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UN TEATRO AL ACECHO DE LA COMPLEJIDAD DE LO REAL: RAFAEL SPREGELBURD Y SU POÉTICA EN PROCESO Luis Emilio Abraham Esta es una versión abreviada del trabajo publicado en Víctor Gustavo Zonana (dir., ed.) y Hebe Beatriz Molina (coed.) Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950). Buenos Aires: Corregidor, 2007, pp. 283-331. Las partes faltantes del texto se han marcado con el siguiente signo: [...]. […] El teatro de Buenos Aires vive desde mediados de los ochenta un proceso de renovación y multiplicación de poéticas que ha adquirido rápido reconocimiento en el campo teatral argentino y ha captado buenas dosis de atención en la escena mundial. Entre las variadas manifestaciones surgidas tras la dictadura militar (1976-1983), la de Rafael Spregelburd es una de las expresiones más originales y constituye una singular respuesta a los desafíos que ha planteado al pensamiento la última Modernidad. Ante las actuales determinaciones históricas, ante “el mercado de los medios, con una realidad cotizando a la baja” (Cornago 22), ante una realidad social y política que se convierte en espectáculo, o mejor, un espectáculo social y político que pasa por real, las tendencias más innovadoras del arte emprenden la resistencia exhibiendo el mecanismo de los propios lenguajes, volviendo visibles los medios de representación que los sistemas de poder hacen funcionar de forma transparente, acechando la presencia de las cosas que suelen quedar ocultas tras los actos de simulación, haciendo de su oposición un continuo devenir para escapar a cualquier síntesis totalizante e idea estable de unidad, o para decirlo con Óscar Cornago: Antes que añadir una representación más a la historia de la cultura, de las representaciones y las imágenes, incluso si se trata de una representación crítica, el arte de hoy parece optar por hacer una representación menos, restar una representación –como diría Deleuze– a la historia de las representaciones, de los sistemas de poder; construir el espacio de un vacío, una práctica de desestabilización para desde ahí seguir resistiendo, seguir oponiéndose a cualquier forma de lenguaje mayoritario, sistema estable o modo de representación consolidado (24). Involucrada con este clima cultural y vinculada a las líneas de pensamiento que siguieron al intenso examen lingüístico del Estructuralismo, la obra de Rafael Spregelburd se asoció en los primeros noventa a lo que se percibía como la aparición de una “nueva dramaturgia”. Pero giró de inmediato hacia los modos de producción más representativos de este último tramo de la historia del teatro argentino: la integración de las labores de escritura, dirección y actuación como procesos estrechamente ligados, e indisociables incluso. Trabajando como “un actor que se escribe las obras en las que le gustaría actuar” (Abraham, “La difícil tarea de no

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UN TEATRO AL ACECHO DE LA COMPLEJIDAD DE LO REAL: RAFAEL SPREGELBURD Y SU POÉTICA EN PROCESO

Luis Emilio Abraham

Esta es una versión abreviada del trabajo publicado en Víctor Gustavo Zonana (dir., ed.) y Hebe Beatriz Molina (coed.) Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950). Buenos Aires: Corregidor, 2007, pp. 283-331. Las partes faltantes del texto se han marcado con el siguiente signo: [...].

[…]

El teatro de Buenos Aires vive desde mediados de los ochenta un proceso de

renovación y multiplicación de poéticas que ha adquirido rápido reconocimiento en el

campo teatral argentino y ha captado buenas dosis de atención en la escena mundial.

Entre las variadas manifestaciones surgidas tras la dictadura militar (1976-1983), la de

Rafael Spregelburd es una de las expresiones más originales y constituye una singular

respuesta a los desafíos que ha planteado al pensamiento la última Modernidad. Ante

las actuales determinaciones históricas, ante “el mercado de los medios, con una

realidad cotizando a la baja” (Cornago 22), ante una realidad social y política que se

convierte en espectáculo, o mejor, un espectáculo social y político que pasa por real,

las tendencias más innovadoras del arte emprenden la resistencia exhibiendo el

mecanismo de los propios lenguajes, volviendo visibles los medios de representación

que los sistemas de poder hacen funcionar de forma transparente, acechando la

presencia de las cosas que suelen quedar ocultas tras los actos de simulación,

haciendo de su oposición un continuo devenir para escapar a cualquier síntesis

totalizante e idea estable de unidad, o para decirlo con Óscar Cornago:

Antes que añadir una representación más a la historia de la cultura, de las representaciones y las imágenes, incluso si se trata de una representación crítica, el arte de hoy parece optar por hacer una representación menos, restar una representación –como diría Deleuze– a la historia de las representaciones, de los sistemas de poder; construir el espacio de un vacío, una práctica de desestabilización para desde ahí seguir resistiendo, seguir oponiéndose a cualquier forma de lenguaje mayoritario, sistema estable o modo de representación consolidado (24).

Involucrada con este clima cultural y vinculada a las líneas de pensamiento que

siguieron al intenso examen lingüístico del Estructuralismo, la obra de Rafael

Spregelburd se asoció en los primeros noventa a lo que se percibía como la aparición

de una “nueva dramaturgia”. Pero giró de inmediato hacia los modos de producción

más representativos de este último tramo de la historia del teatro argentino: la

integración de las labores de escritura, dirección y actuación como procesos

estrechamente ligados, e indisociables incluso. Trabajando como “un actor que se

escribe las obras en las que le gustaría actuar” (Abraham, “La difícil tarea de no

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representar”) –así se define él mismo– y también como un director que compone los

textos con los ojos puestos ya en la escena, Spregelburd ha venido generando una

obra abundante y muy personal1

La producción de Spregelburd se encuentra en pleno “crecimiento” y sigue, por

lo tanto, los principios de una poética que no puede considerarse cerrada sino en

proceso. Pero aun así, y a pesar de la relativa brevedad de su carrera, su obra

describe una trayectoria –una evolución– muy coherente que responde al modelado de

un pensamiento sistemático sobre el hecho teatral, una auténtica constelación de

conceptos y procedimientos, y que configura una verdadera poética en los sentidos

que Gustavo Zonana rescata para el término en la Introducción a este volumen. Se

trata, pues, de “un saber de carácter factivo”, “procedimental”, que supone, sin

embargo, un conocimiento general sobre el teatro, sus posibles modalidades de

producción y sus posibles funciones respecto de los otros dominios de la cultura. Es

un saber de orden teórico, pero construido en estrecha relación con la dimensión

práctica del fenómeno, no solo porque sirve de orientación a la escritura dramática y la

creación escénica, sino también porque surge de las búsquedas y los problemas que

plantean las prácticas concretas. Por esta razón, la poética del creador acoge “un

repertorio de elecciones” entre las variantes constructivas que ofrece el objeto e

, que suma a la práctica del teatro la permanente

indagación teórica y promueve una aguda reflexión sobre el acto mismo de

representar y la “condición escénica” de la cultura.

1 Hago el listado de las piezas dramáticas de Spregelburd que se han representado hasta el momento (octubre de 2006). La fecha corresponde al año de estreno. Cuando no haya indicación del director, ha sido el propio Spregelburd el encargado de la puesta en escena: Cucha de almas (1992, por Eduardo Gondell, Buenos Aires, EMAD); Destino de dos cosas o de tres (1993, por Roberto Villanueva, Buenos Aires, Teatro San Martín); Moratoria (1994, por Vilma Rodríguez, Buenos Aires, ENAD); La tiniebla (1994, por José María Gómez, Buenos Aires, Fac. de Psicología de la UBA); Remanente de invierno (1995, Buenos Aires, Teatro San Martín); Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo (1995, con Andrea Garrote, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); Varios pares de pies sobre piso de mármol (1996, con Gabriela Izcovich y Julia Catalá, Buenos Aires, Centro Cultural Borges); Cuadro de asfixia (1996, por Luis Herrera, Buenos Aires, La Carbonera); Entretanto las grandes urbes (1997, por Vilma Rodríguez, Buenos Aires, Sala Ana Itelman); Raspando la cruz (1997, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); Motín (1997, con Federico Zypce, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); La extravagancia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/2 (1997, por Rubén Szuchmacher, Buenos Aires, Teatro Babilonia); Estado (1998, por Andreas Beck, Londres, Royal Court Theatre); Canciones alegres de niños de la patria (1999, por Enrique Vellio, Río Gallegos, Teatro del Sur); La modestia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/3 (1999, Buenos Aires, Teatro San Martín); Diario de trabajo (1999, con Matías Feldman, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); DKW y Plan canje (2000, Bahía Blanca, Sala Caos); Fractal (2000, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); La inapetencia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/1 (2001, por Gabriella Bußacker, Hamburgo, Deutsches Schauspielhaus); La escala humana (2001, con Javier Daulte y Alejandro Tantanian, Buenos Aires, Teatro Callejón); Satánica (2002, por Paula Susperregui, Madrid, Sala Tis); Un momento argentino (2002, Londres, Old Vic Theatre); La estupidez: Heptalogía de Hieronymus Bosch/4 (2003, Buenos Aires, El Portón de Sánchez); El pánico: Heptalogía de Hieronymus Bosch/5 (2003, Buenos Aires, Teatro del Otro Lado); Bizarra: Una saga argentina (2003, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas).

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implica, en consecuencia, la adopción de una ideología estética y una toma de

posición frente a las condiciones actuales del sistema cultural y las formas artísticas

del pasado.

Para entender la concepción estética que ha guiado su práctica del teatro,

Spregelburd proporciona básicamente dos medios de acceso. Por un lado, sus obras

contienen numerosos recursos que apuntan a mostrar los procedimientos, las leyes y

las teorías subyacentes a su construcción. El cuestionamiento sobre las operaciones

de representación que ejercen los diversos lenguajes –representación lingüística,

visual, teatral– atraviesa la totalidad de los textos dramáticos y los espectáculos, y deja

en ellos las huellas de una poética implícita, una serie de formulaciones teóricas

ficcionalizadas, estetizadas, tratadas con un profundo sentido lúdico y […] siempre con

humor. Son justamente el estatuto ficcional y el carácter lúdico con que aparece la

poética albergada en sus obras lo que justifica la denominación de “poética implícita”.

El hecho de que el discurso metalingüístico, los juegos metateatrales y el uso de

diversos metalenguajes científicos se desplieguen en el interior de la praxis ficcional

dificulta la atribución de esos contenidos teóricos a la instancia productora, en

términos de creencia u opinión de autor. Tanto más cuando se incorporan a la obra a

través de procedimientos paródicos que evitan un posicionamiento axiológico claro

frente a lo parodiado, y a través de una práctica del teatro que intenta la “multiplicación

de sentido” (Spregelburd, “Procedimientos” 114-117) escapando, por ejemplo, a toda

fijación de un sistema de valores estable que garantice la coincidencia interpretativa

entre los espectadores y la unidad de los juicios. De allí que, para Spregelburd, sea no

solo oportuna sino casi necesaria la explicitación de su poética.

Por otro lado, entonces, Spregelburd ha ido desarrollando en paralelo a su

producción teatral una serie de prácticas discursivas que establecen un pacto distinto

con la comunidad de intérpretes y se asimilan institucionalmente como vehículos de la

voz del autor. Desde su primera colección de obras (Teatro incompleto/1), tiene la

costumbre de anexar paratextos, que irán ganando en extensión, complejidad y

riqueza explicativa con el avance de su trayectoria.

[...]

La formulación explícita de los principios de poética se transforma, en estos

casos, en correlato inseparable de la producción artística, ofrece una serie de

“instrucciones de lectura” y conforma un marco instrumental para la recepción de la

obra. De otro modo, la tendencia novedosa correría el riesgo de sufrir la

incomprensión o de verse reducida por los hábitos de interpretación más

institucionalizados en el sistema.

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Hacer funcionar ese vínculo entre teorización y práctica del teatro, jugar el

juego que propone, puede ser una vía eficaz para arribar a los sentidos de una obra

que, entre otras cosas, comienza poniendo en primer plano la arbitrariedad de los

lenguajes –desde los idiomas humanos hasta la convenciones de la propia escena– y

la habilidad de esos sistemas representativos para construir –fingir– realidades. Y

termina por pensar la posibilidad de hacer aparecer en el teatro la complejidad de la

vida, de exhibir la “mera” presencia de las cosas al menos por un instante, de mostrar

esa pura realidad que suele estar cubierta por los modelos explicativos del mundo, las

simplificaciones del pensamiento y, en definitiva, los usos de la representación.

1. Una poética de reunión de roles Hay dos cuestiones dentro de la reflexión teórica de Rafael Spregelburd que

ejemplifican con mucha claridad esa función que se ha adelantado arriba para su

poética: la de proporcionar un marco de pensamiento y un repertorio de operaciones

de interpretación que orienten el acceso al sentido de su obra y eviten su reducción a

temas y problemas heredados de momentos anteriores, pero dotados aún de mucha

visibilidad en el sistema. Se trata de dos cuestiones que ingresan en la poética

explícita del autor no tanto por iniciativa personal sino más bien por interpelación del

medio, y que pueden reconstruirse, sobre todo, a partir de su participación en mesas

redondas, coloquios y entrevistas. Una de ellas, cuyo tratamiento profundo no cabe en

este trabajo, tiene que ver con la categoría de “absurdo” y trae a la memoria la

polémica entre realistas y absurdistas que ocupara un lugar de importancia en el

campo teatral argentino durante los años sesenta (Pellettieri, Una historia interrumpida

100-109 y “La polémica entre absurdistas y realistas”). Lo único que interesa destacar

aquí, en todo caso, es que cuando se le pregunta sobre el tema (Bardauil 66; “Un

cuestionario...” 18), Spregelburd intenta cerrar rápidamente el asunto explicando que

la oposición realismo vs. absurdo resulta improductiva para el presente teatral de

nuestro país y evitando que se actualicen aquellas categorías a propósito de su obra.

La otra cuestión se vincula con la querella, de orden global en el ámbito del teatro,

entre los distintos agentes creadores que intervienen en el fenómeno teatral y entre

diversas formas de concebir los procesos de producción.

[...]

En el reino de la escritura, la puesta en escena no es más que la simple

ilustración de un texto, de una historia y de unos personajes eternos que preexisten a

la representación. Un teatro de la actuación, en cambio, no reniega de la calidad

efímera del acontecer escénico, pone en primer plano la materia de la que está hecho

–el cuerpo presente del actor– y trabaja por una memoria viva, que acepta la

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inminencia del olvido y la desaparición. La distancia entre un teatro concebido como

representación del texto escrito y una práctica teatral centrada en la actuación es,

como diría García Barrientos, el mismo trecho que va de “lo fosilizado a lo vivo”:

Lo peculiar de la escritura es, pues, que fija, espacializa, es decir, objetiva: produce

algo independiente de quien lo produce y capaz de trascenderlo en el espacio y en el tiempo. (...) En el polo opuesto, como siendo lo contrario de una escritura, aparecen, encabezados por el teatro, espectáculos como el circo, los toros o el concierto. En todos ellos es imposible separar la obra de arte del artista. Son artes que mueren como el hombre y con el hombre que las crea o las sustenta. Son las artes o espectáculos humanos por excelencia, que acompañan al hombre en su más íntima dimensión, la temporalidad abocada a la muerte.

(...) Las escrituras, por el contrario, nacen precisamente como intentos de superar ese destino mortal, pero de superarlo en la materia carente de vida. Todas las escrituras se fijan en materiales inertes. La materia del teatro, en cambio, es el hombre vivo (29).

En los días que corren, al menos en la Argentina, se intuyen los signos de una

síntesis particular. Que el teatro es un acontecimiento escénico parece un hecho fuera

de discusión, y se propagan los “escritores” que ponen en escena sus obras, los

actores que colaboran en la escritura, los directores que acceden finalmente a publicar

su texto luego de la representación. Entre los dramaturgos que emergieron en el

campo teatral a fines de los ochenta y durante los noventa, varios de los que han

obtenido mayor reconocimiento habían asumido desde el inicio la tarea de dirigir sus

piezas o han terminado por hacerlo sistemáticamente. […]

Este panorama de síntesis ha tenido sus repercusiones en el discurso

académico. Una muestra de ello es la adopción generalizada del término “teatrista”

para referirse al creador que “suma en su actividad el manejo de todos o casi todos los

oficios del arte del espectáculo” (Dubatti, “Dramaturgia(s)...” 101). Por otro lado, el

concepto de “dramaturgia” se ha diversificado para albergar a todo tipo de escritura

(de autor, director, actor o grupo) que genere o que sea el resultado de una puesta en

escena y que haya sido atravesada en algún momento del proceso por las “matrices

constitutivas de la teatralidad” (101-103).

Entrando en el terreno de las hipótesis, esta manera más flexible de concebir la

dramaturgia podría ocasionar también ciertas transformaciones en la práctica de su

lectura. Podría modificar los esquemas cognitivos –las representaciones sobre el

estatuto y el uso del texto dramático– que fueron construidos por un modelo literario

del teatro: la idea de un texto único, generalmente anterior al hecho escénico y capaz

de motivar múltiples espectáculos que se consideran derivados de él. Incluso en el

caso de la dramaturgia de autor, cuando el libro aparece como el resultado de un

espectáculo, el texto podría no ser solo una manifestación literaria digna de lectura,

sino también un registro –como bautiza Federico León su volumen de obras– de lo que

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fue el espectáculo. Y, más importante aún, el texto funcionaría en estos casos como

un dispositivo capaz de activar en la memoria del lector las emociones que tuvieron

lugar durante la experiencia única de asistir al teatro.

Pero no se trata tan solo de ponderar la distancia entre las producciones de

estos dramaturgos-directores-actores y los monumentos de aquel “viejo” teatro

literario. Hace falta además medir el efecto de estas “nuevas” ondas sobre la superficie

más o menos estable que las precede –el triunfo de una idea del teatro con eje en la

escena– y en relación con las turbulentas expresiones de resistencia al texto que

procuraron imponerla. En la Argentina, esta puja por conseguir un teatro de la

actuación se hizo muy evidente luego de la dictadura, cuando proliferaron ciertas

agrupaciones de actores que se autogestionaban y hacían sus espectáculos en

espacios “marginales” como el Parakultural o el Centro Cultural Ricardo Rojas. Entre

estos grupos se encontraban Las Gambas al Ajilllo, Los Melli, La Banda de la Risa, El

Clú del Claun, Los Macocos, El Periférico de Objetos, y entre sus miembros podían

contarse María José Gabin, Walter “Batato” Barea, Alejandro Urdapilleta, Humberto

Tortonese y muchos otros.

Cada grupo perseguía una estética singular, de modo que no puede hablarse

del surgimiento de un paradigma ni de una poética de generación o de escuela. Por el

contrario, el denominador común de este fenómeno, y del teatro porteño de la

postdictadura en general, estaría dado más bien por la idea misma de “multiplicidad” y

por su defensa (Dubatti, “Territorio de ebullición...” 8-16). Aun así, como destacan

Fernández Frade y Martín Rodríguez, pueden hallarse una serie de rasgos

compartidos y varias coincidencias en términos de ideología estética, que implican,

incluso, un gesto polémico respecto de prácticas teatrales anteriores.

En general, los actores mantenían “relaciones laxas” y evitaban cualquier tipo

de pauta fija que regulara el funcionamiento del grupo (Fernández Frade y Rodríguez

457). Tenían una actitud beligerante en relación con la figura del autor y también con

el director, al que entendían ahora como encarnación de la autoridad y como un

agente al servicio del texto, cuyo sentido intentaría resguardar “a fuerza de erudición y

de paciencia” (461). Pusieron en práctica una serie de poéticas de la actuación muy

diversas, pero que concordaban en cuestionar el “‘método’ stanislavskiano-

strasberiano” (460) y las técnicas de la identificación emotiva. Se trataba, pues, de

desplazar los ideales de la representación –la desaparición del actor en pos de la

psicología de un personaje– para poner en primer plano el talante personal del actor y

el “contagio” de “energías” provocado por su presencia en escena.

El pensamiento de Ricardo Bartís se ha movido en una órbita bastante cercana

al de estas agrupaciones, con alguna salvedad, claro está, en lo que se refiere a su

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labor como director de actores. Pero su inclusión en este contexto resulta pertinente

porque establece un nexo directo con la figura de Spregelburd, quien en los primeros

noventa empezaba a ser distinguido en su rol de dramaturgo a la vez que se formaba

como actor en el estudio de Bartís. Más allá de ciertas continuidades que pueden

observarse entre el pensamiento de uno y otro, lo significativo aquí es la discrepancia

que provocó entre ambos esa inclinación de Spregelburd a la escritura en un momento

en que –según relata él mismo– “Bartís se encontraba en esa época rabiosa contra el

texto: el texto era el enemigo” (Abraham, “La difícil tarea de no representar”). Al igual

que en el caso de los grupos nucleados alrededor del Parakultural y otras salas

marginales, los modos de producción que promovía Bartís no constituían tanto una

ideología de la reunión de roles. Persiguían más bien el agigantamiento del actor, un

teatro impregnado de actuación, combatiendo, como paso necesario, la figura del

autor. Así pues, el eje del pensamiento que hacía de soporte a estas manifestaciones

de los ochenta no consistía en asumir la condición escénica del teatro, sino en el acto

mismo del énfasis en ella. Lo fundamental aquí era la insistencia, pues la insistencia

provenía de saber que la idea de un teatro de la actuación se abría camino entre

posibles amenazas.

Junto a muchos de los teatristas que emergieron en el campo teatral de

Buenos Aires a partir de los noventa, Rafael Spregelburd se considera a sí mismo un

“heredero” del teatro que se vio en espacios como el Parakultural (Durán 22; Pacheco,

“Tres autores para una sola obra”), entiende que un teatro atravesado de actuación es

el terreno natural en el que se mueve su obra y, cuando se le consulta su opinión

acerca de aquellas polémicas, evita sistemáticamente que se reduzca su posición a

alternativas del pasado y desplaza la disputa como un conflicto que no tiene que ver

con su generación, porque “las cosas están mucho más mezcladas”: “creo que ahora

se ha socializado un poco la producción de sentido. No hay un texto que preexista a la

puesta” (AAVV, “Los autores entre el acuerdo y la polémica” 69-70). A partir de este

modo de proceder, los textos avivan en la memoria algo de la mudable vitalidad de la

puesta en escena y el espectáculo pierde un poco el temor a las calcificaciones del

papel. Se diría que una vez ganada la “batalla” contra el teatro literario y afirmada la

autonomía de la escena en el campo de las artes, ha sido la “gente de teatro” la que

ha tomado la posta de la escritura dramática y, dotada de una nueva seguridad, ha

vuelto a legar sus creaciones –también, pero no primordialmente– a la literatura.

Hay dos malentendidos posibles que quisiera sortear. Lo primero es que en

esta interpretación del desarrollo de los modos de producción teatral no interviene

ningún juicio en términos de valor estético. Es decir, no debería entenderse que la

concepción de los actores-directores-dramaturgos, o lo que se ha venido llamando

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como poética de reunión de roles, implique una superación de las prácticas tendentes

a afirmar el oficio del actor. La relación entre ambos modos de encarar los procesos de

creación sería más bien de presuposición lógica. Las poéticas que pugnaban por

imponer un teatro de la actuación consiguieron y siguen consiguiendo resultados

admirables, entre los que se encuentra la propagación de una escritura dramática más

apegada a la dimensión actoral.

La segunda aclaración está vinculada al problema de lo nuevo. La integración

de los diferentes saberes que atraviesan el modo de producción teatral no constituye

una novedad en términos absolutos. Lo nuevo es en todo caso la intensidad con que

ha venido dándose en los últimos tiempos, hasta el punto de que Spregelburd

reconoce en este aspecto uno de los pocos rasgos compartidos por los diversos

creadores de las nuevas generaciones (Colina 117). Lo considera además algo que se

ha asimilado con tanta naturalidad en este último tramo del teatro argentino que,

cuando se lo invita a dar la conferencia “La función conjunta de autor y director” (1) en

el Festival Internacional de Teatro Mercosur (2000), decide “liquidar rápidamente” ese

asunto que todos entienden perfectamente para pasar a hablar de otra cosa.

La reunión de labores se observa ya muy temprano en la trayectoria de

Spregelburd con la dirección de Remanente de invierno (1995), e irá acrecentándose a

lo largo de su carrera. En este sentido, se destacan su trabajo de dramaturgia a partir

de improvisaciones de los actores en DKW, Plan canje y El pánico, y su desempeño

como coordinador de la dramaturgia de grupo en Fractal. Pero también en su trabajo

de escritura en solitario quedan huellas importantes de la poética del director e incluso

del actor. Desde la publicación de Remanente de invierno, adoptará la costumbre de

editar el texto en su versión escénica, es decir, el texto transformado ya por el proceso

de ensayo (Teatro incompleto/1 113). Esto aumenta las evidencias de un dramaturgo

que escribe con mirada de director y, como explica en la “Nota del autor...” que abre

La estupidez, inventa sus escenas teniendo en cuenta los talentos y los rasgos

personales de los actores que trabajarán con él:

Se me hace obvio que no habría Susan Price, ni la Desbordada Historia de sus Muebles, si no fuera por Andrea Garrote. Basta verla a ella interpretar la escena 11 (que –según su propia confesión– memorizó en estado de fiebre luego de ser picada por un agua viva en malograda vacación) para comprender por qué el episodio es estricta y cabalmente necesario. Ni podría existir el enigmático John (su insensata y luminosa malicia me ha quitado el sueño), o el abominable Mr. Brancoft, sin Héctor Díaz, que cuando ensaya no pregunta casi nada y se arroja al vacío a ver qué encuentra en él. Ni sería posible concebir el extravío intermitente de Jane –análoga a la física de la incertidumbre– sin conocer a la genial Mónica Raiola, capaz de mantener cinco conversaciones a la vez y suponer que es sólo una (como ocurre en esta obra, por otra parte). Y si la obra se atrevió a incluir a Finnegan, el del sempiterno malhumor, héroe solitario y obligado de este western molecular, fue sólo porque siempre estuvo en mi cabeza el potencial de matices que el enjuto Alberto Suárez habría de darle (...).

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Estos personajes le deben casi todo a esas personas, que se disfrazan contra reloj para perder el rumbo y hacer lo que mejor hacen: ser absolutamente personales siendo otra cosa (10-11).

[...]

2. Primacía del procedimiento “Procedimientos” es unos de los paratextos más sustanciosos de Spregelburd y

uno de los más reveladores de su poética. El título del ensayo parece estar hecho para

confirmar, como por casualidad, algo que se ha adelantado en este trabajo: la

orientación procedimental que suele tomar el discurso de un autor cuando este formula

teóricamente los principios que rigen su creación. Pero, en el caso de Spregelburd, la

cuestión del procedimiento excede esta dimensión técnica, táctica o estratégica que

caracteriza a los textos de poética explícita y se proyecta también sobre la obra

creativa misma. En otras palabras, lo procedimental no constituye únicamente un

rasgo de su poética en tanto teorización de los mecanismos y de los procesos que

irrigan su práctica artística, sino que cobra un valor añadido al transformarse en un

factor determinante de la manera en que trabajan sus piezas para producir sentido.

Spregelburd encuentra en este modo de funcionamiento otra posible descripción del

teatro porteño actual, en el que, contrariamente a épocas anteriores, se habla más de

procedimientos que de temas o mensajes (“Un cuestionario...” 17; “¿Qué es la

realidad?” 5).

El contraste que establece Spregelburd entre esos momentos del teatro de

Buenos Aires permite una primera aproximación a la noción de procedimiento. Si

enfocarse en lo procedimental supone un cierto aplazamiento de los contenidos, la

naturaleza del procedimiento se decide entonces en un terreno bastante cercano al de

las formas, y una concepción tal del teatro entronca con la líneas más prototípicas del

pensamiento estético de la Modernidad. […]

En unos ensayos que resultan muy sugerentes acerca de las condiciones

actuales del sistema teatral porteño, Javier Daulte otorga un papel determinante al

procedimiento y lo define en relación con una autonomía del teatro que asume

plenamente y con felicidad. “El compromiso en teatro es con la regla del juego y con

ninguna otra cosa” (“Contra el teatro de tesis...” 15) –dice Daulte rebatiendo toda

acusación de descompromiso que pudieran recibir obras tan lúdicas como la suya o la

de Spregelburd– y es en la regla del juego donde se halla el procedimiento. El

procedimiento es el mecanismo interior que dispone los materiales de la obra y

configura con ellos un determinado modelo. De allí que Daulte lo defina recurriendo a

la inmanencia matemática y se aproxime, por eso, a la idea de autonomía de la forma:

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La Matemática elabora sistemas de relaciones, las explora y tienta sus límites. A la Matemática no le importa si trabaja con números y letras o Clovs y Hams, es decir que es indiferente a los contenidos. Al sistema de relaciones matemático que puede deducirse de un material lo llamaré Procedimiento. Este es un tercer axioma.

El Procedimiento (concepto que sigue la línea del de juego) es arbitrario tal como son arbitrarias las reglas de todo juego (“Juego y compromiso” 15-16).

Pero la primacía del procedimiento no se agota en esa supuesta

“sobrevaloración” de lo formal de que se ha acusado tantas veces a las prácticas

artísticas del siglo XX y que ha provocado intensos debates entre distintas posiciones

teóricas sobre el arte moderno y la cuestión del compromiso político (Adorno, “Lukács

y el equívoco del realismo”). El mismo Spregelburd aclara, en este sentido, que “el

asunto del ‘procedimiento’ está ligado casi exclusivamente al problema de la creación

de formas”, pero advierte de inmediato que “la lucha por la forma encierra una meta

mucho más atractiva: el descubrimiento del contenido” (“Procedimientos” 112). Es

decir, no se trata tan solo de la preponderancia de la forma en detrimento del

contenido, sino de una redistribución del vínculo entre ambos y de una transformación

en las operaciones que producen el sentido. Eso es lo que permite a Daulte, por

ejemplo, comprometerse con la seriedad del juego precisamente porque a veces

parece abundar el más superficial descompromiso, y levantar un reclamo ético desde

el ejercicio de lo puramente estético.

Así pues, la forma no se presenta ya como el sostén o el habitáculo de un

contenido previo a ella al que parece servir y del que parece depender. Ni el contenido

se manifiesta ya como un significado albergado en una forma, sino que surge más

bien como sentido subyacente, desplegado indirecta o negativamente por los

procedimientos estéticos. Las prácticas de artistas como Beckett, y las teorías afines

de pensadores como Adorno (Teoría estética) o Peter Bürger, por ejemplo, han

mostrado desde hace tiempo la dialéctica singular que soporta estos procesos de

significación. En ellos, el sentido no es un contenido dado ya desde el inicio sino un

dato a descubrir, una afirmación a desenterrar de entre la organización de la forma, los

modos de expresión, la técnica aplicada sobre los medios materiales de la

representación o los recorridos del acto mismo de la producción artística. La poética

de Spregelburd se mueve en esta corriente de pensamiento en que el sentido proviene

de los procedimientos constructivos y del funcionamiento de las obras en la autonomía

del dominio estético: Forma y contenido, como ya ha demostrado Beckett, son indisolubles. Según Pompeyo Audivert, lo formal no es un envoltorio natural y puro, fruto del contenido que va dentro de él y destinado a embellecerlo para que su consumo sea más navideño, más apetecible. Lo formal es en cambio el lugar artificial donde se decide la cuestión más política del arte: las formas de producción y su posibilidad de ser verdaderamente revolucionarias (Hernández, “Entrevista a Rafael Spregelburd” 27).

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3. El procedimiento de la multiplicación de sentido Entre los principios que menciona Spregelburd como motores de su creación,

el “procedimiento de la multiplicación de sentido” (“Procedimientos” 114-117; “La

función conjunta de autor y director” 2-10) resulta fundamental a la hora de

comprender qué alcance particular confiere a las nociones de sentido y de forma, y

cuál es el producto de su interacción. Sentar las condiciones adecuadas para el

aumento del sentido más que para la comunicación de un determinado mensaje es

uno de los objetivos primordiales que Spregelburd se propone con sus obras, y una

meta que, en su opinión, se impone al arte de modo casi natural en momentos

históricos como el actual, a los que llama, siguiendo a Luis Felipe Noé, épocas de

“orden abierto”. A diferencia de los “órdenes cerrados”, donde existen leyes

universales que garantizan el acuerdo de los individuos en los diversos sectores de la

vida cultural y que aseguran su adhesión a una cosmovisión general, en los “órdenes

abiertos” proliferan las “cosmovisiones” individuales y no hay acuerdo de ningún tipo,

mucho menos en el terreno de lo estético (“La función conjunta de autor y director” 2-

3). Por eso Spregelburd evita sistemáticamente dejar en sus obras las huellas de un

contenido fijado a priori que el espectador pueda entender, como en casi todo acto

comunicativo, sobre la base de lo que ya sabe (4-6), y se propone frenar la máquina

de la comunicación a través de una serie de estrategias que surgen de una aguda

reflexión sobre las condiciones de funcionamiento de los lenguajes.

Desde un punto de vista lógico, el primer enunciado de esa reflexión consiste

en predicar el carácter artificial del lenguaje y su arbitrariedad. Las piezas de

Spregelburd muestran el vacío que se abre entre la realidad y el lenguaje poniendo al

descubierto las convenciones de la representación teatral, jugando a desvelar a veces

las reglas y códigos autónomos que rigen el mundo sobre escena o enquistando la

cuestión metalingüística en el interior de la situación dramática. A esto último apunta,

por ejemplo, la aparición de María Axila en La extravagancia, personaje del que no

vemos más que una enorme boca que ocupa toda la pantalla del televisor y pronuncia

ampulosamente teorías dudosas sobre alguna secreta motivación que podría ligar “las

palabras y las cosas”. El descubrimiento de lo arbitrario es uno de los tantos episodios

de la historia personal que conforman lo que suele llamarse “pérdida de la ingenuidad”,

y en ese trance encontramos a la iletrada Velita, una de las protagonistas de Bizarra,

mientras su amigo Washington le enseña a leer y escribir:

WASHINGTON: Vizzolini es con la V de Velita, ¿ves? La V corta. VELITA: (Triste.) ¿Velita es con V corta? ¿Por qué, qué significa? WASHINGTON:

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No significa nada. Es con V corta y punto. VELITA: ¿Cómo no va a significar nada? ¿Entonces para qué hay dos Bes? ¿Y por qué a mí me tocó la más corta? ¿Wilma con qué B va? WILMA: Con doble ve. VELITA: ¿Qué, son tres? ¡No voy a poder, no voy a terminar nunca! “Sebastián” con qué B se escribe. ¿O con qué C? (Bizarra: Una saga argentina. Cap. 2: “Tras los helechos” 32-33)

La misión que Spregelburd concibe para al arte es precisamente exhibir de vez

en cuando la condición artificial y el mecanismo de arbitrariedad que el lenguaje

disimula con el fin de cumplir sus funciones. El lenguaje es un “cuerpo de leyes

arbitrarias”, pero para llevar a cabo la comunicación, para hablar de algo exterior a sí

mismo, debe ser olvidado en tanto cuerpo y presentarse como “algo redondamente

sensato y autoevidente”: “La primera ley de subsistencia del lenguaje es su

desaparición del ámbito de lo visible” (“Procedimientos” 114).

Por otro lado, el lenguaje desempeña una función constructora del mundo y en

este sentido es que Spregelburd retoma el concepto de forma, muy al estilo de la

lingüística moderna (Hjelmslev). La función formalizadora del lenguaje, o función

modelizadora según Lotman (43 y ss.), atañe al modelado que realiza el lenguaje –o

los lenguajes– sobre su universo de referencia. A la vez que nombra al mundo, el

lenguaje lo dota de una forma. Mejor dicho, solo por el hecho de modelizarlo, de

imprimir una forma sobre el mundo, es que el lenguaje puede nombrarlo. Y otra vez en

este caso el lenguaje desempeña su función a costa de ocultarse, a condición de

hacerse invisible en tanto cuerpo reglado para que pueda percibirse la forma, no como

construcción, sino directamente como si fuera el mundo: “Lo sorprende es que una vez

que nos hacemos de un lenguaje ya no nos importa distinguir lo existente de lo que

habla sobre lo existente, lo real de lo metalingüístico. Porque toda la experiencia

primitiva de asociar un significante a un significado queda reemplazada por la

repetición automática y memorística” (“Procedimientos” 115).

Pero hacer efectiva esta función formalizadora no requiere únicamente olvidar

el lenguaje. Es necesario también aplazar lo que queda al margen del lenguaje, tapar

el “vacío (...) de lo desconocido, (...) de las experiencias para las que el hombre no

conoce palabra en ninguna lengua” (115-116). Para que las formas ocupen el lugar del

mundo, debe esfumarse de nuestro campo atencional todo lo informe, eso a lo que

Spregelburd denomina “sentido”.

Siguiendo de cerca a Eduardo Del Estal, Spregelburd examina esa relación

entre forma y sentido a partir de una teoría de la percepción visual (“Procedimientos”

116; “La función conjunta de autor y director” 6-9). El acto perceptivo es posible porque

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percibimos figura sobre fondo. La figura se reconoce, por un lado, cuando el sujeto

identifica en ella una imagen que ya posee, una forma que ya ha aprendido. Si alguien

dibuja un cuadrado imperfecto sobre un pizarrón y le pregunta a otro qué ve, este dirá

“un cuadrado” porque percibe lo más parecido a lo que ya sabe. Por otro lado, las

formas resultan perceptibles cuando se aíslan de un fondo que pasa inadvertido. Es

decir, para responder “un cuadrado” el sujeto deja de percibir el pizarrón. La

percepción de las formas supone entonces procesos de simplificación. Tendemos a

asociar las figuras a formas que nos son familiares y las separamos del fondo informe

que les hace de sostén: “lo informe es siempre el soporte material de la forma” (“La

función conjunta de autor y director” 7).

Ahora bien, la idea de Del Estal es que el pensamiento sigue un camino

análogo al de la percepción: no solo vemos figura sobre fondo sino que pensamos

“figura sobre fondo”. En el dominio del pensamiento y del lenguaje, a la forma le

corresponden los conceptos de significado y orden. Al fondo, las nociones de sentido y

caos: Aquí Del Estal propone esta grácil trampa poética y vuelve a ponerles nombres a estos conceptos: asocia la forma, lo conocido, el concepto, la figura, a un mismo término: el significado. Y asocia lo informe, lo desconocido, lo impensable, el fondo, al concepto de sentido. Veo figura sobre fondo, lo que es decir entiendo significado sobre sentido. Entonces pido atención, porque ahora cuando hablemos de sentido vamos a decir “el sentido es el soporte ininteligible sobre el cual se recortan los significados”. Cuando vemos algo que nos desorienta solemos decir: “ah, esto no tiene ningún sentido”. En realidad, deberíamos decir: “no tiene ningún significado”. No “quiere decir” algo, no es un signo de otra cosa. No tener sentido es imposible, quiero decir, justamente, cuando algo es incomprensible, misterioso, es porque está lleno de sentido (“La función conjunta de autor y director” 7).

Forma y fondo, significado y sentido, se organizan así en lo que Del Estal llama

la “maquinaria de la significación” y operan mediante una dialéctica compleja, una

dialéctica sin síntesis. Por una cuestión lógica, fondo y forma no pueden coexistir en

un primer plano de atención. Si la mirada descarta la figura para dirigirse al fondo, este

pasa a ocupar el lugar de una nueva forma y reclama la constitución de un nuevo

fondo ininteligible sobre el cual recortar lo visible (8). La relación entre significado y

sentido se articula entonces en una dialéctica sin instancia superadora que recuerda

mucho a la “negatividad” adorniana, una dialéctica en que el momento de negación se

convierte en el paso decisivo. Por eso bien podrían valer las palabras que Adorno

dedica al arte moderno para explicar de otra manera esa maquinaria de la

significación, pero adaptando un poco los términos y entendiendo “significado” donde

Adorno dice “sentido”:

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Hoy el arte es capaz, por su negación consecuente del sentido, de conceder lo suyo a esos postulados que formaron en otro tiempo el sentido de las obras. Las obras carentes de sentido o alejadas de él, pero que tienen supremo nivel formal, son algo más que puro sinsentido porque su contenido ha brotado en esta negación del sentido. La obra que niega el sentido de manera consecuente queda obligada por esa consecuencia a mostrar el mismo espesor y unidad que antes hacía presente el sentido mismo (Adorno, Teoría estética 204).

Ese espesor indefinible donde se mezclan, en potencia, todos los

significados es justamente el sentido, y la misión que Spregelburd quiere para

el teatro consiste en sugerirlo. Para insinuar el sentido, el artista trabaja con

formas, que es lo único que puede asirse y lo único que puede prestarse a la

mirada del público. Pero el arte manipula formas, construye lenguajes, propone

significados, para señalar de alguna manera el sentido: “El arte recrea las

operaciones lingüísticas para recordarnos que en ese vacío están las

respuestas que motorizan nuestro deseo” (“Procedimientos” 116). En esta

persecución del sentido deviene fundamental la idea de borde: “(...) intentamos,

a partir de estas formas, mostrar la existencia de ese borde donde el orden

puede volver a desmoronarse en vacío y caos” (“La función conjunta de autor y

director” 8). Siguiendo a Del Estal una vez más, Spregelburd explica que lo

verdaderamente interesante no son ni las formas ni el fondo, sino el “borde de

las formas”, su “lugar de conversión”, su “transacción con la otredad”: Percibimos el cuadrado por los lugares en que sucumbe. Su superficie no me interesa. Ya la sé. Me interesa su borde, el sitio en el que su “ser cuadrado” linda con el caos de fondo. De igual manera, pensamos ideas abstractas y conceptos a partir de su negación. La libertad, la ley, la fidelidad... ideas, conceptos, son todas cosas que podemos pensar sólo porque despiertan en nosotros el abismo de su ausencia y su contrario (“La función conjunta de autor y director” 8-9).

El plan general de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, de la que Spregelburd

ha estrenado y publicado cinco partes hasta la fecha, proporciona quizás el mejor

ejemplo de la puesta en obra de este procedimiento. Las piezas son independientes

en cuanto a fábula y personajes, pero es muy significativo el tipo de lazo que las

vincula. Todas las obras gravitan alrededor de una pintura que hace de motivación

inicial: la Tabla de los pecados capitales de El Bosco, que se exhibe en el Museo del

Prado. De este modo, la confección de la Heptalogía describe una trayectoria paralela

al pensamiento de Spregelburd sobre los procesos artísticos de significación. Así

como la relación entre significado y sentido surge de transponer al terreno del lenguaje

una teoría de la percepción visual, la producción de la Heptalogía supone “traducir” al

teatro los modos de funcionamiento de una obra plástica.

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Hieronymus Bosch (El Bosco). Tabla de los pecados capitales

Óleo sobre tabla, 120 x 150 cm Madrid, Museo del Prado

Respondiendo a ciertos hábitos de su tiempo, El Bosco pensó este cuadro no

para ser colocado sobre una pared, sino para ser exhibido como una mesa. La tabla

constituye un rectángulo en el que cinco círculos simétricamente ubicados muestran

diversas escenas simbólicas, independientes y cerradas sobre sí mismas como cada

una de las obras de la Heptalogía. Cuatro de esos círculos se disponen sobre los

ángulos y contienen representaciones del destino humano típicas del imaginario

medieval: la muerte (superior izquierdo), el juicio (inferior derecho), el paraíso (superior

derecho) y el infierno (inferior izquierdo). El círculo central, de una dimensión mucho

mayor, representa el ojo divino que vigila a la raza humana. Justo en el medio de este

círculo central se yergue Cristo resucitado mostrando sus heridas al espectador. Por

último, la franja exterior del ojo de Dios se divide en las siete escenas de los pecados,

abundantes en iconografía de la época y elaboradas a partir de situaciones cotidianas.

Hay una característica en la composición del cuadro que Spregelburd destaca

especialmente y que resulta fundamental para comprender cuál es su modo de operar

con los aspectos de la obra que quiere transponer al teatro. La mirada es incapaz de

abarcar la tabla. El espectador está obligado a asumir una posición activa, elegir un

punto al azar, ir recorriendo el cuadro, dar una vuelta alrededor de la mesa si quiere

apreciar las escenas de los pecados. En la “Nota del autor...” que precede la edición

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de la Heptalogía de Hieronymus Bosch I, Spregelburd compara este efecto sobre el

espectador con el que se da en el Jardín de las delicias, donde la acumulación de

detalles es tanta que hay un “atentado del fondo contra la figura” y “uno no puede

decidir dónde posar los ojos porque teme que lo mejor ocurre siempre en otra parte del

cuadro” (5). Es este tipo de aspectos lo que a Spregelburd le interesa trasladar al

teatro y no, como podría pensarse, llevar al diseño visual de la escena algún atributo

de la imagen de El Bosco. Es decir, la “traducción” se emprende sobre todo en el

territorio de lo procedimental, e implica vertir la posición activa del espectador del

cuadro a los medios de representación teatral y transformar el atentado de fondo

contra figura en revulsión del sentido contra el significado.

En La estupidez y El pánico, por ejemplo, abundan las acciones simultáneas y

diálogos diversos ocurren a la vez en distintos sectores del escenario. El espectador

es quien debe elegir su foco de atención, pero nunca dejará de sentir la presencia del

acontecer que ha dejado al margen, y el espesor incierto de ese fondo genera un

aumento considerable del sentido.

La estructura de La modestia, por otra parte, responde en su totalidad a un

procedimiento que prevé sumir al espectador en esa dialéctica sin síntesis entre

significado y sentido. De un modo bastante parecido a “Todos los fuegos el fuego”, la

obra se organiza alrededor de una decisión absolutamente arbitraria: que las historias

sean dos y no una sola. Una de ellas se desarrolla a principios del siglo XX en alguna

ciudad de Trieste. La otra contiene claras referencias a la Buenos Aires de nuestros

días. Ambas alternan a la manera de un zapping (Colina 115): la aparición de una

oculta sucesos de la otra, o es la forma visible sobre un fondo que permanece latente.

Se insinúa a veces un vínculo que no se concreta más que en el plano de lo

puramente escénico –son los mismos actores los que cambian de roles– o en un

estrato misterioso que tiene que ver con el “presentimiento” (Colina 116). No hay

confluencia diegética ni clara coincidencia temática ni –como en el cuento de

Cortázar– la duplicación del mismo de tipo de suceso. Las dos historias se mantienen

autónomas y desafían el principio de unidad: por más esfuerzos que haga la razón, es

imposible reducirlas a una unidad de significado. Pero una hace de fondo de la otra y

establece con ella un incierto contacto en el plano del sentido. El mismo Spregelburd

ha explicado que en La modestia se propuso hacer funcionar el principio de

incertidumbre de Schrödinger, la paradoja del gato que es y no es al mismo tiempo,

que está vivo y muerto a la vez (Abraham, “La difícil tarea de no representar”). De

modo que no hay unidad de significado, pero alguna unidad se presume por

momentos en el nivel del sentido, y este crece y se multiplica hasta admitir la

contradicción.

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Otros aspectos del trabajo de Spregelburd sobre la obra de El Bosco se

encuentran mediados por un ensayo crítico de Eduardo Del Estal (“‘La tabla de los

pecados’, del Bosco”). Del Estal analiza la tabla del pintor flamenco como si se tratara

de una “cartografía”, parte de relaciones estrictamente formales, descubre una

geometría secreta en la obra y lee su sentido. Los radios de los cuatro círculos

angulares confluyen en el centro del cuadro, pero las prolongaciones de las líneas que

separan los pecados son todas excéntricas. De esta configuración puramente formal

extrae Del Estal uno de los enuciados que conforman la significación de la obra. El

rigor geométrico tiene su trasunto en el rigor moral: “el camino recto constituye la LEY.

La desviación, el PECADO” (16). La excentricidad de las líneas de los pecados es lo

que hace patente la tensión de los radios hacia el centro del cuadro: “Es la desviación

del pecado lo que revela la LEY” (16). “Es preciso que haya transgresión para que

haya límite, y el límite, en la medida que es infranqueable, crea el deseo” (18).

Ahora bien, Spregelburd refiere esa complejidad semántica del cuadro a su

contexto de origen: la crisis del orden cerrado de la Edad Media y el intento de

preservarlo. Pero su Heptalogía no tiende a reponer ese contexto de producción. Se

pregunta, en cambio, por las posibilidades de la ley y la desviación en el orden abierto

de su propia época: “¿Dónde está la desviación cuando ya no hay centro? ¿Es posible

la transgresión cuando no hay ley fundante?” (“Nota del autor...” a la Heptalogía de

Hieronymus Bosch I 7).

La Heptalogía retoma de la tabla de El Bosco únicamente la franja de los siete

pecados. Ni los círculos laterales ni el centro que marca la autoridad de la ley tienen

su correlato en alguna de las piezas de la serie, y esta disolución de la regla hace

ambigua también la entidad de cada pecado: “No en vano los siete pecados capitales

(soberbia, avaricia, ira, lujuria, envidia, pereza y gula) han mutado en esta Heptalogía

hacia otros órdenes morales, hacia una delirante ‘cartografía’ de la moral, donde la

búsqueda del centro constituye el motor de toda inquisición desesperada sobre el

devenir” (“Nota del autor...” a la Heptalogía de Hieronymus Bosch I 7). Por eso las

obras llevan el nombre de un atributo muy característico, y muy visible, de nuestro

tiempo. Pero, bajo la superficie de cada uno de esos significados, se sugiere la

presencia indefinible de los pecados, que hacen las veces de fondo: La inapetencia

insinúa el borde de la lujuria, La extravagancia el de la envidia, La modestia el de la

soberbia, La estupidez el de la avaricia y El pánico el de la pereza.

El hecho de que la “traducción” de Spregelburd se concentre

fundamentalmente en la franja de los pecados se vuelve muy revelador si volvemos

una vez más a lo que dice Eduardo Del Estal. En la composición del cuadro predomina

el estatismo, y esa “desactivación del tiempo instaura a la imágenes como

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actualidades constantes, como presencias deshabitadas de toda historia” (“‘La tabla de

los pecados’, del Bosco” 14). Solo hay dinamismo en la franja de los pecados, que

promueve el movimiento del espectador alrededor de la mesa. Si se entiende que el

desplazamiento es “vencer una resistencia, liberarse del peso, un acto de voluntad”,

puede leerse bajo esa dinámica “una referencia tangencial al libre albedrío” (14).

De manera análoga, la multiplicación de sentido que Spregelburd provoca en

su obra acrecienta la movilidad interpretativa del público, y la Heptalogía levanta como

parte de su “contenido” una alusión a la libertad. No a un estado de libertad. No a una

libertad conseguida enteramente. Tanto en el cuadro como en la Heptalogía de

Spregelburd la libertad que sugieren los mecanismos constructivos es una libertad

ligada al desplazamiento, una búsqueda en continuo proceso. La libertad se presenta

como un problema desde el momento en que se encuentra prevista, determinada en

cierta forma por la obra y sus procedimientos.

Este aspecto de la Heptalogía es muy significativo en relación con su contexto

de producción. Bajo esa bocanada de libertad, se adivinan los procesos sociales,

políticos y culturales que se inician en el período de la postdictadura. Pero, incluso en

este contexto, no se trata tanto de libertad como de liberación. No se nos muestra un

estado. Se nos envuelve en un proceso, en la iniciativa de una libertad que está

siempre en miras de acecharse. Solo que las figuras del poder, las reglas limitadoras y

los mandatos de la autoridad se han hecho poco identificables, difusos. La

problemática moral que Spregelburd tiende a cuestionarse con su Heptalogía –“¿Es

posible la transgresión cuando no hay ley fundante?”– podría formularse también en

estos términos: ¿Cómo profesar la libertad cuando no se sabe exactamente de dónde

proviene la ley, y hacia qué resistir cuando se ha perdido la visión inmediata de las

instancias de poder que imponen los límites?

4. Tensiones entre la obra y sus contextos Tal como se han explicado hasta aquí, los modos de producción de sentido

que despliega la obra de Spregelburd se apartan de las tendencias dominantes en

momentos anteriores del teatro argentino y provocan un desvío respecto de los hábitos

de lectura y las rutinas de interpretación más afincados en el sistema (Abraham,

“«Cantar al compás de la vizcacha»...”). Su poética explícita recoge también este

asunto mediante algunos contrastes entre el teatro de su época y ciertas

manifestaciones del pasado. Entre estas reflexiones resultan fundamentales las que se

refieren al contexto inmediatamente precedente: el modelo de producción que se

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afirmó durante la dictadura militar, al que Spregelburd se refiere como “paradigma de

Teatro Abierto” (Bardauil 65; Spregelburd, “¿El arte como quinto poder?” 1, “Prólogo

para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236 y ss, “Sobre La escala

humana” 17).

El movimiento de Teatro Abierto fue un fenómeno de resistencia frente al

autoritarismo de la dictadura militar. A decir verdad, cuando comenzaron los ciclos en

1981, el objetivo se planteó con un alcance mucho más restringido al dominio

exclusivo del teatro. Se presentó como una reacción ante el cierre de la cátedra de

teatro argentino en el Conservatorio Nacional y contra la afirmación de los funcionarios

de turno de que el teatro argentino no existía (Trastoy 105). Pero luego del incendio

supuestamente intencional que asoló el Teatro del Picadero durante la madrugada del

6 de agosto de ese mismo año, lo que en un principio había sido una propuesta

reivindicatoria de la escena argentina se transformó de pronto en un evento de

insospechada trascendencia social (106). Teatro Abierto tuvo a lo largo de unos pocos

años grandes repercusiones entre el público, la prensa y la vida cultural de nuestro

país. Pero una vez desaparecido el contexto político que le había imprimido su fuerza,

el fenómeno empezó a declinar y se agotó finalmente en 1985 (Zayas de Lima).

Desde el punto de vista estético, el movimiento no produjo grandes

renovaciones. Como señala Pellettieri (“¿A qué llamamos ‘teatro de arte’ o Ciclo de

Teatro Abierto...”), estuvo integrado, en su mayor parte, por creadores que habían

ingresado en el campo teatral durante los sesenta e implicó, por ello, una continuación

de sus poéticas, pero con ciertos matices que, motivados por el entorno político, se

habían hecho muy notables ya desde el comienzo de la dictadura en 1976. Por esa

razón puede considerarse el fenómeno de Teatro Abierto como el punto culminante de

una manifestación mayor, a la que Pellettieri denomina “Ciclo de Teatro Abierto” y a la

que Spregelburd concede el estatus de un “paradigma”.

El modelo de Teatro Abierto se caracterizó por una prolongación de la larga

dominancia del realismo en el sistema teatral argentino, entendido ahora en un

“sentido amplio”, pero tendente siempre a la demostración de una tesis realista

remisible al contexto social inmediato (Pellettieri, “¿A qué llamamos ‘teatro de arte’ o

Ciclo de Teatro Abierto...” 96). Se afianzó la idea del arte en tanto actividad

directamente ligada al compromiso político, como un “hecho didáctico”, un acto

productor de conocimiento más que de diversión y un gesto fundamentalmente

comunicativo (97). Para hacer frente a las trabas de la censura, y a causa del

“contexto social tenebroso de la dictadura” (96), se extendió la práctica de lo

metafórico y el uso de símbolos y alegorías más o menos convencionales y fácilmente

decodificables por el espectador.

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No sorprende entonces que Spregelburd localice uno de los rasgos del teatro

de la postdictadura en una suerte de agotamiento del “paradigma de Teatro Abierto”,

de su concepción del teatro vinculada a la utilidad social (Bardauil 65), a la vez que

tiende de un modo muy diferente, como hemos visto, las vías que llevan al

compromiso político. Asumir un compromiso y actuar desde la autonomía del arte se

vuelven propósitos solidarios2

, y la expresión “teatro político” no debería ocultar que se

trata en realidad de una relación entre dos sustantivos (Hernández, “Entrevista a

Rafael Spregelburd” 26):

(...) En la Argentina el tema es particularmente confuso. Porque durante muchos años se dio la paradoja (por motivos históricos a todos conocidos) de un teatro que criticaba al poder desde el texto, pero que tomaba prestados los mecanismos de representación del teatro más acomodado, más oficial, más comercial. (...) Este tipo de teatro supuestamente político (y que efectivamente ponía en peligro real la vida de los artistas que lo llevaban a cabo), producía en cambio, en términos estéticos -y en última instancia políticos-, un fenómeno típico de la administración burguesa del Sentido: la

2 Esta opción por actuar políticamente desde la autonomía del arte, o reforzando la autonomía del arte, demanda ciertas aclaraciones. La autonomía del arte ha sido históricamente variable. Es decir, el arte se ha ejercido a lo largo del tiempo con diversos grados de independencia respecto de otros dominios culturales, con mayor autonomía o con mayor subsidiariedad. Pero la autonomía del arte siempre es relativa, pues depende en última instancia de los procesos culturales –y de los discursos filosóficos o políticos– que la fundan.

Según Sigfried Schmidt (198-210), la estructura y la función que permiten establecer fronteras entre los distintos dominios de la cultura se hallan históricamente institucionalizadas y “estabilizadas mediante reglas y convenciones”. En cuanto a instituciones como la literatura y –agrego por mi parte– el teatro, Schmidt encuentra en la ficcionalidad el “criterio de delimitación” necesario para explicar la propia existencia del dominio.

Simplificando un poco, la convención de ficcionalidad autoriza, por un lado, que los textos desplieguen una referencialidad diferenciada respecto de otras prácticas culturales. El arte instaura mundos autónomos cuyos marcos de referencias se hallan desligados de la constricción a la realidad. Pero, por otro lado, las instituciones estéticas han promovido tradicionalmente un mecanismo para entablar un contacto entre los mundos ficcionales y el discurso sobre lo real: la especificidad referencial de los textos ficcionales se reorienta hacia el modelo de realidad en términos de imitación, representación o simbolización. El asunto se ha explicado hasta aquí atendiendo a las propiedades semánticas de los textos, lo que equivale a centrar la caracterización del dominio estético en el constraste con los dominios epistémicos de la cultura. Otro es el resultado si prima el contraste con los dominios religioso o político, y uno de los criterios decisivos pasa a ser el de acción. Por ejemplo, la posibilidad/imposibilidad de ejercer una acción directa sobre el mundo constituiría una diferencia fundamental entre los dominios político y estético en una distribución racionalizada de las prácticas. O, como argumenta Richard Schechner (11 y ss.), la imposibilidad de provocar un “acontecimiento real” al mismo tiempo que un “acontecimiento simbólico” sería un rasgo del teatro estético frente a experiencias perfomativas de culturas que no establecen una clara delimitación del dominio “arte”.

La opción poética de Spregelburd consistiría pues en reforzar la autonomía del teatro para limitar la potencia de los discursos que fundan su relatividad. Solo así podría ejercer el arte la crítica hacia el poder, evitando el lazo de subsidiariedad, haciendo de la ficción puro devenir más que acontecimiento simbólico, convirtiendo lo que ocurre en escena en un acontecimiento real dentro del teatro, y defendiendo la libertad no por su representación en la obra, sino a través de la acción de ejercerla en el arte: “No se puede enseñar lo que es la libertad escribiendo una obra teatral sobre ello. Sólo se puede ser libre en el momento de escribir, y luego mostrarle a un pueblo ese acto de libertad, ejercido desde la locura, o el deseo” (Spregelburd, “Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 243).

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suposición de que la revolución está garantizada por la preeminencia del contenido sobre la forma (26).

La práctica constante del símbolo respondía a esa prioridad del contenido,

sobre todo porque se ejercía en presencia de un diccionario que facilitaba la

interpretación, el envío directo de los signos a la realidad socio-política y la

construcción de un mensaje comunicable. Por eso Spregelburd incluye entre sus

procedimientos la “huida del símbolo” (“Procedimientos” 113), prefiere un teatro que

“huye del símbolo como de la peste”, que “no encripta mensaje alguno” y cuya

“‘verdad’ radica más en el procedimiento lúdico de construcción de sentidos a

posteriori, que en la mostración de verdades conocidas a priori” (“Prólogo para la

lectura de la obra [Un momento argentino]...” 237).

Las obras de Spregelburd escapan a la simbolización del contexto social,

evitan convertirse en mecanismos “hiper-sígnicos” o “hiper-metafóricos” (“Sobre La

escala humana” 17), básicamente a través de dos estrategias, opuestas solo en

apariencia. La primera consiste en esquivar sistemáticamente el anclaje referencial o

la actualización de tipos y complejos simbólicos convencionalizados en el teatro

argentino. Se trata, en definitiva, de “frustrar” la puesta en funcionamiento de ciertas

operaciones interpretativas que se han hecho hábito en el espectador. En La escala

humana, encontramos varios ejemplos de este procedimiento. Por un lado, el título

parece remitir a primera vista al tópico de la escalera, símbolo de la desigualdad de

clases en el realismo de orientación social, como muestra su marcada presencia en un

texto tan emblemático como El puente de Carlos Gorostiza. Pero en la obra de Daulte,

Spregelburd y Tantanian brilla por su ausencia ese sentido: no se alude en ningún

momento a la significación social del término, que queda vaciado así de su contenido

simbólico. La única justificación que parece tener el título es que la frase se dice en

unas canciones “absurdas” y puramente lúdicas que los protagonistas tocan en vivo.

Por otro lado, los personajes centrales de la obra son un ama de casa y sus tres hijos.

Pero se dota a esos “tipos” de tantos rasgos secundarios, se los deconstruye de tal

manera, que dejan de funcionar como tipos representativos para ser simplemente lo

que son, entes puramente ficcionales: el ama de casa se ha convertido por motivos

misteriosos en una asesina serial y sus hijos traman de un modo absolutamente

natural los planes más desopilantes para encubrirla.

La otra estrategia para huir del símbolo no consiste en vaciar su contenido o en

bloquear su vocación de exterioridad referencial, sino en actuar desde un plano

claramente no simbólico. En vez de cifrar un mensaje, en vez de encriptar el referente

dentro de una construcción metafórica que procura generar un conjunto de

significados reveladores sobre él, se lo expone con brutalidad, se lo exhibe de un

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modo asombrosamente directo. Así aparecen el entorno social de piquetes y

patacones en Bizarra, original “teatronovela” en diez capítulos, y los cacerolazos en Un

momento argentino. Sobre todo en esta última obra, la crisis argentina no se

representa. Es decir, no es tanto una parte de la representación como un elemento

extraño que se presenta, que irrumpe en medio de la representación, que se sugiere al

principio como el fondo de una farsa absolutamente trivial con la que no guarda

relación alguna, para llegar al primer plano y adquirir el carácter de un acontecimiento

crudo hacia el final de la pieza.

Una razón fundamental que esgrime Spregelburd para apartarse de ese uso de

la metáfora es que corría parejo con el resto de los principios que regían el paradigma

de Teatro Abierto. Se pretendía comunicar un contenido fijado a priori, había un

“querer decir” muy determinado. La metáfora trabajaba entonces como un recurso en

última instancia didáctico, “un procedimiento sígnico de única mano” (“La función

conjunta de autor y director” 15) muy alejado de la destotalización del sentido que

promueve su poética: “(...) Es mentira que los ‘señores de botas’ sea una metáfora. O

en todo caso es una metáfora muerta (...). En determinado contexto y en determinada

comunidad de sentido, solamente leo una única cosa. La censura es muy nociva en

este sentido, y nunca genera nada bueno. Ni siquiera por fuera de ella (15).

Como se observa en la Heptalogía, que carece de un sistema de valores desde

el cual pueda establecerse la naturaleza del bien y del pecado, y donde “el autor no se

erige en didacta” (Colina 115), acrecentar el sentido implica por lógica hacer proliferar

los ángulos de enfoque y los puntos de vista sobre el mismo objeto. En este propósito

coinciden dos ideas que Spregelburd desarrolla en su poética explícita: la de

“desolemnizar el objeto” y la de “complejidad” (Abraham, “Teoría de la complejidad...”).

Con la noción de lo solemne, Spregelburd no se refiere a un atributo

relacionado con la falta de humor. La comicidad puede ser muy solemne si establece

una base fija acerca de qué es lo que debe hacer reír y qué no (Abraham, “La difícil

tarea de no representar”). La solemnidad tiene que ver con “la afirmación fascistoide

de una única verdad” (“Procedimientos” 120) y se encuentra en todo aquello que no

acepta otra mirada que la propia. La desolemnización del objeto se plantea como un

recurso libertario, opuesto a cualquier “dictadura” del sentido y proclive a multiplicar los

puntos de vista sobre la realidad y sobre la materia artística: “Para evitar la solemnidad

en un proceso creador hay que saber deshabitarse. Comprender que debo ver lo

mismo y otra cosa al mismo tiempo. Descreer de mis convicciones previas a la obra

(...)” (“Procedimientos” 120-121). De allí que el procedimiento constituya una respuesta

ante cualquier forma de didactismo unívoco, incluso si nace de una intención crítica

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hacia el poder, y se enfrente a toda versión totalizante –y por tanto simplificadora– de

lo real.

El concepto de complejidad empieza a circular con fuerza en la obra de

Spregelburd a partir del proceso creativo de Fractal (2000), e ingresa en su poética a

través de una línea de pensamiento que, acusado durante mucho tiempo de

esoterismo, logró asentarse finalmente en el ámbito científico con la teoría del caos, la

termodinámica de Ilya Prigogine, la geometría fractal de Benoît Mandelbrot, la teoría

de la catástrofe y otros desarrollos teóricos que se incluyen en la llamada “ciencia de

la totalidad” (Briggs y Peat). Desde su fundación por parte de Galileo, Descartes y

Newton, la ciencia moderna se desarrolló bajo el resguardo de la simplicidad, la

búsqueda de lo estable y la expulsión del azar. La simplificación y la manipulación de

situaciones idealizadas de laboratorio condujeron al triunfo de una concepción del

conocimiento que igualaba el saber a la certidumbre y la probabilidad a la ignorancia.

Sin embargo, esas magníficas construcciones del intelecto surgieron a condición de

dar la espalda a las irregularidades y a la complejidad del mundo, e hicieron pagar el

precio de un divorcio en el seno del conocimiento humano (Prigogine 9-16). La

evidencia fundamental de esta ruptura se observa en dos particiones que se operaron

en el dominio del saber: entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas, por

un lado, y entre la física y las ciencias de la vida, por otro (Mandelbrot 15 y ss.; Morin

30; Prigogine 9 y ss). Pero con la ciencia de la totalidad las cosas parecen estar

cambiando y “por cada simplificación –dice Prigogine y le gusta repetir a Spregelburd–

hay por lo menos dos nuevas complejidades. La idea de la simplicidad se está

desmoronando. Adondequiera que uno vaya, hay complejidad” (Spregelburd, “Una

especulación teatral” 8).

A partir de lo expuesto, puede inferirse que la noción de complejidad alberga

dos dimensiones. En un primer sentido, la complejidad se opone a lo simple y es un

atributo de lo real, del objeto del conocimiento. Según explica Morin, decir que el

mundo es complejo equivale a acentuar que se trata de un “tejido (complexus: lo que

está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados:

presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple” (32). En un segundo sentido, la

complejidad contrasta con la simplificación y constituye un rasgo de la actividad de

conocer. Explicar lo complejo requiere abandonar las herramientas del pensamiento

simplificador, mutilante, disgregador, desintegrante, que ha servido a la Modernidad

para controlar y dominar la naturaleza a costa de desconocer las limitaciones de su

conocimiento. Frente a los métodos del pensamiento simple y con el fin integrar las

parcelas dispersas del saber, se alza el paradigma de la complejidad regido

fundamentalmente por dos axiomas (Morin 23): 1) El pensamiento complejo implica

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reconocer los lazos existentes entre las diversas entidades que conforman lo real. Más

aun, implica sospechar desde un principio que la naturaleza compleja de ese tejido

hace proliferar los vínculos, y que todas las cosas son, como decía Pascal, “causadas

y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y que todas (subsisten)

por un lazo natural e insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes”. 2)

El pensamiento complejo aspira a este saber “multidimensional”, pero se percata

desde el comienzo que el conocimiento complejo es imposible. Acepta la imposibilidad

de la omnisciencia y asimila los principios de “incompletud” e “incertidumbre”. En otras

palabras, el pensamiento complejo abandona el supuesto de una causalidad lineal y

controlable en tanto estructura rectora de lo real, y parte de la premisa de una

causalidad infinita, dispersa e inmanejable para el pensamiento humano. Todo tiene

que ver con todo, pero como ocurre con el caos, el fondo, el sentido, apenas podemos

entreverlo:

[La palabra “complejidad”] sufre una pesada tara semántica, porque lleva en su seno confusión, incertidumbre, desorden. Su definición primera no puede aportar ninguna claridad: es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro modo, lo complejo no puede resumirse en el término complejidad, retrotraerse a una ley de complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La complejidad no sería algo definible de manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad es una palabra problema y no una palabra solución (Morin 21-22).

Así como el fondo solo puede intuirse detrás de la figura, así como el sentido

solo puede señalarse por medio de las formas y llevando al borde los significados, la

inasible complejidad de lo real no puede más que acecharse integrando las

simplificaciones del pensamiento, sumando una simplificación a otra simplificación, o

mejor, huyendo de una idea simple con una constelación de ideas simples. Y de la

misma manera también, para referirnos ya al fin al que van a parar todos estos

conceptos y todos estos procedimientos, la presencia inmediata de las cosas solo

puede surgir en el teatro a partir de la representación –gracias a determinado trabajo

sobre los lenguajes–, y lo real puramente vivido emerge en los bordes de “lo real”

pensado. Spregelburd ve en esta orientación a lo no representativo uno de los rasgos

más destacados del teatro argentino de estos últimos tiempos y, en particular, un

objetivo común a las poéticas más interesantes de la actuación:

No tenemos confianza en la representación y sus mecanismos, y demandamos cada vez más ver la cosa en sí misma, la presentación de la cosa, y no su mediatización vergonzosamente deformante, estilizada o simbólica. O todo lo contrario: si se trata de ver una representación, así se trate del Shakespeare más auténtico, nuestros actores más valiosos se entrenan en poder mostrar simultáneamente al público aquello que se

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representa y al mismo tiempo la condición expresa del mecanismo representativo (“Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236).

Ahora bien, entre el ideal de la representación perfecta y el de la pura

presencia del actor –imposible en el teatro, o mejor dicho, imposible para que la cosa

siga pareciéndose al teatro–, entre la transparencia más lograda y la pura opacidad, se

extiende una enorme gama de variantes y de posibles combinaciones. De modo que

las poéticas del actor más significativas del teatro de la postdictadura pueden coincidir

en ese atentado contra la representación, pero los resultados de cada una son

diferentes, y los matices, múltiples.

La desconfianza en los mecanismos representativos y el deseo de entablar un

contacto directo con la realidad son tendencias que se han extendido entre las artes

más diversas desde mediados del siglo XX (Cornago) y que responden a las

condiciones culturales del contexto mundial: la proliferación de las representaciones y

de los lenguajes, evidente en la explosión mediática, ha puesto en peligro de extinción

la inmediatez de la realidad. Pero Spregelburd remite el fenómeno sobre todo al

contexto argentino. A causa de “nuestras democracias berretas y corruptas”, “toda

representación entraña –a los ojos de los argentinos– una tácita vinculación con el

Mal” (“Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236):

Es muy evidente que nuestros representantes no nos representan. Representan solamente la continuidad de un sistema perverso. Yo preferiría que asumieran que no se trata de un sistema representativo. Además, jamás entendí la idea de la representación indirecta. La representación o es directa o no es representación. No sé si hay un sistema representativo posible, pero este no lo es. Aceptemos que no lo es y ocupémonos de que se generen los vehículos para desarticular ese sistema. No hay representación posible en la vida política de la ciudad (Abraham, “La difícil tarea de no representar”).

Siguiendo en este aspecto el magisterio de Bartís, y el tono de su ingeniosa

denuncia contra los “políticos stanislavskianos” (Cancha con niebla 146), Spregelburd

se pregunta dónde ubicar lo real cuando la hiperinflación representativa lo ha invadido

todo y “la vida política es una puesta en escena” (Villalba), cuando la misión política de

modificar la realidad se ha convertido en arte de saber simular, en la “administración

pública de las imágenes” (AAVV, “Debate” 243; “¿Qué es la realidad” 2). Y se pregunta

también qué queda para el teatro, el arte de la representación por excelencia, si sus

funciones parecen haber sido usurpadas y si surge a cada momento la sospecha de

que lo real –la realidad que se nos aparece– no es más que un conglomerado de

signos, mero lenguaje.

Las respuestas que da Spregelburd a estos cuestionamientos vienen a explicar

una vez más las razones de su poética “no representativa” y de su opción por

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fortalecer la autonomía del teatro. Si la realidad es pura representación –“la

construcción de los poderes de turno”–, un teatro representativo no hace más que

repetir los procedimientos que quisiera enfrentar. Es un teatro “’capturado’

políticamente” pues, aunque su discurso se oponga al poder, está cediendo en

realidad a la “ilusión representativa del contexto en el que nace” (Hernández,

“Entrevista a Rafael Spregelburd” 26). Si el teatro se propone, en cambio, generar un

“cuerpo lúdico” autónomo, “verosímil (...) en su propia gramática de uso único”, una

ficción autosuficiente y orientada a la inmanencia, puro devenir imaginario sobre la

escena, logra instaurarse como “alternativa a lo real” y, desde ese otro plano, es capaz

de emprender la resistencia. Mostrando un verosímil y al mismo tiempo el acto de su

construcción, levantando un mundo ilusorio y exhibiendo por momentos la regla

autónoma, artificial y arbitraria que lo deja funcionar, así consigue el teatro revelar

como falsa a la realidad: haciendo ver al espectador que “la realidad fuera de la sala

de teatro bien podría ser también un juego cuyas reglas han sido puestas por los

poderes de turno” (27). Se trata, en definitiva, de oponer una simulación sincera a la

simulación disimulada de “lo real”. O como diría Deleuze (255-267), se trata de acudir

a la potencia del simulacro: esa ficción no representativa, pura apariencia

autodeclarada que no se levanta con la pretensión de referir a un original y que hace

tambalear, con ello, la lógica de la reproducción, la diferencia entre la copia y el

modelo.

Es entonces cuando el teatro permite afrontar aquella primera pregunta por lo

real. Si lo que aparece del mundo es manipulación a través de la imagen, impostura,

“representación” sin modelo, mero lenguaje, eso no puede ser lo real. Lo que se

muestra es apariencia y lo real queda preso tras ella. La realidad es el sentido oculto

bajo la forma, la complejidad que el pensamiento no puede capturar, la presencia

aplazada por los actos de representación.

El acontecimiento autónomo del teatro comienza a reencontrar así su destino

político. Haciendo ver primero lo aparente y denunciando su falsedad, para emprender

luego la difícil tarea de señalar el fondo, de sugerir el sentido, de insinuar apenas esa

realidad que Spregelburd define citando otra vez a Del Estal como “la resistencia de

las cosas a todo orden simbólico”. El teatro se vuelve político en sus momentos no

representativos, cuando sella un compromiso con la presencia de las cosas, la

complejidad de la vida, lo que se niega a ser apresado por el pensamiento, los

sistemas totalizantes y los modos de la representación: “Cuando Del Estal afirma que

la realidad es la resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas, a mí me gusta

imaginar que las cosas se resisten, que tienen una voluntad militante, una voluntad de

resistencia” (AAVV, “Debate” 247).

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