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La Vida Como Discurso y Otros Ensayos - Blecua

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Sobre Literatura española

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José Manuel Blecua

LA VIDA COMO DISCURSO

EDICIONES SL DE DE ARAGON SL ZA-

JGOZA Jl 1981

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En

LA VIDA COMO DISCURSO

se recoge la colaboración literaria que uno de los grandes maestros actuales de las letras españolas, el profesor aragonés José Manuel Blecua, ha ido dejando a lo lar­go de muchos años (desde 1944 a nuestros días) en las páginas de "Heraldo de Aragón", y cuya publicación en libro viene a res­catarla y a enhebrarla para gozo intelectual de todos.

Gozo intelectual, sí, porque, si de alguna manera pudiéramos resumir lo que la lectura de los más de ochenta artículos que componen este volumen producen en el ánimo del lector, ese sen­timiento sería el predominante entre todos. Y no es extraño si consideramos que el profesor Ble­cua ha hecho de la cultura lite­raria una cultura de la vida, un culto de los valores del espíritu, que son los únicos que dan al hombre la dimensión más certera de su dignidad humana.

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JOSE MANUEL BLECUA

LA VIDA COMO DISCURSO (Temas aragoneses y otros estudios)

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José Manuel Blecua

LA VIDA COMO DISCURSO (Temas aragoneses y otros estudios)

Introducción y selección de

JUAN DOMÍNGUEZ LASIERRA

EDICIONES DE

HERALDO DE ARA60N ZARAGOZA

1981

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Ediciones HERALDO DE ARAGON

Depósito legal Z-1612-1980 Ï.S.B.N. 84-85492-4ÍM Editorial HERALDO DE ARAGON Gran Vía, 9. - Zaragoza

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Indice

Págs.

INTRODUCCIÓN 9

TEMAS ARAGONESES

La aportación del carácter aragonés a la literatura española ... 19 El más viejo poema en loor de Zaragoza 35 Fiestas en la Aljafería y entremeses 42 El primer dramaturgo aragonés ............ 44

Un poeta aragonés del siglo xvi: Diego de Fuentes ,. 50 Una traducción inglesa del "Oráculo", de Gracián ............... 53 Una gran edición del "Oráculo manual" 55 Francisco de la Torre, amigo de Gracián ...... —...... . . . . . . . . . . . 58 Una admiración de Gracián: Antonio Pérez 62 Ideas sobre el teatro en Zaragoza en 1764 64 Curiosidades en torno al Pilar 67 . L ' U O v ^ d l L / L X L · J . l v J o vLV^ \ J U y < l » # 4 * 4 a * 4 a a * 0 4 « a a 4 a * a * « B Q e * * « « » a 0 a a * a o ^ a * a a b 9 e f í

La Academia filosófíco-literaria de Zaragoza y Zorrilla 74 La obra de Miguel Artigas 77 Pedro Lain Entralgo y sus ensayos 80 La obra poética de Ildefonso-Manuel Gil 83 "El tiempo recobrado", por I.-M. Gil 91 Un hombre y un estilo: Luis Horno 96 El dialecto aragonés 98 Gracia y figura de un pueblecito 101

DE CLASICOS Y MODERNOS

La idea de la fama en la Edad Media 107 Los dos autores del Poema del Cid 110 El Romancero general 113 El primer escritor conceptista 117

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ß José Manuel Blecua

Págs.

El "Paso honroso" de Suero de Quiñones 119 Sobre Jorge Manrique 122 Un libro de Pedro Salinas sobre Jorge Manrique 125 La trayectoria poética de Garcilaso . 128 Actualidad die Fray Luis de León 131 San Juan de ia Cruz. Una experiencia poética 133 Sobre Don Quijote y Sancho 136 Las ediciones de las obras de Cervantes 138 Humanismo de las armas en Don Quijote 141 Un libro de Casalduero: "Sentido y forma del Quijote" 144 La "Vida de Cervantes" de Herrero García 149 Quevedo, poeta 151 Los autos sacramentales en el teatro español 156 La filosofía de Calderón en sus autos sacramentales 161 Unamuno, poeta 164 Unamuno y sus teorías sobre el lenguaje 169 Juan Ramón y su trayectoria poética 172 Platero y el 98 176 La novelística de Pío Baraja 179 El legado de Azorm 182 Leyendo a Ortega. Cortesía y poesía en el filósofo 186 Sobre la educación de unos escritores , 189 Menéndez Pida! y el Padre Las Casas 192 Las lecciones de don Ramón 195 De la edad conflictiva 197 Los españoles 201 Angel del Río 204 José María de Cossío y la poesía de 1850 a 1900 206 Medio siglo de poesía española 209 Tres antologías de poesía española 213 Dos discursos académicos , 216 En la muerte de Pedro Salinas 218 "La sencillez atormentada", de Alejandro Gaos 222 Un gramático: Salvador Fernández Ramírez 225 Un libro sobre Marcel Proust escrito por una española 228

DE VARIA LITERATURA

Las canciones mozárabes (Un gran descubrimiento artístico-literario) , 233

Algo sobre folklore 236 Los villancicos de Navidad 238 Quejas de la niña morena 244 Fábulas mitológicas en España 247

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Indice 7

Págs.

La "divinización" de la jácara 249 Meditaciones sobre la orla 252 Hablando en prosa , 254 Estudios sobre los gitanismos del español 256 Ei secreto del nombre "Madrid" 260 Las flores en la poesía azteca 262

LA VŒDA COMO DISCURSO

La mano 271 Sobre el canto 273 Un viejo problema en la historia del arte 275 Sobre la popularización de la poesía 278 Cartas:

Poesía y pintura abstractas 281 Sobre el arte de escribir 283 Sobre el arte de la prudencia 286

X-JoC^X I L / U ' U ' o L C v l oL-t d i L-Xv^LUL? ***timo*** + + *iQ*<i»*** + n*Q<* + + *i>w**»Q*ii+ + * + ** *~tJ JL

La vida como discurso 294

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Introducción

EN su discurso de recepción, el 14 de diciembre de 1969, en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona

—que no todas las Academias le han de ser remisas—, ]osê Manuel Blecua negaba, con el argumento que le es más caro, el cotejo de textos, uno de esos tópicos, de vir­tudes paralizadoras, como dice el profesor aragonés, con los que se ha querido caracterizar a la literatura española: la improvisación. Acumulando pruebas, desde don Juan Manuel a Valle Inclán, desde Garcilaso a Guillen o Ro­sales, el profesor Blecua demostraba la gran preocupación de nuestros escritores de todas las épocas por la obra bien hecha, lema d'orsiano que en la forma aforística macha-diana, "el hacer las cosas bien / importa más que el hacer­las", tanto gusta de repetir a sus alumnos y hacer suyo José Manuel Blecua.

Ese discurso, Sobre el rigor poético en España, tiene tanto de desagravio ajeno como de sintonía propia. Tor­que si algo caracteriza la labor de Blecua en el campo de la historiografía literaria es esa lección de rigor que le ha llevado, in extremis, a dedicar, casi con exclusividad, toda su capacidad crítica y erudita a uno de los aspectos más áridos de la investigación: el de la recuperación de textos.

Rigor apasionado que ha hecho posibles sus ediciones críticas definitivas de don Juan Manuel, Herrera o Que-vedo, entre ese cúmulo de trabajos que nos rescatan en su pureza a Barahona de Soto, los Argensola, Juan de Mena, Garcilaso, Gutierre de Cetina, Lope, Góngora, Gracián, San Juan de la Cruz, entre tantos otros, o nos pasean por

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los grandes hitos de nuestra lírica en el viaje deslumbra­dor de sus antologías Poesía de tipo tradicional, Floresta de lírica española, Poesía romántica, o esa sugestiva triada de Los pájaros, Las flores y Er mar en la poesía castellana. Sin olvidar sus ensayos, recogidos en Sobre poesía de la Edad de Oro, aportaciones fundamentales de Blecua en torno a los siglos XVI y XVIII, y Sobre el rigor poético en España y otros ensayos, donde aparecen, además del ya citado discurso, reveladores estudios sobre Mudarra y la poesía del Renacimiento, la estructura de la crítica litera­ria en la Edad de Oro, el estilo de "El Criticón' de Gra­dan, la sensibilidad en Fernando de Herrera, el concep­tismo en Góngora, el amor en la poesía de Pedro Salinas, el tiempo en Jorge Guillén y otros.

No tuvimos la suerte de pertenecer a alguna de las pro­mociones de zaragozanos de las cuales Blecua fue profe­sor, pero nos iniciamos en el mundo de la creación litera­ria a través de un precioso tratado escolar: su manual de Historia de la Literatura Española que la Librería Gene­ral de Zaragoza ha editado y reeditado desde 1942. Y en la benemérita Clásicos Ebro, también zaragozana, apren­dimos del magisterio múltiple allí dejado por Blecua: Pé­rez de Guzmán, Garcilaso, Góngora, Gradan, San Juan de la Cruz, Quiñones de Benavente, Rueda, Lope...

Su aportación al conocimiento de los escritores arago­neses —escasamente estudiados hasta él— empieza a dar frutos en una serie de discípulos —Aurora Egido, María Teresa Cacho, etc. — que están contribuyendo a esclare­cer el ignorado panorama literario regional. Recordemos, entre otros trabajos aragoneses de Blecua, sus ediciones de las Rimas de los Argensola; el estudio del Cancionero de 1628, recuperando un manuscrito de la Biblioteca Univer­sitaria de Zaragoza; el de las Poesías varias de grandes in­genios españoles recogidas por Josep Alfay, las Poesías de Martín Miguel Navarro, Cartas de fray Jerónimo de San José al cronista Juan F. Andrés de Uztarroz, o sus trabajos sobre Fernández de Heredia, Gradan oí. M. Gil, entre otros.

*

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Introducción 11

José Manuel Blecua nace en Alcolea de Cinca (Hues­ca), en 1913, donde transcurre su infancia de "chicazo pueblerino7 enamorado del campo y de los nidos: "Por eso tiendo siempre hacia los pájaros. Hay en mí una honda raíz campesina y antiurbana *. Su primera impresión lite­raria se la dio Salgari, pero fue rápido el salto hacia el Poema del Cid, que leyó entre los trece y los quince años, y La Eneida, de la que sabía trozos de memoria. Estudia en los colegios zaragozanos de Escolapios y Santo Tomás, y su descubrimiento de la literatura lo hace con José Ma­ría Castro y Calvo, luego catedrático de la Universidad de Barcelona, como el propio Blecua. En la Universidad de Zaragoza estudia Letras, y al mismo tiempo, por imposi­ción paterna, Derecho, carreras que realiza en tres años y medio. Su decidida e irrenunciable vocación a la literatura se había fraguado ya en plena adolescencia. En marzo de 1935, cuando acababa de cumplir 22 años, logra su cáte­dra de Instituto con el número ocho, en la promoción de Guillermo Díaz-Viaja, Alejandro Gaos y Rodríguez Mo­llino. El tema de las oposiciones, poesía contemporánea. Su examinador, Dámaso Alonso. "Entonces las pasé negras". Su primer destino, Cuevas de Almanzora (Almería), un instituto "hórrido", en un pueblo que no tenía ni estación. Allí prepararía su primer trabajo, la edición crítica del Libro infinido, del infante don Juan Manuel, aparecida en 1938. Año y medio más tarde iría, por concurso, al insti­tuto femenino de Valladolid, en el que permanece un año. Luego, por traslado de don Miguel Allué, va a Zaragoza, de donde —declaraciones de 1946— no pensaba moverse. Lo haría, sin embargo, en 1959, ya como catedrático uni­versitario, a Barcelona, donde sigue.

Su vida de entonces —profesor en el Instituto Goya de Zaragoza— explica su vida de después y de ahora: "Tra­bajar. Sólo me interesa el trabajo". La sordera ya es, en aquellos años, una compañera fiel. Le apasiona el cine, el

(*) Tomamos estas referencias biográficas de la entrevista que Luis Homo Liria hiciera a Blecua con motivo de su nombramiento como aca­démico correspondiente de la Española ("Heraldo de Aragón", 22-XH-1946).

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futbol, pero no el teatro representado ni la radio (¿Tal vez sí la televisión?): "No tolero oir a un hombre y no verlo hablar". La música le está vedada. "Hago, en resumen, una vida retraída, pues la sociedad, salvo la de unos po­cos amigos, para nada me interesa". Adora su labor do-cente, la investigación por supuesto, la correspondencia epistolar, la lectura, especialmente la lírica de todas las épocas y países. Y —al menos en aquel 1946—, la novela policiaca. Su máxima ilusión era, aquel año, escribir una monumental Historia de la poesía española en los siglos XVI y XVII, que habría de llenar —afirmaba— sus pró­ximos diez años. Ya entonces se había iniciado —no con­tento con atender las demandas de tantos editores— como editor él mismo, hacedor de libros para bibliómanos: I. M. Gil, Augusto Ferran fueron, así, editados por Blecua. De estos años, además del Libro infinido, son la edición y pró­logo del Laberinto de Juan de Mena, publicado por Es-pasa-Calpe en 1943; la del Cancionero de 1628, publicada en 1945 por la Revista de Filología Española, trabajo —700 folios— que tuvo que rehacer al haberse extraviado el original; sus trece tomitos en Clásicos Ebro, "colección de la que estoy enamorado"; sus muy difundidas antolo­gías sobre el mar, las flores y los pájaros en la poesía cas­tellana, que le crearon "una reputación de antologo que me molesta"; su Historia de la Literatura Española, escrita con amor y traducida al francés por } . Berthelemy; su edi­ción de las Rimas de los Argensola, en la que trabajo más de dos años, cotejando todos los manuscritos del siglo XVII existentes. En prensa se encontraba, para la Institu­ción "Fernando el Católico", su Estudio sobre poetas ara­goneses del siglo XVII, texto que habría sido fundamental para la puesta al día del tema de haber sido publicado, lo que, inexplicablemente, no sucedió.

El 23 de noviembre de 1946, Heraldo de Aragón infor­maba de su nombramiento como académico, correspon­diente de la Española. Uno de los nombramientos —decía Horno Liria al entrevistarlo días después— más mereci­dos, de criterio más justo y acertado. El de académico de número lo habría sido también. Blecua había recibido ¡a

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Introducción 13

noticia con estupor. ¿En qué tienes fe?, le preguntaba Hor­no. "En la bondad y en el amor7, contesta sin vacilar. Horno le retratará con brevedad y justeza: "Uno de los hombres más buenos y humildes que en mi vida he cono­cido".

*

En el volumen que ahora presentamos se recogen una serie de artículos aparecidos en Heraldo de Aragón desde 1946 a nuestros días. La colaboración de José Manuel Ble-cua en las páginas del periódico zaragozano se inicia en el número extraordinario de las fiestas del Pilar de 1946 con un extenso y magistral trabajo, La aportación del ca­rácter aragonés a la literatura española, base de todo lo que después se ha escrito sobre el tema. Allí están señala­dos y estudiados los rasgos porticulares con que los arago­neses han contribuido al desarrollo de la gran literatura española, fijados ya para siempre gracias al estudio de Blecua. Sólo la publicación de este articulo —que descu­brí con entusiasmo hace unos pocos años— justificaría la aparición de este libro. Fer o hay otras muchas cosas más. Blecua ha coL·borado asiduamente, y lo sigue haciendo, en los números especiales del Pilar. Allí se encuentran pe­queñas joyas de erudición literaria, donde abundan los te­mas aragoneses, junto a sabrosas reflexiones de más gene­ral alcance: La vida como discurso, Sobre el canto, etc. Otra frecuente colaboración desarrollaría en las páginas de "Las Artes y las Letras" •—sección que durante tantos años estuvo a cargo de don Pascual Martín Triep-—, y donde Blecua nos ha dejado precisas muestras de su que­hacer crítico a través del medio periodístico, del que más tarde, por su plena dedicación a la cátedra y a la investi­gación, sería menos asiduo.

Son años en los que su presencia en las páginas de Heraldo de Aragón nos proporciona sorpresas como el poe­ma que dedica A Vicente Aleixandre (20-VI-1944), o sus dos extensas crónicas viajeras, género, sin duda, en el que pocos le saben hoy cultivador: las de sus viajes a EE.UU. (1950) y Escocia (1951), llenas de agudas reflexiones. La

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primera, aparecida entre el 4 de julio y el 23 de septiem­bre de 1950, en veintiocho artículos, con el título De Nueva York a Middelburg. La segunda, De Zaragoza a Escocia, publicada entre el 24 de febrero y el 5 de abril de 1951, en veintiocho entregas. Sorpresa, también, la de sus dos esclarecedores artículos bajo el lema En tomo a la enseñanza: Ausencia de tradición didáctica y Cómo se puede conseguir una didáctica (11 y 23 - XII -1951) reveladores de sus exactas preocupaciones y sus atinados juicios sobre el magisterio de la literatura y sobre el ma­gisterio en general, y una señe de Cartas sobre temas tan heterogéneos como el arte de escribir, la falda larga, bio­logía y medio ambiente, el arte de la prudencia o\ Don Quijote en el cine. El resto de sus colaboraciones periodís­ticas se centrarían ya en los temas propiamente literarios.

Hemos agrupado esta selección de artículos literarios en cuatro apartados: Temas aragoneses. De clásicos y mo­dernos, De varia literatura y La vida como discurso, pro­curando cuando ha sido posible, un cierto orden cronoló­gico en los temas tratados. Se indica siempre la fecha de aparición de los trabajos.

El resultado de esta recopilación vuelve a hablarnos de aquel rigor apasionado con el que calificamos la de­dicación del profesor Blecua a la literatura. Un rigor he­cho de profundo amor hacia la obra de aquellos a los que, como al profesor Blecua, importa más hacer las cosas bien que hacerlas.

JUAN DOMÍNGUEZ LASIERRA

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A Juan Domínguez Lasierra y a Joaquín Aranda, a quienes se debe este volumen.

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TEMAS ARAGONESES

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La aportación del carácter aragonés a la literatura española

EN las notas que siguen me propongo estudiar algunos de los caracteres esenciales de la literatura aragonesa. De qué for­

ma Aragón contribuye a formar la gran historia de la literatura española. Qué es lo que nosotros aportamos como original y autóctono. -Es un tema que está por estudiar y que con su va­guedad permite llegar a ciertas conclusiones. (De paso advertiré que no entiendo por literatura aragonesa la regional o costum­brista a lo siglo xix, de tan escaso interés.)

El aragonés dialectal nace al desgajarse la unidad lingüística por la presión castellana. Menéndez Pidal ha estudiado magis-tralmente este fenómeno. (La antigua unidad lingüística de los visigodos, rota por la invasión árabe, vuelve a resquebrajarse con las innovaciones fonéticas de Castilla, más audaz y empren­dedora que las demás regiones no dominadas. Mientras los mo­zárabes quedaban bloqueados en las regiones sometidas, sin po­der evolucionar su lengua, ¡León, Castilla y Aragón iniciaban la reconquista. Pero León y Aragón son regiones que muestran desde un principio una gran reacción al cambio lingüístico. Como recuerda M. Pidal, mientras Castilla decía carrera, fecho, los leoneses y aragoneses continuaban diciendo carreira, jeito, voces que aún hoy se pueden oír en la misma forma. Por eso es Castilla quien inicia una literatura política, las gestas, casi en contra del reino leonés. ¡Ni Aragón ni León presentan un es­fuerzo palpable por incorporarse a estas corrientes literarias cas­tellanas. La corte aragonesa se nutrirá durante muchísimos años de elementos franceses y pro vénzales. La célebre Razón feita de Amor, escrita por algún escolar aragonés, llena de gracia y finura, está emparentada con géneros bien definidos de la lite­ratura francesa. Lo provenzal presionará mucho tiempo en las cortes aragonesas, hasta el punto de encontrarse al lado de los reyes numerosos trovadores y juglares.

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20 José Manuel Blecua

El cronista Francisco de Sayas —primer h is tor iador de la literatura en Aragón—, después de afirmar que cl endecasí­labo tiene orígenes provenzales, dice que Aragón se adelantó a las demás regiones en el uso de la poesía vulgar, debido a esas influencias extrañas.

Esta influencia se hará más perceptible aún en la parte cata­lana y durará tres o cuatro siglos. En la Biblioteca de nuestra Universidad se conserva un precioso cancionero de poetas ara­goneses y catalanes escrito bajo fórmulas provenzales. Nada sig­nifica tampoco la literatura medieval escrita ei\ aljamiado. Lo mismo sucede con la obra de D. Juan Fernández de Heredia, valenciano, tan interesante para el estudio del humanismo ara­gonés y del dialecto de su tiempo. La Crónica de los conqueri­dores, sin editar aún por completo, es una traducción. Podemos, pues, asegurar, sin pecar mucho, que nuestra contribución a la literatura medieval no es una gran cosa. Hay que llegar a finales del siglo xv para encontrar un poeta singular y Heno de origina­lidad: Pedro Manuel Ximénez de Urrea, de la familia de los Condes de Aranda. En 1513 publica en Logroño un cancionero rarísimo, que reeditó en el siglo pasado la Diputación arago­nesa. En el prólogo dice algo lleno de interés, que además de demostrarnos la posición de un aristócrata ante la invención de la imprenta, demuestra perfectamente lo poco amigo de las no­vedades que suelen ser los ingenios aragoneses. Prefieren lo esta­blecido a lo nuevo. (Y ya veremos en qué raíces se funda esta reacción. Raíces éticas). Dice así en una carta a su madre: "¿Cómo pensaré yo que mi trabajo está bien empleado, viendo que por la emprenta ande yo en bodegones y cocinas, y en poder de rapaces, que me juzguen maldicientes y que quantos lo qui­sieren saber lo sepan, y que venga yo a ser vendido?"... "Quede guardado, para que después de yo muerto puedan ver que he vivido, mostrando entonces estas mis obras al que las quisiere mostrar, y no agora yo con mis propias manos, porque después no tuviere quexa de mí mismo." Hay en estas afirmaciones dos notas bien claras y de clara estirpe aragonesa: Horror a ser leído por todos —aristocratismo (ya veremos más adelante la protesta de un Argensola o Gracián contra lo vulgar)— y horror a una novedad; lo que supone carencia de imaginación. Toda

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Temas aragoneses 21

la poesía de Pedro Manuel muestra una contención delicada y una frescura deliciosa. Aun emparentada con la poesía de Man­rique, Mena y Juan del Encina, presenta notas particulares. Es el primer español capaz de adaptar La Celestina a teatro, trans­formando el primer acto en una Égloga en verso con soltura y gran habilidad.

Otro Aranda, don Jerónimo de Urrea, será un discreto poeta a la italiana, amigo de Garcilaso y zaherido por Acuña. Pero también carecerá de imaginación y escribirá una versión del Caballero determinado, de la Marche, que presentará al Empe­rador, además de un precioso libro contra el duelo, titulado Diálogo de la verdadera honra militar. Carecemos de poetas pe-trarquistas, pero en cambio, ninguna otra región española co­noció el florecimiento que tuvo Aragón con los poetas que es­criben en latín. El grupo de humanistas latinizantes fue de una calidad excepcional, como lo prueban los nombres de Sobrarías, A. Agustín, Palmireno, etc., que algún día deberá ser estudiado con el cariño y la atención que merece. Sobrarías es un poeta de raro valor, como Verzosa, cuyas epístolas latinas acaba ahora de publicar ¡López de Toro en una versión castellana, llena de elegancia.

El aragonés carece de imaginación

Y así llegamos hasta 1580, en que comienzan a escribir los dos Argensola. Un poco más adelante nacerá Gradan, y de 1590 a 1650 Aragón conocerá un desfile de nombres que no desme­rece de los castellanos ni andaluces y que contribuyen también a la formación de ese magnífico grupo de escritores que crean nuestra literatura de la Edad de Oro. Y ahora es cuando nos formulamos la pregunta: ¿Qué aportamos de original a esa lite­ratura? ¿Qué puntos de contacto y qué discrepancias muestra nuestra cultura frente a las restantes?

En primer lugar, el aragonés carece de imaginación. Nues­tra psicología es poco lírica, y un examen del dialecto y de la entonación aragonesa confirma claramente esta afirmación tan rotunda en apariencia. La curva de entonación del aragonés muestra un alargamiento final robusto, viril, frente a los demás

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dialectos españoles. Entre un Yo, dicho por un aragonés, a un Yo pronunciado por un leonés o andaluz las diferencias son pro­fundas. El aragonés afirma su reciedumbre alargando la vocal final, con un deseo de permanecer en la realidad. Esta ausencia de lirismo y de imaginación se nota del mismo modo en el vo­cabulario, tan parco en imágenes, metáforas o expresiones de tono afectivo. El canto muestra también esta ausencia. Com­párese un cantar asturiano o una soledad andaluza con nuestra jota y se comprenderá en seguida las diferencias.

Esta carencia de imaginación se observó en los siguientes detalles: ausencia de determinados géneros literarios, en los que predomine la imaginación. Por esta razón no encontramos en toda nuestra literatura escritores dramáticos ni geniales nove­listas. Se me argüirá que Gracián es un novelista de la mejor ley, pero yo contestaría que mejor es un moralista, un filósofo, que un creador de personajes. Los personajes del Criticón son paradigmas, símbolos que representan desde el principio hasta el final una actitud, pero no personajes como Sancho, don Qui­jote, Calixto, -Melibea o el buscón don Pablos. ¿Sabe el arago­nés manejar con gracia y destreza unos personajes en el teatro? Yo creo que no. Pero aún hay más. En una época en que los genios dramáticos brotaban por todas las esquinas, Aragón no puede presentar más que un poeta dramático de tercer orden: Jerónimo de Cáncer, hombre agudísimo, de ingenio desbordante, pero mal creador teatral. Y otros datos. Lupercio Leonardo, de quien se conservan dos tragedias a la manera clásica, eleva una vez a Felipe II un memorial pidiendo la supresión de las come­dias sacras. No supo distinguir entre poesía y realidad y viene a decir que no está bien que el representante de San Pablo esté en la taberna bebiendo vino mientras espera la hora de presen­tarse en escena. Incomprensión parecida a la que llevaría a los escritores y políticos del siglo xvni a suprimir los autos sacra­mentales. Y todavía unos años más tarde, Bartolomé Leonardo protestaría del teatro desbordado de Lope de Vega, tan imagi­nativo. Aunque, como veremos, en esta protesta se mezcla una tesis aristotélica y renacentista, que obedece al amor al canon, que es la segunda de las características de la falta de imagina­ción aragonesa.

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Teínas aragoneses 23

La norma sobre el lirismo

¿Se ha observado lo que supone para una cultura el hecho singular de que Gracián escriba una preceptiva y Luzán otra? ¿Se ha pensado lo que supone el hecho de que no tengamos escritores románticos? Nada menos que el predominio del canon, de la norma, de la razón sobre el lirismo desbordante, sobre el color y la metáfora. Es curioso también el hecho de que nuestras instituciones jurídicas y los juristas aragoneses hayan sido tan excelentes. Lo mejor de la cultura aragonesa del siglo xvi son los historiadores y los juristas. La raíz de este fenómeno se en­cuentra en el amor a la norma, al canon, bien visibles en ciertas manifestaciones satíricas desde Marcial hasta Gracián contra los violadores de normas. Las alusiones a los malos jueces abun­dan por doquier. Se me dirá que los ataques contra magistrados, corchetes y escribanos son un lugar común en la literatura satí­rica de todos los países, pero es que da la casualidad de haber sido Marcial el iniciador de un género epigramático cuya flora­ción iba a ser inusitada. Si consideramos a Quintiliano como un poco aragonés (y no es muy disparatado dada la cercanía de Calahorra a tierras aragonesas), encontraremos también en él el amor al canon. Sus Instituciones oratorias están en la misma línea que han de producir después la Agudeza gracianesca o la Poética de Luzán. Por eso nuestros dos Argensola, tan llenos de Horacio y tan conocedores de la poética aristotélica, preco­nizarán un teatro clásico, renacentista puro, a la francesa, y no un teatro revolucionario a lo Lope de Vega. Las dos tragedias de Lupercio pertenecen a la trayectoria renacentista que inspira las obras de Virués, Rey de Artieda y la primera parte de Cer­vantes que culmina en la Numancia. Bartolomé Leonardo acon­sejará seguir a Aristóteles:

No a los enredos, que con orden cierta en las traças o tretas interpones, halle una leve impropiedad la puerta.

Que ansí ¿quién negará que te corones con la teatral guirnalda, si procedes siempre con verosímiles acciones?...

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24 José Manuel Blecua

Parece que estamos oyendo a un preceptista neoclásico: El progresso, el lugar, el tiempo, el modo

a de ser verosímil, y una parte que lo dexa de ser destruie el todo.

Esto se encuentra más cerca de Boileau que del siglo xvn español. Y no es extraño que de cuando en cuando hallemos en Bartolomé algún ataque a Lope de Vega.

•Por eso en nuestro siglo xvni los aragoneses se encontra­ban en su mejor medio. Recordemos la gran influencia que ejercen en el reinado de Carlos III. Recordemos también que el fundador del Diario de los literatos es un aragonés. El si­glo xviii, con su amor a la filantropía, al despotismo ilustrado, a la norma y a Horacio, estaba hecho para los aragoneses y tam­bién para los vascos, que desempeñaron un papel tan eficaz. Dos o tres nombres servirán para aclarar esto: el Conde de Aranda, Pignatelli (que termina felizmente el canal proyectado en el siglo xvi), los Azara. Instituciones tan llenas de virtudes como la Sociedad Económica de Amigos del País, cuyos traba­jos están pidiendo a gritos un historiador, o la Academia de Be­llas Artes de San Luis. La influencia de la Poética de Luzán fue considerable y la mitad del siglo xvín le debe más de un acierto y más de un fracaso. Querer trasplantar a la literatura castellana y andaluza las normas de la razón sólo se le pudo ocurrir a un aragonés.

Exactitud, veracidad, franqueza

Y al lado del amor al canon pongamos el amor al dato concreto, a la exactitud. El amor al dato supone carencia de imaginación, lo mismo que lo anterior pero más agudizado. Esto se debe a la incapacidad aragonesa para la invención, para la mentira artística. Es proverbial la franqueza aragonesa. Pero la franqueza, que indudablemente es una gran virtud, significa ca­rencia de lirismo, falta de inventiva. Entre el coloquio de un andaluz y el de un aragonés hay profundas diferencias: el de aquél se caracteriza con seguridad por la hipérbole y lo desme­surado, frente al realismo de que hará gala el aragonés. No es

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tosquedad, ni tozudez, como algunos se han empeñado en seña­lar, sino algo mucho más hondo y trascendente: es amor a la verdad. Llamar al pan, pan, y al vino, vino, según nuestra frase, indica eso, que tiene su traducción en algo bien genial: la in­vención de la historiografía como ciencia rigurosa. Porque pre­cisamente ha sido Zurita el inventor de la historiografía moder­na. Es seco, desabrido de estilo, pero de una veracidad tan grande que aun hoy se acude constantemente a sus Anales.

Era Zurita tan honesto, tan poco hiperbólico y fantasioso, que no tuvo inconveniente en hacer un viaje a Italia sólo para comprobar un dato. Recuerdo que mi maestro Giménez Soler solía decirnos que cuando él en un trabajo de investigación so­bre la Edad Media llegaba a conclusiones distintas a las de Zurita, volvía a comenzar otra vez para ver dónde había errado.

Este amor al dato es lo que explica la singular posición de los dos Argensola, que al mismo tiempo fueron veraces histo­riadores, continuadores de la tradición de Zurita; lo mismo que Juan Francisco Andrés de Ustarroz, ese aragonés tan universal, delicioso poeta, que realiza la curiosa tarea de escribir un libro único en la España de su tiempo: Una historia de los historiado­res aragoneses. Sus Progresos de la historia en Aragón narran la trayectoria de esta disciplina hasta el siglo xvii. Nuestros cro­nistas han llevado siempre fama de veraces.

Pero hay todavía algo más en torno a este problema. Fray Jerónimo de San José, el primer biógrafo de San Juan de la Cruz, historiador de la orden carmelitana, es el más alto pre­ceptista español de historia de todos los tiempos. Su Genio de la Historia es el libro más delicado que conocemos referente al arte de escribir la historia. Si su poesía le puede colocar al lado de cualquier poeta aragonés de su tiempo (recuérdese su célebre soneto "El ruiseñor y la rosa"), su prosa es la más ele­gante de todo su siglo.

Fray Jerónimo de San José es el prosista más equilibrado y elegante de su época. Su perspicuidad en el decir, como él mismo escribía, realizaba el milagro de convertir las cosas abs­tractas en formas llenas de vida, como ya reconocía el mismo Menéndez Pelayo. Fray Jerónimo decía en la época de más con­torsionado barroquismo, por los años en que Gracián publicaba

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su Criticón, que no bastaba "que el concepto o pensamiento que exprime la lengua, como el oro resplandezca y brille por de fuera; más que esto ha menester para su perfección y hermo­sura. Ha de resplandecer también en lo hondo y centro de él, como el cristal y el diamante... descubriendo la fineza y riqueza de su más íntimo valor con resplandores que de todas partes lo cerquen, y en que todo él esté bañado y penetrado." Se me ar­güirá que he podido elegir con intención determinadas citas, pero todo el libro está escrito con la misma elegancia y mesura. Ya lo decía él repetidas veces. De lo que se trataba era de tener perspicuidad en el decir, inventándose esa voz que con tanto éxito se había de utilizar después. Pero abandonemos el amor al dato y a la historiografía para recoger otra de las caracterís­ticas que motivan la falta de imaginación.

Lo ético, en primer plano

El amor a la didáctica, a lo ejemplar y a lo ético es el re­sultado de lo anterior. Gran parte de la obra de Marcial res­ponde a una evidente intención ética. Lo mismo que la ten­dencia educadora de las epístolas poéticas de Bartolomé Leo­nardo. Se me podrá decir que las epístolas de Bartolomé Leo­nardo proceden de Horacio. Efectivamente, tienen esa raíz, pero ¿por qué precisamente ha sido un aragonés quien ha vuelto a recoger con tanto éxito esa herencia clásica? Porque advierto que la mitad de la obra argensolista es pura didáctica. Lo ético está en un primer plano. De ahí esos consejos para que don Ñuño de Mendoza no lleve sus hijos a la Corte, fuente de urba­nidad y de crianza, pero también laberinto peligroso donde puede extraviarse el joven inexperto. Otra vez serán consejos para que el principiante don Juan escriba versos:

Haz muchos versos, pero no infinitos, porque así no les falte consonancia, ni alguno de los justos requisitos.

Y su discípulo Martín Miguel Navarro recorrió toda Es­paña para escribir algo tan raro y peregrino en su tiempo como una Geografía en verso, que no llegó a concluir.

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Pero no tenemos que ir a parar tan lejos. Toda la obra de Gracián responde a una intención didáctica y ejemplar, desde el Héroe al Criticón, pasando por la Agudeza y el Comulgato­rio. El Héroe, el Discreto, El político Fernando, la Agudeza, el Comulgatorio y el Oráculo manual o arte de la prudencia, son eso: artes de la prudencia. El Criticón responde fielmente a esta tendencia educadora, ya que su finalidad es enseñar a manejarse por este mundo donde los hombres tienen una intención más torcida que los cuernos de un toro. Y el que un aragonés funde en pleno siglo xvín el Diario de los literatos de España, se debe a este amor por la didáctica. Y por si todo esto pudiese parecer exagerado, véase lo singular que es el que otro aragonés, Mi­guel Agustín Príncipe, que vive en pleno apogeo romántico, colaborando en distintas revistas y escribiendo dramas históri­cos, tenga el atrevimiento de lanzar un librito de fábulas mo­rales y algo mucho más peregrino: un tratado de preceptiva literaria en forma de diálogo, en el que abundan las observacio­nes sutiles, como las referentes a la entonación de las distintas clases de oraciones, atisbando detalles que sólo la ciencia ac­tual ha logrado aclarar. Y sigamos un poco más y encontrare­mos en Costa otro gran didáctico y ejemplar, el hombre que pedía la reorganización de la cultura española, partiendo de la escuela. Y obsérvese este curioso hecho: la gran cantidad de profesores aragoneses que podemos encontrar hoy en casi todos los centros de enseñanza de España. Si se repasa mentalmente la geografía de la enseñanza española, rara será la población de cierta importancia en la que no se encuentre un maestro ara­gonés. Al carecer de imaginación, resulta mucho más cómodo enseñar a los demás una ciencia, y al mismo tiempo ejercer una saludable influencia. Si consideramos a Quintiliano como un poco aragonés, comprenderemos entonces su éxito en Roma, enseñando a los jóvenes patricios el arte de hablar en el Senado con tal habilidad y tal bondad que es el único maestro de su tiempo de quien los demás escritores no hablan mal. (Lo que en todos los tiempos es algo bien peregrino). El mismo Marcial le reconocía ya sus bondades en un delicioso epigrama: "Quinti­liano moderador sin rival de la turbulenta juventud; Quintiliano gloria de la elocuencia romana, si me apresuro a darme buena

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vida aunque sin fortuna y no decrépito todavía, perdóname: nadie se apresura lo bastante para vivir la vida." Nótese lo ejem­plar de estas líneas. (El hombre que pide perdón por creer que va a violar una norma ética. Porque en resumidas cuentas, lo que quiere Marcial es bien poco: "Tenga yo un esclavo bien mantenido, tenga yo una esposa no muy sabia; tenga un buen sueño durante la noche; tenga un día sin pleito".

Al carecer de imaginación, el aragonés sentirá un gran apego por la realidad. Las cosas son como él las ve. Es lo razonable y lo lógico. La terquedad aragonesa, tan proverbial desde el mismo siglo xvi, responde a una manera de ver la realidad, llena de objetivismo. Mientras un andaluz o un gallego tienden a embellecer la realidad, con cierta transfiguración poética, el aragonés la retratará, desde Marcial a Goya (aunque también habrá un escape, como veremos). Voy a poner unos cuantos ejemplos de lo que puede ser esta poesía objetiva. Es bien sa­bido cómo desde la antigüedad existe una retórica para retratar a las damas. Bartolomé Leonardo será capaz de negarla:

¿Zafiros y esmeraldas son los ojos, la tez diamante, perlas son los dientes y encendidos rubís los labios roxos?

Las manos, en sí mismas excelentes, ¿vendrán a ser marfiles o cristales, si no se han de preciar de transparentes?

Cuando destas metáforas te vales, no las recríes de su oficio tanto, que aun al afecto salgan desleales...

Cuando decir tu pena a Silvia mientes, ¿cómo creerá que sientes lo que dices, oyendo cuan bien dices lo que sientes?

Por eso dirá una vez Bartolomé Leonardo: "Yo aborrezco el mentir", y pedirá que fleche cada palabra una sentencia y "obre cada sentencia una victoria".

La difícil claridad

De aquí derivan la mesura y elegancia en el decir, cualida­des aragonesas que destacaba ya Lope de Vega al escribir que

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los dos hermanos habían ido a Castilla a enseñar a hablar cas­tellano. El aragonés tiende a la contención y a la claridad por su manera objetiva de ver el mundo. De ahí la gravedad, la ex­quisita mesura. Gracián decía de los dos Argensola que eran "graves, por lo aragoneses". No se trata de esa elegancia estoica de las coplas de Jorge Manrique, ya que el aragonés no suele ser estoico. Es algo más original: una actitud ante la existencia. La mesura, el señorío en el decir y en el hacer, de que habla Gracián están en relación con el amor al dato, al canon y a lo ejemplar y ético. No se puede amar tan profundamente la nor­ma para después despreciarla escribiendo complicaciones. De ahí la ausencia de escritores románticos. De ahí el trabajo de pulir y retocar, que tanto aconsejan nuestros escritores:

Es la lima el más noble requisito; y así, no peligrando la sustancia del verso deliciosamente escrito, refórmalo su pródiga elegancia,,.

Bórralo con crueldad; no te perdones, pues con gozo has de ver cuánto más vale lo que durmió en los próvidos borrones;

saldrá dellos tan puro, que se iguale con el rayo solar que el aire dora cuando más limpio de las nubes sale.

Pero no se crea por eso que la claridad es fácil de conseguir. Es mucho más sencillo ser complicado que ser claro, del mis­mo modo que es más fácil explicar un poema oscuro que uno cristalino. El mismo Bartolomé reconocía también que

este que llama el vulgo estilo llano, encubre tantas fuerzas, que quien osa tal vez acometerle suda en vano.

Se me argüirá que Gracián no ama la claridad, y que pre­fiere siempre las palabras dichas a medias. Lo arcano, lo difi­cultoso es más agradable. De acuerdo. Pero Gracián pide una brevedad enjundiosa para no andarse por las ramas. Pide lo mismo que Bartolomé Leonardo, que cada palabra fleche una sentencia, nada de voces inútiles. Gracián es la cima de un cri-

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terío aragonés antiornamental. La cima del ingenio aragonés, que como veremos, es otra de las cualidades. ¡Pero sigamos con la claridad.

Tanto apego siente el aragonés por la claridad que se dio el hecho singular de haber sido aragoneses quienes primero ex­plicaron la poesía gongorina. Fue Juan Francisco Andrés de Ustarroz quien dedicó los mejores años de su juventud a ex­plicar verso a verso las Soledades y el Polifemo, y aunque no publicó sus comentarios, sí, en cambio, los prestó al gran Pe­llicer de Osau y Tovar, quien los utilizó para sus- Lecciones so­lemnes, y no quiso después devolver. Ustarroz, según demuestra su riquísimo epistolario, aclaró muchos puntos dudosos de la poesía gongorina y mantuvo relaciones muy estrechas con An­gulo y Pulgar (a quien remitió una vez tulipanes de Francia), Salcedo Coronel y Salazar de Mardones, el diligente comen­tador de la Fábula de Píramo y Tisbe, de Góngora.

Y mi sorpresa no tuvo límites cuando al estudiar la poesía aragonesa del siglo xvn tropecé con un grupo bien organizado de jóvenes poetas gongorinos, que hacia 1634, cuando se publi­can las Rimas de los Argensola, creen que no es esa poesía "al modo de ahora", según frase de Nadal. Ustarroz, apasionadísimo de los Argensola, es un fino poeta culterano, lo mismo que el Marqués de San Felices, Juan Nadal, José Navarro y Zaporta. Descubrí, por ejemplo, que el célebre poema de las Selvas de todo el año en verso, tanto tiempo atribuido a Gracián, no le pertenecía. Su autor es un licenciado Ginovés, cura de la pa­rroquia de San Pablo, que intervino en las Academias cultera­nas de su época.

Pero este gongorismo aragonés desconoce las audacias del andaluz o castellano. Es mucho más contenido y refrenado, como tenía que ser. No se puede violentar impunemente una psicología. La lección de rigor y mesura que dictaron los Ar­gensola no fue vana, y aunque abundan las notas delicadísimas, en general, el grupo gongorino es muy comedido.

Visión implacable de la realidad

Se notará en él, a pesar de todo, la ausencia de la imagi­nación. Les faltó a los gongoristas aragoneses algo que no po-

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dían aprehender con sus ojos. La visión de un paisaje menos bronco y viril que el aragonés. Desde la poesía árabe hasta hoy, Andalucía ha tendido a la complicación ornamental, a estilizar la realidad. La poesía de Góngora, lo mismo que la arábigo-andaluza (con quien subterráneamente tiene tantos nexos), es la exaltación más brillante de lo sensual. El grupo aragonés care­cía de ese poder visionario, pero aunque lo hubiera tenido, ¿dónde hubiera encontrado el paisaje? Se me dirá que el pai­saje es una invención. Pero Lupercio Leonardo estuvo en Ga­licia, lo mismo que don Luis de Góngora, y mientras éste nos devolvió la visita en la Soledad segunda, describiendo delicio­samente las rías gallegas (quizá la de Pontevedra), Lupercio se calló y no dijo nada. Y sabemos que estuvo por allí, en casa del conde de Lemos, porque su hermano lo dice a Bartolomé Llo­rente. Pero, además, la mejor pintura aragonesa, la de Goya, es una pintura realista. Visto Goya en relación con los pintores anteriores y con la cultura aragonesa, se explica perfectamente. Goya traspasa la realidad, lo mismo que Marcial o Gracián.

Y aquí llegamos al tercer punto curioso de los caracteres de la cultura aragoneses. El traspase de la realidad, por decirlo así. El abrir un boquete a lo real y ver lo que hay detrás, tan impla­cablemente como Marcial, Gracián o Goya. Todo está relacio­nado. El amor al canon, lo ejemplar, lo ético y la claridad uni­dos producen una sensibilidad especial, dispuesta al momento a captar lo obscuro, lo malintencionado, lo falso y lo poco ejem­plar. Sólo se puede ser gran escritor satírico o gran pintor cuan­do se posee una ética insobornable. Cuando se desea que la realidad no sea como es, sino mejor. Sabemos que los grandes satíricos distan mucho de ser personas de humor fácil. Nada está más lejos de un humorista que un satírico. Entre Marcial, Gracián y Goya hay profundas concomitancias, bien fáciles de señalar. Pero, además, anotemos este hecho. Marcial es un es­critor profundamente admirado en el siglo xvn. Los Argensola lo traducen más de una vez, y el mejor discípulo de Bartolomé Leonardo, el canónigo Martín 'Miguel, le traduce casi íntegra­mente. Basta abrir por cualquier página la Agudeza de Gracián para encontrar un ejemplo de Marcial, traducido por Manuel Salinas, el que al principio fue amigo del padre jesuíta. Esta admiración por Marcial se debió en primer lugar a ser un ara-

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gonés. El amor a la tierra es muy vivo aún en el siglo xvii y casi no se han olvidado los sucesos a que dieron lugar la huida de Antonio Pérez y la muerte de Lanuza. Hay un deseo de pre­sentar a los castellanos algo que ellos no tenían. Pero además de esta razón, hay otra. Marcial concordaba perfectamente con la manera de ver la realidad por cualquier aragonés. Quevedo se aproximará lo suficiente, pero no es lo mismo. Entre Que­vedo, Gradan y Goya se podrían señalar notas comunes, efec­tivamente, pero son más las que se encuentran entre los dos últimos.

La pintura de Goya responde por una parte a la visión im­placable de lo objetivo que hemos señalado en un Bartolomé Leonardo. Los dos son incapaces de mentir ni aun para embe­llecer a la familia real. Las cosas son como son. Nada más. Hay que ser francos y tener la valentía de decirlo o pintarlo. Goya es la antítesis de un pintor de cámara y de un barroco del si­glo xvii, con su tendencia al empaque y al heroísmo. El cuadro de los fusilamientos o de la familia de Carlos IV son los dos cuadros más reales que han salido nunca de la paleta de cual­quier pintor. No hay ninguna concesión académica ni cortesana. La Maja desnuda, ese prodigio de color y finura, tiene la cara bastante fea, y nada le costaba al bueno de don Francisco haber modificado un poco la nariz. No lo hizo. Esto repugnaba su ten­dencia a la franqueza. Esta manera de pintar era desconocida en el siglo xvm, tan correcto y pulcro. Pero es que Goya no sólo conoce la realidad: conoce, como Gracián, lo que se oculta detrás de la realidad. Entre las pinturas negras y los dibujos ca­prichosos de Goya y las visiones gracianescas hay un parentesco íntimo. Los dos saben que el mundo es algo más que la apa­riencia. Y fue una lástima que Goya no conociese e ilustrase el Criticón. En otra parte he señalado las relaciones que existen entre ciertas descripciones de Gracián y los caprichos goyescos.

En tales obras estamos bien cerca de la visión caprichosa de un mundo. El mundo es in-mundo, para Gracián y para Goya. De ahí deriva precisamente el ansia de advertir. "Arme­mos una milicia contra la malicia'1, dice Gracián. Demos nor­mas, enseñemos a navegar por estas aguas con un discreto, un héroe, un político o un Critilo. Mostremos cómo son los demás,

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viene a decir el genial Goya. No disfracemos la realidad, embe­lleciéndola. Esto es engañoso y poco ejemplar. No podemos mentir. ¡Qué distancia más enorme hay entre esta manera "de ver la realidad y la andaluza o gallega por ejemplo!

Pero no se crea que por faltar la potencia imaginativa, el aragonés es incapaz de acudir a otros resortes. Acudirá al in­genio. Lo ingenioso se opondrá a lo ornamental. El hombre que carece de ingenio no sirve para deambular por el mundo, según Gradan. Ser hombre agudo, tener agudeza de ingenio es cua­lidad inherente a muchísimos aragoneses. Por eso no es extraño que fuese un aragonés quien dictó en Roma la mejor lección de ingenio que conoce la antigüedad clásica, y que otro haya sido capaz de escribir todo un análisis de las distintas formas de la agudeza. El ingenio de Marcial, como el de Gracián, nada tiene que envidiar al de los mejores escritores de todos los tiempos. El genio y el ingenio "son los dos ejes del lucimiento discreto"; la naturaleza los alterna y el arte los realza. "Gran suerte es topar con hombres de su genio y de su ingenio; arte es saberlos buscar; conservarlos, mayor; fruición es el conversable rato y felicidad la discreta comunicación, especialmente cuando el ge­nio es singular o por excelente o por extravagante; que es infi­nita su latitud, aun entre los dos términos de su bondad o su malicia, la sublimidad o la vulgaridad, lo recuerdo o lo capri­choso; unos comunes, otros singulares". Por eso el ingenio bus­ca siempre el señorío en el decir y en el hacer. "El que entra con señorío, ya en la conversación, ya en el razonamiento, hácese mucho lugar y gana de antemano el respeto, pero el que llega con temor, él mismo se condena de desconfiado y se confiesa vencido".

Desprecio por lo vulgar

Y para concluir, señalaré otra de las notas características de la literatura aragonesa. Su desprecio por lo vulgar, la ausencia de lo popular. Ya vimos cómo Pedro Manuel Ximénez de Urrea era enemigo de la imprenta. No quería andar por bodegones y cocinas. Bartolomé Leonardo escribió cierta vez un soneto, que según ciertos manuscritos, está dirigido contra Lope. La cen-

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sura va enderezada a aquel halago de lo popular, que caracteriza tanto el genio del Fénix:

Mi voto es, Codro, que a la plebe adules, pues no tiene más sal lo que nos dices que la que echa tu voz por las narices, sobre esas lanas pálidas y azules;

y que, a tu modo, oyentes acumules, de los que, por soeces e infelices, alquilan por vil precio las cervices -para mudar bufetes y baúles.

Este es el fuero que la vida guarda: pasan todas las cosas a la muerte por sus declinaciones y vejeces.

Y tú ¿habrás visto algún caballo fuerte, acostumbrado a plumas y jaeces llevar los desamores de la albarda?

Esta falta de apoyo en lo popular es lo que explica la ausen­cia de romances y letrillas en las poesías de los dos Argensola. Son raros los poetas aragoneses que apoyan su lírica en esas dos manifestaciones. Incluso la lírica popular aragonesa apa­rece algo tardíamente. Yo no creo en la antigüedad de la jota. Pero dejando aparte esto, recordemos de qué modo Gracián es un escritor para minorías. Nada quiere saber de manifestaciones de tipo popular. Siente un gran desprecio por el vulgo. Hasta los refranes le parecen creaciones falsas. "Ya en estos tiempos, los refranes mienten o los desmienten". De ahí ese proceso de invertir los términos. No se puede decir que más sabe el necio en su casa que el sabio en la ajena. El necio es necio en todas partes y el sabio es sabio hasta en casa ajena. Para Gracián son tontos todos los que lo parecen, pero también la mitad de los que no lo parecen.

Toda la raíz estética de Gracián deriva precisamente de ese horror a ser entendido por todos. Ahí es donde hay que buscar sus más escondidas raíces. Si Bartolomé Leonardo no quiere ir a los toros: "Yo no concurriré por mi exquisita austeridad", Gracián alambicará su prosa para no ser entendido por todos. "La verdad, cuanto más dificultosa, es más agradable... aun en

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el darse a entender se ha de huir de la llaneza". "Quien dice misterio dice preñez, verdad escondida y recóndita, y toda no­ticia que cuesta es más estimada y gustosa". No busca Gracián, dice M. Pidal, las palabras exquisitas como los culteranos; no atiende a la superficie brillante de las mismas, sino a su signi­ficación. Si Gracián propugna un arte difícil, si cree que "será celebrado cuando no fuere entendido", se debe a su ansia de huir de lo vulgar. No ser vulgar, dirá una vez. Del mismo modo que Goya es un pintor caprichoso a ratos. Lo difícil no quiere decir oscuridad ni incomprensión.

(12-X-1946)

El más viejo poema en loor de Zaragoza

A Luis Horno, tan zaragozano

DENTRO de los géneros poéticos, hay uno sumamente curioso que ha llegado hasta hoy: el del elogio o encomio de una

ciudad; aunque no abunden mucho los textos castellanos an­teriores al siglo xvii. Sabemos por el admirable libro de la Poe­sía juglaresca y juglares, de Menéndez Pidal, cómo muchas ciudades pagaban bastante bien a los juglares por componer y cantar su propio elogio, lo mismo en España, que en Italia y Francia. En los siglos xv y xvi los humanistas recogieron esta corriente y escribieron abundantes Carmenes o Encomios en hexámetros latinos, ensalzando Lisboa, Lovaina o París.

Los más viejos poemas de este tipo en castellano son los del célebre Villasandino en loor de Sevilla; cuatro cantigas que se incluyen en el famoso Cancionero de Baena, del siglo xv, compuestas por encargo del Cabildo para ser cantadas en la Navidad, por las que cobró la respetable cantidad de cien do­blas. Villasandino cumplía así con un papel juglaresco, y no humanista, precisamente, aunque sus poemas reflejan una téc­nica (que ya había aparecido en algunos arábigo-andaluces) del

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loor o encomio, con las alusiones al sitio, ríos, riquezas, com­paración con otras ciudades, sus damas y galanes, mercaderes, lo religioso, etc., etc.

El poema que publicamos ahora figura en el manuscrito 7075 de la Biblioteca Nacional de Madrid, copiado en la pri­mera mitad del siglo xvi, aunque nuestro poema debe ser an­terior. Obedece a la misma técnica que los de Villasandino, y no es difícil encontrar alguna concordancia. Por ejemplo, el texto zaragozano alude a Barcelona, Valencia,y Sevilla:

que a tu ser, lustre y corona nunca llegó Barcelona, ni podrá llegar Valencia.

Pues Castilla, aunque alabe a su Sevilla de gentil, noble y exempta [...]

Al paso que en una cantiga de Villasandino se puede leer:

Barcelona nin Valencia non son en vuestra egualança [...]

Sevilla, gentil, extraña do toda limpieza mora [...]

El hecho de que nuestro aragonés diga que los castellanos alaban a su Sevilla de gentil es demasiada coincidencia con el verso de Villas andino.

Aunque el poema no es extraordinario, sí, en cambio, es sumamente curioso y una rara muestra de ese tipo de compo­sición que perdurará hasta hoy. (Recuérdense los conocidos poe­mas de Unamuno o Maragall o el título de un libro de Romero Murube, Sevilla en los labios.) Tiene, es verdad, más valor his­tórico que literario, pero también es cierto que es el primer poema —y único— en elogio de Zaragoza. Tardará muchos años en escribirse algún poema barroco, donde se describa el Paseo del Ebro, por ejemplo, o la Cartuja de Aula Dei, con tanto gusto gongorino, y tampoco guardará las reglas de un género, como las de este anónimo zaragozano, que probable­mente cobró algunas doblas del Ayuntamiento.

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ÇARAGOÇA

iDios te salve, gran ciudad. Çaragoça de Aragón, refugio de libertad, exemplo de caridad, madre de toda nación.

De contento digo que tu fundamiento fue de gracia más que estrania; pues no se sabe, ni siento, ciudad de tan buen asiento en todo el cerco de España.

Quien te viere, y algún tiempo en ti estuviere, que note tus magestades, si hombre avisado fuere, te llamará donde quiere la reina de las ciudades.

Abastada te tienen y rodeada cuatro ríos; éstos son uno La Güerva llamada, y tres de agua senialada, Ebro, Gallego, Xalón.

De los cuales son tus provisiones tales y tantas, que como en carta se prueba por los anales de ciudades principales ser Çaragoça la harta.

¿Quién podría coger en su fantasía las bellezas y mejoras conque hi [aquí] de cada día por cualquiere plaça y vía te ensorbebeçes y doras?

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José Manuel Blecua

Tu aposiento es de grande cumplimiento, hecho como de marfil, que coge gente sin cuento, aunque entren de ciento en ciento y vengan de mil en mil.

Tus haberes multiplican mercaderes que por mil partes derramas. Eres un mar de plazeres, ¡bella huerta de mugeres y un lindo jardín de damas.

Tu poder, quien lo quisiere saber, para haberlo de notar, en las casas lo ha de ver, en las calles comprender y en iglesias contemplar.

Y habitada de mucha gente preciada, de ciudadanos servida, de galanes frecuentada, de caballeros honrada, de perlados favorida.

Tú, señora, libre, exempta, regidora, por privilegio y por ley; tú, juez superiora, de agravios castigadora por summa gracia del Rey.

Tu senado es de grande honra y ditado, preeminencia y dignidad, debaxo cuyo mandado se ordena y rige tu estado con mucha paz y igualdad.

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Temas aragoneses

El león, que por armas y blasón traes en tu regimiento, da a entender la estimación que se debe en Aragón a tu gran merescimiento.

Eres fuente adonde copia de gente mana de diversas partes, do viven honradamente, segura, alegre y plaziente con sus oficios y artes.

'No hay persona, si acaso de ti razona, que no sea su sentencia que a tu ser, lustre y corona nunca llegó Barcelona, ni podrá llegar Valencia.

Pues Castilla, aunque alabe a su Sevilla de gentil, noble y exempta, no se moverá ranzilla de cosa que dé manzilla a Çaragoça, ni afrenta.

Mas dexadas las cosas acá estimadas y sumas de tus lindezas, de cosas santificadas y entre cristianos notadas celebremos las grandezas.

Singular, y entre las otras sin par, tienes un bien y memoria: y es la imagen y el Pilar que en ti quiso colocar aquella reina de Gloria.

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José Manuel Blecûa

Otro don de muy grande devoción tienes, que no se deziïlo: y es la casa de oración, milagro y revelación de la imagen del Portillo.

Sin segundo, gozas de otro bien profundo, que fuera Roma la santa, oso dezir, digo y fundo: que no hay ciudad en el mundo de tanto santo ni santa.

¿Qué orador, cuál poeta, historiador, podría dezir por obra de cada cosa el loor equivalente al valor de lo mucho que te sobra?

¡Cuan real, cuan notable y especial y a cuánta tierra se espacia la limosna general dése tu sancto Hospital de Sancta Aviaria de Gracia!

Caridad, limosna y humanidad, ¿hallarse han otras tales, como las que esta ciudad con los niños sin edad ha hecho en sus hospitales?

Pues digamos, si por iglesias andamos, ¿a dónde las hallaremos que más oficios veamos, ni tantas misas oyamos, ni tales coros notemos?

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¡Qué edificios, qué dignidades y oficios, qué rentas y ministerios, qué raciones, beneficios, qué reverendos servicios de iglesias y monesterios!

No se crea, por quien quiera que esto leya, nec et fidem huic vel isti, mas porque informado sea cada cual por sí lo vea el día de Corpus Christi.

(En verdad, hablando sin vanidad, y con todo orden y tino: que yo no siento ciudad do con más autoridad se afine el culto divino.

Yo me afano en asentar de mi mano, Çaragoça, tus aseos, y veo que todo es vano, pues, en fin, en campo llano me quedo con mis deseos.

Y bien mirando, no sé de mí cómo ando, por ende quiero parar, pues de tus cosas tratando, dixera mejor callando que no diziendo callar.

A lo menos, pues me he criado en tus senos, si en otra cosa no vales, digo que eres bien de buenos, amparo de los ajenos y lustre de naturales. (12-X-1972)

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Fiestas en la Aljafería y entremeses

Los orígenes de nuestro teatro profano son sumamente va­gos, al revés de lo que sucede en Francia. Los eruditos

discuten aún qué pueden ser aquellos famosos "juegos de es­carnio" de las Partidas, tan citados en los textos escolares, y tan poco claros. Evidentemente se trata de algo profano, puesto que se autoriza a representar a los clérigos la "nascencia del Nuestro Señor Jesu Christo... cómo los Tres Reyes Magos lo vinieron a adorar. E de su ¡Resurrección, que muestra que fue crucificado e resucitado al tercer día". El texto, por lo que se refiere al teatro de tipo litúrgico, paralelo al de toda Europa, es sumamente preciso, aunque los testimonios de obras litera­rias en lengua vulgar son escasísimos, como saben todos los ba­chilleres. Pero tampoco poseemos ni el más leve fragmento de teatro profano anterior al de Juan del Encina, a fines del si­glo xv, teatro vinculado muchas veces a las fiestas de la Casa de Alba, a imitación de lo que pasaba en Italia. Por eso alguna pieza fue representada en Roma en casa del cardenal Arbórea.

Las relaciones del teatro profano con fiestas palatinas y fes­tejos populares es, en cambio, algo perfectamente conocido desde que Milá y Fontanals, el gran erudito catalán, desempolvó viejas referencias de las crónicas medievales y dio hasta con el origen de la palabra entremés, cuya vinculación a lo culinario y teatral sigue viva hasta hoy. Con motivo de las coronaciones de algunos reyes se organizaron festejos populares con cabal­gatas, en las que figuraban danzantes, músicos y carrozas con ciertas figuras grotescas. (Nótese aún el uso de la cabalgata en todas partes con motivo de regocijo popular). Pero en los ban­quetes también se organizaba algo que iba a tener posterior­mente mucha influencia: los llamados entremets o entremeses, que comenzaron por ser, evidentemente, sorpresas de tipo cu­linario, como en el que tuvo lugar con motivo de la coronación de la reina doña Sibila por Pedro IV en 1381, donde por pri­mera vez se cita la palabra. En otro banquete real, también za­ragozano, de 1389, apareció un "castillo" con cuatro torres,

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castillo que volvió a repetirse en 1414. Poco a poco, era lógico, las complicaciones fueron aumentando, apareciendo las famo­sas "rocas", sobre carretones, figurando diversos asuntos, in­cluso con la aparición de la muerte. Precisamente Blancas, nues­tro fino cronista del siglo xvn, en su libro de las Coronaciones de los serenísimos reyes de Aragón nos describe con minuciosi­dad el banquete de la coronación del rey don Martín I, que tuvo lugar en la Aljafería, con una serie de elementos típica­mente teatrales y de gran espectáculo, como las máquinas que representaban un águila, una gran serpiente que arrojaba gran­des llamas por la boca, una gran "roca o peña hecha al natural; y en lo alto de ella había una figura de una leona parda muy grande, que tenía una grande abertura, como de herida, en la espalda izquierda", por la que apareció un niño que alegró a todos con sus cantos, según Blancas. Hubo también danzas y juegos de caballeros. La aparición de la Muerte la figuraba "un hombre vestido de baldrejos amarillos, justos el cuerpo, que parecía su cuerpo e su cabeza una calavera en un cuero de bal-dres, toda descarnada, sin narices y sin ojos, que parescía muy fea e muy espantosa, e con las manos faciendo semejanzas... que llamaban a unos y a otros".

Esta fiesta se repitió más tarde, con una anécdota deliciosa que también cuenta Blancas. Parece ser que el rey tenía un "al-bardán" o bufón llamado Mosén Borra, muy gracioso, "que no decía mal de ninguno" y además era hombre culto y "buen gramático", pero muy chico de cuerpo y medroso. Como estu­viese en la sala donde comía la reina, "cuando vino la Muerte en la nube, segund que fizo al rey, mostraba gran espanto en la ver e dava grande voces a la Muerte que no viniese". Pero al duque de Gandía se le ocurrió la maquiavélica idea de de­cirle al rey que estaba mirando comer a la reina desde una ven­tana, que cuando la Muerte descendiese y él "diese" voces... que mandase a la Muerte que le echase una "soga" para su­birlo con ella. Hiciéronlo así, de manera que cuando la Muerte descendió sobre la mesa, "ataron al dicho Borra e la Muerte lo guindó hacia arriba. Aquí veríades maravillas de las cosas que Mosén Borra facía e del llorar e del gran miedo que le tomaba. E subiendo, fizo sus aguas en sus paños, que corrió

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en las cabezas a los que de yuso (abajo) eran. Que bien tenía que lo llevaban al infierno; e el señor rey miraba, e hubo gran placer él "diese voces... que mandase Borra fue en poder de la Muerte a los cielos".

La anécdota, como se ve, es una pura delicia; pero también demuestra un artificio típicamente teatral, que se verá usar más de una vez en el teatro del siglo xvn, con efectos no tan rea­listas, precisamente. El uso de una maquinaria parecida en el teatro sacro es bien conocida desde la Edad Media.

Un poco más tarde, en los festejos con que Valencia honró a Fernando I (1415) se dispuso la construcción de cuatro "en­tremeses" nuevos, sobre los cuales cantaron y danzaron. En la coronación del mismo rey, en Zaragoza, en el mismo año, tam­bién aparecieron entremeses, entre ellos "un castillo de madera, en cuyo torreón central había un niño con atributos reales, re­presentando al monarca". Este torreón central era giratorio e iban en él cuatro doncellas, que figuraban la Justicia, la Ver­dad, la Paz y la Misericordia.

De la Corona de Aragón pasó este divertimiento a Castilla, y la Crónica y de don Alvaro de Luna, nos cuenta cómo el cé­lebre privado "fue muy inventivo e mucho dado a fallar inven­ciones, e sacar entremeses en fiestas". He aquí, pues, el origen de la palabra y su clara vinculación a los banquetes y a fiestas palatinas y populares. Pero ninguna referencia castellana o ara­gonesa tiene la gracia de la anécdota de Mosén Borra.

(12-X-1967)

El primer dramaturgo aragonés

LA erudición literaria española debe a Eugenio Asensio Barbe­ría, catedrático del Instituto Español de Lisboa, hallazgos

apasionantes y estudios llenos de la mejor sagacidad interpreta­tiva. Por llevar muchos años en el extranjero y por vocación, guardan pocos secretos para él las más grandes bibliotecas

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europeas. Eugenio Asensio -es sin disputa el español de su ge­neración que ha visto más libros raros y preciosos. A su condi­ción de gran erudito une su pasión de bibliógrafo, lo cual le ha permitido reunir también una hermosa biblioteca de literatura española. A él debemos los aragoneses uno de los descubri­mientos más interesantes que se han hecho en el campo de nues­tra literatura: el descubrimiento del primer dramaturgo arago­nés. Prioridad que ha recaído en un nombre bien conocido de los eruditos y buenos lectores de poesía: Pedro Manuel Ximénez de Urrea, de vieja solera aragonesa, hijo del Conde de Aranda.

Pedro Manuel, hijo segundo de Lope Ximénez, también con aficiones literarias, nació en 1486. Casó con doña María de Sesé, hija del camarero mayor del Rey Católico, a la que pro­fesó un amor entrañable, a juzgar por algunos poemas que le dedicó, donde demuestra que la auténtica poesía no está reñida con la exaltación de la mujer propia, como también le ocurrió a un Lope de Vega, que tanto supo de amores. Quizá sea ésta una de las notas que singularizan su obra dentro del convencio­nalismo de los Cancioneros de fines del siglo xv. Así, por ejem­plo, dice una vez:

A vos, señora me allego, que me sois mil corazones, que aunque tenga mil pasiones se me vuelven en sosiego.

Y en otro poema, motivado por una ausencia de su casa, escribe estos versillos tan llenos de auténtica gracia poética:

La boca con que os hablé, oídos con que os oí, todo muerto lo tendré: la boca con que os besé más los ojos con que os vi.

(Aunque, como Lope y otros poetas, su fidelidad matrimo­nial se rompiese más de una vez. Por lo menos nos quedan tes­timonios poéticos de su pasión por una doña Leonor, a 'la que dedicó más de un verso arrebatado.)

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Pedro Manuel debió de intervenir en la guerra de 'Navarra de 1512 y actuó con ímpetu en las luchas banderizas que duran­te 1510-13 sostuvieron los Aragón y los Urrea por cuestión de los regadíos. Parece que murió hacia 1529, según conjeturas de Martín Villar, después de haber hecho una peregrinación a Tierra Santa, fruto de la cual fue un libro recogido tan celosa­mente por la Inquisición que los investigadores mejores no han logrado ver aún.

En realidad, Pedro Manuel Ximénez de Urrea ostentaba ya la prioridad dramática en Aragón. En el "Cancionero", im­preso en Logroño en 1513, aparece por vez primera en las le­tras españolas una adaptación teatral, en forma de égloga, del primer acto de "La Celestina", pero ahora, gracias a la dili­gencia de Eugenio Asensio, conocemoss nada menos que cinco nuevas piezas dramáticas, lo que le sitúa en un lugar ventajoso entre los primeros seguidores de Juan del Encina.

Las cinco nuevas églogas dramáticas se encuentran en una segunda edición del raro "Cancionero" publicado en Logroño. Esta segunda edición apareció en Toledo en 1516, y era com­pletamente desconocida para los estudiosos, hasta el punto de que un Menéndez Pidal confesaba: "A personas entendidas en libros he oído decir que existe otra edición antigua de este "Cancionero"; pero yo nunca he visto más que éste (el de 1513), que es por cierto de grande rareza". El único ejemplar conocido perteneció a la reina Catalina, hermana de Carlos V, casada con Juan XII de Portugal, y hoy para en la Biblioteca Nacional de Lisboa. Eugenio Asensio no reimprime en su preciosa edi­ción de bibliófilos todo el "Cancionero", sino sólo aquella parte lírica que encierra algún interés y las cinco églogas. La edición impecable, elegante y cuidada, lleva un estudio preliminar del sabio profesor, donde analiza con su penetración y saber habi­tuales, la vida y la obra de nuestro poeta, deteniéndose más, como es lógico, en los nuevos descubrimientos dramáticos.

Los nuevos poemitas líricos poco añaden a los que ya habían aparecido en la edición de 1513, Pertenecen al mismo género, a ratos convencional y a ratos auténtico, que invade los can­cioneros de fines del siglo xv. Sin embargo, algún nuevo ro-

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manee comienza con una nota de tan profunda emoción lírica como el siguiente:

¡¿A dónde vas, corazón, del pensamiento guiado? ¿Para qué pones por guía al que está desanimado?

O el villancico que comienza:

No me consiente el amor llorar, hablar ni pensar, porque todo es descansar.

De las cinco églogas, cuatro son de asunto profano y una religiosa. Pertenecen, incluso por el lenguaje usado, al género pastoril que tanto éxito logró en Juan del Encina. Ximénez de Urrea es un seguidor fiel del salmantino, aunque su calidad dramática dista mucho de la de su maestro. Lo curioso es, como anota Eugenio Asensio, que Ximénez de Urrea, tan conocedor de la cultura italiana, cuya familia, además, había obtenido el virreinato de Ñapóles, se mostrase tan poco propicio a seguir la moda de un teatro renacentista a la italiana. 'Por eso termina el actual editor con estas palabras: "El discipulazgo de Urrea, cuya familia iba y venía de la Italia del Renacimiento (¿habrá él estado en Italia en su juventud?), muestra que la expansión imperial pesaba mucho menos que la tradición nacional. Ara­gón, en él personificado, se tapaba las orejas ante las sirenas de Parténopa y ponía el oído atento al delgado canto pastoril que llegaba de la meseta y la corte castellana". Con lo cual Ximénez de Urrea sigue una tradición dentro de lo aragonés, ya que otros poetas, que también estuvieron en Italia, tampoco se sintieron atraídos por aquellas fórmulas poéticas, como le pasó al grupo de Estúñiga y más tarde a los dos Argensola.

(26-X-1951)

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Un poeta ante la imprenta

LÏEDRO Manuel Ximénez de Urrea pertenecía a noble fami--*- lia aragonesa y de tradición literaria, ya que su padre, el primer Conde de Aranda, había cultivado también las musas. Nuestro poeta debió de nacer hacia 1486 y falleció por los años de 1528 a 1530. Sus obras poéticas se reúnen en un pre­cioso Cancionero, impreso en Logroño en 1513.

Fue Ximénez de Urrea poeta de singular modestia, a juzgar por el prólogo que lleva su Cancionero, dedicado a su madre, doña Catalina de Ixar y Gurrea. Este prólogo, lleno de interés para el estudio de la cultura aragonesa de su tiempo, es al mis­mo tiempo una de las manifestaciones más bellas del género: "Lo que yo hasta aquí he hecho no ha sido otra cosa que una esperanza de ser algo... Bien conozco yo, a mi manera, no ser conforme el trovar tanto en cantidad, sino en calidad, porque yo necesidad no tengo de hacerme nombrar por muchas co­plas. .. Esto del trovar a los hombres de naturaleza les viene."

Esas líneas citadas, aun dentro de su parquedad, permiten vislumbrar un tipo humano lleno de interés. La frase primera ("Lo que yo hasta aquí he hecho no ha sido otra cosa que una esperanza de ser algo") es delicadísima y está llena de profundo encanto. Encanto bien perceptible en algunos poemitas de su Cancionero, especialmente en los villancicos y cancioncillas, como en el que principia:

MÍ mal y vuestra hermosura quien los quisiera contar morirá sin acabar.

O en aquel delicioso elogio de la muchacha zaragozana:

Tus beidades me cautivan, que te veo muy lozana hermosa zaragozana.

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Con gran placer y alegría tu grande gracia retoza, pues en toda Zaragoza no hay tu par en lozanía. Eres linda en demasía: ninguna zaragozana no puede ser más lozana.

Pedro Manuel Ximénez de Urrea cultivó la poesía alegó­rica, la sentenciosa y la cancioneril de su tiempo. No faltan en su obra algunos poemas burlescos, como los graciosos dispara-tes, que tienen algo de caprichoso y surrealista:

Dos viudas con quince hijas vi venir entre lentejas, degollando lagartej as en sombreros de vidijas, y un gran montón de clavijas, tetando con un cabrito, dieron un tan grande grito, que fueron con las sortijas a caza de solondrijas.

Estos poemas de disparates no salvarían su nombre del ol­vido, como tampoco los alegóricos o los sacros, pero en muy pocos poetas de su tiempo se podrían encontrar la rara deli­cadeza y los acentos de humana poesía que observamos en otros, en los que dedica a su mujer. Poesía recoleta que no quería dar a la estampa. Fue su madre quien le convenció de ello. Pe­dro Manuel se oponía a causa del desastre que le ocurrió con "una obrilla" que dio a la imprenta: "la obra no tiene tantas letras, cuantas yo veces me he arrepentido". La carta que figura al frente del Cancionero es uno de los testimonios más nítidos de la reacción experimentada por un poeta procer ante la in­vención de la imprenta. Dícele Pedro Manuel a su madre que guarde su obra, sin publicarla "para que después de yo muerto puedan ver que he vivido, mostrando entonces estas mis obras al que quisiere mostrar, y no agora yo con mis propias manos." Y termina con estas interrogaciones tan finas y certeras: "¿Cómo pensaré yo que mi trabajo está bien empleado, viendo que por

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la emprenta ande yo en bodegones y cocinas, y en poder de rapaces que me juzguen maldicientes, y que cuantos lo quisieren saber lo sepan y que venga yo a ser vendido? Parezca a vuestra señoría mejor el que me quisiere ver no pueda, porque lo que es bueno, pocos lo saben, y aquello vale más que es más difi­cultoso de haber, y aquello es menos tenido que más a menudo es visitado." 'Palabras en las que late un angustioso deseo de permanecer ignorado para la mayoría. Al noble Ximénez de Urrea le parecía escandaloso que se llegase a vender su obra. Tardará bastantes años en aparecer el escritor que vive de su trabajo. Recordemos, por ejemplo, que ni Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora o los dos Argensola publican sus obras.

(29-XI4947)

Un poeta aragonés del siglo XVI: Diego de Fuentes

LA poesía aragonesa del siglo xvi, que había comenzado con tanta brillantez Pedro Manuel Ximénez de Urrea, es su­

mamente escasa y no demasiado valiosa. No son poetas extra­ordinarios precisamente Jerónimo de Urrea, ni fray Jaime To­rres, por ejemplo, cuyas obras son, por otra parte, muy raras. Hay que llegar a la generación de 1560, la de Góngora y Lope, para encontrar poetas como los Argensola o los seguidores de Góngora, no tan escasos como se creyó.

A esta avaricia de poetas renacentistas quiero hoy añadir el nombre de Diego de Fuentes, cuyas Obras poéticas aparecieron en Zaragoza en 1533, impresas por Agustín Millán y dedicadas a don Martín de Torrellas, señor de la baronía de Antillón. És uno de los libros más raros de la poesía española y no conozco más ejemplar que el que posee la biblioteca de la Hispanic So­ciety de Nueva York, que antes fue del marqués de Jerez, quien lo describió en el Homenaje a Menéndez Pelayo (Madrid, 1899).

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No escapó tampoco a la diligencia de Gallardo ni a la de Juan M. Sánchez, pero no creo que haya tenido muchos lectores, y menos aragoneses.

Que Diego de Fuentes era aragonés y vivía en Zaragoza nos lo dicen el conocido alférez Francisco de Segura y Jaime Dolz en sendos sonetos. El primero escribe:

¡Dejado han ya las nueve su aposento; al caudaloso Ibero se han mudado, pareciéndoles ser mejor asiento.

De muy diverso gusto lo han hallado después que el claro Fuentes, según asiento, con sus corrientes aguas se ha mezclado.

Aparte de que el propio Diego de Fuentes nos va a dejar un testimonio muy interesante de su zaragocismo en cierto poema sobre las jóvenes bellezas locales de su tiempo, del que hablaré más adelante.

La poesía de Diego de Fuentes sigue las corrientes poéticas de su época, aunque los versos a la manera italiana son harto premiosos y más de un endecasílabo es de un prosaísmo irre­sistible. En cambio, sus octosílabos glosando cancioncillas bien conocidas, a pesar de la clara influencia de Juan del Encina o de un Boscán, son ágiles y en más de un caso da muestras de habilidad poética. Así sucede cuando glosa coplas ajenas tan conocidas como ésta:

De piedra puedo decir que son nuestros corazones: el mío en sufrir pasiones, el vuestro en no las sentir.

o alguna propia, tan encantadora y con tan buenas raíces po­pulares como la siguiente:

Dejadme ya, pensamientos, un poquito descansar, pues que ya tiene el pesar tomados mis aposentos.

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Siguiendo la corriente romanceril de la época, Diego de Fuentes publica varios romances, alguno del tipo de los ro­mances viejos, como el que principia "Por los campos de Xe-rez / vi venir un renegado", otro "contrahecho al de Cuál será aquel caballero", donde se queja de los desmanes de cierta dama a la que llama Marlisea; en cambio, otros se refieren a temas clásicos ("del nacimiento de Rómulo y Remo" o "del nacimiento y muerte de Aquiles"). Y como sucede con otros romanceristas de la época, mezcla la rima asonante en los ver­sos pares con la aconsonantada.

La segunda parte de las Obras contiene sonetos, octavos, tercetos y sextinas. Casi todos son poemas amorosos a la ma­nera petrarquista, pero los endecasílabos no se le muestran muy dóciles y son en su mayor parte ásperos y desabridos. Bajo el nombre poético de Orsino, de nuevo se lamenta de los des­denes de Marsilea, especialmente en una extensa égloga con la particularidad de incrustar cancioncillas en octosílabos para la expresión sentimental, como en las novelas pastoriles. Una ele­gía a la muerte de doña Isabel de Aragón, condesa de Aranda, no es muy afortunada, como tampoco lo es la canción satírica contra un mal poeta contrahaciendo la famosa canción V de Garcilaso, sátira muy pocas veces citada.

Lo más interesante, ya que constituye un raro documento para la historia social de Zaragoza, es un extenso poema por el que desfilan las más conocidas jóvenes en una especie de juicio para ser castigadas por sus desdenes amorosos. En realidad, se trata de versificar una fiesta en que las damas juegan con "in­venciones" a la manera del siglo xv. Diego de Fuentes describe el peinado, los trajes, los emblemas que llevan Ana de Aragón, Jerónima de Heredia, María de Pomar, Isabel de Embún, Ca­talina Cerdán y un largo etcétera. Así, por ejemplo, describe la entrada de doña Ana de Aragón, hermana de la condesa de Aranda:

De muy gran hermosura y ser dotada, traía esta señora en su cabeza de oro un escofión, todo sembrado de perlas y muy rica pedrería, con una ropa luenga de morado

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toda de abrojos llena, y en la mano, un aspe al natural, brava serpiente, con un letrero el cual ansí decía:

"No hay andar sino por ellos, pues de mí lo que se espera es cual lo que desta fiera".

Diego de Fuentes es también autor de una breve biografía de Ausías March, que figura en las ediciones que hizo Jorge de Montemayor en 1562 y 1579, y de otra obra titulada La conquista de Africa, impresa como adición a la Historia del marqués de Pescara, de Pedro Vallés (Amberes, 1570), aunque Latassa cita una rarísima impresa en Zaragoza en 1562 por Agustín Millán. Pero la prosa de Diego de Fuentes está toda­vía bien enclavada en la del siglo xv, incluso con arcaísmos extraños. En el "Exordio a ios lectores" de sus Obras poéticas puede encontrarse alguna frase de este tipo: "Ça te certifico, como si cual pintado te tengo fueres...", lo que es escribir de un modo extrañísimo el castellano de 1560.

Aunque Diego de Fuentes no es precisamente Garcilaso ni Gregorio Silvestre, bien merece su buena voluntad poética un recuerdo afectuoso, ya que, como he dicho, la poesía arago­nesa en el Renacimiento es un desierto casi absoluto.

(12-X-1977)

Una traducción inglesa del "Oráculo", de Gracián

COMO es sabido, el Oráculo, de Gracián, ha tenido una for­tuna considerable en las letras europeas y ha ejercido tam­

bién bastante influencia. De los libros didácticos españoles, sólo el Relox de Principes, de Guevara, le supera en el número de traducciones, pero la boga de Guevara no pasa más allá del siglo xvii, mientras que el Oráculo, de Gracián, goza siempre

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de un gran prestigio, debido a su contenido, de una actualidad permanente, puesto que aspira a ser un "arte de prudencia", como reza la última parte del título. Y el ser prudentes tendrá siempre actualidad.

Pero lo que más me maravilla de esta afición es el hecho de que el traductor tiene que vencer dificultades increíbles para trasvasar con un poco de rigor y otro tanto de elegancia las si­bilinas sentencias de Gracián, ya que nuestro gran prosista no ama precisamente la claridad de expresión. Todos sabemos muy bien que Gracián postula y practica una estética basada en la intensión y no en la extensión de la frase: "¡Las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir", escribe una vez. La máxima 27 del Oráculo manual y arte de prudencia es todo un tratado de ética y de estética, cuyo título dice así: "Pa­garse más de intensiones que de extensiones", y donde se puede leer esto: "No consiste la perfección en la cantidad, sino en la calidad... La extensión sola nunca pudo exceder de medianía... La intensión da eminencia". Y como el estilo es el hombre, Gracián llevó tan lejos este postulado, que hasta el mismo ta­maño de sus libros en las primeras ediciones es casi el más pe­queño que podía encontrar. Gracián creía en la frase "quinta­esencias y no fárragos", pero también en el formato de los li­bros. Traducir, pues, el Oráculo con su estilo intenso, expri­mido y archiconciso, es una empresa erizada de peligros, ya que hasta para los mismos españoles la lectura de esas sentencias no es nada fácil. Ni siquiera contamos hoy con una edición crí­tica, rigurosa y abundante en notas.

Por eso me admira tanto el esfuerzo realizado por L. B. Walton, catedrático de literatura española en la Universidad de Edimburgo, que acaba de publicar en Inglaterra una preciosa traducción del Oráculo, colocando enfrente el texto español co­rrespondiente. Walton ha tenido que luchar a cuerpo limpio con palabras y giros cuya dificultad es casi insuperable. Ha tenido que buscar correspondencias a voces que muchas veces son regionales o poco frecuentes, engarzadas en una sintaxis elíptica, esquinada y con abundantes zeugmas. ¿Cómo traducir, por ejemplo, la frase "No ser libro verde" creada por Gracián recordando el famoso libelo contra la nobleza aragonesa? ¿Cómo

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verter al inglés, con su misma concisión, "Hacer, y hacer pare­cer"? Como es lógico, Walton se ha visto obligado a añadir bastantes notas al final de su libro y a desarrollar en su traduc­ción esas "intensiones" gracianescas, ya que en inglés es casi imposible construir frases tan preñadas y elípticas, aunque más de una vez se aproxima bastante al original, como en la tan conocida máxima: "Lo bueno, si breve, dos veces bueno", cuya concisión se mantiene casi del todo; "Good things, if brief, are doubly good". En cambio, otras veces, y es lo más frecuen­te, la elipsis gracianesca es casi explicada, como se puede com­probar con la segunda parte de esa misma sentencia, donde para traducir dos palabras españolas usa seis inglesas: "Y aun lo malo, si poco, no tan malo": "And even evil, where there is little of it, is not so bad".

Walton sale casi siempre airoso del empeño, porque conoce muy bien la literatura española. (Le debemos también un buen estudio sobre Galdós y la novela del siglo xix y diversas edicio­nes anotadas de textos españoles). Al frente de su traducción, figura un extenso prólogo sobre Gracián y su obra, de tipo in­formativo, en el que parece que deliberadamente se ha sosla­yado la palabra "Barroco", tan traída y llevada en los últimos treinta años al hablar del culteranismo y del conceptismo. Una nota bibliográfica cierra el prólogo, pero nos causa extrañeza la ausencia de algún ilustre gracianista, como Romera Navarro, por ejemplo, a quien debemos la mejor edición del Criticón y notables estudios sueltos.

(26-IM953)

Una gran edición del "Oráculo manual"

EN toda la literatura española hay pocos escritores tan difíciles como nuestro Gracián, pero ningún texto supera, a su vez,

las dificultades de su célebre Oráculo manual y arte de la pru­dencia, obra cuya influencia en las letras europeas ha sido con-

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siderable. De ahí que Miguel Romera Navarro —hoy catedrá­tico de la Universidad de Texas— haya empleado casi toda su vida en preparar sus preciosas y valiosísimas ediciones del Criticón y del Oráculo^. Gracias a su extraordinaria pasión y a su no menos extraordinario saber, dos de las más grandes crea­ciones españolas pueden ser leídas y entendidas por todos. Por­que lo cierto es que nadie ha podido hasta hoy presumir de haber leído el Oráculo manual, enterándose de todo lo que Gradan dice y sugiere. Hacía falta la paciencia y la penetración de Ro­mera Navarro para anotar su texto, que es, sin disputa, el más difícil y oscuro de todo el siglo xvn, siglo en que se pueden en­contrar obras tan intrincadas como "las Soledades" gongorinas, por ejemplo.

Las dificultades del Oráculo manual proceden de muy distin­tas causas, pero sobre todo de las teorías estéticas de Gracián, de su gusto por la "intensidad", su pasión por lo arcano y lo dicho a medias. Si el renacentista aspiraba a un arte natural, sin afectación, a "escribir como se habla", el escritor Barroco postulará "lo artificioso que admira" —como dice Góngora—, lo difícil, lo complicado. El Arte deberá vencer a la Naturaleza. Y ningún teorizador predicó tanto como Gracián con el ejem­plo. Si él aconsejaba "pagarse más de intensiones que de ex­tensiones", el "no ser vulgar" y el "dejar con hambre", su prosa responderá exactamente a sus postulados teóricos, y será por eso la más intensa y la menos vulgar de toda nuestra literatura, pero también la más difícil Para leer a nuestro genial arago­nés hay que estar con todos los sentidos bien despiertos; leer con los ojos y con los oídos, poniendo en tensión todas las po­tencias. De otro modo se escaparán detalles muy significativos, detalles que Gracián cuidó exquisitamente, desde una palabra inusitada a una antítesis, pasando por una similicadencia o una fugacísima mención a un hecho clásico. Véase, por ejemplo, cómo principia el aforismo 51: "Hombre de buena elección... Lo más se vive de ella". Es decir, "Lo más de la vida se vive

(*) Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de la prudencia, edi­ción crítica de M. Romera Navarro. Madrid, 1944. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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de una buena elección". Si el lector está acostumbrado a pasear la vista por lo escrito, jamás se enterará de frases por el estilo.

Como es sabido, el Oráculo manual ha pasado por ser una mera recopilación de sentencias gracianas hecha, quizá, por el famoso noble y erudito Lastanosa. Sin embargo, Romera Na­varro, y este es ya su primer gran acierto, demuestra sin lugar a dudas que el Oráculo es obra total de Gracián, y lo demues­tra con las matemáticas: de los 300 aforismos que encierra esa obra, sólo 72 proceden de los demás libros; los restantes son nuevos. Por primera vez se sostiene con todo éxito la teoría de que el Oráculo es un libro nuevo y no una simple recopilación de sentencias. Incluso llega a demostrar que Lastanosa inter­vino muy poco en lo que firma. Su papel fue sólo el de Mecenas inquieto y curioso, el de incitador y quizá el de discutidor, pero nada más.

El segundo gran acierto del sabio profesor fue poder encon­trar —y no sin alguna peripecia— el único ejemplar existente de la primera edición, ejemplar vendido en Inglaterra, que tomó el barco hacia la Argentina y que hoy posee don Jorge M. Furt. ¡Lástima que esa pequeña joya no pueda figurar en nues­tra Biblioteca Universitaria, que no posee ni un solo ejemplar de las primeras ediciones!

Y, por último, el tercero y gran acierto consiste en la ar-chiescrupulosa anotación del difícil texto. Los trescientos afo­rismos llevan cerca de cuatro mil notas y dan un volumen en cuarto de más de seiscientas páginas. Estas notas son de tipo muy diverso, puesto que unas confrontan pensamientos y giros expresivos del Oráculo con otras semejantes de las otras obras; algunas se refieren a la ortografía, y las más son aclaraciones al texto, preñadísimo de oscuridades. Quizá algún lector erudito encuentre que muchas de estas notas sobran, pero ya Romera Navarro advierte que esas notas pueden "parecer innecesarias a primera vista; pero es que ni la primera vista, ni la segunda y aun tercera, bastan con Gracián, como lo prueban los errores innumerables que han cometido los editores españoles del Orácu­lo en la puntuación y los extranjeros en la traducción".

(27-V-1954)

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Francisco de la Torre, amigo de Graciait

ENTRE los escritores que animaban las tertulias y academias poéticas del siglo xvii, fue muy bien acogido el joven poeta

Francisco de la Torre Sevil, "hijo de la fidelísima y ejemplar ciudad de Tortosa". Debió de pasar gran parte de su juventud en Zaragoza, viviendo quizás con don Gerónimo de la Torre, regidor del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, pero no lo he encontrado matriculado en la Universidad; sí asistiendo a la academia poética del conde de Aranda, donde se le cita en dos vejámenes. En el de Jorge Laborda dice que "era bueno para diamante, porque tenía, aunque pequeño, lindos fondos. Era su talle, por lo breve, un gusto; tenía muy buen pico (...), pTrecía prodigio que en un cuerpo tan meñique cupiera un alma tan gigante, y por esto escribieron en su sepulcro:

"Aquí yace en dura calma; mas nada yace, porque aqueste poeta fue todo alma."

En estas reuniones es donde con seguridad conocería a Gra­dan, ya que intervino en aquella desavenencia del canónigo Sa­linas, de Huesca, y del autor del Criticón. Probablemente circu­laron entre los académicos algunas sátiras, a juzgar por una carta del fino poeta fray Jerónimo de San José al erudito An­drés de Ustarroz, fechada en Daroca en 27 de abril de 1652: "Señor mío, mucho me pesa que la Academia aya parado en epidemia de voluntades con tantos encuentros (...). Y lo que parece peor es que los que parecían amigos se descubre no serlo tan finos". Pero nuestro poeta tortosino perdió la amistad de Gracián, como veremos.

No sabemos si de Zaragoza marchó a la corte, porque an­tes de 1665 había obtenido el hábito de Calatrava y era por

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estos años sustituto del marqués de Aytona en la voz de la or­den. Sí sabemos, en cambio, que en 1664 estaba en Valencia, sirviendo al virrey y asistiendo a las academias poéticas valen­cianas. En Valencia debió de estar preso, a juzgar por el si­guiente encabezamiento que va al frente de una composición manuscrita: "Introducción para la justa poética de Santa Ca­talina, escrita por don Francisco de la Torre, y leída por don Juan de Balda, por estar preso el autor". Ignoro dónde y cuán­do murió, pero debió de ser poco antes de 1682, a juzgar por las aprobaciones puestas a la segunda parte de la traducción de Juan Oven, que publicó el licenciado José Carlos Garcés Boyl en ese año.

La obra más interesante de Francisco de la Torre es la pu­blicada en Zaragoza en 1654, bajo el nombre de Feniso de la Torre, titulada muy barrocamente Entretenimiento de las mu­sas, en esta baraxa nueva de versos, dividida en quatro manja­res, de asuntos sacros, heroicos, líricos y bvrlescos. El libro lle­va una aprobación de Gracián, no citada en ninguna parte, donde dice: "Confieso que tenía estos días postrado el apetito de un gran artazgo de coplas; pero luego que començo a cebarse en los manjares de esta nueva Baraja de versos, tan llenos de sales, donaires, agudezas y conceptos, de tal modo fue entrando en comer, que queda picado para otras muchas obras de su in­genioso autor don Francisco de la Torre, en quien no es no­vedad, sino hábito, lo ingenioso y lo discreto". Siguen después elogios del marqués de San Felices, el mejor poeta gongorino aragonés, cuyas obras acaba de reeditar la profesora Aurora Egido, del canónigo Salinas, don Francisco Diego de Sayas y de doña Ana Francisca Abarca de Bolea.

Una primera nota hay que destacar en el libro: su evidente originalidad temática. Creo que en la poesía barroca española hay pocos libros que contengan tal cantidad de temas curiosos, resueltos con mucho gracejo y desenvoltura. Sonetos y décimas dedicadas a los dados, al juego de la pelota, al papel, a la plu­ma, etc. En muchos casos se trata simplemente de juegos de ingenio, de facilidad y virtuosismo versificador, pero en otros hay una auténtica calidad literaria, como en este soneto "cele­brando el vivo primor de dos sierpes que sirven de asas a una

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hermosa jarra que se admira entre las alhajas de don Vicencio Lastanosa" :

Venenosas salivas escupieran, si el que adornan primor no veneraran, dos animadas sierpes, y silbaran, si en el vaso silencio no bebieran.

Fieras asas parecen, y lo fueran, si su inmovilidad aseguraran, que aunque fijas los ojos las reparan, cautelosas las manos las ponderan.

Sierpes vivas matar, valor se llama; pero animar fingidas, ya se advierte raro vigor de Prometeo llama.

En las suyas no triunfe Alcides fuerte, porque fue mayor pasmo de la fama dar vida a éstas, que a las otras muerte.

El segundo libro que publicó Francisco de la Torre fue la traducción de las Agudezas de I van Oven, ilustradas con adi­ciones y notas, en Madrid, 1674, que tanto interesaron a Ma­nuel Alvar hace años. Lleva décimas elogiosas de Calderón, Agustín de Salazar y del licenciado Jacinto Polo de Medina,

La traducción se ciñe todo lo posible a la letra del original, pero la novedad reside en que debajo de cada versión cortical, por decirlo así, viene una recreación muy personal del mismo poema, lo que en el siglo xx ha hecho con tanta habilidad Jor­ge Guillén. El mismo Francisco de la Torre se justifica así: '̂ Infeliz y precisa fortuna de los traductores; pues si aciertan, van los aplausos al primer autor, y si yerran, se queda para ellos la culpa (...). Esta consideración me motivó el escribir adiciones a todos los asuntos, para tener también mi propia parte en ellos". Fiel a este criterio, una vez traducido el epigrama, vuelve por el mismo tema y nos da una recreación sumamente original, como en este caso, por ejemplo:

MATBUSALEM MORTOUS EST

Non vixisse diu vita est: at-vivere, vita est. Quid juvat ergo diu vivere, deinde morí?

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MATUSALÉN MURIÓ

No es haber vivido mucho vida; es lo vivir agora; luego, si muero después, el vivir mucho, ¿qué importa?

ADD. METAFORA DE UNA VELA ARDIENDO

Vela que en golfos de esplendor navegas por candores lucidos extendida, hasta desvanecer, desvanecida, y ciega por lucir, hasta que ciegas.

Si serena luz hay, presto te anegas; si corre tempestad, vas sumergida; huyes con breve soplo de tu vida y con serena calma a tu fin llegas.

Tan sin memoria viene tu occidente, que aun de leves cenizas breve copia noticia no dará de lo luciente.

Humo será tu fin, pira no impropia; dejarás sombra en todo, y solamente no dejarás la sombra de ti propia.

Al final del libro se encuentran cuatro sonetos sobre el co­nocido tema barroco del "relox de vidrio, cuyas arenas eran las cenizas de una belleza difunta", al paso que en algún manus­crito de la Biblioteca Nacional de Madrid se encuentran algu­nos poemas inéditos de sorprendente originalidad, como el ti­tulado "Al mar, en metáfora de un caballo", que ha pasado a alguna antología.

(12-X-1978)

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Una admiración de Gradan: Antonio Pérez

ANTONIO Pérez, ese personaje un poco enigmático, es un cu­rioso escritor muy admirado por Gracián. Y escribo "cu­

rioso" por dos razones: porque no es un escritor al uso y por su estilo, que tanto le gustaba al autor del Criticón.

Es bien sabido como Antonio Pérez perdió la confianza del rey por sus poco claros manejos con la princesa de Eboli, por su rivalidad con Mateo Vázquez, secretario de Felipe II, y por el asunto de la muerte de Escobedo. Marañón, tan ponde­rado siempre, cree improbable que la pérdida de la confianza regia fuese motivada porque ambos aspirasen a los favores de doña Ana de Mendoza. Pero sea la causa una u otra, lo cierto es que Felipe II ordenó detener a su secretario en julio de 1579, en la propia casa del alcalde, pasando más tarde por dis­tintas prisiones, hasta que se fuga y llega a Zaragoza para aco­gerse al fuero de los manifestados. La cólera del rey fue ex­traordinaria y condena a muerte a Antonio Pérez, aparte de iniciar un gran proceso por herejía ante el santo oficio, por lo que intentó sacarle de la cárcel de los manifestados para tras­ladarlo a la de la Inquisición, y esto dará origen a las conocidas "alteraciones" aragonesas, la intervención del ejército de Fe­lipe II, la muerte de Lanuza y, finalmente, la desaparición de los fueros.

Antonio Pérez, al tener noticia de que el ejército real avan­zaba hacia Zaragoza, se refugió en el castillo de Lanuza, en Salient, y desde allí pasó la frontera, llegando a Pau a finales de noviembre de 1591. Esta es la más escueta historia del paso de Antonio Pérez por tierras aragonesas.

En la cárcel de los manifestados, o quizá en Sallent, co­mienza Antonio Pérez sus actividades como escritor, publican­do en Pau, quizá en diciembre de 1591, su relación titulada Vn pedaço de Historia de lo sucedido en Çaragoça de Aragón

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a 24 de setiembre del año de 1591, seguido de un sumario del "discurso de las aventuras de Antonio Pérez, desde el principio de su primera prisión", librito sumamente raro que reeditó el gran bibliófilo A. Pérez Gómez. Estas relaciones, escritas rápi­damente, en horas febriles, tienen un carácter dramático sor­prendente, pero su estilo no deja de ser un tanto confuso. Más tarde, encontrándose Antonio Pérez en Inglaterra, rehace el li­brito y lo publica dedicado al conde de Essex, con el título de Pedaços de Historia o Relaciones assy llamadas por sus auto­res los Peregrinos. Debió de imprimirse hacia 1594 y 1595, cos­teado quizá por la reina Isabel o el conde de Essex, y su apa­rición no agradó precisamente a Felipe II. Y menos le agradó la tercera edición, publicada en París en 1598, dedicada ahora al rey de Francia. A fines de 1600 o principios de 1601 da a luz las famosas Cartas a diversas personas, con los "aforismos" sacados de las cartas, reeditadas numerosas veces.

Son estas Cartas las que leyó Gradan con suma curiosidad y provecho, a juzgar por la huella que dejaron en su obra, como demostró Angel Ferrari al analizar El Político y ya había an­ticipado también Adolfo Coster en su excelente libro. Así, por ejemplo, en la Agudeza, Discurso LXII, dice Gradan: "Siem­pre insisto en que lo conceptuoso es el espíritu del estilo. Esta eminencia ha hecho tan estimadas las cartas de aquél, favore­cido de la fama cuan perseguido de la fortuna, Antonio Pérez, como se admira en ésta, que mereció ser la primera, a Madama Caterina, hermana de Enrico IV, rey de Francia". Copia se­guidamente la carta y apostilla luego: "Escribióla en su mayor aprieto, y así el estilo apretado hizo tan relevante esfuerzo".

Gracián, tan perspicaz siempre, notó el estilo "apretado" de la carta y es lástima que hasta ahora nadie se haya preocu­pado por ese estilo "apretado" de Antonio Pérez, que es de un manierismo sorprendente, una curiosa avanzadilla de la pro­sa barroca, bien digna de estudio. Ese estilo de que habla Gra­cián es tan palpable que fue posible extraer de las cartas nu­merosos aforismos y es bien conocida la afición barroca por la aforística. En la carta LXIII, dirigida a Guiciardini, se lee al comienzo: "Gran persona es el amor; poderoso digo, que hace parecer hermoso lo feo de amigo; hechicero quise decir: que

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poder no se llama sino lo que a rostro descubierto hace su obra". Otra vez dice: "Cada uno tiene su oráculo, en cuyo ofi­cio reposa".

Pero al lado de ese gusto por el estilo sentencioso y "apre­tado", que tanto seducía a Gracián (y algunos aforismos de Antonio Pérez los publicó Astrana Marín como de Quevedo, porque así figuran en cierto 'manuscrito), en las cartas se en­cuentran comparaciones y metáforas del más típico gusto ba­rroco. Así, por ejemplo, la carta a Juan de Guzmán, limosnero de la reina, comienza de esta manera tan ¡extraordinaria: "Nadie tema de abrir este papel; que no es Antonio Pérez, no es cuerpo vivo, no es cuerpo muerto, no es fantasma el que le escribe; sombra es humana de todo esto (bastará decir humana, pues no hay cosa humana que no sea sombra)... pero sombra aún con espíritu, que si le diesen materia, podría tomar cuerpo y figura de vivo". Nótese qué cerca está ese pensamiento del de Que-vedo o Gracián y el porqué de la admiración de los conceptistas por Antonio Pérez.

Las cartas ofrecen un retrato de Antonio Pérez poco amable y simpático: orgulloso, venal, pedigüeño, listísimo y buen co­nocedor del alma humana. Pero es cosa distinta del arte de escribir.

(12-X-1980)

Ideas sobre el teatro en Zaragoza en 1764

Es bien conocido el papel de los aragoneses en la génesis y desarrollo del neoclasicismo dieciochesco, lo que no debe

llamar demasiado la atención, porque ya los Argensola, por ejemplo, se sintieron muy vinculados a los clásicos. Cuando Cervantes elogia las obras dramáticas de Leonardo, lo hace porque esa dramática intentaba aproximarse a las reglas clási­cas, y no como las de Lope, contra quien se dirigen los tiros,

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que le había perdido el respeto a Aristóteles, una de las grandes hazañas del teatro europeo.

El mismo año en que Ignacio de Luzán publicaba en Zara­goza su famosa Poética, 1737, aparecía en Madrid el primer volumen del Diario de los Literatos de España, empresa en la que interviene decisivamente el aragonés Juan Martínez Sala-franca. La influencia de la Poética y del Diario en el camino del gusto estético fue considerable, al paso que los ataques al teatro de Lope de Vega y Calderón fueron extraordinarios. Pero las polémicas en torno a la comedia española del barroco du­rarán muchos años, mientras el público seguía acudiendo a ver representar las denostadas comedias.

Por eso no dejan de tener interés los tres ensayos, por de­cirlo así, que figuran al frente de la edición de la tragedia Bri­tánico, de Racine (Zaragoza, 1764), traducida en prosa por don Saturio Iguren y puesta más tarde en verso por don Tomás Sebastián y Latre, el autor de la conocida Relación de los su­cesos ocurridos en Zaragoza con motivo del incendio de su co­liseo en la noche del 12 de noviembre de 1778.

Dos de estos ensayos, el de Arámburu de la Cruz y el de Martínez de Salafranca, tienen la curiosidad de ser Aprobacio­nes para la impresión, pero una vez dicho lo habitual, que la obra no contiene nada contra la religión y buenas costumbres ni contra el rey y sus regalías, los dos censores se extienden en consideraciones muy curiosas sobre el teatro de la época, con­sideraciones insertas en las corrientes estéticas del siglo xvin.

El doctor don Manuel Vicente Arámburu de la Cruz, que era, además de catedrático de Decreto de la Universidad, celoso investigador de la capilla del Pilar y aficionado a la literatura (escribió diversos poemas y zarzuelas, según Latassa), nos dice, con cierta ingenuidad, que en su juventud había empleado al­gunos ratos ociosos en la poesía lírica y en la dramática y que en ésta había seguido las fórmulas de Lope, Calderón, Moreto y "especialmente" Solís, porque se acomodaban mejor a su ge­nio. Pero, sigue diciendo, "con la amistad muy íntima que tuve con el señor don Ignacio de Luzán, cuando estaba componiendo su Poética, me confirió muchos trozos de su sabia y útilísima obra, conocí que las comedias de España estaban muy defec-

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tuosas"; aunque tampoco las francesas, que aceptaban someterse a los preceptos de Aristóteles, estaban mejor, porque "faltaban también a algunos de ellos, en especial en las unidades de tiem­po y lugar". Lo curioso es que Arámburu de la Cruz sostiene que si se escribiesen comedias con todo el rigor de los precep­tos "serían sumamente verosímiles, pero que tal vez serían de­sagradables, en especial a nuestro genio". El tiempo demostra­ría que el catedrático de Decreto tenía razón, porque salvo El si de las niñas, las comedias neoclásicas tuvieron escaso éxito.

Por orden real aprueba la traducción don Juan Martínez Salafranca, "capellán de Su Majestad... y Académico cofun-dador de la Real Academia de la Historia", como reza el epí­grafe, y cofundador también, como ya hemos dicho, del Diario de los Literatos de España (1737-1742). Como la traducción de Sebastián y Latre estaba en verso, Martínez Salafranca comienza por plantear el viejo problema de si la poesía se debe traducir en prosa o en verso. Aunque no se decide por una tesis u otra, sí escribe el parecer de los que defienden la versión poética, porque "el cuerpo de un poema, destituido de la ar­monía, viveza y alma poética, no es cuerpo, sino cadáver". Por otra, lo sublime de una tragedia sólo se puede captar con el verso. "Nuestro traductor •—dice— ha logrado igualar el su­blime de Racine, porque el de los franceses no es superior, ni tanto como el español". Los franceses escriben, aun en la pro­sa, "como asmáticos o como muchachos que estrenan los pri­meros calzones (que) no pueden dar un paso adelante, y así clavan al instante el punto final, y ya tienen otro prevenido, antes de respirar, para otra proposición". Pero lo que al célebre "diarista", como decían los hombres del xvm, le interesa de ver­dad es atacar a Saint Evremond, porque en el Discurso sobre las Tragedias "ensalza a los franceses sobre todas las naciones; pero la España ni aun le merece memorias para los desprecios".

Sebastián y Latre dirige su prólogo, como tantos clásicos, "al público", del que dice que está graduado "de bárbaro" por asistir al teatro donde se representan sólo comedias de Lope, Calderón o Moreto. El público es "la causa fundamental de que los teatros en España se vean en un estado tan inútil como

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deplorable". Aunque algunos han intentado remediar esta de­cadencia, no han logrado ningún fruto. Algún celoso español ha pretendido escribir comedias sujetándose a las reglas, como los franceses, lo que hizo don Nicolás Fernández de Moratín con La Petrimetra, buen pretexto, porque la obra de don Nico­lás no le gustaba ni a su hijo, y don Tomás la critica con mucha agudeza. "Si hubiera de hacer de ella —dice— riguroso examen, era preciso gastar mucho papel, y yo no estoy de espacio para tan inútil ocupación."

Si la comedia de Moratín sólo le merece desprecio, la tra­gedia Virginia, de don Agustín Montiano, le parece mucho más digna de admiración e imitación, salvo que las tragedias no se deben escribir en verso suelto, pues los "farsantes" no están acostumbrados a este tipo de verso, que es "sumamente largo... y muy duro", y la poesía dramática debe sustentarse sobre las consonancias y asonancias.

Naturalmente, don Tomás Sebastián y Latre pretende que el público preste atención a su labor y admita con benignidad la obra de Racine, que debió de tener tan poco éxito como otros intentos semejantes en el siglo xvni, aunque ignoro si logró verla representada.

(12-X-1979)

Curiosidades en torno al Pilar

Los arqueólogos del papel, como diría don Juan Moneva* tropezamos más de una vez con lo imprevisto, con lo más

alejado a la búsqueda, y en más de un caso también ese im­previsto ofrece detalles deliciosos para la historia urbana. Esto es lo que me ha sucedido ahora con motivo de buscar cierta pieza poética bastante rara, que no he logrado encontrar. En cambio, he dado con otra, menos rara, pero bastante olvidada, llena de ciertos detalles que me atrevo a ofrecer a la curiosidad de los lectores. En día como hoy, no dejará de entretener a más de uno.

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€3 José Manuel Blecua

Con motivo de trasladar el Santísimo al nuevo templo del Filar, se organizaron en Zaragoza diversos festejos, que el pa­dre José Antonio Herrera describiría con cierta galanura en un curioso libro titulado muy barrocamente Descripción histórico panegírica de las solemnes demostraciones festivas de la santa iglesia metropolitana y augusta ciudad de Zaragoza en la trans­lación del Santísimo al nuevo gran templo de Nuestra Señora del Pilar, impreso en Zaragoza en 1719. Pero,el bueno del pa­dre Herrera no se contenta sólo con la descripción, sino que comienza por algo más lejano: por la descripción de los planos del nuevo templo y su colocación, casi como hoy, "de manera que quede el templo en isla perfecta, sin tener nada agregado a él, dejándole ver por sus cuatro partes, con tal hermosura, que será una admiración". El día 25 de julio de 1681 se colocó la primera piedra, siendo arzobispo don Diego Castriilo y capitán general don Jaime Fernández de Híjar, duque de Híjar. Y aque­lla mañana, se engalanó toda la ciudad, con "flamencos paños, ricos damascos y tafetanes" y se escribieron numerosos poemas que se copiaron "en papeles orlados de exquisitos dibujos y fi­nísimos colores, y se pusieron sobre las colgaduras". A las mú­sicas de timbales, clarines y cajas, siguieron danzantes, "con sus rústicos alegres instrumentos", afluyeron numerosos foraste­ros, y por la tarde, del templo del Salvador salió la procesión, acompañándola el señor arzobispo, y después del recorrido acostumbrado "salieron a la rambla del río, y al lugar destinado para la colocación de la primera piedra".

Su Majestad había enviado para tan solemne acto al propio autor del proyecto, "el insigne don Francisco de Herrera, maes­tro mayor de las obras reales, como autor del modelo que había de ejecutarse". ¡Llegados al sitio convenido, donde se había ins­talado una mesa-altar, con una cruz de madera hincada en la tierra, sobre la que estaba la piedra de "candidísimo alabastro primorosamente tallada", hechas con devoción las ceremonias y bendiciones que previene el ritual se bajó la piedra al sitio dispuesto, "y la asentaron en su lugar con varias monedas y una inscripción lapidaria latina". Todo fue ejecutado por manos del arzobispo y sus asistentes, mientras se cantaba el Bene­dictine.

Con este motivo, hubo el domingo una gran fiesta, y en la

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plaza del Pilar se quemó un artificio de fuego (ideado por el propio arquitecto don Francisco de Herrera), que era un navio' de alto bordo", compuesto sin perder su forma, de rocas y pe­ñascos". Y el lunes se coronó la fiesta con una gran corrida de toros en la plaza del Mercado, "que se ejecutó sin desgracia, con aplauso de un mundo congregado".

Pero se tardaron más de treinta años en tener la mitad del templo construido, y llegó el día 26 de noviembre de 1717. Ocurrió algo sumamente curioso, que casi todos los zaragoza­nos ignoran: como el templo quedase mucho más bajo que la plaza "y necesitar de muchas gradas para bajar al Templo... y no había consuelo, considerando la notable deformidad de los suelos... y no se hallaba posibilidad para rebajarla y des­montarla, sacando toda la tierra, porque no 'llegarían a tanto ni las fuerzas ni los caudales... y era preciso que cayesen las casas y edificios que circundan la plaza, si les quitaban la tie­rra, descubriendo más profundidad que la de sus fundamentos..., decidieron las autoridades dar el ejemplo, y "se vieron en la plaza del Pilar el ilustrísimo señor don Manuel Pérez de Ara-ciel y Rada, meritísimo arzobispo de Zaragoza, y el Cabildo, con muchos regidores de la ciudad. Tenían ya prevenidas buen número de zapas y de espuertas y peones que las llenasen de la tierra de la plaza, y formando dos filas de operarios de aque­lla grande veneración, comenzaron a sacar la tierra, llevando las espuertas de mano en mano, hasta el río Ebro". El primero estaba el propio arzobispo, a quien entregaba el deán las es­puertas, y viendo este ejemplo, por la tarde "fue inumerable el concurso de nobleza y personas de distinción que se juntó y aplicó con piedad ardentísima a trabajar". Llegó el entusiasmo a comunicarse hasta las mismas mujeres, "pues concurrieron frecuentemente las señoras de la primer nobleza de la ciudad, con otras muchas que no lo eran, y poniéndose a tomar la es­puerta de la mano de cualquiera que tenían a su lado, ni se oyó la palabra menos compuesta ni ademán que no fuera decen­tísimo". Con este esfuerzo del pueblo, y doy a pueblo el hondí­simo significado que ya tiene en las Partidas, en 38 días, como dice el padre Herrera "se halló que se habían sacado doce mil novecientos y sesenta estados de tierra" y además se adecenta-

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ron las casas con nuevos fundamentos, aumentando a cada una un buen patio y un cuarto bajo, "que antes no tenían, doblán­doles la hermosura y estimación". Lo que no es mal ejemplo para futuras reformas urbanas.

Y por fin 'llegó el día en que pudo trasladarse el Santísimo, y se escogió, como era lógico, el 12 de octubre de 1718. Las fiestas y regocijos fueron extraordinarios, y son los que descri­ben con todo detalle el padre Herrera en su relación. Se mon­taron grandes arcos triunfales en la plaza, y en la Platería, y altares en el [Mercado, plaza de San Felipe, plazuela de Con­tamina y Marqués de San Martín, con mucho lujo y esplendor. Cada uno de los arcos y altares estaba a su vez adornado con numerosos poemas, algunos bastante llenos de gracia concep­tuosa, y otros menos. Por ejemplo, en el altar de la plaza de San Felipe se podía leer este soneto:

Surca a viento feliz pueblo cristiano el mar del mundo en próspera fortuna, pues te anuncia bonanza esta coluna de quien es fundamento el pueblo hispano.

De María el influjo soberano calma la tempestad más importuna vence de Tracia a la otomana luna y del norte al orgullo luterano.

Ya es pabellón y ya fanal divino, que hace a la noche el día más sereno y al día sombra para tu camino.

Sigue tanto esplendor, de error ajeno, y sea ese Pilar a tu destino de las felicidades todo él lleno.

Más de algún poemita alude a la mitad del templo, como esta seguidilla, colocada debajo de una columna o pilar en el que se había pintado un reloj cuya manecilla señalaba la media, con este lema: "Non dum venit hora"

Cuando nos da la media con tanta gloria, ¿qué será cuando cumpla toda la hora?

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Cuando esta hora se ha cumplido, como vemos, el templo luce una fábrica espléndida, pero ¿no será la hora también de que vayamos pensando todos en que la plaza no puede seguir con esa desolación exterior y menos con esas ridiculas y canijas fuentes? Hay que buscarle rápidamente una solución, y bella, aunque no podamos recurrir ahora a la misma solución que en 1717. Estoy seguro de que nuestro gran alcalde mayor, cu­yos desvelos se notan día a día, no deja de sentirse inquieto cada vez que cruza esa desolada esplanada.

(12-X4962)

Los "Caprichos" de Goya

HAY muchas maneras de acercarse a una obra de arte, desde la más pura erudición a la mejor crítica, pero la más

bella y que produce logros más interesantes es la exegesis ilumi­nativa, la crítica cuya misión es la de iluminar al lector o con­templador y ampliar —ahondando— sus posibilidades de vi­sión. Por eso algún crítico ha podido titular un libro Arte de ver un cuadro. Este tipo de exegesis aumenta de valor cuando el sentido de la obra de arte está celado por diversas causas, o se presta a muy distintas interpretaciones. La exegesis cobra en estos casos un interés considerable, ya que amplía como por encanto las resonancias despertadas por la contemplación o lectura de la obra de arte, o las encauza orgánicamente dándo­les un sentido distinto, totalmente inédito, aumentando a su vez el goce. Qué "sentido" tiene una creación como El Quijote o El caballero de la mano al pecho, es un problema sencillamente apasionante. Pero encontrar su "sentido" a las cosas es más fre­cuente en zonas donde la filosofía ha hincado mejor su garra; por eso no abundan entre nosotros esas críticas de iluminación, aunque abunden, en cambio, las creaciones espléndidas.

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Me sugiere estas líneas la lectura de una obra preciosa del profesor de Arte de la Universidad de Nueva York, José López-Rey, sobre los Caprichos, de Goya, editada bellísimamente por la Universidad de Princeton. López-Rey —que ya había publicado antes diversos estudios sobre Goya— se plantea el problema de encontrar su "última ratio" a esa serie de grabados (cuya influencia posterior ha sido considerable) y ha resuelto muy bien las dificultades que presentaba semejante cuestión. No se trata de hacer literatura más o menos aguda en torno a cada grabado, sino de algo más serie y riguroso. Por eso subtitula su libro Belleza, Razón y Caricatura, y además huye de usar términos fáciles como Romanticismo o Surrealismo.

Como es sabido, la primera edición de los Caprichos es de 1799, cuando se está fraguando en toda Europa el cambio to­tal de estética; el paso del Clasicismo y Rococó al Romanticis­mo. Cuando van a luchar abiertamente la Razón con la Pasión e Imaginación, la Belleza con los contrastes y la libertad artís­tica contra las reglas. ¿Cómo Goya llega a sus Caprichos, cuyo título es tan significativo? Esta primera pregunta queda resuelta hasta gráficamente en la edición de Princeton, ya que repro­duce los doce dibujos del famoso cuaderno de Sanlúcar y los cuarenta y ocho del no menos famoso de Madrid. Muchos de estos dibujos giran en torno a una circunstancia muy personal de Goya: la Duquesa de Alba. López-Rey compara dibujos con Caprichos y sus resultados son tan convincentes que la génesis se aclara con tal nitidez que no da lugar a dudas. Los dibujos del cuaderno de Sanlúcar no tienen más intención que la de re­presentar la belleza femenina según una corriente estética del siglo xvni, pero en los de Madrid esta intencionalidad ha ad­quirido nueva dimensión: Goya trata de traducir los "senti­mientos y emociones que gobiernan al hombre". De aquí a la visión caricaturesca y satírica de la realidad no iba más que un paso, paso que se realiza en los Caprichos.

López-Rey describe un Goya enclavado en su circunstancia, y esa circunstancia no sólo tiene que ver con las majas die­ciochescas, sino también con las tertulias a las que asistía un Jovellanos, por ejemplo. Con mucha frecuencia se olvida que Goya se relacionó con los mejores intelectuales de su tiempo,

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que retrató a un Moratín, a un Azara o a un Jovellanos, con los que íio hablaría sólo de Pablo Romero. Que Goya fuese un ingenio "lego" —como se dijo de Cervantes— no da dere­cho a pensar que ignorase aquellas corrientes ideológicas que tanto apasionaron en el siglo xvni, como las fisionógmicas del famoso Lavater, que entusiasmaron hasta a un Goethe, como es harto sabido, López-Rey hace ver cómo pudo Goya fami­liarizarse con esas doctrinas que establecían tan íntimas rela­ciones entre los caracteres y las fisonomías.

López-Rey estudia las relaciones que guardan entre sí unos Caprichos con otros y la serie en su totalidad desde el fron­tispicio con el mismo pintor —sereno y racionalista— hasta el último grabado. Ya es muy significativo que el segundo agua­fuerte represente al pintor dormido, sin sujetar las riendas de la Razón. El crítico sabe que todo obedece a una intención satí­rica y didáctica, al mismo tiempo, y por eso ha tenido el acierto de editar también el anuncio de los Caprichos, donde Goya •—o quizá algún amigo— explica la intención que le ha movido a grabar esa serie. Tampoco ha desdeñado López-Rey otro tes­timonio inapreciable: las explicaciones manuscritas del mismo Goya, que no suelen aparecer en las ediciones. Toda la serie se dirige a un fin muy del siglo xvni: a mantener alerta la ra­zón para no caer en la ira, la pasión desordenada, el orgullo, la avaricia, la pedantería, etc., etc.

Sería curioso ver qué hay de "-aragonés" en esa posición. Pero esto debe quedar fuera de esta nota. Sin embargo, quiero llamar la atención sobre la didáctica que aparece, por ejemplo, en un Gradan, unida también a la sátira, el predominio de la razón sobre la pasión, el porqué de la importancia del grupo aragonés —Luzán, Aranda, Azara, Goya— en el siglo xvni es­pañol. Otro día volveré sobre esta cuestión que me parece cu­riosa.

Hoy quiero terminar señalando otro de los aciertos de López-Rey: la elegancia de su edición, cuyo segundo volumen está dedicado a reproducir bellísimamente los dibujos de los cuadernos citados, los preparatorios de las planchas y los gra­bados, para los que se ha servido de una edición original y no de reproducciones. López-Rey ha contribuido con su espléndido

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estudio a iluminar con todo rigor una obra de arte erizada de peligros, obra de arte que deberemos ver desde hoy con otros ojos y cuyas resonancias adquieren un nuevo sentido.

(26-111^953)

La Academia filosófico-litéraria de Zaragoza y Zorrilla

LAS inquietudes científicas, literarias y artísticas de los estu­diantes siempre se han traducido en formas muy parecidas,

aunque los nombres hayan variado bastante. Ateneos, Acade­mias, Liceos, Círculos de estudios y hasta Seminarios han co­bijado ese nobilísimo fervor juvenil por participar de un modo directo, coloquial y lleno de simpatía en la vida intelectual, den­tro o fuera de la Universidad.

En Zaragoza no faltan estas Academias, y el primero de fe­brero de 1870, un grupo de jóvenes (entre los que estaban A. Hernández Fajarnés, Zoel García de Galdeano y José María Matheu, junto con los profesores Gerónimo Borao, Martín Vi­llar, Pablo Gil y Gil, el patriarca de los arabistas españoles don Francisco Codera, y sus compañeros de claustro) funda la Aca­demia filosófico-litéraria, con el propósito de discutir "en el te­rreno neutral y pacífico de la ciencia", los puntos o problemas que se desprenden de las asignaturas correspondientes a aquella denominación, y, para que naciera con más autoridad y prome­tiera más y mejor vida, puso a su frente "al claustro de la fa­cultad, que hoy es su junta directiva", como dice con tanta elegancia decimonónica el curioso y raro folleto que cito un poco más abajo.

¿Academia de poca vida?

Desconozco si la Academia (creada a imitación de otra jurí­dica) gozó de larga vida y qué actividades desarrolló; pero me figuro que su vida no fue muy larga y que celebraría sesiones

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en tomo a los problemas e inquietudes de la época. Pero la sesión del 20 de abril de 1870, sí fue deslumbrante y digna de que se imprimiese en el raro folleto titulado Academia filosófico-literaria de Zaragoza. Sesión extraordinaria en honor de don José Zorrilla (Zaragoza, imprenta de Ariño, 1870).

Por él sabemos que el 2 de abril de 1870, los señores aca­démicos Laguarta, Díaz Laviña y Rojo solicitan que se "con­voque lo más pronto posible a junta extraordinaria con objeto de tratar de un asunto interesante". Este asunto "interesante" que motivaba la petición era la presencia de Zorrilla en Za­ragoza, que había conseguido extraordinarios éxitos leyendo sus poemas en el teatro Novedades, en el Liceo Artístico y Literario y en la Juventud Católica, y la Academia, como dijo Borao en esa junta extraordinaria, estaba obligada a "obsequiar a dicho señor con una festividad literaria", nombrándole además aca­démico honorario. Como es lógico se aceptó la propuesta, ex­presando el deseo de que "la sesión que se dedicase al señor Zorrilla se celebrase con la mayor solemnidad posible",

Dos comisiones

Los académicos formaron dos comisiones: una, que prepa­rase todo lo necesario "para el mayor esplendor de la sesión", y la otra, que tuviera a su cargo la formación del programa y "demás concernientes a la parte literaria". Y las dos comisio­nes se esforzaron por revestir de solemnidad y brillantez el acto. La primera solicitó al rector la cesión del paraninfo, al paso que la segunda organizaba un programa académico muy de la época, como se verá seguidamente.

Ya se puede imaginar el vivísimo interés de la población y el deseo de concurrir a semejante acto, dada la fama de Zorrilla, que además acababa de casarse con una damita zaragozana. (Los grandes poetas, y más desde el Romanticismo, han gozado siempre de extraordinaria popularidad, y los actos en que han intervenido hasta hoy se han visto siempre rebosantes de públi­co. Todos recordamos más de uno.) Se codiciaron con avidez las invitaciones, y tanto se importunó a los académicos que al final decidieron que, como ellos "daban la fiesta y eran los uni-

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eos arbitros y comprometidos en el convite", se repartiesen cada uno cinco billetes de caballero y diez de señora, los cuales ya suponían más de mil en circulación, sin contar con los que se destinaron a las autoridades, corporaciones, periodistas "y otras personas de ineludible entrada".

Ë1 acto

El acto debía comenzar a las siete y media, pero con notable antelación fueron llegando los invitados, a los que recibían y acomodaban los académicos, entregando a las señoras ramos de flores. Una vez dentro, podían contemplar pabellones, colgadu­ras, "antiguos paños de raz", guirnaldas de laurel y yedra e inscripciones alusivas a Zorrilla. El paraninfo estaba iluminado "con nueve elegantes arañas y varios candelabros, y las paredes revestidas con tapices, festones, coronas, retratos y bustos de poetas célebres".

La música amenizó la espera hasta que entró Zorrilla acom­pañado del rector Borao y de don Martín Villar, los cuales pre­sidieron la sesión. El presidente, buen conocedor de la historia literaria aragonesa, improvisó un discurso en que habló de la tradición de los certámenes y justas poéticas zaragozanos, para terminar con un elogio espléndido de Zorrilla, en el que no falta la alusión a su mujer. "Pero este poeta, que pertenece al mundo entero, ha venido a ser privilegiadamente nuestro, desde que ha unido su suerte, pocos meses hace, a una joven y gentil za­ragozana, que nos honra hoy con su presencia."

Seguidamente, don Santos Pina leyó su discurso sobre sor Juana Inés de la Cruz (quizá por la estancia de Zorrilla en Mé­jico), al que contestó, según rigor académico, Hernández Fa-j arnés, y se atrevió a decir que sor Juana Inés de la Cruz, si gongorina, no puede ser censurada por su "gongorismo", por­que pretender que el poeta se sustraiga a las influencias que le rodean "es para nosotros exigencia imposible de satisfacer".

Actuación de los poetas locales

Pero lo más interesante de la sesión estaba aún inédito: fal­taba la actuación de los poetas locales, bien prevista en el pro-

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grama. Don Estanislao Clariana abrió esta parte, con un poema en honor de Zorrilla bastante mediocre, lo mismo que el de Co-melerán, aunque no fue mejor el de Cosme Blanco. Por último, y en medio de extraordinarios aplausos, el poeta homenajeado leyó composiciones de su álbum a Rosa y un carioso poema, escrito de propio para la Academia, en el que, por falta de salud y tiempo, y por consejo de Borao, Zorrilla ensambló versos vie­jos con otros nuevos. La mezcla, sin embargo, es muy hábil, porque el insigne autor del Tenorio conocía muy bien todos los recursos poéticos habidos y por haber. A los jóvenes debió de entusiasmarles más de una estrofa y el éxito fue apoteósico, Pero antes Borao había dado las gracias a Zorrilla y al pueblo de Zaragoza, porque "revelaba que la corona mural que tan bien ganada tiene, merece poner la del laurel, pues tratándose de UÍT pueblo, es pueblo poeta el que sabe amar la poesía", frase que no hubiese desdeñado firmar un poeta tan exigente como Juan Ramón Jiménez.

(12-X-1973)

La obra de Miguel Artigas

CONOCÍ a don Miguel en la primavera del 33, en casa de su sobrina Asunción, compañera de estudios desde el colegio,

hoy bibliotecària en Salamanca. Don Miguel, pequeño, regor­dete, con cara un poco socarrona, me alentó bondadosamente en mis estudios, me dio alguna bibliografía y me regaló varias separatas de "su" Boletín. Habló, como siempre, de la Biblio­teca de Menéndez Pel ayo, y me contó deliciosas anécdotas de Enrique, el fiel hermano de don Marcelino, y su primer biblio­tecario.

Este fue mi primer encuentro. El segundo habría de ser para los dos un poco más serio y delicado: fue el presidente del Tri­bunal que juzgaba mis oposiciones.

Recordaré siempre que al día siguiente de celebrarse la vo­tación, elegíamos las cátedras a las siete de la mañana. El tenía

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que hacer algo en Montalbán y yo ardía en deseos de volver de Madrid, donde había pasado tres meses muy crueles. Volvimos juntos, me siguió alentando con todo cariño y después se man­tuvo nuestra amistad, importunándole yo varias veces con pe­ticiones de libros de la Nacional, o referencias poco corrientes.

Don Miguel hablaba casi siempre de la Biblioteca. Para él la Biblioteca no era la Nacional, sino la de don Marcelino, don­de había pasado lo mejor de su vida y de la que se sentía tan orgulloso como su creador. Después de unas reñidas oposicio­nes, en las que se exigía mucho por disposición testamentaria del maestro, llegó a Santander, en mayo de 1915. Antes había cursado esttudios en Salamanca, se había doctorado en Madrid y había estudiado Filología clásica en Berlín, con Goetz. Fruto de estos trabajos filológicos fue su estudio sobre un Glosario latino.

Abandonó la Filología para dedicarse en cuerpo y alma a la organización de la célebre biblioteca santanderina. "Cayó Ar­tigas —escribía Luis de Escalante, hijo del poeta— como santo en su peana o como espada en su vaina". Al poco tiempo co­menzaba a dar sus frutos la labor del bibliotecario aragonés. Catalogó lo que faltaba, casi la mitad de los libros y todos los manuscritos; rebuscó y publicó muchos papeles llenos de inte­rés, y sobre todo, orientó con todo amor a los que acudían a la biblioteca, bien en busca de algún libro o tentados por las po­sibilidades que encerraba. Consultaba índices, revolvía y abría anaqueles y, por fin, aparecía gozoso con el libro en la mano. A los simples visitantes (y para el verano acudían con harta frecuencia) solía enseñarles cuadernos autógrafos de don Mar­celino o libros tan peregrinos como los Romanceros o Cancio­neros del siglo xvi.

No paró aquí su esfuerzo. Fue él quien fundó y animó du­rante quince años el célebre Boletín de la Biblioteca, hoy diri­gido por el experto Ignacio Aguilera, dedicado a la investiga­ción de temas literarios y a divulgar inéditos y curiosidades de Menéndez ¡Pelayo. En este Boletín publicó muchos trabajos de gran valor para nuestra historia literaria. Allí apareció el Catá­logo de los manuscritos de don Marcelino y el de los papeles de Milá y Fontanals, tan llenos de interés, y su edición del Libro

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de la miseria de home, el único poema de la Cuaderna vía des­cubierto modernamente. Allí estudió una nueva versión de las célebres coplas de "¡Ay! panadera", y dio a luz un hallazgo cu­rioso: la comedia en chanza de Peribáñez o el Comendador de Ocaña, parodia de la célebre de Lope de Vega. Publicó también numerosos trabajos sobre la vida y obra de don Marcelino, que después se habrían de convertir en un inapreciable libro.

Todavía no se sintió muy contento con semejante esfuerzo y acometió la empresa de fundar unos Cursos de Verano, que, en colaboración con el Ayuntamiento, se dieron hasta el año 33 en la misma Biblioteca. Por allí pasaron numerosos jóvenes ale­manes, ingleses y norteamericanos, que después se han conver­tido en brillantes hispanistas. Esto le obligaba después a mante­ner una correspondencia sobre temas muy dispares. Acudían a él desde muy distintas latitudes en busca de la referencia precisa o de la copia exacta. Contestaba siempre con amabilidad y sim­patía.

Sin embargo, nunca abandonó los estudios de erudición, que había comenzado en Salamanca, aunque ya no derivó hacia la Filología clásica, sino centrando su interés en la Historia lite­raria. Su Biografía y estudio crítico de don Luis de Góngora, libro premiado por la Real Academia de la Lengua en 1925, constituye el primer esfuerzo serio por devolver a la poesía gon-gorina el rango que había perdido desde el siglo xvni. Con este libro comienza a plantearse de nuevo el problema de la lírica barroca. Inicia la nueva valoración de esta poesía, cuyo fruto hemos visto sazonar en los últimos quince años. (Es cu­rioso que otro aragonés, en el siglo XVIL, don José Pellicer y Ossaú, fuese el primer comentarista y biógrafo del célebre poeta cordobés). Hasta ahora, la biografía de Artigas no ha sido su­perada, como no han sido tampoco superados su estudio y edi­ción del Teatro, de Quevedo, por él descubierto, o el de las Memorias familiares y literarias, de don Luis de Ullo a y Pereyra, el amigo de Lope y del Conde-Duque. Los aragoneses le debe­mos un precioso estudio sobre Verzosa, traductor de Plauto.

Por concurso de méritos obtuvo después el cargo de director de la Biblioteca Nacional. En esta ocasión los santanderinos de­mostraron con cuánto amor habían acogido a don Miguel; pu-

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blicaron dos tomos de estudios histórieo-literarios en su home­naje. Al lado de las firmas locales, encontramos las de Giménez Soler, Alonso Cortés, Grossman, Espinosa, Aquilera, Bosch y otros eruditos nacionales y extranjeros. Poco después ingresaba en la Real Academia de la Lengua, leyendo su discurso sobre "Reinoso y el problema de la lengua en el siglo xvni". Colaboró en las tareas de la Academia publicando en la Biblioteca el tea­tro de Quevedo y las poesías de ¡Fray Luis con notas de don Marcelino.

Muere, después de larga y penosa enfermedad, ejerciendo la más alta jerarquía de su cuerpo. Como director general de Ar­chivos y Bibliotecas se le deben varias reformas de verdadera trascendencia; entre ellas, el haber conseguido establecer el ser­vicio de intercambio de libros y revistas entre las distintas biblio­tecas españolas, servicio que nunca le agradeceremos bastante los que nos afanamos en la rebusca de datos. De este modo es posible trabajar en la más pequeña biblioteca provincial, ca­reciendo de material imprescindible.

¿No podrían las Diputaciones aragonesas fundar en su pue­blo natal una pequeña biblioteca que llevase su nombre? Sería el recuerdo más emocionante que se podría dedicar a quien pasó su vida cuidando amorosamente los libros de las dos me­jores bibliotecas españolas. Con un poco de cariño, el proyecto no sería difícil de realizar.

<12-in-<1947)

Pedro Lain Entralgo y sus ensayos

I JE la generación que en 1935 había comenzado a hacer sus *-~J pinitos literarios o científicos •—la que hoy anda por los cuarenta, poco más o menos—, se van destacando con nitidez de perfiles unos cuantos hombres, hombres que ya pesan en la cultura de hoy, lo mismo en el campo de la poesía que en el de la investigación. Uno de estos hombres es Pedro Lain En-

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traigo, cuya obra ofrece un notable interés y una innegable curiosidad.

Dejando aparte sus estudios de historia de la Medicina •—muy numerosos y bellos—, Lain Entralgo lleva publicados unos cuantos libros de ensayos que demuestran cómo ha llegado a dominar un género de tan difícil conquista. El último de estos libros, titulado Palabras menores, nos va a servir como ejemplo para estudiar la singularidad de su obra, ya que el "ensayo" adquiere en Lain Entralgo una configuración muy personal.

En primer término anotemos a favor de Lain Entralgo su estupenda curiosidad, curiosidad de humanista que no suele ser frecuente entre nuestros científicos. Repasemos, por ejem­plo, algunos títulos de sus Palabras menores: "Poesía, ciencia y realidad", "El espíritu de la poesía española", "Sobre el ser de España", "Cajal y el problema del saber", "Bizantinismo euro­peo y bizantinismo americano". Lain Entralgo habla de poesía, del libro de Américo Castro España en su historia, de Cajal y su obra, de Laennec y de otras muchas cosas. Pero sobre todos estos temas se puede escribir con rigor y sin él, con amor y sin amor, y con elegancia y sin ella. Lain Entralgo escribe con todo rigor, amorosamente y con elegancia en todos los casos.

Llamo escribir con rigor a que el escritor se sienta respon­sable de lo que hace, y sentirse responsable es huir de la im­provisación rápida, documentarse bien, pensar mejor y decir después lo que se tenga que decir con orden, método y lógica. ¿De dónde procede el rigor de estos ensayos de Lain? ¿Cómo Lain Entralgo puede escribir sobre poesía, ciencia o filología de manera que un poeta, un científico o un filólogo no piensen que lo leído es liviano y deleznable? La respuesta es fácil examinan­do la arquitectura de sus ensayos, arquitectura que demuestra dos cosas: un modo científico de abordar la cuestión y un sa­ber filosófico. El fondo científico que lleva el doctor Lain den­tro no le permite la veleidad, al paso que su preparación filosó­fica le dota de una sagacidad admirable y de un bellísimo or­den mental. Todos los ensayos se enfrentan con el tema par­tiendo de su ontologia, por decirlo así, o de una posibilidad de tipo filosófico, dicho de otro modo, y se ordenan con la cla­ridad y el rigor que exige lo científico. (Las lecturas filosóficas

6

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de Lain y la devoción al magisterio de Xavier Zubiri son siem­pre palpables. Quizá sea su gran preparación filosófica una de las notas más -singulares, porque entre los científicos españoles se ha desdeñado un poco la lectura filosófica rigurosa. Y Lain Entralgo puede leer a Platón en griego y hasta se atreve a cons­truir una frase latina llena de sentido).

En segundo lugar he anotado que Lain Entralgo escribe amorosamente, y aunque ese adverbio indica muy bien qué quie­ro decir, no estará de más que redondee esa expresión. Escribir con amor significa adoptar ante el tema la actitud de máxima generosidad y comprensión, una actitud contraria a la del espe­cialista miope y poco caritativo. Quiere decir también que el escritor goza con la realidad y su observación, y transmite ese gozo al lector. No todos nuestros ensayistas tienen esa capaci­dad de fruición, capacidad que reside en parte en otra virtud que se llama generosidad. No en balde todo escritor tiene su metafísica y la de Lain no es difícil de averiguar, puesto que en el prólogo nos habla de la "religación" del hombre, término que procede de Xavier Zubiri.

Como tercera característica he anotado que Lain Entralgo escribe sus ensayos con elegancia. La elegancia procede en Lain de dos cosas: de su claridad mental y de su dominio del espa­ñol. Lain Entralgo conoce muy bien su lengua propia y hasta se permite alguna caracterización del ser español partiendo de una palabra como "substancia", por ejemplo, o justifica plena­mente la creación de un neologismo como "situai". De su do­minio de los medios expresivos puedo poner un ejemplo per­fecto: la traducción de un soneto del inglés Walter de la Mare. Por el verso quinto verán mis lectores este dominio:

Vi cómo la dulce poesía miraba con aflicción a la peluda ciencia, que hocicaba en la grama; la pobre poesía, en efecto, debe pasar por tal camino en su larga peregrinación hacia el paraíso. Gangueaba, gruñía y chillaba la ciencia, picada por las moscas, tostada, curtida por la intemperie y, ay, miope, por fuerza sometida a husmear de cerca, sus pobres y dispersos rincones al aire libre

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O bien léase sólo el prólogo para ver hasta dónde llega su preocupación filológica, ya que en torno a la palabra "respues­ta" encontrará el lector nada menos que una definición del hom­bre como "animal responsable". Por la responsabilidad del es­critor sabe muy bien Lain que la elegancia en el decir es una forma de ejercer señorío, de enseñorearse de las cosas y por lo tanto del lector. Ya nuestro Quevedo —que tanto sabía de es­pañol—, acuñó: "Quien enseña, señorea".

(12^111-1953)

La obra poética de Ildefonso-Manuel Gil

ESTÁ aquí, bien cerca de nosotros. Le conozco desde hace muchos años. Sabe mis inquietudes y yo conozco las su­

yas. Tengo encima de mi mesa sus cinco libros de versos. ¿Pue­de impedirme la fraternal amistad que opine con cierto rigor y aproximada exactitud? Es un ejercicio tentador. También son muy buenos amigos los muertos, Herrera, Fray Luis, Lope o Quevedo. (No me olvido de Góngora ni de mis dos Argensola). ¿Por qué entonces ha de serme lícito opinar con libertad de ellos y no de Ildefonso-Manuel Gil? ¿Por hablar con él todos los días? ¿No hablo queda y apasionadamente también con mis muertos? ¿Porque lo muy cercano impide, precisamente, una valoración más correcta? Alejémonos pues. Es fácil el ejercicio con un poco de buena voluntad. Desconozco lo que rodea a Il­defonso-Manuel Gil. No sé cómo es ni cómo piensa, pero aquí tengo todos sus libros. Es suficiente. Ordenémoslos por fechas, ya que las fechas tienen una inmensa importancia al estudiar una obra poética. (Si todos los poetas hubiesen fechado sus li­bros o poemas, muchos juegos eruditos no existirían, pero, en cambio, el estudio se haría con más rigor).

En 1931 aparece en Madrid, impreso por Galo Sáez, el pri­mer libro de Ildefonso-Manuel Gil, con un prólogo de Benjamín James. El libro se titula Borradores, el autor tiene 19 años y

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estudia Leyes en Madrid. (Según reza una pestaña de su último volumen, nació en 1912, y estudió la segunda enseñanza con los Escolapios de Daroca). Acaba de llegar de una provincia que ignora aún los nombres de Guillén, Salinas, Lorca o Alei-xandre, aunque ya se sabe algo de Antonio Machado y Juan Ramón. No creo, sin embargo, que Gil haya leído sus obras. En Borradores no aparecen huellas de ninguno de estos poetas, lo cual, en un libro primerizo, es muy sintomático. Pero esta falta de influencias, que podría ser beneficiosa, es aquí perju­dicial. Los poemas son de adolescente, inseguros y llenos de in­genuidad, como casi todos los escritos por jóvenes. Pero algunos versos tienen un evidente latido íntimo y no falta ese hallazgo que siempre buscamos en las primeras obras:

Los árboles todos perdieron su carne y en sus esqueletos se divierte el aire.

He de matar a la vida, pues no la puedo vencer, muerta, ya que no vencida la he de ver.

Tres años más tarde, con Ricardo Gullón, funda la revista "Literatura". Colaboran en ella Juan Ramón, Max Jacob, Gui­llén, Salinas, Qtc. La revista, de corta vida, como todas las revis­tas poéticas, ampara también a la colección Pen-Club, publicada por Espasa-Calpe, donde aparece el segundo volumen de Ilde-fonsonManuel Gil, La voz cálida, que obtiene una cordial aco­gida por parte de la crítica y no sin razón. Entre este libro y el anterior hay una profunda diferencia. Tres años madrileños en contacto con la mejor poesía española, han educado un instinto poético y una ambición creadora. Aún el poeta es muy joven y su espíritu —abierto a todas las influencias— se nutrirá fer­vorosamente de alta poesía. En esos tres años, Ildefenso-Manuel Gil lee con encendido afán las obras de Antonio Machado, Juan Ramón, Guillén, Salinas y Lorca. Conocerá a sus autores y hablará con ellos. En La voz cálida se notan esas lecturas, es-

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pecialmente la de Salinas, pero ya encontramos un perfil más acusado y personal, con momentos muy felices. (Véanse, por ejemplo, los poemas agrupados bajo el epígrafe de Soleda­des, o algunos de la segunda parte). No se trata de una poesía que halague por la forma, intelectual y precisa, sino cordial y apasionada. Aquí y allá, en versos aislados, se encuentran las ideas que veremos desarrolladas en la poesía de los libros últi­mos. La angustia del hombre en su soledad:

Rodeado de todos me duelen soledades, y me siento tan fuera de la vida y del aire que si miro a un espejo veo muerta mi imagen.

Quisiera hundir mis pies en la tierra surcada, como una siembra fértil de mí mismo, por lanzarme a lo alto sin perder el contacto con el suelo.

De La voz cálida a los Poemas de dolor antiguo, publicados en 1945, en la colección "Adonais", han pasado once años. El autor se encuentra en medio del camino de su vida. Ha su­frido los avatares del acontecer histórico y ha encontrado su mensaje. Lo que era balbuceo o hallazgo inseguro se ha con­vertido en algo definitivo. Al final del libro, en hermosas liras, nos lo dirá:

Busqué siempre en mis versos un humano temblor, aunque sabía que los mármoles tersos, pura geometría, resisten más el peso de los días.

Pero yo soy apenas esta hora que vivo intensamente; el río de mis venas se aleja de su fuente y se sume del tiempo en la corriente...

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Mi verso es así el grito que en. la más honda entraña me ha brotado. Más que en frío granito, quiero el nombre grabado al pie de un verso en sangre sustentado.

El poeta no ha podido ser más explícito. No le interesa la pura geometría de una poética intelectualista, amparada en el culto a la forma, que tantos estragos había de ocasionar en los últimos años. No, lo que busca decirnos es algo muy humano. Cantará la angustia de una existencia. (Recuérdense esas dos palabras, angustia y existencia, clave de la obra). Quizá por esto mismo su libro sea tan tremendamente temporal. El autor no había leído aún nada de Paúl Sartre, cuyo nombre empieza a sonar en España por esos años, por lo cual no pueden cali­ficarse sus poemas de existenci alistas en el sentido que hoy co­nocemos ese movimiento literario. Su existencialismo tiene raí­ces más lejanas y hondas, aunque, por otra parte, como es ló­gico, el poeta no haya podido evadirse de una atmósfera tem­poral. En su existencialismo se juntan una experiencia personal, repleta de angustia, y una corriente literaria que arrancará en Kierkeegard, pasando por Heideger, Unamuno y parte del su­rrealismo. Un hecho, sin embargo, es indudable: el contraste que resulta de leer los Poemas del dolor antiguo y los de los otros jóvenes poetas contemporáneos, tan fríos y correctos más de una vez. El libro de Gil rompe la "lineal dictadura" de un cauce poético, desbordando las puras formas. El autor sabe que "vivir es resbalar sobre un hondo misterio" y su misión es "re­coger el mensaje de ese misterio". De ahí la angustia de una "soledad poblada" de recuerdos y fantasmas:

Hablo en silencio con mis compañeros con los fantasmas que a mi lado marchan.

El poeta encuentra un mundo atormentado. Le angustia pensar en su destino personal. Toda una corriente, de buenas raíces castellanas, asoma a estos versos del Tiempo leve:

En la flor del almendro hay una angustia leve como su olor. Se sabe que ya en el tronco anidan, cautelosas,

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las horas invernales; que los labios abiertos en sonrisa y los ojos brillantes se han de cerrar y apagarán un día cualquiera, como caen en otoño las hojas a pudrirse en la tierra, su madre.

La lucha del poeta comienza ahí. Al saber que todo es fugitivo, sombra de luna o flor de almendro, "el verso debe lu­char con el tiempo". Su agonía nace de esta lucha entre lo fu­gitivo y lo eterno. Ahí principia su existencialismo, muy dife­rente del de Unamuno, Heideger o J. P. Sartre, que se apoya en otras razones filosóficas. "El oro de la tarde, dice, se borra entre las sombras de la noche y oíos vamos sin huellas, como el vuelo de un pájaro en el aire":

Por eso nos sentimos angustiados cuando el campo se abre, una vez más, al beso de las flores tan bellas y fugaces que nacen bajo el signo de la muerte lo mismo que nosotros, caminantes sobre caminos que hemos de ir abriendo con nuestra propia sangre, con nuestros versos y con nuestros sueños, con los locos afanes de salvar nuestro nombre en esta lucha del ser y las edades.

El destino del hombre, escribe el poeta, "es estar siempre a solas, sólo con su tristeza madurada en los siglos". El quiere recoger en su canto la milenaria raíz de los hombres solitarios:

Mi poema recoge ese grito angustioso del terror [milenario

la súbita parada del corazón que mira la esbeltez [sin materia

ni forma de la muerte, y el resbalar del tiempo sobre el afán del hombre, como el agua del río sobre el cuerpo desnudo.

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El poeta, a pesar de sentir en su entraña esa angustia, logra liberarse de ella. La lucha del verso con lo temporal queda olvidada. El libro termina con dos poemas a su primer hijo:

¡Gracias a ti mi nombre va seguro, almirante de fe sobre el mudable mar del tiempo a las playas del futuro!

(Todo lo anterior es lo que pudiéramos llamar raíz temá­tica. Fijémonos ahora en la corteza o sobrehaz. Pero ¿es lícito este dividir un poema en raíz y corteza, fondo y forma? No es ahora el momento de dilucidarlo). Abundan los versos más delicados. Elijo este ejemplo de los poemas de Otoño:

Se ve pasar el viento envuelto en aires tenues. La tierra se recoge, suavemente encelada, avarienta de gérmenes, de arroyos, de praderas, igual que una paloma en el amor dormida.

Ildefonso-Manuel Gil demuestra una predilección por el ale­jandrino, aunque los suyos se encuentran bastante alejados de los modernistas. No aparecen esdrújulos detonantes ni cultismos exóticos. Son alejandrinos llenos de naturalidad, deslizándose sin atropellos, pausadamente, aunque con elementos surrealis­tas engarzados con sabiduría:

os digo que los pasos de otoño son lentos y llevan un cortejo de asombradas pupilas... Había en mi mirada una angustia de pájaros...

Pero no todos los versos son alejandrinos. Hay también combinaciones perfectas de endecasílabos y heptasílabos:

así mi alma, soledad de ruinas, aire parado y orfandad de río, sólo vive su ayer).

A los Poemas del dolor antiguo siguió un delicioso Home­naje a Goya, 1946, finísimo recuerdo tributado a nuestro genial pintor. Se trata de un libro, primorosamente editado, con sólo diez poemas motivados por cuadros goyescos. Lo circunstancial y forzado se salva con la briosa composición inicial, Los fusila-

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mientos de la Moncloa, poema tan estremecedor y angustioso como el cuadro:

Esa camisa blanca, desgarrada, esas manos que crecen en la sombra, ese farol, luciérnaga horrorosa, que bebe carmesíes en la tierra...

Después de haberlo visto, nadie lo arrancará de la memoria.

Dos sonetos perfectos hablan de las pinturas negras, donde comienza "la búsqueda íebril de la belleza, en sueños y delirios escondida", y de los aguafuertes, donde los sueños de la razón producen monstruos "vagando por un mundo sin esquinas". Un irónico y burlesco romance a Fernando VII, lleno de acier­tos, y unas deliciosas cancioneillas a las "Majas", al "Girasol", a "El columpio" y a la "Pradera de San Isidro", demuestran la sabiduría poética de Gil, capaz de saltar de un poema acon­gojado a la sencillez desnuda, repleta de gracia alada:

¡Que nadie se atreva con mi fragilísimo cristal de belleza!

Su último libro acaba de aparecer en la colección "Halcón", de Valladolid, dirigida por Fernando González, el gran poeta canario. Su título, El corazón en los labios (¡cuánto nos dicen hoy los títulos frente a la vaguedad de los de antaño!), es muy significativo. Sigue por lo tanto nuestro poeta fiel a su ideario de una poesía que brote de lo entrañable. "El corazón manda", según frase bien clásica.

Sin embargo, el volumen no presenta tanta unidad como el de la colección "Adonais". Se abre con un homenaje a los ro­mánticos, poema escrito en 1934, pero recreado sabiamente en esta segunda versión, y termina con unas atormentadas silvas. Hay una sección de Juegos, siete poemas, algunos de los cuales habían aparecido en la revista "Escorial", finos y muy perfec­tos. "La retórica, escribe Gil al frente de esa parte, es el pasa­tiempo de los poetas". Estas composiciones, nacidas por un puro deseo de jugar, son como ejercicios en los que Gil demues-

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tra su profundo conocimiento del quehacer poético. Véase el principio del soneto a una nadadora:

Se quiebra el agua por tu afán hendida. Como rayo de luz tu brazo mueve rosas de espuma, pétalos de nieve, y surges vencedora a nueva vida.

Pero ya vimos que Ildefonso-Manuel Gil no concibe la poe­sía como un juego, como una actividad lúdica. La poesía bro­tará de una encendida llama interior y nunca debe ser un in­trascendente juego retórico. La misión del poeta es más alta. La voz apasionada de Gil aparece en esos cinco poemas de amor, llenos de fina gracia:

En el paisaje que la lluvia afina hay un candor humano, una pureza desprendida del hombre, abandonada, sin que ellos lo supieran, por algunos que durmieron su sueño sobre el césped dejándose caer hacia la tierra.

El tema de la soledad del hombre vuelve a surgir en unos espléndidos endecasílabos con la misma angustia que vimos en los Poemas del dolor antiguo:

Vivir es caminar entre recuerdos, entre sueños y sombras, junto a seres que yendo a nuestro lado nos ignoran,

y toman de nosotros lo aparente: el color de los ojos y la risa y las letras que forman nuestro nombre.

Este dolor de soledad poblada encierra al hombre en muros invisibles, tornándole sus ojos hacia adentro.

Y también, como en el libro anterior, este sentimiento trá­gico de la vida se resuelve gozosamente en una Proclamación de la esperanza, cántico espléndido desde el primero al último verso. Aunque el hombre muera con todo lo que ve, conoce y nombra:

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Sobre la tenue huella que mis pies han dejado, afirmarán sus huellas los pasos de mis hijos, y otros pies que se pierden en lejanos futuros: los hijos de mis hijos, los nietos de mis nietos.

Quedarán para siempre, aunque nadie conozca [su parecido exacto,

un matiz de mis ojos, un pliegue de mis labios [o un gesto de mis hombros.

Esto es precisamente lo que diferencia con tan poderosa fuerza la poesía de Ildefonso-Manuel Gil de cualquier solución de las llamadas existencialistas. La angustia y la nada se salvan en esa proclamación esperanzada de los hijos. Nótese lo origi­nal del pensamiento: no se trata de salvar el nombre, de hacerse inmortal por las obras o la fama, sino de algo más humilde y humano: de un matiz de ojos, de un pliegue de los labios,

(28-VII-1947)

"El tiempo recobrado", por I.-M. Gil

HACIA 1935 van apareciendo en la poesía española nombres como los de Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Luis

Rosales e Ildefonso-Manuel Gil, que andando el tiempo con­vierten en obra auténtica y lograda lo que en aquellos años era sólo una promesa cierta. De este modo nos encontramos hoy con una generación de poetas ya maduros, en posesión de una voz propia y personal llena de vigor y trascendencia. Pero como es bien sabido, para que una generación de poetas cumpla su des­tino, deberá aportar dos cosas: una nueva temática y una nueva manera de expresar esos temas. (No desconozco los riesgos de esta generalización, y sé que es posible aducir ejemplos en con­tra, pero creo, sin embargo, que es válida aplicándola con cri­terio histórico. Piénsese en los ejemplos de Garcilaso, Fray Luis, Lope, Góngora, Calderón y otros). ¿Cuál será, pues, la

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temática dominante hoy en este grupo y cuál su forma de ex­presión? A las dos preguntas se responde con facilidad: la te­mática dominante está enclavada en la zona del recuerdo, por un lado, y por otro, en la exaltación de lo más humano: la fa­milia. La primera mota no es propiamente original y tiene sus raíces en Antonio Machado, tan obsesionado por el tema del tiempo (y tan admirado por este grupo de poetas); la segunda, en cambio, posee una auténtica originalidad, ya que en vano buscaríamos en la poesía anterior a este grupo la exaltación, por ejemplo, de la figura del padre o de los hijos. Y la raíz de esta vuelta a lo humano más esencial habrá que encontrarla en una actitud ante la existencia. Todos estos poetas —más otros de la generación siguiente, como un Valverde, por ejemplo— sienten que el tiempo es invencible, pero que el poeta dispone de dos fuerzas poderosas para atacarlo: el recuerdo y los hijos. Por el recuerdo nos es posible volver a encontrar aquellas tardes que pasaron veloces por el corazón —como dijo tan bien otro poeta—, la sonrisa de una madre o los juegos infantiles. Pero un hijo es la prolongación de una sangre y de un nombre, que a su vez continuarán en sucesivas generaciones. Así puede decir, por ejemplo, Ildefonso-Manuel Gil:

Un hombre reunido con su hijo y su nieto es una alegoría de la victoria humana. La más firme montaña se torna vulnerable; todo es frágil y leve; todo, menos el Hombre.

De ahí el inmenso valor que tienen estos dos temas on la poesía actual, cuyo instrumento expresivo suele ser un verso donde la metáfora y la imagen distan mucho de ser complicadas. Esta generación ha vuelto los ojos a la expresión más sencilla y ele­gante, sin preocuparse mucho por el aparato y el adorno musi­cal. Para mí es indudable que estas dos notas son hoy las do­minantes en este grupo de poetas.

Por esta razón, el último libro de Ildefonso-Manuel Gil (edi­tado por la revista "ínsula") ha podido titularse El tiempo re­cobrado y podría muy bien haberse subtitulado Bajo la luz herida del recuerdo, como reza precisamente un verso del pri­mer poema. Por el recuerdo va salvando Ildefonso-Manuel Gil

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lo que la implacable mordedura del tiempo ha convertido en sombras y cenizas: la cotidiana acción de un padre paseando con su hijo de la mano, la sonrisa de una madre o la vuelta al hogar al anochecer de un septiembre, después de haber sentido la nostalgia de un poniente de sol. Pero la poetización de lo co­tidiano envuelve riesgos gravísimos y hace falta ser un auténtico poeta para lograr una criatura de arte, para conseguir un poema donde la anécdota no quede a ras de suelo pobre y chata, sino que se eleve a categoría. (Utilizando una terminología dorsiana que ahora nos viene de perlas). La piedra de toque está ahí pre­cisamente: en la superación de lo anecdótico y trivial. Y la poesía de Ildefonso-Manuel Gil logra eso tan difícil de conse­guir, utilizando además un lenguaje cargado de elementos que en otras manos podrían conducir al fracaso más rotundo:

Suceso cotidiano tan sencillo como la sucesión de noche y día; un hombre con su hijo paseando. ¡(El hábito exaltado a maravilla!

¿Puede decirse esto de una manera más sencilla? Sería impo­sible conseguir algo tan preñado de poesía con elementos tan simples y a su vez tan cargados de cotidiana frecuencia. (Nó­tense las ausencias de imágenes, metáforas, adornos musicales, etcétera. Hasta la rima se establece en los versos pares y es rima asonante).

Otro ejemplo bellísimo, lleno de la más elegante serenidad, realizado con un dominio que denota de qué modo se está en posesión de los más difíciles resortes expresivos. Para encon­trar algo semejante a estos endecasílabos y heptasüabos ten­dríamos que remontarnos al siglo xvi :

La soledad del campo, su pureza, su apacible silencio, la luz rosada de la tarde, limpia como el cristal del sueño, ponen manos de amor sobre mi frente y dan al pensamiento la dulce paz del pino y de la espiga, de la piedra y del viento,

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de todo cuanto vive en la segura precisión del objeto.

Este equilibrio formal es consecuencia de la serenidad inte­rior a que ha llegado el poeta. (Sólo hay un poema encrespado, el sexto, debido a la necesidad del tema tratado —la descripción de los temores de un ¡niño mientras espera el sueño, perdido en la negrura de su habitación— que principia con una imagen de tan escalofriante belleza como la siguiente: "Quizás no fuera más que el látigo del viento en las esquinas"). Y esta sereni­dad interior procede de la aceptación, resignada y llena de ele­gancia, de la idea de la muerte; de que la vida no es más que un río como en Manrique o Machado (imagen que aparece va­rias veces en el libro) y de que el hombre camina con la muerte a su costado:

Los límites del hombre se confunden, y cada día veo a mi muerte creciéndome al costado, y si palpo mi cuerpo toco bajo su frágil envoltura la exigencia del hueso, su amor de vencimiento hacia la tierra, su irremediable peso, su segura caída ineludible en el abismo cierto.

Esta actitud de aceptación resignada no suele ser rara en la poesía española, desde el siglo xv al xix. En el estoico Quevedo podemos espigar algunos textos como los que hablan de que la muerte es naturaleza y no sentimiento. Lo que diferencia la poesía de Ildefonso-Manuel Gil y la entronca con la de A. Ma­chado es la idea de que podemos vencer al tiempo por el re­cuerdo, como he dicho más arriba:

Sueña con tus recuerdos lo vivido, y en la noble tristeza de lo que pudo ser y lo que ha sido recobrarás el tiempo, trascendido en verso y en belleza.

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Y así, verso a verso, va salvando Ildefonso-Manuel Gil para la mejor poesía española sus recuerdos de niño y su actitud de hombre en poemas henchidos de suave nostalgia y de serena belleza. La figura del padre (o de la hermana muerta, por ejem­plo) es recordada con tan limpia emoción que la anécdota es ya trascendencia. Lo mismo las tardes de enamorado adoles­cente, mientras en el colegio se resuelven los problemas de ál­gebra y

La vida se derramaba afuera de los cristales, y del pupitre brotaba un surtidor de rosales.

O bien poetiza temas profundamente originales y extraños a la poesía española, pero que responden con exacta fidelidad a la actitud de Ildefonso-Manuel Gil, como puede notarse en el poema que lleva por título Canto a los hombres cuyos padres murieron jóvenes, tan soberbio y de tan penetrante y poderoso vigor poético:

Ser hijo es esa lenta y difícil tarea que empieza a ser cumplida cuando se ha sido padre...

Podrán hablar al padre con palabras de hombre, cambiándole en dorada realidad los sueños; dejarse contemplar como una vid que crece, como el curso seguro de un caudaloso río.

Pero la poetización de lo inmediato cotidiano, con palpitan­tes esperanzas, aparece también en El tiempo recobrado, como en los poemas Niño en el baño o Aniversario, donde se supera ágilmente la costumbre para quedar en poesía:

Es el amor tan lento como el sueño. Los años a tu lado siempre quedan a punto de empezar el primer día, el alba presentida y deslumbrante.

Para terminar con unos poemas incluidos en una sección bajo el epígrafe de Ahora, donde el poeta se dirige a los hom­bres angustiados por la tormenta del tiempo, diciéndoles:

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Nuestra canción podrá enseñar al hombre que la vida —esa piedra, esa charla entre amigos,

[ese libro, esa rosa— solamente vivir, es ya delicia hermana del milagro.

Y si con su libro anterior Ildefonso-Manuel Gil había lo­grado alcanzar una madurez difícilmente superable —como ya notaron los críticos—, con El tiempo recobrado deja en la poe­sía de su generación una de las más bellas muestras. Junto a La casa encendida, de Luis Rosales, y a Escrito a cada instante, de Leopoldo Panero, cierra una trilogía apasionante para la ac­tual poesía española, calificada por voces más autorizadas que la mía como de una segunda Edad de Oro.

(28-XII-1950)

Un hombre y un estilo: Luis Horno

EL hecho de que Luis Horno sea uno de mis mejores amigos me ha impedido muchas veces traer su figura a esta página,

ya que nunca querría que esto se interpretase toscamente como un deseo de pagar de algún modo todas las atenciones que él ha tenido conmigo. Si hoy me decido a hablar de él es por creer que su figura sintetiza, mejor que ninguna otra de las de mi ge­neración, toda una actitud ante la existencia, lo que en estos tiempos no es cosa desdeñable, ni mucho menos. Sobre todo si esa actitud comienza por dar, desde todos los ángulos, una nota llena de elegancia, y termina dando otra tan bella como la de la generosidad. Creo que estas dos notas ya ofrecen motivo su­ficiente para ocuparme de una figura que ocupa uno de los pri­meros planos en nuestra cultura zaragozana.

Que Luis Horno encarna "aquel señorío en el decir y el hacer" que exigía Gradan al Héroe es fácil de probar. Los que le conocemos personalmente sabemos mejor que nadie cómo su estilo responde siempre a su mesurada y elegante actitud,

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esa actitud que huye de la estridencia y procura siempre no gri­tar ai molestar. Todo su estilo literario obedece a esa posición. Jamás recordarán mis lectores ningún artículo de Luis Horno en el que se vea un deseo de gritar, aunque el tema exija poner el grito en el cielo. Ni la frase siquiera pierde su mesura. (Es decir, no pierde nunca sus "maneras", sus "buenas maneras", y jamás se encrespa enfurecido rompiendo moldes sintácticos al calor de una pasión). Pero esta elegancia no le ha impedido nunca decir lo que él cree que debe decirse. Al revés, le sirve para decirlo de tal modo que no quepa la menor duda. Y no quiero poner ejemplos que están en la memoria de todos, llenos de nobleza en sus intenciones y de elegancia y señorío en la frase.

A esta impecable elegancia, une Luis Horno una generosi­dad que hoy es también difícil de encontrar. Esta genero­sidad es la que le lleva a celebrar gozosamente el triunfo de los amigos, a p reocuparse de editar libros de otros y editarlos no sólo con cariño, sino con el amor de un biblió­filo. Últimamente está regalando algo preciosísimo e irrecupera­ble: su tiempo mismo. Porque Luis Horno no se negó a aceptar la presidencia de una sociedad cultural, sociedad que se está convirtiendo en una de las más nobles instituciones de que po­demos presumir los zaragozanos. La labor que está desarrollando en aquel centro, sobre estar llena de aciertos, reviste caracteres casi heroicos, a juzgar por detalles en apariencia minúsculos, pero reveladores. Sé que le voy a herir revelando uno de esos detalles, pero me parece tan esclarecedor que no quiero ocul­tarlo: sus amigos recibimos las invitaciones de esa institución en sobres escritos a mano por el mismo presidente. Y es que Luis Horno jamás rehuye una molestia si sabe que esa moles­tia puede redundar en beneficio de los zaragozanos.

Y ésta es quizá otra de las notas que más pronto perciben sus lectores: su encendida pasión por lo aragonés y más con­cretamente por lo zaragozano. Sólo a Luis Horno le he oído de­cir "mi ciudad" cargando el "mi" con toda pasión, como si dijera "mi casa", "mis hijos", "mis amigos". Todo lo zarago­zano le afecta hondamente; de ahí sus constantes 'llamadas de atención, ese señalar defectos que pueden ser fácilmente corre-

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gidos, ese desvivirse por el acontecimiento cultural, ese no dejar pasar ninguna ocasión de elogiar lo elogiable, o ese no querer más monumentos que afeen "su" ciudad. Luis Horno sueña a todas horas con una ciudad bellísima, con un ambiente cultural lleno de curiosidad y simpatía por todo y un tipo humano fino y elegante. Y a esos sueños contribuye con todas sus fuerzas.

Pero este amor por lo local no ha hecho de Luis Horno un escritor provinciano, ni mucho menos, ya que pocos de nuestra generación pueden presumir tanto como él de una insaciable curiosidad intelectual. Horno sabe muy bien que una cultura local sólo vale en función de su universalidad. Todos sus lectores conocemos bien hasta dónde llega su vigilancia, ya que muchas veces se ha adelantado a los críticos españoles y nos ha dicho su opinión sobre la obra extranjera más reciente, o la ha tra­ducido.

(19-11-1953)

El dialecto aragonés

SUCEDE con los nombres de los dialectos españoles algo pa­recido a lo que ocurre con los límites de España: todo el

mundo los sabe y pocos los conocen. Porque todos saben que hay un dialecto leonés, un dialecto asturiano y un dialecto ara­gonés, ya que en la más elemental enciclopdia escolar se ha estudiado. Incluso estoy seguro de que muchos zaragozanos o turolenses creen hablar aragonés cuando en realidad hablan un castellano muy correcto, con una entonación especial, unas vo­cales más o menos fuertes y alguna que otra palabra local. Pero nada más. Lo que los filólogos llaman dialecto aragonés es algo muy distinto, enclavado en unos límites no muy precisos y con rasgos fonéticos y morfológicos peculiares. Los límites impre­cisos corresponden a las fronteras con Navarra y Cataluña. Por ejemplo: mientras la frontera de las vocales abiertas e, o aleja del aragonés y acerca al catalán pueblos como Roda, Benaba-rre y Fraga, la frontera de ciertas consonantes los incluye. Por

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otra parte, desde hace cuarenta años (desde los estudios de Sa-roïhnday), el proceso de eastellanización en esa frontera ha ido avanzando, como ha ido avanzando también en la zona central o en la frontera con Navarra. (La facilidad y rapidez de las comunicaciones, la radio, la prensa, la enseñanza obligatoria y el servicio militar son fuerzas uniformadoras y no disgreg adoras).

Este dialecto, aunque parezca mentira, jamás había sido es­tudiado por los mismos aragoneses, si exceptuamos el buen vo­cabulario de Borao, que aún sigue prestando servicios. Cuando se hablaba del aragonés había que mencionar nombres tan exó­ticos como Saroïïmday, Krüger, Khun, etc., o citar a Menéndez Pidal, García de ¡Diego o Navarro Tomás. ¿Desdén por lo que tenemos en casa? No, algo más simple: carencia de una tra­dición de estudios filológicos en nuestra Facultad de Letras, ya que hasta la llegada de Francisco Ynduráin nadie se había in­teresado científicamente por estos problemas. (Puede compro­barlo el curioso buscando en nuestras bibliotecas los libros o revistas de interés filológico). De nuestra actual Facultad de Letras (de la que haré un día el elogio que se merece) ha salido ya un pequeño grupo de jóvenes maestros, cuya seguridad en los estudios filológicos y cuyos frutos no pueden ser mejores ni más logrados.

Uno de estos jóvenes maestros es Manuel Alvar, catedrático de la Universidad de Granada, cuya pasión por el dialecto ara­gonés se manifestó siendo estudiante. Manuel Alvar comienza por tener una formación rigurosísima y una capacidad de tra­bajo asombrosa. En pocos meses ha logrado publicar nada me­nos que tres libros, dos de ellos sencillamente apasionantes; uno sobre las Endechas o cantos fúnebres de los sefarditas ma­rroquíes, y otro sobre el dialecto >aragonés<*\ que constituye la guía más valiosa que conocemos para penetrar en un mundo erizado de dificultades para los profanos.

El esfuerzo de Alvar, lo mismo que su sabiduría, queda bien patente desde las primeras páginas. Sólo estudiar con rigor los signos gráficos que empleaban los aragoneses en la Edad Media le ha obligado a fichar cientos de documentos. Podemos

(*) El dialecto aragonés. Editorial Gredos. Madrid, 1954, 404 pá­ginas.

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saber así que el préstamo árabe cahíz se escribía en 1036 Kahic, y Kafiz en 1130, mientras cafizadas (cahizadas) se usaba en 1132. El lector puede imaginar el esfuerzo que supone la reco­gida de este material si tiene en cuenta que el alfabeto que usa es mucho más simple y mil veces más disciplinado que el va­cilante alfabeto medieval. Por eso Alvar tiene que documentar formas como Zaragoza en 1036 y Çaragoça en 1068, y expli­car esas diferencias. No olvide el lector que .todavía en el si­glo xvii un Lope de Vega podía escribir con toda tranquilidad haber, aber, aver, haber, auer y hauer, o que hoy los fonetis­tas necesitan signos especiales para distinguir el sonido de u en formas como Huesca, huso, aupa, título, etc., ya que las cua­tro formas son distintas.

Como es lógico, el núcleo del estudio lo constituye la des­cripción minuciosa de los actuales caracteres del aragonés, ya fonéticos ya morfológicos o sintácticos, sin olvidar la historia de cada fenómeno. ¿Y qué es lo que distingue el aragonés del castellano? ¡El aragonés actual se distingue por un grupo de fe­nómenos bastante singulares. Conserva, por ejemplo, la forma ua antecesora de ue en voces como ruaca, Ar aguas, frente a rueca y Ar agües; mantiene vivo el diptongo ie delante de //, como en amariella, cuchiello (compárese con Castiella, Casti­lla); no convierte en /, sino en //, los grupos de consonantes c'l y li, como en aculo = oc'lo = uello o güello, mulier = muller, frente a ojo, mujer; conserva la / inicial en palabras como ja-rinetas, fardacho, fambre. También es característico del arago­nés la conservación del grupo pl en plorar = llorar, o en plan­taina = llantén (uno de los pocos mozarabismos vivos hoy día), y la no sonorización de las consonantes p, t, c, intervocá­licas, como en ito = ido, espala = espada, al paso que conser­va la d también intervocálica en formas como ride r= rie, ra­der = raer. Característico del aragonés es también la persisten­cia de formas como muito, jeito, dreito, frente a mucho, jecho (hecho), derecho.

Como es lógico, Alvar dedica abundantes páginas al estu­dio de los rasgos morfológicos (alguno tan original como los imperfectos deciba •=. decía, rompeba = rompía) y sintácticos, pero no podemos seguir extractando ya más so pena de que el

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lector piense en nuestra pedantería. Mi propósito era solamente dar la noticia de la aparición de un libro escrito por un ara­gonés que debe llenar de gozo a todos los aragoneses.

{24-VI-1954)

Gracia y figura de un pueblecito

DESDE cualquiera de los cerrillos que dominan el pueblo, se percibe con nitidez su primitivo carácter militar y mo­

nacal. Agreda es una avanzadilla castellana que está apuntando la ascensión aragonesa por el camino de Tarazona a Soria. Los vigilantes torreones medievales se yerguen aún desafiantes con sus piedras de color caramelo, aunque más de uno, como pasa en otros pueblos, sirva hoy de vivienda a pacíficos labradores que no lanzan dardos, sino que adornan las ventanas con be­llísimos geráneos. Gran parte de la muralla ha desaparecido, pero todavía quedan restos perfectos. Por estas tierras luchó el elegante Marqués de S antillana con armas y versos. Por aquí escribió alguna deliciosa serranilla ("Serranillas del Monca-yo / Dios vos dé buen año") y contendió con Juan de Dueñas.

Las torres de las iglesias desafían a los torreones medievales. ¿Cuántas iglesias tiene este pueblo? Abundan las joyas de tran­sición del románico al gótico y los retablos del siglo xv. Las iglesias, aun las que no están dedicadas al culto, son quizás las iglesias más pulcras de España. Ni una mota de polvo ensucia las paredes o los viejos oros de los retablos.

El Moncayo está ahí mismo, casi al alcance de la mano, con su color grisáceo como el inmenso torso de un elefante geoló­gico, Al atardecer, con la puesta del sol, ese torso gris va ad­quiriendo poco a poco un tinte violeta oscuro, que tan bien describía Antonio Machado cuando hablaba de Montes de violeta. Una puesta de sol desde estas alturas es un espectáculo de una belleza increíble y llena de tesoros fabulosos.

Desde el cerro, el pueblo se recorta límpido y perfecto. Al

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atardecer, antes ûe que comiencen a humear las chimeneas, pa­rece un pueblo dormido, silencioso y casi abandonado. Una sensación de tranquila serenidad invade el ánimo. Ni una tenue nubecula de polvo se eleva de las calles. Para los zaragozanos que veraneamos aquí es un fenómeno extraño y asombroso. Las torres de las iglesias y conventos, los torreones de las murallas se incrustan en una atmósfera de cristal. Al fondo, las tierras paniegas dan los oros de los trigos o los rojos húmedos de un campo ya labrado, mientras los verdes de las huertas y paseos cantan sus mejores sinfonías.

Dentro del pueblo, el aire sigue siendo cristalino y sutil. Las polvorientas calles, a que estamos tan acostumbrados, aquí están perfectamente asfaltadas. Y no sólo las calles principales, sino esas callejuelas secundarias que van a dar a las huertas o a las eras. Una amorosa y ejemplar gestión municipal ha lo­grado transformar en pocos años la atmósfera del pueblo. La gestión ha afectado tanto a lo material como a lo espiritual. Me explicaré.

El pueblo, como tantos otros pueblos españoles, carecía de los servicios de aguas, de buenos alcantarillados y desagües, de paseos, biblioteca, etc., etc. Hoy puede servir de ejemplo. El paseo es sencillamente una maravilla. Su extensión es mayor que el de nuestro paseo de la independencia, los castaños de Indias dan una sombra tupida y fresca y los bancos distan mu­cho de ser esos tristes y humildes bancos de madera. Por la no­che, su iluminación es perfecta. El Ayuntamiento se ha gastado unos miles de pesetas en soberbias y no mortecinas lámparas de mercurio que nadie roba ni rompe. Sí, nadie las rompe ni las roba, a pesar de que la alameda se extiende lejos del pueblo. ¿(No es extraordinario que un pueblo de escasos cinco mil habi­tantes pueda darnos tal lección de urbanidad? Porque "urbani-tas", como sabe ya cualquier niño de segundo curso de Bachi­llerato, deriva de "urbem" y no á& "populum", del mismo modo que "cortesía" deriva de "corte" y no de "cortijo". Y, sin em­bargo, aquí está la lección ejemplar.

Pero es que Agreda es sencillamente un pueblo fino, con finura que va desde el aire que lo rodea a los habitantes. ¿Cómo ha hecho el Ayuntamiento para que no haya gamberros?, se pre-

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guntará cualquier zaragozano de los que leen en la prensa diaria las admoniciones de nuestras autoridades o los artículos de nuestros escritores. Pues de un modo muy sencillo: el Ayunta­miento, como en tantas partes, no ha hecho más que colocar las bombillas, cuidar los jardinillos y hermosear el pueblo. Los habitantes han puesto el resto, han alentado una obra que veían beneficiosa para todos y en todos aspectos y han colaborado con todo cariño en esa obra. El resultado es un pueblo con gracia y finura. Un pueblo que se permite el lujo de tener un quiosco rodeado de tubos fluorescentes y de preciosas flores que nadie ha roto ni ha robado, alamedas umbrosas que nadie ensucia, grupos escolares sin barrotes en las ventanas y una pequeña, pero bien escogida biblioteca, en la que he encontrado alguna sorpresa.

El problema es, sencillamente, de educación, y la educación se adquiere en casa y en la escuela. La educación urbana no es muy diferente de las otras, sino un aspecto, y no el más des­deñable, de una educación integral. Urbanidad no es otra cosa que el arte de vivir en la "urbe", en la ciudad, y de convivir con los demás. Y es arte que cuando no se lleva dentro hay que enseñar, y hay que enseñarlo con todo rigor y en todas partes: en casa, en la escuela, en el instituto, en la fábrica, en el cole­gio y hasta en el cine.

(2-IX-1951)

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DE CLASICOS Y MODERNOS

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La idea de la fama en la Edad Media

J— N el campo de la investigación histórica literaria, el suceso -*—' más importante de mi generación lo constituye la figura de María Rosa Lida de Malkiel, formada en Buenos Aires bajo el magisterio de Amado Alonso y hoy profesora de la Univer­sidad de Berckeley, en California. Yo confieso mi asombro cada vez que ella publica un libro, un artículo o una crítica. Y como yo, todos los que se dedican, con más o menos fortuna, a esta clase de estudios.

Nuestro asombro procede en primer lugar de algo infre­cuente hoy entre la gente del gremio: el extraordinario dominio de las literaturas clásicas que posee María Rosa Lida. Por eso ha podido escribir un estupendo libro sobre el teatro de Sófocles o un extenso trabajo sobre la penetración de temas grecolatinos en la literatura española. Nadie de mi generación es capaz de saber con tanta precisión el griego y el latín ni posee su fami­liaridad con autores de épocas y tendencias muy dispares. Pero si su formación humanista es perfecta, no lo es menos su extraor­dinaria sabiduría de las literaturas europeas, románicas o ger­mánicas. Buena prueba de esto lo constituye, por ejemplo, la nota crítica sobre el célebre libro de Curtius, que ha sido uno de los acontecimientos eruditos de la postguerra europea. Su capacidad de trabajo, su memoria y su sensibilidad son también extraordinarios. Por esta causa, sus libros ofrecen una poderosa construcción difícilmente superable, como sucede con su volu­men sobre Juan de Mena o con el último que acaba de publicar sobre la Idea de la fama en la Edad Media castellana, libro que ofrece el interés de ver cómo la idea de la fama, que mu­chos estudiosos han considerado como una de las claves del pen­samiento renacentista, tiene un gran vigor en plena Edad Me­dia, con lo cual se confirma por otra parte la idea actual de que el Renacimiento encierra más gérmenes medievales de los que se pensaba desde que Buckhard inició sus estudios famosos.

María Rosa Lida no da por supuesto que los griegos, y so­bre todo los latinos, conocieron el afán de gloria, sino que lo demuestra cumplidamente. Si el libro tiene 316 páginas, las 95

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primeras están dedicadas a estudiar minueiosamente cómo reac­cionaron los hombres de la antigüedad ante la idea de la fama. La extensa introducción arranca de Homero y termina en Boe­cio. Imagínese por un momento el caudal de lecturas directas que ha tenido que realizar María Rosa Lida para poder perse­guir esa idea a través de tantos textos y autores diferentes, te­niendo en cuenta además que muchas de las notas de esta intro­ducción remiten a autores medievales europeos que conocieron las fuentes latinas.

En la segunda parte se acrecienta el interés, ya que María Rosa Lida ha sabido distinguir muy bien dos corrientes en el pensamiento medieval: la ascética y la caballeresca. La corrien­te ascética atiende sólo a la dimensión ultraterrena del individuo y desprecia la vanagloria mundana. La Iglesia, con San Agustín y Santo Tomás a la cabeza, insiste, partiendo de los textos bí­blicos, en esta posición de desprecio. La "inanis gloria" será uno de los pecados capitales. Los primeros textos romances, como La Vie de Saint Alexis (de mediados del siglo xi), re­presentan bellamente esta corriente de huida del honor munda­no, nada perdurable, frente a la gloria divina, que es duradera. Ningún autor inserto en esta dirección ambiciona la gloria te­rrena. Véase, por ejemplo, lo que dice el del Libro de la mise­ria de orne:

El omoe non piadoso que mucho es ensalzado, después que él es muerto su lugar non es trovado; con poquillejo sonido su nombre es olvidado, así como faz el polvo que del viento es levado.

Esta idea de la inutilidad de la fama terrena penetra honda­mente en la estructura espiritual del español renacentista y ba­rroco. No deja de ser curioso que los mejores poetas españoles hayan sentido un cierto desdén por la obra impresa, ya que ni Garcilaso, ni Fray Luis, ni Góngora, ni Quevedo, ni los Argen-sola se molestaron en llevar sus poemas a la imprenta. Uno de los textos más significativos que conozco es de nuestro Barto­lomé Leonardo de Argensola, que, acuciado por los amigos para dar sus obras a la estampa, se atrevió a escribir todo esto tan preñado de dramatismo:

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¿Vivirán más que el orbe los honores, aunque los juzguen la elección moderna y la antigua a la envidia superiores?

No plugo al que sus fábricas gobierna bien que artizadas por eterna traza establecerles consistencia eterna.

Este gran todo siente, aun cuando enlaza con las posteridades las memorias, que un último suspiro le amenaza.

Obsérvese el vigor dramático que encierran los últimos ver­sos, cuando afirma nuestro gran poeta que al mismo mundo le está amenazando un "último suspiro". Nada durará, ni siquiera lo que parece más permanente.

Sin embargo, como anota María Rosa Lida, "la Iglesia no es, al fin, toda la vida medieval; fuera de ella existe, por jem-plo, una esfera cortesana cuyo ideal de vida no es el eclesiásti­co", sino el mundano. Probablemente nunca existió tanto boato en banquetes, torneos, coronaciones y fiestas como en la Edad Media. De esta esfera cortesana, mundana, arrancará la otra dirección, que comenzará por el ideal caballeresco y terminará por ensalzar la gloria del escritor. El libro de María Rosa Lida de Malkiel se detiene en Jorge Manrique, después de haber es­tudiado con minuciosidad sorprendente la idea de la fama en los escritores del siglo xv, especialmente en Juan de Mena. Se detiene en Manrique porque en sus famosas Copias se dan cita de un modo precioso, como ya notó Américo Castro, las dos corrientes. Cuando la Muerte acude a vencer a don Rodrigo Manrique, se establece uno de los diálogos más elegantes que conocen las letras españolas:

No se os faga tan amarga la batalla temerosa

que esperáis, pues otra vida más larga de fama tan gloriosa

acá dexáis. Aunque esta vida de honor

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tampoco no es eternal ni verdadera,

mas con todo es muy mejor que la otra temporal

perescedera.

La única vida eterna es la sobrenatural, pero aun siendo esto cierto, no lo es menos que la vida de la fama es mejor que la vida temporal. Y esta dimensión ideológica arrastrará a los mejores hombres del Renacimiento que sentirán en sus entrañas vivamente esta ansiedad de perdurabilidad, ansiedad que se col­mará con la hazaña, la poesía o el descubrimiento, una de las claves del mundo actual.

Como pueden ver mis lectores, un libro rigurosamente eru­dito puede tener un interés sorprendente aun para los no espe­cialistas, ya que en la historia de las ideas, la de la fama terrena ha tenido y tendrá una importancia decisiva en los aconteci­mientos históricos y culturales.

(19-IH-1953)

Los dos autores del Poema del Cid

Pocos españoles habrán dejado de vibrar emocionados al en­terarse de que el célebre códice del Poema del Cid pasaba,

gracias a la generosidad de la Fundación March, a nuestra Bi­blioteca Nacional; pero ningún español sentiría el profundo gozo de don Ramón Menéndez Pidal, cuyos desvelos por el gran poema comenzaron hace ya setenta años y continúan to­davía, para ejemplo admirable de todos.

En don Ramón no sabe uno qué admirar más, si su prodi­gioso rigor, su infinita curiosidad o esa perenne y auténtica ju­ventud que le lleva, a los noventa años, a plantear problemas apasionantes en torno a los orígenes de la Canción de Roldan, o a descubrirnos ahora que en el Poema del Cid hay que ver dos autores. Noticia realmente sensacional que ya había ade-

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lantado este verano en una entrevista, que sobresaltaría no poco a los estudiosos y aficionados. Porque lo cierto es que el Poema era —o parecía ser— un texto bien conocido, que guardaba pocas sorpresas, incluso para el propio Menéndez Pidal, que ya lo había editado hace más de medio siglo.

Como está bien sabido, el Poema del Cid, dividido en tres cantares, es un poema eminentemente histórico que gira alrede­dor del destierro de Rodrigo Díaz por Alfonso VI, la conquista de Valencia y la famosa afrenta de las hijas del Cid en el ro­bredo de Corpes. Todos sabíamos, por haberlo demostrado el propio don Ramón, que el Poema era obra de un juglar de los alrededores de Medinaceli y compuesto hacia 1140. Desde ahora tendremos que añadir otros conocimientos para redondear esa ficha. Gracias a la amabilidad del gran maestro y del editor X Marín, somos los primeros en divulgar el sorprendente hallaz­go realizado por nuestro insigne filólogo, y más sorprendente todavía por lo que supone de lección, de vigilancia rigurosa en la lectura, puesto que todo se deduce del propio texto.

Cualquier lector del Poema nota inmediatamente la pro­funda unidad y coherencia de la obra, como nota también el pro­fundo y hondo sentido verista de todo lo que se narra, salvo en el caso de la afrenta de Corpes, que siempre le parecerá episo­dio demasiado novelesco. Menéndez Pidal, partiendo de datos del mismo Poema, pero inadvertidos antes, llega a la conclu­sión de que el juglar de Medinaceli amplía en realidad un poe­ma escrito por otro juglar de San Esteban de Gormaz unos cuarenta años antes, juglar que debió de ser contemporáneo del Cid Campeador, ya que sólo así pueden explicarse ciertas notas curiosas, como la mezcla del verismo más auténtico con la no-velización más dramática.

Para demostrar que el juglar que compuso el poema era de Medinaceli, Menéndez Pidal se apoyaba —aparte de los ele­mentos lingüísticos fronterizos— en la toponimia, puesto que los cinco lugares mencionados en el Poema en los alrededores de Medinaceli, contrastaban con la parquedad de menciones de lugares cercanos a la población bastante más importantes, como Burgos, Zaragoza o Valencia. Pero ahora descubre que el autor conoce mejor aún la región de San Esteban de Gormaz, ya que

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frente a las cinco menciones de Medinaceli, halla diez lugares o lugarejos mencionados en los alrededores de San Esteban. Más aún, el primer juglar sabe exactamente una leyenda local, de cierta Elf a encerrada en una cueva, o conoce muy bien que la frontera con los moros estaba en 1081 en la Sierra de Mie-des, mientras que sólo cinco años más tarde estaba colocada más al Sur. Este juglar recordará muy bien, a pesar de los años transcurridos, un pequeño detalle histórico, al paso que el se­gundo poeta, el juglar de Medinaceli, aunque conoce bien los alrededores de su pueblo, ignora que en la época del Cid, Al­fonso VI no poseyó la villa y que no estaba allí la frontera del reino. El primer juglar poetizaba muy cercano a los hechos, era poeta "noticiero", mientras que el segundo permanece más ajeno a lo histórico o verista y es más dado a lo imaginativo y hasta a lo truculento.

Precisamente lo que don Ramón va a rastrear en el Poema son las huellas veristas que el juglar de Medinaceli no borra del todo; una especie de contradicción interna entre el verismo de los personajes y lo fabuloso de algún episodio, como el de la afrenta de Corpes. ¿Cómo es posible que el juglar de Medi­naceli sepa que un tal Diego Téllez recoge a las hijas del Cid en San Esteban después de la afrenta de Corpes? A este per­sonaje sólo se le menciona una vez en el Poema, justo cuando se dice cómo obsequian y atienden los de San Esteban a las maltratadas hijas del Campeador, y se le menciona sin duda por ser conocido aun por los oyentes primeros del Poema. (Por­que, en efecto, un -Diego Téllez existía en 1086, según un raro documento). Por otra parte, un personaje de la talla de Alvar Fáñez, sobrino del Cid, figura a su lado a lo largo de todo el Poema, mientras que la historia confirma que sólo estuvo con su tío en los primeros tiempos, sirviendo, en cambio, a Alfon­so VI desde 1085.

¿Cómo explica Menéndez Pidal el episodio de las bodas y de la afrenta de Corpes, puesto que el Poema cita exactamente, no sólo los nombres de los novios, aquellos orgullosos infan­tes de Cardón, sino los de su padre, Gonzalo Ansurez, su tío y hasta los aliados, como García Ordóñez? Don Ramón piensa que el autor primero, el de San Esteban de Gormaz, menciona-

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ría en su poema unos esponsales de las hijas del Cid, muy niñas entonces (tendrían entre nueve y doce años, por lo que dice su padre en el Poema, son de días chicas y que non son de casar) y que el matrimonio no llegó a celebrarse porque Alfonso VI, airado contra el Cid, por no haber llegado a tiempo de socorrer el castillo de Aledo y pelear contra Yusuf, mandó prender a doña Jimena y sus hijas, precisamente cuando pasaban por San Esteban de Gormaz, según dicen las Crónicas, lo que debió asustar a los pretendientes —tampoco muy mozos— y el ma­trimonio no se realizó. Cree don Ramón, que el poeta de Gor­maz contaría el abandono de las desposadas, sin maltrato algu­no, y que más tarde el Cid pediría la devolución de la dote, por decirlo así, sin acusación criminal de ninguna especie. El poeta de Medinaceli convertiría este simple suceso en uno de los episodios más dramáticos del Poema, novelizándolo, pero conservando el verismo de los nombres y lugares del primitivo cantar. Por eso dice nuestro genial maestro: "El genio poético del autor de Gormaz atrae hacia sí e impulsa al refundidor de Medinaceli. Esta continuidad de inspiración a través de los tiempos en el arte colectivo es un gran fenómeno estético que la moderna crítica tradicionalista observa, afirma y debe estu­diar: continuidad de numen, fundada en comunidad de gustos, de propósito y de ambiente cultural." Don Ramón confirma así una vez más y desde otro ángulo, su sagaz teoría de la tradi-cionalidad literaria, teoría que es una de las más brillantes con­tribuciones científicas españolas a la cultura europea del si­glo xx.

(2-II-1961)

El Romancero general

CUALQUIER lector aficionado a nuestra historia literaria pue­de hacer la observación de que al llegar al Renacimiento

la poesía española sufre un viraje decisivo. Si abre un Manual de literatura, encontrará al llegar a 1526 la famosa conversa-

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ción de Andrea Navagiero con Boscán, en virtud de la cual eî amigo de Garcilaso se decide a ensayar los metros italianos, métrica que se aclimata gracias a la delgada poesía del poeta toledano. Si pasa unas cuantas hojas de este Manual, encon­trará un epígrafe o capítulo que rezará, más o menos, La reac­ción tradicionalista de Castillejo. De ahí pasará a la época de Felipe II, y más adelante al Barroco, sin otra clase de explica­ciones. Creo, sin embargo, que es ya hora de abandonar un poco la rutina y de encarar los hechos bajo otro prisma.

Comencemos por el principio y situémonos hacia 1511. En ese año se publica el Cancionero general, de Hernando del Cas­tillo, con un éxito extraordinario. Las ediciones se sucederán durante todo el siglo xvi, y todos los poetas, desde Garcilaso a Lope, pagarán su contribución al poemita de tipo cortesano. No hay, pues, reacción tradicionalista de Castillejo, sino con­tinuación de una línea poética que en su esencia nada tiene que ver con lo tradicional, como no sea el uso y abuso del verso de ocho sílabas. Es una poesía juguetona, intrascendente e in­geniosa. Poesía que continúa Castillejo y que llegará a cultivar hasta Herrera.

Por otra parte, la auténtica poesía tradicional (la de los ro­mances históricos o líricos, y la de las cancioncillas con apoyo en la música) se sigue cultivando y editando en pliegos sueltos, como hoy los cuplés, durante todo el siglo xvi. Nunca se insis­tirá bastante en el hecho singular de que muy pocos años des­pués de aparecer las obras poéticas de Boscán y Garcilaso, 1543, aparezcan las primeras antologías de romances viejos editadas en Amberes por Martín Nució hacia 1546-1550. Su­pone comprobar nítidamente de qué modo está presente la Edad Media en pleno Renacimiento; fenómeno peculiar de la litera­tura española, que se da también en otras manifestaciones cul­turales. Esto supone que durante el Renacimiento corren parale­lamente tres conceptos distintos de la poesía: a) Poesía del Can­cionero general de 1511, alambicada y cortesana; b) Poesía de tipo italianizante, en versos endecasílabos, amorosa, grave y ele­gante, y c) Poesía de tipo medieval, en la que se siguen cantan­do las hazañas del Cid Campeador, de los siete infantes de Lara,

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o la aventura del conde Arnaldos, más los villancicos profanos y sacros, que continuarán durante dos o tres siglos.

Ahora fijémonos en la fecha de nacimiento de algunos poe­tas. Cervantes nace en 1547, Góngora en 1561, Lope en 1562 y Quevedo en 1580. ¿Qué pueden leer esos poetas? Pueden leer las obras de Garcilaso, publicadas con creciente éxito desde 1543, los Romanceros, de Martín Nució, Esteban de Nájera o Juan de Timoneda, aparecidos desde 1546, y además oír las cancioncillas de tipo medieval y hasta cantarlas. ¿Qué pueden hacer Cervantes, Góngora y Lope? Aceptar como lógica la poesía de tipo italiano a lo Garcilaso, ir complicando el ende­casílabo, recargándolo de belleza formal, sonora y llena de efi­cacia sensual {Soledades, Polifemo, sonetos de Lope, Quevedo, epístolas de Bartolomé Leonardo, etc.), y volver los ojos a lo tradicional auténtico; recrear de nuevo los romances, ponerlos de moda bajo otro aspecto y utilizar las cancioncillas populares (de bodas, bautizos, vendimias o los villancicos) para interca­larlos en las comedias de líneas tan poco renacentistas. Abran los lectores cualquier comedia de Lope —Peribáñez, Fuente Ovejuna, El caballero de Olmedo— y observarán este apoyo en elementos tradicionales, cantables, al lado de fórmulas re­nacentistas.

Hacia 1580-1585, tanto Lope como Liñán, su amigo, o Góngora y su círculo se entusiasman de nuevo con el Roman­cero y vuelven a esa fórmula medieval. Nótese que ni Garcilaso, ni Boscán, ni Figueroa, ni Fray Luis escriben romances, pero que sí los escriben San Juan de la Cruz, Cervantes y sus ami­gos, especialmente ¡Padilla, que los vuelve a lo divino. Lope iniciará el ciclo de los romances moriscos y pastoriles. Todo el mundillo cortesano, grandes señores o menestrales, cantaba sus amores con Elena Osorio bajo los disfraces de Zaide y Zaida o de Belardo y Filis. El serio Bartolomé Leonardo de Argen-sola, educado bajo la férula de Horacio y Juvenal, desprecia esa vuelta a los romances y escribe cierta vez:

Hoy estuvimos yo y el Nuncio juntos, y tratamos de algunas parlerías, echando canto llano y contrapuntos,

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mas no se han de contar como poesías, pues no eres tú Belardo, ni yo Filis, enfado general de nuestros días.

Góngora, por otra parte, pondrá de moda los deliciosos ro­mances de Hermana Marica y los de forzados y corsarios, tan populares, que aun hoy todo el mundo los sabe de memoria. Entonces se cantaban, como los cuplés de hoy, con música de muy buenos compositores. La diferencia que va entre una forma y otra es que el romance artístico es de una belleza espléndida frente a la chabacanería del cuplé de hoy, con un tonillo inso­portable, capaz de conducir al homicidio.

Y lógicamente también, del mismo modo que un hábil edi­tor lanzó la colección de 1546 con los romances viejos medie­vales, recordados por todos, otro editor no menos inteligente lanzó en 1600 un monumental Romancero general con las me­jores piezas de Lope, Góngora, Liñán y sus amigos que todo el mundo cantaba y sabía de memoria, tan bien como los mis­mos romances viejos. Este Romancero general tuvo un éxito tan extraordinario, que a los cuatro años volvió a hacer otra edición aumentada Juan de la Cuesta, el editor del Quijote, su­perior a la de 1600. Un año después aparecía en Valladolid otra antología, aún más extensa, pero en ella se incluían ya sonetos y canciones.

Estas ediciones se habían convertido en libros codiciadísi­mos por los mejores bibliófilos, ya que quedaban muy escasos ejemplares. El millonario norteamericano Huntington, poseedor de una maravillosa biblioteca de libros raros y curiosos, hizo una edición facsímil del Romancero de 1600, que se ha convertido también en joya buscadísima por los inteligentes. Hoy podemos gozar de una edición perfecta de todos los Romanceros gene­rales, preparada con gran cuidado por el erudito A. González-'Palencia, tan gran conocedor de nuestra historia literaria. El tra­bajo realizado ha sido verdaderamente ejemplar y abrumador. Para que el lector se dé cuenta de la tarea que ha resuelto el ilustre académico, les indico sólo que en los dos volúmenes aparecen impresos más de mil doscientos poemas, cotejados con las reediciones sucesivas de 1604 y 1605, cuyas variantes

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se dan en un apéndice. En otros apéndices figuran los índices de primeros versos editados, los de nombres poéticos, tan úti­les y los de poemas que no son romances. Un prólogo de setenta páginas expone las vicisitudes que atraviesa el Romancero ge­neral hasta llegar a la edición de 1605 y estudia las caracterís­ticas, contenido, temática, etc., de los romances, además de in­dicar los autores identificados, ya que en las ediciones del si­glo xvii todos figuran como anónimos. La edición, muy co­rrecta, limpia de erratas, sustituye ventajosamente la de Hun­tington o la parcial de Duran en la Biblioteca de Autores Espa­ñoles, y prestará un inmenso servicio a los estudiosos de la poe­sía española de la Edad de Oro.

(2MV-1948)

El primer escritor conceptista

EN nuestra historia literaria, pocas figuras destacan con per­files tan nítidos y singulares como don Juan Manuel, el

gran cuentista medieval, autor del Conde Lucanor, personaje importante en la política de su tiempo, pero mucho más curioso como escritor. Desde los prólogos a sus obras hasta la sintaxis de la última parte de su famoso libro, todo está regido por un afán extraño a nuestras letras: por una voluntad de estilo pe­regrina en la Edad Media y no muy frecuente en los siglos si­guientes.

Comienza esta singularidad por su actitud frente a la obra realizada. Don Juan Manuel, al revés que otros muchísimos grandes de las letras españolas, siente una preocupación extraor­dinaria por la transmisión de su obra. Recordemos cómo insiste en que el lector tenga presente que los copistas pueden alterar las palabras por confundir una letra con otra, y por "aventura confúndese toda la razón". El lector deberá abstenerse de juz­gar la obra hasta ver el original que el mismo don Juan Ma­nuel ha corregido de su puño y letra. (Y ¡qué ironía del des­tino!, se ha perdido quedándonos copias no muy correctas.)

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¿Por qué esta actitud me parece originalísima? Por la sencilla razón de que en nuestra historia literaria abundan mucho más los ejemplos contrarios, los ejemplos de despreocupación y casi desdén por la creación propia. Piénsese en su contemporáneo el Arcipreste de Hita, tan ajuglarado, o en un Góngora, tan opues­to, que cuando quiere llevar sus obras a la imprenta ni siquiera tiene los originales. Recuérdese que muy pocos de los grandes poetas de la Edad de Oro —de Garcilaso a Quevedo, pasando por Fray Luis o San Juan de la Cruz— publican sus versos. Contrasta así con una actitud de desdén por la literatura, que a su vez ha 'llevado a otra singularidad: el que obras muy fa­mosas se publiquen anónimas. El caso de La Celestina o del Lazarillo no se da en Europa porque los escritores creen real­mente en la fama literaria y en su importancia, o en la impor­tancia y trascendencia de su creación. Don Juan Manuel, tan pagado de sí mismo y tan soberbio en todo, es el primer es­pañol a quien preocupa de veras este problema de la fama lite­raria, y por eso nos recuerda más de una vez que no juzguemos su tarea por las copias.

Pero, además, es el primer escritor castellano con voluntad de estilo, voluntad que le lleva a preocuparse de ser original, de recomendar ciertas normas estilísticas, preocupación antes ausente de nuestras letras. Entre Alfonso el Sabio y don Juan Manuel hay en este punto diferencias tajantes. La prosa del se­gundo es ya una prosa con personalidad y características pro­pias, de la sintaxis al vocabulario. Pero aún podríamos añadir algo muy importante: don Juan Manuel es el primer escritor castellano dispuesto a escribir para pocos, siguiendo en esto cierta corriente medieval que arranca d&l trovar dus o del poe­tizar oscuro, de los provenzales. Los manuales de nuestra his­toria literaria suelen silenciar que don Jaime de Xèrica, amigo del Príncipe, le rogó si algún libro "faciese, que no fuese tan declarado" y que "fabläse más oscuro". Don Juan Manuel, por cumplir con este ruego de su amigo, escribe unas páginas •muy curiosas donde se entremezclan sentencias normales ("Más val al omne andar desnudo que cubierto de malas obras") con otras que podrían despertar la admiración de cualquier con­ceptista del siglo xvii : "Del callar viene mucho bien; del hablar

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viene mucho mal". Pero todavía, no contento con ese esfuerzo, vuelve a escribir otras páginas, esta vez sin el ruego de don Jai­me de Xèrica, donde se pretende decir tales cosas "que non lo pueda entender (hombre) sin lo oir muchas veces", como por ejemplo: "¡Por honra recibe honra quien faz honra"; "La razón es razón de razón". Sí, don Juan Manuel no es sólo nuestro primer cuentista en el tiempo, sino también nuestro primer con­ceptista. Nada nos puede extrañar saber la gran devoción que sintió por el otro gran jugador de vocablos que se llamó Bal­tasar Gracián.

<31-XII-1959)

El "Paso honroso" de Suero de Quiñones

FUE Oscar Wilde quien afirmó que la vida se moldea muchas veces por influencias del arte. Todos los días podemos

encontrar numerosos ejemplos que corroboran esa afirmación. Hoy más que nunca asistimos a la influencia del cine, que llega a configurar el dibujo de unos labios en la mitad de las mujeres del mundo. Leyendo crónicas o novelas medievales percibimos el mismo fenómeno. Muchas veces la novelística ha influido en las ideas o modas de determinadas épocas, pero nunca tanto como en el siglo xv, donde la realidad áspera y cruel se quiere ennoblecer con una huida hacia mundos más ideales y caballe­rescos. "Se juega, dice Huizinga, bajo la máscara de Lanzarote".

El Paso honroso, de Suero de Quiñones, puede servirnos mejor que ningún otro texto español para ver hasta dónde llegó este idealismo caballeresco. Encontramos en ese Paso hecho realidad más de un capítulo del Amadis o Lanzarote del Lago, libros muy conocidos en el siglo xv. Esa famosa acción de ar­mas nos fue relatada por el escribano Pedro Rodríguez de Lena, llamado para testificar todo lo ocurrido en los treinta días que duró la justa.

El joven Suero de Quiñones, noble leonés, enamorado de cierta dama, cuyo nombre calla el notario, llevaba todos los jue-

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ves una argolla de hierro al cuello, en señal de rendimiento amoroso. Quiso ser libre, pero no encontraba un medio caba­lleresco de romper la promesa. Discurrió algo que raya en lo fan­tástico y que parece arrancado de un libro de caballerías: Es­tando cierto día de 1434 la corte en Medina del Campo, envió a Don Juan II un mensajero con una carta en la cual decía: "como sea en prisión de una señora de gran tiempo acá, en señal de lo cual todos los jueves traigo a mi cuello este fierro, según notorio sea en vuestra magnífica Corte é Rynos e fuera de ellos... yo he concertado mi rescate". Y seguidamente ex­plica que ese rescate le llegaría una vez que hubiese roto tres­cientas lanzas, luchando coa todos los caballeros españoles o europeos que aceptasen el reto de no pasar por el puente de Orbigo, a seis leguas de León, donde él con nueve compañeros esperaría durante treinta días la llegada de los justadores. Acep­tada por Juan II esa petición, se enviaron farautes o embaja­dores a todos los reinos europeos con las condiciones fijadas para el torneo.

Durante los seis meses que duró la peregrinación de los fa­rautes, Suero de Quiñones se dedicó a preparar el campo de la justa. Buscó armas y caballos, envió a cortar madera "e an­duvieron muchos maestros e trabajadores en la dicha labor con trescientos carros de bueyes". Junto al camino francés, cerca de una graciosa floresta, armaron los maestros una gran liza de madera, de ciento cuarenta pasos de larga. Alrededor construye­ron siete cadalsos o tribunas: uno para que Suero de Quiñones y sus compañeros pudiesen ver la justa cuando no actuasen en ella; otros dos para los caballeros extranjeros "que viniesen a facer armas"; otro para los jueces del torneo, rey de armas, farautes y trompetas, junto con otro destinado a los nobles de Castilla. Los otros dos cadalsos se destinaron a los oficiales y caballeros que llegasen en compañía de los justadores. Mandó también montar veintidós tiendas de campaña, dos grandes para los aventureros que fuesen a la lucha. En medio de las tiendas construyeron una sala, decorada con paños franceses, en la cual pusieron dos mesas: la una para Suero y los caballeros conten­dientes, y la otra para los demás nobles que honrasen con su presencia la justa. ítem más, se movilizó un pequeño ejército

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de oficiales imprescindibles , como reyes de armas, farautes, trompetas, escribanos, armeros, herreros, carpinteros y lance­ros, sin contar con los cirujanos, médicos y físicos. Seis damas nobles hicieron de enfermeras.

Preparado así el teatro, quince días antes de Santiago, se notificó a Suero de Quiñones y a los jueces elegidos, que el ca­ballero Arnaldo de la Floresta Bermeja, del Marquesado de Brandenburgo "en la alta Alemania, orne de hasta veinte e siete años, blanco y bien sacado", se presentaba al reto, junto con dos caballeros valencianos. Suero de Quiñones se alegró mucho con su llegada, "e más oyendo que parecían de gran fecho de armas". Los hospedó exquisitamente y al otro día contendió el mismo Suero con el alemán, al que venció.

Durante los treinta días que duraron los combates, los man­tenedores lucharon contra 68 contendientes, rompiendo solamen­te 166 lanzas, porque no hubo tiempo de romper las 300 seña­ladas a causa de no haberse presentado muchos caballeros.

La descripción minuciosa de cada combate está hecha por el escribano Rodríguz de Lena con toda puntualidad. Los diez ca­balleros fueron heridos más de una vez, pero todos salieron victoriosos de la liza. Más de un detalle prueba que estamos en presencia de elementos caballerescos puros. Cierta vez el caba­llero Lope de Mendoza, que había luchado con Pero de Bazán, envió a decir a Suero de Quiñones "que por cuanto él había fecho aquellas armas en servicio de una dama que mucho ama­ba e de la cual no era amado, que le suplicaba le dejase facer más armas, para ganar la voluntad. Suero de Quiñones, tan mesurado como esforzado, le respondió que a saber quien fuese su señora, él iría a la notificar cuan buen caballero e gran gue­rrero la servía; mas que facer armas más de con uno fasta ser rompidas tres lanzas, era contra las condiciones de la aventura".

Finalmente, terminadas las luchas, Suero de Quiñones apa­reció delante del cadalso de los jueces para suplicar que manda­sen quitarle la argolla del cuello, puesto que su voto estaba ya cumplido. Los jueces ordenaron al rey de armas le librase del "crudo fierro", con lo cual el joven enamorado se vio libre de su promesa.

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¿Fantasía o realidad? ¿Fueron los libros de caballerías los que influyeron en ese famoso torneo o bien las hazañas de Ama-dises y Lanzarotes copiaron una realidad? ¿Quién lo puede saber hoy? ¿Copia el cine una realidad o la vida copia al cine? Que­démonos en el justo medio.

(7-XH-1947)

Sobre Jorge Manrique

JORGE Manrique, "ese escalofrío que pasa", según frase de Azorín, es sin duda uno de los poetas mejor conocidos y

estudiados. Es también uno de los raros poetas del siglo xv que han resistido la sorda lima del tiempo sin que los sucesivos vai­venes de nuestra historia literaria hayan afectado en nada la pureza y valor de su obra. Cortadísimos poetas castellanos han gozado, como Manrique, de tan plena aceptación y muy pocos serán también los lectores de lengua española que ignoren algu­nos versos inmortales, convertidos casi en lugar común. Sus célebres Coplas a la muerte de su padre don Rodrigo exigirán siempre un preciado lugar en las antologías poéticas. Ya en pleno siglo xvi fueron glosadas en verso, comentadas en prosa y traducidas al latín. No importa que las fuentes hayan sido mi­nuciosamente estudiadas; que se hayan encontrado reminiscen­cias bíblicas, de Boecio, de Próspero de Aquitainia o de Gómez Manrique, ya que esto no altera el valor fundamental del poema.

Lo que Manrique dice es casi un lugar común en la poesía del siglo xv y más de una vez se ha establecido el paralelo en­tre su célebre poema y la Balada, de Villón, tan llena de nos­talgia,

¿En qué reside, pues, el encanto de las Coplas! En primer lugar en su forma estrófica y en segundo en haber sabido elevar a plano intemporal sentimientos e ideas de valor humano peren­ne, utilizando un lenguaje sin rebuscamientos, latinismos ni vio­lencias, que tanto presionan en la obra de sus contemporáneos.

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Podríamos hacer un breve experimento escogiendo solamente los seis primeros versos, tan conocidos por todos:

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando.

Estos seis versos, que todo el mundo entiende o dice enten­der, nada tienen de oscuros, y sin embargo, están llenos de mis­terio poético, de ese no sé qué tan difícil de explicar, que rehuye siempre los análisis. Lo que nos dice Manrique es simplemente que la vida se nos pasa en un vuelo y la muerte llega, callando, sigilosamente. No es difícil encontrar los antecedentes, pero en la manera de decirlo, estuvo su imperecedero acierto. Busque­mos una breve explicación, cortical, de sobrehaz.

Leamos de nuevo esos seis versos. Observemos que cuatro tienen ocho sílabas y dos son tetrasílabos. Estos son precisamen­te los que dejan tras de sí su hálito misterioso, sobre todo el úl­timo, ese "tan callando", Heno de poderoso hechizo. Nótese la genialidad de Manrique, cuando habla de lo perecedero y ca­duco de nuestra existencia, corta también la vida del verso, de­jándolo en cuatro sílabas, frente a los de ocho. Ese "tan ca­llando", llega a sobrecoger el estremecido ánimo del lector por su extraordinario vocalismo. Tres aes blancas como sábanas de nieve finalizan en una redonda o, negra y terrible como un hon­do pozo. (Para mí la a es blanca y la o negra). Anotemos en los seis versos la ausencia de latinismos, hipérbaton o alusiones a la antigüedad, que tanto se prodigan en los poemas de los contemporáneos. Anotemos también la ausencia de adjetivos, ausencia que se da en casi todas las restantes coplas. Los adje­tivos que aparecen en las Coplas están exigidos por el sentido y no por el esplendor literario. Las ideas se deslizan pausada­mente, sin prisas, encajadas en unas formas impecables, donde nada sobra ni nada falta.

El primer verso —Recuerde el alma dormida— plantea un curioso problema que ha pasado inadvertido a los lectores y

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a los comentaristas modernos. La atención queda prendida no en lo que el verso significa, en lo que dice, sino en el ensalmo mu­sical, en lo órfico que adormece la inteligencia. Estoy seguro de que muy pocos lectores son capaces de explicar cómo puede un alma "dormida" recordar algo. El problema reside en el hecho de que recordar**) no significa en ese verso volver a traer una noticia a la mente, sino "despertar": "Despierte el alma dormida". Esto tiene un sentido clarísimo y hasta es po­sible que el -mismo poeta comenzase sus coplas con esa forma, corregida después de escribir el segundo verso —"avive el seso y despierte";—, para no repetir la misma palabra. Ese verso segundo es, pues, una reiteración del primero, un insistir de nue­vo en la idea de despertar avivando todos los sentidos ("seso" significa también sentido, como en la frase "tener buen seso"). Que "recordar" tenía la significación de "despertar" podemos comprobarlo con otros textos, posteriores de La Celestina, Gar-cilaso, Herrera, o con los siguientes versos procedentes del ro­mance de Melisenda:

Vase para los palacios donde sus damas están; dando palmadas en días las empezó de llamar:

Si dormides, mis doncellas, si dormides, "recordad". Las que sabedes de amores consejo me queráis dar.

Queda, pues, suficientemente aclarado el sentido de ese pri­mer verso famoso. Lo que no queda explicado es su misterio poético, tan esquivo y zahareño como todo misterio.

(2-X-1952)

(*) "Recordar" significa también salir de un desmayo, volver en sí.

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Un libro de Pedro Salinas sobre Jorge Manrique

LA obra de Jorge Manrique encontró siempre agudísimos co­mentaristas, eruditos y sabios. Incluso encontró también

"glosadores" en verso de la talla de Gregorio Silvestre o Monte-mayor. Pero hasta ahora ningún poeta español se había acercado a ella con la preparación de Pedro Salinas. Por eso los resultados son tan ejemplares. Y así comprobamos una vez más el hecho de que cuando un poeta comenta a otro las conclusiones obtenidas distan mucho de ser las corrientes. El auténtico poeta vencerá siempre al historiador profesional en esa labor de exegesis, por­que además de recrear la melodía comentada —por decirlo así—, sus intuiciones y atisbos ofrecen perspectivas en las que no suelen reparar los historiadores de oficio. Esto es lo que su­cede con los comentarios de Pedro Salinas. Por esto también su libro Jorge Manrique o tradición y originalidad es una de las más bellas adquisiciones de la crítica española contemporánea, Pero su interés no estriba sólo en la exegesis de la obra de Man­rique —de por sí apasionante—, sino que muchísimas páginas de la obra deberán ser leídas y meditadas por todos aquellos que tengan auténtica vocación de poetas.

Al leer Pedro Salinas la obra poética de Manrique, observa, como todos, la honda diferencia que va de la poesía amorosa a las famosas Coplas, hasta el punto de parecer obras de distinto autor. La explicación de este fenómeno hay que buscarla "en los raros funcionamientos de la tradición poética" que operan en el alma de un poeta. Este es el problema que plantea Sa­linas y resuelve con la agudeza la elegancia y la sabiduría que le dan su cualidad de gran poeta y de gran conocedor de la poesía española de todos los tiempos. (No olvidemos que Salinas funde armoniosamente esas dos cualidades, y que no es ésta, ni mucho menos, la primera vez que escribe como crítico, puesto que en su haber figuran desde hace años otros libros decisivos).

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Veamos ahora cómo resuelve Salinas ese problema de la tradi-cionalidad poética en la obra de Jorge Manrique, dejando para otra ocasión el comentario a sus hermosas páginas sobre la tra-dicionalidad y la innovación poéticas.

Vive Jorge Manrique en la segunda mitad del siglo xv, en pleno otoño de la Edad Media» y en su obra se dan cita dos tradiciones de orden muy distinto. Una es la tradición de la poesía amorosa, procedente de la poesía provenzal, con todos los tópicos que caracterizan esa refinadísima y alambicada teo­ría del amor cortés. Este amor cortés es producto de muy di­versos factores, pero también uno de los grandes acontecimien­tos en el desarrollo de la cultura occidental. Jorge Manrique recibe una tradición elaborada por numerosas generaciones de poetas. Lo que sucede es que Manrique "se entrega parcial­mente, sin comprometerse el alma, a esa tradición segunda de lo cortesano; su actitud es la de la imitación repetidora, pero no creadora". Por esta causa su poesía amorosa resulta poesía "fingida". Donde Jorge Manrique va a encontrarse a sí mismo es en otra tradición: la tradición de la poesía de la muerte. Cómo opera esa tradición en Manrique es lo que explica magis-tralmente Pedro Salinas.

Lo que distingue al hombre medieval del renacentista o mo­derno es su sentimiento o idea de la muerte. Todo en el pensa­miento medieval lleva bien marcado su cuño: esta vida no es más que una romería —un tránsito— para alcanzar la otra imperecedera. "Todos somos romeros que camino andamos", dijo ya Barceo. Pero además de esto se cree también, sobre todo en el siglo xv, en la posibilidad de luchar contra la muerte total, contra el olvido, por medio de la obra o de la hazaña, dejando el "nombre" claro y limpio en la Historia. Y Jorge Manrique consigue precisamente con el tema de la muerte, de lo transi­torio de los bienes mundanales, vencer al olvido, vencer a la misma invencible. Salinas lo dice de modo más bello: "Aun cuando (el poeta) canta la resignación con el morir, está hacien­do traición a su doctrina. Porque la forma más digna y noble de la resignación es el silencio, y la palabra se alza aquí, pre­cisamente, para que algo no muera: ella misma, para que so­breviva a la muerte, cuya aceptación está cantando".

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El pensamiento medieval se sostiene, con una ejemplar uni­versalidad, en una base inconmovible de lugares comunes que operan con el mismo valor sobre el letrado o el ignorante, sobre el pobre o el rico. Por ejemplo, el tópico del menosprecio de las cosas mundanales. ¿Qué son los bienes de este mundo? Oigamos a Villasandino:

Sueño es e muy pesado todo lo que vi e que veo.

Todas las pompas y prosperidades "no duran más que el blanco rocío", dirá Gómez Manrique. Esta vida no más que "sombra o rayo de luna", escribirá Juan de Mena. (Anotemos, de pasada, que estos "tópica" revivirán ejemplarmente en el siglo xvii. La vida es sueño, los autos sacramentales, etc., y que Salinas defiende esos "loci comunes", tan despreciados por el ignorante. Esos "puntos de coincidencia de inquietudes, de aspiraciones, de preguntas que afectaban a todos los humanos, residuo de altísimas lecciones de siglos").

¿Por qué, pues, se yergue tan señera la poesía de las Coplas! No por su contenido de ideas, porque Manrique nada nuevo añade —según demuestra la erudición— a la serie de tópicos medievales, sino por la manera de hacer suya esa tradición secu­lar, de recrearla con todas las potencias en vilo. Salinas hace un análisis bellísimo de las Coplas —casi verso a verso— y logra extraer la auténtica originalidad del hecho. Para el profe­sor y poeta, Manrique se guía por tres luces para sacar sus Coplas de la tradición. Primero "por la capacidad integradora". Porque Manrique ha sabido escoger el enfoque más ancho y comprensivo del tema, logrando así encajar dentro los grandes tópicos dol pensamiento medieval: tiempo, fortuna, muerte y menosprecio del mundo. De ahí su riqueza de pensamiento, de plenitud humana, "En las cuarenta Coplas está la vida entera presente, en sus esenci alidades".

"Su segunda norma es la selección". Manrique tenía delante de sí dos tradiciones de la visión de la muerte. Podía optar por los temas macabros al uso de las Danzas de la muerte, tan es­pectaculares, o por la tradición cristiana y senequista. Acogerá esta última, despreciando de paso el alegorismo de Santillana y Mena.

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"Su tercer criterio directivo es la animación o vivificación de las formas tradicionales". Se refiere Salinas a ciertos recursos estilísticos, como el interrogativo, el "Ubi sunt", que todo el mundo usaba, pero sin dotarles de emoción humana. Era un simple uso repetidor. Manrique "sacó del "Ubi sunt" una me­lodía de líneas tan puras y patéticas que marca una de las ci­mas del poema. Es la infusión de un alma en un cuerpo aban­donado, es la animación, la resurrección de las palabras ináni­mes, por el soplo genial del nuevo poeta".

A estas conclusiones —tan secas y descarnadas en esta re­censión— llega Salinas. Conclusiones que deberemos aceptar con la misma devoción con que se han aceptado los estudios referentes a las fuentes o tópicos del pensamiento manriqueño. Con más gozo aún, puesto que la exegesis de Salinas no se pro­puso amenguar la originalidad de la obra, sino al revés: la bús­queda de esta originalidad a través de los enmarañados hilos de una tradición secular, y de paso, plantear y resolver el problema de cómo un poeta puede ser profundamente original dentro de una tradición.

(18-1-1949)

La trayectoria poética de Garcilaso

MUY pocos poetas españoles han tenido la fortuna de Gar-cilaso de la Vega, el "divino toledano" que nos dejó

su temblorosa voz y auténtica sinceridad en unos cuantos poe­mas cuya eficacia traspasa, como la más aguda saeta, el cuerpo de la poesía española desde 1536. El injertó en la poesía del Renacimiento una rama de extraordinario poder. A partir de 1543 —año en que aparece la primera edición de sus poemas, recogidos amorosamente por su amigo Boscán—, las ediciones, comentarios y estudios se sucederán hasta hoy. Ya en pleno si­glo xvi fue editado como un poeta de la antigüedad grecola-tina y estudiado con la misma atención que se ponía en un Horacio o Virgilio. Tuvo la suerte de contar con editores que

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eran al mismo tiempo altísimos poetas, como Francisco Sán­chez de las Brozas, el catedrático de Salamanca, amigo de fray Luis de León. Todavía se llega a más: Como sus poemas anda­ban en manos de las jóvenes doncellas (algo semejante a lo que hoy ocurre con la obra de Bécquer), se pensó en convertir a Garcilaso en un poeta religioso para que su lectura no empa­ñase la albura de jóvenes enamoradas, prendidas también en las redes de los Amadises y las Dianas. Donde leían aquellos de­liciosos versos que todos saben de memoria:

El dulce lamentar de dos pastores, Salido juntamente y Nemoroso, he de cantar, sus quejas imitando

ahora podían leer sin peligro de sus almas

El dulce lamentar de dos pastores, Cristo y el pecador triste y lloroso, he de cantar, sus quejas imitando.

En la lectura de Garcilaso se formaron las mejores genera­ciones de poetas españoles, y su huella es aún perceptible en cierta vertiente de la poesía de hoy. Abundan también las bio­grafías excelentes •—como las de Navarrete o Keniston— y los estudios ejemplares. Del más reciente, La trayectoria poética de Garálaso(*\ debido a Rafael Lapes a, uno de nuestros más con­sumados filólogos, me quiero ocupar hoy.

Aunque la obra poética de Garcilaso no se haya podido fechar con la misma exactitud que la de Góngora, por poner un ejemplo perfecto, sí se ha podido rastrear con finura y agu­deza críticas las fechas más decisivas. Lo que Rafael Lapesa se ha propuesto en su libro es ver la trayectoria poética de Gar­cilaso desde 1526, año de la célebre conversación de Boscán y Andrea Navagiero, tan decisiva para la poesía española, has­ta 1536, fecha de la muerte del poeta. Es decir, Lapesa se ha propuesto demostrar y aclarar de qué modo actúan en la poesía de Garcilaso una serie de "presencias" y cuál es su originalidad

(*) Rafael Lapesa, La trayectoria poética de Garcilaso. Edición do "Revista de Occidente". Madrid, 1948.

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frente a esas fuerzas. El problema permanecía aún inexplorado y ofrecía multitud de dificultades, dificultades que Lapesa ha logrado resolver con profundo rigor metódico y auténtica sa­gacidad.

Era lógico que Garcilaso comenzase por la poesía de la ge­neración anterior a la suya. Es la poesía del Cancionero general, de Hernando del Castillo (Toledo, 1511). Sus poemitas breves en metros castellanos responden a esa trayectoria; pero a raíz de 1526, inicia, junto con Boscán, la aproximación a la lírica italiana. Ahora bien, esta incorporación de una nueva forma y de unos temas nuevos encuentra una resistencia interna en el mismo Garcilaso, resistencia ocasionada, como es natural, por su formación poética castellana. No se pueden abandonar de re­pente hábitos de pensar y escribir como quien cambia de traje. (Aun el mismo traje nuevo necesita una adaptación al cuerpo para que rinda su eficacia. Como es sabido, muy pocos se en­cuentran a gusto en un traje recién estrenado). En algunos so­netos y canciones a la manera italiana, Rafael Lapesa ha podido encontrar fórmulas procedentes del Cancionero general y de Ausías March, el apasionado poeta valenciano que tanta in­fluencia había de ejercer en la poesía española del siglo xvi. La originalidad de la célebre canción III se debe precisamente a esa lucha entre elementos viejos y nuevos. Garcilaso se siente preso entre dos corrientes poéticas que proceden de Ausías March y ¡Petrarca, sin que logre fundir el encrespado apasiona­miento expresivo, herencia del primero, con la dulzura pe-trarquista.

Sólo a partir de 1532, de su estancia en la corte napolitana del virrey D. Pedro de Toledo, logrará Garcilaso incorporar ín­tegramente a su obra los elementos renacentistas, grecolatinos y petrarquistas, olvidando casi del todo las presencias anteriores. Pero también, como señala con tanta agudeza Lapesa, en esta incorporación de Garcilaso, "nunca desaparecen rasgos carac­terísticamente hispánicos, como son la gravedad, la digna con­tención, el senequismo, la "voluntad de perderse". Aunque aprende de los italianos el gusto por la expresión serena y de Virgilio y Horacio el amor a la belleza formal, a la obra bien hecha, Garcilaso no hace suyos ciertos elementos que caracte-

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rizan la metafísica amorosa de Petrarca. "La pasión de Gar-cilaso —apunta ¡Lapesa— es sólo y totalmente humana, y la justificación mediante subterfugios repugna a su sinceridad". Lo decisivo en Garcilaso y lo que le hace ser un poeta siempre actual es precisamente su emocionada sinceridad y su elegantí­simo decoro. No intenta justificar su pasión con una metafísica amorosa, fácil de encontrar en los tratadistas de su tiempo. Ni le pudieron quitar su "dolorido sentir" otras razones que las humanas. Por debajo de las influencias españolas o italianas, Lapesa nos descubre así la delgada y penetrante voz de Garci­laso en un estudio ejemplar, bien digno de imitación.

(22-III-1949)

Actualidad de Fray Luis de León

TRANQUILÍCESE el lector, porque no vamos a hablar de la actualidad de fray Luis de León como poeta clásico, en­

tre otras razones porque la auténtica poesía es siempre actual y en literatura no hay progreso, como en la ciencia. Quiero decir que no es mejor Antonio Machado por haber escrito en el siglo xx que Jorge Manrique, escritor del siglo xv: son distin­tas voces y diferentes tonos. Me voy a referir nada menos que a la actualidad política, a eso tan vibrante ahora, y a un aspecto del pensamiento de fray Luis de León muy poco divulgado, ni siquiera en las cátedras.

Durante el año académico de 1570-1571 fray Luis de León, en el período más encrespado de su vida (la Inquisición le de­tiene el 27 de marzo de 1572), dicta un curso "De Legibus" en su cátedra de Durango, y en su proceso dice que "había explicado el tratado de las leyes ante más de doscientos oyen­tes", aunque algunos, no muy listos, "ponen lo contrario de lo que oyen". Este tratado sobre las leyes permaneció inédito hasta que en 1963 lo publicó Luciano Pereña, con la versión

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castellana, porque fray Luis explicaba sus clases en latín, como era costumbre en la universidad del Renacimiento.

El tratado "De Legibus" se emparenta con una tradición de pensamiento jurídico de la escuela de Salamanca, desde Vi­toria a Suárez, ofreciendo un interés extraordinario, aparte de demostrar la honda formación del gran poeta. Y no deja de ser curioso que una parte de la derecha española, tan tradicional, haya orillado una tesis muy democrática de cuya ortodoxia era difícil dudar, En estos meses en que tanto se habla de la soberanía popular, no he visto citado ni un solo texto clásico, cuya oportunidad no podía ser mejor, ni de mayor lucimiento.

Según doctrina bien conocida, las leyes se ordenan al bien común "y el bien común de la comunidad es su situación de tranquilidad en la justicia y abundancia de bienes", explica fray Luis. Y defender "esta clase de bien común es y será mi­sión y deber del rey". Los reyes deben tener como fin y meta el bien de los subditos, porque "la tiranía, en cambio, tiene por fin la propia utilidad", dice, apoyándose en Aristóteles. Pero siguiendo también una doctrina de teólogos bien conocidos, fray Luis de León sostiene que el poder real no tiene origen divino, sino muy humano. (Es sabido cómo se sacraliza el po­der desde la antigüedad a nuestros días, y no es caso de poner ejemplos). Los reyes no tienen por naturaleza el derecho de reinar sobre los demás, porque "todo su poder y todo su derecho a mandar lo han recibido del pueblo". Nótese que estamos ya dentro de la mejor visión democrática de la monarquía. La co­munidad delega en el rey parte de sus poderes, pero sigue con­servando la potestad de dar leyes, sin las cuales no se puede gobernar la república ni dirigirla al bien común, aunque tam­bién los reyes pueden legislar. Cuando la comunidad se gobierna por sí misma "no pueden darse las leyes si no es por la comu­nidad", pero ninguna fuerza tendrá la ley "antes de que tenga lugar el consentimiento del pueblo". Lo mismo sucede cuando se delega el poder en la monarquía: "para dar algunas leyes se reúnen los procuradores de una ciudad y con su consenti­miento las leyes quedan aprobadas". No podemos dudar lo más mínimo de la ortodoxia jurídica y democrática de fray Luis de León y de su actualidad. Pero el gran poeta dice aún

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cosas actuales y, por otra parte, bien clásicas, aunque olvidadas más de una vez. El hombre es un animal social o político, pero para vivir en sociedad "se tolerarán unos a otros", y para rea­lizar esta armonía y tolerancia "es necesaria una virtud que llaman política, cuya función propia consiste en hacer que el hombre viva rectamente la vida de convivencia". Esperemos que esa virtud "que ñaman política" cale hondamente en todos los españoles, y más aún en los políticos, para bien de la co­munidad.

(12-X-1976)

San Juan de la Cruz, Una experiencia poética

EN la historia de nuestro mejor período poético se pueden observar tres o cuatro curiosidades bastante notables, y

hasta originales, puesto que no se dan en otras literaturas. Una de estas notas singulares es lo que yo he llamado "desdén por el éxito". Ni Garcilaso, ni fray Luis de León, ni San Juan de la Cruz, ni Góngora, ni Quevedo dieron sus obras a la estampa, y hubieran quedado inéditos sin la diligencia afectuosa de ma­nos amigas. (Esto no quiere decir que no se leyeran, ya que las numerosas copias manuscritas atestiguan lo contrario). Pero todavía es más curioso otro detalle: los más grandes poetas del siglo xvr dejan una obra bellísima, pero muy poco extensa. Pa­rece que quisieron oponer a lo extenso lo intenso. Las obras de Garcilaso, fray Luis y San Juan de la Cruz pueden reunirse en un pequeño volumen bolsillable. Sin embargo, pocas veces se reunirían tres poetas más auténticos ni más decisivos en los destinos de una literatura.

Por otra parte, es sencillísimo encadenar un poeta con otro. En realidad constituyen los tres eslabones en virtud de los cua­les llega el alma "a la unión con la poesía", utilizando una

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terminología que no hubiese desagradado mucho en el si­glo xvi. Y lo pasmoso es que se puede demostrar con un sen­cillo experimento de laboratorio poético. En realidad sólo nos hacen falta tres estrofas de las llamadas "liras".

Casi nie da vergüenza volver a decir cómo Garcilaso cam­bia el rumbo total de la lírica española, lanzándola a la con­quista de ínsulas extrañas. Garcilaso deja tras sí dos notas vi­brando como una melodía única: un instrumento musical —el endecasílabo— y una emoción poética llena de autenticidad. La estrofa llamada "lira" aparece por primera vez en su famosa canción quinta, dedicada a Violante Sanseverino, amada por el napolitano Mario Galeota. (Esto lo saben hasta los bachilleres que no aprueban el examen de Estado. Perdonen, pues, mis lectores). 'Para nuestro experimento es necesario copiar una "lira" que reza así:

Hablo de aquel cautivo de quien tener se debe más cuidado, que está muriendo vivo, al remo condenado, en la concha de Venus amarrado.

Garcilaso se hace portavoz de la angustia amorosa de su amigo Galeota, que está condenado a remar —como un "ga­leote"— en la concha de Venus. Pero, a su vez, estos cinco versos pueden servirnos para explicar toda la actitud ante la existencia del hombre del Renacimiento, actitud que, como es bien sabido, consiste en un gozar alegre y sin inquietudes. (Más adelante aparecerá nada menos que don Juan, el eterno goza-dor). Abandonemos ahora esto y vengamos a la segunda parte del experimento.

Fray Luis de León recogerá más tarde esa herencia de la lira con tanto cariño, que casi no escribirá en otro molde es­trófico. (Me refiero a su obra original, no a las traducciones). La mayor parte y la más bella de sus famosas odas está escrita en esa combinación de eptasílabos y endecasílabos. Y nunca la poesía española ha logrado superar su perfección ni nunca se ha dado tampoco una unión tan íntima entre el fondo y la

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forma, como decían las antiguas retóricas. Escojo para la ex­periencia el principio de una oda bien sabida:

¿Cuándo será que pueda libre de esta prisión volar al cielo, Felipe, y en la rueda que huye más del suelo contemplar la verdad pura sin velo?

Observemos ahora qué profundas diferencias existen entre esa lira y la de Garcilaso. El instrumento musical se ha afinado hasta un grado increíble, pero esto no es tan apasionante como la actitud que revela. Fray Luis suspira porque su alma vive encerrada en esta prisión, sin poder romper los hierros que le sujetan al mundo. Mientras Garcilaso encadena a su amigo a la concha de Venus, a los goces mundanos, fray Luis ansia liberar su alma de "este bajo mundo", para lanzarla a la con­quista de lo divino. No hace falta ser un lince para observar cómo la lírica intenta desasirse de lo terreno y se va cargando de inmanencia y trascendencia. Sin embargo, fray Luis no logra todavía ese desasimiento. De ahí que la palabra más obsesio­nante de su lírica sea precisamente el adverbio temporal "cuán­do" en forma interrogativa, anhelosa y suspirante.

Demos ahora un paso más en el experimento y escojamos una lira de San Juan de la Cruz. Puede servirnos el principio de la bellísima canción de la Noche oscura del alma:

En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, oh dichosa ventura salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada.

Nótese el prodigio y cómo San Juan ha conseguido realizar lo que fray Luis nunca consiguió: la unión del alma con Dios y su posibilidad de expresarlo poéticamente de la manera más bella y apasionada. El mismo poeta lo explica: "Quiere, pues, en suma, decir el alma en esta canción, que salió, sacándola Dios, sólo por amor de El, inflamada en su amor en una noche oscura, que es la privación y purgación de todos sus apetitos

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sensuales, acerca de todas las cosas exteriores del mundo y de las^que eran deleitables a su carne, y también de los gustos de su voluntad".

Creo está bien claro el proceso de espiritualización que su­fre la mejor poesía española de todos los tiempos. San Jüan de la Cruz es la cima de este proceso. Jamás se ha vuelto a es­cribir poesía tan desasida de lo terreno, tan acircunstancial, y al mismo tiempo tan apasionada y apasionante. Por ser San Juan de la Cruz esa cima de espiritualidad poética, nuestros poetas han querido honrarle, honrándose, al escogerlo por Patrono, y en verdad que jamás una actividad como la poética podría en­contrar Patrón más excelso.

(23-XI-1952)

Sobre Don Quijote y Sancho

SOBRE el Quijote se ha escrito tanto, que parece osadía in­tentar decir algo más. Y, sin embargo, creo que aún pue­

den decirse bastantes cosas, porque la virtud de un clásico re­side precisamente en las posibilidades de ser comentado por cada generación de acuerdo con su sistema de ideas. De ahí procede la universalidad y frescura de cualquier obra clásica, aunque entre nosotros, por desgracia, lo clásico sea algo así como lo muerto, lo pesado y lo indigesto.

Lo que representa Don Quijote es algo extraordinario y mo­dernísimo: la "literatización" de la existencia. Los que ven en el Quijote la representación del realismo y del idealismo en lu­cha abierta, no se han detenido a pensar tres o cuatro cosas fundamentales. Una de ellas, por ejemplo, el porqué ese tipo de novela surge en su época y no en el siglo xv, por ejemplo. La explicación hay que buscarla en la inmensa influencia que ejerce la letra impresa. La literatura pasa de ser escuchada a ser leída y los géneros literarios cambian su estructura. Don Quijote representa la continuidad de un "desvivirse" que se produce en todo lector de novelas. El auténtico lector de novelas olvida

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su ser auténtico mientras lee y se transforma momentáneamente. Es decir, mientras lee no vive su existencia real y auténtica, se desvive. De ahí el que la lectura —como el teatro— nunca se haya visto libre de una censura, más o menos rigurosa, pero real. La sociedad supo ver, desde un principio, la enorme in­fluencia que la lectura ejerce en la existencia y previo las po­sibilidades de ese desvivirse. En determinadas épocas, la exis­tencia total se literatiza, como sucede en la segunda mitad del siglo xv, o en el siglo xix con el Romanticismo. En estas épo­cas, los límites entre el arte y la vida son tan imprecisos, que es muy difícil establecer qué debe la literatura a la vida, o al revés. Wilde no estuvo tan desacertado al formular su paradoja antiaristotélica de que la Naturaleza imita al arte y no al revés. Y esto es lo que vio Cervantes tan maravillosamente y lo que nadie se ha atrevido jamás a novelar. De ahí su modernidad en todos los aspectos.

Los que ven en Sancho la representación del sentido común, el filósofo práctico y demás zarandajas crítico literarias, suelen olvidar muchas cosas, pero sobre todo no se han detenido a preguntarse algo bien elemental: ¿cómo un archicuerdo puede seguir a un loco y creerle sus promesas de conquistar "ínsulas"? Ya Cervantes dice que Sancho tenía "poca sal en la mollera", pero por muy poca sal que tuviera, si un cuerdo ve a un loco extravagante tomar por gigantes a los molinos y le sigue en otras andanzas, hasta ser manteado y apaleado repetidas veces, hemos de convenir que su realismo es bien pequeño. No, lo que hace Don Quijote —ese desvivido por la acción caballeres­ca— es contagiar a un pobre rústico, a quien hace creer que podría ser rey, Sancho va a cumplir el mismo papel que el de los criados graciosos de las comedias: amenguar el heroísmo, pero seguir al héroe por sus posibilidades de negocio. Si Don Quijote se mueve bajo el dictado del "Amadis", los "Palmeri-nes" y demás libros que le han sorbido el seso y han hecho li­ter atizar una existencia, no por eso Sancho deja de darse cuenta de su propia insensatez, ya que se aplica el refrán de "dime con quién andas y te diré quién eres".

(5-IÍI-1953)

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Las ediciones de las obras de Cervantes

Es bien sabido cómo Cervantes inicia su carrera literaria con la Elegía a la muerte de Isabel de Valois, impresa en las

Exequias que en 1569 publica el maestro López de Hoyos. Sintió después la tentación de probar fortuna en Italia, quiso seguir la carrera de las armas, asiste a la batalla de Lepante-, y cuando, orguUosamente, volvía a la patria con sus heridas y car­tas de recomendación de don Juan de Austria, aspirando ai empleo de capitán, es apresado por Arnaute Mami. Cinco años en Argel dejan una profunda huella en su espíritu; pero en 1580 estaba de nuevo en Madrid, con esperanzas de procurarse un empleo duradero. No obtuvo mucho éxito en sus pretensiones, por lo cual volvió otra vez a tentar fortuna en las letras, toman­do la pluma para elogiar el Romancero de Padilla (1583) y La Austriada de Juan Ruzo (1584). Por este tiempo debió co­menzar aquellas "veinte o treinta" comedias, terminadas en 1587, de las cuales hablaba años después. Al finalizar el año 1584 habría terminado la primera parte de La Galatea, y en junio siguiente vendía su propiedad a Blas de Robles en 1.336 reales, cifra que no estaba mal, si tenemos en cuenta el valor adquisitivo de un real en aquellos tiempos y ser Cervantes un autor casi desconocido. Apareció La Galatea en 1585, en Alcalá de Henares, y cinco años después se repetía la edición en Lis­boa, existiendo también otra de París en 1591, lo que prueba un pequeño éxito. Se pueden contar cuatro o cinco reediciones en el siglo xvn y otras tantas en el xvni. La más bella de todas salió de las prensas de Sancha, en excelente papel y gallardos tipos. La mejor edición actual se debe a R. Scheviü, profesor norteamericano, y a nuestro A. Bonilla.

Hay que dar un salto de veinte años para encontrar de nue­vo a Cervantes en casa de un librero. En agosto de 1604, Lope de Vega escribía a un amigo: "De poetas, no digo: buen siglo es éste; muchos están en cierne para el año que viene, pero nin­guno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a

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Don Quijote." Lope sufrió una de sus más grandes equivoca­ciones. La primera parte del Quijote, aparecida en 1605, cons­tituyó lo que hoy se llama un éxito de librería. Casi antes de salir a la calle la edición madrileña, circulaba ya por Lisboa una edición pirata, por lo cual Cervantes firmaba el 11 de abril un documento en que declaraba haberle vendido a Juan de Ro­bles el derecho a imprimir su libro en los reinos de ¡Portugal, Aragón, Valencia y Cataluña. Esta primera parte se reedita ocho o nueve veces antes de 1615, registrándose ediciones de Bruselas y Milán, y siendo traducida al inglés y al francés. La segunda parte, impresa por Juan de la Cuesta, conoce también un éxito sin precedentes en la literatura española: cuatro edicio­nes en dos años. La obra completa se publica por primera vez en Barcelona en 1617, y se conocen más de catorce ediciones en pleno siglo xvn. Este éxito editorial es realmente asombroso, y ni Shakespeare alcanzó en Inglaterra tal acogida por parte de sus lectores. Los ejemplares enviados a Indias sumaban mu­chos miles.

Del siglo xviii se conocen cerca de cuarenta reimpresiones, aparecidas en España o en el extranjero. Bellísima joya tipo­gráfica es la famosa edición preparada por la Real Academia Española e impresa en los talleres de Joaquín Ibarra, talleres que podían competir con los mejores de Italia y Francia. Ibarra desempeñó su cometido con una perfección admirable, em­pleando tipos elegantísimos •—fundidos de propio— y un rico papel. Las láminas fueron dibujadas y grabadas por los mejores artistas de la época.

Comienza también en el siglo xvm la labor de exegesis y es­tudio del Quijote, iniciando estas tareas el primer biógrafo de Cervantes, don Juan Antonio Pellicer, bibliotecario real, que preparó una edición con abundantes notas, impresa gallarda­mente por Sancha. (Hizo una tirada aparte de seis ejemplares en vitela finísima, desesperación de los bibliófilos). En el si­glo xix se registran las bellísimas ediciones francesas de Didot, una de ellas en nítidos, pero microscópicos caracteres, hoy ra­rísima, y la que ilustró genialmente Gustavo Doré. Entre las editadas en España, destaca por su rigor la de don Diego Cle-mencín, cuyas notas y observaciones críticas fueron de gran

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utilidad a los editores posteriores, como reconocía F. Rodríguez Marín, el gran cervantista, a quien se debe la mejor edición crí­tica del siglo xx. Recientemente he visto un anuncio de la edi­ción norteamericana ilustrada por Salvador Dalí, pero no he logrado tener en las manos un ejemplar.

Con dos años de diferencia sobre la segunda parte del Quijote aparecen las Novelas ejemplares, editadas por el mis­mo Robles, quien pagó a Cervantes 1.600 reales y se compro­metía a entregarle 24 ejemplares del volumen. Según confiesa en el Prólogo, había concluido ya el Viaje del Parnaso, que salió a luz en 1614. Conocieron también las Novelas ejemplares un éxito extraordinario. Sólo entre 1613 y 1625 se han cata­logado más de trece ediciones. Las reediciones sucesivas se acercan a las doscientas, debiéndose destacar las impresiones de La Haya, de 1739, con delicadísimos grabados de Folkema, y la esmeradísima edición de Sancha de 1783. En cambio, el Viaje del Parnaso apenas obtuvo éxito y pasó casi inadvertido a lo largo del siglo xvn. Sólo tenemos noticia de dos ediciones.

Las Ocho comedias y los ocho entremeses aparecieron en Madrid en 1615, unos pocos meses antes de la segunda parte del Quijote, pero esta edición no se reimprime ni una sola vez en todo el siglo. En el siguiente, el benemérito Sancha publi­ca, 1784, La Numancia y El trato de Argel detrás del Viaje del Parnaso. Estas dos obras dramáticas habían permanecido inédi­tas en dos manuscritos de la época. No hay de las comedias edi­ciones lujosas ni exquisitas, y tampoco abundan, por desgracia, las anotadas. La mejor de todas es la hecha por los profesores Schevill y Bonilla.

Finalmente, en 1617, en edición postuma, aparecen los Tra­bajos de Per siles y Segismunda, historia setentrional, impresa también por Juan de la Cuesta. Esta obra, tan delicadamente escrita y de la que Cervantes se mostraba tan orgulloso, tuvo más éxito que las Ocho comedias. Conocemos más de diez edi­ciones del siglo xvii y otras tantas del siguiente. Como en las restantes obras cervantinas, la más bella fue impresa por San­cha, con dibujos de Ximeno y Carnicero. Hoy la más correcta se debe a los citados Schevill y Bonilla.

Debo recordar, por último, que la Real Academia de la

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Lengua reprodujo en 1917, por el sistema de fotograbado, las ediciones princeps de todas las obras cervantinas, edición muy fácil de adquirir, ya que hasta hace muy poco los siete volú­menes no llegaban a costar cien pesetas. En el volumen VII fi­guran las poesías sueltas, La Numancia y El trato de Argel.

(12-X-1947)

Humanismo de las armas en Don Quijote

Es José Antonio Mar a vall, catedrático de la Universidad de Valladolid, el erudito que mejor conoce hoy la historia

y el desarrollo de las ideas políticas españolas de los siglos xvi y xvii, estudiadas hasta ahora con poco rigor o con insuficien­tes textos, Maravall, despreciando fáciles caminos, ha leído un considerable número de libros, desdeñados o ignorados por los historiadores de ese período; lecturas de muy distinto orden que le han permitido publicar diversos estudios de verdadera ori­ginalidad. Pero también une a su cualidad de historiador un profundo conocimiento de la literatura española clásica, y per­trechado con estas dos armas se ha propuesto encontrar la clave de algunas ideas de don Quijote. La empresa era tentadora y muy legítima y los logros obtenidos se deberán incorporar a los mejores estudios cervantinos. El título del libro, que procede de la tercera parte, puede hacer creer al lector que Maravall se propuso sólo el estudio del humanismo de las armas, cuando en realidad su obra es mucho más completa y da más de lo que promete en su enunciado. Intentaré un resumen, aunque no es tarea fácil

Para Maravall, en el pensamiento de Cervantes están vigen­tes "creencias e ideales ligados íntimamente a las tendencias es­pirituales que vienen de los siglos anteriores a él". Señalo estas palabras por coincidir con un problema al que llegamos todos los que desde un punto u otro, estudiamos el desarrollo de la

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cultura española: su fortísima tendencia a lo medieval; cómo corren paralelamente ideas medievales y renacentistas en el si­glo xvi. Un ejemplo literario es suficiente: Si en 1543 aparecen las obras de Boscán y Garcilaso, europeizantes e italianistas, tres años más tarde se publicará en Amberes el primer Cancio­nero de Romances viejos medievales, de que tenemos noticia. Edad Media y Renacimiento marcharán paralelos a confluir en el Barroco español, donde los dos elementos se fundirán armó­nicamente. Y esto es lo que presta su mejor 'singularidad al siglo xvii español, tan mal estudiado aún y peor entendido.

Maravall sitúa a don Quijote en la órbita ideológica de la cual nace y encuentra, como es lógico, que ese héroe está te­ñido de fuerte medievalismo. De ahí su lucha contra lo que supone el estado moderno, caracterizado por tres cosas: a) por la economía ameraría; b) por la burocracia, y c) por el ejército regular. Maravall anota la lucha contra esos tres poderes mo­dernos.

Cervantes, o don Quijote ataca la pasión del dinero. San­cho dice más de una vez: "Antes se toma el pulso al haber que al saber". El dinero va a substituir a otros valores y hasta se irá muchas veces a la guerra por afán de lucro y no para ganar honra. Maravall cita otros textos contemporáneos que com­prueban con harta nitidez el pensamiento cervantino. (La pro­testa contra el dinero tiene raíces medievales y un origen bíblico y estoico. Recuérdense, por ejemplo, las diatribas del Arcipreste de Hita y del Canciller Ayala). Por eso don Quijote desprecia el lucro y exalta la Edad Dorada. El utopismo quijotil sobre ese tema final es estudiado por Maravall con gran penetración en otro capítulo de su libro,

A su vez, el Estado moderno se gobierna por una burocra­cia de letrados, que rigen los destinos desde sus gabinetes de tra­bajo. Por esto el Estado opone su soberanía a ese caballero medieval que es don Quijote. Exige obediencia a todos, altos y bajos, e impone la disciplina en el ejército, frente a lo cual don Quijote es un atrevido solitario, como un personaje de cantar de gesta. Sus luchas son siempre un choque individual, un cuerpo a cuerpo, pretendiendo resolver su propia justicia y no la gene­ral dictada por los letrados. De ahí las relaciones del Quijote

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con la épica, ya señaladas por otros eruditos, y esas influencias que se han notado, que van desde la Odisea al Romancero, pa­sando por el Orlando furioso, de Aristo.

Pero si al principio don Quijote recuerda demasiado el es­tamento medieval de la caballería, sus leyes y preceptos, poco a poco se convertirá en algo más: en un individuo con persona­lidad propia, heredero de ideas muy renacentistas, muy del si­glo xvi, como cuando afirma que el hombre lo es por sus obras y no por el linaje; "cada uno es artífice de su ventura". "No es un hombre más que otro si no hace más que otro". Entonces se pregunta Maravall: ¿a qué aspira don Quijote con sus obras? Paulatinamente se ve claro: aspira a ser un hombre nuevo, a rehacerse. "Don Quijote quiere dar universal ejemplo de cómo se puede ser otro del que se era, de cómo le es posible al ser humano reformarse". Maravall, con gran penetración y agu­deza, vuelve al revés la tesis de Bickerman: "Don Quijote so­porta las adversidades no para conmover y excitar a los otros, sino como ascesis para su propio y personal mejoramiento". Vis­ta así la creación cervantina, aparece claramente relacionada con las ideas renacentistas que procurarán la interiorización del ser, de ahí sus ideas sobre la Fama y la Honra: "Tengo que hacer obras que queden escritas en el siglo de la Fama por todos los siglos venideros". Pero además no se puede ser famoso sin ser virtuoso al 'mismo tiempo. Por otra parte, don Quijote aspira a que su misión se vea cumplida: "Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos". Estos títulos serán los que esgrimirá para su misión, misión que consistirá en cambiar la Edad de Hierro por la Edad Dorada.

En la tercera parte de su libro. Maravall, después de seña­lar cómo Cervantes ya no cree en el humanismo de las letras —porque se puede ser muy letrado sin ser virtuoso—, estudia lo que él llama, con muy buen acierto, "Humanismo de las ar­mas". Para don Quijote la perfección moral —que puede no obtenerse por el estudio—es el resultado de un penoso esfuerzo humano. Don Quijote logrará vencerse a sí mismo por su índole de caballero andante, por los ejercicios que acepta o se impone. Lo que interesa a don Quijote en último término no es vencer

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a los demás, sino su victoria moral, ese vencimiento de sí mis­mo que tan perfectamente vemos expresado en sus palabras: "Abre los brazos y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos viene vencedor por si mis­mo". Es decir, don Quijote se aparta de la aventura de la ca­ballería medieval para incorporarse al mundo de la Contrarre­forma, tan español. Casi llega a encajar en una corriente de tipo ascético. De ahí su utopismo: el hombre llegará a ser vir­tuoso por el vencimiento interior, vencimiento que se obtiene por el áspero camino de la caballería.

Llegar a esta conclusión ideológica parecía fácil, pero es­taba reservada sólo a quien dispusiese de un sistema de pensa­miento perfectamente organizado y de una auténtica erudición capaz de salvar los problemas que saldrían al paso de esa tesis, dos cosas de que dispone Maravall ampliamente.

(12-XII-1948)

Un libro de Casalduero: "Sentido y forma del Quijote"

ENTRE los estudiosos de nuestra historia literaria es bien co­nocido el método empleado por el profesor Joaquín Casal­

duero para encontrar el sentido y la forma de una obra. Es sin duda el investigador español que con más agudeza y conoci­mientos ha sabido llevar adelante un sistema de crítica, de exe­gesis, mejor dicho, cuyas posibilidades y limitaciones son pa­rejas. Pero Casalduero ha demostrado repetidas veces que su original método inquisitivo puede conducir a logros indudables. Casalduero se apodera magistralmente de la materia, yendo y viniendo a placer por dentro de la obra. Trata de explicar su sentido y forma, adentrándose en la misma, recreándola y po­niéndola en relación con las ideas de la época, escamoteando al mismo tiempo inmensas lecturas y sin hacer ninguna nota al pie de página. Casalduero prescinde aparentemente de toda la

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bibliografía acumulada en torno a la obra que trata de estudiar y camina señero por los vericuetos que pueden conducirle a en­contrar una explicación de Fuente Ovejuna, Cántico, las Nove­las ejemplares o el Quijote. Frente a la crítica erudita, frente a la llamada crítica objetiva (tan querida por algún grupo de sus colegas norteamericanos), Casalduero opone la suya anta-gónica: subjetiva, porque va bordando la explicación al paso que relee —en un proceso recreativo— la obra; objetiva, por­que los resultados no son precisamente los de una crítica impre­sionista. Por esta causa los libros de Casalduero, tan preñados de ideas y sugerencias, ofrecen dificultades para su reseña, por no decir que la imposibilitan, puesto que habría que repetir lo dicho por él y el resumen no es tarea fácil. Esto es lo que su­cede con su último volumen, Sentido y forma del Quijote^, cuya riqueza de ideas es extraordinaria.

Casalduero escribió cierta vez que trataba de fijar el miste­rio de la obra de arte, no para que dejase de ser misteriosa, "sino para que deje de ser confusa". En su nueva exegesis nos dice que "la crítica del siglo xix, con gran audacia, pero mal equipada estética y espiritualmente, decidió que Cervantes no sabía lo que quería hacer. A >mí no me preocupa saber lo que quiso hacer, sino lo que hizo, realización en la cual no puedo por menos de encontrar un testimonio de su intención... La crítica del siglo xix no ha podido superar el desorden de la su­perficie de la novela, y no ha tenido más remedio que ver en ella un conjunto de aventuras y episodios inconexos. Nosotros podemos y debemos ver la coherencia de la obra y llamar la atención acerca de la relación formal y de sentido que se puede establecer, sin dejar de ser discretos, entre los distintos elemen­tos". Queda, pues, bien formulada, la intención de Casalduero. Veamos ahora sucintamente lo conseguido con su explicación.

El libro se divide en dos partes, estudiando en cada una las dos partes del Quijote. Pero Casalduero se resiste a esta de­nominación clásica de las partes, y prefiere llamar Quijote de 1605 a la primera y Quijote de 1615 a la segunda. ¡Dentro de

(*) Sentido y forma del Quijote (1605-1615). Madrid. Ediciones "ínsula", 1949, 398 páginas.

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su estudio las diferencias se aclaran magistralmente y la justi­ficación surge por sí sola.

Parte Casalduero de una definición cervantina de la compo­sición barroca: "Orden desordenada... de manera que el arte, imitando a la Naturaleza, parece que allí la vence". Penetra con esta cita en el análisis del Quijote de 1605, advirtiendo que hasta la aparición del segundo se mantuvo intacta en las ediciones la división en cuatro partes. Con gran agudeza inqui­sitiva descubre que este Quijote de 1605 tiene una composición "circular", porque Cervantes quería expresar su íntimo conflic­to, la "idea del ¡Destino"... El destino de una cultura que quiere mantener vivo el pasado... "Resucitar la Edad Media". Su con­tenido puede resumirse así: "1.° Tema principal: aventu­ras caballerescas; 2.° Acompañamiento: episodios amo­rosos; 3.° Fondo: escrutinios y diálogos de materia literaria". "Si vemos el trazado de la novela •—nos dice—, no sólo pode­mos gozar de ésta en toda su inteligente claridad, sino que des­cubrimos su verdadero núcleo: la polaridad (en los tres temas) entre el pasado y el presente; y la exacta relación de don Qui­jote y Sancho, los cuales ni se oponen ni se complementan, sino que representan dos valores distintos del mismo mundo ideal: Dulcinea, la ínsula. El principio expuesto por don Quijote •—"orden desordenada"-— nos permite captar la forma de la composición y su sentido. Cervantes, también por medio de su personaje, nos declara cómo compone: contrapone y compara".

Estas líneas son un resumen del mismo Casalduero en la pá­gina 44, pero no indican, ni mucho menos, la riqueza de ideas y sugestiones que su autor nos va dando a lo largo de su aná­lisis. Casalduero tiene una habilidad excepcional y única para encontrar relaciones entre unas partes y otras, entre unos ca­pítulos y otros de la novela. Así, por ejemplo, explica nítida­mente la función del primer Discurso, el de la Edad de Oro, cuya finalidad reside en introducir el tema amoroso, desarro­llado en forma de episodios. A su vez hay que relacionarlo con el segundo, el de las Armas y las Letras.

Casalduero observa el barroquismo de Cervantes en múlti­ples detalles. Por ejemplo, el discurso que pronuncia Marcela desde una alta roca, contrasta con las situaciones parejas de la

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novela pastoril renacentista, porque cualquier Diana hablaría desde una ribera o un paisaje acicalado, mientras que "Cervan­tes hace sobresalir la distinta disposición de la escena y las di­mensiones colosales". El conflicto entre el pasado y el presente puede ser también objetivado en un ejemplo perfecto: "El estilo de don Quijote (al hablar) tiene una voz, un gesto que pone ante los ojos un paisaje histórico, y esa imagen permanece. El estilo de Cervantes —"y fue, a lo que se cree, que un lugar"— tiene un tiempo de presente en conflicto con el ritmo interior". De la sabiduría admirable con que Casalduero sabe leer y dar con el significado de un capítulo, puedo también arrancar otro ejemplo perfecto, el análisis del capítulo del yelmo de Mambri-no: "Don Quijote, partiendo de algo que relumbra, se ha apo­derado de un yelmo; pero al probárselo, al observar su forma, va acercándose a la bacía. Sancho, de lo que relumbraba, da en la bacía; pero recordando los golpes recibidos al reirse de los batanes, va acercándose al yelmo. Si antes la aventura (la del capítulo anterior) descubría el temor y la osadía, el ánimo que crea la aventura, ahora por el mismo medio nos adentramos en la cautela moderna, ese mundo moderno que los sentidos crean en la relación de objeto-sujeto y que excluye toda afir­mación absoluta".

En cambio, en el Quijote de 1615 encuentra una acción úni­ca y el problema de Cervantes consistió en prestar a esa acción la mayor variedad posible, identificando la acción y el protago­nista. ¡Por lo que se refiere a la composición, frente a la del Quijote anterior halla como características esenciales la disgre-sión y el encadenamiento: "Ensartar, enhilar... tanto por lo que se refiere al diálogo como por lo que respecta a la acción". Y si don Quijote en 1605 está constantemente viviendo el mo­mento esencial, en 1615 ha dscubierto el ocio: "Si en el primer Quijote aventuras o acciones episódicas quedaban perfectamen­te encerradas en sí mismas, en el Quijote segundo lo que sobre­sale es el encadenamiento de los coloquios y de los hechos", Pero además, este don Quijote de ahora es constantemente en­gañado. Un engaño da lugar a otro; todos son burlados unos por otros; todos juegan a engañarse. "La vida social es un en­gaño, una representación". Las cosas no son lo que parecen.

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En 1605 planteaba Cervantes el conflicto íntimo de la lucha en­tre el pasado y el presente; a partir de este 'momento "el nove­lista se dedica a expresar su época, esto es, a crearla".

En cuanto a los motivos del segundo Quijote, frente a los tres temas, señalados en el primero, Casalduero encuentra cinco fundamentales: 1.° La representación (carreta de la Muerte, de­safío del Bachiller, Retablo, etc.); 2.° La casa, frente al camino de 1605 (casa del Caballero del Verde Gabán, de Basilio, de los Duques, etc.); el bosque y la venta se substituyen por el salón, con los discreteos y coloquios de sobremesa; 3.° El dinero, cuya función social había quedado relegada en el anterior; en 1615 don Quijote, "que ni una vez toma una venta por un cas­tillo", paga su alojamiento, invita a sus compañeros, etc.; 4.° Los animales, que "sirven para introducirnos en la jimia de bronce y el cocodrilo de un metal desconocido, grupo simbólico que adorna la sepultura de la Humanidad; y 5.° motivo, los consejos, "que son la cristalizada expresión del mundo social": consejos sobre la familia, la educación de los hijos, el matrimo­nio, etc. El Quijote de 1615 es político-social, frente al histórico-metafísico de 1605. Si en éste don Quijote y Sancho ni se opo­nían ni se completaban, en aquél se establece una dependencia. En el de 1605 las dos figuras viven anhelando —'Dulcinea, la ínsula—; en el de 1615 "tenemos la realización de esos dos ideales: por tanto, su diversificación". "Se pasa del mundo crea­dor del ideal mundo de la lección moral".

Pero este magro resumen sólo lo es, en realidad, de una minúscula parte de la obra de Casalduero. Y bien siento no po­der indicar, aun muy por encima, otras sugestiones, adivinacio­nes y confirmaciones que el sabio profesor de Nueva York nos ofrece millonariamente en cada capítulo de su libro, exegesis que ha sido la mejor contribución a los estudios cervantinos aparecida en más de veinte años,

(ll-XII-1949)

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La "Vida de Cervantes" de Herrero García

ESTOY seguro de que muy pocos lectores conocerán el nombre del hispanista inglés lord Carteret, conde de Granville,

fervoroso lector del Quijote, Sin embargo, a su influencia se debe la primera biografía de Cervantes. Fue lord Carteret quien se dirigió al gran erudito don Gregorio Mayans y Sisear, biblio­tecario de Felipe V, rogándole ensalzase la 'memoria del Prín­cipe de ios Ingenios españoles escribiendo su vida. Mayans no tardó mucho tiempo en cumplir los deseos del hispanista inglés, ya que en mil novecientos treinta y siete aparecía en Madrid la Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, impresa por Juan de Zúñiga. Desde entonces, la erudición ha ido acumulando un buen caudal de noticias y documentos, y los nombres de Pellicer, Clemencia., Navarrete, Asensio, Pérez Pastor y Rodríguez Marín son bien conocidos por los estudiosos. Pero, y aunque parezca extraño, dada la documentación reunida, era muy difícil encon­trar en las librerías españolas una biografía de Cervantes, bien de tipo erudito, como la del hispanista Fizt Maurice Kelly, bien de tipo ano velado, como la del notable Navarro Ledesma. La que ahora nos ofrece Miguel Herrero García^ está llena de auténtica originalidad, debido a muy distintas causas.

Ya en el prólogo, Miguel Herrero nos advierte sus propósi­tos. El no ha querido escribir uno de esos volúmenes híbridos, que no son carne ni pescado. Afirma que su libro es una his­toria rigurosa y plegada meticulosamente a los documentos des­cubiertos por los mejores investigadores. No se trata, pues, de una biografía anovelada, y, sin embargo, esta vida de Cervan­tes, que nada tiene de invención novelesca, se lee con el mismo apasionamiento que una estupenda novela. Incluso me atrevería

(*) Miguel Herrero García, Vida de Cervantes. Editora Nacional, 1949, 652 páginas en 4.°

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a decir que en sus mejores momentos la técnica de esta biografía se aproxima a la de las buenas narraciones del siglo xvii.

En primer lugar, los escenarios por los que discurre Cer­vantes están reconstruidos atendiendo a la mejor documentación publicada o inédita que hoy se conoce. No olvidemos que Miguel Herrero lleva muchos años estudiando la vida y costumbres de los españoles de los siglos xvi y xvn. Su formidable fichero le permite saber las cosas más opuestas: qué se comía o bebía en un pueblecito de la Mancha o qué opiniones tenía Lope de Vega acerca de los poemas de Garcilaso. (Todos hemos aprove­chado más de una vez sus excelentes volúmenes, repletos de la mejor erudición). Si Cervantes pasa a Italia, Herrero García cuida exquisitamente que su itinerario responda a uno de la épo­ca, y si come en una venta, tendrá buen cuidado en indicar lo que le sirven, remitiendo al lector a un apéndice final donde en­contrará la procedencia o el documento que le sirve de base. Al revés, por ejemplo, de lo que le sucedió a Navarro Ledesma, Herrero García ha escrito una vida de Cervantes con todo rigor. Lo nuevo del libro, su originalidad, como señala él mismo, con­siste en presentar los documentos "de estilo curialesco y de formulismo protocolario, revestidos y nimbados por mil noticias extraídas de otros documentos de carácter histórico o literario, que reconstruyen la vida de Cervantes y dan calor y vida a los hechos escuetos". El lector puede estar seguro de que cualquier afirmación, por arbitraria o rara que le parezca, tendrá al final su correspondiente ficha.

No se crea por eso que el rigor con que ha procedido Miguel Herrero enfría la emoción de algunos capítulos. Al revés, la aumenta el hecho de saber que no se trata precisamente de una fantasía de su autor, sino de verídicos sucesos, como en las pá­ginas dedicadas a describir la vida de los cautivos en Argel, tan patéticas y de tan espléndida documentación.

Sin embargo, algún lector malicioso o demasiado cervan­tista, que de todo hay, alegará en contra del rigor histórico los diálogos en que Cervantes interviene más de una vez. Observe ese lector que en muchos casos Herrero García pone en boca de Cervantes opiniones que cualquier lector atento puede en­contrar en sus novelas. En otros casos, conociendo la ideología

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cervantina y la de la época, no extrañamos esa pretendida li­bertad que se ha tomado el biógrafo. Libertad, que por otra parte, responde a un criterio que concibe la Historia como obra de arte, de acuerdo con la preceptiva clásica.

Señalemos, por último, otro de los aciertos: el profundo decoro de la prosa de Miguel Herrero, prosa que tiene sus raí­ces en las mejores creaciones españolas del Siglo de Oro. Herre­ro ha sabido vivificar de nuevo los arcaísmos perdidos en los viejos textos. No se trata de un "pastiche" a lo Ricardo León, sino de un lógico aprovechamiento de materiales que también vivieron en la época de Cervantes.

(24-JVA949)

Quevedo, poeta

EL poeta más singular de nuestra historia literaria es sin dispu­ta don Francisco de Quevedo (1580-1645), cuya avidez

literaria le llevó a tentar todos los géneros, desde el ensayo al entremés, pasando por la novela, la fantasía de los Sueños y su gran obra poética, donde también lo intentó todo, desde el so­neto más grave a la burla y la sátira. Pero tuvo además otra gran pasión: la política, que le causó no pocos disgustos, termi­nando con los años de la prisión en San Marcos, de León, pri­sión que no fue debida a la leyenda del poema que comienza "Católica, sacra y real Majestad", que el rey encontró un día debajo de su servilleta, y que con seguridad no es suyo, sino a otras causas que hoy están muy claras; así como a la decisiva intervención que tuvo el conde-duque de Olivares.

Aunque la pasión literaria de Quevedo fue extraordinaria, en cambio, y no deja de ser muy curioso, no fue muy aficio­nado a imprimir su obra, que en más de un caso (El Buscón, Los sueños) salió en ediciones piratas de las prensas zaragoza­nas. Su obra literaria, lo mismo en prosa que en verso, corrió manuscrita durante muchos años, y son precisamente los manus­critos los que prueban el sumo rigor con que trabajaba Queve­do. Nuestro poeta publicó escasos poemas, y sólo al final de su

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vida nos da dos escasas noticias de que preparaba la edición de su obra poética. En una de ellas dice: "Me voy dando prisa, la que me concede mi poca salud, a las obras en verso". Su poca salud le impidió ver impresa su poesía, cuyos manuscritos heredó Pedro de Aldrete y Villegas, su sobrino, y los vendió al editor Pedro Coello, quien encargó al humanista José González de Sa­las que preparase la edición y la ilustrase con notas, edición que apareció en 1648 con el título de El Parnaso español, mon­te en dos cumbres dividido, con las nueve Musas. González de Salas corrigió más de un poema, aunque lo advierte con hones­tidad, y cuidó la edición con mucho rigor, pero no llegó a incluir las nueve musas completas. Fue don Pedro de Aldrete y Villegas quien publicó mucho más tarde, en 1670, Las tres Musas últimas castellanas y con esta edición comienzan a ahijar­se a Quevedo numerosos poemas que no son suyos, tendencia que continuará hasta el siglo xx (probablemente ha sido don Francisco el poeta al que se han ahijado más poemas). Aldrete vuelve a publicar poemas que ya figuraban en la edición de González de Salas, aunque en versión distinta.

Porque don Francisco de Quevedo corrigió con un rigor ex­quisito su obra poética, lo que puede comprobarse fácilmente. Pondré sólo este ejemplo, cuya primera versión publicó su so­brino y la segunda González de Salas:

Amor me ocupa el seso y los sentidos (...) ¡Ay, cómo van mis pasos tan perdidos tras dueño, si gallardo, riguroso!

Quedaré por ejemplo lastimoso a todos cuantos fueren atrevidos.

Amor me ocupa el seso y los sentidos (...) Explayóse el raudal de mis gemidos

por el grande distrito y doloroso del corazón, en su penar dichoso, y mis memorias anegó en olvidos.

Nótese con cuánta gracia poética ha limado el cuarteto, dán­dole mucha más modernidad y hondura, esa modernidad de Quevedo que tanto han admirado poetas como Neruda, Dá­maso Alonso y Miguel Hernández.

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No es fácil organizar con rigor esa extraordinaria obra poé­tica, aunque tampoco es difícil separar claramente dos vertien­tes: la poesía grave y la poesía burlesca, satírica y de puro juego. Pero en todos los poemas impone siempre su extraordi­naria y dominadora cualidad lingüística.

Como poeta grave, Quevedo se hace eco de los problemas que tanto preocuparon a los hombres del Barroco, que comien­zan por la inquietud y angustia ante una existencia que se ca­racteriza por su fugacidad, porque "antes de que sepa andar el pie, se mueve / camino de la muerte". Este viejo tópico del hombre como caminante o peregrino se remoza con adiciones sorprendentes:

Vivir es caminar breve jornada y muerte viva es, Lico, nuestra vida, ayer al frágil cuerpo amanecida, cada instante en el cuerpo sepultada.

Siguiendo a su Séneca, como él dice, repetirá en prosa y en verso que la muerte es "ley y no pena", que no hay por qué temerla, ya que, a su vez, la muerte es vida. Por eso es capaz de decir:

salid a recibir la sepultura, acariciad la tumba y monumento: que morir vivo es la última cordura.

Escribió también bellísimos poemas de tipo moral, por de­cirlo así, porque se apartan de los anteriores en no comunicar su angustia existencial, sino otros temas. Entre éstos habría que incluir su archiconocida Epístola satírica y censoría contra las costumbres presentes de los castellanos, dirigida en 1625 al conde-duque y corregida más tarde. Con un principio espectacu­lar, "No he de callar... ¿No ha de haber un espíritu valiente?", Quevedo se va a lamentar de la pérdida de las viejas costum­bres castellanas y de la falta de heroísmo. En este grupo habría que incluir su bellísimo elogio de los libros, el más bello que conozco, con versos llenos de profundo encanto poético:

y en músicos callados contrapuntos al sueño de la vida hablan despiertos.

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Pero don Francisco de Quevedo no es sólo el unas extraor­dinario poeta grave del Barroco, sino también uno de los más excelsos poetas amorosos de nuestra historia literaria, y es aquí, dentro de una tradición difícilmente esquivable, donde destaca más su profunda originalidad. Es verdad que en más de un caso parte de una lengua tópica, como Góngora, pero sobre esos tó­picos construye originalidades sorprendentes. Por ejemplo, si Garcilaso, siguiendo a Petrarca, escribe "más helada que nieve, Galatea", puesto que el frío y el hielo son cosas invernales, Que­vedo dirá a su dama: "Hermosísimo invierno de mi vida". Los mejores poemas amorosos de Quevedo ofrecen una nota de rara modernidad, como en este ejemplo de tan soberana belleza:

En los claustros de l'aima la herida yace callada; más consume hambrienta la vida, que en mis venas alimenta llama por las médulas extendida.

Sin embargo, tampoco en estos poemas amorosos puede don Francisco prescindir de su obsesión sobre la muerte, y es precisamente esa mezcla de amor y muerte, de cómo el amor llegará a ser inmortal, lo que dará origen a un pequeño grupo de poemas de una eficacia estremecedora. Así dice una vez:

Del vientre a la prisión vine en naciendo; de la prisión iré al sepulcro amando, y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.

Todo esto cristaliza en el conocido y citado soneto que prin­cipia "Cerrar podrá mis ojos..," y termina con el bellísimo verso "polvo será, mas polvo enamorado", porque, como dice en otro soneto:

Llama que a la inmortal vida trasciende, ni teme con el cuerpo sepultura, ni el tiempo la marchita ni la ofende.

Pero la fama —incluso de figura popular— no se había sustentado precisamente sobre esos poemas graves, sino sobre sus composiciones burlescas y satíricas, donde derrochará ima­ginación poética y donde se hallarán las más audaces y nota-

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bles fórmulas expresivas de todos los tiempos, porque don Francisco de Quevedo manejó con suprema habilidad desde las fórmulas más coloquiales a las metáforas más originales, pa­sando de una lengua muy culta al argot de la picardía, sin olvi­dar refranes ni frases hechas. Todos los juegos conceptistas, desde el equívoco a la paronomasia, tienen entrada en esta serie de poemas. Para intensificar la expresión (y el conceptista Gra-cián pedía "intensión no extensión"), Quevedo usará muchas veces el sustantivo como adjetivo, "érase una nariz sayón y es­criba". OEn los equívocos, tendrá mucho cuidado en que ese "apuntar a dos luces" no sea fácil ni trivial. Un calvo dice:

Si cual calvino soy, fuera Lutero, contra el fuego no hay cosa que me valga.

Bien conocida es su pasión por las hipérboles más desme­suradas, como la tan conocida "érase un naricísimo infinito", al paso que una vieja "Seis mil años les 'lleva a los candiles", y un valentón puede traer "por mostachos, de un vencejo el vuelo".

Quevedo consigue efectos extraordinarios con recursos poco frecuentes, cuando dice: "esa cárcel que te peinas", partiendo del tópico del cabello suelto como red en que quedan presos los enamorados. Puesto que los años blanquean el cabello, nadie le impedía escribir:

La edad, que es lavandera de bigotes con las jabonaduras de los años.

Las creaciones de voces nuevas a base de calcos o de in­venciones puras han sido siempre destacadas por los estudiosos de la lengua quevedesca. Véanse un par de ejemplos:

Antes que calvicasadas es mejor verlas difuntas.

bien se puede llamar libropesía sed insaciable de pulmón librero.

En el primer caso —"calvicasadas"— alude a la joven a quien han casado con un calvo, al paso que "libropesía" (cons-

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truido sobre "hidropesía") se refiere a los lectores voraces o a los compradores de libros, cuyo único afán es tener muchos.

Pero, a su vez, esta lengua poética estaba al servicio de una imaginación delirante, única también en las letras españolas. Quevedo es capaz de escribir sonetos, silvas, romances y letri­llas sobre todo lo divino y humano: médicos, alguaciles, due­ñas, viejas, viejos teñidos, negros que se casan, cornudos, pro-tocornudos, damitas pedigüeñas, boticarios, calvos. Sin embar­go, unos cuantos temas rondan con obsesión a don Francisco: el poder del dinero, las dueñas, los cornudos, los médicos y las viejas. Rafael Alberti lo ha visto en una especie de danza de los muertos o de los vivos, en una especie de aquelarre goyesco, "presidiendo la rueda de todas las figuras, endriagos o fantas­mas reales que ríen y lloran en sus sueños".

(7-IX-1980)

Los autos sacramentales en el teatro español

COMO es harto sabido, el teatro religioso medieval llegó hasta el Renacimiento sin que los humanistas enamorados de

Plauto y Terencio lograran arrinconarle con sus nuevas co­medias minoritarias y elegantes. Durante todo el siglo xvi los temas del teatro medieval —desde los referentes al Nacimiento y a la Pasión a los de la célebre Danza de la muerte—• impreg­nan con su fuerte sabor religioso el teatro prelopista. Este tea­tro religioso se escindirá en dos amplios grupos al comienzo de las novedades que introducía Lope de Vega. Quedará una comedia de santos o bíblica, cuya vitalidad llegará hasta nues­tros días, y un auto sacramental que se representará solamente en la octava del Corpus y cuyo esplendor coincide con la época barroca hasta desaparecer en pleno siglo xvín por un decreto de Carlos TU, como veremos más adelante.

El Concilio de Trento, en el que tan brillante papel juegan los teólogos españoles, encareció la afirmación del Sacramento

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del Altar y recomendó fervorosamente la propaganda de las doc­trinas eucarísticas, la exposición del Sacramento, las preces y las procesiones solemnes. Por esta razón, a partir de la segunda mitad del siglo xvi comienza a ser la festividad del Corpus Christi, junto con la de la Inmaculada, una de las que se cele­bren con más gozo y aparato. Las procesiones adquieren un esplendor extraordinario. (Más de alguna vez los obispos de­bieron intervenir para contrarrestar el excesivo celo de los or­ganizadores de las fiestas del Corpus y hasta podrá haber algún pequeño encuentro de jurisdicciones, como el que ocurrió entre el Cabildo de Badajoz y el Ayuntamiento el año 1608). Como es lógico, el teatro acogerá en su seno estas ideas tridentinas y la Contrarreforma contará con una arma más: la del "auto sa­cramental", fusión exacta de dogma y representación, género dramático desconocido en el resto de Europa y cuyo interés teo­lógico y literario es extraordinario.

El auto sacramental fue en principio una representación dramática en un acto sobre un asunto religioso que se hacía en la fiesta del Corpus, pero con Calderón el auto quedó reducido casi exclusivamente a la exposición alegórica y simbólica del dogma eucarístico. Valbuena y Prat, tan gran conocedor del tea­tro calderoniano, define el auto como una "composición dra­mática (en una jornada) alegórica y relativa, generalmente, a la Comunión". La alegoría, elemento esencial, consiste en la re­presentación de ideas o cosas abstractas y concretas en forma de personajes simbólicos. Así, por ejemplo, vemos aparecer en los autos sacramentales personajes como el Tacto, la Vista, el Hombre (antes de la redención), la Cultura, el Agua, el Mundo, la ley de la Gracia, etc. Su eje central será siempre, o casi siem­pre, el misterio de la Redención,

Este teatro es un teatro de ideas puras de conceptos puros representabas, como dice un personaje cierta vez (la Casti­dad al Sueño):

el haber vestido tú sombras y luces yo, a efecto habrá sido de hacer más representable un concepto.

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El mismo Calderón define la alegoría del siguiente modo:

La alegoría no es más que un espejo que traslada lo que es con lo que no es, y está toda su elegancia en que salga parecida tanto la copia a la tabla que el que está mirando a una piense que está viendo a entrambas.

Es un teatro esencialmente teológico y católico, y en este aspecto el único teatro auténticamente teológico que existe en la dramaturgia europea. Es un producto de la Escolástica con-trarreformista, armonizado con una potencia dramática de pri­mer orden, ya que a veces el mismo problema teológico se ol­vida ante la trascendencia viva y poderosa de la obra, como sucede en El gran teatro del mundo, donde se da forma dra­mática a la idea de que los hombres no son otra cosa que ac­tores representando una comedia. El autor de la obra —Dios— dice al Mundo que prepare un escenario para representar una comedia. El Mundo prepara el escenario y el autor va repar­tiendo distintos papeles a los personajes. Al llegar al Labrador, como éste proteste, dice:

Ya sé que si para ser el hombre elección tuviera, ninguno el papel quisiera del sentir y padecer; todos quisieran hacer el de mandar y regir, sin mirar, sin advertir que en acto tan singular aquello es representar aunque piensen que es vivir.

Por todos los rincones del siglo xvu aparece la angustia del hombre ante la existencia. El hombre y su angustia se van a convertir en el eje de una serie de obras fundamentales. No deja de ser curioso que en el auto anterior los personajes salgan por

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una puerta que tiene pintada en la parte superior una cuna y desaparezcan por otra que lleva al frente un ataúd. Guevedo escribirá un angustioso tratado con el título de La cuna y la se­pultura. No se trata de vivir para ver, sino de vivir para morir. ¿Vivimos en realidad, o soñamos, como se planteará Segismun­do o aquel profesor de Filosofía que se llamó Descartes? El auto sacramental recoge en parte esta angustia del hombre del siglo xvii resuelta por la Gracia divina. El interés del drama puede revestir la forma de introspección psicológica, como en Los encantos de la culpa.

Parece ser que el primer auto sacramental destinado a una fiesta eucarística es el Auto de San Martin, del portugués Gil Vicente. A este auto siguieron los contenidos en el célebre Códice de autos viejos, de nuestra Biblioteca Nacional, edita­dos por Leo Ruannet, de muy diversa temática, pero donde ya se intenta la fusión de lo teológico con lo dramático. Juan de Tlmoneda nos dejó algunas muestras muy bellas en su Ter­nario espiritual. Lope de Vega, como Valdivielso, tan enamo­rado de lo tradicional, da entrada a elementos líricos y a inci­dentes más propios del drama profano. Sus autos, como los de Tirso, se distinguen por su palpitante humanidad y no por el rigor en la exposición dogmática. El auto calderoniano es el auto tipo, ejemplar, ya que en los anteriores el tema eu caris tico se mezclaba con otros motivos religiosos. Calderón logra crear piezas auténticamente originales en la dramática europea, lle­nas de rigor dogmático y de sabia arquitectura teatral. El fue quien dotó al auto de todos los elementos necesarios para valer como pieza teológica, aunque algunos puedan ser al mismo tiempo filosóficos y teológicos, como El gran teatro del mundo, La vida es sueño, El veneno y la tríada, en los que dramatiza las ideas del Barroco en torno a la angustia y la fugacidad de la existencia. Los hay también que utilizan algún personaje mitológico, como en El divino Orfeo, o simbolizan en una le­yenda medieval el tema de la redención, como en La devoción de la misa, El santo rey Don Fernando, etc.

La representación de estos autos sacramentales solía hacer­se el día del Corpus, y también el viernes, en lo que se llamaban "carros del Corpus", pero con notable escenografía. Se nos ha

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conservado abundante documentación referente a este asunto. Es famosa, entre otras, una célebre memoria de Calderón en la que da todos los detalles para la construcción de la escena, decorados, música, etc. Se conservan también numerosos con­tratos entre distintas poblaciones españolas y los actores más famosos de su tiempo. Así, por ejemplo, el año de 1609 los regidores de Madrid contrataron tres compañías, una de Alonso de Heredia, que se comprometía a representar dos autos, "que fueren aprobados por el ordinario, haciendo en cada auto un entremés... Han de representar el día del Santísimo Sacramento y el otro día siguiente hasta las dos de la noche en las partes y lugares que por los dichos señores se les señalare". El Ayun­tamiento se comprometía a pagar 600 ducados, en dos veces. El mismo año contratan a Andrés Nájera para sacar en la fiesta del Corpus una Danza de don Gayferos y rescate de Melisen-dra, que ha de llevar nueve personajes: cuatro franceses, cua­tro moros y la infanta Melisendra, y un castillo encantado y un caballo de papelón pintado y don Gayferos".

Como se ve por este contrato, no es extraño encontrar ele­mentos profanos mezclados a las representaciones de los autos. El obispo de Badajoz prohibió que se sacasen en la procesión "carros con bueyes, muías o caballos, por los gritos que dan los carreteros, y que no se haga "comedia ninguna profana, sino algunos autos devotos sin mezcla de entremeses profanos ni de cosa que no sea para mejor enderezar el pueblo a devoción y adorar al Santísimo Sacramento... e no para mover al pueblo a risa y hacer otras descomposiciones, gritos, ruidos y alborotos indebidos con semejantes representaciones".

La representación de estos autos sacramentales, que cons­tituía, como se habrá notado, una auténtica fiesta popular y de arte, duró hasta bien entrado el siglo xvm. En El Pensador, de Clavijo y Fajardo, empezado a publicar en 1762, al lado de censuras de poetas como Fray Luis de León y Quevedo, se encuentran los más duros ataques contra la representación de los autos sacramentales, "farsas que ofenden al arte y a la re­ligión". En un siglo donde predomina la razón frente a la ima­ginación (recuérdese que el siglo xvm no nos ha dejado en España ni una gran novela pura ni un par de comedias intere-

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santes) no se podía entender la belleza de un auto como La vida es sueño. Por esta razón los escritores neoclásicos —¡muy fríos y muy correctos— consiguen de Carlos III un edicto su­primiendo la representación de estos autos sacramentales sobre los que ha pesado durante más de un siglo una incomprensión total. Sin embargo, desde hace más de veinte años, sobre todo después de los trabajos de Valbuena Prat, la crítica ha dirigido otra vez su mirada hacia esa fórmula dramática, una de las más originales del teatro europeo, y se han vuelto a representar al­gunos autos con evidente éxito.

Recuerdo haber asistido con verdadero gozo a una repre­sentación espléndida del auto de La vida es sueño, dirigida por F. García Lorca, en la Universidad de Santander el año 33, y diez años más tarde a la que Lúea de Tena llevó a cabo en la plaza del Reino de Barcelona con Los encantos de la culpa. Las dos despertaron un entusiasmo encendido y probaron la rara originalidad dramática del auto sacramental.

(27-V4948)

La filosofía de Calderón en sus autos sacramentales

L/ocos intelectuales españoles se hallarán tan bien preparados -*- como Eugenio Frutos para abordar la filosofía de Calde­rón^, ya que reúne tres cualidades difíciles de encontrar jun­tas: una gran sensibilidad poética (Frutos es un poeta que aún no se ha decidido a publicar alguno de sus volúmenes inéditos), una rigurosa preparación histórico-literaria, puesto que es doc­tor en filología románica, y un conocimiento profundo de la fi­losofía. Y si recordamos que Calderón es el gran poeta-teólogo del siglo xvii, no extrañaremos el que un filósofo profesional

(*) La filosofia de los Autos sacramentales. Zaragoza, 1952, 376 pá­ginas. Editada por la Institución "Fernando el Católico".

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y al mismo tiempo poeta se haya acercado a los autos sacramen­tales para estudiar su sistema filosófico.

Por otra parte, la preocupación calderonista de E. Frutos no es reciente, ni mucho menos, ni es tampoco la primera vez que publica ensayos o libros sobre el autor de La vida es sueño. Precisamente le debemos dos excelentes antologías comenta­das, la que apareció en 1947 en los Breviarios del pensamiento español y la que publicó la editorial Labor en su colección de "Clásicos".

Pero ¿por qué Frutos ha acudido con tanta insistencia a es­tudiar la filosofía calderonista? Creo que la mejor explicación reside en algo que nos interesa profundamente a todos en este momento: Calderón es el representante más genuino de lo que pudiéramos llamar la "angustia del hombre barroco ante la existencia". (Desde otros ángulos, un Quevedo lo completa). Y todos sabemos que una corriente —y no la menos importan­te— del pensamiento filosófico actual gira alrededor del hom­bre y de su existencia. Creo que sería muy fácil a cualquier conocedor de la literatura española del siglo xvu espigar una antología de textos "existeneialistas", entre los cuales no falta­rían abundantes tes t imonios de Calderón, como este, por ejemplo:

Nacer a vivir muriendo hombre, no es haber nacido, sino de cadáver muerto pasar a cadáver vivo.

El hombre del siglo xvn, por supuesto, no es un "existen-cialista" a lo Heidegger o a lo Sartre, puesto que cree firme­mente en su salvación. Sabe que sale "del no ser", que no vive más que un instante, que aquí no hace más que representar un papel —el que le ha tocado— en El gran teatro del mundo, pero sabe también que en sus manos está su salvación o su condena­ción. (El drama del don Juan, de Tirso, es un problema teoló­gico: se condena por demasiado confiar en su arrepentimiento final; es decir, es un condenado por confiado; al paso que En­rico es un condenado por desconfiado).

El gran problema filosófico del siglo xvu gira casi exclusi­vamente alrededor del hombre. "La filosofía, dice Frutos, se

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hace problema de la propia conciencia. A través de tin proceso que arranca de las postrimerías de la escolástica medieval, el hombre se encuentra "solo", y es un problema ligarle con Dios o con el mundo... Hasta los problemas teológicos se antropo-morfizan". De aquí la insistencia con que los personajes calde­ronianos se interrogan:

¿si nada antes de ser soy, qué seré después de ser? Mas no lo quiero saber, confusa Naturaleza, ni ser quiero, que es tristeza a mi ser anticipada, ver que acabe siendo nada, ser que siendo nada empieza.

'En los autos de Calderón cristaliza mejor que en ninguna otra parte este problema. Más aún: la angustia dramática pro­cede de que las abstracciones y alegorías calderonianas se huma­nizan hasta convertirse en seres que nos hacen sufrir o gozar con sus problemas, como en El gran teatro del mundo, por ejem­plo. Aunque el auto sacramental gire sólo alrededor de la sal­vación y redención del hombre por la Eucaristía, sus variacio­nes teatrales son asombrosas, como asombro es también su po­deroso dramatismo, su lirismo y su musicalidad. Esta redención del hombre que sale de la cuna y va a la sepultura, viviendo un papel, obliga al dramaturgo barroco a pensar en el espacio y en el tiempo, en la falacia de los sentidos y en el contraste entre vivir y morir. El hombre vive y muere al mismo tiempo, pero lleva consigo un poco de lo Eterno. "Lo eterno del hom­bre —escribe Frutos—• pugna por detener la fuga". Frente a un Descartes, por ejemplo, la solución de Calderón es la de un hombre del siglo xvii español: una solución tridentina apoyada en la Escolástica.

Frutos ha desmenuzado minuciosa y amorosamente la ur­dimbre del pensamiento calderoniano y lo ha estudiado con toda hondura. Pero también ha escrito páginas repletas de erudición sobre problemas que plantea el pensamiento barroco. Estas pá­ginas eran imprescindibles para situar la obra de Calderón en la órbita literaria y filosófica de su tiempo y constituyen, a su

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vez, una de las mejores introducciones españolas a ese movi­miento cultural denominado barroco, del que tanto se viene hablando desde hace un cuarto de siglo.

(13-XI-1952)

Unamuao, poeta

DENTRO de la generación del 98, Unamuno fue siempre el más ambicioso: quiero decir, el escritor que se sintió ten­

tado por más soluciones literarias. Desde un principio le inte­resó profundamente la novela, la poesía, el drama, el ensayo y el simple artículo periodístico; y en todos los géneros nos dejó muestras sorprendentes, como es bien conocido. Con la particu­laridad de que en todos ensayó nuevas soluciones, en algún caso profundamente audaces. Como también es cierto que todos los géneros literarios, desde el artículo más breve al poema o la novela, le sirvieron de vehículo para exponer sus preocupa­ciones de todo tipo, desde las estéticas a las metafísicas, pa­sando por las políticas. Pocos europeos de su generación lleva­ron tan lejos las inquietudes estéticas, pero muy pocos también supieron cargarlas de tan hondas inquietudes espirituales. Por­que no se trataba sólo de escribir un poema, una novela o un drama de manera distinta y a contrapelo de la moda (lo que está al alcance de cualquier escritor medianamente inteligente), sino dotar a esas creaciones de una profunda densidad, lo que es bastante más difícil y complejo. Desde la manera de escribir a los contenidos, la obra total de Unamuno es de una sorpren­dente originalidad dentro del panorama europeo. Añadamos, de paso, que su formación humanística era infrecuente entre los escritores de su tiempo. Poquísimos europeos podían presu­mir de conocer tan bien en su lengua original las grandes crea­ciones universales. No se olvide que Unamuno podía traducir con toda facilidad griego, latín, italiano, francés, catalán, por­tugués, alemán, inglés y danés, aparte del vasco, y que de casi todas esas lenguas nos dejó más de una traducción poética. Y que muy pocos españoles han manejado la lengua con tanta riqueza y hondura y han sabido extraerle tantas posibilidades.

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Fue la poesía una de sus grandes pasiones, aunque, al revés de lo normal, empezase a publicarla ya en su madurez, en 1907, esa fecha que, corno ha señalado Julián Marías, marca un ja­lón afortunado en la historia de la poesía contemporánea, puesto que también es de 1907 la segunda —y definitiva— edición de Soledades, galerías y otros poemas, de Antonio Machado. Desde entonces, hasta el día antes de morir, Unamuno irá apostillan­do su existencia pública y privada con poemas de todo tipo. Y como buen humanista, en su más amplio sentido, nada le será ajeno y todo, absolutamente todo, podrá ser materia poe-tizable.

Pero esta poesía, empezada a publicar en 1907, estará siem­pre totalmente al -margen de las modas o corrientes poéticas. Ningún poeta español desde 1900 hasta hoy ha sabido resistir con tanta eficacia las tentaciones del momento y nadie ha sido tan fiel a sí mismo, permaneciendo ajeno a corrientes estéticas más o menos interesantes. Si comenzamos por su primer libro?

Poesía, lo primero que encontraremos será precisamente su ideal estético en un poema titulado "Credo poético" y en otro con el epígrafe de "Denso, denso". En los dos se enfrenta de un modo tajante con el Modernismo y sus seguidores. Mientras los modernistas hacían suya la frase de Verlaine "La música ante todo", don Miguel dirá que "Algo que no es música es la poe­sía". Frente a Rubén Darío, que tanto le admiró siempre, el rector de Salamanca pedirá al poeta que piense el sentimiento y sienta el pensamiento; porque "el lenguaje es ante todo pen­samiento". Que no se cuide con exceso del ropaje, porque

de escultor, no de sastre, es tu tarea; no te olvides de que nunca más hermosa

que desnuda está la idea.

Pedirá una poesía densa, preñada de inquietud de todo tipo, en la que el verso no sea una finalidad:

Con la hebra recia del ritmo hebroso queden tus versos, sin grasa, con carne prieta,

denso, denso.

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Pero cuando entre 1923 y 1927 se está hablando tanto de una poesía pura, de un arte deshumanizado, don Miguel seguirá pensando como siempre y dirá:

¿Arte? ¿Qué es eso del arte? No te hagas caramillo, hazte de caña...

Y en otro poemita gritará:

Deshumanad, buen provecho. Yo me quedo con la boda de lo humano y lo divino, que es la gloria.

Por eso también acusó su desinterés por Góngora en 1927 y dijo siempre que prefería a Quevedo, al que leyó con mucha asiduidad. (No se olvide que don Miguel era realmente un con­ceptista).

Desde Poesía, su primer libro, al Cancionero, postumo, una serie de temas irrumpen en la poesía española, y a medida que pasan los años y las modas, se va estimando más esa poesía que comienza por ser en la forma algo inusitado, pero cuyo contenido devolverá a las letras españolas la gran inquietud me­tafísica que había perdido desde el Barroco; como le devolverá la gran preocupación religiosa, tan desconocida desde el si­glo xvii en la poesía española. Estas dos grandes preocupacio­nes, íntimamente enlazadas, llevan unidas otras dos: su preocu­pación por enaltecer poéticamente lo cotidiano, y la presencia de España desde todos los ángulos. De estas cuatro obsesiones poéticas, por decirlo así, las tres primeras son profundamente originales desde el gran Siglo de Oro, y alguna profunda­mente nueva también.

Todos los grandes temas que asediaban a don Miguel, desde su idea de la existencia al tema de la soledad radical del hom­bre, tienen entrada en los poemas. En más de un caso —como sucedía con sus artículos periodísticos— se parte de algo mí­nimo, a veces de algo tan poéticamente minúsculo como una brevísima conversación que oye a sus niños:

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"Yo quiero vivir solo —Pepe decía— para que no me peinen ni me laven*' y Marita, al oírlo: "¿Solo? Luego te pierdes y luego lloras". Tal decían los niños y pensé yo, su padre: Aquel que vive solo se pierde, llora solo y nadie le oye; y solo ¿quién no vive? Solos vivimos todos, cada cual en sí mismo, soledad nada más es nuestra vida; todos vamos perdidos y llorando: nadie nos oye.

Nótese, desde el uso del lenguaje cotidiano y la forma, jun­to con la densidad y hondura, el contraste con cualquier poema modernista, con sus paisajes exóticos, sus princesas pálidas y las voces raras. Pero si ese poemita está escrito antes de 1907, el siguiente está fechado el 30 de diciembre de 1936, un día antes de morir:

Morir soñando, sí, mas si sueña morir, la muerte es sueño; una ventana hacia el vacío...

Soñar la muerte ¿no es matar el sueño? Vivir el sueño ¿no es matar la vida?...

Desde el principio al final de su obra una amplísima y hon­da inquietud metafísica penetrará en la poesía española. Suce­derá lo mismo con su preocupación religiosa, con la particula­ridad, muy poco frecuente en las letras españolas, de que esta poesía, transida del más auténtico sentimiento religioso, estará escrita desde la duda. Si Lope escribe sus mejores poemas re­ligiosos desde el arrepentimiento o San Juan de la Cruz desde sus vuelos místicos, Unarmano lo hará instalado en su angustia.

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En sus Psalmos o en sus sonetos se percibe nítidamente esa búsqueda de Dios a través de una fe perdida:

¿Qué tienes que decirle? ¡Vamos, habla! Confiésate, confiésale tu angustia, dile el dolor de ser cosa terrible,

siempre tú ¡mismo.

Esta angustia real, y no literaria precisamente, aquellas cri­sis devoradoras por las que pasó más de una vez, se remansa­ban en su hogar. Su mujer -—-su Concha—-, sus hijos, los "inci­dentes domésticos" llenarán de paz su corazón más de una vez. Y esto será también materia poetizable y una de las grandes novedades de la obra poética de Unamuno. Será capaz de poe­tizar lo mínimo cotidiano con muchísima intensidad, sin com­paración posible con los realistas del siglo xix. Muy pocos poe­tas españoles han cantado con tanto amor a su mujer o han poetizado la pequeña vida diaria. Porque no es tan sencillo elevar lo anecdótico a categoría poética si además las tradicio­nes (amor cortés, platonismo, romanticismo, realismo) están actuando en contra. Frente a los modernistas, don Miguel, sen­tado a la camilla, lee a Heredoto, mientras "ella cose", le mira de cuando en cuando y se oyen los gritos de los niños. Casi se puede decir que los niños y el hogar ingresan en la poesía es­pañola con Unamuno. No se olvide que para don Miguel el amor era "diaria costumbre" y que su vida íntima fue siempre archiejemplar.

Finalmente, nos queda la otra gran pasión: España, que, como es harto sabido también, le dolía hasta en las entrañas. Desde el paisaje a los simples nombres de las poblaciones, pa­sando por su destierro en Fuerteventura o París, o la gran pa­sión política, todo le sirvió para su diario quehacer de poeta. Incluso dotará a España de trascendencia religiosa, como en su bellísimo poema "¡Mi España de ensueño!". A partir de estos poemas de Unamuno se puede reunir una amplísima antología que llegaría hasta los más jóvenes poetas de hoy.

Añadamos algo más: su extraordinario sentido de las for­mas poéticass. No se ha reparado mucho en que Unamuno ha sido uno de los grandes poetas españoles que han escrito con

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¡más diversidad formal. Desde sonetos precisos a romances ex­traordinarios, casi no hay solución formal que él no haya uti­lizado. Su riqueza de vocabulario, dentro de una (aparente sen­cillez, es también extraordinaria. Quizá le faltó sensibilidad mu­sical, saber que aunque la música no era la poesía, sí ayuda a contagiar al lector las inquietudes del poeta. Quizá también le sobre alguna vez demasiada metafísica explícita, demasiados conceptos. Pero lo evidente a todas luces es que Unamuno de­volvió a la poesía española la trascendencia que había perdido desde los grandes poetas de la Edad de Oro. Por eso afirmaba Juan Ramón Jiménez que nuestra poesía contemporánea arran­caba de don Miguel y de sus hondas preocupaciones.

(24-IX-1964)

Unamuno y sus teorías sobre el lenguaje

INVITO al lector a que realice por su cuenta una experiencia * muy simple: tome en sus manos cualquier volumen de los Episodios nacionales, de Galdós, y cualquiera de los de la Guerra carlista, de Valle-Inelán; abra los dos volúmenes por cualquier página y observe qué diferencias van de la prosa de Galdós a la del gallego. Tome de paso un volumen de Balmes, por ejemplo, o de cualquier krausista, y un volumen de Ortega y Gasset, y haga la misma comparación. Las diferencias serán tan notables en los dos casos, que el lector menos especialista notará que en la prosa española ha ocurrido algo muy profundo: un cambio extraordinario que afecta a la sintaxis y al vocabu­lario. Y aun los menos simpatizantes con la famosa generación del 9% tendrán que rendirse a esa evidencia. Nadie negará que la renovación de la lengua española contemporánea es obra de ese grupo, y nadie podrá negar que Unamuno fue, precisamente por su cualidad de humanista, uno de los que más contribuye­ron a dar nuevo perfil al lenguaje, desde sus creaciones de vo-

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ces, con raíces muy españolas, como "hombredad", "otredad", por ejemplo, a su sentido agónico o poético de la lengua. No olvidemos que Unarciuno llegó a sostener que el hombre es hom­bre por la palabra, y que llevó a su estilo sus ideas sobre estos problemas.

Sin embargo, todo estudio previo sobre el estilo de cual­quier escritor, sea Unamuno o Gracián, deberá comenzar por el estudio de sus ideas antes que por el mismo estilo. Nunca deberemos olvidar que su reacción frente a una historia lin­güística que recibe dependerá del conjunto de sus ideas sobre el mundo. En el caso de Unamuno, todo estudio estilístico par­tirá de las ideas del mismo Unamuno sobre el lenguaje y des­pués relacionará estas ideas con el resto del cuerpo ideológico a que pertenecen. Si Unamuno, por ejemplo, insiste en usar "hombredad" no es por un afán de neologista, sino por algo mucho más hondo que afecta a sus ideas sobre el hombre. Y si nuestro Gracián recomienda la brevedad, no lo hace por un gusto retórico, sino por una concepción total de la existencia, esa concepción que condiciona hasta una ética. "La brevedad es lisonjera, cansa menos a los poderosos, etc., etc.".

Este es el problema que se ha planteado Carlos Blanco en su reciente libro titulado Unamuno, teórico del lenguaje, tema que ya ha tentado a más de un estudioso, aunque siempre cabe enfoques muy distintos y originales. Carlos Blanco no se plan­tea el problema del estilo, sino el de las ideas de Unamuno sobre la lengua. Es decir, Blanco plantea y resuelve con todo rigor el primer estadio del que hay que partir para entender el estilo de Unamuno, estilo que varía con los años y que depende de sus variadas ideas sobre la función de la literatura en rela­ción con el hombre.

Pero no olvidemos que esas ideas, aunque formen un cuer­po de doctrina coherente en cada época, no están sistematizadas, ni mucho menos, y que en algunos casos parecen contradicto­rias, como tantas otras del célebre catedrático de Salamanca. Blanco ha visto muy bien que las ideas de Unamuno sobre el lenguaje cambian del mismo modo que cambian otras ideas en torno a otros problemas. Entre el Unamuno que pedía la euro­peización de España y el Unamuno que predicaba lo contrario

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hay un abismo. Así, por ejemplo, el escritor del 98, preocupado por la ¡modernización de todo, por la europeización de España, escribía: "El viejo castellano, acompasado y enfático... nece­sita refundición. Necesita, para europeizarse a la moderna, más ligereza y más precisión... algo de desarticulación... de una sin­taxis menos involutiva, de una notación más rápida". (Abro, casi al azar, Clásicos y modernos, de Azorín, y allí encuentro esto: "En términos latos, lo que debemos desear al escribir es ser clásicos, precisos y concisos...". A estas condiciones debe­mos sacrificarlo todo). Es decir, Unamuno es en un momento de su vida un claro representante de las tendencias del 98 sobre el lenguaje.

Pero como observa Carlos Blanco, y esta es sin duda la parte más valiosa de su libro, Unamuno no siempre se man­tuvo fiel a sus ideas, ni siempre se obstinó en querer ser un europeo a la moderna. Al revés, con una actitud, muy española en el fondo, se preguntó: "Vuelvo a mí mismo al cabo de los años... ¿Soy europeo? ¿Soy moderno? Y mi conciencia me res­ponde: "No, no eres europeo, eso que se llama europeo". Esta nueva situación ideológica se reflejará también en sus ideas so­bre la lengua, donde se buscará la raíz de un profundo cambio estilístico: nada menos que el paso de la palabra como comu­nicación al paso de la palabra como expresión de lo apasionado, de lo poético y de lo agónico. Unamuno luchará desde entonces por dar a su estilo ese aire coloquial, íntimo, violento a veces, pero siempre hondamente humano, puesto que aspiraba a que se dijera de él, no que hablaba como un libro, "sino como un hombre". Por eso se lamenta de que el lenguaje exprima tan poco el interior de un hombre. "¡Miserable menester el de es­cribir! ¡Lastimoso apremio el de tener que hablar! Entre dos que hablan media el lenguaje, media el mundo, media lo que no es ni uno ni otro de los interlocutores".

El libro de Carlos Blanco es muy valioso por ordenar de un modo riguroso y científico las dispersas ideas de Unamuno sobre problema tan apasionante, ideas que dependen, a su vez, de otras que condicionan el estilo. Desde hoy, todo estudio es­tilístico que se haga sobre Unamuno deberá partir de este libro,

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y ojalá sea el anismo Carlos Blanco, tan bien pertrechado y tan conocedor de la obra de don Miguel, quien lo lleve a cabo.

(3-II-1955)

Juan Ramón y su trayectoria poética

LJOR fin se han confirmado los rumores y también los deseos *- de tantos aficionados a la poesía mejor: la Academia sue­ca ha concedido el famoso Premio Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez, el altísimo poeta de Moguer, premiando así, no sólo una obra excepcional dentro de la lírica universal, sino también la más fervorosa dedicación de toda una vida a un quehacer tan extraordinario como el de la búsqueda y expre­sión de la poesía más esencial y desnuda. Porque Juan Ramón Jiménez ha vivido exclusivamente por y para la poesía, su "gran pasión", como ha dicho más de una vez.

Dentro de la poesía española contemporánea, tan diversa y tan rica, el papel representado por Juan Ramón, por ese "an­daluz universal", hondo como la mejor Andalucía, ha sido de­cisivo en todo y por todo. Desde la influencia personal, directa, ejercida de viva voz sobre numerosos poetas, hasta llegar a lo más profundo de la lírica española, pasando por las ediciones impresas con un cuidado desconocido en nuestro país, la pre­sencia de Juan Ramón ha sido extraordinaria. Sin su huella es sencillamente impensable la poesía de este medio siglo, tan rica que invadió la prosa más severa, la dedicada a menesteres filo­sóficos, por ejemplo. (Lo que distingue la prosa del siglo xx no es la ausencia de la retórica, con ser ya una nota muy singular, sino la presencia de los elementos poéticos. Recuérdense sólo las páginas de Azorín, Vaüe-Inelán, Miró, Ortega y Gasset, o las del mismo Juan Ramón Jiménez, tan cargadas de poesía). En realidad, la poesía contemporánea en lengua española mues­tra la impronta de Juan Ramón por todos los ángulos. Sin que esto quiera decir que ignoro lo que supone la obra de Rubén

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Darío, A. Machado y García Lorca, tan grandes poetas los tres y cuya influencia no ha terminado, ni mucho menos.

Y pocos poetas españoles han tenido tan desarrollado el sen­tido de la responsabilidad ante la propia tarea. De ahí sus cons­tantes meditaciones y sus frecuentes arrepentimientos. Su insa­tisfacción, tan conocida, es también algo raro en un país de grandes poetas, pero poco dados a meditar sobre su obra, al revés de lo que ocurre en otras partes. Sus meditaciones acerca de lo que es y no es la poesía, sus conferencias y hasta sus afo­rismos constituyen un corpus doctrinal henchido de sorpren­dente novedad.

Juan Ramón, siguiendo una línea cuyos antecedentes habría que buscar en las inquisiciones de los románticos sobre el con­tenido y esencia de la poesía, ha llegado a conclusiones finísi­mas. En una conferencia dada en la Universidad de Miami (por desgracia poco divulgada en nuestro país), titulada Poesía y li­teratura, dijo esto: "Poesía escrita me parece, me sigue pare­ciendo siempre, que es expresión (como la musical, etc.) de lo inefable, de lo que no se puede decir, perdón por la redundancia; de un imposible. Literatura, la expresión de lo afable, de lo que se puede expresar, algo posible". Un poco más adelante afirma rotundamente: "La literatura es traducción; la poesía, original. Si la poesía es para los sentidos profundos, la literatura es para los superficiales". La posición, como observará el lec­tor, no puede ser más extrema, pero no se deberá asombrar mucho, puesto que un Benedetto Croce, que también había me­ditado muchísimo sobre el fenómeno poético, llega a excluir de la lírica pura a un Horacio, relegándolo al campo de la Lite­ratura.

Pocos años más tarde, en una conferencia que leyó en la Universidad de Puerto Rico, publicada en "La Torre" (num. I, 1953), vuelve a insistir en los mismos conceptos, ampliándolos hasta llegar a distinguir entre "poesía abierta y poesía cerrada". En poesía, dice, "hay dos procesos: el de lo afable, más sustan­cial, y el de lo inefable, más esencial. Uno, más cuerpo; otro, más espíritu... La forma poética perfecta sería, para mí, la que pudiera tener el espíritu si el cuerpo se le cayera, como un mol­de; el del agua de un vaso, si el cristal se le pudiera separar".

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Esta distinción le lleva a preferir, como es lógico, la poesía de San Juan de la Cruz a la de Fray Luis de León, con observacio­nes que sólo un poeta sagaz y atentísimo puede anotar y de las que no podrán prescindir los historiadores de la poesía espa­ñola. Así, por ejemplo, ningún estudioso podrá olvidar estas notas: "La línea que corresponde a la poesía abierta es la más nacional y universal; la más internacional y extrañara, la que corresponde a la poesía cerrada. Boscán y Garcilaso... fueron los forjadores de la llave de plata, y es claro que dijeron e hicieron decir luego muchas cosas bellas; pero ¡cómo me hubie­ra gustado hoy, pecador de mí, italianista y francesista también en mis tiempos mezclados, haber visto correr libre el manan­tial del río español del Romancero..., de Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Bécquer, el mejor Antonio Machado, sin mez­cla italiana y luego francesa!".

Pero muchos años antes, Juan Ramón había dicho también unas cuantas cosas siempre vivas y, por lo tanto, siempre ac­tuales. Al final de la Segunda antología poética (libro que tanta influencia ejerció) hay no sólo una poética, es decir, una estética, sino también una ética. La poesía debe ser sencilla y espontánea a un tiempo, pero "sencillo es lo conseguido con los menos ele­mentos" al paso que por espontáneo entiende lo que todos, más un "sometido a lo consciente", muy revelador. Frente a los que por aquellos años de la primera postguerra mundial, entendían el arte como una manifestación indisciplinada de la existencia, Juan Ramón afirma tajantemente: "Dirán algunos: "El arte es vida". Sin duda. ¿Y por qué ha de ser más bella una vida holga­zana y descompuesta que una vida plena y disciplinada?" Y la afirmación, como notará el lector, no es sólo válida para los artistas. Puede aprovecharnos a todos.

De estas meditaciones juanramonianas, permanentes a lo largo de toda su vida, arrancan esos distintos momentos de su obra que el mismo poeta ha señalado y ha repudiado más de una vez. Tres o cuatro veces, por lo menos, Juan Ramón ha dado virajes profundos, para terminar siempre rectificando, de­purando su tarea poética y hasta un poco abochornado de sus debilidades, aunque tiene, por lo menos, la valentía de con­fesarlas. Su última conferencia termina nada menos que así:

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"¡Qué no daría yo, y perdónenme este otro desahogo, porque todo el río, unos tres mil poemas tmidores, manado en alejan­drino franchute y en silva italianera, no lo hubiese escrito en corriente española; por no haber sido tan estúpido como lo fui en mi segunda juventud... y por no tener que arrepentirme tanto de tanta versificación épica !" Juan Ramón ha reconocido mu­chas veces cómo se sintió seducido por el Romancero y Bécquer, más tarde por Rubén Darío, los simbolistas franceses y los ita­lianos, y luego por el viejo cancionero español. Todos cono­cemos aquella cancioncilla que comienza "Vino primero pura / vestida de inocencia", en la que expuso su trayectoria poética hasta el 1920, aquella trayectoria que terminó en la Segunda antologia. Pero unos años más tarde, afirmaba otra vez que sus libros anteriores eran "borradores silvestres", aceptando sólo los cuadernos de Unidad (1925), empezando de nuevo a reelaborar su "milionària labor de treinta años". Entonces in­tenta publicar sus obras completas, pero sólo años más tarde aparece el bellísimo volumen titulado Canción, libro extraordi­nario, incluso por la belleza tipográfica.

Pero toda su obra se caracteriza, sea de un momento o de otro (salvo algún aspecto modernista) por su subjetivismo ex­tremado y melancólico, por su exaltación de la naturaleza (es casi una poesía panteísta), rara en las letras españolas, y por su nostálgica visión esfumada del recuerdo. Lo normal es en­contrar siempre en su obra estas notas distintivas unidas a un ansia extraordinaria por lograr el trasvase de lo inefable del sentir o del pensar a una forma límpida y escueta. Por eso pudo escribir aquella cancioncilla tan sabida:

¡Canción mía: canta antes de cantar; da a quien te mire antes de leerte tu emoción y tu gracia; emanate de ti, fresca y fragante!

Juan Ramón Jiménez no es sólo un altísimo poeta universal en la lírica de hoy, es también un prosista excepcional. Y no me refiero ahora a su prosa poética, a esa prosa de Platero y yo, por ejemplo, sino a la de los numerosos artículos de crí-

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tica literaria, a la de sus ensayos y a la de las extraordina­rias caricaturas líricas recogidas en el libro titulado Españoles de tres mundos. Es también el forjador de aforismos y senten­cias acuñados como medallas renacentistas, clásicos y perfectos, por vivos y permanentes. He aquí tres ejemplos extraordinarios, válidos para todos:

"En lo provisional, exactitud también, como si fuera de­finitivo".

"Quien escribe como se habla, irá más lejos en lo porvenir que quien escribe como se escribe".

"Ser breve en arte es suprema moralidad".

(26-X-1956)

Platero y el 98

LA "inmensa minoría" a la que Juan Ramón dirigió su Se­gunda antología fue creciendo hasta convertirse en una

"inmensa mayoría". Lección que más de una vez conviene re­cordar a los que aspiran a escribir poesía para las mayorías. El hecho no puede ser más ejemplar, como el de un Bécquer tam­bién. Porque no se trata de escribir para todos, sino de algo mucho más sutil y dificultoso: de ir conquistando a todos par­tiendo de unos pocos. Lo curioso de Juan Ramón es que esta conquista se ha hecho también partiendo de muy pocos libros; en realidad de sólo dos: la Segunda antología poética, manan­tial de donde ha derivado gran parte de la poesía contemporá­nea, y el no menos célebre Platero y yo. Y lo extraordinario es que los dos libros, tan archileídos, son bastante más difíciles y complejos de lo que se cree. La prosa de Platero y yo, como la prosa lírica de ciertos poemas o la de las conocidas caricaturas, está llena de complejidades de todo tipo.

Juan Ramón Jiménez escribió Platero y yo de 1907 a 1916, según reza la portada que tengo delante, pasado ya el primer ímpetu modernista, pero cuya huella es todavía visible en mu-

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chos recursos estilísticos. Véase este ejemplo: "Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas." En estas pocas líneas hay abundantes ele­mentos 'modernistas, desde el "velo morado", al adjetivo "pá­lidas", pasando por el uso de "altar".

Pero si volvemos a esas fechas, notaremos también que en esos años están escribiendo todos los que constituyen el grupo del 98. Modernismo y 98 se cruzan y entrecruzan con mucha frecuencia. Sí el Modernismo fue al principio una actitud esté­tica y la generación del 98 una actitud política, los dos movi­mientos coinciden en dos o tres notas fundamentales: desprecio por lo vulgar, visión lírica de las cosas (recuérdese a Azorín, por ejemplo), gusto por lo humilde y lo popular, etc., etc. Lo interesante es que en Platero y yo coexisten las dos actitudes. La visión poética, lírica de las cosas, lleva también aneja una visión muy noventaíochísta de la realidad. Y esta última visión, a veces de sorda protesta, de malestar frente a la realidad, se enlaza perfectamente con la de un Baroja o la de un Unamuno. Y hasta con la de un Noel o un Solana. Por haber sido Platero y yo más ensalzado por su lirismo que por su realismo, ciertos aspectos han pasado inadvertidos. Me propongo aquí señalar algunos a los lectores.

Y sea el primero un poco triste: la visión de la escuela de doña Domitila. Obsérvese, cómo de rechazo, se protesta (la misma sorda protesta que apunta en las obras de Unamuno, Baroja o Azorín al recordar sus experiencias escolares) de un sistema pedagógico: "Doña Domitila te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña en las manos...". Es muy posible que Juan Ramón no sufriese esas afrentas que apunta a Platero, pero otros insignes españoles, como un Cajal, un Unamuno, sí parece que las sufrieron. (Por fortuna quedan pocas Domitilas, pero por desgracia van apareciendo en el mundo demasiados pedagogos que ignoran que la disciplina juvenil es sumamente educadora, cuando no es arbitraria ni intolerable, claro está).

Enlaza también Platero y yo con el 98 por el gusto con que se acerca a lo humilde y triste popular, como en las visiones del

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Niño tonto, La tísica o El perro sarnoso. Baste recordar la dedicatoria, tan significativa: "A la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol, que me mandaba moras y cla­veles". En más de un caso esta visión es de un realismo sor­prendente y extrañamente actual, como al describir Los hún­garos, donde se puede leer esto, por ejemplo: "La chiquilla, pelos toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías oscenas. El chiquillo se orina en su barriga como una fuente en su taza, llo­rando por gusto. El hombre y el mono se rascan..." (Si no ad­virtiese que el párrafo era de Juan Ramón, ¿no habría más de un lector que lo atribuyese a Baroja, a Cela o a cualquiera de los jóvenes neorrealistas del momento?).

La misma afición de Azorín o Baroja por ios tipos popu­lares es bien perceptible en bastantes momentos de Platero y yo, como en los retratos de Don José, el cura, en El tío de las vistas o en Pinito. Pero es que también Juan Ramón siente el mismo desprecio que sintieron los del 98 por determinadas fiestas es­pañolas, como las corridas de toros o las peleas de gallos. Si leemos Los galios se observará qué estrechas semejanzas espi­rituales existen entre las agrias visiones del 98 —incluso en la pintura— y las de Platero y yo: "Olía a vino nuevo, a chorizo con regüeldo, a tabaco... Estaba el diputado, con el alcalde y el l i ta, ese torero gordo y lustroso de Huelva. La plaza del reñidero era pequeña y verde; y la limitaban, desbordando so­bre el aro de madera, caras congestionadas, como visceras de vaca en carro o de cerdo en matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos..." (Cualquier lector relacionará esta visión con la pintura de un Solana aún más que con la de un Zuloaga, por ejemplo, tan representativo de ciertos gustos muy de los escritores del 98).

No, no todo es, pues, amable lirismo en ese libro tan pro­digiosamente escrito. Más aún, en su estilo es muy fácil distin­guir los dos aspectos, correspondientes a los dos mundos des­critos por Juan Ramón: el mundo de la Naturaleza (incluyendo aquí el mundo de los niños, tan naturaleza pura) y el mundo de los hombres. Salvo alguna excepción, el mundo de los hombres se pinta descarnadamente, con un realismo sorprendente y con

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una actitud espiritual de sorda protesta muy afín a la del 98, al paso que guarda todos sus recursos poéticos y amorosos para el mundo de la Naturaleza, como ocurre tantas veces también en sus poemas.

(5-VI-1958)

La novelística de Pío Baroja

A la alegría que ha producido la concesión del premio No­bel a Juan Ramón, sucede ahora la tristeza por la desapa­

rición de Pío Baroja. Y lo primero que yo he pensado es en lo que hubiera dicho don Pío de la poesía del "Andaluz universal" al enterarse de ese suceso. Desde luego algo amable con algún pero, a juzgar por los intentos poéticos que Baroja tuvo la humorada de publicar, y no precisamente en sus años juveniles* Porque pocas veces se habrán dado dos estéticas tan dispares. En realidad pocas veces se han reunido personalidades tan ori­ginales como en ese grupo que Azorín bautizó con el nombre de "Generación del 98", eneasiliamiento generacional del que siempre protestó don Pío, entre otras razones porque se tuvo siempre por hombre sincero y no calló jamás sus desavenencias. Precisamente la sinceridad es una de las notas decisivas, tanto en su ética como en su estética.

Quizá por esto habló tanto Baroja de sí mismo, de sus preocupaciones literarias, de sus lecturas, de sus simpatías y de sus antipatías. Pocos autores han dejado tal cantidad de es­critos de tipo autobiográfico ni tan útiles para el estudio de su obra. El historiador futuro no tendrá que esforzarse mucho para encontrar documentación, ni mucho menos sobre ideas estéticas ni éticas. Baroja fue siempre bastante aficionado a hablar de sí mismo, como lo fue VaUe-Jnclán y, en grado sumo, Unamuno. Pero entre los tres hay profundas diferencias, como las hay en sus ideas estéticas, y en su concepción del mundo. (Es bien sabido cómo toda estilística deriva del concepto del mundo que posea el escritor).

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A la visión de un mundo lleno de elegancias renacentistas, como en el primer Valle-Inclán, o a la estática y lírica de Azo-rín, o a la apasionada y agónica de Unamuno, B aro ja opone una visión del mundo como lucha, típica de ciertos sectores científicos y filosóficos de la segunda mitad del siglo xi>x. "La acción por la acción —dijo una vez— es el ideal del hombre sano y fuerte". "En la vida hay que luchar siempre", escribió otra vez. Recuérdense sólo dos títulos significativos: La lucha por la vida y las Memorias de un hombre de acción. Por eso comienza con aquellas visiones ásperas, frías y duras de la rea­lidad. Por eso también sus novelas pertenecen a la categoría que yo me he atrevido a bautizar con la denominación de "no­velas de andar y ver". La novela barojiana se entroncaba así con la más vieja y tradicional novela española, la que arranca del Lazarillo y termina en los jóvenes de hoy, que tanto han apren­dido en la novelística de don Pío. Porque si algunas escenas de La busca, por ejemplo, distan bastante del lirismo moder­nista, las del Lazarillo no son precisamente de novela pastoril, ni mucho menos de novela caballeresca. La visión de un mundo áspero, de un mundo frío, duro y de descampados se inicia con aquel brutal aprendizaje de Lazarillo al cruzar el puente sobre el Tormes, con aquella lección que le obliga a exclamar al niño: "Lázaro, válete por ti". Por esto las novelas de Baroja tienen siempre el aire de narraciones de viajes, donde los personajes van y vienen, hablan, se presentan a otros, y con mucha fre­cuencia no ocurre nada. Han sido un pretexto para que Baroja hiciese nuevos retratos y nuevas descripciones. La novela baro­jiana carece de plan, cosa que él fue primero en ver. "Yo es­cribo mis libros sin plan; si hiciera un plan, no llegaría al fin. Yo creo que no debe haber ni puede haber unidad en la obra literaria, más que en un trabajo corto... Una novela larga siem­pre será una sucesión de novelas cortas." Esta arquitectura novelesca de tipo abierto, va unida a una clara concepción de lo que debe ser el contenido de una novela moderna. En La nave de los locos dice: "La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la utopía, lo épico; todo absolu­tamente. Pensar que para tan inmensa variedad puede haber

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un molde único, me parece dar una prueba de doetrinarismo, de dogmatismo. Si la novela fuera un género bien definido, como es un soneto, tendría una técnica bien definida". (Advier­to, de paso, que en la generación del 98 se produce un fenó­meno de desnovelización de la novela clásica. Recuérdense, por ejemplo, intentos tan dispares como los de Unamuno, Valle-Inclán, Azorín y Baroja).

Sin embargo, aún me parece más interesante su estilo y, so­bre todo, más vivo y duradero. Su estilo es el más antielocuente que han registrado las letras españolas desde el siglo xvi, en que tanto hincapié se hizo en la doctrina de lo natural y de lo espontáneo frente a lo afectado. Escribir como se habla es infinitamente más difícil de lo que parece y son contados los españoles que han sabido vencer una cierta disposición por lo elocuente y lo artificioso, desde los tiempos de Lueano hasta los de hoy. Porque la naturalidad expresiva se consigue a costa de grandes esfuerzos. Baroja da a veces la impresión de luchar desesperadamente con los medios de expresión, lo que también reconocía con toda honradez: "No domino tampoco los medios de expresión, y tiendo siempre, por temperamento, al decir grá­fico y sin adornos. Un escritor que no trate más que asuntos poéticos, podrá hacerse un léxico especial, pero siempre será esto una cosa amanerada y su obra una planta de invernadero". Baroja ha dicho repetidas veces que su ideal era la retórica en tono menor, y fiel a sus ideas nos ha dejado una obra llena de viveza en la expresión, jugosa y colorista, repleta también de un lirismo muy acusado, sobre todo en algunas descripciones, donde los lugares comunes, las imágenes desgastadas por el uso aparecen muy pocas veces. Nadie ha logrado como Baroja lle­gar tan hondo en la expresión viva y pintoresca, lo que no quie­re decir vulgar, ni mucho menos. Y quizá por esto su obra re­sistirá más que otras muchas, mejor escritas, mejor construidas, pero más retóricas, afectadas y, por lo tanto, artificiosas e insin­ceras. Díganlo si no los jóvenes españoles aprendices de nove­lista que tanto abundan por todas partes, a juzgar por la can­tidad de premios y obras presentadas, en su mayor parte docu­mentos más o menos novelados.

(l-XI-1956)

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El legrado de Azorin

LA noticia de que Azorin dejaba de escribir ha causado sen­sación; todavía más por las razones alegadas, ya que Azo-

rín confiesa que se retira por las dificultades que presenta el arte de escribir. Después de casi sesenta años de labor ininte­rrumpida, el gran escritor tiene derecho al descanso, pero no a decir que cada vez encuentra más difícil un arte que ha domi­nado hasta en sus últimas raicillas. (Lo prueba la belleza de sus últimos artículos). Pero alegar esa razón indica, a su vez, algo extraordinario: tener conciencia de los límites. Y esto supone un acto de modestia tan grande, que esa declaración es casi úni­ca en la historia literaria europea. Por lo menos, única en la española. Nadie se quiere considerar vencido y menos aún por las dificultades de un arte ejercido con tanta plenitud durante más de medio siglo.

Porque, además, da la casualidad de que Azorín se ense­ñoreó rápidamente de ese arte que hoy ve tan difícil, creó en él un estilo cuya influencia ha sido decisiva y enseñó muchas cosas. Por esta causa, su declaración ha sorprendido a todos sus lec­tores y amigos.

El legado que nos deja el gran maestro de la prosa contem­poránea es considerable y presenta numerosas facetas. Utili­zando uno de sus más bellos recursos estilísticos podríamos pre­guntamos: ¿Desde cuántos puntos de vista podemos estudiar esa herencia? Desde el vocabulario y la sintaxis hasta su labor dramática, pasando por su sensibilidad delicadísima para los pequeños detalles —"los primores de lo vulgar", de que habló Ortega— tendríamos todos los motivos que quisiéramos para nuestro estudio. O bien podríamos compararle con los otros es­critores de esa generación del 98. Enfrentarlo con un Baroja o con un Miguel de Unamuno sería tarea muy sugestiva. Sin embargo, como no es posible disparar —aun rápidamente— sobre tanta diana, indicaré los aspectos que me parecen más importantes de ese legado.

Lo que la cultura española debe a Azorín es sencillamente

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impagable y extraordinario. Con toda seguridad podemos afir­mar que ha hecho más por nuestros clásicos, tan olvidados siem­pre, que entre todos los catedráticos de historia literaria. ¿Cuán­tos españoles no han abierto por primera vez un clásico &6lo por haber leído una de esas bellísimas impresiones azorinianas? Esto se debe a que Azorín no ha leído los clásicos como un triste o devoto erudito, "sino por deleite", como confiesa una vez, buscando ágilmente lo vivo y actual de un poeta o de un prosista casi ignorados. Por eso ha podido dejarnos páginas que ya se han incorporado a las antologías más exigentes. ¿Quién podría olvidar, por ejemplo, su nota impresionista sobre Jorge Manrique o esa maravillosa evocación de La Celestina, titulada Las nubes, donde tan bellamente se plantea la angustia de la fu­gacidad de las cosas, que es una de las obsesiones de Azorín?

Pero el hecho de ver en un Gracián o en un Larra, por ejem­plo, las facetas que pudiéramos llamar actuales de su pensa­miento, no le ha impedido seguir con atención la literatura más joven, porque Azorín ha mantenido siempre muy alerta su gran curiosidad. Si por una parte le ha entusiasmado siempre un fray Luis de Granada, esto no ha sido obstáculo para que haya leído y comentado la primera edición de un Cántico tan esquivo y zahareño como el de Jorge Guillén, o haya asistido a una re­presentación del Don Juan Tenorio con escenografía de Dalí, o le guste muchísimo una película de Vittorio de Sicca, por ejemplo.

No, Azorín no ha vivido al margen de las inquietudes de su tiempo, sino todo lo contrario. Tampoco ha vivido encastillado en una torre de marfil, ajeno al pueblo español, a su paisaje o a sus tipos, sino todo lo contrario. Pocas generaciones han tenido la afición que tuvieron los del 98 por conocer íntima­mente nuestra España, su historia, sus costumbres, sus oficios y su lengua. ¿Cuántos pueblos ha recorrido Azorín? ¿Cuántas observaciones minuciosas, delicadísimas, no le debemos? "He viajado mucho por España —dice una vez—, He pasado mu­chas horas en los casinos de los pueblos conversando con hidal­gos y oficiales de mano", "No afectemos desdén —escribe otra vez;—, superioridad respecto a hombres que, tal vez sin erudi­ción, ni sin haber dejado su casa ni una hora, pudieran tener

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de las cosas una vision más exacta que la nuestra de nombres eruditos, cultos y mundanos".

Azorín nos ha enseñado qué puede henchirse de lirismo la descripción más exacta y minuciosa de la realidad. Frente a las descripciones de un Galdós, de un Valera o de un Pereda, las de Azorín se distinguen inmediatamente por su amorosa minu­ciosidad y por su encanto poético. Yo me atrevería a decir que Galdós o Pereda no amaban todo lo que describían o retrata­ban, mientras que Azorín ama apasionadamente hasta las mis­mas palabras. Deriva de su amor por las cosas su profunda poesía. ¿Quién, por ejemplo, ha sabido rodear de tan deliciosa poesía la descripción de unos carros, la de un oficio tan humil­de como el del apañador o ha visto con tan amorosos ojos las graciosas líneas de una arañita en un balcón? Sólo fray Luis de Granada puso un amor semejante en sus bellísimas descripcio­nes. (¿Se deberá a esto la vieja y honda afición que siempre ha demostrado Azorín por su obra?).

Pero el legado no acaba aquí, ni mucho menos. Si hoy es imposible volver al estilo del siglo xrx se debe casi exclusiva­mente a Azorín, cuyas novedades estilísticas han querido imitar tantos con tan poco éxito, ya que su estilo es inconfundible e intransferible. Gabriel Miró, otro gran goloso de la palabra pura, señaló cierta vez que Azorín había logrado realizar en la sintaxis española "el paso del párrafo a la palabra". Basta abrir cualquier página azoriniana para comprender la frase de Miró. Por ejemplo: "La catedral es fina, frágil y sensitiva. La dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias, las nieves. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco; los recios pilares se van desviando..." El mismo Azorín ha escrito muchas veces sobre su ideal estilístico: "He tratado de simplificar el estilo. He intentado no decir sino cosas sencillas y directas". Otra vez resume así sus cavilaciones en torno al estilo: "Cuando se ha escrito mucho, cuando se ha vivido algo, entonces desdeñamos ya la multiplicidad de los detalles. Que­remos que un solo detalle dé la sensación de la cosa. Pero es lo supremo en el arte: el descartar lo accesorio, lo inútil, lo profuso, para conservar y fijar sólo lo característico".

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Este arte de da frase breve, pero no seca ni dura, sino sua­vizada por un hálito poético es otra de las conquistas azori-ni anas.

Por otra parte, pocos escritores han llegado a dominar con tanta plenitud, con tan elegante señorío, la lengua española. Su riqueza de vocabulario es millonada, pero sobre todo es siem­pre viva y palpitante, no muerta ni arrancada de cualquier clá­sico, por muy castizo que sea. Frente al vocabulario de Una-muño, tan preñado y hondo, el de Azorín aparece engastado con más naturalidad. Azorín ha debido de leer mejor que nadie hasta viejos tratados de artesanía y ha conservado vivas y fres­cas innumerables voces oídas en sus viajes por los pueblecitos españoles. Véase, por ejemplo, cómo distingue tres categorías o clases de un oficio parecido: "Dan albergue en la ciudad a trajinantes, corsarios y almoerebes, tres viejas posadas". En al­gún caso se ve obligado a poner al lado la palabra más usual, como en este: "Hay poca industria en el pueblo: junto al río se ven dos viejas tenerías; hay también tres almonas o "ja­bonerías".

Finalmente, debemos a Azorín •—como también a sus com­pañeros de generación— un encendido y fervoroso amor por todo lo español, amor que Azorín recalcará en numerosas ocasiones: "En la escuela del 98 había dos palabras fundamentales, dos palabras representativas y compendiadoras del espíritu de tal tendencia. Esas dos palabras eran: "Frivolidad, España". Lo que nosotros hemos combatido con más tesón, con más de­nuedo, ha sido la frivolidad. Y la frivolidad ha sido nuestro mayor enemigo. La palabra "Frivolidad" en la escuela del 98 representa la parte negativa, y la palabra "España" lo cons­tructivo. Tratábamos nosotros, por la vía literaria, con el estu­dio de los paisajes, de las ciudades y de los hombres, de impo­ner un sentido de la vida que se compendia en las dos palabras "gravedad castellana". Sentido que, siendo antiguo, es a la vez moderno. Sentido perdurable y noble".

(27-XI-1952)

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Leyendo a Ortega. Cortesía y poesía en el filósofo

CREO haber leído en Carlyle que, en resumidas cuentas, el hombre nace aristotélico o platónico.. Con ello indicaba

el autor de Los Héroes no sólo dos tipos psicológicos distintos, sino algo más profundo: dos aptitudes y actitudes para el ejer­cicio del pensamiento y su exposición. Yo suelo decir que la mejor aventura de la antigüedad no la sufrió Ulises, sino Pla­tón o Aristóteles, que viajaron por mundos más sutiles y eriza­dos de Scilas y Caribdis. Los dos gozaron esa peripecia extraor­dinaria de inventar y ordenar un nuevo sistema de pensamiento. Pero mientras Platón nunca abandonó el lastre poético con que había comenzado en su juventud (dícese que el encuentro con el racionalista Sócrates fue decisivo), Aristóteles se muestra des­de un principio como un riguroso pensador, sin veleidades pic­tóricas o dramáticas. Platón recurrirá a fórmulas literarias para expresar su sistema de filosofía, al paso que el Estagirita orde­nará el suyo con todo el rigor de un teorema. Platón dramati­zaría la angustia del triángulo que no puede ser círculo, re­curriría a comparaciones con el mundo sensible y nos daría el valor de los ángulos como un pequeño drama. Aristóteles, en cambio, lo definiría y haría la demostración con la elegancia que encierra un problema de Geometría. Por eso da siempre la impresión de ser más riguroso que su maestro, pero más frío y antipoético. Su pensamiento ejerce influencia en épocas orde­nadoras y razonables —Edad Media, siglos xvii y xviii—, al paso que Platón influye en las épocas de gestación y creación.

¿Nos llamará entonces la atención el hecho de que en las primeras páginas de El Espectador, de Ortega y Gasset (cuya nueva aparición celebramos estos días) se cite una vez a Aris­tóteles, para denostarle, y varias a Platón y Goethe? ¿No indi­cará que Ortega se encuentra en la línea de los que han nacido platónicos? Repele un poco a Ortega el mundo frío y espectral de Aristóteles, ¡Descartes o Kant, precisamente por lo que les

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falta de calor humano, de vitalismo. Al imperativo categórico opone el "Llega a ser el que eres". Ortega no cree que el pen-Sarniento deba encerrarse dentro de sí mismo. El hombre es el yo más su circunstancia. De ahí la contemplación, el predomi­nio de la vista. "El escritor, para condensar su esfuerzo, nece­sita de un público, como el licor de la copa en que se vierte. Por esto es El Espectador la conmovida apelación a un público de amigos de mirar". Unas líneas más adelante dice: "Suele, con Goethe, oponerse la gris teoría a la vida, al palpitante arco iris de la existencia... Cuando leo lo que Aristóteles hace consistir la beatitud, esto es, la vida perfecta en el ejercicio teórico, en el pensar, siento que dentro de mí la irritación perfora el res­peto hacia el Estagirita."

Está clara —bien clara— su posición. El filósofo existe en un mundo, del cual no puede evadirse, por mucho que dispare su pensamiento a regiones ilimitadas. Frente al racionalismo, Ortega no asevera "que la actitud teórica sea la suprema; que debamos primero filosofar, y luego, si hay caso, vivir. Más bien creo lo contrario."

Nótese qué profunda cortesía encierra esa manera de pen­sar. De ahí esa concesión a los demás, su teoría de la perspec­tiva. El punto de vista individual le parece el único punto de vista "desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad... La verdad, lo real, el universo, la vida —como queráis llamar­lo— se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuen­ta, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo..." Donde está mi pupila no está otra... "Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano" —dice Goethe.

Ortega sostiene, por lo tanto, que nuestra verdad puede ser distinta de la suya y tan real y verdadera o valedera. No quiere imponer a nadie sus opiniones. Todo lo contrario, dice: "As­piro a contagiar a los demás para que sean fieles cada cual a su perspectiva." Este sistema de pensar y existir presupone una cortesía inicial. De ahí el que Ortega no se enquiste en un puro monólogo, sin contar con los demás. De ahí también su famosa

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y bella expresión: "La cortesía del filósofo es la claridad". Lo cortés no quita lo valiente de un pensar, y no porque su ex­posición sea difícil y oscura ha de valer más.

Esta intención de suprema elegancia le llevó a la búsqueda de un estilo peculiar. Ortega necesita ser claro, pero para serlo hace falta contar con los demás y con las cosas. Contemplación, visión, teoría "quieren decir aquella sola actitud del hombre en que éste trata con los objetos sin fundirse con ellos". De ahí procede lo que yo ¡me atrevería a llamar el pensar plástico de Ortega. En muchos casos el autor de El Espectador no piensa las ideas como conceptos puros, más bien las imagina plástica­mente. No en balde Ortega vivió muchos años bajo el hechizo de Platón, "maestro de la ciencia de mirar", como él dice. Por eso la afición del filósofo por la pintura de Velázquez es bien conocida, y como escritor o literato, Ortega es, sin disputa, uno de los grandes paisajistas españoles. En la exposición de su fi­losofía no falta nunca la comparación o el paisaje; "fijarse es detenerse, demorar en algo, plantar las tiendas sobre una super­ficie y cargar sobre ella la seriedad de nuestro ánimo". (No­temos aquí la presencia del paisaje nada menos que en una de­finición).

Algunas veces el mundo sensible irrumpe en la prosa orte-guianas por un deber de cortesía hacia el lector. Ortega necesita claridad y recurre a la comparación con el mundo inmediato. Hablando de las interjecciones e improperios en la obra de Ba-roja, escribe: "En un momento de dolor... el alma íntegra es un arco a toda tensión que va a salir como una flecha con­tra el enemigo; dolor, un ¡ay! ¡Cuan breve e insignificante el cuerpecillo sagitario de esta palabra! ¿Qué decimos, qué deci­mos cuando decimos ¡ay!? Nada decimos sobre las cosas del mundo, pero decimos toda nuestra alma. Esa minúscula am-polluela del ¡ay! lleva a altísima presión, condensada, toda nuestra afectividad, es propiamente una congestión de sentimien­to que en ella explota."

Pero si el lector piensa que la irrupción poética sólo se da en determinados escritos de Ortega, se engañaría. Si los ejem­plos anteriores proceden de El Espectador, desgajo éste nada menos que de El tema de nuestro tiempo, quizá el libro más

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profundo: "Hoy vemos claramente que, aunque fecundo, fue un error el de Sócrates y los siglos posteriores. La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí mis­ma y pueda desalojar a aquélla. Es tan sólo una breve isla flo­tando sobre el mar de la vitalidad primaria."

Finalmente, Ortega es un delicado poeta, al par que un pen­sador profundo (¿o quizá por eso mismo?), como Platón llevaba dentro de sí un gran dramático. Cuando Ortega suelta las rien­das a su encelado potrillo poético se produce el milagro de unas líneas de poesía que no desdeñaría el más exigente antologo, como las siguientes, comparables a las mejores de Bécquer:

"Cuando el pájaro abandona la rama en que ha cantado deja en ella un estremecimiento. Cuando un sonido sacude el aire, los objetos circunstantes se sienten vulnerados deleitosamente en no sabemos qué elemental sensibilidad oculta bajo el mutis­mo de su inerte materia: despiertas por son transeúnte, vibran conmovidas las pobres cosas, piedra, madera o metal, y envían tras él íntimos rumores de respuestas que solemos llamar reso­nancia.

Del mismo modo, un libro, al ser cerrado, produce ante nosotros un instantáneo vacío espiritual, dentro del cual se pre­cipitan en torbellino ideas, recuerdos, alusiones, gérmenes de ensueños, apetitos que dormitaban, y, en vaga nube de oro, polvo de teorías. Son nuestras resonancias de lector."

(9-II-1947)

Sobre la educación de unos escritores

No se debe a la casualidad el que esté leyendo ahora tres o cuatro libros de "memorias". Aquí a mano tengo las Me­

morias de don Pío Baroja, Las confesiones de un pequeño fi­lósofo, de Azorín, los Recuerdos de niñez y mocedad, de Una-muno, y dos o tres obras más del mismo género, entre las cua­les están las Memorias de A. Maurois. No se debe a la casua-

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ïidad porque estoy intentando escribir un ensayo sobre la edu­cación que recibieron en su primera y segunda enseñanza varios ilustres escritores de la famosa generación del 98. El tema es muy tentador y hay materia más que ¡suficiente para escribir un librito. Pero lo que ahora me interesa concretamente es otro tema más actual, puesto que se anuncia una nueva reforma del Bachillerato: qué huellas dejaron los estudios de segunda ense­ñanza en algunos de estos escritores.

Y la respuesta es terrible y desoladora. Azorín, cuya obra es tan extensa, recuerda sólo detalles más o menos pintorescos de sus profesores y jamás nos dice que alguno de ellos influyese en su vocación o le diese alguna norma. En Las confesiones de un pequeño filósofo, libro autobiográfico, recuerda, sí, la insis­tencia con que un maestro feroz le hacía deletrear la cartilla: "Yo siento aún su aliento de tabaco". Recuerda también algu­nos de sus profesores del colegio de Yecla, como el padre Car­los Lasalde, arqueólogo, el padre Peña, profesor de francés, que leía El siglo futuro mientras Azorín traducía barbaridades, y el padre Miranda, que enseñaba historia y que se dormía de vez en cuando en sus explicaciones, lo cual "era extraordinaria­mente agradable".

En toda la obra de Azorín no he encontrado una sola refe­rencia a sus lecturas, sino cierta amarga desesperación contra la vida del colegio, sobre todo contra la hora del estudio, que so­naba aterradora en sus oídos tres o cuatro veces al día. Nada nos dice de sus estudios de latín, literatura y filosofía. Lo que más recuerda es que una vez tuvo que pronunciar un pequeño discurso en cierta fiesta, pero nada más.

Los recuerdos de Baroja son aún más desoladores. Si Azo­rín cursó su bachillerato en el colegio de los Escolapios de Ye­cla, Baroja asistió al Instituto de Pamplona. Sus recuerdos son pintorescos y con pocas líneas retrata ferozmente unos cuantos catedráticos, pero ¡ni por casualidad vemos la menor influencia en su formación: "Paño parecía el Comendador del "Teno­rio"... Era un pobre viejo lelo, vanidoso e inofensivo", que más de una vez dijo a don Pío que era la deshonra del Insti­tuto. Del profesor de Latín cuenta que le mandó dos veces a la corrección, "que era un cuartucho con rejas a manera de ca-

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laborozo, en donde en invierno se tiritaba de frío". El señor Secret y Coll, catedrático de Historia, les lanzaba los más pin­torescos insultos: "Nos llamaba pigres, gorriones mojados, ca-lientabancos, y decía que movíamos las piernas como péndulos de reloj".

¿Para qué seguir copiando? Con lo anterior es suficiente para ver cómo han estudiado su Segunda Enseñanza dos ilustres escritores. Yo confieso que estas lecturas me deprimen honda­mente porque demuestran demasiado bien la ausencia de esa tra­dición didáctica de la que ya me he lamentado varias veces.

El contraste con las Memorias de A. Maurois es tan abru­mador que Uega a avergonzar. Frente a esos recuerdos de Azo-rín o Baroja (igual sucede con los de Cajal o Unamuno), los recuerdos de Maurois están llenos de agradecimiento para sus profesores y demuestran la eficacia de un sistema, sobre todo en la enseñanza de las humanidades. Su primer maestro, llama­do Kittel, que enseñaba por vocación, le obligaba a los diez años a escribir narraciones y pequeños discursos. Oigamos al escritor francés: "Me inició en el goce de las letras, me inculcó el respeto a la lengua y me enseñó tan sólidamente los rudi­mentos del latín que con él todo -me ha parecido fácil. Hoy, habiendo viajado por todos los países y observado a muchos colegas, me doy cuenta mejor de la extraordinaria suerte que tuvimos nosotros, estudiantes de un Liceo francés, en tener por maestros, a los diez años, a hombres dignos de enseñar en todas las universidades del mundo. Estos maestros de Primera Ense­ñanza no tenían otra ambición que la de formar, como mejor pudieran, las generaciones sucesivas de los jóvenes franceses".

Pero no fue sólo el maestro Kittel quien influyó poderosa­mente en Maurois, sino también otros profesores, como un Mouchel, catedrático de Matemáticas, que le enseñó "un mé­todo y un estilo", o un Emile Chartier, "Alain", su profesor de Filosofía, que comenzó su primera clase poniendo, en griego, en la pizarra, una frase de Platón ("Es necesario dirigirse a la verdad con toda el alma") y ordenando su traducción. "No hacía cinco minutos que estábamos en clase y ya nos sentíamos trastornados, provocados, despiertos". André Maurois nunca ha silenciado la enorme deuda contraída con su querido pro-

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•fesor de Filosofía: "La influencia de "Alain" sobre mis gustos literarios fue tan poderosa como su influencia en mis ideas".

Dejo al lector que saque sus conclusiones. Sí, sé muy bien que las comparaciones son odiosas y que muchas veces no prue­ban gran cosa, pero sé también que desde que existe una lite­ratura moralista, siempre se ha hecho uso del ejemplo, y estos tres "exempla" de una educación me parecen decisivos. Aunque entre la formación de la gente del 98 y la de hoy se hallen demasiadas diferencias, lo cierto es que en determinados aspec­tos no hemos avanzado gran cosa. Como ya indiqué otra vez, la didáctica española sigue, por desgracia, apoyándose en la memoria y no en el entendimiento y la voluntad. Y lo lamen­table es que esto aún se ha agudizado en los últimos años y puede agudizarse más si los profesores no ponemos todo nues­tro esfuerzo en convencer a la sociedad de que todas las refor­mas del Bachillerato serán letra muerta de no variar radical­mente los métodos de enseñanza.

(10-VII-1952)

Menéndez Pidal y el Padre Las Cagas

DON Ramón Menéndez Pidal es el maestro más ejemplar, en todo y por todo, que ofrece nuestra cultura contempo­

ránea. Enumerar las deudas que los españoles hemos contraído con él sería tanto como historiar casi toda nuestra cultura de medio siglo, y aunque algún día no lejano lo haremos —pro­poniendo además desde esta página de "Heraldo de Aragón" el gran homenaje nacional que se merece—, hoy nos queremos re­ferir sólo a su última publicación, El P. Las Casas y Vitoria que acaba de aparecer en esa colección "Austral" a la que tanto debe también nuestra cultura de hoy. Y queremos referirnos a ese trabajo por creer firmemente que la gran autoridad de Me­néndez Pidal ha prestado uno de los más importantes y seña­lados servicios a la cultura española, ya que dejará honda huella en muchos espíritus, reacios aún a admitir la gran tarea de los españoles en Indias,

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Es bien sabido cómo el descubrimiento y la conquista de Indias provocaron reacciones muy diversas, pero Menéndez Pi-dal se enfrenta sólo con las de dos insignes dominicos, el cele­bérrimo padre Las Casas y el menos célebre, pero infinitamente más sabio y ecuánime, Francisco de Vitoria, el fundador del derecho internacional de gentes. El parangón era tentador y se había hecho más de una vez, pero no con los resultados que obtiene don Ramón.

Personalmente los dos grandes dominicos son antagónicos. "Vitoria es amigo de la vida retirada, entregado siempre a la severa obligación del estudio que su orden le imponía, mientras Las Casas es un hombre de acción, inquieto batallador incan­sable, que no hizo su formación ni su predilecta morada en las grandes bibliotecas conventuales". Así comienza retratando Me­néndez Pidal las dos figuras, en las que también reconoce jun­tamente su profundo amor por los indios, pero cuyas obras han tenido también una fortuna tan dispar.

En sus dos notables y extensas Relecciones, el padre Vito­ria sostiene el novísimo principio de la igualdad jurídica de todos los pueblos o gentes, "sea cual fuere su religión, su cul­tura, sus costumbres, sin ninguna potestad suprema universal que pese a la vez sobre cristianos e infieles, y funda un nuevo derecho de gentes aplicable tanto al mundo viejo como al nue­vo. "Estas relecciones "De Indias" fueron muy leídas y comen­tadas por la minoría europea preocupada por estos problemas y son las que alimentan muchas de las ideas de un Hugo Grotio, por ejemplo. Menéndez Pidal señala el hecho curioso de que editadas en países católicos, fueran los protestantes los que mejor las estudiaran y elogiaran.

En cambio, la celebérrima Brevísima historia de la destruc­ción de Indias, del padre Las Casas, se imprimió trece veces en holandés, cinco en francés, dos en alemán, dos en inglés y ocho en italiano, y en algún caso, como en la edición alemana de 1597, con diecisiete grabados del famoso Teodoro de Bry, pintando las crueldades de los españoles. Estas ediciones se hicieron sólo en el período que va de 1579 a 1648, y no tenían

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nias misión que atizar el fuego contra España. Son la base más tenaz de la triste y célebre Leyenda negra. (Todavía la Alemania nazi tuvo la lamentable ocurrencia de reeditarla, con el título de Bajo el signo de la Cruz y con los grabados de Bry).

¿Qué había detrás, real, de esa Brevísima historia del P. Las Casas? Había algo más que una hipérbole fabulosa, algo que el genial maestro no encuentra modo de designar más que in­ventando el verbo "enormizar", junto con un extraño y pato­lógico odio a los españoles en Indias. Las Casas "enormiza" todo lo que cuenta, desde la extensión de la isla de Trinidad, hasta los cuatro o cinco millones de indios muertos por los tres­cientos alemanes —los Weiser— de Venezuela. Estudiando al­gunas de las fuentes escritas, Menéndez Pidal comprueba cómo Las Casas deforma, "enormizando", la realidad, y cómo llega a formular una regla infalible, que se reduce a algo simplísimo: los indios "no cometieron contra los cristianos un solo pecado mortal que fuese punible por hombres...", y, en cambio, "los cristianos siempre hicieron en los indios... crueldades, matan­zas y opresiones abominables". Siempre que se habla de los españoles en la Brevísima historia se retratan así. ¿Quién puede dudar, pues, del gozo de los europeos enemigos de España al leer esas "enormidades", escritas nada menos que por un do­minico español? Menéndez Pidal, con un brío juvenil espléndido, pone las cosas en su punto y se indigna más de una vez, y con sobrada razón, contra el padre Las Casas, que tanto daño causó a la cultura española. Sin embargo, la nobleza del insigne his­toriador le hace terminar elocuentemente: "Nos cuesta trabajo recordar ahora, pero recordémoslo, que este frenético odio está al servicio de una noble causa". Porque lo evidente es que esa noble causa, que tanto daño hizo a España, favoreció a los in­dios, lo que no ocurrió en otras conquistas, como es harto sabido.

(2-X-19,58)

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Las lecciones de don Ramón

CUMPLE mañana realmente, de verdad, don Ramón sus no­venta años? Para los que le conocemos y tenemos, de

cuando en cuando, la suerte de verle y escucharle, aunque sean momentos fugaces, se nos hace muy difícil creer que te­nemos delante al autor de La leyenda de los Infantes de Lara, publicada en 1896 y reseñada con tanto entusiasmo por Me-néndez Pelayo. Fino, elegante, atentísimo siempre, como en la semblanza de Juan Ramón, con mejillas que envidiarían para sus hijos del preuniversitario todas las madres españolas, tan "al día" de lo que se publica como un joven aspirante a cate­drático ("¿Ha visto usted, Blecua, el trabajo de A. Más sobre Quevedo?", me decía no hace mucho), y capaz todavía de re­correr bastantes kilómetros por la Sierra o de coger un avión para dar una conferencia en Munich o en Canarias, don Ramón es el mejor ejemplo del rigor y del entusiasmo por el trabajo que conoce la ciencia española contemporánea. "Sin prisas, pero sin pausas", como en la célebre máxima, ha ido elaborando una obra monumental que va de la Historia medieval al Ro­mancero, pasando por la Filología; sin fallos, con un método tan impecable, que sus libros se reeditan al cabo de medio siglo sin casi adiciones, como su obra sobre La Épica castellana o La leyenda de los Infantes de Lava o los célebres Orígenes del español, Y todos sabemos por experiencia lo perecedero de un libro científico o erudito cuando falta el rigor exigido.

Y esta es la primera gran lección que nos da la obra del insigne filólogo y más en estos años de absurda precipitación, hasta en la corrección de pruebas. Sí, nuestra cultura actual se resiente de algo bien perceptible en todos los campos: prisa y ganas de llegar pronto. Prisas en los jóvenes novelistas que no tienen paciencia ni para corregir disparates sintácticos; prisas en los que aspiran a ser doctores con tesis precipitadas; prisas en los jóvenes ensayistas, que meditan también de prisa y co­rriendo, superficialmente, sobre problemas que atisban con ge-

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nialidad y dejan escaparse como liebres mal heridas. Frente a todo esto, medítese el valor de esperar, como ha hecho M. Pida!, más de sesenta años a publicar su gran Romancero hispánico.

La segunda gran lección que nos da don Ramón es la del método empleado. Todos los trabajos de Menéndez Pidal (como A. Machado recomendaba: "El hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas") son una gran lección de cómo se debe trabajar, desde una conferencia a un libro de investigación par­tiendo casi de la nada. La conferencia, por ejemplo, sobre la Poesía de tipo tradicional, unas treinta páginas, no lleva ni una sola nota erudita, pero vino a descubrir un fabuloso campo poético ignorado por los estudiosos y hasta negado por un maestro tan genial como Menéndez Pelayo. En cambio, su mo­numento sobre Los orígenes del español, 1926, señala una épo­ca en los estudios de la lingüística románica, ya que en nin­guna lengua moderna ha sido estudiada su prehistoria literaria con tanta precisión, clarividencia y originalidad. Su importan­cia metódica ha sido siempre destacada por los más insignes filólogos.

La tercera gran lección es la de no sentirse demasiado seducido por las teorías establecidas, sean de sabios nacionales o de extranjeros. La independencia y originalidad del pensa­miento de don Ramón le han llevado a elaborar algunas tesis audaces que chocaban violentamente con lo aceptado por los mejores estudiosos europeos. Esto es lo que sucede, por ejem­plo, con su famosa tesis del "estado latente" de un fenómeno lingüístico o poético, teoría revolucionaria, confirmada por des­cubrimientos constantes. La tesis es bastante fácil de enunciar: "Si hoy pueden recogerse en un pueblecito leonés romances del siglo xv, esos romances han permanecido vivos durante seis si­glos, pero ignorados por los estudiosos". Hoy nos parece una tesis fácil de probar, y, sin embargo, en el último número de "La table ronde", revista francesa, don Ramón recuerda cómo hasta un Gabriel y Galán, que estaba muy interesado por escri­bir una poesía para el pueblo, le negaba la existencia de roman­ces en Extremadura. El descubrimiento de las j archas o el re­ferente a la Chanson de Roland, hecho por Dámaso Alonso (manuscrito brevísimo en que se mencionan personajes de la

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célebre Chanson, anterior al famoso manuscrito de Oxford), han venido a demostrar que la tesis de Menéndez Pidal es cierta y que los estudiosos de los orígenes poéticos de cualquier cul­tura no podrán soslayar los problemas que plantean los "es­tados latentes".

Y, por último, don Ramón nos da la gran lección de su en­tusiasmo por el trabajo, entusiasmo que le lleva a trabajar hoy de ocho a diez horas diarias, a defender juvenilmente sus tesis en conferencias y escritos, o a esperar, con paciencia aún de benedictino, el encuentro de un dato para terminar un capítulo de su Historia del español o de la Épica, obras en las que lleva trabajando más de medio siglo y que todos leeremos con la admiración y el provecho de siempre. Sí, difícilmente pagare­mos los españoles la deuda contraída con nuestro genial sabio y las grandes lecciones que se desprenden de su obra.

(12-VII-1959)

De la edad conflictiva

Si los estudios del maestro Américo Castro tuvieron siempre un singular interés, los de los últimos veinte años son sen­

cillamente apasionantes. De ahí las polémicas que han suscitado, las defensas y los ataques, en los que más de una vez se toma el rábano por las hojas. Pero hasta los poco amigos tienen que aceptar una nueva fórmula historiogràfica, ya imprescindible si queremos saber lealmente algo de lo que nos ha ocurrido a los españoles.

Américo Castro viene preocupándose desde hace muchos años por un acongojante problema no precisamente nuevo, puesto que ha inquietado las mejores cabezas españolas desde hace más de dos siglos. Trátase de responder a la vieja pregun­ta: ¿En qué consiste ser español? ¿Por qué España ha perma­necido tan al margen de las conquistas económicas, técnicas y

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científicas? Bien sabemos todos que para estas preguntas hay respuestas de todos los gustos, desde La España defendida, de Quevedo, a la España invertebrada, de Ortega y Gasset, pasando por Cadalso, Jovellanos y hasta los poetas actuales. La biblio­grafía constituye nuestro más claro síntoma de un desasosiego, de un "complejo de inferioridad", como ha diagnosticado López Ibor. Américo Castro intenta con su apasionante libro último, De la edad conflictiva, aclarar de una vez el problema.

"Ser español" no es lo mismo que ser francés o inglés, ya lo sabemos. Pero ¿cuándo comienza y en virtud de qué causas ese "ser español"? Américo Castro viene demostrando desde hace años que un Trajano, por ejemplo, no podía sentirse más que romano, aunque hubiese nacido en la Bétiea. Esto, que parece tan lógico, supone para muchos españoles una amputa­ción dolorosa, porque se piensa en una Bétiea poco menos que igual a la Andalucía de hoy, lo que a todas luces es un desatino histórico. Para Castro lo que constituye ese "ser español" es producto de algo que no se pudo dar en Francia ni en Italia: la convivencia e intercomunicación de tres actitudes ante la exis­tencia: la cristiana, la árabe y la judaica. En su Realidad his­tórica de España hallará el lector abundantes testimonios.

En el nuevo libro fija su atención sobre un fenómeno poco advertido por los estudiosos y cuya importancia será decisiva para la cultura española: la especialísima situación social que crean los españoles descendientes de los judíos convertidos, es­pañoles de la categoría de un Fernando de Rojas, Luis Vives o Fray Luis de León, por nombrar sólo tres insignes. Se trata, nada menos, que del famoso problema de la "limpieza de san­gre", visto y estudiado desde un ángulo profundamente reve­lador.

Es bien sabido cómo se quiebra la convivencia de cristianos, moros y judíos hasta desembocar en la expulsión de los últimos. Poco a poco fue creándose una conciencia de "casta"; los "cris­tianos viejos" tomaron una actitud radical frente a los conversos, aunque esos descendientes fuesen de virtudes acrisoladas y tan buenos o mejores cristianos que los viejos. (Por eso el famoso inquisidor Lucero podía denunciar nada menos que al primer

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arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, tan sabio como bueno, acusándole de judaizante, por descender de con­versos). Las voces que pedían comprensión fueron ahogadas, porque la "honra" fue poco a poco apoyándose en la "limpieza de sangre". Quien haya leído los versos de Períbáñez al final de la obra

Yo soy un hombre, aunque de villana casta, limpio de sangre, y jamás de hebrea o mora manchada

creerá que se trata de una simple jactancia. Pero Américo Cas­tro señala cómo a principios del siglo xvi, el célebre jurista Lorenzo Galíndez de Carvajal (muerto en 1534), investigaba la limpieza de sangre de los miembros del Consejo Real de Car­los V, y copia algunos resultados:

"El Presidente es de muy buen linaje de caballeros... "El Doctor de Oropesa... es cristiano viejo, de "linaje de

labradores". "El Licenciado Santiago... es limpio de sus padres, porque

es de todas partes de "linaje de labradores". "El Doctor Guevara... no sé si es hombre limpio; "dicen"

que lo es, y que su mujer es conversa... "El fiscal Pero Ruiz... es nieto de condenado por la In­

quisición. Es vergüenza que tal persona sea fiscal del Con­sejo..."

Con estas referencias hay suficiente para ver cómo empe­zaba a dividirse una estructura social: los muy nobles y los muy villanos quedaban exentos de impureza (aunque contra los muy nobles circularon aquellos libelos llamados Tizón de la no­bleza de España y Libro verde de Aragón); de otros se "dice" que es "limpio", funcionando ya la "opinión", y finalmente nótese cómo se repudia a Pero Ruiz, "nieto de condenado". A lo largo del siglo xvi el espectro de no ser "limpio" creará situaciones conflictivas muy dolorosas e íntimas que tendrán enormes consecuencias.

La primera de estas consecuencias fue la de apartarse los "limpios" de aquellas actividades características de los judíos o

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conversos: el comercio y el cultivo de la inteligencia. Por eso se prefirieron las aventuras a Indias a los negocios, y por eso tampoco se podía presumir mucho de agudo, inteligente o in­genioso. El "limpio" se exponía a no ser "honrado". Cuando el famoso proceso de fray Luis, Grajal, Gudiel y Martínez, se prueba que los tres primeros no eran "limpios", y de Martínez se supone que no lo es por la "agudeza" de sus familiares. Oigamos lo que dice el Padre Mariana, tan lleno de nobleza espiritual, a propósito de este proceso: "El asunto en cuestión deprimió el ánimo de los que contemplaban el ajeno peligro, y cuánta tormenta a los que sostenían libremente lo que pen­saban... La mayor de las locuras es esforzarse en vano, y can­sarse para no conseguir sino odios." Trabajar en ciertos oficios o demostrar demasiado interés intelectual podía llevar consigo la "deshonra", y por eso, algún personaje de Cervantes presume de no saber leer ni escribir, cosas "que llevan a los hombres a la hoguera". (Recuérdese cómo un hombre tan independiente como Pío Baroja presumió siempre de "limpio" y hasta de ario, y no se olvide que listas de conversos figuraron hasta el si­glo xix en algunas iglesias y que en cierta región española es todavía conflietivo el problema).

La literatura, como válvula de escape, se benefició, en cam­bio, de esta situación tan aflictiva para muchos y grandes es­píritus. Una parte, y no pequeña, de nuestra historia literaria ofrece unos signos, una tensión espiritual, una problemática que en vano buscaríamos en las demás. Es la literatura producida por los otros, los "ex illiis", por esos angustiados que se lla­maron Fernando de Rojas, Santa Teresa, Fray Luis de León, Mateo Alemán o Gracián. Américo Castro ha rendido de nuevo otro gran servicio a la cultura española, aclarando la relación entre "honra" y desprecio de ciertas actividades. Queramos o no, nos guste o nos disguste, los hechos fueron esos. La posibi­lidad de superarlos con optimismo está en manos de todos, especialmente de los jóvenes.

<3:1-VIH-1961)

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Los españoles

/ \ üNQUE mi generación no ha realizado, por circunstancias * *• diversas, una tarea tan poderosa y eficaz como otras ge­neraciones, algunos hombres, en cambio, han escrito ya una obra sorprendente. De éstos, sin ninguna duda, el de vuelo más am­plio y el de más preocupaciones de todo tipo es Julián Marías. Y me atrevería a decir que es también el más universal en todo, hasta en los viajes. Desde Suècia a California y desde Calcuta a Buenos Aires, Julián Marías ha paseado su curiosidad y nos ha dado testimonios espléndidos, aparte de haber dejado en los Congresos de Filosofía o en sus clases de la Universidad de Yale, por ejemplo, testimonios también de un pensamiento ori­ginal. Si se repasan los índices de sus obras completas -—ahora en publicación— se verá fácilmente la amplitud de sus medi­taciones. Pocas cosas le son ajenas, desde un precioso libro sobre Unamuno u Ortega a la exposición de problemas de me­tafísica o de historiografía, pasando por algunos libros de ob­servaciones viajeras, por decirlo así, como el dedicado a los Estados Unidos o la India. Pocos españoles tienen hoy día la vocación de "entender" que posee Marías y pocos también la vocación de meditar con hondura sobre un problema del pasado o del presente. Esa vocación de humanista y pensador va unida a esa tradición, tan llena de nobleza, de español preocupado por los destinos de su Patria. Y todo, a su vez, sostenido por una seria teoría, y práctica, sobre los valores éticos de la inteligen­cia. Por aquí y por allá, en páginas de signo muy diverso, Marías nos ha dictado a los españoles una de las grandes lecciones de ética intelectual que se han dado en nuestra historia moderna y contemporánea; del mismo modo que ha pregonado a los cua­tro vientos la nobleza y originalidad del quehacer intelectual español. La última lección, la encontrará el lector en su último libro, Los españoles, publicado por "Revista de Occidente".

Pero ese título quizá le despiste un poco, porque Marías no trata de añadir un libro más al viejo problema de inquirir lo

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que hemos sido y lo que somos y el por qué. No, el lector no encontrará eso precisamente, aunque sí más de una observación aguda, de cuyo valor no podrá dudar. Los españoles es un conjunto de ensayos y estudios, de varia extensión, alrededor de ciertas figuras singulares de nuestra historia pasada o de hoy, desde Jovellanos a Lafuente Ferrari, pasando por Moratín, Isla, Marañón y Menéndez Pidal. Aparte de éstos, pero muy vinculados por la teoría ética, los hay dedicados a otros pro­blemas, y muy actuales y apasionantes, como el del papel de la cultura española contemporánea en el mundo de hoy, lejano eco, todavía, de las polémicas del siglo xvm.

¿Por qué Marías se ha sentido atraído por esas figuras? Las atracciones han sido motivadas por distintas circunstancias, in­cluso lo que pudiéramos llamar "centenarios", como el de Mo­ratín, por ejemplo. Pero, por debajo, lo que late es una honda preocupación por encontrar una explicación histórica a ciertas posibilidades truncadas, y sobre todo el estudio de un grupo de españoles caracterizados por una misma actitud ante la exis­tencia: la actitud de "concordia". Aquellos hombres cuya más noble obsesión fue, o es, enseñar a huir de lo "extremoso", cuyas huellas sirven para ennoblecer tantos caminos posibles y cuya influencia en el pensamiento y en la historia española habrá que escribir un día.

De aquí deriva ese gran estudio que Marías dedica a Jove­llanos, por ejemplo, uno de esos hombres siempre extrañamente actuales en la historia del quehacer español, puesto que mu­chos de los problemas heredados por el siglo xx fueron ya ex­puestos con gran nitidez por aquel hombre que pudo comenzar a resolverlos y fue reducido a la prisión del castillo de Bellver por una de las denuncias más típicas en la historia española. Jovellanos, tan austero y grave, fue de unas grandes posibilida­des que se malogró para desgracia nuestra. Y parece mentira que los historiadores que han tenido siempre a su alcance toda clase de documentos, desde la propia denuncia a la Inquisición hasta los mismos Diarios de Jovellanos, hayan tardado tanto en rendir el homenaje que se debía a uno de los más claros varones que ha habido en España, de cuya dignidad y nobleza dan pruebas multitud de detalles pequeños o hechos bien cono-

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cidos ante sucesos trascendentales. Los españoles deberían co­nocer un poco más la célebre carta dirigida a Cabarrús, cuando se le propone formar parte del Ministerio organizado por José Bonaparte, donde leerían párrafos como estos: "España no lidia por los Borbones ni por Fernando... Lidia por su religión, por su Constitución, por sus leyes, por sus costumbres, sus usos, en una palabra, por su libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados hechos". Julián Marías, que más de una vez ha medi­tado sobre la "tentación" posible, dice: "Hay hombres que re­sisten muy bien la mitad de las tentaciones, pero sucumben fá­cilmente a la otra mitad. Jovellanos es uno de los contados es­pañoles que resistió a todas, que fue siempre fiel a sí mismo, a lo que creía la verdad". (Y como Julián Marías es también el pensador español que se muestra más sensible a la creación literaria, en lo cual vence a su maestro Ortega, nota de paso y con agudeza que a Jovellanos, gran prosista, le faltó gracia en la expresión).

Bl ensayo dedicado a Moratín está dedicado a estudiar sólo ciertos aspectos, partiendo de una obra poco leída, cuya mo­dernidad nos descubre, o poco menos, el insigne pensador. Me refiero al Diario de su conocido viaje por Europa y a las Cartas, donde aparece el Moratín íntimo, lleno de preocupaciones de todo tipo, sensible, fino, agudo y más de una vez lleno de iro­nía y gracia. Es un capítulo más de la posible historia de los españoles europeos, y de su visión. (De paso leerá el atento una estupenda página sobre la posición en que se encontraron los "ilustrados" del siglo xviu ante la Guerra de la Independencia y el porqué de su afranees amiento).

Del mismo modo que recomiendo al lector las páginas dedi­cadas a don Juan Valera, Una tradición olvidada, gran lección sobre la mesura y la desmesura de algunos intelectuales espa­ñoles, cuyo arranque sobre la "furia española", la "gravedad" y el "sosiego" dan mucho que pensar. Del conocido liberalismo de Marañón, tan lleno de "sosiego", precisamente, y de profun­da elegancia espiritual, se hace una fervorosa apología en otro ensayo. Julián Marías ha visto muy bien que la actitud liberal ante la existencia no es exclusivamente una actitud política, sino algo mucho más hondo que arranca de las mismas aguas

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del ser. Por eso afirma que la crisis del liberalismo en el mundo "ha consistido, sobre todo, en que algunos creyeron que se puede ser liberal sin serlo más que en política, y entonces se deja de serlo también en ella".

Finalmente, Julián Marías muestra su preocupación por dos o tres problemas muy actuales y muestra también su poderosa lucidez y su no menos autenticidad y elegancia espiritual. El en­sayo titulado El horizonte intelectual de España es un agudo análisis, en el fondo esperanzador (porque Marías es uno de los españoles de mayor fe, esperanza y caridad) sobre el porvenir de la cultura española actual. Por eso termina: "Por mi parte, me siento inclinado a la esperanza, y desde luego a hacer lo posible por mantener la continuidad de esa espléndida tradición cultural".

Y es, precisamente, esto último lo que junto con su ética intelectual, está sosteniendo en sus obras desde hace más de veinte años. Una tradición espléndida de pensamiento de la que él es uno de los eslabones más limpios y bruñidos. De ahí su extraordinario ejemplo para los jóvenes españoles.

(7-YI-1962)

Angel del Río

POCAS noticias afectan tanto nuestra sensibilidad como la de la desaparición de un hispanista eminente, y pocas afectan

tanto al porvenir de la cultura española fuera de nuestro país. No se olvide que la tarea de los hispanistas está teñida de un profundo amor por todo lo español, amor que difunde en lati­tudes muy diversas, a veces sin honores y sin mucha ayuda. Desde Toulouse a Upsala y desde Cambridge a California, los estudiosos de nuestra historia literaria realizan una tarea apa­sionante y difícil, en más de un caso, por mil razones. Pero si esos profesores son además españoles, ¿habrá que decir con cuánta pasión, con cuánto cariño enseñan a amar nuestras le-

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tras a jóvenes que en más de un caso tienen una idea absurda, hasta geográfica, de nuestro país? Por esto, si la desaparición de un maestro en España (y doy a "maestro" su más noble ex­presión, sea de primeras letras o de últimas) es siempre una pér­dida muy dolorosa, la desaparición de un gran maestro hispa­nista afecta doblemente a nuestra cultura. Y si además se trata de un "chairman" o jefe de un Departamento o Facultad de español de una Universidad como la de Columbia, de Nueva York, que desaparece en plena madurez, como acaba de ocurrir con Angel del Río, la pérdida es más sensible aún. Imaginen mis lectores lo que supone el hecho de que un Amado Alonso, un Pedro Salinas y un Angel del Río hayan muerto regentando las cátedras de Lengua española de Harvard, Baltimore o Nue­va York.

Angel del Río, soriano, había marchado muy joven a los Estados Unidos y ha desarrollado así una espléndida tarea, no sólo como profesor en Nueva York, puesto que dio cursos en otras Universidades, sino como erudito y ensayista. Angel del Río se sintió atraído especialmmente por la literatura moderna y contemporánea; de ahí sus estudios sobre Jovellanos, que le califican como nuestro primer jovellanista; los de Galdós (que reunió y editó en Zaragoza), o los referentes a la poesía de Salinas y a la vida y obra de García Lorca, de quien fue íntimo, publicados también en Zaragoza, en su segunda edición. Su amor por España queda bien patente en su formidable antología, en colaboración con M. J. Benardette, titulada El concepto con­temporáneo de España, con introducciones espléndidas, llenas de rigor y agudeza y con un aparato bibliográfico realmente extraordinario. Como extraordinaria y completísima es su An­tología general de la literatura española, esfuerzo de muchos años en colaboración con su mujer, Amelia Agostini, a quien tanto deben también los escritores españoles. Pero en esta enu­meración, tan incompleta, falta una preciosa Historia de nuestra literatura, publicada en Nueva York, hace tiempo agotada, cuya segunda edición estaba preparando. Con Federico de Onís fun­dó la "Revista hispánica moderna" de la Universidad de Co­lumbia, de la que era actualmente director, una de las revistas más serias y gratas dedicadas al estudio de la literatura nao-

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derna y contemporánea, donde publicó numerosos artículos y reseñas.

Pero todo esto no haría de Angel del Río un maestro, eso que parece tan sencillo de decir y tan difícil de encontrar. Su saber le confería, naturalmente, un magisterio, pero su calidad humana era excepcional. Pocos hombres he conocido que lo­grasen reunir tan armoniosamente una gran erudición junto a una sensibilidad finísima, una cordialidad y generosidad tan a ñor de piel, al lado de una elegancia espiritual' suprema, unida, a su vez, a un sentido delicioso del humor. Esto es lo que hacía de Angel del Río un maestro cabal y un amigo entrañable, cuya pérdida nunca lamentaremos bastante todos los españoles y me­nos aún los estudiosos de (nuestra historia literaria y los que tu­vimos la extraña suerte de ser sus amigos.

(20-IV-1962)

José María de Cossío y la poesía de 1850 a 1900

LJOR mil razones que ahora no puedo explicar, José María de *- Cossío es un ejemplo único en nuestro clima intelectual. Nadie le iguala en conocer, como todos saben, nuestra historia de los toros, pero lo asombroso es que todavía conoce mejor aún la historia de nuestra poesía, Y la sabe, no como un eru­dito profesional, sino como un lector agudísimo, con una sen­sibilidad extraordinaria y muy despierta, unido todo ello a la más espléndida generosidad que conocen las letras españolas. Es el único español no profesional de la erudición poética a cu­yas obras hay que acudir con mucha frecuencia para explicar en cátedra una buena cantidad de cosas, desde la gracia de un endecasílabo de Garcilaso a la trayectoria que han seguido los mitos clásicos. Añadamos a todo esto lo que yo me atrevería a llamar su "Humanismo", su fabulosa calidad humana, capaz de seguir con apasionada inteligencia una corrida de toros, un

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partido de futbol o una nueva corriente literaria, y dar fe de todo ello en una prosa cuidada, veteada de gracia y llena de amor por el prójimo y sus quehaceres. Aludiendo a todo esto, me decía cierta vez Pedro Salinas que en España nos hacían falta muchos Cossíos, y añadía con pena: "Pero, ¿de dónde sacarlos?".

Creo que pocos españoles se atreverían a disputar a José María de Cossío la palma de conocer mejor que nadie qué ha ocurrido en ciertos momentos de nuestra historia poética, o lo que ha pasado con ciertos temas, como los toros o los mitos clásicos, por ejemplo. Y creo que a ningún español actual le ha pasado por la cabeza acometer la empresa que él acaba de terminar con tanto éxito: historiar la poesía de 1850 a 1900, uno de esos períodos tan poco tentadores, que el estudioso se siente arredrado sólo de pensar en leer lo que Cossío ha leído y ha anotado con tan fina penetración. Sus Cincuenta años de poesía española (1850-1900), recientemente editados en dos vo­lúmenes con un total de 1.456 páginas, son, sin ninguna duda, los años mejor estudiados de toda la poesía española del Rena­cimiento a nuestros días. ¡Lástima que no tengamos algo pare­cido para la Barroca o la contemporánea! El esfuerzo que ha realizado Cossío es tan extraordinario, que sólo en el Apéndice final figuran mil quinientos poetas que carecían de interés para su libro, teniendo en cuenta que estudia hasta poetas que sólo publicaron unos cuantos versos en revistas más o menos co­nocidas.

El período de 1850 a 1900 tenía unos contornos aparente­mente bien definidos, porque todos tendemos a la simplificación; pero sólo después de leer los volúmenes de Cossío se ven los múltiples hilos que cruzan y se entrecruzan desde Zorrilla a Salvador Rueda, o desde el Romanticismo al Modernismo. Se ve muy bien cómo persiste el Romanticismo; cómo Campoamor, contemporáneo de Zorrilla, perseguirá desde joven una poesía muy distinta; cómo Bécquer es la culminación de una corriente y no un poeta aislado; cómo Núñez de Arce inicia otro tipo de poesía, y, sobre todo, cómo influyeron y con qué intensidad en la poesía de su tiempo. (Esa poesía que ha seguido influyendo hasta hoy, a través de la poesía de Unamuno —que tanto ad-

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miró a un Querol y hasta a un Trueba—, de Machado y de Juan Ramón, tan fervorosos lectores de Ferran, Bécquer y Ro­salía de Castro, como es bien conocido.)

Pero además de regalarnos con esos conocimientos, y no es poco, José María de Cossío nos da en las páginas de la Intro­ducción dos grandes lecciones, de ética y estética, bien que sin pedanterías de dómine acartonado. Nos da la lección de cómo acercarse a estudiar un período sobre el que pesaba otro medio siglo de desdén, ya que, salvo el caso de Bécquer o de Rosalía de Castro, todo se despreció un poco olímpicamente. (Lo mis­mo sucedió con el teatro, la novela y el ensayo y no hace falta traer a cuento frases bien conocidas sobre la calidad literaria de un Galdós, por ejemplo). Cossío se ha acercado a esos poetas con una inmensa generosidad y, como él dice, con humildad. Nuestro gran crítico se resiste a creer en la falta de sensibilidad de hombres de la talla de Valera, Menéndez Pelayo o Clarín, por nombrar sólo tres cuya obra es sencillamente extraordinaria, "ya que, aun hoy, son acatados sus juicios en muy diversas materias literarias".

La gran lección de estética, tan válida hoy como en la época de Lope, o la de dentro de cincuenta años, la encierra Cossío también en pocas palabras: ninguna escuela poética •—viene a decir-— puede creer que ha encontrado el gran secreto, como tampoco lo han encontrado los inquisidores del fenómeno, llá­mense Aristóteles, Croce o Heidegger, tres nombres también bastante ilustres y decisivos en la cultura europea. Hoy pare­cemos todos muy seguros de que nuestro actual medio siglo poético es sencillamente insuperable, pero nadie podrá decir lo que les parecerá a nuestros biznietos. Por de pronto, algunos jóvenes críticos y muchísimos jóvenes poetas nos muestran muy claramente su poca afición a hombres que nos parecen a los de mi generación muy grandes poetas. Porque la verdad es que cada época crea lo único que puede crear y ve con los ojos que tiene, perogrullada que olvidamos todos más de una vez. Y acep­tar esto es la gran lección que nos dan los dos volúmenes de Cossío, aparte de haber allegado y organizado un material que nunca le agradeceremos bastante los interesados por la historia de la poesía española.

(24-XÏ-1960)

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Medio siglo de poesía española

ZA L alborear el 1900 la vida política española va recobrán-* * dose poco a poco del desastre del 98, al paso que en la literatura se nota una inquietud de distinto orden. Los jóvenes Ganivet, Unamuno, Maeztu, Azorín, Baroja y Valle-ínclán irrumpen chocando con los patriarcas de la generación del 68, representada por Pereda, Valera y Galdós. Al mismo tiempo, y sin ningún contacto con los peninsulares, el nicaragüense Ru­bén Darío iniciará el movimiento Modernista. A principios de siglo tenemos, pues, en marcha dos inquietudes literarias cuyos resultados han sido tan evidentes que ya cualquier manual de historia literaria no puede silenciarlos. Los dos movimientos coinciden sólo en un punto: en su alejamiento de la generación anterior. Difieren, sin embargo, profundamente en su entraña ideológica y en sus formas de expresión. La generación del 98 nada tiene que ver con la estética de Rubén Darío, aunque algún crítico excelente haya dicho que el Modernismo era el lenguaje generacional del 98. El Modernismo arrinconó la poesía realista de Campo amor y Núñez de Arce por influencia francesa, al paso que la generación del 98 no fue en principio un movimiento estético, sino ideológico. Y fuera de Valle-ínclán, la estilística de Azorín, Baroja, Unamuno y A, Machado nada deberá a Ru­bén Darío. Al revés, no faltarán protestas, como la de Una­muno, o la más atenuada de un A. Machado.

Pero un hecho es evidente: que la poesía española contem­poránea arranca de esos dos movimientos que retuercen el cue­llo a la retórica del Romanticismo y al prosaísmo de Campoa-mor. Es más, sin la aparición del Modernismo —virtualmente acabado hacia 1910— no sabemos el rumbo que hubiese to­mado la poesía española y, sobre todo, la hispanoamericana.

Porque Rubén Darío devuelve a la poesía española aquella suprema belleza formal que le habían negado Campoamor y sus corifeos. Frente a las desesperantes aleluyas realistas, a aquellas inocentes tiradas de versos (mejor dicho, de prosa rimada) que

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comienzan "Escribidme una carta, señor cura", Rubén devuelve a la palabra su belleza, su música y su poder órfico. Rubén Darío ensanchó los límites de la poesía de su tiempo, rompió las fórmulas decimonónicas, introdujo temas desconocidos, usó una adjetivación inusitada y logró, en fin, hacer olvidar la lírica a lo Campoamor y Núñez de Arce, Es cierto que sus fuentes de inspiración y su estilística no son tradicionales, pero tam­poco lo fueron las de un Gareilaso, que lanzó la poesía espa­ñola por "mares nunca de antes navegados'', llenos de univer­salidad, y conquistó una región poética merced a la cual fueron posibles San Juan de la Cruz, Herrera y fray Luis de León. Y como Garcilaso, Rubén Darío abrió un camino por el que ha navegado la poesía hispanoamericana hasta que otro español —García Lorca— les devolvió la moneda.

Evidentemente la huella de Rubén Darío fue más eficaz y duradera en la poesía hispanoamericana que en la española. Es cierto que en la obra juvenil de Juan Ramón Jiménez (cu­yos primeros libros aparecieron hace medio siglo) es bien per­ceptible la influencia de Darío, ya que no en balde fue el "An­daluz Universal" quien editó en España una de las más bellas obras del nicaragüense. En la Síntesis ideal, que Juan Ramón proclama como determinante de su poesía, el primer lugar co­rresponde a la influencia del Romancero, de Góngora y de Béc-quer, y el segundo, al Modernismo. Pero también señala en un tercer punto la "reacción brusca a una poesía profundamente española, nueva, natural y sobrenatural, con las conquistas del Modernismo". Gracias a su total insatisfacción, a su tremenda ansia por una poesía desnuda de retórica, limpia y eterna, Juan Ramón marca nuevos derroteros a la poesía contemporánea. De él arrancará la producción de los jóvenes que comienzan a escribk entre 1920 y 1926: el grupo de Salinas, Guillén, Diego, Alonso, Alberti y García Lorca, en cuyos primerizos versos se ve patentemente la huella juanramoniana.

Pero el mismo autor de Platero y yo ha señalado otra ver­tiente sin la cual la poesía española de hoy no tendría tanta eficacia ni hondura; la vertiente de un Miguel de Unamuno y de un Antonio Machado. "En Miguel de Unamuno comienza la preocupación metafísica consciente", y en A. Machado la bus-

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queda de una poesía entrañable, llena de densidad y sin halagos formales; una poesía a lo Jorge Manrique, que tanto admiraba el noble "Juan de Mairena". Lo mismo Unamuno que Macha­do, frente a la pura voz lírica de Juan Ramón, afirmaron el va­lor de los temas trascendentales. En los dos, metafísica y poesía están unidas por lazos estrechísimos. Si Unamuno decía que la retórica sólo servía para "vestir y revestir, acaso para disfrazar el pensamiento y el sentimiento", Machado aseguraba que "el poeta profesa más o menos conscientemente una metafísica exis­tencialista en la cual el tiempo alcanza un valor absoluto. In­quietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo, y al par revelaciones del ser en la conciencia humana". (Obsérvese qué cercanos se hallaban Unamuno y Machado al existencialismo de hoy. Quizá por esta causa su poesía no haya ejercido tanta influencia en el período de 1920 al 1930 como del 36 hasta hoy),

Pero tanto Juan Ramón como Antonio Machado coincidie­ron en unos puntos esenciales: a) en el abandono de los temas y estilo modernistas, y b) en la vuelta a fórmulas poéticas más desnudas y de tipo tradicional, como la cancioncilla y el ro­mance. No olvidemos que Juan Ramón confiesa su inicial de­voción por el Romancero y que A. Machado era hijo del primer folklorista español del tiempo y que solía decir con frecuencia que "lo que no es folklore, es pedantería". Los dos coinciden —con Unamuno— en distinguir entre literatura y poesía.

De aquí derivan los primeros resultados que se observan en la obra de la generación siguiente. (También conviene recordar que el maestro de los filólogos de ese grupo, Menéndez Pidal, es el español que más romances ha oído o leído.) Esa devoción por la lírica de los Cancioneros musicales del siglo xvi que dará origen —junto con la canción juanramoniana— a los pri­meros libros de Alberti, Lorca y Dámaso Alonso, o a los ro­mances gitanos, cuya influencia ha sido tan enorme. Por otra parte, la búsqueda de una poesía pura, a lo Valéry, se encon­trará en la obra de Guillén, al paso que G. Diego con Larrea y el americano Huidobro se lanzarían por los caminos del crea­cionismo, movimiento que ha tenido escasos seguidores, frente, sobre todo, al éxito que tuvo el surrealismo de Aragón, Bretón

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y Eluard en la obra de Alberti, Lorca y Aleixandre. Pero el mismo Diego no tardó mucho en pedir de nuevo la "jaula" de la estrofa y en volver al soneto clásico y al romancero. Aña­damos, por último, la admiración de este grupo por la obra de Góngora, Que vedo y Lope y tendremos un cuadro más com­pleto de influencias y solicitudes.

Por eso, las voces juveniles que entre 1934 y 1936 se incor­poraron a la poesía española —Rosales, los dos Panero, I.-M. Gil, Bleigber y M. Hernández— lo hacen bajo encontradas sugestiones y lecturas. Por una parte, las conquistas de la poe­sía desnuda de artificios de Juan Ramón, Guillen y Salinas; por otra, el éxito de las brillantes metáforas y fórmulas de García Lorca, Alberti y Aleixandre, presionan en esos nombres (sin olvidar la poesía clásica del siglo xvi: Garcilaso, Herrera y San Juan de la Cruz), cuya obra empezará a cristalizar a partir del 39, excepto la de M. Hernández, truncada cuando la pro­mesa era más tangible.

Hoy, después del sarampión neogarcilasista de los años 40-45, los más jóvenes escritores han vuelto a encontrar la entra­ñable poesía de Unamuno y Antonio Machado. Al revés de lo que sucedió con el grupo anterior, la poesía de Guillén, Salinas, Alberti y Lorca no parece dejar huellas sensibles en los poetas que colaboraron en la revista "Garcilaso" o que siguen colabo­rando en "Espadaña", esa revista única en los anales de la poesía española por su larga existencia. Quizá el poeta que ha ejercido estos años más seducción haya sido Vicente Aleixandre, cuya simpatía personal, fina y arrolladura, favorece el influjo de su espléndida obra. Repasando las colecciones "Adonais", "Hal­cón" y "Norte" encontrará el lector los nombres más repre­sentativos de esta última generación.

Y aunque es siempre difícil valorar lo contemporáneo, es evidente que este medio siglo de poesía española es muy supe­rior a la de los dos siglos anteriores. Ni falta la belleza formal más exigente ni la más íntima y apasionada entraña, ni las mejores conquistas de toda la lírica tradicional. Frente a la crisis que desde hace tantos años sufren la novelística y el tea­tro contemporáneos, nuestra poesía acentúa su extraordinario

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valor y más de un crítico vuelve a hablar del nuevo Siglo de Oro de la poesía española.

(8-1-1950)

Tres antologías de poesía española

CON muy poca diferencia de tiempo acaban de aparecer tres antologías de poesía española que bien merecen un co­

mentario, puesto que las tres han planteado problemas distintos a los antólogos y las tres obedecen a intenciones distintas.

I

La Antología de la poesía lírica española, de E. Moreno Báez, catedrático de la Universidad de Oviedo, comienza con la anónima Razón de amor y termina en Manuel Altolaguirre. Contiene un total de 324 poemas, lo que hace un buen volu­men de casi seiscientas páginas editado con su pulcritud habitual por "Revista de Occidente". Lleva al frente un extenso prólogo, serio y elegante, que ofrece un detalle lleno de interés: es como una breve historia de nuestra lírica hecha sobre los mismos poemas escogidos, lo que no suele ser frecuente entre nosotros. Esto tiene la ventaja de ofrecer al lector unos comentarios pre­vios a los poemas que va a leer, sistema que en el extranjero es habitual, ya que la enseñanza de la literatura se hace siempre sobre textos y no sobre manuales. De este modo se acusa desde el principio el tono profesoral de la antología, tono que se acentúa en la selección, en la que abundan las piezas clásicas, Pero ¿qué antologo se atrevería a prescindir de la Égloga pri­mera de Garcílaso para dar entrada a la tercera, por ejemplo? ¿Quién deja fuera el Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz? Nadie, claro.

En el volumen aparecen por primera vez incluidos algunos poetas extraordinarios que jamás habían tenido entrada en una antología, como Francisco de Aldana, por ejemplo, representado

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por su espléndida epístola a Arias Montano, o el gran predica­dor fray Hortensio F. Paravicino, retratado por el Greco y ami­go de Góngora.

Pero en las antologías nunca llueve a gusto de todos. Siem­pre el lector echará de menos alguna de sus piezas favoritas, esos poemas que, por ce o por be, le han seducido más de una vez. Yo, por ejemplo, noto la ausencia de bastantes poemas be­llísimos, pero encuentro, en cambio, otros de igual belleza que me son menos familiares. Vayase lo uno por lo otro. Sí me pa­rece un error el haber querido incluir el mayor número posible de poetas, ya que así lo único que se consigue es representar peor a los excelsos en beneficio de los minúsculos. Yo hubiese eliminado, sin piedad, ciertos nombres —como el de un Juan Ruiz de Alarcón o el de un Suárez de Figueroa, por ejemplo—, y hubiese anumentado el número de composiciones de un Me­dran© o de un Lope o Quevedo, insuficientemente representa­dos. Pero sabemos muy bien que el antologo encariñado con su tarea rara vez tiene fuerza suficiente para cercenar y cortar por lo sano. Con todo, la antología de Moreno Báez supone un triunfo y tendrá un éxito indiscutible, ya que llevamos de­masiados años recomendando antologías envejecidas si no que­remos acudir a las hechas por hispanistas extranjeros —como las de Trend y Peers—-, de difícil adquisición.

I I

Muy distinta intención ha guiado a Rafael de Balbín y Luis Guarner —ambos catedráticos y poetas—, autores de la selec­ción de Poetas modernos, publicada en la Biblioteca Literaria del Estudiante, ya que en este caso se trataba de escoger de períodos determinados y seguir un modelo de tipo didáctico. Los autores tenían, por lo tanto, que someterse a unas normas dadas, aunque eran libres de escoger los autores y los poemas. Debían llegar en un pequeño volumen desde el siglo xvm al xx, pasando por períodos tan diversos como el prerroman-ticismo o el realismo.

También aquí el tino y la discreción han presidido con muy buen criterio la selección de nombres y poemas, sin que se note

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la ausencia de ningún poeta realmente interesante. (Yo quizá hubiese incluido a Amos de Escalante o Juan Valera.) Además la antología ofrece por primera vez un concierto de voces en lengua no castellana, dando así un ejemplo de alta comprensión del fenómeno literario español del siglo xix. Ya era hora de que en una antología apareciesen los nombres de Ponda!, La­mas Carvajal y Curros Enríquez al lado de un Guimerà, Ver­daguer o Maragall. ¿Por qué habían de permanecer orillados esos nombres tan insignes?

También aparecen otros que no suelen ser frecuentes en las antologías y que bien merecen un cariñoso recuerdo, como el de Menéndez Pelayo, bien representado por un bello poema, o un V. Querol, que tanto admiraba Unamuno. Tampoco faltan los nombres de los hispanoamericanos Bello, Silva y otros. Y la extensión dada a cada uno está medida con un buen criterio. Mientras Campoamor aparece con un solo poema, Rosalía de Catstro figura con cuatro y Bécquer con siete. En suma, una antología realizada con generosidad de criterio y un buen gusto ejemplar.

I I I

La de José Luis Cano de Poetas andaluces contemporáneos, que acaba de publicar Cultura Hispánica, obedece a una in­tención muy distinta de las dos anteriores, ya que da en un volumen de 460 páginas poemas sólo de andaluces contempo­ráneos, aunque el primer poema incluido sea el de Bécquer, muerto en 1870, cuya inclusión se justifica muy bien en el prólogo.

A primera vista puede parecer un tanto pretenciosa una antología tan limitada en el espacio y en el tiempo, pero si re­cordamos los nombres de Antonio Machado, Juan Ramón Ji­ménez, García Lorca, Alberti, Aleixandre, Cemuda y Luis Ro­sales, se comprenderá el legítimo orgullo de un antologo, ya que nadie podrá negar que esos nombres son casi los más de­cisivos en la poesía española de medio siglo. Añadamos a éstos los de S. Rueda, Villaespesa, Villalón, Moreno Villa, Muñoz Rojas y otros muchos jóvenes —entre ellos el propio antolo­go— y se redondeará el panorama. ¡Sí, señor, algo tiene la tie-

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rra cuando la bendice Dios con esos poetas! Y José Luis Cano puede estar contento, ya que no ha tenido que sufrir mucho para justificarse: aceptar simplemente la cruda realidad,

José Luis Cano, tan fino poeta como -noble crítico, ha reunido lo mejor de la Andalucía poética de hoy con una ge­nerosidad espléndida y un tacto que le acreditan del mejor antologo de su tierra, que cuenta también con algún nombre tan ilustre en estas tareas como el de Pedro Espinosa, por ejem­plo. Muy pocos —ninguno casi— son los nombres olvidados y en cambio abundan las sorpresas bellísimas, como los poemas de un Rafael Lasso de la Vega, tan injustamente olvidados.

La selección, como de poeta, es delicada. Abundan los ejem­plos de intimismo a lo Machado y Cernuda, pero esto es lógico en un poeta de hoy, ya que nadie se escapa de ofrecer en una antología sus mejores quereres y sus gustos. José Luis Cano hace suya una buena frase de Bousoño: no hay una "estimativa" distinta de una "gustativa".

(5-II-1953)

Dos discursos académicos

CON una diferencia de dos semanas han leído sus discursos de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua

dos de los mejores poetas contemporáneos, Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Los dos, amigos, catedráticos de Literatura y profundos conocedores de la poesía española de todos los tiem­pos. Los dos, grandes prosistas, ágiles en el ensayo y en la eru­dición, aunque a Diego no le gusten los eruditos acartonados y de cuando en cuando les lance alguna saeta. La prensa se hizo eco del acontecimiento y el mismo Gerardo Diego, en uno de sus más bellos artículos, glosó la entrada de su amigo, el da-masceno adamasquinado Dámaso (son palabras suyas), que ante el estupor de todos fue capaz de sacarse de la manga a Fran­cisco de Medrano. ¡Lástima que Dámaso Alonso estuviera en la Universidad de Yale y no pudiese asistir a la lectura del

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bellísimo discurso de Diego! Con seguridad su glosa hubiese sido digna respuesta al comentario de su amigo.

Dámaso Alonso, que reúne ensambladas de un modo per­fecto las raras dualidades de poeta, filólogo y erudito, descubrió a Francisco de Medrano. Con delgada y asombrosa palabra fue diciendo el resultado de sus estudios en tomo a la figura per­sonal y a la obra de uno de esos maravillosos poetas de nuestra Edad de Oro del que nada o casi nada sabíamos, Francisco de Medrano, gustado por contados lectores españoles, como recor­daba Diego, deja de ser una sombra anónima y adquiere corpo­reidad inusitada en el discurso de Dámaso Alonso. Sabemos ya de qué modo ingresó en la Compañía, salió de ella, vivió en Se­villa y murió en 1607. Conocemos más merced a la labor in­quisitiva de Dámaso Alonso: los nombres reales que ocultan los poéticos Amarilis y Flora; las variantes que arrojan algunos manuscritos, de gran importancia para la edición de las obras, y de qué modo Francisco de Medrano va acomodando versos de Horacio a situaciones personales intransferibles. Con pala­bras emocionadas nos habla también Dámaso Alonso de las predilecciones poéticas de Medrano, de su finca de Mirarbueno, cerca de Sevilla, del gozo por los ríos demorados, etc., etc. De­bió ser uno de los grandes placeres escuchar la lectura del dis­curso, sobre todo cuando el lector es, como Dámaso Alonso, un perfecto profesor de fonética. Sus lecturas siempre son ma­gistrales.

No debió de ser menor el gozo de escuchar la lección de Gerardo Diego, que no eligió un tema erudito, sino algo más difícil y erizado: el comentario a una estrofa de La Jerusalén conquistada, de Lope de Vega. Gran lección que demuestra que sólo los poetas auténticos pueden acercarse, desarticular y ma­nosear una estrofa de otro poeta sin que en ese manoseo se pierda la esencia poética; al revés, se ilumine prodigiosamente. ¿Se imagina el lector la tarea de comentar ocho versos arran­cados de un poema extenso? ¿Cree que es una labor fácil? Es quizá uno de los trabajos que requieren más talento. Lo fácil es publicar un nuevo documento, esclarecer un problema cro­nológico, divulgar un poema inédito, pero no el esclarecer en qué reside la poesía de ocho versos, que, por otra parte, son

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claros y 310 ofrecen dificultades a un lector normal. Porque ahí está el problema: la poesía de una estrofa clara es siempre más difícil de explicar que la encerrada en unos versos oscuros. Pa­recerá un tanto paradójico afirmar que es más sencillo explicar los intrincados versos de Góngora que los de Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, pero el hecho es cierto. Y Gerardo Diego, que conoce tan bien el arte de la poesía, altísimo poeta, lo ha demostrado en varias ocasiones. Muy pocos se han acercado con tanto fervor y han explicado tan magistralmente poemas de Fray Luis, San Juan de la Cruz o Bécquer. Por esto, su comentario a la estrofa de Lope es una auténtica lección del arte de acercarse a un poeta, del arte de leer poesía y de inten­tar esclarecerla. Gerardo Diego, que es también uno de los me­jores prosistas con que hoy cuentan las letras españolas, con soberana elegancia ha podido desarticular y manosear los deli­ciosos versos de Lope, desentrañando su eficacia poética, porque él mismo es a su vez otro gran poeta. No se trata de un comen­tario cortical, de un "esto quiere decir esto" al alcance de cual­quiera, sino de un hacernos revivir la emoción poética, de ilu­minarnos interiormente con el gozoso hallazgo de unas altera­ciones vocálicas o con unas perfectas páginas sobre el arte de humanizar las cosas en la poesía de Lope, sin ningún lastre que impida levantar el vuelo hacia las mejores regiones de la lírica española. Ante análisis como estos sólo debemos lamentarnos de una cosa: de la avaricia con que los poetas españoles nos regalan sus comentarios, tan esclarecedores y ejemplares para todos.

(10-III-1948)

En la muerte de Pedro Salinas

CUANDO muere un poeta, la creación se siente zaherida y moribunda en sus entrañas, como dijo con tanto brío

otro poeta desaparecido. Porque no en balde "poeta" es lo mis­mo que "creador", un ser excepcional capaz de crear un mundo nuevo o recrear otra vez el viejo para que los demás gocemos

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de lo que él sólo vio; para volvernos a crear a nosotros mismos con versos en los que se renueva una vieja emoción indescrip­tible o un viejo amor cargado de perfume singular, de aquellas horas "que pasaron veloces >¡ay! por el corazón". Todo esto puede hacer, y más, el auténtico poeta.

Pero si el poeta desaparecido es además uno de los mejores críticos de nuestra literatura, un gran profesor en una univer­sidad del extranjero, un español transido de nostalgias que da todo lo mejor que posee por hacer llegar lo tradicional y lo universal de la cultura española a jóvenes franceses, ingleses o norteamericanos, se comprenderá mejor la dolorosa pérdida que la muerte de 'Pedro Salinas ha supuesto para las letras españolas.

Yo no quisiera escribir hoy de la poesía de Pedro Salinas, o de su obra como crítico o ensayista, sino del hombre Salinas, precisamente porque el hombre pasa para dejar el nombre. O como decían en la Edad Media: "El hombre faz el nombre". Quiero hablar del hombre de carne y hueso, del que yo traté y quise, y a quien hice preguntas tan intolerables e impertinentes como las que publiqué en "ínsula". (Y no sé por qué entre los españoles, que pronunciamos más veces que nadie en el mundo la palabra "hombre", ha de interesar tan poco lo íntimo, lo humano y cordial, cuando además la primera nota decisiva de nuestra literatura es precisamente la de su "humanismo", desde el Poema del Cid a Miguel de Unamuno o Antonio Machado.)

Era Salinas alto y bien proporcionado de miembros. La pri­mera vez que le vi —en el verano de 1933— estaba hablando con la viveza de siempre y agitando mucho los brazos, me dio de repente la impresión de un molino de viento vestido de pastor protestante, quizá a causa del cuello duro que llevaba. La segunda vez, en Middlebury, ya no usaba cuello duro, sino la clásica camisa yanqui de cuello blando. Me pareció que había cambiado poco y 'llevaba muy bien sus cincuenta y ocho años. Seguía tan erguido como siempre, aunque a ratos mos­traba cierta fatiga. Cuando volvieron a presentarnos, díjome; "¿Usted es Blecua? Yo creía que era usted más viejo, calvo, regordete y con gafas". Yo le contesté: "Lo siento, don Pedro, pero no soy así, como usted puede ver. Ese retrato corresponde a Dámaso Alonso".

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Inmediatamente comenzó a preguntarme por Dámaso Alon­so, don Ramón, Aleixandre, M. Gil y otros amigos poetas y eruditos. Desde aquel momento, raro fue el día que no hablá­semos un par de horas, por lo menos. Salinas era un conver­sador agudísimo, ingenioso y con la gracia y sutileza de un madrileño cien por cien. Tenía una prodigiosa memoria para contar anécdotas deliciosas de gentes y de letras, para narrar un sucedido en un examen o construir una frase intencionada. Y como había estado de profesor en Francia e Inglaterra y había dictado cursos o dado conferencias en casi todos los paí­ses hispanoamericanos, su conocimiento de la literatura y de los escritores era excepcional. Yo gocé muchas veces llevándole la contraria, sólo por el placer de verle aguzar el ingenio o de perfilar una frase. Recordaré siempre cómo cierta tarde estu­vimos más de cuatro horas discutiendo el valor de lo popular y lo tradicional. ]Cómo defendió la cultura tradicional española cuando yo le dije que el pueblo era imitador y repetidor, pero no creador! "Pero, usted Blecua, ¿puede negar la creación del refranero castellano?", decía con aire de profesor herido en una tesis acariciada y explicada muchas veces.

Había tenido siempre una pasión singular por los juguetes, quizá por lo que en él —y en todo poeta— había de niño gran­de, y como ya era abuelo, constantemente se le veía con su nieto mayor llevándolo de una mano y portando en la otra un juguete. Cuando no encontraba a su nieto, andaba de un lado para otro como ciego en busca de lazarillo. "¿Ha visto usted a mi nieto? ¿Dónde se habrá metido ese personaje?" Por eso, el gran poeta cubano Eugenio Florit, le llamaba san Cristóbal Salinas.

En los últimos años, quizá por el contacto diario con una cultura de tipo práctico y de resultados inmediatos, sintió la necesidad de defender, en un libro titulado precisamente El de­fensor, ciertos valores de la cultura universal que están en tran­ce de desaparecer heridos por la prisa, la radio, el periódico o la televisión, como el arte de escribir despacio una carta o de leer reposadamente una vieja obra. ¡Qué indignación de­mostraba cuando se enteraba que cualquier editorial ofrecía un Quijote o una lliada en comprimidos, para que la gente, que

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pierde horas y horas en ver una mala película, pueda hacer un buen papel en sociedad! Dice una vez: "Es curioso que en una época en que se exalta la instrucción en el arte de la lec­tura, y se compadece, como a un ser disminuido, al que no sabe leer, centenares de millones de gentes que lograron ese privilegio del alfabetismo, apenas abierto el periódico, atraviesan precipitados las páginas impresas hasta llegar al deleitoso rincón de las "tirillas" (así llaman los hispanoamericanos a las histo­rietas de dibujos), donde el leer es innecesario, el pensar supér-fluo; y el lenguaje humano, pobre servidor de los dibujos, redu­cido a infantil elementalismo. ¡Maravillosa invitación a no leer, que se ha sacado de la cabeza el hombre moderno, después de rendir culto idolátrico a la necesidad de aprender a leer!"

Por eso hacía leer tantos textos españoles a sus alumnos ame­ricanos. ¡Qué profundo amor por lo español demostraba en sus clases, desde la primera palabra a la última! Aún no he olvidado de qué modo tan hábil y emocionante comenzó su cursillo de Middlebury sobre los valores humanos en el Romancero: "Ro­mance, no es, señores, esa categoría de novela que se acostum­bra a leer aquí en los Estados Unidos. Romance es la primera canción europea que se oyó cantar en este país; y esta canción, señores, era una canción española". 'Por esta manera de enal­tecer lo español en clase y fuera de clase, Julián Marías ha po­dido escribir recientemente en el "ABC" que Pedro Salinas era algo así como una posesión española en Norteamérica.

Por este amor a lo español ha querido ser enterrado en Puerto Rico, donde él vivió una temporada y donde se sentía como en España. Por eso, la Universidad le ofreció un día la ocasión de leer el discurso de colación de grados y él escogió como tema el Aprecio y defensa del lenguaje. "Por qué he escogido este tema? •—comenzó—. Por tres motivos coinciden­tes...: Uno, el primero, la emoción sentida, después de varios años de residencia en país de habla inglesa, al encontrarme en un aire, digámoslo así, en un aire lingüístico español. Cuando se siente uno rodeado de su mismo aire lingüístico, de nuestra mis­ma manera de hablar, ocurre en nuestro ánimo un cambio análo­go al de la respiración pulmonar: tomamos de la atmósfera algo, impalpable, invisible, que adentramos en nuestro ser, que se nos entra en nuestra persona y que cumple en ella una función

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vivificadora, que nos ayuda a seguir viviendo. Sí, he vuelto a respirar español en las calles de San Juan, en los pueblos de la isla. Y he sentido una gratitud, no sé a quién, al pasado, al presente, a todos y a ninguno en particular; gratitud a los que me dieron mi idioma al nacer yo, a los que siguen hallándolo a mi lado."

(l3-xn-l95l)

"La sencillez atormentada", de Alejandro Gaos

LA trayectoria poética de Alejandro Gaos, desde aquel primer libro titulado Tertulia de campanas a este último, La sen­

cillez atormentada, ha consistido en la búsqueda apasionada de la sencillez (dando a sencillez todos sus auténticos valores de expresión): sencillez en la expresión y sencillez en la temá­tica. Por eso, al frente de su último volumen ha colocado una preciosa cita de Francis Jammes, el cantor de los temas sen­cillos: "El poeta llega a una edad en que cuando dice el cielo es azul esa expresión le basta". Desde aquellas imágenes entre dadaístas, lorquianas y surrealistas que pueblan Tertulia de campanas a las de La sencillez atormentada, el camino recorrido está erizado de peligros, porque cualquier escritor sabe que el encuentro de lo sencillo es más difícil que el hallazgo de lo os­curo y complicado, (Esta búsqueda, por otra parte, no ha sido obra exclusiva de Gaos, sino de toda la generación a la que él pertenece, esa generación de Panero, Rosales, L-M. Gil, Blei-berg, que ha contribuido tan poderosamente a humanizar la expresión y la temática en la poesía española de hoy.)

Si Alejandro Gaos ha huido de la metáfora difícil, también ha huido de la temática anterior, para llegar a esa poesía inti-mista, de exaltación de lo cotidiano, que tanto caracteriza a su grupo generacional. Como he dicho desde aquí mismo, lo que singulariza la poesía de esta generación es precisamente su amor por temas humanos que no fueron muy queridos por el grupo

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anterior, aunque sí por un Unaniuno o un Antonio Machado. Por esto, gran parte del libro de Gaos gira alrededor del tema familiar. Para Gaos, una de las pocas cosas que puede aliviar la situación del poeta en un mundo caótico es, por ejemplo, el beso de un hijo. El poeta ve en los hijos un motivo de sal­vación de su angustia, no una forma de perviveneia en el mundo, como en el caso de Jorge Guillén o de I.-M. Gil. Los hijos traen un consuelo, un anhelo de luchar contra la terrible soledad. Así dice en unos versos emocionados:

Si alguna vez, desesperadamente, mi alma en la sombra tiembla, y odio mi propio ser, siempre vencido, y levanto a la muerte entre mis quejas como segura flor de mi consuelo, son dios, su inocencia, su tranquilo mirar, sus tiernas voces, las que, de nuevo, hacia el amor me entregan.

Como es lógico, tampoco podía faltar el tema de la madre, tan nuevo en la poesía española. ¡Qué hermosa exaltación de la madre se ha hecho en la poesía contemporánea! Frente a los clásicos y románticos que parecieron ignorar la figura de la madre (Azorín hizo notar hace ya muchos años las pocas ma­dres que aparecían en nuestras obras clásicas), los contempo­ráneos, y más los jóvenes, han dado a los padres una dimen­sión poética desconocida. Debido a una serie de causas, los poetas se han refugiado en la familia y frente a los anteriores, la vida de ios de hoy es de una honestidad ejemplar. El poeta, salvo alguna excepción, no canta dulces deliquios platónicos o románticos, sino su hondo y profundo amor a su mujer. De aquí deriva una actitud especial frente a los padres« Por eso en el libro de Gaos aparecen también unos bellos poemas a su madre, con versos henchidos de amor y recuerdo:

Qué inútil ya este amor, oh madre mía, este fluir tan hondo de las manos que apenas sombras tocan, este llamarte a gritos sigilosos por la casa desierta, entre la noche...

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Y a su mujer dedica también apasionados momentos, llenos de auténtica emoción lírica, como éstos que terminan con tanto sabor unaniunesco:

Por los caminos que me abriste sobre la noche más sombría, por esta luz donde renazco,

Dios te bendiga.

Pero a su vez aparecen en el libro otros temas muy actua­les, como el tema de la muerte y de la nada y el tema religioso. No se trata de un existencialísmo a lo Sartre, sino de una ac­titud que tiene profundas raíces en la literatura española. Cuan­do Gaos escribe:

Oh, no me engañas, muerte, no puedes engañarme, te descubro sobre tu porvenir, ya dibujada por la sedienta boca de la tierra sin relieve ni sangre.

Ese cuerpo que ofreces no es el tuyo, lo usurpas a los hombres,

está más cerca de Quevedo que de cualquier existencialista a la moda, existencialista que sería incapaz de escribir estos versos tan preñados de religiosidad:

Quisiera desasirme con violencia de toda esta negrura donde muero, y mirar hacia el cielo y las estrellas, y hablarle a Dios con un corazón nuevo.

Alejandro Gaos ha realizado un empeño difícil: escribir un libro con la mayor elegancia formal, con sencillez, cargando la palabra de valor poético, sobre temas también sencillos, pero hondamente humanos. Salvar estos dos escollos acredita una maestría mayor de la que parece, porque hay una lamentable confusión entre lo sencillo y lo fácil o desaliñado, como vio con tanta perspicacia Juan Ramón Jiménez.

('Pero quisiera referirme de paso a algo que me preocupa desde hace tiempo y que se refiere a todos los poetas de esta

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generación: Si este grupo de poetas sigue insistiendo en los te­mas cotidianos correrá el riesgo de llegar a una poesía dema­siado casera, realista y sentimental, situación que me parece llena de peligros. Todos los movimientos poéticos alcanzan un límite de posibilidades y traspuesto ese límite los peligros son evidentes; y la poesía de "la diaria costumbre" estará dentro de poco bordeando los precipicios de la sentknentalina realista.)

(17-VIH-1951)

Un gramático: Salvador Fernández Ramírez

HABLAREMOS hoy de un gramático contemporáneo. ¿Cuán­tas veces se habla de un gramático en la prensa española?

Pocas, muy pocas. Sí se habla, en cambio, de Gramática —o de algo levemente parecido— en ciertos artículos inefables que, por otra parte, cumplen la misión de poner límites a creaciones lingüísticas demasiado espontáneas y heterodosas. Y no debere­mos despreciar esa atención de algunos escritores, porque lo cierto es que el español sabe muy pocas cosas del idioma que habla. (A veces ni siquiera sabe hablar su propia lengua, a juz­gar por tantas y tantas estupideces que hemos leído en nu­merosas traducciones.) Frente a la bibliografía francesa, por ejemplo, nuestra bibliografía sobre el español actual es tan po­bre que llega a causar doloroso asombro. Da la impresión de que el español desprecia su lengua. Este desprecio es tan pal­pable, que aún no existen en nuestras Facultades de Letras cátedras dedicadas sólo al estudio de la Gramática española, aunque nuestros licenciados en Filología románica puedan saber la evolución de la / inicial en el rumano o en el aragonés y la estructura de la lengua española en la Edad Media, por ejem­plo; lo que no deja de ser un tanto paradójico y un mucho absurdo. Hoy se da, pues, el curioso fenómeno de que ningún

15

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español o extranjero puede asistir a un curso superior de Gra­mática española actual en ninguna de nuestras Facultades de Letras. Por esta causa no puede llamarnos la atención el que sobren dedos de una mano para contar las buenas gramáticas españolas, pobreza bibliográfica que jamás se debió dar en una lengua de tal importancia, ya que el español no es precisamente un dialecto cantonal. ¿Extrañará, pues, al lector que hoy trai­gamos a esta página el nombre de Salvador Fernández Ramírez, cuya Gramática española, publicada por la "Revista de Occi­dente", es uno de los acontecimientos más nobles que registra nuestra cultura contemporánea? Y si el lector cree que exagero, añadiré algo más: que es un acontecimiento que los estudiosos esperaban desde el siglo pasado.

Salvador Fernández Ramírez pertenece al insigne grupo de filólogos formados en la escuela de Menéndez Pidal, escuela caracterizada por su extraordinario rigor científico. Su nombre circulaba sólo entre un número escogido de especialistas, ya que jamás Fernández Ramírez se sintió acuciado por la prisa y sus trabajos son tan rigurosos que no podían traspasar el área del especialista. Por esto su Gramática española es sin disputa la más científica que se ha publicado en España desde hace más de un siglo, y puede codearse con la mejor Gramática francesa o inglesa. Teniendo en cuenta que la Gramática más científica con que contábamos los españoles era la célebre del hispano­americano Bello con las adiciones de Cuervo, publicada hace más de cien años y que aún se reimprime en París, se compren­derá mejor la inmensa tarea de Fernández Ramírez.

Por esta causa el lector acostumbrado a fáciles esquemas gramaticales aprendidos en la escuela o en el Bachillerato, le llamará poderosamente la atención el método seguido por nues­tro gran filólogo, entre otras razones porque nada hay tan anquilosado y petrificado como un concepto gramatical. (Quizá el lector ignore que muchas definiciones que le han enseñado proceden aún de Aristóteles o de Nebrija.) Lo que unido al viejo concepto de la Gramática normativa, hará aumentar su sorpresa.

Porque un científico como Salvador Fernández no se ha propuesto la tarea de dar normas, sino la de señalar con toda

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precisión cómo es y cómo funciona nuestro idioma en la ac­tualidad. (Aunque, como es lógico, de esas observaciones se desprendan normas plenas de validez.) Y esto que parece tan sencillo de decir, es de muy difícil realización. El primer obs­táculo que ha debido salvar es la ausencia casi total de monogra­fías particulares, excepción hecha de los estudios de Fonética y Entonación, para los cuales contaba con los trabajos de Na­varro Tomás. Es decir, que Salvador Fernández ha tenido que reunir él sólo todo el material contemporáneo, lo que ha su­puesto una lectura atentísima de cientos de obras que pertene­cen a géneros tan diversos como La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset; La España del Cid, de Menéndez Pidal; el Romancero gitano, de García Lorca; los cursos de Matemáticas, de Rey Pastor, o las Reglas y consejos para la investigación biológica, de Ramón y Cajal. Ha debido, por lo tanto, pape­letear multitud de giros, expresiones y voces —más de 95.000 fichas, según dice en el prólogo— y por último organizar toda esta inmensa labor en un sistema coherente. Por esto el libro es totalmente nuevo, con novedades que arrancan desde el con­cepto de lo que debe ser una Gramática descriptiva de una len­gua a la ordenación de su aparato bibliográfico y documental.

Ahora bien, aunque el libro sea una Gramática del español actual, Fernández Ramírez no ha prescindido de aquellos datos o estudios que se refieren a épocas anteriores, ya que de otro modo no hubiese podido explicar ciertos aspectos de la lengua de hoy a un público no especializado; lo cual, lejos de dañar su obra, contribuye a aumentar su valor, como puede ver el lector hojeando el capítulo de los pronombres.

Con una pulcritud maravillosa, una sabiduría ejemplar y un rigor extraordinario, Salvador Fernández Ramírez ha con­seguido su propósito: dotar a los estudiosos más severos y a un público no especialista de un instrumento de trabajo que será difícilmente superado en muchísimos años.

(317-IV-1952)

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Un libro sobre Marcel Proust escrito por una española

Si este libro no encerrase más virtudes, el mero hecho de estar escrito por una mujer española bastaría por sí sólo

para no regatear los elogios. Y quiero justificar esa afirmación, que puede parecer desmedida y no lo es. No lo es porque, des­graciadamente, nuestra curiosidad por la literatura extranjera es bien reducida, ya que se limita muchas veces a la traducción de novelones intragables (cuyo éxito depende casi siempre del cine) y rara vez un editor se atreve a lanzar al mercado algo tan peregrino como un libro de exegesis sobre un autor nacio­nal. Por esta causa el mero hecho de que Carmen Castro de Zubiri se haya enfrentado con un Proust<*>, de tan copiosa bibliografía, indica una curiosidad tan rara en nuestra crítica contemporánea, y un valor tan subido, que la sola aparición de im libro así constituye un acontecimiento en el pobre panorama de la crítica actual. Añadamos de paso que nuestras universita­rias dan pocas veces muestras de su curiosidad intelectual y podremos todavía redondear la explicación del elogio inicial.

Pero todavía podemos añadirle otro elogio: la ausencia de la pedantería más o menos erudita. Sobre Proust y su obra se ha ido poco a poco acumulando una bibliografía extensísima y a Carmen Castro le hubiese costado muy poco esfuerzo ati­borrar de citas su libro. Pues bien, en toda la obra no aparece ni una sola referencia al pie de una página. Esto quiere decir que nuestra autora se ha enfrentado limpiamente con la obra de Proust, al que ha leído con la devoción y la vigilancia preci­sas para escribir su libro. Lo cual también es otra virtud en un país donde se leen antes ios manuales de historia literaria que las obras, y las monografías sobre autores antes que los autores mismos. Y todos sabemos que la sola lectura íntegra

(*) Carmen Castro de Zubiri, Marcel Proust o el vivir escribiendo. Revista de Occidente". Madrid, 1952.

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de un Proust ha arredrado a más de un español y a más de un francés.

La afición de Carmen Castro por la obra de Proust fue bas-tante temprana, puesto que, según confiesa en las primeras lí­neas del prólogo, ya en 1935 había pensado escribir sobre su obra la tesis doctoral. Estos años transcurridos han visto pasar acontecimientos decisivos, quizá demasiados, pero han servido también para que la obra de Proust "cristalizase" con unos contornos muy definidos en la historia de la novela contempo­ránea. Han servido también para que su exégeta madurase sus ideas en tomo a un autor tan difícil y esquivo.

Y estas ideas, como siempre sucede, giran alrededor de un eje central, cuyo postulado enuncia así la misma autora: "La vida de Marcel Proust se abrió un día en novelar. Novelar o no novelar, he aquí la cuestión proustiana. Para Marcel Proust el único modo de vivir su vida es vivirla escribiendo, esto es, novelando... En este sentido, la realización de su vida es, cier­tamente, A la recherche du temps perdu. De esta idea cen­tral derivará toda la composición de este libro, tan Ueno de aciertos. De este eje surgirán haces de radios que servirán para construir una obra cuya originalidad y agudeza desborda por todas las páginas. Por ejemplo: al hacer de su obra "su cuestión vital", Proust la piensa y ve desde un principio con una arqui­tectura total, con un desarrollo casi individual. He aquí cómo lo explica Carmen Castro: "Por esto, la "Recherche" se cons­truye arquitectónicamente. Dotada de un armazón previo, tan resistente como flexible, no se permitió a ninguno de sus ren­glones que desequilibrase el conjunto. La obra perfecta —per­fectamente estructurada— requería la perfección formal de to­dos sus elementos, como la requirieron, por lo demás, todas las grandes construcciones clásicas, en las que la belleza del con­junto pende del grosor de una estría, de la curvatura de una recta. Lo mismo que en estas construcciones, en la "Recherche" se halla todo subordinado al conjunto. La anécdota más apa­sionante, el acontecimiento más sensacional y el detalle más nimio tienen de antemano contadas sus frases. El suceso de la novela, pues, está siempre contenido y sostenido por Marcel Proust mediante una tensión creadora. Sólo gracias a una con-

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tendon constante —extenuante— es posible el arte de Marcel Proust."

Observaciones tan llenas de penetración como la copiada abundan en todas las páginas, pero no nos podemos detener en su análisis, ya que entonces deberíamos transcribir todo el volumen. Sí queremos añadir otro mérito: el de estar escrito con un gran entusiasmo, bien lejano al frío empaque de la crí­tica más o menos erudita, entusiasmo que se comunica al lector y que no suele ser frecuente entre los estudiosos o biógrafos del genial novelista francés. Recuérdese, por ejemplo, el caso bien reciente de un Maurois y su fría exposición de la vida de Proust.

(23-X-1952)

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DE VARIA LITERATURA

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Las canciones mozárabes (Un gran descubrimiento artístico-literario)

ESTAMOS tan acostumbrados a que la prensa dé casi todos los días noticias de grandes descubrimientos en el campo de

la técnica; tan acostumbrados a considerar la investigación cien­tífica como la única que debe recibir ese nombre, que siente uno cierto temor a hablar de otros descubrimientos. Y, sin em­bargo, el último descubrimiento en el campo de la historia li­teraria es uno de los grandes acontecimientos que han ocurrido en más de un siglo. Todos los romanistas, los arabistas y hebraís­tas están en estos momentos comentando el último trabajo de Emilio García Gómez publicado en la revista "Sefarad", tra­bajo que se esperaba con impaciencia, ya que viene a remachar del todo el descubrimiento hecho por Stem.

¿Qué descubrió Stern para armar tal alboroto entre los his­toriadores de la poesía europea? Pues descubrió sólo una vein­tena de canciones mozárabes, una de las cuales era cien años anterior al Poema del Cid, considerado como el más antiguo monumento literario español. García Gómez añade ahora otras cincuenta canciones, algunas de las cuales son también más an­tiguas que el Poema. El alboroto se ha producido por una causa lógica: la poesía española pasa de un golpe a ser, ¡nada menos!, que la primera manifestación europea de poesía en len­gua vulgar, con casi un siglo de anticipación a la famosa poesía de los trovadores provenzales, de la cual se quería hacer de­rivar la poesía italiana, la galaico-portuguesa y la castellana. El descubrimiento viene a confirmar la tesis de Julián Ribera, sostenida después por Menéndez Pidal, de que gran parte de los orígenes de la poesía española y de la provenzal había que buscarlos en una lírica hispano-musulmana. Ribera ignoró la existencia de esta lírica, pero conocía muy bien el famoso Cancionero, de Aben Guzmán, donde se hallan abundantes muestras de unas formas estróficas -—las muwachahas y los zé-

— 233 —

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jeles— que pervivirían en España hasta el siglo xvii, y que penetrarían en la poesía trovadoresca y en la italiana.

El descubrimiento de Stem y García Gómez viene a con­firmar lo que tantas veces ha dicho Menéndez Pidal: que había que buscar un substratum común a la lírica galaico-portuguesa y a la castellana. Este substratum es el que ahora ha aparecido. Menéndez ¡Pidal escribió ya en 1919 esas palabras: "la más antigua tradición popular gallego-portuguesa y la,posterior cas­tellana se nos muestran como fragmentos análogos de un con­junto peninsular". Este conjunto peninsular fue alterado por las invasiones árabes, como ocurrió con la lengua, pero los mozá­rabes (los cristianos que vivían en Córdoba o en Zaragoza en poder de los árabes) siguieron conservando sus tradiciones, lo mismo en el campo religioso que en el de una simple canción-cilla. Recuérdese, por ejemplo, la pervivencia del llamado "rito mozárabe" toledano, o el hecho de que hoy se oiga aún en el mercado de Zaragoza una voz tan curiosa como "plantaina", o el que nuestros niños jueguen con "galdrufas", como los ni­ños árabes y mozárabes del siglo x.

Pero ¿dónde estaban estas cancioncillas mozárabes? Estas cancioncillas se nos han conservado en un sitio bastante ex­traño: en los finales de ciertos poemas árabes llamados mu-wachahas, aunque no en todos. La imrwachaha, inventada por un poeta de Cabra llamado Mocáddam, se caracterizaba por estar escrita en versos cortos, agrupados en estrofas cambiantes, y, sobre todo, porque a su lengua literaria y muy académica se mezclaban palabras del árabe callejero y coloquial, o palabras cristianas. Algunas de estas muwachahas terminan con una cancioncilla popular de los mozárabes. Estos finales mozárabes recibían el nombre de "jaryas" (léase "jarchyas") y su estudio e interpretación están erizados de dificultades, ya que se trans­criben en árabe o hebreo palabras mozárabes populares, pero la escritura árabe, o la hebrea, carece de vocales, que se suplen con determinados puntos y, por otra parte, la lengua de los mozárabes no está todavía muy documentada. Véase este ejemplo, debido al gran poeta hebreo-español Judá Ha-Leví, quien escribe a un amigo enfermo: "Mi corazón está enfermo

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De varia literatura 235

y vuela hacia él como golondrina: yo exclamo en "lengua de los cristianos":

Vaise mib corasón de mib, ya Rabí, ¿si se tornarád? ¡Tan mal mi doler "al-garib"! Enfermo yed, ¿cuan sanarád?"

Que Menéndez Pidal interpreta así: "Vase de mí mi corazón, ¡oh Señor!, ¿acaso tornará? ¡Cuan extremo es mi dolor por el amado que está enfermo! ¿Cuándo sanará?"

Pero lo extraordinario de esta lírica es lo¡ que han puesto de relieve Dámaso Alonso y Menéndez Pidal: que tanto por su estructura métrica cuanto por el contenido, responde perfec­tamente a la lírica tradicional española que atraviesa del si­glo x al siglo xvii. Se confirma así de un modo más que indu­dable la gran tradicionalidad y antigüedad de ciertas cancionci-lias que un Lope de Vega, por ejemplo, intercala en sus obras dramáticas, técnica que ya había sido empleada por Juan del Encina o Gil Vicente. Véase, por ejemplo, qué cercano paren­tesco se puede encontrar entre la cancioncilla citada y esta otra de Gil Vicente:

"Vanse" mis amores, madre, luengas tierras van morar, y no los puedo olvidar. ¿Quién me los hará "tornar"?

(Nótese que incluso hay hasta coincidencias en el modo de comenzar y en el vocabulario.)

Sí, ya supongo que, después de leer todo esto, más de al­gún lector pensará que el descubrimiento no es para echar las campanas a vuelo, que nada va a cambiar por eso en el mundo. Pero debo recordarle que lo que se llama cultura no es preci­samente "técnica", ni frigidaires, ni bombas atómicas, ni vue­los supersónicos televisados, sino algo más profundo, hondo y original. Y para el estudio de la cultura española este descu­brimiento de las "jarchyas" mozárabes es, sencillamente, tras­cendental y apasionante.

(30-X-195>2)

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Algo sobre folklore

EUGENro D'Ors acuñó hace ya bastantes años una sentencia que se hizo famosa: "Lo que no es tradición es plagio";

sentencia que Antonio Machado alteró: "«Lo que no es folklore, es pedantería". Como Eugenio D'Ors sabe tanto de historia de la cultura y A. Machado era hijo de un gran estudioso de la canción popular, puede ser que los dos tengan razón, aunque no nos parece tan sencillo llegar a saber dónde comienza el plagio y termina la tradición, o distinguir el folklore de lo culto. Probablemente los dos autores, aun sin quererlo, respiraban un clima romántico en relación con las ideas sobre la tradieionali-dad y lo folklórico.

Como es sabido, los primeros estudios de lo floklórico, de la cultura popular, nacen con el Romanticismo, que puso de moda la exaltación de lo nacional indígena, de lo provinciano y lo local. De ahí que sea a partir del siglo xix cuando en Es­paña vuelven de nuevo a cobrar pujanza literaria las lenguas gallega y catalana. Entonces se inventa la sardana que hoy pa­rece a los catalanes llena de tradicionalidad. (¡La vejez de la jota no se remonta más allá del siglo xvn, aunque otra cosa digan los apasionados.)

Es a partir del Romanticismo cuando comienzan a publicarse colecciones de tipo folklórico, ya en prosa ya en verso, y a or­ganizarse las primeras asociaciones de estudiosos de lo popular. Pero el romántico creyó que cualquier cuento o cualquier can­ción oída en un pueblecito era tradicional y autóctona. Hoy, en cambio, los investigadores de la cultura folklórica nos dejan llenos de asombro cuando leemos sus trabajos, ya que nos muestran que la cultura llamada tradicional ofrece aspectos de una universalidad increíble. Estudiar hoy un problema folkló­rico es algo de una complejidad tan grande, que de no disponer de unos conocimientos extraordinarios que van desde los filo­lógicos —y no han de ser pequeños—• a los culturales, no se

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puede hacer más que reunir escuetamente el material. Pondré algunos ejemplos, muy diversos, para que se vea esta compleji­dad y lo alejados que hoy están los investigadores folkloristas de creer en una autoctonía.

A todos nos han cogido los padres cuando éramos niños y nos han montado en sus piernas, a las que han impreso un li­gero movimiento de trote, trote acompañado de un canto, que puede ser éste, por ejemplo:

Arre borriquftlo, vamos a Belén, que mañana es fiesta y al otro también. Arre, arre, arre, que llegamos tarde.

Pero ya comienza a ser algo curioso, el hecho de que este juego y su canto sean hoy vivos en sitios bien dispares. Los portugueses cantan:

Arre, cavallinho vamos pr'a Belén que amanha é dia santo e passado tamben.

Al paso que los vascos cantan "Arri, arri, mandoko", los catalanes "Arri, arri, caballet", los italianos "Arre, arre a Ñola", y los franceses, ingleses y suecos conozcan el mismo juego con parecidas letras. (El área española abarca hasta Chile y Filipinas.)

Sin embargo, esto no es gran cosa comparado con lo que sucede con los cuentos tradicionales. Cualquiera que hojee las obras de A. M. Espinosa, profesor hasta hace poco de la Uni­versidad de Stanford, podrá ver la dificultad con que hoy lu­chan los folkloristas. Espinosa es autor de unos extraordinarios volúmenes en los que ha recogido los cuentos tradicionales es­pañoles con unos estudios exhaustivos sobre cada cuento. Espi­nosa reunió casi todo su material interrogando a ancianos en numerosos pueblos españoles. Parecería, pues, que lo autóctono

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no ofrecería dudas, y no las hubiera ofrecido a cualquier fol­klorista del siglo pasado, que se hubiera limitado a poner una introducción, más o menos histórica. Sin embargo, Espinosa trata de hallar los orígenes de cada cuento y sus relaciones, y los resultados son pasmosos. Por ejemplo, el cuento del "Muñeco de brea", recogido en Asturias y Avila, ofrece una historia sor­prendente. En 1931 Espinosa había recogido ciento cincuenta y dos versiones, de las cuales procedían 9 de la India, 2 de Europa (una lituana y otra castellana), 35 de Hispanoamérica, 6 portuguesas y brasileñas, 7 de las Antillas Menores, 4 de la Guayana Holandesa, 1 de los indios del Orinoco, 23 de los in­dios de Norteamérica, 2 filipinas, 26 de Africa, 1 de Mauricio y 36 versiones angloafricanas de los negros de los Estados Uni­dos y Antillas de habla inglesa. Espinosa llega a la conclusión de que el cuento se desarrolló primero en la India mucho antes de la Era cristiana, tal vez durante la formación de las primeras leyendas orientales.

Como se puede ver por ese número de versiones de un euen-tecillo, los estudios folkloristas ofrecen hoy un panorama curio­so, bien lejano del concepto que normalmente se tiene de la cultura popular. ¿Dónde comienza, pues, la tradición? ¿No será que las culturas ofrecen estadios de universalidad, aun las que se creen más indígenas? ¿No pasará con los juegos o los cuen­tos algo semejante a lo que ocurre con otras manifestaciones que creemos cultas o pedantes?

(16-IV-1953)

Los villancicos de Navidad

I A palabra villancico significó primeramente una pequeña *-* cancioncïlla de dos o tres versos, de tipo popular o erudito, cuyos orígenes se quieren encontrar hoy en las ¡archas mozára­bes, de las que ya he hablado en otras ocasiones. Era un gé­nero poético compuesto sólo para ser cantado; de ahí que se hayan perdido casi todas las muestras medievales. En el si-

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glo 'XV se tenía por villancico viejo, según dice el comendador Es­crivà, esta lindísima canción:

Los cabellos de mi amiga de oro son; para mí lanzadas son.

El primer ejemplo castellano está recordado en la Crónica latina, de don Lucas de Tuy, y se refiere a la derrota de Al-manzor. Es el conocido:

En Calatañazor perdió Almanzor el atambor.

Estas eancioncillas o villancicos de tipo popular no gozaron de mucho fervor entre los poetas cultos medievales. Hay que llegar a fines del siglo -xv para encontrar un renacimiento de este género poético, tan gustado por los cortesanos de la época de los Reyes Católicos. Precisamente el más antiguo cancionero musical que conocemos, el famosísimo Cancionero Musical de Palacio, comprende más de 400 piezas musicales con sus letras correspondientes, algunas tan bellas como ésta, por ejemplo, que vale por un buen número de poemas cultos:

En Avila, mis ojos, dentro en Avila.

En Avila del Río mataron a mi amigo, dentro en Avila.

¡Ojos, mis ojos, tan garridos ojos!

En otro no menos famoso cancionero, el llamado Cancio­nero General, de 1511, obra de poetas cultos, encuentro glosado uno de los más bellos villancicos de toda nuestra poesía, villan­cico cargado de un dramatismo extraordinario y siempre actual. Dice así:

VILLANCICO VIEJO

Si muero en tierras ajenas, lejos de donde nací, ¿quién habrá dolor de mí?

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GLOSA

Si muero en este destierro a que yo fui condenado, no merece tan gran yerro ser plañido ni llorado: pues si yo lo he procurado y toda la culpa fui, ¿quién habrá dolor de mí? -

En el teatro del siglo xvi abundan las muestras del villan­cico eucarístico, que a veces tiene un apoyo en la lírica tradi­cional, como en este ejemplo, en que se parte de una canción de viñadores:

ij'A la viña, viñadores, a la vida divinal!

Norabuena acá venistes los que del vino traxistes, si el error que cometistes lo venís aquí a limpiar. ¡A la viña, viñadores, a la viña divinal!

Incluso, en algún caso, estos villancicos se componen para alguna fiesta particular del convento, como la profesión de una religiosa, por ejemplo. Quizá el siguiente de Santa Teresa se refiera a este tipo de fiestas conventuales:

Pues que nuestro Esposo nos quiere en prisión, a la gala gala de la Religión.

Pero fue el ciclo de la Navidad el más abundante y el que ofrece más bellezas y aciertos, desde el siglo xv al xx. Y es una lástima y hasta una vergüenza nacional el que aún no tengamos la historia completa de este género poético. Hay cosas que nunca entenderemos. ¿A tanto llega nuestro desdén como para que una monja norteamericana, la hermana Paulina del Santo Amor, haya tenido necesidad de publicar su tesis sobre el vi-

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Uancico anterior a Lope de Vega? Este es el único trabajo serio y metódico que conozco, y se detiene, precisamente, en la entrada del problema. Quedan todavía por historiar tres si­glos íntegros y no por falta de documentación, ya que sobra por todas partes. Pero sigamos.

Como nuestro teatro medieval ha desaparecido casi por completo, desconocemos los villancicos que seguramente cerra­ban la representación. El más viejo es el de Gómez Manrique en su Representación del Nacimiento del Señor, y creo que pue­de derivar de alguna canción de cuna, a juzgar por el principio:

Calladvos, Señor, nuestro redentor, que vuestro dolor durará poquito. Callad, mío fijo chiquito.

Angeles del cielo venid dar consuelo a este mozuelo Jesús, tan bonito, Callad, mío fijo chiquito.

Otros poetas cantarán al portal, con los diminutivos de por-talejo o portalico, como un Francisco de Avila, por ejemplo;

¡Portalico divino, cuan bien pareces con el niño chiquito, bonito, que nos ofreces!

¡Dulce portalico, lleno de mil perlas, quién pudiera haberlas para quedar rico!

Tus bienes publico, pues tan bien pareces con el niño chiquito, bonito, que nos ofreces!

16

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No faltan tampoco los villancicos dedicados a elogiar al Niño, especialmente sus ojos. Los ejemplos abundan bastante, pero el más bello es el de Juan López de Ubeda, tan conocido:

Los ojos del Niño son graciosos, lindos y bellos, y tiene un no sé qué en ellos que me roba el corazón.

Sin embargo, el grupo más numeroso está constituido por los villancicos "de adoración pastoril", con que solían terminar siempre las representaciones del ciclo navideño. Aquí hay también ejemplos bellísimos, sin que falten ni siquiera cancio­nes tan populares como ésta:

A la gala, a la gala del niño chiquito bonito.

Santa Ana, su agüela, vístele la fajuela, bonito. La gala del niño chiquito, bonito.

Pero es el inmenso Lope, aquí como en otros casos, quien eleva a su más alta cima poética todo el género de los villan­cicos. Incluso escribirá un libro íntegro, Los pastores de Belén, concebido como un villancico grandioso. En Lope de Vega se encuentran todos los temas del ciclo navideño y aun otros com­pletamente nuevos. La más bella de estas poesías es, sin duda, la que comienza:

Pues andáis en las palmas, ángeles santos, que se duerme mi niño, tened los ramos.

*

En cambio, Góngora, como después Calderón, añadirá al villancico todos los recursos de su arte más culto y minoritario, pero también cultivará con mucha gracia el villancico de negros.

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Ni Lope pudo superar el donaire de este tipo de composiciones, en el que hay logros tan deliciosos como éste:

—¡Oh, qué vhno, Mangolena! ¡Oh qué vimo!

—¿Dónde, primo? —No pórtalo de Belena, —i¿0E que fu?

—Entre la faena mucho sol con mucha raya. —¡Caya, caya! —¡Por en Diosa que no miento! —Vamo aya.

—Toca instrumento. •—Elamú, calambú, cambú,

clamú

A medida que va avanzando el siglo xvn el villancico va perdiendo su carácter popular y adquiere ritmos que derivan de los autos de Calderón, ritmos que se acentúan más todavía en el siglo xvín, como en este caso, donde se ve muy bien la. distancia que ha recorrido el género:

Silencio, pasito, que el Amor se durmió; no le inquieten, no, que aunque duerme en las pajas su amor, aves, fuentes, prados y selvas, ríos, mares, planta y flor: ¡silencio!, ¡cuidado!, '¡ pasito!, ¡ atención! Venid, llegad y adorar el Amor...

Pero en el siglo XÏX, desde la segunda mitad, y sobre todo en el xx, al villancico se le devuelven sus orígenes netamente populares. Ya Jacinto Verdaguer escribió algunos llenos de en­canto; después abundan los ejemplos de Eduardo Marquina,

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D'Ors, G. Diego y Rosales. A Gerardo Diego debemos este villancico, sólo comparable a los mejores del siglo xvi:

Si la palmera pudiera volverse tan niña, niña, como cuando era una niña con cintura de palmera, para que el Niño la viera...

Sin embargo, no concluye aquí el género, ya que no he mencionado otro tipo de canciones típicamente navideñas y enraizadas en la mejor lírica popular. Más o menos todos hemos cantado u oído cantar algunas de estas coplas:

La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va; y nosotros nos iremos y no volveremos más.

A este género poético pertenece esta bellísima copla, que puede cerrar muy bien estas notas sueltas:

Todos le llevan al Niño; yo no tengo qué llevarle; las alas del corazón le servirán de pañales.

(26-XII-1952)

Quejas de la niña morena

No sé desde cuando los caballeros las prefieren rubias, pero sí sé, en cambio, que las morenas se han quejado siem­

pre de esa preferencia. Por lo menos desde el reinado de Sa­lomón hasta nuestros días. Claro está que no les han faltado motivos. No se ve el por qué de esa preferencia literaria y pie-

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tórica por las beOlezas biondas, aunque a juzgar por las quejas de las doncellas morenas, que aluden con mucha frecuencia a "que el sol las quemó", quizás fuera posible encontrar una ra­zón estética. El hecho de que la poesía ("culta") haya cantado casi siempre a las rubias y con ojos entre azules y verdes, al paso que los poetas que pudiéramos llamar "populares" ensalcen la belleza de las morenas parece dar también una clave, como vamos a comprobarlo inmediatamente.

En la literatura española casi todas las damas son blancas, de cutis amasado "con rosas y azucenas", o con "nieve y rosas", de cabellos dorados, envidia de los "hilos de la Arabia", y ojos azules. Garcilaso comienza así un famoso soneto:

En tanto que de rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto... Y en tanto que el cabello, que en la vena del oro se escogió...

Góngora da este otro comienzo a otro no menos famoso:

Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano... Mientras con menosprecio en medio el llano mira tu blanca frente al lirio bello...

En los sonetos, tan ejemplares, se siguen fielmente unos tópicos que arrancan de la poesía italiana, de tanta boga en Europa en los siglos xvi y xvn. Pero al mismo tiempo, las mu­chachas morenas protestan de esa preferencia, y es curioso que esa protesta aluda a una lucha entre lo cortesano y lo popular, como en esta cancioncilla de hacia 1550:

Criéme en aldea, híceme morena si en villa me criara, más bonica fuera.

El antagonismo entre la belleza urbana y la aldeana es pa­tente. No es difícil ver en la cancioncilla una lucha sorda. La doncella de la villa no tiene que ir a la fuente, ni a guardar

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ganado en la sierra ni mucho menos a segar. Por eso dicen otras:

Con el aire de la sierra, híceme ¡morena.

O este ejemplo tan bello, de Lope de Vega:

Blanca me era yo, cuando entré en la siega, dióme el sol y ya soy morena.

'En más de un caso, esta lucha cristalizará en una cancion-ciUa llena de dramatismo y de angustia:

Yo me era morenica y quemóme el sol; ¡ay, de mi Dios, que me abraso y muero de arnorí

Por eso abundan tanto las recetas para enrubiar el cabello o blanquear la cara. ¿Quién pensaría encontrar alguna alusión a la leche de almendras en un cantarcillo del siglo xvi, tan de­licioso como este?

Aunque soy morenita un poco, no me doy nada: con el agua del almendruco me lavo la cara.

De ahí que, al sentirse en inferioridad, las morenitas hayan alegado siempre el ser más graciosas que las rubias. He aquí dos ejemplos preciosos y llenos de encanto de esta alegación:

Por ser morenita no estés enojosa, que más graciosita eres con tal cosa.

Respondióme: —Morena, pero graciosa.

Por eso, cuando la muchacha morena está enamorada y es correspondida, canta orgullosamente:

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Aunque soy morenita y prieta, ¿a mí qué se me da? Que amor tengo que me servirá.

Esta cancioncilla se encuentra en un tratado musical del famoso ciego Salinas, el amigo de fray Luis de León. Pero aún cantan en Andalucía esta seguidilla tan bella:

Aunque soy morenita, mi amor me quiere, lo mismo que si fuera como la nieve.

Incluso, para ensalzar la belleza, los poetas buscaron nada menos que testimonios sacros y alegaron la morenez de la Vir­gen. Por eso pudo escribir un anónimo:

Morenita, no desprecies la color; que la tuya es la mejor.

(ll-Xn-1952)

Fábulas mitológicas en España

COMO mis lectores no ignoran, José María de Cossío perte­nece a ese raro y pequeño grupo de eruditos no profesio­

nales; a ese grupo cada día más peregrino y escogido de los no especialistas. (Porque lo cierto es que ser un erudito especiali­zado en cualquier rincón de la cultura va resultando en todo el mundo una carrera más o menos lucrativa y brillante. Quizá se deba a esta causa la muerte del humanista, y el malestar in­terno que se percibe en toda la cultura.) Por otra parte, Cossío es hombre de curiosidades vivísimas, y lo que es más extraor­dinario: de los que saben literatura —y muchísima— por haber­la leído con placer y no con otras intenciones. Es, en fin, un humanista en el mejor y más bello sentido de la palabra.

Y este humanismo es el que le ha llevado a escribir obras tan dispares como sus tres volúmenes sobre los toros y su última y

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hermosa historia de las Fabulas mitológicas en la poesía espa­ñola, tan pulcramente editada por Espasa-Calpe, historia cuyos orígenes habría que buscar en aquellas deliciosas ediciones que el mismo Cossío publicó en "Cruz y Raya" con fábulas de Lope, Aguilar y Pedro Espinosa.

A José María de Cossío le ha gustado siempre esa especial manera de historiar nuestra poesía que consiste en escoger un solo tema y comprobar su desarrollo a lo largo del tiempo. Quizá el ejemplo más bello sea el de sus dos volúmenes sobre Los toros en la poesía española, ya que en ellos pasa revista a la mejor poesía española desde los orígenes a nuestros días. Lo mismo sucede con este nuevo volumen, aunque en él abun­dan menos los testimonios medievales y sobre todo los post ro­mánticos, ya que el campo mejor está constituido por los si­glos xvi y xvii.

Esto es inevitable y lógico, ya que no en balde el Renaci­miento y el Barroco se caracterizaron entre otras cosas por su afición a los clásicos. Poetas como Virgilio, Horacio y Ovidio dejarían una profunda huella en nuestra poesía de la Edad de Oro, sobre todo Ovidio, cuyas Metamorfosis fueran tan leídas como la Biblia y cuyo influjo fue considerable. De esta Biblia de los poetas proceden esas bellísimas fábulas de Piramo y Tisbe, Polifemo y Galatea, Adonis, Eco y Narciso, y tantas otras, vertidas, recreadas y parafraseadas por tanto poeta. Ya el profesor R. Schevill, conocido por sus estudios sobre Cervan­tes, escribió un libro sobre Ovidio en España, pero Cossío ha superado con creces la obra del hispanista norteamericano. Por otra parte, Cossío se ha acercado a la poesía desde un ángulo estético y no erudito, lo que no hizo Schevill, atento a ordenar un fichero más o menos completo.

Sin embargo, el interés del libro no deriva del acopio de datos, con ser considerabilísimo, ni de la historia de ese género poético, sino de la valoración crítica de esas obras, del estudio de la sensibilidad de cada poeta y de cada escuela y de su or­denación dentro del conjunto histórico. Porque con demasiada frecuencia los historiadores y eruditos actuales están olvidando su papel de críticos y no saben indicar el valor de un poema. Pero si además tenemos en cuenta que todavía nos falta una

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historia de la poesía española de la Edad de Oro, comprende­remos mejor el extraordinario mérito de esta obra de Cossío, que se ha visto obligado a dar una estructura coherente, una trabazón orgánica a esos dos siglos de la mejor poesía española. De ahí que el mérito de su obra sea doble: por el caudal de noticias reunidas y por su esfuerzo por ordenar y valorar con precisión y coherencia histórico-literaria todo ese material. Por­que no es tan fácil como parece navegar por los mares de la poesía áurea, manejando viejas ediciones y revolviendo los fon­dos manuscritos de las mejores bibliotecas, en cuyos ficheros no se indica precisamente el contenido de cada manuscrito. Para la historia de la cultura española, el libro de Cossío es una de las más hermosas adquisiciones, pero el futuro historiador de nuestra poesía clásica tendrá que consultar numerosas veces esa obra y acudir con frecuencia a sus penetrantes juicios crí­ticos e incorporar a su fichero poetas que le serán totalmente desconocidos. Al historiar Cossío temas mitológicos, cuyo argu­mento y desarrollo no podían variar, lo que ha conseguido es realizar algo más profundo: un estudio histórico de la sensibili­dad de cada poeta y de cada generación. Por eso ha podido escribir en el prólogo: "Estudiar, pues, la evolución retórica en estos temas que parecen los más frivolos, no es sino estudiar la evolución de la sensibilidad en su índice más delicado y preciso".

Añadamos, por último, otro mérito: el de su prosa, bellísima, ágil y apasionada a un tiempo, sin sequedades eruditas y llena de cordialidad, reflejo de ese humanismo que trasmina siem­pre toda tarea de José María de Cossío, tan llena de nobleza, elegancia y generosidad.

(25-IX-1952)

La "divinización" de la j

TODAS las literaturas conocen el fenómeno de parodiar aque­llas obras o géneros literarios que han obtenido un éxito

extraordinario. Podríamos decir que lo paradójico es una cons­tante que va unida al éxito. Ya en Grecia se conoce La Batro-

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comomaquia, poema burlesco, parodia de los grandes poemas homéricos. En España tenemos unos cuantos ejemplos deci­sivos. Hay parodias de Peribáñez y el comendador de Ocaña, parodias de las Copias del Provincial o del Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Recuérdese que la intención inicial de Cervantes fue chunguearse de los libros de caballerías, aunque después resultase que su Don Quijote sublimaba el género parodiado.

Pero también —sobre todo en las literaturas romances— es conocido otro fenómeno: el de la "divinización" de los libros o poemas de más éxito: es decir, el de su conversión a lo di­vino. Cuando un poema o un libro obtenía un éxito indiscutible y todo el mundo lo sabía de memoria, los religiosos decidían utilizar esa profanidad, o mejor dicho, esa mundanidad, con­virtiendo los poemas o los asuntos de profanos en sacros. Esto no es desconocido en otras literaturas —en la italiana hay un Petrarca a lo divino—, pero en ninguna tuvo tanta importancia ni se llegó a tales extremos como en la española de los si­glos xvi y xvii. Ya a finales del siglo xv, el poeta madrileño Alvarez Gato convierte a lo divino cantarcillos populares, como éste, por ejemplo:

¿Quién te trajo caballero, por esta montaña oscura? —'¡Ay, pastor, que mi ventura!

¿Quién te trajo, Rey de gloria, por este valle tan triste? ¡Ay, hombre: tú me trajiste!

La misma cancioncilla que veremos convertir también a lo divino al poeta franciscano fray Ambrosio Montesino y a Juan del Encina:

¿Quién te dio, Rey, la fatiga deste sudor extremado? —¡¡Ay, hombre, que tu pecado!

¿Quién te trajo, Criador, por esta montaña oscura? —¡Ay, que tú, mi criatura!

Con estos tres ejemplos el lector se habrá dado cuenta del fenómeno que trato de explicar. Una simple cancioncilla, de

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cuyo éxito no podemos dudar, es convertida a lo divino en tres formas diferentes, pero las tres siguen manteniendo su estruc­tura profana, y, por supuesto, su melodía, su "tono", como se lee en los viejos cancioneros de la época,

Pero, como digo, es en los siglos de Oro de nuestra litera­tura donde la divinización llegó a límites que no conocieron otras literaturas. En España (por diversas circunstancias que iban de lo político a lo religioso, circunstancias que no se daban en otras culturas) el proceso de "divinizar" los géneros adqui­rió un auge espléndido, y aunque muchas de esas conversio­nes a lo divino carezcan de interés poético, otras, en cambio, hicieron olvidar las fuentes profanas, como sucedió con poemas de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, especialmente con este último. En nuestra patria se "divinizaron" las obras completas de Boscán y Garcilaso, obras que leyó San Juan de la Cruz, puesto que lo dice él mismo; se convirtieron a lo divino las no­velas pastoriles (precisamente algún fraile aragonés escribiría una Clara diana a lo divino) y los libros de caballerías {El ca­ballero de Cristo, por ejemplo). Pero lo que nadie ha observado hasta la fecha —que yo sepa— es la extraordinaria boga que adquirieron las conversiones a lo divino de los romances más tabernarios que se han escrito: las célebres jácaras de Escarra-man y la Méndez, jácaras que cantaban las aventuras del picaro Escarramán, personaje salido de la pluma del gran Quevedo. Yo siempre extrañaba que no se hubiese aprovechado el éxito de la novela picaresca y se hubiese enderezado a fines reli­giosos, pero creo que era más fácil la conversión de un romance "jacarandoso", que todo el mundo cantaba, que la conversión del Guzmán de Alfarache, por ejemplo. De "jácaras a lo di­vino" he logrado reunir una buena colección, publicadas o iné­ditas, que algún día estudiaré con detenimiento. Todo partió del éxito de la primera jácara quevedesca, la que el picaro Escarramán escribe a la Méndez desde la cárcel:

Ya está metido en la trena tu querido Escarramán, que unos alfileres vivos me prendieron sin pensar.

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Un poeta anónimo convierte al Esearramán en San Pablo:

Ya está metido en la Iglesia Saulo, fuerte capitán: que Dios, a quien perseguía, le ha metido sin pensar.

Pero no se crea que eran sólo los poetas mediocres o ínfi­mos los que se dedicaban a convertir las jácaras profanas en saetas. Hay una buena lista encabezada por Lope de Vega que llega a Solís, pasando por Sor Juana Inés de Cruz. Precisa­mente es Lope de Vega quien convierte dos veces a lo divino el poema quevedesco. He aquí una:

Ya está cifrado en la forma tu querido y santo Isaac, que las culpas de dos siervos me prendieron sin pensar.

Y no se crea tampoco que la afición a convertir piezas profanas en religiosas ha podido terminar, puesto que hoy sigue muy viva la tradición en ciertos sectores, donde se puede to­davía oír cantar un cuplé de la Fornarina despojado de elemen­tos profanos, o adaptar nada menos que el Himno de la legión. Incluso con cierto tipo de novelas y hasta de periodismo se ha dado el mismo fenómeno, que constituye, casi, una constante en la historia de las letras españolas.

(ÍO-VI-1954)

Meditaciones sobre la oria

NUNCA faltan temas sobre los que meditar al final de un curso, y más si este final coincide con nuevos ensayos,

nuevos planes y más exámenes. Pero, tranquilícese el lector. No pienso hablar de nada de esto, aunque no me faltan ganas de decir unas cuantas cosas. Propongo que meditemos sobre la orla.

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Y lo primero que anotamos es algo curioso: la falta de una literatura orlística. A lo sumo, encontramos referencias en al­gunas descripciones de despachos o de antesalas de médicos. La orla parece cumplir esa misión decorativa asignada también a los títulos. Hasta ahora no parece tener otra finalidad. Pero creo que esta finalidad está provocada por la forma, ya que en otros países la orla no existe y en cambio existe algo semejante: un pequeño librito donde en cada página aparece la foto y el "curriculum vitae" de cada alumno. Esto nos acerca ya más al sentido de la orla como recuerdo. La orla sirve, pues, en úl­timo término para recordar el paso del tiempo. Es la mejor representación plástica de una Copla de Villon o de Jorge Manrique. Ante una orla vieja se preguntan siempre los amigos: "¿Qué fue de Fulano? ¿A dónde fue a parar Mengano?". La inevitable pregunta del "Ubi sunt" —¿Dónde están?—, cargada de majestuoso sentido, de gravedad temporal y poética. La orla es, pues, algo terrible: un implacable testigo del paso del tiempo. El hombre que tiene en su despacho una orla, tiene ante sus ojos un fugaz momento de su existir. Está anclado en una tem­poralidad pasada, y sólo lo nota cuando de repente encuentra en la calle a un condiscípulo al que no ha visto desde que terminó la carrera. Entonces se le revelan de golpe los dramá­ticos versos de Quevedo:

Azadas son la hora y el momento, que a jornal de mi pena y mi cuidado, cavan en mi vivir mi monumento.

Pero antes la orla ha cumplido otra misión: se ha colocado en un escaparate. Y las cosas se colocan en los escaparates para ser miradas. ¡Gran delicia! Porque pocos goces existen que equivalgan al de curiosear escaparates. Sólo los ajetreos y las prisas hacen que un hombre no se detenga con morosidad ante el espectáculo de los escaparates. Sin embargo, las orlas retienen bastante la atención. Siempre hay una cara amiga o conocida. Yo, por ejemplo, me he detenido mucho rato ante una orla: la de la Escuela del Magisterio en su sección mascu­lina. Recomiendo a todos que se fijen en ella, y mediten un poco.

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Lo primero que notarán será algo extraordinario: que las fotos de los muchachos son más grandes que las de las demás orlas. ¿Deseo de ser vistos mejor? ¿Prurito vanidoso? No, algo mucho más sencillo: tapar más blanco, ocupar más espacio. ¿Y por qué tienen que ocupar más espacio? Pues sencillamente: porque son menos los alumnos que los profesores. (He tenido la curiosidad de contarlos y figuran once alumnos y trece pro­fesores.) Y puesto a seguir con la indagación, la otra pregunta es también inesquivable: ¿Por qué figuran sólo once maestros en una orla? Mejor dicho: ¿Por qué de una Escuela Normal tan importante salen al año sólo once jóvenes maestros? No hace falta meditar demasiado rato para encontrar la respuesta. Sencillamente: los jóvenes maestros ganan menos que un pas­tor de la provincia de Soria o que un tranviario de Zaragoza. Lo cual no quiere decir que los jornales de esas dos profesio­nes me parezcan excesivos. No, quiero simplemente indicar ese hecho y rogar a todos que mediten sobre algo trágico: que dentro de unos años no habrá maestros.

(17-VI-1954)

Hablando en prosa

Pocos bachilleres ignoran el profundo asombro que produce a Monsieur Jourdain el averiguar que ha estado hablando

toda su vida en prosa sin saberlo. Como tampoco ignoran aquellos famosos versos de Berceo que comienzan

"Quiero fer una prosa en roman paladino en cual suele el pueblo fablar a su vezino..."

Y, sin embargo, estoy segurísimo de que muy pocos comen­tarían debidamente en un examen sólo el primer verso, que, por lo demás, encierra muy pocos misterios: significa simple­mente

"Quiero escribir los versos en lengua callejera..." o si lo prefieren:

"Quiero hacer un poema en lengua no latina..."

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Por supuesto, explicarán debidamente que "fer" es "hacer", que "prosa" es "verso", que "roman" o "romance" es lengua vulgar, y que "paladino" deriva de "palacio", que no tenía en la Edad Media la significación de hoy, puesto que se amplía hasta la simple "casa", como es fácil de recordar con el prin­cipio "del Poema de Mío Cid, que todo el mundo ha leído. El busilis está en encontrar la explicación de "prosa=verso=pro-sa". Misterio que no se ha aclarado hasta hace muy poco tiem­po, y no precisamente por los etimologistas de las lenguas ro­mance, sino por los musicólogos. Por parecerme que esa eti­mología encierra mucha curiosidad para un lector no especia­lista, traigo aquí los resultados obtenidos.

A partir del siglo ix en los cantos eclesiásticos se va notan­do la fuerza de lo popular, lo que dará origen a nuevas formas musicales y poéticas. Nacen así tres grandes manifestaciones, comunes al mundo monacal y eclesiástico europeo; las "se­cuencias" o "tropos", primero en latín y después en lenguas vulgares; el teatro religioso-popular, latino en principio también y después en romance; y la polifonía.

La "secuencia" nace como un recurso mnemotécnico para que los cantores de las fiestas, los "chantres", puedan aprender de memoria los largos "melismas" de los "júbilus" finales en los "AUeluias". El procedimiento consistía en dar una sílaba latina a cada nota de "júbilus". Al principio debió de tratarse de algo muy rudimentario, casi parecido a lo que en términos musicales se denomina un "monstruo"; pero las posibilidades que se abrían a la invención poética no pasaron inadvertidas, y se llegaron a inventar pequeñas cantinelas llenas de interés. Como es lógico el paso del latín al romance vulgar no se hizo esperar, y es bien sabido cómo uno de los primeros poemas escritos en francés es la conocida Prosa o Secuencia de Santa Eulalia.

Estos poemas recibieron la denominación genérica de "pro secuentia", pero los copistas medievales, como los de todos los tiempos, abreviaron rápidamente esa denominación y la es­cribieron así: "pro sa", siendo leída enseguida "prosa". Esta

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es la significación que ya tiene en Berceo y la que durará toda la Edad Media:

"Siempre en este día que cuntió [sucedió] esta cosa... f azién muy alta fiesta con quirios y con prosa...

Juan Ruiz, nuestro genial Arcipreste de Hita, llamará "pro­sas" a los gozos que escribe a Santa María. Por eso Rubén Darío, tan aficionado como los del 98 a los poetas primitivos, titulará uno de sus mejores libros Prosas profanas, es decir, Poemas humanos, recordando sin duda aquellas distinciones tan frecuentes en la poesía áurea de Rimas humanas y divinas.

Naturalmente, Rubén Darío resucita una palabra perdida hacía cientos de años. La significación actual de "prosa" nada tiene que ver ni con las secuencias medievales ni con los versos de Berceo. "Prosa", como opuesto a "verso", es decir, la prosa de Monsieur Jourdain, es un cultismo, derivado del latín "pro­sa", femenino de "prorsus" o "prosus", "prosa" "prosum", "que anda en línea recta", lo opuesto al "versus", "que vuelve". El primero designa todo texto escrito seguido y sin interrupción, es decir, "en prosa", y el segundo lo que hoy denominamos "verso". "Prosaico", "diario, cotidiano", es un cultismo que aparece por primera vez en el Diccionario de Nebrija, al paso que "prosifiear" y "prosificación", es decir, volver a escribir en prosa lo que estaba en verso, es una invención juvenil de nuestro gran maestro Menéndez Pidal, que la emplea por pri­mera vez en uno de sus libros capitales: La leyenda de los siete Infantes de Lara. Monsieur Jourdain tenía, pues, motivos para asombrarse.

(l-VIH-1957)

Estudios sobre los gitanismos del español

MUY pocas veces un libro de pura filología, construido con la más rigurosa de las técnicas, sin ninguna concesión

amable para los lectores no especialistas, puede ser comentado en estas páginas. Y, sin embargo, los estudios de Carlos Cía-

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vería sobre los gitanismos del español sé que van a suscitar amplios comentarios, porque no sólo plantean muchos proble­mas filológicos de gran interés, sino de otro tipo bien distinto, como verán mis lectores. Y sólo un filólogo como Carlos Cía-vería ha podido escribir este soberbio y riguroso libro sobre algunas palabras gitanas que han penetrado en el español, ya que es el único de los estudiosos de mi generación que se puede permitir el lujo de conocer perfectamente desde el danés al ita­liano, pasando por el gitano o el alemán. Por eso ha podido indicar al principio su deuda con las bibliotecas de Francfurt, Munich, Berlín, Estocolmo, Upsala, Nueva York, Harvard, Pen­silvània, nuestra Nacional de Madrid y la particular de don Ar­turo Sedó. Con tener en cuenta esta enumeración, el lector com­prenderá qué quiero decir.

Todos los trabajos de Carlos Clavería, ya traten de cuestio­nes como el lenguaje de dos personajes de R. Pérez de Ayala o del tema del Tiempo, de Machado, se caracterizan por dos notas: singularidad temática y erudición rigurosa, de primera mano, que puede proceder de una rara revista del siglo pasado o del más reciente libro aparecido en Estocolmo.

La originalidad de su último libro es evidente, aunque no trata de hacer un índice completo de las voces gitanas que han penetrado en el habla coloquial o literaria española, sino sólo de algunas palabras especiales o de algunos calcos lingüísticos. De paso estudia otras cuestiones que apasionarán a más de un lector no especialista, sobre todo teniendo en cuenta que el ele­mento gitano peninsular ha gozado y goza de un cierto presti­gio literario desde Cervantes a García Lorca. Pero es muy cu­rioso comprobar cómo, a pesar de tanto prestigio literario, so­bre los gitanos y su lengua, sobre el traído y llevado "caló" español, se había escrito poco y con escaso rigor, hasta el punto de que la versión gitano-española del Evangelio de San Lucas, debida al célebre inglés J. Borrow, en 1837, sigue siendo vá­lida hoy para los estudiosos. "La escasez de textos antiguos en "caló" y la rápida desaparición en nuestros tiempos, que es ge­neral a todos los países, de toda singularidad lingüística, harán siempre irreemplazable la obra de Borrow", dice Clavería.

El autor de estos estudios no plantea el problema del origen

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del "caló" (que no pasa de ser un dialecto gitano bastante co­rrompido), sino que le interesa averiguar en primer lugar cómo y por qué medios penetraron palabras gitanas en el español. Es decir, cómo y por qué penetran en el habla coloquial espa­ñola palabras como "gachí", "gachó", "menda", "mangante", "camelar", "pesquis" y otras tantas. Esto es quizá el capítulo más apasionante para el no especialista. Después estudia en otros capítulos el origen y la difusión literaria y popular de al­gunas voces gitanas. (En realidad, el libro es un conjunto de artículos sueltos que en su mayor parte habían aparecido en re­vistas de filología de muy distintas latitudes.)

Los primeros escritores que se sintieron atraídos por el gi­tanismo, no cuidaron de anotar el "caló", como recordará cual­quier lector de La Gitanilla, por ejemplo. La lengua gitana se confundió con el argot de los picaros y no va a ser aprovechada por los escritores hasta bien entrada la segunda mitad del si­glo xviii, en que principia ese fenómeno sociológico tan curioso de la imitación por la nobleza madrileña de los usos y hábitos populares. "La "majeza" de la Corte •—dice Clavería— debió encontrar paralelos en otros muchos sitios de España, y espe­cialmente en Andalucía, donde el señorío, más en contacto con el campo, asimilaba costumbres y formas de vida que han de ser luego buen exponente de todo ese impreciso conjunto que se ha venido a llamar "lo flamenco". Madrid y su pueblo bajo, y también las capas sociales superiores, se dejarían influir luego por un "andalucismo" que iba a trascender a toda España.

Con un inmenso repertorio de datos, Clavería va demos­trando el proceso de andalucización y gitanización que poco a poco se va extendiendo por toda España y cuyas consecuencias conoce el lector que tenga curiosidad por el teatro. Más aún (y esto es más triste y penoso), el concepto que de lo popular español suele tener un extranjero de mediana cultura está siem­pre ligado a "lo flamenco". Consolémonos pensando que esta aflamenquización del llamado teatro folklórico de hoy no es comparable a lo que fue en la segunda mitad del siglo xix, a juzgar por el volumen de citas que acopia Clavería, procedentes de todos los campos. Causa un poco de malestar y estupor comprobar cómo la sociedad española del siglo pasado se entregó

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tan ardientemente a un gusto por lo plebeyo y no fue capaz de ensalzar e imitar otras formas de cultura. Quizá haya sido la generación 'del 98 la que más haya luchado por un concepto más hondo y trascendente de lo popular. Recuérdese, por ejem­plo, su poca afición a todo lo andaluz —desde los toros al cante "jondo"— y el hecho de ensalzar lo castellano como represen­tación más honda y genuïna. (A la luz de los estudios de Carlos Clavería se aclaran históricamente muchos conceptos noven-taioehistas.)

Pero, a su vez, Carlos Clavería estudia con su habitual rigor la presencia de lo español en el habla gitana. "El gitano —dice— acaba por imitar tanto al español que su fraseología fue una fraseología en la que quedaban, como flotando del nau­fragio de una lengua, algunas voces de origen indio... Los gi­tanos, cuando hablaban "caló", y cuando lo escribían, si lo escribían, pensaban y hablaban sólo en español, con un voca­bulario que, en parte, era extraño a esa lengua'*. Dióse el cu­rioso fenómeno de que giros lingüísticos españoles penetraran en el "caló" y de aquí volvieran a incrustarse en nuestra habla coloquial más popular. Por ejemplo, la expresión "dar achares", incorporada hoy a un amplio sector del español, no es más que la traducción gitana de "dar celos", lo mismo que "¡gachó!" ("caballero", en gitano), que sustituye muchas veces a la in­terjección "¡hombre!", o "andova", que significando "éste, ése, aquél", pasó a tener otro sentido, lo mismo que "diñar", "dar" (del indio "dena") y otros calcos lingüísticos gitanos.

Por estos breves datos verá el lector el profundo interés que va a suscitar el libro de Carlos Clavería en los medios especia­listas o en los de los historiadores de la cultura o simples cu­riosos. Y esto es siempre lo decisivo en los trabajos histórico-literarios o filológicos de Clavería; esa posibilidad de "irradia­ción de intereses", si los lectores me permiten una frase casi bárbara, que también —¡y tan bien!— se ve en su penúltimo libro sobre la influencia de El caballero determinado, de Olivier de la Marche, en la literatura española, editado precisamente por nuestra Institución "Fernando el Católico" con su ya habi­tual elegancia.

(3-1-1952) :

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El secreto del nombre "Madrid"

I—IACE dos años, Jaime Oliver Asín, de tan ilustre apellido * * y de tan hondas raíces aragonesas, obtuvo el máximo galardón concedido a los investigadores españoles por un libro en el que sólo se trataba de aclarar la etimología del nombre "Madrid". Estoy seguro de que a más de un lector le parecerá extraño que se pueda escribir todo un volumen sobre la historia 4e un nombre. Pero lo extraño no es esto, con serlo ya bastante, sino que ese libro sea sencillamente apasionante, tan apasio­nante como una buena novela de aventuras. El autor ha de­mostrado incluso cualidades de aventurero, puesto que ese tra­bajo le ha obligado casi a convertirse en pocero, lo que no suele ser frecuente entre los filólogos, ni mucho menos. Ni suele ser frecuente tampoco que una historia de un topónimo pueda apa­sionar por igual a un filólogo, un historiador y un urbanista.

¿Qué ha hecho, pues, Oliver Asín? Oliver Asín ha resuelto un problema de filología que se había planteado ya un clérigo del siglo xiii y que nadie hasta la fecha había logrado esclarecer de un modo rotundo. Se me dirá que no es para lanzar las cam­panas a vuelo el aclarar un minúsculo problema etimológico, pero cuando se trata del origen de la palabra "Madrid", ese problema merece que se airee un poco. Al fin y al cabo Madrid está cargado de resonancias históricas y culturales, resonancias que percibe hasta el más lego. Lo singular de Oliver Asín ha sido además el método seguido para demostrar que su etimolo­gía era la exacta. (Téngase en cuenta que ni el maestro Me-néndez Pidal había acertado con esa etimología.)

¿Y qué etimología encuentra Oliver Asín para levantar tan­to revuelo en los medios científicos y obtener el premio mayor? Aquí comienza la originalidad, originalidad que continuará en el método y en los documentos empleados. Oliver Asín empieza por dar al nombre "Madrid" una etimología que nadie había sugerido ni remotamente: matrkem, "madre de agua". ¿Cómo se demuestra eso, casi en pleno secano, con un Madrid que se

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aleja, precisamente, del Manzanares? Oliver Asín encuentra que el Madrid visigodo era un pequeño poblado, situado en un vallejo (la actual calle de Segovia), al lado de un arroyo, afluen­te del Manzanares, arroyo que desapareció por la urbanización, pero que nuestro filólogo ha cuidado muy bien de documentar. Sin embargo, cualquier aprendiz de gramática española sabe muy bien que matricem lo más que podía dar era madriz, pero no madrid. {Madriz es un cultismo total. Compárese: maírem, madre). Se trataba, pues, de resolver un doble problema: a) de­mostrar que, en efecto, la palabra matrice, madriz, significaba "madre de agua"; b) explicar de un modo satisfactorio la ter­minación id, ajena a la raíz.

Hasta ahora, como ve el lector, no hay casi ninguna aven­tura. Oliver Asín, tan buen romanista como arabista, sabe los obstáculos con que va a tropezar, y comienza por donde co­mienzan todos los toponimistas: intentar encontrar otros nom­bres de pueblo que respondan a la misma situación. Y los en­cuentra. Halla, por ejemplo, un Madriz, antiguo barrio de Berceo, en la Rioja, situado en torno a una "matriz" del Na-jerilla, y halla también otros Madrides en las mismas condicio­nes geográficas, como un Valmadrid en la provincia de Zara­goza. Resuelve así la primera parte del problema.

Pero ¿de dónde sale, por fin, la terminación id? Aquí es donde el romanista da paso al arabista y casi al aventurero en­cariñado con su tesis. ¡La terminación id no es otra cosa que el sufijo árabe it, característico de la España bilingüe musulmana, "sufijo —escribe— que encerraba la idea de abundancia y que se aplicaba siempre a nombres de lugar cuya característica to­pográfica fuese la abundancia de un elemento".

Todo esto ha requerido sólo el auxilio de unos buenos libros y una conciencia vigilante, pero Oliver Asín tiene que demostrar que Madrid designa precisamente "abundancia de matrices de agua". ¿Qué hacer ante ese obstáculo? Sencillamente: dedicarse unos meses a estudiar en el Archivo municipal de qué modo se surtía de agua Madrid antes de que se construyese el Canal de Lozoya. Y descubre algo estupendo que confirma la etimo­logía obtenida en su biblioteca: que las fuentes de Madrid re­ciben el agua por un sistema totalmente árabe; por medio de

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tinos "viajes" bastante complicados. Sin embargo, todavía le fal­taba probar que esos documentos respondían a hechos efectivos. Y para eso no encontró más que una solución: buscar un pocero que le metiese por los soterraños de la Villa. Y ahí tienen us­tedes a un gran arabista descubriendo lleno de entusiasmo que la estructura urbana de Madrid ha obedecido nada menos que al hallazgo de matrices de agua. Y esta es su gran aventura, porque no se podrá negar que un filólogo está más acostum­brado a manejar fichas y documentos que a estudiar la conduc­ción de aguas, metiéndose por las alcantarillas.

Una vez demostrado esto, Oliver Asín debía, como es lógico, demostrar la importancia que tuvo siempre para el mundo árabe el hallazgo de aguas. Esto le obliga a escribir unos capítulos apasionantes sobre el Madrid musulmán del que tan poco se sabía, y a comparar su sistema de conducción de aguas con el de otras poblaciones árabes; y, como es lógico también, en­cuentra vivos hoy esos sistemas y hasta compara la legislación de esas aguas árabes con la que regía las madrileñas, y el pa­ralelo es sorprendente.

Por todo esto, el trabajo de Oliver Asín es quizá el estudio más bello y apasionante de un topónimo, y el estudio más ejem­plar que se ha publicado en España, donde el rigor de la escuela de Menéndez Pidal hacía tiempo que había desterrado a los fantásticos etimologistas de antaño.

(18-XI-1954)

Las flores en la poesía azteca

LA casualidad (a la que siempre debemos los lectores más de un momento feliz) no puede apuntarse a su favor el tanto

de haber puesto en mis manos, estas vacaciones, un libro im­preso por la Universidad autónoma de Méjico en 1940. Debo estos momentos felices a la delicada amistad de Luis Floren, bibliotecario de la Universidad dominicana, que sabe mi devo­ción por la poesía. Fue el regalo una Antología de Poesía in-

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dígena, anterior a la conquista de Cortés, traducida por Angel María Garibay.

Confieso mi sorpresa, y no por los caracteres de esa lírica, tan entroncada con fórmulas primitivas y populares, sino por encontrarme de repente con una poesía casi floral. Yo me envanecía de conocer discretamente el tema de las flores en la poesía hispanoamericana, culta y tradicional, pero desconocía la existencia de ese mundo poético, cuyo encanto es irresistible, y, hasta cierto punto, parejo al de la poesía arábigo-andaluza.

La poesía azteca —y permítasenos esa denominación— se transmitió oralmente. El célebre padre Bernardino de Sahagún cuyas investigaciones en Méjico tienen tal modernidad, recogió en Tepepulco, entre 1558 y 1560, de "diez o doce principales ancianos", veinte poemas rituales "que ellos decían a honra de los dioses en los templos y fuera de ellos". Además de esta co­lección, de carácter sacro, se conserva en la Biblioteca Nacional de México un manuscrito conocido con el nombre de Canta­res mexicanos, recogido por un indio para un religioso entrete­nido en la historia mejicana. Quizá fuese compilado para el mismo Bernardino de Sahagún o bien para fray Diego Duran, muy preocupados los dos por estas cuestiones. De estas dos co­lecciones proceden los numerosos poemas que traduce Garibay.

Los dos viejos cronistas dan preciosos testimonios referentes a la creación y transmisión de esta poesía. Según dice Duran, con mucha frecuencia se bailaba y cantaba en las casas de los príncipes, "pues todos ellos tenían sus cantores, que les com­ponían cantares de las grandezas de sus antepasados, especial­mente a Moctezuma, que es el señor de quien más noticias se tiene... Los cuales cantares he oído yo muchas veces cantar en bailes públicos." El mismo cronista atestigua la existencia del poeta religioso asalariado: "Había otros cantores que compo­nían cantares divinos de las grandezas y alabanzas de los dio­ses, y éstos [cantores] estaban en los templos... tenían sus sa­larios, y a los cuales llaman cuicapicque, que quiere decir componedores de cantos."

Estas citas no precisan ninguna explicación. Más curiosa, sin embargo, es la existencia de una poesía lírica entre exalta­ción primaveral y litúrgica, atestiguada también por el mismo

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fray Diego Duran, de que hablaremos más adelante. Y no sin cierta sorpresa vemos surgir una temática que creíamos com­pletamente occidental: el tema del "Carpe diem" y el de la brevedad de la vida, tan íntimamente enlazados. Estos temas parecían exclusivos de la poesía europea, pero he aquí que cier­to azteca viene a descubrirnos que los temas eternos lo son para todos los hombres. La poesía más intemporal recurrirá siempre a temas intemporales, y tendrá por lo tanto un eco en el espíritu de todos los tiempos. ¿Qué decir de estos dos poemas que trans­cribo, tan llenos de angustia ante lo efímero de una existencia, que no es otra cosa que un rayo o sombra de luna, según nuestro Juan de Mena?:

I

Solo venimos a dormir, sólo venimos a soñar: no es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra.

En hierba de primavera venimos a convertirnos: llegan a reverdecer, llegan a abrir sus corolas nuestros corazones; es una flor nuestro cuerpo; da algunas flores y se seca.

II

¿Acaso es verdad que se vive en la tierra? ¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

Hasta las piedras finas se resquebrajan, hasta el oro se destroza, hasta las plumas preciosas se desgarran. ¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

¿No es verdad que resuenan en nuestros corazones las voces entrañables de poetas bien amados, como Jorge Manrique o Antonio Machado? "¡Sólo un breve instante aquí!" Pero todavía podrá un poeta llorar algo más emocionante: la desaparición de su obra:

Entretéjanse flores azules y flores color de fuego; tu palabra y tu corazón, oh principe chichimeca Ayocusan. Por un breve instante hazlas tuyas aquí en la tierra.

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Lloro porque nuestra muerte las destruye, ¡ay, destruye nuestras obras: los bellos cantares! Por un breve instante hazlos tuyos en la tierra.

Ni faltará la clásica comparación, como en estos versos tan llenos de angustia:

¿Conque he de irme, cual flores que fenecen? ¿nada será mi nombre alguna vez?

A pesar de todo, cierto poeta lanza su canto de misión:

Sólo venimos a llenar un oficio en la tierra, oh amigos: tenemos que abandonar los bellos cantos, tenemos que abandonar también las flores. ¡Ay!...

Brotan las flores, medran, germinan, abren sus corolas: de tu interior brota el canto florido que tú, poeta, haces llover y difundes sobre otros.

Se engañaría el lector si pensase que toda la poesía azteca era tan dolorida, aunque también es cierto que estos poemas se cantaban con un son tan lastimero que Duran confiesa haberse entristecido más de una vez.

Nuestra sorpresa no comenzó con el encuentro de un poema de exaltación primaveral, ya que el tema nos era muy conocido. Sin embargo, bien merece una divulgación esa Llegada de la primavera, que no hubiera desdeñado un Gil Vicente:

Ya maduraron las flores: trueqúense en ropaje y gala. Oh principes, vienen a mostrar su bello rostro, vienen a irradiar su brillo; sólo en primavera logro alcanzar el cempoalxúchitl.

Nuestra sorpresa fue encontrarnos una poesía donde la flor juega un papel trascendental. No se hace el elogio de ñores determinadas, como en la lírica occidental, sino que el mundo floral interviene de tal manera que circunda, como ardiente aire, una atmósfera impregnada de elementos religiosos, épicos y líricos. La flor, el pájaro y la mariposa se llegan a transfor­mar en símbolos religiosos, como atestigua fray Diego Duran en una referencia muy precisa: ^El baile de que ellos más gus­taban era el que con aderezo de rosas se hacía, con las cuales se coronaban y cercaban... en el rnemoztli principal del tem-

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pío de su gran dios Huitzilopochtli, y hacían una casa de rosas, y hacían unos árboles a mano, muy llenos de flores olorosas, a donde hacían sentar a la diosa Xochiquetzalli. Mientras bai­laban, descendían unos muchachos, vestidos todos como pájaros y otros como maripsas, muy bien aderezados de plumas muy ricas, verdes y azules y coloradas y amarillas, y subíanse por los árboles y andaban de rama en rama chupando el rocío de aque­llas rosas. Luego salían los dioses, vestido cada uno con sus aderezos, como en los altares estaban, vistiendo indios a la mes-ma manera, y con sus cerbatanas en las manos andaban a tirar a los pajaritos fingidos que andaban por los árboles, de donde salía la diosa... a recibirlos y los tomaba de las manos y los hacía sentar junto a sí... y allí les daba rosas y humazos y hacía venir a sus representantes y hacíales dar solaz."

La cita es preciosa para ahorrar explicaciones acerca de la importancia que la flor adquiere en la cultura poética indígena. Después transcribiré parte de un extenso poema dedicado ínte­gramente a las flores. Ahora quiero destacar algunas conquistas poéticas ganadas por los aztecas a una lírica bien reciente. El canto de Atamalcualovan empieza con este verso, que yo en­vidio con todas mis fuerzas:

Mi corazón está brotando flores en la mitad de la noche.

Semejante hallazgo sólo es comparable a este otro, en que cierto poeta derrama su corazón:

En flores estalla mi corazón, oh amigos, y flores perfumadas derramo.

La flor servirá en estos poemas para designarlo todo: el dolor de Huexotzinco por la conquista de Cortés: "Sólo tristes flores y tristes cantares restan aquí en México"; la muerte en la batalla será una "muerte florida"; sólo los varones esforza­dos merecen las bellas flores:

En vano anhelas y persigues las bellas flores, amigo mío: ¿dónde podrás lograrlas?... Merecerás las bellas flores con lágrimas de llanto de guerra.

Cierto príncipe comienza su canto en loor de otros príncipes "con lágrimas de flores de tristeza". Un poco más lejos otro

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De varia literatura 267

poeta se aflige porque "dejaremos las bellas flores, los bellos cantos". Habrá ñores para el combate, en los festines y bailes, y la ciudad de México "perdura entre nenúfares de esmeralda". Por eso el poeta del canto de Yoyontzin afirmaba jubilosamen­te: "Sólo las flores son nuestra gala"; mientras que una joven madre dice a su hijito en una canción de cuna:

De fragantes flores es la leche de mis pechos; perfumadas flores hemos entretejido, oh varoncito Ahuizoten; en tanto que duermes se alegra con flores su corazón,..

Blancas flores perfumadas se entrelazan; mis manos de doncella, para abrazar con ellas a mi criatura.,.

Pero no quiero seguir escogiendo más aciertos. Gócese del principio de ese extenso poema, y demos juntos las gracias al anónimo creador azteca que nos proporciona estos momentos de pura emoción lírica:

Consulto con mi propio corazón; "¿Dónde tomaré hermosas fragantes flores? ¿A quién lo pre­

guntaré? ¿Lo pregunto, acaso, al verde colibrí reluciente, al esmeraldino pájaro mosca? ¿Lo pregunto, acaso al áurea

[mariposa?

Sí, ellos lo sabrán; saben dónde abren sus corolas las bellas [olientes flores.

Si me interno en los bosques de abetos verde azulados, o me interno en los bosques de flores color de llama, allí se rinden a la tierra cuajadas de rocío, bajo la irradiante

[luz solar, allí, una a una, llegan a su total perfección...

Aquí sin duda viven; ya oigo su canto florido cual si estuviera dialogando la montaña; aquí, junto a donde mana el agua verdeciente y el venero de turquesas canta entre guijas, y cantando le responde el sensonte, él pájaro-cascabel, y es un persistente rumor de sonajas, el de las diversas aves

[canoras:

allí alaban al dueño del mundo, bien adornadas de ricos joyeles.

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268 José Manuel Blecua

Se comprenderá fácilmente que en este mundo poético no faltasen las aves y los pájaros. Las águilas son animales simbó­licos que representan al sol. De ahí su abundancia en la pintura y las frecuentes alusiones en la poesía heroica y religiosa. Más delicada es la intervención de ciertos pájaros, e incluso en la antología no falta este delicioso canto, cuyos efectos al son de la música y acompañados de danza debieron ser insuperables:

Estoy tañendo el tamboril: gózaos, amigos míos. Decid: Totototo tiquiti tiquiti.

Las flores benignas digan en casa de Totoquihuatzin: Toti, quiti toti totototo tiquiti tiquiti.

La técnica de estos poemas, como se habrá observado, es muy elemental. Recurre al parelelismo de tipo primitivo, como la poesía germánica o semítica, a las repeticiones de versos, pro­bablemente coreados, aunque cada verso tenía a su vez unos acentos constantes, debido a que buscaba su apoyo en el canto y la danza. Y como sucede con la poesía arábigo-andaluza, el lenguaje especial simbólico y metafórico resulta demasiado os­curo. Consolémonos pensando que a fray Diego Duran, que tan bien conocía la cultura azteca, le resultaban muy difíciles: "To­dos los cantares de éstos son compuestos por unas metáforas tan oscuras que apenas hay quien las entienda, si muy de pro­pósito no estudian y platican para entender el sentido de ellas."

Pero ¿qué importa que hoy nosotros no seamos capaces de calar esas imágenes, si hemos podido gozar con el encuentro de versos sencillamente mágicos? La poesía no tiene por qué ser clara ni oscura. Basta con que lo sea y pueda resistir la sorda lima del tiempo, como en esos ejemplos anteriores.

(10-1-1947)

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LA VIDA COMO DISCURSO

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La mano

CUANDO el hombre primitivo estampaba sus manos en ias cavernas, ¿se dio cuenta de que afirmaba nada menos que

la supremacía del hombre sobre la bestia? Porque lo que distin­gue al hombre de la bestia no es precisamente el lenguaje, "el logos", sino lo que ya fue enseñado por el viejo Anaxágoras: la mano; ya que sólo por ella el hombre ha podido construir un mundo. Fray Luis de Granada (Introducción al símbolo, parte I, capítulo 32) exclamó: "¿Pues qué diré de las manos que son los ministros de la razón y de la sabiduría?" La defi­nición es perfecta: las manos son los agentes de la razón y de la sabiduría. Sin ellas sería difícil que lo que llamamos hombre tuviese tantas dimensiones.

Pero no es esto lo asombroso, sino algo mucho más intere­sante: que ese algo tan espléndido no tenga aún el gran libro que se merece, por lo menos en español. Cuando yo digo que quiero escribir un librito sobre las manos, más de un amigo se sonríe con cierta burla. Y, sin embargo, cuando tenga vagar y humor, no dejaré pasar la ocasión de escribirlo. (No quiero decir "publicarlo", sino "escribirlo" para mi propio placer.) Para demostrar a estos amigos burlones que se puede escribir un extensísimo volumen, he aquí algunas notas sueltas, especie de títulos posibles de otros tantos capítulos.

Fisiología de la mano. Primeras descripciones. La mano y los elementos mágicos. La Quiromancia: sus orígenes, su uni­versalidad. Gitanismo y arte adivinatoria. Tratados de Quiro­mancia. Proyección literaria. La Quiromancia en la actualidad: últimos tratados.

El lenguaje y la mano. Expresividad del gesto. Retórica y uso de las manos. Los movimientos de las manos en ciertas fra­ses españolas. Antigüedad de algunos: la "higa". El lenguaje de los sordo-mudos. Frases españolas con la palabra "mano"; su abundancia. Ejemplos: "mano a mano, manos libres, ma­nos muertas, a dos manos, a manos llenas, buena mano, caer en buenas manos, correr la mano, de mano en mano, hombre

— 271 —

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de manos, irse de manos, lavarse las manos, meter la mano, meter mano, sentar la mano, ser su mano derecha, si a mano viene, tener buenas manos, tender la mano, estar sobre mano, coger con las manos en la masa". Los refranes: "Manos y vida componen villa"; "Mano del maestro son ungüento", etc.

La mano y las bellas artes. Importancia del movimiento. La mano en reposo. La mano y el baile. Expresividad de la mano en ciertos bailes.

Las manos en la escultura. Estatuas sin manos, y manos sueltas. Su gracia y su dramatismo. La mano en la escultura de los imagineros españoles. Las manos de Cristo. Simbologia de la mano en los sepulcros. Las manos en los picaportes.

La mano en la pintura prehistórica: su contenido mágico y religioso. La mano en la pintura de la antigüedad. Trascen­dencia de la mano en la pintura del románico: La mano de Dios. El Greco y su obsesión por las manos. Dibujos de manos: de Leonardo a Gregorio Prieto.

Las manos en la literatura: su importancia. Las manos en las letras españolas: Villasandino ("Vuestras manos de cris­tal / clara luna en mayo llena"); las manos de Melibea ("las uñas, de dulce carne acompañadas"). Poemas íntegros: Gón-gora, Juan Ramón, Aleixandre, M, Hernández.

Las manos en la representación dramática. Dificultades. Ex­presión retórica y naturalidad. El cine: importancia de los pri­meros planos. Los juegos de sombras y los juegos de manos.

La mano como instrumento. Fenomenología. Importancia de la mano en la civilización. Artesanía y maquinismo. Ensimis­mamiento y alteración en el trabajo. Las manos y las profesio­nes. La mano del labrador, del carpintero, del cirujano, de la modista, del músico y del pintor, etc. La personalidad y la mano. Experiencias psicológicas. La Quiromancia.

La mano y la expresión de los afectos. Su enorme poder. La mano y el amor. La mano y la caricia. Definición de la ca­ricia.

La mano y las teorías políticas. De la Antigüedad a Chur­chill. Su simbologia, su representación. La mano del guardia urbano.

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La vida como discurso 273

La mano y la liturgia. La mano del sacerdote. Bautizos y casamientos. Manos y exvotos.

Expresión filosófica de la mano abierta y cerrada. Zenón de Elea y su estudio sobre la mano cerrada. El hombre que piensa, etc., etc.

Como verá el lector por el índice de esos capítulos, la posi­bilidad de escribir algo sobre la mano no es precisamente una posibilidad llena de limitaciones. Lo acabo de hacer mientras los alumnos realizan un examen y por no estar "mano sobre •mano".

(3-VI-1954)

Sobre el canto

TT—»

L L género literario del ensayo, tan cultivado desde el si--L-f glo xvni por el afán educativo de los ilustrados, tenía en España varios siglos de vejez. Nace, como tantas soluciones, con Alfonso X el Sabio, en la breve introducción al Libro del ajedrez. Y era lógico que figurase allí como justificación de una tarea que no tenía nada que ver con lo científico, legislativo o histórico, porque aparte de todo esto el hombre tiene que divertirse de vez en cuando. Y aquí es donde reside la origi­nalidad de ese breve ensayo, casi único en España, sobre el tema de por qué juega un hombre: qué juegos corresponden a distintas estaciones del año (no se juega a lo mismo en invierno que en verano) o a las distintas edades (el juego del niño no puede ser el del joven ni menos el del anciano), o los juegos que se hacen en casa o al aire libre; los destinados a las mu­jeres, etc.

En cambio, no conozco aún en español ningún ensayo sobre el porqué canta un hombre, o una mujer, claro (posiblemente ios habrá). Siendo muy raro el hombre que no ha cantado al­guna vez, la cuestión es casi morrocotuda, como decía Ortega. El que en estos momentos haya miles de seres que estén can­tando y algunos cientos dedicados a esa tarea peregrina de es-

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cribir versos se presta a sabrosas meditaciones. (Los orígenes de toda la poesía están siempre en el canto y por eso la lengua poética es tan especial y tan difícil de analizar.)

Yo no pretendo en pocas líneas escribir un ensayo sobre esta cuestión y el lector no tiene por qué asustarse. Pero como da la casualidad de que cada vez se canta más, a juzgar por lo que da de sí el canto en la radio, la televisión y la industria del disco, ei tema tampoco deja de ser muy actual y de cierto interés.

Hay que dejar aparte el cantor profesional, porque con­vierte la actividad lúdica en actividad trabajosa, como diría Ortega. No es lo mismo cantar como profesional que hacerlo gratuitamente, aunque el gozo de cantar sea parecido. Hoy la profesión de cantante es bastante lucrativa y no es extraño que la mimesis haga estragos y que abunden tanto y en todas partes.

Pero lo interesante es por qué canta un hombre, por qué cantan un sabio y un analfabeto, por qué en estos momentos es­tán cantando en China, en Rusia, en los Estados Unidos o en Europa miles y miles de seres, hombres, mujeres y niños, tra­bajadores y vagos, tristes o alegres. Esta es la cuestión, y muy sugestiva, por cierto.

El primer problema es que el canto se asume sin razona­miento lógico y da la posibilidad de expresar sentimientos que han sido, a su vez, expresados o creados por otros. (Los sen­timientos son también productos culturales. Una canción como la de Touch me, por ejemplo, es un producto típico de estos años.) El que canta hace suyo íntegramente lo expresado en la canción, que es lo que pasa, en parte, con la poesía, que tam­bién se asume sin razonar al mismo tiempo,

Pero lo curioso es que el hombre canta en las circunstan­cias más diversas, y contradictorias, a veces. Canta, por ejem­plo, porque está solo y el canto le acompaña; pero canta mil ve­ces en compañía de otros para sentirse solidario y no solitario. Canta cuando está triste, porque al ser la canción la expresión mejor de su sentimiento, echa fuera de sí su pena, como dice el viejo refrán español: "Quien canta, sus penas espanta". "Quien dice o confiesa lo que le preocupa y apena, siente un

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La vida como discurso 275

evidente alivio.) Pero canta también cuando está contento, y es una de las mejores manifestaciones del gozo; y canta cuando está enamorado y se siente feliz; pero los plantos han sido siem­pre cantos elegiacos.

No hay situación humana y social que no dé motivo a un canto. Desde los cánticos religiosos a los himnos, patrióticos y revolucionarios, pasando por los cantos de boda, bautizo, o de trabajo, muy pocas son las manifestaciones humanas que no tengan su correlato cancioneril. ¿Es el canto una necesidad humana, tan indispensable como el fuego, por ejemplo? No me atrevería a decirlo tan gravemente, pero sí que es una de las ac­tividades lúdicas más viejas y persistentes de los hombres. Y este hecho tan singular bien merece una atención que no ha tenido, al menos, entre los españoles.

(12-X-1975)

Un viejo problema en la historia del arte

PARA los habituales lectores de la página de Artes y Letras de "Heraldo de Aragón" no pasaría inadvertida la coinciden­

cia en el tema de dos artículos distintos: un ágil ensayo del profesor Federico Torralba<*> sobre los abstractos españoles en París y un breve artículo de Luis Horno(**> en el que fija su posición frente a la nueva pintura, indicando su incomprensibi­lidad. Yo no voy a terciar en la polémica, aunque espero escri­bir algún día sobre algo que se olvida casi siempre: la profunda honestidad del artista al crear su obra. Hoy sólo me interesa hacer resaltar esa coincidencia como un fenómeno característico de lo que pudiéramos llamar sociología de toda innovación ar­tística. El fenómeno dista mucho de ser original y para un his-

(*) España, en la actual Escuela de París (30-X-1949). (**) Divagaciones. Arte inexplicable (30-X-1949).

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toriador profesional de la literatura, de la pintura o de la música es harto conocido.

Comencemos por observar que toda innovación radical es­candaliza a un gran sector porque choca con su tradicionalidad, es decir, con lo que está acostumbrado a ver, leer y oír. Aco­gerse al dictado de que lo tradicional es mejor por la gravedad que le prestan los años o por su claridad no quiere deck nada en favor de lo viejo o tradicional. El diablo puede saber más por ser viejo —nadie lo duda—, pero hasta ahora sigue siendo diablo, con lo cual demuestra que para nada le ha servido su vetustez. Un sencillísimo razonamiento conduce a esta conclu­sión: que lo tradicional —hasta lo más recóndito y entrañable— tuvo que ser alguna vez una novedad quizá irritante a los ojos de los contemporáneos, los cuales pudieron reaccionar de la misma forma que los de hoy ante un fenómeno parecido. Podría recoger numerosos ejemplos, pero me detendré sólo en un par, olvidados de tan sabidos.

En 1526 habló Juan Boscán con Andrea Navagiero en los jardines de la Alhambra. El fervoroso humanista insinuó a Bos­cán la idea de escribir sonetos y canciones a la manera italiana. Es decir, le propuso nada menos que abandonar de un golpe toda la tradición acumulada por la Edad Media. Boscán con­sultó la propuesta con su amigo Garcilaso, quien le animó a la empresa con su mismo ejemplo. ¿Qué resultados obtuvo la poe­sía española con esta inmensa desviación de lo tradicional? Los que puede ver cualquier lector de hoy, hojeando una histo­ria literaria o un par de revistas. ¿Qué dijeron algunos contem­poráneos? Oigamos a Castillejo;

No veo necesidad ni razón de vestir nuestro deseo de coplas que por rodeo van diciendo su intención. Nuestra lengua es muy devota de la clara brevedad, y esta trova, a la verdad, por el conrario denota oscura prolijidad.

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Es decir, la poesía de Garcilaso es prolija y oscura y su in­novación totalmente inútil, puesto que se podía seguir usando la métrica tradicional. Ahora bien, pasan los años y Garcilaso se convierte en un poeta que resulta viejo y, por lo tanto, mejor. En una comedia de Lope, encuentro este diálogo significativo:

Conde; Músico: Conde:

Músico: Conde :

Decir podéis la de ayer. ¿Cuál fue? La de Garcilaso, que tiene ingenio divino. Es vieja ya y está impresa. ¿De que está impresa te pesa?

Lo más viejo es lo más fino.

Véase de qué modo se ha hecho tradición una novedad bien irritante a los ojos de un Castillejo. De cómo la oscuridad de Garcilaso ha cambiado radicalmente, nos lo va a decir A. Hur­tado de Mendoza;

Hase escondido el Parnaso, y corre ya tan oscuro, que por claro, terso y puro, no se entiende a Garcilaso.

La flecha apunta a la diana gongorina, que nos ofrece otro ejemplo perfecto de los escándalos que siempre causan las inno­vaciones radicales. Cuando don Luis de Góngora hace estallar en la Corte la bomba de las Soledades, el revuelo que causó es bien conocido. Para nuestra intención basta sólo que nos fije­mos en la archisabida Aguja de navegar cultos con la receta para hacer "Soledades" en un día, donde el gran Quevedo ful­mina el empleo de estas voces:

Quien quisiere ser culto en sólo un día, la jeri-aprenderá-gonza siguiente: fulgores, arrogar, joven, presiente, candor, construye, métrica, armonía.

¿Hay alguien que no haya usado más de una vez estas ocho palabras que tanto irritaban al mordaz satírico? Hoy son prosa corriente y moliente. Es decir, son acerbo tradicional.

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Pero lo anterior no quiere decir, ni mucho menos, que lo nuevo, por el mero hecho de serlo, valga más que lo viejo. No, ni mi intención es menospreciar lo uno en favor de lo otro. Lo único que me interesa es mostrar una mínima faceta de un hecho cotidiano para el historiador. Lo que se debe tratar de hacer es comprender que el arte no es otra cosa que una mani­festación más del espíritu de una época. El renacentista Garci-laso respira un aire impregnado de humanismo e italianismo: la complicación gongorina es muy semejante a la de una portada o altar barrocos, y la pintura, la poesía y la música de hoy par­ticipan del mismo espíritu que ha obligado a los matemáticos y físicos tradicionales a cambiar radicalmente sus puntos de vista sobre el Universo. Nadie se indigna por no entender al momen­to la física atómica o la teoría de la relatividad, pero sí cuando ve o lee algo que desconcierta su acostumbrado sentido. ¿Por qué no juzgar con el mismo criterio todas las actividades del espíritu? ¿Porque el arte es para todos? Eso depende de la in­tención del artista. Léase a Gracián.

(6-XI-1949)

Sobre la popularización de la poesía

UNO de los fenómenos más perceptibles en la poesía contem­poránea española es el abandono de una poesía para mi­

norías. Frente a la famosa dedicatoria de la Segunda Antolo­gía Poética, de Juan Ramón, "A la inmensa minoría", los jóve­nes, desde hace más de quince años, están dirigiendo sus libros "A la inmensa mayoría". Y, claro está, para dirigirse a esa mayoría el lenguaje poético —la palabra, la imagen y la metá­fora— tiene también que cambiar de forma. Y lo curioso es que la protesta de los jóvenes ha influido, a su vez, en los ma­yores, aunque como asegura Dámaso Alonso, tan gran cono­cedor de estos problemas, el cambio se estaba incubando desde casi 1930.

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La tentación de escribir para la inmensa mayoría no está exenta de nobleza, ni mucho menos, pero tiene también sus ries­gos. Es evidente que todo escritor aspira a ser leído por el ma­yor número posible de gentes, para lo cual dispone de un ins­trumento único, que es la palabra, instrumento más difícil de manejar de lo que parece. El poeta dispone, además, de unas formas o estructuras clásicas, tradicionales o novísimas. Dis­pone del soneto, del romance, por ejemplo, o de los versos libres, libres incluso de los puntos y de las comas. Hoy puede escribir lo que quiera y como quiera sin que ningún severo preceptista le dé su palmetazo por desafiar las reglas. Dispone también de un mundo poético infinitamente más amplio que antes, desde el recuerdo infantil a la protesta social, pero los jóvenes no se han parado a meditar seriamente en un pequeño problema his­tórico - literario, que no por pequeño deja de ser apasionante. Es el siguiente:

Ciertos poetas, por una causa u otra, han logrado una po­pularidad mayor que otros. Por ejemplo, Lope en los siglos xvi y xvii o Bécquer en el xix o xx, o un García Lorca entre los contemporáneos. El cómo o el por qué un poeta o un poema se popularizan es un fenómeno de sociología literaria lleno de cu­riosidad en el que intervienen diversos factores, que ahora no son al caso. (Recientemente, en un precioso artículo publicado en el "A B C", un poeta de la talla de Gerardo Diego, indi­caba, entre otras causas, la presencia de determinados poemas en las Antologías escolares, e indicaba, por ejemplo, la inmensa difusión del soneto de Lope a Violante, pieza ingeniosa y per­fecta, pero, a su vez, no dejaba de notar que las fábulas inocuas y desprovistas de la más elemental sustancia poética habían te­nido y seguían teniendo una gran difusión gracias a los libros escolares.) Pero los jóvenes olvidan el pequeño dato histórico de que el pueblo no ha leído poesía más que en pequeños plie­gos sueltos, y que esta poesía, en realidad, no era tampoco leída, sino cantada. La inmenssa diferencia entre un Romance de A. Machado, Juan Ramón o García Lorca, los tres grandes roman­cistas contemporáneos, y un romance tradicional viejo o nuevo de Lope o de Quevedo, estriba en algo elemental: los romances de hoy están destinados a la imprenta, y los otros se divulgaban

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por medio del canto. Toda poesía popular o tradicional es siem­pre poesía cantada, y sólo así se explica el hecho de que ciertos romances de Lope, y muy personales, puesto que se refieren a sus amores con Elena Osorio, hayan llegado hasta nuestros días cantados por los labriegos castellanos o por los judíos sefarditas, y no fijados por la escritura. Toda poesía escrita, no cantada, logrará una difusión más o menos grande, más o menos tem­poral, pero terminará en lectura para la inmensa minoría, en el supuesto de que la inmensa minoría quiera seguir leyendo algo que no sean reseñas deportivas o historietas con dibujos. Sólo cuando los poetas parten de fórmulas tradicionales se encuen­tran con ciertas sorpresas agradables: ser cantados por gente que ignora quién es el autor de la copla o romance. Del Ro­manticismo a M. Machado se pueden espigar algunos ejemplos de cómo ciertas coplas populares recogidas de viva voz eran en realidad coplas de Ferrán, de Ventura, de Ruiz de Aguilera o de M. Machado. Como muchos de los que cantan ciertas se­guidillas armonizadas por García Lorca ignoran que esas se­guidillas proceden de Lope de Vega, quien, a su vez, las oiría quizá en sus estancias sevillanas.

Otra cosa es la poesía como vehículo de ideas, políticas, religiosas o filosóficas. Este es otro problema que dejaremos al margen. Quizá algún día nos ocuparemos de él. Hoy quería señalar simplemente que la popularización de un poema no es problema que pueda ser resuelto por el propio poeta, por mu­cho que se esfuerce, si no cuenta con el apoyo de circunstancias muy singulares, entre otras con el canto. Desdichadamente las canciones que se divulgan hoy tienen tan escasa poesía como un chocolate sin azúcar y con churros fríos. ¡Lástima que esté durmiendo un caudal poético y musical de tan profundo encanto poético como el viejo cancionero tradicional!

(19-XI-1959)

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Cartas : iPOESIA Y PINTURA ABSTRACTAS

Mi querido amigo: Su carta me coge en estos momentoss bastante ale­

jado de la poesía de Vicente Aleixandre, puesto que estoy nada menos que con tratados medievales referentes a la Asunción de la Virgen María para ver si logro averiguar las fuentes de al­gunas ideas de don Juan Manuel. Pero intentaré responder a sus dos preguntas.

No hay una clave para penetrar en la poesía de Aleixandre, que para mí, por lo menos, es bastante clara, pero el libro de Carlos Bousoño, La poesía de Vicente Aleixandre (Madrid, 1951, edics. "ínsula")» es una guía excelente y, además, algunas veces cita palabras textuales del mismo poeta. Allí podrá usted encontrar la explicación al extraño título de Espadas como la­bios. Como en el juego de imágenes y metáforas de Aleixandre cualquier instrumento cortante es un símbolo del amor, la unión de espaldas a labios es bastante clara. Otros ejemplos ocurren con frecuencia, por ejemplo; Mientras cuchillos aman corazo­nes, imagen que cualquier psicoanalista explicaría a la perfec­ción, porque por algo la poesía de Vicente Aleixandre es una poesía surrealista, nacida en lo más profundo del subconsciente. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que sea poesía sub­consciente y menos aún que sea inconsciente. Porque toda ma­nifestación poética que pasa del subconsciente a la imprenta está vigiladísima por la conciencia. Vea el libro de Bousoño, uno de los más notables que se publicaron el año pasado, y en­contrará allí la explicación de muchas cosas. Y pasemos ahora a su segunda pregunta.

Su segunda pregunta es un poco más difícil de responder, aunque no mucho. Usted me pregunta si hay en las letras con­temporáneas españolas una poesía abstracta como hay una pin­tura abstracta. Mi respuesta es un claro y rotundo NO. No creo que haya una poesía abstracta como intenta haber una pintura

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abstracta. Más aún, no creo que pueda existir jamás una poesía abstracta. Lo más cercano a un poema abstracto sería algo así como una mezcla de metafísica con la teoría de Einstein. Es decir un galimatías incomprensible en un poema. La poesía, aun la más hermética, la más difícil y obscura, tiene que hacerse con palabras, y las palabras están cargadas de convenciones sig­nificantes o de símbolos (como la poesía de Góngora, Mallarmé o San Juan de la Cruz) y por las convenciones o símbolos pe­netra el lector. Igual da que Góngora llame "nieve hilada" al mantel, o que San Juan de la Cruz dé a "pastores" una sig­nificación que dista mucho de la normal, porque los dos mane­jan palabras.

La pintura abstracta no puede, en cambio, dejar de usar elementos que están fuera del hombre, que nada significan por sí solos, que nada mencionan —como dicen los lingüistas—, por lo cual es necesariamente ininteligible para el espectador, sobre todo si estos elementos no se organizan en un "algo" que mencione, que diga algo al que mira. Mientras la pintura nece­site un contemplador (cosa de la que hasta ahora no han dudado los abstractos), la pintura abstracta caminará hacia un callejón sin salida, puesto que abandona uno de los elementos necesarios e imprescindibles para el arte.

Puede haber una relación entre la imagen poética Espadas como labios y un cuadro surrealista, pero jamás podrá existir esa relación entre una pintura abstracta y una metáfora abs­tracta, entre otras cosas porque la metáfora abstracta es tan imposible como la pintura abstracta. Quizá alguna imagen de Cántico, de Jorge Guillén, como por ejemplo "Sola silba y se desliza / la longitud del camino / p o r el camino", puede ser —y lo es— una abstracción, una operación mental con la cual Guillén ha logrado separar la longitud del camino del camino mismo, pero al escribirla se ha visto obligado a utilizar elemen­tos significantes para el hombre, sin los cuales además el hom­bre dejaría de serlo, y esos elementos significan hoy por hoy lo mismo a un español que a un argentino. Es decir, Guillén ha usado en esos dos versos elementos cargados con valores cuya comprensión está al alcance de todos los que hablan es­pañol, mientras que esa abstracción, traducida en pintura, sería

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ininteligible y sólo podría explicarla el mismo pintor; y hasta ahora no se ha dado el caso de que los pintores tengan que ir detrás de los cuadros haciendo su exegesis. Creo que los esfuer­zos de la metapintura van a dar en el vacío. Pero quisiera que entendiera esta opinión en su más recto sentido y que no in­terpretase mis palabras en el sentido de que yo sea partidario de una pintura de postales realistas y de paisajitos para re­cién casados. Tendría que escribirle otra carta en la cual le explicaría cómo la pintura y la metafísica están corriendo la misma suerte desde finales del siglo pasado. Pero esto es otro cantar.

(14JL1952)

SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR

Mi distinguido amigo: Lo siento muchísimo, pero no le puedo dar consejos sobre

el arte de escribir. Podría, sí, recomendarle algún libro que otro, sobre todo franceses, deliciosamente escritos, de los cua­les sacaría muy poco provecho. Los de allende el Pirineo cuen­tan con una tradición didáctica que nosotros aún no hemos logrado. Desengáñese y siga el consejo que da cierto personaje en una novela norteamericana: "La mejor manera de escribir un libro es escribir un libro". Dirá usted que esto es una de las verdades de Pero Grullo. Pero debo recordar le que la mejor manera de mondar una naranja con tenedor y cuchillo es mondarla todos los días con dos adminículos y no esperar a verse en la delicada situación de utilizar un tenedor y un cu­chillo por primera vez delante de un público acostumbrado a su uso. Es preferible no sudar ni jadear de un modo visible, y para eso le recomiendo que en su casa, diariamente, monde su naranja de un modo correcto. Es la única manera de co­merla después con toda tranquilidad, sin recurrir al incómodo expediente de meter en el estómago la pulpa junto con la cor­teza, alegando que lo hace así por tener más vitaminas. De un modo más elegante lo decía Juan Ramón: "Ningún día sin rom­per un papel".

Me dirá que esto tampoco le sirve de mucho. Le recomiendo entonces que principie por algo elemental: por colocar los

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puntos y las comas en su sitio correspondiente. Hace muy pocos meses el mismo andaluz universal recordaba que los estilos tenían su base en el recto uso del punto y de la coma y que los más difíciles u obscuros trozos de cualquier escritor eran muy claros colocando bien esos dos signos. (Usted puede alegar que muchos señores piensan tan obscuramente que ni con puntos ni sin ellos se entiende lo que dice. Esos escritores harían bien si aclarasen antes su pensamiento. Cuando se tienen ideas claras y rigurosas sobre cualquier materia, el estilo nunca resulta difícil. Lo que pasa es que mucha gente se empeña en decir siempre cosas que no ha madurado en su caletre.) Puede usted, pues, comenzar por ahí: por aprender el recto uso de los signos de puntuación. En cualquier Gramática encontrará las reglas, o en cualquier folleto, y los hay hasta en verso. Aprenda esas reglas de memoria, como lo debió hacer en sus más tiernos y juveniles años. Por desgracia durante algunos años hemos padecido al­gunas teorías que postulaban un antigramaticismo, pero hoy está de moda escribir con puntos y comas, y ya sabe lo tirana que suele ser la moda, masculina o femenina. Créame y co­mience por el principio, porque aunque no todas las cosas co­mienzan por el principio, para lo que usted desea, no hay más remedio.

Pero si no tiene usted paciencia para llevar a cabo ese apren­dizaje, suelte lo que tenga que decir, si algo tiene, en las menos palabras que pueda, como recomendaba ya en pleno siglo xiv nuestro don Juan Manuel. Y no quiero con eso recomendarle un laconismo a lo Gradan. No, se trata simplemente de que usted no se complique lo que piensa. Escriba al principio con oraciones simples y ponga su punto correspondiente al final de la oración. Esto es fácil, aunque requiere un pequeño apren­dizaje que puede realizar en su casa sin mucho trabajo. Y des­pués diga las cosas una detrás de otra. Esto ya requiere un poco más de sabiduría. Ya habrá observado que no todos son capaces de ordenar sus ideas y de encajarlas en su sitio oportuno. Pero no se asuste, no es tampoco una tarea erizada y molesta, aunque algunas veces le costará un pequeño esfuerzo. No se desanime; rompa lo escrito y vuelva a empezar; pero no se ponga nunca a escribir sin saber antes lo que quiere decir, como

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les sucede a tantos que piensan con el refrán "si sale con bar­bas, san Antón...". Así sólo se justifican la negligencia y la falta de pudor u honestidad profesional.

No rebusque tampoco su léxico y escriba con naturalidad y cierto gracejo espontáneo. "Escribe como hablas", venía a recomendar Juan de Valdés en el siglo xvi. La recomendación es fácil de atender, pero le recuerdo que ya se ha observado muchas veces que casi nunca se escribe como se habla. No es lo mismo hablar que escribir, y no porque las palabras se las lleve el viento y lo escrito perdure, sino porque la frase colo­quial supone, la mayor parte de las veces, un conocimiento anterior —una situación, como dicen los filósofos •—imposible de trasladar al papel. Lo que quería recomendar el secretario de Carlos V era que se huyese de la afectación y del engolamiento. Sea, pues, natural y sencillo cuando escriba. Mejor aún: sea natural siempre, aun cuando no escriba, y huya como de la peste de la afectación.

Y lea usted los buenos escritores españoles —en prosa o verso— y no malas traducciones de novelas extranjeras hechas por los que ignoran su lengua y la que intentan traducir. Le podría recomendar una buena lista, desde Juan de Valdés a Or­tega y Gasset, pasando por nuestro fray Jerónimo de San José, Feijóo, Jovellanos, Azorín y Juan Ramón Jiménez. Y, por fa­vor, acostúmbrese a leer despacio, con amorosa lentitud, y abandone esa nefasta costumbre de leer deprisa y corriendo, saltándose párrafos y aun páginas enteras, que ha adquirido hojeando malas novelas policíacas. Algún día le diré a usted cómo se debe leer, cosa que también necesita su aprendizaje. Es preferible que lea un libro cada mes, pero leyéndolo de modo que se le haga carne y entraña pura, a leer uno diario. Verá usted qué inmenso caudal de días tendrá al cabo del año. Recuerde que no se es más sabio ni más culto por haber leído mucho.

Y por último, una recomendación que puede parecerle ociosa, pero que le ahorrará muchas horas de trabajo: nunca lleve los trabajos a la imprenta pensando en la posibilidad de corregir algo en las pruebas. Hace perder mucho tiempo y di­nero al impresor, el linotipista se enfada y lo añadido es algu-