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Julio Ramón Ribeyro: Una vida con la literatura* Páginas biográficas Santa Beatriz, un barrio mesocrático de la capital peruana, vio nacer a Julio Ramón Ribeyro Zúñiga el 31 de agosto de 1929. Entre los recuerdos de infancia que el escritor convocaba, aparecía la imagen de su adusto padre reuniendo en la sala de la casa a sus cuatro hijos para leerles cuentos o fragmentos de novelas. Este hecho alentó en el pequeño y retraído Julio Ramón el interés por los libros y la lectura. Muchos años después, Ribeyro, evocando tal episodio, reconocía en su padre a la persona que primordialmente había contribuido a su formación literaria, y pensaba que cuando decidió dedicarse a la literatura lo que buscaba, en el fondo, era escribir los libros que su padre no había conseguido plasmar (el padre de Ribeyro murió tempranamente, a mediados de la década del cuarenta). Homero, Cervantes, Salgari, Dumas y Verne fueron algunos de los primeros autores que, durante su infancia, Julio Ramón leyó con exaltación. Al escribir trato de narrar algo de lo cual he sido testigo real o imaginario, algo que ocurrió en mi contorno o que inventé pero que me impresionó y que me parece que da una versión subjetiva, tal vez parcial, pero nunca falsa, de mi realidad, realidad generalmente sombría o inaceptable, que yo trato de imponer a mis lectores, apasionadamente, para comunicarme con ellos y hacerles compartir mis predilecciones y mis odios.” Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso II. Diario personal (1960-1974). Por Gabriel García Higueras (**)

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Julio Ramón Ribeyro: Una vida con la literatura*

Páginas biográficas

Santa Beatriz, un barrio mesocrático de la capital peruana, vio nacer a Julio Ramón Ribeyro Zúñiga el 31 de agosto de 1929. Entre los recuerdos de infancia que el escritor convocaba, aparecía la imagen de su adusto padre reuniendo en la sala de la casa a sus cuatro hijos para leerles cuentos o fragmentos de novelas. Este hecho alentó en el pequeño y retraído Julio Ramón el interés por los libros y la lectura. Muchos años después, Ribeyro, evocando tal episodio, reconocía en su padre a la persona que primordialmente había contribuido a su formación literaria, y pensaba que cuando decidió dedicarse a la literatura lo que buscaba, en el fondo, era escribir los libros que su padre no había conseguido plasmar (el padre de Ribeyro murió tempranamente, a mediados de la década del cuarenta).

Homero, Cervantes, Salgari, Dumas y Verne fueron algunos de los primeros autores que, durante su infancia, Julio Ramón leyó con exaltación.

Un hecho importante en la vida de la familia Ribeyro ocurrió cuando se avecindó en Miraflores, distrito del sur de Lima colindante con el mar. Julio Ramón tenía seis años de edad, y este hecho marcaría su niñez y adolescencia (en el otrora idílico Miraflores, se ambientarían muchos de sus cuentos, como los que conforman Relatos Santacrucinos, obra de carácter autobiográfico).

Entre 1937 y 1945, cursó estudios en una institución católica: el Colegio Champagnat de Miraflores. En la escuela, Julio Ramón no fue un alumno brillante, tampoco destacó en el deporte; aunque sí gustaba del fútbol. Era un niño tímido y afecto a la soledad. De estos años datan sus primeros escarceos

Al escribir trato de narrar algo de lo cual he sido testigo real o imaginario, algo que ocurrió en mi contorno o que inventé pero que me impresionó y que me parece que da una versión subjetiva, tal vez parcial, pero nunca falsa, de mi realidad, realidad generalmente sombría o inaceptable, que yo trato de imponer a mis lectores, apasionadamente, para comunicarme con ellos y hacerles compartir mis predilecciones y mis odios.”

Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso II. Diario personal (1960-1974).

Por Gabriel García Higueras (**)

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literarios: inicialmente fueron poemas, inspirados en la obra de Zorrilla y Espronceda, y más tarde, durante los últimos años de la secundaria, comenzó a escribir cuentos.

En noviembre de 1949 salió a la luz pública, por vez primera, un cuento de Ribeyro. Con el título de “La vida gris”, apareció en Correo Bolivariano, una revista que publicaba en Lima la Embajada de Venezuela. Su protagonista era Roberto, un anodino e insípido personaje de clase media, quien “a todos les era indiferente, y por todos pasaba desapercibido”. Este ser de existencia mediocre, prefiguraba la galería de hombres pequeños, grises y tristes que poblarían sus relatos y que configuran la geografía humana del mundo ribeyriano.

En 1946, inauguró sus estudios de Letras y Derecho en la Universidad Católica, en Lima. También asistió a algunos cursos que se impartían en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en cuyos patios se vinculó con escritores noveles y jóvenes intelectuales que, a la vuelta de algunos años, cobrarían fama en el mundo de las letras peruanas. Fue gracias a este círculo de amigos que algunos cuentos de Ribeyro se difundieron en revistas locales. Por esos días, era considerado por sus coetáneos como una juvenil promesa de la literatura peruana. Sus relatos cortos publicados y otros que Ribeyro había leído en veladas literarias así lo anunciaban. Además del ejercicio literario, aquellos fueron años de bohemia, tal como lo anota en su diario de 1950, y que fue uno de los tópicos de su segunda novela: Los geniecillos dominicales, publicada en Lima, en 1965.

Él prosiguió sus estudios de Derecho, aunque se mostraba escéptico ante la posibilidad de ejercer algún día esta profesión. Sintiéndose decepcionado y sin darle un rumbo definido a su vida, escribió en su diario el 3 de junio de 1950:

“Sólo ansío viajar. Cambiar de panorama. Irme donde nadie me conozca. Aquí ya soy definitivamente como han querido que sea. Conforme me aleje irán cayendo mis vestiduras, mis etiquetas y quedaré limpio, desnudo, para empezar a ser distinto, como yo quisiera ser. Pero, ¿a dónde ir? Si llevo dentro de mí el germen de todo mi destino, ¿para qué hacer rodar por todos los paisajes, como un circo ambulante, el espectáculo de mi vida equivocada?“.

El año de finalización de sus estudios universitarios, en 1952, obtuvo una beca promovida por el Instituto de Cultura Hispánica para estudiar periodismo en España. Una neblinosa mañana de octubre de 1952 en el puerto del Callao, Ribeyro, junto con otros amigos becarios, partía a bordo del Americo Vespucci con destino a Barcelona.

Periplo europeo

En Madrid, Ribeyro vivió durante nueve meses, alternando sus estudios de periodismo con múltiples lecturas y viajes alrededor del país. Al término de la beca, obtuvo otra subvención que lo condujo a París, donde concurrió a la

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Universidad de la Sorbona. En la Ciudad Luz, residió en hoteles del Barrio Latino, donde vivían también jóvenes coterráneos. Al expirar la beca, Ribeyro conoció la penuria económica (recibía de su familia una modesta contribución mensual), que lo impulsó a realizar esporádicos trabajos alimenticios. De este modo, fue conserje de un hotel, cargador de bultos en una estación de ferrocarril y se dedicó al ramassage, que consistía en recoger periódicos viejos de las casas y venderlos al peso. Este último trabajo lo compartió con algunos amigos peruanos, quienes montados en triciclos, recorrían las calles de París en busca de periódicos y revistas usados.

El pintor limeño Benjamín “Morros” Moncloa, quien había conocido a Ribeyro en el colegio Champagnat, lo frecuentó diariamente en París (coincidían en los mismos cafés y hasta vivieron en el mismo hotel de la calle de Buci). Moncloa recuerda a su gran amigo como una persona notablemente inteligente, bastante reservada y tímida. En la entrevista que el pintor nos concedió en marzo de 2007, refirió una curiosa anécdota del escritor: durante su primera estada en Francia, Ribeyro hablaba defectuosamente la lengua de Molière. En cierta ocasión, sentados a la mesa de un café, Ribeyro ordenó un vaso de agua (en francés, verre d'eau), pero, dada su incorrecta pronunciación, el mesero entendió pernod, que es una bebida alcohólica con sabor a anís. Era tan grande la timidez del escritor que cuando le sirvieron el licor, no solicitó su cambio y acabó por bebérselo.

Otra experiencia relatada por Moncloa concierne al ramassage. Por la voluntad de cooperar con sus amigos, Moncloa compró una camioneta para la recolección. Esto favoreció las condiciones de trabajo y permitió transportar mayor cantidad de periódicos. Sin embargo, los demás miembros del gremio protestaron, considerando esta nueva modalidad como un acto de competencia desleal. De manera que el ensayo duró sólo pocos meses.

Fue en 1955 cuando, gracias al mecenazgo de parientes y amigos en Lima, se publicó el primer libro de Ribeyro: Los gallinazos sin plumas, en una edición económica. Los ocho cuentos de ese libro transcurren en Lima, retratan a las clases populares y se desenvuelven en ambientes sórdidos. Sus protagonistas son seres marginales: recogedores de basura, albañiles, pescadores, empleadas domésticas. El cuento inaugural y que da título al volumen narra el oscuro drama de dos muchachos, Efraín y Enrique, que, explotados brutalmente por su abuelo, don Santos, se dedican a recoger basura de un barrio residencial de Lima para alimentar a un cerdo. Su autor confesó, alguna vez, que mientras escribía este cuento en París, en 1954, él mismo, en su cargo de conserje de hotel, se ocupaba de sacar los cubos de basura a la calle. Entre las notas destacables del primer libro de Ribeyro, apuntamos su estética realista, la sólida estructura de sus cuentos, y su lenguaje diáfano, fluido y armonioso. Su estilo acusaba influencias de los maestros del género cuentístico como Chéjov y Maupassant.

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Con esta obra, su autor inauguró, junto con otros escritores de su generación (Enrique Congrains Martín, Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña y Carlos Eduardo Zavaleta), la moderna narrativa peruana. Hasta la década precedente había predominado la novela realista, cuyos temas centrales fueron: el mundo andino, la vida del campesino y los problemas agrarios. Surgía ahora una narrativa de temática diferente, que incorporó nuevas técnicas, y cuyo escenario era lo urbano. Otro aspecto de la vida del escritor, durante su estancia en París, fue la intensa y tormentosa relación amorosa que vivió con una joven peruana, a la que en su diario alude únicamente con la inicial C.

La obtención de una beca para estudiar fotografía, condujo a Julio Ramón a Alemania en los comienzos de 1956. Un dato por demás curioso fue que arribó a Munich sin saber alemán. Alquiló un cuarto en las afueras de la ciudad, en casa de una familia obrera, donde el crudísimo invierno (31 grados bajo cero) lo forzó a permanecer enclaustrado durante tres meses. En esos días, para combatir la depresión y poseído de un febril impulso creativo, trabajó incansablemente en una novela (Crónica de San Gabriel). Al cabo de tres meses, el libro estaba casi terminado.

Ribeyro también residió en Amberes, donde trabajó en un taller de fotomecánica. En Bélgica, conoció un nuevo y frustrado amor: Mimí, a quien le dedicó su primera novela. Tras residir algunos meses en Alemania, Ribeyro inició los preparativos de viaje para reintegrarse a su país, con el fin de ejercer la profesión de abogado.

Intervalo en el Perú y regreso a Francia

Después de cinco años de peripecias en Europa, Ribeyro retorna al Perú a mediados de 1958. Se reencuentra con la familia y los amigos.

En ese año, una editorial local publicó su segundo libro, intitulado Cuentos de circunstancias. Este volumen está constituido por once cuentos, escritos en Lima y ciudades europeas, en los que Ribeyro incursiona en la narrativa fantástica, en relatos cortos de carácter autobiográfico y otros en los que asoma su vena humorística. Uno de los cuentos más leídos y comentados de ese libro se titula “La insignia”, de impronta kafkiana.

Por otro lado, en 1959, la Universidad San Cristóbal de Huamanga encomendó al escritor la dirección del Departamento de Extensión Cultural, por lo cual se trasladó a Ayacucho, en la sierra peruana, donde residió durante tres meses.

En 1959, Ribeyro ensayó el género dramático con una obra titulada Vida y obra de Santiago, el pajarero, ambientada en el período virreinal, y estrenada en Lima en 1960, que le mereció el Premio Nacional de Teatro. Al año siguiente, por su novela Crónica de San Gabriel, obtuvo el Premio Nacional de Fomento a la Cultura “Ricardo Palma”.

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El 30 de mayo de 1960, Ribeyro escribía en la intimidad de su casa miraflorina: “Tomo conciencia de que soy un artista y eso no me consuela. Un pequeño artista solamente, pero honesto, que jamás ha hecho trampa en su oficio. Largo camino y apenas un aprendiz. Pero es cierto que me falta decisión, que soy un poco cobarde. No me resigno a vivir sin amor y el camino del gran arte se tiene que hacer forzosamente solo”.

A Ribeyro le resultó difícil adaptarse nuevamente al medio peruano. A más de ello, se frustró su proyecto de convertirse en profesor de la Universidad de San Marcos. Así las cosas, decidió emprender el retorno a Europa.

Merced a una beca concedida por la Embajada de Francia, regresa a París, en 1960, donde ejerce el periodismo como redactor y traductor de la agencia France Presse (en esa época laboraba allí su joven compatriota Mario Vargas Llosa, antes de que alcanzara su consagración como novelista). Sobre su nuevo empleo, anotó el 21 de abril de 1961: “[…] seis horas de trabajo diario, a menudo fatigante, pero decorosamente pagado”. En esta agencia de noticias laboró durante diez años.

Por aquellos días, la crítica en el Perú reconocía a Ribeyro como una de las voces mayores de la nueva literatura. En 1961, en un artículo titulado “Fisonomía actual de la narrativa peruana”, publicado en la revista cultural Fanal, su autor, el lingüista y profesor universitario Luis Jaime Cisneros, sostenía que Ribeyro se situaba “a la cabeza de las nuevas generaciones” de narradores.

En 1964 se publicaron dos libros de nuestro escritor: Las botellas y los hombres y Tres historias sublevantes. Los diez cuentos del primer libro narran, en lo fundamental, las miserias, las frustraciones y los fracasos de personajes procedentes de la clase media (destaca en esta obra la riqueza y los matices psicológicos de éstos). El segundo libro es un tríptico: los tres cuentos que lo conforman se ambientan en diversas regiones del Perú y sus protagonistas tienen en común el combate contra la adversidad, mas perecen derrotados en su lucha.

A mediados de los sesenta, Los gallinazos sin plumas se publicó en francés, y Crónica de San Gabriel apareció en alemán. Su segunda novela, Los geniecillos dominicales, se publicó en Lima, en 1965, y recibió el Premio Nacional de Novela “Expreso”. La novela galardonada se desarrolla en ambientes de Lima y narra los proyectos, las aventuras y los desarreglos de un grupo de jóvenes de la pequeña burguesía.

Hasta la década de 1960, Ribeyro había escrito obras de factura apreciable y había cosechado algunos importantes premios en su país. No obstante, su plenitud como escritor estaba por revelarse.

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París, mayo de 1971. En una bella tarde de primavera, Julio Ramón Ribeyro, apoyado en la baranda del balcón de su departamento en la place Falguiére, observaba el reverdecimiento de los árboles. Mientras dejaba caer otra colilla sobre la vereda de la plaza desierta, oteaba el horizonte e ideaba historias para sus próximos cuentos. Después de la jornada periodística en la agencia France-Presse, por las tardes se concentraba en su labor creadora. Para poder escribir, requería de su espacio habitual de trabajo, en el que siempre había cigarrillos, vino tinto y un cómodo sillón. Durante tres o cuatro horas diarias, las teclas de la máquina de escribir no cesaban de sonar en aquel departamento atestado de libros y folios. Fue aquella una época fecunda de su trabajo narrativo.

Por entonces, el escritor había formado una familia. En 1966, se casó con la peruana Alida Cordero, con quien tuvo a su único descendiente: Julio.

Viviendo su autoexilio por más de diez años (viajaba a Lima esporádicamente), seguía vinculado espiritualmente con su patria. De continuo se informaba de lo que allí acontecía e inquiría sobre la vida literaria limeña. Su íntima ligazón con el Perú se expresa en su obra, que, habiendo sido escrita en Europa –casi en su totalidad–, se ambienta en escenarios peruanos.

En 1972 fue nombrado consejero cultural de la Delegación Peruana ante la UNESCO. Tal puesto oficial le procuraba los suficientes ingresos que le permitieron llevar una vida sin sobresaltos económicos. Esta actividad, además, le otorgaba tiempo de ocio creativo.

Habitualmente, Ribeyro se reunía con su círculo íntimo de amigos, integrado sobre todo por pintores. Frecuentaba a Julio Cortázar, que fue el único escritor célebre residente en París de quien se hizo amigo (Ribeyro recordaba a Cortázar como “un hombre muy cordial y sencillo; muy amable, sobre todo, con los escritores jóvenes”, y recordaba que, con sus amigos, casi no hablaba de literatura, sino del tango y de la buena comida). Además, departía con jóvenes compatriotas intelectuales que vivían o estaban de paso por París, a quienes les brindó su amistad y orientación. Uno de ellos fue el escritor Alfredo Bryce Echenique, con quien llegaría a cultivar una amistad entrañable (en algunas de las novelas de Bryce, Ribeyro figura como personaje). A fines de 1972, la salud de Ribeyro se vio seriamente afectada por el cáncer, dolencia que lo llevó a someterse a dos cirugías. En su diario escrito entre 1973 y 1975 se puede encontrar varias referencias a sus padecimientos físicos.

La Palabra del Mudo

En tanto que los libros de Ribeyro venían publicándose en otros idiomas, las limitaciones del mercado editorial peruano, hacían de Ribeyro un autor poco leído en su propio país. Fue gracias al editor Carlos Milla Batres que las obras de nuestro escritor volverían a ver la luz en los años setenta. La reunión de los cuentos escritos entre 1952 y 1972, contenidos en cuatro libros publicados (Los

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gallinazos sin plumas, Cuentos de circunstancias, Las botellas y los hombres y Tres historias sublevantes) y dos inéditos (Los cautivos y El próximo mes me nivelo) aparecieron en Lima en dos tomos bajo el título general de La palabra del mudo.

En una carta del autor al editor, fechada el 15 de febrero de 1973, Ribeyro escribía: “¿Por qué LA PALABRA DEL MUDO? Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias.”

Alguien interpretó el título como una referencia al propio Ribeyro, hombre parco y reservado, que eludía las entrevistas y evitaba hablar de sí mismo, debido a su proverbial timidez, a su desinterés por la figuración y al celo por preservar su intimidad.

La publicación de La palabra del mudo fue uno de los sucesos editoriales de 1973.

Otras publicaciones

A este título siguió la reedición de Los geniecillos dominicales, Crónica de San Gabriel y la publicación, en 1976, de su tercera novela: Cambio de guardia. Este libro, escrito entre 1964 y 1966, se mantuvo inédito porque la coyuntura política no había favorecido su publicación. A través de la yuxtaposición de secuencias, la novela narra un conjunto de situaciones que se reflejaban en la historia contemporánea del Perú, tales como la dictadura militar y la corrupción política. En ésta se muestra cómo las decisiones de quienes detentan el poder afectan de manera radical la vida del habitante común. Según lo declaró su autor en una conferencia sustentada en Lima en 1984, dicha novela se estructuró sobre la base de tres ideas: el azar, la imbricación entre los personajes y la imposibilidad de descubrir la verdad.

También su producción teatral fue reunida en un volumen publicado en 1975. Al año siguiente, el conjunto de sus ensayos y artículos de crítica literaria que destinó para su publicación en periódicos y revistas, se editó en un libro intitulado La Caza sutil.

El 20 de diciembre de 1975, Ribeyro anotaba en su diario:

“Yo establezco una diferencia muy nítida entre escribir y publicar. Escribir es para mí un asunto personal, una tarea que me impongo porque me agrada o me distrae o me ayuda a seguir viviendo. Publicar, en cambio, es un fenómeno diferente, una gestión que encomiendo a otra parte de mi ser, al administrador, bueno o malo, que todos tenemos dentro. El autor se desentiende de lo que hace el administrador, el cual generalmente considera a la obra como una

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mercancía y la vende a quien sea para equilibrar el presupuesto doméstico. De este modo puedo decir sin contradecirme que escribo porque me gusta y publico para ganar dinero. Lo que no impide reconocer que no me gusta todo lo que he escrito y al cabo de veinte años de publicar he ganado sumas irrisorias que el decoro me impide precisar”.

Prosas apátridas

Uno de los libros más celebrados de Ribeyro, singular tanto por su contenido y forma, cuanto por su destino editorial, es Prosas apátridas. Publicado en Barcelona en 1975, “se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo”, escribió su autor. De ahí la designación de “apátridas”, en razón de que “carecen de un territorio literario propio”. Originalmente fueron 89 prosas; en la segunda edición se ampliaron a 150, alcanzando en las últimas ediciones 200 textos.

Muchas de estas prosas surgieron de las anotaciones de su diario íntimo. En aquéllas reflexionó, con sabiduría, agudeza y escepticismo, sobre diversos motivos (la literatura, la amistad, la niñez, la vejez, la historia, escenas de la vida cotidiana, etcétera), aspecto que da a esta obra un carácter misceláneo. Prosas apátridas, que bien pueden considerarse como el autorretrato espiritual de Ribeyro, es de todos sus libros el que más ediciones ha alcanzado.

Silvio y la clave de la vida

En 1977, se publicó en Lima el tercer tomo de La palabra de mudo, compuesto por el libro Silvio en El Rosedal, que integran trece cuentos. Esta creación puso de manifiesto la madurez literaria de Ribeyro. El relato que da título al libro tiene por protagonista a Silvio Lombardi, hijo de inmigrantes italianos, quien hereda de su padre una hacienda en la sierra peruana. Silvio tenía vocación musical, pero la hubo de sacrificar por encargarse del negocio familiar. Instalado en su nueva propiedad y disfrutando de la belleza del paisaje rural, distingue en el rosedal (que daba nombre a la hacienda), en la disposición de las rosas, una figura geométrica, en la que cree descubrir un mensaje oculto, que busca descifrar de manera obsesiva. Este relato, que tiene por motivo el enigma de la vida y la búsqueda existencial, es uno de los más emblemáticos y también uno de los favoritos de este narrador.

Nuevas ediciones

En 1983, se publicó en España, por primera vez, una antología de sus cuentos. La selección, preparada por el autor, llevó el título de La juventud en la otra ribera, y apareció bajo el sello editorial de Argos Vergara. Ese mismo año, Tusquets Editores, que había dado a conocer Prosas apátridas, publicó Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales. Con ello, las obras del escritor peruano conquistaron a una legión de lectores en la Península y en otros países

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de Hispanoamérica.

De otro lado, nuestro personaje recibió en 1983 el Premio Nacional de Literatura, y tres años más tarde, por sus aportaciones a la cultura nacional, fue condecorado por el Gobierno con la máxima distinción oficial: la Orden “El Sol del Perú”.Diez años después de la publicación de su último libro en Lima, vio la luz Sólo para fumadores, conformado por siete relatos. El primer cuento que le da título, de tono autobiográfico, narra la relación estrecha que a lo largo de su vida tuvo con el cigarrillo, que asociaba al acto de escribir.

Dichos de Luder fue el pequeño libro de carácter aforístico, publicado en 1989, donde Ribeyro a través de las sentencias de Luder –su alter ego– manifiesta su inveterado escepticismo.

Los últimos años

Desde la década de 1970, Julio Ramón venía considerando el proyecto de retornar definitivamente al Perú y hacerse propietario de una casa en el malecón de Miraflores, donde pudiera escribir, recibir a sus amigos y ver los atardeceres frente al mar. A inicios de los noventa, Ribeyro se instaló en Lima y adquirió un apartamento ubicado en el último piso de un edificio en el malecón de Barranco, un barrio tradicional. El pequeño apartamento tenía dos niveles y una magnífica vista a la bahía de Chorrillos. En ese espacio transcurrieron sus tres últimos años.

El escritor Guillermo Niño de Guzmán, quien intimó con Ribeyro durante ese tiempo, califica aquellos años como “exultantes”. Acaso, fuese una de las épocas más felices en la vida del cuentista, en la que conoció de nuevo el amor.

El talante tímido, reservado y distante que lo había caracterizado, dio paso a una faceta nueva de su personalidad: frecuentemente asistía a locales públicos, donde era posible verlo departiendo gustosamente con jóvenes que se acercaban a dialogar con él.

Durante el verano, en pleno atardecer, se podía ver la figura delgada de Ribeyro en su mirador barranquino: sentado en la terraza, con el pelo agitado por el viento, contemplando el mar.

En ese tiempo, preparó la edición del cuarto tomo de La palabra del mudo (integrado por los libros Sólo para fumadores y Relatos santacrucinos) y del diario que venía escribiendo desde 1950.

1992 fue un año pródigo en publicaciones: apareció el último tomo de La palabra del mudo, comenzó la publicación de su diario personal (que lleva el sugestivo título de La tentación del fracaso) y vio la luz la quinta edición de

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Prosas apátridas. Además, en las presentaciones de estos libros, participó su autor ofreciendo sendas ponencias. Asistí a la presentación del cuarto tomo de La Palabra del Mudo, en la Municipalidad de Miraflores. Entonces fui testigo de la multitud que se congregó aquella tarde para escucharlo. Tan grande fue el número de concurrentes, que el Salón de Actos quedó abarrotado. Muchos asistentes pugnaron por ingresar al local, pero no lo consiguieron. Entonces, desde la calle comenzaron a ovacionar a Julio Ramón, quien al terminar su intervención, apareció en el balcón del edificio para saludar a sus fervorosos lectores. Se trató de un emocionante acto de admiración y de cariño, que Ribeyro difícilmente podría olvidar.

1994 puede ser considerado, con justo título, el año de Julio Ramón Ribeyro. El sello editorial Alfaguara de Madrid publicó una prolija edición de sus Cuentos Completos (como parte de una colección que incluía a Onetti y Cortázar). Tusquets de Barcelona publicaba Cambio de guardia, y en Lima el Fondo de Cultura Económica presentaba su Antología personal, mientras que Jaime Campodónico reeditaba los cuatro tomos de la Palabra del mudo. Asimismo, a comienzos del mes de junio, en Madrid la Casa de América le dedicó la Semana del Autor, con la realización de un coloquio en torno a su obra, al que asistió el propio Ribeyro.

En agosto de ese año, nuestro escritor fue distinguido con el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (considerado como el Nobel hispanoamericano) y dotado de 100 mil dólares. Esta noticia fue muy celebrada en el Perú, pues se trataba del merecido reconocimiento internacional al conjunto de la obra de uno de los más notables cuentistas del continente.

El pintor Benjamín “Morros” Moncloa, viejo amigo de Ribeyro, recuerda la alegría que embargó a los amigos del escritor cuando se informaron de la premiación y las reuniones y almuerzos que organizaron para festejar tan importante suceso.

Irónicamente, cuando llegó la hora del triunfo, Ribeyro sufrió un revés en su precaria salud. Después de veinte años, el cáncer había recrudecido. Así, como si se tratara del malhadado destino de los personajes de sus relatos, Ribeyro, encontrándose convaleciendo de una delicada intervención quirúrgica, no pudo viajar en noviembre de 1994 a la ciudad de Guadalajara, en México, a recibir el galardón. Su esposa e hijo lo hicieron en su nombre.

Antes de que los tenues rayos de sol comenzaran a asomar en el neblinoso firmamento limeño, en un cuarto del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas se apagaba la vida de Julio Ramón Ribeyro Zúñiga. Tenía 65 años. Era el 4 de diciembre de 1994.

A la mañana siguiente, los periódicos de la capital informaban en primera plana de su deceso. Lima lloraba la desaparición de su narrador.

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Como detalle anecdótico, durante el velorio, su hermano Juan Antonio y Guillermo Niño de Guzmán, amigo muy cercano de Ribeyro, colocaron en el ataúd una botella de Burdeos y varios paquetes de su marca preferida de cigarrillos.

En la lápida de su tumba, en medio del verdor del cementerio Jardines de la Paz, el epitafio reza la última de las Prosas apátridas: “La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.”

Valor literario

Cierto día, escribió Julio Ramón Ribeyro: “Yo no vivo de la literatura ni para la literatura sino más bien con la literatura”, indicando con ello que escribir no era para él un medio ni un fin en sí mismo, sino una actividad que lo acompañaba siempre. Su quehacer literario adquirió forma en una serie de géneros: el cuento, la novela, el ensayo, el teatro y la literatura intimista. De éstos fue el cuento el que mejor se adaptaba a su temperamento de escritor y a su sistema de trabajo (alguna vez, afirmó: “Yo no soy un maratonista de la literatura, sino un corredor de distancias cortas”). Pensaba que la realidad peruana era tan compleja, heterogénea y fragmentada que era muy difícil representarla en una sola obra. Y postulaba que el género cuentístico permitía ir aproximándose a esta realidad, como si se tratara de la técnica del mosaico.

Al promediar los años cincuenta, su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas, inauguró el neorrealismo narrativo en el Perú. La temática de sus primeras obras fue de carácter social. En éstas refleja el tono de frustración y desencanto de la sociedad peruana, a través de una galería de personajes de la clase media limeña y de los sectores marginales, construidos con profundidad psicológica. Además, en sus cuentos, caracterizados por su impecable arquitectura, cultivó las vertientes fantástica y autobiográfica.

Ribeyro es un escritor clásico. Su estilo diáfano, sobrio y matizado está despojado de artificios literarios, pues este creador no fue proclive a introducir innovaciones técnicas en materia de lenguaje.

Alfredo Bryce escribió sobre Ribeyro, en 1987: “(…) fue, sin duda alguna, por edad y por calidad, el escritor más injustamente excluido de aquel festín de la literatura que fue el boom de la narrativa latinoamericana”, añadiendo que “puede ser fácilmente considerado como nuestro Borges o nuestro Rulfo, es decir, un verdadero maestro del arte de narrar y hasta un escritor francamente genial”.

Tras su muerte, Ribeyro ingresó al templo de los clásicos contemporáneos de las letras hispanas. En España se reeditan sus libros, y en varios países su obra es materia de importantes tesis universitarias y estudios literarios, varios de los cuales se han publicado y otros se encuentran en vías de publicación. También,

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investigadores de su vida, situados a ambos lados del Atlántico, vienen escribiendo su biografía.

En cierta ocasión, Julio Ramón Ribeyro, refiriéndose a las motivaciones de su oficio de escritor, indicó, entre varias razones, que escribía para “continuar existiendo, una vez muerto, aun cuando sea bajo la forma de un libro, como una voz que alguien hará el esfuerzo de escuchar. En cada lector futuro, volvemos a nacer”. La palabra de Ribeyro continuará viva (es la “palabra inmortal”, a decir de su estudioso Jorge Coaguila) a través de su universo de lectores y de las gentes marginales que pueblan la ciudad, aquellos seres que están impedidos de realizar sus sueños, a los que Ribeyro, con maestría y sensibilidad, supo darles voz.  Bibliografía

Cisneros, Luis Jaime: “Fisonomía actual de la narrativa peruana”, en Fanal, Vol. XVI, n° 59, 1961, pp. 2-9.Coaguila, Jorge: Ribeyro, la palabra inmortal. Lima, Jaime Campodónico Editor, 1995.Fuentes Rojas, Luis: El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro. Lima, Instituto Raúl Porras Barrenechea, 2006. Minardi, Giovanna: La cuentística de Julio Ramón Ribeyro. Lima, Banco Central de Reserva del Perú - La Casa de Cartón, 2002. Niño de Guzmán, Guillermo: “El dragón de Baden-Baden”, en Quehacer n°150, Lima, septiembre-octubre 2004, pp. 42-51. Ribeyro, Julio Ramón: Crónica de San Gabriel. Barcelona, Tusquets Editores, 1991. Ribeyro, Julio Ramón: La palabra del mudo. Tomos I-IV. Lima, Milla Batres Editorial, 1973, 1977, 1992. Ribeyro, Julio Ramón: La tentación del fracaso. Diario personal. Tres tomos. Lima, Jaime Campodónico Editor, 1992, 1993, 1995. Ribeyro, Julio Ramón: Las respuestas del mudo (Entrevistas). Lima, Jaime Campodónico Editor, 1998.Ribeyro, Julio Ramón: Prosas apátridas (completas). Barcelona, Tusquets Editores, 1986.Ribeyro, Julio Ramón: Silvio en El Rosedal, Barcelona Tusquets Editores, 1989. 

Perfil Gabriel García Higueras (Lima, 1966), es licenciado en Historia por la Universidad de San Marcos y candidato a doctor en Historia por la Universidad de Huelva (España). Es autor del libro de ensayos Trotsky en el espejo de la Historia (Lima, 2005).  * Publicado en dos partes en la revista cultural Sudestada (Buenos Aires), números 57 y 58, abril y mayo de 2007.

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http://www.librosperuanos.com/articulos/garcia-higueras.html

http://www.maynorfreyre.com/2da_parte.html

6. Los geniecillos de Julio

Ramón Ribeyro

han crecido

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(Revista Vistazo, N° 398, Mzo./75)

 

Julio Ramón Ribeyro llega a Lima después de una advenida muerte que no llegó, de parte de quienes quisieran muriera el escritor.

Nosotros tomamos, de él, una novela y sus personajes, a quienes los buscamos, los encontramos y ellos nos dicen cómo, cuándo y

por qué «ingresaron» a las páginas de los geniecillos dominicales.

La novela es imaginación, demonios que te persiguen, dicen algunos equivocados expertos, pero nosotros queremos demostrar que

esta novela es vida. Quienes «viven» estos episodios hablan a continuación:

 

Juan Ramón Ribeyro: Armando

Ribeyro empezó a escribir Los geniecillos en 1962.

Terminó la novela en 1964.

Ganó el Premio Expreso-Populibros en marzo de 1965 (50 000 soles), el mayor hasta entonces, con Geniecillos, y fue editada la

novela por Populibros ese mismo año.

¿Quiénes reaccionaron? ...que yo sepa nadie, aunque Julio Ramón expresó en un reportaje que lo hizo la France Press con motivo del

premio, que cuando tuviera la oportunidad de encontrarse con los personajes de Geniecillos, recién podría saber «quiénes eran sus

verdaderos amigos» (se supone, viendo la forma de sus reacciones).

Edades: hechos entre 1950 y 1952: Ludo: 20 a 22 años; la mayoría de los demás personajes, las mismas edades.

Los geniecillos dominicales es la historia del propio autor y la de un grupo de jóvenes amigos, la mayoría de ellos de gran

sensibilidad creadora, en lucha desesperada contra un medio social hostil y brutal, cercenante de sus inquietudes, afanes y quimeras

espirituales.

Sobre el valor literario de la novela, los críticos tienen la palabra. Aunque yo creo que es una novela a la cual no se le ha dado su

justo valor y que el tiempo se encargará de redescubrir y actualizar, como ya estamos viendo.

¿Me preguntas si el Armando que me representa en Geniecillos se ajusta a la realidad de aquella época? Yo te voy a responder con

un rotundo sí. Pero tengo que agregar lo siguiente, no como una justificación, sino como una especie de respuesta que se inscribe

dentro del contexto global de la novela y que de paso explica la conducta de muchos de sus protagonistas, es decir, de la obra en

general.

Así como Julio Ramón se sintió desde muy niño inclinado hacia la literatura, a su vez, yo me sentí atraído por la filosofía. La

filosofía entendida –conste que era muy joven– como una disciplina meramente abstracta. Pero ¿qué pasó, o me pasó? Matriculado

en la entonces Facultad de Filosofía de la UNMSM, donde escuchaba absorto las primeras lecciones que impartía ese gran maestro

universitario que fue Augusto Salazar Bondy, encontré un escollo, para mí insalvable: el aprendizaje del griego y del latín que

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desalentó mi plan trazado. Por otro lado, la alternativa posterior de un inevitable viaje a Europa («a perfeccionarse»), seguramente a

Alemania, tierra de filósofos, adonde tendría que vérmelas «contra» su idioma por añadidura; y el, entonces, reducido campo para el

quehacer filosófico en el Perú, me hicieron abandonar semejante empresa. Como imaginarás, tal decisión o indecisión conllevó su

secuela de males, dejándome paralizado y en «pijamas» durante mucho tiempo; fenómeno posiblemente que con algunas variantes se

produjo en otros muchos jóvenes, cuyas vidas se describen en Geniecillos...

Julio Ramón y otros, más maduros, con más confianza en sus posibilidades, también –hay que reconocer– más corajudos, dieron el

salto y se lanzaron a correr las peripecias de un viaje y las inquietudes que su espíritu les demandaba. Para regocijo nuestro, la

mayoría vio coronado con éxito su esfuerzo, por demás meritorio.

En la actualidad, como sabes, trabajo en la Asesoría Jurídica de la Municipalidad de Lima y soy además profesor. Sin embargo,

todavía persiste en mí algo del fantasma de Armando, pues a pesar de que tengo una voluminosa tésis para graduarme de abogado,

con informe favorable y todo lo demás en regla, no me decido a sustentarla, hecho que, de producirse, me abriría expectativas de tipo

económico muy importantes, dentro de la situación en que he tratado de acomodar mi existencia y la de mi familia en el planeta. Eso

es todo.

Respecto al viaje que hice en la novela, y en la realidad en un camión al Cusco, es un episodio tan sólo anecdótico y fue con el

propósito de ver la posibilidad de adquirir uno de ellos, dedicarme a transportar mercadería y naturalmente ganar algún dinero. Pero

me di cuenta que para ser tan sólo «acompañante» de camión a manera de vigilar las operaciones de su propio negocio, había que

haber nacido para ello, con lo que quiero aprovechar para rendir homenaje al chofer peruano de Costa, Sierra y Selva como

reconocimiento a la labor titánica que despliega en un medio como el nuestro.

Mi cuñado estuvo metido en un negocio de harina de pescado, no en el de los «plátanos», como lo acomodó Julio, me imagino para

poder adecuarse mejor en ese momento a las exigencias del relato dentro de las reglas que este género permite.

 

Pedro Buckinghan: Pirulo

 

Fuimos con Juan Ribeyro y Alfonso Delgado a buscarlo. Caminamos por Miraflores, escenario de sus juventudes, hasta llegar casi al

límite con Barranco. En un parque escondido –por donde suele pasearse nostálgicamente– encontramos la casa de Perucho, el Pirulo

de Los geniecillos, Pedro Buckinghan. Juan y Alfonso silbaron característicamente desde la puerta de la quinta donde se ubica la

casa. El padre de Perucho salió por la ventana y después lo llamó con sonora voz. Apareció al minuto y no nos dimos con el

muchacho que habíamos esperado, influidos por la lectura de la novela que protagonizan en parte.

Reposado, con los años que se le han venido encima, conversa con sus amigos de antaño (y de ahora), rememorando su calidad de

gran billarista (180 de bolada, hacía), cuando se dedicaba a «matar incautos» (lo hizo con Reynaldo del Solar, gran ajedrecista).

Viene luego el recuerdo del futbolista diestro. Parece no querer entrar al terreno literario. Hasta que sí entramos. Perucho nos dice:

-El título me parece un poco raro, porque no se dice en nuestra habla geniecillo, sino geniecito. Parece que Julio Ramón se inspiró en

El hombrecillo de los gansos, una obra alemana.

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Otra vez se cambia el rumbo. Juan y Perucho discuten de filosofía.

-Pirulo... me identifico con el personaje, como que tenía interés en la filosofía... más que en la política. Aunque los personajes vivos,

en la realidad de aquel entonces, hablaban más de política que de literatura.

Otro paréntesis. Se habla de tragos.

-Sí, se reunían con el objeto de tratar de política... y de tomar tragos, sobre todo, Pero la novela me gustó. Nunca antes pensé que se

me iba a considerar en ella, mas cuando leí mi nombre algo cambiado, cuando descubrí el parentesco en Pirulo, me pareció una cosa

natural.

Hablamos de las hazañas cambiadas, que él no hizo el paso de la muerte nunca, que fue otro. Luego llegamos a la «muerte» de su

padre (en la novela, porque hace poco él mismo lo llamó).

-La revuelta de la «muerte» de mi padre, históricamente no se suscitó en Ayacucho, sino en Huancayo, provocada por otro prefecto.

Lo de la prefectura de Ayacucho que desempeñó mi padre y mi secretariado, fueron ciertos.

Ahora se arriba a la literatura. Alfonso y Juan retrotraen la lectura secreta de sus poemas, hecha por Pedro Buckinghan entre tragos,

sacando papelitos escondidos, con Julio Ramón.

-La mayoría de los que aparecen como personajes de la novela han publicado su obra: casi todos, menos yo. Recuerdo que primero

quería leer bastante para escribir, y después de leer bastante ya no quería escribir. Había tanto que leer, que me quedé en la lectura.

Dice que no escribe, que prefiere la música.

-Las reuniones terminaban en jaranas, en música. Todos buscaban trago. No terminaban en literatura. Había buenas guitarras en

Surquillo, como Carlitos Hayre.

Sus amigos hablan de sus ejecuciones de piano en el Violín Gitano, en el Messarina. Pero su piano ahora está viejo y gastado.

-Yo prefería el pisco -dice-, toco poco. Preferí viajar, estuve en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra. Pasé unos días en París...

Juan cuenta que Pirulo iba a buscar a Julio Ramón en las noches y le tiraba piedras a la ventana para llamarlo.

-Tenía un certificado de Literatura Inglesa de la Universidad de Cambridge, donde estudié un tiempecito, pero un día estuve en

apuros con una cuenta y lo dejé empeñado en algún sitio. También estudié algo de literatura rusa...

Alfonso Delgado insiste en que a él le leía poemas.

-Algunos poemas eran de mi mamá -falsea-, los llevaba para que los escucharan.

Insisten sus amigos.

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-Tengo, creo, dos sonetos escritos. Algo de poesía libre. Tal vez llegué a escribir 15 poemas. Me gustaban para valses criollos, para

ponerles música. Ni eso hice.

Aparecen los estudios de la U. Católica.

-Efectivamente, estudiaba en La Católica, Letras. No acabé. Yo hablaba un poco de inglés y pude leer a los poetas ingleses en su

idioma. Por eso fui más traductor que nada.

Surge el bar Palermo, ya cerrado.

-Iba regular a Palermo, una o dos veces al mes. Me juntaba más con ex alumnos del Champagnat que con los «geniecillos». Estaban

Castellanos, Pepe Bonilla, Julio Ramón, Galdós, Pazasa, que también escribía.

La mañana calienta pero se está fresco bajo este árbol del parque, con Perucho y sus amigos, que lo llamaron silbado, y que los

dejamos para que conversen las cosas de cuando soñar no costaba más que eso.

-Saludos a todos los amigos -se despide- de parte del pata Buckinghan. Un abrazo para Julio Ramón y muchas pesetas (sin saludos).

 

Vargas Vicuña: Eleodoro

Después de percatarse que no estábamos detrás de él para publicitar su nombre, Eleodoro Vargas Vicuña ingresó con nosotros a un

chifa del jirón Ancash, como deseando que nuestra conversación acerca de Los geniecillos dominicales tuviera un ambiente similar

al desaparecido y siempre frecuentado bar Palermo.

Eleodoro, nombre verdadero, y con el cual aparece en la obra de Julio Ramón Ribeyro, es un hombre que rehúye los reportajes; por

eso se «perdió» en las dos veces que obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

Respondió que él no era un personaje dentro del contexto de la obra. «Soy, como me dijo el autor, un ente decorativo. Apenas una

anécdota, como varios de ellos que matizan la acción de los personajes principales».

«Hay una especie de halago vital, descubrir nuestro nombre en algún escrito; y cuánto más si es el de alguien a quien estimamos.

Pero en realidad, no somos sino un fantasma de lo que otros piensan o imaginan de nosotros. En la novela, quien lo sabe, es un

reflejo, a través del autor, de alguna realidad, en un determinado tiempo y en una determinada sensibilidad».

¿Cuándo conoció a Ribeyro?

-Acababa de llegar de Arequipa; y hallé a mi familia eterna, a aquellos que descendíamos de una misma inquietud. Todos aquellos

jóvenes eran no mis amigos, sino algo más íntimo que se iría descubriendo a través de los años. En todo caso, éramos los inquietos

de la creación y de la emoción del Perú que un día había de llegar.

Entre ellos estaba Julio Ramón, quien estudiaba en La Católica, y que participaba con nosotros en San Marcos. Allí conocí sus

cuentos, trabajos kafkianos que nunca publicó. Después se fue a París, casi junto con un grupo de 18 ó 20, de los cuales la mayor

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parte ha vuelto a sus tareas concretas y seguras. Aquellos jóvenes sabían a dónde iban, y qué habrían no solamente de hacer, sino de

ser. Julio Ramón sabía que sería un escritor. Lo ha logrado, y con qué formidables méritos. Junto con ello nuestra representación

como Ministro Consejero en la Unesco, cargo que nos honra a los peruanos.

¿Qué nos dice de Palermo?

-Era un lugar de tránsito hacia todas partes del mundo. Un lugar amable en donde se reunieron por días, por temporadas y aún por

años, personajes que ahora son realmente personajes en todos los campos de la actividad profesional. Un lugar de amistad alrededor

de un poema, de un libro, o de «una inefable cerveza eterna»

¿Qué opina de la obra de Julio?

-Es un escritor clásico, en el sentido de ejemplar. Sus cuentos ejercen el magisterio del idioma, y su talento sobrepasa tiempos y

espacios. Cuando los leo siento un temblor. Sé que algo me ha sucedido.

Los geniecillos, me parece una obra sentimental, a pesar de preciosas páginas; la anécdota pasajera de unos jóvenes pasajeros.

¿Recuerda a algún personaje del autor?

-Me ha parecido entrever a algunos. Finalmente no lo he logrado ni me ha interesado saberlo. Porque ¿qué tienen que ver Los

geniecillos con los presuntos modelos o estos con los geniecillos? George D. Painter ha escrito dos tomos documentados casi

científicamente acerca de los personajes de Marcel Proust: ha resultado otra novela. El arte acoge la imaginación y no la descarnada

realidad.

 

Francisco Bendezú: Cucho

En un primer momento forzó la entrevista, dijo que deberíamos anticipar la visita. Pero cuando le comunicamos que se trataba de

conversar sobre Los geniecillos dominicales, obra de Julio Ramón Ribeyro, en la cual él, Francisco Bendezú, interpreta al personaje

Cucho, accedió gentilmente y al final nos obsequió uno de sus tres libros de poemas, titulado Cantos.

En esta forma iniciamos el diálogo, con fotografías y todo, en su pequeña oficina, cuyas cuatro paredes están pegoteadas de afiches,

sobre todo de atractivas mujeres.

Nuestro entrevistado expresó que la obra en mención «está importante, en segundo lugar La crónica de San Gabriel y en tercer lugar

Los geniecillo dominicales.

Bendezú indicó que había recibido una carta de La Casa de las Américas, en la que se le pide señalar cuales son -en su opinión- las

15 obras literarias más importantes de autores latinoamericanos publicados de 1960 hasta la fecha.

«Entre ellas voy a incluir La palabra del mudo, que para mí representa la culminación de la obra de Julio Ramón, antiguo y querido

amigo», expresó.

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En lo que se refiere al personaje Cucho. Bendezú aceptó plenamente la identificación, aunque se negó a opinar en relación a los otros

personajes «porque me parece arriesgado decir tal personaje es tal persona que todavía existe. Podría equivocarme o incurrir en el

enojo de la persona a quien señalo. Cada cual debe reconocer su personaje».

Y por qué el apelativo de Cucho?, preguntamos.

«Quiero esclarecer que nunca me han dicho Cucho. Mi apelativo siempre ha sido Paco. El mismo autor también me ha llamado

Paco. En mi casa me dicen Negro, pero esto es muy familiar».

Entonces ¿por qué Cucho?, insistimos.

«Quizás Julio ha tenido poca confianza en cuanto a mi reacción, pero en absoluto me hubiera molestado si él me hubiera puesto

Paco. Lo hubiera aceptado. Además, lo que cuenta es real, no hay inventativa ni calumnia. El relato es un recuerdo grato de esos

años que todos los personajes recordaremos con cariño».

Hablando del contenido de la obra, dijo «es cierto, por ejemplo, que yo siempre he hablado de Ungaretti, cuyas obras en mis

comienzos de estudios universitarios traducía y comentaba con Hugo Bravo, Abelardo Oquendo, Castellanos, Pablo Macera y

otros».

«Con ellos discutíamos también los sueños propios de aquella era juvenil. Planeabamos sacar revistas, hacer traducciones, realizar

viajes, publicar libros, etcétera, mientras yo hablaba mucho de Ungaretti. Felizmente tuve la suerte de ser alumno de Ungaretti en la

Universidad de Roma y obtener en su cátedra de Literatura Italiana la nota máxima. Por eso, cuando Ungaretti vino al Perú, la

Universidad de San Marcos me nombró para dar el discurso de bienvenida y nombrarlo profesor honorario de nuestra vieja casa de

estudios».

Ampliando sobre la identificación de los personajes en la obra Los geniecillos dominicales, Bendezú manifestó que el autor «pudo

haber fundido las características, los rasgos temperamentales de varias personas, para crear un solo personaje. Este método ya ha

sido utilizado por Proust, cuya obra ha generado una amplia bibliografía que trata de explicar cada uno de los personajes. Por lo

tanto, no se puede decir en forma categórica que tal personaje es una persona existente».

Bendezú manifestó que se iban a beber a El Triunfo, bar de «los guapos», ubicado en el temible barrio de Surquillo.

«Llegar allí te daba la impresión de ser muy macho».

«Recuerdo –empezó a contar una anécdota– que estaba de moda decir cinco en lugar de sí. El mozo del bar El Triunfo se acercó a

nuestra mesa donde habíamos seis amigos y preguntó ¿Desean cerveza.... uno de nosotros contestó: ¡cinco! Al traer el mozo las

botellas mi amigo le armó tremendo lío, lo insultó y tuvimos que contenerlo porque quería pegarle. Luego de apaciguar los ánimos y

de completar las seis botellas el mismo amigo cogió los envases y los fue rompiendo uno por uno en el filo del mármol de la mesa.

Como el personaje era tan violento, nosotros muy quietos esperábamos la señal para servirnos. Todo esto causaba la admiración de

los asistentes al bar... la gente nos tildaba de hombres de pelo en pecho».

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¿Qué comparación puede hacer con el Palermo? «No, el Palermo es otra cosa, era un bar simpático. Ha aparecido en un diario local

una crónica muy sabrosa escrita por Manuel Jesús Orbegoso, donde habla de los que íbamos al Palermo, aunque se ha olvidado de

algunos... pero el Palermo era un sitio tranquilo».

Paco rememoró que al pagar el consumo de cerveza se tenían que reunir los soles. «Era la época que un par de libras era bastante

plata. Había compañeros que enseñaban cinco libras y a la voz de ¡Vamos a vivirla! enrumbábamos hacia el Palermo».

Francisco Bendezú estudió en La Recoleta y no en el Champagnat, donde lo hicieran Julio Ramón, Buckinghan y otros.

Asimismo, dijo que el Club Nacional, en La Herradura, «era el sitio clásico de los bailongos».

Al finalizar la entrevista agregó que para el mes de julio del presente año editará su libro Arquímea, del cual ya se han publicado

varias composiciones en revistas y publicaciones literarias del extranjero.

 

Jorge de la Puente: Genaro

 

El cobarde ataque perpetrado ese día miércoles 5 contra una parte del Centro Cívico es nada ha mellado el buen carácter de quienes

trabajan allí. Este es el caso del Capitán (r) Jorge de la Puente Raygada, cuya oficina de Electroperú se halla ubicada en el quinto

piso del mencionado edificio y es uno de los personajes de la obra Los geniecillos dominicales.

Para Genaro, nombre supuesto con el que Jorge de la Puente se identifica dentro de la obra, «Julio Ramón Ribeyro enfoca en su

novela una realidad de la clase media de esos tiempos, tomando como elementos a los muchos amigos que lo acompañaron por

diferentes lugares y por diversos motivos. Es por ello que el autor (en la vida real es cuñado de Jorge) al crear sus personajes, mezcla

el físico de alguno de ellos con la parte interna o psíquica de otro, creando un nuevo personaje, o agregándole algo de ficción».

–¿Qué nos puede decir de los bares El Triunfo y el Palermo?

«El primero de los nombrados es uno de los antiguos bares de Surquillo, venido muy a menos últimamente por el poco respeto a la

dignidad humana. Por supuesto que no se puede negar que en aquellos tiempos imperaba cierto gansterismo, pero era de menor

escala al actual Chicago Chico, como siempre se le ha dominado al peligroso barrio de Surquillo. En lo que respecta a Palermo,

puedo decir que era el refugio de universitarios sanmarquinos y de La Católica. En resumen, fueron los dos escenarios donde se

movió Ribeyro, siendo doble actor en su propia novela».

–Cuéntenos alguna anécdota de aquellos tiempos...

«En la casa de la madre de Ribeyro nos reuníamos muchos amigos, contándose entre los asistentes a Reynaldo del Solar, uno de los

mejores ajedrecistas peruanos, y Pedro Buckinghan, el más inteligente y peculiar de todos los amigos. Entre estos dos se entablaban

extraordinarias partidas de ajedrez que por no ser transcritas al papel se han desperdiciado, ya que era contendores de una gran

maestría».

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–¿Qué nos puede decir acerca de Julio Ramón Ribeyro?

«Como escritor es uno de los mejores, pero lo que menos le interesa es publicar; por eso la obra Cambio de guardia, que la escribió

hace 10 ó 12 años atrás, recién va a ser editada por Milla Batres».

 

Washington Delgado: Flanklin

 

Cuando fuimos a entrevistarlo se hallaba en cama a consecuencia de una fuerte gripe, por lo cual una de sus pequeñas hijas sirvió de

enlace entre el dormitorio y la sala de visita de su casa. Las respuestas de Washington al cuestionario que le trasladamos fueron

manuscritos en esa oportunidad en pequeños papeles.

¿Qué opina de la obra Los geniecillos dominicales?

«Anteriormente he opinado ya sobre esta novela cuyo valor me parece muy alto. Además yo fui miembro del jurado que le concedió

el primer premio en el concurso convocado por el diario Expreso.

«Uno de los más altos valores de la novela es su ambientación mirafloriana, su evocación de un ambiente familiar. La evocación de

San Marcos y de los jóvenes intelectuales de 1950, me parece en cambio superficial, pero esto naturalmente casi no afecta el valor

estético de la novela.

“Ribeyro no era propiamente sanmarquino y acaso equivoca la psicología real y las preocupaciones predominantes de los escritores

de entonces. Para el desarrollo de la novela esto no tiene mayor importancia».

¿Quiénes son en la vida real los personajes de la obra de J.R.R.?

«Me parece reconocer a algunos de los personajes, no a todos, pero como no corresponden exactamente a la realidad me parece inútil

insistir en este carácter crítico de la novela».

¿Qué significó para Ud. el bar Palermo?

«Yo fui también un concurrente ocasional de la peña del bar Palermo. No fui de sus fundadores, ni de sus miembros conspicuos

aunque lo frecuenté más que Ribeyro y creo haberlo conocido mucho mejor que él».

 

Manuel Acosta Ojeda: El Sabido

 

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El conocido compositor criollo Manuel Acosta Ojeda, tiene en sus bolsillos la invitación para escribir sus anécdotas a raíz de una

conversación muy amena que sostuviera en París con el editorialista Carlos Seix Barral, «quien en esa oportunidad se revolcaba de

risa» al escuchar las ocurrencias de sus viajes.

En realidad, «El Sabido», sobrenombre con el que Julio Ramón Ribeyro menciona a Manuel Acosta en su obra, «se pasa» relatando

sus peripecias juveniles y de bohemia. Pero el compositor, además es un hombre de negocios que se ve imposibilitado de concretar

dicha invitación y mucho menos ha tenido tiempo para leer Los geniecillos dominicales, obra de su gran amigo Julio Ramón

Ribeyro, en la que es coprotagonista con otros personajes.

«Mira viejo –dice confidencialmente Acosta–, como peruano y bohemio últimamente sólo he leído etiquetas de botellas, pero ahora

que me he retirado del trago me voy a dedicar a leer y a componer más canciones políticas, en cambio te puedo asegurar que sí he

leído y me la sé de memoria la obra Los gallinazos sin plumas del mismo autor».

–Si no ha leído Los geniecillos dominicales ¿cómo se enteró de que se le menciona en dicha obra?

«Por intermedio de Juan Gonzalo Rose me enteré que directa o indirectamente aparezco en algunos párrafos de la obra, al igual que

el flaco Carlos Alfonso Delgado, Pedro Buckinghan, Devoto y otros personajes de la «fauna» surquillana que frecuentábamos el bar

Taca Taca, ubicado a la vuelta del bar El Triunfo... Este último era un bar muy elegante para nosotros, en cambio en el Taca Taca,

que pertenecía a un japonecito, encontrábamos la botella de Capitán, que era una mezcla de vermouth y pisco, a tres soles cincuenta.

Allí nos reuníamos con la gente que robaba en San Isidro y Miraflores, rateritos que eran una especie de Robin Hood: asaltaban a los

ricos para compartir con los pobres».

–¿Cuándo visitó el bar Palermo?

«Visité el Palermo en el ‘63 cuando empezaba a componer canciones políticas, allí fue donde me puse en contacto con intelectuales

como Reynoso, Zavala, Julio Ramón y otros».

–¿En alguna oportunidad Julio Ramón consultó con el grupo de amigos sus escritos?

«No solamente Julio llevaba sus obras al Taca Taca, también lo hacía un señor de apellido Del Solar, el hijo de Carlos Alfonso

Delgado, Perucho, quienes leían y opinaban; la verdad que yo nunca opinaba, me sentía disminuido frente al bagaje cultural de ellos.

Más bien yo siempre he buscado la aventura, he estado metido con los ‘choros’ –gente de mal vivir–, conozco sus jergas,

motivaciones e inquietudes».

 

–¿Cómo cree identificarse en la obra?

«Con ‘El Sabido’, ese era mi ‘chaplín’ –alias–. En realidad yo jugaba muy bien el billar y me gustaba ‘comerme’ –estafar–, a los

vivos. En las mesas de billar miraflorinas los jugadores llegaban hasta 50 boladas, en cambio yo hacía cien hasta cientocincuenta

boladas, que de hecho llamaba la atención. Por supuesto que en Lima había gente que llegaba hasta trescientas boladas y hasta más».

–¿En qué consistía la estafa a los vivos?

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«Antes de ir al billar me ponía mi corbata, mi camisita blanca, en fin le sacaba lustre al terno: estando en el billar pedía bolas para

jugar solo, así como lo hacen ‘los pichones’ –aprendices–, luego me quitaba el saco, pedía una gaseosa y pagaba con cinco libras,

que en esa época era una fortuna, entonces los sapos –aquellos que viven del billar– se decían acá está la playa y me pedían jugar...

debo aclarar que yo juego con la zurda pero para cazar a los vivos actuaba con la derecha de esta manera, en el primer juego ganaba,

mejor dicho se dejaban ganar, en la segunda mesa apostábamos una gaseosa y volvía a ganar, ellos lo hacían para picarme, a la tercer

aun sol, después cinco soles, diez, veinte y al final sacaba mi zurda, recuperaba mi plata y les ganaba. Hay veces que me querían

pegar, yo me corría o en todo caso nos trompeábamos».

–¿En alguna oportunidad Julio Ramón Ribeyro lo vio actuar?

«Julio iba al billar de Ricardo Palma, donde ahora están las Galerías Palma, acompañado de Perucho Buckinghan y un hermano de

Julio que ahora es abogado. Perucho también era un buen jugador y llegaba al billar a competir conmigo, hacía que los ribeyro

apostaran a su favor pero él se tiraba para atrás de tal manera que siempre hacía perder a sus grandes amigos; y conste que Perucho

era mucho más amigo de los Ribeyro que cualquier otro. Esto pinta de cuerpo entero lo palomilla que era Perucho».

 

Hugo Bravo: Hugo

 

Casi con un pie en el avión, con los bolsillos llenos de chisguetes y serpentinas y armado de una buena cámara fotográfica, el

periodista Hugo Bravo respondió este cuestionario acerca de Los geniecillos dominicales. Al día siguiente se hallaría gozando de  

sus vacaciones en el grandioso carnaval carioca.

–¿Se identifica Ud. con el personaje en la obra de Julio Ramón Ribeyro?

«Tanto como identificarme, no. Si es difícil a uno reconocerse ante un espejo, es más difícil hacerlo a través de una descripción

literaria. Lo que sí es cierto es que gran parte de los personajes de Los geniecillos dominicales habían sido tomados, por Ribeyro, del

círculo de sus amigos y, Hugo, parece haber sido «creado» a semejanza de lo que yo representaba a esa edad».

–¿Qué opinión tiene acerca de la obra?

«Los méritos de Julio Ramón Ribeyro como escritor y no solamente por Los geniecillos dominicales, están indiscutiblemente

subrayados por críticos idóneos. Creo que es un valor extraordinario en nuestra literatura y que su obra siempre tendrá vigencia en el

estudio de la novelística peruana».

–Hablemos del bar Palermo y del bar El Triunfo.

«La verdad es que el espacio resultaría demasiado corto para hablar sobre el bar Palermo y el desfile de personas, de toda índole, que

han ocupado sus mesas, desde la época en que eran de mimbre y servían el té en teteras enlozadas, bajo la seria mirada de Aurorita,

hija laboriosa del viejo Kuniyoshi. Dos décadas es más que bastante para forzar la memoria. En Palermo se reunía gente de todo tipo,

de las más variadas ambiciones literarias e ideas políticas. No había discriminación, pero eso sí algunas peleas a causa de la

Page 24: Páginas biográficas - Weeblymsmagaliwilman.weebly.com/uploads/1/8/1/3/1813999… · Web viewPáginas biográficas Santa Beatriz, un barrio mesocrático de la capital peruana, vio

refrescante cerveza que tan gentilmente nos ofrecían los mozos Emilio, el negro Linares, el pícaro colorao Broncano y los

‘calentones’ hermanos Fernández, resignados, casi siempre, por las ‘arruguitas’ del caso.

Palermo fue, sobre todo, un lugar interesante, debido, indiscutiblemente, a su cercanía a la casona de San Marcos, por la gente que se

reunió por años en sus mesas.

En cuanto al bar El Triunfo, último refugio para los bohemios que insistían en ‘alargar’ la noche, tiene también su historia, pero

escapa a mis inquietudes de esa época. Recuerdo sí, que varias veces lo visité acompañando al doctor Porras Barrenechea al lado de

Macera, Carrasco, Ribeyro, Puccinelli, Araníbar y otros, para continuar gratísimas conversaciones iniciales en la Pizzería de

Miraflores».

–¿Qué otros personajes reconoce en la obra?

«Muchos, pero prefiero no nombrarlos. No me toca a mí ‘descubrirlos’».