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UN MINUTO EN YUCATÁN

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BERNARDO DÍAZ NOSTY

UN MINUTO EN YUCATÁN

MALAGA, 1999

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A Irving, Alejandrina, Rubí ya todos los que con tantagenerosidad me abrieron laventana de Yucatán.

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quel lugar no figuraba en el mapa y para un extranjero estar allí era perder el pa-ralelo y el meridiano. Aún más si cabe enel caso de Arnald, que había parado de sú-bito el reloj de la ciudad. Camino del sur,llegó a Valladolid con idea de pasar la no-che, pero ni en el hotel de la plaza, ni enningún otro lugar quedaba una cama. Dosautocares de gringos habían hecho escalaese día caluroso y húmedo, tan caluroso yhúmedo como ayer o mañana.� Órele, patrón, ahorita le llevo muy cer-

ca de acá para que descase a gusto, que nose ve bien.Arnald se dejó llevar por el hombre que

acababa de encontrarse y que ya le habla-ba como si le conociese de toda la vida. Condecisión, sin dar respiro al extranjero, ellugareño le arrebató las maletas y las pusosobre un asiento del triciclo de dos plazasque hacía el servicio de taxi.

A

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�Vengo de platicar con la dueña de unapensioncita en el campo y tiene un cuartograndote con abanico por setenta pesos.¡Súbase ya!Empujó a Arnald y, cuando este se sentó

en el carromato, comenzó a pedalear haciala oscuridad de las afueras de Valladolid.El calor y la humedad apagaban el aliento

en aquella carretera vacía, camino de unacama con abanico de setenta pesos. La luztenue de la dinamo subía y bajaba su deslu-cido al ritmo de las pedaladas. Arnald cal-culó el precio del cuarto en dólares y tuvoque corregir el resultado de su primera yapresurada operación. El descanso no cos-taba los ochenta dólares más que razona-bles por una noche, sino ocho. Por un ins-tante quiso obligar a aquel hombre que lellamaba patrón a desandar la marcha sua-ve, apenas perceptible, envuelta por el tro-nar de las cigarras. �Una noche se pasa encualquier parte�, pensó y, de paso, se resig-nó.� ¿Me dijo setenta pesos...?

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� ¡Eso dije, patrón! Le va a agradar. Es unlugar muy tranquilón. Estamos a llegar endiez minutos.� Si antes no me devoran los mosquitos...� ¡Vaya, ya le agarraron! Están necios los

pendejotes. Los forasteros no pueden an-dar sin el aután ese. Pero no se apure, doñaAlejandrina le dará la cremita cuando lle-guemos.El silbido agudo de pájaros desconocidos

para Arnald destacaba sobre el fondo mo-nótono de las cigarras. Los sonidos erandesorientadores para quien acababa de per-der el motor de la ciudad, y daban un sen-tido de vacío y distancia, pero también dequietud, lo que, unido al fuerte calor, teníaun punto desconcertante.� Además de mosquitos, ¿qué insectos...? -

dudó Arnald hasta expresar su inquietud-¿Hay aquí alimañas...?� Sólo los moscos, patrón. En el interior

hay jaguares, pumas, culebras grandotas.Acá, puritos moscos y bichitos. Pero no haycuidado, patrón. Donde vamos hay iguanas,

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pero esas viejitas son buenotas.� Igua... -trastabilló Arnald.� Sí, patrón. Hay que dejarlas hacer. Con

ellas no queda un mosco vivo.El roce de la cadena holgada del triciclo

producía un tintineo que acompasaba el ca-dencioso pedalear del taxista. Varios perrossalieron al encuentro con ladridos desga-nados. Muy cerca, una luz mortecina des-cubría la casa de doña Alejandrina, en cuyapuerta se estacionaban un par de autos.

Arnald se levantó mucho más tarde de loque acostumbraba. La cama era cómoda ynunca había descansado tanto por menosde diez dólares. El abanico, un ventiladorde techo, había movido el aire cálido de lanoche, permitiendo así la evaporación delsudor y una cierta sensación de frescor. Elmes de julio en Yucatán era más benignoque en años anteriores, pero la humedadsuperaba el noventa por ciento y, sin nece-sidad de hacer un solo movimiento, el cuer-po se mojaba de arriba abajo.

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Faltaban cinco meses para el fin de siglo yel comienzo del milenio. Desde muy niño,Arnald cavilaba con la idea del año 2000como si de una tierra remota se tratara,donde ya tendría más de medio caminohecho, y siempre se había preguntado si lavida le alcanzaría a ese momento un tantomágico. La percepción del año 2000 comoalgo lejano no cedía con los años y sólocuando faltaban dos o tres comenzó a sen-tir, más que la proximidad de la fecha, elpaso abrupto y casi violento del tiempo.Muchas veces se había imaginado en eseaño y, desde la duda de su existencia, seveía mayor, muy mayor. Ahora faltabancinco meses y no se sentía mayor, pero ha-bía descubierto que el tiempo, aquel tiem-po que desde el pasado casi describía unavida, se iba demasiado deprisa. Y eso queArnald siempre se había creído dueño desu tiempo, aunque con un sentido de la efi-

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10 EL MAL DE ALTURA

cacia que no soportaba la pérdida de tiem-po... Una avaricia que, de pronto, rompíael saco de la vida con el vértigo de lo real-mente perdido.

Arnald se sentó en una de las mesas dis-puestas en el cobertizo de guano que hacíalas veces de porche de la casa. En otra cer-cana, casi petrificado, se acomodaba un tipoenjuto y pequeño, mal vestido, con undesafeitado de varios días, en cuya muñecaizquierda destacaba un imponente reloj deoro. Si hizo algún gesto, Arnald no lo per-cibió. Tampoco mostraban mayor anima-ción las dos mujeres que completaban laescena, sentadas junto a otra mesa de laentrada. Probablemente, madre e hija. Laprimera, con unos lentes de lupa, fijó susojos muy ampliados por los cristales enArnald, que intentó corresponderla con unleve saludo, pero no logró romper aquelpunto inquietante de la mirada sin pesta-ñeo. La que parecía su hija, una joven muy

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bella de poco más de veinte años, la mitadde los que aparentaba la mujer de los ojosagrandados, le daba la espalda. Aquella gen-te tan quieta podía llevar allí horas y, si nofuera porque la noche anterior había en-contrado el porche vacío, Arnald podríasuponer que permanecían desde hacía va-rios días en aquel lugar. En realidad, pen-só, nadie de los que allí estaban le interesa-ba. Desayunaría y luego, con urgencia, par-tiría para Quintana Roo.Cuando asomó doña Alejandrina eran las

once. Sonrió con la amabilidad de los pue-blos, que tiene tanto de sinceridad y cariñofamiliar como de convencional la cortesíaurbana.� ¡Buen día, señor! Le voy a servir el desa-

yuno. ¿Tomará café? -preguntó.� Estupendo... Y me prepara la cuenta

cuando pueda -pidió el viajero.� No hay prisa, señor -templó la mujer.Doña Alejandrina se retiró y pasados vein-

te minutos aún no había vuelto. Arnald sesorprendió más del sosiego que todo lo en-

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volvía que del descuido de la mujer. Lospájaros se acercaban sin temor a las mesas,picoteaban en el suelo las migas de pan yvolaban hacia los árboles cercanos que ro-deaban la casa. Como en las primeras ho-ras de la noche, las cigarras no callaban uninstante en aquel día limpio y luminoso dela llanura próxima al mar Caribe. El bo-chorno creaba una atmósfera sedante quecasi paraba el pulso. Cinco minutos de pen-samiento sosegado, de quietud del alma, seconvertían en un largo viaje por la mente,en un recorrido ajeno a la medida, en unapequeña vida. Del mismo modo que cincohoras podían pasar sin sentir pasar, que esmucho y es poco, algo tan difícil como eltiempo sin tiempo... La mirada apoyada enel horizonte, sin movimientos bruscos, aca-riciando el paisaje. Los ojos entornados paraatenuar los azules y verdes intensos que laadormidera del calor quisiera convertir enamarillos y rojos.No habían transcurrido cinco horas, ni si-

quiera una, cuando doña Alejandrina lle-

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nó la mesa de Arnald. Un jugo de toronja,café negro, pan francés, tortillas enrolladasrellenas de carne y huevo, frutas y calma.Arnald fue dando cuenta de aquel festínque arruinaba la memoria del monótonodesayuno continental de las ocho y mediade la mañana. La muchacha de la mesa cer-cana, cuya acompañante no dejaba de mos-trar sus ojos inmóviles a través de las lupas,se volvió hacia el viajero y dejó sobre sumesa El Diario de Yucatán, un manojo decuadernillos grandes impresos en color.Arnald empezó a ojear el diario. La calma

invitaba a una lectura reposada, casi pla-centera, que se dilató hasta en el recorridopor la sección de clasificados. Fue allí, enlos anuncios por palabras, donde descubrióun reclamo repintado a mano en rojo.Instintivamente, levantó la mirada hastacruzarse con el faro de la mayor de las mu-jeres, que entornó los ojos y venció la mira-da. La más joven se volvió hacia Arnold ehizo un gesto a la que podía ser su madreantes de que ambas se fuesen hacia un

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Chevrolet de los setenta estacionado juntoa un pequeño y más antiguo Volkswagen.Sin despedirse, se perdieron a escasa velo-cidad entre los cañaverales que tapiaban larecta larga y ancha que iba a Valladolid.Hasta los reflejos de Arnald parecían en-

tumecidos con la anestesia de la luz, el olordel calor húmedo y las estridencias de pája-ros e insectos. Cuando el coche se perdió,volvió al diario, al cuadernillo de los peque-ños reclamos, al recuadro en rojo.� ¡Elas voltarám! -gritó el hombre desali-

ñado del reloj de oro-. Vocé não é mexica-no...?Arnald recuperó la existencia de aquel in-

dividuo que se había difuminado en la quie-tud de la escena.� Tampoco usted...Y el que hablaba portugués se calló, al tiem-

po que Arnald recuperaba la primera líneadel reclamo resaltado por un círculo rojo.�Colección de monedas de la revoluciónvende Patricia. Teléfono...�� ¡Vocé deve chamar-las! -volvió a gritar

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el recuperado personaje-. Essas mulherespodem ajudar-lo...� Podía haberme avisado antes y me hu-

biese ido con ellas... ¿Hay algún transportea Valladolid?� ¡Siempre que usted lo necesite! -contestó

desde el interior de la casa doña Alejan-drina-. Se llama a Perucho y no demora envenir, aunque siempre es mejor darle el avi-so de un día para otro. También puede us-ted hacer lo que le dice el señor Telmo...Mañana o pasado, volverán...� Llamemos ya a Perucho, porque quiero

llegar hoy mismo a Tulum.� No es tan fácil llamar... No se vaya a

creer que Perucho es Aeroméxico. Hay quedar el aviso a alguien que vaya a Valladolidy luego esperar a que llegue. Algún reparti-dor pasará esta tarde que le lleve gratis, sies que no puede quedarse aquí unos días.Esas mujeres vuelven antes del viernes.Cuando lo desee, pasa y las llama por telé-fono...Todos, menos las cigarras, se callaron. Y

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así pasaron unas horas, hasta que de nuevodoña Alejandrina llegó al centro del cober-tizo con una bandeja de comida y unas ja-rras grandes de cerveza.� Señor Telmo -sonrió doña Alejandrina-,

hoy está de suerte. ¡Longaniza y huevosmotuleños!Y empezó a servir a Arnald, que se preci-

pitó sobre la jarra de cerveza y dio un sorbolargo a una mezcla de frío y picante.� No le advertí que es picosita... -se discul-

pó la mujer al ver el gesto de sorpresa delextranjero-. Siempre la pongo así. Mi papádecía que era lo mejor para la sed. Se añadea la cerveza un poco de chile y limón y hie-lo y sal... Tenía que ver la cara que pusodon Telmo el primer día...La comida era excelente en aquel caldario

abierto al día y cada bocado resultaba unaprovocación a la temperatura, una razónmás para el derretirse del cuerpo. El sol caíaen vertical fuera del cobertizo de palma, queparecía una isla entre las brasas.Habían pasado quince horas desde que el

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triciclo de Perucho dejara a Arnald en aquellugar sin nombre, y poco más de veinticua-tro desde que iniciara el viaje a Yucatán.Sin embargo, era demasiado el tiempo queseparaba el asfalto turgente de la neblinacálida que cubría y hacia lejanas y casi aje-nas las preocupaciones del día anterior.� Vocé não chamou às mulheres... -repitió

dos horas después Telmo, sin pedir por ellouna respuesta.Toda una sugerencia para que Arnald se

preguntara qué razón podía haber en el in-terés de aquel tipo canijo, cuyo esqueletomarcaba en los pliegues afilados de la ropael descarnado de sus huesos. Además delreloj de oro, en el portugués destacaba lavoz. Tenía más reloj y voz que cuerpo o másbien se podía decir que aquel reloj y aque-lla voz no se correspondían con una figurafrágil y desaseada. Le daban autoridad yhasta lo que parecía imposible: altura. Eradifícil saber si estaba de paso, si era un tu-rista, si había perdido el norte o buscabaalgo allí, pero ni parecía turista ni tener per-

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dido el norte. Y aún era más difícil romperla levedad pensativa del sopor, la intensi-dad de la calma, con una sola pregunta.Tampoco preguntaba doña Alejandrina.

En un vaso pequeño de vidrio sirvió a losdos huéspedes un trago de licor. Arnald alzóla mirada y en el esfuerzo de abrir mucholos ojos ante la mujer iba la pregunta.� La bebida de los dioses mayas -contestó

después de servir un líquido claro y denso.El alcohol dulce se introdujo como una

cosquilla de placer, que Arnald percibiócomo una sensación de paz. Por el piso ári-do del cobertizo cruzó, con un contoneomecánico, con breves y continuados impul-sos, una iguana. Arnald reconoció a la vie-jita buenota y sintió que pasaba ante él untrozo más de una geografía con muchospasados tirando del tiempo, aplacando elpaso del tiempo. Aunque era la primera vezque veía aquel pequeño monstruo, el anísmeloso, o tantas cosas y tantas nadas jun-tas, evitaron el espanto. La voz portuguesacallaba con el inicio de la siesta.

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Pasados unos días sin que las mujeres vol-viesen, Arnald tomó la determinación deemprender viaje a Tulum. Casi todas lasmañanas se había propuesto lo mismo y eldía le vencía, le atenazaba, le dominaba contan poco, con casi nada y casi nadie. Nohabía llamado a las mujeres y éstas, tal vezenojadas por la descortesía, no habían vuel-to. Pero no era cuestión de preguntar. Allí,en realidad, no se estaba mal o se empeza-ba a estar tan bien que se llegaba a olvidarcomo se podía sentir uno antes o en otrolugar. Recordaba de vez en cuando los tex-tos sugerentes de la guía turística: las aguasesmeralda del Caribe, las palmeras sobre laarena blanca de las playas, las muchachasmorenas con sonrisa de fotografía, bajo elestallido de la ropa de baño clara y ajusta-da, las bandejas de mariscos servidas porunas mujeres vestidas como RigobertaMenchú. �Guiños publicitarios�, pensó.

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Había dado algún paseo a última hora dela tarde y se había bañado en uno de loscenotes más solitarios y escondidos de lazona, ahoyado entre vegetación, con unaamplia laguna subterránea, inquietante-mente verde y fresca, sobre la que hacíanacrobacias los murciélagos y se asomabantímidas algunas mariposas.Camino de la pensión, Arnald repasaba la

identidad de la arboleda y de las flores yplantas que rodeaban la casa y de las quehabía visto fugazmente desde su llegada aMéxico. Por momentos se quedaba perple-jo con tantos rasgos comunes de escenariosmestizos. Árboles, plantas, animales cruza-ron las orillas, cambiaron el paisaje en am-bas orillas. Del jardín de los mayas y de losbosques de América fueron y llegaron for-mas y figuras. A veces es necesario pregun-tar a la biología y a la botánica lo que nodice la historia, ni la antropología, ni escri-be la literatura. Preguntar por los rumbosque extendieron la vida, el color de las flo-res, el sabor de los frutos, el olor de la natu-

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raleza, que es una de las formas culturalesmás impregnantes del mestizaje.Pero su mayor descubrimiento al cabo de

una semana -empezaba a pensar que lleva-ba allí media vida- fue saber lo mucho quefaltaba para el fin de siglo, algo que le hizorecuperar, sin preocupación especial, el viejotemor de no llegar a una fecha para la quefaltaba una semana menos pero tambiéndieciocho semanas más...

� Vocé não chamou -despertó la voz al-gún día después.Como otras veces, Arnald no tenía nada

que contestar, pero en aquella ocasiónintuyó que la vibración progresiva de unmotor era del Chevrolet de las mujeres. Asífue. Estacionaron el vehículo junto al viejoVolkswagen y luego se acercaron al mismolugar que habían dejado días atrás. DoñaAlejandrina, como si supiera de su llegada,les fue llenado la mesa de frutas, tortillas,

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queso y jugos. La más joven de las mujeresleía el periódico y, al cabo de un tiempo, sevolvió hacia Arnald y, extendiendo el bra-zo, le acercó el diario. Todo igual que unasemana antes, menos la fecha de la publica-ción. Aquél, con un punto de impaciencia,deshojó los cuadernillos y buscó el de losanuncios clasificados. Viviendas, automó-viles, empleos, compras y ventas... Allí nohabía anuncios vergonzantes como los dela Ciudad de México, ni tampoco anota-ciones, ni subrayados.� Había pensado llamarlas -dijo Arnald con

un atrevimiento inesperado-. Quería que mesacasen de aquí... ¿Es alguna de ustedesPatricia?� ¿Patricia? -preguntó el portugués, en un

espacio en el que se hablaba poco, pero enel que todos eran interlocutores autoriza-dos- Conheze vocé a Patricia? Eu aguardo aPatricia para a compra de moeda antigamuito valiosa... Um dia virá...Doña Alejandrina sonrió, dueña de algún

inocente secreto.

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� Ayer avisé a Perucho para que venga abuscarlo -informó la mujer-. El día que us-ted llegó a esta casa me dijo que mañana seregresaría a su país...� ¡Oh, no! ¡Tan pronto! -exclamó la mujer

más joven, a la vez que hacía un gesto a lamayor como diciendo �ya te lo dije�-. Todoesto es muy lindo y se va sin conocer ape-nas nada. ¡Tiene que volver pronto!� Ha sido una estancia larga, muy larga.

Medio mes interminable que casi me haceolvidar que tengo tierra, casa y gente...� Tan sólo ha sido un minuto -dijo con

solemnidad la mujer de los ojos agranda-dos-, un minuto maya... Alguna vez sabráque ha sido un regalo de nuestros dioses...

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