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Varios - Frailes Curas Y Masones (1901 Scan)

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oca M Apostolado do la Prense P R I M E R A S E R I E

Tomos en 8 ° de 300 páginas próximamente, esmeradamente impresos, en­cuadernados en tela con preciosas planchas. A p e s r t n el ejemplar. En lot pedidos de doce ejemplares en adelante se hará un descuento de 20 por 100

I . «La entrada en el mundo».—Libro riquísimo por su fondo doctrinal, debido al célebre jesuíta italiano P. Bresciani, y admirable por su forma clásica.

I I . «La verdadera devoción á la Santísima Virgen», por el B. P . Grignon de Monfort —Libro precioso y profundo, al que llamo inspirado el ilustre escritor ascético P. Faber.

I I I . «Cuentos y verdades», pe:- el Edo. P. Francisco de P. Morell, S. J.— Amenísimo conjunto de doctrinas popularmente expuestas con sumo gracejo y donarie.

I V . «Juan Miseria», pov el P. Luis Coloma.—Edición ilustrada con multi­tud de preciosos fotograoados.

V. "El Tesoro del pueblo», p d el Edo. P.Francisco de P. Morell, 8. J.— Sólido y precioso compendio de las cuestiones más candentes de actualidad.

VI. «Eespuestas populares á las objeciones más comunes contra la reli­gión», por M. Segur y traducido por D. G. Tejado.

VII . .El Devoto de la Virgen María» por el P. Pablo Señeri, S. J.—Es uno de los libros más sólidos de su célebre autor.

J V I I I . «LOS errores del protestanti no», por el Edo. P. Segundo Fran­co, S. J.—Obra oportunísima y admirable para refutar las herejías é impieda­des del protestantismo.

IX. «Tratado de Teología popular», por el Edo. P. Francisco de P . Mo­rell. S. J.—Cuestiones acerca de Dios y de Jesucristo.—Notabilísima por S Q fondo teológico, su estilo admirablemente popular.

X. «Los Cuatro Evangelios de Nuestro Señor Jesucristo», traducidos por el l imo. Sr. D . Félix Torres Amat, con notas del P. B'r. Anselmo Pet i te .

X I . «Vida de nuestro Señor Jesucristo», por el P. Eivadeneira. XII . «Vida de la Virgen Santísima Nuestra Señora», por el P. Eivadeneira. XIIT. «Las Glorias de María», por San Alfonso María de Ligorio, traduc­

ción hermosísima del P. Eamón García, S. J. XIV. «Tratado de la afición y amor á Jesús y María», por el V. P. Juan.

Ensebio Nierenberg. X V . «Verdades eternas», por el P. Carlos Eosignoli. S. J. X V I . «Introducción á la vida devota de San Francisco de Salea».—Nueva

edición corregida. X V I I . «La Palabra de Dios», explicación de los Evangelios y dominicas

del año, publicada por LA LECTURA DOMINICAL, adicionada con la explicación de los Evangelios de las principales fiestas del año y de todos los días de Cuaresma.

XVIII . «Tratado de la Tribulación», por el P. Pedro Eivadeneira. • XIX. «Libro de la Oración y Meditación», por el V- P. Fr. Luis de Granada.

XX. «Los t^es modelos de la juventud estudiosa».—Preciosas vidas, aco­modadas á los jóvenes, de los tres santos jesuítas, Luis Gonzaga. JuanBerch-raans y Estanislao de Kostka.—Ningún regalo más á propósito para colegia­les y congregantes.

X X I . «Práctica del amor á Jesucristo», por san Alfonso María de Llgoiitk. Uovlsirna y correcta traducción por el Apostolado de la Prensa.

APOSTOLADO DE LA PRENSA

CXIV

J U N I © 1901

FRAILES

Curas y Masones

A D M I N I S T R A C I Ó N

D E L A P O S T O L A D O D E L A P R E N S A Plaza de Santo Domingo, 14, bajo

MADRID

-¿te.

C O N L A S L I C E N C I A S N E C E S A R I A S

T I P O G R A F Í A D E L S A G K A P O C O B A Z Ó H , L E G A N I T O S , 54, M A P B I P .

FRAILES, OÜRAS Y MASONES

i

¿Qué e s un cura?

^ 5 N D I V I D U A L M E N T E considerado, el cura es IS un hombre que pudiendo disfrutar de los

goces del mundo, renuncia á ellos para consagrarse por completo al servicio de una idea que sabe de antemano ha de convertirle en blanco de contradicción de

muchos, en víctima de burlas para no pocos y en objeto de las investigaciones de gran número de gentes que están deseando cogerle en la más leve falta para desacreditarle á los ojos de todo el mundo.

En menos tiempo que el que tardó para llegar al sacerdocio pudo hacerse abogado y aspirar á ruidosos triunfos en el foro, de esos que además de honra dan positivos provechos. Pudo seguir la ca­rrera de las armas y llegar á figurar en los pues­tos más preeminentes de la milicia; dedicarse al

comercio y realizar una pingüe fortuna, y sobre todo, lanzarse á la política y con una gran dosis de desaprensión y osadía escalar las alturas del poder y ser arbitro de los destinos de todo un pueblo.

En cambio, como cura no podrá pasar, desde el punto de vista de las comodidades humanas, de una modesta medianía, rayana no pocas veces en la miseria. El traje que ha de vestir es humilde; las diversiones con que se solaza el mundo, aun aquellas que no son pecaminosas para los segla­res, le están vedadas, y su alimentación, aunque el carácter de que se halla investido y el ejemplo que debe dar á los demás no se lo impusiera, ha de ser forzosamente frugal en razón á la escasez de sus emolumentos.

¿Pero por qué se ha hecho cura? ¿Acaso por egoísmo y para verse libre de los cuidados y sa­crificios perennes que exige la familia á cambio de los fugaces goces que proporciona? Nada de eso; el cura tiene por lo general, todas las cargas que la familia impone, sin los goces que propor­ciona la que el seglar se forma por medio del ma­trimonio. El padre y la madre, ancianos, requie­ren su protección, y si no los tiene, pocas veces le faltan hermanos á quienes amparar ó colaterales en cuyo auxilio ha de acudir.

Por ambición ya hemos visto que no ha toma­do el estado eclesiástico, pues en cualquiera de las carreras ó profesiones que hemos citado y en muchas más que hemos omitido, habría tenido

más ancho campo para satisfacer sus aspiracio­nes en este punto.

¿Se habrá hecho cura por misantropía ó abo­rrecimiento al resto del Jinaje humano? Tampo­co; porque el cura está en contacto con el mun­do, aunque no vive según el mundo. ¡Y con qué mundo vive! No seguramente con los que se di­vierten y gozan de los placeres de la vida, sino con los que sufren, con los que lloran, con los an­gustiados por todo género de calamidades. * Si se dedica al confesonario, ¡qué de miserias y de horrores se ve obligado á escuchar! ¡Cuántas dolencias morales tiene que curar! ¡Qué casos más intrincados de conciencia ha de resolver! ¡Cuánta dosis de paciencia y de misericordia tiene que em­plear para escuchar tranquilamente el relato de los más repugnantes pecados sin dejar desbordar los sentimientos de repulsión que el delito produ­ce en todo pecho honrado, á fin de no desesperar con una dureza impremeditada al pecador que á él se confía! ¡Qué tacto ha de desplegar en la re­prensión de los vicios! ¡Qué prudencia en dar los consejos que se le piden! ¡Qué tino en sondar las llagas del alma, á fin de no irritarlas en lugar de sanarlas!

Si se dedica con preferencia á la predicación, no son menores sus afanes ni los temores de in­currir en tremendas responsabilidades por el uso que haga en este punto de los talentos que Dios le ha dado.

No va como el orador parlamentario ó tribuno,

á escuchar los aplausos de un público á quien pue­de entusiasmar con períodos grandilocuentes, aunque se hallen, como por lo general están esa clase de discursos, formados con palabras vanas ó vacíaB de sentido. Va, por'el contrario, á predi­car una doctrina que pugna con los apetitos de la carne, que se opone á la vanidad humana, que está en guerra abierta con lo que el mundo desea y quiere. Sabe, y esto le alienta, que le está pro­metida la asistencia del Espíritu Santo, pero no ignora que ha de merecerla por una preparación solícita, por un estudio concienzudo, y sobre todo, por una pureza de intención que excluya todo ob­jeto que no sea el fin elevado que su misión apos­tólica le impone, y esto le hace experimentar no pocas zozobras y temores.

Vive, sí, en el mundo el cura, y puede decirse que es esclavo de todo el que padece, porque el enfermo le llama á la cabecera de su cama, y aunque sea á hora avanzada de la noche, ha de levantarse de su lecho, como el médico, para acu­dir al apremiante llamamiento. Con una diferen­cia muy notable, á saber: el médico se lucra con •esas molestias inherentes á su profesión, mientras el cura no recibe recompensa ninguna material, y sabe, por el contrario, que no pocas veces ha de ser mal recibido por algún pariente anticlerical, que, por espíritu sectario, quiere privar al mori­bundo de los auxilios espirituales que el cura va caritativamente á prestarle.

Pero si demostrado queda con esto que el cura

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no lo es, ni por egoísmo, ni por ambición, ni por misantropía, ¿cuál puede ser la causa de que haya abrazado el estado eclesiástico con preferencia á cualquiera otro?

La respuesta no puede ser más sencilla. El cura digno de este nombre ha seguido, para serlo, los impulsos de una vocación que implica, como ya iremos demostrando en el curso de este modesto trabajo, el amor más sublime y más puro hacia el género humano.

II

Qué doctrina enseña el cnra.

os mayores incrédulos, los enemigos más en­carnizados de los curas, tienen que darse,

por vencidos en este punto. Podrá haber, y exis­ten por desgracia, quien no crea que la doctrina que predica el cura es divina; pero nadie se ha atrevido á negar que, aun desde el punto de vista meramente humano y social, es la doctrina más perfecta que se ha conocido.

Acudid todos los enemigos del llamado clerica­lismo á la iglesia donde el cura expone esa doc-' trina; leed, al menos, los libros en que anda im­presa; no os fijéis, ya que vuestra ceguera volun­taria se opone á que penetre en vuestros enten­dimientos la luz esplendorosa de la fe, prescin­did, repito, para vuestra desgracia, de todo cuan­to en ella se refiere á la revelación, para exami-

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nar tan sólo lo que toca á los deberes del hombre con sus semejantes, y decid luego qué hay en esas enseñanzas que no constituya la más ardiente as­piración de todo ser honrado.

Oid lo que dice á todas horas el cura: Sed buenos padres; sed buenos hijos; sed bue­

nos amos ó patronos; sed buenos criados ú obre­ros; sed buenos esposos; no matéis; no robéis á vuestros prójimos; no les difaméis ni quitéis la honra; no manchéis vuestros labios con la menti­ra; más aún, ni con el pensamiento siquiera aten­téis contra la honra ni contra la propiedad de vuestros semejantes.

Amad á los que os persiguen; haced bien á los que os aborrecen; no os contentéis con no perju­dicar á vuestros hermanos, sino favorecedlos como vosotros mismos quisierais ser favorecidos.

Sed sobrios, trabajadores, económicos; no ex­pongáis no solamente vuestras almas, sino vues­tros cuerpos, á pérdida segura sumiéndoos en el cenagal de los vicios que traen aparejadas las en­fermedades y la muerte prematura. Soberanos: acordaos de que Dios os ha colocado á la cabeza de los pueblos para que los rijáis con amor de pa­dre, no para que los oprimáis con entrañas de ti­ranos. Subditos: vivid sometidos á vuestros sobe­ranos porque la autoridad que ejercen dimana de Dios, y tenéis obligación estrecha de respetar sus mandatos en lo que no se opongan á las leyes di­vinas, obligatorias lo mismo para los reyes que para los vasallos.

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Esto es lo que enseña el cura y nadie podrá presentar ningún testimonio en contrario. Pero tal vez digan los enemigos de los curas:

—Estamos conformes en que la doctrina es bue­na; pero basta para que se cumplan sus preceptos con los libros que acerca de ello se han escrito, sin necesidad de tener un número considerable de personas que nos recuerde de palabra lo que po­demos leer siempre que queramos en letras de molde.

El ningún valor de esta objeción puede demos­trarse sin recurrir á argumentos más profundos, con sólo recordar el hecho de aquel emperador de la antigüedad, que se hacía seguir por un esclavo que constantemente le gritaba: ..

—¡Acuérdate de que eres hombre! Sin duda alguna el soberano á quien tal frase

se dirigía, sabía de sobra que pertenecía á la espe­cie humana; tenía además á su disposición, para recordarlo, los escritos de muchos filósofos que de ello daban testimonio. ¿Para qué entonces el es­clavo encargado de advertirle á cada paso lo que tan sabido tenía?

La respuesta no puede ser más fácil. Aquel príncipe poderosísimo sabía también que su poder era omnímodo; que su voluntad era ley inmedia­tamente obedecida; que le bastaba una sencilla orden, un gesto nada más, para que rodasen las cabezas de los que incurrieran en su desagrado. Y como tal suma de poder era ocasionada á que se juzgara un ser sobrenatural, exento de las ña-

quezasdelos demás hombres, y esto podía dar lugar á enormes injusticias, quería tener quien constantemente le recordase su verdadera y na­tural condición, para que no se desvaneciera y deslumhrara con el brillo de su terrenal omnipo­tencia.

A todos los hombres puede aplicarse este caso, porque todos tenemos pasiones que muy á menu­do nos impulsan á proceder de una manera dia-metralmente opuesta á lo que exigen la justicia y la caridad que debemos á nuestros prójimos, sin contar con los deberes que tenemos respecto á Dios y de los que ahora no hablamos, para pulve­rizar los argumentos de los enemigos de los curas, desde un punto de vista meramente humano, ya que en los tiempos desgraciados que alcanzamos, se, hace tanto hincapié en lo que redunda en benefi­cio de los intereses terrenales, prescindiendo de los eternos.

Pues bien: el hombre, tan expuesto á dejarse llevar por el impulso de sus pasiones, necesita te­ner constantemente una voz que le recuerde sus deberes y le mantenga en los límites de lo hones­to y de lo justo, y esa voz es la voz del cura, que no dice ciertamente más que lo que enseñan los Mandamientos de la Ley de Dios, impresos en mu­chos libros, pero que es necesario que lo diga y lo repita, pues de otro modo esa Ley se daría pron­to al olvido, porque con no leer los libros en que consta escrita, se vería el hombre libre de un re­cuerdo que no puede ser más importuno para los

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que quieran vivir sin más pragmáticas que las de su voluntad y sus caprichos.

Para evitar ese mal, tan dañoso á la salud de las almas y al bienestar puramente humano de los in­dividuos y de los pueblos está el cura, cuya misión doctrinal, distinta de la sacramental, de la que ahora no hablamos por no ser de necesidad para nuestro razonamiento, consiste en enseñar á las gentes, según el mandato dado por Jesucristo á los Apóstoles.

Y que es buena la doctrina que enseña, ya que­da plenamente demostrado.,

III

E s necesario que haya curas.

E lo expuesto anteriormente se deduce esta necesidad, pero conviene hacerlo ver tam­

bién con argumentos de-otra índole. Es de todo punto incontrovertible que una

creencia ó un hecho casi umversalmente admiti­dos en todos los tiempos y circunstancias, y por todos los pueblos del mundo, constituyen una verdad necesaria ó un hecho cuya autenticidad no puede ponerse en duda.

Podrá la razón humana, según esté iluminada por la luz de la fe ó anublada por las tinieblas del error, creer las verdades de la única religión ver­dadera, ó dudar de ellas ó negarlas; pero no po­drá negar que, sea la que fuere la creencia por

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que se decida, en ella encontrará siempre, bajo una ú otra forma, al intermediario entre Dios y los demás hombres, ó sea al cura.

Sacerdotes han existido y existen en todos los tiempos y en todas las religiones. El judaismo, el budismo, el paganismo y el mahometismo, reco­nocieron y han reconocido siempre una clase sacerdotal más ó menos privilegiada, pero siem­pre rodeada de consideraciones y respetos de parte de los pueblos sujetos á las creencias por aquellos sacerdotes enseñadas. ¿Qué más? Hasta en el mis­mo protestantismo, que basado en el libre exa­men sostiene la facultad de que cada cual inter­prete las Sagradas Escrituras como se lo dicte su espíritu privado, tiene sacerdotes, y con jerarquía eclesiástica, como sucede en la secta anglicana.

Es, pues, universal la institución del sacerdocio desde que, perdida por el primer hombre la justi­cia original, quedó privado de la facultad que an­tes tenía para comunicarse con Dios directa­mente.

Y como una cosa no puede existir y haber exis­tido siempre en todos los pueblos del mundo sin ser necesaria, el sacerdote, el cura, lo es induda­blemente, aun prescindiendo de la verdad revela­da que así lo demuestra.

Pero ya oimos decir á algunos: —Convenimos desde luego en esa necesidad;

pero no es contra los curas precisamente contra quienes nos declaramos, sino contra los frailes.

Sofisma burdo se llama esta figura, porque ¿qué

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otra cosa que curas son los miembros de las Orde­nes religiosas? ¿Acaso unos y otros, no han reci­bido las mismas órdenes sacerdotales? Las únicas diferencias, y no substanciales, que existen entre unos y otros, es que los sacerdotes seculares viven cada cual en su respectiva casa, y los regulares habitan en común, y en que además de los debe­res generales de los primeros, tienen otros espe­ciales nacidos de la regla particular á que se suje­tan, y de los votos también especiales que pro­nuncian.

Un sacerdote secular puede convertirse, y no son pocos los que se convierten, en sacerdote re­gular, ingresando en cualquiera de las Ordenes re­ligiosas aprobadas y bendecidas por la Iglesia, como un sacerdote regular puede pasar al clero secular por diferentes causas, entre las que pode­mos mencionar la de su consagración episcopal, de la que existen bastantes ejemplos.

No hay, pues, que engañarse ni engañar á nadie acerca de este punto: el que no quiere al sacerdote regular, no quiere tampoco al secular, aunque otra cosa diga, para ver si de este modo consigue suscitar la discordia entre estas dos ra­mas de la familia eclesiástica. Tan cura es el uno como el otro, repetimos; la misma doctrina ense­ñan; uno y otro predican y confiesan y hasta ejer­cen iguales funciones parroquiales, como sucede, por ejemplo, en las islas Filipinas, cuando la falta de clero secular ú otras circunstancias especiales así 10 exigen.

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Hermanos de una misma familia el clero secu­lar y regular, tienden todos como buenos hijos á procurar la prosperidad de la Iglesia su Madre, y de Jesucristo su Padre, como Esposo místico de aquélla, y ni existen antagonismos entre ambos cleros, ni hay razón fundada para que los haya. Curas son unos y curas son otros, y cada cual en la órbita que su razón de ser les ha trazado, con­curren á la obra común de la santificación del gé­nero humano.

Y hecha esta salvedad, en lo que se refiere á la insidiosa distinción con que los enemigos de la Religión católica tratan de encubrir sus perversos propósitos, sigamos demostrando la necesidad de la existencia de los curas de orden más elevado que los que llevamos expuesto.

El hombre es un compuesto de alma y de cuer­po, y tiene, por consiguiente, necesidades espiri­tuales y corporales; tiene también dolencias mo­rales y físicas, y así como para estas últimas re­clama el auxilio de aquellos de sus semejantes que se han dedicado al estudio de las enfermedades del cuerpo, requiere el auxilio de otros hombres consagrados al estudio de las enfermedades del alma.

Estos hombres no son otros que los sacerdotes, cuyos auxilios comienzan desde que nace un niño al que sanan de la enfermedad original con las aguas regeneradoras del Bautismo. En caso de urgente necesidad, este Sacramento puede ser ad­ministrado por cualquier seglar que tenga uso de

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razón y la intención de aplicarlo según el espíritu de la Iglesia: pero como esa dolencia original del alma no es la única que el hombre padece, como no lo son tampoco las enfermedades propias de la infancia, hay que recurrir al cura para que haga su oficio de médico espiritual en todas aquellas otras dolencias espirituales que el hombre padece en el transcurso de su vida mortal, por medio de la enseñanza de la doctrina cristiana y la aplica­ción de los Sacramentos de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Extremaunción.

El cura es también necesario para la formación de la familia, uniendo con lazos indisolubles y no sujeto á las veleidades humanas al hombre y á la mujer que tratan de constituir aquélla.

Y es un error gravísimo afirmar que la inter­vención del cura en este caso puede ser sustituida por la del juez municipal ó la del notario, porque no tratándose solamente de la unión de dos cuer­pos y de los intereses materiales de ambos cón­yuges, sino muy principalmente de la unión de dos almas, sin la cual el matrimonio no pasaría de ser un ayuntamiento carnal y un contrato mer­cantil, por todo extremo precario desde el mo­mento en que surgiera el menor disentimiento en­tre las partes contratantes, la santa institución de la familia correría gravísimos é inminentes riesgos de la más lamentable disolución.

De esta pueden presentarse millares de tristísi­mos ejemplos en la vecina Francia donde, como consecuencia lógica del llamado matrimonio ci-

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vil, existe el divorcio, quedando en libertad los cónyuges así separados, de contraer otras civiles nupcias que, á más de la degradación de la mu­jer, producen males sin cuento en la educación de la prole nacida de semejantes uniones.

Basta para mostrar la intensidad de esos males, con sólo fijarse en que si allí donde no existe el divorcio con esa facultad de contraer otros enla­ces, el casamiento de un viudo ó una viuda con hijos es causa frecuente de disensiones entre los hijos del primer matrimonio y su padrastro ó ma­drastra y aun entre los hermanastros, ¿qué no su­cederá allí donde los hijos, cuyos padres ó madres viven, vean penetrar en su hogar á seres extraños que usurpen las atribuciones de aquéllos? ¿Y qué autoridad moral podrán tener para reprender los desórdenes de sus hijos, esos padres y esas madres que en vida de sus respectivos y primitivos cón­yuges contraen nuevos enlaces, dando así ejem­plo de disolución á sus descendientes?/

A todos esos y otros incalculables males aplica especial preservativo el sacramento del matrimo­nio, que no puede contraerse sin la intervención del sacerdote, que sólo por este hecho, aunque no hubieran otros que la demostrasen, hace necesa­ria é imprescindible la existencia del cura, único que puede dar á la unión del hombre y de la mu­jer el carácter de indisoluble, pues en los contra­tos meramente humanos no pueden existir los compromisos de por vida, que siempre puede re­vocar la voluntad de los que los han contratado.

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IV

L o s malos curas.

A estamos esperando esta objeción á que se . agarran como á un clavo ardiendo los ene­

migos de la Iglesia. —¿Cómo entonces—dicen—y siendo la misión

del cura tan augusta y tan necesaria, permite Dios que existan malos curas, y cómo, dado que lo per­mite, no adolecen de vicio de nulidad todos los actos que como tales curas realizan?

Respecto al primer punto, diremos que la exis­tencia de los malos curas que no son, ni mucho menos, tantos como la impiedad supone, sino muy pocos en comparación de la totalidad de la clase sacerdotal, diremos que Jesucristo escogió sus Apóstoles entre los hombres, para que su flaqueza de tales les hiciera tener conmiseración de las fla­quezas de los demás hombres, y para que éstos tu­vieran menos vergüenza al manifestar sus debili­dades á seres tan expuestos como ellos á incurrir en el enojo de Dios. Pudo haber escogido ángeles, pero en este caso, ¿qué hombre se hubiera atrevi­do á poner ante la vista de esos seres celestiales é inmaculados, sus grandes y abyectas miserias?

Y si aun tratándose de hombres, el criminal ex­perimenta un gran temor á relatar sus delitos á un hombre honrado y sólo tiene confianza en ma­nifestarse tal y como es, á otros criminales como

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él, ¿qué sucedería si hubiese de declarar sus malos hechos á seres sobrenaturales é impecables?

La Sagrada Escritura en el libro del Génesis, trae acerca de este punto un ejemplo admirable. Caín, envidioso de las virtudes de su hermano Abel, le mató traidoramente. Y no dice el libro santo que se ocultara de su padre Adán ni de su madre Eva, no obstante el temor que debía tener­les; trató de ocultarse de la vista de Dios, porque comprendió perfectamente el horror y la indig­nación que tan abominable crimen habría de cau­sar en el Supremo Hacedor, exento de todo pe­cado.

Es, pues, efecto de una gran misericordia de Dios, que su elección para enseñar su doctrina y administrar las medicinas espirituales que los hombres necesitan para curar las dolencias de su alma, recayera en hombres flacos, cuyos pecados parece como que se complace en publicar para dar más confianza á los hombres pecadores.

Pedro, el príncipe de los Apóstoles y la piedra fundamental de su Iglesia, le negó tres veces; To­más no creyó en su resurrección hasta que tuvo de ella pruebas tan materiales como las de tocar con sus manos las heridas hechas por los clavos de la crucifixión en las sagradas extremidades del Salvador del mundo y meter sus dedos en la llaga abierta en su divino costado. Todos los Apóstoles cometieron el acto punible de la deserción, huyen­do á la desbandada cuando los sicarios de los prín­cipes de la sinagoga fueron á prender á nuestro

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Redentor, ¿guiados por quién? por Judas, uno de los doce Apóstoles. . Más todavía: pudo, ya que su elección recayó en hombres, escoger á gente principal y calificada para la misión de publicar por el mundo la buena nueva, y en vez de esto buscó, no sólo á los más humildes, sino algunos de oficio tan mal reputado, como San Mateo, publicano y alcabalero.

Existen, sí, por desgracia malos sacerdotes; mas para la debida distinción conviene clasificar­los en dos categorías ó clases, á saber: una, las de los sacerdotes que obran mal y enseñan el bien, y otra, en los que su mala conducta va aparejada con sus perversas doctrinas. Pero, caso singular: mientras los primeros son objeto de la aversión y de las censuras de los enemigos de la Iglesia y sus flaquezas son exageradas con escándalo farisaico, los segundos son objeto de admiración y de los más entusiastas elogios de parte de esos escrupu-' losos puritanos.

Que un sacerdote caiga en un pecado de sen­sualidad, ó movido por la codicia se apodere del bien ajeno, ó cegado por la ira ponga las manos airadamente sobre sus semejantes, pero que no apostate de la verdadera fe y siga enseñando con sus palabras la buena doctrina, y aun procure ocultar sus vicios para producir el menor escán­dalo posible. Ensordecedor es el griterío con que los periódicos sectarios, y aun los que blasonan de moderados, levantan contra esos hechos, real­mente abominables y dignos de censura. Pero no

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paran ahí esos singulares defensores de la pureza de costumbres en el clero, sino que, tomando pie de un hecho puramente individual, manifiestan que no es oro todo lo que reluce en su indigna­ción, pues á renglón seguido insinúan que toda la clase sacerdotal debe ser responsable de las faltas ó delitos de alguno ó de algunos de sus indivi­duos.

Pero que ese sacerdote indigno por sus vicios, añada á ellos la apostasía ó, sin llegar á ese ex­tremo, rompa con la disciplina de la Iglesia y se rebele contra su Prelado, ó en lugar de entregar­se á la sensualidad clandestinamente, se case ci­vilmente. ¡Ah! Entonces ese mal sacerdote es una víctima de la tiranía clerical, un espíritu superior que rompe contra las supersticiones que tenían ahogado su privilegiado ingenio; un héroe que me­rece estatua y todas las demás muestras de la ve­neración del mundo.

Testigo Lutero, para quien tienen reservadas sus más exageradas alabanzas esos titnoratoé que se muestran escandalizados por las flaquezas de un cura que no se ha separado en los puntos de fe y en la observancia externa de sus deberes de los preceptos de la Iglesia; testigo Giordano Bru­no, al que erigen estatuas y le dan los honores de mártir todos los enemigos de la Iglesia, que relampaguean y truenan contra el más mínimo desliz clerical. Testigos, por último, los tristemen­te célebres curas del periódico sectario y fautor de toda clase de escándalos titulado El País, á

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quienes abre éste sus columnas para que desde ellas vomiten todo género de soeces invectivas y groseras calumnias contra los ministros dignos de la Iglesia de Dios.

¡Los malos sacerdotes! Harto llora la Iglesia sus extravíos; harto hace para reprimirlos y volver­los al sendero del bien; pero muchas veces sus esfuerzos resultan estériles por el apoyo que esos ministros indignos encuentran entre los que, bla­sonando de querer regenerar—palabra muy en moda—al clero, prestan á todos aquellos malos curas, que á sus flaquezas unen la rebelión con­tra la Iglesia, ó niegan en redondo todas las ver­dades de la fe.

V

¿Qué son los masones y demás sectarios?

° ^ ^ A hemos visto lo que son los curas, la doc-trina que enseñan, la necesidad de su exis­

tencia, y demostrado queda también que las fla­quezas de algunos no pueden servir ni aun de pre­texto para pedir su extinción, como la existencia de moneda falsa no es razón para que deje de acuñarse y de apreciarse la buena.

Veamos ahora lo que son los masones, que to­mamos como el prototipo de todos los sectarios, por ser ellos los que han organizado y dirigen el movimiento anticlerical con que agitan hoy al mundo.

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El masón es, en primer lugar, un hombre que blasonando de libre, se liga con juramentos terri­bles á una asociación cuyos fines desconoce en el momento de entrar en ella, y á la que ha de prestar ciega obediencia, cualquiera que sean sus mandatos.

Es un hombre, además, que alardeando de ser derpreocupado y enemigo de toda superstición, se entrega á las más ridiculas y depresivas ceremo­nias, incluso la de ponerse en cuatro pies en ple­na sesión de logia, como sucede con los afiliados al grado 22 del rito escocés de la secta masónica.

Es también un hombre que diciendo profesar los principios del libre examen, está obligado, por los juramentos que á ciegas hace, á no profundi­zar los misterios de la secta, hasta el punto de estarle severamente prohibido leer los rituales de los grados superiores á aquel que le ha sido con­fiado en la logia.

Se le dice que todos los hombres son iguales y luego se le obliga á acompañar con antorchas, cuando entran ó salen del templo masónico, á los masones de grados superiores al suyo, y se le veda sentarse en el sitio reservado á esos masones y á callar inmediatamente que el venerable de su lo­gia ó el vigilante de quien dependen da Un golpe con el mazo ó mollete sobre la piedra triangular que dichos dignatarios de logia tienen en la mesi­lla, también triangular, ante la que se hallan sen­tados.

Se dice partidario de la publicidad y acude á

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sitios escondidos, y es tal el secreto que tiene que guardar en todo lo que se refiere á los asuntos masónicos, que al final de cada sesión se le hace jurar por el venerable de la logia, no revelar á nadie lo que se ha tratado en ella.

Consta en los estatutos de la secta, para uso de los que no están verdaderamente iniciados en sus rituales secretos, que la masonería no se ocupa en asuntos religiosos ni políticos y sí únicamente en obras benéficas, y no hay movimiento antirreligio­so y revolucionario que no haya sido organizado por las logias. Ellas mismas se jactan de haber movido la pluma de los enciclopedistas del si­glo X V I I I , á ellas pertenecieron Voltaire, Rousseau, Biderot y D'Alambert, cuyos abominables traba­jos para arrancar la fe de los individuos y de los pueblos, aún sirven de pauta á todos los enemi­gos de la Iglesia de Dios en estos tiempos; consi­deran, y no mienten, como obra suya la proclama­ción de los llamados derechos del hombre el año 1789, los horrores del terror en 1793, y hasta presentan como título de gloria el asesinato del rey Luis XVI de Francia, al que los masones de la Convención francesa contribuyeron con sus votos, obligando á que también votara el infame regici­dio el duque de Orleans, primo de aquel infortu­nado monarca, y conocido en las logias con el mote masónico ó nombre simbólico de Igualdad.

Dice el masón que se ocupa en obras de benefi­cencia, pero es lo cierto que por los trabajos de la masonería, se decretó aquel infame latrocinio co-

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nocido con el nombre de desamortización eclesiás­tica, que redujo á la más espantosa miseria á millones de desgraciados que en todo el mundo re­cibían el socorro de la Iglesia, por medio de obras pías, con cuyos fondos se enriquecieron los maso­nes que antes no tenían, como se dice vulgarmen­te, sobre qué caerse muertos.

Hoy mismo tenemos una prueba de la filantro­pía masónica en las leyes de persecución y de des­pojo contra las congregaciones religiosas, presen­tadas por la Cámara de diputados de Francia y pendientes de aprobación en el Senado de la suso­dicha nación.

De aprobarse esas leyes, se triplicaría cuando menos el presupuesto de la llamada Asistencia pú­blica, ó sea la beneficencia oficial, sopeña de dejar morirse de hambre á cientos de millares de po­bres, que será lo más probable; pero en cambio los quinientos millones de francos en que han sido valuados los bienes de dichas congregaciones, ven­drán á aumentar el peculio de los compadres de las logias, que por poco más de un pedazo de pan, como decirse suele, adquirirán productivas fincas que les permitirán vivir en la holganza, que tan sin fundamento echan en cara á los religiosos, á costa de los sudores de éstos, que á fuerza de tra­bajos y de constancia habían logrado reunir ese patrimonio, no para ellos, sino para socorrer las necesidades de los desvalidos é indigentes. Con lo cual se cometerá un doble fraude; aquel de que serán víctimas los pobres, cuyo patrimonio servi-

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rá para satisfacer las codicias de los masones listos, y el que se cometerá comprando por uno lo que vale diez, como sucedió en España con las des­amortizaciones eclesiásticas, gravando además los intereses de los contribuyentes, á los que se exigi­rán mayores tributos para satisfacer los mayores gastos de la beneficencia oficial, qué hasta aquí se han venido sufragando con esos bienes de las con­gregaciones religiosas que han excitado la codicia de las logias.

VI

¿Qué doctrina ensenan los masones?

I E N D O como son los masones y demás secta­rios enemigos de los curas y frailes, no

hay que decir que sus enseñanzas han de ser dia-metralmente opuestas á las que frailes y curas en­señan. Y como está ya plenamente demostrado que la doctrina que éstos enseñan es buena, lógi­camente se deduce que ha de ser mala la que sec­tarios y masones propagan.

Esto no obstante, y para que la demostración que resulta de los dictados de la lógica quede con­firmada por los hechos, expondremos someramen­te la doctrina masónica, tal y como se enseña á los que tienen la desgracia de ser presos en las redes de las logias.

Lo primero que se le dice al candidato á ma­són es que á la secta no le importa un bledo que

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sea católico, protestante ó judío, mahometano, et­cétera, ó que no tenga creencia ninguna, con tal que convenga en la existencia de un gran arqui­tecto del universo, reduciendo de este modo la divinidad del Supremo Hacedor á la categoría de un maestro de obras, pues para la masonería to­das las religiones son iguales y todos los hombres tan estimables, cualquiera que sea la creencia que profesen. Y aunque esto no es verdad, pues para la secta masónica son indiferentes todas las creencias menos las de la religión católica, á la que tienen declarada guerra sin cuartel, resulta que al que ingresa en una logia se le obliga á profesar el principio de la libertad de cultos, que únicamente puede perjudicar á la verdad, pues la mentira sale con esto ganando.

A esta primera enseñanza, que como se ve, va derechamente contra la Religión católica, que es la única verdadera, porque la verdad es una y no admite participaciones, porque tan mentira resulta decir que dos y tres son cuatro, como que son cuatro y medio, ó cuatro y nueve décimas, si­gue otra más concreta y la única que sin ambajes ni símbolos se expone á la consideración de los que solicitan ser masones.

—Sabed—les dice el venerable de la logia—que varios Pontífices de la Religión católica, y entre ellos el actual, han excomulgado á los masones. A pesar de esto, ¿insistís en recibir la luz? (Esto es: en ser masón.)

Si eVaspirante dice que no, le plantan bonita-

mente, y no con buenos modos, de patitas en la calle, y si dice que sí, presta el juramento y le quitan la venda que ha cubierto sus ojos desde que penetró en las calles próximas á la logia, por las que así vendado le hacen dar un sin número de vueltas para despistarle, y nunca puede reco­nocer el sitio á que se le llevó, si no es admitido en la secta.

De donde se deduce, que para ser masón hay que declarar que nada se le importa ser excomul­gado, ó lo que es lo mismo, hay que hacer un acto explícito de rebeldía contra el Vicario de Jesu­cristo en la tierra, y separarse voluntariamente de la comunión de la Iglesia.

Y ahora preguntaremos: ¿Puede dudarse ra­cionalmente que el fin que se propone conseguir la masonería en el orden religioso, es un fin dia-metralmente contrario al catolicismo?

Pero sigamos relatando las enseñanzas que re­cibe el masón en el acto de ser iniciado en una logia. Después de habérsele dicho que para la ma­sonería todas las religiones son iguales y todas respetables, y ya hemos visto hasta qué punto es esto verdad^ se le dice también:

La masonería tiene por objeto borrar las barre­ras que dividen á los hombres en razas y nacio­nalidades, para convertirlos en miembros de una sola familia, pues esas divisiones territoriales son invención de los tiranos para oprimir más fácil­mente á la humanidad.

Ó lo que es.igual.

Después de borrar en el masón la idea de Dios y su obligación de defender la religión que profe­sa, borra la secta la idea de la patria, y apunta su propósito de infiltrar en el ánimo del adepto el espíritu de rebeldía contra el rey ó jefe superior de su nación, presentándole con los caracteres de un tirano aborrecible que levanta fronteras entre el pueblo que rige y los demás pueblos, de acuer­do con los otros soberanos, para mejor dominar y oprimir al resto del género humano.

¿Cabe decir después de esto que la masonería no es una asociación, no ya política, sino revolu­cionaria y demoledora?

No le basta, sin embargo, á la masonería bo­rrar la idea de Dios, de la patria y de toda auto­ridad religiosa y civil de los corazones de sus afi­liados; necesita acabar con la familia para lograr la destrucción de la sociedad cristiana y fundar otra basada en los principios del materialismo, según nos, lo ha enseñado el augusto Pontífice reinante en su admirable encíclica Hwmanum genus.

Veamos de qué modo procede para llegar á conseguir tan abominable fin.

Después de prestado el juramento masónico, el venerable entrega al nuevo afiliado un par de guantes blancos, diciéndole estas palabras:

—Recibid este par de guantes para la elegida de vuestro corazón.

Y luego añade: —Cuando lleguéis al grado de compañero po­

dréis visitar las logias de adopción.

Con lo cual el recipiendario se queda como quien ve visiones, sin encontrar la relación que pueda existir entre aquel par de guantes que el venerable le ofrece galantemente para la elegida de su corazón, y la promesa de que podrá visitar las logias de adopción cuando reciba el grado de compañero.

Y es que quizá no sepa entonces que existen logias de mujeres, y que esas logias se conocen con el nombre de logias de adopción, y que en esas logias ha de demostrar más aún que en la suya propia si le puede ser otorgado el grado de maestro, si hemos de creer en las palabras del masón Alberto Pike, gran comendador que fué del Supremo Consejo masónico de Charleston, que vienen á decir, en substancia, que el masón que sólo ama á una mujer no es digno de recibir el grado de maestro. Las palabras textuales del su­sodicho masón son más expresivas; pero, por ra­zones fáciles de comprender, no nos atrevemos á transcribirlas' en toda su descarnada desnudez.

Pero no paran en esto los propósitos de la secta masónica para destruir á la familia cristiana; su acción en este punto llega al extremo de conside­rar como único matrimonio válido á sus ojos la sacrilega parodia de la celebración de este santo Sacramento, que se verifica en la logia, en la que el venerable de la misma hace de sacerdote, ni considera como hijos legítimos, desde el punto de vista masónico, más que aquellos cuyos padres se prestan á llevarlos á las logias para que sean bau-

tizados masónicamente, otra horrible parodia del sacramento del Bautismo. La mujer y los hijos del masón que no son reconocidos como tales en las logias por medio de tan abominables sacrile­gios, no son para la secta otra cosa que la hem­bra y los vastagos naturales ó profanos del afilia­do, como dicen en las logias de todo lo que no es masónico; y de aquí que consideren á la esposa legítima, según las leyes divinas y canónicas, del masón como á una manceba, y á los hijos de ma­trimonio como á los habidos fuera de él.

Todo esto se halla plenamente comprobado en los rituales de la masonería, que hasta se venden en los baratillos de libros, y donde pueden verse explicadas por menudo las abominables ceremo­nias del bautismo y del matrimonio masónico, y hasta el de las tenidas ó sesiones fúnebres, otra horrible parodia de las exequias que la Iglesia ce­lebra en sufragio de las almas de los fieles di­funtos.

VII

Otras enseñanzas que reciben los masones.

A S T A aquí hemos tratado de las que recibe el masón de los grados inferiores; veamos

ahora las que aprenden en los grados superiores al 3.° ó sea el de maestro.

Pero antes de entrar en materia acerca de este punto, hemos de decir que al recibir el masón del

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grado 2.° ó sea el compañero el grado de maes­tro, se le dice, después de una serie de enrevesa­dos simbolismos, que no hacen ahora al caso, que los tres enemigos contra quienes tiene que com­batir la masonería son la ignorancia, la hipocre­sía y la ambición. Mas esto es también un símbo­lo, porque esos toes vicios son otras tantas repre­sentaciones de instituciones, que más adelante y con el ritual masónico del grado correspondiente á la vista, designaremos como ese ritual las de­signa, con sus nombres propios.

Y dicho esto, que no debe echar en olvido el lector, pasemos al examen de las enseñanzas que el masón recibe en los grados superiores al de maestro.

En los grados 9.° y 10 se proclaman como me­dio de realizar los fines masónicos el asesinato; en el 16 se dice textualmente que los trabajos ma­sónicos hacen ver que la igualdad humana pro­duce, como consecuencia inmediata, la libertad y la independencia de las naciones como reuniones históricas ó territoriales, y como consecuencia mediata, que los derechos y los intereses de la humanidad no pueden ser limitados por las fron­teras. Que es, ni más ni menos, que la ampliación de la idea de borrar los sentimientos de amor á la patria, ya apuntada en la ceremonia de la inicia­ción masónica.

Hay, además, en este grado un simbolismo cuya significación es de gran importancia, y cuya sín­tesis es la siguiente:

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Represéntase en el susodicho grado á los judíos luchando para vencer á los samaritanos y que desconfiando Zorobabel de someterlos, pidió su protección al rey Darío,'que éste se la otorgó y desde entonces los judíos, apoyados por el monar­ca asirio, hicieron pagar el tributo á los samari­tanos.

A primera vista no parece que exista congruen­cia entre la teoría de que los derechos é intere­ses de la humanidad no puedan ser limitados por las fronteras, y que de resultas de la embajada de Zorobabel á Darío, los judíos lograron sacar el tributo á los samaritanos; pero si se tiene en cuen­ta que de la teoría disolvente de borrar las fron­teras ha sacado partido el judaismo para hacerse desde el punto de vista económico dueño del mun­do, y los puntos de contacto que existen entre masones y judíos, hasta el punto de hallarse en manos de éstos la dirección suprema de la secta masónica, se comprenderá fácilmente que los sa­maritanos del grado 16 de la masonería somos todos los cristianos y muy principalmente la Igle­sia católica, despojada de sus bienes por toda cla­se de sectarios con el apoyo del Estado moderno, á quien representa en el simbolismo masónico el rey Darío.

En el grado 17, además de ensalzarse los erro­res del gnosticismo, se proclama el derecho de re­unión tal y como lo entienden todas las escuelas liberales.

En el grado 18, ó sea el de príncipe Rosa-cruz,

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se'profana la institución de la sagrada Eucaristía de un modo tan sacrilego como horrible.

El grado 21 tiene dos aspectos: el del simbolis­mo judaico que caracteriza á todos los grados de la masonería y en el que se trata de la reedifica­ción de la torre de Babel, ó sea del triunfo de la soberbia satánica, ó de la razón independiente so­bre la fe, y otro ya indicado en el grado 17.

En el simbolismo de este segundo aspecto apa­rece un obispo de Viena, condenado á perder lo» bienes que había adquirido, según el ritual masó­nico, por malas artes, y no hay necesidad de ser muy lince para conocer que el susodicho obispo representa aquí á la Iglesia condenada por la ma­sonería al despojo de sus bienes, empleando para ver de justificar tan inicua medida, las calumnias que acerca del origen de dichos bienes hacen co­rrer todos los sectarios.

En el grado 30 ó sea de caballero Kadosch, se explica más claramente quiénes son los enemigos á quienes la masonería tiene que exterminar, pue* al recipiendario se le obliga á atravesar con ua puñal una tiara, una mitra y una corona, y en al­gunas cámaras de este grado, donde domina el ele­mento judaico, se obliga al caballero Kadosch á pisotear, ¡horror causa decirlo!, un crucifijo.

En el grado 32, príncipes del real secreto, y note el lector que en la secta masónica donde tan­to se habla de la igualdad, todos los masones de los altos grados, son patriarcas, príncipes y sobe­ranos, para distinguirlos del vulgo masónico, se

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declara de una manera clara que al auge en que hoy se hallan los principios de la masonería, han contribuido la herejía de Lutero, la emancipación de los Estados Unidos de la América del Norte, y la revolución francesa, pero que su victoria definiti­va no llegará hasta después del triunfo del socia­lismo y de la anarquía. ¿Qué le parece al lector de la fraternidad masónica?

Pero todo esto son tortas y pan pintado si se compara con la enseñanza del grado 33, el más empingorotado de la masonería escocesa. En él, dejándose de simbolismos y de garambainas, se di­ce al recipiendario que los tres enemigos del sim­bólico maestro Hiram, ó sea de la masonería, son la Ley, la Propiedad y la Religión, y que contra esos tres enemigos ha de pelear la secta hasta vencerlos. Esto no se dice, como es de suponer, á aquellos á quienes se concede ese grado para que figuren como fantasmones en las logias, sino á los verdaderos iniciados, según el ritual secreto, aun­que no tanto, pues impreso corre sin que los ma­sones puedan negar su autenticidad, del mencio­nado grado 33 (1).

(1) Puede consultarse á este fin la obra que lleva por título La masonería en España. Madrid, 1893. (Impresa con licencia de la autoridad eclesiástica.)

Vili

«La obra de los maso ¡íes y demás sectarios.

5 0 ^ - O N O C I D A una doctrina, nada más fácil que g¡2¡2$? calcular sus efectos; pero cuando éstos ya se han producido no es necesario que el entendi­miento discurra, pues basta con que la memoria los retenga en su archivo.

No vamos á hablar de Historia antigua, sino de Historia contemporánea, de sucesos de ayer, como aquel que dice y aun de hoy, porque hoy más que nunca se sienten en el mundo los efectos de la perniciosa doctrina masónica.

Fijémonos en España, pues para España espe­cialmente y para los españoles escribimos; entre­mos en cualquiera de sus ciudades, en la que á cualquiera de nuestros lectores le plazca, pues el espectáculo que va á considerar es igual en todas y quizá ni aun necesite moverse de su casa, bas­tándole con asomarse á una ventana para com­probar la verdad de lo que pasamos á exponer.

¿Qué se hizo de aquella robusta fe y de aquella pública y acendrada piedad del pueblo español? ¿Qué de aquel sincero amor á la patria, que llevó á nuestros padres á plantar la bandera española en todos los confines del mundo conocido, y del que Dios nos otorgó valiéndose del famoso geno-vés Cristóbal Colón? ¿Dónde hallar ya aquella fir­me y digna adhesión á sus soberanos temporales,

que permitió á éstos realizar las empresas glorio­sas que aún asombran al mundo? ¿Dónde fué á parar el respeto á la ley y á sus representantes? ¿Qué se hizo de la misericordia del rico para con el pobre, de la gratitud de éste para sus bienhe­chores, de las francas y cordiales relaciones, guar­dando cada cual su puesto, de amos y criados, de maestros y oficiales ó de patronos y obreros?

Aquí y allá aún existen vestigios de esa hermo­sísima armonía de los hijos del mismo Dios, de la misma patria y de la misma familia; pero, en ge­neral, bien puede decirse, por desgracia, que todo es desunión y discordia. Rota la unidad de la fe, los que antes se consideraban, y con razón, hijos del mismo Dios, son hoy enemigos irreconcilia­bles, que se increpan, se insultan y se maltratan, esperando que llegue la hora de la batalla defini­tiva que ha de producir el exterminio de uno de los dos bandos.

En el orden político ocurre lo propio; el turno de los partidos ha sustituido al gobierno estable de los antiguos tiempos, en que el oficio de go­bernante no se conquistaba por el voto de la mu­chedumbre alucinada por las frases de relumbrón de un audaz charlatán, y ya son pocos los espa­ñoles que no se juzguen en aptitud para escalar los puestos más preeminentes de la gobernación del Estado. Y como estos puestos son pocos y los aspirantes innumerables, de aquí la formación de bandos ó partidos políticos que traen divididos á los vecinos de un mismo pueblo, que ya no con-

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curren unidos á la realización del bien común, sino que luchan y se despedazan para que su bando se sobreponga al contrario, con perjuicio de la buena administración y de la paz que debe rei­nar entre personas que diariamente tienen que estar en contacto para los fines de la vida de re­lación.

De ese semillero de odios surgen las asperezas que dificultan la solución del problema social, pro­blema que, por otra parte, debe su agravación á las doctrinas masónicas y sectarias, porque es in­dudable que arrancada de los corazonesy de los en­tendimientos la idea de Dios, y suprimida la obli­gación de seguir sus preceptos, el hombre queda entregado á sus sentimientos egoístas, haciendo al rico duro de corazón para con el pobre, y ha­ciendo ver á éste que el rico es el enemigo que le arrebata la parte de bienes que le corresponde para atender á las necesidades de su existencia.

Pero no paran en esto los estragos que la doc­trina masónica y sectaria causan en la sociedad. La familia que es su base natural, sufre igualmen­te las consecuencias de tan perniciosas doctrinas-

Para convencernos de ello, basta examinar lo que pasa en muchas familias, comparándolo con lo que sucedía antes de que las doctrinas masóni­cas y sectarias se hubieran abierto paso en el mundo. ¿Cuándo se vio, como ahora, á gran nú­mero de padres haciendo alardes de impiedad ante sus hijos, y á éstos olvidarse del respeto que deben á sus padres? Y lo que todavía, si cabe, es

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más horrible: ¿cuándo se vio á la mujer, como hoy se ve á muchas, haciendo gala de despreocu­pación en asuntos religiosos? ¿Qué prácticas pia­dosas quedan hoy en bastantes familias, de las que antiguamente no prescindía niuguna?

Grandes y muy graves son los males que las perversas doctrinas sectarias han causado en las leyes que rigen en los Estados modernos, pero aún son mayores los producidos en las costum­bres, así públicas como privadas.

No ha contribuido poco á esos males la libertad de la prensa para esparcir toda clase de errores y de abominaciones, siendo de notar acerca de este punto, para demostrar la parte que la masonería tiene en ese medio de corrupción, que según de­claró hace algunos años el conocido masón D. Ni­colás Díaz y Pérez desde las columnas de La Épo­ca, no hay periódico en Madrid, excepción hecha por supuesto, de los declaradamente católicos, que no cuente en su redacción con dos redactores ma­sones. Afirmación que ninguno de los periódicos aludidos desmintió, y que por tanto puede con­siderarse como consentida.

Una de las cualidades que primeramente pierde el masón así que se acostumbra á respirar el am­biente de la logia, es el sentimiento religioso que le fué comunicado por las piadosas enseñanzas de su madre y por la doctrina cristiana que apren­dió de los sacerdotes encargados de la catequesis de la infancia. Sin darse cuenta de ello comienza á odiar al cura, objeto de las burlas masónicas, si

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no precisamente en las sesiones de las logias de aprendiz, donde, y esto no siempre, se procura no alarmar demasiado las conciencias de los nuevos adeptos, sí en los intermedios de aquéllas, donde los masones se entretienen en la llamada sala de los pasos perdidos ó sea la antesala de la logia, en disertar sobre religión y política, asuntos de que no pueden tratar en las referidas reuniones de los aprendices.

En aquellos intermedios es donde recibe el nuevo iniciado las enseñanzas masónicas sin sim­bolismos ni mogigangas. Un masón antiguo y ex­perimentado en ese género de corrupción, lleva generalmente la voz cantante y repite, aprendidas de memoria, todas cuantas calumnias se han es­crito y publicado contra la Iglesia y sus ministros, y no hay que decir si esa obra periódica de difa­mación contra el clero, salpicada de chistes obs­cenos y de chascarrillos indecorosos, irá sembran­do en el masón nuevo, primero la duda y después la más completa incredulidad en asuntos religiosos.

Pero ese masón, es quizá casado y tiene hijos, y cuando desde la logia vuelve á su casa, lleva ya el veneno que ha de verter en las almas de los indivi­duos de su familia. Si antes se confesaba con fre­cuencia, deja de hacerlo en absoluto desde que es masón, prescinde de la obligación de oir Misa, y si por acaso alguno de sus hijos le pregunta algo acerca de lo que aprendió en la escuela sobre un punto relacionado con la Doctrina cristiana ó con la Historia Sagrada, el masón se encoge de hom-

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bros despreciativamente, si no es que suelta en re­dondo alguna de las patochadas irreverentes que oyó en la logia.

Y así como le han quitado los otros masones la fe, así se la quita él á su vez á su mujer y á sus hijos; y si por ventura está casado con una mujer sinceramente cristiana, penetra en el hogar do­méstico la discordia más espantosa, con grave y muchas veces irreparable detrimento de la buena educación de los hijos.

Tal es la obra del masón, completamente opues­ta, como se ha escrito, á la obra del cura. Veamos ahora algunos de sus frutos, para poder juzgar con pleno conocimiento de causa, de la perversi­dad del árbol que los produce.

IX

Frutos de la enseñanza masónica,

tA hemos demostrado con las enseñanzas de los grados 9.° y 10.° de la masonería, según

constan en los respectivos rituales de dichos gra­dos, que dicha secta proclama el asesinato como uno de los medios conducentes al logro de sus abominables fines; y en el ritual del grado 30 he­mos visto también, que de esos procedimientos cri­minales, han de ser víctimas con preferencia los Papas, el clero (á cuya cabeza están los obispos) y los reyes.

Las masones, á quienes maldita la gracia que ha

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hecho la [divulgación de esos ritaales, insisten en afirmar que todo eso es simbolismo puro, pues sus tiros se dirigen á destruir á la ignorancia, á la hi­pocresía y á la ambición, que son los tres enemi­gos de la humanidad, representados por los tres compañeros que dieron muerte al maestro Hiram, constructor del templo de Jerusalén, según la en­señanza que se da al masón cuando recibe el grado de maestro.

Pero si esto fuera así, ¿á qué venían las pala­bras ¡venganza!, ¡venganza!, que sirven de con­traseña en dichos grados? ¿A qué el esgrimir un puñal, como lo hacen esos elegidos de los nueve y esos caballeros Kadosch, cuando se quieren dar á conocer unos á otros? ¿No parece lo más natural que tratándose de destruir la ignorancia, en vez de esgrimir un puñal, mostraran un libro abierto, y en lugar de gritar, ¡venganza!, dijeraií de corri­do las letras del alfabeto, ya qué quieren velar sus intenciones por medio de símbolos? Y si de des­truir á la hipocresía se trata, ¿por qué no decirlo francamente en lugar de andar con esos trampan­tojos? Y si es la ambición el enemigo de la maso­nería, ¿á qué viene esa cáfila de títulos rimbom­bantes de grandes caballeros, sublimes príncipes y soberanos inspectores, etc., etc., con que se en­galanan los masones?

Guando Jesucristo nuestro Señor vino al mun­do á destruir la ignorancia, comenzó por enseñar al pueblo, no en obscuras cavernas ni en miste­riosos conciliábulos sino en campo abierto, en la

plaza pública, en la sinagoga, donde se hallaban sus enemigos, según El mismo lo hizo valer cuan­do le preguntaron acerca de su doctrina.

Vino á destruir la hipocresía, y sin andarse con circunloquios ni símbolos enrevesados como los masones, llamó á los fariseos raza de víboras, se­pulcros blanqueados y cuanto hacía al caso, para que el pueblo conociese la doblez de aquéllos en la apariencia más escrupulosos guardadores de la antigua ley.

¿Y de qué modo luchó contra la ambición? Sin hacer alarde vano pudo llamarse Hijo de Dios, porque lo es realmente; sin pecar de soberbia pudo llamarse cuando menos Príncipe, pues era sucesor del rey David; pudo, lo que no há podido ni po­drá jamás hombre alguno en el mundo, escoger su cuna y nacer en un palacio, y morir, ya que había decidido hacerlo, en lecho suntuoso, y ro­deado de solícitos servidores, y hacerse unos fu­nerales como los del soberano más poderoso de la tierra. Y precisamente, para destruir la ambición que había perdido al hombre, escogió para cuna un pesebre y para lecho de muerte una cruz, el suplicio más ignominioso de aquellos tiempos, y para compañeros de su agonía dos miserables ban­doleros.

No, repetimos; no son un mero símbolo esos gritos de venganza, ni esas calaveras, ni esos pu­ñales que se dan, se muestran y se esgrimen en los grados 9.° y 30. Esos gritos se dan fuera de las logias en los motines callejeros, se dieron en los

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días del terror de la revolución francesa, obra de los masones, y en el saqueo de los conventos en España cuando la degollación de los frailes, algu­nas de cuyas calaveras han servido en los antros masónicos para recordar con satánica alegría aquellas horribles matanzas y para jurar repe­tirlas.

Los puñales de la secta han sido á veces sím­bolo, pero símbolo de las bombas que el masón Orsini arrojó al coche del emperador Napoleón III y de las pistolas y revolvers á cuyos tiros han su­cumbido bastantes soberanos de Europa, dos pre­sidentes de la república norte-americana en el pa­sado siglo, y el presidente mártir de la república del Ecuador, García Moreno.

Y puñales no simbólicos, sino muy afilados, fueron los que los masones esgrimieron contra Rossi, el ministro del inmortal Pontífice Pío IX y el que el cura Merino, que ya había tratado de atentar contra la vida de Fernando VII, esgrimió el año 1852 contra la reina doña Isabel II; pues está probado que no sólo era masón el cura Me­rino, sino por añadidura carbonario.

Y masón, precisamente del grado 9.°, ó sea el de las venganzas, es el cura Galeote, asesino del primer obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá, según dijeron varios periódicos liberales, y por tanto nada sospechosos en este punto, á raíz de aquel horrible y sacrilego crimen.

Y masón era Caserío, el asesino del presidente de la república francesa Sadi-Carnot, y masón An-

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giolillo, el asesino de D. Antonio Cánovas del Cas­

tillo, y Luceni, el de la emperatriz de Austria, y Bresci, el del desgraciado Humberto de Saboya.

Porque ni el ser masón libra á los reyes del pu­

ñal de los masones; porque la masonería después de haberse valido de los reyes para perseguir á la Iglesia, acaba con los reyes, como se desembaraza el asesino de un cómplice peligroso. La triple pu­

ñalada del sombrío masón del grado 30 á la tiara, á la mitra y á la corona, es el testimonio más elocuente de la verdad que acabamos de apuntar.

Estos son los frutos de la masonería. Vamos á ver lo que sería el mundo si se realizaran los pla­

nes de los sectarios.

X

№1 mundo en poder de masones y demás sectarios.

U P O N G A M O S por un momento que los abomi­

nables deseos de los masones y demás sec­

tarios se han cumplido. Ya no hay frailes ni curas en el mundo y cada cual es dueño de adorar á Dios á su manera, ó de no adorarle de ninguna y aun de negar su existencia en redondo para dar, sin freno alguno, rienda suelta á sus pasiones.

Ya no hay curas, ni iglesias, ni culto de ningún género, ni Sacramentos, ni enseñanza de la doc­

trina cristiana, ni nada que tenga la más mínima semejanza con las prácticas religiosas.

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Ya todo el mundo se dedica á los negocios de la tierra sin pensar en los del cielo; el que tiene bienes de fortuna, gasta y triunfa; el que no, se come los codos de hambre ó se dedica á buscar, donde los encuentre, los medios de atender á sus necesidades.

Los sectarios y masones han triunfado en toda la línea; la autoridad ya no emana de Dios, pues á los ojos de una sociedad constituida por secta­rios, Dios es un mito inventado por los curas, y no habiendo curas se aoabó el mito. Pero como sin autoridad no pueden vivir los pueblos, hay que recurrir para inventarla al principio masóni­co de que la autoridad no viene de arriba, sino de abajo; esto es, que el origen de toda autoridad re­side en el pueblo, y que éste delega en los magis­trados que elige para que cuiden de la goberna­ción del Estado. Pero como el delegado no puede representar al delegante sino por el tiempo por que éste quiera, resulta que la autoridad para go­bernar el Estado no puede ser más precaria, pues un capricho del pueblo soberano puede dar al traste con ella.

Pero de fijo al llegar aquí no faltrrá quien nos diga:

—Pues qué, ¿acaso no sucede eso mismo en los Estados que antigua y actualmente han adoptado la forma republicana y los poderes amovibles del primer magistrado de la nación, sin que por eso se hunda el firmamento ni tiemblen las asieras?

—Sí que sucede, contestaremos, pero con una

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diferencia muy esencial, y es la de que, habien­do curas, el pueblo sabe que debe respetar á los gobernantes como quien respeta á Dios en ellos, mientras que en un Estado sin religión falta ne­cesariamente ese respeto; porque el pueblo puede dar el cargo, pero no la autoridad para ejercerlo; porque la autoridad es patrimonio del superior, y siendo el pueblo el superior, ó lo que es lo mismo, residiendo en él la fuente de toda autoridad, la del jefe del Estado, que sería delegada, sería infe­rior á la suya, y las leyes de aquél no podrían prevalecer sin la sanción del pueblo, lo cual haría todo gobierno imposible.

Y realmente, si el hombre al obtener el poder no recibe otra autoridad que la que en él delegan sus electores, está siempre á merced de ellos y sujeto á las veleidades de la opinión, tan frecuentes en las muchedumbres, y muy pronto resonaría en sus oídos este grito, que ya constituye el progra­ma de los más violentos sectarios:

—Ni Dios, ni amo. Ó lo que es igual: ni autoridad divina, ni auto­

ridad humana; pues siendo todos los hombres en el sentido de no admitir entre ellos ninguna dife­rencia social, ninguno podría ejercer jurisdicción sobre los demás, ni éstos otorgarla sin abdicar de su autonomía, cosa que considera degradante y abyecta todo sectario convencido.

Pero ¿á qué recurrir á argumentos especulati­vos para demostrar lo que en el orden religioso y en el político y social sería el mundo en poder de

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los masones y demás sectarios, cuando, por confe­sión de la propia secta masónica, sabemos ya que su objeto es destruir la ley, la Religión y la pro­piedad?

¿Y qué es esto sino sumir al mundo, no ya en las tinieblas del antiguo paganismo, sino en los horrores de la más espantosa y triple barbarie?

Sin Dios no hay salvación alguna pira las al­mas, ni eternidad feliz ó desgraciada según las obras de cada individuo, sino una vida efímera de alma y cuerpo, tras la cual sólo se encuentra la nada. En esas condiciones, ¿para qué el estudio de las ciencias morales, ni las obras del ingenio humano, como la poesía, la música y la pintura, que aunque penetran en los sentidos no se detie­nen en ellos, sino que van principalmente á de­leitar al espíritu? Todo lo que no sirviera para satisfacer los apetitos de la carne, quedaría pros­cripto como innecesario y aun nocivo en una so­ciedad sin curas y dominada por los sectarios. Al hombre inteligente y pensador sucedería el hom­bre máquina, mejor dicho, el hombre bestia, pues al dejar de cultivar el entendimiento, hasta los adelantos materiales de que tan envanecidos se muestran los hombres del siglo, irían desapare­ciendo hasta quedar por completo abandonados.

Pero además de suprimir á Dios, que no á otra cosa equivale suprimir la Religión, los masones quieren suprimir la Ley, esto es: quieren tener como única regla de su vida su capricho. ¿Puede concebirse anarquía más espantosa? El hombre

entregado á sus apetitos y teniendo éstos como única regla de su existencia, no se diferencia en nada de la bestia.

Pero como los apetitos de un hombre encuen­tran un obstáculo en los apetitos de otro hombre cuando ambos ansian una misma cosa, no sólo el hombre queda convertido en bestia, sino en bes­tia feroz, pronta á devorar á otra bestia también feroz, que le disputa una presa, á la cual uno y otro se consideran con el mismo derecho, porque ya hemos visto que además de destruir la ley, pre­tende el masón destruir la propiedad, aunque esto último, suprimida la idea de Dios y destruida la ley, la propiedad queda ipso fado destruida, pues no hay ya precepto divino ni humano que la de­fienda.

¿Va comprendiendo ya el lector lo que sería el mundo en poder de los masones y de sus sec­tarios? ¿No ve claramente que entregado el mundo á tan horrible desorden, la sociedad no tardaría en desaparecer por completo? ¿Pero qué decimos la sociedad? ¿Podría subsistir siquiera la familia? No, seguramente, porque el hombre, seducido al miserable estado de bestia feroz, no querría sopor­tar las cargas que la familia trae consigo, tales como la manutención de la mujer y de los hijos, la educación de éstos, su asistencia en sus enfer­medades, ninguno, en suma, de los cuidados que lleva consigo el carácter de cabeza de un hogar?

par modesto que éste sea. El hombre se uniría transitoriamente á la mu-

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jer como se unen las bestias, alejándose de ella así que hubiera satisfecho su concupiscente ape­tito. Quizá la mujer, por ese instinto maternal que Dios ha concedido á los seres irracionales, cuida­se á su prole en la primera infancia; pero presto la abandonaría, así que viera que no necesitaba su cría aquellos cuidados que son necesarios para que pudiera manejarse por sí sola. No habría, pues, ni hijos, ni padres, ni hermanos, sino bestias humanas como las hay de la raza canina, de la felina ó de cualquiera de las innumerables que existen en la escala zoológica.

No se lograría, seguramente, que el hombre descendiese del mono, como pretendía Darwin, pero sí que entre uno y otro en su manera de vi­vir hubiera escasa diferencia. Tal es, en suma, la tan decantada civilización á que aspiran los ma­sones, y sólo pensar que semejante horror se con­sumara, llena el alma de indecible angustia y to­das las fibras de nuestro ser se extremecen á im­pulsos de un terror que traspasa los límites del pánico.

XI P e s e á los masones y demás sectarios, habrá

siempre curas.

ERO serénese el ánimo del lector, á quien haya impresionado dolorosamente la idea

de que los fines masónicos llegaran á realizarse. Por la infinita misericordia de Dios no se reali-

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zarán; en primer lugar, porque Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ha prometido á su Iglesia que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; y después, porque una vez descubiertos los infa­mes planes de la masonería, no ha de ser tan cie­go el género humano que los secunde, aunque sólo fuera por instinto de propia conservación.

Podrá, sí, ocurrir, y eso ya sería una desgracia inmensa, que Dios retirase su protección á las na­ciones que, habiendo sido llamadas como el pue­blo escogido del Señor para defender su doctrina, falten á su vocación y prevariquen como preva­ricó el pueblo de Israel.

Otros pueblos, otras naciones, serán llamadas á continuar la obra de glorificar á Dios, y de ello van ya observándose no pocos indicios en las naciones protestantes, donde el catolicismo cuenta, como en Alemania é Inglaterra, una libertad de acción que, ¡vergüenza causa decirlo!, se la niega en los Esta­dos oficialmente católicos.

Habrá curas, pese á los masones y demás sec­tarios, porque la obra de la civilización verdadera no puede desaparecer, y sin el cura y sin el fraile, esa civilización no existiría.

Curas y frailes fueron los que sacaron al mun­do de las tinieblas de la barbarie, enseñando la doctrina que los mismos sectarios tienen que reco­nocer que es buena, no sólo por su origen divino, sino por los bienes de orden natural y humano que proporciona.

Curas y frailes fueron los que enriquecieron las

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bibliotecas con obras de todos los ramos del sa­ber humano; los que organizaron la enseñanza de las ciencias, de las artes, de la agricultura y de la industria.

Sin los curas y los frailes, no existiría ninguno de los progresos materiales de que tanto se ufanan los hombres del siglo; porque en las iglesias, en los monasterios, en los conventos, como la abeja en su panal, se sentaron todas las premisas cien­tíficas, cuyas aplicaciones admiran al mundo.

Sin curas y frailes no existiría la cultura que hace al hombre asequible al trato social, porque el mundo se hallaría sumido en la mayor ignoran­cia y sabido es que la ignorancia hace al hombre zafio é insociable.

No es posible calcular los tesoros de sabiduría que han salido de las iglesias y conventos. Puede, sin embargo, formarse el lector de ello una im-perfectísima idea, con sólo fijarse en que las an­tiguas universidades del mundo estaban dirigidas por curas, y frailes y que actualmente, y pese á la secularización de la enseñanza decretada por los Estados modernos, esto es, por los masones y sectarios, millones de seres reciben la instruc­ción primaria, la elemental y aun la superior, de curas y frailes. ¡Y todavía les llaman obscuran­tistas!

¡Obscurantistas ellos, que así que llegan á cual­quiera de los pueblos bárbaros que en cumpli­miento de una misión sublime van á evangelizar, lo primero que hacen es establecer una iglesia y

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en ella una escuela! ¡Obscurantistas y les deben el saber leer y escribir un gran número de los que de ignorantes les acusan!

Sin el cura y el fraile no existiría la caridad, porque la caridad digna de este nombre, digan cuanto quieran los trovadores de la hospitalidad musulmana y de la generosidad de los pueblos salvajes, sólo existe en la Iglesia de Dios y en las instituciones fundadas por ésta, es decir, por esos curas y esos frailes contra los que masones y de­más sectarios azuzan el furor ciego é ignorante de las turbas.

Decid, masones, librepensadores y demás sec­tarios, ¿cuándo han fundado alguno de los vues­tros una asociación para asistir á los enfermos, para dar de comer á los necesitados ó para redi­mir á los cautivos?

¿Dónde están vuestros establecimientos de en­señanza, ya que os llamáis partidarios de la civi­lización y del progreso? ¿Cuántas escuelas habéis fundado? ¿Qué Universidades habéis instituido? ¿Qué bibliotecas habéis formado?

Cuando la instrucción dada á la juventud en las Universidades de que se apoderó el Estado, atribuyéndose funciones docentes que no le co­rresponden, era todavía católica, ó por lo menos no opuesta á las enseñanzas de la Iglesia, todo se os volvía pedir libertad, mucha libertad de ense­ñanza, hasta el punto de que en uno de los famo­sos lemas del periódico La Discusión, dirigido por D. Nicolás María Rivero, antes de la revolu-

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ción de 1868, se pedía para cada ciudadano la facultad de enseñar sin títulos académicos.

Pero triunfó la revolución y del mismo modo que aquellos que pedían la abolición de las quin­tas y matrículas de mar y el ejército voluntario (otro de los lemas del periódico de Rivero), han acabado por pedir el servicio militar obligatorio, así también cuando se ha visto que bajo el régi­men de una libertad de enseñanza, no pedida ciertamente por la iglesia, (pues el espíritu en que se inspiran los principios de esa llamada libertad no son los principios católicos que no admiten la libertad para el mal), cuando se ha visto, repeti­mos, que bajo ese régimen, las congregaciones re­ligiosas fundaban y multiplicaban escuelas, insti­tutos y universidades, los masones y demás sec­tarios han proclamado el absurdo principio de la tiranía docente del Estado y lo han comenzado á llevar á la práctica poniendo toda clase de trabas y cortapisas á la enseñanza libre.

Y como así y todo aún tienen esas tan calum­niadas congregaciones religiosas vitalidad bastan­te para luchar contra la ignorancia que al pueblo tratan de imponer los sectarios, recurren éstos al medio de pedir la disolución de esas sagradas mi­licias, y su extrañamiento del mundo civilizado, como si de fieras dañinas se tratase.

Pero qué, ¿el cura y el fraile por serlo, han de­jado acaso.de ser ciudadanos con los mismos de­rechos que el resto de sus compatriotas? ¿No son los curas y frailes tan españoles como el que más

de todos los españoles seglares? Y respecto á los curas y frailes extranjeros, ¿son en algo inferiores á los sacamuelas norteamericanos ó á los afilado­res franceses que vienen á España á ejercer sus industrias, sin que nadie les moleste, ni mucho menos pida su expulsión?

—¡Ah!—exclaman los masones y demás secta­rios, cuando se les hace este argumento que no tiene vuelta de hoja.—Los curas y los frailes de­penden de Roma, y Roma es un poder extranjero.

¡Válganos Dios, y qué patriotas nos resultan ahora esos masones, que comienzan por enseñar á sus adeptos que eso de las diferentes naciones y fronteras, son invenciones de los tiranos para me­jor sojuzgar á la humanidad!

Pero decidme, escrupulosos masones, ¿sabéis acaso de quién dependéis vosotros? Sois esclavos de un poder oculto cuya nacionalidad ignoráis, pero que según todos los indicios y aun pruebas fidedignas, es la judaica. Vuestro nombre en Es­paña va unido á todas las desmembraciones del territorio patrio; cuando Napoleón invadió á Es­paña, erais alrancesados; cuando las colonias se rebelaron contra la madra patria, filibusteros, y ahora en Cataluña sois separatistas, y trabajáis por la anexión á Francia de dicho principado.

En cambio el cura y el fraile fueron en la gue­rra de la Independencia el obstáculo más grande conque tropezó el invasor, y ante el que se estre­llaron sus ambiciosos proyectos; en las colonias han sido los más decididos defensores de la inte-

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gridad de España, y siempre y en todas partes han colocado su amor á la patria inmediatamente después de su amor á Dios.

Dependen de Roma en lo espiritual; pero en lo temporal han sido siempre los más fieles hijos de su nación respectiva, y jamás España fué más grande y poderosa que cuando fué gobernada por curas y frailes, ó tuvieron éstos influencia en las regiones del Estado.

¿Acaso fué un mal español el cardenal Ximé-nez de Cisneros porque en lo espiritual dependía de Roma? ¿Fué mal francés el cardenal Richelieu por la misma causa? Nadie que tenga el entendi­miento sano y conozca la Historia podrá afirmar que ambos purpurados no fueron los más celosos amadores de sus respectivas patrias.

Lo contrario sucede con los masones. Masón era Azanza, presidente de las cortes de Bayona, que entregaron el gobierno de España al intruso José I; masón era Riego, que se sublevó contra su rey le­gítimo al frente de las tropas que iban á combatir á los rebeldes americanos y que por esta causa no fueron, lo que acarreó la pérdida para P spaña del continente americano. Masones eran los jefes y ofi­ciales del ejército español, que hicieron causa co­mún con los insurrectos de Méjico, de Bolivia y del Perú, y masones también los que han capitaneado últimamente las rebeliones de Cuba y Filipinas, cuyo apoyo más firme lo han obtenido de los ma­sones de la península, y ahí está el masón Morayta, que aunque lo pretenda, no podrá dejarnos por em*

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busteros, pues de su intervención en,la propa­ganda sectaria en nuestras antiguas posesiones de la Oceanía existen pruebas realmente abruma­doras.

No; ni el cura ni el fraile desaparecerán del mundo porque, su necesidad, plenamente de­mostrada por la Historia, aunque no lo estuviera por el origen divino de la clase sacerdotal, les hará existir todo lo que el mundo tenga de dura­ción.

Jesús al despedirse de sus Apóstoles, les dijo es­tas palabras, que en medio de las más violentas persecuciones contra la Iglesia, se han visto siem­pre confirmadas:

—Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.

Y sabido es que pasarán los cielos y la tierra, pero las palabras de Jesucristo, Hijo de Dios, no pasarán:

Esto no impedirá seguramente, antes al contra­rio, será una plena confirmación de las divinas palabras del Salvador del mundo, que los maso­nes y sectarios triunfen temporalmente en algu­nas naciones del mundo, y aun las arrastren á una prevaricación tan dañosa para las almas como para los cuerpos, para los individuos como para los pueblos; y deber es, por tanto, de todo buen católico y de todo buen español, impedir que nuestra patria sea una de esas desgraciadas na­ciones.

Unamos, pues, todos nuestros esfuerzos para

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destruir los planes de las logias, y Dios nos con­cederá la corona de la vida, ofrecida á los que perseveran amándole y sirviéndole hasta la muerte.

XII

C o n c l u s i ó n .

E M O S visto ya lo que son los curas y frailes, y lo que son los masones y sectarios. Los

primeros nos enseñan una doctrina que, á más de asegurarnos si la observamos fielmente, nos da por añadidura la verdadera civilización, el ver­dadero progreso y la paz y el bienestar, no sólo moral, sino también material, de los individuos y y de los pueblos.

Lo que pueden darnos los segundos, esto es, los masones y demás sectarios, ya lo hemos visto tam­bién. La doctrina es nociva, tanto para las almas como para los cuerpos. Si llegase á triunfar, el hombre quedaría reducido á la condición de bestia; la sociedad se desquiciaría después de convulsio­nes violentísimas y de catástrofes sin cuento; de la familia no quedaría ni rastro, y la especie hu­mana, perdida su superioridad espiritual sobre los animales, pero inferior á éstos desde el punto de vista de la fuerza bruta, acabaría por ser devora­da á su vez por las fieras que hoy pueblan los de­siertos.

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Con los curas y frailes hallará sabiduría el igno­rante, consuelo el afligido, pan el menesteroso, al­bergue el que de él carezca, vestido el desnudo y, lo que vale más que todos los bienes temporales, perdón el hombre pecador y esperanzas fundadas de vida eterna.

Y estos no son ofrecimientos ni programas po­líticos vanos, como los que lanzan á la publicidad los masones y demás sectarios para embaucar á los pueblos dejándolos luego chasqueados. Todo cuanto dejamos apuntado, lo han hecho y lo siguen haciendo los curas y las congregaciones religiosas. Porque ¿qué institución benéfica ó docente existe en el mundo que no deba su origen á esos curas y á esas Ordenes religiosas tan calumniadas?

No ignoramos que masones y demás sectarios, siguiendo la máxima maquiavélica del divide y reinarás, y fingiendo un espíritu de imparcialidad que están muy lejos de sentir, hacen sutiles dis­tinciones, falseando.los artículos del Concordato, entre las congregaciones religiosas que se dedican á la enseñanza y á obras de beneficencia y las que dicen que no se ocupan en dichas obras. ¿Pero dónde está esa segunda clase de Ordenes religiosas, cuyos fines no son ni la enseñanza ni la caridad?

¿A que no las nombran donde haya personas que puedan desmentirlos con pruebas fehacientes?

Se dedican, por ejemplo, á la enseñanza los Es­colapios, ¿pero no se dedican también á lo mismo los Hermanos de la Doctrina cristiana, los Agusti­nos, los Jesuítas, los Dominicos, etc., etc.?

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Y en cuanto á la beneficencia, ¿qué congrega­ción religiosa, aunque no esté asignada al servi­cio de hospitales, hospicios y otros establecimien­tos benéficos, deja de practicar la caridad con los desvalidos?

Ahora mismo, el superior de los Cartujos en Francia, en una entrevista que le pidió el redac­tor de un periódico extranjero, acaba de respon­der de una manera victoriosa á ese sofisma de los masones y demás sectarios.

Sabido es que uno de los cargos que se hacen á varias congregaciones religiosas, es el de que se dedican á especulaciones industriales que les en­riquecen mientras sumen en la miseria al. pueblo en que se establecen. Pues bien: el superior de los cartujos, con datos estadísticos en la mano, ha de­mostrado que la mayor parte del alcohol vínico que se produce en Francia, lo compran los mon­jes de la Grande Gharireuse para fabricar el licor del mismo nombre; de donde se deduce que la mencionada congregación es el mayor consumi­dor de un artículo cuya producción enriquece á gran número de cosecheros.

Y al llegar aquí ya oímos decir á alguno de los muchos sectarios que andan á la que salta para coger en un renuncio á curas y frailes:

—Será como usted dice, ¿pero cuánto no gana­rán los cartujos con su licor para que tengan ne­cesidad de consumir una cantidad tan considera­ble de alcohol?

Mucho ganan, seguramente, pero aun suponien-

do que la ganancia se la guardaran ¿con qué ley ni en virtud de qué derecho se les ha de privar del producto»de lo que ganan con su honrado tra­bajo? ¿Acaso el que un industrial gane mucho por­que el producto que expende tenga grande acep­tación en el público, es causa suficiente para que se le quiera despojar de lo legítimamente ganado y por añadidura se le extrañe del territorio como á un gran criminal?

Mucho dinero produce efectivamente el licor llamado Chartreuse, ¿pero acaso no ganan con él muchos comerciantes seglares que se dedican á su venta con comisiones nada despreciables? ¿Los amos de café, no pocos de ellos anticlericales ra­biosos, no se ganan un 50 por 100 en cada copa de Chartreuse que sirven á sus parroquianos? ¿Por qué, pues, ha de ser delito en los cartujos franceses lo que es lícito para los intermediarios seglares que existen entre aquéllos y el público?

Pero todavía hay más. De esos comerciantes seglares que obtienen pin­

gües beneficios de la venta del Chartreuse, no sa­bemos de ninguno que haya dado, á los asilos de beneficencia parte, ya que no todo de lo que por tal concepto gana, mientras los cartujos dedican el importe de los productos de dicha industria á sostener más de cien hospitales, escuelas y otros asilos para los indigentes.

Y esto mismo que pasa con los monjes de la Oran-de Chartreuse sucede con las demás congregacio­nes religiosas que se dedican á alguna industria.

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Probado está, pues, que todas las congregacio­nes religiosas se dedican á la enseñanza ó á la caridad, ó á ambas cosas á la vez, y que mientras existan no le faltará al mundo ni la luz de la ciencia, ni casas de caridad donde hallen amparo los enfermos y necesitados.

¿Sucede lo propio con los masones y demás sectarios?

En modo alguno, pues ya hemos visto que no pueden presentar al mundo ni el más imperfecto remedo de las grandes obras realizadas en ese orden por los curas y frailes, ministros de la Igle­sia de Jesucristo.

Los curas y frailes son los bienhechores del gé­nero humano, no ya desde el punto de vista espi­ritual, al que desgraciadamente en estos tiempos de positivismo que padecemos significa poco á los ojos de muchas gentes, aunque debiera ser lo más principal; sino desde el punto de vista de les in­tereses materiales, como lo demuestra la Historia y demostrado está también en otros opúsculos de este Apostolado de la Prensa, que por lo conoci­dos no hay necesidad de citar (1).

Por el contrario, los masones y demás sectarios son los más crueles verdugos del hombre á quien arrancan la fe, privándole de los bienes eternos y tratan de privarle también del bienestar material,

(1) Pueden verse, sin embargo, para mayor ilus­tración de este punto, La Iglesia, La fábrica y la es­cuela, Los Tesoros de la Iglesia, El clericalismo, etc.

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destruyendo las bases sobre que descansa la so­ciedad y la familia, como demostrado queda con la exposición somera que hemos hecho de las doc­trinas masónicas y de sus abominables propósitos.

Para concluir: Con los curas y frailes, esto es, con la Religión

de quien son ministros, existen la prosperidad y la vida. Con los masones y sectarios, la miseria y la muerte. ¿Quién, después de esto, dudará en la elección?

A. M. D. G.

ÍNDICE

Pag¡¡.

I.—¿Qué es un cura? 3 II.—Qué doctrina enseña el cura 7

III.—Es necesario que haya curas 11 IV.—Los malos curas 17 V.— ¿Qué son los masones y demás sectarios? 21

VI.—¿Qué doctrina enseñan los masones?.. • 25 VIL—Otras enseñanzas que reciben los ma­

sones 30 VIII.—La obra de I03 masones y demás secta­

rios 35 IX.—Frutos de la enseñanza masónica 40 X —El mundo en poder de masones y de­

más sectarios 44 XL—Pese á los masones y demás sectario?,

habrá siempre curas 49 XII.—Conclusión 57

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do P. J. Amoldo, s. J. Nueva y excelente traducción por un socio del A P O S ­TOLADO DE LA PRENSA.

Tomo IV. «Vida de san Luis Gonzaga,» por el Edo. P. Federico Cervós, 8. J. Regnnda edición corregida y aumentada, dedicada principalmemte á l o e jóvenes escolares y congregantes de san Luis.

Tomo V. «Vida de la santa Madre Teresa de Jesús», escrita por ella mis­ma. Lleva como apéndice «El camino de perfección», por la misma Santa-Edición ajustada á las m á s correctas publicadas basta hoy.

'Tomo VI . « T á c t i c a del Catecismo Romano y de la Doctrina cristiana»,, sacada principalmeute de los Catecismos de san Pío V y Clemente V I I I , compuestos conforme al decreto del Santo Concilio Tridemino, por el vene­rable P. Juan Ensebio Nieremberg, de la Compañía de Jesús.

Tomo VII . «Historia de la Sagrada Pasión», sacada de los cuatro Evan-l ios , por el P. Luis de la Palma.

Tomos VIII , IX, X y XI. «Meditaciones espirituales», de lV . P. La Puen­te, S. J. *

Tomos XTI, X H I y XTV. «Ejercicios de perfección y virtudes cristianas», por el V. P. Alonso Rodríguez.

Tomo XV. «Explicación del Catecismo católico de la Doctrina cristiana», breve y sencilla, por el Rdi. P. Ángel María de Arcos, S. J.

Tomo XVI. «Kjereicios espirituales de San Ignacio de Loyola». El sabio y castizo escritor, Rdo. P. Agustí, hace una preciosa explica'ion del libro in­mortal de San Ignacio. Aprovechando los Jiabajos de célebres escritores, lo» completa con verdadera maestría, ofreciendo un Manual para Ejercicios, días de retiro y puntos di meditación, lleno de sólida doctrina y de piedad. 8 T o m o XVII . «Vida d e san Lstanislao de Kostka», por el Rdo P. Arañe— de la Compañía d p Jesús, añadida ahora y enriquecida con notas y apéndice»» por otro Padre de la misma Compañía.

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