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75 Antonio Granados Ilustración Silvana Ávila

Valeria en el espejo

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Ha llegado el horario de verano. En casa de Valeria han olvidado adelantar el reloj y Valeria, que no está acostumbrada a llegar tarde a la escuela, sale tan rápido de su cuarto que no se da cuenta de que su imagen, atolondrada, se quedó en el espejo. Juan Luis, su compañero de clase, piensa que Valeria es una chava insoportable: la más puntual, la más atenta, la preferida de la maestra. Pero un día descubre que su piel morena combina con sus ojos que de tan cafés parecen negros, que al pasar junto a ella un olor a jabón flota en el aire y que al escuchar su voz siente algo así como cosquillas. Valeria, la del alma blindada, la que rara vez expresa sus emociones, un día siente un latido inusual en el pecho, y quiere dejar que su cuerpo se mueva al ritmo de la música. ¿Será el cambio de horario o quizás están cambiando otras cosas?

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Antonio Granados

IlustraciónSilvana Ávila

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Dirección editorialAna Laura Delgado

Cuidado de la ediciónAngélica Antonio

Revisión del textoAna María CarbonellRosario Ponce

DiseñoAna Laura DelgadoIsa Yolanda Rodríguez

© 2011. Antonio Granados, por el texto© 2011. Silvana Ávila, por las ilustraciones

Primera edición, mayo de 2011D.R. © 2011. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, México, D. F. Tel/fax + 52 (55) 56 52 1974 y 5652 6769 [email protected] www.edicioneselnaranjo.com.mx

ISBN 978-607-7661-27-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos.

Impreso en México • Printed in Mexico

A Juan Luis y Valeria, cuya relación no tiene que ver con esta historia pero fue su punto de partida.

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Para cualquier adulto, Valeria era inmejorable. Ni mandada

a hacer o clonada hubiera salido con tantas virtudes. Así se

expresaban de ella los maestros: “Cumplida como nadie en

las tareas”, “la seriedad madura, atípica en los niños”, “la más

atenta en todo”, “nuestra mejor representante de canto y ora-

toria”, “la más hábil y veloz lectora”, “la cosita más puntual del

universo”, “la niña índigo”, “la abanderada inolvidable de la

escolta”… Pero, sobre todo, “el monumento a la memoria”; ese

sobrenombre sí que le quedaba, pues era capaz de aprender-

se todo y repetirlo como una grabadora. Ésa era Valeria, la

del alma blindada, porque rara vez expresaba sus verdaderas

emociones con nosotros…

A mí francamente me caía mal, sobre todo cuando la maes-

tra llenaba el pizarrón de ejercicios y nos dejaba en sus manos

Diez, “la niña perfecta”

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para irse por un café o a una de sus frecuentes juntas. Valeria

era implacable con nosotros. Con sólo ver que tomaba la li-

breta de reportes, pocos se atrevían a desafiarla. Y no es que

fuera soplona o algo parecido. Tenía un estilo detectivesco de

mantener el orden en el salón de clase. Para mí que nos cono-

cía muy bien y sabía cómo contener a cada uno. Me acuerdo

que una vez el Gabo intentaba provocar desorden y Valeria le

dijo:

«Bueno, Gabriel, no hay problema, si terminas los ejercicios

y haces bulla, está bien, no te reporto, pero si no...»

Y eso bastó para que Gabo regresara a su lugar y escribiera

a toda su capacidad, claro, todos sabíamos que ni de chiste

acabaría antes de que regresara la maestra.

Así era Valeria, un espécimen frío y calculador. Las veces

que llegaba a salir la maestra, nunca intenté levantarme a otra

cosa que a sacar punta, no por serio ni obediente, sino porque

prefería mi propio juego, en vez de meterme en su terreno,

me la pasaba escribiéndole versos de burla que le dejaba, di-

simuladamente, en su lugar cuando salíamos al recreo.

No había nada mejor para mí que verla arrugando un papel

entre las manos y volteando para todos lados, tal vez para ver

quién tenía la cara de culpable, después de haber leído aquello

que sólo ella y yo sabíamos, que decía por ejemplo:

Quisiera invitarte al cine,

pero no te digo nada

porque sé que, de seguro,

no tienes para la entrada.

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Me daba gusto ver cómo perdía su gesto de sabionda y su des-

plante de perdonavidas.

Pero un día, después de haberla visto platicar con el Sony,

que me caía muy mal por presumido, sinceramente me pasé

de la raya pues le escribí:

Anoche soñé contigo

y que me estabas besando;

en eso que me despierto

y era un perro San Bernardo.

Después de leer mi acostumbrado papelito lo arrugó entre las

manos, como siempre, sólo que esta vez, en lugar de voltear

buscando al culpable, se inclinó sobre la paleta de su banca y

se soltó a llorar. Primero me regocijé por mi obra (según yo,

era el único que había logrado conmover a la niña más dura

del sexto año, grupo A), pero todo cambió cuando la maestra

se acercó a Valeria y le preguntó con voz empalagosa:

—¿Qué tienes, mi amor?

Me empezó a latir con fuerza el corazón. Se me hacía que Va-

leria se quejaba de mis anónimos y la maestra investigaba y en-

tonces reconocía mi letra y me expulsaban. Cuando ya me daba

por echado de la escuela me sorprendió que Valeria respondiera:

—No, no tengo nada, solamente es un cólico.

—Ay, mi vida, pobrecita de ti. Anda, vamos a la dirección a

ver si te preparo un té o hallamos una pastillita.

Aunque mi mamá dice que los cólicos son cosas de muje-

res, yo sé que lo de Valeria no era cólico, y lo puedo afirmar

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porque vi claramente que mientras se levantaba de su asien-

to desarrugaba el papel de mis versos disimuladamente y lo

metía entre el libro de Historia; lo suyo era coraje, a mí

no me podía engañar. Bueno, pero ¿por qué no se quejó con

la maestra?

Quizás alguien más que no fuera el Gabo o el Josi, se hu-

biera ofendido por la facilidad con que la maestra ignoraba a

la mayoría del grupo por atender a su consentida, pero ellos ni

por enterados; en cuanto calcularon que las dos mujeres que

reprimían sus ímpetus de relajo se habían alejado lo suficien-

te, iniciaron la fiesta.

Lo más curioso es que en lugar de unirme al festejo porque

no estaba “la carcelera del grupo”, me sentí extraño y hasta, por

un momento, pensé que hacía falta Valeria, y pues, ¿cómo no?,

si ella era la que le daba sentido a las reglas de mi propio juego.

Con una risa fingida hacía creer al grupo que estaba de

acuerdo con su guerra campal, pero entre un fuego cruzado

de lápices, sacapuntas y libretas no dejaba de voltear a ver si

en una de esas se abría la puerta y ella aparecía, aunque fuera

acompañada por el grito histérico de la maestra.

Faltaba poco para que sonara el timbre de salida, cuando

se abrió la puerta del salón y se asomó una nerviosa practi-

cante. Más por si las dudas que por respeto, se calmaron los

ímpetus del grupo, cada uno fue a su lugar. Eso permitió que

la practicante entrara y, con fingida seguridad, dijera:

«Su maestra está ocupada y no regresará, pero me pidió

que me hiciera cargo del grupo y que les deje la tarea que de-

ben traer mañana.»

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Total que sonó el timbre y la mayoría salió más libre que

otros días, cada cual por su cuenta y no por filas como era

la costumbre. Yo, por mi parte, intenté averiguar lo que ha-

bía pasado con Valeria, pero no pude enterarme de nada; ni

Susana, su incondicional, se imaginaba siquiera lo que había

sucedido con su amiga.

Mientras caminaba de regreso a mi casa me fue invadiendo

un sentimiento de culpa. Ya no sentía el temor a una explu-

sión o cosa parecida, algo me decía que ella no iba a delatar

mis anónimos, pero esa misma idea provocaba en mi un sen-

timiento de cobardía. ¿Si ella había sido capaz de no delatar

tantas bromas pesadas, por qué yo no me había atrevido a

entregarle mis versos, cara a cara?

Esa tarde, en mi casa, mientras comíamos, intenté recobrar

el rechazo contra la “cerebrito” del salón; empecé a platicar mal

de Valeria con mi mamá, pero salió peor, pues ella me reprochó:

—¡Ya parece postre! De un tiempo a la fecha no hay tarde

en que no metas a esa niña en la comida. Si te “repatea”, como

dices, no entiendo por qué la nombras tanto. Si no la puedes

ver “ni en pintura”, ¿por qué repites su nombre como disco

rayado? A ver, ¿por qué te cae mal?, ¿te ha visto feo?, ¿te ha

insultado?, ¿te ha sacado la lengua, cuando menos?

—No, pero es que es así como... —No supe qué más decir.

—Francamente, hablas tanto de ella que tal pareciera que

no te cae mal, sino todo lo contrario.

—¡No!, ¿cómo crees?, ¡guácala!, ¿qué te pasa?

Por la noche, antes de dormir, me la pasé imaginándo-

la proyectada en el techo, como en un video, y buscándole

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defectos: ¿era fea? No, era morena y eso quedaba muy bien

con sus ojos color café, que de lejos engañaban a ser negros.

¿Despedía mal olor? Imposible, ni a sudor olía, tal vez porque

no jugaba futbol como nosotros, pero mal no olía, por el con-

trario, al pasar junto a mí siempre dejaba en el aire un olor a

jabón por un buen rato. ¿Tenía voz desagradable? No, más

bien la tenía musical y era afinada (por algo la escogían para

cantar el Himno Nacional frente a toda la escuela, los días de

honores a la bandera) y no sólo eso, su voz me hacía sentir

algo así como cosquillas.

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Ha llegado el horario de verano. En casa de Valeria han olvi-

dado adelantar el reloj y Valeria, que no está acostumbrada

a llegar tarde a la escuela, sale tan rápido de su cuarto que

no se da cuenta de que su imagen, atolondrada, se quedó en

el espejo. Juan Luis, su compañero de clase, piensa que Va-

leria es una chava insoportable: la más puntual, la más aten-

ta, la preferida de la maestra. Pero un día descubre que su

piel morena combina con sus ojos que de tan cafés parecen

negros, que al pasar junto ella un olor a jabón flota en el

aire y que al escuchar su voz siente algo así como cosqui-

llas. Valeria, la del alma blindada, la que rara vez expresa

sus emociones, un día siente un latido inusual en el pecho, y

quiere dejar que su cuerpo se mueva al ritmo de la música.

¿Será el cambio de horario o quizás están cambiando otras

cosas? ¿Por qué, de repente, se trastoca nuestra forma de

ver la vida y de juzgar a las personas?

Para niños lectores

www.edicioneselnaranjo.com.mx 6612767860779

ISBN 978-607-7661-27-6