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Quinas amargas: el sabio Mutis y la discusión naturalista del siglo XVIII 2010-07 Credencial Historia B IBLIOTECA F AMILIAR P RESIDENCIA DE LA R EPÚBLICA HTTP :// WWW . BANREPCULTURAL . ORG / BLAAVIRTUAL / CIENCIAS / QUINAS / QUINAS . HTM G ONZALO H ERNÁNDEZ DE A LBA Capítulo 1 UN MÉDICO NATURALISTA EN LA NUEVA GRANADA En las primeras horas del 29 de octubre de 1760 los viajeros y la tripulación a bordo del navío Castilla, de la armada del rey Carlos III de España y las Indias, divisaron a lo lejos los perfiles un tanto brumosos de los fuertes que protegen la bahía de Cartagena de Indias. Bien pronto varios cañonazos saludaron a la esperada nave y las principales autoridades políticas, religiosas, militares y sociales del puerto clave de la América del Sur se prepararon para saludar y cumplimentar a los recién llegados. Desde ese momento se echaron a rodar los besamanos, saraos, fiestas populares, ceremonias civiles y, claro, el inevitable Te Deum en la catedral. Todo movimiento, esfuerzo y sudor parecía poco. Todo trabajo de esclavos y costo de amos era insignificante ante lo importante de la ocasión. Allí llegaba el Excelentísimo Señor don Pedro Messía de la Zerda, nuevo Virrey de la Nueva Granada. Venía a reemplazar al muchas veces noble don José Solís Folch de Cardona, por ese entonces un ya mentalmente humilde miembro de la religión de San Francisco. No es de extrañar que el mismo día de la llegada al puerto “se convirtió el navío en un palacio, donde acudieron los jefes, tribunales y personas de distinción a cumplimentar al Virrey” 1 . Para el Marqués de la Vega de Armijo y sus acompañantes la ocasión también era motivo de regocijo, el prolongado viaje apuntaba a su fin marítimo. Faltaba, es cierto, internarse por el Río de la Magdalena en uno de esos extraños botes conocidos como champanes por la gente de la tierra y, luego, ascender los Andes hasta Santa Fe, asiento de la llamada corte virreinal. De todos modos no dejaba de ser un alivio saber que el mes y veintidós días de naturales incomodidades y posibles desgracias parecía quedar en el recuerdo y eso que habían viajado con buenos augurios, mar calma y mejores vientos. Uno de los viajeros del Castilla recuerda para nosotros lo esencial de la travesía: zarparon de Cádiz el 7 de septiembre de 1760. El 20 navegaron entre la Gran Canaria y Tenerife, para adentrarse en la Mar Océano. Días después muere un marinero, al que sepultaron en las aguas. Tardaron casi un mes en atravesar el Atlántico y el 16 de octubre divisaron, por fin, las islas de Tobago, Trinidad y Granada y se “hartaron de ver tierra, que

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Quinas amargas: el sabio Mutis y la discusión naturalista del siglo XVIII 2010-07 Credencial Historia B IBLIOT EC A FAMIL IAR PRES IDENC IA DE LA REPÚBLIC A

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Capítulo 1

UN MÉDICO NATURALISTA EN LA NUEVA GRANADA En las primeras horas del 29 de octubre de 1760 los viajeros y la tripulación a bordo del

navío Castilla, de la armada del rey Carlos III de España y las Indias, divisaron a lo lejos los perfiles un tanto brumosos de los fuertes que protegen la bahía de Cartagena de Indias. Bien pronto varios cañonazos saludaron a la esperada nave y las principales autoridades políticas, religiosas, militares y sociales del puerto clave de la América del Sur se prepararon para saludar y cumplimentar a los recién llegados. Desde ese momento se echaron a rodar los besamanos, saraos, fiestas populares, ceremonias civiles y, claro, el inevitable Te Deum en la catedral. Todo movimiento, esfuerzo y sudor parecía poco. Todo trabajo de esclavos y costo de amos era insignificante ante lo importante de la ocasión. Allí llegaba el Excelentísimo Señor don Pedro Messía de la Zerda, nuevo Virrey de la Nueva Granada. Venía a reemplazar al muchas veces noble don José Solís Folch de Cardona, por ese entonces un ya mentalmente humilde miembro de la religión de San Francisco. No es de extrañar que el mismo día de la llegada al puerto “se convirtió el navío en un palacio, donde acudieron los jefes, tribunales y personas de distinción a cumplimentar al Virrey”1.

Para el Marqués de la Vega de Armijo y sus acompañantes la ocasión también era motivo de regocijo, el prolongado viaje apuntaba a su fin marítimo. Faltaba, es cierto, internarse por el Río de la Magdalena en uno de esos extraños botes conocidos como champanes por la gente de la tierra y, luego, ascender los Andes hasta Santa Fe, asiento de la llamada corte virreinal. De todos modos no dejaba de ser un alivio saber que el mes y veintidós días de naturales incomodidades y posibles desgracias parecía quedar en el recuerdo y eso que habían viajado con buenos augurios, mar calma y mejores vientos.

Uno de los viajeros del Castilla recuerda para nosotros lo esencial de la travesía: zarparon de Cádiz el 7 de septiembre de 1760. El 20 navegaron entre la Gran Canaria y Tenerife, para adentrarse en la Mar Océano. Días después muere un marinero, al que sepultaron en las aguas. Tardaron casi un mes en atravesar el Atlántico y el 16 de octubre divisaron, por fin, las islas de Tobago, Trinidad y Granada y se “hartaron de ver tierra, que no habrían de pisar”. El 20 bordearon la isla de Tortuga. El 21, las costas de Venezuela. Luego pasaron entre las islas de Buen Aire y Curazao. El 24 divisaron Aruba. El 26 descubrieron las sierras nevadas de Santa Marta:

No se extrañe vuesamerced, mi amigo, que le hable de sierras nevadas en un país tan ardiente. ¡Admirable es el orden de la Providencia! se asombra el viajero. En la misma línea equinoccial se beben aguas heladas, con espanto de las conjeturas antiguas, por las cuales se creía inhabitables por el sumo calor2.

Luego el descubrimiento esperado de la ciudad de Cartagena. En su viaje el flamante Virrey se hizo acompañar de un séquito que para ese entonces se consideró reducido, especialmente para un tan alto funcionario que constantemente debía acompañarse de un complicado protocolo y un notorio boato que permitiera recordar en toda oportunidad, aun en las más íntimas y familiares, que era el representante directo y visible del Rey Católico en ese apartado lugar de su jurisdicción. Pero sus instrucciones eran claras: “Al Virrey de Nueva Granada D. Pedro Mexía de la Cerda: Nombramiento. Nómina de personas de séquito que puede llevar. Que sea moderado en el número de los que pida”3. Como el estado de la economía del Imperio no permitía lo superfluo, de seguro fue bien cuidadoso en la selección de los

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encargos y de los nombres: tan sólo las personas indispensables para cubrir los principales cargos y éstas bien escogidas.

Conformaron la familia del funcionario, sus asesores, empleados y acompañantes,Don Francisco Damián, su Secretario; don Manuel Romero, asesor; los Capitanes Félix Sala y Pedro Escobedo; los Tenientes Antonio Calatayud y Jerónimo Mendoza; el Capellán don Hipólito Guerra; el gentil hombre don Luis Marabes; el escribiente don Manuel Revilla; los pajes José Duro, Diego Nieto, Antonio Peña, Antonio Escallón Pozo y Pablo de Guzmán; el cirujano José Mutis; el escribiente de la Secretaria, Martín Goyeneche; el mayordomo Santiago Revollar, los ayudantes de cámara Pedro Boubiel y Nicolás Salbone; reposteros Pedro Fabre, Juan Barri y Manuel Cueva; un muchacho para la repostería, dos cocineros, un ayudante de cocina, un marmitón, un jardinero, un tapicero, dos lacayos y seis criados más de sus empleados 4.

Con ellos el señor De la Zerda se aseguraba el alma, el trabajo, la salud y el estómago.¿Quién era ese cirujano que aparecía como perdido entre tanto pasajero de la nave

española? ¿Qué tenía que hacer en las Indias y nada menos que entre la familia de un Virrey?José Celestino Bruno Mutis y Bossio, que tal era su nombre completo, nació en el puerto

de Cádiz el 16 de abril de 1732 en el seno de una familia de cristianos viejos de clase media. Una de esas libres durante varias generaciones de la infamante mancha a la honra y la vida que logra producir una cierta ascendencia, real o supuesta, de moros, gitanos o judíos. Una de esas que podía alardear de no tener relaciones de consanguinidad con recién convertidos y poseedoras de la seguridad de no poseer familiares que hubieran sido relajados o penitenciados por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

Como la mayor parte de las gaditanas, la suya era una familia de comerciantes. Eran los Mutis unos bien conocidos y reputados libreros que en la segunda mitad del siglo XVIII se encontraban en pleno esplendor, hasta el punto de poder ser considerados como unos de los mayores importadores y exportadores de libros hacia las colonias, junto con los renombrados Decaris, Savid, Ferras y Espinosa de los Monteros. Era tan numeroso el inventario de la librería familiar, que Julián Mutis, padre del viajero, reconoce en 1773 que para poder elaborar su catálogo “le serían precisos ocho meses o más” de arduos esfuerzos5. No deja de ser significativo destacar cómo José Celestino se formó entre las oscilaciones de una rígida ortodoxia católica y la relativa amplitud cultural que proporcionaban unos comerciantes en libros que vivieron del auge de la lectura que significó la relativa apertura ilustrada borbónica.

Desde 1714, si no es que desde muchos años antes, la patria chica de Mutis venía cambiando y aparentemente cada vez para mejorar. Y es que todo parecía confabularse en su ayuda y adelantamiento: el comercio, la geografía, la historia y la cultura. Durante el siglo XVI fue puerta del mar para la conquista de América y puerto canalizador del tráfico con América. Tanto que en 1558 las autoridades centrales autorizaron a las naves que venían de las Antillas con cargamentos de cueros para que descargasen en Cádiz. Unos cuantos años más tarde se amplió esta autorización a todas aquellas embarcaciones que, por hallarse mal paradas, no pudieran atravesar fácilmente la barra del Guadalquivir para remontar hasta Sevilla.

Aquí es donde la geografía entró en su auxilio: esa barra del Guadalquivir hizo de Cádiz el puerto peninsular para las Indias. Sevilla se vio alejada por la arena y las marismas de las preciadas riquezas y de tanta fuente de trabajo. Los de Cádiz supieron aprovechar la coyuntura hasta tal punto que parecía que estaban preparados para ello. En la callada lucha por la preeminencia hasta las corrientes de viento le favorecieron, al menos eso solían afirmar los médicos del siglo XVII al comprobar la ausencia de fiebres malignas en sus alrededores. Por ese entonces las pestes asolaron las costas, se detuvieron en Cádiz y permanecieron en Sevilla hasta diezmarla, consolidando su ocaso mercantil y naval. La voluble rosa de los vientos prefería a la vieja colonia púnica. Tanto éxito tenía que tener su contrapartida, tanta suerte su desventura. Y fueron los corsarios y los piratas los encargados de recordarles a los gaditanos sus debilidades, en especial el mentado conde de Essex que en compañía de Walter Raleigh, el navegante en América, saqueó e incendió la villa en 1596.

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El viejo puerto de Cádiz se convirtió en 1717 en el centro neurálgico del comercio con las Indias, con la residencia en él de la muy oficial e importante Casa de Contratación, afirmación oficial de una realidad bien conocida y sentida por todos los que negociaban con América. Ya había llegado a adquirir entre propios y extraños la bien merecida reputación de ser la puerta de entrada de exóticos productos coloniales, de materias primas minerales y vegetales que se distribuían desde aquí por todas las latitudes y caminos de Europa. Era la puerta dorada de salida de todo tipo de mercaderías elaboradas en España, las menos, y manufacturadas fuera de ella, las más, que constituían el comercio lícito imperial y que habrían de enriquecer a más de un quincallero radicado en cualquier lugar perdido de las Américas o Filipinas. Aquí, y ya desde los primeros instantes de las Indias Occidentales, los piruleros primero y luego los indianos exhibieron llenos de satisfacción sus lujos y sus riquezas, sus morrocotas doradas y su tez algo morena, sus acentos y sus modales nuevos. América estaba entrando al puerto y se dejaba mirar por las calles y con su sola presencia parecía incitar al cambio, aun cuando sólo fuera de mares y tierras. Fue tanta su influencia, que los niños cambiaron sus viejos juegos de moros y cristianos por aquel que canta la ronda de “Juan pirulero...”.

Todo se había confabulado para que el puerto se convirtiera en el siglo XVIII en el universal asiento de comerciantes llegados con sus propias formas de vida, sus ideas y sus cultos de casi toda Europa. Aquí se agrupaban en naciones y se colocaban bajo la jurisdicción de sus propios cónsules y si bien acataban ciertas disposiciones segregacionistas y algunos controles de residencia españoles, no solían rechazar el trato con los nativos que se convertían en sus empleados, sus amantes o testaferros. Para la mayor parte de los gaditanos los extranjeros eran un mal necesario consecuencia de su expansión y su generalizado imperio económico apenas era tolerado, y es que parecían querer dominarlo todo y burlarse de mucho.

Se debe recordar que, por ejemplo, los comerciantes de la nación francesa tenían, mediado el siglo, 58 casas de comercio que eran atendidas directamente por 400 personas del mismo origen. Elevado número para una ciudad que en el censo de 1797 llegó a contar con cien mil habitantes. Se encuentra un significativo documento, de claro origen francés, que califica bien la relación y la tensión que se experimentaba en el puerto:

Los españoles miran el comercio de los extranjeros como la ruina principal del Estado. Odian y someten a vejámenes principalmente a los franceses, porque hay gran número de ellos establecidos en España y poseen casas muy ricas, viven holgadamente y a la francesa y condenan las costumbres y usos de España6.

Cádiz era, a pesar de todo y sin lugar a dudas, la más cosmopolita de las sociedades españolas del muy cosmopolita siglo XVIII.

Lo fue tanto, que llegó a convertirse en el “navío de contrabando anclado en la orilla española”, como alguien la calificó. Aquí el estraperlo, el contrabando, llegó a ser asunto de todos los días y materia de todas las cosas. Tabaco y azúcar, telas y ollas, objetos de la vida diaria y lujos superfluos, todo se manejaba en la bolsa del mercado negro, algo se introducía al interior de la península, mucho se embarcaba hacia fuera.

El de los libros no fue uno de los menores negocios nocturnos. Los editores de Francia, Flandes e Italia, los principales proveedores de obras prohibidas en España y sus colonias, centraron sus esfuerzos de distribución en Cádiz, en las flotas que de allí salían hacia los principales puertos de la América española. Confundidos entre otras mercaderías, disimulados en barricas, cubiertos por telas, confundidos entre los equipajes de funcionarios los textos claves de la nueva cultura ilustrada lograron atravesar el mar y difundirse por el continente. Fue tan significativo y notorio este comercio que las autoridades tuvieron que tomar precauciones especiales para evitar que los cargamentos destinados a las colonias de ultramar ocultaran obras prohibidas por el Santo Tribunal. Sin embargo, la documentación procedente de las inquisiciones de América prueba que los caminos eran muy anchos; las autoridades, permisivas y las ideas, muy fuertes. Es probable que haya sido esta costumbre comercial la que convirtió a

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Cádiz en punto de cruce de saberes y avanzada de los nuevos afanes de cultura. Aquí lo nuevo no era extraño y aparentemente las ideas eran un mero asunto de tráfico, claro que algo tuvo que quedarse.

La estratégica situación de Cádiz, abierta hacia el Atlántico y casi candado del Mediterráneo, llegó a tener una significativa importancia militar, especialmente desde 1713 cuando el Peñón de Gibraltar pasó a manos de los ingleses. Es por ello que, y para mayor adelanto y honra del puerto, se lo convirtió desde 1717 en sede de la Escuela de Guardias Marinas. Institución esencial para la difusión y renovación hispánica de las ciencias náuticas, astronómicas, geográficas y cartográficas. Desde entonces fue el centro incuestionable de eso que se llamó “el arte de navegar”. Unos cuantos años más tarde, en 1751, fue declarada asiento del Colegio de Artillería, donde las matemáticas y el cálculo encontraron un alto nivel de enseñanza.

No se sabe bien desde qué rincón del puerto, pero muy bien pudo haber sido desde la calle del Hondillo, en pleno centro comercial, o desde el callejón del Chantre, o desde la rúa de la Cruz, muy posiblemente desde la casa de la cuesta de los Guardias Marinas o probablemente desde la localizada en la de los Capuchinos, que en todas ellas tuvo residencia la familia Mutis Bossio, se tenía que trasladar José Celestino hasta el conocido Colegio de San Francisco regentado por la Compañía de Jesús. Con ellos aprendió retórica, gramática y latín.

Ellos lo supieron educar en el culto a Cicerón que se logra hacer palpable en la multitud de citas que habrán de acompañar a sus futuras obras. Sus enseñanzas hicieron posible que redactara en latín su primer discurso y que perpetrara versos en el mismo idioma. Tanto aprendió con los jesuitas de Cádiz, que llegó a afirmar muchos años después y ya en otro lugar del mundo y, claro, antes de la expulsión de 1767: “La siempre ilustre Compañía a quien me hallo tan estrechamente unido no solamente con los respetos del afecto y sangre, sino también con el debido reconocimiento de discípulo agradecido”7. Y es que para mayor abundancia, un tío materno suyo llegó a ser nombrado Provincial de la Compañía y su hermano Francisco José se ordenó sacerdote en ella.

En 1748 pasó a la ciudad de al lado, Sevilla, con el objeto de realizar sus primeros estudios profesionales de medicina. Al año siguiente ingresó en el Colegio de Cirugía de Cádiz, como miembro de la primera de sus promociones. Lo que le permitió adelantar estudios de medicina y cirugía casi al tiempo.

Detengámonos un instante en esa escuela de cirujanos donde Mutis realizó y perfeccionó sus estudios profesionales. Su permanencia en ella es por demás significativa, ya que por esos años, 1749-1752, se encontraba en pleno desarrollo la transformación de los estudios médicos españoles promovida, entre otras empresas, con su creación en 1748. Aquí y bajo la dirección de su fundador Pedro Virgili, médico mallorquí formado en Montpellier y autor de un afamado Compendio del arte de partear, se estaba intentando con éxito superar la concepción y la práctica de una medicina tradicional centrada en el aprendizaje memorístico de los viejos textos de Hipócrates, Galeno y Avicena y que había llegado a considerar la cirugía como un arte menor, tan sólo digno de sangradores y barberos. La nueva escuela, de muy clara influencia francesa, pretendía hacer de los estudios médicos una práctica científica y de la cirugía, una parte esencial de ellos. Para lograrlo le fue indispensable al doctor Virgili insistir tanto en la anatomía como en la física, en la práctica de disecar y en la de observar los procesos fisiológicos, en las ciencias naturales y en la experimentación. Así los estudios anatómicos complementaron los métodos quirúrgicos, los conocimientos botánicos perfeccionaron los saberes farmacéuticos y la medicina se enriqueció con la cirugía al ganar un instrumento para la exploración del cuerpo humano.

Pretendiendo afirmar la nueva inclinación científica de los estudios médicos, el gobierno de Felipe V dispuso que se agregase un profesor de botánica a la Real Sociedad Médica de

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Sevilla y que se establecieran varios centros difusores de la nueva botánica, la sistemática de Linneo. Uno de ellos se adscribió al Colegio de Cirugía de Cádiz. En ellos los futuros médicos y farmacéuticos debían estudiar botánica, ya que se pretendía, como lo señala una autoridad de la época, Sampere y Guarinos, apartarlos de “la ignorancia y rusticidad aprendidas de la más abyecta plebe o bien de los consejos de sus antepasados”8. La estructura arquitectónica misma del colegio donde estudió Mutis refleja esta concepción de los estudios: en ella se incluían espacios apropiados para un anfiteatro de anatomía, un jardín botánico y una biblioteca.

El nuevo método científico y el nuevo conocimiento de la naturaleza parecían estar cercando a Mutis en su propia ciudad o, al menos, se encontraba a su alcance inmediato y cada día se le presentaba como una urgente e imperiosa necesidad profesional.

En modo alguno el médico Virgili se contentaba con sólo instruir lo mejor posible a los futuros médico-cirujanos. Deseaba hacer de algunos de ellos los continuadores de su empresa, quería convertirlos en verdaderos investigadores y en bien fundamentados difusores de los nuevos conocimientos y las nuevas técnicas. Aspiraba, en suma, poder contar en el futuro inmediato con verdaderos catedráticos. Para lograrlo estableció desde Cádiz la política de enviar por cuenta de la Corona, claro, a algunos de ellos a los centros más avanzados de Europa, a Leiden, Londres, París, o Bolonia. El médico cirujano Mutis habría de recordar en 1763 cómo fue “destinado poco antes para pasar a Londres bajo la real protección del Augusto hermano antecesor de Vuestra Majestad por los informes de su Ministro Don Ricardo Wall”9.

Se contaba como una de las metas más importantes del Colegio de Cirugía de Cádiz humanizar y mejorar el tratamiento de los pacientes de los hospitales, tradicionalmente sometidos a la pobre atención que podían proporcionarles los caritativos miembros de algunas órdenes religiosas menores. Mutis no podía ser una excepción, ni su temperamento, ni la atmósfera en la que se formó se lo permitían, es así como entre 1753 y 1757, bajo la supervisión del profesor Pedro Fernández de Castilla, prestó diariamente sus servicios en el Hospital de Marina del puerto. Se debe recordar cómo el propio Virgili hizo más de una recomendación para la mejoría de los hospitales americanos, fruto de una estancia en la Nueva España.

La renovadora escuela de Cádiz logró no sólo alcanzar esta meta sino imponer la presencia de cirujanos experimentados en los navíos de la armada española, lo que bien pronto se amplió a todos los navíos mercantes de la llamada carrera deIndias, esos que zarpaban de Cádiz. El médico pasajero del Castilla no podía menos que destacar en su Diario esta innovación:

Como las enfermedades más contingentes en los navíos son de cirugía especialmente en el tiempo de combate, se tuvo por más conveniente llevar en los navíos cirujanos y no médicos, pero como ocurren también enfermedades de medicina, especialmente en las largas navegaciones dispuso el Rey... que los cirujanos se instruyeran en la medicina práctica, como se ejecuta en el Real Colegio de Cirugía de Cádiz, donde se enseña con toda perfección, que permiten las circunstancias y las reglas de este establecimiento10.

Por la época en que Mutis realiza sus estudios profesionales se encuentra en la dirección de la Escuela de Guardias Marinas uno de los más destacados y renombrados científicos españoles del momento: Jorge Juan y Santacilia. Antiguo alumno de la escuela, acompañante español de la Expedición de De la Condamine a la provincia de Quito, sagaz conocedor de las limitaciones, arbitrariedades, vicios y virtudes de la administración y la sociedad hispana en las Américas, diplomático de confianza para asuntos del norte de Africa y los afanes de expansión del imperio en la frontera natural del Mediterráneo. Autor de varias obras científicas, entre las que se destaca su Estado de la astronomía en Europa, 1774, donde se atreve a defender el sistema de Copérnico y pone de manifiesto la urgencia del estudio en su patria de las ciencias físico-matemáticas y las naturales. Una de las más fecundas iniciativas hispánicas que se le debe fue la creación en 1753 del Real Observatorio de Cádiz, verdadero centro de investigación, docencia y difusión de las

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nuevas matemáticas y de la astronomía de corte newtoniano.Al amparo del Observatorio surgió en el mismo año de su creación la afamada Asamblea

amistosa literaria, que se anticipa en diez años a la primera de las Sociedades de amigos del país, la Vascongada, y que como todas ellas pretende la divulgación de las ciencias experimentales, socialmente útiles, y de las luces, la Ilustración, en su contenido meramente científico y en la peculiar versión hispánica aún de influencia feijoiana. La de ahora es una especie de comunidad de expertos y entusiastas de los principios básicos de la observación e interpretación del universo. Entre sus contertulios se destacan como verdaderos profesionales de las ciencias Louis Godin, Pedro Virgili y, desde luego, el propio Jorge Juan. En sus reuniones semanales, de seguro en alguno de los salones del mismo Observatorio, se enseñaba y se discutía, se afirmaba y se profundizaba en torno de las nuevas teorías y concepciones cosmológicas, astronómicas y físico-matemáticas. En ellas se escuchaban con frecuencia los nombres de Copérnico, Ticho, Galileo y Newton y se aprendía a respetarlos, a venerarlos. Se oponían las ideas y las teorías de los nuevos paladines del mundo experimental a las de los seguidores de sistemas, a los cartesianos, y, es seguro, se siguieron con atención las vicisitudes de las empresas de divulgación de Feijóo, se burlaron de las patrañas dialécticas de los nuevos escolásticos y se comentó más de un libro prohibido, uno de esos que no era difícil adquirir entre los libreros del puerto o prestar a los extranjeros allí radicados.

No parece exagerado pensar que el joven y prometedor Mutis hubiera asistido a esas reuniones de los jueves, ya que sus intereses no le eran extraños, ni sus interrogantes del todo desconocidos. Además a ellas asistía su maestro y mecenas, Virgili. Es bien posible que haya sido este contacto el que le obligó a sostener, ya en Santa Fe de la Nueva Granada, ante los virreyes de Guirior, conceptos tan dicientes como éste:

Protegerá vuestra Excelencia el verdadero sistema que tanto ilustró con las observaciones y experiencias en sus dilatados viajes y por medio de aquella singular destreza en el campo analítico, el infatigable matemático, el Newton español, el Excelentísimo don Jorge Juan, cuya memoria es tan grata a Vuestra Excelencia como respetable a los sabios españoles11.

¿Tácito y claro reconocimiento de un vínculo más directo que el que puede producir la lectura y proporcionar el renombre? Más aún, ¿de dónde y cómo obtuvo Mutis esos conocimientos de física, astronomía y matemáticas de que hizo gala en la Santa Fe de 1763?

Tal como ya se ha insinuado, no es posible tratar de comprender a la Cádiz del siglo XVIII y sus hombres sin tener constantemente en cuenta su vinculación con las empresas que salen o vienen de explorar las Indias Occidentales. En modo alguno es exagerado afirmar que el puerto estuvo claramente vinculado con los dos descubrimientos de América: el geográfico y el científico, el del Renacimiento y el de la Ilustración.

El primero rompe con la historia factual y la de las ideas, si es posible separarlas, hasta el punto de poderse hablar de una edad moderna en el devenir occidental. Hace posible que el europeo se enfrente no sólo con lo desconocido y remoto, con sus propios mitos y fantasmas, sino con las posibilidades reales de unas nuevas técnicas. Pero, por encima de todo, lo enfrenta con otro hombre, con otra manifestación de la realidad humana tan insospechada y tan complementaria que le hace descubrir sus posibilidades más ocultas y lo enfrenta, como un espejo, a sus facetas más íntimas y desconocidas: con la crueldad suma, la máxima codicia, la deshumanización en ocasiones superlativa y, por contrapartida, con un renacido humanismo, una esperanza de mejor vida en la tierra, un anhelo de horizontes compartidos, un futuro real y tangible en la nueva tierra que cada vez se hace más firme gracias al conocimiento del otro.

El segundo de los descubrimientos habrá de enfrentar la teoría con la práctica, las concepciones científicas revolucionarias con las observaciones y mediciones concretas. La nueva insistencia cognoscitiva que se desarrolla desde el siglo XV no podía ni se atrevía a limitarse al mundo de lo abstracto así fuera el de la teoría físico-matemática. Lo que el

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explorador ilustrado desea comprender, para mejor saberse, es la naturaleza real y lo humano específico. No le basta con contar pistilos y detenerse en las alturas. Tenía que investigar el potencial de utilidad que unos y otras puedan manifestar para los hombres occidentales, para la sociedad imperialista europea. Algo análogo se pretendió realizar ante los usos, modos y costumbres de las culturas precolombinas, frente a las experiencias colectivas de unas sociedades que se acostumbraron a calificar de primitivas. Ahora se descubre que aquí en el territorio de la quina y el bálsamo del Perú las minas de Potosí y el oro biche del Chocó, que en el cambiante paisaje de América encuentra respuesta el problema de los orígenes sociales de la humanidad, lo que permite saber dónde la cultura de los amos, la europea, trocó su camino. Es por ello que se pretenden rastrear los vestigios de una pureza colectiva perdida y se habla de nuevas, por desconocidas, manifestaciones de organización social. Es entonces cuando se coloca en el otro americano lo que el occidental pretendía sólo para sí mismo y no es extraño que sea éste el momento de esplendor del “buen salvaje”, del supuesto hombre total americano. América permite descubrir, en este segundo acto del drama, los caminos equivocados por los que ha transitado inconscientemente la culta Europa y se convierte en un privilegiado laboratorio de las teorías y las prácticas de las nuevas y novísimas ciencias.

El puerto de Cádiz se encuentra en el cruce de estos caminos, en el centro de ese torbellino de intereses. Aquí lo económico y lo científico se dan la mano cuando se habla de América. Si se estudian las ciencias y se perfeccionan las técnicas es para colocar sus resultados al servicio de un mejor tráfico con las colonias. Aquí se principia a saber que las Indias son desconocidas porque sólo se las ha visto y tan sólo se ha rasguñado su superficie, porque bastaba con recoger sus riquezas acumuladas durante milenios. Ahora algunos hombres, tal vez unos pocos, desean profundizar en la mirada, quieren escrutar de veras su realidad y llegar hasta sus entrañas.

Ya hemos mencionado algunas de las experiencias americanas de Juan y Santacilia, ahora tenemos que nombrar a otro de los miembros de la misma expedición, a Louis Godin, el investigador del Observatorio de París, y el profesor de matemáticas en la Universidad de Lima, que residió en el puerto como docente de la escuela náutica. Hasta aquí llegaron los miembros sobrevivientes de la Expedición de límites, doliéndose de las fiebres que acabaron con Löefling y narrando sus experiencias en las selvas del Amazonas. Aquí principió la verdadera educación de Mutis, la que lo apartó de las fábulas, ensoñaciones y silogismos medievales. La que lo desengañó y le dio la posibilidad de encontrar su propio camino hacia la verdad científica y la realidad del Nuevo Mundo. Hasta aquí el viejo Mutis enviaba cargamentos de la preciosa quina.

La Cádiz del siglo de las luces era una ciudad próspera y viva, organizada alrededor de América y donde no era difícil descubrir las Indias. En sus calles se cruzaban caballeros, soldados, frailes, marinos, mercaderes, cambistas, quincalleros, rufianes, espías, expatriados, sabios, esclavistas, desocupados y, según denuncias, hasta masones. Muchos de ellos traen y repiten noticias veraces de riquezas sin cuento en esas lejanas tierras, hablan de una naturaleza virgen y de mundos desconocidos, de aventuras, de realidades sin explotar. Cada nave de la carrera de Indias se convertía en una caja de maravillas y en un arcón de posibles fantasías reales que bien pronto pasarían de boca en boca hasta llegar a las tascas, tabernas y rúas. Nacido en pleno barrio del Pópulo, José Celestino no podía sustraerse al canto de sus sirenas y a las señas de sus mascarones de proa. Educado en el Real Colegio de Cirugía y formado en la Asamblea Amistosa Literaria se sentía medianamente armado para emprender la nueva aventura de América, la que iniciara en 1570 Francisco Hernández y prosiguiera Juan de Cárdenas y otros médicos españoles. Por ello decidió embarcarse en el Castilla y hacer, a su modo, la América.

Todo en la Cádiz de la apertura borbónica parece estar apuntando hacia las Indias. Entre el puerto y las colonias se establece una comunicación y un vínculo de polos inseparables. Tanto que se hace íntima y sanguínea; en cada familia gaditana de ese entonces hay más de un

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inmigrante. La de Mutis no era una excepción: Antonio, el mayor de los hermanos, marchó hacia la lejana Buenos Aires; Ventura Rafael fue a probar suerte a la Nueva España; José Celestino y Manuel Domingo, al Virreinato de la Nueva Granada. Buenas razones tenía la Junta Superior de Cádiz cuando afirmaba a los americanos el 14 de febrero de 1810: “¿En qué ciudad, en qué puerto, en qué ángulo por remoto que sea no tiene Cádiz un corresponsal, un pariente o un amigo? Por todo el universo se extienden nuestras relaciones de comercio, de amistad o de sangre” 12.

Regresemos al futuro familiar del virrey Messía de la Zerda. El 22 de mayo de 1755 obtuvo el grado de Bachiller en Medicina por la Universidad de Sevilla con las más altas calificaciones, como siempre se nos recuerda. En 1757 se presentó ante el Tribunal del Proto-medicato de Madrid y obtuvo el título definitivo de médico. Desde ese entonces radicó en la Corte ejerciendo su profesión, parece que llegó a ser designado como médico de ella. Sin embargo, estas actividades, por lucrativas que fueran, no le eran suficientes, no le permitían profundizar en sus estudios y ahondar en sus investigaciones. Es por ello que se entregó a la docencia como profesor sustituto en la cátedra de Anatomía que el entonces renombrado doctor Araújo dictaba en el Hospital General de Madrid. En medio de tanta ocupación profesional tuvo la vocación necesaria y el tiempo indispensable para poder asistir, entre 1757 y 1760, al Jardín Botánico del Soto de Migas Calientes y recibir directamente de su director, Miguel Barnades, “la fundamental instrucción naturalista”13. Con ella no sólo complementaba su formación médica sino que se instruía en las disciplinas colaterales que habían hecho posible la renovación de los estudios biológicos y naturales.

Muchas debieron ser las expectativas que el joven médico, ya por entonces brillante promesa científica, supo despertar en las autoridades reformistas españolas del breve y trascendental reinado de Fernando VI. Las inclinaciones personales y la formación científica de Mutis lo conducían naturalrnente a la aceptación de una vinculación que le permitiera ponerse en contacto directo con los hacedores de la ciencia del momento, con los continuadores ingleses de la obra de Newton. Acabar de formarse con ellos implicaba, entre otras cosas, un reconocimiento significativo de sus dotes y de su previa formación hispánica. Vincularse al ambiente británico le significaba un constante profundizar en las ciencias naturales básicas y aplicadas. El Mutis de ese momento sabía bien que le era necesario adentrarse más en el saber de lo natural, que su formación científica, sin llegar a ser débil para el momento educativo de su patria, dejaba mucho que desear, en especial para un perfeccionista como él. Parecía estar convencido de que le faltaba profundizar y estudiar, ver y analizar, que requería, en suma, ponerse en contacto directo con lo natural real armado de un método comprobado. Prefirió estudiar la naturaleza en la misma naturaleza y no en los gabinetes y laboratorios, por mejor dotados que fueran. Por eso fue tras ella. Es este convencimiento el que le obliga, en 1763 y ya desde Cartagena de Indias, a confesarse ante un corresponsal hoy desconocido: “Desde que salí de Madrid me he entregado enteramente a un estudio serio de historia natural, para cumplir con las miras que me propuse cuando tomé la resolución de pasar al Nuevo Mundo”14.

El 27 de marzo de su muy crucial año de 1783 Mutis se dirige al Arzobispo Virrey Caballero y Góngora presentándole un amplió informe sobre todas sus actividades y proyectos en el Nuevo Reino de Granada. En él afirma:

A principios del año 70 me restituí a esta ciudad (Santa Fe)... entregándome nuevamente a las mismas tareas de medicina, cátedras y lecciones privadas de Historia Natural, formando jóvenes, con quienes compartía mis delicias de ver introducidos bajo la línea equinoccial los conocimientos de las ciencias útiles, y celebrando los nombres de los tres mayores sabios del Norte: Newton, Boerhaave y Linneo15.

Esta afirmación, como tantas otras que se encuentran esparcidas a lo largo de su producción escrita y en su prolongada y abundante correspondencia, nos permite acercarnos a una reconstrucción de su formación científica y de las principales influencias que operaron

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sobre ella.No deja de ser significativo destacar la fidelidad que a esa primera formación y a esos

nombres siempre tuvo Mutis. Lo que en modo alguno puede interpretarse como si en los numerosos años de práctica neogranadina no hubiera estado al tanto de las evoluciones, transformaciones y superaciones que en uno y otro campo del conocimiento se estaban produciendo con acelerada velocidad. La presencia misma de su bien nutrida biblioteca permite afirmar lo contrario. La fidelidad a sus principales paradigmas bien puede interpretarse no sólo como constancia a unos nombres y unas obras sino como un deseo no expresado, pero no por ello menos actuante, de permanecer dentro de los límites del conocimiento empírico, experimentalmente comprobable y traducible a un lenguaje universal. No modifica su aceptación a las teorías que lo nutrieron inicialmente porque estaba convencido de su bondad explicativa, de su perfección instrumental y, sobre todo, de sus verdades morales. Mutis permanece fiel a sus primeras influencias porque ellas le proporcionan una cierta visión del mundo que puede manejar sin entrar en contradicciones con sus otras vocaciones: la católica y la hispánica.

Para él, como para tantos otros iniciados, la ciencia podía fácilmente resumirse en esos tres nombres, ya que cada uno de ellos resumía un campo de actividades investigativas, una serie particular de preguntas y respuestas y un método común. En Newton, Boerhaave y Linneo parecía condensarse lo mejor de la físico-matemática y la astronomía, la biología y las ciencias naturales desde el momento de la renovación copernicana. Uno y otro, y todos a la vez, constituyen los pilares más importantes sobre los que descansa gran parte de esa actitud científi-ca y vital que se conoce con el nombre de Ilustración. Hay otro vínculo que recuerda la cronología misma de los avances del conocimiento científico y, sobre todo, la de su lenta y difícil difusión en España. Así, la físico-matemática se constituye en la base metodológica de todo conocimiento científico. El que encuentra en la biología una de sus expresiones experimentales más significativas y en el reconocimiento natural, en la observación guiada, uno de sus más difundidos lenguajes, una de sus más útiles versiones.

Ciencias que en el momento mutisio llegaron a convertirse en una sola o, mejor, que se cultivaron como si fueran una sola. Hasta el punto que en el siglo XVIII no podía profundizarse en una sin contar con el apoyo constante de las otras dos. La normalidad del quehacer científico así nos lo muestra, la formación de Mutis así nos lo explica y ejemplifica. La unidad de la ciencia ilustrada también se manifiesta en el concepto y la práctica de lo que bien se pudiera calificar como su responsabilidad social, en el principio de utilidad considerado como meta esencial de toda forma de conocimiento y de toda práctica derivada de la ciencia. Newton, Boerhaave y Linneo no sólo hicieron posible el progreso en la “república de las letras” sino que hicieron factible la traducción de las teorías en técnicas y explicaciones útiles.

Debemos recordar que Mutis se formó en España y que fue un español singular del atípico siglo XVIII hispánico. Como algunos otros de sus compatriotas, siente que se encuentra colocado en una cierta vertiente objetiva, la de la nueva actitud científica, y que de alguna manera su obligación es ejercitar la más despiadada crítica ante su cultura y su momento histórico. Como Feijóo, la pretende ver desde dentro, desea realizar su disección para poderla comprender, para poderla ver en su dimensión real, para poderla superar con las nuevas armas. Las armas que constantemente esgrime Mutis no son otras que las del conocimiento científico. Es entonces cuando España y su cultura tradicional se le convierten en el mejor de los ejemplos de aquello que ya no puede vivirse, de aquello que ya no puede pensarse, de eso que debe ser superado, transformado, enriquecido.

Es por ello que se atreve a dirigirse al rey Carlos III en los siguientes términos: ...iba notando las imponderables ventajas que nos hacían en los últimos siglos todas las naciones cultas en estas ciencias... Ambos pensamientos se dirigían no sólo a despertar en la nación la memoria de los bellos días, sino también a promover el adelantamiento de las ciencias naturales,

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tan olvidadas en la Península16.

España es para Mutis un claro sinónimo de detención, retraso, conformismo y, por qué no expresarlo, de cobardía frente a las aventuras del conocimiento positivo. Era tan profundo su convencimiento, que no hay que extrañarse, a pesar del asombro que debió despertar en sus escuchas, de que pronunciara en 1762 conceptos como éstos: “...que encendidos del amor a unas ven-tajas tan conocidas imitemos la conducta de los sabios apartando la atención de los ruines respetos de nuestra España detenida”17. Ideas que habrá de repetir públicamente dos años más tarde, si bien dentro de una tónica más positiva:

Dentro de Madrid se hallan tres escuelas públicas de física experimental; y no es esto más que una sombra de la revolución acaecida en el corto espacio de diez años. Y aunque no corresponde el número de los aprovechados al de todos los que confiesan públicamente y sin rubor su desengaño, podemos esperar con bastante fundamento que una nación que ha merecido en otro tiempo dar la ley en los asuntos de la literatura, acabará de sacudir el pesado yugo, que en parte la oprime, y llegará a despertar del profundo letargo en que ha estado sepultada por algunos siglos 18.

En efecto, la España científica y educativa del hoy que vive Mutis se encontraba detenida. ¿Cómo y por qué? Es cierto que en la ya vieja España existía una tradición que se afirma en aquello que habrá de llamarse desde el siglo XVII las ciencias físicas y el dominio de los conocimientos naturales. Tradición que se remonta hasta las épocas de esplendor de los Califatos, de la convivencia árabe, cristiana y judía que se consolida alrededor de la Casa de Traductores de Toledo. Allí se convivía cotidianamente con el corpus aristotélico, con el Almagesto de Ptolomeo, con las obras de León de Esmira, con Averroes, con Aristarco, con Avicena... Entonces se estaba al día y se educaba al resto de Europa. La vida cultural parecía ser permanente inquietud, afán de saber y deseos de emulación. Especialmente en lo que se refiere a la astronomía y matemáticas y, con ellas, en la aventura de profundizar en la interpretación de las fuerzas desconocidas de la naturaleza.

En la segunda mitad del siglo XVI, el de la formulación inicial de los grandes sistemas, el de la afirmación de las teorías y la construcción de los grandes instrumentos, España no se encuentra científicamente adormecida, por el contrario, manifiesta ciertos síntomas de vigilia. En 1561 la Universidad de Salamanca establece en sus Estatutos, título XVIII, que en el segundo curso de astrología deben leerse “seis libros de Euclides y Aritmética hasta las raíces cuadradas y el Almagesto de Ptolomeo o su Epítome de Monte Regio o Geber o Copérnico al voto de los ayentes”19. Decisión sorprendente para la España de Felipe II, la censura de libros y la prohibición de viajes de estudio al extranjero. Es más, desde 1582 se emplearon las bases matemáticas de Copérnico en el cálculo de efemérides, en la presentación de cronologías y tablas históricas. El monje agustino Diego de Zúñiga en su Comentario a Job de 1579 logró demostrar que rectamente interpretadas las Sagradas Escrituras no se oponen al movimiento de la tierra, puesto que la doctrina de Copérnico

no contradice la afirmación de Salomón en el Eclesiastés (1,4): “La tierra está fija eternamente”. Esto quiere decir que por más siglos que transcurran, por más generaciones de hombres que se sucedan en la tierra, la tierra siempre será la misma y se mantendrá sin cambio... En resumen —concluye el teólogo astrónomo— en las Sagradas Escrituras no hay ningún pasaje que diga claramente si la tierra se mueve o no. El pasaje aludido muestra el maravilloso poder y sabiduría de Dios que puede mover la tierra a pesar de lo pesadísima que es20.

Afirmaciones que habrán de desaparecer públicamente a partir de 1616, y no sólo en España, con la condena de Galileo por el Santo Oficio Romano. No habrá de suceder lo mismo con el empleo de los procedimientos matemáticos que se consolidan en el De revolutionibus, tal como lo muestran toda una serie de almanaques históricos. Pudo más, sin embargo, la sumisión y el acatamiento que la curiosidad. Pudo más la afirmación oficial de una cultura superior retraída, timorata y encerrada, tal como se pretendía en toda la Europa católica y se afirmaba en la España de los Austrias, que la objetividad y la comprobación. España se detuvo oficialmente, es cierto, pero no perdió del todo la memoria. El gran hecho de América despertó una parte del

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recuerdo: la que se relaciona directamente con la geografía y la navegación, con las plantas y los animales, con su descripción y posibles usos.

El joven naturalista Mutis es un producto directo de la Ilustración hispánica. Sus actitudes y gran parte de su modo de pensar recuerdan los principios más generales que hicieron posible la atmósfera renovadora que se consolida en la Europa del siglo XVIII. Julián Marías en su España inteligible califica así el complejo proceso del dieciocho peninsular:

El lado resueltamente positivo del siglo XVIII fue la atención a la realidad de España, su conocimiento, mucho más amplio y justo que el que anteriormente se poseía, el sincero reconocimiento de las deficiencias, la voluntad firme de superarlas y de poner a España en forma. Enormes esfuerzos inteligentes se aplican al mejoramiento de la nación, al aprovechamiento de sus recursos, a la liquidación de reliquias inertes de un pasado que ya no tiene verdadera realidad 21.

Lo que el filósofo Marías afirma no es otra cosa que la presencia de un franco afán de modernidad, de actualidad, un claro deseo de ajustar cuentas con las mentalidades retrógradas, de trazar un balance con la tradición inmediata o, mejor, una íntima y compartida preocupación de realizar un examen de conciencia y de reparar faltas allí donde se pueda, para emplear, por analogía, un lenguaje más adecuado a la situación propuesta y al clima que se experimenta: el de las luces en su acepción del jansenismo contemporáneo.

¿Dónde y cuándo aparece en España la Ilustración que permea a Mutis? Los hechos mismos de la historia de la cultura permiten afirmar que la Ilustración no puede interpretarse como un sinónimo de la totalidad del siglo borbónico. Fue, más bien, una influencia tardía, especialmente si se tiene en cuenta el proceso trazado por la difusión y aceptación de las ciencias físico-matemáticas y naturales. Tanto así que la obra del principal introductor de las nuevas teorías e hipótesis, el Teatro Crítico Universal de Jerónimo Benito Feijóo, se empezó a publicar en 1726 y casi treinta años después Fernando VI se vio obligado a promulgar una real orden prohibiendo la publicación de ataques, rectificaciones o respuestas a la obra. Con el avance del siglo las cosas no lograron cambiar mucho.

En pleno apogeo de la monarquía ilustrada, en 1770, las autoridades recomendaron, como con frecuencia lo habrá de recordar Mutis, a todas las universidades y colegios metropolitanos que elaboraran nuevos planes de estudio o que, al menos, se los actualizara de acuerdo con las necesidades del momento. Entonces la Facultad salamantina de Derecho afirmó que sus enseñanzas no requerían modificaciones o textos nuevos. “Bástale a la Facultad —sostenían los juristas— con ser el baluarte inexpugnable de la Religión”22. Los catedráticos de la Facultad de Artes de esa misma universidad no podían ni deseaban desprenderse de la tradición peripatética y por ello rechazaban a Descartes, a Newton, a Gassendi y a los lógicos de Port Royal. Denodadamente afirmaron:

Hemos oído hablar de un tal Obbés (Hobbes) y del inglés Jean Lochio (John Locke) que comprende cuatro libros, pero el primer autor es muy conciso; el segundo, además de no ser nada claro, debe leerse con extremo cuidado y es justo que no demos dicha obra a los jóvenes y evitemos los perjuicios que podrían dimanar de su doctrina 23.

¿Cuál es la causa de esta actitud tan negativa e impermeable?No es una sola, señor mío —responde Feijóo en una de sus Cartas Eruditas de 1745—. “La primera es el corto alcance de algunos de nuestros profesores. Hay una especie de ignorantes perdurables, precisados a saber siempre poco, no por otra razón sino porque piensan que no hay más saber que aquello que saben... La segunda causa es la preocupación que reina en España contra toda novedad. Dicen algunos que basta en las doctrinas el título de nuevas para reprobarlas, porque las novedades en punto de doctrina son sospechosas... La tercera causa es el errado concepto de que cuanto nos presentan los nuevos filósofos se reduce a curiosidades inútiles... La cuarta causa es la diminuta o falsa noción que tienen acá muchos de la Filosofía Moderna, junto con la bien o mal fundada preocupación contra Descartes... La quinta causa es un celo, pío sí, pero indiscreto y mal fundado. Un vano temor de que las doctrinas nuevas en materia de filosofía traigan algún perjuicio a la religión... La sexta y última causa es la emulación (acaso se le podría dar peor nombre), ya personal, ya nacional, ya fraccionaria...24.

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Es desde hace algún tiempo un lugar común afirmar que en la obra de Feijóo se condensan algunas de las más conocidas virtudes y señaladas limitaciones de la Ilustración española. Su aspecto positivo bien puede resumirse por intermedio de las expresiones de otro ilustrado peninsular, Juan Sampere y Guarinos: “Las obras de este sabio produjeron una fermentación útil; hicieron empezar a dudar, excitaron la curiosidad; y en fin abrieron las puertas a la razón, que antes habían cerrado la indolencia y la falsa sabiduría”25. Con tres palabras se autocalifican las luces en España: duda, curiosidad y razón. Con dos expresiones se despachan “las reliquias inertes de un pasado”, falsa sabiduría e indolencia. Es significativo señalar que unas y otras implican actitudes individuales que, de nuevo, se pueden calificar de cualidades positivas y negativas del alma y que por serlo son susceptibles de una modificación por el camino de una acción educativa salvadora.

El espacio del discurso ilustrado español se encuentra desde sus primeros momentos limitado a la sabiduría de la naturaleza, al conocer del mundo exterior. Todo indica que lo que algunos ensayistas pretenden no es diferente de la búsqueda de una cierta racionalidad de lo natural y en lo natural, que no cuestiona el mundo de la fe, sino, por el contrario, que lo apoye con una nueva argumentación y un nuevo modo de presentación. Que ayude al establecimiento de ciertas reformas sociales e institucionales que desde arriba se estaban pretendiendo, que deseaban los reyes y promulgaban sus ministros.

Es necesario insistir en esas dos características de la interpretación de la Ilustración que difunde Feijóo en España, en su doble compromiso, tanto con las urgencias de una modernidad que promulgan los Borbones —en especial Fernando VI y Carlos III— como, en primer lugar, con las enseñanzas de la religión católica. No se trata, en suma, del desarrollo de un proceso transformador sino, más bien, de un claro deseo de actualización que en más de un caso se limita a la divulgación de principios, a la creación o consolidación de una atmósfera que habrá de permitir, mucho más adelante, contar con un espacio más plenamente permisivo y más liberal. Bien puede ser que el eclecticismo con el que se ampararon tiñó a los ilustrados de una vez por todas, les fijó una meta y los dotó de una perspectiva que no supieron o no pudieron cambiar. Quizás Américo Castro bien puede tener la razón: “En el fondo acontece... que los españoles progresistas siempre pretendieron que todo cambiase y a la vez continuara donde estaba”26.

Mutis llega a la Nueva Granada apertrechado con estos conceptos básicos y hace de ellos el contenido medular de la primera de sus lecciones públicas, aquella que pronunciara en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario el 13 de marzo de 1762 y que, con toda razón, se conoce como el Discurso preliminar.

Razón será, señores —sostiene en el último de sus párrafos—, que encendidos de amor a unas ventajas tan conocidas imitemos la conducta de los Sabios apartando la atención de los ruines respetos de nuestra España detenida... Aprovechad, señores, la ocasión que se presenta. Apreciad el desengaño de quien tuvo la fortuna de desengañarse en tiempo sin embargo de haber caído en las mismas preocupaciones de que no pueden liberarse los que tienen el destino de nacer en un suelo por otra parte tan feliz. Abrazad, señores, esta nueva ocasión, que dará principio a la afortunada época de vuestro desengaño. Mudemos, señores, de conducta para sobrevivir con mejor suerte a nuestro primer destino27.

Fue por demás significativa la aceptación social con que se acogieron estos conceptos ciertamente novedosos, si no es que revolucionarios, en este medio tan tradicional, tan colonial. El mero hecho de aceptarlos rompía con las enseñanzas oficiales. El solo escucharlos pasivamente podía sembrar más de una duda. En esta oportunidad no se produjo el escándalo, ni se pensó en denuncias. Dejemos que sea su propio autor quien reconstruya el momento:

Me pareció conveniente hacer una oración inaugural con la que, dando principio a mis nuevos trabajos, tomase posesión del nuevo empleo... a que concurrió públicamente el virrey con todas las personas de distinción de la ciudad, comunidades y colegios. El teatro fue el más lucido que hasta entonces hubo en Santa Fe. De los lucimientos del orador no puedo yo hablar y solamente diré que

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no debiendo agraviar a los sabios de aquella ciudad que ponderan desmedidamente el mérito de la oración, deberé atribuir a la fortuna todos los elogios que me hicieron... Jamás hubo auditorio más pendiente de la voz del orador... Habiendo bajado de la cátedra, tuvo la bondad el virrey de abrazarme y en público, concluyéndose el acto con un gran refresco, a que asistió su Excelencia, en la Sala Rectoral. Vea vuesamerced la historia de mi cátedra28.

España y su cultura se encuentran detenidas. Mutis llega hasta esta aparentemente subversiva conclusión tras un análisis interno realizado a la luz de los conceptos que saturan la nueva atmósfera y que hace suyos de por vida, de ese revisionismo cultural e histórico que impregna a las clases más instruidas de España y que motiva más de una polémica y una defensa de los aportes hispánicos a la cultura europea. Como otros impugnadores internos, Mutis pudo encontrar el sentido de ese aparente olvido de actitudes pasadas que implica el deseo de no mirar de frente, un no querer el futuro, un notorio miedo al cambio de pensar. España se le muestra afirmada en su peculiar concepción de la tradición, tal como lo había denunciado Feijóo y lo había anticipado Melchor de Macanaz en sus reflexiones económicas.

El gaditano se quiere saber español de una nueva época, siente la necesidad de la universalidad y se pretende cosmopolita en el saber científico. Quiere, desea y busca un cierto cambio e invita a seguir sus experiencias íntimas, es cierto, pero siempre dentro de un orden que no supere del todo a la tradición y se confirme en un credo religioso y no en una ideología política. Al afirmar lo nuevo, la ciencia natural y su imagen del mundo, lo que él llama su filosofía, no rechaza el pasado, la teología católica y su metafísica. Mutis es ecléctico. Mutis no parece cambiar radicalmente sus modos de ser y de pensar hispánicos, tan sólo pretende “sobrevivir con mejor suerte a su primer destino”, el que le señalaba el dogmatismo anticientífico de su primera formación, el que le indicaba la escolástica aún viva en los claustros universitarios.

¿De dónde ese desengaño que aparece en tres oportunidades en la conclusión del Discurso de 1762? Es factible que una reflexión profunda sobre la realidad de “las letras”, la cultura superior, de su patria lo haya conducido hasta la desilusión, la frustración y un doloroso sentimiento de despecho. No en vano se dedicó durante sus dos años de permanencia en Madrid a realizar un balance del quehacer científico español, con el que se “proponía, en compañía de otros literatos tan hábiles como activos, la formación de una historia crítica de todos los autores españoles, viendo enteramente sofocada y desvanecida desde sus principios la importantísima obra de nuestros diaristas”29.

No nos enfrentamos a un caso corriente de desengaño, de supresión de encanto. En el contexto general del pensamiento de Mutis no parece tener cabida el sentimiento o la sensación de desencanto. En él lo patético no parece tener mayor sentido o fuerza. Cuando reiteradamente alude a esa sensación en la cátedra del Colegio del Rosario, no parece mentar ni dolor, ni tristeza. Más aún, no parece referirse a un sentimiento sino, más bien, a un hecho objetivo.

Bien puede ser éste el momento de recordar dos grandes hitos en la renovación del pensamiento europeo del siglo XVII, cuyas enseñanzas y ecos repercuten ampliamente en el siglo XVIII: Bacon y Descartes. En España fue Feijóo el divulgador del primero; los jesuitas enseñaron al segundo. Para el apologista inglés del método experimental una de las ventajas del nuevo organon es su posibilidad de destruir los ídolos, los prejuicios colectivos, por intermedio de una crítica clara y comprobable. Según Descartes uno de los resultados más positivos del empleo de las reglas del método es la supresión del engaño. Así, parece ser que el estar colocado en la no muy común posición del desengaño es lograr experimentar la tranquilizante supresión del error convertido en ídolo colectivo.

Nada de esto era nuevo en la patria de Mutis. Había logrado convertirse en una afirmación compartida y casi en una política educativa, la pretendida por los Borbones y sus ministros más progresistas. Se debe tener en cuenta el título y el subtítulo de la principal de las obras de Feijóo: “Teatro Crítico Universal. Discursos varios en todo género de materias, para desengaño

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de errores comunes”. Aquí el desengaño es el resultado positivo de la crítica que emplea un método claro, de proceso esclarecedor que se produce en la observación y la experimentación, y que se integra en una reflexión como resultado de los momentos anteriores. El desengaño con que Mutis llega a Santa Fe no es otra cosa que la expresión del método experimental de las ciencias naturales, con el que pretende superar los entrabes escolásticos y escolares tradicionales, interpretados como la más clara fuente de errores y equívocos cuando se trata de saberes científicos.

Si de algo se encuentra plenamente convencido el médico naturalista Mutis es de la importancia del método y de la actitud metódica en el conocimiento de la naturaleza. La física tradicional, la escolástica de origen aristotélico, se habían convertido en un misterioso juego de palabras que ya nada significaban, en una relación formal que no podía explicar las conductas y manifestaciones naturales. Con su lenguaje, sus principios y sus hipótesis no era ya posible enfrentar lo realmente dado, el hecho natural, para así poder deducir con alguna objetividad ciertas teorías. Por el contrario, se repite constantemente Mutis, la física modera, la de Copérnico y sus continuadores, pretende el conocimiento directo de la naturaleza de las cosas y lo logra obtener mediante la investigación de sus propiedades tal cual se presentan al observador atento y bien armado con los principios rectores del método científico. El aristotelismo tradicional pretendía explicar la totalidad del fenómeno elevándolo hacia principios conocidos, garantizados por su presentación formal o por su relación con principios superiores, con esencias. El nuevo investigador no tiene por qué preocuparse por el complejo y problemático conocimiento de las esencias. Sólo pretende describir lo que observa metódicamente. Lo describe con el objeto de alcanzar una doble meta: por un lado, investigar en una serie de fenómenos aquello que les puede ser común, lo que se presenta como una tendencia comprobable y que logra, en ciertos casos, mostrar las características de una ley. Por otro, estrechamente relacionado con el anterior, comprobar las leyes establecidas por medio de la profundización en el conocimiento de los comportamientos de los fenómenos y sus series.

Conceptos y prácticas que producen una transformación radical que se muestra en la erección de una frontera insalvable entre dos actitudes, dos modos de enfrentar explicativamente lo natural. El enfrentamiento no se reduce a la implementación de un nuevo método, es mucho más radical. Es el surgimiento de una nueva actitud ante la naturaleza y ante el problema central del cono-cimiento. Es la revolución copernicana que llega a trastocar el concepto mismo del puesto del hombre en el mundo, y el de éste en el cosmos. Desde ahora la corrección del conocimiento no se produce al seguir al pie de la letra a unas autoridades, sancio-nadas por la tradición o por alguna instancia colectiva, sino por medio de la investigación directa, garantizada por el empleo de un mé-todo comprobable. La verdad natural sólo puede fundarse en una cuidadosa investigación dirigida por conceptos claros y traducida en un nuevo lenguaje universal. Camino de investigación que puede y debe hacerse extensible a todos los fenómenos naturales, que sirve de medio de comprensión tanto a los comportamientos planetarios como a las variadas manifestaciones de la vida.

Mutis, como la gran totalidad de los científicos de su época, cree firmemente en las posibilidades explicativas de esta interpretación del hacer científico. Sabe que en Newton y su obra la ciencia había alcanzado su máxima expresión. Es por ello que en 1764 sostiene ante un público estudiantil santafereño:

Newton “acostumbraba a nombrar a su Filosofía con el modesto nombre de Filosofía experimental, queriendo manifestar con esta palabra la grande diferencia que había entre su Filosofía, funda da toda en la naturaleza, y los sistemas filosóficos que no son más que un parto brillante del ingenio. Estos no podían durar mucho tiempo; pero su Filosofía fundada toda en la experiencia y en la demostración no podrá decaer a menos que se trastorne la naturaleza misma de las cosas30.

Mutis, al igual que otros observadores y analistas de su momento, tiene como sus principales paradigmas metodológicos y científicos a Galileo y Newton y como principal

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representante de la nueva filosofía a Francis Bacon. Su inclinación empirista no deja lugar a dudas y es por ello que se hace seguidor de Linneo. Se deja guiar en los usos y en las prácticas específicas de las ciencias particulares por los más renombrados investigadores de su momento: S’gravesande, von Musschenbrock, Harvey, Boyle, Boerhaave. Ellos lo desengañaron y le enseñaron las nuevas rutas que anhela recorrer y que se constituyeron en sus principales expectativas. Ellos le dieron el valor de repetir con Feijóo: “Menos teología y más ciencia natural es lo que España necesita”.

El médico naturalista Mutis optó por viajar en 1760 a la Nueva Granada en compañía de un virrey. Su viaje fue intempestivo y bien puede ser que su resolución haya sonado precipitada, especialmente a los oídos paternos que no pudieron hacerse fácilmente a la idea de la pérdida de tanta oportunidad europea y a una separación tan necesariamente prolongada. Variados son los interrogantes que se pudieron plantear: ¿Por qué un hombre “que siempre aborreció la mar”, para emplear sus propias palabras, se decide a emprender un viaje que habría de durar cincuenta y cinco días de navegación? ¿Qué esperaba encontrar en la meta de su peregrinar?

De acuerdo con sus Diarios y correspondencia, pretendía, en primer lugar, interpretar y definir la naturaleza americana en su propio terreno y siguiendo la más ortodoxa de las técnicas linneanas. Tenía la pretensión de convertirse en un viajero explorador según los lineamientos puestos de moda por el siglo ilustrado. Lo impulsaba una idea que se le convirtió en definida obsesión: profundizar en el saber de los reinos naturales a fin de encontrar remedios y soluciones a los padecimientos humanos. Por sus estudios y observaciones iniciales había llegado hasta el íntimo convencimiento, que habría de mantener hasta el último de sus días, de que las propiedades ocultas en la naturaleza americana debían poder traducirse en los términos secos, desapasionados y universales del nuevo lenguaje científico para, luego, convertirse en algo verdaderamente útil a la humanidad, en remedios para los cuerpos y soluciones para la economía. En 1790 y desde su sede de Mariquita escribe a su afamado condiscípulo Francisco Martínez Sobral:

En nueve años que he ejercitado la medicina en los desiertos, donde no se conocen más remedios que las yerbas del campo, acabé de confirmar mis antiguas reflexiones sobre este tan interesante punto a la humanidad. Era un prodigio ver el éxito felicísimo de mis recetas en unos enfermos distantísimos del lugar de mi residencia donde remitían sus relaciones31.

¿Dónde mejor poder realizar estos ideales que en el perdido Nuevo Reino de Granada? Aquí y ocupando la privilegiada posición de médico de un virrey podía enfrentarse de la mejor manera a sus estudios y al logro de sus metas.

Aquí ocupaba una posición social que le permitía influir en el avance de la difusión de las prácticas científicas que había logrado hacer suyas. Aquí todo estaba por hacerse, todo por modificarse, todo por estudiarse.

Por los informes oficiales, por las expresiones de los viajeros, por la tradición inmediata se consideraba a este amplio territorio de la Corona española como uno de los potencialmente más ricos y uno de los realmente más pobres del Imperio de Ultramar. En la Relación de mando que Messía de la Zerda dejó a su sucesor Guirior se encuentran afirmaciones que permiten reconstruir el estado económico del virreinato que enfrentó Mutis: “La falta de comercio en el Reino es tan excesiva, que ninguno tiene activo... Los frutos de cacao, tabaco, maderas y otros muy preciosos que producen las fértiles provincias del Virreinato no tienen salida ni se comercian con España...”32. Aquí se daba y se encontraba de todo; pero, es su máxima contradicción, los recursos y los tesoros naturales estaban indefinidamente condenados al silencio, al desconocimiento por falta de un ojo bien adiestrado, de unas manos hábiles, de un habla puesta al día, de una interpretación y estudio definitivamente encauzados hacia las pautas metodológicas de las ciencias naturales, es cierto, pero que no olvidara o menospreciara su

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utilidad social y su potencialidad económica.En el médico viajero el asombro inicial ante las nuevas y exuberantes manifestaciones de

la naturaleza que desafiaban sus saberes, que rechazaban sus experiencias europeas y que, por ello mismo, debieron poner en duda algunos de sus conocimientos, ciertos de sus principios naturalistas de científico en cierne, no parece haber sido ni duradero ni radical. Bien pronto en él el deslumbramiento tendió a dejar campo a la racionalidad, a la experimentación, a la catalogación y, por encima de todo, a la fría observación analítica. Es por ello que en mayo de 1763 reconoce ante un corresponsal íntimo su renovada actitud:

Lo cierto es que deseando juntar materiales para la relación completa de mi viaje, no me acomodo a dispensarme de todas aquellas cosas que pueden contribuir a ilustrar mis observaciones, especialmente en ciencias naturales; embebido en estas ideas he ido aumentando mi afición a estos estudios, y puliendo aquellos rudos conocimientos que adquirí en España33.

La naturaleza de las Indias, eso le venían enseñando sus lecturas renovadas en el terreno mismo de las observaciones y le habían recomendado el trato con los más avezados viajeros en Cádiz, tiene que ser contemplada y manipulada, vista y manejada conceptualmente, a la manera de un privilegiado laboratorio viviente donde, bien puede ser, se podrán solucionar muchas de las preguntas teóricas europeas y algunos de los interrogantes españoles de los últimos tiempos. En especial, al menos para Mutis, aquellos que se relacionan con los comportamientos orgánicos, los géneros y las especies botánicas o con ciertas expresiones de la sociabilidad animal. No llegó con el deseo de comprobar la bondad explicativa o sistemática de algunas teorías, de las que se reconocía como insuficientemente informado, sino con el ánimo de dominarlas y de extender su radio de acción, de aplicarlas en nuevas condiciones y verificar su indudable universalidad. Es por ello que desde sus primeros momentos en Cartagena de Indias se entrega al trabajo de recolección, catalogación y reconocimiento, a las acciones propias de un explorador.

Aprende bien pronto la práctica de viajar a lo científico, conoce cuáles son sus objetivos y cuáles, sus instrumentos teóricos. Sin embargo, en los momentos iniciales lo acosa más de una incertidumbre, se propone más de una duda, que bien puede ser producto de su desconocimiento del país o de su insegura formación previa. Recién llegado al Nuevo Reino, lleno de un tranquilo entusiasmo juvenil, se propuso escribir un ensayo sobre las experiencias adquiridas en sus andanzas; deseaba seguir la costumbre ratificada por Banks, Bougainville, la Condamine y tantos otros viajeros ilustrados. En él quería consignar sus “observaciones de historia natural, geografía, costumbres, etc.”. Es con este objetivo concreto que se propone redactar una relación lo más detallada de sus viajes por medio de

apuntamientos diarios; trabajo que no quise dispensarme, queriendo sacar algún fruto de mis tareas. Todas las noticias en asuntos de alguna importancia han llamado mi atención, mas son las que forman el cuerpo de una obra, que permanecerá in via hasta la conclusión de mi viaje34.

Su Diario de Observaciones, que principió a redactar en julio de 1760, al emprender el viaje que desde Madrid lo condujo a Cartagena, y que concluye en Mariquita en 1790, en pleno fervor de la Expedición Botánica, no es otra cosa que los apuntes, reflexiones y análisis que deberían haber servido de materiales de primera mano para la redacción del “Libro de Viaje” producto de tantos esfuerzos e incomodidades. Es posible que no lo redactara ya que su viaje jamás terminó.

Entre los papeles de Mutis que se conservan en el Jardín Botánico de Madrid se encuentra una hoja manuscrita que se ha dado en denominar “primera página y única acerca del proyecto del sabio de escribir una relación de su viaje por el Nuevo Reino de Granada, 1761”. Documento que corrobora su intención de redactar una obra que fuera el resultado de sus experiencias y la condensación de sus observaciones y en el que logró plasmar alguna de sus reflexiones producto de su nueva circunstancia vital de viajero-explorador. Bien vale la pena

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reproducirlo completamente:Pocos son los hombres que determinan salir de sus patrias a registrar atentamente el dilatado campo de la naturaleza. El motivo más general suele ser la falta de proporciones que ayuden a soportar las incomodidades que experimenta en cada paso el viajero. ¿Quién por más enfurecido y arrebatado de su pasión se resuelve a abandonar las comodidades y delicias que suelen delei tar al sabio dentro de su patria? ¿Acaso las repetidas ocasiones en que satisfacen su curiosidad los objetos enteramente nuevos? ¿Acaso la continuada variedad que tanto gusto ofrece hasta cierto tiempo? ¿Por ventura la memoria del descanso venidero, o el merecido premio de sus multiplicadas fatigas? Tales fueron y los mismos serán siempre los fines honestos que animan a un sabio a salir de su patria para enriquecer las ciencias con sus descubrimientos. Pero siendo siempre tan peligrosa la conducta de abandonar lo presente por lo venidero, es bien fácil de conocer los motivos que desalientan a los sabios en el maduro examen de sus imaginadas peregrinaciones: examen que a la verdad presenta en el principio obstáculos, en el progreso detenciones y hacia los fines de estas resultas peligrosísimas35.

El que Mutis se haya planteado estas reflexiones y esa serie de interrogantes en los momentos iniciales de su verdadero viaje de exploración por tierras de América está cargado de significado. Se puede atisbar una interpretación particular, pero no del todo personal, de los esfuerzos de los naturalistas viajeros de su época. Preguntas retóricas, puesto que en su misma enunciación traen la respuesta, que permiten entrever una estrecha relación entre ciencia y modo de vida, entre conocimientos y reconocimiento social. Todo esfuerzo, separación y sufrimiento se justifica si los fines “son honestos” y éstos lo llegan a ser cuando logran confundirse con las metas y aspiraciones de una vida gobernada por los rígidos principios morales que comparte su autor, cuando el concepto y la realidad del ejercicio de la ciencia trasciende lo terrenal y toca la esfera de lo espiritual; cuando la ciencia se convierte en expresión de religiosidad.

Desde sus primeros contactos con la realidad americana Mutis logra conocer cuáles son las dificultades y cuáles los escollos que debe enfrentar. Aquí no existen facilidades. Aquí todo es fuente de potencial o real peligro. Se podría afirmar que el viajero se encuentra solo, enfrentado a un mundo desconocido e insospechado, que en sí mismo es peligroso, difícil y hostil. Ser explorador-naturalista en América del Sur es abandonar las comodidades y las delicias del hogar por multiplicadas fatigas y males. Ahora sabe Mutis que lo narrado en los anales, libros de viajes y diarios apenas es un atisbo de las experiencias reales que ya conoce en su espíritu y su piel.

Son precisamente ellas las que le hacen escribir en 1762 a un amigo estos sentidos y sufridos recuerdos:

No puedo ponderar a vuesamerced las indecibles injurias que se expone quien sale a estos campos con la precisión de apartarse alguna distancia del camino trillado. Son infinitos los animales que hacen pisar el terreno con un continuo sobresalto. Las inocentes hormigas, que en otros sitios merecen la atención, permi ten acercarse a quien quiera observarlas atentamente. Me hicieron huir muchas veces escarmentado de sus mordeduras. Los mosquitos, cien patas, alacranes, culebras, arañas y muchas otras sabandijas mezclan con indecible amargura los grandes gustos que recibe el averiguador de la naturaleza. Las injurias del tiempo extremadamente inconstante, ¿producen algunas incomodidades acaso más funestas?; es excesivo el rigor de un sol que impide gozar al descubierto de sus rayos. Las lluvias copiosísimas incomodan tanto al cuerpo más robusto, cuanto atemorizan los truenos al ánimo más esforzado. Lo peor de todo es que apenas se halla reparo proporcionado para tantas incomodidades y peligros36.

Tantas fueron las dificultades iniciales, que bien pronto sufrió el bautismo del trópico: las fiebres. De las que seguramente salió bien librado al automedicarse un buen clima, en la estancia de Matute cerca de Cartagena, reposo en una hamaca, “mueble de singular importancia, donde me quedaba dulcemente dormido”, y, es bien posible, algo de la muy renombrada quina.

En la época de estos primeros contactos el médico naturalista recuerda su pasado de estudioso y lo compara con su presente viajero y, pese a la añoranza, no lo rechaza.

No me horrorizan, señor —escribe al rey Carlos III en 1763—, las indecibles incomodidades que

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consigo trae el trabajoso estudio de la naturaleza. Los sabios, en sus gabinetes o en sus escuelas, pasan con toda comodidad los días enteros recogiendo a pie quieto el fruto de su aplicación. Un viajero debe gastar gran parte de la noche en ordenar y componer lo que por el día recogió en el campo, después de haber sufrido las alteraciones de la estación, que suelen ser muy variadas las asperezas y precipicios del suelo que va registrando; las incomodidades de los insectos insufribles que por todas partes le rodean; los sustos y los peligros de muchos animales venenosos y horribles, que a cada paso le espantan sobre la austeridad de una vida verdaderamente austera y desabrida, que por calores, páramos y lugares desiertos quebranta y fatiga su cuerpo37.

Mutis sufre todo esto y más solo, porque está convencido de que la ciencia es, en más de una manera, un apostolado.

El viajero no llega enteramente solo al Nuevo Reino, lo acompañan sus expectativas, sus conocimientos de la ciencia de Linneo que, por más rudos e incipientes que sean, le permiten enfrentarse con éxito a sus primeras exploraciones. Además, se hizo acompañar de un “crecido equipaje” de materiales médicos, ya que su principal preocupación oficial gira alrededor de la protección de la salud de su Excelencia, semillas de plantas útiles que pretende aclimatar, libros, muchos libros, e instrumentos científicos. Entre los que se cuentan una máquina eléctrica, una neumática, barómetros, un telescopio y muy posiblemente un microscopio, como se puede deducir de alguna de sus conferencias de divulgación sustentada en 1764. Los que, es bien seguro, fueron los primeros en llegar hasta el interior del virreinato y cuya sola presencia habría de constituir un buen aporte a la educación científica.

Mutis se encontraba bien dotado en estos sus primeros momentos. Le bullen las ideas, lo apasionan sus observaciones y lo rodean sus equipos. El explorador se siente arrebatado, seducido por las expectativas de su peregrinación. Por ellas abandona comodidades, patria, futuro y posibles reconocimientos. Prefiere, como buen aventurero del saber, la variedad de inseguras experiencias, la fatiga de rotular campos nuevos, la incertidumbre de aportar nuevos datos con su deambular físico e intelectual. Lo demás poco importa, no logra constituir un fin honesto, bien puede ser que sea un estorbo que debe ser soportado con resignación o, simplemente, un medio para lograr los fines.Sin embargo durante estos primeros instantes la meta de su preferencia no se encuentra en nuestras selvas, esta allá, en su medio, en su patria, en España. No es extraño encontrar en la correspondencia de sus primeros años neogranadinos expresiones cargadas de añoranzas y dejos irónicos: “...hasta que Dios quiera sacarme de este destierro y colocarme en mi patria, a presencia de mi familia y amigos, a quienes divertiré largos ratos con la abundante cosecha de especies muy sazonadas”38. Por estos días Mutis se conoce como un extranjero que observa un poco desde fuera una realidad humana y hasta natural que no logra conmoverlo. Actitud que se transparenta en sus Diarios, en especial cuando se refiere a los habitantes de la tierra, a sus usos y sus costumbres. Cuando en ellos se refiere a la nación tiene en cuenta a España; cuando habla de utilidad pública piensa en los habitantes de la península; cuando suspira por el fomento del comercio, lo hace como gaditano; cuando se regodea en las glorias que puede proporcionar la ciencia, las desea para sí mismo y las pretende emplear como refutación a la pregunta infamante que la Ilustración europea lanza a España: ¿Qué ha hecho por el conocimiento de América durante estos siglos?