánea), ni venía acompañado por incertidumbres acerca de las

asociaciones históricas del término "hindú". No hay ninguna razón real para enjaularse en

una prisión de identidades limitadas, o para quedar atrapado en una contradicción

imaginaria entre la riqueza del pasado y la libertad del presente.

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IV

Pasaré ahora al tema de la elección de identidad. Dadas las identificaciones diversas que

podemos elegir, las identidades reales a las cuales damos reconocimiento y prioridad son,

en gran parte, algo que nosotros determinamos. Esto no significa negar que lo que

elegimos —la identidad o cualquier otra cosa— siempre se vea constreñido por

restricciones de viabilidad. Pero puede haber opciones considerables, y una libertad

genuina, dentro de esas restricciones.

Las limitaciones pueden variar en fuerza según las circunstancias. Puede haber límites

especialmente poderosos en la posibilidad que tengamos de persuadir a los otros de que

nos conciban de manera distinta de como nos conciben. Un judío en la Alemania nazi quizá

no podría haber adoptado una identidad radicalmente diferente para salvarse de la

persecución, y lo mismo seguramente fue cierto de un afroamericano enfrentado a una

horda de linchadores. La libertad que realmente tenemos para elegir nuestra identidad,

sobre todo con respecto a cómo nos ven los otros, con frecuencia está extremadamente

limitada.

En efecto, a veces no somos ni siquiera enteramente conscientes de cómo nos identifican

los otros, lo cual puede diferir de la propia percepción. Hay una lección interesante en un

viejo cuento italiano —de alrededor de 1930, creo— referente a un reclutador político del

partido fascista que trata de persuadir a un socialista rural de que se una al partido.

"¿Cómo podría yo —dijo el socialista rural— unirme al partido fascista? Mi padre era

socialista. Mi abuelo era socialista. No puedo realmente unirme al partido fascista." "¿Qué

tipo de argumento es ese?", dijo exasperado el reclutador fascista. "¿Qué habrías hecho —

preguntó— si tu padre hubiera sido asesino y tu abuelo también hubiera sido asesino?

¿Qué habrías hecho entonces?" "Ah, entonces —dijo el socialista rural—, entonces, claro,

me habría unido al partido fascista."

A menudo puede resultar bastante difícil cambiar el modo en que los otros ven a una

persona. En general, ya sea que examinemos nuestras identidades tal como las vemos

nosotros o tal como las ven los otros, elegimos dentro de límites particulares. Lo que

elegimos puede resultar menos restringido en el caso de la autopercepción, pero de todas

formas la restricción existe. Sin embargo, este no es un hecho de veras sorprendente. Más

bien, constituye el aspecto más elemental del acto de elegir. Cualquiera que esté

seriamente inmerso en la teoría de la elección no puede más que ser consciente de que la

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primera labor que debe emprenderse es identificar los límites dentro de los cuales uno

elige. En la teoría económica de las preferencias del consumidor, por ejemplo, la existencia

de un presupuesto, que evidentemente es un límite, no significa que no haya nada que

elegir, sino sólo que lo que se elige tiene que estar dentro del presupuesto que uno tiene.

El problema no es si puede elegirse cualquier identidad (esta sería una pretensión

absurda), sino si tenemos posibilidades de elegir identidades alternas o combinaciones de

identidades; y, lo que es quizá más importante, si tenemos la libertad suficiente para

decidir qué prioridad le daremos a las diversas identidades que podemos poseer

simultáneamente.

La realidad del hecho de elegir una identidad es importante para valorar la tendencia

creciente hacia el separatismo cultural que ha surgido en los últimos años con la aparición

del pensamiento comunitario. Una de las opiniones que esgrimen muchas de las personas

apegadas al pensamiento comunitario es que nuestra identidad tiene que ver con el

desarrollo de la propia personalidad y, por tanto, no depende de lo que uno elige. Michael

Sandel ha explicado este punto de vista: "La comunidad describe no sólo a los

conciudadanos, sino también lo que uno es; no una relación que se elige (como en una

asociación voluntaria), sino un vínculo que se descubre; no meramente un atributo, sino

un componente de la identidad." En esta acepción, la identidad precede al razonamiento y

a la posibilidad de elegir. Esta opinión —según he argumentado en "La razón antes que la

identidad" (Romanes Lecture de Oxford, 1998)— debe rechazarse.

Hay algo de cierto, claro, en la idea de que la cultura dentro de la cual uno nace y crece

puede dejar una huella duradera en nuestras percepciones y predisposiciones; pero esto

no significa que una persona sea incapaz de modificar o, incluso, rechazar asociaciones

previas. No sólo podemos revalorar a aquellos grupos con los que desearíamos

identificarnos, sino que también podemos examinar y dilucidar las prioridades que

vinculamos con distintas identidades. Esto no contradice en nada los elementos de

descubrimiento que hay en una identidad. Podemos "descubrir" nuestra identidad, en el

sentido de que podemos darnos cuenta de que poseemos una conexión o una ascendencia

que no conocíamos; pero reconocer esto no equivale a convertir la identidad meramente

en un asunto de descubrimientos, incluso cuando una persona descubre algo muy

importante sobre sí misma. Se tiene que elegir aun cuando ocurran descubrimientos. Una

persona bien puede descubrir un dato que desconocía: que es judía o parsi o mitad india

norteamericana por ascendencia; pero la importancia que debe otorgarse a este dato

depende de las decisiones que la persona misma tome. Gente de origen judío, por ejemplo,

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puede manifestar actitudes de una increíble divergencia ante la política, la sociedad, la

práctica religiosa o incluso ante sí misma, y el hecho de que una persona descubra que es

judía no bastará para resolver ninguno de estos problemas.

Es difícil aceptar que no podemos elegir realmente entre varias identidades, que sólo

podemos "descubrir" una especie de identidad fundamental. Cuesta trabajo pasar por alto

la conciencia de que constantemente estamos eligiendo. A menudo lo que elegimos es

bastante explícito, como cuando Mohandas Gandhi deliberadamente decidió darle

prioridad a su identificación con los hindúes que exigían la independencia respecto del

dominio británico, por encima de su identidad como abogado que buscaba la justicia legal

inglesa; o como cuando E.M. Forster concluyó célebremente: "Si tuviera que escoger entre

traicionar a mi país y traicionar a mis amigos, espero tener las agallas para traicionar a mi

país." Con frecuencia, elegir de este modo es una operación implícita y oscura, que uno

defiende menos grandiosamente, pero no por ello deja de ser menos real. Además, las

identidades que elijamos no tienen que ser definitivas ni permanentes.

Negar la posibilidad de elegir donde existe esta posibilidad no sólo es un error

epistemológico: también puede acarrear un fracaso moral y político, ya que denota que se

ha abdicado la responsabilidad propia para enfrentar una pregunta socrática fundamental:

¿cómo debo vivir? Elegir se asocia inevitablemente con la responsabilidad, y una identidad

elegida se debe defender, lo cual no es necesario en el caso de una identidad descubierta.

En efecto, esta falta de responsabilidad puede ser la causa de numerosas transgresiones,

incluso de numerosos horrores.

En su nuevo libro Humanity: A Moral History of the Twentieth Century, Jonathan Glover

argumenta que muchas de las atrocidades del mundo ocurren como resultado de que la

gente se siente obligada a actuar de forma particular, de acuerdo con la identidad que cree

tener, lo cual incluye castigar a quienes pertenecen a un grupo que tiene una relación

hostil con el grupo al que uno pertenece. De hecho, muchos de los que venimos del

subcontinente hindú y que tenemos suficiente edad como para haber pasado por las

épocas sangrientas de 1940, recordamos con viveza cómo las revueltas previas a la

partición hicieron uso de contrastes de identidad recién ideados, que transformaron a

viejos amigos en enemigos nuevos y convirtieron a asesinos en supuestos patriotas. La

matanza que vino después tuvo mucho que ver con el pretendido "descubrimiento" de una

"verdadera" identidad, desembarazada de cualquier humanismo razonado. Una carnicería

similar —en algunos casos incluso más extrema— ha venido ocurriendo recientemente en

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el mundo, en Ruanda, el Congo, Bosnia y Kosovo, y en otras partes, bajo el hechizo de

identidades apenas descubiertas y magnificadas.

V

La elección de una identidad constituye un aspecto crucial de muchos otros temas de la

ética social. Está ligada, por ejemplo, a la justicia global. Reconocer la posibilidad de elegir

una identidad tiene la consecuencia inmediata de que la justicia global tiene que

diferenciarse de la justicia internacional, con la que se confunde a menudo. Concebir la

justicia global como justicia internacional equivale a asumir que la identidad nacional de

una persona es la única identidad (o al menos la más importante). Pero la gente en

diversas partes del mundo interactúa de modos diversos: a través del comercio, de la

literatura, de la agitación política, de las ONG globales, de los medios informativos, de

internet, etc. Sus relaciones no tienen como único intermediario a los gobiernos o a los

representantes de naciones. Una militante feminista de Gran Bretaña, que quiere ayudar a

remediar algunas de las desventajas de las mujeres en África o Asia, hace uso de una

noción de identidad que no pasa por la empatía de una nación por los predicamentos de

otra. Su identidad en tanto mujer puede ser más importante aquí que su nacionalidad.

De igual modo, muchas ONG —Médecins sans Frontières, OXFAM, Amnistía Internacional,

Human Rights Watch y otras— se concentran explícitamente en afiliaciones y asociaciones

que rebasan las fronteras nacionales. Incluso los vínculos comerciales y las relaciones de

mercado pueden establecer conexiones humanas. En una fecha tan lejana como 1770,

David Hume señaló la importancia del intercambio creciente en la expansión de nuestro

sentido de la justicia:

Supongamos entonces que varias sociedades distintas mantienen un tipo de intercambio

para su mutua conveniencia y ventaja; los confines de la justicia se hacen aún más amplios,

en proporción de la amplitud de las perspectivas de los hombres, y la fuerza de sus

vínculos mutuos. La historia, la experiencia y la razón nos instruyen suficientemente en

este progreso natural de los sentimientos humanos, y en el crecimiento gradual de nuestro

interés por la justicia, en la medida en que nos familiarizamos con la utilidad extensa de

esa virtud.

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La justicia global no puede más que abarcar identidades que van más allá de la

nacionalidad. Este tema, que siempre ha tenido un profundo interés ético, ha adquirido

especial importancia en años recientes, en parte como resultado de las protestas y

manifestaciones de Seattle y Washington, Londres y Praga. Uno de los primeros rasgos que

deben señalarse en estas manifestaciones recientes contra la globalización es el grado en

el que estas protestas han sido ellas mismas acontecimientos globales: con gente de

muchos países distintos y de regiones distintas del mundo. Con frecuencia, las inquietudes

legítimas de los manifestantes se han expresado mediante exigencias estructuradas

toscamente y con consignas de burda factura, y los temas de estas protestas han sido

consistentemente más importantes que sus tesis. Pero, en el contexto presente es

fundamental observar que el sentido de identidad que se expresa en estos movimientos —

y también en muchos otros movimientos de interés global— va mucho más allá de las

identidades nacionales. El mundo no es sólo una colección de naciones: es también una

colección de personas, y la justicia internacional no puede colmar las exigencias de la

justicia global.

VI

Regreso ahora a la plurietnicidad de la Gran Bretaña actual. Anteriormente discutí por qué

es importante tener en cuenta la "identidad plural" y ahora quiero hablar acerca de la

importancia de la "elección de identidad" en este ámbito. Así como el mundo global no

puede concebirse únicamente como una colección de naciones, de modo similar una

nación británica pluriétnica no puede concebirse como una colección de comunidades

étnicas. Esto difiere un tanto de la visión que se ha bosquejado en el informe de la

Commission on the Future of Multi-ethnic Britain. Según lo explica su presidente, Lord

Parekh (distinguido teórico político y autor de Rethinking Multiculturalism), debemos

pensar en Gran Bretaña como en "una federación indeterminada de culturas unidas por

vínculos comunes de interés y afecto y por un sentido colectivo de la existencia".

Esta idea está bien estructurada, y Parekh presenta hábilmente el razonamiento que

subyace en esta conclusión. Y sin embargo, debo decir que la relación de una persona con

Gran Bretaña no necesariamente tiene que pasar por la "cultura" de la familia dentro de la

que ha nacido. Una persona puede optar por buscar su identidad con más de una de las

culturas previamente definidas o —lo cual es igual de admisible— con ninguna. Asimismo,

una persona bien puede decidir que su identidad étnica o cultural es menos importante

para ella que, digamos, sus convicciones políticas o sus compromisos profesionales o sus

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preferencias literarias. Es algo que ella debe elegir, al margen de cómo se sitúe en una

"federación de culturas" imaginaria.

Estos no son problemas abstractos, ni tampoco rasgos específicos de la complejidad de la

vida moderna. Consideremos el caso de Cornelia Sorabji, que llegó a Gran Bretaña en la

década de 1880. Su propia descripción de sí misma y la que otros hicieron de ella fue

variada: como "hindú" (regresó a la India y escribió un libro cautivador titulado India

Calling); como alguien que también se sentía en casa en Inglaterra ("en casa en dos países,

Inglaterra y la India"); como parsi ("soy parsi por nacionalidad"); como cristiana

(admiradora de "los antiguos mártires de la iglesia cristiana"); como mujer que usa saris

("siempre perfectamente vestida con coloridos saris de seda", según la describió el

Manchester Guardian); como abogada (en Lincoln's Inn); como luchadora por la educación

de las mujeres y por los derechos civiles, sobre todo de mujeres recluidas (se especializó

como consejera legal de las purdahnashin1); como defensora comprometida del imperio

británico (incluso acusó a Mahatma Gandhi, injustamente, de reclutar "bebés de sólo seis y

siete años"); como alguien siempre nostálgico de la India ("los pericos verdes de Budh

Gaya: el humo azul de la madera en un pueblo indio"); como una firme creyente en la

asimetría entre mujeres y hombres, a pesar de su nerviosa modernidad (se sentía

orgullosa de que la vieran como "una mujer moderna"); como maestra en una universidad

exclusiva para hombres ("a los 18 años, en una universidad para hombres"); y como "la

primera mujer" de cualquier raza que obtuviera un grado en derecho civil de Oxford (que

requirió de "un decreto especial de la Congregación para permitirle ejercer"). Cornelia

Sorabji eligió sus identidades plurales bajo la influencia de sus orígenes, pero también por

medio de sus propias decisiones y prioridades. Elegir de esta forma no la hace excepcional,

a pesar de la originalidad espectacular de la combinación de identidades que eligió.

Además de reconocer la importancia de la libertad individual para elegir, también es

importante tener en cuenta el hecho de que las llamadas "culturas" no reflejan nada

parecido a un conjunto monolítico y excepcionalmente definido de actitudes y creencias.

Las tradiciones hindúes, por ejemplo, se conciben a menudo en una estrecha relación con

la religión; y sin embargo, el sánscrito y el pali tienen una literatura que defiende el

ateísmo y el agnosticismo de forma más decidida que la que puede encontrarse en

cualquier otro idioma clásico, griego o latín o hebreo o árabe. Considérese, por ejemplo,

este argumento resueltamente antirreligioso: "No hay un mundo del más allá, ni práctica

alguna para alcanzarlo. Sigue lo que está en tu experiencia y no te atribules con lo que está

más allá de la esfera de la experiencia humana." O considérese este otro argumento, más

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agresivo y combativo: "Los mandatos acerca de la adoración de los dioses, el sacrificio, los

regalos y la penitencia los ha puesto en las Shastras [escritos religiosos hinduistas] gente

astuta, sólo para gobernar a [otra] gente y para hacerla sumisa y dispuesta a la caridad."

Estos argumentos pueden parecer bastante inaceptables si los expresa un crítico británico

nativo —o "aborigen"—, que podría meterse en problemas con la recién concebida

"federación de culturas". Sin embargo, son citas tomadas del Ramayana y reflejan puntos

de vista consignados en ese texto de dos milenios de antigüedad, que a veces se define

(equivocadamente, por lo que se ve) como la fuente definitiva del hinduismo ortodoxo. En

efecto, puntos de vista igualmente diversos pueden hallarse en muchos otros antiguos

textos hinduistas, incluso el Mahabharata (la epopeya hermana del Ramayana) y varios

otros documentos antiguos que combinan la afirmación de creencias con expresiones de

escepticismo. Hay también complejos comentarios de escepticismo antirreligioso en los

escritos de las escuelas Lokayata y Charvaka (que datan de alrededor del siglo VI a. de C.),

algunos de los cuales están incluidos en compilaciones eruditas, tales como el

Sarvadarshana-samgraha o La colección de todas las filosofías, escrito por Madhava

Acharya en el siglo XIV.

En efecto, muchas de las "culturas" que los líderes religiosos contemporáneos

frecuentemente interpretan en términos estrechos y rígidos contienen variaciones

internas enormes en cuanto a actitudes y creencias. Uno de los peligros asociados con el

proyecto de crear una "federación de culturas" es el de sumergir la diversidad interna de

una cultura dentro de una visión falsamente uniforme, y negarles a los miembros de la

comunidad la libertad para adoptar su propio punto de vista y llegar a sus propias

interpretaciones de los contenidos de sus culturas. Estas culturas a menudo han tenido

actitudes más flexibles y tolerantes que las de sus actuales líderes religiosos oficiales. Los

emperadores musulmanes en Turquía, o los soberanos moghales (como Akbar) en la India,

con frecuencia fueron mucho más liberales en cuestiones religiosas que sus

contemporáneos europeos. En el siglo XII, cuando el gran filósofo y jurista judío

Maimónides tuvo que huir de una Europa intolerante (donde nació) y de la persecución de

los judíos, escogió la seguridad de un Cairo tolerante y urbano y el patronazgo del sultán

Saladino. De modo parecido, es importante recordar, a la luz de los intentos recientes de

algunos líderes políticos hinduistas para atacar la promoción del cristianismo en la India,

que la India ya tenía grandes comunidades cristianas desde una época tan remota como el

siglo IV: casi doscientos años antes de que en Gran Bretaña empezara a haber cristianos.

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Si el currículo escolar en Gran Bretaña ha de incluir más historia de otras culturas, lo que

para nada constituye una exigencia frívola, es importante asegurarse de que la decisión de

qué se va a incluir y qué va a dejarse fuera no quede en manos únicamente de los líderes

oficiales de estas comunidades y culturas. Esto, claro, no es el propósito del proyecto de

Lord Parekh, y él mismo es demasiado sabio y está demasiado bien informado como para

tomar ese camino; pero la visión de Gran Bretaña como una "federación de culturas" sí

despierta profundas sospechas acerca de cómo se representarían las culturas en esta

federación recién ideada. La concepción alternativa de Gran Bretaña como una sociedad de

personas de orígenes diversos, que tienen la libertad de elegir sus propias identidades y

prioridades, posee méritos que la idea de la "federación" no tiene. Ya es suficientemente

malo tener lo que Appiah ha llamado las "nuevas tiranías"; pero tenerlas con patrocinio

oficial sería verdaderamente trágico.

VII

Llego, finalmente, a la última de las tres preguntas particulares referentes a la identidad; a

saber, principalmente el problema de su trascendencia o de lo que he llamado "más allá de

la identidad". Aun después de concederle el reconocimiento debido a la "identidad plural"

y a la "elección de identidad", debemos de todas formas considerar los reclamos de otra

gente que no comparte nuestra identidad. Este, claro, es un tema vasto, y sólo puedo

detenerme en algunos de sus aspectos.

Quizá el primer punto que debe tenerse en cuenta es que las exigencias universalistas no

necesariamente adoptan la forma de una identificación con toda la gente, sino que más

bien consideran los intereses y reclamos de toda la gente sin que importe si uno se

identifica con ella. La inclusión moral o política no es lo mismo que la identidad. Hay algo

inevitablemente burdo en el pensamiento de que no podemos experimentar una empatía

por las alegrías y las miserias, los predicamentos y los logros de otros si no los vemos

como una especie de extensión de nosotros mismos. Concebir la empatía como una

extensión de nuestro egoísmo, mediante el artificio de ver a los otros como una versión de

nosotros, puede poseer su propia nobleza, pero seguramente es posible ejercer la empatía

sin realmente insertarse uno mismo en la vida de los otros.

Cuando uno examina los argumentos kantianos, como aquel al que hice referencia

anteriormente, o los razonamientos que hay en la exigencia de Adam Smith de que debe

invocarse a un "espectador imparcial", resulta esencial que exista la imparcialidad junto

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con la inclusión universal. En la empatía por los otros hay dos usos distintos de la

identidad: un uso "epistemológico", donde uno se coloca en el lugar de los otros y desde

ahí trata de averiguar qué sienten y qué ven, y el uso "ético", donde se considera a los

otros como si fueran iguales a uno. El uso epistemológico de la identidad es de una

importancia ineludible, dado que nuestro conocimiento de las mentes ajenas tiene que

derivarse, de un modo o de otro, del hecho de situarnos en el lugar de los otros. Pero el uso

ético de la identidad bien puede no ser obligatorio. Al responder a los intereses de los

otros, podemos vernos como "espectadores imparciales", según describió la función Adam

Smith; pero esta exigencia de atención imparcial no equivale a promover el interés por los

otros con base en que, de algún modo, son extensiones de uno mismo. Como gente capaz

de abstraer y de razonar, debemos poder responder humanamente a los predicamentos de

gente diferente, que se concibe de manera diferente. El razonamiento centrado en la

identidad puede bien ocupar un lugar en el pensamiento moral y político, pero no por ello

agotar el ámbito entero de la ética racional.

De modo semejante, la inclusión política puede resultar muy importante para la justicia

política, al margen de que se toque un tema de identidad en esa inclusión. El informe de la

Commission on the Future of Multi-ethnic Britain señala que en muchos sentidos Gran

Bretaña ha tenido más éxito que algunos de sus vecinos europeos —Alemania e incluso

Francia— en la tarea de mantener a raya el racismo y las revueltas contra la inmigración.

Al explicar este contraste, es importante examinar las diferencias de inclusión política que

han permitido las leyes electorales respectivas. En Alemania, un inmigrante legal no tiene

derecho a votar debido a las dificultades y demoras que existen para obtener la

nacionalidad (aunque recientemente se han realizado esfuerzos para modificar esta

situación). Gran Bretaña evitó este problema no sólo por medio de leyes de nacionalidad

menos exigentes, sino también (de hecho, principalmente) por medio de una conexión

histórica. Gracias a la tradición imperial, asumida ahora por la Commonwealth, el derecho

de voto en el Reino Unido está determinado no sólo por la nacionalidad británica, sino

también por las demás nacionalidades de la Mancomunidad. En efecto, cualquier

ciudadano de la Mancomunidad —cualquier súbdito de la reina como soberana de la

Mancomunidad— adquiere de inmediato el derecho a votar en Gran Bretaña, junto con su

permiso de residencia. La mayor parte de los inmigrantes no blancos en Gran Bretaña

vienen de países de la Mancomunidad (de Jamaica y Trinidad, Nigeria y Ghana, Uganda y

Kenia, India, Paquistán y Bangladesh), y por eso mismo han gozado del derecho a la

participación política tan pronto deciden residir en Gran Bretaña de modo permanente.

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Esto, claro, no les da derecho a inmigrar, pero una vez que alguien reside en Gran Bretaña,

la inclusión política es inmediata y efectiva.

Si un extremista de derecha en Alemania hace declaraciones contra los inmigrantes, no

pierde el voto de los inmigrantes, pues no lo tienen, mientras que sí puede granjearse el

voto de aquellos que sienten inclinaciones parecidas contra los inmigrantes. En Gran

Bretaña, en cambio, las declaraciones contra los inmigrantes pueden agradar a algunas

personas, pero también pueden provocar un contragolpe de parte de los electores

inmigrantes, incluso si aún carecen de la nacionalidad británica. Gracias a esto los partidos

políticos británicos se sienten obligados a cortejar el voto de los inmigrantes, y esto ha

servido claramente para frenar los intentos anteriores de políticas racistas en Gran

Bretaña. No hay ciertamente ninguna razón para la complacencia en Gran Bretaña, que

todavía tiene muchos problemas, pero sí hay razones para que exista cierto grado de

satisfacción.

Más significativamente aún, es necesario reconocer la importancia de la inclusión política,

que tiene consecuencias y logros propios que no deben confundirse con ninguna noción de

identidad social. Es esencial reconocer no sólo que las identidades pueden ser plurales, y

que las prioridades que les asignamos a nuestras identidades diversas son un asunto que

nos atañe sólo a nosotros, sino también que la inclusión moral y política rebasa el ámbito

de la identidad. Estos temas no sólo son fundamentales para nuestro entendimiento social:

también son pertinentes en el caso de algunos de los problemas prácticos más difíciles del

mundo contemporáneo. Hace falta claridad en todo esto. -©The New Republic.

Texto tomado de:

http://www.letraslibres.com/revista/convivio/la-otra-gente-mas-alla-de-la-identidad