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5 MULTICULTURALISMO LOS DERECHOS DE LAS MINORÍAS CULTURALES FRANCISCO CORTÉS RODAS ALFONSO MONSALVE SOLÓRZANO (Coordinadores) RES PUBLICA // Instituto Filosofía Universidad Antioquía

MULTICULTURALISMO LOS DERECHOS DE LAS … · Los debates actuales en la filosofía política sobre el multiculturalismo ... suma, lo que está en el trasfondo de estas transformaciones

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MULTICULTURALISMOLOS DERECHOS DE LAS

MINORÍAS CULTURALES

FRANCISCO CORTÉS RODASALFONSO MONSALVE SOLÓRZANO

(Coordinadores)

RES PUBLICA // Instituto Filosofía Universidad Antioquía

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Esta edición ha sido posible por una ayuda de COLCIENCIAS, organismo director de laCiencia de Colombia, canalizada por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquía

Primera edición, 1999

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra porcualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© D. Bonilla, M. Cepeda, F. Colom, F. Cortés, C.B. Gutiérrez, G. Hoyos, A. Monsalve,G.I. Ocampo, O. Mejía, R. Romero, C. Thiebaut, M.T. Uribe, J.C. Velasco y J.L. Villa-cañas.

© Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquía

© DMLibrero-EditorMerced, 25. 30001-MurciaTfnos. 968 24 28 29 / 968 23 75 78

I.S.B.N.: 84-95095-56-4D.L.: MU-759-1999

Edición a cargo de: Diego Marín Librero-Editor

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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Francisco Cortés Rodas

PRIMERA PARTE: LIBERALISMO, MULTICULTURALISMO YDEMOCRACIA

La democracia: Espacio de diferencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Carlos Thiebaut

Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento . . . . . . . . 37

Francisco Colom González

El derecho de las minorías a la diferencia cultural . . . . . . . . . . . . . . . 57

Juan Carlos Velasco Arroyo

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumentoconciliador de la tensión entre multiculturalismo comunitaristay liberalismo multicultural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal . . . . . . . . . . . . 119

Francisco Cortés Rodas

SEGUNDA PARTE: EL MULTICULTURALISMO EN COLOMBIA

Comunidades, ciudadanos y derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

María Teresa Uribe de H.

Índice8

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena . . . 159

Gloria Isabel Ocampo

El multiculturalismo en Colombia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179

Alfonso Monsalve Solórzano

TERCERA PARTE: MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA

Fenomenología y multiculturalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219

Guillermo Hoyos Vásquez

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 235

José L. Villacañas Berlanga

CUARTA PARTE: CONTROVERSIAS SOBRE EL MULTICULTU-RALISMO

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación de Habermas y de Rawls . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259

Margarita Cepeda

La brega de Kymlicka con la cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277

Carlos B. Gutiérrez

1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos decompilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,pp. 271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press,New York, 1995. F. COLOM, G. LAFOREST, (Presentadores), «Dimensiones Políticas del Multi-culturalismo», en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, pp. 5-140, Madrid.

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PRÓLOGO

Este libro recoge las ponencias del II Seminario Internacional de Filoso-fía Política, Liberalismo, Multiculturalismo y Derechos Diferenciados, orga-nizado por Alfonso Monsalve Solórzano y Francisco Cortés Rodas, miembrosdel Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, que celebró sussesiones del 26 al 28 de mayo de 1997.

Los debates actuales en la filosofía política sobre el multiculturalismopretenden dar cuenta de algunos de los fenómenos que en la realidad polí-tica de las sociedades modernas están en primer plano; a saber: aquellos delconflicto intercultural1. Este conflicto tiene manifestaciones distintas enpaíses y en tradiciones culturales distintas. En Yugoslavia, por ejemplo, elconflicto intercultural produjo, en la forma del resurgimiento del naciona-lismo, la disolución de un Estado-Nación y una de las guerras más atrocesde los últimos tiempos en el corazón de la vieja Europa. En Canadá, el con-flicto entre los anglo-canadienses y los franco-canadienses, estuvo a punto,hace muy poco tiempo, de producir la secesión de Quebec de la federación.En México este conflicto generó en Chiapas el renacer de las insurreccio-nes indígenas y campesinas y el resurgir del movimiento guerrillero. El con-flicto intercultural ha ido acompañado, en otros lugares, del despertar delracismo y la xenofobia, como ha sucedido en los Estados Unidos, de la rea-parición de nuevos movimientos fascistas en Francia, Inglaterra, España eItalia, y neonazis en Alemania y Austria. En términos de conflicto intercul-tural se pueden caracterizar nuevos movimientos sociales, como las femi-

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nistas, los gays y grupos religiosos fundamentalistas, las minorías cultura-les, como los turcos en Alemania, los Kurdos, los afroamericanos, hispano-americanos y asioamericanos en los Estados Unidos, y los miembros de lascomunidades autónomas de Cataluña, el País Vasco y Galicia en España; lasminorías nacionales, como los quebequenses; así como también algunosgrupos indígenas, en los Estados Unidos, Canadá, México, Brasil, Ecuador,Perú y Colombia.

La diversidad de fenómenos sociales y políticos que comprende el térmi-no multiculturalismo, o mejor la realidad multicultural en el mundo contem-poráneo es, como puede verse, muy amplia. Para la mayoría de los autoresque se ocupan de los problemas del multiculturalismo, la existencia de estenuevo tipo de conflictos políticos de carácter intercultural es el resultado dela confluencia de distintos fenómenos, los cuales han determinado una trans-formación profunda y estructural del mapa político a nivel mundial. Entreestos fenómenos podemos enumerar, el fin del equilibrio entre el este y el oes-te como resultado del derrumbamiento del poder socialista en la vieja UniónSoviética, los grandes procesos de migración del sur pobre hacia los paísesmás ricos de Europa y Norteamérica como consecuencia de la crisis econó-mica en África y Latinoamérica, los procesos de globalización económicos,políticos y culturales, y el debilitamento del carácter vinculante de la ideolo-gía liberal y las instituciones democráticas en los países de occidente. Ensuma, lo que está en el trasfondo de estas transformaciones es la pérdida defuerza cohesionadora de la idea de Estado-nación: mientras que en la antiguaUnión Soviética esta idea se asentaba en la prioridad de los ideales de la revo-lución, en las democracias occidentales esta idea se basa en el establecimien-to del modelo de ciudadanía liberal2. A luz del socialismo, los ideales de larevolución justificaban la subordinación de las pretensiones, aspiraciones yderechos de las minorías culturales y nacionales. A la luz del liberalismo, losideales y virtudes ciudadanas justifican también la subordinación de las pre-tensiones, aspiraciones y derechos de las minorías culturales y nacionales.Así, el fin de un sistema y el debilitamiento del otro han constituido el mar-co, al interior del cual se han manifestado en las últimas décadas un nuevoconjunto de problemas políticos.

Es importante, sin embargo, diferenciar la naturaleza y tipo de conflictospolíticos que han resultado como consecuencia de la participación en la vidapública de nuevos grupos sociales como los anteriormente mencionados. Elresurgimiento de aspiraciones nacionalistas entre serbios, croatas, checos yeslovacos, es un fenómeno distinto del comprendido en las aspiraciones deautonomía política reclamadas por los quebequenses en Canadá, los vascos,

2 Al respecto ver: E. GELLNER, Condiciones de la Libertad. La sociedad civil y sus rivales,Paidós, Barcelona, 1994.

Prólogo 11

catalanes, los zapatistas, o por la comunidad u’wa en Colombia. El trasfondohistórico es bien diferente en cada caso. Las reivindicaciones de autonomíapolítica hechas por comunidades de base nacional, como algunas de las ante-riormente mencionadas o de ciertas comunidades indígenas, tienen una natu-raleza completamente distinta de aquellas pretendidas por otros tipos degrupos culturales, como por ejemplo los hispanoamericanos en los EstadosUnidos, los turcos en Alemania, los gays en cualquier lugar, o los fundamen-talistas religiosos. El tratamiento indiferenciado de estos problemas produceconfusiones y puede llevar a la formulación de políticas equivocadas. La for-mulación inadecuada de políticas para tratar estas cuestiones tiene sumidas amuchas regiones en conflictos violentos como ha sucedido en Europa Orien-tal y en la antigua Unión Soviética3.

En Colombia el multiculturalismo ha tenido entre otras manifestacionesinteresantes, las reivindicaciones de autonomía jurídica y política hechas poralgunas comunidades indígenas para justificar ciertas formas de castigo inter-nas para quienes violen las leyes comunitarias, como sucedió con la comuni-dad Paez a comienzos de 1996, o para justificar la protección de ciertasformas culturales de vida, como es el caso de los u’was. En este sentido, unade las preguntas centrales que buscamos tematizar y desarrollar en este libroes si se requiere justificar una teoría de los derechos de las minorías paralograr la protección, desarrollo y florecimiento de algunos grupos minorita-rios, como las comunidades indígenas, o si el sistema liberal de los derechosindividuales es suficiente para garantizar las demandas de reconocimiento dela integridad de las formas de vida culturales.

El interés nuestro al hacer este volumen es el de presentar una nueva face-ta del debate sobre el multiculturalismo y otro conjunto de problemas que per-mitan ampliar las perspectivas de esta discusión. En la primera parte,Liberalismo, Multiculturalismo y Democracia, Carlos Thiebaut desarrolla unamplio concepto de las nuevas teorías de la democracia, construidas a partirde los planteamientos de Jürgen Habermas y John Rawls, con el fin de mos-trar que estas teorías pueden dar un especial lugar al reconocimiento de for-mas de particularidad y diferencialidad sin tener que pensar que abandonansus supuestos universalistas sino, precisamente, concibiéndose como máscabalmente articuladoras de los mismos. Francisco Colom muestra que lasfilosofías del reconocimiento han abierto el camino para una vinculación dela identidad cultural con la dignidad de la persona. Para esto propone unadefensa normativa del reconocimiento de las identidades culturales a partirdel principio de la autonomía personal y de la dignidad cívica. Al señalar que

3 Para una clara diferenciación de los grupos minoritarios en las sociedades modernas véa-se W. KYMLICKA, Multicultural citizenship. A liberal theory of minority rights. Clarendon Press,Oxford, 1995. (Edición castellana: Ciudadanía Multicultural. Una teoría liberal de los derechosde las minorías, Paidós, Barcelona, 1996).

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la única dignidad posible para las culturas es la que se desprende de sus pro-pios actores, descarta la idea de la pertenencia cultural como un bien autóno-mo con derechos inherentes y susceptible de imponer obligaciones a sussujetos. Óscar Mejía y Daniel Bonilla señalan que el conflicto entre una con-cepción comunitarista y una concepción liberal del multiculturalismo sólopuede resolverse si se concibe al conjunto de sujetos colectivos de la ciuda-danía como los inspiradores de una opinión pública activa desde la cual elderecho infiere sus contenidos normativos; para esto destacan la teoría dis-cursiva del derecho y la democracia de Habermas. Juan Carlos Velasco seña-la en dirección similar las tensiones entre las teorías que afirman elreconocimiento de derechos de las diferentes minorías entendidos como dere-chos colectivos (Taylor), y, aquéllas que parten de la defensa de la diversidadcultural como derechos individuales (Habermas). Considera, sin embargo,que el intento más serio de justificar los derechos de las minorías desde lascoordenadas del pensamiento liberal es el propuesto por Kymlicka. Francis-co Cortés examina también las limitaciones del pensamiento liberal en rela-ción con los problemas de las minorías culturales en las sociedadesdemocráticas modernas. Parte de formular una crítica a la propuesta comuni-tarista hecha por Taylor, para proponer a continuación un contrapunto entre elmodelo deliberativo de Habermas y el planteamiento de una teoría de losderechos de las minorías de Kymlicka.

En la segunda parte, El Multiculturalismo en Colombia, María Teresa Uri-be hace una crítica a la lectura liberal del desarrollo lineal de los derechos enel orden constitucional colombiano, según el modelo inglés expuesto en el yaclásico libro Citizenship and social Class, de T. H. Marschall. Contra esta lec-tura, propone una mirada en clave cultural y política de la historia constitu-cional de Colombia, la cual puede contribuir a desvirtuar la linealidad en eldesenvolvimiento de los derechos ciudadanos, a percibir su desarrollo desi-gual y conflictivo, y, a constatar cómo, en las ciudadanías mestizas que hanpredominado en la vida política de Colombia, hay más rasgos de la hipótesiscomunitaria y multicultural que de la hipótesis del ciudadano individual. Glo-ria Isabel Ocampo examina, en la perspectiva de la antropología, algunasimplicaciones teóricas y políticas de la jurisdicción especial que la Constitu-ción Política de Colombia de 1991 reconoce a las comunidades indígenas.Muestra la tensión existente en la nueva Carta entre asumir una posición plu-ralista y supeditar el ejercicio de la jurisdicción indígena a la normatividadgeneral. Alfonso Monsalve se vale de las categorías conceptuales de Kymlickapara hacer una interpretación sobre los fenómenos del multiculturalismo enColombia. Indica, además, que el reconocimiento del carácter multiculturalde la sociedad colombiana es apenas un aspecto de la construcción del país,que debe incluir, además, el reconocimiento de los derechos económicos ysociales de sus ciudadanos.

Prólogo 13

En la tercera parte, Multiculturalismo y Filosofía, Guillermo Hoyos mues-tra, a través de una reconstrucción crítica de la fenomenología de Husserl, quela reflexión no es privilegio de Europa ni de la cultura occidental, porque lafilosofía no constituye por sí misma ninguna forma de vida. Al ser una ins-tancia crítica con respecto a toda cultura, es apertura a otras formas de vida,por cuanto manifiesta la relatividad de la propia, y en su horizonte la diversi-dad de culturas. La interrelación entre las culturas no se da reduciendo lasdiferencias, sino al afirmarse ellas mismas en diversas formas de participa-ción. José Luis Villacañas sugiere la necesidad de la reflexión filosófica sobreel mito para entender algunas dimensiones centrales de nuestro presente, lascuales no pueden comprenderse desde la perspectiva del nuevo mito denomi-nado «multiculturalismo», «tan estrecho y tan aséptico, tan anglosajón, tanlejano del mito». Así, piensa que mediante la recuperación del mito griego delhombre autóctono, es posible mostrar cómo la filosofía puede ofrecer unapalabra para hacer visible el espíritu, que el pensamiento práctico de orienta-ción analítica no puede concebir.

En la cuarta parte, Controversias Sobre el Multiculturalismo, MargaritaCepeda desarrolla un diálogo ficticio entre Habermas, Rawls y el Otro.Éste, desde una posición claramente antiuniversalista cuestiona algunos delos presupuestos de los procedimientos justificatorios de Rawls y de Haber-mas, especialmente las nociones de libertad y de igualdad. Con la figura delOtro señala los límites de la concepción moderna de moralidad, e indica lasincapacidades del universalismo moral para escuchar al otro, ponerse en sulugar para entender sus razones y captar su sufrimiento. Carlos B. Gutiérrezexamina críticamente la propuesta de Kymlicka y muestra sus límitesmediante una revisión exhaustiva de sus conceptos.

Finalmente, quiero dar las gracias a todos los participantes en el II Semi-nario Internacional de Filosofía Política, Liberalismo, Multiculturalismo yDerechos Diferenciados, incluidos aquellos que por razones ajenas a su volun-tad no han podido hacer llegar por escrito sus colaboraciones. De modo muyespecial a Alfonso Monsalve Solórzano por su colaboración en todas las tare-as organizativas del seminario y al público asistente por su activa intervenciónen los coloquios que siguieron a todas y cada una de las sesiones. Deseo expre-sar mi reconocimiento a Jorge Antonio Mejía Escobar, Gustavo Valencia Res-trepo, y a cuantos compañeros de trabajo del Instituto que nos animaron ycolaboraron en la organización de este evento, así como también a las institu-ciones que hicieron posible su organización: Universidad de Antioquia, Uni-versidad del Valle, Colciencias, Icetex y Planetario de Medellín.

Francisco Cortés Rodas

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PRIMERA PARTE

LIBERALISMO, MULTICULTURALISMOY DEMOCRACIA

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La democracia: Espacio de diferencias

Carlos Thiebaut

I

¿En qué grado las teorías liberales de la democracia presuponen defini-ciones histórica y contextualmente determinadas del ciudadano, de la esferacomún que regulan, de prácticas y tradiciones específicas, definiciones a lasque, no obstante, son ciegas? ¿En qué medidas desconocen esas teorías lostrasfondos evaluativos y normativos que operaban en su contexto de surgi-miento? ¿En qué medida, y si reconociéramos, como estimo debemos hacer-lo, la pluralidad de las experiencias y las formas de democracia, y siatendemos a las maneras en que distintos sistemas y tradiciones democráticasabordan el pluralismo social y cultural, podemos seguir reteniendo con senti-do una concepción normativa de tal sistema y en qué términos, y con quécoherencia podemos hacerlo? Estas preguntas, y otras a ellas asociadas, pare-cen poner sobre la tierra de las concreciones históricas y geográficas, sobre elhumus de las tradiciones culturales y sociales, las grandes ideas normativasque, en forma de teorías y de sistemas políticos democráticos, han reclamadoun contenido universalista: los derechos individuales, el sistema de control delas democracias parlamentarias, la médula jurídica del estado de derecho ensu plasmación constitucional. Esas preguntas pueden plantearse en forma desospecha global, en forma de cuestionamiento de un proyecto teórico ilustra-do y pueden ser el origen de la denuncia de su fracaso. En tal tono mayor, tie-nen el riesgo de convertirse en abstracciones filosóficas —de una, entre otras,oculta filosofía de la historia— y conducir a una anulación de aquella dimen-sión política, y no ya metafísica, que ha caracterizado grandes segmentosde la reflexión filosófica moderna y, en concreto, a las más recientes refor-mulaciones de la teoría democrática de la mano, por ejemplo, de John Rawls

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y Jürgen Habermas. Así, estimo, ha acontecido con las reflexiones tradicio-nalistas de Alasdair MacIntyre. Pero esas preguntas pudieran no entenderseen la manera de una tan generalizada sospecha y pueden concernir, por el con-trario, a cuestiones medulares de las teorías y las prácticas políticas contem-poráneas. Pudieran, en efecto, referir a la necesidad de reconsiderar hasta quépunto las teorías democráticas de las que disponemos dependen de formasdeterminadas de configuración de los sistemas democráticos, de formas his-tóricamente moduladas de la experiencia democrática misma, a las que inten-tarían dar forma teórica las propuestas de la democracia constitucional parasolventar los problemas que ha hecho evidentes una nueva conciencia de lasformas de la pluralidad social y cultural. Planteadas en tono no apocalípticoo no metafísico, las preguntas parecen darle una voz central a miradas comola de Tocqueville a la hora de comprender el entramado de las teorías de lajusticia contemporáneas, una forma de mirada que parece a veces sospecho-samente ausente de esas mismas teorías. Planteadas como una indagaciónsobre el carácter histórico y contextual, las preguntas de las que partíamosparecen apuntar, pues, a un núcleo central de la plausibilidad, incluso teóri-ca, de nuestra comprensión de la democracia moderna. Quisiera, en estaslíneas, interrogar en qué formas las diversas conciencias de la pluralizacióncultural y social están cuestionando elementos centrales de esa comprensión,en qué maneras la idea de diferencia, y no de homogeneidad, se convierte enel centro de las nuevas teorías liberales de la democracia. Mi hipótesis defondo es que, en la medida en que percibamos la teoría de la democracia plu-ralísticamente, esa teoría podrá, a su vez, estar mejor pertrechada para afron-tar los retos del pluralismo social y cultural porque, entre otras cosas,entenderemos mejor la tensión interna que en aquella teoría existe entre sucontenido universalista y la pluralidad de las formas de su expresión y de suejercicio; entenderemos mejor qué significa, en esa teoría, el que tenga odiga tener un «contenido universalista».

En los dos últimos decenios asistimos a un continuado debate sobre laestructura política de las sociedades desarrolladas y de aquellas que —no sinserios problemas en la definición— llamamos sociedades en vías de desarro-llo, un debate que abarca diversidad de campos metodológicos y de momen-tos teóricos. Varios de esos campos o momentos aparecen necesariamentecoimplicados en lo que pudiera adecuadamente resumirse como una revisiónde la teoría de la democracia, de sus fundamentos normativos, tanto como desus formas de configuración y de ejercicio. En efecto, en la filosofía política—o en la filosofía política que no renuncia a una perspectiva normativa, adiferencia de los momentos más patentemente descriptivos de la ciencia polí-tica— parece haberse generalizado la conciencia explícita de que una ade-cuada descripción de los procesos políticos democráticos requiere tambiénuna indagación sobre el entramado normativo —moral y jurídico— en térmi-

La democracia: Espacio de diferencias 19

nos del cual puede plantearse, precisamente, la operación de dichos procesosy el carácter fáctico de su legitimación. Consiguientemente, a estos análisisfilosófico-políticos les resultaría difícil cuestionar que sólo una teoría de lademocracia permite justificar teórica y prácticamente la validez normativa delos principios y ordenamientos políticos de las sociedades contemporáneas, oque dicha justificación ejerce un lugar central en el funcionamiento de losmismos vía, precisamente, la legitimación del sistema democrático en la con-ciencia y en las prácticas de los ciudadanos. Pero, que no se cuestione esa pri-macía de la democracia como forma de legitimación, o como sistema degobierno, no significa, no obstante, que la misma no se enfrente a serios pro-blemas tanto teóricos como prácticos. En campos diversos —desde las diso-nancias patentes entre la igualdad política de los ciudadanos y las múltiplesformas de la desigualdad económica y social, hasta las menores tensionesentre aquella igualdad y la multiplicidad de las formas de la particularizacióncultural y social— se cuestionan muchos supuestos clásicos de la teoríademocrática moderna y se plantean retos aún no solventados para el ejerciciodemocrático en todas las sociedades. La necesidad de conjugar una teoríapolítica de la democracia, tanto con una teoría de la igualdad, como con unateoría de la diferencialidad social parece haberse hecho apremiante y tal pare-ce ser el reto crucial al que se enfrentan las teorías de la justicia contemporá-neas. En concreto, la última década ha sido fértil en un conjunto deplanteamientos —muchas veces resumidos en la apresurada rúbrica del mul-ticulturalismo— que presentan el rostro problemático de un supuesto centralen las teorías y en las prácticas de la democracia en su momento teórico o jus-tificativo y en su momento práctico o de ejercicio. Ese supuesto apuntaba,precisamente, a la homogeneidad (supuesta y postulada) de los ciudadanos enel espacio público político y a la clara separación entre la esfera público-polí-tica y jurídica en la que esa homogeneidad se predica, por una parte, y lasesferas en las que se condensa un cúmulo diferencial de rasgos que constitu-ye la particularidad real de los individuos, por otra. Que el espacio político nopuede ya pertrecharse bajo esa separación ni fundarse ingenuamente en aque-lla homogeneidad es el cuestionamiento contemporáneo más radical a las teo-rías clásicas de la democracia en la tradición liberal, un cuestionamiento quede maneras diversas viene repitiéndose en las últimas décadas hasta el puntoque ha forzado a esa misma tradición a habérselas con sus propios funda-mentos normativos. Introducir o reintroducir, pues, la consideración de ladiferencialidad —o de las diferencialidades económicas, sociales y cultura-les— en los modelos mismos de la democracia y en las formas de su ejerci-cio, en su validez teórica y en su validez práctica, parece, consiguientemente,una tarea crucial.

El caso de la diferencialidad cultural parece especialmente relevante tan-to por su efectos políticos como por sus efectos sobre una teoría normativa del

Carlos Thiebaut20

orden democrático. El cuestionamiento de la segregación entre la esferapública y las esferas privadas de los modelos liberales clásicos y de grandessegmentos de la teoría democrática —un cuestionamiento que se ha realiza-do desde muy diversos frentes, desde las teorías de la igualdad al feminis-mo— ha tenido el efecto de no considerar ya las categorías normativas de laesfera política inmunes frente a los valores, las normas y las imágenes que desí tienen los individuos y los colectivos, elementos todos que operan en laesfera a la que, no sin confusiones, llamamos cultural. Por tal entendemos lasformas de pertenencia a tradiciones, a grupos que articulan simbólica y nor-mativamente sus sistemas de pertenencia, a las relaciones que se establecenpor el hecho de compartir una lengua y un trasfondo común de significados.Esas formas de pertenencia conforman una raigambre social que es difícildesconsiderar porque es un ámbito central en el que tiene lugar la continui-dad de los grupos y de los individuos y en el que se configuran sus autoper-cepciones y aquellos constructos mentales que ellos mismos definen comofines y motivos de sus acciones. Dada la importancia de esta esfera no es deextrañar que también los teóricos liberales —y no sólo comunitaristas— pue-dan, por ello, hablar directamente de «derechos culturales»1. Con ello quiereindicarse, en primer lugar, que la esfera de la cultura puede y debe ser objetode determinada protección jurídica —lo cual, en sí mismo, no es un rasgoespecialmente novedoso o revolucionario— y se reconoce, en segundo lugar,que sería inviable una consideración de la estructura jurídica de la esfera polí-tica misma que desconociera la necesidad de protección jurídica de esa esfe-ra, no política, que constituye la cultura; que desconociera el «derecho a lapropia cultura» de cada ciudadano o de cada grupo al que éste pertenezca cul-turalmente. Esto último es, quizá, más relevante, pues indica con claridad queuna vez que introducimos la conciencia de la pluralidad cultural, esa plurali-dad no puede tener ya un carácter meramente accesorio con respecto a uncorazón duro acultural en las teorías liberales y democráticas. En efecto, esta-mos llegando a pensar que si estas teorías pudieron, en otros momentos ante-riores, prescindir de su consideración a efectos políticos y normativos fuefundamentalmente porque la esfera cultural se daba como homogénea o por-que su relativa homogeneidad, no sin tensiones pensamos ahora, podía sersupuesta o impuesta con la configuración de un orden político determinado y,en concreto, en el seno de los estados. Parece que ahora, por el contrario, nosvemos forzados a reconocer a esa esfera cultural plural un carácter constituti-vo y ello, al menos, tanto como supuesto del propio ejercicio democrático,cuanto al reconocerle el rango de objeto privilegiado de regulaciones jurídi-cas y normativas.

1 W. KYMLICKA: Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996. J. Raz, «Multicultu-ralism: A liberal perspective», Dissent, Invierno (1994), pp. 67-79.

La democracia: Espacio de diferencias 21

II

Partamos, pues, del ya inevitable reconocimiento de la diferencialidad.En tres órdenes de cuestiones, que poseen distinto rango analítico, se haproducido esa introducción de la diferencialidad y el consiguiente cuestio-namiento de los supuestos «homogeneístas» de las teorías clásicas. El pri-mer orden refiere a las aportaciones de las investigaciones históricas ysociológicas sobre los procesos de configuración de las prácticas y las for-mas de los sistemas democráticos, análisis que muestran que ni aquellasprácticas ni estas formas son, ni han sido, tan homogéneas como los mode-los normativos de democracia parecen dar por supuesto. El segundo ordenapunta a la diferencialidad de las formas de articulación de los órdenesjurídico y político en los diversos sistemas constitucionales existentes y acómo esos sistemas se las tienen, en manera también diversa, con diferen-tes formas de diversidad cultural y social. Por último, el tercer orden decuestiones se refiere a la construcción —desde la formulación de supues-tos a la propuesta de principios normativos— de los modelos teóricos de lademocracia y en la manera en que se introduce en ellos el hecho de ladiversidad o la pluralidad de valoraciones y de horizontes normativos delos ciudadanos.

En primer lugar, en un análisis que se refiere a la textura específica de losprocesos históricos y sociales, ha vuelto a pasar a primer plano el hecho deque el sistema democrático no puede concebirse, ni la resolución de sus pro-blemas solventarse, como si se hubiera generado ex novo, o pudiera generar-se, por medio de un proceso mental, como si de una Atenea política modernaque pudiera salir de la cabeza de un nuevo Zeus, preferentemente racional,se tratara. El experimento mental de las teorías clásicas del contrato social—fundamentadoras del absolutismo y del primer liberalismo— o los nuevosexperimentos mentales que fundamentan la intuición y el supuesto democrá-tico, parecen depender de una estilización cultural o epocal que este primerorden de cuestiones pone en entredicho. En efecto, los modelos históricos delos que disponemos en las diversas sociedades democráticas más muestrandiferencialidad que homogeneidad. No sólo existen diversidad de caminos yde modelos de configuración de la democracia —como sistema y como cul-tura— en el ámbito europeo; las diferencias entre las historias de las diversasdemocracias en América, Asia o Europa, en lo que a la experiencia de conti-nuidad y de procesos políticos se refiere, y las existentes entre ellas y elmodelo hegemónico de Estados Unidos son aún más radicales. Esto último esmás relevantes en la medida en que, además, la experiencia de esta últimanación parece pesar de manera especial en las teorizaciones contemporáneas.Si las experiencias y los moldes conceptuales son más diversos, pues, de loque las teorías de la época clásica pudieran suponer, y si las nuevas teoriza-

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ciones presuponen, también por su parte, un específico sesgo —usamerica-no— de esa experiencia histórica, no debe extrañarnos que la teoría liberalmisma sea puesta en jaque en el momento en que se hace relevante la aten-ción a las particularidades históricas de otros procesos y otras culturas políti-cas.

Regresaremos posteriormente a una interrogación específica de estecarácter, la que inquiere si las formas de la experiencia histórico-política queconfieren una fuerte plausibilidad argumentativa a la teoría del liberalismopolítico de Rawls —la tolerancia religiosa y el rechazo de la esclavitud—pueden lastrar su reflexión hasta hacerla exclusivamente local, aunque seauna localización que acontece en un centro imprescindible de la experienciademocrática moderna. Regresaremos también a una idea central que puedeaducirse a ese respecto, a saber, que los contenidos universalistas de la digni-dad de la persona humana y la forma imparcial que debe adoptar la raciona-lidad pública, lo razonable en el sentido rawlsiano del término, no se agotanen la forma de las experiencias históricas aludidas y que, en sentido estricto,no serían éstas necesarias para que otras culturas pudieran acceder, para quehubieran ya accedido, a aquellos contenidos universalistas. Retengamos,mientras tanto, la sugerencia que este primer momento de análisis comporta:incluso en las tradiciones democráticas relativamente consolidadas los cami-nos y los procesos políticos no son homogéneos y harían plausibles, si nonecesarias, concepciones también menos homogéneas de las formas y teoríasde ejercicio democrático. El carácter de esa heterogeneidad se resiste, tam-bién, a una fácil clasificación. Diferencias de riqueza, de acceso e implemen-tación de las sucesivamente nuevas revoluciones tecnológicas de los últimosdoscientos años, de tradiciones y cosmovisiones religiosas, de los puntos delos que partían cada una de las sociedades (de cómo, por ejemplo, se confi-guraban fiscal, jurídica, política y culturalmente los antiguos regímenes, encaso de que tales existieran o, más sencillamente, las estructuras normativasprevias a las implementaciones democráticas), diferencias de ubicación en elentramado internacional (como países dependientes o independientes, y en lasrespectivas formas de esa dependencia o independencia), de cómo se articulóla idea de nación, esa comunidad imaginada que configura la idea de lacomún pertenencia política, modulan de formas tan diversas la conciencia ylas prácticas políticas —incluso, insisto, en el ámbito democrático— quemuchas veces correremos el riesgo de considerar a la mayoría de ellas comoanomalías, desviaciones o imperfecciones en la medida en que sólo tomemoscomo modelo cumplido el de alguna o algunas metrópolis. Sin menoscabo dela importancia que tengan los procesos de imitación modernizadora en laesfera política y en la esfera cultural, los ejemplos transnacionales son, enfilosofía y en ciencia política, peligrosos cuando se quiere extraer de ellosfuerza normativa. Porque —sugiramos— la fuerza normativa de un modelo

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refiere, en primer lugar, a la capacidad de justificación racional que pueda esemodelo tener para regular las acciones de aquéllos que a él acuden. En segun-do lugar, porque esa fuerza parecerá referirse, por tanto, al grado en que lossupuestos, el desarrollo y las consecuencias normativas del modelo sean efi-cazmente plausibles para esos ciudadanos a la luz de sus problemas y de supropia experiencia. En tercer lugar, y en resumen, porque esa fuerza normati-va del modelo será eficaz en la medida en que refiera a una forma del apren-dizaje propio.

Estimo que el cuestionamiento de la homogeneidad de los modelos y delos procesos liberal democráticos no debiera conducirnos, a no ser que rein-cidiéramos en el tono metafísico mayor de cuyo rechazo partíamos, a repu-diar las intuiciones políticas básicas que los subyacen. En primer lugar,porque es evidente que la heterogeneidad de esos procesos históricos no seresume, tampoco, en una posible categorización unitaria como la que aquéltono metafísico supone al indicar que el modelo liberal-democrático es el hijode la ilustración. Más bien, una conciencia pluralista indica que la diversidadde caminos ilustrados y la diversidad de caminos modernizadores no puederesumirse en un único modelo, en un único sistema de supuestos conceptua-les o en único conjunto de estrategias argumentativas o, si lo hace, lo hará conmuchos matices. E indica eso en la medida en que apunta a que las teorías dela democracia liberal de las que disponemos tienen carácter explicativo y jus-tificativo en la medida en que condensan, en forma legitimadora para los suje-tos que las formulan y que a ellas acuden, la experiencia histórica de esosmismos sujetos. El vértigo relativista y pluralista pudiera hacerse en estemomento inevitable. Ese vértigo nos llevaría a hacer depender la validez delas teorías y los modelos democráticos existentes a sus contextos históricos,geográficos y culturales de génesis y a vincular de tal forma dicha validez adeterminadas tradiciones que no podríamos hablar, estrictamente, de una teo-ría democrática sino de pluralidad de ellas (y de otras muchas teorías que noserían, propiamente tales). Pero, ese vértigo relativista es también, estimo,evitable incluso aunque sostengamos —como es necesario hacer a la luz delo que venimos diciendo— el carácter plural de las experiencias que confor-man los procesos históricos democráticos. Podemos, en efecto, pensar quesostener una teoría democrática determinada requiere, ciertamente, de unaapelación de plausibilidad para los agentes que la usarán (y que por ello debeacudir a su propia experiencia) sin tener, no obstante, que sostener la tesisepistémica fuerte —la tesis estrictamente relativista— de que cada sistema deaprendizaje histórico es incomprensible o intraducible desde y para otros sis-temas de aprendizaje. Aprender algo en términos de mi experiencia no requie-re suscribir los mismos términos en los que alguien, en otro momento,aprendió lo mismo o algo muy similar a ello. Aunque la democracia se dijerade determinadas maneras en el contexto de su surgimiento puede, en su

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núcleo normativo, ser dicha en lo fundamental en otros contextos de valida-ción. Los derechos que protegen y constituyen jurídicamente el ejercicio delas libertades de los ciudadanos, la institucionalización de la soberanía popu-lar como fuente efectiva de legitimación y como regulación de adopción dedecisiones, y el control constitucional de los procesos jurídicos y políticospueden, en efecto, adoptar formas diversas y distintos efectos normativos sin,no obstante, dejar de pensarse significativamente como un núcleo normativocoherente de lo que llamamos democracia. Regresaremos, como indiqué, mástarde a este argumento, pero valga lo dicho para indicar que no es necesarioconcluir en un contextualismo radical, y el consiguiente escepticismo episté-mico, por el hecho de reconocer la diferencialidad de las experiencias histó-ricas ni por indicar que esa diferencialidad es crucial a la hora de articularteorías políticas.

III

Un segundo orden de cuestiones en el que la idea de diferencialidad, y enconcreto de diferencialidad cultural, se hace patente en las recientes discusio-nes de las teorías del orden democrático, se refiere a la manera en que el orde-namiento jurídico reconoce, o debe reconocer, la diferencialidad dicha. Si enel primer nivel comprobábamos o apuntábamos a la diversidad de caminoshistóricos y sociales del sistema político democrático, en este segundo indi-caremos que existen diversidad de modelos jurídicos y políticos tanto paracomprender qué es el sistema democrático como para atender y comprender,en concreto, la diversidad cultural. Quizá un primer lugar especialmente rele-vante al que podemos acudir para entender esa diversidad de modelos jurídi-cos sea la interpretación que demos del hecho constitucional, un lugar queestá centrando diversos debates de la filosofía política contemporánea y en elque podremos ver dos modelos, el de Dworkin y el de Habermas, de com-prensión del carácter constitucional del sistema democrático. Un segundolugar en el que los modelos jurídicos abordarán la cuestión de la diferenciali-dad será, específicamente, el de la manera en que se abre paso la considera-ción de los derechos culturales en las perspectivas indicadas. Lasconstituciones dan forma jurídica a una experiencia democrática y la inter-pretación de lo que hacen y de cómo lo hacen, de cómo operan al dar esa for-ma y al modular la participación de todos los ciudadanos es, por eso, un temacrucial porque permite pensar, precisamente, que la distinta ubicación deestos ciudadanos en los espacios culturales podrá tener efectos sobre su par-ticipación política. Centrándonos, primero, en el hecho constitucional encon-traremos diversas interpretaciones de ese actuar de la constitución comoconformador del ejercicio democrático. Partiremos, pues, de ellas para pasar,posteriormente, a mostrar en qué maneras distintas interpretaciones se coim-

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plican con diversos tratamientos de la diferencialidad cultural. Como acabode indicar, en este punto serán especialmente relevantes las distintas propues-tas de tratamiento de los derechos culturales.

Ronald Dworkin ha propuesto recientemente una interpretación del papelde la constitución que es especialmente significativa a la hora de afrontar laregulación jurídica de un determinado número de derechos individuales ensituaciones y ante problemas que no se presentaban cuando el primer marcoconstitucional, en concreto el usamericano, fue propuesto. Dworkin presentaun modelo hermenéutico fuerte de lectura aplicadora de la constitución de losEstados Unidos en la esfera constitucional de la «revisión judicial», que rom-pe con interpretaciones literales o positivistas de ese texto, interpretacionesdirectamente basadas en la intención explícita del legislador. Pero también, yjunto a este elemento de hermeneútica constitucional, su propuesta de una«lectura moral»2 reclama una interpretación del texto por parte de la CorteSuprema que está ligada a una especial interpretación de la democracia. O,mejor dicho, su propuesta apunta a la idea de que según sea la interpretaciónque demos al carácter jurídico y político de la constitución —a su lectura yaplicación en nuevas circunstancias por medio de la revisión judicial— asíserá la concepción de la democracia que tengamos, y viceversa. Una inter-pretación de la democracia como mera fijación de un sistema mayoritario deadopción de decisiones tenderá a pensar la constitución como la fijación delas reglas para que tal sistema de adopción de decisiones tenga lugar; unainterpretación «constitucional» de la democracia fijará, por contra, requisitosconstitucionales que determinen qué cosas y cómo pueden decidirse por sis-tema democrático, incluido —obvio es— el de la mayoría. Esos requisitosconstitucionales implican una cierta idea de igualdad que ni se resume ni sereduce a la idea de un hombre, un voto si —y esta es la cláusula crucial—tal cláusula se entiende agregativamente, por así decirlo, y no cualitativa-mente; si se entiende que la igualdad política es cuestión estadística y nocuestión también moral, es decir, una cuestión que considera la igual digni-dad de cada ciudadano. El imperio de la mayoría —y no el imperio de unamayoría constitucionalmente definida en términos de respeto a la ley, deimperio de la ley— pudiera, de otra manera, ser una perfecta coartada comu-nitarista frente a los derechos de los individuos que tan tenaz y liberalmentedefiende Dworkin. El imperio de la mayoría —una intuición crucial en la ideade democracia— no puede, por ello, pensarse a costa de la idea de libertad decada uno: es necesario que sepamos pensar la democracia de tal manera queninguno de esos fueros —el acuerdo de todos y el respeto a cada uno— sufraa costa del otro. La constitución, pues, sería la encargada de fijar aquel con-

2 R. DWORKIN: Freedom’s Law. The moral reading of the American Constitution, Oxford,Oxford University Press, 1996; cfr. especialmente la introducción, «The moral reading and themajoritarian premise», pp. 1-38.

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junto de restricciones y de reglas que permiten pensar ambos fueros (y los dela igualdad, no lo olvidemos) en congruencia. Pero, para que tal acontezca esnecesario pensar que tales restricciones y reglas requieren, para ser correcta-mente aplicadas, ser entendidas de una determinada manera y en una especialinterpretación: deben ser entendidas, precisamente, como estructuradoras deun contenido moral que requiere, precisamente, una lectura moral. La lecturamoral interpreta la constitución no en términos de la intención explícita de loslegisladores en el momento que la redactaron, sino en términos de aquellosprincipios morales que ellos emplearon para fijar la letra de sus artículos. Deesa manera, el ejercicio constitucional de la democracia se refiere a principiosque determinan restricciones pero se abre, también, a nuevos contextos en losque el alcance de tales principios puede verse ampliado, modificado o espe-cificado. La constitución fija un marco de acciones políticas y jurídicas posi-bles, pero lo que la lectura moral indica es que la idea misma de posibilidadno está cerrada sino que requiere ser actuada, construida, renovada.

La lectura moral, pues, indica que las cláusulas constitucionales que deter-minan y conforman el ejercicio democrático tienen un carácter constitutivo deeste ejercicio en el presente e indica también, lo que es especialmente signi-ficativo a nuestros efectos, que quienes están especialmente obligados a tallectura —los tribunales constitucionales y, en concreto, la Corte Suprema—se convierten en un punto focal de ese ejercicio democrático. Pudiera pensar-se, inmediatamente, que tal judicialización del sistema democrático es alta-mente cuestionable. En el contexto norteamericano, un argumentocomunitarista podría indicar, e indica, que la fijación de interpretaciones porparte de los tribunales de los límites y de los alcances del ejercicio democrá-tico cuestiona seriamente la soberanía popular que se expresaría, más bien, entérminos de ejercicio directo de la mayoría. No es el momento de entrar en lareconstrucción que Dworkin hace de la idea de comunidad, de una comuni-dad liberal3, y de cómo esa noción haría compatible, al contrario de lo que lacrítica comunitarista que acabo de indicar supone, la lectura moral con laperspectiva democrática. Pero sí es importante, quizá, subrayar que en un sen-tido importante la propuesta de Dworkin supone no sólo ya una interpretaciónde la restricciones constitucionales que constituyen la democracia —lo que essu punto central— sino, también, un específico modelo de funcionamiento delsistema democrático mismo que condensa una también específica experienciade la acción política democrática, la usamericana. El mismo Dworkin reco-noce que la lectura moral que propone sería coherente con otras formas dedefinición de una democracia constitucional y que la tesis hermenéutica quesostiene requiere también la responsabilidad que el legislador tiene de ejerci-

3 Véase R. DWORKIN: La comunidad liberal, est. preliminar de D. Bonilla e I. Jaramillo,Bogotá, Univ. de los Andes, 1996.

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tarla. No sólo serían, pues, los jueces, sino también los parlamentos los reque-ridos a interpretar moralmente sus actos jurídicos y políticos, y ello sería posi-ble en formas diversas. Pero, podemos seguir pensando que el peso sustancialque recibe, en su modelo, la Corte Suprema no encontraría equivalentes enotras tradiciones y sistemas en los cuales ese peso pasaría, más bien, al siste-ma parlamentario mismo. Entiéndase que no indico ni que la lectura moral deDworkin, el núcleo sustantivo de su reciente propuesta, no sea una convin-cente propuesta de hermenéutica constitucional ni tampoco que pueda menos-cabarse el carácter constitucional del ejercicio democrático. Indico que unaconcepción distinta de ese ejercicio desplaza las demandas de la lectura moralhacia otros ámbitos.

En este sentido, puede sugerirse que otros modelos, como el propuesto porJürgen Habermas, muestran ese desplazamiento. En Faktizität und Geltung4

elabora Habermas la misma idea de la conexión necesaria entre el imperio dela ley y la democracia que hemos visto en Dworkin, y específicamente en laconsideración de que una autolegislación democrática sólo puede desarrollar-se en la medida en que se garanticen constitucionalmente las libertades indi-viduales. Pero el modelo teórico habermasiano de la cooriginalidad de lasautonomías privada y pública da un mayor peso esta última, en forma de unaautonomía cívica intersubjetivamente ejercitada, de lo que el rechazo dwor-kiniano a la interpretación mayoritarista de la democracia parecía suponerle ala participación de todos en la esfera pública. No es, ciertamente, que Dwor-kin negara la importancia de esa participación, pero Habermas acentuaría elalcance normativo de la misma. El modelo habermasiano de la esfera públi-co-política, con las interacciones de la sociedad civil activa en la conforma-ción normativa y jurídica del sistema democrático, desplaza el peso de sulegitimación al conjunto de procedimientos democráticos y a sus interaccio-nes que filtran y canalizan, desde la vida democrática misma, los flujos de esalegitimación. Este modelo, pues, parece teorizar una experiencia histórica dela democracia distinta a la norteamericana y al lugar central que, en esta cul-tura política, tiene la interpretación constitucional de la Corte Suprema, unainterpretación que ha inducido y posibilitado importantes modificaciones enla textura civil de Estados Unidos como aconteció con el movimiento de losderechos civiles en los años sesenta. El mayor peso de los partidos europeos yde la cultura público-política de las sociedades europeas en el esquema haber-masiano —a eso apunta, precisamente, su modelo de los trasvases de fuerzacomunicativa entre las distintas subesferas de lo público— no negará, cierta-mente, importancia a la discusión constitucional ni a los mecanismos de larevisión judicial; les restará, no obstante, el privilegio de convertirse en sede o

4 J. HABERMAS: Faktizität und Geltung, Frankfurt, Suhrkamp, 1992. Hay traducción alespañol en Editorial Trotta, Madrid, 1997.

5 Véase J. RAWLS: El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 266 ss.6 W. KYMLICKA: Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996.7 C. THIEBAUT: «Democracia y diferencia: un aspecto del debate sobre el multiculturalis-

mo», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 31 (1994) pp. 41-60.8 Cfr. C. TAYLOR: «The Politics of Recognition» en A. Gutman (ed.) Multiculturalism,

Princeton, Princeton Univ. Press, 1994, pp. 25-73.

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en ejemplo primordial de aquel uso público de la razón, como haría el mismoRawls a la hora de especificar, precisamente, el carácter de ese uso5.

Puede, ciertamente, argumentarse que tales diferencias son sólo de matizy que los desplazamientos indicados no niegan importantes factores comunesy que ambos modelos comparten el carácter final de la interpretación de lostribunales constitucionales y su importancia a la hora de configurar el ejerci-cio democrático, y a veces —como ha sucedido en el caso de legislacionessobre el aborto o de discusión de derechos de ciudadanía— de maneras res-trictivas. El que se compartan esos rasgos abonaría nuestra idea anterior quediferentes sistemas y formas de experiencia democráticas no son intraduci-bles; el que, no obstante, podamos entender de maneras distintas el carácterconstitucional de las democracias modernas indicaría que una teoría de lademocracia constitucional habrá de dejar lugar a esas distinciones.

Lo hasta ahora indicado en nuestro segundo orden de cuestiones —recor-demos: el de la regulación jurídica de los sistemas democráticos— creo queabre de manera adecuada la segunda consideración que, en el mismo orden,queríamos indicar, a saber, las diversas formas como puede jurídicamenteordenarse el reconocimiento de la diferencialidad social y cultural. Permítan-me estilizar —hasta el riesgo de la simplificación— una sugerencia de inter-pretación. El modelo fuertemente liberal de Dworkin, o para el caso de Rawls,(y liberal no sólo en el sentido técnico, sino también en el sentido cultural deposición progresista) no tendría, estimo, excesivas dificultades en acomodarla protección jurídica de los derechos culturales —en el mismo sentido, aun-que quizá no por los mismos argumentos, que Kymlicka6— en la medida enque las constricciones constitucionales del ejercicio de la democracia ponenun especial acento en la dimensión cualitativa y evaluativa de los derechos delindividuo. En este sentido, ese modelo puede fácilmente entender que el reco-nocimiento de aquello que hace de los individuos sujetos de la participaciónpolítica y objetos de la protección jurídica, a saber, el que son sujetos de eva-luaciones morales y autointerpretativas que regulan críticamente sus vidas,está implicado en la protección de sus mismos derechos individuales. A talnos llevaría la lectura moral y a ello apuntan diversas reflexiones de Dworkinen distintos campos, distintos a los de la diferencialidad cultural, como losderechos referidos al dominio de la vida. Por otra parte, y como he indicadoen otro lugar7, el modelo habermasiano —igualmente liberal en lo que a esta

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misma idea se refiere— parece requerir, no obstante, una simetría y una cier-ta simultaneidad entre el reconocimiento cívico de la diferencialidad y sureconocimiento jurídico. Habermas, con la visión de un teórico social, másque con la más estricta visión de un teórico del derecho constitucional, podráciertamente reconocer la necesidad de la protección jurídica de determinadasprácticas diferenciales, pero mostrará, ante todo, que tal reconocimiento jurí-dico depende de un más amplio reconocimiento social y, por ende, político.La tercera vía habermasiana, entre la concepción comunitarista —como laejemplificada por Charles Taylor8— y la concepción liberal —como la ejem-plificada por Kymlicka—, acentuará que el potencial motivador de una cul-tura, aquello que la permite seguir siendo válida como matriz de lasocialización de los individuos y aquello que la permite, también, ser recono-cida y protegida, depende de su capacidad de ser reflexivamente asumida porsus miembros, cuyo igual acceso al ámbito cultural es lo que ha de ser, preci-samente, protegido y garantizado. El modelo habermasiano, pues, añadiría (ymatizaría de una manera importante) que la protección de las demandas de ladiferencialidad depende del reconocimiento social de la misma, una vez quequeda garantizada la igualdad de acceso de todos y cada uno. Ese reconoci-miento se requiere, en primer lugar, por parte de quienes bajo tal diferencia-lidad se encuadren o den en encuadrarse y, por parte, en segundo lugar, dequienes, sin pertenecer a ella, la reconozcan.

Permítanme detenerme, un momento, en esta idea comentando las dife-rentes interpretaciones que del reconocimiento de los derechos de diferenciapueden hacerse. El argumento liberal de Kymlicka recoge una doble intui-ción: en primer lugar, la intuición liberal de la protección del derecho de indi-viduo a elegir y a escoger su propia vida y sus propios objetivos; en segundolugar, la intuición de que tal elección para ser posible requiere un horizontecultural, una «cultura societaria». La conclusión de Kymlicka es, pues, queexisten buenos argumentos liberales para proteger jurídicamente, en la mane-ra de especiales derechos culturales a cuya tipificación, análisis y límites pro-cede en su trabajo, esas condiciones culturales de posibilidad del individuo.Insisto que esos buenos argumentos liberales podrían, tal vez, ser interpreta-dos o parafraseados teóricamente de manera distinta desde otras posicionestambién liberales. Así, Joseph Raz9 ha indicado también que la pertenencia atradiciones culturales es condición de posibilidad para la autonomía y la liber-tad de los individuos en la medida en que en ellas se condensan y articulan lasorientaciones de valor que se presuponen en toda elección en base a prefe-rencias. La posición de Habermas indicaría que tal argumento de protecciónde los derechos de la diferencialidad interpreta en manera excesivamente ins-trumental ese horizonte cultural de posibilidad de la elección de los indivi-

9 J. RAZ: «Multiculturalism: A liberal perspective», Dissent, Winter (1994), pp. 67-89.

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duos, al igual que los comunitaristas por su parte —tal como quedó dicho ensu discusión con Taylor10— procederían, por el contrario, a interpretar de unamanera excesivamente sustancialista la constitución cultural de la identidadde esos mismos individuos. Entre aquel instrumentalismo y esta sustantiviza-ción de la identidad cultural, y como señaló en la ya mencionada discusióncon Taylor, Habermas propondría que los derechos culturales serían mejorentendidos en la medida que se consideraran derechos no colectivos, sinosubjetivos que garanticen equitativamente a todos los ciudadanos el acceso aesos ámbitos culturales, propios o ajenos. Esta concepción apunta, pues, a unainterpretación de la esfera cultural especialmente dinámica que se aleja de unaidea del reconocimiento de los derechos culturales como derechos de conser-vación de patrimonios preexistentes y que, desde luego, no los hace suscepti-bles de ser entendidos como derechos colectivos. Más bien, la esfera culturalpuede ser entendida como susceptible de regulación cultural en los marcosjurídicos requeridos, pero haciendo a los individuos el origen y el fundamen-to de protección11. Creo que cabe extraer algunas consecuencias más de estadiferente interpretación de por qué y cómo podrían reconocerse los derechosculturales de diferencia. En concreto, qué pueda y deba ser regulado por talmedio dependerá no tanto de la explícita reclamación que los individuoshagan de sus condiciones culturales de elección, cuanto del conjunto de pro-cesos al que conduce el hecho de garantizarles el acceso equitativo a losámbitos culturales. Sería, precisamente, la protección de esos procesos lo quedebe pasar a primer plano, y esos procesos no pueden ser pensados sino en laforma de un ejercicio democrático que, a su vez, garantice los derechos indi-viduales y el acceso a la conformación de las decisiones colectivas. Podría,así, argumentarse, en concreto, que la tipificación de derechos diferenciales alos que alude Kymlicka en derechos de autogobierno de minorías nacionales,de protección de derechos propiamente multiculturales para minorías étnicasy de especiales derechos de representación para entrambos grupos, presupo-ne un modelo históricamente configurado de qué sean minorías nacionales oétnicas que cierra en exceso la comprensión, necesariamente más fluida, delas formas de identificación cultural y de los procesos por los que estas for-mas se llegan a constituir. En efecto, pensar que se debe garantizar el libre yequitativo acceso a los ciudadanos a los recursos culturales permite pensarque otros modelos, distintos al de Kymlicka, podrían entrar en juego. Porejemplo, aquel que atendiera a comunidades étnicas o de otro orden que nohan sido reconocidas hasta el presente como tales, y cuya identidad no ha sidohecha consciente para los mismo individuos y que, por lo tanto, no ha sido

10 Cfr. J. HABERMAS: «Struggles for Recognition in the Democratic Constitutional State»en A. Gutman, o.c., pp. 107-148.

11 Cfr. también, en la misma línea, el argumento de R. Forst «Foundations of a Theory ofMulticultural Justice», Constellations 4, 1 (1997) pp. 63-71.

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vivida como necesitada de protección y de reconocimiento. Una concepcióndinámica puede entender que estos grupos comiencen a reclamar formas deidentidad cultural y de autoorganización —y en este caso están tanto lascomunidades negras norteamericanas o diversidad de comunidades indígenasen América—. También cabría pensar en otro modelo que señalara que losfenómenos nacionalistas lo son de extinción y de nacimiento (y por supuestode renacimiento) de manera que no hemos de considerarlos sólo como hechosexistentes en un momento dado, sino como conformados por procesos histó-ricos, muchas veces entre ambiguos efectos de exarcebación y de normaliza-ción. Lo que en estos casos requeriría protección y regulación jurídica es,precisamente, la posibilidad de ese desarrollo y proceso histórico, una pro-tección y regulación que garantizase el igual acceso democrático de todosquienes conformaran, o dieran en conformar, ese grupo nacional, el libreacceso de las razones de cada uno y de sus propias definiciones de lo que seasu identidad cultural y política.

Estas diversas maneras de abordar el reconocimiento de la diferencialidaddependen, pues, de cómo se interpreten las relaciones entre los procesossociales y la configuración jurídica de las formas de participación política, decómo se entienda lo que implica una teoría de la democracia y de su carácterconstitucional. En este segundo orden de cuestiones la idea de la diferencia-lidad ha ganado rango normativo y ha implicado una concepción normativadel proceso democrático. La consideración de ese rango normativo y el carác-ter que adquiere la diferencialidad en las teorías de la democracia nos lleva altercer orden de cuestiones que queríamos considerar.

IV

Seremos breves en esta consideración, pues muchos elementos que a ellarefieren han sido ya señalados. El problema que quisiera abordar en esta últi-ma parte recoge dos hilos que han quedado pendientes de nuestras considera-ciones anteriores en forma de una duda y de una propuesta: la duda indica,como señalamos al tratar el primer orden de cuestiones, que la existencia deformas diversas de experiencias históricas democráticas parece poner enjaque los supuestos homogeneistas de las teorías de la democracia constitu-cional a las que nos hemos venido refiriendo y la propuesta apunta a que elcontenido universalista a las que esas teorías dan forma no se reduce a lagénesis contextual de dichas experiencias democráticas. En breve, sugeriréque la democracia, como espacio de diferencias, ni se reduce a las formas his-tóricas que de ella conocemos ni parece agotarse en ellas.

Un lugar privilegiado para reflexionar y atar nuestra duda y nuestra pro-puesta lo constituye la potente teoría rawlsiana en su última formulación deEl liberalismo político. Una, muy breve y obvia, consideración sobre la pro-

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puesta de Rawls es la que indicaría que, a diferencia de Una teoría de la jus-ticia, el quiebro político y no metafísico que encarna se basa, precisamen-te, en partir del reconocimiento del hecho de la diversidad de concepcionesvalorativas y de intereses presentes en las sociedades complejas. En la teo-ría misma, pues, entra como un engranaje central el reconocimiento de ladiferencialidad que nos está ocupando y lo hace, precisamente, en la formade una teoría de la justicia de máxima abstracción que se pretende adecua-da para dar cuenta del carácter constitucionalmente reglado del ejerciciodemocrático. La doble intuición, o el doble axioma, del que la teoría partepara construir los principios de justicia y para posteriormente articularlos enlas prácticas democráticas constitucionales, es la concepción política de lapersona y el ejercicio de racionalidad específico que es adecuado a aquellode lo que la teoría trata, a saber, el uso razonable de la razón en la formaespecífica de su uso público. Pues bien, y esto es lo que me parece crucialpara responder a nuestra duda y para articular nuestra propuesta, en diver-sos momentos cruciales de su obra, Rawls apunta a una pregunta: ¿Por quéhabrá de ser plausible teóricamente esta concepción y, por consiguiente,cómo hacer similarmente plausibles sus supuestos? La indagación sobre laplausibilidad teórica de la propuesta rawlsiana y sobre sus supuestos tieneque ver, precisamente, con un intento de responder a lo que el teórico estahaciendo en relación con las concepciones, intuiciones o experiencias bási-cas que tenemos los ciudadanos que atendemos a lo que nos dice. La ideade equilibrio reflexivo es, en este sentido, central. Por la misma Rawlsentiende la facultad y el ejercicio que los ciudadanos tienen de compulsar yde validar, en diversos momentos del proceso teórico en el que la propues-ta nos embarca, los supuestos de lo que se nos va diciendo o la validez dela argumentación que se nos propone. Ese es el núcleo de la teoría del con-trato social y de su rango hipotético tal como la entiende la idea rawlsianadel «equilibrio reflexivo»: el transitar sistemáticamente entre la práctica yla experiencia vividas y el modelo normativo y argumentativo que ideal-mente se propone como marco de justificación de principios que aclararány ordenarán, si están adecuadamente formulados, la concepción de la justi-cia y de la vida pública que aplicaremos en nuestra práctica y en nuestraexperiencia democrática.

La Declaración de Independencia de Estados Unidos, la idea y las conse-cuencias de la tolerancia religiosa y la abolición de la esclavitud son, en lareflexión de Rawls, elementos configuradores de esa experiencia en lo quetienen de tradición histórica. Un argumento fuertemente contextualista, comoel que antes comentamos, indicaría que las formas de esas experiencias, en lamedida en que se encarnan en una tradición democrática como la usamerica-na, determinan la plausibilidad de la teoría que se nos presenta en la medidaen que constituyen la posibilidad del equilibrio reflexivo. Cuando Rawls, por

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ejemplo, argumenta a favor de determinada concepción de la dignidad de losciudadanos acudiendo, como muestra de la misma, a las razones que opera-ron en el rechazo de la esclavitud, o cuando propone entender que su teoríaaplica hoy a la filosofía el argumento de tolerancia que subyacía a la articu-lación de la libertad religiosa en el intento de generar, así, un nuevo espaciode reflexión política, estaría —seguiría argumentando el contextualista (y,para el caso, el comunitarista)— sistematizando una forma de experienciademocrática que encuentra su fuerza motivadora en la continuidad de esa tra-dición. Por lo tanto, concluye el argumento contextualizador, en la medida enque esa forma de experiencia no se comparta o no se haya compartido, es fla-co el fundamento de las nociones normativas que se nos proponen y más fla-ca aún la posibilidad de acudir a ellas para proponer un modelo normativoadecuado para sociedades multiculturales o complejas. No creo que sea, noobstante, implausible el siguiente contraargumento: las tres ideas o experien-cias que hemos mencionado —la declaración de independencia, la toleranciareligiosa y el rechazo de la esclavitud— conforman tres nociones normativascuyo carácter no se resuelve ni se limita a esas experiencias históricas. Ladeclaración de independencia apunta a la idea normativa de la autodetermi-nación de los ciudadanos constituyendo un espacio político de igualdad yrefiere, por lo tanto, a la coimplicación de la dignidad de cada uno con el ejer-cicio de soberanía de todos. El rechazo de la esclavitud comporta la idea deque la dignidad del individuo está dada no en función de una forma de perte-nencia y posición social, cultural o económica, sino en virtud de la dignidadque se le reconoce a toda persona política. El argumento de la generalizaciónde la tolerancia religiosa a la totalidad de los ámbitos creenciales, incluyendoa las creencias que se articulan en concepciones comprehensivas seculariza-das en el orden público, refiere a la idea normativa de un uso público de larazón que se define, precisamente, por no depender para su inteligibilidad deninguno de esos ámbitos creenciales. Nuestro contra-arguemento indicaría,pues, que el referir a experiencias históricas para aducir la plausibilidad teó-rica de lo que Rawls nos propone es, más bien, mostrar el «lado experiencial»que deben tener las ideas normativas básicas de una teoría de la democraciaque ejerza las funciones que como tal teoría se le requieren. Pero ese «ladoexperiencial» refiere al proceso por el que comprendemos tales nociones y alos procesos por los que acudimos a ellas; la plausibilidad teórica de lo que senos dice viene dada, en tales términos hermenéuticos, por la ejemplificaciónque comportan esas experiencias, pero la validez de la teoría y de esas nocio-nes no se agotan en ellas. Sería más que irrazonable, irracional, el pensar quenosotros, habitantes de sociedades que no han compartido esas experiencias,no podremos entender y re-contextualizar a nuestra vez las ideas normativasde autogobierno, de dignidad de las personas políticas o de una forma impar-cial de argumentación; aunque tal vez no sea tan irrazonable el indicar que la

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manera como en la teoría se acude a hacer plausibles sus propios supuestos sídepende, y fuertemente, del contexto de surgimiento y de su contexto de refe-rencia.

A lo que apunta, pues, el contraargumento es a indicar que el carácterpotencialmente pluralista de las experiencias, tradiciones y teorías democrá-ticas (un carácter que algunas de estas teorías, como la de Rawls, integran ensu misma construcción) sitúa y define una peculiar forma de entender las rela-ciones entre el contenido universalista propuesto en esas teorías y el contex-to particularista al que se refieren, bien como contexto de surgimiento, biencomo contexto de aplicación. Esas relaciones entre el universalismo y el par-ticularismo permiten pensar mejor el pluralismo de la democracia: el que ladefine como sistema y aquel con el que, como tal sistema, se las tiene que ver.El argumento de Rawls podría parafrasearse quizá de esta manera: acudimosa experiencias que muestran o ejemplifican ante los ciudadanos el alcance delos conceptos normativos de una teoría de la democracia para mostrar que elproceso de aprendizaje y de construcción del espacio público que los sistemasdemocráticos encarnan no puede darse por clausurado; la interpretación delalcance de los derechos que nos reconozcamos como ciudadanos en el ejerci-cio democrático dependerá del proceso mismo por el que como tales nosconstituímos en el presente; ese alcance depende, por lo tanto, no de los ejem-plos de nuestra tradición a los que acudimos para hacernos plausible ese pro-ceso —o a ejemplos de otras tradiciones diversas— sino de la fuerza queextraigamos de los contenidos universalistas de nuestros conceptos normati-vos. Por ello, concluiría nuestra paráfrasis de Rawls, dichos contenidos uni-versalistas no pueden pensarse al margen, sino en el seno de las diferenciasque muestran el surgimiento plural de formas, prácticas y teóricas, de lademocracia y el no menos plural ejercicio que comporta el reconocimiento detoda la gama de diferencialidad que los ciudadanos consideran relevantes paradefinirse a sí mismos como tales.

Puede, tal vez, pensarse que nuestra paráfrasis de Rawls se acerca enexceso a la versión habermasiana que antes comentamos. No creo, en efecto,que la idea de «equilibrio reflexivo», por medio de la cual la particularidad deuna experiencia y una tradición democrática enlaza en la conciencia de losciudadanos con la arquitéctonica de su teoría, esté lejana de la formación dis-cursiva de la voluntad pública que Habermas, por su parte, quiere sistemati-zar. Ninguna de ambas teorías diferirían en este punto crucial con el queconcluye nuestra reflexión: que el contenido universalista de las ideas centra-les de las teorías contemporáneas de la democracia constitucional no puedepensarse ya como si supusieran un contexto homogéneo de surgimiento o deplausibilidad. Si las teorías liberales clásicas pudieron ser ciegas a la diferen-cialidad cultural y política, bien porque presuponían una homogeneidad cul-tural, bien porque desconocían la pluralidad existente, las nuevas teorías, y

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en consonancia con nuevas experiencias cuyo carácter aún no está cerrado,integran esa conciencia de pluralidad como uno de sus argumentos centrales.

Los tres órdenes de cuestiones que hemos recorrido —desde el reconoci-miento de la pluralidad de tradiciones democráticas hasta el lugar que éstastienen en el seno de las teorías democráticas, pasando por las formas de reco-nocimiento jurídico de la diferencialidad en los sistemas democrático-consti-tucionales— se han encaminado, pues, a una doble idea: en primer lugar, a lanecesidad de pensar las teorías y las prácticas de la democracia en un nuevocontexto pluralista; en segundo lugar, a rechazar que el reconocimiento de esecontexto implique suscribir una tesis relativista y fuertemente contextualistacomo las que, estimo, tienen que acabar haciendo los planteamientos comu-nitaristas. Así entendidas, las teorías de la democracia pueden dar un especiallugar al reconocimiento de formas de particularidad y diferencialidad sintener que pensar que abandonan sus supuestos universalistas sino, precisa-mente, concibiéndose como más cabalmente articuladoras de los mismos.

(23 de mayo de 1997)

1 R. HUGHES: Culture of Complaint. New York-Oxford, Oxford University Press, 1993,pp. 83-84.

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Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento

Francisco Colom González

El multiculturalismo se ha impuesto como uno de los términos que mássuena en los debates académicos de los últimos años. Sin embargo, al igualque ha ocurrido con los términos de otras tantas discusiones estelares en tor-no a la legitimidad, la ideología, la postmodernidad o la sociedad civil, elmulticulturalismo suma a su dispar valoración política una imprecisiónsemántica notable. Literalmente, el término parece tener tantos significadoscomo bocas lo pronuncian. Su auge se inscribe en el contexto de un renacidointerés por el tema de las identidades en el ámbito de la filosofía y de las cien-cias sociales. Normativamente alude, además, a la idea de la democracia entrelas culturas, a la posibilidad de organizar institucionalmente en un marco plu-ralista la diversidad de intereses e identificaciones emanados de la heteroge-neidad cultural a la que parecen irremisiblemente abocadas las sociedadesmodernas. Como ha señalado Robert Hughes, el prestigioso crítico cultural dela revista Time, «el multiculturalismo afirma que las gentes con distintas raí-ces pueden coexistir, que pueden aprender a leer los repertorios de imágenesde otros, que pueden y deben mirar más allá de las fronteras de la raza, lalengua, el género y la edad sin prejuicios o engaños y aprender a pensar con-tra el trasfondo de una sociedad híbrida»1.

La ambigüedad del término estriba en que puede entenderse indistinta-mente como la descripción de un hecho social, de un modelo político o de unaideología. Estas tres dimensiones están en realidad vinculadas, puesto que laspolíticas calificadas de «multiculturales» se han diseñado para dar respuesta atoda una serie de movimientos que reclaman formas específicas de integraciónen las estructuras políticas de las sociedades democráticas. Una desafortunada

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asociación de ideas, como la identificación sin más del multiculturalismo conlo que se ha dado en llamar las políticas de la identidad o la presentación deéstas como esencialmente distintas e incluso como históricamente sucesorasde las políticas de clase o de distribución, ha terminado por añadir más con-fusión al tema, ya que con ello se da por supuesta una etiología común paratoda una serie de movimientos sociales que persiguen objetivos y estrategiasmuy heterogéneas.

Dada la confusión creada por el uso polisémico del término, un análisis desus connotaciones normativas puede ayudar a vislumbrar el alcance de susambiciones políticas. De partida es preciso señalar que el multiculturalismo,contrariamente a las políticas de asimilación, entraña una voluntad de reco-nocimiento de la diferencia. Desde un punto de vista moral, además, comofórmula de convivencia esta voluntad de reconocimiento es más ambiciosaque la simple tolerancia. La reflexión sobre el proceso moral del reconoci-miento ha venido perfilando durante los últimos años un paradigma con per-files propios en el seno de la filosofía práctica. Desde que en 1971 John Rawlspublicara su Teoría de la justicia e inaugurase toda una época del pensa-miento filosófico, una de las críticas que más sistemáticamente se ha dirigidocontra su esquema es la de haber ignorado por completo todo aquello que ata-ñe a la dimensión normativa y al trasfondo colectivo de las identidades2. Estoes así porque los problemas de redistribución y de reconocomimiento parecenen principio remitir a concepciones de la justicia, paliativos sociales y crite-rios de diferenciación distintos3. Por emplear la terminología de MichaelWalzer, la distribución y el reconocimiento constituyen «esferas de justicia»distintas en la medida en que remiten a bienes sociales asimismo distintos4.

2 Al aludir a estas críticas no sólo estoy pensando en su conocido debate con los teóricos«comunitarios», sino también en las críticas realizadas desde el entorno del feminismo y desdelos movimientos de las minorías étnicas y nacionales. Antes de que arreciasen durante los añosochenta los argumentos sobre el poso comunitario del que necesariamente nacerían nuestros jui-cios y compromisos morales, ya algún crítico había señalado las insuficiencias de una noción dejusticia y de un modelo de pluralismo concebidos primordialmente para la distribución de recur-sos y para la conciliación de desavenencias de tipo religioso o ideológico. Lo cierto es, sin embar-go, que «los grupos raciales, lingüísticos o nacionales débiles o desaventajados o que apreciany desean preservar sus características e identidad propias (...) persiguen su reconocimiento, sta-tus legal y derechos en cuanto entidades colectivas». V. VAN DYKE: «Justice as Fairness: forGroups?», en American Political Sciencie Review, Vol. 69 (1975), p. 607.

3 Véase N. FRASER: «Redistribución y reconocimiento: hacia una visión integrada de justi-cia del género», en Revista Internacional de Filosofía Política Nº 8 (Diciembre 1996), pp. 18-40.

4 Walzer cuestiona uno de los supuestos más consolidados en la historia de la filosofíaoccidental: el de la existencia de un principio justicia único y unitario. Por el contrario —man-tiene— «la idea de justicia distributiva tiene tanto que ver con la producción como con el con-sumo, con la identidad y el status como con la tierra, el capital o las posesiones personales (...)Esta multiplicidad de bienes se ve replicada por una multiplicidad de procedimientos, agentes y cri-terios distributivos (...) Los principios de justicia son, por ello, pluralistas en su forma. Sus dife-rencias se derivan de la distinta interpretación de los propios bienes sociales». Spheres of Justice.New York, Basic Books, 1983, pp. 3 y 6.

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Estrictamente hablando, pues, no es posible «distribuir reconocimiento», yaque éste no es una cantidad fungible, pero resulta obvio que en la prácticaambos principios, están indisolublemente vinculados. A nadie escapa que laspautas de redistribución de recursos a través de políticas públicas dependenen gran medida del grado de aceptación e influencia con que cuenten los dis-tintos grupos sociales.

1. RECONOCIMIENTO Y DESARROLLO MORAL

Una distinción fundamental en este contexto es si el reconocimiento, omás bien su ausencia, se entiende meramente como una cuestión de equidadpolítica, por ejemplo, en el acceso a la esfera pública, o como una funciónmás profunda que afecta al proceso de autorrealización de los sujetos que lasufren. Esta no es una distinción baladí, al menos no en términos morales,pues resulta imprescindible para la evaluación normativa de los daños impu-tables a los procesos de aculturación. Optar por el segundo criterio suponeadmitir hegelianamente la existencia de una relación genética entre reconoci-miento e identidad propia, o más específicamente, entre el reconocimientorecíproco generado a través de la interacción social y el desarrollo moral dela autoconciencia. Charles Taylor apoya esta tesis al afirmar que «nuestraidentidad se configura parcialmente por el reconocimiento o por su ausencia,a menudo por el infrarreconocimiento de otros, de manera que una personao grupo de personas puede sufir un auténtico perjuicio, verse seriamente dis-torsionada, si las personas o la sociedad que la rodean le devuelven una ima-gen disminuida o degradante o despreciable de sí misma»5.

Los procesos de reconocimiento no constituyen, sin embargo, una expe-riencia moral unitaria. Axel Honneth ha recordado a este respecto los muydistintos significados con que la tradición filosófica ha manejado esta cate-goría moral6. Como es sabido, en su proyecto de reconstrucción de la historiade la eticidad el joven Hegel estableció el vínculo entre la adquisición inter-subjetiva de la autoconciencia y el desarrollo moral de la comunidad en suconjunto como una lucha por el reconocimiento. Esta pugna se expresaría através de tres modelos distintos y progresivamente exigentes de interacciónmoral: como satisfacción de las necesidades afectivas naturales en el vínculoamoroso, como reconocimiento recíproco de una esfera de libertad individualen el ámbito del derecho y, por último, como valoración de los elementosreproductores del orden social en la esfera comunitaria de la eticidad. La diná-

5 Ch. TAYLOR: «The Politics of Recognition»,en A. Gutmann: Multiculturalism. Examiningthe Politics of Recognition. Princeton, Princeton University Press, 1994, p. 25.

6 A. HONNETH: «Reconocimiento y obligaciones morales», en Revista Internacional deFilosofía Política nº 8 (diciembre 1996), p. 6. De aquí en adelante me serviré de su reinterpreta-ción de la filosofía moral de Hegel.

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mica del reconocimiento sería fruto, pues, del proceso intersubjetivo de cons-titución de la autoconciencia y de los conflictos planteados por las crecientesy múltiples demandas de los individuos. Aunque Hegel abandonaría en suobra de madurez el modelo explicativo de la intersubjetividad para asumir elde la dialéctica del espíritu, esa primera taxonomía de las formas de recono-cimiento es todavía perceptible en su ulterior diferenciación de las esferassociales de la familia, la sociedad civil y el Estado.

Honneth ha querido ver un reflejo de aquella primera diferenciación hege-liana en el contexto de las éticas contemporáneas. Así, la categoría del reco-nocimiento ha sido empleada por la teoría feminista para aludir al tipo decuidado amoroso representado por la relación maternofilial. En las éticas decorte discursivo ese mismo término designa más bien un respeto recíprocosimilar al mostrado por los participantes en un diálogo. Por último, en el casode las éticas comunitarias el reconocimiento se dirige a la valoración demodos de vida ajenos. Cada una de estas perspectivas remite a contenidosmorales de naturaleza diversa. Como es obvio, no posee la misma virtualidaduniversalista el reconocimiento de la autonomía moral de los individuos quela relación afectiva de la madre con el hijo o la solidaridad entre los miem-bros de una misma comunidad.

¿Cuál es la índole del reconocimiento que pueda reclamarse en nombre delas diferencias culturales? La respuesta no es sencilla, precisamente por losmalentendidos que rodean al debate multicultural. No todos los movimientossociales englobados bajo el epígrafe general de las «políticas de la identidad»plantean sus reivindicaciones en términos culturales. Se trata en realidad demovimientos de orígenes muy heterogéneos. Los movimientos feminista ogay, los nacionalismos, las reivindicaciones de las minorías étnicas, de lascomunidades de inmigrantes o de las poblaciones indígenas apenas si com-parten entre sí el rasgo de presentar sus reivindicaciones políticas en virtud deuna identidad diferenciada. Los criterios de territorialidad y autogobiernoresultan, por ejemplo, decisivos para distinguir los movimientos nacionalistase indigenistas en Estados plurinacionales, más interesados en una diferenca-ción política y cultural, de los grupos de inmigrantes o de género y orienta-ción sexual, que suelen reclamar una integración social igualitaria7. Común atodos ellos es, no obstante, el hecho de plantear sus exigencias mediante unlenguaje articulado con el vocabulario de los «derechos» y la «cultura».

Lo cierto es que el término «cultura» se ha manejado en toda esta discu-sión con absoluta ligereza. En la tradición de la sociología y de la antropolo-gía, la cultura se ha entendido como una dimensión específica de los gruposhumanos referida a sus prácticas simbólicas. El papel de la cultura en la cons-titución de las identidades colectivas se plasma en fórmulas narrativas sobre

7 Véase F. REQUEJO COLL: «Pluralismo, democracia y federalismo», Revista Internacionalde Filosofía Política, 7 (mayo 1996), pp. 93-120.

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las que converge toda una serie de elementos lingüísticos, religiosos y étnicosque aportan referencias comunes y delimitan criterios fundamentales de per-tenencia e interacción social. Por ello, si bien es cierto que las formas de dis-criminación contra mujeres y homosexuales, al igual que contra algunasidentidades étnicas, se encuentran siempre culturalmente mediadas, antropo-lógicamente hablando no se puede afirmar que las categorías de género o deorientación sexual constituyan realmente «culturas». Una cuestión distinta esque grupos militantes de mujeres y homosexuales se hayan dotado de tal len-guaje con fines políticamente reivindicativos.

Los conflictos del multiculturalismo pierden su nebuloso perfil si los con-cebimos como lo que son en la práctica: conflictos políticos en los que la retó-rica de la cultura juega un papel referencial. En algunos casos se reivindica elderecho a acceder públicamente a determinados bienes culturales, como eluso de una lengua o la práctica de una religión, y más concretamente el dere-cho a preservar sus estructuras específicas de reproducción social. En otroscasos las identificaciones culturales sirven para reclamar formas diferencia-das de participación en la configuración de la voluntad política, sobre todocuando esas adscripciones han marcado históricamente a sus portadores. Porúltimo, en otros casos, los menos, el orgullo de la identidad compartida y laafirmación de la diferencia se exhiben como vehículos para un separatismocultural o político.

2. LA IDEA DE LOS «DERECHOS CULTURALES»

Con respecto al primero de estos puntos, la filosofía liberal ha sido tradi-cionalmente más proclive a teorizar el «derecho a la cultura» que la idea mis-ma de los «derechos culturales». En efecto, bajo esta última rúbrica puedenconverger prácticas susceptibles de una regulación política y jurídica tan dis-tinta como las creencias religiosas, la educación o la lengua. La libertad decredo constituye uno de los derechos liberales más antiguos. El derecho quela protege no sólo trata de garantizar el libre ejercicio del culto por las comu-nidades religiosas, sino también la libertad de sus miembros para revisar suspropias creencias. Esto tan sólo ha sido históricamente posible en la medidaen que la privacidad se ha diferenciado como esfera autónoma para la elec-ción de las formas de vida. La moderna tolerancia liberal propicia por ello elrespeto hacia las identificaciones privadas en general en tanto que su conte-nido no implique un atentado a las libertades e identidades de los demás. Esto,sin embargo, no siempre fue así. Nacida en el contexto de las guerras religio-sas del siglo XVII, la primera concepción de la tolerancia no implicaba elreconocimiento de una misma dignidad para todas las creencias y prácticasreligiosas. Tolerar significaba más bien a admitir la heterogeneidad religiosacomo un mal menor o inevitable. La tolerancia se articuló por ello, bajo el

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precepto «cuius regio, eius religio», en el plano exterior de las relacionesentre los príncipes, no en el interior del dominio regio.

El segundo de los derechos asimilables a la cultura, el derecho a la edu-cación, hace tiempo que ha sido asumido como un derecho social por el ide-ario democrático y aplicado por las políticas públicas del Estado social dederecho en la medida de las disponibilidades de cada momento. En este sen-tido, se ha recorrido un largo trecho desde el primitivo ideal nacional-repu-blicano que vinculaba la escolarización básica y obligatoria con el proyectode la creación de «ciudadanos». Un caso muy distinto es el de los derechoslinguísticos de las minorías, ya que la lengua, a diferencia de la religión, nopuede confinarse al ámbito de la conciencia ni el derecho a hablarla, si seexcluye su posible función como vehículo educativo, constituye exactamenteun derecho social. La cuestión reside en que la protección de la cultura de ungrupo no es reducible a la protección de los individuos que la integran8. Losderechos lingüísticos son constitutivamente derechos colectivos, ya que aun-que se ejerzan individualmente, sólo tienen sentido si se reconocen para unacomunidad entera. No existen, en definitiva, lenguas privadas, tan sólo usosprivados de las mismas en función de la estructura sociolingüística de cadapaís. La disputa en torno a los derechos individuales y colectivos es bastanteestéril si sólo se plantea en términos de una relación de prioridad. Obviamen-te, un derecho colectivo sólo puede gozar de legitimidad desde una perspec-tiva liberal si no se ejerce contra los derechos individuales de los miembrosde la comunidad en cuestión. Dicho de otra manera, los derechos de gruposólo pueden encontrar una justificación liberal cuando se trate de protegerintereses que no puedan ser defendidos de otra manera, ya que son inherente-mente colectivos9. La cuestión verdaderamente crucial estriba en las razonesque puedan aducirse desde una perspectiva democrática para conceder undeterminado derecho a una colectividad.

Esta cuestión nos remite directamente al problema genérico de los dere-chos de las minorías. Lo significativo en nuestro contexto es la apelación alos rasgos culturales compartidos con el fin de delimitar los contornos de lasmismas. No todos los derechos específicos de grupo son de índole cultural,

8 N. BRETT: «Language Laws and Collective Rights», Canadian Journal of law and Juris-prudence Nº 2, (1991), p. 229.

9 «Los derechos de grupo se adscriben a colectivos de individuos y tan sólo pueden serejercidos colectivamente o, al menos, en nombre del colectivo [....] Adicionalmente, el bien ase-gurado por el citado derecho es con frecuencia un bien colectivo, en el sentido de que si segarantiza será accesible a todos o a casi todos los miembros del grupo. Aún más, podemos tam-bién afirmar que [...] los intereses servidos por el grupo son los intereses que los individuos, encuanto miembros del grupo, tienen en los bienes colectivos del grupo: participar en las activi-dades comunes y en la persecución de objetivos compartidos por el grupo». A. BUCHANAN:Secession. Boulder, Westview Press, 1991, pp. 74-75. Ver asimismo M. MCDONALD: «ShouldCommunities have rights? Reflections on Individual Liberalism», en Canadian Journal of Lawand Jurisprudence Nº. 2 (1991), p. 229.

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aunque algunos atañan a las condiciones materiales que permiten la supervi-vencia de determinadas formas culturales. Como Allen Buchanan ha señala-do, los derechos de secesión, de propiedad colectiva y de anulación o de vetolegislativo en Estados compuestos representarían otras tantas formas de dere-chos de grupo no tan infrecuentes en los sistemas constitucionales liberales.En términos más genéricos, los instrumentos territoriales de autogobiernoconsagrados por el federalismo permiten a los grupos que acceden a ellos lasalvaguardia de un elevado grado de autonomía cultural. En realidad, en elseno de un Estado federal, los derechos culturales de los grupos territorial-mente fijados se encuentran implícitamente subsumidos en los derechos deautogobierno. Ninguno de los anteriormente citados, sin embargo, es estricta-mente un derecho cultural, sino político.

La reciente experiencia española es particularmente ilustrativa a este res-pecto. El autogobierno de Cataluña y la defensa de la lengua catalana hanconstituido las señas históricas de identidad del catalanismo. Obviamente, noes preciso ser nacionalista ni catalán para defender la pervivencia de la len-gua catalana. Negarse a ello no sólo atentaría contra un aspecto fundamentalde la identidad lingüística de sus hablantes, sino que constituiría un ataquedirecto contra sus legítimas reclamaciones ciudadanas. Se trata, pues, de unadimensión de la integridad de las personas con suficiente calado moral paraser incluido en el elenco de los derechos liberales. De no ser así, el liberalis-mo político siempre será susceptible de ser denunciado como un mero meca-nismo ideológico vinculado a los intereses de dominación de determinadosgrupos culturalmente mayoritarios que copan los resortes de poder del Esta-do nacional. Ahora bien, la supervivencia de una lengua minoritaria no estágarantizada si, además de enseñarla en las escuelas, no se la dignifica y pro-mueve en la esfera pública haciendo uso administrativo, económico y cultu-ral de ella. Esto es particularmente obvio si tomamos como referencia el casode las lenguas oficiales. Los Estados modernos tienen que optar por un limi-tado número de lenguas para el ejercicio de sus funciones reguladoras y parala socialización cultural de sus ciudadanos. Aun cuando estas opciones seanpresentadas como puramente instrumentales, lo cierto es que sus consecuen-cias favorecen el status social de una lengua concreta y la competencia lin-güística de sus hablantes, mientras que disminuyen o ignoran las de otrosciudadanos con un patrimonio lingüístico distinto. Esta dimensión institucio-nal de las lenguas explica que, en el caso del que estamos hablando, un nacio-nalista catalán necesariamente incluya la defensa de la lengua en su proyectopolítico.

Reconocido constitucionalmente como lengua cooficial de Cataluña, elcatalán se ha beneficiado desde la transición democrática de la legislaciónemanada de los órganos de gobierno autonómicos. La «normalización» lin-güística del catalán ha basado así su estrategia en un diseño fundamental-

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mente territorial. La otra alternativa, una estrategia «personalista» apoyada,por ejemplo, en redes escolares diferenciadas en función de la lengua, comoen Quebec, fue descartada en aras de la cohesión social de Cataluña. Losintentos por rebajar la hegemonía del castellano han desencadenado, sinembargo, el conocido conflicto sobre los derechos culturales de las minoríasdentro de las minorías, un conflicto posibilitado típicamente por las estructu-ras territoriales de corte federal. El derecho de la minoría castellanoparlante aeducarse y recibir servicios en la propia lengua choca aquí con las exigenciasde discriminación positiva para una lengua que, pese a ser localmente mayo-ritaria, se ha visto históricamente amenazada. La evolución de la jurispru-dencia española a este respecto es interesante. Pese a que la constitución tansólo menciona el derecho a emplear las lenguas regionales frente a la obliga-ción de aprender el castellano, el Tribunal Constitucional ha terminado porreconocer la legalidad del uso general del catalán como lengua vehicular enla enseñanza y de la exigencia de un suficiente conocimiento del mismo parael acceso al funcionariado autonómico. Sin embargo, no ha admitido la obli-gatoriedad de aprender en la lengua vernácula. Se ha pretendido conciliar asíla defensa de unos derechos colectivos de carácter lingüístico atrincheradosen una estructura de corte federal con el reconocimiento cualificado de losderechos individuales en un contexto de cooficialidad lingüística.

Esta discusión sobre los derechos diferenciados no debe hacer olvidar queson únicamente los miembros de los grupos en su calidad de tales los titula-res de cualesquiera derechos que se les reconozca colectivamente. Los«hechos culturales» no tienen ni pueden tener personalidad jurídica alguna.Como ha señalado Habermas, la supuesta contradicción de las diferenciasculturales con las intuiciones liberales sobre los derechos depende de su ade-cuada formulación filosófico-política10. El bien social que protegen estosderechos es el de la autonomía de sus portadores, pero esta autonomía no espuramente privada. La autonomía no es un nicho en el que desarrollar aisla-damente los proyectos vitales, sino que constituye el presupuesto y el puntode llegada de su derecho de participación en la vida pública. En un Estadoconstitucional democrático todos los ciudadanos deben ser capaces de perci-birse como autores de las leyes a que están sometidos como sujetos de dere-cho privado. La actualización democrática de esos derechos puede serperfectamente sensible al contexto social y político de los ciudadanos que losreformulan, ya que no es la neutralidad moral del sistema jurídico lo que mar-ca los conflictos, sino las cambiantes valoraciones que de forma inevitableacompañan la redefinición de los derechos básicos. Son, en definitiva, lasgarantías jurídicas del Estado democrático de derecho las que deben permitir

10 J. HABERMAS: «Kampf um Anerkennung im demokratischen Rechtstaat», en Die Einbe-ziehung des Anderen. Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1996, p. 242.

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a los ciudadanos, a través de los mecanismos representativos para la forma-ción de la voluntad, decidir el grado de importancia que deseen conceder adeterminados rasgos culturales con vistas a la organización política de su vidaen común.

El gran malentendido liberal en este contexto ha sido afirmar que el Esta-do es o puede ser neutral con respecto a todas las opciones culturales. Esto esdebido a que, tradicionalmente, el liberalismo ha tendido a tratar la cultura dela misma manera que la religión o las preferencias sexuales: como una deci-sión individual de carácter privado que no debe reclamar atención alguna porparte del Estado11. Las formas de vida, se nos recuerda, no son relevantes porsí mismas, sino tan sólo en la medida en que afectan al bienestar de los indi-viduos12. La neutralidad liberal se ha entendido así como una defensa de laautonomía individual y de la privaciadad en cuanto reductos de las identifi-caciones culturales. El recurso a la privacidad, sin embargo, no supone garan-tía alguna de integridad identitaria. Durante los dos últimos siglos lascorrientes intelectuales holistas y comunitarias han insistido en la imposibili-dad de comprender desde los supuestos ontológicos del liberalismo los vín-culos morales, sociales y culturales que confieren sentido a la vida de laspersonas y hacen posibles sus compromisos colectivos13. El punto de desave-nencia, sin embargo, como se ha señalado repetidamente desde las filas delliberalismo, no es en realidad ontológico. El liberalismo no descansa sobreuna sociología atomista o una teoría presocial de los derechos. Tampoco per-sigue un acuerdo entre personas con concepciones diversas del bien ni care-ce él mismo de tal concepción. Su idea del individuo y de su capacidad paraevaluar las opciones que se le presentan se situa siempre en el seno de las rela-ciones sociales. Lo que cuestiona más bien es que tales relaciones debanencontrar una traducción política. El liberalismo excluye, por tanto, la exis-tencia de un bien común políticamente respaldado, pero no que exista unacomprensión común de lo «justo». En este sentido, una norma de derecho, elprincipio de autonomía o el de la satisfacción de deseos son perfectamenteasumibles como concepciones liberales del bien14.

11 W. KYMLICKA: «Liberalism and the Politization of Ethnicity», en Canadian Journal ofLaw and Jurisprudence (1988) Nº 2, p. 241.

12 CH. KUKATHAS: «Are there any Cultural Rights?», en W. KYMLICKA (ed.): The Rights ofMinority Cultures. Oxford, Oxford University Press, 1995, p. 234.

13 He intentado ofrecer un repertorio de posiciones que sostienen, con diferentes matices,ese punto de vista en F. COLOM-J.Mª. HERNÁNDEZ (comps.): Teorías de la Comunidad. Valencia,Edicions Alfons en Magnanim (en prensa).

14 Para una crítica de éstos y otros tópicos atribuidos al liberalismo ver CH. TAYLOR: «Cross-Purposes: the Liberal-Communitarian Debate», en N. Rosenblum (ed.): Liberalism and the MoralLife. Cambridge-London, Harvard University Press, 1989, pp. 159-182; W. KYMLICKA:«LiberalIndividualism and Liberal Neutrality», Ethics Nº 99 (July 1989), pp. 883-905 y B. BARRY: La jus-ticia como imparcialidad. Barcelona, Paidós, 1997, pp. 171 y ss.

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3. EL INFRARRECONOCIMIENTO Y LAS HERIDAS DE LA SUBJETIVIDAD

Dados estos antecedentes intelectuales, no es de sorprender que el tránsi-to desde el debate sobre el comunitarismo hasta el del multiculturalismo hayatenido lugar, prácticamente con los mismos autores y términos, mediante laasociación de la dignidad humana con el reconocimiento de la identidad cul-tural compartida por los individuos. En este sentido, Charles Taylor y AxelHonneth han coincidido en descartar el reconocimiento como un bien acce-sorio o añadido a la identidad moral de las personas, pues su ausencia reper-cute negativamente sobre su capacidad misma de autorrepresentación. Másconcretamente, Honneth se ha servido del análisis de las «heridas morales»para recorrer, con una mirada hegeliana, las fases en las que se despliega eldesarrollo de la autoconciencia moral. De partida, mantiene, sólo son suscep-tibles de daño moral aquellos seres que se relacionan con su propia vida deuna forma reflexiva. A diferencia de la infelicidad personal o de la desgraciainesperadamente acaecida, infligir un daño moral a alguien significa causarleun perjuicio en su capacidad de autorreferencia moral15. Nuestra fragilidadmoral frente a los demás se debe justamente a que construimos los juiciossobre nosotros mismos con ayuda de los juicios aprobatorios o reprobatoriosde nuestros semejantes. Por ello, y en función de su gravedad, las heridasmorales tienden a destruir los presupuestos constitutivos de la capacidad indi-vidual para actuar responsablemente, lo que es decir tanto como moralmente.La experiencia de una injusticia moral —concluye Honneth— va por elloacompañada siempre de una conmoción psíquica, ya que se frustra en el suje-to una expectativa que afecta de forma central a las condiciones de su propiaidentidad.

Un análisis más detallado de estos presupuestos permite discernir variostipos de autorreferencia moral en los sujetos. Honneth ha establecido a esterespecto tres niveles categoriales: la confianza en sí mismo (Selbsvertrauen),el amor propio (Selbstachtung) y la autoestima (Selbstschätzung)16. Cada unade estas tres categorías implica, respectivamente, la confianza en la propiavalía, en el valor del propio juicio y en el desempeño competente de las capa-cidades personales. En una distinción similar, Michael Walzer ha reducidoestas categorías a dos, self-esteem y self-respect, que aquí traduciré respec-tivamente por «autoconfianza» y «amor propio» para ponerlas a tono con lasde Honneth. La autoconfianza, en el sentido en que Walzer emplea el térmi-no, alude a la seguridad en sí mismo, a la satisfacción con uno mismo, ydepende de la valoración que uno se otorgue con relación a los demás. Elamor propio, por el contrario, indica el respeto que uno siente por sí mismo

15 A. HONNETH:Kampf um Anerkennung. Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1992, p. 212.16 O.c. p. 211.

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en el desempeño de un determinado rol social. Implica, pues, una determina-da concepción moral de la persona, un código de dignidad para evaluarse a símismo como miembro competente de una comunidad, no para compararsecon los demás17. Esta idea del amor propio subsume, por tanto, las dimensio-nes cognitiva y societaria de la autorreferencia moral para las que Honnethemplea términos distintos.

El amor propio le puede impedir a una persona, por ejemplo, aceptardeterminadas condiciones de trabajo atendiendo al código de dignidad profe-sional que le sirva de guía. Esa noción de dignidad de rol torna también com-prensible que, en determinadas circunstancias, la duda ofenda o el silenciohumille. A diferencia de la confianza en sí mismo, esencialmente subjetiva,las referencias del amor propio se encuentran considerablemente mediadaspor el entorno social. La variedad de rangos y roles existentes en la sociedadremite así a distintos modelos de amor propio, cada uno de ellos regido porsu correspondiente código de conducta: el probo funcionario, la madre sacri-ficada, el fiel sirviente18. Sin embargo, en el ámbito estrictamente político deuna sociedad democrática, esto es, en un mundo de ciudadanos, las jerarquí-as del amor propio son inconcebibles. La ciudadanía democrática es un esta-tuto radicalmente desvinculado de cualquier otro tipo de jerarquía. Supostulado reza que todos los ciudadanos son iguales, poseen los mismos dere-chos y cuentan con la misma credibilidad. Para ello es preciso que los ciuda-danos se reconozcan recíprocamente como tales. La ciudadanía, por tanto,más que una idea política universalista es una función de pertenencia, un con-cepto específico de membrecía que depende del respeto igualitario entrepares. El amor propio del ciudadano, es decir, el respeto que éste sienta porsus derechos y obligaciones cívicas, no sólo depende exteriormente del reco-nocimiento por sus iguales, sino también interiormente de su capacidad paraaceptar la responsabilidad por unos actos que serán evaluados por los demás.Por ello también, proclamarse en un arranque de generosidad universal «ciu-dadano del mundo» no sólo implicaría en sentido estricto tener por conciuda-danos a la humanidad entera, sino que ésta lo reconociese a uno como tal.

La ciudadanía implica, según lo visto, encontrarse en plena posesión delcarácter, de las cualidades y de las acciones propias. La agresión contra elbienestar físico o psíquico de las personas, su engaño o manipulación y suestigmatización o desprecio constituyen, por tanto, especies distintas dedaño moral. Cada tipo de herida perturba distintamente la confianza de los

17 M. WALZER, o.c., pp. 274 y ss.18 Por ejemplo, en el contexto de la «guerra mediática» que invade la política española en

el momento de escribir estas líneas, un conocido empresario televisivo ha declarado haber recha-zado un soborno para que no firmase un determinado contrato «por respeto a mí mismo y a miproyecto empresarial» (sic). En la terminología moral que aquí empleamos, la expresión «poramor propio» hubiera recogido ese mismo significado.

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sujetos en su propia valía, en su capacidad de juicio o en el aprecio social desus cualidades. Cada una de ellas remite también, de forma inversa, a otrastantas formas de reconocimiento: la afectividad en el ámbito de las relacio-nes primarias, el respeto de los derechos en la esfera de las relaciones jurí-dico-políticas y la muestra de solidaridad en el seno de la comunidadcorrespondiente. Estas formas de reconocimiento son, para Honneth, inde-pendientes entre sí, ya que se guían por criterios morales que sólo poseen uncarácter obligatorio en el contexto de cada forma particular de relaciónsocial.

Si bien el daño moral provocado por la falta de reconocimiento va acom-pañado de la experiencia de una conmoción emocional, un razonamientomoral confuso puede llevar asimismo a malinterpretar las relaciones entrelas distintas esferas y criterios de reconocimiento. Esta es la razón por laque, por ejemplo, carece moralmente de sentido reivindicar «derechos» anteun desengaño amoroso o por la que consideramos corrupta la reclamaciónde un cargo meritocrático en nombre de la «amistad». En la vida cotidiana,ninguna de las relaciones de reconocimiento posee una ventaja jerárquicasobre las demás ni sabemos a priori qué relación será preferible en cadacaso. Ante un conflicto de lealtades o un dilema moral no tenemos másremedio que decidir a cuál de nuestros vínculos sociales concedemos pri-macía. Muchos de los malentendidos en torno al multiculturalismo y susupuesta incompatibilidad con las reglas políticas de la democracia liberaldescansan precisamente en razonamientos moralmente confusos. Particu-larmente arriesgada en este sentido es la proposición que equipara el reco-nocimiento de la dignidad de las personas con el del reconocimiento de susadscripciones culturales.

Hasta ahora hemos seguido los argumentos de Axel Honnteh sobre la fun-ción constitutiva del reconocimiento en el desarrollo de la autoconcienciamoral de las personas. Estos argumentos guardan todavía silencio sobre elpapel que puedan jugar las adscripciones culturales en todo ese proceso.Dicho con otras palabras, es la dignidad de las personas la destinataria delreconocimiento, no la adherencia cultural de sus identidades. El derecho decada individuo al respeto, el reconocimiento de la identidad propia, no tienenada que ver con el valor de la cultura en que se inscribe, sino con el recono-cimiento de sus miembros como portadores de unos derechos básicos encuanto sujetos libres, iguales y capaces de raciocinio moral.

Han sido más bien autores canadienses quienes han ido más allá alexplorar el carácter constitutivo que la cultura posee para la identidad de losindividuos, concediéndole de paso una personalidad propia a la teoría libe-ral emanada de ese país. Partiendo del ideal romántico de la autorrealiza-ción, Charles Taylor ha explorado la ética de la «autenticidad», de labúsqueda de sí mismo, como vía por la que llegamos al reconocimiento de

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los horizontes de significado que nos guían en nuestro proceso de madura-ción moral. Aun siendo moralmente autónomos, las referencias con queconstruimos nuestros proyectos de vida nos son proporcionadas por nuestrocontexto existencial19. Si, como mantiene Taylor, desde un punto de vistafuncional todas las culturas son en principio igualmente valiosas, pues pro-porcionan los instrumentos para la constitución moral y la maduración bio-gráfica de los sujetos, la falta de reconocimiento de una identidad cultural ola puesta en peligro de su supervivencia será algo más que una falta contrala tolerancia: representará un auténtico atentado a la potencia ontológica delos individuos.

El argumento complementario que vincula no ya la cultura con la constitu-ción de la subjetividad moral, sino la dignidad cívica y la pertenencia cultural,ha sido formulado por Will Kymlicka como dos formas distintas del respetodebido a los individuos: en cuanto miembros de una comunidad cultural espe-cífica —en cuyo caso habríamos de reconocer la legitimidad de sus exigen-cias para la protección de su cultura— y en cuanto ciudadanos de una mismacomunidad política —en cuyo caso deberemos reconocer su competenciapara reclamar derechos igualitarios de ciudadanía—20. Ambos tipos dedemandas, reconoce Kymlicka, pueden entrar y de hecho entran a menudo enconflicto. El desafío para la teoría liberal reside, precisamente, en la posibili-dad de conciliarlas. Las «políticas de la identidad» constituirán un capítulo dela política democrática en la medida en que exijan la protección de determi-nadas formas de pertenencia cultural en nombre y a través de los derechosciudadanos, no en contra de ellos. Por eso, cuando la dignidad de las perso-nas es maltratada no tanto por su identidad y cualidades particulares, sino porsu pertenencia a un grupo social desfavorecido, el restablecimiento de su dig-nidad pública, de su amor propio como ciudadanos iguales a los demás, exi-girá el reconocimiento simultáneo de ambas dimensiones21. Efectivamente,parece difícil reconocerle a nadie su dignidad personal recordándole, al mis-mo tiempo, lo despreciable de su modo de vida, pero ello no significa que

19 «Tan sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de las cosas que importan.Excluir la historia, la naturaleza, la sociedad, las peticiones de solidaridad, todo salvo lo queencuentre en mí mismo, sería eliminar toda candidatura a lo que importa. Sólo si existo en unmundo en el que la historia, las exigencias de la naturaleza o las necesidades de mis congéne-res o los deberes de ciudadanía o la llamada de Dios o cualquier otra cosa de este tipo impor-tan, puedo entonces definir una identidad propia que no sea trivial. La autenticidad no esenemiga de las demandas que emanan más allá del yo. Supone esas demandas». Ch. TAYLOR:The Malaise of Modernity. Concord, Anansi, 1991, p. 40 (reeditado posteriormente con el títulode Ethics of Authenticity).

20 W. KYMLICKA: Liberalism, Community and Culture. Oxford, Oxford University Press,1989, p. 151.

21 A. GUTMANN: «Introduction»,en Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition,o.c., p. 8.

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pueda concederse a priori la dignidad de todas las formas de vida. La digni-dad de las culturas, en realidad, no es otra que la de sus portadores, el juicioque nos merezcan sus prácticas y actitudes con respecto a sus semejantes. Aúnmás, las «culturas» como tales no existen, existen tan sólo sujetos acultura-dos. Un argumento normativo que plantee el reconocimiento cultural en fun-ción de la autonomía de los individuos no puede por menos que vincular ladignidad cultural a ese mismo principio. Tan sólo merecerán, pues, ser reco-nocidas como dignas aquellas formas de identidad cuya afirmación o desa-rrollo no implique necesariamente una merma en la autonomía de otrasidentidades ajenas. Este principio de dignidad no considera los conflictos cul-turales como juegos de suma cero ni proclama falsos universalismos, perotampoco se deja seducir por el fetichismo de la identidad. Recordemos, unavez más, que la clave de la discusión gira en torno a la posibilidad de integrarel cuestionamiento del universalismo en un modelo de «igualdad liberal». Portanto, el modelo de liberalismo resultante deberá ser necesariamente distintodel «ortodoxo»22.

Las necesidades de reconocimiento de los sujetos se justifican, según lo vis-to hasta ahora, por el imperativo de evitar o de reparar los daños morales quesu ausencia o el desprecio provocan, unos daños que se manifiestan a distintosniveles sociales y bajo diversas formas de incapacitación emocional, social ypolítica. La forma más elemental de desprecio en el ámbito de las relacionesprimarias es el maltrato físico. La agresión física o sexual provoca un daño enla autoestima de la víctima y en su estabilidad emocional que puede afectar irre-versiblemente a su ulterior capacidad para el desarrollo de relaciones afecti-vas23. En un nivel distinto, la desposesión de derechos o la exclusión social sonafrentas que atentan directamente contra la integridad moral de las personas yrepercuten sobre su amor propio al negarles la competencia cognitiva necesariapara pertenecer a una comunidad de derecho. La historia de la democracia libe-

22 Esa «ortodoxia liberal» en cuestiones culturales podría resumirse acudiendo a las palabrasdel conocido sociólogo americano Nathan Glazer: «El Estado no se opone a la libertad de la gen-te para expresar sus particulares vínculos culturales, pero tampoco alimenta esa expresión ... Losesfuerzos (de los grupos étnicos) han de ser puramente privados. No es la función de las agen-cias públicas vincular las identidades legales con la pertenencia cultural o la identidad étnica.El principio de separación entre Estado y sociedad convierte a la religión y a las comunidadesétnicas en una cuestión voluntaria y privada. La separación entre Estado y sociedad es, en estesentido, todo lo que ofrece la democracia liberal». Citado por W. KYMLICKA en «Liberalism andthe Politicization of Ethnicity», Canadian Journal of Law and Jurisprudence, Vol. IV, Nº 2 (July1991), pp. 241-242.

23 Un caso particularmente dramático, por la profundidad de sus secuelas psíquicas, es eltrauma del incesto y del estupro. Numerosos testimonios y un análisis de diversos historiales clí-nicos pueden encontrarse en S. BUTLER: Conspiracy of Silence: the Trauma of Incest. Volcano,Ca., Volcano Press, 1985 y C.C. TOWER: Secret Scars: a Guide for Survivors of Child Sexual Abu-se. New York, Penguin, 1988.

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ral está plagada de estas exclusiones, ya que el reconocimiento de la capacidadde juicio político ha estado largamente limitado a determinadas condiciones degénero y de status económico, étnico y educativo.

Las secuelas de la exclusión social han sido a menudo interpretadas inver-sa e interesadamente como justificaciones para la misma. Un caso particular-mente sangrante fue el de la sentencia sobre el caso Dred Scott por la CorteSuprema americana en 185724. Con ella se negó el acceso a la ciudadaníaamericana a todos los negros de los Estados Unidos, independientemente desu condición de libertos. Las causas aducidas por el ponente de la resolución,el juez Taney, señalaban que los negros nunca habían sido parte integrante delpueblo americano identificado en el preámbulo de la constitución. Puesto quelas leyes discriminatorias contra los negros existían en el momento de pro-mulgar aquélla, no cabía suponer que los distintos Estados de la Unión mira-sen como conciudadanos «a una clase de seres a la que habían estigmatizadode tal manera y sobre la que habían acuñado tan profundas y duraderasseñas de inferioridad y degradación»25. En definitiva, los negros padecían laexclusión por no ser ciudadanos, pero no podían ser ciudadanos porque seencontraban excluidos.

Una última forma de desprecio es la que se manifiesta en la injuria, la dis-criminación o la ignorancia de algunos miembros de una comunidad. Este es untipo de herida moral que no necesita plasmarse en el ámbito jurídico, como enel caso anterior. Refleja más bien experiencias que van desde las más leves dela «muerte social» o el «ninguneo», en ingeniosa expresión mexicana, hasta laproyección sistemática de prejuicios y valoraciones jerárquicas sobre determi-nadas categorías de sujetos, con su consiguiente relegación del núcleo de la vidacomunitaria. Estos prejuicios pueden llegar a ser interiorizados por sus destina-tarios, minando su autoestima individual y colectiva, o producir efectos opues-tos de sobreaculturación con respecto a los patrones culturales hegemónicos.

Un caso particularmente ilustrativo sobre el que merece la pena reflexio-nar es el de los procesos anómicos sufridos por numerosas comunidadesindígenas en América y en Oceanía. Su confinamiento en reservas y la inci-dencia en ellas de políticas públicas ignorantes de las particulares estructu-ras familiares, sociales y económicas sobre las que descansa su vidacomunitaria las ha relegado a un profundo estado de postración y desinte-gración, como suelen revelar sus estadísticas de suicidio, criminalidad, alco-

24 Scott fue un esclavo negro llevado por su dueño desde Missouri, un estado esclavista,hasta el territorio del noroeste, donde la esclavitud había sido abolida por el Congreso. A su regre-so a Missouri Scott inició un pleito para obtener su libertad. Sobre la historia de esta decisiónjudicial y sus posteriores repercusiones en la legislación estadounidense sobre ciudadanía, verK.L. LARST:Belonging to America. New Haven-London, Yale University Press, 1989, cap. 4.

25 Citado en o.c., p. 43.

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holismo y embarazos juveniles. Más que una ausencia de reconocimiento, enmuchos casos puede afirmarse que se ha producido un mal reconocimientode estas colectividades. Sus relaciones con los respectivos gobiernos nacio-nales han estado históricamente mediadas por tratados que con demasiadafrecuencia se han incumplido en la letra y en el espíritu. Los intentos pater-nalistas de remediar sus males sociales mediante su asimilación como «ciu-dadanos plenamente partícipes en la vida cultural, social, económica ypolítica del país»26, han tenido por lo general resultados opuestos a los per-seguidos. Al margen de las consecuencias del impacto sobre sus estructurassociales de formas de vida más complejas y poderosas, se ha olvidado confrecuencia en sus respectivos países que los indígenas no son ciudadanoscomo los demás, que existen hechos históricos y jurídicos moral y política-mente relevantes a la hora de definir su forma específica de participación enla comunidad política en la que están englobados27. Así, mientras que elinfrarreconocimiento de las poblaciones negras se ha producido típicamenenegándoles su ingreso igualitario en la comunidad, los prejuicios contra losindígenas se han manifestado más bien en el rechazo de que constituyancomunidades distintas con formas de vida propias y, habría que añadir, par-ticularmente frágiles a la modernización28.

De todo lo visto puede concluirse que no todas las personas precisan elmismo tipo de reconocimiento en todos los contextos. En unos casos serápreciso eliminar diferencias adscritas, en otros propiciar un mayor reconoci-miento de las mismas, desenmascarar una falsa universalidad o deconstruirdeterminadas jerarquías valorativas. Quizá el único criterio común de justi-cia que pueda servir de referencia para todo ello sea el que Nancy Fraser hacalificado de «justicia bivalente». Este principio combinaría la «paridad par-ticipativa», esto es, la idea de que «la justicia requiere arreglos sociales quepermitan que todos los miembros adultos de la sociedad interaccionen entreellos como iguales», y la «paridad intersubjetiva»: «que los modelos cultu-rales de interpretación y valoración sean de tal manera que permitan expre-sar un respeto mutuo por todos los participantes y asegurar la igualdad deoportunidades para conseguir la estima social»29. Se trata, en definitiva, de

26 Estos fueron los términos con los que Pierre Elliot Trudeau, primer ministro de Canadá,justificó en 1968 la elaboración de un «libro blanco» sobre política indígena con fines asimila-cionistas. He aportado una breve mirada a la historia reciente de la política indigenista canadienseen F. COLOM: «Canadá: las comunidades indígenas», Nexos Nº 231 (marzo 1997), pp. 21-23.Sobre la evolución de su equivalente mexicana, véase G. DE LA PEÑA: «La ciudadanía étnica y laconstrucción de los indios en el México contemporáneo», Revista Internacional de FilosofíaPolítica, Nº 6 (diciembre 1995), pp. 116-140.

27 Sobre este punto, ver J. R. DANLEY: «Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minor-ties», en Philosphy and Public Affairs Nº 20 (1991), pp. 168-185.

28 W. KYMLICKA: «Liberalism and the Politicization of Ethnicity»,o.c., p. 248.29 N. FRASER, o.c., pp. 32-33.

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conciliar la «política de la diferencia» con la «igualdad liberal», una inte-gración que se aproximaría al concepto acuñado por Walzer como «igualdadcompleja»30.

Este tipo complejo de igualdad, a diferencia de la «igualdad simple», nosólo debe desacoplar posibles relaciones hegemónicas entre las distintas esfe-ras de los bienes sociales. Debe también apoyar la igualdad de oportunidadespara que los individuos persigan sus fines particulares y asuman los inevita-bles riesgos de la contingencia social sin el lastre añadido de estereotiposvalorativos que supongan un menoscabo para su amor propio. A su vez, estanoción de igualdad debe descartar la hipóstasis de las identidades culturales,cualquier supuesto derecho natural de las culturas a la supervivencia más alláde las preferencias y del uso efectivo que los individuos hagan de ellas. Estono es una llamada al darwinismo cultural. Una cosa es la desaparición de lasculturas a lo largo de los procesos históricos de transformación social y otramuy distinta dejarlas intencionadamente morir de inanición.

4. SUJETOS AUTÓNOMOS Y CULTURAS PROTEGIDAS

Llegado este punto cobran todo su significado las perspectivas filosófi-cas que vinculan el reconocimiento de la identidad con la autorrealización dela persona, ya que la equiparación sin más de dignidad personal e identidadcultural puede llevar a conclusiones paradójicas. Semejante identificaciónpodría suponer de partida un desplazamiento del peso de la preocupaciónmoral desde las necesidades de autonomía del individuo hacia las necesida-des expresivas de los grupos, pero no sólo eso. Si, en efecto, todas las cultu-ras societarias son funcionalmente equiparables en cuanto «bienesprimarios», esto es, si todas las estructuras culturales proporcionan los con-textos de intersubjetividad en los que nos formamos como sujetos morales ysi, además, estas estructuras son ajenas a nuestra elección, es decir, nos vie-nen dadas, no parecerían existir criterios para discernir normativamenteentre las múltiples formas posibles de aculturación o para poder imputarlesa éstas daños subjetivos.

Las culturas, en efecto, no son realidades estables. Carecen de contornosdefinidos, de sujetos fijos siquiera, y se transforman a lo largo de la vida delas personas. Los individuos, por lo demás, viajan, emigran, se dejan perme-

30 «Imaginemos una sociedad en la que los diferentes bienes sociales son poseídos en formade monopolios —como de hecho lo son y siempre lo serán, obstruyendo la intervención continuadel Estado— pero en la que ningún bien es generalmente convertible [...] Esta es una sociedadigualitaria compleja. Aunque existan muchas pequeñas desigualdades, la desigualdad no se mul-tiplicará mediante un proceso de conversión ni se sumará a través de los distintos bienes, ya quela autonomía de las distribuciones tenderá a generar una variedad de monopolios locales pose-ídos por distintos grupos de hombres y mujeres». M. WALZER, o.c., p. 17.

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ar por entornos culturales diferentes y aprenden a formar juicios sobre sí mis-mos y sobre los demás en contextos en continua evolución. Pese a ser algoexcepcional, uno puede nacer a una nueva religión, como San Agustín, o auna nueva lengua, como Conrad o Nabokov. Aun cuando la socializaciónmoral de los individuos tenga lugar en el seno de comunidades concretas ybajo unos rasgos culturales específicos, el aprendizaje del comportamientomoral como tal sí sería trasladable a otros contextos comunitarios31. En defi-nitiva, como ha señalado John Danley, «aunque la pertenencia cultural seacrucial para el desarrollo y la acción de las personas, de ahí no se sigue quela asimilación gradual y voluntaria a otra cultura amenace su amor propio.La mayoría de las culturas minoritarias no se enfrentan con la pérdida de lapertenencia cultural en términos absolutos, sino con la pérdida de una per-tenencia cultural concreta»32.

El tipo de argumentaciones presentadas hasta ahora parece cortado, a lamedida de las culturas liberales en las que los individuos gozan de autonomíapara revisar y replantear sus fines vitales. La teoría moral del reconocimien-to se enfrenta por ello con un grave problema ante las formas de vida que noreconozcan esa autonomía individual. Kymlicka ha sorteado el primero deestos problemas aludiendo a la ausencia de «expectativas razonables» que nospermitan imaginar que las personas vayan a prescindir en masa de sus propiosrecursos culturales. Aunque algunas así lo hagan a través de la emigración—matiza— por lo general renuncian a algo a lo que consideran que tienenderecho. Con respecto a las comunidades antiliberales, su reticencia a ir másallá del mero fomento de la educación en los valores del liberalismo se apo-ya en una combinación de criterios pragmáticos —la ineficacia de las deci-siones impuestas— y normativos —los derechos de autogobierno, allí dondeexisten, no pueden ser quebrantados33.

Chandras Kukathas ha defendido una variante de la teoría liberal que, aunreconociendo el papel de las estructuras culturales para el bienestar físico ypsíquico de los individuos, propone equiparar su estatuto al de las asociacio-nes voluntarias. En éstas, el único derecho fundamental que poseen los indi-viduos es el de abandonarlas. Esa posibilidad de «salida», en la terminologíade Albert Hirschman34, bastaría para provocar reacciones anticipadas por par-te de las élites comunitarias, sobre todo si la posibilidad de un abandono masi-

31 Para el desarrollo de esta idea, ver J. MUGUERZA: «Los peldaños del cosmopolitismo», enR. RODRÍGUEZ ARAMAYO, et al. (eds.): La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. Madrid,Tecnos, 1996, pp. 347-374.

32 J.R. DANLEY: o.c., p.180.33 O.c., pp. 122 y ss.34 A.O. HIRSCHMAN: Exit, Voice and Loyalty. Cambridge, Mas., Harvard University Press,

1970.

Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 55

vo y la constitución de una comunidad alternativa se convirtiesen en unaexpectativa verosímil35.

Esta propuesta puede gozar de validez limitada para comunidades antilibe-rales que no reclamen instrumentos políticos de autogobierno en el seno desociedades liberales. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que la mayoría denuestros ámbitos de vida, como el entorno familiar, los vínculos afectivos o lasprácticas religiosas y culturales en su sentido más amplio, difícilmente puedenadjetivarse de liberales, si por ello entendemos su sujección a «derechos» for-malmente recurribles36. Los daños derivados de la expulsión del seno de seme-jantes comunidades, aunque subjetivamente significativos para sus miembros,no son socialmente vinculantes y pueden ser compensados por las múltiplesposibilidades de pertenencia que ofrecen las sociedades liberales.

Sólo en sociedades cerradas y estructuralmente poco flexibles puede laexclusión de los individuos de su placenta cultural significar una condenaal ostracismo. El derecho de salida, sin embargo, no basta cuando las prác-ticas comunitarias antiliberales implican un daño a la integridad física o psí-quica de sus miembros y, desde luego, es manifiestamente inaplicable comocriterio de legitimación política. Kukathas ignora asimismo que en el con-texto ya de sociedades y minorías escrupulosamente liberales, la protecciónde las estructuras culturales de estas últimas a menudo sólo es posiblemediante la asignación de cuotas de representación y de fórmulas de auto-gobierno. Sin embargo, hay que tener buen cuidado en justificar cuáles pue-dan ser las razones aducibles para desplazar al individuo del centro de laprotección jurídica y reorientar ésta hacia los derechos de los grupos cultu-ralmente definidos.

Ciertamente, el reconocimiento de derechos específicos de grupo no casasiempre de forma impecable con las concepciones liberales tradicionales.Tampoco es fácil de asumir la idea de que el Estado pueda abandonar su neu-tralidad para promover una determinada concepción de la vida buena. La jus-tificación que he mantenido aquí es la de la defensa de la equidad frente asituaciones estructurales de desventaja. Los derechos diferenciados para lasminorías sólo estarían entonces legitimados si su capacidad de acción socialen condiciones de igualdad de oportunidades se viese sistemáticamente per-judicada por sus particulares adscripciones culturales. Como me he cuidadoen insistir, estos derechos no tienen por qué ser directamente culturales ni tie-ne sentido moral alguno proteger las culturas en nombre de algún supuestoderecho inherente de éstas a la supervivencia. Tan sólo he defendido los

35 O.c., pp. 237 y ss.36 La «liberalización» en este sentido restringido es precisamente uno de los aspectos de la

«colonización del mundo de la vida» sobre la que advierte Jürgen HABERMAS. Véase su Theoriedes kommunikativen Handelns. Frankfurt a.M. Suhrkamp, 1981 (Vol. II), pp . 470 y ss.

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hechos culturales en cuanto contextos constitutivos del ejercicio de la auto-determinación de las personas y sometidos, por tanto, a la influencia de lavoluntad de éstas37. Reconocer la pertenencia cultural de las personas comoun bien social, su papel en el amor propio de los individuos en cuanto miem-bros de la comunidad política y las particularidades jurídicas y políticas quesu protección implica no debe llevarnos, pues, a hipostasiar esa relación deidentificación hasta el punto de convertirla en un imaginario sujeto moral.

(27 de Mayo de 1997)

37 Kymlicka es a menudo ambiguo en torno a este punto. Así, cuando en algunos pasajesafirma que «deberíamos asegurar que todos los grupos nacionales tuviesen la oportunidad demantenerse como culturas distintas, si así lo deciden; esto aseguraría que el bien de la perte-nencia cultural estuviese igualmente protegido para los miembros de todos los grupos naciona-les», parecería que el bien de la pertenencia cultural fuese un objeto a preservar por sí mismo. Sinembargo, en otros pasajes afirma que «los derechos diferenciados de autogobierno compensande las desiguales circunstancias que sitúan a las culturas minoritarias en una desventaja siste-mática en el mercado cultural», enfatizando así la reponsabilidad de los actores culturales conrespecto a la contingencia de su propio legado. Ver Multicultural Citizenship, o.c. pp. 112-113.

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El derecho de las minorías a la diferencia cultural

Juan Carlos Velasco Arroyo

Los debates políticos más vivos en la actualidad giran, tras el agota-miento de las grandes ideologías, en torno a las demandas de reconocimien-to de los diferentes grupos nacionales y culturales. La articulación política delpluralismo cultural de las sociedades modernas no resulta, sin embargo, nadasencilla desde los instrumentos jurídicos del constitucionalismo democrático.El establecimiento de derechos especiales para determinadas minorías ha sidosin duda el recurso más socorrido. Pero esta técnica jurídica presenta impor-tantes dificultades conceptuales y prácticas. Así, y con carácter previo, nossale al paso la cuestión empírica de la identificación de los diferentes grupostitulares de derechos especiales o la pregunta no menos compleja referida a lajustificación de tales derechos. Desde una perspectiva más práctica, no puedeolvidarse tampoco el abuso histórico del lenguaje de los derechos de lasminorías en manos de ideologías de signo totalitario defensoras de la segre-gación racial. Por ello, el concepto de minorías debería emplearse con grancuidado. Como en tantos otros asuntos, la dificultad estriba en cohonestarvalores dispares: la libertad de los individuos y grupos con la igualdad detodos ante la ley. O, dicho con otras palabras, garantizar la coexistencia de losderechos humanos con los derechos de las minorías. Las respuestas teóricasmás representativas en los últimos tiempos basculan entre el reconocimientode derechos de las diferentes minorías entendidos como derechos colectivos(Charles Taylor) o la defensa de la diversidad cultural como derechos indivi-duales (Jürgen Habermas). Pero el intento más serio de justificar los derechosde las minorías desde las coordenadas del pensamiento liberal es, sin duda, lapostura de Will Kymlicka. Se trataría, en cualquier caso, de no desequilibrarla tensión entre el particularismo inherente a toda comunidad histórica y lapretensión universalista incorporada a la noción de Estado de derecho.

Juan Carlos Velasco Arroyo58

I

La coexistencia en un mismo marco geográfico de diferentes grupos étni-cos y culturales no es evidentemente un fenómeno nuevo en la historia huma-na. En los últimos siglos, sin embargo, cabe observar un aumento del gradode diversidad posibilitado por las sucesivas revoluciones de los medios detransporte y comunicación. Más allá de la constatación trivial, lo relativa-mente novedoso estriba en la creciente toma de conciencia de que en todoslos Estados —aunque con diferente grado de intensidad— se ha conformadoo se está conformando una realidad social poliédrica en su estructura y poli-fónica en sus manifestaciones, un mundo sumamente complejo en sus dife-rencias y no siempre concertado armónicamente. De este modo, la cuestiónde la articulación de un marco nuevo para regular la convivencia entre losgrupos humanos portadores de diversas culturas se ha ido abriendo camino enla actual agenda política: «En estos días resulta difícil encontrar una sociedaddemocrática o en proceso de democratización que no sea la sede de algunacontroversia importante sobre si las instituciones públicas debieran recono-cer —y cómo— la identidad de las minorías culturales desfavorecidas»(Gutmann, 1993, 13).

En algunos Estados —Colombia podría ser al respecto un buenejemplo— el mosaico social planteado por los grupos de asentamientoreciente con un origen dispar se superpone a la existencia previa de otrosgrupos en el mismo territorio. Una historia poco edificante ha provocado quelas primeras poblaciones, los grupos indígenas, se hayan convertido en unaminoría que ve seriamente amenazada su identidad. A veces a esta situaciónse añade además ese otro fenómeno —tan fecundo, por otra parte— del mes-tizaje de etnias y culturas. Todo esto contribuye ciertamente a desmentir lapretendida homogeneidad adjudicada de modo algo precipitado al Estado-nación: resulta patente la existencia de un entramado heterogéneo —la diver-sidad cultural— en el interior de aquello que se venía considerando que era,o debía ser, homogéneo —el ámbito geográfico unificado por la autoridadestatal—.

Para aclararse en este magma socio-político algo confuso, así como paraprecisar desde un inicio el sentido y el alcance de este artículo y evitar ade-más malentendidos, parece conveniente tratar de definir —aunque sea estipu-lativamente— el concepto de minoría que se va a utilizar. Aunque el términominorías alude a comunidades humanas numéricamente menores a otras, estaprimera determinación cuantitativa no parece que sea completamente decisi-va. En el significado de ese concepto sociológico se incluye la referencia a lacondición de subordinación (o incluso de marginación) de determinadascomunidades por razones históricas, políticas y sociales, esto es, grupossociales que no ocupan una posición dominante en el conjunto de la sociedad.

El derecho de las minorías a la diferencia cultural 59

El término minoría o grupo minoritario hace referencia, pues, a elementoscualitativos, más que cuantitativos o estadísticos: designa a cualquier grupode personas que recibe un trato discriminatorio, diferente e injusto, respectode los demás miembros de la sociedad. Un grupo tal se define, por tanto, porsu posición de subordinación social y no por su número. Así, v.gr., las muje-res, a pesar de representar la mitad de la población de cualquier sociedad,constituyen de hecho una minoría en numerosas sociedades (Osborne, 1996).Otro rasgo de esta delimitación conceptual sería que esos grupos humanos,cuyos miembros poseen características nacionales, lingüísticas, religiosas oétnicas diferentes al resto de la población, comparten además alguna con-ciencia de pertenencia que los mantiene unidos o, dicho con otras palabras,comparten una misma identidad colectiva.

Parece también conveniente establecer una tipología elemental de lasdiferentes minorías: así podrían distinguirse, en primer lugar, aquellas quepodríamos denominar minorías territoriales (en ocasiones, etnoterritoria-les), esto es, minorías que poseyendo algunas de las notas antes reseñadasconstituyen la población mayoritaria en una determinada región geográficade un Estado soberano y expresan demandas de autogobierno político en eseterritorio; y, en segundo lugar, aquellas otras minorías que llamaré minorí-as dispersas —pues se encuentran diseminadas por todo el territorio de unEstado— y que son portadoras de demandas de reconocimiento público desu singularidad cultural, pero no tanto de autogestión política. Un ejemploclaro del primer tipo de minorías sería el de los habitantes francófonos delQuebec. Para el segundo tipo, se podría pensar en el caso de los gitanos enEspaña o de los turcos en Alemania, por mencionar dos situaciones biendiferentes: en un caso se trata de una minoría establecida históricamente alo largo y ancho del territorio de un Estado y en el otro de una minoría asen-tada recientemente y que todavía no ha roto los lazos con el país de origen.Estas distinciones algo elementales ofrecen un instrumento conceptual bási-co para la reflexión teórica sobre el modo de reconocimiento público, conplasmación jurídica, que cada caso merece. El desarrollo de este artículo secentrará en los problemas específicos que plantea el reconocimiento delas minorías dispersas y tan sólo se tendrá en cuenta el caso de las mino-rías etnoterritoriales a la hora de examinar un conocido ensayo de CharlesTaylor (1993). Para el reconocimiento de las minorías etnoterritoriales, con-sidero oportuna la articulación de determinadas regulaciones federales decarácter asimétrico en los ámbitos simbólico-cultural, institucional y com-petencial (cfr. Requejo, 1996 y Kymlicka, 1996a), pues como afirma Haber-mas (1993, 171): «La vía del federalismo se ofrece ciertamente como unasolución cuando los miembros de los diferentes grupos étnicos y de los dis-tintos mundos culturales de vida se pueden deslindar unos de otros territo-rialmente».

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LA DIMENSIÓN COLECTIVA Y PÚBLICA DEL RECONOCIMIENTO DE LA DIFERENCIA

Para las concepciones liberales del derecho y del Estado, basadas en la neu-tralidad de la esfera pública, el reconocimiento de las diferencias y de los dere-chos específicos de las minorías representa un serio desafío. Desde unaconcepción formalmente universalista o cosmopolita se tiende a considerarque los problemas de convivencia multicultural deben resolverse, en virtud dela común pertenencia al género humano, mediante la estricta aplicación de losmismos derechos a todos los individuos, sin contemplar las diferencias parti-culares de los mismos. Se recuerda que el derecho es neutral y sólo estableceel marco general para el desenvolvimiento de las libertades individuales y, enconsecuencia, no cabría hablar de derechos de los grupos minoritarios, sino tansólo de derechos de los individuos que los integran. Esa concepción concuer-da con la teoría tradicional de los derechos humanos, según la cual éstos sólose aplican a los individuos porque son los únicos sujetos de derechos. Todoindividuo tiene derecho a las mismas libertades según leyes generales, rezabala fórmula kantiana. Se parte, pues, como presupuesto normativo, de la igual-dad esencial entre todos los seres humanos que los hace merecedores de losmismos derechos: la dignidad humana. Lo diferente en cada individuo es con-siderado como adjetivo e insustancial. De este modo, la consiguiente abstrac-ción de la pluralidad humana y de las diferencias naturales que esta ideapresupone no puede alcanzar un grado mayor. La dimensión comunitaria,intersubjetiva, del ser humano es dejada de lado y asimismo se pasa por altoque el proceso de individuación sólo es posible a través de la socialización delos sujetos (como ha puesto de manifiesto, entre otros, los estudios de G.H.Mead, cfr. Habermas, 1990, 188-239) y que, en definitiva, como nos enseñóHegel (cfr. Honneth, 1997), la autoconciencia de los hombres depende de laexperiencia de reconocimiento social. Según las ideas propias de este univer-salismo abstracto, cabe reivindicar la libertad de expresión religiosa, lingüísti-ca o cultural, pero siempre que se haga a título individual. Sin embargo, talesmanifestaciones de particularidad no tienen realmente una forma de expresiónestrictamente personal ni reservada a la esfera privada, por lo que su recono-cimiento como derecho individual no se compadece bien con su sentido másprofundo ni con su realidad fenomenológica. Así, por ejemplo, al considerar elderecho a hablar la propia lengua no se discute la utilización meramente pri-vada de la misma, sino sobre todo su uso público en la administración, en laeducación o en los medios de comunicación. El reconocimiento de estas dife-rencias culturales no puede quedar relegado al ámbito de la privacidad, sinoque precisa una serie de medidas políticas públicas, respaldadas por el Estado:un compromiso político con los valores del pluralismo cultural.

El universalismo y el individualismo que subyacen a la teoría clásica delos derechos humanos impiden a menudo una comprensión adecuada de los

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problemas generados por la diversidad cultural. Incluso se puede llegar aenfocar bien la cuestión, pero ser incapaz de ver otras posibilidades. Así, enun artículo sobre esta materia, se planteaba la siguiente pregunta: «¿Quémecanismos políticos y jurídicos deben ser creados para una efectiva protec-ción de las minorías?» (Fernández, 1992, 75). La respuesta dada por el mis-mo autor era sumamente representativa del modo de pensar liberal: «elrespeto a las minorías no es más que una consecuencia del reconocimiento delderecho a la autonomía y a la libertad personales», y por lo tanto basta con elestablecimiento de un marco jurídico general que garantice los derechoshumanos e institucionalice la tolerancia. Pero, en realidad, ¿basta con estoscriterios tan generales para proteger la identidad de los diversos grupos cul-turales que integran una sociedad plural?, ¿es éste el modo adecuado de ges-tionar la diferencia? Hay quienes responden negativamente a ambascuestiones. Dado que las reivindicaciones de ciertas minorías no sólo persi-guen la abolición de la segregación y de la exclusión social, sino el reconoci-miento de sus peculiaridades culturales, «el estatuto jurídico de las minoríasno parece satisfecho sólo mediante la referencia a derechos individuales»(Javier de Lucas, 1994, 200). En un sentido similar se manifiesta tambiénJeremy Colwill (1994, 213): «la contradicción fundamental entre la protecciónadecuada de las minorías y la dominación de una estructura individualista yuniversal de los derechos humanos permanece sin resolver». Pues, en defini-tiva, «el derecho a igual protección jurídica significa simplemente que elderecho debe tratar a todo el mundo de la misma manera; los poseedores deestos derechos son, con otras palabras, individuos despojados de todas susdiferencias y sacados de sus contextos culturales, sociales y económicos»(ibídem, 214).

Parece conveniente, en todo caso, relativizar esa visión individualista delderecho, que con frecuencia sólo alcanza la categoría de tópico. En el dere-cho moderno, pero no en el derecho de corte puramente liberal, sino en elconstitucionalismo propio del Estado social y democrático de derecho, seadmite la existencia de derechos colectivos tales como la libertad sindical. Alos sindicatos, en cuanto colectivos, se les reconocen unos derechos de repre-sentación y negociación. Es preciso advertir algo que puede ser sumamenteinteresante para la construcción de una sociedad multicultural: en la regula-ción de un derecho de titularidad colectiva como es la libertad sindical semantiene, sin embargo, una referencia individual, pues se niega la posibilidadde la sindicación obligatoria (propia tan sólo de sistemas totalitarios) y cadaindividuo conserva la libertad de sindicarse o no, de optar por afiliarse entrelos diversos sindicatos existentes o de fundar uno nuevo. Resultaría, en todocaso, una actitud reductivista sostener que los individuos son los únicos titu-lares posibles de los derechos, dado que no existen suficientes razones ni enel orden teórico ni en el orden práctico para negar que los grupos o los colec-

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tivos sociales puedan serlo también, con tal de que no se llegue a anular laautonomía individual. El límite irrebasable en el reconocimiento de los dere-chos colectivos es que no se obligue a nadie contra su voluntad a ser titularde un derecho en cuanto miembro del grupo, esto es, que se mantenga ínte-gramente la condición de adscripción voluntaria al grupo. Esta condiciónsería trasladable a la configuración de los derechos de las minorías: los dere-chos colectivos no pueden hacerse valer por las minorías para limitar la liber-tad de sus miembros.

A pesar del predicamento del que todavía goza la visión individualista delos derechos humanos antes expuesta, los documentos más representativosdel actual derecho internacional —la Declaración Universal de los DerechosHumanos de 1948 y el Pacto Internacional de 1966 sobre derechos sociales,económicos y culturales— reconocen el derecho individual «a tomar parte enla vida cultural de la comunidad» así como el derecho colectivo a desarrollary difundir la propia cultura: expresiones, que pese a su vaguedad extrema,señalan un marco programático que deberá ser completado por un desarrollojurídico más preciso. Es conveniente no pasar por alto, en todo caso, el datode que en esos documentos internacionales el titular de los derechos cultura-les es una entidad colectiva, los «pueblos», esto es, grupos sociales no defi-nidos o vagamente caracterizados.

Una objeción común de tipo legalista contra el establecimiento de unaregulación jurídica peculiar para determinados colectivos en un mismo mar-co estatal consiste en advertir que esas medidas implican una ruptura de launidad del ordenamiento jurídico y de la jurisdicción. Esa objeción puede sercontestada recordando que el derecho es, en realidad, mucho más flexible delo que algunos amantes del orden jurídico piensan. El pluralismo jurídico, esdecir, la situación que se produce cuando en el mismo espacio sociopolíticoexisten o son válidos dos o más órdenes jurídicos, es un hecho en las socie-dades avanzadas y no sólo en sociedades poco desarrolladas donde aún no seha alcanzado el monopolio estatal del derecho (cfr. Javier de Lucas, 1995).

¿QUÉ GRUPOS MINORITARIOS SERÍAN ACREEDORES DE DERECHOS COLECTIVOS?

Antes de dilucidar de qué clase de derechos son acreedores las culturasminoritarias ha de plantearse una cuestión de carácter general, de no tan fácilrespuesta, acerca de la identificación del sujeto colectivo legitimado para eleventual disfrute de esos derechos: ¿cúales son los criterios disponibles paraidentificar una minoría?; ¿qué minorías tienen derecho a una protección espe-cial?; ¿las minorías autóctonas o las comunidades recientemente instaladas?Teniendo en cuenta la idea de la validez universal de los derechos humanos,no parece muy admisible que pueda diferenciarse entre las minorías autócto-nas y aquellas otras instaladas tras las nuevas migraciones: esta misma dis-

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tinción suscita múltiples polémicas. En cualquier caso, la diversidad culturalentre los seres humanos no es un fenómeno natural ni objetivo, sino artificialy subjetivo o, mejor dicho, intersubjetivo y construido a lo largo de un pro-ceso histórico. De ahí que sea preciso evitar el riesgo de definir los rasgos deidentidad a partir de mitos y esencias intemporales. La identidad colectiva, aligual que la identidad individual, no es un dato invariable, sino un proceso debúsqueda permanente. Y dado que la conciencia de identidad colectiva, almenos, en los grupos minoritarios, surge comúnmente a través de experien-cias negativas de marginación, parece más justificado postular procesos diná-micos de interpretación de la identidad colectiva en los que puedan participartodos los que se sientan concernidos. La consideración de elementos subjeti-vos y voluntaristas no estaría entonces fuera de lugar. Así, si observamos lagénesis histórica de los derechos humanos, vemos, en efecto, que éstos nun-ca —o casi nunca— fueron concedidos gratuitamente por el poder estableci-do, sino que fueron reclamados y exigidos tras dolorosas experiencias deinjusticia y conquistados mediante largas luchas sociales1. De modo semejan-te, las diferentes minorías culturales que han sentido directamente el despre-cio y la marginación social pueden llegar a encontrar en tales experiencias elmotivo inductor o la fuerza impulsora para emprender acciones de resistenciapolítica en pro de determinados derechos. En este mismo sentido, podríarecordarse aquí el surgimiento de los derechos sociales, que en su origen nofueron sino concesiones arrancadas por las luchas del movimiento obrero, oen el reconocimiento de la igualdad de derechos de las mujeres como unaconsecuencia del esfuerzo del movimiento sufragista.

Aunque a través de las luchas por el reconocimiento social se llegara adespejar ese complejo problema de la identificación de los posibles grupostitulares de especiales derechos de protección, todavía persistiría la dificul-tad referente a la justificación de los derechos colectivos, esto es, a las razo-nes que podrían alegarse en favor de la atribución de derechos no a losindividuos aislados sino a comunidades, a grupos de individuos articuladosen torno a una cultura compartida (historia, literatura, forma de hablar, siste-ma de creencias, estructura de acción, etc.). Cabe recordar que tan sólo a par-tir de la I Guerra Mundial se plantea por vez primera de un modo serio lacuestión de la protección de las minorías en su dimensión colectiva, esto es,entendida no simplemente como la tutela de cada uno de los miembros quelas integran. Desde entonces, las minorías se convierten en un caso típico de

1 Cfr. A. HONNETH, 1997, 160-169. Los grupos sociales se despliegan a lo largo de la his-toria en procesos de hegemonía, dominio y resistencia, de ahí que las relaciones de poder desem-peñen un papel central en la configuración de las identidades de los colectivos humanos. Ladialéctica entre el amo y el esclavo, descrita por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, puedeiluminar el proceso de conformación de las identidades —mutuamente dependientes— de losgrupos sociales hegemónicos y de los subordinados.

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protección jurídica colectiva. La Sociedad de Naciones acordó un complica-do sistema de protección de la identidad étnica, cultural, lingüística y reli-giosa de las minorías existentes principalmente en Europa Central. Dichosistema contemplaba un conjunto de garantías respecto al uso de la lengua ya ciertas instituciones de autogobierno de las minorías, así como al manteni-miento de ciertos fueros especiales: un conjunto de medidas e instrumentoslegales de difícil articulación, de discutible eficacia y que se revelaron comofrecuente causa de inestabilidad. Al constituirse las Naciones Unidas comola organización internacional que al finalizar la II Guerra Mundial reempla-zaba a la Sociedad de Naciones, se produjo una transición desde el énfasisanterior en la «protección de las minorías» hasta el actual fomento de laspolíticas de «prevención de la discriminación», algo que puede observarseen los mismos documentos fundadores de la organización y en los docu-mentos internacionales sobre derechos humanos refrendados desde entonces.Esta nueva orientación ha favorecido las actuaciones prácticas animadas poruna intención profundamente integracionista y dirigidas a la supresión de lasdiferencias mediante medidas antidiscriminatorias de talante liberal, en nadafavorecedoras del pluralismo cultural. Al respecto, sostiene Colwill (1994,217): «En el contexto específico de protección de las minorías, la adhesióncontinuada a la forma universal de los derechos humanos equivale, en efec-to, a una conspiración con políticas de asimilación e integración, y a una des-trucción eventual de las minorías». Una consecuencia perversa de esaconcepción es el hecho de que toda gestión internacional dirigida a la pro-tección de las minorías pueda ser juzgada como una intromisión intolerableen la soberanía de los Estados.

Pero, ¿qué argumentos pueden ofrecerse en favor de la protección de lasminorías culturales, entendida dicha protección no tanto como un derechoindividual que podría derivarse directamente del catálogo de derechos, sinocomo un derecho atribuido a determinados grupos? Una primera posibilidadsería considerar el derecho de protección de las minorías como una conse-cuencia directa de la prohibición general de discriminación. Una vía alter-nativa consistiría en plantear los derechos de las minorías como unaimplicación lógica del mandato general de la tolerancia de lo diferente. Yuna tercera línea de argumentación, que subsumiría las dos anteriores,podría apoyarse en un principio clásico de la justicia: lo igual debe ser tra-tado de igual modo y lo desigual de modo desigual. De esta manera podríaabogarse por la diversidad y la pluralidad, sin abjurar de la consideración dela idea de igualdad. Pues, aunque constituya una obviedad recordarlo, losseres humanos son iguales y, a la vez, diferentes, individualizables, impli-cándose mutuamente ambas proposiciones. La diferencia es la expresión dela igualdad. La dificultad radica ahora en encontrar con respecto a qué sondiferentes los individuos, cuál es el tertium comparationis. El reto, como se

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pone de manifiesto en el clásico debate en torno a la igualdad y la diferen-cia, es alcanzar este propósito sin poner en peligro un principio básico detodo Estado moderno y liberal como es la igualdad ante la ley. Pero estanorma fundamental tampoco es sagrada: aunque para el derecho no existe,en principio, acepción de personas en razón de su sexo, raza, religión, etc.,el propio orden jurídico no ignora la existencia de diferencias reales entrelos hombres a la hora de imponer distintas obligaciones (v.gr. el carácterprogresivo de los deberes fiscales). Ciertamente cualquier criterio demarca-dor que se adopte entrañará siempre riesgos y más aún cuando se trata declasificar a las personas por grupos étnicos o adscripciones culturales, conla amenaza no remota de hundirse en eternas disquisiciones metafísicas. Enel caso de que se optara por un criterio culturalista —con todas las ambi-güedades que comporta— como candidato idóneo, el argumento que tuvie-ra como premisa mayor el susodicho principio de la justicia rezaría así:dado que la capacidad de reproducción social, incluso de supervivencia, decada cultura es sensiblemente diferente, cada grupo portador de una culturarequerirá una atención distinta para garantizar la conservación de su patri-monio cultural en un sentido amplio. Pero, aparte de cargar con nuevos pro-blemas lógicos, con ello sólo se habría desplazado el objeto de lacontroversia, porque ahora habría que dilucidar qué es lo que se entiende porel vocablo cultura. Dejémoslo aquí, pues con lo dicho sólo se pretendíamostrar la cadena de dificultades que entraña buscar un acuerdo sobre lamateria de marras.

SOBRE LA COMPATIBILIDAD ENTRE EL DERECHO A LA DIFERENCIA Y EL PRIN-CIPIO DEL IGUALDAD

La cuestión puesta a debate no es el derecho de las diferentes minorías ala igualdad, pues quien niega tal derecho se coloca fuera del discurso demo-crático. La cuestión que el multiculturalismo ha conseguido llevar a la pales-tra pública es, más bien, el derecho de las minorías a salvaguardar susdiferencias constitutivas. A mi entender, representa una falsa polémica con-cebir como actitudes antagónicas o contradictorias el mantenimiento de laidea de universalidad de los códigos normativos y la afirmación simultáneade las diferencias particulares entre los individuos y grupos humanos. Aunquese trate de un malentendido bastante extendido, carece de sentido contrapo-ner el principio de igualdad («todos los hombres son iguales» u otras expre-siones constitucionales de parecido tenor) con el reconocimiento de lasdiferencias entre los seres humanos, pues, en realidad, la noción de diferen-cia no es antónima de la noción de igualdad, sino de la noción de homoge-neidad o uniformidad. Una sociedad justa, tal como afirma John Rawls, debedistribuir los bienes básicos desigualmente con el fin de favorecer a los que

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se encuentran en situaciones más desfavorecidas. Esta aparente desigualdadde trato no es ninguna muestra de injusticia, sino de todo lo contrario. Loinjusto es tratar situaciones diferentes del mismo modo. Y de lo que se trataaquí es de cómo dar relevancia normativa a los hechos diferenciales a nivelgrupal, más que a nivel individual.

La idea de universalidad se ha de concretar primordialmente en el reco-nocimiento de los derechos de ciudadanía a todos los individuos. Sinembargo, el individuo no queda por ello de ningún modo reducido a la solacondición de ciudadano. Su identidad personal es mucho más rica e integraelementos referentes a las relaciones de parentesco y de vecindad, de con-fesionalidad religiosa, de comunidad lingüística, y de colectividades devariada índole. Cada ser humano es, por constitución antropológica, un serúnico e irrepetible. Y, lo que es de suma importancia, a la hora del recono-cimiento de derechos especiales a las diversas minorías, esas diferenciasentre los seres humanos no sólo se manifiestan a nivel individual, sino tam-bién de forma colectiva. De la valoración de esa diversidad humana comoun factor enriquecedor para la vida social, y no sólo del mero reconoci-miento del hecho bruto de la heterogeneidad entre los humanos, lo cualimplicaría una suerte de falacia naturalista, se deriva la elevación de la dife-rencia a la categoría de derecho básico. Y ese reconocimiento de la diferen-cia como derecho no es incompatible con un sistema democrático, ni con launiversal e igual condición de ciudadano atribuible a todos y cada uno delos individuos. En el «derecho a la diferencia», el derecho es lo universal, yen él es donde se da y es posible la diversidad. No hay, pues, por qué renun-ciar de antemano a la posibilidad de una fundamentación universalista delos derechos culturales de las minorías, pues, como sostiene Alain Tourai-ne, «son a la vez derechos a la diferencia y reconocimiento del interés uni-versal de cada cultura. Porque una cultura no es un conjunto particular dereglas y creencias, sino un esfuerzo por dar sentido universal a una expe-riencia particular» (Touraine, 1995, 21). La regulación del derecho a ladiferencia sin introducir alguna referencia de valor universal sí contribui-ría a potenciar un relativismo cultural y normativo cargado de un inmensopotencial conflictivo.

II

Llegados a este punto en el que las aporías no hacen sino aflorar unadetrás de otra, quizás fuese útil fijar la atención en alguna discusión teóricaque verse sobre este particular con el fin de encontrar alguna senda transita-ble. La justificación normativa de derechos especiales para determinadasminorías tiene, como ya se ha señalado, un difícil anclaje en una democraciade corte liberal. Precisamente esta cuestión constituye uno de los motivos

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centrales del debate todavía en curso entre comunitarismo y liberalismo2, queha sido retomado como objeto de una particular disputa entre Charles Taylory Jürgen Habermas. Ambos comparten la exigencia de reconocimiento deri-vada del ideal de la dignidad humana y ambos admiten también que dicha exi-gencia apunta en dos direcciones: tanto a la protección de los derechos de losindividuos en cuanto seres humanos, como al reconocimiento de los interesesde los individuos en cuanto miembros de grupos humanos específicos. Ladivergencia fundamental entre ambos autores estriba en la defensa que haceTaylor de una política del reconocimiento diferenciado de las culturas mino-ritarias frente a la política del reconocimiento igualitario de los individuospertenecientes a esas culturas por la que aboga Habermas. En lo que sigue,tan sólo se recogen algunos de los argumentos esgrimidos en dicha disputa,sin ánimo de realizar un relato completo de la misma.

LA REIVINDICACIÓN DE LA «POLÍTICA DE LA DIFERENCIA» (TAYLOR)

En el ensayo «La política del reconocimiento» (1993), Taylor se ocupa delas cuestiones relativas a la justificación de las distintas formas políticas detratamiento de la diversidad cultural. El punto de partida lo sitúa en el entra-mado cultural como elemento constitutivo de los procesos de formación de laidentidad personal. Tal como ya había sostenido en otros escritos suyos (v.gr.Taylor, 1996), considera que el reconocimiento intersubjetivo de la identidadcultural resulta clave para la autocomprensión y el autorrespeto del ser huma-no. Ese reconocimiento mutuo de diversas identidades sólo es pleno en lamedida en que se da un acuerdo sustantivo sobre determinados valores, estoes, dentro de un denso horizonte axiológico compartido (ahí se muestra la cla-ra impronta comunitarista del autor). En ese proceso, las relaciones dialógi-cas desempeñan un papel esencial. Hasta aquí toda su argumentación pareceimpecable. Sin embargo, cabe objetarle que sus incursiones en la metáfora dela interioridad —y de la voz interior— no resultan el cauce más acertado paraun planteamiento que pretende ser político (o, al menos, de filosofía política),ni su percepción existencial de la búsqueda del sentido mediante la categoríade autenticidad permite establecer un enlace nítido con la dimensión política.En su reconstrucción de los hitos de la constitución del yo moderno, en pri-

2 Cfr. C. THIEBAUT, 1992, 53-63. Desde el siglo XVIII el discurso social de la modernidadha girado bajo distintos títulos en torno a un único tema: pensar en un «equivalente del poder uni-ficador de la religión» tras el desencantamiento del mundo (Habermas, 1989, 172). Mediante estaidea sería posible diferenciar entre comunitaristas y liberales (cfr. WELLMER, 1996, 79-80): losliberales argumentan que una sociedad basada en la garantía de los derechos individuales puedegenerar un equivalente funcional de la religión que mantenga integrados a todos los miembros deuna sociedad; los comunitaristas, por su parte, afirman que sólo en el contexto de formas de auto-determinación comunitaria —que asuman una concepción compartida de bien— los derechoshumanos pueden encontrar un sentido no destructivo.

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mer lugar, y en su presentación de la cuestión del reconocimiento de las par-ticularidades culturales, en segundo lugar, Taylor quiere aportar una perspec-tiva filosófica históricamente informada, aunque en realidad tan sóloselecciona una serie de autores, eso sí, clásicos, pertenecientes a una deter-minada tradición, que podría denominarse romántica, pero que no puede iden-tificarse como la única tradición moderna relevante: Agustín, Rousseau,Herder y Hegel. Así, tras introducir el ideal moral de fidelidad a la propiaidentidad personal, Taylor recupera de una mano tan dudosa como es la deHerder la siguiente idea: los pueblos deben ser fieles a sí mismos y a su par-ticular modo de ser, dando pábulo de este modo a una interpretación esencia-lista y, a la vez, sumamente reaccionaria y autoritaria de la nación. En Taylorfalta, en definitiva, una reflexión sobre las mediaciones políticas necesariaspara implementar su pensamiento filosófico de modo que sea compatible conla democracia.

La identidad cultural del individuo representa un bien o valor básico que,según Taylor, el liberalismo ignora. El individuo llega a ser tal tan sólo encontextos sociales dados: la formación de la identidad individual es una cons-trucción social. Para un comunitarista como Taylor, un contexto o marco cul-tural seguro constituye un artículo primario y básico para la consecución deuna buena vida individual, por lo que mantiene una significación existencialincluso en las sociedades avanzadas caracterizadas por la distribución de fun-ciones como forma de integración social. Por ello cuestiona la pretensión uni-versalista —de raíz ilustrada— de imparcialidad de la esfera pública ante ladiversidad cultural. Sospecha que un universalismo meramente abstracto pue-de considerarse, por su manifiesta inclinación hacia la homogeneidad, comoun factor negador de los hechos diferenciales y, por tanto, de la identidad mis-ma de las personas. Según Taylor, no puede negarse que el pluralismo cultu-ral de nuestras sociedades, la afirmación de la diversidad, constituye ademásde un factum, el suelo sobre el que debe levantarse cualquier planteamientopolítico de carácter democrático. Dando un paso más, acusa abiertamente a laconcepción liberal de etnocentrista, ya que bajo el barniz de una cultura polí-tica universalista se esconde realmente una forma de vida concreta, acuñadasegún patrones genuinamente occidentales. Un particularismo bajo la másca-ra de lo universal: «los propios liberalismos 'ciegos' son el reflejo de culturasparticulares» (Taylor, 1993, 68 y cfr. 92-93) que poseen una voluntad deimponerse hegemónicamente. Aunque la objeción de eurocentrismo está jus-tificada en el sentido de que Europa es el hogar cultural de un pretendido uni-versalismo, sin embargo, puede considerarse —ahora en contra de la opiniónde Taylor— que es infundada en la medida en que dicho universalismo es ensí mismo esencialmente antiparticularista: pone las bases para un reconoci-miento de la libertad inherente a todos los seres humanos y de todas las tradi-ciones culturales.

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Se suele dar por sentado —así se argumenta en el discurso de Taylor—que en un sistema democrático respetuoso con los derechos humanos no esadmisible (en base a la interdicción de intervenciones discriminatorias decarácter negativo) que existan minorías oprimidas o perseguidas, esto es, quedeterminados grupos humanos sean discriminados negativamente en la titula-ridad y en el disfrute de los derechos que poseen los otros miembros de lacomunidad política. Si bien esta formulación negativa no suele cuestionarse,no sucede lo mismo con la justificación del reconocimiento activo de dere-chos a las comunidades minoritarias presentes en un determinado Estado.Más controvertible aún son las medidas de intervención activa, promovidascon el fin de que dichas comunidades no pierdan su identidad cultural y/opuedan acceder a bienes básicos (educación, trabajo, sanidad, etc.) en igual-dad de oportunidades reales con el resto de la población. En principio, la meranoción de derechos particulares (que podría confundirse con la categoría defuero o privilegio, en el sentido de «hacer una excepción») parece entrar enflagrante contradicción con el principio democrático de igualdad de derechosy, más concretamente, con aquella interpretación del mismo que exige quetodos los hombres deben ser considerados del mismo modo y que reclama quela ley se muestre consecuentemente neutral o «ciega», por principio, ante lasdiferencias que presentan los sujetos individuales y que, por tanto, desconoz-ca el conjunto de particularidades que conforman la complejidad real delgénero humano. Sin embargo, dado que las condiciones de partida no soniguales para todos los miembros de una sociedad, la aplicación ciega de nor-mas no hace sino consagrar la desigualdad originaria: aplicar estrictamente elprincipio de igualdad a situaciones de hecho desiguales es conculcar el prin-cipio mismo. Sólo si se posterga el principio de igualdad formal ante la ley ysimultáneamente se realza el principio de igualdad real de oportunidades esta-ría justificado articular medidas que procurasen la equiparación de los parti-cipantes en el campo de juego hasta que puedan entrar de nuevo en vigor lasantiguas reglas ciegas, hasta que nadie pueda ser perjudicado por su empleo(cfr. Taylor, 1993, 63). Si se siguen estas pautas, nada impide que encuentrenun sitio en una concepción de la justicia como imparcialidad ciertas medidasde carácter temporalmente limitado —normas meramente coyunturales—puestas en vigor con la finalidad expresa de fomentar la integración de losgrupos minoritarios: éste es el caso de las acciones conocidas como «discri-minación positiva» (cfr. Velasco, 1998).

HABERMAS VS. TAYLOR:EL RECONOCIMIENTO CONSTITUCIONAL DE LAS DIFERENCIAS CULTURALES

Taylor no pretende, según él mismo confiesa, situarse fuera del modeloliberal, ni de la perspectiva universalista, ni mucho menos postular un siste-

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ma que viole los derechos fundamentales de los individuos. No oculta, sinembargo, sus problemas con el liberalismo concebido desde el horizonte dela heterogeneidad, es decir, como una respuesta al fenómeno del pluralismosocial. No asume, en especial, ese liberalismo especializado, empleando pala-bras de Walzer (1984), en el «arte de la separación», esto es, en la diferencia-ción de esferas (público/privado; ciudadano/persona; política/cultura;iglesia/estado, etc.). Quizás para evitar ese escollo, Taylor distingue a su vezdos modos de ser liberal: por una parte, una versión dominante que él carac-teriza como el modelo procesualista del liberalismo o liberalismo de los dere-chos; por otro lado, un modelo sustancialista del liberalismo. Michael Walzer(1993), en su comentario al artículo de Taylor, denomina a estos dos modelos«Liberalismo 1» y «Liberalismo 2» respectivamente, y por comodidad seseguirán aquí esas etiquetas. El Liberalismo 1, guiado por el principio de«igual dignidad» de todos los seres humanos, otorga una clara prioridad a losderechos individuales y a las provisiones no discriminatorias sobre cualquierclase de metas colectivas. Mediante la aplicación uniforme de esas reglas secomporta como si fuera «ciego a las diferencias» culturales existentes en lasociedad. El Liberalismo 2 se formula, por el contrario, en torno a la supervi-vencia de una determinada cultura —la mayoritaria en el entorno social—como una legítima meta colectiva, siempre que queden protegidos adecuada-mente los derechos básicos de los individuos. La imposición de algunas res-tricciones a los derechos individuales no básicos —privilegios einmunidades— puede justificarse en nombre del objetivo colectivo de lacomunidad mayoritaria antes formulado.

La idea de Taylor de que el Liberalismo 2 (con sus políticas públicas dereconocimiento de las diferencias colectivas) es sólo una corrección o unamejora de una comprensión inadecuada de los principios liberales propuestospor el liberalismo 1 (igualdad de reconocimiento a través de derechos indivi-duales), debe considerarse errónea, pues, en realidad, el Liberalismo 2, talcomo lo formula Taylor, «ataca esos principios en sí mismos y pone en cues-tión el núcleo individualista de la comprensión moderna de la libertad»(Habermas, 1993, 150).

El malentendido básico existente entre Taylor y Habermas se debe, segúnmi interpretación, al diferente escenario social en que imaginan la realiza-ción de sus respectivas políticas del reconocimiento: Taylor tiene en mente,ante todo, la situación de Quebec, caso prototípico de una minoría etnoterri-torial, y la cuestión de la justificación normativa de las leyes lingüísticas enfavor del francés; Habermas, por su parte, presta atención al caso de lascomunidades de emigrantes cada vez más numerosas en Europa, las minorí-as dispersas, pues éste es el modo como emerge el pluralismo cultural en elViejo Continente. El texto de Habermas mantiene finalmente una intenciónpolítica crítica, en concreto, con respecto a la nueva regulación restrictiva del

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derecho de asilo en Alemania, así como frente a la respuesta legislativa dadaal fenómeno inmigratorio en general. Hay que advertir que mientras en laprovincia de Quebec existe una clara reivindicación de autogobierno comoforma de garantizar la cultura francófona, en los casos europeos a los que serefiere Habermas sólo se formulan demandas de reconocimiento jurídico dela particularidad cultural, pero no de autogestión política. Si esto es así, noparece extraño que según Habermas se puedan aceptar demandas de autono-mía cultural siempre que exista un suficiente nivel de lealtad constitucional,esto es, de aceptación del marco político con sus principios básicos.

Habermas constata —como contrapunto a la exposición de Taylor— queel fenómeno de la inmigración masiva plantea la cuestión de cuáles son lascondiciones legítimas de entrada de los extranjeros en un país. La novedadaportada por el filósofo alemán con respecto al canadiense es vincular estacuestión y, en general, todas aquellas relativas al pluralismo cultural emer-gente en el continente europeo, con el desarrollo de una teoría de la demo-cracia. Habermas empieza distinguiendo dos tipos de asimilación ointegración de los extranjeros: la integración política —que implica la acep-tación del marco político— y la aculturación propiamente dicha —entendi-da como asimilación de una nueva forma de vida y la pérdida de las raícespropias—. Y sostiene que en un Estado democrático de derecho está justifi-cada la búsqueda de la primera forma de integración, esto es, que se exija alos nuevos vecinos una disposición a adaptarse a los hábitos políticos delnuevo hogar con el fin de garantizar tanto el mantenimiento de la conviven-cia pacífica en libertad como de la identidad comunitaria, pues de lo que setrata es, en definitiva, de convivir disfrutando de los mismos derechos y obli-gaciones. Hay un amplio ámbito de libre disposición existencial del ciuda-dano sobre el cual el Estado no tiene nada que decir. Fiel en esto al postuladoliberal de separar política y cultura, defiende que el Estado carece de finesculturales específicos, que ésta es una cuestión propia de la expresividad delos individuos. No es tarea del Estado la reproducción cultural de la socie-dad, sino tan sólo la reproducción política. No es necesario, por tanto, pre-tender la aculturación, porque la identidad de una sociedad democrática«depende de los principios constitucionales anclados en la cultura política yno de las orientaciones éticas básicas de una forma de vida cultural predo-minante en un país» (Habermas, 1993, 183-184). Esta distinción se encuen-tra especialmente justificada en aquellas sociedades en donde convivandistintas culturas:

«Si en la misma comunidad política democrática han de coexistir diversas for-mas de vida cultural, religiosa y étnica, entonces la cultura mayoritaria debeestar suficientemente desvinculada de su tradicional fusión con la cultura polí-tica compartida por todos los ciudadanos» (Habermas, 1996, 23).

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Esta diferenciación entre el plano de la cultura y el de la política seencuentra también en la base del concepto de patriotismo constitucional queHabermas ha hecho suyo (cfr. Habermas, 1987, 173 y ss.): una identificaciónno con la herencia de una tradición cultural de una sociedad, sino con los prin-cipios que instauran las condiciones de convivencia entre las diferentes for-mas de vida y que, por tanto, posibilitan la existencia de un pluralismo socialy de visiones del mundo. Esta forma de identidad política constituye una con-dición necesaria para el reconocimiento público de los diversos particularis-mos existentes en el seno de una comunidad política:

«El ejemplo de sociedades multiculturales como Suiza y los Estados Unidosmuestra que una cultura política en la que puedan echar raíces los principiosconstitucionales no tiene por qué apoyarse sobre un origen étnico, lingüísticoy cultural. Una cultura política liberal constituye sólo un denominador comúnde un patriotismo constitucional que agudiza el sentido de la multiplicidad yde la integridad de las distintas formas de vidas coexistentes en una sociedadmulticultural» (Habermas, 1992, 642-643).

El objetivo último de la res publica sería, pues, lograr una integraciónpolítica cuyo norte fuese una noción democrática de ciudadanía, que como taltan sólo hace relación al espacio público. El status de ciudadanía en unasociedad democrática —la condición de ciudadano de un Estado, con plenoreconocimiento de todos los derechos como sujeto político— no se basa pre-cisamente en la asunción de las pretensiones particularistas de la sociedad,sino tan sólo en la participación en una cultura política común de carácter uni-versalista centrada en dos elementos: la noción de derechos individuales y laneutralidad de la esfera pública, dos principios característicos del Estadodemocrático de Derecho. En otras palabras, el principio de la ciudadaníademocrática no se asienta sobre una determinada forma de vida, sino en laintervención en los procesos de formación de la opinión y de la voluntad polí-tica de una sociedad. El núcleo de la ciudadanía viene dado, según este autor,por los derechos de participación y comunicación política (cfr. Habermas,1992). Pero acaso no sea tan nítida la distinción entre cultura política básicay la dimensión estrictamente cultural, pues como sostiene Thiebaut:

«Más bien, habría que pensar que las diferencias teóricamente funcionales entreambas formas de integración y el complejo modelo de relaciones entre ambascontiene una tensión interna que quizá esté sólo latente porque la conformaciónética de la cultura política y la integración ética en sentido estricto están conce-bidas, en último término, bajo una suerte de armonía» (Thiebaut, 1994, 54-55).

Aunque Habermas considera que, en dominios progresivamente ampliosde la vida moderna con expresión pública, las normas y los valores particula-

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ristas se ven desplazados en beneficio de otros más generales y abstractos («Enlas sociedades modernas se imponen principios jurídicos y morales que cadavez están menos cortados al talle de formas de vida particulares», Habermas,1989, 406), no pretende ocultar el hecho de que, en realidad, hasta en los pro-pios textos constitucionales —donde se plasma la voluntad política de unarepública— y, de un modo aún más claro en el resto del ordenamiento jurídi-co, se pueden encontrar rasgos manifiestos de determinadas formaciones cul-turales. Así, por ejemplo, la elección de la lengua oficial utilizada en laadministración o la decisión sobre los currícula de las escuelas públicas tienensu explicación en las tradiciones culturales de una sociedad y expresan, portanto, «la identidad colectiva de la nación de ciudadanos» (Habermas, 1993,168). A causa de este dato, y frente a la acusación comunitarista de que la pre-sunta neutralidad liberal raya casi con la ceguera, debe más bien hablarse deuna inevitable «impregnación ética» del Estado de derecho y del procesodemocrático legislativo (cfr. ibídem, 164-171). Esa sittliche Imprägnierung hade entenderse en el sentido de que las particulares concepciones de lo bueno ytambién los «usos y costumbres de una sociedad» (precipitado histórico y cam-biante de un cúmulo de experiencias compartidas) se reflejan en los códigosjurídicos, llegando incluso a conformarlos a su imagen: éste sería el caso de lasgarantías constitucionales concedidas a las diferentes iglesias en los paísesdemocráticos como respuestas normativas a reiteradas guerras de religión o elde las medidas de protección de un determinado modelo de familia vigente enOccidente (monógamo, heterosexual y nuclear). Debido a esta impregnación oconformación ética de las normas constitucionales, no parece descartable lapropuesta de Thiebaut (1994, 56) en favor de afinar algo más el modelo haber-masiano de integración social, desdoblando la estructura de la integración polí-tica. Así, según Thiebaut, habría que imponer, por un lado, un mayor grado deabstracción para unos pocos principios normativos básicos de carácter proce-dimental (que constituirían el primer nivel de integración) y, por otro, estable-cer un nivel intermedio de integración, anterior al nivel de las particularidadesculturales de los grupos, de carácter ético-político, cuya reforma fuera accesi-ble para las nuevas mayorías que se formasen sin necesidad de provocar unaquiebra constitucional.

El quid de la cuestión estriba en encontrar un modo de cohonestar el reco-nocimiento del pluralismo cultural, el factum de la modernidad (como diríaRawls), la coexistencia igualitaria de grupos y subculturas con una identidaddiferenciada, con una estructura política que se funde en principios universa-listas. La propuesta habermasiana se encuentra próxima a una lectura contem-poránea del ideal estoico del cosmopolitismo y, en particular, a la noción deraigambre kantiana de «universalismo multicultural» formulada por ThomasMcCarthy (1993), en la medida que sostiene que el «elemento cosmopolitahabría que reavivarlo y desarrollarlo hoy en el sentido de un multiculturalis-

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mo» (Habermas, 1991, 218). Se trataría de concebir estructuras políticas quelogren encarnar ese ethos cosmopolita tan afín al pensamiento liberal y estatarea comienza con la delimitación de las condiciones de admisión a la comu-nidad política. Habermas considera que la condición esencial de admisión a laciudadanía es el respeto de las reglas del juego político o, con otras palabras,la exigencia de lealtad constitucional. Y ahora dicho de manera negativa, lasúnicas formas de exclusión permisibles —que marcarían, por tanto, los límitesde la tolerancia— serían las exclusiones en favor de la supervivencia mismadel orden democrático-liberal. No se trata, sin embargo, de una idea mera-mente conciliadora o banal, pues su aceptación implica ya de entrada la exclu-sión de toda actitud integrista o fundamentalista que impida un espaciosuficiente para el disenso razonable y pretenda convertir los hábitos culturalesy códigos morales de una determinada forma de vida en obligatorios paratodos los ciudadanos de una sociedad (Habermas, 1993, 177). La erradicaciónde esos elementos fundamentalistas, siguiendo siempre procedimientos esta-blecidos legalmente, constituiría una misión legítima de una autoridad demo-crática, pues no está dicho en ningún sitio que el imperativo de la toleranciadeba seguirse sin restricción alguna (cfr. Bobbio, 1991, 243-256). En cualquiercaso, el derecho a desarrollar la propia cultura no puede ser un derecho abso-luto, como no lo es ninguno de los derechos humanos. Es un hecho empírico—que podrá tildarse de desagradable si se quiere— que existen elementos sig-nificativos incorporados en numerosas culturas que directamente se oponen aderechos humanos ampliamente reconocidos. Aquí me refiero a esos casosextremos que representan ciertas costumbres propias de algunas culturascomo, por ejemplo, el homicidio ritual, el matrimonio concertado por los pro-genitores o la extirpación del clítoris a niñas (cfr. Facchi, 1994). Ante talesconductas difícilmente se puede aceptar una actitud de estricta neutralidad sopena de incurrir en graves inconsistencias normativas. La protección de ladiversidad cultural llevada hasta sus últimas consecuencias y a falta de otrofactor limitador justificaría sin más la imposición a los individuos de las pro-pias tradiciones legales, aunque éstas se encuentren en abierta contradiccióncon sus derechos humanos. La actitud más apropiada al liberalismo no esentonces la neutralidad pasiva, sino la neutralidad selectiva, esto es, neutrali-dad ante las opciones culturales de los individuos, pero intransigencia contratodo aquello que impida la emergencia de las diferencias y limite seriamentela capacidad de opción de los individuos. De ahí que la regulación de un mar-co jurídico común se revele como un medio idóneo y casi imprescindible,pues «propugnar el derecho a la diferencia exige», como afirma Savater(1995, 30), «establecer un derecho común que legitime las diferencias, no lacoexistencia disgregadora de una diferencia de derechos que a unos les auto-rice a ser individuos y a otros (sobre todo, a otras) no les permita más que sermiembros de una sociedad tradicional». Una retórica política centrada exclu-

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sivamente en motivos particularistas imposibilita a la larga la articulación delos restantes motivos universalistas sobre los que necesariamente hay queapoyarse para defender el pluralismo cultural. No parece posible reclamar elreconocimiento de la diferencia con un vocabulario no universalista, pues,siguiendo ahora a Wellmer (1996, 100), «una «política de las diferencias», seaen lo tocante a minorías culturales o en lo tocante a culturas no occidentales,no puede practicarse en absoluto sin el transfondo de principios morales yjurídicos de tipo universalista».

EL RECONOCIMIENTO DE LAS MINORÍAS EN LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA

La posición habermasiana sobre las políticas de reconocimiento de la dife-rencia resulta aceptable sólo si se admiten los elementos esenciales de su con-cepción procedimentalista del derecho y de su versión participativa delproceso político, esto, su noción de política deliberativa. Frente a los reduc-cionismos que achaca a Taylor, Habermas no es capaz de entender, ni de asu-mir, el liberalismo (ni el 1 ni el 2) sin reconocer la conexión interna entreEstado de derecho y democracia, por un lado, y entre la autonomía privada ypública de los individuos, por otro. No hay Estado de derecho legítimo sindemocracia: la legitimidad del Estado procede del respeto de la autonomía delos ciudadanos y «éstos son autónomos solamente cuando los destinatarios delos derechos se pueden comprender a sí mismos a la vez como sus autores»(Habermas, 1993, 164). Y si se acepta esto, no tiene sentido seguir hablandocon seriedad de la ceguera liberal ante las diferencias sociales y culturales. Nocabe entender la democracia, tampoco la liberal, sin el activo papel que losactores sociales, en especial, los movimientos sociales, desempeñan en lalucha política por el reconocimiento, entre los que Habermas destaca el femi-nismo y los grupos en favor de la diversidad cultural (ibídem, 154). Si existeesta ciudadanía activa, condición de posibilidad de la democracia, entoncesresulta posible «realizar un sistema de derechos a través de un camino demo-crático» (ibídem, 157) y alcanzar así una comprensión radicalmente demo-crática de los derechos fundamentales. Un sólido espacio públicopermanentemente activo, con un variado entramado asociativo y participati-vo, puede convertirse en el escenario más adecuado para el reconocimientode los distintos grupos culturales. El modelo de política deliberativa, con suestructura policéntrica de poder y su procedimiento discursivo para tomardecisiones y llegar a acuerdos (perfilado de acuerdo con la máxima quodomnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet), es la respuesta aporta-da por Habermas al reto de una sociedad multicultural. Una respuesta, encualquier caso, más articulada políticamente que la dada por Taylor. Y, frentea Taylor, muestra que el marco normativo de un Estado democrático de dere-cho también sabe mostrarse flexible y receptivo a las iniciativas de los ciuda-

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danos y a la defensa de la identidad cultural de los mismos. La incorporaciónde numerosas demandas feministas igualitaristas en los ordenamientos jurídi-cos sería un buen ejemplo de que las diferentes luchas por el reconocimientopolítico también pueden alcanzar una articulación adecuada en el marco libe-ral del Estado democrático de derecho.

Resulta crucial en la propuesta habermasiana que el reconocimiento de lasdiferencias se realice mediante el derecho público, es decir, a través de técni-cas jurídicas que garanticen la imparcialidad y la publicidad de las solucionesencontradas. Fruto de su reciente entusiasmo por lo jurídico, Habermas asumecomo un hecho indiscutible que «para hacerse efectivas en las sociedades com-plejas, las decisiones políticas se sirven de las formas regulativas del derechopositivo» (Habermas, 1993, 163). El derecho tiene la extraña virtud de esta-blecer la política (o un determinado programa político) y la moral (o un deter-minado código moral) en una sociedad de modo vinculante. Entre losmecanismos jurídicos disponibles, la regulación de derechos colectivos enfavor de las minorías culturales sería, en principio, bastante apropiada para laarticulación de una sociedad democrática multicultural. Por un cierto sentidode la elegancia en la construcción teórica y para evitar confusiones innecesa-rias, Habermas rechaza empero el concepto de derechos colectivos si su titu-laridad corresponde a grupos diferenciados. Considera además que, en últimainstancia, son reductibles a derechos individuales, pues no son más que unaabreviatura de los mismos. La teoría de los derechos ganaría puntos en el gra-do de complicación, pero no en el de claridad ni en el de eficacia (Habermas,1993, 173-176). Los derechos colectivos serían, más bien, una vía inadecuadapara asegurar la supervivencia de las culturas, pues éstas poseen una dinámicapropia de adaptación al medio, se encuentran en continua revisión, inclusoaquéllas que triunfan y tienen un seguimiento mayoritario. Los derechos colec-tivos, esto es, la identificación de un colectivo (pueblo, confesión, etc.) comotitular de derechos, que se considera a su vez legitimado para imponer obliga-ciones a sus miembros, serían además cuestionables normativamente al entraren conflicto con la facultad irrenunciable de los individuos para enfrentarsecon su tradición de modo crítico y reflexivo. Se incurriría en un injustificablepaternalismo si se obviara la autonomía fundamental de los ciudadanos y no seasumiera la misma hasta las últimas consecuencias, tanto en su dimensiónpública como privada (Habermas, 1993, 161).

Habermas no incurre en el craso error de preconizar una interpretaciónuniversalista de los derechos como una nivelación abstracta de las diferenciasy se muestra consciente de que para gestionar las diferencias sociales y cul-turales hace falta, más bien, un alarde de sensibilidad contextual. Pero, detodos modos, en su pensamiento se detecta un preocupante silencio en rela-ción a los derechos colectivos de las minorías entendidos como derechos dife-renciados en función de la pertenencia a un grupo. Como ha propuesto

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Kymlicka (1996b, 29-34; 1996c, 58-71), entre los derechos colectivos quepuede reclamar un grupo deben distinguirse al menos dos tipos. Por un lado,en el ámbito de las relaciones intragrupales, se encontraría el derecho del gru-po a limitar la libertad de sus propios miembros en nombre de la solidaridadde grupo o de la pureza cultural: éstos son los derechos colectivos como res-tricciones internas. Por otro lado, en el ámbito de las relaciones intergrupa-les, estaría el derecho de un grupo contra el resto de la sociedad, con el objetode asegurar que los recursos y las instituciones de los que depende la minoríano sean vulnerables a las decisiones de la mayoría: los derechos colectivoscomo protecciones externas. Unos derechos tratarían de proteger al grupo delimpacto de la disidencia interna y otros de las presiones externas. La posiciónbásica de Kymlicka consiste en afirmar que desde los presupuestos liberalespueden y deben defenderse los derechos colectivos entendidos como protec-ciones externas (pues de este modo se impide que unos grupos opriman aotros) y han de excluirse las restricciones internas: «los derechos de las mino-rías no deberían permitir a un grupo dominar a los demás grupos y tampocodeberían capacitar a un grupo para oprimir a sus propios miembros. Dichocon otras palabras, (...) deberían asegurar la existencia de igualdad entre losgrupos y de libertad e igualdad dentro de los grupos» (Kymlicka, 1996b, 36).

En la base del pensamiento político de Kymlicka se encuentra la convic-ción de que «la vida política tiene una dimensión inevitablemente nacional»(Kymlicka, 1996b, 35). Si se tiene en cuenta que los Estados modernos libe-rales no son más que la plasmación de proyectos de construcción nacional delas mayorías, la única manera que las minorías tienen de alcanzar la necesa-ria protección jurídica es, según Kymlicka, reclamar su propio Estado o, porlos menos, algunos rasgos e instrumentos fundamentales del mismo. De ahíse derivaría la pretensión de las minorías nacionales a que se vean reconoci-dos derechos especiales de representación, derechos de autogobierno (conse-jos y tribunales tribales, por ejemplo) y derechos poliétnicos que protejanprácticas religiosas y culturales. Lo característico de la tesis de Kymlickaestriba en afirmar la plena compatibilidad de estas pretensiones políticas delos grupos minoritarios con el pensamiento liberal.

Pero esta justificación de los derechos de las minorías que Kymlicka pro-pone resulta, a mi juicio, problemática. En primer lugar, no resulta tan obvioque los Estados modernos, incluso los llamados Estados-nación, tengan comofin primordial la reproducción de una determinada cultura nacional. Y no merefiero aquí a un deber ser ideal, sino a los hechos visibles en la trayectoria deesos Estados. Otra cosa diferente es que, efectivamente, en la retórica políti-ca la cultura (la lengua, la literatura, la historia o la religión) tenga un papeldestacado debido a la profunda carga emocional que conlleva. En la práctica,insisto, parece mucho más claro que el aparato estatal se encuentra orientadoa la reproducción de determinadas relaciones sociales y económicas, cuando

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no al sostenimiento de una elite social. Para la consecución de estos fines pue-de apoyarse ciertamente en el fomento de una determinada cultura y en el des-precio de otras, pero aún así la cultura elegida a menudo es manipulada eincluso mutilada. Y, en segundo lugar, tampoco está claro que para salva-guardar una cultura nacional sea necesario crear un nuevo Estado-nación. Lasdiferentes minorías, especialmente las minorías etnoterritoriales, puedenencontrar satisfacción a sus legítimas demandas, como el propio Kymlickapropone, en formas de autogobierno regional y en fórmulas políticas de carác-ter federal.

Habermas no comparte, ciertamente, los presupuestos nacionalistas deKymlicka, que implican una visión reduccionista y unilateral de lo político.Pero, en realidad, desde los presupuestos habermasianos no habría ningunarazón de peso para rechazar los derechos colectivos como proteccionesexternas, pues en la medida en que su objetivo sea «situar a los distintos gru-pos en mayor pie de igualdad» (Kymlicka, 1996c, 60) pueden justificarsemediante el principio liberal de no discriminación. Para evitar los riesgosque Habermas considera asociados a la noción de derechos colectivos, pro-pone considerar los derechos culturales de los individuos en estrecho víncu-lo con los derechos políticos de ciudadanía. Habría entonces que entenderloscomo requisito para el ejercicio de la autonomía pública de los individuos y,por tanto, como una condición para la realización de la democracia. Laslibertades de opinión y de expresión no son sólo derechos de protección dela esfera individual, sino que sobre todo cumplen una función esencial en elproceso democrático de formación de la voluntad. El establecimiento de unmodelo político de reconocimiento universal de las diferentes culturas nopuede ser el resultado de una imposición. Su mantenimiento estable depen-derá, más bien, de la calidad democrática de los procesos de deliberación ytoma de decisiones.

El concepto de ciudadanía acuñado por Habermas está fuertemente mar-cado por sus implicaciones políticas como núcleo integrador de los miembrosde las sociedades secularizadas. Más allá de las raíces nacionales, étnicas,religiosas o culturales, la condición de ciudadano se caracteriza esencialmen-te por la voluntad de participación en la vida colectiva: designa el estatuto demiembro individual de una comunidad política. La noción de ciudadaníademocrática es equivalente a la idea de vínculo social voluntario y se opone,por tanto, a la adscripción no voluntaria del individuo a un colectivo o comu-nidad. La aceptación de un vínculo sólo es voluntaria si puede ser renovada osuspendida por el interesado en cualquier momento.

La ciudadanía no es el simple agregado de ciudadanos, pero tampoco pre-supone una colectividad organizada monolíticamente (un pueblo supuesta-mente homogéneo, more schmittiano), sino un grupo humano reunido comosociedad civil policéntrica, con múltiples y heterogéneos foros de diálogo, que

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generan constantes flujos de opinión que posteriormente se canalizan —sin serdesviados, ni estancados— a través de las instituciones de la democracia repre-sentativa. Utilizando el concepto de ciudadanía democrática es posible pensaren formas multiculturales de integración social que reemplacen a las formas deintegración social centrada en la idea de nación —en sí una forma moderna yreflexiva de integración, aunque no universalista—. También la idea de unmulticulturalismo extremo o radical resulta incompatible con la noción de unaciudadanía democrática, pues termina destruyendo la conciencia de pertenen-cia a la comunidad política. Si la conciencia de pertenencia a una determinadacomunidad cultural es absoluta, se ciega cualquier posibilidad de integraciónen una comunidad más amplia y las instituciones estatales son vistas entoncescomo meros instrumentos de la elite dominante (cfr. Touraine, 1994, 145-148).

No parece nada sencillo enfrentarse con el reto que supone para la inte-gración social el creciente grado de pluralismo cultural, de manera que se sal-vaguarde el respeto de los derechos humanos. Cualquier propuesta desolución ha de intentar la conciliación del universalismo de matriz liberal conla política de reconocimiento de las diferencias: «el pluralismo cultural debecombinar el universalismo de los derechos con la particularidad de las expe-riencias» (Touraine, 1995, 21). Para lograr esa conciliación, es preciso supe-rar la dialéctica, ya tradicional, entre ambos polos. El espacio públicodeliberativo delimita el ámbito de juego común donde conciliar el antagonis-mo entre universalidad y particularidad. El polo de la universalidad lo cons-tituye el reconocimiento igual para todos los individuos de los derechos deciudadanía y, por tanto, de la posibilidad de participar en todas las delibera-ciones sobre los asuntos públicos en igualdad de oportunidades. En el polo dela particularidad se encuentran, de hecho, todos los individuos y grupos quequieren participar con su propia voz y melodía —formada por su incardina-ción en diversas tradiciones culturales—.

Relativizar la propia forma de vida y a abrirse a un franco diálogo intercul-tural son, en todo caso, presupuestos básicos o, más bien, actitudes personalesimprescindibles para alcanzar esa concordia buscada. Si la idea rectora es ladefensa de una forma de igualdad que a la vez sea garante de la diversidad, espreciso mantener cierto recelo ante aquellas manifestaciones de etnocentrismoo de ideologías y actitudes que pretenden imponer hegemónicamente reglas decomportamiento tendentes a asegurar una dudosa homogeneidad. Y sería nece-sario mantener igualmente una actitud de sospecha ante la unilateral exaltaciónde un diferencialismo cultural total, que no deja de presentar un carácter extre-mo al mostrarse indiferente a la cuestión de la integración social de la comuni-dad política. Algo que, a mi parecer, sería tan negativo como la simplepostulación de un uniformismo economicista (alcanzado mediante las inexora-bles leyes del mercado) y político (conseguido a través de la acción del Estado)indiferente ante la diversidad cultural.

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El paradigma consensual-discursivo del derecho comoinstrumento conciliador de la tensión entre multiculturalismo

comunitarista y liberalismo multicultural

Daniel Bonilla MaldonadoÓscar Mejía Quintana

I. INTRODUCCIÓN

El presente estudio desea mostrar de qué manera los vacíos que dejan lasvisiones multiculturalistas del comunitarismo y del liberalismo pueden sercolmados, teórica y prácticamente, a través del derecho, como único instru-mento de integración posible de una sociedad desencantada, ya sea postlibe-ral, como tradicional en transición estructural como la colombiana.

A través del derecho, pero no del que conocemos en estas latitudes, sinode un nuevo paradigma consensual-discursivo que infiera del conjunto devisiones omni-comprehensivas de la ciudadanía y la opinión pública loscontenidos normativos desde los cuales alimentar la concepción, concrecióny ejecución de contenidos, instrumentos y productos jurídico-legales detodo orden, puede esta sociedad desgarrada encontrar el medio que le per-mita rehacer el lazo social desintegrado.

Ello tiene una significación especial para nuestro medio por la situa-ción de violencia en que vivimos, de una parte, pero también porque lassoluciones que ante ella se plantean hacen referencia, inevitablemente, ados de las posiciones anotadas, complementando, si no exacerbando, elconflicto armado con un conflicto de interpretaciones filosófico-políticasy jurídicas que oscilan entre la defensa liberal del estado de derecho y laampliación comunitarista de la misma, sin encontrar las mediaciones con-cretas que pudieran resolver esa tensión. Tensión presente en institucionescomo el Congreso y las Cortes, en especial la Constitucional, como en la

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ciudadanía que no encuentra un modelo de interpretación desde el cualorientarse.

En lo que sigue expondremos suscintamente los principales elementosde ambas visiones multiculturales a partir de la interpretación que de ellashace Charles Taylor. Posteriormente, abordaremos el paradigma discursi-vo del derecho de Habermas, como posible instrumento para superar latensión liberal-comunitarista y en las conclusiones intentaremos mostrarlas principales debilidades de ambas posiciones y los horizontes de supe-ración que pueden defenderse desde los planteamientos conciliadores delparadigma jurídico mencionado.

II. ÉTICA DE LA AUTENTICIDAD, POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO Y LIBERA-LISMO: LA MIRADA DE CHARLES TAYLOR

Este acápite tiene como objetivo analizar brevemente las interpretacionesque defiende Charles Taylor sobre la política del multiculturalismo así comolas consecuencias que ésta tiene en el plano político de dichas comunidades.De igual forma se busca hacer explícito el hilo argumentativo que le permiteconstruir y sustentar al filósofo canadiense tales posiciones.

Con el fin de concretar este último objetivo, se hará una concisa síntesisdel individualismo, de las críticas que se le hacen a sus formas degradadas yde la defensa que hace Taylor de esta perspectiva moral, cuando es interpre-tado como ideal de la autenticidad. Del mismo modo se evidenciara cómopara Taylor este ideal está estrechamente relacionado con la construcción dela identidad de los seres humanos y cómo, también para el autor, ésta se cons-truye dialógicamente (nunca monológicamente) en el marco constituido porlos horizontes de perspectivas que determinan a cada sujeto.

Luego se mostrará cómo para Taylor el reconocimiento, no reconoci-miento o falso reconocimiento del otro, es vital para el ser humano y cómoeste fenómeno tiene consecuencias importantes en el plano político de unacomunidad y en el de los modelos teóricos que han de guiar la conducta delos individuos en esta órbita.

1. El individualismo y el sentimiento de declive cultural1

No son pocos los hombres de finales del siglo XX que experimentan cier-to grado de malestar cuando se enfrentan, viven o analizan algunas facetas dela cultura moderna. En efecto, determinadas aristas que componen la expe-

1 Las reflexiones que se desarrollan en ese acápite tienen como fuente principal las siguien-tes obras de CH. TAYLOR: Fuentes del yo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996; Ética de la autenti-cidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1994; Multiculturalismo y política del reconocimiento, Fondode Cultura Económica, México, 1993.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 85

riencia de la modernidad son interpretadas por muchos individuos de nuestrosdías como claras muestras de declive cultural. Aunque no hay acuerdo sobrecuando comenzó este proceso de deterioro (¿después de la segunda guerramundial?, ¿desde los primeros años del siglo XVI?) existe mediano consensosobre el nacimiento y desarrollo del proceso mismo2.

Para Charles Taylor la sensación de descenso cultural que permea la coti-dianeidad de muchos hombres de nuestros días es causada, principalmente,por tres fenómenos: el individualismo, la razón instrumental y las consecuen-cias que estos dos factores tienen en el plano político de las sociedades con-temporáneas. Estos puntos no son los únicos que componen la dinámica quemuchos experimentan como decadencia cultural, pero son tal vez algunos delos que determinan su estructura y algunos de los que generan mayor inquie-tud entre los filósofos morales y políticos contemporáneos3.

Estos tres tópicos, desde la perspectiva de Taylor, han sido profusamenteestudiados y discutidos en diversos ámbitos académicos y sociales generandola sensación de que se conocen en profundidad. Mas el complejo entramadode ideas y discusiones que gira en torno a ellos oscurece muchos de sus ele-mentos estructurantes.

Este hecho ha generado un desfiguramiento de sus límites y posibilida-des, que resulta perjudicial para comprenderlos y determinar las consecuen-cias, positivas o negativas, que tienen para los seres humanos. Es por elloque para Taylor vale la pena analizarlos nuevamente, tratando de iluminaralgunos aspectos que han sido marginados o distorsionados por anterioresinterpretaciones e intentar una nueva que los muestre en toda su complejidady riqueza.

Dado el objetivo que nos hemos planteado en este acápite, la razón instru-mental y las consecuencias que tienen este fenómeno y el del individualismo enel plano político de las comunidades, se abordarán brevemente a través de notasde pie de página o comentarios puntuales. Por el contrario el individualismo seráanalizado ampliamente de manera que podamos evidenciar el camino concep-tual que guía y sustenta las posiciones que Taylor defiende en torno a la políticadel multiculturalismo, así como sus consecuencias en la órbita política de lascomunidades contemporáneas.

2. El individualismo: sus características básicas y las críticas funda-mentales

El individualismo es definido por Taylor en términos genéricos como laposibilidad que tienen todos los seres humanos de elegir su proyecto de buen

2 CH. TAYLOR, Ética de la autenticidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1994, p. 36.3 Ibídem, p. 37.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana86

vivir. Esta postura se fundamenta en un profundo escepticismo que determi-na la imposibilidad de argumentar racionalmente en materia moral y que exi-ge que cada sujeto busque su realización intentando ser fiel a sí mismo4.

Como fenómeno cultural el individualismo puede ser analizado desde dosperspectivas. La primera, busca evidenciar sus límites, contradicciones yfallas, así como explicitar los vacíos que generan las formas degradadas en lasque ha devenido. La segunda, tiene como objetivo reinterpretar el menciona-do fenómeno, buscando sus componentes fuertes, aquellos que pueden apor-tar elementos para la comprensión de algunos aspectos de la realidadcontemporánea y para guiar a los individuos por sus intrincados caminos.

Analizando el individualismo desde la primera perspectiva, muchos críti-cos de la modernidad, incluyendo a Taylor, consideran que éste ha devenidoen formas degradadas que crean sujetos centrados en sí mismos, alejados decualquier compromiso con el otro, con su comunidad o con la naturaleza5. Setrata pues de una perspectiva que ha creado una cultura narcisista que deter-mina que los seres humanos asuman una relación instrumental con todo aque-llo que no los constituye, que vean en el otro o en la naturaleza merosinstrumentos para la consecución de fines que han sido elegidos autónoma-mente6.

4 Ibídem., p. 38.5 Ibídem., p. 67.6 Este punto entronca con el segundo síntoma que muchos hombres de hoy perciben como

símbolo de declive cultural: la razón instrumental. Este tipo de razonamiento es definido por Tay-lor como aquel tipo de reflexión que busca encontrar el medio más eficiente para la conquista deun fin previamente determinado. Se trata pues, de encontrar la mejor relación costo-beneficioentre los medios disponibles y el objetivo que se persigue. Ver: TAYLOR, CH., ibídem. pp. 40-44y 121-134.

No hay duda que este tipo de razonamiento es útil en ciertos ámbitos y ciertas materias; lacuestión, para los críticos de este fenómeno típico de la modernidad, es que ha tomado tanta fuer-za que amenaza con apoderarse de todas las facetas de la vida humana. Es así como ciertas deci-siones que deberían tomarse con base en otros criterios, como las relacionadas con la protecciónde la naturaleza o las que buscan distribuir recursos escasos entre los individuos que conformanuna comunidad, lo son en términos costo-beneficio, haciendo que ciertos fines independientesque guían nuestras vidas se vean opacados o marginados por la búsqueda de mayor rendimiento.

Las consecuencias que esta razón instrumental tiene en la órbita política son, para muchos,preocupantes. Para Taylor, la sociedad tecnológica-industrial, así como el áurea de prestigio quecubre a la ciencia y a la tecnología ejercen una presión muy fuerte sobre gobernantes y ciudada-nos para que el cálculo costo-beneficio sea el único criterio a partir del cual se toman las deci-siones que determinan la configuración de los asuntos políticos de la sociedad.

La potencia que ha alcanzado este tipo de racionalidad está directamente relacionada con ladesaparición de los viejos órdenes morales que otorgaban una explicación para el orden de lasociedad y de la naturaleza. Cuando éstos son suprimidos, dando paso al individualismo, laestructura de la sociedad y el destino de la misma puede reinterpretarse teniendo en cuenta úni-camente la felicidad o el bienestar de los individuos.

Para Taylor es claro que la hegemonía de la razón instrumental en nuestras comunidades esun factor que empobrece las vidas de las mismas, así como las de los ciudadanos que las com-

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 87

De esta forma el individualismo degenera en un relativismo acomodaticio enel que cada individuo elige sus propios valores y asume que es imposible argu-mentar racionalmente sobre ellos. Se trata, pues, de una perspectiva moral autoin-dulgente que legitima el resultado de cualquier elección que haga el sujeto sobresu proyecto de buen vivir, trivializando así la reflexión y el debate moral.

Es tal la trivialización a la que conducen las formas degradadas del indi-vidualismo que ellas mismas llevan a su autoanulación. En efecto, los indivi-duos ante la angustia y la inseguridad que causa el no tener un horizontemoral que los sostenga y les de alguna certeza, acuden cada vez más a supues-tos expertos (guías espirituales, líderes de sectas políticas o religiosas, etc.)que puedan guiarlos por el camino moral adecuado7.

Algunas otras de las objeciones que se oponen a las formas degradadas deindividualismo están dirigidas a las consecuencias que éstas traen para lapráctica política de las comunidades. Para sus críticos, los sujetos que estáninmersos en la cultura individualista conciben la órbita política de manerapuramente instrumental. Se interesan en la práctica política de su sociedad noporque estén convencidos de la importancia de hacer parte del debate quedeterminará el futuro de su comunidad, sino porque constituye el espacio enel que se hace posible la consecución de ciertos bienes necesarios para lamaterialización del proyecto de vida de cada uno. Así, se abre la posibilidadde que surjan tiranías blandas, gobiernos paternalistas en donde al sujeto nole preocupa nada distinto a que el Estado le otorgue los suficientes bienes parael desarrollo de la perspectiva moral que ha escogido8.

Los individuos entonces, empiezan a padecer lo que Taylor llama un ence-rramiento de corazones, se convierten en seres inmunes a las exigencias de laciudadanía, la solidaridad y la historia9.

ponen. El imperio de este tipo de razonamiento cierra múltiples caminos para redirigirlas, parareinterpretarlas y por tanto comprenderlas de manera diversa.

Ahora bien, aunque los anteriores hechos innegablemente componen la dinámica de nuestrascomunidades, Taylor considera excesivos los análisis que indican que éstos construyen una jau-la de hierro en la que nos hallamos encerrados y de la que no podemos escapar; o de la cual sólopodremos huir una vez se haya eliminado la estructura capitalista de nuestra economía y las for-mas estatales que nos rigen.

Taylor considera que no estamos absolutamente condicionados por los mecanismos imper-sonales guiados por la racionalidad instrumental y que tiene sentido preguntarse por cuales sonlos fines de nuestra vida individual y comunitaria y si éstos deben ser materializados a partir delesquema medio-fin.

Sobre este tema ver: TAYLOR, CH., Ibídem. pp. 40-47 y 121-134 y 135-146.7 Ibídem. p. 51.8 Ibídem. p. 44.9 Taylor considera que el mejor antídoto contra estas formas paternalistas de Estado radi-

ca en la construcción de una vigorosa cultura política que valore la participación de los ciudada-nos en los debates sobre el futuro de su comunidad y que esté atenta a evitar la sensación deimpotencia y de aislamiento que genera el que el gobierno tome decisiones sin consultar a susciudadanos.

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Ahora bien, para Taylor las críticas antes expuestas iluminan puntos delindividualismo que pocos considerarían plausibles y que la mayoría intenta-ría neutralizar. Aunque también cree que con ellas se oscurece el fuerte idealque esconden las formas distorsionadas del individualismo: el ser fieles anosotros mismos10. Esto es lo que el autor llama, analizando el individualis-mo desde la segunda perspectiva señalada, el ideal de la autenticidad. Esteideal es definido como la construcción de un modo de vida superior o mejora partir de lo que cada uno debería desear. Es decir que esta ética de la auten-ticidad exige y defiende el que las personas tengan como reto y derecho eldefinir autónomamente lo que ha de ser su proyecto de buen vivir, hacia dón-de han de dirigir sus esfuerzos de autoconstrucción11.

Por otra parte el ideal antes expuesto, puede hacerse más sólido si distin-guimos entre el acto de elegir un proyecto de buen vivir y el contenido delmismo. El hecho de que valoremos la elección autónoma de la perspectiva debuena vida, no implica que el contenido de la misma ha de tener en cuentaúnicamente los intereses egoístas del sujeto que decide. De esta forma no hayrazón alguna para que los contenidos del proyecto de buen vivir no tengan encuenta las exigencias que hace la convivencia con otros hombres y con lanaturaleza12.

Esta distinción permite contrastar las potencialidades que el ideal de laautenticidad posee al aceptar y defender esta distinción y las formas distor-sionadas del individualismo que confunden los dos elementos mencionados,conduciendo a los sujetos hacia proyectos de vida radicalmente egoístas,desentendidos de todo aquello que no se relaciona directamente con sus másestrechos intereses.

De esta manera se puede evidenciar cómo el trabajo de Taylor se dirigehacia una reinterpretación del individualismo, para rescatarlo de visiones quelo empobrecen y que lo conducen hacia formas pervertidas13.

Ahora bien, aunque el ideal de la autenticidad es defendido por casi todoslos ordenamientos jurídicos occidentales14 las posiciones en torno a él son

10 El ideal fuerte del individualismo es oscurecido no sólo por las críticas que se hacen asus formas degradadas (que impiden acceder al ideal mismo) sino por el profundo relativismomoral en el que éstas se sustentan. Este relativismo, así como el escepticismo que lo funda, impi-den la discusión argumentativa en torno al ideal, manteniéndolo en la sombra.

11 Ibídem. p. 51.12 Ibídem. p. 51.13 De igual forma en la labor académica de Taylor se evidencia cierto afán moralizador que

busca alertar a los sujetos inmersos en la cultura del individualismo de los riesgos que corren, alno darle a esta una interpretación fuerte, de caer en trivializaciones de la misma que estrecharí-an ineludiblemente sus vidas. Ver: Carlos THIEBAUT, «Recuperar la moral: la filosofía de Char-les Taylor», (introducción) en: TAYLOR, C., Ibídem. pp. 11-23.

14 El ideal de la autenticidad es defendido en la mayoría de los ordenamientos jurídicosoccidentales a partir de la consagración de derechos como el libre desarrollo de la personalidad,la libertad de conciencia, la libre expresión, etc.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 89

disímiles. Algunos teóricos lo consideran como uno de los mayores logros dela modernidad, al que pocos estarían dispuestos a renunciar; otros lo conside-ran valioso aunque inconcluso, en tanto su materialización está limitadaestructuralmente por factores que determinan nuestra realidad como el siste-ma económico imperante y la concepción patriarcal de la familia; otros fijanuna posición ambigua frente al mencionado ideal en tanto se impone cuandolos órdenes morales tradicionales quedan al margen. Para estos últimos críti-cos, si bien los antiguos horizontes morales limitaban en ciertos aspectos alser humano, en otros lo alimentaban e impulsaban de manera notable. Enefecto, tales estructuras morales le proporcionaban al individuo una interpre-tación ordenada del universo, en donde se indicaba su posición, la de los otroshombres y las reglas, límites y virtudes de la dinámica social.

Es así como para estos críticos el ideal de la autenticidad implica la pérdi-da de la dimensión heroica de la vida presente en esquemas morales pasados.El extravío de un valor superior al hombre por el cual vale la pena luchar ymorir es considerado por muchos un costo inmenso que contrasta con «lospequeños y vulgares placeres que se buscan en épocas democráticas», place-res que están centrados casi exclusivamente en la satisfacción inmediata de losdeseos del individuo.

Taylor, sin embargo, considera que estas últimas críticas no comprendenadecuadamente la fuerza moral que respalda al ideal de autorrealización. Esclaro que en nuestros días existe cierta laxitud moral, pero es evidente tam-bién que ésta no es exclusiva de la modernidad o más específicamente de losúltimos años del siglo XX.

Tal vez si hacemos una breve referencia a los antecedentes directos15 delideal de la autenticidad podremos hacerlo aún más fuerte y responder a loscríticos que la objetan añorando un pasado, supuestamente, más atractivo.Este ejercicio le permitirá al autor evidenciar la fuerza moral que respaldanociones como la de autorrealización y algunas de las más importantes razo-nes por las cuales los hombres de hoy se ven compelidos a actuar conforme alas directrices del ideal en cuestión.

El primero que articula el ideal de la autenticidad es Rousseau. En efecto,el filósofo francés es el primer pensador que da forma al ideal moral escon-dido tras las nacientes formas de individualismo que determinaban los lími-

15 Taylor considera como antecedentes indirectos de la ética de la autenticidad al individua-lismo no comprometido de Descartes y al individualismo político defendido por Locke. En el pri-mero, la exigencia es que cada persona piense por sí misma de manera autorresponsable y, en elsegundo, se trata de hacer a la persona y a su voluntad anteriores a las obligaciones sociales. Ver:CH. TAYLOR, Fuentes del yo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996, pp. 159-173 y 175-192.

Son antecedentes indirectos pues aunque la ética de la autenticidad se nutre de ellos tambiénlos critica. Cuestiona la racionalidad no comprometida de la perspectiva cartesiana y el atomis-mo que no reconoce lazos con la comunidad de la posición de Locke.

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tes de la cultura europea del siglo XVIII16. El punto de partida de Rousseaues la hipótesis de que los seres humanos están dotados de un sentido intuiti-vo de lo que es bueno o malo. Cada ser humano posee una voz interior queha de seguir para actuar conforme a la moral, voz que cada uno ha de inter-pretar para construir su propia perspectiva de buen vivir. Por lo tanto, paracomprender qué es el bien y qué el mal, es necesario un proceso de intros-pección que lleve a establecer contacto con la voz de la naturaleza que estáanclada en el interior de cada individuo, voz interior a la cual Rousseau lla-ma el sentido de la existencia17.

El aporte de Rousseau es importante pues por primera vez en la moderni-dad, estar en contacto con nuestros sentimientos morales adquiere significa-do independiente y crucial. Se convierte en algo que hemos de alcanzar siqueremos ser verdaderos seres humanos.

Ahora bien, si con Rousseau se articula el germen de la ética de la auten-ticidad con Herder ésta crece y se desarrolla. Para este pensador alemán, cadaser humano posee una interioridad que lo diferencia de los otros hombres,interioridad que ha de seguir para ser fiel a sí mismo y realizarse como indi-viduo. Con esto nace la idea, novedosa para la modernidad, de que cada serhumano posee una profundidad interna en la que se halla la fuente de la mora-lidad y a la cual hay que apelar para encontrar el modelo de buen vivir que hade seguirse. Así, las diferencias entre los hombres adquieren relevancia moralexigiendo que la fidelidad frente a sí mismo implique la fidelidad a la propiaoriginalidad18.

Las reflexiones de Herder frente a este tema, claramente condicionadaspor la perspectiva romántica en la que se hallaba inmerso, se extienden tam-bién a los pueblos. Cada pueblo tiene su propia forma de ser, a la cual ha deprofesar fidelidad y según la cual ha de comprenderse y guiar sus destinos. Heaquí la semilla de los nacionalismos contemporáneos.

3. Horizontes Ineludibles

Como ha sido expuesto, el ideal de la autenticidad defiende el derecho quetienen los individuos a definir autónomamente su proyecto de buen vivir,reclamando además, que este proceso de definición no exige que el conteni-do de la decisión incluya únicamente los intereses egoístas de los sujetos. Sehace claro entonces que dentro de los requerimientos que hace la autenticidad

16 CH. TAYLOR, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, F.C.E:, México,1992, pp. 48-49. De igual forma ver: Ética de la autenticidad, TAYLOR CH., Ibídem., pp. 61-65.

17 El principal contendor de este sentido intuitivo de la moral es el utilitarismo, especial-mente aquel que tiene relación con los cálculos prudenciales que permitirían la consecución delreino de los cielos y por tanto evitarían el castigo divino. Ver: TAYLOR, CH., Ibídem., p. 61.

18 TAYLOR, CH., Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 49-51.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 91

no está la exclusión de las exigencias que se originan en la solidaridad, la ciu-dadanía y la historia a los seres humanos.

Si analizamos atentamente las anteriores afirmaciones podremos ver queel ideal de la autenticidad está estrechamente relacionado con el proceso deconstrucción de la identidad individual. En efecto, cuando estamos definien-do nuestro proyecto de buen vivir estamos definiendo lo que somos y trata-mos de dar respuesta a las preguntas ¿de dónde venimos? y ¿hacia dóndevamos?19.

Para muchas personas inmersas en la cultura individualista, aun entendi-da como ideal de la autenticidad, esta dinámica de autoconstrucción debe ypuede ser materializada de manera aislada por cada sujeto. Esta interpretaciónmonológica del proceso de construcción de la identidad individual busca neu-tralizar la influencia de agentes externos en las decisiones que debe tomarcada sujeto sobre la materia en cuestión. Es así como se busca que el indivi-duo decida libremente su proyecto de buen vivir y por tanto cómo se autode-fine y cuáles son sus metas y esperanzas.

Para Taylor la anterior interpretación de lo que puede y debe ser el proce-so de construcción de la identidad individual es poco plausible, puesto quesubestima el carácter dialógico de la vida humana y olvida el hecho de que elhorizonte de perspectivas que determina a los seres humanos condiciona ine-ludiblemente las decisiones que cada uno asume consigo mismo. Este hori-zonte de perspectivas constituye el marco dentro del cual es posible laelección, marco que si bien incluye ciertas opciones excluye otras, propor-cionando los parámetros de significación que permiten determinar cuálescosas valen, cuáles no y cuáles tienen poco valor.

Si no se acepta la existencia de cierto entramado de circunstancias que leindican al sujeto qué es valioso y qué no lo es, inevitablemente se cae en unrelativismo blando que acentúa el valor de la elección misma. Este relativis-mo legitima el contenido de la elección en tanto que es fruto del libre arbitriodel sujeto, desconociendo que las cosas no son significativas únicamente por-que un individuo lo determine. Si así fuera ninguna alternativa sería signifi-cativa ya que todas lo serían. No existiría un criterio independiente del actode elegir que permitiera evaluar el valor moral del contenido de lo seleccio-nado.

Esta compleja estructura de valores, sentimientos, intuiciones e ideasconstituye el espacio a partir del cual nos construimos. No podemos escaparde sus redes ya que es a partir de sus vectores que desde nuestra infancia noscomprendemos y comprendemos el mundo. Ahora bien, aunque estamosconstituidos por este entretejido de creencias y convicciones, es posible dis-

19 Taylor define la identidad como el proceso de autoconstrucción que plantea respuestas alas preguntas ¿quiénes somos? y ¿de dónde venimos? Ver: TAYLOR, CH., Ética de la autenticidad,Ibídem. pp. 70 y 67-76.

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tanciarse parcialmente de él, cuestionarlo y en ocasiones cruzar sus límites yampliar sus parámetros.

Para Taylor, comprender adecuadamente el papel que juega el horizontede perspectivas en el que estamos inmersos, y dentro de él, el lugar que ocu-pa el otro en la construcción de la identidad resulta crucial. El pensador cana-diense considera que es a través de este marco de referencias que nace laposibilidad de convertirnos en seres humanos plenos. En efecto, es en esteplano de fuerzas en donde adquirimos los lenguajes20 que nos permiten com-prendernos a nosotros mismos, y por tanto definir una identidad.

Es decir que somos capaces de dar razón de lo que somos únicamente apartir del lenguaje y este lenguaje se adquiere a partir del horizonte de pers-pectivas que nos condiciona, específicamente a través del contacto con elotro, del estrecho lazo que nos une con lo que Taylor llama los «otros signi-ficativos».

Muchos autores acompañarían a Taylor hasta este punto. Sin duda diver-sos teóricos y ciudadanos reconocen el enorme ascendiente que tiene el mar-co de referencias en el que nos movemos en el proceso de autodefiniciónindividual. A pesar de esta concesión, recomiendan a los seres humanos enfi-lar todos sus esfuerzos hacia la minimización de los efectos de tales condi-cionamientos. Es decir, aconsejan a los individuos fijar como idea regulativala interpretación monológica de la construcción de la identidad21.

Taylor argumenta que la anterior posición no tiene en cuenta que el pro-ceso de construcción de la identidad es un proceso continuo de creación ydestrucción. En efecto, durante su desarrollo el individuo defiende interpreta-ciones sobre sí mismo que cuestiona de manera constante y que en ocasionesintercambia o complementa con unas nuevas. En esta dinámica incesante elcontacto con el otro resulta fundamental pues su reconocimiento, no recono-cimiento o falso reconocimiento, determina la interpretación que el individuotiene sobre sí mismo y por tanto, según sea el caso, su deseo de transformarlao afirmarla22. De esta manera, dice Taylor, «el que yo descubra mi propia iden-tidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la henegociado por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con losdemás»23.

20 Taylor entiende el vocablo lenguaje en un sentido amplio que incluye lenguajes corpo-rales, gestuales, artísticos etc. Ver Ibídem., p. 68.

21 Ibídem., pp. 69-70.22 De esta forma el contacto con el otro es una relación que no se puede descartar de mane-

ra absoluta a pesar de los deseos y esfuerzos del sujeto. Taylor considera que ni siquiera el ermi-taño o el artista solitario es capaz de lograr la anulación total del carácter dialógico de la vida. Elprimero mantiene como interlocutor a la divinidad y el segundo a los potenciales espectadores desu obra. Ver: TAYLOR, CH., Ibídem., p. 70.

23 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., p. 55.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 93

Quienes defienden el ideal monológico en esta instancia, según Taylor,tampoco tienen en cuenta que en la mayoría de los casos, sino en todos, ladefinición del proyecto de buen vivir incluye ciertos valores que sólo puedenser vivenciados a través del contacto con el otro24. Es decir, mucho de lo quesomos y queremos ser está íntimamente ligado y condicionado por el encuen-tro con otros seres humanos25. Marginarlos de este proceso significa abrirespacios para ver frustradas las propias expectativas y metas.

De esta forma, el horizonte de perspectivas que envuelve a las personas,y dentro de él la presencia del otro, son a la vez un hecho ineludible que lasdetermina y un fenómeno que genera exigencias normativas para quienesdesean asumir el individualismo como ideal de la autenticidad.

4. La Política del Reconocimiento

En el acápite anterior se expuso de manera breve cómo el ideal de laautenticidad, y por tanto el proceso de construcción de la identidad, estádeterminado por la mirada del otro. De esta forma la elaboración de las res-puestas a las preguntas qué soy, de dónde vengo y hacia dónde voy no sedesarrolla de manera aislada, solipsista. Por el contrario este proceso sedesenvuelve dialógicamente, en estrecha pugna con el otro.

Es así como el ideal de la autenticidad involucra la idea de reconocimien-to. Esta idea parte de una hipótesis fundamental esbozada en el anterior acá-pite: el reconocimiento, no reconocimiento o falso reconocimiento del otrodetermina de manera notable la manera en la que me comprendo. De esta for-ma, el reconocimiento no es una cortesía que el otro me hace sino una nece-sidad humana vital cuya ausencia puede generarme un daño inmenso26.

La articulación de esta idea nace, según el análisis de Taylor, cuando seeliminan las estructuras jerárquicas de la sociedad que dan base al honor. Enel antiguo régimen lo que el sujeto es, su identidad, depende del lugar queocupa en el esquema social y el honor que se deriva de tal posición. La iden-tidad entonces, se deriva socialmente y depende de las desigualdades queconstituyen a la comunidad. En efecto, para que unos tengan honor es menes-ter que otros no lo tengan. Si todos las personas fueran igualmente honorablesla idea de honor y su valor moral perderían sentido27.

24 Ética de la autenticidad, Ibídem., p. 70.25 En palabras del autor «nuestra comprensión de qué es una buena vida puede transfor-

marse por medio del disfrute en común con las personas que amamos... algunos bienes se noshacen accesibles solamente a través del disfrute común». Ética de la autenticidad, Ibídem., p. 70.

26 Muchas de las exigencias que hacen hoy algunas corrientes feministas y muchos acti-vistas de los derechos de las minorías étnicas centran sus argumentos en esta idea del reconoci-miento. Ver a este respecto: Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 43-44.

27 Ibídem., pp. 45-46 y Ética de la autenticidad, Ibídem., pp. 79-80.

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Lo anterior no significa que la relevancia que tiene el reconocimiento delotro en la construcción de la identidad surja con el ideal de la autenticidad;significa simplemente que en otras épocas este fenómeno no era un problema,pues la identidad, como se dijo anteriormente, era socialmente derivada a par-tir de categorías incuestionadas. Lo que nace con la modernidad, nos diceTaylor, es la idea de que el reconocimiento puede fracasar; la idea de que elotro puede negarme ese reconocimiento28.

Como resultado del declive del honor como categoría moral en el antiguorégimen, en la modernidad, además de la idea de reconocimiento y en estre-cho nexo con ésta, surge el concepto de dignidad igualitaria que hoy conoce-mos y aceptamos de manera amplia29. La hipótesis fundamental de la cualparte este concepto es que todas las personas son dignas en tanto personas, esdecir, en tanto que pertenecen a la especie humana. De esta manera los hom-bres se reconocen esencialmente iguales en la medida en que son individuosdel mismo genero: el humano.

La difusión y aceptación de la perspectiva de la dignidad inherente a todosujeto tiene consecuencias importantes en el ámbito privado y en el público.En este último plano, por ejemplo, tal perspectiva es la que permitió funda-mentar e implementar la democracia en la Europa del siglo XVIII. En efecto,esta idea es la única compatible con el procedimiento político anotado puespermite fundamentar el que todos los individuos, en tanto que se reconocenigualmente dignos, participen equitativamente en los procesos de toma dedecisiones que se relacionan con el destino de su comunidad30.

5. El reconocimiento y sus consecuencias en la órbita política

Como se puede evidenciar a partir de los argumentos expuestos en el ante-rior acápite, la idea de reconocimiento tiene importantes consecuencias parael plano político y para el plano individual. En la medida en que en el ante-rior aparte hicimos referencia a las consecuencias que la mencionada idea tie-ne en el plano individual (a través de las reflexiones en torno a la identidad yal papel que el otro juega en su construcción), en este aparte trataremos deevidenciar cuales son los efectos que esta idea tiene en la órbita pública.

La idea de que la identidad se construye en lucha con el otro y no a partirde estructuras sociales predefinidas ha determinado el nacimiento en el planosocial de lo que Taylor denomina la política del reconocimiento igualitario.Esta política, que juega un papel importante en las sociedades contemporáne-as, no es sólo uno de los principales fundamentos del sistema democrático,

28 Ibídem., pp. 81-82.29 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 59-60.30 Ibídem., p. 46.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 95

sino que se constituye en una herramienta clave para evidenciar cómo reco-nocer falsamente a un individuo (o grupo de individuos) o no reconocerlo,puede constituirse en una forma de opresión31. En efecto, la continua indife-rencia y/o la mirada negativa del otro puede llevar a que el sujeto pierda suautoestima y por tanto se interprete como un ser humano con poco valor,como un ser inferior en relación con quien lo evalúa.

Este hecho, por ejemplo, es enfatizado por algunas corrientes feministas,y constantemente debatido por autores preocupados por temas relacionadoscon la multiculturalidad. Éstos y aquellas consideran que el no reconoci-miento o falso reconocimiento del que son objeto las mujeres y las minoríasétnicas por parte de la cultura blanca-patriarcal hegemónica, les ha causadograves daños a estos grupos. Las primeras, por ejemplo, autointepretándosecomo objetos sexuales y las segundas como culturas menores.

Ahora bien, si continuamos con el análisis de la política del reconoci-miento igualitario (que nace en el plano social a partir de la idea genérica delreconocimiento) podremos ver como ésta da lugar a otras consecuenciasimportantes para el plano político de las comunidades occidentales.

La reformulación de la manera en que se concibe la identidad individualy la perspectiva de la dignidad igualitaria, las dos en relación con la idea delreconocimiento, han producido dos principios políticos distintos pero interre-lacionados que dinamizan la órbita pública: el principio de la dignidad uni-versal y el principio de la diferencia32.

El primero es producto del tránsito, al que hicimos referencia anterior-mente, del honor como valor fundamental en el antiguo régimen, a la digni-dad igualitaria en la modernidad.

Este principio defiende la igualdad fundamental de todos los ciudadanos,por lo que les otorga los mismos títulos y derechos. Es así como este postu-lado tiene como consecuencia práctica primordial la concesión de igualesderechos políticos y civiles a todos los individuos que componen la polis.Desaparece así la diferenciación antes existente entre ciudadanos de primeracategoría y ciudadanos de segunda categoría.

El segundo, que nace como una derivación de la transformación de lamanera como se interpreta la identidad individual, defiende la capacidad quetienen todos los seres humanos de construir la suya, así como el productoefectivo de la dinamización de esta potencia33.

Es así como el principio de la dignidad universal defiende lo que es comúna todos los ciudadanos, mientras que la política de la diferencia pide protec-ción, sobre una base universalista, a lo que es original en cada uno de los

31 Ibídem., pp. 43-45.32 Ibídem., pp. 59-60. 33 Ibídem., p. 60.

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hombres. De esta forma, mientras el segundo principio exige que se reconoz-ca la especificidad, lo que diferencia a cada sujeto o pueblo; el primero recla-ma lo que todos los hombres compartimos, lo que trasciende laheterogeneidad «aparente» de lo humano.

A través del anterior argumento podemos ver cómo el principio de la dife-rencia nace de una interpretación del principio de dignidad universal. A pesarde que el segundo es fuente originaria del primero (en cuanto a la igualdadfundamental de los hombres), éste entra en tensión con aquél pues exige quese reconozca aquello que no es universalmente compartido: las diferenciasque configuran la identidad de los hombres y de los pueblos34.

En concordancia con lo anteriormente expuesto, los dos principios fijanuna posición disímil frente a la manera como ha de evitarse la discriminaciónpolítica. Así, mientras el principio de dignidad universal indica que para pro-teger la igualdad entre los ciudadanos hay que ser ciego a las distinciones; elprincipio de la diferencia redefine la discriminación, indicando que ésta apa-rece cuando no se toman en cuenta las desemejanzas entre los hombres paratomar decisiones en la órbita política35.

Si analizamos la relación entre el principio de igualdad que nos indica queha de darse trato igual a los casos iguales y trato diverso a los casos diversos,y las dos políticas que venimos exponiendo, podremos ver más claramentesus disimilitudes. Por un lado, la política de la dignidad universal exige quese aplique la primera parte del principio de igualdad. Esto en tanto que en elámbito político la igualdad fundamental de los hombres anula cualquier dife-rencia relevante que permita concluir que se está frente a un caso que exija untrato diferencial. Por otro lado, el principio de la diferencia reclama la aplica-ción en primera instancia de la segunda parte del mencionado postulado, puesla diversidad humana, que es la regla, implica un trato diferencial para cadacaso.

En ciertas ocasiones, como excepción, la política de la dignidad universalexige que se tengan en cuenta las diferencias para tomar decisiones en elámbito público. Tales exigencias están destinadas a neutralizar las desigual-dades que se presentan en las comunidades, a través de cierto tipo de deci-siones políticas. Estas medidas, generalmente conocidas como formas dediscriminación positiva o acción afirmativa, tienen por objetivo anular lasinjusticias que afectan a ciertos grupos marginados de la sociedad (desigual-dades que impiden que estos grupos lleven una vida realmente digna), parainmediatamente volver a las formas políticas ciegas a la diferencia que per-miten proteger la igualdad fundamental de los seres humanos.

Los anteriores argumentos, dice Taylor, «parecen bastante convincente ahídonde su base factica es sólida; sin embargo no justifican algunas de las medi-

34 Ibídem., pp. 61-62.35 Ibídem., pp. 62-64.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 97

das que hoy se piden en nombre de la diferencia»36. En efecto, si lo que sequiere es proteger e impulsar lo original de cada ser o grupo humano, alter-nativas como las anteriores resultan inútiles, pues toman en cuenta la dife-rencia para neutralizarla y prontamente volver a la igualdad abstracta quedefiende el principio de la dignidad universal.

Es así como el principio de la diferencia es acusado por el de la dignidaduniversal de violar el postulado de no discriminación, mientras el primeroacusa al segundo de ser un agente homogeneizador que subestima la impor-tancia que tiene la diversidad y que busca introducir en un molde uniforma-dor a la variedad humana.

6. La política del reconocimiento igualitario, el principio de la dignidaduniversal, el principio de la diferencia y el liberalismo

Históricamente la política de la dignidad universal ha derivado en una for-ma de liberalismo que el principio de la diferencia cuestiona por homogenei-zante: el liberalismo procedimental37.

Este tipo de liberalismo defiende el fraccionamiento de la órbita privaday la órbita pública como medida necesaria para proteger el valor de la tole-rancia y la igual dignidad de todos los hombres. Esta discontinuidad entremoral y política permite que el Estado sea neutral frente a sus ciudadanos ylos trate con igual consideración y respeto. Por el contrario, si el Estado asu-me como propio un específico proyecto de buen vivir, los ciudadanos que nolo comparten se verán afectados negativamente al no tener las mismas posi-bilidades para escoger y materializar un proyecto de vida distinto al oficial38.Así, este tipo de liberalismo desconfía de las metas colectivas que pretendenproteger e impulsar a través del gobierno, una cultura o visión de vida parti-cular.

Para evitar el desequilibrio antes anotado, el Estado en el liberalismo dela neutralidad es ciego a los distintos proyectos de buen vivir de sus ciudada-nos y busca, a través de la igualación de títulos y derechos, que a todos ellosse les garantice la posibilidad de escoger, materializar y cambiar sus perspec-tivas vitales.

36 Ibídem., p. 63.37 Ibídem., pp. 84-85.38 Este tipo de liberalismo se sustenta en la idea kantiana de que la dignidad humana con-

siste en gran medida en la autonomía para determinar una buena vida por sí mismo. Esta capaci-dad sería irrespetada si el Estado jerarquiza alguna de las posibles alternativas de buen vivir sobrelas otras, a través de su apoyo.

De esta forma en el liberalismo de la neutralidad cada hombre tiene la posibilidad de ele-gir un determinado proyecto de bien vivir pero también reconoce el compromiso de tratar a susconciudadanos en forma equitativa e igualitaria, cualquiera que sea la perspectiva moral quedefienda.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana98

Ahora bien, este tipo de liberalismo también trae consecuencias para larevisión judicial pues exige que el conjunto de derechos que está en cabezade todos los ciudadanos sea interpretado por los jueces sin tener en cuenta elcontexto cultural y los proyectos de vida de los individuos implicados. Es asícomo la aplicación de los derechos ciudadanos no puede guiarse por las metascolectivas de un grupo específico de la comunidad, así éste sea el grupomayoritario de la misma39.

Taylor considera que las acusaciones que se le hacen al liberalismo proce-dimental desde la política de la diferencia son acertadas. Para Taylor estemodelo político subvalora la diversidad humana en tanto no acoge la posibili-dad, deseada en muchas sociedades (como la quebequense), de que las comu-nidades políticas se organicen de manera que persigan una meta colectiva, quepromuevan a través del Estado la supervivencia y desarrollo de una cultura.

Pero al mismo tiempo que defiende las anteriores objeciones, Taylor sepregunta si la política de la dignidad universal ha de devenir siempre en unmodelo liberal como el anotado. El mencionado pensador responde negativa-mente a este cuestionamiento pues cree que es posible interpretar el liberalis-mo de manera que respete el principio de la diferencia, que permita perseguirmetas colectivas a través del Estado sin que se atente contra la política de ladignidad universal.

Esta interpretación, que podríamos llamar liberalismo sustancial, defien-de la continuidad entre moral y política siempre y cuando se respeten losderechos fundamentales de los individuos que no compartan la visión de buenvivir que es impulsada por el Estado. Taylor considera que este modelo es útilcuando para la comunidad y su gobierno es axiomático que la supervivenciay florecimiento de la cultura tradicional se constituya en un bien40.

En estos casos la comunidad política no es neutral frente a los diversosproyectos de buen vivir de sus ciudadanos pues trata activamente que uno deellos, el tradicional, no sólo sobreviva sino que se proyecte hacia el futuro.Así se legitima y se promueve que los jueces, legisladores y gobernantes ten-gan en cuenta los objetivos colectivos cuando desarrollan sus labores, permi-tiendo que en los procesos de revisión judicial, en la creación de las leyes yen la ejecución de las mismas tales objetivos generen consecuencias.

De esta forma el liberalismo sustancial considera que una comunidad polí-tica se puede organizar en torno a un proyecto de buen vivir determinado sinque esto redunde en la marginación y discriminación de quienes no lo com-parten y sin que derive en un atentado contra su dignidad. Esto, pues a todoslos ciudadanos, sin excepción, se les garantiza una carta de derechos funda-mentales que nunca pueden ser violados.

39 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 90-91.40 Ibídem. pp. 88-89.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 99

Así, en una sociedad que adopte el liberalismo sustancial hay que distin-guir entre las libertades esenciales que nunca podrían ser violadas, de aque-llas inmunidades y privilegios que en ocasiones, cuando entren en conflictocon la política publica, pueden ser restringidas. En palabras de Taylor «estemodelo de liberalismo está dispuesto a sopesar la importancia de ciertas for-ma de trato uniforme contra la importancia de la supervivencia cultural yoptan a veces en favor de esta ultima»41.

De esta manera, Taylor considera que una sociedad con poderosos pro-yectos colectivos puede ser liberal, siempre y cuando esté en capacidad degarantizar la diversidad y los derechos fundamentales de las minorías.

No hay duda de que durante la implementación y vida de un modelo comoel del liberalismo sustancial habría grandes dificultades y en ocasiones se pre-sentarían arbitrariedades. Pero éstas y aquéllas no serían mayores a las quetendrían otra interpretaciones del liberalismo en donde se privilegia la igual-dad frente a la libertad o se pretende lograr un equilibrio entre las dos42.

De esta forma el liberalismo sustancial, en tanto defiende la continuidadentre moral y política, reconoce que no es un modelo neutral, imparcial yahistórico en el que pueden convivir todas las culturas. La interpretación delliberalismo que defiende Taylor se autodefine como un modelo político quenace determinado por una serie de condicionamientos espacio-temporales quele impiden presentarse como una perspectiva que puede incluir a todas lasculturas y que puede implementarse en todas ellas. Este liberalismo sustancialreconoce que sus raíces se hunden en la tradición cristiana occidental por opo-sición al liberalismo procedimental que se presenta como una alternativa polí-tica neutral que es capaz de acoger dentro de sus límites a todas la culturas yque es oponible a cualquier individuo racional como la mejor alternativa paracomprender y desarrollar una comunidad política43.

No obstante el reconocimiento de su perspectividad, el reto para el libera-lismo sustancial es grande: «enfrentarse al sentido de marginación que sien-ten los individuos que no comparten la visión impulsada por el Estado sincomprometer su principios políticos fundamentales»44. Así, mientras por unlado promueve la continuidad entre moral y política, por el otro se enfrenta ala creciente diversidad étnica y cultural de la sociedades contemporáneas.

7. La política del reconocimiento y el multiculturalismo

En el anterior acápite se expuso como la política del reconocimiento diolugar a la política de la dignidad igualitaria. De igual modo se reseñó cómoésta, históricamente, desemboca en un liberalismo procesal que resulta into-

41 Ibídem., p. 91.42 Ibídem., p. 89.43 Ibídem., pp. 91-93.

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lerante frente a la diferencia en tanto es refractario a impulsar metas colecti-vas a través del Estado y exige que los derechos en cabeza de los individuossean interpretados sin tener en cuenta tales metas. También se ha señaladocómo para Taylor existe una interpretación del liberalismo, el liberalismo sus-tancial, que acepta la defensa de una perspectiva cultural a través del Estadoy que acepta que en ciertos casos se ponderen las metas colectivas frente aalgunos derechos no fundamentales en cabeza de los individuos y se les déprioridad a las primeras.

Ahora bien, si en el anterior aparte se «trataba de saber si la superviven-cia cultural sería reconocida como meta legítima, si los objetivos colectivosse tolerarían como consideraciones legitimas en la revisión judicial o paraotros propósitos de la política social»45, en éste analizaremos cuál es la rela-ción entre política de reconocimiento y multiculturalismo.

Como fue indicado anteriormente, la política del reconocimiento generaen el plano social el principio de la diferencia. Este principio que en primerainstancia defiende la potencialidad de cada hombre y cada cultura de definirsu identidad, se ha ampliado hasta proteger la consecuencia material de esadefinición. Es decir que exige el respeto igualitario para todos los individuosy las culturas que de hecho se han desarrollado. Esta exigencia, en el planointercultural, se opone por tanto a cualquier forma de imperialismo, a cual-quier posición que defienda la superioridad natural y/o la imposición de unacultura sobre otras.

Es por lo anterior que esta política de la diferencia cuestiona de maneraradical la supuesta hegemonía de la cultura blanca occidental frente a cultu-ras de otras latitudes o a culturas minoritarias que conviven con ella, y a lavez evidencia el grave daño que el no reconocimiento o falso reconocimien-to histórico de aquella sobre éstas ha producido en su autocomprensión46.

De esta forma la política del reconocimiento y el principio de la diferen-cia exigen que se reconozca el igual valor de todas las culturas. ¿Pero cuálpuede ser el sentido de esta exigencia?

Para Taylor significa que todas las culturas que han alentado a sociedadesenteras durante un periodo notable tienen algo importante que decir a todoslos hombres47.

Ahora bien, la anterior afirmación es sólo una hipótesis inicial de la quese parte para acercarse a culturas diferentes de la propia, para aproximarse al

44 Ibídem., p. 94.45 Ibídem., p. 94.46 De igual manera la política de la diferencia denuncia que si hay alguna razón por la cual

las sociedades multiculturales pueden entrar a vivir serios conflictos es por la falta de reconoci-miento de igual valor entre los grupos que la conforman.

47 Como se puede ver esta premisa descarta etapas breves de una cultura relevante (etapasde decadencia por ejemplo) y fragmentos culturales de una sociedad. Ibídem. p. 98.

48 Ibídem.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 101

estudio de otras culturas. Esta afirmación no puede ser una proposición cate-górica que defiende de antemano el igual valor efectivo de todas las culturasexistentes. Tal evaluación sería una concesión y no una muestra de verdade-ro respeto, en tanto se haría a partir de las propias categorías, sin conocerrealmente a las otras culturas, sin conocer qué es lo que ellas consideranvalioso48.

En efecto, para comprender cuál es el aporte que la otra cultura hace a lahistoria humana es necesario que quien se acerca a ella amplíe el horizontedesde el cual interpreta, de forma que comprenda realmente lo que es valiosopara ésta. Es necesario entonces, que se de una fusión de horizontes de inter-pretación que permita acercarse a la manera como el otro interpreta el mundoy que de lugar al desarrollo de nuevos vocabularios para expresar los con-trastes entre las culturas49.

De esta forma «en caso de encontrar apoyo sustantivo a la suposición ini-cial (igual valor de todas las culturas), será sobre la base del entendimiento delo que constituye un valor para el otro»50 y no desde lo que quien se acerca aéste considera importante. Si se evalúa desde esta última perspectiva estaría-mos no sólo frente una muestra de condescendencia sino de etnocentrismo: seaclamaría al otro por ser como yo. Lo que exigen la política del reconoci-miento y la de la diferencia es que «haya auténticos juicios de valor que seapliquen a las costumbres y creaciones de culturas diversas»51 fundamentadosen un estudio juicioso y un acercamiento comprometido a los horizontes des-de los cuales éstas se autocomprenden.

Es así como para Taylor es plausible exigir que los individuos se acer-quen a las otras culturas presuponiendo el igual valor de todas ellas. Perono considera plausible que se exija de antemano la conclusión de que todaslas culturas tienen un gran valor o tienen un valor real igual a todas lasdemás.

Es claro para Taylor que la hipótesis de la cual se parte es conflictiva, peroa su vez considera que es razonable pensar que las culturas que le han dadosentido a millones de hombres diversos, durante un largo periodo, tienen algorelevante que decir al resto de culturas y de individuos. Negar a priori talsuposición no podría ser explicado sino como fruto de una inmensa arrogan-cia etnocentrista52.

Taylor no está seguro de que la presuposición de igual valor pueda ser exi-gida como un derecho. Mas tal cosa no le preocupa pues cree que el proble-ma puede enfocarse de manera diversa a través de la pregunta ¿es esa lamanera como debemos enfocar a los otros? Es decir, puede asumirse como

49 Ibídem. pp. 99-100.50 Ibídem. p. 99.51 Ibídem. p. 101.52 Ibídem. p. 106.

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una fuerte exigencia normativa que ha de guiar nuestra relación con los indi-viduos y culturas distintos53.

Es así como la interpretación que hace Taylor de la política de la diferen-cia y de la política del reconocimiento en el ámbito intercultural exige «nojuicios perentorios e inauténticos de valor igualitario, sino disposición paraabrirnos al género de estudio cultural comparativo que desplace nuestros hori-zontes hasta lograr la fusión con otros... y ante todo exige que se admita queaún nos encontramos muy lejos de ese horizonte último desde el cual el valorrelativo de diversas culturas puede evidenciarse»54.

III. WILL KYMLICKA Y LOS DERECHOS DIFERENCIADOS DE GRUPO

El trabajo filosófico de Taylor constituye, sin duda, un aporte importantepara la comprensión y análisis del fenómeno multicultural de las sociedadescontemporáneas. En efecto, el rastreo que hace de las fuentes de la identidadmoderna y de los orígenes de la política del reconocimiento, nos otorgaimportantes elementos para comprender por qué la política del multicultura-lismo es un discurso común entre muchos hombres y culturas de finales delsiglo XX.

De igual forma, la denuncia que hace sobre la discriminación de que sonobjeto las culturas minoritarias a partir del no reconocimiento o falso recono-cimiento que reciben de la cultura blanca-occidental hegemónica, abremuchas espacios para confrontarla y batallar por su abolición.

Del mismo modo, la invitación que hace el pensador canadiense a abrir-nos hacia el otro, tratando de ampliar nuestros horizontes de comprensión, estambién un elemento importante que descubre caminos teóricos para acercar-se a la riqueza y a los conflictos que genera el fenómeno multicultural ennuestras sociedades. Su incitación a que tomemos en serio al otro y respete-mos la diferencia como una postura que se genera en juicios de valor quenacen del acercamiento concreto al otro, no como mera condescendencia,resulta igualmente fuerte y atractiva.

Mas en nuestro parecer, las reflexiones de Taylor se queden cortas en lamedida en que no abren alternativas político-jurídicas concretas u otorganherramientas específicas en estas áreas para defender efectivamente el igualvalor de las culturas, para defender la riqueza que implica la convivencia enun mismo Estado de diversas perspectivas culturales, así como para enfrentarlos retos y conflictos que genera este hecho.

Desde nuestra perspectiva, el mencionado vacío puede ser llenado, por lomenos parcialmente, si atendemos a la propuesta que sobre el multiculturalis-

53 Ibídem. p. 106.54 Ibídem., p. 107.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 103

mo hace el filósofo canadiense Will Kymlicka. En efecto, en su último libroLa ciudadanía Multicultural55, este pensador desarrolla una teoría liberal delos derechos de las minorías. En este libro Kymlicka analiza de manera ampliay profunda el fenómeno del multiculturalismo. En él son tocados tópicos com-plejos como la representación política de las minorías, los diferentes tipos deminorías y especialmente, los derechos que deberían ser reconocidos a los gru-pos minoritarios en los estados democráticos.

Este pensador canadiense considera que los Estados democráticos ademasde reconocer y defender los derechos fundamentales de los individuos debenreconocer una serie de derechos especiales para los grupos minoritarios. Estosderechos tiene como objetivo preservar el horizonte cultural que provee sen-tido a la libertad individual y a su ejercicio, así como hacer posible la perte-nencia a su grupo cultural (considerado un bien fundamental para laconstrucción de la identidad de muchos individuos) y promover la desapari-ción de las desigualdades que afectan a las minorías culturales56.

En efecto, Kymlicka considera que para garantizar que la supervivencia yflorecimiento de estos grupos no dependa de la voluntad de las mayorías ycomo una forma de aliviar las tensiones de los conflictos étnico-culturales, elEstado ha de defender lo que el llama los derechos diferenciados de grupo57.

Dentro de los mencionados derechos el filósofo canadiense distingue cin-co categorías: los derechos poliétnicos, los de representación, los de autogo-bierno, los derechos lingüísticos y los territoriales58. Tales derechos tienen encuenta la diferenciación que hace Kymlicka entre grupos raciales, étnicos yde inmigrantes que dan lugar a la polietnicidad y las minorías nacionales quegeneran Estados multinacionales59.

Los derechos poliétnicos son aplicables fundamentalmente a grupos deinmigrantes, a grupos étnico religiosos y a minorías sin territorio y tienencomo propósito permitir y proteger que estos grupos expresen de manera libresu cultura, sin que este hecho se constituya en un obstáculo para que puedantener éxito en la sociedad hegemónica. Esta categoría de derechos diferencia-dos de grupo incluye, entre otros, derechos contra la discriminación, derechoa conseguir financiación estatal y protección legal para la realización de prác-ticas culturales y el derecho a exigir una educación que incluya las culturasminoritarias y sus lenguas60.

Los derechos de representación tienen como objetivo garantizar la parti-cipación equitativa de las minorías culturales y de las naciones en los proce-

55 Will KYMLICKA, La ciudadanía multicultural, Editorial Paidós, Barcelona, 1996.56 Ibídem. pp. 46-55.57 Ibídem. p. 18.58 Ibídem. pp. 46-55 y 104-106 y 61-62.59 Ibídem. pp. 26-46.60 Ibídem. pp. 52-53.

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sos políticos y en los organismos o entes de representación política. Esta cate-goría de derechos incluye medidas como las de representación proporcional yla garantización de ciertos cupos para las minorías culturales en congresos oasambleas61.

Los derechos de autogobierno y los territoriales están restringidos a lasnaciones y pretenden impulsar y proteger algún tipo de autonomía política yjurisdicción territorial para asegurar el pleno desarrollo de sus culturas y ladefensa de los intereses de los individuos que las componen62.

Los derechos lingüísticos se aplican tanto a la minorías étnicas como a lasnaciones y buscan promover la supervivencia y florecimiento de las lenguasde las diferentes culturas63.

Los anteriores derechos diferenciados buscan la protección de las minorí-as culturales frente a la cultura hegemónica. Mas para Kymlicka, estos dere-chos no son absolutos, por el contrario deben estar siempre limitados por losprincipios de libertad individual, democracia y justicia social. Es por estarazón que el filósofo canadiense distingue entre restricciones internas y pro-tección externa en relación con los derechos de las minorías. Así, mientras lasegunda categoría hace referencia a las relaciones entre los diversas minoríasculturales y a la relación entre éstas y la cultura dominante. La primera serefiere a los miembros de una minoría en relación con los límites que se fijenal interior de cada una de sus culturas para cuestionar y transformar las tradi-ciones64.

Una política liberal del multiculturalismo, desde la perspectiva de Kym-licka, deberá promover el reconocimiento de derechos de grupo que promue-van la equidad entre los diversos grupos y los protejan de los ataques de lacultura hegemónica; pero no deberá implementar derechos que promuevanlas restricciones internas.

En nuestro concepto, la propuesta de Kymlicka en torno a los derechosdiferenciados de grupo va un paso más allá que la de Taylor en cuanto proveeherramientas concretas que permiten asumir adecuadamente los retos y pro-blemas que surgen de la polietnicidad y multinacionalidad de las sociedadescontemporáneas. En efecto los derechos grupales defendidos por Kymlickason armas eficaces que se pueden esgrimir para proteger y permitir el floreci-miento de las culturas minoritarias. Mas desde nuestra perspectiva, el hechode que estos derechos sean configurados, desarrollados y sugeridos sin teneren cuenta a los individuos que van a afectar constituye un problema serio. Talvez este conflicto pueda ser solventado y nuestros instrumentos para com-prender y afrontar las exigencias de la multiculturalidad enriquecidos, si ana-

61 Ibídem. pp. 53-55.62 Ibídem. pp. 47-52.63 Ibídem. pp. 114-115, 136-138, 153-154.64 Ibídem. pp. 58-71.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 105

lizamos algunos elementos que componen la propuesta que defiende Haber-mas en torno al derecho.

IV. EL PARADIGMA DISCURSIVO

En su último libro, Facticidad y Validez: Apuntes para una Teoría Dis-cursiva del Derecho y del Estado de Derecho Democrático65, Habermas haplanteado un nuevo paradigma discursivo-procedimental del derecho66, asícomo un modelo normativo de democracia radical que en conjunto constitu-yen un instrumento de conciliación y superación de la tensión entre la con-cepción multicultural comunitarista y la concepción de ciudadaníamulticultural liberal.

En la propuesta de Habermas los contenidos de la visión institucionaldel multiculturalismo y los derechos multiculturales positivizados que deella se desprenden no son sugeridos, interpretados o impuestos por ningunainstancia, pública o privada, sino que son inferidos directamente del con-senso mínimo a que llega la opinión pública del conjunto de sujetos colec-tivos que conforman la sociedad civil, filtrados a través del complejoparlamentario en el marco de condiciones discursivo-procedimentales quegarantizan una participación amplia y simétrica, de los actores socialesrepresentativos y finalmente implementados y garantizados a través delandamiaje administrativo y jurisdiccional del poder ejecutivo y las cortesjudiciales.

65 J. HABERMAS, Faktizität und Geltung. Beitrage zur Diskurstheorie des Rechts und desDemokratischen Rechsstaats, Frankfurt: Suhrkamp Verlag, 1992; traducción al inglés, de WilliamRehg, Between Facts and Norms. Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy,Cambridge: MIT Press, 1996. Las citas a la obra en este estudio son una traducción libre de laversión en inglés, con fines netamente expositivos, del autor de este ensayo. A partir de aquí loscomentarios a esta obra se apoyaron también en apuntes y traducciones libres al español del pro-fesor Guillermo Hoyos (Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia).

66 Sobre la última obra de Habermas consultar, en castellano, a GUILLERMO HOYOS, «Éticadiscursiva, derecho y democracia» en Cristina Motta (Edr.), Ética y Conflicto, Bogotá: TM-UniAndes, 1995, pp. 49-80; así como, del mismo autor, Derechos Humanos, Ética y Moral,Bogotá: Viva La Ciudadanía, 1994, pp. 69-81; y JOSÉ ESTEVEZ, La Constitución como Proceso,Madrid: Editorial Trotta, 1994. En inglés, ver WILLIAM OUTHWAITE, «Law and the state» enHabermas: A Critical Introduction, Stanford: Stanford University Press, 1994, pp. 137-151;KENNETH BAYNES, «Democracy and the Rechsstaat» en STEPHEN WHITE (Ed.), HABERMAS, Cam-bridge: Cambridge University Press, 1995, pp. 201-232; JAMES BOHMAN, «Complexity, plura-lism, and the constitutional state» en Law and Society Review, Volume 28, N. 4, 1994,pp. 897-930; MICHEL ROSENFELD, «Law as discourse: bridging the cap between democracy andright» en Harvard Law Review, Volume 108, 1995, pp. 1163-1189; y FRANK MICHELMAN, «Bet-ween facts and norms» (Book reviews) en The Journal of Philosophy, New York: Columbia Uni-versity, Volume XCIII, Number 6, June, 1996, pp. 307-315. En francés ver PHILIPPE GERARD,Droit et Democratie. Reflexions sur la Legitimit, du Droit dans la Societ, Democratique, Bruxe-lles: Publications de Facultes Universitaires Saint-Louis, 1995.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana106

El derecho como integrador social, la democracia comprendida discursiva-mente y el paradigma discursivo-procedimental del derecho constituyen losmedios de superación de la tensión planteada en tres sentidos. Primero, en lamedida en que las particulares concepciones de racionalidad práctica que cons-tituyen la identidad de los diversos sujetos colectivos o, étnico-culturales, esdecir, su espectro de símbolos, tradiciones, valores y normas de reconoci-miento social que constituyen su mundo de vida y que expresan su podercomunicativo en el marco de los mecanismos de conformación de la opiniónpública, son traducidos por un potencial paradigma discursivo del derecho enpoder administrativo. De esta manera, la abstracción de los contenidos, de lasrespectivas autopercepciones práctico-racionales de los diferentes sujetos,étnico-culturales adquiere concreción institucional frente al Estado y a losotros sujetos colectivos sociales.

Esto supone, segundo, un marco de deliberación política simétrica, dondetodos los actores sociales, en especial los afectados por la positivización dedeterminados derechos, tengan la posibilidad de conferirles contenidos con-cretos a éstos desde sus concepciones de racionalidad práctica. El complejoparlamentario deviene el medio por excelencia de ello —así como las Cortes,para el caso de darles contenidos constitucionales— pero sólo en cuanto susinterpretaciones estén derivadas, no de la lógica autorreferente del sistemajurídico y político, sino desde los consensos mínimos a que la discusiónpública de tales derechos haya podido llegar.

En un mundo y una sociedad global desencantada como la nuestra sólouna concepción y una estrategia tales podrían, en un tercer sentido, hacerdel derecho el medium de integración social y no, como hasta el momento,un dique contra los impulsos provenientes del mundo de la vida y, por lotanto, un factor más de deslegitimación institucional y violencia confronta-cional.

La democracia participativa sólo adquiere sentido a través, de un paradig-ma discursivo del derecho por medio del cual todos los actores sociales enconflicto real o potencial puedan conferirle contenidos específicos a las leyes,disposiciones y sentencias con las que se pretende regular, sin su participa-ción, su vida privada y pública. Sólo esto puede hacer del derecho, en socie-dades tradicionales en transición estructural como la nuestra, un medio pararehacer el lazo social desintegrado y reconstruir comúnmente la legitimidadsocial y política en cuestión.

En lo que sigue, expondremos las principales nociones que Habermasdesarrolla sobre el derecho como medio de integración social y la recons-trucción discursiva del derecho que ello supondría, las relaciones de estaestrategia con una reconstrucción paralela de la democracia, entendida en tér-minos discursivos y, finalmente, el paradigma discursivo-procedimental delderecho que todo lo anterior supondría como condición de posibilidad última

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 107

de un modelo alternativo de democracia real, frente al modelo comunitaristay el modelo liberal.

De esta manera podremos, en las conclusiones, justificar nuestra afirma-ción de que sólo a través del derecho, entendido discursivamente, se conciliala reclamación abstracta, de corte iusnaturalista, de respeto a una identidadcomunitaria y el reconocimiento liberal de esa identidad a través de la impo-sición de derechos positivos, de corte iuspositivista, sin tener en cuenta losafectados.

1. El derecho como integrador social

Por su posición onmimediadora en la sociedad moderna, el derecho pare-ce ser, hoy por hoy, el único instrumento y el ámbito social exclusivo desdeel cual replantear la integración social y reconstruir los presupuestos de legi-timidad que fundamenten de nuevo el lazo social desintegrado67. Desde laperspectiva de Habermas, el derecho es concebido como la esfera central dela integración social, como la categoría de mediación social entre hechos ynormas o, en otras palabras, entre el mundo de la vida y los subsistemas fun-cionales económico y político-administrativo. La tensión entre facticidad yvalidez, entre legalidad y legitimidad, entre los ámbitos mundo-vitales y sis-témicos sólo puede resolverse, en un mundo desencantado, a través del dere-cho, exclusivamente68:

«Los mensajes normativamente substantivos pueden circular a travésde la sociedad solamente en el lenguaje del derecho. Sin su traducción alcomplejo código legal que está abierto igualmente al mundo de la vida yal sistema, esos mensajes caerían en los oídos sordos de los medios-guíasde las esferas de acción. El derecho entonces funciona como un «trans-formador» que, antes que todo, garantiza que la red comunicativa de laintegración social se tienda a través de la sociedad como un todo tejidoconjuntamente»69.

De esta manera, la pluralidad de culturas y subculturas, de clases y frac-ciones de clase, de visiones omni-comprehensivas, cuya fragmentación exa-cerba la gobernabilidad de las sociedades contemporáneas, tanto modernascomo tradicionales en transición estructural como las nuestras, se ve conci-liada a través de un mecanismo común, el derecho, que recoge en su capaci-dad normacional el mínimo consenso normativo de la ciudadanía y lo plasmaen regulaciones sistémico-funcionales que, al emanar de su dinámica inter-

67 Ver, específicamente, JÜRGEN HABERMAS, «Law as a category of social mediation bet-ween facts and norms» y «The sociology of law versus the philosophy of justice» en Ibídem.,pp. 1-41 y 42-81.

68 Ibídem., pp. 38-39.69 Ibídem., p. 56.

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subjetiva, permite reconstruir y consolidar el lazo social, desintegrado por elproceso de racionalización moderna descrito por Weber70.

Ello supone una reconstrucción discursiva del derecho71 que logre captarla dualidad estructural que posee y la cual constituye la tensión interna entrehechos y normas, entre legalidad y legitimidad. La validez legal relaciona lasdos caras de esta tensión en una interpelación que hace del derecho, por unaparte, en tanto hecho social, forzosamente coercitivo a fin de garantizar losderechos ciudadanos y, por otra, en tanto procedimiento para conformar laley, abierto a una racionalidad discursiva legitimatoria, democráticamenteorganizada. El procedimiento legítimo de hacer leyes es válido cuando con-voca el acuerdo de los ciudadanos a través de procesos participativos legal-mente constituidos e institucionalizados72.

La reconstrucción del derecho exige la diferenciación entre moral y dere-cho. Las normas morales y las normas legales, aunque diferentes son com-plementarias, como complementaria es la relación que puede establecerseentre la ley natural y la ley positiva. La teoría del discurso, a través del Prin-cipio Discursivo (Principio D), concebido en su grado más alto de abstrac-ción, provee para los conflictos legales, morales y políticos unprocedimiento discursivo imparcial que puede ofrecer soluciones legítimaspara todos los participantes en un discurso práctico73.

En el marco de una teoría del discurso, moral, derecho y política se com-plementan a través de un procedimiento postconvencional que no puede serlimitado, ni al procedimentalismo sustancial del derecho sacro tradicional yal iusnaturalismo, como tampoco al procedimentalismo procesal de la moder-nidad y al iuspositivismo, integrándolos en una nueva dimensión:

«El principio discursivo intenta asumir la forma del principio de la demo-cracia solamente por medio de la institucionalización legal. El principio de lademocracia es lo que entonces confiere fuerza legitimante al proceso legisla-tivo. La idea clave es que el principio de la democracia se deriva de la inter-penetración del principio discursivo y la forma legal. Comprendo estainterpenetración como una lógica, génesis de derechos... Por lo tanto, el prin-cipio de la democracia sólo puede aparecer como el corazón de un sistema dederechos»74.

70 Ver, en general, MAX WEBER, Economía y Sociedad, México: F.C.E., 1987; así comoENRIQUE SERRANO, Legitimación y Racionalización, Barcelona/México: Anthropos/UniversidadAutónoma Metropolitana, 1994.

71 Ver, específicamente, J. HABERMAS, «A reconstructive approach to law I: the system ofrights» y «A reconstructive approach to law II: the principles of the constitutional state» en Ibí-dem., pp. 82-131 y 132-193.

72 Ibídem., pp. 83-84.73 Ibídem., p. 105.74 Ibídem., pp. 120-121.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 109

Procedimiento necesariamente crítico que se fundamenta en un listado dederechos fundamentales —discursivamente legitimados por la ciudadanía—los cuales emergen como condiciones extrajurídicas jurídicamente institucio-nalizadas que hacen posible a la ciudadanía la conformación de la ley. Haber-mas sintetiza así este catalogo de derechos básicos:

«1. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autó-noma del derecho a la más amplia expresión posible de iguales libertadesindividuales. Estos derechos requieren los siguientes corolarios necesarios:

2. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autóno-ma del estatus de miembro en una asociación voluntaria de coasociados bajola ley.

3. Derechos básicos que resultan inmediatamente de la aplicacionabilidadde derechos y de la elaboración políticamente autónoma de la protección legalindividual.

Estas tres categorías de derechos son el producto, simplemente, de la apli-cación del principio discursivo al procedimiento del derecho como tal, estoes, a las condiciones de la forma legal de una asociación horizontal de perso-nas libres e iguales. Los anteriores derechos básicos garantizan lo que se lla-ma la autonomía privada de los sujetos legales, en el sentido de que esossujetos recíprocamente reconocen a cada otro en su rol de destinatarios deleyes... Sólo con el siguiente paso pueden los sujetos legales convertirse enprotagonistas de su orden legal, a través de lo siguiente:

4. Derechos básicos a igual oportunidad para participar en procesos deopinión y formación de voluntad en los cuales los ciudadanos ejerzan su auto-nomía política y a través de la cual generen derecho legítimo. Esta categoríade derechos es reflexivamente aplicada a la interpretación constitucional y aadelantar el desarrollo político o la elaboración de los derechos básicos abs-tractamente identificados de (1) a (4), para derechos políticos fundamentadosen el estatus de ciudadanos activamente libres e iguales... Este estatus es auto-rreferente, hasta el punto de que capacita a los ciudadanos a cambiar y expan-dir su variedad de derechos y deberes, o «estatus legal material», así como ainterpretar y desarrollar, simultáneamente, su autonomía privada y pública.Finalmente, con la mirada en ese objetivo, los derechos designados atrásimplican los siguientes:

5. Derechos básicos a la provisión de condiciones de vida que sean social,tecnológica y ecológicamente seguras, hasta el punto de que las actuales cir-cunstancias hagan ello necesario para que los ciudadanos estén en igualdad deoportunidades para utilizar los derechos civiles consignados de (1) a (4)»75.

Este sistema de derechos, de carácter y validez universales, no define sóloderechos subjetivos: hacen parte, en la aplicación e interpretación que cada

75 Ibídem., pp. 122-123.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana110

pueblo haga de ellos, de la cultura política a través de la cual su ciudadaníalos incorpora a su vida cotidiana. La ley tiene su génesis en el poder comuni-cativo de la multiplicidad de sujetos colectivos que conforman el mundo dela vida. El sistema de derechos, discursivamente concertado, democrática-mente aprobado y legalmente concretado, concilia, a través del derechocomunicativamente concebido, la tensión entre la autonomía pública y priva-da de la ciudadanía76.

Habermas problematiza el tipo de relación interna entre el derecho y lapolítica para mostrar que su constitución co-original y su interpenetraciónconceptual permiten una base de legitimidad más amplia en una sociedadfragmentada77.

La relación postconvencional entre ambos viene establecida por el hechode que el derecho no recibe su sentido legitimatorio ni a través de la formalegal, en sí misma, ni por un contenido moral previamente determinado, sinopor un procedimiento legislativo-político que engendra legitimidad en lamedida en que garantiza discursivamente las diferentes perspectivas públicasde la ciudadanía. Esto lleva a considerar la vía legislativa, no sólo como unarama entre los poderes del Estado, sino como el medio por excelencia para laexpresión discursiva de la opinión pública, como un proceso de interacciónentre instituciones jurídico-políticas formales y estructuras comunicativasinformales de la esfera pública78. El derecho permite que el sistema adminis-trativo sea atravesado por el poder comunicativo de la sociedad, convirtién-dose, así en un instrumento de integración social.

El derecho opera como un médium que posibilita al poder comunicativoconvertirse en poder político y transformarse en poder administrativo, siendoel estado de derecho legitimado tanto por los procesos discursivos de confor-mación de la opinión pública del primero como por los procedimientos decreación de leyes del segundo. El poder comunicativo se funda en el sistemade derechos que garantiza, jurídica y extrajurídicamente, la deliberación autó-noma y la simetría discursiva, individual y colectiva, de la ciudadanía.

El derecho, a diferencia de la moral, opera como un medio de auto-orga-nización legal de la comunidad, en determinadas condiciones sociales e his-tóricas. A través de él, tienen una proyección realizativa muchas conviccionesmorales, fundidas con proyecciones teleológicas específicas. Esto lleva a lanecesidad de diferenciar tres órdenes, diferentes pero concatenados, que sonrelevantes para la formación de la voluntad política: además del moral, el éti-co y el instrumental. Los tres se articulan desde los procesos de formación deopinión de la voluntad pública. Lo cual significa que el derecho, pese a surelativo grado de concrecidad, no sólo concierne al contenido moral, pero

76 Ibídem., p. 130 y ss.77 Ibídem., pp. 133-134.78 Ibídem., pp. 135-136.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 111

también al sentido legal de su validez y al modo de su legislación. Es decir,en él y a través de él se combinan tres diferentes facetas de la razón práctica,tres diferentes maneras de justificación y aplicación del discurso relativo a lascuestiones sociales: el moral, el ético-político y el pragmático79.

En esa dirección, el proceso legislativo debe agotar, para Habermas, lassiguientes instancias: primero, la determinación de recomendaciones pragmá-ticas, cuyo sentido del deber está orientado por la elección libre de decisionesinstrumentales sobre la base hipotética de intereses y valores preferencias porparte de los actores. Segundo, la definición de objetivos, ético-políticos, cuyosentido del deber está orientado por la realización de los patrones de vida bue-na de una comunidad específica, sobre la base de la interpretación hermenéu-tica, de su cultura, tradición y proyecciones históricas. Tercero, laconsideración de un contexto normativo moral, cuyo sentido del deber estáorientado hacia la autonomía de la voluntad, sobre la base de una elecciónracional de validez universal que no sea contextualmente contingente.

2. Reconstrucción discursiva de la democracia

Habermas plantea una teoría normativa de la democracia80 que integrados visiones opuestas de la democracia contemporáneas: de una parte, laperspectiva liberal, que reduce el proceso democrático a una negociación deintereses en el marco de procedimientos de voto y representatividad legisla-tiva regulados por un catálogo de derechos individuales; y, de otra, la pers-pectiva republicana, que le confiere al proceso de formación de la opiniónpública un carácter ético-político particular, delimitando la deliberación ciu-dadana a un marco cultural compartido.

El modelo de democracia radical que de esto se infiere, supone una sínte-sis entre las concepciones liberal-privada y republicano-comunitarista. Larazón pública no es ejercida por ninguna rama del poder sino por la esfera dela opinión pública que configura el conjunto de ciudadanos y sujetos colecti-vos libres e iguales de una sociedad81. Para ello concibe un modelo de socie-dad holística donde el papel cardinal del Estado debe ser la neutralidad frenteal conjunto de formas de vida y visiones competitivas del mundo, lo cualimpone la necesidad de una reinterpretación discursiva del proceso democrá-tico.

La categoría central de esta reconstrucción discursiva de la democraciaviene a ser la de una soberanía popular procedimentalizada. El núcleo de unapolítica deliberativa reside no sólo en una ciudadanía colectivamente activa

79 Ibídem., pp. 162-163.80 Ver «Deliberative politics: a procedural concept of democracy» y «Civil society and the

political public sphere» en Ibídem., pp. 287-328 y 329-387.81 Ibídem., pp. 297-298.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana112

sino en una institucionalización de los procedimientos y condiciones decomunicación públicas, así como en la interrelación de la deliberación insti-tucionalizada con los procesos informales donde se crea y consolida esa opi-nión ciudadana82.

Esto se logra a través de un modelo de política deliberativa de dos vías.La esfera pública opera, de una parte, como una red plural, abierta y espon-tánea de discursos entrecruzados de los diferentes actores ciudadanos,garantizada deliberativamente; y, de otra, gracias a un marco de derechosbásicos constitucionales. Ambas condiciones posibilitan la regulaciónimparcial de la vida común, respetando las diferencias individuales de losdiferentes sujetos colectivos y la integración social de una sociedad desen-cantada83.

En el marco de las prescripciones constitucionales que garantizan el flujodel poder comunicacional social, la circulación del poder político permite a lasociedad civil penetrar el sistema político-administrativo a través de una esfe-ra pública politizada y beligerante, consolidando un poder generado comuni-cativamente con una competencia dual tanto sobre los actores socialesinvolucrados como sobre el poder administrativo de la burocracia84.

La esfera pública es interpretada como el conjunto de estructuras comuni-cativas de la sociedad que canalizan las cuestiones sociales políticamenterelevantes pero dejando su manejo especializado al sistema político85. No serefiere tanto a las funciones ni al contenido de la comunicación cotidianacomo al espacio social que se genera en esa acción comunicativa. Este espa-cio social está compuesto por la amplia red de discursos públicos que semanifiestan en todo tipo de asambleas donde se van madurando opinionessobre asuntos que conciernen los intereses particulares de la ciudadanía. Deallí que no pueda ser mensurable estadísticamente86.

Su principal objetivo es la lucha por expandir influencia política dentro dela sociedad, en torno a los asuntos específicos que convocan el interés gene-ralizado en determinados momentos. Cuando tal influencia se ha extendidosobre una porción significativa de la ciudadanía, se evidencia la autoridaddefinitiva que la audiencia pública posee, en tanto es constitutiva de la estruc-tura interna y la reproducción de la esfera pública87.

A diferencia de la visión liberal que ve la sociedad como un conglomera-do de individuos o de la marxista que la ve como expresión superestructural

82 Ibídem., p. 300.83 Ibídem., pp. 306-308.84 Modelo desarrollado por Habermas a partir de una revisión crítica de la propuesta de

Bernard PETERS, Rationalitat, Recht und Geselleschaft, Frankfurt am Main, 1991.85 Ibídem, p. 360.86 Ibídem, p. 362.87 Ibídem., p. 364.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 113

de una estructura económica, la esfera de la sociedad civil, recientementeredescubierta88, debe interpretarse como «... compuesta por esas asociaciones,organizaciones y movimientos que emergen más o menos espontáneamente,y, estando atentos a la resonancia de los problemas sociales en las esferas dela vida privada, destilan y transmiten esas reacciones de una manera amplifi-cada en la esfera pública»89.

Por medio de la comunicación descentrada sin sujeto90 que se crea discur-sivamente, la ciudadanía, dispersa en la esfera pública, penetra los procesosinstitucionales de gestión pública. Ello remite, una vez más, al rol del dere-cho interpretado democráticamente, en cuanto sea capaz de traducir el podercomunicativo de la sociedad a leyes, decisiones burocráticas y políticas públi-cas. La democracia se funda y se legitima en la participación ciudadana en latoma de decisiones y su deliberación debe garantizarse en todos los niveles dedecisión administrativa, so pena de acudir, de manera plenamente justificada,a la desobediencia civil91.

3. El paradigma discursivo-procedimental del derecho

Todo lo expuesto anteriormente no es sino la expresión de un conflicto deparadigmas del derecho92. Los paradigmas jurídicos subyacentes a concep-ciones y prácticas legales definen una perspectiva de abordaje particular detodo sistema jurídico-legal. Los paradigmas legales convencionales no ofre-cen nuevos horizontes a la sociedad en cuanto no permiten la mediación delpoder comunicativo de la esfera de la opinión pública93.

Dos paradigmas jurídicos han determinado la historia del derecho moder-no: el paradigma burgués de derecho formal y el paradigma de Estado bene-factor de derecho materializado. El primero, que puede denominarseparadigma burgués-liberal, reduce la ley a formalidad legal y la justicia aigual distribución de derechos, mientras que el segundo, que puede designar-se paradigma de bienestar social, reduce la ley a políticas burocráticas y lajusticia a justicia distributiva. En ambos casos, la perspectiva del juez se hasobredimensionalizado, de lo que la figura del superjuez Hércules de RonaldDworkin es un ejemplo fehaciente, imposibilitando a la teoría legal concebir

88 Al respecto ver J.L. COHEN y A. ARATO, Civil Society and Political Theory, Cambridge:M.I.T. Press, 1992, obra de la que Habermas desprende sustanciales planteamientos.

89 J. HABERMAS, Op. Cit., p. 367.90 Sobre este concepto (subjectless comunication) ver Ibídem., pp. 184, 299-301, 408-409.91 Ibídem., p. 383.92 Ver «The indeterminacy of law and the rationality of adjudication», «judiciary and legis-

lator: on the role and legitimacy of constitutional adjudication» y «Paradigms of law» en Ibídem.,pp. 194-237, 238-286 y 388-446.

93 Ibídem., pp. 194-195.

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana114

la opinión pública como fuente de inspiración normativa de los procedimien-tos legales94.

Ambos paradigmas se expresan al interior de diferentes escuelas iusfilo-sóficas contemporáneas, haciendo explícita la tensión inmanente entre elprincipio de validez legal y la demanda de legitimación discursiva de la ley.Tanto la hermenéutica jurídica, como el realismo y el positivismo legales,incluyendo en el primero al modelo dworkiniano, que pretenden dar una solu-ción postiusnaturalista a esa tensión, son inadecuados para una sociedad plu-ralista con multiplicidad de concepciones del bien.

La perspectiva monológica de Dworkin sólo puede superarse a través deuna teoría discursiva del derecho. Habermas retoma críticamente la teoría dela argumentación de Robert Alexy95 (así como las de Toulmin y Pierce, entreotros) para mostrar que sólo una interpretación dialógica del derecho, comola que ésta supone, permite sobrepasar el «solipsismo»96 del superjuez Hér-cules dworkiniano y fundamentar argumentativamente «las presuposiciones yprocedimientos» del discurso legal como tal97.

Pero la teoría del discurso legal parece adolecer de una debilidad tangen-cial: su énfasis en el dominio del derecho y su discusión y toma de distanciafrente al discurso moral le hace olvidar el papel que la política deliberativajuega en todo el proceso y de qué manera es a través de ella, es decir, de laexpresión del poder comunicativo de la sociedad civil, que es posible inferirdiscursivamente los contenidos normativos —no sólo legal-argumentativos—de los procedimientos y productos jurídicos98.

La disolución del paradigma burgués-liberal y su variante, la del estado debienestar, se ve justificada en ambos casos, en cuanto la perspectiva ciudada-na pretende ser reemplazada o por una separación inflexible de poderes (para-digma liberal) que le arrebata su soberanía sin posibilidad efectiva derecuperarla en el manejo de los asuntos públicos pese a los diques de un poderjudicial que por defenderla se extralimita, o en la «materialización» del ordenlegal (paradigma de estado de bienestar) que al imponerle a la administraciónpública un contenido social específico «remoraliza», desde una determinadavisión de bien, los contenidos de un discurso legal que debía ser autónomo eimparcial frente a la pluralidad de concepciones sociales de vida buena99.

De ahí que las respuestas de ambos paradigmas, que en sus momentos his-tóricos fueron acertadas, requieran hoy en día una reformulación diferenteque le permita al discurso legal inferir contenidos normativos discursiva y

94 Ibídem., pp. 196-197.95 Ver «The Theory of legal discourse» en Ibídem., pp. 222-237.96 Ibídem., p. 225.97 Ibídem., p. 229.98 Ibídem., p. 233.99 Ibídem., pp. 240-252 y ss.

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 115

comunicativamente desde la esfera de la opinión pública, sin caer en la dicta-dura del sistema legal o de las mayorías, o en la «tiranía de valores» del super-juez, sucesiva o indiscriminadamente. En este contexto, se impone lanecesidad de un tercer paradigma donde las condiciones procedimentales parala génesis democrática de los estatutos legales sea garantizada por la legiti-midad de la ley promulgada»100.

Todo esto se expresa y se resuelve, una vez más, en un conflicto y con-troversia entre dos modelos democráticos de ciudadanía, que desagarran tan-to la filosofía política como la teoría jurídica: el modelo liberal (pasivo) y elmodelo republicano (activo) y su respectivas concepciones de libertades ciu-dadanas negativas y positivas101. La visión liberal propicia un modelo pasivode ciudadanía, reduciéndola a un refrendador regular, a través del mecanismode las elecciones, de las políticas públicas del estado de bienestar social y dela administración estatal del momento, mientras que la republicana, de otra,al forzar una moralización de la política desde una determinada concepciónde vida buena, pese a suponer un concepto altamente protagonístico de la ciu-dadanía, rompe la necesaria autonomía e imparcialidad que el pluralismo delas sociedades complejas requiere para preservar el equilibrio y la integraciónsocial de sus diferentes comunidades entre sí.

Mientras que la visión liberal reduce la ciudadanía a términos legal-pro-cedimentales, la visión comunitarista la entiende más en términos éticos quelegales. Y pese a que, contra la visión liberal, un concepto de política demo-crática deliberativa supondría una referencia concreta a una comunidad éticaintegrada, es imposible defender la moralización de la política que esta últi-ma supone102.

El paradigma discursivo-procedimental del derecho concierne antes quetodo con la calidad de la discusión y argumentación democráticas lo cual se arti-cula a través de un modelo de democracia discursiva que se constituya en alter-nativa al modelo liberal-individualista y sus patologías inherentes de desinterésy privatismo civil y al republicano-comunitarista y su imposición de una visiónmoralizadora unilateral de la vida política y legal de una sociedad103.

V. CONCLUSIONES

El comunitarismo y el liberalismo manifiestan debilidades sustanciales ensu consideración de la problemática y las soluciones multiculturales que abor-dan y proponen.

100 Ibídem., p. 236.101 Ver «The role of the Supreme Court in the liberal republican and proceduralist models»

en Ibídem., pp. 267-286.102 Ibídem., p. 285.103 Ibídem., p. 282.

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El primero, por reducir la cuestión a la necesidad de que sean reconocidosel marco cultural y las tradiciones constitutivas de una comunidad dada sinaceptar que una resolución definitiva de la problemática pasa por una positi-vización jurídica expresa de sus derechos étnico-culturales. Un caso patentesería, dentro del comunitarismo, el de MacIntyre, cuya reivindicación de lacomunidad, pese a la certitud de sus planteamientos, no desemboca en pro-puestas específicas que permitan un mejora de la situación social que pade-cen muchas de las minorías cobijadas bajo sus acertadas denuncias.

Pero, sin duda, como Taylor lo sugiere claramente en su análisis, más res-ponsablidad le cabría al liberalismo por creer que la sola positivización dederechos individuales o colectivos o, en el mejor de los casos, étnico-cultura-les, sin la participación activa de las comunidades afectadas en la definiciónde los contenidos regulatorios e, incluso, la redacción de éstos en los térmi-nos de una solución adecuada.

Tal posición puede ilustrarse, por lo menos en su intención, a través delplanteamiento de Kymlicka que muestra la forma como el liberalismo, inclu-so en su versión más benefactora, sigue pecando por exceso. En su últimolibro, el mencionado autor plantea la necesidad de considerar un catálogo dederechos multiculturales tanto para las sociedades que denomina poliétnicascomo para las que define como multiculturales. Las primeras compuestas porgrupos inmigrantes, raciales y étnicos y las segundas por la existencia deminorías con estatus semi-autónomos a su interior.

De acuerdo con sus particulares condiciones, ambos tipos de sociedadserían susceptibles de contener, para sus respectivas minorías, un catálogo decinco tipos de derechos, a saber: derechos poliétnicos, derechos lingüísticos,derechos de representación, derechos de autogobierno y derechos de territo-rialidad, los cuales, en conjunto, definirían las características de una ciudada-nía multicultural a la que tendrían que aspirar el tipo de sociedades descritas.

Sin duda este catálogo, aunque difiera en contenido del espectro de dere-chos formulados, por ejemplo, en la Constitución de 1991 en Colombia, seidentificaría con ella en un mismo aspecto: quien eventualmente define talesderechos, ya sea desde la academia o desde los ámbitos de poder, lo hace sinacudir a la ciudadanía, a las visiones omni-comprehensivas que le darían con-tenidos concretos a tales derechos, a los sujetos colectivos que le dan vidadesde sus tradiciones, símbolos y valores socio-culturales particulares, a losmarcos de racionalidad práctica desde donde cada minoría pueda interpretary resimbolizar la letra de tales derechos y conferirles el espíritu que sus espe-cíficas necesidades espirituales y materiales requieran.

Es en ese sentido donde creemos que un paradigma consensual-discursi-vo del derecho puede lograr lo que no alcanza la mera denuncia de la discri-minación de las comunidades minoritarias o la concepción paternalista de losderechos que éstas requerirían para evitarla. En ambos casos, por defecto o

El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 117

por exceso, la comunidad queda excluida de la discusión e, incluso, redacciónde las disposiciones jurídico-positivas que, posteriormente, pretenden regularsu vida cotidiana.

El caso de los U'wa, en Colombia, para citar este ejemplo reciente, es unaclara muestra de que, primero, los marcos de racionalidad práctica de lasminorías se regulan legalmente y, por lo tanto, las discusiones sobre multicul-turalidad no se resuelven sólo filosófica sino jurídicamente; y que, segundo,cuando las comunidades afectadas no han sido tenidas en cuenta estructural-mente en la consideración de tales regulaciones legales, las disposiciones queéstas contienen, incluso cuando definen amplios catálogo de derechos indivi-duales y colectivos, incluyendo el de su autonomía o el de la obligación deconsultarlas en casos especiales, se devuelve peligrosamente en su contra,desbordadas por una racionalidad procedimental que no dominan y a las queson sometidas sútil pero inmisericordemente, quedando después a merced deuna discresionalidad judicial poco sensible a sus íntimas convicciones yrequerimientos.

De allí la necesidad, antes de quedarse solamente en las discusiones vací-as sobre multiculturalismo o en la imposición o reconocimiento legal-paterna-lista de derechos positivos sobre los derechos multiculturales, de evidenciarque esta tensión bizantina sólo se supera en la posibilidad de que la comuni-dad co-defina consensual-discursivamente sus propios derechos positivos des-de una situación dialógica de simetría institucional —en tanto actores libres eiguales— con otros actores sociales, estatales y legislativos, en el marco deespacios de concertación preestablecidos jurídicamente que permitan una par-ticipación amplia y no coaccionada de las minorías de cualquier clase.

Porque el problema tampoco es solamente de comunidades étnicas discri-minadas sino de sujetos colectivos marginados de toda discusión institucional,es decir, legal-positiva, sobre su mundo-de-vida particular. Amas de casa,ancianos, homosexuales, prostitutas, estudiantes, hombres y mujeres dedica-dos a oficios no convencionales, trabajadores informales, gremios periféricosde la racionalidad laboral tradicional, niños trabajadores, enfermos de SIDA ocualquier enfermedad de profilaxis general, campesinos, colonos, en fin, suje-tos colectivos que componen el variado e infinito espectro de la ciudadana y laopinión publica, con sus respectivas visiones omni-comprehensivas y marcosde racionalidad práctica, con su particular visión y necesidades mundo-vitales,son a diario ignorados sistemáticamente por todas las instancias de poder,legislativas, ejecutivas, judiciales, que desde el orden jurídico positivo preten-den regular sus vidas sin escuchar sus voces, sin reconocerlos como alter ego,sin preocuparse siquiera en la manifestación física de su presencia para ratifi-car o, incluso, rectificar las normas que regulan su vida.

Es ahí donde el derecho se revela como un medio de dominación perotambién como el único medio postconvencional capaz de reconciliar consigo

Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana118

misma a una sociedad desencantada y desgarrada intestinamente, dependien-do, claro está, de donde haya de inferir sus impulsos normativos: si de lossubsistemas e intereses económicos o administrativos, o incluso autopoiéticosy autorreferenciales del subsistema jurídico, o, por el contrario, del mundo dela vida, del poder comunicativo de la ciudadanía, del consenso de consensosde la multiplicidad de sujetos colectivos que componen la sociedad civil, dela voz de los sin voz, de la presencia de los hasta ahora ausentes en los espa-cios institucionales.

Sólo entonces, los contenidos de los productos y procedimientos jurídicos,es decir, los derechos fundamentales, las leyes, los decretos, las reformas y lassentencias constitucionales, los conceptos y preceptos, las políticas públicas,todo lo que emane del estado, de las ramas del poder público, todo debe estarmediado por la voluntad de la ciudadanía, del constituyente primario —esaentelequia siempre nombrada pero nunca reconocida como otro.

Una voluntad configurada a partir del marco de racionalidades prácticasde diversos sujetos colectivos ciudadanos, es decir, de las tradiciones, símbo-los y valores constitutivos de sus identidades colectivas concretas, desde lascuales les da carne y vida, no solamente al derecho sino, a través de él, a laexistencia social misma. El eterno clamor insatisfecho de Antígona de que lasleyes vuelvan a ser de la humanidad se habrá por fin realizado.

119

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal

Francisco Cortés Rodas

Mientras que en las décadas de los setenta y los ochenta el liberalismotuvo en la filosofía política y en la discusión académica un auge renovador, alpresentarse en las versiones de John Rawls, Ronald Dworkin y Bruce Acker-mann como alternativa a la crisis política de las sociedades modernas ha mos-trado tener grandes limitaciones para dar respuestas a nuevos problemas ynuevas realidades, que han aparecido hoy en los espacios públicos de nues-tras sociedades. Las dificultades para formular coherentemente una políticaliberal pueden apreciarse al enfrentar asuntos como el tratamiento de lasminorías culturales tales como los grupos indígenas en Canadá, Estados Uni-dos, México, Perú, Brasil y Colombia, o de las minorías étnicas como los que-bequenses en Canadá y los vascos en España1.

Las limitaciones del liberalismo han sido señaladas también por otros gru-pos sociales como las feministas y los homosexuales, así como por los afroa-mericanos, los asioamericanos y los latinoamericanos residentes en EstadosUnidos, los kurdos, los inmigrantes africanos en Europa y los turcos en Ale-mania. Pueden verse también en el débil tratamiento de las democracias libe-rales a las políticas de inmigración, así como a la problemática de la pobrezaen los países del Tercer Mundo. No todos estos asuntos serán objeto de dis-cusión en este capítulo; me centraré en el problema planteado inicialmentepor Charles Taylor (1.1), reformulado y ampliado posteriormente por Jürgen

1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos decompilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press, NewYork, 1995. F. COLOM y G. LAFOREST, (Presentadores), Dimensiones políticas del multicultura-lismo, en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, 5-140, Madrid.

Francisco Cortés Rodas120

Habermas (1) y desarrollado también por Will Kymlicka (2), con relación alas dificultades del liberalismo frente a las minorías culturales. Al final pre-sentaré un excurso sobre el asunto del multiculturalismo en Colombia (3).

Para ello partiré de la tesis de Will Kymlicka, según la cual una concep-ción liberal de justicia debe incluir, además de los derechos y libertadesindividuales, derechos diferenciados de grupo. Esto quiere decir que esposible justificar un modelo liberal de justicia en una sociedad multicultu-ral, en el que se otorguen derechos especiales a los miembros de ciertasminorías étnicas y nacionales. Si uno quiere simplificar, pero también cen-trar la tesis básica de Kymlicka, el objetivo de su libro Ciudadanía multi-cultural2 es argumentar que es posible establecer derechos especiales paraciertas minorías nacionales como, por ejemplo, los franco-canadienses y losindígenas en el Canadá, en virtud de su pertenencia a un grupo. Esto signi-fica, entonces, que los derechos otorgados y garantizados por el Estado asus asociados pueden definirse en ciertas situaciones en términos de lasaspiraciones colectivas de un grupo, siempre y cuando éste se autodefinacomo una unidad de tipo nacional.

Al enfocar su argumentación en la fundamentación de derechos diferen-ciados de grupo para minorías con base nacional, Kymlicka muestra las limi-taciones e incapacidades del liberalismo y la profunda insensibilidad por partede algunos teóricos contemporáneos del pensamiento liberal en relación conlos problemas políticos de las sociedades multiculturales3. Esta limitación semanifiesta en la conformación de lo que podemos denominar modelo liberalpara sociedades multiculturales, el cual a grandes rasgos afirma que los dere-chos de las minorías culturales se protegerían garantizando los derechos civi-les y políticos de los individuos en tanto individuos y que, por tanto, no esnecesario establecer ningún tipo de derechos colectivos. Esta exclusión radi-cal de todo tipo de derechos especiales para los miembros de grupos minori-tarios obedece a la incomprensión de la realidad de las sociedadesmulticulturales, resultado de la falta de diferenciación respecto a la historia dela tradición liberal. El modelo liberal, fuertemente arraigado en las tradicio-nes políticas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, es utilizado por los teó-ricos contemporáneos del liberalismo como único paradigma del liberalismo,lo cual no permite, según Kymlicka, ver a la luz de la misma historia de la tra-dición liberal la particularidad de otras realidades, como la canadiense, laespañola o la belga.

2 W. KYMLICKA: Multicultural Citizenship. A Liberal Theory of Minority Rights, Claren-don Press, Oxford, 1995, (Cito según la traducción castellana: Ciudadanía multicultural, Paidós,Barcelona, 1996).

3 W. KYMLICKA: Ciudadanía., o.c. Cap. 6 y 9.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 121

1. EL MODELO DEL RECONOCIMIENTO DE HABERMAS

El objetivo central de Habermas al definir su posición sobre el multicul-turalismo es mostrar que es innecesario establecer derechos colectivos paraasegurar las pretensiones de reconocimiento de las identidades colectivas ylas demandas de igualdad de derechos de las minorías culturales. Habermasconsidera que para asegurarlas no es necesario sustituir el modelo liberal decorte individualista por otro de corte colectivista, como Taylor lo proponesino, más bien, emprender su realización complementando los derechos civi-les y políticos con una política del reconocimiento que proteja la integridaddel individuo en el contexto de vida en que forma su identidad4.

Es importante destacar, al exponer las líneas de la argumentación deHabermas, que la misma se dirige contra la propuesta de Taylor al problemade la minoría francocanadiense en Canadá, y no contra la de Kymlicka. Tam-bién hay que tener presente que rechaza un modelo de liberalismo en el cualse busque legitimar restricciones a los derechos y libertades individuales, apartir de la determinación de ciertas metas y fines colectivos. Por esto, antesde tratar la propuesta de Habermas, debemos considerar brevemente las tesiscentrales de la argumentación de Taylor.

1.1. La política del reconocimiento de Taylor

Taylor planteó en su ya famoso ensayo «El multiculturalismo y la políti-ca del reconocimiento»5, de un lado, una crítica al tipo de liberalismo que sir-ve de modelo legitimador del orden político de Canadá (liberalismo 1 opolítica de la dignidad), y, de otro lado, formuló un modelo de liberalismoalternativo (liberalismo 2 o política de la diferencia), con el cual sería posiblesolucionar el conflicto actual del sistema político federal de ese país6.

El problema, para Taylor, consiste en que el modelo de liberalismo 1 ter-mina negando a los miembros de las minorías culturales la posibilidad desatisfacer sus pretensiones de reconocimiento de su identidad cultural. El tras-fondo del asunto en la argumentación de Taylor lo constituye la disputa plan-teada por los franco-canadienses en torno a su búsqueda de mayor autonomíapolítica en el seno de la federación canadiense.

En su interpretación filosófica del conflicto actual de Canadá, Taylordesarrolla los dos modelos del liberalismo ya mencionados. El liberalismo de

4 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho»,p. 5, cito según manuscrito de esta traducción aún no publicada.

5 CH. TAYLOR: The Politics of Recognition, en: Multiculturalism and «The Politics ofRecognition, (cito según la traducción castellana: Multiculturalismo y «la Política del Reconoci-miento», FCE. México, 1993, 59 ss.

6 La denominación de Liberalismo 1 y 2 es introducida por Michael Walzer en su comen-tario al texto de Taylor, en: «Multiculturalismo», o.c. 139.

Francisco Cortés Rodas122

la política de la dignidad afirma que todos los hombres, como seres libres eiguales, tienen los mismos derechos, y que por tanto la función del Estadoconsiste en proteger y asegurar tales derechos. El contrato social sirve en estemodelo para fundar un Estado, cuya función es proteger al individuo de lasposibles intromisiones que otros o el mismo Estado puedan realizar en suesfera privada. En otras palabras, la tarea del Estado, definida a través de unafundamentación moral de los derechos básicos, consiste en garantizar unespacio de acción para que los individuos, entendidos como seres libres eiguales, puedan realizar sus planes particulares de vida. El criterio de neutra-lidad que de aquí se deriva obliga al Estado o a sus agentes a respetar la plu-ralidad de formas de vida o visiones comprehensivas que cada uno de losmiembros tenga o pretenda realizar. En este sentido, el Estado no puede pro-mover, fomentar o favorecer ninguna concepción particular del bien; dehacerlo, viola el principio de igualdad y de no discriminación.

El modelo de la política de la diferencia afirma que cada individuo y cadagrupo poseen una identidad y una particularidad que les deben ser respetadas.En este sentido, el modelo de la diferencia exige del Estado la protección deuna serie de prácticas, tradiciones y valores que harían posible que sus miem-bros se identificaran con determinado ideal de bien común y, por tanto, lleva-rán a término ciertos fines o metas colectivas; la protección de los derechos ylibertades individuales depende, para el liberalismo 2, de su articulación conuna concepción de vida buena.

La contraposición entre estos dos modelos está determinada por las exi-gencias irreconciliables que se hacen entre sí: desde la perspectiva de la polí-tica de la dignidad, el principio del respeto igualitario exige que tratemos a laspersonas en una forma ciega a la diferencia; para la política de la diferenciahay que reconocer y fomentar la particularidad. La crítica de los primeros alos segundos es que reconocer y fomentar la particularidad o la diferencia vio-la el principio de no discriminación; el Estado y el derecho dejarían de serneutrales para así poder promocionar una forma particular de vida buena. Lacrítica de los segundos al modelo de la política de la dignidad afirma que estemodelo, con su supuesta neutralidad frente a las distintas concepciones devida buena, favorece una forma de vida buena; a saber, la forma de vida libe-ral y que, por tanto, no es neutral. «El liberalismo es un particularismo que sedisfraza de universalidad», escribe Taylor7. Al no reconocer las diversas posi-bilidades de constitución de la identidad constriñe a las personas a entrar enun molde que no es suyo. Este liberalismo es, para aquellas versiones másradicales de la política de la diferencia, el reflejo de una cultura hegemónica,no sólo inhumana, sino sumamente discriminatoria.

7 CH. TAYLOR: Multiculturalism, o.c. 68.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 123

Así, lo que Taylor busca, y en este sentido es muy importante su ejem-plo de la minoría cultural franco-canadiense, es mostrar que el liberalismode la dignidad es ciego a las diferencias, puesto que niega las posibilidadesde consolidación de una política del reconocimiento de la identidad culturalde la comunidad franco-canadiense, al impedir que se introduzcan en laConstitución canadiense prioridades y prerrogativas políticas y culturalespara Quebec. La política de la diferencia parte, por el contrario, del respetoa la particularidad para construir una política de la igual consideración de ladignidad humana. A la luz del liberalismo 2, Taylor busca justificar laexcepción, según la cual los franco-canadienses puedan exigir que se reco-nozca a Quebec como una sociedad con un «carácter particular», y que sepermitan ciertas pretensiones de autonomía en el gobierno regional con elfin de mantener y conservar los valores comunes compartidos por todosaquellos que se identifican como franco-canadienses; esto haría viable,según Taylor, el desarrollo, florecimiento y perpetuación de la lengua fran-cesa, y de una serie de prácticas y tradiciones que permitirían que sus miem-bros se identificaran con los valores propios de su tradición cultural y conun ideal determinado de bien común. En suma, lo que Taylor sostiene es queasegurar los derechos de las minorías culturales exige establecer derechoscolectivos y definirlos prioritariamente frente a los derechos civiles y polí-ticos.

1.2. Habermas vs. Taylor

La crítica hecha por Habermas a Taylor en su artículo «La lucha por elreconocimiento en el Estado democrático de derecho»8 acepta en principio elmomento de verdad contenido en su argumentación: que el liberalismo 1 esciego frente a las diferencias socio-culturales y frente a las desiguales condi-ciones sociales de vida, debido a que limita la función del Estado a la meraprotección de los derechos y las libertades civiles; en otras palabras, al res-guardo de la autonomía privada, y que este liberalismo legitima esta estrechaconcepción de sus tareas y funciones en la tesis de la prioridad absoluta de laautonomía privada sobre la autonomía pública.

Habermas, sin embargo, no acepta las conclusiones ni el resultado queTaylor deriva de su crítica al liberalismo 1; no cree tampoco que sea necesa-rio establecer derechos colectivos para asegurar las pretensiones de reconoci-miento de identidades colectivas y las demandas de igualdad de derechos delas formas de vida culturales9.

8 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. 9 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 5.

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Para hacer esta crítica y desarrollar su modelo10, Habermas muestra, de unlado, que la presentación que Taylor hace del liberalismo es estrecha, en lamedida en que reduce el pensamiento liberal a una de sus tradiciones; a saber,aquella que se remonta a Locke, y que podemos caracterizar como liberalis-mo individualista. De otro lado, Taylor generaliza equivocadamente a partirde su ejemplo de Quebec. En el modelo desarrollado por Habermas, el pro-blema central del liberalismo 1 es que escinde el concepto de autonomía ydesconoce la cooriginariedad de la autonomía pública y la privada11. En elliberalismo 1, los derechos y libertades fundamentales se determinan prepolí-ticamente, es decir, se establecen mediante una fundamentación moral de laautonomía privada y se introducen en la esfera política como condicionespara el ejercicio de la autonomía pública. La tesis de la prioridad de la auto-nomía privada sobre la pública va acompañada de la exigencia de neutralidad,del Estado y del derecho, hacia las distintas concepciones de vida buena. Estaexigencia implica el respeto a la igualdad de los derechos y la no discrimina-ción por razones de pertenencia racial, étnica, nacional, por creencias religio-sas, concepciones políticas, etcétera. Para Taylor, recordemos, el respeto a laigualdad y la no discriminación significan negación de la particularidad yceguera frente a las diferencias.

Habermas afirma, por el contrario que la supuesta ceguera del liberalismo1 desaparece, si se le atribuye a los titulares de los derechos una identidadintersubjetivamente constituida. En este sentido, una teoría liberal del dere-cho requiere una política del reconocimiento que proteja la integridad delindividuo en el contexto de vida en el que forma su identidad12. Habermasconstruye esta articulación indicando la cooriginariedad de la autonomía pri-vada y pública; es decir, señalando que la integridad de los sujetos de dere-cho, la autonomía privada, no puede darse sin que se garantice a la vez unestricto trato igual de los contextos de vida que conforman las identidades, laautonomía pública.

El modelo de Habermas no es, entonces, el del liberalismo 1, aunqueentiende que una de las funciones primordiales del Estado liberal de derechoes asegurar la integridad de la persona, su autonomía privada. El elementonegativo del liberalismo ha sido determinado por el olvido y desconocimien-to de los presupuestos materiales que hacen posible la realización de la auto-nomía privada. Sin embargo, la posible corrección al liberalismo 1 no puede

10 Esta crítica es presentada en forma más amplia en: Faktizität und Geltung. Beiträge zurDiskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtstaats, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1992,pp. 109 ss. y pp. 632 ss.

11 Una más amplia consideración de este planteamiento es hecha en los capítulos III y VI.de mi De la política de la libertad a la política de la igualdad. Ensayo sobre los límites del libe-ralismo, Siglo del Hombre Editores, Santa Fé de Bogotá, 1999.

12 Véase: J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 5.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 125

ser la que se propone desde el liberalismo 2, el cual reclama y busca legitimarrestricciones a los derechos y las libertades subjetivas determinando la prio-ridad de ciertas metas y fines colectivos. La nivelación de las condiciones fác-ticas de vida, o la búsqueda del reconocimiento de la particularidad de lasidentidades individuales o colectivas, no debe conducir, según Habermas, aintervenciones que limiten el espacio de acción necesario para la conforma-ción de una vida autónoma.

En el modelo que Habermas desarrolla, el cual no es tampoco liberalismo2, se concibe el sistema de derecho como el resultado de la articulación coo-riginal del principio privado y principio público de la autonomía. Así, escribeHabermas:

«La autonomía privada de los ciudadanos con los mismos derechos puedeasegurarse solamente en un mismo paso con la activación de su autonomíaciudadana»13.

Las preguntas que aquí debemos tratar, antes de presentar con más detallela posición de Habermas frente a Taylor, son: ¿cómo conseguir esta articula-ción entre los principios de la autonomía privada y de la autonomía pública?,y ¿cómo lograr complementar estas dos formas de autonomía?, de tal mane-ra que, de un lado, a través de las exigencias hechas a partir de la considera-ción de fines colectivos no resulte disuelta la estructura del derecho, y, de otrolado, al considerar la prioridad de las libertades y derechos fundamentales notermine negada para los grupos minoritarios la posibilidad de conseguir suintegración ética.

Respondiendo a estas preguntas Habermas desarrolla un concepto dife-renciado de autonomía, en el cual distingue cuatro concepciones de autono-mía, a saber: ética, moral, política y jurídica, cada una de las cuales juega allídeterminado papel; la idea de Habermas es que ninguna de ellas debe serabsolutizada, porque de su absolutización resulta, o bien el error del libera-lismo 1 al establecer la prioridad de la autonomía moral, o el error del libera-lismo 2 con su tesis de la prioridad de la autonomía política.

Según este amplio concepto que expondré siguiendo las argumentacionesde Axel Honneth14 y Reiner Forst15, una persona actúa en forma autónomacuando lo hace en forma consciente y fundamentada, cuando, en palabras de

13 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 7.14 A. HONNETH: Kampf um Annerkennung, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1992: «Reconoci-

miento y obligaciones morales», en: Estudios Políticos Nº 14. Universidad de Antioquia, Mede-llín: «Integridad y desprecio. Motivos básicos de una concepción de la moral desde la teoría delreconocimiento», en Isegoría, Madrid, Nº 5, 1992 (78-92).

15 R. FORST, Kontexte der Gerechtigkeit, Surkamp, Frankfurt/M., 1994, pp. 347-437, y«Politische Freiheit» en: Deutsche Zeitsschrift für Philosophie, 44, 1996, 2, pp. 211-227.

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Forst, «puede con razones y argumentos responder frente al otro o los otrospor sus actos o por las consecuencias que se sigan de éstos»16.

La diferenciación de estas distintas concepciones de autonomía hace nece-sario a la vez distinguir los contextos prácticos en los cuales se exigen lasacciones autónomas y responsables, de formas de justificación de las razones,de tipos de razones, y de distintos criterios para la consideración de las mis-mas. De nuevo Forst:

«Las personas son autónomas en el sentido en que son capaces de reconocerbuenas razones en cada uno de esos distintos contextos, y actuar según ellas.Por tanto ellas están siempre «situadas» en contextos intersubjetivos y cierta-mente en muy distintos»17.

Desglosemos primero el uso ético de la razón práctica, en virtud del cualuna persona puede hacerse preguntas prácticas18. Para la persona ética, lascuestiones relevantes apuntan al problema de la vida que uno quisiera llevar,y eso significa a la vez qué tipo de persona uno es y quisiera ser. Estas cues-tiones tienen que ver con la autocomprensión de una persona, su modo devivir, su carácter, la forma específica como ha construido su propia identidada través de la socialización. La conformación de aquélla depende de cómouno se ha apropiado de los valores de su cultura, o de cómo ha seguido losparámetros y modelos predominantes en su mundo de la vida. En este senti-do, las cuestiones y decisiones éticas las responde una persona a través delautoesclarecimiento de lo que es bueno para ella; esto sólo puede hacerlomediante la reflexión sobre sus vinculaciones específicas a determinadas per-sonas, comunidades o valores. El contexto ético es, por esto, particular y nouniversal como lo es el moral. Las razones que cuentan en las argumentacio-nes éticas son aquéllas que valen en un contexto particular, las cuales tienenun significado para un «otro concreto».

Una persona es éticamente autónoma, entonces, si puede realizar libre-mente el proyecto de vida buena que quiera realizar. Esto quiere decir, si dis-pone de las condiciones fácticas, formales e institucionales para hacer en suvida privada aquello que considera bueno hacer, ya sea esto racional o noracional. En este sentido, el Estado debe apoyar, por medio del derecho, quesus asociados puedan realizar el plan racional de vida que quieran llevar a

16 R. FORST: Politische, o.c. p. 216.17 R. FORST: Politische, o.c. p. 216.18 La diferencia entre los usos de la razón práctica la introdujo Habermas primero en: «Vom

pragmatischen, etischen und moralischen Gebrauch der praktischen Vernunft», Erläuterungenzur Diskursethik, Surhkamp, Frankfurt\M., 1991, pp. 100-118; hay traducción castellana: «Acer-ca del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica», en Filosofía Nº 1, Mérida, Venezue-la, 1990.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 127

cabo. Esto presupone, a la vez, que el sujeto reconoce que el ejercicio de suautonomía ética no puede implicar la restricción de las libertades de los otros.En esto tiene su raíz la idea de la tolerancia: tolerar al otro no quiere decirsimplemente aceptarlo o soportarlo como es sino, más bien, respetarlo porquetiene una concepción ética distinta a la nuestra.

Gracias al uso moral de la razón práctica, el segundo nivel que mencio-namos, una persona puede hacerse preguntas prácticas. En una perspectivamoral, puede considerarse a un sujeto como autónomo cuando actúa respe-tando los intereses, necesidades y pretensiones del hombre considerado comopersona con iguales derechos y libertades. El ámbito de acción de la moral esla humanidad, por tanto las razones sobre las cuales se fundamentan los dis-cursos morales deben ser de interés de todos y poder ser aceptadas por cual-quiera. El sentido imperativo de los mandatos morales se puede entendercomo un deber que no depende de fines ni preferencias subjetivas ni del obje-tivo de una vida buena. Lo que se debe o no se debe hacer, desde el punto devista moral, tiene el sentido de que es justo, y, por tanto, es obligatorio obrarasí. El contexto moral es un contexto universal, que trasciende los contextospolíticos y culturales particulares, pero ese carácter de universalidad no impli-ca que la determinación de los derechos morales no tenga consecuencias prác-ticas en la conformación de los contextos políticos y jurídicos de sociedadesconcretas, como han afirmado los comunitaristas. El núcleo abstracto de losderechos morales debe ser realizado, institucionalizado e interpretadomediante procedimientos legislativos de creación del derecho y de su aplica-ción. En este sentido, el concepto de persona moral, remite como escribeForst:

«de un lado, a la persona jurídica como concretización de derechos indivi-duales y deberes, o como destinatario o sujeto del derecho, y, de otro lado, ala concepción de ciudadano como autor del derecho[...]. A estos dos con-ceptos de persona corresponden las concepciones de autonomía política yjurídica»19.

Así, el tercer concepto de autonomía que esclareceremos es el de autono-mía jurídica. La esfera del derecho sirve para regular las formas de acción ylos conflictos entre sujetos que se reconocen entre sí como miembros de unacomunidad de derecho. Las normas del derecho se dirigen a personas indivi-dualizadas a través de la capacidad de asumir su papel como sujetos de dere-chos. El ámbito de acción del derecho se constituye por el modo específicocomo una comunidad históricamente definida, en un espacio geográfico deter-minado, ha creado los principios y reglas normativas para producir una forma

19 R. FORST: Politische, o.c. p. 218.

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particular de convivencia, y por ende su esfera de influencia es una comunidaddada y no la humanidad como totalidad. Las razones sobre las cuales se fun-damentan los discursos sobre el derecho pueden ser jurídicas, éticas y morales,pero especificadas para la forma de vida de una comunidad y que puedan sercompartidas y aceptadas por sus miembros20. La conexión entre los contextosético y jurídico es estrecha, en la medida en que la esfera de influencia delderecho es, al igual que la de la ética, una comunidad histórica dada. El dis-curso sobre el derecho está en este sentido enraizado en una forma de vida cul-tural y, por esto, debe involucrar en sí los fines colectivos propios de cadacultura. Pero esto no quiere decir que la consideración de fines colectivosdisuelva la estructura del derecho, su carácter universalista.

En cuarto y último lugar, desarrollemos el concepto de autonomía políti-ca. Mientras que la autonomía jurídica se refiere a quién es destinatario osujeto del derecho, la autonomía política trata la concepción del ciudadanocomo autor del derecho. Una persona es políticamente autónoma cuandopuede participar libre e igualitariamente en los procesos legislativos median-te los cuales una comunidad se da a sí misma sus leyes. La posibilidad departicipación está asegurada por el derecho. En este sentido, la autonomíajurídica posibilita la autonomía política. Sin embargo, los sujetos sólo pue-den alcanzar su autonomía política, si participan activamente en los procesosde conformación que regulan un orden determinado, y si son capaces de con-cebirse como originadores de las normas a que ellos mismos están sujetoscomo personas privadas. Que la autonomía jurídica posibilite la autonomíapolítica no quiere decir que el principio del derecho subordine al principiodemocrático.

La tesis central de Habermas, con la cual se diferencia del liberalismo 1,afirma que los derechos básicos individuales, que aseguran la integridad dela persona de derecho, son condiciones necesarias que posibilitan el ejerci-cio de la autonomía política y como condiciones de posibilidad no puedenlimitar la soberanía del legislador político. En esto radica el sentido de lacooriginariedad de la autonomía privada y pública. Para la concepción repu-blicana de autonomía, que Habermas representa, el problema de la autoor-ganización de la comunidad de derecho constituye el punto central dereferencia, y el núcleo de la ciudadanía son, por tanto, los derechos de parti-cipación y de comunicación. El modelo republicano hace claro que la auto-nomía política es un fin en sí misma, el cual nadie puede realizar por sí soloen el seguimiento privado de sus propios intereses, sino mas bien todos encomún sobre el camino de una praxis intersubjetivamente compartida. Alrespecto, escribe Habermas:

20 Para precisar la concepción del derecho en Habermas, véase Habermas, J., Faktizität, o.c.Cap. 3, 4.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 129

«La posición jurídica del ciudadano se constituye a través de una red de rela-ciones igualitarias de reconocimiento recíproco. Pero las relaciones de recono-cimiento garantizadas jurídicamente no se reproducen por sí mismas; necesitanel esfuerzo cooperativo de una praxis ciudadana, a la cual nadie puede ser coac-cionado por medio de normas jurídicas»21.

Así, las exigencias igualitarias contenidas en el sistema de los derechos noadquieren realidad sin la participación activa de los ciudadanos en los proce-sos de lucha por el reconocimiento, participación que supone la idea de unasociedad civil y de una opinión pública activa, participante y democrática22.

Desarrollado este concepto amplio de autonomía, podemos retomar el hilode nuestra argumentación para presentar algunos otros aspectos de la críticade Habermas a Taylor, y con esto mostrar cómo se producen la articulacióninterna, y las formas de complementación entre los diferentes niveles de laautonomía.

Habermas comparte con Taylor las críticas al liberalismo 1, pero defiendeel núcleo central de la tradición liberal, el cual consiste en el carácter inalie-nable de las libertades individuales. Esto no quiere decir prioridad de la auto-nomía moral sobre las formas de autonomía ética y política. En el modelo deHabermas, la conformación democrática del sistema de los derechos no sólodebe incorporar finalidades políticas universalistas que incluyan la defensa dela integridad de la persona como sujeto de derechos, sino también, finescolectivos que hagan posible el desarrollo integral de la autonomía ética.

En este sentido, Habermas cuestiona la exigencia de neutralidad ética delderecho afirmada por el liberalismo 1, puesto que imposibilita, en verdad, laautocomprensión ético-política de las minorías étnicas o de una minoríanacional como la franco-canadiense. Esto debido a que en el liberalismo 1 seentiende la neutralidad como si las cuestiones políticas de tipo ético debieranser excluidas de la agenda política, por ser inabordables para su regulaciónpor medio del derecho. Para Habermas, el derecho está vinculado con con-textos culturales; la conformación de las normas jurídicas presupone, poresto, la participación, la discusión pública de todos los posibles afectados, laatención del contexto y la particularidad.

La neutralidad del derecho, así entendida, no prohíbe a los ciudadanos delEstado democrático, como individuos o como grupos unificados en torno aciertos fines colectivos, hacer valer sus respectivas concepciones del bien.Prohíbe ciertamente que el Estado privilegie una forma de vida a costa de

21 J. HABERMAS: Faktizität, o.c. p. 641.22 Sobre la importancia de la lucha por el reconocimiento en el proceso histórico de con-

formación del sistema de los derechos, véase HONNETH, A., Kampf um Annerkennung, Suhrkamp,Frankfurt/M., 1992; MARSCHAL, T.H., Burgerrechte und soziale Klassen, Campus, Frankfurt,1992.

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otra. Para Habermas, conceder derechos especiales a un grupo sobre la basede la afirmación de derechos colectivos conduce a la disolución de la estruc-tura del derecho. Así, considera:

«que en las sociedades multiculturales, si se presupone la existencia de unaesfera pública no obstruida, sobre el trasfondo de una cultura liberal, y sobrela base de asociaciones voluntarias, las cuales posibiliten y fomenten discur-sos de autocomprensión, se extenderá, entonces, el proceso democrático de larealización de los derechos subjetivos al aseguramiento de la coexistencia enigualdad de derechos de los distintos grupos étnicos y de sus formas de vidaculturales»23.

La diferenciación entre las formas de integración ética, política y jurídicacobra aquí su expresión. En un estado democrático, en una sociedad multi-cultural y poliétnica, se debe separar el nivel abstracto en el que las personasson concebidas como libres e iguales, y en el cual como ciudadanos ejercensus derechos civiles y políticos, del nivel de integración ética de grupos y sub-culturas cada uno con una identidad colectiva distinta. La integración éticaexige que los distintos grupos étnicos y sus formas de vida culturales puedandesarrollarse y florecer. El Estado por medio del derecho debe hacer posibleesto, y para conseguirlo no debe, ni puede, favorecer a un determinado grupoétnico, nacional, o concepción comprensiva del bien. La integración políticaexige, por el contrario, que el consenso entre los ciudadanos no se dé sobre labase de valores sustantivos, sino sobre la definición de unos principios y pro-cedimientos que hagan posible a todos realizar sus derechos y libertadescomo sujetos con una autonomía privada y sus planes racionales de vidacomo sujetos con una autonomía pública.

Resumiendo este apartado, podemos decir que, a la luz de este conceptoampliado de autonomía, el problema del liberalismo 1 es que con la absoluti-zación de la autonomía privada se termina negando a los grupos minoritariosla posibilidad de conseguir su integración ética, y el problema del liberalismo2 es que con la absolutización de la autonomía pública se termina disolvien-do el núcleo fundamental de los derechos y libertades básicas. En suma, loque se propone es que el aseguramiento de los derechos de las minorías cul-turales no supone la definición de unas derechos colectivos, distintos de losderechos civiles y políticos. De este modo, las demandas y pretensiones de lasminorías culturales son realizables si se articula un modelo en el cual los dere-chos civiles y políticos se complementen con una política del reconocimien-to, que proteja la integridad del individuo en el contexto cultural de supertenencia. Habermas rechaza por esto todo tipo de derechos colectivos, ya

23 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 15.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 131

que ve, en las formas de su justificación, la amenaza de disolución del Esta-do democrático de derecho. Habermas tiene razones, como liberal, para noaceptar la justificación de derechos colectivos, si con ésta se limitan las liber-tades individuales, pero puede admitir ciertos derechos especiales para lasminorías, si esto implica proteger a un grupo minoritario desfavorecido fren-te a un grupo mayoritario dominante.

Para mirar el alcance de estas tesis de Habermas confrontaré, finalmente,sus argumentos con los de Kymlicka con el objeto de ver, primero, si la críti-ca de Habermas contra Taylor podría hacérsele también a Kymlicka, y, segun-do, si la crítica de Kymlicka a los liberales podría hacérsele a Habermas.

2. NACIONALISMO Y MULTICULTURALISMO: EL ARGUMENTO DE WILL KYMLICKA

Es importante tener en cuenta en este ensayo el planteamiento hecho porKymlicka, porque en sentido estricto, aunque argumenta como Taylor contrael liberalismo 1, no lo hace desde el liberalismo 2, aunque tampoco puedeestar de acuerdo con la alternativa de Habermas, puesto que considera que lasolución del problema de Canadá requiere la aceptación de un modelo defederalismo asimétrico, en el cual a un grupo nacional se le otorguen ciertosderechos especiales en virtud de su carácter cultural y social.

La descripción del conflicto entre anglo y franco-canadienses hecha porKymlicka es muy interesante, sugerente, mucho más diferenciada que la deTaylor, y muestra hasta qué punto el liberalismo 1 es incapaz de ofrecer una res-puesta coherente a los nuevos problemas del nacionalismo y el multiculturalis-mo. En su libro Ciudadanía multicultural y en sus ensayos «Federalismo,nacionalismo y multiculturalismo24» y «The Bases of Social Unity in a «Mul-tination: Canadá»25 Kymlicka desarrolla, entre otras, una distinción en el sig-nificado del federalismo en Canadá, a partir de la cual muestra por quéaunque el sistema federal sea la mejor alternativa para esta sociedad, puedeno ser una solución política estable, sino constituir un paso previo a la sece-sión.

La aludida distinción refiere a lo que Kymlicka llama federalismo de baseterritorial y federalismo de base nacional. Esta distinción expresa dos inter-pretaciones completamente diferentes del federalismo, que pueden encontrar-se hoy en las argumentaciones políticas de los quebequenses, los vascos, y enlas de sus contrapartes los anglo-canadienses y los españoles. Según Kymlicka,

24 W. KYMLICKA: «Federalismo, nacionalismo y multiculturalismo», en: Revista Interna-cional de Filosofía Política, Madrid, Nº 7, mayo de 1996, pp. 20-54.

25 W. KYMLICKA: «The Bases of Social Unity in a «Multination Canada», Ponencia presen-tada en el Encuentro Español Canadiense de Filosofía Política, organizado por el Instituto deFilosofía del CSIC, junio de 1996.

Francisco Cortés Rodas132

el sistema federal canadiense está compuesto por unidades de tipo regional ynacional. Esto es lo específico de este tipo de sistema federal, lo cual lo hacediferente de los sistemas federales de Estados Unidos o de Suiza, que contie-nen solamente unidades de tipo regional. En Canadá, nueve provincias refle-jan divisiones regionales en el seno del Canadá anglófono, y Quebec es unaunidad de base nacional.

Las unidades de tipo regional han sido el resultado histórico de la divi-sión del poder entre las regiones en el seno de un grupo nacional mayorita-rio. Las unidades de tipo nacional tienen una base distinta, pues buscanasegurar el autogobierno de minorías nacionales con el fin de mantenersecomo sociedades autónomas, cultural y políticamente diferenciadas. Así, elsistema federal canadiense está compuesto por unidades de base regional yde base nacional.

A la luz de esta distinción, el conflicto actual en Canadá, originado porlas pretensiones de una mayor autonomía de la provincia de Quebec, esresultado de que los anglo-canadienses se conciben como una nación quecontiene unidades de base regional, mientras que los franco-canadiensesconciben su participación en el sistema federal del Canadá sobre la base deque ellos, como pueblo, poseen una base nacional. Al respecto, escribeKymlicka:

«Para las minorías nacionales, el federalismo es, ante todo, una federación depueblos, y las decisiones concernientes al poder de las subunidades federalesdebieran reconocer y afirmar el estatuto igualitario de los pueblos fundado-res. Desde esta perspectiva, garantizar poderes iguales a las unidades regio-nales y nacionales supone de hecho negar la igualdad a la nación minoritaria,reduciendo su estatuto al de una división regional con respecto a la naciónmayoritaria. Por el contrario, para los miembros de la mayoría nacional elfederalismo es, en primer lugar y ante todo, una federación de unidades terri-toriales, y las divisiones concernientes a la división de poderes debieran afir-mar y reflejar la igualdad de las unidades constituyentes. En esta percepción,conceder poderes desiguales a las unidades basadas nacionalmente equivalea considerar algunas de las unidades federales menos importantes queotras»26.

Esto es, ciertamente, lo que sucede con la exigencia hecha por los franco-canadienses al pretender unos derechos especiales sobre el presupuesto deque poseen una base nacional distinta. Los anglo-canadienses consideran,desde la perspectiva del liberalismo 1, que:

26 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 38.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 133

«conceder derechos especiales a una provincia sobre la base de que posee unabase nacional, equivaldría a denigrar de alguna manera a las demás provinciasy a crear dos clases de ciudadanos»27.

Los franco-canadienses consideran, desde una perspectiva liberal másamplia, que tratar en forma igualitaria las unidades de base regional y nacio-nal socava sus aspiraciones y prerrogativas especiales, que ellos, como pue-blo fundador, pero minoritario, requieren para asegurar los derechos y elreconocimiento que persiguen. El problema es, como vemos, extremamentecomplicado y como Kymlicka señala, aunque pueda haber buena voluntad ygente razonable en ambos bandos dispuesta a encontrar una solución satis-factoria para todos, cuando se llega a lo que para unos y otros constituye elprincipio básico del federalismo, aparecen de nuevo profundas diferencias,las cuales resume Kymlicka así:

«Para la nación mayoritaria, el federalismo es un acuerdo entre unidades terri-toriales equivalentes, lo cual excluye la asimetría. Para la minoría nacional, elfederalismo es un pacto entre pueblos, lo que exige, por consiguiente, una asi-metría entre las unidades de índole nacional y regional»28.

La secesión es para Kymlicka una posibilidad real en Canadá en la medi-da en que para los quebequenses permanecer en el sistema federal es cada vezmenos importante y atractivo. La autocomprensión de los anglo-canadiensescomo nación, hecha siguiendo las orientaciones del liberalismo 1, determinala imposibilidad de la autorrealización de los franco-canadienses como pue-blo autónomo. La exigencia de igualdad entre los ciudadanos no demanda quelas unidades federales tengan un poder igual. Esto es resultado de una estre-cha comprensión del federalismo, la cual supone, siguiendo el modelo delfederalismo de Estados Unidos, que éste es el único modelo de sistema fede-ral. Kymlicka piensa que es posible, sin menoscabar el significado del respe-to igual a los derechos y libertades que todo hombre debe poseer, establecerasimetrías entre las unidades que conforman un Estado federal. En el modelodesarrollado por este autor:

«la concesión de un estatuto para las unidades basadas nacionalmente puedeser considerada como una promoción de la igualdad moral subyacente, ya queasegura que la identidad nacional de las minorías recibe el mismo cuidado yrespeto que la nación mayoritaria»29.

27 W. KYMLICKa: «Federalismo», o.c. p. 37.28 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 40.29 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 37.

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Dicho en otras palabras, para Kymlicka otorgar unos derechos especialesa Quebec, en tanto es una unidad de base nacional, haría posible promover laigualdad moral presupuesta en la idea de la autonomía privada, en la medidaen que aseguraría que la identidad nacional de los franco-canadienses recibael mismo cuidado y respeto que la identidad nacional de los anglo-canadien-ses. Así, Kymlicka edifica la forma como es viable justificar un tipo de fede-ralismo asimétrico; es decir, justificar un orden estatal en el cual sea posibleestablecer asimetrías entre las unidades que conforman un Estado federal.Para Kymlicka, estas asimetrías se justifican en que Quebec es una unidad debase nacional y en esto fundamenta que deba tener un estatuto especial, elcual no puede ser leído desde la perspectiva del liberalismo 1, para el cual elEstado debe ser neutral frente a las distintas unidades que conforman la fede-ración.

Para finalizar, debemos volver a las preguntas iniciales planteadas; asaber: si la crítica central de Habermas a Taylor puede hacérsele a Kymlicka,y si la crítica de Kymlicka a los liberales podría hacérsele a Habermas. Recor-demos que Habermas opina que no es necesario establecer derechos colecti-vos para asegurar las pretensiones de reconocimiento de las identidadescolectivas y las demandas de igualdad de derechos de las formas de vida cul-turales. Habermas piensa que todo esto es realizable en un modelo en el cuallos derechos civiles y políticos individuales se complementen con una políti-ca del reconocimiento que proteja la integridad del individuo en el contextocultural de su pertenencia.

Kymlicka no es, sin embargo, un comunitarista como Taylor. Su diferenciacon éste consiste en que, para justificar una teoría de los derechos de las mino-rías, apela a principios fundamentales del liberalismo tales como la prioridadde las libertades individuales sobre los fines y metas colectivas de un grupo, ya los ideales de autonomía personal, libertad de elección e igualdad. En estesentido, bajo ninguna razón acepta que se pueda justificar que un grupo lími-te la libertad de sus propios miembros, en aras de la consecución de ciertosfines colectivos30. Piensa, sin embargo, que es posible, desde una perspectivaliberal, justificar ciertos derechos especiales para los grupos minoritarios.

Ahora bien, si la argumentación de Kymlicka no conduce, como la deTaylor, a que con la referencia a los derechos especiales para las minorías sejustifiquen restricciones a la libertad de los miembros de un grupo en virtudde ciertos fines y metas colectivas tenemos, pues, que no habría razones pararechazar, desde el modelo de la política deliberativa de Habermas, la teoría delos derechos de las minorías de Kymlicka. Esto quiere decir, entonces, que nila crítica de Habermas a Taylor podría hacérsele a Kymlicka, ni la crítica deKymlicka a los liberales puede hacérsele a Habermas.

30 W. KYMLICKA: Ciudadanía, o.c. Cap. 3 y 9.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 135

Sin embargo, el asunto central no está aún resuelto, puesto que la argumen-tación de Kymlicka va dirigida a mostrar que es posible establecer derechosespeciales para ciertas minorías nacionales, como los franco-canadienses ylos indígenas en Canadá, en virtud de la definición del grupo como unidad debase nacional. Para Habermas, esto es inaceptable. Puede admitir en su mode-lo unos derechos especiales para un grupo minoritario; es decir, derechoscolectivos, si sirven para asegurar la protección del grupo minoritario frenteal poder político y económico de un grupo más poderoso, pero, en ningúnsentido, a partir de la mera pertenencia a un grupo o de su autodefinicióncomo unidad de base nacional.

3. EXCURSO: ¿ES COLOMBIA UNA SOCIEDAD MULTICULTURAL?

Plantear así esta pregunta no tiene ninguna importancia. En realidad todaslas sociedades hoy en día son más o menos multiculturales, ya sea porqueestén compuestas por una pluralidad de grupos étnicos, que se autodefinenpor su vinculación con ciertos valores, o porque estén compuestas por unavariedad de grupos, que se autocomprenden por su pertenencia a una comu-nidad de base nacional. Colombia es, entonces, multicultural y sin dar mayo-res razones puede decirse que es, también, una sociedad poliétnica ymultiracial. ¿Es Colombia una sociedad plurinacional? Esta es una preguntamás complicada por las implicaciones contenidas en ella, como veremos, síampliamos su sentido con las siguientes preguntas.

¿Pueden entenderse las demandas de autonomía regional y política dealgunos grupos minoritarios en términos de derechos colectivos, es decir, entérminos de unos derechos especiales para las minorías, distintos de los dere-chos individuales civiles y políticos?

Formulada de otra manera, ¿Se requiere pues, para lograr la protección,desarrollo y florecimiento de algunos grupos minoritarios, como las comuni-dades indígenas, de la justificación de una teoría de los derechos de las mino-rías? como lo ha propuesto Kymlicka recientemente31, o ¿el sistema liberal delos derechos individuales, consagrado en nuestra Constitución, es suficientepara garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad de las for-mas de vida culturales? Voy a concentrarme en los casos de las minorías indí-genas porque considero que en Colombia son los únicos grupos que puedenser caracterizados como minoría cultural con base nacional, según la clasifi-cación propuesta por Kymlicka, aunque pienso que algunas comunidadesnegras pueden ser consideradas también así.

En Colombia algunos casos sucedidos recientemente y ciertas decisionesde la Corte Constitucional sobre cuestiones de diversidad cultural han puesto

31 W. KYMLICKA: Ciudadanía Multicultural, Paidós, Barcelona, 1996.

Francisco Cortés Rodas136

sobre el tapete de las discusiones jurídicas, académicas y políticas este pro-blema. Voy a hacer, en primer lugar, una sucinta presentación de los casos yde la jurisprudencia de la Corte para pasar, posteriormente, a presentar unasconclusiones.

La Comunidad Indígena de El Tambo decidió el 19 de diciembre de 1992expulsar y desterrar a un indígena, junto con su familia de la comunidad porhaber robado dineros comunitarios. La Corte Constitucional, en ejercicio desu facultad de revisión de las sentencias de tutela32, concedió al solicitante latutela del derecho fundamental del debido proceso y del derecho a la integri-dad física de sus hijos33. La Corte consideró que la sanción impuesta al indí-gena «trascendió a la persona del infractor y terminó por cobijar a losmiembros de su familia, evidenciándose como desproporcionada y contrariaa los tratados internacionales sobre derechos humanos»34. La pena, además,viola, dijo la Corte, el artículo 29 de la Constitución sobre preexistencia de laley, y el principio del respeto de la presunción de inocencia, «circunstanciasque generan la vulneración de los derechos fundamentales al debido procesoy a la integridad física de los hijos»35. Con base en esto, ordenó el máximo tri-bunal a la comunidad «adoptar una nueva decisión en lo referente a la con-ducta del peticionario»36, que como dice en la parte resolutiva de la sentencia,debe ser un juicio «que respete las normas y procedimientos de la comunidad,pero con estricta sujeción a la Constitución»37.

El segundo caso es el de la Comunidad embera-chamí, la cual juzgó, el 31de agosto de 1995, por homicidio a un indígena y lo condenó a una pena pri-vativa de la libertad de 20 años, la cual, debía cumplir en una cárcel «blan-ca». Al proferir esta pena, como lo afirma la sentencia T-349/96, laAsamblea General de la Comunidad embera-chamí, se extralimitó en sus fun-ciones, puesto que frente a este caso tenía, de acuerdo con el derecho, dosopciones, a saber, imponerle al involucrado una sanción de tres años de tra-bajo forzado y cepo en el territorio de su comunidad, o remitir el caso a la jus-ticia ordinaria38.

El tercer caso es el de la comunidad de los Paeces que juzgó y decidió, conamplio despliegue de los medios, propinarle un número de fuetazos a cada uno

32 Antes de la Constitución de 1991 no existía en Colombia un mecanismo expedito de pro-tección a los derechos fundamentales con excepción del Habeas Corpus. La acción de tutela,introducida en la nueva Constitución, es el mecanismo para hacer efectiva dicha protección albrindar un procedimiento rápido de proteger los derechos fundamentales.

33 Sentencia de la Corte Constitucional T-254 de mayo de 1994. Magistrado ponente Eduar-do Cifuentes Muñoz.

34 Sentencia T-254, o.c. p. 22.35 Sentencia T-254, o.c. p. 22.36 Sentencia T-254, o.c. p. 24.37 Sentencia T-254, o.c. p. 24.38 Sentencia de la Corte Constitucional T-349 de agosto de 1996. Magistrado ponente Car-

los Gaviria Díaz, 26.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 137

de los indígenas implicados como supuestos cómplices del asesinato de unalcalde páez. Con esto mostró, que ellos como grupo minoritario tienen, juntocon la potestad para ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbitoterritorial, la autoridad para juzgar y condenar a miembros de su comunidad aformas internas de castigo, arraigadas en sus tradiciones y costumbres, aunqueéstas violen, aparentemente, los derechos humanos fundamentales.

El cuarto caso es el de la comunidad u’wa que solicitó anular la licenciaambiental otorgada en 1995 a la multinacional petrolera Occidental deColombia, Oxi, mediante la interposición de una acción de tutela, para impe-dir que esta compañía penetrara en sus territorios con el fin de iniciar traba-jos de exploración y búsqueda de petróleo.

En las argumentaciones de unos y otros hay una apelación a los valorescomunitarios y a su prevalencia frente a otro tipo de consideraciones. Son argu-mentaciones de tipo comunitarista, según lo visto en los numerales anteriores.Para los miembros de la comunidad de El Tambo, los embera-chamí y los Pae-ces, el mandato de realizar el procedimiento de investigación y ejecutar la penaproferida por los respectivos tribunales indígenas, arraiga en lo más profundo desus tradiciones comunitarias. El sistema de reglas sociales con su código internode penas y castigos, así como de honores y recompensas, es lo que ha permitidola cohesión y supervivencia de sus culturas.

No ejecutar la pena, en aras de aceptar las exigencias del estado de dere-cho, constituiría para los Paeces algo de suma gravedad, en la medida en quecon esto se debilitaría la fuerza y base cohesionadora de su cultura. Lo queellos reclaman es, que como minoría cultural tienen el derecho de juzgar ycondenar a sus propios miembros, conforme a las normas y procedimientosde su comunidad. Esto, a los ojos de un liberal significa, que se atribuyen elderecho de limitar la libertad de sus propios miembros con el fin de conseguirla solidaridad del grupo. De igual forma, lo que los embera-chamí pretendíancon la imposición de una pena superior a la prevista en su tradición, es queellos como minoría cultural tienen el derecho de restringir las libertades indi-viduales de sus miembros, para así asegurar la cohesión del grupo, en estecaso se trataba «de asegurar que la conducta no quedaría impune y evitar asíun enfrentamiento violento entre las familias involucradas en el conflicto»39.

Las reclamaciones de derechos de pertenencia de sus tierras hechas porlos U’wa tienen un acento más dramático. Con la amenaza de un segundo sui-cidio colectivo, el cual tendría lugar en caso de que la Corte Constitucionalfallara en favor de la compañía petrolera nos recordaron, de un lado, que ensu lucha por la tierra ellos ya una vez habían apelado a esta forma extrema delucha, al haber sido desplazados de sus tierras por los conquistadores blancos,es decir al haber perdido la base material mínima para el autodesarrollo y flo-

39 Sentencia T-349, o.c. p. 26.

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recimiento de su cultura, y, de otro lado, nos mostraron que las reclamacionesde pertenencia sobre sus tierras, fundadas en la vinculación de sus valores yforma de vida con un espacio geográfico determinado, exigían el estableci-miento de unos derechos especiales para ellos en tanto minoría cultural. Estosderechos, distintos a los derechos civiles y políticos, deberían servir, según lasargumentaciones de los u’wa, para asegurar su protección como grupo mino-ritario frente al poder político y económico de un grupo más poderoso, comoes la compañía petrolera Oxi. En suma, lo que los u’wa reclaman, es que elloscomo minoría cultural tienen el derecho de imponerle restricciones a otrosgrupos, con el fin de asegurar los medios y recursos necesarios para la repro-ducción y florecimiento de su forma de vida.

El fallo de la Corte sobre este caso fue absolutamente consecuente con elprincipio constitucional de la protección a la diversidad étnica y cultural con-sagrado en los artículos 7, 10, 70, 171, 176, 246 y 286 de la Carta; al recono-cer el derecho de los u’wa sobre sus tierras, suelo y subsuelo, negartemporalmente a la compañía petrolera la posibilidad de buscar petróleo enlos territorios protegidos, y definir un plazo de 390 días al gobierno para vol-ver a realizar la consulta con los u’wa, la Corte Constitucional estableciócomo orientación en los casos sobre el pluralismo, que concibe a los derechosfundamentales como garantías de las minorías contra el querer de las mayo-rías. La reciente decisión del Consejo de Estado, según la cual, su fallo primasobre el de la Corte Constitucional tendría como inmediata consecuencia paralos u’wa, que la Oxy podrá penetrar su territorio para empezar a «desangrarla madre tierra». La amenaza de los indígenas de la etnia u’wa de suicidarsecolectivamente está, pues, de nuevo en pie y depende, por ahora, de cómo seresuelva el conflicto de competencias entre los dos altos tribunales.

En relación con el caso de los Paeces no hay aún pronunciamiento de laCorte. Pero las sentencias sobre los casos de El Tambo y del embera-chamíson muy ilustrativas de los avances y desarrollos hechos por la jurisprudenciaconstitucional40. La Corte, en los dos casos, al hacer procedente las respecti-

40 Hay una clara diferencia en la interpretación de los principios constitucionales sobre plu-ralismo y diversidad étnica en estas dos sentencias. Al respecto véase el artículo «DiversidadÉtnica y Jurisdicción Indígena en Colombia», Gloria Isabel Ocampo A. Manuscrito. La autoramuestra que se pueden desarrollar dos posibles interpretaciones sobre el asunto de la diversidadétnica en Colombia, «una restrictiva, que condiciona la existencia de la pluralidad de ordena-mientos a que éstos guarden una rigurosa compatibilidad con la Constitución... y a la ley del Esta-do, y una interpretación expansiva que sujeta la autonomía jurisdiccional indígena a sólo unnúcleo de derechos considerados como fundamentales... y en todo caso sin sujeción a la ley ybajo el entendido de que esos derechos intangibles deben ser interpretados de manera acorde conlas convicciones profesadas por las comunidades». (21). Según esto, como lo propone Ocampo,puede considerarse la sentencia T-254 como restrictiva, puesto que presenta una concepciónestrecha de las implicaciones de la diversidad cultural, mientras que la T-349 sería expansiva, yaque desarrolla una concepción más amplia del sentido de la autonomía política y jurisdiccionalde las minorías indígenas.

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 139

vas acciones de tutela interpuestas, introdujo dos elementos; de un lado, reco-noció el principio de diversidad étnica y cultural al ordenar, en el caso de ElTambo, al cabildo indígena juzgar de nuevo al peticionario «según sus nor-mas y procedimientos, pero de conformidad con la Constitución y la ley»41,y, en el caso embera-chamí, pedir a esta comunidad, según lo enunciado en laparte resolutiva de la sentencia, «se le consulte sobre su disponibilidad parajuzgar nuevamente al sindicado, conforme a sus prácticas tradicionales». Deotro lado, afirmo la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales alconfirmar que en ambos casos la tutela se concede por violación al derecho aldebido proceso.

Si atendemos al sentido de estos fallos de la Corte Constitucional pode-mos decir, entonces, que en el caso de los u’wa el sistema liberal de los dere-chos individuales, consagrado en la Constitución de 1991, sería suficientepara garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad de esta for-ma de vida cultural. En los casos de El Tambo y el embera-chamí, lo que seestableció en estas sentencias es, que el sentido esencial del sistema liberal delos derechos individuales es el del respeto a los derechos y libertades básicas,y al principio de diversidad étnica y cultural; y que esto último se consigueprotegiendo no sólo los derechos, a la vida, la integridad personal y al debi-do proceso, sino también, asegurando la especificidad de los procedimientosy formas de castigo internas a las comunidades. Así, se puede concluir, enton-ces, que para garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad delas formas de vida culturales, como las comunidades indígenas, no es nece-sario recurrir a la justificación de una teoría de los derechos de las minorías,ya que éstos pueden ser asegurados en forma adecuada, sí es posible articularel sistema de los derechos civiles y políticos con una política que reconozcay valore la diversidad étnica y cultural.

[Mayo 1997]

41 Sentencia T-254, o.c. p. 24.

141

SEGUNDA PARTE

EL MULTICULTURALISMO EN COLOMBIA

143

Comunidades, ciudadanos y derechos

María Teresa Uribe de H.

El multiculturalismo y la democracia local, consagrados en la carta de1991, han sido considerados como giros significativos en la historia del cons-titucionalismo colombiano; como novedades que irrumpen en el cielo serenode una esfera pública construida sobre las bases de un paradigma esencial-mente liberal, centrado en los derechos individuales, «ciego a las diferencias»y que sólo tardíamente habría incorporado nuevos derechos colectivos.

Se supone también una cierta linealidad en la incorporación de esos dere-chos al orden constitucional y a la vida política de los colombianos, que sehabría iniciado con la inclusión de los derechos civiles para seguir con lospolíticos y sociales culminando con los culturales para reencontrar así, en lanueva Constitución y a las puertas del siglo XXI, las comunidades y las etniasperdidas.

Sin embargo, una mirada en clave cultural y política de la historia constitu-cional de Colombia, puede contribuir a matizar estas afirmaciones; a desvirtuarla linealidad en el desenvolvimiento de los derechos ciudadanos; a percibir sudesarrollo desigual y conflictivo y a constatar cómo, en las ciudadanías mesti-zas que han predominado en la vida política de Colombia, hay más rasgos de lahipótesis comunitaria y multicultural que de la hipótesis del ciudadano indivi-dual.

La dicotomía sugerida por el título de esta ponencia (comunidades y ciu-dadanos) significa ante todo un marco de referencia para situar teóricamenteel contrapunto entre un polo definido por el ciudadano moderno, individuoaislado que rige sus acciones de acuerdo con la racionalidad y el cálculo,capacitado para deliberar en público y suscribir contratos sobre el orden de loestatal, frente a otro polo, formado por comunidades históricamente consti-tuidas: étnicas, societales, vecinales, religiosas o de otro orden, que desean

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preservar su cohesión, su identidad, sus derechos tradicionales y su visiónparticular de vida buena.

Como corolario de esa dicotomía, se introduce un tercer polo, el de losderechos —individuales o colectivos, de inclusión o diferencia— cuyo deve-nir permite explicar las relaciones de tensión o complementariedad entre losdos polos iniciales.

Esta tríada que sugiere el título, delimita el campo teórico en el que se rea-liza la indagación histórica sobre el proceso de constitución del ciudadano ysus derechos; se trata de establecer, de qué manera irrumpieron y arraigaronlas instituciones liberales modernas en sociedades que no lo eran y cual fue elresultado —siempre inacabado siempre en construcción— de ese amalgama-miento conflictivo y difícil entre el ideario de las instituciones liberales y delas utopías ilustradas con las realidades étnicas, societarias y regional-locales.

Ese contrapunto entre comunidades y ciudadanos tiene su expresión en loscorpus constitucionales y en la manera como se articulan en ellas los derechosindividuales y colectivos pero también en la acción social, en las prácticasculturales, en los usos, costumbres y modos de resolver —en la práctica— losproblemas de la autoridad, el poder, la obediencia, la jerarquía, la justicia y laconvivencia social.

Es decir; ese contrapunto tiene su expresión en la órbita constitucional ylegal pero también en esa llamada «zona gris», donde se encuentran, de mane-ra bastante conflictiva, la esfera pública del Estado y de la política con elmundo de lo doméstico privado, en el que se desarrolla, entre múltiples ava-tares, la vida de los sujetos sociales.

Esa tensión constante en la historia política colombiana, entre una esferapública regida por los principios del Republicanismo y el Liberalismo moder-nos y una esfera doméstico-privada de fuerte y resistente raigambre comuni-taria y pluricultural, está marcando —para bien o para mal— las posibilidadesreales de consolidación democrática y tienen un enorme influjo sobre elcarácter y la especificidad de la ciudadanía y de los derechos de diferenteorden que logren consolidarse.

Desde esta perspectiva analítica me propongo desarrollar algunas tesis —sujetas aún a revisión y matización como corresponde a una investigación enmarcha— sobre el desenvolvimiento constitucional e histórico de los dere-chos y sus expresiones en la conformación de la ciudadanía en Colombia; lastendencias generales de este proceso se pueden enmarcar en los siguientespuntos:

1. La historia del desenvolvimiento de los derechos en Colombia, estáenmarcada por un desarrollo desigual que favorece a los de orden colecti-vo, mostrando una suerte de déficit crónico de tipo histórico en lo que tie-ne que ver con la consolidación de los derechos individuales, civiles ypolíticos.

Comunidades, ciudadanos y derechos 145

2. Como resultado del contrapunto entre comunidades y ciudadanos; deldesarrollo desigual de los derechos y de las debilidades de los procesos socia-les de individuación, la hipótesis de la ciudadanía que reposa sobre un con-junto de valores y supuestos del individualismo, no logró consolidarse comorealidad social o como referente para la acción política; sin embargo, el ordenpolítico resultante del amalgamamiento entre el ideario republicano liberal ylas comunidades locales, regionales y étnicas de fuerte arraigo, condujeron ala consolidación de ciudadanías mestizas, verdaderas componentes elementa-les de la trama de la política en Colombia.

1. EL DÉFICIT HISTÓRICO DEL CIUDADANO INDIVIDUAL Y SUS DERECHOS

El paradigma político del liberalismo de tipo 1 «ciego a las diferencias»según la clasificación de Taylor1, sólo tuvo expresión constitucional y socialen el proyecto político y ético cultural de los Liberales Radicales; esto es,entre 1853 y 1886; fueron ellos quienes intentaron construir un orden socialsustentado en el individuo como componente elemental y en el ciudadanocomo referente de identidad pública.

Este proyecto de los liberales radicales2 se concentró en la identificacióny fortalecimiento de los derechos individuales —genéricamente establecidosen las constituciones anteriores— en la secularización de la vida política, enla idea de una Nación construida sobre las tesis del contrato social, libre dereferencias históricas, de tradiciones culturales o étnicas y en el diseño deuna moral pública centrada en la tolerancia y en el sujeto privado. Ni antesni después, ese liberalismo clásico se constituyó en hipótesis para la cons-trucción del estado y de la política.

En el constitucionalismo anterior al medio siglo y desde la independencia,predominó la tradición republicana3 y el énfasis estuvo puesto en el diseño derespuestas viables a los problemas de la soberanía, la autodeterminación y larepresentación de la nación ante el estado; es decir, en temas que conciernenmás a las colectividades que a los individuos.

La hipótesis del ciudadano estuvo presente en los corpus constitucionalesdesde 1811, como también en los debates políticos que se llevaban a cabo enlas tertulias, las sociedades de Amigos del País, las logias masónicas y laprensa de la época y lo más importante, hizo parte de las representacionescolectivas de la elite ilustrada, pero la percepción del ciudadano y sus dere-

1 CH. TAYLOR, El multiculturalismo y la política del reconocimiento. México, Fondo deCultura Económica, 1993.

2 G. ESPAÑA, Los radicales del siglo XIX. Bogotá, Ancora Editores, 1984.3 D. BRADING, «Republicanismo clásico y patriotismo criollo». En Mito y profecía en la

historia de México. México. De Vuelta 1988.

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chos se avenía mejor con el patriotismo, la autodeterminación y los derechoscolectivos que con un sujeto individual privado4.

En la práctica política y en los textos constitucionales, el ciudadano y susderechos estuvieron definidos en los viejos marcos coloniales del «vecinaz-go»; así se denominaba a los habitantes de una villa o ciudad que tuviesen«casa poblada», contribuyesen al sostenimiento económico del cabildo y lacomunidad y que fuesen reconocidos como personas de honor y respeto. Esteciudadano colectivo se enmarca en una concepción corporativa o comunita-ria de lo social pues lo que lo habilita para ser ciudadano es su pertenencia auna colectividad anterior —la ciudad o la villa—5.

A su vez, este ciudadano era ante todo un sujeto concreto, territorializado,reconocido, perteneciente a un colectivo determinado y en esas característi-cas se basaba su identidad y sentido de pertenencia; quizá allí habría que bus-car la clave de las tendencias federativas y de la pervivencia dediferenciaciones entre «notables» o «familias distinguidas» y el común tanpresente en la vida social colombiana.

Esta figura del ciudadano colectivo de fuerte arraigo localista y comuni-tarista se opone de hecho a aquellos atributos que definen al ciudadanomoderno; la universalidad, la igualdad, la individualidad y la abstracción.

Esta concepción corporativa o comunitaria del orden político fue acentua-da por la tradición republicana predominante en esta primera época, dado elénfasis de esta tradición en la existencia de un bien público más allá de losindividuos y de sus intereses privados, tradición que toleraba mal los argu-mentos del liberalismo clásico sobre todo en aquellos aspectos concernientesal mercado y los intereses privados ya que esta corriente supone una inequí-voca superioridad moral del interés público, perfil que define, al ciudadanovirtuoso e ilustrado.

Si el liberalismo clásico no tuvo mayores antecedentes en el constitucio-nalismo republicano y en la vida política de la primera época, tampoco lologra desarrollar después de 1886; esta constitución, la de mayor permanen-cia en la historia colombiana, hija del movimiento Regenerador, significó unrecorte sistemático de los derechos individuales tanto en la Carta como en lasprácticas de gobierno; una drástica suspensión del proceso de secularización,iniciado tímidamente desde la independencia y asumido de manera frontal porlos gobiernos radicales del medio siglo y una vuelta a la centralización delpoder y de la nación unitaria6.

4 J. KONIG, HANS, En el camino hacia la Nación. Bogotá. Banco de la República 1993pp. 327-361.

5 M.T. URIBE, «Proceso Histórico en la configuración de la ciudadanía». En Estudiospolíticos 9. Medellín julio-dic. 1996.

6 M.T. URIBE DE H., «Legitimidad y violencia, una dimensión de la crisis colombiana». EnRasgando Velos. Medellín, Editorial Universidad de Antioquía, 1993.

Comunidades, ciudadanos y derechos 147

Tampoco en este contexto del constitucionalismo regenerador, el ciudada-no moderno y sus derechos tuvieron posibilidades de desarrollo pues la uni-dad nacional y la identidad ciudadana se realizaron en torno a la moralidadcatólica, inscribiendo a los sujetos sociales en una matriz de tipo históricocultural y de fuerte sabor tradicional.

De esta manera, sociedad civil y comunidad de católicos vinieron a sertérminos equivalentes; la esfera pública con su moral civil y sus normas autó-nomas —así fuesen contrarias a otras concepciones del mundo, incluidas lasreligiosas— tan importante para los republicanos de la primera época y paralos radicales del medio siglo, quedó desdibujada en la práctica y el ciudada-no pasó a ser el buen cristiano.

Lejos quedaban los imaginarios del ciudadano virtuoso e ilustrado del pri-mer Republicanismo y del ciudadano tolerante e individual del Radicalismo;a su vez, el acento comunitarista histórico de esta constitución y su sesgo reli-gioso, rechazaba de plano las tesis del interés individual propugnando por elbien común.

De los propósitos centrales de la Regeneración, sólo tuvo éxito la luchacontra la secularización; formalmente se logró centralizar la administraciónmas no el poder que continuó residiendo en lo local y regional y la idea deunificar y fortalecer la nación en torno a la moral católica, la tradición cultu-ral y el arraigo territorial, funcionó más como mecanismo excluyente quecomo principio de integración social y de identidad nacional; éstas continua-ron tan fragmentadas y confrontadas como habían estado durante todo el sigloanterior.

El desarrollo de las ciudadanías y sus derechos en el constitucionalismodel siglo XX, se define en rasgos muy generales, por un perfil claramentecolectivo y social-corporativo; la reforma constitucional de 1936 y el desa-rrollo legislativo que la acompañó7, pusieron a funcionar estrategias y planesespecíficos para hacer realidad las demandas de las masas de obreros y cam-pesinos que irrumpían en la vida política y se movilizaban para reclamar yexigir derechos sociales: el derecho a la tierra, a la soberanía nacional, a laformalización de las relaciones laborales, a la educación y a la salud; en suma,derechos colectivos que beneficiaban a grandes grupos sociales organizadosen torno a formas nuevas de sociabilidad y de acción colectiva y en cuya con-solidación tenía un lugar central el aparato de estado, dotado ahora de fun-ciones económicas y de bienestar social.

Este modelo de Estado interventor y asistencial, se avenía mal con el uni-verso de los derechos individuales, sobre todo con los referidos a la propie-dad y el libre juego de las fuerzas del mercado sujetas ahora al control derígidas políticas públicas.

7 A. TIRADO MEJÍA, La revolución en marcha, o.c.

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La lucha por los derechos sociales y la inclusión de las masas en la polí-tica, coexistió con un proceso de ampliación de los derechos civiles y políti-cos; la reforma constitucional de 1910, consagró los derechos de la oposicióny de las minorías políticas y en 1957 les fue otorgado el voto a las mujeresuniversalizando la ciudadanía; sin embargo, estos desarrollos tan importantesen el campo de los derechos, no fueron demandados por las masas ni estu-vieron precedidos de movilizaciones amplias como sí ocurrió en el caso de losderechos sociales.

De alguna manera, pareciera que entre los sujetos sociales pesara más elimaginario de lo colectivo que de lo individual; y que entre los grupos políti-cos tuviesen más arraigo y sentido para la acción, los derechos sociales quelos políticos o civiles.

La constitución de 1991, estuvo precedida de una profunda crisis políticaque además de la violencia difusa, la deslegitimación del Estado, la pérdidade identidad con los partidos viejos y nuevos y un incremento en los nivelesde ingobernabilidad, tuvo como referente importante una pérdida de centrali-dad del estado en la vida política (crisis de la matriz estadocéntrica) y unascenso de los movimientos sociales, comunitarios, étnicos, locales, urbanosy de género de cuyas luchas y demandas surgió, no sólo la necesidad de con-vocar una asamblea constituyente sino también el perfil comunitario y multi-cultural de la carta8.

Esta especie de politización de lo social-privado (matriz sociocéntrica) yde despolitización de lo público, que está revolucionando la manera de hacery pensar la política, continua la línea de fortaleza de los derechos sociales,ampliándolos al otorgar reconocimiento a las etnias llamadas minoritarias yenfatizando en los derechos de la diferencia y en la democracia local pero estáponiendo de presente una asimetría problemática, a mi juicio, con los dere-chos civiles y políticos y quizá esa suerte de déficit histórico de ciudadaníaindividual esté en la base de la ausencia de virtudes cívicas, de moralidadpública, de intolerancia política y profundo irrespeto por la vida y por losderechos humanos llamados de primera generación.

2. LAS CIUDADANIAS MESTIZAS

Si el ciudadano moderno no logró constituirse en el componente elemen-tal del orden político y si sus derechos correspondientes han tenido un desa-rrollo precario por decir lo menos, de allí no puede deducirse el fracaso en laconformación de la ciudadanía o la calificación del proceso desde lo que noes o desde lo que le falta para llegar a ser, identificando una suerte de subde-

8 M. CAVAROZZI, «Transformación de la política en América Latina contemporánea». EnAnálisis Político 19 Bogotá, mayo-agosto 1993.

Comunidades, ciudadanos y derechos 149

sarrollo político y atraso institucional que estaría en la base de todas nuestrasdesventuras políticas.

En el contexto colombiano y latinoamericano en general, las ciudadaníasrealmente constituidas siguieron un proceso particular y diferencial de amal-gamamiento o hibridación entre las instituciones liberales de diversa tradición(Republicanas, Democráticas y Liberales), con las comunidades locales,regionales y étnicas, resistentes a los embates por su disolución.

Este proceso de amalgamamiento ha sido descrito por varios historiadoresy analistas sociales interesados en identificar los procesos de modernidad enAmérica Latina y existe un cierto acuerdo entre ellos para señalar la particula-ridad del proceso y la diferencia con los modelos Europeos y Norteamerica-nos, enfatizando en las combinatorias, las aleaciones y los amalgamamiento9.

Néstor García Canclini10 habla de Ciudadanías Híbridas, destacando lasdiversas facetas o perfiles, tradicionales y modernos que se conjugaron en eseimaginario del ciudadano individual; Francois Xavier Guerra11, aunque coin-cide con García en el carácter híbrido de las ciudadanías, es decir en sus resul-tados, se orienta hacia su reconstrucción histórica y habla de Ciudadaníasalternativas, o sea de modelos diferenciales en Occidente para la construc-ción de esa figura central del orden político moderno y también con el pro-pósito de rescatar las mixturas y amalgamamientos que los diversosliberalismos han tenido en el constitucionalismo colombiano.

La propuesta de nominarlas como ciudadanías Mestizas, sigue la línea delas argumentaciones anteriores, recogiendo las hibridaciones de García Can-clini y los procesos históricos diferenciales o alternativos que propone Gue-rra, pero prefiero hablar de Mestizaje político cultural con el ánimo dereconstruir las huellas y las improntas que comunidades, organizacionessocietales, corporaciones y etnias han dejado en esta figura central del mun-do político moderno; el ciudadano individual y sus derechos.

2.1. El ciudadano-vecino como actor colectivo

La primera forma de hibridación o mestizaje, se enmarca en la noción delciudadano-vecino, a través de la cual, se conjuga magistralmente la implan-tación de los derechos civiles y políticos, sin romper con las formas tradicio-nales de organización en una sociedad premoderna o de Antiguo Régimen12.

9 A. QUIJANO, «Modernidad, Identidad y Utopía en América Latina». En Modernidad yUniversalismo. Caracas, Editorial Nueva sociedad, 1991.

10 N. GARCÍA CANCLINI, Consumidores y ciudadanos. México. Grijalbo, 1995.11 X. GUERRA FRANCOIS, Modernidad e Independencias. México, Fondo de Cultura Econó-

mica, 1993.12 A. ANNINO, «Ciudadanía y Gobernabilidad Republicana». Ponencia presentada al foro

sobre representación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional1995. Mimeo.

María Teresa Uribe de H.150

El ciudadano de la nueva república, definido por la constitución de Cádizde 1812 y retomado casi textualmente por las constituciones colombianas has-ta 1843, no fue otra figura que la del vecino, el antiguo habitante de las loca-lidades distinguidas con el rango de Villas o Ciudades.

Con esta decisión constitucional, se transformó la comunidad local en lafuente de los derechos políticos13 y la ciudadanía, otorgada a los indígenas,primero en Cádiz y luego ratificada por Bolívar en 1819 para la Nueva Gra-nada, hace que las comunidades indígenas se vuelvan así mismo fuente dederechos constitucionales como los demás pueblos.

No es extraño entonces que en estos primeros años de vida republicana, lanoción de igualdad, más que a un derecho individual, apele a un derechocolectivo de los pueblos, las comunidades, las provincias y las regiones, paraquedar en pie de igualdad frente a la posibilidad «de fundar su propia ley» yde construir la Nación y el Estado; es decir, de ejercer los derechos políticosde la autodeterminación y la representación14.

Esta noción de la Igualdad, es la que predomina en los documentos polí-ticos de la independencia y en los debates constitucionales que le sucedieron,en una línea que va de las tesis esgrimidas por Camilo Torres en «El Memo-rial de Agravios» (1809) pasando por los intentos de unidad nacional que con-fluyeron en 1814 con la creación de «las Provincias Unidas» para concluircon los Códigos Electorales elaborados entre 1823 y 1844.

Cuando ocurre la ruptura de los vínculos con la autoridad suprema de laMonarquía que llevó a la proclamación de la soberanía de «los pueblos», loque apareció en el escenario político no fueron las individualidades sino lasCiudades y las Villas que asumieron el derecho a la autodeterminación, y dic-taron su propia ley, mediante la elaboración de constituciones modernas queconsagraron, de manera más o menos explícita, los derechos civiles y políti-cos15.

Fueron estas comunidades locales y regionales, las que proclamaron laindependencia y lucharon por ella y entre ellas; estos colectivos fueron losactores políticos reales que concurrieron como partes diferenciadas al difícilproceso de constitución de la Nación.

Esta reivindicación de la igualdad colectiva, se va ampliando, como unabanico, a comunidades locales más pequeñas y subordinadas de las ciudadesy las villas principales, y logran conquistar, incluso por la guerra, el derechocolectivo a la igualdad y a la ciudadanía, haciendo del vecino de cada comu-nidad o parroquia, independientemente de su tamaño e importancia, el ciuda-

13 A. ANNINO, o.c.14 X. GUERRA FRANCOIS, «El soberano y su reino». Ponencia presentada al foro sobre repre-

sentación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1993.15 X. GUERRA FRANCOIS, «El Soberano y su Reino». Ponencia presentada al foro sobre

representación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1995.

Comunidades, ciudadanos y derechos 151

dano de la nueva Nación; las primeras constituciones se propusieron situar, encondición de igualdad, a todas las comunidades aboliendo los privilegios ylos fueros especiales de las villas y las ciudades principales pero mantenien-do en las comunidades la fuente de los derechos ciudadanos16.

La contradicción entre una Nación moderna inexistente aún, pero a la quese apelaba como sujeto de la soberanía y como fuente de legitimación delpoder republicano, y una realidad de comunidades de diverso tipo, con susimaginarios de igualdad colectiva que pactaban derechos recíprocos entre síy con el Estado como la cabeza de ese conglomerado plural, se salda por lavía del ciudadano vecino17.

Los derechos políticos de representación y elección, descansaron en lascomunidades locales dado el carácter de la hibridación o mestizaje entre ciu-dadano y vecino; la exigencia para que un sujeto individual lograra la condi-ción de ciudadano era la de tener previamente la de vecino; es decir, la depertenecer a una colectividad local, a un todo orgánico y cohesionado en tor-no a identidades culturales, afectivas, parentales, étnicas o referidas a solida-ridades de tipo tradicional y no necesariamente identificadas en torno a losgrandes principios éticos del contrato social.

En estas primeras formas de ciudadanía mestiza, predomina un doble refe-rente comunitario: pues entre el sujeto individual y el Estado, existen cuerposintermedios muy diferenciados, las comunidades y es la pertenencia a éstasen calidad de vecino lo que convierte a un sujeto individual en ciudadano;este encuadramiento de las comunidades tradicionales en los marcos liberalesde la representación, chocan con el modelo clásico que presupone una rela-ción directa entre el ciudadano individual y el Estado.

El segundo referente comunitario del ciudadano vecino tiene que ver conque las formas predominantes de identidad son las culturales; es la pertenen-cia a un colectivo histórico lo que le otorga sentido a la ciudadanía pero estoscolectivos de ciudadanos vecinos no se identifican en torno a referentes polí-ticos y las distinciones republicanas entre las esferas pública y privada que-dan diluidas en la práctica18.

La comunidad como cuerpo intermedio y como depositaria de los dere-chos políticos, se refuerza de manera significativa en los códigos electoralesporque si bien las condiciones exigidas para acceder al voto son determina-das desde el Estado central, buscando condiciones de igualdad jurídica paratodos los vecinos, se les otorga a las juntas calificadoras de cada localidad,

16 J. OCAMPO LÓPEZ, El proceso ideológico de la emancipación en Colombia. Bogotá. Ter-cer Mundo, 1983.

17 M.D. DELMAS, «Pactismo y constitucionalismo en los Andes». En De los Imperios a lasNaciones. Zaragoza, 1994.

18 X. GUERRA FRANCOIS, Modernidad e Independencias, o.c.

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conformadas por los sujetos notables y más distinguidos, la verificación deesos requisitos generales.

Son los vecinos notables constituidos en junta calificadora, quienes tienenla potestad de elaborar los listados de las personas que, a su juicio, llenan losrequisitos para ejercer los derechos de elección y representacion, dándoles dehecho un poder discrecional muy grande para definir quienes se incluyen o seexcluyen del cuerpo político o el «demos»19.

Esto significa que si bien en la definición constitucional, el individuo seríael sujeto de los derechos políticos, la condición de vecino sitúa la ciudadaníaen la órbita de las comunidades y además, son éstas, representadas por sus«notables», quienes definen, en última instancia, quién puede ejercer losderechos políticos y quién no.

La lógica de la representacion es doble: el Estado central delega en lascomunidades locales el control sobre la ciudadanía y el acceso al voto y lacomunidad delega en el Estado el ejercicio de la soberanía.

Esta mixtura entre formas modernas y tradicionales, les otorga de hecho alas comunidades amplias posibilidades de negociación con el Estado y deintermediación entre los sujetos sociales y las instituciones del poder público,generando formas de acción política cuya expresión fueron los Caudillismos,los Gamonalismos y las Clientelas20.

Desde esta perspectiva, tendríamos que concluir que si bien la noción deciudadano y sus derechos fue una novedad radical y una verdadera mutacióncultural que funda en Colombia el orden político moderno, también es nece-sario señalar que esas mutaciones no se realizaron en el vacío sino en socie-dades concretas que impregnaron con sus imaginarios y realidades socialesesa figura desafiante de la ciudadanía.

Las ciudadanías mestizas que resultaron de ese amalgamamiento, no sonen sentido estricto las definidas por el modelo liberal clásico; sin embargo, seconstituyeron en la base de una forma particular de hacer y pensar la políticae indujeron formas alternativas de participación en la vida pública, cuyaimportancia no se ha evaluado suficientemente.

2.2. El contrapunto entre el Ciudadano Local y el Ciudadano Nacional

Otra forma de ciudadanía mestiza es la que resulta del proyecto inconclu-so de los Liberales radicales21, quienes orientaron sus propuestas constitucio-nales y políticas hacia la consolidación del ciudadano individual y susderechos; hacia la secularización de la política y la abolición de los cuerposcomunitarios intermedios, con el propósito de establecer el respeto a la ley,

19 M.T. URIBE, «Proceso Histórico en la conformación de la ciudadanía», o.c.20 F. ESCALANTE GONZALBO, Ciudadanos Imaginarios. México, Colegio de México, 1993.21 G. ESPAÑA, o.c.

Comunidades, ciudadanos y derechos 153

como único vínculo posible entre los ciudadanos y de cada uno de ellos conel Estado.

Estos cambios marcan una trayectoria que va del Republicanismo al Libe-ralismo y que redefine los paralelos y los meridianos de los derechos indivi-duales; cada individuo es depositario de la soberanía, dejando atrás lasoberanía de «los pueblos» y la igualdad colectiva de las comunidades ante elEstado.

Todas estas redefiniciones ponen en cuestión el carácter de los nexos ovínculos que integran los sujetos entre sí; la sociedad, así pensada, ha dejadode ser un conjunto orgánico de comunidades locales cuyos miembros estarí-an ligados por vínculos preexistentes de sangre, herencia, etnia o tradición yha pasado a ser imaginada bajo un modelo de tipo asociaciativo, voluntario,«inter pares», donde cada uno es dueño de sí mismo, igual a los demás y pose-edor de un amplio esquema de libertades públicas22.

Se trata como diría Berman23, de la gran profanación del orden sacro, nosólo por su énfasis en la secularización y la proclamación de un orden laico,sino porque están poniendo en cuestión todas las dimensiones que trascien-den al individuo: el pasado, la tradición, la herencia, el destino común, la cul-tura y los valores tradicionales.

La ciudadanía individual así pensada, connota dos aspectos centrales: elderecho a la igualdad y el derecho a la libertad; la igualdad individual res-pondía a una estrategia de inclusión para todos aquellos sujetos descorporati-vizados de sus comunidades ancestrales como efecto del nuevo orden socialy de la metáfora del ciudadano individual; indios de resguardo y esclavosnegros recién liberados (1851), pero a su vez, se orientaba también hacia otrosexcluidos de la ciudadanía: los jornaleros, los peones de hacienda, los traba-jadores domésticos, los concertados, los manumisos y todos aquellos quecarecían de renta, autonomía e independencia económica y que en la tradiciónRepublicana se suponían representados por el patrón o cabeza de familia.

En esta noción de igualdad individual se expresa una profunda descon-fianza en la pluralidad de cuerpos intermedios, que habían devenido los depo-sitarios de los derechos políticos y los actores colectivos del RégimenRepublicano y desconfiaban también los Liberales Radicales de las diferen-cias estamentales y corporativas que habían sido el recurso para restringir elcuerpo político y para mantener privilegios y asimetrías sociales inaceptablesen esta nueva metáfora de la política24.

El derecho a la libertad, connota, entre otras cosas, que nada estaría porencima del ciudadano individual, ni el estado, ni el poder, ni la religión, ni la

22 A. RENAULT, «Las Lógicas de la Nación». En Gil Delanoi (Compilador), Teorías delNacionalismo. Barcelona, Paidós, 1993.

23 M. BERMAN, Todo lo sólido se desvanece en el aire. México. Siglo XXI, 1988.24 M. MURILLO TORO, «El sufragio Universal» en Los Radicales del siglo XIX, o.c.

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tradición; el individuo, poseedor de la libertad y de las libertades, era el fabri-cante del Estado, artificio cambiable y transformable por voluntad de los ciu-dadanos y que estaría allí con el único propósito de garantizar los derechosindividuales y las libertades públicas.

Desde estos presupuestos del liberalismo individualista, se ampliaron demanera significativa los derechos civiles y políticos; en la carta de 1853 y porprimera vez en la historia constitucional del país, aparece un capítulo dedica-do a los derechos, aboliendo las viejas distinciones entre aquellos pertene-cientes a los nacionales colombianos y los de un círculo más restringido, elde los ciudadanos, unificando así, derechos civiles y políticos y especifican-do de manera amplia y precisa cada uno de ellos.

Se amplía el derecho al voto a todos los varones mayores de 21 años sinningún requisito censitario y se transforma el código electoral instaurando laelección directa y secreta, sin cuerpos intermedios de electores de varios gra-dos entre el ciudadano local y la cúspide del poder.

Este modelo clásico del liberalismo, cuya divisa fueron los derechosindividuales, estuvo rodeado de grandes dificultades para su consolidacióny sólo logró funcionar parcial y regionalmente; sin embargo, no puedededucirse de allí que fuese un mero discurso retóricopues los LiberalesRadicales fundaron sobre bases constitucionales y legales la figura del ciu-dadano moderno y sus derechos, más no lograron nacionalizar la ciudada-nía y del contrapunto entre localidades provinciales y Nación surgió otraforma de ciudadanía mestiza o fragmentada que conservó las viejas arma-zones comunitarias en los contextos locales y regionales, formando ciuda-danos individuales en las cúpulas del poder público y entre las elitespolíticas.

La nacionalización de la ciudadanía25 implicaba, además de su extensiónhacia las diferentes capas sociales y ámbitos territoriales, la capacidad deimponer normas iguales para todo el territorio nacional y acceder a la consti-tución de un territorio geométrico, homogéneo con unidades esencialmenteadministrativas que tuviesen fuertes lazos con el centro como estrategia parala transformación del sentido de pertenencia de los grupos locales.

La nacionalización de la ciudadanía implicaba pues la neutralización delas culturas y las comunidades locales y se requería también, como dice Nor-bert Elias26, la existencia de una sociedad pacificada y desarmada; desde estasperspectivas sería muy difícil defender la idea de la ciudadanía nacional en elsiglo XIX, ni bajo el modelo Liberal ni bajo el orden Regenerador después de1886; más la opción por el régimen político federal se constituyó en el recur-so para mantener un equilibrio muy precario entre ciudadanías locales ynacionales.

25 A. ANNINO, Ciudadanía y Gobernabilidad Republicana, o.c.26 N. ELIAS, El proceso de Civilización. México Fondo de Cultura Económica, 1981.

Comunidades, ciudadanos y derechos 155

El régimen político confederado, fue en parte, el resultado de la debilidaddel Estado central para imponer normas iguales para todo el territorio y de lafortaleza de los colectivos locales y regionales para impedirlo27, tensionesmúltiples que se resolvieron la mayoría de las veces por la vía de las guerrasciviles cuasipermanentes pero que pusieron de presente la capacidad de lascomunidades locales para negociar el orden y mantener su autonomía en ladefinición de su desenvolvimiento político28.

Ante la dificultad de imponer un orden general y único para todo el terri-torio se optó por la doble vía de descentralizar los problemas y sus solucionesy de negociar el desorden y la desobediencia con los colectivos locales yregionales29.

Así, terminó por consolidarse una suerte de ciudadanía mestiza, local ynacional, que preservó los cuerpos intermedios entre el ciudadano y el Esta-do, como poderes locales y regionales que asumieron de manera desigual ydiferenciada la puesta en marcha del paradigma liberal.

El itinerario hacia la consolidación de las ciudadanías locales y sus logrosautonómicos, se inicia con la promulgación de la ley de descentralización derentas y gastos (1851) que dejó en manos de los poderes locales y regionalesla posibilidad de definir sobre sus fuentes de rentas y la manera de invertir losingresos, lo que resulta muy significativo pues éste fue uno de los mayoresobstáculos para imponer normas iguales a todo el territorio de la Nación.

Se continuó con la reforma constitucional de 1853, que les otorgó a lasprovincias en su artículo 48, la potestad de darse su propio orden interno y deelaborar constituciones completas y se culmina con la instauración de la sobe-ranía de los Estados Federales en la Constitución de 1863 o de Rionegro30.

La posibilidad otorgada, primero a las provincias y luego a los EstadosSoberanos, para elaborar constituciones y definir, entre otras cosas, sobre elalcance de la ciudadanía y de los derechos civiles y políticos, se expresó endos puntos fundamentales: el primero y quizá más importante por sus efectoshacia el futuro, tuvo que ver con la paradoja de la conservación de cuerposintermedios, de comunidades locales y regionales que desvirtuaban en lapráctica la intención de los liberales de establecer relaciones directas, abs-tractas y formalizadas entre el ciudadano y el Estado; esto como resultado dela imposibilidad de nacionalizar la ciudadanía.

El segundo punto tiene que ver con las amplias diferenciaciones que sepresentaron en la definición que las Constituciones Provinciales hicieron del

27 M.T. URIBE DE H. y M.J. ÁLVAREZ, Poderes y regiones. Medellín. Editorial Universidadde Antioquía, 1988.

28 F. ESCALANTE GONZALBO, o.c.29 F. ESCALANTE GONZALBO, o.c.30 D. URIBE VARGAS, Las Constituciones en Colombia. Tomo 2. Madrid, Ediciones de Cul-

tura Hispánica, 1977.

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ciudadano y sus derechos; aquellas influidas por los Radicales como Socorroy Vélez primero y después de 1863 la del Estado de Santander, se mantuvie-ron los avances libertarios del ideario moderno, consolidando los derechospolíticos y civiles, las ciudadanías individuales, las libertades públicas eincluso la primera constitución de Vélez amplió el derecho del sufragio a lasmujeres en 185331.

Por el contrario, otras provincias como Antioquia y Cundinamarca, con-troladas por los conservadores, desmontaron el ideario liberal volviendosobre los criterios de la restricción de la ciudadanía y la limitación y el recor-te de los derechos políticos y las libertades públicas.

Esta conjugación de órdenes regionales diferenciales y asimétricos, pro-yectaron una imagen de ciudadanía plural y distinta, territorializada y pro-fundamente enraizada con la particularidad de las comunidades locales; noera lo mismo ser ciudadano del Socorro que serlo de Medellín y los derechosciviles y políticos se ampliaban o se restringían de acuerdo con los ámbitosgeográficos; la imposibilidad de nacionalizar la ciudadanía preservó laimpronta comunitaria en el régimen de liberalismo clásico.

El propósito central del proyecto Regenerador expresado en la Constitu-ción de 188632, fue precisamente el de nacionalizar la ciudadanía unificandoel territorio, homogenizándolo y diseñando un orden geométrico que restrin-giera el poder real de los grandes Estados Federales.

La centralización del gobierno y de la administración permitieron, así fue-se formalmente, aplicar normas generales y sin distinciones territoriales a losdiferentes espacios regionales, adoptando un solo modelo de ciudadanía y unmismo esquema de derechos individuales, aunque para lograrlo hubiese teni-do que apelarse a la guerra, al recorte sistemático de los derechos civiles y ala suspención de las garantías individuales mediante la figura del Estado deSitio.

Sin embargo, la nacionalización de la ciudadana, así fuese desde una pers-pectiva autoritaria, no logró su consolidación ni la supresión de los cuerposintermedios entre el ciudadano y el Estado, pues tanto en la Constitución de1886, como en el Código electoral de 1888, se volvió sobre el voto restringi-do y censitario, sobre la separación de los derechos civiles y políticos y sobrelas elecciones indirectas de dos y hasta tres grados.

De esta manera los cuerpos intermedios —Parroquias, Municipios yDepartamentos— conservaron la potestad de definir, sí quienes se acercabana las urnas cumplían o no con los requisitos exigidos para ejercer el derechoal voto; es decir, que estos cuerpos intermedios tuvieron constitucional ylegalmente, el control y la dirección sobre los derechos de ciudadanía.

31 C. RESTREPO PIEDRAHITA, Constituciones de la Primera República Liberal. Tomo 2.Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1979.

32 D. URIBE VARGAS, o.c.

Comunidades, ciudadanos y derechos 157

Sólo en 1932, se lograron imponer mecanismos objetivos y formales decontrol sobre los derechos políticos a través de la expedición de un docu-mento oficial de acreditación; la cédula electoral que luego se convirtió encédula de ciudadanía y la centralización y modificación de los procesos elec-torales, no logran consolidarse hasta 1948.

Los mecanismos objetivos de acreditación, cumplieron la importante tareade suprimir, al menos legalmente, estos cuerpos intermedios entre el ciuda-dano y el Estado, sin embargo tuvieron una vigencia legal de casi siglo ymedio de vida republicana, marcando una impronta comunitaria en el imagi-nario del ciudadano individual.

3. EL BALANCE DE LOS DERECHOS

Estas mixturas entre los Liberalismos de diversas tradiciones con las rea-lidades sociales y regionales, dispersas y desiguales, transformaron en lapráctica la hipótesis cívica del ciudadano y sus derechos, habriéndole paso alas ciudadanías mestizas pero a su vez, esos referentes liberales, retóricos yjurídicos, aparentemente formales, también lograron modificar y diferenciarlas comunidades y los grupos locales y societales.

Los comunitarismos evolucionaron de formas premodernas en el AntiguoRégimen y el primer Republicanismo, hacia formas de intermediación políti-ca de raigambre local y regional con pretensiones particularistas y autorida-des en competencia, que cumplieron con la importante función de poner enrelación mundos diferentes; el del Estado regido por normas y leyes abstrac-tas y el de las demandas y necesidades de las comunidades locales a través deun manejo discrecional de la ley, del patrimonialismo y de la personalizacióndel poder, durante el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX.

Estas comunidades locales y regionales, se transforman con la industriali-zación, la modernización y la urbanización, en formas corporativas y asocia-tivas en el marco de la crisis de los partidos y del auge de los movimientossociales, pero lo que establece un hilo de continuidad entre ellas es su opciónpor los derechos colectivos.

Así, se transitó del comunitarismo de corte tradicional, hacia neocomuni-tarismos modernos y de gran proyección política, que están haciendo realidadlos derechos sociales y culturales con sus demandas por el respeto a la dife-rencia, la lucha por el reconocimiento y la política de la dignidad, pero en elbalance general se observa una asimetría preocupante con relación a los dere-chos individuales, civiles y políticos.

Mayo 1997

159

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicciónindígena

Gloria Isabel Ocampo

La Constitución de 1991 reconoció la diversidad étnica y cultural de lanación colombiana1 y estableció el pluralismo como paradigma de las rela-ciones sociales; no se limitó a emitir normas de protección de los grupos étni-cos, sino que llevó su reconocimiento y preservación al rango de principiofundamental y de finalidad del Estado. Con ello sentó las bases para un mane-jo de la multiculturalidad y de los conflictos de ella derivados que implicaautonomía y autodeterminación, el cual sustituye las fórmulas anteriores deasimilación y de protección. Allí se plasmaron las reivindicaciones de los gru-pos étnicos —especialmente de los indígenas— y la sensibilidad que se gene-ró en la Asamblea Constituyente frente a temas como los derechos deminorías y la cuestión étnica.

En desarrollo del citado principio la CP otorgó a los grupos étnicos unconjunto de derechos orientados a garantizar la preservación de tal condi-ción, función que fue asignada al Estado. Entre tales derechos, la oficiali-dad local de los dialectos y lenguas de las minorías étnicas (art. 10), laigualdad entre las culturas (art. 70 ), la participación especial en el Senadoy la Cámara de Representantes (arts. 171 y 176), la jurisdicción especialindígena (art. 246) y la configuración de las entidades territoriales indíge-nas con autonomía política y administrativa (art. 330). Estas normas desa-rrollan además el art. 13 de la CP que ordena al Estado «promover lascondiciones para que la igualdad sea real y efectiva (y adoptar) medidasen favor de grupos discriminados o marginados». El Constituyente desarro-

1 «El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana»(art. 7°).

Gloria Isabel Ocampo160

lla así el modelo de Estado social de derecho que sustituyó al modelo libe-ral que inspiraba la Constitución de 1886.

Con lo anterior la CP admite que en el contexto de la sociedad colombia-na actual, una política de la diversidad implica, necesariamente, el otorga-miento de derechos especiales para tratar de garantizar la supervivencia degrupos colocados en situación de vulnerabilidad. Ésta, en el caso de los gru-pos étnicos, se deriva de una larga historia de sometimiento, marginalidad yexclusión, y de haber quedado atrapados en un Estado de inspiración liberalque no ha logrado cerrar la brecha entre sus propios postulados —democráti-cos y liberales—, las realidades sociológicas del país, y su capacidad paradesarrollar las instituciones que en las sociedades occidentales modernas hanpermitido garantizar condiciones razonables de seguridad y bienestar. Enefecto, a pesar de los procesos de modernización de la sociedad y del Estadodesarrollados en la segunda mitad del siglo —y aún de los avances en la cons-trucción de un real Estado democrático de derecho, propiciados por la Cartade 1991— el Estado presenta, en su estructura y en su funcionamiento, insu-ficiencias y distorsiones que le han impedido generar condiciones de vidasocial acordes con sus postulados y consolidar el monopolio legítimo de lafuerza. Esto implica la incapacidad para garantizar a la población la realiza-ción de derechos fundamentales —especialmente el de la vida—2 lo cual con-trasta con el desarrollo de un sistema de derechos individuales que es, enalgunos aspectos, extraordinariamente refinado (la posesión de una dosis per-sonal de droga ha sido despenalizada, lo mismo que la eutanasia, y la tutelase ha ubicado como procedimiento eficaz de protección de los derechos sub-jetivos).

Estos son aspectos del contexto en el que se ubican los grupos que enColombia reclaman una condición étnica como soporte de derechos especia-les, y al cual no puede ser ajena una reflexión sobre derechos en nuestro país.A lo expuesto se agrega la posición específica de los grupos étnicos en el sis-tema social: menospreciados a causa de sus culturas y formas de vida por lo

2 En foros oficiales se ha revelado recientemente que la impunidad cubre el 98% de losdelitos denunciados, constituyendo éstos sólo el 26% de los cometidos porque las víctimas, queno creen en la justicia, no los denuncian; el homicidio, que es entre nosotros la principal causade muerte, produce más de 30.000 víctimas al año; las lesiones personales son a su vez la pri-mera causa de morbilidad y los presupuestos de salud se han dedicado mayoritariamente a aten-der efectos de la violencia; a pesar de la idea generalizada sobre el carácter político de ésta, lascifras indican que del total de las muertes violentas sólo un poco más del 14% corresponde a talesmóviles, porque aquí las soluciones de fuerza y especialmente el homicidio (en el marco de loque se entiende como «justicia privada»), han llegado a constituir una forma recurrente de «solu-ción» de conflictos, lo cual permitiría caracterizar la situación que vivimos menos como una gue-rra (figura a la que se recurre frecuentemente) que como un proceso de disolución del tejidosocial desarrollado ante la indiferencia o la impotencia del Estado para contenerlo (El Tiempo, 15de mayo de 1997, Foro sobre la inseguridad en Colombia, organizado por el Congreso de laRepública).

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 161

que se considera como su atraso e incapacidad para embarcarse en la «vía delprogreso», la mayoría se encuentran hoy imposibilitados para realizar suspropios patrones de existencia, arrinconados en lo que aún les queda (o en loque han logrado recuperar) de sus territorios ante el avance de la coloniza-ción, y ubicados en medio del fuego cruzado entre guerrilla, paramilitares yejército. Frente a tan adversas circunstancias, ellos han desarrollado, espe-cialmente en las tres últimas décadas, una acción política encaminada a obte-ner reconocimiento, a transformar sus condiciones de vida y su relación conla sociedad mayoritaria3.

El propósito de esta ponencia es examinar, en la perspectiva de la antro-pología, algunas implicaciones teóricas y políticas de la jurisdicción espe-cial que la CP reconoce a las comunidades indígenas: «Las autoridades delos pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de suámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimien-tos, siempre que no sean contrarias a la Constitución y leyes de la Repúbli-ca. La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicciónespecial con el sistema judicial nacional» (art. 246). Este artículo se rela-ciona con el 330 que otorga a las comunidades indígenas autonomía en elgobierno de sus territorios, y con el art. 247 que autoriza la designación dejueces de paz a los que se atribuyen funciones jurisdiccionales especialespara «resolver en equidad conflictos individuales y comunitarios». El aná-lisis se apoya en los siguientes presupuestos:

1. Las normas citadas plantean una doble tensión: entre el reconocimien-to de ordenamientos jurídicos diversos y la consagración de derechos funda-mentales de validez universal, de un lado; y entre el reconocimiento de lamultiplicidad étnica y el principio de unidad nacional, del otro. Estas tensio-nes se originan en el hecho de que la diversidad étnica y cultural se opone alpostulado de la existencia de paradigmas valorativos y normativos supracul-turales, universales o universalizables;

2. La interpretación del artículo 246 debe efectuarse sobre el reconoci-miento de la irreductibilidad de dichas diferencias y divergencias, y no sobresu anulación, a fin de evitar la paradoja a la que conduciría una lectura literaldel texto constitucional4, es decir, que la norma niegue el principio que la fun-damenta (la diversidad y su valoración) y que su aplicación conduzca a borrardel estado de diversidad que busca preservar;

3 Los grupos étnicos reconocidos en la CP reúnen 1.106.499 personas, de las cuales643.156 son indígenas, 525.170 negros, 7.700 raizales y 1.480 cimarrones (estas son cifras apro-ximadas debido a las deficiencias que se le han atribuido al censo de 1993). Los indígenas se dis-tribuyen en 81 grupos, hablantes de 64 lenguas.

4 En la medida en que el artículo 246 exige que el ejercicio de la jurisdicción indígena seacompatible con la Constitución y las leyes, condición según la cual, toda norma de conducta queno se ciña a la ley podría ser tachada de contraria a ella.

Gloria Isabel Ocampo162

3. La interpretación de la norma presenta dificultades que se originan en:el hecho de que, para lograr los fines del constituyente, la interpretación debaefectuarse en una dirección divergente respecto a la literalidad del texto; lamultiplicidad de entidades étnicas en el país con sus correspondientes orde-namientos jurídicos; la confusión que provoca el que los grupos étnicos noaparezcan hoy como entidades inmutables en relación con sus tradiciones cul-turales originarias, sino como sociedades dinámicas que presentan distintosgrados de hibridación; la dificultad que plantea el intento de traducir sistemasjurídicos otros al modelo mayoritario (y viceversa); y la disparidad de posi-ciones respecto a la multiculturalidad y al tratamiento que se le debe otorgaren la normatividad nacional.

4. La interpretación del texto constitucional remite a los contextos ysupuestos culturales de aplicación del derecho. Por ello, al abordarla, adopta-ré un punto de vista según el cual los sistemas jurídicos se ubican en el cruceentre las representaciones colectivas, la organización social y la experienciahistórica de los grupos sociales. Esta posición implica que cualquier intentoanalítico y comparativo de las normatividades étnicas debe incluir, más alláde sus prácticas jurídicas (conjuntos de normas, reglas y procedimientos), unaindagación por la posición de los grupos que las generan, en el seno de diná-micas socio-históricas específicas, y por los núcleos ideacionales que susten-tan tales prácticas5.

Me propongo, entonces, exponer el carácter problemático del texto cons-titucional al desarrollar la idea de que la nueva Carta asume una posición plu-ralista, pero al supeditar el ejercicio de la jurisdicción indígena a lanormatividad general, establece un tutelaje sobre los sistemas jurídicos de lascomunidades indígenas los cuales quedan colocados en situación de ser —enmayor o menor medida— alterados, y de cierta manera, administrados por elEstado. Esta sujeción a una normatividad «superior» comporta la sujeción ala visión del mundo implícita en el sistema jurídico mayoritario, lo cual plan-tea una contradicción y genera un obstáculo al desarrollo del principio de pre-servación de la diversidad étnica y cultural. Por lo tanto, trataré de sustentaruna interpretación máxima de la autonomía indígena por dos vías, la primera,una lectura del art. 246 a la luz del enunciado constitucional de la diversidadétnica y cultural de la nación colombiana como principio fundamental de laorganización jurídico-política, y la segunda, recurriendo al carácter de lascomunidades indígenas como sujetos jurídicos dotados de cierto grado desoberanía, y al reconocimiento que de tal estatuto se hace en la CP y en la ley.

5 Las sensibilidades legales a las que se refiere Clifford Geertz para indicar los sentidosparticulares de la justicia en sociedades determinadas, los cuales difieren en su grado de deter-minación, en el poder que ejercen sobre los procesos de la vida social, en sus estilos y conteni-dos y en los medios (símbolos, distinciones, visiones) a los que apelan para representaracontecimientos en forma judiciable (GEERTZ, 1994: 203-204).

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 163

La lectura del art. 246, que establece la potestad jurisdiccional, permiteubicar varios núcleos problemáticos (definición del titular y del alcance de laautonomía jurisdiccional, la condición de que ésta sea ejercida de conformi-dad con las normas o procedimientos propios de las comunidades, la inter-pretación de la expresión ámbito territorial de las comunidades indígenas, yla coordinación —que se ordena— entre la jurisdicción especial y el sistemajudicial nacional). Dejo de lado el problema de definición del ámbito territo-rial para concentrarme en el alcance del artículo en los demás aspectos rele-vados. Para ello, me remitiré a dos sentencias de la Corte Constitucional apropósito de sendas demandas de tutela interpuestas por indios contra deci-siones de sus autoridades.

El primer caso, que en esta exposición denominaré de El Tambo (sent.254/94, magistrado ponente Eduardo Cifuentes), consiste en una acción detutela contra el cabildo de dicha localidad (ubicada en el Tolima) instaura-da por un indio que por hurto reiterado fue expulsado de la comunidad yde su territorio junto con su familia. Interpuso el recurso por considerarvulnerado su derecho al debido proceso y desconocida la prohibición cons-titucional de las penas de destierro y confiscación; reclamaba, además, elpago de las mejoras realizadas en una parcela asignada por la comunidad.La Corte Constitucional resolvió el caso de la siguiente manera:

1. Negar la tutela en cuanto a la expulsión de la comunidad por entenderque ésta no se asimila al destierro, y ordenar a la justicia ordinaria decidirsobre el reconocimiento de las mejoras para impedir que se configure la penade confiscación la cual «no puede ser impuesta por el Estado y —menos aún—por una comunidad indígena». De la disparidad de opiniones de los miembrosdel cabildo sobre la solicitud de pago de mejoras, se dedujo la inexistencia deusos y costumbres en la comunidad al respecto, por lo cual se concluyó la apli-cabilidad de las disposiciones de la ley civil y la intervención de los jueces.

2. Conceder al solicitante la tutela del derecho fundamental al debido pro-ceso por considerar la sanción de expulsión como «desproporcionada y mate-rialmente injusta» (trascendía la persona del infractor —subrayando que laley penal se erige sobre el principio de responsabilidad individual— y viola-ba el art. 29 de la Constitución sobre preexistencia de la ley). La Corte tutelótambién el derecho a la integridad física de los hijos pues la sanción ocasio-naba una ruptura radical de la familia con el entorno cultural. Adicionalmen-te, la Corte consideró que la expulsión atentaba contra la conservación delgrupo étnico al privar a la comunidad de uno de sus miembros, y entendiócomo una consecuencia de la sanción impuesta por el Cabildo, el hecho deque después de la expulsión el sancionado hubiera reincidido en el hurto. Porestas razones, ordenó a la comunidad acoger nuevamente al acusado y a sufamilia, y adoptar una nueva decisión «en estricta sujeción a las normas cons-titucionales del debido proceso».

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El segundo caso —que aquí se denominará de Purembará (sent. 349/96,magistrado ponente Carlos Gaviria)— se origina en una demanda de tutelainterpuesta contra la Asamblea General de Cabildos en Pleno y el CabildoMayor Único de Risaralda por un indio emberá-chamí de Purembará (Risa-ralda) acusado del homicidio de otro indígena del mismo grupo étnico. El sin-dicado fue capturado por autoridades indígenas y colocado en el calabozo(amarrado con cuerdas) de donde escapó para presentarse a la Fiscalía deBelén de Umbría, aduciendo haber sido torturado y amenazado de muerte pormiembros de su comunidad. La Fiscalía dio curso a la investigación hasta sernotificada por el Cabildo Mayor Único de que en reunión de los cabildoslocales se había impuesto una condena de reclusión de ocho años que debíapurgarse en la cárcel de Pereira. La Defensoría del Pueblo trató de que seefectuara de nuevo el proceso para permitir la intervención del sindicado y desu defensor de oficio. Posteriormente, la Asamblea General de la comunidad(dirigentes y miembros, con la presencia de familiares de la víctima y del sin-dicado) decidió «por consenso general», aumentar la condena a veinte añosde cárcel, al considerar como agravantes del hecho las cualidades de la vícti-ma y los antecedentes del sindicado: se le acusaba de incumplimiento de susfunciones cuando fue directivo de la comunidad («mantenía tomando trago ycreándose problemas»), de maltrato a la mujer (lo cual explicaría la muerte desu primera esposa), y de haber participado en dos homicidios anteriormente;en general su conducta fue calificada como «irrespeto a la comunidad». Elsindicado interpuso entonces el recurso de tutela por vulneración de sus dere-chos al debido proceso, a la defensa a la vida y a la integridad física (CP arts.29, 11, 12). Al revisar la tutela, la Corte Constitucional, admitió la legalidadde dos aspectos del procedimiento:

1. El segundo juicio llevado a cabo por la Asamblea General de la comu-nidad, del cual dijo que no disminuyó las garantías del juzgamiento toda vezque, al tratar de subsanar las fallas del primer proceso, actuó en garantía deldebido proceso «noción que debe ser interpretada con amplitud, dentro delcontexto de cada comunidad (...) pues de exigir la vigencia de normas e ins-tituciones rigurosamente semejantes a las nuestras, se seguiría una completadistorsión de lo que se propuso el constituyente al erigir el pluralismo en unprincipio básico de la Carta»;

2. La Corte admitió también la intervención de los parientes de las partesen conflicto en el juicio —especialmente los de la víctima— al considerar quetal procedimiento es «sucedáneo del derecho de defensa que en la filosofíapolítica liberal (que informa nuestra Carta) se endereza a la promoción devalores estrictamente individuales (...) mientras que en el derecho étnico seencamina a preservar la paz».

Sin embargo, la Corte revocó la sanción impuesta por la comunidad alconsiderar que al infringir al acusado una pena no previsible dentro de su

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ordenamiento jurídico, se le vulneró el derecho al debido proceso. Según dic-tamen pericial antropológico solicitado por la Corte, para el delito cometidola sanción tradicional debía consistir en tres años de trabajo forzado y cepo,cumplidos en la comunidad; las autoridades comunitarias podían tambiénabstenerse de juzgar y remitir el caso a la justicia ordinaria. La Corte enten-dió el castigo en el cepo como «una forma de castigo corporal tradicional, congran valor intimidatorio, de corta duración... no atentatorio contra la integri-dad personal», pero conceptuó que la sanción de reclusión del acusado en unacárcel «blanca» no era previsible para el actor, por lo cual violaba el princi-pio liberal de legalidad previa de la pena. En consecuencia, se ordenó a lacomunidad optar entre la realización de un nuevo juicio al sindicado, impo-niéndole una de las sanciones previsibles en su ordenamiento, o la remisióndel caso a la justicia ordinaria.

En cada una de las sentencias presentadas se plasman disímiles posicionesde los magistrados de la Corte Constitucional sobre la jurisdicción indígena,siendo posible identificar en ellas dos modelos interpretativos contrapuestos:un modelo limitante del alcance de la jurisdicción especial indígena y unmodelo expansivo de la misma. En el caso de El Tambo, mediante una lecturadel texto constitucional muy cercana a su literalidad, la Corte coloca el acentosobre los límites a la autonomía jurisdiccional indígena, cuyo ejercicio es con-dicionando y restringido por:

1. El imperativo constitucional de fortalecimiento de la unidad, cuyo cum-plimiento, según la Corte, se garantiza por la existencia de un sistema nor-mativo unitario y homogéneo.

2. El reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona huma-na consagrados en la Constitución y en los tratados internacionales ratifica-dos por Colombia. La Corte invoca la necesidad de construir un «consensouniversal sobre un determinado sistema de valores», entre los cuales el dere-cho fundamental al debido proceso (art. 29 de la CP).

3. La exigencia de supeditar la legalidad del derecho indígena a su confor-midad con la Constitución y las leyes cuya observancia «es un deber de todoslos nacionales, incluidos los indígenas». Sin embargo, la Sentencia matiza tanrígida posición al aclarar que tal sumisión no es a toda la legislación sino a las«normas legales imperativas» que protejan directamente un valor constitucio-nal superior al principio de diversidad étnica y cultural (no a las «normas dis-positivas»).

4. De otra parte, la sentencia condiciona la autonomía jurídica al grado deconservación de los usos y costumbres, pues el contacto y sujeción a la socie-dad mayor habrían «debilitado la capacidad de coerción social de las autori-dades de algunos pueblos indígenas sobre sus miembros».

Esta interpretación del ejercicio de la jurisdicción indígena contrasta conla premisa invocada en la misma sentencia, de la existencia de «un ámbito

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intangible del pluralismo y de la diversidad étnica y cultural de los pueblosindígenas que no puede ser objeto de disposición por parte de la ley, pues sepondría en peligro su preservación y se socavaría su riqueza, en la que justa-mente reside el mantenimiento de la diferencia cultural». Tal premisa adquie-re un acento determinante en el caso de Purembará al desarrollar la Corte unaconcepción expansiva, una interpretación que enfatiza la amplitud del ámbi-to de la autonomía jurisdiccional (no sus límites como en la sentenencia de ElTambo) pues define dicha autonomía en función del principio de diversidadétnica y cultural, y concluye que sólo debe ser limitada por un núcleo míni-mo de derechos fundamentales.

De las condiciones de la etnicidad (existencia de una dimensión subjetivao conciencia étnica, y una dimensión objetiva, la cultura) la sentencia dePurembará concluye que sólo con un alto grado de autonomía es posible lasupervivencia cultural, por lo cual los límites a los que se refiere el artículo246 de la CP no pueden ser todas las normas constitucionales y legales, ysitúa las restricciones en el campo de los que denomina «derechos intangi-bles» (intereses de superior jerarquía) que son, los de la vida, la prohibiciónde la esclavitud y de la tortura, en torno a los cuales habría un «verdadero con-senso intercultural», y el derecho a la legalidad del procedimiento y de los deli-tos y las penas. Éste debe ejercerse, en opinión de la Corte, según el artículo246, es decir, conforme a las normas y procedimientos de la comunidad (conlo cual la sentencia reduce el contenido del debido proceso a la previsibilidadde la sanción —preexistencia de reglas respecto a la autoridad competente, losprocedimientos, las conductas y las sanciones—). Lo previsible depende de laorganización social y política de la comunidad y de su ordenamiento jurídicoespecífico, lo cual no abre el paso a la arbitrariedad puesto que «las autorida-des están obligadas necesariamente a actuar conforme la han hecho en elpasado con fundamento en las tradiciones que sirven de sustento a la cohe-sión social», aunque —advierte la Corte— tampoco se trata de fijar las nor-mas tradicionales, en virtud del reconocimiento del carácter dinámico de lasculturas.

La Corte Constitucional indica que, en los casos de conflicto entre princi-pios del derecho mayoritario y los usos y costumbres de las comunidadesindígenas, es necesario establecer una ponderación entre el principio de diver-sidad étnica y cultural y otros principios constitucionales de igual jerarquía.El criterio de ponderación debe ser la maximización de la autonomía de lascomunidades indígenas y la minimización de sus restricciones. Éstas, segúnla Corte, deben ser sólo «las indispensables para salvaguardar intereses desuperior jerarquía (eligiendo en cada caso) la menos gravosa para la autono-mía que se le reconoce a las comunidades étnicas».

Aparte de las discordancias respecto a la interpretación de la autonomíajurisdiccional indígena, los casos precedentes relievan algunos aspectos de la

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incompatibilidad —inicialmente señalada— entre la preservación de la mul-tiplicidad étnica y cultural y la adhesión a un sistema jurídico unitario; entreellos: el contraste entre principios y finalidades del sistema jurídico «nacio-nal» —mayoritario— (la responsabilidad individual como fundamento de laley penal, la protección de los derechos individuales) y sus equivalentes enlos ordenamientos étnicos (el reconocimiento de responsabilidades colectivasderivadas del parentesco u otras pertenencias, y la preservación de la comu-nidad como finalidad del derecho); la oposición entre el valor acordado en laprimera a las libertades y a los derechos individuales y el que se otorga en lossegundos a los intereses colectivos, al mantenimiento de una trama cerrada enla estructura social, a la adecuación de la conducta a los esquemas culturales,a la homegeneidad del comportamiento6. La irreductibilidad entre estos siste-mas se percibe también en la dificultad para aplicar principios como el dedebido proceso a normatividades en las que no existe una tipificación en sen-tido estricto —sólo referentes a partir de los cuales es posible juzgar (comoocurría en el caso de El Tambo respecto al pago de «mejoras»)—, donde«derechos», obligaciones y sanciones no se establecen por vía general, demanera igual para todos, sino en relación con la posición relativa y variablede los individuos y de los grupos en el sistema social7; ordenamientos jurídi-cos en los que operan otras racionalidades procesales y probatorias, y la fal-ta, sus consecuencias y su castigo se evalúan según concepcionesidiosincrásicas de la persona, del obrar, de la responsabilidad y aún del sufri-miento humano8.

Las anteriores incompatibilidades se originan en el hecho de que los sis-temas normativos son producciones culturales inscritas en horizontes cultura-les e históricos específicos (en la tradición del pensamiento y del derechooccidental, las normatividades «nacional» e internacional). Sus diferenciasformales expresan otras más profundas y remiten a sus sistemas de referen-cia, a la particular configuración que éstos asumen según la organización del

6 En virtud de lo cual una sanción como la expulsión puede corresponder a la percepciónde ciertas conductas como altamente amenazantes para un interés vital de la comunidad (su con-servación como entidad étnica y comunitaria) (Cf. ESTHER SÁNCHEZ, 1991); frente a esto, las con-sideraciones de tipo numérico como las que se aducen en la Sentencia T-254/1994, sonirrelevantes.

7 En el caso de expulsión de la comunidad, la pérdida de la calidad de miembro de éstaimplica la pérdida de los derechos sobre la tierra (otorgados sólo en virtud de aquella pertenencia)lo cual es propio de sociedades donde más que un sistema de derechos de propiedad, opera unentrecruzamiento complejo de derechos y obligaciones que involucran los bienes y las personas,siendo aquellos, en gran medida, un vehículo para expresar sentimientos y relaciones sociales.

8 Respecto a esta última consideración, ver por ejemplo, el juicio que se hace sobre lasupuesta crueldad de ciertas formas de castigo practicadas por comunidades indígenas (como elcepo, azotes y otras) al compararlas con la aparente «racionalidad» de la reclusión carcelaria enel sistema judicial mayoritario (a la cual se le atribuyen funciones de «resocialización», «retri-bución», y «defensa social»).

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conjunto de ideas y valores que los conforman9. En el caso de sociedades sincódigos escritos, sus usos y costumbres no son automatismos desprovistos designificación, sino normas jurídicas que se originan en el conjunto de conte-nidos conceptuales del grupo. Esto explica por qué la intervención externasobre un sistema normativo afecta el sistema general de referencias y de orga-nización del grupo, y cómo el uso mismo de categorías jurídicas occidentales(derechos fundamentales, debido proceso, etc.) resulta inadecuado en ciertoscontextos. Cabe preguntarse entonces ¿invocando qué derecho y en qué con-diciones puede una sociedad imponer a otra sus esquemas valorativos, suspropias categorías y técnicas jurídicas?

De otro lado, la exigencia de un mínimo jurídico unificado como garan-tía de unidad nacional y por lo tanto, como límite a la jurisdicción indígena,evacúa —sin resolverla— una de las tensiones presentes en el texto consti-tucional. Al respecto pueden plantearse varias consideraciones, como que enColombia la etnicidad no se ha orientado en la dirección del separatismo(como ocurre cuando las etnias, como naciones, tienden a la conformaciónde Estados) pues la pretensión de dichos grupos converge con el principioconstitucional de preservación de la diversidad y del pluralismo. De otrolado, puede aducirse que una de las implicaciones del reconocimiento de unanación como multiétnica y pluricultural es la búsqueda y el reforzamiento defactores de unidad sin presuponer que ésta pase, ineludiblemente, por laadhesión a un sistema jurídico unitario, ya que la unidad puede estar más alláde la homogeneidad jurídica, en la coexistencia de concepciones, adhesionesy lealtades diversas, o aún en hechos como el pluralismo jurídico (del que hadicho Geertz, «no es una aberración pasajera, sino una característica centraldel paisaje moderno» [1994:260])10.

Aparte de las anteriores dificultades, los artículos 246 y 330 (sobre elgobierno indígena autónomo) pueden suscitar ambigüedades o diferencias decriterio en otros aspectos:

1. En la definición del titular de la autonomía jurídica es necesario neu-tralizar el acento institucionalista de la expresión autoridades de los pueblosindígenas, para reconocer la legitimidad de formas de regulación social cuyaoperatividad no conlleva necesariamente la existencia de instancias especia-lizadas (el caso de las sociedades segmentarias, por ejemplo, donde el podero las autoridades se activan y manifiestan según las situaciones).

9 La irreductibilidad de los sistemas normativos indígenas ha sido recalcada por antropó-logos como E. SÁNCHEZ B., 1992; H. GÓMEZ, 1992; E. REICHEL, 1992.

10 La Sentencia 254/94 hace equivalentes los conceptos de unidad nacional y Estado unita-rios, sin tener en cuenta que la primera puede preservarse aún en los estados federales y en lasautonomías regionales en los que se concede amplísima autonomía constitucional y legislativa alos estados federados o a las comunidades (o regiones) autónomas.

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 169

Así mismo, debe tenerse en cuenta la complejidad de las formas degobierno de las comunidades indígenas. Al lado de instituciones político-jurí-dicas ancestrales, aparecen las implementadas por los regímenes colonial yrepublicano, tales como el cabildo (organización moderna, establecida en tér-minos de representación y democracia) adoptado por comunidades andinas, olos consejos que según la CP deben conformarse para el gobierno de los terri-torios indígenas (que son entidades territoriales al igual que los departamen-tos, los municipios, los distritos, las regiones y las provincias)11.

2. Otra ambigüedad surge de la condición de que la jurisdicción sea ejer-cida de conformidad con sus propias normas o procedimientos, donde laexpresión propias puede ser interpretada diferentemente según que el énfasisse ubique en la ancestralidad de aquellas prácticas o en su carácter autonómi-co. Si se privilegia la última interpretación, es posible incluir en el ámbito delmandato constitucional la producción normativa actual y futura de las comu-nidades. Este es el punto de vista adoptado en la sentencia sobre el caso dePurembará, al entender la exigencia de normas propias como garantía de laprevisibilidad de la sanción. Por el contrario, la sentencia de El Tambo recal-ca la importancia de la ancestralidad al colocar el grado de asimilación o decontacto de las comunidades como límite al ejercicio de la autonomía juris-diccional (no obstante la afirmación de que «se nace indígena y se pertenecea una cultura, que se conserva o está en proceso de recuperación» [resaltadofuera del texto]).

Al restringir la autonomía de las comunidades que han estado sometidas amayor contacto se ignora el carácter de las culturas como realidades dinámi-cas, sujetas a transformaciones internas y permeables a influencias externas12.Se desconocen también los procesos de organización y de re-etnización de lascomunidades indígenas, gracias a los cuales, grupos que habían estadoexpuestos de manera intensa a la influencia de la sociedad mayor, han efec-tuado una asunción consciente de su cultura, orientado la conciencia étnicahacia la obtención de objetivos políticos, y restablecido —o creado, como res-puesta a las nuevas situaciones que deben enfrentar— formas de organizacióny de control social que no tienen por qué ser excluidas del propósito consti-tucional ni poner en cuestión la etnicidad de sus miembros. Por otra parte, latradicionalidad o la ancestralidad en términos de continuidad de formas cul-turales «puras», en el sentido de originales (sello de su autenticidad), admi-

11 El alcance exacto de sus funciones no se ha definido, pues si bien la Carta las restringea simples competencias administrativas, una interpretación de la norma en armonía con el prin-cipio constitucional de diversidad étnica y cultural podría extender tales funciones hasta com-prender el campo legislativo. Tal sugerencia se plantea en el comentario del constitucionalistaTulio Eli Chinchilla Herrera al artículo 114 de la Constitución (1996: 37).

12 Donde hay que distinguir la adopción o adaptación de elementos culturales que se deri-van de la comunicación o el contacto entre culturas, de los procesos de asimilación e imposicióncultural en contextos de desigualdad o dominación.

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ten una crítica desde la concepción no fenoménica de la cultura (y de hechoscomo la etnicidad) en la medida en que lo que hace a ésta específica está, másallá de los atributos visibles, en los núcleos ideacionales y cognitivos com-partidos13.

3. Finalmente, es notoria la ambigüedad respecto a la naturaleza asignadaa las comunidades indígenas: Se les define —incluyendo aquí las instanciasprevias a la revisión por la Corte Constitucional— tanto como asociacionesvoluntarias, como organizaciones privadas (frente a las cuales sus miembrosse hallan en situación de indefensión, de donde la procedibilidad de la tutela),y como realidades históricas. A las decisiones de sus autoridades se les adju-dica tanto un carácter privado, como un carácter sancionatorio basado en quetales decisiones emanan de entidades públicas (los cabildos14) o en el hechode que se toman en ejercicio de las atribuciones conferidas por el art. 246 dela Constitución —de donde su carácter judicial—. Esta ambigüedad y sobretodo, la decisión de la Corte de fundamentar la procedibilidad de la tutela enel carácter de las comunidades indígenas como organizaciones privadas (aun-que no de orden asociativo)15, desdibuja su reconocimiento como comunida-des político-jurídicas, en el cual debían precisamente estribar la justificacióndel carácter jurídico de sus decisiones sancionatorias, y su autonomía16.

Surge aquí el núcleo de la argumentación de lo que he propuesto comouna segunda vía para sustentar la autonomía jurisdiccional indígena: la natu-raleza étnica y el carácter de entidades jurídico-políticas de tales comunida-des, los cuales, al ser reconocidos en la Constitución y en la ley, fundamentanla jurisdicción que se les atribuye17. El carácter étnico se les reconoce —comose expuso antes— en virtud de sus particularidades culturales e históricas(respecto a las cuales hay endo y heteropercepción) y de su conciencia étni-

13 La cultura entendida como información codificada en sistemas de símbolos, lo cualcorresponde al viraje paradigmático de las ciencias sociales en los años 60, cuando los aspectosfenoménicos perdieron peso relativo en la definición de cultura y en el análisis cultural; la nue-va concepción modificó no sólo la noción de cultura, sino las que se le relacionan como identi-dad, etnicidad, tradicionaliad, etc. (SEGATO, 1991: 90, 91).

14 Los cabildos son entidades públicas especiales encargadas de representar legalmente asus grupos y ejercer las funciones que les atribuyen la ley, sus usos y costumbres (Decreto2001/88, art. 2° en Sent. T-254/1994).

15 En la Sentencia T-254/94 se afirma que las comunidades indígenas son «verdaderas orga-nizaciones, sujetos de derechos y obligaciones (Sent. T-380/93) que, por medio de sus autorida-des, ejercen poder sobre los miembros que las integran hasta el extremo de adoptar su propiamodalidad de gobierno y de ejercer control social».

16 Esta posición contradice, además, el carácter público reconocido a los cabildos indíge-nas (que aparecen entonces, como entidades públicas especiales, dirigiendo y representandoorganizaciones privadas).

17 A las demás comunidades (étnicas) la Constitución les protege su identidad cultural y susformas económicas y de propiedad, pero sólo a las indígenas les reconoce autonomía política,jurídica y territorial.

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 171

ca; el carácter comunitario, se les reconocería en virtud de su unidad social,cultural, jurídica y política.

El término comunidad se aplica en las ciencias sociales a distintas reali-dades: una colectividad unida por caracteres o adhesiones diversas (religiosa,lingüística, nacional, etc.), una comunidad imaginada —en el sentido pro-puesto por B. Anderson—, un tipo de relaciones sociales, o un grupo local18.La legislación colombiana ha definido las comunidades indígenas como:

«Conjuntos de familias de ascendencia amerindia que comparten sen-timientos de identificación con su pasado aborigen, manteniendo ras-gos y valores propios de su cultura tradicional, así como formas degobierno y control social internos que los distinguen de otras comuni-dades rurales» (Decreto 2001/88, art. 2°).

Esta definición designa grupos (sugiriendo una condición de pequeñadimensión) con carácter étnico y ciertos atributos culturales definidos en tér-minos de origen común, tradicionalidad y ancestralidad, y relieva la existen-cia de formas de gobierno y control social internos (punto en el cual la leymarca una diferencia respecto a las otras comunidades étnicas)19. El énfasisen esta última característica remite a un enfoque sobre la comunidad según elcual el concepto «sólo puede tener una significación definida cuando se refie-re a una «localidad», grupo territorial, o grupo específico que tiene un con-junto de significaciones, normas y valores como valor central» el cual se halladefinido en las normas jurídicas oficiales y extraoficiales (siendo este com-ponente significativo el que confiere al grupo su individualidad) (Sorokin,1962: 185, 271). Zippelius destaca de manera aún más precisa la dimensiónjurídica como definitoria de la comunidad al afirmar que ésta se origina«cuando un conjunto de seres humanos orienta y coordina su comportamien-to conforme a pautas de conducta comunicables»20, siendo los mismos miem-bros de la comunidad jurídica quienes realizan e imponen el orden normativo.Esto opera, tanto para las comunidades estatales, como para las culturales yétnicas (1985: 42, 43).

18 Para la discusión sobre el concepto de comunidad cf. NADEL 1985, SOROKIN 1962,VILLA-CAÑAS 1995.

19 En efecto, la definición de comunidades negras efectuada por la Ley 70 de 1993 noincluye esta característica: «conjunto de familias de ascendencia afrocolombiana que poseen unacultura propia, comparten una historia y tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de larelación campo-poblado, que revelan y conservan conciencia de identidad que las distingue deotros grupos étnicos» (art. 2°.5).

20 «(Una multitud de seres humanos) configura una comunidad jurídica, en tanto y en cuan-to sus interacciones están reguladas por uno y el mismo orden jurídico» (KELSEN, 1934: 90, 1979:100,101 en ZIPPELIUS, Ibíd.: 40).

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La atribución de un estatuto jurídico a las comunidades indígenas en la CPpuede ser demostrado al considerar los términos utilizados por el Constituyen-te para designar a las entidades étnicas como elementos de un campo semánti-co organizado en torno al concepto central de diversidad étnica y cultural. Enprimer lugar, examinaré los términos que la CP emplea al otorgar derechosespeciales fundados en la condición étnica, para establecer luego el posible sig-nificado de tales usos lingüísticos. Esos términos son: grupos étnicos, comuni-dades y pueblos indígenas, y aunque su utilización parecería indiscriminada, esposible descubrir ciertas regularidades:

1. Grupos étnicos se emplea como concepto genérico al atribuir derechoscomunes a todos los grupos étnicos, por ejemplo, el carácter oficial de las len-guas y dialectos de los grupos étnicos en sus territorios (art. 10), la naturale-za de las tierras comunales de grupos étnicos (art. 63), el derecho de losgrupos étnicos a una formación que respete y desarrolle su identidad cultural(art. 69);

2. Cuando los derechos son otorgados a una categoría particular de gru-po étnico se utiliza la noción comunidades agregando un calificativo o unaproposición que precise la categoría étnica: representación de las comuni-dades indígenas en el Senado (art. 171); protección de las comunidadesnegras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas ribereñas delos ríos de la Cuenca del Pacífico (art. transit. 55); protección de la identi-dad cultural de las comunidades nativas de San Andrés, Providencia y San-ta Catalina, (art. 310);

3. Hay, sin embargo, dos prerrogativas que se otorgan de manera exclusi-va a los grupos indígenas, pero al hacerlo, se utiliza, no el término comuni-dades, sino el de pueblos: la jurisdicción especial a las autoridades de lospueblos indígenas (art. 246) y la nacionalidad —por adopción— a miembrosde pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos (art. 96.2.c.).

De acuerdo con lo anterior, la expresión grupos étnicos se utiliza en laConstitución como término genérico que designa la existencia de entidadessociales distintas de la sociedad mayoritaria respecto a la cual constituyenminorías (dignas de protección, en virtud de lo cual se les otorgan derechosespeciales). El término comunidades designa unidades sociales concretas queen su conjunto conforman categorías particulares de grupos étnicos, los cua-les se distinguen, en el caso de las comunidades negras y nativas por un refe-rente racial y de origen (negro, africano) y otro geográfico (la ubicaciónterritorial). En el caso de los indios, la CP adopta el referente genérico —indí-genas, que se sobrepone a las adscripciones étnicas particulares— construidopor los indios en procesos de reivindicación de sus derechos (Jimeno, 1993:250), con lo cual la Carta admite el carácter conflictivo de la relación entreestas comunidades y la sociedad mayoritaria. Esto implica una etnicidad defi-nida (como sucede frecuentemente con los grupos étnicos ubicados en con-

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textos estatales) no sólo en función de las diferencias objetivas (culturales,físicas, etc.), sino en términos del conflicto con la sociedad mayoritaria, loque la lleva a operar como conciencia étnica21 y le asigna una dimensión prio-ritariamente política.

Ahora bien, como se expuso antes, la Constitución utiliza el término pue-blos indígenas sólo en dos ocasiones: al atribuir la nacionalidad por adopcióna los miembros de pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos, ycuando otorga la jurisdicción especial a los pueblos indígenas. En su acepciónamplia, pueblo (de manera similar a etnia, gente o nación) ha sido un térmi-no utilizado para designar «todas las personas que hablan la misma lengua ytienen la misma cultura, y se consideran a sí mismas distintas de otros agre-gados similares» (Evans-Pritchard, 1977: 17), pero este sentido amplio adqui-rió una dimensión política al deslizarse hacia el de «nación» y finalmente eltérmino se convirtió en un concepto polisémico cuyos significados dependende las funciones que cumple en los contextos específicos (Prieto de Pedro,Ibíd.: 108, 109). El significado más político y comprometido de los términospueblo y nación —respecto al de grupo étnico— ha llevado a numerosos gru-pos étnicos a recurrir a ellos para autodenominarse, como minorías, en con-textos de reivindicación de derechos frente al Estado22.

La búsqueda del sentido que pudiera tener la utilización de dicho términoen el texto constitucional lleva a interrogarse sobre los temas que las citadasnormas ponen en juego, los cuales son, en el primer caso, el de la administra-ción de justicia —una función propia de la soberanía—, y en el otro, el de lanacionalidad —que define un vínculo especial entre los individuos y el Esta-do—. Esto muestra que en los dos artículos se efectúa una delegación desoberanía a los grupos étnicos, en uno, al reconocer la existencia de entidadesjurídico-políticas, con una cultura idiosincrásica, a las que se les otorga auto-nomía jurisdiccional; en el otro, al admitir que las fronteras étnicas se definenen sus propios términos, en virtud de lo cual se concede a estos grupos ciertaautonomía respecto a las fronteras del país23.

De lo anterior es posible concluir que la Constitución reconoce y acentúael carácter político de las comunidades indígenas cuando al otorgarles ciertosderechos, utiliza, no el término comunidades sino la expresión pueblos indí-genas, cuyo significado se aproxima al de nación al representar a las comu-

21 Intensidad de sentimientos generados por la singularidad en un contexto de tensión yconflicto social (CONNOR en MCKAY y LEWINS, Ibíd.: 21).

22 Ver al respecto el estudio de J. Jackson sobre la utilización de la expresión nación indí-gena en las Américas (1993).

23 Aparte de su utilización en estos contextos (referida a comunidades indígenas), la Cartautiliza el término pueblo siempre en relación con la soberanía: en el preámbulo, donde el pueblocolombiano en ejercicio de la soberanía promulga la Constitución; en el artículo 3°, que institu-ye al pueblo como titular de la soberanía; y en el artículo 103, donde se establecen los mecanis-mos de participación del pueblo en ejercicio de su soberanía.

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nidades indígenas, no como una multiplicidad de unidades sociales que pre-sentan singularidades culturales, desarticuladas y desperdigadas sobre el terri-torio nacional, sino como comunidades jurídico-políticas que conforman unacategoría social fundamentada en una identidad étnica consciente y política—la identidad india—, es decir, una comunidad imaginada como la nación, ycuando coloca a los miembros de dichas comunidades como titulares de cier-ta soberanía específica, uno de cuyos componentes es el ejercicio de la juris-dicción. De esta manera, una interpretación maximizante de la autonomíajurisdiccional encontraría su fundamento, tanto en el principio constitucionalque postula la diversidad étnica y cultural de la nación, como en el carácterpolítico-jurídico de las comunidades indígenas, reconocido de manera explí-cita y también como sentido subyacente en el texto constitucional.

Para terminar, formularé unos comentarios sobre las incertidumbres y lasdificultades generadas por los límites, que en nombre de los derechos funda-mentales, se ha querido imponer a la autonomía indígena:

— La Corte Constitucional no ha definido una jurisprudencia unificadasobre la autonomía jurisdiccional indígena. La interpretación expansi-va —que desarrolla la sentencia de Purembará, basada en el principiode diversidad étnica y cultural de la nación— la sujeta a sólo un núcleode derechos considerados como fundamentales (no a todos los consi-derados como tales en la Constitución), y en todo caso, sin sujeción ala ley y bajo el entendido de que esos derechos intangibles deben serinterpretados de manera acorde con las convicciones profesadas porlas comunidades. Pero el hecho de que en dicha sentencia dos de lostres miembros de la sala de revisión hicieran aclaración de voto (porconsiderar que la garantía del debido proceso debe incluir no sólo lalegalidad del delito y de la pena, sino el derecho a la defensa) señalauna vez más las divergencias interpretativas las cuales impiden a lasautoridades indígenas tener certeza sobre el reconocimiento que de suejercicio de la jurisdicción efectúe el derecho mayoritario, toda vezque los jueces podrían adoptar la interpretación restrictiva de la juris-dicción indígena.

— A la incertidumbre se agrega el desconcierto de las autoridades ycomunidades ante la desautorización de que pueden ser objeto susdecisiones judiciales. Esto ha generado en muchas de ellas un vacíojurídico (pues tampoco están estrictamente sometidas al derechomayoritario) que pone en entredicho aún su supervivencia física (porla exacerbación del conflicto ante la ausencia de claridad sobre elorden jurídico), o las impulsa a «positivizar» sus órdenes normativosasimilándolos al mayoritario. A ello se sobrepone la presión ejercidapor la ideología de los derechos humanos, la cual, si bien ayuda a los

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indios a proteger sus propios derechos, los presiona a adoptar la visióndel mundo implícita en el derecho internacional (cf. el temor de serseñalados como violadores de los derechos humanos —lo cual losretrotraería a la condición de «salvajes»— y por lo tanto, de aplicarciertas sanciones tradicionales; las ideas surgidas en algunas comuni-dades de elaborar códigos escritos, de construir cárceles y aún de reci-bir entrenamiento de la policía para el control del orden social).

— Lo anterior remite al problema inicialmente propuesto ¿Cómo garan-tizar la supervivencia de una cultura y la autonomía de quienes laencarnan cuando éstos son obligados a adherir y a colocar en el centrode sus concepciones jurídicas un conjunto de contenidos conceptualesotro? En el caso de las comunidades a las que se ha hecho referenciaen esta ponencia. ¿Es posible preservar la integridad de sus culturas, yhablar de diversidad cultural y de autonomía jurídica cuando se venobligadas a sustituir el valor acordado a la comunidad por el valoracordado al individuo, como núcleo y fundamento de sus concepcio-nes y ordenamiento jurídicos? Y en el caso de lograrse ¿Qué ganaríandichas comunidades con tal sustitución?

— Quizás una salida a estos problemas podría encontrarse en un elemen-to del artículo 246 que no ha sido aún desarrollado: la coordinaciónque debe establecer (la ley) entre la jurisdicción especial y «el sistemajudicial nacional», en el caso de que para lograr dicha coordinación serecurriera a una interlocución entre los distintos ordenamientos (elmayoritario y los étnicos) la cual, reconociendo las dimensiones eimplicaciones de la diferencia —no eliminándolas— apuntara a laconstrucción de un sistema jurídico plural, verdaderamente nacional.Esto conllevaría la sustitución de la tutoría que se le ha atribuido al sis-tema jurídico mayoritario sobre las normatividades étnicas por un diá-logo intercultural del cual la cultura mayoritaria podría extraernumerosas enseñanzas, pues tal como lo señaló Gerardo Reichel-Dol-matoff «los indios son un gran recurso humano para el país, recursoirremplazable en su alto nivel moral, su gran sentido de solidaridadfamiliar, su fortaleza y paciencia de espíritu que les han permitidosobrevivir siglos de persecusión y difamación. La gran riqueza de unpaís está en la diversidad de sus componentes y no en su integraciónpor decreto» (1985: 18).

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El multiculturalismo en Colombia

Alfonso Monsalve Solórzano

INTRODUCCIÓN

Las tesis que aquí se defenderán son:

1. La cultura societaria que ha dominado en Colombia es blanca, castellano-parlante y católica.

2. Sobre esa matriz se ha construido la comunidad política colombiana. Elloha implicado una ideología del «blanqueamiento» como mecanismo parainsertarse en esta sociedad, desde los tiempos de la colonia. Una expresióny resultado de este fenómeno es la apología del «mestizaje», que supone,en el campo del imaginario colombiano una identidad resultado de la sín-tesis de las razas, una nueva raza «cósmica», en la que se borran todas lasdiferencias étnicas y culturales.

3. El modelo de ciudadanía que las constituciones liberales de mitad delsiglo XIX, así como el que se deriva de la Constitución de 1886 y susreformas, es el de la ciudadanía cívica, en la que todos los miembros de lacomunidad son iguales, por lo que las diferencias étnicas no cuentan,como tampoco los reclamos de cultura ligadas a ellas. Una excepción fuela ley 89 de 1890, que consagró un trato especial a los indígenas asenta-dos en sus comunidades, pero bajo la tutela de las misiones religiosas ycon limitaciones jurisdiccionales y administrativas muy grandes.

4. Este modelo de ciudadanía, ciego a la diferencia, choca con las reali-dades del país, que tiene una población indígena de aproximadamente2%, con una gran diversidad de etnias, y una población afrocolombia-na de un 10% con al menos otro 10% impregnada por esa cultura. Deacuerdo con estas realidades, Colombia es un país multiétnico y multi-

Alfonso Monsalve Solórzano180

cultural y la negación de este hecho ha sido fuente de injusticia y cau-sa de discriminación y de conflicto.

5. El nuevo ordenamiento colombiano, promulgado en 1991, es uno liberalque reconoce la multietnicidad y pluriculturalidad. La teoría política quemás se acerca a esa definición es la del canadiense Will Kymlicka, por loque se usarán sus categorías para hacer un primer acercamiento al casocolombiano con el doble objetivo de tener una herramienta conceptual quepermita aproximarse a la peculiaridad del ordenamiento jurídico del país,pero a la vez, ver las limitaciones explicativas que tiene y su valor frentea propuestas clásicas del liberalismo contemporáneo de John Rawls, cuan-do se piensa un estado como el colombiano, dentro de la tradición demo-crática constitucional pero con menor desarrollo económico y gravesproblemas de justicia distributiva.

6. El ordenamiento jurídico reconoce la existencia de comunidades minori-tarias indígenas (y en menor medida, los descendientes de los negrosangloparlantes y protestantes del archipiélago de San Andrés y Providen-cia), entendidas en su singularidad como sujetos de derechos fundamen-tales, con niveles de autonomía cultural, jurídica y política, lo que lesposibilita un cierto ejercicio de soberanía interna respecto a sus miembros,que restringe sus derechos y libertades fundamentales básicas individua-les respecto a las que son comunes para los demás colombianos. Estemodelo permitiría, según los desarrollos de la Corte Constitucional, elobjetivo principal de una cultura: su supervivencia de una generación aotra, de un grupo con identidades específicas. Pero los derechos y liberta-des que se les reconoce están, incluso, por debajo del conjunto mínimo dederechos humanos que John Rawls estipula para una sociedad internacio-nal bien ordenada por principios liberales, pues no incluye en su listado elderecho a una cierta libertad de conciencia, asociación y acción, quegarantice el disenso en el interior de las comunidades indígenas. Ademáshabría una tendencia de la Corte a declararse incompetente frente a lajurisdicción indígena, lo que haría más difícil garantizar los derechos delos miembros de esas comunidades y sería contradictorio con el hecho deque los representantes de dichas comunidades aceptaron en la Constitu-yente el control constitucional.

7. La Constitución y sus desarrollos también reconocen derechos étnicos alos afrocolombianos asentados desde hace más de 300 años en la cuencadel Pacífico y a los que están dispersos por el territorio nacional. Algu-nos representantes de esas minorías afrocolombianas sostienen que tie-nen derechos de autogobierno por tratarse de comunidades claramentediferenciadas. En la teoría liberal de Kymlicka se definen un ciertonúmero de condiciones para que una cultura pueda ser considerada comoexpresión de un grupo distinto con pretensiones de autonomía: existen-

El multiculturalismo en Colombia 181

cia, previa a la formación de la nación en que están incluidas, comocomunidad con territorio y cultura y ordenamiento jurídico propios. Lasreivindicaciones de estos afrocolombianos deben analizarse desde estascondiciones para mirar si las cumplen o si dadas las características espe-cíficas de este grupo, la teoría deba ser reelaborada.

8. El reconocimiento del carácter multicultural de la sociedad colombiana esapenas un aspecto de la construcción del país, que debe incluir además, elreconocimiento de los derechos económicos y sociales de sus ciudadanos.El reconocimiento de las identidades, junto con los derechos de tercerageneración deben ser el objeto de un consenso político, traslapado, en elsentido rawlsiano, pero ampliado para que unos y otros queden incluidos,garantizando a las minorías nacionales la posibilidad de acceder a ellos, ya sus individuos la voluntariedad en la aceptación de las restriccionesinternas respecto a esos bienes sin que por ello puedan ser sancionados.

1. EL MULTICULTURALISMO DE KYMLICKA

La teoría liberal de Kymlicka buscaría dar salida a la aparente contradic-ción existente en una concepción de ese tipo que, de un lado, ordena una socie-dad sobre la base de derechos humanos, de tipo individual; y del otro, enfrentala existencia de ciertos derechos de las minorías, por ejemplo, el derecho deuna minoría al uso público de su lengua, la existencia de fronteras internas paraque las minorías tengan control jurídico sobre su territorio, la distribución delos organismos políticos de acuerdo con la proporcionalidad étnica, etc. Deacuerdo con Kymlicka, los dos tipos de derecho deben coexistir sobre el prin-cipio de que los derechos de las minorías están limitados por los principios delibertad individual, democracia y justicia social (1995ª, 18-19).

1.1. El papel de la cultura societaria

En las teorías liberales se enfrentan dos modelos de ciudadanía: la cívicay la multicultural. El modelo de ciudadanía cívica garantiza un igual númerode derechos y deberes para todos los ciudadanos, independientemente de suadscripción étnica y/o cultural. Esto implica un Estado neutral frente a cual-quier cultura dentro de él. De esta manera, entiende la cultura de la mismamanera que la religión: así como el Estado liberal no debe proclamar una reli-gión oficial, tampoco puede privilegiar una cultura sobre otra. La pertenenciaa una cultura debe tratarse «como algo que las personas son libres de cultivaren su vida privada, pero que no es asunto de Estado» (1996, 5-6). Un Estadoasí sería cívico, opuesto al Estado étnico, el cual tendría una ciudadanía étni-ca en la que sólo los miembros de la cultura dominante o los que asimilen aesta tendrían beneficios civiles, políticos y sociales plenos. Un Estado tal ten-

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dría como uno de sus objetivos más importantes reproducir una cultura y unaidentidad etnocultural específica. Este tipo de Estado es considerado comoantiliberal por los teóricos de la ciudadanía cívica.

Si interpreto bien a Kymlicka, el error de la concepción del modelo de ciu-dadanía cívica consistiría en no considerar el papel que la cultura desempeñaen la conformación del imaginario de un Estado, y en consecuencia, en losvalores que distribuye como bienes sociales (incluyendo y excluyendo, segúnel caso) en la configuración de la interacción pública de sus miembros.

Si una cultura es una comunidad intergeneracional que comparte unas tra-diciones, un lenguaje, una historia, unas instituciones y un territorio (1995ª,18), una cultura societaria es «una cultura territorialmente concentrada quegira en torno a un lenguaje compartido que se usa en un amplio rango de ins-tituciones societarias tanto en la vida pública como en la privada, tales comoescuelas, medios de comunicación, derecho, economía, gobierno, etc. La par-ticipación en las culturas societarias proporciona el acceso a formas de vidasignificativas en el rango completo de las actividades humanas, que incluyenla vida social, educativa, religiosa, recreacional y económica, abarcando lasesferas pública y privada» (1995b, 4). El uso público de una lengua en la con-formación de una cultura societaria, es subrayado por Kymlicka, hasta el pun-to de afirmar que es difícil que una comunidad sobreviva en las sociedadesmodernas industrializadas si no usa societariamente su lengua, pues requiereextender a todos los individuos una educación homologada en todos sus nive-les formales y usarla en las actividades públicas gubernamentales de todotipo, así como en el trabajo y otras actividades básicas de su vida social.

Históricamente, la construcción de los Estados nacionales se ha hecho casisiempre mediante un proceso forzoso de unificación en el que un grupo impo-ne a otros su cultura, sus valores, su forma de organización social. En la for-mación de esos Estados la cultura dominante se convirtió en societaria. Así,su idioma se transformó en el medio de expresión de sus instituciones socia-les y sus valores impregnaron la vida social pública.

De lo anterior se sigue que la neutralidad del Estado frente a la cultura esun mito: Estados que se proclaman neutrales, como Estados Unidos, en reali-dad privilegian una cultura societaria expresada en inglés. Pero se infiere tam-bién que todas «las comunidades requieren de culturas societarias paraconvertirse en naciones y todos los Estados expresan culturas societarias quelos hacen diferentes unos a otros» (Monsalve, 1996, 62).

Lo que distinguiría una nación cívica de una étnica no sería la neutralidadfrente a la cultura sino los términos de admisión: mientras que la segunda,excluyente, acepta sólo a los que tienen una ascendencia común y restringe aaquéllos que no la poseen (como les ocurre a los turcos y sus descendientesen Alemania); la primera, incluyente, recibiría, en principio, a todos siemprey cuando se integren a la cultura societaria y aprendan su lengua e historia.

El multiculturalismo en Colombia 183

Pero, y esto es muy importante, si se afirma el derecho a igual reconoci-miento de las culturas dentro de un Estado, que surge del reconocimientodesigual, ello implicaría que si en un Estado hay actualmente más de una cul-tura de este tipo, o que al menos pudiera cumplir estas funciones, habría quereconocerlas y protegerlas a nivel del Estado (loc. cit., Kymlicka, 1996, 13, 28).Este sería un Estado multinacional con un modelo de ciudadanía multicultu-ral. Desde mi perspectiva, este modelo no es neutral sino imparcial: protegelas culturas que tienen asiento en él, pero no privilegia a ninguna de ellas. Laespecial protección a aquéllas que han sido dominadas es una acción de dis-criminación positiva para ponerlas en condiciones de igualdad frente a la cul-tura dominante.

Kymlicka procede, apoyado parcialmente en Walzer (1994), a clasificarlas minorías, porque los derechos que ellas puedan reclamar dependen, almenos normativamente, de la clase de minoría que sea.

1.2. La tipología de las minorías

Para Kymlicka, que reflexiona fundamentalmente sobre la experiencia delCanadá, los Estados Unidos y otras democracias desarrolladas del norte,como España, sólo habría dos clases típicas de minorías (tomando como basedel análisis el caso específico de Estados Unidos): las minorías nacionales ylos grupos étnicos; y una atípica, la de los afroestadounidenses, (que por ana-logía extiende a los descendientes de africanos en algunos países de Centro ySur América).

Las primeras son minorías nacionales o «naciones», es decir, comunida-des históricas «más o menos completas institucionalmente, con territorio ycon lengua culturalmente diferenciadas» (Ibídem., 26) y que existían inde-pendientemente antes de ser incorporadas al Estado en que se encuentranincluidas. La categoría «nación» está ligada al concepto de pueblo o de cul-tura y las dos son, a veces, intercambiables. Muchos Estados contemporáneostienen esa clase de minorías que se autoperciben como comunidades cultural-mente distintas y que intentan defender y ampliar derechos propios, algunosde ellos de grupo, derechos que incluso Estados Unidos, país que segúnmuchos filósofos es el modelo por excelencia de la ciudadanía cívica, ha teni-do que reconocer1 (Ibídem., 25; 1996, 28).

1 Como señala Kymlicka, todas las minorías nacionales estadounidenses fueron incorpora-das involuntariamente (indios, esquimales, puertorriqueños, chicanos, hawainanos, chamorros deGuam, etc.). Casi todos, no obstante, adquirieron un fuero especial: las tribus se reconocenmediante tratados como «naciones domésticas independientes», «con sus propios gobiernos, tri-bunales y derechos vinculados a [esos] tratados». Puerto Rico es un Estado Libre Asociado, enel que el único lenguaje oficial es el castellano, etc.

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La segunda fuente de diversidad para Kymlicka es la de los grupos deinmigrantes voluntarios. En los países desarrollados provienen en la actuali-dad de las regiones pobres del sur con culturas no occidentales, o de Sur yCentro América, aunque también hay un flujo muy fuerte de los países deEuropa Oriental y Central, y hasta hace no mucho tiempo, de la Europadel Sur a la del Norte. Según este autor, estos grupos no son naciones, noestán concentrados territorialmente sino dispersos, su especificidad se mani-fiesta fundamentalmente en la esfera de la vida privada (familia, asociaciones,etc.), participan en las instituciones públicas de las culturas dominantes ytienden a expresarse en esas lenguas (Ibídem., 32). En la actualidad intentanintegrarse a la sociedad a la que han emigrado y buscan hacerlo preservandoalgunos rasgos de su cultura de origen (religión, tradiciones, uso del lengua-je materno como segunda lengua para las segundas generaciones, haciendovaler su derecho a expresar su particularidad étnica. Pero para ellos, «la adop-ción de un programa de construcción nacional no es deseable ni viable» (Ibí-dem., 23).

Estas serían dos de las fuentes de diversidad en los Estados modernos. Latercera, los afroestadounidenses, no corresponde estrictamente a ninguna deestas dos clasificaciones: (Ibídem., 43-44):

En primer lugar, contrario a los inmigrantes voluntarios, fueron traídos ala fuerza como esclavos antes de la fundación de los Estados Unidos, se lesimpidió integrarse de pleno derecho y han sido discriminados. Además, per-tenecen a distintos grupos étnicos, no tienen una lengua común distinta —seles prohibió hablar sus lenguas nativas— y están territorialmente dispersos;todo ello como consecuencia de decisiones conscientes de las autoridadescoloniales, por lo que no puede entendérseles como minorías nacionales. Hahabido intentos teóricos de clasificarlos a éstas o a grupos de inmigrantes(voluntarios), pero Kymlicka sostiene que los afroestadounidenses, en sumayoría consideran que tienen derecho a la plena participación en condicio-nes de igualdad de la sociedad global, y que por lo tanto, «no tienen ni dese-an una identidad nacional específica» y debería, además, al considerarse susreivindicaciones introducir medidas que tengan en cuenta su singularidad his-tórica, también claramente distinta a la de los inmigrantes voluntarios.

1.3. Derechos diferenciados según el grupo

En los Estados multiculturales, es decir, aquéllos que poseen minoríasnacionales y/o grupos étnicos, los derechos y deberes de sus ciudadanosdependen en gran medida, contrariamente al modelo de ciudadanía cívica, deesas adscripciones, por lo cual no habría un concepto homogéneo de ciuda-danía, sino que los componentes de las minorías tendrían derechos y deberesespeciales. De esta manera, sus miembros «se incorporarían a la comunidad

El multiculturalismo en Colombia 185

política no sólo en calidad de individuos, sino también a través del grupo, ysus derechos dependerían, en parte, de su propia pertenencia al grupo» (Ibí-dem, 240).

¿Qué derechos pueden reivindicar las minorías? Lo primero que hay quemirar es si se trata de derechos colectivos o de grupo. Por lo visto anterior-mente, algunos sí lo son. Pero no todos pertenecen a ese tipo. Además, lanoción de derecho colectivo, ya se vio, es polémica dentro del liberalismo,porque contempla destinatarios no individuales, lo cual es rechazado pormuchos filósofos de esta corriente. De ahí que Kymlicka prefiera hablar dederechos diferenciados según el grupo (group-differentiated rights) (Ibídem,45 y ss.), los cuales pueden ser individuales, como el derecho de cada indivi-duo a hablar su lengua materna; o de grupo, como la propiedad común de latierra en los resguardos colombianos o los derechos de explotación económi-ca exclusiva de sus territorios, o los de una entidad jurídico-administrativa apromover y proteger su cultura de manera tal que sobreviva de una genera-ción a otra. Un elemento importante en la relación entre estos dos tipos dederechos es que los de grupo no siempre oponen la comunidad y el individuo,sino «más bien, se basan en la idea de que la justicia entre grupos requiere quea los miembros de grupos diferentes les sean acordados derechos diferentes»(Ibídem, 47), al lado de un conjunto de derechos fundamentales comunes atodos.

Para Kymlicka existen tres formas de derechos diferenciados según elgrupo:

1.3.1. Derechos de autogobierno

Cuyos destinatarios son las minorías nacionales. Encarnan una formarelativa de autodeterminación que cobra sentido porque éstas consideran elautogobierno un derecho intrínseco «anterior a su incorporación al Estadoque las engloba y prolongable a un futuro inmediato (Ibídem, 197). El fede-ralismo en los Estados así ordenados sólo será mecanismo de autogobiernosi permite a la minoría nacional convertirse en mayoría dentro de la unidadfederal correspondiente. Este no es el caso de las minorías indígenas quienesreclamarían la autonomía jurídico-política sobre sus resguardos o reserva-ciones. En uno u otro caso, «las reivindicaciones de autogobierno suelenadoptar la forma de transferencias de competencias a una unidad básica-mente controlada por los miembros de la minoría nacional» (Ibídem, 50). Elobjeto de estos derechos es asegurar la supervivencia de esa cultura, y por lotanto no son temporales. Son derechos de separación en el sentido de que nobuscan incluir al grupo en la corriente cultural mayoritaria de la sociedad. Enrealidad, estas minorías tienen culturas societarias que deben ser protegidas(Ibídem, 93).

Alfonso Monsalve Solórzano186

Para que una cultura sobreviva intergeneracionalmente debe convertirseen societaria. Esto significa, entre otras cosas, detallando las condiciones queha de cumplir, un sistema educativo en lengua materna que incluya la educa-ción superior para que prepare cuadros calificados en la actividad económica,la investigación y la administración pública; uso de la lengua materna en laadministración pública en todos los campos, incluyendo el de la defensa, asícomo en el empleo diario; y, adicionalmente, algún control en las políticas deinmigración, para evitar convertirse en minoría dentro de su propio territorio(Ibídem., 8-11).

1.3.2. Derechos poliétnicos

Son medidas que se toman en función del grupo de pertenencia con «elobjetivo de ayudar a los grupos étnicos y a las minorías religiosas a queexpresen su particularidad y su orgullo cultural sin que ello obstaculice suéxito en las instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante»,fomentando su integración en ésta (1996, 53).

No sólo propugnan permitir la libre expresión de la particularidad étnica(o religiosa) sin que ello sea causa de temor o discriminación, sino que bus-can la expedición de medidas antirracistas que sancionen jurídicamente la dis-criminación, que impulsen la adopción de currículos que valorenpositivamente la contribución de esas minorías en la construcción de lanación, la subvención pública de sus prácticas culturales, el establecimientode escuelas que enseñen en la lengua de los inmigrantes, la eliminación de lasleyes y disposiciones que limiten sus prácticas religiosas (lo cual ha sido obje-to de debate, que finalmente se ha ido zanjando con la prohibición de prácti-cas que violan los derechos humanos básicos de sus miembros como el suteey la ablación del clítoris, es decir con la adopción de protecciones contra lasrestricciones internas que los grupos imponen a sus miembros, como se verámás abajo); y la implantación de algunas acciones de discriminación positiva,por ejemplo, cuotas en el sistema educativo y en el trabajo, etc.2.

No obstante hay, desde el punto de vista teórico, una propiedad muyimportante de estos derechos. Las políticas que encarnan «están básicamentedirigidas a asegurar el ejercicio efectivo de los derechos comunes de ciuda-

2 La clase de derechos que protegen las acciones de discriminación positiva dependen dela función que éstas cumplan. Puede haber acciones que buscan dar viabilidad a la protección dela cultura de una minoría nacional, como la inalienabilidad de la propiedad colectiva de la tierrapara proteger el territorio en el que está asentada la minoría, o cuando le da ventajas en la acti-vidad económica (como la exclusividad o prioridad en la explotación minera). Pero esas mismasventajas o cuotas en el sistema educativo o productivo aplicadas a grupos étnicos, pueden inter-pretarse como derechos poliétnicos. Las cuotas electorales por razones de garantizar un mínimoaceptable de representación de las minorías nacionales y los grupos étnicos son un ejemplo dediscriminación positiva en el campo de los derechos de especial representación.

El multiculturalismo en Colombia 187

danía, y por tanto, no merecen verdaderamente el calificativo de derechos deciudadanía diferenciados en función del grupo» (1995ª, 52).

1.3.3. Derechos de especial representación

Las minorías nacionales y los grupos étnicos minoritarios han sido discri-minados políticamente, y ni su participación en la vida política ni las oportu-nidades de acceso a los bienes sociales han sido equitativas o representativas,«aunque los derechos políticos de sus miembros individuales no sufran res-tricción alguna» (Ibídem, 52, 184). Estos derechos tienden a resolver estainjusticia, asegurándoles a las minorías (y a otros sectores discriminados,como los pobres, las mujeres, los discapacitados) una adecuada participacióncomo grupo en los escenarios donde se toman las decisiones.

Los derechos de especial representación en el legislativo son discutidospor muchos liberales: algunos piensan que pueden balcanizar un país, pero,argumenta Kymlicka, si los grupos se sienten excluidos es importante mante-nerlos para que su voz sea escuchada, sin caer en la teoría de la representa-ción especular. Es liberal y democrática siempre y cuando haya unaprotección justa de los intereses de las personas (Ibídem, 208-9).

Estos derechos, contrarios al modelo de ciudadanía cívica, buscan—cuando no son aplicados como instrumento de autogobierno de las mino-rías nacionales, pues en ese caso serían permanentes— dar temporalmentecondiciones especiales de representación política y de acceso a los bienessociales, para que, eliminadas las situaciones de discriminación, dejen deexistir.

1.4. Protecciones externas y restricciones internas

Los derechos diferenciados de grupo cumplen un doble papel: buscanlimitar las acciones del Estado o de los miembros de la cultura dominante enla esfera de los intereses y derechos de las minorías, para protegerlas de esasacciones. En ese sentido son protecciones externas. Pero en ocasiones, losgrupos quieren reducir la capacidad de elección de sus miembros para pre-servar los intereses del grupo, imponiéndoles reglas, normas de conducta ydeberes que coartan sus libertades civiles y políticas o los discrimina. Son lasrestricciones internas. En un Estado liberal sería correcto impulsar las protec-ciones externas pero no admitir restricciones internas que violen los derechosfundamentales de sus miembros, comunes a todos los ciudadanos. Pero,obsérvese, esto implica admitir ciertas restricciones internas.

Al defender algunas de estas restricciones (1995a, 218 y ss.), Kymlickacritica a Rawls. Éste, (1993a, entre otros), defiende la separación de las esfe-ras pública y privada de los individuos, y postula que el acuerdo político des-

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cansa en la autonomía individual restringida sólo a la esfera de lo públicoaplicada a contextos públicos, y no como un valor general válido también enel contexto de lo privado. Pero esto lo lleva a la contradicción de suponer quepersonas que son comunitaristas en la esfera de lo privado han de ser libera-les en el rango de lo público. Rawls cree que su concepción protegerá a lasminorías de la persecución, y eso es cierto. Pero no protege a los individuosdentro del grupo en las comunidades que no profesan principios liberales,sino que creen y practican la restricción de las libertades individuales de susmiembros en aras de la preservación de la noción de vida buena que ellaspractican, y que no consideran revisable (algo común en las sectas religiosas,por ejemplo), siendo la revisabilidad una característica básica de lo afirmadopor Rawls como razonable.

Estos grupos piensan que una concepción política de autonomía, alimpedir el establecimiento de restricciones internas a sus miembros, nece-sarias para mantener su concepción de vida buena, es políticamente inacep-table. Pero eso es un punto crucial que marca un límite a la tolerancialiberal: un Estado de este tipo, al asegurar la tolerancia entre los grupos tie-ne que asegurar también el disenso, es decir, la tolerancia dentro los grupos.De ahí que si bien es necesario permitir las restricciones internas de talmanera que se permita a los grupos el ejercicio de su concepción de vidabuena, protegiendo sus fines constitutivos que limitan determinados dere-chos individuales, ha de impedírseles el abuso sobre los derechos indivi-duales fundamentales de sus miembros, comunes, como ya se dijo, a todosen ese Estado.

El problema es identificar cuáles son esos derechos fundamentales demanera que sean compatibles con los derechos de las minorías. La posiciónde Kymlicka es: «Al respecto creo que la teoría liberal más defendible esaquélla que se fundamenta en el valor de la autonomía, y cualquier forma dederechos diferenciados según el grupo que restrinja las libertades civiles delos miembros del grupo es, por eso mismo, incoherente con los principiosliberales de libertad e igualdad» (Ibídem, 227. La cursiva es mía).

Pero, por otro lado, piensa, los liberales son muy dados a imponer el libe-ralismo a sus propias minorías. Una forma de hacerlo es instaurar el controlconstitucional de las leyes y los actos gubernamentales, mediante la creaciónde un Tribunal Constitucional cuyas decisiones deben acatar todas las instan-cias administrativas del país, incluyendo las de las minorías nacionales, en lotocante a la revisión de dichos actos, para asegurar la derogación de aquéllosque no respetan los derechos liberales promulgados en la Constitución. Se tra-ta, dice, de una concepción muy peculiar de los derechos, originada en losEstados Unidos, país en el que jugó un papel muy importante el TribunalSupremo Federal en la abolición de la jurisdicción racista de los Estados fede-rados y que no existe, por ejemplo, en la Gran Bretaña; o, en caso de darse en

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otros países, está descentralizada en las subunidades político-administrativasque conforman el Estado (Ibídem, 226 y ss.).

El punto es que el mecanismo de la revisión judicial puede ser visto porlas minorías nacionales como una imposición que restringe sus valores cultu-rales, sociales y funcionales para imponerle otros que no son los suyos y querechazan, muchas veces, como es el caso de las minorías no liberales, por pro-venir precisamente de la cultura dominante. Así por ejemplo, los pueblos indí-genas del Canadá se niegan a aceptar la Constitución de ese país con elargumento de que ésta es «una sujeción a un sistema de valores basado en losderechos individuales. Nuestros gobiernos se basan en la supremacía de losderechos colectivos» (Ibídem, 237, n. 21).

Para Kymlicka la salida frente a las minoría no liberales estriba en buscarun acuerdo con ellas, teniendo en cuenta el contexto histórico y político, acep-tando, por ejemplo, la conformación de tribunales paritarios para la resolu-ción de esta clase de competencias, o incluso, la posibilidad de que tribunalesinternacionales de derechos humanos funcionen como tribunales de últimainstancia (con el argumento de que muchas de estas minorías han manifesta-do su intención de regirse por la Declaración Universal de Derechos Huma-nos (Ibídem, 232), dándoles un tratamiento similar al de un país extranjero3.

La clave estaría no en imponerles los valores liberales4, sino en identificarsus puntos de vista y dialogar con ellas, buscando por así decir, que com-prendan la importancia de valores tales como la igualdad y libertad, en la ideade que esta actitud no implica interferencia y coacción sino una condición dediálogo.

Esta teoría tiene, no obstante una debilidad esencial: ¿qué ocurre cuandoestas comunidades no aceptan el diálogo con los valores liberales e imponena la fuerza restricciones internas a sus miembros? En otras palabras, ¿cuál esel límite de la tolerancia de un Estado liberal para con las violaciones de losderechos civiles de algunos de sus miembros?

3 Pueblos indígenas canadienses y estadounidenses «apoyan los principios, pero plante-an objeciones a las instituciones particulares y a los procedimientos establecidos por la socie-dad mayoritaria para imponer esos principios. Por eso desean crear o mantener sus propiosmétodos para la protección de los derechos humanos especificados en constituciones tribaleso de banda, algunas de las cuales están basadas en los presupuestos de los protocolos interna-cionales de derechos humanos. Algunos grupos indios también han aceptado la idea de que susgobiernos, como todos los gobiernos soberanos, deberían ser responsables ante los tribunalesinternacionales de derechos humanos (por ejemplo, la comisión de derechos humanos de lasNaciones Unidas. A lo que se oponen es a la pretensión de que sus decisiones de autogobiernose vean sometidas a los tribunales federales de la sociedad dominante (tribunales que históri-camente han aceptado y legitimado la colonización y desposesión de los pueblos y territoriosindios)» (KYMLICKA, 1996b, 47-48).

4 Pero ésta es una solución liberal porque los tribunales internacionales de derechos huma-nos y la Declaración, así como los convenios sobre derechos de los pueblos firmados por orga-nismos de las Naciones Unidas, tienen todos una concepción liberal, como se verá más adelante.

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Aquí la noción rawlsiana de la razonabilidad cobra sentido, pero desdeuna lectura distinta: que una doctrina comprensiva sea razonable, significados cosas: a nivel externo, no practicar el proselitismo a la fuerza ni restrin-gir las libertades de otros grupos. Y a nivel interno, respetar los derechos indi-viduales básicos de sus miembros, comunes a todos los ciudadanos de unEstado. Analizando el caso de la Constitución colombiana y sus desarrollospor la Corte Constitucional, se obtendrá un ejemplo de este tipo que será dis-cutido.

2. LA CEGUERA A LAS DIFERENCIAS EN COLOMBIA

La cultura dominante en el país ha sido la heredada de la conquista y lacolonia: blanca, castellanoparlante y católica. Sobre estos pilares se ha cons-truido la cultura societaria nacional y la identidad que le subyace. Podríadecirse que el modelo de los derechos de inclusión ha funcionado, básica-mente, sobre ella: los ideales de igualdad y libertad han consistido, para lossectores no blancos de la población, en el empeño «civilizatorio» respecto al«buen salvaje» indio y al negro «libre», de borrar todas las diferencias paraasimilar los valores de esa cultura: el igual derecho individual a propiedadprivada, la igualdad ante la ley respecto al sistema jurídico vigente, las for-mas de gobierno y elección, el derecho a la educación en el lenguaje domi-nante. De acuerdo con Friedemann (1992, 25-35) y Arocha (1992, 39-54), elmestizaje ha sido el soporte ideológico que ha sustentado este modelo. Elmestizaje presupone, dentro de los valores de nuestra identidad dominante, elblanqueamiento: en un país de élites blancas, con cultura societaria blanca(exclusividad de la lengua para la comunicación pública en el sistema educa-tivo, en las transacciones y la actividad económica, en la esfera de lo jurídicoy lo judicial; religión oficial, etc.) la única vía de acceder a las oportunidadeses blanquearse, no sólo genética sino también culturalmente.

En realidad, el mestizaje, es, desde el punto de vista de las realidades étni-cas y políticas del país, una concesión al esfuerzo de las élites gobernantes porblanquear al país, que buscaban «mejorar» la raza5.

La tesis del mestizaje, síntesis de las razas que configuró paulatinamenteel mundo colonial y la construcción de la nación, con la metáfora de quesomos un país de mestizos, contribuyó históricamente a hacer invisibles a losnegros y a los indígenas. En el liberalismo de inclusión, montado sobre ladivisa de la revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad, anuncia-

5 Incluso, en 1922 se aprueba la Ley 114 que reglamenta la inmigración con el objetivo defortalecer la presencia blanca en la sociedad colombiana. FRIEDEMANN (o.c., 29) cita el Artículocentral de esa ley: «queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus condiciones étni-cas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo dela raza».

El multiculturalismo en Colombia 191

da por Nariño, pero generalizada en las constituciones liberales de mitad desiglo XIX, el principio de igual ciudadanía sirvió para que las pretensionesespecíficas de negros e indígenas fueran excluidas.

Esto significó, por ejemplo, para los indígenas, la pérdida del estatus deprotegidos que la Corona española les había otorgado mediante las leyesindianas, y con él, la eliminación de los resguardos, las formas de propiedadcomunitaria de la tierra. La intención de generalizar la propiedad privada,posibilitando que los indígenas accedieran a ella y facilitando la libertad demovimiento que la propiedad comunal dificultaba, tropezó en muchas partescon la estructura agraria en regiones como el Cauca, en la que la gran hacien-da terrateniente no era viable sin la mano de obra indígena concentrada en losresguardos. Pero además estas medidas iban en contravía de los usos y tradi-ciones ancestrales y significaban además la pérdida del territorio en manos deterratenientes voraces. Todo ello generó resistencia entre muchas comunida-des, las cuales defendieron el sistema comunitario de propiedad de los res-guardos. El resultado es la ley 89 de 1890, mediante la que se reconoce a losindígenas su identidad histórica y cultural, materializados en derechos terri-toriales y políticos, que consagran sus derechos colectivos de propiedad sobrela tierra, ratificando los títulos coloniales, y en niveles de autonomía, al legi-timar (muy relativamente) los cabildos como forma específica de gobierno(Arocha, Ibídem, 43), aunque al precio de reducirlos a «la vida civilizada» através de las misiones, correspondiendo al gobierno y a la autoridad eclesiás-tica dar el visto bueno sobre la forma como «esas incipientes sociedades hande ser gobernadas», como bien recuerda Gloria Isabel Ocampo (1997)6.

Es importante resaltar que en el país hay unas 80 etnias, con 64 lenguasdistintas, que suman entre 500.000 y 700.000 colombianos, algo así como el2% de la población.

Jimeno, citada por Ocampo, sintetiza la evolución de la cuestión étnica indí-gena en 3 períodos a partir de las últimas décadas del siglo XIX (Op. cit., 4-5):

La primera, desde finales del Siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, secaracteriza por «la importancia de las misiones católicas, el debilitamiento yla desaparición de numerosos grupos indígenas, la disolución de tierras comu-nales de los resguardos de indios, y la precariedad de la atención estatal a lascomunidades indígenas» (Ibídem).

La segunda, durante los años sesenta, y a causa de los procesos de moder-nización del Estado y los cambios sociales ocurridos, el Estado impulsa

6 En su excelente artículo (1996, 3-4), OCAMPO reconstruye la legislación indígena resal-tando su estrategia asimilacionista que colocaba a los indígenas en posición de salvajes, reduci-dos a la condición de menores de edad respecto al Estado, a los que había que civilizar y mientrasese proceso se cumplía, había de excluirselos de la legislación civil, penal y judicial, poniendoen manos de los misioneros estas facultades (Ley 72 de 1892). Igualmente ofrece una clara ima-gen de las dificultades que esta legislación creó para la jurisprudencia de este siglo.

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acciones de mejoramiento económico y social y margina a la Iglesia, especí-ficamente, a sus misiones, de su papel de integradora social, a la par que sur-gen «organizaciones indígenas que plantearon reivindicaciones territoriales ypolíticas, y generaron un movimiento de re-etnización que se desarrolló endos direcciones: la renovación y revitalización de adscripciones étnicas parti-culares (por ejemplo, el caso de los zenúes) y, como lo ha señalado M. Jime-no, la construcción de una identidad étnica india».

La tercera, es la etapa de la juridización de los conceptos de etnicidad yminoría, tanto a nivel internacional como en el ámbito interno. En el primercaso, mediante la ratificación de convenios internacionales, especialmente elConvenio 169 de la OIT, aprobado en 1989, referido a la autodeterminaciónde los pueblos en el caso de los pueblos indígenas; y en la esfera interna, conel reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de la nación adoptado enColombia mediante la ley 21 del 4 de marzo de 1991 (antes de aprobarse lanueva Constitución), elevado al rango de normas y principios constituciona-les en la Carta de 1991 y en sus desarrollos por la Corte Constitucional7,8.

7 Roque ROLDÁN ORTEGA (1990: VII) distingue 4 etapas de la política indigenista del Esta-do colombiano desde su fundación, en una clasificación que se corresponde en líneas gruesas ala anterior: Una primera etapa, que va de 1810 a 1890, a la que denomina «liquidacionista», enla que se intenta eliminar la propiedad colectiva de la tierra y las formas de gobierno indepen-dientes de los indígenas. La segunda, «reduccionista» va de 1890, fecha de expedición de la Ley89, a 1958. Se acepta, como medida temporal, las formas comunitarias de vida de los indígenas,mientras se los lleva (reduce) al modelo estatal, mediante la acción evangelizadora y administra-tiva (cedida por el Estado, en cumplimiento del Concordato de 1887 con la Iglesia, consecuen-cia de la Constitución de 1886, que significa el abandono de las ideas liberales radicales quesustentaron la estructura jurídica y política del Estado) de las misiones. La tercera, de 1958 a1992, comienza con la expedición de la Ley 81 de 1958 (en el 57, Colombia firma el Convenio107 de la OIT sobre la protección de las poblaciones indígenas). En este período la percepciónestatal abandona la idea del «buen salvaje» para considerar a los indígenas como campesinospobres y atrasados tecnológicamente. La ley, y la legislación correlativa (como el decreto 1634de 1960, que crea la División de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, o la Ley 135 de1961, Ley de Reforma Agraria, que potestaba al Instituto Colombiano de Reforma Agraria,INCORA, a crear o dividir resguardos) buscan incorporarlos a los procesos modernos de pro-ducción, facilitándoles crédito, acceso a la tecnología, educación cooperativa, incorporación pro-ductiva de las tierras no cultivadas de los resguardos, etc. La cuarta, «de cooperación» a partir de1982 (año de la celebración del Primer Congreso Indígena Colombiano) es la del reconocimien-to del Estado, así haya sido sólo formal al comienzo, de los derechos de territorio y formas deautogobierno de las comunidades indígenas. Esta etapa se potencia con la aprobación de la Cons-titución de 1991. Yo quisiera destacar en este período el Decreto 2001 de 1988, que reglamentala Ley 135 en lo referente a la constitución de resguardos indígenas. Allí es de especial interéslas definiciones que se hacen de «parcialidad o comunidad indígena», «comunidades civiles indí-genas», «territorio indígena», «reserva indígena», «resguardo indígena», y «cabildo indígena»;también fija los procedimientos para constituir resguardos indígenas en terrenos baldíos y sobrepredios y mejoras del Fondo Nacional Agrario. Además, la Ley 160 de 1994, que redefine elpapel del INCORA en la dotación de tierras a las comunidades indígenas.

8 Pero aun en la Asamblea Constituyente hubo posiciones que defendieron el caráctermonocultural, mestizo, de la sociedad colombiana. Carlos LLERAS DE LA FUENTE, exconstitu-yente (y otros), en Interpretación y Génesis de la Constitución de Colombia, sostiene que en un

El multiculturalismo en Colombia 193

A los afrocolombianos, el mestizaje incluyente los ha golpeado aún más.De acuerdo con Arocha (Ibídem, 42 y ss.), aquéllos que participaron en laIndependencia de la metrópoli española sólo obtuvieron que los niños naci-dos después del rompimiento pudieran ser libres. Y a pesar de que en 1851 seabolió la esclavitud, en la práctica siguieron siendo tratados con base en elCódigo de Negros, aunque ya no tuviese validez jurídica: derogada la manu-misión, las leyes de vagancia devolvían a los negros a la hacienda. Y hasta laConstitución de 1991 no se les reconoció ningún tipo de especificidad o pri-vilegio político. De hecho, jurídicamente han sido invisibles en un país en elque el 20% de la población es de ese origen, total o parcialmente.

La invisibilidad de los afrocolombianos ha sido, quizá, más ciega quefrente a las minorías indígenas. Por razones de supervivencia, muchos deellos se han dispersado por todo el territorio nacional. Pero otros, practican-do la minería, han ocupado por más de siglo y medio, de generación en gene-ración territorios en el litoral pacífico colombiano y no se les reconoció,hasta la ley 70 de 1993, el derecho de propiedad colectiva exclusiva sobreellos. Es más, mediante el decreto 2655 de 1988 se les despojó de sus tierras—violando el Convenio de la OIT de 1950, ratificado en 1980, y al cualColombia se adhirió, en el que se reconoce el derecho de las comunidadesnegras a los territorios ocupados por ellas secularmente— al declarar a ungran número de sus habitantes «colonos en territorios baldíos», negando deesta manera el derecho que les asistía por el asentamiento durante siglos,impidiendo la transmisión hereditaria de la posesión (Friedemann. Op. cit.,32). Estos compatriotas son los más marginados y aislados, los que menosbeneficios sociales tienen y sufren las consecuencias de un racismo no con-fesado pero no por ello menos excluyente por parte de la sociedad colom-biana. Y a lo anterior se suma el proceso de colonización de que han sidovíctimas los afrocolombianos de San Andrés, que constituyen una comuni-dad claramente diferenciada a la que se intentó colombianizar a la fuerza.

Si se suman las minorías, nos encontramos que aproximadamente el 22%de los colombianos han sido, de una u otra manera, hasta hace muy pocotiempo, invisibles. Y si son ciertos los argumentos de algunos adalides negros,apoyados por algunos teóricos ya citados, todavía hoy la minoría negra siguesiendo parcialmente invisible.

país mestizo como el nuestro, sólo el 1% de la población pertenece a grupos diferenciados, porlo que parecería excesivo hablar de diversidad étnica cultural de la nación colombiana, pues ellopuede llevar a una interpretación que fomente la disociación y fraccionamiento de la unidadnacional. Por ello no comparte normas como las que reconocen la oficialidad de las lenguas indí-genas, el carácter especial de los territorios indígenas y la inalienabilidad de los resguardos.

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2. LA AUTOPERCEPCIÓN DE LAS MINORÍAS

2.1. Los indígenas

2.1.1. Podría sostenerse que la autopercepción de estos grupos ha evolu-cionado en los últimos 20 años. A principios de los 80 existía en las organi-zaciones indígenas con mayor autoconciencia, una relativa identidad cultural,pero supeditada a la alianza de clases.

De acuerdo con Luis Javier Caicedo (1996), son los guambianos quienesmás han reivindicado históricamente su carácter nacional. Pero aún ellosrechazaban en 1982, en un documento presentado al Primer Congreso de laOrganización Indígena de Colombia (ONIC), el concepto de nacionalidadesindígenas y el desarrollo de la noción de autodeterminación que éste implica-ría, pues la consideraban inconveniente políticamente al considerar que pri-maba la alianza de los explotados contra los explotadores en el escenarionacional, a lo que se sumaba la dificultad que entraña para tal reivindicaciónel escaso peso demográfico de las minorías indígenas en el país.

Sostenían los guambianos que: «En Colombia no se han desarrollado lasformas más extremas de indigenismo, lo cual es explicable teniendo en cuen-ta que en este país los indígenas constituimos menos del 2% de la población(…). La teoría de las nacionalidades indígenas considera que la cuestión indí-gena en Colombia se puede resumir y explicar por medio del concepto de«naciones» o de «minorías nacionales», que se formarían a partir de las carac-terísticas anotadas. Las «naciones indígenas» estarían oprimidas por la«nación colombiana» que agruparía a todos los habitantes no indígenas delpaís. Nuestro programa fundamental debería ser entonces la autodetermina-ción de las naciones indígenas (…) Pero a nivel político nos parece másinconveniente la teoría de las nacionalidades indígenas. Al pretender que laprincipal contradicción de nosotros los indígenas es con la supuesta «nacióncolombiana», perderíamos a nuestros aliados naturales, como lo son los obre-ros, campesinos y demás explotados, y se debilitaría fundamentalmente lalucha contra nuestros verdaderos enemigos, la oligarquía y el imperialismo»(Op. cit., 16-17). Para Caicedo esta autopercepción no ha cambiado. Estoimplicaba una cierta simpatía y niveles de participación al lado de actoresarmados insurgentes, quienes además buscaban afanosamente su apoyo9.

Distinto a lo que piensa Caicedo, creo que hoy la situación tiende a variar:por una parte la reivindicación de territorios y derechos ancestrales sobreellos, así como el juego que los desarrollos constitucionales permite, sumado

9 Arocha y Friedemann han resaltado en distintos trabajos la incomprensión de la insur-gencia frente a las reivindicaciones específicas de grupo que los indígenas tienen. Este sectortambién ha sido ciego a la diferencia y constituye una expresión del paradigma incluyente de laidentidad cultural dominante en Colombia.

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al hecho de que el conflicto armado ha involucrado a algunas de estas comu-nidades directamente en la guerra y han sido víctimas de los excesos de todaslas fuerzas en confrontación, lo que los ha llevado a pregonar una política de«neutralidad activa», detectar un aumento de las pretensiones de autoconsi-derarse como minorías nacionales, o al menos como pueblos, alegando dere-chos diferenciales. Así por ejemplo, ya en febrero de 1991, Lorenzo Muelas,líder guambiano, posteriormente elegido constituyente, pide un reordena-miento de las unidades político-administrativas que responda a las realidadesculturales del país, reivindicando la autonomía para los indígenas que han«tenido que soportar una autonomía sobre nuestra autonomía» (1991, 181). Elreclamo de autonomía también es hecho por Francisco Rojas Birry, quien fue-ra el otro constituyente indígena (Ibídem, 169-173).

En la propuesta de articulado presentado por los constituyentes LorenzoMuelas, de las comunidades indígenas, y Orlando Fals Borda, en abril de1991, se distingue entre pueblos indígenas y grupos étnicos. A los primeros«se les garantiza sus derechos constitutivos de Pueblo» (original en cursiva)y de autogobierno (AMÉRICA NEGRA, 3. Pontificia Universidad Javeriana.Bogotá, junio 1992)10.

Como se vio más arriba, los pueblos indígenas de Canadá y Estados Unidosse consideran naciones. Las Naciones Unidas hablan de «poblaciones indíge-nas», pero la OIT, en su Convenio 169, introduce el concepto de «pueblo indí-gena», vinculándolo a la autoconciencia de identidad, aunque sin estatusinternacional que les otorgue el derecho de autodeterminación. Caicedo (Op. cit.,16) hace la cita pertinente: estos pueblos son «considerados indígenas por elhecho de descender de poblaciones que habitan en el país o en una región geo-gráfica a la cual perteneció el país en la época de la conquista o la colonización,o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que seasu situación jurídica, conservan todas sus instituciones sociales, económicas,culturales y políticas, o parte de ellas. La conciencia de su identidad indígena otribal deberá considerarse como un criterio fundamental para determinar los gru-pos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio».

La actual autopercepción indígena colombiana se acerca a esta definiciónde pueblo, que está próxima a la de minoría nacional, tal como la define Kym-licka. Esta categorización es importante si se tiene en cuenta que el conceptode «grupos étnicos» usado genéricamente es fuente de confusión si se piensaque aunque éstos puedan compartir como minorías algunos derechos, existen

10 Y en cambio, denomina «grupo étnico isleño raizal», a los afrocolombianos del Archi-piélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, quienes poseían esos territorios desdetiempos de la colonia, hablan inglés y son mayoritariamente protestantes. En un proceso quecomenzó a finales de los 50, a causa de la declaración de san Andrés como puerto libre, han sidoreducidos a una minoría en su propia tierra. La clasificación como grupo étnico será discutidamás abajo.

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diferencias básicas de existencia y de relación con el estado entre ellos. Poreso desde el punto de vista de este análisis de filosofía política, es preferibleclasificar a los pueblos indígenas como sociedades diferenciadas, con presen-cia (desigual) de cultura societaria: concentrados territorialmente, con histo-ria y tradiciones ancestrales, con instituciones (solapadas) de autogobiernorelativo, con lengua propia y con conciencia de identidad colectiva. Hanpadecido y resistido el embate de la cultura dominante y por ello sufren deniveles de descomposición cultural y demográficamente son poco numerosos.Representan, además, una porción muy pequeña de la población colombiana.

Son por las razones expuestas, doblemente minorías nacionales, en el sen-tido definido por Kymlicka, dados su singularidad y número. Pero precisa-mente, a causa de las limitaciones demográficas que enfrentan y la estructurade su economía, sus pretensiones como cultura societaria son distintas a lasde, por ejemplo, los catalanes o quebequenses, típicas de países occidentalesdesarrollados.

Y aquí parece haber un problema en la teoría del filósofo canadiense: apesar de que clasifica las comunidades indígenas de Norteamérica comominorías nacionales, las condiciones que fija para llegar a ser una culturasocietaria en la sociedad contemporánea exigen niveles de educación en len-gua propia, que permitan crear una estructura científica, tecnológica, econó-mica y administrativa, que sólo podrían alcanzar minorías con pesodemográfico significativo y dentro de las condiciones de una economíamoderna, con un sistema educativo montado sobre el modelo occidental,como las comunidades catalana o quebequense. De manera que ni siquiera lasminorías indígenas de Canadá y Estados Unidos podrían asegurar la existen-cia de sus culturas como societarias, a pesar de encontrarse dentro de paísescon sistemas económicos altamente desarrollados. ¿Y qué decir, entonces, deminorías asentadas en un país que no ha alcanzado plenamente su desarrolloeconómico como Colombia? En uno y otro caso ¿se trataría de minorías quetienden a desaparecer? La experiencia parece contradecir esta posibilidad. EnCanadá y Estados Unidos estas minorías han sobrevivido y ganado en auto-conciencia a pesar de no cumplir con las condiciones fijadas por Kymlicka. Ylo mismo ocurre con las nuestras.

Aquí es donde resulta útil retomar las palabras del mexicano Bonfil: loque hay que resaltar, precisamente, es que han sobrevivido a pesar de siglosde dominación. Por supuesto, han entrado en contacto con las otras culturas,las dominantes, de manera asimétrica, como dominadas. Pero no han desapa-recido. Si han sobrevivido a condiciones tan adversas es porque han logradoadaptarse y han asimilado aquello que les ha permitido mantenerse, obrandode tal manera que «han sabido mimetizarse, clandestinizar su vida profunda,o hacer suyos, rasgos de la cultura impuesta para incluirlos al servicio de supropio proyecto histórico» como ocurre con los mixes mexicanos que utilizan

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los computadores para inventar la escritura de su lengua, (Bonfil 1992, 18), ocomo dicen que están haciendo algunas comunidades indígenas colombianas,que estarían escribiendo su derecho tradicional, quizá reinventándolo, apren-diendo y aplicando lo que consideran positivo de la cultura dominante eincorporándolo a su matriz cultural, con el objeto de dar salida a realidadesnuevas, resultado de la imposición de situaciones casi nunca deseadas, pro-ducto de su inserción forzada en sociedades con concepciones y valores dis-tintos a los suyos, a la luz de sus tradiciones ancestrales.

En realidad, se trata de culturas triunfadoras porque han logrado sobrevi-vir a pesar de todo. La hibridación es un costo menor. No ha habido culturasen el mundo que no interactúen y se transformen, que no se permeabilicen eincorporen valores, concepciones y formas de vida. En ese sentido toda cul-tura, como es bien sabido, es híbrida. Y en el mismo sentido, toda cultura esun proyecto inacabado, que incorpora dentro de su matriz básica los elemen-tos que le permiten sobrevivir, como bien señala Bonfil en el texto citado. Demanera que, en su adaptación a condiciones adversas, pueden aprovechar laestructura educativa, productiva y tecnológica del país, en la lengua de la cul-tura dominante o en otras a las que potencialmente puedan acceder, para man-tener las características etnoculturales que las hacen distintas, manteniendousos societarios de su lengua en la educación básica y en las actividadespúblicas, productivas y sociales.

2.1.2. De otra parte, muchos de los pueblos indígenas colombianos nocomparten o no aceptan la fundamentación de los valores liberales, especial-mente, los derechos humanos, y su encarnación jurídica, los derechos funda-mentales individuales.

El primer caso es más difícil y tiene que ver con la discusión planteadaanteriormente sobre cómo acomodar las minorías no liberales en una socie-dad liberal: Algunas de las costumbres y tradiciones de estos pueblos sonincompatibles con estos derechos. Los U'wa abandonan los niños que nacengravemente discapacitados físicamente debido a la imposibilidad de cargarlosen los terrenos montañosos que habitan; los emberá juzgan a un médico tra-dicional si le atribuyen una muerte, y admiten como prueba el concepto deotros médicos, quienes forman su opinión con base en la adivinación (Ibídem,21). Suele ocurrir también que sus sistemas judiciales impongan penas que alos ojos de los occidentales pueden parecer violatorias de la dignidad de lapersona humana, como los latigazos o el cepo. O como en el sistema Wayuu,una sociedad matriarcal en la que los familiares de quien delinque son corres-ponsables y por lo tanto, solidarios con sus bienes, y en el que el castigo encaso de no llegar a un acuerdo cubre a la familia completa (lo que ha origi-nado retaliaciones entre familias, que han llegado a durar décadas y que seextienden de una generación a otra).

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El problema aquí es dónde trazar la línea divisoria que permita distinguirentre restricciones internas que sean aceptables de aquéllas que no, si se quierereconocer derechos de grupo a estas minorías. La posición expresada en el Con-venio 169 de la OIT, Artículo 8, toma partido por la concepción occidental libe-ral: «Dichos pueblos (indígenas y tribales en países independientes) deberántener derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre queéstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por elsistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmentereconocidos. Siempre que sea necesario, deberán establecerse procedimientospara solucionar los conflictos que puedan surgir en la aplicación de este princi-pio». Es de suponerse que tales procedimientos deberían encontrarse de comúnacuerdo entre el Estado y los pueblos indígenas. Pero puede ocurrir que no seaposible alcanzarlo. Surge de nuevo el interrogante que se le hacía más arriba aKymlicka: ¿qué hacer en estas situaciones? Una respuesta es que el mínimoliberal no es renunciable en un estado de cultura democrática mayoritaria.

El segundo caso apunta a corroborar una idea de Rawls y es un argumen-to en favor de lo que acabo de decir: algunas minorías indígenas poseen valo-res similares a los consagrados en los derechos humanos pero fundamentadosde manera distinta, no a la manera individualista que hace Occidente, sinodesde sus propias cosmovisiones o cosmogonías: la cosmovisión de losArhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta implica la imposibilidad deseparar la unidad de la naturaleza de la cual hacen parte los hombres, quienesdeben buscar el equilibrio entre éstos y aquélla, de manera que al respetar eseequilibrio, se garantiza el espacio y el papel que desempeñan todas las cria-turas, incluyendo los hombres, lo que lleva a la armonía entre las distintascomunidades. O la cosmogonía Wiwa, que deriva la igualdad entre todos y laelección democrática de los dirigentes de un mito y no de una ley.

2.2. La autopercepción afrocolombiana

Todos descienden de esclavos africanos de distintas etnias y lenguas dife-rentes, grupos que no conservaron al llegar su unidad cultural porque fueronmezclados a la fuerza. Lo único común entre ellos era el color de piel y la des-gracia de ser esclavos. La inexistencia de unidad cultural originaria contrastacon la que posee cada comunidad indígena. Pero esto no quiere decir que en elcurso de su permanencia en el territorio de lo que hoy es Colombia, no hayanconstruido identidades culturales propias en distintos grados, según sus condi-ciones de concentración territorial y modo de contacto con la cultura mayori-taria11. Los grupos más representativos de los afrocolombianos de la Colombia

11 Para un primer acercamiento a este punto de vista, ver la serie de artículos publicados porJaime Andrés Peralta entre enero y marzo de 1996 en el diario El Colombiano, de la ciudad deMedellín.

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continental se identifican con el diagnóstico que se ha adelantado sobre la for-ma como opera la cultura dominante y ligan discriminación y clase. Juan deDios Mosquera (1991, 362-363), del Movimiento Nacional por los DerechosHumanos de la Comunidad Negra de Colombia, CIMARRÓN12, plantea quehay tres grupos en la construcción étnica de América latina, que además estándeterminados socialmente: «el grupo blanco-mestizo, comunidad mayoritariay dominante en la estructura social, agente de las relaciones sociales introdu-cidas en América por los europeos y en la actualidad difusor de las relacionescapitalistas de producción; y las comunidades negras e indígenas, explotadasy discriminadas históricamente... Clase y raza se conjugan como dos elemen-tos de una misma contradicción social...».

Para Mosquera la discriminación se da en la marginalidad social, los ele-vadísismos índices de pobreza por encima del promedio nacional, la casinula cobertura en salud, y el aislamiento a que son sometidos; su escasa par-ticipación en la vida política a pesar de su peso demográfico y de su contri-bución a la construcción de Colombia, la cual, históricamente se remonta,como se dice en la nota 10, a la colonia y a las luchas por la independencia,económicamente se traduce en su aporte invaluable a la agricultura, a laminería; y culturalmente deja una impronta indeleble y definitiva; en el des-conocimiento de la propiedad ancestral colectiva de sus tierras en el Pacífi-co colombiano, ocupadas en ocasiones por más de 300 años; en el lenguajedespreciativo y la subvaloración que se ejerce sobre ellos, sus habilidades ycapacidades.

Amir Smith Córdoba (1991, 371-381) recalca la necesidad de recuperarla autoestima, tarea que Taylor (1994), recuérdese, plantea como funda-mental en la lucha por el reconocimiento de los grupos discriminados. Laimagen deformada, sostiene Smith Córdoba, inculcada por la cultura domi-nante, sólo puede ser superada por el desarrollo de una identidad culturalque posibilite el reconocimiento del carácter multiétnico y pluricultural delpaís. Sólo así los afrocolombianos podrán integrarse en igualdad de oportu-nidades.

12 El movimiento Cimarrón (con reconocimiento oficial desde 1987) se plantea tres objeti-vos: luchar por el reconocimiento y respeto de los derechos humanos de los afrocolombianos através de la educación y la organización; «rescatar, realzar y desarrollar nuestra identidad étni-ca, histórica y cultural afrocolombiana» y «formular y concretar proyectos de etnodesarrollo quecontribuyan a mejorar la calidad de vida» de sus comunidades. Los negros cimarrones se opu-sieron y lucharon contra el esclavismo colonial, llegando a constituir territorios libres bajo sucontrol, con formas propias de gobierno, llamados palenques. El movimiento Cimarrón se decla-ra antiburgués y antiimperialista y lucha contra el racismo en Colombia. Considera que sólo des-de esa posición se podrá comprender los afrocolombianos la realidad que los llevará al encuentrode la cultura universal. Durante la década de los ochenta investigaron, publicaron, abrieron eldebate, establecieron contactos, lo que los llevó, según su propia descripción a trabajar, en ladécada de los noventa a formular y ejecutar proyectos de etnodesarrollo (América Negra, juniode 1992, Nº 3, 229-230).

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La mayoría de los afrocolombianos están dispersos por el país y sufren ladoble discriminación resultante de ser negros y no tener concentración odominio territorial.

No obstante, un buen número de ellos está asentado en territorios de lacuenca del Pacífico y otras regiones localizadas, en algunos casos, como seacaba de decir, desde hace más de 300 años. Estos grupos poseen tradicionesculturales específicas, practican la medicina tradicional, hasta tienen prácticasjudiciales propias socialmente reconocidas y tienen autoconciencia étnica. En1990 el movimiento CIMARRÓN hace una declaración sobre la Constitu-yente en la que reivindica los derechos de cultura y de propiedad colectiva dela tierra de estas comunidades negras ancestrales y en 1991 voceros suyosparticipan en la elaboración de la propuesta de la subcomisión de Igualdad yCarácter Multiétnico a la Constituyente en la que se incluyen la igualdad yrespeto de la diversidad étnica y cultural, los derechos de propiedad colecti-va y derechos de especial representación. Tengo información de que en laactualidad algunos de estos grupos parecieran estar intentando reivindicarniveles de autogobierno, alegando su carácter de minoría diferenciada.

Por su parte, los afrocolombianos del archipiélago de San Andrés, Provi-dencia y Santa Catalina (Gallardo Corpus y Pussey Bent, 1991, 183-195) rei-vindican, además, un origen étnico, mezcla de ingleses y africanos; unahistoria, un idioma, una religión y una cultura distintas a las de la Colombiacontinental. A pesar de que desde 1822 el archipiélago pertenece a Colombia,mantuvieron sus formas de vida y de cultura hasta 1912 año en el que sedeclara a la isla Intendencia Nacional y comienza el período de colonizacióny colombianización. En 1926 se trata de imponer, mediante misioneros espa-ñoles, la religión católica y la lengua castellana, se prohíbe hablar inglés enlos colegios y se ordena el cierre de los colegios protestantes. En la segundamitad del siglo se declara San Andrés puerto libre y comienza una invasiónde almacenes, turistas y colombianos continentales que superpueblan la isla,y deterioran el ambiente y la calidad de vida. Los isleños pierden parte de sustierras y terminan siendo una minoría dentro de su propio territorio. La Inten-dencia se manejó desde Bogotá hasta la elección popular de gobernadores,pero, de hecho, perdieron el control político del archipiélago. Surge un movi-miento nacionalista, The Sons of the Soil Movement, S.O.S, que hace unapropuesta a la Asamblea Constituyente buscando niveles de autogobiernopara los isleños raizales (autóctonos). En ella piden, entre otras cosas, respe-to a su cultura, protección del ecosistema, autonomía y participación plena enel gobierno del archipiélago. Para esto proponen ser reconocidos como unaminoría étnica nacional, garantizar todos los medios para defender y repro-ducir su cultura, usar el inglés en la educación, en el gobierno y en las activi-dades públicas o privadas relacionadas con la economía; designar losmunicipios de Henrietta y de Providencia como espacios físicos de supervi-

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vencia de los raizales y gozar allí del derecho de mantener y/o recuperar sus tie-rras; crear el Departamento Insular y Ultramarino de San Andrés y otorgarleautonomía para que, dentro de los parámetros de la Constitución, elabore supropio estatuto de gobierno que otorgue a los habitantes de los dos munici-pios mencionados autonomía para darse su propio estatuto de gobierno muni-cipal, una asamblea departamental de dos organismos, con una Cámaraexclusiva para ellos; que los jueces de los dos municipios sean elegidos popu-larmente, etc.

Como puede colegirse de lo anterior, habría tres subgrupos afrocolom-bianos que tendrían pretensiones distintas: las comunidades negras asenta-das en el Pacífico, con reivindicaciones sobre la tierra como propiedadcolectiva y tradiciones culturales propias, algunas de las cuales buscan inte-grarse como grupo a la corriente principal de la sociedad colombiana encondiciones de igualdad, haciendo valer su cultura y tradiciones y preser-vando sus derechos de propiedad colectiva sobre sus tierras, pero otras,intentado el camino de diferenciarse y planteándose derechos de autogo-bierno; los raizales sanandresanos, con demandas de minoría nacional, concultura diferenciada; y los afrocolombianos dispersos por todo el territorionacional. A todos son comunes la demanda de derechos poliétnicos —quebuscan revalorar su particularidad étnica por medio de la educación, etc.,repudiar toda forma de discriminación racial y lograr condiciones especia-les de acceso a oportunidades educativas, sociales y económicas— y losderechos de especial representación, que garanticen mayor participaciónpolítica.

De acuerdo con lo anterior, sólo los raizales y, en menor proporción y demanera incipiente, algunas comunidades negras asentadas, buscan derechosdiferenciados para construir una cultura societaria distinta y separada. Paraéstos, igual que para los pueblos indígenas, los derechos poliétnicos y de espe-cial representación servirían para mejorar las posibilidades de autogobierno.

3. LOS DERECHOS DE LOS GRUPOS ÉTNICOS Y LA CONSTITUCIÓN

La estrategia a seguir es, como ya se dijo, tomar como guía teórica la pro-puesta liberal multiculturalista de Kymlicka y, a su luz, mirar la Constitucióny su desarrollo. Ello permitiría, quizás, dar elementos de juicio para algunasde las discusiones que hoy se presentan en el país, pero a la vez, encontrar laslimitaciones de la teoría del filósofo canadiense, en especial, cuando se apli-ca en un país no desarrollado, con conflicto profundo y con una democraciaen construcción.

Con estas premisas analicemos el proceso de negociación de la Constitu-ción, las normas constitucionales y sus desarrollos por la Corte Constitucio-nal, así como las leyes 70 y 155, entre otras:

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3.1. Las tres características básicas del acuerdo

Habría, en ese orden de ideas que anotar tres características básicas delacuerdo constitucional. Una, referente a su alcance y participantes; las otrasdos, a los rasgos esenciales de ese marco jurídico.

3.1.1. Las minorías y el acuerdo: república unitaria y diversidad cultural

La Constitución fue el resultado de un acuerdo elaborado por una Consti-tuyente en la que hubo delegados indígenas, quienes desde la Subcomisión deIgualdad y Carácter de la Comisión Preparatoria de Derechos Humanos ela-boraron una propuesta sobre minorías étnicas y suscribieron el Acuerdo quedio origen a la Constitución. Representantes de organizaciones afrocolombia-nas intervinieron activamente en el debate y suscribieron la propuesta sobreminorías étnicas13. Es decir, las minorías indígenas estuvieron representadascon voz y voto, y los voceros de los distintos grupos étnicos participaron acti-vamente en cuanto tales y aceptaron la Constitución, a pesar de que vocerosde los grupos afrocolombianos manifestaron inconformidad parcial con lamanera como quedaron plasmados sus intereses. Este hecho legitima inicial-mente entre las minorías (con algunas reservas) el ordenamiento constitucio-nal colombiano.

La participación de las minorías colombianas en la Asamblea Constitu-yente y su conformidad con el acuerdo logrado enmarcan sus aspiracionescomo grupos dentro de unos principios fundamentales, entre los que se des-tacan que Colombia es «una república unitaria, descentralizada, con autono-mía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista»(Artículo 1º) dentro de la cual «el Estado reconoce y protege la diversidadétnica y cultural de la nación colombiana» (Artículo 7º), a pesar de lo cualconsagra un idioma oficial, el castellano, aunque reconoce que «las lenguas ylos dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. Laenseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones lingüísticaspropias será bilingüe» (Artículo 10º) y asigna al Estado la obligación de pro-teger las riquezas culturales y naturales de la nación (Artículo 8º).

13 Es interesante al respecto anotar lo siguiente: al traducir la Constitución a algunas de laslenguas indígenas, casi todos la entendieron como norma de una cultura distinta a la propia, puesellos tienen sus propias leyes paralelas ancestrales y previas. No desconocen, sin embargo, suimportancia en la medida en que ofrece protección a sus propios ordenamientos y fija las reglasde juego para concertar con la comunidad mayoritaria. Así lo demuestran las opiniones vertidaspor representantes de las comunidades indígenas a las que la Carta fue traducida. Ver al respec-to los trabajos de traducción adelantados por el Centro Colombiano de Estudio de las lenguasAborígenes, CCELA, de la Universidad de los Andes.

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De estos principios se seguiría una aparente contradicción: se trata de unarepública unitaria en la que los pueblos indígenas y los raizales sanandresa-nos, en tanto que minorías nacionales en el sentido definido por Kymlicka,forman parte de una única nación, la nación colombiana, a pesar de estable-cer la diversidad étnica y cultural.

3.1.2. Derechos de las minorías versus derechos individuales. Los gruposcomo sujetos de derechos fundamentales

Otro gran elemento conformativo de la Constitución es la enumeración deun listado de derechos fundamentales individuales protegidos por el derechode amparo, llamado derecho de tutela (Artículo 86)14, Artículos 11 a 41, de loscuales enumeraré los más importantes desde el punto de vista de este trabajo:el derecho a la vida (11), a la prohibición de la desaparición y tortura (12), anacer libres e iguales ante la ley y recibir igual trato y protección y gozar delos mismos derechos, libertades y oportunidades sin ningún tipo de discrimi-nación, (consagrando, de paso, la discriminación positiva: «El Estado promo-verá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptarámedidas en favor de grupos discriminados o marginados (la cursiva es mía)y «protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición econó-mica, física o mental se encuentren en circunstancia de debilidad manifiestay sancionará los abusos y maltratos que contra ellas se cometan») (13); elderecho al libre desarrollo de la personalidad (16), la libertad de conciencia(18), la libertad de cultos (19), la libertad de pensamiento, opinión y expre-sión (20); el derecho a circular libremente por el territorio nacional, dentro delas limitaciones que establezca la ley (24); el derecho a la libertad de ense-ñanza y aprendizaje (27), el debido proceso, de manera que nadie sea juzga-do «sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante un juezo tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propiasde cada juicio». Debe garantizarse la presunción de inocencia, el derecho a ladefensa, un proceso público y rápido, a controvertir las pruebas, a la impug-nación de la sentencia condenatoria y a no ser juzgado dos veces por el mis-mo delito (29); el derecho al habeas corpus (30), la prohibición del destierro,confiscación (salvo enriquecimiento ilícito) o cadena perpetua (34); el dere-cho de reunión (37), y el derecho a la participación política, que incluye «laadecuada y efectiva participación de la mujer en los niveles decisorios de laadministración pública» (40).

14 De los cuales únicamente no son de aplicación inmediata los Artículos 22 (derecho a lapaz), 25 (derecho al trabajo), 32 (el derecho a aprehender un delincuente en flagancia), 35 (laextradición), 36 (el derecho de asilo), 38 (el derecho de libre asociación) y 39 (el derecho de aso-ciación sindical de los trabajadores).

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Ahora bien, esta primacía de los derechos individuales puede entrar encontradicción con los derechos diferenciados según el grupo enumerados másarriba, algunos de los cuales son de carácter colectivo.

3.1.3. La revisión judicial

La Constituyente aprobó el modelo norteamericano de revisión judicial,creando la Corte Constitucional con autoridad para revocar cualquier decisióno acto proveniente del ejecutivo, legislativo o jurisdiccional, que viole losartículos consagrados en la Carta. De esta manera especializa el control cons-titucional que anteriormente cumplía la Corte Suprema de Justicia. Esto tieneconsecuencias para la autonomía que han conquistado las minorías naciona-les, tal como se verá más abajo, porque sus decisiones estarán controladas,además de las creadas por el legislativo para tal efecto (que a su vez seránobjeto de control), por la interpretación que la Corte privilegie en las revisio-nes judiciales a sus decisiones. El control constitucional determinará, en últi-ma instancia el grado de autonomía que las comunidades indígenas puedantener y se constituye en el procedimiento quizás más importante de mantenere interpretar el precepto de unidad nacional.

3.2. Los derechos diferenciados según el grupo y la Constitución

A la luz de los principios fundamentales anotados se han de interpretar,entre otros, los artículos 68, que garantiza a los grupos étnicos «el derecho auna formación que respete y desarrolle su identidad cultural; 70, («…La cul-tura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad. ElEstado reconoce la igualdad y dignidad de todas las que conviven en el país»);63, que establece la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidadde las tierras comunales de los grupos étnicos; 246, que da potestad a las auto-ridades de los pueblos indígenas para tener sus propios sistemas judiciales(dentro de los límites de la Constitución y las leyes, algo que como se veráenseguida es problemático); 286, que declara como entidades territoriales alos territorios indígenas (y por lo tanto, beneficiarias de los recursos defini-dos en los artículos 357 y 361); 287, que fija los alcances de la autonomía delas entidades territoriales; 329, que ordena la expedición de una ley orgánicade ordenamiento territorial y declara los resguardos como propiedad colectivay no enajenable; el transitorio 56 que permite al gobierno expedir normas parael funcionamiento de los territorios indígenas mientras se aprueba la ley orde-nada en el 329; 330, de autodeterminación relativa, que estipula el derecho delas comunidades indígenas a gobernar sus territorios por consejos conforma-dos y reglamentados según sus usos y costumbres, en el marco de la Consti-tución y las leyes y ordena que la explotación de los recursos naturales en sus

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territorios se realice «sin desmedro de la integridad cultural, social y econó-mica» de esas comunidades; 357 y 361, que al asimilar las entidades territo-riales a municipios, fijan recursos de la nación y obligan a la ejecución deplanes de desarrollo; 171, que establece en dos el número de senadores en lascomunidades indígenas, y 176, que asigna hasta cinco representantes en laCámara de Representantes a los grupos étnicos. Finalmente, la Ley 70 de1993, que cumplió el mandato del Artículo 55 transitorio que ordenó recono-cer las tierras baldías a las comunidades negras que las venían ocupando yordenó la creación de una circunscripción especial en la Cámara de Repre-sentantes para elegir en ella dos miembros de estas comunidades.

3.2.1. Los derechos diferenciados según el grupo de los indígenas: la cons-trucción del pluralismo cultural liberal colombiano

Los Artículos 10, 246, 286, 287, 329 y 330, entre otros, son derechoscolectivos diferenciados según el grupo, lingüísticos y de autogobierno, quepermitirían la reconformación y/o el reconocimiento de las culturas de lascomunidades indígenas como culturas societarias, al menos parcialmente, ybuscarían, por tanto, preservarlas como diferentes y separadas de la culturadominante. Los otros son o bien derechos de especial representación, como el5 y el 171, o derechos poliétnicos como el 68. Pero en este caso, unos y otrossirven para reforzar los derechos de autogobierno.

Esto implica un concepto de ciudadanía asimétrico, multicultural dentrode un modelo de estado cuasimultinacional, en el que no todos los ciudada-nos tienen los mismos derechos ni las mismas obligaciones y en el que exis-te, para las minorías, una doble adscripción: la que se derivarían de supertenencia a su comunidad y la que se sigue de su ciudadanía común con elresto de los colombianos. Hasta dónde se desarrolle este tipo de ciudadaníadepende en buena parte de los grados de autoconciencia que estos pueblosconsigan, pero también del grado de tolerancia que las instituciones colom-bianas tengan para aceptar y aclimatar la diferencia y en esta variable, comoya se dijo, cuenta mucho la doctrina que siente la Corte Constitucional a tra-vés de su control (que para Kymlicka, recuérdese es una manera de imponerel liberalismo a los grupos no liberales).

Algunos fallos de la Corte parecen hablar en favor de la hipótesis según lacual se está implantando en Colombia un modelo de ciudadanía multiculturalpropia de un estado (cuasi)nacional dentro de la cual algunos de los derechosy sentencias de la Corte funcionan como protecciones externas, pero otroscomo límites a las restricciones internas. Es interesante ver cómo este dobledesenvolvimiento se está dando con los fallos proferidos. La doctrina de laCorte seguramente se ha ido modificando a medida que los magistrados acu-mulan elementos teóricos, de juicio y empíricos sobre esta nueva realidad jurí-

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dica. Pero, a medida que se van dando los fallos, puede decirse que el rangode pluralismo hacia culturas diversas, muchas de ellas no liberales, se haampliado dramáticamente, tanto que incluso, en algunas sentencias se va másallá de lo que muchos filósofos liberales multiculturalistas admitirían.

En primer lugar, veamos algunos ejemplos de cómo se desarrollan las pro-tecciones externas por la vía del control constitucional:

Ejemplo 1: La sentencia T-380 de 1993, con ponencia del magistradoEduardo Cifuentes Muñoz, considera que las comunidades indígenas no sonsólo realidades de hecho y legales sino también sujetos de derechos funda-mentales, lo que significa que éstos no sólo se predican de sus miembros indi-vidualmente «sino de la comunidad misma que aparece dotada desingularidad propia». La protección a la diversidad étnica y cultural que plan-tea la Constitución «deriva de la aceptación de formas diferentes de vidasocial cuyas manifestaciones y permanente reproducción cultural son impu-tables a esas comunidades como sujetos colectivos y no como simples agre-gados de sus miembros que, precisamente, se realizan a través del grupo yasimilan como suya la unidad de sentido que surge de las distintas vivenciascomunitarias».

Ejemplo 2: El mismo concepto se reitera en la sentencia T-342 de 1994, conponencia del magistrado Antonio Barrera Carbonell, que otorga acción de tute-la por «amenaza de vulneración de la diversidad étnica y cultural de los Nukak-Maku y de algunos de sus derechos culturales que se consideran fundamentalesy de otros, por parte de la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia»15.

15 Esta comunidad ubicada en una zona selvática del Oriente colombiano es nómada, reco-lectora y cazadora, conformada en grupos entre 6 y 30 personas que pueden sumar unos mil. Ladivisión del trabajo se hace por edad y sexo, no hay instituciones económicas ni intermediarios,intercambian entre ellos, no existe la propiedad privada; las sanciones se aplican según las cos-tumbres y la autoridad la ejerce en cada grupo un líder tradicional. Poseen mitos, ritos, canto,música, danza, pintura, practican el chamanismo y la medicina tradicional. Su tecnología consis-te en la fabricación de instrumentos para la caza y la pesca, conocen la alfarería y el tejido; cons-truyen habitaciones de paso y su actividad no daña el equilibrio ecológico sino que lo mantiene.

La Asociación Nuevas Tribus de Colombia, es una entidad evangelizadora protestante, queademás hace investigaciones lingüísticas y etnográficas para traducir el evangelio a las lenguasindígenas y practicar la prédica. Ofrecen servicios de salud, con distribución de medicinas, ense-ñanza agrícola, donan herramientas y establecen viviendas permanentes.

Los peticionarios, no son miembros de la comunidad indígena, solicitan que «se tutelen losderechos a la diversidad étnica y cultural de dichos indígenas», y consecuentemente los derechosfundamentales consagrados y reconocidos en los artículos 13, 16, 17, 18, 19, 20, 28, y 44 de laConstitución Política, ordenando a la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia» abandonar elsitio donde está instalada y suspender los trabajos que realizan en esa comunidad.

A pesar de que la Corte señala que el proselitismo de la Asociación no viola por sí mismo lalibertad de conciencia ni de cultos si no se hace mediante presiones, y reivindica el derecho delos indígenas a conocer otras formas de producción para que no se priven de esa clase de cono-cimientos y opciones económicas, luego de considerar las pruebas verifica que los indígenas quese encuentran en la misión temen, de acuerdo con el informe de la División General de AsuntosIndígenas, «la severidad de transgredir conductas u observaciones que no se adecúen a las adver-

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La Corte piensa que las pruebas presentadas son suficientes para creer que«se encuentra ante la amenaza concreta de la violación de los derechos fun-damentales de la comunidad indígena «Nukak-Naku» a la libertad, libre desa-rrollo de la personalidad y libertades de conciencia y de cultos yprincipalmente de sus derechos culturales que, como etnia con característi-cas singulares, tienen el carácter de fundamentales en cuanto constituyen elsoporte de su cohesión como grupo social» (la cursiva es mía).

La Corte resuelve, entonces, «TUTELAR los derechos a la libertad, libredesarrollo de la personalidad, de conciencia y culto, y principalmente losderechos culturales que se estiman fundamentales (la cursiva es mía) de lacomunidad indígena «Nukak Maku», amenazados por las actividades que rea-liza la Asociación Nuevas Tribus de Colombia».

La sentencia es importante por varias razones. La primera porque asumelos principios y normas del Convenio 169 de la OIT —convertido, además,como ya se dijo en ley nacional— en parámetro de interpretación, convenioque privilegia una interpretación liberal como criterio para definir los con-flictos entre derechos de grupo y derechos individuales, privilegiando losderechos fundamentales.

La segunda, que ratifica, como ya se señaló, que los derechos fundamentalesno sólo son derechos individuales, sino también los derechos culturales colecti-vos de los grupos minoritarios porque se consideran el soporte de la cohesiónsocial, es decir, son condición de usufructo de derechos individuales. Desvincu-lar el individuo de su nexo social es una abstracción que no tiene aplicación enlos grupos minoritarios altamente discriminados, y que sólo cobra sentido cuan-do el individuo forma parte de la cultura dominante porque se presupone que desuyo goza de ese soporte como miembro de esa cultura societaria.

La tercera, que la acción de tutela no es interpuesta por ningún miembro deesa comunidad, se trata de una agencia oficiosa. Esto es muy importante por-que reconoce que hay situaciones extremas en las que los individuos o lascomunidades no pueden hacer valer sus derechos. En este caso, agentes ofi-ciosos o el Estado mismo debe asumir la protección de los derechos de esosindividuos o grupos. La teoría de la democracia deliberativa —según la cualson los grupos los que han de hacer valer sus derechos para evitar la acciónpaternalista del Estado que puede llevar a interpretaciones erróneas de los inte-reses de esos grupos y a cometer errores en la formulación y ejecución de suspretensiones— no puede ser un procedimiento que valga en sociedades donde

tencias de los misioneros o que sean contrarias a sus enseñanzas e ilustraciones». Organismo queademás sostiene que gracias al manejo de la lengua de la comunidad y de la administración delservicio de salud que efectúan, la Asociación coacciona « la disposición de los indígenas frentea un mensaje ideológico que se opone a sus usos y costumbres y desarticula la cultura, la Misiónha sentenciado al ostracismo el sitio que ocupa y vicia todas las consideraciones de respeto yautonomía ante la nación colombiana y el pueblo Nukak».

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existan grupos en condiciones extremas de desinformación, aislamiento oincapacidad para emprender una lucha por el reconocimiento de sus derechos.El Estado o personas o instituciones privadas pueden tomar su vocería mien-tras se producen las condiciones mínimas de su inserción en la vida política.

Ejemplo 3: Otro caso interesante de protecciones externas es la senten-cia T-428/94, por la cual se concede a favor de la comunidad indígenaEmberá de Cristianía (Antioquia) la tutela para que se mantenga la sus-pensión de las labores de ampliación de la carretera Andes-Jardín, en el tra-mo que atraviesa el territorio de esa comunidad «hasta tanto se hayanhecho los estudios de impacto ambiental y tomado todas las precaucionesnecesarias para no ocasionar perjuicios adicionales a la comunidad». Losderechos tutelados son la vida y la propiedad.

La tesis central de la comunidad era que la construcción de la carreteradestruiría inmuebles en los que se localizaba lo más importante de su estruc-tura productiva y por lo tanto ponía en peligro la supervivencia misma de lacomunidad, que posee colectivamente la tierra y cuya población depende deuna economía de subsistencia.

El argumento más interesante a favor de la Comunidad es que se cita,entre otros, como sustento «de los valores culturales y sociales encarnados enlas comunidades indígenas que aún subsisten en el país», el Artículo 9º de laConstitución que establece el respeto a la autodeterminación de los pueblos,como fundamento de las relaciones exteriores del Estado, haciendo extensivoese principio a los pueblos dentro del Estado Colombiano. Asimismo, el dere-cho a ser consultados cuando se toman decisiones que afecten sus comunida-des, con base en el Artículo 4 del Convenio 169 de la OIT, para que lasmedidas no sean «contrarias a los deseos expresados libremente por los pue-blos interesados» y en el Artículo 330 de la Constitución, que afirma que «laexplotación de los recursos naturales en los territorios indígenas se hará sindesmedro de la integridad cultural, social y económica de las comunidadesindígenas»16.

De otra parte, sienta doctrina al establecer que los intereses generales de lacomunidad no prevalecen sobre los particulares en el caso de que éstos corres-pondan a un grupo, en este caso de la comunidad indígena, si sus pretensionesposeen mayor peso porque, en este caso, el interés «se funda en el derecho ala propiedad, al trabajo y al mantenimiento de su integridad étnica y cultural»mientras que el del «resto de la comunidad está respaldado en el derecho a laterminación de una obra concebida para el beneficio económico de la región».

Ejemplo 4: La sentencia C-139 de septiembre 10 de 1996, con ponenciade Carlos Gaviria. En esta tutela se expresa el principio interpretativo que

16 El derecho de la comunidad a ser consultada en este tipo de situaciones es reiterado en laSentencia SU-039 del 21 de febrero de 1997, para el caso de los U'wa, con ponencia del magis-trado Antonio Barrera Carbonell.

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sirve para resolver el conflicto entre los principios establecidos en la Cons-titución entre diversidad étnica y cultural, de un lado, y la protección de losderechos fundamentales, del otro. Dado que se trata de una Constituciónliberal, los derechos individuales son el límite de toda interpretación de losderechos colectivos. Pero ello ha de entenderse, en una sociedad multicul-tural como la nuestra, de tal manera el principio de la diversidad sólo pue-de ser limitado por un valor constitucional superior al de la diversidadétnica y cultural. Esto es así, dice la sentencia, citando a Boaventura deSouza Santos (1995), porque los derechos étnicos han de contextualizarse yconstruirse «como derechos de los pueblos y de las colectividades antes deque puedan proteger, como derechos humanos, a los individuos que perte-necen a tales pueblos y colectividades». El derecho a la singularidad colec-tiva sólo podrá ser limitado si afecta «un principio constitucional o underecho individual de alguno de los miembros de la comunidad o de unapersona ajena a ésta».

Esta última precisión establece el límite no sólo a la autonomía respecto aotros grupos, sino también el de las restricciones internas: no podrá violar elderecho individual de sus miembros.

Puesto en estos términos, sólo el análisis de cada caso concreto decidirácómo se aplica el procedimiento. No obstante, se fijan criterios para tener encuenta: «la cultura involucrada, el grado de aislamiento o integración de éstarespecto de la cultura mayoritaria, la atención de intereses o derechos indivi-duales de miembros de la comunidad».

Ahora bien, ¿de qué derechos individuales se trata? He aquí una situaciónde límites a las restricciones internas.

Ejemplo 5: La Sentencia T-349 del 8 agosto de 1996, con ponencia delmismo magistrado Carlos Gaviria, da luces al respecto, al responder una tute-la instaurada por un indígena emberá-chamí contra la Asamblea General deCabildos y el Cabildo Mayor Único de Risaralda por violar sus derechos aldebido proceso, a la defensa, a la vida y a la integridad física, alegando quefue condenado 2 veces (la primera 8 años de cárcel y la segunda a 20. En estaocasión por un consenso que incluía las familias de la víctima y el victimario)por la muerte de otro indígena de su comunidad.

La regla de interpretación mencionada en el ejemplo anterior está expresa-da aquí de manera general: se ha maximizar la autonomía de las comunidadesindígenas, y por consiguiente, minimizar las restricciones, reduciéndolas a lasindispensables para salvaguardar intereses de mayor jerarquía.

La Constitución estipula los límites de las facultades jurisdiccionales a losindígenas (el fuero indígena) en el Artículo 246, al señalar que éstas se dandentro del marco de la Constitución y la ley. Ahora bien, interpretadas desdeel principio de diversidad cultural, las restricciones no pueden ser todas lasnormas constitucionales y legales, pues entonces no habría un real reconoci-

Alfonso Monsalve Solórzano210

miento a la diversidad. Y aquí la sentencia hace una distinción crucial: de unlado, cuando la comunidad juzga a un miembro de otro grupo, y del otro,cuando juzga a un individuo de su propia comunidad. La sentencia define unasituación del segundo tipo. Esto es muy importante porque la interpretaciónha de fijar límites a las restricciones internas de la comunidad respecto a susmiembros. Desde esta perspectiva, el principio de maximización de la auto-nomía adquiere gran relevancia en este punto por tratarse de relaciones pura-mente internas, de cuya regulación depende en gran parte la subsistencia dela identidad cultural y la cohesión del grupo. «Los límites de las formas en lasque se ejerce este control interno deben ser, entonces, los mínimos aceptables,por lo que verdaderamente resulta intolerable por atentar contra los bienesmás preciados del hombre». Para la Corte, «este núcleo de derechos intangi-bles incluiría solamente el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitudy la prohibición de la tortura» (la cursiva es mía). Estos derechos cumpliríanla doble condición de ser interculturalmente consensuales a los niveles nacio-nal e internacional y encontrarse dentro del núcleo de derechos intangiblesque reconocen todos los tratados de derechos humanos aún en situaciones deconflicto. A ello se agregaría el derecho al debido proceso (legalidad en elprocedimiento, y de los delitos y las penas, si se trata de materias penales),pero esta última con la condición de que «no puede ir más allá de lo que esnecesario para asegurar las actuaciones de las autoridades; de otra manera,el requisito llevaría a un completo desconocimiento de las formas propias deproducción de las normas y de los rituales autóctonos de juzgamiento, que esprecisamente lo que pretende preservarse»17. (La cursiva es mía).

3.2.2. Los derechos de los afrocolombianos: las dificultades del reconoci-miento

En cuanto a los afrocolombianos, la Constitución distinguiría tres subgru-pos: los raizales sanandresanos, las comunidades negras y los afrocolombia-nos dispersos por el territorio nacional, algo que coincidiría con la percepciónque ellos tienen de sí mismos y con la realidad del país. Pero la ausencia derepresentatividad directa llevó a la Constituyente a aprobar un articulado queno satisfizo completamente sus aspiraciones.

A los primeros les reconoce los Artículos 10 (educación bilingüe, en estecaso, inglés-español), y 310 y transitorio 42, que les otorga el derecho a cons-tituir municipios étnicos y «limitar el ejercicio a los derechos de circulacióny residencia, establecer controles a la densidad de la población, regular el uso

17 Este listado de derechos fundamentales para los miembros de las minorías indígenas esmás reducido que el propuesto por RAWLS en «The law of people» (1993, 71), como base de unasociedad internacional bien ordenada por principios de justicia liberales, que incluiría, además delos que reconoce la Corte, una cierta libertad de conciencia y de asociación.

El multiculturalismo en Colombia 211

del suelo y someter a condiciones especiales la enajenación de bienes inmue-bles con el fin de proteger la identidad de las comunidades nativas y preser-var el ambiente y los recursos naturales del archipiélago».

La Constitución, entonces, les reconoce derechos lingüísticos pero no lesautoriza derechos de autogobierno distintos a los limitados por la autonomíaterritorial fijada para los municipios étnicos, que no tienen formas específicasde gobierno, a pesar de que es un grupo claramente diferenciado cultural-mente y concentrado territorialmente, aunque su concentración territorial tie-ne la particularidad de compartir parcialmente el espacio con individuosprovenientes de la Colombia Continental. La concepción del país como repú-blica unitaria, el desconocimiento que de esa minoría se tiene en el país con-tinental y la escasa influencia de este grupo a la hora de las decisiones en laConstituyente no le permitió llegar a mayores grados de autonomía diferen-ciada a los que tenían derecho gracias a las características culturales específi-cas como cultura societaria agredida y su concentración territorial.

Las comunidades negras del Pacífico y asentamientos con característicassemejantes ubicados en otros sitios, obtuvieron el reconocimiento desus derechos colectivos sobre la tierra mediante la Ley 70 (en el Capítulo III,Artículos 4-18) de 1993, que como se dijo cumple la norma del Artículo tran-sitorio 56. Allí se expiden algunos derechos poliétnicos de este grupo (Capí-tulos V, VI y VII), además de gozar del derecho de especial representación,común a todos los grupos étnicos dispuesto en el Artículo 176 de la CP.

El grupo afrocolombiano disperso sólo goza de la posibilidad de la repre-sentación especial del Artículo citado. Pero ellos son, ya se dijo más del 10%de la población. De manera que prácticamente carecen de representación enlos órganos de decisión política y es difícil garantizarle derechos poliétnicos.Es el grupo más desprotegido dentro de las minorías étnicas a pesar de ser elde mayor peso demográfico.

Los derechos de estos dos últimos grupos no pueden entenderse comoderechos de autogobierno sino como derechos de inclusión. Pero es posibleque para ciertas comunidades negras ancestrales esto no sea suficiente.

Los desarrollos de la Corte permiten ver cómo evoluciona el reconoci-miento para estas minorías.

Ejemplo 1: La sentencia T-422 de 1996, con ponencia de Carlos Gaviria,reconoce, mediante tutela, el derecho de especial representación, en este caso,a tener un delegado en la Junta Distrital de Educación de Distrito de SantaMarta, entendido como discriminación positiva para garantizar la inclusión delos afrocolombianos dispersos en los niveles de decisión educativa.

Allí se señala el derecho que tienen ciertas personas jurídicas a ser consi-deradas como titulares de derechos fundamentales y por lo tanto se reconoceel derecho de la Asociación CIMARRÓN de Santa Marta a canalizar accio-nes para defender estos derechos a sus miembros.

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Por otra parte, afirma que no se requiere de concentración territorial paradiferenciarse de otros grupos, especialmente cuando se trata de sectores quehan sido discriminados, expoliados y perseguidos, como ha ocurrido con losnegros en la historia del país.

En una situación de este tipo la representatividad étnica que ordena la ley«se propone integrar dicho grupo humano a la sociedad de una manera másplena» pues ofrece medios que aseguren la igualdad entre grupos, otorgándo-les poder efectivo del cual carecen, precisamente por ser discriminados. Laforma de discriminación aquí ejercida consistió en la invisibilidad de lacomunidad para las autoridades educativas a pesar de ser un hecho notorio laexistencia de negros en esa y otras regiones de la costa atlántica colombiana.

Ejemplo 2. La Sentencia C-530 de 1993, con ponencia del magistradoAlejandro Martínez Caballero; invoca el principio constitucional de protec-ción a la diversidad cultural para rechazar la demanda de inconstitucionalidadde la norma que restringe el asentamiento de colombianos no sanandresanos(limitación de la movilidad interna) en el archipiélago de San Andrés y Pro-videncia, como una medida para proteger el territorio y las condiciones paraque la cultura raizal pueda sobrevivir.

Ejemplo 3: En cambio, la Sentencia D-484 de 1996, con ponencia de Eduar-do Cifuentes Muñoz, acepta la demanda de inconstitucionalidad del Artículo66 de la ley 70 de 1993, que creaba una circunscripción especial para las comu-nidades negras con el fin de elegir dos de sus miembros a la Cámara de Repre-sentantes, adicional a la ya creada para las minorías en la Constitución.

La intención de la ley es otorgar un derecho de especial representación auna minoría cultural discriminada, como una acción de discriminación positi-va. El argumento de la Corte es que, de un lado ya se ha asegurado la repre-sentación en el legislativo a ese grupo, por lo que reconocimientos adicionalesson inequitativos. Pero además, porque las leyes electorales, que fijan reglasde juego político deben tramitarse como leyes estatutarias, que son aquellasque regulan no sólo los elementos esenciales de las funciones electorales sinotambién «los aspectos permanentes para el ejercicio adecuado de tales funcio-nes por los ciudadanos». El objetivo de este procedimiento es dar estabilidada estas leyes de manera que los distintos grupos políticos que participan en lavida política institucional puedan ejercer su actividad sin el temor de que lasreglas de interacción sean cambiadas fácilmente. En este caso se establece quela estabilidad del sistema electoral, básico para el adecuado funcionamientodel juego democrático, prima sobre consideraciones sustantivas.

4. A MANERA DE CONCLUSIÓN FILOSÓFICA

4.1. El modelo de ciudadanía imperante en el Estado colombiano es mul-ticultural en el doble sentido de (cuasi)multinacional y poliétnico; pero, ¿sumulticulturalismo es liberal?

El multiculturalismo en Colombia 213

Un ordenamiento de este tipo sólo puede ser el resultado de un acuerdopolítico de los distintos grupos representativos que configuran una sociedad,que es, básicamente la idea de Rawls (1993), pero modificada: el acuerdopolítico no sólo implica derechos individuales sino también derechos colecti-vos de grupo cuando éstos se presuponen como requisito para el cumpli-miento de los primeros. Tal es el caso de los derechos que protegen la culturade las minorías nacionales. Esto lleva a postular un mínimo de derechos indi-viduales comunes que las minorías no pueden violar a sus miembros con elargumento de expresar su singularidad. Pero esto significa reconocer un mar-gen para las restricciones internas: el que se mantiene dentro del límite delmínimo, tal como lo piensa Kymlicka.

Ahora bien, la idea rawlsiana de un acuerdo político sería sostenible pre-cisamente porque se mantiene un número de derechos básicos individuales.Pero habría de modificarse para que dentro de los derechos básicos (o bienesprimarios) se incluyera el derecho a tener una identidad cultural que permitagozar de derechos diferenciados según el grupo, idea que Kymlicka expresóen 1989.

Esto permitiría proponer una definición distinta del concepto rawlsiano dedoctrina comprehensiva razonable: sería aquélla que prohíbe a sus profesan-tes imponer su cosmovisión a otros grupos o individuos y que prohíbe violara sus miembros, a nombre de su acatamiento, el mínimo de derechos funda-mentales comunes de todos los ciudadanos. Así se reconoce el aspecto públi-co que toda concepción de bien (definida por Rawls como no pública) posee.Por supuesto que esta es una concepción liberal que excluye a los que noadoptan el mínimo político liberal. Pero este mínimo podría ser aceptado des-de fundamentaciones no liberales como se vio en los ejemplos. Así sería unacuerdo y no una imposición.

4.2. Lo anterior tiene, no obstante, problemas a la hora de decidir sobre laaplicabilidad de algunos derechos económicos y sociales a los individuos deestas comunidades. Las comunidades no son, o casi nunca son, organizacio-nes horizontales en las que las jerarquías no conducen a privilegios. Por elcontrario, podría haber grados muy altos de diferenciación social en el inte-rior de ellas que condujeran a desigualdades inaceptables en la apropiación dela riqueza social. ¿Es lícito o no en una sociedad liberal fijar políticas de jus-ticia distributiva en estos casos? ¿La prohibición de la esclavitud es el límitemínimo de la explotación económica, por encima de lo cual todo está permi-tido? ¿A nombre de los derechos culturales de autodeterminación, pueden lascomunidades restringir a sus miembros el acceso a bienes y servicios que lasociedad y el estado moderno facilitan, tales como uso de tecnología y acce-so a una educación altamente calificada?

Alfonso Monsalve Solórzano214

Por supuesto, algunos de los derechos de autogobierno o subsidiarios deéstos permiten que las comunidades tenga acceso a las fuentes de financiacióndada la asimilación de sus entidades territoriales a municipios. Asimismo,derechos como el de salud, se garantizan de una u otra forma: en la sentenciaT-380 se fija el criterio de que le corresponde al estado prioritariamente aten-der las necesidades de salud de pueblos como el Nukak, y la sentencia T-377de 1994 (no analizada aquí), con ponencia de Jorge Arango Mejía determinaque la práctica de la medicina impide en estas comunidades el ejercicio debrujos, curanderos o chamanes, lo que permitiría un acceso distinto al dere-cho de salud. Algunas acciones de discriminación positiva favorecen educati-va y económicamente a los miembros de estas comunidades, les dan cuotasen educación y prioridad en ayuda económica. Pero ¿puede una comunidadforzar a sus miembros a renunciar a presuntos beneficios que la sociedad másamplia en la que están inmersos ofrece? De la posición de la Corte Constitu-cional podría seguirse una respuesta afirmativa a esa pregunta. En principioesto no sería deseable si quiere mantenerse un modelo liberal, por lo quehabría que introducir una limitación a esta clase de restricciones que tiene quever con la autonomía individual: los miembros de la comunidad deben acep-tar voluntariamente restricciones que impliquen acceso a estos (y otros) bene-ficios; en últimas, que puedan disentir sin que sean sancionados por ello.

4.3. Como puede verse por las sentencias analizadas, la Corte Constitucio-nal, que es un organismo no elegido democráticamente, pareciera estar asu-miendo funciones legislativas. Otros, la han acusado, incluso, de invadir lascompetencias del poder ejecutivo e, incluso, de otros organismos superiores delpoder judicial como la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Setrataría de una «dictadura» de un sector de los jueces, que estaría deslegitiman-do uno de los principios básicos de la democracia, el principio de mayorías, conel argumento de ser guardiana del ordenamiento jurídico y garante de la pro-tección de los derechos fundamentales que evite el abuso de la mayoría. Este esun problema que se presenta en todos los ordenamientos que tienen este tipo decontrol constitucional. ¿Hay un desplazamiento de la soberanía popular a lasoberanía del tribunal constitucional? En este modelo, ¿qué papel juega lademocracia? Es imposible analizar en este momento este problema pues exce-de los límites de este trabajo, pero, como puede verse, se trata de algo crucialpara el futuro de la democracia colombiana. Pero hay un punto que quiero des-tacar: la doctrina de la Corte estaría difuminando la relación entre el Estado ylas comunidades indígenas, en un límite borroso respecto a los principios libe-rales: al reducir a su mínima expresión los derechos fundamentales de losmiembros de esas comunidades. Si esta tendencia se afianzase, no podría garan-tizarse el mínimo de derechos fundamentales para los miembros de esas comu-nidades —uno de los cuales, y que no aparece en el listado de la Corte, es larelativa libertad de conciencia y opinión, es decir, el derecho al disenso— lo

El multiculturalismo en Colombia 215

cual iría contra los principios liberales que informan este ordenamiento, y lospondría en condiciones de inferioridad frente a los otros colombianos, a no serque se recurriera a los métodos propuestos por los indios canadienses, vincu-lando el control de sus fallos a los organismos internacionales de derechoshumanos, algo que sería contradictorio con el hecho de que los delegados indí-genas firmaron un acuerdo constitucional que incluye el control constitucional.

4.4. Si bien la categorización de Kymlicka puede servir de modelo paraanalizar un ordenamiento multicultural, habría de someterse a revisión la con-cepción que este filósofo tiene de cultura societaria. Ya se vio que las condi-ciones que debe cumplir una cultura tal no se cumplen por las minoríasindígenas, a las que por otra parte, clasifica como minorías nacionales.

Otra, tiene que ver con su crítica al modelo de revisión judicial: como pue-de verse, en Colombia es ese modelo el que ha posibilitado enormemente laprotección de las culturas no liberales, en contra de lo que cree Kymlicka, demanera que su cuestionamiento debe provenir, más bien, del problema plan-teado en 4.3, respecto a si es legítima la soberanía constitucional.

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217

TERCERA PARTE

MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA

219

Fenomenología y multiculturalismo

Guillermo Hoyos Vásquez

«Si nosotros queremos seguir existiendo como pueblos indígenas dife-rentes a la sociedad nacional, si nosotros mismos valoramos nuestrapropia investidura de lo que somos, entonces depende de nosotrosmantenernos con nuestra identidad, con nuestra cultura, con nuestrafilosofía, con nuestro pensamiento. Al Estado no le interesa que noso-tros estemos en esta posición en defensa de nuestra propia identidad,de nuestra propia cultura; por eso pensamos que en este punto sí noscorresponde a nosotros, a cada pueblo, cada vez más irnos valorandopor nosotros mismos, por uno mismo, yo mismo he aprendido a valo-rar mi propia lengua, mi propia indumentaria, mi propia investidura,y eso es lo que estamos diciendo en los 82 pueblos indígenas del país:que tienen que pararse en raya y defender sus intereses porque a nadiemás le interesa que a nosotros mismos. Y si los más interesados nodefendemos, procreamos y tenemos iniciativa de seguir manteniéndo-nos como tal, pues nadie lo hará por nosotros; por eso la necesidadde afinar nuestra cultura, nuestro vestido, cada cual de acuerdo conla situación geográfica, climatérica donde viva. Nosotros, si dejamosde ser indios, perdemos esos derechos que anteriormente mencioné;pero si nos mantenemos como tales, tenemos esos derechos, así no seaa muy corto plazo. Sabemos y somos conscientes del orgullo de serindios con unos derechos y una lengua» (Lorenzo Muelas, «Biografíaindígena», citado por Angarita 1995, p. 19).

No es necesario ser demasiado optimistas para reconocer que en este finalde siglo estamos aprendiendo a valorar el sentido fundamental del multicul-turalismo (Hoyos 1996a). Estas expresiones no sólo son comprendidas hoy

Guillermo Hoyos Vásquez220

por el público, sino que muchos ven en ellas un reclamo razonable1, seme-jante al de las comunidades discriminadas social y económicamente enmuchos países, al de los inmigrantes perseguidos, al de minorías no sólo étni-cas, sino religiosas o culturales, toleradas pero no reconocidas políticamente.Este es uno de los temas centrales del multiculturalismo: el autorreconoci-miento en íntima relación con el reconocimiento político por parte de la socie-dad civil.

Una población indígena que ni siquiera alcanza a ser el 2% (570.000 entre36.000.000 de colombianos) tiene una gran diversidad cultural y lingüística yuna destacada presencia política y cultural. En esto han superado a las comu-nidades negras, descendientes de los antiguos esclavos africanos, para nohablar de otros grupos regionales menores. El argumento de los indígenas porel reconocimiento va a las raíces, como lo enfatiza el mismo ConstituyenteMuelas:

«El derecho mayor... es considerado por nosotros como un derechonacido de la tierra y de la comunidad, por haber existido nosotros pormiles de años en este continente y habernos expansionado en él y entodos los campos: científico, político, tecnológico; eso que hemossido, nos ha creado esas condiciones, nos ha creado ese derecho. Poreso pensamos que si estoy hablando de la existencia de los pueblosindígenas en este continente desde hace más de treinta mil años, tene-mos un derecho adquirido por ley natural, por una constitución natu-ral, y eso mucho antes de que existiera en Colombia la que llamamosla ley, la Constitución de 1886, pues nosotros ya la teníamos antes deque llegaran los conquistadores españoles. En la nueva Constituciónpor primera vez, lo hemos hecho reconocer, hemos pensado que estodebe ser correlacionado, que la Constitución nos debe reconocer estederecho ancestral que no es un derecho de cualquier colombiano sinoque es un derecho antiquísimo, vernáculo; la constitución no nos halogrado reconocer estas palabras que dice el Derecho Mayor, perocuando estamos diciendo en la nueva Constitución que las tierras, losterritorios indígenas son inalienables, intransferibles, eso es lo queestamos diciendo. Nosotros somos hijos de la tierra, hijos del agua yconsideramos al mestizo como hijo del viento, porque al mestizo no leimportan los derechos, sino el billete de papel; no le importa vender

1 Para esta introducción me he valido sobre todo del magnífico estudio coordinado porCiro Angarita Barón, con la colaboración de Elizabeth Reichel, Carlos Pinzón y Carlos Perafán,para la reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, publicado en el Tomo 6 de los Docu-mentos de dicha Misión, Fuentes complementarias, «Diversidad étnica, cultural y ConstituciónColombiana de 1991. Legitimidad de las diferencias: realidades, retos y respuestas», Bogotá,Presidencia de la República/COLCIENCIAS, 1995, pp. 9-274.

Fenomenología y multiculturalismo 221

la mejor tierra, su interés es económico; vende aquí, compra allí, ven-de más allá y así se va yendo por todo el país o por todo el continen-te. En cambio el indio no puede hacer eso, porque considera que ahíestá la raíz de su vida, ahí está si goza o sufre. Este es el DerechoMayor» (Lorenzo Muelas, «Biografía indígena», citado por Angarita,1995, pp. 132-133).

El Derecho Mayor, esa especie de derecho natural, que da derecho al reco-nocimiento, implica por tanto no sólo el derecho al territorio, sino a la auto-nomía, la participación y la concertación, y como consecuencia de ello a unajurisdicción específica que proteja y fomente procesos económicos y cultura-les propios.

«Yo siempre tengo en mente que la nueva Carta Política es un com-promiso no solamente con los indígenas sino de todos los colombia-nos, desde el Presidente de la República quien debe hacer velar porestos derechos para que se hagan posibles los cambios fundamentales,lo mismo que todos aquellos que estamos comprometidos con la demo-cratización de este país; debemos estar convencidos de que Colombiano es un país de un sector privilegiado sino que en él tenemos dere-chos los 32 millones de colombianos» (Lorenzo Muelas, «Biografíaindígena», citado por Angarita 1995, p. 213).

Como se ve, los indígenas se han apropiado de los textos constitucionalescomo de una victoria en sus pretensiones autonómicas. Sin embargo, debetenerse en cuenta que estos derechos sólo están declarados, pero que falta unlargo camino para su desarrollo. En este camino, si la Constitución es burla-da, puede esperarse todo tipo de luchas legítimas por el reconocimiento.Como lo ha destacado recientemente un colega mexicano en relación con suConstitución: «como en muchas otras del mundo, (en la mexicana) encontra-mos algunas disposiciones respecto de las que la reacción natural es el escep-ticismo; disposiciones que tienen una forma atractiva, incluso un trasfondodiscursivo que convence intelectualmente, pero que pronto quedan en el cajóndel olvido, y si acaso son recordadas en algún salón de clases o en algún tra-bajo académico de escasa difusión, pareciera que llevan implícita su inefica-cia» (Blanco Fornieles, 1996, p. 121). La respuesta para él ha sido elmovimiento zapatista.

En reciente entrevista para El Espectador2 el «subcomandante Marcos»anunciaba: «Ahí vamos a estar dando lata, haciendo encuentros, convencio-nes, peleando o escribiendo, hasta que nos maten o nos den el mundo que

2 El Espectador, Bogotá, enero 5 de 1997, pp. 10 y 11 A.

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estamos pidiendo. Que no es un mundo para zapatistas. Un mundo dondequepan los zapatistas pero también los otros, quienes quieran que sean losotros... Para el poder somos transgresores de la ley... Hay un sueño que escompartido por gente en todo el mundo... A lo mejor podemos hacerlo reali-dad algún día. Dicen que no somos realistas políticamente... Este es un apor-te del zapatismo que tiene que ver, más que con la supuesta claridad políticade Marcos, con el aporte de las comunidades indígenas al movimiento. Estaaparente locura que dice que no se trata de tomar el poder sino de algo «mássencillo», que es cambiar el mundo, cambiar todas la relaciones políticas...Nuestro objetivo es poder realmente abrir los espacios de lucha para toda lasociedad... que la guerrilla combata pero también haga política, que reconoz-ca la política y la lucha de ideas como un campo de batalla. Luchamos paraque las soluciones sean influyentes y tolerantes. No pretendemos tener la úni-ca palabra. Aceptamos que hay otras ideas y que el mañana va a ser construi-do con la participación de otros».

A la pregunta: ¿De qué prácticas guerrilleras toman distancia los zapatis-tas?, responde: «Primero, nosotros no nos volveríamos contra nosotros mis-mos. No justificaríamos ataques a la población civil, cualquiera que sea estefin... Cuando un ejército se dedica a pelear contra la población civil se con-vierte en un monstruo, en un enfermo que asesina por placer y no por necesi-dad, si es que hay alguna necesidad que justifique el asesinato de civiles. Sienfrentamos a un régimen criminal que basa todo su poder en las armas, noestaríamos dispuestos a construir otro régimen sobre el poder de nuestrasarmas, aunque sean de palo, como dicen que son las armas de los zapatistas».

Esta larga introducción sólo pretendía en estricto sentido fenomenológico,es decir, en la actitud precientífica y prefilosófica de los participantes, presen-tar la que muy probablemente es la problemática de la filosofía actual: el mul-ticulturalismo. Uno de los asuntos que más determina la reflexión del últimoHusserl es el carácter multicultural del mundo de la vida, topos fundamentalde la fenomenología en su empeño por volver a las cosas mismas. Una expo-sición fenomenológica de nuestra experiencia, en especial en relación con laconstitución del otro y de otras culturas, ayudará a comprender el multicultu-ralismo desde un horizonte más complejo que el puramente político.

En sus artículos para la Revista Japonesa The Kaizo, Renovación, a prin-cipios de los años 20 indica Husserl: «Por cultura no comprendemos otra cosaque el conjunto de producciones que tienen lugar en las actividades continuasde los hombres colectivizados y que tienen su existencia espiritual perma-nente en la unidad de la conciencia de la comunidad y que su tradición sigueconservando. Sobre la base de su corporalización física, y de su expresión quedesprende a dichas producciones de su autor originario, son aptas de ser expe-rimentadas en su sentido espiritual para su comprensión ulterior por cadacual. En el futuro siempre ellas pueden nuevamente devenir los puntos de

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irradiación de efectos espirituales sobre nuevas generaciones en el marco deuna continuidad histórica. Y justamente allí tiene su modo esencialmente pro-pio de existencia objetiva lo que el título cultura abarca, y que funciona porotro lado como fuente estable de la colectivización» (Hua XXVII, p. 21 s.).

La cultura tiene que ver con los procesos de colectivización, dado que conella se va identificando la conciencia intencional de quienes pertenecen a unacomunidad, y que su sentido de polo de identidad se conserva en el tiempocomo tradición. Esto mismo permite cierta forma de «objetivación», en cuan-to las culturas se hacen temáticas para una comunidad: pueden ser compren-didas por sus miembros, no ya como propias sólo de un grupo de personas,por ejemplo de determinada época o de los fundadores de una tradición, sinocomo disponibles para inspirar la forma de vivir de cualquiera de los inte-grantes de la comunidad. Es esto lo que constituye el sentido de «identidad»de una cultura, lo que la preserva como punto de referencia de la colectividady lo que define la pertenencia a dicha comunidad. Pero esta cultura puede des-vanecerse, deteriorarse o dogmatizarse hasta un punto en que no sea recono-cida por sus integrantes: entonces es necesario que sea renovada.

Este sentido fenomenológico de cultura está íntimamente relacionadocon el problema de la intersubjetividad (1). Miremos esta relación para com-prender las posibilidades de renovación de la cultura (2), que nos llevarán adescubrir los límites con los que tropieza Husserl (3): estos son descubri-mientos importantes y a la vez reclaman una complementariedad, —yo pien-so que la de la hermenéutica y la comunicación— para la aclaración de laproblemática.

1. INTERSUBJETIVIDAD Y MULTICULTURALISMO

«En esta especie de accesibilidad verificable de lo que es original-mente inaccesible se funda el carácter de lo que es extraño»3 («Medi-taciones cartesianas», 1930, Hua I, 144).

Para comprender el sentido de lo extraño, partimos de la caracterizacióndel mundo de la vida como relación entre mundo propio familiar y mundoajeno. Este análisis nos mostrará cómo la comprensión de lo extraño, de loque no es lo nuestro, forma parte de toda experiencia sociocultural. Dependemucho de la actitud, con la que consideremos este aspecto fundamental de laexperiencia humana, si la comprensión del otro y su cultura nos enriquece, osi, por el contrario, nos lleva a la exclusión, la discriminación y la violencia.

3 De aquí en adelante se citarán dentro del texto las obras de Edmund Husserl según la edi-ción oficial: Husserliana. Edmund HUSSERL, Gesammelte Werke, Den Haag, Martinus Nijhoff(hoy: Dordrecht, Kluwer Academic Publishers):

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Husserl analiza el fenómeno de la experiencia del mundo de la vida conbase en el horizonte que a partir de mí, aquí y ahora, se extiende indefinida-mente en una especie de círculos concéntricos, tanto en el espacio como en eltiempo, y en el tiempo tanto hacia atrás como hacia el futuro. Es así como des-de mi presente recuerdo situaciones en las que me encontré con otros o ima-gino relaciones por venir. Asimismo, si, por ejemplo, llegamos a una regióndesconocida, nuestro horizonte se amplía de acuerdo con nuestra experienciaacumulada: estamos a la expectativa de lo «desconocido de acuerdo con elestilo de lo conocido» (Hua XV, 430). Este proceso de experiencia de lo extra-ño por analogía con lo familiar tiene sus límites. En efecto, no siempre pode-mos saber de antemano, cuáles son los motivos que llevan al otro a hacer loque hace. El límite extremo se encuentra en una cultura, en la que los hom-bres se encierran en sí mismos al pensar que su mundo circundante es sin másel mundo (Hua XV, 430-31), o cuando una nación cerrada identifica su histo-ria con la del mundo (Hua XXIX, 41). Aquí ya nos encontramos con el ori-gen de la intolerancia en la búsqueda de una identidad culturalmente malentendida.

Precisamente estos límites en los que se repliega una cultura, buscandoidentidad en su interior, se constituyen para las personas de dicha cultura ensu ethos: éste puede llegar a ocasionar un motivo de confrontación: «Profun-da extrañeza originan aquellas acciones que están en contradicción con nues-tro ethos, y que sin embargo concuerdan ciertamente con el ethos decomunidades extrañas a la mía» (Lohmar 1993, 72). Superar esta incompren-sión es tarea de la formación cultural (Hua XV, 227), la paideia, dado quenuestra propia experiencia de fenómenos culturales se desarrolla también deesta manera analógica: una melodía se parece a una que ya conozco, una his-toria, una narración tiene algo semejante con mi propia historia de vida, etc.

Lo más importante para el tema que nos ocupa es que la extrañeza de loextraño de otras culturas no se refiere tanto a sus perspectivas de mundo, queal fin y al cabo son coordinadas en la ciencia, cuanto a su misma autocom-prensión: tienen «otras metas para su vida, otras convicciones de toda índole,otras costumbres, otras formas de comportamiento, otras tradiciones» (HuaXV, 214). Tienen otra cultura, otro ethos y otros mitos. Como extraños a mimundo de vida, pertenecen a un mundo ajeno en el que comprenden el mun-do en su mundo de manera muy diferente a nosotros (Hua XV, 214, 217). Sur-ge entonces la pregunta: «¿Qué puedo conservar como válido en vista de ladivergencia de nuestra concepción de experiencia universal y de convicciónuniversal en relación con la de otros grupos humanos?» (Hua XV, 216). Conrelación a las creencias religiosas enfatiza Husserl: «Si conservo mi fe (losotros pueden considerarla como pura mitología), entonces la de los otros essuperstición; si conservo mi mundo como lo existente, el mundo de ellos noexiste» (Hua XV, 217). Lo que se dice de la religión vale para toda concep-

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ción omnicomprensiva del sentido de la vida: es la esencia de toda ideología,de la identidad cultural, de los metarrelatos y de los imaginarios colectivos.Al caracterizar las concepciones de mundo de otros como mitologías, con ello«al conservar en lo esencial mis propias convicciones, he modificado ya mipropio mundo de acuerdo con su sentido de ser», precisamente «al dar vali-dez a esos otros hombres en medio de mi mundo espacial» (Hua XV, 217). Esobvio: para ellos, a quienes considero realmente parte de mi mundo, mi mun-do es igualmente cosmovisión mitológica. Esta descentración pone a todas lasculturas en el mismo nivel, precisamente como culturas, ninguna de ellascomo la verdad. Esta rehabilitación de la doxa en la fenomenología es la quenos permite reconocer la verdad de la skepsis en la base del diálogo intercul-tural, como principio ético de interpretación: nuestras convicciones morales‘evidentes’ dependen de nuestra concepción del mundo, están atadas a nues-tro mundo familiar (Cf. Lohmar, 1993, 75).

Las diversas culturas pueden cooperar para el bien de la sociedad y de laspersonas o pueden entrar en conflictos: el multiculturalismo puede ser resuel-to mediante actitudes de discusión crítica, tolerancia respetuosa o indiferen-cia frívola y violencia. Pero una actitud más fecunda en este contexto es la delreconocimiento recíproco entre las diversas culturas. Esto es lo que JohnRawls ha formulado como «pluralismo razonable», y lo que busca JürgenHabermas mediante la ética comunicativa.

Veamos ante todo cuál es la solución fenomenológica, para no recaer ennuevas formas de racionalismo dogmático. Sólo hay cultura en singular paraquien identifica su concepción del mundo con el mundo en sí. Quien es capazde comprender, y en esto consiste el descubrimiento de la actitud filosófica enGrecia, que su cultura es cultura, es decir que su visión del mundo es visióndel mundo, ciertamente del mundo, pero no la verdad sin más, ha descubier-to el sentido del mundo de la vida como base de todo conocimiento por ana-logía: todo, absolutamente todo, en especial lo que tiene que ver con nuestraconcepción de la vida, lo que constituye nuestra cultura, es perspectiva, y enel reconocimiento de su perspectividad consiste el ser más o menos culto, esdecir, más o menos abierto a otras culturas.

El reconocimiento de las diferencias como categoría fundamental del mul-ticulturalismo significa que estamos dispuestos a aceptar gustosos que asícomo para nosotros hay determinados valores que constituyen nuestra cultu-ra, de la misma manera otras culturas están constituidas por sus propios valo-res; pero el valorar como actitud fundamental de lo práctico es algo común atoda cultura y tiene como consecuencia que quien valora normalmente estádispuesto a dar motivos de sus valoraciones: motivos religiosos, políticos,personales, etc. A la base de este justificar con razones las valoraciones y loscomportamientos que éstas provocan, se encuentran los sentimientos morales.La fenomenología insiste en que la moral es de sentimientos así se formule en

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juicios. Estos juicios pueden ser simples legitimaciones valorativas de missentimientos, por ser los míos, o pueden proceder de una especie de «intui-ción valorativa», resultado de cierto equilibrio reflexivo que busca reconocerel valor expresado en mi sentimiento como algo propio de mi cultura: comocuando yo me indigno ante una injusticia o siento culpa por ofender a otro ome resiento porque alguien me ha ofendido. La reflexión no está libre sinembargo de la solicitación de identificar el mundo con mi mundo: en el diá-logo del alma consigo misma, espacio de la descripción fenomenológica, sepierde lo originario de la otra cultura, lo diferente, que entonces pasa a serocupado por un «como si yo estuviera allá», «como si fuera mi propia cultu-ra»: la analogía llega con esto a su límite, como veremos en las conclusiones.

2. MULTICULTURALISMO Y VALORES UNIVERSALES

La caracterización de cultura, expuesta anteriormente, permite a la feno-menología proponer la necesidad y el sentido de cambios culturales, basadaen la posibilidad de comprender, juzgar y criticar aspectos culturales con loscuales uno no quiere identificarse. En los años siguientes a la Gran Guerraenfatiza Husserl la urgencia de criticar la cultura Occidental desde una refle-xión ética individual para poder intervenir en la renovación de las concepcio-nes de la vida. Diferente es el sentido de su reflexión en 1935 en vísperas dela Segunda Guerra. Entonces no parece bastar la apelación a una ética indivi-dual para renovar una cultura, sino que se hace necesaria una autorreflexióny autocomprensión de la cultura misma, la cual como veremos exige el retor-no al origen de la filosofía y las ciencias en Grecia como génesis de una cul-tura racional, la de Occidente (Hoyos, 1995).

Es importante destacar la diferencia de estos dos tipos de consideración dela cultura: dicha diferencia nos permitirá ganar un sentido fecundo de multi-culturalismo. La primera reflexión de Husserl se refiere a la cultura que hizoposible la Gran Guerra. En sus lecciones a los soldados que regresaban delcampo de batalla, donde cayera uno de sus hijos, insiste en el «ideal» delhombre de Fichte, propio de una tradición filosófica, que ha sido desplazadapor el positivismo científico (Hua XXV, 268). Esto lleva a Husserl a excla-mar: «¡Qué inoportuna es la farisaica autojustificación de las ciencias exac-tas, qué injustos los juicios despreciativos acerca de la filosofía por parte dequienes han sido educados en las ciencias rigurosas de nuestro tiempo!»(Ibid., 270). Pero la guerra misma puede servir para renovar las fuentes idea-les de fortaleza, basadas en una filosofía cuyo telos muestra a la persona «queal obrar es libre, a saber ciudadano libre en una sociedad destinada a la liber-tad» (Ibid., 279).

Aunque Husserl al final de sus lecciones se inclina algo a cierta «retóricabélica», que él mismo criticará al terminar la guerra, se mantiene sin embar-

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go en una posición moral universalista, como escribe a Roman Ingarden en1917: «lo ético como tal es una forma transpersonal (por tanto también trans-nacional) como la misma lógica», así «los presupuestos materiales de nues-tras posiciones ético-políticas evidentemente sean muy diferentes» (Ibid.,Introd., XXXI).

Ya al terminar la guerra el motivo ético se radicaliza todavía más como crí-tica a la cultura en general en sus diversas manifestaciones, inclusive en tér-minos insólitos en Husserl: «Comprendimos —escribe a Arnold Metzger—esta actitud radical, que está totalmente decidida a no mirar ni llevar la vidacomo un negocio..., actitud que es enemiga mortal de todo capitalismo, de todaacumulación sin sentido de haberes y correlativamente de todas las deprecia-ciones egoístas de la persona...» (Ibid., Introd., XXX). La evaluación que hacede la guerra no podría ser más negativa: «Lo que ha puesto al descubierto laguerra es la indescriptible miseria, no sólo moral y religiosa, sino filosófica dela humanidad» (Hua XXVII, Introd., XII). Esto transforma todos los valores:«Todo, ciencia, arte y cuanto siempre ha podido ser considerado como bienespiritual absoluto, se convierte en objeto de apologética nacionalista, de mer-cado y de mercancía nacionalista, de instrumento de poder» (Hua XXVII,122). Los efectos ideológicos de esta transmutación de valores son patentes:«La fraseología y la argumentación política, nacionalista y social tienen tantoy más poder que la argumentación de la más humanitaria de las sabidurías»(Hua XXVII, 117).

Con este mismo sentido trágico de la situación inicia sus artículos para laRevista Japonesa The Kaizo: «Renovación es el clamor generalizado en nues-tra actualidad lamentable y lo es en el ámbito general de la cultura europea.La guerra, que la ha desolado desde el año 1914 y que desde 1918 sólo hacambiado los medios de coacción militar por los más refinados de las tortu-ras espirituales y de las necesidades económicas moralmente depravantes, hadevelado la falsedad interior, la falta de sentido de esta cultura. Y precisa-mente esta develación significa la interrupción de su impulso motriz» (HuaXXVII, 3).

Ante la situación de decadencia de la cultura occidental puesta de mani-fiesto por la guerra, Husserl tiene ciertamente en cuenta la problemática de lacultura, pero su solución sigue pendiente de una ética individual: «¿Debemosdejar pasar sobre nosotros como un Fatum la decadencia de Occidente(«Untergang des Abendlandes»)? —pregunta en 1923—. Este Fatum sólo seda, si nosotros miramos pasivamente —si pudiéramos mirar pasivamente.Pero esto ni siquiera pueden hacerlo, quienes nos predican el Fatum» (HuaXXVII, 4).

Parece como si para el fenomenólogo lo que desde su pertenencia cultu-ral tiende a convertirse en destino, él pudiera transformarlo desde su inten-cionalidad. Las reflexiones de Husserl en vísperas de la segunda guerra

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mostrarán que el problema es más complejo. De nuevo se presenta una cultu-ra científica positivizada: la «prosperity», como la llama en 1935, decapitala filosofía; por ello «El hombre moderno de hoy día no ve en la ciencia yen la nueva cultura formada por ella, como el hombre moderno de la Ilus-tración, la autoobjetivación de la razón humana ni la función universal crea-da por la humanidad para hacer posible una vida verdaderamentesatisfactoria, una vida individual y social basada en la razón práctica». Estasituación lleva a que el mundo de la vida se nos vuelva incomprensible,a que nos perdamos en él: «preguntamos en vano por su finalidad, por susentido, otrora tan indudable porque era reconocido por entendimiento yvoluntad» (Husserl, 1962, 9).

Es necesaria una reflexión sobre el sentido de cultura científica que se hatornado «mera técnica teórica» pero que sin ser la única, también es una arti-culación de la razón. En el retorno al origen de la filosofía y la ciencia en Gre-cia descubre la fenomenología que el sentido originario del mundo de la vidaes por esencia multicultural. En efecto, en actitud precientífica se da el mun-do en cada cultura desde sus propias tradiciones, mitos y costumbres. Cadacultura tiende a identificar su visión del mundo con el mundo: se vuelve dog-mática e intolerante, y pretende dominar otras culturas. Pero en actitud feno-menológica se puede reconocer la riqueza del multiculturalismo, como lodestaca Husserl en su Conferencia de Viena (1935): «Orientado así, el hombrecontempla ante todo la diversidad de las naciones, las propias y las ajenas,cada una con su mundo circundante propio, considerado con sus tradiciones,sus dioses, demonios, potencias míticas, como el mundo absolutamente evi-dente y real. Surge, en este sorprendente contraste, la diferencia entre la repre-sentación del mundo y el mundo real y emerge la nueva pregunta por laverdad; por consiguiente no por la verdad cotidiana, vinculada a la tradición,sino por una verdad unitaria, universalmente válida para todos los que no esténdeslumbrados por la tradición, una verdad en sí» (Husserl, 1981, p. 155).

Cada cultura se da a quienes pertenecen a ella como polo de identidad, conla evidencia que comunica lo propio y con la indubitabilidad de lo real. Parael fenomenólogo, habituado a lo relativo-subjetivo-situativo del mundo de lavida, las culturas son perspectivas, visiones del mundo, cuya perspectividadse da en el contraste de culturas, las cuales manifiestan cada una a su modola diferencia entre representación del mundo y mundo real. Porque las cultu-ras son mediación necesaria e inevitable de conciencia de mundo, se conclu-ye que sólo hay culturas en plural. En actitud hermenéutica podemoscomprenderlas, sin que comprender otra cultura nos obligue a identificarnoscon ella. Y en la acción comunicativa pretendemos buscar, a partir de las múl-tiples perspectivas y de las diferencias, aquellos mínimos que permitan solu-cionar concertadamente los conflictos y acordar programas y accionescomunes que beneficien a la colectividad (Habermas, 1984, 35-59).

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CONCLUSIÓN: LOS LÍMITES DE LA FENOMENOLOGÍA

«¡Qué ingenuidad la de querer descubrir y pretender haber descubier-to un apriori histórico, una validez absoluta supratemporal, ya quehemos recogido tan ricos testimonios que atestiguan la relatividad detodo lo histórico, de todas las apercepciones del mundo de origen his-tórico, hasta las de las tribus primitivas! Cada pueblo y pueblito tienesu mundo, en el cual para ellos todo concuerda, trátese de lo mítico-mágico, como de lo europeo-racional, y todo se deja explicar perfec-tamente. Cada uno tiene su lógica, y en consecuencia si se explicitaraen proposiciones tendría su apriori.» («El origen de la geometría»,1936, Hua VI, 381-82).

La fenomenología para explicar la crisis de la cultura occidental pro-pone volver a los orígenes para buscar la verdad a partir de la compren-sión de su génesis multicultural. Pero esta búsqueda puede quedartruncada en la autocomplacencia propia de cada cultura, de cada cosmovi-sión, por una sublimación más peligrosa aun que el patriotismo de ciertoscomunitaristas. En la correspondencia de Heidegger se ha descubiertorecientemente (Mehring, 1992, 90-92) una carta a la madre de uno de susdiscípulos, Alfred Franz, al caer en el frente de batalla en Rusia en 1941:

«Muy estimada Señora: Todavía tengo presente a su hijo ahora muerto, cuando se despidió enla puerta de nuestra casa. Ante pérdidas tan dolorosas nos gusta hablaren panegíricos. Pero esto no es necesario. Alfred Franz fue para mídesde el primer momento la persona absolutamente confiable, a quiensólo movía fuego interior y le daba aquel esplendor característico quemuestran los jóvenes que viven gracias al respeto por lo esencial y porello mismo también mueren en este esplendor, y en este esplendor per-manecen presentes.Para los que quedamos es difícil reconocer que cada uno de losmuchos jóvenes alemanes, que ofrecen hoy su vida en holocausto enun espíritu todavía auténtico y en un corazón digno de veneración,alcanza el más bello destino.Éstos, que se encomiendan al recuerdo de unos pocos amigos, haránresurgir sin mediaciones y ciertamente sólo después de un siglo la ínti-ma vocación de los alemanes para el espíritu y la fidelidad del cora-zón. Este actuar oculto es más esencial que toda realización científicapor más significativa que fuere, que hubiéramos podido esperar de loscaídos, si se les hubiera definido otra suerte.

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Alfred Franz es ahora el quinto de mis discípulos más cercanos queinmolaron su vida. Nuestro círculo no necesita de monumentos exte-riores, que con frecuencia sólo son para encubrir que ya se ha olvidadoa los que se honra. Hay una tradición de la memoria fiel que permane-ce suficientemente fuerte para convertir la pérdida en un don».

Superar la mistificación a la que siempre han tendido los intelectuales(Habermas 1985, 361), es parte de la tarea que se propone Husserl desde losinicios de la fenomenología: las cosmovisiones deben ser reemplazadas poruna filosofía rigurosa, la cual dé razón del sentido mismo de las culturas.Como lo indicamos antes, hay una estrecha analogía entre los límites de laconstitución del otro y los de otra cultura (Held, 1991, 1993, 1995). Si paradar razón del otro tengo que terminar por aceptar que mi experiencia origina-ria como génesis de sentido sólo se da en mi actividad constituyente de mun-do, de los otros y de otras culturas, de la misma forma tengo que aceptar quemi propia cultura, a la cual pertenezco, tiene sus raíces en la «generatividad»,en esa natividad de la que H. Arendt (1960, 1979) deduce tan importantesconsecuencias para la filosofía moral y política contemporáneas. Esta gene-ratividad (Husserl, 1981, 149), en la que se dan genéticamente las tradiciones,no puede ser apropiada sino desde la pertenencia generacional a una culturadeterminada. Por ello mi comprensión de otra cultura tiene como límite la nopertenencia a dicha cultura, y esto más que un límite es una característicadeterminante. Las culturas lo mismo que el otro son en el fondo «inefables».Individuum est ineffabile dejó consignado la discusión escolástica en su mejormomento.

De la misma manera que en la experiencia del otro, la fenomenología des-cubre que mi yo se me da originaria y apodícticamente en situaciones con-cretas del mundo de la vida como fuente de sentido y de validación, y el otrosólo se me da por analogía, lo que significa un reconocimiento de la indivi-dualidad, de su inefabilidad y dignidad; de la misma forma desde mi perte-nencia cultural, toda otra cultura no puede abrírseme del todo, ni dársemecomo se da a quienes pertenecen «generativamente» a ella. Esto garantiza quequien es extraño a una cultura no pueda en sentido estricto «profanarla». Esla génesis del sentido, basada en la pertenencia existencial, tanto en el casodel otro, como en el de otra cultura, lo que constituye el límite de inaccesibi-lidad e inviolabilidad esencial.

Y aquí está el error de Husserl, último filósofo del idealismo, quien en suesfuerzo por conservar la razón moderna anticipa el resultado de un posibleentrecruzamiento de las diversas culturas en el proceso de reflexión, y propo-ne a «Europa» como paradigma de racionalidad: «Hay en ello algo singularque sienten en nosotros también los otros grupos de la humanidad como algoque, prescindiendo de todas las consideraciones de utilidad, se convierte para

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ellos en un motivo continuo de europeización no obstante la voluntad inque-brantada de la autoconservación espiritual, mientras que nosotros, si noscomprendemos rectamente, jamás, por ejemplo, nos aindiaremos» (Husserl,1981, 142).

Lo que es un procedimiento, la reflexión, no puede llegar a substanciali-zarse hasta tal punto que inclusive signifique una especie de salto cualitativopara la humanidad toda: «también el negro Papúa es hombre y no animal...Pero así como el hombre e incluso el negro Papúa representan un nuevo esca-lón zoológico frente al animal, así la razón filosófica representa un nuevoescalón en la humanidad y en su razón» (Husserl, 1981, 160).

Entonces: ¿la solución de las preguntas planteadas por el multicultura-lismo se encuentra en una metacultura, llámese ésta Europa, Occidente,modernidad... o en un procedimiento, la autorreflexión, el diálogo, la críti-ca, la política y el derecho? Si pensamos más modestamente en esto último,ganamos lo mejor de la fenomenología: en nuestro mundo de la vida tende-mos a hacer de nuestro ethos la moral universal, de nuestra cultura la cultu-ra normativa. Pero gracias a la ilustración fenomenológica como actitudpersonal y colectiva comprendemos que nuestro mito nacional sólo es unmito como el de otras culturas: «Precisamente esta normalidad sólo se rom-pe cuando el hombre sale de su espacio vital nacional y entra en el de unanación extranjera» (Hua XXIX, 388). Esto lleva a Husserl a tener en cuen-ta la importancia de tematizar las diversas culturas nacionales, para la«superación de los mitos nacionales» (XXIX, 45). Si éstos se consolidancomo verdades son dogmas, si se consideran como tales son visiones delmundo que en interrelación con otros «mitos» nos acercan a la «verdad».«En el contexto —escribe Husserl— de diversos grupos humanos de diver-sas naciones que se entiendan pacíficamente se transforma lo que para cadauna de ellas era sin más el mundo real en una mera forma de representaciónnacional (forma de validez) del mismo mundo» (Hua XXIX, 45). Esta es laverdad de la skepsis.

Cuando la fenomenología critica el positivismo científico por colonizar elmundo de la vida y negar lo específico de las diversas culturas, parecierahaber superado toda solicitación a substancializar la razón. Con la fenomeno-logía en contra de Husserl tenemos que decir que la reflexión no es privilegiode Europa ni de la cultura occidental, porque la filosofía no constituye por símisma ninguna forma de vida: es instancia crítica con respecto a toda cultu-ra, es apertura a otras formas de vida, por cuanto manifiesta la relatividad dela propia, y en su horizonte la diversidad de culturas. Su interrelación no seda reduciendo las diferencias, sino al afirmarse ellas mismas en diversas for-mas de participación, como nos lo legaron los griegos, en el seno de la polis:la democracia participativa que genera poder comunicativo sólo se consolidaa partir de la diversidad cultural.

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Mito y alteridad.El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia

José L. Villacañas Berlanga

1.— Mito y Presente. Voy a hablar del mito griego del hombre autóctonoy de un rasgo que le es propio: que este mito sólo ha reconocido la existen-cia de un hombre autóctono, originario, como figura y testigo de un dolorinsoportable. Esa apelación al momento del origen sólo juega, entonces, den-tro del relato que intenta explicar cómo ese dolor fue superado y la precariavida humana asegurada. La estructura de ese relato dice siempre que la sal-vación viene de fuera, de la alteridad, y se debe a la intervención de un semi-dios terreno que trae a los hombres elementos culturales procedentes de otroslugares. Con estos nuevos dones, la vida humana se recrea y se torna viable.El hombre autóctono, por tanto, no encuentra en sí, ni en su horizonte, losbienes necesarios para superar su triste condición precaria y lamentable. Porello, debe su vida a un don, no a la condición natural. El mito griego, por tan-to, muestra siempre cómo el hombre autóctono es transcendido. De hecho,este mito se ha especializado en esa transcendencia de la condición origina-ria, pero curiosamente el proceso se produce siempre de forma inmanente.Quizás así descubrimos que la esencia del mito es la metamorfosis. Esta tras-cendencia de la situación originaria, de hecho, se representa como unasegunda creación del hombre, la única que entrega una vida plena. En lamedida en que el mito circuló, bajo todas sus formas, el hombre tuvo con-ciencia de su carácter inacabado. Mientras el mito generó metamorfosis desu sentido, el hombre mantuvo abierta la esperanza de su propia transforma-ción, y contempló como posible un futuro de adaptabilidad a la Tierra. Mien-tras el momento del hombre autóctono se especializó en el descubrimientodel dolor y la limitación de la vida propia, y jugó en el contexto del inevita-ble reconocimiento de los bienes ajenos, alentó el encuentro de formas de

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humanidad diferentes y, mediante su síntesis en un nuevo mito, forjó unescenario de vida plena. Este supuesto me parece que ilustra la lección quepuede ser relevante para el multiculturalismo.

De todo lo dicho se infiere que voy a hablar de mitos de los que es dudo-so decir «son míos» o «son nuestros». Son mitos sin los que no podemos decir«yo» con la autoconciencia plena que subyace en este pronombre. La etnolo-gía especial que estudia estos mitos, desde hace tiempo, incluso milenios, lle-va otro nombre: filosofía. Dicho estudio resulta inviable sin que al mismotiempo el mito se recuerde y se narre.

Hablaré del presente de la filosofía, sin embargo. Y por eso hablaré de losmitos que es preciso narrar para entender la dimensión central de nuestro pre-sente, ése que nos habla de retos agrupados bajo el nombre de «multicultura-lismo», tan estrecho y tan aséptico, tan anglosajón, tan lejano del mito. Lafilosofía debe ofrecer una palabra para comprender este reto. Pero no tieneotra forma de hacerlo sino recordando, narrando y estudiando un mito. Qui-zás de esta forma, la filosofía pueda hacer visible el espíritu que, de otramanera, quedaría diluido en ámbitos conceptuales abstractos, aparentementecientíficos.

2.— Mito fundamental y mito del arte. En la actual aproximación al mito,sin duda, la obra de Hans Blumenberg es una de las más precisas y elabora-das. Forjado en la sobria filosofía de Husserl, a la que deja inevitablementeatrás, pero en último extremo vinculado a la línea maestra de E. Cassirer; sen-sible por lo tanto a la rotundidad con que se ha impuesto la ciencia moderna,aunque dotado de la vis literaria más sutil de la filosofía contemporánea, Blu-menberg no conoce las tentaciones místicas de algunos estudiosos del mito,como Eliade, y se halla más allá de las peligrosas manipulaciones en las quese especializó A. Bäumler. Empeñado en una sorda batalla contra el Heideg-ger más evidente1, su aproximación al mito no es internamente mitológica,sino en cierta forma altamente dialéctica y, por tanto, filosófica. Dialéctica esaquí sobre todo su juego de distancias y de lejanías respecto del mito, un jue-go que nos impide vivirlo como los creyentes, pero que nos prohíbe despe-dirnos de él, dada su innegable necesidad para nuestra vida. Su respeto almito, que surge de la más precisa conciencia de los límites de lo que la cien-cia puede darnos, no es un sentimiento irracional, sino un muy preciso razo-namiento ilustrado acerca de su necesidad inseparable de la vida humana.

De Blumenberg, pues, recogemos las definiciones fundamentales paraaproximarnos a nuestros temas. Para ello iremos al capítulo sexto de su libro

1 Desde luego, Heidegger es un pensador mucho más complejo de lo que pueda ser per-cibido en una única perspectiva. Manuel E. Vázquez me ha sugerido otros caminos en la obrade Heidegger que le separarían del mito del origen y de toda la parafernalia de su más que evi-dente tardorromanticismo. Espero que pronto pueda exponer su exégesis de una forma másexplícita.

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 237

Arbeit am Mythos, que lleva por título «Mito Fundamental y mito del arte».Discute allí Blumenberg el método, frecuente entre los mitólogos, de buscarel Grundmythos con la finalidad de asumir inmediatamente después que estemito fundador es el mito originario o inicial. Frente a esta estrategia, paranuestro autor, el mito fundamental no tiene por qué ser necesariamente elmito inicial. El cambio de perspectiva que genera este movimiento es central:no se trata de identificar el origen y el inicio, como a veces parece obsesivoen Heidegger, para así fundar una continuidad histórica y una tradición. Setrata más bien de perseguir el trabajo del mito, el mito «variado y transfor-mado en sus recepciones»2. Lo decisivo en esta aproximación consiste en unhecho: el mito siempre está circulando. Si hay un mito fundamental, éste nopuede buscarse en el mito perdido en el inicio —pues no hay inicio—, o enlas huellas abandonadas y diseminadas en los demás mitos —pues no hay ele-mento inicial de comparación—, sino en una condensación de sentido querige en un proceso diacrónico, una coagulación de elementos que permite eljuego de la identificación y de la diferencia en la serie del tiempo. No al ini-cio, sino al final, en un presente, se alza el mito fundamental. No andamostras el mito que trabajosamente se persigue mediante el estudio filológico,para luego dejarlo abandonado en su inicio lejano, sino tras el que se renue-va. Luego de identificar un núcleo duro de sentido, germina en un relato en elque se cumplen algunas expectativas de sentido en los diferentes presentes,en cada presente.

Esta última frase nos ofrece una condición del mito fundamental quemerece señalarse con detenimiento. El mito fundamental, a diferencia delmito inicial, debe estar en condiciones de transformarse en mito total. Blu-menberg ha definido el mito total como aquel que produce la sugestión de que«no queda nada por decir»3. Aquí entra en juego una totalidad de sentidocerrado que indica el agotamiento del mito, su imposibilidad de asumir unaulterior metamorfosis narrativa. Lo más importante de esta noción, sin embar-go, es que sólo podemos hacernos con ella cuando tenemos plena concienciade aquello a lo que hemos tenido que renunciar para poder disfrutar de la con-ciencia científica. La renuncia al sentido impuesta por la ciencia, que de estaforma se excede en sus pretensiones, no es otra que el abandono de la Ans-chaulichkeit del saber de la vida humana. Esa intuitividad del saber de la vidahumana también se llama en español lucidez, sin duda la forma última de lailustración. Blumenberg ha señalado con esmero que la ciencia nos exigerenunciar a algo irrenunciable y que, justo por eso, la exigencia permanente yno cumplida de intuitividad del saber de la vida produce en la edad de la cien-cia subrogados sin cuento, todos ellos de naturaleza desviada y patológica. En

2 BLUMENBERG, H. Arbeit am Mythos, Suhrkamp, Frankfort, p. 192.3 O.c., p. 193.

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el mito total, por tanto, brota la conciencia de una necesidad de complemen-tar la ciencia y el mito. Pero lo hace de una forma tan intensa, tan total, queel mito se detiene, estrellándose ante la afirmación de la ciencia, desecadas yala energía de las metamorfosis de sentido.

La relación entre el mito fundamental y el mito total es el trabajo del mito.Como tal, dicha relación, y dicho trabajo, son esencialmente históricos. Cuan-to más se elabora el mito fundamental, cuanto más trabajo histórico lleva asus espaldas, más cerca se está de que ese mito pueda devenir total. Más pue-de hacer claramente intuible entonces su totalidad de sentido y puede cumpliren un único chispazo de iluminación esa función que la ciencia nos prohíbeen nuestro mundo. Naturalmente, en nuestro presente, casi todos los mitosestán en el límite de convertirse en mitos totales. Por eso su afinidad con lafilosofía es mayor. Un índice de este hecho es que sólo se narren en el con-texto de la filosofía, y casi nunca en el contexto de la narración literaria.

Pero en todo caso, compete al presente identificar la coagulación de sen-tido del mito que se debe seguir elaborando. Situado en el umbral que desdeel mito fundamental da la entrada al mito total, la filosofía debe identificar susafinidades. En efecto, como dice Blumenberg, sin recurrir a la búsqueda utó-pica del inicio, «se pueden reconocer los requisitos de un mito fundamentalpor las tentativas de imitar la cualidad del mito con los medios del arte»4.Como ya dijimos, el mito fundamental no está en el inicio, sino en el presen-te, en el trabajo. Con ello ya tenemos en danza la palabra central de nuestroepígrafe. Mito de arte no es mito de la fantasía, sino un mito que se trabajaconscientemente con algunos elementos de base. El mito de arte, natural-mente, trabaja con elementos que toma prestados del mito fundamental. Blu-menberg, reutilizando teorías anteriores sobre la estructura de la metáfora5, notiene más remedio que reconocer la «convergencia entre un mito fundamen-tal y una metáfora absoluta»6. Esta metáfora absoluta orienta el trabajo delmito del arte —y la filosofía es justamente una actividad tal— y se refractaen formaciones de sentido que permiten interpretar el presente histórico.Cuanto más cerrado es el discurso de la ciencia, sin embargo, más necesidadde intuición global tienen nuestras vidas y, por tanto, más puja el mito funda-mental por convertirse en un mito total, ahorrando así el trabajo discursivo delmito del arte y de la filosofía. De hecho, el mito total en una bomba de senti-do arrojada contra un mundo dominado por la ciencia y la técnica. Desde estaperspectiva, la filosofía impulsa políticas moderadas. Cuando un mito funda-mental de convierte en mito total, reduciendo al máximo su aporte narrativo,transformándose casi en un aforismo, entonces la sabiduría, cumplido su eros,se adueña del trabajo del mito y lo agota. Cuando Simmel sólo tiene que decir

4 O.c., p. 194.5 Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn. 1960. tra, ital. 1969, pp. 107-112.6 Arbeit, o.c., p. 194.

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del mito de la expulsión del paraíso que la fruta que comieron Adán y Eva enel fondo no estaba madura, agota las posibilidades de narratividad implícitasen el mito y deja la situación mitológica reducida a su aspecto más trivial,inalterable, natural. Con ello se dice, sin embargo, algo que pertenece a la sus-tancia del mito y a la coagulación de sentido básico a él: que el hombre es unaespecie animal ya para siempre prematura. Por ello, ninguna de las metamor-fosis de sentido que impulse la narratividad del trabajo del mito le entregaráuna madurez ya devenida imposible.

Frente a este átomo de saber, lúcido y diamantino, inalterable y definiti-vo, propio del mito total, el mito del arte de la filosofía siempre alberga unaesperanza en la plasticidad y flexibilidad de la vida. Por ello, al comienzorenovado de su trabajo, debe discriminar el mito fundamental del que extraesus materiales de sentido. Platón, primer representante del mito de arte, ha lle-vado a sus últimas consecuencias la conciencia de esta dependencia del mitofundamental en que se halla la actividad de la filosofía, en la medida en quela ha reconocido como diamitologein. Para Blumenberg, este camino a travésde mitos no es otra cosa sino una «reocupación» del territorio del mito por larazón y el arte. Pero esa «reocupación» es la única que nos está permitida,dado el juego de cercanía y de distancia que con el mito todavía podemosemprender. K. Kerényi estaría muy cerca de Blumenberg, desde luego, yambos, a su vez, muy cerca del gran artista del mito, Thomas Mann.

Una de las ventajas de esta propuesta de Blumenberg reside en que impli-ca elementos metodológicos de estudio claramente desencantados. Este ele-mento metodológico procede de Hans Jonas, y más concretamente del segundovolumen de su Gnosis und spatantiker Geist, titulado Von der Mythologie zurmystischen Philosophie7. Allí Jonas establece que el mito fundamental, como«principio dinámico de constitución de sentido», como base para el trabajodel mito del arte, es una estructura transcendental de la historia del sentidohumano. La inspiración kantiana de una historia de la razón se mantiene. Másesa estructura transcendental para nuestro presente, que en el fondo es el mitofundamental, no se descubre a priori, desde una analítica de los elementos dela autoconciencia humana, sino a través de un genuino procedimiento histó-rico; mito fundamental es un principio que se muestra en la convergencia dela multiplicidad de las transformaciones. Blumenberg, desde luego, recibecon muchas reservas la tesis de que cada época histórica tiene la posibilidadde construir un mito fundamental8. El mito fundamental más que construirse,entrega elementos para la construcción del presente. Por eso, en la medida enque este método triunfe y diagnostique un mito fundamental, debe comprobaruna muy precisa estructura: «debe encontrarse exactamente sobre el eje de

7 Editada en Göttingen, 1954, p. 1c.8 Arbeit, o.c., p. 198.

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simetría entre el lugar del que venimos y aquél hacia el que vamos, entre estoque es y esto que debe ser, entre caída y ascensión»9. El mito fundamental es,por tanto, una respuesta a la demanda de sentido del presente como dolor, alreto de construir un mito del arte como superación del mismo; pero una res-puesta que surge de la intensificación de la atención sobre el mundo históri-co y sus materiales culturales.

Situado en el presente todavía dominado por un dolor sin sentido, el hom-bre que identifica el mito fundamental se descubre de nuevo moviéndoseentre la omnipotencia de la realidad no identificada en su sentido y la impo-tencia del deseo de conquistarlo; esto es, en la situación que desde siempredespertó la energía del mito. El mito originario queda así sustituido por la ori-ginaria capacidad del hombre para mitologizar, para autoconstituirse y dotar-se de un sentido. El mito siempre se da en el contexto de una identificaciónde la aspiración a la supervivencia humana en el instante del peligro y apun-ta al descubrimiento de una posibilidad de futuro, a su comunicación, a laconstrucción de una comunidad de los vivos. El hallazgo del mito fundamen-tal que ilumine nuestro dolor presente, para así dirigir el mito del arte, es untranscendental de la conciencia histórica.

3.— Mito o Mitos fundamentales. Cuando, armados con estas herramien-tas metodológicas, intentamos descubrir un mito fundamental sin el que no esposible entender la transmisión de nuestra historia cultural, ni dotar nuestravida de la significatividad mínima capaz de autorreproducirse, no tenemosque esforzarnos mucho para descubrir que no hay solo uno. El presente huma-no no puede ordenarse y visibilizarse desde un único mito del arte y quizáspor eso no podemos trabajar con un único mito fundamental. Frente al poderde la ciencia y su destrucción de sentido, podemos, además de lanzar la gra-nada del mito total, proponer la densidad narrativa de una pluralidad de mitos,cada uno con su especificidad de sentido. La separación de las esferas deacción, por tanto, y los complejos problemas de sentido que implica, no per-mite una significatividad orgánica y total que cristalice en un único mito. Qui-zás lo más peculiar de la historia de la cultura europea, y de la significatividadque es capaz de producir, resida en que no procede de un único mito funda-mental, ni puede pretender una refundición jerárquica de todos ellos. Yo almenos descubro dos espacios que generan una dialéctica central a nuestra his-toria, los de Atenas y Jerusalén, cada uno con sus despliegues narrativos.

Bien significativos de cada uno de estos lugares se alzan dos mitos diver-gentes, fundamentales ambos en nuestra historia cultural. Se trata del mito dePrometeo y del mito del Jardín. Quizás la filosofía occidental moderna no seasino un vano intento de vincular ambos mitos fundamentales en una signifi-catividad única, en una historia global, en un único relato que los pensadores

9 O.c., p. 208.

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idealistas se tomaron en serio como ideal de sistema. Estos intentos albergan,desde luego, una problematicidad interna insuperable. Lo que llamamos mitomoderno del hombre —y que ha dirigido toda la filosofía europea desdeBacon, con su intento de reconstruir el paraíso con la técnica prometeica—tiene esta teleología: reflexionar sobre ambos mitos al punto de elaborar unúnico mito de arte que cierre el sentido de la historia. Kant encontró ese pun-to de enlace con el mito de la libertad10. Afortunadamente aquel esfuerzo deBacon es tan imposible como que Sisifo llegue a su cima, conciencia que esla base de la filosofía de la historia y que la representación del progreso pre-tende transformar. El mito del hombre, mito idealista, no es un mito del artetotalitario, en la medida en que quiere agotar todos los elementos de los mitosfundamentales a la mano, jerarquizarlos y sistematizarlos. Justo por eso, elfinal del mito idealista, que hemos conocido en nuestra generación, abre elespacio de eso que por ahora recibe el nombre de multiculturalismo, que des-cubre diferentes mitos fundamentales capaces de ofrecer elementos a los plu-rales mitos del arte.

Aunque no podemos reclamar un mito del hombre, porque no podemosaspirar a sintetizar el mito fundamental judío con el mito fundamental griego,sí podemos aspirar a destacar un mito fundamental que es clave para la pro-ducción de sentido de nuestro presente. Aproximémonos al mito de Prometeo,al que me refiero, desde una revisión de la tesis de Kerényi, establecidas ensu «Hombre primitivo y misterio»11. Dejemos en paz el hecho de que Kerén-yi se sitúe al margen de la relevante distinción entre mito originario y mitofundamental. Supongamos que investiga un mito fundamental. Por lo demás,Kerényi es perfectamente consciente de que en este trabajo se propone inves-tigar una representación del hombre primitivo que juega como «contrapeso delas representaciones oníricas del paraíso»12. No nos interesa la sugerencia quecoloca el origen último de las representaciones mitológicas en la dinámica delos sueños. No es nuestro asunto comentar el papel de los sueños en la antro-pogénesis, ni referirnos a las tesis de Jung. Nos interesa la conciencia de que,en todo caso, se trata de una imagen contrapuesta al mito del Paraíso, clavede la significatividad procedente del pueblo judío. En otro lugar Kerényirefrenda esta conciencia13.

10 Cf. mi «Expulsión y paraíso». En Pensamiento 1991. Vol. 49 nº 193, enero-abril 1993,pp. 63-98. He desarrollado este ensayo en «Una razón Consciente de su propio mito», en unaconferencia ante la S. Española de Filosofía, el día 3 de mayo de 1994.

11 Publicado originalmente en Eranos Jahrbuch, 15, 1947, bajo el título de Der Mensch. I.ahora en Arquetipos y símbolos colectivos. Anthropos, Barcelona, 1992, p. 178.

12 KERÉNYI, o.c., p. 17.13 «Ni en la mitología de los griegos, ni en la de los romanos se conserva ningún texto mito-

lógico como el que aparece al comienzo de la Biblia al respecto del origen de los hombres», o.c.p. 25.

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Para investigar esta representación primitiva del hombre, que pueda ser-vir para nuestro mito del arte en el presente, podemos seguir al autor húnga-ro. Kerényi, para analizar la situación primitiva del hombre, inicia su caminoa través de la mitología, único lugar donde puede hallarse una huella de losprimeros días. Independientemente de lo problemático que resulta usar unpensamiento tan cargado de supuestos técnico-científicos y de una determi-nada concepción filosófica del mundo, como es el caso de Lucrecio, paradetectar la huella de este proto-mito, creo que se puede sostener la tesis finalde trabajo: «Lo que es necesario retener a la hora de valorar humana y cien-tíficamente esta materia es el principio estructural que dota de sentido al con-junto: la concepción, no sólo griega, de que para devenir hombre a partir delprotohombre (Hombre primitivo) fue necesaria una segunda formación, crea-ción o nacimiento. Esta segunda formación era para los griegos la santifica-ción a través del pan y de los misterios; y la civilización alude tanto a esaformación como a la misma agricultura. El hombre proviene de la tierra, perose convierte en hombre solamente en la segunda fase de la creación: pormedio de un acabamiento demetérico o prometeico»14. El mismo Kerényiestudió la continuación de este problema en su Prometeo.

En esta conclusión hay algunos elementos importantes, que debemosrecoger como fundamentales para nuestro mito del arte del presente. Primerola identificación estructural entre el mito de Deméter y el de Prometeo, valedecir, entre el mito de la agricultura y el mito del fuego de la técnica. El para-lelismo no siempre es respetado, desde luego, como cuando Kerényi deja sen-tir su inclinación matriarcalista con la tesis de que la perfección llega a loshombres «solamente a través de una figura femenina superior»15, olvidandoque la misma función cumple Prometeo, a quien la tradición vincula insisten-temente al mito de Pandora, diseñado expresamente para relativizar el papelsalvador de la mujer. El hecho de que el mito de la técnica y del sacrificiopúblico de Prometeo, en último extremo abierto y universal, se asocie al mitode la fundamentación mistérica y privada de Deméter, resta en último extre-mo sin explicación, tanto como la relación entre el mito de la agricultura y elmito de la técnica, entre el mito del hogar privado y el mito de los hombrescomo pueblo, como colectividad de los sufrientes. Aquí, una vez más, la pro-liferación de sentido del mito impide cualquier convergencia reconstruida conlas armas de la interpretación.

Pero Kerényi es convincente en algo: los dos mitos suponen estructural-mente la representación común y previa de una humanidad primitiva, carac-terizada como a-teles, esto es, en el doble sentido de imperfecta y de carentede iniciación en cultos. El mito de Deméter presenta a los hombres mera-

14 KERÉNYI, o.c., p. 43.15 KERÉNYI. o.c., p. 41.

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mente recolectores, comedores de bellotas, afrones, ignorantes, y dystlémo-nes, sufrientes; el mito de Prometeo, por su parte, no es el de la creación pro-piamente dicha del hombre, sino el de la piadosa identificación del Titán,reciente triunfador junto con Zeus en la lucha contra sus propios hermanos,con los hombres brotados de la Tierra, incapaces de sobrevivir en la precariasituación en la que se hallan. Un hueco radical en el mitologema es por quéel Titán siente piedad de los hombres, un hueco que posteriormente determi-nará la emergencia de la figura de Cristo. El hueco también aparece perfecta-mente narrado en el mito de Deméter. Pero en ambos casos, ese hueco en elfondo identifica una dimensión insuperable de la vida: la piedad ante los quesufren.

Esta situación de la humanidad primitiva, supuesta en los dos mitos, no essino la de los gegeneis, los hombres nacidos de la tierra, de la naturaleza,anafynai. Estos hombres nacen de la Tierra como de una madre, y se arrastranal ver la luz como hormigas. Es la conocida tradición de la autoctoneidad,«del nacimiento de los primeros antepasados de la tierra en su propiaregión»16, origen en el que se cifra, siguiendo con palabras de Kerényi, «elorgullo de los habitantes primitivos no inmigrados»17.

Resulta evidente que el intento de Kerényi por construir un mitologemaoriginario de esta visión matriarcalista de la Tierra, recogida en el Menexemo(237d), en aquel pasaje que afirma que «no ha imitado en efecto la tierra a lamujer en la gestación y en la génesis, sino la mujer a la tierra», fracasa de for-ma radical cuando se le mira con los ojos de Blumenberg. En cierto modo, elproblema de Kerényi, hallar un mito originario, es un falso problema. Elmomento de la humanidad primitiva y autóctona no es un mito originario, niun mito genuino, pues no es un mito completo. Es más bien un momento dela elaboración del mito, un momento significativo interno al mito fundamen-tal que explica la existencia presente del hombre como adaptación y síntesiscon lo ajeno. La situación originaria es parte del mito fundamental, perojamás puede autonomizarse respecto a él. Cuando, siguiendo estas huellasancestrales del mismo relato, Esquilo cuenta cómo los hombres autóctonosvivían en grutas sin sol, habitando la tierra como las hormigas, enumera unestadio anterior que sólo tiene significado por el estadio posterior que intro-ducirá el Titán con su actuación. No es índice de un estrato anterior de repre-sentaciones mitológicas, que Kerényi lucha por salvaguardar, y que seríanpropias de un universo órfico. Es cierto que algunos versos del Himno aDeméter muestran paralelismos con el poema órfico citado por Kerényi, y escierto que los dos señalan el mismo estado del hombre. También es cierto queen Aristófanes, en Los Pájaros, resuenan los ecos de esta hipotética predica-

16 Ibídem, o.c., p. 25.17 Ibídem, o.c., p. 25.

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ción órfica, y contrapone los hombres que se arrastran como sombras a travésde los sueños, a las aves que vuelan. Pero se trata de situaciones y de vere-dictos sobre los hombres dentro de un mito fundamental en tanto estructuracompleta y germinal de sentido, no de mitológemas autónomos. Y queda porsaber si la descripción desgraciada de los hombres, propia de la tradición órfi-ca, hace referencia a la situación de los seres autóctonos, o si se trata de otrasdesgracias, como ahora veremos. Pues si dependiera no de la descripción delorigen, sino de algunos sucesos: no de la creación originaria, sino ya de larecreación introducida por Prometeo mismo, no se daría la conexión queKerényi busca entre la predicación órfica y el mito originario.

Sin ninguna duda, se nos habla en todos estos mitos de un tema recurren-te: frente al resto de los animales, el hombre es un ser desgraciado. La contra-posición aquí con el mito judío del paraíso es radical. Pues en el Jardín losanimales son felices, pero también lo es el hombre. En el mito griego, por elcontrario, lo originario es el dolor. Por eso el mito griego no ha conocido lanostalgia. Todo lo que el hombre dejaba atrás era el peligro insuperable demuerte, la miseria del silencio inerte de los organismos entregados a la triste-za y la frialdad de una noche sin fin. Lo originario para el mito griego es elgrito del dolor. En uno de los sarcófagos de Montfauçon, que incluye unaserie de tumbas romanas que van desde el siglo III al siglo II antes de Cristo,se muestra una imagen que, para nosotros, los que conocemos la iconologíade la Biblia, tiene un especial valor, por sus paralelismos. La escena principalla ocupa la fragua de Hefaistos, un dios muy vinculado a Prometeo. Unosgigantes golpean el hierro sobre los yunques, mientras el fuego asciende entresus cuerpos. Pero al fondo, tímidos, entre expectantes y abandonados, en todocaso retirados de la escena, casi sin espacio ni lugar, los hombres sin fuegoreinan en su desamparo. No muestran anhelo alguno. Las figuras inspiran unaresignación dolorida. Las piernas están juntas, y se presiente el frío de suscuerpos, tensos. Las manos, sin embargo, se cubren el sexo. Un árbol crece asu lado, y ellos parecen no querer separarse de su cobijo, como si fuese la úni-ca fuerza protectora de su vida. Sin embargo, están claramente desorientados;uno mira a la tierra, sin esperanza. El otro, subido a una roca, parece separarla hojas del árbol y buscar todavía lo que su compañero no confía en hallar.Uno todavía parece esperar una gracia, el otro ya se abandona al desamparo.Separados del motivo mítico de la fragua de Hefaistos, parecen Adán y Evatras la maldición. Su árbol bien podría ser el de la ciencia del bien y del mal.Su frío es también moral, desde luego. Seres indefensos, cuidan sobre todo dela reproducción de la vida, de cuya dificultad finalmente el mito nos habla.Aquí la contraposición es radical; lo que en el mundo bíblico es consecuen-cia de una acción originaria, la pérdida de la plenitud entregada por Diosmediante la culpa y la desobediencia, en el mito griego constituye la situaciónnatural del hombre. El mito bíblico explica la caída y el dolor, mientras el

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mito griego explica cómo se produce el milagro de la supervivencia. La espa-da de fuego expulsa a unos, y la lengua de fuego de la fragua es la salvaciónde los otros. En un mito, en el bíblico, la creación entera se degrada con laculpa humana y deja la nostalgia y el recuerdo como la fuerza soberana de latierra; en el mito griego, sin embargo, la creación entera asiste impasible allamentable estado natural de este ser que parece destinado a morir en el ins-tante mismo de nacer. De estos dos hombres del sarcófago romano una tenta-ción está superada desde el principio; la de la autoafirmación. En el mitojudío, el recuerdo sólo aspira a proclamar una descendencia divina, a renovarun testamento. Para los griegos, en el fondo de la memoria, más allá del don,sólo resuenan los gritos.

4.— El fuego prometeico, Sileno y el hombre originario. Hay un mitomuy conocido en el que se destaca esta situación de felicidad animal frente adesgracia humana, un mito que también inspira de forma permanente el mitodel arte de Platón. De hecho, una de las cimas de su ocupación del territoriodel mito será interpretar a Sócrates según ese mito, hacer de él un Sileno quetambién promete uno de sus dones, la ciudad libre. El agrarismo de Sócrates,la rusticidad general de su carácter, son rasgos silénicos, igual que su noticiade la inmortalidad del alma será la respuesta a su más profundo saber. Peroveamos de cerca cómo surge la figura de Sileno.

El mito de Sileno fue estudiado por Creuzer en la temprana flecha de 1806y ahora ha sido editado en España por Félix Duque. Resulta evidente que Pro-meteo y Sileno, como Deméter, son mitos fundamentales y estructuralmentesemejantes; explican la elevación del hombre a su verdadero estatuto actual,a partir de una situación desgraciada18. Como ha mostrado Kerényi, por lodemás, una estrecha vinculación se puede registrar entre Prometeo y los sáti-ros, personajes que funcionan también dentro de la predicación órfica de Sile-no. Hoy sabemos que una de las piezas de Eschilo sobre Prometeo, escrito entono satírico, hablaba de las relaciones entre el Titán y los sátiros, y Kerényiha recogido algunas muestras del arte en las que se narra este encuentro. Así,en la cratera del Ashmolean Museum de Oxford, del siglo V antes de Cristo,o en una copa de los Hamilton Vases. En todos ellos, los sátiros, danzando consus pasos alocados de baile, se acercan a Prometeo, que lleva su fuego en lacaña, y prenden sus varas, extasiados por el brillo de la llama. Una vez pren-dida su vara, se alejan saludando al benefactor. Lo que se narra así es la exten-sión del fuego entre los sátiros, otra forma de referirse al hombre originario19.Por tanto, esta parte del mito habla también de su humanización completa.

Sileno no es un Dios, pero tampoco es un hombre. Un semidios, de trazashumanas, pero de figura deforme que es, por decirlo así, el maestro de Dio-nisos. Ser indiscutible de la Tierra, su saber es tan viejo y total como el espa-

18 Friedrich CREUZER, Sileno, idea y validez del simbolismo antiguo, 1991. Barcelona. p. 70.

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cio materno. Para él también el hombre es un ser desgraciado. Pero, ¿se trataaquí de la desgracia de los hombres autóctonos, que habitan en cuevas, queno poseen fuego y que no saben cultivar la tierra? Sin ninguna duda, no. Locual muestra que las unidades de sentido que describen al hombre desgracia-do no son huellas de un mito originario, sino elementos significativos dentrode mitos plurales cada uno de lo cuales puede ser para nosotros fundamental.Elevando lo dicho a tesis general; el mito de Sileno juega en el contexto de ladesgracia humana, a la que intenta dotar de significado al menos en un frag-mento de su presencia. Pero no existe para Sileno una desgracia humana ori-ginaria, superable por los dones de Prometeo, sino una desgracia plural quesirve de contexto para el mito que la neutraliza. No existe un único conceptopara la desgracia humana excepto en cada uno de los mitos fundamentalesque la narran, la explican y la superan. En todo caso, con la permanencia dela desgracia humana, el mito mismo inició su movimiento y su trabajo, y eneste sentido se autotrasciende.

En todas las citas literarias que Creuzer persigue sobre el mito de Silenose habla de su sabiduría superior, hasta el punto de que Virgilio le otorga laconciencia del origen de todas las cosas20. Píndaro, el momento fundamentalpre-platónico del mito, lo presenta de una manera muy precisa en un contex-to de abundancia y riqueza de los hombres, de ordenación social estable, deorgullo autóctono pero civilizado, desde luego. La contrafigura de Sileno esel Rey Midas, famoso por su riqueza y su poder, un representante de la cul-tura jupiterina que el propio mito de Prometeo instaura. Y sin embargo, Sile-no se lamenta de la triste suerte de la humanidad, justo como el propio Titánse lamentaba del triste destino de los hombres originarios, perdidos en lasgrutas sin fuego. Resulta claro que los hombres del mito de Sileno no son loshombres primitivos. Son los hombres del presente. Sileno sabe de Prometeo,y sabe en qué se han convertido los hombres con el fuego que les entregó.

Sabemos que la saga de Prometeo percibió desde el principio que el dondel fuego no solamente reportaría dolor al Titán. El elemento de tragedia paralos hombres apunta ya en el mito de Prometeo, y al margen de la cólera deZeus, como se demuestra por los fragmentos que Kerényi ha documentado, enlos que Prometeo enseña a los sátiros a encender el fuego. Sospechando la fas-cinación que el fuego producirá sobre los alocados sátiros, y cuya escena Plu-tarco nos ha descrito en Moralia 86F, cuando el líder del grupo desea abrazarel fuego y besarlo, Prometeo les avisa: «como la cabra, tú te lamentarás por tubarba, te lamentarás». Así que el don del fuego no sólo produce la vida pordoquier. También lleva su aviso de daño y de daño para el usuario22.

19 KERÉNYI, Prometheus, Archetypal Image of human Existence, Bollingen Series, LXVi.Pantheon Book, 1963, p. 69.

20 Bucólica, VI, versos pp. 31-42.22 Cf. KERÉNYI, Prometheus, o.c., p. 1988.

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Sin embargo, el mito de Sileno nos cuenta cómo los avisos de Prometeono son suficientemente prometeicos, ni luminosos. En cierto modo, Prometeoes siempre Epimeteo, su hermano gemelo, índice de que todas las formas enlas que el hombre se transciende implican nuevas formas de dolor. Epimeteo,casi una condena a la improvisación, y por tanto clave en la renovación deldolor, es así el motor secreto del trabajo del mito, el déficit de saber que tam-bién es la fuente de su reelaboración, como explicación de las nuevas y con-tinuas desgracias humanas. Al proponer la ignorancia y la improvisacióncomo inseparable del uso de los dones que permiten a los hombres vivir, lafigura de Epimeteo nos muestra lo indomable de la condición humana recre-ada. Por eso, la dimensión de Epimeteo nos abre al futuro de las continuasmetamorfosis que el mito prevé como futuro abierto y que ya prefigura deotra manera la filosofía de la historia.

Estos indicios de tragedia para los hombres prometeicos se verifican ple-namente en el mito de Sileno. Efectivamente, el viejo centauro se dirige aMidas, figura post-prometeica, y le muestra su distancia de los beneficios dela civilización.

«Miserable, insensato hijo de un día.Con ese parloteo tuyo con que me encareces tus bienes.»23

Vemos así que Sileno en cierto modo desprecia al hombre ya prometeicoposeedor de una abundancia de bienes. ¿Por qué, si no, llama al hombre «Efí-mero linaje de un demonio lleno de fatigas y del duro destino»? De lo que selamenta el semidios es de la condición humana en relación con los sufri-mientos de la vida, sea cual sea su condición y su estado. Es la vida humanacomo tal la que, de ser llevada a plena conciencia, sería radicalmente insufri-ble. La vida humana sobre una tierra enteramente poblada, desde luego. Elmito de Sileno en Teopompo, por el que fue censurado, nos habla de la tierraentera, no de los seres autóctonos. Nos habla de Europa, de Libia y de Asia.Por tanto, Sileno es un mito reflexivo, que supone ya un largo camino de lahumanidad, levantado sobre la técnica, la civilización y la política.

Ahora los hombres, como totalidad, sólo podrían ser juzgados en estasituación por una alteridad, pero ésta resulta tan radical que no puede propo-ner vínculo alguno con los hombres sino la distancia, la retirada. Los hombressufrientes se convierten en intocables para otros seres. Por eso, Teopompo nosdice algo que sabía Sileno; que los habitantes de la gran tierra de Mérope,paralela a la de la Atlántica, decidieron viajar hasta las islas de los humanos.Pero al llegar a los hiperbóreos y al enterarse de que éstos eran los más feli-ces de entre los hombres, viendo su ya para ellos insufrible condición, vol-vieron a su país de origen, llenos de desprecio por los hombres. No hay

23 CREUZER, o.c., p. 73.

José L. Villacañas Berlanga248

transferencia de sabiduría, ni intervención posible de los habitantes de Mero-pe. Sólo de nuevo con Platón, a quien han llegado noticias de las lejanas tie-rras de la Atlántida, el mito fundamental se altera en mito de arte, al traer alos habitantes de las cavernas la luz de la filosofía, en una ebriedad eróticainoculada por el sileno Sócrates.

La ironía, el hacer preguntas como si no se supiera nada, y sobre todocomo si no se supiera la respuesta, brota de un profundo desprecio por los bie-nes en los que el propio Midas cifra su valor. En ese desprecio de lo poseídoen el presente por el hombre se verifica lo esencial de la sabiduría de Sileno;el hombre busca saber, pero no saber de sí. Busca poder, pero para esconderla precariedad de su situación. Los dones entregados, de hecho, no han roza-do sino la superficie de la vida. El mito de Sileno es más nuevo que el de Pro-meteo, y recoge una forma nueva de salvación, que supone el cambio devaloración del destino del hombre. El orgullo humano reside en una valora-ción positiva de la existencia ya conquistada, en sepultar debajo de las cosasposeídas la dimensión de su irrecusable desgracia. El saber que trae Silenoinvierte los valores al mostrar al hombre la completa suerte, el telos de su vidaentera. El orgullo prometeico de la civilización jupiterina tiene su fuente en laignorancia de lo que de verdad es el hombre, una ignorancia que reside enhaber olvidado el fundamento del propio mito y haber guardado sólo losresultados beneficiosos. Sileno, al proponer la continua presencia de la muer-te, verdadero telos, introduce la vanidad de todos los bienes de la civilizaciónotorgados por el Titán y hace regresar al hombre a lo que en el mito de Pro-meteo era la situación originaria, de la que nunca acaba desprendiéndose.Entonces el nuevo mito, al despreciar aquellos bienes, hace de nuevo la vidainsufrible y reactiva la potencia del relato, la forma de la nueva salvación.Sileno paraliza la vida humana al dotarla con una radical autoconciencia desu precariedad, que el fuego técnico no puede vencer. Esta es la nueva situa-ción originaria, repetición de la primera, la misma pero diferente, ella tambiénsujeta a la metamorfosis.

Para evitar esta parálisis producida por la profunda autoconciencia deldolor, el semidios, profundizando en los momentos que ya eran prehistoriapara Prometeo, muestra su vinculación a otro miembro de la casta de los tita-nes, Dionisos. La autoconciencia de la muerte permite la continuidad de lavida cuando viene dulcificada por la ligera embriaguez del vino, otro fuegoprocedente no de Zeus, sino de la Tierra madre. Así, Sileno es liberador(methy) en la medida en que es proveedor de la bebida (methymeno). Él pro-duce una salud autoconsciente de la vida, compatible con la presencia de lamuerte. Por eso es jovial; porque hace ligera la muerte24. De esta forma, elmito de Sileno cumple la misma función que el de Prometeo, pero de otra for-

24 CREUZER, o.c. p. 78.

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 249

ma. Consciente de la muerte, pero el servicio de la vida, entrega otro don alos hombres, pero ahora no mediante el robo, sino mediante el saber de la Tie-rra, aunque sea un saber de aquella alteridad lejana que procede de la isla deMérope.

Curiosamente, cuando la vida recupera su salud, tras la benefacción libe-radora de Sileno, cuando sumidos en la dulce ebriedad es posible imitar lavida de sátiro, entonces se nos describe un cuadro que de nuevo revela elmundo originario, aunque ahora radicalmente sublimado. No el mundo pre-cario de los recolectores de bellotas, el mundo helado previo al encuentro conel fuego. «En la acción de dejarse ir libremente recuerdan (los hombres) sunaturaleza silvestre», dice Creuzer, traspasado por la ideología romántica dela nostalgia25. Lo que entonces disfruta Sileno, como los seguidores de Dio-nisos, es una inocente alegría. Es dudoso, sin embargo, que esa alegría sea unregreso. Es una nueva vida, desde luego, que ya no tiene que ocultar su impo-tencia bajo la obsesión de amontonar bienes vanos, sino que es plenamenteconsciente de ella, si bien con esa suavidad, nítida y lejana a un tiempo, de laconciencia ebria. Interpretar esa nueva alegría como un regreso es algo ajenoal mito; el hombre, dominado por esa noticia de la muerte propia como si fue-se una muerte ajena, por primera vez se adapta a la tierra. Como un animalpor primera vez verdaderamente terreno, el hombre puede parecer feliz comolos animales y por eso parece que regresa a su origen. Nada más lejos de laintención del mito, sin embargo; el hombre no vuelve, sino que se recrea. Enla barca de una copa de vino, no alcanza la ribera del río Leteo, no pierde laconciencia ni reina sobre él la inconsciencia de los rumiantes; es hombre yconsciente, tiene memoria y domina el arco de su vida, y sin embargo, se des-dobla y mira la propia muerte con una distancia que también es una acepta-ción. No verlo así, ver en Sileno un regreso al paraíso, implica una lectura delmito dominada por la nostalgia, y aquí reside la fuente última y común de losmitos de arte bucólicos y pastoriles, la alabanza de la vida silvestre en liber-tad y en sosiego. Pero es dudoso que ahí resida el sentido profundo del mito.Cuando reconocemos la voz del sileno Marón, que dice a su compañeroentristecido: «No sé llorar, acepta una sonrisa como prueba de amor», no des-cubrimos con ello la ideología de la nostalgia, sino la presencia de una ironíadulce que no impide el brote genuino de los sentimientos. Con ello descubri-mos un verdadero paraíso26, pero uno en el que nunca antes estuvimos, unoque no clausura la tensión de dolor, pero que sin embargo no hace brotar laslágrimas, sino la sonrisa. A diferencia del paraíso judío, aquí la muerte estápresente, si bien en la forma dulce y superada en la inocencia del vino. Sinembargo, frente a todas las apariencias románticas, con el vino no se regresa

25 O.c. p. 78.26 CREUZER, o.c. p. 80.

José L. Villacañas Berlanga250

al origen silvestre del hombre, sino que se recrea la vida humana desde unnuevo don. No se regresa, sino que se abre un futuro.

Que la solución que el mito encontrase para esa desgracia —el fuego, elvino, los dones de la tierra— se interprete como una vuelta al origen, no indi-ca sino la pérdida de sentido que domina la conciencia de una cultura que sóloes capaz de ver ya en el futuro el progreso de las fuerzas de la civilización.Creuzer concreta así la interpretación romántica, que no puede prescindir dela nostalgia de la naturaleza. Dice: «Así tuvo que ser visto, cada vez con másfuerza, este arcaico dios tracio de los bosques según los males que acompa-ñan a las relaciones políticas, la coerción del Estado y la opresión de los sobe-ranos, iban haciendo cada vez más nítido el contraste entre el modo de vidaasí establecido y la libertad de la naturaleza de que se estaba privado y la pér-dida y dorada edad infantil del mundo»27. Pero no es completamente cierto.Sileno no habla de un mundo infantil dorado y perfecto. Habla de un estadode los hombres despreciable e internamente terrible, un estado que no ha sidoclausurado ni rozado por Prometeo y sus bienes técnicos-políticos. Esto es:refleja la inanidad de todos los bienes reportados por Prometeo, pero no con-trapone un mundo paradisíaco al origen lamentable del hombre autóctono.Sileno habla a los hijos de Prometeo. Les dice que, a pesar del fuego, siguensiendo esas figuras entristecidas por la presencia de la muerte, desconsoladasy desorientadas, que no saben ya hacia dónde mirar. Lo común a ambos mitos,la frase que no puede ser clausurada por ninguno de ellos, las palabras que nopueden ser retiradas de su relato, son aquellas que hacen deseable la muerte.Son las palabras trágicas de Sileno, por las cuales lo mejor para el hombre esno haber nacido, y si esto es inevitable, morir pronto. Son las palabras de Pro-meteo: «Con amor de la muerte, del mal buscando el término».

5.— Cultura originaria y dolor. Cuando, guiados por la voluntad de des-cubrir el elemento fundamental del sentido de estos mitos, reflexionamossobre ellos para dotar a nuestro mito de arte de la filosofía con un punto departida válido para figurar el presente, surge ante nosotros nítida la evidenciade que la pregunta central no roza el problema de la salida del estado origi-nario y feliz. Nunca lo hubo. El problema es, una vez más, que la desgraciaes originaria al hombre. La fuerza que pone en marcha el mito es la desgraciadel presente. La energía que le da credibilidad es la metamorfosis de la vidaque narra en su historia, y que al encarnarse en el que cuenta o escucha trans-forma el dolor y hace que ya no domine enteramente el presente. Lo autócto-no, lo originario, no emerge en el mito con pretensión alguna de legitimidad,sino como el dolor que tiene que ser superado. No se especializa en una feli-cidad cuya conciencia, de ser cierta, quedaría sumergida en la dicha. Antesbien, sólo subraya la desgracia insufrible. La apertura hacia lo otro sólo pro-

27 O.c. p. 82.

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 251

cede del dolor que produce lo propio. Frente a todo lo que dice la cultura delreconocimiento, el dolor no lo porta el otro, sino que ya está en mí, desdesiempre. Por eso el mito no sabe de autoafirmaciones; el otro no aparececomo el que puede contentar mi necesidad de identidad, sino como el quepuede librarme de ella.

Cuando reconocemos el juego de los mitos de Prometeo o de Sileno comomitos fundamentales, reconocemos una estructura que nos reconcilia con latesis final de Kerényi; el mito nos habla de una segunda creación producidapor un nuevo don entregado por las divinidades menores, relacionadas con laMadre Tierra. El saber de alguien que conoce los dones procedentes de otraspartes lejanas de la Tierra, introduce un acontecimiento que acaba transfor-mando no sólo la conciencia de la vida humana, sino su propia realidad. Unnuevo don altera la naturaleza del hombre. Pero este nuevo don siempre pro-cede de una fuerza desbordante, inexplicable, excesiva, soberbia hasta en elejercicio de la piedad, propia de la sangre de los titanes o de los silenos, loshijos más profundos de la Tierra. El nuevo don aumenta el poder de supervi-vencia del hombre y reduce la omnipotencia de la realidad. Así, el hombrealcanza nuevas armas para dotar de significatividad la existencia. En la inte-rioridad del mito, al marcar un antes y un después, siempre se propone laposibilidad de un hombre nuevo formado por las mezclas de lo autóctono ylo lejano. Al propiciar esta estructura de antes y después, de vida desolada yvida consolada, el mito se convierte en un elemento reflexivo que conformala propia conciencia del hombre y la teje en el trenzado de diagnosis y expec-tativas, entre experiencia y esperanza. Así dota al hombre de la aguda con-ciencia temporal que ya le prepara para asimilar la conciencia histórica, parainterpretar los estados de su propio avatar.

En esa doble creación del hombre, entre el dolor insufrible que es unaamenaza de muerte y la nueva dotación de cultura, descubrimos la estructuraformal de todo mito fundamental. En él siempre se nos propone la irrupciónde una realidad, de un don, que no pertenece a los hombres autóctonos, sinoque viene de lejos, de la isla de Lemnos, en Prometeo, o de las islas de Mero-pe, en el mito de Sileno. Siempre las islas, en la periferia de lo conocido, sedibujan como el umbral donde habita una felicidad que no le está dada a losque nacen de la tierra. Los dioses salvadores, como Prometeo, con Hermes,son heraldos, viajeros, cruzan territorios antes no mirados por la bondad, y sesienten interpelados por el dolor incomparable de los hombres. De esta natu-raleza era también el Jesucristo gnóstico.

En ese espacio reflexivo que vincula un dolor originario y el nuevo donque lo supera, que teje el antes y el después de la doble creación, alcanzamosesta condición transcendental del mito del arte de la filosofía: la posibilidadde hacer preguntas nuevas que de forma nítida identifiquen un dolor presen-te. En este sentido, propongo que la filosofía se deje llevar por la vieja intui-

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ción del mito; en el origen, en lo autóctono está el dolor. Sólo desde esta mira-da se puede encontrar lo necesario en el otro, pues sólo entonces se despiertala sustancia humana más profunda del mito, la compasión ante el dolor genui-no. Sólo entonces el otro se torna significativo. Si lo autóctono fuese la dichadel paraíso, ¿qué función quedaría al otro? Mas si el dolor de lo propio es looriginario en el relato, ya se está preparando la aceptación consciente y justi-ficada del don que el otro porta.

El mito del arte de la filosofía debe, por todo ello, alterar el elenco de anti-guas cuestiones, desde la angustia renovada del presente. El mito del arte, laelaboración consciente del mito, brota inevitable de la misma estructura delmito fundamental al que mantiene vivo por la fuerza permanente de la impo-sibilidad de levantar contra el dolor otra cosa que un relato en el que los hom-bres se mezclan. Ese mito de arte, acompañado de un aparato de explicaciónconceptual apenas significativo de forma autónoma, sin la historia narrada enel propio mito, es la filosofía. Por eso, en la medida en que mantenga una cla-ra consciencia de su origen, la filosofía es mito de arte y mito de hombre.

Esta proposición, que nos sitúa en la inmediata proximidad de la voz dePlatón, se puede mostrar de una manera más precisa: la filosofía, en tanto sesustancia en el mito de la ilustración, se ha autorrepresentado según la activi-dad del dios del mito y ha dirigido sus estrategias hacia el dominio del fuegoy de la luz. Como el propio mito, la filosofía no dejó de avisar sobre las con-secuencias trágicas de su propio regalo. Por eso, como portadora de la luz, nopuede separarse la filosofía del mito de la Caverna, mito del arte que trabajael mito de Prometeo; ni puede separarse de la ironía crítica, esa instancia querecoge para siempre el mito de Sileno, ya para nosotros otra máscara deSócrates. La filosofía hereda desde este origen la administración de los mitosfundamentales. No tiene otra cosa que esta herencia. Estos mitos son el deco-rado en el que ella deja oír su voz. Por eso cuando se deseca el mito del arte,cuando la literatura y el discurso filosófico pierde todo contacto con los mitosfundamentales, la filosofía igualmente se queda muda. Si retiramos ese deco-rado, ella apenas es una gasa transparente, veste de algún cuerpo bello que yahubiera huido.

6.— Mito de muerte y mito de vida o encuentro y desencuentro en el terre-no del mito. La relación interna del mito con la filosofía reside en que sólo ensu síntesis se hace visible la experiencia de la vida. Esa visibilidad, cuando esgenuina, resulta arquetípica. A través de la visibilidad del arquetipo, nuestrasvidas fenoménicas quedan elaboradas. Kerényi ha expuesto esta tesis, en suintroducción al ensayo sobre Prometeo, para mediante ella identificar la rela-ción entre el mito y la existencia humana. Al proponer este vocabulario28,Kerényi se está aproximando a la estrategia de la filosofía transcendental de

28 Prometheus, o.c., p. XVIII.

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 253

una manera inconsciente, pero rigurosa. También Kant entendió que sólo através del dibujo del entendimiento arquetípico se conquistaba la visibilidaddel entendimiento ectipo. Sólo mediante el reconocimiento de la forma de tra-bajo del arquetipo se logra identificar la forma de trabajo derivada del ectipo,de la existencia temporal y humana. Que el mito tenga autoridad sobre la exis-tencia sólo puede justificarse desde el reconocimiento de la analogía que laautoconciencia humana descubre al narrarlo. La autoridad, finalmente, puederealizarse en el rito, pero también en el juicio. La evolución que va desde elrito, como escenario en el que la vida escenifica el mito, hasta el juicio, comoreconocimiento libre de que se encarna en una existencia iluminada por él,constituye el paso desde la interpretación social del mito a la hermenéuticadel hombre. Pero en ambas opciones, la existencia humana resulta iluminadapor él y la experiencia de los hombres elaborada.

La analogía que descubrimos en los dos mitos fundamentales que hemosnarrado identifica dos elementos sin los que no podríamos concebir la vida.Ambos alcanzan funcionalidad porque superan un dolor que fue identificadocomo originario. Ambos entregan dones que vienen de lejos y que los hom-bres autóctonos no podrían atisbar. El estado originario no era el estado deautosuficiencia, sino el de impotencia. Por eso se ponía una expectativa haciala alteridad. El dolor era su botella de náufrago hacia alguien que pasa de lar-go y es detenido por la compasión. Tras ese encuentro se disparan las trage-dias, desde luego, pero la vida se hace posible. La historia no es una comedia.La vida no supera su estructura trágica, pero sigue siendo vida. El mito así esconsciente de la muerte, pero sirve a la vida.

No todo mito fundamental nos habla positivamente, ni todo mito de artede la filosofía puede elaborar sus materiales desde la analogía optimista. Haymitos que son conscientes de la muerte y sirven a la vida desde la desolaciónque produce su historia. La analogía con la existencia nos habla entonces deun camino que la vida no puede recorrer. De esta naturaleza es el mito de Ecoy Narciso, tal y como nos lo cuanta Ovidio. Mito fundamental del desen-cuentro con el otro, este mito nos permite identificar dolores que hoy nos per-tenecen como hombres autóctonos, como hombres inmediatos, comohombres del presente. Pues la teatralidad del mito, que conserva como nin-guno la huella del rito en el que se ha forjado, se prepara desde la imposibili-dad de que Eco diga una palabra genuina y propia. Condenada a repetir lasúltimas palabras de las frases de los otros, ni siquiera puede hacerse con eldiscurso y el sentido de éstos. El discurso de Eco es doblemente dependientede la alteridad, no sólo porque tiene que repetir lo dicho por otros, sino sobretodo porque ha de repetir sólo los «verva novissima» [Metamorfosis L. III, 36].De esta forma, jamás puede entrar en un diálogo. Por mucho que escucheenunciados con sentido, su intencionalidad no alcanza cumplimiento ni pue-de expresar la totalidad de su sentido. Al pronunciar fragmentos, tampoco

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puede comunicarse con sentido, y entonces sólo puede producir en el otro lahuida, la amenaza, la extrañeza, el grito. Eco, la voz dependiente, es tambiénpor eso la no voz, la voz sin cuerpo, sin intencionalidad propia. Con las pala-bras que la ocasión le presta, nunca puede construir un relato de su existen-cia.

Dramáticamente, sin embargo, el desencuentro de este mito de muerteestá preparado con la figura de Narciso. Pues la misma Eco es capaz de sen-tir amor por el joven, amor verdadero, pero no es capaz de expresar su dolor,ni por lo tanto aproximarse a cumplir su deseo. La única actitud permitida esla de esperar la oportunidad, atender, permanecer a la escucha, para que el flu-jo de los sentimientos pueda caminar sobre las palabras prestadas. El destino,sin embargo, parece permitir que entre Narciso y Eco tenga lugar un diálogomínimamente significativo, en la medida en que Eco se vuelca con todo sudeseo y Narciso, que todavía no ha visto a nadie, mantiene una expectativa deapertura, de novedad. Más Narciso es incapaz de reconocimiento. Desde elprincipio está caracterizado con una permanente soberbia, como hybris, queya se apuntaba desde el momento mismo de nacer y que ha determinado en éluna forma de existencia que el propio poeta considera nueva y enferma. Enefecto, Narciso encarna una maldición que se acredita en la novedad del furor,de una extraña locura que le hace vagar sin que pueda amar a nadie.

Cuando Eco surge de la espesura del bosque y se presenta ante Narciso,éste, inmediatamente disuelta la expectativa que por un momento sintió antelo desconocido, la repele. Al comprobar que la forma dependiente de su vozno le permite la expresión precisa de sus sentimientos, ni darse a conocer enlo que ella es, Eco regresa a la situación del hombre originario. El mito nosdice que oculta su rostro en el ramaje y desde aquel momento vive en losantros solitarios. El amor sin expresar, el alma sin lenguaje pleno, reina ensu interioridad y devora su cuerpo. Sólo un sonido vive en ella, dice el poe-ta, pero ya no será un sonido articulado, como veremos. Y sin embargo, todoel mundo la oye [L.III.400].

La imposibilidad de cumplir el deseo, siempre un encuentro con el otro,que el lenguaje subsidiario de Eco ha determinado, revierte sobre el propioNarciso como una maldición. El tampoco podrá conseguir el objeto de sudeseo. Pero no porque no sea capaz de reconocer a nadie, sino porque al úni-co que puede reconocer y amar, a sí mismo, no puede ser objeto, ni es alcan-zable. Con ello, la venganza en simétrica. Eco, la amante, ya es una voz sincuerpo. Narciso, que debe padecer simétricamente la venganza, víctima tam-bién del desencuentro que él mismo ha provocado por su arrogancia, ha deamar sólo una imagen sin cuerpo, por mucho que sea la suya. De sí mismo, apesar de toda su belleza, no podrá disfrutar. Por mucho que se ame, no amasino una esperanza sin cuerpo. Él como objeto no es nadie, sólo imágenes desí. Como sujeto, Narciso es todavía desconocimiento y arrogancia. Desde el

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 255

mismo momento en que el poeta dice que Narciso cree que es cuerpo lo quees agua, ya sabemos que su elemento es finalmente la muerte. La experienciade Narciso, aquella en la que descubrimos una analogía con el presente de lasoberbia arrogante, es la parálisis. Antes de estar muerto, Narciso ya habíamuerto. Mirándose en las aguas, ya es una estatua de mármol.

Narciso es muy consciente de su propio suplicio, en la medida en quejamás puede consumar su amor. Pero su tormento se mantiene mientras igno-ra que el joven que ve reflejado en las aguas es su propio ser. Naturalmente,sabe que algo diabólico anda por medio. Comprende que un obstáculo paraconsumar su amor tan mínimo como la delgadísima franja de agua pura sólopuede resultar una barrera insuperable si y sólo si con ello se cumple algunamaldición divina. El tormento es tanto mayor por cuanto la imagen reflejadafinge e imita en todo su aproximación amorosa, dejándole abandonado justoen el momento en que el abrazo rompe el espejo de las aguas. Pero mientrasNarciso cree que persigue una alteridad, todavía puede vivir, pues no se sabecondenado radicalmente a no encontrar jamas el objeto de su deseo. La mal-dición de Tiresias juega aquí muy certera. Éste había profetizado que Narci-so llegaría a la edad longeva «si se non noverit», si no llegaba a conocerse así mismo. Esta profecía de Tiresias es también una maldición lanzada sobretodas las culturas autorreferenciales. Mientras Narciso reconoce su imagencomo si fuera la imagen de una alteridad, puede seguir vivo su sufrir. Comoya vimos, en todo caso se trata de un sufrimiento estéril, pero al menos en élse mueve la vida y el deseo. Cuando, dominado por una revelación inmedia-ta, en la culminación de la simetría con el martirio de Eco, su propia imagenreflejada le habla con una palabra que sólo es silencio, Narciso exclama «isteego sum! sensi; nec me mea fallit image» [ese soy yo. Me doy cuenta, mi ima-gen no me engaña] y se reconoce, la historia llega a su final. Tan pronto reco-noce que el objeto de su deseo es él mismo, Narciso sabe que vive en elimposible y que ya ha reproducido el destino de la humilde y balbuciente Eco.Al no reconocerse recíprocamente, ambos han quedado sin palabra y sin vida.

En efecto, el motivo que recorre la vértebra del mito, organizando elmomento de la salvación de la vida, se nos descubre cuando se pronuncia lafrase que resume toda la sabiduría pesimista de la Antigüedad. La pronuncióPrometeo y la dijo Sileno: era preferible amar a la muerte para poner términoa los males de la vida. Narciso también la pronuncia: «nec mihi mors gravis,est, posituro morte dolores» [III, 471; No es dura la muerte para mí, de losdolores me libro con la muerte], pero la diferencia es que Prometeo vive ySileno enseña a los hombres a danzar sobre ella, a no dejarse hundir por supeso consciente. Narciso, el que no sabe reconocer alteridad alguna, el quecon pesar descubre que lo que reconoció y amó finalmente era a sí mismo, notiene alteridad alguna que le libre de la desesperación. El martirio de Narci-so, su imposibilidad interna, reside en no poder conjurar a la vez el deseo y la

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conciencia de que ese deseo apunta a sí mismo. Esta clave condena a Narci-so a la ilusión: sólo persigue su imagen mientras no sabe que es la suya, perotan pronto lo sepa no puede sino morir, incapaz de asumir aquella apertura alo ajeno en la que el mito de la vida encontraba su don y su remedio. Con ello,la autoconciencia de amarse a sí mismo disuelve el amor y el deseo, lo saciadefinitivamente sin haberlo cumplido una sola vez. Narciso, prestando voz anuestro presente, habla de una manera lúcida; «Quod cupio, mecum est; ino-pem me copia fecit» [III, 466: «lo que deseo, es mío, abundancia me haceindigente»]. El dilema es: o deseo de tu misma imagen como alteridad iluso-ria, o disolución del deseo. Pues nuestro presente necesita permanentementetrasvestir las imágenes de nosotros mismos para mantener una alteridad fic-cional, muy consciente de que la depresión más profunda nos inunda tanpronto desvelamos la faz de lo que perseguimos y nos descubrimos a noso-tros mismos.

El mito es consciente de la muerte pero sirve a la vida. Sirve a la vida nosólo al proponernos un don que nos recrea, sino cuando nos muestra los cami-nos por los que la vida es imposible. Esos caminos son, ante todo, los queimpiden el encuentro de alteridad en que consiste el drama de la vida. Unabendición fue el momento en que Prometeo y los hombres autóctonos seencuentran. Una bendición llevó a Sileno ante el rey Midas. De forma muyevidente, la maldición guía los pasos de Eco y de Narciso y genera su desen-cuentro. La maldición de muerte del mito también puede servir a la vida. Nilos que por todo lenguaje repiten las novísimas palabras ajenas, ni los que porsu soberbia son incapaces de reconocer la belleza de otro, pueden vivir. Ni losque sólo son eco de otro pueden expresar su exigencia de reconocimiento, nilos que sólo tienen amor a sí dejan a los demás otro papel que convertirse ensu reflejo y eco. Ambos están condenados a no encontrar jamás el objeto deamor. Su destino señala un límite de la vida. Eco, la que sólo podía imitar, alfinal no puede sino prestar su voz al lamento de Narciso, pues el dolor es laúnica intencionalidad que sobrevive, adecuada siempre a disponibilidadesexpresivas. Sobre la tierra, sólo queda la flor que nos dice que la belleza de latierra es más inocente que la belleza de los hombres, pues las flores, inocen-tes a su propia realidad, bellas sin saberlo, acogen sin dolor la corta vida deun día. En el agua, símbolo de una realidad que siempre es muerte, en eseagua de la laguna Estigia en la que Narciso se hunde, persigue por la eterni-dad el brillo de su rostro, y a sí mismo inútilmente intenta abrazarse.

257

CUARTA PARTE

CONTROVERSIAS SOBRE ELMULTICULTURALISMO

259

El Otro, el permanente excluido en los procedimientosde justificación de Habermas y de Rawls

Margarita Cepeda

En la situación de este diálogo Rawls se encuentra de visita en la casacampestre de Habermas, cerca al lago Starnberg, en la muy conservadora ycampesina Bavaria. Esta tarde esperan al Otro, quien el día anterior había lla-mado, desbordante de gratitud entusiasta, al descubrir en una librería queHabermas le incluía hasta en el título de su obra más reciente1. El feliz Otroquiere que Habermas le escriba unas líneas personales de dedicatoria en suejemplar.

El Otro: ¡por fin estoy aquí! Me demoré en llegar porque me perdí variasveces y había muchas vacas por el camino.

Habermas: ¡hola!, señor Otro, ¿cómo está Usted?El Otro: feliz y radiante gracias a Usted!Habermas: le agradezco que se haya tomado el trabajo de venir hasta aquí.

Yo siempre quise conocerle, pues en los escritos de mis detractores herme-néuticos se habla mucho de Usted... ¿Y qué es ese paquetón que trae ahí? ¡Nose habrá puesto a comprarme regalos!

El Otro: oh, no, no se trata de regalos. Es que traje todos mis títulos ydiplomas, incluyendo el del jardín infantil.

Habermas y Rawls en coro sorprendido: ¿diplomas?El Otro: sí, es que he oído decir que para participar en un diálogo eman-

cipatorio con Ustedes hay que cumplir con muchos requisitos. Dicen que ayu-da mucho tener un doctorado en filosofía, ojalá de Frankfurt o de Harvard,pero yo lamento en el alma que...

1 HABERMAS, 1996.

Margarita Cepeda260

Habermas lo interrumpe y le dice: qué va, querido Otro, para dialogarconmigo Usted no necesita diplomas, eso es pura calumnia!

Rawls agrega: ¡ni tampoco para participar en mi novedoso experimentohipotético, porque aunque Usted no lo sepa mi especialidad son los velos deignorancia!

El Otro, con cara de desconcierto, le pregunta a Rawls: ¿cómo es eso?Rawls le responde: verá, se trata de un grandioso y muy simple procedi-

miento que he inventado para poder someter a escrutinio a todos los princi-pios de nuestra convivencia social. Sin duda alguna Usted estará de acuerdoconmigo en que la elección de tales principios no puede estar sometida alcapricho de nuestros intereses particulares, pues de ser así jamás llegaríamosa un acuerdo igualmente ventajoso para todos.

El Otro: ¡un momento, no entiendo ni jota hasta ahora! ¿Por qué hablaUsted de elección? ¿Acaso no vivimos ya siempre dentro de institucionessociales definidas por reglas?

Rawls: bueno, sí, pero fíjese Usted que cuando no todos podemos decirque vivimos en una sociedad que hubiéramos elegido también voluntaria-mente, nuestra sociedad es injusta. Y ésta es la reflexión que le sirve de basea mi experimento hipotético, el cual no busca crear una nueva sociedad sinojuzgar las que ya existen. Así, por ejemplo, si nuestra sociedad se rige porprincipios que todos pudiéramos haber elegido, entonces es justa.

Mientras el Otro intenta comprender, Rawls continúa: naturalmente seme-jante acuerdo de todos en torno a principios requiere de condiciones justas,sin las cuales terminaría primando el beneficio de unos en detrimento de losintereses de los demás, con lo cual se anularía de entrada la posibilidad de laelección voluntaria por parte de todos. Es por ello que, para excluir todo tipode favoritismos y de amenazas, mi experimento le exige que haga de cuentaque se encuentra tapado por un «velo de ignorancia» que le impide conocersu propia situación y su concepción de lo que es el bien, que le impide cono-cer sus metas particulares, su condición social, la sociedad a la que pertenecey, en fin, toda particularidad que lo diferencie de los demás. Lo que le pido,en otras palabras, es que se olvide de todo lo que lo hace otro, señor Otro. Ycomo a los otros tambien les he pedido lo mismo, todos dejamos de ser losotros que somos y quedamos en pie de igualdad. Sólo así pueden garantizar-se las condiciones justas sin las cuales no sería posible la elección voluntariade principios por parte de todos, o, lo que es lo mismo, el acuerdo en torno acuestiones de justicia.

El Otro, desconcertado: esto sí que es raro. ¡Yo que me había alegrado tan-to de conocer al profesor Habermas y ahora a Usted! ¡Pensé que iba a ganarclaridad y mucha luz y ahora Usted me sale con un velo que todo lo tapa!

Rawls, un poco apenado: ¡discúlpeme! No era mi intención ofenderlo;pero Usted tiene que entender que la justicia exige mi velo.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 261

Habermas al ver al Otro tan decepcionado, le hace a Rawls un reproche:¡se lo dije! ¡Su experimento hipotético no lleva a ninguna parte! ¡Lo que senecesita son diálogos reales!

El Otro, a quien le vuelve el alma al cuerpo, reacciona: ¡diálogo! ¿dijoUsted diálogo?

Habermas le responde: sí, claro, Usted se va a sentir muchísimo más agusto en mi procedimiento dialógico.

¿Procedimiento? pregunta el otro volviendo a mostrar síntomas de angus-tia.

Habermas le explica pacientemente: verá Usted, querido señor Otro. ARawls y a mí lo que nos interesa realmente es aclarar el punto de vista moral.

El Otro toma asiento y comenta frotándose las manos: eso está mejor.¿Será que la moral de Ustedes es más libre de tapujos que las costumbresmojigatas de la selva bávara?

Habermas, en tono condescendiente: ¡no, qué tapujos ni qué costumbres!Si nos quedamos en esas seguiremos enredados en folclores locales y jamáspodremos ocuparnos de la universalidad propia de lo moral. A mí no mematan ni las anécdotas etnográficas ni las narraciones hermenéuticas. A míme interesa la crítica, bueno, lo que yo llamo crítica.

El Otro anota con sorpresa: Y yo que creía que uno aprende oyendo con-tar a los otros lo que hacen a su manera, y que uno se enriquece y se hacemaduro sabiendo de las muchas maneras que hay de pensar y de hacer lascosas...

Habermas: sí, sí, eso todo es saber ético y pragmático, pero hay que supe-rarlo para efectos teóricos.

¿A qué se refiere Usted?, pregunta el Otro.Habermas le responde sonriendo magistralmente: al gran logro de mi pro-

puesta discursiva. Verá. Se trata de confrontarse argumentativamente conotros en busca de un consenso en torno a reglas que puedan ser igualmenteaceptables para todos. A esto es a lo que llamo el punto de vista moral.

El Otro: ¿cómo? ¿Usted cree que lo moral se decide en una competenciaargumentativa, como dicen los políticos que pasa con todo?

Habermas: no, no exactamente... Digamos más bien que argumentando seponen a prueba las normas que damos normalmente por válidas. Esto ademáses bien democrático, pues nadie está excluido de poner en juego sus propiospuntos de vista y de sustentarlos con buenas razones.

El Otro: es decir ¿que Usted no quiere que le cuente de las tradiciones demi gente, sino que aspira a que yo le convenza de nuestras costumbres, argu-mentando en su favor?

Habermas: no, tampoco es de eso de lo que se trata... lo interesante delproceso dialógico es que al final, dejando de lado todo contenido sustancial,se llega a lo que es válido para todos.

Margarita Cepeda262

El Otro: ¿y eso se alcanza argumentando?Habermas asiente con la cabeza, y el Otro exclama: ¡esa es una manera

muy amañada de entender lo moral! ¡De veras cree Usted que se pueda dejaralgo tan sagrado en manos de la habilidad retórica de convencer a otro?

Habermas, con vehemencia: ¡claro que no! ¡En mi diálogo no cabe la retó-rica ni ningún otro tipo de coacción truculenta! ¡Se trata justamente de un diá-logo en donde se impone la fuerza del mejor argumento!

El Otro: ¡qué horror! Ahora entiendo por qué me dijeron que trajera diplo-mas... la verdad es que yo no he tomado ningún curso de argumentación, y nosoy de los que encuentran rápidamente un argumento para defender sus pun-tos de vista, lo que claramente me deja en situación de desventaja...

Habermas, enternecido: ¡vamos, buen Otro! Si se esfuerza un poco, estoyseguro de que podrá dar buenas razones en favor de sus puntos de vista!

El Otro, indeciso: el problema es que yo no aspiraba a convencer a nadiede nada... Mis costumbres yo las comparto con los de mi tierra, con los quehemos crecido en ellas. Son algo de veras nuestro, de lo que estamos segurosporque nos ha dado buenos resultados a través del tiempo. ¿Cómo podría unoadoptarlas mediante un acto arbitrario de elección? Esas cosas no se cambiancomo cualquier muda de ropa!

Habermas le interrumpe: Usted no me ha entendido. No se trata de elegirun conjunto de costumbres suyas o mías, ni de nadie. El problema es quetenemos que poder encontrar unas bases para la convivencia pacífica, sin queyo le imponga a Usted mi propia concepción del bien ni Usted me impongala suya. Y precisamente mediante el proceso de justificación podemos acce-der a aquello que es igualmente válido para todos, y no sólo para unos pocos.Rawls lo invita a ponerse un velo, y yo lo invito a dialogar. En ambos casospartimos de condiciones de igualdad y de libertad. Así que la escogencia essuya, mi querido Otro.

El Otro: antes de que me explique lo de la libertad y la igualdad, ¿puedohacerle una pregunta?

¡Claro!, responde Habermas.El Otro: ¿Usted, cree en Dios?Por supuesto que no, responde Habermas. Hoy vivimos en sociedades

seculares.Con cara de decepción, el Otro murmura: eso me temía... y continúa: en

mi pueblo sólo hay evangélicos o católicos.Habermas, con ademán de resignada paciencia: bueno, sí, la cosa es que

vivimos en un mundo en donde todos tenemos diversas concepciones del bien.Pero eso no quiere decir que la sociedad oficialmente tenga que ser atea, ¿o

sí?, replica el Otro.Habermas se vuelve a armar de paciencia: lo que quiero decir es que el

acuerdo de todos ya no se puede alcanzar en torno al punto de vista de un Dios

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 263

transcendente, y por lo tanto tenemos que reconstruir esa perspectiva dentrodel mundo.

El Otro: ¿Y cómo lo hace? Ah, ¿y qué es eso de reconstruir? En lo que heleído de su libro Usted se la pasa reconstruyendo todo el tiempo.

Habermas: Reconstruir, mi querido amigo, es explicar algo en términos deracionalidad. ¡De la racionalidad que he venido tratando de mostrarle! Demanera que la perspectiva transcendente de Dios se reconstruye con apoyo enla voluntad y en la razón de los que participan en el diálogo.

¡Qué falta de modestia!, exclama el Otro escandalizado. Con que recons-truir es sustituir a Diosito lindo!

Habermas tratando de calmarle: digamos más bien que se trata de un cam-bio de perspectiva. El hombre sin Dios busca ahora otro piso común que sus-tente la fuerza vinculante de normas y valores. La pregunta es si lo encuentraen las libertades subjetivas o...

Indignado, el Otro le corta: ¡ahí lo tenemos! ¡Dios es sustituido por elarbitrio del sujeto!

Habermas, a la defensiva: no se trata de una sustitución, sino de una nue-va forma de justificación en la esfera pública, allí donde creyentes y no cre-yentes tenemos que lograr un acuerdo. Y no se trata de mera arbitrariedadsubjetiva, pues es precisamente el diálogo intersubjetivo el que nos permiteacceder a lo compartido, es decir, a lo universal.

El Otro: yo pienso que lo compartido son las costumbres, las creenciascomunes, y no las conclusiones argumentativas. Además, según lo que Usteddice, lo público se vuelve necesariamente secular. Es decir, se cambia unavisión de mundo por otra, lo cual no resuelve el conflicto entre ellas.

Habermas respira profundo mientras se pregunta por qué siempre le tocanlos tradicionalistas, y replica: ¡sí, pero la diferencia es que con la seculariza-ción de la esfera pública sigue habiendo lugar tanto para todo lo religiosocomo para todo lo no religioso! Mire, le propongo que sigamos adelante y yava a ver cómo nuestra alternativa es la única sensata en el mundo plural enque vivimos.

El Otro, intrigado: está bien, explíqueme entonces por favor lo de la liber-tad y la igualdad.

Cuando Habermas se dispone a hacer su exposición magistral, Rawlsinterviene con la esperanza de convencer al Otro de la bondad de su experi-mento hipotético.

Rawls: mire. En la cultura pública de sociedades democráticas desarro-lladas está latente un ideal de ciudadano libre e igual. El ciudadano aspiraa iguales beneficios de la cooperación social en la cual participa activa-mente. Él se considera libre de expresar sus pretensiones al cooperar conotros, pero también libre de forjarse y seguir una determinada concepcióndel bien, así como de revisarla y distanciarse de ella. Igualmente en tanto

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es responsable, tanto de su concepción del bien como de sus pretensionesde justicia, puede considerarse libre.

El Otro, con actitud de rechazo: ¡Uff! ¡Qué individualismo! ¡Aquí la vidaen común parece no servir sino como medio para satisfacer los propios inte-reses! ¡No entiendo, además, cómo es eso de que uno sea libre frente a su pro-pia concepción del bien!

Rawls le explica: uno no está indisolublemente ligado a sus creencias.Hoy soy católico, mañana puedo convertirme en ateo o en judío.

El Otro: Usted sí que es optimista. Yo no creo que uno pueda deshacersetan fácilmente de sus creencias, los vínculos con ellas son mucho más pro-fundos e importantes de lo que Usted se imagina.

Rawls: ¿está Usted negando la posibilidad de crítica desde el determinis-mo intolerante?

El Otro: ¡Dios me perdone! ¡Claro que no! Pero me parece que al criticaro criticarse uno nunca salta por encima de su propia sombra, porque siemprequeda un vasto transfondo fáctico más allá de los límites del esclarecimientode la razón.

Rawls: mire, my friend, desafortunadamente ahora no tenemos tiempopara minucias, pero lo importante es que en realidad el ideal de ciudadanolibre e igual no abarca todo, es meramente político.

El Otro: ¿Cómo así?Rawls: Usted puede creer que está casado para siempre con sus creencias,

y otro ciudadano puede creer que está libre de ellas. Lo importante es que elEstado los ve a ambos de la misma manera. Al hablar de ciudadano, estamoshablando del aspecto público de la persona. Al Estado le da igual que Ustedsea católico o ateo. De cualquier manera Usted seguirá sacando los mismosbeneficios de la cooperación social. Así se crean las condiciones para queUsted pueda ejercer su autodeterminación, así ésta consista en renunciar a símisma. Lo que cuenta es que el Estado no sea confesional, no le obligue aUsted a creer en aquello que no cree ni a seguir objetivos que no se haya tra-zado Usted mismo.

El Otro: eso está bien, pero dígame ¿qué tiene que ver todo esto con lapropuesta que Usted me hizo al comienzo?

Rawls: precisamente en el experimento hipotético la libertad y la igual-dad de los ciudadanos se expresan por medio del velo de ignorancia. Unavez que las particularidades quedan excluidas, todos estamos en pie deigualdad: nadie goza de ventajas en el procedimiento de decisión, nadieamenaza a nadie, nadie puede ser sobornado. Además de ello, el velo expre-sa las condiciones de libertad o independencia frente a la propia forma devida.

El Otro: ¡un momento! Usted sigue hablando de la independencia de unofrente a uno mismo y ya le dije que yo no creo en esas ficciones liberales.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 265

¿Por qué no se vuelve más realista y acepta que más bien somos lo que somosgracias a nuestras pertenencias?

Rawls: Yo no quisiera presuponer ni lo uno ni lo otro, pues esas son cues-tiones ontológicas muy discutibles, que deberían relegarse al ámbito de lasconvicciones personales. Lo que me interesa es que las personas puedan viviren comunidad independientemente de lo que piensen en torno a estos espino-sos asuntos.

El Otro: sí, pero su experimento ya ha tomado partido, y por lo tanto noes imparcial, sino que excluye de entrada a los que piensan de otra manera.

Rawls: ¿por qué lo dice, si al ponerse el velo de ignorancia se tapan todasestas convicciones diferentes?

El Otro: ¡Usted sí que es optimista! ¿Cómo podría yo lograr semejantehazaña? ¿Cómo puedo hacer de cuenta que no sea yo?

Rawls: es muy fácil, ¡sólo tiene que imaginárselo!El Otro: ese es justamente el busilis: ¡que yo no puedo imaginármelo! Así

lo intente de buena fé jamás podré ponerme a mí mismo entre paréntesis.Rawls, sorprendido: ¿habla Usted en serio? ¡Qué extraño! ¡Debe ser cosa

de nacionalidad pues lo que es a mí me parece tan fácil! Se trata sólo de unahipótesis: ¡no puedo creer que haya alguien, por paramuno que sea, que nopueda tomar un poco de distancia frente a sí mismo!

¡Un poco de distancia puede tomar cualquiera!, replica el Otro. Lo quenadie puede hacer es suspender del todo el juicio en torno a aquello que cons-tituye la propia identidad, pues siempre habrá elementos que se cuelen subrep-ticiamente por entre el velo a la hora de intentarlo. Creer que uno puedaliberarse de los propios presupuestos es estar más atado a ellos que nunca, pueses no captar todo lo que sigue determinando el razonamiento. Y eso es lo quele pasa a Usted, ¡pues me huelo que su experimento siga basándose en un ide-al de autonomía mucho más abarcante y discutible que el meramente político!Usted asume de entrada que somos libres frente a nosotros mismos hasta elpunto de lograr ponernos el velo sin ninguna dificultad y sin peligro de infil-traciones, y esa convicción es la primera que traspasa el supuesto velo impar-cial. ¡Ah! y a propósito, yo en realidad tampoco me concibo primariamentecomo ciudadano libre e igual. Me veo más bien ante todo como parte de migente. ¡Es que sin mis pertenencias yo no sería nada!

Rawls, sin captar la gravedad del problema, responde sólo a la últimaobservación: para eso sí tenemos que esperar a la ampliación del pacto que yopropongo al hablar de la justicia entre naciones, pues es claro que no en todoslos países hay una cultura política liberal.

El Otro: ¿Y por qué relegar el problema al plano internacional? Estoyseguro de que en el interior de cada sociedad democrática hay muchos que seven a sí mismos como yo me veo: como miembros de una nación, como per-tenecientes a una cultura, o, más bien, al entrecruzamiento peculiar de algu-

Margarita Cepeda266

nas de ellas, personas con un oficio o profesión compartidos y con fidelida-des a asociaciones diversas, etc. La pertenencia de la que estoy hablando nosremite a una pluralidad de comunidades en continua transformación2. PeroUsted parece estar identificando una cierta comunidad política con una únicatradición cultural que es liberal, lo cual es homogenizante y excluyente... ¡ysorprendente tratándose de alguien que se jacta de dar cuenta de la rica plu-ralidad típica de las democracias!

Rawls intenta defenderse, pero Habermas interviene para llamarlo alorden una vez más: ¡yo le advertí que había algo equivocado en su aparentecontextualismo! Eso de partir de ideales de una cierta cultura política no per-mite dar cuenta de lo universal, del punto de vista moral como tal. Mi pro-puesta sí que le hace justicia a los presupuestos de la comunicación humana.

El Otro: eso suena interesante. ¿Y cómo es eso de la universalidad?Pero antes de que Habermas responda, el Otro nota el enfado de Rawls y

trata de arreglar la situación dirigiéndose a Rawls en tono amigable: discúl-peme si fui muy agresivo. Yo le agradezco su amable invitación, pero supon-go que habrá entendido que, pese a su buena fe, en su experimento no haylugar para mí.

Rawls: ¡pero no descalifique mi teoría sin haber examinado sus resulta-dos, que son los únicos aceptables para regir una sociedad plural!

Habermas interviene: el punto débil está en su procedimiento, que evita deentrada las diferencias. ¡Las diferencias hay que confrontarlas!

Más grave me parece a mí que la imposibilidad práctica de tapar todos lospuntos de vista lleve a la exclusión de puntos de vista distintos a los presu-puestos. Pero bueno, ¿cómo es eso de la universalidad? Dice el Otro diri-giéndose a Habermas.

Habermas: ¿recuerda Usted que yo había definido el punto de vista moralcomo el punto de vista del acuerdo de todos?

El Otro: sí.Habermas: Pues bien, este punto de vista, el de la imparcialidad, está

expresado en el principio D según el cual son válidas aquellas normas deacción con las cuales podrían estar de acuerdo todos los posibles afectados entanto participantes en discursos racionales. Como Usted ve, reemplazamos lareferencia a contenidos particulares y en conflicto, por la referencia a la formamisma de la praxis argumentativa. El principio D exige ciertas condiciones quelas normas válidas deben satisfacer para ser justificadas. Para el caso concretode las normas morales, D exige además la universalidad irrestricta, pues losafectados somos todos y no sólo los miembros de un determinado grupo. Deallí que D se especifique con la regla de argumentación U según la cual...

2 En los últimos años son los filósofos comunitaristas quienes han insistido en la nociónde pertenencia, insistencia que ha sido malentendida por sus opositores como acrítica y antiplu-ralista. Este trabajo intenta dejar en evidencia este malentendido.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 267

El Otro, interrumpiéndolo: ¡no más abreviaturas, por caridad! No es nece-sario entrar en más detalles, ya entendí la idea, sólo que eso de la universali-dad me suena sospechosamente a filosofía occidental.

Habermas: fíjese que no, pues la aclaración del punto de vista moral pue-de hacerse plausible mostrando cómo se deriva de aquello que hacemos cuan-do entramos en una práctica argumentativa, y yo estoy seguro de que se tratade una práctica extendida en todas las culturas y sociedades, así no siemprehaya sido institucionalizada como lo está en el estado democrático de derecho.

Yo no estaría tan seguro, replica el otro. Es claro que todos pertenecemosa comunidades de lenguaje, pero hablar es una cosa y argumentar es otra.

Habermas aclara: sí, pero para resolver conflictos racionalmente no hayun equivalente a la argumentación.

El Otro: sin embargo la resolución de conflictos no puede reducirse almero argumentar. Por ejemplo, ayuda comprender el transfondo de la argu-mentación de alguien, y también la propia capacidad de convencimiento jue-ga un papel decisivo, así como la capacidad del otro de ponerse en mi lugar,y viceversa.

Habermas, con gran seguridad: sí, lo sé. ¡Pero no se me adelante! ¡Es cla-ro que la solidaridad es la otra cara de la justicia! Lo que no admito aquí es lapersuasión, que es en todas sus formas coerción.

El Otro, sorprendido: ¿cómo así?Habermas explica: si se fija bien, la práctica argumentativa como tal tie-

ne presupuestos ineludibles. Si Usted entra a argumentar con alguien, es por-que Usted supone que es la fuerza sin coacción del mejor argumento la quedeba decidir el conflicto, y no la amenaza, o el soborno, pues en ese caso laargumentación misma sería superflua. ¡Admítalo! ¡Hay formas violentas deresolver conflictos y hay una forma racional!

El Otro, sin convencerse del todo: a mí me sigue pareciendo que haymucha violencia en el mero argumentar, y no entiendo cómo pueda desligaral argumentar de la retórica.

Habermas replica: sin duda en los diálogos reales hay persuasión y otrosmuchos factores indeseables, pero lo que estamos buscando aquí es la formaargumentativa como tal, el ideal de la comunicación. Además de la no coac-ción, cuando Usted entra en una práctica argumentativa tiene la intención dedefender sus propias pretensiones apoyándolas en razones que los demás pue-dan aceptar, y viceversa, de manera que todos estén orientados hacia la metadel acuerdo. Esto supone, claro está, que ni Usted ni los otros estén excluidosdel diálogo, y que además todos tengan el mismo chance de ser escuchados.Tambien supone que Usted crea en lo que dice, y que, a su vez, los otros tam-bién sean sinceros.

El Otro, con un tono ligeramente irónico: ¡nunca había pensado que hablarfuera tan difícil!

Margarita Cepeda268

Habermas, sin advertir la ironía: por supuesto que en los diálogos realesnunca se cumplen cabalmente estas condiciones, aunque cualquiera que entrea un diálogo las acepta de antemano, las presupone.

El Otro: ¡pero... Habermas lo interrumpe, triunfante: ni intente discutirlas,porque incurre en contradicción performativa! ¡Entienda que al discutirlas yalas da por aceptadas!

El Otro: ¿qué vicio o enfermedad es ese de la contradicción performativa?Habermas: en verdad es algo horrible. Es desmentir con los actos los prin-

cipios declarados de ellos.El Otro: pues a mí me parece más bien que es horriblemente contradicto-

rio lo del diálogo racional, al menos tal como Usted lo concibe3.Habermas: ¿por qué lo dice?El Otro: si he entendido bien, Usted está proponiendo un procedimiento

racional que garantice resultados racionales.Habermas asiente y el Otro continúa: es decir, Usted está proponiendo un

procedimiento libre de todos aquellos condicionantes que puedan interferircon la racionalidad del resultado. Vistas así las cosas, al vencer la fuerza delmejor argumento es la razón misma la que triunfa.

Habermas: podría decirse que sí.El Otro replica: ¡pero la Razón con mayúscula! desligada de toda condi-

ción real, de toda determinación. Y hablar en nombre de tal razón resulta con-tradictorio, pues razonable es, como lo enseña la experiencia, reconocer lospropios condicionamientos.

Habermas: Usted no ha entendido que lo que nos interesa es el elementonormativo del lenguaje, puesto que la moralidad es normativa.

El Otro: y Usted no ha entendido que el aspecto de la condicionalidad tie-ne consecuencias relevantes para el actuar.

Habermas, como siempre sospechando de determinismos recalcitrantes:¿acaso Usted quiere renunciar a la libertad? ¿Qué podría tener de normativa-mente relevante la condicionalidad? ¿Está Usted retrocediendo a la validezincuestionada de la autoridad y de la tradición, y renunciando con ello a lafuerza emancipatoria de la crítica?

El Otro: ¡de ninguna manera! ¡Lo que pasa es que su emancipación sequedó en las peleas que damos en la pubertad, en la negación de todo víncu-lo! Y esa pubertad emancipatoria necesita madurar, alcanzar la sabiduría delexperimentado.

Habermas: ¡esto sí era lo único que me faltaba! ¡Que me tilden de impúber!El Otro: no me lo tome a mal, pero es que el que tiene experiencia sabe de

límites, y es en esa conciencia de lo que no se sabe en donde se alberga la

3 Las críticas que el Otro esgrime a continuación han sido inspiradas en la hermenéuticade Gadamer.

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capacidad crítica, a cuyo potencial emancipador no pretendo renunciar. Loque pasa es que la libertad no puede significar ausencia de coacción, de deter-minaciones. Esa es una idea de filósofos. La libertad sólo es posible desde lospropios condicionamientos, está siempre determinada. Un diálogo, por ejem-plo, por más libre que sea, está siempre limitado por lo no dicho, por aqueltransfondo que siempre se presupone y que permanece incuestionado. Por esoel diálogo está siempre abierto a malentendidos. Así que la transparencia deldiálogo es otra ficción.

Habermas intenta protestar, pero el Otro le pide que lo deje terminar y con-tinúa: y no sólo las nociones de libertad y de racionalidad son discutibles.Tambien su noción de igualdad está culturalmente condicionada. Para Ustedigualdad es inseparable de simetría, del igual chance en la participación. Conello está demasiado centrado en el derecho de defensa argumentativa por par-te de los participantes, pero en mi opinión sólo se hace justicia a la igualdadcuando se escucha al otro.

Habermas empieza a impacientarse: ¡pero si a eso me refiero! CuandoUsted argumenta, supone que será escuchado!

El Otro: sí, pero yo me refiero a ser escuchado más allá de los argumen-tos, a una igualdad que rebasa toda argumentación y toda simetría.

Habermas, sacudiendo la cabeza: ¡ahora sí no entiendo nada!El Otro: discúlpeme, yo sé que me estoy alejando del tema. Pero es que

cuando Usted entra a un diálogo asume que el otro lo escucha y también asu-me que escuchará al otro, ¿no es verdad?

Habermas, desesperado: ¡eso es lo que he tratado de decir todo el tiempo!El Otro: pues bien, esto tiene que ver con la razón de ser misma del diá-

logo, es decir, con el hecho de que Usted sepa de la limitación de sus propiospuntos de vista y esté dispuesto a que el otro tenga un atisbo mejor. Y esto nosremite al carácter abierto de todo diálogo, que está ligado a su condicionali-dad.

Habermas: ¿Y en qué afecta esto a mi propuesta?El Otro: Pues... ¿qué tal si en lugar de definir lo moral como lo imparcial

lo definiéramos como la conciencia de la propia parcialidad? ¿Qué tal si laapertura misma pasa a ocupar el lugar de la certeza metódica que el procedi-miento busca asegurar?

A Habermas le causa risa semejante propuesta, así que para disimular separa, trata de pensar en otra cosa, y se le ocurre invitarlos a tomarse un caféen el jardín. Mientras se toman el café, la conversación se relaja y después deun rato los filósofos se burlan del atrevimiento del Otro. Rawls y Habermasno paran de reírse. Aún riéndose, Rawls comenta: ¡Qué propuesta tan desca-bellada! ¡No entiendo por qué quiere renunciar al procedimiento justificato-rio! Y Habermas agrega: ¡Imagínese Usted el caos en el que tendríamos quevivir sin la posibilidad de juzgar acciones y normas del actuar!

Margarita Cepeda270

El Otro le replica: ¡yo no estoy renunciando a la posibilidad de juzgar,sino a la infalibilidad del juicio que Ustedes han querido restaurar procedi-mentalmente una vez que se ha perdido la certeza de la palabra divina! Y diri-giéndose a Habermas, continúa: lo fascinante del diálogo es el encuentro conlo otro, con aquello que limita el alcance de la propia posición. Pero la ideamisma de hacer del diálogo un ejercicio justificatorio me parece contradicto-ria, pues, como he tratado de sugerirle, el diálogo tiene un carácter siempreabierto e inconcluso. ¡Imagínese lo peligroso que resultaría el éxito de su pro-cedimiento! ¿Es que no se da cuenta de que entonces tendríamos normas jus-tificadas racionalmente, de una vez por todas?4.

Rawls, que se siente aludido, responde: ¡Pues de eso se trata!El Otro: ¡es que ahí radica el peligro! ¡En creer que la razón está de parte

de uno! ¿Quién tendría entonces derecho a protestar? ¡Contra la Razón sóloprotestan los irrazonables! Y mirando a Habermas, agrega: una vez que seencuentra la justificación el diálogo se cierra sobre sí mismo.

Habermas: no, de ninguna manera, porque la norma justificada quedasiempre abierta a nuevos puntos de vista.

El Otro: ¿cómo así que abierta? ¿Acaso la argumentación moral no inclu-ye ya el punto de vista de todos?

Habermas: sí, pero las circunstancias cambian, y además los diálogos rea-les están siempre sujetos a contingencias.

El Otro: ¡así mismito es! ¡Entonces no se ha ganado absolutamente nadacon el procedimiento de justificación!

Habermas: ¿le parece poco la posibilidad de discutir aquello que normal-mente permanece incuestionado?

El Otro: es que para discutirlo basta un diálogo real, bien distinto de sulenguaje justificatorio, que es de por sí excluyente.

Habermas: ¿cómo se atreve Usted a decir eso, siendo así que mi justifica-ción busca precisamente la apertura de la comunicación social a aquellos quehasta ahora han sido excluidos del juego del lenguaje?5.

El Otro, retándolo: ¡ah!, ¿sí? y ¿cómo?Habermas: ¡pues dándole a todos igual oportunidad de articulación de sus

intereses y necesidades! Mire, yo entiendo que a Usted no le guste la pro-puesta de Rawls, que, al igual que la de Kant, despierta la apariencia equivo-cada de que cada sujeto pueda solucionar sólo el conflicto moral. ¡Al fin y al

4 Es necesario aclarar que en realidad el Otro está atacando justificaciones apoyadas en unanoción «fuerte» de razón, lo que no desvirtúa de ninguna manera una noción más «débil» de jus-tificación como el esgrimir razones e indagar en torno a las razones de otros, razones que, en suorigen contingente nunca pueden conducir a acuerdos definitivos, e incluso no necesariamentezanjan desacuerdos, aunque sí amplían el ámbito de visión de quienes dialogan y posibilitan laautocrítica.

5 A partir de este momento me apoyo en Axel HONNETH, 1994 y me confronto con sudefensa de Habermas.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 271

cabo basta con uno siguiendo el razonamiento! Pero la ventaja de mi pro-puesta es que disipa toda sospecha monológica y da cuenta de la intersubjeti-vidad.

Rawls no tiene tiempo de reaccionar, cuando el otro toma la palabra:El Otro: pues a mí me parece que ese procedimiento está excluyendo a

muchos.Habermas: eso depende de la gente. Si Usted no es capaz de tener en cuen-

ta las pretensiones de los otros y pasa por encima de ellas en defensa de suspropios intereses, entonces Usted mismo se excluye del diálogo, pero el diá-logo no lo excluye a Usted.

El Otro: yo creo que la universalidad misma arrasa lo particular.Habermas: de ninguna manera, pues lo universal es expresión de los inte-

reses de todos.El Otro: pero, ¿y si uno no tiene la pretensión de hacer valer su norma uni-

versalmente?¡Eso es absurdo!, replica Habermas. ¡La moral no es un asunto privado!El Otro contraataca: pero eso no quiere decir que tenga que incluir a toda

la humanidad! ¡Así que si uno no cree en la universalidad, está excluido deldiálogo!

Habermas, siguiéndole la corriente: dígame una cosa, ¿eso le causa indig-nación?

El Otro: ¡claro que me indigna!Habermas continúa en plan de psiquiatra: cuénteme una cosa, ¿qué le

indigna?Otro: ¡me indigna que voces sean acalladas, que haya gente que no sea

escuchada!Es decir, le indigna que no todos tengan igual chance de participar, con-

cluye Habermas triunfante. ¡Así que ha caído en la trampa! Su indignaciónpresupone precisamente el punto de vista moral del cual mi procedimientointenta dar cuenta. ¡Entienda que Usted no puede renunciar al principio uni-versal del trato igual!

El silencio reina de repente. El Otro se queda pensando por un momentocon la cabeza a dos manos. Minutos después sus ojos se iluminan y exclama:

Está bien, admito que tengo que presuponer el principio del igual trato.Pero el principio que yo presupongo no es igual al suyo.

¿Está Usted negando que sea el núcleo de mi ética discursiva?, preguntaHabermas.

El Otro: no, no lo niego; pienso más bien que el principio es el mismo yno es el mismo.

¿Y Usted espera que yo me tome en serio semejante contradicción?, pre-gunta Habermas escandalizado. El Otro, no obstante, responde tranquilamen-te: sí, verá, es que el principio es universal, pero es al mismo tiempo

Margarita Cepeda272

particular. Como diría Hegel, su vida consiste en sus concreciones particula-res.

Habermas lo admite: sí, claro, pero el núcleo normativo de mi propuestadiscursiva es la universalidad del principio. Lo moral consiste justamente enesa forma pura de la validez universal.

El Otro: ¡ahí está precisamente el problema! ¿Cómo puede Usted estarseguro de tener el monopolio de la pura forma de lo moral, siendo así que laforma no es separable del contenido, ni identificable por sí misma? Por eso esmoralmente más saludable renunciar a esa ficción y aceptar la particularidadde la propia versión de lo que es el igual trato, así uno puede abrirse a otrasversiones y relativizar la propia.

Habermas se queja de semejante relativismo, a su juicio peligrosamenteanárquico, a lo cual el Otro reacciona diciendo: ¡no sé porqué Usted trazasiempre una diferencia tajante entre anarquía y procedimiento!

Habermas le explica: es que la apertura que Usted tanto defiende no pue-de tener sentido sino dentro de un procedimiento cognitivo, de lo contrarionos quedaríamos en el mero intercambio de particularismos.

El Otro replica, exaltado: ¡su pretensión cognitiva es una pretensión dedominio! El motor de su procedimiento es el argumentar por argumentar, sumeta es la universalidad. Pero a ese procedimiento yo le opongo una actitudsensible a lo particular. Así, por ejemplo, a la fuerza del mejor argumento sedebería oponer la fuerza moral del saber escuchar.

Habermas no resiste más: ¡esto ya parece un disco rayado! ¡Ya le he dichoque en mi procedimiento todos tienen igual oportunidad de ser escuchados!

El Otro, en plan de filósofo analítico: ¿qué entiende usted por escuchar?Habermas responde: escuchar es oir las razones que otro da en defensa de

su posición.El Otro, a quien no le satisface la respuesta, comenta: pues para mí escu-

char es ponerse en el lugar del otro, llegar a comprenderlo.Habermas menciona lo que Mead llamó la adopción ideal de papeles, pero

el Otro no tiene ni idea de qué quiere decir eso.Habermas le aclara: según esta idea, sólo se logra un acuerdo comunica-

tivo cuando los sujetos pueden asumir mutuamente el papel del otro. Natu-ralmente a esto puede dársele un matiz cognitivo y uno afectivo.

Yo le daría un matiz afectivo, se apresura a añadir el Otro. Pero evidente-mente Usted lo interpretará cognitivamente.

Habermas asiente: ¡por supuesto! De lo contrario estaríamos sacrificandoel carácter argumentativo del diálogo que debe caracterizar a los discursosmorales, en los cuales debe poder examinarse racionalmente la universalidadde la norma.

El Otro: pues yo pienso que sin la capacidad afectiva nada de esto tienesentido.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 273

Habermas advierte del peligro de caer en el particularismo de los afectosy de que el discurso se vuelva dependiente de la empatía y de los vínculossentimentales del momento, perdiendo su función de búsqueda cooperativa dela verdad apoyada en razones.

El Otro insiste en que en el diálogo de Habermas no hay espacio para quequienes dialogan sean tomados en serio. Al fin y al cabo las pretensiones par-ticulares sólo pueden sopesarse a la luz del transfondo del cual ellas surgen.Pero para ello se necesita ir más allá de la argumentación y pasar, por ejem-plo, a las narraciones.

Habermas lo admite a regañadientes, aunque añade que eso no puede sig-nificar de ninguna manera la renuncia a la meta del acuerdo mediado porrazones.

El Otro protesta: ¡pero la idea universalista del trato igual es más que elsimple derecho a argumentar!

Habermas intenta calmarlo: mire, Usted tiene razón. La solidaridad y lajusticia son dos caras de una misma moneda. En cada discurso, los partici-pantes deben reconocerse no sólo como personas con iguales derechos, sinoal mismo tiempo como individuos únicos. Pero esto no puede implicar unenvolvimiento afectivo que socavaría inmediatamente la justicia. ¡ImagíneseUsted lo que pasaría si dejáramos intervenir sentimientos de simpatía, deadmiración, y en fin, todo tipo de posibles asimetrías!

Entiendo, dice el Otro bajando el tono. Usted teme que los afectos se des-boquen, por así decirlo. Seguramente quiera ponerles un dique.

Habermas, asintiendo: y ese dique, mi querido amigo, es el de la solidari-dad, para mí el anverso de la justicia. Yo me alegro de que por fin me entien-da. Vea Usted: La solidaridad surge de la experiencia de que uno tiene quepreocuparse por el otro que comparte la propia forma de vida, si es que quie-re proteger la integridad de esa comunidad que los hermana. En este sentidola solidaridad no está libre de particularismo. Sin embargo, este particularis-mo se va superando en el transcurso del diálogo. Los límites de la solidaridadse van ampliando con la argumentación tendiente a encontrar aquello que esbueno para todos por igual, y no solamente para un cierto grupo. Pero el tra-to igual es entre diferentes, y ese otro aspecto no se puede descuidar en nom-bre de la universalidad. Puesto que los individuos dignos de igual respeto hansido socializados de maneras diferentes, la moral universalista tiene al mismotiempo que poder ser sensible a diferencias, incluir al otro en su otredad. Deacuerdo con esto, la validez de una norma moral consiste en que pueda seraceptada por todos desde la perspectiva de cada uno.

Rawls interviene entusiasmado: ¡lo mismo que sucede con el consensotraslapado!

Pero el Otro no lo escucha, por estar pensando en la definición de solida-ridad de Habermas, y después de un momento vuelve al ataque, dirigiéndose

Margarita Cepeda274

a Habermas: para Usted la solidaridad parece ser una cuestión de cálculo, detal manera que uno se solidarice con el otro para protegerse a sí mismo al pro-teger la comunidad que los hermana. Seguramente esta forma de solidaridad,empobrecida por el elemento calculador, se dará cada vez más frecuentemen-te en sociedades cada vez más individualistas, pero eso no quiere decir que elcálculo sea el elemento definitorio de la solidaridad.

Habermas pregunta: ¿y cómo la definiría Usted?El Otro contesta: yo pienso que el sentimiento de solidaridad es desperta-

do por una cierta identificación con el otro, presupone una cierta comunióncon él. Por eso la solidaridad es más fuerte cuando los vínculos entre la gen-te son más estrechos, ya que entonces hay tambien más cosas en común. Perono veo por qué tengamos que emprender toda una tarea argumentativa paraextender ese sentimiento de solidaridad hasta que abarque a toda la comuni-dad de comunicación.

¿Y cómo solucionamos entonces el problema de las solidaridades que ter-minan por ser excluyentes? pregunta Habermas.

El Otro continúa: más que capacidad argumentativa, me parece a mí quelo que se necesita es podernos identificar con el otro, y yo creo que todos nosidentificamos porque somos igualmente susceptibles al sufrimiento.

¡Incluyendo hasta a los animales! Exclama Habermas en tono de reproche.Y el Otro se defiende: ¡su reproche da en la clave del asunto! El senti-

miento de solidaridad se da frente a otro, con el cual tenemos algo en común,y es por eso que muchas veces es recíproco e implica la unión de grupos endefensa propia y, eventualmente, en detrimento de otros. Pero en realidad setrata de un sentimiento que puede desbordarse hasta volverse unilateral ensituaciones en las cuales se ayuda a otro sin pedirle nada a cambio y sin pre-guntarle cuál es su nacionalidad o su religión, etc., porque lo que nos une esmás bien una cierta vulnerabilidad. Por eso creo que ya en el concepto de soli-daridad está implícita la superación de los límites de la reflexión moderna entorno a la moralidad, tan centrada en la reciprocidad. Claro que el aspecto quenos interesa aquí es el de la solidaridad entre seres que comparten una mane-ra peculiar de sufrimiento, mediada por el uso de la razón, que va más allá deldolor físico e incluye una especie de sufrimiento moral al cual podríamos lla-mar sentimiento de humillación. Y me parece que el reconocimiento de la sus-ceptibilidad común de humillación es el único vínculo social que se necesitapara evitar el aspecto particularista y excluyente de la solidaridad, pues gra-cias a él llegamos a incluir como «uno de los nuestros» a personas que pien-san de maneras muy diferentes a nosotros6.

Habermas, con voz de satisfacción: ¡me consuela que por este curiosocamino también se llegue a la universalidad!

6 Esta idea es tomada de Richard RORTY, 1989.

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 275

El Otro: a mí me parece más bien que llegamos al antiuniversalismo de lanorma, pues hay muchas maneras de sufrir y de sentirse humillado y ellasdependen de las formas particulares de vivir y de pensar. La sensibilidad parael sufrimiento del otro exige entonces una orientación hacia el ámbito de lobueno, de las distintas concepciones del bien. Si no hacemos el esfuerzo porcomprender cómo piensa el otro no entenderemos por qué sufre.

Habermas corrige: eso no es necesariamente antiuniversalismo, lo quepasa es que la solidaridad hace del principio universal del trato igual un uni-versalismo sensible a diferencias.

Sin pretender tener la última palabra, el Otro responde: sí, pero lo decisi-vo es que esa sensibilidad rebasa necesariamente las relaciones de reciproci-dad y de simetría, pues frente al otro, que sufre como yo, aunque sufra demanera distinta, siento el deber inmediato de asistirlo hasta el extremo de verlimitada mi autonomía individual y no poder hacer otra cosa que dar a mispropios intereses menor importancia7. Pero con ello rebasamos el ámbito dela moral de la autonomía, de la idea moderna de justicia que Ustedes absolu-tizan como el punto de vista moral. Esa idea del trato igual no es la forma purade lo moral, sino sólo una interpretación que excluye otras y con ello exclu-ye a otros, aunque pretenda incluirlos a todos.

Como dice Lévinas «En realidad la justicia no me incluye en el equilibriode su universalidad —la justicia me obliga a transpasar la línea recta de lajusticia, y nada puede determinar despues el final de esa marcha: detrás de lalínea recta de la ley se extiende infinita e inexplorada la tierra de lo bueno,que requiere de todos los medios de ayuda de una presencia singular»8.

Mayo de 1997

BIBLIOGRAFÍA

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GADAMER, Hans-Georg (1965): Wahrheit und Methode. J.C. Mohr. (Paul Sie-beck) Tübingen.

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Main.

7 Véase la obra de Emmanuel Lévinas para un bellísimo desarrollo de esta idea.8 Citado por HONNETH, 1994 p. 215.

Margarita Cepeda276

HONETH, Axel (1994): Das Andere der Gerechtigkeit. En: Deutsche Zeitschriftfür Philosophie 2.

RAWLS, John (1973): A Theory of Justice. Oxford University Press.—(1993): Political Liberalism. Columbia University Press.—(1995): Reply to Habermas. En: The Journal of Philosophy. Vol. XCII

3.RORTY, Richard (1989): Contingency, Irony and Solidarity. Cambridge, Uni-

versity Press.

277

La brega de Kymlicka con la cultura

Carlos B. Gutiérrez

Kymlicka realiza un difícil acto de equilibrismo, con las contorsiones derigor. Como liberal a rajatabla y misionario quiere, por un lado, complemen-tar la teoría liberal contemporánea, remediando el, a su parecer, grave des-cuido del tema de la membrecía cultural en la reflexión de los grandespensadores liberales de nuestros días. A tal efecto se empeña él en mostrar quelas libertades individuales requieren del arraigo en tradiciones reales para suejercicio pleno y en tal medida en suplir deficiencias del atomismo indivi-dualista mediante el recurso al «multiculturalismo», o más precisamente, a lapolietnicidad y al multinacionalismo tan familiares a los canadienses en razóndel reconocimiento y fomento estatales que aquéllos reciben en su país y desus muchas experiencias y discusiones al respecto. Al mismo tiempo, sinembargo, combate con celo desbordado las ideas del comunitarismo, para élciego y total determinismo, y las críticas comunitaristas al liberalismo, apo-yándose eso sí en atisbos provenientes de las odiosas toldas enemigas.

La brega de los liberales con la cultura debe ser vista a la luz de la histo-ria reciente. La teoría de la modernización social, hasta ahora dominante, pos-tulaba que la estratificación étnica era irreconciliable con las condicionessocietales modernas, basadas en la permeabilidad, la diferenciación funcio-nal, la igualdad formal, los intereses individuales y la competencia universal.Se asumía que los procesos sociales de diferenciación se superpondrían a lasdiferencias étnicas y llevarían a la desvalorización de las pertenencias y a lareducción de conflictos étnicos y religiosos. No cabe duda de que la globali-zación e internacionalización de las economías junto con la universalizaciónde sistemas valorativos y culturales han creado condiciones para mejorar lasoportunidades de superar desventajas sociales y políticas de fundamento étni-co, cultural y religioso. Al mismo tiempo, sin embargo, la universalización

Carlos B. Gutiérrez278

homogeneizante de valores le ha venido haciendo más consciente su situaciónmarginal a individuos o naciones que no participan del todo o participan pocode los bienes materiales o inmateriales de alto valor universal. Tenemosentonces que el proceso irreversible de globalización, internacionalización yuniversalización ha desencadenado una nueva dinámica de integración ydesintegración, en la que categorías étnico-culturales y religiosas vuelven aganar creciente significación. La movilidad universal, es decir, migraciones,colonizaciones, cambios socio-estructurales, ascensos y descensos, ha resul-tado ser un disparador de estratificaciones y de agrupamientos étnicos. Ellado negativo de la individualización lleva a que la pérdida de pertenenciassociales fuerce a recurrir a aquellas posiciones que nadie le puede quitar auno, es decir, a pertenencias étnicas o nacionales como estabilizadores enmedio de las inseguridades, de la ininteligibilidad y de la aguda falta de orien-tación reinantes.

Uno de los dogmas del progreso liberal va quedando así sin piso mien-tras reverdecen socialmente las pertenencias. El repertorio preventivo de lasdemocracias liberales contra la «etnización de conflictos sociales» y la poli-tización etnocrática de diferencias culturales parece condenado a la impo-tencia. Pues, como lo describe Touraine1, el modelo occidental clásico queoponía la vida pública dominada por la razón a la vida privada dominadapor tradiciones y comunidades, ha entrado en descomposición desde que eluniversalismo del derecho se ha visto sustituido por el racionalismo instru-mental de la economía, desde que la racionalidad de los fines ha sido des-plazada por la racionalidad de los medios. El desarrollo de las nuevastécnicas, de mercados y consumos ahora globalizados, ha destruido la capa-cidad del orden político de mediar entre el orden natural regido por leyescientíficas y la diversida histórico-cultural. Al desaparecer la mediaciónvivimos el enfrentamiento de mercados y técnicas, social y culturamenteneutros, con las culturas, cada vez más constreñidas a defender identidadesy tradiciones amenazadas por flujos económicos que escapan a todo controlpolítico.

Del arsenal de las libertades fundamentales Kymlicka obstinadamente sin-gulariza, como sinónimo y epítome de autonomía, a la libertad muy amplia deelección en términos de cómo dirigir nuestras vidas, que nos permite el re-examen permanente de nuestros proyectos y compromisos, negando eso síque semejante escrutinio sólo pueda adelantarse al margen de la sociedad,como cree el individualismo abstracto. La libertad de elección depende másbien de prácticas sociales, de la cultura y de la lengua. «Nuestra capacidad deformar y de revisar un concepto de bien está íntimamente ligada a nuestra per-

1 Alain TOURAINE, «¿Qué es una sociedad multicultural?», en: Claves de Razón Práctica,Nº. 56, pp. 16-17.

La brega de Kymlicka con la cultura 279

tenencia a una cultura societal, puesto que el contexto de elección individualconsiste en la gama de opciones que nos ha llegado a través de la cultura.Decidir cómo guiar nuestras vidas conlleva, en primera instancia, explorar lasposibilidades que nuestra cultura nos proporciona»2. La cultura es pues elreservorio no sólo de las opciones para nuestra libertad de elección sino tam-bién de las pautas para determinar el valor de las experiencias, de que hablaDworkin3. El valor para los individuos de la pertenencia cultural radica en queella provee el contexto de elección entre concepciones del bien; sólo graciasa una estructura cultural rica y segura podemos llegar a tener vívida concien-cia de las opciones de que disponemos y a examinar inteligentemente susvalores4. Decidimos cómo guiar nuestras vidas situándonos en narrativas cul-turales, asumiendo roles que nos han impresionado como dignos de ser vivi-dos. La familiaridad con una cultura determinada traza los límites de nuestraimaginación5. La elección pues sólo se puede realizar dentro de una ciertafranja de opciones culturalmente mediadas. ¡El liberalismo de la libertad deescogencia parece a estas alturas fluir de la pluma de un MacIntyre! Es difí-cil admitir, permítase la acotación, que el autor de estas líneas sea el mismoque capítulos más adelante va a defender la negación de derechos culturalesa los inmigrantes, argumentando que a pesar de que los inmigrantes tienen laopción de quedarse en su cultura original, eligen abandonar su propia cultu-ra, se desarraigan voluntariamente y saben que su éxito depende de la inte-gración en las instituciones de la sociedad del habla dominante6. Como siemigrar fuese el acto de elección más libre y las pertenencias intercambiablescomo camisetas, Kymlicka aprobará que los Estados liberales obliguen a losinmigrantes a respetar los principios liberales «en la medida en la que losinmigrantes son conscientes de ello antes de abandonar su país y pese a todoeligen voluntariamente venir»7.

La noción de autonomía de Kymlicka, como vemos, deja totalmente delado el aspecto kantiano de la universalidad de la máxima que hace que lavoluntad sea ley para sí misma, y se concentra en los objetos de elección, pre-ocupado de que sean abundantes. A él le interesa el contexto cultural no por-que éste tenga un peso moral propio8, sino porque provee a los individuos deobjetos de elección. Es bien discutible que ésta sea la manera adecuada dedescribir lo que la gran mayoría de nosotros apreciamos en la cultura propia.A las culturas se las valora primariamente no porque habiliten a las gentes

2 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural. Paidós, Barcelona, 1996, p. 177.3 O.c., p. 120.4 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, Clarendon Press, Oxford, 1991,

p. 165.5 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, op. cit., p. 128.6 O.c., p. 136.7 O.c., p. 234.

Carlos B. Gutiérrez280

para elegir entre diferentes modos de vida sino más bien porque las liberan dela necesidad de vivir eligiendo cómo deban vivir. La membrecía cultural sebasa en la tácita adhesión a cierto modo de vida, sin la cual no formamos par-te de una cultura, aunque residamos en ella. Kymlicka, como ya lo ha mos-trado, sabe esto demasiado bien: la identidad cultural proporciona un «anclajepara la auto-identificación de las personas y la seguridad de una pertenenciaestable sin tener que hacer esfuerzo alguno», recuerda él haciéndose eco deMargalit y Raz; y cita incluso a Yael Tamir para quien la pertenencia culturalañade un «significado adicional» a nuestros actos, los cuales además de rea-lizarnos individualmente pasan a formar «parte de un continuo esfuerzo cre-ativo mediante el cual se crea y se recrea la cultura»9. Kymlicka llega hastacomparar, atendiendo al grado de dificultad, la elección de abandonar la pro-pia cultura con la elección de hacer votos de pobreza perpetua y de ingresara una orden religiosa10: de ahí que la mayoría de los liberales, según él, hayaaceptado «las legítimas expectativas de la gente a permanecer en sus cultu-ras»11.

Dado que hasta el mismísimo Rawls también afirma que los vínculos cul-turales sean demasiado fuertes como para abandonarlos y considera por tan-to que las personas nacen y se espera que lleven una vida plena dentro de lamisma sociedad y cultura12, podríamos fácilmente dar en pensar que, enmedio de la violenta contradicción entre la libertad de elección y la fuertevinculación a la propia cultura, nos encontrásemos al borde de la capitula-ción de los liberales que ahora se pliegan a atisbos de observancia comuni-tarista. ¡Vana ilusión! Resulta que la libertad que los liberales reclaman paratodos los seres humanos no es la de abandonar la propia cultura sino la deganar distancia en su interior y frente a ella misma, para escoger cuáles desus aspectos valga la pena continuar y cuáles carezcan de valor para ello13.Se trata, a ojos vistas, de un arreglo en los términos con olor de prestidigita-ción que hace de la necesidad una virtud excelsa. La cultura es un fuerte vín-culo, sí, pero ablandado en su interior por el reformismo liberal de tal maneraque deje de ser el vínculo profundo y real que es. ¡Es un vínculo que no estan vínculo y que auspicia además la desvinculación! Kymlicka invoca aquíla autoridad de Dworkin, quien señala que si bien «nadie puede cuestionartodo sobre sí mismo a la vez», de ello no se sigue que «todas las personastengan alguna conexión o asociación tan fundamental que no puedan distan-ciarse para revisarla, al tiempo que mantienen en su lugar las conexiones y

8 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 165.9 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 129.

10 O.c., p. 124.11 O.c., p. 125.12 John RAWLS, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993, p. 277.13 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 130.

La brega de Kymlicka con la cultura 281

asociaciones restantes»14. El meollo del asunto, en mi opinión, está en cap-tar que lo que le interesa a liberales como Kymlicka, cuando en cuestionesde cultura anteponen en difíciles malabarismos la libertad de elección a lavincularidad de la pertenencia, es el ideal liberal de vida buena y, por consi-guiente, el ideal de una cultura liberalizante, es decir, de una cultura en laque sus miembros se distancien de concepciones sustantivas de la vida bue-na, se aparten críticamente de sus tradiciones y pasen a compartir los valo-res básicos de nuestro tiempo, es decir, las libertades individualesfundamentales del liberalismo. Ideal que a trechos teóricos ha ido ganando,como sabemos, competencia descriptiva.

Se insiste ostentativamente también en el hecho de que podamos equivo-carnos en nuestra escogencia de vida, de que nuestras creencias acerca de lavida buena sean falibles y revisables; y, puesto que nadie quiere llevar unavida basada en creencias erróneas acerca de esa misma vida, resulta entoncesde importancia vital que seamos capaces de evaluar racionalmente nuestrasconcepciones de lo bueno y de revisarlas si no merecen que sigamos atenién-donos a ellas. La falibilidad como no definitividad suele ir acompañada dealguna claridad hermenéutica sobre la finitud, sobre las limitaciones del serhumano y de su conocimiento. En este caso no es así. El liberalismo, amigoentusiasta del progreso, no maneja semejante noción de finitud; la falibilidadde la que habla es una falibilidad del tipo de aquella a la que llega la ciencia,siempre retrospectivamente, al constatar el número sorprendente de cambiosde paradigma que se han dado a través de su historia. «Nuestras concepcio-nes del bien pueden cambiar —y cambian— a lo largo del tiempo»15. Pues deotra manera suponer que nuestras creencias sobre la vida buena sean faliblesy revisables sería asumir un relativismo que muy poco se compadece de lavincularidad y de la permanencia en la propia cultura de que tanto hablóKymlicka. La insistencia en la falibilidad tiene aquí una clara función ideoló-gica, cual es la de desacreditar o rebajar comparativamente a las culturas noliberalizadas, es decir, a todas las demás culturas reales, por su rigidez al nofomentar y promover correcciones liberalizantes de ellas mismas. La flexibi-lidad cultural con la que aquí se coquetea gana hoy ribetes de actualidad si sepiensa que la figura ideal del mundo laboral neoliberal es la del «yuppy» queesté en condiciones de cambiar de frente de trabajo y hasta de personalidadsegún lo exijan las exigencias del mercado.

Por todas las razones en buena parte contradictorias que hemos vistoKymlicka le confiere a la «membrecía» cultural el rango de bien primario,cosa que no hace el mismo Rawls. La membrecía cultural, eso sí, «es un bienen su capacidad de proveernos de opciones significativas y de ayudar a nues-

14 O.c., p. 131.15 O.c., p. 131.

Carlos B. Gutiérrez282

tra capacidad de juzgar por nosotros el valor de nuestros planes de vida»16. Sila pertenencia es un bien tan importante, cabe entonces preguntar ¿qué impor-tancia tengan las culturas históricas particulares? El pensamiento de Kymlic-ka discurre al respecto por dos muy diferentes vertientes, tal como lo hamostrado Jonathan Chaplin17, cuyo análisis seguiremos en algún detalle.

Por la primera vertiente tiende a favorecer al pluralismo cultural, como loha sugerido ya el énfasis en la fortaleza de los vínculos culturales de por sí tandifíciles de abandonar. Kymlicka, consciente de ello, y de la resistencia de losgrupos minoritarios a ser asimilados a otra cultura, admite que «respetar lamembrecía cultural propia de la gente y facilitar su transición a otra culturano son opciones igualmente legítimas»18. La sociedad adecuada para realizarlas libertades de individuos libres e iguales es «para la mayoría de las perso-nas su nación, ya que el tipo de libertad y de igualdad que más valoran, y quemás pueden ejercer, es la libertad y la igualdad existentes en su propia cultu-ra societal»19. De ahí que debamos «interpretar el bien primario de la mem-brecía cultural como referido a la propia comunidad cultural de losindividuos»20. El hecho de que Rawls y Dworkin, a pesar de admitir la impor-tancia del contexto cultural para la libertad de elección, no le reconozcan a lamembrecía cultural el carácter de bien primario, no obedece, según la expli-cación un tanto piadosa de Kymlicka21, a una grave deficiencia de la teoríaliberal sino a la circunstancia de que esos dos pensadores, como la mayoríade los teóricos políticos de post-guerra, operen con un modelo muy simplifi-cado de estado-nación en el que la comunidad política es co-extensiva con lacomunidad cultural única. Para ellos dos la membrecía cultural más que unbien primario es un bien público, accesible por igual a todos, que no puedepor lo tanto llegar a ser fuente de pretensiones de derechos diferenciales.

El reconocimiento de la membrecía cultural como bien primario tienefuertes implicaciones teóricas para Kymlicka, ya que justifica una distribu-ción diferenciada de libertades y de recursos como un medio para corregirjusticieramente las circunstancias desiguales en las que se encuentran lasminorías culturales. Aquí una distribución acromatópsica igualitaria de bienesprimarios claramente no sería suficiente. Se necesitan derechos especialespara las minorías culturales si lo que se pretende es brindar a los individuosque las componen un respeto igual al que se da a los miembros de la culturamayoritaria. La teoría de Kymlicka toma muy en cuenta la relevancia moral

16 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c. p. 166.17 Jonathan CHAPLIN, How much cultural and religious pluralism?, en: Liberalism, Multi-

culturalism and Toleration (ed. John Horton), St. Martin Press, New York 1993, p. 40.18 Will KYMLICKA, Political Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 176.19 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 132.20 Will KYMLICKA, o.c., p. 177.21 Will KYMLICKA, Political Liberalism, Community and Culture, o.c., pp. 177-178.

La brega de Kymlicka con la cultura 283

de la distinción entre las diferentes elecciones que hace la gente y las cir-cunstancias diferentes en las que ella se encuentra. Dado que las personas sonresponsables de sus elecciones no pueden ellas esperar privilegios especialesque les permitan asumir los costos de éstas. De quienes se encuentren en des-ventaja natural o social, al margen de elecciones o con anterioridad a ella, sinembargo, no debe esperarse que paguen los costos que resultan del desfavo-recimiento. A ellos, si es real el compromiso liberal con la igualdad, se lesdeberían más bien compensar las circunstancias desiguales22.

La idea de derechos de minorías apela al sentido positivo de la neutrali-dad liberal, la cual busca asegurar por medio de la acción política condicio-nes de genuina igualdad de oportunidad entre culturas diferentes, y lo haceconfiriendo derechos compensatorios a las culturas minoritarias. Si bien paraalgunos las circunstancias diferenciales iniciales no deberían ser tema de lajusticia, los derechos diferenciados en función de grupo de Kymlicka mues-tran lo que significa tratar como iguales a las gentes de minorías, dadas suscircunstancias especiales23. Aquí no bastaría con programas de acción afir-mativa, es decir, con programas de discriminación positiva con miras a esta-blecer una genuina igualdad de oportunidades en la competencia por escasoscargos dentro de la cultura dominante, programas que sólo benefician amiembros individuales de una minoría, mas no a la cultura minoritaria mis-ma. Para proteger a una minoría cultural se requiere de todo un conjunto demedidas, que incluye tanto la asignación diferenciada de algunos derechosindividuales especiales (los derechos especiales de voto o de propiedad, porejemplo) como la concesión de algunos derechos a la comunidad como untodo (tal el derecho al auto-gobierno dentro de un territorio determinado).Kymlicka rechaza decididamente el dogma de que el reconocimiento de dere-chos diferenciados de grupo sea incompatible con el compromiso liberal conlos derechos individuales, dogma según el cual no hay obligación de tratar alas comunidades como iguales en tanto sus miembros como individuos seantratados en plan de igualdad. Su rechazo se basa en la idea de que en cir-cunstancias de marcada desigualdad los individuos necesitan adicionalmentede derechos de grupo para mejorar sus condiciones y llegar a estar en pie deigualdad. «Derechos individuales y colectivos no pueden competir por el mis-mo espacio moral dentro de la teoría liberal», precisa Kymlicka, «ya que elvalor de lo colectivo resulta de su aporte al valor de las vidas individuales»24.

La cuestión de derechos diferenciados, como vemos, no es aquí la de si ledebamos más respeto a los individuos o a los grupos, y sí más bien la de cómobalancear dos clases de respeto al individuo. Respetar individuos como

22 O.c., p. 186.23 O.c., p. 191.24 O.c., p. 140.

Carlos B. Gutiérrez284

miembros de una determinada comunidad cultural puede llegar a implicarotorgarles derechos especiales, en tanto que el respetarles como ciudadanos,miembros de la misma comunidad política, requerirá siempre de derechosiguales. Nos vemos aquí en un «genuino conflicto de intuiciones»25: las exi-gencias que plantean la ciudadanía y la membrecía cultural apuntan en direc-ciones diferentes. Reconocer únicamente derechos políticos igualesdesemboca en la renuente asimilación de las minorías culturales en una comu-nidad política culturalmente uniforme. De ahí que Kymlicka sostenga convehemencia en la Introducción a «Ciudadanía multicultural» que el liberalis-mo no puede seguir tratando las diferencias etnoculturales con el mismoesquema de tolerancia que le permitió manejar las diferencias religiosas en elsiglo XVII.

Ese esquema, recordemos, se basó en una transformación reductiva delfenómeno religioso, transformación que a su vez se apoyó en dos pilares: 1)La estatalización de la religión, es decir, el derecho estatal a decidir todo loconcerniente al culto religioso externo. Al disolverse la unión del Imperio yde la Iglesia Católica la religión pasó a ser cosa de Estado, el cual, además depermitir la religión estatal, toleraba voluntariamente, por razones de cálculopragmático, a otras religiones en la medida en la que ellas no representasenamenazas políticas. La cuestión de la tolerancia de diversas religiones se tro-có en la problemática de mayoría y minorías, perdiendo así su carácter con-fesional. 2) La privatización de la fe. La legitimación a través de la fe dejó deser asunto de una comunidad eclesiástica salvífica para convertirse en tareaindividual. Al resultar superfluas las iglesias, la religión pasa a ser asunto pri-vado. La reducción de la religión a la esfera privada se correspondía con elhecho de que el culto público hubiese quedado sometido al control estatal.Una vez reducida la religión al ámbito interno privado fue posible sustituir losderechos especiales de los grupos religiosos minoritarios por el derecho uni-versal a la libertad religiosa, con el cual se protegía de manera muy indirectaa esos grupos26. A partir de entonces el concepto de «tolerancia» fue ganandola connotación fundamental de tener que soportar sectas infieles, herejes ydesviadas al lado de la verdadera fe que es siempre la propia. La toleranciaalude a una suerte de espacio indeciso entre lo lícito y lo prohibido, abiertocomo tal a la arbitrariedad por darse en el orden de la licencia y no en el dela libertad. Al cabo de siglos el concepto de tolerancia arrastra hoy un lastretan grande de connotaciones de oportunismo político, de pasividad discrimi-natoria y de conformismo, que su empleo resulta contraproducente y cada vezmás expuesto al riesgo de decir lo contrario de lo que se quiere decir27.

25 O.c., p. 151.26 Carlos B. GUTIÉRREZ, De la tolerancia al reconocimiento activo, en: Filosofía moral,

educación e historia (León Olivé y Luis Villoro, editores). México, 1996, pp. 177-182.27 O.c., pp. 203-208.

La brega de Kymlicka con la cultura 285

Kymlicka nos previene contra la tendencia liberal a ver la tolerancia reli-giosa como modelo para abordar las diferencias etnoculturales, de tal maneraque la «identidad étnica» sea algo que se pueda expresar libremente en elámbito privado, pero que no concierne al Estado, que la puede por tanto tra-tar con «desatención benigna»28. La desatención benigna y la «separación deEstado y etnicidad» no son, sin embargo, más que un mito, ya que las deci-siones estatales sobre lenguas, fronteras, festividades públicas y símbolosestatales implican necesariamente reconocimiento y apoyo a ciertos gruposétnicos y nacionales29. Resulta entre tanto cada vez más claro que los dere-chos de minorías no pueden subsumirse bajo el rubro de derechos humanos,ya que «las pautas y procedimientos tradicionales»30 vinculados a éstos sonincapaces de resolver graves y controvertidas materias relacionadas conminorías culturales. El derecho a la movilidad y a la libre circulación, porejemplo, nada nos dice sobre cómo deban ser las políticas de nacionalizacióny de inmigración, políticas que se suelen adoptar según los designios de lasmayorías y en contra de las minorías. De ahí que haya que «complementar losprincipios tradicionales de los derechos humanos con una teoría de los dere-chos de las minorías»; sólo así aumentarán las esperanzas de que haya paz ode que se respeten los derechos básicos del ser humano.

Para precaver alergias conceptuales del lado liberal Kymlicka muy hábil-mente evita el término «derechos colectivos», que sugiere una falsa dicoto-mía por contraposición a los derechos individuales y es asociado con elterror colectivo que una comunidad despliega para mantener su cohesión yevitar el disenso a cualquier precio, y lo sustituye por el de «derechos dife-renciados en función de grupo», cuyo sentido eminente es el de proteger alos grupos minoritarios del impacto de decisiones externas, de las decisionesque se toman en la sociedad que los engloba. Las protecciones externas ade-más «aseguran que la gente pueda mantener su forma de vida si así lo desea,así como que las decisiones de personas ajenas a la comunidad no le impi-dan hacerlo»31. Es notable, en mi opinión, que tratando de anticipar las críti-cas liberales a cualquier priorización del grupo sobre los individuosKymlicka argumente que de lo que aquí se trata es de «justicia entre gru-pos»32, aludiendo seguramente al hecho de que los derechos diferenciadoslimitan la libertad de todos los miembros de la cultura mayoritaria. ¿Quéquiere decir eso de «entre grupos»? Se trata quizá de que las diferencias quelos derechos diferenciados tratan de acomodar sólo se perciban entre con-juntos de individuos? ¿O de que de las circunstancias de desventaja no se

28 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 16.29 O.c., p. 163.30 O.c., p. 17.31 O.c., p. 67.32 O.c., p. 62.

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exima ningún individuo de un conjunto? ¿O se trata acaso de asegurar quelos miembros de la minoría tengan en promedio las mismas oportunidades devida y trabajo en su propia cultura que los miembros de la mayoría tienen enpromedio en la suya? Parece ser que «grupo» tenga una connotación muchomás fuerte de lo que se admite. De vez en cuando sale a relucir un sentidodel término que cualitativamente rebasa el ámbito de lo individual. Así seentendería la exigencia de aceptar derechos en función de grupo que Kym-licka hace a los teóricos liberales siempre dispuestos, por lo demás, a acep-tar que el derecho a la ciudadanía pueda ser restringido a los miembros de ungrupo determinado33. Así se comprendería también la tesis de que «las pro-tecciones externas únicamente son legítimas en la medida en que fomentanla igualdad entre los grupos»34, rectificando las situaciones de desventajasufridas por todos los miembros de un grupo determinado. En aparente con-tradicción con esto Kymlicka más adelante cree que la tolerancia entre gru-pos, por la que aboga Rawls, sea un error desde el punto de vista liberal, porno amparar el disenso individual al interior de los grupos.

Hasta aquí hemos seguido la lógica de una de las vertientes del pensa-miento de Kymlicka en torno a la cuestión de la importancia que para los indi-viduos tengan culturas históricas particulares. La comunidad cultural propia,como hemos visto, es tenida por bien primario; los derechos diferenciados deminorías culturales son el medio de compensar circunstancias desiguales.Parecería que las minorías culturales amenazadas por todo el mundo contasencon el apoyo del joven pensador canadiense. La segunda vertiente, sin embar-go, permite conclusiones diferentes, ya que en ella se distingue el contenidode comunidades culturales particulares de la existencia en principio de comu-nidades culturales. Poner esto de relieve es mérito de la lectura crítica de Cha-plin. Las culturas históricas, se nos dice ahora, son dignas de conservación nopor contenidos que podamos considerar intrínsecamente valiosos en ellas,sino porque en general sin estructuras culturales el individuo se vería privadode material de elección. «Las culturas son valiosas, no en y por sí mismas,sino porque únicamente mediante el acceso a una cultura societal, las perso-nas pueden tener acceso a una serie de opciones significativas»35. Podríamosincluso decir que el que una cultura dada cambie o no su carácter es algo queen sí carece de importancia; lo que cuenta es que ella cambie como resultadode elecciones individuales.

El valor de la membrecía cultural no puede ser invocado en esta nuevaperspectiva como razón que oponer a proyectos que puedan cambiar el carác-ter de culturas dadas. «Proteger a la gente de los cambios en el carácter de susculturas no puede ser visto como protección de su capacidad de elección. Ello

33 O.c., p. 176.34 O.c., p. 212.35 O.c., p. 121.

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sería, por el contrario, una limitación de esa capacidad»36. Así, en contra delalegato de Lord Devlin a favor de mantener las leyes restrictivas de la homo-sexualidad, Kymlicka replica que «proteger el carácter homofóbico de laestructura cultural de Inglaterra de los efectos de permitir la libre escogenciade estilo de vida, socavaría la razón misma que teníamos para proteger laestructura cultural de Inglaterra, a saber, que ella permita elecciones indivi-duales significativas»37. Las razones mismas que tenemos para valorar con-textos culturales hablan contra la pretensión de Devlin de que debamosproteger el carácter de una comunidad cultural determinada. La razón parareconocer la importancia de la membrecía cultural claramente resulta ser unaidea auténticamente liberal: la prioridad de la libertad individual.

Kymlicka interpreta su defensa de los derechos culturales individualescomo resguardo de los derechos de los individuos dentro de comunidades cul-turales a elegir si desean o no mantener o cambiar la cultura. Así como losingleses afirmaron con razón el derecho a la libertad sexual, así también losmiembros de minorías culturales necesitarán hacer valer sus derechos en lopropio. Al parecer la tarea de los liberales es hacer lo mismo por doquier:«Encontrar un camino para liberalizar una comunidad cultural sin destruirlaes la tarea a la que se enfrentan los liberales en cada país, una vez que se reco-noce la importancia de un seguro contexto cultural de escogencia. Semejantetarea puede parecer difícil en el caso de algunas culturas de minoría. Pero sise responde a esa dificultad negando que podamos distinguir el carácter deuna comunidad cultural de su existencia misma, se habrá renunciado a laposibilidad de defender al liberalismo en cualquier país»38.

Kymlicka, no obstante, acepta que procesos demasiado rápidos de libera-lización puedan acabar con culturas minoritarias, como fue el caso de la intro-ducción indiscriminada de alcohol en comunidades indígenas abstenias.Negarse a que tales comunidades impongan restricciones sería un acto deli-berado de genocidio. «Si ciertas libertades socavan la existencia misma de lacomunidad, debemos entonces permitir lo que de otra manera serían medidasiliberales». Estas medidas, sin embargo, «sólo serían justificadas como medi-das temporales, suavizando el choque que puede resultar de un cambio dema-siado rápido en el carácter de una cultura... ayudando a que la cultura avancecuidadosamente hacia una sociedad completamente liberal», que es, huelguedecirlo, «la comunidad cultural idealmente justa»39.

¿Qué ha pasado con la insistencia en la protección de la diversidad de cul-turas? El primer enfoque de la particularidad defendía los derechos de las

36 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 167.37 O.c., p. 169.38 O.c., p. 170.39 O.c., pp. 170-171.

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minorías culturales a gobernar sus propios asuntos y a organizar su vidasocial, económica y política, de modos diferentes de los de la cultura mayo-ritaria. Derechos especiales de voto o de propiedad no eran tratados comomedidas meramente temporales. La segunda vertiente, sin embargo, afirmacomo objetivo explícito el de la liberalización última de las culturas minori-tarias. Restricciones al interior de ellas son tenidas ahora por iliberales y bási-camente indeseables porque «no hay desigualdad en membrecía cultural a lacual puedan ser vistas como respuesta»40. La libertad religiosa en general nosignifica amenaza alguna para el carácter de la comunidad. Kymlicka es cate-górico: «apoyar el carácter intolerante de una comunidad cultural socava larazón misma que tenemos para apoyar la membrecía cultural, cual es la depermitir la escogencia individual significativa»41. Podría darse que una cultu-ra minoritaria reclame que el reconocimiento a sus miembros de los derechosque la cultura mayoritaria otorga a los individuos vaya en detrimento delcarácter propio de la comunidad, debilitando, por ejemplo, las estructuras tri-bales. Semejante reclamo sería simplemente inadmisible, ya que la razón paraproteger a las culturas de minoría de la absorción por la cultura mayoritariaes exactamente la misma que la razón para proteger a los miembros de unacultura de ser absorbidos por ella, a saber: la protección del derecho indivi-dual a escoger la forma de vida propia.

Kymlicka asume que las comunidades minoritarias se gobiernen segúnprincipios liberales con lo cual excluye del beneficio de derechos diferen-ciados de grupo a muchas de las culturas minoritarias del mundo, que prac-tican algún tipo de discriminación interna o restringen de alguna manera lalibertad religiosa. En el fondo su tajante afirmación de que «cualquier argu-mento liberal para legitimar medidas de protección a minorías culturales tie-ne límites incorporados»42 habla en realidad de una concepción de lo que esla pluralidad cultural con claras tendencias liberalizantes incorporadas. Lascomunidades pueden conservar su particularidad sólo dentro de los límitesque impone el liberalismo. Ellas pueden ser distintas en tanto sean liberaleso estén en camino de liberalizarse. Lo que escapa a la atención de Kymlickaes que para su liberalización las comunidades hayan de perder lo que lashace distintas. Él falla en reconocer el hecho de que el liberalismo mismo seauna comunidad cultural distinta, y no el marco neutro para toda comunidadcultural. Muy a diferencia de Raz, Kymlicka da por descontado que unacomunidad se pueda liberalizar sin cambiar en lo más mínimo su índole par-ticular, algo imaginable sólo si se asume que el liberalismo carezca por com-pleto de fisonomía cultural propia. Para él básicamente la única cultura

40 O.c., p. 196.41 O.c., p. 197.42 O.c., p. 198.

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valiosa es la cultura liberal; otras lo serán sólo en la medida en que se apro-ximen a ella y se re-estructuren en función del respeto y fomento de la liber-tad individual de elección. La cultura liberal resulta ser la única incluyentefrente a todas las demás culturas que con respecto a ella son excluyentes. Laobra de Kymlicka es así fiel trasunto de un misionarismo de liberalizacióncultural.

Este misionarismo sale a relucir en «Ciudadanía multicultural» a propó-sito de los límites de la tolerancia liberal. La reflexión se inicia con explíci-tas declaraciones de militancia intransigente. Para Kymlicka, como sabemos,en el arsenal de libertades fundamentales sólo cuenta la de vivir evaluando yrevisando la propia cultura, libertad que es para él sinónimo y epítome deautonomía; de ahí el énfasis que pone en el compromiso liberal «con la pers-pectiva según la cual los individuos deberían tener libertad y capacidad paracuestionar y revisar las prácticas tradicionales de su comunidad, aunque fue-se para decidir que ya no vale la pena seguir ateniéndose a ellas»43. Kymlic-ka protesta un poco más adelante que sus aportes teóricos sólo se aplican acomunidades liberales: «he defendido el derecho de las minorías nacionalesa mantenerse como sociedades culturalmente distintas, pero sólo si, y en lamedida en que, estas minorías nacionales se gobiernen siguiendo los princi-pios liberales»44. Y luego entra a descalificar acremente la propuesta tardíade Rawls de circunscribir el liberalismo a la esfera de lo político para dis-tanciarlo de ideales morales comprehensivos que hagan que abarque todoslos ámbitos de la vida. A Rawls, como es sabido, le interesa que todos acep-ten la idea de autonomía en el contexto político, dejándoles la libertad deinterpretar sus identidades no públicas de acuerdo con ideales distintos de laautonomía. Kymlicka tilda a Rawls de oportunista, ya que con tal de que losdemás se comporten de manera liberal en la vida pública está dispuesto aaceptar que sean comunitaristas de puertas para adentro45. Comunitarismo,valga la acotación, es para Kymlicka la mayor injuria, por tratarse de unaideología que sugiere que los fines de las personas estén fijados de una vezpara siempre y que estén, por consiguiente, más allá de toda revisión racio-nal46. Parecida es la reacción a la propuesta rawlsiana de garantizar iguallibertad de conciencia a todos los individuos, en vista de la inevitable y ricapluralidad de grupos religiosos en la sociedad, para que se dé la toleranciaentre grupos. A manera de corolario vienen luego las recomendaciones prác-ticas de intervencionismo actualizado: apoyar a los liberales reformistas encualquier parte del mundo, ofrecer incentivos en favor de las reformas y

43 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 211.44 O.c., p. 213.45 O.c., p. 221.46 O.c., p. 226.

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valerse para ello de «la intervención de una tercera parte, con mecanismoscoercitivos o no coercitivos»47 tal como Estados Unidos y Canadá se hanvalido de su influencia dentro del Tratado de Libre Comercio para presionarreformas liberales en México.

En un nuevo bandazo al final de su último libro Kymlicka se ocupa del«sentimiento de solidaridad», es decir, de si sus derechos diferenciados enfunción de grupo contribuyen o no al «sentimiento de identidad cívica y decompromiso mutuo»48. Él comparte ahora la preocupación de que la intro-ducción de una ciudadanía diferenciada puede forzar a la sociedad a «aban-donar la esperanza de una mayor fraternidad»49 y constata que «ha quedadoclaro que los mecanismos procedimentales e institucionales no bastan paraequilibrar los intereses de cada uno, y que es necesario cierto grado de vir-tud cívica y de espíritu público»50. Los acontecimientos de los últimos añosle muestran que «hasta cierto punto las identidades nacionales se debenconsiderar como algo dado» y que «fueron vanos los esfuerzos de los regí-menes comunistas para erradicar las lealtades nacionales»51. A fin de cuen-tas «comoquiera y cuando quiera que se forje una identidad, una vezasentada, es inmensamente difícil, si no imposible de erradicar». Nuestroautor se interesa entonces por todo lo que contribuya a «construir un senti-miento de identidad común en un Estado multinacional» a sabiendas de que«si los gobiernos desean generar una identidad compartida basándose enuna historia compartida, tendrán que identificar la ciudadanía no sólo con laaceptación de los principios de justicia, sino también con un sentimiento deidentidad emocional y afectivo, basado en la veneración de símbolos com-partidos o de mitos históricos»52. Kymlicka no deja de tener en cuenta queen los Estados-Nación «la identidad compartida deriva de la historia, de lalengua y, tal vez, de la religión común»53. La identidad nacional en generales especialmente adecuada para servir como «foco de identificación prima-rio», porque se basa en la pertenencia y no en la realización, en lo que cadaindividuo llega a ser: «la identificación es más segura, menos susceptible deser amenazada, si no depende de la realización de la persona»54. A propósi-to de la representación de grupo se menciona el «reto de la empatía»55 quese puede sentir más allá de las diferencias. Y al final presa de nostalgia

47 O.c., p. 237.48 O.c., p. 240.49 O.c., p. 241.50 O.c., p. 242.51 O.c., pp. 252-253.52 O.c., p. 258.53 O.c., p. 257.54 O.c., p. 129.55 O.c., p. 195.

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acepta Kymlicka que las causas de la vinculación de las personas con supropia cultura «se encuentran en lo más profundo de la condición humana,enlazadas con la manera en que los humanos, en tanto que seres culturales,necesitan hacer que su mundo tenga sentido»56 y admite con resignaciónque «sin embargo, hasta el momento la teoría liberal no ha logrado esclare-cer la naturaleza de ese sentimiento peculiar» de que ya se hablara en elsiglo XIX.

Kymlicka apunta en últimas a la ineludibilidad del sentimiento «noso-tros», pensando hacia el futuro en qué pueda mantener junta a una sociedadpluralizada y étnico-culturalmente heterogénea. Y hay mucho de razón enello. Las pertenencias sociales lejos de ser obstáculos para la individualidadson sus presupuestos. Hoy sabemos además que el incremento de lazos ele-gidos consciente, racional e individualmente de cara al futuro lleva a quesentimientos latentes de proveniencia compartida, es decir, sentimientoscolectivos no elegidos, se incrementen y ganen peso social. Intereses racio-nales o decisiones valorativas, en la medida en la que lleguen a ser corrobo-rados y se conviertan en estructuras permanentes, también arrastran consigocorroboraciones emocionales adicionales. Como decisiones individuales lle-van ellos a vínculos colectivos con sentimientos de «nosotros», los que desa-rrollan a su vez fuerza propia de permanencia. Así y sin que se noteproyectos de futuro se transforman en nuevos vínculos de proveniencia, enprocedencias de segundo o de tercer orden.

Cuanto más se vea sobrepujado el último vínculo elegido por nuevos vín-culos electivos tanto mayor la probabilidad de que éstos se devalúen recípro-camente, ya que no tienen tiempo de calar y de darnos su impronta. Losvínculos electivos no sólo se devalúan entre sí a causa de su variedad y de sucorta duración e intensidad, sino también en su conjunto con relación a vín-culos no electivos. En nuestro fatigoso esfuerzo por convertir todos nuestrosvínculos en vínculos electivos, caemos cada vez más en manos de vínculos noelectivos - y el proceso fija siempre de nuevo energía adicional, porque loreprimimos. Los vínculos de procedencia tienen propiedades que explican elpeso que tienen con relación a los vínculos electivos: su duración, su antela-ción a toda elección, su alcance y su imperdibilidad. Como no son elegiblesno pueden ser deselegidos, ni se pueden perder en razón de la elección deotros. Hay también que tomar en cuenta que los vínculos con un Estado o sen-timientos nacionales, aun cuando no sean de origen étnico, ganan en las socie-dades modernas carácter casi étnico: pues al igual que los vínculos con lafamilia de la que uno procede a ellos no se les puede elegir. Si se les quieredeselegir, lo que sucede raramente, siguen con uno, también porque cada vezes más difícil elegir otro Estado que acepte la elección. Los vínculos con el

56 O.c., pp. 129-130.

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Estado nacional dan sin duda una seguridad que no se da en ligazones racio-nales de intereses o valores.

De estas breves referencias a los irrecusables mecanismos reproductivosy funciones de los vínculos de procedencia sólo se sigue la recomendación deprestarles atención para no hacernos demasiadas ilusiones en cuanto al alcan-ce de nuestra capacidad de elección.

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Autores

DANIEL BONILLA, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes, Santa-fé de Bogotá, Colombia.

MARGARITA CEPEDA, Departamento de Filosofía, Universidad Nacionalde Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.

FRANCISCO COLOM, Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Inves-tigaciones Científicas, Madrid, España.

FRANCISCO CORTÉS RODAS, Instituto de Filosofía, Universidad deAntioquía, Medellín, Colombia.

CARLOS B. GUTIÉRREZ, Universidad de los Andes, Universidad Nacionalde Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.

GUILLERMO HOYOS VÁSQUEZ, Departamento de Filosofía, UniversidadNacional de Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.

ALFONSO MONSALVE SOLÓRZANO, Instituto de Filosofía, Universidadde Antioquía, Medellín, Colombia.

GLORIA ISABEL OCAMPO, Departamento de Antropología, Universidadde Antioquía, Medellín, Colombia.

ÓSCAR MEJÍA QUINTANA, Facultad de Derecho, Universidad de losAndes, Santafé de Bogotá, Colombia.

CARLOS THIEBAUT, Universidad Carlos III, Madrid, España.MARÍA TERESA URIBE, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de

Antioquia, Medellín, Colombia.JUAN CARLOS VELASCO, Instituto de Filosofía del Consejo Superior de

Investigaciones Científicas, Madrid, España.JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANA, Universidad de Murcia, España.