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RECENSION

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Introducción

“Bárbaros y Romanos en Hispania [400 – 507 A.D.]” es una obra del Profesor Javier Arce Martínez publicada por vez primera en el año 2015 por la editorial Marcial Pons Historia. A lo largo de sus más de trecientas páginas, el autor hace un exhaustivo recorrido por un siglo tan determinante para la Historia de España como lo fue el siglo V d.C.

Reseña biográfica

Javier Arce Martínez (1945) es un historiador y arqueólogo español muy reconocido en el entorno académico, tanto nacional como internacional. Ejerce su tarea docente e investigadora en instituciones tan prestigiosas como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), donde trabaja como Profesor de Investigación, habiendo dirigido la Escuela Española de Historia y Arqueología a él adscrita en Roma, y la Universidad de Lille, en Francia, donde imparte sus enseñanzas como Profesor de Arqueología Romana. Así mismo, ha coordinado junto con I. Wood y E. Chrysos el programa científico de la European Science Foundation “The Transformation of the Roman World”.

Colaborador en numerosas publicaciones, es autor de una veintena de obras entre las que destacan “Funus Imperatorum: Los Funerales de los Emperadores Romanos” (1990), “El último Siglo de la Hispania Romana” (2009), “Esperando a los Árabes: Los Visigodos en Hispania (507-711)” (2013) o ésta que nos ocupa, motivo del presente trabajo, “Bárbaros y Romanos en Hispania 400-507 A.D” (2007).

En la fotografía, le vemos dando una conferencia en la sede de la Diputación de Valladolid.

Recensión

El siglo V en Hispania viene marcado por dos hechos fundamentales, la ausencia de documentación y la presencia, desde el año 409, de una serie pueblos denominados “bárbaros” que van a establecerse en el territorio que romanos e hispanorromanos habían ocupado durante seiscientos años. La fuente de inspiración para la visión personal del Profesor Arce es el poema de Cavafis “Esperando a los Bárbaros”. Los romanos necesitaban a los bárbaros como garantía del sostenimiento de su economía:

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agricultura, ejército y fronteras, y contribución fiscal dependían de ellos. En la Península Ibérica no se ansiaba su presencia, pero, tampoco se produjo una situación de rechazo. Es innegable que su llegada contribuyó a dinamizar la sociedad hispanorromana, con ayuda del cristianismo, ortodoxo o herético. Hasta la venida de los musulmanes a territorio hispano, tres siglos habrían de transcurrir, el siglo V, de transición, el VI, de dominio visigodo, y el siglo VIII, de decadencia y desmoronamiento.

Para el obispo Hidacio (o Hydacio), el siglo V no pudo haber comenzado de peor manera. Como refleja en su “Chronica”, el eclipse de sol acontecida en la Gallaecia del año 401 no era sino un mal augurio, una señal admonitoria a la que otras seguirían, preámbulo de una nueva época regida por el caos absoluto. Suevos, vándalos y alanos eran ingressi Hispanias, pueblos que habían entrado en territorio peninsular. Su presencia y la propagación de la epidemia de peste pronto les identificaría con los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: Hambre, Guerra, Bestias Feroces y Peste. Hidacio recurre al sensacionalismo exacerbado a fin de dar una imagen apocalíptica de una invasión, la bárbara, sobre la que el resto de crónicas de la época demuestra muy poco interés. El contexto histórico de Hidacio nunca trascendió la Gallaecia. Un problema sobre el que la Arqueología poca luz puede arrojar, dada la dejación con que se aproxima al modus vivendi romano. En cualquier caso, el análisis en profundidad de los hechos no desvela, ni mucho menos un panorama tan desolador como el descrito por este obispo.

El fin de la Hispania romana tiene su germen en la usurpación protagonizada por Constantino III en Britannia. En la vecina Gallia, suevos, vándalos y alanos ya deambulaban por su territorio, tras haber cruzado el Rin en 406. Constantino III era un personaje irrelevante, portador, eso sí, de un nombre glorioso, única razón de su proclamación. Si bien no estuvo exenta de cierta resistencia, Hispania acabaría por unirse a las huestes del usurpador en su lucha contra Honorio y Teodosio. Los movimientos de tropas fueron recurrentes, buena parte de ellas eran de carácter privado, propiedad del señor de la villa, y las luchas de poder, entre Gerontius (o Geroncio), Constante, Constantino III y Teodosio, continuas.

La primera pregunta que tendríamos que plantearnos es ¿por qué los bárbaros entraron en Hispania? Diversos autores, Olympiodoro, Salviano de Marsella, Zósimo, han tratado de darle respuesta, unos, desde posiciones más realistas; el resto, desde postulados más providencialistas. La explicación más plausible sería la de un pacto con Geroncio y en contra de Constantino III por el cual los bárbaros habrían cruzado los Pirineos en octubre de 409 y habrían sido nombrados foederati de aquél al año siguiente. Geroncio se subleva en Hispania, en la Gallia y en Britannia se alzan contra Constantino III, también. Máximo es nombrado emperador por Geroncio. Establecerá su corte en Tarraco y ordenará acuñar moneda en Barcino. Usurpador a la vez que restaurador (restitutor), y salvador de la República, no deja de ser un hombre de paja de en manos de Geroncio, uno de sus clientes hispánicos, aunque las fuentes apenas se refieren a su relación. Nunca había habido usurpadores en Hispania, salvo por Cornelius Priscianus en 145 d.C. La de Máximo era una doble usurpación, contra Constantino III

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y contra Honorio, si bien éste pronto se percató que era una manera conveniente de debilitar a aquél. Poco sabemos de sus actuaciones políticas, salvo el acuerdo alcanzado con suevos, vándalos y alanos en 411. Emitió moneda de estilo imperial, no solidi, pues no había oro para tal fin. Es posible que quisiera dominar la Gallia. Sea como fuere, Geroncio tenía vía libre para acabar con sus rivales. Constantino III y Juliano, su hijo, serían ajusticiados, para que sirviera de escarnio a los que osaran usurpar, en clara alusión a Máximo. Acabaría sus días exiliado, viviendo entre los bárbaros con los que había pactado. Los mismos que errarán por la Península Ibérica, sobreviviendo gracias al pillaje y saqueo que Hidacio magnifica en su “Chronica”. Personalizaron el sistema impositivo romano en la figura del tyrannus exactor, el recaudador de impuestos, que ejercieron en las urbes, no así en el fundus. En lo que a fiscalidad se refiere, bárbaros y romanos venían a representar lo mismo. Unos bárbaros protegían a los hispanorromanos de otros. Finalmente, cambiarán la espada por el arado, gracias a la autoridad romana bajo Máximo. Como Salviano de Marsella afirma en sus escritos, “los hispanorromanos prefieren vivir bajo los bárbaros que bajo el injusto yugo al que los romanos les someten”, que afectaba tanto a nobles como a pobres. El sistema romano perduró mediante un modelo de convivencia en unos territorios que la Diplomacia y los ejércitos de Honorio intentarían recuperar.

Llegados a la cuestión territorial, surgen ciertas dudas. Si hacemos caso a Hidacio, los vándalos asdingos se habrían establecido en Gallaecia Occidental. Los suevos, en su franja oriental. En la Carthaginense y Lusitania, los alanos. Los vándalos silingios, en la Bética. Todos ellos comandados por su respectivo rey, Genderico, Hermerico, Addax y Fredbal, respectivamente. ¿Qué sucedió con las tres provincias restantes? Lo más factible es que la Tarraconense, la Balear y la Mauritana Tingitana hubiesen quedado en manos romanas. El reparto fue desigual porque el número de bárbaros era tan escaso como el conocimiento del territorio que pretendían manejar.

Ataúlfo fue el primer rey visigodo establecido en Hispania. Cuñado de Alarico, sirvió como mercenario a Honorio contra los usurpadores y él y los suyos fueron recompensados con la hospitalitas en Burdigalia (Burdeos). Pero el desabastecimiento que sufrieron le llevaría a levantarse contra el emperador. Al igual que hiciera Geroncio con Máximo, Ataúlfo encontró en Attalo a su hombre de paja. Pero el bloqueo desde Rávena no cesaba y Ataúlfo, con el respaldo de la aristocracia galorromana, se desposó en 414 en Narbona con Gala Placidia, hermana del emperador, secuestrada por Alarico.

Placidia representaba la dinastía teodosiana. En virtud de su matrimonio, Ataúlfo emparentaba directamente con la casa imperial a la que había jurado defender. Consciente de que un Estado necesitaba leyes, conservó el corpus legis romano. Presionado por Constancio, Ataúlfo se dirigió a Barcino, en donde su hijo con Placidia moriría. Allí sería él asesinado en 415. Puede que la corte goda no aprobase su política pro romana. Antes de morir, pidió a su hermano que devolviera a Placidia y que conservase la amistad con Roma.

Por orden de Sigerico, el nuevo rey coronado ese mismo año, todos los sucesores de Ataúlfo fueron asesinados. Pero su reinado fue efímero. Tras haber humillado públicamente a Placidia, haciéndola desfilar, junto con otros prisioneros, delante de su montura, Sigerico fue asesinado y sustituido por Valia. Attalo hubo de exiliarse en

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Lípari. Valia optó por cruzar el Mediterráneo para alcanzar África, el granero de Roma, dada la situación de escasez que su gente sufría. Fracasó, y hubo de firmar la paz con Roma en 416, y comprar trigo a los vándalos a precios desorbitados. Finalmente, el grano prometido llegaría y, a cambio, Valia y sus huestes emprenderían campañas contra suevos, vándalos y alanos. Constancio les proporcionó tierras con carácter definitivo. En 418, les permitió asentarse en Aquitania, al otro lado de los Pirineos. Tras la muerte de Valia, los godos se asentarán de nuevo en Hispania a finales de siglo.

En 418, Honorio envía una carta, de enigmático contenido, a sus tropas acantonadas en Pompaelo (Pamplona). Una petición, al parecer, a la milicia de la ciudad. La misiva constituye un ejemplo de sacrae litterae imperial, y va dirigida a todos los soldados, con menciones especiales. El emperador les promete equiparar su salario al de otras tropas, como las de la Gallia. ¿Razones? Desde 407, Honorio iba de fracaso en fracaso, Gallia, Britannia, Hispania, en todas ellas habían surgido usurpadores. Habiéndose deshecho de Geroncio y de Constantino III, aspiraba a recuperar el conjunto de la diócesis. Las victorias de Valia sobre suevos, vándalos y alanos merecían una recompensa especial, como las tierras en Aquitania

Su segundo intento de usurpación le costaría la vida a Máximo. Los bárbaros deseaban integrarse en el modelo romano. Constancio es designado emperador por Honorio en 421 y recuperará la diócesis casi en su totalidad. Desde Pompaelo, las tropas leales al emperador, que habían venido especialmente para la ocasión, le ayudaron a derrotar a Máximo, motivo de su agradecimiento hacia ellas.

Vándalos asdingos y silingos cruzaron los Pirineos en 409 hacia Hispania. Habían compartido territorio en la Gallia con suevos y alanos, unas veces con Roma o apoyando revueltas en otras. Unidos, alcanzaron la Península Ibérica. Según Plinio, Tácito y otros autores, los silingos provenían de la actual República Checa. Los asdingos, de la Dacia romana, en la actual Rumanía. De éstos fue Visimar su primer rey, que estableció mayores contactos con Roma que con los silingos. Eran nómadas, se enrolaban en las tropas romanas como mercenarios. Se desplazaron hacia Occidente en busca de tierras y sustento. A estos grupos se les permitió cruzar los Pirineos para que apoyaran a Geroncio contra Constantino III. Lo hicieron con sus familias y convenientemente aculturizados por Roma, incluso sus necrópolis emulaban las de los romanos.

La división territorial llegaría después. Suevos, vándalos y alanos eran súbditos del usurpador Máximo. La superioridad de los alanos sobre vándalos asdingos y suevos se hizo patente. Las provincias que ocupaban, Lusitana, Carthaginense, Bética y Gallaecia, eran las más ricas y productivas, trigo y aceite, claros objetivos para los romanos desde 417. Enviaron a Valia para su recuperación, aniquilando a silingos, y a alanos en Lusitania. Los supervivientes de estos últimos quedaron bajo protección de Gunderico, rey de vándalos y alanos. Así, las provincias Lusitana, Carthaginense y Bética se vieron desprovistas de bárbaros. Los que escaparon se establecerían en la Gallaecia.

Tras haber conseguido estas victorias, el ejército de Valia regresó a Aquitania. Gallaecia quedaba abandonada a su suerte. El conflicto entre bárbaros no tardaría en estallar. Los romanos, comandados por Astirius, se pusieron de parte de los suevos. Decidido a acabar con los vándalos, Honorio envió un magister millitum, que salió derrotado, según

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Hidacio, por la deserción del contingente godo. Desde ese momento, los vándalos pondrán en marcha una política de expansión que los llevará a las Baleares, continuando hacia Carthago Spartaria, Hispalis y la provincia Tingitana, una sucesión de tentativas y actos de saqueo y pillaje más que una serie de conquistas como tales.

En 428, Gunderico ocupa Hispalis y profana su iglesia. El suevo Heremegario hará lo propio en Sta. Eulalia de Mérida. A Gunderico le sucede Genserico, su hermano. Pese a la fertilidad de la Bética, puso rumbo a África en 429, una región con los mismos recursos y, en aparencia, más segura. Lo hicieron confiscando todas las embarcaciones que encontraron. Allí, gracias al comes Africae Bonifacio, no se les opuso resistencia, pero, desde la Península, las tropas suevas de Hemeregario les pisaban los talones.

Para los romanos, los vándalos eran un peligro, tanto por tierra como por mar. Eran de confesión católica, hasta que Genserico abrazó el arrianismo, todo un apóstata, según Hidacio. Dado su número, no pudieron ejercer un control total del territorio, pese a las armas, necesitaban las leyes romanas, estaban condenados a entenderse. En otros órdenes, edificaciones, armas, vestimenta, cerámica, la Arqueología si ha detectado diferencias. El vandalismo que se les achaca no fue tal, respetaron las estructuras existentes en su propio beneficio. Su impronta cultural resultó escasa, más bien, se marcharon como habían venido, al servicio de Roma.

Los alanos tuvieron un papel muy poco relevante. Isidoro de Sevilla no los menciona en su “Historia Gothorum et Suevorum”. Eran un pueblo estepario, de origen iranio, no germánico, de religión pagana y dedicados al nomadismo pastoril. Se pusieron al servicio de Teodosio y de otros emperadores romanos a los que se habían unido en 407 con su rey Goar en la Gallia. Bajo otro monarca, Rependial, alcanzan Hispania en 409. Ayudaron a Ataúlfo y a Máximo y, tras el reparto provincial, se hicieron con la Lusitana y la Carthaginense. Addax era su rey en Hispania. Pese a su superioridad sobre el resto de pueblos, fueron barridos por el ejército de Valia. Los que sobrevivieron quedaron bajo la protección de Gunderico hasta que éste cruzó el mar hacia África. No se ha encontrado huellas de los alanos en Hispania, salvo trazas toponímicas y arqueológicas en Gallaecia. Crónicas de destrucción alana, tampoco. Este pueblo se cohesionaba en torno a su rey, cuya sucesión era una cuestión de capacidad, no de linaje.

A los suevos, artífices de la “infellix Gallaecia”, según Hidacio, les reprocha éste su incumplimiento de los pactos que habían sellado con godos y romanos. Constituían el pueblo menos numeroso, pero, perduraron más que el resto, hasta el siglo VI, cuando fueron aniquilados por Leovigildo. De origen germánico centroeuropeo, acabarían por dedicarse a la agricultura y sedentarizarse. Tras el reparto provincial del año 411 se quedan con la Gallaecia. Su territorio tenía salida al mar, hacia Lusitania, lo que lo hacía muy apetecible para los vándalos de Gunderico quien, en 419, intentó bloquear a los suevos de Hermerico en los montes Erbassios. Los romanos apostaron por ellos y los vándalos volvieron a la Bética, lo que permitió a los suevos moverse libremente por toda Gallaecia hasta Asturica, protagonizando razzias hacia Lusitania, Carthaginense y Tarraconense. Unas operaciones de saqueo que también desplegaron en la propia Gallaecia, prueba de que no la dominaron en su totalidad. Se establecieron en Bracara, prácticamente, y en Lucus (Lugo) y en Asturica. Rechila, su rey, lo intentó en Emerita.

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Conscientes de su necesidad de integración en la sociedad hispanorromana, los suevos tomaron rehenes de clase alta para negociar acuerdos. La epigrafía sueva, como ocurre con el resto de pueblos, aparece en África, no en Gallaecia. Vivían de la razzia y de la negociación, en torno a su rey. En el caso de Hispania, el primero fue Hermerico, a quien sucede Rechila, y a éste, Rechiario, no sin cierta oposición, quizás, por ser hijo ilegítimo. Una monarquía, pues, de carácter hereditario. Rechiario casará con la hija del rey godo Teodorico I, emprenderá campañas en Gallaecia y consolidará el reino suevo. En Bracara, su capital, ordenará emitir moneda, siliquae de plata, lo que le ponía a la altura del emperador. El romano Avitus y el godo Teodorico II iniciaron una campaña contra él y acabaron con su linaje. Surgieron dos reyes suevos, Maldras y Framtame, que actuaban con independencia, una debilidad que los godos supieron aprovechar. Fueron asesinados y la disputa por el trono provocó luchas fraticidas protagonizadas por Frumario y Rechismundo. Los suevos se regían por la lex romana, intercambiaban embajadas, verdaderos centros de negociación, una seña de identidad propia de la cultura y del refinamiento que caracterizaban al mundo romano. Pese a los acontecimientos que Hidacio narra en su “Chronica”, el suevo es el primer rey bárbaro convertido al catolicismo y en emitir moneda.

Máximo, probable autor de “Chronica Caesaragustana” (s.VI), obispo de esa ciudad, separa dos momentos clave, el de la entrada de los visigodos en Hispania y el de su establecimiento, entre los cuales la resistencia que los locales mostraron fue notoria. Dados sus conflictos en la Gallia con romanos, francos y burgundios, los visigodos buscaban la fundación de un reino independiente, y lo consiguieron en la Península Ibérica. Constancio los utilizó para derrotar a los otros pueblos bárbaros, recompensándolos sólo con su establecimiento en Aquitania. Numerosas eran las razones estratégicas para ello. Pero las derrotas estaban por llegar. En 422, los vándalos vencen a Astirius, por la defección del contigente godo, pasándose al bando alano.

Los episodios de los años 431 y 446, protagonizados por Vetto y Vitus, respectivamente, prueban el interés godo por Hispania. En 456, el godo Teodorico infringe a los suevos una tremenda derrota. Tras el apresamiento de Rechiario, los suevos nombran rey a Maldras. Teodorico pretendía conquistar Lusitania, así, se instaló en Emerita, su capital. Pero la muerte de Avitus le hizo volver a la Gallia. De camino, parte de sus tropas saqueó Asturica y ciertas localidades palentinas y leonesas. Teodorico envió al dux Cyrila a la Bética en 458, año que autores como Thompson consideran el comienzo de la presencia goda en esa provincia hasta la invasión islámica del 711. Sin embargo, la presencia goda fue, más bien, una presencia militar itinerante. Desde 466, ya con Eurico, se produce la progresiva ocupación de Hispania, empezando por la Tarraconense, bastión romano. Eurico asesinó a Teodorico, morbus gothorum. Habría que esperar al año 497 para hablar de la entrada triunfal de las tropas y del pueblo godos, ya bajo Alarico II, según el obispo Máximo. En 585, Leovigildo acabaría de una vez por todas con el reino suevo.

Los godos practicaron el arrianismo hasta que Recaredo consiguió su conversión tras el III Concilio de Toledo. La presencia goda se hizo patente en el entorno urbano, sobre todo, que aprovecharon y reutilizaron convenientemente, imitando el modelo romano. Así queda atestiguado en los establecimientos de Teodorico, Ataúlfo y Leovigildo en Emerita, Barcino y Toletum (Toledo), respectivamente.

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Como en épocas anteriores, el siglo V fue un periodo de inseguridad, sobre todo, en el entorno rural, donde ladrones y salteadores de caminos campaban a sus anchas. Así se refleja en las referencias que Consencio hace a los bárbaros que roban libros en su carta a Agustín de Hipona, y en los textos de Hidacio en los que menciona la presencia de piratas norteuropeos en el Cantábrico y trata la cuestión de la bacaudae, la bagauda. A lo que habría que sumar los episodios recurrentes de resistencia local frente al poder romano y la presencia goda.

La carta de Consencio a Agustín (419) es un documento fundamental en la Historia de la Península Ibérica durante el siglo V. El de Hipona desarrollaba por entonces una intensa actividad pastoral y editorial contra la herejía priscilianista, que había surgido en Hispania y al Sur de la Gallia a finales de los años 80 del siglo IV, con gran repercusión, un fenómeno amplificado por la muerte de Prisciliano. Ávido de información, Agustín conseguirá nuevos datos gracias a Consencio, obispo de Baleares, una provincia en el nodo de comunicaciones entre la Península Ibérica y África. Patroclo, obispo de Arlés, había pedido a Consencio que atacara en sus escritos a los priscilianos de la Gallia, que eran muy numerosos. Cumplió lo pactado, si bien no envió a Agustín su contenido. Pero le hizo saber lo que el monje Frontón, antipriscilianista, le había relatado sobre la Tarraconense, en donde los bárbaros no eran impedimento para las actividades de los herejes.

Consencio envió a Frontón cartas y tres volúmenes que había redactado contra los priscilianistas, uno de ellos firmado bajo pseudónimo. Los viajeros hacían de correos para llevar libros en paquetes sellados a lo largo del cursus publicus. Agapio fue la persona encargada de hacérselos llegar a Frontón. En su carta, Consencio menciona a priscilianistas como Severa, una dama de Tarraco. Frontón la visitó y consiguió de ella el nombre del cabecilla, Severo, a quien los bárbaros habían asaltado cuando transportaba unos códices con información importante sobre los herejes. Cuando aquéllos supieron de su contenido, no dudaron en entregárselos a Sagittius, obispo de Tarraco, una urbe eminentemente romana en la que la presencia bárbara se veía con cierta lejanía. El entorno rural, fuera del cursus publicus, era una zona de caminos tan transitados como inseguros, por los cuales los bárbaros se movían con facilidad en busca de botín. Sabedores de su valor e importancia y de cuán apreciados resultaban para pudientes y aristócratas, los bárbaros robaban libros y manuscritos. Y los buscan en Illerda. Sagittius se quedó con una parte del envío, al tiempo que no consta que ese grupo de bárbaros fuera castigado por el hurto. Hechos que hacen pensar en una cierta convivencia o, al menos, tolerancia, y que contradicen la imagen de decadencia que los poetas habían transmitido de Illerda.

Hidacio hace mención por primera vez de los bagaudas en 441, cuando los romanos de Asturius les derrotan. Actúan en la Tarraconense, donde vándalos y alanos no están presentes. Pese a poner en jaque a la provincia, los bagaudas no son bárbaros como tales, si bien sus actuaciones si favorecían a éstos. No se puede afirmar que fueran campesinos autores de revueltas, aunque muchos de ellos estaban muy descontentos con la administración romana, descontento que los suevos supieron capitalizar. Los bagaudas se circunscriben sólo a la Tarraconense, último bastión romano peninsular.

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Tras la derrota del 441 contra Asturius, Basilio los reagrupará, atacando Turiasso. En los enfrentamientos muere el obispo León. Los romanos no defendían los enclaves de la Tarraconense de forma directa, lo hacían, seguramente, mediante guarniciones de foederati visigodos. Para Basilio y los suyos, la Iglesia no era un aliado de Roma. La muerte de León fue circunstancial. Puede que Basilio fuera un aliado suevo o un general de Rechiario, que supo aglutinar a los bagaudas. La capacidad militar de éstos era muy limitada, pero, no dejaron de ser un apoyo más para los suevos en su idea de expandirse más allá de la Gallaecia. Es probable que la derrota ante Asturius exacerbase, aún más, su odio hacia Roma. Merobaudes, cuñado de Asturius, es enviado a Tarraco a reprimirlos, a fin de evitar, quizás, el ascenso de un usurpador. En 449, suevos y bagaudas se acercarán peligrosamente a la capital tarraconense. Cinco años más tarde, Fredericus inicia contra ellos una campaña “en nombre de Roma”. La llevada a cabo por Teodorico contra los suevos, que a punto estuvo de hacerlos desaparecer, acabó con la caída de Rechiario y con la protección de la bagauda.

Aunque hispano y galorromanos estaban sujetos a la carga administrativa y fiscal romana, preferían la mayor libertad, ecuanimidad y seguridad que los romanos les proporcionaban. Para autores como Van Dam, la emergencia de la bagauda en la Gallia del siglo III d.C. responde a la ausencia en el territorio de la administración, del ejército y hasta del emperador, a una situación de desamparado. Pero en el siglo V, el contexto sería diferente.

Al usurpador se le denominaba tyrannus. El fenómeno de la usurpación es la consecuencia de un estado de debilidad del poder central. A los episodios acaecidos en época de Constantino III, hemos de sumar otros dos, protagonizados por Burdunelus (496) y Petrus (506). Para entonces, los romanos ya no detentan el poder, ni en Roma ni en Italia. El obispo Máximo afirma en su “Chronica Caesaragustana” que los godos entran en 494 en la Península Ibérica para quedarse. Dos años más tarde, Burdunelus toma el poder. Traicionado por los suyos, es entregado a los godos y llevado a morir en Toulouse, quemado vivo dentro de un toro de bronce puesto al fuego hasta su total fundición. No está claro si Burdunelus era romano o no, sí es cierto que actuó en nombre de Roma y contra los godos. En 504, parece ser que se inagura un circo en Caesaraugusta, escenario en el que el usurpador Petrus se habría rebelado. Sería, finalmente, decapìtado.

Los actos de piratería se remontan a finales del siglo III d.C. cuando piratas francos incursionan en la costa cantábrica y son repelidos por el emperador Maximiano Hercúleo. No volverán a repetirse hasta el año 455. Según Hidacio, vándalos desembarcaron en Turonium (¿Touriñan?) y cometieron secuestros. Serían, seguramente, piratas de origen germánico o vándalos de la Gallia para conseguir botín. La exposición de la zona favorecía esos ataques. Afirma, también, que en 455 los hérulos desembarcaron en la tierra de Lucus (Lugo). Rechazados por los locales, hubieron de volver a sus tierras en Dinamarca a pie, no sin antes dedicarse a saquear la costa cántabra. Puede que no fuera más que una avanzadilla de reconocimiento, pues, a los cuatro años, en 459, lo volverían a intentar, esta vez, en dirección a la Bética. Los contactos marítimos eran, por tanto, frecuentes e implicaban un comercio o intercambio como tal.

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Habitante de la Gallaecia, pro romano, admirador de la Cultura Clásica, y fervoroso creyente, el obispo Hidacio no ocultaba su animadversión por los suevos, “falaces y pérfidos”, dedicados al pillaje. Les acusa de depredadores. De los vándalos critica sus incursiones (Baleares, Carthago Spartaria). Sin embargo, nada reprocha a los alanos. Es necesario aclarar estos extremos a fin de corregir la imagen catastrófica que ha alimentado a la Historiografía. Las razzias suevas venían sucediéndose desde el 429. En 463, Hidacio se refiere a la “infelix Gallaecia”, en donde esa actividad saqueadora se prorroga hasta 468. Tras su derrota en Bracara, la capacidad incursiva de los suevos quedará muy mermada. Todas sus acciones perseguían la obtención de botín. En sus correrías, excluían a las ciudades, excepto en los casos de Conimbriga, Hispalis, Ilerda y otras. Era un pueblo agricultor, cerealista, que necesitaba oro, plata y trigo para subsistir; rehenes, para negociar con romanos e hispanorromanos. Buscaban botín como los latrones que asaltaban a los viajeros en los caminos, algo más fácil de hacer en el ámbito rural. Los saqueos que llevaron a cabo en la propia Gallaecia se explican por su escasa presencia en esa provincia. A excepción de Bracara, Astorga y Lucus (Lugo), no ocuparon otras localidades. De ahí que el resto fuera considerado como territorio a saquear. Del caos y la destrucción que se les atribuye los verdaderos responsables fueron los soldados de Teodorico en 456, en Río Órbigo, en Bracara y, más tarde, en Asturica. Las pérdidas humanas y materiales fueron enormes.

Desde la Reforma de Diocleciano, la máxima autoridad de la Diócesis de Hispania era el vicarius hispaniarum, residente en Emerita. Delegado del praefectus praetorio Galliarum, residente en Gallia y dependiente directo del Emperador. Del vicario dependían gobernadores consulares o praesides. Vicarios y gobernadores habían de administrar Justicia, recaudar tasas, ocuparse del cursus publicus (vía de comunicación para el transporte a caballo de correo, o en carromatos de productos para el abastecimineto) y otras tareas administrativas. Cargos que no implicaban responsabilidad militar, encomendada a duces, comites o magistri militum. Los indicios sobre esta administración son muy escasos. Hasta el 411, la estructura administrativa tradicional romana se mantendría. En adelante, sólo en la Tarraconense, Baleares y la Mauritana Tingitana. En el resto de provincias, no desapareció totalmente, algo que tampoco interesaba a los bárbaros, sobre todo, por las tasas y el mantenimiento de los caminos. Pese a conservar su estructura, lo cierto y verdad es que esas administraciones eran cada vez más autónomas. Así lo atestigua la presencia de vicarii hispaniarum, como Maurocellus, en Bracara Augusta, y Jovinus, muerto éste en el año 422. En las provincias africanas, al menos, los gobernadores siguieron presentes.

Es desde 456 cuando la Península Ibérica queda en manos romanas, excepto una pequeña porción de la Gallaecia, tras la derrota sueva ante Teodorico. La administración no cambió sustancialmente durante el siglo V en Hispania, pues, la tradición romana perduraría en la gobernación visigoda durante los siglos VI y VII en Hispania.

La presencia militar romana es continua en la Península Ibérica, si bien no se puede hablar de un ejército establecido. Sus miembros son tanto romanos como bárbaros federados, bajo el mando de generales romanos o de ascendencia bárbara. Las ciudades sometidas a la ley romana no podían albergar armas en su recinto urbano. De su

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protección y defensa se encargaba el ejército. La Notitia Dignitatum recogía el reparto de tropas en cada una de las provincias y diócesis del Imperio. La información escrita en el siglo V sobre el Imperio de Occidente, Península Ibérica incluída, está desfasada. En la Hispania a partir del siglo II, el ejército lo componían campesinos soldado, y se dedicaba a tareas de defensa eventual, de protección y escolta, de lucha contra el bandidaje, nada que ver con el ejército de Augusto.

La paz reinante entre los siglos II y IV posibilitó tal cambio. Un ejército licenciado al tiempo que recuperable en caso de necesidad. Donde había tropas, había cecas, tal caso no era el de Hispania. De hecho, Máximo ordena construir una cuando es nombrado Emperador en Tarraco. Cuando las tropas de Constantino III, al mando de Geroncio, entran en la Península Ibérica, acaban por alcanzar Lusitania sin oposición militar como tal. No la hubo, salvo la de soldados otrora licenciados que eran insuficientes en número, que trabajaban, básicamente, en las villas. No había ejército alguno apostado en el lado hispano de los Pirineos. Fronteras, castra y villae fueron defendidos por campesinos.

Desde el año 411, las noticias sobre tropas en Hispania son inexistentes. Los contingentes son enviados desde la Gallia y fijan su base en Tarraco (Astirius, Castinus, Merobaudes), por lo general, una situación recurrente hasta 456, año en que Teodorico entra en la Península ibérica al mando de un ejército visigodo apoyado por tropas auxiliares francas y burgundias. En 460, lo hará el emperador Mayoriano, que la cruzará en una operación contra los vándalos de África, quienes habían capturado la flota romana.

Salvo contadísimas excepciones, los emperadores romanos no se habían preocupado de visitar la Península Ibérica. Desde la Gallia, Mayoriano recaló en Caesaraugusta. La presencia de vándalos en África hacía peligrar el abastecimiento romano, situación que el Emperador quiso corregir, si bien nunca desembarcó en el continente, pues fue asesinado en su viaje desde la Gallia a Roma. Organizó una flota entre Elche y Carthago de unos trecientos barcos, teniendo que regresar por tierra para visitar las principales civitates. En Carthago Nova se consumó la traición, poniendo sobre aviso a los vándalos, que capturaron la flota, un hecho que confirma las buenas relaciones entre éstos y los carthagineses. El de Mayoriano sería el último ejército romano enviado a Hispania. En lo sucesivo, estarían al servicio de los godos, que asumieron la estructura y la nomenclatura militar romana.

Las ciudades eran la columna vertebral del Imperio, el orbis romanus. Fuera de ellas, lo agreste, la barbarie. En el siglo V d.C., Hispania es un mosaico de ciudades. La ciudad es el núcleo de la civilización. La capacidad de conquista que los bárbaros tenían sobre ella era nula, de ahí que fueran tan importantes en la defensa del Imperio. Sólo mediante traición o engaño lo conseguían, rara vez pudieron destruirlas, como Conimbriga, que sólo lo fue en parte, como Hidacio afirma. Los bárbaros conservaban las ciudades. Como ocurre a lo largo de todo este siglo, las cifras son muy difíciles de concretar, tanto si nos referimos a los pueblos bárbaros que incursionaron en Hispania como a los habitantes de sus ciudades. La mayoría vivía fuera del centro de la urbe.

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La intransigencia religiosa había hecho mella en ellas, produciéndose episodios entre cristianos y judíos, como en Iamona (actual Ciudadela, Menorca). Querellas antipriscilianistas en Emerita y en Tarraco. Aparecen ricas damas, como Severa. El clero detenta un enorme poder y se convierte en depositario de la cultura. La autoridad civil ejerce de árbitro y de juez. Bracara, Asturica y Lucus (Lugo) son ciudades en las que romanos y suevos conviven. Los godos los masacraron y tomaron como rehenes, indistintamente. Los ciudadanos habían de defenderse con sus propios medios, bien para hacer frente a los hérulos o para proteger su ciudad de la bagauda. La población la formaban, mayoritariamente, campesinos.

Los cultos paganos parecen haber desaparecido, para nada son mencionados. Todo gira en torno al cristianismo, desde el Oratorio de Barcino, que acoge el cuerpo sepultado de Teodosio (hijo de Ataúlfo y de Plácida) desde 415 a la comunidad cristiana de Tarraco (atestiguada desde mediados del siglo III), pasando por la necrópolis de Francolí, de la misma época. Encontramos basílicas e iglesias en Bracara, Asturica, Turiasso, Emerita o Hispalis, ricamente decoradas y con grandes tesoros bajo su custodia.

Tampoco se hace referencia a edificios civiles, los palacios, como tales, eran inexistentes. Los suevos no los necesitaban. Podían recibir a embajadores en una domus o en una tienda de campaña. Los militares enviados a Hispania desde la primera mitad del siglo V tomaron por base a Tarraco, donde se menciona un praetorium. Encontramos domus en ciudades como Conimbriga, Bracara y Pallantia, empleadas por romanos y bárbaros, indistintamente. Las ciudades del periodo tardoimperial estaban amuralladas, caso de Conimbriga o Emerita. No se vigilaba la conservación de los edificios públicos, una tarea de la que, en adelante, se ocuparán los obispos. El teatro de Carthago Nova, en estado ruinoso desde el siglo II, es ocupado por un macellum, un mercado. En Tarraco, espacios tan significados como el foro se destinan a basurero. Domus y palacios episcopales acabarán por ocupar esos espacios, como en Barcino y Valentia. Talleres industriales son instalados en termas, como en Clunia. La ciudad hispana se transforma, desde las antiguas estructuras y de acuerdo con sus necesidades, en otra cosa, lo que no habría sido posible sin el concurso de los poderes públicos, es decir, sin las curias y senados municipales, que ya constan en las fuentes desde el año 387. Como persona más influyente de la ciudad, el patronus podía ocuparse de los asuntos prácticos y de engrandecerla. Los curiales se encargaban de tasas y asuntos cotidianos. El gobernador es el defensor de la ciudad. La ciudad romana abarca su perímetro urbano y el territorium del que obtiene sus recursos y que es objeto de saqueo por sus invasores. El poder religioso sustituyó ese catálogo de edificios públicos para fastos, juegos, celebraciones y recibimientos por palacios episcopales, basílicas y santuarios de mártires. La Iglesia fue artífice de la transformación urbana.

Según Hidacio, la realidad africana era extrapolable a Hispania. Así, castella, no castrum, es un establecimiento rural habitado por castellani. Como en África, castella, fundi, villae conforman el paisaje rural hispano. Las villae podían estar próximas entre sí, contaban con grandes extensiones de producción (de un solo propietario o de varios, cuyos nombres se desconoce, en muchos casos, y que permanecen ausentes de las mismas) y sus trabajadores servían como eventuales soldados. Repartidas por toda la Diocesis Hispaniarum, Olmeda, Carranque, Els Munts eran algunas de ellas. Todos los espacios de las villas fueron transformados. El baño, los banquetes y las recepciones

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dejaron de ser una prioridad para sus ocupantes, romanos o bárbaros, así, termas y salones fueron reacondicionados y dirigidos hacia la actividad productiva con la instalación de depósitos y almacenes, hornos de cerámica, prensas, ganado.

El Codex Theodosianus (320–435), desde Constantino hasta Teodosio II, refleja un gran número de contradicciones sobre qué debía hacerse con los templos paganos y los rituales que en ellos se celebraban. Las normas que los emperadores habían dictado afectaban más al ritual que a la arquitectura de esos espacios. Los textos no mencionan la destrucción de los edificios erigidos en suelo hispano o su reconversión en iglesias, pues la recuperación de sus interiores no es anterior al siglo VII. Las iglesias se construyeron junto a ellos. Otros edificios como teatros, circos y anfiteatros acogían manifestaciones paganas. Su abandono no significa que los ritos paganos llegasen a su fin. En la urbe, sacerdotes, flamines y magistrados celebraban rituales. En el fundus, el paganismo se vivía de manera diferente, era más íntimo y difícil de erradicar, de ahí el interés de los obispos en su evangelización. Las escenas mitológicas que muchos mosaicos exhibían formaban parte de un acervo cultural tanto pagano como cristiano, y fueron conservadas.

Al final de su vida, Hidacio se muestra abatido por la situación de su Iglesia: arbitrariedad, conflictividad entre obispos, cargos venales, herejía, abandono de la rectitud. Un aviso a laicos y seglares. Los problemas de la Iglesia hispana tienen su origen en el Concilio de Elvira, celebrado en el siglo IV. El problema principal no era la práctica sexual, sino el priscilianismo. Prisciliano era considerado por los suyos un mártir condenado y ejecutado por sus rituales mágicos. La intolerancia de la Iglesia cargaba, también, contra los judíos, como ejemplo, la destrucción de la sinagoga de Menorca. El priscilianismo afectaba ya a la alta jerarquía, incluida la eclesiástica, no sólo al campesinado. Sin embargo, nunca hubo una Iglesia priscilianista, sí una lucha abierta por un poder eclesiástico cada vez más notorio en el ámbito político y administrativo de la ciudad. Emerita, Turiasso, Barcino, Hispalis, Asturica, todas ellas contaban con comunidades cristianas lo suficientemente importantes como para contar con su propio obispo. Los obispos se comunicaban entre si con cierta regularidad mediante correspondencia o asistiendo a sínodos, incluso con los de provincias extrapeninsulares, como eran las africanas y las itálicas. Todos quedaban sometidos a la autoridad de Roma. En Barcino encontramos obispos arrianos, también. Vírgenes y monjes viven, bien en monasterios, bien como anacoretas.

Los eclesiásticos son ricos, poderosos y cultos, parece ser que gestionaron la Educación, además, aunque es una cuestión de la que se desconoce casi todo. Su labor intelectual sentaría las bases de la literatura cristiana de los siglos VI y VII, cuyos claros exponentes son Hidacio, Eusebio, Jerónimo, Orosio. En el siglo V se inicia el culto a los mártires en el ámbito urbano, como Eulalia de Mérida, Vicente de Hispalis, a quienes se considera protectores y defensores de las ciudades. Sus tumbas atraen gentes en busca de protección y ayuda al modo de los santuarios salutíferos paganos. Las reliquias de San Esteban fueron llevadas a Menorca por el propio Orosio. Se cuenta que consiguió la conversión de los judíos, por lo que el santo fue nombrado patrón de la ciudad.

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La lucha de la Iglesia hispana del siglo V es la lucha contra la herejía priscilianista y su propagación entre obispos y clero de la Tarraconense y del otro lado de los Pirineos. Según Frontón, circulaban libros para adoctrinar a clérigos, obispos y damas de la alta sociedad. En la Gallia y en la Gallaecia, el fenómeno produjo idéntica preocupación. Los obispos herejes eran forzosamente exiliados a otra ciudad o provincia. El cargo de obispo era muy codiciado y las actuaciones arbitrarias empañaban su elección. La vida monástica no se alteró por la presencia bárbara. Si es cierto que algunos de ellos huyeron por temor, pero, parece ser que ni hubo ensanchamiento ni persecución contra los cristianos. Los bárbaros, unos, católicos, otros, arrianos, mantenían una buena relación con el clero.

A partir del siglo IV d.C., con Constantino, sobre todo, la importancia y el poder de los obispos va en aumento, como muestran los mosaicos de la villa de Centelles, en Tarraco. Ya en el siglo V, el obispado se erige en líder civil y espiritual de la comunidad y se comporta como el altos funcionariado. En su “Chronica”, Hidacio se refiere continuamente a ellos, él mismo lo era. Para llegar a ser obispo no era requisito ser de alta alcurnia. Hidacio se había criado en el seno de una modesta familia cristiana, entusiasta de los Santos Lugares, a los que viajaron entre los años 406 y 407, cuando él era niño. Allí conoció a Eulogio de Cesarea, a Juan de Jerusalén, a Jerónimo y a Teófilo de Alejandría, quienes le impactaron profundamente. Fue nombrado obispo en 428. Defendía a ultranza a Roma y a su cultura, convirtiéndose en prestigioso interlocutor entre romanos y suevos. Defensor de su pueblo, también. Pero, algunos obispos se habían posicionado de parte de los suevos. A Hidacio le delataron romanos pro suevos, le sometieron a tres meses de cautiverio y, finalmente, pudo salvarse. León de Turiasso no tuvo tanta suerte.

Se mantenía atento a todo lo que acontecía en el seno de la Iglesia, incluso la de Oriente y la de África. Recibía y distribuía documentos, y ejercía de juez en los procesos contra herejes, al tiempo que sufría con las desgracias de su pueblo. Era claro ejemplo de obispo de su época, vida pastoral, disputa teológica, intermediación entre el pueblo y la autoridad civil. Culto, letrado, fervoroso ortodoxo y denunciante de injusticias.

Encontramos obispos que poseen propiedades, que practican el nepotismo, que se sirven del cargo para sus propios intereses, pero, aún con todo, el obispo es heredero y garante del evergetismo cívico tradicional romano y de la cultura clásica.

Caminos y comunicaciones son vitales para la economía. El cursus publicus, un sistema de mantenimiento de caminos para el transporte de personas y de mercancías, funcionaba razonablemente bien a lo largo de unos grandes ejes que iban desde Narbona a Carthago Nova; de ésta a Hispalis; de Aquitania a Asturica, Lucus y Bragantium; de Somport a Toletum y Emerita Augusta; y de Tarraco a Asturica, sin olvidarnos de la llamada Vía de la Plata que, por la Lusitania, iba de Hispalis a Asturica pasando por Emerita.

Emerita es la localidad donde convergen numerosos viales que militares, embajadores y obispos recorren con frecuencia. Del mantenimiento del cursus publicus se ocupaban municipios y curias. Los viajes se hacían largos, duros y peligrosos, algunos de ellos se

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realizaban a pie. Las grandes vías se reservaban para el ejército y enviados. Las fluviales y marítimas eran más rápidas y económicas. En todas las costas de la Península Ibérica había flotas de mayor o menor tamaño, lo que demuestra que, en absoluto, se había producido un bloqueo. La presencia de cerámica no aclara si ésta responde a un escenario comercial o de intercambio.

La agricultura sigue siendo la actividad más importante. Durante los siglos III y IV, Hispania es el gran proveedor de aceite a Roma y al limes germanicus. Se creó una red de distribución de la que no se supo ya más en el siglo V. El Edictum de Pretis, redactado en época de Diocleciano, no aporta mucha información. Desde el 411, los bárbaros abandonan las armas y toman el arado, según Orosio, y abastecerán de grano a los godos de Ataúlfo, eso sí, a precio de oro. Un metal que ya no se explotaba en el siglo V, de no haber sido por esa razón, los suevos no se habrían lanzado a saquear otras provincias. No tenemos pruebas de un thesaurus, un tesoro, imperial.

El ganado se criaba, básicamente, para atender las necesidades de autoconsumo. Famosa era la lana de Asturica, empleada en la confección de indumentaria militar. Trabajando el hierro y el bronce se desarrolló una producción artesanal. Las canteras quedaron abandonadas, el material necesario para las nuevas construcciones era una reutilización del que ya se disponía. La economía iba dirigía al autoabastecimiento. El sistema de fundi y villae del siglo IV tiene su continuidad en el siglo V, aunque con transformaciones, al pasar de la gran explotación a la industria auxiliar, a un escenario de autarquía.

El sistema fiscal es una incógnita, no disponemos de elementos de juicio para dilucidarlo. La Iglesia se habría nutrido de donaciones y herencias, de manera extraoficial. Tampoco tenemos noticias de los mundinae, los mercados, ni siquiera sabemos si la ciudad seguía siendo la base económica del territorio, si lo articulaba. Suponemos que sí, pues era objeto de saqueo por parte de los bárbaros. Y cabe preguntarse, ¿existió moneda? La ceca de Barcino tuvo efímera existencia, los ciudadanos rechazaban el dinero “viejo y usado”. La presencia de moneda en Hispania es muy escasa y poco significativa. Vándalos y alanos no acuñaron moneda, la consiguieron de los godos, intercambiándola por trigo, incrementando de esta manera un patrimonio que se habrían llevado a África. El rey suevo Rechiario si habría ordenado emitir moneda en Bracara.

La Hispania del siglo V no estaba aislada. Los contactos con África del Norte, el Sur de la Gallia, Italia y provincias orientales fueron continuos. La presencia bárbara hizo aumentar el interés de Rávena, Roma, Cartago o Tolosa por Hispania, por muy diversas razones, religiosas, de conquista, estratégicas. La invasión bárbara había sacado a la Península Ibérica de su letargo del siglo anterior. Hidacio establece en cuarenta y dos el número de embajadas en suelo hispano. El priscilianismo tenderá puentes entre los obispos hispanos y los de la Gallia. La relación será intensa entre Baleares y África, entre ésta y Levante, manteniéndose un gran intercambio comercial.

Los mártires y sus reliquias, como Santa Eulalia y San Esteban, se tornarán en un foco de atención, incluso para Oriente. La cerámica de aquellas tierras aparece en el Cantábrico, se produce un intercambio de reliquias entre Hispania y Jerusalén y Constantinopla, como afirman Orosio y Egeria.

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Tras todo lo expuesto, podemos concluir que el siglo V fue una época, básicamente, de continuidad, pese a los cambios acaecidos y el desmoronamiento institucional (Imperio, administración, legislación). El Imperio había desatendido a una diócesis que hubo de enfrentarse a numerosos problemas en pos de su propia supervivencia. El sistema económico vio reducida su capacidad de distribución y adoptó un cariz de autarquía.

La cultura material no resultó perjudicada por la presencia bárbara, ellos ni siquiera dejaron su impronta. La lengua latina y la toponimia perduraron, la ciudad se convirtió en centro económico, social y en sede del poder. Se mantuvo el mismo sistema administrativo y provincial, los bárbaros se adaptaron e integraron en la sociedad del momento. Quienes podían haber erigido un reino fuerte, los suevos, fueron masacrados por Teodorico. La población hispanorromana acabaría por preferir bárbaros a romanos, pero, no hubo un cambio de régimen, conservaron la administración romana durante los primeros ochenta años de ese siglo. No hubo persecución religiosa entre cristianos y paganos, ni destrucción de templos. La Iglesia tomará el testigo de los valores tradicionales romanos, se tornará en líder ideológico y social, y será artífice de un nuevo paisaje urbano, aunque su poder la sumiría en disputas, intolerancia y nepotismo. Los bárbaros dinamizaron la sociedad hispanorromana de la época y no es descabellado afirmar que su presencia remedió, en cierto modo, el anquilosamiento que la paralizaba.

Crítica personal

“Bárbaros y Romanos en Hispania [400 – 507 A.D.]” es un estudio en profundidad de una centuria que resultaría determinante en el devenir político, económico y social de la futura España visigoda, en su consolidación, antes de la llegada del islam y del establecimiento de Al Andalus, de los siglos en los que la mayor parte del territorio quedaría bajo dominación musulmana. Es, sobre todo, una obra desmitificadora, que desmonta buen número de concepciones erróneas que han hecho un flaco favor a la Historiografía y que han transmitido una imagen distorsionada de la época. Los bárbaros, sin entrecomillar, como le gusta al Profesor Arce, se asomaron a la ventana de oportunidad que la desidia de la administración imperial romana había abierto en Hispania. Aprovecharon lo que hasta ese momento se había conseguido y decidieron integrarse en un modelo social y cultural que les era, en principio, ajeno, si bien alguna de esas tribus ya había sufrido cierta aculturación por su contacto con el modelo romano. Es lo que esta obra pretende y consigue explicar. A lo largo de los capítulos, el autor va desgranando las claves de todo el proceso, al tiempo que plantea numerosos interrogantes, contempla todas las posibles respuestas, que contrasta con la opinión de otros expertos en la materia y, finalmente, plantea de forma razonada las hipótesis más plausibles y sensatas.

El ritmo de la narración y la profusión de pequeñas anécdotas e historias atrapan la atención del lector y permiten que su lectura sea amena y agradable. La cuestión de la usurpación, por ejemplo, se plantea de manera muy clarificadora. La carta de Consencio a Agustín de Hipona, el asunto de los bárbaros que robaban libros y manuscritos, razones todas, y no son las únicas, para acometer la lectura de este libro. El único ‘pero’ que le pondría, en mi modesta opinión, es que, como ocurre con buena parte de los trabajos que versan sobre época romana o hispanorromana, se hace un gran uso de

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términos y expresiones en latín que no en todos los casos son traducidos al español, lo que supone un obstáculo para aquellos interesados en esta parte de nuestra historia que no han estudiado esa lengua o para quienes la han olvidado por completo con el paso de los años.

Considero, pues, que “Bárbaros y Romanos en Hispania [400 – 507 A.D.]” es una lectura fundamental para todos los interesados en este periodo de nuestra historia, una obra que es en sí misma todo un ejercicio de divulgación por parte de su autor.