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Marcelo Mellado El Morador

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Marcelo MelladoEl Morador

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Diseño: Alfredo Da VeneziaFotografías: “Domestic Wild Life” © Mariana Guzmán Mesina

Colectivo NEKOe

Santiago de Chile, 2012

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EL MORADOR

Empezó a vibrar a fines del verano. La casa que suelo habitar y que es de mi familia, era sacudida por un telurismo blando y sin réplicas, porque el movimiento –siempre de baja perceptibilidad¬¬- tendía a perpet-uarse, sin un eje catastrófico fundante. Al principio produjo un ruido tenue, casi inaudible, que se hizo sonoro al poner en movimiento el cenicero de loza sobre la superficie de la mesa de centro; ese roce insípido (si cabe el oxímoron) determinó desgarradores insomnios. Al principio, supusimos, yo y mi hermana –que a veces me visita-, que se trataba de una especie de temblorcillo menor producido por el trabajo de maquinarias camineras o de obras civiles, de esas que el Estado pone al servicio de los pavimentos participativos, que eran proyectos de carácter comunitario promovidos por vecinos en complicidad con el Ministerio de Obras Públicas y otros organis-mos, como una solución cívico urbana (motivada por un profundo sentido democrático, suponemos); pero la persistencia movimiental y el carácter más bien esporádico de los trabajos, convertía la tesis en descartable. Si bien la sociedad civil aparecía protagonizando un evento que implicaba el desarrollo, no había que ser muy experto ni muy perspicaz, para darse cuenta que se trataba de un mecanismo del Estado para no hac-erse cargo del bien público. Eso me imaginaba cuando veía la moto nive-ladota averiada en la esquina y a un piquete de trabajadores del Programa de Generación de Empleo, sentados en la vereda, esperando a un supervisor del municipio. En ese periodo los acontecimientos seguían un curso tan

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oblicuo que no era posible para mí reparar demasiado en ellos y menos analizarlos. Con el tiempo entendería que las rutas del estilo indirecto eran atesoradas por el arte de las explicaciones funcionarias. En el panorama comunal, el kafkianismo criollo, cita obvia que creímos leer en Borges, se hacía sentir con una fuerza inusitada. Parecía que las instituciones de menor impacto administrativo, como las munici-palidades pauperizadas por el abandono estratégico, comenzaron a desple-gar –se supone que como táctica paradojal- complejísimos procedimientos de intervención ciudadana. En ese contexto particular, se dejó caer por la casa un inspector muy atildado, de esos que parecen conocer muy bien su trabajo o, al menos, así me pareció cuando comenzó a hacer todo tipo de preguntas. Tenía algo de detective y algo de fiscalizador. Yo lo sentí como un buen representante de la institución a que pertenecía, porque uno también ha sido víctima de ese tipo de funcionarios que no se identifican con su trabajo y que lo quieren convertir en cómplice a uno de una conspiración artera, poniéndose al lado de uno. En este caso, este sujeto me hizo muchísi-mas preguntas, todas capciosas y culpógenas, que tendían a la búsqueda de responsables de una denuncia contra su repartición que, al parecer, provenía de mi domicilio. No todas las preguntas fueron respondidas por mí, aunque lo intenté, pero eso no me preocupó mucho, porque en su estilo interrogativo estaba contemplada la no respuesta. Aunque como morador único que soy yo -que a veces recibe la visita de una hermana que se queda un rato y que me ordena, lava y cocina (y que me deja comida para toda una semana), y que me reprende un poco por mi desorden y se va, no sin antes dejarme unas cuantas monedas para comprar menestras en el negocio de la

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esquina-, debo cargar con un peso de responsabilidad demasiado pesado para un organismo no del todo apto para estos menesteres. Mi hermana me había recomendado, a modo de advertencia, que no me metiera con esos huevones de la municipalidad, así tal cual me lo había expresado, en un tono despectivo que era habitual en ella, porque los con-sideraba unos estúpidos y unos mediocres. Juicios categóricos a los que yo me resistía, porque correspondían a la lógica de la generalización, y no es bueno generalizar, según le escuché decir a un curita por la tele en una predica de muy buen nivel intelectual y moral y que a mí me gustó mucho. El curita, que además dirige una universidad, decía que no era de gente in-teligente usar esa lógica o forma de pensamiento que no matiza y que mete a todos en el mismo saco. Algo como eso, y a mí me pareció que tenía razón. La reacción de mi hermanita se debía no sólo a la visita del inspector, sino a una invitación o citación que me cursó amablemente para que lo fuera a visitar a su oficina. Lo que sí tenía más o menos claro era que la primera vez que sintió el vibrato o temblorcillo, pensó que efectivamente comenzaba un movimiento sísmico y se le vino a la memoria el terremoto del 85 y el del 71, y quizás el del 65, incluso el del 60, que es todo un clásico. Se preparó para una nueva versión del telurismo nacional y sus réplicas incluidas, pero no, siempre se impuso y se mantuvo ese tono de sacudida menor. Fue en la mañana de ese día, al despertar, cuando su cama crujió más de lo normal y las paredes sonaron con un estrépito morigerado. Acostumbrado al ruido de los camiones madrugadores de los transportistas del barrio; supuso que era el viejo GMC del vecino, al que le habían adaptado un motor petrolero

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que solía funcionar endemoniadamente en plena madrugada y cuya onda expansiva hacía tiritar toda la casa.Este parkinson telúrico lo tenía asumido desde la infancia, de la época del terremoto del sur que le tocó padecer en Concepción. Jamás olvidaría ese registro sísmico ensordecedor y un mundo vertical que luego yacía hori-zontal, produciendo, además del sentimiento de catástrofe, una radical sen-sación de acabo de mundo. Todo mirado desde una ventana exigua de una construcción que nunca olvidará, que resistió porque en esa época empe-zaron a construir para los empleados particulares unos edificios colectivos que eran muy modernos, edificados por funcionarios profesionales del Es-tado y no por especuladores inmobiliarios, es decir, eran resistentes. Que el mundo se mueva no es ninguna novedad, pero que vibre y se sacuda con violencia por una especie de animismo endémico de nuestra geografía físi-ca, sin duda se trata de una experiencia distinta, es la crisis de una quietud endeble que cultivamos como respuesta a lo que no estamos en condiciones de asumir. Esa semana de otoño comenzó a reinar el vibrato desatado en toda la casa y en el sector, por lo que pude darme cuenta más tarde, al re-cibir la visita de una vecina que fue a comentarme el asunto y a la que sólo atendí en la puerta de calle. Esta constatación debió hacerla al funcionario que fue a visitarlo, al que también atendió en la puerta de calle, él en el um-bral y el funcionario afuera. No estaba seguro de si se trataba de un funcio-nario del Departamento de Obras o de otra repartición ligada a estos temas. Más tarde lo sabría. Lo concluyente es que luego lo citó a su oficina y que lo interrogó pormenorizadamente durante más de una hora, y además le

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cursó una citación para otro día, de modo de recabar aún más información. Vibración, vibrato, ruido, movimiento leve, temblorcito, sismo. ¿Por qué no era un temblor de esos, es decir, un sismo en el sentido de movimiento telúrico, determinado por causas geológicas? Esto era fundamental dejarlo muy bien establecido para el funcionario de la Dirección de Obras. Según él, el formulario que había que llenar era muy preciso al respecto. Había que escribirlo con muchísima precisión, y usó el superlativo “ísima” con un énfasis que yo definiría como patrimonial. Usted no sabe el costo que esto le significa al servicio, me dijo más bien apenado, porque ahora estas cosas se están fiscalizando con mucho más esmero que antes. Me sermoneó un buen rato y luego concluyó que debía venir después de la hora de atención para dedicarnos exclusivamente al asunto, porque ahora en ese preciso instante debía terminar unas tasaciones. Le pregunté por la hora específica en que íbamos a tratar lo nuestro. Me miró con impaciencia controlada y me re-spondió que no antes de las ocho de la noche. Mi expresión de sorpresa fue rápidamente controlada por esa fórmula retórica que combinaba eficiencia y severidad, a la que me fui acostumbrando y a la que, de algún modo, me hice adicto. Me dijo que un problema como el que yo le planteaba al servicio debía ser enfrentado cuanto antes, que ya había pasado la época en que los funcionarios dejaban todo para otro día. No muy lejos había una secretaria que me miraba con cara de “esto va para largo”. No sé por qué sentí que la necesitarla como aliada, lo que parecía bastante difícil, porque era agria y muy poco comunicativa. Me impresionó en ese instante lo increíblemente poco atractiva que podía lle-gar a ser una funcionaria municipal. Lo lamenté sobre todo por las necesi-

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dades emocionales que debemos enfrentar. Todo quedó refrendado cuando intenté una leve sonrisa y ella bajó la cara. Era recién mediodía y debía esperar mucho rato, probablemente sumido en la más complicada de las ansiedades. Esperar a que un funciona-rio lo sermonee a uno o incluso que le saque una multa o que lo deje citado a un tribunal, eran el horizonte de las posibilidades a que me enfrentaba. Decidí irme para la casa. Mi hermana me esperaba a las afueras, andaba en auto e iba acompañada de su marido. Me habló, pero yo no escuchaba nada porque el idiota de su marido no apagaba el motor. Mi cuñado tenía la costumbre de arreglar su auto al estilo de los deportivos, los enchulaba. Ellos discutieron un rato, siempre lo hacían, sobre ese tema y otros. El idiota de su marido que se llamaba Esteban apagó el motor y mi hermanita pudo hablarme y decirme en voz un poquito alta (incluso tuve que decirle que bajara el tono) que no fuera idiota –igual que su marido, pensé–, que me quedara en la casa y que no fuera a ver a ese huevón tonto que me estaba citando, que el muy idiota –otra vez idiota– se estaba propasando, porque ése no era el procedimiento y que ella se iba a encargar, y que lo iba a putear bien puteado a ese funcionario de pacotilla. Que qué se creía el desgraciado, que según ella se estaba extralimitando en sus funciones. Mi hermanita solía hablar así, sobre todo cuando alguien me tra-taba mal. Por eso yo estimo a mi hermana, aunque no siempre estoy de acu-erdo con ella, porque tiene la tendencia a ser un poquito pendenciera, pero yo entiendo su motivación y sus razones, en el fondo ella es muy buena, en parte porque es mi hermana mayor y tiene eso que yo llamaría vocación vital, de la que uno fatalmente carece. Esa tarde no le hice caso a mi her-

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manita y me fui para la municipalidad, porque me habían citado y yo solía ser respetuoso de las ordenanzas municipales y de otras análogas. –Usted sabe, esta comuna está llena de camiones y de obras civi-les, es decir, de maquinarias que están haciendo funcionar a la comuna y a la provincia, y que son el motor o base del desarrollo –me dijo en un tono persuasivo que le desconocía, casi ideológico. Yo me limité a informarle que la casa continuaba vibrando, en la mañana, a mediodía, en la tarde y en la noche. Lo extraño es que cuando aparecía un inspector se instalaba la paradoja y el asunto tendía a disiparse, como cuando los síntomas de una enfermedad se esfuman justo al momen-to de ir al médico, y nuestra credibilidad se ve comprometida. Yo atendía a los inspectores afuera de la casa, porque mi hermanita no me permite de-jar entrar a nadie; conversábamos sobre el asunto, es decir, lo tratábamos a nivel administrativo, siempre pensando que en ese preciso momento podría aparecer el vibrato como testimonio vívido de la situación, pero no, cual-quier vestigio desaparecía ante una exasperante normalidad. Por lo general, la cosa, el vibrato digamos, empezaba cuando yo estaba solo en la casa, ejer-ciendo la cotidianeidad doméstica, ahí comenzaba el calvario movimiental que me desesperaba hasta el nivel de aumentar las dosis de tranquilizantes que habitualmente debía tomar y de los que mi hermana me proveía; y éste era un tema en que ella ponía mucho celo, porque no quería que yo tomara medicamentos de más. –Usted reclamó y tiene que hacerse cargo de lo que eso provoca, es su responsabilidad. Usted estampó el reclamo en un libro, el día 5 de octubre del presente año. Claro, usted no lo recuerda. Y su señora hermana

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me insulta por culpa suya, me recrimina por hacer mi trabajo. Yo tengo que encargarme de muchísimas cosas, incluido su reclamo y el de su hermana en contra mío. A ella la conozco de antes, siempre fue una rebelde, una insubordinada y puedo entender su reacción por esa personalidad que la caracteriza. Tengo que hacerme cargo, además, de los capricho del señor Alcalde que quiere una fuente de agua en la Plaza de Armas, igualita a una que pusieron en Santiago cerca de la Plaza de la Constitución, ¿y a quién le importa? Y uno tiene que hacerse cargo, también, de todo tipo de delirios que exhiben los vecinos- todo esto me lo dijo mirándome directo a los ojos y con un color encendido en el rostro; yo diría que estaba furioso. Y yo en-tendía la razón de su enojo, más aún estaba de acuerdo con él y lamenté no poder hacérselo saber de un modo más aclaratorio. Se quejaba amargamente y yo le respondí que a mí sí me impor-taba, que yo me consideraba cívicamente responsable, casi solidarizando con él, y que si bien yo había estampado un reclamo, tampoco se trataba de hacer un escándalo; se trató más bien, le expliqué, de una oportunidad que se me dio, insistí yo, de esas que es muy difícil negarse. Al ver esa mesita con una urna que era administrada por una especie de promotora de la partici-pación ciudadana, que toda coqueta ella le proponía a uno que participara, que opinara, que se quejara si tenía alguna molestia contra el municipio, y yo en ese momento no tenía ninguna, pero la chica iba a la carga con esa sonrisa y uno que no quiere quedar mal con la gente –quizás ese fue mi er-ror- y menos con alguien que te exhibe una sonrisa como esa, casi patrimo-nial diría yo, para convencerlo a uno de ser buen ciudadano y de participar, con el simple gesto de escribir una opinión y echarla a una urna. No sé si era

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de un periódico o de una repartición pública, la chica, no lo recuerdo, pero de que era convincente lo era. Y opiné bajo la forma de una queja. Y en ver-dad lo hice por esa niña que me pareció estaba contratada exclusivamente para eso y que, por lo tanto, le irían a pagar poquísimo dinero, y prob-ablemente el dinero que recibiría, pensaba, correspondería a la cantidad de opiniones, reclamos o participaciones de la gente, que sé yo, quinientos pesos por opinión o reclamo. Y me acordé de las vibraciones mañaneras que producen todos los motores y maquinarias que empiezan a funcionar o que nunca dejan de funcionar en este maldito puerto. Y me esmeré e hice una carta larga en que no sólo consigné lo de la vibración de mi casa, que fue lo más extenso, porque expliqué que podía venirse abajo y que ya comenzaba a agrietarse, sino también lo de la basura, lo de los piquetes de evangélicos que se ubican en la esquina de mi casa, lo de los pendejos que beben y se drogan en la plaza los fin de semana y otros temas más generales. No pude evitarlo. –En el fondo yo también estoy de acuerdo con usted, yo también creo que la ciudad vibra demasiado y a veces creo que son los camiones los culpables, es decir, los transportistas, y que la ciudad está mal organizada, y que aquí hace falta un orden distinto y más efectivo que elimine mucha basura humana, y perdóneme que se lo diga así, yo sé que parece siniestro y en cierta medida lo es. Y no me entienda mal, yo sé que usted es de una familia que sufrió los rigores de un gobierno autoritario, porque aquí en este pueblo casi todos nos conocemos, pero no me refiero a eso, no se trata de reeditar actos criminales, aquí se trata de higiene social, que es distinto, se trata de aunar voluntades cívicas para neutralizar al maldito, al miserable

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que no sabe vivir civilizadamente, que no respeta nada ni a nadie. Creo que debemos volvernos a ver para organizar una cofradía comunitaria que haga conciencia sobre la necesidad de promover la higiene social –me propuso con una complicidad sobrecogedora, suponiendo que yo comulgaba con su religión particular, poniendo hincapié en crear una especie de agrupación de gente buena y decente, pero que no debía ser como un partido político. A la semana siguiente comí en su casa. Se trató de una comida frugal cocinada por él mismo y que consistía en mucha verdura cocida. Vivía con su madre que pasaba siempre en cama, aunque no postrada; parecía ser su actitud frente a la vida; así me lo comentó don Remigio, que así se llamaba el inspector municipal y encargado de reclamos. Me invitó a su casa y no a un restorán porque era mucho más sana la comida casera y más barata, dijo. Además, don Remigio cocinaba bastante mal, en el sentido de que era poco pulcro y se manejaba con nociones muy básicas. La idea era conversar sobre el tema de generar una masa crítica de ciudadanos que tomasen conciencia de la necesidad de sanear y ordenar la ciudad, y para eso se necesitaban voluntades. Solíamos cenar todo los jueves y, a veces, los martes. Su casa era acogedora y limpia, mucho más que la mía. En ocasiones me quedaba hasta largas horas de la noche conversando sobre esos asuntos, incluso, más de alguna vez me quedé a dormir en un sofá que había en el living. Yo no diría que nos hicimos amigos, sino sólo colaboradores y quizás algo cómplices. Y en esa situación pasábamos largas horas en su casa conversando los temas que nos interesaban, aunque debo reconocer que le interesaban más a él que a mí.

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Podríamos decir que todo iba bien hasta que su propia casa co-menzó a vibrar. Al principio fue algo tenue, muy leve, casi una sensación anímica, diría yo, pero con el paso de los días, los ventanales y el piso, las puertas y los muebles y la loza, que don Remigio y su madre guardaban como un valioso patrimonio, comenzó a hacer un ruido, si no ensordece-dor, absolutamente insoportable por su persistencia no estrepitosa. Tanto fue así que su madre terminó por levantarse de la cama y a recuperar una verticalidad imprecisa, motivada por el ruido insoportable de la loza, que la ponía muy nerviosa por la posibilidad de que se rompiera. Don Remigio no pudo soportar que su casa vibrara de ese modo, encontró que era una gran injusticia distributiva, porque nunca fue testigo del vibrato de mi casa. Y tampoco le tranquilizaba su equivalencia. Sentir en carne propia algo que comenzó en otro lado y de lo que no fue testigo, lo torturaba y lo frustraba. La extensión del fenómeno hizo disminuir sus ganas fiscalizadoras.Lo cierto es que se barajaron varias teorías sobre las emergencias vibra-torias, y el averiguarlo era parte del trabajo de don Remigio. La que más se escuchó en mi vecindario era la de la irrupción invasiva de nuevas tec-nologías portuarias. Otra, que era la que invocaba mi hermanita, tenía que ver con las obras que se desarrollaban para hacer un nuevo acceso vial al mismo puerto. Lo que más le molestaba, decía, era que con dinero de los contribuyentes se financiaba una obra que sólo beneficiaba a los privados, siguiendo su costumbre de estar siempre en contra del orden establecido. Esto me lo comentó cuando me fue a ver a la casa para darme unas instruc-ciones en relación a unas decisiones judiciales que había tomado contra las autoridades. Según sus instrucciones, yo debía comparecer como parte

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interesada. Todo esto me lo dijo con su marido acompañándola, yo diría que más agitada y nerviosa que de costumbre, incluso me pareció que le temblaba la voz. Todos temblábamos un poquito a esas alturas. Al marido de mi hermana, a Esteban, le temblaba la mandíbula cuando ella decidía maltratarlo, que era casi siempre, al menos cuando estaba yo presente. An-tes de irse de la casa lo retó porque se demoraba en entregarme dos mil pesos que le había ordenado que me pasara, el pobre no podía encontrar sencillo en su billetera, por lo que en su desesperación me dejó un billete de cinco mil para que mi hermanita no lo siguiera retando. Esa misma tarde don Remigio apareció por mi casa muy abatido, diciéndome, o tal vez exigiéndome, o quizás reclamándome, que debía re-tirar la demanda en que yo y mi hermana lo acusábamos de unas cuantas faltas del tipo abusivas que él habría cometido como funcionario. Yo sentí que me habló golpeado y también le temblaba la mandíbula como a mi cuñado, estaba algo nervioso y casi descompuesto. Me dijo o agregó, para terminar, que ahora, gracias a mí y a mi hermanita, se le estaba moviendo el piso. Yo me imaginé que eso significaba que tenía serios problemas en su trabajo.

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