todo esto sucede bajo el agua - Gob · 2011-01-31 · 14 todo esto sucede bajo el agua mación a todas sus desgracias, significaba la ausencia de dios. era la justificación a su

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bajo el agua

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Primera edición 2008

Fondo editorial tierra adentro

diseño de portada: carlos alvarado

© rodolfo j. M.

© alejandra contreras por ilustración de portada

d.r. © 2008, de la presente edición consejo nacional para la cultura

y las artes, dirección general de Publicaciones,

Programa cultural tierra adentro.

av. Paseo de la reforma 175, col. cuauhtémoc, cP 06500, México d.F.

coedición: consejo nacional para la cultura y las artes/

dirección general de Publicaciones/

Programa cultural tierra adentro/universidad autónoma

benito juárez de oaxaca.

las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad

de la dirección general de Publicaciones/

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cultura y las artes/dirección general de Publicaciones/

Programa cultural tierra adentro/universidad autónoma

benito juárez de oaxaca.

impreso y hecho en México

isbn

970-00-0000-0

978-000-00-0000-00

conaculta

este libro obtuvo el Premio nacional de cuento joven 2007-2008, convocado por el consejo nacional para la cultura y las artes, a través

del Programa cultural tierra adentro y el instituto coahuilense de cultura. el jurado estuvo integrado por ana garcía bergua, Mauricio

Molina cardona y alejandro Pérez cervantes.

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Para mis padres.

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Índice

aquí

13 el duelo23 todos los rimbauds37 el flautista43 la universidad invisible

allá

67 a pleno día75 la condición83 el jefe91 Monsieur teste

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aQuÍ

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Hay otros mundos, pero están en este.

Paul Éluard

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el duelo

Planet earth is blueand there’s nothing I can do.

david bowieSpace oddity

lo veo al llegar a la esquina, en titulares negros: hoy se cumplen diecinueve años. Por alguna razón levanto los ojos y haciéndome visera con la mano trato de mirar al sol. deslumbrado, compro un ejemplar de cada periódico. Hago esto cada dieciséis de noviem-bre. en la oficina encuentro el mismo rumor de mo-nitores y dedos presionando teclados, el zumbido de cafeteras y hojas impresas a una sola tinta, negra, al igual que el café nuestro de cada mañana. tropiezo con samuel, que lleva corbata verde con pequeñas palmeras amarillas; mide uno sesenta y apesta a lo-ción barata. Me pregunta qué opino del fin del mun-do y se ríe en voz baja, tal como una rata se reiría en voz baja. estiro los labios y voy hasta mi lugar. Me molesta que haya tanto ignorante ladrando sobre el fin del mundo. Hace diecinueve años yo era todavía un niño. las teorías del universo fantasma no signifi-caban mucho para mí; eran algo tan fantástico e impo-sible como lo que sucedía en las películas y en los videojuegos. Para Mamá era sólo una tontería que preocupaba a Papá. Para Papá representaba la confir-

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mación a todas sus desgracias, significaba la ausencia de dios. era la justificación a su vida.

en el monitor de mi computadora leo las noticias: Le Monde y el New York Times. ambos periódicos confir-man que la tierra podría ser impactada por un me-teorito gigante. Pienso en terremotos y tsunamis, en ciudades destrozadas; pero por la ventana se aprecia un cielo sin nubes, azul, aséptico, y un sol que hace juego con la corbata de samuel. Hace una semana el director de la empresa nos reunió a todos en el audi-torio para advertirnos que no quería propaganda rela-cionada con el universo fantasma. ni a favor ni en contra. lo nuestro son los negocios y, fantasmas o no, estos son ur-gen-tes-e-in-me-dia-tos. en nuestro tiem po libre podíamos hacer el proselitismo que nos vinie ra en gana, pero durante nuestro horario de tra-bajo... “no se toleraría una sola discusión sobre reli-gión o ciencia. buenas tardes señores”.

los discursos de advertencia son tradicionales en estas fechas. cada noviembre vuelve la histeria; sur-gen nuevos grupos que dicen tener las pruebas que derribarán a los farsantes fantasma, como llaman a los científicos, y los científicos confirman de nuevo lo que han llamado el mayor descubrimiento en la historia humana. lo cual demuestra que el ser humano es un animal de costumbres, y que aún no somos capaces de aceptar nuestra verdadera naturaleza, nuestra her-mandad con la nada.

samuel es una verdadera mierda. le gusta provo-carme. no es un secreto mi opinión sobre el fin del mundo y toda esa basura, aunque no acostumbro ha-blar de ello por las reglas que impone la empresa. así es en general aquí. todos sabemos quién pertenece a

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una secta religiosa, quién es pro-evolución, quién ni-hilista. conocemos a la perfección ese odio callado que existe entre los diferentes grupos, un odio que no muestra la cara, un odio cobarde que se disfraza de cordialidad y compañerismo. Por ejemplo, nadie pon-dría en riesgo su trabajo iniciando un pleito por creen-cias personales; nadie salvo samuel, que todos los días viene y me hace algún comentario abiertamente hostil. samuel pertenece a uno de esos grupos pro-evolución que dicen creer en la ciencia pero no en esa “estupidez” del ruido cósmico y el universo fantas-ma. la mayoría de esos grupos son también cristia-nos. casi siempre esquivo las tonterías de samuel con respuestas irónicas, en otras ocasiones me quedo callado, conteniendo mi furia. Pero un día, lo sé muy bien y será pronto, no voy a soportar más.

Papá fue el primero que intentó explicarme la teoría del universo fantasma. una explicación dema-siado simple e inexacta en los detalles, pero que resu-me perfectamente la teoría y la idea que la gente te-nía de ella.

—esos estúpidos... buscaron la cuna y encontra-ron la tumba.

Papá decía que los científicos no tenían derecho a investigar un asunto tan grave, que hay cosas que el hombre no debe saber pues no están hechas para su entendimiento.

Quizá en otra época nadie hubiese hecho caso de una noticia que sonaba tan absurda. El Universo fan-tasma... Hubiera sido más fácil aceptar un desastre: guerras, epidemias, terremotos, incluso alienígenas invasores. algo espectacular, definitivo. en cambio, saber que el universo había existido alguna vez y que había explotado, dejando tras de sí una estela de ba-

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sura y energía residual a la cual pertenecemos junto con todas las galaxias y estrellas.... no, eso no es lo que un ser humano del siglo xxi esperaría. no esta miseria metafísica. sin embargo, fue como si la idea siempre hubiese estado allí, en el cerebro del primer hombre, esperando el momento oportuno para des-pertar. Pienso en ello a menudo. Me pregunto cómo sería ese otro universo, o Metaverso, como le llaman, y del que somos un reflejo casi diluido. no niego que en ocasiones me angustia la idea, pero en general me entusiasma. Hay un extraño placer en imaginar que eso que por mucho tiempo llamamos evolución no es sino decadencia.

llego a casa y abro los periódicos que compré. cada vez hay más gente mostrando su repudio contra los científicos e ideólogos del universo fantasma. sus argumentos son los mismos que en el pasado: que los niños siguen naciendo, que no ha llegado la guerra final ni el meteorito destructor de planetas. Que es-tamos vivos. están las asociaciones contra la ciencia. Pero todas son débiles y sus tonterías siempre refuta-das. también hay científicos que se han unido a los grupos pro-evolución, como en el que milita samuel. la ciencia no puede servir para decretar la inexisten-cia del universo creado por dios, proclaman a gritos los pro-evolucionistas con una mano en la biblia y otra en el método científico.

***

esta mañana samuel cruzó la línea. Me ha pegado en la espalda con cinta adhesiva una hoja de papel con la siguiente leyenda: No existo. Buuu! caminé por los pa sillos y el comedor sin que nadie me advirtiese de

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la broma. las risas que escuché a mi paso debieron ponerme al tanto de que algo no iba bien, pero ensi-mismado como soy no hice nada. lo supe hasta des-pués de la comida, al quitarme el saco. samuel me observaba y se reía ante mi perplejidad. compren-diendo lo que había sucedido fui hasta donde estaba y me paré enfrente de él. el muy hijo de puta espera-ba que le tirara un golpe o que le soltara un madrigal de maldiciones, lo necesario para que se me pudiera acusar de iniciar una pelea. no caí. le miré fijamen-te, y justo cuando empezaba a sacudirse por un nuevo ataque de risa, le escupí en la cara.

Me hace gracia ver la importancia que da la gente a su vida. como si hicieran algo verdadero con ella. como si nuestra propia naturaleza, esa existencia de la que tanto se ufanan los opositores al universo fan-tasma, fuera tan importante. no se dan cuenta de que cada uno de nuestros actos delata el vacío, el sinsenti-do; que sólo en un mundo muerto podía haberse dado una especie como la nuestra. ese mismo negar que somos nada es un síntoma de desesperación. aquí en la oficina, luego del incidente con samuel, que aun-que silencioso no pasó desapercibido para nadie, el ambiente se ha puesto tenso. dudo que alguien quie-ra interferir. es lo mejor, cada quien sus problemas. samuel está en su cubículo, pudriéndose del coraje, o tal vez asustado porque sabe que alguien como yo no teme las consecuencias de sus propios actos. “Ven, ré-tame” pienso complacido. no es que tenga en muy alta estima mis virtudes para el combate, es sólo que no temo a las repercusiones de un encuentro con samuel, ni con nadie. no hay “más allá” ni autoridad moral que me intimide, sólo tengo un aquí y un ahora, inasible. leo las noticias en el monitor de mi compu-

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tadora: Le Monde y el New York Times, como siempre. dicen que de suceder el impacto entre la tierra y el meteorito gigante sería en un lapso de tres a cuatro años. Por la tarde, antes de salir de la oficina, samuel se acercó a mi cubículo y me dijo:

—esto no se va a quedar así, espectro de mierda. no estoy solo.

antes de dormir pienso en mis padres. Papá se unió a un grupo radical nihilista y nos abandonó tres años después del fin del mundo. Mamá murió el año pasado. el doctor dijo que de tristeza. Pienso en cómo hubieran sido las cosas estando ellos juntos, a veces incluyo en esos pensamientos la idea de que la tierra no es un pedazo de mierda flotando en el espacio, pero no consigo una imagen clara; veo los rostros de mis padres durante algunos minutos, mas las figuras se descomponen y se mezclan hasta desaparecer. esta noche un pensamiento nuevo exige atención: samuel. Me veo caminando por los pasillos con ese papel pe-gado a la espalda No existo. Buuu!, luego veo la cara simiesca de samuel, burlándose. Vuelvo a sentirme furioso.

***

samuel me ha esquivado toda la mañana, pero me mira, inseguro y envalentonado al mismo tiempo. leo las noticias en el internet: Le Monde y el New York Times, como siempre. este día no hay nada sobre el meteorito gigante, en cambio ambos periódicos in-cluyen un artícu lo sobre El gato de Schrödinger, una vieja teoría científica sobre la multiplicidad de reali-dades. de repente me preocupa que en los dos perió-dicos encuentre las mismas noticias, todavía más, me

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preocupa que no me hubiese dado cuenta antes. el autor de la nota, haciendo una analogía con la teoría de Schrödinger, dice que el universo es un gato gigan-te, uno que murió en el big bang y al mismo tiempo uno que siguió viviendo. nosotros somos el gato muerto.

leo también que en berlín un grupo pro-evolu-ción realizó ataques a varios negocios nihilistas del centro de la ciudad. siempre es igual con esos faná-ticos, lo que no son capaces de defender por la vía ra-zonable esperan hacerlo con violencia. lo cual me recuerda que he sido amenazado por uno de ellos y que debería estar temblando de miedo. ¡ja! si bien la empresa no permite discusiones sobre ciencia o reli-gión, no impide que los emplea dos usen los colores distintivos de sus creencias, siempre y cuando no ha ya algún logotipo o publicidad directa en ellos. los reli-giosos, por ejemplo, no usan color en particular, la cruz, que llevan colgada al cuello, sigue siendo su dis-tintivo; los pro-evolucionistas visten con el mayor co-lorido que permiten las normas sociales. Yo, como buen nihilista, visto de riguroso negro.

ahora me parece lógico que Papá haya decidido unirse a los radicales, aunque su rechazo anterior a las teorías del universo fantasma haga parecer contradic-toria su decisión. Para un hombre como mi padre, que nunca vio en su vida otra cosa que no fueran des-gracias, el hecho de que nuestro mundo estuviera destinado al vacío fue el tiro en la sien, pero también la razón que le eximía de toda responsabilidad. dejó de ser un fracasado y se convirtió en un hombre he-cho a imagen y semejanza del universo. Mis razones para adoptar el nihilismo son otras, en resumen po-dría hablar solo de una. Y esa una es la que me permi-

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te aceptar lo que sucede a mí alrededor sin que el cerebro me reviente: este mundo es un fantasma, es el caos que dejan los muertos. ¿Por qué habría de te-ner sentido?

Faltando poco para salir de la oficina, samuel por fin aparece. lo hace frente a la puerta de mi cubículo. lleva el rostro encendido y burlón, me dice:

—¿Puede morir lo que está muerto? Piénsalo un poco.

es una pregunta que me he hecho ya varias veces. si el fantasma es un reflejo que queda tras la muerte de lo vivo, ¿qué deja tras de sí un fantasma?

—te espero en el estacionamiento —remata. Y yo me siento afortunado de tener al fin la oportunidad de romperle el hocico.

alguna vez leí que hubo un tiempo en que los hombres arreglaban sus diferencias mediante duelos. se citaban en algún descampado, cada uno con sus testigos, mismos que vigilaban se cumplieran las re-glas de un combate entre caballeros, es decir: uno a uno y en condiciones de igualdad. Hoy en día no hay ceremonias, ni combate entre caballeros, mucho me-nos condiciones de igualdad. eran costumbres de un mundo que creía en su trascendencia. imposible exi-gir un poco de cordura a los gusanos que infestan una manzana. “¿Puede morir lo que está muerto?” digo en voz alta mientras bajo las escaleras que llevan al estacionamiento. al mirar la escena, entiendo que me equivoqué al decir que ya no existen las ceremonias. estoy ante una en la que todos los presentes, sin im-portar sus creencias, aceptan que somos nada. Porque suceda lo que suceda ésta noche en el estacionamien-to, mañana será olvido, nadie recordará. tengo ante mí un círculo de personas, todos ellos empleados de

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la empresa, la mayoría miembros de grupos pro-evo-lución; me da gusto no reconocer a ningún nihilista. rodeado por algunos de sus allegados veo a samuel, colocándose un par de manoplas metálicas. Pienso en la advertencia que me hiciera anoche: No estoy solo.

claro que estás solo, enano miserable. todos lo estamos.

cierro el puño y reconozco la seguridad que in-funde la navaja en mi mano. estiro los brazos: siento su flexibilidad, su fuerza. camino hasta el centro del círculo de gente y con un grito llamo a samuel. Pue-do ver en sus ojos esa mezcla de miedo y coraje que ya he visto en otras ocasiones. sonrío.

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todos los rimbauds

encontré a Felipe en la cantina la opera. nos reconocimos de inmediato, se levantó de la mesa en que estaba y fue hasta mí con los brazos abiertos. ca-torce años, había mucho de qué hablar. Yo comencé, estaba contento por regresar a México, y si había ido a la opera fue con la esperanza de encontrar a algún viejo conocido. así que cuando encontré a Felipe, y en cuanto tuve el suficiente alcohol en la sangre ha-blé y hablé como siempre, más de la cuenta; le conté sobre el premio Seix Barral, sobre mi vida en españa, sobre mi reciente ingreso como catedrático a la uni-versidad y de la novela que me tiene prisionero des-de hace tres años. supongo que dije más cosas, es muy seguro que le hablase de mi austera vida senti-mental; no lo sé, hacía mucho que no hablaba con al-guien a quien considerase mi amigo. además Felipe escuchaba, serio, como si le importaran mis penas, en particular lo relacionado con la novela.

—¿Por qué no vamos a mi casa? —dijo—. tengo algo que enseñarte; también tengo caramelos —e hi zo un gesto de aspirar por la nariz.

de ahí en adelante Felipe acaparó la conversa-ción. Me habló de sus viajes a casi todas partes, de su trabajo en relaciones exteriores y me contó un par de chistes políticos que no entendí. bebimos vodka e inhalamos unas cuantas rayas de coca sobre su mesa de cristal. no imaginé que tuviera una casa tan gran-

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de, teniendo en cuenta que Felipe vivía solo; tampo-co imaginé tanta prosperidad.

—es buena la vida de diplomático —dije. —así es —contestó—, mucho mejor que la de un

escritor. Primero pensé que se refería a esteban, con

quien se había ensañado los últimos minutos de la plática, y quien con todo y sus libros publicados no creo que tuviera una casa como la de Felipe; pero él hablaba en general, de los escritores, y por la mirada que me dedicó supe que yo formaba parte de los aludidos.

—además no todos tienen la suerte de ser descu-biertos, o apreciados —continuó—. ¿cuántos van a tener una oportunidad como la que tuviste al ganar el Seix Barral? aunque también es cosa de suerte, ga-nar no significa que seas buen escritor. Piénsalo. ¿Por qué no has terminado tu nueva novela? dime, ¿no tienes miedo de no terminarla? Pero no me lo tomes a mal. te pregunto esto porque quiero ilustrarte algo. dime, ese tiempo gastado en las páginas de libros y libros, esas horas empeñadas en escribir algo que qui-zá no tiene el menor sentido para otra persona que no seas tú, ¿valdrían la pena si supieras que no tienes talento, que no estás sino imitando los gestos de gen-te como la que nunca podrás ser, que intentas justifi-car tu mediocridad con la histo ria de que estás escri-biendo una obra maestra? ¿sabes? puede ser horrible estar frente a una hoja en blanco. césar Vallejo lo dijo: quiero escribir pero me sale espuma. son palabras hermosas, pero atemorizantes; muchos de nosotros de jamos que la espuma se acumule alrededor, petrifi-cándose, inmovilizándonos para siempre. o por el con-trario, escribimos; y escribimos mierda. eso es peor,

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sobre todo si eres tan vanidoso como para suponerte con talento... ¿entiendes? Por eso preferí dejarlo.

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Felipe había dejado de escribir. ¿cómo tomar eso? cómo, viniendo de un hombre con una imaginación tan fértil que me avergonzaba leer sus historias cor-tas, porque sabía que yo no tenía la chispa para escri-bir cosas así, ni siquiera para imaginarlas. cómo, cuando ninguno de los viejos amigos de la facultad se había desligado de la literatura, aunque —acotó mali-cioso Felipe—, lo más seguro es que hubiesen encon-trado el nicho ideal para su mediocridad en algún sa-lón de clases.

Felipe y esteban eran los únicos de nosotros que parecían con posibilidades de conseguir algo. el pri-mero en demostrar su talento más allá de la facultad fue esteban, quien ganó un premio de poesía y des-pués una beca para jóvenes creadores; luego publicó dos libros más de poesía. Yo gané el Seix Barral de no-vela, nadie se lo esperaba; después de todo yo no era buen escritor, al menos no junto a esteban. o junto a Felipe, quien no ganó ningún concurso, ni le dieron ninguna beca, aunque él dijera que jamás solicitó una. cuando esteban ganó la suya, Felipe moderó sus co-mentarios, pero también entonces empezaron a distan-ciarse. en ese tiempo todos comenzábamos a distan-ciarnos. lo siguiente que supe de Felipe es que había entrado a trabajar en la secretaría de relaciones exte-riores. después me fui a españa y dejé de tener con-tacto con mis viejos amigos, no volví a saber de ellos.

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***

—¿sabes que eres el primero a quien le hablo de todo esto? —Me preguntó Felipe—. a los demás no los he vuelto a ver. Y si te soy sincero no me interesa. son unos perdedores, especialmente esteban. ¿te dije que me lo encontré en un ciclo de pláticas con escrito-res que organizó la embajada chilena? nos saludamos como si nada, frialdad y cortesía. buena estrategia para usar con los “viejos amigos”, ¿no crees? Pero contigo es distinto, y no lo digo porque estés aquí, con tigo tengo un asunto pendiente. ¿sabías que también yo participé en el Seix Barral? la misma edición que tú ganaste. Y resulta que he leído tu novela. Me gusta, ¿sabes? es mejor que la que yo envié. lo reconozco. Por eso estoy contándote todo esto; por eso y porque sabes lo difícil que es quedarse atrapado en una pa-labra. ¿Pero sabes cuál es el principal motivo de tu presencia en mi casa? Mi biblioteca. Quiero que co-nozcas la razón por la que he dejado de escribir. te advierto que es un privilegio: nadie además de mí ha entrado en esa habitación, y eso que recibo visitas constantemente.

la biblioteca era un cuarto sin ventanas y con las paredes llenas de libros. alcancé a ver algunos de los títulos en la repisa más cercana, y si bien reconocí buen gusto y aún mejores ediciones, no encontré la razón por la cuál era tan especial aquel lugar. tuve que mirar al centro de la habitación; ahí había un atril de madera color caoba, y sobre el atril un libro enor-me de tapas forradas en cuero rojo sin ninguna ins-cripción.

—¿lo ves? —preguntó Felipe señalando el ma-nuscrito—. es por esto que no necesito escribir más,

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he aquí mis obras completas, recopiladas en un solo tomo. Puedes mirarlo, no bromeo. la leyenda dice que han existido varios de estos libros; se dice que uno de los últi mos perteneció a rimbaud, quien lo encon-tró en abi sinia. nadie sabe dónde está ese libro ahora. Pero ya sabes, las leyendas... ignoramos si hubo un ejemplar en abisinia, si rimbaud lo encontró, si des-apareció después. lo cierto es que yo tengo uno y que compila todo aquello que no escribo —se detuvo un segundo a mirar mi expresión—. no es fácil de expli-car cómo di con esta cosa. además no me creerías. Yo mismo no te creería si me contaras que te ha pasado lo mismo que a mí. Pero estoy diciendo la verdad, y si te digo que lo conseguí en china es suficiente; y si te digo que cuando lo compré sólo tenía una hoja, de pa-pel fibroso y grueso como pergamino, y que la mujer que me lo vendió me hizo una cortada en la mano y que con la sangre garabateó un signo en esa única pá-gina, estoy contándote todo lo que necesitas saber.

imaginé la forma en que se reproducían las hojas día tras día, llenas de una caligrafía sanguinolenta; pude ver a la vendedora china bajo un sol lleno de moscas, trazando con la sangre de Felipe un ideogra-ma sobre el pergamino. las tapas del libro se me an-tojaron inusualmente rojas y suaves, como la piel de una herida reciente.

—¿de qué trata? —pregunté intrigado.—no lo sé —contestó Felipe—. Yo no puedo leer-

lo. es parte del trato. ¿sabes? sólo me quedarían sie-te días de vida si lo leyera. al menos eso dice la le-yenda. Y créeme que por absurda que suene hasta ahora no he pensado en comprobarla. de hecho, tú eres el primero a quien le hablo de esto y me gustaría que fueras también el primero en leerlo.

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Me lo dijo con orgullo, como un vinicultor que ofrece una copa del mejor de sus vinos. Pero no estu-ve muy seguro de sentirme halagado. Vi su rostro en-rojecido, sus ojos fijos en mí, demandantes, y com-prendí que no era ninguna broma: Felipe creía lo que me había contado. Miré el libro y me pareció un in-menso parásito que se alimentaba de mi amigo, una cosa horrible que le chu paba la vida.

—no quiero decir que si dejé de escribir fue por-que no gané el Seix Barral; tarde o temprano lo hu-biera decidido —dijo Felipe—. Pero luego tu nove-la..., chingados. jamás imaginé que pudieras escribir tan bien. eso me dolió, ¿sabes?, y no por ti, sino por mí, por mi soberbia; no creo poder explicártelo. Fue una manera de entender que yo no era tan bueno como creía, que estaba perdiendo el toque, si alguna vez lo tuve. así le sucedió a rimbaud, comprendió que su talento se había extinguido con la juventud. ¿lo leerás?

¿Por qué no?, me dije; aunque no estaba seguro de querer involucrarme en aquel asunto. un libro donde se escribe todo lo que no escribes... Pero también quería abrirlo y encontrar en la primera página —tal como Felipe me había contado— ese signo escrito con sangre, leer alguno de los textos que jamás escri-bió. Me acerqué al libro y lo abrí; el contacto con sus tapas me pareció obsceno.

—te dejaré solo —dijo, antes de que yo diera vuelta a la primera hoja—. lee lo que quieras. Maña-na podemos desayunar juntos y hablar, si gustas. Yo voy a recostarme.

—espera —dije—, ¿por qué quieres que lo lea? ¿Quieres darme algún tipo de lección? algún prove-cho sacarás.

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no había enojo en mis palabras, pero no quería seguir su juego, no me interesaba ser testigo de la su-puesta grandeza de un hombre que había dejado de hacer lo que alguna vez dijo amar más que a nada.

—Veo que me conoces bien —dijo Felipe en tono triste—. Pero no malinterpretes, por favor. si alguna justificación tendrá mi vida serán esos textos, que ni siquiera puedo leer mientras esté vivo. ¿sabes? Me gustaría que fueses tú quien se haga cargo de selec-cionar y editar lo que ha de publicarse como mis obras completas. sólo tú o esteban podrían ser los indica-dos, pero esteban es un imbécil, jamás recurriría a él. ¿comprendes? ¿lo harás? no tienes que responder-me ahora mismo, léelo primero.

Felipe salió de la biblioteca y yo me quedé frente al atril, mirando sus obras completas. “Veamos a cam-bio de qué vendiste el alma”, pensé. abrí las tapas evitando el contacto con la piel del libro. dentro en-contré una escritura limpia, de trazos ligeros; la mis-ma letra que había escrito el ideograma en la primera página. renglones y renglones de aquella letra. aun-que no todo era precisamente caligrafía, había tam-bién pequeños dibujos, esquemas, figuras geométri-cas, números, todo revuelto. al principio pensé que los textos estaban escritos en chino, o en cantonés, o en el idioma que hablase la vendedora que trató con Felipe, pero bastaban algunos minutos de atención para darse cuenta de que lo escrito carecía de sentido. revisé distintas páginas, comparé fragmentos con la esperanza de encontrar la pista que me dijese que es-taba ante un mensaje cifrado. no había nada. las obras completas de Felipe eran babel.

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***

Faltaba poco para que amaneciera. Pensé que lo me-jor sería salir sin avisar, tomar un taxi. supuse que Fe-lipe lo entendería. al llegar a casa me quité los zapatos y me tumbé en la cama. ¿Y si se tratara de una trascrip-ción literal del pensamiento de Felipe?, pensé. ¿Y si no había broma de por medio? si en aquel libro se re-gistraba todo aquello que Felipe no escribía, entonces era imposible esperar cuentos, poemas o novelas, re-sultado no de una idea sino de un proceso más largo y complejo. Quizá habría que esperar algo más puro, caótico, la fuente en que se origina el pensamiento de un ser humano, la materia prima, quizá la esencia del ser. sería algo fantástico y monstruoso, mucho más importante que las obras completas de todos los rim-bauds perdidos en el mundo. imposible calcular con precisión los alcances de un documento de tal natura-leza. jugué con la idea por algunos minutos, entusias-mado. encendí un cigarrillo y apagué la luz, con la brasa dibujé en medio de la oscuridad el símbolo del infinito.

al día siguiente continué pensando en el libro de Felipe. Volví sobre las suposiciones que me mantu-vieron despierto la noche anterior. Y si me complica-ba buscando sentidos ocultos era porque ¿cómo podía suponer que Felipe creyera con sinceridad esa histo-ria? ¿en verdad había dejado de escribir a cambio de un libro que prometía recopilar lo que su mente pro-dujera en silencio? sonaba tan absurdo. el hecho ini-cial de que el funcionamiento del libro estuviera con-dicionado bastaba para desconfiar. era inaceptable que el interesado tuviera que dejar de escribir, menos aceptable aún que no pudiese leer el contenido del

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libro pues de hacerlo moriría en siete días. aquello era la copia de una película japonesa de terror; Felipe no podía esperar en serio que me lo creyera. Pero daba igual, yo sólo especulaba; lo más seguro, me de-cía, es que fuera una broma de borrachos a la que daba demasiada importancia.

***

dos días más tarde recibí una llamada telefónica: era él.

—Fue muy descortés haberte ido sin avisar —dijo Felipe, fingiendo enojo—. supongo que mi libro de-bió hacerte palidecer de envidia, ¿no? digo, para que salieras corriendo... o tal vez ni siquiera lo leíste, qui-zá pensaste que me estaba divirtiendo contigo y deci-diste hacerme un corte de mangas.

le dije que toda la historia me parecía un cuento mal planteado; además no creía que de verdad pudie-ra existir un libro así. Y si existiera, entonces sería una maldición que sólo un idiota se echaría encima. de hecho, le dije, me parecía que me estaba tomando el pelo con todo ese folclor de vendedoras chinas y li-bros a los que les salen páginas escritas con sangre. ¿no había sido suficiente broma para un solo día?

—no es ninguna broma —contestó—. es en se-rio, y también en serio te quiero para la edición pós-tuma. desde hace tiempo dispuse todo para que el editor de mi libro tenga las facilidades económicas suficientes para una buena edición. Y quiero que tú seas el encargado. Para eso no necesito que creas en la naturaleza del manuscrito, lo único que necesito es que estés dispuesto a trabajar en ello.

—necesitaría leerlo —respondí, haciéndole pen-

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sar que había dejado su casa sin tocar el libro, que ignoraba que su interior era un galimatías.

—no hay problema —continuó Felipe—. dame tu dirección y por la tarde mando a tu casa un mensa-jero con el libro. Mira, puede que no todo sea publi-cable, pero se trata de una obra única. Yo sé muy bien lo que te digo.

***

el paquete era grande y pesado, más de lo que había supuesto la noche en que vi el libro sobre el atril. lo metí bajo un mueble. no pensaba abrirlo, no había descartado la posibilidad de que se tratara de una broma y no pensaba ser hazmerreír de nadie. aunque estaba ese otro detalle: la insistencia de Felipe en que la publicación fuera póstuma, así podíamos estar seguros de que el libro contendría las obras completas. ese era el mejor pretexto para olvidarme del asunto por un tiempo. no hay ninguna prisa, me dije, no tengo por qué abrir el paquete, no mientras Felipe siga vivo.

los días siguientes procuré no pensar en el tema y mantenerme lo más alejado posible de la caja con el libro, pero de vez en vez miraba bajo el mueble donde le había puesto para asegurarme de que seguía allí, de que no había desaparecido; en ocasiones pasa-ba horas especulando. Maravilla o maldición o toma-dura de pelo. ¿Qué clase de bestia había alojado en la casa? admito que hubo momentos en que pensé que la maldición podía ser real, que Felipe había leído el libro porque era una manera elegante de suicidarse. un hombre canjeando la miseria de su vida por la trascendencia de sus obras no realizadas. al final de-

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cidí que todo era una farsa. Podía llamar a Felipe y exigirle explicaciones, ¿qué había en el paquete?, ¿por qué esa historia de las obras completas?, ¿por qué yo? no. lo más conveniente era ignorar todo, no seguir el juego, cruzar los brazos. olvidarme de Felipe y su libro.

Pero no tuve oportunidad.a pesar de la relativa amabilidad de los policías

que me visitaron, no pude evitar ponerme nervioso. Querían saber cuándo había sido la última vez que vi a Felipe, lo que habíamos hablado, desde cuándo nos conocíamos y si había notado algo raro en su compor-tamiento. les invité a pasar al departamento y les ofrecí café. nunca antes me habían interrogado y eso, junto con mi desconfianza natural hacia cualquiera que se diga policía, me hizo contestar en forma torpe y cortante. el más joven quiso tranquilizarme dicien-do que no me consideraban sospechoso, era sólo una plática de rutina. no quisieron darme muchos deta-lles, pero lo básico era que Felipe había desaparecido durante una comida en la embajada uruguaya. Había entrado a un baño, uno pequeño, privado, sin venta-nas ni más puerta que la principal. todos le vieron entrar, nadie le vio salir. la policía ya estaba trabajan-do en el caso, y aunque las cámaras de seguridad del edificio no registraban movimientos inesperados, no se descartaba la posibilidad de un secuestro. Por un momento pensé en contarles sobre el paquete que había recibido con las supuestas obras completas de Felipe, pero decidí callar. Me despedí de ellos y pro-metí contactarlos si llegaba a saber algo.

no estaba dispuesto a creer que alguien pudiera desaparecer sin dejar huella. era más fácil considerar que todo aquello era parte de la extraña broma que

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Felipe había montado. recordé también la maldi-ción china: Muerte segura siete días después de leer el libro. no. Habían pasado más de dos semanas des-de que yo lo recibiera. si Felipe lo había leído tenía que haber sido entonces. además Felipe, hasta don-de yo sabía, no estaba muerto. llamé varias veces a su casa y a su móvil, seguro de que en cualquier mo-mento escucharía su voz del otro lado. lo que escu-ché en ambos casos fue el sonido de la línea desco-nectada. no me es fácil explicar lo que sentí, un extraño malestar crecía en mi pecho, estaba confuso, aturdido. lo cierto es que busqué el paquete con el libro, imaginé que dentro vendría algún tipo de res-puesta, quizá una nota, o una cantidad considerable de escritos inéditos; cualquier cosa que diera sentido a lo que había pasado. la sola posibilidad de que la desaparición de Felipe estuviera relacionada con el libro me parecía insultante. Mi curiosidad aumentó cuando tuve entre mis manos el paquete y comprobé que su peso había disminuido tanto como si contu-viese sólo trozos de cartón. dentro no encontré nin-guna nota, tampoco sobres llenos de escritos inédi-tos; lo que había era un libro de grandes pastas. las mismas que recordaba del libro de Felipe: sin ins-cripciones, forradas en cuero rojo, aunque sin ese brillo y tacto de cosa viva que me pareció notar en la biblioteca de mi amigo. el libro tenía una sola hoja en su interior, una hoja de papel fibroso y grueso, como pergamino, totalmente en blanco.

imaginé una mujer pequeña y delgada, con ojos rasgados, que me decía cosas que de ninguna manera podía yo entender; de entre sus vestidos harapientos sacaba un cuchillo, me pedía que le acercara mi mano y con el cuchillo señalaba el libro. Pensé en mi novela,

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atascada desde hacía tres años; pensé en arthur rim-baud, rencoroso, enfermo, alimentando las entrañas de un libro implacable; pensé en la confianza de Fe-lipe para sus obras completas. ¿de verdad lo había leído? Y si fue así, ¿qué vio él que no vi yo? tomé el libro con cuidado y lo acerqué a mi rostro. olfatee la cubierta y por alguna razón que aún hoy no puedo explicarme supe que no volvería a saber de Felipe.

—ahora sólo quedamos tú y yo —dije en voz alta, dirigiéndome al libro.

afuera la noche caía sobre la ciudad mientras la gente se perdía en las calles.

el libro guardó silencio.

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el flautista

le llamaban el Flautista, aunque no tocaba la flau-ta ni ningún otro instrumento. era un predicador que desde hacía varios meses había aparecido en las calles de la ciudad. Vestía una túnica color rojo brillante. llevaba la canosa cabellera larga y suelta, y una barba cerrada que le engrosaba el rostro y cuyas puntas ro-zaban su pecho. nadie recuerda cuál era su nombre antes de que comenzaran a llamarle flautista, pero la mayoría coincide en que se llamaba Pablo. sobre quién lo bautizó hay más controversia, algunos dicen que fueron los medios de comunicación, otros que fue la gente, también existe la versión de que él mis-mo acuñó el sobrenombre; pero esto último es poco probable. en lo que todos estamos de acuerdo es en la razón del apodo, quizá porque resulta demasiado obvio y nadie se atreve a interpretarlo de diferente manera.

se sabe que le gustaban los parques y las banque-tas amplias del centro de la ciudad —donde además dormía—, porque en esos lugares podía reunirse mu-cha gente a escucharlo, también porque había el es-pacio suficiente para desplegar los cinco carteles que le ayudaban a ilustrar sus sermones. es un hecho que el flautista pintó aquellos carteles, usando plu-mones de colores y basándose en los dibujos de las revistas para adultos que solía encontrar en los baños públicos y los parques. dibujó en cada cartel cuatro

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rectángulos, dentro de los cuales se mostraba a los personajes de su historia, cada uno de ellos con glo-bos de diálogo sobre sus cabezas. una vez montado su escenario, el flautista, haciendo bocina con las ma-nos y a gritos, invitaba a escuchar su sermón a todos los transeúntes. a los vecinos no les importaba mu-cho la presencia ni los gritos del flautista, lo veían como un personaje inofensivo que incrementaba el encanto turístico de la ciudad. a veces algún despis-tado se detenía para ver de qué trataba el sermón, incluso hubo quien le tomó alguna foto, pero nadie se quedaba a escucharlo.

salvo los niños. Pero no los que iban de la mano de sus padres, no los que paseaban en grupos, unifor-mados y con mochilas en la espalda, sino los otros. niños sucios, de ropas sucias y rotas, la mayoría des-calzos; niños casi salvajes, llenos de piojos; niños solos; niños perfumados con orines y humedad. al principio fueron sólo unos cuantos, que seguramente sintieron curiosidad por la túnica roja, los dibujos en los carteles, la melena y la barba. Y algo encontraron en las historias del flautista, en lo que irradiaba, en su voz, porque decidieron quedarse a vivir junto a él. le acompañaban a todas partes, eran su público, y por las noches, a la hora de dormir, se acostaban a su alre-dedor como protegiéndole. cuando los seguidores del flautista fueron más de diez, los vecinos se encar-garon de echarlos de calles y parques del centro. era molesto encontrarse con aquella visión al salir del tra-bajo y después de hacer las compras. el flautista y su sequito abandonaron el centro de la ciudad y comen-zaron así su peregrinaje por las colonias de la perife-ria. el flautista no era ningún idiota, estaba conscien-te de que su corte llamaba demasiado la atención

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pero no hizo cosa alguna para evitarlo, al contrario: cada vez eran más. la gente habló sobre una pandilla de ladrones, sobre un vendedor de droga especializa-do en niños, sobre un pervertido que promovía la prostitución infantil entre turistas inescrupulosos. al-gunas veces los policías detuvieron al flautista, pero no encontraron motivos para encerrar a un viejo ves-tido de rojo que contaba historias en la calle. el flau-tista no usaba drogas ni alcohol, no pedía dinero, y aunque su voz era grave y muy alta, era un hombre pacífico, de carácter amable. los policías le hacían las preguntas de costumbre, lo registraban, pero debió resultar intimidante hacerlo mientras más de cincuen-ta niños les observaban en silencio. en cada ocasión los policías, temerosos y avergonzados, terminaron retirándose, amenazando con volver de nuevo, pre-guntándose qué era lo que habían sentido ante aquel hombre y sus fieles, por qué les tenía que haber suce-dido a ellos, por qué no simplemente lo habían su-bido a la patrulla y llevado a la delegación, donde hubieran podido encerrarlo un par de noches por va-gancia. se dice que eran cien los niños que seguían al flautista cuando se instalaron en el parque chino. na-die lo sabe con exactitud; al igual que todo lo que hoy sabemos del flautista, nos basamos en los relatos de la gente, en las historias que cuentan los vecinos, nin-guna demasiado precisa. cien o cincuenta niños, lo que sí es seguro es que a partir de entonces no hubo más sermones. suponemos que todo estaba previsto: el parque, el silencio, los niños, lo que sucedería des-pués; pero quién podía imaginarlo.

el parque chino fue el lugar ideal para ellos, oscuro, abandonado; era además un parque hundido, como si se encontrara al fondo de un embudo, para llegar a sus

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veredas y zonas verdes había que bajar las escaleras que le bordeaban. Visto desde el cielo, el parque chino debió parecer un hoyo rectangular, lleno de hierba, ba-sura y ratas. Y en el centro de aquel hoyo, alrededor de la fuente seca, el flautista y sus niños como una mari-posa roja rodeada de pequeñas polillas grises.

Para entonces la fama del flautista ya había rebasa-do las calles. el primero en mostrar interés fue un joven reportero de periódico, armado con grabadora y cámara digital, se atrevió a internarse en el parque chino, platicar con el flautista y tomar algunas foto-grafías; a los dos días llegaron tres equipos de distin-tas televisoras. Fue la noticia de moda durante una semana. era curioso que ni el reportero ni las televi-soras estuviesen interesados en la historia de ese hombre que les causaba tanta gracia, el de largos ca-bellos y túnica roja, al que seguían los niños como a un “moderno santaclós” —dijese un conductor de te-lediario—. uno de los entrevistadores tuvo la osadía de preguntar al flautista qué era lo que prometía a los niños que lo seguían tanto. el flautista dijo que ya no tenía caso hablar de ello, que las señales se habían cumplido y ahora sólo era cosa de esperar unos días. el entrevistador se puso un dedo en la sien e hizo el gesto universal de la locura, compartiendo la compli-cidad con su público, enseguida preguntó quién ha-bía diseñado esa túnica roja. a los niños no les pre-guntaron nada. gastaron decenas de rollos fotográficos en ellos, y sorpresivamente dejaron constancia de que allí en el parque chino, no había ninguna pandilla de asaltantes drogadictos; lo que había era una gran familia, muy extraña, pero cordial y unida.

algunas personas que acostumbraban correr por las mañanas alrededor del parque dicen haber visto a

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los niños tomados de las manos, formando un amplio círculo alrededor de la fuente. el flautista se encon-traba en el centro del círculo, su voz formaba extra-ñas melodías. ese día en el cielo, como si la mano de un dios tenebroso estuviese por caer, las nubes for-maron un remolino negro y se abrieron. Fue la tor-men ta más fuerte que viera la ciudad en toda su his-toria. llovió hasta que se hizo de noche. las calles quedaron desiertas, oscuros ríos recorrieron el asfalto y se estancaron para reflejar un cielo estrellado, sin nubes ya. una noche perfecta para hablar de fantas-mas y decir, como por casualidad, que el tiempo pare-ciera haberse detenido.

al día siguiente, o al siguiente, nadie está seguro, alguien notó que el flautista y los niños ya no estaban en el parque. “esa gente es así”, diría ese alguien, “van y vienen”. con las semanas fue evidente que habían desaparecido. Muertos por la lluvia, dijeron muchos. ¿Y los cuerpos?, preguntaron otros. como es natural, pronto a nadie le importó y no volvió a tocar-se el tema.

Hasta hace unos meses. a media tarde, en todos los televisores de la ciu-

dad se interrumpió la programación acostumbrada, y tras unos instantes de estática, pudo verse en pantalla al flautista. “les tengo un mensaje” dijo, y durante dos minutos su boca escupió cosas sin sentido, pala-bras que parecían no tener relación entre sí. se le veía contento, los ojos llenos de luz. tras él y a su alrede-dor, un rincón de playa. la ciudad no fue el único lugar donde sucedió esto, todas las televisoras del mundo recibieron la señal con el mensaje del flautista y no pudieron hacer nada para evitar su transmisión. tampoco para detenerla.

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desde ese día las telecomunicaciones de todo el mundo quedaron arruinadas. si alguien enciende una radio o si levanta el auricular de un teléfono, escucha-rá el sonido del viento y el mar, en ocasiones una risa lejana. en los televisores se observa lo que parece ser el fragmento de un paisaje, el mismo en el que apare-ció el flautista por unos minutos. es como si alguien hubiese dejado olvidada una cámara encendida y la lente registrara un poco de arena, rocas de mar y otro poco de cielo por el que a veces cruza una nube. sa-bemos por los periódicos que nadie ha podido expli-car de dónde viene la transmisión ni el por qué es imposible bloquearla. ningún experto ha podido ofrecernos una mentira y regresarnos la tranquilidad.

los pocos que conocemos la verdad seguimos esfor zándonos por reconstruir la historia del flautista: comparamos versiones, realizamos cronogramas, estu-diamos recortes de periódico y fotografías, nos reuni-mos en el parque chino y meditamos en silencio. Hay quienes dejan ofrendas en la fuente, hay quienes llo-ran un rato. incluso, y aunque es seguro que hayan sido destruidos por la lluvia y la intemperie, todavía tenemos la esperanza de encontrar alguno de los car-teles que el flautista dibujó, cualquier cosa que nos permita entender su mensaje.

también hay gente que pasa todo el tiempo fren-te al televisor, observando, atentos a cualquier deta-lle. estamos seguros de que volverá.

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la universidad invisible

Hemos abierto los ojos.La palabra le da de comer al enigma.

josé carlos becerra

la primera vez que Hernaldo escuchó nombrar a la universidad invisible fue en un bar. la frase cayó en sus oídos desprendida de alguna conversación. Pensó que era el título de algún libro o película de moda y se prometió investigar otro día. la segunda vez fue en un encuentro de poetas: uno de los participan-tes, un enfant terrible que acababa de ganar el premio aguas calientes de poesía, dijo en plena mesa redonda que esperaba ser aceptado como miembro de la uni-versidad invisible. nadie acusó de recibo, pero la con-trariedad asomó en los rostros de algunos presen-tes. la tercera vez fue en una fiesta. allí conoció a Paty, que tenía ojos color miel y era la niña consentida de julián santos, la vaca sagrada que dirigía el depar-tamento de literatura en la facultad. Hernaldo se em-borrachó y le contó a Paty que escribía poesía, que pensaba que era la forma de arte más elevada: el len-guaje de los dioses. Paty se rió y le dijo que santos estaría encantado de conocerlo, también él decía cosas muy locas, como esa de la universidad invisible. ¿la universidad invisible? Preguntó Hernaldo. Paty le contó que santos decía que era una especie de socie-

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dad secreta y sus miembros creían que las palabras moldean la realidad. de hecho, contaba Paty, ha bía una guerra entre la universidad invisible y las hor-migas. las hormigas son los que defienden la realidad oficial: las transnacionales, los medios de comunica-ción, los gobiernos. los miembros de la univer sidad invisible son científicos, intelectuales, artistas. josé carlos becerra era uno de ellos, también efraín Huer-ta. Pero sólo becerra era un agente, igual que julio cortázar. Ya sabes, tenía un nombre secreto y conocía códigos para usar en situaciones especiales. lo de brindisi no fue un accidente. becerra murió en medio de una misión secreta. Fue asesinado. ¿entiendes? Fueron las hormigas.

la historia que contaba Paty era increíble, absur-da, alguna fantasía que santos le soltaba por divertir-se, pero Hernaldo no dijo nada; a él también le resul-tó divertida. no volvió a ver a Paty después de esa fiesta. tampoco volvió a escuchar de la universidad invisible en mucho tiempo. ocho años después, en una caja con tiliches de su época universitaria, Her-naldo encontró un libro: El otoño recorre las islas, de josé carlos becerra. leyó algunos poemas, en el pró-logo leyó sobre su accidente mortal en una carretera de brindisi, italia; al parecer el auto tenía algún des-perfecto y perdió el control en una curva. recordó la historia de Paty sobre la universidad invisible. ¿Quié-nes más serían miembros? se preguntó. de seguro Huidobro y girondo, además de Huerta y cortázar por supuesto, pensó divertido. ¿Y las hormigas? no por ser los malos de la historia contarían en sus filas con personajes menos brillantes. de hecho eran las hormigas quienes representaban el poder, es decir: los ganadores. ¿en qué bando estaría él? su pasado

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como poeta le ponía con la universidad invisible, pero actualmente trabajaba en una editorial que pu-blicaba algunas de las revistas más exitosas en el mer-cado. ¿acaso había sucumbido al “lado oscuro”? la verdad es que no sentía pertenecer a unos ni a otros, ni siquiera le interesaba involucrarse. no era alguien que mirara al mundo en blanco y negro. ni siquiera seguía interesado por la poesía, había dejado de escri-bir hacía tiempo y ahora sólo leía lo que consideraba necesario para su desarrollo profesional.

***

ernesto y Hernaldo ya habían sido compañeros en la facultad antes de serlo en la oficina; en ese entonces no se hablaban, ni siquiera compartieron alguna cla-se, aunque tenían amistades en común y estaban acostumbrados a encontrarse en la cafetería. sólo por eso, desde que trabajaban en el mismo lugar, cuando la casualidad les hacía coincidir se saludaban como viejos amigos y no faltaba un comentario alusivo a “los días de la facultad”. así salió el tema de santos. ¿lo recuerdas, qué habrá sido de él? preguntó Her-naldo. ernesto lo recordaba, aún mejor: seguía en contacto con él, daba un taller de poesía todos los sá-bados en la casa del lago.

esa noche, al llegar a casa, Hernaldo buscó la car-peta con los poemas del que hubiera sido su primer libro si le hubiese tocado otra lotería. observó las ho-jas y repasó el título. Hubo un tiempo en el que estu-vo convencido de que ese libro merecía ganar algún premio y ser publicado, tenía la certeza de que no pasaría desapercibido, de que sus hojas aportarían algo a la poesía nacional, que no se convertirían en un

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cartón húmedo apilado entre cientos de libros iguales en su patetismo dentro de alguna librería de viejo. años después no sólo abandonaría sus aspiraciones poéticas, sino que empezaría a verlas como algo pe-noso aunque propio de la juventud.

santos se veía mejor de lo que Hernaldo esperaba, el cabello más cano y la panza más grande, pero el mismo rostro de ocho años atrás. Había doce alumnos en el taller, ernesto entre ellos. Hernaldo no imaginó encontrarlo ahí. Pensó que había sido buena decisión no haber llevado sus poemas, ni siquiera estaba segu-ro de querer inscribirse. además había algo inquie-tante en aquellos doce y su maestro, un aire de secta que le hicieron recordar las anécdotas que contaban sus profesores en la universidad —entre ellos el mis-mo santos— sobre algunos poetas1 que habían sido vistos como terroristas culturales en su época. ernes-to quiso saber si se inscribiría. Hernaldo dijo que pri-mero quería ver cómo era todo, qué escribían los de-más, cómo manejaba santos el taller. no quería que destrozaran su ego en la primera sesión, bromeó. er-nesto estuvo de acuerdo, y aunque no creía que san-tos se opusiera, propuso avisarle.

—es un compañero de los días de la facultad, y además de oficina —dijo ernesto—. Viene de oyen-te. Para decidir si se inscribe o no.

—¿de la facultad de letras? —dijo santos—. con razón tu cara se me hacía conocida. Y escribes poesía.

—no, que va; escribía, pero hace mucho de eso.

1 la anécdota preferida de santos era sobre un grupo de jóve-nes poetas comandados por Mario santiago Papasquiaro y rober-to bolaño, los infrarealistas, y de quienes se decía que planeaban secuestrar a octavio Paz.

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la verdad tenía curiosidad por ver a un miembro de la universidad invisible en acción.

—la universidad invisible, ¿eh? —contestó san-tos—. ¿Y tú qué sabes del tema? sería interesante escuchar tus ideas, no es algo de lo que se pueda ha-blar a menudo.

la respuesta pretendía sonar casual, pero el tono y el repentino endurecimiento del rostro de santos le daban aire de amenaza. el sobresalto fue más visible en ernesto.

—Pues que se trata de un grupo de poetas que creían que es posible modificar la realidad con las pa-labras —contestó Hernaldo, inseguro.

—Es posible modificar la realidad con palabras siempre y cuando sepas manejar su poder —dijo san-tos—. Y ese poder no es metafórico, sino físico; hay palabras capaces de destruir murallas y edifi-cios, hay palabras que permiten manipular el clima y hay otras para enamorar a las mujeres, para que los hombres hagan tu voluntad. eso y no otra cosa era la magia antigua. ¿alguna vez oíste hablar de las pala-bras mágicas, de los mantras, de los conjuros y hechi-zos, de las maldiciones? de eso estoy hablando. Ma-gos, brujas y hechiceros no eran sino gente que conocía el poder oculto de las palabras. ese conoci-miento se per dió con las guerras y los años. la poesía es lo más cercano que tenemos a ese poder. aunque ya no quedan poetas auténticos. en cuanto a la uni-versidad invisible... eso sí es una metáfora y cual-quiera puede ser miembro. no como este taller, don-de no aceptamos oyentes ni poetas que no escriben.

Hernaldo estuvo a punto de decir algo pero apretó los dientes, bajó la mirada y salió de ahí en silencio. a la mierda con su taller y su universidad invisible,

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pensó. además nunca le había gustado lo que escribía santos.

—¿no crees que merezco una explicación al me-nos? —Preguntó Hernaldo, saliendo de las sombras e interceptando a ernesto en el estacionamiento de la casa del lago— ¿Qué chingados les pasa? ¿dije algo malo?

ernesto tardó en reaccionar. seguía molesto por-que santos le había acusado de no tener cuidado y llevar provocadores al taller. tal vez no conocía a Her-naldo lo suficiente, en realidad nunca lo había tratado y el tiempo que llevaban trabajando juntos era muy poco. aún así no desconfiaba de él. lo recordaba como uno de esos presuntuosos greñudos que fumaban ma-rihuana en “las islas”, a un costado de la facultad de letras, y que no faltaba a ningún evento literario, pre-sentación o lectura. Puede que hubiese cambiado con los años, no en balde trabajaba en la misma editorial que él y su apariencia era la que se esperaba de un treintañero con su salario; pero estaba seguro de que Hernaldo no era ningún provocador.

—Ven, te doy un aventón y en el camino te explico.—¿Qué sabes de la universidad invisible? —pre-

guntó ernesto.Hernaldo le contó la historia que a su vez le había

contado Paty en aquella fiesta ocho años atrás. eso era lo que sabía.

—¿sabías que existe? —respondió ernesto—. se supone que muy pocos saben de ello, al menos en forma consciente, y no es un club literario. tampoco algo político. es algo más avanzado, algo que está dentro de cada uno, como una fuerza natural.

ernesto guardó silencio mientras evaluaba la se-riedad de Hernaldo.

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—supongo que te parecerá una locura —dijo er-nesto, sonriendo—. no es fácil de entender la prime-ra vez, ni soy el más adecuado para explicarte. Pero puedo decirte que todo eso que te contaron es cierto. en especial lo de la guerra contra las hormigas. lo que no te dijeron es que esta guerra se libra frente a todos cada día, en cada casa y calle de este mundo, desde hace siglos y sin que nos demos cuenta. Por lo general las hormigas controlan la situación, aunque nunca al cien por ciento. a veces el universo se ali-nea de tal manera que todo es propicio para el cam-bio. es entonces cuando los miembros de la univer-sidad invisible se hacen visibles. ¿te habías dado cuen ta de que los genios no suelen darse en forma aislada? aparecen en diferentes partes del mundo, pero suelen ser contemporáneos. nietzche, Freud, jung; Heisenberg, einstein. Hay más ejemplos. re-visa la historia. no es casual. son épocas prodigiosas y sólo en ellas son posibles las revoluciones. un ejem-plo: 1968. Mira, sé muy bien que todo esto puede sonar asquerosamente new age. Pero no, Hernaldo, es muy en serio. actualmente vivimos una época prodi-giosa, la más importante de todas quizá. nunca antes había sido tan intensa la lucha como ahora, aunque lo más seguro es que no lo hayas notado. el mundo es como es y sigue girando ¿no? Pues no más, no de la misma forma. el fin de la guerra está muy cercano, los poetas auténticos han regresado, han vuelto a cami-nar entre nosotros. Van a suceder cosas grandes.

Hernaldo prefería la versión de Paty, y en todo caso, ninguna explicaba la molestia de santos en el taller. ernesto dijo que santos tomaba muy en serio esas cosas. tal vez pareciera una excentricidad, pero incluso sus allegados evitaban tocar el tema, era me-

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jor así. de hecho —dijo ernesto— a mí tampoco me gusta hablar de eso.

Hernaldo encontró algunas referencias en inter-net: la universidad invisible era la escuela de magia de una serie de libros de literatura fantástica;2 era también un grupo de investigadores en ciencias de la comunicación de la universidad de Palo alto; encon-tró referencias a cierta secta ocultista y un álbum fo-tográfico de la universidad de buenos aires. eso era todo en más o menos palabras y dependiendo de la fuente. ¿la universidad de la que ernesto le había hablado era una leyenda particular de la facultad de letras? Quizá la universidad invisible era una especie de alter ego de la universidad real, la de aulas y per-sonal en nómina. la idea era interesante, aunque le sonaba a adaptación de ciertas historias como esa de la conspiración de acuario, en la que todos aquellos que buscan cambiar el mundo son conspiradores. Por eso ernesto mencionaba el 68: el año en que pudo ser posible la revolución. la entrada a la era de acuario. también podía tratarse de una manía de santos, una mezcla de teoría literaria, teoría política y cuentos hi-ppies con los que le gustaba engatusar a sus alumnos menos despiertos. ernesto y Paty eran buen ejemplo. incluso el asunto ese de las hormigas sonaba a refe-rencia literaria, alguna vez había leído un libro3 en el que se hablaba de hormigócratas, horminetas, hormi-gachos y otros términos similares para referirse a los miembros del Sistema, ese monstruo omnipotente y omnipresente que todo lo corrompía. Hernaldo le dio unas cuantas vueltas al asunto y después se olvidó,

2 Mundodisco — terry Pratchett.3 Libro de Manuel — julio cortázar

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salvo por un pequeño detalle que le irritaba demasia-do: ernesto; en la oficina le rehuía. Que chingue a su madre, decidió.

***

no era ningún secreto que durante el último año la editorial había alcanzado un crecimiento por arriba de lo esperado. Y ese éxito —decía el director— no se debía sólo al concepto de sus revistas o a la gran acep-tación que tenían en el mercado, sino sobretodo al equipo de personas que lo hacía posible. de hecho, la división internacional de entretenimiento del corpo-rativo en Miami les había elegido para que se encarga-ran del lanzamiento de una nueva revista y un portal de internet. Pero eso no era todo, tanto la revista como el portal debían estar listos en tres meses. Y co mo el corporativo no ignoraba que la sola planeación de una revista podía llevarse más de un año —de cía el direc-tor— les enviarían un equipo de asesores para agilizar las cosas. todos sabían que eso significaba que serían los asesores quienes en verdad dirigirían la revista, y que lo harían látigo en mano, pero también sabían que habría un bono esperando al final del túnel. bonos fa-mosos por su generosidad. así que la res puesta fue de entusiasmo, a nadie le importaba sopor tar una tempo-rada de esclavitud mientras la paga fuera suficiente para sanar su herida dignidad profesional. a ernesto no le hizo ninguna gracia la noticia, la escuchó serio y con el rostro concentrado, pensativo.

Hernaldo llegó tarde y borracho esa noche a casa, a diferencia de ernesto estaba feliz. como iban las cosas, muy pronto podría comprarse un auto. ¿Quién lo hubiera dicho? el poeta maldito de la preparatoria,

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joven promesa en la facultad, de todos los posibles futuros que tenía le había tocado uno de los menos probables. en la puerta del departamento encontró un paquete con su nombre escrito. en el interior ha-bía un fanzine con portadas de cartulina azul en las que se leía:

Cómo retrasar la aparición de las hormigasCualquiera puede ser miembro de la Universidad Invisible, sólo es necesario actuar en contra de la homogeneidad y el orden, en contra de la obediencia. El éxito de la Universidad Invisible radica en ese principio, cualquiera que pretenda cambiar la realidad se convierte en un agente del caos; cual-quiera que sabotee y combata a Las hormigas se hace miem-bro de la Universidad. Las mejores revoluciones son espon-táneas.

nadie además de ernesto sabía de su interés por la universidad invisible. Ya hablaría con él. ernesto no se presentó a trabajar al día siguiente, ni al día si-guiente, ni al siguiente. Primero fue motivo de sor-presa, después fue como si a nadie le importara, como si nadie lo hubiese conocido. el trabajo y la presión se tragaron su recuerdo. a Hernaldo le sobresaltaba saber que a él podría pasarle lo mismo. Para Las hor-migas no existen los individuos, somos una masa estupida de consumidores que atrapan contentos lo que nos arrojan. Nos mantienen adormecidos, si alguien desaparece no im-porta mientras siga habiendo una masa. Si alguien altera el orden se le somete de inmediato y se le olvida. Nada como negar y olvidar para perpetuar el orden. ¿dónde estaban los románticos poetas que reconstruirían la realidad con versos? la universidad invisible era un asunto más político que metafísico. lo cierto es que no era

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tan radical como algunos fanzines anarquistas que leyó cuando era universitario, aún los vendían afuera de ciertas estaciones del metro.

Hernaldo se presentó en la casa del lago el sába-do por la mañana. sabía que no iba a ser bien reci-bido, pero quería preguntarle a santos si sabía algo sobre ernesto; era lo menos que podía hacer. el lugar estaba cerrado, un hombre que hacía el aseo en el pa-tio le dijo a Hernaldo que no había ningún taller de poesía, la casa del lago sólo abría de lunes a viernes. la noche en que Hernaldo recibió la llamada había salido a caminar por el centro, esperaba relajarse en cualquier cantina. bebió algunas copas y decidió re-gresar a casa. Últimamente bebía demasiado. es la presión del trabajo, se decía, las cosas que pasan. como el fanzine, como la desaparición de ernesto, como esa noticia en el periódico de la mañana: El poe-ta Julián Santos fallece en accidente automovilístico.

de acuerdo a la nota en el periódico, el accidente había sucedido cuatro días atrás. tal vez eso explica-ba por qué había encontrado vacía la casa del lago el sábado anterior; aunque allí deberían haber estado los talleristas, tan sorprendidos como él.

el teléfono sonó tres veces antes de que Hernaldo se animara a contestar. el identificador marcaba desco-nocido. la voz era entrecortada, un jadeo.

—ten cuidado con las hormigas, ellos mataron a santos.

Hernaldo reconoció la voz de ernesto. discretamente los asesores del corporativo se pu-

sieron a cargo de todas las áreas. impecables, de es-tricto traje y corbata, caminaban atentos y alertas por los pasillos. a Hernaldo no le importaba que se adue-ñaran de la editorial, sin embargo se sentía observado

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todo el tiempo. Había trabajado bajo presión muchas veces, pero nunca de esa manera. incluso, y era una sospecha compartida por todos sus compañeros de oficina, estaba seguro que husmeaban en su correo electrónico. Y por supuesto que existían las fugas de información, pero aunque estuviesen trabajando en un nuevo concepto de revista no dejaba de ser sólo eso: una revista.

el día en que lo mandaron llamar para hablar so-bre su participación en la nueva revista, su incomodi-dad creció. uno de los asesores, de apellido levy, le informó que estaba contemplado para ser uno de los integrantes del consejo editorial de Corcel, que, como seguramente ya sabía, era la nueva revista en la que trabajaban. trataría sobre literatura contemporánea. reseñas y noticias, clásicos y novedades editoriales, algunos ensayos, entrevistas, pero sobre todo nuevos valores. Publicarían el material de los lectores de la revista: cuento y poesía, especialmente poesía, dijo el asesor. Hemos preparado una gran campaña, quere-mos que el lector común vuelva a acercarse a la poe-sía y deje de verla como un asunto de elites intelec-tuales y aburridas. tendremos un concurso bimestral y estamos pensando publicar una colección de pla-quettes con los mejores trabajos, ya estamos en pláti-cas con algunas editoriales para que apoyen el pro-yecto. ¿Quién dice que la poesía no vende?

Podía ser que en verdad hubiesen encontrado la estrategia de mercado ideal para explotar una revista literaria, la formula para hacer de la poesía un produc-to de consumo masivo; y también era posible que Her naldo estuviese siendo demasiado paranoico; lo cierto era que nada de eso tenía lógica, había algo po-drido en aquel asunto; incluso el interés por hacerlo

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parte del consejo editorial le parecía falso, un anzue-lo. no era tan bueno como el asesor levy había que-rido hacerle creer. como poeta, ahora lo sabía, tampo-co había sido bueno; ni siquiera estaba seguro de haber sido poeta. Pensó en la advertencia que recibie-ra por teléfono: Ten cuidado con las hormigas. Última-mente había pensado mucho en santos, asesinado por las hormigas según la llamada que recibiera días atrás. buscó más información pero en los periódicos aparecía la misma nota apenas informativa. le pare-ció extraño porque santos había colaborado en casi todos los periódicos de circulación nacional y segu-ramente tenía amistades en la mayoría. sólo un su-plemento cultural dedicó más que una nota informa-tiva al asunto, un artículo que por cierto apareció sin firmar. en este se mencionaba también, como por ac-cidente, la muerte de josé carlos becerra. era extra-ño porque josé carlos y santos nunca se conocieron, no eran contemporáneos, no murieron en el mismo lugar, ni nacieron en el mismo pueblo, ni siquiera co-incidieron en una antología.

Quizá tampoco fue accidental que mientras pre-paraba para Corcel el top 50 en libros de poesía mexi-cana, Hernaldo tomó el libro de josé carlos becerra y encontró un poema: Cómo retrasar la aparición de las hormigas. el mismo título que tenía el fanzine que habían dejado en su puerta. Pensó en el poeta tabas-queño convertido en una especie de james bond que escribía manuales de anarquía, le pareció ridículo. si existía la universidad invisible y las hormigas, y es-tos iban por allí matando poetas para perpetuar su control, Hernaldo no lo sabía. no le importaba. Y du-daba que a los lectores de una revista como lo sería Corcel les pudiese importar.

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el televisor vociferaba en la sala. Por lo general Hernaldo no prestaba atención, sin embargo tenía en-cendido todo el tiempo el aparato; servía como ruido de fondo, le hacía compañía. esa noche las imágenes en la pantalla se deformaron y cambiaron a estática súbitamente. Hernaldo escuchó el zumbido y levantó los ojos: líneas transversales, millones de puntos en movimiento. tras unos segundos apareció la imagen de una muchacha. las palabras que decía no pertene-cían a ningún idioma que Hernaldo conociera, sin embargo eran claras y poseían cierta musicalidad que le hizo recordar los recitales de poesía polaca, hindú y en otros idiomas impronunciables a los que asistió en la facultad. ignoraba el significado de aquellas pala-bras, pero reconocía la gracia que las habitaba, la en-soñación que se desplegaba dentro de su cabeza, la electricidad que generaba en su piel. en esta ocasión era algo todavía más fuerte, más nítido y poderoso. Hernaldo cerró los ojos y pensó en canciones infini-tas, en construcciones de cristal. a su mente llegaron escenas perdidas de su infancia, bañadas en luz; lle-garon paisajes infinitos, desconocidos, bestias bellas e imposibles, y también el mar, sobre todo eso...

cuando abrió de nuevo los ojos vio que la mucha-cha había desaparecido y la transmisión había vuelto a la normalidad.

***

en los días siguientes apareció una pinta que se mul-tiplicaba por las calles y el interior del metro: ¡Lo con-seguimos! Hernaldo la miraba rumbo al trabajo, pre-guntándose qué habían conseguido, quiénes, y si esa ambigua proclamación de victoria tenía algo que ver

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con lo que había pasado. aunque nadie pareciera sa-ber qué era lo que había pasado. era como si toda la gente hubiese despertado de un sueño prolongado y profundo sin saber sus nombres, como si hubiesen olvidado, o recordado, algo muy importante y ahora no supieran de qué se trataba con exactitud.

los medios de comunicación ni siquiera se moles-taron en mencionar el incidente de la muchacha que apareció en televisión. continuaron, como en una es-pecie de monólogo, hablando de política y el mundo del espectáculo; pero algo se podía leer entre líneas en las notas de los periódicos, en los rostros de actores y presentadores. en la oficina de Hernaldo se habló de la chica de la televisión por un par de días. todos coincidían en la descripción: no más de dieciocho años, morena y con el cabello peinado en cola de ca-ballo, labios delgados y nariz recta, aunque nadie lo-graba ponerse de acuerdo en el color de sus ojos. Hu-bo quien dijo que los tenía cerrados. tampoco estaban de acuerdo en el idioma que usó, pero si en algo había coincidencia era en que todos afirmaban que lo dicho era poesía. los asesores parecían ser los más interesa-dos en el tema y los más inquietos. Pero salvo ellos, nadie en la oficina insistió y pronto volvió a hablarse de videojuegos, estrenos de cine y cantantes pop. Hernaldo pensó en la chica de la televisión, en su ex-traña poesía, en el fanzine, en la universidad invi-sible, en la desaparición de ernesto y la muerte de santos. La revolución es posible porque cualquiera puede actuar como agente del caos, aunque sea en forma acciden-tal. Nosotros equilibramos el Universo. Impedimos la hege-monía del orden. Todos estamos involucrados.

los siguientes días Hernaldo se dedicó a su traba-jo para Corcel. Había tensión en la oficina, aunque

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esta se concentraba en los asesores, a quienes era po-sible ver dando vueltas por los pasillos y reuniéndose cada hora para llamar en conferencia a Miami. en contraste, Hernaldo notaba cierto relajamiento en sus compañeros de trabajo, varios de ellos se quitaban los zapatos y deambulaban en pantuflas el resto del día mientras que algunas compañeras más desinhibidas habían comenzado a pintarse con maquillaje peque-ños dibujos en las mejillas. Ya había visto en la calle mujeres con esos dibujos, diseños simples de pájaros o estrellas, también gente descalza.

cierta noche al llegar a casa, Hernaldo encontró bajo su puerta un sobre. era la invitación a un home-naje que la Facultad de letras ofrecía en memoria de julián santos. con toda seguridad había sido dejada allí por la misma persona que le dejó el fanzine, sin duda ernesto. el homenaje era al día siguiente. de ninguna manera podía faltar.

la noticia oficial la dio el director por la mañana: el corporativo había tomado la decisión de posponer indefinidamente la aparición de Corcel. la respuesta fue de indiferencia. a nadie pareció molestarle que el trabajo de los últimos dos meses se fuera a la mierda por caprichos del mercado, y junto con ello el prome-tido bono. ni siquiera Hernaldo, que sentía cierta incomodidad ante los pies descalzos de su compañero de cubículo, se lamentó. después de todo, su idea de comprar un auto, al igual que los asesores enviados desde Miami, había desaparecido.

el homenaje fue sencillo, lo acostumbrado en la facultad: Palabras de tres poetas amigos de santos, lectura musicalizada de algunos textos y al final vino de honor. las palabras de los amigos fueron conmo-vedoras, y la música, interpretada por una contraba-

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jista de la filarmónica de la universidad, excelente. sin embargo hubo detalles a notar: más de la mitad de los asistentes iban descalzos; las mujeres, sin ex-cepción, llevaban pintados en las mejillas pájaros y estrellas de colores. uno de los poetas que habló so-bre santos no mencionó la palabra asesinato, ni la pa-labra hormigas, pero en cambio dijo que todos sabían que julián había dado la vida para hacer posible ese otro mundo que por tantos años había sido sólo un sueño. después vino la lectura musicalizada de poe-mas y con ella la magia. en algún momento Hernaldo se encontró bailando el Himno a la alegría entre dece-nas de personas. Y hubo canto y llanto, una liberación y un gozo que no supo ni quería explicarse.

al salir de allí fue hasta el bar más cercano y pidió un vodka solo. observó a su alrededor y buscó un ros-tro familiar, había esperado encontrar a ernesto en el homenaje, o al menos a alguno de los talleristas de la casa del lago, a quienes estaba seguro de poder reco-nocer por su aire de conspiradores. no fue así. nadie conocido. sobre lo que acababa de suceder tenía sen-timientos encontrados, una parte de sí le decía que más valía preocuparse, que algo estaba sumamente mal. a la otra parte no le importaba un carajo.

—¿Puedo sentarme? —preguntó ernesto, apare-ciendo de pronto con un vaso de vodka en cada mano.

—Por favor —contestó Hernaldo.ernesto puso un vaso frente a Hernaldo y levantó

el suyo haciendo un brindis. estaba divertido con el pasmo de su ex compañero de oficina.

—Por el futuro.Hernaldo tomó su vaso y lo golpeó levemente

contra el de ernesto.—salud.

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un silencio incomodo apareció entre ellos. Y aun-que la cabeza de Hernaldo estaba llena de preguntas y su estomago comenzaba a hacerse un ovillo, no dijo nada. escrutó a ernesto, sabía que él, a diferencia suya, tenía mucho qué decir.

—te dije que sucederían cosas grandes —dijo er-nesto.

—¿grandes como qué? —contestó Hernaldo mien-tras buscaba con la mirada los pies de su acompañan-te, no le hubiera sorprendido verlo descalzo.

—la transmisión por televisión, ¿la viste? —pre-guntó ernesto.

Hernaldo recordó el rostro de la muchacha, pero sobre todo sus palabras, o mejor dicho la melodía de sus palabras, la sensación que recorrió su cuerpo y que en ese instante le hizo volver a estremecerse.

—claro que la viste —dijo ernesto, sonriendo—. Y eso que viste y escuchaste ha sido el evento más im-portante de la historia humana transmitido por televi-sión. ¡Poesía auténtica! Y te voy a decir algo que no sabes, que muy pocos saben: en estas últimas dos se-manas ya ha sucedido lo mismo en treinta países, y en los próximos días sucederá en otros tantos más. enton-ces conocerás el poder de las palabras, comprenderás que no es una estupidez decir que la poesía puede cambiar el mundo, que es imposible permanecer indi-ferente mientras la escuchas o la lees. imposible no cambiar durante ello. se mete en tus pensamientos y tu sangre, activa mecanismos tan profundos que se gra-ba en tu propio adn y poco a po co empieza a volverse parte de tu vida, de tus recuerdos, de tus ideales y tus sueños. cada vez que mires el mundo ahí estará la poe-sía, en tus ojos, en tu cerebro, y será como verlo todo por primera vez. cuando hagas algo, cualquier cosa,

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también estará allí, se volverá palpable, “real”, se inte-grará al mundo. Y cuando la gente tenga hijos le trans-mitirá junto con su información genética esa nueva realidad, esos sueños y esperanzas. Hasta que la poesía se convierta en la mis ma gente, en la misma realidad. ¿no lo entiendes? Ha sido como soltar un virus indes-tructible que infectará al mundo y lo transformará.

Hernaldo miró el rostro de ernesto, lleno de cierta luz inquietante, vigorosa. tenía argumentos que opo-ner a esa idea de la poesía cambiando el mundo. no era sino romanticismo trasnochado, la poesía de nin-guna manera cambiaría el mundo, ni siquiera podría dar de comer a una familia pequeña de obreros, sólo la gente como el asesor levy podía vivir de la poesía. ernesto tenía que saberlo, al igual que él había traba-jado tantos años dentro de las tripas del monstruo edi-torial, y había conocido tantos poetas malditos, como para hacerse el ingenuo. Él mismo había sido un poe-ta maldito.

—las hormigas ya no pueden hacer nada, hemos dado el golpe definitivo —dijo ernesto—, incluso ellos han escuchado el poema. el cambio ha comen-zado, no hay vuelta atrás. es increíble que tuviéramos este poder y que durante siglos nos hubiéramos dedi-cado a malgastarlo y destruirnos. ¿sabes? santos era un tipo raro en sus decisiones, un poco paranoico, pero se podía confiar en él. con él entendimos que la auténtica poesía no tenía nada que ver con las mama-rrachadas que escribíamos.

la luz iluminaba las calles con tonos de carnaval, la gente y la música se mezclaban con gracia sobre el asfalto y la noche era una amable presencia. Hernaldo se detuvo un momento a las puertas del bar y observó la tarjeta que le había dado ernesto antes de despe-

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dirse, donde había anotado la dirección de un nuevo taller de poesía al que estaba asistiendo. era increíble como su ex compañero podía ir por allí contando esa historia de la guerra secreta y el virus poético soltado por televisión para cambiar el mundo, y al mismo tiempo invitarle a un taller de poesía. Qué cara tan dura. Pero entendía la metáfora, así funcionaba la pe-netración cultural, y no sólo eso, sino las religiones, las filosofías, los hábitos de consumo... sólo había un problema: para que una forma de pensar se impregne en una sociedad y se vuelva parte de ella, deben pa-sar años, cientos de ellos en ocasiones. no dudaba que la poesía tuviese un poder transformador, pero se preguntaba si acaso era mayor que el de la mierda que a diario infestaba el mundo.

Miró su reloj: era tarde y había por lo menos trein-ta minutos de camino hasta su casa, en taxi. caminan-do sería más del doble. decidió hacerlo así. imposi-ble desperdiciar una noche como esa.

no sintió lastima por el vaso de vodka que dejó intacto en el bar, en los últimos días había perdido el gusto por el alcohol. tampoco sintió lástima por el círculo vicioso en que se había convertido su vida desde que entró a trabajar; ni por su soledad, falsa li-bertad de soltero. tal vez, consideró, todo era mucho más sencillo de lo que había imaginado; quizá sólo bastaba con comenzar de nuevo, darse otra oportuni-dad, incluyendo la de escribir. Y para ello no tenía que asistir a ningún taller.

dejó caer al piso la tarjeta que le dio ernesto y echó a andar por la calle.

sobre el arrollo, bajo la banqueta.tenía ganas de cantar.

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allá

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Todo esto sucede bajo el agua.

el niño gusano

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a pleno día

La noticia

el día de ayer la ciudad de México vivió el noveno asalto bancario en lo que va del mes. alrededor de las ocho de la mañana, en la colonia tránsito, tres hom-bres vestidos con abrigos negros, sombrero y gafas oscu ras asaltaron las cajas cinco, siete y once de la su-cursal banamex localizada en calzada de tlalpan y avenida del trabajo. el saldo del robo fue un millón trescientos cuarenta mil pesos, y aunque fue recupe-rado en su totalidad, hubo cuatro personas muertas: un civil y los tres asaltantes. un usuario que estaba a punto de entrar al banco se percató del robo y avisó a un policía auxiliar que se encontraba cerca. durante la persecución cayeron los tres delincuentes, uno de ellos frente a las puertas del banco, los otros dos a la entrada de un paso a desnivel. junto a los cuerpos caí-dos, regados a lo largo de la escalera del paso a des ni-vel, quedaron decenas de billetes de quinientos, dos-cientos y cien pesos. al otro lado de calzada de tlalpan se encontró un automóvil Galaxy color gris, sin placas y con las ventanas y el parabrisas cubierto con cinta de aislar; se cree que era el vehículo en el que pensaban huir. no es el único detalle extraño. algunos testigos hablan de humo en el banco y en el paso a desnivel, mientras que elementos de la cruz roja declaran que los cadáveres presentaban graves quemaduras e in-

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cluso un estado de putrefacción más o menos avanza-do. el servicio médico forense de la po licía judicial desmintió los comentarios diciendo que uno de los asaltantes padecía una grave infección que carcomía su pierna y que seguramente eso fue lo que los enfer-meros confundieron con quemaduras.

Los detalles

lo más importante era cuidar los detalles. Prevenir. ese era el secreto. ninguna otra cosa sino la falta de precaución fue lo que los puso en esa situación de to-do o nada. nunca previeron que la ciudad cambiaría en forma tan drástica, ni que a ellos les resultaría tan difícil adaptarse. Ya les había sucedido algo así. en españa, durante la guerra civil. su inexperiencia y el ambiente de hostilidad les impidieron guardar las apariencias. Pero supieron actuar a tiempo, y así fue como se colaron en los barcos del exilio, como llega-ron a un país al que desconocían por completo y como se establecieron en él. ahora las cosas eran distintas, no eran perseguidos, pero tampoco había barco que les permitiera escapar, y lo peor: se enfrentaban a una lenta corrosión que los había desgastado física y men-talmente. jordi se encontraba enfermo desde hacía meses, no paraba de toser y su piel lucía más pálida de lo acostumbrado. era el precio por su forma de vida, le gustaban demasiado los bares, las copas, la bohème. a enrique le resultaba cada vez más difícil conseguir empleo. no puedo acostumbrarme, solía de cir, deprimido y amargo. no era lo único que le re-sultaba difícil: tenía meses sin salir a la calle más que para comer; el resto del tiempo, cuando no estaba

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dormido, lo pasaba sobre un sillón desfondado, mi-rando en silencio las paredes. Manuel era el único que tenía trabajo, y el de aspecto más joven, aunque en verdad fuera el más viejo de los tres. Pronto él también comenzaría a desmoronarse.

en mayo de 1939, cientos de españoles republica-nos se embarcaron en el Sinaia rumbo al exilio en México. Manuel, jordi y enrique viajaban en las bo-degas del barco, y a pesar de que ignoraban todo so-bre el país que los recibía y de que evitaban en lo posible relacionarse con otros exiliados, una vez en el puerto de Veracruz fue sencillo llegar a la ciudad de México. ahí la vida nocturna los recibió sin reser-va: bares, casas de citas, salones de baile, billares, en ocasiones incluso fiestas de alcurnia. el dinero y la vivienda no eran problema, sus habilidades les per-mitían llevar una sosegada vida que implicaba algu-nos negocios no precisamente legales pero tampoco peligrosos. era un sueño realizado; las cosas, más que fáciles, se les presentaban placenteras, a su favor. la droga lo cambió todo. una vez que invadió el merca-do, el mundo subterráneo se volvió más brutal y codi-cioso. nuevas bestias poblaron la noche. Quizá en-tonces debieron hacer algo, pensó Manuel, regresar a españa. Pero no hicieron nada, y la inmovilidad fue creciendo en ellos como un tumor que pronto habría de tragarlos. ahora no podían esperar más tiempo, te-nían que salir de ahí de una vez por todas.

lo cierto era que cualquier opción les exigía lo mismo: dinero. dinero. dinero.

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Testimonio (Fernando Terán, jubilado)

sí. eran tres hombres. Pero no los vi entrar, yo estaba en la fila, ocupado en mis propios asuntos ¿sabe? no me di cuenta de nada sino hasta que se escuchó un grito del asaltante. ¡Todos al suelo!, dijo. eran como de película, llevaban abrigos, sombreros y lentes. Y los tres iban armados. Yo fui el primero en tirarse. todos obedecieron, menos ese hombre que empezó a llorar y a gritar que no lo mataran, que tenía hijos. entonces el que tosía le disparó. a la cabeza. las mujeres chi-llaron ¿sabe? Hasta los hombres. Yo apreté la cara contra el suelo y me cubrí la cabeza con las manos. los asaltantes comenzaron a discutir. ¡A callar! gritó uno. recuerdo que el que parecía jefe le dijo al que tosía: ¿Pero estás idiota? Pensé que iban a pelear entre ellos, ¿sabe? tuve mucho miedo. no, yo no vi humo. Me había cubierto la cabeza, ¿recuerda?

Testimonio (Irma Negrete, ejecutiva de cuenta)

aquí entra gente de todo tipo, somos una empresa de amplio criterio. Pero si los hubiera visto... daban mala espina. se veían así como raritos, completamente de negro y con abrigos. ¡a las ocho de la mañana! se no-taba también que eran extranjeros, de seguro españo-les. Por el acento. uno de ellos estaba muy flaco y no dejaba de toser... aunque la verdad es que los tres pa-recían enfermos. lo del humo es cierto y el olor. todo el banco se llenó con ese humo apestoso. al principio pensé que era por el disparo; pero no, eran ellos, salía de entre sus ropas. como si se estuvieran quemando por dentro.

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El verdadero problema

no fue fácil convencerlos. tanto jordi como enrique coincidían en que no necesitaban dinero. Podían re-gresar a españa en la misma forma en que habían lle-gado: ocultos en la bodega de un barco. Pero no era tan sencillo, explicaba Manuel. las carreteras y los puertos estaban llenos de retenes con perros entrena-dos para detectar droga. no pasarían una aduana de tal naturaleza, los perros podían olerlos a varios metros de distancia, y de hacerlo, se alterarían más que con un cargamento de cocaína. era exponerse demasiado, insistía Manuel. Y su cualidad más importante era la discreción. la capacidad de pasar desapercibidos cuando era necesario. bastaba con que se excedieran un poco en sus hábitos alimenticios, o que abusaran de la ingenuidad de la gente, para que llamaran la atención y terminaran perseguidos. arriesgarse a via-jar sin un quinto sólo aumentaba la posibilidad de un incidente que los pondría a descubierto. Fue el últi-mo argumento de Manuel lo que les convenció: no sólo se trataba de largarse. ¿Qué iban a hacer después? cuando llegarán a españa, o a donde decidieran ir. ¿esconderse en casas abandonadas, en cementerios, en alguna cueva, robar a los transeúntes? no. Manuel no pretendía vivir como mendigo. en cambio, con el dinero suficiente, no sólo viajarían sin problemas, sino que además cada uno podía tomar su parte y hacer con ella lo que le viniera en gana. después de todo el robo no sería problema, sólo se evitan dos de cada diez, se-gún los reportes de la propia policía, y siempre es de-bido a los errores de los asaltantes.

el verdadero problema era otro. Pero Manuel ya lo tenía previsto.

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Testimonio (Felipe Galeana, policía)

no señor. Yo diría más bien que fue el miedo. si las balas ni les hacían nada, era como si las absorbieran. el primer individuo cayó luego luego saliendo del banco. Yo todavía ni cortaba cartucho. los otros dos gritaban y gruñían como animales. Y soltaban humo. Por eso procedí a gritarles que se detuvieran y luego disparé. Pero seguían corriendo. Querían llegar al paso a desnivel. Parecían tener más miedo que yo, un miedo así, muy fuerte. se lo digo porque ni siquiera se defendieron. los tres iban armados, pero ninguno me disparó. Yo no les importaba.

Testimonio (José Luis Tagle, muertero)

así es la chamba. Ya sabe: asesinatos, suicidios en el metro, atropellados, accidentes de todo tipo. a noso-tros nos toca lo peor. tenemos que limpiar y recoger el cochinero: sangre, tripas, mierda... todos los días antes de salir a trabajar nos preparamos psicológicamente, y sí, medio te acostumbras. Pero no te puedes preparar contra lo inexplicable... ¿se acuerda de los ladrones? dijeron que los mataron a balazos, ¿verdad? Falso. ninguno tenía herida de bala. estaban quemados, pero no por fuera, era como si las tripas se les hubieran calentado hasta reventar. cuando nosotros llegamos todavía soltaban humo. además apestaban horrible. si hasta cerraron dos días el paso a desnivel. de eso no han dicho nada. Yo creo que debieron tragarse una cápsula con veneno, de esas que usan los terroristas para que no los obliguen a hablar. Piénselo, dicen que eran españoles, a lo mejor hasta eran de la eta.

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La noche previa

jordi consiguió el auto: un Galaxy modelo noventa y dos. enrique se encargó de las armas: tres pistolas treinta y ocho milímetros. el banamex estaba a dos cuadras de la fábrica donde trabajaba Manuel como velador, sabía por sus compañeros de trabajo que no había policías y que por la mañana, en especial los días que no coincidían con la quincena, se encontraba casi vacío. además, y para su fortuna, frente al banco había un paso a desnivel que llevaba justo al otro lado de calzada de tlalpan, perfecto para escapar.

repasaron los detalles: saldrían en el auto a las siete de la mañana. se estacionarían justo afuera del paso a desnivel, y aprovechando la oscuridad del tú-nel, cruzarían hasta el banco. ahí uno de ellos se en-cargaría de cuidar la entrada mientras el segundo con-trolaba a la gente y el otro se apoderaba del dinero. tenían que ser rápidos. no más de cinco minutos, había dicho Manuel. después cruzarían de nuevo el paso a desnivel y regresarían a casa en el Galaxy.

contra el sol Manuel consiguió tres largos abrigos negros, sombreros de ala ancha del mismo color, guantes y gafas oscuras. disfraz y protección. el para-brisas y las ventanillas del auto irían cubiertos con cinta de aislar, salvo pequeños orificios que les permi-tirían ver el camino. la verdad es que no estaba se-guro de contar con protección suficiente; ni siquiera tenía idea de cómo o cuánto tardaría en afectarles la luz. ¿bastaba con cubrirse la piel? ¿tenía qué tocarlos de lleno? tal vez habían organizado su propio suici-dio. Pero era mejor no pensar en eso. además había otro tipo de luz, una que se encendió en el fondo de las miradas de jordi y enrique desde que les habló

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del asunto. una luz que se agitó primero con timidez y que luego iluminó todo a su alrededor. sólo por eso valía la pena arriesgarse.

Faltaba un par de horas para que amaneciera. un poco más para ponerse en camino. era una hermosa madrugada.

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la condición

el día en que arturo recibió el resultado de su exa-men confirmatorio, el psicólogo le explicó que no de-bía preocuparse, que gracias a los nuevos medica-mentos la enfermedad podía tratarse como un mal crónico, y que con los cuidados necesarios, llevaría una estupenda calidad de vida. también le dijo que de ese momento en adelante debía poner más cuida-do a lo que sucediera en su cuerpo. arturo, buscando ser consecuente con las recomendaciones, a partir de ese día comenzó un diario.

las primeras páginas fueron breves anotaciones sobre su estado general de salud. así fue como estu-vo consciente de haber perdido once kilos en mes y medio, de sus constantes infecciones intestinales, de la tos que le perforaba el pecho. escribió también sobre sus constantes náuseas, del insomnio y las fie-bres nocturnas, de los sarpullidos y las manchas en la piel que aparecían con la misma velocidad que de-saparecían.

lo último que arturo registró en su diario fue un post it que robó al doctor que le examinaba: Síntomas inexplicables de etapa terminal. Tiempo probable de infec-ción: tres meses. ¿Cepa agresiva de virus? (la palabra inexplicables subrayada con fuerza por arturo).

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arturo no esperaba salir positivo. a sus veintiséis años nunca se había encontrado en situación de posible contagio. si se hizo el examen fue porque el laborato-rio a donde lo enviaba su empresa para el chequeo anual lo tenía incluido en su paquete básico. todos los laboratorios lo hacían como parte de un nuevo programa de salud pública. días más tarde, apareció en varios pasillos de la empresa una lista de emplea-dos cuyo contrato quedaba rescindido a partir de ese momento. la empresa argumentó un ajuste de perso-nal, pero era evidente que los integrantes de la lista habían dado positivo en los exámenes médicos. en la lista había veintiocho nombres, el de arturo estaba en el número seis.

arturo sabía que las pruebas serológicas daban un porcentaje alto de falsos positivos, así que se hizo un segundo examen en otro laboratorio; necesitaba demostrar que si existía un margen de error él forma-ba parte de ese margen. con el certificado expedido por el nuevo laboratorio interpondría una controver-sia ante su empresa, y no sólo recuperaría el trabajo, seguro que obtendría alguna compensación.

Mantuvo el ánimo todo el día, hasta que regresó al laboratorio a recoger su resultado. entonces lo supo, antes de entrar al edificio, antes de encontrarse con el psicólogo, y más que un sentimiento fue una certeza, había vuelto a dar positivo.

lo más difícil de asumir fue la pérdida de su tra-bajo. no tenía ningún otro medio de ingresos, y aun-que contaba con unos cuantos ahorros, estos no cubri-rían más de seis meses. en otro momento esto no le hubiese preocupado, su currículo tenía la virtud de

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abrirle puertas; pero ahora carecía del certificado anual de salud, y en la base de datos del sistema cen-tral de información, su nombre aparecía en color amarillo, que era el color con que identificaban a las personas infectadas. ningún laboratorio u hospital le daría el certificado, y sin ese estúpido papel era impo-sible conseguir empleo. arturo no creía en el diagnós-tico médico, aunque sabía que algo estaba mal con su salud. los exámenes mostraban un organismo en con-tinua debilitación, y eso era algo que se podía cons-tatar cada día. Pero necesitaba argumentos que le explicaran por qué él. tenía también la esperanza de encontrar algún indicio de que su padecimiento se debía a otra cosa menos dramática. Y si bien encontró historias similares a la suya, ninguna tenía una expli-cación satisfactoria. leyó que los exámenes serológi-cos reaccionaban ante más de treinta y cinco distintas situaciones, que los perros aunque estén perfecta-mente sanos dan siempre positivo, leyó historias de siniestros experimentos realizados en seres humanos, leyó predicciones del apocalipsis, leyó sobre oscuras conspiraciones. Fue así también como llegó al nom-bre de gironell.

gironell, de acuerdo a los datos biográficos que había en la internet, era un médico disidente que vi-vía en san luís Potosí. italiano de nacimiento, pasó su infancia y adolescencia en México. después regre-só a roma, a estudiar la universidad. siguió una maestría en nueva York, donde trabajó como investi-gador en un laboratorio transnacional hasta que le echaron bajo circunstancias sospechosas. es entonces que regresa a México y se instala en casa de sus pa-dres, una hacienda enorme que convirtió en centro de atención para personas infectadas. la hacienda,

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que fue nombrada Shelter, pronto fue conocida como el único centro disidente de México. Para cuando ar-turo leía los datos biográficos, Shelter albergaba más de 800 personas y mantenía contacto con 13,000 más en toda américa latina, la mayoría de ellos vía inter-net. las teorías de gironell eran afines a las de mu-chos otros médicos disidentes de renombre interna-cional, para quienes la enfermedad no era producto de un virus mutante sino de un proceso suicida acti-vado por agentes estresantes inmunológicos en el in-terior de las células. este proceso, según los disiden-tes, se podía revertir. la versión oficial negaba toda posibilidad de cura. una vez que el virus entra al or-ganismo ya no hay vuelta atrás.

arturo inició contacto con gironell vía correo elec-trónico. le explicó ampliamente su caso, esperando recibir una respuesta tranquilizadora, quizá la indica-ción de ignorar el resultado de los exámenes y visitar a un especialista disidente que lo atendiera como era de-bido. lo que recibió a cambio fue un sobre con varios folletos promocionales donde se hablaba de cier to cac-tus, el cual crecía en las inmediaciones de Shelter, capaz de curar toda enfermedad maligna. junto con los folle-tos iba una carta firmada por el mismo gironell, era una invitación a visitarle en cuanto pudiera y la prome-sa de un descuento en medicamentos y terapias.

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tres meses después de ser despedido, arturo com-prendió que estaba a punto de quebrar. Vendería sus pertenencias, el auto al último. Fue también durante el tercer mes cuando empezó a notar que la luz le resultaba intolerable, que su piel había adquirido un

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tono pálido, verdoso, que la carne de sus brazos y cara comenzaba a pegarse al hueso, que su estomago no soportaba la comida sólida.

además, había comenzado a tener alucinacio-nes. en la más recurrente se encontraba tirado en el piso, desangrándose por la boca y las fosas nasales sin poderse mover, hasta que una criatura vestida de ne-gro lo tomaba entre sus brazos. arturo estaba conven-cido de que se trataba de un ángel porque era una criatura antropomórfica, alta, de cabello rubio y con un par de enormes alas en su espalda, aunque estas —así como la túnica que cubría púdicamente su del-gado cuerpo— eran totalmente negras. el ángel no sólo aparecía en sus alucinaciones, también durante sueños, y esos sueños podrían resumirse a uno solo que sucedía en un mundo en ruinas, oscuro como un bosque calcinado, donde los habitantes eran bárbaros que se destruían unos a otros. un sueño en el que sus piernas temblaban indecisas entre correr o desplomar-se. un sueño mortaja, que lo dejaba mudo, inmóvil, mientras miles de ángeles negros se lanzaban desde el cielo sobre los bárbaros. cuando la carnicería esta-ba en su apogeo y los ángeles devoraban a los brutos humanos, arturo se miraba la ropa, se palpaba la cara, el cabello, que se había vuelto largo y rubio, y des-cubría que él también llevaba una túnica negra. de estos sueños siempre despertaba llorando. la impre-sión que arturo se hizo de gironell luego de leer la carta y los folletos fue la de un manipulador que saca-ba provecho de las desgracias ajenas, un hombre con delirios mesiánicos, y por lo tanto peligroso. de ma-nera que cuando recibió su llamada se sorprendió bastante, no recordaba que había enviado, junto con cada e-mail, su dirección y número telefónico. la lla-

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mada fue breve, sólo para decirle que no debía tener miedo, que su padecimiento era mucho más que una enfermedad, una señal de la revolución que el mun-do estaba por vivir. le dijo también que pronto se pondría en contacto con él para explicarle los deta-lles, que los teléfonos no eran seguros ni el correo, los folletos habían sido para guardar las apariencias.

arturo se sintió aliviado al recordar, justo cuando colgaba el teléfono, que pronto le cortarían la línea y no volvería a recibir llamadas. no era común que al-guien tocara a su puerta; sus amigos, todos ellos co-nocedores de su condición, habían dejado de visitar-le. de cualquier manera, arturo vivía con las luces apagadas, sin abrir siquiera las cortinas, procurando hacer el menor ruido posible, espiando por la venta-na para verificar que se encontraba solo. cuatro días después de la llamada de gironell, alguien tocó a su puerta. Por la mirilla pudo ver a una muchacha rubia, vestida de negro, a quien confundió con el ángel de sus alucinaciones y a quien le permitió entrar. la mu-chacha no dio su nombre, sólo dijo que la había en-viado gironell; después sacó de su mochila un pe-queño aparato que puso sobre la mano izquierda de arturo. el aparato tomó una muestra de sangre, y tras unos minutos de silencio arrojó un resultado.

—no hay de qué preocuparse —dijo la muchacha sonriendo—, estás enfermo, pero no a causa de nin-gún virus mutante. Yo te curaré, muy pronto com-prenderás todo.

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arturo tardó siete días en recuperarse lo suficiente co-mo para salir a la calle y vender sus pertenencias. se-

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guía delgado, pero ya no en forma alarmante; recuperó el apetito y la cordura. Por el contrario, la muchacha rubia adelgazó terriblemente. Ya no parecía el ángel de las alucinaciones de arturo, sino un hada moribun-da. sobre lo que sucedió en esos siete días que estu-vieron juntos, prácticamente encerrados, arturo recor-daba casi nada. apenas sombras y breves luces, una sed terrible, su pecho en llamas, el mundo desvane-ciéndose... lo que sí recordaba era el mensaje de gi-ronell, que la muchacha rubia le había contado varias veces durante esos días: primero, que la clase iatroca-pitalista, formada por los grandes poderes económi-cos y los laboratorios médicos más impor tantes, era la que verdaderamente controlaba el mundo. segun-do, que a diferencia de los otros disidentes, gironell reconocía la existencia de una enfermedad producida por un virus mutante, pero también creía firmemente en la existencia de una “condición” que se manifesta-ba en ciertas personas y que sin tener na da que ver con virus alguno era confundida con la enfermedad a conveniencia de la clase iatrocrapitalista para sepa-rar a los “enfermos” de los “sanos”. terce ro, la gente que poseía esta nueva condición no eran enfermos, mucho menos simples humanos, eran el siguiente paso de la evolución, y el futuro les pertenecía.

Para arturo fue claro entonces que la propaganda disidente era sólo una fachada que le permitía a giro-nell reclutar adeptos; la muchacha rubia le explicó que era lo mejor que se podía hacer, y que en el fon-do no era ninguna mentira, nadie podía ser más disi-dente que gironell, quien preparaba las bases para la revolución definitiva. además no estaban solos, otros se encontraban reuniendo y organizando grupos en diferentes partes del mundo. tú eres uno de noso-

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tros, dijo la muchacha rubia, has creído en ellos y mira lo que te han hecho. Quieren aislarnos, los iatrocapi-talistas nos controlan desde hace años con el pretexto de cuidar nuestra salud, quieren evitar que sepamos lo que en verdad somos. lo del examen anual de sa-lud forma parte de sus planes, ¿no te has dado cuen-ta? en el último año aumentó en un cuarenta por ciento el número de “enfermos”. siguen los campos de concentración y exterminio.

salieron del edificio poco antes de que oscurecie-ra. arturo llevaba cargando a la muchacha rubia. te-nemos treinta y seis horas antes de que el deterioro sea irreversible, había dicho la muchacha antes de quedarse dormida. tenían tiempo de sobra. con la venta de sus electrodomésticos, arturo había conse-guido suficiente dinero para el viaje y los gastos del camino. una vez en Shelter le devolverían la salud a la muchacha, al igual que ella se la había devuelto a él. la recostó en el asiento trasero del auto y regresó al departamento donde había vivido los últimos años. le pareció un sucio y pequeño cascarón. arrojó al piso un puñado de papeles entre los que estaba su título profesional, algunas identificaciones y su dia-rio. les prendió fuego. dejó que ardieran un poco y se abrió la bragueta. orinó largamente sobre las lla-mas, apagándolas. Ya nada lo ligaba con el pasado.

abandonó el edificio y subió al auto; por el retro-visor vio a la muchacha rubia, dormida. Ya verás como lo conseguimos, nena. dijo arturo en voz alta mien-tras la llave encendía el motor y las calles de la ciudad se abrían ante ellos.

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el jefe

—ramos, el jefe quiere verte.eso fue lo que escuchó jorge al levantar el teléfo-

no. eran las 6:03 de la mañana. ¿ramos? su apellido era Muñoz. ¿el jefe? su jefe a esas horas debía estar, al igual que él, durmiendo el sueño de los triunfado-res, pero a miles de kilómetros de allí, en la capital. así que colgó y volvió a quedarse dormido.

eran las 6:28 cuando se escucharon los primeros golpes en la puerta. jorge imaginó entre sueños que se trataba de la mujer del aseo. Había olvidado colo-car el letrero de no molestar en el picaporte, pero bas-taría un grito para avisar de su presencia.

—¡abre. Más vale que dejes de hacerte pendejo! —los golpes se hicieron más fuertes.

jorge abrió los ojos y tras maldecir recordó que es-taba en un hotel de cinco estrellas. se levantó para aclarar la situación con el imbécil que golpeaba. si era necesario llamaría al gerente, no era posible que un lugar cuyo slogan presumía la calidad de trato que reci-bían sus huéspedes permitiera ese tipo de conductas.

al abrir le recibieron dos hombres vestidos de ne-gro. el primero le apuntó con una pistola en la boca.

—¿Qué es lo que no has entendido, hijo de tu puta madre? Ya te dije que el jefe quiere verte.

el segundo le asestó un puñetazo en la cara y lo tomó de los cabellos, arrastrándolo hasta el interior del ascensor.

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un día antes jorge había llegado a ciudad juárez para cerrar la compra de una maquiladora en quiebra. esa misma noche los ex dueños de la maquiladora lo llevaron a festejar. Había razones: ellos se deshacían de un fardo inservible, mientras el grupo al que re-presentaba jorge se ahorraba miles en deuda fiscal triangulando su deuda a la “nueva compañía”. de esa forma, cuando Hacienda se propusiera embargar-los, sólo obtendría un cascarón y una montaña de fie-rros viejos. la gente podía hablar de fraude, pero era simple talento empresarial. los peces grandes se co-men a los peces chicos, eso nadie lo cuestiona. es una ley natural. Y él había pertenecido a los peces grandes hasta antes de que sonara el teléfono esa mañana.

***

se trata de un secuestro, pensó jorge, rogando por que el hotel contara con cámaras de seguridad que estu-viesen grabándolo. el ascensor se detuvo en el es tacio-namiento. los esperaba una camioneta con cris tales polarizados. el mismo gorila que le había gol pea do se encargó de cubrirle la boca con cinta gris, también ató sus manos a la espalda mientras una mujer vestida de negro le apuntaba con una pistola desde el interior de la camioneta.

era un día soleado y seco, la luz se mezclaba con el polvo que entraba por las ventanillas. los secues-tradores no hablaban: sólo se oía el sonido amortigua-do del motor. desde su posición en el piso de la ca-mioneta, jorge calculó que la ciudad había quedado kilómetros atrás. recordó las historias que se conta-ban en los semanarios policíacos: las ejecuciones, los levantones, las sectas narcosatánicas, los cuerpos en-

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contrados en el desierto. todo eso era parte de otro mundo, uno con el que no esperaba encontrarse nun-ca. Y aunque sabía muy bien que a la mayoría de la gente se le destruye con facilidad, una cosa era saber-lo y otra muy distinta tomar conciencia de ello a pun-ta de pistola.

—se acaba de mear en los pantalones —avisó la mujer de negro. los hombres celebraron con carcaja-das. ella, jugueteando, pisoteó la cara de jorge—. eres un cerdo, ramos —dijo.

Hasta ese momento jorge no había reparado en los detalles de su situación. iba descalzo y con el tor-so desnudo, vistiendo sólo unos pantalones que du-rante la madrugada se resistieron a salir de su cuerpo. sintió el sabor de la sangre seca, el labio roto, el pal-pitar inclemente de su cabeza; sintió escozor en los ojos, un puñado de alfileres en el estómago; sintió la humedad de sus propios orines. la mujer de negro no le quitaba la vista. se reía. ¿Quién era? tenía la impresión de que ella sabía muy bien quién era él.

***

buena parte de esas historias de semanario policiaco a las que jorge nunca puso atención se desarrollaban en ciudad juárez. además, por sus constantes viajes a estados unidos, sabía de primera mano lo que allá se decía sobre los artículos maquilados en las ciuda-des fronterizas: Made in México, Made in Hell. no se referían al clima, tampoco a la calidad de los artículos, mucho menos a los negocios, ya que la baratísima mano de obra hacía de la frontera, para los dueños e inversionistas de las maquiladoras, más un heaven que un hell. se referían a otra cosa, a algo indefinible y

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maligno que se extendía sobre toda la región e im-pregnaba los desiertos, las ciudades, la gente. incluso sus compañeros de oficina, que tampoco ponían mu-cha atención a lo que pasaba fuera de su propio mun-do, le recomendaron tener cuidado. allá matan gratis, le dijeron. Para jorge no era más que chismorreo, uno de esos prejuicios tan comunes entre habitantes de distintos lugares. se negaba a creer que ninguna ciu-dad donde se ganase buen dinero, por mucho que apa-recieran regularmente cadáveres a sus orillas, pudiera ser mala. la camioneta se detuvo. la mujer de negro abrió la puerta y ordenó a jorge bajar. el sol cayó directo sobre su rostro, pero no podía cubrirse. tras-tabilló y estuvo a punto de caer. uno de los hombres lo sostuvo.

—sea hombrecito, cabrón, no se me vaya a des-mayar.

todavía deslumbrado, jorge observó la construc-ción que tenía frente a sí: semejaba una hacienda abandonada muchos años atrás. Había corrales y ca-ballerizas, pero nada que delatara la presencia de ani-males. un tenue color cenizo parecía cubrir como una telaraña el viejo edificio y el terreno alrededor, pero no era un color, mucho menos una telaraña, jorge pensó que se trataba de un efecto producido por la luz y sus maltratados ojos. ¿Pero cómo hubiera expli-cado el implacable silencio? incluso el sonido de sus propios pasos parecía agonizar apenas nacía. como si aquella vieja hacienda fuera un hoyo en el paisaje, uno que tragaba todo lo que se atrevía a pasar por allí. jorge avanzó cabizbajo tras la mujer de negro, por sus piernas resbalaban gotas de orina. el interior de la ha-cienda abandonada era una enorme estancia sin más mobiliario que una mesa plegable de lámina y algu-

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nas sillas de plástico. la única luz entraba por las ventanas, permitiendo ver decenas de puertas desde donde llegaba un olor a podrido y agua estancada. la mujer de negro avanzó hacia unas escaleras que lle-vaban al nivel inferior. jorge sabía de lugares así, los llamaban casas de seguridad y eran utilizados para al-macenar droga, armas, rehenes, también para ocultar-se. los había visto en televisión, en todos ellos se percibía algo siniestro. Pero ninguno se comparaba con esa vieja hacienda que se cerraba sobre él, era co-mo si eso indefinible que impregnaba la frontera salie-ra de allí, irradiando su aliento en todas direcciones.

caminaron por un estrecho pasillo que dejaba atrás la escalera. al final había una puerta metálica que la mujer golpeó tres veces.

—Vamos, entren, entren. el jefe los está esperan-do —dijo el hombre que asomó por la puerta.

dentro el olor a podrido era insoportable, pero na-die sino jorge parecía notarlo. en el otro extremo del cuarto había una gran jaula de reja sólida, en su inte-rior dos enormes perros se levantaron gruñendo. jun-to a la jaula había una puerta. el hombre que los re-cibió caminó hasta ella e introdujo una llave en la cerradura. ¿cuánto faltaría para que se dieran cuenta de que él no era ramos? se preguntó jorge, y cuando esto sucediera ¿le permitirían vivir? aún más ¿de ver-dad había un jefe que estuviese esperándolo? ahí dentro podía haber cualquier cosa. Quizá, lo más segu-ro, un camastro con cadenas donde pasaría sus últimos días mientras sus captores negociaban el rescate. en todo caso ¿por qué él? su familia, si bien acomodada, no poseía fortuna. ¿Y si se trataba de una secta narco-satánica? entonces lo sacrificarían en agradecimiento por el último embarque de cocaína vendido en los

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angeles, y dentro de unos días su cadáver mutilado sería carne de noticia en los periódicos del país. todo se mezclaba, como si la realidad se hubiera fragmen-tado y un demente uniera los trozos. los perros ladra-ron con violencia al tiempo que la puerta se entre-abría; jorge pudo notar entonces que de ahí salía la peste que percibiera en toda la casa. sus piernas tem-blaron. un oportuno empujón se encargó de lanzarlo dentro. tras él la puerta volvió a cerrarse.

jorge cayó al piso, asfixiándose por la cinta gris en su boca. buscó en la oscuridad, esperando descubrir de dónde vendría la bala, en qué momento se acerca-ría a él esa mano asesina, pero todo a su alrededor era negro, ni siquiera hubiese podido distinguir en qué dirección se encontraba la puerta desde la que había sido arrojado. Permaneció ahí hasta que su respira-ción se normalizó y la cabeza dejó de amenazar con explotar; después se levantó y avanzó arrastrando los pies. una luz tenue palpitaba desde el fondo de la habitación. jorge caminó un poco más, hasta distin-guir un mueble en medio de aquella luz, al parecer un escritorio, y tras él una extraña silueta. jorge sintió como si sus vísceras cayeran a un abismo. dentro de su cabeza sonó el chirrido de miles de insectos; pero no se detuvo, quería ver el rostro del hombre que había destruido su mundo. la enfermiza luz ayudaba poco, hacía confusas las formas, era —más que una luz— una excrescencia.

¿Qué clase de “jefe” se resguardaría en un lugar así? se preguntó jorge, y la duda no estaba teñida de ironía sino de miedo, más que miedo: terror.

Pero entonces bastaron sólo dos pasos para que el terror desapareciera. dos pasos que no le permitieron abrirse camino en la penumbra que cubría al jefe,

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pero que sí le dejaron ver el abismo a sus espaldas: una oscuridad profunda, incomparable. el centro de aquella peste que infectaba el interior de la casa, el corazón del desasosiego que supuraba en la frontera. Fue casi una epifanía.

el descubrimiento del fuego y la rueda, las gue-rras santas y la primera máquina de vapor, la caída de imperios y la creación de ciudades. toda la historia, la evolución humana. su pasado y el pasado de sus pa-dres y abuelos, cada pequeña cosa que hubiesen pen-sado, decidido, todas las historias contadas y las que sólo han conocido silencio. todo ello, como piezas de un mecanismo delicado y preciso, había sido necesa-rio para llegar a ese lugar, a ese instante. el momento cumbre de su vida. aunque jorge nunca hubiese oído hablar del jefe, aunque su apellido no fuese ramos. no había ninguna casualidad.

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Monsieur teste

Dice Auguste que han acabado los días de los crímenes pasionales. Ahora todo es dinero y poder. Crimen organi-zado. Incluso las venganzas familiares, las infidelidades. Nadie mataría por amor, ni siquiera por celos. Al menos mientras no haya una ganancia en cash.

Philip insiste en que todo es pasional. Incluso los críme-nes de la mafia. Pero estoy de acuerdo, dice Philip, las peque-ñas tragedias son las mejores. Sencillas, más crudas, y sobre todo, las que te hacen sentir un verdadero detective. Mete la mano en su abrigo y saca un sobre amarillento. Se lo ofrece a Auguste. Un tipo asesinó a la mujer con quien vivía y luego se suicidó. Encontré esto en la escena del crimen.

Auguste coge el sobre y extrae las hojas del interior. La letra es temblorosa y grande, como escrita por un niño, pero bastante clara y sin errores de puntuación ni ortografía. Observa con atención a Philip durante unos segundos y comienza a leer:

“Mi nombre es antoine teste. He sido yo quien ha abierto las llaves del gas y quien espera que con eso sea suficiente para terminar esta miseria. no siempre fui un desgraciado, mientras estuve en el circo fui muy feliz. la cerda decía que no era posible ser feliz en un lugar así. ¿Qué podía saber la muy estúpida? ahí yo era querido y admirado. Había un enorme car-tel con mi nombre en letras rojas: Monsieur Teste. la gente pagaba por visitarme; tenía mi pecera llena de

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líquido nutriente y siempre había alguien cerca por si me hacía falta alguna cosa. tampoco me importa-ban los mirones, como les llamaba la cerda. era lo peor que podía haber para ella, decía que le parecía humi-llante ser observado de esa forma... como un mons-truo. Para mí eran el público y en lo que yo me fijaba no era en las caras de asombro o terror que provo-caba. las conocía, eran iguales en todas partes. no valía la pena prestarles atención. lo importante era lo que sucedía luego de que observaban mi número: pri-mero la pista a oscuras, salvo un cono de luz hábil-mente dirigido hacia mi plataforma rodeada de flores, después las flores que eran arrancadas de sus tallos por manos invisibles y flotaban, bailando una danza que iniciaba lenta y terminaba en el frenesí; luego, con esfe ras de cristal de diferentes tamaños, recreaba el movimiento de astros y planetas mientras desde el al-tavoz alguien narraba una breve historia del univer-so. Puede que mis habilidades no fuesen tan im-presionantes, ni mi poder comparable al de otros telequinéticos. Pero el espectáculo era bello y ningún otro telequinético era como yo. el espanto inicial ante mi presencia se convertía en aplausos, en bravos. al final, yo siempre resultaba triunfante.

entonces llegó la cerda. no sé cuándo habrá sido la primera vez que acudió al espectáculo, pero hubo un momento en que reparé en ella. era imposible no hacerlo. ahí estuvo durante dos semanas, todos los días, como un mal presagio: sentada en primera fila, una bola rubia de grasa tapizada en tela roja, con la cara brillante y pequeña, mirándome sin parpadear con sus ojos de vaca triste. a medida que pasaban los días comencé a ponerme nervioso, y aunque procura-ba no mirarla, el sólo saber que estaba allí me hacía

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equivocar las rutinas. una voz me decía que tuviera cuidado con ella, que no era como el resto de los es-pectadores.

Pensé pedirle al gerente del circo que le impidiera entrar de nuevo, después de todo yo era la atracción principal y merecía ciertos favores; pero preferí espe-rar. otra voz me decía que estaba siendo un estúpido, que alguien como yo debería tener muy claro que la gente es algo más que su apariencia física. entonces su lugar se mostró vacío. en realidad había otra perso-na en él, pero parecía tan insignificante junto al re-cuerdo de la cerda que daba igual si había o no al-guien allí. al día siguiente se repitió la ausencia, y así fue toda la semana, pero eso no consiguió calmarme. cuando apareció la cerda, cierto día luego de la últi-ma función, acompañada por seis policías y un aboga-do, supe que el mal presagio habría de cumplirse.

la cerda era representante de no sé qué importan-te centro de investigación, y tras recopilar todas las pruebas necesarias para demostrar su denuncia, consi-guió una orden judicial que le permitía tomarme a su cargo y salvarme de los explotadores del circo. con ella tendría un cuidado especializado, la atención de pro-fesionales, instalaciones adecuadas... no se pudo ar-gumentar contra eso, y aunque el dueño del circo hizo su mejor intento, sólo consiguió que el abogado ame-nazara con demandarlo por soborno. uno de los paya-sos fue golpeado cuando quiso impedir que me subie-sen a la camioneta de la policía. Poco faltó para que hubiese bronca. Yo no pude evitarlo entonces y co-mencé a llorar, esperaba hacerles comprender que no quería ser arrancado del circo, que allí estaba en el mejor de los sitios en los que me podía encontrar, pero lo único que conseguí fueron los rostros de espan-

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to del abogado y los policías. la cerda, extasiada, me tomó en brazos y me cubrió con una manta, recitando palabras de consuelo como una madre amorosa. no fui llevado a ningún centro de investigación, esa mis-ma noche la cerda me trajo hasta aquí. es posible que todo fuera una farsa, un rapto elaborado. tal vez no existía el centro de investigación, ni siquiera estoy se-guro de qué tipo de trabajo hacía la cerda para ganarse la vida, pero conocía muy bien los cuidados que yo necesitaba. su pecera es más grande que la del cir co, y la forma en que preparaba el líquido nutriente en el que se me debe sumergir durante las noches mos traba la dedicación de una doctora o enfermera, pero casi no salía de la casa, salvo para comprar comida y sobre todo vodka. Puede que no trabajara, o que estuviese de vacaciones, yo qué sé. esa primera noche la cerda no me habló ni me tocó salvo para meterme en la pe-cera. al siguiente día me llevó hasta la sala. tenía consigo un libro con fotografías de otros ca sos como el mío, lo observamos mientras me contaba sus teorías sobre el hombre y la inteligencia, la evolución. algún día no necesitaremos brazos ni piernas, ni tripas, ni siquiera palabras; seremos como tú. decía la cerda mientras me despeinaba con sus manazas.

días después llegué a la conclusión de que la cer-da pensaba que yo era telépata. ¿Qué otra razón podía haber para quedarse todo ese tiempo frente a mí, con su mirada suplicante y su cara de imbécil? casi podía escuchar el sonido de sus pensamientos, inflarse como enormes globos y reventar después contra mí. cerda estúpida. los telequinéticos no somos nece-sariamente telépatas, pensaba. además hasta ese momen to mis facultades sólo habían sido útiles para actividades ridículas: levantar una jarra con agua, ani-

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mar las flores y esferas de mi espectáculo, mover las hojas de un libro, escribir, arrastrarme. Pero ella espe-raba que yo la escuchase, y además que la compren-diera. una tarde, la muy asquerosa comenzó a besar-me. se había olvidado de las miradas suplicantes y los cuentos sobre la evolución. sus besos eran ciegos, violentos, un restregar los dientes sobre mi cara, un lamer y ensalivar furioso. después trajo una caja de cosméticos y me pintarrajeó. sus risotadas eran como una manada de hienas. Más tarde comenzó a llorar. Y a beber. Mientras bebía me contaba su historia. como si hubiese comprendido que yo de telépata nada y que mejor se ahorraba la meditación y la concentra-ción. cuando estuvo lo suficientemente borracha vol-vió a besarme. luego se desvistió y me puso entre sus piernas, obligándome a lamerla. si la mordía, amenazó, me golpearía hasta dejarme como pulpa y después..., a los perros.

así fueron todas las noches a partir de esa: la cerda continuaba la historia de su vida mientras se embo-rrachaba, luego se divertía conmigo, me maltrataba y gritaba, enseguida me declaraba su amor, después lloraba. al final me obligaba a lamerla de nuevo y se quedaba dormida. durante el día, quizá para com-pensar los excesos nocturnos, la cerda se dedicaba a mi cuidado. en silencio y ocultando la cara limpiaba la pecera y preparaba el líquido nutriente; cuando me quitaba los restos de maquillaje de la noche anterior ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos. era una mujer triste, atormentada por su enorme cuerpo, con-denada a la soledad en un mundo que valoraba todo lo que ella no era. una mujer llena de resentimientos, una mujer violenta y alcohólica. Podía sentir el ansia en sus besos, una furia que asustaba, también desam-

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paro y cierta calidez. además era la primera vez que alguien me besaba. también la primera vez que tenía contacto sexual con alguien, y sobre todo, la primera vez que alguien me declaraba su amor. bastó que pensara en ello para que el terror permanente que me invadía desapareciera y su lugar fuera ocupado por una tristeza todavía más lamentable.

¿así que esto es a lo máximo que podemos aspirar nosotros, los deformes, los mutantes? ¿a esta clase de amor sin ternura ni deseo? ¿a la soledad, y la rabia, y la locura que empiezan a destruirte cuando te das cuenta? no gracias. Yo pensaba que se podía ser feliz, que yo mismo era feliz.

en el fondo se trata de un acto piadoso. luego de lo que ha pasado entre nosotros, de las cosas que he-mos vivido y pensado, de lo que nos hemos converti-do, no hay forma más digna de continuar que así. Po-niendo fin de una vez por todas. Me asusta pensar que la cerda pueda despertar, o que aparezca un hé-roe y nos salve. Pongo mi última fe en que nada impe-dirá que se extingan estas vidas miserables.

no ha sido difícil. después de obligarme a lamer-la en dos ocasiones la cerda se ha quedado dormida, y como en las últimas noches, me ha dejado fuera de la pecera. la telequinésis me ayudó a llegar arrastrán-dome hasta la cocina, también me ayudó a abrir la llave del gas y a escribir esta nota, en la que no voy a pedir perdón.”

Philip toma las hojas y el sobre que le devuelve Auguste, las ordena y vuelve a meter en su abrigo. ¿Qué opinas? Pre-gunta.

Todos los suicidas sienten la necesidad de explicar sus motivaciones antes de morir, piensan que de alguna mane-

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rodolfo j. M.

ra eso va a eximirlos, incluso en ese punto son egoístas y predecibles. Pero dime, quisiera saber por qué conservaste esto, por qué no lo dejaste para la policía, dice Auguste.

Supongo que no quise que vendieran la historia a los periódicos, contesta Philip. Ya imagino los titulares: “Amor suicida entre freaks”..., no sé. Fue como ayudarles a con-servar un poco de dignidad. Sin la carta el asunto parece un accidente: una llave de gas abierta, una mujer ebria dormida, un freak. Todo encaja. No hay culpables.

Auguste lo observa en silencio, de su abrigo saca una pipa y un paquete de tabaco. Philip llama al camarero y pide otro whisky. Es una tarde fría de invierno y las calles, fuera del bar, están húmedas y grises, como si hubiese llovi-do. La ciudad palpita de canciones y de labios, y de heridas como labios que no callan.

Todo se funde en negro.

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Todo esto sucede bajo el agua, de ro-dolfo j. M., se terminó de imprimir en el mes de junio de 2008, en los ta lleres de sevilla editores, s.a. de c.V., Vicente guerrero 38, col. san antonio Zomeyucan, naucal-pan de juárez, estado de México, cP 53750, con un tira je de 2 000 ejem plares y estuvo al cuidado del Pro grama cultural tierra adentro.

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todo esto sucede bajo el agua - Gob · 2011-01-31 · 14 todo esto sucede bajo el agua mación a todas sus desgracias, significaba la ausencia de dios. era la justificación a su