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Santonja Gonzalo - Siete Lugares - Tierras Adentro

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© del texto, GONZALO SANTONJA, 2002 © de las fotografías, JUSTINO DIEZ © de esta edición, EDICIONES CÁLAMO, 2010

ISBN: 978-84-96932-68-5

Corrección de pruebas: BEATRIZ ESCUDERO

Edita: EDICIONES CÁLAMO Pza. Cardenal Almaraz, 4 - 1ºF 34005 PALENCIA (España) Tfno. y fax: (+34) 979 701 250 [email protected]

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LIBRO SIN LIBRO, 2011 www.librosinlibro.es

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A Isabel y Elvira, cerca y lejos.

Este libro empezó a nacer hace muchos años y, según creo, conocerásucesiones. Porque siempre, siempre, me recuerdo, desde que tengo memoria,anhelante de los caminos perdidos, continuamente vencido por la incitación dehacer trizas cualquier programa de viaje a favor de esos ramales humildes, loscaminejos y las veredas que se asoman al asfalto y lo muerden, deseoso de que eltren parase en medio de vallezuelos mínimos e invariablemente ganado por latentación de trazar un escorzo de fuga hacia las imágenes acariciadas en losrecodos inesperados.

Claro, resultaría harto sencillo teorizar esto. No en vano disponemos, poralto ejemplo admirable, de don Miguel de Unamuno, vasco-español-castellano delas verdades hondas. Dos frases suyas y el asunto se carga de trascendencia.Verbigracia:

España, se ha dicho muchas veces, está por conocer para los españoles. Esobvio, Unamuno se presenta abrumador de razones. Cada día, por cierto, un pocomás, ya convertida en inveterada costumbre la excursión vacacional o el viaje degaitas a las antípodas del ancho mundo casi siempre de la mano de una grancompañía, de modo y manera que se viaja y viaja para continuar en sustancia en elmismo sitio, esa región aséptica de agua mineral y alimentos super-esterilizados,idénticas estridencias y tópicos recorridos, la de las postales archiconocidas y suenfática verificación, pagada a cómodos plazos, con fotografía personalizada. Sí,qué duda cabe, Unamuno clava el dardo de sus palabras en la diana de los clichés.Lo repito, sus palabras dan para mucho, pero me limitaré, porque sólo prometí doscitas. En consecuencia, ahí va la segunda, todavía con mayor dosis de profundidad:

Para conocer una patria, un pueblo, no basta conocer su alma —lo que llamamos sualma—, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester también conocer su cuerpo, su suelo,su tierra... Sobre todo... porque el hombre, en la España profunda, se disimula osimple y dramáticamente no está, castigadas las tierras más hondas de Castilla yLeón hasta extremos de fábula negra, de apocalipsis y pandemia por el azote de laemigración, esa fatal consecuencia del desequilibrio inducido en la Españadesarrollista, después continuado (y agravado) en la primera etapa de la transicióndesde el franquismo a la democracia, aquel terrorífico e insolidario comienzo de losaños ochenta que obligó a buscar pasable acomodo por el Norte rico, el Bilbao del

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maqueteo sin derechos y la Cataluña de Jauja a bastante más del treinta por cientode su población activa, caudal emigratorio del que en Occidente ni tan siquieraexistía pálida imagen desde los tiempos remotos de las Cruzadas, tras del cual sóloresta el negro trabajo, fatal y regresivo, de la guadaña.

Con implacable lentitud desmigajada la hogaza tierna de los jubilados, lastierras altas de la Meseta conocerán al cabo de muy contados lustros un yermo dealdeas y el erial de los pueblos, confinada la vida en las cabeceras de las comarcas,lugares aquellos, si acaso, de fines de semana y quincenas de veraneo,abandonados el resto del año a los saqueadores, esa mala ralea de sayones que haconvertido en bendito al lobo de los perdidos relatos tradicionales, bisbiseos detemblor en torno a la lumbre al instalarse el calendario en las últimas páginas de laprimera otoñada o en el tímido comienzo de la primavera. Entonces es cuandomejor se recorren los espacios de la perplejidad: en las fronteras del invierno, díasde sol y noches de helada con la sensación en el alma, sensación abrumadora, detodo el silencio, de todo el silencio de un ancho mundo.

En Valdemisindiego y en Béjar, con María Antonia y Miguel, 28 de enero de 2002.

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1 Un mundo en sombras

Cueva, Villamartín de Sotoscueva, La Parte de Sotoscueva, Quintanilla-Sotoscueva... y todo en un radio muy contado de pasos, que desde Quintanilla aVillamartín, cortando por lo sano, esto es, en línea recta, por sendas y caminejos aratos medio perdidos, se llega de paseata sin necesidad de merienda. ¿Dónde nosencontramos? ¿Qué cueva tan omnipresente? Tanta reiteración, desde luego, nopuede obedecer a la casualidad. ¿Un lugar sagrado? ¿Alguna cavidad subterráneade nota? A veces, viajero, te dominará la sensación de que un coro de ojos tecontempla a través de las hojas de los robles, ante el desamparo de las casasabandonadas, en los linderos del frío. Cueva, Villamartín de Sotoscueva, La Partede Sotoscueva, Quintanilla-Sotoscueva... La toponimia se tiñe de insistencia, comosi el interior y el exterior de la tierra fuesen aquí las dos caras de la misma pared o,mejor dicho, el lado claro y el lado oculto de la misma frontera, el extraño país dela verdad primigenia, un poco cincelado a navaja sobre la piel del mundo y haciasus entrañas. Volveré a reiterarlo, ¿qué cueva?

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Una pista, bastará con un nombre: el de Ojo de Guareña. Ese misterioso e inagotable complejo de galerías, simas y cauces en tela de araña, como si las voraces garras de una gigantesca zarpa secreta hubiesen trazado por debajo de la vida un interminable entramado de calles ciegas con olas de silencio y soledad de vidrio. Los expertos hablan de más de cien kilómetros, pero de cien kilómetros quecon frecuencia se miden en cuartas y siempre provocan el estupor. Un mundo desvanecido que pacientemente tallaron las aguas de los orígenes. Todo comienza en la base del farallón donde el valle se ciega: el río Guareña encuentra el aliviadero de un ojo y allí se hace furtivo, entre las piedras, labrando hacia dentro, en zigzag de madejas, las galerías del cíclope. La mañana está fría, con yemas diminutas y naufragios de viento blanco, dejado atrás el invierno pero todavía en sepia los amagos de la primavera, finales de un marzo triste besado por la neblina. Otro marzo y otro invierno. El presente se difumina en el tablero de los recuerdos.

Pero ahora no busco, como buscaba entonces, la pupila engañosa de lasDolencias, esa sima de fuego con el negror desgarrado, ni la dolina de Palomera oesas grietas que habitan los ángeles de la muerte. Vengo, he vuelto, hacia un rincóntrémulo y bautismal, el de la ermita de San Bernabé, hendidura a la vez pequeña ysin límites, uno de esos raros puntos de encuentro de la mano del hombre con elpausado y sereno obrar de los elementos.

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El viento se desespera contra las altas paredes de la roca tajada, salmo vegetal y libre. El viento agita el rumor de los violines del agua, corcel al galope o halcón y relámpago. El viento se transforma en zureo al desembocar en la breve explanada. Una puerta entreabierta, con latido de tilines y anublada. Ayer como hoy, en el momento de entrar me asalta la misma duda: no sé si acabo de llegar o si ya llevo aquí mucho tiempo, horas o incluso días. Deslumbrado, me detengo en el umbral. Enseguida me domina la sensación de que estoy a punto de atravesar un espejo.

I

Empecé a frecuentar estos parajes hace ya muchos años a propósito, ytambién a despropósito, de mi pasión de aquellos tiempos por la espeleología,pasión a pique de muy caro pago en las cavidades de la comarca, donde la crecidasúbita de un riachuelo imprevisible, pacífico o soliviantado sin aviso ni transición,nos colocó varias horas, a mí y a tres lejanos amigos, a merced de su voluntad,mejor dicho, a mí y a otros dos compañeros, porque al tercero, el más joven yaudaz, se lo llevó por delante y le reventó los pulmones, ahogándonos de terror.

Qué espanto en el hondón del alma el vacío de su cuerpo. Tres días y tresnoches, tres madrugadas lívidas, tardaron las aguas en volver a su curso; tres díasy tres noches, tres madrugadas rendidas sobre las quiméricas hebras de unimposible; tres días y tres noches, tres madrugadas de lágrimas transformadas enarcilla. Con implacable perseverancia, el río de las sombras trabajó en suexterminio y le llenó la boca de lodo y le reventó los ojos y desmadejó para siempresu agilidad inútil, ensañándose contra el fragor de sus huesos rotos como esosanimales ávidos que luego, con extraña dulzura, se apaciguan por el pecho, dócilesy rugientes.

Entre las luces del alba, la boca de la cueva se ofrecía como un cuencopropicio cuando le sacamos. El caudal, dentro, todavía iba ronco y embravecido,pero daba síntomas de que pronto maniataría sus tornadizas furias. Javier parecíaun utensilio de la Muerte, una especie de tronco marchito, quebrado y sin pulso,allí naufragado y por allí a la deriva hacia ninguna parte.

Cuánta y qué insólita belleza esconde la tierra por las entrañas. Aquellamañana de espanto fui muy consciente, abrumado por tanta evidencia, de que erami propio espectador. Un segundo de suerte, digámoslo así, me arrancó de lagalería en el mismísimo instante en que se atoraba. En la oscuridad choqué contraArturo, medio inconsciente y ansioso, máquina ciega en busca de la salida, un rayo

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de terror, sintiendo en torno el airado acoso de todos los océanos, las agujas de lasestalactitas tajándome grietas. Cristalinas aguas amargas que alimentan el Trema,nunca he dejado de verlas sin desasosiego. Luego se nos unió Isabel; «perdóname»,susurraba, «perdóname». Javier se retrasó tres días, tres días y tres noches, tresmadrugadas eternas con ráfagas de imposible: quizás ganase la sala, a lo mejorencontró una burbuja de aire... «Ven», decía Isabel al cadáver. Durante muchotiempo soñé con rostros inciertos, con aguas pálidas y estancadas. No queríaconocer a nadie, apenas salía de casa. Una mañana identifiqué a uno de aquellosahogados, el más persistente, en el ascensor de la universidad. Sus párpados entreel liquen, el inmediato desmadejamiento de las facciones. Estuve de baja cerca deun año. Desde entonces no había regresado. Y ahora

que sensación de irrealidad, vivimos sobre grietas, con los pies asentados sobre un mundo sin huellas de relámpagos negros. Quizás por eso recuerde a mi madre, aquellos susurros y aquellas canciones, aquellos aquellos latidos, aquellos silencios, aquellos y aquellos. Dentro.

La bóveda de la cueva de la ermita de San Bernabé, de San Tirso y San Bernabé, la bóveda y las paredes, albergan un museo de pintura, arte semi-rupestrede los siglos XVII y XVIII, adecuada antesala al arte de las cavernas, el barro de las cerámicas y el hueso de los utensilios, al rastro de pies descalzos que en el interior se pierde, huellas desnudas, huellas elementales, de aquellas remotas gentes, hijos de lo más inhóspito de la Montaña que en el pedernal de tan furtivo lecho alumbraron el embrión de Castilla, orilla de los tres ríos: el Trema y el Nela, el Guareña, cavidades de osos y lobos, de jabalíes, su inaccesible refugio, con restos de antorchas del Paleolítico en el seno tibio de las arcillas blandas, con ciervos y caballos, con multitud de trazos aislados y mágicos triángulos por todas partes, la fíbula de bronce y el cinturón de cuero del hombre que se perdió, hacia los albores del siglo sexto, a menos de quinientos metros de la entrada, en el escorzo de su zigzag, al pie de una incisión en la roca, quizás, tal vez, su último grito, ya sofocado y hecho piedra para nosotros. Por los aledaños, en una de las aldeas, apareció la teja dormida del Fernán González. Del Poema de Fernán González, el canto épico fundacional: la escritura sobre la tierra, las únicas sílabas intactas de

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nuestro desvanecido libro de arena.

II

Con el Poema de Fernán González viajamos al territorio de las antiguas gestas,al espacio mítico de los comienzos. Curioso cantar épico, cruce de «juglaría» y«clerecía», en sus versos conciliado lo mejor de ambos mesteres: las «sílabascuntadas» de la «quaderna vía», oficio «fermoso» y «sen pecado» de «grantmaestría», cual ponderase el anónimo autor del Libro de Alexandre, ensanchan yalegran la gravedad de sus tonos con los renovadores aires de la epopeya, allírecreados episodios tan legendarios como el de la venta del caballo y el azor al reydon Sancho de León, quien se los compró al Conde, desdeñando su ademán deregalárselos, al temerario precio orgulloso del «gallarín doblado»: hoy cuatro peromañana ocho, pasado dieciséis y con el cuarto amanecer treinta y dos, estipendiogalano, regiamente olvidado un año y otro y aún otro más, de modo que, requeridode ejecución, la deuda se mostró impagable y el arriscado solar de Castiella —«unasola alcaldía», «pobre e de poca valía»— accedió a la independencia:

Llevara don Fernando un mudado açor, non avia en Castiella otro tal nin mejor, otrossi un cavallo que fuera d’Almançor: avie de todo ello el rey muy grand sabor. El rey, de grand sabor de a ellos llevar, luego dixo al conde que se los querie comprar. —«Non los vendrie, señor, mas mandes los tomar; vender non vos los quiero, mas quiero vos los dar». El rey dixo al conde que non los tomaria, mas açor e cavallo que gelos compraria, que d’aquella moneda mill marcos le daria por açor e cavallo si dar gelos queria. Avenieron se amos, fizieron su mercado, puso quando lo diesse a dia señalado; si el aver non fuesse aquel dia pagado siempre fues cada dia al gallarin doblado. Cartas por ABC partidas y fizieron, todos los paramentos allí los escrivieron, en cabo de la carta los testigos pusieron quantos a esta merca delante estovieron.

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Assaz avia el rey buen cavallo conprado, con el aver de Françia nunca serie pagado, mas salio le a tres años muy caro el mercado: por y perdió el rey Castiella su condado.

El Poema de Fernán González, escrito en el XIII, dos siglos y medio después de la muerte del Conde, por un monje del otrora poderoso monasterio de San Pedro de Arlanza, arruinado por la Desamortización, sobrevive en un manuscrito tardío, copia de copias, celosamente custodiado en la biblioteca de El Escorial. Por aquí y por allá faltan algunos versos; por allá y por aquí presenta mutilaciones y desgarraduras. Los estragos del tiempo, suele decirse; hablando con propiedad, el desastre de los hombres. Ciertos vacíos se suplen de oficio; otros no tanto. Monsergas eruditas al margen, al Poema, y que me perdonen los ángeles tutelares de la filología, le sientan de maravilla esas lanzadas: la férrea salud de sus versos no se resiente y, al contrario, legitiman de rudeza sus verídicas fantasías. Intactos perderían aroma; incólumes, quizás sonasen a falso.

III

Merindad de Sotoscueva, decía. Recién vencido el alto de la ermita de SanBernabé, a mano derecha de la carretera parte el ramal que discurre por un encinar.El trayecto es bien corto y se quisiera algo más largo, engalanado hoy el bosque porlos vacilantes conatos de una primavera engañosa y todavía con barruntos deventisqueras. Villamartín se descubre de golpe, tendido a media ladera, al abrigode una campa y en la solana, con una ermita tímida y reservada, casi de cuento, enposición de vigía.

Es la ermita de Santa Marina, ermita románica y arrodillada, con aires defortaleza y ventanucos mínimos, mitad saeteras, mitad lucernas, con el nombregrabado a cincel en las piedras del portalón y una corneja sobrevolándonos. Unperro mohíno se aleja en silencio; ni siquiera gruñe, escarmentado sin duda en lasrazones de gruesas estacas, aunque luego, tierra por medio, se vuelva y nos ladre.Casonas amplias, de piedra suelta, con cercas y balconadas. Muchas cerradas, peroen buen estado de conservación; pocas abiertas, siete u ocho, no llegarán a diez;dos en obras, con los albañiles —de Villarcayo— afanados en la tarea: «No nosqueda otra, tenemos que aprovechar estos días de claro, entre marzo y noviembrehay menos distancia de lo que el calendario reza». En cuanto amago un par depreguntas me remiten a Pauli, «él sabrá, vive allí, donde se acaba el pueblo».

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Había pasado por este lugar hacía años, con prisas y sin reparar, cuando lasuerte de Villamartín de Sotoscueva pintaba de recios bastos. Alguien me dijoentonces que en sus buenos tiempos, tiempos cercanos, los vecinos del pueblosumaban más de doscientos, en su mayoría ganaderos, pero que la emigración delas décadas malditas, las del desarrollismo y los albores de la democracia, dejó encuadro las casas y plantó las raíces de la soledad en sus calles con las malas hierbasy los zarzales borrando las veredas del monte. «Resistirán, a lo sumo, diez o docepersonas»; únicamente atisbé dos ancianos, recelosos y ausentes, deambulantestristes. Y me pasó inadvertida la ermita de Santa Marina. Qué extraño; bien sabeDios (y hasta lo sabe el Demonio) que las ermitas, los oratorios y las iglesias ruralessiempre, siempre, me apasionaron. Quién sabe, caminaría distraído.

—No, no fue en la ermita —me dice Pauli—, fue en casa de Nicanor, deNicanor o de Santa Marina, aquí la conocíamos por las dos señas, habríapertenecido al ermitaño y luego a Nicanor, la de abajo, pero no donde mira,hombre, la de aquellos restos, en el zarzal mismamente; era como todas, nipequeña ni grande, de dos plantas, se vendría al suelo por el comienzo de losochenta, con Nicanor requetemuerto y el hijo ya de años en Bilbao, bien colocado,creo, él fue quien dio con la teja.

La teja del Fernán González; sin exageraciones: un milagro y, de paso, unguiño al afán rastreador de los investigadores, ratas de biblioteca y polillas dearchivo, promoción tras promoción empeñados en escudriñar las primitivashuellas de tan venerable monumento de la épica castellana, el latido siquiera de losestadios anteriores a la versión conservada.

Se rozaban, únicamente se rozaban. Y así, con vana fatiga de legajos ydoquier de diligencias extraviadas entre diplomas, hasta que un paisano denombre Ángel y ángel en efecto de la casualidad, Ruiz y Sáez de apellidos, segúnrelata José Hernández Pérez en el Boletín de la Real Academia (CCXXXVII), hijo deNicanor al decir de Pauli, decir lúcido y cordial de pastor anciano, hombre desoledades y de ventiscas, de hielos y solaneras, las noches de claro en claro, llenasde sobresaltos, y los días fatigados por vallezuelos y repechos al cuidado delrebaño, hombre curtido, de silencios espesos y recuerdos largos, la voz delgada,hecha al hablarse a sí mismo, como si nunca aguardase respuesta.

—Nicanor, bueno, su hijo, Ángel, con una muchacha regiamente colocada enla Renault de Medina, Medina de Pomar, que trasteaba entre los restos de la casa,porque apartaba las vigas y otros materiales para el chalet, cuando reparó en la

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teja, suerte que no la rompiera, le llamaría la atención por aquello de los garabatos,que tan curioso se nos formuló a todos.

—¿Pero no fue en la ermita donde apareció la teja?

—No, fue en casa de Nicanor, su padre, velay, en el lugar de aquellas zarzas,sobre el arroyo.

Indago en la dirección que me indica Pauli: el despojo de unos paredones,mínimos y oscuros, ganados por la maleza; la viscosidad del fango, el pútridocenagal de la última crecida del arroyo; un nido de víboras, el abrazo delabandono. Y detrás, algo ajada pero vivida, una casa de dos pisos, abrigada y congalería, de chimenea reforzada y poderosa cubierta, la de esas tejas visigodas queal tumbativo correr de los siglos ahí permanecen, teñidos sus rojos por infinidad dematices. La casa de siempre. Así sería la de Nicanor, humilde y, en su medio,anodina, pero con un tesoro en el sitio de la montera. Un tesoro —un tesorofilológico— que resultó amparado por la buena estrella, tal vez tutelado por SantaMarina porque no en vano la casa fue in illo témpore, antes de Nicanor, quizás consu abuelo, la casa del ermitaño, un tesoro redescubierto para general desengaño dequienes en la España profunda hacen mangas y capirotes de esas montoneras queantaño resguardaron las pasiones del hombre al calor de sus paredones.

Un jeme de ancho por la parte del centro, dos jemes de largo: tales se revelanlas medidas de la teja, lamentablemente amputada por los bordes superiores.Presenta quince versos, quince versos del Poema de Fernán González, copiados enletrería de albalá y notarialmente sancionados por firma y cuño, como si se tratarade la primera piedra, o la última teja, de la dicha ermita, certificado de obra.Quince versos, decía; éstos, según la pulcra transcripción paleográfica de JoséHernández Pérez, su atinado estudioso:

... de fuera s(o) rráyda ... seste que fues la tu mesurra que tornase la rrueda que... ... castelanos pasad(o a) grant rrencura con las gentes paganas fu... (Se)ñor tu que libresste a daujd del leon mateste al fillisteo un soberbioso (on) ... allos jodios del rrey de babillon saca anos y libra desta tribulacion.

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Señor que entre los sabios valiste a catalina Y de muerte libreste a et... (al) dragon destruxiste dela virgen marina tu da a nuestras plagas la santa meleçina. ........................ tu libreste a danj(el) de (en)tre los leones libreste san mateo delos fieros (dra)o gones tu saca anos...

Que cada palo aguante su vela, acostumbra decirse para repartir mandobles. A cada cual, también, la parte de gloria que le corresponda en la historia del tal milagro de la teja; el referido ángel y tres ensotanados, tres, el párroco del lugar, don Isidoro, el arcipreste de la Merindad, don Joel, y un canónigo catedralicio, don Manuel Burgos, de trabajosas y bien acrisoladas erudiciones.

Ilesa y aclamada, de mano en mano rodó la teja, mutilada en origen, hastadonde debía: ninguno de los cuatro la guardó para sí, porque el paisano renunció aembutirla en calidad de adorno entre los yesos de la chimenea de su flamantechalet moderno y la trinidad apostólica, inusuales vicarios perpetuos del sentidocomún y, a diferencia de tantos colegas, nada familiares de los chamarileros, actuópor igual, comportamiento a lo mejor, quién sabe, habitual en Alemania o en losarchipámpanos del amplio globo terráqueo pero desde luego, desde luego,excepcional y sobresaliente aquí, en estos sublunares espacios de la PenínsulaIbérica, con cada particular convencido de que le asiste la condición de omnímododueño y señor absoluto de cuanto le sale al paso o sus malas artes excavan,facultado para hacerlo añicos, enajenarlo en inicua almoneda o guardárselo bajo lasaya, rival el ser humano de las señoras urracas, pajarracos coleccionistas.

—Obraron por derecho, a ver —opina Pauli, pero es que Pauli, pastor delibro, pastor retirado que antes y ahora colma sus horas tallando en la dura maderade raíces casi metálicas el prodigio de unas arquitas de filigrana y colodras encuernas que se representan de traslúcido pergamino, sabe de lo mucho que cuestacualquier rasgueado y desde el principio valoró la pericia de aquella perdida yanónima mano que grabó las letras y trazó el anagrama de un alfar remoto delborrado lugar de Hornilla sobre el barro nutricio de la teja recién moldeada,sensibilidad ausente en la civilización del plástico, con los objetos en serie y lasreacciones estandarizadas—. A ver —repite, extrañado por mi patente sorpresa—,a ver, lo normal, digo yo —que Santa Marina le conserve en su juicio y, aunque seamucho pedir, ojalá lo generalice, otro gallo nos cantaría si abundasen los Pauli.

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Los versos de la teja se localizan en dos momentos del Poema y, enconsonancia con el lugar sagrado del que proceden, revelan fragmentos de sendasplegarias. Las tres últimas estrofas cierran el largo lamento de la introducción, lahecatombe de la España visigoda y la vaporosa existencia de Castilla, acosada deincertidumbres y con los castellanos viejos reducidos a los riscos más inaccesiblesde la montaña. En la versión del monje arlantino, bien conservada al particular,rezan así, con bíblica desesperación:

Señor, que con los sabios valiste a Catalina, e de muerte libreste a Ester la reina, e del dragon libreste a la virgen Marina, tu da a nuestras llagas conorte e mediçina. Señor, tu que libreste a Davit del leon, mateste al Filisteo, un sobervio varon, quiteste a los jodios del rey de Babilon, saca nos e libra nos de tal cruel presion. Tu que librest’ Susana de los falsos varones, saqueste a Daniel de entre los leones, libreste a San Matheo de los fieros dragones, libra nos tu, Señor, d’aquestas tentaciones.

A su vez, la primera recoge la angustia del propio Fernán González, «mozo»(que) «iva... las cosas entendiendo». Ocupan la parte más deteriorada de la teja, milagro sobre milagro:

Señor, ya tiempo era, si fuesse tu mesura, que mudasses la rueda, que anda a la ventura: assaz an castellanos passada de rencura, gentes nunca pasaron atan mala ventura.

Los designios del Señor resultan inescrutables. También los de la investigación: lo que miles y miles de fatigados infolios negaban, hételo rasgueado sobre la faz de una teja. Los versos más antiguos de tan solariego cantar de gesta. Una teja, durante siglos y siglos, combatida por los fríos del norte, meses y meses de nieve, el mordisco del hielo, el estilete de los carámbanos. Siete centurias, siete, se dice pronto. Setenta décadas por montera en la casa del ermitaño de Santa Marina. Y su providencial salvador aún apilaba las dichas tejas para reutilizarlas, como en efecto hizo con las restantes, en feliz hora apartada la de los garabatos queno se entendían. Material duradero propagandean al presente de cualquier alifafe

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que se mantenga sin goterones al cabo de una cualquiera de nuestras efímeras modas. Material duradero; cosas oiredes, amigo Sancho.

IV

Ojo Guareña, Merindad de Sotoscueva. Los arqueólogos hablan de unacomarca habitada desde la noche de azogue del Paleolítico Medio. Un macizokárstico en el punto de encuentro de la Cornisa cántabra con las elevadas tierras sinlímite de la Meseta. Allí, por las entrañas, un dédalo de galerías, el otro laberintodel Minotauro, la guarida del lobo, el cálido asiento de las oseras. El único espacioque con verdad zozobrante sentirían suyo aquellas arriscadas gentes de laMontaña, el embrión de Castilla, apenas influidas por la romanización.Desandando el camino de sus antepasados, ellos retornaron a las cavernas.Antorchas donde alumbraron antorchas, cenizas sobre cenizas. La vida, de nuevo,volcada hacia los adentros. Así fue siempre, desde los orígenes hasta esta mismamañana.

A mano diestra de la ermita, donde el roquedal abre otro ojo, desde tiempoinmemorial sentó sus reales el Ayuntamiento, plantados en medio y mitad de unacueva la Sala del Concejo y el calabazo de la Merindad, duras ergástulas dehonrados ladrones, como «el Tuerto de Entrambosríos», hidalgo ocioso de día ysalteador solitario en la confusión de la noche y la fantasmagoría de losamaneceres por las escarpas del desfiladero de las Diaclasas y los angostos pasosdel arroyo de la Hoz, y postrera capilla para los reos de la francesada, muertos aestoque y de frente en batallar sin trampa, después cedidos al festín de los cuervosy las alimañas, que eso de arrojar los cadáveres a las simas, como relleno, nuncafue de cristianos lígrimos. «El Tuerto de Entrambosríos» feneció en el garrote; doshoras de sudor costó al verdugo ultimarlo; al verdugo no, a los verdugos, porque ladura cerviz del Tuerto sólo cedió al empuje, en colaboración, de una espontáneacuadrilla de vecinos apiadados. Abrumados se ofrecieron para alivio de ambos,víctima y justiciero, en tan fatigado trance.

Ha formado memoria que los regidores de la Merindad reunían el concejoen torno y a la sombra de una gran Encina Sagrada, el árbol de todos los árboles, elde la protección de la vida y el de los ritos de la fecundidad, y está demostrado quea partir del 23 de abril de 1616 los munícipes trasladaron esos cónclaves a la cueva,allí afanados a la pública lidia de los negocios del común hasta bien entrada ladécada de nuestros años veinte.

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Empieza la sesión, el secretario cuelga al cogote la caja de los sellos, lasplumas, el secante y los tinterillos. Pocas palabras, acuerdos rápidos. El alguacil,desgañitado sobre el vacío, comunica los acuerdos a las águilas y las lombrices, alos lobos y las culebras, a la generalidad de los seres vivos «sin omisión niexclusiones» mientras las campanas pregonan el jolgorio de las romerías y en tantolas aguas del río Guareña, imperturbables, se adentran por el Sumidero,sempiternamente cargados de nieve los Montes del Somo, dulces y altos lospastizales, impenetrables los hayedos, hoscos los barrancos del sonoro Dulla,reluciente la cascada de la Mea, un arco de plata sobre la sangre de la otoñada.«Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar...» Así fue siempre.

San Bernabé está ahora de jubileo y sábado a sábado, en la procura dealiviar a los feligreses el trámite de la dicha eterna mediante un generoso prorrateode indulgencias casi plenarias, los párrocos del contorno lo celebran en la ermita,don Joel ya renqueante, mirada de buitre, cuerpo cenceño, el acento nítido, unvozarrón de bronce, encaramado al púlpito exento, una copa de piedrasimbólicamente vencida por el lado de las predicaciones, que preside la breveexplanada al amor de los riscos.

Una explanada atestada de lugareños ancianos, convertido en brisa elsusurro de las oraciones, en brisa antigua, en bisbiseo cálido, mientras los hijos desus hijos, bilbaínos de aluvión, exhiben teléfonos móviles, el nuevo tótem delprestigio social, y componen enfáticos gestos de tremendo fastidio al comprobarlossin cobertura, como si la suerte del mundo pendiera de sus conversaciones, «hasllegado», «ya estoy aquí», «¿y qué tiempo hace por ahí arriba», «el mismo que porahí abajo», «ah», «oh», el único momento del siglo —final del II Milenio de la EraCristiana— en que he logrado visitar a conciencia este pequeño templo mayor de lapintura rural sobre muros, la mejor introducción a esa abrumadora sucesión deciervas, caballos, misteriosos triángulos y enigmáticas figuras del interior de lacueva, que se extiende y derrama por las espaldas del templo, imposible serpientede intactos colores, a la vez hermética y clara, diálogo de intemporalidades, abiertolabio coral de las horas remotas, cuando las horas no se contaban, movimientocircular el de los hombres, aquí y aquí siempre, desde que existe la vida humana,patria y alambique de armonía de la luz que muere y se concilia con la oscuridad,los límpidos arroyos rastreando y puliendo entre remansos y urgencias lasligaduras secretas del universo. Los caminos del cielo, telúricos y humanizados, através de las entrañas de la Madre Tierra. Leyendas y más leyendas.

Cuentan que en una de sus gateras inaccesibles don Sabhetai Sarug,

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cabalista transformado en humo en los fragores de hogueras santas, trazó la letraimpronunciable, el alep genuino, símbolo natural de la Esencia, la Unidad y laPerfección, y afirman que en esta comarca, cuando se encuentre su rastro, nacerá elhéroe que matará al Anti-Cristo, hijo de la serpiente (najash) y en posesión detodos los arcanos de la hojmá, el libro de la sabiduría. A don Joel le disgusta laconversación. En ocasiones se me figura como si supiera; imaginaciones mías,supongo. Un monaguillo risueño agita la campanilla; el sacristán toca a misa. SanBernabé se colma en menos que media un amén; salgo.

—Ha sido éste —me señala una señora en las escalerillas de acceso. Susacompañantes, hijos y nietos, me dedican sendas miradas de hostilidad y alinstante crece el runrún de los murmullos. Me siento bajo sospecha, como enpecado mortal y ajeno a los jubileos.

«Ha sido ése, ha sido ése, casi nos deja sin cura», acierto a escuchar,verdaderamente asombrado. Un cura joven llega casi a la carrera. «Fue al revés»,pienso en silencio. El cura me saluda con afecto pero no se detiene. Le tocaconcelebrar y, al parecer, se le ha hecho tarde. Como el pasado domingo por lamañana. Cuando nos hicimos amigos; el peligro une mucho y a punto estuvo eldichoso cura de sacarme de la carretera por el cruce de Hornillalatorre conBarcenillas, paraje a la sazón devorado por las nieblas del infierno o algo así.

—Disculpa, hijo —me gritó, medio bajada la ventanilla y con el cuelloestirado, como en posición de degüello—, voy con bastante retraso y en Redondome aguardan para la misa.

Llevaba el cura carrerista una virgen románica en el asiento contiguo,enmaromada con el cinturón de seguridad, y diversos objetos en el posterior,propios de su ministerio, atravesados de cualquier modo a causa de la brusquedaddel frenazo. Aquello parecía bazar de chamarilero.

—¿Y eso, padre?

—Precaución, hijo, que todas las precauciones se demuestran pocas por elaquel de los robos. Guardo los objetos de valor en la prioral y los saco para losoficios, bueno, dame paso, hombre de dios, en Redondo me achacan de que losdiscrimino.

—¿No será usted el cura de San Bernabé?

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—El de San Bernabé y el de Santa Marina y de los veintitantos pueblos de lacomarca; no existe sino el que pinta.

V

Nos citamos al ite missa est de la parroquia de los supuestos discriminados;enseguida pegamos hebra, como dos viejos amigos. Era la última etapa de superegrinaje dominical y, al amén de la referida función religiosa, el cura de lasimprudencias se demostró el crisol de las calmas, extraordinario conversador,cordial y dicharachero, sabroso serial de noticias y espejo de diligencias, bienconsciente, bien, del estado calamitoso del Patrimonio históricoartístico que se traíaentre manos y con el ánimo muy golpeado por la impotencia ante el desmán de lastrapisondas, imposible la vigilancia del desguarnecido mapa de los templosrurales, cuyas imágenes resguardaba en su misma casa, es decir, malamente,convertida la rectoral en almacén atestado, se suponía que provisional («y eso es lopeor, hijo, que en España sólo lo provisional dura»), por un desbordamiento demaravillas con cálices en la alacena, piñata de infolios por las rinconadas de laescalera y gran surtido de tallas en el doquier de las dependencias, los cristos en elpasillo, las vírgenes en la salita y una derrotada falange de mutilados angelotes porel desván, el non plus ultra de capas pluviales y ropones de lujo en los armarios ysobre las sillas, enfundadas en plástico de colorines, más un frasco, que parecía dejarabe, con un par de gotas, o así, del calostro de Santa Ana, el elixir que nutrió a laVirgen María, reliquia de las de postín, «garantizada», en la mesilla de noche, allado de ciertos objetos cuya identidad velaré porque nunca fue de recibo sacar apública plaza los aliviamientos secretos de los particulares con fama y convenienciade castidad, allá cada cual con las premuras y soliviantos del ente autónomo que elhábito tapa.

—Lo siento —se disculpó, mientras reacomodaba los cálices y la Virgen enel coche del atentado—, estamos hechos a circular sin contrarios, y luego, natural,sobreviene el demonio de los disgustos, don Fabián mismamente se tronchó unbrazo y se descolocó la cadera a la entrada del mes pasado. Se le vencía la hora dedifuntos y patinó hasta el manzanal de Eleuterio; casi se suma al acto de cuerpopresente. Pero nada, yo en mis trece, acelerado siempre, Santa Marina quiera quede ésta recapacite; únicamente falta que los curas nos dediquemos a descristianar.¿Se te salió el susto, hijo? Me he pasado la ceremonia en ascuas, mira que si te avío;perdona, hombre. ¿Y qué te trae por estos lindones? Porque no caigo en la cuenta

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de haberte visto con antelación.

Ahora mato el tiempo frente a la ermita, al calor de un solecito que seagradece; en la umbría del roquedal pronto se ponen las piernas entumecidas. Noscitamos a los postres, después de habernos trasegado para el coleto sendoschuletones de susto pero contenidos en el trago, beber sabio del cura, de sorboscortos y a conciencia paladeados, «como el ribera nada, lo uso hasta para laconsagración; con eso te digo lo suficiente».

—Acércate el sábado, cantaré misa de jubileo a la hora del ángelus; y luego atu gusto, hijo a tu gusto y en solitario; es como luce. Que quieres echar la siesta enla cueva, pues en la cueva. Ab ovo resultas persona grata.

—Pues ya disimuló, padre. Casi nos estampamos.

VI

Al pie de la cruz, en la espadaña, contienen el vuelo dos cigüeñas comunes.La más grande lo reanuda pronto, emitiendo largos silbidos, níveas las alas y denegritud impecable las poderosas plumas remeras; la otra rebulle y castañetea,vacilante y remolona. De la ermita procede un rumor de oraciones, el apagamientode unas letanías. No sé, no sé, de súbito he sentido, igual que cuando era niño, lasensación borrosa de que alguien, por detrás y en el hombro, me daba unapalmada de bienvenida.

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2 El ojo de Dios

Caballar, atardece. Caminamos de vencida al hilo del cauce del arroyoHorco, por la orilla izquierda, acompañados desde lo alto por una alborotadorabandada de vencejos que nos sobrevuela en círculos, engolfada en lo suyo, unaincesante captura de insectos. La mujer que nos enseñó la iglesia, al principio aregañadientes y después solícita, viene de paseo, como nos anunció, en direccióncontraria, hacia la Fuente Redonda, por consejo del médico. «Me puso las pilas conla tabarra de que soltara los pies para la circulación y contra el aniquilamiento de lasarticulaciones.»

—¿Se hizo el avío?

—Se hizo, señora.

El arroyo nace más arriba, por los adentros de la Mata del Rosueros, en lassolapas del monte bajo, pero hasta su confluencia con el caudal de la Fuente locierto es que forma una corriente más bien simbólica, seca muchos estíos, lo quenunca sucede, o al menos no se guarda memoria, con el agua de este manantial,que siempre brota con fuerza en súbitas antorchas de borbotones.

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—Con Dios, hijos.—Con Dios, señora.

Caballar nos acoge con un viento húmedo, de primavera remolona. Unsabueso, huidizo, se aparta desconfiado, dos viejos —los dos viejos que siemprehay ahora en los pueblos de Castilla— nos dejan pasar en silencio; al fondo arrancauna camioneta; las sombras caen. Llegamos al coche, aparcado junto a la gran olmamuerta, a su vez flanqueada por casas cerradas o en ruinas. Arturo mira el reloj.

—Se nos echa encima la noche, ¿tiramos para Torreiglesias?

A la salida del pueblo las huertas rebosan de frutales. Algunas cercasmuestran dientes de sierra, pero los árboles parecen cuidados. Extrañamente nohay signos de abandono. Será el milagro del agua.

—Mejor el milagro de las cabezas —dice Arturo, adivinándome elpensamiento.

Bajo la ventanilla; infinidad de pájaros buscan el amparo de la dehesa.Anochecerá enseguida. Si no se apresura, la sacristana, retrasada por nuestra culpa,acabará el paseo entre sombras. Bueno, conoce de sobra el camino. El sol se entornaentre nubes.

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I

El alto de la lastra se muestra batido por todos los vientos. Los peores días,hasta las piedras vuelan. Desde allí se dominan, hoy por encima de la niebla, lasaltas copas desnudas de los chopos en procesión por los vallezuelos que loflanquean, y sólo se intuye, porque la brumazón se adensa, el lugar de ambasfuentes, Fuente Redonda y Fuente Fresnera, ojos insomnes de un mar secreto cuyaentrada esconde un ovillo de cavernas. Contra el frontal de la lastra, al resguardode las inclemencias, se asienta la iglesia, esparcidos al pie los tejados del caserío. Lacima se reparte en dos grandes términos, el del Castillo y el del Camposanto de losMoros, aquél con memoria de cerámicas y éste con amplia cosecha de huesos entrebreves surcos que apenas arañan su impresionante descarnadura.

Un triángulo equilátero, el ojo de Dios. Desde la cima se aprecia con especialnitidez: en los extremos de la base, Fuente Redonda y Fuente Fresnera, de las queparten, abriéndose paso a través de sendos vallezuelos, el citado arroyo del Horco yel de la Nava, también alimentado aquél por la corriente de la Fuente del Caño,cuyo manadero fluye al resguardo de unas rocas, y éste por la del Obispo y otrassurgencias de menor aliento. Por encima de tantas fuentes, un feraz yacimiento almenos de la Edad del Bronce, palpable huella del remoto asentamiento del hombrepor estas tierras. En la meseta de la lastra, más vestigios. Y en perpendicular aFuente Redonda, por los paredones de las Pedrizas, el gran santuario rupestre deesa impresionante Cova Caballar, tallada a infinitos golpes de recios picos contra laroca, con incisiones dispersas y una memorable sala de los grabados, semilla ysímbolo y grito de los muertos que saben:

Sean benditos los muertos que saben, Sean benditos. Sean benditos los muertos que aguardan, Sean benditos. Sean benditos los muertos que vigilan, Sean benditos. Y sea bendita su casa Y sean benditos sus moradores.

¿De dónde procederá tal letanía? Según la crónica perdida del apócrifo Ogén, eremita y santero contemporáneo de doña Urraca, hija de Alfonso VI, la recitaban los celebrantes, cuya identidad vela el fragmentarismo de lo conservado,

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las vísperas de una festividad asimismo enigmática, la del Sapo Hinchado, cuando la luna incidía en los adentros del corredor lustral. Porque se trata de eso, de un corredor lustral e iniciático hacia el borbotón naciente del agua, fuente de vida, en pleno centro del venero redondo por donde corre la azanca, cabal imagen del mundo.

—¿Viene mucha gente a ver esto? —preguntó a un pastor.

—La suficiente.

—¿Cómo se llama el arroyo?

—Más bien le conocerá las señas usted que yo, que no me recuerdo.

—¿Pues cuántos años tiene?

—Con Dios —se despide.

Media mañana, ha levantado la niebla. Hoscamente, el ventarrón bate elvalle. Pero aquí, en las Pedrizas, reina la calma. Sólo tiemblan despacio las briznasde algunos matojos. El pastor no nos levanta la vista mientras gatea la laderaopuesta. Entramos.

II

Santa Engracia, San Valentín, los hermanos queridísimos de San Frutos,patrón de Segovia, mejor dicho, sus cabezas lirondas con las cavilaciones aldescubierto y fosilizadas. Santa Engracia, San Valentín: sus cabezas, sin dudaalguna. Sí, sus cabezas santas: Santa Engracia, San Valentín.

Al docto decir del verídico Ogén, luego calcado por Lorenzo Calvete,hagiógrafo del dieciséis refugiado para sus historias bajo el seudónimo de Juan deOrche, y también muy tenido en cuenta por Diego de Colmenares, enciclopedia desegovianeidades, San Frutos y San Valentín se desempeñaron como confesoresmientras Santa Engracia ejerció de virgen sin mácula por más de setenta años.Hijos de familia rica tocados por el anhelo de la pobreza en aras de la perfeccióncristiana, eso les indujo a repartir su fortuna, al parecer gruesa, entre los pobres yluego movió sus pasos por las soledades del río Duratón, en los escarpes de cuyas

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hoces se consagrarían a la vida esforzada del penitente, ermitaños de retiradascovachas hacia el peñón después ocupado por el priorato románico de San Frutos.

—Hace frío, ¿eh?

—Hace.

Pereció San Frutos y discurría la adversa calenda del setecientos quince, conlos invasores musulmanes campando a sus anchas por la Península, cuandoValentín y Engracia, todavía sin ungir por el don de la santidad, abandonaron talesabrigos rocosos para dirigirse hacia Caballar, encomendando a continuación susafanes al monasterio de San Zoilo, mártir cordobés enterrado en Carrión de losCondes. Para su gloria les atrapó la morisma.

—¿Tiene usted hora? —pregunto al pastor, que se nos ha pegado. Se lopregunto por decir algo, para romper el hielo, porque la situación es incómoda,aunque a él parece que le da igual.

—La de ayer.

—¿Cómo dice?

—Que será la misma, digo yo.

Los decapitaron: a Valentín entre hachones, a la ardiente luz de ceras y congumía, deleitado el verdugo en el pecado del rebanamiento; a Engracia con funeralpenumbra, cuando entraba la noche y por alfanje, gozoso el torvo sicario —Ogén lotestimonia— en sus crudelísimas artes, previamente enromado el filo del armahomicida, una cuchilla en dientes de sierra ya tinta en sangre.

«Pasó y repasó», escribió Ogén (la traducción es libre), «aquel profanadortorvo el hierro quebrado sobre el cuello albo de la dichosa Virgen, la cual, lejos dequejarse o herir lamentos, silbó trinos piadosos a cuyo conjuro se volvió melódicoel aire y de improviso brotó una fuente, manantial en el declive del verde pradodonde tenía lugar el espanto del crimen, presenciado lo cual por los morosmatadores, de seguido, con risotadas, procedieron contra las dos cabezas, conpresteza sumidas en el líquido cristalino, piadoso pañuelo y mullido cofre deambas reliquias tan señaladas».

Otra fuente, la Fuente Santa: vértice natural del triángulo que conoce por

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base las de Redonda y Fresnera. Vértice, pues, del Ojo divino.

III

Dos cuervos, qué extraño. Sobre la torre de la iglesia parroquial de laAsunción de Nuestra Señora, cauto exponente del románico rural segoviano, artecontenido y sin alharacas, invaden el nido de la cigüeña dos negros cuervos dereflejo azul.

Descendemos por la cuesta del Castillo. Los cuervos, alertados, levantan elvuelo graznando. «Buen agüero», dice Arturo al observar que planean desdenuestra derecha a la izquierda.

A la exida de Bivar ovieron la corneja a diestra y entrando a Burgos ovieron lasiniestra. No caminos de Vivar a Burgos, pero sí desde la iglesia de la Asunciónde Nuestra Señora hasta un poco más allá de las ruinas en franco proceso deextinción de la ermita de San Frutos, pálido astro de lo que fue, levantada en honorde los Santos Mártires sobre el solar de la injuria, a doscientas y pico varas denuestro destino: templo, aunque menor, melancólico, paradójicamente rematado,no por los infieles, sino por uno de los mismísimos párrocos modernos de Caballar.El cual solicitó y obtuvo el permiso de Su Ilustrísima, bien andado el año quizásbisiesto de mil novecientos once, para arramplar con las tejas y las vigas,procediendo también contra el enlosado y los retablillos en beneficio de laAsunción, iglesia parcheada con los despojos del oratorio, colofón de cuya hazañaofreció cuanto quedaba al Ayuntamiento, que se alzó con la posesión de aquellaparcela sagrada por la cantidad de veinticinco duros, algo entonces pero nada hoyy menos de nada en euros, cuando las malas hierbas que allí florezcan seguiránsiendo municipales.

Los cuervos planean sobre la desolación de San Frutos y yo me presigno ensilencio por la salud del clérigo matador, a quien supongo en la gloria y a lo peorocupado en desmontar las nubes del cielo. Los cuervos graznan en letanía y, sinperder la siniestra, nos marcan el camino al alejarse con violento aleteo. Enseguidallegaremos. Apenas habrá doscientas y pico varas, antigua medida que no llega almetro.

—¿Dónde para la Fuente Santa? —pregunto al pastor, que se nos hace elencontradizo al volver de la primera curva. Claro está, también ahora he vuelto a

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preguntarle por decir algo.

—Donde siempre, supongo.

—Hombre, esa pista es segura, ¿no?

—¿Usted es el hijo de don Pedro?

—No.

—Ya.

—¿Qué?

—Que ya decía servidor que no se le asemejaba, aunque en los andarestenga su algo.

La Fuente Santa, el vértice cabal del Ojo de Dios: en línea recta la iglesia dela Asunción de Nuestra Señora, corazón del triángulo, y en los extremos, por labase, Fuente Redonda y Fuente Fresnera. Meditada arquitectura del prodigio.Algunos hablan de la casualidad de la naturaleza; en todo caso se tratará de lanaturalidad del enigma.

—Forman la estampa de dos curas en miniatura —comenta Arturo,refiriéndose a los cuervos, ahora posados sobre la cruz que remata el habitáculo dela fuente. Uno en cada brazo.

—¿Curas voladores? Nadie guarda noticia de tal especie. Además, la Iglesia,institución sabia, nunca toleró curas emparejados. En soledad, trinitariamente o enbandada disforme; así los quiso y los quiere. Y más por la delicuescencia de estasamenísimas frondas incitadoras.

Retorna el pastor, qué detalle.

IV

Los augurios, la oscuridad de un mundo que atrae y se desconoce.Hablando sin presunciones, nos movemos a tientas por sus meandros.

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El Cid y su corta mesnada de fieles, que abandonan Vivar con el corazónencogido, dejan a las espaldas puertas de par en par y «alcándaras vazías»(alcándaras, perchas que servían tanto para colgar la ropa como para atar las muyvaliosas aves de cetrería). Saben más que improbable que sus labios resecos puedanentonar algún día la canción del regreso y reciben con inquietud el avisocontradictorio de la corneja: primero por la derecha, luego por la izquierda, esevolar contenía una señal buena y una señal mala. Daba lo mismo; no habíaelección. El Cid y sus hombres continúan la marcha. Pero antes, fiel a la antiguacostumbre romana, el Campeador rechaza el presagio adverso y aun prueba aconjurarlo con displicentes palabras de optimismo.

Meció mio Cid los ombros e engrameó la tiesta: —¡Albrecia, Álbar Fáñez, ca echadossomos de tierra! A Ramón Menéndez Pidal, proverbial estudioso cidiano,errado de cada cien veces media, le tocó aquí, donde perpetró el invento de unverso patriótico, jacarandosamente arrancado de las crónicas, que rompe el hechizoy la cabalidad del conjuro y la respuesta; a saber:

Mas a grand ondra tornaremos a Castiella Han florecido las interpretaciones,con exhaustiva agilidad sintetizadas por Alberto Montaner en su monumentaledición del Poema (Barcelona, Crítica, 1993). La verdad es que el asunto de esoscuatro simples versos, del undécimo al decimocuarto, ha suscitado una encontradabatalla en las falanges de los filólogos, gremio —de suyo, por vocación o de oficio— amigo de las disputas. Para empezar, hasta se pleitea con encono sobre laespecie del ave: una corneja, ¿qué corneja? Simplificando mucho, cuando menos seidentifican bajo dicho marbete dos individuos del género volador: el Asio otus obúho chico, lechuza de talla media, entreverada de negro y marrón, que a laperfección se camufla entre los árboles, impresionante de ojos en fuego y con laspupilas de ascuas, de largas alas y planear silente; y un córvido, el Corvus corone,que a su vez ampara dos subespecies, la del Corvus corone cornix, cuervo de losmayores, más gris que negro, que tiene por voz la de un «cau» inconfundible, y ladel Corvus corone corone, asimismo de gran tamaño, familiarmente llamadocorneja negra, negra de negritud carbón, que también habla en «cau».

Puestos en la disyuntiva de optar, la generalidad de los estudiosos, por locomún ajenos al mundo de las aves (incluidas las de presa; especie, no obstante, ala que pertenecen muchos de sus individuos) y poco impuestos en la cuestión delos sortilegios, suscribe la tesis de la corneja negra un tanto o un muchoarbitrariamente, quizás porque sea pájaro acreditado para tales lances por EdgarAllan Poe.

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—Y los nuestros qué serán, ¿asios otus o corvus corone de los corone coroneo corone cornix? —pregunta Arturo, señalando de paso la nueva dirección de suvuelo, ahora izquierda-derecha.

Asumo la pregunta y busco al pastor. Lo encuentro enseguida, justamentesituado a nuestras espaldas.

—¿Y esos?

—Pues volando, ¿no los ve?

—Ya, pero a qué clases pertenecen, ¿son corvus corone o asios otus?Cornejas, cuervos o búhos.

—Para mí... que cigüeñas, cigüeñas de carnaval.

Pues sí a tanta distinción se presta la identidad cornejil, para qué no dará lainterpretación del augurio: de hecho, la dirección del vuelo, derecha-izquierda, hasido entendida, no de dos, sino de veinte o treinta maneras y hasta a la viceversa,comenzando por aquello de la siniestra y la diestra, ¿cuál diestra y cuál siniestra?,la del ave, la del Cid, la de Vivar o la de la dirección a Burgos. ¿Cuál y a qué altura?Ambiguo el texto del viejo Cantar, de tal ambigüedad arranca una millonésima deinterpretaciones.

Millonésima centuplicada a la hora, hora crucial, de decidir si el malaugurio reside en el batir de alas por la diestra o en dicho batir hacia la siniestra,evocándose al hilo de tal asunto un centón de tradiciones en apariencia similares yen el matiz, que es lo importante, disímiles y hasta inconciliables: en la diestra, enla siniestra; en la siniestra, en la diestra; el mal augurio se cumplió en Burgos y elbueno en Cardeña; no, fue más adelante, en Corpes el malo y en las Cortes elbueno. Y luego salta al ruedo de la polémica el verso insertado por MenéndezPidal, el patriótico.

—Clama al cielo —reniega el pastor— así no hay quien lea, porque uno nosabe si tiene que leer lo que lee o debe leer lo contrario. Yo mismamente dejé laescuela formado un lío.

Atravesamos Caballar en un santiamén. La Asunción de Nuestra Señoramuestra el portón franco, detalle en verdad extraño porque no es domingo ni díade misa, aunque sí lo sea de vísperas consagradas.

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—Estarán poniéndola de visita; a maitines tocará funerala.

—¿Quién ha muerto? —pregunto al pastor, evidentemente por decir algo.

—Nadie, que yo sepa. Todavía...

—¿Entonces?

—Hoy es diez de septiembre, o sea, mañana caerá el once, y en esa fecha,cabalmente, nunca deja de perecer un vecino de Caballar o el contorno.

—Será por la Diada —comenta Arturo—, del susto. Por esas tierras, de tanespañoles y silenciosos, se nos mueren callados para protestar.

—No jodas, listo —protesta el pastor—, el achaque de la culpa remite a donPablo, el cura que desarboló la ermita de San Frutos y luego vendió sus restos.Desde aquel año no falla: once de septiembre, fiambre. Y mientras no le toque auno...

Los dos cuervos del séquito celestial han recuperado su lugar en el nido dela cigüeña. Y reciben sin sobresalto los primeros tañidos lúgubres de las campanas.Ni siquiera se inmutan; como el pastor.

—Tocan a muerto —certifica Arturo.

Al cesar el tañido, sobre los estertores del eco, los cuervos se lanzan denuevo al aire. Vienen y van; siempre por nuestra derecha.

—¿Te has fijado?

—En el Cantar de los siete infantes de Salas aparece un personaje, Nuño Salido,el ayo de los Infantes, bautizado con el sobrenombre de «el que bien cató a lasaves», lástima no esté aquí.

Internados en el hondo pinar de Canicosa de la Sierra, en mortal caminohacia la cita con el traidor Ruy Velázquez, «el que bien cató las aves» repara en lapresencia de un «águila cabdal ferrera» en la cima de un pino sombrío, mojón dedesdichas, y les advierte: «Estas aves nos lo muestran: tornemos nos, míos fijos»Pero los Infantes insisten, fatídicamente fieles a su cita con la Parca.

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Y más adelante, poblado de pesadillas el sueño inquieto de doña Sancha, lamadre, una noche se le representa con vívida certidumbre la figura de un azor,veloz y resuelto, que volando sin tregua desde el corazón de Córdoba al corazón deCastilla la Vieja, metáfora del vengador Mudarra, iría a posarse sobre el dichotraidor Ruy Velázquez, arrancándole un brazo del torrente de cuya sangre quierebeber doña Sancha.

Cornejas, cuervos, águilas, azores... La oscuridad de los agüeros. AntonioGarrosa Resina levantó enciclopédica recopilación de magias y supersticiones en laliteratura medieval castellana (Valladolid, Universidad, 1987); pero sólo se trata deeso, que desde luego es mucho: de un inventario. Nos movemos a tientas por eluniverso de los augurios.

V

Las cabezas de Santa Engracia y San Valentín, hermanos mártires de SanFrutos, patrón de Segovia, permanecieron en Caballar, en el ara del sacrificio,donde florecen las fuentes caudales, proverbial don de Dios en los ángulos de suOjo. Y cuando la sequía aprieta, calcinado el campo y en punto de quemazón lascosechas, entonces, y sólo entonces, fracasadas mil preces y reveladas estériles lasprovocaciones de la cohetería, las sacan en procesión desde la iglesia recostadacontra la lastra, punto cenital del Ojo y vértice del triángulo equilátero que a su vezformaría con las fuentes Redonda y Fresnera, soporte asimismo del triángulomayúsculo, el cabalístico mapa de una estructura invertida, las sacan en procesión,decía, en dirección a la Fuente Santa. Llamemos a las cosas por su nombre: son lasMojadas de Caballar. O sea, las Mojadas.

Como cualquier ceremonia o rito que se precie, las Mojadas han gozado dehistoriador, y a fe mía que riguroso, Tomás Calleja Guijarro, avisado rastreador dedocumentos. Calleja fija la primera Mojada de las fehacientes en las calendas deltreinta de mayo del año noventa y tres de la decimosexta centuria, celebrada conlicencia de Su Señoría el Obispo de Segovia, don Andrés Pacheco, y con asistenciade la totalidad de los pueblos de la comarca, desde la Cuesta o Carrascal hastaCarzuelas y Valdevacas, comitivas provistas de crucifijos, pendones, estandartes einsignias «en prozesión a la ffuente santa por la esterylidad grande que abía deagua».

«En este día...», testimonia Juan de Alcalá, escribano del Rey, «amaneció [...]

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claro rraso el cielo por todas las partes hasta que las cruzes de los lugares [...]henpezaron a benyr a la dicha billa [...] que no andaba ayre ny biento alguno astaobra de la diez del dia poco más o menos que se henpezó a marañar de unas nubesy andubo un poco de ayre y que de esta ora hasta llegar la prozesión [...] a laffuente santa se henpezó a nublar y oscurecer...», anhelados síntomas a los quesecundó, interín, una renovada edición, a escala de Caballar, del Universal Diluvio,cada salmo «creziendo más el llober» y, por regocijo del Cielo, con música detruenos y acompañamiento de luces. «E duró el agua cosa de ora e media», tiemposuficiente para fecundar la tierra, revivir los cauces, revitalizar las fuentes, abastarlas albercas y resucitar las ranas. Un culebrón hediondo, que despedía azufre,pereció anegado; «era animalia terrorizadora, estrago de los rebaños y mortaltragadora de infantes tiernos, aleluya ubimos».

A partir de tan fecunda rogativa, las Mojadas se suceden al compás de lassequías a lo largo de las cuatro centurias siguientes. Y Calleja consignapormenorizado inventario de que en el XVII se celebraron siete (1602, 1609, 1620,1623, 1650, 1659 y 1683), seis en el XVIII (1737, 1753, 1767, 1770, 1775 y 1780), ochoen el XIX (1803, 1820, 1834, 1842, 1865, 1868, 1870 y 1896) y media docena en elúltimo siglo del II Milenio (1907, 1924, 1942, 1945, 1964 y 1982). En total, pues,veintisiete, cantidad más que suficiente para extraer un balance del que sededuzcan consecuencias fundamentadas.

Sin datos de cuatro (las de 1650, 1659, 1842 y 1924), porque en el archivoparroquial de Caballar apenas se conservan los pliegos de tales convocatorias,faltando las actas, se mostró simplemente meona la del setecientos setenta (porfortuna, cabe añadir, porque «a causa de ser muy tarde la pedida de agua» había«en las heras ya mucho pan con cebada, garrobas, yerba segada, y estar todo parasegarse...») y anocheció seca la del ochocientos tres, a tono con las desabridasdisensiones que la presidieron: planteada con prisas y celebrada con la notoriaausencia de varios pueblos, al final el presbítero oficiante procedió a la inmersiónde las santas cabezas «por evitar al alvoroto que amenazaba si no lo uviera echo»,de modo que no cabe hablar de fracaso: el requerimiento a la divinidadevidentemente incurría en graves defectos de forma. Por lo demás, concurso delagua en las veintiuna restantes. Veintiuna sobre veintiuna; no diez sobre diecinueveni ocho contra dieciséis. Veintiuna, pleno.

Y menudo pleno. Algunas tremendas, calamitosas de puro buenas, quetransformaron los valles en venas de plata, deshechos en lumbres de lluvia losaljibes del cielo, lagunas las charcas, cenotes las cuevas. Y todo, por lo general, en el

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contenido espacio de un par de rosarios, de tres o cuatro, a lo sumo de seis. En posde los rezos se retiraban las nubes, salía el sol y sus rayos, entre los árboles,provocaban la más gozosa algarabía de las aves mientras los arroyos, convertidosen ríos, se salían de madre, inundando las huertas y aun las últimas cuadras delpueblo y hasta las dispersas casillas de los alrededores.

En la de 1820, por ejemplo, el gentío debió encaramarse de los tejados, ajuzgar por los síntomas aquel año se pecó mucho y Dios, sin ahogar, estimaríaconveniente arreciar con las reconvenciones. Banderas y estandartes los arrebató lacorriente, ocupados sus portadores en ponerse a salvo, y la tempestad únicamenteprincipiaría a insinuar signos de amainamiento cuando la parroquia convocó a TeDeum y el personal, de súbito enardecido para la edificación, emuló a losargonautas del vellocino de oro con arrebatado desprecio del elemento líquido. Elprincipal suceso fue el de los hijos del cura, don angelotes hermosos, arrastradospor la corriente en un cesto de mimbre. Don Carlos se lanzó a salvarlos,gimiéndoles «¡hijos míos!», certificando así suyos unos inocentes hasta entoncesnegados con reciedumbre. La nube preñada, invasora del horizonte por oriente, seapagó allí. Y el señor Obispo, informado del caso en directo, tendría con él suspalabras pero lo mantuvo en Caballar, al frente de una familia cristiana. A María, lapobre, incluso le reconocieron el derecho a la paga cuando accedió a viuda soltera,agraciados además con la herencia de sacristana, el mozo mayor regalado con eloficio de santero de San Zoilo y el más chico beneficiado con la tablilla de laslimosnas, lo que le confería el monopolio de la gallofa por las vicarías de Pedraza,Turégano y Fuentepelayos en representación de los Santos Mártires, en cuyosrespectivos oficios, máximo punto de su Fortuna, se desempeñaron los tres,colmados de bienes, hasta las postrimeras, enterrados que están con su pater ypadre en la bendición de la zona más soleada del camposanto. Amén.

Aferrado el pastor a la tenacidad del silencio, su señora, sin embargo, se hasoltado la lengua. Es muy joven, de veintipocos años, rubia trigueña, delgada yalta. Responde por Ana y nació en Aranda de Duero.

—Eso será si fue —dice el pastor al cabo de algunos minutos, cuando lamecha de la conversación prendía por otros derroteros.

—Siempre es así.

—Mayormente —prosigue— si fue de veras. Eso siéndolo, ¿eh?, porque delo contrario...

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En la última Mojada, la del ochenta y algo, Dios castigó al Obispo, unescéptico que la convocó forzado y a regañadientes. Reía desde lejos, al resguardode la umbría del prado, pero sumergieron las cabezas, empezó la tormenta y lecarbonizó por el ombligo un rayo de fuego.

—Pero, mujer, Ana, cómo así.

—¡Ah! Misterios de los designios, no hubiese reído la Su Eminencia.

—Eso será si fue.

Creció tanto la fama de las Mojadas, y se manifestó tan adverso a tamañascreencias el tiempo de los ilustrados, trituradora implacable de mitos añejos,racionalista tamiz de seculares costumbres, que en su auxilio, y trabajando sobre elprevio dictamen del franciscano Fernando Estevés, diez sabios doctores de laUniversidad de Salamanca proclamaron, a 24 de junio de 1778, urbi et orbi que «laProcesión de la Villa, su aparato grave y religioso, el rezo y canto eclesiástico conlas demás circunstancias [...] nada tiene de supersticiosa ni profana». Y dichaverdad rotunda, continuaban, no podrá desmejorarse «sin echar por tierra la sólidadoctrina que en concilio segundo, General Niceto, se estableció en defensa delhonor que se debe a las imágenes y reliquias de los Santos, pretensión inane».Avalaban el informe dos catedráticos de Arte, tres de Vísperas, dos maestros enTeología y tres catedráticos de Prima, uno de ellos, además, obispo de BuenosAires.

Y en refuerzo de ambos dictámenes, el individual franciscano y el colectivode los doctores, desde Valladolid acudieron en solidario apoyo insistiendo enidéntica pauta: por delante la aprobación de Manuel Díez, Catedrático de TeologíaMoral, fechada a 12 de noviembre del mismo año, a cuyas exprimidasentendederas «lejos de mezclarse en esta sagrada acción superstición alguna con lapureza de Nuestra Santa Fe, por el contrario la aguza y hace brillar más y laaumenta sensible y tiernamente en los circunstantes y asistentes», porque lainmersión en la fuente «de tan sagradas Cabezas, derribadas con violencia de loshombros por la furia cruel Agarena» conoce allí «el theatro glorioso de su triunfo».Resplandeciente verdad, concluía, «sin disputa asentada en el trono de lascertezas».

Y en cabalgata sobre tal tesis, otros seis varones sabios de la dichauniversidad vallisoletana, presididos por el decano, insistieron a 6 de diciembre en

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su condición cristalina, probada y no supersticiosa, «sólida, erudita y fundada en lasanta y común doctrina de la Iglesia [...] bastante a limpiar con su luz» cualesquierconato de sombra al respective. Criticarla sería ociosidad de «flacos» (de flacosmorales, se entiende), pues la ceremonia de sumergir tres veces consecutivas lasSantas cabezas en el agua, aparte de recordar «a los que baptizaban en memoria delos tres días que Christo estuvo en el sepulcro», se refrendaría nada menos que porSan Agustín, en el libro vigésimo segundo de Civitate Dei, capítulo octavo, dondetales asuntos se consideran muy por extenso, rubricados para siempre.

Por último, a 20 de mayo del setenta y nueve siete doctores de laUniversidad de Alcalá entraron a fondo en el intríngulis más delicado: ¿alentaráalgún pacto implícito o explícito con el Demonio en la ceremonia? ¿Incurrirá enalguna de las especies de la idolatría o pecará de vana observancia? Peliagudo reto,puntiagudas cuestiones. Las Mojadas del Caballar desnudas frente al nadasimbólico conato del Tribunal de la Inquisición al revés, jugándose su entidad,historia, presente y futuro al quítame allá las pajas de un certificado con tufos desentencia y achaques, graves achaques, de irremediable en el mero caso de haberfundamentado simplicísimas dudas.

—Tatatachín —trompetea el pastor.

—¿Seremos o no pecadores? —requiere Ana, a posteriori salpicada dezozobra.

—¡Dios mío!

Tranquilidad, ponderarían los expertos doctores alcalaínos en losprolegómenos de su intervención. Ningún resquicio de duda, ningún motivo parael desasosiego. Ya el primer banco de pruebas corroboraba la tradición de Caballardesde las referencias a otras similares ceremonias indisputadas; o sea:

Tal, verbigracia, la del Monasterio de los Yberos, en el Monte Athos, entre laMacedonia y la Tracia, abonada por un reverendísimo Pérez Basiliano Matones,catedrático salmanticense en la emigración, cruzado contra infieles, botánico y, endicha calidad, descubridor y develador de las lagartijas diabólicas de los sieterabos, ponzoñosas de fuentes y manantiales, a las que condujo entre engaños a lasriberas del mar Muerto, donde ahogaría todas, causa y origen de la putrefactacondición de esas aguas, las cuales, el Preste de dicho Monasterio, sucesorperezbasiliano y matones, torna en su perdida dulzura por la festividad de

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Epifanía mediante la inmersión tres veces consecutivas del crucifijo que fuera de supertenencia, cuya ocasión aprovechan los beduinos para llenar los pozos yabastecerse por largo.

Y en los mismísimos reinos de España, por la región de Vintorum, desiertosde Batuecas, esquina ignota, el baño bautismal de los cristianos desborda de nochey a solas por semejante prodigio, en esta ocasión operado con la canilla fósil de unarecia virgen indiferente y el dedo santiguador de un ermitaño sueco, talismán de lavirgen.

En fin, tal vez proceda la desconfianza, razonaban los teólogos, expertos entiquismiquis. Quizás degenerasen en los tiempos primigenios algunos fielesdesorientados o si acaso arraigase en ciertas vigilias, enderezadas a la supuestapurificación de las aguas, el culto al réprobo ídolo Aerión, falsa y demoniaca brisainterior de la tierra que con sus céfiros suaves mudaría a voluntad el curso de lascorrientes, pecadoramente emulado con otras corrientes en distintas interioridades,latría odiosa y tentación de contagio. Menester resultó emplearse a fondo, muy afondo y muy de veras, para erradicarla. Posible sería que su mala memoria hayaperjudicado la práctica devota de Caballar.

Mas no hay rastro de contagio alguno; «proclámese», sentenciaban.

Por ende, ansí lo signamos: Fr. Rafaelius Contius, Catdhr. en Prima Letra; Rev. JoanManuelis Pradus, Abad; Encisus Pucel, Maestro Subtil; Fr. Josef Portus, Deán; P. AdolfusA. A., Catdrh. en Vísperas; Mro. Enmanuel Santonoa Azero buzo de almas; y Ferrero,Decano. —Proclamado requeda —concluí, doblando la fotocopia, ampliada,del mamotreto sin fisuras de Tomás Calleja, esquilador del tema.

—Salvados sumus, pedazo cabrones —sentenció el pastor.

VI

Noche de luna. Nadie por la carretera, el apagamiento de los campos.Árboles espectrales, montículos tristes. En Turégano ladra un perro asustado. Alfondo, el castillo, combatido por un viento que, poco a poco, lo desmoronará.Aparcamos junto a la fonda.

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3 El paso oscuro del tiempo

En una de esas monografías que dejan al lector sin resuello y agotan el tema,Irene Ruiz-Ayúcar Zurdo (El proceso desamortizador en Ávila. 1836-1883. 2 vols.Ávila, Gran Duque de Alba, 1984) levanta demoledor inventario, definitivo para lasignificativa muestra abulense, de las cuentas, los granos, las mieses y las obradasdesbaratadas en las pujas tramposas del mercadeo por obra y desgracia de losdesacertados mendizábales desamortizadores, quienes, en busca de trazar unafinta a la bancarrota del Estado, asestaron la puntilla al doquier de conventos ymonasterios que ya había salido renqueante de las razzias de Napoleón Bonapartey las guerrerías de respuesta, cruzadas y entrecruzadas ora por la independencia,ora por la sumisión, en una comarca liberales pero en la serranía frontera carlistas,con ardor concertadas las diversas facciones en fusilera maraña de arrasamientos.

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«Ni un celemín de tierras»: rotunda y tajantemente se manifestaba, sabiendo lo quedecía, don Bernardo de Borjas y Tarrius, ilustrado oficial del Ministerio de Fomento, escrutador milimétrico de la estructura de la propiedad rural en Ávila hacia comienzos de la centuria decimonónica, cuando la población de la capital apenas alcanzaba cuatro mil y quinientas almas, en su inmensísima mayoría probablemente teresianas y puras, aunque quién sabe, porque el mapa secreto del inconformismo religioso español todavía y tal vez para siempre abunde en regiones de sombra. En cualquier caso escasamente sumaban la tercera parte, según la generalidad de los cálculos, de las que ocuparon su almario a mediados del XVI.

Sobre la realidad seguían pesando, acentuados con el tiempo, los estragos dela terrible epidemia de peste del mil quinientos noventa y nueve, crudelísima yasoladora. Y aún se notaba lo suyo la funeral herencia de la expulsión de losmoriscos, decretada en 1610, deprimente descabello en varias comarcas que,viendo al instante declinar su riqueza, distaban mucho de la recuperación. Perohabía más. Atrincherado en cifras incontestables, Borjas y Tarrius lo denunciabacon este dato de trazo grueso: de «los doscientos cuarenta y dos pueblos de laprovincia a primeros de siglo, en setenta y dos los habitantes no poseían ni uncelemín de tierra». Ni un celemín. Medio solar para enterramiento, la nada conestrambote. Tres cuartas de mata y un palmo de surcos.

Los desamortizadores, entre tanto, reparaban en las cuantiosas propiedadesdel clero: le pertenecía la mitad del país. Y, por descontado, la mitad más fértil, lade las mejores tierras, en buena parte (o sea, en mala) abandonadas al barbechal. ElEstado, por lo demás, carecía de recursos, rodeado por fuera de mendigos ycarcomido por dentro de necesidades. Los ilustrados, profesionales de laingenuidad, entraron al trapo con desparpajo: se imponía facilitar el nacimiento deuna «copiosa familia de propietarios». La panacea descansaba en la públicalicitación de los inmensos bienes eclesiásticos. Benditos aquellos mendizábales ensu bendita inocencia, benditos hombres.

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Al enfático decir del Real Decreto del 19 de febrero de 1836, se trataba de «sacar losmayores productos para amortizar lo más que pueda el capital de la deuda pública» creando una «copiosa familia de propietarios en cuyos goces y en cuya existencia se apoye principalmente el triunfo completo de nuestras actuales instituciones». Y pues fabular cuesta poco, cosa distinta es que se haga bien o se ejecute fatal, la dicha familia, verdaderamente copiosa sobre el papel, debería comprender «capitalistas y hacendados», «ciudadanos honrados y laboriosos» y hasta pobres «jornaleros con algunas esperanzas», apostilla final enseguida elevadaa condición de aleluya.

¿Dónde latía el filón escondido de los recursos? ¿A quién recurrir? ¿De cuálesquina arrancaba la cola para solicitar préstamos? ¿Qué ONG inexistentes seencontraban en disposición de acudir en remedio de aquellos pueblos que nisiquiera poseían un celemín de tierras? Sobre los campos resecos, ¿cuándodescendería tal milagroso maná financiero? ¿Se cobraría en euros o en peluconas?Los poderosos se frotaron las manos ante el olímpico horizonte de engrandecerseaún más. Vaciados los conventos, mudaron de nombre los títulos de posesión; en losustancial nada cambió para los pobres jornaleros: con pan y cebolla se comerían —de albergarlas— esas esperanzas galanamente supuestas desde el Gobierno.Bendito Mendizábal y antecesores, émulos y secuaces. En tumulto se dedicaron adesnudar santos para engalanar mayordomos y jefes de cofradía en el olvido de loscostaleros. «Una copiosa familia de propietarios», menudo (des)propósito.

A los Agustinos de Ávila les golpeó en la cabeza. Y a los Dominicos y a losJerónimos, a las Bernardas, a los Franciscos Descalzos y a los Carmelitas Calzados,a las Agustinas y a las Monjas de las Gordillas, a las Montalvas y a los Benitos.Nadie podrá acusar de discriminador el tal frenesí enajenante, mortal hecatombetambién, por supuesto, para los frailes agustinos de El Risco, localizado porAmavida, en la serranía de Villatoro, y Madrigal de las Altas Torres, privados depastos en el monte y ahítos de predios en la llanura, material de derribo sus antañorobustas Casas. Visto y no visto, del Poder a la miseria. A la miseria sin paliativos, ala destrucción, al acabamiento.

En menos de cuatro lustros, en dieciocho años, Ruiz-Ayúcar rastrea la venta,o el medio regalo, de doce fincas de los agustinos de Madrigal y veintiuna de los deEl Risco: la intemerata de hectáreas en oferta, apenas un millón de reales para lasdepauperadas arcas de un Estado suicida. Impura calderilla, precio de ganga,tupido velo de amistosas y clientelistas operaciones filibusteras. Moviéndose conatinado tiento quídam con capital o con relaciones echarían el guante a sazonadasregalías en el lodazal de las oportunidades. Lo habitual: condes más condes, cresos

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más cresos, hacendados más hacendados, especuladores de mejorada suerte. Loslabriegos sin celemín continuaron rigurosísimamente desceleminados.

El azar, que nunca es casual (bien lo sabía André Breton, ingeniero ypretendido administrador único del surrealismo), se encargó del resto. Para ciertospropietarios afines al Poder fue la más espléndida lotería. A veces para bien. Tal serevelaría, excepcionalmente, el suceso de José Bachiller, honesto administrador delSantuario de Sonsoles, archiprovidencialmente ungido con la posesión de lamáquina mirífica del Monasterio de Santo Tomás, gracias a él salvada; confrecuencia, por desgracia, para mal y aun para pésimo, como en Madrigal y ElRisco, donde el azar implacable hermanó con el infortunio.

I

En 1842, con Espartero moviendo los hilos de la Regencia, el Boletín delEstado, papel agorero, publicitó la subasta del Monasterio de El Risco. Fijada lapostura inicial en veintidós mil reales, una limosna, medió abstinencia depostulantes. Por aquel entonces ya no se trataba de un edificio, sino de sudestartalamiento: «sólo existen las paredes», proclamaba el anuncio, pero «es desillería la fachada principal» más todas las esquinas y la torre, el único elementoque resistía y en lo fundamental resiste el embate de tantísimas furias enconjunción, «se halla sin el menor detrimento», luciendo «vigas de seis pies delargo y tres pies y cuarto de grueso».

Con la debida rebaja cómplice, reiteración de puja a los dos años, yaderrocado el espadón Espartero, Ulises hacia el exilio por Cádiz, a continuacióntumbados sendos gobiernos con tufos de progresismo, encabezados por Olózaga yGonzález Bravo, y con otro espadón, Narváez, cabalgando la grupa del trono. Nadanuevo. La torre resistió, la torre resiste. Un anónimo yo, variante de simplicidadinaudita en la historia de los enmascaramientos, acabó por cobrarse la presa. Ruiz-Ayúcar supone detrás de ese «yo» al propio funcionario encargado de lasanotaciones en el Libro del inventario. Fuera quien fuese, «Yo», es evidente, sellevaba de maravilla con la causa del autoengrandecimiento. Vencidos los plazoslegales, a saber por qué nimiedad se le pondría la maniobra. Una maniobra, a mijuicio, de precoz ingeniería gescartera.

Por su parte, el monasterio agustino de Madrigal de las Altas Torresprotagonizó una historia de esas que, aunque se expliquen pronto, nunca se acaban

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de creer: afanada en eludir la Desamortización, la Comunidad huyó de«guatemala» para caer en «guatepeor», burlada por la desfachatez de unemboscado caballero de la Orden de

Calatrava que, obtenida su confianza, entró al abordaje de la hacienda. Y fueque los ingenuos frailes decidieron en cónclave simular una venta, depositado ental personaje el ojo cular de sus esperanzas, sobrino de un colega presbítero a cuyonombre inscribieron la fábrica, sin mediación de dinero, a la espera de tiemposmejores, poseídos por la seguridad tontiloca de que, una vez sorteado el peligro, lafábula de su inocencia habría de rematarse con la restauración de esos bienes tanarcangélicamente enajenados. Ya, ya. Su pensamiento, más o menos, coincidiríacon el del mentado sobrino devoto.

Devoto de su persona, fanático de su bienestar, aperreador de frailes. Eldicho sujeto la emprendió de inmediato contra los cuadros, la biblioteca, latapicería y el mobiliario. Continuó por las casullas y ascendió después hasta elmaderamen de los artesonados. Agotadas aquellas vetas, procedió a explotar elfilón de las piedras, vertiginoso desmontador de arquerías, consumadodesamblador de marcos y violador experto de balaustradas, presto a satisfacer lasdemandas de cualquier comprador caprichoso. Arañó ladrillos, vació toneles y lostransformó en leña, esquilmó azulejos y reventó el enlosado. En definitiva, tornóinmaculados y dejó mondos los cincuenta mil metros cuadrados, cincuenta mil, sedice pronto, del monasterio. La subasta de turno (1854) brindó el costillarcarcomido de un esqueleto:

El edificio que fue convento de Agustinos de la villa de Madrigal, situadoextramuros de la misma, de construcción de ladrillo y cal, que se compone de capilla, dossacristías, iglesia sin madera ni techo, patio, refectorio, escalera principal, celdas, cocinas,despensa, enfermería, puertas carreteras, corral y atrio... Peor que los mamelucos dela francesada, más deletéreo que el subsiguiente carrusel de guerras, guerrillas yencontronazos. Encarnación corregida y aumentada del mismísimo Atila, elcalvatruenos de marras, él solo, en aras de una ambición insaciable, acuchilló yderribó a estocadas, malbaratándola, esa obra inmensa, sin ápice de exageraciónbautizada como «segundo Escorial» o «el Escorial de Castilla». La capacidaddestructiva del hombre, insondable, nunca se sacia, dilatada a lo largo de laHistoria en ondas que jamás cesan.

II

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Montañosa por el Norte y llana al Sur, Amavida se esconde en la falda delRisco al conjuro de Tormantos, Conejeros, Cabeza Florida y la Rosa, en la comarcadel Adaja, que se cruza por el puente de la ermita de Izquierdos, camino deMuñotello, y por el de la Reguera, hacia Pradosegar, bañadas sus tierras por caucesestacionales, los del Sotillo, Rasal y Barrio, en cuyas cercanías crecen bandadas deálamos blancos, sauces y chopos. También sobreviven de la saña del hombre, quesuele relacionarse a hachazos con los árboles, dos pequeños encinares y algúnrobledal.

Cincuenta años después del 98, a la altura de 1950, el mamporrero local deun gran jefe político del momento, Silvio Froilán Policarpio, alfondiguero decerezas en el valle del Jerte, de judiones en Barco de Ávila y la Serrota, depimientos y patata por las márgenes del Adaja y aun con puntas de cazador, que lehacía posturas a las famosas codornices de Izquierdos, dicho varón, Silvio FroilánPolicarpio sobre asentador relojero y en cuanto tal pesquisidor curioso, siempreenzarzado en averiguaciones, desgranó las cuentas de Amavida —soy universalalbacea de las libretas— y puntualmente anotó, agregando en muchas ocasionestras los nombres el apodo, la población de su caserío: ciento cincuenta vecinos (559habitantes), quienes se repartían bastante democráticamente ciento veinte vacas delabor, un toro semental y seis de trabajo, cincuenta y tres vacas de granjería y docede leche, con la Pintada de campeona, cuatro caballos, otras tantas mulas y un casicentenario ejército asnal, más mil trescientas treinta y tres ovejas, sesenta y sietecabras —tres de ellas bizcas—, mil quinientas trece gallinas, ochenta y tantascolmenas. Y un cura, compartido con Villatoro.

Más y más. Silvio Froilán Policarpio, varón curioso, ya lo indiqué antes,prosiguió con las cuentas, se ve que le sobraban muchas páginas blancas en lalibreta: el cura (en puridad, medio cura) y los quinientos cincuenta y nuevefeligreses, entre los que Silvio registró siete rencos, disponían para susmovimientos mecanizados de un coche, tres motos y cuarenta y cinco bicicletas.Tres oficiaban de taberneros, otros tantos se proclamaban industriales y fungíancinco como judíos, o sea, representaban de comerciantes, mientras el resto militabaen la grey jornalera y labradora, el batallón de los desceleminados.

Silvio Froilán Policarpio, asentador y relojero, cayó además en la gracia deconvertirse en suministrador de piedras de cantería finamente labradas paracuantas obras se le ofrecieran. Y en tal papel desmontó, parece que con generalindiferencia, siete pisos, siete, los siete que hasta mediados de la década de loscincuenta, creciendo sobre la arquería, arañaban el cielo. O sea, el progreso: donde

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se alzaba una ruina nació una cantera. Y se desbarató un monasterio.

Pegado a la fachada cuento los pasos, y uno tras otro, sobre el tosco sayal dela calcinada tierra de agosto, sale cabal la medida: doscientos metros de largo,cincuenta mil metros cuadrados de superficie. Así de grandioso se muestra elarruinado reflejo del convento agustino de extramuros de Madrigal de las AltasTorres. Hoy, apenas, cuatro maltratados paredones con la tenaz estructura de unclaustro herreriano berroqueñamente diamantino; el grito del torreón; ladesfachatez de las piedras desparramadas; la hornacina del portón principal,extrañísimamente habitada por una imagen pétrea de San Agustín que habrápresenciado de todo. «Abre el balcón», cantó Machado, «la hora / de una ilusión seacerca». Galerías del alma, francas para la imaginación y el sueño. Supongámosloen su esplendor. «La tarde se ha dormido / y las campanas sueñan».

Cuesta trabajo, desandando el túnel del silencio, salir al encuentro delprimer beaterío, el de doña María Díaz, devota de San Hilarión, uno de los proto-ermitaños por excelencia, grano de arena en el arenal del desierto, cuyo ejemploprendió en este punto de la gran comarca de La Moraña hacia mediados del sigloXIV.

«Hijo de padres idólatras», San Hilarión, al fervoroso glosar de Santiago deLa Vorágine en La leyenda dorada, «floreció entre espinas, como las rosas», ybautizado por su cuenta y riesgo en Alejandría, luego peregrinó los desiertos, enEgipto, para forjarse al lado de Antonio en el más genuino crisol del desasimiento,entregado a la oración y alimentado de higos silvestres, quince por día,ascéticamente consumidos al atardecer.

Una vez independizado de Antonio, San Hilarión retornó a sus laresacompañado de algunos monjes y, tras repartir la crecida herencia de susprogenitores, levantó su propio villorrio eremita, castigándose con la celda demayor pobreza, la más exigua, cuatro escasos pies de ancho por cinco de longitud:«más que celda se visaba de sepulcro».

San Hilarión, desde entonces, sólo se cortó el pelo una vez al año, porPascua.

San Hilarión, desde entonces, desconoció cualquier cama distinta de la delsuelo.

San Hilarión, desde entonces, negó las mudas de ropa, literalmente

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adherido al saco que velaba sus desnudeces, sino cuando éste, deshilachado, se ledesprendía a jirones.

San Hilarión, que sobrevivió de tal guisa entre los quince años y susdefinitivos ochenta, endureció sin tregua el régimen alimenticio, sustituidos loshigos primero por lentejas crudas, más tarde por una ración de canteros de panremojados en agua salada, después por raíces de ciertas plantas bravías, aposteriori por verduras cocidas (al comienzo sin condimentos; aliñadas con aceiteal advertir que los ojos se le anublaban) y una onza de cebada, y al cabo por unpuñado de gachas reducidas a brebaje, pitanza que consumía a sorbos, con lentitudexenta de gula, en tanto declinaba la tarde y la noche se adueñaba del desierto.Siempre se mantuvo enteco, hilo de vida en meditaciones de muerte.

A San Hilarión se acogieron la arevalense doña María Díaz y su comunidadde monjas. A imagen suya edificaron un beaterio modesto, de chozas pobres yceldas sacrificadas. A los setenta y cinco años las monjas agustinas plantaron sobreaquellos vestigios el convento de Santa María de Gracia, raíz sillar de las actualesruinas. Sobre la escasez, magnificencia. Pues los contrarios se tocan, las madresagustinas acababan de sembrar sin saberlo la simiente de la derrota.

La peripecia del convento extramuros de Madrigal de las Altas Torres, SantaMaría de Gracia, aparece jalonada de nombres ilustres y con bastante frecuenciapor bastardías. Al relente de sus muros protectores buscarían solaz, ¿hartas delmundo?, las hijas naturales de Fernando el Católico, así como otras hijas naturalesde un surtido de reyes, encumbrados dignatarios y omnipotentes señores, una delas cuales, generada por el emperador Carlos V en estrecha colaboración conrubicunda señora anónima, falleció casi niña al precipitarse en el pozo, quizás enbusca de la ternura del agua o tal vez para lavar las inquietudes del corazón en lasondas de la muerte.

Palomas blancas, símbolos de pureza. Isabel la Católica, reina indomable,mujer de hierro, impuso a su marido la profesión con internamiento de aquellashijas bastardas en Madrigal, y a continuación, reconcomida, le inspiró y juntosdictaron una disposición protectora de la inocencia: el flechador osado de laspalomas del convento, fuera quien fuese, dignatario o plebeyo, purgaría la pena desesenta maravedíes y la incautación de oficio de tan desatentas armas. Palomasblancas de Santa María, palomas blancas. Isabel la Católica, reina indomable, mujerde hierro, veló vuestro vuelo libre. Que nada perturbase la paz del convento. Alpaso perezoso de los bueyes, las carretas, como las nubes, peregrinaban tarde tras

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tarde frente al portón. Que abundase de todo en sus escondidas entrañas. Palomasblancas, símbolo de pureza.

III

Santo Tomás de Villanueva, prior por partida doble de Salamanca,repetición insólita (en 1519, a los dos años escasos de profesar, y en 1530) y en SanAgustín de Burgos, aún más insólita reiteración (en mil quinientos veintidós y en eltreinta y siete), prior asimismo en Valladolid (1541), provincial de Andalucía yCastilla y también arzobispo de Valencia (desde el cuarenta y cuatro hasta el añode su muerte, 1555), vivió en El Risco.

Y desde El Risco, memorable y tenebrosa cuaresma agitada del veintidós,dirigió al mundo el celebérrimo sermón contra fray Ojos Negros, alias que hoy,trivializado lo sacro, probablemente sea recibido con aroma de sonrisa y sabores degalanteo. Mas por aquel entonces, temerosa la grey de Satán, resultaría escuchadoentre resonancias y ecos de azufre hervido, con vahos de fósforo y llamaradas depedernal.

Solana del Carrascal, Aldonza Pérez, esposa legítima de Tello Gargarán, sujetohonrado, esclava de los demonios. La Solanilla, Teresita Muño, hija de padres piadosos, lamadre un dechado de cristianas virtudes, ¿acaso hay otras?, poseída del Bicho como animalrabioso. Solosancho, ay, Tomás, el alguacil de los guindos, de la noche a la mañana revueltoen fanático acérrimo de Lucifer. Los tres acababan de confesar con Ojos Negros, los tresapenas terminaban de recibir la venerada Hostia de la Comunión por la torvedad de susmanos. Caminos y trochas, veredas, campo a través... La multitud desalada seazacaneaba hacia el monasterio. Los callejones de Amavida reventaban de ungentío que, deseoso de santa doctrina, se acercaba a consumir sus palabras,bebiéndoselas, desde cualquier doquier. Los del contorno, madrugadores porprevisión, llenaban hasta los topes las amplias naves de la iglesia con antelación devarias jornadas, desatentos de negocios terrenales. Aquella mañana y allí, elmundo empezaba y concluía en los labios del futuro Santo To m á s .

Con espanto y terror atribulaba Teresita a los deudos, ahogando en un puño larespiración entrecortada del vecindario. A peores y de súbito arrojaba moles de piedra,excesivas para sus débiles fuerzas, contra las casas, quemaba los pajares con saliva de fuegoy malhería con calderilla de furia las domésticas bestias, lisiadas por lo común en las partessensibles. Frenética, fuera de sí, arremetía en cuanto principiaban las campanadas del

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ángelus; pero tornaba su saña en engañosa placidez demoniaca si por los alrededores sebarruntaban los vientos de fray carbón. Calma infernal entonces, inminencia de pésimosestallidos. El Santo anuló el maleficio del tal Ojos Negros desde la tribuna de ElRisco. Y El Risco, atestado de alforjas agradecidas, floreció de preseas, a la sazónmás frecuentes en el lugar que los chinarros de granito en los escudos de la noblezacastellana. «El resplandor de la plata», admite una crónica del tiempo, «cegaba enAmavida el brillo del astro rey».

23 de agosto de 1591, la vida se funde con la muerte. «Después de puesta lavida / tantas vezes por su ley / al tablero...», fray Luis de León, superviviente de laamargura de un lustro de enterramiento en las cárceles vallisoletanas de laInquisición, y lo que aún requeriría mayores acopios de valerosa resignación,superviviente también de las bajas bilis teologales de la Universidad de Salamanca,fray Luis de León, encarnación serena del manso Job, se encontró con la Muerte,doblando el último recodo de su camino, a la salida de un capítulo fundamentalpara su Orden en el que había sido nombrado provincial de Castilla.

«Los muertos son de donde caen», sentenciaría siglos después Unamuno,con la vida tantas veces colocado en trance de muy pareja amargura. De dondecaen.

Pero fray Luis de León, escritor nuestro de cada día, biblista que libró y,perdiéndola, ganó su batalla, también la nuestra, en defensa de la dignidadsagrada del castellano, fue transportado, cadáver, a la ciudad de las piedrasdoradas, abrumadas las enjutas aldeas de paso por el desfile de caballerías ycarretas en funeral comitiva de triunfo.

«Libre de esta prisión.» Así se muestra ahora este convento de Madrigal delas Altas Torres: libre de todas las prisiones humanas, libre de riquezas yservidumbres. Pronto será alcor de restos, estéril sembradío de piedras sillares laseras de alrededor. La imagen lisiada de lo que fue monumentalidad poco a poconos está devolviendo el paisaje de los orígenes, aquel desierto donde acomodaronsu deliberada pobreza las hijas de San Hilarión. ¿Acaso no escribe Dios recto conrenglones torcidos? Pues de tales murallas nacieron estos muñones. Demasiadopoder. De haberse mantenido humilde cenobio, este convento de Madrigalposiblemente hubiese esquivado las turbamultas decimonónicas. Posiblemente.Frente a la engañosa abundancia, la verdad de los escombros.

Monasterio agustino de extramuros, reptiles silentes y pájaros ateridos son

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ahora sus únicos dueños. Sus únicos dueños. Los combate la gelidez de la ventisca,una hostil telaraña de dedos desconcertados. Se hunde el artesonado de la tarde, laluna del hielo crece.

IV

Según el censo de 1797, sobre cincuenta y cuatro millones y medio defanegas de tierra laborables, la crème de la crème de un país esencialmenteagrícola, las manos muertas del clero, setenta y ocho mil españoles pata-negraposeían nueve millones, el dieciséis y pico por ciento, nueve millones de fanegasbendecidas por el capricho de la Naturaleza feraz. La nobleza, algo más decuatrocientos mil españoles de primera, monopolizaba veintiocho, en torno alcincuenta y dos por ciento del mismo total de fanegas. El resto de los mortales,nueve millones de seres, clase de tropas y deshechos, el noventa y muchos porciento de la población, apenas se repartía la tercera parte del terreno aprovechable.Este saber estadístico, como dice el poeta José Alberto Santiago, debiera serllamado ciencia triste.

«La fundación», escribió desde el quicio de la santidad Teresa de Ávila y deJesús a propósito del «monasterio del glorioso San Josef en la ciudad de Toledo,hallaría sostén» en la pobreza y con trabajo, y ésas serían sus bienqueridas señas deidentidad. Y cuando la munificencia de Alonso Álvarez Ramírez, heredero de suenriquecido hermano Martín Ramírez, mercader tan hábil en cuentas como devotode las del Santo Rosario, abasteció a la Comunidad «más de lo que quisiéramos»,de la Santa de Ávila y de sus monjas se apoderó la preocupación: afligida una ydesconsoladas las otras, en San Josef, escribió Teresa de Jesús, reina la contriciónpor la noche y el desconsuelo gobierna el discurrir de los días, «que no me parecíasino como si tuviera muchas joyas de oro..., y mis compañeras lo mesmo, que cómolas vi mustias, les pregunté qué habían, y me dijeron: ¡Qué hemos de haber, madre!Que ya no parece somos pobres». Aquellas humildes mujeres sabían que desde eldestierro en el oro nunca es posible el regreso al ámbito donde se fue feliz con lojusto. Por eso se lamentaban.

Pues en 1569 el convento agustino de Madrigal, acaparador de abundancias,rozaba los cuernos de la luna con sus excedentes, rescoldo perdido en ladesmemoria la primera fundación paupérrima de doña María Díaz. Ahora, golpe agolpe, el erial renace. Entre las zarzas alienta el pulso del miedo, sudario de lamaleza ese patio que habitaron los ruiseñores. Si la vida se funde con la muerte, las

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riquezas llaman al acabose. Ruge el invierno, los despojos del edificio ofrecen milbocas a las lenguas del hielo. Lenta cautela de la destrucción sin prisas. Las nubesson espejos empañados.

Entre 1590 y 1640, el convento cambió por completo, sepultada laconstrucción medieval bajo el poderoso edificio de proporción dupla diseñado porel arquitecto Juan del Ribero, dispuesto en torno a dos patios interiores y con laiglesia en el lado este, con el presupuesto total disparado a cerca de doscientos milducados de oro. Sus actuales ruinas despejan ahora, de vez en cuando, algunosvestigios de los orígenes, suma de devastaciones superpuestas: «estamosespecializados en una armoniosa repetición del desastre y la estupidez», sentencia,según dicen, de Terenci Moix.

Resguardada en el hondón de una cueva desde los tiempos de la derrota delos visigodos a hierro y por el fuego del invasor musulmán y fervorosamenteadorada a partir de 1320 en la mediana capilla improvisada allí mismo, elhospedaje de la Virgen de las Angustias de Amavida, Nuestra Señora del Risco, alpresente venerada en la iglesia imponente de Villatoro, decana en España entre lasde su advocación, mudó radicalmente a comienzos del XVI con la llegada alroquedo del reverendo Francisco de la Parra, agustino con mando y hombre deespíritu emprendedor que al instante sufrió humilde el retiro, más propicio De laParra a los negocios del mundo que al rústico vestir de la estameña.

Removiendo influencias, que le sobraban, fray De la Parra inventó unconvento donde pereció la ermita. Y, de suma en suma, le costó, si acaso, dos o tresdécadas dominar la comarca. Las hojas de los árboles seguían incendiándose comodóciles hogueras bajo el sol del otoño, temblorosas y desnudas cedían al invierno y,con la sabiduría de los bosques dormidos, al brotar la primavera rompían loscristales para estallar de nuevo. Pero el acceso a El Risco ya no transitaba porveredas enrevesadas sino por un regio camino, amplio y cómodo, de continuofatigado por el trasiego de pretendientes en pos del favor, el apoyo, larecomendación y la gloria de lo que se había convertido en cualificado centro depoder. Poder económico y poder social. El Poder a secas.

En esta ocasión han extraído las cuentas entre Dámaso Barranco Moreno,enamorado erudito de la comarca del Alto Adaja, con capital en el hermoso caseríoepiscopal de Bonilla, tierras y lugares de Villatoro (Una aproximación histórica a doscomunidades de villa y tierra abulenses. Ávila, 1997), y los curiosos adalides, no menosenamorados ni rezagados en erudiciones, de un peregrino Papel de Villatoro,

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esquela guadianesca de provechosísimas aguas. Menudas cuentas, de la familia deCreso el rico. Y a fe mía que aleccionadoras, con prodigalidad abonadas defraternas engañifas.

Ni leche, ni carne, ni lana. Por ninguno de esos decisivos laterales pintabacosturón el costal de los frailes de El Risco. Mediaba el siglo XVI y su cabañaganadera, tirando por lo bajo, incluía seis mil ovejas y ciento veintitantas vacas. En1750 la producción lanera frisó en mil arrobas, cerca de doce mil kilos, esquiladasen rancho propio. Entre caballos y cerdos para su provecho pastaban y hozabanmedio millar de animales brutos. Y sin andarse con alifafes, porque el poder losexcluye, a la hora de resolver el crucial asunto de la trashumancia los frailes de ElRisco no vacilaron en llevarse por delante el patrimonio de los hermanos deMadrigal, propietarios de una opípara dehesa de ocho mil obradas en Gálvez(Toledo), antiguo enclave de don Álvaro de Luna, que ningún pirata les hubiesearrebatado con peores artimañas. Reza el refranero que de lobo a lobo no vadentellada, pero a juzgar por la muestra tal aserto no regiría en el estamentofrailuno.

Por cierto, ¿cuántos eran los hermanos de El Risco? Según el catastro delMarqués de la Ensenada, realizado en una coyuntura crítica para la comarca,habitaban El Risco diecisiete religiosos: dos novicios, tres legos y el restomisacantanos, dato apuntado en la exhaustiva monografía de Barranco, de dondetambién tomo los que siguen: para regocijo de la Comunidad y a su servicio serompían el lomo, directamente, treinta y cinco fámulos, quien a cargo de lahospedería, cuales casi uncidos a las carretas, otros vaqueros y aquellos labradores,cada quisque afanado en jornadas de sol a sol. Treinta y cinco para diecisiete. A dosfámulos por religioso y todavía sobraba para las suplencias. Mayor se revela elejército de los temporeros.

Y téngase además en cuenta que eso de las vacas y las ovejas, de los cerdos,los caballos, la dehesa y el rancho distaba mucho de constituir la totalidad de tanpingüe patrimonio, porque la Comunidad, beneficiada por una manda de laMarquesa de Astorga, también abordó con ímpetu el negocio de lascomunicaciones, usufructaria o poco menos del movimiento de mercancías por lascarreteras de la intemerata de leguas a la redonda. En bueyes, mulos, carretas ycoches, El Risco acopió un parque de asombrosa capacidad.

En fin, puestos a diversificar la cartera de actividades, aquellos voracesfrailes acapararon media docena de molinos, tres en Muñotello, dos en Vadillo y el

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de Villanueva, de manera que también cayó en sus manos la industriatransformadora de la comarca del Alto Adaja.

Ítem más, andados los años sobre El Risco llovió desde el otro lado de laMar Océana el regalo de un jubilado de lujo: el de don Payo Enríquez de Ribera,hijo bastardo del Marqués de Tarifa, obispo de Guatemala (1657), arzobispo deMéxico (1668) y virrey, al parecer ejemplar, de la Nueva España. El cual, en el cenitde tantas glorias y en el pedestal de ambiciosas empresas (promovió factorías,incentivó el comercio, repobló California, financió expediciones, cristianizó selvas),intuyendo próximo el recodo final del peregrinar mundano, quiso ampararse enaquellos roquedales, insensible a los cantos de sirena del mismísimo Rey, cuyamajestad probaría a tentarle con el ofrecimiento de la silla episcopal de Cuenca,canonjía a la que permaneció sordo, fiel al designio de reposar allí, en las altastierras abulenses, para la eternidad.

Por cierto, don Payo, carne de apartado sepulcro en 1684, sería reducido a latriste condición de profanada materia de inicuo desenterramiento (por descontado,legal, pero eso, a mi juicio, implica un agravante) en los años cincuenta del reciénvencido siglo XX, cuando una delegación mejicana exhumó sus aterrados despojospara brindarles en la nación azteca ese túmulo de ringorrango que el fraile PayoEnríquez de Ribera tesoneramente rechazó en vida. Mudanzas del tiempo,sucesión de funambulismos.

Escapando de la riqueza en pos de la desnudez, el hermano Payo donó a sushermanos postreros las rentas del tabaco de Ávila y sendas sisas madrileñasnotables sobre el vino y el aceite. Amontonamiento de riquezas no sé sidesvirtuador, pero desde luego temeraria en las calendas que se avecinaban. Casusbelli para las mesnadas napoleónicas, descreídos de la peor calaña; socorridadespensa para guerrilleros en apuros. Quien en tiempo de zozobras acaparariquezas inevitablemente recogerá asaltos.

Sin salir de la Orden —de las agustinas a los agustinos— el convento deMadrigal crecería en esplendor. Pasaron las monjas, que se trasladaron alabandonado palacio de Juan II de Castilla, actual Monasterio de Nuestra Señora deGracia, una recia casona hidalga por su diligencia convertida en delicado jardín deoraciones, en tanto los frailes ocupaban el lugar extramuros, enérgicamentetransformado por ellos, varones de acendradas teologías, en capital de silogismos ycátedra de vanidades. ¿Quién ha dicho que el saber no ocupa lugar? De disputa endisputa, ganadores de controversias, sutiles y enredadores, los doctores de la Casa

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la elevaron al rango de sede capitular del entonces rico partido de Castilla y seenseñorearon de la Moraña.

Lloviendo sobre mojado, porque dineros llaman dineros, don Gaspar deQuiroga, cardenal de los augustos, los favoreció con su mecenazgo. Y Quiroga,nombre de peso en la época, que se reservó para panteón familiar la mejor capilladel monasterio, cabeza destacada de la facción culta de aquella Iglesia casiomnipotente, dictador diamantino de un Índice de libros prohibidos que ha pasadoa la historia, hizo de la biblioteca del convento cámara áurea de bibliofilias. Lacontundencia del Poder se impuso en medio de la planicie, añadiendo al conjuntodos torres que con ventaja competían en el increíble coro de torres de Madrigal.

A los campanillazos del din-don, poderoso caballero, respondieron sintitubear los mejores: Francisco Sillero se empleó al límite de la excelencia en lasobras conventuales, Ribero de Prada acometió con entusiasmo la fábrica de laiglesia, Francisco de la Oya puso a prueba su talento en los dominios del claustro.De las zarzas con sus pies in illo témpore domadas por María Díaz y su remotafraternidad ermitaña, de las huellas ensangrentadas sobre la roca viva y el terruñopolvoriento, de la eterna provisionalidad de su modesto acomodo, no alentaban nimelancólicas cenizas. Algún fraile con mando habría echado a broma y humo depajas el recordatorio. «Cosas, hermano, cosas.»

V

Con gravedad alanceados El Risco y Nuestra Señora de Gracia, revueltas yconfundidas aquellas piedras que se representaron inamovibles, destrenzadas susarquerías y acribillado de catas el mondo solar de esos templos, hoy, de cuando envez, se adentra por sus ruinas un paseante desocupado. A la vera o en laencrucijada de tantos caminos, nadie reparó con malas intenciones en El Risco nien Nuestra Señora de Gracia durante siglos, acunada su crónica sin noticias en losmárgenes secretos de la intrahistoria. Pero...

¿Qué sobrevive de cuanto fue? Castigados muros y fatigados restos, seimpone la evidencia, la innegable evidencia, de que la Historia, la de lasmayúsculas, se fijó en estas atiborradas Comunidades para ensañarse. Quizás alconjuro de tanta riqueza, desvirtuadora de los orígenes, con pagana fruiciónamasada secularmente. Ascendieron desde las privaciones; cayeron desde la cima.«Estoy oyendo un rumor», escribió Bergamín, «lejano, pesado y terco / que no

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tiene voz ni canto / como el del mar o el del viento». Meridiana elocuencia la deestos asolamientos. Con «el paso oscuro del tiempo», el árbol frondoso del Podercasi siempre concluirá deshojado. Habrá, supongo, quien lo lamente, y tampocofaltará quienes tracen conmigo un guiño sarcástico ante la reciente declaracióncomo Bien de Interés Cultural de lo que queda del convento de San Agustín deMadrigal, decretada por la Junta de

Castilla y León (2007), guiño, procede aclarar, que no nace de la oposición adicha medida, sino de la amargura por la tardanza de un notificación arrancadacon extremada dificultad, tras seis años de tramitación enojosa, sexenio deinformes y alegaciones que ha puesto a prueba, superada con éxito admirable, lapaciencia del ayuntamiento y el tesón abnegado de la asociación de voluntariosempeñada en ganar la carrera de su salvación, que la suerte los acompañe.

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4 Palabras de humo hacia el lago Ausente

Noche metida en vientos, noche de furias. De ventarrones helados, copos denieve y mezcolanza de granizos, de carrascas que vuelan y alboroto de ramajesebrios. Noche de perros. De tristes perros abandonados.

—A quién se le ocurre venir andando —se queja Arturo, y su queja,ahogada, se extingue en el aire. Camina encorvado, hollando esos charcos delaguanieve que han empezado a cuajar.

—Mira...

Al fondo, o al menos eso parece, parpadea una luz. Una luz tenue, pero alfin y al cabo una luz. Intermitente, con balanceo de baile, pero allí está. No hayduda; es una luz. Arturo, que apenas levantó la cabeza, ha seguido adelante, igualde encorvado y en silencio. Bueno, en silencio no; sin hablar. Porque el ritmoalterado de su respiración se impone al fragor desatado de los elementos.

—Mira...

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Ya no se trata de una luz solitaria, sino de varias. Hemos llegado empapados, eso desde luego; empapados de arriba abajo. Con agua en los bolsillos de las pellizas; con los pies literalmente chapoteando; con los ojos empañados, cegados casi. Aunque tampoco se nos presentaban muchas alternativas. El jabalí saltó del bosquecomo un obús y, en el inútil intento de esquivarlo, nos fuimos contra la fantasmagórica aparición de un árbol providencial, que nos libró del despeñamiento. Por aquel vericueto malamente disfrazado de carretera estaba claroque no iba a pasar nadie en toda la noche, así que nos echamos al camino.

El pueblo, a primera vista, se diría desierto, con el vendaval ululando por lasesquinas, trabada en medio del temporal la escaramuza hiriente de puertas yventanas desvencijadas. A nuestras espaldas, varias tejas se hacen trizas contra elsuelo al doblar el recodo de una calleja en tinieblas.

—Tendría cojones, venir al quinto coño para descalabrarse, tendría cojones,ya creo que los tendría —masculla Arturo.

A tientas llegamos hasta la plaza. En el lienzo frontero, en los soportales, sedescubre el bar del pueblo. Un local mediano, con dos amplios ventanales a la calley diez o doce personas sentadas en torno a dos o tres mesas. Entramos.

—Mátala, coño; yo que tú le cortaba la cabeza —dice un hombre; suscontertulios asienten. Están viendo una película en la televisión y, a juzgar por lasimágenes, por la pantalla circula, entre dimes y diretes, una querella matrimonial.

La mujer de la barra nos descubre con sorpresa. Avisados por su gesto desúbito estupor, la clientela repara en nosotros. Arturo y yo manamos como fuentes.

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I

Engolfado en sus duros menesteres transhumantes, un carretero maragato,hará de ello montones de años, cayó en la emboscada de un recio temporal de nieveen los inhóspitos despoblados del Curavacas, monte temeroso incluso en verano,de soledades ásperas, especialmente traicionero en primavera, cuando el deshielosiembra sus valles de alud, incierto con las nieblas del otoño y, sencillamente, caside todo punto imposible en la cerrazón del invierno, en cuyo día de Santa Eustolia,virgen, se había aventurado el tal comerciante, Lesmes de nombre y García Alonsode Batahola por apellidos, el cual, con su yunta de bueyes, una carga de aceite y encompañía de su hijo, tras mucho resistir tuvo que ceder al imposible. Ya no lequedaba ni una gota de aliento. No podía seguir avanzando. Hasta allí lealcanzaron las fuerzas, hasta un punto perdido en la mitad del camino de Vidrierosa Cardaño de Arriba, agotado y sin norte, porque montañas de nieve, batidas por lacellisca, convertían en impura entelequia las trazas de cualquier sendero, igualadala tierra en un albo fulgor de ceguedad implacable.

Nada de nada, la soledad absoluta y el aullido de lobos a horcajadas deltemporal. La masa negra del Curavacas sólo se advertía porque se acentuaba ladensidad de la niebla. Nada de nada, la soledad de los lobos y los aullidos deltemporal. El lago, una masa de hielo; los ojos del río Carrión, esmeraldas fundidasen el mediodía de la nieve. Nada de nada. La soledad sin contornos. Lesmes nisiquiera distinguía de qué lado del monte pisaba; él, que se lo sabía de memoria.Únicamente guardaba conciencia de un largo deambular desorientado. De un lentoy penoso deambular eterno. La nada del lobo, su soledad hecha aullidos. Losbueyes, ni tan siquiera quejumbrosos, hubo un momento en que dijeron basta. Lodijeron con dulzura, doblando las manos y cediendo la testuz, derrotada suproverbial paciencia por la infinitud helada. El aullido de los lobos. Lesmes GarcíaAlonso de Batahola mordió los labios morados de su hijo, arañó su sonrisa cárdenay quiso borrar de sus ojos la llamada del lago; enseguida supo que se moría, queallí morirían los dos, él, quizás, un poco más allá, a algunos centenares de metros,inevitablemente alcanzado por la mano de nieve. Arreció el huracán, silbaba elviento. Un angustioso rumor de cuchillos por el valle. Un último esfuerzo, que lamuerte le sorprendiese con las botas puestas y dando la cara: cargó con el hijo a lasespaldas; sonámbulamente siguió y siguió. Sonámbulamente, sonámbulamente,atrapado hasta la cintura, arrastrando las rodillas y la cabeza de su hijo sobre lanieve. Sin resuello, con el aliento cuajado nada más salir de la boca, se detuvo enbusca de aire. El temporal, de repente, se contuvo, y a su alrededor por unos

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instantes se cortó la niebla. Lesmes buscó el perfil de los bueyes. Ni rastro. Cerca,de frente, se levantaba un bulto; le pareció el carro. Entonces, hacia dóndecaminaba, en qué dirección. De nuevo creció la tormenta, todavía con mayorímpetu, reduplicada. La masa del Curavacas difuminó sus contornos. Los aullidosabsolutos de la nada; un rumor, cercano, de lobos desgarrando la resignación delos bueyes. Las vocales afiladas de la muerte, la vida convertida en un icebergdeshaciéndose. Nevaba tercamente, transformados los árboles en espectros.Lesmes García Alonso de Batahola se contempló en su figura: a imagen ysemejanza de aquellas ramas, cobró conciencia de inmovilidad. No le respondíanlas piernas; tampoco los brazos; a duras penas controlaba el movimiento de losojos, que repasaban imágenes moribundas a través de las enmarañadas rendijas deuna cortina de escarcha. Su hijo, a las espaldas, no le pesaba; en realidad, ni lesentía. Sabía que estaba allí, pero nada más. Una figura tallada en las esquinas de lanada. Como tantas figuras en tantas esquinas. Como tanta nada. Como tantísimamuerte. Algún día regresará el sol, pensó, y entonces seré un limpio mojón dehuesos en este valle perdido. Lesmes García Alonso de Batahola, que no podíamover el cuello, advirtió el jadeo ansioso de un animal palpitante. De un animalbellísimo que, de manos sobre sus hombros, cruzó con él una mirada de nácar, lasfauces consumidas en el fuego azul del silencio, nevados sus gestos de sangre y conmemoria de selvas. Y se sintió corzo recién capturado, corzo atraído por aquelloslabios de bosque. Nada de nada, que todo terminase pronto. Oscureció y oscureció,le hervía la sangre. La mirada del gran lobo se llenó de olas. De olas. «Ven», acertóa decir. Nada de nada, el vaho espeso de un aliento cálido por las mejillas, lafúnebre melodía de algún recuerdo secreto, como la escarcha, deshilachado. Unvaho cálido y acelerado, sediento. Sus acerados dientes. Y el azote de la nevada.Lesmes García Alonso de Batahola está sudando. La nevada arrecia en copos deexilio. No hubo más.

(Crepita la hoguera, un hombre huraño siembra sus brasas de centellas conla badila. Fuera, desesperadamente, insiste la lluvia, mientras en el interior del bar,abandonada, la televisión retransmite absurdas imágenes del verano. En las playasdel Caribe o algo así, con chicas medio desnudas y jóvenes musculosos. Ángelesdel Apocalipsis por las ventanas. El hombre de la badila arroja el cigarro a lalumbre. Levanta la vista y hace por hablar, «no lo recuerdo bien», dicecarraspeando, la timidez teñida de imprecisión. Una imprecisión mortecina ybreve.)

No me recuerdo bien, sería por los Montes de Valdueza o hacia Ferradillo, ala sombra, eso sí, del Teleno, otros dicen que por Bouzas, la verdad es que no sé, no

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me recuerdo bien, ya digo, quizás fuese de un pueblo de los mentados o de otro demás allá, pero eso da igual, porque lo único importante es que se trata de un cuentocierto, que mi padre le conoció, y aun yo mismo, aunque muy niño, formobarruntos de haberlo visto, vetusto y huidizo siempre, como quemado yrequetequemado por un fuego interno.

Ustedes no sabéis de los peligros del Teleno, pero yo sí, que lo anduve dejoven hasta decirle basta. El tiempo cambia de forma rara, sin avisos, de modo quea las veces has subido y subido pero luego no puedes volver, porque la nieve, a laida propicia, se ha vuelto de golpe puro canchal de hielo y ni siquiera es posiblepisarla. Es entonces, bueno, era entonces, ahora me recuerdo, cuando los lobos...

(Alguien me pasa una copa de orujo. La necesitaba. En este lugar ignoto,que si no deja de llover pronto será un pantano, todavía se beben, como Diosmanda, los líquidos fundamentales, el agua lustral del bautismo y alcoholes demucha enjundia, no esos brebajes de fuegos fatuos de las ciudades. «Va por usted»,le digo al hombre del cuento, hojas ahora sus palabras por el cauce del veloz río delos recuerdos.)

... Pues Pascuales, ya me hago mientes, se casó sin decir oxte ni moxte delmal de ojo que la bruja de Vizbayo le consagró al rechazarla. Y vivía feliz, dado asus menesteres y descordado de aquello, él mismo olvidado de aquello, quizás apostas y, a fe que por éstas, temerariamente desprevenido, porque ya señala elrefrán que, de los ciegos, el peor es el que no quiere ver, ofuscado de obstinación ytientaparedes sin lazarillo, una pena de hombre, que a continuación, alfotografiarse el mal a las claras, se encorvó para siempre, hasta la de últimas, queahí no se encorvó, no, sino que fue bien a la contraria.

Sería en el tejar, donde el valle forma el reflujo de los dos ríos, leña, si cogidaa su tiempo, de la que jamás se gasta. Saldría a la corta adelantada la tarde, y lepidió a su mujer que acudiera a recogerlo con el carro a eso de la anochecida, quese movería pasado el puente, por debajo de la umbría más espesa del bosque, quede paso tiraría los anzuelos por ver si picaba algo, que picará, mujer, completandoasí la jornada, sobre calientes alimentados, no te retrases, aína la oscuridad caecomo un lobo, como un lobo, y en un santiamén te cubre, de acuerdo, le respondióella, pues bueno, y se partieron ambos, la mujer para el interior de la casa, la quemarca el mojón del pueblo, hoy todavía en pie, a terminar sus cosas, y el hombrepor el camino, quizás entonces aún no encorvado, con paso presto, de zancadasdecididas, me recuerdo a la perfección sus andares, zas-zas, que llegaría pronto,

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porque hasta el recodo del puente apenas mediará una legua corta y después,descontado el trámite de las truchas, otro aventón, que no alcanza entre todo parala media hora, y menos con frío, y en muchísimo menos con los primeros hielos,esos que te pillan el cuerpo desacostumbrado y sueltas las piernas a toda leche,como queriendo huir de un invierno que inclementemente te alcanzará enseguida,porque la vida es esto, un suceder de estaciones con la del tránsito amagando debruces en cualquiera de las esquinas, me recuerdo al decirlo de las pláticas delseñor cura. Formaría sus cargas el hombre, y a la hora debida, como nuestra santapatrona manda, aunque hablando con propiedad aquella hora debió ser del diablo,la mujer se dispuso al encuentro, capitana de la yunta y del carro. Empezó a nevarrepentino. Empezó a nevar y el bosque se pobló de los aullidos del viento ytambién, inconfundibles, de los aullidos del lobo. A la salida del puente ya noexistía el camino, únicamente intuido en los remansos que protegían las piedras. Ylos bueyes se negaron a caminar. Fue entonces, apenas entrevisto, heraldo certerode un rayo negro. El blanco sudario de la nieve enseguida se tornó rojo. Como lalaguna secreta de los ferrones al atardecer, como la laguna de los ferrones. Aquellamisma noche alguien atisbó al Pascuales, antes de que se perdiera en el monte, conun trozo sanguinolento de la saya de la mujer entre los labios. Lloraba, contaronluego, y ofrecía la mirada huidiza. Lo mataron sus cuñados a resultas de variasbatidas. Fue su mismo perro, Kan, el que apuntó la pista. Hubo que enterrarle aescondidas, me recuerdo bien, con la complicidad del cura y la del alcalde; tambiéncon la del médico, don Vicente, que le certificó muerte natural de pulmonía, o algoparejo, como de catarro. Catarro de postas, pulmonía de puñaladas, que seensañaron con él, dicen que dijeron, y no se defendió, rendido de bruces a laentrada de Cueva Alta, la de solanera. Al pobre, a saber, le prendió la maldiciónuna sorguiña de los Ancares con la que hubo y no hubo, de mozo, segúnrecordaban, sus más y sus menos. La Santa Cruz del puerto se colocó a renglóntirado, mi padre fue de los que la subió. Para que ninguna sorguiña de los Ancarespueda de nuevo aventurarse por estas tierras. Si fue verdad o fue de mentiracualquiera lo juzga, pero ahí está la Santa Cruz, plantada bien recia desde lamismísima fecha de aquel suceso tan desgraciado. Por algo será, digo yo, porque esde las tachonadas y con ellas a cuestas, gratis y sin motivo, por gusto, ya meexplicarán quién sube, padre ni hablaba del caso; ya me lo explicará quien lo sepa.Desde luego, el pretil de la fuente continúa salpicado de sangre, eso a la vista salta.A la vista salta.

(El hombre del cuento levanta la copa y me devuelve el brindis, sin palabras,con gesto rápido. «Pues el mejor remedio para las apariciones es el de la retirada,no se conoce otro», susurra como adormecido un hombre gordo a su lado. Como

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adormecido, con voz gangosa; como si hablase desde muy adentro.)

No hay duda, la retirada. Cierras la puerta y echas la llave; en paz. Si esposible con doble vuelta. Y, de momento, te marchas sin tocar nada, o sea, que lodejas todo. Más adelante, si media el caso, se considerará. Pero de momento temarchas, te marchas a donde sea; envuelto en el barro o en el polvo del camino sies necesario. Te marchas, te marchas.

Don Andrés Pastrana, canónigo de la catedral de Astorga, falleció enNochebuena, al café y las copas de una cena aun para suya copiosa, y murió, creo,presa de terribles retortijones, con malas palabras y extraviado el juicio en los mildemonios, sin confesar y hasta incrédulo del viático, que se cogió un berrinche deaúpa en cuanto lo barruntó, como si al pobre cura de Villamejil le correspondieraarte o parte en la indigestión. O sea, que se marchó de este mundo coloradote ybramando, hecho una furia, convertido en un toro bravo. Exclamó ¡no me jodas! encuanto le arrimaron los santos óleos, ¡no me jodas, puto cura de mierda¡ y reventó.

Don Andrés, como nadie habrá olvidado, lucía apolillada una pierna ytambién le fallaba la otra, menoscabada por los muelles de la rodilla, a pique defallecer las dos del tremendo tantarantán que se metió, él conocería lascircunstancias, en las escaleras de la torre de la catedral, o sea, que transitaba poreste mundo con la ayuda inestimable de un bastón, negro y con empuñadura deplata, que entodavía lo veo, o sea, medio arrastrándose, así que componía, inclusointuido de lejos, una figura la mar de reconocible, identificado aunque no se leviera, porque su traqueteo, o sea, dos pasitos cortos y un picotazo firme, eracaracterístico e inimitable, o sea, acentuado además por sofocos y resoplidos que,gordo de buenos años, aquello de gastar las piernas le fastidiaba bastante,singularmente después de los despueses del accidente, o sea, «la puntilla y el finitcoronat opus» que decía él. Pues lo enterramos, me cago en rus, con perdón, o sea,quiero decir con general sentimiento, quien más y quien menos dolido por sudesastrado final, pésimo sabor del que el señor obispo tentó aliviarnos con laconcesión a postrimeras de una bula de difuntos y el canto por la coral de Astorgadel dies irae y el de profundis a lo largo de toda la celebración funeraria, o sea, quela dichosa función se prolongó lo suyo. Y fue la mismísima noche de la celebracióndel recordatorio, cuando, presa de una lastimosa crisis de llanto, la chica del ama,sobrina bienquista de don Andrés, se salió con la endecha de que se marchaba dela casa al arroyo o a donde fuese, o sea, pero que no sufría más sus pasos en elzaguán, cago en rus, con perdón, en cuando se acercaba la hora triste de laconmemoración del óbito, que sería la de las tres, las tres de la madrugada, que no

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y que no, que en jamás de los jamases y jamasmente. Se puso en basilisco la tía,solícita ama vacante de don Andrés, y el fenómeno, de momento, se contuvo allí, osea, sin degenerar a mayores, aplacado de cujus, de cujus o como fuese, que todos,quien más y quien menos, dimos en darlo a la pena negra de la difuntez, espejoaquellas mujeres en que debieran mirarse tantas viudas desenfadadas, cago en rus,con perdón. Bueno, que se aplacó, o sea, un decir, un engaño; se aplacó, deaplacarse, que cada cual sabe bien de sus miedos, hasta las tornavueltas del cabode año, cuando la referida hora tercia acogió al ama y a la sobrina en el centro de lacalle, medio desnudas en el relente, que casi perecen y se nos van con el tíocongeladas y transformadas en sendos bloques de hielo de pura congelación, lasdos concertadas, cada una por su lado, pues nada se confesaron la una a la otrapara no perturbarse, en el quídam inconfundible de los pasitos cortos y el picotazoagudo, o sea, unánimes en el complemento de los sofocos y asimismo unísonas enel temor de los resoplidos, concertadas y unánimes y al unísono, por separado ojuntas sin el menor resquicio para las vacilaciones, ante la injusticia de los hombresy la delegación celestial, o sea, que primero las tomó declaración el cabo del puestode Tremor, desplazado de oficio, e ínterin las demandó en confesión, de motupropio, el pobre cura de Villamejil, el mismo que en vano intentó confortar a su tíoen aquella hora, tan mala hora, de su mal tránsito, que tan mala y tanrematadamente mala le salió al hombre, o sea, mala de mala y desasosegantemaldad, cago en rus, con perdón. El cual que luego se ofreció para acompañarlas lapróxima noche y cuantas se terciasen. Igual hizo el cabo, pero le disuadió donAndrés, bien animoso el hombre, porque estas cosas de los espíritus, o sea, segúndicen que decía, yo allí no estuve, tampoco son para romper la paz de la medianoche con gritos de ¡alto! ni para liarla a tiros, razonamiento cabal y bien nítido,aunque los guardias, quizás por aquello de sostener la imagen, como ahora se dice,se mantuvieran ternes en permanecer al quite en la fonda contigua, creo que sedice así, o sea, pared con pared de la casa del antiprodigio, me cago en rus, conperdón. Y así dicho, parigual cumplieron. La prima noche nada, la mitad de unafalsa alarma, y la segunda tampoco, ni siquiera eso, pero la tercia, apenas cayeronlas diez en el reloj del ayuntamiento, recién cenados, como si el difunto tuvieraprisa, o sea, que se adelantó cinco horas sobre el horario de marras, tras, tras, lapareja de pasitos, como arrastrados, y plim, el picotazo agudo del bastón, tras, tras,plim, un nudo en la garganta, lívidas las dos mujeres y presa de estupor el buenpárroco, tras, tras, plim, que le salió del estómago, más suspirado que dicho, unalabado sea el Altísimo o por el estilo, bendito y bienvenido seas, tras, tras, plim, yel gato de casa, Heracles, que cae fulminado, bufante de babas medio sulfurosas,los ojos en blanco y tieso, o sea, que se abalanzaron contra la puerta de la cocina, laque comunica con la calle de la Fuente Vieja por las cuadras, y arrearon de

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estampida, o sea, que después acudieron los civiles y se escucharon hasta disparosen la escalera, y hasta un quejido débil, quedito, muy apagado, un quejido como decatacumbas o dizque maricón, y el tras, tras, plim, tras, tras, plim, cada vez másalejado, o sea, como entrando y perdido corredor adelante. Quién vuelve allí,quién. Hará cosa de dos o tres años un forastero tanteó a comprar la casa, pero erade conciencia disuadirle, o sea, que a pesar de sus ruegos, y no obstantenecesitarlo, la sobrina se negó, el ama ya estaba para entonces muerta. Actuó comodebía, a ver como soporto yo luego esa mácula en el buche, mis tragaderas no sonpara reconcomios, o sea, según dicen que decía, no sé. Poco a poco ha ido cediendola casa, un casón. O sea, si ahora se acercan la presenciarán al ras, con las mesas ylas camas, con los escaños y los vasares al aire, nadie, nadie se atreve a traspasar elumbral de la puerta ni a profanarla por sus descosidos. O sea, serán o no seránciertos los tiquismiquis que por el pueblo bullen, para mi capote dejo lo quepienso, o sea, que allá cada cual con sus barruntos de Marigargajo, pero estosasuntos impresionan. ¿O no? Cago en rus, con perdón.

(El vendaval arrecia cuando el hombre calla. Me acerco hasta la ventana. Enel centro de la plaza, justo en el centro, debajo de la única farola, se ha formado unremolino de tierra y hojas. Se trata de un remolino casi corpóreo. Y más allá, haciauna casa en ruinas, la oscuridad se apelmaza. Un golpe súbito al otro lado de lapuerta. No será nada, supongo; los batientes de alguna ventana, quizás una teja...Todos lo hemos escuchado, pero nadie reacciona. Retorno al amor del fuegocuando el remolino, al deshacerse, puebla la plaza de arrastramientos. Se repite elgolpe; las miradas relampaguean, las brasas vibran.)

¿O no? —ahora habla una mujer de mediana edad—. Parlamentaré porbreve, que es tarde, susurra. ¿Os habéis fijado en el otero del cementerio? Bueno, ende sobra conozco que sí, pero a lo mejor estos señores, que son forasteros, lodesconocen. Nunca le da el sol de cara, siempre se muestra en penumbra, sinvegetación, ... como muerto. Siempre en penumbra, desde el amanecer al ocaso,que el sol, cuando sale, y lo mismo hace cuando se pone, brinca sobre los peñotesde la embocadura del valle, y allí, entre medias, lo deja como isla de penas,flanqueado por el río, que se parte en dos brazos para esquivarlo, brillantes tansólo, en siempre y por siempre como candelas recién prendidas, las rocasiridiscentes de la breve meseta del promontorio. Los ojos, dicen. Bueno, así que asíles nombramos acá: los ojos.

Todos guardamos silencio; también la mujer, interrogándonos sin palabrassobre los rumores del fuego, esa tibia melodía de la incertidumbre.

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—¿Los ojos? —pregunto. Arturo siluetea una espiral de inquietud con elhumo del cigarrillo. El viento araña las ventanas con zarpazos de vértigo. Por unosmomentos se va la luz, pero vuelve enseguida parpadeando, quizás algo teñida deoro, no sé, tal vez cansada, triste y modesta. Como si suspirara, trémula y conreflejos de apagamiento. No se me despinta: es como la cautela con que nacen losríos.

Sus ojos, que no los ojos. Los ojos del demonio, los ojos de la serpiente.Sucedió hará muchos, en muchísimos años, mil por lo menos, cuando un ermitañose retiró en las riberas del Luna, después del crimen de la prisión de don Sancho,siempre se murmuró de su confesor, el confesor de don Sancho, hermano de sumartirio, quien huyó de los hombres para no infundir pábulo a ninguna venganza,y menos a la del Carpio, el hijo del prisionero, que le buscó en siempre y porsiempre en demanda de los culpables. San Saturnino, que por en aquí lo decimossanto, aunque a la hora del protocolo cualquiera sabe, la Iglesia se guisa susparcialidades y ringorrangos y, a juzgar por las trazas del Zaragozano, santo, loque se dice santo, consagrado por Roma, en todavía no lo es y hasta hay vagidos deque no lo sea en nunca, a nosotros, o a mí por lo menos, nos trae al fresco, lenombramos santo y en san ya está, no van a alumbrarnos los judas del Vaticanocon su candil de arrogancias. A San Saturnino, decía, le enviaron los moros unaserpiente, una serpiente infernal, un basilisco que no le atacaba y sentó plaza decentinela a la entrada de su retiro, en pos suyo a cualquier parte, con los ojosdiabólicos siempre clavados en su figura, quemándole las espaldas y anublándolela vista; manaban fuego. Sus ojos, los de la sierpe, sí, desprendían fuego; un fuegosin pausa que calcinaba los alrededores, en como si tentara causarle la perdición,hacerle estallar en su sano juicio, volverle loco. Y así hasta que en una mañana bajódel castillo el mastín que guardaba la ermita, fierísimo perro que se transformabaen bondadosa oveja con San Saturnino, cuyas carantoñas buscaba con mansodelirio de amor. Pues el mastín llevaba por la carlanca un escapulario, únicapertenencia material del santo varón, regalo de don Sancho, que se lo impuso alanimal, definitivo gesto de su desprendimiento infinito, para ayudarle contra loslobos. Sonaba la del ángelus en cuando la sierpe cambió una mirada inyectada desangre con la imagen de la medalla, cuentan que de la Virgen de Luna, a la sazónavivada por los efímeros rayos de un sol extraño. Y la sierpe, sorprendida enondulaciones de fuga, se convirtió en piedra y se transformó en el otero, rodeadade agua por el caudal de su propio llanto. De lejos y para la eternidad, de lejos y enescarmiento refulgen sus ojos, las dos rocas ígneas que fueron ojos, se supone quealumbrando hacia dentro sus galerías ocultas, en que nadie holló nunca ni enhollará jamás. ¿O no? Yo estoy conforme, esta suerte de cosas las respetamos todos

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con escrúpulos de novicia; nadie puede encubrir en su presencia el velo de lazozobra, nadie y nadie, en jamás.

Se apaga la luz, y ahora parece que irá para largo. Únicamente alumbran lasmanos del fuego, su abrazo de siglos en el siglo de la noche. Fuera, en la plaza, seacentúa el griterío del viento y el arrastrar de las hojas. Ni tan siquiera boquea laluz mortecina de la farola solitaria de la esquina. De pronto, un tajo en el abismo dela negritud; acaban de encender una linterna. «Es hora de recogida», dice la mujerdesde detrás de la barra.

II

Los filandones. En las montañas leonesas, las largas noches de invierno y alamor de la lumbre, palabra a palabra, la lluvia de las leyendas, esa lluvia quesiempre cala porque tiende puentes con el pasado y, desde la fabulación, saltasobre la realidad y conmueve. Los filandones, los filandones. Tal acaecióinmemorialmente bajo la compasión de la nieve y al infinito amor de la lumbre.

Por Omaña, cuya intrincada grandeza sólo se calibra desde lo alto del CuetoRosales, o más arriba, hacia el Luna, con Peña Ubiña y el Puente de la Cubilla,sempiternamente con fronda de grajos y aleteo de huracanes, brindando entrada alas tierras fraternas de Asturias, por esos valles de leyenda todavía es posible, confortuna y mediando algunas dosis de confianza, tropezar de cuando en cuando elrastro vivo de los filandones, que ya nunca serán lo que antes, eso desde luego,pero que aún vibran y se sostienen y aciertan a revitalizarse efímeramente en la vozy en los ojos, en el cálido aliento comunal, de breves puñados de personas mayores,quienes crecieron con ellos, pastoreando allí miedos y alimentando ilusiones, laverdad de la tradición o la realidad de la fantasía. Las mil derrotas deldesarrollismo cercenaron de raíz la costumbre de su transmisión, marcando de esamanera el inminente punto final de una cultura, si analfabeta, bien asentada y muyrica, forjada al calor de los hogares, humilde y limpia, mecida con balbuceosseculares, que ahora se nos diluye, sin que parezca posible evitarlo, en la confusióntajante, naturalmente disfrazada de orden, de un tiempo que niega las herencias ynada quiere saber de cosechas de calma en las mañanas heladas de los helechos,mentirosa y fatuamente motejadas de falsas. Maldita de Dios la cosa de unos usosni piantes ni mamantes.

III

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Cada persona tiene sus querencias. La mía, en estos pagos, apunta por Isobao desde el Puerto de San Isidro, para el caso da igual, al resguardo de la Peña delViento y el Pico Toneo, en octubre o noviembre gélidamente por encima de los dosmil metros, hacia un lugar del que, en verdad, nunca me he ido, en la estela de unlago de hermoso nombre imposible: el lago Ausente, rodeado por abruptoscanchales de orgulloso granito, mar de insondables nieves, refugio del invierno enprimavera y de la primavera en verano, siempre con algo —un algo a la vezhuidizo e inmóvil— de otoño del alma.

Y ahora regreso de nuevo, hoy como ayer con palabras en el pecho deUnamuno, vasco-castellano de las certezas desnudas, para salirme del tiempo, sinnegarlo, en la quietud de su espejo, cristalinas de noche estas aguas de azogue, albade la próxima mañana pero aún sepulcro del día, a esa hora dudosa, la de losprimeros resplandores penetrantes, que tanto me gusta, donde lo que comienza sefunde con cuanto acaba, a solas en medio de la penumbra y en el envés del frío,traspasado por sus puñales de plata, cuando la vida se gesta en el horno de vidrioque crece detrás de las campas y por encima de los pastizales, guijarro el rocío, lashierbas escarcha, lunar el murmullo de los pájaros ateridos. Regreso, como sintióCervantes, «otra vez a volar la ribera». Regreso para alagarme.

Todavía pesaba la noche absoluta cuando rompí a caminar por la veredamás escarpada. Al comienzo me supe familiarmente inseguro y un tanto a tientas.Buscaba eso, precisamente eso: reconocerme nadie en la oscuridad, echarme a laespalda las falsas seguridades y sentirme tierra, reconocerme alheñado por lanoche, tanteando a ciegas entre los riscos del portillo franco. Pero tal cúmulo desensaciones, ahora cercano, enseguida quedará lejos. Ya he ganado la orilla del lagoAusente y, con ojos de tiniebla, con los oídos y el corazón atronados de silencio,descubro y escucho el rizo en calma del susurro de los neveros que le nutren,ermitañas aguas, ermitañas y lustrales, aguas por las que se desliza el misterioúltimo y donde se ahogan las claridades de superficie. Aguas labradas por laintrahistoria. Aguas, al alba, que se afilan, indómitas, en las piedras y en el reflejode las nubes, los estanques del cielo.

Con esta ilusión atravesé la noche: con la de revelarme como estuve «cuandono empezó mi conciencia» y saberme «cómo estaré cuando me acabe», como aquelpersonaje de Unamuno, vasco-castellano de las verdades elementales, formandoparte con las rocas, las nubes, los árboles y las aguas de la naturaleza y no de la

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historia».

Acariciaré entonces el amanecer, trinchera o foso del día, y emplearé aquí lajornada. Y luego, al sobrevenir de la tarde, saborearé el agrandamiento de lascosas, su entrada en los barandales del sueño. Habrá luna en cuarto creciente, y esaluna, luna encañada, cabrilleará en el Lago, sigiloso reflejo de látigo y luces. Éseserá el instante de musitar, de musitarme: «¡Mira, el agua está rezando la letanía yahora dice: ianua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo, ruega por nosotros». Ruega,ruega.

He vuelto, volando la orilla, para alagarme. Mis temblores se aquietarán estanoche en el lago. El lago Ausente, ese lugar escondido donde la belleza, por unavez, sí tiene nombre.

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5 El bosque encantado

Contesta el silencio, sólo contesta el silencio. Tanto y tan blanco es elestupor, tan poderoso. Y más todavía en estas mañanas soleadas de noviembre,cuando los paraísos silvestres de la montaña palentina adquieren un contornorojizo y en la lluvia de sus bosques repiquetea la melancolía. Un naufragio de hojaspor el suelo, un naufragio. El viento, al empujarlas, pareciera infundirles vida.Debajo, al resguardo de su calor, late un tapiz de flores, el insomnio secreto de laprimavera hacia la albura tremenda, cuando la nieve ocultará el tronco de losprimeros árboles, sepultando estas ocultas veredas en la ternura del hielo. Unzorzal alirrojo lanza un siip alterado, como de queja, y luego se disimula, porqueno logro atisbarlo aunque repite y repite la misma nota, siiip, siip, alargándolacomo si jugase. Quizás intuya la proximidad del invierno, cuando en su vozresonará un castañeteo de fastidio. Ahora —acabo de descubrirlo— tiembla entrelas ramas de un abeto cercano y se dispone a iniciar el vuelo. Más allá se yergueuna cabaña de pastores. Una cabaña de piedra, medio arruinada, despejado perosin brillo el vacío de la puerta. Entre las copas de los árboles, el cielo se muevedeprisa. Iru, que olfatea algún rastro, levanta la cabeza con desconfianza. Unrelámpago de inquietud recorre la mirada alerta de mi viejo mastín. Su andar setorna remiso, embozado de cautelas palpitantes. Pronto desembocaremos en unclaro, y entonces, sencillamente, estaremos tocando las fronteras del sobresalto enestado puro, la orilla de la memoria de un tiempo coral de algas: el vientre de unmar insólito. Un mar entallado sobre los paneles de grandes lienzos de piedra. Espara no darle crédito: árboles remotos a cincel engarzados en el mimbre que fue delos barros primerizos. Cuesta trabajo admitir la realidad de tanta fantasía: elcabello en vuelo de inverosímiles troncos, el plateado reguero de lejanísimasplantas. Con exactitud y tangible: la lentitud de los siglos, el poso desvelado de losmilenios; el mineral calofrío de las fábulas vegetales, una flora sillar nodulada envena.

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I

A Verdeña se accede desde Cervera de Pisuerga, atravesando el Embalse deRequejada por Vañes y torciendo a continuación por Estalaya, hito por mucha prisaque se tenga de obligatoria parada. De parada con paseo, con paseo bien amable,por uno de los últimos bosques del urogallo. El robledal no tiene pérdida; tampocoel hayedo. Un océano de árboles, laberinto de sombras donde titubean los senderosen la cotidiana aspereza de una luz punteada por el resplandor fugaz de las ramasal abrirse y negarse sobre este territorio salvaje, la dimensión de un sueño con ecode luna en las más altas horas.

El robledal, el hayedo... Y de golpe, la mata oscura de una escombrera, lalengua sucia de la muerte, las espumas ácidas del quebrantamiento. Impúdica laavaricia del hombre, suicida casi. Ahí se ofrece, en plenitud violenta, la cicatriz delos despojos inicuamente desparramada sobre el vientre del mundo. La ignominiapor la ignominia; el esquilmador lucro avariento de unos aspirantes a capitalistasque ni siquiera llegaron a capataces de sus mezquinas ansias: qué alarde demezquindad, qué alarde.

Sin embargo, también alienta a su lado, ganando la partida, el galope delmusgo, la anónima obstinación de las raíces tercas, la diafanidad del barro. Coninsistencia de olas, el musgo, las raíces y el barro, las zarzas y la maleza muerdenen la escombrera, vencen sus interiores y los anegan. Será menester un rosario delustros, pero la aurora de algún día la conocerá sepultada, y entonces, de nuevo,bajo el sol o bajo la lluvia, el bosque reafirmará su dominio. Acaricio el momentoen que ese pasado, nuestro hoy, sea inexistente.

Algo más arriba, una carbonera. Hace tiempo me contaron la leyenda:acudía un pastor nada menos que al Portal de Belén con sus dos mejores corderosrecentales en ofrenda, cuando una mujer lasciva, quizás medio bruja, probódesviarle, exigiéndole los dichos animales benditos en pago, encima poradelantado, de torvos favores carnales.

—Vade retro, sicaria de Satanás, vade retro —intentaría disuadirla el pastor,repitiendo unas lejanas palabras del señor cura— o te descalabro —advertenciaque, pasando de las florituras del dicho al introito del hecho, coloreó deverosimilitud al agacharse para recoger unos rústicos cantos, persuasivosargumentos para la bruja, que rompió a correr de estampida.

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Corrió y corrió tanto, tanto y tan raudo, que en un santiamén, cualcorresponde a las brujas, se colocó en Cervera y, más en concreto, ante la casa deljuez, cuya voluntad, menos ingenua que la del pastor, tenía al parecer bastantecolonizada, de manera que volviendo del revés el suceso acusó al pastor delascivia, imputación que el dicho togado engulló al instante como almendruco,golpeado en las entretelas del ánima —arguyeron quienes le disculparon— por elofuscamiento de que una hija suya acabase de padecer similar violencia por talesparajes sin que nadie allegara pistas del criminal.

—Tate, tate, te tengo —murmuró el juez.

Quien muy de luego partió en busca del malhechor apócrifo. Y no partió sinrabo, porque los señores jueces siempre gustaron de comitivas. Le secundaba biennutrida escuadra de varones vírgenes, donceles de mocedad intacta, todos ellosespoleados por la perspectiva de ganar los favores de aquella bruja incitante. Lacual no cesaba de aperrearlos con latines torcidos, letanía de bullas para juecesmentecatos y esbirros que, por ansiosos, ya franqueaban la vocación y el umbral deverdugos patibularios. «¡Sus! ¡Sus!», les urgía, «sus y a por él, perros míos», le faltódecir.

Naturalmente lo dieron caza, porque iban desalados, antes de que, repuestodel susto, aquel pobre pastor, ingenuo e inadvertido, embarcase por el Pisuergahacia Tierra Santa. Y ajenos a miramientos, delicuescencia en la que nunca incurrenquienes enajenan la virtud de la compasión en el ofuscamiento de los fanatismos, leasaetearon con inaudita saña. Al pastor, que murió con espasmos de estupor y conun fogonazo de piedad en los ojos, y a los recentales, sobre muertos degollados allíy al instante, hazañón cobarde.

Los mataron... mas no murieron. Pues entre músicas festivas y regocijos delcielo, el pastor y las dos criaturas se pusieron en pie y reanudaron la marcha,perdiéndose a la vuelta de una mata de robles, ínterin de lo cual reventó de rabia laacusadora. Manando sangre negra hedionda y saliva de azufre, su cadáver secarbonizó de inmediato entre vapores de presentimientos cainitas.

Tal el origen de la carbonera. Así me lo contaron en las orillas amables delRequejada, y así lo cuento, no quito ni pongo. Considerado desde dicho ángulo, elparaje aun se embellece con la carbonera. Rememorada la conseja en el lugar deautos al atardecer del día de San Sinisio, nombre al que respondía el pastor casimártir, el cielo se entenebrece y amenaza de rompimiento con acadabrante amago

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de descarga seca de aparato eléctrico. Jamás piqué el anzuelo, porque soyrespetuoso de las tradiciones y temo mucho los desafíos vanos, pero conformeabonan testigos de vista, y allá cada cual con el fondo de sus palabras, hasta losmás bravos dudan, vaciados de aliento en alcabala de incredulidad. No hay falla enel respective. Acontece, ya digo, el día de colendo de San Sinisio, al atardecer y conla claridad declinante, en el escenario del referido crimen frustrado, ejemplarpiedra de toque para impostoras lascivas y el multitudinario gremio de susaficionados.

II

Hay que continuar: lo mejor de lo bueno surge enseguida, aunque el trámitegozoso de infundir aliento a los pies cansados a la sazón requiera de algunosesfuerzos: el camino se retuerce, las veredas se alzan y el espacio de media misa semaltrasiega sudando. Pero la gran merced para la vista y el tacto, y para lageneralidad de los sentidos, del inmenso Roblón de Estalaya premiará con creces elahínco de los curiosos, que la vida, esa rueda de naipes, pocas veces nos agraciaráen la Península, al cortar la baraja de la sucesión de los días, con árbol tamaño.Árbol que ciega a sus horas la esfera del sol, amén de que él solo semeja una selva yaposenta un rebaño crecido de aves.

El Roblón de Estalaya, «el Roblón» por inequívoca antonomasia; se dicepronto, aunque los ojos requieran distancia y tiempo para abarcarlo sin incurrir enel grueso delito de la manquedad de sus ramas ni en el no menos grave de laamputación de su altiva y geminada copa, atemperadora de la canícula y bóvedaen filigrana de las tormentas, tradicionalmente respetuosas de su jurisdicción.Arrimarse a la umbría del Roblón de Estalaya dispensa suerte y confiere especialfortaleza a pactos y juramentos, muy sobremanera, dicen, a los de enamorados quese reparen y den paz allí, bien solazados a su favor. En otras palabras, el Roblón,individuo del gusto de doña Venus, protege coyundas y las alarga. Por ende, talvez, la propiedad de su reciedumbre, forjada desde la raíz por un ininterrumpidorosario de trabadas querencias.

Más de cinco siglos, quinientos años. Al Roblón de Estalaya le han asestadouna placa a los pies: «Junta de Castilla y León», reza el encabezamiento, como si lohubiese plantado la dicha señora Junta y sus putativos; «árbol notable», añade elparalelo de la cabecera, echándose en falta que no agregue, entre paréntesis, unoooh prolongado; y remata, debajo del nombre: roble albar, es decir, quercus

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petraea. liebl., supera los quinientos años, roza los diez metros de altura (9,80 paraser exactos) y rondará los doce en el contorno del perímetro. La Era de Francoconoció dos familias numerosas que lo abarcaban.

Doce metros, desde luego, no son cualquier cosa. Un inquisidor deCastrillomatajudíos, en Burgos, comisionado de oficio, estimaba el Roblónsusceptible de acoger y soportar una partida entera de iluminados ahorcados encomandita. Portentoso resulta, y portento es de los muy notables, que el Roblón deEstalaya haya sobrevivido incólumemente a esos usos arboricidas por desgracia tanextendidos en la Península. En realidad, el conjunto de los bosques de Castillería serevela portento de la Naturaleza.

(Nos los Inquisidores Apostólicos contra la herética pravedad horrísona, apostasiapestilencial en el país de la Pernía, comprendidas Sierra Labra con el pico de Tres Mares,Sierras Albas y Altos de Pineda, su natural límite hacia septentrión, en la pista que somosdel arraigo, según calibramos todavía débil, de la corriente ponzoñosa por los aledaños deFuente del Cobre y, orillas del naciente Pisuerga abajo, hasta Cervera, con ramificaciones enRabanal de los Caballeros, Estalaya y San Felices de Castillería, por Nos y ante Nos:

Por quanto somos informados y sabemos y tenemos testimonios en sospecha, razónmás que muy suficiente en asunto de tantísima gravedad, sobre cosas tocantes yconcernientesy privativas a los ojos y a los oídos y a las materias del Sancto Officio, y porende abunda nescesidad que el Comisario proceda, de lo qual se infiere.

Por tanto, la conveniencia de dictar un edicto de General Confesión, universalmenteproclamado en la Santa Misa Mayor del primer día de obligatorio precepto, asentado quesea en el cruce de los caminos y las encrucijadas de los senderos, a la entrada de los puentesy a la puerta de los molinos y en los dinteles de las tahonas y en cualesquier clase de casasfrecuentadas por la gente, como posadas y ventas, item pluriman, en las casas de los señorescorregidores y ayuntamientos y aun, por simbólico gesto, sobre la faz de los troncos dealgunos árboles de abolengo por el país, como el muy conoscido Roblón de Estalaya, asíllamado, especie muy verdaderamente admirable entre las de su género, digna de regocijo y,en figura retórica, allí proclamada rey de los bosques, en la cintura de cuyo cuerpo, a laaltura de los ojos de un hombre de talla media, disponemos se incruste, en rosario queabarque la totalidad del contorno, una sucesión de copias del dicho Edicto de GeneralConfesión.

A vos competen, Comisarios lugareños del Sancto Officio, y también se apercibe alcomún de los oficiales del Rey, Nuestro Señor, por ley de Religión y mandato de terrenalobediencia costreñidos a ayudaros para lo concerniente y tocante.

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En testimonio de lo qual mandamos dar y dimos y mantenemos la presente, firmadade nuestros nombres, apoyados en nuestras atribuciones, fundados en nuestros preceptos ysostenidos de derecho frente

a quien ose. Por tal le grabamos el sello del Sancto Officio, instado el SecretarioMayor para que la refrende, aquí, en Cervera del río Pisuerga, estantes y concertados en laSala de nuestra Casa y sobre el Crucifijo.

A los trece días de setiembre de mil e seiscientos e setenta y siete años.

El licen. Pedro In episcopus Acostas,

Portus nominum Apost. notar.

Mediado el manuscrito, caligrafiado por cierto sobre pergamino demagnífica condición, se lee, en garrapateo alterado y de urgencia, como demalhumor: «en mucho mejor fuera el roblón mentado para columpio mortal deimpíos, que cupieran todos de tan recio y capaz como es». Y al dorso, de idénticamano y con el descontento rigor quizás crecido, porque la punta de la pluma casitraspasa el pergamino en dos ocasiones: «mal año nos acompaña si la benignidadde los inquisidores prosigue, que so capas de buenos hurtan a los súbditos fielesque de veras lo somos el consuelo debido de nuestra Fe injuriada. Pestes a quienes,con burla de su deber, escamotean a los pacíficos cuervos y otras aves del Cielo elbalanceo de los contaminados de la herética pravedad, carne, si empozoñado elespíritu y perdida el alma, óptima para carroña, robadas de sostén las alimañas,cuyo contento se birla con el apócrifo laureal de tamaña lenidad. ¡Vivan los malos yse apoquinen los buenos! Qué calendas, oh Dios».

III

Lo mejor de los caminos son las tentaciones. Y existen, en sustancia, dosmaneras de viajar; la del viajero meticuloso, pegado a la línea recta de lasplanificaciones, y la de esos partidarios del imprevisto que con facilidad seabandonan a las mil sugerencias de los itinerarios improvisados sobre la marcha,fiados del azar, deidad generosa por estas tierras que vigila el alto de Valdecebollasde Sierra Braña, donde una atmósfera transparente se quiebra al atardecer con el

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volteo de las campanas, preludio en ascuas de un silencio que atemporaliza eldiscurrir la vida.

Castilla se desborda de sorpresa en sorpresa. Y por las esquinas olvidadasde la Palencia profunda esas sorpresas suelen disimularse por el sobrio universo delas ermitas, humildes atalayas vespertinas y conjuro de lunares entoldamientos,solapadas de ocre en la cima de los oteros, enrojecidas por el primer sol, casaserrantes que apenas se intuyen en la enajenación desnuda del calor inmóvil, delcalor asfixiante en la caldera de los veranos o engañoso delirio de un punto oscurocuando las huellas de los caminantes naufragan en la lontananza de la nieve y elhielo.

Castilla se desborda de azar en azar. Y bajo los lagos de nubes que surcan lastierras perdidas de la Palencia profunda esos azares con frecuencia se esconden,brindándose tan sólo a la contemplación de los obstinados, porque la dificultad esun arte que merece su premio, por el excesivo dominio de esos oratorios, ermitas ymonasterios en que a diario renacen y a diario se apagan, adobes de vela en eltrasmuro de los caseríos, el balido de otras edades del hombre en la tranquilidadde los valles pequeños y a su resguardo, playa y remanso de antoñones cienos.

En los pasos de montaña, traslúcidos y severos; por los descampados, quizásguardando la última luz de los sepulcros; extramuros de las villas, rumiando lapaciencia de los siglos; por montes de cobre, en mitad de los cerros, a horcajadas delos relámpagos o por la paramera, en las costas del delirio, donde el viento gime yse arrastra, y se levanta, y cae, huye y regresa siempre con voz de hombre.

El universo de las ermitas. Aunque las calibres modestas, viajero, nuncapases de largo. Vallezuelos escarpados, mares de trigo. Castilla, viajero, sedisimula. Visto y no visto: vencida la parada de los bosques de Estalaya y hacia SanFelices de Castillería, una vez más derrotada y en fuga la planificación del viaje,giramos para Verdeña hacia el topacio de un firmamento que se confunde con elhumo de unas nubes incendiadas. Súbitamente se divisa y medio imagina el tibioperfil de un interrogante.

—¿Qué será aquello?

—Semeja una torre.

—Torre, dices. Mucho afinas tú.

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La tierra y el cielo. El atardecer contornea la fusión de dos mares quemutuamente se penetran con decisión y arrogancia, como temerosos de que lanoche los apacigüe. Muerte y vida. Como en el interior de un templo, vadeclinando la luz. Pero al fondo se adivina, cada segundo con mayor nitidez, lacerteza varada de los navíos de piedra. Se trata de una ermita. De la ermita deNuestra Señora.

El infinito, viajero, el infinito inundado por la primera palidez de la noche.Qué ondulación de tristeza, qué recónditos gemidos de desvelos apagados. Tierradesnuda la de Castilla, tierra en que se descalavera hasta el alma. Las nubespostreras, acuciadas de oro, figuran cíclopes de herrumbrosas garras al acecho.Mañana será otro día.

IV

El día, por ejemplo, del Maestro de San Felices, festividad que admitefijación a capricho, porque cualquier jornada le cuadra y nunca desmerecerá lacelebración, cumbre en el continente del color y la sencillez, pastor con los pincelesde quienes busquen la paz y se reconozcan en composiciones donde las secuenciasobtienen la dimensión exacta del hombre.

Pintor hagiográfico y de temas bíblicos que huía del tremendismo y de losfinisterres, el anónimo Maestro de San Felices acunaba en la paleta los matices delcandor. El candor y el encantamiento, el recóndito beso de las más celestialesviñetas.

Pintor hagiográfico y de temas bíblicos sin resonancia de heridas y conmensajes de alivio, el anónimo Maestro de San Felices, requerido para modestoiluminador de catequesis, accedió a la impensada categoría de los artesanos desueños porque tradujo la espuma fría de los sermones y de las prédicas alconvincente lenguaje de los colores cálidos, sempiternos rescoldos del fuego deunas creencias indudablemente sentidas con optimismo. Tal lo proclama el júbilode sus añiles; así lo corrobora la alegría inerme de sus amarillos, la atenuación deunos rojos que, curtidos por emociones, siempre rechazan los ecos de la sangre.

Pintura, en definitiva, en la que vendría a crepitar el desvelo fraterno de lascampanas y el aroma de los pebeteros únicamente alimentados de rocío. Pintorantiguo de vivas creencias, pintor de latidos, pintor de abrazos. Si en sus frescos

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hay queja, esa queja es dulce; si albergan ocasos, preludio de albas. Misteriososdorados; espejos de humo. Ninguna pincelada para las puñaladas del frío. Tanto ytan inexorable candor sin duda produce vértigo.

(El Obispado de Palencia quiere hacer caja, el Obispado de Palencia necesitaaligerarse de peso muerto, el Obispado de Palencia busca caudales; el Obispado dePalencia, heredero de un rico patrimonio rural, está en la batalla de deshacerlo,dicen que corto de presupuesto pero atestado de obligaciones: el Obispado dePalencia saca a pública rebatiña, en almoneda de gangas, la casa rectoral de SanFelices de Castillería, recia mansión de piedra, casona de ensueño contra lainfinitud de la nieve y el frío. En San Felices sigue manando la fuente del BuenGobernador, cuchillo de plata en mitad del silencio, y la plaza del padre Cornelio,por otro nombre, el del mundo, Federico Genara de la Fuente, hijo del pueblo,capuchino de rango, Superior General de Castilla y Portugal, ofrece un remanso defuertes hierbajos, ovillados de hielo, a los pliegues curiosos de un cielo en acecho.El Obispado postula la rectoral por las migajas del tres al cuarto, hechizado de orín,el orín triste de los falsos metales nobles, carcoma del alma, el ánimo de losensotanados. «El amor se desgasta», escribió Leonard Cohen, «love wears out», elamor se desgasta:

Las ofertas se harán en sobre cerrado...

La cantidad base [...] es de un millón cien mil pesetas.

Los sobres se deben enviar al Sr. Delegado de Casas Rectorales, Obispado dePalencia, Apdo. 63...

El plazo de presentación termina el día 20 de noviembre [...] a las trece horas.

Los sobres se abrirán el día 21 a las doce...

Éste (el agraciado) deberá hacer entrega de 100.000 pesetas en el plazo de ocho días...

El resto del importe deberá entregarlo en el plazo de tres meses...

Una vez hecha la adjudicación, si el comprador se volviera atrás, deberá abonar alObispado la cantidad de cien mil pesetas.

Todos los gastos de escritura y demás [...] serán por cuenta del comprador.

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El incumplimiento de cualquiera de las cláusulas precedentes, autoriza a esteobispado para invalidar la adjudicación.

Amén y en Palencia, a 26 de octubre de 2001.

Tal pinta la situación y sería suicida desconocerlo. El 27 de diciembre delmentado año del dos mil uno en su sitio continuaba el folio de la subasta,crucificado con grapas contra el portón de las iglesias de la comarca. La subastadebió de quedarse desierta, tan desierta como los despellejados espacios lunares deestas aldeas en invierno. Volverá al mercado, supongo, derrumbada la puja, tanderrumbada como las viejas casas en ruina de los contornos, y en las revueltas detantos trámites cualquiera averigua el albur de la suerte. Se sale, cuentan, a dos milmetros por habitante en el submundo de los conventos y, año arriba, año abajo, laedad media de monjas y frailes se acerca a la setentena, con un cura, segúnsentencian las estadísticas, cada diez o doce núcleos de población por estaespléndida red embrollada de aldeas y lugarejos. Si nadie toma medidas, elObispado de Palencia, los obispados, malbaratarán el edén de las rectorales parainvertir después las ganancias en despeñaperros a imagen y semejanza deGescartera, mondo y lirondo el ingenio inversor de los padres ecónomos,partidarios de trocear en la trampa de un día el patrimonio de siglos, brochistasdesvergonzados del arco iris de la codicia. Por San Felices el cielo se desgarracuando atardece.)

No existe tema sin estudioso, viajero. Aunque alcanzada de recursos, enCastilla, ayer de curas y hoy de estudiosos, siempre hubo buena cosecha; «pérdidade brazos para la azada», lamentaba mi abuela. Y este del Maestro de San Felices,por gran fortuna de la curiosidad, también ha encontrado el suyo. Responde a lagracia de Santiago Manzarbeitia Valle y habrá sudado gotas de cal para rastrearescenas, imaginar frisos y averiguar inscripciones, como esa tan conmovedora de«Joanes aprehendica» o aquella de «San Jacobe», ambas en la Iglesia parroquial deSanta Eulalia en La Loma, tierras ya de Cantabria, distinción que ahora marcan losmapas (singularmente los autonómicos) aunque en la vida jamás se notase. Quécosas acontecen, Dios mío, bajo los interesados celajes del desconcierto de lapolítica.

Ajeno a tales distingos, Manzarbeitia propone una ecuación mágica de laspinturas murales cántabras y palentinas de los finales del siglo XV, en los orígenesdel gótico y en la prolongación del románico, con nudos gordianos en Reinosa,

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Aguilar de Campoo y Cervera, el meollo situado en Valberzoso, pequeño caseríocon altivez de halcón solitario, varada barca de piedra entre los remolinos de lasierra de Monte Mayor, y venas de oro por los valles de Olea y Castillería.

Por las hoces del río surge una mata: Mata de Hoz; el valle se puebla deespinos y, de espino en espino, casi se cierra: Vallespinoso; al resguardo de aquellamata hallaría refugio una fratría de moriscos: Matamorisca. Si los nombres invocanlos componentes esenciales de las cosas, los de estos pueblecillos rasgaron lastinieblas del silencio para relampaguear en alabanza de sus huellas constitutivas ocomo flechas de luz para invocar la memoria de sus santos tutelares: Valberzosa,Mata de Hoz, Vallespinoso y Matamorisca más San Felices de Castillería, SanCebrián de Mudá, Barrio de Santa María, Las Henestrosas, Revilla de Santullán yLa Loma. Diez lugarejos de amanecer, hoy por alta desgracia medio en ocaso, pararegistrar las pinceladas perdidas de un escondido pintor de fábula. Un rastro decolores mientras por la comarca crece y se extiende la pena negra del abandono.

Yo sólo conocía las pinturas murales de la ermita de Santa Teresa,sencillamente «la ermita», en San Felices de Castillería, ermita levantada en mediodel pueblo, trabajada en simple sillarejo, modesta por fuera al engañoso quite deesos recintos sagrados del submundo rural. Engañosa por fuera, turbadora por elinterior. Iluminada en la bóveda y asimismo iluminada en el frontal de la cabecera.

Me atraían muy singularmente la escena en que un segador engaña a dossoldados de Herodes, poniéndoles contra el rastro de la Sagrada Familia, y lamisteriosa figura de una mujer situada entre José y María en la viñeta de ElNacimiento, la cabeza adornada de tocado árabe, en apacible actitud de respeto... ycon los brazos a cercén amputados, a la que siempre recreaba, sin saber por qué,lográndolo todo por el poder de los ojos. ¿Quién aquella mujer? Manzarbeitiaremite a una historia del protoevangelio de Santiago, también recogida en elPseudo-Mateo, pero yo siempre albergué la indemostrable certeza de que elanónimo Maestro de San Felices se atuvo al modelo de una mujer cercana. Igualme sucedía con la imagen del segador. Lo sentí desde el primer momento. Y elpaso del tiempo no hizo sino afianzarme la intensidad de tal intuición.

¿Cómo explicarlo? Brindaría un racimo de detalles. Muchos detallesmínimos. José, el buen José, conduce la borrica de la soga en el trance de la Huida aEgipto. Pues la soga y la cabeza de la borrica, destacadamente la cabeza de laborrica, vuelven a producirme idéntica impresión. También la paloma que ejerce deEspíritu Santo en el momento de la Anunciación. ¿Desde qué palomar fronterizo

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habría levantado su contenido vuelo?

Cervantes alude en Don Quijote a un pintor asaz malo, un tal Orbaneja, aquien el sentido común, o sea, la inequívoca conciencia de su torpe desaliño con lospinceles, llevaba a plantar cartelas al pie de sus abstracciones, estampando «esto esun paisaje» para que al menos quedase constancia de la que fue su inalcanzadaintención.

Pues bien, retornemos al caso volviendo del revés nuestro cervantino dicho:el Maestro de San Felices, en las antípodas del referido Orbaneja, pinta su paloma,que es una paloma de verdad y en plena tensión de vuelo, no con cartela, aunque sísobre la cartela del ángel, a la altura de la cabeza de la Virgen, inequívocamente asu oído. Porque se trata de una paloma verdadera, de una paloma de un palomarcercano, no se permite ni la menor licencia. Es el Espíritu Santo. La escena, pintadaal pie de la letra, únicamente admite lectura de catequesis.

Pero, aislada, la paloma es una paloma, del mismo modo que la mujer esuna mujer, una mujer concreta de carne y hueso, y el segador, posiblemente, otrovecino. La borrica, quizás, su borrica; y la soga, un auténtico ronzal. Siempre losoñé de esta manera: la realidad, su realidad, alentaba en aquellos trazos laterales,nimbados de ingenuidad. ¿Por qué lo vivo de esta manera? Eso jamás se sabe.¿Dónde las pruebas o los indicios que me sustenten? Bajo las nubes del pecho, porlos ríos de la sangre, en el crepúsculo de los ojos, en los amaneceres del tacto, entreel sol y los ocasos.

Con las escenas de la ermita de Santa Teresa tenía suficiente. No era, desdeluego, uno de esos grandes genios que reconocen las enciclopedias; me daba igual:el anónimo Maestro de San Felices —la mujer y el segador, la paloma, la borrica yla mano del buen José unidos por la soga del ronzal— alegraba con estampashumildes mi galería mental de la Pintura. Quizás por modesto y sencillo, sinpúrpuras ni gonfalones, entendía mejor su lenguaje. El lenguaje en susurro de losmanantiales.

Manzarbeitia ha ensanchado los márgenes del milagro. Sencillamente lo hamultiplicado por diez, sumando a la ermita de Santa Teresa las iglesias, enValberzoso, de San Juan Bautista, la de San Cipriano y San Cornelio en San Cebriánde Mudá, la de la Asunción en Barrio de Santa María, la iglesia parroquial deRevilla de Santullán (los repintados, porque los originales, enteramente saqueadosen fecha desconocida, fueron pasto de inicuas subastas donde su traza se pierde), la

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de San Juan Bautista de Matamorisca, la de Santa Eulalia en La Loma y la ermita dela Virgen del Valle en Vallespinoso de Cervera. Una nueva ruta en ese mapa, por elque aún se extiende el conjuro anublado de los primitivos. De norte a sur y de estea oeste, el Maestro de San Felices, encelado en estos valles, cartujo de los colores,pintó y pintó.

Bueno, el Maestro de San Felices, al fin y a la postre pura entelequia, o quiendiablos fuese; tal vez, probablemente, una modesta cuadrilla de pincelerosambulantes, meros pintamonas para el corregidor y las gentes de orden, compañíade conveniencia con un brochista para el lamido y el encargado de las vejigasrindiendo de sombreador, éste a cargo del coloreado de los fondos, aquél con latarea de supervisar las secuencias históricas y el de allá especializado en las grecasdel zócalo, dado el tal a los cuerpos y cual a las manos, fulano para el paisaje,zutano con la responsabilidad más elevada: la de la Virgen, y perencejo al frente delos remates, cada quisque con su parcela en la creación colectiva, porque son variasmanos las que se observan y también se conoce que esas mismas manos se repiten,por aquí y acullá, entre los ángulos de la ecuación. Peregrinarían de lugar enlugarejo y de villejo en villorio, excluidos de los magnos circuitos de los encargosde postín, alegrando desde los muros de los recintos sagrados (alegrando, que supaleta excluye los tonos sombríos y, cuando tocan temas graves, la trasparenciainocente de sus colores los contagia de inofensivo candor) la fatigada existencia delvecindario.

Desde la iglesia parroquial de San Juan Bautista, en Valberzoso, templomayor de dicho arte mural, se va y se viene a través del campo por las distintassalas de tan disperso museo con sosegada impaciencia.

V

Ya en casa, una noche cualquiera, la imaginación se desboca porasociaciones incontroladas en alas del semi-sueño. Como en la representación de lafigura del tocado árabe de San Felices, uno de los paneles de San Cebrián de Mudá,el del Nacimiento, también registra una mujer sin brazos, dicen que Salomé;pudiera, quién sabe. Y pienso en unos versos de Pessoa; los intuyo en boca deaquellas mujeres mancas, los leo en sus ojos. Pessoa, el solitario Pessoa, hombre deenigmas, se los atribuye a Álvaro Campo. Pertenecen a Estanco, libro sin fragosidadespeso y, desde la civilidad, salvaje. Son éstos:

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No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Creo haber penetrado la clave del anónimo Maestro de San Felices, humilde colectivo rural de pintores artesanos. Uno por uno, brochazo a brochazo, eran nada; juntos, amparados entre sí, prestándose mutuo cobijo, recrearon todos los sueños del mundo.

VI

Desandando el camino, desandándolo con parsimonia, regreso a Estalaya.En Estalaya me aguarda Arturo, que se internó por el bosque. Lo encuentro pronto,guiado por Iru en la busca. Juntos enfilamos hacia Verdeña por la ribera de uncorto ramal de asfalto que ojalá no se prolongue nunca. Voy rezando en silencio,que es la mejor vara de medir que conozco, jamás me falla, por eso puedo revelar ladistancia exacta: hay dos credos y tres avemarías sin pérdida del resuello. Cuandoentono el amén, el bosque —no el famoso dinosaurio de Monterroso, el bosque—vibra ante el caserío, afinada en rumor de cristales la música de sus ramas.

—No somos nadie, en invierno apenas quedan cinco vecinos, tres casasabiertas, dos matrimonios mayores y un viudo, lobo solitario de pena.

—¿Y antes?

—No se lo va a creer, entre Celada, San Felices y Verdeña, que los trespueblos formamos municipio, juntábamos más de ochocientos vecinos.

Se accede por el camino de Pozalgato, y luego, en breve, derivando a laizquierda por Los Caminillos. El resto es de sentido común, de no ser bobo ni tenerla desgracia de estar ciego, en último caso siguiendo a hilada el corte de la pared.En las tierras que conocen por Peñahorcada.

—Buenos días.

—A los de Dios.

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Serafín apacienta una nube de vacas, y lo hace a su aire, al de las vacas, osea, ramoneando con ellas, la conversación errática y larga, con historias de osos yde mastines.

—A veces pasan por medio del pueblo... a por las basuras. La de más aficiónes la osa, esa que dicen Bruna, un animal enorme, el invierno pasado se me murióuna vaca y la enterré a espaldas de aquel retoñal, mirelahí, pues Bruna bajaba porlas noches al banquete, me avisaron los perros, subían hasta las piedras y separaban en silencio, sin gañar siquiera, en tensión, pues a mí se me puso en elentrecejo fastidiar a la osa, de modo que subí con el tractor de Manolo, el de laRequejada, en cinco leguas a la redonda se sabía de sus parideras, y lo tapé depiedras, de piedras como peladillas, pero la osa nada, terne y jamona, removía lospedruscos por los lados y llegaba a la vaca, y de esa manera hasta que se la comió,las osas son como las mujeres, animales tozudos, nadie consigue pararlas cuandose empeñan... Por cierto, allí es donde van, de frente, dicen que es unagrandiosidad, pero yo, la verdad, no distingo nada, será que lo llevo presenciandodesde muchacho y se me aparece normal, hombre, el latigazo de unas ramas comocaídas y puestas de pie, eso sí que lo veo.

Hemos llegado, los versos fluyen:No puedo querer ser nada... ... tengo en mítodos los sueños. Los geólogos, gente forjada en un crisol de saberes y en elarcano de las edades, hablan, como si tal, quedándose tan frescos, de trescientoscincuenta millones de años, cantidad de equivalencia imposible (bien que lo siento)en credos y avemarías. Y luego, desde la Ciencia, haciendo Ciencia, empiezan apoetizar con versos en escalera por el monte, monte, monte de las exactitudes:

En ese tiempo esto era la costa de un mar tropical. Tiempos aurorales delMundo, la Tierra se estremeció rota por las entrañas. Rugió un terremoto y el mar,aquel mar contenido, se derramó de golpe contra las playas, trepó las laderas yanegó los bosques, torrente de furia con hachazos en tromba. Segó los árboles, loscercenó de cuajo, y al cabo de muchos millones de millones de años, imposibles decontar en credos y avemarías, poco a poco volvió a aplacarse, empantanada la costay callado el mundo. Con los troncos caídos, hojas y ramas cincelando su improntasobre la blanda superficie de las rocas en formación.

... todos los sueños del mundo... Pero no sueño dormido, sueño despierto.Mejor dicho, despierto registro el sueño del Mundo, las telarañas de una de sustelúricas pesadillas: un bosque pétreo, el bosque inaudito, un bosqueinmemorialmente estampado en la faz rocosa de las estribaciones de la montaña

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palentina: negativo arborescente con plantas extinguidas y tocones sin parangón dela selva que antaño fue, portento entre los portentos que a los geólogos, castaforjada en el diario contacto con la excepción, mantiene atónitos, casi convertidosen estatuas de sal y afónicos de admiración, que hasta parecen jilgueros.

—¿Y cómo esto? —pregunto.

—Ahí lo tiene usted, la licotifa sigilata o como se diga, para entendernos,una especie de hierba alta y sabrosa que únicamente creció por estos parajescuando el mundo todavía no era mundo; bueno, pues eso, a la derecha, tocones decordaites, eslabón inmemorialmente agotado de arbustos de la familia de lasconíferas.

«No hay mal que por bien no venga», como dijo Franco, encerrado en lossoliloquios de la senilidad, al recibir sin impacto el mazazo del acabamiento porvoladura del almirante Carrero Blanco, nada menos que su delfín in pectore. «Nohay mal que por bien no venga», singularmente si sucedió hace millones de años,sean estos trescientos, juicio de los prudentes, trescientos cincuenta, que es laopinión de sus contradictores, o trescientos veinticinco, como afirman quienesalardean de puntillosidad.

Pues trescientos, trescientos cincuenta o trescientos veinticinco millones deaños, aquel protohistórico terremoto, obviamente sensacional, el maremotosubsiguiente, que en nada le iría a la zaga, y la demorada agonía delempantanamiento con estertores también millonarios, originarían un colosalenlosado de maderas pútridas. Sedimento inesperadamente puesto en posiciónvertical por los movimientos tectónicos de la Fase Astúrica, que fue movida.

Delante, capas y capas de carbón; a su resguardo, el bosque fosilizado. Laavaricia de los empresarios mineros infectó el monte de galerías y descarnó susladeras. La montaña palentina se infectó de llagas. La codicia insistió con susescarbaduras. Primero una capa y después la siguiente, y así, con ritmo frenético, alo largo de siglo y medio. Hasta consumir la veta. El afán de aquellos hombresdesesperados, que nunca vieron dos veces claras las aguas del mismo riachuelo,cambió a la desazón de escenario.

Abandonado el yacimiento y ennegrecida la piel descarnada de la montaña,nadie reparó de momento en la pared pétrea del fondo. Llovió y llovió, floreció laescarcha, se acumuló la nieve, vendimió el rocío. En la Montaña palentina los

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inviernos caen duros, las heladas cortantes, los vendavales roncos... Desgarrandoescorias, el sol, la lluvia, la nieve, el hielo y el viento limpiaron la piel de la piedra,dejándola al cabo como recién horneada.

Doscientos metros largos de longitud, entre cuatro y once de altura: ésas sonlas dimensiones del panel. Un panel extraordinario. Ofrece las secuencias de lahistoria de la Madre Tierra antes, mucho antes, de que naciese la memoria delhombre: la silueta del primer mundo, el chisporroteo de nuestros umbrales tiernos,el secreto de los letargos, la oculta indefensión del Paraíso. En las proximidades delroblón único de Estalaya y por los mágicos dominios del anónimo Maestro de SanFelices, maestro de pequeñeces, hacia Verdeña, donde se borra y se pierde el crucede los caminos

... todos los sueños del mundo.

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6 Encuentro inesperado con el Renacimiento

Engañosamente, el Tormes se dilata a la entrada en Puente del Congosto, yel cauce, ensanchado, compone, primero, una tabla plácida para encajonarse pocodespués. Arrecia un viento frío y los pescadores tienden sus anzuelos condesconfianza. En lo alto del castillo tremolan dos banderas desflecadas mientrasrefulge, acariciada por el lánguido sol de octubre, una gran antena de televisión.Allende la sierra, áspera y ennegrecida. En medio, las canteras de Sorihuela con elpueblo desparramado alrededor de una iglesia que se diría recién labrada en esostercos afloramientos del granito. Enseguida el puerto de Vallejera, y coronado éste,sin transición, de golpe, toda la luz de Castilla fundiéndose con la luz plena deExtremadura. Un sol mañanero ha derretido con perplejidad de niño la timidez delas primeras escarchas.

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I

Según Pedro Salinas, hermano mayor de la cofradía del 27, el Poeta —y elPoeta era Garcilaso de la Vega— afirma en su obra —y su obra, la nuestra, son lasÉglogas— la fe en una postrera realidad ideal: unas nubes o un cielo de ensueño porel que su amada pasea, pisando florestas vírgenes, cielo al que también él esperaacceder algún día, para siempre juntos, por encima de lo que les separaba y nunca,nunca, mereció la pena:

Divina Elissa, pues agora el cielo con inmortales pies pisas y mides, y su mudanza ves, estando queda,¿por qué de mí te olvidas y no pides que se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo y verme libre pueda, y en la tercera rueda, contigo mano a mano busquemos otro llano, busquemos otros montes y otros ríos, otros valles floridos y sombríos donde descanse y siempre pueda verte ante los ojos míos, sin miedo y sobresalto de perderte?

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Con los albores del Renacimiento nace y enseguida arraiga un nuevo tipo de caballero, humanista y amante de la naturaleza, casi en las antípodas del adusto guerrero medieval, rayo de aceros renegridos, que persiguiendo el rastro de la perdida armonía vital de las antiguas culturas grecolatinas se aparta de los viejos castillos de los roquedales, austeros e inaccesibles, inevitablemente adaptados a las poco amables circunstancias de unos tiempos cuya legendaria dureza ya sentirían desplazada, humo de historias, rumor de crónicas. Aquellos caballeros humanistas afirmaban, en cambio, la alternativa del gozo frente al juego mortal de la violencia: paradisíacas villas de recreo para refugiarse, cerca del cielo, estando quedos, en el anhelo de otros llanos, de otros montes y otros ríos, de otros valles floridos y sombríos, donde descansar y donde contemplarse, sin miedo y sin sobresaltos, por y para siempre alejados —unos minutos, algunas horas, a veces son siempre— de las inquietudes y la fatuidad, las intrigas y los sobresaltos de unas ciudades en constante proceso de expansión, revueltos escenarios de un caos que a duras penasse disimulaba bajo las apariencias del orden. ¡Oh soledad!

Busquemos otro llano, busquemos otros montes y otros ríos, otros valles floridos y sombríos donde descanse y siempre pueda verte.

No se trataba, ni muchísimo menos, de retirarse del mundo, ni de renunciar a nada. Garcilaso, de hecho, jamás se retiró del mundo, nunca renunció a sus galas y siempre se meció en sus riesgos. Más bien sucedía lo contrario: estamos en presencia de una táctica de conquista. Táctica sutil, eso por descontado. De conquista de la vida. Y de la vida concebida como una de las Bellas Artes, quizás instalada en la tercera rueda del mundo, la de la felicidad colmada.

Pues aventurado por esa senda, el renovado hombre renacentista sabía desobra que para atracar en buen puerto necesitaba devolver su lugar al sosiego.Porque, en ocasiones, el camino no se hace al andar, sino estando quedo. Contra ladisyunción, armonía. «Vísteme despacio que tengo prisa», al decir sapientísimo delrefranero. Y así, en impecable consecuencia, la ocupación del tiempo libre llegó aconvertirse en una especie de rama —delicadísima— de la estética, esa Cienciafundamental donde el Tiempo se remansa. Ganaba la vida, que ya no era unímprobo ejercicio de supervivencia, refulgían las Artes y, en pos de la Fama, unabrisa de optimismo envolvió el mundo. La Arquitectura, de mero soporte, se tornóen causa. En causa del hombre, en elemento imprescindible de esa vida enarmonía: «... busquemos otro llano, ... otros montes y otros ríos...». También, pordescontado, otros palacios. Fruto de tal aspiración brotan las villas de recreo, oasis

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«donde descanse y siempre pueda verte / sin miedo y sobresalto de perderte».

II

Fidedigno reflejo de pautas italianizantes, que por lo demás respondían almejor modelo de las refinadas civilizaciones clásicas, tales villas de recreo, delocalización con preferencia suburbana, próximas y a la vez apartadas delmundanal ruido, supeditaban su planteamiento —un planteamientomilimétricamente pensado— a un bien aquilatado criterio de equilibrio entre unoscomponentes hasta entonces planificados en compartimentos estancos. Novanovarum, la meta de aquellos arquitectos, el sueño de aquellos caballeros yaquellas damas, buscaba la conjunción de los espacios. Esto es, aspiraban a crearun espacio nuevo. Un espacio en el que la naturaleza y el hombre, en francarelación complementaria, mutuamente se enriqueciesen. Un hombre asimismonuevo al que apenas acababan de ungir las aguas bautismales de una concepcióndistinta de la vida y el mundo. Le acababan de ungir, pero ese hombre ya seanunciaba entre cálidas templanzas y con serenos murmullos, sosegadamente y enpenumbra dócil.

Por ello, en sucesión repleta de sentido, el espacio construido, siempreintegrado, jamás dominante, encontraba hermosa prolongación en la filigrana delos jardines y clave de convergencia su silueta al declinar de la tarde en la calmaintemporal de un estanque tan misterioso como ensimismado, aleteantes las aguasal golpe del remo con esa suavidad alterada de los delirios profundos, en lasmismas orillas de la naturaleza libre, en la complicidad de unos prados y frente a lallamada incitante de un bosque frondoso, propicio para los pasos del hombre y, sincontradicción, cerrado sobre sus espaldas, guardián celoso de excursiones perdidaspor senderos certeramente orientados hacia ese indefinido lugar desde el que manael rocío de los jazmines y son, del alma, brújula las rosas.

Los diseñadores de tales villas de recreo —de recreo en su acepción másintensa: la de recrearse; artesano consciente el hombre de la renovación de su vida—, auténticos orífices de la armonía, articulaban ejes con puntos ciegos donde elprotagonismo correspondía a la vida apacible de los seres en reposo, hojas quecaen y flores que nacen, al bisbiseo de la hierba, a los murmullos del agua, alquebradizo aleteo de los pájaros, al éxtasis preñado de alacritud de los animales encelo... Aquel hombre, que había intrigado en Palacio y apenas acababa de gozar delos juegos cortesanos en el estanque, se encontraba por fin a solas, con sensación de

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extravío, confundiendo sus latidos con los rumores de la naturaleza. Siendo, pues,naturaleza.

Si el cuerpo y el mundo con anterioridad se negaron; el cuerpo y el mundopasaban a fundirse. Fue así, pero de tal pretérito idealista, pretéritopluscuamperfecto, casi únicamente nos ha llegado la huella hiriente de un grandesastre.

III

En Piedrahíta, fatal anti-ejemplo, los poderosos Duques de Alba dispusieronuna mansión y unos jardines de puro ensueño renacentista. Antonio Ponz, espejode viajeros ilustrados y curiosos, comisionado de Campomanes que recorrióEspaña y escrutó sus rincones a lo largo de cuatro lustros, ya insinuó, en sumomento, lo suficiente. Pues la villa se contaba entre las «nombradas» del Reino yel retiro bien a las claras se ofrecía a la vista de los avisados, Ponz, anotadorconciso, se limita a señalarlo:

La villa de Piedrahíta está en la falda de la sierra, mirando al mediodía, territoriobastante ameno y ya muy nombrado por el palacio que el difunto duque de Alba hizoedificar... Aunque este edificio era destinado para una especie de retiro, tiene muchascomodidades, con jardín proporcionado a la amenidad de la situación y un riachuelo quedesciende de lo alto de la montaña. En la falda de la montaña y orientada almediodía, territorio ameno; retiro y comodidad; jardines proporcionados yriachuelo, en caída libre desde la montaña, con aguas frescas y cristalinas. Ponz,clérigo que ahorcó los hábitos, peregrino incansable por los senderos interiores dela sorpresa, sintió que rondaba una de las esquinas del Vergel de las mil y unanoches.

En su descripción contenida resuenan con nitidez las pautas fijadas por elsutil tratadista Leone Battista Alberti (1404-1472), pensador, arquitecto y humanistaitaliano, diligente y precoz investigador de los monumentos civiles de la Romaclásica, restaurador y consejero de urbanismo del papa Nicolás V, cuyoimperecedero tratado De re aedificatoria (1452) constituye una especie de liber aureode la materia: las Villas nobiliarias de recreo debieran ocupar, pondera Alberti, loslugares mejor orientados al sol y los más propicios en punto al deleite de lacontemplación del paisaje, amenos claros entre silvas retiradas, bien surtidos deaguas puras y de incitante discurrir unos tramos salvaje y otros encauzada. «Que el

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hombre persiga y se adapte a los sitios umbrosos que las aves quieren para susnidos y las animalías requieren para el descanso.»

Dotadas tales Villas de fáciles accesos —continuaba Battista Alberti—, susmoradores se regalarán la vista con «las cimas familiares de las colinas y losmontes», enramadas de paz por donde los problemas se pierdan, y entretendránlos ocios en el placer de los setos, entre surtidores solitarios y árboles patriarcas,benévolos con ellos «los encantos de la caza» y el solaz de la pesca. Battista Albertiansiaba recrear esos fondos ensoñados de las tablas flamencas, ese prodigio de laimaginación encarnada en la realidad donde el suceder en calma de las horas y lainalterada verdad de las cosas devolviesen al ser humano su mejor equilibrio,ancestral y telúrico.

Tras los pasos curiosos de Antonio Ponz, no menos curiosos, por lo menosigual de avisados y hasta con mayor detenimiento también peregrinaron hastaPiedrahíta, atraídos por la fama de los jardines ducales, Sebastián Miñano, elsoliviantado autor de los Lamentos políticos de un pobrecito holgazán que estabaacostumbrado a vivir a costa ajena, palentino de Becerril de Campos (1779-Bayona,Francia, 1845), escritor político de intención caústica y enemigo acérrimo delabsolutismo, presbítero muy a su pesar, liberal exaltado y anticlerical furibundo; ydon Pascual Madoz, hacendista de magníficas intenciones y desamortizadorempedrado de yerros, funesto para el Patrimonio histórico-artístico, los cualesestamparon este juicio (entresacado por mí, conste, de un trabajo de HortensiaLarrén y Andrés Martínez-Novillo, diligentes estudiosos de los jardines ducales dePiedrahíta) en la correspondiente casilla de aquel monumental Diccionariogeográfico-estadístico de España y Portugal (Madrid, 1827), tapabocas colmado de esasinagotables comisiones holgazanas que en este tiempo de las postmodernidades seestilan, trafalgar de pingües dietas y armada invencible contra los presupuestos:

El palacio [...] es el suntuoso que está contiguo a la población, y edificó el duque deAlba por el mejor estilo de los de Italia y Francia: en sus jardines, surtidos por las aguas dela sierra, guiadas y reunidas por acueductos, estanques, diques y cascadas de la mayorbelleza, están aclimatadas las más esquisitas frutas de Europa. Costó quarenta millones. Fuesu arquitecto Marqueti, el mismo que hizo la Casa de Correos de Madrid... Acueductos,estanques y diques; cascadas: el saber de Marqueti, los afanes de Marqueti, elingenio de Marqueti, la originalidad de Marqueti. Pues todo aquello —saber,afanes, ingenio y originalidad— brincó por los aires, empapado de agua con sabora llanto, y se destrozó y convirtió en añicos a resultas del ardor patriótico de unasoldadesca gloriosa y de un paisanaje ebrio de pólvora, estamentos por completo

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huérfanos del más elemental de los sentidos: el común, con frecuencia, cualacredita la Historia, el menos común de todos, con épocas enteras a través de lascuales no se le encuentra ni el rastro.

Desaforadamente, en alas de la ira, espoleados por el huracán de suspropios gritos, dando rienda suelta a los peores impulsos de destrucción, a lageneralidad de las furias y al universo de las ansias, hunos aportaron los cartuchosmientras hotros prendían la mecha, enzarzándose luego, cuando aún duraban losestampidos del estruendo, en infernal batahola contra los pocos arbustos queresistieron en pie, aterrando los canales y calcinando la esbeltez de los antiguosparterres. Por lo visto estaban derrotando a las falanges napoleónicas, cuadrilla dematarifes que a su vez, según alardeaban en jenízaro, se disponían a ilustrarnos,sinónimo para el tiránico Corso y sus piratas del robo libre y de la matanza.

En fin, por la Ruta de la Plata abajo, desde Béjar en dirección a Plasencia,pasado Montemayor, enseguida se tropieza el desventurado lugar de Abadía,actual asiento del desastre de aquellos que fueron los ricos jardines deSotofermoso, con justicia y sin hipérboles reputados entre los de mayor nota y másimportantes del Renacimiento.

Los dispuso el Gran Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, y esemismo Gran Duque, duque por las batallas y grande de mecenazgo, asentó entredichas amenidades una academia literaria en la que participaron, junto al propioGarcilaso de la Vega, multitud de ingenios. Pensil muy caro a Lope de Vega, elFénix meció en tal «Jardín del Abadía» diversas comedias y, engalanando susfuentes con guirnaldas de versos, lo convirtió en «sujeto» de la segunda parte delas Rimas (Sevilla, 1604), tantas tardes esfumada la silueta de un Lope desengañadoy maltrecho en el contraste de los últimos resplandores de esa «otava de las sietemaravillas», quizás embebido por la letanía profana del Serracinos, riachuelobravío, lamiendo el pie de los murallones. Cómo hubiese podido imaginar Lope deVega que de tal remanso de belleza andados algunos siglos únicamentesobrevendría el testimonio fehaciente de su palabra. Los viajeros informados dehoy se pasman con este pareado:

Este bello jardín goza y passea Que es digno de las guardas de Medea.¿Exageraba Lope? Todo indica que no. Museo vivo de mitología, aquel

ignoto jardín acogió hermosísimas labras de Francesco Camilani, como lasesculturas de Andrómeda, cuya madre despertó las iras de Poseidón al asegurarlamás hermosa que las Nereidas, y Telamón, uno de los Argonautas, padre de Ajax y

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enemigo de Ulises, cuya flota hundió en Salamina, y multitud de hornacinas ensembradío de válgame lo asombroso. Volvamos de nuevo a la cita con el estupor através del discurrir, siempre fluido, de los versos de Lope:

Es pequeño el jardín, pero de aquella forma

Que al hombre llaman el pequeño mundo En quien se cifra su grandeza y forma De aquel mundo mayor otro segundo De suerte que el artífice conforma Con más valor y ingenio más profundo Al grande Parayso este pequeño Muestra del cielo, y del valor del dueño.

Nada se deja Lope de Vega en el palimsepto de los olvidos: cifra en pequeño del Parayso, el jardín del Abadía mostraba el valor de su dueño, un valor medido en la capacidad de hacer brotar la belleza. Un valor, pues, que ya no se calibraba, al menos únicamente, en mandobles y por bélicas hazañas, sino en gotas de sensibilidad y por notas de refinamiento, por gusto artístico y plenitud de vida. Asífue, mas dilatadas centurias de rapiña rampante han propiciado su calamitoso estado actual, absolutamente irreversible, de descalabro. Entre las ruinas y el escamoteamiento existe una línea divisoria. Pues esa línea divisoria, en el jardín hermoso que fue del Abadía se ha rebasado colmadamente y hasta con creces desde hace un alud de años penosos. De aquel ayer renacentista a este hoy postmoderno la distancia también se calibra con acordes de despedida. En pie, lo que se dice en pie, sólo resta la comba del esqueleto y una gavilla de imágenes mutiladas, muchas de ellas, la mayoría, inicuo blanco de postas donde probar escopetas, señuelo de caza y diana de ociosidades para ricos propietarios quizás con puntería pero sin tino y para los cantazos de gañanes imitamonos.

De ahí la trascendentalidad de la finca de El Bosque de Béjar, inesperada islapara la excepción en medio de un piélago de naufragios. Formó parte de un mapaonírico y casi orgiástico, el de las villas renacentistas de recreo en España, dispersaspor esos quicios donde los yermos de la Meseta encubren valles floridos ofarallones de nieve, bosquedales en fuga, umbrías amables. Antiguo coto venatoriode los Zúñiga, doña Teresa, duquesa de armas tomar, adoptó al respecto las

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primeras iniciativas, pero fueron sus herederos, Francisco de Zúñiga y Sotomayor,IV Duque de Béjar, y su esposa, Guiomar de Mendoza, los padres espirituales de laobra: para ellos se levantó el palacete, para ellos se erigieron las fuentes, para ellosse adecuó el estanque; por su disposición se terraplenó el monte, por sudisposición se dispusieron jardines, por su disposición se aplanaron huertas; suvoluntad determinó que se respetase «la selva» de los alrededores, su voluntad lapuso al resguardo de las tremendas talas que entonces asolaron el cuarteadopergamino de la Península. Desde 1567 hasta nuestro flamante y subvencionadopresente europeo la finca de El Bosque se ha preservado, en lo sustancial,incólume. Qué duda cabe: quimera.

IV

Dos teresas de aúpa conoció la titularidad del ducado, mujeres de ordeno ymando que enarcaban las cejas y se ponían en ascuas en cuanto alguien osabaapuntar, sólo apuntar, a la contra de sus designios. Esas dos teresas de aúpa dieronel pistoletazo de salida de las construcciones más emblemáticas de la ciudad, laPlaza de Toros de El Castañar, una de las más antiguas del planeta taurino, y estafinca de recreo de El Bosque, hoy casi única en su género en España. Aunque ensentido distinto, ambas sabrían emplearse con energía.

La segunda, doña Teresa Sarmiento de la Cerda, cubrió el turno de malas.Menor de edad su hijo, don Manuel de Zúñiga, quien moriría combatiendo a losturcos en el asalto a la fortaleza de Buda (1686), y ocupando ella la regencia, mujerpiadosísima y la mayor parte del tiempo residente en Madrid, una mañana torcida,perturbando su enésimo Santo Rosario, tres descarriados villanos, comisionadosatrevidos del atrevido Concejo, incurrieron en la demasía de solicitar su licenciapara correr toros por el monte, estirar las jinetas, alancearlos, sacar los capotes ytrabar fiesta, petición que a tan cristiana señora vendría a representársele infernalcarnestolenda de calvatruenos. Airadamente se pronunció de rotundos nonesinapelables.

«Los tiempos mudan los usos, doña Teresa», le habrían amonestado, demediar su concurso, Lope de Vega y Cervantes. Pero no acaeció tal concurso, demanera que doña Teresa retornó a sus continuos rosarios, sólo interrumpidos conocasión (en su caso bastante frecuente) de procesión, rogativa o misa o funciónreligiosa, y los contritos comisionados emprendieron mohínos el amargo caminodel regreso en derrota.

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Aviados iban unos y otra: participada la triste nueva al común, el común,alborotado, hizo de su capa un sayo y, ni cortos ni perezosos, los lugareñosimprovisaron un coso de madera, bautizado a regañadientes por un cura motilón yenmascarado. Enmascarado con la montera, porque le mordía la impaciencia deprobarse en varas, en tanto los comisionados de la derrota fueron castigados por elconcejo rebelde a purgar la culpa de su fracaso en calidad de alguacilillos y demonagos. Luego cantaron a coro el amén de una ceremonia según el cuentoregada. Hubo mañana y tarde de toros y noche de vacas, con un fraile tercero, porcierto, cogido de gravedad en lance de oscuridades.

Doña Teresa, ni qué decir tiene, acarició la posibilidad de proclamarse encruzada contra tan desobedientes vasallos, pero apaciguada al cabo, porque entrepreces y rogativas de por sí amaina cualquier incendio, doña Teresa se conformócon incautarse la cornamenta de los cinqueños, porque fue cinqueño y de miedo elganado corrido, desmenuzando las astas en cuentas y camándulas que,convenientemente ensartadas, remitió a la villa para edificación de sus gentes.Natural: ordenó la inmediata demolición del coso con el incendio de sus maderas.«Fórmese acopio de clavos», sentenció, «para fundirlos en cruces».

Pero «los tiempos mudan los usos», lo señalé más arriba: falleció doñaTeresa, murió su hijo, quien nunca se metió en tales lances, y a la vuelta decuarenta años, que es nada, el nieto de tan altiva señora, don Juan Manuel II,concedió el permiso definitivo, sancionando lo obvio: los toros se lanceaban y elcoso de madera, como la tela de Penélope, allí se mostraba, medio deshecho ymedio rehecho casi a la misma velocidad y, año tras año, cazurramente empedrado,pues ya su basamento, las entradas, las graderías bajas y el ángulo occidental erandel granito pajarero de la comarca.

En septiembre de 1711 se puso de largo la Plaza de Toros. Completaron elcartel de la inauguración, con fieras alimañas de la parte de Ciudad Rodrigo,Cacharrerito, fabricante de yugos de Ledesma, y Sangrador, cirujano yemplastadero de la barriada de La Antigua, aparte de una turbamulta espontáneay del obligatorio espectáculo de tres caballeros de la Casa Ducal, que montaronalazanes briosos. Un tatarabuelísimo de quien esto escribe, Santagerus Muño,dirigió el festejo y lució de sobresaliente; los eruditos locales disputan sobre siparticipó o dejó de hacerlo en el tercio de banderillas.

1711, septiembre. Datos, datos: pues el coso de Almadén, de asombrosahermosura, se fecha en los años cincuenta y cinco o cincuenta y siete de la misma

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centuria, y habida cuenta que el de Ronda, de imborrable estampa, se remonta alochenta y cuatro, pocos lustros después elevado a los altares de la tauromaquia porla escuela legendaria de Pedro Romero, columna angular de la leyenda rondeña,por su peso cae, en cuanto a antigüedad se refiere, la primacía del bejarano,tesoneramente erigido contra el deseo y las órdenes de una Señora Duquesa de lasde antes, de voz afilada pero con palabras que retumbaban. «Vuesa Mercedperdone, Señora, se nos saltaron el cercado las fieras y menester hubo derecogerlas», se disculpaba el Concejo, tópicamente, cada pocos meses. Quince odieciséis alegatos por el estilo figuraron entre los tesoros del Archivo deTordesillas; desaparecieron con la francesada, raigón putrefacto de pésimasinfecciones. En París, no ha mucho, subastaron uno.

En cuanto a la primera doña Teresa, de Zúñiga y Guzmán, sucesora de doñaMaría de Zúñiga (1533), si aquella salió rezadora y poco amiga de toros, ésta sereveló pleitista y aficionada a las picas: se las clavó, para empezar, a los desatentospadres agustinos del colegio de San Guillermo, en Salamanca, los cuales, pecandode ingenuidad, virtud antifrailuna donde las haya, acudieron a importunarla conun pliego de deudas, proverbial uso de la nobleza con abolengo, creyendo que ibana cobrarse con El Bosque, a esas alturas el coto de caza preferido por los Zúñiga.Cuentan que doña Teresa, desternillada de risa, brindó al fuego los papeles de lademanda y ofreció a los frailes reclamadores la posibilidad de salir de su casa deestampida, aunque a elegir: por su propio pie o a patadas y por las escaleras,rodando.

—Cual Vuesas Mercedes gusten; disfrutan de dos minutos para decidirse.

—¿Dos minutos, Señora? —interpeló, perplejo, uno de ellos, el más orondoy risueño, de momento algo atónito, como tomado de las entendederas.

—En efecto, reverendo, dos —recalcó la dama—. Ni un grano de arena máscaerá en el reloj.

—Eso es mucho tiempo, augusta Señora —contestó el hermano orondo,emprendiendo al tiempo una huida con vocación de estampida en mediosantiamén secundada por los restantes colegas, veloces ensotanados.

—Quién lo sospecharía —comentó doña Teresa—, curas sobre los galgos.

Pues a dicha puerta ferrada también irían a llamar, en demanda de los quecreían sus derechos, los vecinos pecheros de Béjar, persuadidos de que El Bosque

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crecía, un día sí y otro también, en especial durante la noche, a costa de la mermacorrespondiente de un prado comunal —el Prado Sanjuaniego— que, porheredado en línea recta de sus mayores, les dolía en el alma de los ganados, tantomayores como menores.

—Nuestros ganados, Señora...

—Para ganados tengo los mis cojones —sentenciaría doña Teresa sinliteralidad entre el pensamiento y el dicho.

Los pecheros, sin embargo, jamás se mostraron tan pusilánimes como losfrailes, quizás porque al no subir ninguna escalera, pues se expresaron a vocesdesde el patio, tampoco rozaron el convincente argumento de descenderlarodando. Además, se asesoraron, estableciendo ronda de leguleyos.

—Parirán y hablaremos —dijo doña Teresa—. Avisadme cuando el seorpleitista albergue muchacho en el vientre, que preñado con timbres y encinto conpólizas le estimaré razonable.

—¿Quiénes parirán, respetada Señora?

—Los monos de los escritos. ¿Queréis cuestión, villanos? Pues cuestiónhabremos —concluyó. Y luego se dirigió al bufón—: llamad al corregidor yordenad a los procuradores que acudan presto, y apartaros de mi vista, que estamañana me veo desganada de monerías, abastada me tienen las de esos brutos.

Transcurrieron los años, engordó el expediente y, cebado de buten, se puso alas de parir. Maravedí a maravedí desfallecieron las arcas escuálidas de la Villa;sosteniendo a hiperbólico tesón la porfía, los baúles de marras aligeraron de peso yenflaquecieron hasta contraer la enfermedad del empréstito. O sea, no parió letradode la Villa pero, encinto de pagarés protestados, abortó el Concejo.

Cinco bien fatigados lustros se arrastró de ceca en meca el atestado,rebotando de audiencia en audiencia y de rábula firmón en pasante de pluma. Y aresultas de tamaño azacaneo un fatal día prendió el candil del dictamen. Allí yentonces disfrutaron los pecheros de ocasión muy bastante para el crujido dedientes. Un cuarto de siglo, desde el mil quinientos cincuenta y dos al milquinientos setenta y siete, malgastado en utroques rematados por una sentenciaproverbialmente antisalomónica.

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—Del lobo un pelo y ese de la frente —reía el heredero de doña Teresa, yadoce años la señora criando musgo, varón amamantado en tales usos y tamañasoberbia.

En contraste con la dilatada gestación prolija de aquel pleito tan malhadadopara el paisanaje sufrido, «butifarra de bandoleros» al enfadado decir de un papelanónimo (Simancas, MMDCCLIX, ab. 22339, x. 74, W 12), los resultantes fueron,sobre contundentes, lacónicos y ajustados, como si el oficial encargado de redactarla sentencia, untuoso y solícito con el Poder, tuviese a la vista el culo del tintero omedio gastada la pluma y agostadas las energías del garrapateo; a saber:

Digo, por delegación de los Señores del Consejo, e diciéndolo mando: la fincainnominada de El Bosque persevere en el estado actual, propiedad y dominio, hereditario ypatrimonial, de doña María Teresa de Zúñiga y sus etcéteras, indisputada e ínterin, en losucesivo, indisputable, bajo las penas de rigor y los costos a cargo del objetante, declarado,desde aquí y para siempre, fuera quien ose, privado de razón y ausente de juicio. Otrosí, y en sazonada prueba de palpable ecuanimidad, para en adelante se declara que lamanutención de los ciervos que habitan el lugar dicho correrá totalmente a cargo delDucado, sin que en ayuda de dicha carga puedan los tales detentadores exigir pechos alcomarcano de los vasallos, fallando al respecto por modo asimismo terminante y sinposibilidad de objeción. En la Corte de Justicia, con probidad, el día Santa Julia, efemérides de San Baco, en el añode gracia suso anotado. Salud al Mundo, Paz al género Humano. Como de sobra sesabe, al buen callar llaman sancho. La Villa acató la sentencia, qué remedio.Aquella tarde nevó. Nevó bíblicamente, con serena constancia. Al rezar de lascrónicas el cielo semejaba compás de desmoronamiento.

Mas no hay mal que por bien no venga, repito lo que antes señalé apropósito de Franco. Singularmente cuando las cosas se consideran desde ladistancia. O sea, los villanos sufrieron el escamoteo de su prado sanjuaniego por elescotillón de las usurpaciones legalizadas; a cambio nació para todos la maravillade El Bosque: para todos, insisto, porque la Historia, al final, traza estos guiños y,tornado el calcetín del revés, lo devuelve al derecho. De venta en venta ahoraostenta la propiedad de la finca de El Bosque un ente de titularidad trinitaria (másbien una entelequia), gestor de tan valiosa reliquia el Ayuntamiento de la ciudad ydesinteresados socios suyos la Junta de Castilla y León y el Ministerio de Cultura,comprada al insólito precio de ciento cincuenta o ciento sesenta millones, unaganga digna de verse reflejada en el Guiness y aun de que el Guiness suene con elhimno de los Santos Inocentes si consultado por esa página. Mas no adelantemos

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acontecimientos.

V

1567, sobre el dintel del portalón de la entrada, grabada en la picota por uncantero diligente, consta la referencia del dicho año. Don Juan Manuel de Zúñiga,IV Duque de Béjar, reinaba ya, descuidado de los tiquismiquis de la Justicia, sobreese insólito conjunto, en lo sustancial acabado, porque las obras de los nobles nadade particular tiene que cabalguen a matacaballo, del palacete con oratorio, elestanque, los jardines, los prados y la selva. Quien hoy lo visite percibirá al instanteque el Duque y su perspicaz arquitecto compartían de plano (jamás mejor dicho)las ideas, los sueños y hasta las utopías de Leone Battista Alberti, el verdaderoartífice, tratadista a su vez alentado por los lejanos saberes, siempre palpitantes,incluso a través de los mal llamados Siglos oscuros, de las inagotables culturasgrecolatinas.

Llueve este mediodía de otoño, cuando regreso a El Bosque, y tienen algo defebril las gotas de agua empapando las hojas que cubren el suelo, alfombra derunrunes impacientes, mientras el contorno de la gran secoya se barniza deirrealidad. Han vaciado el estanque y al ojo se ofrecen los esqueletos de dos barcas,prisioneras del lodo, más la fabulosa nota del torso de una ninfa y el rostro de unsátiro, muñones de la extinta galería de estatuas que risueñamente adornase otroraesa barandilla con minucia profanada por la ansiedad de los líquenes. Comoantiguos gigantes, algo más allá se descubren dos troncos comidos por elsedimento de minerales legañas y el verso amputado de una columna de mármolverdoso. Remansos de agua oxidada en légamos de incertidumbre. Avivados porun viento silencioso, los cedros mayores se frotan por las ramas; su fraternidaddesprende otra lluvia, aún más fina, enseguida difuminada. El templete de hierroque se eleva en mitad del estanque, airoso cenador romántico cuando el cerco delagua le mostraba islote, ostenta las caries de una base de piedra mordisqueada porlos labios de la humedad. La escalinata del embarcadero absurdamente aparececolgada del aire. Algunos charcos reflejan retazos de nubes sucias. No sé, alientauna atmósfera de enfermedad, como de agonía.

—¿Viene mucha gente? —pregunto al guarda, que me acompaña incómodo,embutido hasta las cejas en el chaquetón de pana y refunfuñante contra la lluvia.

—Sí, viene mucha gente... pero en verano, cuando no llueve.

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—Pero la lluvia es buena para el campo, la necesita porque...

—No joda, señor —me interrumpe estornudando—. El agua sólo es buenapara las muelas, pero cuando se toma en vaso y mejor si bendecida.

Rodeo el estanque, desatento al arrastrar esquivo del guarda, en dirección ala Fuente de los Ocho Caños y el Estrado Blasonado, perseguido por las notasdesacordes de sus estornudos en salva, y luego, cuando ensayo la intención deapoyarme contra el lienzo que sostiene las armas de los Zúñiga y Sotomayor, lamirada del hombre se torna lánguida, «usted me quiere matar». Ha salido el sol, elsol en orgasmo de los mediodías de octubre, y la bóveda de la selva retumba depájaros que sobrevuelan hasta la fuente, curiosos y atolondrados, con un piarerótico que de inmediato atempera la omnipresente rudeza de aquel catarro.

—¿Por qué no me deja solo? Vaya a secarse a la lumbre, le prometo que norobaré nada. Estas piedras pesan demasiado.

El guarda me mira con rencor, y de inmediato, entre mascullamientos, sealeja sin decir nada claro, como un espectro. El sol vuelve a ocultarse y los pájaroscallan; enseguida se extiende un sosiego casi letal. Tenazmente retorna elmonólogo de la lluvia.

De niño, mis padres me traían algunas tardes. Para merendar en verano y depaseo en las inolvidables mañanas del otoño. Luego caía el invierno, y la nieve nosdesalojaba hasta bien entrada la primavera. Un día remoto se ahogó en el estanqueuna niña. Aquella misma noche soñé su cadáver y durante mucho tiempo penséque la niña habitaba la misteriosa profundidad de esas aguas. Me embelesabamirándolas, reverencialmente sobrecogido de miedo pero al impulso de la ilusión.Entonces me contaron que, convertida en sirena, buscaba niños para jugar.

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7 De procesiones y viejos lenguajes, don guidos y enterramientos

Se sale de Peñafiel, que es mucho salir, porque en Peñafiel abundan losmotivos para quedarse, en dirección a Pesquera, ardiente aljibe de uvas añejas, peropoco después de atravesado el Duero por un hermoso puente de hierro, en cuyosojos habla el aire con candor de silencio, hay que desviarse a la derecha, siguiendoen línea recta, descartado el cruce que por Bocos conduce hasta Valdearcos de laVega, cuyo vecindario preside la Virgen de la Zarzuela, virgen de solejares y tierrasrubias, y más allá hasta Corrales de Duero, que supone apartarse del río y emproarel misterio de una tierra sobre cuya piel reseca se deslizan los días como si nadahubiese ocurrido ni fuese a suceder nunca, tierra contenida en escalofríosardientes.

La noche, esta noche de julio, discurre apacible y en calma, sin nada queenturbie su negritud intensa, con las altas estrellas alumbrando la serenidad de sunegro dominio, con los labios del agua acariciando el sucio ramaje de las orillas y eltiempo enhebrado en cauce de barro. Sin inquietud y dejándose llevar, es como sise atravesara una playa dormida, una playa con cuerpos sin sombra y dondeúnicamente la tranquilidad y el sosiego dibujasen sus arenales. La silueta dealgunos árboles, el vigilante abandono de las lechuzas, cierta o incierta quietudinsomne. Ahora mismo nada me separa del centro de la tierra. Nada de nada. Enmedio de la noche, cuando los límites del día ni tan siquiera existen, parece que senavega y hasta se llega a forjar la sensación de que se rozan las olas antiguas deesos mares y aquellas nieblas que jamás vuelven, inútil desesperanza de las pupilasabsortas en el desierto del hombre.

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I

Lo primero que se atisba es la mole del castillo, agigantada en la noche, esedominio de la ruina que en el enigma se disimula intacto, inflexiblementeguardado por las alas del silencio. Pronto lo besará la aurora y, entonces, el perfilde sus piedras se volverá humano. Mas ahora, todavía, lo envuelve el aroma de loque nace.

Curiel de Duero, o Curiel de los Ajos, el primer apellido en el mapa y elsegundo generalizado por la comarca, probablemente nombre romano, de curul,magistrado o edil, aunque también haya quienes, mostrándose más escépticos depasadas glorias, sólo aceptan curiel de curial, corte o asamblea de nobles en torno aun príncipe. Y aún resta otra hipótesis, a mi gusto la más sabrosa: Curiel, segúnapuntan algunos etimologistas pardos, derivaría de cuerpo; y si esto así fuera,convendría reconocer que Curiel de Duero, o Curiel de los Ajos, recibió subautismo de castellanos de pura cepa y bien afirmada raigambre, gente de suyomuy aficionada a llamar a las cosas desnudamente por la verdad de su nombre,mesnaderos de la aventura o pasajeros del riesgo a cuerpo limpio que en unterritorio batido de algaras cristianizaban sus dominios, con frecuenciaprovisionales, desde los guijarros del idioma, con esa perplejidad tancaracterizadora de quien necesita reconocer en el sonido de las palabras el meollo yla esencia de unos parajes donde nacer y morir, sílabas del alba a la vez tiernas yfrágiles y duraderas, vestigio elemental, vestigio rudo de nuestros mundosoriginarios.

Valladolid escasamente distará nueve leguas, una distancia asequible paralos tragaleguas de antaño y menos de una nimiedad para los automóviles, pero locierto es que Curiel se cela al final de un breve valle, con el imponente castillo dePeñafiel a la vista, en el que ni tan siquiera penetran esos afilados vientos norteñosque sólo algo más allá dejan la meseta absorta y trazan huellas de nieve y baten latierra y hacen del invierno brasa pura, quemazón de las heladas y hoguera de lasescarchas. Lozano y hermoso en su justa medida, Curiel de Duero se disimula.

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En términos relativos, el clima se muestra benigno. Aquí no resulta cierto aquello de «en Castilla, nueve meses de invierno más tres de infierno». El ebrio rigor de la mano de nieve se limita a contados días, simplemente los necesarios para que las veredas se queden sin ecos y el caserío se afirme como una isla de adobe, madera y piedra sobre la pasajera invasión del mármol; los dioses del fuego también se atemperan bastante, reservando su plenitud para poco después del momento en que la tierra rubia se muestra cuajada de racimos blancos, tardes inacabables en que la luz declina ya pisando los pasos de la luz que nace, hermosas noches de claridad rotunda, cuando en la boca acogedora de los eremitorios la calina levanta un deshilachamiento de humo que casi obtiene consistencia humana. Largos años encadenado a la muerte y el abandono, férreas amarras que ahora —por fortuna— parecen abocadas a la ruptura, Curiel, ya digo, se esconde detrás de Peñafiel y a espaldas del padre Duero, quizás porque sus habitantes siempre se mostraron más partidarios de mirar y admirar que de ser vistos, apartados para vivir en la siesta y el afán en los orígenes.

En fin, todo hay que decirlo, guardados en sus orígenes, fieles, muy fieles asus tradiciones y, al mismo tiempo, celosos, muy celosos de protocolos ypreminencias, tan partidarias del huevo como del fuero. En defensa de talesprerrogativas, si era menester, hasta las procesiones terminaban de mala manera,mutuamente cristianizándose a cristazo limpio, cofrade contra cofrade y sacristáncontra sacristán, llegando al respecto a forjar tradición. Voto a Cristo, tradicióncontundente.

II

Lo atestigua Rafael Ramos Cervero en su alucinador diluvio de historiaslocales, cuyo alcance rebasa con creces lo que se presupone a partir del título,quizás fiel a esa costumbre de disimularse: La iglesia de San Martín en Curiel deDuero, beneméritamente publicado por la Diputación de Valladolid en 1997,supuesta monografía parroquial que sienta con rigor las bases y afronta unempeño de mucho mayor calado; lo habitual más bien se asemeja a lo contrario.

Pues Ramos Cervero se hace eco, con rapidez de vistazo, de que la mañanade Resurrección del mil y quinientos y noventa y cinco, en marcha la procesióndebida por la calle del Sol, el diablo urdió la ocasión para que los feligreses deSanta María trabasen discusión con sus vecinos de San Martín a (des)propósito dellugar que en la misma ocupaba el pendón de la cofradía de la Trinidad, con

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recíprocos reproches y cruzada baraja de pedernales en la mirada. Y explica luegoque, plantada en el centro de la calle tan teológica controversia con molinete depalabrotas, el silogismo de los primeros se encendió enseguida, pero se encendiósin metáforas, y la mala ventura determinó que uno de aquellos cirios,guerreramente esgrimido, fuese a prender en los flamantes damascos del dichopendón, lo cual suscitó por la parte contraria bula y dispensa de santísimos golpesen turbamulta, consecuencia del cual fue un reflujo estratégico de inmediatotransformado en furibunda pedrea, con el resultante, al parecer (que esto no locuenta Ramos Cervero; anduvo en coplas de pregoneros, y algunas de esas coplasse han rescatado), de cuarenta y tres heridos de alguna consideración, dos pasosinutilizados y tres imágenes muertas, sinfín aparte de abolladuras. Entre cánticos yrezos, balada, pues, de hecatombe.

Cerró la noche y advino la nueva jornada pero aún continuaba la contienda,porque la guerra de las preeminencias siempre congela los odios. Interrumpió elcombate, cuando ya iban por cantos, el administrador del duque —el duque deBéjar— al plantar la cuadrilla de sus sayones y tres jaurías de ferocísimos canesentre medias de los contendientes bajo la orden expresa de «moler a garrotazos yremediar con mordiscos» a los recalcitrantes.

A juzgar por las protestas del sangrador, nutrida camada de perjudicados:«no di abasto», se quejaría al duque para enmienda de la soldada, «en variasjornadas pesia a la colaboración y ayuda de diversas voluntarias improvisadas, aquienes faculté lecciones de urgencia para el auxilio de las elementales, que Dios ysu Santa Madre preserven a Su Ilustrísima por una extensa sucesión de dichososaños, amén» y a tantos de tanto. A tal tenor discurre el papel recién hallado enSimancas por un presbítero voluntariamente anónimo y de generosidad (entre lossuyos) extraña, porque me cedió la primicia con raro desinterés.

Mortífera o simplemente desastrosa, la batalla del noventa y cinco sólosupuso el principio. Ya caldeados los ánimos, y enquistado el rencor, dos añosdespués un romero de San Martín se dirigió en poco amables latines macarrónicosa un su vecino de Santa María por el quítame allá las pajas de si yo desfilo delantede ti o a ti te corresponde guardarme las corvas y besar el suelo o debiera acontecerla viceversa, es por saberlo, pedazo cabrón, que en ese caso te empalaré con elchuzo y bautizaré con lapos la huella de tus pisadas, maricón de alameda. Bastócon eso.

Apenas mediaron mayores palabras, porque el segundo romero optó de

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inmediato por el sonoro lenguaje de las bofetadas; vino después el clic-clac de lasnavajas y allí fue el rosario de las cuchilladas, al instante henchida la disensión ysobre la marcha formada fenomenal batalla cruenta, con los hacheros de cadaparcialidad dirigiendo lanzas de fuego contra los pasos y las imágenesespecialmente amadas por sus oponentes. De nuevo impusieron tregua los fierosmastines del duque. Tregua canalla, de gritos y de congojas, de piedras en lasventanas y ronquidos de amenaza.

Paz momentánea, paz mentirosa, la paz del rencor acallado, de ese rencorque es como el volar de los buitres, silencioso y expectante. Porque cadaResurrección se renovaban los amagos y a pique de pique andaba el albur,situación dilatada sobre mal de ojos y mascullamientos hasta el año de desgraciadel seiscientos y siete. Entonces y por lo mismo sucedió lo propio, aunque demayor gravedad: ya contaba cada bando con mesnaderos flagrantes y soldaderassilentes, los cuales a discreción se repartieron estopa y las cuales, asimismo adiscreción, se prodigaron alfilerazos con acericos de muchos dedos, dejando «másde cincuenta seres de los que se dicen humanos» literalmente estampillados depicotazos. En dicha barata los sayones del duque no se atrevieron a intervenir y losperros, escarmentados a las primeras de cambio, pronto se conformaron con gruñirdesde las orillas, impotente el administrador para atemperar tamaños furores.«Cualquiera tercia», se excusó luego mostrando el intervenido arsenal de zancasbastante más que reglamentarias.

Don Pedro de Moles, el clérigo enarbolador del Santísimo, tomó las devilladiego, refrenado el impulso de su loca carrera de huida cuando se tentó a salvoen la iglesia de San Martín, desde lo alto de cuyo campanario amenazó con laexcomunión y pacificó al gentío, según me contó Pos-Pos, personaje al que mereferiré enseguida, por la radiante extenuación de los beligerantes, de molidosapaciguados, privados de aliento y rotos.

Otro espejismo, otro. De allí a sesenta y muchos años, anota Ramos Cervero,Curiel desconoció procesión sin batalla, descontada la del Corpus. En dichafestividad reposaban los hierros y descansaban las manos, exclusivamenteempleadas en menesteres piadosos; un día al año a quién hace daño. Tal grado deincandescencia adquirió la querella que el párroco en fuga, varón advertido,impuso para salvaguarda la condición de que se le permitiese desfilar en caballería,poniendo de manifiesto que al menor síntoma de jarana emprendería la carrera yahí se quedaban, compuestos o descompuestos pero sin cura, «allá cada cual contan malas mañas, Señor Duque y Alta Serenidad, porque el oficio de cristianar no

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me enseñaron en Astorga que supusiera tunda de palos procesionales, desafinadogregoriano para las costillas, que de suyo y por el gasto continuo de las oraciones,que Dios salve a Vuesas Mercedes, ya marchan de por sí de castigadas sinconcurrencia de magullamientos».

No se despacharon boletos pero faltaría poco. Las Ordenanzas Mansas de laVilla, papel barbado de comienzos del XVII, galanamente tachado de apócrifo porla bandería de los ortodoxos, establece la prohibición tajante de subastar o puntomenos las balconadas bien situadas los días y, sobre todo, las noches de procesión,cayendo de lógica la conclusión de que algo habría, o pudo haber o pudiera,mediante la circunstancia de que explícitamente se proclama el veto del alquilerpara las fechas en el santoral marcadas de ceremonia y desfile. Cuando los ríossuenan es porque llevan agua y, si el sonar se acentúa, será porque se desboquen,rebosantes de madre y roto el cauce tradicional. «En fin, sin duda sería lo quefuese», concluía siempre Pos-Pos, brújula para mí por las galerías oscuras de esterelato, único parpadeo que lo despejaba.

Contaba, contaba y contaba; contaba Pos-Pos, incansable fabulador deverdades. Pero lo cierto es que, hasta donde a mí se me alcanza, la villa de Curiel sedesempeña por norma pacífica y, fuera del dicho decir de las procesiones deantaño, su historia civil registra contadísimas disensiones. La picota de la entrada,blasonada con las armas de don Lope de Stúñiga o de Zúñiga, duque de Béjar,actuaría en calidad de «detente», escarmentador calvotero de los huesos mondosde los criminales, marca que fue de muerte y hoy atestigua los matrimonios, que ala vista de tantas fotografías uno no sabe si el novio y la novia se casan en la iglesiao ante el cadalso. Pos-Pos, sin falta, se presignaba farfullando letanías al pisar susalrededores: unos alrededores de hierbajos ralos, como quebrados por mal de ojos,como quebrados... «Aquí se terminaba la joda, chaval, aquí empezaba lo serio»,solía amonestarme.

III

Entro en Curiel de los Ajos por el camino de Peñafiel, la mole de su fortalezapresidiendo la noche, sobre el canto de unos ruiseñores tardíos, hu-it, huu-it, hu-it,aves que a estas alturas de la canícula ostentan el canto por lo general apagado,pero que ahora insisten, hu-it, huu-it, hu-it, con suave desasimiento, al tiempo dedolor y alegría, a hurtadillas posados en la raya del sueño, hu-it, huu-it, hu-it,jirones pasmados, de repente contenidos, huu-it, it, it, de las campanillas de San

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Antón. Un gato leonado cruza la calle; al ganar la esquina vuelve la cabeza y, alerta,la oscuridad rebrilla por sus ojos en acecho; luego corre afanosamente, de seguidaperdido por el guiño ciego de un ventanuco. El amanecer despunta sin ganas,vacilante y sin pulso, como escapado de un cautiverio.

Consumidas las murallas por la proverbial constancia del buen labriegocazurro, el tapial de las casas y los paredones de los huertos registran el inventariode las antiguas rocas sillares de Curiel. Pero hacia la feligresía del Calvario laDiputación de Valladolid ha sembrado el anacrónico cachivache de un portónreinventado, palpable demostración de posibles, uno de los males —y no de losmenores— de nuestro tiempo, tan dado al derroche, la facundia, las estantinguas ylas megalomanías, cielo, cielito lindo de esos revivales del Patrimonio que aspiran atapar la historieta de tantos expolios y arruinamientos con enmiendas de silicona,tratados tan añejos restos cual flácidas tetas de cortesanas.

La Villa saluda al viajero como los cánones dictan, con una ermita a fe míaque sólida, labra sobre labra y labra sin concesiones, con puerta geminada, cuyointerior guarda un angustioso Cristo del XVI de esos que no se pueden contemplarcasi nunca porque la señora de las llaves jamás aparece, desposada con Belcebú, osi aparece no encuentra las llaves, jugando al ratón y el gato o si a un milagro sesuma otro, y presente la señora concurren las llaves, entonces, ¡por los cojones deSatanás!, el diablo de algún muchacho ha taponado de cera el ojo de la cerradura ysupone obrón de romanos devolver al hierro la pureza de los ajustes, cuando laúnica herramienta que funciona es la patada. Por casualidad de las bárbaras se memostró propicia la fortuna un buen día y ante quien corresponda juro que el Cristode marras despuntaría entre los excelentes, pero de sobra se sabe que por lasanchas tierras de Castilla las ermitas se han transformado en castillejos inaccesiblespara las gentes de orden, relicarios de frágil cristalería, sin embargo, paradójicosrelicarios de frágil e indefensa cristalería para esos impunes expoliadores delPatrimonio que en calendas nada remotas acopiaron su agosto dejándonos enbarbechal.

La picota, una picota surcada de cicatrices, la mascarada de la puerta,perfecto el arco y de lujo los matacanes, más la ermita, tatuaje de piedra puracontra el despuntar de un cielo cruzado de doradas nubes penitentes. Curiel, villavenerable, propina al viajero una entrada de libro. Silencio y el ocaso de la luna enel deslumbramiento del sol naciente. Las cosas callan, reposa el mundo; elparpadeo de las estrellas, el relente de los matojos. El horizonte se dilata hacia laribera del amanecer. Crepúsculo de brumas, ocioso coro de chimeneas. En lo alto

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del breve montículo al comienzo de cuya más propicia ladera reposa el casar aúnse sostiene el muñón de una llaga. Ya está empañada de claridad la noche. Prontoserá recuerdo en los acantilados del día. Arriba del todo, la fortaleza.

IV

—Es el castillo de doña Merenguela.

—¿De doña Merenguela, niña?

—Sí, señor, así lo hemos nombrado siempre, era de doña Merenguela, unainfanta, ¿lo sabía?

Apenas serán las once de la mañana, pero el sol aprieta de lo lindo. La niñase resguarda en los soportales y me observa llena de curiosidad.

—¿Dónde vas?

—Al castillo, voy en busca de doña Merenguela.

—¿Y de dónde vienes?

—De Peñafiel.

—¡De Peñafiel! Eso es mentira, ayer mismo estuve allí con mi papá y no te vipor ningún lado. Además, vienes andando y Peñafiel está muy lejos, a Peñafielsiempre se va en coche, mi papá tiene un coche y tú no tienes coche, fastídiate.¿Cómo te llamas?

—Andrés.

—¿Andrés?, no te creo, tú no tienes cara de llamarte Andrés. Andrés sellama mi hermano, y no vas a llamarte tú como él. ¿De dónde eres?

—¿Y tú?

—Yo de Barcelona, ahora estamos de veraneo en casa de los abuelitos.

—De Barcelona, no te creo, porque yo he vivido en Barcelona y no te he

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visto nunca, me acordaría.

—Pero es que Barcelona es muy grande, así por lo menos —dice, estirandolos brazos hacia el infinito—, o más, que nadie ha llegado al final. Ni mi hermano,que tiene moto, pero todavía no ha venido, porque él no está de vacaciones, tieneque trabajar porque va a casarse enseguida, no como tú, que vienes andando y note quiere nadie, fastídiate.

—Oye, ¿y cómo se sube al castillo de doña Merenguela? ¿Por dónde se pillamejor el camino?

—Eso no te lo voy a decir, fastídiate, a mí me sube todas las tardes mi papáen el coche, que es nuevo, pero a ti no y tampoco te voy a señalar el camino, pormentiroso, que no vienes de Peñafiel ni te llamas Andrés y ni siquiera conocerásBarcelona, que yo sí que te habría visto, porque yo me fijo mucho en la gente de tupinta, cualquiera se fía, me lo ha dicho mamá, que no me fíe. Adiós.

«Castella» romano o fortaleza de los primeros tiempos de la repoblación dela extremadura castellana, o ambas cosas en una, que es lo más fácil, la subida atumba abierta por el monte Bercial, enseguida dejadas atrás las últimas casas ydesdeñado el caminejo que asciende serpenteando, pronto me riega de sudor elrostro, de ahí que haga parada y busque reparo en las covachas de media ladera,antiguos eremitorios, muchos de ellos reutilizados como bodegas, con una, la demás amplia boca, cargada de recuerdos inolvidables.

La casa-cueva de Máximo, alias Pos-Pos, legendario superviviente de unasaga extinta: la de los viejos vagabundos castellanos, casi fósil de tan auténtico, aquien tuve la dicha de conocer, no aquella primera mañana, cuando encontré sucasa-cueva vacía, sino algo más tarde, en el otoño del mismo año, mil novecientosochenta y seis, una tarde de perros, con las dos riberas del Duero sin resquicioentregadas al reino de las heladas y con las ramas de los olmos forjadas estalactitas.

Pos-Pos achispaba el brasero, y al verme se quedó de un pasmo, como si deuna aparición celestial se tratase. A mí, por descontado, me sucedió lo propio: ¿demodo que aquellas oquedades seguían habitadas a tales alturas del siglo? Fue élquien rompió el silencio. Habló con un hilillo de voz sin dejar de soplar el brasero,la cara roja, congestionada, el pelo crespo y de alambre, las cejas salpicadas deceniza, con un no sé qué de socarronería displicente:

—Pos qué, hermano, pos qué, a cobrar la contribución, pos vas de culo y

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marcha atrás, pos-pos, pos eso es ahí abajo, pos donde viven el cura y los vinateros,pos no te jodes.

—¿Usted es Pos-Pos? —pregunté incrédulo, porque me habían hablado dePos-Pos en Peñafiel pero aquel cuento lo tomé por conseja.

—Pos, claro, hermano, pos ¿y tú?, pos qué, ¿el sobrino malaleche y guardiacivil del alcalde? Te desconozco, cabrón, pos alguna ruina te guiará los pasos.

Pegamos hebra al instante. La cueva de Pos-Pos, no muy limpia niperfumada, y no ya oscura, sino lóbrega, húmeda y larga, sin cielo y sin horizonte,con el barro del suelo apelmazado, el jergón sobre una tarima, sillas rotas, mueblesdesvencijados y una hermosa cómoda de nogal intacta, cántaras diversas, un par depalanganas y los más diversos cachivaches a peores espolvoreados en desordenadasucesión de repisas, hornacinas y salientes naturales de la pared, desempeñó paramí las veces de escuela.

—Pos la planta de una habitación alargada con una flecha a un lado o alotro, indicando su dirección, pos que allí era seguro el resguardo y, pos quizás,quizás, pos hasta que pintara cierta la posibilidad del escamoteo, pos de qué, posde alguna gallina o similar; pos una cruz con el brazo de la derecha, pos quesiempre fue ese brazo el brazo de la autoridad, y más tiránica cuando cerrado enaspa, pos cuidado, sujeto con vara de mando; pos la cruz a secas, pos que en talcasa ejercen de santurrones, pos que apoquinan limosna o comida bisbiseandorezos; pos la figura del ojo de Dios, el triángulo dicen, al revés y abierta por arriba,pos flanqueada por otros dos derechos y abiertos por abajo, y luego continuadospor otro igual, aunque mayor, pos que viven viejos o mujercillas solas y pos queasustan y pos que son generosos con tal, pos, que te alejes pronto; pos, pos...

—¿Cómo dices?

—Pos lo que oyes, hermano, pos lo que oyes. En de más o de menos, pos así:

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Pos huye como gato desta señal, avisa de cárcel; y pos quédate, en cambio,donde adviertas las dos rayas en paralelo, más corta la de arriba y con una especiede árbol con que de dos únicos brazos de par en par; pos dejan dormir en el establoo pajar y hasta pos se apiadan a la hora del almuerzo:

Pos-Pos me enseñó el lenguaje secreto, la escritura jeroglífica de los viejosvagabundos castellanos, gente consagrada a la mendicidad y la busca, solitariospero solidarios, porque las asechanzas de su vida al albur requería en grado sumodel apoyo mutuo, grabadas las señas de esa hermandad franciscana a limpia puntade navaja en árboles y encrucijadas o dibujadas a carboncillo o teja en paredes yesquinas, eficazmente disimulado el contenido de los mensajes en el candor deunos trazos en los que nadie, salvo ellos, repararía, siempre avizorados los ojos enbusca de la huella y el aviso de los compañones.

—Pos redondel atravesado por una flecha, que se escapa por arriba, pos quecon habilidad y arriesgándose existe la posibilidad de alzarse con una gallina o posun gallo o pos un conejo.

Pos-Pos era sabio:

—He gastado la vida haciendo lo que me gusta, sin amo, porque vosotroslos llamaréis de otra manera, pero son amos, bueno, o amas, unas mejor y otraspeor, pos tontería grande eso de pos los hombres o pos las mujeres, pos malocualquiera cuando te manda,

Pos-Pos aceptaba la nieve y el hielo, los calores y las tormentas, el granizo ylas solaneras:

—Hijo bendito de Dios, pos no existieron siempre. ¿Qué año dejó de helarpor febrero? ¿Cuándo dejó agosto de calcinar briznas? Es lo suyo, ¿no?, pos que se

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sucedan los tiempos, cada estación ordenada, una detrás de otra, cada cual con susrigores, pos marzo con sus marzadas y no es bueno el mosto cogido en agosto, posoctubre florido y presagios de nieve por Santa Catalina, pos hacia la Magdalena lanuez se llena y la nieve de febrero buena, buena, buena... siendo a primeros; pos endicha compostura desde que el mundo fue mundo, ¿o no? ¿De qué nos quejamos?Pos unas veces tiritando y pos a la de otras sudando, si cristianos somos al cabo decuentas vamos tirando.

A Pos-Pos, verdaderamente, casi todo le traía al fresco, pero no quiero decirque no le importase, quiero decir que lo aceptaba con naturalidad, hasta lostuétanos identificado con el ser de las cosas, uña y carne de su misma esencia.Nunca me pidió nada y a la vuelta de algunos meses, cuando ya habríamos pegadola hebra larga en diez o doce ocasiones, vino a soltarme esta declaraciónconmovedora:

—¿Qué hora tienes? —acababa de sorprenderme consultando el reloj dereojo—, bueno, pos a mí me da igual, te marchas cuando quieras y pos regresascuando se te vengan las realísimas ganas; pos si no estoy será que he salido, posentras y pos me esperas o pos no me esperas y andas al buen avío, pos tú sabrás.

—¿Y qué quieres que te traiga Pos-Pos?

—Nada, hombre, ¿pos no somos medio compadres? Bueno, pos sea lo quesea pos bien vendrá... —y vaciló unos segundos, para añadir luego— aunque seanlibros, pos a lo mejor hasta te sobran algunos, pos mejor con tapas.

—¿Libros Pos-Pos? ¿Y con tapas?

—Pos sí, pos coño, con tapas, pos aquí se resfrían.

—¿Libros, Pos-Pos? —insistí.

—Sí, libros, pos coño, libros, ¿pos pasa algo? ¿Pos no sabes lo que son?

—¿Pero libros?

—Pos es que tú no rajas cómo se venden en el mercadillo de los domingosen Valladolid, pos éste es un país de gran cultura, pos no lo representará o quizásea que tú no lo sabes pero lo es, pos te lo digo yo, pos palabra de Pos-Pos.

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A falta de pizarra, ni falta que hacía, Pos-Pos empleaba las paredes de sucasa-cueva para alfabetizarme. Bien avanzada nuestra relación, avanzada yafianzada, aceptó, algo a regañadientes, trazarme sus signos en mi libreta.

—Pos no sé, hombre, pos no sé —dudó, remiso el gesto— esto del papel y lapluma... pos que se me hace extraño.

Suelen dar comida sin insistir demasiado. Por norma, pan viudo.

Puedes hacer noche.

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Aléjate de inmediato, en especial si careces de papeles o andas a malas conla Justicia. Corre; peligro.

Haz mutis, como el gato, o acabarás entre rejas. Es la vivienda de un guardiao de alguna autoridad. Piden la documentación.

¡Cuidado con el perro! El mamonazo no ladra, muerde.

Dueño rico y generoso, aporta dineritos para la causa.

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Escapa de najas.

Deprisa, vete.

Sin esperanzas, pasa de largo. Son ricos avariciosos; se dejarían matar poruna perra chica, nunca socorrieron a nadie.

Animales peligrosos: lobos, perros salvajes, víboras... No dormir ni acampar.

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Vive mujer sola, o anciano aislado. Se asustan enseguida y sueltan buenaslimosnas.

Ojo, hay vigilancia. Perros o guardas.

Esta gente nos odia, arrea.

Desde la remota indagación del sabio Gross, quien se movió a sus anchasentre las huidizas telarañas de los gaunerzinken germanos, y el Liber vagatorum,desatendida madeja de llamativas pistas, estaba fehacientemente probada laexistencia de una escritura jeroglífica, trasmitida boca a boca, que poblaba demensajes el deambular apartado de mendigos y vagabundos, muy útil guía de«primeros auxilios» en el azar y las venturas o desventuras de su deambular.

Entre nosotros era un clásico y en tal calidad se mantiene, punto menos queúnico, un tratadillo de Juan Díaz Caneja, erudito disperso, experto en

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marginalidades y bordoneos, acabada contrafigura de su propia realidad degobernador civil de Zaragoza, prohombre del lerrouxismo por la facción másliberal y nada golfa, apeado del cargo en las revueltas de la política y puesto a salvode los tenebrosos paseos cainitas del terrible Madrid de los primeros meses de fataldesconcierto por el pintor Díaz Caneja, su hijo, carabinero republicano y comunistade los insobornables, carne de penal al sobrevenir la Victoria.

Un librito, decía: Vagabundos de Castilla, impreso en Palencia y 1902,reeditado en mil novecientos ochenta y cinco por Almarabú/José Esteban(Madrid), con prólogo de Constancio Bernaldo de Quirós, penalista y sociólogo,maestro de don Juan, relación que nos lo sitúa, dado que entonces se heredaban losmagisterios, en la fecunda estela de Francisco Giner de los Ríos y la InstituciónLibre de Enseñanza, o sea, hombre de conciencia, autoridad de las liberales yerudito libérrimo por el terraplén de la heterodoxia canalla. De los despachosoficiales a los recovecos de la miseria, en trance alpinista y a saltos de un talud alopuesto, abundaba en requisitos para despeñarse mas sucedió lo contrario y esoacredita la consistencia de sus muchos caparazones. Rara avis, excepcional caso elsuyo. Porque nada tiene de cotidiana la pericia de un ciudadano-pez por lagunas ylodazales tan encontrados y procelosos: navegante experimentado por el aguachirlede los andoloteros y la gallofa, piloto de altura en el embalse del ringorrango,artificial estanque de algas, líquenes y procesiones, mineralizada la costumbre delos desfiles. Don Juan Díaz Caneja, autoridad nocherniega, maestro en escorzos.

Que yo sepa, en pos de sus pasos sólo salió, aunque lustros después y pordistinto atajo, Alfonso Sastre, émulo cervantino en la afición por recolectar y leeraun los papeles del suelo, alambique de raridades, indagador de las entretelas dellumpen. Sastre, natural y vecino de Marginalia, sacó cátedra múltiple dejerigonzas, licenciado en el campus de Vallecas y por el humus del difunto arroyoAbroñigal, después doctorado por las quebradizas chabolas de los vagabundosnorteamericanos, soberana lección internacionalista.

Para qué divagar. El código de señales de los vagabundos norteamericanosque Alfonso Sastre recoge en el capítulo XXXVII, titulado «Paredes que hablan», deLumpen, marginación y jerigonza transita años luz por detrás, en cuanto se refiere alingenio, del código de señales de los vagabundos castellanos, al menos al de laversión Pos-Pos, comarca de Peñafiel, extendido por Valladolid, Palencia, Segovia yel sur de Burgos y con leves modificaciones, según he podido observar, válido paraambas Castillas y Extremadura, vivo hasta bien entrada la década de los setenta eirremisiblemente barrido al extinguirse luego la mendicidad trashumante, volatera

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de pordioseros libres que defendían su arriscado modo de vida entre la gallofería yla mangancia a menores, rindiendo asimismo, al pairo del tiempo y lascircunstancias, de zampalimosnas o bordoneadores, unas veces ciegos y otrascojitos, pobres limosneros peregrinos, carne de mortaja en esos lienzosestremecedores de Gutiérrez Solana —ojos de alarma contra las cercas mássoleadas, pública y secreta exhibición de lacerías en las encrucijadas de todos loscaminos—, espantajos del espanto de aquella España negra de nuestros abuelos,cuyos nietos o biznietos somos a pesar de la purpurina y a pesar también de que decuando en vez los jirones de esa España se vislumbren, aunque los profesionalesdel optimismo se declaren entonces personajes del cervantino Retablo de lasmaravillas y jueguen a confundirnos con propaganda de subvenciones.

Al final de los siglos, sólo Pos-Pos. La última vez que le vi apretaba elinvierno y nevaba. Salió al camino para despedirme. Después, desapareció.Inevitablemente supe —hubiese preferido desconocerlo— que unos pescadores ledescubrieron flotando en un recodo del padre Duero, entre los frondosos cañizosde la ribera, aguas abajo de Bocos, sonámbulo para siempre en un regazo de lodo,sangrante de lluvia y barro, enrojecido e hinchado. Se habló de un crimen. Pos-Posvolvía de cobrar el óbolo mensual de la Confederación Hidrográfica, ese remedo dejubilación con que la caridad de las leyes sazonó la pedorreta de su adiós laboralsin despedida. Esquirla de pus en el cristal empañado de la memoria. Algunosamaneceres me llama desde la neblina por mi nombre. Le busco y, aunque nosiempre le vea, siempre nos saludamos. Me llama y le llamo; nunca nosdespedimos.

V

Desde lo alto del castillete de doña Berenguela, antañona propietaria deCuriel (hacia 1215), que siempre será para mí el castillete de doña Merenguela, esnítida la visión del palacio de los Zúñiga, duques de Béjar, cuya construccióndatará de los comienzos del siglo XV. Magnificente mansión de molidosartesonados mudéjares, todavía ostenta sombra de espléndida fortaleza, de ampliofrontal almenado y con barbacana, guarnecida en los flancos por robustas torres,alcázar que vivió deslumbrando aunque hoy sólo a temblorosas penas se mantengaen vilo, descarriado de la mano de la Fortuna en el desamparo del viento, conalgarabía de urracas y festoneos de palomar, ruina de carcomidas entrañas tras elantifaz engañoso de la primera apariencia. ¿Revivirá algún día?

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Parece mentira, pero el Palacio estuvo habitado hasta hace bien poco,lazareto de pobres hasta ayer mismo como quien dice, usufructarios putativos losabuelos de Pos-Pos durante los peores tiempos de la posguerra de aquel dominiomostrenco. Dichos seres o medio seres, acentuado el término con todos los tonosde la denuncia, ejercerían como termitas de la miseria. Termitas voraces, eso pordescontado, pero voraces en el despojo lirondo de las postrimerías, desheredadosde la sociedad y parias de los esputos. Ni tan siquiera en la hora triste de ladestrucción les correspondió un papel de relieve, navajeros de un cadáverdescarnado.

Y es que el papelón más turbio lo reservó para sí, en miserable exclusiva, elfinisecular propietario con títulos y con mando, un señorón añejo y capirucho,militante torero en el sector fachisoletano de Valladolid, ciudad que en su activoconjunto para nada responde a la esperpentización de tal mote. Los más viejos dela Villa todavía le recuerdan pregonando pública y vergonzosa almoneda de susenseres en el mismísimo umbral. Dos colegas de farras y tres cotorras en alquiler lealcanzaban los objetos y él, desbordando miseria, los pregonaba con énfasis decodicia, cínico y descreído, indiferente a cualquier consideración que rebasase algode la cazalla y los tangos, padre de la patria en versión de dómine cuarteleromutilado por la cirrosis, espectro desembozado del menor señuelo decaballerosidad, su disfraz preferido. Ay de tamaño don Guido, encarnaciónquintaesenciada, quintaesenciada y hasta degenerada, de aquel personaje de lascoplas machadianas, «... un señor, / de mozo muy jaranero / muy galán y algotorero: / de viejo, gran rezador», contrafigura asimismo —para seguir conMachado— del espantapájaros del casino provinciano de «El pasado efímero», enla «oquedad» de cuya cabeza desempeñaba función de único huésped «el vacío delmundo».

He calibrado las virutas de sus vajillas, pulverizadas en duros; el retal de losajuares, troceados a lo que dieran; el menudeo de los muebles, ni tan siquierapagados al peso. Hubiese arramplado con el universo; se conformó, qué remedio,con sembrar de frío las estancias. Las cuentas, sin embargo, no le cuadraban. DonGuido, según recuerdan, atisbaba con ansias el montón de los cuartos. Lo atisbabay movía la cabeza con gestos de negación, aspavientos de los colegas y solidariosayes postizos de las putas, tal vez porque esas pobres mujerucas sentirían lasoldada en peligro. Ay del Palacio, las cuentas de la sangría no le cuadraban almatador.

Entonces, con pose heroica, don Guido volvió sobre sus pasos, cerrando tras

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sí la puerta. Atenuados al principio y luego ya retumbantes, la plaza de Curiel sellenó de crujidos, de golpes, de batacazos. Después, jacarandosamente reapareciódon Guido. Y batió palmas y se pregonó de nuevo, olé, olé: «aquí de puertas, aquíde ventanas, aquí de estantes, aquí de azulejos». Cubierto de polvo, don Guido, suscolegas y las coimas reemprendieron el rito triste de la subasta.

Pero vencida la primera euforia, las cuentas, de nuevo, le pusieron mohíno.¿Cuáles sus pensamientos? ¿Qué metas acariciaba? En plata, ¿qué golfadarumiaría? Posiblemente, posiblemente dos o tres francachelas regias; quizás algunaputa de lujo, al diablo aquellos tres esparavanes de garbanzuelo, culpa suya seríaque la operación transitara por el callejón del arrastre. «¡Al diablo!, ¡al diablo!»,exclamó, no tenía suficiente. Don Guido, el matador, regresó al desgalichamientode lo que fue Palacio; enseguida se produjo una sucesión de estruendos como enllovizna. «Parece que tiran tablas desde muy alto.» En efecto: estaba arrancando, demala manera, el artesonado.

Y así, sudoroso y torvo, don Guido inauguró la tercera sesión del remate, ladel requinto y la rula, la de matacandelas y velapregones, a disposición y tiroaquellos frutos rasguñados de las posturas más humildes: las de esos cuitados queúnicamente dispusieron de un dedal de reales, ávidos de adornar sus lacerías conla caspa del ringorrango. Se hundía la tarde, entraba la noche; soplaba relente, lacazalla se había terminado, los colegas liaban pitillos de hastío, las pobres putas,grotescamente despintadas, parecían preparadas para el sudario; don Guidoderrumbó los precios: a peseta contada el hato de astillas, a medio duro sonante elcuarterón con figuras. Por fin le cuadran las cuentas, ya podía ir pensando enlevantar el campamento. A la hora del remate dicen que hasta se puso ingenioso:«amigos del alma, amigos... los tablones sin santo son gratis para los cornudos, quese calienten con algo». A esas horas, las tres pobres putas, arracimadas en ovillo,dormitaban, grotescas y como lisiadas, con cara de caperuzas. Don Guido,vacilando, las tentó con el pie.

—Dejadlas ahí —dijo.

En una de las casas fronteras, situada bajo los soportales, antigua casona dehidalgo, me invitan a visitar el sobrado, y allí, entre telarañas, al principioatisbados sin darle crédito, al fugaz centelleo de una linterna que nunca resultafranca, surgen los restos de la mentada piratería: entre viga y viga, el armazóninterior de la techumbre presenta un desconcertante surtido de alfajías ilustradas,con rojos atenuados por polvo de siglos y azules marchitos, regados por las

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goteras. La vida se detiene, aquella película se rebobina. Don Guido formó escuela,a don Guido le han brotado émulos: «si me arregla el tejado son suyos, usted pagala reparación y obra con las pinturas como guste; aquí paz y después gloria, selladoel acuerdo entrambos nadie deshace el trato, por éstas».

Atónito escucho la propuesta de la mujer: un farfullo de palabras resabiadas;el relajo de las cenizas para el segundo escabeche de las sobras. Qué sórdida yfúnebre se manifiesta siempre la procesión de los restos. Sórdida y fúnebre.

VI

La iglesia contigua de Santa María, orgulloso maridaje del románico con elgótico y de los dos estilos con el mudéjar, presenta una robusta planta y su salud,que padeció lo suyo y llegó a maltrecha, empieza a mostrarse restaurada, aunquetodavía haya lugar sobrado para emplear remedios y gastar composturas.Problemática esa de las restauraciones —a fuer de sincero— que en esta hora lerda,la del sopor veraniego de las tres y veinte de una tarde calurosa, me trae porcompleto al fresco.

Al fresco, qué gozada. Porque se trataba de eso: de hallar el nirvana privadode un rincón agradable y en silencio. ¿De un rincón?, ¡qué digo! En el interior deSanta María, orgulloso maridaje del románico con el gótico y de ambos estilos conel mudéjar, lo que fuera representaría la excepción aquí constituye la norma: laumbría del coro, la nevera de las capillas, la congeladora incitación de un par denichos como recién excavados entre las losas, con la Madre Tierra removida yrezumante; el glacial de los confesionarios...

Gracias a un querido amigo, pintor arcangélico y varón celestial, una buenaseñora, providencial franciscana, me ha confiado la llave bajo la promesa de nodesmandarme con el Patrimonio, «que nada nos ha faltado, curas peores que losmahometanos con las vírgenes y funcionarios arrebatacapas». Mi amigo saliófiador y la señora se avino. Por mi parte, la intención es limpia. Tan limpia comoreparadora: echarme la siesta con el amén de las imágenes y, al menos demomento, radicalmente suspendido de curiosidades, salvo las que se disponganpor las regiones del sueño.

Me decido por un confesionario de mullido asiento y confortable respaldohistórico, amplio y capaz, con reclinatorio para las piernas, sin duda reblandecido

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por el secular peso de los pecados, los arrepentimientos y los perdones.Pacíficamente me entrego al abrazo de la siesta, discípulo fiel para el caso de RafaelAlberti, que durante años y años buscó y supo encontrar en Roma, a la misma horay con idénticos fines, la protección eclesiástica para la paz de las cabezadas y elcorporal óbolo de la suspensión del sentido. Benditos recintos, Virgen Santísima,qué de nosotros, pecadores medio sonámbulos, si la templanza de vuestrafresquera se nos negase; qué de nosotros, qué de nosotros...

De la mano de Pos-Pos me adentro por el denso desfiladero de lasomnolencia. Juntos caminamos la ribera del padre Duero. Flotaba la niebla,suspendida a media altura; negado el tronco a los árboles, pero con pies y ramas.Supongo que regresábamos de Peñafiel. Como tantas veces...

Música solemne, letanías graves. Tardo en comprenderme dormitador y aduras penas consigo obligarme a despertar. La envolvente monotonía del rezo;aleteo de latines. Había corrido el velo del confesionario, porque me molestaba unrayo de luz pero alcanzo a atisbar sin ser atisbado al través de la tela raída.Enfrente, en el suelo, un ataúd; a un lado el cura, al otro, los feligreses, el pueblo enpleno, en pleno y hasta con refuerzos. Se trata de un funeral, de un funeral decuerpo presente, el funeral, predica el cura, «de nuestro amado vecino Floro, queya ha pagado en el fielato de la vida los sellos del tránsito hacia la muerte».

Sendas velas crepitan en los cuatro puntos cardinales del ataúd.Súbitamente se apaga la del norte, tradicional imagen del acabamiento en la camade los enfermos. Una mujer se apresura a encenderla. «La muerte es como unparto, un parto a la luz desde las sombras», concluye el predicador. Cuatrohombres levantan la caja con decisión. Tras ellos, tiritando, los pasos de la gente,alas ciegas sobre el antiguo enlosado de Santa María, laudas gastadas con lasinscripciones borrosas y las armas en desdibujo. Salgo el último, cuando el templovolvía a instalarse en la premonición del silencio. Dos mujeres me descubren, ya daigual, ellas entraban cuando yo salía, pero callan, quizás convencidas de que cadacual tiene sus cosas. Permanecen junto a la puerta y, al pasar a su lado, una de ellasme ofrece agua bendita. Nos tocamos con la yema de los dedos. Es suficiente. Enese momento su verdad ha convertido en verdad mi mentira. Ni siquieraintercambiamos los saludos de rigor; para qué.

Regreso a la plazoleta de Palacio; la comitiva continúa por una callejuelaserpenteante. Percibo un bisbiseo de oraciones y cierto rumor medio apagado deconversaciones cautas, mas el sonido que se impone es el de la clavazón, la rítmica

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clavazón aguda del bastón procesional contra los rollos del empedrado. Es como elesqueleto de las palabras, sus más hirientes vocales; un grito primigenio que atodos orienta y del que nadie se aparta, arrancando el dolor secreto de las piedras,el arisco cristal de la ternura de los siglos.

Aún luce el sol en lo alto y pienso en Floro, asfixiado, si es que los muertospueden sufrir tal sensación (¿qué diablos sabremos nosotros, vivos transitorios, delos trámites definitivos de la muerte?), aprisionado entre cuatro tablones angostos,concienzudamente embutido —supongo— en su mejor traje de franela invernal,con la ventana del ataúd abierta, conforme a la tradición, para que se despida delas casas, para que se despida de su casa, porque la comitiva hará una breve paradaal llegar a su altura, para que se despida como hombre de carne y hueso delinmenso azul de este cielo sin rastro de nubes que hasta este su último instantesiempre le amparó y siempre insistirá en ampararle en los hijos y en los hijos de sushijos y en el polvo. Nadie aguarda en la plaza, pero el grito áspero y agudo delbastón insiste y la llena. Nada tan sutil y amoroso como un remo penetrando elagua; nada tan turbador como el ritmo de ese bastón repicando, desde la vida, a laspuertas de la frontera donde las olas del hombre se adensan y se contienen. Quémisterio el de esa voz perdiéndose en la distancia.

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En el camino [Epílogo para esta edición]

Preguntó el oidor: ¿Adónde vas, mozo?

Él respondió: A la vejez.

Oidor: No digo sino qué camino llevas.

Muchacho: el camino me lleva a mí, que yo no llevo a él.

VICENTE ESPINEL

Vida de Marcos de Obregón, II, XVI «¿Qué tal?», escuché al otro ladodel teléfono, «soy Zapatero», naturalmente el editor de Cálamo, hombre denegocios desinteresados que incumple la definición atribuida a Stevenson: «aneditor is one who separates the wheat from the chaff and prints the chaff», enromán paladino: «un editor es alguien que separa el grano de la paja e imprime lapaja», tal vez persuadido de que el comercio descansa en la paja.

Cálamo y Menoscuarto no son lo contrario, porque eso rayaría en loabsurdo, pero sí lo distinto, marcas que priman la esencialidad de las letras,formada de trigo y paja, equilibrio de imperfecciones —toda obra humana lo es—.Crémer, el gran Victoriano Crémer, me lo dijo más de una vez: José Ángel ZapateroArconada es de los pocos editores con criterio, o sea, editor al modo clásico. Frentea las imposiciones y las conveniencias del mercado, Zapatero se rige por razones ysinrazones literarias, que fueron, por cierto, las que hace ya algunos años nospusieron en relación, y en relación andariega, afluentes de amistad que a la postrehan desembocado en esta reedición de Siete lugares, obra que guarda la únicamemoria escrita, que yo sepa, del paso por estos sublunares espacios de la Mesetade un personaje entrañable: Pos-Pos, el vagabundo sabio de Curiel de los Ajos,protagonista del último relato del libro, de quien ambos éramos adictos y en lasrevueltas de cuyo funeral nos dimos un gran abrazo, convencido él y convencidoyo de que estrechábamos a su sobrino, depositario supuesto de un cuaderno de

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claves, poemas y pensamientos que los dos buscábamos con denuedo, y en el queahora trabajo. Porque al cabo de los años he tenido la fortuna de encontrarlo dondey cuando menos lo esperaba, sorpresa de las sorpresas, sorpresón de losmonumentales, dado que nuestro legendario vagabundo, experto en lenguajesrufianes y signos secretos, se ha descubierto sargento de la Guardia Civil, mejordicho, desertor del Cuerpo y, en cuanto tal, una mina de contrastes, con galeríasdeclaradas y subterráneos disimulados. Pero vayamos por partes, fieles al métodode Jack el Destripador, volviendo con Zapatero.

Arconada, apuntado queda, es su segundo apellido. Siendo palentino, lapregunta era obvia: «¿Tienes algo que ver con el escritor?». Me refería, porsupuesto, a César Muñoz Arconada, natural de Astudillo, ensayista de vanguardiay novelista social, poeta, dramaturgo, periodista literario y, al trabarse la contienda,cronista del frente, tras la Guerra (in)Civil exiliado en el Moscú más inhóspito: elde los años terribles de la II Guerra Mundial, con el azote de la invasión hitlerianay la epopeya de la victoria sobre las armas nazis, pagada con millones de muertos,y las décadas del aislamiento de la Guerra Fría, puño de hielo y opacidadesgélidas. «Sí», me contestó, y por ahí pegamos una hebra que sigue adelante merceda las Obras Escogidas del autor de Vivimos en una noche oscura, título en cartera dedicho empeño de recuperación, el cual, subrayado quede, avanza sin tener el vientode cara, ajenas al mismo las instituciones que impulsan o diz que impulsan larestauración de la Memoria Histórica.

Estábamos en el funeral de Pos-Pos, ateridos de tristeza. Años antes noshabíamos encontrado entre las ruinas del molino donde transcurre la acción de LaTurbina, la primera novela de Arconada (Madrid Ulises, 1930; reed.: Palencia,Cálamo, 2008), y allí, entre aquellas piedras, nos dimos la mano, aunque nohablamos mucho, mientras tirábamos fotografías. En la primera que guardo suya,Zapatero salió movido por la cabeza, como si lo hubiese pintado Picasso (es undecir, ya se entiende), en inquietud de ideas y contrastes. Juraría que sigue así,dando a la minerva del pensamiento y en oleaje de curiosidades.

Volvimos a coincidir en Curiel, a la sombra de cuyo castillo nos cruzamos endiversas ocasiones por el ámbito en zozobra de sus bodegas arruinadas. Siemprecon prisas, porque él se iba y yo me venía, o viceversa, en tornavuelta apresuradade saludos y despedidas con diálogos breves intercalados. Hasta que pegamos lahebra en el funeral. «Arconada Pos-Pos», pensé entonces, de modo que la ocasiónde su entierro fue la de nuestro advenimiento, ya definitivo, a la confianza,abrumados por habernos dejado escapar aquel cuaderno de tapas de cartoné que

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Pos-Pos siempre tenía al alcance de la mano.

—Hay barruntos del asesino de Pos-Pos –me soltó por teléfono aquel día,tendiéndome a continuación un anzuelo que no piqué—. Me gustaría ver elcuaderno que has encontrado, a lo mejor contiene alguna referencia esclarecedora.

Ciertamente la muerte de nuestro amigo estaba rodeada de malasvibraciones. Pos-Pos apareció ahogado en el Duero, a la vuelta de Peñafiel, la únicacita fija en su vivir sin horario, porque los primeros de mes peregrinaba hasta allípara cobrar una pensión que suponíamos de chupatintas y se ha revelado depicoleto con galleo de galones.

—Mañana lidia el Pilar en Salamanca. Te invito a la corrida, pero no alcuaderno —contesté, dando a la conversación una larga cambiada.

Pos-Pos estaba desplumado, no tenía encima ni calderilla. Y eso que acabaríade cobrar la paga. Desde luego no se trataría de una fortuna, pero la historia delcrimen está repleta de tragedias por cinco céntimos. Nos dejó perplejos, y mucho,el manto de silencio de inmediato tejido sobre su muerte. Y más nos extraña enestos momentos, al menos a mí, intuyendo lo que intuimos, quede para el coleto.

—Tendríamos que publicarlo —apunto.

—Déjame que lo piense. Pos-Pos nunca mostró el menor interés en ello.

—Bueno, da una vuelta a la idea, entre tanto me gustaría reeditar Sietelugares, homenaje a Pos-Pos en preludio de su cuaderno.

—No se hable más.

Ni más ni menos: entre Arconada y Pos-Pos, moradas que frecuentamos,Zapatero y yo hemos recalado en Siete lugares. Como decía Espinel: el camino nosha traído aquí. Bienvenido seas, lector amigo, a esta cita vagabunda y de vigilia conlos espacios abiertos.

[Donde siempre y con los de siempre, a 28 de mayo de 2010].

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Table of Contents

1. Un mundo en sombras

2. El ojo de Dios

3. El paso oscuro del tiempo

4. Palabras de humo hacia el lago Ausente

5. El bosque encantado

6. Encuentro inesperado con el Renacimiento

7. De procesiones y viejos lenguajes, don guidos y enterramientos

En el camino [Epílogo para esta edición]