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Meyer Nicholas - Horror en Londres

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Nicholas Meyer Horror en Londres Título original: The west end horror Traducción: Lucrecia Moreno Sáenz Ultramar Editores – Bolsillo Madrid – España ISBN: 84—7386—203—1 Digitalizado por Mr. Pond

Para Elly y Leonore

PREFACIO Una de las consecuencias interesantes de la publicación de «Elemental,

doctor Freud...» ha sido la gran cantidad de cartas que he recibido —en mi carácter de editor— de todas las partes del mundo. Como predije en el momento de publicar la obra, el manuscrito se convirtió en tema de acaloradas polémicas y me han escrito en toda clase de papel, con distintas calidades de gramática y puntuación, para decirme lo que cada uno piensa de la autenticidad del libro. (Hasta recuerdo a un estudiante secundario de Juneau, Alaska, quien me llamó por teléfono muy temprano una mañana, creyendo que la hora de Los Angeles tenía una hora de atraso, en lugar de lo contrario, para decirme que consideraba que yo era un embaucador.)

Otra consecuencia inesperada de la publicación del libro ha sido la aparición de varios manuscritos watsonianos «perdidos», no menos de cinco, sometidos todos a mi consideración como editor. Provienen de fuentes tan diversas como su sorprendente material: un piloto comercial de Texarkana (Texas), un diplomático de la Argentina, una viuda de Racine (Wisconsin), un rabino de Suiza ( ¡esta carta escrita en italiano! ) y un señor jubilado, de profesión incierta, de San Clemente (California).

Los manuscritos eran todos interesantes y contenían, sin excepción, pruebas de su origen, en las que se explicaba su tardía aparición y las circunstancias en que fueron redactados. Por lo menos dos, no obstante ser sumamente amenos, eran sin duda falsificaciones (uno de ellos una parodia pornográfica) un tercero, una diatriba política; el cuarto, los delirios de una mente enferma; otro, destinado a probar los orígenes judíos de Holmes (éste no era el del rabino suizo), y otro...

El caso que narraré a continuación pertenece al manuscrito propiedad de mistress C. K. Vernet, de Racine (Wisconsin), y me fue enviado por correo a la dirección de mis editores en Nueva York:

14 de diciembre de 1974

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Estimado mister Meyer: De verdad me interesó mucho la lectura del manuscrito editado por

usted y llamado «Elemental, doctor Freud...». Mi difunto marido Carl era descendiente de la familia de Vernet1, de la cual, según seguramente sabe usted, descendía también Sherlock Holmes.

Quisiera saber si le interesaría estudiar otro «manuscrito perdido hace muchos años» de los redactados por el doctor Watson; salvo que el manuscrito al que me refiero nunca se perdió; en realidad Carl, mi marido, lo heredó de su padre, quien a su vez lo heredó (según nos contaba siempre) del mismo mister Holmes.

Está manuscrito y resulta algo difícil de leer en ciertos puntos, principalmente debido al daño que sufrió en la época del padre de Carl, por los años de 1930, cuando no tuvo dinero para reparar las goteras de su desván.

El padre de Carl, el abuelo Vernet, muerto en el año 1946, nunca permitió a ningún editor ver el manuscrito, porque resultaba evidente que desde un principio mister Holmes nunca quiso que lo leyera el público. Sin embargo, desde entonces ha corrido ya mucha agua —bajo el puente, quiero decir—, además de que, por otra parte, casi todos los interesados han muerto.

Leí en el diario la semana pasada todo lo que habían descubierto acerca de la vida privada de Gladstone, y la verdad es que lo que le ofrezco no puede ser más calumnioso que aquello.

Carl murió en febrero y, como usted sabe, la situación económica no es muy brillante. Es probable que me vea obligada a vender la granja y le aseguro que no me vendría mal un poco de dinero en efectivo. Si usted deseara ver los papeles y llegara a interesarle, podríamos llegar a un acuerdo en cuanto al precio. (¡Creo, no obstante, que seguiré los consejos de su tío Henry y trataré de vender la copia original! Creo haber leído en la revista Time dónde obtuvo un montón de dinero de algún excéntrico de Nuevo México que colecciona cosas como éstas.)

Le saluda muy atentamente Marjorie Vernet (Sra.)

Esta fue la primera entre muchas cartas que se intercambiaron entre

mistress Vernet y yo. Por consejo mío, consultó con el abogado de su familia y el individuo resultó (como pude comprobado, desgraciadamente) muy conocedor de su oficio. En definitiva, a pesar de ello, todo quedó dispuesto en forma satisfactoria y yo volé a Racine a recoger el manuscrito, una vez efectuadas varias fotocopias. 1 Emile Jean Horace Vernet (1789—1865), conocido como Horace Vernet, famoso pintor y retratista francés, fue tío abuelo de Sherlock Holmes.

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La lectura era sumamente difícil en ciertos puntos, además de presentar problemas muy diferentes de los del anterior.

El daño causado por el agua era extenso. En ciertos renglones había palabras y aun oraciones enteras borradas, siendo imposible descifrarlas. Me vi obligado a consultar a especialistas en estos problemas (y aquí expresaré mi particular gratitud a Jim Forrest y a los laboratorios de la Universidad de California, en Los Angeles), que lograron milagros desde el punto de vista técnico al reconstruir pasajes que faltaban.

En muchas oportunidades, en cambio, los resultados no fueron satisfactorios. Me vi así obligado en estos casos a aportar la palabra o el giro que parecían corresponder al resto del párrafo o de la página. Hice todo lo que pude, pero no soy Watson y es posible que el lector halle alguna nota discordante aquí y allá. No cabe culpar al buen doctor por ello, sino a mí. Pensé en la posibilidad de marcar estos pasajes en el libro, pero decidí luego que estos tipos de paréntesis resultarían molestos. De cualquier manera, las faltas más flagrantes serán obvias y se percibirá inmediatamente mi mano algo pesada.

Aparte de los daños causados por el agua, el problema más espinoso fue el de fechar el manuscrito. La evidencia interna revela con claridad que Horror en Londres comienza en marzo de 1895. El probar la fecha de su redacción, por otra parte, es otro problema. Era evidente (por lo menos para mí) que fue escrita mucho después del año 1895. No sólo hace Watson alusión a intervalos de años entre los esfuerzos de su parte por obtener la autorización de Holmes para la tarea, sino que además señala que entre las consideraciones para conseguir la autorización estaban las muertes de muchos de los principales actores del hecho. Como los nombres de estas personas no aparecen cambiados, ya que según señaló Holmes habría sido imposible disfrazarlos, las fechas pueden establecerse con relativa facilidad. Ellas indicarían una fecha aproximada de la redacción, sin duda posterior a 1905. Sin embargo, el hecho de estar escrito el documento de puño y letra de Watson indica con la misma claridad que todavía no estaba él atacado por la artritis. Más allá de este punto, es difícil afirmar nada. Mi propia sospecha, y es tan sólo una sospecha, es que Horror en Londres fue escrito en algún momento después de la Primera Guerra Mundial y antes de la muerte de Holmes, en 1929. Uno de los factores que me ha llevado a fijar una fecha tan tardía es que Watson, como en «Elemental, doctor Freud...», sigue describiendo cosas que ya pertenecen al pasado. Que Watson nunca haya intentado recobrar el manuscrito después de la muerte de Holmes sugiere que sus propias enfermedades habían comenzado ya a vencerle (posiblemente, los estragos de la artritis deforman te que no le abandonaron durante los últimos diez años de su vida), lo que es, él mi juicio, otro argumento a favor de esta fecha tardía.

Cabe señalar que persiste el uso de giros norteamericanos por parte de Watson, hecho que, según considero, requiere comentario. Los lectores que se

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muestran escépticos acerca de la autenticidad de «Elemental, doctor Freud... », basan parte de sus objeciones en el hecho de que la obra contenga estos giros, que consideran «reveladores». No toman en cuenta, en cambio, otros dos puntos de importancia esencial. En primer lugar, los giros brotan en todos los casos relatados por Watson y, en el segundo, hay una sencilla razón para ello. Entre 1883 y 1886 Watson trabajó como médico en San Francisco (California), con el objeto de pagar algunas de las deudas de su hermano. Allí se casó con Constance Adams, su primera mujer, como lo sabe cualquier estudioso mediano de la excelente biografía de W. S. Baring—Gould sobre Holmes y Watson2. Como comentó Holmes a Watson (después de haber vivido en los Estados Unidos dos años) en "Su última reverencia», «la fuente de mi inglés parece haber quedado contaminada para siempre». Dejemos aquí, pues, todos estos giros.

En cuanto a las notas al pie de página, he tratado aquí también de reducirlas a un mínimo, a pesar de que hay tantos hechos corroborativos (argumento en favor de la autenticidad del manuscrito) que me siento obligado a incluir muchos de ellos.

Finalmente, un breve comentario acerca de la cuestión de la autenticidad. No tenemos modo alguno de probar tales cosas. Más aún, un sano escepticismo nos exige que dudemos. Haber descubierto un relato de Watson que faltaba hasta ahora puede parecer un milagro. Haber descubierto un segundo manuscrito tiene un sabor sospechoso de coincidencia. En mi defensa debo señalar que no puedo afirmar haber descubierto, de hecho, ninguno de estos dos documentos y, en el caso del segundo, como manifiesta mistress Vernet, no estaba perdido, exactamente.

En cuanto se refiere a la autenticidad, el lector deberá decidir por sí mismo, y tengo conciencia, como la tuve siempre, de las controversias que envolverán esta narración. Termino aquí haciendo referencia al encantador poema de Vincent Starrett, en el cual aparecen estas palabras maravillosas: "Sólo aquellas cosas en las que cree el corazón son verdad».

NICHOLAS MEYER Los Angeles

Agosto de 1975 INTRODUCCIÓN —No, Watson, me temo que mi respuesta siga siendo la misma —dijo

Sherlock Holmes—. Está usted escribiendo Horror en Londres —prosiguió, riendo en voz baja al verme la expresión—. No me mire tan sorprendido, querido amigo. Su proceso mental ha sido la simplicidad misma. Le vi sentado a su

2 Sherlock Holmes, de Baker Street: Biografía del primer detective de consulta del mundo, por William S. Baring—Gould, Ed. Bramhall House, 1962.

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escritorio, ordenando sus notas. Luego tropezó con algo que había olvidado y que le hizo detenerse con un escalofrío. Lo tomó en sus manos y lo leyó, agitando la cabeza con un aire de incredulidad que me es familiar. En seguida dirigió los ojos a nuestra colección de programas teatrales y después a mi breve monografía sobre antiguos fletes marítimos ingleses. Por último, lanzó una mirada furtiva en mi dirección mientras estaba yo sentado aquí, absorto en la tarea de afinar mi violín. Voilà —terminó diciendo, y con un suspiro rascó las cuerdas con el arco en un gesto cauteloso, teniendo el extremo del instrumento apoyado sobre una rodilla—. Me temo que deba insistir en que «no».

—Pero ¿por qué? —repliqué con energía, sin detenerme a aceptar su prestidigitación mental—. ¿Cree acaso que sería incapaz de hacer justicia al caso o de hacerle justicia a usted?

1.

Había un tinte de ironía en el último argumento, ya que sus primeras críticas frente a mis esfuerzos por registrar en forma ordenada sus actividades profesionales habían sido, en verdad, muy duras. Con el correr del tiempo se suavizaron hasta un punto que no alcanzaba, no obstante, la aprobación total, cuando comprobó que mis relatos le significaron una considerable notoriedad que no dejaba de serle grata. Su vanidad, bastante marcada, se veía por lo general halagada ante la perspectiva de verme escribir sus aventuras. —Por el contrario. Lo que temo es que usted le haría justicia. —Cambiaré los nombres —propuse al advertir dónde residía el

problema. —Es precisamente lo que no puede hacer. —Lo he hecho con anterioridad. —Pero no puede hacerla ahora. ¡Piense, Watson, piense! ¡Nunca hemos

tenido clientes tan conocidos! El público puede discutir la verdadera identidad del rey de Bohemia3 y tratar de adivinar el verdadero título del duque de Holderness. En este caso, en cambio, no cabría lugar a dudas, pues no hay personajes ficticios que se puedan colocar en lugar de los protagonistas de este asunto para conseguir engañar a los lectores. Para disfrazarlos lo suficiente, le sería necesario hundirse hasta el cuello en la fantasía.

Debí reconocer que no se me había ocurrido tal dificultad. —Además —prosiguió Holmes—, se vería obligado a relatar la parte que

nos tocó desempeñar a nosotros. Aparte de no ser esto muy ético, tampoco podría llamárselo legal. La destrucción de un cadáver sin notificarlo a las autoridades es una violación flagrante de la ley que podría interpretarse en este caso como supresión de pruebas.

3 Largo tiempo considerado por muchos expertos como el rey Eduardo VII. Sin embargo, Michael Harrison ha demostrado recientemente, sin lugar a dudas, que el rey de Bohemia fue en realidad su alteza serenísima el príncipe Alejandro, «Sandro» de Battenberg, en una época rey de Bulgaria.

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Aquí terminó la conversación, como sucedía casi siempre, de manera que guardé mis notas sobre aquella historia enteramente increíble hasta que la casualidad me permitiera encontrarlas otra vez al cabo de un año o dos y me fuera posible abordar nuevamente el tema.

Conseguir que Holmes cambiase de idea una vez que llegaba a una posición determinada era como intentar invertir la dirección del giro de la tierra. Una vez lanzada su mente en un curso dado, era virtualmente imposible contener el impulso y mucho menos alterar la posición del eje. La idea solía fijársele en el cerebro, arraigar allí y florecer como un árbol. No era posible arrancarla de raíz, sino tan sólo derribarla, y ello solamente cuando le asaltaba una idea mejor. Era convicción invencible de Holmes en el caso que nos ocupa que Horror en Londres, como prefería llamarlo, era una historia para la cual el mundo no estaba aún preparado y que no era posible revelarla sin provocar consecuencias que deseaba evitar.

Por fin sucedieron varias cosas que cambiaron su parecer. El correr de los años y la muerte de muchos de los protagonistas, así como el cambio en los conceptos morales de la sociedad, forjaron una sutil alteración en su actitud obstinada. Fue entonces cuando presenté, por mi parte, un argumento de gran perspicacia, que tenía por objeto vencer los temores abrigados por Holmes, frente a la publicación del hecho.

Le dije, ni más ni menos, que mi principal interés era registrar el caso como hecho histórico, a lo cual reconoció una posible utilidad, y no como una obra de la literatura sensacionalista que hallase eco en los pasquines. Lejos de mencionar la búsqueda de un editor, ofrecí a Holmes la propiedad única y exclusiva del manuscrito, del cual podría disponer como quisiera y cuando quisiera. La única condición que estipulé es que no fuera destruido.

Durante varios días consecutivos a mi ofrecimiento no dio respuesta alguna. Parecía haber olvidado del todo nuestra última conversación (creo, de verdad, que estaba tratando de olvidarla) y se mantuvo ocupado en la organización de su fichero criminal, el cual requería revisiones constantes si habría de ser de alguna utilidad. No insistí, por saber que su mente giraba alrededor de esta nueva posibilidad sin que yo tuviese que añadir nada más.

—¿Cómo piensa usted que podría hilvanar el material? —me preguntó una vez, cuando estábamos en la casa de baños turcos—. El reparto de personajes y el número de hechos es considerable, además de disperso. Nunca le proporcionará la simetría compacta que caracteriza a mis casos más ilustrativos, ni el tipo de material que usted sabe captar tan bien.

Repuse que me limitaría a escribir, ni más ni menos, lo que había ocurrido y en el orden en que había ocurrido.

—¡Qué bien...! —se mofó—. Conque recurriendo a las argucias de la ficción barata, ¿eh? Nadie le creerá, ¿sabe?

Incorporé estos comentarios a mi arsenal de incentivos e

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inmediatamente los aproveché como argumento en mi favor. Sherlock se quedó pensativo, en medio de una nube de vapor, sin decir nada.

Transcurrió otra semana y luego, en forma inesperada, levantó un día los ojos de su caótico sistema de ficheros y me dijo con tono de fingida indiferencia:

—Bien, la verdad es que podría escribirlo. Sólo que deberá entregármelo, como me lo prometió, cuando haya terminado.

No me atreví a decir nada que le pudiera llevar a pensarlo dos veces. En lugar de ello repuse, con el mismo talla de desinterés, que así lo haría. Y se lo entregaré, después de hacer un único descargo en el comienzo mismo. Puesto que el caso que estoy por relatar implica a muchas de las personalidades más destacadas de la escena teatral británica, existe la gran tentación de escribir la historia con fecha actual4 y con ello beneficiarse con la perspectiva del pasado, tan reconfortante, que nos permite afirmar con cierta complacencia que todo el tiempo supimos quién estaba llamado a la gloria y a otros triunfos semejantes. Puede ocurrírsele asimismo al lector contemporáneo, si alguna vez llegase a salir este manuscrito de manos de Holmes, que algunas de mis sospechas en el momento en que las abrigué eran poco menos que absurdas. No creía entonces, ni creo en la actualidad, que las posiciones de poder o de influencia hagan que un individuo sea inmune a la investigación. Puede que mis sospechas parezcan absurdas hoy, pero las dejo consignadas aquí, a pesar de todo, para relatar mi historia tal como sucedió en su momento.

1 SHERLOCK HOLMES EN CASA Todo el mundo teatral de Londres se encontró murmurando y haciendo

conjeturas alrededor del asesinato de Jonathan McCarthy ¡cuando la noticia apareció en los periódicos. Abundan las teorías relacionadas con el agrio crítico teatral y con los numerosos enemigos logrados por su pluma. Sin embargo, la curiosidad, cuando no es satisfecha, termina por morir, una muerte por aburrimiento. El asesino de McCarthy nunca fue aprehendido y mucho menos descubierto, y como no aparecieron hechos nuevos, la policía se vio por fin obligada a unirse al público ya reconocerse desorientada. El caso no fue cerrado nunca, pero sin duda el interés de la policía se dirigió, como era inevitable, hacia otros hechos más recientes. La misteriosa muerte de la actriz en el Savoy dio mucho que hablar a las mismas lenguas durante varias semanas y, por último, Scotland Yard se vio en apuros para explicar la extraña desaparición del forense, que se esfumó llevándose consigo dos cadáveres del depósito, y de quien nunca más volvió a saberse nada. En el caso de McCarthy la policía pasó

4 Otro elemento de prueba en favor de la teoría de una fecha tardía.

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por alto asimismo, o bien olvidó, por sentirse incapaz de interpretarlo, el extraño indicio dejado por el muerto.

¡Cómo habría temblado el populacho si se hubiera llegado a descifrarlo. En lugar de haber sentido un interés de aficionados, o bien profesional —en el caso de la policía—, frente a un asunto que no obstante ser sensacional no le tocaba personalmente, se habrían hallado todos, todos sin excepción, participando materialmente en un crimen tan monstruoso que amenazó en un momento dado borrar el siglo XIX y alterar el curso de la historia.

El invierno entre 1894 y 1895 había sido terrible. Nunca, dentro de lo que era posible recordar, estuvo la ciudad de Londres tan azotada por la nieve. Nadie recordaba en los últimos años un viento como aquel que aullaba en las calles, ni los carámbanos que se formaban en los caños y los aleros en aquel mes de enero de 1895. El tiempo inclemente continuó sin mejorar durante todo febrero, manteniendo a las cuadrillas de barrenderos constantemente ocupadas y exhaustas.

Holmes y yo permanecíamos cómodamente encerrados en nuestra casa de Baker Street. Las tormentas de nieve no trajeron ningún caso, por lo cual nos sentimos agradecidos y sin la menor vergüenza. Yo pasaba buena parte de mi tiempo poniendo en orden mis notas, una vez que hube obtenido la promesa de Holmes de desistir de sus experimentos químicos. Le señalé que cuando reinaba el buen tiempo era posible disipar el hedor que provocaba con sus tubos de ensayo y sus retortas abriendo las ventanas, o bien saliendo a caminar, mientras que si acaso llegaba en aquel momento a dar rienda suelta a su afición, era inevitable que nos muriésemos congelados.

Rezongó un poco, pero aceptó la lógica de mi sugerencia y durante un tiempo se entretuvo con uno de sus pasatiempos favoritos, ejercitándose en el tiro al blanco. Durante períodos de una hora cada vez, mientras yo, sentado a mi escritorio, trataba de trabajar, se reclinaba en su diván de crin, con una pistola apoyada entre las rodillas y descargaba una y otra vez contra la pared encima de la mesa de trabajo sobre la que estaban sus aparatos de química.

Había logrado escribir la palabra Disraeli con orificios de bala cuando también esta diversión le fue negada. En una oportunidad, mistress Hudson nos golpeó la puerta y le dijo en términos inequívocos que estaba amenazando a la vecindad. Había recibido quejas de la casa junto a la nuestra, según dijo, formuladas por un anciano inválido que decía que la artillería de Holmes estaba causando efectos perjudiciales en su salud ya en sí muy inestable. Además, los disparos habían hecho desprenderse varias agujas de hielo antes que se hubiesen fundido lo suficiente como para resultar inofensivas. Una de estas estalactitas, según parecía, por poco no le había atravesado la cabeza al basurero, quien había amenazado con iniciar juicio a nuestra patrona como consecuencia del hecho.

— ¡La verdad, mister Holmes, es que se supondría que un hombre adulto

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como usted tendría que ser capaz de ocupar el tiempo en forma más sensata! —exclamó con el pecho palpitante de indignación—. Mire todos estos libros bonitos que tiene, inmóviles, allí, esperando que los lean. Y allí —añadió, señalando varios paquetes en el suelo, todos atados con cuerda— hay otros que ni siquiera ha abierto aún.

—Muy bien, mistress Hudson. Se ganó el día. Me sumergiré en ellos —Holmes la acompañó con un gesto fatigado hasta la puerta y volvió suspirando y lleno de desazón. Sentí alivio de que no tuviera ya más cocaína en la casa, ya que en épocas pasadas la frustración y el aburrimiento que sentía le habrían llevado inmediatamente a recurrir a este dudoso paliativo.

Holmes siguió, en cambio, el consejo de la patrona y comenzó a cortar las cuerdas de los paquetes de libros con un pequeño cortaplumas y a revisar su contenido. Era un bibliófilo compulsivo que siempre estaba adquiriendo volúmenes, para hacérselos enviar a nuestra casa y luego no encontrar nunca el momento de leerlos. En aquel momento se puso en cuclillas, por fin, en medio de los paquetes y empezó a ojear los títulos de las obras que sólo ahora recordaba poseer.

—Mire, Watson, mire esto —comenzó a decir, pero en seguida se sentó en el suelo con un tomo en una mano, mientras con la otra buscaba una pipa en el bolsillo de su bata.

Devoró el libro junto con varias pipas de tabaco, casi tan malolientes como algunos de sus preparados químicos, y a continuación pasó a otro volumen. Había llegado a sentir gran interés por la historia de los antiguos fletes ingleses y se disponía en aquel momento a emprender investigaciones serias sobre el tema. No me sorprendía mucho tal interés, por saber que la variedad de sus aficiones era amplia, heterogénea y, a veces, insólita. Dominaba ya una cantidad de tópicos esotéricos, algunos de ellos sin ninguna relación con el arte de la detección criminal y era capaz de hablar con brillantez, cuando tenía ganas, sobre temas tan diversos como los barcos de guerra del futuro, el riego artificial, los motetes de Lassus y los hábitos sexuales del jaguar sudamericano.

En aquellos días su mente estaba ocupada por los fletes ingleses con un entusiasmo que estaba de acuerdo con su hábito de abocarse con entera dedicación a cualquier estudio con toda la fuerza de su intelecto poderoso. En apariencia estos barcos le habían interesado ya con anterioridad, pues la mayoría de los libros que adquirió entonces, para luego no volver a abrir, se referían a este tema en particular, de tal manera que hacia el fin de semana el piso de nuestra sala estaba virtualmente pavimentado con libros. Por fin los volúmenes con que contaba llegaron a ser considerados insuficientes para sus propósitos y se sintió obligado a aventurarse en medio de la nieve y dirigirse al Museo Británico en busca de otro material. Estas excursiones se sucedieron durante varias tardes en la última semana de febrero, con las correspondientes noches dedicadas a la transcripción laboriosa de los apuntes.

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Era una mañana soleada y fría, el primero de marzo, cuando, disgustado, Holmes arrojó lejos su lápiz.

—Es inútil, Watson —dijo—. Tendré que viajar a Cambridge si pretendo encarar este tema con seriedad. Decididamente no cuento aquí con el material necesario.

Comenté que aquel interés amenazaba transformarse en una obsesión, pero tuve la impresión de que no me oyó. A continuación rescató el lápiz del suelo y se dispuso a dedicarse otra vez a sus notas, con una formalidad didáctica que ofrecía un extraño contraste con su postura de cuatro patas.

—La mente es como un campo extenso, Watson. Está disponible para el cultivo sólo cuando se la utiliza con sensatez y cuando de tanto en tanto se le da la oportunidad de descansar. Parte de mi mente, mi mente profesional, está de vacaciones en este momento. Durante este período de licencia estoy ejercitando otro sector de ella.

—Es una lástima que su mente profesional no esté en la ciudad —comenté, mientras miraba por la ventana hacia la calle.

Holmes siguió mi mirada sin cambiar su posición en el suelo. —¿Por qué? ¿Qué está mirando? —Creo que estamos por recibir una visita, alguien interesado en el

sector de su intelecto que en este momento está sin cultivar. Afuera, alcanzaba a ver, pisando, o diré más bien, dando ágiles brincos

entre las palas de los encargados de limpiar la nieve y las escobas de los barrenderos, a uno de los seres más extraños que hubiese visto en mi vida.

—No hay duda que parece ser un buen candidato para entrar en el 221 b —proseguí, con la esperanza de distraer la atención de mi amigo de los volúmenes que le habían defraudado.

—No estoy con ganas de recibir a nadie —repuso Holmes con aire taciturno, a la vez que hundía los puños en los bolsillos de su bata—. ¿Qué aspecto tiene? —la pregunta fue automática y partió de sus labios espontáneamente.

—No lleva abrigo, en primer lugar. En una mañana como ésta, tiene que estar loco.

—¿Ropa? —Chaqueta—cazadora y pantalones de golf... ¡con este tiempo! Bastante

gastados, aun vistos desde lejos. Todo el tiempo se arregla los puños de la camisa.

—Es probable que los lleve postizos. ¿Edad? —Unos cuarenta años, una barba enorme, más bien rojiza, como el pelo

que se agita al viento sobre sus hombros cuando camina. —¿Talla? —a mis espaldas oí a Holmes frotar un fósforo de cera. —Más bien alto, diría, pero no demasiado. —¿Forma de caminar?

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Me quedé pensativo, preguntándome cómo describir el paso saltarín y apresurado del hombre.

—Camina como un duende gigantesco. —¿Qué? Diría que suena como si fuera Shaw —Holmes se levantó para

mirar, muy animado, y los dos miramos la figura que se acercaba—. Sí, es Shaw. ¡Es de verdad él! —exclamó sonriendo, .:un la pipa apretada entre los dientes—. ¿Qué diablos puede haberle hecho salir en una mañana como ésta? ¿Y qué le ha hecho cambiar de idea y decidir hacerme una visita?

—¿Quién es? —Un amigo. —¿Ah, sí? Nadie tan familiarizado como yo en cuanto a la vida y los hábitos

personales de Sherlock Holmes podría haber recibido este dato sin gran curiosidad. Aparte de mí mismo, su hermano y sus diversas relaciones profesionales, nunca había advertido que Holmes cultivase amistades. El extraño individuo que se acercaba debajo de nuestra ventana estaba examinando en aquel momento los números de las casas con cierto cuidado, antes de detenerse con otro brinco frente a nuestra puerta. La campanilla sonó varias veces con un tintineo insistente.

—Le conocí en un concierto de Sarasate5, hace varios años —explicó Holmes, volviéndose con la intención de poner de prisa un cierto orden en nuestra sala desquiciada. Con un puntapié apartó a un lado varios libros y consiguió de esta manera abrir una especie de sendero entre la puerta y un sillón junto a la chimenea. Hacía mucho que no le acompañaba ya a los conciertos y a la ópera, por haber hallado otros pasatiempos más de mi gusto entre los que él hallaba triviales.

—Caímos en una discusión algo acalorada sobre el virtuosismo de Sarasate, según recuerdo, pero por fin hicimos las paces. Shaw es un irlandés brillante —al decir esto, Holmes retiró su pistola del asiento que pensaba ofrecer a nuestro visitante y la colocó sobre la repisa de la chimenea—. Un irlandés brillante que todavía no ha descubierto su oficio. Pero lo descubrirá. Le hallará, por lo menos, muy divertido. No sé de dónde ha sacado algunos conceptos sumamente raros.

—¿Cómo sabe que es brillante? Desde el pie de la escalera nos llegó el rumor apagado de una

conversación, la que seguramente tenía lugar entre nuestro extraño visitante y mistress Hudson.

—¿Cómo lo sé? Pues... él mismo me lo dijo. No tiene ningún escrúpulo en cuanto a no ocultar esa brillantez debajo de una pantalla. Además —añadió

5 Sarasate era un gran virtuoso del violín de la época. Para informarse en forma completa sobre el encuentro (a pesar de que los hechos no son del todo exactos) véase la biografía de Holmes por Baring—Gould.

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Holmes mirándome y con la pala del carbón en la mano—, comprende a Wagner. Le comprende a la perfección. Esto sólo le confiere posibilidades para un magnífico destino. En este momento el hombre es más pobre que un sacristán.

Oíamos ya los pasos rápidos que subían por la escalera. —¿Qué hace? Se oyó un golpe a nuestra puerta, de la misma calidad, llena de energía,

manifestada antes respecto de nuestra campanilla. —¡Ah!, hay que tener cuidado con él, Watson. Hay que vigilarle y darle

mucho espacio para que despliegue las alas —dijo. Agregó más carbón al fuego y al pasar junto a mí se llevó un dedo a los labios con un gesto de complicidad, dirigiéndose a la puerta—. Es crítico —me informó.

Dicho esto, abrió la puerta de par en par para recibir a su amigo. —¡Shaw, mi querido amigo, entre! ¡Bien venido a mi casa! Seguramente

me ha oído usted hablar del doctor Watson, quien comparte esta casa conmigo. ¿Sí? Bien, bien. Watson, quiero presentarle a «Cornetti di Basso», más conocido entre sus íntimos como mister Bernard Shaw6.

2 INVITACIÓN A INVESTIGAR El parecido de mister Shaw a un duende de leyenda celta de tamaño

gigantesco se intensificaba al mirarle de cerca. Tenía los ojos más azules que haya visto jamás, del color del Mediterráneo. Y estos ojos relucían de malicia cuando hablaba con agilidad, para relampaguear casi cuando el hombre se entusiasmaba, cosa que ocurría a menudo, ya que era un ser emotivo y un conversador animado. Tenía la tez casi tan rojiza como el pelo y era dueño de una nariz agresiva, ancha y roma en la punta, detrás de la cual se agitaban y distendían las fosas nasales. Su manera de hablar aumentaba aún más esta impresión de duende que provocaba, por cuanto tenía un levísimo y a la vez agradable deje de acento irlandés.

—Por Dios, veo que sus habitaciones están más desordenadas aún que las mías —empezó diciendo al cruzar nuestro umbral y saludarnos a los dos con un gesto—. Por otra parte, son algo más amplias que mi guarida, lo cual les permite tener algo de creador dentro del desorden.

Me molestaron estos comentarios, por parecerme un preámbulo bastante incorrecto al provenir de un visitante, pero Shaw me dirigió una sonrisa picaresca que de algún modo consiguió atenuar la mordacidad de sus palabras. Holmes, por estar, según parecía, habituado a aquellos modales bruscos y directos, no daba la impresión de haber oído.

—No se imagina qué agradable sorpresa es esta visita —dijo al crítico—,

6 Shaw escribía crítica musical bajo el nombre de Cornetti di Basso.

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Había renunciado a toda esperanza de persuadirle de que pisara esta casa. —Yo hice un trato con usted —le recordó Shaw con cierta aspereza—.

Le dije que le visitaría cuando usted me indicara, si por su parte usted asistía a una reunión socialista de nuestra «Fabian Society» —aceptando la silla que le ofrecía Holmes, se sentó en ella, estirando unas manos menudas y unas piernas sorprendentemente delgadas hacia la tibieza de la lumbre.

—Temo tener que seguir rechazando su cortés invitación —dijo el detective a la vez que se sentaba frente a Shaw—. No soy un hombre sociable, y si bien me desprendería con el mayor gusto de mi buena moneda inglesa para oírle hablar sobre Wagner, debe usted aceptar que yo emprenda la reforma social de los miembros de mi raza a mi manera.

—¿Llama a eso reforma? —dijo con desdén el irlandés—. Sí, sí, corrige males uno por uno y se imagina así ser una especie de caballero errante de la Edad Media —Holmes hizo una leve inclinación de cabeza, pero el otro volvió a hablar en el mismo tono—. Usted se dirige sólo a los efectos de los males sociales, no a las causas, mientras que los «fabians» con nuestro lema «Educar, Agitar, Organizar», estamos tratando de...

Holmes se echó a reír e hizo un gesto con una mano, como para interrumpir a Shaw.

—Mi querido Shaw, no me haga soportar una de sus polémicas a esta hora de la mañana. Confío, de todos modos, que no haya venido a Mahoma en este día glacial para traerle la filosofía del socialismo.

—No le habría venido mal que lo hiciera —dijo Shaw sin inmutarse—. La elocuencia que poseo sobre el tema ha sido calificada como alarmante por quienes saben de qué hablan.

—Aun en este caso, no puedo invitarle ya a desayunar, porque hace mucho que retiraron nuestro desayuno, pero ... sea como fuere, veo en su manga derecha que ya desayunó con huevos y que...

Shaw rió de buena gana y miró una de sus mangas. —Es el desayuno de ayer. Veo que no es infalible. ¡Qué alivio! —¿Tomaría un poco de coñac? Le quitará el frío de los huesos. —Y me quitará también diez años de vida —dijo el duende con una

sonrisa alegre—. Gracias, no tomaré nada. —No está prolongando su vida al circular con este tiempo sin abrigo —

observé yo. Shaw esbozó una sonrisa. —Me vi obligado a empeñarlo ayer. Fue un expediente transitorio hasta

que cobre mis honorarios la semana próxima. Situación ridícula para un hombre de edad madura, ¿no cree usted? No se reverencia a los críticos como es debido.

—Shaw escribe para la «Saturday Review» —me explicó Holmes— y, según parece, no pagan mejor por hacer crítica teatral que lo que pagaba el «Star» por escribir sobre música.

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—Ni la mitad —dijo el irlandés—. ¿Podría usted vivir con dos guineas por semana, doctor? Me atrevo a decir que su actividad como escritor le reporta mucho más.

—¿Por qué no intenta escribir algo dentro de un campo más lucrativo? —sugerí—. Podría tratar de escribir una novela.

2

sas para viudos» hace uno o

gamos con la cabeza. Por mi parte nunca había oído mencion

scar Wilde! ¡Todos irlandeses! Un día Shaw figurará

un nervio sensible. Shaw palideció, le tembló l

s! ¡Tonterí políticos tan cínicos como el que más!

obras de teatro. Debió haber sido ensayista. No tenía dotes de dramatu

. —He probado a escribir cinco novelas, por las cuales obtuve ochocientos rechazos. No, seguiré trabajando como crítico y panfletario, y de vez en cuando escribiré una obra teatral propia. ¿Alguno de ustedes dos vio por casualidad «Ca dos años? Los dos ne

ar tal obra. El irlandés no se mostró sorprendido ni desilusionado. —Me habría sorprendido que me dijeran que la vieron —comentó con un

humorismo mordaz—, aunque esto les habría dado un indudable mérito en años venideros. No importa, seguiré escribiendo. Después de todo —añadió levantando una mano con los dedos abiertos—, todos los grandes dramaturgos ingleses son irlandeses. ¡Piensen en Sheridan! ¡En Goldsmith! En nuestra propia época, en Yeats y, en fin, ¡miren a O

en ese panteón de gloria. La arrogancia del hombre era exasperante. —Shakespeare era inglés —señalé con suavidad. Al instante percibí haber rozado a barba y se levantó de un salto. —¿Shakespeare? —pronunció el nombre agitando las sílabas con una

fruición teñida de desdén—. ¿Shakespeare? ¡Un saltimbanqui que nunca tuvo el genio necesario para crear sus propios argumentos y, mucho menos, para embellecerlos! Tenía razón Tolstoi. Es fruto de la conspiración del mundo académico del siglo diecinueve. Eso es lo que es Shakespeare. Y yo les pregunto a ustedes si acaso los hombres «se despiden con besos de sus reinos», en lugar de aferrarse al poder tanto tiempo y con tanta tenacidad como pueden. ¡«Antonio y Cleopatra»!... ¡Ese enorme disparate romántico! ¡Patraña

as! ¡Esa pareja formó un par de—Pero... la poesía... —objeté. —¿Poesía? ¡Sandeces! —mientras Shaw daba pasos de danza por el

cuarto, el color de su tez se volvía más y más encendido. De vez en cuando tropezaba con los libros esparcidos en el suelo—. ¡La gente no habla en verso, doctor! ¡Sólo en los libros... y en las malas comedias! El hombre tenía una mentalidad brillante —admitió, calmándose algo—, pero nunca debió malgastar su talento en

rgo. Esta última afirmación me pareció tan insólita que pienso que tanto

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Holmes como yo debimos de haberle mirado boquiabiertos unos instantes, aunque él aparentó no reparar en ello al volver a sentarse, antes de que Holmes se recob

de la redistribución de las riquezas

en para recobrar la serenidad, no lo sé, en realidad—. Ha habid

ambiamos una mira

sinado? —preguntó Holmes con calma, cruzando las piernas,

ra el "Morning Courant ir.

da —confesó—, pero no puedo haber pasado por alto una noticia como la que ...

que debo entregar mañana, vine dire

ega le hacía sentirse amenaza

mente —repitió Holmes, llenando su pipa con dedos ex

stigue el asunto.

rara con una leve carcajada. —Sin duda usted no vino aquí esta mañana para atacar a Shakespeare,

como tampoco lo hizo para ensañarse con los males del capitalismo —dijo, llenando una pipa con el contenido de la babucha persa que estaba sobre la repisa—. Al mismo tiempo no puedo menos que haberme quedado pensativo frente a la contradicción entre sus opiniones acerca

y sus deseos de que le aumenten el salario. —Ustedes me apartaron de mi tema —reconoció Shaw con un gesto

agrio—, con toda esta charla sobre Shakespeare. En cuanto a mi salario, tendrán que encararse con mister Harris, si acaso se atreven a hacerle frente. Vine a verles por un asunto muy diferente —aquí Shaw calló, ya fuera por crear un efecto dramático o bi

o un asesinato. El silencio llenó todo el cuarto. Instintivamente Holmes y yo cda, mientras Shaw nos contemplaba con visible satisfacción. —¿A quién han ase

todo atención ya. —A un crítico. ¿No leen ustedes las críticas teatrales? Bien, en tal

caso, no repararon en la noticia. Jonathan McCarthy escribe pa», o, mejor dicho, escribía, porque no volverá a escribHolmes levantó una pila de diarios junto a su sillón. —En general limito mi lectura a las columnas que insertan mensajes de

ayu

—No la hallará en los diarios... todavía —le interrumpió Shaw—. La noticia del hecho estaba circulando por las salas de redacción de nuestra "Review» esta mañana. En lugar de escribir la nota

ctamente aquí a informarles del asesinato. Durante todo este monólogo Shaw trató de mantener un aire ligero, el

de alguien a quien no le afectan personalmente noticias de hechos sangrientos. A pesar de ello, debajo de aquel humor sombrío intuí que se ocultaba una verdadera ansiedad. Tal vez el asesinato de un col

do de una manera que apenas osaba reconocer. —Usted vino aquí directapertos—. ¿Con qué fin? El irlandés parpadeó, sorprendido. —Sin duda esto es obvio. Quiero que usted inve—¿Tan complicado es? ¿No bastará la policía? —¡Vamos, vamos! Los dos conocemos a la policía. No quiero saber nada

con su ineficacia ni con ningún intento de ocultar el hecho por parte de las

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autoridades. Quiero un estudio honesto, imparcial y completo del asunto. Siempre he seguido los relatos del doctor Watson sobre sus actividades, publicados en el "Strand», y estoy impaciente por verle actuar yo mismo. ¿No se atreve a responder a este desafío? Al hombre le apuñalaron —dijo por último, como pa

tigación literaria e estaba interesado a pesar de sí mismo.

na —al dec

ó unos cuantos minutos y luego se levantó con rapidez

Venga, vamos a echar una ojeada. ¿Tiene usted la dirección del pobre hombre?

cerca de Tavistock Square. Un moment

—dijo Shaw.

ante ello, debo decirle que no puedo pagarle ni una moneda por sus

olmes con una sonrisa—. ¿Sigue usted escribiendo el tratado sobre W

volvió a detenerse—. ¿Cuál es el verdadero motivo que le llevó a

sa de sus hazañas, puede que yo p

amos—. Tengo ya bastante poca vida privada en las condiciones actuales

L CASO DE LA CALLE SOUTH CRESCENT

ra ofrecer un incentivo más. Holmes dirigió una mirada de nostalgia a sus papeles de inves, pero era evidente qu—¿Tenía enemigos? La carcajada de Shaw fue prolongada y ruidosa. —¿Pregunta eso sobre un crítico? Resulta obvio que tenía por lo menos

uno. En cuanto se refiere a McCarthy, yo propondría por lo menos una veinteir esto, me guiñó un ojo con malicia—. Era más antipático aún que yo. Sherlock reflexiony se quitó la bata. — —Veinticuatro, South Crescent,

o —Holmes se volvió para mirarle. —Olvida usted el problema de los honorarios —No he dicho aún que me ocuparé del caso. —No obst

servicios. —He trabajado por menos en alguna oportunidad, cuando el asunto me

interesó —dijo Hagner? —¿«El perfecto wagneriano»? Sí.

3. —En tal caso, le molestaré pidiéndole una primera edición firmada —Holmes se puso la chaqueta y luego el abrigo con capa—. Sí, acepto ocuparme del caso —aclaró, y luego de dirigirse hacia la puerta, pedirme que intervenga en este asunto? El duende hizo un gesto, separando las manos. —Satisfacer mi propia curiosidad. Le doy mi palabra. Si el doctor

Watson paga su parte del alquiler con la relación en proueda hacer lo mismo llevándolas al escenario. —Le ruego que no haga eso —le dijo Holmes, sosteniendo la puerta para

que saliér. 3 E

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—Bien, Watson, ¿qué opina de él? —me preguntó mi amigo. Íbamos en un coche de alquiler hacia 24 South Crescent, donde Shaw había prometido esperamos. En el intervalo había debido ocuparse de algunos asuntos particulares. Me acurruqué dentro de los pliegues de mi abrigo y antes de respond

ro insoportable. Holmes, ¿cómo p

enos, me divierte

sted en realidad que Shakesp escribir ensayos?

z en el corazón mientras contemplan a otros más gran

ivante en el hombre que me resultaba difícil conciliar mis propias opinione

rmados que impedían a los curiosos llegar hasta la puerta d

er tiré de la bufanda para protegerme del frío cortante. —¿Qué opino de él? Le diré que le encuentuede tolerar la conversación de ese pedante? —Será, quizá, porque me hace pensar en Alceste. Por lo m

tanto como este personaje cómico. ¿No le halla estimulante? —¿Estimulante? —repetí—. Vamos, ¿cree ueare habría hecho mejor en Holmes rió de buena gana. —Bien, reconozca que yo le advertí que tenía algunas ideas insólitas. En

cuanto se refiere a Shakespeare, por desgracia, usted mencionó por casualidad algo que es su bete noire. En este tema, debo confesar que sus puntos de vista me parecen radicalmente absurdos, pero por otra parte, sus prejuicios tienen explicación. Shaw lee obras teatrales no como usted, Watson, sino más bien con el objeto de medirse a sí mismo en relación con la mente de otros hombres. "Los hombres como él nunca tienen pa

des que ellos mismos...» —Y por tanto son muy peligrosos —dije, contemplando la cita. Miré por

la ventanilla la ciudad cubierta de nieve y me sorprendí preguntándome si acaso el duende irlandés podría ser un hombre peligroso. Sin duda era bien diestro en el uso de las palabras como armas mortíferas, pero había algo tan malicioso y a la vez caut

s. —Llegamos —dijo mi amigo, interrumpiendo mis pensamientos. Nos encontrábamos en el barrio de Bloomsbury, frente a un simpático y

bien cuidado semicírculo de casas sobre jardines individuales mantenidos con igual esmero. Todo estaba en aquel momento cubierto de nieve, pero los perfiles de un jardín de diseño clásico resultaban visibles y cambiaban los contornos de los montículos de nieve. Las casas tenían cuatro pisos y estaban pintadas de blanco. Todas ellas albergaban pensionistas, pero no advertí carteles que indicaran cuartos para alquilar, por lo cual decidí que la ubicación era demasiado buscada y los precios demasiado elevados como para que ello fuese necesario. El número 24 ocupaba el punto central del semicírculo. No era diferente de las casas vecinas a derecha e izquierda, salvo por la multitud congregada frente a ella y por los policías unifo

e la calle, abierta. —Tengo el presentimiento de que estamos por encontrarnos con un

viejo amigo —murmuró Holmes al bajar ambos del coche. No hubo grandes dificultades en que nos permitieran el acceso al número 24, ya que Holmes era

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conocido entre los miembros de la policía. Suponían que le habían llamado en su calidad de detective de consulta, y por su parte él no hizo nada para negarlo cuando n

que estaba levemen

e a estos caballeros a South Crescent? ¡Como si no lo supiera!

Gregson7 quien les

. Tengo mis prop

uier minuto estará aquí Brownlow con los muchach

castaños que era la única otra persona más con vida entre los present

a—. ¿No aprenderán nunca? —le oí murmurar mientras miraba en torno de sí.

un cenicero de bronce, donde lo habían d

os dejaron entrar. El apartamento del hombre asesinado ocupaba una serie de cuartos en

el piso bajo, mirando sobre los jardines, y era fácil llegar a él subiendo la pequeña escalera exterior. No habíamos abierto la puerta,

te entornada, cuando una voz familiar nos llegó a los oídos. —¡Bien, bien! ¿Nada menos que mis viejos amigos mister Holmes y el

doctor Watson! ¿Y qué tra ¡Entren, entren! —Buenos días, inspector Lestrade. ¿Podemos ver los daños? —¿Cómo llegó a saber que los hubo? —Lestrade, un hombrecito menudo

y delgado, que recordaba a un hurón, nos miró por turno—. No fue mandó, ¿no? Tendré que hablar un poco con ese atrevido... —Le doy mi palabra que no —le tranquilizó Holmes con aplomo—ias fuentes y las hallé satisfactorias. ¿Podemos mirar un poco? —No tengo inconveniente —fue la desdeñosa respuesta—, pero será

mejor que se den prisa. En cualqos para retirar el cuerpo. —Trataremos de no ponernos en su camino —repuso el detective, y

desde el lugar mismo donde estaba hizo un examen rápido del apartamento. —La verdad es que había pensado visitarle en su casa hoy, algo más tarde —dijo el funcionario de Scotland Yard, observándole con atención—. A tomar una taza de té —añadió con voz firme, según parecía, para impresionar a un sargento joven y de cabellos

es. —No entiende nada, ¿eh? —dijo Holmes, y entró en el cuarto, agitando

la cabeza al ver el desorden creado por Lestrade y sus hombres sobre la alfombr

El cuarto tenía las características combinadas de biblioteca y sala. Estaba repleto de libros y tenía además una mesa de té pequeña, que en aquel momento sostenía dos copas con algo que parecía ser coñac. Una estaba volcada, pero no se había roto y parte del líquido, de color ámbar, estaba aún en su interior. Junto a esta misma copa había un cigarro largo y de forma poco familiar, aparentemente sin fumar, sobre

ejado apagarse espontáneamente. Detrás de la mesa había un diván y más lejos, frente a la ventana, se

hallaba el escritorio del muerto. Estaba cubierto de papeles, todos ellos

7 El inspector Tobias Gregson, también de Scotland Yard. Hubo una rivalidad permanente durante años entre Gregson y Lestrade. En general, Holmes tenía un elevado concepto del primero.

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relacionados, según pude ver, luego de una mirada superficial, con su profesión. Se veían programas, entradas para los teatros, avisos de reemplazos en el reparto, así como también recortes de críticas hechas por la víctima, prolijamente ordenados con fines de consulta. Además de estos papeles había una invitación impresa para el estreno de algo llamado « El gran duque», que se realizar

es miraban con fijeza o bien con aire dramático en direcció

mbra oriental junto a él. El cuerpo estaba frío y en parte

ó Holmes a mis espaldas

ce en esas fotografías. No hay d n este cuarto.

ía en el Savoy dos días más tarde. Las paredes que carecían de anaqueles para libros estaban literalmente

empapeladas con retratos de miembros diversos de la escena teatral. Algunos eran fotografías; otros, dibujos a lápiz o pluma, pero todos llevaban la firma de las personas notables que habían posado para ellos. Llamaban la atención los testimonios de afecto de todos, a la vez que impresionaba la exactitud del parecido en el caso de Forbes—Robertson, Marion y Ellen Terry, Beerbohm—Tree y Henry Irving, quien

n a los visitantes. Todo, sin embargo, libros, escritorio, cuadros y mesa, no era más que

un telón de fondo para la piece de théatre. El cadáver de Jonathan McCarthy yacía de espaldas junto a la base de un estante—biblioteca, con los ojos muy abiertos y fijos, caído el mentón cubierto de barba negra, y la boca abierta en un grito mudo, terrible. La cara morena de McCarthy en sí no era agradable, pero unida a la expresión de la muerte, la impresión que producía era en verdad horrible. Pocas veces había visto yo algo tan aterrador. Habían apuñalado al hombre en un costado, poco más abajo del corazón, y había sangrado con profusión. El arma mortal no estaba, por lo menos visible. Me arrodillé y examiné el cadáver, y comprobé que la sangre se había secado ya sobre el chaleco de seda y sobre la alfo

s bastante rígido ya. —Los otros cuartos no han sido tocados, ¿no? —pregunt—. ¿No hay nada escrito en las paredes? —¡Qué memoria tiene, mister Holmes!8 —dijo riendo Lestrade—. Lo

único que hay escrito sobre las paredes es lo que apareuda de que el hecho tuvo lugar e—¿Cuáles son los pormenores? —Le encontraron así hace alrededor de dos horas y media. La

muchacha subió con el desayuno, golpeó la puerta y al no obtener respuesta se atrevió a entrar. Según parece, en otras oportunidades se había quedado dormido. En cuanto a lo que ocurrió, parece ser claro, hasta cierto punto.

8 En 1881 la palabra Rache apareció escrita con sangre en la pared de una casa vacía en Lauriston Gardens. El único otro punto de interés era el cadáver de un hombre recientemente asesinado. El relato de Watson, titulado «Estudio en escarlata», fue el primero de los casos de Holmes que se registró por escrito. Fue publicado en el anuario de Navidad de Beeton's en 1887, bajo el seudónimo del agente literario del doctor Watson, el doctor A. Conan Doyle.

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Recibió a alguien aquí anoche, aunque llegó a casa tarde y entró con su propia llave, de manera que nadie vio a su acompañante. Se sentaron a beber coñac y a fumar cigarros aquí, junto a la mesita, y entonces comenzó el altercado. Quienquiera que estuviese aquí extendió la mano detrás de él y tomó esto —mientras hablaba Lestrade extendió a su vez una mano. El joven sargento comprendió en seguida el gesto, porque le entregó algo envuelto en un pañuelo. Lestrade lo apoyó con suavidad sobre la mesa y apartó los pliegues del pañuelo para dejar ver un cortapapeles de marfil cuya hoja amarillenta estaba teñida de un tono rojo cobrizo, tinte que manchaba en parte también la empuñadura de plata ex

io, dice usted? ¡Ah, sí!, aquí está la correspondiente vaina. Continúe, por favor.

ngre, pero luego, con sus últimas fuerzas, se arrastró hacia esos anaquele

lo es tanto. No recuerdo haber visto nu

as de tabaco que es capaz de identific

no reconozco. ¿Puedo l e de esto? —dijo, levantando el cigarro.

os y apresurados en la escalera. Era Shaw, sin aliento, pero triunfan

lamó—. ¡Su nombre es un verdadero pasaporte! Bien, ¿d

preguntó Lestrade con malos modos, m

quisitamente trabajada. —Javanés —murmuró Holmes, estudiándolo con su lupa—. ¿Estaba en el

escritor

—Quienquiera que haya sido —prosiguió Lestrade dándose un tono de importancia— asió este cortapapeles y atacó con él al dueño de la casa, volcando su copa de coñac al hundírselo. McCarthy cayó exámine al pie de la mesa, mientras el otro partió, abandonando su cigarro encendido donde lo había dejado. McCarthy permaneció algún tiempo debajo de la mesa, donde puede ver el charco de sa

s y... —Hasta aquí, como bien dice usted, resulta evidente —observó Holmes

con sequedad, señalando el espantoso reguero de sangre que llegaba directamente hasta el cuerpo. Adelantándose, levantó con cuidado el cigarro y lo sostuvo apenas por el medio—. Este cigarro no

nca uno semejante. ¿Usted, Lestrade? —Está por hablarme de todas esas cenizar —dijo el inspector con escepticismo. —Por el contrario, quiero decide que aquí hay algo que levarme una part—Como desee. Holmes hizo un leve gesto de agradecimiento y, sacando su

cortaplumas, se apoyó sobre el borde de la mesa y con gran cuidado cortó unos cinco centímetros del cigarro, dejando el resto donde lo había encontrado y guardando la muestra de manera que no se aplastara. Dispuesto a formular otra pregunta, se irguió, pero en aquel momento se oyó un ruido abajo, seguido por pasos ruidos

te. —¡Pero hombre! —exc

ónde está la carroña? —¿Puedo saber quién es este caballero? —irando sin arredrarse la barba de Shaw. —Está bien, inspector Lestrade. Es un colega del muerto, mister

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Bernard Shaw, de la «Saturday Review» —los dos hombres cambiaron un leve saludo.

ay una ambulancia de la policía con una camilla —informó Shaw a L

mencionó el libro, inspector —intervino el sargento joven co

s con profundo interés, casi como si

irritado—. Quédese en su sitio, muchacho. Preste atención

o.

e McCarthy retiró con sus últimos

. Un momento. Veamos, ¿cómo descubrió que retiró un libro antes de

ma suavidad—. Es un volumen

ejó escapar

o le indicó que se acercara a nosotros junto a la mesa—. ¿Podemo

en detenido del volumen, apretando los labios co

eñor —era el sargento quien hablaba otra vez.

tención a Lestrade, quien se agitó, incómod

—dijo el hombrecito, a la defensiv r cuando murió.

estaba abierto.

—Abajo hestrade. —Muy bien. Como pueden ver ustedes, señores... —Todavía no les n cierta timidez. Venía siguiendo cada movimiento de Holmequisiera memorizar cada uno de sus actos. —Estaba por hacerlo. ¡Estaba por hacerlo! —repuso inmediatamente

Lestrade, visiblemente más y aprenderá algo. —Sí, señor. Disculpe, señor. Su jefe respondió con un gruñid—Bien, ¿dónde estaba? —dijo. —Estaba por mostrarnos el libro que el pobr

restos de fuerza —dijo Holmes en voz baja. —¡Ah, sí! —el hombrecito hizo el gesto de buscar el volumen, pero de

pronto se volvió— morir? —¿Qué otra razón pudo haber tenido para arrastrarse con tanto

esfuerzo hasta la biblioteca? —repuso Holmes con la mis de Shakespeare, ¿no? Veo que falta uno de ellos. Instintivamente miré de reojo a Shaw, quien oyó este dato y dun gruñido, emprendiendo en seguida su propio examen del cuarto. —Le ruego que no pise sobre los rastros —le dijo Holmes con voz

perentoria, y con un gests ver el libro? Lestrade hizo un gesto de asentimiento al sargento, quien presentó

otro objeto, envuelto en otro pañuelo, que colocó sobre la mesa. Era un volumen de la edición publicada en Oxford de «Romeo y Julieta» y, sin duda, parte de las obras completas que aparecían en el estante encima del cadáver. Holmes volvió a sacar su lupa y llevó a cabo un exam

n aire de gran concentración. —Permítame, s—¿Qué dice? —Cuando lo encontramos estaba abierto. —¿Sí? —Holmes miró con ao—. ¿Y dónde estaba abierto? —No tenía el libro entre las manos a—. Lo había dejado cae—Pero

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—Sí. —¿En qué página? —Más o menos. en el medio —rezongó Lestrade—. Es un libro como

todos —añadió con aire contrariado—. No hay mensajes secretos adheridos a la encuade

olmes con frialdad—. Estoy observa

y luego empezó a volver con mucho cuidado las páginas

ntras estudiaba las páginas—. ¿Cuánto

pronto, el sargento se interrum

puso el superior del sargento—. Si conoce al muchach

dificulta la tarea de ser preciso. Y ahora usted vive en S

totalidad de este diálogo con la más profunda atención

usted es de ve

ien, aquí estamos. Página cuarenta y dos. Fin del terc

n atención por encima del volumen, lo que hizo ruboriza

aspereza—. Patrañas romántic

ibro en la mano,

rnación, si acaso está pensando en algo semejante. —No estoy pensando en nada —repuso H

ndo, como usted, en apariencia, no lo hizo. —Era la página cuarenta y dos —dijo el sargento. Holmes le recompensó

con una mirada llena de interésmanchadas de sangre. —Es muy observador —comentó miehace que vino de Leeds? ¿Cinco años? —Seis, señor. Después que mi padre... —depió, confuso, y miró asombrado al detective. —Vamos, Holmes —intero, ¿por qué no decirlo? —No es difícil deducir dónde nació, Lestrade. ¡Seguramente no puede

haber dejado de advertir usted las vocales largas y su modo especial de pronunciar los diptongos! Me aventuraría a decir Leeds, o quizá Hull, pero sucede que vive en Londres desde hace seis años, como dice, y su acento ha adquirido un deje de aquí, lo cual

tepney, ¿no, sargento? —Sí, señor —los ojos del sargento estaban abiertos de asombro. Por su

parte, Shaw había escuchado la reflejada en el rostro. —¡Pero esto es extraordinario! —exclamó—. ¿Quiere decirme que rdad capaz de identificar el origen de una persona por su habla? —Si habla en inglés, con una precisión de treinta kilómetros9. Sería

capaz de reconocer su propio acento de Dublín, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlo —repuso Holmes—. B

er acto, escena primera... —El duelo entre Tybalt y Mercutio —informó Shaw a Lestrade, quien

seguía cavilando, según pude apreciar, acerca de la proeza lingüística del detective. Holmes le miró co

rse algo al irlandés. —Claro está que lo he leído —dijo éste conas —añadió, sin dirigirse a nadie en particular. —Sí, la muerte de Mercutio... y de Tybalt. Mmmm... qué alusión curiosa. —Si acaso la hizo —insistió Lestrade—. No tenía el l

9 En 1912 Shaw escribió «Pygmalion», obra evidentemente inspirada por Holmes, sobre un solterón excéntrico con el mismo don de identificar a la gente por su manera de hablar. El doctor Watson conoce a su compañero de vivienda a su regreso de la India.

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como dij

rse leyendo un poco a Shakespeare mientras

—convino Shaw—. Ni aun McCarthy podría haber sido capaz de

y afectado por lo que le ocurrió a la víctima —observ

ombre era un majadero y una víbora y es proba

ratos—. ¿Ven esos autógraf . Lo juro. Firmadas por temor.

no cabe duda que la arrastró

razón al afirmar que el drama no había pasado los límites de la bibliotec

Lestrad ento joven, le preguntó—: ¿Cómo se llama?

e, y bien pudieron volverse las páginas en el intervalo. —Podría ser —admitió Holmes—, pero puesto que no hay mensaje en el

libro, cabe inferir que quiso decimos algo por medio del volumen. No puede haber tenido el capricho de entretene

se desangraba antes de morir. —Es verdad tal gesto. —No parece estar usted muó Lestrade con suspicacia. —No me afecta en lo más mínimo. Salvo porque pueda haber leído a

Shakespeare hasta el último instante. El hble que se haya merecido su fin. —¿Quién, Shakespeare? —Lestrade estaba ya del todo perplejo. —McCarthy —Shaw señaló las fotografías y retos? Mentiras, todas—¿Temor de qué? —Malas críticas, chismes maliciosos, detalles escandalosos, impresos o

bien verbales. McCarthy mantenía bien alerta el oído. Era notorio por esto. ¿Recuerdan el suicidio, hace tres años, de Alice Mackenzie? ¿La primera dama en aquella obra de Herbert Parker en el Allegro10. Bien,

a suicidarse un artículo firmado por ese canalla. Sherlock Holmes no escuchaba. Mientras nosotros le observábamos,

comenzó a examinar el cuarto como sólo él sabía hacerla. Se arrastró sobre las rodillas y las manos, mirando todo con su lupa. Examinó paredes, estantes, escritorio, mesa, diván, y por fin realizó el examen más detenido del cadáver. Durante todo este proceso, que duró diez minutos o algo más, mantuvo un comentario ininterrumpido de silbidos, exclamaciones y murmullos. Parte de este tiempo fue dedicado al examen de los demás cuartos del apartamento, si bien resultó evidente, por la expresión de Holmes cuando volvió, que Lestrade había tenido

a. Por fin se incorporó, lanzando un suspiro. —En serio, debe aprender a no alterar la evidencia —informó a

e, y volviéndose hacia el sarg—Stanley Hopkins, señor. —Bien, Hopkins, es mi opinión que usted llegará lejos11, aunque no debió

10 Se trata de una ficción de Watson, o bien de Shaw. No he hallado ninguna mención de un escándalo en que se viese envuelto este teatro, autor o actriz. Puede haberse registrado tal tragedia, sin duda, pero si tuvo lugar, es probable que se hayan cambiado los nombres. 11 La predicción de Holmes resultó exacta. Hopkins alcanzó el grado de Inspector principal en 1904, y cuando se jubiló, en 1925, se dio su nombre a un laboratorio forense.

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haber tocado el libro. Las cosas podrían haber sido enteramente distintas si yo hubiera podido ver la relación entre las puntas de los dedos del hombre y el volumen

en un valiente esfuerzo por redi

eptar, que no haya des

e, arrancó la página en la agenda de McCarthy en la cual figu

Buenos días, inspector Lestrade.

ELATIVO A BUNTHORNE

n seguida

e barrio fue en una época el teatro de sus corr

buen paso por la nieve sucia, lo

comer después de lo que acabamos de prese

detective—. La comida es uno de los medios principales para evitar la muerte.

r dos artículos para mañana a mediodía y no he empezado aún ninguno de ellos.

. ¿Comprende qué quiero decir? —Sí, señor. Me cuidaré muy bien de que nunca vuelva a sucederme nada

parecido. Ninguno de los dos tocamos el cuerpo —añadió mirse ante los ojos del detective. —Así me gusta. Bien, señores, creo que esto es todo. —¿Y qué ha descubierto, con todo ese arrastrarse y rcubierto yo? —preguntó Lestrade con una sonrisa agria. —No mucho, lo reconozco. El asesino es hombre. Usa la mano derecha;

tiene conocimientos prácticos de anatomía y mucha fuerza, a pesar de no llegar su talla al metro ochenta, según puede calcularse por la longitud de su paso. Llevaba botas nuevas, costosas y posiblemente compradas en el Strand. Y fumaba lo que es decididamente un cigarro de origen extranjero, adquirido en el extranjero. y antes de irs

raba su nombre. — 4 R Cuando bajábamos nos cruzamos con el médico de la policía, mister

Brownlow, y sus hombres llevando una camilla. Holmes cambió unas palabras con el forense, un hombre de barba gris, con quien tenía una relación superficial. E

atravesamos las barreras policiales en la calle. Holmes sacó su reloj. —Hoy tengo ganas de almorzar —declaró, aspirando el aire frío y puro

y mirando a su alrededor—. Watson, esterías. ¿Dónde podemos comer? —Está el Holborn. No queda lejos de aquí. —Excelente idea. Vayamos allí en busca de sustento. ¿Viene con

nosotros, Shaw? —al decir esto emprendió la marcha a cual obligó al crítico a apurar su propio ritmo. —¿Cómo puede estar pensando ennciar? —le dijo Shaw asombrado. —Es debido a lo que presencié que me encuentro pensando en comer —

repuso el —En realidad tendría que estar trabajando —rezongó Shaw cuando se

sentó con nosotros en el Holborn, mientras contemplaba con aire de desaprobación el artesonado masónico que decoraba el lugar—. Tengo que entrega

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A pesar de tal afirmación, Shaw no hizo movimiento alguno de retirars

parece u rne, postre arrollado y un buen Burdeos?

carnívoros que acechan a sus semejan

ento a aceptar su propio almuerz

alcón, lo que más evocaba en aquel momento era un gran ave de p

servarle—. ¿Aceptará el asunto? e movió ni abrió los ojos.

a sonrisa que le surcó el rostro d

, limitándose a concederle de vez en cuando una sonrisa a

e secó repetida

haw, escandalizado—. Por Dios, ho

enos que me equivoque mucho. ¿Hay puntos que se le hayan

e. —Watson —me dijo Holmes, con el rostro oculto por el menú—. ¿Qué le na sopa Windsor, pastel de ca—Estoy en todo de acuerdo. —Muy bien. ¿Y usted, querido amigo Shaw? —De ninguna manera. No soy uno de esostes. Puede pedirme un poco de ensalada. Holmes se encogió de hombros y pasó al mozo nuestro pedido. Debo

confesar que me picaba ver mis hábitos de comer y de beber cuestionados sin cesar por este charlatán. Además advertí que lejos de pagar a Holmes por sus servicios, el irlandés estaba dispuesto en aquel mom

o como parte de la generosidad de mi amigo. Nos quedamos silenciosos unos minutos, aguardando nuestra comida y

rodeados de los murmullos de los comensales, la charla de numerosos clientes que llenaban el restaurante a mediodía, el tintineo de los cubiertos y el incesante vaivén de las puertas que conducían a la cocina. Holmes no prestaba atención a aquel bullicio sino que estaba absorto en sus pensamientos, los ojos cerrados y el mentón caído sobre el pecho. Con aquella gran nariz que recordaba el pico ganchudo de un h

resa dormida. —¿Y bien? —dijo Shaw, cansado de obHolmes no s—Sí —dijo. —¡Magnífico! —exclamó el irlandés con une arrugas—. ¿Qué debemos hacer primero? —Debemos comer —Holmes abrió los ojos para buscar a nuestro

camarero, quien llegó en aquel instante con una gran bandeja. Siguiendo sus palabras con la acción, el detective se abstuvo de pronunciar una sola palabra durante los treinta minutos siguientes. Con aire sereno, aparentó no oír las preguntas insistentes de Shaw

modo de respuesta. Más familiarizado que el crítico con los estados de ánimo de Holmes,

hice todo lo posible por no dar expresión a mis conjeturas y me dediqué a mi propia comida, hasta que por fin Holmes bebió un último sorbo de vino, s

mente la boca con un gesto delicado y comenzó a llenar su pipa. —¡No me diga que va a fumar! —exclamó S

mbre, ¿está usted empeñado en suicidarse? —El caso no deja de presentar características de interés —comenzó a

decir mi amigo, como si el otro no hubiese hablado—. Este joven Hopkins tiene una carrera por delante, a m

ocurrido, Watson?

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—Aparte del asunto del libro, debo confesar que me dejó perplejo la forma del rigor mortis —repliqué—. Nunca se espera verla aparecer en forma tan pronunciada en el cuello y el abdomen sin que sea visible, aun con carácter incipient os y las articulaciones.

ar su importancia. Tiene que haber sido una tortura horrible

? —el detective levantó las manos con un gesto ex

ar a quien haya estado destinado —dijo con otro encogimiento de hombros

e estiraba la barba hacia adelante, lo cual terminó por darle un aspecto feroz.

ría que el comercio de tabacos de Dunhill podría ser un buen punto de parti

ríamos empezar por Bunthor

sacó su billetera

e el asesino le había robado sus comprom

e, en los ded—Mmmm... —Pero ¿qué hay del libro? —interpuso Shaw con vehemencia—. Sin

duda no hay que subestimllegar hasta él. —No subestimo su importancia, se lo aseguro. Me limito a cuestionar su

valor en este momento. Le diré que me he visto antes frente a este tipo de evidencia —dijo Holmes, agitando una mano lánguida—. En trance de morir, un hombre intenta comunicar el nombre de su asesino, o bien lo que motivó a éste. Por desgracia, sin saber algo más acerca de Jonathan McCarthy de lo que sabemos por ahora, no es nada probable que esta pista tan insólita pueda ser aprovechada y rendir gran cosa. ¿Qué cabe inferir de ella? ¿Que la víctima se veía como Mercutio? ¿Como Tylbat? ¿Que estaba complicado en alguna venganza familiar? ¿Es una palabra, una frase, un pasaje, o un personaje que estamos buscando? ¿Comprende usted

presivo—. No nos dice nada. —Pero tiene que haber esperado lo contrario —argüí. —Sin duda. O bien es posible que no se le haya ocurrido otro medio en

esas circunstancias. Dudo que hubiese podido utilizar lápiz y papel, aun de haber podido llegar hasta ellos, pero aparte de este hecho, estaban más lejos aún de su alcance. El rastro, en fin, podría resultarle perfectamente obvio al individuo en particul

. —Entonces, ¿dónde debemos empezar? —preguntó Shaw, intrigado. Al

hablar s

Holmes sonrió. —Dida. —¿Dunhill's? —Puede que me ayuden a identificar el origen del cigarro del asesino.

Iré allí después del almuerzo. Entretanto creo que podne. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser? —¿Bunthorne? —nos quedamos mirándole, ya que yo, por lo menos,

nunca había oído mencionar tal nombre. Holmes sonrió más aún, y luego y retiró de ella un trozo de papel arrancado de alguna parte. —Saqué esto de la libreta de compromisos diarios de McCarthy. —Creí haberle oído decir quisos del veintiocho de febrero.

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—Se los robó, en efecto. Esto, como puede ver, corresponde al veintisie

ia de la tarde en el café R

n aspecto todavía más cómico. De pronto lanzó una carcajada apreciat

tro por debajo de Convent Garden o de Albert Hall, dudo que pudiese saberlo.

—¿Es, pues, famoso este Bunthorne? —pregunté. El crítico volvió a reír.

ex colega parece haber registra

abe a quién representa Bunthorne? ¿Es un seudónimo? —preguntó

sentirme tan seguro. Por lo general

—¿Rodeado de su corte? —repetí—. ¿Quién diablos es? ¿El príncipe de Gales?

e. urgo?

r él con Bunthorne? —quiso saber Holmes.

no lo está,

o» y obras por el estilo? —Holmes movió la cabeza y volvió a

con la excepción de Wagner. Bunthor

el himno «Avancemos, soldados cristianos» y con «El acorde p

te de febrero y lo robé yo. —Tiene sólo una cita —observé—, para las seis y medoyal. —Precisamente. Con alguien llamado Bunthorne. Sin decir nada, Shaw tomó el papel, con el ceño muy fruncido, gesto que

le confirió uiva. —Yo puedo decirles quién es Bunthorne, como podría decírselo

cualquiera en el West End, creo, pero como usted, Holmes, nunca frecuenta ningún tea

—Muy famoso. Hasta podría decirse con mayor exactitud que es infame, más que famoso, pero no bajo ese nombre. Mi

do sus compromisos en una especie de código. —¿Cómo s Holmes. —No diría eso. Con todo, creo que el interesado respondería a ese

nombre —dijo Shaw, y estirando el papel, lo señaló varias veces con un índice muy delgado—. Es el restaurante que me hace

se le encuentra allí, rodeado de su corte.

—No, es Oscar Wild—¿El dramat—El genio. —¿Qué tiene que veShaw rió otra vez. —Para saberlo hay que estar familiarizado, y, según sospecho, usted

con las operetas cómicas de Gilbert y Sullivan. ¿Nunca va al Savoy? —¿A ver «El Mikad

encender su pipa. —En tal caso, se pierde usted la combinación de palabras y música más

genial desde los tiempos de Aristófanes, ne aparece en la opereta «Patience». —Creo haber oído los temas en algún organillo callejero. —Por supuesto los ha oído. Todos los organilleros de Londres dan vuelta

a la manija y tocan siempre la música de Sullivan —Shaw miró a Holmes con un deje de desdén—. ¿En qué planeta suele pasar el tiempo? —dijo—. Por lo menos estará familiarizado con

erdido», ¿no?

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Pude ver que le asombraba la ignorancia del detective, que, por el contrario, no me sorprendía a mí. Sherlock Holmes era el hombre que una vez dijo que para él era objeto de total indiferencia que la tierra girase alrededor del sol o bien lo contrario, siempre que el proceso no interrumpiera su propio trabajo. Aparte de sus intereses musicales, que tendían a una afición por los conciertos para violín y hacia la ópera tradicional, nada era más improbable que el hecho de que Holmes estuviese enterado de las modas y atracciones pasajeras de Londres. No tomó en cuenta, por ello, las ironías de Shaw y siguió empeñad

y uno, vi esta opereta! Fue en el Savoy, ¿no? —añadí volviéndome hacia Shaw.

alguien con el pelo muy largo qu

e, pero grato. El canto hizo volverse una que otra cabeza en nuestra dirección:

bla l

as

o en su propia línea de investigación. —Cuénteme acerca de «Patience» —dijo. —Un momento —exclamé entonces, frotándome la frente—. En este

momento ha vuelto a mi memoria. ¡Holmes, cuando volví de Afghanistán en el ochenta

—Creo que se estrenó allí —dijo el crítico. —Estoy casi seguro, aunque no recuerdo cuál era el argumento, por

mucho que lo intente. Siempre los olvido en menos de una o dos semanas. Recuerdo esta obra porque en el momento en que la vi no entendí nada, ni aun cuando estaba presenciándola..., algo sobre soldados y

e era muy popular entre los miembros del coro. —¿Puede darnos mayores detalles? —preguntó Holmes a Shaw. —La opereta ridiculiza con sumo ingenio todo el culto del esteticismo

auspiciado por Oscar Wilde. Usted no captó nada, doctor, porque estaba fuera del país cuando Wilde y su camarilla aparecieron en la escena. Wilde mismo aparece en la obra en la persona de Reginal Bunthorne, «poeta entrado en carnes» —Shaw tosió sonriendo y de pronto se puso a cantar con una voz inusitadamente afinada, y un registro de barítono no muy potent

Si tú aspiras a brillarEn el mundo cultural Como hombre de raro saber Has de juntar toda tu haTu jerga trascendentaY esparcirla como sal. Tendido entre margaritRecitarás con palabrasEsotéricas, complejas Tus misteriosas vivencias. ¡No importa no decir nada Si hablas de la trascendencia!

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Entonces todos dirán: ¡Qué profundo, profundísimo

, que me hundo!

l ver que no intentamos interrumpirle, Shaw prosiguió:

ona

francesa.

s

lly

mano medieval.

tonces todos dirán..., etc.

este punto interrumpió su canto, volvió a toser y dio muestras de confusió

nos encontraremos? Quiero que me tengan al tanto

ento para mi gusto.

posándole una mano en el brazo—. ¿Conoce

nio del otro, con la consecuencia de que nos intimidamos mutuame

yada en el brazo del crítico.

Es este joven poeta Tan profundo A La pasión sentimental Más vegetal que animal Debe inundar tu persCon amor a lo Platón Por una joven florecita O bien por una arvejilla No demasiado Aunque te ataquen los tontoQuedarás como un apóstol Del gremio de los estetas Al marchar por PiccadiLlevando amapola o lisEn tu En En n. —Sigue en términos algo parecidos una o dos estrofas más. De

cualquier manera, se refiere a Bunthorne y, puedo jurarlo, Bunthorne es Oscar —dijo Shaw, y mirando su reloj, exclamó—: Caramba, debo irme. Ya me divertí y ahora debo pagar el precio. ¿Dónde

de todo lo que descubran. —En Will's, a comer —aventuré. —Es un poco sucul—¿Y Simpson's? —Muy bien —Shaw se levantó y propuso—: ¿Un poco antes de las ocho? —Un momento —dijo Holmes, personalmente a mister Wilde? —Le conozco, aunque no mucho. Estamos ambos demasiado

impresionados por el gente. Holmes mantuvo la mano apo

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—¿Es en verdad un genio? —¿Oscar? Algunas de las personas más inteligentes de Londres lo

creen... , Whistler...

ué importancia tiene que sea o no un genio, ni lo que yo piense sobre el

nathan McCarthy. Querría tener ahora su apreciac

s un genio —repitió como a pesar suyo—, pero está buscándose la propia r

ponder a la pregu

permitirme hablar en términos concretos —manifestó al cabo de

flexionar, arqueando las cejas mefistofélicas en un gesto de

vengarse. Existen ritos y convenc

, ¿no? —dije yo—. ¿Acaso están ta or su sangre? No lo creo.

a irritado consigo

Shaw —le dijo Holmes con tono de desinterés—. ¿Dónde podemos ver a Wilde?

Harris, Max Beerbohm—¿Y usted? —¿Qlo? —Estoy tratando de comprender el reparto de este drama. Usted no

tenía una gran opinión de Joión sobre Oscar Wilde. —Muy bien —Shaw frunció el ceño, mordisqueándose unas hebras de

barba—. Sí. Yo diría que sí, decididamente es un genio. Sus comedias serán recordadas entre las más deslumbrantes en el idioma inglés... y no son sus obras máximas. La opereta «Patience», por el contrario, será algo passé aun antes que muera Wilde. E

uina12. —¿Por qué? Con un suspiro, Shaw reflexionó sobre la mejor manera de resnta. Esto le resultaba más difícil de lo que hubiera imaginado. —No puedouna pausa. —En tal caso, hable en términos generales —le sugirió Holmes. Shaw volvió a re concentración. —Oscar ha hostilizado al mundo —comenzó a decir, eligiendo sus

palabras con cuidado—. Se deleita en hostilizar al mundo. No lo toma en serio —con las manos apoyadas sobre la mesa, entrelazó los dedos—. El mundo, en cambio, sí. El mundo se toma a sí mismo muy en serio y no está dispuesto a perdonarle su actitud. El mundo aguarda para

iones sagradas que no es posible desafiar. —Mister Gilbert hace años que las desafíambién clamando pShaw me miró. —La vida privada de mister Gilbert es irreprochable. O si no lo es,

mister Gilbert sabe ser discreto. No puede afirmarse lo mismo de Oscar Wilde —al decir esto, Shaw se puso en pie de un salto, como si estuvier

mismo por haber hablado demasiado—. Buenos días, señores. — —En los últimos tiempos creo que se alberga en el Avondale, en

12 Cabe cuestionar la capacidad de Shaw de predecir el éxito futuro de comedias y operetas. Anunció una muerte precoz para la obra de Sardou «Tosca», que en su versión operística goza de una salud tan robusta como «Patience».

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Picadilly. Buenos días —repitió Shaw, a la vez que nos dirigía un cómico saludo con la ca os pasitos de danza.

volvió hacia mí.

e conocía bien al detective, estudió el fragm

sonrisa y ojos az e cigarro.

haya dicho cu

xtranjero, pero no lo importa nadie entre quienes

ra fumarlos, pero he oído decir que el gusto por ellos puede llegar a adquirir

cito vuelven ber que no es posible hallarlos aquí.

su caso? Puede ser, mister Fitzgerald. Puede ser.

L SEÑOR DE LA VIDA

beza antes de alejarse con sus extrañSherlock Holmes se—¿Café, Watson? Después del almuerzo proseguimos nuestro camino hasta Dunhill's, en

Reggent Street, donde mister Fitzgerald, quento de cigarro que le entregamos. —No me diga que están desorientados —dijo el escocés con una ules que brillaron con picardía al manipular el trozo dHolmes no se mostró divertido ante el comentario. —Soy capaz de identificar veintitrés clases de tabaco tan sólo por las

cenizas —dijo con cierta petulancia, según me pareció—. Cuando usted meál es éste, habré incorporado la vigésimo cuarta a mi repertorio. —Sí, sí —dijo el excelente mister Fitzgerald, riendo mientras miraba

de cerca el trozo de cigarro—. Es econozco —comenzó a decir. —Hasta aquí ya lo tenía deducido. —¿De verdad, mister Holmes? ¡Ah!, en ese caso tenemos limitado

nuestro campo de investigación —dijo Fitzgerald, y con el trozo de cigarro entre los dedos, lo olió—. Por el aroma y la envoltura, diría que es de origen indio —lo hizo girar entonces en uno y otro sentido entre el pulgar y el índice, se lo acercó al oído, escuchó el leve crujido y, por último, lo miró a lo largo como si fuera la mira de un rifle—. Es un habano. ¿Ven el corte recto del extremo y la elevada proporción de tabaco turco que tiene? Estas piezas son muy apreciadas entre los muchachos del ejército colonial de la India, aunque debo señalar que estos chicos son capaces de fumar cualquier cosa. Dudo que yo pudiese tener estómago pa

se. —¿No es posible comprarlos en Inglaterra? —No, mister Holmes, no creo que pueda adquirirlos. Son demasiado

fuertes para los civiles, como dije, aunque algunos de los chicos del ejéral país con cajas de ellos por sa—Gracias, mister Fitzgerald. —Encantado, mister Holmes. ¿Figura esto en—

5 E Sin duda Holmes y yo habíamos visto caricaturas de Oscar Wilde. A

través de los años, su extraño corte de pelo, su físico corpulento, su exótica manera de vestir se nos habían hecho familiares a todos, en realidad, por los

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innumerables dibujos a tinta y a lápiz en los diversos periódicos. Además, no obstante el hecho de no haber visto ninguna de las dos comedias que se presentaban simultáneamente en presencia de un público nutrido, sabíamos que aquel irlandés brillante era el autor de ambas. La más reciente, «La importancia de llamarse Ernesto», había sido estrenada hacía más o menos quince días y recibido

(de haberlas visto) nos prepararon para la presencia física de

a Picadilly y llegamos

—Le hallarán en el salón —nos informó el empleado con una expresión agria.

go por toda respuesta y se concentró en algun

n evidente, las voces co

su voz profund

hombros

el beneplácito entusiasta de críticos y público. A pesar de ello, ni las caricaturas ni los artículos sobre el hombre ni

sobre las obras mismas Osear Wilde. Después de nuestra visita a Dunhill's nos encaminamos haci hasta el Avondale, donde preguntamos por el dramaturgo.

—Deduzco que es de allí de donde proviene el ruido —observó Holmes con gran cortesía. El hombre murmuró al

a tarea detrás del mostrador. Había, indudablemente, mucho ruido en la dirección del salón y Holmes

y yo nos encaminamos hacia él, llenos de curiosidad. El tintineo de las copas y la charla de voces animadas que hablaban todas a la vez era bie

rtadas por explosiones y súbitos chillidos de hilaridad. Mi primera impresión al entrar en el salón fue de haber viajado hacia

atrás en la máquina del tiempo de mister Wells para caer en una saturnalia romana o algo parecido, poblada de sátiras, jóvenes que recordaban al dios Pan y duendes. La segunda mirada me permitió comprobar que la docena o más de jóvenes congregados allí cantando, recitando poesías y brindando a la salud recíproca, vestían todos las ropas de nuestro siglo, aunque con algunas prendas en cierto desorden. Bastó sólo un instante para comprender quién era el principal responsable de aquella impresión de orgía griega. De pie en el centro del salón y sobrepasando a todos sus invitados tanto por sus dimensiones como por su estatura, estaba el leviatán en persona, Oscar Wilde. Su extraño pelo largo estaba coronado de laureles o de algo que se le asemejaba y

a, opulenta y sonora dominaba el ámbito tanto como su persona. Sin reparar aparentemente en el estrépito, estaba declamando un

poema en el que se aludía a Dafnis y Cloe, del cual sólo pude captar una que otra frase aquí y allá en medio de la confusión de sonidos, y rodeaba con un brazo los

de un joven esbelto cuyos rubios rizos en marcaban un rostro de ángel. Al cabo de un momento se hizo sentir nuestra presencia en el umbral y,

uno tras otro, los participantes de la fiesta callaron hasta morir poco a poco los cantos entre los labios, salvo en el caso de Wilde. De espaldas a la puerta, seguía sin advertir la intrusión, hasta que el silencio creciente le hizo volverse hacia nosotros. Una mano desagradable por lo flácida tiró de los pámpanos que le cubrían el pelo en desorden. Tenía una cara inusitadamente apuesta y juvenil,

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si bien sabía yo que debía tener cuarenta años. El exceso de comida y de bebida habían cobrado su precio y sus rasgos estaban hinchados. Con todo, los ojos eran límpidos, grises, vivos, de expresión agradable. En cambio, los labios gruesos y sensuales y las dimensiones de su talle eran indicio de la vida disipada a que es

a de adivinar el motivo que nos llevaba allí. Más de una vez

De ningún modo. No hay nada tan

a con otra muy fina. Los ojos grises d

ueta una tarjeta

—: ¿Qué es lo que ustedes desean, señores? ¿Puedo convidar

—Queremos hablar a solas con usted uno o dos minutos, señor, nada más.

stá ya en manos de mi ab rá dirigirse a él.

res del dramaturgo dieron la impresión de abrirse más por un b

e apretaron en una mueca de contrariedad combinada con determi

taba entregado. Al fijar Wilde la mirada en nosotros, se oyeron murmullos contenidos

de la concurrencia que trataboí la palabra policía. —¿Policía? —repitió Wilde. Tenía una voz suave como una caricia y

profunda como la campana de un monasterio—. ¿Policía? —se adelantó hacia nosotros despacio, con su corona de pámpanos, y nos miró detenidamente—. No, no —decidió, con una sonrisa cautivante—. No lo creo.

antiestético en este planeta como un policía. El comentario provocó risas hacia el fondo. Noté que cuando hablaba

tenía el hábito extraño de cubrirse la boca con un dedo curvado. Miró a Holmes con interés y el detective le devolvió la mirad

e ambos se encontraron, sin pestañear. —Quizá no seamos tan estéticos como usted supone —le dijo Holmes

sin cambiar de expresión a la vez que sacaba de un bolsillo de la chaqde visita. El galante Dionisio leyó el nombre como al descuido. —¡Ay, ay, ay! —murmuró sin mostrarse sorprendido—. Más detectives.

No son gente muy estética, como usted me obliga a señalar. No le engañaré, con todo, fingiendo no haber oído hablar de mister Sherlock Holmes —el hombre circuló entre los presentes, a espaldas del detective, con tono reverente, aunque una risita aislada malogró la seriedad de la acogida—. Y usted debe de ser mister Watson —prosiguió Wilde, volviendo hacia mí los ojos luminosos y examinándome con atención—. Sí, tiene que ser mister Watson. No cabe duda. Bien —dijo con un suspiro, y luego, recobrando el aire de siempre mediante una sonrisa cordial añadió

les con algo?

—¿Se trata del marqués? —preguntó, y al decir esto levantó la voz y se estremeció—. Si es así, debo manifestarles que todo el asunto e

ogado, mister Humphreys, y que debe—Se trata de Jonathan McCarthy. Los ojos soñadoreve instante. —¿McCarthy? ¿De manera que ha osado, después de todo...? —los

gruesos labios snación. —No ha osado nada, mister Wilde. Mister McCarthy yace muerto en su

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apartamento, víctima de un ataque fatal cometido por una persona o personas desconocidas, varias horas después de la cita que mantuvo con usted en el café Royal. De verdad considero que debemos sostener esta conversación en otra parte —

a de un asesinato, no obstante consider

ero en su asiento arias.

enta de sus movimie onathan McCarthy?

nde estuvo, para la policía, quiero decir, si

peramento humorístico y alegre, el hombre

fondo—. Estuve con mi abogado, Humphreys. Dígame, ¿cómo lo planearo

cienso? ¿Hallaron las huellas d

dijo Holmes en voz baja. —¿Asesinado? —el báquico Wilde requirió uno o dos instantes para

captar el significado de la palabra. Al instante percibí la exactitud de la observación de Shaw. Tal vez Wilde hostilizara a la gente y desafiara las convenciones, pero en realidad no lo hacía con maldad ni consideraba que hubiese tampoco mal en ello. Debajo de aquella decadencia cultivada con tanto esmero y de aquellas ideas depravadas y perversas, el hombre era un inocente total, mucho más afectado que yo frente a la ide

arme yo mucho más convencional que él. —Vengan por aquí —dijo, recobrando la serenidad, y con pasos

inseguros nos condujo a una sala adyacente. Había allí un señor de cierta edad, pero tenía el sombrero sobre los ojos, las piernas estiradas y era evidente que lo que no había sido logrado por el estrépito del salón no lo sería tampoco por nuestra conversación. Holmes y yo nos sentamos mientras Wilde se dejaba caer pesadamente sobre un sofá frente a nosotros. No intentó aquí adoptar las poses elegantes que le caracterizaban en público, sino que permaneció inmóvil, con las manos regordetas entrelazadas sobre las rodillas, como un coch

que sostuviera entre las manos un par de riendas imagin—Entiendo que sospechan de mí en este asunto, ¿no? —El doctor Watson y yo no representamos a la policía. Dónde recaen

sus sospechas, no tenemos modo de saberlo, si bien puedo afirmar, por experiencia anterior —dijo Holmes sonriendo— que de cuando en cuando se aventuran por caminos bastante insólitos. ¿Puede usted dar cu

ntos posteriores a su encuentro con J—¿Dar cuenta de mis movimientos? —Puede ser útil poder explicar dó requiriesen una coartada —señalé. —Coartada... comprendo —Wilde se apoyó en el respaldo del sofá y

esbozó una sonrisa. Le miré de reojo y recordé a Cassius y sus palabras, «fatigado del mundo». A pesar de su tem

sufría bajo alguna carga terrible. —Sí, sí, no hay inconveniente —dijo, y su rostro reflejó un alivio que no

sentía en eln? —¿Qué dice usted? — ¡El asesinato, el asesinato! —a medida que se interesaba por el tema,

sus ojos adquirieron un brillo extraño—. ¿Quemaron ine una mujer desnuda que bailó sobre su sangre? Sin reparar, en apariencia, en aquellas preguntas macabras, Holmes

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delineó en forma escueta las circunstancias de la muerte del crítico, sin mencionar el detalle del libro, pero efectuando en cambio un juicio personal, en el sentido de que ninguna de las personas con las que habíamos hablado hasta aquel mo ndida ni apenada por la noticia.

, que sea una gran pérdida para la gente de teatro d

de la cita que tuvo ayer con él?

n el caso de la policía es otra cosa. Hasta ahora no está enterada de su cita.

l instante los ojos de Wilde brillaron esperanzados y se sentó más erguido.

dió y rió ante el propio

r su cita con la entrevista con su abogado esta mañana?

flexionaba—. ¿Alguna vez oyeron hablar de Charles Augustus Milverto

a no se han cruzado nuestros caminos,

a las cosas. Jonathan McCarthy se dedicaba a un tipo de caza

mí y las utilizan para amenazar. Les

mento se había mostrado sorpreWilde se encogió de hombros. —No imagino, tampocoel West End. —¿Cuál era el objeto—¿Debo decírselo? —Carecemos de facultades para exigir testimonio —repuso Holmes—,

pero e

A —¿Es verdad? —exclamó frotándose las manos—o ¿Dice usted la

verdad? —Holmes volvió a reiterarle el hecho—. ¡En ese caso, puede que todo marche bien! —dijo mirándonos por turno, mas en seguida recobró su aire de desaliento al recordar que quedábamos allí nosotros—. Es mejor con ustedes que con la policía, ¿no? —dijo suspirando—. Cuánto se parece la vida a Sardou, ¿no creen ustedes? ¡Qué lástima! Para Sardou, quiero decir —aña

ingenio, pasándose varios dedos regordetes por el pelo. —¿Tuvo algo que ve —inquirió Holmes. —En cierto modo, podría decirse que sí. Ustedes no conocieron a

Jonathan McCarthy, ¿no? No, veo bien que no le conocieron. ¿Cómo explicarles qué clase de hombre era? —Wilde se frotó los labios con el índice curvado mientras re

n? —¿El chantajista del mundo social? Todaví pero he oído hablar de él13. —Esto simplificmuy parecido. —¿Se dedicaba al chantaje? —Estaba sumergido en él hasta el cuello, estimado Holmes, hasta el

cuello. No acechaba a miembros de la sociedad, como Milverton, sino más bien a los que pertenecemos al ambiente teatral. Tenía sus fuentes de información y sus soplones y apretaba fuerte. Es verdad que de vez en cuando el mundo del teatro se confunde en parte con el de la sociedad. Sea como fuere, tengo cierta experiencia en cuanto a los chantajistas y sé cómo tratarlos. De vez en cuando suelen apoderarse de cartas escritas por

13 El camino de Holmes se cruzó con el de Milverton inmediatamente antes del asesinato del chantajista en enero de 1899.

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diré quenté en qué consistía, sonrió detrás del índice curvado.

¿Le amenazó McCarthy con publicar alguna carta? —le preguntó Holmes.

l Albemarle14 ese mismo d aba hacer.

cia atrás, pálido y con un asombro que se reflejaba en cada uno

duda tienen que haberse enterad

se lamió los labios gruesos y azulados mientras nos miraba con aire ner

plica que estemos celebrando en el salón —dijo por fin c

egún dice, oyó hablar del incidente del Albemarle.

gados. Estaba seguro de que esta correspondencia sería pe

que responda a esa pregunt

tengo un gran remedio para ello. Cuando le pregu—Las publico. —

—Con publicar varias. Se había enterado del asunto deía y me envió un mensaje sobre lo que pens—Tendrá que hablar con mayor claridad. Wilde se echó ha de sus rasgos. —¡Pero tienen que haber oído algo! ¡Sin

o! ¡Todo Londres tiene que estar al tanto! —Todo Londres, salvo Baker Street —le aseguró Holmes con sequedad. Wilde

vioso. —El marqués de Queensberry —comenzó diciendo con la voz ronca de

emoción—, padre de ese joven espléndido que vieron en el salón, y que se parece tanto a su padre como Hiperión a Hércules, me dejó una tarjeta en mi club, el Albemarle, ayer. No pienso reproducir los términos que este bárbaro utilizó en esta tarjeta, aparte del hecho de haber cometido varias faltas de ortografía, sino que leídos estos términos, no estaba dispuesto a olvidarlos15. Aunque varios amigos me aconsejaron que lo pasara por alto, no lo hice. Después de la cena fui a ver a mister Humphreys (quien me fue recomendado por mi amigo mister Ross) y esta mañana me acompañó al juzgado de Bow Street, donde inicié querella por calumnias. Mañana a esta misma hora, el marqués de Queensberry será arrestado y acusado, y muy pronto me veré libre de ese monstruo disfrazado de hombre. Esto ex

on una sonrisa fatua. —Y McCarthy, sWilde asintió. —Creo que conocía de antemano las intenciones de Queensberry. Me lo

notificó, pues, para concertar la cita en el café Royal, donde me anunció que estaba dispuesto a proporcionar ciertas cartas mías al marqués de Queensberry y a sus abo

rjudicial para mí. —¿Y usted pensó lo mismo? —No fue necesario ayer, como tampoco lo es hoy,

a. Tenía mis propias cartas para jugar, y las jugué.

14 El club de Wilde. 15 Escrito en la tarjeta de Queensberry: «Para Oscar Wilde, que pasa por sodomita». Seguramente Watson estaba al corriente del contenido del famoso mensaje cuando registró el caso, pero con gran tacto lo omitió.

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—Yo diría que le conviene ponerlas sobre la mesa ahora. —Como quiera. Para ser breve, yo mismo soy el depositario de muchos

secretos relacionados con escándalos y actividades en el ámbito teatral. La gente de teatro tiene tanto colorido, ¿no es verdad? Sé, por ejemplo, que George Grossmith, que canta esos estribillos tan ágiles de Gilbert y que, debo señalar aquí, hace mi papel, ha estado tomando drogas. Gilbert le provoca tanto terror durante los ensayos que ha tenido que recurrir a ellas. Sé que Bram Stoker tiene un apartamento en el Soho, cuya existencia ignoran tanto su mujer como Henry Irving. No puedo explicarles para qué lo utiliza, pero la intuición me dice que no es para jugar al ajedrez. Luego estoy enterado de las partidas de «chemin

Jonathan McCarthy? —le interrumpió Holmes, ocultand

os nada más que decirnos. Es una historia sórdida, me temo

n momento, con el rostro impasible. De pronto s

, mister Wilde —dijo—. No cabe dud

xpresión que me sent

lo que Dios nos hizo, mister Holmes... y muchos de nosotros

á —volviéndose por últim al detective—. Temo que no le agrado.

eseando agradarle. Puede que algún día suceda.

L SEGUNDO ASESINATO

de fer» de Sullivan con... —¿Y qué sabía usted de o apenas su desagrado. Wilde repuso sin vacilar: —Tenía una amante. Se llama Jessie Rutland y es una dama joven en el

Savoy. Para un hombre que siempre jugó el papel del prototipo de la rectitud británica en la clase media con una perfección de hipócrita, tal revelación significaría la ruina inmediata. McCarthy lo comprendió al instante —añadió Wilde como si se le ocurriera en aquel momento— y en pocos minutos descubrimos que no teníam

, pero auténtica. Holmes le miró con fijeza ue levantó y yo hice lo mismo. —Gracias por el tiempo que nos ha dedicadoa que es usted una fuente de información. El poeta le miró. Había algo tan ingenuo y simpático en su e

í encantado con Wilde, a pesar de todo lo que había dicho. —Todos somos, peores aún. —¿Es suyo eso? —le pregunté. —No, doctor —repuso con una leve sonrisa—, pero lo sera vez, se dirigió—No del todo. Wilde siguió mirándole a los ojos: —En cambio, yo me encuentro d—

6 E Era el atardecer cuando Holmes y yo salimos del Avondale para

mezclarnos con la multitud característica de esa hora en Picadilly. Se había

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levantado un viento que nos cortaba la cara como un cuchillo en la garganta mientras caminábamos. No se veía un coche de alquiler por ninguna parte, pero el teatro Savoy no quedaba a mucha distancia del hotel. Marchamos, pues, penosamente en esa dirección, abriéndonos paso entre la multitud y evitando como mejor podíamos la nieve sucia amontonada por las palas junto a las aceras. Durante el trayecto comenté que no recordaba haber visto nunca un grupo de personas tan singular como el que había conocido con motivo del asesinato de Jonatha

expresado por Platón. Son, no obstante, cualidades habitual

ién cualidades habituales entre quienes les escriben sus papeles

mundo circunscrito del teatro, donde abundan las pasiones... reales y fingidas

sionales harán, de seguro, más difí

thy de Shakespeare tuvo como fin que lo interpretaran en términos generales?

d

n McCarthy. —El teatro es un oficio singular —dijo Holmes—. Es un arte noble, pero

como profesión, monótono, aparte de que reverencia todo lo que el resto de la sociedad condena —al decir esto, Holmes me obsequió con una mirada de soslayo—. El engaño. La capacidad de simular y engañar, de pasar por lo que no se es. Lo verá mejor

es en el actor. —Y tamb—añadí. —También hallará eso en Platón. Caminamos un trecho en silencio. —La principal dificultad en este caso —observó Holmes por fin, en el

momento en que llegábamos al Strand—, además del hecho de que nuestro cliente no puede costearse el precio de las comidas, para no mencionar nuestros gastos, la principal dificultad, como decía, es la superfluidad de los móviles. Jonathan McCarthy no era un individuo que gozase de estima, según resulta evidente, hecho que sólo sirve para complicar las cosas. Si la mitad de lo que nos contó Wilde hace poco es verdad, debe existir más de una docena de personas cuyos intereses saldrán beneficiados con su desaparición. Y todos ellos residen dentro del

. —Lo que es más —señalé—, sus dotes profecil determinar su culpabilidad en un crimen. Holmes no dijo nada y recorrimos unos pasos sin hablar. —¿Ha pensado usted —proseguí— que el uso que hizo McCar

—Explíquese. —Pues bien, su amigo Shaw, nuestro cliente, no puede soportar a

Shakespeare. El «Morning Courantll, para el que escribía McCarthy, es bien conocido como rival de la «Saturday Review». No cabe mucha duda de que con McCarthy eliminado, la suerte de Shaw y su éxito literario podrían surgir más o menos juntos. ¿Sería posible que la referencia de McCarthy a «Romeo y Julieta» pudiese aludir no a los Montescos y los Capuletos, sino más bien a los os periódicos? ¿No se refiere Mercutio, al morir, a que la peste llegue a

vuestras dos casas? —continué, cada vez más entusiasmado por mi teoría—. Al

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mismo tiempo, el uso de Shakespeare, a quien Shaw detesta, podría servir para señalarle

avesando a su rival, en apariencia siguiendo un impulso, con un cortapap

bebida y el tabaco bien pueden haber sido formuladas para despista

habría de acudir a

, en el Strand. Oscar Wilde, por lo menos, llevaba e

McCarthy al decirle que estaba enterad

tes. Es probable que su desmedida vanidad le lleve a ocultárselos cuando h

o acabo de decirle que hace un considerable esfuerzo por ocultarlo

a noche! Vayamos a la puerta del escenario para ver si hay algu

con un dedo infalible como el asesino. —¡Watson, qué mente tortuosa es la suya! —Holmes se detuvo y le

brillaron los ojos—. ¡Eso es decididamente brillante! ¡Brillante! Sin duda ha pasado por alto la evidencia, pero no puedo criticarle la imaginación —al reanudar la marcha, prosiguió—: No, me temo que no corresponde. ¿Puede usted en verdad imaginar a nuestro amigo Shaw bebiendo coñac? ¿o fumando un cigarro? ¿o atr

eles? —Tiene casi la talla indicada —argumenté sin mucha convicción, ya que

no quería renunciar a mi hipótesis sin alguna resistencia—. Además, sus objeciones a la

rnos. —Podría ser —asintió Holmes—, aunque hace bastante tiempo que

conozco sus prejuicios en la materia. De cualquier manera, ¿por qué mí si quisiera pasar inadvertido? —Tal vez la perspectiva de engañarle halagó su vanidad. Holmes pesó esta conjetura unos instantes sin hacer comentarios. —No, Watson, no. Ingenioso, pero demasiado complicado, y, lo que es

más, el calzado de Shaw no concuerda con las huellas dejadas por el asesino. Sus zapatos son muy viejos... la verdad es que me duele pensar que camina con ellos con este tiempo... mientras que nuestro candidato llevaba botas nuevas, compradas, como creo haberle dicho

l calzado que corresponde. —¿Qué hay de Wilde, entonces? ¿Notó que cuando hablaba no cesaba

de cubrirse la boca con un dedo? ¿Acepta usted sin reservas su historia de haber malogrado el plan de chantaje de

o de la relación ilícita del hombre? —Ni la acepto ni la rechazo, por ahora —repuso Holmes con cierta

obstinación—. Es por ello que estamos en este teatro. En cuanto al hábito singular de Wilde de cubrirse la boca, no pudo dejar de observar usted que tiene feos dien

abla. —¿Se los vio? —¿Ns? —En ese caso, ¿cómo sabe que tiene feos dientes? —Elemental, estimado Watson. No abre la boca al sonreír. Mmmm, ¡qué

oscuro está el edificio estien en el teatro. Nos internamos en el pasaje que conducía hasta la entrada del

escenario y comprobamos que la puerta estaba abierta. Había actividad en el

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interior, si bien era evidente, por el ruido que llegaba desde el fondo del escenario, que no estaban representando. Nos abrimos paso entre actores y personal hasta que el administrador descubrió nuestra presencia y nos preguntó con cortesía qué deseábamos. Holmes presentó su tarjeta y le dijo que buscába

Está en

ndados, porque han tran

e debí lleg

lmes cuando llegamos

a regla del Savoy. Estamos en pleno ensayo y debo pedirles

. Me llamo Sherlock Holmes y éste es mi colabora

o están algo fati

otivo, presenc

untó con voz baja y cortés, sentándose cuidados presario.

mos a mister Gilbert, o bien a mister Arthur Sullivan. —Sir Arthur no está y mister Gilbert está dirigiendo el ensayo —nos

dijeron—. Tal vez sea mejor que hablen ustedes con mistress D'Oyly Carte. la platea. Pasen por esa puerta, pero sin hacer ruido, por favor, señores. Dimos las gracias al hombre y bajamos a la sala vacía. Estaban

encendidas las luces y una vez más me sentí maravillado por la iluminación del Savoy. Era el primer teatro del mundo enteramente alumbrado por electricidad, hecho que proporcionaba una iluminación muy superior a la del gas. Traté de recordar lo ocurrido quince años antes, cuando visité el teatro por primera vez. Aun entonces me había preocupado el peligro de incendio a raíz de algún desperfecto de la instalación eléctrica, preocupación que tuvo origen en el hecho de que no comprendiese quién diablos era Reginald Bunthorne y por ello mi mente comenzó a divagar. Por lo visto mis temores eran infu

scurrido años desde entonces y el Savoy sigue intacto. En una de las filas del fondo estaba sentada una figura solitaria y nos

dirigió una mirada malhumorada cuando avanzamos por el pasillo hacia ella. Era la de un hombre menudo, casi enterrado en la butaca, con una barba negra y puntiaguda que armonizaba con los ojos negros. Algo en aquella mirada reluciente, a la vez altiva y lejana, me hizo pensar en Napoleón. Posteriorment

ar a la conclusión de que tal impresión era buscada por D'Oyly Carte. —¿Mister Richard D'Oyly Carte? —le preguntó Ho lo bastante cerca como para que oyese nuestro susurro. —¿Qué quieren? No se permite la entrada de la prensa en el teatro

antes del estreno. Es un que se retiren. —No somos periodistasdor, el doctor Watson. —¡Sherlock Holmes! —el nombre había provocado el efecto deseado, ya

que el rostro de D'Oyly Carte se inundó con una sonrisa. Hizo ademán de levantarse a la vez que nos ofrecía las dos butacas a su lado—. ¡Siéntense, señores, siéntense! El Savoy se siente honrado con esta visita. Por favor, pónganse cómodos. Han estado ensayando todo el día, y en este moment

gados, pero de todos modos, estoy encantado de tenerlos aquí. Tuve la impresión que suponía que habíamos entrado en el teatro por un

capricho, como si se nos hubiera metido en la cabeza, por algún miar el ensayo. Por el momento, Holmes no corrigió esta impresión. —¿Cómo se llama la obra? —pregamente al lado del em

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—«El Gran Duque». Fijamos nuestra atención en el escenario, donde un hombre alto, de

bastante más de cincuenta años y de porte militar estaba dirigiéndose a los actores. Digo «dirigiéndose», pero el término más exacto sería «adiestrando». Tal acción no era en modo alguno contradictoria con aquel porte militar que señalaba al hombre como un individuo obsesionado por la precisión. No había decorados, lo cual dificultaba la tarea de comprender la obra. Gilbert, pues tal era el individuo, ordenó a un actor alto y desgarbado que repitiera su entrada y sus primeras líneas. El hombre desapareció entre las bambalinas, para aparecer segundos después recitando las líneas, pero Gilbert le interrumpió en mitad de una frase y le indicó que volviera a hacer todo. Junto a nosotros nuestro anfitrión hizo unas rápidas anotaciones en una libreta apoyada sobre sus rodillas. Con una ligera vacilación, el actor volvió a retirarse de la escena. A pesar de que no hubo comentario, era obvio que todos estaban fatigados y que la paciencia comenzaba a agotarse. Carte miró hacia el escenario, con el lapicero en la mano y con el ceño fruncido. Luego se golpeó los dientes con el lápiz, con un gesto

ono, era imposible determinar si se refería a los actores o bien al g

lejos esta vez antes que el autor le interrumpiese y le pidiera otra rep

Creo que hay una muchacha en la compañía llamada

esario, enervado pero cordial, era en aquel momento el amo lleno de

la, no —le tranquilizó Holmes—, pero deberá responder a algunas pregunta

caer en la butaca con desalien

s miembro . Mister Gilbert se ocupa de ello.

utaca. u rostro.

nervioso. —Están agotados —dijo en un murmullo que no iba dirigido a nadie en

particular. Por el tuionista. El actor hizo su entrada por tercera vez y se lanzó en su discurso,

llegando algo másetición. —No venimos a hacerle una visita exclusivamente social —dijo Holmes

inclinándose hacia el empresario—.Jessie Rutland. ¿Cuál es? La actitud del director de la compañía sufrió una transformación

instantánea. El emprsuspicacia. —¿Por qué quiere saberlo? —preguntó—. ¿Tiene ella alguna dificultad? —Els. —¿Deberá? —Ante mí, o bien ante la policía, y muy simplemente, ante los dos. Carte le miró fijo un instante y luego se dejóto, como si pretendiera que ésta se le tragara. —Sería lo único que me faltaba —murmuró, deprimido—. Un escándalo.

Nunca hubo el menor asomo de escándalo en el Savoy. La conducta de los de esta compañía es irreprochable—Mr. Grossmith usa drogas, ¿no? Carte le miró atónito desde el fondo de la bEl estupor se reflejaba en todo s

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—¿Dónde oyó semejante cosa? —No importa dónde, ya que la historia no irá más lejos. ¿Podemos

hablar ahosquedad—. No se siente

bien...; d anta.

¿Cuántas veces quiere que lo repita, mister Gilbert? —dijo indignado el actor

e quejó el actor—. No soy mister Grossmi

Gilbert con frialdad—. Con todo, te

en seguida concentró la atención en el suelo, en apariencia, estudiando algo allí.

una interrupción para comer.

energías. Agotados —volvió a murmurar mientras el grupo se dispersa

inos están en el subsuelo, ¿no? —preguntó Holmes cuando nos pusi

s de las mujeres, a la izquierda del escenario; los de los hombres, a la derec

parada casi para irse, permane

inos. A nuestras espaldas oíamos los pasos del coro que nos segu

hora con miss Rutland? —insistió Holmes. —Está en su camarín —replicó el otro con ijo algo acerca de tener dolor de gargEn el proscenio se oían voces altas. —

. —Hasta que salga bien, mister Passmore. —Lo he repetido quince veces —sth, ¿sabe? Soy cantante, no actor. —Los dos hechos son evidentes —le dijonemos que hacerlo lo mejor que podamos. —¡No permito que se me hable así! —declaró Passmore, y, tembloroso

de furia, salió a grandes pasos del escenario. Gilbert le miró hasta que se fue y

Carte se levantó. —Querido Gilbert —dijo—, hagamosEl autor dio señal de haberle oído. —Señoras y señores —Carte elevó la voz y le dio un tono amistoso—,

tengamos paciencia las próximas dos horas y renovemos nuestras energías con una buena cena. Estrenamos dentro de treinta y seis horas y debemos conservar las

ba. —Los camer

mos en pie. —Loha. El empresario nos indicó con un gesto vago el escenario, absorto ya en

alguna crisis más inmediata. Íbamos por el mismo camino recorrido al llegar, cuando de pronto cortó el aire un alarido espantoso. Tan sobrenatural fue que por un instante nadie pudo identificarlo. En el teatro vacío el sonido horrible reverberó y provocó ecos. La gente en el escenario, pre

ció un instante paralizada de sorpresa y horror. —¡Es una mujer! —exclamó Holmes. Vamos, Watson —de un salto pasó

sobre las candilejas y desapareció por un costado del proscenio, mientras yo corría detrás de los faldones al viento de su chaqueta. Detrás del proscenio nos encontramos en medio de un laberinto de instalaciones eléctricas que nos cortaban el paso hacia las escaleras de hierro en forma de caracol por las que se bajaba a los camer

ía corriendo. Al pie de la escalera había un pasillo a nuestra izquierda por el cual

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Holmes se internó a toda carrera. Una serie de puertas sobre ambos lados del pasillo, algunas de ellas entreabiertas, correspondían a los camerinos de las actrices. Holmes las abrió sucesivamente y de pronto se detuvo al abrir la quinta, b

Tenía erizadas las grandes patillas y los ojos azules le brillaban

adearon al mirar en guida volvieron a fijarse en mí.

guí—. Se quejó de no sentirse

na mano por la ancha frente con un gesto de fatiga—. Ha sido un día agotado

ra oponer objeciones a la impertinencia con que me permitía interrog

o hay nada importante que les

loqueándome el paso. —Que no entren, Watson —dijo en voz baja, y cerró la puerta. En pocos segundos me vi rodeado por unos treinta miembros de la

compañía del Savoy, todos hablando a la vez. En aquel momento se me ocurrió la irónica observación de que sonaban como los actores que eran, como el coro de savoyardos cuando canta «¿Y qué es esto y qué es aquello y papá se levanta una noche como ésta con tan poca ropa puesta?» De pronto, en medio de todos ellos, apartándoles con firmeza hacia izquierda y derecha, como quien cruza el mar Rojo, apareció Gilbert.

como ascuas. —¿Qué sucede aquí? —Sherlock Holmes está intentando averiguarlo —dije, haciendo un

gesto en dirección a la puerta cerrada. Los grandes ojos azules parp la dirección indicada y en se—¿Holmes? ¿El detective? —El mismo. Soy el doctor Watson. Suelo ayudar a mister Holmes. La

mujer que gritó, según creo, fue miss Rutland —prose bien y usted la envió a su camarín a descansar. —Recuerdo vagamente haber dicho algo de eso —dijo Gilbert,

pasándose ur. —¿Conoce bien a miss Rutland? Gilbert repuso a mi pregunta en forma automática. Estaba demasiado

preocupado paarle. —¿Si la conozco? No muy bien. Pertenece al coro, y yo no contrato al

coro —al decir esto apareció en su voz una leve amargura que no logró disimular—. Sir Arthur contrata a los cantantes. Sir Arthur no está aquí en este momento, como seguramente lo habrá adivinado ya. Sir Arthur debe de estar jugando a las cartas con algunos de sus amigos nobles o bien en el Lyceum, donde desperdicia su talento en componer música de fondo para la nueva versión de «Macbeth», de Irving. Sería mucho pedirle que nos entregue la obertura de nuestra pieza antes de la noche del estreno, aunque quiero creer que se dignará tenerla lista para entonces. Puede que sir Arthur encuentre inclusive tiempo suficiente para ejercitar una o dos veces a nuestros cantantes antes del estreno, pero no estoy seguro de ello —dicho esto, Gilbert se volvió para dirigirse a la compañía—. ¡Vamos, todo el mundo! A retirarse y cenar. Proseguiremos a las ocho en punto en el acto primero a partir del número del «pan para salchichas». Vayan a comer, chicos. ¡N

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retenga

evidente el lazo de afecto y confianza existent

n otra per mbro de mi profesión.

e es el doctor Benjamin Eccles, médico que atiende

z pálida, con ojos ver

y me pidió que bajara, por creer que en verdad era necesaria mi presencia aquí.

no con aire indeciso, confuso aún, debido, quizá, a la pres

senté al doctor Eccles y Holmes le saludó con una breve inclinaci

espectáculo grato —dijo en voz muy baja, apartánd

de una canilla mal cerrada, goteaba en el suelo, donde formaba

s. Eccles tosió una vez y comenzó

aquí y tienen que conservar las fuerzas! El grupo obedeció la indicación y se dispersó. De cuando en cuando

Gilbert palmeaba alguna cabeza o bien decía algo halagador en voz baja a quienes pasaban junto a él, hasta que quedamos los tres solos. A pesar de sus ásperos modales de militar, era

e entre él y sus actores. —Y ahora, déjeme pasar —ordenó con un tono que no admitía réplica.

Antes que pudiera responderle, nos interrumpió el ruido de pasos en la escalera de hierro del extremo del corredor, por el cual descendía de prisa Carte co

sona cuya valija negra le identificaba como mieCarte se adelantó hacia nosotros y exclamó: —Doctor Watson, éstal personal del Savoy. Estreché la mano de un hombre de talla mediana y de tedes algo hundidos y una nariz pequeña y de aspecto frágil. —Durante mis horas de consulta recorro teatros del distrito —me

explicó Eccles, mirando detrás de mí en dirección a la puerta cerrada—, y en el momento mismo en que entraba en la platea para ver el ensayo, me vio mister Carte

Eccles nos miró por turencia de otro médico. Detrás de nosotros la puerta se abrió y Holmes apareció por ella en

mangas de camisa. Sin duda había estado esperando hasta que partieran los miembros del coro. Pre

ón de cabeza. —Ha habido un asesinato —anunció con tono sombrío—, y todo debe

quedar como está hasta que lo examinen las autoridades. Watson, usted y el doctor Eccles pueden entrar. Mister Gilbert y mister Carte, debo pedirles que no pasen del umbral. No es un

ose para dejarme pasar. El espectáculo, en verdad, no era nada grato. La mujer, una joven

pelirroja que no podría haber tenido más de veinticinco años, yacía sobre un costado en un pequeño sofá, el único mueble en el cuarto, con la excepción del tocador y su silla. Su reposo había sido rudamente interrumpido por el corte carmesí que surcaba su garganta nacarada, y toda su sangre, se diría, ni más ni menos que como el agua

ya un charco. La visión era tan horrible, la corrupción de su existencia tan total,

lamentable y mezquina, que nos quedamos mudo a examinar los restos de la pobre mujer. —La degollaron con gran limpieza —dijo con voz débil—. Hay un poco de

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rigidez arriba del corte. ¿Es posible que el rigor mortis haya comenzado tan pronto? —se preguntó, como si hablara consigo mismo—. No aparece en los dedos y

ica al hacer este comentario—. Tiene los ganglios inflamados, simplem

urrió que también yo sentía la garganta irritada, asociaci

ijo Eccles, mirando a su alrededor por todo el cuarti

—replicó Holmes—. O bien, si lo está, no ha aparecido en la búsqu

sa hasta qu

anco frente a la entrada del cuarto y miraba delante de sí con ojos

bien dispuesta. Una muchach

atson —declaró Holmes, y se puso la c

o! Insisto en que me lo diga. ¿Qué preguntas pensaba hacerle a la chica?

na cita en Simpson's, que en este momento ha cobrado

mucho más acostumbrado a gargantas inflamad

Carie proponer a Gilbert que se suspe

No es posible —repuso Gilbert con una voz ronca y quebrada de emoción

la sangre está todavía... todavía... —Se quejó de tener la garganta inflamada —señalé, conteniendo apenas

una risa histérente. Al decir esto se me oc

ón bastante macabra. —¡Ah, debe de ser eso! —dto—. No veo ningún arma. —No está aquíeda que hice. —Pero, ¿por qué? ¿Por qué la mataron? —gritó Carte desde la puerta.

Al mismo tiempo tiró torpemente con manos menudas del cuello de su camie se le abrió—. ¿Quién podría haber querido hacer semejante cosa? Nadie pudo contestarle. Miré a Gilbert. Se había dejado caer

pesadamente en un b vidriosos. —No la conocía bien —dijo con voz sin inflexiones, como si hablara en

sueños—, pero siempre me pareció una muchacha dulce y ita muy dulce —repitió parpadeando varias veces. —No hay nada más para nosotros aquí, Whaqueta y el gabán con capa. Carte, no obstante, se abalanzó sobre él y le aferró de las solapas. —¡No puede irse! —exclamó—. ¡No debe irse! ¡Usted sabe algo sobre

todo est

—Mis preguntas eran exclusivamente para sus oídos —replicó el detective con solemnidad. Con un gesto suave apartó las manos temblorosas del otro—. Puede dar nuestros nombres, el del doctor Watson y el mío, a la policía para que declaremos. Saben dónde encontrarnos. Vamos, doctor —añadió, volviéndose hacia mí—. Tenemos u

mayor importancia aún. Nos inclinamos y estrechamos la mano de Gilbert, quien respondió como

si estuviera en trance, despidiéndonos luego de Carte y del doctor Eccles, quienes redactarían los aspectos más significativos del examen médico. Pobre hombre, supongo que debía de estar

as que a gargantas cortadas. Cuando nos alejábamos por el pasillo, oí andiera el resto del ensayo. —

.

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7 ASALTADOS

acial me golpeó como una olea junto a la taquilla.

o un poco flojo —dijo, y, tomados del brazo, e

bajó como fuego po

andes cantidades y estaba, según pude observar, más pálido que de costu

torno de nosotros el restaura

características familiares —declaró Holmes

tra vez la ho

elación con un hombre de su aspecto? Mi mente se

El café Divan de Simpson's estaba a unos pocos metros de distancia en

el Strand y no fue difícil llegar hasta allí desde el teatro16. A pesar de todo, cuando salimos del Savoy y pisamos la acera, el viento gl

da y tropecé contra el quiosco—¿Se siente bien, Watson? —Creo que sí... sólo algo mareado. Holmes hizo un gesto comprensivo. —Hacía mucho calor en el teatro, y se respiraba una atmósfera de

horror. Confieso que yo mismo me sientntramos los dos al restaurante. A aquella hora Simpson's estaba lejos de estar lleno. Mister Crathie

nos reconoció inmediatamente y no tuvimos dificultad para obtener una mesa. Eran las ocho menos cuarto, lo cual nos daba unos instantes para reflexionar a solas sobre los acontecimientos inesperados de la última hora. Y, por lo menos, no tenía ganas de comer. Tenía conciencia, en cambio, de sentir una sed extraordinaria y pedí, pues, un coñac y una jarra de agua. El coñac

r mi garganta y descubrí que no terminaba de beber agua. —Si insistimos en caminar al aire libre con este tiempo —comentó

Holmes—, terminaremos muertos de una pulmonía —por su parte, él también bebió agua en gr

mbre. Nos quedamos sentados un rato, estudiando nuestros menús sin mucho

entusiasmo, cada uno ensimismado en sus pensamientos. En nte se llenaba de comensales llenos de animación. —El caso comienza a adquirir

apartando de sí la lista de vinos. —¿A qué se refiere? Yo me siento desconcertado, le diré. —Un triángulo, si no me equivoco. Me sorprenderá mucho que no resulte

ser la típica historia del amante celoso, desechado por una mujer por otro protector. Posiblemente alguien con mayor poder —añadió sin aclarar nada más. En seguida sacó del bolsillo de su chaqueta una billetera de la cual extrajo o

jita de papel de la agenda de compromisos de Jonathan McCarthy. —Debe de ser un triángulo bastante extraño —repuse—, si incluye un

ángulo tan raro como el de McCarthy. ¿Pretende que crea que esa muchacha de rostro tan dulce trabó r

16 Sigue siendo fácil hoy. Por fortuna, tanto el restaurante Simpson's como el teatro Savoy existen todavía, a pesar de haber sido ambos reconstruidos posteriormente.

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resiste ar. Ella trabó

relacióné evidencia? —me latía la cabeza casi tanto como la vieja herida

en la pie

En cuanto a sus motivos para haberlo sido, estoy dispuesto a descubr

ostuvo sobre el papel ar agenda, estudiándolo a través del vidrio.

iones, hechas, de modo evidente sobre otro papel.

a poco, como en una calcomanía, se hizo visible la escritura en bajo relieve.

Jack Point Aquí

ta materia —observó Holmes al

ceptar tal idea. —Debo pedirle que me siga escuchando un poco más, docto

con él. Por lo menos, la evidencia lo señala con insistencia. —¿Qurna. —La de Wilde, sin duda. Si su información sobre la adición de George

Grossmith a las drogas provocó una reacción como la de Carte, debemos, creo, admitir su exactitud, por lo menos por ahora, en otros aspectos. ¿Qué argumentos puede darme que refuten tal cargo? El aspecto inocente de la muchacha y el testimonio de Gilbert, quien según reconoció, apenas la conocía. La información posterior se contradice a sí misma. En cuanto a la anterior —dijo con aire pensativo, mirando como en sueños el papel que tenía delante—, ¿qué puede significar el aspecto físico de una mujer? Las mujeres son seres tortuosos, aun las mejores entre ellas. Son capaces de mucho más de lo que nosotros, los hombres, estamos dispuestos a concebir. Que era la amante de McCarthy, estoy dispuesto a asegurarlo sobre la base de la evidencia surgida hasta ahora.

irlo. —¿Dónde? Holmes se encogió de hombros. —Diría que esto dependerá mucho de Arthur Sullivan. Sullivan la

contrató. Me dirigiré a él para obtener un cuadro más completo. ¡Atención! —de pronto se adelantó con su silla, sacó su lente de aumento y la s

rancado de la —¿Qué ve? —La nota de anoche, a menos que me equivoque mucho. Mire bien. Acercó entonces el papel donde yo pudiese verlo y sostuvo sobre él la

lupa. Agrandadas por la lente pude ver unas leves impres, por un lápiz al ser apretado —¡Hay algo aquí! —exclamé. —También lo creo yo, aunque es problemático que pueda sernos de

alguna utilidad —dijo Holmes, y mirando a su alrededor, llamó a un mozo y le pidió un lápiz. Cuando el hombre se lo dio y se alejó, Holmes levantó una esquina del mantel blanco y apoyó con cuidado el papel sobre la madera y, sosteniendo el lápiz en un ángulo muy cerrado, comenzó a frotar suavemente con la mina la superficie de la hoja de papel. Poco

—¿Quién puede ser? —nos preguntamos ambos al mismo tiempo. —Aquí está nuestro oráculo en es

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levantar

ba la esquina del mantel y

guno de los dos respondiésemos. Inmediatamente empezó

ero —dijo Holmes con naturalidad—. ¿Conoce

—¿Jack Point? —repitió con cautela—. No... La verdad es que no. ¿Por qué?

r, tal vez? —insistió Holmes.

sugerí yo.

n ambiente de la Edad Media y que tiene algo que ver con

tonta. Un noble de gran alcurnia le quita ngaña.

tamos frente a

ra llevo abrigo con este tiempo, pero no me ven temblan

r. sucedió. ¿Encontraron a Wilde?

mbios. Pálido, se levantó de un salto y se quedó allí,

la vista—. Tal vez pueda ayudarnos. Shaw estaba en la entrada del restaurante, siempre sin abrigo (sólo

mirarle me hizo castañetear los dientes). Tenía la nariz levantada como si estuviera olfateando algo y se resistiera a poner el pie en el salón antes de estar seguro de ser bien recibido. Holmes levantó una mano y le invitó a reunirse con nosotros. Se adelantó con paso rápido y sin mucha ceremonia se sentó en la banqueta. al mismo tiempo que el detective baja

guardaba con gran destreza el papel en su billetera. —¿Qué saben? —preguntó el crítico sin preámbulos—. Estoy muerto de

hambre —dijo antes que nina estudiar el menú. —Queremos consultarle prim a alguien llamado Jack Point? Shaw levantó los ojos del menú y frunció el ceño.

—¿Podría ser alguien del ámbito teatral? ¿Un acto La expresión de intriga del crítico se intensificó. —¿O bien el nombre de algún personaje de Gilbert? —Shaw se animó al instante e hizo resonar dos dedos. —Por supuesto. «Soldados de la guardia». Otra de sus operetas —

explicó—. Es una obra seria, cola Torre de Londres. —¿Y Point? ¿Quién es? —Un bufón, una figura algo patética y su amada, si la memoria no me eHolmes sonrió con melancolía. —Bien. Jack Point es el hombre, sin duda. ¿Ve, Watson? Es esa construcción geométrica que le propuse hace unos minutos. —¿De qué está hablando usted? —le preguntó Shaw con brusquedad—.

¿Y por qué están los dos tan pálidos? Es la dieta que siguen, ¿saben? Toda esa carne de carnero, y ese tabaco, y esa bebida... Están cavándose la sepultura, ambos. ¡Mírenme! Ni siquie

do como el diablo. —Le ruego que no nos ofrezca sus panaceas, por favo—Bien, dígame qué—En gran forma. Inmediatamente el detective relató detalladamente a nuestro cliente,

rebosante de salud, el encuentro en el salón del Avondale y su secuela inesperada en la sala de escribir. Al mencionar Holmes al marqués de Queensberry y aludir a la demanda judicial de Wilde, se produjo en Shaw el más extraordinario de los ca

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temblor

olmes y yo nos quedába enos de perplejidad.

remos localizar a sir Arthur esta noche. De esto, por lo menos, e

iésemos una partida de chemin

do la cabeza, se dispuso a levantarse—. Quizá se deba

—repitió el gesto en su propia frente—. Según parece, nos hemos resfriad

más extraño que había contraído hasta entonces—. Váyase. Yo le alcanzar

rme en general a un estrecho escrutinio, antes de erguirse con otro suspiro.

acostarme temprano en Baker

rcibir que no me sentía b

oso de emoción. —¡El hombre ha perdido el seso! —exclamó, y abriéndose camino entre

las mesas, salió corriendo del restaurante, mientras Hmos mirándonos, incrédulos y ll—¿Qué es esto? —pregunté. Holmes se limitó a encogerse de hombros, sin hacer comentarios. —Nuestras dificultades se encuentran en el número veinticuatro de

South Crescent y en el camarín del teatro Savoy, no en el salón del Avondale. Por lo menos no están allí por ahora —al consultar su reloj, dejó escapar un suspiro—. No consegui

stoy seguro. —Probablemente no le agradaría que interrump

de fer con sus amigos de la nobleza —convine17. —Y yo debo decir que no tengo muchas ganas de comer. ¿Vamos? Es un

problema que exige por lo menos tres pipas y la mía de cerezo tiene mayor capacidad que ésta de brezo que tengo conmigo. Aunque tampoco tengo muchas ganas de fumar —añadió y, movien

a la influencia de Shaw. —Creo que me quedaré aquí unos minutos más —le dije en voz baja. —Watson, ¿no estará usted enfermo de verdad? —me preguntó a la

vez que me tocaba la frente—. Parece tener fiebre, pero también yo me siento con fiebre

o. —Me repondré pronto —dije, pensando al mismo tiempo que aquél era

el resfriadoé. —¿Está seguro? Holmes vaciló un instante más para examinarme el rostro con atención

y somete

—Bien. Ahora que lo pienso, me vendrá muy bien Street. Venga tan pronto como se sienta mejor. Me costó despedirle con un gesto cuando se alejó. Al quedar solo, me

quedé sentado un rato y sentí que la fiebre me invadía todo el cuerpo. Bebí agua de la jarra. El mozo volvió y me preguntó si deseaba pedir la cena. Le dije que habíamos cambiado de idea e hice ademán de levantarme. Al pe

ien, el hombre me preguntó si podía pedirme un coche. —No, gracias, caminaré. El aire fresco me hará, tal vez, bien. Muy débil, me puse de pie y salí con pasos inseguros a la calle, donde

observé que había comenzado de nuevo a nevar copiosamente. Caminé calle

17 Según los datos biográficos, estas partidas en las cuales se apostaba muy alto incluían entre los jugadores al príncipe de Gales.

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arriba, transpirando en abundancia bajo el diluvio silencioso y glacial, consciente de que cualquier persona sensata habría renunciado al aire de la noche en favor de un fu

caí desmaya

describir a mi atacante, me pusieron en un coche

ue al salir del restaurante también fue asaltado de la misma manera que yo.

AMA, EL CANGREJO Y OTROS

as ambos analizáb

ho mal —comentó Holmes, por fin.

endo a este método —dijo, y apartando la servilleta tomó su

ego confortable y una cama tibia. Y entonces sucedió algo tan inesperado que apenas pude creerlo. Me

tomaron desde atrás un par de brazos vigorosos, que me arrastraron fuera del resplandor de los faroles de gas hacia un pasaje lateral del restaurante. En mi estado de debilidad era imposible luchar. Una de las manos enguantadas me apretó la nariz, obligándome a respirar exclusivamente por la boca, mientras la otra llevó una ampolla de líquido a mis labios y me obligó a abrirlos. Se trataba de beber o bien sofocarse, de manera que bebí, mientras la cabeza me daba vueltas, me latían los oídos y se me deslizaban los pies, sin control alguno, sobre la acera cubierta de escarcha. No logré ver a mi asaltante ni tampoco el color de lo que bebí. Tenía un sabor amargo y un ligero olor a alcohol. Me vi obligado a beberlo todo y sólo entonces me soltaron. El choque del ataque combinado con la fiebre que tenía me habían vuelto indefenso. En medio de la oscuridad

do, con una vaga sensación de la nieve que me caía sobre el cuerpo. Cuánto tiempo permanecí en aquel pasaje no lo supe hasta mucho más

tarde. Por fin dos agentes de la Policía que hacían su recorrido me vieron y vertieron coñac entre mis labios. En un principio supusieron que aquella noche había bebido en exceso, pero al volver en mí me identifiqué y les relaté lo sucedido. Como probaron que no podía

y en él volví a Baker Street. Allí me esperaba otra sorpresa. Sherlock Holmes, en cama y sostenido

por varias almohadas, me informó q

8 M El desayuno de la mañana siguiente en Baker Street fue muy silencioso.

Aparte de oír mi historia y de contarme la suya, tan semejante, Holmes comió en silencio. A pesar de mi vigilia en la nieve, dormí bien y la liebre desapareció. Pasada ésta, recobré el apetito y tomé un buen desayuno mientr

amos el asunto, desconcertados y con comentarios lacónicos. —No parece habernos hec—Lo contrario, diría yo. Holmes asintió y se sirvió más café. —He conocido padres que persuadían a los niños caprichosos de que

tomasen su remedio recurri pipa de cerámica. Ninguno de los dos éramos capaces de dar ni el menor detalle sobre la

filiación de nuestro misterioso asaltante. El motivo que pudo inspirarle su acto

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de agresión era, como tantas cosas relacionadas con este caso extraño, algo que decidimo

nos, sobre uno si se aparenta en ella. ¿Vendrá usted conmigo?

chaquet a.

ress Hudson —Holmes se adelantó para tomar un pequeño

a la muchacha que retire el desayuno?

na saliente y sostuvo el sobre contra la luz opaca de la mañana nublada.

; sí, decididamente, por la marca de agua... no hay huellas digitales

ión sacó del sobre una hoja del mismo to

me equivoco —murmuró, paseando la mirada sobre el papel co

De los distintos orígenes de estos recortes. Véalos —dijo, pasándome el papel.

l mensaje decía:

s no explorar por el momento, hasta que obtuviéramos mayores datos. —¿Continúa con su intención de entrevistar a Arthur Sullivan? —Más que nunca. Espero que pueda agregar algo a la poca información

que tenemos sobre Jack Point. Si no puede darla, nos veremos obligados a llevar a cabo el trabajo de hormiga que tan bien hacen los detectives en Craig's Court18. Quiero decir: ir al domicilio de miss Rutland, conversar con los vecinos y demás. Es el tipo de espionaje refinado que requiere un disfraz apropiado, ya que a la gente se le cierra mucho la boca cuando sospecha que queremos obtener información, mientras que la derraman, ni más ni me

no tener interés—Desde luego. Estaba por acompañar estas palabras con la acción y tenía ya la

a puesta cuando siguió a un golpe en la puerta la entrada de la patron—Un muchacho acaba de dejarle esto en la puerta, mister Holmes. —Gracias, mist sobre marrón. —¿Puedo decirle—¿Qué? Sí, sí. Del todo absorto, como un niño con un juguete nuevo, Holmes se acercó

a la venta —Mmmmm..., no tiene sello postal, por supuesto. Dirección escrita a

máquina... en una Remington cuya cinta requiere ser cambiada. Papel. Mmmm..., el papel de la India...

visibles. —Holmes, por amor de Dios, ábralo. —A su tiempo, mi amigo, a su tiempo. Había terminado ya, no obstante, su examen del sobre y procedió

entonces a abrir un extremo, utilizando el cortaplumas que tenía para tal fin sobre la repisa de la chimenea. A continuac

no oscuro y la abrió sobre la rodilla. —«Liverpool», «Daily Mail», «Morning Courant», «London Times» y

«Saturday Review», si non aire experto. —¿De qué está hablando? — E

18 Craig's Court, en el sector de Whitehall, era el centro de actividades de los detectives privados con no menos de seis agencias en dicho barrio.

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sI UDs APRECIAN sus vidaS manténganse FUERA del Strand

té los ojos del papel y vi que los ojos gris

me, ¿está seguro de que ésos son los diarios de donde cortaron

o menos de doce per dido.

muy poco —los ojos de Holmes brillaron de interés—. ¿Qué le sugiere a usted?

a llevarno

n. Además, ¿cómo explica su teoría el asesinat

aw del restaurante? ¿Dónde cabe sit

w quien nos esperó fuera del restaura

lecer si los ataques tuvieron una relación directa, siquiera, con este asunto.

to el «Courant» como la «Review» son publicac

No estaba firmado. Al mirar el mensaje, con la composición arbitraria

de los tipos recortados para redactar su sentido, pensé en nuestra aventura junto a Simpson's la noche anterior y experimenté un verdadero escalofrío de temor. No he tenido esta sensación muy a menudo, pero me aventuro a afirmar que no me es desconocida. Me estremecí y sentí que se me helaba la sangre, como si hubiese vuelto mi estado febril. Levan

es de Holmes se fijaban en los míos. —¿Siempre dispuesto, Watson? —me dijo. Era evidente que consideraba el papel como un desafío. —Siempre. Díga las palabras? —Sabe muy bien que soy enteramente capaz de identificar niódicos por el tipo de imprenta —repuso con aire ofen—En ese caso, ¿la redacción misma no le dice nada? —Aparte del hecho de que el autor del mensaje quiere mantenerse

anónimo,

—¡Mire los materiales que ha elegido! —exclamé con cierta vehemencia—. El «Morning Courant» y la «Saturday Review». ¿No vuelve

s esto otra vez a mi teoría de una rivalidad entre estos dos diarios? —Pregunto más bien si no nos aleja un poco de su teoría... Sólo un

tonto, en la posición en que usted coloca al hombre, compondría el mensaje con cualquiera de los tipos en cuestió

o de la pobre miss Rutland? —No lo explica —reconocí con desaliento— por el momento. En cambio,

¿cómo interpreta usted la huida apresurada de Shuar esto dentro de su precioso triángulo? —¿Quiere usted insinuar que fue Shante e inició los inexplicables ataques? —Es obvio que no tiene fuerzas para ello. Además, no tenemos manera

de estab

Holmes se puso el abrigo. —Me sorprendería descubrir que no la tiene tanto como usted. Vamos,

confiéselo. No, mi querido doctor, creo que nuestro corresponsal eligió simplemente las palabras que necesitaba donde pudo encontrarlas en el momento. Después de todo, tan

iones importantes. Vamos. Camino del Lyceum leímos los diarios de la mañana en nuestro coche de

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alquiler. Había un breve artículo sobre la querella entablada por Wilde contra el marqués de Queensberry, así como una relación bastante detallada en otra página del asesinato de 24 South Crescent. Se destacaba mucho la opinión del inspector G. Lestrade, quien prometía «echar mano al culpable» en «menos que canta un gallo» y describía al asesino del crítico, para beneficio de la prensa, mediant es.

estrade en ella. El hombre no ha cambiad

dosa satisfacción de verse en letra de imprenta dos veces en el mismo d

cidencia que no lo fuera. Además, tiene el mismo

rma impulsiva, mientras

a que debe haber terminado con la segunda víctima con humanit

n un acto posterior se venga de su amante infiel. ¡Ah, ya estam

ficio. Como en medio de un trance, llegué hasta el tercer pilar de la izquie

en, Watson? Lo había olvidado.

e una hábil paráfrasis del propio Sherlock HolmHolmes rió de buena gana al leer el artículo. —Hay cierta consistencia reconfortante en este agitado mundo

nuestro, Watson —dijo—, y debemos incluir a Lo ni un ápice en los últimos doce años. —En ningún punto menciona el diario a miss Rutland —señalé. —Es posible que no. Creo que el «Times» se va a dormir muy temprano

por la noche, pero la hallaremos, sin duda, en la edición de la tarde. El asesino tendrá la du

ía. —¿Está convencido, entonces, de que es el mismo hombre? —Creo que sería demasiada coin estilo... y los mismos zapatos. —No había reparado en una gran semejanza entre los dos crímenes. Por

el contrario, el primero parece haber sido cometido en fo el segundo requirió, sin duda, bastante premeditación. —Es verdad. También es verdad, no obstante, que en ambos casos se

empleó un arma semejante a un cuchillo... ¡Con qué acierto aludió McCarthy al hombre en su diario como Jack Point!... y en los dos casos el hombre reveló un conocimiento más que elemental de la anatomía. Sí, el degüello se realizó con una precisión quirúrgic

aria rapidez. —¡Humanitaria! —Bien, en términos relativos. —¿Cómo reconcilia el crimen impulsivo con el crimen premeditado? —Por ahora no los reconcilio, pero tengo una teoría provisional: Jack

Point, nuestro amante desdeñado, al hablar con Jonathan McCarthy por una razón cualquiera, se entera del interés sentimental de éste. Bajo el impulso de la furia mata al hombre y e

os en el Lyceum! Bajamos del coche frente a las columnas imponentes de aquel

respetado edirda. —¿Se siente bi—Creo que sí. Luego de una breve vacilación, me apoyé contra el pilar y se me llenaron

los ojos de lágrimas. Fue hasta esta columna, unos siete años antes, que

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acompañé a una joven llamada Mary Morstan, mi futura mujer, en una empresa llena de intriga que la había llevado por primera vez a acercarse a mi puerta19. Hacía ya tres años de su muerte precoz y nunca en todo aquel tiempo me encontré tan cerca del punto inicial de la gran aventura que vivimos juntos. Con un esfuerzo recobré la serenidad y dije a Holmes que estaba dispuesto a entrar ya.

rincipal del Lyceum estaba abierta y entramos en el suntuoso

de banco y mi primer pensami

livan —explicó Holmes—. ¿Está aquí ahora? Nos dije

impecable que no llegaba a disimular un físico vigoroso y, más aún, atlético

profunda se pasearon sobre nosotros. Holmes

enry. ¿Puedo servirles

zadora del hombre—. Además, preséntele mis saludos

el momento. Sin otro comentario, giró sob

arentemente no hay un indivi

La puerta p vestíbulo. —¿Señores? La voz profunda que pronunció estas palabras nos sorprendió, tanto

más por cuanto no acertamos a determinar de dónde provenía. El misterio se aclaró muy pronto cuando las persianas que cerraban la taquilla se elevaron de pronto y nos encontramos frente a un hombre moreno y con barba, con una nariz aguileña y ojos oscuros e inexpresivos. Estaba sentado detrás de unas rejas semejantes a las de la ventanilla de un cajero

ento fue que debería quedarse detrás de ellas. —¿Señores? —repitió con la misma inflexión opaca. —Buscamos a sir Arthur Sulron que le encontraríamos.—¿Quién desea saberlo? —Mister Sherlock Holmes. El individuo barbudo se quedó inmóvil como un palo al oír estas

palabras; luego se levantó con una precisión sorprendente y bajó la persiana de un golpe. En el instante siguiente se abrió la puerta del compartimiento y salió el hombre, de poco menos de un metro ochenta de altura, con un traje oscuro de corte

. —¿Sherlock Holmes? Los ojos negros de mirada

inclinó levemente la cabeza. —¿Quiere ver a sir Arthur? Está ocupado con sir H en algo? —no había gran cordialidad en su ofrecimiento. —Puede servirme llevándome a ver a sir Arthur —repuso Holmes, sin

inmutarse por la expresión amenaa John Henry Brodribb. El hombre parpadeó como si hubiesen agitado un látigo delante de su

rostro. Fue su única reacción humana hastare los talones y entró en el teatro. —Qué personaje tan singular. Diré, Holmes, que apduo en sus cabales relacionado con esta profesión.

19 Los pormenores de este caso pueden ser hallados en la segunda obra de Watson: «La señal de los cuatro».

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—Hubo una época en que en los hoteles decentes Se negaban a albergarles —convino él—, además de que era un lugar común recordar que un actor asesinó de un tiro al presidente Lincoln —apretando los labios, Holmes se esforzó

mó nuestra

bíamos visto en el mismo vestíbulo poco antes. ¡Qué lugar lleno de extre

os al cochero, hecho in

n al venir temprano. Toda la semana

engo el honor de dirigirme a miss Ellen Terry? —le dijo Holmes sonriend

ra mujer le devolvió la sonrisa y repuso a su inclinación con una ágil

—Usted me es familiar también, le diré —repuso—. ¿Alguna vez fue actor?

años, en una oportunidad, transité por las tablas con John He

abrieron de asombro y de pronto lanzó una carcajad

dad suficiente como para haber hecho tal cosa —le desafió con aire jugu

hice el papel de paje durante una producción de «Hamlet» en York. Mis padres

por recordar algo—. ¿Dijo «sir Henry» ese hombre? No puede ser. Estaba por responder a esto con una conjetura propia cuando llaatención el golpear de cascos sobre el empedrado fuera del teatro. Acababa de detenerse allí un coche, del cual bajó la mujer más bonita

que recuerdo haber visto hasta ahora. Tenía una figura elegante y juvenil, aunque pude ver, cuando se acercó, que debía de estar cerca de los cincuenta años. A pesar de ello, los cabellos debajo de un sombrero puesto en un ángulo provocativo eran rubios y los ojos de un azul radiante. Tenía una nariz diminuta pero no carente de cierta nobleza, sobre una boca expresiva y llena de humorismo, Cuando sonrió, cosa que hacía con frecuencia, vi unos dientes blancos y perfectos que relucían como una sarta de perlas. No eran, sin embargo, los rasgos individuales que provocaban admiración, sino más bien el tout ensemble creado por una inteligencia cautivante que los unía a todos. Predominaba en ella un aire de sano sentido común, en total contraste con la persona que ha

mos! Al bajar del coche, la mujer envió un beso con los dedsólito para mí, y entró con pasos airosos en el vestíbulo. —¡Buenos días! —dijo con cordialidad al vernos—. Las entradas no se

venderán hasta la tarde, saben? Aunque tienen razóse han vendido como pan caliente! —¿To. La encantadoreverencia.

—Hace muchos años que no lo soy... Por lo menos, en la escena. Sin embargo, hace muchos

nry Brodribb. Los ojos de miss Terry se a llena de espontaneidad. — ¡No! ¿Usted actuó con el Cangrejo antes que fuera el Cangrejo? No

parece tener eetón. —Tiene usted razón. No la tengo. Tenía ocho años en aquel entonces e

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me descubrieron desde la platea y se quedaron escandalizados20. —¡Me parece magnífico! Pero ¿sabe él que usted ha venido a verle? ¡Le

divertirá muchísimo! Aunque, pensándolo, sospecho que debe estar sumamente ocupado en este momento. Los reestrenos son tan complicados. Estamos tratando de recordar qué hicimos con «Macbeth» cuando lo hicimos tan bien la primera vez21.

—Hace unos instantes había aquí un hombre con pelo y barba oscura. Pienso que fue a anunciarme.

—¡Ah!, de modo que conoció a Mamá. —¿Cómo dice? —Tiene que perdonar mi tendencia a dar apodos —dijo con una

inflexión muy pintoresca—. Irving dice que soy incorregible. —¿Irving, según infiero, es el Cangrejo? —¡Por supuesto! —Ellen Terry rió con aire malicioso—. Aunque no debe

decir a nadie que yo lo dije. Es sumamente susceptible respecto de su manera de caminar.

—¿Y Mamá? —Es mister Stoker, nuestro administrador y secretario general. Tiene

un sentido tal de protección hacia nosotros que yo le digo Mamá. —¿Bram Stoker? —El mismo. ¿También le conoce? Pero yo no sé cómo se llaman ustedes

—recordó de pronto, volviendo a reír—. Y aquí me han tenido contando chismes como si fuéramos viejos amigos.

—Perdóneme. Me llamo Sherlock Holmes y éste es mi amigo el doctor Watson.

—¡Ahora sé por qué me resultaban tan familiares! —al decir esto, miss Terry aplaudió de alegría con sus manos enguantadas—. He visto fotografías de ustedes en una revista, el «Strand»... ¿O me equivoco? —y rió de contento por habernos identificado, pero pronto calló—. ¿Vienen por razones de trabajo? —preguntó luego.

—En cierto modo, sí; aunque a quien debo ver es a sir Arthur Sullivan, no a sir Henry.

—Mister Holmes, no debe llamarlo «sir» todavía. ¡Faltan dos meses!22 Mamá le llama así, sin duda, porque le gustan mucho los títulos, pero a Irving esto le enfurece. Conque Sullivan, ¿eh? —dijo, golpeando el suelo con el pie y luego sonriendo con aire resuelto—. Bien, vengan conmigo y veremos si somos

20 Esta ubicación de Holmes en las proximidades de York cuando tenía ocho años parece corroborar la biografía de Baring—Gould, en la cual se describe la infancia del detective en Donninthorpe. 21 Irving puso en escena «Macbeth» por primera vez en el año 1888. 22 Henry Irving recibió su título de la reina Victoria dos meses más tarde; fue el primer actor a quien se confirió tal mención honorífica.

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capaces de manejar a ese par. Se volvía para entrar en el teatro cuando la puerta se abrió

inesperadamente y apareció por ella Stoker. Miss Terry lanzó un leve chillido de susto, volvió a reír y se llevó una mano al pecho.

—¡Cómo me asustaste, Bram! —Perdóneme —dijo él con una expresión dura. Por la forma brusca en que abrió la puerta sospeché que había estado

escuchando detrás de ella buena parte de nuestra conversación. —Sir Arthur le recibirá ya —nos informó con frialdad. —Yo los llevaré. Muchas gracias, Bram. —Están en el Club Room, Ellen. Stoker se apartó y sostuvo la puerta mientras pasábamos, con una gran

reverencia para la actriz que yo hallé de una formalidad exagerada. Entramos en la sala y la seguimos por un pasillo.

—Querido Mamá —comentó ella. El Lyceum, que yo no visitaba desde hacía tiempo, era un teatro de

increíble suntuosidad, además de afamado por el infinito esfuerzo artístico y gasto de dinero que ponía en todas sus producciones. Frente a nosotros, en el escenario, vimos una interpretación impresionante de lo que supuse era el páramo asolado con que se inicia «Macbeth». Había árboles de verdad, además de arbustos y de un terreno rocoso de gran relieve. El efecto era tan sorprenden te que nos detuvimos un momento, maravillados.

—Notable, ¿no? Sir Edward Burne—Jones monta muchas de nuestras producciones. A veces creo que el público viene solamente por mirar los decorados.

—¿Qué es el Club Room? —pregunté cuando pasamos por una puerta lateral y entramos en la complicada parte posterior del teatro.

A nuestro alrededor había carpinteros que martilleaban, aserraban y se daban instrucciones a gritos, lo cual nos obligó a gritar también para hacernos oír.

—¡Ah!, es el orgullo de Irving. Samuel Arnold23 el compositor, que construyó la primera versión del Lyceum que precedió a ésta, lo agregó hace años para su ilustre Cofradía de Asadores. Sheridan fue miembro, ¿saben? E Irving lo restauró. Hay una cocina y a él le encanta recibir en este salón y descansar después de las funciones. Es aquí —dijo, deteniéndose frente a una puerta sobre la parte posterior del edificio.

—Creo haber visto antes a mister Stoker —dijo Holmes sin darle importancia al comentario—. ¿No vive en el barrio de Soho?

Ellen Terry se volvió con viveza y se llevó un dedo a los labios. —¡Calle! Por favor, por favor, ni mencione siquiera nada de esto aquí.

23 El bisabuelo de Edgard Allan Poe.

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¡Es un asunto que creó tantas dificultades la primera vez que ocurrió!... No creo que Irving le haya perdonado nunca, aunque sucedió hace años.

—¿Qué quiere decir? Es acaso... —¡Calle, se lo ruego, mister Holmes! Miss Terry acercó la cabeza a la puerta y escuchó con atención. Luego,

con una mueca picaresca, nos invitó a hacer lo mismo. A pesar de su edad, tenía el temperamento y las energías de una muchacha muy joven. La obedecimos y acercamos la cabeza a la puerta.

—¡No; no, querido amigo! —oímos aquella voz profunda, de timbre extraño, nasal—. Como música puede estar muy bien, pero no sirven para nada nuestros propósitos. ¡Escuche! Estoy viendo las dagas y quiero que el auditorio las oiga.

—Pero, Henry, ¿cómo suenan las dagas? —replicó una voz de timbre alto con un tono quejumbroso.

—¿Cómo suenan? Suenan como... —y entonces oímos una serie increíble de jadeos y gruñidos que de cuando en cuando sonaban como chirridos y como un enjambre de abejas.

—¡Ah, sí! ¡Ya veo lo que quiere decir! ¡Ahora vamos mejor! —dijo la voz alta y cantarina—. Sí, creo que puedo hacerlo.

—Perfecto. Miss Terry se había divertido ya lo suficiente, porque dio unos golpes

perentorios a la puerta y la abrió sin esperar respuesta. —Lamento interrumpirles, queridos —dijo, adoptando un tono imparcial

y expeditivo—, pero estos dos señores quieren ver a sir Arthur. ¡Qué actriz era! El espacioso salón en el que entramos era en verdad el refugio ideal

después de una noche de trabajo intenso en la escena. Ocupaba la mayor parte del espacio una larga mesa de roble a la que podrían haberse sentado con comodidad unos treinta comensales y pasado una o dos horas dedicados a unas cuantas aves y botellas frías.

Al extremo más alejado de la mesa, debajo de retratos de David Garrick y de Edmond Kean, estaban sentadas dos personas muy juntas la una de la otra, con aire de conspiradores interrumpidos en mitad de un complot anarquista.

El más alto de los dos era un hombre melancólico, de cerca de sesenta años, con mejillas hundidas y cadavéricas, pelo largo y gris, ojos penetrantes de color indefinido y una actitud de estudiada gravedad. Llevaba drapeada sobre los hombros una gruesa capa de color borra de vino que daba a su porte distinguido el adecuado toque teatral.

Sir Arthur Sullivan también se puso de pie. No era tan alto como Henry Irving ni vestía en forma tan dramática. Llevaba sus ropas costosas sin afectación, como quien está habituado a las prendas de calidad, y no obstante

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ser algo grueso, era apuesto en un estilo moreno y ligeramente semita. Tenía ojos castaños y brillantes que no pude menos que comparar a los de una vaca cuando me estudiaron con mirada miope a través de unos lentes apoyados con insolencia sobre el puente de su nariz. Como Gilbert, usaba grandes patillas, cuyo efecto, según supuse, era darle más años de los que tenía. Durante toda nuestra conversación mantuvo la mano derecha en una posición poco natural, apretada contra el estómago. En conjunto había algo en su rostro y en su porte que no daba la impresión de un hombre sano.

—Señores —dijo Irving con su extraña voz nasal—, lamentamos haberles hecho esperar.

—También lamentamos nosotros interrumpirles. —Estuve con la Policía la mayor parte de la mañana —nos informó

Sullivan con tristeza cuando le estrechamos la mano—. No sé qué puedo decirles que no le haya dicho a ellos. ¿Puedo preguntarles en nombre de quién han venido a verme?

De pronto contuvo el aliento y se aferró maquinalmente un costado a la vez que palideció. Irving le sostuvo con afecto al verle vacilar sobre los pies, evitando que cayera, y con gran suavidad le ayudó a sentarse. Sullivan se lo agradeció con un susurro; luego se volvió, conteniendo el aliento, y repitió la pregunta.

—Estamos aquí en nombre de la justicia —le informó Holmes, fingiendo no reparar, por el momento, en su acceso—. En términos más prosaicos, nos pidió mister Bernard Shaw que investiguemos el asunto.

La reacción de ambos frente a esta noticia fue sorprendente. Sullivan frunció el ceño, perplejo, mientras Irving se erguía bruscamente con expresión preocupada, lo cual dio a su aspecto un aire más sombrío aún.

—Mi querido Henry, te doy mi palabra de que no sé nada —repuso miss Terry, evidentemente desconcertada—. Conocí a estos señores hace muy poco rato en el vestíbulo.

Irving comenzó a caminar con aire amenazador a lo largo de la mesa. Al caminar, o más bien arrastrar los pies, me llamó la atención su forma de mover el hombro derecho hacia adelante y no pude menos que sonreír cuando pensé en el apodo que le habían dado.

—Te advierto, Nellie —dijo Irving desde la puerta—. Sí, te advierto desde ahora que no permitiré la entrada de ese degenerado en esta sala...

—No es un degenerado, Henry. ¿A qué te refieres? —la actriz habló con energía, pero Irving prosiguió como si no la hubiese oído.

—No le quiero dentro de este teatro y tampoco produciré sus repelentes comedias. Y si sigue publicando más disparates sobre la forma en que hacemos las cosas, le daré una paliza yo mismo.

—Henry —dijo ella, mirándonos por detrás de él y con una sonrisa aprensiva—, no es éste el momento ni el lugar para...

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—Que se quede en el Court, con Granville Barker, el teatro que le corresponde —rezongó Irving—. No quiero ni a él ni sus comedias aquí. ¿Comprendido?24

—Sí, Henry —repuso ella con voz sumisa—. Vamos y dejemos que estos señores hablen tranquilos.

Esto hizo serenarse al actor, quien se volvió hacia nosotros y nos hizo una reverencia.

—Quiero disculparme por la explosión, señores. Reconozco que a veces pierdo el dominio de mí mismo. En poco tiempo

el teatro de este país seguirá uno de dos caminos y tengo sentimientos bastante intensos en cuanto a cuál de ellos será.

Habló con sencillez y con tanta convicción que nosotros, ignorantes de sus ideas, bajamos la cabeza, confusos y hasta diría conmovidos por aquel despliegue de emoción pura.

—Vamos, Henry. Irving se dejó llevar por ella fuera del salón, como un Titán fatigado

que marcha detrás de una pastora de porcelana de Dresde, si bien ella ya ha dejado de ser joven.

A solas con el compositor, nos volvimos hacia él para conversar. 9 SULLIVAN —¿De verdad le envió a verme Bernard Shaw? —comenzó a decir

Sullivan con aire fastidiado cuando se hubo cerrado la puerta—. ¿Por qué se inmiscuye en esto? El hombre es un entrometido sin remedio y, aparte de su conocimiento de la música, le considero enteramente depravado.

—No nos solicitó ayuda en forma específica en la investigación del asunto de miss Rutland —admitió Holmes, adelantándose para retirar una de las macizas sillas—, sino más bien en relación con el asesinato de Jonathan McCarthy.

Presa de otro espasmo que le hizo hacer una mueca de dolor, el compositor se movió con dificultad en su asiento y miró de frente al detective.

—Eso tiene todavía menos sentido, le diré, ya que se detestaban. —Mucha gente parece haber detestado a Jonathan McCarthy, sin

duda.

24 Esta alusión al teatro Court es poco clara, por cuanto se anticipa en muchos años a los acontecimientos. Es posible que la memoria de Watson le haya fallado aquí. Por otra parte, puede ser un error mío, ya que el daño causado por el agua en el manuscrito fue particularmente serio en esta parte. A pesar de ello, se lee algo como «el Court con Granville Barker», etc.

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—Verdad, verdad. La lengua de Shaw podrá ser afilada, pero siempre ataca ideas en lugar de hombres. McCarthy era un parásito que vivía del arte y de los artistas, lo que es distinto.

Sir Arthur hizo ademán de levantarse, pero con otro quejido volvió a caer en su silla, e inclinándose volvió a aferrarse un costado como si pretendiera arrancárselo de un tirón. Los lentes se le cayeron de la nariz y quedaron agitándose de su cinta negra a pocos centímetros del suelo.

—Usted está muy enfermo —exclamé, corriendo a ayudarle. Durante varios instantes no pudo responder, sino que se quedó jadeante en su silla, como un pez fuera del agua. Le desanudé la corbata y le quité el cuello. Al ver la cocina mencionada por Ellen Terry corrí a buscar agua y se la di. Sullivan la bebió a grandes sorbos.

—Gracias. —Está demasiado enfermo para proseguir esta entrevista —declaré, lo

cual me valió una mirada hostil de Holmes por encima de la mesa. Sir Arthur se enderezó con lentitud. Algo como un esbozo de sonrisa

apareció en una mueca tensa en su rostro. —¿Enfermo? Estoy muriéndome. Estos cálculos renales terminarán

conmigo —dijo, y con un débil gesto volvió a ponerse los anteojos—. Cuando se me pasa el dolor, voy a Montecarlo y descanso. Cuando vuelvo, trabajo para olvidarlo. Estoy en Londres, trabajando. Por consiguiente, el dolor ha vuelto25.

—¿Puede seguir hablando? —le preguntó Holmes con vacilación. —Puedo hablar y hablaré, siempre que puedan probarme la importancia

de lo que quieren saber. Más animado, Sullivan se sentó más erguido y volvió a ajustarse el

cuello con dedos menudos y nerviosos. —¿No halla usted una coincidencia sugestiva en que los dos asesinatos

hayan ocurrido dentro de un período de veinticuatro horas? —En apariencia no le pareció así al inspector Lestrade. Ni siquiera

mencionó el asunto de McCarthy cuando conversamos esta mañana. —La policía tiene su manera particular de actuar —manifestó Holmes

con gran tacto—, y yo tengo la mía. Puedo decirle en términos categóricos que las dos muertes están relacionadas.

—¿Cómo? —Fueron obra de una misma mano. Sullivan sonrió apenas. —He leído los relatos del doctor Watson sobre sus casos, mister

Holmes, con el mayor interés —confesó—, y siempre los hallé gratamente divertidos. A pesar de ello, perdóneme si le digo que en este caso, no considero que su palabra sea prueba suficiente.

25 Sullivan sucumbió a este mal cinco años más tarde.

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Holmes suspiró al ver que Sullivan no era nada tonto. Tendría que jugar otras de las cartas que tenía en la mano.

—¿Tenía conocimiento, sir Arthur, de que Jessie Rutland era la amante de Jonathan McCarthy?

El compositor palideció otra vez como si hubiese sido víctima de otro acceso de dolor.

—¡No puede ser! —exclamó con vehemencia—. ¡Nunca lo fue! —Le aseguro que lo fue —dijo Holmes, y se inclinó para mirar a Sullivan

con ojos brillantes—. Nuestro informante, cuyo nombre no puedo permitirme divulgar, por ahora, me asegura que era su amante. Su exactitud respecto de otros datos que me dio me induce a confiar en la de éste, tanto más por cuanto proporciona una conexión entre estos dos crímenes, que no tendríamos de otro modo.

—¿A qué otros datos se refiere? —En primer lugar, afirma que uno de los miembros principales de la

compañía del Savoy recurre al uso de drogas porque mister Gilbert le pone nervioso.

—Eso es una vil mentira —dijo Sullivan, pero sin mucha convicción, para caer luego en un silencio taciturno. Holmes le miró impasible unos instantes y volvió a inclinarse.

—Hace un momento usted rechazó con violencia la idea de que Jonathan McCarthy fuese el amante de Jessie Rutland. No fue simplemente porque despreciara al hombre. Usted tenía otros datos, ¿no?

—Todo parece inútil ahora. Los ojos grises del detective brillaron más que nunca, como dos faros

gemelos. —Le doy mi palabra de que esto tiene la mayor importancia. Jessie

Rutland está muerta. No podemos devolverle la vida ni conferirle ninguna ventaja, salvo, quizá, un funeral decoroso. Por otra parte, hay otra cosa que podemos lograr, y es hacer justicia atrapando a su asesino.

En aquel momento le tocó a Sullivan estudiar a Holmes, cosa que hizo por un período que pareció ser un minuto entero, y durante el cual le contempló a través de los lentes, inmóvil, con la mano apretada sobre un costado.

—Muy bien. ¿Qué quiere saber? El detective dejó escapar un suspiro imperceptible de alivio. —Cuéntenos acerca de Jack Point. —¿Quién? —Perdóneme, pero ese es el nombre por el cual McCarthy aludió al

hombre en su agenda de compromisos. Parece haber tenido la costumbre de poner personajes de sus óperas, sir Arthur, en lugar de los nombres verdaderos de la gente. La cita que figura para aquella noche, la de su muerte, menciona a Jack Point. Point es el infortunado bufón que pierde a su amada en «Soldados

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de la guardia», ¿no? —¡Sí! ¡Tiene razón! —Sullivan estaba impresionado por la familiaridad

del detective con su obra—. ¿De manera que usted cree que Jessie tenía otro amante?

—Prácticamente me lo ha dicho usted, sir Arthur. Sullivan se puso serio, buscó algo en el bolsillo y sacó una cigarrera. De

ella sacó un cigarrillo, que golpeo vanas veces con un movimiento nervioso sobre el estuche y dejó que Holmes lo encendiera. Al arrojar una nube de humo, suspiró de satisfacción.

—En primer lugar debe comprender que Gilbert dirige el Savoy —dijo—. Lo dirige como un cuartel militar, dentro de la mayor disciplina, tanto en el escenario como fuera de él. Puede que haya observado usted que los camarines de los hombres y los de las mujeres están a cada lado de la escena. Está estrictamente prohibido confraternizar entre los actores de ambos sexos. La conducta de los miembros de la compañía dentro del teatro, y en alto grado fuera de él, debe satisfacer las exigentes normas de decoro de Gilbert.

»Si su actitud les parece a ustedes algo exagerada, quiero decirles que comprendo bien y acepto lo que él viene tratando de obtener. La fama de las actrices nunca ha sido muy buena. La palabra misma ha sido usada durante años como sinónimo de algo bastante peor. Mister Gilbert quiere, con su acción en el Savoy, eliminar esa acepción del término. Puede que sus procedimientos les parezcan severos y aun, a veces, ridículos, aparte de que... —aquí vaciló, sacudiendo la ceniza del cigarrillo—, pueden sufrir algunos individualmente, pero en definitiva creo que habrá hecho un gran servicio al teatro.

»Ahora bien, me referiré a Jessie Rutland. La contraté hace tres años y nunca tuve motivos para arrepentirme de mi decisión. Era, según sabía yo, una huérfana que se educó en Woking, donde cantó en diversos coros religiosos. No tenía familia ni fortuna propia. Obtener un empleo en el Savoy significaba todo para ella. Por primera vez en su vida estaba no sólo ganando un salario adecuado, sino que además tenía hogar, familia y un lugar al cual pertenecía y se sentía muy agradecida por todo ello.»

Sullivan calló, dominado un instante por la emoción o por una angustia mental o física. Era imposible saberlo.

—Siga —le indicó Holmes. Tenía los ojos cerrados y las puntas de los dedos juntas debajo del mentón, su actitud habitual cuando escuchaba.

—Era una muchacha encantadora, muy bonita, con una hermosa voz de soprano, un poco áspera en el registro medio, pero esto habría mejorado con el tiempo y con la experiencia. Era muy trabajadora y dispuesta, siempre lista para hacer lo que le indicaran.

»Mi contacto con el teatro es, por lo general, mínimo. Contrato a los cantantes después de oírlos en audición, y cuando se van componiendo los temas los ensayo con la compañía y los solistas hasta que aprenden su papel. Además,

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dirijo la noche del estreno si la salud me lo permite —con una sonrisa amarga, añadió—: Mister Grossmith no es el único miembro de la compañía que haya recurrido a las drogas para poder actuar en una función.»

—Tampoco yo las desconozco, sir Arthur. Por favor, continúe. —En condiciones normales, mister Cellier hace ensayar al coro y a los

solistas. Fue para mi una sorpresa, por tanto, cuando hace unas semanas Jessie se acercó a mí después de un ensayo durante el cual yo había trabajado con un material nuevo para el coro y me preguntó si podría hablar conmigo en privado, ya que necesitaba un consejo. Era obvio que estaba muy preocupada y pude ver que había estado llorando.

»Mi primer impulso fue enviarla a hablar con Gilbert. Gilbert goza de mayor simpatía entre los miembros de la compañía que yo —Sullivan dijo esto con aire patético—, porque si bien a veces los tiraniza y actúa como un sargento, ellos saben que les tiene cariño y que contempla siempre su bienestar, mientras que yo soy casi un extraño para ellos. Sin embargo, cuando le propuse que le viera, miss Rutland volvió a echarse a llorar y dijo que era imposible.

»"¡Si confío en mister Gilbert, estoy perdida! —exclamó—. Perderé mi puesto y mister Gilbert se perjudicará, además".»

Con un suspiro, el compositor se quitó una partícula de ceniza imaginaria de la manga, y siguió:

—Soy un hombre ocupado, mister Holmes, con muchas responsabilidades que toman todo mi tiempo, responsabilidades musicales y de otro género —tosió entonces y apagó el cigarrillo, pero evitó mirarnos a la cara—. Con todo, me conmovió la muchacha y accedí a escuchar su historia. Nos encontramos a la tarde siguiente, en un saloncito de té de Marylebone Road. No había muchas probabilidades de que nos reconocieran allí y, de haber ocurrido, habría sido difícil hacer ninguna interpretación sórdida de nuestra cita.

»Cuénteme —le dije cuando hube pedido el té—. Cuénteme qué le sucede. "No le haré perder su tiempo contándole los preliminares —dijo ella—. Hace algún tiempo trabé relación con un hombre a quien he llegado a querer mucho. Es un hombre perfecto en todo sentido, y su conducta hacia mí nunca ha dejado de ser irreprochable. Como conocíamos las normas estrictas que rigen en el Savoy, siempre nos comportamos con la mayor prudencia. ¡Aunque le diré, sir Arthur, que es tan perfecto que hasta mister Gilbert nos habría dado su bendición! ¡Estoy enamorada! —exclamó—. ¡Y él está enamorado de mí!"

»—Pero esto no es motivo para llorar, hija mía —le dije con gran afecto—. ¡Sólo cabe felicitarla! ¡En cuanto a mister Gilbert, le doy mi palabra de honor que va a bailar en su boda.

»En este punto, miss Rutland se echó a llorar allí mismo, a pesar de que hizo todo lo posible por disimular cubriéndose la cara con un pañuelito de batista. "No habrá casamiento —sollozó— porque él está ya casado. Es lo que acaba de decirme." "Si la engañó de este modo —repliqué, lleno de sorpresa—,

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no merece en lo más mínimo su amor y será una suerte para usted perderlo." "Usted no comprende —dijo, recobrando la serenidad—. No me ha engañado... en el sentido que usted supone. Su mujer es inválida y está internada en un sanatorio en Bombay. Tiene..."»

—Un momento —le interrumpió Sherlock Holmes, abriendo los ojos—. ¿Dijo ella Bombay?

—Sí. —Le ruego que prosiga —dijo Holmes, volviendo a cerrar los ojos. «"—Su mujer no oye, ni habla, ni camina —me dijo—, porque sufrió un

derrame cerebral hace cinco años. A pesar de todo esto, está atado a ella." Al hablar no pudo contener la nota de amargura, aunque en el momento, ni tampoco ahora, hubiera encontrado yo valor como para reprocharle ese tono. "Temía confesarme su situación —prosiguió miss Rutland— por miedo a perderme. Sin embargo, cuando vio el giro de nuestros sentimientos, comprendió que debía decirme la verdad. ¡Y ahora no sé qué hacer!", terminó diciendo, mientras volvía a sacar el pañuelito, y yo, sentado frente a ella, me quedaba pensativo.

»Mister Holmes, podrá imaginar mis propios sentimientos. La mujer me había colocado en una situación sumamente delicada. Soy en parte propietario del Savoy y, por lo menos en teoría, estoy de parte de las aspiraciones de mister Gilbert en cuanto a nuestra compañía. En vista de ello, mi deber residía, sin duda, en un curso de acción. Por otra parte, soy humano y además un hombre que ha vivido un problema muy semejante26, de manera que mis emociones y mis inclinaciones personales tendían a otro muy diferente.»

—¿Qué le aconsejó? Sullivan miró al detective sin intentar eludir la respuesta. —Le aconsejé que obedeciera a su corazón. Sí, ya sé lo que dirá, pero

sólo vivimos una vez, mister Holmes; por lo menos, tal es mi convicción, y creo que debemos aferramos a cualquier oportunidad de ser felices que se nos presente. Le dije que no revelaría su secreto a mister Gilbert y cumplí mi palabra, aunque al mismo tiempo le advertí que no podría protegerla de las consecuencias si mister Gilbert llegaba a enterarse por otra fuente.

—Empiezo a comprender un poco —dijo Holmes—, aunque hay mucho que sigue siendo poco claro. ¿Le dijo algo acerca del hombre que pueda permitirnos identificarle?

—Tuvo el mayor cuidado en evitarlo. Lo más que se aproximó a la indiscreción fue cuando se le escapó mencionar que el sanatorio donde está internada la mujer queda en Bombay. Estoy seguro de que no hizo ninguna otra alusión.

—Comprendo —dijo Holmes; luego parpadeó y juntó las yemas de los

26 La amante de Sullivan era una norteamericana, Mrs. Ronalds, que estaba separada, pero no divorciada. Los dos permanecieron unidos durante buena parte de la vida del compositor.

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dedos—. ¿Y cuánto de todo esto confió a la policía esta mañana? El compositor se ruborizó y bajó los ojos. —¿Ni una palabra? —Holmes no pudo contener un deje de desdén—. Es

obvio que nada puede ya comprometer a la víctima. No tiene nada que perder. —Pero yo... yo puedo verme comprometido —replicó en voz baja sir

Arthur—. Si llega a revelarse que yo estaba enterado de una relación como ésa dentro de la compañía del Savoy y no se lo dije a Gilbert... —aquí se interrumpió y suspiró—. Las relaciones entre nosotros dos nunca fueron muy cordiales, pero en los últimos tiempos se han vuelto más tensas todavía. Nunca se reconcilió con el hecho de que me dieran el título de nobleza, ¿sabe? ¡A pesar de todo, los dos nos necesitamos, mister Holmes! —sir Arthur rió por un instante, pero sin alegría—. La ironía es que no funcionamos separados. Sí, reconozco que "El acorde perdido» y "La leyenda dorada» son obras mías, pero, en definitiva, tengo esa certidumbre, horrible para mí, de que mi fuerte reside en "El Mikado» y otras operetas de esa categoría. El también lo sabe y sabe que es por nuestras obras del Savoy, y no por otras, que nos recordarán. No me queda mucho por vivir —dijo por fin—, pero mientras tenga aliento no puedo permitirme disgustarle más.

—Comprendo su posición, sir Arthur, y le pido disculpas por haberme permitido juzgarle. Una última pregunta.

Sullivan levantó la vista. —¿Conoce a la mujer de Bram Stoker? La pregunta le tomó por sorpresa, pero se recobró con un encogimiento

de hombros. —Entiendo que su mujer es muy buena amiga de Gilbert. Es todo lo que

puedo decirle. Holmes se levantó. —Gracias por haberme concedido estos momentos. Vamos, Watson. —Confío en que será discreto... en lo posible —murmuró Sullivan cuando

nos encaminamos hacia la puerta. —La discreción es parte de mi oficio. Dicho sea de paso... —Holmes se

detuvo con la mano ya en el picaporte—. Vi «Ivanhoe»27. Sullivan le miró por encima de sus lentes. —¿Sí? —Me gustó mucho. —¿Sí? Entonces, le gustó más que a mí —repuso, y se quedó mirando

con aire melancólico la superficie de la mesa delante de él, mientras Holmes abría la puerta.

Bram Stoker estaba de pie allí. —¿Se fijó en las botas que usa? —murmuró el detective en voz baja

27 «Ivanhoe» fue la única incursión de Sullivan en la Ópera seria. En general no tuvo una acogida favorable.

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cuando hubimos pasado junto a él. 10 EL HOMBRE DE OJOS CASTAÑOS Sherlock Holmes se abstuvo de comentar algo más sobre las botas de

Bram Stoker, sobre su costumbre de escuchar detrás de la puerta o sobre la reacción de Ellen Terry ante su pregunta sobre el apartamento de Stoker en el barrio del Soho. La verdad es que se negó a dar expresión a ninguno de sus pensamientos cuando abandonamos el Lyceum.

—Más tarde, Watson —me dijo mientras esperábamos en la acera frente al teatro—. Las cosas no son tan simples como imaginé al principio.

Estaba por preguntarle qué quería decir cuando me tomó de una manga. —Tengo que pasar la tarde dedicado a investigar algo, doctor. ¿Puedo

pedirle que me ayude en algo? —Lo que usted quiera. —Quisiera que entreviste a Bernard Shaw y averigüe el significado de

su conducta excéntrica anoche. —¿Quiere decir que comienza a atribuir cierta importancia a mi teoría? —Es posible —dijo sonriendo—. De cualquier manera, creo que sería

conveniente tener asidos todos los hilos de esta madeja tan enmarañada. Es casi la hora de almorzar, por lo que creo que seguramente le encontrará en el café Roya!. Sé que le gusta comer allí. Buena suerte —Holmes me apretó el brazo en un gesto de despedida y se alejó con rapidez calle abajo.

—¿Dónde nos encontraremos? —le dije. —En Baker Street. Cuando Holmes dobló la esquina no perdí más tiempo y me dirigí en un

coche de alquiler desde el Lyceum directamente al café Royal, a través de dos kilómetros de nieve. La verdad era que los hechos en que nos veíamos complicados en aquel momento habían tenido lugar dentro de un radio de tres kilómetros cuadrados, y al reparar en ello me quedé pensativo. El mundo del teatro era uno de los más restringidos entre los conocidos hasta el momento. Todos quienes pertenecían a él parecían conocerse entre ellos, por lo menos en forma superficial, lo cual creaba una atmósfera tan familiar que no dudaba que si alguno estornudaba era muy probable que le oyeran mil personas más.

El café Royal estaba concurrido y, según pude apreciar, reinaba en él un ambiente de inquietud. Había grupos de personas nerviosas que susurraban sentadas alrededor de las mesas y que miraban por detrás del hombro con aire aprensivo.

—¡Doctor! Miré entre esta concurrencia inquieta y vi a Bernard Shaw sentado a

una mesa con otro hombre, cuyo aspecto tosco me intranquilizó. Era bajo y

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rechoncho, con ojos demasiado juntos, una nariz de boxeador y una cabeza apoyada sin gracia sobre un cuello grueso y musculoso que parecía querer saltar fuera de la camisa y la corbata.

—Le presento a mister Harris —me dijo el crítico cuando me reuní con ellos, y me senté en otra silla—. Es uno de nuestros editores más famosos. Estamos de duelo. Como todos aquí —dijo con tono sardónico, mirando a su alrededor—. Y además, haciendo conjeturas.

—¿Sobre qué? Los dos hombres cambiaron una mirada. —Sobre la insensatez de Oscar Wilde —dijo mister Harris con una voz

tan sonora que era evidente la intención de que todos le oyeran. Debí reflejar cierta confusión.

—Sin duda recordará usted que salí corriendo de Simpson's anoche, ¿no, doctor? —me preguntó Shaw.

—No pude dejar de notarlo en ese momento. Shaw murmuró algo y removió su café con un gesto distraído mientras

apoyaba la mejilla en una mano. —Fue el comienzo de una noche horrorosa. En primer lugar, un loco me

asaltó casi en la puerta del restaurante. —¿Alguien le asaltó? —al repetir esto sentí que se me aceleraba la

circulación y que se me erizaba el cabello en la nuca. —Fue una especie de broma de mal gusto, pero me hizo perder tiempo

cuando más necesitaba apresurarme. Quería evitar el arresto del marqués de Queensberry. Vine corriendo aquí... a esta misma mesa, y estuve sentado con Frank, tratando de disuadirle.

—¿A Wilde? Shaw hizo un gesto afirmativo. —Le dimos un sermón —confirmó el editor con voz estentórea—, pero

fue inútil. Todo el tiempo permaneció inmóvil, como si estuviera en trance28. Era imposible identificar el acento de Harris, en parte debido al volumen de su voz cuando hablaba. En forma alternada sonaba galés, irlandés y norteamericano. Posteriormente me enteré de que su origen era objeto de conjeturas.

—¿No puede probar que ha sido calumniado? —pregunté. —Es peor aún —repuso Shaw—. Conforme con la ley, acerca de la cual,

según señaló el señor Bumble, Wilde es un asno, ha quedado expuesto a que Queensberry pruebe que no le calumnió.

—Arrestaron al marqués esta mañana —murmuró Harris bajando algo la voz.

28 Según Harris, cuyo testimonio no merece confianza, y Shaw, cuyo testimonio la merece, lord Alfred Douglas estuvo también presente en esta entrevista. Años más tarde «Bosie» confirmó el hecho personalmente. Como biografías serias de Shaw, Wilde, Gilbert y Sullivan se recomienda al lector la obra de Hesketh Pearson.

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Los dos se dedicaron a su café y yo me quedé pensando. Me pregunté si osaría volver la conversación hacia un punto anterior y decidí intentarlo.

—¿Y el asalto que sufrió? Deduzco que no le hicieron daño, ¿no? —¡Ah, sí! —dijo Shaw agitando una mano con aire despreocupado—. Fue

una broma pesada. Me tomaron desde atrás, me obligaron a beber algo muy desagradable y luego me dejaron libre. ¿Se imagina disparate igual? ¡En pleno corazón de Londres!

Al pensar en ello agitó la cabeza, aunque era obvio que estaba pensando en otra cosa.

—¿Alcanzó a ver al hombre? Supongo que fue uno solo, ¿no? —¡Le dije que no estaba prestando atención, doctor! Sólo quería que me

dejaran ir y hacer lo que pudiera para impedir que Wilde se destruyera. En esto, fracasé —añadió con un suspiro.

—¿Es una conclusión prevista, entonces, que perderá el juicio? —Es absolutamente seguro —repuso Harris—. Oscar Wilde, la mayor

luminaria de la literatura de su generación... —noté que a Shaw no le agradó el comentario—·, y en tres meses, menos, quizá, se verá totalmente olvidado. La gente temerá mencionar su nombre, salvo para reírse.

Harris recitó todo esto como si fuera un sermón. Evidentemente no era capaz de hablar excepto a gritos. Sin embargo. a pesar de toda esta afectación vocal, creí advertir un pesar muy auténtico en él.

—No me sorprendería que prohibieran algunas de sus obras... —agregó Shaw—; quizá todas.

A la sazón no tuve conciencia de la gravedad del hecho. Tres meses más tarde, la profecía de Frank Harris se había cumplido, no obstante, y Oscar Wilde fue enviado a la cárcel por dos años. Su gloriosa carrera, reducida a cenizas.

Ignorante de los hechos que rodeaban el caso, mis pensamientos volvieron al que me interesaba y, al levantar los ojos y mirarme, Shaw adivinó estos pensamientos.

—Bien, ¿qué hay del crimen? —me preguntó con una sonrisa melancólica, como diciendo: «Aquí tenemos un tópico más alegre».

—Se trata de dos crímenes, como según creo verá usted en las ediciones de la tarde —dije, y conté a ambos los hechos del teatro Savoy, señalando a Shaw que si no hubiera partido del restaurante con tanta precipitación la noche anterior, los habría conocido antes.

Los dos oyeron mi informe boquiabiertos. —¡Asesinato en el Savoy! —exclamó Harris cuando terminé de hablar—.

¿Qué sucede? ¿Es que toda la estructura de nuestra sociedad está por destrozarse con el escándalo y el horror en este corto plazo de cuatro días?

De algún modo Harris consiguió transmitir una impresión de satisfacción ante la perspectiva. No cabía duda de que era un personaje

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contradictorio. —Empieza a parecerse a esas cosas de Shakespeare —dijo Shaw con

voz pausada, y por esta vez aquella lengua afilada no tuvo nada que decir—. Cadáveres y qué se yo... esparcidos por todo el West End...

—¿Alguno de ustedes dos conoce a Bram Stoker? Me miraron, perplejos por el giro de la conversación. —¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Harris. —No lo sé, pero Sherlock Holmes quiere saberlo. —¿Qué hay de él? —Es la pregunta que yo les formulo. Shaw vaciló mientras me miraba y luego cambió otra mirada con el

editor. —No hay duda de que es raro —concedió Harris, jugando con su

cucharilla—. No se llama Bram, sino Abraham. —¿Sí? ¿Qué más? —Nació en Dublín o bien en las inmediaciones, según creo, y tiene un

hermano mayor que es un médico famoso. —No se refiere usted al doctor William Stoker, ¿verdad? Shaw afirmó: —El mismo. Le conferirán un título honorífico esta primavera. —¿Y Bram? Shaw encorvó los hombros para luego dejarlos flojos. —Campeón de atletismo de la Universidad de Dublín. —¿Cuál era su oficio antes de ser empleado por Irving? El irlandés se echó a reír, lo cual le devolvió algo de su aspecto de

duende. —Todos los caminos nos llevan a Roma, doctor. Era crítico teatral. —¿Crítico? —comencé a entrever cierto rumbo en las sospechas de

Holmes. —Y ex autor... del género de los fracasados. —¿Conocía a Jonathan McCarthy? —Todos conocían a Jonathan McCarthy. —Y su esposa es amiga de Gilbert. Los ojos de Shaw y de Harris se abrieron en forma visible. —¿Dónde llegó a enterarse de eso? —quiso saber Shaw. Me levanté, haciendo todo lo posible por no mostrar excesiva

complacencia. —Tengo mis métodos —dije. —¡No pensará usted en irse! —objetó Harris—. No ha comido nada. —Me temo que me esperan compromisos en otra parte. Gracias,

señores. Espero que el asunto con su amigo no termine tan mal como ustedes

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temen. —Terminará peor —murmuró Shaw, y me estrechó la mano sin mucho

entusiasmo. Al dejarles volví de prisa a Baker Street, deseoso de comunicar a

Holmes los resultados obtenidos, pero no había regresado. Pasé una tarde monótona paseándome por la casa, tratando con afán de hallar algún sentido en nuestros datos y de armar las piezas del rompecabezas para formar un todo coherente. Por momentos creía haber dominado el problema, sólo para recordar en el siguiente algún elemento de importancia omitido en las conjeturas anteriores. Por fin, aburrido de tantas cavilaciones infructuosas, me dediqué a guardar las cantidades de libros que estaban todavía en el suelo, pensando que por el momento habían dejado de interesar a mi amigo.

En algún punto de mis esfuerzos me quedé dormido, porque lo que recuerdo después de esto es haber sido despertado de mi sueño en el sillón por los golpes familiares de la patrona en la puerta de la sala.

—Hay un caballero que desea ver a mister Holmes —dijo. —No está aquí, mistress Hudson, como usted sabe. —Sí, doctor, pero dice que le trae algo muy urgente y me pidió que

usted le recibiera. —¿Urgente, eh? Muy bien, que suba. Un momento, mistress Hudson,

¿qué aspecto tiene? La buena mujer frunció el ceño y luego me miró con aire astuto. —Dice ser agente de propiedades, señor. Sin duda come y bebe bien, si

usted me entiende —dijo golpeándose un lado de la nariz con el índice. —Perfectamente. Muy bien, que suba. No tuve que esperar mucho antes de que volvieran a golpear la puerta,

ruido que fue precedido por el mucho jadear y resoplar por la escalera. —Entre. La puerta se abrió para dar paso a un hombre de edad y de talle

voluminoso. Debía de pesar cerca de ciento treinta kilos y cada uno de sus movimientos era acompañado por los jadeos que le provocaba e! esfuerzo.

—Servidor de... usted... doctor —dijo con esfuerzo, y me ofreció su tarjeta de visita con un débil gesto. Me enteré así de que era Hezekiah Jackson, de Plymouth, agente de propiedades. El lugar de origen armonizaba con el acento con que hablaba, enteramente típico de la región de Devonshire. De una mirada registré mentalmente las facciones abotargadas, gruesas y sofocadas de mister Jackson. Tenía una nariz abultada como un tubérculo y tan roja como una remolacha, con venas que la surcaban hasta la punta en forma tan marcada como en un mapa del delta del Nilo. Todo ello me permitió deducir que mister Jackson era un alcohólico incorregible. La respiración penosa tendía a confirmarlo, ya que liberaba fuertes hálitos de alcohol. Tenía los ojos castaños con una expresión vidriosa y desencajada que intentaba observar lo que le

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rodeaba. La transpiración le brotaba de las mejillas y la frente y caía en gotas de su pelo blanco cortado al rape. En otra época habría merecido el simbólico nombre de «Rey del Desorden».

—¿Mister Jackson? —dije—. Tome asiento, por favor. —Gracias, señor, muchas gracias —Jackson miró a su alrededor,

plantado sobre sus pies no muy firmes, en busca de un asiento lo suficientemente amplio como para soportar su volumen. Eligió el sillón tapizado junto al fuego, el predilecto de Holmes, y se dejó caer sobre él con tanta pesadez que el pobre sillón dejó escapar chillidos de alarma. Me estremecí al pensar en lo que podría ser la reacción del detective si llegase a venir y hallarlo destrozado por este obeso personaje.

—Soy el doctor... —Sé bien quién es, doctor. Estoy enterado de todo acerca de usted.

Sherlock Holmes me ha hablado mucho de su persona —dijo con un tono de suficiencia que me provocó una vaga inquietud.

—¿Sí? ¿Y en qué puedo servirle? —Diría que para comenzar podría tener la cortesía de ofrecerme un

trago. Sí, dije un trago. Hace un frío infernal afuera. Jackson dijo todo esto con la mayor firmeza, sentado frente a mí y

sudando como un cerdo a punto de que le hundan la lanza en la persecución. —¿Qué quiere tomar? —Coñac, si lo tiene. Casi siempre tomo un poquito de coñac a esta hora.

Conserva las fuerzas, ¿sabe? —Muy bien. Aunque están por servir el té, si lo prefiere. —¿Té? —dijo horrorizado—. ¿Té, dijo? por Dios, doctor, ¿quiere

matarme? Como usted es médico, habría supuesto que usted sabe todo lo referente al té. El gran mutilador... eso es el té. Mayor cantidad de hombres de mi edad caen muertos como resultado del consumo abusivo e intemperado de té que por ninguna otra causa aislada, con la excepción del cólico. ¿No sabía usted esto, doctor? ¡Qué barbaridad! ¿Dónde ha vivido usted? ¿No lee otros artículos de la revista "Strand" que los suyos? ¿Cree de verdad que yo sería la imagen de la salud que soy si acostumbrara beber té?

—En ese caso, coñac —dije, conteniendo apenas las ganas de lanzar una carcajada al ofrecerle un vaso. Sin duda, Holmes conocía a la gente más insólita, si bien cuál podría ser su relación con este viejo alcohólico, era algo que no alcanzaba a descifrar.

Le entregué el vaso y volví a sentarme. —¿Y cuál es su mensaje para mister Holmes? —¿Mi mensaje? —los ojos castaños se ensombrecieron—. ¡Ah, sí! ¡Mi

mensaje! Dígale a mister Holmes… Me temo que estas noticias no sean muy buenas…, que sus inversiones en tierras de Torquay han muerto ahogadas.

—¿Ahogadas?

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—Ahogadas, ni más ni menos. Se cayeron al mar, las pobres tierras. —No tenía noticias de que mister Holmes hubiese invertido en tierras

en Torquay. —Todo lo que tenía —dijo el agente con gravedad, a la vez que recogía

su vaso y hundía la gran nariz en él. —¿Qué dice? El hombre hizo un gesto afirmativo y luego agitó la cabeza hacia uno y

otro lado con un gesto de desaliento. —Pobre mister Holmes. Hace años que me viene dando instrucciones de

que adquiera tierras sobre el mar..., según creo, con la idea vaga de construir quizá un hotel allí, y el hecho es que... Todo se ha ido al diablo. ¿Oyó hablar usted de la tormenta que nos castiga desde hace cuatro días? ¿No? Bien, doctor, le aseguro que he vivido toda la vida en esa región y nunca he visto una tormenta como ésta. Plymouth está casi devastado por las inundaciones y hay parcelas enteras de tierra que han caído directamente en La Mancha. Los cartógrafos tendrán que trabajar bastante a partir de ahora —mister Jackson volvió a hundir la enorme nariz en el coñac mientras yo trataba de digerir todas estas noticias.

—¿Quiere usted decirme que las tierras de mister Holmes... todas... están bajo el océano?

—Hasta el último centímetro, aunque no lo crea, doctor. Está arruinado. Es esta misión tan triste la que me ha traído a Londres.

—¡Increíble! —exclamé, y me levanté de un salto al comprender por fin la gravedad de la catástrofe—. ¡Arruinado! —me dejé caer en mi propio asiento, atontado por lo súbito de la desgracia.

—Por su cara diría que a usted no le vendría mal un trago, doctor, si me permite que opine.

—Es posible —dije, y levantándome con pasos inseguros vertí coñac para mí. A mis espaldas, el hombre lanzó una carcajada en voz baja.

—¿Le parece cómico? —le dije con aspereza. —La verdad es que debe reconocer que tiene algo de cómico. Un

hombre invierte hasta el último centavo que tiene en tierras, la inversión más segura, diríamos, y de pronto desaparecen bajo el agua. Vamos, doctor, admita con sinceridad que hay algo de humorismo en el hecho.

—Francamente no alcanzo a verlo —dije con vehemencia—, ¡aparte de que hallo repugnante su indiferencia frente al infortunio de su cliente! ¡Llega usted aquí, se bebe el coñac de mister Holmes, con todo desparpajo me anuncia su revés económico y termina riéndose!

—Como usted diga, doctor —replicó él, devolviéndome el vaso—, aunque debo confesarle que ha recibido todas estas noticias Con un espíritu bastante estrecho. Trate de ver el elemento de humorismo.

—Ni una palabra más, mister Jackson —dije, y me volví para dejar el

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vaso en un aparador. —Tiene razón, Watson —dijo una voz familiar a mis espaldas—. Creo

que es hora de pedir el té. 11 TEORÍAS y CARGOS —¡Holmes! Al girar sobre los talones vi al detective sentado donde yo acababa de

ver al agente de propiedades. Estaba arrancándose la nariz inmensa y quitándose la peluca blanca.

—¡Holmes, esto es el colmo! —Me temo que sí —dijo, y escupió el algodón que había usado para

llenarse las mejillas—. Es infantil, estoy del todo de acuerdo. Pero era un buen disfraz y tenía que probarlo con alguien que me conociera bien. No se me ocurrió nadie que respondiera mejor a esta exigencia que usted, querido Watson.

Cuando se levantó y se quitó el abrigo, dejó ver un volumen extraordinario de relleno sobre todo el cuerpo. Me senté, tembloroso, y le observé mudo mientras se quitaba el disfraz y se ponía la bata.

—Hace calor aquí —dijo sonriendo—, pero ha obrado milagros para mí. Con todo, me temo que queden algunos hilos sueltos que no consigo fijar por medio de los datos que poseo hasta ahora. Vamos, vamos a tomar el té.

Cuando tocó el timbre no tardó en llegar mistress Hudson con la bandeja. Se quedó atónita al hallar a mister Holmes en casa.

—No le oí llegar, señor. —Usted misma me hizo entrar, mistress Hudson. Los comentarios de la buena mujer al oír esta noticia no vienen al caso.

Se retiró luego y Holmes y yo acercamos nuestros sillones. —¡Sus ojos! —exclamé de pronto, Con la tetera aún en la mano—. ¡Son

castaños! —¿Qué? ¡Ah, un minuto! Holmes se inclinó hacia adelante hasta quedar mirando al suelo y,

tirando de la piel de la sien derecha, puso la palma de la mano debajo del ojo correspondiente. Observé, intrigado, que repetía la misma operación con el ojo izquierdo.

—Pero, ¿qué cosa de prestidigitación, o de magia...? —comencé a decir. —La última novedad en materia de disfraces, Watson —Sherlock

Holmes estiró una mano y me mostró los pequeños adminículos—. Tenga cuidado. Son de vidrio y muy frágiles.

—Pero ¿qué son? —Una sutileza mía, para cambiar el único rasgo del rostro que no es

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posible alterar con ninguna pintura. No los inventé —se apresuró a decir—, aunque me atrevo a afirmar que soy el primero en aplicar estos objetos a fin de disfrazarme.

—¿Cuál es su verdadero fin? —Un fin muy específico. Hace unos veinte años un alemán en Berlín

descubrió que estaba perdiendo la vista debido a una infección en el interior de los párpados que comenzaba a extenderse a los ojos mismos. Diseñó un vidrio cóncavo, algo más grande que éstos, y transparente, desde luego, que debía ser insertado entre el párpado y la córnea, donde lo mantiene en su lugar la tensión superficial. Con ellos se retardó el avance del mal y su vista fue salvada29.

Leí acerca de estas investigaciones y modifiqué el diseño un poco. Con el resultado que usted pudo ver.

—Pero ¿si se rompiera el vidrio? —temblé ante la idea. —No es probable. Siempre que no nos frotemos los ojos, las

probabilidades de que algo golpee los lentes son muy remotas. Yo los uso rara vez, porque lleva algún tiempo acostumbrarse a ellos, y he descubierto que no los soporto más de unas horas. Después empiezan a provocarme dolor, y si me llega a entrar una partícula de polvo en el ojo, me causa más lágrimas que si estuviera en un funeral.

Holmes tomó los diminutos lentes de mis manos y los guardó en una caja que sin duda había sido hecha expresamente para ellos.

—Puede llegar a hacerse mucho mal en los ojos —le advertí, por sentirme obligado, en mi calidad de médico, a señalarle algunos de los peligros más obvios.

—Van Bülow los usó veinte años sin efectos negativos. De todos modos consulté a su amigo el doctor Doyle acerca de ellos. Está tan absorto en sus actividades literarias que tendemos a olvidar que además es oftalmólogo. Me ayudó muchísimo con sus sugerencias en cuanto a las modificaciones que yo contemplaba. Luego me los talló Zeiss —prosiguió a la vez que guardaba la cajita—, aunque tengo la sospecha de que no tenían la menor idea de su objeto. Bien —dijo por fin, llenando la pipa y pasándome su taza—, ¿qué hay de Bernard Shaw?

Mientras hacía todo lo posible por asimilar tantas sorpresas sucesivas, le serví más té y le conté en pocas palabras lo ocurrido durante mi encuentro en el café Royal. Con la excepción de una que otra pregunta muy aguda, me escuchó hasta el fin en silencio, fumando sin cesar su pipa de brezo y bebiendo sorbos de té.

—¿Lo consideró una broma de mal gusto, entonces? —fue su comentario frente a la relación que me hizo Shaw del misterioso asalto—. Debe de tener una mentalidad bastante curiosa.

29 Es verdad. Los lentes de contacto tienen más de cien años.

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—No tengo la sensación de que haya reflexionado mucho sobre el hecho, ni tampoco deseado hacerlo —dije, con lo cual me hallé defendiendo al crítico—. Estaba sumamente ansioso por hallar a Wilde.

—Mmmm... me pregunto a quién más obligaron a saborear ese tónico. —¿Usted no cree, entonces, que fue una broma pesada? —le pregunté,

sabiendo perfectamente lo que él pensaba. Holmes sonrió. —Bastante poco práctica como broma, ¿no diría usted? —¿Y qué descubrió en sus andanzas de la tarde? —quise saber a mi vez. El detective se levantó y comenzó a pasearse por el cuarto, con las

manos metidas en los bolsillos de la bata. El humo que brotaba de su pipa parecía salir de la chimenea de una locomotora. Aparentemente no advirtió que yo le había despejado el suelo de libros.

—Primero hice una visita al apartamento que mantiene clandestinamente mister Stoker en Porkpie Lane —comenzó diciendo—. Comprobé (sin que él se enterara) que no puede probar dónde estuvo a la hora de cualquiera de los dos asesinatos. Me enteré, como usted, de su verdadero nombre de pila y de sus antiguas actividades como crítico teatral. Seguidamente visité el antiguo alojamiento de Jessie Rutland (muy cerca de Tottenham Court Road) y hablé con la patrona. La mujer se mostró reservada, pero me informó de mucho más de lo que ella sospecha.

—¡Esto responde a la perfección a una teoría que he estado elaborando toda la tarde! —exclamé, poniéndome en pie de un salto—. ¿Le interesaría oírla?

—Desde luego. Sabe muy bien que me impresiona en un grado infinito el mecanismo de su mente —dijo Holmes, ocupando la silla de la cual me acababa de levantar yo.

—Bien. Jessie Rutland conoce a Bram Stoker. El no revela su nombre ni su verdadera identidad, sino que finge haber llegado recientemente de la India, donde ha dejado a su mujer inválida. Hasta fuma cigarros indios para reforzar esta impresión. Alquila un apartamento en el Soho para llevar a cabo su intriga amorosa, pero de alguna manera Jonathan McCarthy, un antiguo rival de la sección de crítica teatral que frecuenta el Savoy, se entera del asunto y amenaza con divulgar el nombre de la muchacha, a menos que ella responda a su propio asedio. Temiendo por ella misma y por su amante, ella accede. Stoker se entera de su sacrificio y entrevista a McCarthy, quien ve la oportunidad de cambiar de juego y le exige dinero. Convienen en encontrarse en un lugar a solas con el fin de discutir el precio del silencio. Durante la conversación, que comienza con bastante calma y con coñac y cigarros, los genios se enfurecen y Stoker toma el cortapapeles y lo hunde en su rival. Pudo muy bien ser capaz de esto —añadí con entusiasmo, a medida que un mayor número de piezas del rompecabezas comenzaban a caer en su lugar más o menos en desorden—, porque no sólo fue campeón de atletismo de la Universidad de Dublín, sino que

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además es hermano del conocido médico William Stoker, de quien es muy probable que haya recibido una instrucción somera pero adecuada sobre anatomía. Como usted mismo señaló, tiene la altura correcta y también los zapatos que corresponden.

—Brillante, Watson, brillante —dijo mi amigo en voz baja; luego encendió la pipa con una brasa de la chimenea—. ¿y después?

—Se va. McCarthy respira aún, sin embargo, y se esfuerza por llegar hasta el estante de la biblioteca. El ejemplar de Shakespeare en la mano tenía por fin señalar el Lyceum, teatro que se especializa en el Bardo. En este momento precisamente Irving está preparando «Macbeth». Stoker, entre tanto, ha comenzado a sentir pánico. Sabe que cuando miss Rutland se entere de la muerte de McCarthy, lo que será inevitable, no cabrá duda en su mente en cuanto a la identidad del culpable. El pensamiento de que otro ser vivo comparta su secreto empieza a carcomerle el espíritu, como un cáncer. ¿Qué ocurrirá si la policía llega a interrogarla? ¿Podrá soportar sus indagaciones? Decide qué queda sólo una solución. El Savoy no queda a gran distancia del Lyceum. Se dirige sin ser visto al fondo del escenario, vuelve a salir por el salón del Club de los Asadores y corre velozmente al Savoy, donde comete el segundo crimen durante el ensayo de «El Gran Duque», que, según sabe, tiene lugar en ese momento. En seguida vuelve a toda prisa al Lyceum sin que nadie se haya enterado de su ausencia. ¡Bien! ¿Qué opina de todo lo que acabo de decir?

Durante unos instantes Holmes no dijo nada, sino que permaneció con los ojos cerrados, fumando su pipa. De no haber sido por la columna ininterrumpida de humo, me habría preguntado si estaba despierto. Por fin abrió los ojos y se sacó la pipa de la boca.

—Hasta donde usted ha llegado, es brillante. De verdad debo felicitarle, Watson. Me maravilla, sobre todo el uso que ha hecho de ese volumen de «Romeo y Julieta». ¿Por qué McCarthy no eligió «Macbeth» entonces, si deseaba, como usted dice, señalar con el dedo al Lyceum?

—Tal vez no podía ver ya —aventuré. Holmes movió la cabeza, con una leve sonrisa en los labios. —No, no. Vio lo bastante bien como para volver las páginas del volumen

que eligió. Esta no es más que una objeción a su teoría, a pesar del hecho de haber en ella unas cuantas cosas muy interesantes. Parece explicar mucho, lo reconozco, pero por otra parte no explica nada.

—¿Nada? —Digamos que casi nada —se corrigió él, inclinándose y dándome unas

palmadas de consuelo en una rodilla—. No debe sentirse ofendido, querido Watson. Le aseguro que por mi parte no tengo la menor hipótesis. Por lo menos no tengo ninguna que cubra las omisiones existentes en la suya.

—¿Y cuáles son?, quisiera yo saber —Tomémoslas por orden. En primer lugar, ¿cómo conoció Jessie

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Rutland a Bram Stoker, en circunstancias tales que nadie entre quienes interrogamos estuviera enterado de la relación? En el Savoy, como usted sabe, no se ve con buenos ojos el tener amistades masculinas. ¿Dónde se conocieron, en ese caso? En el domicilio de miss Rutland, la respetable señora llamada la patrona habló en términos muy elogiosos de miss Rutland y dijo que sólo una vez había visto a su inquilina en compañía de un hombre. No era un hombre con barba. No quiso mostrarse más locuaz al respecto, pero el dato parece eliminar a uno y otro de los dos hombres en cuestión. Bien; en cuanto a la agenda de McCarthy, ¿puede imaginarle usted en un estado de ánimo tan jovial que haya podido referirse a Bram Stoker como un bufón enamorado? ¿Hay acaso algo particularmente digno de compasión en Stoker, algo que evidencie debilidad? ¿O algo digno de risa? Diría que no. Diré, en cambio, que cabe preguntarle si no le impresionó más bien como un hombre amenazador, siniestro y de gran fuerza. Y habiendo considerado esto, ¿está preparado para explicar cómo pudo enamorarse de él miss Rutland tan fácilmente, cuando usted rechaza la idea de que se haya enamorado del crítico? En fin, suponiendo por un instante que haya querido a Stoker y que él retribuyese tal sentimiento, ¿cómo puede explicar usted la incauta conducta de McCarthy al llevar a semejante persona a su propia casa, donde no había nadie que velase por su seguridad física? Según su teoría, sedujo a Jessie Rutland y además se proponía extorsionar al hombre que ella amaba de verdad. ¿Era sensato estar a solas con el hombre a quien había afrentado en forma tan monstruosa? ¿No debió haberlo considerado más bien como un acto de desafío a la providencia? Jonathan McCarthy puede haber sido un hombre depravado, tal como lo sugiere la evidencia, pero no hay nada que permita abrigar la noción de que era temerario.

Sherlock Holmes calló, quitó la ceniza de su pipa y volvió a llenarla. Este acto pareció recordarle algo.

—¿Y qué hay de los cigarros indios? ¿Cree seriamente que los fumaba para convencer a miss Rutland de que había llegado hacía poco tiempo de la India? No puedo creer que el conocimiento de ella sobre distintos tabacos fuese suficiente como para establecer distinciones tan sutiles. Usted y yo, como recordará, nos vimos obligados a recurrir a Dunhill's para obtener una identificación precisa. Y ya que hablamos de ello, en el mundo aislado del teatro, ¿cuánto tiempo podía Stoker (si acaso fue él el criminal) esperar mantener su engaño sobre la India entre gente que le conocía tan bien? Hoy se enteró usted de que su mujer es amiga de Gilbert. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido antes que Jessie Rutland, que trabajaba en el Savoy, descubriera su verdadera identidad? y si, por un fallo en nuestra línea de pensamiento, se fumaron esos cigarros con el objeto de contribuir al engaño, ¿por qué haberlos llevado al apartamento de McCarthy? Según su explicación, el crítico sabía perfectamente bien quién era él Más aún, ¿cómo habría podido concertar la entrevista si no lo hubiera sabido? ¿Y qué hay de la amenaza dirigida a

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nosotros, ese mensaje pegado con engrudo sobre una hoja de papel indio? ¿No será mucho más probable que Jack Point, como pienso seguir llamándole, haya vuelto en fecha reciente de la India y que esto explique su elección de tabaco y de papel de cartas? En fin, su teoría no explica el hecho más singular de todo el asunto.

—¿Qué es... ? —Ese episodio de los tónicos que nos obligaron a beber a los tres fuera

del restaurante de Simpson's anoche. Aun aceptando la fuerza física de Stoker y su capacidad de comportarse en forma exótica, ¿qué puede haber pretendido lograr obligándonos a tragar lo que fuere que bebimos? Hasta que consigamos aclarar este punto, todo el hecho seguirá envuelto en el misterio.

La lógica de Holmes era tan aplastante que, aunque de mal grado, no pude menos que declararme vencido.

—Y ahora ¿qué piensa hacer? —pregunté. —Fumar. Este es un problema de tres pipas. No estoy seguro, pero aún

puede que requiera mayor número. Dicho esto, se acomodó en una pila de almohadones en el suelo y

procedió a fumar tres pipas más, una detrás de otra. No se movió ni parpadeó, sino que se quedó inmóvil, como la lombriz de «Alicia en el País de las Maravillas», contemplando quién sabe qué mientras contaminaba el aire del cuarto con esas emanaciones malolientes.

Familiarizado con esta actitud, decidí ocupar el tiempo tratando de leer, pero ni siquiera las apasionantes historias de Rider Haggard consiguieron absorber mi atención durante aquellas horas en que oscurecía ya en Londres. Los relatos me impresionaban como bastante poco movidos, comparados con el misterio que encarábamos, un misterio tan enmarañado y complejo como el que más entre los que alcanzaba a recordar en la larga y distinguida carrera de mi amigo. Había tenido razón al referirse al líquido que nos obligaron a beber como la clave del problema. Sin embargo, por muchos esfuerzos que yo hiciera no conseguía recordar su gusto, y además mi total incapacidad de recordar nada del insistente anfitrión que nos convidó, con la excepción de los guantes que llevaba, me atormentaba infinitamente.

Estaba Holmes llenando su cuarta pipa, la gastada pipa de cerámica, cuando tanto su ritual como su impaciencia terminaron de pronto con el ruido de golpes en la puerta, seguidos por la aparición del inspector Lestrade, muy seguro de sí mismo.

—¿Encontró asesinos recientemente, mister Holmes? —preguntó con aire malicioso al quitarse el abrigo. La idea que tenía el hombre del tacto era la de un elefante.

—En los últimos días, no —dijo el detective mirándole serenamente desde las profundidades de su improvisado nido de almohadones.

—Pues yo, sí —se jactó el hombre.

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—¿Sí? ¿Al asesino de Jonathan McCarthy? —Sí, y asesino de Jessie Rutland. No sabía que estos crímenes tenían

relación, ¿eh? Pues la tienen, sin lugar a dudas. Miss Rutland fue la amante del difunto crítico y a ambos les despachó una misma mano.

—¿Sí? —repitió Holmes, palideciendo algo. Se sentiría herido en lo más profundo, estaba seguro, si aquel tonto de inspector llegaba a resolver los dos asesinatos antes que él. Estaban en juego su vanidad y su orgullo profesional. Todo lo que Holmes representaba en materia de investigación criminal exigía que sus métodos jamás fueran superados por otros tan poco científicos y torpes como los de Scotland Yard.

—¿Sí? —repitió por tercera vez—. ¿Y ha descubierto usted por qué el asesino fumaba cigarros indios?

—¿Cigarros indios? —Lestrade lanzó una carcajada—. ¿Todavía sigue obsesionado por los cigarros? Bien, ya que quiere saberlo, se lo diré. Los fuma porque es indio.

—¿Qué? —exclamamos los dos a la vez. —Así es, es un nativo, un «Parsee». Se llama Achmet Singh y hace poco

más de un año que vive en Inglaterra, donde tiene con su madre, en Tottenham Court Road, un comercio de muebles usados y curiosidades.

Lestrade se paseó por el cuarto mientras reía y se frotaba las manos, sin poder casi disimular su complacencia y regocijo.

Si Sherlock Holmes, en cambio, estaba fastidiado por las noticias del policía, hizo todo lo posible por ocultarlo.

—¿Dónde conoció a miss Rutland? —preguntó. —Su comercio está situado calle abajo. cerca de la pensión. La patrona

le identificó y me dijo que el hombre solía visitarla y llevarla a dar paseos a pie. La mujer estaba tan escandalizada por la idea de que una de sus inquilinas hubiese trabado relación con un mono negro como ése, que se abstuvo de decírselo a ustedes. Por lo menos, supongo que fue con usted con quien habló hoy —añadió, y con un gesto esbozó un abdomen voluminoso y volvió a reír—. Aquí es donde resulta útil la policía oficial, mister Holmes.

—¿Puedo preguntarle qué tenía que hacer él con tabaco si pertenecía a la secta de los Parsees?

—¡Y qué estaba haciendo en Inglaterra, podría preguntarme usted del mismo modo! Pero si vino aquí a mezclarse con los blancos, sin duda debió de adoptar algunas de nuestras costumbres. Debo señalarle aquí que el hombre estaba asistiendo a clases nocturnas en la Universidad de Londres.

—Comprendo. Signo seguro de poseer una mentalidad criminal. —Podrá burlarse —repuso el inspector sin inmutarse—. Lo esencial es

—dijo, apoyando un índice muy enfático contra el pecho del detective—, lo esencial, repito, es que el hombre no puede explicar dónde estaba durante el período en que se registraron los dos crímenes. Tuvo, pues, tiempo y motivos —

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terminó diciendo con aire de triunfo el inspector. —¿Motivo? —dije. — ¡Celos! ¡Pasión de hereje! Sin duda usted lo ve, doctor. Ella le dejó

para enredarse con ese crítico... —Quien le invitó a su casa, donde el «Parsee» bebió coñac —sugirió

Holmes con suavidad. —¿Quién sabe si bebió una gota o no? La copa estaba volcada sobre un

costado y estaba todavía con coñac dentro. Pudo haber aceptado la invitación a beber sencillamente como parte de su plan para lograr la entrada a la casa.

—Fue allí, desde luego, sabiendo que encontraría al alcance de su mano un arma eficaz para cometer el crimen...

—No dije que tenía por plan matar a McCarthy —replicó Lestrade—. No dije ni una palabra sobre asesinato premeditado, ¿no? Puede que haya querido tan sólo suplicar al otro que le devolviera la mujer blanca —Lestrade se levantó y tomó su sombrero—. Tiene casi la talla que corresponde y además usa la mano derecha —dijo.

—¿Y los zapatos? Lestrade le dirigió una ancha sonrisa. —Sus zapatos, mister Holmes, no tienen más que tres semanas de uso y

fueron comprados en el Strand. 12 EL «PARSEE» Y LA CASA EN PORKPIE LANE Cuando se fue Lestrade, Sherlock Holmes se quedó inmóvil largo rato.

Daba la impresión de estar tan ensimismado que no quise interrumpirle, pero mi propia ansiedad era tan grande que no pude quedarme callado más tiempo.

—¿No será mejor que hablemos con el hombre? —pregunté, dejándome caer en un sillón frente a él.

Me miró en forma pausada, el rostro siempre fruncido de preocupación. —Supongo que será lo mejor —asintió, y poniéndose en pie, juntó sus

ropas—. No está mal en casos como éstos hacer los gestos convencionales. —¿Cree entonces que pueden haber atrapado al culpable? —¿El culpable, dijo? —Holmes pesó la pregunta mientras guardaba

llaves en el bolsillo de su chaleco y recogía una linterna con foco redondo que tenía detrás de la mesa—. Lo dudo. Hay demasiadas explicaciones y frases como «casi la altura que corresponde» que delatan los fallos del caso propuesto. A pesar de ello, será mejor que echemos una mirada, aunque sólo sea para establecer lo que no sucedió —dijo, y luego se adelantó con la expresión más seria que le había visto en mucho tiempo—. Tengo la intuición de que esto presagia algo muy malo, Watson. Lestrade ha construido un bonito caso con evidencia circunstancial, en el cual el horroroso espectro del fanatismo racial

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desempeña un papel importante y bastante ostensible. Achmet Singh puede no ser culpable, pero las cartas están echadas contra él.

No dijo nada mas acerca del tema, pero me permitió, en cambio, reflexionar sobre su punto de vista de la situación durante un silencioso trayecto en coche de alquiler hasta Whitehall. No hubo dificultad en obtener autorización para ver al prisionero, ya que la visita de Lestrade había incluido la invitación a que viéramos al hombre.

En el instante en que nos permitieron entrar en la celda de Singh, Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio. El hombre que pudimos ver por la ventanilla de la puerta era de talla diminuta y muy delgado. No parecía suficientemente alto ni fuerte como para haber realizado las hazañas físicas que el fiscal tendría que atribuirle. Además, llevaba un par de anteojos con los vidrios más gruesos que hubiese yo visto nunca, con los cuales leía un diario que sostenía a muy pocos centímetros de la nariz.

Holmes hizo un gesto al guardián, quien abrió la puerta. —¿Achmet Singh? —¿Sí? —un par de ojos muy oscuros miraron con esfuerzo detrás de

los anteojos—. ¿Quién es? —Soy Sherlock Holmes. Y éste es el doctor Watson. —¡Sherlock Holmes! —el hombrecillo se acercó a nosotros con viveza—.

¡Doctor Watson! —hizo ademán de tomarnos de las manos, pero se abstuvo y retrocedió, mirándonos con aire suspicaz—. ¿Qué quieren?

—Ayudarle, si podemos —dijo Holmes con amabilidad—. ¿Podemos sentarnos?

Singh se encogió de hombros y señaló con un gesto vago el mezquino camastro.

—Nadie puede ayudarme —dijo con voz temblorosa—. No tengo coartada y conocía a la muchacha. Además, mis zapatos son del tamaño que corresponde y los compré donde no debí hacerlo. Soy, en fin, un hombre de color. ¿Qué Jurado en el mundo podría resistir semejante combinación?

—Un Jurado británico la resistirá —dije—, siempre que podamos demostrar al fiscal que no puede probar sus cargos.

—¡Bien dicho, Watson! —dijo Holmes, y al sentarse en el camastro me invitó a sentarme también—. Mister Singh, ¿por qué no nos cuenta su propia versión de los hechos? ¿Fuma? —dijo, haciendo el gesto de sacar una petaca del bolsillo, pero el hombrecito rechazó la invitación con otro gesto distraído.

—Mi religión me niega el consuelo del tabaco y el alcohol. —¡Qué lástima —dijo Holmes, aunque apenas logró disimular una

sonrisa—. Ahora, díganos lo que sabe de este asunto. —¿Qué puedo decirles, fuera de que no maté a miss Rutland, ni sé quién

la mató? —había lágrimas en los ojos del pobre hombre, que se veían magnificadas en forma patética por los gruesos lentes, con lo cual su pena daba

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la impresión de duplicarse. —Debe decirnos lo que pueda, por poco importante que le parezca.

Comencemos por miss Rutland. ¿Cómo trabó amistad con ella? El prisionero se apoyó contra el muro de ladrillo junto a la puerta y

dirigió hacia ella sus palabras: —Vino a mi comercio, que queda cerca de la esquina de su casa. Vendo

curiosidades de Oriente y también muebles ingleses de segunda mano, y a ella le agradaba mirar todo, cuando disponía de tiempo libre. Yo respondía a sus preguntas sobre los objetos que le gustaban y le decía lo que podía sobre su origen. Poco a poco empezamos a hablar de otros temas. Era huérfana y mi madre había muerto poco tiempo antes. Aparte de mis clientes y de sus amigos en el teatro, ninguno de los dos conocíamos a mucha gente —el hombre calló y tragó saliva con esfuerzo. La nuez de Adán aparecía sobre los músculos tensos de su cuello delgado cuando se volvió para mirar al detective frente a él—. Nos sentíamos muy solos, mister Holmes. ¿Es esto un crimen?

—Le aseguro que no —repuso mi amigo con suavidad—. Prosiga. —Entonces comenzamos a dar largos paseos a pie. ¡Nada más, le doy mi

palabra! —añadió con viveza—. Simples paseos. Por las tardes, cuando todavía no había comenzado el frío y ella debía ir al teatro, caminábamos. Y seguíamos conversando.

—Comprendo. —¿De verdad comprende? —el indio rió de un modo que más bien

parecía un sollozo—. Me alegro. El inspector Lestrade no comprende. Interpreta nuestra conducta de un modo muy diferente.

—No se preocupe por el inspector Lestrade ahora. Le ruego que siga hablando.

—No hay mucho que agregar. Donde quiera que camináramos, la gente nos miraba y murmuraba a nuestro paso. En un principio no prestamos mucha atención, pues nuestra soledad nos daba valor para desafiar las convenciones.

—¿Y luego? El hombre suspiró y un temblor agitó sus hombros. —Luego comenzamos a advertir la situación y nos alarmó. Durante algún

tiempo tratamos de ignorar aquellos temores, pero estábamos demasiado asustados para mencionarlos siquiera. Y entonces... —aquí vaciló, confuso frente a sus propios recuerdos.

—¿Decía? —Ella conoció a otro hombre —hablaba tan bajo que era difícil captar

sus palabras—. Un hombre blanco. Le produjo dolor decírmelo —prosiguió, mientras las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas—, pero cada vez nos sentíamos más incómodos cuando nos veíamos. Aumentaron nuestros temores. Hubo pequeños incidentes... alguna palabra oída al pasar junto a un grupo de comerciantes... , y ella llegó a sentirse tan atemorizada que le costaba mucho

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decidirse a salir conmigo cuando iba a buscarla. Con todo, no sabía cómo hablarme de sus temores ni del hombre que había conocido. Fui yo quien debí hablar de ello. Le dije que el hecho de que nos vieran juntos con tanta frecuencia comenzaba a dar lugar a comentarios en el barrio y que era mejor detener tales habladurías antes que la perjudicaran o llegaran hasta el teatro. Ella trató de no mostrar alivio cuando le dije estas cosas, pero pude ver que se había quitado un gran peso. Era una excelente persona, mister Holmes, buena y generosa en exceso, y no era propio de ella dejar a un amigo. Fue entonces cuando me contó acerca del hombre que había conocido. El hombre blanco —repitió con un tono de tal desconsuelo que al oírlo se me oprimió el corazón.

—¿Qué dijo de él? —Nada, salvo que le había conocido y que le quería. Las normas del

Savoy son sumamente estrictas respecto de estas cosas, de manera que estaba obligada a mostrar gran discreción. Además, pienso que no quería hacerme sufrir dándome muchos detalles. Es por esta razón que nunca nos aventuramos más lejos de nuestra propia vecindad —añadió—, pues ello habría significado la ruina para ella en el teatro, el haber sido reconocida estando acompañada por mí —dicho esto, el indio levantó los ojos desde abajo, porque había caído en una posición de rodillas—. Es todo lo que puedo contar.

—¿Estudia usted en la Universidad? —Sí, Derecho. —Comprendo —Holmes se acercó y le estrechó la mano—. Mister Singh,

no se desanime. Las circunstancias están contra usted por el momento, pero me haré responsable de que nunca tenga que como parecer ante la justicia.

Por unos instantes el indio le miró detenidamente a través de los gruesos anteojos.

—¿Por qué habría de importarle que yo comparezca o no? No le conozco a usted y jamás podría pagarle por las molestias que se tome por mí.

Los ojos grises de Sherlock Holmes se humedecieron de una emoción que pocas veces había observado yo en él.

—La búsqueda de la verdad en este mundo es una molestia que todos deberíamos aceptar con alegría, por nuestro propio bien —dijo.

El «Parsee» le miró, tragando saliva y sin poder hablar, las lágrimas deslizándose aún por sus mejillas.

—La visión del hombre es irremediablemente astigmática —comentó Holmes cuando salimos del tétrico edificio—. ¿Notó usted la forma en que debía leer el diario? —la objetividad en el tono y en la expresión facial habitual en mi amigo había reaparecido por fuerza—. Suponer que sea capaz de ver nada del otro lado de una mesa del tamaño de la que había en casa de McCarthy es tan difícil como imaginar a alguien de su tamaño asestando una única puñalada mortal desde esa misma distancia con un cortapapeles de punta roma.

—¿Qué propone, entonces?

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Holmes miró su reloj bajo la luz del farol callejero. —Son pasadas las ocho —comentó—. Los teatros están en plena

función. ¿Le gustaría acompañarme en una pequeña excursión, Watson? —¿Una excursión? ¿A dónde? —Al número catorce de la calleja llamada Porkpie Lane, en el barrio del

Soho. —¿Al apartamento de Bram Stoker? —Sí. —¿Vamos a robar algo? —Si usted no se opone. —De ningún modo. ¿Pero por qué, si usted rechaza mi teoría, le

interesa ese lugar? —No tenemos alternativa en vista de los sucesos recientes —dijo

señalando con el pulgar en dirección a la cárcel—, fuera de eliminar hasta los sospechosos más alejados en cuanto se refiere a este asunto. No consigo desarrollar una teoría propia y Stoker me persigue como un fantasma. Puede que consigamos exorcizar la influencia que ejerce sobre nuestras ideas. Con tal objeto he traído mi linterna grande y unas llaves que pueden resultarnos útiles. ¿Me acompaña? Muy bien. ¡Coche!

El coche de alquiler nos condujo a un sector del West End con el cual yo no estaba muy familiarizado. Nos internamos primero por calles iluminadas ostentosamente, mientras llegaban a nuestros oídos risotadas groseras y música estridente, para pasar luego a otro sector en el cual hasta los pocos faroles de las calles proporcionaban una iluminación escasa. Al mirar a mi alrededor tuve ganas de irme de allí lo más pronto posible y me desagradó la perspectiva de quedarme solo en ese lugar. No había mucha gente en aquel barrio, por lo menos no se la veía, aunque yo intuía su presencia detrás de las ventanas, al doblar las esquinas y entre las sombras amenazadoras de los edificios. Nuestro coche era, evidentemente, una novedad en la zona, hecho que el cochero también sentía en forma aguda, pues le oí murmurar un torrente de maldiciones sobre nuestras cabezas. Los cascos del caballo resonaban lúgubremente sobre los adoquines desiertos.

El número catorce de Porkpie Lane correspondía a un edificio de tres pisos que parecía estar oprimido, ni más ni menos, entre otros dos de aspecto abandonado. Algo más altos que el del medio, se inclinaban sobre el techo del número catorce, crean. do la impresión de una tenaza.

—¿Cuál es? —pregunté, mirando hacia arriba del extraño edificio. —Segundo piso, en el centro. La ventana está oscura, como puede ver.

Tiene un pequeño saliente debajo. —Alguien pensó alguna vez en agregarle un balcón. —Es muy probable. Bajamos del coche y convinimos con un cochero no muy convencido, que

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volviera al cabo de media hora y nos llevara de regreso a casa. No titubeó en partir de prisa, por lo cual no cabía culparle, ya que el ambiente no era nada tranquilizador. Mi esperanza era que cumpliera su palabra y volviera a buscarnos.

Esperamos en la sombra del edificio más próximo hasta que el caballo se alejó doblando la esquina, con su ruido de cascos. Luego de mirar con precaución a su alrededor, Holmes sacó un llavero del bolsillo y lo sostuvo bajo la luz tenue.

—Es muy útil esto —dijo en voz baja—. Me lo regaló Tony O'Hara, el más sigiloso de los rateros, cuando le atrapé. ¿Recuerda el caso, Watson? Fue una especie de último recuerdo al separarnos, un llavero lleno de bellezas como éstas. Cada una de ellas sabe abrir una serie de cerrojos sencillos de una misma marca. Si falla una, no hay más que probar la siguiente.

—Esta noche no eligió más que dos —señalé al verle insertar la llave en el cerrojo de la puerta principal y hacerla girar en uno y otro sentido—. ¿Cómo supo cuáles debía traer?

—Estudiando los cerrojos esta tarde. —No tenía la menor idea de sus habilidades para irrumpir en casas con

fines de robo. —Tengo una gran habilidad —replicó él muy ufano—, y siempre estoy

dispuesto a hacerlo en nombre de una buena causa. Siempre es la causa que justifica prácticas algo deshonestas como la de ahora —dijo, y vi que le relucían los ojos en la oscuridad—. L'home c'est riend, l'oeuvre c'est tout. Vamos, Watson.

El cerrojo había cedido ante los suaves manipuleos de Holmes y la puerta que se abrió delante de nosotros nos reveló un corto pasillo que llevaba directamente a un derruido tramo de escalera. Subimos por ella sin vacilar, por considerar que cuanto menos tiempo quedáramos expuestos a que nos vieran, más seguros estaríamos. Mientras subíamos miré a mi alrededor y me pregunté qué clase de lugar era.

Un paso o dos detrás de mí, el detective adivinó mis pensamientos. —Es una especie de casa de pensión de las que suelen alojar huéspedes

de paso —me informó—. No se detenga. Nos llevó algo más de tiempo abrir la puerta del apartamento, pero

después de otros movimientos cuidadosos, vencimos también ese obstáculo y nos encontramos en el santuario privado de Bram Stoker.

Holmes encendió la linterna y examinamos e ella la pequeña habitación. —No muy propicio para un romance —comentó él con sequedad,

levantando bien alto la linterna sobre la cabeza y girando lentamente. El cuarto, no obstante su modestia, estaba ordenado y sin muchas cosas. Había sólo tres muebles visibles, un escritorio, una silla y una cama angosta. Sobre el escritorio no había más que un tintero y una hoja de papel secante. Las paredes rajadas y

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descascarilladas no exhibían ni un cuadro o decoración de otro género. —No diría que es un lugar para citas amorosas —convine, mirando a

Holmes. El detective me respondió con un gruñido y se acercó al escritorio. —Empiezo a ver la lógica de esto, Watson. La amante misteriosa de

nuestro Stoker es la musa de la literatura. Pero ¿por qué tanta circunspección? Holmes se sentó junto al escritorio, apoyando la linterna sobre él, y

comenzó a abrir cajones. Yo me adelanté y miré sobre su hombro cuando empezó a extraer de ellos varios fajos de papel cubierto por una letra prolija e inusitadamente femenina.

—Mire algunos de estos papeles —dijo, y me pasó una hoja. Comencé a leer, en pie junto a él por no haber otra silla ni otra fuente de luz. En apariencia el hombre había copiado una serie de cartas, extractos de diarios y notas personales intercambiadas o bien escritas entre personas llamadas Jonathan Harker, Lucy Westenra, Dr. Abraham Van Helsing, Arthur Holmwood y Mina Murray.

—Debe de tratarse de una especie de novela —murmuró Holmes inclinado sobre otro manojo de papeles.

—¿Una novela? No puede ser. —Sí, una novela escrita en forma de cartas y diarios. ¿No le llama la

atención nada en el nombre de de Jonathan Harker? —Supongo que recuerda algo el nombre completo de Stoker. —¿Algo? Contiene precisamente el mismo número de sílabas y están

distribuidas entre el nombre de pila y el apellido exactamente del mismo modo. Stoker y Harker son casi idénticos, y Jonathan y Abraham provienen de la misma fuente, la Biblia. Barker debe ser su seudónimo literario.

—¿Por qué entonces hay un doctor Abraham Van Helsing? —le pregunté, mostrándole el nombre. Holmes lo leyó con el ceño fruncido.

—Juegos con nombres, juegos con nombres —murmuró—. Evidentemente esa parte de mi suposición era incorrecta, o por lo menos incompleta —siguió leyendo, volviendo las páginas del manuscrito en orden, con los labios apretados en un gesto de concentración.

—Mire esto —dijo al cabo de unos minutos de silencio. Cesé en mi inspección por el cuarto y volví a leer por sobre el hombro del detective:

En la cama junto a la ventana yacía Jonathan Harker, el rostro

congestionado y la respiración afanosa, como si estuviera en un estado de semi—inconsciencia. Arrodillada junto al borde de la cama, mirando hacia el exterior, estaba la figura vestida de blanco de su mujer. Junto a ella se hallaba un hombre alto y delgado, el Conde. Con la mano derecha le aferraba la nuca a la mujer, obligándola a rozar casi el pecho de su marido. El camisón de ella estaba manchado de sangre, y un

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hilo corría por el pecho descubierto del hombre, visible por tener las ropas desgarradas y entreabiertas. La actitud de ambos mostraba un terrible parecido a la del niño cuando empuja la nariz de un gatito contra un platillo para obligarlo a beber30. —¡Por Dios! —exclamé, levantando los ojos y frotándomelos con una

mano—. ¡Qué depravado! —y vea esto —Holmes me señaló otro pasaje. ... y ahora eres para mi carne de mi carne, sangre de mi sangre. Por un

tiempo, mi inagotable lagar. Seguidamente se abrió la camisa y con sus uñas largas y afiladas se abrió una vena en el pecho. Cuando empezó a brotar la sangre, me tomó ambas manos en una de las suyas, reteniéndolas con gran fuerza, y con la otra me aferró el cuello y me apretó la boca contra la herida, de modo que si no bebía me sofocaría... Dios mío, ¿qué he hecho?

—Holmes, ¿qué obra de demente es ésta? —No me extraña que escriba en secreto —comentó el detective,

mirándome—. ¿Ha notado alguna otra cosa? —¿Qué quiere decir? —Sólo que mister Stoker sabe cómo inducir a alguien a tragar. Otra vez miré los pasajes y nos quedamos mirándonos con expresión de

horror. —¿Será posible que nos hayan obligado a beber sangre? —murmuré en

voz baja. Antes que el detective respondiera, advertimos el ruido de los cascos

de un caballo que se aproximaba por la calle. —No es aún la hora del cochero —observó Holmes, apagando

bruscamente la linterna. El cuarto quedó sumido en las tinieblas. Cuando miró entre las persianas en dirección a la calle, lanzó una exclamación:

— ¡Cielos, es él! —¿El cochero? —No, ¡Stoker! 13 EL POLICÍA DESAPARECIDO

30 Este pasaje y los nombres de los personajes muestran en forma harto obvia que el manuscrito en cuestión era un original de "Drácula", comenzado en 1895 por Stoker y publicado en 1897. La alusión de Ellen Terry a «lo que sucedió la primera vez» se refiere, sin duda, a los relatos cortos de Stoker, «Bajo el atardecer». Henry Irving era extremadamente posesivo en cuanto al tiempo que le dedicaba Stoker.

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—Rápido, Watson. Holmes juntó los papeles a toda velocidad y volvió a guardarlos en los

cajones de donde los había retirado. En el momento en que oíamos golpearse la portezuela del coche, llegó de un salto a la puerta del apartamento y la cerró con llave.

—Pero Holmes... —¡Por el balcón, hombre! ¡Rápido! En menos tiempo del que me lleva contarlo, abrimos la ventana de par

en par y salimos al angosto saliente, cerrando las persianas en el instante en que se oyeron los pasos pesados de Stoker por la escalera.

—No mire hacia abajo —fue la última recomendación de mi amigo cuando nos apretamos contra la pared del edificio y aguardamos allí, inmóviles.

No tuvimos mucho que esperar. A los pocos segundos de haber ocupado nuestro precario escondite se abrió otra vez la puerta del apartamento y entró Stoker. Cerró la puerta tras de sí y le echó el cerrojo. Luego se acercó a su escritorio, encendió la luz de gas y abrió los cajones. Sacó de uno de ellos lapiceros, papel en blanco y lo que ya había escrito y dedicó unos minutos a poner en orden su material, sin haber reparado, en apariencia, en nada anormal. Sin más preámbulos se dedicó a la escritura de su horroroso manuscrito.

Cuánto tiempo permanecimos en aquel angosto saliente, sosteniéndonos contra el borde de la ventana, es difícil decirlo. Había salido la luna, que nos tenía paralizados allí como dos especímenes examinados bajo una luz potente. No nos atrevíamos a movernos, ya que estábamos tan cerca del novelista clandestino que el menor ruido que hiciéramos despertaría, sin duda, sus sospechas. A medida que transcurría el tiempo y mientras rogábamos por el regreso de nuestro coche, nuestras manos, aun debajo de los guantes, comenzaron a perder toda sensación. El silencio que nos rodeaba era tan profundo que sólo lo interrumpía de cuando en cuando una tosecilla del interior.

Después de un período que se nos antojó de años, rompió de pronto este silencio el ruido de cascos de un segundo caballo. Holmes y yo nos miramos y él me hizo un gesto de que espiara entre las persianas. Al hacerlo pude distinguir al autor inclinado sobre su obra, totalmente indiferente a ninguna perturbación fuera de su mundo de loco. Volví a mirar a Holmes y con un parpadeo le indiqué que todo iba bien, y éste me hizo un gesto con su mano libre para que saltáramos sobre el techo del coche cuando se detuviera debajo de nosotros.

El pobre cochero llegó a la calleja dando muestras de gran nerviosidad y mirando a uno y otro lado. Holmes le hizo una señal desde donde estábamos, indicándole que se aproximara, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a los labios en un ruego teatral de que guardara silencio. El hombre se quedó atónito al vernos colgados, por así decir, de la luna, pero obedeció las indicaciones de

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Holmes, y lentamente hizo avanzar el vehículo. Cuando lo hubo colocado en el lugar preciso, bajamos con cuidado al techo frente a él haciendo un mínimo de ruido.

Una vez en el coche, Holmes asió al cochero desde atrás en un abrazo de gratitud.

—Baker Street —ordenó en voz baja, y así volvimos a casa, dejando al infernal Stoker absorto en sus extraños esfuerzos literarios.

—Su teoría tiene ahora otro fallo más —comentó Holmes cuando subíamos los diecisiete escalones hasta nuestras habitaciones—. La guarida secreta de Bram Stoker es utilizada para escribir, no para citas, dado que su pasatiempo es causa de la desaprobación de su familia y su patrono.

—Lo comprendo bien —dije a mi vez—. Pero ¿qué hay de esos pasajes de su libro, los que hablan de gente a quien obligan a beber...?

—Estaba pensando en ellos cuando volvíamos —dijo él, deteniéndose en la escalera—. Como verá usted, si se desea inducir a alguien a tragar, no hay más que una manera de hacerla. No, Watson, me temo que las cosas están poniéndose sumamente graves. Podríamos desear que Bram Stoker fuese nuestra presa, pero no lo es... como tampoco lo es ese pobre indio a quien arrestó Lestrade. La única diferencia entre ellos —añadió, abriendo la puerta— es que si no logramos descubrir al verdadero asesino, Achmet Singh será colgado. ¡Hola! ¿A quién tenemos aquí? ¡Es el joven Hopkins!

Era, en verdad, el policía de cabellos castaños quien acababa de sentarse en un sillón a instancias de nuestra patrona. Se levantó inmediatamente con aire confuso y explicó a Holmes que mistress Hudson le había indicado que nos esperara allí.

—Está muy bien, mistress Hudson —la tranquilizó Holmes interrumpiendo el torrente de explicaciones sobre el asunto—. Ya sé que no le gusta tener policías merodeando por su propia sala.

La paciente mujer aludió con rapidez a las extrañas actividades de los últimos tiempos, lo cual, estaba seguro, se refería a la aparición de Holmes disfrazado, aquella misma tarde, y se retiró.

—Bien, Hopkins —comenzó a decir Holmes tan pronto como se cerró la puerta—, ¿qué le trae a Baker Street a una hora en que la mayoría de los policías libres de servicio están en casa descansando? Observo que ha hecho rodeos para llegar hasta aquí y que se cuidó mucho de que no le vieran.

—Señor, ¿cómo pudo saberlo? —Estimado muchacho, se ha despojado del menor vestigio de su

uniforme, lo cual quiere decir que probablemente pasó por su casa. Luego, mire la pierna de sus pantalones. Debe de haber por lo menos siete salpicaduras diferentes en ella, sin duda provenientes de siete partes distintas de la ciudad. Creo reconocer barro de Gloucester Road, el cemento que están empleando en Kensington...

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—Tuve que ser muy prudente —dijo el muchacho ruborizándose, y con aire desconcertado nos miró sucesivamente.

—Puede hablar delante del doctor Watson como si estuviera a solas conmigo —le aseguró Holmes con serenidad.

—Muy bien —dijo Hopkins, y con un suspiro se lanzó a una exposición que, sin duda, le resultaba difícil—. Debo decirles desde ahora, señores, que mi presencia aquí esta noche me coloca en una situación muy difícil... con la fuerza policial, desde luego —nos miró entonces, preocupado—. He venido por mi propia iniciativa, les diré, y no en carácter oficial.

—Muy bien —murmuró Holmes—. Tenía razón, Hopkins. Hay un futuro para usted.

—Dudo mucho que lo tenga en Scotland Yard si llegan a enterarse de esto —replicó el ansioso policía, y, al pensar en ello, sus honradas facciones se ensombrecieron—. Quizá sea mejor que...

—¿Por qué no acerca ese sillón a la chimenea y comienza por el principio? —le interrumpió Holmes con una cortesía que no podía menos que tranquilizar a Hopkins—. Así me gusta. Póngase bien cómodo, como en su casa. ¿Le gustaría beber algo? ¿No? Muy bien, soy todo oídos.

Para probarle, Homes cruzó las piernas y cerró los ojos. —Se refiere a mister Brownlow —comenzó el sargento con vacilación.

Al ver que Holmes tenía los ojos cerrados, se volvió hacia mí, perplejo, pero yo le indiqué con un gesto que prosiguiera—. Mister Brownlow —repitió—. ¿Conocen ustedes a mister Brownlow?

—¿El forense? Creo que nos cruzamos en la escalera en la casa de South Crescent ayer por la mañana. Iba a examinar los restos de McCarthy, ¿no?

—Sí, señor —Hopkins se lamió los labios para humedecerlos. —Buen médico Brownlow. ¿Descubrió algo fuera de lo común en la

autopsia? Hubo una pausa. —¿Descubrió algo? —No lo sabemos, mister Holmes. —Pero sin duda debe haber presentado su informe. —No. El hecho es que... —Hopkins volvió a titubear— mister Brownlow

ha desaparecido. Holmes abrió los ojos. —¿Desaparecido? —repitió. —Sí, mister Holmes. Sin dejar rastro. El detective dejó escapar el aire en un soplido silencioso. Con un gesto

automático, sus manos delgadas comenzaron a llenar la pipa que estaba más a su alcance.

—¿Cuándo le vieron por última vez?

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—Estuvo todo el día en el depósito trabajando en el cuerpo de mister McCarthy... en el laboratorio... y luego empezó a comportarse en forma muy rara.

—¿Qué quiere usted decir... con «rara»? El sargento hizo una mueca, como si estuviera por echarse a reír. —Expulsó a todos los ayudantes y camilleros del laboratorio. Les obligó

a desnudarse y a cepillarse con fenal, alcohol y luego a ducharse. ¿Y saben qué hizo mientras estaban duchándose?

Holmes hizo un gesto negativo con la cabeza. Advertí que debía esforzarme para oírlo bien.

—Mister Holmes, les quemó sus ropas. Al oír esto, los ojos de mi amigo relucieron. —¿Hizo eso? ¿Y luego desapareció? —En seguida no. Siguió trabajando con el cadáver sin ninguna ayuda, y

luego, como usted sabe, llegaron los restos de miss Rutland y trabajó algún tiempo sobre ellos. Y otra vez se puso muy excitado y volvió a llamar a los camilleros y ayudantes, quienes por segunda vez debieron desnudarse, desinfectarse con fenal y alcohol y ducharse —Hopkins calló, volvió a lamerse los labios y respiró hondo—. Y mientras estaban duchándose...

—¿Quemó sus ropas por segunda vez? —preguntó Holmes. No podía ocultar su propia excitación y se frotó las manos con aire satisfecho, echando bocanadas de humo. El policía hizo un gesto afirmativo.

—Casi resultó cómico. Creyeron que era una especie de broma la primera vez, pero la segunda se enojaron muchísimo, especialmente los camilleros. ¡Hubo que envolverles en mantas sacadas de la sala de primeros auxilios, y entretanto, mister Brownlow se atrincheró dentro del laboratorio! Llamaron al inspector Gregson, de Whitehall, pero mister Brownlow se negó a abrirle la puerta. Estaba armado con un revólver de la policía y amenazó con matar al primero que traspusiese el umbral. La puerta es muy sólida y no tiene vidrios, de modo que se vieron obligados a dejarle allí toda la tarde y hasta llegada la noche.

—¿Y ahora? —Ahora ha desaparecido. —¿Desaparecido? ¿Cómo? ¡Sin duda tuvieron sensatez suficiente como

para destacar a un hombre fuera de la puerta! Hopkins hizo un gesto enfático de afirmación. —Lo situaron allí, pero no se les ocurrió poner a otro fuera de los

fondos del laboratorio. —¿Y a dónde lleva esa puerta? —A los establos y caballerizas. El laboratorio recibe todas sus

provisiones y elementos de trabajo por allí. La puerta es más grande y más fácil de cerrar, de manera que nunca pensaron en vigilarla. Verá, mister Holmes, a

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ninguno de nosotros se nos ocurrió que el objeto de mister Brownlow fuese abandonar el laboratorio. Todo lo contrario. Supusimos que su intención era que nosotros nos retirásemos para quedarse dueño del lugar. Además, le oyeron hablar solo allí dentro.

Holmes cerró los ojos y volvió a reclinarse en su asiento. —¿Con que se retiró por la puerta del fondo? —Así es, señor. En una ambulancia policial. —¿Fueron a su casa? Brownlow está casado, según creo recordar, y vive

en Knightsbridge. ¿Intentaron verle allá? —No fue a su casa, señor. Tenemos gente destacada allí y ni ellos ni su

señora le han visto ni un pelo. Ella está desesperada, por supuesto. —Qué curioso... ¿Deduzco que ninguna de las actividades del doctor en

el depósito ha tenido el menor efecto sobre la opinión general de Scotland Yard de que Achmet Singh es culpable de un doble asesinato?

—Ni el más mínimo efecto, señor, aunque me atrevo a pensar que debe de haber alguna relación recíproca.

—¿Qué le hace suponer eso? Hopkins tragó saliva, confuso. —Ocurre que hay una cosa más que usted ignora, mister Holmes. —¿Y qué es... ? —Mister Brownlow se llevó los cadáveres. Holmes se irguió en su asiento en forma tan brusca, que el sargento se

echó atrás, a su vez. —¿Qué? ¿A miss Rutland y a McCarthy? —Ni más ni menos, señor —el detective se levantó y comenzó a

pasearse por el cuarto mientras el otro le miraba—. Acudí a usted, señor, porque dentro de mi experiencia limitada usted parece pensar en términos mucho más lógicos acerca de ciertas cuestiones que... —en este punto calló, avergonzado de su indiscreción, pero Holmes, absorto en sus pensamientos, no aparentó reparar en ello.

—Hopkins, ¿cree usted que si nosotros fuéramos al laboratorio y estudiáramos todo en forma detenida podríamos colocarle en una situación comprometida?

El hombre palideció. —Por favor, ni se les ocurra hacer eso. El hecho es que todos están

agitados allí y que no quieren que nadie se entere de lo ocurrido. Se les ha metido en la cabeza que esto podría convertirles en el hazmerreír de... La sola idea de que un médico policial haya quemado toda esa ropa y desaparecido luego con dos cadáveres...

—Es una forma de ver las cosas —convino Holmes—. Muy bien, entonces. Deberá responder a unas pocas preguntas más en la forma más amplia posible.

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—Lo intentaré, señor. —¿Visitó el laboratorio después de haber salido Brownlow de él? —Sí, señor. Me ocupé expresamente de verlo. —¡Espléndido! Le diré, Hopkins, que supera todo lo que yo esperaba de

usted. Ahora, dígame qué quedó allí. El sargento frunció el ceño al reflexionar, ansioso de seguir

mereciendo los efusivos elogios del detective. —No mucho, por desgracia. Habían fregado todo el lugar hasta dejarlo

limpio como una patena y apestaba a fenal. Lo único que estaba fuera de lo habitual era la pila de ropa quemada en las cubetas donde la incendió. Además, había vertido sosa cáustica sobre las cenizas.

—¿Cómo supo qué eran, en tal caso? —Quedaban todavía algunos de los botones, señor. —¡Hopkins, es usted un as! —dijo Holmes, y volvió a restregarse las

manos—. ¿Y han desaparecido del todo su dolor de garganta y su dolor de cabeza?

—Sí, señor. Ayer Lestrade dijo que probablemente fuese sólo... —de pronto calló y se quedó mirando al detective—. No recuerdo haber mencionado estar enfermo.

—No lo mencionó, pero ello no altera el hecho de que se haya recobrado. Me alegro mucho de saberlo. ¿No ha omitido nada? Por ejemplo. ¿algún traguito de algo que haya bebido?

Hopkins le miró con aire perplejo. —¿Traguito? No, señor. No comprendo qué quiere decirme. —No lo dudo. Lestrade también se siente bien ahora, ¿no? —Está del todo curado —repuso el sargento y para sus adentros

renunció a toda esperanza de descubrir los secretos del detective. Holmes frunció el ceño, a su vez, y pensó, con el mentón apoyado en las manos.

—Ustedes dos han tenido mayor suerte de la que sospechan. —Vamos, Holmes —intervine—. Creo vislumbrar hacia dónde se dirige.

Hay algún problema de contaminación o de contagio involucrado en... —Precisamente —los ojos de Holmes relucieron—, pero nos queda

determinar qué es lo que amenaza proliferar. Watson, usted vio los dos cuerpos y llevó a cabo un examen rápido de ambos. ¿Algo en la condición de los cadáveres indicaba alguna enfermedad?

Permanecí sentado, pensativo, mientras me observaban. Holmes apenas podía contener su impaciencia.

—Creo haber dicho en cada oportunidad que la garganta de los dos cadáveres presentaba una rigidez prematura, como si estuvieran inflamados los ganglios. Sin embargo, hay una cantidad de enfermedades comunes que comienzan con inflamación de garganta.

Con un suspiro, Holmes hizo un gesto de asentimiento y se volvió otra

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vez hacia el policía. —Hopkins, temo que sea inevitable efectuar una visita al laboratorio

del depósito entrando por los fondos. Lo que está en juego es demasiado grave para que nos preocupemos por la dignidad de la policía metropolitana. Debemos establecer cómo pudo un solo hombre llevarse dos cadáveres. Creo que ya empezamos a sospechar por qué lo hizo.

—¿Para deshacerse de ellos? —pregunté. Holmes, muy serio, hizo un gesto afirmativo. —Creo, además, que sería conveniente divulgar la alarma general en

cuanto a la ambulancia desaparecida. —Se ha hecho esto ya, mister Holmes —dijo el sargento con cierta

satisfacción—. Si está en Londres, la encontraremos. —Esto es precisamente lo que ninguno de ustedes debe hacer: poner

las manos en ella —repuso Holmes, poniéndose el abrigo—. Nadie debe acercarse a esa ambulancia. Watson, ¿está siempre dispuesto a acompañarme?

14 HORROR EN EL «WEST END» Momentos más tarde nos encontramos con el sargento en la acera, lleno

de ansiedad frente al 221 b, esperando un coche de alquiler. En jugar de éste, no obstante, vimos una figura familiar que se acercaba bailando casi bajo la luz de los faroles de gas.

—¿Se enteraron del último escándalo? —exclamó Bernard Shaw sin molestarse en darnos la mano—. ¡Le han atribuido todo el asunto a un «Parsee»!

Sherlock Holmes intentó informar al inquieto irlandés que estábamos al corriente del giro que habían tomado los acontecimientos, pero en aquel instante Shaw reconoció al sargento Hopkins y se lanzó al ataque del pobre muchacho con todo el poder de su vitriólico sarcasmo.

—¿Conque sin uniforme, eh? —comenzó diciendo—. Y es lo que corresponde si se contempla un asesinato. Me pregunto cómo no tiene vergüenza de presentarse en público con esas manos ensangrentadas. ¿Cree seriamente, sargento, que el público británico, que reconozco que es de una credulidad inimaginable, va a tragarse esta tramoya en particular? No pasará; créame, sargento; no pasará. Es demasiado gruesa para pasar por el más amplio marco de posibilidades. Esto no es Francia; debe usted recordado por su bien31. ¡No podrán ustedes distraer nuestra atención con una charada de corte xenofóbico!

En vano, mientras esperábamos el coche, trató Hopkins de contener

31 No hay manera de determinar el significado exacto de este comentario, pero, en mi opinión, se refiere al juicio contra el capitán Dreyfus.

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aquella impetuosa ola de retórica. Señaló, por ejemplo, que no era él quien había arrestado al indio.

—¡Qué bien! —dijo Shaw aprovechando de inmediato la ocasión de desplegar otra analogía literaria—. Usted se lava las manos, como Pilato, ¿eh? Me sorprende que haya lugar en la palangana para todos ustedes en fila con sus manos manchadas. Si usted supone que...

—Mi querido Shaw —se quejó Holmes con energía—, no sé cómo se enteró del arresto de mister Singh... Sospecho que los muchachos de la prensa están divulgándolo..., pero si no tiene otra cosa mejor que hacer que despertar a mis honrados vecinos a las doce y cuarto de la noche, le propongo que nos acompañe. ¡Coche!

—¿A dónde? —preguntó Shaw cuando el coche se detuvo junto a nosotros. No tenía en la voz el menor rastro de arrepentimiento.

—Al depósito. Según parece, alguien ha desaparecido con dos cadáveres.

—¿Desaparecido? ¿Con ellos? —repitió Shaw al subir al coche. Esta noticia logró lo que no había conseguido el sargento Hopkins. El crítico calló y trató de descubrir su significado. Las agudas imprecaciones anteriores disminuyeron hasta convertirse en una serie de murmullos, mientras nos dirigíamos a las caballerizas sobre los fondos del laboratorio del depósito. Una o dos calles antes del lugar, Holmes ordenó detenerse al cochero y bajamos. En voz muy baja se le dieron instrucciones de que nos esperara donde estaba hasta nuestro regreso.

No había nadie cuando llegamos a la altura de las caballerizas, aunque se oían las voces de los peones en los establos que correspondían a la policía, frente a nosotros. Proseguimos la marcha con cautela por un camino alumbrado por las ventanas iluminadas más arriba. El sargento Hopkins miraba a uno y otro lado con aprensión, ya que, por razones obvias, temía más que nosotros ser descubierto.

—¿Esta puerta conduce al laboratorio? —preguntó Holmes en un susurro, señalando una puerta grande de madera que recordaba algo la de un castillo al trasponer el puente levadizo, con una base levantada a un metro del suelo.

Hopkins respondió afirmativamente y al mismo tiempo miró ansioso por encima del hombro.

—Es ésta, mister Holmes. —Pueden ver ustedes las huellas de las ruedas donde la ambulancia fue

acercada a la puerta —el detective se arrodilló e indicó las huellas paralelas, bien visibles bajo la escasa luz de arriba—. Desde luego la policía las ha examinado —añadió con un suspiro de fatiga, señalando las huellas de pisadas que iban y venían por todo aquel sector.

—Se diría que estuvieron bailando una danza escocesa aquí —comenté

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con la misma indignación que él. Holmes repuso con un gruñido y siguió las huellas sobre el polvo hasta

el punto donde desaparecían en el empedrado. —Fue hacia la derecha, es todo lo que podemos decir —informó con

aire de melancolía, y volvió a la puerta junto a la cual le aguardábamos—. Una vez que se retiró de la callejuela de las caballerizas es imposible decir qué dirección tomó.

—Tal vez convendría traer a Toby —dije. —No tenemos tiempo de ir a Lambeth y volver y, además, ¿qué podemos

ofrecerle como pista para olfatear? No es tan joven como antes, ¿sabe? Y el olor a fenal no le bastaría. ¡Qué infernal! Cada segundo da a esto... sea lo que sea... más tiempo para propagarse. ¡Vamos! ¿Qué es esto?

Mientras hablaba había estado inclinado, tocando casi el suelo mientras lo escudriñaba centímetro por centímetro. En aquel momento volvió a arrodillarse, directamente debajo de la puerta del laboratorio, y se levantó con algo sostenido apenas con dos dedos de la mano derecha.

—Empieza a aflojarse el nudo de la soga que tiene Achmet Singh al cuello, si no me equivoco —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Shaw, adelantándose un paso. —Porque si el fiscal argumenta que el «Parsee» fumaba estos cigarros

indios, le costará mucho explicar la presencia de éste fuera del depósito, mientras Singh mismo está encarcelado en una celda individual de seguridad en Whitehall.

—¿Está seguro de que es el mismo cigarro? —aventuré, ya que no quería poner en tela de juicio sus cualidades como detective y, al mismo tiempo, sentía la obligación de hacerla en nombre del prisionero.

—Totalmente seguro —dijo Holmes sin mostrar irritación—. Lo estudié detenidamente para poder reconocerlo, en caso de volver a ver un cigarro de esa clase. Como pueden ver ustedes, está en excelente estado de conservación. Vean el extremo de forma cuadrada característica. Nuestro hombre lo arrojó simplemente al suelo cuando el otro le abrió la puerta del laboratorio.

—¿El otro? Holmes se dirigió a Hopkins. —Supongo que mister Brownlow no fumaba cigarros de la India,

¿verdad? —No, señor —repuso el policía—. La verdad es que, dentro de lo que sé,

no fumaba. —Excelente. En ese caso estuvo otro hombre aquí, y se trata del

hombre que nos interesa. Brownlow no estaba hablando solo, si no conversando con nuestra presa.

—Pero ¿qué hay de mister Brownlow? —preguntó Hopkins a la vez que su rostro honrado reflejaba perplejidad.

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—Hopkins —le dijo el detective apoyando una mano sobre el hombro del muchacho—, ha llegado la hora de que nos separemos. A medida que avanza la noche, su posición se vuelve cada vez más delicada. Si acepta mi consejo, le propongo que por su propio bien vaya a su casa y descanse toda la noche. No diga nada de lo que ha visto y oído aquí esta noche. Por mi parte, me esforzaré por que no figure su nombre en esto... a menos, por supuesto, que Achmet llegue al pie de la horca, en cuyo caso no tendré otra alternativa que tomar medidas radicales.

Hopkins vaciló, presa de un conflicto entre su propia curiosidad y su sentido de discreción.

—¿Me dirá, por lo menos, lo que descubra? —pidió a Holmes. —Temo no poder prometerle nada en este sentido. El sargento titubeó un instante más y luego se retiró con evidente mala

gana, por ser más fuertes sus deberes de lealtad frente a sus superiores que sus impulsos naturales.

—Muchacho listo éste —observó Holmes cuando se hubo ido—. Y ahora, Watson, cada minuto es valioso. ¿A quién conoce usted que pueda informarnos sobre enfermedades tropicales?

—Enfermedades tropicales —interrumpió Shaw, pero Holmes le hizo callar con un gesto mientras esperaba mi respuesta.

—Ainstree32 es considerado en general como la mayor autoridad de hoy en la materia —repuse—, pero en este momento está en el Caribe, si no estoy mal informado.

—¿Qué tienen que ver con esto las enfermedades tropicales? —preguntó Shaw levantando el tono.

—Volvamos al coche y se lo diré. Le pido sólo que baje la voz. ¡Vamos, hágame ese favor!

—Creo que convendría hacer una visita al doctor Moore Agar en Harley Street —dijo Holmes cuando estuvimos en el coche—. Watson, usted me le ha recomendado a menudo cuando he sufrido de exceso de fatiga.

—Nunca imaginé que usted le consultaría a la una de la madrugada —me apresuré a señalar—. De todos modos, el hombre no es especialista en enfermedades tropicales.

—No, pero es posible pueda indicamos alguna autoridad destacada en la materia.

—Por amor del cielo —exclamó Shaw bruscamente mientras el coche nos llevaba de prisa hacia Harley Street—. ¡Todavía no me ha dicho por qué necesitamos un especialista en enfermedades tropicales!

—Perdóneme, pero espero poder explicarle todo antes que amanezca. Todo lo que puedo decir ahora es que no mataron a Jonathan McCarthy y a 32 Watson había instado ya a Holmes a consultar a Ainstree en su carácter de autoridad en enfermedades tropicales en "La aventura del detective agonizante» (1887).

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Jessie Rutland para evitar que vivieran, sino para evitar que murieran en forma mucho más horrible y peligrosa.

—¿Cómo puede ser una muerte más peligrosa que otra? —comentó Shaw con desdén desde las tinieblas de su rincón en el coche.

—Es elemental, Shaw. Las distintas clases de muerte ofrecen diferentes riesgos a quienes siguen viviendo. Todos los cuerpos se convierten en fuentes de infección si no nos deshacemos de ellos. Sin embargo, un cuerpo que ha sufrido una muerte natural o aun una muerte causada por arma blanca es menos peligroso para los demás que un cadáver que haya sufrido una enfermedad virulenta.

—¿Quiere usted decir que esos dos sufrieron una muerte violenta para evitar que sufrieran los estragos de algún mal? —exclamó Shaw.

—Ni más ni menos. Una enfermedad virulenta se los habría llevado con tanta certeza como un disparo de bala, con el correr del tiempo. Sus cuerpos fueron robados del laboratorio del depósito para evitar mayores contagios y nosotros tres, los que estuvimos más expuestos a ellos, fuimos obligados a beber algún tipo de antídoto.

—¡Antídoto! —exclamó el crítico con una voz cuyo tono se elevó, sin quererlo él, una octava—. Entonces la broma fuera de Simpson's...

—Nos salvó la vida. No me sorprendería nada. —Si su teoría es correcta —dijo Shaw con aspereza—, ¿de qué mal

estamos hablando? —No tengo idea y vacilo en aventurar siquiera una hipótesis. Como la

evidencia señala a alguien llegado recientemente de la India, me tomo la libertad de proponer alguna enfermedad tropical, aunque es todo lo que puedo decir dado lo insuficiente de nuestros datos.

—Los cuerpos fueron sin duda robados, además, para impedir que la autopsia revelara lo que los habría matado de haberles permitido vivir el asesino.

—Pero en ese caso, ¿qué hay de Brownlow? ¿Colaboró con Jack Point? —Le abrió la puerta. De esto podemos estar seguros. La evidencia

sugiere que había descubierto la verdad. De otro modo, ¿por qué habría hecho fregar el laboratorio, obligado a los camilleros a ducharse y luego quemar sus ropas?

—¿Dónde está entonces en este momento? Holmes titubeó. —Temo que mister Brownlow esté muerto. Si el propósito del asesino

era impedir la propagación de una epidemia, el forense, en virtud de su profesión, estuvo más expuesto a la contaminación que ninguno de nosotros.

Pude ver cómo Holmes, a mi lado, apretaba las mandíbulas y en su expresión vi algo que nunca había observado antes en todos los años de nuestra amistad. Vi temor.

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Eran casi las dos cuando el coche nos dejó frente a la lujosa residencia del doctor Moore Agar en Harley Street. Con el comentario de que nuestra intromisión no resultaría menos irritante para el doctor Agar por el hecho de que esperásemos. Holmes subió los escalones y tocó la campanilla nocturna varias veces y con gran energía. Transcurrieron algunos minutos antes que apareciera una luz en una de las ventanas, seguida después por otra en el piso alto. Pocos minutos más tarde nos abrió la puerta el ama de llaves, una mujer de cierta edad, medio dormida, quien apareció en el umbral con cofia de dormir y bata.

—Lamento enormemente molestarla —le dijo el detective con viveza—, pero es esencial que hable yo inmediatamente con el doctor Agar. Me llamo Sherlock Holmes —al decir esto le entregó una tarjeta de visita.

La mujer nos miró boquiabierta, parpadeando para ahuyentar el sueño. —Un minuto, señor, por favor. ¿Quieren pasar al vestíbulo? Nos vimos obligados a esperar en pie allí mientras la mujer cerraba la

puerta y subía a transmitir nuestro mensaje. Sherlock Holmes se paseaba sin cesar por el reducido espacio del vestíbulo, royéndose los nudillos.

—¡Le tenemos bien cerca de nosotros, lo sé —exclamó exasperado—, pero no termino de aclararlo, por muchos esfuerzos que haga!

La puerta del fondo se abrió entonces, y el ama de llaves, algo más despierta, nos hizo pasar al consultorio del doctor Agar, donde levantó la llama de gas y cerró la puerta. Esta vez no tuvimos mucho que esperar. Casi inmediatamente, el doctor en persona, alto, delgado y distinguido, entró con paso pausado en la habitación, atándose el lazo de su bata de seda roja, pero aparte de esto con un aspecto bien despabilado.33

—Mister Holmes, ¿de qué se trata? ¿Está usted enfermo? —Espero que no, doctor. Acudo a usted en un momento de crisis, no

obstante, en busca de información de la cual depende, quizá, la vida de muchos. Perdone que no me tome el tiempo necesario para presentar a mis acompañantes, pero creo que conoce ya al doctor Watson.

—Dígame qué necesita saber y trataré de serie útil —le dijo Agar sin preámbulos. Si acaso estaba exasperado o molesto por nuestra visita sin anuncio previo no dio señales de ello.

—Muy bien. Necesito el nombre del mejor especialista de Londres en enfermedades tropicales.

—¿Enfermedades tropicales? —el médico frunció el ceño y se pasó una mano elegante por los labios mientras consideraba la respuesta—. Bien, Ainstree es el hombre que...

—En este momento no está en Inglaterra —señalé.

33 En «La aventura de la pata del diablo» (1897) Watson manifiesta que algún día relatará el dramático primer encuentro entre Holmes y el doctor Agar. Cabe suponer que se trata de éste.

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—¡Ah! No está, ¿eh? —el médico contuvo un bostezo cuyo objeto ostensible era atribuir su falta de memoria a lo avanzado de la hora.

—Déjeme pensar entonces... —Cada minuto tiene una urgencia máxima, doctor Agar. —Comprendo —dijo, y luego se quedó pensativo, con los ojos, azules,

muy fijos. De pronto hizo chasquear los dedos—. Ahora recuerdo. Hay un hombre joven que podría ayudarle, tal vez. Se me escapa el nombre, pero puedo buscarlo en mi escritorio, y no llevará ni un minuto. Esperen aquí.

Tomó entonces un trozo de papel del escritorio y salió por una puerta. Holmes seguía paseándose, inquieto como una fiera enjaulada.

—Miren este cuarto —rezongó Shaw, observando el ambiente lujoso y abarcándolo con un amplio gesto de su brazo delgado—. ¡Libros con encuadernaciones de lujo y toda clase de aparatos! La profesión médica podría muy bien competir con el teatro como la casa de las ilusiones, si quisiera. ¿Ayuda acaso toda esta maquinaria a curar a la gente de sus males, o bien es una colección de elementos de utilería teatral, cuyo objeto es impresionar al enfermo con la majestad y el poder del curandero?

—Si se cura al paciente mediante una ilusión, no por ello deja de ser cura —objeté.

Al oírme, Shaw me lanzó una mirada curiosa. Confieso que una vez más me habían irritado los comentarios cáusticos del hombre, pero Holmes, en cambio, y en apariencia ajeno al diálogo entre nosotros, seguía paseándose por el cuarto.

—Bien —dijo Shaw—, si un hombre contrae la peste y acude a un médico, según usted, con un cuarto como éste, lleno de libros e instrumentos...

Holmes giró sobre los talones, el rostro pálido como el de un muerto, las manos temblorosas.

—Peste —repitió con un tono casi reverencial—. Estamos frente a esto. Nunca oí palabra que provocase tanto terror en lo más hondo de mi

espíritu. —¡Peste! —repetí a mi vez en voz baja, conteniendo un estremecimiento

de horror—. ¿Cómo puede saberlo? —¡Watson, inapreciable Watson! ¡Usted tuvo la clave en sus propias

manos desde un principio! ¿Recuerda la línea que citó del acto tercero, escena primera, de "Romeo y Julieta"?: "¡Que la peste llegue a vuestras dos casas! " Lo decía en un sentido literal. ¿Y qué hicieron cuando la peste llegó a Londres?

—Cerraron los teatros —afirmó Shaw. —Eso es. En aquel momento se abrió la puerta y volvió Agar, con un papel doblado

en la mano. —Aquí tengo el nombre que ustedes quieren —dijo al detective,

entregándoselo.

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—Sé ya qué nombre es —repuso Holmes al tomarlo—. ¡Ah, ha incluido la dirección! Esto es muy útil. ¡Y... sí, estaba delante de mis ojos todo el tiempo, aunque yo fuera ciego! ¡Vamos, Watson! —dijo guardando el papel en un bolsillo de su abrigo—. ¡Doctor Agar —añadió estrechando efusivamente la mano del sorprendido médico—, mil gracias! —y salió como una tromba del cuarto, sin que nos quedara otra alternativa que seguirle a toda prisa.

El coche nos esperaba. según las instrucciones dadas. Y Holmes subió a él de un salto.

—¡Treinta y tres Wyndham Place, Marylebone, y no perdone al caballo! —y apenas tuvimos tiempo de trepar tras él antes de que el vehículo se lanzara a la carrera por aquel Londres nocturno, con el eco del batir de sus cascos.

—Todo el tiempo, todo el tiempo —era la insistente letanía de Sherlock Holmes, entonada sin cesar mientras corríamos por las calles desiertas en nuestra misión decisiva—. Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que fuere que resta, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. ¡Si sólo hubiese recordado esta simple máxima! —se quejó—. Watson, está usted en presencia del mayor de los tontos de este mundo.

—Creo que estamos más bien en presencia del mayor de los locos —acotó Shaw—. Cálmese, hombre, y cuéntenos todo.

Mi amigo se inclinó hacia adelante. Sus ojos grises relucían como faros en la oscuridad.

—¡La caza, querido Shaw! ¡La caza está en marcha, y la presa es de tal carácter, que nunca me vi frente a ninguna parecida! ¡La presa mayor de mi carrera, y si llego a dejarla escapar, es posible que todos estemos condenados!

—¿No puede hablar con términos más simples? ¡No creo haber oído melodrama peor que éste fuera del Haymarket!

Holmes se echó hacia atrás y le miró sin inmutarse. —No tiene por qué escuchar nada ahora. En pocos minutos oirán todo

por boca del hombre que buscamos... si todavía vive. —¿Si todavía vive? —No puede haber estado jugando con la enfermedad como lo hizo sin

sucumbir tarde o temprano. —¿A la peste bubónica? Holmes hizo un gesto afirmativo. —En un momento, a mediados del siglo catorce, tres barcos que

llevaban especias de la India tocaron puerto en Génova. Además de su carga llevaban ratas a bordo, que abandonaron el barco y se mezclaron con la población de roedores de la ciudad. Muy poco después comenzaron a aparecer ratas muertas en las calles, millares de ellas. Y en seguida comenzó a morir la población humana. Los síntomas eras simples: mareos, dolor de cabeza, garganta inflamada y luego abscesos negruzcos en las axilas y en la ingle. Después de los abscesos... fiebre, escalofríos, náuseas y vómitos de sangre. En tres días la

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víctima moría. Peste bubónica. En los cincuenta años subsiguientes mató a casi la mitad de la población de Europa, con una mortalidad de casi noventa por ciento de los infectados. La gente se refería a ella como la Muerte Negra, y debe ser fácilmente causa del mayor desastre natural registrado en la historia de la humanidad.

—¿De dónde vino? —hablábamos todos en un susurro. —De China, y de allí pasó a la India. Los cruzados y luego los

mercaderes la trajeron a Europa con ellos. Destruyó nuestro continente, y luego desapareció en forma tan súbita como empezó.

—¿Y no volvió nunca? —En tres siglos. no. A mediados del siglo diecisiete, como recordó

Shaw, fue necesario cerrar los teatros cuando llegó a Inglaterra. Según parece. el gran incendio registrado en Londres entonces dio fin a la epidemia.

—Pero, sin duda, no se ha oído hablar mucho del mal desde entonces. —Por el contrario, querido Watson, se ha oído hablar de él, y

recientemente, el año pasado. —¿Dónde? —En China, donde estalló con una virulencia acumulada en siglos,

partiendo de Hong—Kong. En este momento está diezmando a la población de la India, como se habrá enterado por los diarios.

Era difícil, reconocí, relacionar la peste bubónica acerca de la cual leíamos en los diarios con algo de un horror tan primitivo como la Muerte Negra, y más difícil todavía imaginaria como otro ataque de aquella peste fatal aquí, en Inglaterra.

—A pesar de ello, estamos encarando tal posibilidad —repuso Holmes—. ¡Ah!, hemos llegado. ¡De prisa, señores!

Cuando hubo despedido al cochero subió con rapidez los escalones del número 33, cuya puerta, según comprobamos, no tenía echado el cerrojo. Con gran cautela, Holmes la empujó hasta abrirla. Casi de inmediato llegó a nuestra nariz un olor nauseabundo.

—¿Qué es? —preguntó Shaw casi sin aliento, deteniéndose con un gesto vacilante en el umbral. —Fenol.

—¿Fenol? —En fuerte concentración. Cúbranse la nariz y la boca, señores.

Watson, ¿tiene su revólver?... ¿No? Qué lástima. Entremos, por favor. Al decir estas palabras, extrajo su propio pañuelo y, apretándoselo

contra la cara, entró en la casa. Las lámparas estaban apagadas y no nos atrevíamos a encender las

mechas de gas por temor a despertar a los ocupantes de la casa, aunque no alcanzaba a imaginar cómo podría nadie pasar una noche tranquila en aquel ambiente.

Poco a poco, a medida que avanzábamos hacia el fondo de la planta baja,

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oímos un ruido carraspeante y rítmico, algo semejante al de alguna máquina que necesita ser aceitada.

Instintivamente nos aproximamos hacia el punto de donde provenía el ruido, hasta encontrarnos en un cuarto sumido en la penumbra.

—¡No se acerquen! —dijo una voz ronca de pronto muy cerca de nosotros—. Es mister Holmes, ¿no? Estaba esperándole.

Vi entonces una silueta envuelta en una sábana, sentada en una actitud caída en una silla, frente a nosotros y junto a las ventanas que miraban sobre la calle.

—Tenía la esperanza de llegar a tiempo, doctor Benjamin Eccles. Lentamente la figura se movió en la oscuridad y, con un quejido

provocado por el esfuerzo, consiguió levantar la llama de gas. 15 JACK POINT Era en verdad el médico del teatro quien se nos apareció merced a la

tenue luz de la única lámpara en el cuarto. ¡Tan cambiado, no obstante! Su cuerpo, como el de un mono viejo y

arrugado, estaba acurrucado en la silla y me costó reconocer aquel rostro como el de un ser humano, y menos como el del médico de no haberlo hecho Holmes. Se le había resecado la piel, como la de una manzana podrida, y estaba cubierta de abscesos y pústulas negruzcas, horribles, que al abrirse dejaban escapar el pus como lágrimas sucias. Tenía los ojos tan inflamados e inyectados en sangre, que apenas podía abrirlos, y el blanco que se adivinaba entre los párpados giraba de un modo aterrador. Sus labios estaban partidos, resecos, cortados, con llagas que sangraban. Con un escalofrío que me recorrió los huesos, vi que aquel ruido áspero y penoso que habíamos oído era la respiración afanosa del hombre que pasaba con trabajo por la tráquea, y... tal comprobación me dijo al mismo tiempo que al doctor Eccles no le restaba más de una hora de vida.

—No avancen más —repitió el fantasma con un ronco susurro—. Siento que me muero, y deben dejarme solo hasta entonces. Cuando muera deben quemar este cuarto y todo su contenido, especialmente mi cadáver... Lo puse por escrito por si acaso llegaban ustedes demasiado tarde... Pero hagan lo que hagan, ¡no toquen mi cuerpo! ¿Comprenden? ¡No lo toquen! —repitió con dificultad—. ¡La enfermedad se transmite por contacto con la piel!

—Se cumplirán sus instrucciones al pie de la letra —dijo Holmes con firmeza—. ¿Hay algo que podamos hacer para que se sienta algo más confortable?

Aquella masa en putrefacción se movió lentamente de un costado a otro, y la lengua, ennegrecida e hinchada, apareció fláccida por lo que una vez había sido una boca.

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—No hay nada que puedan hacer por mí... ni nada que yo merezca. Muero por mi propia insensatez y merezco todo el dolor que me ha acarreado mi maldad. ¡Pero Dios sabe cuánto la quise, Holmes! Tanto como jamás amó un hombre a una mujer en este mundo, yo amé a Jessie Rutland, y nunca desde el comienzo del mundo tuvo que hacer ningún hombre lo que el destino me obligó a hacer por mi amor.

Al decir esto oímos un sollozo ahogado que sacudió lo que quedaba de aquel cuerpo destruido, y que por poco no le mató al instante. Durante un minuto entero debimos escuchar sus horribles ruidos, hasta que por fin disminuyeron.

—Soy católico —dijo cuando pudo volver a hablar—. Por razones obvias, no puedo llamar a un sacerdote. ¿Quieren ustedes oír mi confesión?

—La oiremos —dijo mi amigo con suavidad—. ¿Puede hablar? —Puedo hablar. ¡Tengo que hablar! —con un esfuerzo sobrehumano se

irguió algo en la silla—. Nací no lejos de aquí, en Sussex, hace muy poco más de cuarenta años. Mis padres eran gente acomodada de ese medio rural, y aunque era el segundo de los hijos, fui el predilecto de mi madre y recibí además una educación excelente. Fui pupilo en Winchester y más tarde estudié en la universidad de Edimburgo, donde obtuve mi diploma como médico. Pasé los exámenes finales con todos los honores, y todos mis profesores concordaron en la opinión de que mi futuro estaba en la investigación. Sin embargo, yo era joven y tenía la cabeza llena de anhelos y ansia de aventuras. Había pasado tanto tiempo estudiando, que tenía ganas de vivir experiencias más activas antes de instalarme frente a mis tubos de ensayo y mi microscopio. Quería ver un poco el mundo antes de encerrarme en el ambiente enclaustrado del laboratorio; de modo que me inscribí en el curso para médicos del ejército, en Netley. Llegué a la India apenas sofocado el motín, y durante quince años viví la vida que había soñado. Y serví bajo Braddock y luego bajo Fitzpatrick. Participé en la acción durante la segunda guerra de Afganistán y, como usted, doctor Watson, estuve en Maiwand. Todo el tiempo llevé diarios y registré todo lo que observaba en mis viajes, en general observaciones sobre las enfermedades tropicales, que veía en mi carácter de médico del ejército, ya que estaba decidido, en definitiva, a seguir mis primeras inclinaciones y dedicarme a la investigación.

Aquí calló y tuvo un penoso acceso de tos, que le hizo vomitar sangre sobre la alfombra. Había agua en una jarra un poco más lejos de su alcance sobre la mesa, y Shaw hizo un gesto de acercársela.

—¡No se mueva! —dijo él con esfuerzo—. ¿Acaso no comprende? Con un esfuerzo de voluntad tomó el vaso y bebió con ansia su

contenido. Al pasar el agua a través de los intestinos distendidos, oímos el ruido que produjo.

—Hace cinco años —continuó— me retiré del ejército y me radiqué en Bombay para realizar investigaciones en el Hospital para Enfermedades Tropicales de esa ciudad. Para aquella época me había casado con Edith

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Morstan, sobrina de un capitán de mi regimiento, y tomamos una casa cerca de mi lugar de trabajo. preparándonos para una vida feliz y llena de compensaciones. No sé si la quise como llegué a querer a Jessie, pero estaba empeñado en hacerla feliz como marido y como padre de nuestros hijos, y lo logré, diré, dentro de mis posibilidades. ¡Hasta aquel momento, mister Holmes, fui un hombre feliz! Desde el principio la vida me había sonreído y todo lo que había tocado hasta entonces se había transformado en algo precioso. Como estudiante, como soldado, como médico, como pretendiente, mis esfuerzos fueron siempre coronados por el éxito34.

Eccles calló, según pensamos, recordando su vida. Algo que esbozaba una sonrisa apareció en sus rasgos y pronto se esfumó.

—De la noche a la mañana todo terminó. En forma tan súbita y arbitraria como si después de haberme tocado un lote de suerte éste se hubiera agotado, me abrumó el desastre. Les diré las circunstancias. A los dos años de matrimonio mi mujer, cuya condición cardíaca conocía desde los primeros tiempos de nuestro noviazgo, sufrió un ataque que la dejó convertida en poco más que un cadáver viviente, incapacitada para hablar, oír, ver o moverse. Cayó esta desgracia como un rayo. Había visto a muchos hombres morir o perder un miembro en la batalla, pero nunca la catástrofe había malogrado mi vida ni la de los míos. No me quedó otra alternativa que internarla en un sanatorio para crónicos contiguo al hospital... Esa mujer que un día antes había sido mi amada.

»Al principio la visité diariamente; pero al ver que mis visitas no eran registradas por ella y sólo servían para destrozarme el corazón, disminuí su frecuencia y por fin dejé de verla, contentándome con los partes semanales referentes a su estado, que era siempre el mismo, ni mejor ni peor. La ley excluía toda perspectiva de divorcio. De cualquier manera. no tenía deseos de volver a casarme. Era lo último en que hubiera pensado cuando estaba trabajando en el laboratorio del hospital.

»Durante algún tiempo mi vida adquirió los contornos de una rutina nueva, y llegué a creer que mis desgracias habían terminado. ¡Sin embargo, la primera había sido sólo el comienzo! Mi padre me escribió para decirme que no estaba bien, pero yo vacilaba en volver a Inglaterra, por temor de abandonar a mi mujer. Mi padre murió, pues, sin haber vuelto a verme y mi hermano mayor heredó sus bienes. Después de la muerte de mi padre, mi madre me escribió, rogándome que volviera, pero una vez más me negué, diciendo que no podía dejar a Edith... y pronto mi madre murió también. Creo que murió como consecuencia de un doble pesar: el de la muerte de mi padre, combinado con mi negativa a volver.

34 La vida de Eccles es casi paralela a la de Watson en muchos aspectos, pero en ninguno resulta tan sorprendente como en lo que se refiere al apellido de soltera de su mujer. ¿Podría haber sido Edith Morstan una prima de Mrs. Watson?

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»El año pasado, como si todo lo que había precedido no fuese más que un frívolo preludio, una visión ligera de lo que vendría. llegó la peste de China. Asoló la India como un verdadero azote de Dios, arrasando todo a su paso. ¡Murieron millones de personas! Sí; sé que ustedes leyeron acerca de ella en los diarios. ¡Pero era muy diferente estar allí, señores, lo juro! Todo el subcontinente asiático se convirtió en un inmenso matadero con un grupo comparativamente minúsculo de médicos para interpretar la situación y luchar contra ella. En toda mi experiencia profesional nunca había visto nada semejante. Llegó en dos formas: la bubónica, transmitida por ratas, y la neumónica, que infecta los pulmones y es transmitida de hombre a hombre. En virtud de mis investigaciones previas en el campo de las enfermedades infecciosas, fui uno de los primeros cinco médicos que integraron la Junta de la Peste, establecida por el gobierno de Su Majestad para combatir la epidemia. Se me encomendó dirigir la investigación de la variedad neumónica de la peste y me aboqué de inmediato a la tarea.

»Entretanto la peste voló sobre Bombay misma, matando a cientos de miles de víctimas. En cambio, la mala suerte seguía acompañándome y mi mujer seguía viva. No me interpreten mal... No deseaba que muriese de ese modo... —aquí se señaló a sí mismo con un débil gesto—, pero sabía qué carga era la vida para ella y rogaba para que fuera atacada por el mal y con ello terminase su infortunio. ¡Que Dios me perdone por esos ruegos! —dijo por último con emoción.

Volvió a callar, esta vez para recobrar el aliento, y se quedó allí resoplando y respirando ruidosamente como un fuelle horroroso. Luego, sacando unas fuerzas que nunca supuse le quedasen ya, se inclinó, tomó la jarra y bebió su contenido, acercándose la a la cara con manos temblorosas y derramándose buena parte del agua en el mentón y en el cuello entreabierto. Cuando terminó, la dejó caer al suelo, donde la alfombra evitó que se rompiera.

—La Junta de la Peste —prosiguió— decidió enviarme a Inglaterra. Alguien debía continuar con la investigación mientras el resto luchaba con la enfermedad misma. Había obtenido ciertos resultados con un preparado de tintura de yodo, siempre que se le suministrase dentro de las doce horas inmediatas a la exposición al contagio, y la Junta quería que estudiase las posibilidades de la vacunación basada en mi fórmula. Se decidió que era mejor proseguir los estudios en Inglaterra, ya que los estragos del mal en sí limitaban en forma severa las facilidades de trabajar y de obtener equipo, así como dificultaban además la tarea de asegurar el control riguroso de los experimentos.

»Tal decisión no me resultó dolorosa ni mucho menos. Por el contrario, acalló mi mala conciencia al darme un verdadero pretexto para abandonar aquel lugar pestilente, tan lleno de malos recuerdos para mí, inclusive el de una esposa a quien no podía curar ni destruir. Durante años había contemplado abandonar

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mi vida en la India, y en aquel momento se me presentaba una oportunidad legítima para hacerlo. Se tomaron todas las precauciones del caso, y traje conmigo muestras del bacilo de peste neumónica al hospital St. Bartholomew, aquí, en Londres, donde pusieron a mi disposición un laboratorio de emergencia. Continué investigando febrilmente, estudiando la peste, su causa y su cura, apoyado en buena parte en los trabajos de Shibasaburo Kitasato, director del Instituto Imperial para el Estudio de las Enfermedades Infecciosas, y de Alexandre Yersin, bacteriólogo suizo. El año pasado estos dos investigadores aislaron un microorganismo bacteriano de forma cilíndrica llamado Pasteurella pestis, de vital importancia para proseguir mi trabajo.

»Trabajé larga y duramente para integrar los hallazgos de estos hombres con los míos, pero descubrí que al llegar la noche no soportaba ya el trabajo. Se me nublaba la mente por falta de recreación y de variedad en mis tareas. No conocía a casi nadie en Londres, ni me interesaba hablar con mi hermano; de modo que fue una época difícil para mí. En aquel momento me enteré de la vacante dejada por el doctor Lewis Spellman, médico de los teatros en el West End, quien se retiraba. Visité al doctor Spellman, y verifiqué que el trabajo no era en realidad difícil y que serviría para ocupar mis noches en una actividad grata y divertida. Nunca había conocido a gente de teatro, y pensé que un empleo como aquél me proporcionaría sin duda contactos humanos que me habían faltado del todo en los últimos tiempos.

»La recomendación del doctor Spellman me permitió obtener el puesto hace algunos meses, y ello significó un cambio considerable en mi vida. El trabajo era muy sencillo y pocas veces me llamaban para tratar nada más grave que una inflamación de garganta inoportuna, si bien en una ocasión tuve que enyesar un brazo fracturado de un actor que cayó durante un duelo. En conjunto era un trabajo que ofrecía un radical contraste con la investigación desesperada que venía llevando a cabo en Bart's. Al finalizar cada día me frotaba a fondo utilizando la solución de tintura de yodo, y con gran entusiasmo me lanzaba a realizar mis visitas a los teatros. Terminadas estas excursiones nocturnas volvía a casa agradablemente fatigado y con la mente fresca.

»De esta manera fue como conocí a Jessie Rutland. Hacía años que no pensaba en ninguna mujer, y sólo en forma gradual fue como reparé en ella y me sentí atraído. Durante nuestras conversaciones nunca mencioné a mi mujer ni tampoco su enfermedad, porque nunca hubo oportunidad de sacar el tema. Más tarde, cuando ello venía al caso, sentí temor de hacerlo.

»Esto fue al principio, señores. Todo era muy correcto entre nosotros, ya que no habíamos reconocido abiertamente la profundidad de nuestros sentimientos y ambos conocíamos bien las normas en cuanto a la relación con el sexo opuesto para los miembros de la compañía del Savoy.

»A pesar de todo, poco a poco llegamos a enamorarnos... Mister Holmes, Jessie era la mujer más dulce y generosa que se pueda imaginar y tenía

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un carácter afectuoso y tierno. Vi en el amor de ella la oportunidad de salvar mi alma. Fue entonces cuando le mencioné mi condición de casado. Semanas antes de hacerlo me sentí atormentado, pero decidí que no tenía derecho a ocultar la verdad a alguien a quien quería tanto. En vista de ello le confesé todo.

Calló nuevamente para recobrar el aliento. Le giraban los ojos en las órbitas con una expresión propia de un ser enloquecido.

—Al principio —siguió— se desesperó y temí que se confirmasen mis peores presentimientos. Durante tres días se negó a hablarme, y por mi parte temí volverme loco. Estaba por suicidarme cuando Jessie cedió y me dijo que me querría siempre. No puedo expresarles los transportes de júbilo que me provocó saber esto. ¡Sentía que no había obstáculos invencibles, nada que no pudiese lograr con ella a mi lado y con su amor en el alma!

»El destino, empero, no había terminado conmigo. Del mismo modo como lo hizo con anterioridad, me golpeó, no en forma directa, sino a través de la mujer que amaba. Un hombre..., mejor dicho, un monstruo, se aproximó a Jessie y le dijo que estaba enterado de nuestra relación. Había hecho averiguaciones por su cuenta y dijo saber que yo era casado. Luego distorsionó nuestro amor hasta presentarlo como algo sórdido y aterrador. Sus susurros eran desvergonzados e implacables..., y ella sucumbió. Actuó, en parte por mí y también por ella misma, al ceder a su capricho de hombre depravado, porque él había intensificado sus temores, y no me dijo nada de lo que había hecho por temor de comprometemos a ambos y añadir mi ruina a la suya propia.

»Por desgracia, no era capaz de mantener ocultas sus emociones, mister Holmes. Había surgido ya entre nosotros ese lazo intuitivo existente entre dos enamorados, y aunque yo no sabía qué había ocurrido, sabía que ocurría algo. Con muchas lágrimas y suspiros de su parte, logré arrancarle la historia de su humillación, después de haberle prometido que, oyese lo que oyese, no haría nada.

»¡Era inútil, no obstante, hacer semejante promesa! Lo que me contó era tan monstruoso que costaba creerlo y mucho más soportarlo. Había algo tan increíble en aquella maldad tan inhumana y a la vez total, que tuve que ver al hombre con mis propios ojos.

»Fui a su casa y hablé con él —Eccles tosió y agitó la cabeza—. Nunca había conocido a un hombre como ése en todas mis correrías. ¡Cuando le eché en cara su conducta canallesca, se rió! ¡Sí, se rió al oírme arrojárselo a la cara, y me dijo que no sabía yo nada de las costumbres entre la gente de teatro! Me dejó tan atónito semejante desparpajo, que de pronto me encontré suplicándole; sí, suplicándole, que me devolviera mi vida, mi dicha. ¡Y el hombre siguió riéndose y palmeándome el hombro con jovialidad, diciéndome que era un buen hombre, pero que me aconsejaba mantenerme alejado de las actrices, mientras me acompañaba a la puerta de su apartamento!

»Toda la noche caminé por las calles de Londres, aventurándome en

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lugares que no reconocí entonces ni tampoco podría mencionar ahora, mientras trataba denodadamente de aceptar mi propia condena a la desdicha. Durante esa odisea interminable algo estalló dentro de mí y perdí la razón. Era como si toda mi mala suerte se hubiera cristalizado en algo concreto y ese algo perteneciera a Jonathan McCarthy. Volqué sobre sus espaldas la nómina de mis infortunios y pesares: la enfermedad de mi mujer, la muerte de mis padres, la peste misma y, por último, aquello de lo cual era en realidad culpable, la seducción de la mujer que yo quería. De Jessie, lo único que me quedaba en el mundo. Imaginarla en los brazos de aquel Lucifer con barbas era más de lo que podía soportar, y me asaltó un pensamiento horrible en aquellas horas de la madrugada al vagar por la ciudad. Tenía toda la lógica perversa de la obsesión de un loco. Si Jonathan era Lucifer, ¿por qué no hacer yo mismo que luchara contra el azote de Dios? Me reí como un loco ante la sola idea. Ni siquiera existían para mí en aquel momento las implicaciones de mi fantaseo. Todo mi ser estaba empeñado en la venganza, una venganza horrible, espantosa, que no sabía de razón ni de restricción.

»No importa mucho aquí cómo lo hice. Lo que interesa es que expuse a Jonathan McCarthy a la peste neumónica. Sé cómo están mirándome ustedes en este instante. Sé muy bien, además, qué deben pensar de mí, señores..., y la verdad es que más tarde, al pasar las horas, llegué a compartir la opinión de ustedes en cuanto a mi crimen. Ningún hombre era merecedor de semejante muerte. Recobrada la sensatez, me abrumó de pronto el peso de lo que había hecho. Las fuerzas terribles desencadenadas por este crimen debían ser contenidas antes de que provocaran un desastre como no se conoció otro en tiempos modernos. Toda Inglaterra y posiblemente toda Europa occidental estaban amenazadas por culpa de mi locura.

»Mi recuperación de la sensatez duró más o menos doce horas. Pasado ese período corrí al apartamento de McCarthy para advertirle acerca del peligro que corría y hacer lo que pudiese por él, pero no estaba en casa. En vano busqué al hombre por todo Londres, recorriendo los teatros y los restaurantes que, según sabía, eran frecuentados por miembros de la profesión literaria. Nadie le había visto. Por fin dejé un mensaje en su casa, y él me envió otro de que me recibiría esa noche. No tenía otra alternativa que esperar, mientras cada hora transcurrida le alejaba más y más de mis posibilidades de salvarle, a la vez que aumentaba el peligro para el mundo. Había perfeccionado para entonces mi solución de tintura de yodo al adaptarla a la administración por boca, pero su éxito dependía siempre de que se la utilizara dentro de las primeras doce horas de la exposición a la enfermedad.

»Le hallé en casa aquella noche, según me había prometido, y con palabras vacilantes pero claras, le dije lo que había hecho.

Eccles comenzó a toser otra vez, y mientras tosía perdía grandes cantidades de sangre, contemplándole nosotros con nuestros pañuelos

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apretados contra la boca y la nariz para evitar el hedor del fenal y de la putrefacción. Estábamos casi paralizados de horror. Cuando terminó de toser, se apoyó, agotado, en el respaldo de su silla. Cada vez era más afanosa su respiración, y de no haber sido por ser ésta tan ruidosa, hubiéramos dicho que estaba muerto.

Cuando volvió a hablar, sus palabras eran tan confusas, que daba la impresión de no poder articularlas con los músculos que aún dominaba.

—¡Otra vez se rió de mí! La verdad es que sabía cuáles eran mis actividades, pero no me creía capaz de semejante acción. Me llamó Jack Point y rió a carcajadas cuando intenté persuadirle de que bebiera mi solución con un poco de coñac. "Si estoy infectado —dijo con tono jocoso—, no debe dejar de llevar su solución a miss Rutland. ¡Ella estará mucho más infectada que yo!» Y esta vez rió fuerte y durante largo rato, hasta que comprendí por qué no había conseguido localizarle en las últimas doce horas. Cuando lo comprendí, cuando comprendí que mi acción y la suya nos habían condenado a los tres, así como a millones de seres humanos tal vez, tomé el abrecartas de su escritorio y se lo clavé.

Suspiró con un ruido que parecía el de un tambor, y decidí como médico que apenas le quedaba ya vida.

—Desde aquel momento —prosiguió— los sucesos se desenvolvieron con la precisión fatal de una máquina creada para destruirse a sí misma. Jessie estaba condenada. Para cuando yo la viera, mi antídoto ya no surtiría efecto. El único problema era ver si podía evitarle el sufrimiento. La esperé en su camarín y la mandé al otro mundo, al cielo, espero, cuando la tomé en mis brazos. La maté con tanta limpieza como pude —las lágrimas de dolor corrían por sus mejillas—. Y cuando salí di la vuelta al teatro y entré por la puerta principal como si realizase mi visita habitual. Como un autómata, como frente a un hecho ajeno a mí, llevé a cabo la autopsia de la mujer a quien acababa de matar, y todo el tiempo mi arma, el bisturí ensangrentado, estaba en mi maletín, bajo las narices de todos ustedes.

Eccles se cubrió el rostro con manos inflamadas y ennegrecidas que más bien parecían garras. En apariencia, no podía hablar ya, vencido no sólo por los estragos del mal, sino además por sus propias emociones.

Al intuir esto, Sherlock Holmes le dijo en voz baja: —Si le cuesta hablar, doctor, puede que me permita proseguir con su

historia tal como la imagino. Sólo tendrá que decir «sí» o «no» o simplemente mover la cabeza. ¿Está usted de acuerdo?

—Sí. —Muy bien —Sherlock Holmes habló con lentitud y claridad para que

Eccles pudiera oír y comprender cada palabra antes de contestar—. Cuando usted cruzó el teatro para realizar su autopsia, descubrió que el doctor Watson y yo estábamos ya en el camarín y habíamos sido expuestos a la contaminación.

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De nuestra presencia allí no podía inferir otra cosa que la posibilidad de que ambos estuviésemos ya infectados.

—Sí. —Mister Gilbert y mister D'Oyly Carte permanecieron fuera del

camarín durante nuestro examen. Por ello no corrían riesgo. En cambio, Watson y yo, además de usted, estábamos en peligro. Me oyó decir que pensábamos ir a Simpson's y nos siguió hasta allí, esperándonos afuera con su antídoto.

—Sí. —Mientras nos vigilaba por una ventana, vio que se reunía con nosotros

otra persona —Holmes señaló a Shaw, pero Eccles, cuyos ojos estaban cerrados, no vio el gesto— y, no deseando correr mayores riesgos, le dio el antídoto también, ya que los tres salimos uno por uno del restaurante, hecho que le facilitó la tarea.

—Sí. No quería matar a nadie. —A nadie más, quiere decir —le recordó el detective con severidad. —Sí. —Entonces nos envió un anónimo, advirtiéndonos que nos

mantuviéramos alejados del Strand. —No sabía cómo ahuyentarles —dijo Eccles penosamente, luchando por

abrir los ojos y mirar a su confesor—. No me quedaba otro remedio que amenazarles. Nunca les habría hecho nada.

—Siempre que no fuésemos expuestos a la peste. Para quienes, como Brownlow, lo fueron, no tuvo otra opción.

—Ninguna opción. Su tarea profesional le costó la vida, ya que yo sabía que tenía que descubrir mi secreto. Como fui médico del ejército, sabía que sólo el médico forense podía tener contacto directo con el cadáver de un asesinado, y contaba con que él se ocupara de sus ayudantes y camilleros. No hay duda de que yo solo nunca podría haberme ocupado de todos ellos. Por suerte, Brownlow me tranquilizó en ese sentido y juntos fregamos todo el laboratorio.

—¿Y salieron de allí juntos? Eccles hizo un gesto afirmativo, que más bien fue el de un hombre

drogado. —Sabía que cuando reconociera los síntomas despediría a los otros, no

sin antes hacerles desinfectarse. Con ello sólo quedaba él. Por otra parte, me quedaba poco tiempo. Estaba ya comenzando a convertirme en esto —al decir estas palabras se señaló a sí mismo—. Fui a la puerta del fondo del laboratorio y le hablé a través de la puerta, diciéndole que sabía cuál era su situación y que le ayudaría.

—Le ayudó a morir. Eccles se quedó inmóvil, como una grotesca estatua de arcilla

enmohecida. De pronto irrumpió en sollozos, a la vez que se ahogaba y gritaba, luchando por levantarse y aferrándose el abdomen.

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—¡Ah, que Dios se apiade de sus almas! —dijo, y volvió a abrir la boca como para añadir algo más; pero en lugar de ello cayó lentamente al suelo, y allí quedó tendido de cualquier manera. Reinaba el silencio en el cuarto cuando la luz del alba comenzó a filtrarse por las cortinas, como para disipar las sombras de una pesadilla.

—Rogó por ellos —murmuró Shaw, con el pañuelo apretado siempre a su rostro—. La raza humana me sorprende a veces a tal punto, que mi filosofía se confunde.

Dijo esto con una voz temblorosa, apoyado contra el marco de la puerta, como si estuviera a punto de desmayarse.

—IN nomine Patris et Spiritu Sancti —murmuró Sherlock Holmes haciendo la señal de la cruz en aquel aire fétido—. ¿Tiene alguien un fósforo?

Y así fue cómo, en aquellas primeras horas de la mañana del 3 de marzo de 1895, estalló un incendio en el número 33 de Wyndham Place, Marylebone, y se confundió con las llamas, como lenguas de oro y de un rojizo sonrosado, del amanecer. Cuando llegaron al lugar las dotaciones de bomberos, la casa había desaparecido casi, y se halló el cuerpo del único ocupante, quemado al punto de no ser posible identificarle ni examinarle. Sherlock Holmes había derramado queroseno sobre él antes de que saliéramos por la puerta para afrontar el nuevo día.

EPÍLOGO Achmet cruzó los pocos metros de espacio de su celda en dirección a

Sherlock Holmes y le miró con ojos miopes detrás de sus gruesos anteojos. —Me dicen que estoy en libertad. —Es la verdad. —¿Usted logró esto? —La verdad le dio la libertad, Achmet Singh. Hay aún cierto amor por

ella en este mundo enloquecido. —¿Y el asesino de miss Rutland? —Dios le castigó con mayor dureza de lo que ningún jurado podría

haberlo hecho. —Comprendo... El «Parsee» vaciló indeciso y luego, con un fuerte sollozo, se arrodilló,

aferró una mano del detective y la besó. —Usted..., Sherlock Holmes..., usted rompió mis cadenas... ¡Con todo mi

corazón le doy las gracias! La verdad es que tenía mucho que agradecer, aunque nunca sabría

cuánto. Haber obtenido su liberación de la cárcel y el levantamiento de los cargos contra él fue una de las hazañas más difíciles de la larga y asombrosa carrera de Sherlock Holmes. Se vio obligado a poner públicamente en ridículo al

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inspector Lestrade, algo que siempre se había cuidado de hacer, y lo hizo con todo el conocimiento y con la total colaboración del inspector, después de haberle hecho jurar que guardaría el secreto y antes de divulgar toda la verdad detrás de las puertas cerradas del despacho de éste. Se quedaron encerrados allí durante más de una hora, mientras el detective explicaba las derivaciones de lo ocurrido y la necesidad de impedir que la verdad llegase al ámbito público, ya que de ocurrir esto el pánico que se produciría podría ser peor que la peste misma. El detective se ingenió para omitir toda alusión a la visita nocturna del sargento Hopkins, y el inspector, preocupado por lo esencial del caso, tampoco pensó nunca en preguntar a Holmes cómo se había enterado de la desaparición de Brownlow con los cadáveres.

Además pasamos una semana de ansiedad mientras esperábamos saber si Benjamin Eccles había cumplido su misión y logrado de verdad asesinar a cuantos habían contraído peste neumónica y deshacerse de sus cuerpos. Había algunos interrogantes en cuanto a la salud de los miembros del coro del Savoy y tanto Gilbert como D'Oyly Carte recibieron instrucciones de someterse a minuciosos exámenes médicos, los cuales, felizmente, no revelaron el menor síntoma de la enfermedad.

Bernard Shaw, como es sabido, continuó trabajando como crítico, pero se mantuvo fiel a su promesa y siguió escribiendo comedias hasta que adquirió fama y fortuna. Su curiosa actitud frente a la reforma social y la riqueza personal persistieron mientras nosotros le tratamos. El y el detective permanecieron amigos en un estilo excéntrico hasta el fin. Se veían con menos frecuencia a medida que Shaw estaba cada vez más solicitado, pero mantenían una ágil correspondencia, parte de la cual está en mi poder, como estos telegramas:

A SHERLOCK HOLMES: Adjunto dos plateas para estreno de mi nueva comedia «Pygmalion».

Traiga a un amigo, si lo tiene. G. B. S.

A BERNARD SHAW: Imposible asistir estreno de «Pygmalion». Asistiré segunda noche si la

tiene. HOLMES35

Holmes y yo volvimos a Baker Street muy tarde aquel día, con la

sensación de haber regresado de la luna, tanto tiempo hacía que habíamos salido y tan singulares eran las experiencias vividas durante nuestra ausencia. Los 35 Durante años estos telegramas fueron atribuidos erróneamente a Shaw y Winston Churchill.

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últimos días se nos habían antojado siglos. Durante uno o dos días nos quedamos descansando en nuestras

habitaciones como un par de autómatas, sin poder, según creo, digerir del todo los terribles sucesos en que habíamos participado. Luego, poco a poco, volvimos a nuestros antiguos hábitos. Afuera, otra tormenta soplaba en silencio y Holmes se encontró otra vez sumergido en sus experimentos de química. Por fin sus apuntes sobre antiguos fletes estaban nuevamente en sus manos.

Un mes más tarde, una mañana, dejó caer bruscamente el diario sobre la mesa y me miró:

—Decididamente, tenemos que viajar a Cambridge, Watson, pues de lo contrario no lograré nada positivo en mis investigaciones36. ¿Qué opina usted de que nos traslademos allá mañana?

Dicho esto se fue a su cuarto y me dejó solo con mi café y mi diario, en el cual descubrí la razón que le había hecho dejarme con tanta brusquedad.

Circulaban las conjeturas de que no se tardaría en acusar a Wilde de delitos contemplados en la Ley de Enmienda de los Delitos Criminales de 188537. El tema de Wilde despertó recuerdos melancólicos.

Seguí a Holmes a su dormitorio con el diario en la mano y una pregunta en los labios que nunca se me había ocurrido hasta aquel momento:

—Holmes, aquí hay algo que me intriga respecto del doctor Benjamin Eccles.

—Hay más que eso, diría yo. Era un individuo complejo. Como dije antes, Watson, un médico puede ser el máximo criminal. Tiene inteligencia y, además, preparación. De decidir pervertir cualquiera de los dos elementos, tendrá un gran potencial para el mal. ¿Quiere pasarme esa corbata marrón? Gracias.

—¿Por qué, entonces, se dejó morir? —pregunté—. Si hubiera tomado su propio antídoto con el mismo celo con que se lo suministro a los otros, podría haber sobrevivido.

—Probablemente nunca sabremos la verdad. Puede que hubiese bebido la solución con anterioridad y con ello agotado sus propiedades curativas. O bien

36 Si el lector desea conocer otros detalles de las experiencias de Holmes puede consultar el caso denominado por Watson «La aventura de los tres estudiantes». Según la cronología de Baring—Gould, este caso se inició el 5 de abril de 1895, casi inmediatamente después de la aparición en los diarios de las noticias relacionadas con Wilde. Este significativo enlace de fechas nos lleva muy lejos, en mi opinión, en cuanto a la certificación de la autenticidad de «Horror en Londres» y, sumado este hecho, el trabajo de Holmes en Cambridge no ha sido reconocido en general como el mejor que realizó, lo cual resulta lógico si recordamos que en aquel momento estaba actuando mientras sufría cierta tensión emocional. 37 Wilde fue acusado el 6 de abril de 1895. Su primer juicio terminó con un jurado en desacuerdo el 1 de mayo. El 20 de mayo tuvo lugar un segundo juicio y el 25 de mayo de 1895 Wilde fue hallado culpable y sentenciado a dos años de prisión con trabajos forzados.

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puede ser que no tuviese voluntad ya de vivir. Hay personas que son no sólo asesinos, sino además jueces, jurados y, en fin, sus propios verdugos, y en dichas capacidades administran castigos mucho más severos que los que podrían imaginar sus semejantes. ¿Encuentra que es demasiado temprano aún para beber un jerez y comer una galleta?

RECONOCIMIENTOS Una vez más, ha llegado el momento de saldar una deuda feliz y

expresar mi gratitud a una serie de personas por la ayuda prestada, por su inspiración, su estímulo y por su agudeza crítica en la preparación del manuscrito de Horror en Londres.

En primer término, y más importante que nada, esta obra no podría haber sido escrita sin haber existido el genio de sir Arthur Conan Doyle. Sin sus inmortales creaciones, Sherlock Holmes y el doctor Watson, nada podría haber sido escrito en materia de relatos como éste. Es un tributo a la enorme popularidad de los personajes de Doyle que el público sienta interés por leer narraciones referentes a ellos, aun a pesar de no estar ya su creador para ofrecerlas.

Después de Doyle, debo dejar constancia de la ayuda e inspiración que obtuve en la obra de W. S. Baring—Gould, cuya cronología holmesiana acepto sin reservas y cuyas teorías sigo considerando atrayentes y llenas de sugerencias.

Es probable que la mayor autoridad de hoy sobre Sherlock Holmes y su mundo sea mister Michael Harrison, cuyos libros sobre el tema estudié en forma detenida y provechosa y a quien tuve el gran honor de conocer. Además del uso de estos libros, mister Harrison tuvo la amabilidad de leer mi manuscrito y señalarme los puntos en que me alejaba o bien me aventuraba demasiado, dos defectos característicos en mí. Mister Harrison formuló innumerables comentarios y propuso muchas sugerencias, todas ellas sumamente útiles en el logro de autenticidad literaria e histórica, y la mayoría de los cuales acepté sin vacilar. Si hay puntos en los que mi obra es aún inexacta, no cabe culpar a mister Harrison, sino a mi propia insistencia obstinada en retener uno u otro detalle. Debo agradecer asimismo a mister Michael Holroyd el haberme llamado la atención en cuanto a varios puntos de importancia cardinal en el texto.

A continuación de las cuatro personalidades nombradas, la nómina se llena de numerosos amigos y críticos, algunos de ellos entusiastas admiradores de Sherlock Holmes y otros simplemente personas ilustradas. Sin guardar un orden especial, doy gracias a Craig Fischer, Michael y Constance Pressman, Bob Bookman, Lenin Kreitman, Brooke Hopper, Ulu Grossbard, Michael Scheff, John Brauer y miss Julie Leff, quien debió soportar unos cuantos de mis disparates. Mi padre, ni qué decir, debió soportarlos durante mucho más tiempo y también a

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él debo expresarle mi gratitud. Además de quienes prestaron ayuda literaria, deseo agradecer a Herb

Ross, mi colaborador en la versión cinematográfica de «Elemental, doctor Freud... », por haberse ingeniado para mantener vivo mi interés en materia holmesiana durante muchos más meses de lo que yo hubiese creído posible; a mis abogados Tom Pollock, Andy Ridgrod y Jake Bloom, cuyas aportaciones a esta obra no deben ser subestimadas, y por último a mi editor, Juris Jurgevics, quien ha sido siempre tan buen auditorio para mí.