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f EL PERRO NEGRO Mikel Sanago

Suplemento_RevistaMilenarios_n11

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El viejo soldado tiene una historia que contar. Una historia que comenzó en el horror de la Segunda Guerra Mundial pero que ahora viaja a través del tiempo, buscándole, reclamándole una vieja deuda. Paúl, el joven enfermero del sanatorio, es su único amigo y confesor. El Perro Negro ha aparecido y ya no queda más tiempo. Las puertas del infierno han vuelto a abrirse, como una carcajada diabólica, y solo hay una manera de escapar…

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fELPERRONEGRO

Mikel San=ago

EL PERRO NEGRO

Texto : Mikel San=ago. (blog de relatos: "relatodromo.blogspot.com")

Maquetación y diseño: Enmanuel Álvarez.

Obra registrada. Bajo licencia Crea=ve Commons. (by-nc-nd)

Usted es libre de Copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo estas condiciones

No comercial. No puede u=lizar esta obra para fines comerciales.

Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a par=r de esta obra.

* Al reu=lizar o distribuir la obra, =ene que dejar bien claro los términos de la licencia de esta obra.* Alguna de estas condiciones puede no aplicarse si se ob=ene el permiso del =tular de los derechos de

autor* Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales del autor

Suplemento de la Revista Milenarios Nº11 - 2009www.revistamilenarios.com

"Las guerras van y vienen, pero mis soldados son eternos."

Tupac Shakur

- Eso no =ene ningún sen=do- dijo Paúl, casi riéndose - ¿Seguro quehabláis de Ri?er?

El joven enfermero permanecía de pie junto a la puerta, aun con el im-permeable puesto y chorreando agua. Frente a él, sentadas en torno auna mesa llena de revistas abiertas y vasos de café, estaban sus trescompañeras de turno de noche.

- Eso mismo hemos pensado nosotras cuando nos lo han contado: queno tenía sen=do.

La que hablaba era Vicky, una enfermera de vein=dós años, rubia y,pecosa. A ella se lo había contado la compañera de la tarde, que a suvez lo sabía por la del turno anterior: Ri?er (el alemán, como lo llam-aban ellas) se había vuelto loco en el jardín. Durante el paseo de lamañana, el viejo había comenzado a agitarse en su silla de ruedas y agritar algo sobre un perro.

- ¿Un perro? – preguntó Paúl.

- Un perro – respondió Vicky - pero allí no había ninguno, o por lo menos nadie lo ha visto. Excepto él.

Vicky terminó el relato: La asistenta había intentado calmarle; hacerletragar una pas=lla, pero Ri?er le había mordido en la mano. Después,el viejo se había dejado caer sobre la hierba y había comenzado a ar-rastrarse. Dos celadores lo habían atrapado y retenido hasta que unaenfermera llegó corriendo y le inyectó un tranquilizante en la pierna.

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Desde entonces, permanecía atado en la cama de su habitación. El doc-tor había ordenado ponerle un suero pues se negaba a comer y beber.

- ¿Han hablado con él? - preguntó Paúl.

- Creo que lo han intentado, pero el viejito no ha querido hablar nadie.Lleva ahí encerrado todo el dia.

- Dios, esto no =ene sen=do – dijo Paúl.

- Nada es para siempre – dijo otra de las enfermeras, una mucho másmayor y menos guapa que Vicky – a todos les llega su turno.

Se refería a la cabeza, claro. Pero a Paúl le costaba creer eso.

Se dirigió a los vestuarios dejando un rastro de agua a su paso. Afuerallovía a raudales y se había calado hasta los huesos corriendo desde elaparcamiento a la puerta de entrada.

Una vez hubo cambiado sus ropas mojadas por un cómodo pijama deenfermero, se dirigió al almacén de farmacia. Mientras sus compañerascharlaban sobre los asuntos de moda, Paúl preparó una jeringa conuna buena dosis de tranquilizante se la me=ó en el bolsillo de su batay regresó donde sus compañeras.

- Iré a echarle un vistazo.

- Sí… a ver si le sacas algo - murmuró la enfermera cuarentona sin lev-antar los ojos de una revista - Con=go se lleva bien.

- Pero guarda las distancias… - dijo Vicky.

- Lo haré. Hasta la hora de la ronda– se despidió Paúl.

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Salió al oscuro pasillo de la segunda planta. Sus zuecos de planta demadera resonaban sobre el embaldosado de la galería. A través delmagnífico ventanal de cara al mar la tormenta embes>a con todas susfuerzas. En el jardín, los árboles, los arbustos y las flores parecían apunto de ser arrancados por el huracán. Remolinos de hojas y de pe-queñas ramas danzaban rabiosamente sobre la carretera de entrada.Las farolas se habían estropeado con el temporal y todo parecía cu-bierto de una capa de oscuro alquitrán. Los acan=lados se confundíancon el mar. Solo algún rayo ocasional perfilaba los límites del paisaje.

“¿Qué le habría podido pasar al viejo?”¡Un mordisco ni más ni menos!Aquello no le pegaba al viejo Ri?er. ¡Pero si era la alegría del huerto!,con sus discos de Mozart y su pequeña biblioteca de clásicos de dondetodo el mundo solía picar algún que otro libro, por no hablar de la ligu-illa de ajedrez que había organizado con los médicos y enfermeros.Aquello no encajaba, defini=vamente. Otra cosa es que esa enfermeratuviera razón y el fantasma del la senilidad hubiese llamado a supuerta. En ese caso, se dijo Paúl…pero no quería pensar en ese caso. Ypor otro lado, esas cosas ocurren progresivamente, comienzan con pe-queños despistes y lagunas que van haciéndose más grandes. Lo habíavisto demasiadas veces como para saber que Ri?er no demostraba sín-tomas, al menos no los había tenido la noche anterior. Hablar del culode las enfermeras y recordar la ropa interior de una an=gua amanteno era precisamente una demostración de poca salud, sino todo lo con-trario.

Llegó al pasillo del ala oeste. En medio de una oscuridad azulada sedibujaba un rectángulo dorado. Eran los contornos de la puerta de Rit-ter. Su habitación era la única de toda la galería que aún tenia luz aaquellas horas. Solo luz. No se oía nada más que un silencio de ronqui-dos, toses, gemidos entre sueños.

Ri?er estaba tumbado en su cama, envuelto en una manta fina y concuatro cinturones sujetándole el cuerpo por los tobillos, los muslos, lacintura y el pecho. Parecía dormido.

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- ¡Pst! - chistó Paúl.Pero Ri?er pareció no oírle.

La contraventana estaba cerrada y las persianas corridas. Se oían lostruenos retumbar cada vez más cerca.

Sera mejor dejarlo así, pensó Paul, tal vez todo se arregle con un buensueño. Mañana sería otro día. El día después de la tormenta. Deslizósu mano por la pared hasta dar con el interruptor y apagó la luz. Y en-tonces la voz de Ri?er se revolvió entre la oscuridad.

- ¡Luz! ¡Luz! - gritó el anciano – ¡Luz por favor!

Alarmado por aquella voz angus=ada, casi horrorizada Paúl buscó elinterruptor de nuevo.

- ¡Ri?er! – Contestó a la oscuridad - Soy yo. ¡Ri?er!La luz volvió.

- Luz… Luz…. – seguía rogando el viejo.

Las palabras se murieron en su boca y su cuerpo, tensado como unarco y atrapado en aquellas cintas de color marrón brillante, volvió areposar sobre la cama. Paúl avanzó hasta situarse a su lado.

- Luz – repi=ó Ri?er una vez más.

- 100 va=os marchando a toda potencia. – respondió Paúl.

Ri?er le miró durante unos segundos como si no le reconociese. Teníauna perfecta expresión de terror dibujada en su afilada cara.

- ¡Paúl! Mi amigo Paúl… - exclamó levantando su cabeza con esfuerzo- He estado rezando para que llegaras. ¡Paúl! ¡Suéltame por favor!

Paúl sonrió. De momento era todo lo que se le ocurría.

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- Vaya… te han atado como a una momia - bromeó después.

Ri?er sonrió, pero era una sonrisa de pura desesperación. La clase desonrisa que un hombre esboza antes de pedirte que no le pegues un=ro. Y Ri?er no era del =po de hombres que acostumbraba a rogarnada, quizá por eso resultaba el doble de extraño y paté=co aquellanoche.

- Paúl, me duele todo el cuerpo de estar aquí atado… ese cerdo deldoctor Guevara…

Paúl se acercó un poco más y le cogió una de las manos, aunque nohizo ningún ademan de soltarle.

- He oído que le diste un buen bocado a tu asistenta esta mañana.Ri?er dejó caer la cabeza en la almohada.

- ¡Oh, maldita sea, Paúl! Pensé que esa zorra quería hacerme daño. Poreso le mordí. Estuvo mal, de acuerdo pero… tenía… tenía una buenarazón. Te lo explicaré… pero suéltame por favor. ¿Crees que voy a darteuna patada mientras me sueltas? - dijo riéndose.

Paúl también se rió. Ri?er sufría una parálisis completa en las piernasdesde hacía un año.

- De acuerdo… - respondió -pero prométeme que estarás tranquilo. Yasabes que me la juego por hacer esto.

Los ojos de Ri?er se iluminaron.

- Seré como un muerto. Bueno, eso es casi verdad después de toda ladroga que me han me=do hoy.

Paúl se acercó a él, comenzó a desabrocharle los cinturones. Sabía queeso infringía todos y cada uno de los puntos del reglamento. Pero elestaba allí por si acaso Ri?er se volvía loco otra vez. Y tenía su pinchazodel sueño feliz por si las moscas.

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Cuando terminó con los cinturones, tomó la manivela de la cama y diounas cuantas vueltas hasta que Ri?er estuvo bien reclinado. Le colocóuna almohada detrás de la cabeza y le arropó con cuidado. Después lepreguntó si le apetecía comer algo, y el anciano pidió una copita deoporto y un habano. Paúl volvió a sufrir un levísimo dilema profesionalpero terminó accediendo en el vino (no en el cigarro).

- Está bien, granuja - dijo Paúl, entregándole un vasito de plás=co mediolleno del oporto que Ri?er guardaba en un escondite de su armario -ya puedes empezar a explicarme todo este lío. ¿Qué es eso de que tequieren hacer daño? Creía que se peleaban por sacarte a pasear.

Ri?er se rió un poco, pero sin demasiada convicción.

- Lo cierto es que fue un mal momento, Paúl. Un ataque. Creí ver algoque… me hizo volverme loco.

Paúl recordó el relato de la enfermera. Ri?er había dicho algo de unperro. Le preguntó por eso y, al oír aquella palabra, Ri?er alzó la vistay gimió como si le hubieran clavado un punzón en los ojos.

- ¡Sí… el perro. El perro negro! No podía ser el mismo… pero era igual.Un rotweiller igual que…

- ¿Un perro? – le interrumpió Paúl.

- Tenía esa cara de asesino que tanto odiábamos. ¡Geist!

Paúl asin=ó con gesto grave.

- ¿Estás seguro de que lo viste? – preguntó después, con cuidado - Nose permiten animales en el sanatorio. Ni siquiera a las visitas.

Ri?er negó con la cabeza.

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- Sí… sí que lo vi… estaba allí. En medio del templete. Erguido sobre suscuatro patas, mirando a algo o alguien… ¡no lo he visto desde hacesesenta años pero juraría que era él!

- De acuerdo - dijo Paúl -. Pongamos que sea cierto. Tal vez se haya co-lado. En todo caso, hay algo seguro: No es el perro que viste hacesesenta años. Podría ser una tortuga, pero no un perro. Los pobres noviven más allá de los quince…

Paúl se rió de su propio chiste pero el viejo no le siguió. Miró hacia lapuerta, con los ojos bien abiertos, y se estremeció.

- Era él. No debo negarlo. Aún estamos a =empo. Pero, por si acaso,quiero que estés alerta ¿Lo harás Paúl? La luz es importante. No sedebe apagar la luz. Así es como entra…

- ¿Entrar? - preguntó Paúl que no cabía del asombro -¿Quién?

- ¿Quién? - replicó Ri?er como si aquella fuera una pregunta estúpida.

- Pues… ¡oh, comprendo lo que puedes estar pensando! Todavía soyincapaz de creerlo. … pero era Geist - dijo al fin, con frialdad - Era él…no hay duda.

Paúl comenzó a arrepen=rse de haber soltado los cinturones. Era evi-dente que allí había un problema. Quizá no tanto como para temer queRi?er pudiera autolesionarse de alguna forma, pero eso no habíaforma de saberlo. Estaba claro que era presa de un gran temor. Pero¿a qué? ¿A un perro septuagenario?¡

De pronto, Paúl notó una fría mano rodeándole la muñeca. Ri?er leestaba mirando fijamente. Eran los ojos de un hombre asustado. - Es-cucha, Paúl - comenzó a decir -. Ahora voy a contarte algo. Tal vez note guste, o no me creas. Lo que importa es que debes saberlo. Tú eresel único amigo que me queda en este mundo y la única persona en laque confiaría para…ciertas…cosas.

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Paúl estuvo a punto de hacer una pregunta, pero Ri?er, después de unbreve suspiro, con=nuó hablando, esta vez con la mirada perdida.

- Hace mucho =empo que no temo a la muerte... la he visto muchasveces, de cerca. He visto a hombres morir a mi lado, en una trinchera.Una bala entre los ojos y ni siquiera pestañeas. Se acabó. Fin de tusproblemas ¿en=endes? Yo he vivido mi vida, mejor o peor, pero he lle-gado hasta aquí. Si este es mi final, me conformo. No es un mal final.Cuando me quedé sin las piernas estuve a punto de adelantarlo unpoco pero después llegue aquí, y te conocí a =…mi querido Paúl… hassido como el hijo que nunca tuve….

Aquí, Ri?er tragó un sorbo de oporto mientras sujetaba en firme lamuñeca de Paúl.

- No – con=nuó después – no me asusta la muerte. Lo que a mi meaterra es otra cosa. Algo que no es de este mundo. Un remolino decabezas aullantes lo llamaba él. Para mí es, simplemente, el infierno,una eternidad de dolor… la guerra. Ri?er atrapó el brazo de Paúl entresus manos, con fuerza. -Yo no puedo volver allí… ¿lo comprendes?

Paúl miró aquellos dos ojos azules, suplicándole. Había conocido ahombres que se volvieron locos de un día para otro. Tipos importantesque un día se habían despertado gritando una noche, creyendo que un=burón los devoraba por las piernas y habían golpeado a su mujer hastaestar a punto de matarla.

- No volverás allí – respondió Paúl- Tienes mi palabra de que no loharás.

Ri?er respiró aliviado. Por primera vez en toda la noche, su preciosasonrisa iluminó la estancia.

- Gracias… Paúl. Sabía que podría contar con=go…Gracias.Apoyó su cabeza en la almohada y entrelazó los dedos de las manossobre el vientre.

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- Ahora escucha… debes oír la historia. Nunca en sesenta años la hecontado. Nunca ha salido de mis labios… pero tú debes saberla… o lle-gado el momento dudarás. Y eso no debe ocurrir.

Paúl estuvo a punto de preguntar, pero Ri?er apenas dejó espacioentre aquella frase y la siguiente.

- Se llamaba Frederick Manstein. Hace muchos años de esto…Hacemucho mucho =empo.

Un relámpago la=gó la =erra a muy poca distancia del hospital. Paúltomó asiento a los pies de Ri?er y pensó que igual era el momento deencender aquel maldito habano.

- Manstein fue mi sargento, en el frente ruso – comenzó a decir Ri?er.

- No era un gran soldado, pero al proceder de una buena familia (supadre era un comerciante en Hamburgo) había conseguido la grad-uación rápidamente. En aquellos días Hitler quería carne fresca en susmandos. Estaba teniendo bastantes problemas con los militares “defamilia”, que se rebelaban ante sus órdenes de masacrar civiles. Queríanazis convencidos en la punta de sus lanzas… Manstein era uno deellos. Un niño educado en el odio. En el miedo. Odiaba y temía a losjudíos. Bueno… en aquellos días todos habíamos comido la mismapapilla. El sionismo. La gran conspiración contra el honrado puebloalemán. Y después estaban los temibles eslavos. Bueno… se puededecir que estábamos preparados y convencidos para devorarlos.

Recuerdo aquella tarde del verano del 1941. Esa noche íbamos aromper la frontera rusa. Yo nunca había comba=do. Tenía 18 años ymucho miedo. “Estábamos en un granero, al este de Polonia,guardando dos Panzer que se ocultaban a la espera de órdenes. Éramosun pelotón de apoyo. Manstein al mando, Nigel, yo, Bolh, Heimann,Mayer, Schloss… un chico de Dusseldorf que no hacía más que echarsepedos… no recuerdo su nombre. Bueno. Casi todos éramos novatos.Manstein había pegado un par de =ros en Polonia y nada más. Íbamos

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a marchar con el 16º ejército hacia Daugavpils, Pskov y después aLeningrado. Nuestro obje=vo final, según Manstein, era llegar a Arcán-gel. ¡Ja! Por aquel entonces pensábamos que todo sería así de fácil.“Entrar y correr”. El conductor del Panzer era un veterano que habíallegado a entrar en París. Nos decía que no nos preocupáramos. Rusiaduraría un mes como mucho.

Bueno… ocurrió como todo el mundo sabe. Aquel otoño de lodo,después el hielo. Cuando llegó noviembre yo ya había matado una do-cena de Ivanes. Era fácil. Bastaba con ponerse en una trinchera cargadode munición. Ellos iban apareciendo, gritando como locos. Era comohacer =ro al blanco. Después fueron aprendiendo, pero aquel primeraño eran como monigotes. Verdaderos suicidas.

No sufrimos mucho hasta el invierno. Veíamos morir gente a nuestroalrededor, pero curiosamente, pelotón solo hizo dos bajas. El chico deDusseldorf pisó una mina, ese fue su úl=mo pedo. Y Rinder ¡así se llam-aba! Un trozo de metralla le voló media cara… Entonces yo pensabaque si me salvaba era gracias a mi destreza, o a la medalla de SanCristóbal que me dio mi madre al par=r. Ya he dicho que era un pobreinocente.

Llegamos a las afueras de Leningrado con la idea de par=cipar en elasedio de la ciudad. Iba a ser un trabajo fácil. Dejarlos morir de hambremientras los machacábamos con nuestros Junkers. Por aquel entoncesse polemizaba mucho con la forma en que el “bigotes” estaba lleván-dolo todo. El ataque a Moscú se estaba retrasando más de la cuenta.Algunos decían que era pura supers=ción, otros que era culpa de laintervención de Mussolini en África. El caso es que todo el mundotemía lo mismo: Que llegara el invierno y nos cogiera en el campo debatalla.

Un día a finales de sep=embre llegó Manstein con nuevas órdenes.Íbamos a bajar 100 kilómetros, hasta el Voljov, para organizar un cen-tro de abastecimiento de tanques. Los blindados de Hoth habíanrecibido orden de lanzarse sobre Moscú y necesitarían un lugar donderepostar.

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“Se envió una compañía completa. De camino, algunos se dedicaron ahacer perrerías, incluido Manstein. Yo nunca lo aprobé, había muchoscomo yo, pero tratar de interferir, con todas aquellas pistolas calientes,era jugarse la vida. Llegaban a un pueblo y sacaban a todos los hombresa la calle. Nadie puede sen=r el sudor frío que provoca eso si no ha es-tado allí. Una vez tuve que sujetar a una niña mientras ordenaban a supadre arrodillarse en el suelo. La chiquilla temblaba como el motor deun coche. Le tapé los ojos. Cuando oyó el disparo creí que se habíamuerto ella también. Se había desmayado. Me ordenaron sentarla enuna esquina y dejarla allí.

Llegamos a un lugar llamado Talvsenko. Los aldeanos nos recibieronentre aplausos. ¡Creían que éramos rusos! Enseguida se dieron cuentaque no. Llevábamos dos semanas de marcha. Aquello fue un fes>n.Primero violaron a las niñas y a las mujeres, después mataron a unadocena de jóvenes para amedrentar al resto. Los u=lizamos como es-clavos para montar la planta y excavar. Algunos murieron aplastadosdescargando las cisternas de combus=ble.

Bohl se había conver=do en mi mejor amigo. Hablábamos de todoaquello. Lo odiábamos… pero nadie abría la boca. Veíamos otras mi-radas como la nuestra… pero nadie abría la boca. Íbamos a ganar laguerra, a regresar a nuestras casas, con nuestras mujeres, a vivir plá-cidamente en un país rico. Supongo que algunos pensábamos que elsueño merecía la pena.

Llegó el otoño. Las lluvias. El barro. Vimos pasar cientos de Panzer queiban hacia Moscú. Se llevaron todos los hombres al frente y dejaronsolo a nuestro pelotón al mando de aquello. El pueblo estaba casi aban-donado. La gente había huido por la noche. Manstein y otros hijos deperra como él se subían al torreón de la iglesia y prac=caban punteríacon aquellos hombres y mujeres. Bueno, creo que te haces una ideadel =po de hombre que eran…

Fue uno de esos salvajes amigos quién le regaló aquel perro. El =po encues=ón , no me acuerdo de su nombre pero recuerdo muy bien su

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cara rajada de lado a lado por una cicatriz, le dijo que no podíallevárselo a Moscú y Manstein lo aceptó de mil amores. Se llamabaGeist, Fantasma en alemán, pero mejor le hubiera ido el nombre de Di-ablo. Tenía la cara más horrible que se puede imaginar en un dogo.Dos grandes colmillos sobresaliéndole por las fauces. Ojos rojizos ybaba, una baba blanca que siempre estaba allí.

Desde ese día, Geist se convir=ó en la sombra de Manstein. A ningunonos gustaba. Y aún menos que Manstein lo alimentara con nuestraspatatas. La comida había empezado a escasear y aquel perro vivíamejor que nosotros, por no hablar de los pueblerinos.”

Las lluvias convir=eron aquella estepa polvorienta en una gran piscinade barro intransitable. Las tropas dejaron de pasar por allí. De pronto,era como si se hubieran olvidado de nosotros. Hicimos lo que todos.Saquear. Registramos casa por casa, levantando el suelo en busca depatatas, grano… lo que fuera. Solíamos ayudarnos de un aldeano quehabía decidido colaborar. Nos decía donde podría haber comida ydonde no. Le dábamos un porcentaje del tesoro…ja… no tenía culpa denada. Solo quería sobrevivir. Como todos.

En dos semanas habíamos terminado de rastrear el pueblo. Habíamosconseguido unos cuantos kilos de patatas, pero sabíamos que no erasuficiente. El invierno estaba a punto de caer y las no=cias que llegabande Moscú no eran precisamente buenas. Era fácil deducir que no ibana caernos paquetes de chocolate y cigarrillos desde el cielo, como enPolonia.

Manstein formó una escuadra de búsqueda conmigo, Nigel, Bohl y elaldeano. Tomamos un panje, como llamaban a sus carros, y fuimos a=ro de caballo por las granjas de los alrededores, casi todas abandon-adas. Nos habíamos vuelto buenos saqueadores. Reventábamos elsuelo a mazazos, y olíamos el mortero fresco a distancia. Hicimos unabuena colecta. Patatas, grano… y recuerdo que encontramos un can-delabro judío de oro puro escondido en la chimenea de una casa. Porsupuesto, Manstein se lo quedó como “bo>n de guerra.”

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Un día, de regreso al pueblo, junto al río, escondida entre unos ár-boles, Manstein divisó una vieja Dacha. Era una casucha de tejado pun-=agudo, de color ennegrecido, que parecía haber sido abandonadamucho =empo antes de la guerra. No parecía albergar gran cosa perole ordenó al aldeano que llevara el carro hacia allí. Aquello puso real-mente nervioso al campesino. De pronto, comenzó a balbucear unaspalabras y a negar con la cabeza. Se resis>a a llevar el carro hacia allí.Manstein le gritó que lo hiciese y le apuntó con Mauser en la nuca. Elhombre terminó arreando al caballo, pero comenzó a musitar algomientras nos acercábamos a aquella macilenta casucha de la ribera.Creo que estaba rezando.

El lugar olía horriblemente mal, como si hubiese carne muerta por allí.Aquello nos puso alerta y cargamos los rifles. Rodeamos la casa sin en-contrar nada. La =erra estaba quemada o ennegrecida. Del suelo brota-ban unas gruesas raíces que no parecían dirigirse hacia ningún árbolsino hacia a la casa. Era el lugar más extraño que yo haya pisado jamás.

Después de un rato dando vueltas por allí escuchamos un disparo.Provenía del frontal de la casa y allí nos dirigimos. El cuerpo del aldeanoestaba en el suelo y a dos metros por detrás Manstein sostenía suLuger humeante. Dijo que había tratado de huir, pero ¿de qué? Ahoraera imposible saberlo. Y lo peor es que nos habíamos quedado sin unbuen guía. Manstein nos ordenó coger las mazas y derribar la puerta.Dijo que quería salir de allí cuanto antes.

Derribamos la puerta a patadas y un tufo nauseabundo nos abrazó aBohl y a mí según lo hicimos. Primero vomitó él y yo le seguí. Era lapes=lencia más grande que se pueda imaginar. Aún la tengo me=da enlas narices. Nos alejamos un rato de la casa y dejamos que se aireara.No veíamos nada del interior. Las ventanas estaban condenadas conmaderos. Los rompimos también y, poco a poco, el aire se fue sane-ando. Al cabo de cinco minutos nos atrevimos a entrar. Iba yo enprimer lugar, con un pañuelo en la boca y una Mauser en la mano.“Aquello no se me olvidará mientras viva.

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Nada más entrar en aquel lugar comprendí el miedo que había llevadoa huir a aquel aldeano. Aquello era sin duda un lugar endemoniado.

Había una mesa de madera en el centro de aquella pocilga, pues no seme ocurre otro califica=vo para definir aquello. En la mesa había botes.Botes llenos de una sopa turbia en la cual flotaban ojos, pequeños cere-bros, entrañas de animales, patas de gallo… también había cuchillosafilados, =jeras, serruchos. Por el suelo yacían, desperdigados yresecos, los an=guos propietarios del contenido de aquellos botes.Gatos tuertos, gallinas mu=ladas, ratones abiertos como un bolso deseñora.

Vámonos de aquí” le dije a Bohl.

Bolh asin=ó con la mano en la boca. Pero en ese momento aparecióManstein detrás de nosotros, mirando todo aquello con expresióncuriosa.

¿Qué hacéis ahí parados? No me diréis que estas bobadas os dan miedo¿verdad?

Bohl y yo negamos con la cabeza (ya habíamos visto a Manstein matara un hombre por echar a correr en el sen=do opuesto a la batalla)aunque estábamos ciertamente aterrorizados.

Probad en el suelo - nos ordenó entonces “puede que encontremosalgo”.

Apartamos la mesa y un catre de paja donde debía pernoctar el dueñode aquel si=o (pensamos que debía tratarse de una mujer, pues encon-tramos largos cabellos grisáceos por el suelo). Luego, después de gol-pear con nuestras mazas en aquel suelo de madera, una parte delentarimado cedió sin demasiados esfuerzos. Bajo él encontramos algoque en principio nos pareció un pozo.

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Era en realidad una abertura natural, como la boca de una caverna,pero alguien había construido una pequeña muralla a su alrededor. Ytambién unas cuantas escalas de hierro para permi=r descender hastaaquella negrura…

Entonces Manstein me ordenó que bajara a echar un vistazo. Esos sonlos privilegios de un cargo, y sobre todo el es=lo de aquel cerdo. Nuncaiba por delante en nada. Siempre buscaba a alguien para que lo reven-taran a =ros, o para que se despiezara con una mina, pero nunca él.

Bohl tomó un fajo de paja del catre y le prendió fuego. Lo dejó caer yvimos como estallaba en chispas a unos diez o quince metros de pro-fundidad.

Ve con cuidado” me dijo. Bohl era algo mayor que yo y siempre mecuidaba como un hermano. Bueno… yo hice lo que siempre antes deentrar en acción. Besé mi medalla de San Cristóbal, quité el seguro ami Mauser y me la enfundé en el cinto. Más que la idea de seracribillado por un grupo de par=sanos me atemorizaba la idea de en-contrar una manada de ratas hambrientas ahí abajo, o algo peor; algoque ni siquiera fuera capaz de imaginar... Y temblando de miedo, bajélas escalas una a una.

Por el eco que mis botas provocaban al pisar aquellos asideros, com-prendí que entraba en una especie de caverna de buenas dimensiones.El aire estaba helado ahí abajo y veía mi propio aliento ascender comouna humareda hacía el cuadrado de luz desde el que me observabanBolh y Manstein, que se habían encendido un cigarrillo para contem-plar el espectáculo.

Antes de llegar al úl=mo peldaño encontré una gran antorcha asida ala pared con una cinta de hierro. La tomé y descendí con ella hasta elsuelo, donde la encendí con mi zippo.

Cuando alcé la antorcha vi una enorme cavidad de roca iluminándoseante mis ojos. Altas paredes de roca que se fundían en una bóveda nat-

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ural, donde según mis cálculos se hallaba erigida la casucha. Perodespués, a medida que mi vista se iba acostumbrando a la penumbra,fui dis=nguiendo unas formas oscuras y alargadas que emergían dealgún punto del suelo y trepaban por las paredes hasta perderse en loalto. Eran las mismas raíces que antes habíamos visto surgir en los yer-mos contornos de la Dacha. Raíces de un grosor asombroso. Tan negrasy peludas que podrías men=r a un niño diciéndole que eran las patasde una araña gigante.

Todas ellas par>an de una grieta, una magnífica ruptura que quebrabala cueva en dos por su lado más ancho. Cuando me acerqué a ella com-probé que la llama de mi antorcha se agitaba y eso me hizo pensar enla hondura de aquel agujero, que parecía conectar con reinos subter-ráneos de una profundidad insondable. Mis ignorantes 18 años meimpidieron ver un mal presagio en todo aquello. Ni siquiera me asom-bré demasiado por aquella extravagancia botánica. Sencillamente,pensé que era otra de las cosas increíbles que había por el mundo yque yo no conocía.

Manstein me gritó desde lo alto preguntándome por mis hallazgos. Selo expliqué. Le dije que no había nada, ni patatas, ni oro… pero come>el error de hablar de aquellas raíces. ¡Estaba tan impresionado! Nuncame arrepen=ré bastante de haberlo hecho.

Bohl se quedó arriba haciendo guardia y Manstein bajó por la escala.Según llegó y vio aquel paisaje, su fascinación fue algo evidente. Susojos brillaban de pura sorpresa. No tardó ni un segundo en arrebatarmela antorcha y comenzar a recorrer aquel si=o por sí solo, murmurandopalabras de admiración a cada paso que daba.

Yo esperaba junto a la escala, impaciente por largarme de aquel lugar.Había algo allí que me oprimía el pecho. Tal vez fuera el aire irrespirabley malsano de aquel agujero. Manstein, en cambio, parecía atraído porcada cen>metro de la gruta.

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El descubrimiento más importante fue, sin duda alguna, aquel viejolibro. Estaba escondido en una pequeña fisura de forma cuadriformeque alguien había prac=cado en la dura pared. Fue Manstein quién lodescubrió, puesto que era el único que se atrevió a caminar entre lasraíces. Yo permanecía quieto, junto a la escala, =ritando de miedo yfrío a partes iguales. Entonces me gritó que fuera inmediatamentedonde estaba él, puesto que necesitaba que alguien le sujetase la an-torcha para sacarlo de la pared.

Le bastó muy poco =empo para asegurar que aquella era una valiosaan=güedad, y lo cierto es que tenía un aspecto arcano. Yo jamás habíavisto un libro tan grande y pesado. Tenía las tapas de piel gruesa y lashojas estaban fabricadas en un papel durísimo que había salva-guardado su contenido durante siglos, quién sabe cuántos, porqueaquel tomo, de unos 80 cen>metros por 40, debía remontarse a los=empos en los que Alemania ni siquiera era la gran nación que eraentonces.

Lo apoyamos en el suelo y lo abrimos con cuidado. En su primerapágina había una larga hilera de símbolos, aunque también había letrasy extrañas palabras que no recuerdo excepto una: La palabra Grimoïre.Manstein sabía algo de la>n y francés; trató, sin éxito, de descifrar al-guno de aquellos poemas o canciones (pues eso parecían) pero ya digoque no lo logró. No obstante, se mostró eufórico por ese descubrim-iento. Dijo que sería un “bonito presente para la colección dean=güedades de Herr Goering, en París” y me ordenó cargarlo conmucho cuidado y subirlo a la planta.

Una vez arriba, nos ordenó a Bohl y a mí que cerráramos el agujerocon algunas tablas… pero “de forma que se pudiera volver a entrar”.

Creo que Bolh y yo pensamos lo mismo; que aquel libro, aquel pozo yaquella casa estarían mejor ardiendo, igual que habíamos hecho conotras chabolas inmundas. Pero esta vez, Manstein ordenó respetar ellugar. Y no solo eso. Nos ordenó guardar un absoluto secreto sobreaquello ante el resto de los hombres. Dijo que “no era convenientehablar de esos hallazgos”.

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Eso ocurrió en Noviembre y desde ese día, Manstein encontró en lalectura y decodificación de su hallazgo, un entretenimiento para pasarlas interminables horas muertas de la estación, que comenzaron a sermuy frecuentes.

El frente de Moscú estaba paralizado. Nadie transitaba de Norte a Surmás que algún mensajero o un disposi=vo de mecánicos que trasporta-ban piezas para los tanques estropeados. Eso fue antes de que comen-zara a nevar. Recuerdo que al principio nos pareció algo bellocontemplar aquellos vastos prados cubiertos de una manta de impo-luta nieve. Pero lentamente, la nieve nos fue devorando. Los idiotascomo Manstein habían hecho arder la mayor parte del pueblo a nues-tra llegada. Ahora no teníamos más que una casa en condiciones y re-cuerdo bien que dormíamos en la primera planta, unos encima de losotros, alrededor de una gran hoguera que alimentábamos día y nochecon la leña y los muebles que habían quedado en el pueblo. Solo re-spetamos los dos carros que habían quedado tras la huída de losaldeanos (eran el único medio de transporte válido en aquellas condi-ciones); el resto de las camas, sillas, armarios… fueron acumulados enun cober=zo frente a la casa y todos los días hacíamos leña con ellos.El fuego era imprescindible en aquel lugar. Por las noches, la temper-atura bajaba a unos treinta bajo cero. Algunos nos dábamos cuenta deque aquello era insostenible. Solo estábamos a mediados de Noviem-bre y la madera y el alimento durarían, como mucho, un mes. Si nollegaban órdenes para moverse de allí, tendríamos que terminar que-mando el petróleo que habíamos ido a proteger. Pero ¿qué com-eríamos? Pronto solo nos quedaría el caballo con el que =rábamos delcarro.

Ante estas preguntas, Manstein se mostraba estúpidamente reglamen-tario. Nada es imposible para el soldado alemán. Resis=remos. El %urer=ene un plan maestro para todos nosotros. Había muchos como él enla guerra, gente sin cabeza. Mientras tanto, pasaba sus horas libresleyendo aquel libro, casi siempre en la segunda planta de la casa,donde dormía junto a su perro. Solíamos oír sus pasos, los de Mansteiny los de su perro Geist, crujiendo sobre la madera, de un lado para otro,

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durante toda la noche. A veces se reía, o gritaba un ¡hurra! y te des-pertaba a altas horas de la madrugada. Solo Bohl y yo comprendíamosa qué podía deberse aquella alegría.

Otras veces desaparecía durante horas. El carro y el caballo solían de-saparecer también. La primera vez que ocurrió, algunos hombres pen-saron que había desertado, pero Manstein regresó de madrugada consu perro y un gran bulto cuadrado envuelto en un chaquetón. Algunosdecían que se había vuelto loco, pues ya casi no se relacionaba conninguno de nosotros y tenía una mirada extraviada y turbia. Siempreque surgía algún comentario de ese =po, Bohl y yo nos mirábamos ensilencio. Nunca dijimos nada acerca de la dacha. Sabíamos queManstein podría tener un soplón entre nosotros (era algo común enlos mandos) y no queríamos arriesgarnos a formar parte de la patrullade cas=go que pronto debería ir a los bosques a cortar leña. Por esonos callábamos.

Nigel fue el único en enterarse de nuestro secreto. En cierta ocasión,mientras nos creíamos solos en la casa, nos cazó hablando sobre eseasunto…Nigel era un chico de Munich, un buen muchacho. Con-fiábamos en él y se lo contamos. Le adver=mos que Manstein nos habíaordenado guardar silencio. Entonces él sonrió y nos dijo que no éramoslos únicos en haber recibido tal orden. Él también tenía una historiaque contar.

Había ocurrido una noche que estaba de guardia junto a los depósitosde combus=ble. Nigel contó que había visto una silueta caminar entrela ven=sca y le había dado el alto. Se trataba de Manstein. Avanzabacargando una especie de fardo… que en realidad era el cuerpo de unhombre. “Me dijo que era un par=sano que había descubierto escon-dido en el pueblo. Lo había matado y ahora lo llevaba a la fosa común.Yo le hubiese creído si su perro no hubiera ido mordisqueando los piesdel muerto. Eso me hizo fijarme en que estaban completamente con-gelados. Debía llevar semanas enterrado en la nieve. Por supuesto nodije nada. Manstein me ordenó guardar silencio respecto al par=sano.Dijo que prefería que nadie lo supiera. Después me ordenó ayudarle acargar el fiambre en un carro y desapareció entre la ven=sca.

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Lo primero que pensamos es que Manstein añoraba comer un buenfilete. ¡Sí! En aquellos días eso era más normal de lo que se podría pen-sar… Solo a Bohl se le ocurrió que podía exis=r alguna asociación entreambas historias. El muerto, el libro, la vieja casa apartada… Entreescalofríos, recordamos aquellos animales muertos, las sierras y aque-llos tarros llenos de órganos flotantes… ¿Y si Manstein se hubieravuelto loco? No hacía otra cosa que leer aquel libro y desaparecer abordo del carro, durante horas. ¿Era posible que hubiese tomado elnegro relevo de la an=gua habitante de aquella casa?

Aquellos temores nos desvelaron un par de noches y luego volvimos aolvidarlos. Supongo que no nos apetecía pensar en algo así. Todo eraya demasiado horrible como para ser capaces de concebir un horrormayor. El frío era nuestra primera prioridad. El frío y el hambre. Lodemás era accesorio.

Las patatas se acababan, los muebles escaseaban… pero era primordialque el fuego siguiera ardiendo. Comenzaban a sucederse las nochesde cincuenta bajo cero. Aquel frío te volvía loco. Mayer, un muchachode apenas 18 años, se voló la cabeza delante de todos. Recuerdo aque-lla noche. Alguien nos despertó a gritos. El muchacho estaba sentadoen el marco de una ventana con la pistola me=da en la boca como unchupete. Tenía las cejas blancas y las lágrimas se le helaban nada mássalir de sus ojos. Uno de los hombres intentó alcanzarle, pero antes deque lo hiciera, Mayer cerró los ojos con fuerza y apretó el ga=llo. De-spués, su cuerpo se desplomó por la ventana.

Cuando Manstein apareció por la puerta y vio aquello, su únicocomen-tario fue: Me alegro de que los débiles se vayan eliminando por sí mis-mos. Solo debemos quedar los más fuertes. Hubiera sido un granmomento para llenarle el cerebro de plomo, pero supongo que yahabíamos visto demasiada sangre por aquella noche.

Manstein ordenó a un par de hombres que bajaran a por el cuerpo deMayer y lo montasen en el carro. Dijo que se encargaría él mismo dellevarlo a la fosa común. Nigel, Bohl y yo nos miramos en silencio, com-

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par=endo el mismo pensamiento. Manstein marchó esa misma nochey no regresó hasta la madrugada.

Tras la muerte de Mayer, el invierno pareció endurecerse. Cada vezéramos menos los que podíamos sostenernos en la guardia y ésta seredujo a la custodia de los depósitos. Estábamos cansados, hambrien-tos y faltos de esperanza. ¿Dónde estaba nuestro valeroso ejército? Yani siquiera oíamos pasar los aviones y la radio no daba no=cias deMoscú. La única orden que recibimos en todo ese =empo fue la decolocar dinamita en los depósitos de combus=ble y preparar un det-onador. Sabíamos muy bien lo que eso significaba.

En la úl=ma semana de noviembre, unos cuantos hombres cayeron en-fermos. Vomitaban la poca comida y tenían horribles diarreas. Supusi-mos que algo en el agua lo había provocado. No obstante, Mansteinordenó que se estableciera una cuarentena. Mandó instalar una en-fermería de campaña en el establo. Dijo que no quería arriesgarse aun posible contagio general, pese a que ser recluidos en aquel establono era lo más recomendable para un enfermo. Sin embargo, sus ór-denes se cumplieron, una vez más. Al cabo de dos noches, Slochssmurió. Una semana más tarde lo hizo Konig. En ambos casos, fueManstein el único en presenciar las muertes. También, como en el casode Mayer, fue él quien se encargó de los cadáveres. Eso era algo ex-traño que no pasó desapercibido entre los hombres (un mando ha-ciendo las veces de enterrador) pero la mayoría pensaron queManstein se comportaba ejemplarmente al hacerse cargo de esas tar-eas.

Por otro lado, nadie excepto él parecía tener demasiadas ganas de saliral exterior en aquel frío principio de Diciembre.

La primera semana se nos no=ficó que Heinmann, uno de los más vet-eranos, había desaparecido esa noche, durante su turno de guardia.Manstein dijo que no dudaba de que se trataba de una deserción entoda regla. Anunció que ya lo había comunicado al SoderKomando ynos recordó nuestra obligación de ejecutar a cualquiera que tuvieravisos de huir cobardemente.

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Aquella versión de la no=cia convenció a muchos, pero no a Bohl. Enun momento de in=midad nos expresó sus serias dudas al respecto deesa historia. Bohl había inves=gado un poco: Heinmann no se habíallevado nada consigo. No había robado nada de alimento, ni habíahecho desaparecer el caballo o el carro. Huir en semejantes condi-ciones era un suicidio; un veterano como Heinmann debía saberlo, y,en ese caso, una bala siempre era mucho más agradable que la muertepor congelación. Por lo tanto, solo quedaban dos opciones: O se habíaextraviado involuntariamente o había sido presa de alguien.

“¿No os habéis fijado en Manstein úl=mamente?” - nos preguntó -“Miradlos por un instante, a él y a su perro, y miraos después avosotros. Estamos esquelé=cos, blancos, casi morados. Y ellos siguencon el mismo aspecto que en la primavera… Le he vigilado úl=mamentey ni siquiera se acerca a la despensa de las patatas…

La hipótesis de Bohl era sencilla. Manstein había sobrevivido prac=-cando la necrofagia durante semanas. Seguramente, aprovisionándoseen la fosa común, donde los cadáveres más recientes se habían heladocon la llegada del invierno, antes de pudrirse. La carne muerta y enbuen estado habría durado tres o cuatro semanas antes de termi-narse… lo demás era fácil de adivinar. Primero fue Mayer… después,seguramente, Slochss y Konig… y esa noche le habría llegado el turnoa Heinmman.

Al principio, tanto Nigel como yo nos resis=mos a creer aquello. Erademasiado espantoso, aunque no del todo imposible; era muy ciertoque Manstein y su perro parecían indemnes al hambre y al frío… perosolo el hecho de pensar en ello nos paralizaba… Nigel y yo éramos talvez demasiado jóvenes para concebir un horror de tal magnitud.

Pues yo pienso asegurarme, respondió Bohl ante nuestras dudas, ¡Pen-sadlo! Este lugar es una maldita ratonera. Nadie saldrá de aquí hastael final del invierno y todos, de una manera u otra, iremos cayendo.No pienso terminar mis días en el estómago de ese caníbal.“El desenlace ocurrió dos noches más tarde...."

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Ocurrió dos noches más tarde. No recuerdo el nombre del muchachoque había enfermado… el pobre se había vomitado encima durante laformación de la mañana y Manstein lo había enviado a la enfermeríacon un gesto de pura sa=sfacción. Yo estaba acurrucado junto al fuego,oyendo los tosidos de los hombres y las voces de otros que llamaban asu madre o a sus novias. Entonces alguien me dio un codazo: Era Bohl.“Me hizo un gesto para acercarme a la ventana. Hacía una noche bas-tante despejada, de estrellas, con una gran luna amarilla suspendidasobre aquel desierto blanco. En la calle del pueblo se movían unas som-bras…¡Era Manstein! Estaba saliendo del cober=zo con su carro ¡y enel carro había alguien tumbado!

Bohl me miró fijamente y supe enseguida lo que pensaba hacer. Yo miréen busca de Nigel pero recordé que estaba de guardia. De acuerdo,asen> con la cabeza. Fuimos a por los fusiles, cogimos un par de car-gadores, y salimos escaleras abajo, al frío aire de la noche.

Encontramos a Nigel en su puesto, junto a los depósitos. Le explicamoslo que sucedía y Bohl dijo que había llegado el momento de la verdad.En principio, Nigel se atemorizó. Repi=ó aquello de que abandonar elpuesto de guardia es considerado deserción. Bohl le dijo que no fueraidiota. Después nos pidió ayuda para soltar una de las cargas de dina-mita de uno de los depósitos. Eran una docena de barrenos que podíanvolar un edificio de tres plantas. Entonces y solo entonces nos dimoscuenta que aquel austriaco loco iba completamente en serio.

Nos pusimos en marcha. Las huellas recientes del carro nos facilitaronla marcha. Hacía mucho =empo que nuestros cuerpos no estaban enforma y hubiera sido imposible avanzar sobre aquella capa de un metrode nieve que lo cubría todo. Al cabo de media hora llegamos a la riberade un río helado. Las ruedas con=nuaban a su vera y tanto Bohl comoyo recordamos que la Dacha estaba junto a un río. Tal y comosuponíamos, Manstein tenía allí su negro refugio.

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Avanzamos otro cuarto de hora y entonces, a unos trescientos metros,avistamos un resplandor azulado elevándose de entre los árboles deun bosquecillo. Al principio, Nigel opinó que podía tratarse de un focoan=aéreo, pero enseguida descartamos la idea. Según nos fuimos ac-ercando adver=mos que la claridad azulada procedía de la vieja Dacha,que estaba iluminada como el vientre de una luciérnaga. Ignorábamosde dónde podía salir tanta claridad, pero incluso por su macilentachimenea surgía un rayo que se perdía en el cielo estrellado.

Terminamos de aproximarnos y nos apostamos entre unos árboles.Vimos el carro, junto a la puerta de la casa, y el caballo resguardadobajo un alero. Se oía un rumor de voces y risas, como el eco sordo deuna buena fiesta en Berlín. ¿Qué podía estar sucediendo en aquellugar?

Bohl nos ordenó rodear la casa mientras el avanzaba en dirección a lapuerta. Lo hicimos. Besé mi medalla de San Cristóbal, como hacía siem-pre, y rompí la impoluta capa de nieve por el flanco izquierdo de la ca-sucha. Nigel me seguía. El pobre chico estaba aterrorizado. Me decíauna y otra vez que no debíamos estar allí. Y yo pensaba igual.z

Avanzamos por la trasera cuando Nigel perdió una de sus botas. Medijo que se le había quedado enganchada en alguna parte. Joder, esascosas pasan incluso en el frente. El chico se agachó y empezó a hurgaren la nieve… de pronto abrió la boca de par en par, como si quisieragritar pero le faltaba el aire. En ese mismo instante, yo sen> algo queme rozaba la pierna por debajo de la nieve, algo alargado y velludocomo un visón. Entonces recordé aquellas raíces negras que había vistobrotar desde la grieta de la casa. Cogí a Nigel y lo arranque de allí comopude. Después apunté hacia el suelo y disparé cuatro veces. Una es-pecie de tentáculo surgió de la nieve y se agitó ante nuestros pasmadosojos para volver a hundirse. Al menos, pensé, las balas les hacían daño.

Cuando corríamos hacia la casa oímos nuevos disparos, esta vez desdesu interior. Cuando llegamos…¡oh Dios mío! Era Bohl quien disparaba.Y lloraba como un niño mientras lo hacía. Nuestros camaradas, o mejor

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dicho, lo que quedaba de ellos, estaban allí, vivos… si es que a esopodía llamársele vida. Se acercaban a la boca del fusil como cangrejossedientos. Bohl se encargó de liberar sus torturadas almas. Nigelcomenzó a rezar un padrenuestro… creo que se había meado encima.

El agujero estaba abierto. Era allí de donde brotaba aquel gran chorrode luz que todo lo iluminaba. El suelo era un lago de sangre que se der-ramaba en su interior.

Oímos el ruido de unas botas ascendiendo por los asideros de la cav-erna. Fue Bohl, nuevamente (a Nigel y a mí nos bastaba con no volver-nos locos del horror) quién se acercó a la boca del pozo y descerrajóun cargador entero en su interior. Se escuchó un tremendo alarido ydespués un breve silencio que no duró demasiado. De pronto, comen-zamos a oír deslizarse aquellas raíces alrededor de la casa, con-striñendo sus cimientos como un molusco tratando de pulverizar unparásito inferior.

¡Id a por el caballo, alejad el carro de aquí! nos ordenó Bohl, mientrassacaba el manojo de cartuchos de explosivo de su zurrón. Tuve queempujar a Nigel afuera, donde la nieve se había fundido milagrosa-mente y las raíces se agolpaban en torno a la casa. No nos costó moveral rocín. Estaba encrespado por el avance de aquellos tubérculos. Loalejamos hasta el bosque, junto con el carro… Entonces vimos a Bohl,a través de la puerta, lanzar aquel cartucho encendido en el interiordel agujero. Después se giró hacia la salida y tomó impulso para salircorriendo, pero en ese instante… en ese instante…. ¡apareció el fan-tasma!

Geist debía haber estado escondido todo ese rato… Apareció como unasombra y se lanzó sobre él. La mala bes=a lo derribó con facilidad ycomenzó a morderle en las manos y en la cara. Dejé a Nigel con el carroy salí corriendo en dirección a la casa... Pero era demasiado tarde.Supongo que Bohl cortó la mecha por la mitad para asegurarse de quenadie la pudiera apagar. La explosión fue terrible. Primero hacia arriba,como una lengua de fuego, lanzando una tonelada de =erra, as=llas y

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nieve contra el cielo, y después hacia abajo, hundiéndose en unaconfusión de rocas, raíces y sangre… que devoraron la casa y casi tam-bién me devoran a mí.

Las raíces me habían impedido avanzar más de diez metros. Cuando elagujero comenzó a arrastrar la casa y sus raíces, algunas de aquellasmalditas hidras quisieron llevárseme a mí también, pero gracias a Dios(o a San Cristóbal) encontré a mano el tocón de un noble árbol muertoy pude aferrarme a él mientras el mundo se hundía a mis pies. Al finalno quedó allí nada más que un cráter humeante lleno de =erramolida.

Nigel me ayudó a sacar las piernas de allí. A los dos nos temblaban lasmanos como dos banderas al viento. Cuando estuvimos recompuestos,dijimos una oración por el alma de Bohl y nos marchamos al trote deaquel horrible lugar.

Por supuesto, esa magnífica explosión había puesto en guardia a todoslos hombres en Talvsenko. Cuando llegamos a bordo del carro fuimosinmediatamente interrogados al respecto de Bohl, Manstein y la dina-mita que faltaba en el puesto de guardia. ¿Qué fue lo que respondi-mos? La verdad, por supuesto, y al hacerlo suscitamos reaccionesdiversas entre los hombres. Algunos quisieron ejecutarnos portraidores. Otros nos miraban fijamente, haciéndose preguntas en suinterior. Finalmente nos ataron con una cadena. Un tal Smeller tomóel relevo de Manstein. Llamó al acuartelamiento de Leningrado parano=ficar los hechos, pero nadie vino a buscarnos. Estaban demasiadoocupados con sus propios problemas.

Cuando, en la segunda semana de diciembre, una columna de panzerspasó por el pueblo, más de la mitad de los hombres habían muertocongelados, Smeller incluido. Alguien (una mano amiga) debióquitarnos las cadenas antes de que los hombres de la división blindadallegaran a la casa. Nos dieron cigarrillos y media botella de vodka acada uno. Se hicieron algunas pesquisas en torno a Manstein pero depronto todo el mundo le había olvidado. Se dijo que escapó. Y ahí ter-minó la historia.

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En una semana nos recuperamos y fuimos reintegrados en el 161ºbatallón de fusileros. Marchamos hacia Ucrania. Moscú no había caídoy el invierno había expulsado a Sigfrido de las =erras eslavas. Lamaldición de Napoleón se había vuelto a repe=r.

Nigel y yo seguimos juntos durante meses. Nunca volvimos a men-cionar el capítulo de Talvsenko, aunque a veces le oía despertarse gri-tando a medianoche el nombre de Bohl. Yo también tenía pesadillasde ese es=lo… pero todo lo que queríamos era olvidar.

Nos separamos durante la primavera del 42. A Nigel le hirieron en unapierna y regresó a Berlín en un tren hospital. Yo en cambio seguísirviendo en un grupo de asalto bajo el mando de Hoth. Caí preso du-rante la operación Urano, el cerco del Kessler, y deportado a los Urales.En el 44 fui uno de los que desfilaron por Moscú, cuando la victoria ali-ada ya estaba clara. Para entonces, el capítulo de Talvsenko era otrade las cientos de imágenes horribles que la guerra había impreso enmis re=nas… y lentamente lo fui olvidando.

Regresé a mi hogar y solo encontré ruinas. Todos habían muerto. Losdiablos rojos se encargaron de vengarse con esmero mientras avanza-ban hacia Berlín.

Mi padre escondía un pequeño tesoro de joyas en un ladrillo de nues-tra casa de Strauberg. Allí las encontré, intactas… era todo lo que losrusos habían dejado de mi familia. Lo cogí y me marché de allí parasiempre. El resto creo que ya lo has adivinado tú solo, Paúl, a lo largode este =empo… Viajé a España. Era un país que también estabaresurgiendo de sus cenizas, pero gracias a algunos contactos comencéa ganar dinero con el negocio inmobiliario. Los recuerdos de la guerrase fueron desvaneciendo y las pesadillas se redujeron considerable-mente. Poco a poco lo fui olvidando todo.

Pero un horrible día, aquellas pesadillas volvieron a por mí...

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Un día, apenas había cumplido 40 años, me di cuenta de que, porprimera vez desde la guerra, era un hombre feliz.

Entonces me estaba empezando a hacer rico. Vivía en Mallorca… teníaun restaurante, mujeres, una casa estupenda… Durante diez años nome moví del paraíso. “No había vuelto a ver a Nigel desde que nos sep-aramos en la estación de tren de Rostov en el año 1942. Al terminar laguerra le había escrito un par de cartas a su dirección familiar de Bre-men, pero sin respuesta. En aquellos días no podías esperar gran cosadel sistema de correos. Alemania había caído… los que no estabanmuertos habían huido lejos. Como a muchos otros, a él también le dipor perdido… y deseé que la suerte siempre le acompañase.

Creo que fue por el año 89… o tal vez fuera en el 90, lo que sí sé esque era una hermosa tarde de verano. Me encantaba sentarme en laterraza del restaurante y ver pasar a la gente mientras el sol se hundíaen el mar… Entonces fue cuando le vi. Al principio no era más que otrocentroeuropeo rubio y blancuzco más, pero después, a medida que seiba acercando, mi corazón comenzó a la=r con fuerza. Le miré la piernaizquierda y allí estaba la gran cicatriz de Rostov. Casi me caigo de culo. “¡Nigel! ¡Maldito! ¡Sigues con vida! ¡Soy yo… Ri?er! Le grité y él,que venía sonriéndome, se echó a mis brazos con emoción.

Después de unas cuantas lágrimas y un par de copas la cosa se fue ex-plicando. En realidad, aquel encuentro no era ninguna casualidad. Nigelme dijo que llevaba varios años tras mi pista. Al terminar la guerra sehabía marchado a Argen=na, junto a otros excomba=entes. Allí sededicó a los negocios, como yo. Al cabo de los años, Alemania habíavuelto a reunificarse y el nuevo gobierno hizo público un archivo decorrespondencia bloqueada durante la guerra. Cartas que los yanquis,ingleses y rusos habían confiscado en los úl=mos años de la guerra.Nigel, que aún mantenía contactos con an=guos militares, se interesópor ello y recuperó las cartas que correspondían a la dirección de sufamilia en Bremen. Así fue como, al cabo de tanto =empo, recibió micarta, la que le había enviado desde Barcelona. Y de esa manera, ya través de una agencia de detec=ves de Madrid, había podido encon-trarme.

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Yo no cabía de la felicidad. ¡Qué gran sorpresa! Le prohibíreservar habitación en ningún hotel. Despaché mis citas de esa nochey le invité a cenar en mi casa. No sabía cómo agradecerle aquella ale-gría que acababa de darme.

Durante la cena hablamos largo y tendido de nuestras nuevasvidas. Nigel se había casado y ahora un feliz padre de tres niñas. Yo encambio, había optado por otro camino y solo pude hablarle de amantesy borracheras. Igual daba, le dije, alzando mi copa, cualquier cosa eramejor que aquellas horribles noches de la guerra ¿verdad amigo?

Entonces noté que se le oscurecía el gesto. Supuse que nodeseaba recordar… eso nos ocurría a todos, y por ello no le di más im-portancia. No obstante, al término de la cena, mientras degustábamosun par de buenos puros en mi terraza y mirábamos el atardecer sobreel mar, Nigel me dijo que había algo importante que debía decirme. Ydespués añadió:

Se trata de Bohl… de aquella casa… ¿recuerdas Talyvsenko?

Al oír aquello casi me enfadé. Treinta años después, oír el nombrede Bohl fue como oler un aliento a muerte. Y yo ya me había salvadode todo aquello. Ahora vivíamos en otro mundo, el de la paz, el de losnegocios… ¿a qué venía rescatar esas malas sombras en un momentotan bueno?

Nigel me pidió disculpas. Me rogó que le dejara explicarse, cosaque hice, aunque un poco incómodo.

Todo tenía que ver con aquella vieja correspondencia, me dijo. Tuvoque viajar a Berlín y esperar durante horas en el archivo para recuperartoda su correspondencia; cartas de familiares que nunca había vueltoa ver, la no=ficación del alto mando que confirmaba la muerte de suhermano en Normandía (Nigel lo había dado por perdido durante casi50 años) y otras cosas de mayor o menor importancia.

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Entonces, cuando estaba a punto de marcharse, el funcionariodel archivo le dio el alto desde su ventanilla. ¡Espere! ¿Ha dicho ustedque se llama Alexander Nigel de Bremen? Hay algo más aquí… debe serpara usted…

Sorprendido, Nigel se giró y regresó a la ventanilla, donde el fun-cionario le entregó un sobre más. Se trataba de una carta enviadadesde el frente ruso en el año 1942. No tenía remite y en el des=natariosolo había escrito

“A.Nigel. Ciudad De Bremen”

Nigel me enseñó esa carta. La llevaba consigo, protegida en una es-pecie de pi=llera hecha a medida. Estaba escrita con el carboncillo y elpapel que nos daban en el frente. Sucia, medio quemada… pero per-fectamente legible. Le pregunté a Nigel quién se la había enviado. Yél… bueno… ¿puedes imaginártelo?

Paúl estaba a punto de responder a esa pregunta cuando alguien llamóa la puerta de la habitación. En ese mismo instante, un trueno resonabaen el exterior del sanatorio como si estuviera a punto de arrancarlo dela =erra. Ri?er se aferró tembloroso a sus sábanas.

- ¡Diga!- respondió Paúl, tratando de que su voz no sonara temblorosa.La puerta se abrió y asomó la cara de Vicky.

- ¿Va todo bien? - preguntó en voz baja mientras su bonitos ojosazules sondeaban la habitación y se paraban a observar las correassueltas que caían a los lados de la cama de Ri?er.

- Sí… Vicky, gracias - respondió Paúl suspirando - Solo estamos char-lando un poco.

Paúl le preguntó por la hora y Vicky respondió que faltaban quince min-utos para la medianoche. Paúl tenía que hacer su ronda de “pas=llas”a esa hora… pero antes deseaba oír el final de todo aquello.

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Despidieron a Vicky (Ri?er apenas balbuceó un adiós) y volvieron aquedarse solos.

En ese momento, Ri?er alzó su mano y señaló el armario.

- Hay que darse prisa. La caja de habanos, Paúl. Tráemela.

Paúl no hizo preguntas. Se levantó y rebuscó en el escondite del ar-mario hasta dar con la cajita de puros que él mismo se encargaba derellenar a veces.

Se la entregó a Ri?er.

Ri?er manipuló la caja con cuidado. Sacó los cinco habanos que repos-aban en ella y los posó entre sus piernas. Después sacó el papel secantedel fondo y levantó una tapa de madera que Paúl jamás había visto.Bajo ella, posados en el autén=co fondo de la cajita, había dos papelesdoblados.

Ri?er sacó el primero de ellos y lo desdobló entregándoselo luego aPaúl.

- Solo es una copia. La original, por supuesto, se la llevó Nigel consigo.Paúl miró el papel y vio que estaba manuscrito en alemán. El autorhabía aprovechado hasta el úl=mo milímetro del papel para encajar unbuen número de palabras en aquel reducido espacio.- Ya sé que no sabes una pizca de alemán - le dijo Ri?er - pero leeel final de la carta.

Allí había una firma: “Joseph Böhl “

- Vaya… y ¿qué es lo que dice? - preguntó Paúl.

Ri?er tomó de nuevo la copia entre sus manos. La miró como quiénrevisa una vieja an=güedad que le ha pertenecido durante años.

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- No puedo perder demasiado =empo en ella, Paúl. Pero es muy im-portante que intentes creerme. Esta carta llegó desde otro mundo,desde otra… esfera. Bohl pensó que una carta podría traspasar loslímites del =empo…y acertó. No sabemos cómo ni por qué. Él noconocía otro dato más acerca de Nigel, solo que era de Bremen… poreso la envió allí.

En una de sus frases Bohl dice: Puedo ver el =empo fluir como un ar-royo ante mis ojos. Espero que esta carta sea como la hoja de un árbol,que se desprenda sobre el agua y que llegue a vosotros algún día.

Había perdido la cuenta de los años cuando la escribió. Dijo queal menos habían trascurrido veinte o treinta… pero era di'cil contar-los. No había sol, ni luna, ni estrellas en aquel lugar. Todo era de uncolor etéreo, inmaterial.

La única realidad era la guerra. La guerra, la nieve, la sangre, el olor apólvora. Era la creación de Manstein. Una guerra eterna donde loshombres como él pudieran odiar eternamente, matar eternamente,sacrificar, torturar hasta acabar agotados… una dimensión plana per-dida en la inmensidad. Un cristal errante en las profundidades de unocéano sin =empo.

No ocurrió de repente. Fue un largo proceso que se inició con la de-strucción de la casa. Al principio, Manstein y su perro solo eran dos es-pectros atrapados en una celda infinita, al igual que Bohl… pero exis>auna fuerza que era favorable a Manstein. Ella le ayudó a salir, le enseñóa viajar y recuperar cosas, almas, fantasmas para ir rellenando sumorada final. Manstein había aprendido a conversar con ella. Lecantaba extrañas canciones antes de desaparecer. Y después, al cabode unas horas, regresaba y había una nueva explosión en el cielo.Columnas de soldados espectrales aparecían ba=éndose sin tregua.Niños arrasados por balas de gran calibre. Siluetas desgarradas por unaráfaga de metralleta. Mujeres aullando. Hombres volviéndose locosuna y otra vez. Ciudades arruinadas. Un perfecto Gernika revivido unay mil veces…una espiral de cabezas aullantes que moría para volver anacer.

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Bohl se había intentado suicidar en una docena de ocasiones. Alfinal, siempre abría los ojos de nuevo…en aquel árido desierto de nieve.También trató de escapar. Caminó a través de la muerte durante cincoaños. Aquello parecía el Os<ront, Rusia, pero aseguraba que había en-trado en ciudades de las que nunca había oído hablar. Cuando creíaestar cerca del mar, una nueva ciudad aparecía envuelta en lenguas defuego… había mil Stalingrados, mil columnas de humo negro eleván-dose en el cielo plomizo. Y entre ellas, kilómetros de desesperación ydolor.

Manstein era el dueño y señor de aquel circo del sufrimiento.Pasados los años se fue haciendo más poderoso y hábil. Aprendió aabrir otras puertas, a viajar por el =empo, y así fue como llegó hastanosotros. Viajaba en la oscuridad… eso es lo que supo Bohl por bocade otros condenados. La oscuridad era su reino, donde se abrían lasbocas que unían todos los mundos. Quería recuperarnos para su reinode pesadilla. A todos los que salimos de allí.

- Por supuesto… yo tampoco me creí una palabra de eso - dijoRi?er mientras doblaba la carta y la volvía a introducir en la caja -. Dehecho, al terminar de leerla, miré a Nigel y pense que todo era algunaespecie de broma pesada... o quizá un locura. No se lo dije, porsupuesto. Sen> una gran lás=ma por él. Algunos lo superan y otros no,me dije. Y le obsequié con mi mejor trato. Pero después de eso ya notuve tantas ganas de tenerle en mi casa.Se marchó al cabo de un par de días. Le acompañé hasta el aerop-uerto de Palma y nos dimos la mano. Él no había vuelto a hablar sobreel tema desde la noche en que leí aquella carta. Entonces me entregóuna copia y me dijo lo siguiente:

No estoy loco. No cometas el error de pensarlo. Solo he venido a avis-arte.

Me quedé congelado… no supe bien cómo responder. Le dije quese equivocaba. Tú eres el que comete el error al pensar eso demí, repliqué. Él me miró fijamente y después se dio media vuelta y seperdió entre la gente. Fue la úl=ma vez que vi a Nigel.

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Pasaron cuatro años. La visita de Nigel se diluyó en mi memoriacomo una voluta de humo en el aire. Me fui haciendo más viejo ygruñón pero tenía una salud de hierro. Los negocios marchaban mejorque nunca. Abrí otro restaurante y una discoteca. Tuve algún pequeñolío con la jus=cia pero nunca ocurrió nada.

Entonces, un día, volví a verlo… ese horrible sobre de papelmarrón volvió ante mis ojos. Un sobre estampado con una esvás=canegra en su exterior.

Un hombrecillo llamado Sánchez me esperaba en la puerta del restau-rante. Me dijo que era escritor, uno de esos jóvenes que escribensobre historias de la guerra sin haberlas vivido. Había encontrado unavieja carta en los archivos militares de Berlín. Había sido remi=da desdeel frente ruso en el año 1942. Pero el verdadero enigma era su des=-natario… decía así: W. Ri?er.

Isla de Mallorca. España

No le dejé hacerme ninguna pregunta. Según escuché aquello cogí al=po del gaznate y lo eché a patadas… El =po gritaba que me denuncia-ría, me exigía que le devolviese la carta. Pero la carta era para mí. Entréen la cocina del restaurante presa de un ataque de nervios. Me costabarespirar. Dije a todo el mundo que se marchara. Se lo ordené con lapeor educación imaginable.

Después, entre mis manos temblorosas desdoblé aquella carta…estacarta.

Ri?er extrajo el otro papel doblado de su caja de habanos. Lo abrióante sus ojos. Paúl observó que estos se llenaban de lágrimas.

- Nigel comenzaba diciendo que me perdonaba por no haberlecreído aquella tarde, en el aeropuerto.

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El anciano estrujo la carta entre sus manos. Apretó su puño con talfuerza que las vías de sus venas y arterías se dibujaron como en unmapa anatómico.

- ¡A él también se lo llevó! ¡Manstein apareció por la noche y se lollevó con él! - gritó, dejando que dos lágrimas surcaran sus ruborizadasmejillas -…llamé a su casa, en Argen=na… me contaron que lo habíanencontrado muerto en su habitación… dijeron que se había encerradoallí, medio enloquecido, diciendo que había un perro negro en sujardín… ¡En la carta decía lo mismo!

¡Viene a través de la oscuridad!

Yo… yo traté de decirme a mí mismo que todo aquello era imposible.Traté de negarlo. Me dije que Nigel se volvió loco, se mató a sí mismoy me envió aquella carta Dios sabe cómo… quise creerme que habíasido así, pero no pude. Aquello me había tocado bien dentro. Compréuna casa en Marruecos y pasé allí un año, encerrado, emborrachán-dome cada noche para poder dormir. Cada vez que veía un perro mevolvía loco de terror… pero ninguno era él…

Fue pasando el =empo. El cerebro hizo su trabajo y la paranoia fue ce-sando. Nadie puede vivir con tanto terror. Regresé a mi isla. Había de-jado el negocio en manos de un necio y las cosas se habían puesto feas.Además, las piernas comenzaron a temblarme más de la cuenta. Lovendí todo, hice las maletas. Así fue como llegué hasta aquí... buscandoel final. Un buen final, Paúl… Eso es todo lo que le pido a la vida.

Las campanas de la capilla sonaron a través de la ven=sca. “Lasdoce”, pensó Paúl, “pero no puedo dejarle así. Tiene los nervios hechosañicos”

Aprovechando que Ri?er había bajado la cabeza, Paúl se levantódel taburete y tomó asiento en la cama, junto a él.

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Una de sus manos se deslizó ágilmente hasta su bolsillo y cogió lajeringa entre sus dedos. Después, tomó uno de los brazos del viejo ylo sujetó con fuerza, aunque Ri?er no se resis=ó demasiado.

- Paúl… ¿Es que no me has escuchado? - preguntó Ri?er con unahonda tristeza - ¡No me crees! ¡Tú tampoco lo crees!

Paúl inyectó la totalidad de la dosis en la vena de Ri?er.

- Debes descansar. Mañana hablaremos con más calma, pero ahora=enes que dormir.

- ¡No hay mañana Paúl! Geist ha venido a por mí. Quieren llevarmecon ellos… - Ri?er suplicaba envuelto en una gran tensión - pero hayuna forma… eso es lo que deseaba pedirte. Nigel me lo explicó en sucarta. Hay una forma de salvarse. ¡Mátame Paúl! Coge mi almo-hada… Será un buen final para mí… morir en las manos de un amigo…¡Por favor! No permitas que me lleve… no…le…dejes…

- ¡Basta! - replicó Paúl con fuerza - Deja de decir eso. Tenemosmuchas par=das de ajedrez que jugar todavía.

El joven enfermero sin=ó que un escalofrío le recorría la espalda.Había visto muchas cosas, pero jamás a un hombre implorando así porsu muerte.- Paúl… amigo mío… sálvame... - gemía Ri?er - coge la almmohaddaa…acabbbbbaaaa con….mi…go…

- Mañana estarás mejor - balbuceó Paúl, impresionado ante aquello.La tensión en el rostro de Ri?er se fue desvaneciendo hasta reducirsea una mueca preocupación. Exhaló un úl=mo gemido antes de caer enun profundo sueño.

Paúl infló sus carrillos y soltó el aire en un fino chorro. Tenía la gar-ganta seca y una capa de fino sudor en su espalda. Las manos le tem-blaban aún.

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- Joder - musitó al vacío.

Tardó cinco minutos en volver a atarle con los cinturones. Después re-clinó la cama hasta dejarla en posición horizontal y tapó a Ri?er conla sábana. Las cartas aún seguían allí, junto a la caja de puros. Paúlcogió una de ellas y trató de leerla. Bohl, Nigel y Manstein fueron lasúnicas palabras que entendió. ¿Cuánto habría de cierto y cuánto dealucinación en aquella extraña historia? Tal vez un traductor pudieraesclarecerlo, pero de momento, Paúl devolvió aquellos viejos papelesa su si=o. Seguramente, Ri?er volvería a contarle aquella historia alpsiquiatra, quién probablemente diagnos=caría un caso de manía per-secutoria y le recetaría algunas pas=llas. Puede que, incluso, le dejasenseguir en el ala de los “sanos”. Puede que todo fuera una pesadillade un día.

Luego se dirigió a la puerta de la habitación y apretó el botón de laluz, dejando la habitación completamente a oscuras. Eso le hizo sen=run pequeño escalofrío.

“Ri?er te dijo que no apagaras la luz”

“¡Pero qué demonios!” se dijo a sí mismo un segundodespués,”Mañana por la mañana le traeré yo mismo el desayuno. Unabandeja especial de su amigo Paúl. Té, pas=tas de mantequilla y ungran vaso de zumo. Cuánto nos vamos a reír cuando recordemos esto…algún día…”

Cerró la puerta y salió de allí a buen paso. La ronda de las pas=llas le es-taba esperando.

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Horas más tarde, la tormenta seguía aba=éndose sobre la costa. Losrayos cuarteaban el cielo, acompañados de terribles truenos y silbanteslenguaradas de viento que hacían traquetear alguna ventana en las en-trañas del sanatorio.

En la sala de guardia todos dormían. Los pacientes se estaban por-tando muy bien aquella noche, demasiado bien tal vez, y los enfer-meros, recostados en sus literas, se dejaban atrapar por un cálidoamodorramiento.

Paúl abrió los ojos al término de un extraño sueño. Estaba tanfresco como si hubiera dormido diez horas seguidas. Miró su reloj, en-treme=do en las sujeciones de la litera superior, y vio que eran las 4 dela madrugada. En el exterior, el ruido del aguacero era monumental.Debía estar cayendo la tromba del siglo.

No tenía ganas de seguir durmiendo, en cambio, tenía algo de hambre.Se puso en pie sobre sus zuecos y se dirigió al pequeño office, dondese acumulaban un montón de tazas de café sucias.

Pensó que podría comerse un estupendo trozo de tarta. Ma=lde habíacumplido años anteayer. ¿Era posible que aún quedase algo de aquelladeliciosa tarta de trufas? Abrió la nevera y lo primero que vio es que laluz no se encendía. Luego, al posar su mano sobre las latas de coca colaque yacían apiladas en un estante, comprobó que estaban calientes.- Vaya.

Junto a la nevera había una mesa de trabajo, donde había unflexo. Apretó el botón de encendido pero no ocurrió nada. Después lointentó con el interruptor general de la habitación: Nada.

- Se habrá saltado un fusible - concluyó.

Pensó en si merecía o no la pena despertar al señor Cans y hacerlesubir por tan poca cosa. Decidió asegurarse primero (el señor Cansgruñe como un can). Salió al pasillo y se dirigió al cuadro de =mbres

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para comprobar que las luces estuvieran encendidas.

El ancho pasillo de embaldosado blanquinegro estaba completamentea oscuras. Paúl se extrañó de que ni siquiera las luces de emergenciatuvieran luz. Ahora si que había un buen mo=vo para despertar al en-cargado de mantenimiento.

En ese mismo instante, un tremendo rayo resquebrajó el negro hori-zonte a través de los ventanales. Paúl se giró casi por ins=nto hacia lasventanas y lo siguió con la mirada. Era como una gran zarpa abriéndosesobre el mundo.

Pero, según lo veía morir en el mar, dis=nguió algo increíble. Algo quele hizo abandonar su idea de llamar a nadie.

¡ ZZZZZZZAAAASSSHHHH ! retumbó el trueno.

La descarga se apagó devolviendo la oscuridad al océano, pero otrovolvió a estallar segundos más tarde. Y esta vez, Paúl estuvo seguro delo que veía.

Barcos.

Habría un centenar de ellos. El fugaz relámpago le bastó para calcu-larlo. Barcos grandes, medianos y pequeños, una flota entera, enfiladafrente a la costa, en formación de ataque.Paúl frunció el ceño. Incluso sonrió. No fue capaz de concebir unasola idea de por qué estaban esos barcos allí. Solo cuando un rayo ilu-minó las tripas de un destructor y una amenazante esvás=ca se reflejóen sus pupilas, su mente dibujo un signo de exclamación.

¡Ri?er!

Tardó menos de dos minutos en llegar a la habitación del viejo. Allí, enla penumbra, se dis=nguía un bulto posado sobre la cama. La luz nofuncionaba.

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Paúl atravesó la habitación y se detuvo frente al cuerpo. ¿Había unhombre allí tumbado? Llevó los dedos hasta su cuello y no encontróun rastro de vida. Sin embargo, sin=ó que aquella carne no era la deun cadáver, aunque entonces era incapaz de entender las razones quele llevaban a sen=r aquello.

La visión de los barcos volvió a su mente. Salió de la habitación, recor-rió el pasillo a gran velocidad y alcanzó las escaleras del pabellón.Descendió por ellas sin importarle la posibilidad de caerse y romperseel cuello. Llegó a las puertas del jardín. Abrió una de ellas y desembocóen una fría lluvia y un viento que le empujaban hacia atrás.

Surcó el jardín destrozando los cuidados centros de flores hasta lafrontal del edificio. La lluvia y el viento parecían confabulados contraél. Lo zarandeaban de un lado para otro y le cegaban los ojos con do-lorosas gotas de agua helada.

Pese a todo, Paúl logró alcanzar el portón enrejado de la entrada. Findel camino, pues estaba cerrado y el interfono tampoco tenía luz. Nopodría saltar aquella puerta, y aún menos el muro. Pero desde allípodía ver los barcos.

En ese instante un nuevo rayo iluminaba la costa. Los barcos seguíanallí, pero en esta ocasión, hubo otra cosa, más cerca, en la que fijarse.Tres siluetas avanzando hacia el borde del acan=lado.Paúl reconoció a Ri?er en el centro del grupo. ¡Caminaba! Una altay espigada silueta lo hacía avanzar a empellones. Paúl se fijó en lagabardina de cuero y el gorro militar que cubrían aquel cuerpo. Al otrolado, Ri?er iba flanqueado por un gordo animal de cuatro patas, de-masiado grande para ser un perro, pero que no obstante lo era.

- ¡Ri?er! - gritó Paúl, mientras con sus manos empujaba los barrotesdel gran portón de entrada.

Un golpe de viento le tapó la boca y le obligó a cerrar los ojos. Cuandolos abrió de nuevo, alcanzó a ver las siluetas desvaneciéndose en lasentrañas de la noche.

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- ¡Ri?er! - volvió a gritar Paúl - ¡Lo…. siento! ¡Perdóname!

Para ese entonces, las figuras eran ya tres espectros a puntode desvanecerse en la oscuridad. Paúl dis=nguió como se giraban enun ángulo imposible para, acto seguido, desparecer junto con el restode los espectros, en una gran espiral que comenzó a voltear sobre elocéano, como un gigantesco planeta negro.

Entonces, un objeto brillante brotó de aquel terrible eclipse. Paúl lovio acercarse a gran velocidad y no tuvo =empo de apartarse cuandofue evidente que estaba en su misma trayectoria. El pequeño objetole golpeó en la cara y él, creyéndose muerto, se soltó de los barrotes yse dejó caer a la húmeda carretera.

Se oyó una terrible carcajada que parecía provenir de los cuatro costa-dos del universo.

Paúl abrió los ojos un minuto después. Seguía vivo. Se reclinó ymiró hacia el océano. Los barcos habían desaparecido. Ri?er también.Un par de lágrimas asomaron en sus ojos. Pero antes de que rompieraa llorar, vio ese objeto que había surgido del agujero, que alguien habíalanzado, con el mayor desprecio, contra su cara.

Era una pequeña cadena plateada con una imagen labrada en uno desus extremos. La imagen de un santo llamado Cristóbal.

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- La dirección quiere dar el asunto por cerrado, Paúl. No más pregun-tas. ¿De acuerdo?

El jefe de personal se llamaba Santos. Tenía una enorme verruga negraen la nariz. Su oficina era un hervidero de papeles, nóminas, y partesde gastos sin firmar. El teléfono no dejaba de sonar ni un minuto.

Habían pasado dos meses desde aquella noche.

- ¿Qué tal las vacaciones? - le preguntó a Paúl con una media sonrisaen los labios - Puedo suponer que te has recuperado del todo ¿no?

Paúl asin=ó con la cabeza, en silencio. Ahora siempre tenía aquella ex-presión perdida y triste. Y un mechón de pelo gris había brotado en sujoven cabello.- De acuerdo - con=nuó Santos mientras echaba una firma en elnuevo contrato de Paúl - No hay razón para que no puedas regresar atu puesto. La dirección siempre ha confiado en =. Supongo que losabes.

Paúl volvió a asen=r. Santos se refería, seguramente, al montón dedinero que el sanatorio tuvo que “inver=r” para que no se inves=garademasiado aquel tema. Un hombre que aparece calcinado en su cama,con la piel negra y sin ojos no es buena publicidad para nadie.

Cuando Paúl hubo firmado su contrato, Santos se encendió un cigarrilloy se le acercó por detrás. A Santos le gustaba hacerse el amigo de losempleados.- Mira chico - le dijo, dándole una palmada en el hombro - Hay cosasque es mejor olvidar. Nadie podrá comprenderlo nunca.Seguramente ocurrió como el inspector del seguro dijo: El =po debíatener algún ácido escondido y se lo roció de alguna manera. No hayotra explicación.

Paúl sonrió un poco, pero no dijo nada.

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- Hay una cosa más - dijo entonces Santos -. El abogado del Ri?er vinoa liquidar sus asuntos. Trajo algo para =. Dijo que había recibidoórdenes de su cliente para que te fuera entregado.

Santos le enseñó un gran sobre de cartón. Por primera vez envarios meses, Paúl sin=ó que su corazón alteraba el ritmo.

Lo cogió y lo revisó por los dos lados. No había nada escrito. Pese aque Santos lo miraba con autén=ca curiosidad, Paúl no lo abrió. En vezde eso, se despidió hasta el lunes y salió del despacho. Salió tambiéndel edificio. Caminó por la carretera principal hasta cruzar el portón(que estaba abierto) y después siguió caminando hasta el borde mismodel acan=lado. Era una fría tarde de otoño. El cielo estaba lleno denubes y el mar estaba encrespado y gris.

Tomó asiento en una gran roca. Una vez allí abrió el sobre.

En su interior había otro sobre, lo que Paúl suponía; un sobre estam-pado con la esvás=ca nazi. Sus bordes estaban ennegrecidos y sucios. El sobre estaba abierto. En su interior, Paúl encontró una carta en es-pañol. La leyó dos veces.

Después, la hizo pedazos y la arrojó al mar.

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El viejo soldado =ene una historia que contar. Una historia quecomenzó en el horror de la Segunda Guerra Mundial pero queahora viaja a través del =empo, buscándole, reclamándole unavieja deuda.

Paúl, el joven enfermero del sanatorio, es su único amigo yconfesor. El Perro Negro ha aparecido y ya no queda más=empo. Las puertas del infierno han vuelto a abrirse, como unacarcajada diabólica, y solo hay una manera de escapar…