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la señora fönss

y otros cuentos

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Colección dirigida por Guillermo Fernández (†)

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Secretaría de cultura

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© Guillermo fernández (traducción) / Jens Peter Jacobsen / La señora Fönssy otros cuentos colección la canción de la tierra

Primera edición: 2019Dr © secretaría de culturaBulevar Jesús reyes Heroles 302,delegación san Buenaventura,toluca, estado de México, c.P. 50110

IsBn 978–607–490–240–2autorización del consejo editorial de la administración Pública estatal no. ce:

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura.

El contenido es responsabilidad del autor.

alfredo del Mazo MazaGobernador Constitucional

Marcela González salasSecretaria de Cultura

Ivett tinoco GarcíaDirectora General de Patrimonio y Servicios Culturales

alfonso sandoval ÁlvarezDirector de Patrimonio Cultural

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nota

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“si yo debiese decir por quiénes he aprendido algo sobre la esencia de la creación, sobre su profundidad y eternidad, solamente dos nombres son los que podría pronunciar: el de Jacobsen –el grande, inmenso poeta– y el de augusto rodín...”. con estas palabras, rainer María rilke se dirigía a franz Xavier Kappus en la segunda de las diez cartas que le envió al cadete que le solicitó sus consejos, cartas que luego formaron el célebre libro Cartas a un joven poeta. en varias de dichas cartas rilke sigue insistiendo, en breves y agudos análisis, sobre la hondura y trascendencia de la obra del más importante poeta danés, funda-mental en el desarrollo del idioma y la literatura de Dinamarca y cuyo influjo fue definitivo en la obra narrativa de Isak Dinesen (pseudónimo de

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Karen Blixen) y en la obra poética de rilke y de stefan George.Jens Peter Jacobsen nació en thisted, una pequeña ciudad en la Península de Jutlandia, el 17 de abril de 1847. su infancia transcurrió bajo los cuidados constantes de la madre, Benthe Marie Hundahl, una mujer de carácter apacible y refinada sensibi-lidad. en cambio, el padre de Jens Peter, christen Jacobsen, era un hombre totalmente dedicado a los negocios, un comerciante rico, tan esmeradamente pragmático como suelen ser los puritanos.

a pesar de que desde muy pequeño soñó con ser poeta, fueron las ciencias positivas las que lo atrajeron principalmente durante los años de su adolescencia, con esa afición tan frecuente que mostraban muchos de los poetas románticos. en su ciudad natal estudió en una escuela técnica; y, en 1863, cuando sus padres lo enviaron a copen-hague para que prosiguiera sus estudios, Jacobsen se inscribió en un instituto de la capital danesa con el propósito de estudiar física, química y botánica. en 1870, dos años después de haberse inscrito en

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la universidad de copenhague, ya había llevado a cabo una provechosa exploración en las islas anholt y laso, donde reunió un vasto herbario que luego le sirvió de base para una minuciosa memoria científica de sus observaciones. al joven Jacobsen se debe la primera traducción al danés de El origen de las especies, de Darwin, en 1872, y de El origen del hombre, en 1875, arrastrado por la corriente de entusiasmo que suscitaba en todas partes la teoría evolucionista, cuyos postulados divulgó y comentó en una larga serie de artículos que después reunió en un volumen: Darwin.

Pero su pasión por la ciencia no impidió que en sus primeros años de universitario escribiera y publicara su primer libro de poemas: Gurre sange (Cantos de Gurre), formado por composiciones líricas sencillas, directas y escandidas en un ritmo musical nunca antes logrado en la lengua danesa, cualidades estas que tanto impresionaron a rilke y a George; algunos de estos poemas fueron musicalizados por arnold schönberg, en 1901. con este libro primerizo y magistral se iniciaba

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una nueva era en la lírica de ese país nórdico. en 1872 publicó también el relato Mogens, cuya prosa melódica fue una verdadera revelación en Dinamarca, que contaba por fin con un escritor capaz de emplear ese idioma con tanta flexibili-dad, con tantas mutaciones tonales y cromáticas. George Brandes, que en ese tiempo impartía un curso sobre las “Grandes corrientes de la literatura europea del siglo XIX”, en la universidad de co-penhague, no titubeó en designar a Jacobsen como “el gran poeta del naturalismo”, en su empeño por avivar la polémica a favor de una nueva estética realista. en ese mismo año Jacobsen empezó a escribir la obra maestra de la narrativa danesa de todos los tiempos: La señora María Grubbe, la cual no publicaría sino cuatro años más tarde, en diciembre de 1876.

en 1873 acusó los primeros síntomas de la enfermedad pulmonar que unos años después lo llevaría a la tumba. el primero de julio de ese mismo año, cuando apenas había terminado de escribir el tercer capítulo de La señora María

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Grubbe, partió hacia Italia en compañía de unos amigos, entre los cuales se hallaba edvard Bran-des, hermano de George. Pasó una buena parte de ese verano disfrutando del clima gentil del lago de Garda, luego en Venecia y, finalmente, en florencia. cinco años después regresaría a Italia, donde conoció y trató a Ibsen, en el “circolo scandinavo” de roma. empero, su estancia en la ciudad eterna duró muy poco y tuvo que volver inmediatamente a su ciudad natal al ver que se agravaba su tuberculosis. los médicos de thisted le prohibieron terminantemente realizar todo tipo de trabajo. no obstante la prohibición y la debili-dad que le impedía trabajar de manera continuada, Jacobsen logró terminar otra gran novela, Niels Lyhne, publicada en 1880 y, en 1882, escribiría aún Las rosas que no había, La peste de Bérgamo, Dos mundos, Un disparo en la niebla y el magistral relato La señora Fönss. Jacobsen murió el 30 de abril de 1885, a la edad de 38 años, unánimemente reconocido como el gran maestro de la literatura danesa moderna.

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y cedámosle nuevamente la palabra al gran poe-ta checo de lengua alemana, rainer María rilke, con otro fragmento de las Cartas a un joven poeta: “De todos mis libros, pocos me son indispensables; pero hay dos que están siempre con mis demás cosas dondequiera que me encuentre. están aquí, acompañándome: la Biblia y las obras del gran poeta danés Jens Peter Jacobsen. Me pregunto si las conoce usted. Podría usted procurárselas fá-cilmente, pues una parte de ellas ha aparecido en ‘reclams universal-Bibliothek’, en una traducción muy buena. adquiera el tomito Seis relatos de Jens Peter Jacobsen y su novela Niels Lyhne, y empiece a leer el primer cuento del primer tomo, que se llama ‘Mogens’. un mundo aparecerá ante usted: la felicidad, la riqueza, la inexplicable grandeza de un mundo. Viva algún tiempo en estos libros. aprenda de ellos lo que le parezca digno de ser aprendido; pero, sobre todo, ámelos. este amor le será retribuido mil y mil veces, y sea cual fuere su vida, este amor irá –estoy seguro de ello– por el tejido de su existir como uno de los hilos más

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importantes entre la urdimbre de sus experiencias, decepciones y alegrías”.

G. f.

Advertencia: Ésta es una versión de la signora fönss

e altre novelle, editado por la Biblioteca Universale

Rizzoli, en 1952, en una excelente traducción directa

del danés por Piero Monaci.

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la señora fönss

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en el gracioso parque de aviñón, que se extiende a lo largo de la parte posterior del antiguo palacio de los papas, hay una banquita desde la cual la mirada se espacia sobre el ródano, sobre las orillas floridas de la Durance, sobre los campos y colinas, incluso sobre una parte de la ciudad.

en una tarde de octubre esa banquita estaba ocupada por dos mujeres danesas: la señora fönss y su hija ellinor.

a pesar de haber llegado a aviñón algunos días antes y de conocer muy bien ese panorama, insis-tían en volver a ese lugar, no muy convencidas de que aquél fuera el verdadero rostro de la Provenza.

¡la Provenza! ¡Qué desilusión! un curso de aguas turbias, con bancos de arena lodosa e inter-minables orillas de grava grisácea; campos parduz-

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cos sin una brizna de hierba; cerros y laderas del mismo color blanquecino; caminos polvorientos y, aquí y allá, junto a las casas pintadas de blanco, pequeños grupos de árboles negros: árboles y ma-torrales totalmente negros. sobre todo esto, un cielo blancuzco, de luz incierta, que confería a las cosas un aspecto aún más descolorido, aún más árido y de-soladamente claro. ninguna traza de rica e intensa policromía: sólo colores débiles, devastados por el sol. ningún sonido en el aire, ni una sola guadaña segando la hierba, ningún chirrido de carruaje por los caminos solitarios; y entre las dos orillas la ciudad, como un silencio materializado, con todas sus calles adormecidas en la quietud meridiana, con todas sus casas sordomudas, donde todos los postigos, todas las persianas estaban celosamente cerradas: casas que no podían ver ni oír.

frente a tanta uniformidad carente de vida, la señora fönss se limitaba a sonreír con resignación, pero ellinor se ponía visiblemente nerviosa. no se trataba de un nerviosismo vivaz o agresivo, sino más bien de un humor lamentoso y deprimido, como

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el provocado por las lluvias persistentes, cuando todos los tristes pensamientos de una persona caen sobre ella junto con el agua del cielo; o como el que produce el tictac estúpidamente sedativo de un reloj de péndulo, cuando uno está irremediablemente disgustado consigo mismo; o como el que nos ins-pira el diseño floreado de ciertas tapicerías, cuando la misma cadena de sueños incoherentes nos ronda alrededor de nuestro cerebro, contra nuestra volun-tad, anudándose, rompiéndose y reanudándose en una tormentosa sucesión interminable.

ese paisaje influía incluso en el físico de la muchacha, causándole una languidez muy cerca-na al desvanecimiento, como si se hubiese aliado con los recuerdos de una esperanza ya rota, con evocaciones de sueños deliciosamente dulces, que volvíanse ahora en algo terriblemente disgustoso; sueños que recordaba entre rubores y que era incapaz de olvidar.

¿Qué tenía que ver todo aquello con ese para-je?... el golpe se lo habían asestado en su patria lejana, en los canales del sund, bajo las hayas de

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color verde claro. sin embargo, cada ondulación de esas colinas pardas hablaba de eso; cada casa con postigos verdes parecía guardar ese secreto en su silencio.

a ella le había tocado sufrir una de esas desilu-siones que, desde que el mundo es mundo, están reservadas a los corazones jóvenes: había amado a un hombre, creyendo que su amor era correspondi-do, pero éste la abandonó por otra. ¿Por qué? ¿cuál era el motivo? ¿Qué le había hecho ella? ¿acaso había cambiado? ¿no seguía siendo la misma?... y no dejaba de hacerse estas preguntas.

ellinor no le había dicho ni una palabra a su madre acerca del asunto. Ésta, sin embargo, lo había entendido todo a la perfección, y se mostraba siempre cariñosa y solícita con ella. la pobre mu-chacha hubiera querido ponerse a gritar ante tanta solicitud de alguien que lo sabía y que debía fingir que lo ignoraba; pero su madre había comprendido incluso esto. así que, al fin, se decidieron a partir.

la señora fönss no tenía necesidad de escrutar la cara de su hija para saber lo que ésta pensaba;

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le bastaba ver de soslayo la manecita nerviosa que se posaba a su lado, que se extendía con impo-nente desesperación sobre las tablas de la banca, cambiando de posición a cada momento, como un enfermo ardiendo de fiebre que se revolcara en su lecho. le bastaba observar esa mano para adivi-nar también con cuánto desolado abandono esos jóvenes ojos miraban el vacío; para adivinar cuán pálido estaba y cómo temblaban las líneas de aquel fino rostro atormentado; cómo se transparentaba, bajo la delicada piel de las sienes, el azul un poco enfermizo de sus venas.

la señora fönss sentía una pena inmensa por su niña, y aun hubiera deseado apretarla contra su pecho, decirle las más dulces palabras de consuelo; pero consideraba que ciertos dolores deben morir en lo más recóndito de nuestro propio corazón y que no es lícito expresarlos con palabras ni siquiera entre madre e hija. en efecto, podría suceder que un día, en circunstancias nuevas, cuando todo indicara un renacimiento de la felicidad, esas palabras constituyeran una especie de obstáculo,

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una cosa que oprimiera y encadenara el corazón, porque aquel que las ha dicho tendrá la impresión de oírlas nuevamente como un susurro en el alma de otro; siempre las considerará como algo vivo y operante en la mente de la persona a la cual fueron confiadas.

y no descuidaba otra consideración: temía causarle un daño a la hija si la hubiese inducido a confiarle todo. no quería que ellinor se ruborizara delante de ella. no quería que sufriera la humi-llación ínsita en el hecho de poner al descubierto, ante las miradas ajenas, los rincones más secretos de su alma; y eso, a fin de cuentas, significaba un cierto alivio. ella, en cambio, sentíase feliz de reen-contrar en su hija esta noble actitud bajo la forma de una cierta y sana rigidez; se sentía orgullosa de eso, no obstante que tal secreto acrecentara en ambas su fardo espiritual.

tiempo atrás –muchos, muchos años antes, cuando era una muchacha de dieciocho años–, ella también había amado con toda el alma, con todos los sentidos, con todos los pensamientos, con todas

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las esperanzas de la vida, mas sin llegar a nada concreto. el joven no podía ofrecer otra cosa que poner a prueba su fidelidad en un largo noviazgo, pero las condiciones de su familia no permitían una espera demasiado larga, y ella terminó por aceptar al hombre que le dieron: al árbitro de los negocios familiares. se casaron; luego nacieron los dos hijos: uno varón, tage –que estaba con ellas en aviñón–, y una niña, ellinor, la que estaba sentada a su lado.

Después del nacimiento de los hijos, su vida mejoró notablemente, mucho más de lo que ella misma había esperado: ¡más luminosa, más ligera! y continuó así durante ocho años; luego murió el marido, y lo lloró sinceramente, dado que había aprendido a apreciar a aquel hombre fino y deli-cado, que amaba con un amor exclusivo, egoísta, casi morboso, a todo aquello que le pertenecía por vínculos de parentela o de sangre, y que de todo el vasto mundo exterior no le importaba sino lo que éste pensaba de él: ¡la opinión de la gente y nada más!

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al morir el marido, ella se dedicó enteramente a sus hijos, pero sin condenarse a la clausura en casa con ellos. Por lo contrario, aumentó su vida social, como convenía a una viuda tan joven y facultosa. ahora su hijo había cumplido veintiún años, y ella frisaba los cuarenta, pero aún era una mujer hermosa: en su densa cabellera, de un rubio bruno, no se veía ningún cabello gris, ninguna arruga de sus grandes ojos atrevidos, y su figura se mantenía esbelta, bien contenida en su beldad. la tez morena que le confería la edad acentuaba sus facciones finas y vigorosas, pero había tanta dulzura en la sonrisa de sus labios profundamente arqueados, y casi una juventud nueva y rica en promesas en el brillo húmedo de sus ojos castaños, que parecía difundir sobre todas las cosas un nimbo pacífico y sereno. su rostro poseía, asimismo, la redondez seria y pensativa de las mejillas robustas y el mentón volitivo de la mujer madura.

—ya llegó tage –le dijo la señora fönss a su hija, oyendo que reían y hablaban en danés tras el denso seto de carpes.

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ellinor se recobró.sí, estaba llegando tage, acompañado por los Kas-

tager: el comerciante Kastager, de copenhague, con la hermana y la hija, pero sin la esposa, que estaba en cama, enferma, y se había quedado en el hotel.

la señora fönss y ellinor se recorrieron para hacerles lugar a las dos damas. los hombres in-tentaron conversar durante algún rato, de pie, pero luego se dejaron seducir por la tapia de piedra que circundaba el mirador y ahí se acomodaron. sin embargo, la conversación flaqueaba, pues los re-cién llegados estaban cansados de un breve paseo que habían dado ese día, en tren, por la Provenza llameante de rosas.

—¡ea! –gritó tage, golpeando con la palma de la mano su pantalón claro–. ¡Mirad allá abajo!

todos voltearon hacia aquella parte. lejos, en el oscuro paisaje, se divisaba una nube de polvo, de la cual emergían las orlas de un guardapolvo y, en medio, un caballo.

—es el inglés del cual te he hablado hace algunos días; el que llegó la semana pasada –dijo

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tage dirigiéndose a la madre; luego, volviéndose a Kastager, añadió:

—¿Había visto cabalgar de manera semejante?... ¡Parece un gaucho de las pampas!

—¿De las qué?... –preguntó Kastager.Pero el jinete había desaparecido. se levantaron todos entonces y se encaminaron

hacia el hotel. los Kastager y los fönss se habían encontrado en Belfort, y ya que se proponían hacer el mismo viaje a través de la francia meridional y la riviera, acordaron hacer tal recorrido juntos. al llegar a aviñón, decidieron quedarse ahí algunos días: los Kastager, porque a la señora se le habían inflamado las várices de una pierna; los fönss, por-que ellinor tenía la evidente necesidad de reposo.

tage andaba entusiasmado con aquella vida en común, pues se había enamorado perdidamente de la agraciada Ida Kastager; pero la señora fönss tenía acerca de eso una opinión muy diversa. ciertamente, tage era muy serio y maduro para su edad, ¿pero qué prisa había en comprometerse in-mediatamente y, para colmo, con la joven Kastager?

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Ida era muy buena muchacha, de eso no cabía la menor duda; la madre de ella era una mujer culta, proveniente de una familia distinguida, ¿pero el padre?... un hombre bueno, un rico y experto comerciante; pero en él existía un no sé qué de cómico, por lo cual la gente sonreía y guiñaba un ojo, maliciosamente, cuando se referían a él. en efecto, el señor Kastager era un tipo totalmente fogoso, apasionado, de corazón abierto; un carácter ruidoso y expansivo, y precisamente en esto residía su punto débil, puesto que es realmente difícil tra-tar al prójimo con tales arranques de entusiasmo sin sobrepasar los límites de la discreción. a la señora fönss, naturalmente, no le agradaba la idea de que se pudiera hablar del suegro de su hijo con guiños y sonrisitas irónicas... He ahí por qué se mostraba siempre un poco fría con los Kastager, con gran disgusto del enamoradísimo mocetón.

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a la mañana siguiente, tage y su madre fueron a visitar el pequeño museo de la ciudad. Hallaron abierto el portón, pero unas rejas en las puertas de las salas impedían el paso y los insistentes campanillazos no lograron ninguna respuesta. el portón, sin embargo, conducía hacia un patio circundado de portales, pintado recientemente, cuyas toscas columnas estaban ligadas entre sí con negros tirantes de hierro.

los dos turistas le dieron la vuelta, observando todo lo que estaba expuesto a lo largo de los muros: inscripciones sepulcrales de la época romana; frag-mentos de sarcófagos; una estatua sin cabeza, con una túnica muy bella; dos esqueletos de ballena, incompletos, y una serie de frisos arquitectónicos. en todos estos objetos arqueológicos había salpica-duras de cal debidas a las brochas de los pintores.

Volviendo al punto de partida, tage subió las escaleras para ir a buscar al guardián, y la señora fönss prosiguió caminando bajo los portales.

al llegar al corredor del portón vio, al fondo de éste, a un señor alto y barbado, con la cara tostada

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por el sol. llevaba en las manos una guía y miraba hacia donde estaba ella.

Intuyó que se trataba del inglés que habían visto el día anterior.

—Perdone, señora –empezó a decir él, después de haberla saludado, con el tono de quien está a punto de pedir algo.

–yo también soy forastera –respondió la señora fönss–. Parece que no hay nadie... Mi hijo anda arri-ba, buscando al guardián o a cualquier otra persona.

este breve diálogo fue en francés.en ese momento volvió tage.—ya anduve por todas partes. Hallé un pequeño

apartamento, pero tampoco había nadie ahí... —Por lo que he oído –dijo el supuesto inglés,

hablando en lengua danesa esta vez–, tengo el gusto de hallarme entre compatriotas.

y diciendo esto dio un paso atrás, como dando a entender que había dicho esas palabras para advertirles que entendía su conversación; pero inmediatamente se acercó a ellos, aún más que antes, diciendo con voz emocionada:

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—si la memoria no me engaña, la señora y yo somos viejos conocidos...

—usted es emilio thorbrogger, ¿no es cierto? –exclamó la señora, tendiéndole una mano que él estrecho con premura.

—¡sí, precisamente yo! –respondió él, lleno de alegría–. ¡y usted... precisamente usted, estoy seguro!

sus ojos brillaban al mirarla.—este joven es mi hijo –dijo ella presentándole

a tage.thorbrogger era un hombre totalmente nuevo

para tage, pero él no pensaba en eso: pensaba solamente que el supuesto gaucho de las pampas no era sino un danés y, cuando hubo una pausa en la conversación –¡pues le era preciso decir algo!–, no resistió la tentación de exclamar:

—¿sabe una cosa?... ayer dije que usted me parecía un gaucho.

—Bueno... no anda usted muy lejos de la verdad. Pasé veinte años en las llanuras de la argentina, y puedo decirle que en todo ese periodo anduve más tiempo a caballo que a pie.

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¿y había vuelto para radicar definitivamente en europa?...

sí, había vendido sus tierras y el ganado, para ver otra vez el viejo mundo, donde se sentía como en su casa, aunque ahora, y lo confesaba con rubor, ¡empezaban a aburrirle los así llamados viajes de placer!...

¿nostalgia de la pampa?... no, él nunca se había sentido particularmente

atraído por este o aquel país. lo que extrañaba era su trabajo habitual.

siguieron hablando de muchas cosas durante algunos minutos. finalmente llegó el guardián, acalorado y jadeante, portando una canasta llena de verduras y una mata completa cargada de to-mates maduros. sacó las llaves e introdujo a los visitantes en la pequeña pinacoteca, donde hacía un calor sofocante. la señora fönss y thorbrogger vieron con mirada distraída las amarillas nubes que anunciaban una borrasca y las negras aguas del viejo Vernet, pero en compensación se pusieron al corriente acerca de sus respectivas vidas y de

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los acontecimientos durante aquellos largos años que habían estado separados.

y puesto que aquel era el hombre que ella había amado antes de que la unieran al que fue su mari-do, en los días sucesivos –ya que siempre andaban juntos, y los demás, pensando que tan viejos amigos tenían que contarse una enorme cantidad de cosas, los dejaban siempre solos– pudieron notar muy pronto que, a pesar de los cambios operados en ellos con el curso de los años, el corazón nada había olvidado.

Él fue, quizá, el primero en darse cuenta de eso, al sentir que de pronto tornaba la vieja inquietud, la sentimentalidad, los ardores románticos conna-turales a la juventud, y de nuevo sufría por ellos. se veía bruscamente privado de su existencia tran-quila, del dominio de sí mismo que había logrado conquistar con el paso de los años; no ignoraba que esa inquietud contrastaba con la edad madura. Él hubiera querido que su amor fuera distinto: más digno, más sosegado.

en cuanto a ella, no se sentía más joven, es verdad; pero le parecía que en su alma brotaba

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de nuevo una fuente de lágrimas que había estado cerrada durante mucho tiempo, y que ahora volvía a manar; y ser capaz de llorar nuevamente era tan bello, tan lenitivo, que le procuraba una sensación de riqueza, como si todas las cosas hubiesen adquirido un nuevo y más grande valor: ¡una sensación juvenil, para acabar pronto!

una noche, la señora fönss se hallaba sola en su cuarto. ellinor se había ido a acostar temprano y tage había acudido al teatro, con los Kastager. ella estaba fantaseando en la penumbra de su cuarto de hotel, y sus pensamientos se detenían indefectible-mente en el mismo remolino. se sintió cansada de improviso, pero con ese dulce y sonriente cansancio que envuelve a una persona cuando felices pensa-mientos están a punto de adormecerse en su mente.

no era posible quedarse ahí clavada toda la noche, viendo hacia el techo, sin la distracción de

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un libro; y la función de teatro acabaría una hora después, o tal vez más. empezó a ir y venir por el cuarto, deteniéndose por momentos frente a un espejo, para arreglarse el cabello.

¿Por qué no bajar a la sala de lectura, a hojear un poco las revistas ilustradas?... a esa hora la sala estaba desierta. se echó a la cabeza un velo de encaje negro y bajó. nadie estaba ahí, como lo previó.

la salita, llena de muebles, estaba brillantemen-te iluminada por una media docena de lámparas de gas. ahí reinaba un gran calor y el aire reseco cortaba el aliento. la señora fönss se colocó el velo sobre los hombros.

los folletos blancos en la cubierta de la mesa, el papel membretado con grandes leyendas doradas, los silloncitos de terciopelo vacíos, los diseños geométricos del tapete y los pliegues simétricos de las cortinas formaban un cuadro mudo, y ahondaba todavía más el silencio en esa vívida luz.

ella soñaba aún, inmersa en sus fantasías, oyendo distraídamente el ininterrumpido rumor de las llamitas de gas.

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¡sentía que iba a desmayarse a causa de aquel tremendo calor!

como queriendo sostenerse, extendió lentamen-te una mano hacia un grueso y pesado jarrón de bronce, colocado sobre una consolle adosada a la pared, y aferró el borde floreado.

¡cuán cómoda era aquella posición y qué de-liciosa la frescura del metal bajo su mano! De re-pente, tuvo una nueva sensación de complacencia por sus propios miembros, por su propio cuerpo, por la pose escultórica que asumía; era la percep-ción de que esa pose le convenía; la conciencia de su belleza en ese momento; era, además, una sensación física de armonía que se condensaba en un sentimiento de triunfo, expandiéndose como una corriente de arcano júbilo a todo lo largo de sus venas.

¡Qué fuerte se sentía ahora! la vida se exten-día delante de ella como una grande y luminosa jornada: ya no como un día que declina hacia la quietud y las melancólicas horas del crepúsculo, sino como un vasto y férvido espacio de tiempo,

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pulsante y ardiente, voluptuosamente lleno de luz, de actividad, de ímpetu, infinito. y ella exultaba por esta plenitud de vida y la anhelaba con el ardor febril de quien está por emprender un viaje.

estuvo así algunos minutos, entregada a sus pensamientos, indiferente al mundo externo. luego se despabiló bruscamente, como si de pronto hubie-se advertido el silencio de la estancia y el incesante murmullo de las lámparas de gas. retiró la mano del jarrón y, acercándose a la mesa, comenzó a hojear una revista.

Poco después oyó unos pasos afuera de la salita, unos pasos que se alejaban de la puerta y luego volvían a ésta... la puerta giro sobre sus goznes y apareció thorbrogger.

los dos intercambiaron algunas palabras mas, como la señora parecía muy interesada en la lectura de la revista, el hombre se puso a hojear unos pe-riódicos. sin embargo, éstos no debían interesarle mucho ya que, un momento después, cuando ella levantó la mirada, se encontró con la de él, que la observaba fijamente.

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era evidente que el hombre deseaba hablar con ella y que estaba a punto de hacerlo. en torno a su boca se podía observar una expresión nerviosa y re-suelta, que le revelaba, sin sombra de duda, cuáles habrían de ser esas palabras; ella se ruborizó y, por instinto, como queriendo detener esas palabras, le mostró una revista sobre la mesa, indicándole una ilustración con algunos gauchos que lanzaban el lazo tras una manada de caballos salvajes.

thorbrogger no desaprovechó la oportunidad de hacer algunos comentarios chistosos acerca de la ingenuidad con la cual el dibujante había interpre-tado el arte de lanzar el lazo. Hubiera sido muy fácil seguir hablando de eso, en lugar de lo que ocurría en su corazón y en su mente, y a punto estuvo de ceder a la tentación; pero pronto apartó resuelta-mente la revista y, echando un poco el cuerpo hacia adelante, sobre la mesa, le dijo:

—He pensado tanto en usted a partir de nuestro reencuentro. no he dejado de pensar en usted, en Dinamarca y en el país en que he vivido estos últimos años. yo no he dejado de amarla, aunque

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a veces me parezca que la amo desde hace pocos días; pero no es verdad, no, por muy grande que pueda ser este nuevo amor, puesto que yo nunca he dejado de amarla, nunca... y si yo pudiese ahora conquistar su mano, ¡usted no entendería jamás la dicha de verla entrar nuevamente en mi vida después de tantos años de separación!

Hizo una pausa; luego, poniéndose de pie, se acercó a ella.

—Pero usted no dice nada –continuó–. ¡le estoy hablando aquí como si le estuviera hablando a la noche oscura! le hablo como a un intérprete, como a un extranjero que debe traducir en el corazón esas palabras. Hablo... no lo sé... sopeso las palabras... no sé qué tan cerca o tan lejos esté usted... no me atrevo a expresar en voz alta toda la adoración de mi alma... ¿o puedo decírselo?...

se dejó caer en un sillón junto a ella.—si yo me atreviera, usted no se ofendería,

¿verdad?... ¡oh, Dios te bendiga, Paula!—ya no hay nada que pueda separarnos otra

vez –dijo ella, mientras él le estrechaba la mano–.

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¡Pase lo que pase, yo también tengo derecho a un poco de felicidad! ¡creo que tengo derecho a vivir al fin mi propia vida, de acuerdo con mi temperamen-to, con mis aspiraciones, con mis sueños! yo jamás me he resignado. no he tenido buena fortuna, mas no por eso he creído jamás que la vida esté hecha solamente de privaciones y deberes. yo sabía que existen personas felices.

Él le besó la mano, en silencio.—estoy segura de que los más clementes entre

todos mis jueces –agregó ella tristemente– me concederán la dicha de saber que tú me amas, pero también dirán que con eso debe bastarme.

—¡te juro que a mí no me basta con eso, y que no tienes ningún derecho a dejarme plantado así!

—no, no... Poco después, la señora fönss subió al cuarto

de ellinor, pero la encontró dormida.tomó asiento en el borde de la cama y se puso

a contemplar el rostro pálido de la muchacha, visible apenas en la débil claridad amarillenta de la lamparita de noche.

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ellos debían esperar, a causa de ellinor. Dentro de pocos días ella y los muchachos se separarían de thorbrogger para ir a niza, donde pensaban pasar todo el invierno, esperando el restablecimiento de ellinor. sin embargo, ella estaba dispuesta a contarles lo sucedido y sus planes para el futuro. aceptaran ellos o no, le parecía imposible seguir viviendo con los hijos, día tras día, sintiéndose separada de ellos a causa de ese secreto. Debía darles el tiempo necesario para que se hicieran a la idea. si luego sobrevenía o no una separación más o menos larga, era una cosa que dependería de los muchachos mismos. ellos decidirían únicamente cómo organizar su vida en relación con ella y con thorbrogger. ella nos les pediría nada. a ellos les tocaba dar.

la señora fönss oyó los pasos de tage en la sala y fue a su encuentro.

el joven estaba tan radiante y tan nervioso al mismo tiempo que ella pensó inmediatamente en que algo debió ocurrir, e intuyó fácilmente de qué se trataba.

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Mas él, mientras buscaba un pretexto para afrontar el argumento que realmente le importaba, comenzó a hablar volublemente del teatro; y sólo cuando la madre se le hubo acercado y puesto una mano sobre la frente, obligándolo a mirarla a los ojos, el joven se animó a confesarle que había pedido la mano de Ida Kastager y que ella estaba de acuerdo.

Hablaron largo y tendido acerca del asunto, pero durante todo ese tiempo la señora fönss advirtió en sus propias palabras una frialdad que no lograba vencer. en efecto, ella temía mostrarse demasiado condescendiente con tage, a causa del estado de excitación en el que ella misma se hallaba; además, no podía tolerar la sospecha de que existiera en ese caso ni la más mínima de las relaciones entre su actual ductilidad y lo que ha-bría de decirle al día siguiente. tage, sin embargo, no se enteró absolutamente de esto.

esa noche la señora fönss durmió muy poco, pues el tumulto de sus pensamientos ahuyentaba el sueño. Pensaba en cuán extraño era que thor-

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brogger y ella se hubiesen reencontrado después de tantos años y, sobre todo, en que aún siguieran amándose como en los viejos tiempos.

¡Viejos tiempos, en verdad! especialmente para ella, que ya no era una joven y que, viéndolo bien, se encaminaba hacia la decadencia. todo esto era evidente, y él debía aceptarla así; debía acostum-brarse a la idea de que sus dieciocho años estaban lejos, muy lejos. ella se sentía joven, eso sí... y en muchos aspectos lo era, realmente; ni siquiera tenía conciencia de su edad, porque de ésta no veía claramente los signos: en mil movimientos, en la expresión del rostro, en los gestos, en la manera de responder a un saludo, en la sonrisa con la cual acogía una frase graciosa... estaba segura de que se comportaría como una persona entrada en años, porque le faltaba el coraje de mostrarse joven, como interiormente se sentía.

estos y otros muchos pensamientos se arre-molinaban en su cabeza, pero una sola pregunta dominaba a las otras, sin tregua: ¿qué cosa habrían de decir sus muchachos?...

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obtuvo la respuesta a la mañana siguiente, mientras estaban reunidos los tres en la salita.

ella comenzó diciendo que deseaba comunicar-les una cosa importante; una cosa que produciría ciertos cambios en la vida de los tres; una cosa que, ciertamente, no se esperaban. les rogó que la escucharan con toda la calma posible y que no se dejaran arrastrar por el primer impulso, para evitar manifestaciones inconsultas. lo que iba a decirles estaba ya totalmente decidido, y nada en el mundo la haría desistir, aunque ellos mismos se lo pidieran.

—Debo deciros que tengo la intención de ca-sarme otra vez –les dijo.

y a continuación les contó cuánto había amado a thorbrogger antes de conocer a su marido; la manera en que la habían separado de su novio y cómo habían vuelto a reencontrarse.

ellinor explotó en llanto, pero tage se puso de pie inmediatamente, trastornado; se arrodilló frente a la madre y, tomando una mano de ella entre las suyas, la apretó contra su mejilla con indecible

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ternura, con una expresión de extravío en todas sus facciones, y exclamó, ahogado casi por los sollozos:

—¡oh, mamá, mamita mía tan querida! ¿Pero qué te hemos hecho?... ¿acaso no te hemos querido siempre?... estando cerca o lejos, siempre te hemos visto como el don más precioso que hay en el mun-do. tú has sido madre y padre para nosotros. a él lo conocimos a través de ti. tú misma nos enseñaste a amarlo; y si ellinor y yo te queremos tanto es porque tú, día tras día, incansablemente, nos has enseñado lo que es digno de amor en los otros, y así ha ocurrido siempre con todas las personas con las cuales nos hemos encariñado. ¡te lo debemos todo! ¡tú nos has dado todo! te suplicamos, mamá... ¡oh, si tú supieras!... no puedes imaginar cuán a menudo nuestro amor ha deseado subir hasta donde tú estás, superando cualquier barrera; pero tú misma nos has enseñado a contenerlo, y no nos atreveríamos a acercarnos demasiado a ti, tal y como nosotros lo quisiéramos. y ahora vienes a decirnos que quieres irte, que quieres deshacerte de nosotros para siempre... ¡no, no, no es posible!

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ni el peor de nuestros enemigos sería capaz de jugarnos una mala pasada semejante; ¿y quieres hacerlo tú, que no eres nuestra enemiga, que nos quieres tanto?... ¡Vamos, mamá, dinos que no es cierto! ¡Habla, vamos! Dinos: “¡no es verdad, tage! ¡no es verdad, ellinor!”.

—¡tage, tage, vuelve en ti! no dramatices así las cosas, por tu propio bien y por el de todos nosotros.

el joven se puso de pie, y dijo:—¿Dramatizar? –dijo–. ¡no dramatizo! ¡aquí se

trata de una cosa tremenda, inhumana! ¡una cosa para volverse locos! ¿Pero es que no te das cuenta de los pensamientos que pasarán por mi mente por tu culpa?... ¡Mi madre abandonándose a las caricias de un extraño; mi madre deseada, abrazada, pronta a corresponder a las caricias!... Para un hijo, estos pensamientos son una cosa más atroz que el peor de los insultos. ¡Pero es imposible, es algo imposible! ¿o es que las súplicas de un hijo no tienen ningún valor?... ¡ellinor, deja ya de llorar! Mejor ayúdame a rogarle a mamá que tenga piedad de nosotros.

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la señora fönss alzó una mano en señal de protesta, diciendo:

—¡Deja en paz a ellinor, pues a ella le bastan sus propias congojas! ya os he dicho que mi deci-sión es irrevocable.

—Quisiera estar muerta –dijo ellinor–. lo que ha dicho tage es muy cierto, mamá. no tienes ningún derecho a imponernos un padrastro, a nuestra edad.

—¿un padrastro? –prorrumpió tage–. espero que a él no se le ocurra semejante cosa, ni siquie-ra por un instante... ¡estás loca! si él entra aquí, nos marcharemos. no hay fuerza en el mundo que pueda inducirme a soportar la más mínima fami-liaridad con ese hombre. a nuestra madre le toca elegir: ¡o él o nosotros! si se les ocurre establecerse en Dinamarca, nosotros viviremos en el exilio. si se quedan aquí, partiremos inmediatamente.

—¿estás completamente seguro de lo que has dicho, tage?

—no creo que tú dudes acerca de lo que he dicho. ¡Ponte a pensar un poco en el tipo de vida

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que llevaríamos juntos! Imagínate a Ida y a mí en la terraza, en una noche de luna, oyendo un cuchi-cheo tras los setos de laureles. “¿Quién es?”, me preguntará ella, y yo le responderé: “es mi madre, ¡con su nuevo marido!”. ¡Perdóname, mamá, no era mi intención decir semejante cosa! Pero considera el efecto que me produce, el mal que ya me ha hecho... y ten la seguridad de que ellinor no va a sufrir menos.

la señora fönss dejó ir a los muchachos y ella se quedó sola, meditando, en la sala.

sí, tage tenía razón. el golpe había sido dema-siado duro. ¡cuánto se habían alejado de ella en esos pocos minutos! ellos ya no la veían como su madre; ahora, sólo eran hijos de su padre. estaban dispuestos a dejarla desde el momento en que notaron que su corazón ya no les pertenecía total y exclusivamente. Pero ella, a final de cuentas, no era únicamente la madre de ellinor y tage; era una persona en sí, con una vida propia, con esperanzas propias, incluso fuera de cualquier relación con ellos. aunque tal vez no era tan joven

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como ella creía; lo había notado en su discusión con los muchachos. a pesar de la firmeza de sus palabras, había experimentado una sensación de temor delante de ellos; se había sentido como alguien que violara los derechos de la juventud; en todo lo que ellos dijeron podía advertirse el inconsciente despotismo y las intransigentes pretensiones de los jóvenes de todos los tiempos en todos los países: “sólo nosotros sabemos amar. la vida es nuestra. Vuestra vida consiste en vivir para nosotros”. ahora empezaba a entender que es posible sentir una cierta satisfacción en el hecho de ser realmente viejos. y no porque deseara la vejez, pero ésta le sonreía levemente, como un lejano oasis de paz.

Después del alboroto de esos días, ahora se delineaba un tremendo conflicto. estaba segura de que los muchachos se mantendrían en lo dicho; pero antes de abandonar la esperanza, hablaría con ellos todas las veces que fueran necesarias para persuadirlos. era conveniente que thorbrogger partiera de inmediato. Posiblemente los muchachos

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se calmarían un poco si él no estaba presente. entonces ella buscaría la manera de mostrarles con cuánta afectuosa premura se preocupaba del porvenir de sus hijos. Paulatinamente, se desva-necería la amargura del primer momento, y todo... ¡Pero sólo eran ilusiones! ¡ella estaba segura de que no había solución!

thorbrogger aceptó volver a Dinamarca; la esperaría ahí, encargándose de los preparativos de la boda. Pero de nada sirvió: los muchachos la evitaban. tage andaba siempre con Ida y el futuro suegro, mientras ellinor le dedicaba todo su tiempo a la señora Kastager, que seguía enferma. y si en algún momento se hallaban juntos, ¿dónde estaba la antigua confianza, la intimidad de antes? ¿Dónde estaban los diversos temas de conversación?... si lograban abordar alguno de éstos, lo hacían sin ninguna curiosidad o calor, como personas que por un cierto tiempo han gozado de la compañía recíproca y que ahora están a punto de separarse; así, los que deben partir tienen concentrados sus pensamientos en la meta del viaje, mientras que

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los que se quedan piensan solamente en el modo de reiniciar su vida habitual, doméstica, cuando los forasteros se hayan ido.

ya no existía ninguna fusión en su vida; había desaparecido todo sentido de familiaridad. Habla-ban de lo que se proponían hacer dentro de uno o dos meses, pero sin ningún interés, como si no se tratara de días en sus vidas, sino de un periodo de espera por superar de cualquier modo, ya que los tres se preguntaban en su fuero interno: “¿y luego?...”. sus vidas habían perdido la seguridad de sus cimientos; ya no era posible reedificarlas, aun antes de que se cumpliera el evento que los había separado.

con el paso de los días, los muchachos iban olvidando cada vez más lo que había sido para ellos la madre, como suelen hacer los hijos cuando creen que han recibido un agravio: ¡un solo agravio y son capaces de olvidar inmediatamente tantos beneficios!

tage era el más tierno de los dos, pero también el que se sentía más herido, porque había amado

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más. cuántas noches había llorado por su madre, a quien no podía conservar como hubiera querido; a veces, parecía que el recuerdo del amor filial que ella le profesaba arrollaba cualquier otro sentimiento en su corazón. uno de esos días se le presentó a la madre y le rogó que siguiera siendo sólo de ellos y no de otro, pero ella le respondió con un seco y definitivo no. este rechazo lo había vuelto más duro y frío, de una frialdad que lo asustó por la terrible sensación de vacío que se había derivado de ella inmediatamente.

en lo tocante a ellinor, la cosa era distinta. Por extraño que pudiera parecer, ella había visto en la decisión de la madre un agravio hacia su padre, que recordaba sólo vagamente, y empezó a tributarle una especie de culto fetichista, ayudándose con todo lo que había oído contar de él y, preguntán-dole a Kastager y a tage, intentaba reconstruir y resucitar al padre con todos los datos recabados; no dejaba de besar un medallón con su retrato, hurgaba aquí y allá, con un ardor un poco histérico, en busca de cartas y objetos del difunto.

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al mismo tiempo que revalorizaba la imagen del padre, en el ánimo de ellinor se operaba una devaluación de la madre. Que ésta se hubiese enamorado de otro hombre era una acción que la disminuía ante los ojos de la hija. Había dejado de ser la madre, la más sabia, la más bella, la excelente e infalible creatura; era una mujer como las otras, acaso peor, distinta por eso mismo, pues ahora descubría en ella debilidades y defectos, ahora se le podía someter a críticas y juicios. ellinor estaba contenta de no haberle contado nunca acerca de su amor desafortunado, sin saber cuánto le debía a la madre en el hecho de haberlo callado.

los días seguían pasando y la vida en común se tornaba cada vez más intolerable. los tres se daban cuenta de que era inútil continuar así pues, en lugar de disminuir, la distancia entre ellos era siempre más grande.

la señora Kastager –quien, aunque no había tomado parte alguna en los últimos acontecimien-tos, estaba al corriente de todo, pues ya le habían contado cómo marchaba aquel asunto–, restable-

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cida ya de sus males, le hizo una larga visita a la señora fönss, quien se sintió feliz de contar con una persona capaz de escuchar tranquilamente sus planes para el futuro. en el curso de ese coloquio, la señora Kastager propuso que los muchachos se fueran a niza con ella, y que thorbrogger volviese a aviñón, para celebrar la boda. el señor Kastager se sentiría honrado sirviéndoles de testigo.

la señora fönss dejó pasar unos días, sin saber qué hacer, pues ignoraba lo que pensarían de eso los hijos. al oír la proposición, éstos se encerraron en un desdeñoso silencio. al pedirles su parecer, se limitaron a decir que en un asunto de tal clase sólo ella era capaz de decidir; que podía hacer lo que quisiera.

a la postre, se hizo todo tal y como lo había sugerido la señora Kastager: la madre se despidió de los hijos, que partieron hacia niza; thorbrogger regresó a aviñón, y se casaron.

Después de las nupcias se establecieron en es-paña, la residencia que thorbrogger eligió con ante-rioridad para dedicarse de nuevo a la cría de ovejas.

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ninguno de los dos quiso volver a Dinamarca; en españa vivieron muy felices.

ella les escribió dos o tres veces a los mucha-chos, pero éstos, ofendidos aún por el abandono, devolvieron las cartas, sin abrirlas. Después se arrepintieron de ello, es verdad, pero les faltó el coraje de reconocerlo, y nunca le escribieron. fue así que cesó cualquier tipo de relación entre ellos. sin embargo, de cuando en cuando recibían noti-cias uno del otro por medios indirectos.

Durante cinco años thorbrogger y su mujer vi-vieron felizmente, hasta que ella se enfermó de una tisis galopante que la llevaría irremisiblemente a la tumba. las fuerzas de la enferma disminuían de hora en hora, y un día, sintiéndose ya en el umbral de la muerte, quiso escribir una carta a sus muchachos:

Hijos míos tan queridos, estoy segura de que leeréis

la presente, pues la vais a recibir cuando yo esté

muerta. ¡no tengáis miedo!, puesto que en estas

líneas no se oculta ningún reproche. ¡solamente

deseo que en ellas quepa todo mi amor!

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Mi querido tage, mi pequeña ellinor: cuando

dos personas se aman, siempre tiene que humillar-

se aquel que más ama. Por eso acudo a vosotros

una vez más, como no he dejado de hacerlo con

el pensamiento a todas horas del día, como he de

seguir haciéndolo hasta el último instante. ¡Quien

está condenado a morir es digno de compasión en

su miseria! Igual estoy yo, esperando que me sea

arrebatado este espléndido mundo que por tantos

años ha sido mi rica y magnífica morada. Mi silla

quedará vacía, el portón se cerrará a mis espaldas,

y nunca más podré volver a mi hogar. Por eso veo

las cosas con mirada suplicante, y os ruego que

me sigáis queriendo cuando me vaya. os pido que

sigáis amándome con todo el amor que alguna vez

me disteis, ya que –¡tenedlo muy presente!– ser re-

cordada será para mí, en lo sucesivo, el único modo

de seguir formando parte de la vida de los hombres.

¡recordadme únicamente, y nada más!

yo nunca he dudado de vuestro amor. es más,

yo sé muy bien que ha sido el gran amor que me

tenéis el que provocó en vosotros tanta ira. si me

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hubieseis amado menos, me habrías dejado partir

tranquilamente, ¿no es cierto? y, sin embargo, quiero

deciros que si acaso un día tocara a vuestra puerta

un hombre quebrantado por el dolor, para hablar de

mí con vosotros, para hallar consuelo hablando de

mí, no olviden que nadie en el mundo me ha amado

como él, y que toda la felicidad que puede irradiar

un corazón humano ha sido mía gracias a él. Dentro

de poco, en la gran hora extrema, cuando caiga la

tiniebla, será él quien me estreche la mano; sus

palabras serán la última voz que oiga...

ahora os digo “Hasta siempre, muchachitos

queridos!”, pero éste no será mi postrer adiós: aún

me despediré de vosotros lo más tarde que sea po-

sible, y en esa despedida pondré todo mi amor, toda

la nostalgia de los años lejanos y los recuerdos de

cuando erais niños, y mis mejores deseos y toda mi

gratitud. ¡adiós, tage! ¡adiós, ellinor! ¡adiós, adiós

hasta el último aliento!

Vuestra madre

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MoGens

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era una tarde de verano. Precisamente a un lado del seto se erguía una vieja encina, de cuyo tronco se hubiera podido decir que se torcía de desesperación al ver la falta de armonía existente entre sus hojas nuevas, de un color amarillo, y las ramas negras. Éstas eran gruesas, retorcidas, muy semejantes a los antiguos frisos góticos toscamente dibujados. Detrás de la encina había un lujurioso bosquecillo de avellanos, con follaje oscuro y opaco, tan espeso que no permitía ver ni los troncos ni las ramas. Por encima de las copas de los avellanos despuntaban dos esbeltos y ale-gres arces que ostentaban sus hojas bellamente dentadas, con el tallo rojo y verdes racimos de frutos colgantes, como largos dijes. Detrás de los arces empezaba la floresta, extendida sobre

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una pendiente ondulante, donde pájaros iban y venían como duendes que salieran por entre la hierba del monte.

tal era el cuadro que se abría ante los ojos de quien se encaminaba hacia el sendero a lo largo del seto. en cambio, si uno se tendía a la sombra de la encina, apoyando la espalda en el tronco y viendo hacia la parte opuesta (de la misma manera que lo hacía precisamente la única persona que allí estaba), entonces uno podía ver toda la extensión de las propias piernas, luego un pequeño trecho cubierto de hierba corta y robusta; junto a esto un gran matorral de ortigas, luego el seto espinoso con sus grandes convólvulos blancos; el cancelito, algunas parcelas sembradas de centeno más allá del cercado, el asta para la bandera del juez y, finalmente, el cielo.

Había un bochorno oprimente. el aire vibraba por el calor. las hojas de los árboles colgaban ador-mecidas en el gran silencio que reinaba alrededor, y nada, absolutamente nada, se movía, excepto algún coleóptero sobre las ortigas y algunas hojas

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un poco marchitas que caían sobre la hierba y que se enroscaban con leves sacudimientos bajo los intensos rayos del sol.

un hombre estaba al pie de la encina, jadeante, viendo el cielo con mirada triste y extraviada. can-turreaba por momentos, luego dejaba de hacerlo; después silbaba, pero pronto lo interrumpía; se recostaba sobre su lado derecho, luego sobre el izquierdo, para mirar un viejo montón de tierra removida por los topes, el cual ahora se había vuelto de color gris claro a causa de la sequedad.

De repente, sobre el montón de tierra blanquecina apareció una manchita oscura y redonda; más tarde otra, luego tres, cuatro... muchas manchitas, hasta que todo el montón de tierra se puso negro. largas y oscuras rayas de lluvia llenaron el aire; las hojas golpeadas oscilaban vivazmente sobre sus tallos, pues una racha de viento pasó murmurando hacia el sur. el agua caía a cubetadas. todas las cosas brillaban, chispeaban, chorreaban. Hojas, ramas, troncos, todo resplandecía por la humedad. cada gotita que caía sobre la tierra, sobre la hierba, sobre

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la verja o dondequiera que fuese se fragmentaba y dispersaba en cien minúsculas perlas. Pequeñas gotas péndulas iban engrosándose paulatinamente y, arrastradas por su propio peso, se reunían con otras gotas, originando arroyitos que corrían por los pliegues de la tierra, o desaparecían en grandes hoyos, para luego reaparecer por mínimas aberturas, arrastrando consigo grumos de polvo, astillas de madera, jirones de hojas que las depositaban en la tierra, las hacían bogar y sacudían violentamente en redondo, para luego abandonarlas de nuevo sobre el terreno. Hojas que nunca antes habían estado juntas –desde el momento en que dejaron de ser yemas– se unían ahora a causa de aquella inun-dación; el musgo, que había sido mortificado por la sequedad, se henchía de nuevo, recuperando su esponjosidad: reverdecía, encrespado y jugoso; y los líquenes grises, casi reducidos a polvo, se dilataban ahora en elegantes lenguas de aspecto y consistencia sedosos. las corolas blancas de los convólvulos, llenas hasta los bordes, parecían cucar, derramando su agua sobre las ortigas. los caracoles negros del

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bosque marchaban de buena gana, arrastrándose sobre el vientre, con las antenas tendidas hacia el cielo, como en señal de gratitud. ¿y el hombre...? el hombre seguía allí, con la cabeza descubierta bajo el chaparrón, dejando que el agua le escurriese a todo lo largo de los cabellos y la cara, castañeteando los dedos alegremente al encuentro de la lluvia. De cuando en cuando alzaba las piernas, como si qui-siera danzar; luego, cuando sentía que su cabellera estaba demasiado empapada, sacudía la cabeza y cantaba a todo pulmón, sin saber bien lo que canta-ba, totalmente embriagado por la borrasca.

¡tuviera un nietecito, un nietecito

y una cajita llena de caudales!

¡si tuviera una hija, una hija,

una casa, un hogar, campos y prados!

¡si tuviera una hija, una hija,

una casa, un hogar, campos y prados!

¡si tuviera una amante, una amante

y cajas pletóricas de caudales!

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Mientras el hombre estaba allí cantando, apare-ció de improviso, por entre la espesura de la ave-llaneda, una cabecita de niña. Habíasele atorado en una rama la extremidad de su largo chal de seda roja; una manecita se tendió para zafarla, sin obtener otra cosa que una rociadura al tirar de la rama. el resto del chal, que cubría estrechamente la cabeza de la muchacha, tapándole media frente y sombreándole los ojos, se deslizó de pronto y se perdió entre el follaje, para reaparecer luego como un rosetón de pliegues bajo el mentón.

la carita de la muchacha expresaba estupor, pero también que estaba a punto de reír, pues ya una sonrisa brillaba en sus ojos. De improviso, el hombre que cantaba bajo la lluvia dio algunos pasos y descubrió la punta roja del chal y la cara de la muchacha, con sus grandes ojos brunos y la boquita abierta por el azoro. Él se sintió turbado inmediatamente, y bajó los ojos para observar su propio cuerpo, atolondrado; pero en ese preciso instante se oyó un grito ahogado, un violento jalón a la rama y en un santiamén desaparecieron la

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punta del chal y la cara de la niña, con un rumor persistente que fue disminuyendo poco a poco en la espesura de la avellaneda.

el hombre comenzó a correr entonces, sin saber por qué, sin pensar en nada. embriagado nueva-mente por el tiempo lluvioso, le dio por perseguir el rostro de la muchacha. no se puso a pensar que perseguía a una persona. Para él se trataba solamente de una carita de niña.

Mientras iba corriendo, él no dejaba de oír aquel rumor, ora a su izquierda, ora a su derecha; ora adelante, ora detrás. el rumor producido por la muchacha en fuga se confundía con el que hacía el hombre, y todo aquel rumor y la carrera misma lo excitaban tanto que, de repente, co-menzó a gritar:

—¡Hazme cucú! ¡Quiero saber dónde estás!Pero nadie le respondió. oyendo su propia voz,

se sintió presa de la ansiedad, pero no interrumpió su carrera. luego lo atrapó un pensamiento insis-tente, y, mientras seguía corriendo, murmuraba:

—¿Qué le vas a decir? ¿Qué le dirás?

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se halló de pronto frente a una mancha de ar-bustos, donde precisamente estaba escondida la muchacha. Percibió una orla del vestido. no dejaba de rezongar “¿Qué le vas a decir? ¿Qué le dirás?” mientras corría.

al llegar a los arbustos, los esquivó sin dejar de correr, sin dejar de repetirse la misma frase; luego llegó a una alameda y, tras correr un poco más, se detuvo de golpe y estalló en sonoras carcajadas. Prosiguió su camino, sonriendo y en silencio. De pronto, volvió a reír fragorosamente. Poco después se encontró cerca del matorral de donde había partido.

era un hermoso día de otoño. el camino que con-ducía hacia el lago estaba totalmente cubierto de hojas amarillo-limón abundantemente desprendi-das de los arces y de los olmos, pero aquí y allá se veían algunas de color más oscuro. era placentero

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caminar sin empolvarse; pasear sobre aquel tapete vegetal semejante a una piel de tigre; observar la nevada de las hojas; mirar las betulias que, con las ramas ya desnudas, parecían aún más finas y ligeras; mirar la magnificencia de los serbos con sus pesados racimos de bayas rojas. y el cielo era tan azul, tan azul; y el bosque parecía mucho más grande, ya que la vista podía viajar muy lejos por entre los troncos de los árboles. en el ánimo del espectador influía también la idea de que todo aquello pasaría muy pronto. el bosque, los campos, el cielo, el aire libre y toda cosa habrían de reti-rarse con el arribo de la estación de las lámparas, de las alfombras y de los jacintos. He aquí por qué el juez y su hija bajaban a pie de cabo trafalgar hacia el lago, mientras el carruaje los esperaba en la casa del alcalde.

el juez era amigo de la naturaleza. la conside-raba una cosa maravillosa y uno de los más hermo-sos ornamentos de la existencia. el juez protegía y defendía la naturaleza de todos los prejuicios del hombre. en su opinión, los jardines no eran

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más que una corrupción de la naturaleza, y hasta consideraba que los jardines estilizados eran una verdadera locura. en la natura no existía estilo al-guno: el buen Dios había dispuesto sabiamente que la natura fuera natural, nada más que natural. la natura en sí era algo ilimitado, incorrupto; pero con el pecado original había caído la civilización sobre los hombres, y ésta se había vuelto una necesidad; mucho mejor hubiera sido vivir sin la civilización. el estado natural era una cosa muy distinta, ¡oh, claro que sí! al juez le hubiera gustado nutrirse en la floresta y en los campos, vestido únicamente con una zalea de oveja, cazando liebres, perdices, venados y jabalíes. ¡no, el estado natural era una cosa espléndida, verdaderamente espléndida!

el juez y su hija bajaban hacia el lago. Desde hacía un buen rato habían visto el rielar de las aguas a través de las ramas de los árboles; pero, al llegar a la curva del camino donde estaba el enorme chopo, la líquida extensión apareció totalmente ante sus ojos. en ella había grandes manchas de agua, tersas como un espejo, y lenguas dentadas de

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agua picada, de un hermoso azul grisáceo. Había zonas brillantes y zonas encrespadas, y los rayos del sol que sobre ellas reposaban producían des-tellos. el lago atraía la mirada hacia la superficie, la conducía, a lo largo de las playas y de ciertas ensenadas de curvas suaves, a ciertos trechos de líneas bruscamente truncadas; la hacía recorrer en torno de las verdes lenguas de tierra y luego la abandonaba a su suerte, para desaparecer en las grandes bahías, pero llevando consigo el pensa-miento. ¡oh, poder navegar! ¿sería posible alquilar una barca?

no, no había ninguna, respondió un chiquillo entretenido en lanzar guijarros al agua. ¿Pero no había ni una sola barca en esos lugares? sí... la del molinero, pero no la alquilaba. el molinero a nadie se la prestaba. la vez que a su hijo se le ocurrió prestarla, poco faltó para que se llevase una paliza. ¡no había remedio! sin embargo, había un señor que vivía en la casa del guardabosque... Él tenía una barca bonita... una barca negra por encima y roja por abajo, y con gusto se la prestaba a cualquiera.

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el juez y la hija se dirigieron hacia la casa de nicola, el guardabosque. a poca distancia de la casa encontraron a una niña de la familia y le dijeron que fuera a preguntar si podían hablar con el señor. la niña salió corriendo con fatiga, moviendo por igual brazos y piernas. al llegar a la puerta, posó un pie sobre el peldaño y se estiró un calcetín; luego desapareció en el interior de la casa. regresó poco después, dejando abiertas de par en par las hojas de la puerta y, llegando al borde del escalón, dijo a gritos que el señor iría inmediatamente; luego se sentó junto al umbral, de espaldas a la pared, y se puso a observar a los forasteros, viéndolos con el rabillo del ojo.

salió poco después el señor, que no era sino un joven alto y robusto, de unos veinte años. la hija del juez sintió un vuelco en el corazón al reconocer en él al hombre que cantaba bajo la lluvia. no obstante, él estaba allí, muy sereno y absorto... era evidente que acababa de interrumpir la lectura de un libro: eso se veía en la expresión de los ojos, en los cabellos alborotados, en las manos aturulladas.

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la hija del juez le hizo una cómica reverencia y, riendo, le gritó:

—¡cucú!—¿cucú...? ¿Qué significa esto? –preguntó el

juez, asombrado.¡caramba, pero si era la misma cara de la

muchacha! el joven se ruborizó completamente, y estaba buscando inútilmente una respuesta cuando el juez le preguntó acerca de la barca. Ésta se hallaba a su disposición, ¿pero quién remaría? ¡Él, naturalmente!, dijo la señorita, haciendo caso omiso de lo que decía el padre. ¡nada de malo habría en molestar un poco a ese señor, en vista de que algunas veces él también no dudaba en molestar a la gente!

Después se encaminaron hacia el embarcadero y, durante el trayecto, el juez supo lo que signifi-caba el misterioso cucú.

la señorita perdió demasiado tiempo en acomodarse en el asiento de la barca y, cuando empezó finalmente a hablar, ya estaba lejos de la playa.

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—¿Qué cosa estaba leyendo cuando llegamos para invitarlo a bogar? –dijo la muchacha–. ¿acaso un librote muy importante?

—Diga más bien para invitarme a remar... ¿un libro importante? ¡Bah! ¿De veras desea saber qué estaba leyendo? La historia de Peter, el Caballero de la llave de plata, y la bella Magelone.

—¿De quién es?—¡De nadie! los libros de este género no tienen

autor. tampoco Vigoleis, el de la rueda de oro ni Bryde, el cazador.

—¡Jamás había oído semejantes títulos!—¡siga sentada donde estaba, de lo contrario

nos volteamos! ¡no me extraña! no se trata de libros finos... son de esos libros que venden las adivinas en las ferias.

—¡Qué extraño! ¿y siempre lee usted ese tipo de libros?

—¿siempre...? leo muy pocos libros al año, y me gustan sobre todo los que hablan de los indios...

—¿no lee libros de poesía? oehlenschläger, schiller y todos los demás...?

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—sí, los conozco bastante... en casa teníamos un librero repleto, y la señorita Holm, la dama de compañía de mi madre, los leía en voz alta durante todo el santo día. ¡Jamás he podido tolerar los versos!

—¡no puede tolerar los versos...! usted ha dicho teníamos... ¿acaso ya no vive su madre?

—no; tampoco mi padre.Dijo estas palabras con un tono duro y cortante,

así que la charla quedó interrumpida durante algu-nos minutos, dejando percibir claramente todos los quedos rumores producidos por el movimiento de la barca. la señorita rompió aquel silencio:

—¿le gustan los cuadros?—¿los cuadros de las iglesias...? Hum... no

sabría...—¡sí, los de las iglesias y los otros...! los pai-

sajes, por ejemplo... —Pero cómo, ¿también pintan de ésos...? ¡es

verdad! ¡Qué tonto soy!—¿Quiere tomarme el pelo?—¿yo? ¡nada más hay que ver a cuál de los dos

le gusta tomar el pelo!

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—¿usted no es estudiante?—¿estudiante? ¿y por qué debería serlo? ¡no,

yo no sé nada!—¡no es posible! es necesario hacer cualquier

cosa. ¿no hace nada?—¿y por qué?—Bueno... porque todas las personas tienen

una ocupación... —¿usted tiene una?—¡sólo eso me faltaba! ¡Pero usted no es mujer...!—no, ¡ni Dios lo quiera!—¡Muchas gracias!el joven dejó de bogar y, sacando los remos del

agua, la miró a la cara, diciendo:—¿Pero de qué está usted hablando...? ¿Por

qué quiere encabritarme? yo soy un tipo un poco extraño... usted no puede entender... Me ve bien vestido y piensa que soy una persona instruida. Mi padre sí lo era; él era valioso. Me han contado que era terriblemente culto, y debía de serlo realmente, pues lo nombraron corregidor. yo, en cambio, soy un ignorante. Mi madre y yo siempre estábamos de

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acuerdo, y nunca me interesó aprender lo que ense-ñan en las escuelas. y tampoco ahora me interesa. ¡Hubiera visto usted a mi mamá! era una mujer pequeñita pequeñita, y cuando yo tenía trece años de edad la cargaba sobre mis hombros y la bajaba al jardín. ¡era tan liviana! con mucha frecuencia, du-rante los últimos años, la cargaba entre mis brazos y la paseaba por el jardín y el parque. Me parece verla todavía con su vestido negro, todo bordado...

el joven tomó los remos y empezó a bogar nue-vamente, con furor. Viendo que el agua amenazaba con inundar la barca, el juez se inquietó un poco y dijo que era tiempo de volver a la orilla, y se dirigieron hacia tierra.

—Dígame –preguntó la señorita cuando el joven disminuyó el ímpetu de la carrera–, ¿usted va a menudo a la ciudad?

—¡Jamás he ido a la ciudad!—¿nunca? ¡Pero si sólo está a tres millas de

su casa!—no vivo solamente aquí. Desde que murió mi

madre he vivido en muchas partes; pero el próximo

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invierno iré a vivir a la ciudad, para aprender a hacer cuentas.

—¿Quiere estudiar matemáticas?—no, quiero dedicarme al negocio de la

madera –respondió el joven, riendo–. usted no me entiende... cuando sea mayor de edad voy a comprarme una lancha para irme a noruega; por eso es necesario que aprenda a hacer cálculos de impuestos aduanales.

—¿está hablando en serio?—¡claro que sí! ¡es tan bonito navegar, y en el

mar hay mucha vida...! ¡ya llegamos!el juez y la hija desembarcaron, no sin obtener

la promesa de que el joven iría a visitarlos en cabo trafalgar. luego, mientras él se alejaba en su barca, ellos se dirigieron hacia la casa del alcalde; y cuando llegaron a la curva del chopo, aún era posible oír el golpeteo de los remos.

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—escucha, camilla –dijo el juez, que se había quedado atrás, cerrando el portón–, ¿cómo se llamaba aquella rosa que tenían los Karlsen: Pom-padour o Maintenon? –prosiguió, mientras apagaba la linterna con la punta de la llave.

—cendrillon –respondió camilla.—es cierto, lo había olvidado. Vamos, ya es hora

de dormir. Buenas noches, hija mía. ¡Que tengas sueños de oro!

al llegar a su alcoba, camilla levantó la cortini-lla y se puso a canturrear apoyando la frente contra el cristal frío. al atardecer se había levantado un poco de viento, y ahora algunas nubecillas disper-sas navegaban bajo los rayos de la luna. se puso a contemplarlas largamente, siguiéndolas en su viaje y, a medida que se acercaban a ella, cantaba con voz cada vez más alta. cuando acabaron de pasar, calló por breves instantes; luego su mirada buscó otras nubes y las siguió igualmente, y, exhalando un breve suspiro, bajo al fin la cortinilla. luego fue hacia el tocador, apoyó los codos sobre la cubierta y, con la cabeza entre las manos, estuvo

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mirando su propia imagen reflejada en el espejo, distraídamente.

Pensaba en un mocetón que llevaba en sus brazos a una mujercita enferma, toda vestida de negro; pensaba en un muchachote que piloteaba una lancha entre islotes y escollos durante una tem-pestad furiosa. creía escuchar otra vez, palabra por palabra, el diálogo reciente, y se ruborizó al pensar que eugenio Karlsen hubiese creído que ella le hacía la corte. luego, por una asociación de ideas no exenta de celos, se dijo: “clara jamás hubiera sido perseguida bajo la lluvia en un bosque; clara jamás hubiera invitado, sí, precisamente invitado a un forastero a dar una vuelta en barca con ella”. “¡es toda una dama, hasta la punta de los dedos!”, había dicho Karlsen refiriéndose a clara, ¡y esto era una estocada para ella, camilla, que pertenecía a una familia de aldeanos!

empezó a desvestirse con estudiada lentitud. cuando se hubo acostado, tomó de un estante cercano un elegante librito y lo abrió en la primera página. Después de darle una ojeada a una poesía

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manuscrita –con expresión amarga y aburrida–, dejó caer al suelo el pequeño volumen y explotó en llanto. luego, recogiéndolo con tristeza, lo volvió a poner en su lugar y apagó la luz. estuvo algunos minutos en ese estado de ánimo, mirando la cortini-lla iluminada por la luna y, finalmente, se durmió.

Pocos días después “el hombre de lluvia” se encaminaba hacía cabo trafalgar. en el trayecto encontró a un campesino que guiaba un carretón lleno de paja, y le pidió permiso para montar. en posición supina, desde la parte más alta de la paja contemplaba el cielo sin nubes. Durante la primera media milla estuvo en esa posición, dejando vagar libremente sus pensamientos que, por cierto, no pre-sentaban una excesiva variedad: en su gran mayoría giraban alrededor de cómo una persona puede ser tan maravillosamente hermosa, y acerca del hecho sorprendente de que uno pueda hallar placentero quedarse reevocando durante días y días facciones, expresiones y cambios de color de un rostro, los ligeros movimientos de una cabeza y de un par de manos, las diversas inflexiones de una voz.

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De improviso, el labrador le indicó con la fusta un tejado de pizarra, diciéndole que aquella era la casa del juez. Mogens se sentó entonces sobre la paja y le echó un vistazo ansioso al tejado, experimentando una extraña palpitación. Por un instante quiso figurarse que no hallaría a nadie, pero luego se aferró obstinadamente a la idea de que allí lo esperaba un gran recibimiento, y ya no pudo zafarse de ese pensamiento, aunque se esfor-zara en contar las vacas que pastaban en torno y los montones de grava a ambos lados del camino. finalmente, el campesino detuvo el carretón en el punto del que partía una vereda, la que conducía a la villa. Mogens bajó del carretón y se puso a quitarse de encima las briznas de paja, mientras que el carretón se alejaba lentamente, haciendo crujir las piedrecitas removidas.

Paso a paso, el joven iba acercándose al cancel del jardín, y tuvo tiempo de ver un chal rojo –justo en el momento en que desaparecía tras el ventanal del balcón–, un cestecillo blanco de costura aban-donado en el antepecho del balcón, y el respaldo

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de una mecedora vacía aún en movimiento. entró en el jardín sin dejar de mirar dicho balcón; en ese momento escuchó una voz que lo saludaba. el joven volteó inmediatamente hacia el lugar del que provenía la voz y vio al juez, que lo saludaba con reiterados movimientos de cabeza, cargando entre sus brazos unas macetas vacías. comenzaron a hablar de muchas cosas; luego el juez se embarcó en una disertación sobre el resultado de los injertos, los cuales habían suprimido las antiguas diferencias de casta entre las varias especies de plantas; una cosa que a él, francamente, no le agradaba en lo más mínimo... en ese momento camilla se acercó a ellos caminando lentamente, vistiendo un chal de un azul muy vivo. y puesto que esa prenda le aprisionaba los brazos, se limitó a saludarlos con una ligera inclinación y una queda bienvenida.

el juez se alejó con sus macetas vacías, y la muchacha vio de soslayo hacia el balcón. Mogens la miraba, enmudecido.

—¿Qué ha hecho de bueno en este tiempo? –le preguntó la muchacha.

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—nada en especial...—¿Ha remado mucho?camilla se volvió para mirarlo fríamente y,

manteniendo la cabeza un poco hacia otra parte, le preguntó, con los ojos semicerrados y una leve sonrisa a flor de labios, si la bella Magelone lo había secuestrado en su casa. Él respondió que no entendía bien lo que quería decir, pero quizá algo había de eso.

Después de algunos instantes de silencio, la muchacha se dirigió hacia un rincón del jardín, donde había una banca y una silla de extensión. tomó asiento en la banca y le rogó que se pusiera cómodo, señalando con los ojos la silla de lona. Debía estar muy cansado después de un viaje tan largo... el joven se sentó.

—¿usted cree que se realice el matrimonio del príncipe, o tal vez eso no le importa nada? ¡tengo la impresión de que no le importa nada la familia real! y odia a la aristocracia, ¿no es verdad? ¡así son todos los jóvenes! ¡creen que la democracia es sabe Dios qué cosa! sin duda usted es de los que

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no le conceden ningún valor político a los parentes-cos de la casa real. sin embargo, tal vez usted se equivoque... es muy notorio que...

la muchacha se interrumpió bruscamente, tras notar con sorpresa que Mogens, el cual en un princi-pio había mostrado un cierto asombro ante aquel flu-jo de palabras, ahora parecía algo más que divertido.

“¡ahora quiere divertirse a mis expensas!”, pensó la muchacha, ruborizándose.

—¿le interesa la política? –le preguntó con ansiedad.

—nada, absolutamente nada.—¿entonces por qué me ha dejado hablar tanto?—¡oh, usted habla siempre tan bonito que me

da igual si habla de esto o de aquello!—¡no me parece precisamente un cumplido!—¡claro que lo es! –afirmó él con calor, te-

miendo que ella se hubiese ofendido seriamente.camilla soltó una carcajada y, alzándose de

repente, corrió hacia su padre, lo tomó del bra-zo y volvió con él a donde estaba el aturullado Mogens.

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cuando hubieron terminado de almorzar y de tomar el café en el balcón, el juez propuso dar un paseo. Después de cruzar el camino real desembocaron en una callejuela que los condujo a un sendero flanqueado a ambos lados por campos cubiertos de rastrojos y, siguiendo este último, llegaron al cancelito del cercado. ¡ahí estaba la encina y los convólvulos sobre los matorrales espinosos! cami-lla le pidió al joven que le llevara algunas de esas flores. Él cortó todas las que había en el matorral y regresó con un enorme ramo.

—¡Gracias, son demasiadas para mí! –dijo ella y, tomando solamente un ramito, dejó caer al suelo las demás.

—¡Mejor las hubiera dejado donde estaban! –observó Mogens poniéndose serio.

camilla se agachó a recoger las flores, una por una. Había pensado que él la ayudaría en la tarea, y lo miró asombrada; pero el joven siguió impasible, observándola desde lo alto. sí, ya había comenzado

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ese trabajo y tenía que terminarlo. cuando hubo recogido todas las flores púsose de pie, y durante un buen rato evitó dirigirle la palabra, y se puso a mirar hacia otra parte. Más tarde, sin embargo, parecía que ambos se hubiesen reconciliado, pues llegaron nuevamente a la encina cuando camilla fue a pararse bajo el árbol y se puso a remedar a Mogens, tal y como lo había visto días antes, mirando la cima, brincoteando de un lado a otro, palmeando las manos, cantando... y Mogens debió ir a la avellaneda, para contemplar el espectáculo. De repente camilla corrió hacia él, pero Mogens no supo actuar bien su papel, pues hubiera debido gri-tar y emprender la fuga. sonriendo, camilla declaró que no estaba muy satisfecha de sí misma; que ella no habría tenido el coraje de quedarse allí, quieta, al ver a un hombre tan terrible –dijo señalándose a sí misma– si éste la hubiese perseguido. Mogens, en cambio, confesó que se sentía muy satisfecho.

cuando el joven se despidió de los dueños de la casa al atardecer, el juez y camilla lo acompañaron hasta el camino. al volver a casa, ella le dijo al

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padre que debían invitar a menudo a ese pobre muchacho que no conocía a nadie en esa región. el juez estuvo de acuerdo, y sonrió para sus adentros al verse juzgado ingenuo hasta ese punto; pero su hija lo decía con una expresión tan seria y suave que parecía la piedad personificada.

ese año disfrutaron de un otoño verdaderamente apacible, así que el juez prolongó un poco más su permanencia en cabo trafalgar. y gracias a la compasión, Mogens fue a visitarlos dos veces la primera semana y casi todos los días en la tercera.

era uno de los últimos días de buen tiempo. en la mañana, muy temprano, había llovido un poco; después, hacia mediodía, el cielo estaba encapota-do. Pero ahora brillaba un sol tan caliente e intenso que las alamedas, los prados y las ramas de los árboles estaban envueltos por un velo de vapor.

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el juez estaba ocupado podando unos crisante-mos. Mogens y camilla, en un rincón del jardín, andaban cortando las últimas y tardías manzanas de invierno: él, de pie sobre una mesa, con una ca-nasta en un brazo; ella, sobre una silla, sosteniendo con ambas manos las puntas de un delantal blanco.

—Bien, ¿pero en qué terminó todo? –le preguntó ella con impaciencia, pues Mogens había interrum-pido la fábula que le estaba contando por alcanzar una manzana situada en una rama muy alta.

—entonces –prosiguió él–, el campesino co-menzó a dar vueltas alrededor con un aro de hierro en torno de la cabeza, cantando: “a Babilonia, a Babilonia”, y sucedió que él, la becerra y el gallo negro alzaron el vuelo. Volaron sobre mares in-mensos, volaron sobre montes altísimos y llegaron al último confín del mundo. allí encontraron al ko-bold, que estaba desayunando. Bueno, acababa de desayunar. “¡Deberías ser un poco más devoto!”, le gritó el campesino, “si quieres ir al paraíso”. “Desde luego que quiero ser más devoto”. “¡Pues ponte a rezar ahora que ya has comido!”. no...

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¡no tengo ganas de seguir contando! –exclamó Mogens, irritado.

—¡De acuerdo...! –dijo camilla, mirándolo asombrada.

—¡Puedo y quiero decir algo inmediatamente! –prosiguió el joven–. Quiero pedirle algo, pero a condición de que no se ría de mí.

camilla bajó la silla de un salto.—Dígame usted... no, soy yo quien quiere

pedirle una cosa... aquí hay una mesa, allí está la cerca... si tú no quieres ser mi novia, ¡doy un brinco y desaparezco con todo y canasta! Voy a contar hasta tres: ¡uno...!

camilla lo miró fijamente, y descubrió que la sonrisa había desaparecido del rostro del joven.

—¡Dos...!¡cuán pálido estaba por la emoción!—¡sí! –murmuró ella, soltando las puntas del

delantal y dejando caer las manzanas al suelo; luego se echó a correr, pero no llegó muy lejos. fue ella la que dijo “¡tres!”, cuando Mogens la alcanzó, y un instante después se halló entre sus brazos.

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el juez se vio obligado a interrumpir su trabajo de floricultor, pero el hijo del alcalde era una com-binación perfecta de naturalismo y civilización que el juez tanto admiraba.

la estación invernal estaba terminando. el grueso manto de nieve que se había formado durante toda la semana de tormenta empezaba a disolverse rápidamente. el aire estaba lleno de sol y a la reverberación de sus rayos sobre el candor de la nieve se añadía el centelleo de las grandes gotas que escurrían por los cristales de las ventanas.

en la casa se advertía el despertar de formas y colores. las líneas y los contornos de los objetos parecían cobrar vida; los planos de los muebles parecían más amplios; las curvas, más arqueadas; las líneas oblicuas parecían deslizarse; las líneas truncas mostraban perfiles aún más netos. en la jardinera proliferaba un hormigueo de verdes tona-

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lidades que iban desde el más tierno de los verdes al más vivaz verde-limón. en la mesa de caoba los tintes rojo-brunos resplandecían en serpenteos de flamas. Desde los marcos, los listeles y los tibores resplandecía nuevamente el oro, y en el tapete que recubría el pavimento todos los colores se rompían en un gozoso y espléndido tumulto.

camilla estaba sentada junto a la ventana con un cestillo de costura en su regazo y –semejante a las tres Gracias posadas sobre la consolle– arrebujada en una claridad rojiza filtrada por las cortinas de la ventana. Mogens iba y venía por la estancia lentamente, atravesando a cada momento oblicuas columnas de luz y polvillo levemente irisado.

tenía deseos de conversar.—sí... las personas que frecuentáis pertenecen

a un tipo muy especial. no existe nada en el mundo que ellas no definan inmediatamente. ¡esto es vul-gar! en cambio, ¡esto sí tiene clase! ¡esto es lo más tonto que se haya visto desde el día de la creación! en cambio, ¡esto sí es el colmo de la inteligencia! De una cosa te dicen que es fea, fea, fea; de otra,

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que ¡es de una belleza indescriptible! Hay que ver cómo siempre están de acuerdo en todo, como si tuvieran una lista exacta o algo parecido a la cual atenerse en sus cálculos, ya que siempre obtienen los mismos resultados, a como dé lugar... ¡Qué pa-recidos son todos esos tipos! todos ellos saben las mismas cosas, hablan de los mismos argumentos, emplean idénticas palabras y todos tienen las mismas opiniones.

—¿Va a decir ahora –intervino camilla– que Karlsen y ronholt piensan de la misma manera?

—oh, no... ¡Ésos son todavía peores! Pertenecen a partidos diferentes. sus puntos de vista son como el día y la noche... ¿tú les crees? te aseguro que ellos están de acuerdo, y tanto, que es un contento. es posible que disientan realmente en algunas pequeñeces, aunque sea sólo por algún malenten-dido, ¡pero únicamente hacen teatro, y esto es tan cierto como que Dios existe! Podría decirse que han hecho un pacto para no estar de acuerdo nunca. empiezan por gritar, luego se excitan mientras más discuten y, en el calor de la disputa, a uno le da por

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sostener una tesis en la cual no cree realmente; el otro responde con otra diametralmente opuesta, de la cual ni él mismo está convencido. les encanta combatir en el vacío, y la comedia nunca termina...

—¿Pero qué cosa te han hecho los dos? ¿Puedo saberlo?

—Me fastidian, ¡eso es todo! ¡Mírales la cara y verás una declaración escrita de que en este mundo jamás volverá a suceder ninguna cosa importante!

camilla dejó a un lado la labor y, acercándose a él, lo atrajo hacia ella, tomándolo suavemente por las solapas, y lo miró fijamente, con un aire chistoso e inquisitivo.

—¡no puedo tolerar al tal Karlsen! –dijo él, entre dientes, sacudiendo la cabeza.

—De acuerdo. ¿y luego...?—y luego... tú eres tan linda, tan linda... –mur-

muró con voz cómicamente mimosa.—¿y luego...?—y luego... –explotó él– ¡te mira, te oye y te

habla de una manera que me indispone! Debe dejar de hacer esas cosas, porque tú eres mía y no suya.

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¿no es cierto? tú eres mía. tú te has entregado a mí, como el doctor faustus al diablo. tú me per-teneces en cuerpo y alma. ¡tú eres totalmente mía hasta la eternidad!

ella asintió, un poco inquieta, mirándolo con tierna expresión; los ojos se le llenaron de lágrimas y se estrechó a él. Mogens la ciñó entre sus brazos y, bajando un poco la cabeza, la besó en la frente.

esa misma tarde Mogens acompañó al juez a tomar la diligencia, ya que éste había recibido la inesperada orden de partir en un viaje de servicio. a la mañana siguiente camilla debía presentarse en casa de su tía, donde permanecería hasta el regreso de su padre.

Después de despedirse de su futuro suegro, Mogens dirigió sus pasos hacia la casa del juez, pensando que no podría ver a camilla durante algunos días, y quiso pasar por la calle en que ella vivía. era una vía larga y estrecha, poco frecuentada. De la parte opuesta llegó el rumor de un carruaje que se alejaba y un ruido de pasos

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que se desvanecía. luego se hizo un silencio que rompieron los ladridos de un perro del edificio de enfrente. Mogens alzó los ojos hacia la casa de camilla: el primer piso estaba totalmente a oscu-ras, como de costumbre, y sus opacas ventanas recibían solamente un poco de la inquieta vida de un lampión cercano. en el segundo piso las ventanas estaban abiertas, y desde una de ellas se elevaba un andamiaje de tablas. el cuarto de camilla estaba a oscuras, igual que los del piso superior. sólo en una ventanita del tragaluz ponía la luna un pálido vislumbre dorado. Por el cielo corría una salvaje fuga de nubes. en las casas ve-cinas, de una a otra parte de la calle, las ventanas estaban iluminadas.

aquella casa lo ponía triste: ¡ahora parecía tan escuálida y desolada! el viento hacía rechinar los postigos; el agua tamborileaba con insistencia en las canaleras y, a trechos, quién sabe dónde, se oía caer con sordo rumor. De un lado a otro de la calle vibraba débilmente. ¡oh, qué tristeza infundía aquella cosa oscura!

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Mogens estaba conmovido hasta las lágrimas, con el corazón oprimido. le parecía, quién sabe por qué, que algo había de reprochable en su actitud hacia ca-milla. luego empezó a pensar en su madre: le hubiera gustado poder apoyar la cabeza en su regazo y llorar.

Permaneció así durante un largo rato, con las manos apretadas contra su pecho, hasta que un carruaje con caballos al trote se acercó; entonces Mogens comenzó a caminar hacia su casa. estuvo luchando con la cerradura del portón, hasta que pudo abrirlo; luego subió por las escaleras rápi-damente y canturreando. cuando hubo entrado a su cuarto, se echó sobre el sofá con una novela humorística, y se quedó allí leyendo a causa de la lectura hasta después de medianoche.

a un cierto punto, el frío lo obligó a levantarse y a caminar de un lado a otro del cuarto, golpeando los pies contra el pavimento, para calentarse. al pasar junto a la ventana se detuvo un momento y miró hacia afuera. Por una parte, el cielo estaba tan claro que los tejados cubiertos de nieve se confundían con éste; por la otra, se divisaban al-

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gunos nubarrones en movimiento y, bajo éstos, un extraño resplandor rojizo, una claridad incierta, una niebla de humo rojo. Mogens abrió la venta-na para ver mejor, y se dio cuenta de que podía tratarse de un incendio en el barrio donde vivía el juez. sin perder tiempo bajó inmediatamente por las escaleras y siguió corriendo hacia aquel rumbo, tomando por atajos y callejones. en un principio no vio con claridad pero, al dar vuelta en la calle del juez, volvió a mirar aquel fulgor producido por el fuego. los pocos transeúntes que había a esas horas, cruzando de un lado a otro de las aceras, se preguntaban en qué lugar había estallado el incendio. ¡en la refinería!, respondió uno de ellos. Mogens siguió corriendo velozmente, pero con el ánimo un poco aliviado. algunas calles más adelante se halló en medio de un gentío que aumentaba a cada momento. todos hablaban de la fábrica de jabón, ubicada exactamente enfrente de la casa del juez. Mo-gens continuó corriendo como un loco. el último tramo de la calle estaba repleto de gente de

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todas clases: señores bien vestidos, con actitud tranquila; ancianas harapientas, que hablaban despacio, con voz lamentosa; muchachos que gri-taban sin descanso; muchachas engalanadas que confabulaban en sordina; cargadores del puerto, formando corros y contándose chistes; borrachos en silencio pasmado y borrachos pendencieros; guardias nocturnos, que no sabían qué hacer ante el embotellamiento de tantos carruajes...

Mogens se abrió paso entre aquella multitud y llegó a la esquina. una lluvia de chispas le caía encima. en ambos lados de la calle los vidrios de las ventanas resplandecían con los reflejos incan-descentes. ¡la fábrica estaba en llamas, igual que la casa del juez y el domicilio adjunto!

todo era humo, llamas y confusión; gritos, im-precaciones, tejas que se precipitaban desde los tejados, tablas que volaban en pedazos bajo los gol-pes de las hachas, ventanales que estallaban en mil pedazos, chorros de agua que subían con fuerza, silbando y borboteando; y sobre todo el estruendo, la rítmica y sorda pulsación de las bombas de

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agua. Muebles, sábanas, colchones, cascos negros, escaleras, botones metálicos, caras irritadas por la reverberación del fuego, ruedas, cuerdas, lonas e instrumentos extraños. en medio, por encima y por debajo de semejante tumulto, Mogens debió abrirse paso para poder llegar a la casa.

la fachada estaba violentamente iluminada por las llamas de la fábrica incendiada. nubes de humo salían por el techo ya roto y por las ventanas abier-tas del primer piso, donde retumbaba y crepitaba el fuego; luego se oyó un largo crujido de algo que empezaba a derrumbarse, un desplome fragoroso, seguido de un sordo y enorme ruido. Humo, chispas y llamas saltaron fuera con ímpetu por todas las aberturas de la casa y las lenguas de fuego comen-zaron a danzar y a garrir con aumentada fuerza y esplendor. ¡acababa de desplomarse la parte cen-tral del primer piso! Mogens se aferró con ambas manos a una gran escalera que estaba apoyada en la parte del edificio que aún no había invadido el fuego. Por un instante la escalera se mantuvo fir-me, pero luego ésta resbaló y fue a dar contra una

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de las ventanas del segundo piso. Mogens pasó a través de ella, lentamente. en un principio tuvo que cerrar los ojos para defenderse del humo, y el vapor denso que se alzaba de las tablas carbonizadas le cortaba el aliento. se dio cuenta de que estaba en el comedor. la pared que separaba a éste de la sala habíase caído casi por completo. ese cuarto estaba convertido en una hornaza, un abismo profundo, desde el cual ascendían las llamas que llegaban casi hasta el techo. las pocas vigas que quedaban tras la caída del pavimento ardían como antorchas, con vívida luz amarillenta, proyectando contra los muros sombras y resplandores ondulantes; la tapi-cería se enroscaba por todas partes, se encendía y precipitaba en el abismo, en jirones incandescentes; amarillas lenguas de fuego serpenteaban ágilmente en las hirmas y en los marcos de los cuadros.

arrastrándose sobre los escombros de la pared caída, Mogens se acercó al borde del abismo, re-cibiendo alternadamente en la cara ventadas de aire caliente y aire frío. De la otra parte, habíase caído casi toda la pared, así que pudo ver el cuarto

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de camilla; en cambio, la pared que separaba el comedor del estudio del juez aún seguía en pie. el calor aumentaba a cada momento, tensando la piel de su cara y encrespando sus cabellos. De repente, algo muy pesado golpeó a Mogens por detrás, derribándolo al suelo y oprimiendo su espalda. era una viga que se había deslizado in-advertidamente. y quedó allí, inmovilizado, como en una trampa de ratas. las sienes le pulsaban con ímpetu y la respiración era cada vez más difícil. Delante de él, a la izquierda, un grueso chorro de agua golpeó contra la pared del comedor. ¡ay, ojalá que algunas de aquellas gotas frías que rebotaban por todas partes pudiesen llegar hasta él! eso era lo que más deseaba en ese momento. De improviso, oyó un gemido proveniente de la otra parte del abismo y vio algo blanco que se movía en el cuarto de camilla. ¡era ella! estaba de rodillas, protegiéndose la cabeza con las ma-nos, balanceándose sobre la cintura. enseguida se levantó trabajosamente y caminó hacia el borde del abismo. estuvo allí un momento, rígidamente

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erguida, con los brazos inertes y la cabeza balan-ceándose; luego empezó a inclinarse lentamente hacia adelante, hasta barrer el suelo con sus largos y espléndidos cabellos... una violenta llamarada se alzó en ese momento y la muchacha se precipitó entre las llamas.

Mogens lanzó un grito desgarrador, un grito breve, profundo y poderoso como el rugido de una fiera salvaje y, al mismo tiempo, intentó desespe-radamente alejarse del abismo, pero la pesada viga se lo impidió. sus manos tentalearon los escombros de la pared caída; luego las apretó convulsivamente y empezó a golpear con su frente aquel montón de despojos, mientras gemía e invocaba: “¡Dios mío, Dios mío!”.

Permaneció allí, de bruces, durante un rato; luego sintió que alguien lo liberaba de la viga que lo oprimía: era un bombero que llegaba a sacarlo de aquel infierno. Mogens pudo notar que, con evi-dente desagrado de su parte, lo trasladaban hacia otra parte, cargándolo. el bombero lo llevaba hacia la ventana; en ese momento, Mogens tuvo la clara

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sensación de que aquél quería hacerle algún mal, que quería atentar contra su vida. y, zafándose de sus brazos de un empujón, levantó del suelo un palo y con él golpeó al bombero en la cabeza, haciéndolo retroceder; enseguida, saliendo por la ventana, bajó deprisa la escalera, sin dejar de blandir el palo como arma. una vez en la calle, cruzó a través del humo, del alboroto y del gentío y siguió corriendo por calles y plazas desiertas hasta llegar al campo.

un espeso manto de nieve cubría todas las cosas, excepto una mancha negra que se hallaba a unos cuantos pasos: era un montón de cascajo negro, destacándose netamente sobre la blanca extensión. Mogens lo agredió con el palo, ases-tando golpe tras golpe con insistencia frenética. Quería aplanarlo, desvanecerlo. Hubiera querido huir lejos, pero solamente corría en torno de aquel montón, golpeándolo con demencial furor; en cambio, el montículo aquel continuaba en su sitio, impasible... a un cierto momento, arrojó al suelo el palo y cayó de bruces sobre aquel mon-tón negro, sintiéndose desfallecer, y se halló de

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pronto con las manos llenas de piedrecitas. ¡era cascajo! ¡era solamente un montón de cascajo negro! ¿Qué diablos estaba haciendo allí en el campo, golpeando y escarbando un montón de cascajo negro...? le pareció percibir de nuevo el olor del humo; otra vez vio las llamas que danza-ban a su alrededor, y a camilla, desapareciendo nuevamente en el fuego. entonces comenzó a gritar y se alejó corriendo por los campos. no podía librarse de la visión de las llamas. se echó a tierra y oprimió el rostro contra la nieve, pero las llamas no lo abandonaban. Púsose de pie, siguió corriendo desesperadamente, cambiando de rumbo a cada momento... Pero inútilmente: ¡sólo había llamas y más llamas por doquier! la visión de las llamas lo perseguía sobre la nieve, frente a las casas y los árboles, frente a los rostros espantados que lo veían a través de las ventanas, alrededor de los montones de heno y en los patios, donde los perros ladraban y aullaban, jalando con violencia las cadenas. corrió alrededor de un caserío y vio una ventana intensamente iluminada

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por una luz inquieta. aquella luz obró el milagro de ahuyentar la imagen de las llamas. acercán-dose a dicha ventana, Mogens miró hacia dentro, y vio que se trataba de una fábrica de cerveza. Junto al hogar, una muchacha estaba meneando el contenido de un cazo enorme, y la lámpara que sostenía con la otra mano expandía una claridad rojiza en la densa nube de vapor; otra muchacha, sentada allí muy cerca, desplumaba algunas aves; la tercera de ellas atizaba un gran fuego con ras-trojos crepitantes, el cual era menester reavivar con sucesivos puñados, pues a cada momento las llamas amenazaban con languidecer.

encolerizado, Mogens le dio un codazo al vidrio y se alejó muy despacio, mientras adentro las mu-chachas gritaban asustadas. y volvió a correr y a correr durante mucho tiempo, gimiendo.

Dispersos fragmentos de recuerdos del tiempo feliz reafloraban en su memoria; y cuando éstos se desvanecían, todo lo que le rodeaba le pare-cía aún más oscuro. le parecía verdaderamente insoportable lo que había ocurrido. ¡una cosa

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semejante jamás debería ocurrir! se echó de rodi-llas y, torciéndose las manos, le rogó al cielo que anulara todo lo que había sucedido. anduvo un largo trecho caminando de rodillas, sin dejar de ver hacia el cielo, como temiendo que éste pudiera desaparecer y huir para no escuchar sus plegarias si dejaba de mirarlo un solo momento. luego se le presentaron tantas y tantas imágenes del hermoso tiempo pasado, ondulantes, suspendidas en una niebla luminosa. algunas brotaban a su alrede-dor, encendiéndose de improviso, mientras otras pasaban frente a él, tan indiscernibles y lejanas que disolvíanse ante sus ojos aún antes de poder identificarlas. ahora estaba sentado tranquilamen-te sobre la nieve, como sumergido en aquella marea de luces y sonidos, de vida y felicidad. De su ánimo había desaparecido el oscuro temor, sentido en un principio, de que algo llegara a apagar todas esas imágenes. la quietud y el silencio circundantes se reflejaban dentro de él. Habíanse desvanecido las visiones, pero perduraba la sensación de felicidad. ¡cuánta paz había a su alrededor! ningún sonido,

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solamente fantasmas de sonidos: ¡cantos, risas, palabras dichas en voz baja, pasitos ligeros y el sordo singulto de las bombas!

Mogens prosiguió su camino, corriendo y sollo-zando, hasta llegar al lago. yendo a lo largo de la ori-lla, tropezó contra la raíz de un árbol y cayó; estaba tan cansado que ya no tuvo fuerzas para levantarse.

las bajas olas rompían sobre los guijarros con un dulce rumor musical. De cuando en cuando, el viento pasaba murmurando por entre las ramas desnudas; algunas cornejas volaban sobre el lago, graznando, y la claridad azul de la mañana se ex-tendía sobre los bosques y las aguas, sobre la nieve y el rostro cadavérico del joven.

cuando salió el sol, Mogens fue descubierto por un peón de la comarca y transportado a casa de nicola, el guardabosque, donde permaneció mu-chas semanas luchando entre la vida y la muerte.

casi a la misma hora en que llevaban a Mogens a casa de nicola, un grupo de curiosos se arremolina-ba en torno a un carruaje parado al fondo de la calle en que vivía el juez. el cochero no sabía por qué

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trataban de impedir el cumplimiento de su oficio, y había surgido una riña. ¡aquel era el carruaje que debía conducir a camilla a casa de su tía!

—Desde que camilla tuvo ese desgraciado fin, no lo hemos visto otra vez ni sabemos nada de él.

—¡realmente, el corazón del hombre es una noria misteriosa! nadie se esperaba semejante cosa. tan tímido y tranquilo que parecía... casi un atolondrado. ni siquiera usted, señora, se lo hubiera imaginado, ¿no es cierto?

—¿se refiere usted a la enfermedad? Por Dios, ¿es necesario hacer este tipo de preguntas? si no he entendido mal, usted está pensando en alguna tara hereditaria... sí, recuerdo que ha habido algo de eso en la familia... al padre lo llevaron a aahus, ¿no es verdad, doctor Karlsen?

—no... se lo llevaron cuando murió, para se-pultarlo junto a la primera esposa, que estaba allí.

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no, yo estaba pensando en la vida terrible que ha llevado en estos últimos dos o tres años...

—¿ah, sí? ¡De esto no sabía nada!—es comprensible... son cosas de las que no se

habla de buen grado. usted comprende. el respeto al prójimo... Por consideración al juez...

—lo que usted dice tiene un cierto peso, no lo niego; pero dígame, sea sincero, ¿no cree usted que cada día que pasa se tiende a cubrir con un velo de falsa piedad todas las debilidades de nuestros semejantes...? naturalmente, yo entiendo poco de estas cosas, ¿pero no cree que con eso sufran un daño la verdad y la moralidad pública? y conste que no me refiero al moralismo, sino a la morali-dad, a las buenas costumbres o como quiera que se llame.

—¡De eso no cabe la menor duda! y estoy con-tento de coincidir con usted. en este caso... Bien, es necesario llamar las cosas por su nombre. ¡Él se ha abandonado a excesos de toda clase; ha vivido en la más depravada de las maneras con los peores canallas; con gente sin honor, sin conciencia, sin

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religión...; con holgazanes, saltimbanquis y, hay que decirlo en honor a la verdad, con mujeres de la vida alegre!

—¡y todo esto después de haber estado com-prometido con camilla, santo cielo! ¡y después de haber pasado tres meses con fiebre cerebral!

—Bueno... se puede pensar con todo derecho que existían ya algunas predisposiciones, ¿no le parece?

—y sólo Dios sabe cómo andaban las cosas durante el periodo del noviazgo... Él mostraba siempre una actitud sospechosa, siempre tuve esa impresión...

—Perdone, señora, y usted también, doctor Karlsen. la gente ha tratado este asunto un poco en abstracto; es más, muy en abstracto. en cambio, yo he recibido casualmente informaciones mucho muy concretas de un amigo que vive en Jutland, y puedo ilustraos con todo detalle la cuestión...

—¡señor ronholt! no se le ocurra... —¿...contarlo con todos los detalles? ¡Por su-

puesto que lo deseo, señor Karlsen, con la venia

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de la señora! ¿Puedo?... ¡Gracias! evidentemente, él no ha llevado una vida adecuada a alguien que ha sufrido una fiebre cerebral. Ha andado de fe-ria en feria, acompañado de algunos holgazanes iguales a él, y no ha desaprovechado la ocasión de entrar en contacto con bandas de saltimbanquis, especialmente del género femenino... Pero quizá sea mejor que suba a recoger la carta de mi amigo. ¿Puedo?... ¡regreso enseguida!

—señor Karlsen, ¿no le parece que hoy ronholt se muestra insólitamente gentil?

—no puedo negarlo, mi querida señora. ¡Pero no deje de considerar que él ha descargado toda su hiel en el artículo que le publicó el periódico esta misma mañana!... Pensar que intentan sos-tener... esto es lo que se llama subversión, falta de respeto a la ley...

—¿encontró la carta?...—aquí está. ¿Puedo comenzar?... Vamos

viendo... Hela aquí: nuestro común amigo, que encontramos el año pasado en Monsted y que tú dijiste que habías conocido en copenhague, se ha

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establecido en esta ciudad desde hace algunos meses. no ha cambiado nada desde entonces: sigue siendo el caballero de la triste figura. Él repre-senta la más ridícula mezcla de alegría forzada y de silenciosa desesperación. adopta maneras brutales con él mismo y con los demás, habla poco y parece que no se divierte en realidad, aunque no deje de andar en parrandas y francachelas.

”tal y como te lo dije la vez pasada, se ha obse-sionado con la idea de considerarse personalmente ofendido por la vida. sus compañeros habituales eran un mercader de ganado, mejor conocido como ‘el sacristán de las tabernas’, porque se la pasaba parrandeando y cantando permanentemente; y un tipo pendenciero y disoluto, una especie de mari-nero y de mercero ambulante, conocido y temido bajo el mote de Pedro el Descarriado. entre ellos estaba también la bella abelona. Últimamente, ésta ha debido cederle su lugar a una morena que forma parte de una compañía de cirqueros que nos ha deleitado con espectáculos acrobáticos y danzas sobre el alambre. De seguro habrás visto ya a este

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tipo de mujeres con caras amarillentas y afiladas, precozmente marchitas; creaturas deshechas por la brutalidad, por la miseria, por los vicios más sórdidos y que, por añadidura, siempre llevan vestidos de terciopelo raído, de color rojo mugre.

”Éste es el cuadro, ni más ni menos. no com-prendo el frenesí de nuestro amigo. es verdad que su hermosa novia pereció trágicamente, pero eso no basta para explicar la cosa... ¡Pero vean ahora la escena final! a pocas millas de aquí, era día de mercado. el mercader de ganado, el Descarriado, la muchacha y él estuvieron parrandeando en un mesón hasta muy tarde. finalmente, a eso de las tres de la mañana decidieron partir y subieron al carruaje. en un principio todo anduvo bien, pero cuando nuestro común amigo se encargó de las riendas, sacó el ve-hículo del camino y emprendió con éste una carrera loca por campos y brezales. ¡Parecía un terremoto! en cierto punto, el mercader no resistió más y empezó a gritar que quería bajarse. nuestro amigo le cumplió el gusto, y luego, ¡continuó con la carrera a campo traviesa hacia una extensa landa llena de lomas! la

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muchacha, muerta de miedo, saltó del carruaje, y nuestro amigo devoró la subida y la bajada de una loma a tal velocidad que por poco y hace volcar la diligencia. Mientras tanto, Pedro también se había bajado del carruaje, lanzando a la cabeza del cochero su navaja de muelle, como de tan bella excursión...

—¡Pobre muchacho! ¡y qué clase de mujer!—¡una cosa abominable, señora; realmente

abominable! Hablando seriamente, señor ronholt, ¿usted cree que esta descripción sirva para dejar bien parado a este individuo?

—no quiero decir eso, pero usted sabe que, cuando se ignoran las cosas, éstas se juzgan siem-pre de manera exagerada...

—¿Podemos pensar entonces en algo peor?—¡eso está por verse! usted sabe que no es

necesario pensar lo peor de nuestro prójimo.—en el fondo, usted considera que todo este

asunto no es tan grave como parece; que en ello hay algo de intrepidez, algo de plebeyo, en el mejor sentido del término; algo que le gusta a su espíritu democrático...

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—¿Pero es que no ha visto usted que ese joven se comporta de un modo verdaderamente aristocrático con todos los que lo rodean?

—¿De modo aristocrático?... ¡Qué buena pa-radoja! ¡si él no es democrático, entonces yo no puedo definirlo!

—¡Bah! ¡se puede ser tantas otras cosas en este mundo!

lilas blancas, glicinas azulencas y rosas silves-tres deslumbrantes florecían y aromaban frente a la casa. las ventanas estaban abiertas, con las persianas bajas. Mogens asomó la cabeza por la apertura, inclinándose sobre el alféizar. ¡le hacía bien a los ojos zambullirse en la dulce penumbra de aquel cuarto, después de tanto sol candente en los bosques, en el mar, en el aire! una mujer alta y hermosa estaba de espaldas a la ventana, mientras acomodaba unas flores en un florero. un negro

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cinturón de cuero brillante ceñía su talle muy por encima de la cintura, destacándose netamente so-bre el color rosado de su vestido matinal. su espesa y rubia cabellera estaba recogida en una redecilla de color rojo muy vivo; en el piso, detrás de ella, yacía una bata cándida.

—¡te ves pálida después de la juerga de ayer en la noche! –dijo Mogens.

—¡Buenos días! –respondió ella sin voltearse, y le tendió la mano con todas las flores que tenía en ésta.

Mogens cogió una de ellas. laura se volvió a medias y extendió los dedos, dejando caer las flores poco a poco; luego prosiguió arreglando el florero.

—¿enferma?—¡cansada!—Hoy no vendré a tomar el desayuno contigo.—¿no vas a venir?—¡tampoco vendré a almorzar!—¿Vas a ir a pescar?—¡no! ¡adiós!—¿cuándo volverás?

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—¡no volveré jamás!—¿Pero qué estás diciendo? –preguntó ella

asombrada y, palmeando con una mano su falda, se acercó a la ventana y se sentó en una butaca.

—¡ya estoy harto de ti..., eso es todo!—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué te he hecho?... —no me has hecho nada; pero puesto que no

somos marido y mujer, ni estamos locos de amor el uno por el otro, no veo por qué no pueda seguir mi camino.

—¿acaso estás celoso? –preguntó ella, que-damente.

—¿celoso por alguien como tú?... solamente que Dios me hubiese arrebatado el juicio...

—¿Pero qué es lo que quieres decir?—Digo que estoy cansado de tu belleza, que

sé de memoria tu voz y tus gestos y que ahora ni tus caprichos ni tus astucias ni tus tonterías son capaces de divertirme. ¿Puedes decirme entonces por qué habría de quedarme?

—¡Mogens, Mogens, cómo puedes hablar de esa manera! –prorrumpió laura, llorando–. ¿Qué cosa,

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qué cosa, qué cosa puedo hacer? ¡Quédate hoy por lo menos, solamente hoy, Mogens, tú no debes irte!

—¡Puras mentiras, laura! ¡ni tú misma lo crees! si estás triste, ciertamente no es porque me tengas cariño. lo que te aflige es la perspectiva de un cambio, es el temor de ver trastornados tus hábitos cotidianos. conozco perfectamente todo eso... ¡no eres tú la primera que me hastía ni la primera que planto!

—¡oh, Mogens, quédate conmigo sólo por este día y ya no te daré más molestias! ¡no te pediré nada más, ni siquiera una hora más!

—¡Vosotras las mujeres sois como los perros! no tenéis dignidad. ¡uno os echa a patadas y volvéis arrastrándoos!

—sí, es verdad; pero quédate hoy... ¡sé bueno, quédate!

—Quédate, quédate... ¡ya te he dicho que no!—¡tú nunca me has amado, Mogens!—¡no!—sí me has amado. Me amabas aquel día que

soplaba tanto viento, aquel día maravilloso allá en la playa, cuando nos refugiamos tras una barca...

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—¡Qué tonta eres!—si yo fuera cualquier muchacha de buena

familia y no la que soy, no me dejarías, no tendrías el coraje de tratarme tan duramente..., ¡y yo que te amo tanto!

—¡no lo hagas!—sé que para ti no valgo ni siquiera lo que el

polvo que pisas. nunca me has dicho una palabra buena..., ¡sólo palabras duras, de desprecio, sólo ésas me tocan!

—las demás mujeres no son peores ni mejores que tú. ¡adiós, laura!

le tendió la mano, pero ella ocultó las suyas detrás de la espalda y con voz lloriqueante exclamó:

—¡no, no, ningún adiós! ¡ningún adiós!Mogens alzó la persiana y, después de dar un

paso hacia atrás, volvió a bajarla. Pero laura se asomó a la ventana apresuradamente, implorando:

—¡Ven acá, dame la mano!—¡no!y al ver que se iba realmente, alcanzó a gritarle:—¡adiós, Mogens!

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el joven volteó momentáneamente hacia ella y agitó la mano en señal de despedida; luego prosi-guió su camino, exclamando para sí mismo:

—¡y una muchacha semejante cree todavía en el amor! ¡no, no es posible!

las pálidas espigas de los avenales oscilaban con el pasar de la brisa vespertina proveniente del mar y levantaban levemente sus hojas afiladas. la extensión sembrada de dunas parecía listada por mil pequeños surcos oscuros; los juncos se balan-ceaban y las ninfeas danzaban inquietas sobre sus tallos. luego los brezos empezaron a palpitar cada vez más fuerte, con sus puntas brunas, mientras las persicarias se agitaban frenéticamente sobre los campos arenosos.

¡Qué viento terrible habíase levantado! un viento que doblaba totalmente las espigas de la avena y hacía tremolar los tréboles tiernos sobre

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los rastrojos. el mar de mieses se alzaba y caía en densas oleadas; crujían los tejados y de las aspas del molino que giraban se desprendía una especie de lamento. el viento arrasaba el humo de las chimeneas y los vidrios de las ventanas se velaban de rocío.

ululaba el viento en las mirillas de las perre-ras, pasaba murmurando sobre los chopos de las fincas señoriales y silbaba en los matorrales que recubrían el verde cerro de Bredbjaerg. Mogens estaba allá arriba, contemplando el campo envuelto ya por la sombra nocturna. la luna resplandecía cada vez más conforme avanzaba la noche y las nieblas vagaban perezosamente en las praderas.

¡Qué cosa tan triste la vida toda, con el vacío a las espaldas y la oscuridad al frente! ¡exactamente así! las personas felices debían estar ciegas, sin duda. Él había aprendido a ver en la escuela del dolor; había visto que todo era injusticia y mentira. el globo terrestre no era sino una gran esfera de mentiras en rotación. fidelidad, amistad, caridad... ¡solamente mentiras! Pero lo que llaman amor era

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la cosa más vacía entre tanta vaciedad. el amor es solamente deseo, placer: deseo ardiente, flama escondida, voluptuosidad estrujante, pero siempre placer y nada más que placer. ¿Por qué debía él saber estas cosas?, ¿por qué le permitieron conser-var la fe en todas esas mentiras doradas?, ¿por qué debía él ver, mientras los demás estaban ciegos?... ¡Él tenía derecho a estar ciego, después de haber creído en todo lo que humanamente se puede creer!

en el pueblo comenzaban a encenderse las luces de las casas. ¡cuántos hogares en el pueblo! ¡Mi casa, mi casa! ¿a dónde fue a parar mi fe pueril en todo lo que tiene de hermoso el mundo?... ¿y si los demás tuviesen la razón? ¿si realmente el mundo estuviese lleno de corazones palpitantes y el cielo pleno de un Dios amoroso? ¿Pero por qué lo ignoro, entonces? ¿Por qué conozco solamente otras cosas, cosas tan amargas, tan cortantes, tan verdaderas?...

Mogens se puso de pie y vislumbró campos y praderas inmersos en el esplendor del plenilunio. empezó a bajar hacia el pueblo, siguiendo la vereda

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que atravesaba el parque de la villa y, sin detener-se, miró por encima de la tapia. al otro lado, en una explanada herbosa, había un chopo plateado. la luz de la luna bañaba por completo las hojas trémulas, en las cuales aparecían alternadamente la faz oscura y la clara. con los codos apoyados sobre la tapia, Mogens se detuvo a contemplarlo, pues parecía que las hojas escurrieran de las ramas como si fuesen gotas. y hasta le pareció percibir su rumor.

se escuchó de pronto una muy cercana y her-mosa voz de mujer, que cantaba de esta suerte:

flor del alba, bañada de rocío,

en voz baja relátame tus sueños.

Dime si en ellos se escuchan suspiros,

es el mismo aire mágico y arcano

que respiro en mis sueños.

Dime si en ellos se escuchan suspiros,

murmullos y lamentos

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entre aromas marchitos

y luces somnolientas,

entre sonidos que se despiertan

y un retoñar de cantos.

ansia de amor, nostalgias, añoranzas...

¡sólo de esto me nutro!

al extinguirse la última nota retornó el silencio; Mogens suspiró profundamente y alertó su oído, pero el canto había terminado definitivamente. alguien cerró una puerta en la parte más alta de aquella casa. ahora volvía a oírse claramente el murmullo de las hojas de aquel chopo. Mogens apoyó la cabeza sobre sus brazos, y lloró.

a la mañana siguiente se disfrutó de uno de esos días que son tan frecuentes al final del ve-rano. Viento fresco y vívido, grandes cúmulos de nubes que velean rápidamente en el cielo y, sobre la superficie de la tierra, una continua variación de luces y sombras mientras desfilan las nubes frente al sol.

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Mogens había subido la cuesta del camposanto, que colindaba con el parque de la villa. ese lu-gar tenía un aspecto un tanto escuálido. Habían desyerbado pocos días antes. tras un viejo cancel cuadrangular había un saúco bajo y ancho, de ondulante follaje. en torno de algunas tumbas se veían ciertas verjas de madera, pero la mayor parte de las sepulturas consistían solamente en modestos túmulos rectangulares. algunas de ellas ostentaban inscripciones sobre placas de lámina; otras, una cruz de madera con la pintura desteñida; otras más, guirnaldas de flores artificiales, de cera; pero casi todas estaban desaliñadas y desnudas.

Mogens buscó un lugar que lo defendiera del viento, pero éste parecía soplar de los cuatro puntos cardinales, alrededor de la iglesia. finalmente se tendió sobre el terraplén y sacó de uno de sus bolsi-llos un libro, pero no podía leer a gusto: de cuando en cuando la nube oscurecía el sol, y él temía que el frío aumentase, y decidía abandonar el lugar; pero luego volvía la luz y se quedaba allí, otra vez tranquilo. De improviso, apareció una muchacha

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que iba subiendo por la cuesta, lentamente, acom-pañada por un perro lebrel y un braco, que corrían delante de ella, retozando. ella se detuvo, con la intención de sentarse, pero siguió inmediatamente su camino al ver allí a Mogens, quien la vio alejarse hacia la salida del cementerio.

Mogens se puso de pie y la siguió con la mirada mientras ella se dirigía hacia el camino real, ro-deada siempre por sus perros alborozados. Después se puso a leer la inscripción de una de las tumbas y no pudo evitar una sonrisa. De repente, sobre la tumba se perfiló una sombra, y se quedó allí inmóvil. Mogens volvió la cabeza y vio a un joven de tez bronceada por el sol, con una mano sobre el morral y una escopeta en la otra.

—¡a mí no me parece tan idiota! –dijo el joven señalando la inscripción.

—¡no, realmente no! –respondió Mogens, alzándose.

—Pero dígame... –prosiguió el cazador, mi-rando de soslayo, como si algo buscara–. usted llegó hace varios días, ya lo he visto aquí, y

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estoy un poco intrigado... al fin me he decidido a acercármele... usted pasea por aquí y por allá siempre a solas... ¿Por qué no ha ido a visitarnos? ¿Qué diantres hace para pasar el tiempo? Imagino que usted no ha venido a este pueblo a arreglar ningún asunto.

—no, me he quedado aquí solamente por gusto.—¡Pero si aquí no existe ninguna diversión!

–interrumpió el cazador, riendo–. ¿le gusta ir de cacería? ¿le placería ir a cazar conmigo? Debo bajar un momentito al pueblo, para surtirme de plomo. Mientras usted se prepara, voy a ver al herrero... ¡Ánimo! ¿Vamos?

—¡con mucho gusto!—¡ah, pero thora! ¿no ha visto de casualidad

a una muchacha? –preguntó el cazador y, diciendo esto, subió de un salto al terraplén–. ¡allá está! es mi prima. Vamos a alcanzarla y se la presento. He-mos hecho una apuesta, y usted será el árbitro. se trata de esto: mi prima tenía que venir acá arriba con los perros y yo debía pasar no muy cerca de ellos con mi morral y mi escopeta, sin llamarlos

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de ninguna manera. si los perros vienen hacia mí, sin que los llame, ella pierde. ¡ahora vamos a ver!

Después de correr un poco, alcanzaron a la muchacha. el cazador pasó a cierta distancia de la joven, sin dejar de mirar al frente, tratando de poner una cara muy seria, pero iba sonriendo. Mogens saludó al rebasarla. los perros vieron al cazador, perplejos, y emitieron una especie de leve quejido; luego fueron hacia la muchacha y empezaron a ladrar, descontrolados. ella intentó calmarlos con algunas caricias, pero éstos, sin hacer gran caso, se apartaron de ella y continuaron ladrando; y titubeantes, viendo ora a la joven, ora al cazador, se aproximaron poco a poco al amo, hasta llegar junto a él y estallar al fin de alegría, corriendo a su alrededor.

—¡ya perdiste! –le gritó el cazador.la joven asintió, sonriendo, y, dando media

vuelta, se fue por su camino... la cacería se prolongó hasta el atardecer. Mo-

gens y William se hicieron amigos, y el primero tuvo que prometer que iría a visitarlo esa misma

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noche. y así ocurrió, en efecto. las visitas se su-cedieron casi todos los días; pero, a pesar de las sucesivas y cordiales invitaciones, nunca quiso quedarse a dormir en casa de William, y continuó alojándose en la hostería del pueblo.

así se inició un periodo muy agitado para Mogens. en un principio, la presencia de thora volvía a despertar en él tantos tristes y penosos recuerdos. a menudo, con tal de no dejarse arro-llar por la emoción, se veía obligado de repente a hablar con otros o a marcharse. ella no era seme-jante a camilla, pero él no escuchaba ni veía sino a camilla. thora era bajita, esbelta y delicada, pronta al llanto y a la risa, siempre dispuesta al entusiasmo. cuando hablaba con alguien acerca de un argumento serio, en lugar de acercarse aún más, se retraía en sí misma indefectiblemente; en cambio, si alguien le contaba o le explicaba algo, todo su rostro, todo su cuerpo expresaban la más honda confianza y, a veces, una especie de espera. William y su hermana no la trataban como a una compañera, pero tampoco como a una extraña. el

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tío, la tía, los criados y los campesinos deseaban amistar con ella, pero discretamente y casi con temor. todos se comportaban con ella más o menos como el viandante que halla en el bosque uno de esos hermosos pajaritos de ojos límpidos y vivaces que brincan sobre la tierra con graciosos saltitos: a él le gustaría tanto acariciarlo, acercársele, pero no se atreve a moverse ni a respirar fuerte, por temor de que aquél se asuste y alce el vuelo.

conforme las visitas a thora se hacían más frecuentes, los recuerdos de Mogens fueron pre-sentándose aisladamente, y ya empezaba a verla tal y como ella era en realidad. en breve llegó al punto de experimentar una sensación de paz y de felicidad cuando estaba cerca de ella; si se alejaba de la joven, una silenciosa nostalgia, una muda tristeza lo envolvía. y llegó el día en el cual le habló de camilla y de lo ocurrido, reconociendo con estupor lo que había sido de él en ese tiempo. en ocasiones le parecía increíble haber pensado, sentido y hecho tantas cosas extrañas, las mismas que ahora le contaba.

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thora y él se hallaban un día en una parte alta del jardín, contemplando el crepúsculo. William y la hermanita jugaban a perseguirse alrededor de aquella lomita. Miríadas de coloraciones tenues y luminosas, innumerables tonos fuertes y resplande-cientes vibraban en el aire. Mogens apartó los ojos de aquel espectáculo y los posó en la oscura forma que estaba a su lado: ¡cuán pequeña e insignificante, contra toda aquella ardiente y magnífica policromía!, pensó con un suspiro, y volvió a mirar las nubes multicolores. no fue exactamente un pensamiento, sino más bien una impresión remota y fugaz que duró sólo un instante y se desvaneció, como si hubiesen sido los ojos y no la mente los que hubiesen pensado.

—¡el sol ha desaparecido bajo el horizonte! ¡los duendes estarán contentos ahora! –dijo thora.

—¿De veras?—¡claro que sí! ¿no sabes que los duendes

aman la oscuridad?Mogens sonrió.—¡Veo que usted no cree en los duendes! sin

embargo, debería creerlo. ¡es tan hermoso creer

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en todo ese mundo misterioso: en los gnomos, en las sílfides! yo creo también en las sirenas y en las ninfas, pero en los diablos... ¿Qué tienen que ver los diablos y los caballos infernales?... la vieja Maren se enoja cuando hablo así. Dice que no es de personas temerosas de Dios prestarle oídos a ciertas cosas, como hago yo; a estas cosas que nada tienen que ver con la gente; en cambio, a los profetas y demás obsesos sí, porque están en los evangelios... ¿Qué dice usted a este respecto?

—¿yo?... no sé qué decir... ¿a qué cosa se refiere exactamente?

—tengo la impresión de que usted no ama a la natura...

—¿cómo? ¡Pero si la amo muchísimo!—sí... Pero no me refiero a la natura que se

puede admirar desde la banca de un mirador o desde lo alto de una colina a la cual se llega por una cómoda escalera y donde se la sirven a uno con artificio solemne. yo me refiero a la natura de todos los días, la de siempre... ¿usted ama este tipo de natura?

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—¡oh, claro que la amo! ¡yo soy capaz de exultarme viendo una hoja, una rama, una luz reflejada, un claroscuro! yo puedo enamorarme inmediatamente del más yermo de los montes, de la turbera más árida y del más fatigoso e incómodo de los senderos...

—¿Pero qué alegría puede usted obtener de un árbol o de un matorral, si no se figura que allí habita un ser viviente al cual le ha sido confiada la tarea de abrir y cerrar las corolas y de lustrar los pétalos? cuando usted mira un lago, un lago límpido y profundo, no puede amarlo si no piensa que en el fondo de sus aguas viven unos seres que tienen sus congojas y sus alegrías; unos entes misteriosos, con deseos arcanos. asimismo, ¿qué hallaría usted de bello en la colina de Bredbjaerg, si allí no pudiera atisbar con el auxilio de la fan-tasía el hormigueo de minúsculas creaturas que comienzan a danzar y a sacar sus hermosos tesoros cuando cae la noche?

—¡Qué extraño y fascinante es todo eso! ¿De verdad cree usted en estas cosas?

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—sí. ¿y usted?—también, pero no soy capaz de explicar lo

que siento... es una esencia que mora en el color, en el movimiento, en la forma de las cosas, en la vida que las anima, en los jugos que suben por las fibras de los árboles y de las flores, en el sol y la lluvia que los hace crecer, en los aguaceros que surcan y agrietan las laderas de las colinas... ¡ah, es una cosa que nunca podré explicar con palabras!

—¿y con esto le basta?—¡a veces me parece demasiado! ¡Demasiado!

y cuando las formas, los colores y movimientos son muy leves y graciosos; cuando detrás de todo eso hay un mundo singular que vive, goza, suspira y anhela, y que logra expresar todas las cosas con palabras y cantos, entonces uno se siente extra-viado en un mundo que se nos escapa, y la vida se torna gris y pesada.

—¡no, por favor! usted no debería hablar así cuando piensa en su prometida!

—¡Pero si yo no estaba pensando en mi prometida!

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en ese momento Willam y la hermanita se acercaron a ellos, y todos juntos se dirigieron hacia la casa.

semanas después, una mañana, Mogens y thora paseaban en el jardín. Mogens debía visitar el invernadero de las parras, donde aún no había estado. era un pabellón más bien largo, pero no muy elevado, en cuyo techo de vidrio fulguraba el sol alegremente. allí adentro hallaron un aire caliente y húmedo, que tenía un olor extraño, denso y penetrante, como de tierra fresca. los bellos pámpanos sinuosos y los pesados racimos bañados de rocío, que asaeteaban los rayos del sol, se dilataban bajo el techo vítreo en un espléndido y vasto trofeo verde. thora se detuvo a contem-plarlo, dichosa. Mogens, por lo contrario, estaba inquieto y posaba la triste mirada ora en ella, ora en el lozano follaje.

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—oiga –exclamo thora, contenta–, ¡creo que comienzo a entender lo que usted me dijo aquella tarde en el jardín respecto a la forma y el color!

—¿y no entendió también otra cosa? –preguntó Mogens en voz baja y con cara muy seria.

—no... –murmuro ella, lanzándole una mirada rápida–. esa tarde no –agregó, bajando los ojos y ruborizándose.

—esa tarde no –repitió Mogens como un eco, dulcemente–; ¿pero ahora?

y diciendo esto se arrodilló a sus pies.ella se inclinó hacia él, tendiéndole una mano

y, cubriéndose los ojos con la otra, explotó en llan-to. al levantarse, Mogens apretó contra su pecho aquella manecita y besó la frente de la joven. ella lo miró entre lágrimas y, sonriendo, murmuró:

—¡alabado sea Dios!Mogens permaneció en el pueblo una semana

más y estuvo de acuerdo en que las nupcias se celebraran a fines de junio. luego partió. y llegó el invierno, trayendo consigo días foscos, noches interminables y nevadas de cartas.

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la noche de la fiesta, en la villa, no había ventana que no estuviese iluminada, ni puerta que no osten-tara guirnaldas de hojas y flores. un considerable grupo de amigos y conocidos seguían agitando las manos en señal de despedida al carruaje que aca-baba de partir, bajo la incierta luz del crepúsculo.

tintineaban los vidrios de las ventanillas a causa del trote de los caballos. thora contemplaba el bien conocido paisaje que desfilaba ante sus ojos: la zanja que flanqueaba el camino real; la colina del herrero, que se cubría totalmente de prímulas en la estación primaveral; el bosquecillo de saúcos de Bertel nielsen; el molino, con el hato de ánades del molinero; la cuesta de Dalum, donde pocos años antes William y ella iban a deslizarse con los trineos; los prados de Dalum y las largas sombras de los caballos, absurdamente deforma-das por el movimiento sobre los montes de grava, sobre los hoyancos encharcados, sobre las espigas de los avenales.

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sentada en su rincón, thora lloraba en silencio; y, de cuando en cuando, en el acto de limpiar el cristal, miraba rápida y furtivamente a su com-pañero de viaje. Éste iba ligeramente inclinado hacia adelante, con el guardapolvo desabrochado y la cara entre las manos, mientras el sombrero bailoteaba abandonado en el asiento anterior. ¡cuántos pensamientos pasaban por su mente! Ése había sido un extraño día para él, y la despedida lo había extenuado totalmente. thora había tenido que despedirse de todos los parientes y amigos; luego habían venido los adioses interminables a tantos y tantos sitios en que se acumulaban me-morias y recuerdos infinitos; y todo esto por partir con él, ¡para ponerse a merced de un hombre con un pasado de brutales libertinajes! ¿Podía confiar en él?... ¡sólo Dios lo sabía! aquel pasado seguía pesando en sus espaldas, a pesar de que su vida había experimentado un cambio y de que ahora podía ver con claridad qué clase de sujeto había sido poco antes... nadie puede huir enteramente de sí mismo. aún estaba vivo todo su pasado y,

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no obstante, la suerte le confiaba ahora la tarea de custodiar y proteger a esa creatura inocente. tiempo atrás, él se había zambullido de cabeza en el fango. ¿existía el riesgo de arrastrarla también a ella?... ¡no, no! ¡a ella, no! ¡ella debía continuar viviendo su límpida y serena vida de chiquilla, a pesar de él mismo!... el carruaje seguía corriendo en la oscuridad de la noche; de vez en cuando, a través de los cristales empañados, se divisaban las luces de las alquerías y de las casas frente a las cuales pasaban.

thora dormitaba. al amanecer llegaron a su nido: una villa que Mogens había comprado recientemente.

el pelo de los caballos humeaba en el aire punzante de la mañana, los gorriones gorjeaban en los grandes tilos de la explanada y de las chi-meneas se alzaban perezosas espirales de humo. thora miró a su alrededor, sonriendo complacida, después de que Mogens la hubo ayudado a des-montar; pero tenía sueño, un sueño irresistible, y no podía ocultar su gran cansancio. Mogens la

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acompañó a su alcoba y luego fue a sentarse en una banca del jardín, con la idea de ver la salida del sol, pero empezó a cabecear; no podía mantenerse despierto. a mediodía, sin embargo, volvieron a encontrarse vivarachos y alegres, y entonces todo fue un recorrer la casa de cuarto en cuarto, un ir de sorpresa en sorpresa, un fabricar de planes y castillos en el aire, un aprobar de común acuerdo proyectos extravagantes, considerándolos factibles. ¡Qué esfuerzos debió realizar thora para mostrarse seriamente interesada cuando le presentaron a las vacas, qué trabajo para reprimir las ardientes e inoportunas efusiones que le inspiraba aquel perrito de pelambre larga! Mogens, por su parte, demostró su eficiencia al hablar de drenajes y del precio del trigo, mientras no dejaba de pensar en lo hermosa que podría verse thora con una amapola entre sus cabellos.

Por la noche, en cambio –mientras la luna dibu-jaba sobre el pavimento de la veranda el cuadricu-lado de las ventanas–, tuvieron tiempo de departir alegremente. Mogens le propuso luego que se fuera

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a descansar: sí, precisamente a descansar, porque debía estar cansada; pero no dejaba de aprisionar una mano de ella entre las suyas. ella le respondió que él era muy malo, que estaba arrepentido de haberse casado y que ahora sólo quería deshacerse de ella... Poco después, naturalmente, hicieron las paces y rieron mucho, y las horas pasaban... Por fin thora se fue a dormir, dejando a Mogens en la veranda, quien se sentía alicaído y de mal humor porque lo había dejado a solas. se abandonó a té-tricas fantasías, imaginando que ella estaba muerta y que él se quedaba en el mundo sólo para llorar su desaparición... y terminó llorando realmente. entonces se disgustó consigo mismo y se puso a pasear por el cuarto, excitado, tratando de razonar la situación. ¿existía un amor noble y puro, exento de cualquier pasionalidad terrena? ¡Desde luego que existía, y no era menester inventarlo! la sensualidad es un mal elemento, inhumano, que arruina todas las cosas. ¡oh, cómo detestaba todo lo que no es límpido y puro, delicado y gentil, en la naturaleza del hombre! la sensualidad lo había avasallado,

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exprimido y atormentado, había entrado en los ojos y en los oídos, envenenando todos los pensamientos.

tomó un libro e intentó leer, pero no pudo. Pensaba en ella... ¿y si le hubiese ocurrido algo?... ¿Pero por qué, en resumidas cuentas?... sin em-bargo, nunca se sabe... fue presa de tal angustia que ya no pudo resistir más. caminando sin hacer ruido, se acercó a la puerta de la alcoba de tho-ra. ¡todo era paz y silencio ahí dentro! escuchó acuciosamente y le pareció oír la respiración de la durmiente. ¡Habría podido escuchar su propio corazón, pues éste le palpitaba intensamente!

tranquilizado, volvió a su cuarto y retomó el libro, pero no pudo leer ni una sola palabra. cerró los ojos, y la imagen de ella se le presentó nítidamente; le pareció escuchar su voz mientras ella se inclinaba hacia él para susurrarle algo. ¡cómo la amaba, cómo la amaba, cómo la amaba! ella era un canto dentro de él, como si los pensamientos hubiesen asumido un ritmo musical y toda imagen mental se le pre-sentaba con plástica evidencia. ella yacía ahora plácidamente inmersa en el sueño, con un brazo bajo

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la nuca, con los cabellos sueltos, los ojos cerrados y la respiración muy leve, muy leve... el aire vibraba a su alrededor, un aire rojizo, con reflejos rosados. como un fauno desgarbado que intentara imitar la danza de una ninfa, el cobertor reproducía en sus gruesos pliegues las esbeltas formas de la mucha-cha... ¡Pero no, no! ¡no quería pensar en ella de esa manera, absolutamente no! sin embargo, volvía a presentársele, no era posible mantenerla alejada... ¡era preciso ahuyentarla a cualquier costo!

la imagen de la muchacha aparecía y desapa-recía constantemente, pero al fin llegó el sueño y la noche pasó.

al día siguiente, después del tramonto, anduvieron paseando por el jardín. Procedían lentamente, del brazo y sin hablar, ora saliendo de un perfume de resedas, ora atravesando entre el perfume de las rosas, ora hundiéndose en el aura enervante de

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los jazmines. algunas mariposas nocturnas los rozaban revoloteando y de los trigales subía el canto de los grillos; pero el rumor dominante era el del vestido de thora.

—¡Qué bien sabemos callar! –dijo ella.—¡y cuánto nos gusta caminar! –añadió

Mogens–. Hemos recorrido ya una milla, por lo menos.

Durante algunos minutos prosiguieron cami-nando en silencio; luego thora preguntó:

—¿en qué piensas?—Pienso en mí mismo.—en eso mismo estoy pensando yo.—¿también piensas en ti misma?—no... en ti. Pienso en ti, Mogens.Él la atrajo aún más a su costado mientras

volvían a la casa. la puerta de la veranda estaba abierta, y en la estancia vivamente iluminada se veía la mesa cubierta por un mantel muy cándido, la bandeja de plata llena de fresas oscuras, la ca-fetera de plata brillante y los candeleros de argento deslumbrante. ¡un cuadro realmente festivo!

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—Me parece vivir la fábula de Hansel y Gretel extraviados en el bosque, cuando llegan a la casita de pan de españa –dijo thora.

—¿Quieres entrar?—olvidas que ahí dentro hay una bruja dis-

puesta a rostizar y devorar a estos pobres niños. no; será mejor resistir la tentación de las ventanas de mazapán y del tejado de buñuelos. tomémonos de la mano y huyamos hacia el bosque tenebroso.

Volvieron sobre sus pasos y se alejaron de la veranda. thora se apretó a él y prosiguió:

—también podría ser el palacio del sultán. tú eres el árabe que llega del desierto para raptarme... los guardias del harem nos persiguen de cerca... Vemos relampaguear sus cimitarras, y nosotros corremos, corremos desesperadamente... Pero ellos te han robado el caballo, nos atrapan, nos echan en un costal muy grande y nos arrojan en el mar... y nos ahogamos tú y yo, estrechamente abrazados... Veamos un poco qué más podría ser...

—sí... Pero dime: ¿por qué no debe ser lo que es en realidad?

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—sí... no lo niego, ¡pero es demasiado poco! ¡si tú supieras cuánto te amo!... Pero no soy feliz. no sé por qué... Hay tanta distancia entre nosotros... ¡oh, no!

le echó los brazos al cuello y lo besó ardiente-mente, apretando su mejilla contra el rostro de él.

—no entiendo qué me pasa –continuó hablan-do la muchacha–; pero a veces quisiera que me pegaras... yo sé que esto son niñerías, que debería ser feliz, verdaderamente feliz... sin embargo, sufro mucho...

Posó la cabeza en el pecho de Mogens, y lloró; pero mientras las lágrimas seguían corriendo, em-pezó a canturrear, primero en voz baja, luego cada vez más fuerte.

ansia de amor, nostalgias, añoranzas...

¡sólo de esto me nutro!

—Mujercita mía, mi adorada –exclamó él y, cargándola entre sus brazos, la llevó a la casa.

a la mañana siguiente Mogens se despertó en la cama de thora. a través de las cortinas bajadas se

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filtraba una luz mórbida y tranquila que endulzaba las líneas y amortiguaba todos los colores, difun-diendo una gran paz en todas las cosas. a Mogens le parecía que el aire que la rodeaba seguía el mismo ritmo de su seno, alzándose y bajando en silenciosas ondulaciones. la cabecita de ella descansaba sobre la almohada, los cabellos sueltos inundaban su frente y una mejilla parecía ser aún más rosada que la otra. De cuando en cuando, un leve temblor sacudía la in-movilidad de los párpados caídos, y las comisuras de la boca se contraían imperceptiblemente, oscilando entre una expresión de inconsciente seriedad y una sonrisa que flotaba en el umbral del despertar.

Mogens permaneció largo rato mirándola, feliz y tranquilo. el último residuo de las sombras del pa-sado había desaparecido. luego salió de puntillas y fue a sentarse en la sala, esperando en silencio. Poco después advirtió la cabeza de thora sobre uno de sus hombros, la mejilla de ella contra la suya.

salieron juntos a respirar el aire de la mañana. un sol glorioso inundaba la tierra; el rocío deste-llaba; relumbraban las flores que habían madru-

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gado; las alondras cantaban, altas, en el cielo; las golondrinas cruzaban el espacio, como flechas.

Pasando sobre la verde alfombra de césped, los recién casados se dirigieron hacia la loma cubierta de espigas rubias y siguieron por la vereda que la atravesaba. thora iba adelante, muy despacio, y se volvía para ver a su compañero. riendo y conversando, bajaron lentamente por la ladera de la loma y, a medida que avanzaban, empezaron a perderse de vista tras el alto y denso trigal. Dieron unos cuantos pasos más y desaparecieron.

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nota 7

la señora fönss 17

MoGens 59

un DIsParo en la nIeBla 151

Dos MunDos 185

las rosas Que no HaBÍa 197

la Peste De BÉrGaMo 213

el Doctor faustus 237

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