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Objetos de deseo es una exposición que se revela mientras recorremos la colección
permanente de la segunda planta del Museo Nacional de Artes Decorativas. La base
de su poética es la intromisión por parte de siete artistas actuales en un ámbito, la
reconstrucción de una casa señorial del siglo XVII, definido por una temporalidad
cerrada y una escenografía académica. Esta colisión entre la disciplina expositiva del
museo y la intervención artística es el punto de partida de una reflexión sobre cómo
se configuran las estructuras de saber y sus representaciones institucionales; al mismo
tiempo, plantea la pertinencia de desarrollar construcciones discursivas alternativas y
mediadas por la incongruencia, la artificialidad y la transmutación de la historia oficial.
Las obras que integran Objetos de deseo son notas a pie de página a la colección
permanente y tienen la intención de desencadenar nuevos relatos que activen en el
visitante la sospecha de que el objeto conservado en el museo siempre puede ampliar
sus registros cognitivos. Plantean, por tanto, ir más allá de los protocolos de exhibición
del museo para poner de relieve la construcción intencional que todo acercamiento a
la historia acarrea y, de inmediato, concitar otro lugar para lo real.
Lo único que queda es la máquina y la memoria de la máquina y no hay otra
cosa (…); entonces decidieron llevarla al Museo, inventarle un Museo,
compraron el edificio de la RCO y la exhibieron ahí, en la sala especial, a ver si
la podían anular, convertirla en lo que se llama una pieza de museo, un
mundo muerto, pero las historias se reproducían por todos lados, no pudieron
pararla, relatos y relatos y relatos.
Ricardo Pligia, La ciudad ausente
Kristoffer Ardeña (Filipinas, 1977), Alberto Herrero (Madrid, 1989), Ignacio Llamas
(Toledo, 1970), Paula Rubio Infante (Madrid, 1977), Federico Sancho (Madrid, 1979),
José Luis Serzo (Albacete, 1977) y David Trullo (Madrid, 1969) subrayan una
desconexión con la mirada institucional desde diversas estrategias: la fabulación, el
engaño, el simulacro, el humor, el juego y la recuperación de memorias alternativas.
No se trata, por tanto, de ahondar en una historia ya contada sino de examinar los
objetos y los ámbitos del museo para otorgarles nuevos atributos que, en su conjunto,
puedan operar como instrumentos participativos de comprensión.
El deseo es, según la primera acepción de la RAE, un movimiento afectivo hacia algo
que se apetece. Pero sus concepciones semánticas y teóricas son mucho más extensas,
lo que la convierten en una palabra ambigua en las teorías y discursos que intentan
controlar su sentido. El psicoanálisis concibió la idea de que el deseo no tiene objeto,
fundamentalmente porque está basado en una carencia y su satisfacción reside en la
posesión de aquello que nos falta; su habilidad residiría en aparecer, desaparecer y
transformarse permanentemente para no ser hallado. El deseo, por tanto, sería
siempre carencia porque o no se alcanza o no se conoce.
Deleuze y Guattari criticarán la concepción freudiana del deseo como representación a
favor de la idea del inconsciente como fábrica y el deseo como producción. Este último
no conllevaría, por tanto, ninguna carencia ni una búsqueda concentrada en un objeto,
sino una disposición concatenada y múltiple que siempre es puro proceso. En este
sentido, no se desea nunca algo y nada más, sino que se construye un conjunto: ese
objeto y todos los paisajes, acontecimientos y posibilidades que vemos proyectados en
él.
Una de las pretensiones de la exposición Objetos de deseo es reflexionar sobre el
Museo como contenedor de relatos hegemónicos y como lugar donde la producción
de deseo parece estar cercada tras las paredes de un espacio controlador. Una
impactante imagen de esta idea la encontramos en las páginas de La ciudad ausente,
de Ricardo Pligia, donde existe una eterna máquina de narrar que no tienen otra
finalidad que generar relatos. Su destino será estar confinada en un Museo con la
intención de anular su capacidad de producir deseo y, de este modo, reafirmar el
control social del Estado. Mientras, los objetos del museo serán la materialización de
los relatos de la máquina; al convertirse en imagen reproducida, al pasar a la
exhibición espectacular, los relatos se desactivan como generadores de deseo.
De acuerdo al Consejo Internacional de Museos de la UNESCO, el Museo “es una
institución permanente, sin fines de lucro y al servicio de la sociedad y su desarrollo,
que es accesible al público y acopia, conserva, investiga, difunde y expone el
patrimonio material e inmaterial de los pueblos y su entorno para que sea estudiado y
eduque y deleite al público”. A pesar de esta definición no podemos decir que haya
una identidad definida para el museo, es decir, sus objetivos, funciones,
conocimientos, materias y formas de trabajar son variables y están sujetos a las
relaciones de poder así como a constricciones sociales o políticas. No obstante, los
museos han tenido desde siempre un papel activo en la modelación del conocimiento;
esto implica que el conocimiento que cada museo genera y difunde no es neutral,
tiene sesgos derivados de los valores y premisas del contexto en el que se construye y
afianza.
Surgida desde el impulso revolucionario de la ideología ilustrada, la institución
museística ha conservado la consideración de legitimación simbólica del poder,
llegando incluso a convertirse en emblema cultural de la política del momento. De este
modo, sus narraciones –historias contadas y mostradas por medio de una serie de
obras– se relacionan con los públicos desde un sistema de significados compuesto por
un grupo de afirmaciones o expresiones: el de las obras mostradas.
En cuanto disciplina académica, la propia historia del arte ha estructurado su estudio
de los productos culturales en categorías peculiares y a través de una dialéctica de
selección y exclusión, privilegiando determinadas formas y áreas de creación. Los
términos de ese análisis no son, por tanto, neutrales ni universales, por mucho que
dicho análisis haya quedado difundido y comercializado al amparo de esos mismos
adjetivos. La historia del museo y la del arte comparten la tendencia hacia un relato
homogéneo, lineal y sin grandes sobresaltos.
La propia institución museística ha buscado, en los últimos años, generar fisuras en la
uniformidad de propia voz y salir del aparato de dominación ideológica a través de
estrategias como la búsqueda de narraciones alternativas, nuevas formas de
intermediación y la reconsideración del espectador no ya como sujeto pasivo sino
como agente social y político complejo. Sin embargo, la legitimación a partir de la
función pública del museo en tanto que institución ilustrada, sigue estando
sobredeterminada por intereses privados (económicos y políticos, fundamentalmente)
que de nuevo vuelven a anular la capacidad de desear en y desde el museo: es decir,
aún es un tema pendiente el hecho de que el espectador pueda construir una
disposición de elementos propia y llegue formular el discurso que realmente desea.
La idea del arte como un bien colectivo, que pertenece a todos sin ser propiedad de
nadie, se opone al modelo de mercado, basado precisamente en el disfrute exclusivo y
la tenencia física. La obra de arte, aún después de los procesos de reproducibilidad
técnica, sigue poseyendo la especial energía simbólica que proyecta su unicidad o, al
menos, sus siempre distorsionantes relaciones entre los conceptos de valor de uso y
valor de cambio. En este sentido, la obra de arte en el capitalismo es tal vez la más
preciada de las mercancías; por su parte, las artes decorativas se ubican en ese ámbito
que refleja los medios de producción burgueses y que transforma la técnica y su valor
de uso en puro fetiche.
Una posible vía para desactivar los modos tradicionales de entender el objeto artístico
museificado es encontrar otros modos de pensar sus relaciones con el afuera, con el
ahora y con el futuro. No se trata, como hicieron los surrealistas, de distorsionar su
funcionalidad a través de la confrontación del objeto con su función por medio de una
irrealidad poética, sino de abrir fisuras inteligibles en el dispositivo de control que,
dentro del museo, vincula objeto, discurso, sujeto y realidad. La pertinencia de una
exposición como Objetos de deseo radicaría entonces en su capacidad para generar
nuevas posiciones de sentido, distintos niveles de significación y narrativas inéditas
para el objeto artístico conservado en el museo.
En la segunda planta del Museo Nacional de Artes Decorativas podemos introducirnos
en una recreación de diferentes estancias de las casas señoriales típicas del siglo XVII,
junto a otras salas en las que se expone una selección de piezas de cerámica y tejidos.
Este es el espacio, y no una sala diferenciada y neutra, donde se desarrolla la
exposición temporal Objetos de deseo. Las instalaciones y propuestas de los siete
artistas participantes irrumpen con distintos grados de intensidad en el recorrido
habitual, y lo hacen no con la intención de establecer paralelismos entre antiguos y
contemporáneos, descubrir antecedentes formales o rehabilitar escenas coherentes
con la recreación propuesta desde el museo; al contrario, su propósito es el de
desencadenar, más allá del estatuto de verosimilitud, relatos inesperados para un
espacio que simula una realidad histórica concreta. Desde la alteración, la sustracción,
la superposición y la disonancia, la exposición intenta ir construyendo un itinerario
discontinuo de fragmentos narrativos y reflexiones críticas.
Nuestro recorrido se inicia en la cámara o dormitorio principal, configurado por
diversos muebles relacionados con el ámbito de la intimidad (retablos portátiles,
escritorio, arca, tocador, entre otros) y presidido por una cama de alto cabecero. Esta
reconstrucción teatralizante sirve a José Luis Serzo, artista que ha articulado toda su
obra como capítulos de un gran relato de lógica global, para poner en escena El sueño
del rey (de la república). La idea freudiana del proceso onírico como realización de
deseos es el punto de partida de una instalación que nos muestra a un rey que sueña
con vivir fura de su partitura original: ser un pastor, atento a su ganado, en plena
comunión con la naturaleza y descargado de las pesadas cadenas de oro que recorren
su opulento traje. La magia del cuento infantil sirve al artista para generar un universo
donde lo imaginario se cruza con lo real, rasgadura de alta intensidad lírica que no
busca fijar un desenlace que cierre el perpetuum mobile de las ovejas que invaden el
sueño del rey. Podríamos decir que José Luis Serzo dispone la escenografía de la
historia pero desplaza la voz narradora, deseante, al propio espectador. Y este es uno
de los elementos claves de la instalación: su capacidad de sugerir más allá de la
rotundidad y personalidad del universo creado.
Como un espacio anexo a la cámara se encuentra el oratorio; los distintos objetos que
arman la recreación del museo apelan a una idea, la espiritualidad, que no necesita de
un contexto físico para ser vivida. El artista Ignacio Llamas ha venido reflexionando a
lo largo de su trayectoria acerca del arte como vía de acceso a un conocimiento que
nos permita ofrecer respuestas a los interrogantes más profundos del hombre. Su
instalación Habitar el espíritu plantea el oratorio como un microcosmos basado en la
relación de opuestos: lo material y lo inmaterial, lo universal y lo particular, el sonido y
el silencio. De este modo, frente a la contextualización de objetos que crean una
ficción intentando evocar una realidad material, el artista lleva a cabo un proceso
inverso: elementos descontextualizados que construyen una realidad inmaterial, el de
la espiritualidad entendida como proceso. Más allá de la lectura simbólica concreta
(los árboles y el latido del corazón como generadores de vida, el sonido de las
campanas anunciando la muerte) a Ignacio Llamas le interesa poner en escena el
sentido trascendente de una ritualidad que opera mediada por el misterio de lo
ausente y por la Belleza como expresión inconmensurable.
Nuestra siguiente parada es el estrado, estancia inspirada en la cultura árabe y que
estaba destinada a acoger a las mujeres de la casa, quienes tomaban asiento en cojines
o colchones situados sobre una tarima para protegerlas de la humedad y el frío del
suelo. Federico Sancho establece en este ámbito hogareño de exclusión patriarcal una
invasión protagonizada por soldados de juguete que parecen reclamar, o tal vez
proteger, un ámbito extraño a ellos. El juguete, accesorio de simulación, concebido
específicamente desde la ficción y que hace alarde de su falsedad desde la escala, el
color y el material, es aquí el protagonista de una insurrección débil y condenada al
fracaso. En realidad, una mirada más profunda al proyecto del artista para esta
exposición, revela que estos soldados forman parte del espacio temporal, comercial y
festivo de una feria de interiorismo, denominada Hábitat 14, cuyo catálogo, ticket de
acceso, luminoso publicitarios y estaciones informativas encontramos dispersados por
toda la segunda planta del museo. Simulacro dentro del simulacro, los soldados no se
proponen adquirir ningún poder efectivo sobre las cosas y sobre las formas, sino que
se han levantado en armas para crear tendencia, para que sigamos consumiendo y así
evitar ser consumidos.
El siguiente espacio, la sala, tenía la función de recibir visitas, aspecto público que
queda patente en su decoración: paredes decoradas con tapices o telas de gran
calidad, así como un mobiliario propio de la posición social de los dueños. David Trullo
incide en la presencia de elementos que ayudan a definir la diferencia de clase si bien,
lejos de diluir sus piezas en la reconstrucción escenográfica, las integra en vitrinas que
acentúan lo extraordinario de aquel tiempo pasado. De hecho, sus objetos se
presentan como amuletos míticos o reliquias paganas procedentes de una arqueología
simulada y dispuestos sobre recipientes extraídos de los fondos de la colección del
museo. Entre la duda y la certeza, distinguimos el falo momificado de Hércules, la
muela del juicio del rey Midas, el tarro de la belleza de Proserpina, el corazón de Eros,
espermatozoides de Urano o pezones de Hermafrodito, objetos que articulan una
memoria ficticia que atempera la nostalgia por aquellas ficciones no vividas pero que
forman parte de nuestro imaginario colectivo. El propio título de la serie, Utere felix,
expresión romana que se grababa en los objetos de valor y que era un deseo de buena
suerte (úsalo felizmente), hurga en la satisfacción inmediata que producen los
vestigios sobre los que conocer un acontecimiento posible.
La última habitación es la cocina. Próxima a una alacena donde se conservan vasos,
copas y otras piezas de vidrio, Paula Rubio Infante plantea su instalación Soplaré,
soplaré y soplaré…, a través de la cual reflexiona sobre los gremios de trabajadores que
fabricaron algunos de los objetos que en la actualidad podemos ver en el Museo
Nacional de Artes Decorativas. El trabajo de la artista parte de una visita a la antigua
fábrica de vidrio de Cadalso, en Toledo, cuyo total abandono queda reflejado en una
serie fotográfica que actuará como germen de la obra. Por un lado, dos de estas
fotografías se inscriben en un conjunto sobre papel donde Paula Rubio Infante analiza,
por medio de textos y dibujos, el contraste entre el interés de la sociedad y las
instituciones en la conservación y defensa de los considerados "objetos de valor" y la
desidia en la conservación de las artes y oficios, fábricas y gremios de trabajadores que
los crearon. A los pies de alacena, una escultura en forma de antiguo altavoz asume la
práctica de defensa de la propiedad privada consistente en poner cristales rotos sobre
una superficie de cemento en ventanas, muros y vallas.
El objeto conservado en el museo funciona siempre como fetiche y se le supone, al
igual que en los ritos mágicos, la capacidad de hablar, de transmitir información y
conocimiento. El personal de un museo es parte fundamental de la escenografía del
mismo pero nunca –o casi nunca- está directamente presente en las parafernalias
visuales de la exhibición. Objetos de deseo es un proyecto fotográfico de Alberto
Herrero Barceló que dialoga con ambas partes y se interroga acerca de la relación que
se establece entre las obras conservadas en un museo y el personal que diariamente
convive con ellas. Por petición del artista, cada uno de los retratados ha elegido la
pieza de la colección permanente que, por motivos emocionales o asociativos,
desearía que formara parte de su vida privada. A modo de díptico, retratado y objeto
se presentan como cuerpos independientes pero asociados a través de los afectos, los
deseos y la convivencia. El conjunto no se ubica ya en la casa señorial, sino en un
espacio extraño: un almacén transitable por el público, ubicado en uno de los accesos
a la galería central, donde se conservan objetos no expuestos. Como guías para
localizar rápidamente lo almacenado, las fotografías se distribuyen sobre los armarios
correderos, como si las emociones y los deseos pudieran ser artefactos históricos
registrados, estudiados y difundidos desde la propia institución museística.
Si avanzamos por la galería central, entramos en un conjunto de salas donde se
conservan cerámicas y tejidos, fundamentalmente orientales y europeos. La profusión
de objetos parece desactivar una atención que siempre da por supuesta la claridad y el
rigor del discurso expositivo. Es ahí donde interviene, desde una sencillez que no
oculta la complejidad conceptual de su acción, el artista de origen filipino Kristoffer
Ardeña. Todo a cien es una intervención que interroga la mirada del visitante del
museo a través de la estrategia del error y la descontextualización. Para ello, ha
incorporado a las vitrinas del museo destinadas a mostrar abanicos, dos ejemplares
adquiridos en establecimientos de Madrid conocidos como “todo a 100”, regentados
en su mayoría por la población china. Una primera lectura podría revelar una mirada
crítica hacia el visitante del museo, que en muchas ocasiones digiere contenidos,
formas y objetos sin cuestionar la narración en la que se ubican. Sin embargo, la
reflexión de Krisfoffer Ardeña vehicula cuestiones más amplias sobre el gusto, la
historia, la economía, la situación actual de precariedad en España y la imposibilidad
de seguir construyendo historias –hegemónicas o no– por parte de una institución, el
Museo, que no cuenta con los recursos necesarios para investigar, conservar y ampliar
sus fondos. Pero también, el artista asume la tradición cultural oriental y su
popularización kitsch actual como dos extremos de una geopolítica del conocimiento y
como códigos cognitivos diseñados e implantados por la modernidad europea para
pensar Oriente y para que éste se piense a sí mismo.
Carlos Delgado Mayordomo
Comisario de la exposición
IMÁGENES PARA PRENSA
Utere felix
David Trullo
Boceto
El sueño del rey (de la república)
José Luis Serzo
Habitar el espíritu
Ignacio Llamas
Guerrilla
HÁBITAT 2014
Federico Sancho
Libro
HÁBITAT 2014
Federico Sancho
Objetos de deseo
Alberto Herrero
Soplaré, soplaré y soplaré..
Paula Rubio Infante
Comisario:
Carlos Delgado Mayordomo
Coordinación Técnica:
Cristina Guzmán Gutiérrez
(Museo Nacional de Artes Decorativas)
Organiza:
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte,
Museo de Artes Decorativas (Madrid)
Montaje:
Departamento de Conservación y Equipos de Mantenimiento y Limpieza
(Museo Nacional de Artes Decorativas)
Difusión y Comunicación:
Departamento de Difusión y Comunicación
(Museo Nacional de Artes Decorativas)
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