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La Teoría Marxista hoy. Problemas y perspectivas Décimo Quinta Clase “Marxismo, cultura y poder” Por Eduardo Grüner El pensamiento marxista (no necesariamente el de Marx) ha tenido casi siempre una relación problemática con lo que suele llamarse cultura . Este último término es en sí mismo, desde ya, problemático y ambiguo: se le puede dar un sentido restringido y un tanto “elitista” –como ha tendido a hacerse en la modernidad burguesa- identificándolo con la “alta cultura” (la literatura, las bellas artes, la filosofía, etcétera), o un sentido aproximadamente antropológico, para designar los aspectos ampliamente simbólicos que expresan de manera discursiva o iconográfica las creencias, rituales, sentidos comunes, conductas o costumbres colectivas, en suma, el ethos de una(s) determinada(s) sociedad(es). Algunos antropólogos, incluso, diferencian la cultura material de la cultura simbólica, rindiendo un tributo más o menos inconsciente a la tradicional separación –vigente en el pensamiento occidental por lo menos desde Platón- entre el cuerpo y el espíritu, entre la materia y la Idea, y así sucesivamente. En un registro epistemológico, y ya en el pasaje del siglo XIX al XX, cierta herencia del romanticismo alemán inscripta en las diversas corrientes de la filosofía “comprensivista” (Dilthey, Rickert, Windelband y otros) hizo famosa la división tajante entre “ciencias de la naturaleza” y “ciencias de la cultura”, una dicotomía que no dejó de tener su impacto sobre algunos de los más grandes pensadores de la historia y la sociedad de la época como Weber, Simmel o Tönnies. El marxismo, por la lógica misma de su concepción de la historia y las estructuras sociales, siempre se sintió incómodo con estos binarismos tan radicales: el materialismo histórico, aún reconociendo la importancia de la herencia del 1

Marxismo y Poder GRUNER

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Marxismo y Poder GRUNER

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La Teoría Marxista hoy. Problemas y perspectivas

Décimo Quinta Clase

“Marxismo, cultura y poder”

Por Eduardo Grüner

El pensamiento marxista (no necesariamente el de Marx) ha tenido casi siempre una relación problemática con lo que suele llamarse cultura . Este último término es en sí mismo, desde ya, problemático y ambiguo: se le puede dar un sentido restringido y un tanto “elitista” –como ha tendido a hacerse en la modernidad burguesa- identificándolo con la “alta cultura” (la literatura, las bellas artes, la filosofía, etcétera), o un sentido aproximadamente antropológico, para designar los aspectos ampliamente simbólicos que expresan de manera discursiva o iconográfica las creencias, rituales, sentidos comunes, conductas o costumbres colectivas, en suma, el ethos de una(s) determinada(s) sociedad(es). Algunos antropólogos, incluso, diferencian la cultura material de la cultura simbólica, rindiendo un tributo más o menos inconsciente a la tradicional separación –vigente en el pensamiento occidental por lo menos desde Platón- entre el cuerpo y el espíritu, entre la materia y la Idea, y así sucesivamente. En un registro epistemológico, y ya en el pasaje del siglo XIX al XX, cierta herencia del romanticismo alemán inscripta en las diversas corrientes de la filosofía “comprensivista” (Dilthey, Rickert, Windelband y otros) hizo famosa la división tajante entre “ciencias de la naturaleza” y “ciencias de la cultura”, una dicotomía que no dejó de tener su impacto sobre algunos de los más grandes pensadores de la historia y la sociedad de la época como Weber, Simmel o Tönnies.

El marxismo, por la lógica misma de su concepción de la historia y las estructuras sociales, siempre se sintió incómodo con estos binarismos tan radicales: el materialismo histórico, aún reconociendo la importancia de la herencia del idealismo crítico alemán (y muy especialmente, claro, de Hegel), difícilmente podría adscribir a una noción puramente “espiritual” de la cultura, que hiciera de ella una esfera etérea y sublimada de las ideas y la sensibilidad artística, completamente ajena a las determinaciones –o, al menos, a los condicionamientos- materiales; pero por otra parte, tampoco podía –aunque en algunos casos esta tentación fue en cierto sentido muy fuerte- subordinar el método dialéctico a un materialismo vulgar, a un mecanicismo positivista, a un determinismo lineal, que desplazara fuera de la escena la libertad de la actividad racional y transformadora del sujeto. Las dos opciones son, estrictamente hablando, “idealistas” en el mal sentido del término (una metafísica de la Materia no es forzosamente mejor que una metafísica de la Idea) e insanablemente anti–dialécticas. Como lo postulara a principios de la década del ´30 Herbert Marcuse, una concepción “espiritualizada” de la cultura, que reclamara para dicha esfera una especie de universalidad ideal y ahistórica, no puede sino ser lo que Marcuse llama una cultura afirmativa: afirmativa, se entiende, de la estructura social y el sistema de dominación imperante, puesto que bajo esta lógica la cultura aparece como un topos uranos ajeno al “barro y la sangre” de la historia, como ese espacio de armonía espiritual que sirve de consuelo a los conflictos, contradicciones, injusticias y desgarramientos de la sociedad. Unos años antes que Marcuse, Lukács había señalado algo similar al decir que una

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cultura pensada en esos términos social e históricamente abstractos era una cultura –no necesariamente por sus “contenidos”, sino por su posición lógica– inevitablemente burguesa , ya que promovía una actitud meramente “contemplativa y estática” frente al mundo real, y por lo tanto dejaba intactas las estructuras de dominación. Como puede verse, en los dos casos (y en muchos más de los que luego nos ocuparemos) se trata de restituir el carácter de negatividad crítica y activa de la cultura (del pensamiento, del arte, de la ciencia, de la “cultura popular”). Este carácter, insistamos, no tiene que ver directamente con los temas o los contenidos explícitos de la producción cultural: esta posición simplista corre frecuentemente el riesgo de recaer en el mecanicismo del materialismo vulgar, y por lo tanto también “afirmativo”, y por lo tanto, en el fondo, es una posición esencialmente conservadora, aunque se revista de contenidos intencionales “de izquierda” (es lo que sucedió, para citar un caso extremo, con el llamado “realismo socialista” promovido en su momento por el stalinismo): se trata, una vez más, de articular la dialéctica entre el pensamiento crítico y auténticamente “creativo” –que no es sólo el de los individuos aislados, como pretende el idealismo burgués- y una praxis objetiva y profundamente transformadora de la realidad. No otro es el “mensaje” subyacente a la célebre Tesis XI, tan frecuentemente malentendida en un sentido, justamente, materialista vulgar. Pero cuando Marx dice que los filósofos (podríamos ampliar esto y decir, en general: la cultura, en el sentido de las formas de producción simbólica) se han limitado a interpretar el mundo, y de lo que se trata ahora es de transformarlo, de ninguna manera está abogando por alguna suerte de “activismo” irreflexivo o irracional, que arrojara por la borda como inservibles para la causa de la transformación el pensamiento, el arte, la teoría, etcétera. Marx está diciendo algo más complejo, más hondamente dialéctico: por un lado, que la transformación de la realidad es una condición para su conocimiento, para su “simbolización”; por el otro, que una “simbolización” orientada hacia esa transformación es ya un paso hacia la realización del “revolucionamiento” de lo real, puesto que esa orientación simbólica, “interpretativa”, forma parte de la praxis transformadora. O, para parafrasear otra formulación famosa, al menos mientras el proceso de transformación está en curso, las “armas de la crítica” y la “crítica de las armas” son las dos caras de la moneda dialéctica.

En resumen: si por un lado existe una mutua dependencia entre la esfera simbólica de la cultura y la esfera material de la historia y la sociedad, esa dependencia no es mecánica ni lineal: la cultura no refleja pasivamente a su “base material” (una expresión también problemática, sobre la que tendremos que volver) sino que, como se suele decir, guarda una autonomía relativa: como lo dice claramente este enunciado, es la relación, justamente, la que produce el efecto de autonomía: pero no por ello esa (relativa) autonomía es menos real. La idea de que la cultura es totalmente autónoma de la “base material” y la idea de que es totalmente dependiente de ella son, en verdad, ilusiones estrictamente complementarias y aún solidarias, y ambas, como decíamos, completamente antidialécticas. Restaurar, entonces, el carácter dialéctico complejo de esa “relación” significaría, para decirlo con un término hegeliano muy usado por Marx, encontrar el sistema de mediaciones que nos permitiera pensar toda esa complejidad del pasaje entre una y otra. ¿Cuál es el núcleo de ese sistema de mediaciones? Una primera hipótesis que vale la pena explorar es que ese núcleo esté encerrado en el tercer término (hasta ahora excluído de nuestra exposición) que figura en el título de esta clase: el poder.

En efecto: es el ejercicio de una cierta lógica del poder (que tampoco es abstracta, sino que está histórica y socialmente determinada, es diferente en cada época, en cada “modo de producción”, en cada formación social, etcétera) la que le asigna su

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lugar específico a la producción cultural –y aún así, por supuesto, ese “lugar” es dinámico y cambiante, y además no existe nunca un solo “lugar” para la cultura, aunque el poder, que es fundamentalmente el poder de la(s) clase(s) dominante(s), procura que haya siempre un “lugar” y una lógica asimismo dominantes-. Ahora bien, ¿qué es, cómo se ejerce el poder en el registro relativamente autónomo de la cultura? En términos marxistas (aunque admitimos que por el momento, y hasta que tengamos algunas otras herramientas teóricas, estamos obligados a simplificar un tanto) la incidencia del poder en la esfera de la cultura es el “lugar” de lo que se suele llamar la ideología. Y es de eso, entonces, de lo primero que tendremos que ocuparnos.

La (espinosa) cuestión de la ideología

El de ideología es uno de los conceptos “marxianos” (porque desde luego hay otras maneras, no tributarias de Marx, de entenderlo) que más malentendidos ha producido. Algunos de ellos se deben a que el propio Marx no dejó una teoría sistemática y completa de la cuestión –así como no lo hizo con otras nociones centrales para su teoría, como la de clase-. Pero ello no obsta para que podamos deducirla de lo que sí dijo, y sobre todo de su método de análisis y crítica: lo que se llama el “marxismo”, justamente, no es una doctrina cerrada de una vez para siempre, una teología (y por otra parte, hasta las teologías cambian al ritmo de las transformaciones históricas: por citar un ejemplo extremo, la teología cristiana no inventó el Purgatorio sino hasta una fecha relativamente reciente, en la alta Edad Media). El marxismo es una praxis que implica un modo de producción del conocimiento, en permanente redefinición, aunque resguardando ciertas categorías básicas sin las cuales, como cualquier forma de pensamiento, se transformaría en otra cosa. Ello nos permite decir, también, sin temor a cometer herejía alguna, que otra fuente frecuente de confusiones respecto del concepto de ideología es el propio Marx (y Engels), quien ocasionalmente utilizó algunas metáforas poco felices para referirse a ella. Pero vayamos por partes.Ante todo, es importante entender qué cosa no es -siempre en términos marxistas- la ideología:

1) la ideología no es un simple corpus, más o menos sistemático, de “ideas”. Esta noción equivocada deriva de la ilusión idealista, y luego racionalista e iluminista, de que las “ideas” por sí solas pueden alterar la materialidad del mundo. O, peor, que las ideas son otra cosa, están en otra parte, que el mundo material. Pero en Marx, no importa cuál sea el grado variable de autonomía de las ideas, ellas están siempre –con todas las mediaciones y complejidades del caso- “encastradas” en prácticas materiales concretas: la ideología no planea en las alturas celestiales y después “baja” a tierra para producir efectos sensibles, sino que es inseparable de los procesos materiales. De no ser así bastaría, por ejemplo, con que todos los proletarios del mundo leyeran atentamente El Capital (y esto sería hoy en día posible) para que la sociedad se transformara radicalmente mediante esa “adquisición de conciencia”: o bastaría aprenderse de memoria las obras completas de Freud para automáticamente dejar de ser neurótico. Desgraciadamente, sabemos que las cosas no son tan simples. Es la praxis de los sujetos vivientes la que transforma (o reproduce) la realidad existente, y esa praxis está, como se dice, “informada” también por las ideas, pero a su vez las “informa” a ellas.

2) La ideología no es una mera “superestructura” (esta es una de esas metáforas poco felices a las que hacíamos referencia). Por lo menos, no en el sentido sugerido por la famosa explicación del propio Marx según la cual la

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“superestructura” (jurídica, política, ideológica, estética, etcétera) se levanta sobre una así llamada “base económica” que la determina “en última instancia” (este añadido, como se sabe, es de Engels). Esta expresión produce una imagen no sólo determinista, sino de exterioridad entre la base económica y la “superestructura”. Pero en ese propio párrafo de Marx ya se problematiza esta imagen. Porque, ¿cómo está compuesta esa “base económica” (y hay que recordar, por supuesto, que el término “economía” no tiene en Marx la misma acepción restringida, de disciplina especializada, que entre los economistas “burgueses”, que pretenden separar a la economía de la sociedad, la política, la cultura: por eso El Capital es, como reza su subtítulo, una crítica de la economía política)? En la base económica están, ciertamente, las fuerzas productivas (entre las cuales hay que contar a esas “fuerzas vivas” que son los sujetos portadores de la fuerza de trabajo) y las relaciones de producción –es decir, de propiedad y dominación, que como toda relación es bilateral, y en la teoría de Marx objetivamente conflictiva-. Vale decir: la “base económica” está ya siempre atravesada por la instancia política (la lucha de clases y sus formas organizativas, “institucionales”, que se inscribe en las relaciones de producción-dominación), por la instancia jurídica (las leyes y normas que regulan las formas de propiedad, los contratos, los funcionamientos institucionales, las prácticas políticas), por la instancia ideológico-cultural (las formas simbólicas de producción y reproducción del consenso que hacen que los sujetos “acepten” las normas de funcionamiento del sistema), por la instancia “subjetiva” (las formas en que los sujetos se representan interiormente su posición en el mundo, representación sin la cual no podría haber consenso y aceptación, pero tampoco resistencia y lucha de clases) y aún por la instancia estética (ya que muchas veces esas “representaciones” se expresan exteriormente en obras literarias y artísticas). Por supuesto, una vez más, todas estas instancias pertenecen a registros lógicos y a modos de la praxis “relativamente autónomos”, pero nunca completamente exteriores unos a los otros.

3) La ideología no es una “falsa conciencia” (otra metáfora poco ajustada): no se trata simplemente de una visión deformada de la realidad social (como lo sugiere la célebre imagen de la camera obscura que hace Marx en La Ideología Alemana), sino de que –si es cierto que las “ideas” son inseparables de las prácticas materiales en que se encarnan- es la propia estructura social e histórica la que se presenta, objetivamente, bajo una forma “ideológica”. Como lo dice provocativamente Althusser: la ideología no es conciencia falsa de una realidad verdadera, sino conciencia verdadera de una realidad falsa. Creer lo contrario sería caer, nuevamente, en la ilusión iluminista: bastaría revelar (para continuar con la metáfora fotográfica) la imagen “verdadera” para que todos comprendiéramos (y por lo tanto superáramos) la trampa ideológica en la que hemos caído. Pero precisamente, esa “revelación” afectaría solamente a la conciencia, y no a las prácticas materiales. Ella es, pues, un paso necesario, pero nunca suficiente. Por otra parte, aún así, no se trata tampoco de la conciencia. Si yo digo que la ideología es “falsa conciencia” estoy presuponiendo una conciencia verdadera que por obra de la ideología está reprimida u obnubilada. Pero al menos desde Freud sabemos que toda conciencia, en cierto sentido, es “falsa”: el resorte profundo en el que se apoya la ideología es el Inconsciente, y por ello es tan poderosa; porque –sobre todo en el capitalismo, como veremos- la acción de la ideología tiende a coincidir con la propia producción de la “subjetividad” por los mecanismos del Inconsciente.

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4) La ideología no es, por consiguiente, una completa mentira. Ninguna ideología podría aspirar a ser mínimamente eficaz si sólo consistiera en un conjunto de falacias disparatadas, pues entonces sería rápidamente descartada como un puro dislate, un delirio ajeno al mundo de lo real, una historia fantástica sin efectos sobre la vida. Si es eficaz, es porque siempre encierra lo que Adorno llamaría un momento de Verdad. Porque dice algo que es perfectamente verosímil, que responde a las necesidades humanas de conocimiento, de explicación del mundo, de comprensión de lo enigmático, etcétera. Aún ese paradigma de discurso ideológico que era para Marx la religión, no puede ser completamente entendido como mera engañifa para enceguecer a las masas sobre su condición real (otra versión esquemática de los iluministas): la religión puede ser “el opio de los pueblos”, pero el opio tiene su momento de verdad como calmante de un dolor real. El problema, sobre el cual tendremos que volver, es cuando confundimos la eliminación del síntoma con la curación de la enfermedad. O, dicho de otra manera, la causa con el efecto. Para dar un ejemplo muy sencillo: si alguien dice que “el sol sale por el este y se pone por el oeste”, desde luego esto no es totalmente verdadero (pues, como sabemos, el sol no sale ni se pone, sino que la tierra gira, etcétera, y lo que mis ojos perciben es el efecto visible de un mecanismo causal muy complejo que está fuera de mi visión), pero tampoco es totalmente falso (puesto que lo que yo efectivamente veo, junto con la totalidad de los otros seres humanos que habitan el planeta, es que el sol sale y se pone): nuevamente, yo veo bien, pero es la “realidad” la que se me presenta engañosamente. El problema no es este, sino que yo crea que no hay otra cosa que esa “salida” y “puesta” del sol (que confunda la causa con el efecto, la parte con el todo): y, como es también bien sabido, en otra demostración de la coextensividad de la ideología con las prácticas materiales, a muchos que en el pasado intentaron aclarar este equívoco les costó la hoguera inquisitorial. Eso sucedió porque los detentadores del poder en ese entonces intuyeron correctamente, aunque no necesariamente con plena (y verdadera) “conciencia”, que semejante demostración alteraba radicalmente la imagen del mundo sobre la cual habían construido su poder, su hegemonía. Algo semejante –aunque a la distancia nos parezca mucho más complejo- sucede ahora, por ejemplo, con los actuales detentadores del poder, que aceptan tranquilamente que la tierra gira, pero consideran disparatado y “subversivo” que alguien diga que el contrato “libre” de trabajo en las condiciones de las relaciones de producción capitalistas necesariamente implica explotación, por mejores salarios que se paguen. No es que simplemente pretendan engañarnos, estafarnos: ellos creen sinceramente que esa “libertad” (que efectivamente existe, en un cierto sentido, ya que se ha abolido la esclavitud) es lo único que hay (la parte por el todo); así es como se les presenta el mundo a su conciencia “verdadera”. Y tampoco es solamente que su conciencia esté “determinada” por sus intereses materiales, puesto que muchos de los explotados que objetivamente tienen intereses contrarios creen exactamente lo mismo: eso es lo que quiere decir el concepto gramsciano de hegemonía, una hegemonía que –como hemos repetido hasta el cansancio- se materializa en prácticas conducentes a la reproducción del sistema.

5) La ideología no es, al menos de manera mecánica y unilateral, “la ideología de las clases dominantes”. Porque, de nuevo, no se trata de los contenidos, sino de una cierta lógica de producción simbólica de la subjetividad y de la “imagen del mundo”. Las clases dominantes no tienen ningún inconveniente en tomar muchos de sus contenidos “temáticos” de la cultura espontánea de las clases

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populares. Más aún: para conservar su hegemonía necesitan hacer eso, necesitan incorporar “temas” que sean reconocidos como verdaderos (es decir: que puedan producir un efecto de reconocimiento que confirme los presupuestos previos) por las clases populares. Eso es precisamente lo que siempre han hecho –para volver a nuestro ejemplo princeps – las religiones, o mejor dicho las racionalizaciones eclesiásticas que representan el poder institucional de las Iglesias históricas: han sabido interpretar el “dolor” y las necesidades de consuelo auténticas de sus fieles. En un plano más “prosaico”, es lo que hacen en el capitalismo moderno las encuestas de opinión o las investigaciones de marketing: captar necesidades “reales” para transformarlas en motivaciones de consumo, etcétera. Por supuesto, allí se termina su “momento de verdad”, que es reciclado para otros fines que los que estaban inconscientemente implícitos en las demandas populares. La lógica a que nos referíamos es pues la de la sustitución de la parte por el todo. Que es, finalmente, la lógica misma de la hegemonía en el sentido más amplio: como decía Marx, clase dominante es, por definición, aquélla capaz de hacer pasar sus intereses particulares por los intereses generales de la sociedad en su conjunto.

Ahora bien: ¿dónde está, en el capitalismo, la matriz básica de la lógica material de la ideología? No en las ideas por sí mismas, sino en las prácticas, decíamos. ¿Y cuál es la “práctica” fundante del modo de producción capitalista? La de las relaciones de producción. Si hubiera que identificar un texto de Marx donde encontrar esa matriz y generalizarla, al menos en teoría, al conjunto de las prácticas culturales bajo el capitalismo, ese texto sería el capítulo I de El Capital, y muy en especial la sección sobre el llamado fetichismo de la mercancía. En efecto, allí puede verse con meridiana claridad el funcionamiento de la lógica de “la parte por el todo”. Como explica Marx, el secreto de la plusvalía (es decir, de la “ganancia” o diferencia que obtiene el capitalista, y que permite el proceso de renovada acumulación que permitirá la reproducción del sistema, y por lo tanto de las relaciones de dominación) no está, como pretende la economía “burguesa”, en la esfera del mercado, es decir, del intercambio y la distribución, sino en la esfera de la producción (en esa “otra escena” que queda fuera de la percepción inmediata, así como queda fuera de la percepción el movimiento de la tierra cuyo efecto es que el sol “salga” y se “ponga”): en el mercado es donde se realiza la plusvalía –bajo la forma de “ganancia”- pero en la producción es donde se produce la plusvalía, gracias al “truco” (no necesariamente intencional: de nuevo, es la propia lógica del sistema la que lo impone) de considerar a la fuerza de trabajo como una mercancía “igual” a las otras, sin tomar en cuenta la cuota adicional de valor que esa mercancía singular “traslada” a todas las otras por el mero hecho de producirlas. Eso es lo que está, asimismo, en el fondo del “fetichismo” –y recuérdese que esta es una palabra de origen religioso: el capitalismo es, en efecto, “la religión de la Mercancía”– que, como dice Marx, transforma a los objetos en sujetos (las mercancías, seres inanimados, parece que “actuaran” como seres vivos, relacionándose por sí mismas en el mercado) y a los sujetos en objetos (los trabajadores, seres humanos, quedan reducidos a un objeto-mercancía como cualquiera, llamada “fuerza de trabajo”). Pero la base del fetichismo consiste en: a) como siempre, sustituir el todo por la parte y la causa por el efecto: parecería que el mercado y la distribución son el todo del sistema capitalista, desplazando fuera de la vista a la producción; b) por lo tanto, sustituir el proceso de trabajo por el producto terminado: lo que importa considerar es la lógica de las mercancías, y no la de la producción de las mercancías: en términos teóricos, esto significa lisa y llanamente la eliminación de la historia; las cosas son lo que son, y no lo

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que han llegado a ser mediante un proceso que ha supuesto determinadas condiciones históricas, sociales, políticas, culturales, con sus conflictos y formas de dominación y resistencia; c) finalmente, de manera más general, producir una abstracción -un universal abstracto, lo hubiera llamado Hegel- bajo la cual todas las diferencias cualitativas y las particularidades concretas, incluso las singularidades –como por ejemplo la de la “mercancía” fuerza de trabajo- quedan como si dijéramos “aplanadas” en el equivalente general (todas las mercancías, incluida la fuerza de trabajo, son “iguales” y equivalentes entre sí, puesto que todas pueden “traducirse” entre ellas y reducirse a un valor de cambio en el mercado, no importa cuáles sean sus diferencias como valor de uso). Es sobre esta matriz, con todas las complejas mediaciones correspondientes, que se levanta también una “superestructura” jurídico-política que hace de la noción de ciudadanía universal un “equivalente general” donde todos los ciudadanos son supuestamente iguales –es decir: reducibles a un universal abstracto- ante la Ley, no importa cuáles sean sus particularidades reales de clase, género, etnia, religión, identidad cultural o nacional, etcétera. Como decía Marx ya en uno de sus escritos “juveniles”, la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, que todos los hombres sean iguales ante la Ley puede ser un avance gigantesco frente a la desigualdad jurídica consagrada en los modos de producción pre-modernos, pero dentro de la lógica propia de la modernidad capitalista, es un enunciado profundamente ideológico que, ocultando las profundas desigualdades sociales, sexuales y culturales producidas por la explotación inherente a la propia lógica de las relaciones de producción, produce la ilusión de una igualdad universal (sin que ello implique que no exista realmente un momento de verdad en el enunciado, ya que en términos “formales” hay igualdad) y así transforma en “hegemónico” un pensamiento que corresponde a los intereses de las clases dominantes. De donde Marx extrae una pregunta provocativa: ¿cómo puede la Ley ser igual para todos, si los sujetos son todos diferentes?

Lo que habitualmente se llama “crítica de la ideología”, pues, no pasa, repitamos, por simplemente revelar la “verdad” allí donde hay una “mentira”. Es una operación lógica más compleja, que pasa por reponer la relación conflictiva entre la parte y el todo, entre el particular concreto y el universal abstracto, entre la singularidad y el efecto de equivalente general, y, en definitiva, entre la naturaleza y la historia (puesto que el objetivo último de la ideología es “naturalizar” lo que es el producto de un proceso histórico, y no una “ley de la naturaleza” como, digamos, la ley de gravedad, absolutamente inevitable). La crítica de la ideología apunta, sencillamente, a mostrar que las cosas podrían ser de otra manera, y que si son “así” no es por una legalidad natural ni por una ley divina, sino porque hay un poder que así las ha hecho.

La cultura, espacio de conflicto

Todo lo que hemos dicho sobre la ideología vale, mutatis mutandis, para la “cultura”. Porque la cultura de cualquier sociedad de clases, decíamos, y ahora podemos refinar un poco más esa noción, es el espacio de reproducción del consenso, articulado por la lógica de la ideología dominante. Por supuesto, no es un espacio homogéneo: toda cultura –en el sentido amplio, “antropológico”, del término- es también, en un cierto nivel, un campo de batalla ideológico, que supone una confrontación (normalmente “inconsciente”) entre la hegemonía y las construcciones contrahegemónicas más o menos “espontáneas”. Como decía el gran lingüista marxista Mijail Bakhtin, toda cultura, e incluso toda lengua, es dialógica, heteroglósica y polifónica: en ella hay conflictos sordos, subterráneos, pero permanentes, entre los diferentes “acentos” sociales, incluso “clasistas”, que pugnan por imponerse.

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Normalmente también, uno de esos “acentos” –el de las clases dominantes- logra hegemonizar a los demás, y se hace “escuchar” como el único existente: la parte por el todo. Por eso podemos estar bien seguros de que, cuando escuchemos hablar de las culturas en singular (la cultura occidental, la cultura argentina, la cultura masculina o femenina, la cultura negra, la cultura lo que sea), es porque estamos en pleno reino de la ideología (dominante) y de la abstracción fetichista del “equivalente general”, aunque no lo sepamos, y nos parezca una expresión perfectamente “natural”. Pero, afortunadamente, no es así: aún cuando parezca que la hegemonía es completa, las “voces” dominadas tratarán de hacerse escuchar con su propio “acento” (o con el que sean capaces de producir a partir de la resistencia a la dominación): de allí que, como intentaba mostrar Gramsci, incluso la esfera del más craso sentido común de la sociedad –que es, esquemáticamente, la esfera hegemónica en la que se “naturalizan” las ideas y la lógica del pensamiento dominante- guarda “momentos de verdad” inconscientes que, en determinadas circunstancias históricas de crisis hegemónica, pueden ser “activados” para una refundación “cultural y moral” de la sociedad que rompa la dominación ideológica al mismo tiempo que la praxis popular logra romper sus ataduras de dependencia con la clase dominante. Pero aún antes de que esto suceda, esos “momentos de verdad” pueden articularse en formas larvadas de resistencia que objetivamente apuntan a, como decíamos más arriba, reponer el conflicto entre la parte y el todo, que entonces se revela –para decirlo con una expresión canónica de Adorno- como falsa totalidad (“falsa”, en el sentido de que su apariencia consistente y armónica depende, justamente, de la exclusión de la “parte” que desarticularía tal consistencia, como ocurre cuando Marx reintroduce la cuestión de la plusvalía, esa particularidad, ese pequeño “detalle”, en la elegante teoría que da la economía burguesa sobre el funcionamiento del capitalismo). Los antropólogos o los etnohistoriadores conocen bien este fenómeno, cuando estudian las formas en que las culturas dominadas por el colonialismo se “transculturan”, reapropiándose de ciertos contenidos de la cultura dominante para poder hacer escuchar, aunque fuera intermitente y disimuladamente, su propio “acento” cultural: muchas de las formas del llamado sincretismo religioso o cultural que han proliferado, después de la Conquista, en diversas regiones de América, son el testimonio de estos modos de resistencia “pasiva”. Son, por lo tanto, testimonio –cuando se los lee desde esta perspectiva- de lo plenamente ideológica que es la pretensión de una cultura (para nuestro caso la cultura occidental moderna, que en verdad es la única que, por ser planamente “mundial”, pudo sostener esa pretensión) de ser la representante de la civilización como tal.

Desde luego, la cultura dominante, en su empresa hegemónica, pugnará siempre por subsumir toda otra cultura –empezando por las culturas “espontáneas” de las clases subalternas- en la lógica de su propia cultura. Necesita hacer eso para asegurarse el consenso y la reproducción también simbólica de las estructuras de dominación. Esa lógica, por ser cultural, es fundamentalmente ideológica y “representacional”. Pero no es exclusivamente discursiva, en el sentido restringido del término: está fundada, como hemos visto, en la sobredeterminación que le otorgan las relaciones de producción. Por dar un ejemplo grueso, aunque a primera vista parezca un tanto reductivo: el “descubrimiento” renacentista de una forma de representación que recibió el nombre de perspectiva, tiene por supuesto un alto grado de especificidad estética y técnica, pero también responde a la necesidad de centrar la representación de la realidad a partir de la mirada del individuo, que ya había comenzado a ser el protagonista ideológico privilegiado del incipiente modelo “burgués” de sociedad. A mediados del siglo XVII, esta anticipación del arte será plenamente consagrada, en la filosofía, por el ego cartesiano, en la teoría política por la escuela del contractualismo moderno a partir de

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Hobbes, y así sucesivamente. Y es contra este centralismo y realismo de la representación (el cual, una vez más dentro de la lógica de “la parte por el todo”, pretendió ser la representación por excelencia, la que se correspondía totalmente con una perspectiva abstractamente humana) que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX pero sobre todo en las primeras décadas del XX, se levantarán las llamadas “vanguardias” estéticas, tan frecuentemente vinculadas a concepciones radicalizadas en lo político.

En el transcurso del siglo XX, el poder, en buena medida, logró efectivamente esa subsunción de los particularismos culturales en el “equivalente general” de la lógica cultural dominante. Lo hizo luchando contra lo que Lukács llamaba “la insoburdinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto”, es decir –para retomar una expresión de Walter Benjamín- a favor de un pensamiento identitario que apuntó a eliminar el conflicto entre lo particular (fuera este perteneciente a la cultura dominada, o sencillamente a la singularidad de la obra de arte) y lo universal (es decir, el modo de producción dominante). El resorte “económico” de esta operación fue (y sigue siendo) la más completa posible colonización de las culturas dominadas por lo que Adorno y Horkheimer, en un texto célebre, llamaron la industria cultural. Esta industria cultural –que alcanzará su culminación sobre todo después de la II Guerra mundial, en el contexto de la llamada “sociedad de consumo”- implica un salto cualitativo en el proceso permanente de mercantilización de la cultura en la modernidad. Ahora ya no se trata simplemente de que los productos culturales –generados bajo una gran diversidad de lógicas creadoras diferentes, individuales o colectivas- se transformen en mercancías (un fenómeno que empezó en el propio Renacimiento y creció a lo largo de toda la modernidad “burguesa”), sino de que esos productos culturales son ya, desde el inicio, concebidos como futuras mercancías y generadas bajo la lógica de la producción y el intercambio mercantil que subtiende al sistema en su conjunto. Como señalan Adorno y Horkheimer, pues, la cultura se convierte en un instrumento más –y ciertamente no el menor- de la planificación de la sociedad capitalista (que, en el fondo, es siempre “planificada”, aunque aparezca espontáneamente librada a la famosa “mano invisible” del mercado): no sólo se planifica la producción/distribución de la cultura –con la consiguiente e inevitable homogeneización y borradura de las diferencias que supone la producción en serie para el consumo “masivo”- sino que, mediante las nuevas técnicas de publicidad y marketing – se planifica el público que está destinado a consumir los productos culturales. Como dicen los autores, la industria cultural no sólo crea objetos para los sujetos, sino también sujetos para esos objetos: la mercantilización, así, alcanza a la misma subjetividad, dejando “fuera” del sistema mundializado tan sólo a expresiones culturales marginales, o reciclándolas en la lógica del “equivalente general”. Este es el “determinante en última instancia” de lo que se ha llamado la muerte de las vanguardias, pero también de la bastardización de los remanentes de auténtica cultura popular o “étnica”, cuyos rasgos originarios se hacen irreconocibles en su “standardización” mercantil. Desde luego, como hemos dicho más arriba, siempre quedan intersticios para la resistencia cultural, pero eso, nuevamente, no depende sólo de la cultura en sentido estricto, sino de la movilización resistente de la sociedad en su conjunto: mientras tanto, como afirmaba con cierta amarga resignación el propio Adorno, lo que hay son espacios muy acotados para la creación, necesariamente “elitista” de lo que él llamaba arte autónomo: formas culturales que luchan por hacer visible, hasta donde sea posible, el conflicto entre el particular concreto y el universal abstracto.

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Globalización, postmodernidad y más allá

El eufemismo que conocemos como globalización -y que mejor debería denominarse, a la manera de Samir Amin, mundialización del capital, o más específicamente, de la ley del valor- ¿supone una transformación radical en la relación cultura/poder, tal como puede pensarse desde el marxismo? La cuestión es harto compleja, y necesariamente plantea más hipótesis que conclusiones definitivas. Tratemos de enumerar algunas:

1) En el sentido de lo que Fernand Braudel llamaba la larga duración, la mundialización comienza hace más de cinco siglos, con la conquista de (lo que luego se llamaría) América y el proceso de expansión colonial. Como lo ha mostrado la teoría del sistema-mundo de Immanuel Wallerstein y otros -pero pueden encontrarse importantes indicaciones ya en el famoso capítulo XXIV de El Capital - dicha expansión fue uno de los resortes fundamentales de la llamada acumulación originaria de capital, sobre la cual, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, se implantaría la revolución industrial, que terminaría haciendo del capitalismo el primer gran sistema realmente mundial, “global”, de dominación (ya que los imperios anteriores, incluidos el romano o el islámico, con ser inmensos se limitaron a una porción del mundo, y por supuesto fueron políticos y comerciales antes que estrictamente “económicos”. Esta dominación (directa o indirecta, colonial, neocolonial o imperialista) tuvo desde ya un aspecto ideológico-cultural de primerísima importancia: como hemos visto, una cultura -la “occidental y cristiana”- pretendió imponerse como la cultura: no sólo la “superior” sino la portadora, por excelencia, de la Civilización, la Razón, la Modernización y el Progreso, tendiendo hacia la (siempre imperfecta, pero de vasto alcance) homogeneización de la inmensa diversidad de culturas preexistentes, incluso al propio interior de la civilización occidental, a medida que esta se fue haciendo progresivamente “burguesa”. Una vez más, la lógica de “la parte por el todo” se puso en pleno funcionamiento. Desde el principio, y hasta llegar al positivista siglo XIX, la dominación cultural estuvo ideológicamente justificada por el racismo, que atribuyó una “inferioridad” (natural primero, cultural después) a las sociedades de las cuales se obtenía la mayor cuota de plusvalía. A grandes rasgos, esta situación perduró, con los matices del caso, hasta la II Guerra Mundial, luego de la cual se producen los grandes movimientos de descolonización en Asia y Africa, que produjeron la categoría del así llamado “Tercer Mundo” y obligaron a pensar las relaciones interétnicas o interculturales desde una perspectiva más “pluralista”, aunque no por ello menos dominadora.

2) No obstante esta relativa continuidad, en un cierto sentido se produjeron (entre fines de la década del 60 y principios de la del 70), como respuesta a la nueva fase de crisis del sistema capitalista mundial, algunas transformaciones de gran importancia en la lógica del funcionamiento del sistema. Para nuestros propósitos, mencionaremos tan sólo las siguientes: a) el llamado postfordismo, que alteró sustancialmente las formas de organización mundial de la producción capitalista, con sus procesos de descentralización y diversificación, que tuvieron que adaptarse a los distintos parámetros culturales de las regiones proveedoras de materia prima, mano de obra y asentamiento productivo; b) la revolución tecnológica, con el predominio de nuevas “fuerzas productivas” informático-comunicacionales plenamente mundializadas, que ahondaron hasta límites antes impensables el fenómeno de la homogeinización cultural, conviviendo de modo

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“desigual y combinado” con la promoción de la “diversidad” cultural; c) lo que Samir Amin llama la financiarización del capital, esto es, el carácter progresivamente dominante que adquirió el capital financiero y especulativo, no-productivo, que llevó asimismo a sus límites extremos el fenómeno de fetichización del “equivalente general” por excelencia representado por el dinero. d) una sensación , más ilusoria que real, de que el mundo ha entrado en un proceso de “borramiento” de las fronteras (nacionales, culturales, de clase, étnicas, de género, etcétera) para transformarse en un espacio de “flujos” heterogéneos, de imágenes “virtuales” globalizadas, sin densidad histórica, en una suerte de “eterno presente” que no merece convocar transformaciones sustantivas en el futuro más o menos inmediato. Una sensación ayudada, claro está, por el derrumbe de los experimentos del “socialismo real”, que parece haber dado su certificado definitivo al imperio de un sistema mundial sin alternativas.

3) Esta es la época que ha dado en llamarse la postmodernidad. Pese a las apariencias de diversificación y pluralidad “multicultural”, al aspecto de fragmentación indeterminada que semeja haber adquirido el mundo, es una época signada por una enorme homogeneidad “cultural” (ahora en el más amplio sentido del término): el multiculturalismo y la diversidad son apenas la otra cara, puramente epidérmica, de una profunda unidad bajo el “equivalente general”. Todas las tendencias precedentes en el campo extenso de la cultura (que podemos abreviar con la etiqueta adorniana de industria cultural) se han profundizado hasta límites impensables para los propios creadores de esa categoría. La cultura misma –ese aspecto “simbólico”, generador de subjetividad alienada, que es central en la lógica de las nuevas tecnologías dominantes del capitalismo, desde la informática hasta los medios masivos de comunicación- se ha transformado en un resorte fundamental del sistema. Como dice Fredric Jameson, la mundialización generalizada del fetichismo de la mercancía ha hecho que “no sólo la cultura es cada vez más económica, sino que la economía es cada vez más cultural”. El predominio del capital financiero-especulativo también pertenece a este orden de cosas: ya ni siquiera existe la materialidad del dinero, sino que es el “ciberespacio” financiero el que mueve los hilos de la economía mundial, haciendo que de la noche a la mañana se derrumben países, sociedades, regiones enteros. Estamos bajo la plena dictadura de lo abstracto, bajo la tiranía del significante vacío: esa es la nueva “imagen” del poder en la cultura, y el nuevo formato de la ideología dominante.

4) En este contexto, el pensamiento “resistente”, las teorías críticas y transformadoras –incluídas muchas que solían inscribirse en el espacio elástico del “marxismo”- no siempre han sabido resistir, justamente, el espíritu de la época. Las novedades teóricas como los “estudios culturales” o la llamada “teoría postcolonial” sin duda han aportado muy interesantes insights sobre la nueva situación de la cultura mundial, que no es cuestión de desechar en bloque y más aún, es necesario profundizar. Sin embargo, simultáneamente han caído en la tentación –hasta cierto punto inducida con mayor o menor grado de conciencia por la cultura dominante- de lo que podríamos llamar, genéricamente, el textualismo, vale decir, la eliminación del conflicto entre los dispositivos discursivos o imaginarios y lo real puro y duro, “material”, del modo de producción. Ello provoca –por más crítico que se pretenda ser: no se trata de una cuestión de intenciones– que en buena medida se caiga en cierta complicidad con el discurso ideológico-cultural dominante, que quisiera mostrarnos la

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imagen de un mundo armónicamente diversificado, diluyendo la presencia del poder, la dominación y las injusticias que, repetimos, constituyen la profunda unidad que está por detrás de la aparente diversidad. La celebración de la fragmentación y de los “flujos” indeterminados, de las “hibrideces” culturales y de los “intersticios” borradores de fronteras, corre el peligro de recaer en la subordinación a un “universal abstracto” ahora pintado de arcoiris, disfrazando –desde la otra punta, si se puede decir así- una vez más el conflicto entre lo particular y la (falsa) totalidad (que, como dice el ya citado Jameson, no es otra cosa, finalmente, que el modo de producción). Este es, entre otras cosas, el precio a pagar por el abandono apresurado e irreflexivo de ciertas categorías centrales de ese modo de producción de conocimiento y pensamiento crítico representado por el marxismo.

5) Afortunadamente (aunque no es nuestro propósito pecar de un exceso de optimismo) hay indicadores de que esta situación empieza a cambiar. La crisis del nuevo “modelo de acumulación” implementado en los años 70, y en términos más históricos, el cada vez más evidente fracaso –por no decir catástrofe– civilizatorio del capitalismo, junto con el progresivo crecimiento de los nuevos movimientos nacionales, regionales y mundiales de resistencia a una globalización genocida y “etnocida”, empiezan a hacer impacto también en el universo simbólico-cultural. El contexto es todavía de profunda incertidumbre y desorden, y sería excesivamente audaz arriesgar una dirección precisa del nuevo proceso. Pero no cabe duda que están sentadas las condiciones para repensar críticamente la cultura, para recrear una cultura crítica, con todo el nivel imprescindible de (relativa) autonomía y especificidad, pero también con un nuevo impulso de puesta en evidencia del carácter conflictivo, de campo de batalla, de la esfera cultural. El marxismo, aunque no sea (como no lo fue nunca) suficiente, será estrictamente necesario como lógica de pensamiento y de praxis en esa batalla, a condición de que sepa repensar su propia cultura.

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