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vera figner vera zasúlich PRASKOVIA IVANÓVSKAYA OLGA

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vera fignervera zasúlich

PRASKOVIA IVANÓVSKAYAOLGA LIUBATÓVICH

ELIZAVETA KOVÁLSKAYA

cinco mujeres contra el zar

compilación y notasBarbara Alpern Engely Clifford N. Rosenthal

direcciónú n i c a2 0 1 7

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ILUSTRACIÓN DE PORTADANikolái YaroshenkoLa estudiante (1883)

EDICIÓN ORIGINALFive Sisters: Women Against the Tsar

(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1975)Barbara Alpern Engel y Clifford N. Rosenthal

Prólogo: Alix Kate Shulman

nTRADUCCIÓN

Graciela María Bardalloy Dirección Única

n

direcciónú n i c a2 0 1 7

nDEPÓSITO LEGALB-22329-2017

I.S.B.N.978-84-697-6107-6

nCUBIERTA Y FOTOCOMPOSICIÓN

Dirección Única

nIMPRESIÓN

Estilo Estugraf Impresores SL

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A las mujeres que luchanpor la libertad en todo el mundo.

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notaa esta edición

EN UNO DE SUS ÚLTIMOS ENSAYOS Alain Badiou1 lleva a caboalgunas reflexiones interesantes acerca de la juventud. Sobrelas ruinas del patriarcado, el orden triunfante impone untipo de mujer cuya identidad política se genera desde el in-dividualismo, el consumo y la competitividad. Su «libe-ración» pasa por transformarse en pieza de recambio de lamáquina. Frente a ello, Badiou reclama la figura gloriosa dela jovencita, ese personaje que «ilumina tantas magníficasnovelas inglesas» y que el realismo capitalista desprecia poranacrónica. Libre del pragmatismo sexual que ahoga la po-tencia del deseo, la jovencita, nietzscheanamente jovial,recoge sobre sí la promesa de la emancipación. Las cincohistorias que aquí se presentan son las de cinco jovencitasen el exacto sentido que lo enuncia Badiou. Con la parti-cularidad de que no son inglesas, sino rusas y, además, re-volucionarias. Su primera discusión colectiva, tal y comonos informa Vera Figner, no versa sobre al amor, sino sobrela legitimidad del suicidio, «que no podía haber estado más

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1 Alain BADIOU, La verdadera vida. Un mensaje a los jóvenes, Barcelona:ed. Malpaso, 2017.

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lejos de nuestras mentes en ese momento». Las nihilistasrusas nunca alimentaron muchas esperanzas respecto a susuerte, pero eso no las llevó nunca al fatalismo.

El disparo de Vera Zasulich contra el general Trepov cons-tituyó una auténtica ruptura. Conmocionó a toda Europacon la fuerza del rayo. Se imprimieron miles de copias deldibujo en las que se «retrataba» el atentado: ella, la joven-cita, con ojos vengadores y alargando el brazo para alcanzarmejor al general; él, vetusto y engalanado, cayendo de es-paldas mientras sus edictos vuelan por el aire. Durante unosinstantes el terror se dibujó en el rostro del tirano. Luego lanoche volvió a caer sobre Rusia, pero aquel primer fogonazode 1878 abrió el camino a 1917. La lucha clandestina es pre-cisamente esto: un acto de soberanía en el que cada segundode centelleante libertad acarrea otras muchas horas de des-posesión, de cerco, de horror. Y sin embargo quienes hantenido el valor de emprenderla, raramente se han arrepen-tido. A la postre, la victoria no se mide por los logros conse-guidos, sino por la capacidad de hacer frente al propiopasado con dignidad.

Para las personas que han sufrido la persecución del Ti-rano, el pasado nunca es un tiempo completamente estanco.De tanto en tanto su memoria se ve sacudida por meteoritosincandescentes. El vértigo de una acción decisiva perduramuchos años después. Cuando las traiciones y el desencantoamenazan con anegar el sentido de todo por lo que se ha lu-chado, ese minuto de libertad vuelve a la memoria comoun faro. Escribirlo deviene un acto necesario. Se convierteen la última trinchera del revolucionario frente a los usur-padores de la memoria.

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Chema
Resaltado
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¿Alguien diría que las páginas que aquí se presentan fue-ron escritas por ancianas que recordaban su juventud? Nolo parece, y sin embargo fue así. Todas ellas coinciden en unaforma de escritura muy libre. Junto a la narración de hechoscapitales, como la preparación y ejecución del atentadocontra Alejandro II, se imbrican los pequeños gestos cotidia-nos: la vida comunal en los pisos francos, la identificacióncon el grupo de afinidad, el vagabundeo clandestino, las pe-queñas excentricidades que permiten respirar en el densomundo de la conspiración. No es de extrañar que, un siglodespués, los colectivos de lucha anticapitalista de los años se-tenta las tomaran como referente. Bárbara Alpern y a Clif-ford Rosenthal, a quien agradecemos su permiso para volvera publicar este libro, compilaron los relatos que lo componenen 1975. Compárese Cinco Mujeres contra el zar, con obrascomo Los Invisibles, de Nanni Ballestrini,2 o con el más re-ciente Días de sueño y de plomo de Alessandro Stella.3 Lasreverberaciones son evidentes.

Con este libro queremos también aportar una pieza en eldebate actual sobre la significación histórica del populismo.En el centro de la discusión del populismo ruso se situó,desde bien temprano, la cuestión de la violencia revolucio-naria. Aquellas jóvenes leyeron con suma atención tanto aBakunin como a Marx. El debate interno entre las parti-darias de «ir al pueblo» y las partidarias del terror contrala élite de poder, entre Vera Zasulich y Vera Figner, entre las

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2 Nanni BALLESTRINI, Los invisibles, Madrid: ed. Traficantes de sueños,2007. 3 Alessandro STELLA, Días de sueño y de plomo, Barcelona: ed. Virus, 2015.

Chema
Resaltado
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que se inclinaron por poner a trabajar los significantes va-cíos y aquellas que optaron por crear vacíos significantes,atraviesa la historia de la subversión hasta el presente.

FALCONETTI PEÑA

Septiembre de 2017

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prólogoa la edición en inglés

DE PRONTO HE AQUÍ que tenemos en nuestro idioma, res-catados en Siberia de polvorientos estantes de las bibliote-cas donde han lan guidecido durante años en coleccionesdesconocidas, sin traduc ción, cinco nuevos relatos, escritosen primera persona por testigos presenciales de la primeragran oleada de la revolución en Rusia. Cinco biografías querecorren las tumultuosas décadas de los sesenta y los setentadel siglo XIX, en que las chispas de la re volución comenzarona encenderse y propagarse, y condujeron ha cia ese acto quealgunos consideraron a la vez una culminación y un nuevocomienzo: matar al zar. Cinco nuevas narraciones, cada unade las cuales ofrece una nueva ventana sobre esa época: todasescritas por mujeres. Vera Figner, Vera Zasúlich, PraskoviaIvanóvskaya, Olga Liubatóvich, Elizaveta Koválskaya: cincoheroínas de la revolución que vivieron para narrarla, sobrevi-vientes de un grupo mucho más amplio de mujeres: algunasfamosas en su épo ca y ahora casi desconocidas para nosotros.

Los estudiosos de la revolución rusa posiblemente conoz-can la historia de las dos Veras, aunque no existen biografíassuyas en nuestro idioma. Tal vez hayan leído algo sobre VeraZasúlich, a quien el pueblo de San Petersburgo aclamó como

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una santa por haber disparado sobre el tiránico gobernadorTrépov; pero a menos que supieran ruso, solamente ahorapodrán leer su propio relato sobre lo que la condujo a ello,sobre los pensamientos que cruzaron por su mente en elmomento de disparar sobre él. Quizá también hayan oídoalgo acerca de Vera Figner, quien ayudó a fabricar las bom-bas que finalmente mataron al zar, una de las últimas so-brevivientes del grupo terrorista; quizá hayan leído unaversión abreviada de sus Memorias, publicada en traduc-ción inglesa en 1927 y reimpresa en 1968. ¿Pero quién hasabido algo de las demás? Con la sola excepción del libro deFigner, hasta ahora teníamos únicamente referencias oca-sionales en los escritos de otras personas: narraciones indi-rectas, sugerencias tentadoras pero incompletas, de las vidasde estas mujeres que en su momento fueron tan famosas.Liubatóvich refiere el arresto de un joven camarada que in-tentó entrar en la sala del tribunal en que algunas de lasmujeres estaban siendo sometidas a juicio. «Y entonces meconfesó que su más ardiente deseo había sido poder llegara vernos, a las ‘amazonas de Moscú’, que habíamos crecidoen mansiones señoriales, gustado todos los atractivos dellibre trabajo intelectual en las universidades de Europa y,después, con tan valerosa simplicidad, habíamos entradoen las inmundas fábricas de Moscú como simples obreras.»Incluso ese gran trabajo de erudición sobre los movimientosrevolucionarios del siglo XIX en Rusia: El populismo ruso,de Franco Venturi, hace poco más que mencionar brevementea la mayoría de estas mujeres.

Los cinco documentos autobiográficos aquí reunidos,aunque todavía fragmentarios, son tesoros que nos permiten

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una íntima visión de las vidas y las almas de una especieextraordinaria de mujeres, un grupo aparte, que vivió yactuó en uno de los momentos más asombrosos de la His-toria. Leer estos relatos es sumergirse en un mundo de in-triga y peligro, de sufrimiento y sacrificio personal, decoraje y entrega. Cada una de las cinco es diferente y, sinembargo, sus vidas (junto con otras que no se han escrito)forman una misma historia, son hebras singulares de unsolo cordón.

¿Quiénes eran? Nacidas a mediados del siglo, todas enel es pacio de cinco años, vienen de muy diferentes regionesy lugares: ricas y pobres, desde Járkov y Moscú hasta la pro-vincia de Tula; una, hija ilegítima de un terrateniente y susierva; otra, de un vicario de aldea. Pero tan pronto comodejan su hogar para ir al pensionado, donde las nuevasideas populistas de justicia social e igualdad circulan que-damente, sus destinos comienzan a encontrarse. «El inter-nado se parecía a un monasterio», escribe Ivanóvskaya, «ysin embargo la oleada de ideas nuevas de la dé cada de lossesenta pudo llegar hasta nosotras, atravesando las paredesde piedra de nuestro claustro». En su colegio, relata Zasú-lich, «el decimoséptimo año de mi vida estuvo lleno de lamás febril actividad. Por fin mi destino estaba en mis pro-pias manos». Una tras otra son invadidas por las nuevasideas y por la posi bilidad de cambiar el mundo. Se vuelveninquietas. «¿Qué podré hacer con mi vida?» se atormentala introspectiva Figner. Dice Zasúlich: «El espectro de la re-volución apareció ante mí, hacién dome igual a un mucha-cho. Yo también podía soñar con la ac ción. [...] La vida mellamaba, la vida en toda su inmensidad».

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Precipitadamente se lanzan a abrazar «la vida»: a SanPetersburgo, donde la revolución está en el aire, o a la uni-versidad de Zürich en la cual entran en contacto con las im-petuosas corrientes intelectuales de Europa. Se inscriben enlos primeros cursos abiertos a las mujeres o se ofrecen comovoluntarias para dar cla ses a otras. Algunas de ellas se en-cuentran por primera vez. Viven intensamente, permanecenen vela noches enteras para discutir las candentes cuestionesdel momento, se reúnen en pequeños grupos para inter-cambiar ideas y devorar la literatura revolu cionaria, argu-mentan, cuestionan, polemizan. Aquellas lo suficien tementeafortunadas como para encontrarse en el lugar apropiado enel momento apropiado, se convierten en radicales y feminis-tas y amigas a un tiempo. «En San Petersburgo», escribe Ko-válskaya, «las reuniones de mujeres eran tan frecuentes queapenas teníamos tiempo de trasladarnos de un lugar a otro».Al mirarlas, escribió el radical ruso Dzhabiadori, despuésde conocer a al gunas de las mujeres rusas que estudiabanen Zürich, «se habría dicho que constituían una familia,y en realidad eran una familia no por la sangre sino por sercompañeras.»1

No obstante, pronto las reuniones de mujeres no les bas-tan, pronto ya no es suficiente hablar entre ellas y estudiarsolas; sienten que deben «ir al pueblo» con su mensaje, quedeben ac tuar. Una tras otra, en algunos casos incluso antesde haber termi nado sus estudios, se comprometen irrevo-cablemente con la revo lución. Encendidas por su entrega,

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1 Citado en Franco VENTURI, El populismo ruso, Madrid: ed. Revistade Occiden te, 1975, t. II, pág. 807.

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parten en busca de sus respec tivas vocaciones: una enseñaa leer a los obreros de la ciudad, otra va a provincia para hacerpropaganda trabajando la tierra junto a los campesinos; unase hace maestra, la otra médico. Con libros y con ideas «uni-rán al pueblo». «Yo no hacía distinciones entre la palabra yel hecho. Creía en el poder de las palabras y en la fuerza dela voluntad humana», escribe Figner.

Pero los libros y folletos que llevan consigo, las palabrasque dicen, están prohibidos, y sus más generosos esfuerzosson sofo cados por una represión policiaca constante y des-piadada. Es sólo una cuestión de tiempo hasta que los bandosqueden deli mitados y todas estas mujeres se vean compelidasa pasar a la clandestinidad. Abandonan sus carreras para trans-formarse en revolucionarias profesionales; de la propagandapasan a la organización política. Como parte de un movi-miento clandestino or ganizado, están predestinadas a pasarsus vidas evadiendo a la policía, viendo como arrestan y matana sus camaradas, sobreviviendo a juicios masivos, soportandola prisión, la deportación y el exilio, emprendiendo audacesfugas y huidas al extranjero, siempre pre paradas para moriren cualquier momento, sostenidas tan sólo por su infati-gable compromiso revolucionario. «Hacíamos una extrañadistinción entre nuestros destinos personales y las esplen-dorosas perspectivas de la revolución», escribe Figner; «conres pecto a nosotros mismos siempre éramos pesimistas: todospere ceríamos, seríamos perseguidos, apresados, enviadosal exilio y al trabajo forzado». Con libros e imprentas tanilegales como la di namita, con su libertad de movimientoseveramente restringida, no es de extrañar que fueran«pesimistas».

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Ante la imposibilidad de realizar propaganda oral, elmovimien to pasa cada vez más a la propaganda por el hecho–actos terro ristas cuidadosamente seleccionados– para di-fundir su mensaje. Muchos sienten que no les queda otraalternativa que el terror; el acto culminante será el asesinatodel zar. Conforme se suceden las páginas de estas memoriasla tensión aumenta a medida que se aproxima el acto final.Aun aquellos que, atormentados por el conflicto entre losmedios y los fines, rechazan el terror, resultan sin embargoafectados por éste: cada acto de violencia hace que el con-junto del movimiento deba ocultarse. Aunque a todos losesperan décadas de prisión y exilio, nunca cuestionan el valorde su trabajo. «¿Cómo contar todos los círculos que hace unapiedra cuando se la arroja al agua?», pregunta Koválskaya.

En estas memorias, los estados de ánimo y las accionesson muy variados, pero la vida que vislumbramos es una sola.Por un momento penetramos profundamente dentro delalma del te rrorista ruso (qué diferente parece la generosa Za-súlich de los solitarios y enajenados asesinos que conocemosaquí, tal como los muestra, por ejemplo, el Diary, de ArthurBremer).2 A través de Ivanóvskaya nos damos cuenta de loaustera que era la vida en una imprenta clandestina: «[...] nopodíamos escribir ni re cibir cartas de nadie, ni comunicarnoscon gente fuera de la im prenta, ni asistir a reuniones, tertuliaso similares; teníamos que vivir como si no hubiera nada ni

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2 El 15 de mayo de 1972 Arthur Bremer disparó contra el candidato pre-sidencial George Wallace, dejándolo inválido de cintura para abajo. PaulSchrader se inspiró en él para escribir el guión de Taxi Driver, dirigiadapor Martin Scorsese y protagonizada por Robert de Niro. (N. del E.)

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nadie a nuestro alrededor, redu cir nuestra existencia a la viday al trabajo que se desarrollaban dentro de las paredes denuestro departamento». Liubatóvich nos relata las dolorosasdisputas que culminaban en escisiones debido a las cuales«los que ayer eran camaradas comenzaban a evitarse unos aotros, como si fueran extraños». Por Koválskaya conoce moslos horrores de la prisión y el terrible suspenso de los in -tentos de fuga. Oímos a la indomable Figner describir todasy cada una de las conspiraciones contra el zar, vemos a Za-súlich envejecer trabajando silenciosamente en el exilio.

Ocasionalmente sorprendemos incluso momentos defrivolidad: una fiesta de fin de año, un grupo que tienta aldestino arries gando una velada en el teatro, travesuras de es-tudiantes. Pero tales momentos son escasos. Hablar de susvidas privadas debía ser virtualmente tabú para estas ascé-ticas mujeres; la vida perso nal en sí misma parecía ser un lujo.Aunque algunas de ellas se casaron y se divorciaron, ningúnromance aparece en estas pá ginas; la «gran causa del amor»sobre la cual escribe Zasúlich es la revolución misma. «Es unpecado para los revolucionarios fun dar una familia. [...] Lasvidas de los revolucionarios no se cuentan por años, sinopor días y horas», declara Liubatóvich, la única de las cincoque tuvo un hijo. Radicalizadas al principio en la atmósferadel feminismo, todas estas mujeres –a quienes sus contem-poráneos agruparon bajo el nombre de «amazonas de Moscú»o «las mujeres de nuestro círculo»– conservan la con cienciade su especial posición; pero es justamente Liubatóvich la queescribe: «comprendí [...] que tenía que soportar una do blecarga en la vida: la pesada carga de un ser humano y ademásla carga de ser mujer».

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El retrato colectivo que surge de estas páginas es el deuna mujer diferente de todas las que hemos conocido: tieneun tono más ascético e idealista, es más humilde y más fuerteque algunos de sus compañeros revolucionarios cuyas me-morias podemos ha ber leído; diferente también de las mu-jeres de nuestros propios y más próximos movimientosradicales, tan a menudo obligadas a elegir entre jugar el papelde «colaboradoras» o permanecer al margen. Los lazos queunen las conciencias de estas mujeres no fueron comparti-dos por los hombres de su época, ni lo son por las mujeresde la nuestra. Al ver sus fotografías sentimos que son unageneración singular: conmovedores y sinceros prototiposru sos. Como todos, por supuesto, fueron producto de suépoca y de su tierra; ¿pero hubo alguna vez otro lugar tanturbulento co mo la Rusia prerrevolucionaria?

«Escriban: ustedes tienen que escribir; su experiencia nodebe perderse», le dijo Eleonora Duse a Figner. Es escalo-friante darse cuenta de que aunque todas estas mujeres es-cribieron sobre sus vidas, sus experiencias (¿similares a lasde cuántas otras?) podían muy bien haber permanecidofuera de nuestro alcance de no ha ber sido por las diligentesbúsquedas de Bárbara Engel y Clifford Rosenthal.

ALIX KATES SHULMAN

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reconocimientos

AGRADECEMOS a la señora Suzanne Tumarkin por su invaluableayuda en la traducción del manuscrito, y a Regina Ryan por elaliento y las bien fundadas sugerencias que nos proporcionó.Todo error o deficiencia debe por supuesto sernos imputado.

Barbara Alpern Engel Clifford N. Rosenthal

QUISIERA AGRADECER a Deborah Wright su crítica y apoyo comocamarada.

C.N.R.

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introducción

Lo que sigue mostrará cómo eran las mujeres de nuestrocírcu lo. Una noche Kupreyánov y yo fuimos a casa de Var-vara B., a quien debíamos transmitir una comunicación ur-gente. Era ya pasada medianoche, pero viendo una luz en suventana, subimos la escalera. Estaba en su minúscula habi-tación, sen tada frente a una mesa, copiando un programa denuestro círculo. Sabíamos lo resuelta que era, y se nos ocurrióla idea de hacerle una de esas estúpidas bromas que los hom-bres con sideran graciosas. «B –le dije–, hemos venido a bus-carte: vamos a realizar un intento muy arriesgado de liberara nuestros amigos de la fortaleza.» Ella no hizo ni una solapregunta. En silencio, dejó su pluma, se alzó de la silla, y dijosola mente: «Vamos». Lo dijo en un tono de voz tan simpley sin afectación que al instante me di cuenta de la tonteríaque ha bía hecho, y le dije la verdad. Ella se dejó caer de nuevoen su silla, y con lágrimas en los ojos y un tono desesperan-zado preguntó: «¿Era sólo una broma? ¿Por qué hacen esaclase de bromas?». Entonces comprendí plenamente la cruel-dad de lo que había hecho.

PIOTR KROPOTKIN

Memorias de un revolucionario3

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3 Piotr KROPOTKIN, Memorias de un revolucionario, Puebla: ed. Cajica,1965.

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i

EN LA DÉCADA QUE SIGUIÓ A 1870, el movimiento revolu-cionario ruso alcanzó proporciones masivas por primera vezen su historia. El populismo revolucionario, dedicado a laliberación del campesinado oprimido, atrajo a miles de par-tidarios, y las cifras relativas a las detenciones muestran quealrededor del quince por ciento eran mujeres. Las mujeresparticiparon en todas las fases del movimiento, desde el tra-bajo propagandístico entre el campesinado, que predominóen los primeros años de la década, hasta la etapa del «terro-rismo» político, que culminó con el asesinato del zar Alejan-dro II, el 19 de marzo de 1881. Más aún, las mujeres amenudo asumían posiciones de mando. De las cinco mujerescuyas memorias presentamos en este libro, Olga Liubató-vich, por ejemplo, pertenecía al primer grupo de propagan-distas revolucionarios que se emplearon como obreros enlas fábricas; en 1878, Vera Zasúlich inició la etapa del te-rrorismo con su atentado al gobernador de San Petersburgo,y en el periodo que siguió al 19 de marzo de 1881, VeraFigner se transformó en la jefe reconocida de la NarodnayaVolia (La Voluntad del Pueblo), el partido que había llevadoa cabo el asesinato. El papel que jugaron las mujeres, quehubiera sido extraordinario en comparación con cualquiermovimiento del siglo XIX, fue más notable aún si se tiene encuenta que la sociedad rusa estaba apenas comenzando a salirdel feudalismo. Legalmente, las mujeres permanecían suje-tas a la autoridad absoluta de sus maridos o de sus padres y,todavía en 1869, en ninguna parte de Rusia se ofrecía a lasmujeres educación alguna más allá del nivel secundario.

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De hecho, se debió a la opresión a que estaban sometidasque las mujeres comenzaran a cobrar importancia para elmovimiento radical, en los últimos años de la década quesiguió a 1850. Al denunciar la esclavización de las mujeresen la familia patriarcal, los escritores varones abogaban porrelaciones amorosas en las cuales las mujeres pudiesen con-servar su autonomía; exigían una educación superior y em-pleos que permitieran a las mujeres lograr su independenciaeconómica. Durante la década de los sesenta del siglo XIX,esta formulación inicial del «problema de la mujer» se llevóa la práctica cuando cientos de jovencitas de la nobleza aban-donaron sus hogares en busca de autonomía personal.

Desde el principio, la liberación personal y la liberaciónpolítica estuvieron íntimamente relacionadas, debido a que,por una parte, estas mujeres eran pioneras que se rebelabancontra las relaciones patriarcales que oprimían a todas lasmujeres, y por otra, a que pronto percibieron que eran ne-cesarios cambios sociales fundamentales para producir me-joras significativas en la situación de la mujer. Fue por estarazón que la famosa novela ¿Qué hacer? de Nikolai Chernys-hevsky,4 tuvo una influencia tan grande. Su difusión fueenorme, ya que proporcionaba soluciones prácticas al «pro-blema de la mujer» dentro de una perspectiva revoluciona-ria: matrimonios «ficticios» –es decir, no consumados–,contraídos únicamente con el fin de liberar a las mujeresdel hogar de sus padres; habitaciones separadas para las parejas que vivían juntas, con el propósito de salvaguardarla independencia emocional de ambas partes, y viviendas

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4 Nikolai G. CHERNYSHEVSKY, ¿Qué hacer?, Madrid: eds. Júcar, 1984.

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colectivas y empleos que permitieran a las mujeres soste-nerse económicamente.

Pero la educación era indispensable si las mujeres desea-ban alcanzar la independencia económica y la igualdad in-telectual respecto a los hombres, y fue sobre todo la pasiónpor la educación lo que motivó a las mujeres de la décadade los setenta y lo que las unió. Durante esa década, mu-chos grupos de mujeres, como el de Elizaveta Koválskaya enJárkov, presentaron solicitudes de ingreso a las universida-des rusas, sin éxito. Hasta 1869, lo más a lo que las mujerespodían acceder era a internados, que en el mejor de los casossuministraban poco más que una educación superficial, a loscursos pedagógicos que se abrieron en San Petersburgo en1866 y a algunos cursos para preparar parteras. Todo lodemás, las mujeres debían aprenderlo por sí solas. Y fue asícomo los círculos de autoeducación –grupos de estudio–proliferaron en la década de los sesenta.

Las mujeres también tomaron parte activa en los esfuer-zos para llevar la educación elemental y política a la claseobrera. Vera Zasúlich, por ejemplo, enseñaba en las escuelasnocturnas y en las escuelas dominicales creadas por los ra-dicales para los trabajadores de San Petersburgo. En Járkov,Elizaveta Koválskaya utilizó su herencia para fundar unaescuela nocturna para obreras, donde se ofrecían conferen-cias sobre feminismo y socialismo.

Durante la década de los sesenta las mujeres no participa-ron ampliamente, o en un pie de igualdad con los hombres,en otras formas de actividad radical. Por cierto que los hom-bres valoraban a las mujeres como revolucionarias potencia-les y con frecuencia las ayudaron a liberarse, contrayendo

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matrimonios ficticios, por ejemplo. Pero en Rusia, dondeno existían las libertades públicas y donde el gobierno em-pleaba una vasta red de espías policiales, el pequeño grupoclandestino –a menudo dominado por un individuo, inva-riablemente un hombre– se había convertido en la forma ca-racterística de organización revolucionaria. Cuando de algunaforma se involucraba a las mujeres, jugaban un papel peri-férico o auxiliar. Vera Zasúlich, por ejemplo, estuvo asociadaen forma marginal con Serguei Necháyev, un activista re-volucionario del movimiento estudiantil de los últimos añosde la década de los setenta. En su Catecismo revolucionario,5

escrito en colaboración con Mijáil Bakunin, Necháyev des-cribía el papel de la mujer en el movimiento revolucionario.Un grupo, «el de las tontas, necias y cobardes», debía servirpara sacar partido de ellas y transformarlas en esclavas de loshombres. Un segundo grupo –el de las mujeres que fueran«vehementes, fieles y capaces» pero no estuvieran com-prometidas plenamente con la revolución– debían ser in-ducidas a revelar sus simpatías, a consecuencia de lo cual lamayoría habría de sucumbir, mientras que el resto se trans-formarían en revolucionarias auténticas. Finalmente, existíaun tercer grupo de mujeres «que son verdaderamente nues-tras» y deben ser consideradas «nuestra joya más valiosa ycuya ayuda es absolutamente indispensable». Pero aun una«valiosa joya» como Zasúlich, era solamente una auxiliar,excluida del mando y de la toma de decisiones.

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5 Mijail BAKUNIN; Sergui NECHÁYEV, El catecismo revolucionario. El libromaldito de la anarquía, Madrid: La Felguera eds., 2014.

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En cuanto a esto, Necháyev exigía una obediencia ciegapor parte de los hombres de su pequeña organización re-volucionaria, y cuando uno de ellos, Iván Ivanov, expresóciertas dudas, Necháyev decidió que debía ser eliminado.Necháyev aseguró a otros cuatro miembros del grupo queexistían pruebas (las cuales no exhibió nunca) de que Iva-nov era un traidor, y el 21 de noviembre de 1869 llevarona cabo el asesinato. El cuerpo de Ivanov fue descubiertopoco después y durante varios meses la policía arrestó a de-cenas de radicales en relación con el caso, aunque el vínculode algunos de ellos con Necháyev era sumamente débil. Elpropio Necháyev6 se las arregló para escapar al extranjeroy eludir a la policía zarista durante casi tres años. Las reve-laciones a que condujo su proceso tuvieron gran influenciasobre el movimiento en la década de los sesenta: en los cír-culos radicales, la aversión a sus métodos dictatoriales ydeshonestos era tan fuerte que durante años cualquier in-tento de crear una organización centralizada y jerárquica fuerecibido con gran recelo. Los grupos revolucionarios de losprimeros años de la década de los setenta eran consciente-mente igualitarios, basados en el principio de honestidad yel respeto mutuo entre los camaradas. Se aceptaba a las mu-jeres como miembros con plenos derechos y deberes.

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6 Finalmente fue capturado y extraditado, a pesar de los intentos de li-beración por parte de sus camaradas. Preso en la Fortaleza de Pedro y Pablo,los militantes de la Narodnaya Volia lograron, tras años de aislamiento, en-trar en contacto con él y planearon su fuga. Pero la ola de represión desen-cadenada tras el atentado contra Alejandro II dieron al traste con los planes.Murió de hambre en su celda a finales de 1882. (N.del E.)

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Las instituciones de educación superior fueron especial-mente importantes en la formación de las mujeres revolu-cionarias de la década de los setentas. La creación de los cursosde Alarchinsky en 1869 señaló un momento decisivo en eldesarrollo del movimiento femenino ruso: por fin el go-bierno había transigido con el deseo, tantas veces expresadopor las mujeres, de acceder a la educación superior, hasta elpunto de aprobar programas de estudios no curriculares.Desde el comienzo, la respuesta fue abrumadora; cientosde mujeres jóvenes de toda Rusia confluyeron en San Peters-burgo. Los cursos de Alarchinsky proporcionaron a las mu-jeres una oportunidad invaluable de reunirse y mejorar suspuntos de vista políticos y sociales, a la vez que adquiríanconocimientos en ciencias y matemáticas. Florecía la activi-dad feminista. Elizaveta Koválskaya describe la intermina-ble sucesión de reuniones en que las estudiantes –los hombresestaban excluidos– discutían su posición en la familia y supapel en la sociedad. Antes de que transcurriera mucho tiem-po, los temas de estudio comenzaron a incluir asimismo otrascuestiones sociales, tales como la situación de la clase obreray del campesinado. Alrededor de 1871, estos intereses habíaneclipsado al feminismo para muchas de las mujeres. Llegarona la conclusión de que la necesidad más apremiante de Rusiaera una «revolución social» que redistribuyera la tierra entrelos campesinos, y que la mejor manera en que podían con-tribuir a la causa era unirse a los hombres en grupos mixtos.

Una evolución similar –del feminismo al populismo revo-lucionario– tuvo lugar en Zürich. La creación de los cursosde Alarchinsky no había satisfecho el deseo de las mujeresde obtener educación profesional, y fue así que durante los

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primeros años de la década de los setenta un número cadavez mayor de mujeres rusas viajaba al extranjero. Alrededorde 1873, había más de cien mujeres rusas estudiando medi-cina en Suiza. En esta época, Suiza era también un refugiopara los radicales rusos que buscaban libertad de expresión.La vida política era particularmente intensa en Zürich yabsorbió a muchas estudiantes rusas: asistían a las reunio-nes de la sección local de la Asociación Internacional deTrabajadores, devoraban las obras importantes del socia-lismo europeo y ayudaban a tipografiar el periódico de losradicales emigrados, Vperiod! (¡Adelante!), mientras conti-nuaban con pasión sus estudios. A fin de asimilar las nuevasideas que encontraban a su paso, trece de estas estudiantes,ninguna mayor de veinte años, formaron un grupo de es-tudio que llamaron el círculo de Fritsche, porque tal era elnombre del pensionado en que vivían la mayoría de ellas.El grupo contaba entre sus miembros con Olga Liubatóvichy su hermana menor Vera y con las hermanas Vera y LidiaFigner. Alrededor de 1873, buena parte del círculo habíaresuelto regresar a Rusia para iniciar la actividad revolucio-naria. Entraron en negociaciones con un grupo de jóvenesemigrados y en 1874 se fusionaron para formar la Organi-zación Social Revolucionaria Panrusa.

Al convertirse en populistas radicales, las integrantes delcírculo de Fritsche abandonaron el feminismo, como lo ha-bían hecho los miembros de los círculos de mujeres de SanPetersburgo pocos años antes. Durante la década de lossetenta, tanto las mujeres como los hombres considerabanque la preocupación primordial del feminismo era la luchade la mujer por la autonomía individual; tal como ellos la

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concebían, esa lucha no cabía en un movimiento radicalque operaba bajo las condiciones políticas más severas, yen el cual la lealtad al grupo tenía necesariamente prioridadsobre las aspiraciones personales. No obstante, la importan-cia del movimiento feminista en la formación de las mujeresrevolucionarias de la década de los setenta no puede mini-mizarse. Les dio el sentido de su propia capacidad de acción,al mismo tiempo que la invaluable experiencia de desarrollarsus ideas políticas con independencia de los hombres y, gra-cias a él tendieron lazos de solidaridad que mantuvieron luegoen los grupos radicales mixtos. Sus propias fuerzas capaci-taron a las mujeres para participar en pie de igualdad enel movimiento populista.

iI

EL POPULISMO7 RUSO era una ideología de la revoluciónagraria.

El 19 de febrero de 1861, el zar Alejandro II había libe-rado a los campesinos –la vasta mayoría de la población–después de siglos de servidumbre. Pero no les había dadola tierra que habían cultivado durante tanto tiempo y queconsideraban legítimamente suya; se les había obligado aredimirla del gobierno a precios que algunas veces excedíangrandemente su verdadero valor de mercado. La naturalezainsatisfactoria de la emancipación había provocado actos de

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7 El término ruso es naródnich estvo, derivado de narod, «el pueblo». Alos populistas se les conocía como naródniki.

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resistencia violentos, aunque esporádicos, entre los campe-sinos, y entre los intelectuales había llevado al surgimientode numerosos grupos que creían en la necesidad y la inmi-nencia de una revolución que efectuara la redistribuciónde la tierra. En 1866 Dmitri Karakózov, miembro de unode esos grupos revolucionarios, pagó con su vida el fracasode un atentado contra la vida del zar. Cuando sus captoreslo interrogaron sobre sus motivos, respondió: «¡Ved quélibertad habéis dado a los campesinos!».

Aunque los populistas nunca desarrollaron un cuerpo uni-ficado de doctrina comparable al marxismo, compartíancon él –por lo menos hasta los últimos años de la décadade los setenta– cierto número de principios fundamentales.Creían que el campesinado era socialista por naturaleza(como lo ponía de manifiesto el cultivo comunal que hacíande la tierra) y que una revolución agraria, por lo tanto, haríaposible que Rusia pasara directamente al socialismo. Peroera imperativo que la revolución se llevara a cabo de inme-diato, porque el capitalismo, aunque en Rusia se encontrabatodavía en una etapa temprana, estaba ya comenzando a des-truir la comuna campesina (obschina). Una revolución «po-lítica», que tuviese por finalidad sustituir la forma absolutistade gobierno por un régimen constitucional, no proporcio-naría beneficio alguno al campesinado; sólo una revolución«social», por y para el campesinado, podría hacerlo.

¿Pero cómo podían los revolucionarios, que provenían delas clases privilegiadas, aproximarse a los campesinos, alpueblo? Sobre este punto, los radicales rusos tendían a di-vidirse entre los partidarios de Piotr Lavrov y los de MijáilBakunin, los dos escritores que mayor influencia tuvieron

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en la transformación del populismo en un movimiento demasas en la década de los setenta. Lavrov, en sus Cartas his-tóricas, publicadas en forma de libro en 1870, argumentabaque la cultura de las clases instruidas se había comprado conel sudor, la sangre y la fatiga del campesinado, y que en con-secuencia, los intelectuales privilegiados tenían una deudamoral con el campesinado; la forma de pagar esa deuda eraponer sus conocimientos al servicio del pueblo. Bakunin,por su parte, sostenía que el deber del revolucionario no eraenseñar sino aprender de las masas campesinas y fusionarsecon ellas. El campesinado estaba siempre listo para la revo-lución (Bakunin señalaba las rebeliones de las masas campe-sinas acaudilladas por Stenka Razin y por Emelián Pugachoven los siglos XVII y XVIII respectivamente) y se necesitabatan sólo la chispa que la hiciera estallar. El revolucionariodebía encender esa chispa y ayudar a unificar las rebelio-nes locales en un levantamiento que abarcara a la naciónentera.

Acalorados debates se desataron entre los partidarios res-pectivos de Bakunin y de Lavrov. Pero cuando se materia-lizó el primer movimiento de masas «hacia el pueblo», en1874, fue básicamente espontáneo y sin coordinación, yconcilió fácilmente ambas orientaciones. Ese verano, milesde jóvenes –principalmente estudiantes– se dispersaron porlos campos de Rusia, solos o en pequeños grupos, paracompartir la vida del pueblo y difundir propaganda socialista.Se vestían como los campesinos y en ocasiones aprendíanoficios tales como el de zapatero remendón, con la espe-ranza de que esto les permitiera encontrar trabajo y trabarcontacto con el pueblo. Algunos de ellos se establecieron

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en lugares fijos, pero la mayoría se dedicó a la «propagandavolante», es decir, que se trasladaban rápidamente de aldeaen aldea. Las ideas socialistas que predicaban tomaban a vecesla forma de parábolas en lenguaje popular, pero muy a me-nudo los propagandistas no hacían otra cosa que parafrasearsus propias lecturas de las obras socialistas de Europa occi-dental. La respuesta de los campesinos variaba: hubo relati-vamente pocos simpatizantes y la mayoría quedaban azoradoso se mostraban indiferentes, incluso hostiles. En ningún casolograron los populistas de las ciudades encender la chispa deuna insurrección revolucionaria. Pero, dado que la libertadde expresión no existía en Rusia y dado que los propagan-distas revolucionarios actuaban por lo general pública-mente, despreocupándose de su seguridad personal, casitodos cayeron en manos de la policía. Hacia fines de ese año,cuatro mil personas habían sido perseguidas, interrogadaso aprehendidas.

Los miembros de la Organización Social RevolucionariaPanrusa siguieron un camino diferente cuando regresarona Rusia a principios de 1875. Como todos los populistasde principios de la década de los setenta, estaban conven-cidos de que el campesinado debía ser la fuerza principal dela revolución. Pero en lugar de organizar ellos mismos alcampesinado, decidieron realizar su propaganda entre losobreros de las fábricas, quienes en su mayoría trabajaban portemporadas: cuando estos trabajadores regresaran periódi-camente a su hogar en las aldeas para colaborar en las tareasagrícolas, podrían difundir las ideas socialistas más eficaz-mente que los forasteros de la ciudad. La organización, a laque pertenecían Olga Liubatóvich y Lidia, la hermana de

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Vera Figner, estableció contactos con trabajadores de di-versas ciudades, pero seis meses después todos sus miem-bros habían caído en manos de la policía.

De manera que hacia fines de 1875, aunque lejos deestar derrotado, el movimiento populista había sufrido seriosreveses. Gran parte de los activistas de principios de la dé-cada de los setenta se hallaban en prisión o bajo vigilanciapoliciaca. Sin embargo, algunos individuos todavía hacíanviajes al campo por su cuenta (como lo hizo Praskovia Iva-nóvskaya en el verano de 1876) y diversos grupos ponían enpráctica nuevas estrategias para aproximarse al campesinado.

Tierra y Libertad, que se convirtió en el más significativode estos grupos, comenzó a tomar forma en 1876. De acuerdocon el análisis que ellos hacían, el primer avance «hacia elpueblo», en 1874, se había hecho precipitadamente y a la ven-tura, y su propaganda había sido demasiado abstracta. Aun-que Tierra y Libertad no instituyó una jerarquía elaborada,era definitivamente una organización centralizada, con ungrupo coordinador en San Petersburgo, que se ajustaba es-trictamente a las prácticas conspirativas: apartamentos y di-recciones conocidos solamente por individuos determinados,papeles de identidad falsos, cuidado en el uso de comuni-caciones escritas. El programa de la organización se basabaen lo que se percibía como deseos y demandas del pueblo:expropiación de toda la tierra y redistribución de la mismaentre los campesinos, disolución del imperio ruso de acuerdocon las aspiraciones populares respecto a la autonomía localy gobierno autónomo a través de federaciones de comunascampesinas. Por supuesto, estas demandas podían cumplirsesólo mediante una revolución violenta. Pero Tierra y Libertad

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siguió una vía cautelosa y de largo alcance para divulgarestas ideas. En vez de «propaganda volante», se establecieronbases más duraderas en el campo («colonias» o «caseríos» seles llamó); los revolucionarios trabajaban en estos lugares comoparamédicos (feldshers), enfermeras, maestros o empleados,con la intención de ganarse gradualmente la confianza dela población local. Ésta fue la forma dominante de actividaden la segunda fase del movimiento «hacia el pueblo», de 1877a 1878, no sólo para los miembros de Tierra y Libertad, sinotambién para gente como Vera Figner y Elizaveta Koválskaya,quienes decidieron no ingresar al nuevo partido.

Mientras tanto, dos juicios masivos ayudaron a atraer lasimpatía de un público amplio por la causa revolucionaria.El Juicio de los Cincuenta, llevado a cabo en Moscú enmarzo de 1877, afectaba a la mayoría de los miembros dela Organización Social Revolucionaria Panrusa. El gobiernoconfiaba en desacreditar a los revolucionarios como unabanda de criminales cínicos y peligrosos. En lugar de ello,espectadores y reporteros se llevaron del tribunal la imagende unos jóvenes idealistas que, por amor a su visión de lajusticia social, habían renunciado generosamente a sus po-siciones de privilegio y habían participado de la vida mise-rable de los obreros industriales. Las acusadas, en especial,causaron una fuerte impresión: los espectadores del tribu-nal exclamaban repetidas veces, «¡Son santas!». Una de lasacusadas, Sofía Bardiná, concluyó su declaración a la cortecon un vibrante desafío: «Persígannos: ustedes tendrán fuerzamaterial por un tiempo, caballeros, pero nosotros tenemosfuerza moral, la fuerza de las ideas, ¡y cuidado, que las ideasno podrán matarlas con bayonetas!».

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En el Juicio de los Ciento Noventa y Tres, que dio co-mienzo en octubre de ese mismo año de 1877, se procesóa gran número de los activistas que habían ido «hacia elpueblo» en 1874. Por el crimen de predicar el socialismo alos campesinos habían soportado hasta cuatro años de pri-sión previa al juicio, bajo las condiciones más duras; doce-nas de ellos sucumbieron a la enfermedad, la muerte (a vecespor suicidio) o la locura. En el juicio, muchos de los acusadosexpresaron su desprecio por el tribunal rehusando alegar ensu defensa, y cuando un hombre intentó describir las con-diciones de la prisión y hacer una declaración política, losjueces le impusieron silencio reiteradamente y al final fuearrastrado fuera del tribunal. El gobierno no logró probarla existencia de una conspiración (muchos de los acusadosapenas si se habían visto uno a otro alguna vez); lo único quelogró fue desacreditar sus propios métodos. Los acusados,mientras tanto, utilizaron el juicio, que duró meses, para co-nocerse entre sí y aumentar su solidaridad. Al final, la ma-yoría fueron absueltos en forma categórica o liberados enconsideración al tiempo que habían pasado en prisión antesdel juicio. La prisión los había endurecido y afianzado en susconvicciones. Reanudaron su actividad política (pronto mu-chos se unieron a Tierra y Libertad), con la determinación deevitar los errores ingenuos que los habían convertido en fácilblanco de la represión gubernamental algunos años antes.

El juicio terminó el 23 de enero de 1878. Veinticuatrohoras más tarde, el movimiento populista entró en su etapa«terrorista».

El terrorismo populista consistía en atentados contra fun-cionarios del gobierno. Como lo señalaban sus defensores,

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era una forma altamente selectiva de violencia revolucio-naria: mientras el gobierno empleaba habitualmente unafuerza arbitraria y excesiva en contra de sus súbditos, los di-versos atentados de los llamados terroristas demandaban sóloun puñado de víctimas involuntarias aparte de los guardaes-paldas del zar. El terrorismo era, simplemente, el populismoen su fase armada. En esta fase del movimiento revolucio-nario fue cuando las cinco mujeres que figuran en este librojugaron su papel histórico.

En la mañana del 24 de enero, Vera Zasúlich entró en laoficina del general Trépov en San Petersburgo y, ante unahabitación llena de testigos, disparó sobre él en represalia porlos malos tratos que había infligido a un preso político. Seisdías más tarde, se produjo un tiroteo cuando la policía tratóde invadir una imprenta clandestina en Odessa; el 23 de fe-brero fracasó un atentado contra la vida de un fiscal auxiliaren Kiev; el 25 de mayo, también en Kiev, fue asesinado unfuncionario policiaco. Poco después, el 4 de agosto de 1878,Serguei Kravchinsky (Stepniak), uno de los miembros prin-cipales de Tierra y Libertad, asesinó al jefe de la policía políticade San Petersburgo y escapó impune. El gobierno instituyótribunales militares especiales para intervenir cuando se pro-dujeran tales ataques y ejecutaba a los participantes cuandolograba atraparlos. Pero la campaña continuaba: hubo resis-tencia armada a la policía en San Petersburgo, en octubre, yen Járkov, en noviembre; el gobernador de Járkov fue asesi-nado en febrero de 1879; se produjo un atentado contra la vidadel jefe de la policía de San Petersburgo en marzo de 1879.

Hasta el otoño de 1878, Tierra y Libertad, que se habíatransformado en la organización revolucionaria mayor y más

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fuerte, consideró este tipo de actividad como estrictamentesubordinado a la tarea de organizar una revolución campe-sina. Era un medio de vengar a los compañeros caídos, dedespertar temor entre los funcionarios del gobierno, de im-pedir que continuaran tomando represalias contra los revo-lucionarios, de estimular mediante el ejemplo la resistenciapopular contra el régimen: era «propaganda de hecho», comose la denominaba a veces. Pero hacia fines de 1878, la per-secución y la represión gubernamentales, tal como describeVera Figner, habían hecho virtualmente imposible para losrevolucionarios realizar propaganda o aun vivir entre los cam-pesinos; casi todas las colonias de Tierra y Libertad habíansido abandonadas. Una corriente cada vez mayor dentro delmovimiento revolucionario argumentaba que, en efecto,nunca sería posible organizar al campesinado en ausencia delibertades políticas básicas como la libertad de expresión, deprensa y de reunión. El énfasis se desplazaba de la revolu-ción «social» –es decir, una revolución con el propósito in-mediato de obtener tierra para los campesinos– hacia elconcepto de una revolución «política», que obligara al ré-gimen a efectuar concesiones por medio de ataques sistemá-ticos contra altos funcionarios. Incluso los más encarnizadosdefensores de la forma tradicional de organizar al campe-sinado debían admitir que su táctica parecía haber llegadoa un callejón sin salida. Pero algunos resistían firmementela nueva línea «política» afirmando que los ataques a funcio-narios aumentarían la represión y harían más difícil orga-nizarse (un argumento no demasiado convincente dadas lascircunstancias, como lo señaló Olga Liubatóvich), y que si sealcanzaba un régimen constitucional dedicado a la protección

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de los derechos políticos, éste beneficiaría solamente a laburguesía y no mejoraría en nada la suerte del campesinado.

El conflicto llegó a su punto culminante en marzo de 1879,cuando Alexandr Soloviov propuso a los miembros de Tie-rra y Libertad un plan para asesinar al zar. Los defensores dela revolución política simpatizaban con él; los partidarios deorganizar al campesinado se oponían vehementemente. Lo-graron llegar a un arreglo que ocultaba por el momento lagrieta que iba profundizándose: los miembros, en forma in-dividual, podían optar por ayudar a Soloviov, pero el partidoen su conjunto no suministraría ningún apoyo. El resultadofue que Soloviov hizo su intento solo, el 2 de abril, y fracasó.No obstante, los «políticos» no abandonaron la idea del re-gicidio. Durante las semanas que siguieron, organizaron supropio grupo secreto dentro de Tierra y Libertad –grupoque se llamó Tierra o Muerte– y comenzaron a montar ta-lleres para fabricar dinamita.

A ninguna corriente dentro de Tierra y Libertad le agra-daba la perspectiva de una división formal del partido, loque hubiera significado romper viejos y fuertes vínculoscon los camaradas, y aún más probablemente, debilitar almovimiento revolucionario. Pero, había necesidad urgentede resolver el conflicto de una manera u otra, y por tantose fijó fecha para un congreso de todo el partido a fines dejunio en la ciudad de Vorónezh. Previendo una franca rup-tura, los partidarios de la lucha política tuvieron una juntasecreta preliminar en Lípetsk, varios días antes de la reu-nión de Vorónezh. Esbozaron un programa que exigía li-bertades públicas y una asamblea nacional elegida sobre labase del sufragio universal, aprobaron por unanimidad el

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principio del regicidio y redactaron los estatutos para unpartido estrictamente centralizado. La división esperada nose materializó en Vorónezh. Se logró una nueva transacción,por la cual se conservaba el antiguo programa de Tierra y Li-bertad, pero se sancionaba la continuación de la campañade asesinatos y se aprobaba de este modo el regicidio comoprincipio. En última instancia, sin embargo, el regicidio nopodía subsistir como una cuestión abstracta ni sujeta fácil-mente a transacciones. En agosto, después de dos meses denegociaciones intrapartidarias infructuosas (descritas porLiubatóvich), ambas fracciones acordaron separarse.

Esta escisión de Tierra y Libertad en el verano de 1879fue el suceso más importante de ese tipo en la historia delmovimiento revolucionario populista. Surgieron dos par-tidos independientes: los defensores del regicidio y la luchapolítica fundaron La Voluntad del Pueblo (NaródnayaVolia); en tanto que sus opositores se agruparon en tornoa Reparto Negro (Tschorny Peredel).

Reparto Negro8, el más pequeño de ambos, mantenía laprioridad, tradicional en Tierra y Libertad, de la revoluciónagraria: su nombre expresaba la demanda de una redistri-bución de toda la tierra entre los campesinos. El partido habíanacido virtualmente muerto; en efecto, las condiciones po-líticas no permitían una actividad pacífica de organizaciónentre los campesinos. Sin embargo, Reparto Negro demos-tró ser un paso importante, puesto que en 1883 sus líderes

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8 Las interpretaciones sobre el nombre del grupo difieren. Algunos creenque se refiere a la tradición de lucha por la redistribución de la tierraentre los campesinos de las «tierras negras».

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fundaron el primer grupo marxista ruso, Emancipación delTrabajo.

Vera Zasúlich se encontraba entre esos líderes. A raíz desu atentado contra Trépov, podía haberse esperado que seuniera a La Voluntad del Pueblo, la organización que pro-pugnaba la campaña de asesinatos. Pero Zasúlich nuncasoñó que su acción se convirtiera en una política sistemá-tica, y en verdad, como lo manifiesta Olga Liubatóvich, sesintió extremadamente afligida ante la serie de atentadosque se siguieron al suyo.

El programa de Reparto Negro incluía una forma de te-rrorismo: el «terror económico», que consistía en ataquesdirigidos no en contra del gobierno central, sino contra losenemigos del pueblo a nivel local: los propietarios de fá-bricas, terratenientes y funcionarios de policía o administra-dores. Ésta fue la estratagema que atrajo a Elizaveta Koválskayaal partido. Pero Reparto Negro se mostró incapaz e inclusorenuente a llevarla a la práctica. Cuando un miembro delComité Central rechazó de plano la propuesta de Kováls-kaya de iniciar el terror económico en el sur de Rusia, ellaabandonó el partido y fundó junto con otro camarada unanueva organización, el Sindicato de Obreros Rusos del Sur.Quizás Koválskaya logró más acertadamente que cualquierotro revolucionario de ese periodo ligar la concepción de lalucha armada con la de una organización de masas; en elespacio de seis meses organizó a cerca de setecientos obrerosen el sindicato.

La fracción «política» de Tierra y Libertad, junto con ve-teranos de otros grupos, formó La Voluntad del Pueblo. Lafundación de este partido comportó una transformación

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fundamental del movimiento populista: el abandono ex-plícito de la organización del campesinado en favor de larevolución política. Más todavía, con su disciplina y su es-tricta centralización, La Voluntad del Pueblo se transformóen el primer partido de revolucionarios profesionales de lahistoria de Rusia. Esta transformación tardó largo tiempoen consolidarse; más de un año, estimaba Vera Figner. OlgaLiubatóvich, miembro del Comité Ejecutivo desde su for-mación, no podía conformarse con la evolución del partidodurante este periodo. A su modo de ver, La Voluntad delPueblo estaba avanzando hacia el jacobinismo, es decir, unarevolución a cargo de un pequeño grupo que decretaría trans-formaciones sociales desde lo alto, en lugar de basarse en lavoluntad del pueblo. Además, sentía que el partido estabaapoyando una vuelta al «nechayevismo»: que las decisionesse tomaban sin la plena e igualitaria participación de todoslos miembros. A principios de 1880, se separó del partido.

Praskovia Ivanovskaya y Vera Figner se quedaron. Iva-novska ya colaboró como tipógrafa en la imprenta del par-tido, y sus memorias nos ofrecen un valioso relato de la rutinadiaria y de las relaciones personales en la vida clandestina.Figner era uno de los líderes de La Voluntad del Pueblo ytomó parte activa en varios intentos de asesinato que des-cribe en este libro.

La historia de La Voluntad del Pueblo es inseparable desu campaña para asesinar al zar Alejandro II. Esa campaña,que comenzó en el otoño de 1879, duró mucho más tiempoy exigió un costo mucho mayor de lo que el partido habíaprevisto: comprendió siete atentados distintos en el espaciode un año y medio; desvió todas las energías del partido de

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las actividades de organización, y excluyó de este modo todaposibilidad de construir un movimiento de masas capaz demaximizar el impacto político del asesinato. El éxito selogró finalmente en un ataque con bombas, el 19 de marzode 1881. Pero se vio seguido, casi de inmediato, por unaoleada de detenciones que puso al partido a la defensiva yle impidió aprovechar su mayor triunfo en un momentoen que amplios sectores de la sociedad liberal simpatizabancon él y estaban incluso ansiosos de colaborar. A mediadosde 1882, Vera Figner era el único miembro de la direcciónoriginal del partido que se encontraba todavía libre en Rusia.Con su captura, en febrero de 1883, terminó la vida activade La Voluntad del Pueblo.

iiI

EN LA PRIMERA PARTE DE ESTE ENSAYO, hemos sugerido al-gunas de las condiciones históricas particulares gracias a lascuales las mujeres jugaron un papel tan extraordinario en elmovimiento revolucionario de la década de los setenta: sobretodo, que el feminismo hubiera sido una preocupación im-portante para el radicalismo ruso durante varios años, quelas mujeres habían podido desarrollar sus ideas, establecerlazos fraternos y actuar políticamente antes de unirse a unmovimiento revolucionario mixto, y que el movimientopopulista, a su vez, fuera sensible a la importancia de lasrelaciones igualitarias entre camaradas. Sin embargo, estascondiciones por sí solas no explican la reverencia que las mu-jeres de la década de los setenta inspiraban por igual a suscamaradas masculinos y a la sociedad culta en su conjunto.

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Los nombres que sus contemporáneos les aplicaron –«san-tas», «amazonas de Moscú», «Walkirias rusas»– son todos dealguna manera inadecuados: fueron las primeras revolucio-narias de la historia rusa y crearon su propia mitología. Po-seían una visión moral apasionada y lúcida, que ni el exilio,ni la prisión, ni la inminencia de la muerte podían destruir.Sofía Peróvskaya, la primera mujer en la historia de Rusiaque fuera ejecutada por un crimen político, lo expresó demanera muy simple. «No siento pesar por mi destino», es-cribió a su madre la víspera de su muerte. «Lo enfrentarécon calma, puesto que he vivido largo tiempo con la certezade que llegaría, tarde o temprano. Y en verdad, querida mamá,mi destino no es tan sombrío. He vivido de acuerdo a misconvicciones; no podía haber actuado de otro modo, y poreso aguardo el futuro con la conciencia limpia.»

BARBARA ALPERN ENGEL

CLIFFORD N. ROSENTHAL

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NOTASOBRE LAS FUENTES

LOS REVOLUCIONARIOS POPULISTAS dejaron una rica litera-tura en sus memorias, probablemente la colección más im-portante de fuentes para el estudio del movimiento. Hemoselegido escritos que esperamos transmitan la diversidad tantode las actividades populistas como de los revolucionarios in-dividuales que las llevaban a cabo.

Todas excepto una de las selecciones (las memorias de OlgaLiubatóvich) fueron integradas a partir de fragmentos au-tobiográficos escritos y publicados en diversas épocas, espe-cialmente en el periodo inmediato posterior a la revoluciónde 1905, en que se extendió ampliamente la libertad deprensa, y durante la década que siguió a 1920, bajo el ré-gimen soviético. A fin de crear narraciones coherentes queno abrumaran al lector con nombres y peripecias hemoseliminado muchos detalles de interés sólo para el especia-lista. En bien del interés de la lectura, hemos evitado el usode elipsis para señalar las omisiones; todas las elipsis que apa-recen en el presente texto pertenecen a las autoras de las me-morias e indican pausas.

A menos que se indique otra cosa, todas las fechas se dande acuerdo al Calendario Antiguo.

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v e r af i g n e r

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Vera Figner parece haber sido una superrevolucionaria.Mucho se dijo acerca de su belleza, su elegancia, su educa-ción, su inteligencia y su habilidad para conducirse correc-tamente en cualquier círculo social, incluso aristocrático.Para nosotros fue una revolucionaria ideal, una mujer con unavoluntad de hierro. Después de la caída de Peróvskaya y deZheliábov [que habían dirigido La Voluntad del Pueblo hastaese momento], ella era la única a quien todos reconocían unaautoridad revolucionaria ilimitada.

I. I. POPOV9

NACIÓ EL 25 DE JUNIO DE 1852; era la mayor de seis hijosde una acaudalada familia de clase media. Su padre era sil-vicultor y Vera pasó sus primeros años en los bosques, ais-lada del mundo. A la edad de once años, fue enviada a laescuela privada de un convento para muchachas de la clasemedia, que de poco sirvió para acrecentar su experiencia.Pasó allí seis años, sin contacto con nadie más que sus com-pañeras de estudio mientras adquiría la educación super-ficial que se estimaba apropiada para las mujeres de suposición.

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9 I. I. POPOV, Minúvshee i perezhitoe, Moscú: 1933, págs. 108-109.

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En 1869, regresó a la propiedad de su familia. «Despuésde haber estado encerrada dentro de las cuatro paredes demi internado –escribió–, me sentía invadida por un jubi-loso senti miento de libertad. Este exceso de júbilo, este es-tado de exaltación emocional exigían acción. Me parecíaimposible que yo pudiera vivir sin dejar ninguna huella enel mundo.»10 Bajo la influencia de un tío de ideas liberales,comprendió la diferencia entre su pro pia posición de pri-vilegio y la miseria de los campesinos, y decidió trabajar enbeneficio de ellos. «El periodismo ruso y el movimiento fe-menino, que habían llegado a su punto culminante a prin-cipios de los setenta, me suministraron una solución yaelaborada para mis aspiraciones filantrópicas: podía trans-formarme en mé dico.»11 Dado que era imposible para lasmujeres estudiar medicina en Rusia, resolvió ir a Suiza, dondelas universidades habían comenzado recientemente a admitirmujeres.

Pero su padre le prohibió ir: en lugar de ello, la llevó aKazán, con la esperanza de que la animada temporada so-cial de esa ciu dad la atrajera a objetivos más femeninos.Casualmente, un joven abogado, Alexei Filíppov, se ena-moró de ella y le pidió que se casara con él. Antes de darsu consentimiento, Figner lo convenció de que abandonarasu trabajo y viajase al extranjero con ella: una vez casados,ya no le sería necesario el permiso de su padre para viajar.En la primavera de 1872, con su esposo y su hermanaLidia, Vera Figner llegó a Zürich, donde iba a recibir la

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10 Vera FIGNER, Zapechatlenni trudi, Moscú: 1964, vol. I, pág. 100.11 Ibid., pág. 102.

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educación política que la llevó a transformarse en unarevolucionaria.

CAÍA UNA LLOVIZNA monótona y persistente. Desde la ven-tana de mi pequeña habitación de hotel en Limmatquaisólo se veían los tejados de las casas, apretados uno contraotro. Ese día lluvioso, sin color, sin atractivos, melancóli-co, era mi primer día en un país extranjero, en una ciudaddesconocida.

¡Zürich! Cuánto había añorado llegar allí: durante losdos últimos años todos mis pensamientos y deseos habíanestado centrados en Zürich. Habíamos sufrido tanta incer-tidumbre hasta que salimos de Rusia. Yo no tenía intenciónde viajar antes del otoño, pero en la primavera, los perió-dicos rusos habían publicado la noticia de que la universi-dad de Zürich había tomado disposiciones que dificultaríanla admisión. Ansiosamente pedimos información al rectory después de recibir una respuesta tranquilizadora –todavíapodíamos inscribirnos sin presentar exámenes– dejamospresurosamente nuestro hogar provinciano.

En un claro día de abril de 1872, un día maravilloso yvigorizante, lleno de sol y perfume de primavera, mi her-mana y yo partimos de nuestra aldea natal de Nikíforovo,y viajamos alegremente en una troika cuyas campanas re-piqueteaban. En el centro administrativo de nuestro distrito,habíamos tomado un vapor y luego un tren hacia Suiza. Meencontraba ahora en Zürich , con sus antiguas y estrechascallejuelas, su pequeño lago tan poco atrayente bajo la llu-via, y esa fea vista de tejados desde mi ventana.

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Al día siguiente el tiempo mejoró, y fuimos de prisa asolicitar el permiso de inscripción en la universidad. Cami-namos todo el tiempo por calles empinadas desde el muelle;las calles se iban ensanchando y menudeaban los jardines,hasta que por fin nos detuvimos frente al gran edificio delInstituto Politécnico, que formaba parte de la universidad.Subí la ancha escalinata con un sentimiento cercano a la re-verencia, como si estuviera a punto de entrar en un templode la ciencia para ser aceptada como una de sus sacerdotisas.

En definitiva, el rector nos admitió como estudiantes sinninguna clase de formalidades: simplemente nos dio la mano,tomando este acto como nuestra promesa de obedecer los re-glamentos de la universidad. Habiendo logrado nuestra an-siada meta, prácticamente corrimos escaleras abajo. Ahoracomenzarían nuestros estudios. Sólo estudiar y nada másque estudiar. «No iré al teatro ni a pasear», le había asegu-rado a mi tío antes de partir. Cuando él señaló que el lagode Zürich, lleno de peces, sería una tentación para mí, yohabía insistido: «¡Ni siquiera iré a pescar!», aunque me en-cantaba pescar. «¡No! ¡No habrá pesca ni paseos en barca!¡No habrá más que clases y libros de texto!».

Tenía un entusiasmo enorme –casi podría decirse fana-tismo– respecto a mi futura profesión. Durante dos añosenteros había estado pensando en la medicina y preparán-dome para la universidad, estudiando matemáticas, física,alemán y latín. Nuestra enseñanza previa no nos había pre-parado, a nosotras las mujeres, para la universidad, peronuestro deseo de aprovechar cada partícula de conocimientodel reducido programa era enorme. Nuestro anhelo de viajaral extranjero para estudiar no era capricho ni frívola vanidad.

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Éramos aún pioneras en la lucha por una educación supe-rior para las mujeres, y el viaje al extranjero no era fácilpara ninguna: se necesitaba una verdadera determinacióny una fuerza de voluntad inconmovible para superar las di-ficultades materiales, los prejuicios de la sociedad provin-ciana, la oposición de los padres al cambio y su temor apermitir que sus hijas viajaran a lugares lejanos y descono-cidos. Las jóvenes rusas que vivían en Zürich en 1872 te-nían verdaderamente mucho temple.

Yo también había tenido que superar dificultades mate-riales. Se necesitaban tres o cuatro mil rublos para asegurarvarios años de modesta vida de estudiantes para mi esposoy para mí. Para economizar, me había ido a vivir al bosque,donde no gastaba nada porque vivía en la propiedad de mimadre. Guardamos todo el sueldo de mi esposo para nues-tro futuro viaje y yo vendí todas las cosas que me habíandado como dote. Liberados de los bienes domésticos –tantolos necesarios como los superfluos–, despreocupados, jó-venes y felices, podíamos por fin dirigimos a la fuente delconocimiento.

Tenía diecinueve años cuando partí, y mi horizonte in-telectual era aún muy estrecho. En los dos años que estuvefuera del colegio había leído pocos libros o artículos de pe-riódico importantes, y no estuve en contacto con nadie mien-tras viví en el campo. Mi tío simpatizaba con mis aspiracionesde asistir a la universidad y graduarme en medicina, y deser la clase de médico que atendería solamente a los pobres,a los campesinos; pero aparte de él, no había nadie en nues-tros bosques que hubiera podido abrirme el mundo de lasideas. Este tío me había proporcionado algunas ideas básicas

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acerca de la sociedad, y eso era todo lo que abarcaba miconocimiento.

A principios de ese año, en una clase de mineralogía de launiversidad, me encontré sentada junto a una joven deabundantes cabellos negros, muy cortos y rizados. Sus ojosparecían carbones entre sus párpados rasgados, y su rostroredondo y rústico, de colorida tez, le daba una expresiónpeculiar, mitad provocativa y mitad burlona. En realidadera su nariz la que le daba un aire burlón, que concordabacon el trazo agudo de su boca.

—¿Estás en la facultad de medicina? –le pregunté.—No, estoy inscrita en agronomía, en el Instituto Po-

litécnico.Qué extraño es eso, pensé. ¿Qué es la agronomía? ¿En-

tonces por qué está sentada a mi lado? Yo creía que la genteviajaba al extranjero solamente para estudiar medicina, queninguna estudiante podía tener otra meta, y que ningunapodía tener otro objetivo que servir a la sociedad, es decir,a «los pobres». Entendía el servicio a la sociedad exclusiva-mente en el sentido de socorrer a «los pobres», que para míeran los campesinos. Yo creía que la medicina era la mejormanera de servirlos.

—¿Por qué vas a estudiar agronomía? –le pregunté a mivecina–. ¿Para qué sirve?

—Mi familia posee tierra en la provincia de Tver –mecontestó–. Voy a vivir en la aldea y a utilizar mis conoci-mientos para cultivar la tierra.

Hasta entonces, yo solamente había visto haciendas di-rigidas por mayordomos totalmente carentes de educación,y por los llamados campesinos «ancianos», que también eran

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mayordomos, pero a quienes se les pagaba menos y eranaún menos competentes. El único sistema agrícola que yoconocía era el que habían seguido mi padre y mi abuelo,como lo habían hecho generaciones de campesinos y pro-pietarios desde tiempo inmemorial. No puedo decir quecomprendí mucho mejor las intenciones de Sofía Bardinádespués de su respuesta.

En otra ocasión, Bardiná me informó en clase:—Hoy se realizará una reunión de estudiantes rusas.—¿Por qué? –pregunté, algo temerosa de que me quitara

tiempo para estudiar.—Alguien sugirió que formáramos un círculo exclusivo

para mujeres, con el propósito de aprender a hablar en formalógica. En las reuniones con los hombres –continuó, notandomi mirada de asombro–, las mujeres generalmente perma-necen calladas; sentimos timidez y por tanto no decimosnada. Pero quizás con la práctica aprenderemos a exponernuestros pensamientos en forma lógica, y entonces no ten-dremos temor de hablar en público. Un círculo de mujeressería un lugar en el que podríamos aprender.

—¡Vaya, eso suena muy bien! ¿A qué hora será la reunión?—A las ocho, en el Palmenhof de la Oberstrasse. ¡Ven

por favor!Esa noche, después de una magra cena de estudiantes,

mi hermana Lidia y yo, salimos para el Palmenhof. Allí enla sala encontramos una larga mesa de comedor, con una filade sillas a cada lado. Alrededor, esperaban jóvenes mujeresvestidas en forma sencilla; algunas habían formado gruposde dos o tres. Había un rumor de conversación y en algunaparte se desarrollaba una animada discusión.

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—¡Caballeros [sic]! ¡Siéntense por favor! –anunció unamujer alta y rubia de cabello muy corto: la esposa del doc-tor Emme. Tocaron enérgicamente una campana; la gentese sentó y comenzó la reunión. Emme fue elegida presidenta,pero le cedió su lugar a la bibliotecaria que había tenido laidea de convocar la reunión. La bibliotecaria explicó el ob-jetivo del círculo: aprender a hablar lógicamente. Luego,como medio para lograr este fin, propuso que leyéramosensayos y realizáramos debates.

Continuamos discutiendo si realmente había necesidadde un círculo semejante y, en ese caso, quiénes debían par-ticipar. Todas estaban de acuerdo con el propósito del círculo.Por otra parte, se suscitaron apasionadas discusiones acercade si el círculo debía estar compuesto exclusivamente pormujeres. Muchas se burlaban de esta idea: les parecía ri-dículo que las mujeres sintieran temor en presencia de loshombres, y pensaban que sería a la vez más natural y másconveniente, formar un círculo de autoeducación conjun-tamente con los hombres, sin temor a la competencia mas-culina. Pero estas voces fueron sofocadas por la decisiónmayoritaria de comenzar por organizar exclusivamente a lasestudiantes. No redactamos ningún reglamento para la so-ciedad, que estaba abierta a todas las estudiantes. Una vezque el problema fundamental estuvo resuelto, nos pusimosinmediatamente a trabajar proponiendo que quienes lo de-searan eligieran temas para la reunión siguiente.

Resultó que el primer tema fue preparado por la biblio-tecaria. Aunque pueda parecer extraño, trató el problemadel suicidio, que no podía haber estado más lejos de nues-tras mentes en ese momento. Sostuvo que todo suicidio

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sin excepción era resultado de desórdenes psíquicos, yproclamó que no podía darse un suicidio perfectamentenormal.12

Aunque ninguna de nosotras sabía nada acerca del asuntoni tenía la más mínima noción de psiquiatría, el desafío –quea nosotras nos parecía un desafío al sentido común– fueaceptado con audacia. Siguió un apasionado debate; la manode la presidenta estuvo realmente muy ocupada con la cam-pana para conservar el orden. La reunión fue caótica; en vezde debatir en forma ordenada, todas hablaban a un tiempo.Finalmente quedó en claro que la mayoría se oponía a lavisión unilateral de la expositora y nos fuimos a casa, des-pués de habernos agotado tratando cuestiones tales como:¿Qué es una persona normal? ¿Hay alguien que sea realmentenormal? ¿Es posible que todos sean dementes en una formau otra? Muy avanzada la noche, fuertes voces resonabanpor las silenciosas calles de Zürich : «Normal... anormal...psicosis... ¿dónde se hallan los límites?... ¡no hay límites!».

Varvara Alexándrova, una joven estudiante rubia quehabía trabado amistad con mi hermana Lidia, leyó el segundoensayo. Su tema fue la rebelión campesina de Stenka Razin.El ensayo en sí era débil, pero provocó un debate porqueidealizaba completamente la personalidad de Razin, comoformidable dirigente y como héroe destructivo en el sentidobakuniniano. En esta sesión se suscitó el problema de la cien-cia y la civilización. ¿Eran realmente necesarias para la huma-nidad? ¿Necesitaban los hombres la ciencia para ser felices?

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12 Tiempo después, de las presentes, Kamínskaya, Bardiná, Zavádskaya,Jorzhévskaya y Grebnítskaya se suicidaron (Figner).

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¿Producía la civilización algún beneficio o, mientras las masasestuvieran esclavizadas y las clases altas disfrutaran vidas delujo y refinada cultura, simplemente dañaba al pueblo?

Rousseau y ese incomparable apóstol de la destrucciónque era Bakunin eran invocados por ardorosas contendientesque se alineaban junto a estos dos adversarios de la civiliza-ción y la cultura. Otras, perturbadas por los violentos ataquescontra todos los logros de la humanidad, emprendían unaenérgica defensa, como si nuestros debates pudieran efec-tivamente desencadenar una época de completa barbariedestruyendo de alguna manera la civilización. Yo tenía unaapasionada devoción por la ciencia y anhelaba dedicar mivida a ella, de modo que también vociferaba con genuinofrenesí acerca del valor que podía tener y de cómo, para hacerefectiva la justicia en la tierra, no debíamos destruir la ci-vilización sino, por el contrario, difundirla entre aquellosque habían sido privados de ella. Una mujer apasionada,mitad italiana y mitad rusa, aniquiló a la civilización comoconvenía a su temperamento meridional. La reunión dege-neró en un caos; todo el mundo estaba agitado e impaciente,y se hizo imposible oír nada entre el griterío. La mujer italianacomenzó a sangrar de la nariz, mientras la presidenta para-fraseaba con tono de reproche el discurso de Napoleón a susejércitos en Egipto:13 después de agitar furiosamente su cam-pana, dijo con profundo sentimiento, «¡Señoras, toda Europaos contempla!». Esta referencia a una Europa supuestamenteocupada en observar atentamente a las estudiantes rusas de

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13 «Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan»(Figner).

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Zürich parecía tan graciosa que todo el mundo se rió de buenagana, y todo el ardor de los bandos en disputa se extinguió deinmediato. La reunión terminó, pero la agitación no dismi-nuía, y en el fresco aire callejero todo el mundo retomó la dis-cusión sobre los méritos de la civilización y la ciencia.

Aunque pueda parecer ridículo, esa fue la última discu-sión del círculo. Fue como si toda nuestra pasión y ansiedadde aprender a hablar en forma lógica se hubieran visto con-sumidas en ese debate sobre la civilización. Quizás nos dába-mos cuenta de que nuestra causa no tenía perspectivas. Detodos modos, después de aquel desordenado y acalorado pa-labrerío, la oposición a la exclusión de los hombres se hizomás acentuada. Hubo otra reunión más, en la cual se suscitónuevamente la cuestión de admitir al sexo fuerte. Las defen-soras de la decisión original se habían moderado un poco yhabían perdido fuerza. Discutimos por un rato, conversamosbastante más tiempo, y nos dispersamos sin tomar ningunadecisión. Se hizo evidente que el círculo de mujeres se estabadesintegrando; en contraste con la locuacidad inicial, expirabasilenciosamente, sin que nadie lo lamentara excepto quizássu iniciadora, y no fue resucitado. Sin embargo, durante subreve existencia, había cumplido su función al reunir a lasjóvenes rusas de Zürich y darles una oportunidad de cono-cerse y compararse unas con otras. Las discusiones revelabandiversas tendencias y temperamentos, e hicieron posible quela gente con puntos de vista similares se agrupara. Y en efecto,pronto se formaron varios círculos nuevos en la colonia rusa.

ENTRE ÉSTOS SE ENCONTRABA el círculo de Fritsche, un grupode estudio de izquierda, compuesto por trece mujeres, cuyas

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edades oscilaban entre los dieciséis y los diecinueve años,la mayoría inscritas en la facultad de medicina. Este grupojugó un papel decisivo en el desarrollo político de Figner.

DESDE MIS PRIMEROS DÍAS en Zürich, me había enfrentadoa un conjunto de interrogantes cuya existencia nunca habíasospechado siquiera y que comenzaron a debilitar los pun-tos de vista que había adquirido, inconscientemente durantela infancia, resueltamente luego de haber dejado el colegio.Me asaltaban dudas y tenía que resolverlas. En virtud de losproblemas morales que me inspiraron estas interrogantes,me transformé finalmente en socialista y revolucionaria.

Del mismo modo que me había habituado a considerarla naturaleza misma como algo inmutable, sin pensar ni enel pasado ni en el futuro del universo, había aceptado sin ob-jeciones, hasta este momento, el sistema social y la formade gobierno existentes, sin examinar sus orígenes ni la posi-bilidad de cambiarlos. Por supuesto, yo sabía que el mundose dividía en ricos y pobres –¿cómo hubiera podido dejarde verlo?–, pero no tenía la más mínima idea de la injusticiasocial que engendraba esta división. Sabía que la sociedadestaba dividida en estratos –la clase media, la pequeña bur-guesía, el campesinado–, pero no tenía noción de las dife-rencias de clase. Las expresiones «capital», «proletariado» y«parasitismo social» no figuraban en mi vocabulario.

Hay pobreza en el mundo; hay ignorancia y enfermedad.La gente que había recibido educación y que –como yo–había nacido en el seno de familias acaudaladas debía com-partir mi natural deseo de auxiliar a los pobres. Bajo la in-fluencia de mi madre y de mi tío, así como de los artículos

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periodísticos que había leído, elaboré antes del viaje a Zü-rich un programa social para mí misma: algún día yo iba aayudar a los campesinos de Rusia a comprar caballos o a cons-truir nuevas chozas cuando las viejas se hubieran quemado;como médico, esperaba curar a la gente enferma de tubercu-losis o tifoidea, efectuar operaciones y dar consejos sobremedicina e higiene, y como activista del zemstvo14 proyec-taba erigir escuelas, alfabetizar y proporcionar elevadoresde granos para que los campesinos ahorraran dinero. En loque respecta a las estructuras políticas globales, u olvidabapor completo pensar en ellas o, en la medida en que lo hacía,consideraba como ideales la forma de gobierno de Suiza o deEstados Unidos. Pero nunca me pregunté cómo podía esta-blecerse un sistema semejante en Rusia; esa interrogantenunca cruzó siquiera por mi mente. Mi tío me había dichouna vez, confidencialmente, refiriéndose a John Stuart Mill:«Cada nación tiene el gobierno que se merece». Puesto quesus palabras ejercían gran influencia sobre mí, tomé estocomo un axioma y me sirvió para aplacar mis inquietudes.No podía encontrar excepciones a esta regla –que era co-rrecta en cierto sentido– y ninguno de los que me rodeabantenía nada más que decir en ese momento. Pero si la reglaera verdadera, entonces Rusia tenía exactamente el go-bierno que se merecía; cuando Rusia llegara a ser un país di-ferente, recibiría un gobierno que se asemejara al de Suiza

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14 El zemstvo era un órgano de autogobierno en las áreas rurales. Insti-tuido en 1864, incluía representantes de los propietarios privados y delas comunidades campesinas, y trabajadores urbanos calificados. El tra-bajo del zemstvo comprendía primordialmente el dominio de la educa-ción y de la atención médica.

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o Norteamérica. Y todo esto se desarrollaría de alguna ma-nera, por sí solo.

Luego fui a Zürich, y el «fundamento» que había erigidohacia los diecinueve años comenzó a verse destruido portodos lados. Como un rayo caído del cielo, di con la ideade que yo, que acababa apenas de salir del colegio y estabaanimada por las más puras aspiraciones hacia la ciencia yla bondad; yo, a la edad de diecinueve años, era ya una ex-plotadora, y mi madre y mi tío y todos mis parientes eranexplotadores voraces y mercenarios: pertenecían a una mi-noría privilegiada, bajo cuya opresión las masas, el prole-tariado, nacían, sufrían y morían. Al principio no podíacomprender –rehusaba comprender– que todos nosotroséramos realmente eso. Sí, llegué a sentirme confusa y mo-ralmente perturbada, pero entonces comencé a negarlo todo;me debatía en contra de ello y rehusaba aceptar el ruin papelque se nos imputaba a mí y a todos los que me rodeaban.

Las dudas y las contradicciones me obsesionaban, perome daba vergüenza pedir explicaciones a nadie por miedoa parecer estúpida e ignorante. Todos los que habían llegadoa Zürich antes que yo parecían muy instruidos e inteligentes.Ellos no dudaban: afirmaban. Bardiná, mi compañera declases de mineralogía, parecía ser la única persona que nose reiría de mí y podría solucionar mis dificultades de modoque comencé a hablarle francamente.

—Mi padre era silvicultor, y luego fue mediador de paz15

–le dije–. ¿Cómo podría ser un explotador? ¿A quién explota?

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15 Los mediadores de paz –mirovye posrédniki– eran miembros de lasclases pudientes que ayudaron a poner en práctica el edicto del 19 de

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Y con tranquila certeza, Bardiná señalaba que los cam-pesinos y los obreros pagaban diversos impuestos al erariopúblico, los cuales eran destinados al pago de los sueldos detodos los burócratas del gobierno, incluso los de mi padre ymi tío. El pueblo trabajaba duramente para pagar esos im-puestos con sus escasas ganancias, enviaba al erario públicosin protestar, los kopeks ganados con tantas fatigas. Obligadoademás a pagar impuestos indirectos sobre la sal y otros ar-tículos de primera necesidad, el pueblo soportaba la cargade casi todo el presupuesto.16 Vivía en la pobreza. Se alimen-taba de pan y kvass,17 trabajaba de sol a sol calzado con abar-cas, y alumbraban su choza con astillas de madera. Y estosucedía en todos los casos: ya se fuera ministro o profesor,silvicultor o juez, mediador de paz o médico de zemstvo, sevivía a costa del pueblo, si no con lujo al menos con como-didad. Uno cumplía tareas intelectuales fáciles, agradablesy respetadas, mientras el pueblo, que alimentaba a todos ypagaba todo, doblaba sus espaldas, pasaba hambre y vivíaperpetuamente en la necesidad y la ignorancia.

—¡Pero no es posible prescindir de los maestros, de losmédicos o de los jueces! –argumentaba yo.

—Por supuesto que no –asentía Bardiná–. Pero la remu-neración del trabajo debe ser justa: un juez trabaja menosque un minero o un campesino y, sin embargo gana cienveces más que ellos. El hombre que gaste más energía en sutrabajo, o realice las tareas más difíciles o más desagradables,

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febrero de 1861, que liberaba a los siervos. Mediaban en las disputassobre la tierra suscitadas entre los terratenientes y los campesinos.16 En Rusia las clases acomodadas estaban libres de impuestos directos.17 Una especie de cerveza, hecha de centeno fermentado.

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es el que debe recibir mayor remuneración. Pero ahora,todo es exactamente al revés: cuanto más trabaja un hom-bre, menos gana. Toda nuestra estructura social está basadaen esta injusticia, y ese es el origen de todo lo que tiene demalo la sociedad contemporánea. Los que se benefician coneste sistema son explotadores y parásitos, porque toman loque debería ser para otros; viven a costa de los demás, ro-bando a los pobres hasta su último bocado.

De este modo, aparecían ante mí, por una parte, millo-nes de seres humanos condenados a trabajar de continuo,a la pobreza y a todo lo que la acompañaba: enfermedades,ignorancia y crímenes; mientras por otra, existía un puñadode gente que disfrutaba de todas las cosas buenas de la vidaporque otros trabajaban para ellos.

Estas ideas me hicieron ver inesperadamente, bajo una luzpor completo distinta, todo lo que yo pensaba de la gente yde la vida. Mis ideas y mis sentimientos estaban en con-flicto. ¿Era posible que un pequeño grupo de gente privi-legiada fuera responsable de los horrores de los suburbioslondinenses, la vergonzosa opresión de los obreros fabriles,los sufrimientos de los trabajadores de la industria y los ta-lleres en todas partes, tal como los describieron Flerovskyy Engels? ¡Si no fuera por este pequeño grupo, todo seríadiferente! Y yo, Vera Figner, pertenecía a ese grupo privile-giado; como ellos, era responsable de la miseria de la in-mensa mayoría.

Me era difícil asimilar esa idea, y todavía más difícil acep-tarla. Más aún porque había una sola salida: si eso era ver-dad, entonces debería renunciar a mi posición, porque seríainconcebible reconocer que uno es la causa del sufrimiento

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de los demás y seguir conservando sus privilegios y disfru-tando de sus prerrogativas. Pero eso significaría tener quedescender a la misma pobreza, suciedad y degradación queera la suerte de la mayoría oprimida. ¡Era terrible llegar a talconclusión, y era terrible tener que decidirme!

No quería rendirme.—Pero una persona que coloca dinero en el banco y ob-

tiene intereses de él, ciertamente no puede estar viviendoa expensas de otro, no puede ser llamada explotador ¿ver-dad? –preguntaba yo.

Bardiná demostraba tranquila y metódicamente que in-cluso el banco, ese pacífico refugio, era un mecanismo paraarrancar el sudor a los trabajadores, y que ese interés era tam-bién un ingreso culpable.

Tomé prestado de la biblioteca un libro de estadísticas quetodos los jóvenes estaban leyendo en ese momento. Conteníacifras frías y crudas que demostraban que, excepto algunasoscilaciones sin importancia, un número inevitable de robos,asesinatos y suicidios se cometía año tras año en cada país.La gente vivía su vida pensando que ejercía el libre albedrío,que podía elegir libremente entre robar o no, entre asesinaro no. Pero las estadísticas demostraban que, cualesquierafuesen los deseos de un individuo en particular, por cada diezmil personas, tantos roban, matan a otros o se quitan la vida.¿Por qué era inevitable esta repetición fatal de las mismascifras exactamente? Esto debía significar que hay motivacio-nes más fundamentales y profundas que la voluntad indivi-dual. Solamente podía haber una respuesta: las condicionessociales son tales que, pese a las inclinaciones, tempera-mentos o deseos individuales, producen inevitablemente

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la delincuencia. El hambre y las privaciones de todo tipo:éstas eran las verdaderas causas de todo el despojo y la vio-lencia contra los seres humanos. Las influencias personalesy los castigos jurídicos nada pueden contra esa realidad.

—Los esfuerzos individuales son inútiles contra el poderde la estructura social –me decía Bardiná mientras cami-nábamos por el corredor del piso superior de la Casa Rusa enZürich–. En consecuencia, deberíamos dirigir todos nuestrosrecursos no en el sentido de mejorar la condición de indi-viduos aislados, ni en el sentido de dar tratamiento médicoa casos individuales, sino más bien en el sentido de la luchapara subvertir las instituciones sociales que son el origende todo lo malo. Debemos luchar contra la explotación delhombre por el hombre, contra la propiedad privada, con-tra los derechos de herencia. Todo esto debe ser abolido–afirmaba.

Los libros que yo leía, de Proudhon, de Louis Blanc y deBakunin, me repetían lo mismo.

Era muy fácil decir, «Hay que abolir los derechos de he-rencia», pero debo confesar que me pesaba desprenderme deellos. Admito plenamente el egoísmo de este sentimiento;no quería encontrarme de pronto con las manos vacías. Mipadre había comprado una cierta cantidad de tierra cuandoera muy barata (diez u once rublos por desiatina [2,7 acres])poco después de la emancipación de los campesinos. Estatierra se había tornado mucho más valiosa, y con el tiempoyo heredaría parte de ella. ¿Cómo podía rebelarme contralos derechos de herencia? Tenía un deseo, un instinto po-deroso de poseer alguna propiedad, aunque sólo fuera enel futuro; por cierto que no quería seguir siendo pobre.

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Pero la lógica me llevaba inexorablemente a la conclusiónde que el dinero que mi padre había gastado una vez en latierra era dinero ensangrentado. No se podía evitar; sin em-bargo, iba a pasar todavía mucho tiempo antes de que pu-diera librarme del deseo de aferrarme a lo que considerabamío, o conciliario con la nueva idea de que el trabajo –eltrabajo físico– es la base de todo, es lo que crea toda la ri-queza material.

Cuando la gente de nuestro círculo hablaba de la riquezade la nación, rara vez se refería a las contribuciones del tra-bajo intelectual; éste se discutía exclusivamente desde el puntode vista de su compensación desproporcionadamente alta encomparación con la del arduo trabajo físico. Se condenabatambién el trabajo intelectual en virtud de sus orígenes: eraposible solamente porque ciertas condiciones permitían quealgunos grupos de la sociedad se liberaran del trabajo físicodescargándolo en otros para alcanzar así el ocio necesariopara cultivar la ciencia y el arte.

Y de este modo asignábamos al trabajo físico el valor so-cial más alto, concluyendo que sólo él era puro y moral. Sólolos trabajadores no explotaban a nadie, muy por el contrario,todo el mundo los explotaba a ellos y cometía así una enormeinjusticia social.

¿Pero cómo sería posible eliminar la propiedad privada,o abolir los derechos de herencia, cuando todos querían con-servar lo que tenían? ¡Todos defenderían su propiedad, y losque disfrutaban de festines en la mesa de la vida nunca con-sentirían voluntariamente en renunciar a sus privilegios!

Tanto el programa de la Asociación Internacional de Tra-bajadores como las obras socialistas en general proclamaban

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que el único modo de subvertir el orden existente era la re-volución social. Estas dos palabras lo abarcaban todo; erancompletas y convincentes en sí mismas, sin necesidad demás detalles. La revolución social lo trastornaría todo. Elpueblo se sublevaría (y estábamos seguros de que en esemomento el ejército desertaría para ponerse de su lado) yproclamaría la abolición de la propiedad privada y de losderechos de herencia. La tierra, las fábricas, molinos, aserra-deros y talleres se declararían propiedad pública. Después dela revolución social, todo el mundo tendría que desempe-ñar trabajo físico. Todos tendrían que trabajar de seis a ochohoras por día; en su tiempo libre, podrían realizar trabajointelectual o simplemente divertirse. Sus necesidades que-darían satisfechas con el producto de su trabajo, que estaríaa disposición de la sociedad en su conjunto. Nadie necesi-taría derechos de herencia, puesto que los niños serían cria-dos y educados a expensas de la sociedad y no de sus padres.La sociedad tomaría también a su cuidado a los enfermos,los ancianos y los inválidos.

Todo esto parecía claro, simple y fácil. Me sentí cautivadapor la imagen de los falansterios de Fourier.18 La fórmula «decada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad»parecía una solución milagrosa para todas las complicadascuestiones relativas a la organización de la producción y elconsumo. En los talleres y en las fábricas, los trabajadores continuarían su tarea –la tarea de producir– naturalmente,

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18 Los falansterios, tal como los describe el socialista Charles Fourier(1772-1837), eran comunidades en que hombres y mujeres serian igualesy la vida social estaría gobernada por las «leyes» de la naturaleza humana.

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sin siquiera la menor interrupción de la rutina; luegotransportarían los productos de su trabajo a los almacenespúblicos. Mientras tanto, los campesinos, que habrían trans-formado las tierras de la clase media en propiedad común,labrarían los campos como antes, trayendo el grano a los de-pósitos públicos. Luego, las cooperativas fabriles y agrícolascomenzarían a intercambiar sus productos, valorándolos deacuerdo a la cantidad de trabajo empleada en ellos. Todas estascooperativas de trabajo formarían una federación libre decomunas: el ideal del anarquismo bakuninista.

Solamente la gente que hubiera vivido con comodidadesantes de la revolución encontraría difícil la vida después deella. Sería dura para aquellos que hubieran trabajado sólocon su intelecto y no estuvieran en absoluto acostumbradosal trabajo físico. Pero en esto también era útil Fourier, alseñalar que incluso los niños podían ejecutar muchas de lastareas más fáciles y prestar servicios a la sociedad. Y puestoque el trabajo se exigiría de cada uno según su capacidad,a los que fueran débiles se les asignarían los tipos de trabajomás fáciles.

Todo lo que leíamos parecía fácil de llevar a cabo y su-mamente práctico. Para nosotros, la palabra «utopía» noexistía: existían simplemente diversos «planes» para la revo-lución social. Ninguno planteaba objeciones: se podía decirque éramos unánimes en nuestros entusiasmos. Aquellos queestaban menos extasiados –o que no estaban extasiados enabsoluto– se mantenían a distancia, y no producían diso-nancia alguna en la armonía reinante. Pensábamos quetodas estas nuevas ideas sobre la democracia y la igualdadeconómica eran, desde el punto de vista lógico, totalmente

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invulnerables, y que quienes las cuestionaban lo hacían sólopor egoísmo o por cobardía.

Si estas ideas no hubieran estado perseguidas en Rusia,habría sido posible examinar las discrepancias o las dudasacerca de ellas de acuerdo con sus propios méritos. Sin em-bargo, quienes defendían y predicaban estas ideas eran cier-tamente perseguidos, mientras que quienes valoraban subienestar personal eran incapaces de aceptarlas, por razonesde propia conservación, porque aceptarlas significaba po-nerlas en práctica. Aquellos que se resistían a abandonar suposición privilegiada, que no tenían la fuerza necesaria pararenunciar a ella por el bien del pueblo, exclamaban, «¡No esposible! ¡Ustedes sueñan con quimeras!».

—¡Ve y habla un poco con el pueblo; serás la primera aquien ahorcarán si hay una revolución! –me decía la señoraScherbátov, esposa de un juez de paz, que a nosotras, vein-teañeras, nos parecía a la vez vieja y anticuada.

«Bueno –pensaba yo mientras la escuchaba– ¡y no tienesmiedo de que los campesinos te cuelguen a ti!»

En los círculos que yo frecuentaba más a menudo, laidea de la revolución social jugaba un gran papel. Era unade las nociones a que nos habíamos acostumbrado, y apa-rentemente nadie dudaba de que la revolución pronto llega-ría. Esa confianza no tenía ningún motivo real, y sin embargotodos estaban convencidos de que el momento estaba cerca.Contemplábamos llenos de esperanza al pueblo ruso. Ha-bían estallado grandes explosiones populares en el pasado.En efecto, la historia entera de la servidumbre había sidodesde sus comienzos la historia de la protesta popular. Enel pasado más cercano, las revueltas campesinas se habían

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sucedido esporádicamente a lo largo de la primera mitaddel siglo diecinueve. ¿Y el zar mismo no había dicho, antes deemancipar a los siervos, «Es mejor liberar a los siervos desdelo alto, que esperar a que ellos se liberen a sí mismos desde aba-jo»? En realidad, los campesinos no habían quedado satisfe-chos con la emancipación; no había resultado más que unanueva forma de esclavitud. Insatisfecho todavía, el puebloesperaba una nueva emancipación, la que, esta vez sí, les dierala tierra a todos.

Bakunin proclamaba –y ésta era la opinión predominanteen nuestros círculos– que era precisamente su posición la quetransformaba a los obreros y campesinos en socialistas y re-volucionarios. Con este punto de vista tan optimista, era fácilpara nosotros enfrentar el futuro. «Pero si el pueblo está listo,¿cómo es que no se rebela?», preguntaba siempre alguien. Larespuesta era que el pueblo estaba dividido; estaba desorga-nizado y agobiado por la opresión policiaca, que aplastabatoda iniciativa. Por lo tanto, el papel de los intelectuales erallevar su conocimiento al pueblo, organizado y ayudarlo aunirse para la insurrección.

A pesar de nuestra certeza absoluta acerca del ánimo re-volucionario de las masas y su disposición para actuar, apesar de nuestra creencia en la proximidad de una revolu-ción social y en su victoria final sobre todo el orden existente,hacíamos una extraña distinción entre nuestros destinospersonales y las esplendorosas perspectivas de la revolución.Respecto a nosotros siempre éramos pesimistas: todos pere-ceríamos, seríamos perseguidos, apresados, enviados al exilioy al trabajo forzado (¡ni siquiera pensábamos entonces en lapena capital!). Yo no sé qué sentían los demás, pero para mí

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ese contraste entre un futuro radiante para el pueblo ynuestro propio triste destino tenía un peso enorme cuandopensaba cómo aplicar mis creencias socialistas en la prác-tica. Ese contraste formaba siempre una corriente emocio-nal bajo el torrente de ideas que fluían libremente en Zürich.

Si no hubiera sido por la persecución, no estoy en abso-luto segura de que en ese momento yo me habría convertidoen una socialista.

Las vacaciones de primavera de 1873 fueron una felizinterrupción. Dejando a un lado nuestros textos de histo-logía y fisiología, ocho de las estudiantes subimos a un treny salimos de Zürich para cambiar de paisaje durante unassemanas. Por alguna razón habíamos elegido Neuchátel –queno era especialmente pintoresco– para nuestras vacaciones:quizás lo que nos atraía era que allí vivía un miembro emi-nente de la Internacional, James Guillaume, a quien el grupode Fritsche había conocido en un congreso de anarquistasen St. Imier.

Cuando llegamos a Neuchátel, nuestro primer objetivo fueaplacar el voraz apetito que se nos había despertado duranteel viaje. Entramos en un restaurante que estaba completa-mente vacío, y nos dispusimos alrededor de la mesa comosi estuviéramos en casa. Nos sirvieron sopa, luego llegó elsegundo plato –pero ¿qué era aquello? ¡El plato entero erasimplemente una masa de lomitos blancos que tenían ad-heridos unos pares de patitas blancas! ¿Sería alguna especiede pájaro?, nos preguntábamos. ¿Sería posible que fueranpollitos? «Hay algo sospechoso», refunfuñaba la más jovende las Liubatóvich. «¿Podrán haber exterminado realmentea tantos pollos?», se lamentaba Kamínskaya.

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—Tiíta –susurramos– pregúntale al propietario qué clasede plato es éste. No vamos a comerlo hasta que lo averigüemos.

Varias de las integrantes del Fritsche tenían apodos. A Bar-diná la llamábamos Tiíta a causa de la confianza que depo-sitábamos en ella y de su talento diplomático. A Vera, la másjoven de las Liubatóvich, le decíamos Lobito por su miradaáspera y su costumbre de maldecir «por todos los diablos»y «por la burguesía». En razón de su apetito insaciable,Olga, la mayor de las Liubatóvich, recibió el título de Tibu-rón, y Dora Aptekman el apodo de Húsar por su aparienciamasculina.

Bardiná se colocó sus quevedos sobre la afilada nariz yplanteó la pregunta:

—¡Eso son ancas de rana, Madame! –contestó el pro-pietario.

Por supuesto, ninguna de nosotras quería tocarlas, y nues-tro anfitrión se llevó el plato, asombrado de que pudiéramosdesdeñar semejante manjar.

Después de haber satisfecho nuestro apetito y habernosreído un buen rato de las ancas de rana, salimos todas juntasa explorar el área, escoltadas por una bandada de pillueloscallejeros que gritaban: «¡Ésa no es una mujer, es un hombre!»,al ver a nuestro Húsar.

Terminamos por llegar a Lutry, una aldea a tres o cuatrokilómetros de la ciudad, a orillas de un lago. Era un caseríode fea apariencia, y el lago, uno de los menos atrayentesque habíamos visto en Suiza: en sus márgenes no había mon-tañas, los más hermosos adornos del paisaje suizo, y el aguano tenía tampoco los tonos azules o verdes que caracterizana los lagos de ese país. Pero por más común que fuese el

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villorrio, tenía un pensionado para jovencitas que en ese mo-mento estaban de vacaciones. Tocamos el timbre y fuimosrecibidas por una persona que se parecía a las acompañantesde clase de nuestras escuelas rusas para muchachas: una solte-rona, con anteojos y la severa expresión de una maestra deescuela. Era mademoiselle Auguste, la directora de la escuela.

Ninguna de nosotras tenía más de veintiún años, y mu-chas usábamos el cabello corto, con lo que parecíamos to-davía más jóvenes; en verdad, se nos podía haber tomadopor un puñado de las mismas muchachas de la escuela queestaban a cargo de mademoiselle Auguste. Ésta nos exa-minó con ojo crítico, nos preguntó quiénes éramos e in-dagó acerca de nuestros planes; luego entró para consultarcon su madre, una mujer bondadosa que tenía a su cargoel gobierno de la casa. Mademoiselle Auguste regresó conuna respuesta afirmativa, y por un precio moderado nosinstalamos en aquel tranquilo refugio para jóvenes espíri-tus. El dormitorio –nos habían dado dos habitaciones conocho camas– estaba a nuestra disposición, comíamos en elcomedor, donde nos alimentaban en forma bastante insu-ficiente, y si lo deseábamos, podíamos pasar el día enteroen el jardín. En el dormitorio estábamos apiñadas, pero esono nos molestaba: era divertido quedarse en la cama por lamañana y de noche charlar, bromear y tomarnos el pelo unasa otras. Algunas veces los dardos iban dirigidos a la Tiíta, aveces a Lobito, pero más a menudo a Húsar, en quien des-cubrimos algunas jocosas excentricidades.

—¡Húsar! ¿Qué hora es? –gritaba alguien debajo de lasmantas. Húsar permanecía silenciosa, aunque estaba des-pierta y era la que se encontraba más cerca del reloj.

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—¡Húsar! –gruñía Lobito–. ¡Vamos, responde!Húsar no pronunciaba palabra. Redoblábamos nuestros

gritos, ¡en vano!Finalmente, como el chirrido de un viejo reloj de pared,

llegó la respuesta en medio de las cordiales risotadas de todoel grupo:

—¡Ustedes saben que yo no hablo por la mañana!Nunca llegamos a saber qué hora era.Lutry estaba a muy corta distancia de Neuchátel, donde

Guillaume dirigía una sección de la Internacional. ¿Cómoíbamos a perder la oportunidad de asistir a una reunión,de escuchar a Guillaume y de oír los debates de los traba-jadores, y finalmente salir al son de la melodía de la revo-lucionaria Carmañola?19 Y fue así como una funesta noche,mientras yo me quedaba en casa con otra muchacha, misamigas partieron hacia Neuchátel. La noche terminó con unescándalo que sacudió todo Lutry: las opiniones rusas en-traron en conflicto con las costumbres suizas.

Por supuesto, la reunión de la sección no comenzaba antesde las ocho u ocho y media de la noche, después de finalizarel día de trabajo y luego de haber cenado. Duraba hasta lasonce, y entonces mis amigas tenían que viajar tres o cuatrokilómetros para volver a Lutry. A esa hora nuestra pequeñaaldea estaba sumida en la oscuridad; en efecto, todos loshabitantes de Suiza se iban a la cama temprano. Tambiénen nuestro pensionado las luces estaban apagadas. La cam-pana de la aldea había dado las diez, la hora fatal en que toda

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19 La Carmañola es una canción y danza popularizada por los revolucio-narios franceses de 1789.

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la gente de Suiza estaba en su lecho, ¡y las señoritas no ha-bían regresado a casa todavía! Se hicieron las diez y cuarentay cinco, luego las once... Mademoiselle Auguste, alarmada,vino a nuestra habitación y exigió una explicación. Era in-decente que las jóvenes anduvieran vagando de noche porlas calles, clamaba; nuestras amigas no sólo se estabancomprometiendo a sí mismas, estaban comprometiendotambién a la escuela que les daba amparo. Después de eseescándalo, ¿quién querría enviar a su hija a la escuela demademoiselle Auguste? Eran las doce, ¡medianoche!, ¡y lasseñoritas que ella había recibido en su hogar no habían re-gresado todavía!

Para terminar de empeorar las cosas, se anunció una tor-menta y comenzó a llover copiosamente. La madre de made-moiselle Auguste estaba tan preocupada que no podía dormir,y la casa, a medias vacía, con gente asustada que corría cons-tantemente a mirar por las ventanas, nos parecía estar cargadade electricidad. Las dos que nos habíamos quedado en casatuvimos que soportar todas las quejas y llantos de las bienin-tencionadas maestras suizas, y nosotras también empezamosa sentirnos nerviosas: ¡quizás algo les había sucedido real-mente a las demoradas viajeras! Continuamos esperando yesperando.

Finalmente llegaron, emocionadas y caladas hasta los hue-sos. Un torrente de reproches se descargó sobre sus frívolascabezas, y ni todo el talento diplomático de Tiíta, que noshabía salvado siempre en los momentos difíciles, pudoayudarnos en esta delicada situación. Según recuerdo, se nospidió que abandonáramos aquel tranquilo refugio lo máspronto posible, pero de todos modos nuestra intención era

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permanecer en Lutry solamente por un breve periodo ypronto olvidamos el incidente.

Pero véase lo que puede lograr la fuerza de convicción:Aptekman, el Húsar, comenzó a hacer propaganda de nues-tras ideas con mademoiselle Auguste, quien pronto se en-cariñó con la muchacha rusa y se convirtió al socialismo.El fantasma del nihilismo,20 que había rondado cuando lasjóvenes estudiantes regresaron a casa después de la media-noche, fue desterrado, y de allí en adelante mademoiselleAuguste estuvo dispuesta a hacer cualquier cosa –incluso aviolar la ley– por Aptekman.

En 1873, al finalizar el semestre de primavera, el perió-dico ruso El Heraldo del Gobierno publicó un instructivorelacionado con las mujeres que estudiaban en Zürich. Conhipócritas lamentos sobre la pasión de las jóvenes por lasideas revolucionarias y comunistas (no fue ningún acci-dente que se intercalara una referencia a nuestro debatesobre Stenka Razin y la Comuna de París), el gobierno rusoprohibió a las estudiantes permanecer en Zürich por mástiempo. Si persistían, el gobierno las amenazaba con impe-dir que presentaran exámenes profesionales en Rusia. Esteinstructivo nos desanimó a todas. Después de nuestrosenormes esfuerzos, nos despojaba de la meta que nos habíatraído a Zürich. Habíamos malgastado nuestra energía, nues-tros conocimientos no se aplicarían nunca en la práctica.Nuestros planes de trabajar en bien de la sociedad habíansido destruidos. Y como si eso no bastara, el gobierno había

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20 Los nihilistas rusos eran famosos por su rechazo a las costumbres yvalores tradicionales.

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recurrido incluso a una sucia calumnia: el instructivo de-claraba, para que llegara a oídos de todo el mundo, que conel pretexto de sus estudios científicos, las estudiantes prac-ticaban el amor libre y utilizaban sus conocimientos de me-dicina para destruir los frutos de ese amor. Esa acusaciónnos parecía la más ofensiva de todas. Nos dolía y nos enfu-recía que nos expulsaran de Zürich, que nos obligaran a dis-persarnos y a abandonar nuestros estudios universitarios, peroeso, por lo menos, no ponía nuestro honor en tela de juicio.

Después de haber considerado el aspecto práctico delasunto y de haber leído más cuidadosamente el texto del de-creto, encontramos una manera fácil de burlar la amenaza:la circular se refería solamente a Zürich, sin decir nada acercade otras universidades extranjeras. En el futuro, sólo quie-nes permanecieran en Zürich perderían sus derechos. Enefecto, las que deseaban continuar estudiando en el extran-jero optaron por la solución más obvia: trasladarse a otrasciudades.

Pero nosotras, las mujeres más jóvenes y más radicales,no podíamos permanecer silenciosas ante la acusación de in-moralidad; queríamos denunciar esa calumnia, y denunciarlapúblicamente, en los periódicos. Nuevamente se convocó auna reunión exclusivamente para mujeres. Esta vez no nosreuníamos para aprender a hablar en forma lógica, sino paragritar: «¡No nos calumnien!».

La reunión en la Casa Rusa fue multitudinaria. Acudie-ron todas, aun las mujeres que habitualmente se manteníanalejadas por prudencia o porque estaban muy ocupadas. Lasdiscrepancias y los conflictos de intereses se hicieron patentesde inmediato: nosotras, las estudiantes del primer y segundo

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años defendíamos enérgicamente la idea de una denuncia,mientras que el grupo de las «complacientes liberales bur-guesas» –las mujeres que estaban más próximas a terminarsus estudios– intentaban demostrar lo desaconsejable, pe-ligrosa e inútil que sería semejante actitud. Luego de apa-sionantes discusiones, declararon finalmente que si nosotrasimprimíamos una denuncia, ellas firmarían y publicaríanuna denuncia en su contra. Nos sentimos indignadas a la vezpor su posición moral y por el hecho de que nuestra decla-ración pública no sería efectiva a menos que fuera firmadapor todo el mundo.

La reunión se disolvió tarde aquella noche, luego de tem-pestuosas y encarnizadas discusiones. No solamente tendría-mos que sufrir la afrenta pública sin protestar, sino quehabíamos sido derrotadas por nuestras propias camaradas.

El decreto del gobierno destruyó la comunidad estudian-til de Zürich, frustró nuestros planes y nos dispersó a todas.Pero antes de abandonar Zürich, el grupo de Fritsche re-dactó un modesto programa con un conjunto de reglas paraformalizar nuestra pequeña asociación, que hasta entoncesse había basado únicamente en un acuerdo implícito. Enforma general, este documento formulaba los objetivos so-cialistas de la organización y los medios que se usarían parallevarlos a la práctica. Según recuerdo, estos pocos párrafoseran una copia exacta de los principios organizativos de lasección suiza de la Internacional: descoloridos e indefinidos,pasaban totalmente por alto las condiciones políticas y eco-nómicas de Rusia.

¿Pero podía alguien realmente esperar que comprendiéra-mos cómo era nuestra patria? Éramos todas jóvenes, apenas

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habíamos salido del pensionado cuando viajamos al extran-jero y nos establecimos en un país libre –un medio socialtotalmente ajeno al ruso–, como si fuera nuestro elementonatural. Todo lo que veíamos, oíamos o aprendíamos acercade las condiciones y actitudes de Europa occidental lo in-terpretábamos como si fuera totalmente aplicable a la vidarusa: a las aldeas rusas, a las fábricas rusas, al campesino delVolga y al obrero de Ivánovo-Voznesensk. El programa ini-cial, ingenuo y nada sofisticado, que redactó el círculo deFritsche y se adoptó en Zürich, reflejaba inevitablementenuestro completo alejamiento de todo lo que fuese nacio-nal, de todo lo que fuera ruso.

Una vez que tuvimos nuestra carta constitutiva, el pró-ximo paso era necesariamente la actividad práctica. Fue asíque la cuestión más urgente vino a ser la forma de activi-dad que el grupo de Fritsche debería adoptar cuando vol-viéramos a Rusia.

En Zürich nuestro círculo había llegado a la convicción deque era necesario asumir una posición idéntica a la del pue-blo, con el fin de ganarse su confianza y realizar con éxito lapropaganda. Teníamos que «aficionarnos a la vida sencilla»:dedicarnos al trabajo físico, beber, comer y vestirnos comolo hacía el pueblo, y renunciar a todas las costumbres y ne-cesidades de las clases cultas. Ésta era la única manera deacercarse al pueblo y obtener respuesta a la propaganda;además, sólo el trabajo manual era puro y sagrado, sólo en-tregándose completamente a él podía uno evitar convertirseen un explotador. En consecuencia, en una perspectiva tantoideológica como práctica, era necesario dejar la universi-dad, que conducía a un diploma de médico; renunciar a una

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posición privilegiada, y marchar al trabajo en una fábricao taller de Rusia.

La mayor parte del grupo de Fritsche resolvió hacer pre-cisamente eso. Las preocupaciones estudiantiles se volvieronextrañas para ellas y hacia 1874, un año después de haberabandonado Zürich, habían vuelto a Rusia.

Yo era una desertora en esta cuestión del trabajo manual.Pero antes de que hubiera podido tomar una decisión e in-formar a mis camaradas que no me uniría a ellas en Rusia,sino que permanecería en la universidad, atravesé un pe-riodo de conflictos emocionales.

¿Era realmente necesario, me preguntaba, transformarseen obrero fabril, de cualquier manera? ¿Tenía realmente querenunciar a la posición, a los gustos y a los hábitos de unmiembro de la intelectualidad? Pero por otra parte, ¿podíacon toda honestidad rehusarme a simplificar completamentemi vida, a vestir ropas campesinas y botas de fieltro comolos campesinos, o a cubrir mi cabeza con un pañuelo y ma-nejar trapos malolientes en una fábrica de papel? ¿Sería ho-nesto de mi parte ocupar un cargo de doctor, aun cuandotambién realizara propaganda socialista? Finalmente, ¿seríahonesto de mi parte seguir estudiando medicina mientraslas mujeres que me rodeaban –que también pertenecían ala clase culta– estaban abandonando sus estudios científicosy descendiendo a las profundidades de nuestra sociedadpor amor de un gran ideal?

Podía ver claramente toda la belleza que había en la co-herencia y sinceridad de mis amigas, y sabía que la calidadde su trabajo sería la mejor posible. Me atormentaba no poderpersuadirme a mí misma de hacerlo yo también, no querer

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transformarme en obrera. Durante tantos años había de-seado ir a la universidad; había estudiado tanto tiempo, y laidea de ser médico había llegado ya a formar parte de mí.Ahora, aun después de abandonar mis planes de dedicarmea la actividad cultural en el zemstvo por los objetivos de unpropagandista socialista, todavía me atraían los halagos dela vida de médico. ¡La vida de un obrero me parecía horri-ble, inconcebible! La sola idea me helaba la sangre. Pero mefaltaba valor para declarar francamente «No quiero». Me aver-gonzaba admitirlo, y entonces dije «No puedo».

Encontré motivos, por supuesto: «No soy lo suficiente-mente fuerte», afirmé. «¿Por qué –pregunté– tenemos queentrar todos a las fábricas? Los socialistas pueden hacer otrascosas, también, incluso en posiciones menos ‘democráti-cas’. Un doctor de zsemtsvo puede parecer simplemente unprofesional más, alejado del pueblo; pero ¿qué me dicen deun paramédico (feldsher)? Estoy estudiando y continuaré es-tudiando para adquirir conocimientos, no un diploma. Unavez que sepa lo suficiente, no tendré que graduarme de mé-dico, puedo trabajar como paramédico en un zemtsvo, y paraeso sigue siendo necesario que traiga la mayor cantidad deconocimiento posible a la aldea».

El círculo de Fritsche era tolerante con las opiniones in-dividuales de sus miembros. Cierto es que muchos de ellossostenían las posiciones más radicales y que –como para alar-dear unos frente a otros– todos elegimos como nuestros hé-roes a los líderes más intransigentes de la gran revoluciónfrancesa. Algunos quedaban fascinados con Robespierre,mientras que otros no se conformaban con nadie menosque Marat, el «amigo del pueblo» que exigía millones de

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cabezas. Sin embargo, el decreto original no nos obligabaa desempeñar ninguna clase particular de actividad ni nosdecía cuándo debíamos comenzar, y una vez que el resto delgrupo decidió regresar a Rusia y empezar con el trabajo prác-tico, Aptekman y yo, que nos rezagamos para completarnuestros estudios, nunca oímos una palabra de reproche nivimos ninguna señal de desaprobación. No obstante, tanpronto como las demás se fueron de Suiza, nosotras dos que-damos completamente aisladas. No supimos nada acerca desus conversaciones y su subsiguiente fusión con un círculomasculino del Cáucaso, ni supimos nada acerca de sus con-tactos con los editores del Obrero.21 Llegué a saber de todoesto sólo cuando yo misma partí hacia Rusia.

La inclusión del elemento masculino resultó muy bene-ficiosa para el grupo de Fritsche: los planes organizativos parala acción se hicieron más prácticos. Los hombres fueron tam-bién parcialmente responsables de que el reglamento de laorganización combinada, después de haber sido reformuladoen Rusia, fuera el primero basado en los principios de dis-ciplina y solidaridad.

El plan revisado de la Organización de Moscú,22 como sele llamó, era el siguiente: dos o tres miembros se turnaríanpara permanecer en la ciudad, actuando como centro ad-ministrativo de los asuntos generales de la organización.

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21 El Obrero era publicado por un grupo de bakuninistas en Ginebra,fue el primer intento de fundar un órgano de la clase obrera en idiomaruso. Duró un año, interrumpiéndose su publicación cuando la Orga-nización Social Revolucionaria Panrusa se hundió en Rusia.22 O la Organización Social Revolucionaria Panrusa, como se llamaba así misma.

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Todos los demás debían ir a los diversos centros industriales(Moscú, Kiev, Odessa, Tula, lvánovo-Voznesensk y Oréjo-vo-Zúevo) donde, junto con algunos obreros de Moscú quehabían asimilado la propaganda de activistas más antiguos,entrarían a las fábricas y talleres. No había proyectos parair a las aldeas: era difícil para las mujeres conseguir allí pues-tos como obreras. Además, el objetivo principal del círculose había definido claramente como la difusión de propagandaentre los obreros industriales. Cuando éstos abandonaranlas fábricas, dos o tres veces por año, para trabajar en loscampos o para regresar al hogar familiar de la aldea, durantelas vacaciones,23 ejercerían a su vez influencia sobre el pue-blo –el campesinado– mediante propaganda oral y escrita.Cuando la propaganda hubiera preparado el terreno, debíahaber sublevaciones locales, que convergirían luego en unainsurrección nacional.

Sin embargo, nada sucedió como estaba planeado. Todose desmoronó casi al principio de la primera etapa.

En Moscú, el príncipe Tsitsiánov y Vera Liubatóvich pres-taban servicio en la administración, mientras que Bardiná,Kaminskaya, y, por un tiempo, mi hermana Lidia, empeza-ron con el trabajo en la fábrica. Olga Liubatóvich fue a Tulay Alexandra Jorzhévskaya a Odessa; Anna Toporkova, Var-vara Alexándrova, mi hermana Lidia y dos obreros fueronenviados a Ivánovo-Voznesensk. Pero todos estos comien-zos abortaron rápidamente. Lidia Figner y luego Bardináy Kaminskaya tuvieron que escabullirse de las fábricas. Re-sultó imposible para las jóvenes y elegantes «señoritas»

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23 Los obreros fabriles de Rusia trabajaban generalmente por temporadas.

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ataviadas de campesinas no llamar la atención en los mise-rables alrededores de una fábrica. Todo lo que hacían lasaislaba: sus pequeñas y delicadas manos no estaban acos-tumbradas al trabajo, y diez o doce horas de arduos esfuerzosen un taller insalubre –Kaminskaya, por ejemplo, tenía quetrabajar con trapos inmundos en una fábrica de papel– lasagotaron más allá de sus fuerzas. Ni siquiera podían realizarpropaganda, porque la conciencia de sus compañeras obre-ras era muy escasa, y entonces, ocultas por sus ropas deobreras, contraviniendo la costumbre tanto como la cate-górica prohibición de la administración de la fábrica, iban alas barracas de los obreros para intentar interesarlos en los li-bros. Ofrecían el material a todos, pero dado que muy pocosobreros sabían leer, recurrieron finalmente a la lectura envoz alta. La visión de una joven sola, leyendo, en las sucias,poco iluminadas y malolientes barracas, a un círculo deaquellos obreros que no se habían echado todavía en lacama, era extraordinaria de contemplar. Puesto que lasmujeres no permitían «que se perdiera el tiempo en ton-terías», los trabajadores no podían imaginarse qué hacíanellas allí.

La rutina de la fábrica les causaba frecuentemente difi-cultades. Por ejemplo, cuando abandonaban la fábrica enlos días de asueto, las «señoritas» tenían que llevarse sus pu-blicaciones revolucionarias en sus mochilas. No podían de-jarlas dentro de sus baúles, en las barracas, porque podíanencontrarlas al registrar o incluso por accidente; pero porotro lado, se registraba las mochilas de los obreros siempreque abandonaban la fábrica. Fue así que, cuando mi her-mana salía de la fábrica Gubner, donde trabajó hasta que

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fue a Ivánovo-Voznesensk, el guardián de la fábrica intentódetenerla y apenas logró escapar.

Hacia 1875, el grupo de Moscú estaba en la cárcel. Ni-kolai Vasíliev, un obrero, fue capturado el 29 de marzo yDana, la mujer con quien vivía, condujo a la policía al apar-tamento del grupo, donde todos fueron inmediatamentearrestados. Posteriormente, entre mayo y septiembre de1875, los miembros de la organización que se hallaban enIvánovo-Voznesensk, Tula y Kiev, y los «administradores»que habían quedado en Moscú, fueron también arrestados.

En Ivánovo-Voznesensk el grupo entero fue arrestadopoco después de haber comenzado su trabajo en la fábrica.Habían alquilado un pequeño apartamento, del tipo quehabitualmente ocupaban los trabajadores, y todos vivían allíjuntos, como grupo colectivo de trabajo. No está claro si lapolicía sospechó algo, o si de algún modo interceptó unacarta que los puso sobre la pista de la organización; de todosmodos, la policía se presentó en forma inesperada y los cap-turó a todos. Se encontró literatura revolucionaria en elapartamento y, para proteger a sus camaradas, mi hermanaLidia declaró de inmediato que todo aquello le pertenecía.Por ello se la sentenció en un principio a cinco años de tra-bajos forzados; pero como todos sus camaradas estabanviviendo en Ivánovo-Voznesensk con falsos papeles de iden-tidad, recibieron también sentencias similares.

En Tula, la novia de un obrero local, suponiendo que él laengañaba, hizo una denuncia a la policía y la condujo hastael apartamento de Olga Liubatóvich, con quien su amigoestaba en contacto. Esto fue aproximadamente lo mismoque había sucedido en Moscú.

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Después, la «administración» de la Organización deMoscú se derrumbó estrepitosamente. El príncipe Tsitsiá-nov y Vera Liubatóvich vivían en un apartamento en el cual–como todos los demás en esa época– no tomaban ningúntipo de precauciones conspirativas. Su apartamento servíade escondite para la literatura revolucionaria y para una«oficina de pasaportes» totalmente equipada: los papelesde identidad se borraban con una solución que llenaba lashabitaciones de un sofocante olor a cloro, y los permisosde residencia falsos se fraguaban en el escritorio, donde sealmacenaban los sellos, la tinta y una amplia corresponden-cia. Mucha gente visitaba este lugar por una razón u otra;los considerables recursos de la organización se guardabanallí para distribuirse de acuerdo a las necesidades. Las her-manas Subbótina, que eran miembros de la organización,habían contribuido generosamente colocando toda su enor-me fortuna a disposición de la misma.24 Cuando la policíairrumpió en el apartamento, el príncipe Tsitsiánov ofrecióresistencia armada: la primera acción de esa especie en lahistoria del movimiento revolucionario de los años setenta.

Casi exactamente al mismo tiempo arrestaron en el sura Jorzhévskaya y Zhdanóvich, en una estación de ferrocarrildonde esperaban recoger un envío de literatura. Fueron cap-turados con un texto completo del programa y los estatutosde la organización, y luego todo esto sirvió como pruebacontra ellos en el juicio.

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24 Cuando lo arrestaron en el apartamento de Tsitsiánov, Kardashev teníaconsigo 10.000 rublos, que se le habían entregado al encomendársele unatarea. Este es un índice de la cantidad de dinero que poseía la organización.(Figner).

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Por supuesto, los miembros de la organización habíanestablecido vínculos con diversas personas, y la policíasiguió celosamente todos los indicios. Ocasionalmente,tropezaban con las huellas de la gente que había estadoefectivamente involucrada en el trabajo de la Organizaciónde Moscú; en otros casos, sin embargo, se las ingeniaban paraligar a gente que no estaba implicada en absoluto. Así fuecomo se produjo el Juicio de los Cincuenta. Comprendía aonce de las mujeres que habían estudiado en Zürich; la duo-décima, Kamínskaya, no fue conducida al juicio, aparen-temente porque había sufrido trastornos mentales durantesu detención preliminar. Se corrió el rumor de que la si-lenciosa melancolía de la cual sufría no la hubiera salvadodel juicio si su padre no hubiera entregado 5.000 rublos ala policía. Cuando sus camaradas recibieron sentencia, eldeseo frustrado de compartir el mismo destino la llevó aenvenenarse ingiriendo cerillas.

En el otoño de 1875 yo cursaba mi séptimo semestre enla facultad de medicina de Berna. Dado que el plan de es-tudios constaba sólo de nueve semestres, en un año tendríaque comenzar a trabajar en mi disertación. Pero mi vidahabía alcanzado un punto crítico.

Mark Natansón llegó a Europa en noviembre de ese año,con la intención de traer de vuelta a Rusia a los revolucio-narios que habían emigrado al oeste. Pasó algún tiempoen Londres y París, y cuando llegó a Suiza, nos buscó aAptekman y a mí por todas partes para informarnos delpésimo estado de la causa socialista en Rusia. La Organi-zación de Moscú, incluyendo al primitivo grupo de Frits-che, había sido destruida, nos comunicó; habían arrestado

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a todos sus miembros y no quedaba nadie para continuarsu trabajo. No obstante, dondequiera que hubiesen realizadoactividad, habían establecido conexiones que debían mante-nerse. Y por eso, en nombre de la causa revolucionaria y poramor a la solidaridad entre camaradas, nos pedía que dejá-ramos la universidad y acudiéramos en ayuda de nuestroscompañeros que sucumbían. Estos camaradas, detrás de losmuros de la prisión, nos llamaban, decía, a sustituirlos en lasdisminuidas filas de los propagandistas y los agitadores.25

La proposición de Natansón me tomó completamentepor sorpresa. No había recibido cartas de mis amigos desdeque partieron; nunca se me había ocurrido siquiera que yopudiera, en general, ser necesaria en Rusia, o que ellos enparticular pudieran requerirme. Yo había estado avanzandohacia mi meta con tranquilidad y confianza, con la inten-ción de comenzar mi actividad práctica sólo después dehaber finalizado mis estudios. La invitación de Natansónllegó como una verdadera catástrofe.

Una vez más me veía obligada a preguntarme: ¿Qué debohacer con mi vida?

Por tercera vez desde que abandoné la provincia y me alejéde la tranquila campiña, me vi sumergida en una dolorosaintrospección, enfrentada a esa clase de elecciones que de-ciden el curso de la propia vida.

Al principio me habían atormentado la inquietud y laduda, pasar del seguro campo del liberalismo y la filantropía

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25 Cuando regresó a Rusia, Figner descubrió que esto no era cierto, quesus camaradas nunca le habían pedido a Natansón que le transmitieramensaje alguno, ni que le rogara que volviera a Rusia.

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complaciente a la insegura esfera de la revolución y el so-cialismo. Me atormenté por segunda vez cuando mi her-mana y nuestras amigas partieron hacia Rusia. Y ahora,cuando todo aquello había pasado por fin y yo había recu-perado confianza suficiente para dedicarme a lo que estabahaciendo, ahora, por tercera vez, me enfrentaba a esas per-turbadoras interrogantes morales, interrogantes que exigíanrespuestas inmediatas. Mi alma estaba dividida, mis senti-mientos en conflicto.

El grupo de Fritsche había demostrado por sí mismotodas las dificultades que debía enfrentar una intelectual quetrataba de convertirse en obrera. La experiencia del grupomostraba lo breve que tendría que ser una actividad tanpoco común, una actividad que lo colocaba a uno en po-sición ilegal desde el principio, puesto que debían usarsepapeles de identidad falsos. Los resultados de su noble in-tento de transformarse en obreros comunes no animaron anadie a elegir ese método de acercarse al pueblo; de allí enadelante, se consideró que las posiciones moderadamente«democráticas», tales como la que yo había elegido –la deparamédico– proporcionaban oportunidades de trabajopermanente.

Pero si yo iba a prestar servicios como paramédico en unzemstvo, ¿para qué necesitaba un diploma de médico? Si yono tenía intención de graduarme de médico, ¿por qué teníaque finalizar mis estudios? Todo lo que necesitaba era cono-cimiento suficiente para desempeñar mis tareas y ayudar alpueblo, y eso ya lo tenía: seguramente tres años y medio deestudio era tiempo suficiente para eso. Si yo no buscaba el pe-dazo de papel que atestiguara públicamente mi conocimiento,

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¿por qué no podía dejar inmediatamente la universidad ylanzarme en ayuda de la revolución y de mis amigos, que es-taban al servicio de ella?

Y de pronto me di cuenta de que el diploma, ese pedazode papel que tanto había desdeñado, me resultaba en rea-lidad algo muy preciado: me seducía y me ataba. Importa-ba el reconocimiento oficial de mi saber, la prueba de quehabía terminado lo que había empezado, de que había lle-gado a la meta única y absolutamente fija que había perse-guido durante muchos años con tanta energía, constanciay autodisciplina. ¿Cómo podía retirarme ahora, cómo podíaabandonar los estudios sin terminarlos? Me avergonzabaabandonarlos: me avergonzaba ante mí misma y frente a losdemás. ¿Cuál sería la reacción de todos los que conocían misesfuerzos, que no tenían precedente en nuestros lejanos bos-ques provincianos? ¿Qué dirían los amigos y parientes quehabían simpatizado conmigo, me habían animado y me ha-bían enviado a Zürich con sus mejores deseos de éxito en unaempresa que era aún tan poco común para las mujeres?

¡Sin embargo, por otro lado, existía la causa revolucio-naria, que, según me decían, también necesitaba de mis ener-gías! ¡Encerrados en celdas, atados de pies y manos, misamigos clamaban por mi ayuda! Ahora que me habían co-municado sus necesidades, ¿podía yo dejarlos de lado y darpreferencia a mi orgullo, a mi vanidad, y –¡ay!– mi ambi-ción? Nunca había admirado estas cualidades en los demásy había tratado de que nunca me dominaran tampoco, ¡peroahora me daba cuenta de cuán fuertes eran en realidad mi va-nidad y mi ambición! ¿Sucumbiría realmente a ellas? Mi au-toestima, mi fe en mí misma exigían que respondiera «¡No!».

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Sin embargo, era doloroso; me dolía tener que dejar la uni-versidad, me dolía que yo, Vera Figner, no tuviera nunca elderecho de agregar bajo mi firma «Doctor en Medicina yCirugía».

Me preguntaba: ¿me necesitaban realmente en Rusia, parala causa revolucionaria en general, y para mantener los con-tactos de la Organización de Moscú en particular? Era laprimera vez que me encontraba con Natansón; nunca anteshabía oído nada acerca de él, y no había traído cartas de pre-sentación: todo lo que me dijo era que Varvara Shatílova,quien estaba emparentado con las hermanas Subbótina, erala única que había quedado en Moscú después de la deten-ción de mis amigos y que, pese a sus mejores esfuerzos, nopodía habérselas con todos los problemas que se le presen-taban. Las personas que había logrado reclutar para haceralgún trabajo también habían sido rápidamente arrestadas,y no había nadie para remplazarlos.

Racionalmente, yo sabía que o Aptekman o yo debíamoscomprobar las cosas personalmente para asegurarnos de querealmente se nos necesitaba en Moscú. Solamente una denosotras tendría que dejar Berna para hacer esto, y si eltemperamento valía para algo, Aptekman debía ser la ele-gida: era tranquila y sensata, y haría un examen detenidode las condiciones existentes. Si ella averiguaba que no ha-cíamos realmente falta las dos, regresaría y evitaría que yome fuera. Por otra parte, si yo dejaba la universidad para ira Rusia, se podía predecir con toda seguridad que no regre-saría nunca.

Pero Aptekman permanecía silenciosa; comprendí queno quería ir.

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¿Por qué no podía yo decirle?: «No es necesario que las dosnos vayamos ahora mismo. Eres prudente y juiciosa: ve tú pri-mero y luego escríbeme si es necesario que vaya. Si voy yoprimero, nunca volveré».

Pero no podía decirlo. Era incapaz de pedirle a otra per-sona que hiciera algo que yo misma no haría.

Y entonces, con estos sentimientos, me aproximé a Ap-tekman y le dije: «¡Quédate! Yo iré sola y te escribiré si valela pena que tú vengas también». Así fue como tomé la de-cisión que determinó el curso de mi vida.

La crisis espiritual que sufrí para tomar esta decisión fuela última. Mi personalidad se había formado y templadodurante esos años de lucha conmigo misma. Una vez tomadala decisión, mi mente tuvo finalmente sosiego, y no vacilémás; me puse a trabajar sin mirar atrás. Las preocupacionessociales habían prevalecido sobre las personales de una vezpara siempre. Era la victoria de un principio que se habíagrabado hacía largo tiempo en mi mente, cuando yo teníatrece años, y leía en la Biblia: «Deja a tu padre y a tu madrey sígueme...»

Dejé la universidad sin conseguir mi diploma; abandonéSuiza, donde había encontrado un nuevo mundo de ideasgenerosas, que lo abarcaban todo, y todavía bajo los efectosde mis recientes disturbios emocionales, partí hacia Rusia.Tenía veintitrés años.

En mi camino hacia la patria, hice una parada en Gine-bra. Había allí un pequeño café, el Café Gressot, famosoen la colonia rusa, y siempre que yo iba a Ginebra, visitabaeste refugio para emigrados. Durante este viaje final, en-contré allí tres extranjeros entre los clientes habituales: Iván

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Debagory-Mokriévich, Gábel, y un joven a quien todos lla-maban el Propietario. Nos presentaron, y debo haberles sim-patizado, porque me invitaron a su casa. Nos dirigimos a unapequeña y desnuda buhardilla. El lugar estaba en desorden.Eran evidentemente muy pobres: dos catres servían de camaspara Gábel y Mokriévich, mientras que el Propietario, queera más joven, juntaba tres o cuatro sillas para dormir sobreellas y usaba algunos periódicos como colchón y manta;una especie de paquete –probablemente literatura ilegal–le servía de almohada.

Cuando logramos cierta comodidad en la buhardilla, misnuevos amigos comenzaron a hacer proselitismo conmigo.Todo lo que sabían de mí era que yo era estudiante, y enton-ces, para tomarles el pelo, simulé ser totalmente ignorante.Me hablaron acerca de Rusia y de la actividad revolucionariaque allí había, acerca de cómo el pueblo nos necesitaba parainfundir pasión revolucionaria, y no para hacer propagandateórica; acerca de cómo el pueblo estaba al borde de una ex-plosión general, y de cómo los intelectuales tenían que serla chispa que la hiciera estallar. Iván Mokriévich era el quemás hablaba, y lo hacía muy bien, con energía y entusiasmo.Con sus palabras me pintaba sobre la inmensa tela de Rusiauna escena inspirada, una escena como las que me habíanemocionado cuando leía descripciones de los movimientosrevolucionarios.

Habría una insurrección nacional; el estruendo de la cam-pana llenaría las aldeas y resonaría a través de los campos.Dirigidos por un poderoso caudillo –un nuevo, un modernoEmelián Pugachov o Stenka Razin– una horda de campesi-nos armados con guadañas abandonaría sus hogares, sus

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familias y sus campos para marchar a la batalla, a vencer omorir. Podía ver las banderas flameando, podía oír el pasodel ejército del pueblo. El pueblo confiaba todavía en el zary lo consideraba su benefactor, pero esta fe se transformaríaen un arma poderosa en las manos de un líder popular re-volucionario que proviniera de las filas de los intelectuales;proclamaría que pertenecía a la familia del zar. Y al lado deeste glorioso líder se encontraría una hermosa mujer, consus cabellos sueltos al viento y una bandera en la mano... Elpueblo capturaría arsenales y se armaría, y los cañones dela revolución empezarían a rugir. Las tropas –que estaríanformadas por los hijos de los campesinos– se unirían a losrebeldes; el ejército regular sería aplastado, el gobierno de-rrocado. Las haciendas de los terratenientes arderían en lla-mas, mientras los campesinos tomaban posesión de la tierra.Ruinas humeantes cubrirían la tierra que durante tantossiglos habían regado la sangre y el sudor del pueblo, y unnuevo y justo orden social nacería de las ruinas, como elfénix resurge de las cenizas.

Durante toda la noche escuché a mis huéspedes desarro-llar este tema. La belleza de sus palabras, su ardor y entu-siasmo revolucionarios me fascinaban. Todos trataban deconvencerme de que dejara la universidad y de que, junto aellos, me dedicara a la causa revolucionaria en Rusia. Esgri-mieron todos los argumentos posibles contra mi educaciónuniversitaria y cualquier prolongación de mi estadía en el ex-tranjero, incitándome fervientemente a regresar a casa conellos. Yo escuchaba.

Gábel comenzó a exponer los principios básicos de unaorganización revolucionaria: sus miembros debían estar

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unidos por los más fuertes lazos de amistad y devoción, de-bían compartir todas las penas y alegrías, ¡particularmentelas penas! En su intento de demostrarme los vínculos indi-solubles de camaradería que los unían a los tres, me relata-ron un incidente reciente.

En diciembre, se celebra en Ginebra una festividad de tresdías que se llama Escalada. Durante este tiempo, cualquierhombre puede acercarse a una mujer que encuentra en la calley besarla. Los jóvenes emigrados rusos se regocijaban con estaoportunidad y estuvieron besando a todas las mujeres atrac-tivas que se cruzaban en su camino. La causa del incidentefue esta: Iván Mokriévich se abalanzó para besar a una her-mosa muchacha inglesa que estaba paseando junto a un ro-busto joven inglés. Viendo a su compañera en los brazos deun extraño, el inglés comenzó a golpear la cabeza de Mokrié-vich con su bastón. Los compañeros de Mokriévich vieron asu camarada en apuros y se precipitaron a demostrar su soli-daridad atacando al inglés. La policía intervino y se llevó aMokriévich a la comisaría. Pero ¿no habían Gábel y el Propie-tario hecho votos de compartir tanto las penas como las ale-grías con su camarada, y esto mientras vivieran? Esta era unaexcelente oportunidad para demostrar fidelidad a su jura-mento. Gábel y el Propietario exigieron ser llevados ellos tam-bién a la comisaría y encerrados en la celda, lo cual se hizo enefecto. Sin embargo, las calamidades y tormentos del encierrono se prolongaron: los tres salieron libres a la mañana siguiente.

Gábel narraba este episodio con completa seriedad. Yomantenía la debida atención.

La conversación continuó durante toda la noche; mishuéspedes siguieron hablando, tratando de ganarme para su

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causa, mientras yo seguía haciendo el papel de una estu-diante políticamente ingenua. No había tiempo para dormir,estaba ya amaneciendo. En ese momento, saqué mi reloj deoro para mirar la hora. El Propietario extendió la mano, y,jugando con la cadena de oro, dijo: «¡dame tu reloj!», pro-bablemente para medir mi apego a las cosas materiales.

Tanto el reloj como su cadena eran recuerdos de familia,los únicos que había traído conmigo cuando salí para Zürich.En ese momento, había pensado, los venderé sólo cuando meencuentre en la miseria. Ahora, mientras el Propietario decía«dámelo», me impresionó nuevamente la pobreza que nosrodeaba; estos emigrados no tenían ni un centavo. Me quitéenseguida el reloj, y lo puse en sus manos. Al día siguientelo vendieron por casi nada, cuarenta miserables francos.

Ya era completamente de día y los cafés estaban abiertos.Los cuatro decidimos ir al Gressot a tomar nuestro café ma-tinal. Pero antes de dejar la habitación les revelé mi inocenteengaño, riendo algo para mis adentros porque mis nuevosamigos me habían tomado por una novata y habían pasadouna noche entera tratando de convertirme a su causa. Concierto ardor, les comuniqué que pertenecía a una organi-zación cuyos miembros habían sido arrestados en Moscú,que ya había dejado la universidad y empacado mis cosas,y que saldría para Rusia en pocos días.

Les pregunté entonces cuándo pensaban ellos regresar aRusia.

—No podemos irnos –dijo Mokriévich–. Nos gustaríahacerlo, pero no tenemos dinero.

Me contó que en un principio había salido de Rusia condestino a Herzegovina acompañado por sus camaradas para

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tomar parte en la rebelión contra los turcos. En definitiva,no hicieron virtualmente ninguna contribución a la rebe-lión: resultaron solamente una carga para los habitantes deHerzegovina, que vivían en las montañas, durante sus difí-ciles maniobras militares. Las cosas llegaron a un punto talque los montañeses tuvieron que transportar al Propietariosobre sus espaldas, puesto que los voluntarios rusos no es-taban acostumbrados a las condiciones locales.

—Y ahora –continuó Mokriévich–, estamos ancladosaquí, y casi hemos perdido toda esperanza. Como no tene-mos dinero, hemos estado viviendo del crédito de Gressoty estamos terriblemente endeudados con él; y además notenemos el dinero necesario para volver los tres a Rusia.

—¿Cuánto necesitarían para pagar sus deudas y volver aRusia? –les pregunté.

—No menos de seiscientos rublos –respondió Mokrié-vich.

—¡Pues bien, yo lo conseguiré! –exclamé–. Lo enviarétan pronto como llegue a Rusia.

Me resultaba insoportable pensar que tan destacados re-volucionarios, elocuentes y audaces, estuvieran vegetandoinútilmente en el extranjero simplemente a causa de seis-cientos rublos. Ellos eran necesarios en Rusia; allí moveríanmontañas para llevar a cabo sus planes.

Nunca dejé de preocuparme por devolverlos a la patria.Cuando llegué a Petersburgo, comencé inmediatamente abuscar el dinero que se necesitaba. Apelé a una rica cono-cida, narrándole con entusiasmo la historia de mi encuen-tro con los tres socialistas que estaban inútilmente ancladosen Ginebra, la cual no hizo menos impresión en ella que

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el encuentro mismo en mí. Recibí la suma necesaria deinmediato.

Mi madre estaba justamente a punto de viajar al extran-jero con dos de mis hermanas: Evguenia, que acababa de ter-minar el colegio, y Olga, que era aún una niña. El dineropara Mokriévich se lo di a mi madre, pero temía que la re-gistraran en la frontera, y no quería inquietarla, de modo quela carta para Mokriévich se la confié a Olga, después de ha-cerle ver la tremenda importancia de la notita que había en-rollado como un pergamino. Asiéndola firmemente entre susmanos, la niña de once años saltaba de alegría por haber sidoencargada de una tarea tan importante. Luego, encogién-dose de hombros en una forma que me hizo reír, grito: «Sitratan de interrogarme, diré: ¡déjenme en paz! ¡soy menor!».

En realidad, la nota contenía sólo algunas palabras afec-tuosas. El encuentro con los tres emigrados realmente mehabía afectado: recuerdo vivamente la noche que pasé en sucompañía, en parte por lo breve que fue nuestro encuentro.Todo lo que había leído acerca de la revolución en acción–toda su belleza y patetismo– lo oí esa noche en animadosy apasionados discursos. Encontré a Mokriévich particular-mente interesante: parecía notable, un rebelde implacable.Había adornado a la realidad rusa, esa Cenicienta desali-ñada, con las galas recamadas de oro de Cenicienta hechaprincesa... Quedé extasiada: sus palabras se posesionaronde mi mente. En verdad, por el momento no distinguía entrela palabra y el hecho: creía que quien quiera que hablase contanta energía y vigor tendría también la fuerza de traducirsus palabras en acciones. Creía en el poder de las palabrasy en la fuerza de la voluntad humana.

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Sin embargo, yo no era ningún profeta; no podía preverque mientras Gábel terminaría en Siberia, en el exilio admi-nistrativo, Mokriévich comenzaría a dar lecciones de músicaen Kiev y se transformaría finalmente en un constitucio-nalista pacífico. Y el Propietario, ese dueño de imaginariascortes y castillos españoles, se transformó efectivamente enpropietario después de su larga estadía en el extranjero.

CUANDO FIGNER LLEGÓ A RUSIA, encontró que no podíahacer nada para ayudar a sus camaradas de la Organizaciónde Moscú. Obtuvo su licencia como paramédico (ocultandosus estudios en Zürich, que eran políticamente sospechosos);obtuvo el divorcio y partió a establecerse entre los campe-sinos. Desde ese momento, su vida estuvo totalmente ligadacon el movimiento revolucionario.

En las páginas que siguen, tomadas de la declaración deFigner en su proceso, en 1884, ella describe las etapas de sudesarrollo político.

CUANDO REGRESÉ A RUSIA y descubrí que el movimientohabía sido ya derrotado, experimenté una crisis inicial; peroantes de que pasara mucho tiempo pude encontrar unabuena cantidad de gente cuyas ideas eran similares a lasmías, a quienes quería y en quienes confiaba; juntos traba-jamos para desarrollar lo que luego se conoció como el pro-grama populista. Luego partí hacia el campo.

Como la corte sabe, el objetivo definido por el programapopulista era la cesión de toda la tierra al colectivo campe-sino: un objetivo que por supuesto, era contrario a la ley.Sin embargo los revolucionarios que se fueron a vivir con el

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pueblo debían comenzar jugando un papel diferente: de-bían dedicarse a lo que en todos los demás países se conocecomo «actividad cultural».26 Yo, por ejemplo, me trans-formé en trabajador paramédico en un zemstvo. De estemodo, aunque marché al campo como revolucionaria com-prometida, mi conducta no habría sido sometida a perse-cución en ninguna parte más que en Rusia: en realidad, encualquier otro lugar se me habría considerado un miembromuy útil de la sociedad.

Pronto descubrí que todos se habían aliado contra mí. Laliga estaba encabezada por el alguacil de la gentilidad27 ypor el oficial de policía del distrito, e incluía, entre otros, alvigilante de la aldea y al escribiente. Difundieron toda clasede falsos rumores: que yo no tenía documento de identidad,que mi diploma era falso y así sucesivamente. Cuando loscampesinos no estaban dispuestos a cerrar un trato desven-tajoso con el propietario, se decía que la culpa era de Fig-ner; cuando la asamblea del distrito disminuía el sueldo delescribiente, se suponía que la paramédico era la responsable.Se investigó sobre mí en público y en privado; el oficial deldistrito vino a verme; algunos campesinos fueron arrestadosy se mencionó mi nombre al interrogarlos; se presentarondos denuncias al gobernador, y sólo gracias a que el presi-dente de la administración del zemstvo intercedió por mí,me ahorré problemas más serios. Vivía en una atmósfera desospecha. La gente comenzó a tenerme miedo: los campe-sinos daban rodeos, cruzando los jardines del fondo cuando

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26 Sobre Tierra y Libertad véase la Introducción, págs. 23-45.27 El funcionario más alto elegido por las clases acomodadas.

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visitaban mi casa. Finalmente, me vi obligada a pregun-tarme: ¿Qué puedo hacer en estas circunstancias?

Lo diré francamente: cuando me establecí en el campo,tenía edad suficiente para no cometer burdos errores porsimple falta de tacto, y edad suficiente para ser más tolerantecon los puntos de vista de los demás. Mi meta era explorarel terreno, saber lo que el propio campesino pensaba y quéera lo que quería. Las autoridades no tenían pruebas contramí: simplemente eran incapaces de imaginarse que una per-sona con alguna educación pudiera establecerse en el campoa menos que tuviera los más terribles propósitos. Lo que enrealidad hacía que me persiguieran eran mi espíritu y misactitudes.

De este modo, incluso la proximidad física con el pueblose había hecho imposible para mí; no solamente era incapazde llevar nada a cabo, sino que ni siquiera podía tener el máscomún de los contactos con ellos. Comencé a preguntarme:¿Estoy quizás cometiendo errores que se podrían evitar si metraslado a otro lugar y lo intento de nuevo? Pero cuandoreflexioné sobre mi propia experiencia y recogí informaciónacerca de otras personas, me convencí por completo de queel problema no radicaba en mi personalidad, o en las con-diciones de mi aldea en particular: el problema era la au-sencia de libertad política en Rusia. Hasta entonces, mehabía preocupado exclusivamente del campesinado y de suopresión económica: pero ahora, por vez primera, estaba ex-perimentando en carne propia los inconvenientes de la formade gobierno rusa.

En ese tiempo tenía dos opciones: podía dar un paso atrás,ir al extranjero y graduarme de médico, pero un médico para

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gente rica, y no para campesinos; o bien podía usar mi fuerzay mi energía para derribar el obstáculo que había aniquiladomis esperanzas –y esto era lo que prefería. Algún tiempoantes, Tierra y Libertad me había invitado a unirme al grupoy trabajar entre los intelectuales. En ese momento no habíaaceptado, por que ya había decidido trabajar entre los cam-pesinos, y cuando tomaba mis decisiones, las mantenía. Ahora,debido puramente a la necesidad y no por falta de reflexiónseria, finalmente renuncié a mis puntos de vista originales yme aventuré por otro camino. Cuando estuve lista para dejarel campo, le anuncié a Tierra y Libertad que me conside-raba libre de toda obligación y que deseaba unirme al par-tido. Me invitaron al Congreso de Vorónezh [junio de1879].

En esta época, varias personas comenzaron a sugerir queel elemento de la lucha política tenía que jugar un papel enlas tareas del movimiento revolucionario. Dos bandos, orien-tados en direcciones opuestas, habían surgido dentro deTierra y Libertad.

Aunque el partido no se escindió en el Congreso de Vo-rónezh, la posición de cada uno se hizo más o menos clara:algunos decían que teníamos que seguir trabajando comohasta entonces: es decir, que debíamos vivir en el campo yorganizar revueltas campesinas en localidades determinadas;otros afirmaban que debíamos vivir en las ciudades y dirigirnuestras actividades contra el propio gobierno central.

Poco tiempo después, cuando el partido finalmente se di-vidió, me invitaron a convertirme en agente del Comité Eje-cutivo de La Voluntad del Pueblo. Mi pasada experiencia mehabía convencido de que la única manera de cambiar el

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orden existente era por medio de la fuerza. Si cualquierotro grupo de nuestra sociedad me hubiese mostrado otrocamino que la violencia, quizás lo hubiera seguido; porlo menos, habría hecho la prueba. Pero, como ustedes saben,no tenemos prensa libre en nuestro país, y por lo tanto lasideas no se pueden divulgar por medio de la palabra es-crita. No veía signos de protesta, ni en los zemtvos, ni enlas cortes, ni en ninguno de los demás grupos organizadosde nuestra sociedad; ni tampoco la literatura producía cam-bios en nuestra vida social. Y entonces concluí que la vio-lencia era la única solución. Yo no podía seguir la senda dela tranquilidad.

Una vez que hube llegado a esta conclusión, permanecífiel a ella hasta el final. Siempre había exigido que una per-sona –tanto yo como los demás– fuera coherente, que ar-monizara la palabra con el hecho. Siendo así, una vez quehabía aceptado la violencia en teoría, sentí la obligaciónmoral de participar directamente en las acciones violentasque emprendiera la organización a la que pertenecía. Enverdad, la organización prefería usarme para otros fines: pararealizar propaganda entre los intelectuales. Pero yo deseabay exigía para mí otro papel. Sabía que sería juzgada, tantoen la corte como ante la opinión pública, según que hubieraparticipado o no directamente en actos de violencia. Poreso hice las cosas que hice. Mis actos –actos que algunospodrían llamar «sanguinarios» y podrían considerar comoterribles e incomprensibles, actos que, si fueran simple-mente enumerados, podrían parecer a la corte fruto de unatotal falta de sensibilidad– estuvieron inspirados por mo-tivos que, al menos para mí, tienen una base honorable.

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La destrucción de la forma absolutista de gobierno era elaspecto más vital de nuestro programa, la parte que teníapara mí la mayor importancia. En realidad no me preocu-paba si el régimen sería remplazado por una república o unamonarquía constitucional: el punto crucial era que se crearanlas condiciones bajo las cuales el pueblo pudiera desarrollarsus capacidades y aplicarlas en beneficio de la sociedad. Creoque bajo nuestro actual sistema, tales condiciones no existen.

Después del congreso de Vorónezh, pasé a la clandesti-nidad, y atravesé todas las metamorfosis que implica eseproceso, por ejemplo, la de adoptar un seudónimo. Me fuia vivir al apartamento de Kviatkovsky, en Lesnoi, por untiempo, pero después de haberse producido la división delpartido nos trasladamos a la ciudad. Con el nombre de Li-jareva, estuve viviendo con Kviatkovsky en el apartamentoen que fue arrestado en noviembre de ese año.

Una vez concluido su trabajo teórico y organizativo, elComité anunció a los miembros su decisión de organizaratentados contra la vida del zar en tres puntos diferentes desu ruta hacia la capital, desde Crimea. Se nombró a deter-minados individuos que recibieron instrucciones para ir aMoscú, Járkov y Odessa, respectivamente. Aunque todos losatentados debían consistir en volar las vías del ferrocarrilcon dinamita preparada de antemano, se dejaba en libertada cada grupo de agentes para que determinara precisamentedónde y cómo actuaría. Los diversos planes que elaborarandebían someterse a la confirmación del Comité. Los agen-tes elegirían ayudantes entre la gente del lugar. Ningún agentedebía conocer ni las personas ni los métodos que se utili-zarían en los demás puntos.

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Además de todas estas operaciones, el Comité estaba pre-parando una explosión en el Palacio de Invierno de San Pe-tersburgo. Ninguno de los agentes28 estábamos enterados deeste secreto.

No me encontraba entre los designados para llevar a caboel asesinato. Sin embargo, la perspectiva de tener solamenteuna responsabilidad moral por un acto que yo había apro-bado, de no tener un papel material en un crimen que ame-nazaba a mis aliados con el más severo de los castigos, meresultaba intolerable, y por eso hice todos los esfuerzos po-sibles para lograr que la organización me otorgara una parteen la ejecución del plan. Después de recibir un sermón porbuscar mi satisfacción personal en lugar de poner mis ca-pacidades a disposición de la organización, para que las uti-lizara como mejor le pareciera, me enviaron a Odessa, dondese necesitaba una mujer.

A principios de septiembre salí para Odessa con la provi-sión de dinamita que era necesaria para la operación allí.Nikolai Kibalchich29 y yo encontramos un apartamentoadecuado en pocos días, y nos fuimos a vivir allí bajo elnombre de Ivanitsky. En seguida llegaron Kolodkévich yFrolenko; les siguió Tatiana Lebedeva. Todas las reunionesy conversaciones se realizaban en nuestro apartamento; allíse guardaba la dinamita, allí se ponía a secar el algodón pól-vora, se preparaban las mechas, se probaba el detonante:en una palabra, todo nuestro trabajo se llevaba a cabo allí,

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28 Los miembros del Comité Ejecutivo se llamaban a sí mismos «agentes»,con el propósito de ocultar su propia importancia a la policía.29 Véase el texto de Praskovia Ivanovskaya, pág. 195.

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bajo la dirección de Kibálchich, pero con la ayuda –a vecesmuy vital– de los demás, incluida yo misma.

Decidimos que el mejor plan sería que uno de nosotrosobtuviera un empleo como guardia de ferrocarril y colocarala mina desde fuera de su cabaña. Ofrecí mis servicios paraobtener el empleo. Fui a ver al barón Ungern Sternberg comopeticionante anónima; éste era una persona de influenciaen la administración del Ferrocarril del Sudoeste, y le pedíque diera el puesto a un hombre que yo conocía, presen-tando esta solicitud como un acto de filantropía.30 Sternbergno podía ayudarme, pero escribió una nota al ingeniero queestaba efectivamente encargado de la vacante. Advertí que elrecibimiento que me había hecho el barón no era de la claseque se otorga habitualmente a la gente de sociedad, de modoque me apresuré a corregir los errores que había cometidocon mi vestimenta antes de la siguiente entrevista. Me pre-senté con un vestido de terciopelo, ataviada como conveníaa una dama que hacía una petición. Esta vez el recibimientofue en extremo cortés, y me pidieron que les enviara a «mihombre» el día inmediato siguiente. Me fui a casa y extendíun pasaporte para Frolenko bajo el nombre de Semión Ale-xándrov, el nombre que yo había dado a sus futuros su-periores. Al día siguiente, se presentó al administrador deldepartamento de ferrocarril, y le fue asignado un lugar si-tuado a unos once o trece kilómetros de Odessa, cerca deGniliakov.

Se le dio a Frolenko una cabaña propia, y trajo allí aTatiana Lébedeva como su «esposa». Le trasladamos allí la

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30 Ésta era una práctica común en esa época.

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dinamita, de modo que él pudiera ocultarla bajo las vías,pero entonces llegó inesperadamente Grigori Goldenbergy nos pidió que enviáramos algunos de los explosivos de vueltaa Moscú, puesto que ellos no tenían suficientes allá y que lalínea del ferrocarril de Moscú-Kursk era la que más proba-blemente utilizaría el zar. Tuvimos que conformarnos.31

Se estableció un segundo operativo en las cercanías de Jár-kov. Un grupo de siete pasó allí varias semanas construyendoun canal bajo las vías. Cuando llegó el momento en que losdos trenes en que viajaba el cortejo imperial iban aproximán-dose, la dinamita estaba colocada, pero no explotó cuandose cerró el circuito detonante; aparentemente había habidoun error técnico. Un día después, a medida que los trenes seaproximaban a Moscú, se llevó a cabo un tercer atentado.La Voluntad del Pueblo había adquirido una casita conti-gua a las vías del tren y había cavado un túnel desde el sótanode la misma. Los trenes del zar llegaron a la emboscada alre-dedor de las 10 de la noche del 19 de noviembre. Sofía Pe-róvskaya, que esperaba tendida entre los arbustos junto a lasvías del tren, dejó pasar el primer tren, suponiendo que es-taba explorando el camino; dio la señal cuando pasó el se-gundo tren, y la explosión consiguiente lo hizo descarrilar ylo destruyó. Después de todo, resultó que el zar viajaba enel primer tren, y de ese modo escapó sin sufrir daño alguno.

Un cuarto atentado tuvo lugar en la residencia misma delzar. En septiembre de 1879, Stepán Chalturin, un diestro

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31 Goldenberg salió de Odessa con destino a Moscú, pero en Elizavetgradfue arrestado y traicionó al partido. No obstante, el partido llevó a cabo elatentado el 19 de noviembre, tal como estaba planeado. (Figner).

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carpintero que pertenecía a La Voluntad del Pueblo, con-siguió un empleo en un proyecto de renovación del Palaciode Invierno. Junto con los demás trabajadores, se fue a vivir alsótano del Palacio. A pesar de la estricta seguridad que rodeabaal zar, durante un periodo de varios meses Chalturin intro-dujo gradualmente, a escondidas, una importante cantidad dedinamita, que almacenó entre sus pertenencias personales.Pudo determinar la rutina del zar, y a la hora de la cena, enla noche del 5 de febrero, cuando ninguno de los otros obre-ros se encontraba cerca, Chalturin encendió una mecha lentay abandonó el Palacio. Algunos momentos después, resonóla explosión. Una habitación del primer piso resultó destrui-da, y muchos soldados murieron o fueron heridos, pero el co-medor real, en el segundo piso, recibió sólo daños leves.32

FIGNER SE QUEDÓ EN ODESSA cuando se abandonó la ope-ración que correspondía a ese lugar.

FROLENKO Y LÉBEDEVA PRONTO entregaron la cabaña cerca

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32 «El 5 de febrero de 1880, día de la llegada del príncipe de Hesse, debíarealizar Chalturin el atentado: volar el comedor del Palacio y enterrar bajosus escombros al zar y su familia juntamente con el huésped.Puntualmente a la hora señalada de antemano, introdujo la mecha en la

dinamita, la encendió y se marchó para no volver más. Cuando la familiaimperial entraba en el comedor se produjo una terrible explosión. En elpiso superior inmediato al sótano, donde se hallaba la guardia del regimientofinlandés, resultaron 50 soldados muertos y mutilados. Pero la cantidadde dinamita era demasiado pequeña para poder derrumbar el piso alto enel que se hallaba el comedor. El suelo tembló y quedó combado a conse-cuencia de la sacudida, la vajilla cayó con estrépito, pero la familia imperialsalió ilesa.» (Vera FIGNER, Rusia en Tinieblas, Madrid: ed.Zeus, 1930).

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de Gniliakov, y luego se fueron definitivamente de Odessa.Kibálchich abandonó la ciudad a mediados de diciembre.Kolodkévich en enero. El resto de la gente más influyentese fue con ellos, y el trabajo del partido se me confió a mí yalgunas personas poco conocidas de la localidad que demos-traron ser tan poco aptas que tuve que deshacerme de ellaspoco después. Pero de todos modos, después de la partidade Kibálchich establecí rápidamente un extenso círculo deconocidos en todas las clases sociales: profesores y generales,propietarios y estudiantes, médicos, empleados públicos,obreros y costureros. Yo promovía las ideas revolucionariasy defendía los métodos de La Voluntad del Pueblo donde-quiera que fuese posible, pero mi esfera favorita era la de losjóvenes, entre los cuales el sentimiento era tan fuerte y el en-tusiasmo tan sincero. Lamentablemente, conocía a pocosestudiantes personalmente, y aquellos a quienes conocía erangeneralmente pesimistas acerca del resto, y rehusaban firme-mente creer que existieran buenas gentes entre ellos.

En marzo o abril de 1880, Nikolai Sablín y Sofía Peróvs-kaya llegaron a Odessa. Me comunicaron que habían sidoenviados por el Comité Ejecutivo a preparar minas en Ode-ssa, para el caso de que el zar atravesara la ciudad en su rutahacia Crimea. En el ínterin, yo había estado ocupada pre-parando otra acción terrorista: el asesinato de Paniutin, queera la mano derecha del gobernador general. Todo estaba prác-ticamente listo, cuando la llegada de Peróvskaya con las ins-trucciones del Comité me obligó a abandonar este proyecto.

Sablín y Peróvskaya habían venido con un plan para elatentado: debían elegir la calle que más probablemente usa-ría el soberano al ir de la estación al embarcadero del vapor;

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alquilar una tienda y mantener el negocio como marido ymujer; y, desde la tienda, colocar una mina bajo el pavi-mento de la calle.33

Encontramos un establecimiento en la calle Italiánskayay comenzamos el trabajo inmediatamente.34 Teníamos queapresurarnos; se esperaba al soberano en mayo, y ya estába-mos en abril. Además, sólo podíamos trabajar de noche,puesto que teníamos que abrir el túnel desde la propia tienda,y no desde las habitaciones adyacentes en las cuales vivíamos,y por supuesto los clientes entraban y salían durante el día.Propusimos que en vez de cavar se usara un taladro. El tra-bajo resultó ser muy difícil: el suelo era de arcilla, la cual aho-gaba el taladro, y esto requería un esfuerzo físico enorme paralograr sólo un avance excesivamente lento. Finalmente, nosencontramos debajo del pavimento empedrado: la broca semovió hacia arriba y emergió a la luz del día.

Poco después de eso, Grigori Isáev perdió tres dedos enuna explosión ocasionada por manipular sin cuidado fulmi-nato de mercurio. Él lo soportó estoicamente, pero nosotrosestábamos terriblemente preocupados; debería haber perma-necido en el hospital.35 Después de este incidente, trasladamos

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33 En pocas palabras, este mismo proyecto fue el que se llevó a cabo mástarde en la calle Malaya Sadóvaya, en San Petersburgo: Figner. [Es decir,el atentado que tuvo éxito al fin el 1º de marzo de 1881].34 En el local alquilado abrieron, como tapadera, una quesería.35 Anna Iakímova, que estuvo presente durante la explosión, actuó con ra-pidez. Vendó la mano de Isáev, limpió completamente la sangre y los frag-mentos de carne, y lo condujo a un hospital de zemstvo. Se las ingenióincluso para estar presente durante la operación, por temor de que Isáevpudiera hablar bajo los efectos del anestésico. [Véase también la selecciónde Ivanóvskaya, págs. 223-232).

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a mi casa todo lo que habíamos estado guardando en casa deIsáev –la dinamita, el fulminato de mercurio, el alambre, ytodo lo demás–, pues temíamos que el estruendo de la ex-plosión en su apartamento pudiera haber despertado la cu-riosidad de sus vecinos.

Así perdimos un trabajador. Ofrecí incorporar a algunagente de la localidad que yo conocía, pero todos se opusierona esto. Decidimos dejar de usar el taladro por un tiempo,hacer un túnel de pocas yardas de longitud, y luego reanu-dar el trabajo con el taladro. Era imperativo que hiciéramosdesaparecer toda la tierra lo más pronto posible, para el casode que los edificios que se encontraban a lo largo de la rutadel zar fueran registrados. Nos deshicimos de una parte ytrasladamos el resto a mi apartamento en canastas, paquetesy fardos. Luego de enviar a la doncella a cumplir algún re-cado, podría vaciarlos en un lugar que había encontrado allí.

Pero mientras tanto, los rumores sobre el viaje del zar sehabían extinguido, y el Comité nos dio instrucciones desuspender nuestros preparativos. Propusimos aprovechar eltrabajo que habíamos hecho para volar al conde Totleben:en aquel momento, considerábamos que destruiríamos alcuerpo entero de gobernadores-generales36 mediante la ex-terminación sistemática de sus representantes individuales;pero el Comité rechazó nuestro proyecto. Sin embargo, nosdio permiso para atentar contra la vida del conde con algún

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36 En la primavera de 1879, el gobierno intentó sojuzgar al movimientorevolucionario mediante el establecimiento de seis comandos regionalesespeciales, cada uno de ellos encabezado por un gobernador general conplenos poderes sobre la vida civil.

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otro método, y entonces Sablín, yo y algunas otras personasreclutadas por mí comenzamos a seguir los movimientosdel gobernador general. Teníamos intención de usar algunaespecie de proyectil, y si hubiéramos tenido los aparatos queIsáev y Kibálchich inventaron un tiempo después, cierta-mente el conde habría perecido.37 Pero todo lo que tenía-mos era dinamita y algunas mechas imperfectas: cualquierproyectil que hubiéramos hecho habría sido de un tamañoembarazoso y probablemente nada preciso. Aun así, hubié-ramos llevado a cabo nuestros planes si el conde Totlebenno hubiera sido trasladado. Después de que se fue, tuvimosque liquidar todos nuestros preparativos. Primero cubrimosel túnel con la tierra que habíamos extraído. Yo ayudé enesta tarea, que no era muy difícil: de noche arrastraba lossacos de tierra desde las habitaciones en que vivíamos y lasbajaba al sótano, donde los hombres apisonaban la tierrasuelta. Cerramos la tienda en la calle Italiánskaya. Cuandotodo estuvo en orden, Sablín y Peróvskaya se fueron. Lessiguieron Isáev y Iakímova.

A través de ellos transmití una solicitud al Comité, pi-diendo que me permitieran dejar Odessa y designaran unapersona a la cual yo pudiera transferir los asuntos y contactoslocales del partido. Sin embargo, me fui a San Petersburgo–creo que fue en julio– sin que hubiera llegado mi sucesor.Me recibieron con una reprimenda por haberme ausentadosin permiso, de modo que no pudo haber una transferenciapersonal de los contactos al nuevo agente.

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37 Estas bombas se usaron por primera vez el 1º de marzo de 1881.

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EN FEBRERO DE 1880, en respuesta a la explosión de labomba en el Palacio de Invierno, Alejandro II había creadola Suprema Comisión Administrativa, encabezada por el ge-neral Loris-Mélikov. Hasta entonces, la represión habíasido relativamente indiscriminada; la más tímida crítica alrégimen podía acarrear severas penas, y como resultado deesto una buena parte de la sociedad liberal simpatizaba conlos revolucionarios. El régimen de Mélikov –el «dictadordel corazón» como se le llamaba– hizo la represión más se-lectiva y racional, dirigiendo toda su fuerza contra los revo-lucionarios conocidos y sólo contra ellos, mientras ofrecíaconcesiones limitadas a los liberales: una injerencia mayoren la vida pública a nivel local, una censura menos estrictay algunas medidas positivas en el área de la educación.

La Voluntad del Pueblo no aceptó la política de Loris-Mélikov como prueba de que el régimen se comprometía ahacer reformas fundamentales. Sin embargo, a medida quela represión policiaca indiscriminada disminuía, las posi-bilidades de promover la propaganda y la organización au-mentaron en forma significativa, y el partido se movilizó paraaprovecharlas.

EL PERIODO QUE VA desde el otoño de 1880 hasta comienzosdel año 1881 fue de propaganda intensiva y trabajo organi-zativo para La Voluntad del Pueblo. La ausencia de perse-cución por parte de la policía y de pesquisas de los gendarmesdurante este periodo hicieron mucho más fácil el trabajoentre los estudiantes y obreros fabriles: en San Petersburgomismo, la propaganda, la agitación y la organización se rea-lizaban en escala masiva. Todo el mundo estaba animado y

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lleno de esperanzas. La depresión que había surgido comoresultado de los fracasos de principios de los setenta y la reac-ción consiguiente habían desaparecido sin dejar huellas. Lademanda del regicidio resonaba todavía fuertemente, por-que la política del conde Loris-Mélikov no engañaba a nadie:la esencia de la actitud del gobierno hacia la sociedad, haciael partido y hacia el pueblo no había cambiado un ápice; elconde había meramente sustituido formas de represión bru-tales y crueles por formas más leves. Y así el Comité Ejecu-tivo ideó otro asesinato: se alquilaría una tienda en una delas calles de San Petersburgo más frecuentemente utilizadaspor el zar, y desde allí se colocaría una mina. Propuse alComité que mi amigo y camarada Yuri Bogdanóvich actuaracomo propietario de la tienda, y fue aceptado para este papel[Anna Iakímova pasaría por su esposa]. Mientras tanto, lostécnicos del Comité trabajaban para perfeccionar los pro-yectiles explosivos: éstos debían jugar un papel auxiliar enlas operaciones con las minas, que hasta entonces habían re-sultado inadecuadas.

En cuanto a mí, no me enteré de la ubicación de la tienda,ni del alias de Bogdanóvich –Kóbozev– hasta fines de fe-brero, momento en que tuve que fraguar un duplicado dedocumentos de identidad para él. Mi tarea durante este pe-riodo era de propaganda y organización. Participé comoagente del Comité en dos grupos organizativos que opera-ban en dos esferas diferentes; también iba de vez en cuandocon Zheliábov para hablar con los militares, el área a la cualse dedicaba especialmente. Además, el Comité me nombrósecretaria de comunicaciones con el extranjero en el otoñode 1880. Los bombazos de 1879 y 1880 habían estimulado

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un enorme interés en todos los estratos de la sociedad eu-ropea occidental, y en vista de la importancia que la opi-nión pública europea podía tener para el partido, el Comitédecidió publicitar nuestros objetivos y aspiraciones en el ex-tranjero y dar a conocer la política doméstica del gobiernoruso en Europa. Envié informes del partido, biografías y fo-tografías de revolucionarios que habían sido ejecutados oapresados, publicaciones revolucionarias, y revistas y perió-dicos, a Lev Hartman;38 más tarde, después del 1º de marzo,le envié una copia de la carta del Comité Ejecutivo a Ale-jandro III39 y un dibujo que mostraba el interior de la tiendade Kóbozev, realizado por el propio Kóbozev, es decir,Bogdanóvich.

En enero de 1881 el Comité Ejecutivo sugirió que Isáevy yo instaláramos un apartamento exclusivamente para susmiembros. Encontramos un lugar, y nos fuimos a vivir allítodos juntos bajo el nombre de Kojanovsky. Durante el mesde febrero se celebró una serie de reuniones importantes endías alternados, en este apartamento. El Comité Ejecutivohabía convocado a sus agentes de las provincias, de Moscúy de San Petersburgo, y les pidió informes detallados sobreel estado de los asuntos del partido en todas las localidadesy esferas de actividad. Éstos, a su vez, se vertieron en un informe general presentado por el Comité a la asamblea de

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38 Hartman, quien participó en el atentado a un tren en Moscú, el 19 denoviembre, se vio obligado a huir al extranjero porque la policía estabasobre su pista.39 A mediados de marzo de 1881, el Comité Ejecutivo dio a conocer susdemandas políticas en una carta dirigida a Alejandro III, hijo y sucesorde Alejandro II.

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agentes, a quienes se invitó a expresar su opinión sobre cier-tas cuestiones de organización interna, así como sobre la po-lítica global del partido. En particular, el Comité deseabasaber si los agentes consideraban que la organización del par-tido era lo bastante fuerte y amplia, y si el estado de ánimodel público era lo suficientemente favorable como para quela cuestión de la insurrección se pusiera de inmediato en elorden del día, es decir, ¿debía apuntar todo el trabajo subsi-guiente del partido al fomento de la insurrección en el futuroinmediato, y debía el grupo central dedicarse a la elaboraciónde un plan serio y detallado para esa insurrección? Por ampliamayoría, los agentes respondieron que efectivamente se podíagarantizar una formulación práctica de la cuestión de unainsurrección. Al concluir las reuniones, los agentes se dis-persaron, por orden del Comité, para comenzar el trabajomientras se elaboraban nuevas y detalladas instrucciones.

Algunos meses antes, en noviembre de 1880, habíanarrestado a Alexandr Mijáilov. Ésta fue una pérdida irrepa-rable que recordábamos toda vez que nos sucedía alguna des-gracia. Mijáilov se encargaba de salvaguardar la seguridadinterna del partido: él era el ojo atento del partido, el guar-dián de la disciplina, tan esencial para la causa revoluciona-ria. Y ahora, aproximadamente en la época de las reunionesde febrero, perdíamos a la persona de más valor para la or-ganización, el guardián externo de su seguridad: AlexandrKlétochnikov, que se había abierto paso dentro de la TerceraSección40 del gobierno, y que durante los dos últimos años

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40 La policía política.

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había ayudado a defendemos de los ataques contra el par-tido advirtiéndonos con anticipación.

Por entonces se había completado el túnel en la tienda deKóbozev. Un domingo de mediados de febrero, el zar pasófrente a la tienda de Kóbozev en Málaya Sadóvaya, en unade sus visitas semanales al salón de equitación. Hubo cons-ternación general en el partido por haber perdido esta opor-tunidad debido a que la mina no estaba todavía lista: tal veztendríamos que esperar todo un mes antes de que pasaranuevamente. El Comité ordenó que todo el trabajo tantorelativo a la mina como a los proyectiles estuviera listo el 1ºde marzo. Para entonces, nuestros agentes se habían fami-liarizado con los planes: habría una explosión subterráneaen el momento en que pasara el gobernante, y en el caso deque la explosión no coincidiera con el paso del zar o resul-tara muy débil para cumplir con el objetivo previsto, genteapostada a ambos lados de la calle arrojaría bombas explo-sivas. También sabíamos que el conjunto de personas queparticiparían en el ataque había sido ya elegido. A partir del1º de marzo, el atentado podría realizarse cualquier domingopor lo que debíamos estar preparados semana a semana.

No recuerdo en absoluto el veintisiete de febrero, pero elveintiocho me viene claramente a la memoria, tal vez porqueAndrei Zheliábov fue arrestado la noche del veintisiete, yen la mañana del veintiocho, Sujánov vino al apartamentoa comunicarnos la noticia.

El día veintiocho, el Comité envió a Isáev a la tienda deKóbozev para que colocara la mina. Ese mismo día nos en-teramos de que ninguno de los proyectiles estaba listo aúny que además, la gente responsable del apartamento donde

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debían llevarse a cabo todas las operaciones técnicas habíainformado la noche anterior que tal vez su local estuvieravigilado. Al mismo tiempo, se extendió por toda la ciudadel rumor de que la policía creía hallarse sobre la pista de unextraordinario descubrimiento, en el mismo barrio en quese encontraba situada la tienda de Kóbozev. Algunos jóve-nes nos dijeron que habían escuchado por casualidad unaconversación entre el conserje del edificio en que vivía Kó-bozev y la policía: algo sobre una pesquisa en el inmueble;luego el propio Bogdanóvich-Kóbozev pasó por nuestra casapara decirnos que una supuesta comisión de salubridad, queobviamente actuaba por instrucciones de la policía, habíainspeccionado la tienda. Aunque Kóbozev nos contó que losinspectores no habían descubierto nada –en efecto, le ha-bían dado total autorización legal– su historia nos dejó es-tupefactos. Era claro que nuestra misión, concebida hacíalargo tiempo y llevada casi a término a través de todas lasdificultades y peligros, la misión que debía coronar unalucha que había absorbido todas nuestras fuerzas durantedos años, pendía de un hilo y podía desbaratarse la vísperade su ejecución.

¡Podíamos haber soportado cualquier cosa menos eso! Noera que nos preocupara la seguridad personal de los miem-bros de nuestra organización: todo el pasado del partido, todonuestro futuro, se jugaba la víspera del 1º. de marzo. Ningúnsistema nervioso toleraría una tensión tan intensa durantemucho tiempo. Así, pues, cuando Sofía Peróvskaya preguntóal Comité Ejecutivo cómo debíamos proceder si el zar nopasaba por Málaya Sadovaya el 1º de marzo, y si llegado elcaso deberíamos actuar solamente con las bombas de mano,

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el Comité respondió: «Actúen de todas maneras», y se ela-boró un plan de emergencia. Solamente Sujánov expresó al-gunas reservas, porque las bombas de mano no se habíanusado nunca en la acción.

El Comité tomó la decisión el 28 de febrero. Se me in-formó que tres personas llegarían a nuestro apartamento alas 5 de la tarde: Sujánov, Kibálchich y Grachevsky traba-jarían en las bombas toda la noche.

Al caer la tarde, empezaron a llegar agentes al apartamento,algunos con noticias, otros con preguntas de rutina; peroesto dificultaba el trabajo, y por tanto se dispersaron todosalrededor de las ocho. En el apartamento permanecimoscinco personas: entre ellas, Peróvskaya y yo. Convencí a Pe-róvskaya, que estaba extenuada, de que se acostara porque debía reunir fuerzas para el día siguiente; luego comencé aayudar a los trabajadores en todo lo que podía hacer unamano no demasiado experimentada: vaciar metal con Kibál-chich o pulir con Sujánov los recipientes de hojalata que seempleaban normalmente como envases de querosén y que yohabía comprado para usarlos como moldes para las bombas.Los dejé a las 2 de la madrugada cuando no se necesitabanmás mis servicios. Cuando Peróvskaya y yo nos levantamos,cinco horas más tarde, los hombres estaban trabajando to-davía. Dos bombas habían quedado completamente termi-nadas y Peróvskaya se las llevó; Sujánov se fue un momentodespués. Yo ayudé a Kibálchich y a Grachevsky a llenar lasotras dos latas con gelatina detonante, y Kibálchich se fuecon ellas. Así, a las ocho de la mañana del 1º de marzo, es-tuvieron listas cuatro bombas, después de quince horas detrabajo de tres personas.

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El Comité me había dado instrucciones de permaneceren mi apartamento hasta las 2 de la tarde del 1º de marzo,con el propósito de recibir a los Kóbozev, quienes debíanabandonar la tienda: él, una hora antes de que pasara el so-berano; ella, después de una señal de que el soberano habíaaparecido en la Perspectiva Nevsky. Una tercera persona debíaactivar la corriente eléctrica; si sobrevivía a la explosión pro-vocada por su propia mano, debía salir de la tienda, simu-lando ser un extraño. Pero los Kóbozev nunca se presentaronen mi casa. En cambio, apareció Isáev con la noticia de queSu Majestad no había pasado frente a la tienda, y que habíaproseguido hacia su residencia al salir del salón de equitación.Abandoné el apartamento pensando que, por alguna razónimprevista, no se había llevado a cabo el atentado. Me olvidécompletamente de que no se había notificado a los Kóbozevla decisión final del Comité: usar bombas en un punto par-ticular del trayecto que seguiría el zar a su regreso.

Reinaba la paz a mi paso por las calles. Pero media horadespués de que llegué al apartamento de unos amigos, apa-reció un hombre con la noticia de que habían sonado dosestampidos, como disparos de cañón; la gente decía que elsoberano había sido asesinado, y se estaba ya tomando ju-ramento al heredero. Me precipité fuera. Había un tumultoen las calles: la gente hablaba del soberano, de heridas, san-gre y muerte.41

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41 «Me lancé precipitadamente a la calle. La muchedumbre se hallaba presade gran excitación y hablaba del zar, de su sangre, sus heridas y su muerte.Volví a casa, donde los amigos no tenían el menor presentimiento de loocurrido, y la emoción me impidió casi comunicarles que el zar estaba

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El 3 de marzo, Kibálchich vino a nuestro apartamentocon la noticia de que habían descubierto el apartamento deGesia Gelfman; ella había sido arrestada y Sablín se habíasuicidado de un disparo. En el transcurso de dos semanas,perdimos a Peróvskaya, quien fue arrestada en la calle. Luegoles tocó el turno a Kibálchich y a Frolenko. A causa de tangrandes pérdidas, el Comité propuso que la mayoría de noso-tros abandonara San Petersburgo, incluso yo. Sin embargo,yo quería quedarme e insistí ante el Comité hasta que me die-ron permiso. Desgraciadamente, mi estadía resultó muy breve.

El 1º de abril, Isáev no vino a casa. Fue arrestado en lacalle, como varios otros agentes detenidos durante el mes de

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muerto. Lloré y los otros hicieron lo mismo; al fin había sido eliminadala pesadilla que abrumara durante tantos años a la joven Rusia.Este momento, la sangre del zar vengaba todo el horror de las prisiones

y deportaciones, las crueldades y violencias que habían sido empleadascontra cientos y miles de nuestros camaradas y correligionarios; una cargapesada cayó de nuestros hombros; la reacción (así nos parecía a nosotros)tendría al fin que ceder el puesto a la labor progresiva para la renovaciónde Rusia.En ese instante solemne todos nuestros pensamientos se hallaban fijos

en el bienestar futuro de nuestra patria.Pronto llegó Suchanov, alegremente emocionado; nos abrazó y saludó

a todos. La carta a Alejandro III redactada a los pocos días reflejaba fiel-mente el estado de ánimo general de los miembros del Partido en aquellosdías. El escrito era comedido y lleno de tacto, y encontró reconocimientoy simpatía en toda Rusia. Al publicarse en la Europa occidental produjosensación en toda la Prensa; incluso los periódicos más moderados y con-servadores aprobaban las reivindicaciones de los “nihilistas” rusos, opi-nando que eran justas y razonables y pertenecían a la serie de adelantosnaturales incorporados ya hacía largo tiempo a la vida europea.» (VeraFIGNER, Memorias de una nihilista, Madrid: ed. Zeus, 1930, pág. 172).

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marzo. Para evitar preocupaciones y malentendidos, había-mos acordado previamente que los responsables de los apar-tamentos del partido no pasarían la noche fuera de casa sinhaberlo dispuesto de antemano; en consecuencia, a media-noche del 1º de abril estuve segura de que Isáev había sidoarrestado.

Por diversas razones, nuestro apartamento se había trans-formado en un depósito de toda clase de cosas: había tiposy material de imprimir, todos los utensilios y una enormereserva de dinamita del laboratorio de química, la mitad denuestro departamento de pasaportes, literatura del partidoy muchas cosas más. No podíamos permitir que tales recur-sos cayeran en manos de la policía: decidí poner todo a salvoy dejar el apartamento absolutamente vacío. Durante la tardedel 4 de abril, llegó Sujánov y, con su eficiencia habitual,se llevó en el espacio de dos horas todo lo que de valor habíaen el apartamento. Insistió en que yo debía abandonar lacasa de inmediato, pero yo pensaba que ello no sería nece-sario hasta la mañana siguiente; estaba segura de que Isáevno le daría nuestra dirección a la policía. Me quedé hasta lamañana, y entonces, luego de encontrar un pretexto ade-cuado para deshacerme de la mujer que venía a hacer la lim-pieza, cerré con llave el devastado apartamento y me fui. Heoído que las autoridades llegaron antes de que se enfriarael samovar que usé para hacer el té esa mañana.

n n n

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EN LA EDICIÓN ESPAÑOLA de sus memorias (págs. 175 y ss),Vera Figner continúa el relato con una semblanza de SofíaPerosvkaia. Dado su interés, hemos decidido incluirla aquí.42

EL 3 DE ABRIL FUE EL DÍA de la ejecución de nuestros ajus-ticiadores del zar. El tiempo era magnífico, un claro día deprimavera; brillaba el sol. Al salir yo de casa acababa de con-cluir el «espectáculo popular»; a mi alrededor no se hacíamás que hablar de la ejecución. Subí casualmente al tranvíaque venía de la plaza de Semionovski, el lugar en que se habíallevado a cabo la ejecución, y me embargaban dolorosos pen-samientos sobre la suerte de Perovskaya y Scheliabov.

Todo el mundo estaba excitado, pero en nadie se notabatristeza. Frente a mí iba sentado un hombre guapo, un ciu-dadano de pelo negrísimo, barba rizada y ojos llameantes. Labella cara estaba desfigurada por la pasión: ¡un verdugo enpotencia, dispuesto a hacer rodar cabezas!...

Sofía Lvovna Perovskaya es una de esas pocas figuras que,tanto por su actuación revolucionaria como por su destino,pertenece a la historia. Ella fue la primera mujer rusa ejecu-tada por sus actos políticos.

La Perovskaya –esa revolucionaria ascética– era bisnietadel último «hetmán» ukraniano Rasumovski, nieta del quefue gobernador de Crimea durante el reinado de AlejandroI e hija del gobernador de San Petersburgo en tiempos deAlejandro II.

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42 Nos hemos basado para ello en la traducción de Orobón Fernández parala edición española (Memorias de una nihilista, Madrid: ed. Zeus, 1930)y en la de Victor Serge para la edición francesa (Memoires d’une revolu-tionaire, París: Mercure de France, 2017).

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El azar quiso que su acusador ante el Alto Tribunal fueseun compañero de juegos de su infancia.

Este acusador, sobrepasando los límites de su deber fis-cal, no se conformó con denunciar el «espíritu sanguinario»de los regicidas y habló también de su inmoralidad. Poste-riormente N.V. Muraviev llegó a ser Ministro de Justicia,guardia de las leyes que él mismo pisoteaba, esclarecido ju-rista que el gobierno ruso envió a París a exigir la extradicióndel revolucionario Harman; ese Muraiev al que el rumor pú-blico acusó de ser, durante el tiempo en que participó delpoder, uno de los funcionarios más corruptos.

Las condiciones en que se desenvolvió la infancia de laPerovskaya despertaron en su alma sentimientos de huma-nidad y honradez. En aquella época de la servidumbre solíaocurrir con frecuencia que, los niños, por contraste con lospadres y sus costumbres, desarrollasen una profunda aver-sión hacia el despotismo predominante. Tal había suce-dido con la Perovskaya. Su padre era un patrón brutal, capazde insultar a la madre en presencia de los niños e inclusoforzar al hijo a ofender a esta mujer que era la encarnaciónde la dulzura típica de las mujeres de esa época. En la at-mósfera familiar, pesada y aplastante, aprendió Sofía Lvovnaa amar al ser humano que sufre, de igual modo que amabaa su madre maltratada, con la cual permaneció unida porlos lazos de la ternura y el amor hasta el último día trágicode su vida. Durante su prisión preventiva, me contó laguardiana que Perovskaya, en su última entrevista con sumadre, había hablado muy poco. Permaneció inmóvil,con la cabeza sobre su regazo, como un niño enfermo yatormentado. Dos gendarmes que montaban la guardia

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día y noche en su celda no la dejaron sola tampoco en estosmomentos.

Sofía Lvovna comenzaba apenas a pensar independien-temente cuando resolvió abandonar el seno de su familia,con la que le era moralmente imposible continuar viviendo.Pero el padre le negó el pasaporte y la amenazó con traerlade nuevo a la casa paterna con ayuda de la policía, si no seamoldaba a su voluntad. Mas Perovskaya persistió con fir-meza en su resolución; se marchó de casa secretamente, ocul-tándose por algún tiempo en el domicilio de unas amigasestudiantes. Luego estuvo encartada con ellas en el «Procesode los 193».

En su calidad de miembro del grupo de Tschaikovski, Pe-rovskaya había pasado largo tiempo en el campo actuandode auxiliar de medicina y propagandista de los principios delos narodniki. Parece ser que allí consagró al pueblo labo-rioso toda su ternura oculta y su bondad femenina, que habíaheredado de la madre. Testigos oculares relataban que en susrelaciones con los enfermos ponía de relieve una bondad in-finita y afecto maternal. Que la vida de cerca con los cam-pesinos le producía una gran satisfacción moral y que le eradifícil desprenderse de esa vida aldeana miserable y sin bri-llo, lo demuestra su actitud en el Congreso de Voronesch ysus vacilaciones al escindirse la Federación «Tierra y Liber-tad». Por aquel entonces nos hallábamos ambas –ella y yo–unidas con toda nuestra alma a la vida del campo, que aca-bábamos de abandonar. Se nos incitaba a tomar parte enla lucha política, se nos llamaba a la ciudad, pero nosotrassentíamos que la aldea necesitaba nuestras fuerzas, teníamosla convicción de que la vida allí sería aún más tenebrosa sin

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nosotras. La razón nos aconsejaba ir con los compañerosque seguían el camino del terrorismo político. Pero el sen-timiento nos mandaba volver al mundo de los miserablesy los desheredados. Más tarde reconocimos que aquel estadode ánimo era el impulso hacia una vida pura y moral, haciamás altos valores personales; pero entonces no nos dábamosaún cuenta de esto. Después de una lucha interior consegui-mos dominar nuestro sentimiento, nuestro estado de ánimo;renunciamos a la satisfacción moral que nos podría haberdado la vida y el trabajo en la estepa, y fuimos a formar en lasfilas de camaradas que por su instinto político, eran más ca-paces que nosotras.

A partir del Congreso de Voronesch, Perovskaya ocupóel primer lugar de todas las empresas terroristas del ComitéEjecutivo. Ella era la que desempeñaba el papel de patronaamable y sencilla en la pobre casita que en Moscú, en las afue-ras de la ciudad, adquirimos por 700 u 800 rublos, y desdela cual fue realizado el atentado contra el tren imperial el 19de noviembre de 1879. En el momento decisivo fue ella laque, en unión de Stepan Shiraiev, se quedó en la casita paraanunciar la llegada del tren y dar la señal para la explosiónoportuna de la mina.

Atenta y vigilante, la dio a tiempo, y no fue culpa suya elque la explosión no hiciera descarriar el tren imperial, sinoel de su séquito.

Después del dinamitazo del 5 de febrero de 1880 en el Pa-lacio de Invierno, Perovskaya se dirigió a Odessa en el veranopara organizar allí un nuevo atentado.

En 1881, cuando el Comité Ejecutivo preparaba su sép-timo golpe, formó Perovskaya juntamente con Scheliabov,

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aquella columna que tenía por misión averiguar y señalarlos viajes del zar; ella dirigió a los camaradas encargados dearrojar las bombas, no sólo en los días preparatorios, sinotambién durante el atentado de 1º de marzo. Ella fue la que,al cambiar la situación a causa de la alteración del itinerariode zar, modificó el plan entero por iniciativa propia; a su pre-sencia de ánimo se debe que el zar cayera víctima de las dosbombas de los terroristas. Ella salvó el 1º de marzo, pagán-dolo luego con su vida.43

Yo trabé conocimiento con Sofía Lvovna en 1877, cuandoestuvo encartada en el «Proceso de los 193». Había sidopuesta en libertad bajo fianza hasta la vista del juicio. Al-guien la trajo a mi casa para que la alojásemos por una noche.Su exterior cautivó desde el primer instante mi atención. Consu trenza de pelo rubio, sus ojos gris claro y las mejillas re-dondas, rosadas e infantiles, parecía una aldeana rusa de ju-venil frescura. Tan sólo la alta frente desmentía este aspectoinofensivo. Su bella cara conservó la expresión infantil hastael fin, a pesar de los trágicos momentos por que atravesó enlos días de marzo.

En su exterior sencillo no se habría podido adivinar nuncala esfera social de la que procedía ni las condiciones en que

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43 Perovskaya había sido la que, en los primeros días que siguieron al 1º demarzo, excitada y febril por lo que acababa de realizar, pensaba ya en unatentado contra el nuevo zar. Entabló relaciones con diversas modistas ylavanderas que trabajaban para el personal de la Corte, y por todos los me-dios trató de trabar conocimiento con aquellas personas que tenían accesoa las habitaciones de la familia imperial. Acechaba personalmente las sa-lidas del zar del Palacio de Anichkov, hasta que fue detenida cerca delmismo. (Vera Figner).

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se habían desenvuelto su niñez y su adolescencia. La expre-sión general de su rostro, con los suaves rasgos infantiles,no denotaba lo más mínimo la firmeza de carácter y la vo-luntad de hierro que, al parecer, había heredado del padre.En su naturaleza se hallaban emparejadas ternura femeninay masculina severidad. Mientras que para el pueblo dabamuestras, de un afecto puramente maternal, en sus exigen-cias frente a sus camaradas era rigurosa e implacable. Com-batía incansablemente a sus enemigos políticos y al Gobierno.Después del «Proceso de los 193», su casa de San Petersburgoera el centro en que se reunían todos los camaradas absuel-tos. Pero a esas reuniones sólo eran admitidos aquellos quehabían protestado contra el Tribunal, no reconociéndolocomo tal.

El acusado Myschkin había producido, con su fuerte per-sonalidad y su magnífico discurso ante el Tribunal, una im-presión tan grande en Sofía Lvovna, que el pensamiento delibertarle de la cárcel se convirtió casi en su idea fija. Muchafue la fuerza que consagró a la realización de esta idea.

De acuerdo con los ideales de la época, Perovskaya era unagran asceta. En su vida diaria era modesta hasta lo indecible;cuán rigurosa era en relación con el dinero que pertenecía ala organización, lo prueba el hecho de que una vez me rogópidiera prestados en algún sitio 15 rublos que había gastadoen medicamentos; no quería cubrir este gasto con dinero dela organización, sino que se proponía para este fin vender unvestido que le había mandado su madre.

En aquellos inolvidables días que precedieron al primerode marzo, tuve ocasión de conocer su tierna solicitud paracon sus compañeros de lucha, por los cuales no vacilaba nunca

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en sacrificar sus propios intereses. Cuando, a raíz de la de-tención de Scheliabov, se vio obligada a abandonar su vi-vienda, pernoctaba en casa de amigos, ora aquí, ora allá.

«Verotschka, ¿puedo dormir en tu casa?», me preguntódos o tres días antes de su detención. Extrañada ante supregunta, le repliqué en tono de reproche: «¿Cómo puedespreguntar semejantes cosas? ¿No es natural?» «Si se practicaaquí un registro y se me halla en tu casa –objetó Perovska-ya–, serás ahorcada. Por eso te preguntaba.» Yo la abracé yrespondí, señalando al revólver colocado a la cabecera de micama: «Te encuentren o no te encuentren, yo dispararé».

Vestidos de negro, esposadas las manos, con una tablillasobre el pecho, en la que figuraba la inscripción «Asesinosdel Zar», así se les condujo a todos al lugar de ejecución:Scheliabov, el campesino; Kibálchich, el hijo de un sacer-dote; Timofei Michailov, el obrero; Ryssakov, el burgués;Perovskaya, vástago de una antigua familia noble. Al llegaral cadalso, Perovskaya abrazó a Schliabov, Kibaltschitschy Michailov; pero se apartó de Ryssakov, que había traicio-nado la dirección de la casa de la calle Teleschnaia con la ciegaesperanza de poderse salvar, entregando así al verdugo a HesiaHelfman, Sablin y Michailov.

Perovskaya murió fiel a sí misma, como lo había sido envida.

EN EL PERIODO QUE SIGUIÓ al 1º de marzo de 1881, Vera Fig-ner asumió las funciones de jefe de La Voluntad del Pueblo.Intentó reconstruir la fuerza inicial del partido: recaudó di-nero, reclutó nuevos miembros y trabajó para extender su or-ganización entre las unidades militares. Pero la mayoría de

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los líderes con experiencia estaban en la cárcel, y el partidohabía sido infiltrado por la policía; Figner fue arrestada el lde febrero de 1883 tras ser traicionada por Sergei Degaiev.44

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44 «La imprenta había sido confiscada por la Policía el 20 de diciembre. El23 de enero de 1883 se me citó para que acudiera rápidamente a casa demis amigos. Al entrar allí me quedé como petrificada. Ante mí se hallabaDegaiev, el propietario de la imprenta descubierta en Odessa. “¿Qué hapasado? ¿Cómo es que está usted aquí?”, le pregunté atropelladamente,temblando de alegría y emoción. “Me he escapado”, musitó Degaiev. Estaba pálido, excitado y tenía el as-

pecto de un hombre atormentado por la inquietud. Luego me contó lo si-guiente: le parecía un enigma saber cómo la Policía había dado con lashuellas de la imprenta. Acaso los cajones llenos de material tipográfico ha-bían llamado la atención de los descargadores por su gran peso, dandolugar a una denuncia. Nada más ser detenido comenzó a pensar en la fu-ga. Indicó que Kiev había sido la última ciudad en que había resididoantes de ir a Odessa. Rogó que se le condujera a dicha ciudad para la ins-trucción de su causa. Después de largas vacilaciones accedieron a ello losgendarmes. Y al conducirle éstos de noche a la estación en un carruaje, lesarrojó tabaco a los ojos y huyó. En Odessa –siguió contando Degaiev–halló refugió entre los oficiales que había tenido ocasión de conocer du-rante su visita a la organización militar. Al cabo de varios días, uno de losoficiales le acompañó a Nikolaiev en un coche y desde allí había salidoaquella misma noche para Karkóv.“¿Dónde ha dormido usted? ¿Acaso se ha visto usted obligado a pasar toda

la noche en la calle?”, le pregunté llena de compasión. “En un lugar muymalo”, respondió Degaiev con visible confusión. También yo me quedécortada por interpretar en determinado sentido la expresión “un lugarmuy malo”; pero la confusión de Degaiev no obedecía, como se comprobómás tarde, a que hubiera pasado la noche en un prostíbulo, sino en otrositio muy distinto.Ni yo ni la camarada Techerniavskaia, a la que di instrucciones para que

alquilara una habitación en compañía de Degaiev, abrigamos el menor recelorespecto a la “fuga” de Degaiev. Y es que no analizamos las circunstancias

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En septiembre de 1884, durante el Juicio de los Catorce–miembros de La Voluntad del Pueblo que continuaron ac-tuando después del asesinato del zar– «solamente Vera Figner

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de la misma, ni examinamos detenidamente su informe. Degaiev no eraun principiante en el movimiento revolucionario, y más de una vez habíaconseguido salir de situaciones difíciles. Además, la confianza mutua erala base, de nuestras relaciones. La depresión anímica de Degaiev nos la ex-plicábamos por el hecho de que su mujer –que en realidad no pertenecíaal Partido revolucionario y sólo a causa de su marido había asumido laresponsabilidad de trabajar en la imprenta clandestina– se hallaba en lasgarras de los gendarmes. Más tarde me acordé de algunas manifestaciones extrañas, que podrían

haber sido interpretadas como advertencias de su parte, si no hubiéramosestado lejos de toda sospecha. Una vez me dijo que alguno de los detenidosde Odessa hacía declaraciones comprometedoras. “¿Quién puede ser?”,le pregunté. “Alguno de los ilegales”, replicó. Y como yo le dijera quetodos los detenidos allí –su mujer, Surovzev y la Kaluschnaia– eran deplena confianza, insistió en lo manifestado. Entonces yo no sabía lo queesto significaba.Luego fue cuando se me ocurrió pensar que sus indicaciones podían con-

tener una advertencia o más aún, una acusación infame. Efectivamente, alcabo de poco tiempo Kaluschnaia fue puesta en libertad por los gendarmes.En seguida se corrió el rumor de que ella había traicionado. Al parecer,este rumor había sido propalado intencionadamente por los gendarmes.La honrada muchacha, presa de una indignación sin límites, disparó surevólver contra el oficial de Gendarmería Katanski. Condenada a presidiopor este hecho, la Kaluschnaia se suicidó en el penal de Kara después de lacélebre ejecución de Sigida ¿No quería Degaiev, con sus indicaciones, in-ducirnos a sospechar de la Kaluschnaia?Pero por aquel entonces yo no abrigaba el menor recelo. Un día, estando

Degaiev y Tschernavskaia en mi casa, me preguntó éste si estaba comple-tamente segura en Karkov. Le respondí llena de convicción: “Completa-mente segura.” “¿Tiene usted la certidumbre de ello?”, insistió. “Ya lo creo–le repliqué– excepto en el caso de que tropiece con Merkulov en la calle,cosa que me parece muy improbable.”

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logró hacerse oír. Tanto los jueces como el público escucharoncon una atención poco común, y el presidente del tribunal nola interrumpió en seguida», recordaba uno de sus compañeros

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En otra ocasión me preguntó Degaiev a qué hora salía de casa por la ma-ñana. Tampoco en esta pregunta podía ver nada sospechoso y contesté:“Generalmente a las ocho de la mañana. Vivo en Karkov con los papelesde una oyente de los cursos auxiliares de Medicina, y éstas suelen ir a clasea tal hora.” Otra vez me preguntó, poco antes de abandonarme, si en nuestra casa

no había otra salida además de la puerta del jardín. Yo le respondí que síla había, pero que no la utilizaba nunca. Degaiev aprovechó todos estosinformes.Uno o dos días después, el 10 de febrero, salí de casa a las ocho, como

de costumbre. Apenas había andado diez pasos, cuando tropecé con Mer-kulov. Una mirada y nos reconocimos mutuamente. El siguió andandotranquilo. Cerca de allí no se veía ni un gendarme, ni un policía. Conti-nué mí camino y reflexioné sobre la situación. No tenía la menor posi-bilidad de desaparecer por ninguna parte. No había portales de tránsitoni habitaba en lugar próximo ningún conocido. Pensé en lo que llevabaen el bolsillo: un “carnet” de notas con dos o tres nombres de personas dis-tanciadas de la organización y el resguardo de un giro de dinero del Par-tido enviado a Rostov. Tenía que destruir todo esto. Seguí andando. Derepente me vi rodeada de gendarmes, que surgieron por todas partes comosi brotaran del suelo. Un momento después me hallaba, escoltada por dosde ellos, en un trineo que nos llevó rápidamente a la Comisaría de Policía.En un cuarto especial empezaron a registrarme. En seguida noté que las

mujeres llamadas expresamente para esto carecían de la más elemental ex-periencia. Cogí de mi portamonedas el resguardo del giro y me lo metíen la boca. Las mujeres pidieron auxilio a gritos. Un gendarme penetrórápidamente y me cogió de la garganta. Yo me eché a reír como para darlea entender que ya era demasiado tarde. El gendarme me soltó la garganta.No era cosa fácil tragar el grueso papel del resguardo, lo cual no logré hastamás tarde.Un oficial de Gendarmería levantó un acta breve. Al preguntarme mi nom-

bre repliqué: “Cuando me habéis detenido, debéis saber indudablemente

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acusados, A. A. Spandoni.45 Se la condenó a muerte, peroposteriormente se conmutó la sentencia por la de prisiónperpetua. Pasó las dos décadas siguientes en la fortaleza deShlisselburg.

Después de la revolución de 1917, Vera Figner escribiómucho sobre sus experiencias como revolucionaria. Murióen la Unión Soviética, en 1943.

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quién soy.” En este momento entró Merkulov en el cuarto. Con su carainsolente y su habitual manera de expresarse me preguntó: “No esperabausted esto, ¿eh?” “¡Canalla!”, le escupí por toda respuesta. E involuntaria-mente hice con la mano un gesto amenazador. El cobarde retrocedió.Luego fui trasladada a la cárcel, donde hube de ponerme el vestido de

presidiaria y se me obligó a tomar leche. Se temía que me hubiera envene-nado, ya que los trocitos de potasa amarilla que llevaba en el portamonedasy solía utilizar como tinta química, fueron tomados por cianuro. La Policíaquería a todo trance conservarme viva.Al día siguiente fui enviada a San Petersburgo en compañía de dos gen-

darmes.» (Vera FIGNER, Rusia en Tinieblas, Madrid: ed. Zeus, 1930).45 A. A. SPANDONI, “Stranitsa iz vospominanii", Byloe, n. 5, mayo de 1906.

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v e r az a s ú l i c h

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EN JULIO DE 1877, el general Trépov, gobernador de SanPetersburgo, hizo azotar a un preso político, Alexei Bogo-liúbov, por no haberse quitado el gorro en presencia de Tré-pov. La indignación pública ante este ataque a la dignidadhumana fue muy amplia. Un grupo revolucionario del surorganizó una partida de seis hombres para asesinar a Tré-pov. Pero fue Vera Zasúlich quien, actuando en forma in-dependiente, llevó a cabo la venganza. Con el fin de evitarriesgos a sus camaradas, aguardó hasta que el Juicio de los193 hubiera terminado; entonces, el 24 de enero de 1878,se dirigió a les oficinas de Trépov y disparó sobre él a la vistade todos los peticionantes que colmaban la habitación. Deallí en adelante, los revolucionarios responderían a la vio-lencia con violencia.

Vera Zasúlich nació en una familia empobrecida, perte-neciente a la clase media, en 1849; fue la menor de tres hijas,las cuales se comprometieron posteriormente con movi-mientos políticos radicales. Cuando Vera tenía tres años, supadre falleció, dejándoles una pequeña hacienda. Su madreno podía criar a las niñas con sus menguados ingresos, demodo que envió a Vera a vivir con unos parientes ricos, lafamilia Mikúlich, de Biakolovo.

Cuando Zasúlich terminó sus estudios a los diecisiete años,se fue a San Petersburgo y consiguió un empleo de oficinista.

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El movimiento radical de los años sesenta estaba en la cús-pide, y Zasúlich se unió a él casi de inmediato; se incorporóa un grupo de encuadernación y daba clases para enseñar aleer a los obreros. Pronto llegó a conocer a uno de los líderesmás importantes del movimiento estudiantil, Serguei Ne-cháyev. Fue su vinculación con Necháyev lo que la llevó a serarrestada en 1869; siguieron cuatro años de prisión y exilio.

Por la época en que hubo cumplido su periodo de exilio,Zasúlich se había transformado en una revolucionaria com-prometida. Se incorporó a los Insurgentes de Kiev, un grupobakuninista militante del sur de Rusia. Durante los años quesiguieron se dedicó a trabajar «hacia el pueblo» y en unaimprenta clandestina. Aun antes de que su atentado contraTrépov la convirtiera en una heroína, tanto en Rusia comoen el extranjero, Zasúlich era muy respetada por todos losque la conocían. Entre sus camaradas de los Insurgentes deKiev, solamente Zasúlich tenía una experiencia revolucio-naria importante y sólo ella había soportado la prisión y elexilio. Como recordaba más adelante un amigo: «A causa desu desarrollo intelectual, y particularmente porque era tanculta, Vera Zasúlich les llevaba la delantera a los otros miem-bros de nuestro círculo... Todos podían apreciar que era unajoven extraordinaria. Uno quedaba impresionado por su com-portamiento, especialmente por la extraordinaria sinceridady falta de afectación de sus relaciones con los demás».

Sus memorias comienzan con su infancia en la aldea deBiakolovo, al cuidado de su institutriz, Mimina.

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MIMINA HABÍA SIDO EDUCADA en un orfanato, a comienzosdel siglo XIX. Probablemente la habían llevado allí inmedia-tamente después de su nacimiento; de todos modos, nuncatuvo una familia. Pasó su vida entera en casa de otras gen-tes, educando niños ajenos. Yo fui la primera criatura que es-tuvo completamente a su cargo; en Biakolovo, por lo menos,yo existía especialmente para ella. Cuando yo nací llevabadiez o doce años viviendo en Biakolovo y había criado ya amis tías y a mi tío. Cuando murió su padre (su madre habíamuerto tiempo atrás), mi tía mayor tenía veinte años, la menorcatorce y mi tío, dieciséis. Mimina tuvo que permanecer enBiakolovo. El decoro exigía su presencia, y ella a su vez ne-cesitaba un niño en la casa como condición para quedarse.Había terminado de educar a Lulo, la más joven de las tías,y no podía quedarse sin nada que hacer. Así fue como ter-miné en Biakolovo.

Debe de haberme tomado ansiosamente en sus manos.Puedo recordar los primeros años de mi infancia, pero no

puedo acordarme de cuándo aprendí a leer y escribir en rusoy en francés. Me han dicho que ella se las ingenió para ense-ñarme todo eso –y además algo de poesía y algunas oracio-nes– cuando yo tenía tres años.

En Biakolovo no se acostumbraba azotar con varas a lagente a modo de castigo; nunca tuve conocimiento de quese hubiera golpeado a nadie allí. Por otra parte, dicen que yoera muy dulce y divertida entonces y que sólo más adelanteresulté una malcriada. De modo que cuando Mimina me«pegaba» –y eso sólo suavemente– debe haber sido simple-mente para «mejorarme». No recuerdo haber sentido ningúndolor, pero sí recuerdo que la operación debía tener lugar

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sobre una banca en la casilla de baños. Al principio me co-locaban boca abajo sobre esa banca y entonces yo tratabacon todas mis fuerzas de arrastrarme hasta el borde y rodarbajo la banca; luego me volvían a tender sobre la banca, yasí seguíamos una y otra vez.

Cuando una de mis tías se casó y tuvo sus propios niños,tanto Mimina como yo dejamos de ser necesarias. Fue pro-bablemente entonces que me volví difícil.

Quizás Mimina me quería a su modo, pero era una espe-cie dolorosa de amor. Cuando estábamos solas hablaba sincesar. Hablaba principalmente en francés y acerca de cosassolemnes, desagradables o que a veces me atemorizaban. Siyo trataba de alejarme de ella, me hacía regresar a mi asiento.Ella estaba cumpliendo con su deber cuando me hablaba:mi deber era escuchar y hacer uso de sus exhortaciones mien-tras ella estaba todavía con vida. Yo no prestaba atención atodo lo que me aburría, pero las cosas que me asustaban mequedaban grabadas en la memoria. «Vas a estar muy tristecuando yo muera. Entonces querrás escaparte a ver a Mímo-chka. Vendrás al cementerio: habrá un arroyuelo, dos o tresabedules, y derramarás auténticas lágrimas. Ése será un her-moso momento. No necesito de ningún otro. Vendrás, verásuna grieta en la tierra y mirarás dentro de ella, y algo horribley repugnante te mirará a su vez desde bajo la tierra. Verás uncráneo con los dientes al descubierto, pero no verás más aMímochka.»

A su modo, era instruida para la época. Algunas veces merecitaba versos en lugar de darme sermones: «Donde las fies-tas se celebraban se yergue un ataúd... Los espectros gimenallá sobre las tumbas». Yo no había visto nunca una tumba,

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pero sabía que eran largas y terribles; me imaginaba descar-nados espectros color carmesí revoloteando sobre ellas, au-llando «Uuuuu» con sus bocas abiertas. Entre mis terrores seincluía también una oda, «Dios», que Mimina declamabacon tanta frecuencia que yo la había aprendido de memoriainvoluntariamente por la época en que cumplí seis años. Denoche, si no había logrado dormirme antes de que Miminacomenzara a roncar, aquel Dios terrible, «Espacio infinito,sin rostro en la Santísima Trinidad», se fijaba en mi mente, yjunto con un cráneo, los espectros y otros terrores, me atra-vesaba la mente contra mi voluntad y me impedía dormirme.

Mimina sabía poemas franceses de un estilo similar: «Oh,al que abre todos los cielos como un libro». Más adelantedescubrí que esto había sido escrito por Voltaire. Yo habíaya aprendido de ella algo acerca de los ateos y de los volte-rianos, y dudo que supiera que había sido escrito por él.

Probablemente en esta época ella estaba atravesando porun periodo difícil. Debe haber sentido que de la posicióncomparativamente honorable que detentaba –todavía re-cuerdo que en la mesa la comida se le ofrecía a ella antes quea cualquiera de los demás– estaba siendo degradada a la po-sición de parásito, aún más baja que la de institutriz.

Tenía cerca de sesenta años, la vista débil, y era tan baja enestatura y tan obesa que parecía casi esférica. Era demasiadotarde para que pudiera encontrar una nueva colocación, yno había nadie más que yo con quien platicar acerca de esto.Sería un parásito hasta que muriera... Probablemente pensóalgún tiempo en la muerte, pero aquello no duró mucho.Vivió treinta y cinco años más y vivía todavía a fines de ladécada de los ochenta.

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Mimina no deseaba que yo quisiera a mis tías y ésta eraprobablemente otra expresión de su amor. Una y otra vezme decía con vehemencia: «Nosotros no pertenecemos aquí.Nadie tendrá lástima de nosotros». Recuerdo vivamenteque eran justamente esos discursos los que más me entris-tecían. No quería resignarme a ser una extraña. Puedo inclusorecordar la batalla inflexible que sostuve contra un muchacho,el hijo de un cosaco. Asomaba la cabeza por la antecámaray susurraba velozmente. Si alguno de los adultos aparecíapor casualidad, la cabeza desaparecía rápidamente, perosólo para volver a asomarse. No era posible oír nada, peroera obvio que lo que susurraba era «Vérochka Zasúlich»; yole respondía susurrando ofendida, en rima: «¡No es verdad!¡Mikúlich, Mikúlich!».46

Pero a medida que iba creciendo, más me convencía deque yo era en verdad una extraña: aquél no era mi sitio.Nunca nadie me tuvo en sus brazos, ni me besó, ni me sentóen sus rodillas; nadie me llamó por un nombre cariñoso. Laservidumbre me maltrataba.

Yo debía tener alrededor de once años cuando por primeravez apareció un ejemplar de los Evangelios en Biakolovo. Eraun libro muy nuevo, sin encuadernar; ni siquiera tenía laspáginas abiertas. Habían existido probablemente edicionesmás antiguas, pero en eslavo, y nunca nadie las leía. Ahora,todos los días durante la Cuaresma, yo tenía que leer en vozalta un capítulo o una página. Todas mis tías, Mimina, losniños y hasta las nodrizas escuchaban.

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46 Mikúlich era el apellido de la familia adoptiva de Vera Zasúlich.

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Hasta entonces yo no había prestado atención alguna alcontenido de la religión; no había siquiera pensado en ella.Ocasionalmente disfrutaba de su práctica, pero generalmenteme aburría. Mimina me enseñó algunas oraciones cortas cuan-do tenía tres años y luego agregó algunas ligeramente máslargas. Era mi obligación recitarlas frente al icono dos vecespor día, lo más rápidamente posible. Antes de cumplir lossiete años (mi primera confesión), aprendí el Credo y un pocode historia sagrada bajo la forma de preguntas y respuestas.También sabía cómo persignarme, decir una oración y, cuan-do había terminado, hacer una reverencia y escapar. No en-tendía lo que estaba diciendo, pero no me importaba. Durantelos días de fiesta a menudo celebrábamos vísperas y maiti-nes. Era bastante aburrido, e imposible divertirnos: nos ob-servaban para cuidar de que nos mantuviéramos de pie, ensilencio, y nos persignáramos de cuando en cuando. Gene-ralmente, yo esperaba con impaciencia la lectura del Evan-gelio. En primer lugar, eso significaba que el servicio estabapor terminar y, además, era divertido. Los niños teníamosque ir hasta donde se encontraba el sacerdote, el menor de-lante, yo al final. Nos cubría a todos con su estola, que que-daba apoyada sobre mi cabeza porque yo era la más alta.

«Buen Pastor, Tú diste la vida por tus ovejas, pero el jor-nalero de Dios no lo haría.» Y yo veía un jornalero de largaspiernas corriendo por el piso, hacia un lugar en la oscuri-dad. Pero nunca me importó realmente cuál era el sentidode aquello. Mientras estaba allí de pie, con la cabeza cubierta,a través de mi mente se deslizaban estas interrogantes: «¿Quésucede? ¿Cómo “dio su vida” el pastor y adonde corrió el jor-nalero?». Pero cuando el servicio, que duraba toda la noche,

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llegaba a su fin, también mi interés cesaba. Nunca le pregun-taba nada a la «gente grande», porque siempre terminabanpor reñirme. Mimina me hubiera respondido ampliamente,encantada de que se la interrogara, pero al final habría re-sultado que ella era el buen pastor y yo la oveja –y eso sólocon suerte. En otras ocasiones, yo hubiera sido el jornaleroque estaba siempre dispuesto a huir cuando alguien le dabalecciones o le tenía buena voluntad.

Asistir a misa era un gozo. La iglesia quedaba a cinco ki-lómetros de distancia, y nos llevaban muy pocas veces, sólodurante el verano. También me llevaban de visita a la casade un terrateniente vecino, donde había niños, y a paseospor el bosque. Pero las visitas y paseos se hacían después delalmuerzo, mientras que a la iglesia íbamos por la mañana.Todo parecía entonces diferente: el sol y el cielo eran dis-tintos y yo me paseaba vestida de fiesta y con sombrero depaja. Había iconos en los rincones de la iglesia y ventanasde vidrio coloreado que daban hermosos tonos al humo delincienso cuando la luz caía sobre él y, al mismo tiempo, trans-formaban extrañamente los pañuelos que cubrían la cabezade las ancianas, con manchas azules, amarillas y verdes. Antesde que pudiera comenzar siquiera a aburrirme allí, ya habíaniniciado el canto del himno final. Y por supuesto, la Navi-dad y la Pascua eran las épocas más felices del año. Pero encierto modo Dios y la religión nunca tuvieron significadoreal para mí.

Repetía «Tengo una cruz, tengo una cruz», por mi cuenta,cuando me atemorizaba la oscuridad. Una criada que tam-bién se asustaba me lo enseñó, asegurándome que ayudaba;las oraciones de Mimina no servían para esto. En otros

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momentos me precipitaba a orar, pero entonces usaba mispropias palabras. Esto sucedía cuando sentía que me estabanacusando o reprendiendo injustamente; turbada, llorando,temblando, pie colocaba de pie frente al icono en la habi-tación vacía y susurraba y susurraba, sollozando todo eltiempo.

Según recuerdo no esperaba obtener nada con ello ni pen-saba que Dios de alguna manera se pondría de mi parte. Yosimplemente protestaba de mi inocencia, casi con tono dereproche, al «omnisciente»: «Pero tú sabes la verdad, ¿no esasí? ¿Lo hice yo acaso?».

Recuerdo que una vez fui sorprendida. Una de mis tíasme siguió –probablemente había encontrado algo que agre-gar a su sermón– y me encontró susurrando frente al icono.Si le hubiera dicho lo que estaba susurrando, creo que esohubiera causado una impresión favorable. Pero por supuestoyo no quería confesarlo; cuando me preguntó qué era lo queestaba susurrando, contesté: «Nada». No hace falta decirque recibí un sermón adicional. «No te atrevas a cuchicheartus tonterías frente al icono; deberías dirigirte a Dios sólocon plegarias».

Al principio no me gustaba leer el Evangelio en voz alta.Me hubiera gustado leerlo para mí sola –en esa época leíatodo lo que podía encontrar–, pero no en voz alta, delantede los adultos... Después de un tiempo, sin embargo, el con-tenido del libro comenzó a intrigarme. Percibí de inmediatoque Cristo era completamente diferente del Dios de Mimina,incomprensible, tedioso, que inspiraba más bien terror, porquien había que comer platos de vigilia y a quien había quemusitarle plegarias. Cristo era bueno y generoso de una

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manera que yo podía comprender fácilmente. Como sabíaque al final Él era asesinado, comencé a esperar esos capí-tulos con impaciencia y un cierto temor.

No sé por qué razón Mimina guardaba los Evangelios bajollave entre una y otra lectura, pero sin duda el libro provocóen mí una impresión mucho mayor de esta forma que si lohubiera leído todo de una sola vez. Para mí, el Dios de losEvangelios no era ni abstracto ni misterioso. Esa noche en eljardín de Getsemaní, cuando Él dijo a sus discípulos: «Velad,que mi hora se acerca», y sin embargo ellos se durmieron...Y todo el resto de esa conmovedora historia. Viví con Él misfantasías durante varias semanas; me lo imaginaba y susu-rraba cosas sobre Él cuando estaba sola en mi habitación.Lo que más me molestaba era que todos, absolutamentetodos, hubieran huido y lo hubieran abandonado, inclusolos niños que lo habían recibido con palmas y hosannas. Se-guramente debían estar durmiendo sin saber lo que sucedía.Yo no podía hacer otra cosa que intervenir. Una niña, unaniña buena, hija de un alto sacerdote, les oye hablar de cómolo van a prender (Judas ya lo ha traicionado), y de cómo vana juzgarlo y luego matarlo. Ella me lo cuenta, y de inmediatocorremos a llamar a los niños: «¡Nada más oigan lo que ellosvan a hacer: ¡Él! ¡Van a matarlo a Él! ¡Y no hay nadie mejorque Él sobre la tierra!». Mis niños imaginarios están de acuer-do conmigo. Corremos lo más rápido que podemos a travésdel jardín.

Pero no sucede nada más. No me atrevía a imaginar nadamás sin Su permiso, y mucho menos me atrevía a hablar porÉl. Y no porque sintiera miedo, sino por un amor apasio-nado, casi una especie de temor reverencial. Yo sabía que Él

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era Dios; Él también era Dios, exactamente como su Padre,pero Él era mucho mejor. Al otro no lo amaba. Nunca le hu-biera rezado a Cristo. ¿Qué? ¿Incomodarlo con mis quejas?No quería su intercesión, quería servirlo, salvarlo.

Cuatro años más tarde ya no creía en Dios; me había ale-jado fácilmente de esa fe. Al principio lamenté perder unavida futura, mi «vida eterna», pero sentía pesar solamentecuando pensaba específicamente en aquel maravilloso jar-dín en el cielo. La tierra no se volvió peor para mí comoconsecuencia de ello. Muy por el contrario. En el mismomomento en que perdí mi fe, estaba definiendo mi «vida ve-nidera» sobre la tierra. Qué interminable se me aparecía en-tonces: a los quince años, incluso un año se nos antoja unacantidad enorme de tiempo. De mis anteriores creenciasreligiosas, sólo Cristo permaneció conmigo, grabado en micorazón. En verdad, era como si estuviese más íntimamenteunida a Él que nunca.

¿Cómo comencé a adquirir una visión de la vida que ibaa vivir? Durante muchísimo tiempo había ido tomandoforma gradualmente ante mis ojos, un rasgo tras otro; eratodavía nebulosa y lejana, envuelta en una nube radiante,pero era sin duda mi futuro. Me parecía que yo misma eraempujada a ponerle un cerrojo a todo lo que me acercara unavaga noción del futuro. Me resistía al destino que mi posiciónsocial me reservaba. En Biakolovo se hacían referencias ca-suales a mi futuro: yo debía transformarme en institutriz.¡Podía soportar cualquier cosa menos eso!...

A LOS QUINCE AÑOS, Vera fue conducida a Moscú e internadaen un pensionado privado.

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AUN ANTES DE SOÑAR con la revolución, aun antes de queme pusieran en el pensionado, había hecho planes detalla-dos para evitar convertirme en una institutriz. Hubiera sidomucho más fácil, por supuesto, si yo hubiera sido un varón:entonces hubiera podido hacerlo casi todo...

Y entonces, el espectro distante de la revolución aparecióy me hizo igual a un muchacho; también yo podía soñar conla «acción», con «hazañas», y con la «gran lucha»... Yo tam-bién podía unirme a «aquéllos que perecían por la gran causadel amor». Devoraba ávidamente todas las referencias de esetipo en la poesía y en las canciones antiguas: «Enlacemos rá-pidamente nuestras manos y hagamos votos de mantenerhasta la tumba nuestro odio al flagelo de nuestra patria».Algunas veces encontraba lo que yo quería en poemas cuyoautor podía haber tenido intención de transmitir un signi-ficado diferente.

De algún modo había logrado conseguir el poema deRyléev, «Nalivaiko», que se transformó en una de mis reli-quias sagradas.47 «Yo sé que le espera la ruina al que...», y asíseguía. Y yo conocía muy bien el destino de Ryléev. En todaspartes, el heroísmo, la lucha y la rebelión estaban siemprerelacionadas con el sufrimiento y la muerte.

«Hay periodos, hay épocas enteras, en que no hay nadamás hermoso ni más deseable que una corona de espinas.» Esa corona de espinas me atraía hacia los que perecían, y me

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47 «Nalivaiko», un poema acerca de la insurrección ucraniana, fue escritopor Kondrati Ryléev, uno de los cabecillas de la rebelión decembrista de1825. Junto con otros cuatro fue condenado a muerte y ahorcado el 13 dejulio de 1826.

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inspiraba también un apasionado amor por ellos. Sin duda,ese amor se asemejaba al que yo había sentido por Cristocuando leí el Evangelio por primera vez. Yo no lo había trai-cionado a Él: tanto Él como ellos eran lo suficientementegrandes como para merecer una corona de espinas, peroCristo era el mejor. Yo iba a buscarlos por todas partes y atratar de serles útil en su lucha. No era la compasión porlos sufrimientos del pueblo lo que me impulsaba a unirmea los que perecían. No había presenciado ninguno de los ho-rrores de la servidumbre y siempre me había considerado amí misma como parte de los pobres; al principio contra mivoluntad, con un sentimiento de profundo resentimiento, ydespués, más adelante, casi con orgullo. Y cuando vivía hol-gadamente, consideraba eso una desgracia, no un privilegio.

No había oído nunca nada acerca de los horrores de la ser-vidumbre en Biakolovo, y dudo que los hubiera. La casa delamo no tenía contacto con la aldea excepto en los días defiesta. Después de la cosecha, se servía un refrigerio en elpatio. Los «jóvenes», vestidos con sus mejores ropas, veníana presentar sus saludos después de cada boda. Pero la Tíanunca intervenía en sus labores agrícolas; Kapisha –comolo llamaban sus patrones– se ocupaba de ellas y atendía alos criados y a la aldea.

La hacienda era una de las mejor organizadas del distrito.La mayoría de los campesinos vivían en el sistema del obrok48

e iban a Moscú –que quedaba a una distancia de 120 a 130 kilómetros– para ganarse el sustento. La mayoría de las rentas

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48 Un gravamen anual que se pagaba al propietario con dinero, en vez decon cosechas o trabajo.

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de la hacienda, aparte del obrok, provenían de la explota-ción del ganado, las caballerizas, las aves de corral, el huertoy el invernadero. Los campesinos de la aldea nada tenían quever con todo esto; lo dirigían los siervos de la hacienda, tannumerosos que sus casuchas llenaban una calle entera. Lo queprueba nuestras buenas relaciones con estos siervos de la ha-cienda es el hecho de que jamás ninguno huyó, y de quenuestra servidumbre doméstica no cambió nunca. Sé conseguridad que ninguno de ellos fue jamás castigado: yo hu-biera podido saberlo a través de los hijos de los siervos de lahacienda y ciertamente lo habría recordado. Esto era quizásun resultado del régimen benévolo de Kapisha.

Me fue fácil dejar Biakolovo. No creía entonces que ibaa recordarlo toda mi vida, que no olvidaría nunca ni siquieraun pequeño arbusto en el jardín delantero, un antiguo ar-mario en el corredor, y que el perfil de los viejos árboles quepodía verse desde el balcón se me aparecería en sueños enlos años venideros. Aun entonces lo amaba, pero la vida mellamaba, la vida en toda su inmensidad, y en Biakolovo yoestaba rodeada por «un sueño profundo», una existencia pa-ralizada que no era para mí. En efecto, había podido adap-tarme a ella solamente admitiendo que yo era «una extraña»...

Ese año, el decimoséptimo de mi vida, estuvo lleno de lamás febril actividad interna; finalmente mi destino estabaen mis propias manos.

TODAVÍA EN EL PENSIONADO, Zasúlich asistió a los cursos ves-pertinos que se dictaban en el círculo radical Ishutin, uno decuyos miembros –Dmitri Karakózov– trató de asesinar al zaren 1866. Cuando terminó el colegio, Zasúlich se fue a San

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Petersburgo, donde trabajó primero como oficinista y luegocon un grupo de tejedores. Como otros jóvenes, tambiénparticipó en el movimiento para educar a los obreros ense-ñándoles a leer por las noches.

COMENCÉ A ASISTIR a algunas clases sobre la enseñanza porel método fonético en el colegio para maestros Alexéev, en laisla Vasílevsky. Un día, el instructor invitó a siete u ocho es-tudiantes, incluyéndome a mí, a su habitación. «Tenemos quehablar acerca de lo que los maestros deberían leer con el finde prepararse para su trabajo», nos dijo.

Llegó la noche que habíamos fijado para la reunión y diezde nosotros nos congregamos en su pequeña habitación. Nisiquiera había suficientes lugares en la mesa; algunas personasse sentaron aparte, sobre la cama, después de haber descorridola cortina que la ocultaba.

Estos maestros eran muy jóvenes, no mayores que yo. Nome habían parecido especialmente inteligentes hasta enton-ces y, por las conversaciones que entablaron, pude ver quesabían muy poco, menos aún de lo que yo sabía. De modoque mi timidez desapareció rápidamente y comencé a inte-rrumpir, y resultó que con éxito. Me escucharon y la mayoríase puso de mi lado. Alguien sugirió que leyéramos librossobre pedagogía; otro, que estaba sentado sobre la cama,hizo una objeción a esto y yo me puse de su parte. Los quedefendían las lecturas pedagógicas fueron prontamente de-rrotados. Bueno, la pedagogía es importante, pero era másimportante para estos maestros aprender algo acerca de la vidareal. ¿Qué leer entonces? Todos quedaron en silencio por elmomento. Yo comencé a nombrar las cosas que consideraba

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valían la pena: el Historical Letters, de Mírtov [Lavrov], queLa Semana estaba publicando en ese momento, y J. S. Millcon los comentarios de Chernyshevsky, que yo estaba le-yendo entonces por las noches, cuando llegaba a casa deltrabajo. Había tratado de leerlo cuando estaba todavía en elcolegio, pero en ese momento no resultó: podía entenderel libro, pero no me interesaba demasiado.

Cada libro que yo mencionaba era recibido con total apro-bación por el instructor y el nuevo sujeto que estaba sentadosobre la cama, uno de los estudiantes que más hablaba; elresto permanecía silencioso. Les preguntamos qué era lo queya habían leído, y resultó que no habían leído casi nada. Al-gunos habían leído algo de Písarev, pero ninguno había leídoa Dobroliubov. Yo dije que mi artículo favorito de Dobro-liubov era «¿Cuándo llegará el verdadero día?».

—¿Y cuándo llegará? –preguntó uno de los estudiantes.Respondí que Dobroliubov creía que vendría con una ge-

neración que hubiera «crecido en una atmósfera de esperanzay expectativa».

—Es decir, con nosotros –observó el hombre sentadosobre la cama.

Cuando todos se hubieron ido, se acercó y se presentócomo Serguei Necháyev, y me pidió que fuera a la escuelaSerguéev.

—¿Cómo, hay una reunión de maestros allí también?–pregunté.

—No, no hay, pero nosotros tenemos que conversar.Después de un mes o dos, el conjunto de los estudiantes y

cualquier otra persona que se interesara por los asuntos es-tudiantiles conocía el nombre de Necháyev. Pero esto no

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quería decir nada para mí en ese momento. Y no logré vol-ver a encontrarlo.

Casi desde el momento en que comenzó a llegar algunagente de Sarátov [una provincia de la parte sudoriental de laRusia europea], oí decir que ese año sin duda se originaríandisturbios estudiantiles. Por qué, con relación a qué cuestio-nes, no pude averiguarlo, pero todo el mundo parecía com-placido y yo también estaba dispuesta a estar complacida.

Los verdaderos «desórdenes» estudiantiles, como se los de-signó oficialmente, se caracterizaron por el arresto de unacierta cantidad de gente y por el exilio de alrededor de uncentenar de estudiantes de San Petersburgo; pero estos dis-turbios no tuvieron lugar hasta la primavera.

No recuerdo cómo comenzó todo, pero sí recuerdo quelos estudiantes estaban divididos en dos campos: los «mode-rados», y los «radicales» dirigidos por Necháyev. Los mo-derados tenían la mayoría, pero los dos grupos en conjuntoconstituían sólo una pequeña minoría de la población es-tudiantil. Había alrededor de trescientos activistas: estu-diantes del primero y segundo año de la universidad, lafacultad de medicina y las academias técnica y agrícola deSan Petersburgo.

UNA NOCHE, aproximadamente en esta época, Zasúlich sequedó a dormir en casa de su amiga Anna Tomílova. Ne-cháyev llegó de visita por casualidad, y, al encontrar a Za-súlich sola, comenzó a relatarle sus planes para llevar a cabouna revolución en Rusia, en un futuro cercano. Zasúlichencontraba dificultades para compartir su optimismo.

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YO ME SENTÍA TERRIBLEMENTE MAL: me resultaba realmentedoloroso decir «Eso es improbable...», «No sé si eso...». Medaba cuenta de que él hablaba en serio, de que ésta no erauna charla ociosa sobre la revolución. Él podía actuar y loharía: ¿no era acaso el abanderado de los estudiantes?...

No podía imaginarme un placer más grande que el de ser-vir a la revolución. Yo sólo me había atrevido a soñar conella, y sin embargo ahora él me decía que quería reclu-tarme, que de otro modo no hubiera pensado siquiera endecir nada... ¿Y qué sabía yo del «pueblo»? Yo conocía sola-mente a los siervos domésticos de Biakolovo y a los miem-bros de mi grupo de tejedores, mientras que él sí era un obrerode nacimiento.

Agitados pensamientos surcaban mi cerebro.—De cualquier forma, no rehusarás darme tu dirección,

¿verdad? –preguntó Necháyev, que había permanecido porun rato en silencio.

Habíamos hablado de esto antes, y lo aproveché de in-mediato.

—¡Por supuesto que no! En realidad sé muy poco y deseotanto hacer algo por la causa. No creo que lo que ustedesestán haciendo vaya a producir una revolución pero, por otraparte, no conozco ningún otro camino. Después de todo, eneste preciso momento no estoy haciendo nada y me sentiríafeliz de ayudar en cualquier forma que me sea posible.

No recuerdo exactamente mis palabras, por supuesto,pero sí recuerdo vívidamente lo que sentí en ese momento.Ésta era mi primera conversación seria acerca de la revolu-ción, mi primer paso hacia la causa, tal como yo lo veía enton-ces. A Necháyev evidentemente le encantó que yo me rindiera.

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—¿Entonces estamos de acuerdo?—De acuerdo.Se fue a otra habitación para decirle algo a alguien. Yo tam-

bién me levanté y comencé a dar vueltas por la habitación.En ese momento él regresó y me anunció abruptamente:

—Estoy enamorado de ti.Esto era inesperado, por decir lo menos. ¿Cómo tenía que

manejarlo? No sentía nada en absoluto, excepto asombro yturbación respecto de cómo responderle sin ofenderlo. Didos vueltas más alrededor de la habitación, en silencio.

—Valoro muchísimo nuestras buenas relaciones, perono te amo –declaré finalmente.

—Eso sobre las buenas relaciones es para dorarme la píl-dora, ¿no?

No le respondí. Él hizo una reverencia y abandonó lahabitación.

El episodio me dejó perpleja. De algún modo había em-pañado, incluso había destruido, el poderoso sentimientosuscitado por la conversación que lo precedió. Continué ca-minando alrededor de la habitación por un rato más, luegome acosté en el diván y me dormí de inmediato.

El punto crítico era que, instintivamente, yo desconfiabatotalmente de su «Estoy enamorado». En cierto modo eradesagradable pensar en ello al principio, de manera que sim-plemente no lo hice. Más adelante me convencí de que misinstintos habían acertado. Tanto en esta época como algúntiempo después, en el extranjero y en Moscú, Necháyev secomprometió en relaciones que deben haber requerido de-claraciones de amor. Exactamente cuando estaba empezandotan enorme empresa (en su opinión, por lo menos), contando

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solamente con sus propios recursos, es muy improbable quehubiera habido lugar en su corazón para varios «amores» osiquiera para el galanteo. Era mucho más probable que de-clarase su amor toda vez que lo considerara necesario parala causa.

De acuerdo a los preceptos del Catecismo de Necháyev,un revolucionario era un hombre predestinado: no habíaamor, ni amistad, ni alegría para él, solamente la pasión re-volucionaria. No existía moral para un revolucionario fueradel servicio a la causa. Todo lo que ayudara a la revoluciónera moral; todo lo que la impidiera era inmoral... En el mis-mo documento, Necháyev otorgaba un enorme valor a la«ayuda de las mujeres». Pero tal como él la concebía, ayudara la causa coincidía con ayudarlo a él, con cumplir sus ór-denes.49 Incluso en aquel momento, el engaño tenía gran im-portancia en los cálculos de Necháyev. No obstante, aunquelos preceptos provocaban a la vez hilaridad e indignación–tan poca correspondencia tenían con lo que en realidadsucedía–, yo creo que el Catecismo revolucionario tenía ver-dadero significado para el propio Necháyev.

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49 (Las mujeres) «deben ser divididas en tres categorías. Primero, aquellasmujeres “cabeza hueca”, inconscientes y desalmadas, que pueden ser utili-zadas de la misma manera que los hombres de las tercera y cuarta categorías.La siguiente categoría es la de aquellas mujeres que son apasionadas, devotasy talentosas, pero no son propiamente nuestras, ya que no poseen aún unacomprensión cabal, austera y revolucionaria. Ellas deben ser utilizadas comolos hombres de la quinta categoría. Finalmente, están aquellas mujeres com-pletamente nuestras, es decir, aquéllas que han aceptado nuestro programay están totalmente dedicadas a él. Ellas son nuestras camaradas, y debere-mos considerarlas como nuestro tesoro más preciado sin cuya ayuda no po-demos triunfar.» (Artículo 21 del Catecismo revolucionario. N. del E.).

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Necháyev probablemente había pensado llevarme al ex-tranjero aun antes de hacerme su «declaración»: yo podíaayudarlo en diversos asuntos. Por alguna extraña razón, élme consideraba mucho más agresiva, más segura de mí mis-ma, de lo que yo era realmente. Mi conocimiento de idiomastambién le habría resultado útil. Si yo hubiera respondidoinmediatamente a sus esquemas con un total fanatismo,quizás me hubiera pedido que marchara al extranjero sin unadeclaración de amor. Tal como estaban las cosas, intentóneutralizar mi tendencia al escepticismo –aun cuando yoestaba dispuesta a ayudar– con su declaración. Cuando esotambién fracasó, aplazó sus planes por un tiempo. Más ade-lante, me escribió una carta pidiéndome que fuera al ex-tranjero, pero la carta fue interceptada y sólo me enteré desu existencia cuando ya estaba en la cárcel.

A la mañana siguiente, Necháyev y yo nos saludamos juntoal samovar como si nada hubiera sucedido, como si nada se-mejante al episodio de la noche anterior hubiera tenido lugaren absoluto.

Cuando se despidió, Necháyev me informó que mien-tras él no estuviera yo recibiría tal vez cartas dirigidas a otraspersonas.

—¿A quién debo entregárselas?—Lo sabrás cuando las recibas.Pasaron varios días. Recuerdo que organizamos una ve-

lada literaria y musical a beneficio de un fondo para estudian-tes en el exilio. La cantante era Lavrovskaya, que era la favoritade todos los jóvenes en esa época. Les gustaba no solamentepor su voz, sino también porque no se resignaba a su posicióncomo actriz: rehusaba aceptar «regalos». La revista de más

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amplia difusión en esa época la censuraba por eso mismo,pero el público la ovacionaba de pie.

Aquella noche ella llegó con un sencillo vestido negro decuello subido, exactamente el tipo de traje que una «nihilista»hubiera usado en un día de fiesta. Cantó «Nubes celestiales,vosotras no tenéis patria y no podéis ser enviadas al exilio».El público tomó esto como una alusión al propósito secretode la velada –que era conocido por todos en San Petersburgo–y aplaudió a rabiar. También aplaudieron a otra intérprete,Lemovaya, cuando explicó que aunque en un principio habíarehusado asistir a la reunión, al enterarse de su verdaderopropósito, quiso participar sucediera lo que sucediera. Engeneral, el beneficio tuvo un gran éxito.

Anna [la hermana de Necháyev] y yo, salimos con Tomí-lova para ir a pasar la noche en su casa. Necháyev nos acom-pañó. Ya fuera ese día o la noche anterior, yo había oído decirque habían citado a Necháyev a la Tercera Sección, dondelo habían amenazado con arrestarlo si continuaban las reu-niones de estudiantes. Cuando Anna o Tomílova le advirtie-ron que debía dejar de asistir, él contestó que en realidad notenía importancia: le habían dicho que de todos modos ibana arrestarlo, fuera o no a las reuniones. Necháyev estaba muysatisfecho con el beneficio; a partir de alguna frase que el pú-blico había aplaudido, nos aseguró que el pueblo estaba listopara exigir una forma de gobierno republicana.

A la mañana siguiente me desperté antes de que se hicierade día y vi a Necháyev de pie frente a mí con un paquete enlas manos.

—¡Esconde esto!No pude decidirme a salir de bajo las mantas. «Muy bien,

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lo esconderé», respondí, pero no tomé el paquete que meofrecía.

Tomílova, que había salido de su dormitorio cuando oyóvoces, tomó el paquete. Necháyev se marchó de inmediato,sin explicar nada ni decir una palabra más. Ésa fue la últimavez que lo vi: esa mañana, de pie, con un paquete en sus bra-zos extendidos.

El pequeño paquete contenía algunos papeles embaladosapretadamente. Tomílova lo envolvió en un pañuelo y lo co-locó en una bolsa de malla, del tipo de las que se suelen llevara los baños. Me hizo notar que si caía en manos de quien nodebía, las vidas de varios cientos de personas podrían versearruinadas. Llevé la bolsa conmigo al trabajo y la conservéjunto a mí todo el día, sin perderla nunca de vista ni porun momento.

Mientras caminaba hacia casa por la noche, se me ocu-rrió de repente lo estúpida que había sido en no haber co-rrido hasta mi casa y haberlo dejado allí durante el día. Meatemorizaba especialmente la perspectiva de atravesar lospuentes desiertos sobre el Neva. A veces los borrachos loabordaban a uno, si no sucedía algo peor.

Y en efecto, a mitad de camino a través del puente, measustó un hombre que caminaba rápidamente hacia mí. Seme acercó, me asió por el cuello de mi tapado de piel y em-pezó a arrastrarme consigo.

En otro momento yo hubiera gritado, y habría atraídoayuda de inmediato, puesto que había un policía al extremodel puente. Pero con el paquete que yo llevaba, no podía gri-tar. En silencio, comencé a golpear a mi agresor con todasmis fuerzas. La bolsa, medio vacía con el pesado paquete

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adentro, me sirvió como una cachiporra y, entre maldicio-nes, me soltó. Me escapé corriendo.

Antes de llegar a San Petersburgo mi valentía había sidoescasamente puesta a prueba. Yo solía asustarmé muy fácil-mente, aunque deseaba desesperadamente tener coraje. Ahoraestaba satisfecha.

NECHÁYEV UTILIZÓ LA DIRECCIÓN que le dio Zasúlich paramantener correspondencia con otros radicales en Rusia.Debido a un descuido, una de las cartas cayó en manos dela policía y, como consecuencia, Zasúlich y muchos de susamigos fueron arrestados. Pese a la inexistencia de otras prue-bas, Zasúlich estuvo presa en la fortaleza de Litovsky durantedos años. Fue luego liberada, pero sólo para marchar al exi-lio, en el norte lejano, donde hubo de vivir dos años más.En 1873, cuando recuperó su libertad, se inscribió en unoscursos de medicina en Járkov y se incorporó a un gruporadical, los Insurgentes de Kiev.

Luego, en 1876, volvió a San Petersburgo y comenzó a tra-bajar como tipógrafo para una imprenta ilegal. Fue allí dondese enteró de que un preso político, Alexei Bogoliúbov, habíasido azotado. «Esperé alguna respuesta, pero todo el mundopermaneció en silencio», explicó durante su juicio. «Nadale impedía a Trépov, o a alguien tan poderoso como él, ejer-cer la misma violencia una y otra vez. En ese momento de-cidí que, aunque ello me costara la vida, iba a probar quenadie que maltratara a un ser humano de esa manera podíatener la seguridad de hacerlo impunemente. No encontréotra manera de llamar la atención hacia lo que había suce-dido. No veía otro camino... Es terrible tener que levantar

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la mano contra otra persona, pero yo sentía que había quehacerlo.»50

Junto con su amiga María (Masha) Kolénkina, elaboróun plan: Zasúlich debía matar a Trépov, que era quien habíahecho azotar a Bogoliúbov, mientras que Kolénkina debíallevar a cabo un atentado contra la vida de Zhelikovsky, elfiscal del Juicio de los 193. Las circunstancias, sin embargo,impidieron que Kolénkina pusiera en práctica su parte delplan.

EN LA NOCHE DEL DIECIOCHO [en realidad el veintitrés],Masha se quedó en mi casa. Al caer la noche le dije a la caseraque yo iba a salir para Moscú en la mañana; ya le había co-municado anteriormente que podía tener que ausentarmepor un breve periodo y que mis cosas podía entregárselas aMasha en caso de que yo no regresara hacia el fin del mes.Todas estas precauciones se hacían necesarias por Masha: porrazones particulares suyas ella quería quedarse en mi piezapor algún tiempo. Escribí una solicitud para un certificadode conducta.51 Luego me acosté a dormir.

Me parecía que estaba tranquila y que no sentía ningúntemor en absoluto de perder mi libertad; había puesto fin aesto hacía ya tiempo. Ya ni siquiera podía llamarse vida loque yo vivía, sino una especie de limbo, con el cual queríaterminar lo antes posible.

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50 TSEDERBAUM (Ezhov), S. Zhenschina v zusskom revoliutsionnom dviz-henni, Leningrado, 1927, pág. 69.51 Los «certificados de conducta», otorgados por las autoridades locales,eran a menudo necesarios para obtener un diploma.

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Me oprimía la idea de la mañana siguiente: esa horaen la oficina del gobernador, cuando él se aproximara depronto, en realidad... Estaba segura del éxito, todo tendríalugar sin el menor tropiezo; no sería para nada difícil, ni te-mible en absoluto, y no obstante yo me sentía mortalmenteinfeliz.

Este sentimiento yo no lo había previsto. Y al mismotiempo, no me sentía excitada sino cansada, incluso soño-lienta. Pero tan pronto como me dormí, tuve una pesadilla.Yo tenía la impresión de que no estaba durmiendo, sinoacostada de espaldas mirando a través del vidrio que habíasobre la puerta, el cual recibía luz del pasillo. Repentina-mente sentí como si estuviera perdiendo la razón. Algo meforzaba irresistiblemente a levantarme, salir al pasillo y, allí,gritar. Sabía que esto era una locura y procuraba resistirmecon todas mis fuerzas, pero sin embargo salía al pasillo ygritaba y gritaba. Masha, que estaba acostada cerca de mí,me despertó. Yo estaba gritando de veras, pero en mi catrey no en el pasillo. Nuevamente me quedé dormida y otravez tuve el mismo sueño: contra mi voluntad yo salía fueray gritaba. Sabía que era una locura pero a pesar de eso gri-taba. Y así sucedió una y otra vez.

Luego llegó la hora de levantarse: no teníamos relojes, peroel cielo había comenzado a volverse gris y alguien golpeó a lapuerta de nuestra casera. Teníamos que darnos prisa para lle-gar a la oficina de Trépov antes de las nueve, antes de quecomenzara a recibir peticionantes. Podríamos entonces pre-guntarle al oficial de guardia con toda naturalidad si el generalTrépov estaba en audiencia, y si llegaba a suceder que quienestaba recibiendo era un ayudante, podíamos marchamos

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sin que nadie reparara en nosotras. Y antes de ir a la oficinade Trépov teníamos que ir a la estación.

Nos levantamos silenciosamente en la fría semioscuri-dad. Me puse un vestido nuevo; mi tapado y mi sombreroeran viejos. Después de vestirme abandoné la habitación:una capa y un sombrero nuevos estaban dispuestos en la ma-leta de viaje, y pensaba cambiármelos en la estación. Esto eranecesario porque la casera querría despedirse de mí con todaseguridad (yo la había mimado demasiado con mis conver-saciones); me elogiaría la capa y me aconsejaría que no lausara en el viaje. Y mañana esta capa estaría en todos los pe-riódicos y podría llamarle la atención. Yo había tenido tiempode pensar en todo, hasta en los mínimos detalles.

Ya era casi de día en la calle, pero la estación a medias os-cura estaba completamente desierta. Me cambié, Masha y yonos saludamos con un beso y me fui. Las calles parecían fríasy tristes.

Alrededor de diez peticionantes se habían reunido ya enla oficina del gobernador.

—¿Recibe hoy el gobernador?—Sí, recibe. En seguida saldrá.Alguien, como si lo hubiera hecho deliberadamente en

mi nombre, preguntó nuevamente:—¿Recibe él en persona?La respuesta fue afirmativa.Una mujer, pobremente vestida, con los ojos enrojecidos

de llorar, se sentó cerca de mí y me pidió que le echara unaojeada a su petición.

—¿Es así como hay que escribirlas aquí?Había alguna especie de discrepancia en la petición. Le

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aconsejé que se la mostrara al oficial, porque vi que estabaya examinando algo. La mujer tenía miedo, y me pidió queyo se lo mostrara. Fui hasta donde estaba el oficial con lapeticionante, y llamé su atención hacia ella. Mi voz sonabacomo siempre, no había signos de mi agitación. Me sentí sa-tisfecha. El sentimiento de pesadilla que había estado pesandosobre mí desde la noche anterior había desaparecido sindejar huellas. No había nada en mi mente sino la preocu-pación de que todo sucediera tal como había sido planeado.

El ayudante nos condujo a la habitación contigua, a míprimero, y nos puso en un rincón. En este preciso instante,Trépov entraba por otra puerta, con toda una comitiva demilitares, y todos ellos se encaminaron hacia mí.

Por un momento esto me confundió y me perturbó. Alpensar en los detalles, había pensado que era inconvenientedisparar en el momento de presentar mi petición. AhoraTrépov y su séquito me estaban mirando, con las manosocupadas por papeles y otras cosas, y decidí hacerlo antes delo que había planeado, hacerlo cuando Trépov se detuvierafrente a mi vecino, antes de llegar a mí.

De pronto no había nadie delante mío: yo era la pri-mera...

Es lo mismo; dispararé cuando se detenga junto al peti-cionante que me sigue, grité para mis adentros. La alarmamomentánea me pasó en seguida, como si nunca la hubierasentido.

—¿Qué desea?—Un certificado de conducta.Anotó algo con un lápiz y se volvió hacia mi vecino.El revólver estaba en mi mano. Apreté el gatillo...

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Se me paralizó el corazón por un instante. Apreté otravez... un disparo, gritos...

Ahora comenzarán a golpearme. Esto era lo que seguía enla secuencia de acontecimientos en la que había pensadotantas veces.

Pero en lugar de eso se produjo una pausa. Probablementeduró en total sólo unos pocos segundos, pero tuve concienciade ella.

Arrojé el revólver al suelo; esto también había sido deci-dido de antemano; de otro modo, en el forcejeo, podría dis-pararse solo. Permanecí de pie y esperé.

«La asesina quedó aturdida», escribieron luego en los pe-riódicos.

Repentinamente todos los que estaban a mí alrededorcomenzaron a moverse, los peticionantes se dispersaron, losagentes de la policía se arrojaron sobre mí y me sujetaron porambos lados.

—¿Dónde está la pistola?—La tiró. Está en el piso.—¡El revólver! ¡Entréguenos el revólver! –seguían gri-

tando, tirando de mí en diferentes direcciones.Una persona apareció ante mí (era Kuméev, tal como lle-

gué a saberlo más adelante). Sus ojos estaban completamenteabiertos, y su boca, abierta de par en par, emitía no un gritosino un gruñido; sus dos enormes manos, con los dedos cur-vados, avanzaban directamente hacia mis ojos. Los cerré lomás fuertemente que pude, y lo único que hizo fue despe-llejarme las mejillas. Llovían sobre mí los golpes, tirabande mí hacia un lado y otro y continuaban golpeándome.

Todo sucedió tal como yo lo había previsto; la única cosa

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adicional fue el ataque contra mis ojos, pero ahora yacíacon mi rostro sobre el piso y estaban fuera de peligro. No sen-tía el menor dolor, sin embargo, y esto me sorprendió. Nosentí dolor hasta la noche, cuando finalmente me encerra-ron en una celda.

—¿Están golpeándola?—Parece que ya la mataron.—¡No pueden hacer eso! ¡Deténganse! ¡Hay que hacer

una investigación!En torno a mí se desató una batalla. Apartaron a alguien

de un empujón, probablemente Kuméev.Me ayudaron a levantarme y me sentaron en una silla.

Tenía la impresión de que ésta era la habitación en la quehabía presentado la petición, pero frente a mí, algo a la iz-quierda y próxima a la pared, había una amplia escalera sindescansos, que iba precisamente hasta el extremo superiorde la pared opuesta. Vi gente que bajaba por ella muy de-prisa, empujándose unos a otros, haciendo ruido y gritando.Esto me llamó poderosamente la atención de inmediato;¿cómo había llegado allí esa escalera?

Me parecía como si antes no hubiera estado allí, como side algún modo fuera irreal y como si también la gente fuerairreal. «Quizás sea sólo mi imaginación», se me ocurrió in-mediatamente. Pero entonces me condujeron a otra habi-tación y de ese modo nunca pude resolver el enigma de laescalera; por alguna razón, lo recordé a lo largo de todo eldía, cada vez que me dejaban en paz por un minuto.

La habitación a la que me condujeron era grande, muchomás grande que la primera; vi unos enormes escritorios cer-ca de una de las paredes y una banqueta ancha se extendía

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a lo largo de otra pared. Había pocas personas en la habi-tación en ese momento, pero ninguna de las que habíanformado parte de la comitiva del gobernador.

—Tendremos que registrarla. –Un hombre se volvió haciamí, indeciso pese a su uniforme de policía. No pertenecía aese momento y a ese lugar: sus manos temblaban, su voz eramuy suave. No había en él nada hostil en absoluto.

—Tiene que llamar a una mujer para eso –le contesté.—¿Pero dónde vamos a encontrar una mujer aquí?—¿No puede hallar una? –Y de inmediato se me ocurrió

algo–: Siempre hay una enfermera pública en todos los re-cintos. Vaya a buscarla –le aconsejé.

—¡Tomará un buen rato encontrarla, y usted puede tenertodavía un arma! Dios nos guarde si sucede algo.

—No sucederá nada más; sería mejor que me amarrarausted, si tiene tanto miedo.

—No tengo miedo por mí; usted no va a dispararme amí. Pero en realidad me alarmó usted. Yo estaba enfermo;hace muy poco tiempo que he abandonado el lecho. ¿Conqué puedo atarla?

Tuve que reírme para mis adentros: ¡Encima de todo tengoque enseñarle!

—Si no hay cuerdas, puede usar toalla... Allí mismo en la habitación abrió el cajón de un escri-

torio y extrajo una toalla limpia, pero no parecía tener prisaen atarme.

—¿Por qué lo hizo? –preguntó, de manera un tanto tímida.—Por Bogoliúbov.—¡Ajá! –Pude inferir por su tono que esto era lo que él

esperaba.

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Mientras tanto, la noticia evidentemente había llegadoya a los más altos círculos. La habitación comenzó a llenarse;uno tras otro, llegaban los señorones militares y civiles, yavanzaban hacia donde yo estaba con miradas más o menosamenazadoras. Aparecieron soldados y policías en la habi-tación. Mi extraño (para ese momento y lugar) interlocutorhabía desaparecido por alguna parte, y no volví a verlo nuncamás. Pero su toalla amarraba mis codos por detrás de mi es-palda. Un oficial chillón y enérgico estaba al mando. Llamóa dos soldados con bayonetas en sus rifles, los hizo pararsedetrás de mí, y les ordenó que me sujetaran las manos. Fuehasta el centro de la habitación, miró en derredor, y comoevidentemente no le gustó esta posición, se movió para asu-mir otra. A medida que caminaba le advertía a los soldados:«¡Tengan cuidado, porque les puede clavar un cuchillo!».

Mis previsiones, y en consecuencia mi plan preciso de ac-ción, no iban más allá del momento del atentado. Pero acada minuto que pasaba mi alegría aumentaba, no porquetuviera yo absoluto control de mí misma (estaba el asuntode la escalera), sino más bien porque me encontraba en unestado extraordinario de la más completa invulnerabilidad,tal como nunca la había experimentado antes. No había ab-solutamente nada que pudiera confundirme, molestarme ocansarme. Fuera lo que fuera lo que pensaban aquelloshombres, que en ese momento conversaban animadamen-te en otro rincón de la habitación, yo podía observarlostranquilamente, desde una distancia que ellos no podíanatravesar.

Nos dejaron solos por algunos minutos, y los soldadoscomenzaron a cuchichear entre ellos.

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—¿Puedes creerlo? La muchacha está atada, vigiladapor dos soldados, y él dice: ¡Tengan cuidado, les dará unapuñalada!

—¿Y dónde aprendiste tú a tirar? –susurró después, biencerca de mi oído.

No había nada de hostilidad en este «tú»; era la modali-dad campesina.52

—¡Aprendí! No es tan complicado –respondí, tambiénen voz baja.

—Aprendiste, pero no lo suficiente –dijo el otro sol-dado–. ¡No le diste en el lugar justo!

—No digas eso –objetó el primero vehementemente–.Óyeme bien: dio justo donde debía. ¡Vivirá!

Hubo un movimiento en el grupo de oficiales, y éstos seabrieron paso hasta donde yo estaba. Los policías que habíansido enviados a investigar a la dirección falsa que yo habíadado cuando me interrogaron, habían regresado.

—¡En la calle Sverénskaya número tal no vive nadie; lacasa ha sido demolida.

—¡Usted dio una dirección falsa!

EL JURADO QUE ACTUÓ en el juicio de Zasúlich compartíasu sentido de indignación moral y por lo tanto la absolvió.El zar rehusó aceptar el veredicto y pronto ordenó que Za-súlich fuera arrestada nuevamente. Algunos simpatizantes li-berales la ayudaron a ocultarse de la policía hasta que suscamaradas pudieran sacarla clandestinamente fuera de Rusia.

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52 Cuando en ruso se utiliza la forma familiar «tú», con personas que noson amistades íntimas, se interpreta generalmente como señal de despre-cio o falta de respeto.

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LA ÉPOCA QUE SIGUIÓ a mi liberación fue realmente terriblepara mí. Me había despedido de mi libertad antes de mi aten-tado contra la vida de Trépov y no había pensado más en ella.Pero entonces, de pronto y para mi absoluta sorpresa, la re-cobré; tenía que decidir qué hacer con ella y lo más rápida-mente posible. Durante aquellas primeras semanas, estuvecontinuamente rodeada de innumerables desconocidos y mevi rápidamente obligada a aprender cómo comportarme enmi nueva situación.

Me acuerdo de mi primera lección. No más de dos horasdespués de haber sido liberada, un joven exclamó delantede mí:

—¡Debe usted de sentirse muy feliz ahora!—No demasiado –le contesté, y de inmediato me arre-

pentí de mi irreflexiva honestidad: había tanto asombro, de-silusión, incluso indignación en su «¡Qué dice usted!» queme apresuré a borrar la impresión que había causado, di-ciendo que todavía no me había recobrado, que aún no mehabía acostumbrado a las cosas.

Ese hombre era un radical. Posteriormente me encontréentre gente que apenas si conocía radicales, para quienes yoera algo misterioso, de lo que nunca habían oído hablar. Seestaban arriesgando por mí, ocultándome en sus apartamen-tos. En otro momento su compañía me podría haber cau-sado mucho placer pero, dadas las circunstancias me sentíademasiado limitada. De este modo, pese a la simpatía detodos, me encontraba más sola que en la Casa de Deten-ción Preliminar.

Tres semanas después de la absolución, tras haberme es-condido en diversos apartamentos, fui a parar a la casa del

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doctor Veimar. Después de haberle echado una ojeada, mesentí mucho mejor. El apartamento estaba ubicado sobrela clínica ortopédica de Veimar y se suponía que estaba des-ocupado. Su hermano se había llevado la llave, diciéndoleal conserje que utilizaría el apartamento para preparar susexámenes. Por supuesto, no había servidumbre. Yo compar-tía el apartamento con Dmitri Klements; preparábamos nues-tro té con un mechero de alcohol y un estudiante nos traía lacomida. Teníamos pocos visitantes. Para llegar hasta noso-tros, la gente tenía que atravesar las habitaciones de MadameRebinder, quien vivía con Veimar, y ella disuadía a la mayo-ría de los invitados. Aparte de Edinka (así llamaban todosal estudiante), quien venía varias veces por día, y Griboédov,que era muy buen amigo a la vez de Veimar y de Klements,el propio doctor Veimar era nuestro único visitante.

La mayor parte del tiempo permanecía sola en el aparta-mento con Dimitri. Desde el principio se comportó comosi nada extraordinario en absoluto me hubiera sucedido yfue así la primera persona con quien me sentí a gusto duranteese mes. Sin embargo, en esos primeros días, yo tenía aúndificultades para hablar, y él me dejaba en paz. Se retirabaa su habitación y allí leía algo hasta que Edinka nos traía lacomida o hasta la hora de tomar el té.

Nuestras conversaciones, que comenzaron a darse mientrastomábamos el té, pronto se hicieron más largas. Klementshablaba de la vida en el extranjero y del círculo Chaikovsky,53

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53 El círculo Chaikovsky, al que pertenecía Sofía Peróvskaya, fue uno de losgrupos más importantes que se formaron a principios de los setenta, y unode los primeros que emprendió la organización de los obreros industriales.

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y yo hablaba de los Insurgentes de Kiev, un grupo al quehabía pertenecido anteriormente. Teníamos en común queen ese momento ninguno de los dos estaba afiliado a nin-guna organización.

Klements comenzó a introducir el tema de Suiza cada vezcon mayor frecuencia; hablaba del encanto de sus montañasy del placer de escalar: él iba a tener que regresar una vez másy afortunadamente llegaría para pasar parte del verano allá.«¡Deberías venir para hacerme compañía!», me decía. «¡Ve-rías a qué picos te llevaría!».

En un principio, ni siquiera me había pasado por la mentela idea de ir al extranjero; entonces recibí una carta de Eka-terina Breshkóvskaya, en la que me aconsejaba que no via-jara, aun cuando la gente tratara de hacerme salir de Rusia.«¿Por qué tendrías que hacer el papel de una heroína reti-rada?», me escribía. Yo estaba completamente de acuerdocon ella.

Cuando le conté a Klements el consejo de Breshkóvskaya,protestó.

—Te estoy pidiendo que vengas a las montañas, no a«hacer un papel». Nadie hace nada de eso por allá, y lo únicoque necesitarás será «heroísmo» suficiente para continuar es-calando la montaña sin importar lo empinada que se vuelva.

Obviamente, él amaba con pasión la naturaleza y sabíacómo tentarme con sus aspectos menos usuales.

No resistí la tentación. Además, mi sentencia había sidoanulada y todos insistían en que yo debía salir de Rusia. Seme dijo que un general se había ofrecido para escoltarmeal extranjero haciéndome pasar por su esposa, y había tam-bién otros planes. Pero la gente con experiencia, entre ellos

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Klements, pensaba que lo más seguro para mí sería esperarque regresara Moishe Zundelévich, que estaba entonces enSuiza, y cruzar la frontera en la forma ilegal que se utilizabahabitualmente. Yo también prefería ese camino. La idea deviajar con un general no me atraía en absoluto.

Después de la anulación de mi sentencia, Madame Re-binder notó algunas actividades sospechosas alrededor de lacasa, y Klements y yo nos fuimos a la casa de Griboédov. AGriboédov le gustaban los radicales y se burlaba de ellos altiempo que los ayudaba a escapar. Registraban su casa confrecuencia, siempre sin resultado. Nos contó que, cuando seiba a realizar una pesquisa por la noche, ciertas señales incon-fundibles se ponían de manifiesto al caer la tarde, y él conse-guía una botella de vodka y preparaba algunos bocadillos.Según lo que él contaba, la policía apenas registraba el lugar:solamente comían, bebían, y se ponían sentimentales:

—¡Ah, si todos fueran así de comprensivos! Algunos seenojan, como si nosotros realmente quisiéramos corretearpor las noches registrándolo todo.

Por el momento, Griboédov podía garantizamos com-pleta seguridad. Vivíamos en su casa con total libertad y pu-dimos incluso ver a algunos viejos amigos que estaban en SanPetersburgo.

Finalmente, Moishe Zundelévich llegó junto con SergueiKravchinsky,54 que vino directamente al apartamento desdela estación. Serguei era el mejor amigo de Klements pero no sele parecía en absoluto, especialmente en ese momento. Serguei

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54 Olga Liubatóvich escribe con más detalle sobre Serguei Kravchinsky(Stepniak). Véase pág. 258.

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llegó muy excitado, con un espíritu de salvaje entusiasmo.Vistos a través del prisma de los periódicos extranjeros y dela propia imaginación de Serguei, mi absolución y la mani-festación que siguió a ella le parecían el comienzo de la revo-lución. San Petersburgo había retomado su habitual aspectomelancólico mucho antes de que él llegara, pero Serguei nodejaba que esto modificara su posición: la ciudad estaba de-mostrando todavía que podía ser un volcán o una hoguera (norecuerdo cuál de ambas cosas), cubierta sólo superficialmentede cenizas y pronta a reencenderse al primer soplo de viento.

En otros momentos trataba de persuadirnos de que losrevolucionarios rusos eran todos un grupo selecto de gi-gantes, que habían nacido para ser caudillos.

—¿Qué dices? ¡Estás soñando! –le decíamos nosotros.Él nos respondía con una referencia a Madame Roland,

quien se quejaba en sus memorias, durante la Revoluciónfrancesa, de que no había individuos destacados entre suscontemporáneos.

—Pero para nosotros son gigantes –decía Kravchinsky–.Y estoy seguro de que veo ahora a nuestros radicales bajo elmismo punto de vista que los verá también la posteridad.

Klements era sólo dos o tres años mayor que Kravchinsky,pero lo trataba como un padre a su hijo predilecto, llamán-dolo «gorrión» a causa del vuelo de su fantasía. Aunque con-tinuamos siendo amigos durante varios años en el extranjero,nunca más volví a ver a Serguei en el mismo estado en que seencontraba durante aquellos pocos días que pasamos juntosen San Petersburgo.

Cinco días más tarde estábamos en camino. Llegamos aSuiza sin la menor dificultad, si se deja de lado el hecho de

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que llegamos a Berlín al día siguiente del atentado realizadopor Nobiling,55 en un momento en que todos los amigosrusos de Zundelévich y Kravchinsky esperaban con angustiala irrupción de la policía. No había ningún apartamento alque pudiéramos ir y tuvimos que pasar varias horas en unparque a la espera del tren.

En nuestro camino a Ginebra nos detuvimos unos pocosdías en Berna y conocí a Anna Epstein o Annie, como la lla-maban todos sus amigos, lo cual hice yo también casi ense-guida. Ella era la esposa de Klements, como él me habíainformado, pidiéndome que no le dijera a ella que lo sabía:más adelante ella misma me lo contaría, pero se sentiría ape-nada al principio, y se enojaría con él.

Tiempo después, cuando Dmitri estaba en la cárcel, Annieme contó que durante este periodo él había viajado al extran-jero principalmente a causa mía.

—Ella es una persona –había dicho él– que de la mañanaa la noche piensa solamente de qué rama se va a colgar. Deesto no puede salir nada bueno, y estoy resuelto a usar lasmontañas para curarla.

—Cuando Dmitri estaba viviendo en Suiza –me contóAnnie– a menudo recurría a esa clase de cura para sus pro-pios disturbios emocionales. Si llegaban noticias terriblesde Rusia o si se sentía realmente deprimido, se encaminabadirectamente a las montañas, aun en invierno (aunque en-tonces, por supuesto, no iba a las más desiertas).

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55 El 2 de junio de 1878 (Calendario Nuevo), Karl Nobiling trató deasesinar al emperador Guillermo I de Alemania.

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Annie era una persona notable por derecho propio. Tantoella como Klements habían sido miembros del círculo ori-ginal de Chaikovsky, y habían sido de gran valor para élmientras tuvo actividad. Era judía e hija de un contraban-dista. Como conocía las técnicas desde su infancia, fue laprimera en arreglar el paso seguro y regular a través de la fron-tera, tanto de personas como de material impreso. No le atraíala idea de servir al pueblo ruso, al cual no conocía; para ella,«el pueblo» eran los judíos pobres. Pero amaba a los socialistasrusos de todo corazón por los peligros que enfrentaban y elsufrimiento que soportaban, y hacía todo lo que podía paradisminuir esos peligros y aliviar ese sufrimiento. Su otra es-pecialidad era establecer vínculos con las cárceles, y en estodesplegaba a la vez una constancia y una eficiencia que es-taban muy próximas al genio.

A diferencia de la mayoría de los radicales de esa época,que se veían obligados a cortar sus vínculos familiares, Anniey su madre mantenían una estrechísima amistad (su padrehabía muerto tiempo atrás). Su madre no sólo sabía qué clasede actividad desarrollaba Annie, sino que ayudaba ella mismaen aquel contrabando generoso. No veía nada de malo en esto,pero en cambio obligó a Anna a jurar que nunca se conver-tiría ni se casaría con un goy. El temor de que su madre des-cubriera su relación con Klements llevó a Annie a ocultarladurante años.

Murió en la década de los noventa, después de sufrir la cal-ma reaccionaria de los ochenta. Durante ese periodo su activoamor por aquellos que la necesitaban –que era la esencia desu naturaleza– no encontraba un escape natural. Si ocurríauna desgracia en cualquier familia de emigrados, si alguien

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estaba a punto de morir o de perder la razón o si alguien seenfermaba, Annie estaba allí. Entonces concentraba todassus energías en esa familia; trabajaba, se movía de un lado aotro, desplegaba todas sus energías para ayudar. («Hubierausado su propia piel para hacerle una chaqueta a alguien»,dijo Klements una vez acerca de ella.) Pero una vez que habíapasado el mal momento, la vida de la familia volvía a la nor-malidad, y Annie que entretanto había logrado encariñarseprofundamente con esa familia en especial, sentía que ya nola necesitaban más y que era nuevamente una extraña y es-taba fuera de su lugar. Pero para regresar hubiera tenido quepresentar una petición; no hubiera podido vivir en casa desu madre bajo otro nombre que el de Epstein.56

Nos vimos obligados a permanecer en Ginebra duranteun par de semanas antes de poder partir hacia las monta-ñas. Se requirió toda mi obstinación y la más enérgica pro-tección por parte de Klements para no sucumbir a la «pose»que había predicho Breshkóvskaya. En esta época, casi todoslos emigrados rusos se habían transformado en anarquistasy mantenían estrechos vínculos con grupos ácratas de Suiza,Italia y, en alguna medida, Francia. Todo el mundo había su-puesto de antemano que yo también me volvería anarquistay que cuando llegara al extranjero los anarquistas se bene-ficiarían enormemente de mi repentina notoriedad interna-cional. Pero en ese momento, mis ideas sobre el anarquismoeran tan vagas como mis ideas sobre la socialdemocracia. Laprensa rusa no traía información acerca de estas cosas, y los

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56 Como Annie estaba casada con Dmitri Klements, ése era el apellidoque aparecía registrado en su pasaporte.

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informes de los periódicos extranjeros que había logradoconseguir eran demasiado fragmentarios. Ahora, de pronto–al segundo o tercer día después de haber llegado– me vi en-frentada al siguiente plan. Los anarquistas parisinos fijaríanun día y una hora para mi llegada a París y prepararían unabienvenida de por lo menos varios miles de personas. Lapolicía podría quizás intervenir, pero no se les permitiría queme arrestaran.

Yo me negué en términos categóricos, pero ellos seguíanasegurándome que era necesario, que yo no aceptaba sóloporque no comprendía las costumbres extranjeras. Kle-ments se puso inmediatamente de mi parte, defendiéndomecon mucha energía, pero cuando nos quedamos solos em-pezó a defender el plan.

—Yo te conozco bastante bien, pero a ellos nunca se lesocurriría que has llegado a odiar tanto tu fama como parahacerte rechinar los dientes. El plan en sí es bien inocente;teniendo en cuenta tu fama, nueve de cada diez personasdarían su consentimiento con placer.

Cuando terminamos con ese plan, otro se alzó frente anosotros: yo debía escribir una carta abierta contra los so-cialdemócratas alemanes, poniéndolos en su lugar. No re-cuerdo ahora exactamente qué periódico se suponía que ibaa publicar la carta, pero todo el mundo esperaba que fueracopiada, citada y ampliamente distribuida.

Klements tuvo una reacción negativa hacia este plan,tanto a causa de la proposición en sí misma como en con-sideración a mis peculiaridades; él entendía que uno nodebía criticar a un partido al cual realmente no entendía.Y por supuesto, aun sin Klements a mi lado, yo no hubiera

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consentido nunca en escribir acerca de cosas que ignoraba.Tampoco hubiera ido a París, pero hubiera sido realmentedesagradable enfrentarme sola contra la masa de gente quedeseaba que fuera. Con Klements yo sentía que estaba enbuenas manos.

Finalmente partimos hacia las montañas. Un emigradose había establecido con su familia en un chalet cerca deun pequeño poblado del valle del Ródano, y nos invitó aquedarnos con ellos. Los extranjeros, que se aglomerabanen Suiza durante el verano, no se acercaban jamás a un lugartan desierto. No había siquiera un camino pavimentado quellevara hasta las pocas casas dispersas sobre la ladera de lamontaña; sólo un sendero bien apisonado, similar a nues-tros caminos vecinales rusos, conducía a los chalets. No habíaabsolutamente ninguna vivienda más arriba de aquellos cha-lets, sólo refugios para los pastores en las altas praderas. AKlements le gustaba eso también. Por principio, solamenteescalaba las montañas que no estaban «incluidas en la guíade Baedeker» y eran en consecuencia inadecuadas para losextranjeros, que no las visitaban.

Pasamos la noche en el chalet y partimos a la mañanasiguiente, después de preguntarle al cartero por los picos ypasos de montaña cercanos.

Caminábamos sin rumbo fijo, sin seguir un plan prede-terminado, tratando solamente de llegar al atardecer a al-guna ladera abierta que mirara hacia el este y lo más altoposible. En realidad, nunca encontramos a nadie, y podría-mos haber evitado todo encuentro si ocasionalmente nohubiéramos seguido el sonido de los cencerros de las vacaspara hallar un pastor, que nos vendía toda la crema que

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queríamos y a veces también queso, por unos cuantos ko-pecs. Le preguntábamos por los pasos de montaña cercanosy planeábamos nuestra próxima excursión. Yo resulté ex-tremadamente hábil cuando teníamos que ascender por lasrocas. En esta forma vagábamos por los alrededores duranteunos tres días seguidos y luego descendíamos al chalet, des-cansábamos un par de días en la civilización, recogíamos todolo que necesitábamos y luego partíamos de nuevo.

Había algo que me conmovía muy profundamente, másque la belleza del paisaje. En aquellas montañas desiertas,donde casi no había huellas humanas y que Baedeker57 habíaignorado, me encontré en otra clase de mundo, y mi senti-miento intenso de libertad se hacía más fuerte con cada horaque pasaba. Me sentí liberada de todo lo que me oprimía:de la gente, pero más que nada de mí misma. Todos mis pro-blemas no resueltos y mis pensamientos dolorosos desapa-recieron. No era que entonces yo los viera bajo un aspectodiferente, sino que simplemente dejé en absoluto de pensarmientras me encontraba allí. «Luego habrá tiempo» –y porel momento me abandoné enteramente a las impresionesde ese otro mundo.

ZASÚLICH REGRESÓ A RUSIA en el verano de 1879, en el mo-mento en que Tierra y Libertad estaba a punto de disolverse.Rechazó la creciente insistencia en el asesinato como mediofundamental de lucha política, se incorporó al RepartoNegro (Tschorny Peredel). Sin embargo, su programa resultó

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57 Famoso editor de guías turísticas, que incluían ya estrellas para designarlugares de interés y hoteles de confianza.

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imposible de llevar a la práctica y, junto con la mayoría delos demás líderes del Reparto Negro, Zasúlich regresó a Suizaa principios de 1880.

En 1883 se transformó en una de los fundadores de LaEmancipación del Trabajo, el primer grupo marxista ruso.Pasó la mayoría de las dos décadas siguientes escribiendo ytraduciendo (incluso algunas obras de Engels). En una cartaa su camarada Lev Deich, ella describe el ritmo de su vida:

TENGO UNA HABITACIÓN minúscula exactamente como lasque habitualmente alquilo en Ginebra. Una estufa de hie-rro, un desorden increíble y todo el resto, como siempre. Melevanto tarde, alrededor de las diez, algunas veces incluso alas once. De inmediato me preparo café –muy fuerte– conazúcar si es posible. Después de beberlo me lanzo a mi tra-bajo de escribir, haciendo pausas de vez en cuando (toda vezque tengo alguna dificultad) para armar un cigarrillo y pa-searme por la habitación. Hago esto hasta las cuatro o lascinco de la tarde. Entonces salgo a veces a buscar algo decomer o, si me ha quedado algún sobrante, cocino un bis-tec, almuerzo y me recuesto con un libro durante una hora,o durante más tiempo si me entusiasma. Ya no comienzoa escribir nada nuevo, sino que vuelvo a pensar las cosas y arescribirlas. Hay té en la estufa y de cuando en cuando bebounos sorbos. A las nueve tomo café, después trabajo hastalas dos de la mañana. Luego me acuesto con un libro.

No hablo en meses y meses (o sólo a mí misma, susu-rrando) excepto en las tiendas: «Deme una libra de esto». Voya Ginebra una vez al mes, a veces menos: iría más a menudosi tuviera que hacerlo.

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¡De modo que esa es mi vida! No veo a nadie, no leo losperiódicos, y nunca pienso en mí misma.

ZASÚLICH SE INCORPORÓ más tarde al Partido Social De-mócrata del Trabajo ruso y cumplió funciones en la juntaeditorial de Iskra, el periódico del partido. Cuando éste seescindió en 1903, ella se unió a los mencheviques.

Después de la revolución de 1905, Zasúlich regresó aRusia, donde permaneció, manteniéndose con traducciones.En 1917 estaba demasiado enferma para tomar parte activaen la Revolución, y murió dos años después, a la edad de se-senta y nueve años.

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p r a s k o v i ai v a n ó v s k a y a

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CUANDO LA VOLUNTAD DEL PUEBLO declaró la guerra totalcontra el Estado, atrajo no solamente a los veteranos de Tie-rra y Libertad, sino también a miembros de las diversas co-rrientes y fases del movimiento populista. Muchos de susintegrantes vinieron del sur de Rusia, donde el movimientotenía una organización laxa pero muy extendida y de activamilitancia: Odessa y Kiev, en particular, fueron probable-mente los dos centros más importantes de lucha armada du-rante 1878. La carrera política de Praskovia Ivanóvskaya estípica de los «sureños». Había vivido en la clandestinidaddesde la detención de su hermano en 1876, trabajando solao en organizaciones ad hoc. Había ido «hacia el pueblo» tantoen las fábricas como en el campo; se había colocado comoaprendiz para tener un oficio, y participó en varios atentadospara liberar a camaradas presos. En 1878, fue uno de los or-ganizadores de la primera manifestación armada de la his-toria rusa. Por la época en que se incorporó a La Voluntaddel Pueblo, a principios de 1880, era una revolucionariaprofesional en el pleno sentido de la palabra.

En La Voluntad del Pueblo, Ivanóvskaya se transformóen técnica: como tipógrafo, llevaba a cabo diligentementelas monótonas e interminables tareas que requería la imprentaclandestina del partido. Aunque nunca gozó de la reputaciónpública de que disfrutaban por ejemplo Vera Figner o Sofía

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Peróvskaya, era sumamente respetada por sus camaradas,quienes otorgaban enorme valor al sacrificio y a la dedica-ción al bien colectivo. Vera Figner la recordaba como alguiena quien «absolutamente todos» querían, una mujer con «unrostro atractivo en el más puro estilo ruso y una voz de tim-bre maravilloso; su calidez, su sencillez y su sensibilidadencantaban a todos aquellos con quienes tenía contacto».

NACÍ EN LA PROVINCIA DE TULA EN 1853. Mi madre muriócuando yo era pequeña. Mi padre era un sacerdote de aldea,un hombre de intereses abstractos que nunca se preocupómucho de los asuntos del mundo, y después de la muertede mi madre se apartó aún más de sus hijos: en cierta forma,nunca pensó demasiado en nosotros. Las reflexiones filo-sóficas le servían de poco en el manejo de la casa y viví miinfancia en medio de la indiferencia y de la más estrechapobreza. Crecíamos como la maleza en el campo, sin lamenor vigilancia.

Sin embargo, había algunos aspectos positivos en la formaen que nos criaron. Aunque algunas veces teníamos hambrey estábamos pobremente vestidos, siempre teníamos libertad,siempre estábamos prestos a explorar nuevos caminos. Estatemprana independencia me enseñó a amar profundamentela libertad y a confiar exclusivamente en mis propios recursosen las situaciones difíciles. Otra ventaja de nuestra posicióneconómica era que no nos apartaba de la gente que nos ro-deaba. Como la vasta mayoría de las familias de los clérigos,vivíamos en esencia la misma vida que llevaba el estratomedio del campesinado: los curas de la aldea iban al campocon sus guadañas al hombro y usaban rústicas camisas de

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algodón hechas en casa; ellos mismos araban, ellos mismosabonaban la árida tierra y cosechaban el grano, y el hechode que su vida fuera igual a la de todos los que vivían en ellugar hacía que las relaciones con sus feligreses fueran másfáciles y más naturales.

Como regla general, los hijos de los sacerdotes estudiabanen el seminario, y regresaban durante las vacaciones de veranopara ayudar a sus padres con el trabajo del campo y la trilla,que se hacía con cadenas, a la manera antigua. Las hijas, queapenas sabían leer, languidecían en el hogar de sus padres,esperando la oportunidad de transformarse en madres o es-posas de diáconos. Sin duda, esta existencia terrible hubierasido también el destino de todos los niños de nuestra familiade no haber sido por una circunstancia puramente fortuitaque alteró grandemente nuestras vidas. A principios de ladécada que siguió a 1850, un suboficial decembrista amnis-tiado, Mijáil Andréevich Bodisko, vino a vivir a una haciendaque había adquirido cerca de nuestra aldea. De inmediato sehizo muy amigo de mi padre y, varios años después, graciasa la ayuda financiera de Bodisko, mi hermana y yo pudi-mos matricularnos en la escuela parroquial de Tula.

¡Qué alegría sentimos al dejar nuestro humilde hogar! Peronuestro éxtasis, nuestros modestos sueños infantiles, estabandestinados a tener corta duración. El internado de Tula se pa-recía a un monasterio. El hedor de las lámparas por poco nosasfixiaba y la escasa comida que nos daban era apenas sufi-ciente para mantener con vida a los niños. La enseñanza delas ciencias era muy pobre. Sin embargo, la oleada de nue-vas ideas de la década de los setenta pudo llegar hasta noso-tros, atravesando las paredes de piedra de nuestro claustro.

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En primer lugar, se filtraron algunas noticias vagas sobreel arresto del grupo de Necháyev en Moscú. Poco tiempo des-pués, mi hermano Vasili, que estudiaba en la Academia Mé-dico-Quirúrgica, vino a Tula con otro joven. Ellos ayudarona formar un cierto número de grupos y círculos de estudioy, junto con algunos estudiantes de la localidad, montaronuna biblioteca y sala de lectura repleta de literatura ilegal:el periódico ¡Adelante! (Vperiod!), obras de Chernyshevsky,Lassalle, Lavrov (sus Cartas históricas, que habían aparecidoen 1868, se habían vuelto por esa época enormemente po-pulares): todos los libros que el gobierno había ordenadoretirar de la circulación. El círculo radical del último cursode nuestra escuela usaba los libros en forma muy amplia,tomándolos a veces prestados durante las vacaciones de ve-rano. Los libros se guardaban en anaqueles especiales y seprestaban con sumo cuidado: alguien a quien la bibliotecariaconociera debía hacerse responsable de ellos. Muy a menudo,la gente los tomaba prestados con boletas firmadas por mí.

El espíritu de protesta radical surgió en el cuerpo estu-diantil, que hasta entonces había sido bastante dócil y su-miso, durante mi último año en la escuela. Hubo protestascontra el severo trato por parte de las autoridades de la es-cuela, contra la prohibición de la literatura del «librepensa-miento», contra la insuficiencia de las raciones de los niños,que disminuían aún más debido a los hurtos. Nuestra inge-nua fe religiosa se transformó en escepticismo y protesta con-tra cualquier regla que tuviera el mínimo tinte eclesiástico.Aspirábamos a defender nuestros derechos como individuos,y teníamos que entrar en batalla abierta y resueltamente.Por supuesto, aún no habíamos desarrollado convicciones

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políticas claras: éramos demasiado jóvenes y simples, sólose había despertado nuestra conciencia de los derechos hu-manos, y nuestras protestas y repulsas eran simplemente ex-presiones de este espíritu.

No obstante, durante este periodo nos apasionó la luchade la Comuna de París. Todavía recuerdo el día en que nues-tra directora entró al salón de clase del último curso, suma-mente perturbada, llevando un enorme periódico francésorlado con un ribete negro de luto. Línea tras línea, leyóla historia del final trágico de la gran lucha a nuestra claseenmudecida.

Una tarde, muy poco antes de la graduación, cuando es-tábamos todos reunidos para la oración en el salón principal,oímos que alguien hacía sonar imperiosamente el timbre enel corredor: un sonido penetrante y desagradable. Entonces,como una onda en el arroyo, un murmullo ahogado corrióa lo largo de las juiciosas hileras de niñas que oraban: «¡Losgendarmes están aquí! ¡Los gendarmes!». La directora, que es-taba presidiendo las oraciones, se puso morada y se precipitórápidamente hacia la puerta. Cinco minutos más tarde, nohabía ninguna huella en absoluto de gendarmes en el corredordesierto: habían venido a arrestar a «la estudiante Ivanóvskaya»,pero aparentemente la «bruja» (así llamábamos nosotras a ladirectora) no les permitió hacer una escena que pudiera aver-gonzar a la escuela. Ella misma se apresuró a concurrir a lasoficinas de la gendarmería para discutir el significado de esteacontecimiento extraordinario, que había violado todas lasreglas y quebrantado la sencilla rutina de nuestra vida escolar.

A la mañana siguiente, la acompañante de clase me escoltóhasta la administración de la gendarmería. Comenzaron su

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interrogatorio refiriéndose a algunas boletas que se habíanencontrado en posesión de la bibliotecaria de nuestra colec-ción ilegal: las boletas que yo había firmado para retirar loslibros. Cuando concluyeron con sus preguntas, el gendarmecoronel me informó orgullosamente que habían arrestadoa la bibliotecaria y a algunas muchachas de la gimnazia, asícomo a una persona mayor –mi hermano en Moscú– enrelación con el caso Necháyev.

Resultó finalmente que estos arrestos juveniles no tuvie-ron serias consecuencias: ni mi hermano ni ninguno de nos-otros en Tula fuimos detenidos. Para mi sorpresa, la directorano expresó indignación alguna acerca de nuestro librepen-samiento sin precedentes. Por otro lado, el rector de la escuelanos atormentó a placer, declarando amenazadoramenteque mi hermano era un «revolucionario de la peor especie»y que su camino llevaba inevitablemente a la cárcel: el des-tino que me esperaba a mí también, si no rompía con los«nihilistas».

Pero era demasiado tarde para «romper» y no había nadiecon quien romper. Rechazar la influencia de los buenos li-bros, los libros que nos ofrecían una muestra de una vida másplena y más esclarecida y que nos ponían en guardia contrala existencia asfixiante y monótona que nos rodeaba: ¡esoequivalía al suicidio!

El sentimiento de que había una manera mejor de vivirhabía llegado a formar gradualmente parte de nuestros es-píritus. Y no sólo a través de la lectura: lo sentíamos todavez que mirábamos hacia la injusticia que nos rodeaba, hacialas masas oprimidas y adormecidas. Nuestros espíritus sus-piraban por la verdad y la justicia.

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Entre 1871 y 1873, un grupo de estudiantes de nuestraescuela –pocas de las cuales podían contar con algo de di-nero o de ayuda– iniciaron un movimiento en pro de laeducación de las mujeres, un movimiento para lograr la li-bertad y la independencia. A medida que maduraba física-mente y adquiría algo de conocimiento, yo soñaba cadavez más con ir a San Petersburgo para matricularme en loscursos de Alarchinsky que se habían abierto recientementea las mujeres, y después de nuestra graduación, mi hermanaAlexandra y yo fuimos a la capital para hacer justamenteeso. Los cursos de Alarchinsky, que estaban encabezadospor profesores eminentes, se habían establecido sobre prin-cipios estrictamente democráticos: no era solamente unprograma para las clases altas; antes bien, todos aquellosque tenían vida y frescura pasaban por su laboratorio,como el agua pasa a través de la arena. Además, los estu-diantes se reunían en círculos y grupos organizados para«ir hacia el pueblo», algunos de inmediato, otros algo mástarde.

LA AUTOBIOGRAFÍA DE IVANOVSKAYA no nos proporcionamás detalles acerca de su vida en San Petersburgo entre1873 y 1876. En la primavera de 1876, presentó un exa-men en una gimnazia (escuela secundaria) y se le ofrecióun puesto como docente en un zemtsvo liberal. Antes detomar una decisión definitiva, visitó a su hermano enMoscú.

MI HERMANO VASILI me instó a no apresurarme en aceptarel empleo del zemtsvo: él tenía vastos planes para colocar

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maestros radicales en las «escuelas palaciegas» de Baránov.58

Sus probabilidades de éxito parecían muy buenas y puestoque no se cubrirían las vacantes antes del otoño, yo tendríatodo el verano para hacer lo que deseara. Decidí pasar eseperiodo en Odessa, donde podía encontrar trabajo en unafábrica sin mostrar mis documentos de identidad, en loscuales se señalaba que yo era miembro de la intelectualidad.María Subbótina, que visitaba frecuentemente el aparta-mento de mi hermano, me dio la dirección en Odessa de lashermanas Jorzhévskaya.59

Antes de salir de Moscú, acumulé gran cantidad de lite-ratura ilegal en el apartamento de Vasili. Recibí instruccio-nes de dejar parte de mi carga en Tula para los estudiantesdel seminario y de la gimnazia, y de llevar el resto a Odessaconmigo. Sin embargo, poco después de haber salido yo dela ciudad, Vasili fue arrestado por los gendarmes, que cayeronsobre él como chacales hambrientos. Había sido traicionadopor un obrero, un hombre que visitaba su casa todos los díasy que, por supuesto, nos había visto reuniendo y embalandola literatura ilegal y discutiendo su destino. Los gendarmesse arrojaron sobre mi pista, con la esperanza de alcanzarmey atraparme in fraganti en la casa de mi padre, dado que miitinerario pasaba muy cerca de su parroquia.

En efecto, permanecí en casa de mi padre unos cuantosdías. Allí encontré a mi hermano menor Iván, que se había

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58 Escuelas modelo muy bien equipadas que un industrial llamado Bará-nov había fundado en la provincia de Vladimir. 59 Tanto María Subbótina como Alexandra Jorzhévskaya pertenecían alprimitivo grupo de Fritsche en Zürich. Tiempo después estuvieron entrelas acusadas en el Juicio de los Cincuenta.

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graduado en la escuela parroquial y se preparaba para tras-ladarse al seminario. Sin mi conocimiento ni permiso, Ivánprocedió a realizar un detenido examen de la literatura quehabía en mi maleta, seleccionando para sí algunos folletosprohibidos y escondiéndolos luego. La posibilidad de tal tra-vesura, que pronto trajo las más desgraciadas consecuenciaspara toda la familia, no me había pasado nunca por la mente.Yo misma estaba lejos para el momento en que los gendar-mes llegaron a casa de mi padre, pero registraron de arribaabajo toda la casa y el patio, y finalmente descubrieron losplanfletos que mi hermano había escondido en la buhardilla.Arrestaron a Iván y lo trajeron a Tula, donde lo pusieron enuna celda junto con los criminales comunes. El pobre mucha-cho realmente quedó marcado (un pozo profundo para pe-rros). Encarcelado más de un año en su celda maloliente, suexperiencia de las condiciones en la prisión le dejaron un odiopor aquellos que oprimen a otros que le duró toda su vida.

En cuanto a mí, llegué felizmente a Odessa, y con la ayudade mis enlaces –las hermanas Jorzhévskaya y Mijáil Eitner–me resultó relativamente fácil tomar contacto con las orga-nizaciones radicales del sur. Eitner me presentó primero a «lagente de la torre», un grupo que vivía en una torre situadaen la parte superior de una casa. Llegar a conocerlos me fuede gran ayuda para orientarme entre la multitud de círculosradicales, comunas y «solitarios» de Odessa. Se hizo bien evi-dente que había tres tipos fundamentales de agrupacionessocialistas, diferentes entre sí: los partidarios de la propa-ganda, los insurgentes y los nacionalistas ucranianos.

Antes de haber pasado mucho tiempo en Odessa, recibíla triste noticia del arresto de mi hermano Vasili en Moscú.

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Me vi obligada a pasar a la clandestinidad. En Odessa, estepaso no resultaba desagradable, dado que la ciudad era su-mamente «democrática»; las condiciones eran relativamenteliberales: uno podía vivir allí y encontrar trabajo en unafábrica sin permiso de residencia ni documentos de iden-tidad. Aproveché esta libertad casi de inmediato, comenzan-do a trabajar en una fábrica de cuerda de la calle BolshayaAmáutskaya.

Me levanté muy temprano aquel primer lunes de mañana,tan temprano que la calle estaba aún desierta cuando lleguéa las puertas de la fábrica. Los edificios de la fábrica en síno podían verse desde la calle, ocultos por los largos y altosmuros de piedra: grises, feos, manchados aquí y allá con ins-cripciones obscenas. La fábrica no había cobrado vida aún;no encontré a nadie en la puerta, que se parecía a la de unaprisión. Luego comenzaron a aproximarse los trabajadores,hoscos y soñolientos, solos o en grupos. La barrera se abriópara dejarlos pasar y luego se cerró nuevamente de golpe,como por su propia voluntad. Finalmente, llegaron las tra-bajadoras, retrasadas, dándose prisa, componiéndose la ropamientras corrían. Se sumergieron tras la puerta, y una vez másla calle quedó completamente desierta.

Toqué la puerta tímidamente. Apareció un ojo por unapequeña ventana y una voz gritó: «¿Qué quiere? ¿Un em-pleo? Entre». Sin ninguna clase de formalidades, me con-dujeron al nivel inferior de la fábrica, que me recordaba aun enorme cobertizo. Estaba atestado de rollos de cuerda,vieja y nueva, alrededor de los cuales se afanaban gruposde jóvenes muchachas y de ancianas. Un personaje insig-nificante anotó mi nombre y me condujeron hasta un grupo

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de trabajadores que estaban sentados sobre el piso con laspiernas cruzadas, rodeados de viejas cuerdas por todos lados.

Había una atmósfera espesa a lo largo de todo el nivel in-ferior, donde desarrollaban y separaban las cuerdas viejas ycubrían con lona las cuerdas nuevas. A veces nos enviabanal segundo piso, donde unos carretones nos transportabanrápidamente a lo largo de cuerdas extendidas, que lubricá-bamos con jabón y resina. No se podía holgazanear aquí,el menor descuido podía terminar en tragedia: yo misma via un joven perder tres dedos en un instante. Los obreros co-míamos y bebíamos nuestro té sentados sobre sucios rollosde cuerda; después del almuerzo, nos acurrucábamos sobreellos como gatitos y dormíamos. Nadie nos traía el almuerzoal trabajo: simplemente comprábamos rebanadas de mantecade cerdo o aceitunas y pan blanco a la puerta de la fábrica, porcinco kopeks, y nos turnábamos para traer agua hirviendodesde la taberna.

El aire del edificio estaba cargado de resina y jabón, y laresina muy pronto saturaba todas nuestras ropas: en dos otres días todo trabajador recién llegado había adquirido elolor distintivo de la fábrica, y en una semana no había ma-nera de deshacerse de él. Las caseras locales no querían al-quilar habitaciones a los obreros de la fábrica de cuerdaporque esparcían su hedor por toda la casa.

A las mujeres les pagaban veinticinco kopeks por día; a loshombres, según recuerdo, treinta o cuarenta. La mayoría delas obreras no tenían arraigo en parte alguna: como muchasde ellas me contaban, no tenían otro lugar adonde ir sino ala calle. Algunas habían venido a trabajar allí con el fin de notransformarse en una carga para sus familias. En una palabra,

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las mujeres habían llegado a la fábrica de cuerdas llevadaspor la más apremiante necesidad, por la más cruel de lasdesdichas. Solamente mujeres que se encontraban en esta si-tuación podían tolerar la brutalidad constante, el trato irres-petuoso que les dispensaban los hombres, los pellizcos y lasrevisiones al entrar o salir de la fábrica.

Ninguna de las obreras sabía leer. Hubieran deseado ar-dientemente aprender, ¿pero cuándo había tiempo para en-señarles? Después de un breve almuerzo, recuperaban lashoras de sueño que habían perdido por la mañana, acurru-cándose sobre las sucias cuerdas. Cuando llegaba la hora devolver a casa, sólo quedaba un último resto del disco del solhundiéndose en el mar. Los días de asueto, las mujeres nopodían estudiar en su alojamiento aun cuando lo hubierandeseado. ¿Cómo podía yo entonces realizar propaganda entreestas mujeres que estaban tan aisladas de todos y de todo?Quizás si hubiera permanecido en la fábrica por más de doso tres meses, podría haber puesto algo en marcha: algunasmuchachas habían comenzado a interesarse en la lectura yempezaban a visitar mi apartamento, y con el tiempo mehubiera sido posible hacer proselitismo y organizarlas. Peroencontraba las condiciones de la fábrica demasiado difícilesy deprimentes para continuar trabajando allí.

En mis días libres, yo solía visitar a la «gente de la torre»en su casa o encontrarme con ellos a la orilla del mar. Du-rante una de estas visitas, me encontré con Galina Cher-niávskaya, una vieja conocida. Intercambiamos ideas porun rato y entonces expresamos repentinamente un deseoidéntico: ir a trabajar a alguna parte en el campo, duranteel verano, para tener una experiencia directa de los trabajos

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agrícolas, mezclarnos con el pueblo y ver como se vivía enrealidad en el vasto mundo del campesinado.

Como conocíamos al administrador de una gran haciendaen la provincia de Tavrícheskaya, decidimos ir allí. Nos pre-paramos para el viaje recogiendo información sobre nuestroitinerario y la clase de ropa que íbamos a necesitar. Teníamosque surtirnos de ropa blanca de tipo rústico, sarafanes rusosy pañuelos de algodón; necesitábamos botas gruesas para pro-tegernos de los insectos venenosos y fieltro delgado para hacernuestras camas. Recuerdo el amor y la ternura que Galina po-nía en comprar, coser y ajustar la ropa que usaría en el campo.Nacida en una familia de la clase media que tiempo atrás habíaposeído gran riqueza e influencia, nunca había sufrido la mi-seria en carne propia. Había recibido una educación refinaday no conocía en absoluto los aspectos menos atractivos deltrabajo manual. No porque ella lo hubiera esquivado: sim-plemente estaba muy lejos de su vida y no había tenido con-tacto real con él.

Las dos viajamos primero hasta Jersón en un vapor, connuestras ropas de ciudad. Allí pasamos la noche con unafamilia que conocíamos y, por la mañana, tomamos una lan-cha que subía por el rio Bug. Recuerdo cómo Galina intro-ducía sus manos en el agua a medida que avanzábamos,mojándose la cara y ofreciendo su piel húmeda a los ardientesrayos del sol del Sur, en un esfuerzo por librarse de la blancu-ra y delicadeza de su tez.

Inmediatamente después de atracar en el muelle, parti-mos hacia nuestro trabajo veraniego. La hacienda estaba atreinta kilómetros, en un distrito de la estepa tan escasamentepoblado y tan ilimitado como el mar. Tan lejos como la vista

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podía alcanzar, no había nada más que el cortijo y sus gran-des edificios: los establos, los graneros y la casa solariega. Nose veía ni un edificio siquiera en el área en que íbamos a tra-bajar; ni un árbol, ni aun un pequeño arbusto, solamenteuna hierba vigorosa, con aspecto de caña, adornada con flo-res de diversos tipos. El centeno y el trigo se extendían en uninfinito manto verde hacia el lejano horizonte, ondulandocomo un vasto mar de esmeraldas.

Habíamos planificado nuestra llegada en un día de asueto,cuando no hubiera nadie trabajando, de modo que pudiéra-mos descansar luego del largo y fatigoso viaje y orientarnosen aquel lugar desconocido. Tuvimos la ventaja adicionalde que el capataz se había tomado el día libre: su esposa nosregistró con nuestros nombres falsos sin pedirnos nuestrosdocumentos de identidad (que no eran apropiados para tra-bajadores manuales),60 por toda «la temporada», es decir,desde mayo hasta el Festival de la Protección de la Virgen, enel otoño. Nuestro salario total iba a ser de diecisiete rublos.

Nuestra presencia en esta hacienda ucraniana despertóen parte la curiosidad de los demás trabajadores, puesto queéramos rusas. No duró mucho sin embargo: le explicamos atodo aquel que demostraba interés que habíamos perdidonuestros empleos en la ciudad cuando nuestro amo dejó ellugar, y que habíamos decidido tratar de aprender a viviren el campo y a hacer el trabajo de los campesinos, con la

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60 Los documentos de identidad registraban la posición social de cada indi-viduo. Cherniávskaya que había nacido en la clase media, se hubiera hechode inmediato sospechosa si hubiera mostrado sus verdaderos documentos.

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idea de que sería más fácil y más agradable trabajar al airelibre, en los amplios espacios abiertos.

—Les va a resultar más duro, no más fácil –nos dijeron–.El trabajo aquí es muy arduo, las casas son sucias y la comidaordinaria.

—No importa –contestábamos–. Ya lo veremos. Si no nosgusta, volveremos a la ciudad.

El primer día, nos unimos a las otras trabajadoras parahacer un trabajo sumamente sucio: esquilar ovejas. Llevá-bamos a cabo esta monótona tarea en un gran cobertizocubierto, saturado de olor a ovejas. Algunas de nosotras es-quilábamos, mientras otras quitaban las motas, la hojarascay toda clase de basura que se había enredado en la lana. El aireestaba lleno de mechones mugrientos color café que nos ce-gaban, y las manos se nos cubrieron de una película pegajosay grasosa. Un silencio sombrío reinaba entre los trabajadores.

Cuando llevábamos ya algunos días trabajando en el co-bertizo, la señora de la casa entró al pasar o, para ser más pre-cisos, se deslizó entre nosotros. En aquel ambiente miserable,parecía extrañamente joven y elegante, llena de vida y alegría,a medida que iba de un trabajador a otro, conversando ani-madamente. Finalmente se detuvo junto a Galina y a mí. Mirócon curiosidad a Galina, que estaba sentada en el suelo conlas piernas cruzadas, y le dirigió dos o tres preguntas: evi-dentemente había conocido a Galina en otra parte y bajo di-ferentes circunstancias, pero no manifestó sorpresa alguna yno dio señas de haberla reconocido, excepto en que demos-tró algo más de interés en ella que en las otras.

Ya sea porque la señora intervino o estrictamente porcoincidencia, pronto nos trasladaron del pestilente cobertizo

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a un lugar de trabajo distante, situado en la amplia estepa,en el dominio de los campos verdes. Se nos destinó a segarel heno.

A las cuatro de la mañana, cuando los rayos del sol co-menzaban apenas a derramarse sobre la estepa, el mayoralnos despertaba dando puntapiés en las piernas a quienes nose levantaran de inmediato. En el campo, el mayordomo nosasignaba a los diversos sectores. Por la mañana, nos helába-mos con el rocío crudamente frío, que nos empapaba lasropas hasta la cintura. Caminábamos trastabillando, aúnmedio dormidos y trabajábamos automáticamente como ro-bots y gradualmente nos calentábamos un poco. A las diez,regresábamos al campamento para el desayuno, que durabaalrededor de media hora. A pesar del alboroto del campa-mento, algunos preferían dormitar en vez de comer. Nues-tra comida era de muy baja calidad, muy ordinaria y pocoapetitosa. Por la mañana nos preparaban un cocido insí-pido hecho de trigo y agua con una dosis de sal, o budinesde pasta hecha con trigo negro tan grande como piedras,uno o dos de los cuales podían satisfacer el hambre inclusodel mayor de los glotones. La comida se vertía en una artesade madera, de la cual nosotros sacábamos los budines conastillas largas y puntiagudas. Nos daban la misma alimen-tación modesta en el almuerzo y la cena. En los días de ayunoreligioso, incluían a veces algo de pescado salado en un borsch,pero el pescado era esquelético, no demasiado fresco, y dejabaun gusto desagradable en la boca. La insatisfacción de lostrabajadores se expresaba generalmente en quejas individua-les, pero también descargaban su hostilidad sobre los coci-neros: la línea de menor resistencia, aunque en verdad estos

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cocineros desvergonzados violaban culpablemente las reglasy robaban parte de las provisiones que se sacaban en peque-ñas cantidades de la despensa de los amos.

Después de nuestro breve desayuno, regresábamos al tra-bajo. A medida que el día avanzaba, el calor se volvía tanintenso que hubiéramos deseado resguardarnos en cual-quier lugar sombreado. Unos pocos afortunados se intro-ducían debajo de los carros que nos traían el alimento parala pausa del almuerzo, pero la mayoría de nosotros tenía-mos que acostarnos de espaldas bajo los ardientes rayos delsol. El sol era tan fuerte que la espalda de casi todos los reciénllegados estaba prácticamente cubierta de ampollas hincha-das; luego, a medida que su piel se iba curtiendo, las quema-duras desaparecían. Las mujeres estábamos a menudo tanexhaustas a causa del calor que perdíamos buena parte denuestro pudor: cuando cosechábamos y atábamos el heno,lo hacíamos vestidas solamente con nuestras camisas, puestoque ello facilitaba grandemente el trabajo.

Durante la temporada de mayor actividad, no había lími-tes establecidos para la jornada laboral: si el mayordomo lodeseaba, podía durar dieciséis horas o más, descontando so-lamente una hora para el almuerzo. En realidad, el trabajo ensí era animado y alegre, aunque Galina y yo lo encontrábamosdifícil y enajenante.

Por la tarde, cuando el sol se había puesto, regresábamosal campamento. El fuego estaba encendido y la cena esperán-donos. Algunos se llenaban el estómago con la comida bastae insatisfactoria, y se quedaban dormidos en el mismo lugar,dispersos por el campamento. Todos dormían a cielo descu-bierto, perseguidos por los mosquitos y sujetos también a

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las picaduras de otros enemigos: las arañas negras, cuyoveneno podía inflamar el cuerpo entero. La lana o la ropade cama de fieltro eran la única protección contra estasalimañas.

Después de la cena, los jóvenes comenzaban a jugar, can-tar y bailar; y además se abrazaban, besaban y acariciabandelante de todo el mundo. Con frecuencia su algazara se ex-tendía hasta la madrugada, perturbando la quietud e impi-diendo dormir a los demás, pero nadie levantaba una voz deprotesta contra el turbulento placer de los jóvenes. La gentede más edad, un grupo juicioso, se sentaban en círculo des-pués de la cena y charlaban de uno u otro tema. Todo lo quenosotros teníamos que hacer era incorporarnos en el círculoy comenzar a hablar de algún tópico que les resultara pocofamiliar –otro país o un pueblo diferente– y de inmediatose formaba en torno nuestro un grupo de oyentes. Estostrabajadores manuales tenían una enorme sed de conoci-mientos, aunque apenas una docena sabía leer en todo elcampamento –durante todo el tiempo que vivimos allí,nunca vimos a nadie con un libro o un periódico. En su ma-yoría, absorbían su atención las preocupaciones diarias desu desventurada vida.

Al principio, a la gente le parecía bastante extraño oír amuchachas comunes –obreras manuales como ellos– hablarde tantas cosas que nunca habían oído o en las que ni si-quiera habían pensado. Demostraban su mayor interéscuando la conversación recaía sobre la tierra: este tópico, deinmensa importancia, era el predilecto de cada uno de ellos.Todo el mundo coincidía respecto a esta cuestión; todosellos sentían la necesidad de la tierra muy agudamente, y

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esto nos proporcionaba un camino para llegar incluso hastael más simple de los campesinos.

Sin embargo, no llevamos a cabo en forma efectiva pro-paganda socialista; resultaba claro que éramos todavía unelemento ajeno e incomprensible en un mundo que cono-cíamos escasamente. Con el fin de fundirnos con ese «mundode la oscuridad» –aquella negación viva de toda clase de co-nocimiento y de valores culturales, un mundo en el cualdurante siglos la gente había vivido virtualmente en caver-nas, trabajando demasiado duro– tendríamos que superardificultades increíbles, renunciar a todas las comodidadesy las alegrías de la vida y adoptar una existencia rigurosa ymonástica. No bastaba un breve contacto con el mundo cam-pesino: teníamos que hacernos comprender por él, ganar suaceptación y, sólo entonces, podríamos fundirnos con él.Por supuesto, nuestras dificultades tenían como componen-tes el sistema político represivo de Rusia y el propio temorde los campesinos. Su reacción a cualquier clase de conver-sación izquierdista era la cautela, la desconfianza y, a veces,una incomprensión muy natural. Con frecuencia nuestrascharlas nocturnas terminaban con estas observaciones porparte de los campesinos: «Ése es nuestro destino; así estáescrito»; o, «Hemos nacido, tenemos que morir».

En realidad, teníamos muy pocas ocasiones de hablar:después del trabajo diario, nuestros miembros gritaban sufatiga, los cuerpos exhaustos exigían paz y descanso. Los díasde asueto, todo el campamento se dispersaba. Los holgazanesque se quedaban dormían sin interrupción todo el día.

Un día, el mayordomo principal se dio cuenta de lo ex-haustas que estábamos Galina y yo –especialmente Galina,

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que no estaba acostumbrada al trabajo físico–; nos trasladóa ambas a los campos sembrados de melón, y nos destinó aextirpar la cizaña.

Uno de nuestros nuevos mayorales era un viejo soldadoque había servido bajo Nicolás I. Se plantaba derecho comoun huso y era anormalmente serio, pero no nos apremiabademasiado. Era muy hablador, y su actitud tranquila yfilosófica respecto a sus obligaciones no le permitía ser de-masiado estricto con nosotras. Tenía un entusiasmo apa-sionado por el canto, y las muchachas lograban sacar buenpartido de esta debilidad.

El segundo mayoral era completamente diferente: unbribón de la ciudad, escurridizo, superficialmente educado,regularmente inteligente, pero increíblemente descarado yprocaz. Se creía superior a la «gentecilla» rural y no respe-taba a nadie. Este insolente individuo consideraba su obli-gación obtener todas las satisfacciones que pudiera de laignorancia y el desorden que reinaban en el campo. Aun-que en realidad él no tenía nada que ver con nuestro grupode mujeres, siempre estaba insinuándose entre nosotras,tratando de echar mano a nuestros pechos. Las muchachasretrocedían ante él como los caballos ante un lobo. No lorefrenaba ni la presencia de los mayores, ni sus responsabi-lidades hacia los amos, quienes conocían su conducta ver-gonzosa (incluso el mayordomo le hizo advertencias sobresu falta de decoro).

Un día, un repentino aguacero nos obligó a las mujeres ainterrumpir la escarda. Todo nuestro grupo se apiñó en la ca-seta del guardia, donde nos sentamos en hileras sobre el piso,hablando y bromeando entre nosotras mientras esperábamos

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que parara la lluvia. Ni siquiera nos dimos cuenta de queel mayoral estaba también en la caseta, hasta que de prontose dejó caer en el regazo de la muchacha que estaba frentea Galina. Todas dejaron de hablar y se volvieron hacia Ga-lina, como si esperaran que ella hiciera algo: en el campa-mento, éramos consideradas como dos valientes rusas deestricta moral. Pasaron uno o dos segundos, y luego Galinagolpeó al individuo con tanta fuerza y destreza que saliódespedido hacia atrás, barriendo el piso con la nariz mien-tras rodaba precipitadamente fuera de la caseta entre los gri-tos y las carcajadas de las muchachas. Era la primera vez quesufría un rechazo y esto alentó a todas las que sufrían susdescarados insultos habituales. Antes, algunas habían reac-cionado más bien con indiferencia ante su lascivo compor-tamiento, mientras que otras quedaban paralizadas por eltemor que sentían ante cualquier criatura que tuviera au-toridad. Después de este incidente, sin embargo, el hombrenunca volvió a tratar de insinuarse con nosotras. Aparecíapor nuestro campamento con escasa frecuencia y, final-mente, se le expulsó definitivamente de la hacienda.

A medida que fuimos conociendo a los ucranianos porexperiencia directa, nos dimos cuenta de que algunas desus costumbres, que no parecían intrínsecamente censura-bles, tenían a veces deplorables consecuencias. Por ejemplo,casi todas las muchachas tenían su pareja: los dos se acari-ciaban y dormían juntos, mientras sus amoríos no ibandemasiado lejos. Pero si una muchacha quedaba encinta,era generalmente ella sola quien sufría la cruel y categó-rica reprobación de quienes la rodeaban, por su debilidade incapacidad para protegerse a sí misma. La muchacha

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soportaba todas las consecuencias del pecado común de lapareja.

En nuestra primera noche de campamento, algunos mu-chachos se nos aproximaron con tímidas y amistosas propues-tas para pasar la noche juntos; posteriormente, uno o dos deellos hicieron descarados esfuerzos para arrojarse sobre nos-otras. Galina y yo declaramos que nosotros los rusos no acep-tábamos esas costumbres, y que lucharíamos contra cualquieraque fuese lo bastante desvergonzado como para intentar algo.Todos los campesinos de edad madura se pusieron de nues-tra parte, y advirtieron a los jóvenes que debían dejarnos tran-quilas. «Agarren un palo, muchachas –nos decían–, y rómpan-le el hocico a cualquiera que trate de tocarlas. Vendremos aayudarles». Esa noche anunciaron con sonoras voces a todoel campamento: «¡Oigan, muchachos! ¡Manténganse lejos delas muchachas rusas! ¡Su pueblo no comparte nuestras cos-tumbres. ¡Si llegan a tocarlas van a probar nuestros puños!».El respeto y la sensibilidad de esta gente sencilla nos con-movió profundamente.

Habíamos sido contratadas para trabajar durante cuatromeses y medio: al terminar la cosecha del grano, se suponíaque íbamos a quedarnos todo el otoño. Pero hacia el fin denuestra temporada, Galina estaba completamente extenuadapor el trabajo agobiante, se enfermó y se fue a Odessa.61 Yaavanzado el otoño, cuando los campos habían tomado un color pardo y la llovizna caía como un fino polvillo, yo tam-bién regresé a la ciudad.

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61 Más tarde, Cherniávskaya, como Ivanóvskaya, se incorporó a La Voluntaddel Pueblo.

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Por esta época, prácticamente toda la comunidad de iz-quierda estaba dispersándose. Muchos de los populistas delsur habían comenzado ya a perder la fe en la eficacia de lapropaganda socialista entre los campesinos y estaban bus-cando incesantemente nuevos caminos, nuevas formas deconquistar el derecho a vivir en libertad. En medio de la in-certidumbre general, decidí aprender un oficio –el de za-patero remendón– y me trasladé a Nikoláev, donde habíahallado un buen maestro.

Sin embargo, mi aprendizaje se interrumpió repentina-mente, a causa de ciertas noticias alarmantes: mis dos her-manas, mis tres hermanos y la mayoría de mis amigos deMoscú habían sido arrestados. Me inquietaba especialmenteel arresto de mis dos hermanos menores, que eran aún unosniños: uno de ellos tenía apenas diez años. Vivían con mi her-mano mayor, que era doctor y trabajaba para el zemtsvo deMoscú, y fueron arrestados junto con él. Aunque fueron li-berados en el transcurso de un par de semanas, habían que-dado abandonados a sus propios recursos, sin dinero y sinningún lugar a donde ir: los habían arrojado literalmente ala calle. Yo debía ir a Moscú; era inevitable. Así terminaronmis sueños de trabajar «en unión con el pueblo»; las exi-gencias de la vida los ahuyentaron.

EN MOSCÚ, Ivanóvskaya participó en una infructuosatentativa para liberar a Olga Liubatóvich de la prisión. Pos-teriormente, tomó parte en la exitosa fuga de la cárcel pro-tagonizada por su hermano mayor Vasili el 1º de enero de1877. Todos los que habían estado comprometidos en estaevasión se vieron obligados a salir de Moscú, e Ivanóvskaya

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regresó al sur. Su autobiografía ofrece poca informaciónacerca de su actividad durante el resto del año 1877. La na-rración continúa a principios de 1878.

EL 30 DE ENERO DE 1878, durante un allanamiento policiaco,Iván Kovalsky y otros presentaron resistencia armada enOdessa.62 Mi hermana, recientemente liberada bajo fianza,y yo estábamos con algunos amigos en Pctrovsko-Razumovs-ky, cuando leímos la sorprendente noticia. Todos se sintieronextremadamente agitados mientras leíamos y volvíamos a leerel artículo: «¡Esto sí que es bueno!», exclamaba la gente. Cincoo seis días más tarde, llegó un telegrama de Odessa: «Favorde no demorar la partida a casa de vuestros parientes». Esterequerimiento nos resultó una completa sorpresa y sólo senos ocurría una explicación: parte de la «gente de la torre»había resuelto hacer todo lo posible para liberar a Kovalsky.

Cuando volvimos a Odessa, nos enteramos de que ya sehabían establecido comunicaciones con Kovalsky y se habíadeterminado precisamente la ubicación de su celda. Habíauna esperanza realista de liberarlo: todo lo que teníamos quehacer era construir un túnel hacia la pared de la prisiónque lindaba con su celda. Se notificó a Kovalsky del plan yél otorgó su consentimiento; de inmediato alquilamos unapartamento junto a la prisión e hicimos planes para comen-zar la construcción del túnel lo más pronto posible. Sin em-bargo nuestras esperanzas se vieron abruptamente frustradas,

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62 Kovalsky un fervoroso partidario de la resistencia armada a las auto-ridades, estuvo comprometido con el funcionamiento de una imprentaclandestina en Odessa.

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cuando lo trasladaron a otra celda, en el segundo piso. Tu-vimos que sentarnos a esperar el juicio.

A medida que pasaban las semanas y los meses, las au-toridades hacían preparativos para la corte marcial de Ko-valsky.63 Los revolucionarios, a su vez, empezaron a prepararsu respuesta frente a una posible sentencia de muerte: se hi-cieron llegar advertencias que llevaban el sello del «ComitéEjecutivo»64 al fiscal y al juez, y se enviaron por correo co-pias de las proclamas a todas partes. Llegaron dos abogadosdefensores de San Petersburgo; mientras tanto, se llevabana cabo diversos preparativos técnicos. El interés público porel juicio aumentaba con cada día que pasaba y el estado deánimo de la juventud revolucionaria de Odessa había lle-gado a un punto de máxima tensión. Finalmente, comenzóel juicio. La corte marcial emitió su veredicto el 24 de julio:Kovalsky debía morir. Ésta fue la primera sentencia de muer-te, el primer acto sangriento en la última fase de la lucharevolucionaria.

Al oír la sentencia, el mar de gente que llenaba las callesse movió en una gran oleada hacia el edificio del tribunal,aparentemente con la intención de forzar la entrada y arre-batarles al condenado. Pero entonces los cosacos y los gen-darmes, con las lanzas en ristre y las espadas desenvaina-das, se abrieron camino violentamente entre la densa masa

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63 Se habían instituido tribunales especiales para los juicios relativos aatentados contra funcionarios públicos. 64 El grupo a que se hace referencia aquí no es el Comité Ejecutivo de LaVoluntad del Pueblo, sino un grupo armado más bien pequeño que actuóen el sur de Rusia durante 1878.

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humana. Por un momento, todo se mezcló en una gran con-fusión; luego la muchedumbre desapareció en la neblina delanochecer.65

Al día siguiente, las autoridades dieron un golpe formal,tal como lo habían planeado. Las fuerzas militares que rodea-ban Odessa comenzaron la devastación cerca del amanecer,y su operativo fue extenso y despiadado. Sin lugar adondetransferir sus prisioneros, la policía atestó todas las casas de de-tención de la ciudad hasta el techo. Nuestro propio aparta-mento sufrió una limpieza completa: nadie escapó a la redada.

IVANÓVSKAYA FUE LIBERADA de la prisión tres meses después.Para evitar nuevas persecuciones y seguimientos, se fue a Ru-mania, donde su hermano vivía en una colonia de emigra-dos rusos de izquierda. No da demasiados detalles sobre sudesarrollo político durante este periodo, pero a principios de1880, cuando regresó al norte de Rusia, se incorporó a La Vo-luntad del Pueblo. El partido la asignó al trabajo en su plantade imprenta clandestina.

LAS PERSONAS QUE OCUPARÍAMOS el apartamento éramosNikolai Kibálchich y yo (alias la familia Agicheskulov) yLila Terénteva (alias Trífonova), quien se haría pasar por unapariente pobre que trabajaba como criada nuestra. Comosucedía a menudo en esta clase de operativo, ninguno de no-sotros conocía a los demás de antemano, aunque yo me había

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65 Ésta fue la primera manifestación armada en la historia revolucionariade Rusia, y dos personas murieron en el enfrentamiento. Kovalsky fue eje-cutado el 2 de agosto de 1878.

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encontrado con Lílochka Terénteva en Odessa. En términosgenerales, el título de «socialista» con el agregado de «revo-lucionario», servía como garantía suficiente de vínculo decamaradería, intimidad y disposición para sacrificios de todasclases. Sin embargo, de vez en cuando la gente encontraba asus compañeros de apartamento demasiado incompatibles,aun cuando se tratara de miembros de la izquierda, y se ne-gaba categóricamente a vivir con ellos; y puesto que era mejorser cautelosos al establecer una «familia» ficticia, Lila y yosolicitamos una entrevista previa con el hombre que iba avivir con nosotras.

Fuimos a esta «inspección de prueba» con un espíritu degrata expectativa, imaginando algo más que lo que la si-tuación podía asegurar. Joven, vivaz e impaciente, Lílochkame importunaba constantemente con preguntas: «¿Cómo esél? ¿Hermoso, inteligente, serio? ¿De dónde es?» Durante todoel camino hacia nuestro encuentro, fantaseamos, especula-mos e hicimos conjeturas acerca del extraño.

En definitiva resultó que nuestro encuentro con Kibál-chich fue bastante frío y constreñido, y consistió en un breveintercambio de opiniones sobre la disposición del aparta-mento y el número de trabajadores. Faltaba la calidez y laafabilidad que uno podría esperar en un encuentro congente que compartía la misma fe y las mismas ideas. Másque eso: los sentimientos que se formaron en nosotras hacianuestro reticente futuro compañero de apartamento no fue-ron en absoluto positivos. Es cierto que Kibálchich parecíamuy correcto, representaba más edad de la que en realidadtenía, y esto nos inspiraba respeto. Pero su exagerada pali-dez y su expresión totalmente inmutable lo hacían aparecer

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desagradablemente falto de vida, tonto, levemente indife-rente a todo: una impresión realzada por los mechones decabello oscuro que caían rígidos como carámbanos sobre suamplia frente. De vez en cuando, sin embargo, sus hermo-sos ojos azules tenían destellos que iluminaban su rostro yvivificaban la languidez que habitualmente exhibía.

Mientras Lila y yo volvíamos de la entrevista, ella expre-saba sin miramientos sus juicios sobre Kibálchich: «¡Quéextraordinario compañero de cuarto! ¡Qué tipo tan inser-vible!. Y para vivir y trabajar juntos en una situación com-plicada, cuando se necesita suma discreción y también a vecesingenio y agudez... Bueno, va a ser interesante ver cómo re-sultan las cosas».

Posteriormente, cambiamos por completo nuestra opi-nión desfavorable sobre Kibálchich. Habíamos hecho un jui-cio irreflexivo simplemente porque no le habíamos observadoruidosos arranques de entusiasmo, comunes en otra gente:una conducta tal era extraña a este hombre estudioso y con-templativo. Es cierto que Kibálchich no compartía las ilu-siones que nutrían a la mayoría de los jóvenes de la época,pero no era un pesimista en el sentido común del término:sus palabras irradiaban esperanza. Nikolai había ofrecidosus energías y su conocimiento a La Voluntad del Puebloen 1879, después de haber sido liberado de la prisión, dondesufrió agonías durante el periodo más riguroso de la reaccióny soportó un prolongado confinamiento solitario. La cárcello había dejado sin color alguno. En algunos raros momen-tos, su amargura parecía ser mayor de la que podía caber enél; nos comentaba que a veces se sentía invadido por el deseode arrojar un cerillo encendido en un barril de pólvora.

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Aunque ninguno de nosotros tenía la menor noción sobreel oficio de impresor, empezamos a trabajar en la planta deimprenta del partido tan pronto como recibimos los artículospara el periódico. Las dificultades técnicas casi no nos asusta-ban; se había resuelto que habría una prensa libre en el cora-zón de nuestra patria, sucediera lo que sucediera. Annushka,que había pasado por ser la «criada» en un operativo anteriorde imprenta del partido, fue destinada a enseñamos las téc-nicas básicas de impresión. Nos hizo algunas demostraciones,y luego nos dejó librados a nuestros propios recursos, supo-niendo correctamente que aprenderíamos los hábitos y ha-bilidades necesarios a medida que trabajáramos.

Sin embargo, cometimos errores, en el momento en queapenas comenzábamos a trabajar en la Hoja de La Volun-tad del Pueblo, y esto nos puso furiosos. Compusimos lasprimeras páginas, las insertamos en la caja y comenzamos aimprimir. El rodillo se deslizó suave y silenciosamente sobrelos tipos. Pero cuando levantamos la hoja, nos encontramoscon que estaba cubierta por la más extraña colección de sím-bolos: una serie regular de líneas negras se extendía en formaclara e inteligible a través de una columna, mientras que laotra aparecía decorada por espacios vacíos y confusos zigzags.Toda nuestra sabiduría colectiva, todo lo que habíamos hechopor colocar, volver a colocar y limpiar los tipos no había ser-vido para nada: no podíamos comprender el juego secreto dela máquina. Ciegos de furia ante este objeto inanimado quenos estaba torturando tan cruelmente, dejamos de trabajar.A la mañana siguiente, llegó Alexandr Mijáilov66 con aspecto

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66 Mijáilov era uno de los líderes de La Voluntad del Pueblo. Su constante

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afligido. Lo examinó todo con aire severo, como de propie-tario, revisó de nuevo la máquina, limpió diligentementelos tipos, los cubrió nuevamente con tinta... Pero ¡ay! ¡Sinresultado!

A la mañana siguiente, trajo a un obrero metalúrgico quepertenecía al partido, y este hombre, con gran habilidad,ajustó rápidamente la veleidosa máquina. Mijáilov, hombrede gran sagacidad, que quería renovar y ampliar la imprentalo más rápidamente posible, no estaba satisfecho con la situa-ción, pero pudimos reanudar el trabajo. Las cosas se desarro-llaron sin problemas ni interrupciones y el primer número dela Hoja de La Voluntad del Pueblo vio la luz del día el 1ºde junio de 1880. Los miembros del partido y el públicolector lo recibieron con alegría, mientras que la Ojrana [unarama de la policía política] lo recibió de la manera habitual.

Nuestra intención era comenzar a componer los tipospara el segundo número tan pronto como hubiéramos ter-minado con el primero, sin darnos ningún respiro. Sin em-bargo, como sucedía a menudo, los periodistas del partidocomenzaron a sufrir por el exceso de trabajo, o bien care-cían del espíritu adecuado; y dado que nuestra actividadestaba tan íntimamente ligada con la de estos trabajadoresintelectuales, tuvimos que decretar una interrupción tem-poral. Esto nos sumergió en una depresión. Pero AlexandrMijáilov, a cuya aguda visión nunca se le escapaba un des-censo en el nivel de actividad de las operaciones del partido,

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preocupación por la estricta observancia de las prácticas conspirativas levalieron el apodo de «el conserje».

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detectó la melancolía que nos provocaba estar ociosos y nosaseguró enfáticamente que de allí en adelante todo se arre-glaría de la forma más conveniente y que no teníamos porqué sentirnos tan deprimidos.

En verdad, Kibálchich no tomó parte alguna en el tra-bajo de la imprenta. Se iba de la casa a las diez de la mañana,llevando un maletín y un sombrero de copa bastante des-colorido, y generalmente regresaba bien avanzada la noche;raras veces volvía antes de la cena. Estaba completamentededicado a proyectar un nuevo tipo de máquina aérea,67 ypasaba interminables horas trabajando en su habitación. Devez en cuando, entraba a la habitación en que trabajábamos–no para ayudarnos, sino más bien para aliviar la tensión dela actividad intelectual y enderezar su espalda, que tenía eter-namente inclinada sobre los libros. Algunas veces Nikolaihacía referencias, aunque muy breves, a su larga estadía enprisión y sus relaciones con la así llamada «canalla», es decir,los delincuentes comunes. A medida que continuaba nues-tra vida en común y nos fuimos acostumbrando a este hombretan peculiar, este filósofo letárgico, llegamos a comprenderlomejor, y él también se acercó mucho a nosotros. Su culturahacía que toda mezquindad, vulgaridad o vanidad le fueran

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67 Kibálchich era el máximo experto en explosivos del partido, y es con-siderado como uno de los precursores del vuelo de cohetes en Rusia. Fuequien preparó las bombas de dinamita que acabaron con la vida de Ale-jandro II. Después de su arresto, continuó elaborando sus planos en la cár-cel. Solicitó la oportunidad de discutir sus ideas con expertos técnicos antesde su ejecución, pero el gobierno le negó el permiso para esto. Fue ahorcadopúblicamente el 3 de abril de 1881 (viejo calendario) junto a Sofía Perovs-kaya y tres compañeros más.

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ajenas. Era habitualmente tranquilo y melancólico, exceptocuando Vera Figner visitaba nuestro apartamento; entoncesNikolai se volvía repentinamente tan alegre y hablador queno lo reconocíamos.

Al llegar el 20 de agosto de 1880, habíamos terminado elsegundo número de la Hoja. Alexandr Majáilov apareció enestos días para anunciarnos que nuestra «familia» –que efec-tivamente había estrechado sus relaciones– debía ser reorga-nizada: Nikolai el filósofo no era adecuado para actuar comopropietario de una operación de imprenta. (Una explicaciónmucho más probable es que se necesitaba a Kibálchich paraotra clase de proyecto.)

Aunque la decisión de Mijáilov era inequívoca, pasarondos meses antes de que Kibálchich efectivamente nos aban-donara. Observamos cómo cambió durante ese periodo, ob-servamos cómo se volvía más y más distante. Estaba cada vezmás inmerso en su exigente trabajo y pasaba menos nochesen casa. Llegamos a sentir que nuestro trabajo de imprentale resultaba irrelevante, aunque, por tacto, se esforzaba porser atento con el resto de su «familia». A veces, estos esfuer-zos fracasaban y provocaban nuestra hilaridad, lo que ins-tantáneamente le hacía volver a la realidad. Me viene a lamemoria un pequeño incidente de este periodo.

Un día, cuando Lila y yo estábamos tremendamente ocu-padas en un trabajo urgente, Nikolai propuso de pronto quetodos tomáramos un té.

—Prepara el samovar y tómalo solo por esta vez –respon-dió Lílochka–. El samovar está en la cocina; encontrarás allítodo lo que necesitas.

Nikolai se detuvo en el umbral, pasmado. Extendiendo

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las manos con un gesto de desamparo dijo, con un ciertotono de indignación:

—¡Bueno, ustedes saben que éste no es trabajo parahombres!

Las carcajadas que estallaron ante su declaración hicie-ron más completo su azoramiento.

—Está bien, está bien –nos dijo–, pero yo no sé nada deeste asunto.

Puesto que ninguna de nosotras se movió, se fue a la cocinapara tratar de resolver este problema de trabajo femenino.

Poco después, comenzó a oírse un gran alboroto desde lacocina: el agua salía del grifo con gran estruendo y, aparen-temente algún objeto metálico se había caído y resonaba con-tra el piso. Lo que se oía daba la impresión de que un enormeoso hubiera entrado y embestido con furia. Lílochka dejó loque estaba haciendo y sin pensarlo se precipitó al rescate. En-contró a Nikolai de pie, aturdido, en medio de la confusiónque había creado.

—No hay necesidad de hacer tanto ruido –oí que Lílochkale decía riéndose–. ¡Deberías vivir en el desierto y transfor-marte en un ermitaño!

Mientras ponía las cosas en orden, la sentí declamar convoz tierna y jovial: «Desde el comienzo de mi vida amé lasombría soledad». Luego de un rato, Nikolai emergió, triste,desconcertado y cubierto de polvillo de carbón.

El 20 de septiembre, terminamos de imprimir el número3 de la Hoja. Nos preparamos para liquidar nuestro aparta-mento y trasladarnos de inmediato a otro lugar más grande.También se iba a llevar a cabo el cambio de personal tantotiempo diferido.

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Durante nuestro último día juntos, Nikolai nos propusoque diéramos un paseo con él hasta Gostinny Dvor [la arcadade los mercaderes] para ayudarlo a comprar un nuevo abrigo,uno «respetable», tal como Alexandr Mijáilov lo había reco-mendado. Por alguna razón, todos los detalles de esta pe-queña expedición de compras se imprimieron en mi menteen forma indeleble. Quizás el clima otoñal, extraordina-riamente hermoso, había afectado a Nikolai, porque estuvoinexplicablemente conversador, animado y travieso durantetodo el camino. Cuando llegamos a la arcada, caminamosuna y otra vez a lo largo de las hileras de puestos y elegimosun abrigo con gran cuidado. Nikolai se lo puso de inmediatoy, para mayor elegancia, compró un bastón y guantes. Mien-tras caminábamos lentamente de regreso a casa, recuerdocómo se detenía de pronto en mitad de la acera para inspec-cionar su elegante atavío. Aparentemente estaba muy satis-fecho, porque una amplia sonrisa infantil se esbozaba en supálido rostro.

—Bien, así es como debe vestir el «señor Agicheskulov»–dijo Nikolai–. Ahora nadie me reconocería.

Al día siguiente, nos separamos para siempre de Kibálchich.Después de mudarnos al nuevo apartamento, reanuda-

mos nuestra tarea con ritmo vivo, pese a la difícil situaciónpolítica, en particular, al hecho de que el vasto y bien or-ganizado aparato policial estaba dedicando considerableatención a la búsqueda de imprentas ilegales. En la medidade lo posible, el partido adoptó la norma de utilizar solamentegente probada o bien miembros del propio grupo central paraocupar los apartamentos ilegales y llevar a cabo tareas peli-grosas. De acuerdo con esto, Mijáil Grachevsky, un hombre

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que estaba muy al corriente de la actividad revolucionaria,fue designado jefe de nuestra familia ficticia y propietariode la imprenta. Sin embargo, dos o tres días después, apa-reció un extraño en nuestro apartamento: una criatura bas-tante rara que se deslizó casi sin ser notada, como un niñoabandonado a la puerta. Con una cierta fanfarronería, se pre-sentó simplemente como «Brátushka».68 El partido lo habíapuesto junto a nosotros para aprender a operar una imprentay transformarse en un tipógrafo competente. Brátushka tra-bajó con evidente desgana durante varios días, y luego se in-terrumpió abruptamente, dándonos a entender en términosmuy precisos que ese trabajo le era tan necesario como elincienso del sacerdote a un cadáver. Se levantaba por las ma-ñanas, bebía su té y, alrededor del medio día, hacía su apari-ción en la habitación contigua al taller donde trabajábamos.Allí pasaba largas horas hundido en el diván, silbando o can-tando con aire melancólico. Como norma de práctica cons-pirativa, a quienes residieran en el apartamento sin estarregistrados no se les permitía salir durante el día, de modoque Brátushka pasaba todo el tiempo con nosotros, en el sofá.Toda vez que lo invitábamos a estirar sus músculos y unirseal trabajo, nos recitaba su tediosa réplica para todos los quela quisieran oír: «Yo nací para ser un Stenka Razin, un Puga-chov. Mi lugar está con el pueblo, en medio de una rebelión.Nunca me resignaré a la “moderación”. Nunca me mancharélas manos con ninguna clase de trabajo sucio».

Brátushka no era una mala persona, y por supuesto nos re-sultaba inconcebible que quisiera arruinar intencionalmente

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68 «Hermanito».

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nuestro operativo. De todos modos, la holgazanería de este«orador» se volvió absolutamente intolerable para nosotros,y su tendencia a los estallidos infantiles e irreflexivos lo con-vertía en un gran riesgo para nuestra seguridad, de manera quesolicitamos urgentemente que fuera retirado de la imprenta.

En efecto, todo el operativo pronto hubo de ser trasladadouna vez más. Los sonidos rítmicos de los tipos cayendo den-tro del cajón molestaban a un general retirado que vivía exac-tamente arriba de la imprenta, y éste envió al encargado denuestro edificio al piso de abajo para investigar la «pérdidade agua» que supuestamente producía ese ruido. No se des-cubrió nada que pudiera inculpar a los impresores, pero elgrupo decidió que era mejor no correr riesgos innecesarios.

El personal de la imprenta tal como se reconstituyó des-pués de la mudanza abarcaba un grupo muy unido de gentecon largo servicio en el partido. Por ejemplo, los artículos noslos traía Grigori Isáev, que nos visitaba regularmente en laprimera imprenta. Enérgico, vivaz y sereno, Isáev siempreanimaba al grupo. Al mismo tiempo, era estrictamente cons-ciente; según él, servir a la revolución significaba inevita-blemente restringir la vida personal. «La renuncia personal–nos decía–, no implica renunciar a la propia identidad, sinomás bien renunciar al propio egoísmo.» Todas las fuerzas vi-tales de Isáev y sus aspiraciones humanas estaban dirigidasa la causa revolucionaria –que lo absorbía por completo.Cuando notaba que alguien tendía a vacilar en su dedicacióna la actividad de izquierda, se apresuraba a reorientarlo porla senda correcta lo mejor que podía. Nada podía hacerlo re-troceder. «Nuestra tarea, nuestra suprema tarea, es conquistarla justicia para nuestro pueblo ruso.»

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Isáev había estado lejos por algún tiempo y, cuando vol-vió a visitarnos en nuestro nuevo apartamento, nos sorpren-dió mucho que usara constantemente un guante en unamano. Sospechábamos que había ocurrido algún grave in-cidente, algún accidente trágico que le había mutilado losdedos, pero todos nos resistíamos a preguntárselo directa-mente.69 Cuando componía los tipos siempre flexionaba elantebrazo y el codo contra su pecho; la mayor parte de suanterior destreza había desaparecido. Sin embargo, Isáevera todavía un trabajador sumamente diligente y habilidoso,y cuando estaba en San Petersburgo era nuestro visitante másasiduo.

Alexandr Baránnikov –a quien llamábamos «Semión»–era la otra persona que nos visitaba corrientemente. En loscírculos radicales de izquierda, se le conocía con razón comoun «caballero sin temor ni tacha», el más devoto soldado de larevolución. Cuando joven, había recibido entrenamiento enuna escuela militar muy estricta. De esa experiencia defor-mante, de los escombros de la vida institucional, había ex-traído lo que había de valor: la preocupación por los débiles,

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69 Tuve noticias de que mientras Isáev estaba en Odessa, un tubo de en-saye lleno de fulminato de mercurio le había explotado en las manos y lehabía destrozado tres dedos. Cuando lo llevaron al hospital, dijo a las au-toridades médicas que una máquina le había cortado los dedos en una fá-brica. Como afirmó desde el comienzo que había sido por su culpa y queno iba a hacer ninguna reclamación, de algún modo creyeron su cuento:Ivanóvskaya (véase pág. 113).70 Luego del arresto de Alexandr Mijáilov, el 28 de noviembre de 1880,Semión pasó a ser nuestro contacto regular con el centro partidario: Iva-nóvskaya.

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un tacto envidiable en cualquier asunto y, particularmente,una actitud invariablemente caballeresca hacia las mujeres.Recuerdo aquellas tediosas noches de trabajo en que, paradisipar nuestra fatiga y mantenernos despiertas, Semión co-menzaba a relatarnos nuevamente cuentos fantásticos sobresu fuga de la escuela militar de Orlov o sobre sus otras nu-merosas aventuras; luego, a veces, Lila cantaba suave y tier-namente su canción favorita. Esas noches se deslizaban comola arena en un reloj, lenta e imperceptiblemente. ¡Qué esplén-dido y alegre era!

Me acuerdo que un día Baránnikov hizo una apariciónbastante inesperada en el apartamento. Él, de ordinario tanjovial y directo, ostentaba ahora una seriedad práctica queno nos era familiar; había algo de arrogancia y de formalidaden su manera de ser. Convocó a todos en una habitación yasumió una postura mefistofélica, inclinado contra el marcode la puerta. En nombre del Comité Ejecutivo de La Volun-tad del Pueblo, enumeró rápidamente, punto por punto, lassencillas reglas que gobernarían nuestros derechos y obliga-ciones. Nosotros éramos indiferentes a los primeros y las úl-timas habían arraigado en nuestra conciencia con el tiempo:no podíamos escribir ni recibir cartas de nadie, ni comuni-carnos con gente fuera de la imprenta, ni asistir a reuniones,tertulias o similares; teníamos que vivir como si no hubieranada ni nadie a nuestro alrededor: reducir nuestra existenciaa la vida y al trabajo que se desarrollaba dentro de las paredesde nuestro apartamento. Sabíamos muy bien las enormesobligaciones que asumíamos en virtud de nuestra concienciarevolucionaria: actuar con el máximo cuidado, para prote-ger el apartamento y la gente que estaba relacionada con él.

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Cuando Baránnikov terminó de recitar estas severas re-glas, se transformó abruptamente de nuevo en nuestro cono-cido Semión, sin afectación alguna. «¡Caramba!, ya terminé»,anunció animadamente, como si acabara de librarse de unapesada carga. «No me gustan estas conversaciones formalesde negocios.»

En nuestro beneficio, se hizo una preciosa excepción a laprohibición de ver a los amigos: una vez por semana (los sá-bados por la noche, según recuerdo) y en los intervalos denuestras tareas en la imprenta, visitábamos el apartamentode Sofía Peróvskaya. Lo compartía con Andrei Zheliábov,y cuando nos quedábamos hasta tarde, también lo veíamosa él. Sin embargo, él a veces ni siquiera notaba nuestra pre-sencia cuando pasaba frente a la puerta abierta de la habita-ción de Sofía: entraba simplemente en su propia habitación,arrojaba su ropa y sus zapatos, y se dejaba caer sobre la camacomo un árbol tronchado, como si tuviera sólo un inven-cible deseo de dormir.

Para nosotros, las visitas a Peróvskaya eran como unaducha refrescante. Sofía siempre nos recibía cálida y ami-gablemente; se comportaba como si nosotras fuéramos lasque aportábamos ideas estimulantes y noticias, más bien quea la inversa. Con su manera de ser, plácida y natural, se afa-naba por ayudarnos a encontrar un sentido en el complicadoembrollo de la vida diaria y las vacilaciones de la opiniónpública. Nos relataba las actividades del partido entre losobreros, los diversos círculos y organizaciones y la expan-sión del movimiento revolucionario en grupos sociales quehasta entonces no habían sido tocados. Peróvskaya hablabatranquilamente, sin ninguna suerte de sentimentalismo,

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pero no podía ocultar la alegría que le encendía el rostro ybrillaba en sus sonrientes ojos llenos de arrugas; era comosi estuviera hablando sobre un hijo suyo que se hubiera re-cobrado de alguna enfermedad.

En muchas ocasiones Peróvskaya nos hizo ver el valor deltrabajo que estábamos haciendo. Durante un periodo en par-ticular en el que todos nosotros estábamos deprimidos, Lí-lochka comenzó a importunar a Sofía para lograr que se leencomendara una tarea partidaria más peligrosa. Lila eramás joven que todos nosotros y el espíritu de lucha era muyfuerte en ella, pero lo que impulsaba su petición era más bienuna especie de codicia infantil. El fatigado rostro de Peróvs-kaya se ensombreció mientras oía cuidadosamente su solici-tud; luego fue hasta donde estaba Lila y le acarició tiernamentela fogosa cabeza: «No creas, Lila –dijo tristemente–, que laimprenta es de alguna forma menos necesaria o menos va-liosa para el trabajo del partido que tirar bombas.»

A medida que pasaba el tiempo, fuimos adquiriendo con-fianza en que la planta de impresión estaba absolutamentesegura. Un incidente imprevisto, sin embargo, nos hizo po-nernos nuevamente en guardia.

A altas horas de la madrugada, Grachevsky estaba sentadoen la habitación grande que se hallaba prácticamente vacía.Las ventanas estaban abiertas de par en par. Afuera, todoestaba silencioso y desierto; la noche era completamenteoscura. De pronto se oyó el ruido de coches que se aproxi-maban por nuestra calle, escasamente transitada, cada vezmás fuerte, cada vez más cerca, hasta que se detuvieronfrente a nuestra puerta de calle. Mijáil fue hasta la ventanapara echar un vistazo a los caballeros que llegaban tan tarde.

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La oscuridad era impenetrable; todo lo que podía distinguireran los sonidos producidos por cuidadosos movimientos yuna conversación en voz baja. Un grupo de gente se alejódel coche y siguió hablando quedamente. Luego, súbita-mente, hubo un destello casi imperceptible de linterna eléc-trica: aparentemente estaban revisando la pared en busca delnúmero de la calle. Ayudado por el fugaz rayo de luz, Gra-chevsky vio claramente uniformes de gendarmes con ala-mares; no había duda acerca del objetivo de estos visitantesnocturnos. El moderado tintineo de sus espuelas se detuvopor un memento cuando entraron por la puerta de calle ycontinuó luego, cuando comenzaron a moverse escalerasarriba. Los pasos se aproximaban, los ruidos se hicieronmás distintos. Para entonces, estábamos todos apiñadoscontra nuestra puerta del frente, como si nos hubiéramosquedado petrificados en nuestros lugares. Sombrío y resuelto,Grachevsky preparaba la defensa; había una bomba en la an-tesala; en una mano sostenía la mecha y en la otra los ceri-llos. Todo podía acabar en un instante: si los gendarmestocaban el timbre, si se producía la menor presión sobre lapropia puerta...

Pero el tintineo de las espuelas siguió subiendo por laescalera: pisando tan cuidadosamente como ladrones, losgendarmes pasaron el rellano correspondiente a nuestro apar-tamento. Entonces, tan suavemente como pudo, Grachevskyabrió apenas la puerta y escuchó por la rendija. El sonidodisminuyó y luego se perdió del todo; todos nos dispersa-mos hacia nuestros respectivos lechos, tranquilizándonosunos a otros con la plausible afirmación de que las infamesmelodías nocturnas de las incursiones policiacas siempre

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comenzaban en espirales ascendentes, que no eran lanzadasdesde lo alto.

Por la mañana, el criado que nos traía la leña al aparta-mento le contó a Lílochka un incidente extraordinario,como nunca había visto: «Anoche los gendarmes estuvieronaquí en el apartamento de los estudiantes buscando algo»,le dijo. «No dejaron dormir al encargado en toda la noche.¡Qué cosa terrible!».

Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, las oscurasfuerzas de la Ojrana iniciaron una ofensiva total contra elmovimiento revolucionario, en particular contra el ComitéEjecutivo de La Voluntad del Pueblo.

A las diez de la noche del 25 de febrero de 1881, oímossonar nuestro timbre nerviosamente. Nadie hubiera venidoa esa hora a menos que se tratara de un asunto urgente. Unafigura confusa se deslizó silenciosamente a través de nuestrapuerta, como si estuviera siendo perseguida. Era GrigoriIsáev. Encendió una lámpara –entonces pudimos ver quesu mano temblaba violentamente– y se encaminó haciauna de las habitaciones del fondo, que tenía cortinas en lasventanas. Su rostro estaba pálido; parecía haber envejecidoen esos días.

—Han arrestado a Semión y a Klétochnikov –dijo conuna voz desprovista de toda expresión.

¡Semión, tan audaz y lleno de recursos en situaciones pe-ligrosas! ¡Y Klétochnikov, el protector sin par del partido,el guardián idealista de sus intereses!71 Era suficiente parallevarnos a la desesperación.

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71 Vease página 119.

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Dos días más tarde, el 27 de febrero, Andrei Zheliábovfue arrestado, y Peróvskaya tuvo que abandonar el aparta-mento de ambos. Fue Grachevsky, trastornado y balbuciente,quien nos trajo la noticia de esta pérdida. Había conseguidola llave del apartamento de Sofía y tuvimos que vaciarlo in-mediatamente. La tarea no era peligrosa en lo más mínimoy tampoco nada difícil, puesto que nuestro apartamento, quetodos reconocían como seguro, estaba muy próximo al deella. Nuestra «familia» de impresores marchó como grupohasta el apartamento que conocíamos tan bien. Todo estabamuy silencioso y tranquilo. A la débil luz de la vacilante llamade unas velas, recogimos los objetos que más probablementepodían acusamos; luego, echando una última mirada al apar-tamento, cerramos suavemente la puerta detrás de nosotrosy nos escurrimos fuera, sin ser notados, con nuestros paque-tes. Volvimos a casa sintiéndonos profundamente satisfe-chos por haber completado nuestra misión con éxito.

Grachevsky se fue de nuestro apartamento el día veintio-cho muy temprano, despidiéndose calurosamente de noso-tros y comunicándonos que no debíamos esperarlo antes dela mañana siguiente. Se demoró un poco, como si estuvieratratando de recordar algo que se le había olvidado, y luego dijo:

—¿Cómo podemos saber quién será el afortunado? Quizámañana ya no quede ninguno de nosotros.

Dijo estas palabras con firmeza, confiadamente; no habíahuellas de tristeza ni ansiedad en su voz.

Treinta horas más tarde, dos explosiones atronadoras sa-cudieron a Rusia, anunciando al país entero que La Voluntaddel Pueblo había ejecutado su sentencia de muerte contra elzar.

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Delirantes de entusiasmo por los arrestos de importantesfiguras del partido en los días precedentes, los miembros delgobierno –y el propio zar– no habían oído el sordo rumordel destino inminente; más exactamente, no habían que-rido oírlo. Sería escasamente exagerado decir que si bientodos, excepto uno de los miembros del Comité Ejecutivo,habían sido arrestados, aun así la sentencia pronunciada porel partido el 26 de agosto de 1879 se habría llevado a caboigualmente. Era inevitable. Lo exigía el honor de la nación;lo exigía el honor del partido.

Grachevsky volvió a casa a las diez del 1º de marzo, conaspecto como si hubiera bebido: sus ojos estaban vidriososy más profundamente hundidos en sus órbitas que de cos-tumbre, sus mejillas también hundidas, su piel tenía untono verdoso pálido. Trastabillando ligeramente, caminóen silencio hasta su cama y se tumbó en ella sin desves-tirse; allí permaneció, inmóvil, hasta la mañana del 2 demarzo.

Al atardecer, Grigori Isáev trajo la proclama del ComitéEjecutivo sobre la ejecución de Alejandro II y la carta paraAlejandro III, que debían imprimirse de inmediato. La cartaera de enorme interés para nosotros, como lo era para la so-ciedad en su conjunto. La primera edición fue de diez milejemplares y, a medida que la demanda seguía creciendo, sesucedían nuevas ediciones.

EN LAS SEMANAS QUE SIGUIERON al asesinato, La Voluntaddel Pueblo fue diezmada por los arrestos. Sofía Peróvs-kaya, que había coordinado el ataque contra el zar, fuereconocida en la calle y arrestada el 10 de marzo; Nikolai

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Kibálchich fue apresado una semana más tarde. Junto conAndrei Zheliábov, Gesia Gelfman y dos de los que habíanarrojado las bombas: Nikolai Rysakov y Timofei Mijáilov,fueron llevados a juicio por su papel en el asesinato, y el 29de marzo fueron condenados a muerte.

EL 1º DE ABRIL, la vinculación de Grigori Isáev con la im-prenta llegó a su fin, cuando lo arrestaron en la calle. Conla finalidad de determinar donde vivía, las autoridades con-vocaron a todos los encargados de edificios de San Peters-burgo a las oficinas de la administración civil, donde Isáevestaba detenido. Nuestra barriada comenzó a concurrir a las9 de la mañana del 2 de abril. Acompañado por sus ayudan-tes, nuestro gordo encargado salió rumbo a la inspección conpaso lento. No es necesario describir la ansiedad y la impa-ciencia que sentíamos mientras esperábamos que regresara.Lílochka, por ejemplo, inventaba sin cesar algún pretextopara bajar al patio y ver si habían vuelto. Finalmente regre-saron, se quitaron sus ropas domingueras y tarjetas de iden-tificación y se dedicaron a su trabajo.

Poco después, el criado apareció ante nuestra puerta conla leña. Disculpándose por su retraso, procedió a informara Lílochka acerca del suceso extraordinariamente significa-tivo de esa mañana: las autoridades habían llamado a todoslos encargados de esa barriada para tratar de identificar a unhombre, ya fuera como residente de alguno de sus aparta-mentos o como alguien a quien hubieran visto.

—¿Bueno, y entonces? –preguntó Lila con impaciencia.—¡Quién sabe! Nadie de nuestro barrio lo reconoció;

el caballero era un completo desconocido. Es terrible lo

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curiosa que es la gente, se agolpaban en torno a él comoun rebaño de animales en un pozo de agua.

Posteriormente nos enteramos de que por la tarde, la po-licía había comenzado a franquear la entrada a cualquiera quepasara para «echar un vistazo» al sospechoso. Al final, Isáevcomenzó a comportarse como un hombre que estuviese po-seído, ridiculizando maliciosamente a estos «voluntarios».Por ejemplo, cuando un altivo comerciante que se parecíaa una jibia se acercó a Isáev, el sospechoso lo saludó:

—¡Vaya, hola, qué tal! ¿Cómo está usted?A la jibia se le saltaron los ojos y se quedó sin habla.—¿No recuerda? –le preguntó Isáev–. ¡Aquellos libros

ilegales que le llevé para que los escondiera, ¿se ha olvidado?!Más tarde, dos estudiantes que conocían a Grigori se le

acercaron y en silencio intercambiaron expresivas miradascon él. A través de estas jóvenes, llegamos a saber que la po-licía había puesto de pie al exhausto Isáev sobre una silla enmedio de la habitación y, por la noche, como ya no podíasostenerse sobre sus pies, fueron necesarios dos hombrespara sujetarlo: estaba prácticamente colgado de los hom-bros de ambos. Finalmente, cerca del mediodía del 3 de abril,les tocó el turno a los encargados del barrio de Voznesensk,y el espectáculo tocó a su fin.

El 3 de abril: un día que todos los rusos recordarán parasiempre.72 Fuimos hasta el apartamento de Isáev que la Oj-rana buscaba aún tenazmente. Todo lo que teníamos quellevarnos estaba ya embalado en dos enormes bultos. Noshabían dado una dirección para las cosas, el nombre de la

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72 Día de la ejecución de los condenados por la muerte de Alejandro II.

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persona que las recibiría y una contraseña. Uno a uno, sa-limos del apartamento. El gran patio estaba vacío, totalmentesilencioso; las calles desiertas, sin movimiento alguno.

En nuestro destino, la gente había sido probablementealertada de nuestra llegada, porque tan pronto como toca-mos el timbre la propia dueña de casa abrió la puerta. Enforma totalmente inesperada, resultó ser alguien a quien yoconocía, una antigua compañera de estudios de los cursos deAlarchinsky. Estuvo muy cordial: sin embarazo alguno aceptólos bultos y nos invitó a descansar un rato. La conversaciónrecayó de inmediato sobre el juicio de la «gente del primerode marzo», los regicidas. Ella había conocido a Kibálchich,que debía ser ahorcado ese día, y su magnífico comporta-miento durante el juicio la había cautivado y admirado;mientras pensaba en su destino, se tomó la cabeza con lasdos manos y comenzó a sollozar amargamente y sin podercontrolarse.

Mientras caminábamos lentamente de vuelta a casa, sin-tiendo los efectos de todo lo que habíamos experimentadoen los últimos días, notamos de pronto una muchedumbreque avanzaba hacia nosotros desde la Plaza Semiónovsky. Sol-dados, briosas canciones, música impetuosa... Todo se hizomuy claro. Lílochka se cubrió los ojos con la mano y dijo conla voz llena de aflicción: «Más que ninguna otra cosa, hubieraquerido morir allí con ellos». Con un movimiento de la cabezaindicó la plaza en que los regicidas acababan de ser ejecutados.

El mismo día, 3 de abril de 1881, el Comité Ejecutivode La Voluntad del Pueblo publicó una proclama en oca-sión de la ejecución, informando que el partido continuaríala lucha y solicitando la ayuda de toda la sociedad.

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San Petersburgo sufría una intensa agitación en los díasque siguieron al juicio. La excitación era universal duranteaquellos fugaces días de primavera, pero por supuesto, comoespejos de diferentes formas, cada uno reflejaba los aconte-cimientos a su modo. No obstante, el hecho de que las accio-nes del partido habían obligado a todos a pensar, a emergerdel profundo letargo en el que habían estado sumidos durantetanto tiempo, nos regocijaba: aun cuando algunos se indigna-ron, por lo menos habíamos influido sobre sus conciencias.

Sin embargo, el público no respondió a nuestro llamadodel 3 de abril: confuso, pasivo, permitió que el gobierno des-truyera a La Voluntad del Pueblo sin dejar rastros. El par-tido llevaba a cabo su lucha solo, con sus fuerzas aisladas ycada vez más exiguas; pero aun cuando estaba pereciendo enla desigual batalla, demostraba claramente a todo el mundoque el movimiento socialrevolucionario era el vencedormoral: y no el zar, ni la Ojrana, ni la burocracia. Y que estose reconociera generalmente significaba que las tareas y lasmetas que se había fijado La Voluntad del Pueblo eran co-rrectas e históricamente inevitables. Al dar un golpe contrala cabeza del Estado, el partido había gritado en voz alta, nosólo a nuestros compatriotas sino también al mundo entero:«Rusia y el pueblo ruso carecen de libertad política. ¡Que-remos la completa liberación de nuestro país!».

Una vez iniciada, la campaña para destruir a La Volun-tad del Pueblo tomó impulso como una piedra que ruedamontaña abajo. Se rompían violentamente las puertas, ex-plotaban bombas, moría gente: todo lo que nos rodeaba sedesplomaba. Abril trajo una continuación de los aterrado-res e ininterrumpidos arrestos que habían diezmado a la

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dirección del partido. A veces, nuestra propia situación pa-recía desconcertante: la mayor parte del partido estaba traslas rejas, pero nosotros los impresores estábamos todavía enplena libertad, como si viviéramos una vida mágica.

Pero el desenlace llegó finalmente para nosotros, comopara todo en la vida. El 2 de mayo, Lílochka salió de casadespués de la cena y por primera vez no regresó a la horaen que los tres habitualmente nos reuníamos de nuevo encasa. Las horas pasaban y finalmente se nos acabaron las ex-plicaciones posibles. Aparentemente la habían arrestado enalguna parte. Una cruel melancolía nos envolvió.

Teníamos que tomar medidas. En primer lugar, Gra-chevsky salió a consultar con otros miembros del partido.Regresó con instrucciones inequívocas de abandonar inme-diatamente el apartamento, no había posibilidad alguna desalvar la imprenta. Lentamente se dedicó a clasificar los di-versos papeles: los manuscritos más importantes y puso enun maletín los cuadernos donde estaba resumida la infor-mación que los traidores al partido le habían dado a la po-licía;73 colocamos las restantes pilas de papeles acumuladosen la estufa, cuidando de que las hojas que iban quemándoseno volaran por la chimenea hasta el techo y atrajeran la aten-ción de los bomberos. El apartamento oscurecido aparecíade pronto frío y lúgubre. Nos desplazábamos sin hacer ruido,sin hablar, como uno se mueve en una casa donde ha muer-to alguien. Nuestros pensamientos giraban en torno a las

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73 El partido había obtenido esta información a través de Klétocnikov, suagente dentro de la administración de la policía política.

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terribles pérdidas humanas sufridas por el partido y la de-sintegración de sus bien montados operativos.

A la mañana siguiente muy temprano, fuimos desperta-dos por el penetrante sonido del timbre. Grachevsky demoróun instante antes de ir a abrir la puerta. Era el criado que aten-día siempre nuestro apartamento, ahora algo avergonzado,puesto que no había venido para una tarea doméstica de rutina.

—Bueno –comenzó–, se supone que debo preguntarlessi están todos en casa.

—¿Y a dónde habríamos de ir? –preguntó Grachevsky asu vez–. Estamos en casa, estamos en casa, está mi esposa.

Mijáil señaló hacia mi habitación, y el criado pudo echar-me un vistazo a través de la puerta abierta. Más tranquilo, elcriado explicó la razón de su temprana visita: habían reci-bido orden de las autoridades de ver si todos los residentesestaban en sus apartamentos.

Dos horas más tarde abandonamos nuestro nido vacío ydevastado. De la gente que había trabajado en la imprentailegal, solamente Grachevsky y yo pudimos irnos por nuestrapropia voluntad. Todos los demás, con quienes habíamoscompartido tan a menudo los peligros y las largas noches detrabajo, habían sido arrebatados en el momento más tormen-toso de la lucha: estaban cautivos, perdidos para siempre en lasmás profundas tinieblas. Para ellos, la vida había terminado.

Sin perder un minuto, Grachevsky fue a una peluqueríay se hizo afeitar la barba, el bigote y las cejas. Se fue de la ciu-dad en el primer tren a Moscú.

IVANÓVSKAYA TAMBIÉN VIAJÓ A MOSCÚ, donde los sobre-vivientes de La Voluntad del Pueblo habían establecido una

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nueva imprenta clandestina. Sin embargo, una oleada de arres-tos pronto puso fin a esta empresa. En septiembre de 1882,en el transcurso de una misión en Vitebsk, donde el ComitéEjecutivo había reunido una vez más un grupo de impreso-res, Ivanóvskaya fue arrestada.

El Juicio de los Diecisiete –miembros de La Voluntaddel Pueblo acusados de estar involucrados en el asesinato delzar– tuvo lugar del 25 de marzo al 3 de abril de 1883. Iva-nóvskaya fue condenada a muerte, pero la sentencia fue con-mutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Despuésde tres meses y medio en la fortaleza de Pedro y Pablo en SanPetersburgo, fue enviada a Kara en Siberia oriental.

Los siguientes párrafos introductorios y cartas (que notienen destinatario) fueron publicados en 1923.

EN REALIDAD, NO LLEVABAN a los presos políticos condena-dos a trabajos forzados a explotar los depósitos de oro deKara; no se nos permitía siquiera llevar nuestra propia leñay agua a la prisión. Estrictamente aislados de las demás pri-siones cercanas a Kara, los edificios para los «políticos» te-nían su propio personal especial. La administración estabaencabezada por un comandante investido de plenos pode-res. Había gendarmes para la vigilancia en el interior de lascárceles políticas y destacamentos de soldados que común-mente permanecían afuera, excepto cuando había una huelgade hambre, o un suicidio por envenenamiento: entoncesel gobernador o gobernador-general que aparecía dentro dela prisión para una inspección, invariablemente se rodeabade un cordón de soldados armados.

A los prisioneros políticos solamente se les permitía

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mantener correspondencia con sus parientes por medio detarjetas postales. Se nos permitía a nosotros mismos escribirlas tarjetas, pero no podíamos firmarlas con nuestros pro-pios nombres. Los mensajes eran sucintos: «Tu hermanarecibió quince rublos y tu carta del 20 de enero. Tu hermanaestá muy preocupada por tu silencio y se pregunta dónde es-tarás ahora. Tu hermana besa y abraza a todos. Besa a tuspequeños. (Firmado) Teniente-coronel Masiukov, Coman-dante.» Por supuesto, estas pocas líneas no transmitían nadaa nuestros familiares y amigos en casa, y por tanto siempreestábamos a la espera de oportunidades, por más indirectasque fueran, de comunicarnos más ampliamente. Por ejem-plo, a veces lográbamos enviar cartas clandestinas con lagente que se iba de la prisión rumbo a la colonia de exilia-dos: cartas en código que hacíamos perforando páginas delibros, o bien cartas escritas sobre trozos de percal blanco,que luego cosíamos dentro de la ropa que usábamos, hechacon la gruesa tela gris de la institución. Por supuesto, todavez que se presentaba alguna oportunidad relativamente se-gura, simplemente escribíamos y enviábamos largas cartas.

Desgraciadamente pocos de estos recordatorios de la pa-sada generación se han conservado; algunos se perdieron ofueron destruidos por el camino, y los que se recibían intac-tos se ocultaban a menudo en los sótanos de las casas, paraprotegerlos de las pesquisas policiacas, y ahí se pudrían conel correr de los años. Sin embargo, las pocas páginas de micorrespondencia que han podido preservarse darán al lectoruna imagen de una pequeña parte de nuestra existencia enaquellas tumbas penales, que destrozaron las vidas de cien-tos de fogosos jóvenes, transformando seres humanos en

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muertos vivientes. Las cartas fueron escritas entre 1885 y1888.

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HACE TIEMPO PROMETÍ ESCRIBIR en detalle acerca de nues-tra vida en Kara y espero cumplir esa promesa con esta carta.No sé nada en absoluto acerca de la vida en la fortaleza deShüsselburg en San Petersburgo o de la gente que está allíenterrada; apreciaría cualquier clase de información que pu-dieran proporcionarme.74 Nadie en absoluto ha salido de allítodavía: por lo menos, nadie ha llegado hasta Kara. Todos ocasi todos los que han llegado a Kara después de los juiciosde los últimos años, han pasado el periodo «de prueba» en lafortaleza de Pedro y Pablo, y los relatos que oímos acerca deesa experiencia literalmente nos ponen los pelos de punta:aquellos que han tenido que soportarlo durante largo tiempohan acabado como cadáveres vivientes. Antes de que la ad-ministración pudiera trasladarlos hasta Kara, tenían que serllevados en camilla a la Casa de Detención Preliminar, pararecuperarse. Se les hacía ganar algo de peso y se les propor-cionaba tratamiento médico a expensas del Estado, y luegose les remitía, en cuanto se sentían algo mejor.

De las mujeres, Tatiana Lébedeva y Anna Iakímova fueronlas que más sufrieron durante el periodo «de prueba». Sin

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74 Vera Figner pasó 22 años encerrada en la fortaleza de Schüsselburg, lamayor parte del tiempo absolutamente incomunicada, al igual que el restode sus compañeros presos. En el segundo libro de sus memorias relata losaños terribles pasados en esa isla-prisión.

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embargo, como Iakímova tenía un niño, finalmente se leotorgaron ciertos privilegios: se mejoró su alimentacióny le permitieron coser ropas para el bebé. Aunque fue ence-rrada en un edificio aparte y no se le proporcionaban libros,la atención del niño llenaba su tiempo. En cuanto a Lébe-deva, estuvo enferma todo el tiempo y nadie le prestaba lamenor atención. Como todos los que estaban en periodo «deprueba» se enfermó terriblemente de escorbuto. Fue tan graveque yacía en cualquier parte como un cadáver, toda hinchada:no podía comer, porque se le habían aflojado los dientes yse le habían hinchado las encías, y estaba indiferente a todo,apenas consciente. Llamaron a un doctor, que no hizo másque ordenar que se agregara un limón a su comida, peroella de todos modos no podía comerlo. Solamente bajo losbuenos oficios de un sacerdote, a quien ella había llamadocon este propósito, pudo Lébedeva conseguir una Biblia yalgunos otros libros del mismo tenor; antes, había pedidolibros y su solicitud había sido rechazada. Los servidores(«tíos» como se les llamaba) se comportaban muy rudamentecon los prisioneros, tratándolos de «tú», y el único oficial quehablaba con ellos en sus celdas era el carcelero; los otros senegaban a hacerlo sobre la base de que los presidiarios no te-nían derecho a expresar quejas o hacer pedido alguno. La pro-testa estaba excluida por completo: los presos habían sidoseparados de tal forma que no sabían nada unos de otros. Encuanto a las huelgas de hambre, podían casi haberse muertode inanición antes de ser notadas.

Lébedeva pasó más de un año en estas condiciones, y unono puede más que asombrarse de que haya logrado sobre-vivir, teniendo en cuenta su mala salud. Yo misma pensé

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que había muerto, y me quedé atónita ante su presenciacuando llegó a Kara: se había recobrado tan bien en el ca-mino que casi no podía notarse que había estado enferma.Sin embargo, bajo las condiciones de Kara, rápidamente re-aparecieron sus síntomas, y se enfermó gravemente duranteel invierno, aunque se la puso de inmediato bajo el régimenpara los enfermos: es decir, se le daba mejor alimentación,una de las mejores celdas y no se le obligaba a realizar traba-jos pesados.

La prisión de Kara se parece más que nada a un establo enruinas. Hay una humedad y un frío feroces; no hay ningúncalor en las celdas, solamente dos estufas en el comedor. Laspuertas de las celdas se mantienen abiertas día y noche, deotro modo moriríamos heladas. En invierno, se forma unagruesa capa de hielo sobre las paredes de las celdas de la es-quina y, por la noche, la parte de abajo de los colchones depaja se cubre de escarcha.

En invierno todo el mundo se reúne en el comedor, por-que se está más cerca de las estufas y se puede conseguir unacorriente de calor. Dado que las celdas que están más lejosde la estufa son completamente inhabitables, la gente quevive en ellas lleva sus camas al comedor. Por supuesto, hay«héroes», gente que ansía toda la soledad temporal que puedaobtener: entumecidos por el frío, permanecen en las solitariasceldas. Como a menudo lo ha dicho Natalia Armfeld: «Seríaposible soportar el frío, si uno no tuviera que sacar las ma-nos de debajo de la manta. ¡Oh, mis queridos, si solamentealguien inventara unas pinzas que despabilaran mecáni-camente nuestras velas y volvieran las páginas de nuestroslibros!».

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Yo fui una de las residentes temporales del comedor, ypuedo decir que las instalaciones no eran especialmente con-fortables ni tranquilas. Allí se cocinaba, se amasaba el pan, yse lavaban toda clase de cosas: en la mesa, había siemprealguien leyendo las últimas publicaciones periódicas, mien-tras que a su lado, había alguien cortando carne para los en-fermos o remojando ropa interior en una tina. El inviernopasado, sin embargo, establecimos una «constitución» pro-pia. Puesto que el frío hacía imposible estudiar en las celdas,y como el bullicio en el comedor había estado impidiendoallí cualquier clase de lectura que no fuera ligera, de ahí enadelante tendríamos dos días de silencio a la semana, en queel comedor se utilizaría exclusivamente para leer. Quien-quiera que deseara entablar una conversación tenía que irsea una de las celdas distantes y hablar en voz baja, porque lasparticiones eran delgadas y las conversaciones en voz alta po-dían oírse en cualquier parte.

Todo el mundo está muy satisfecho con la constitucióny las violaciones son extremadamente raras. Generalmente,las transgresoras son reprendidas de inmediato y guardansilencio. No obstante, ocasionalmente se hacen excepcio-nes. A veces, luego de observar la constitución a lo largo deldía, todos comienzan a sentir gradualmente la necesidad dehablar. Nadie quiere ser la única persona que rompa el si-lencio, pero al final alguien percibe el estado de ánimo ge-neral y solamente tiene que abrir la boca para que estalle untumulto. Se calienta el samovar y comienza una suntuosa«fiesta».

Ya sea debido al hambre o al frío, el samovar siempre juegaun papel importante en nuestras «fiestas». Toda vez que hay

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un acontecimiento público –la llegada de cartas desde casao del correo con noticias recientes desde la prisión de loshombres, por ejemplo– calentamos el samovar, incluso denoche (en realidad, a mucha gente le gusta eso más que nada–el samovar por la noche es un acontecimiento en sí). Tá-nichka Lébedeva, que ha estado llevando nuestras cuentas–ella es la «más anciana» aquí– considera que es su deber re-zongar un poco cada vez que ocurre esto, asegurándonos quela gente se entusiasmará y consumirá demasiado de nuestrareserva de azúcar; pero en esas ocasiones nadie la escucha.Durante el día, cierran solamente las puertas de la prisión(las externas y las internas), pero por la noche cierran tam-bién la entrada al área donde vivimos. Cada celda es apenaslo bastante grande para contener dos camas estrechas y unapequeñísima mesa entre ambas. Las ventanas de las celdasson pequeñas y están situadas muy cerca del techo, como lasde los establos en las haciendas pobres; como resultado, haymuy poca luz. En el corredor, solamente la sección que tieneventana recibe alguna luz; la otra parte, que está bloqueadapor las estufas, está oscura como boca de lobo.

Todas nuestras reuniones tienen lugar en la mesa dondecomemos, cerca de la ventana. Generalmente leemos los pe-riódicos y revistas juntos. Una vez por semana –o a veces másespaciadamente– nos traen los libros que hemos solicitadode la biblioteca, que está en la prisión de los hombres, máso menos a unos quince kilómetros de distancia. Los entregaun cosaco a caballo, quien a veces los deja caer de la bolsaen el camino desde allí, perdiéndolos para siempre.

Lamento mucho no tener los dibujos que hace NataliaArmfeld. Hace esbozos humorísticos de nuestra vida familiar

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en la prisión y poemas y caricaturas para celebrar todos losacontecimientos notables aquí, tales como la visita de algúngeneral inválido u otro personaje importante.

En este lejano lugar, el mejor comandante es el que visitamenos la prisión, y como la prisión de las mujeres está bas-tante lejana, nos visitan menos frecuentemente que a los hom-bres. Hemos tenido cuatro comandantes diferentes desde queyo llegué aquí. Ninguno de ellos ha estado mucho por acá,excepto el último, al que le gusta entablar conversación connosotras, en parte para recoger información útil, en partesolo porque es viejo y charlatán. Es un trapacero y le agradahacer trucos sucios a hurtadillas, de modo que no puedanserle imputados. En general, es el hazmerreír tanto de losprisioneros como de sus propios subordinados.

El verano pasado, alguien denunció al comandante ¡ale-gando que permitía a los presos que escribieran demasiadoen sus tarjetas postales! Como resultado, el flujo de corres-pondencia se detuvo por completo durante un tiempo. Habíaque entregar todas las cartas para que las examinaran a la ad-ministración de la gendarmería de Irkutsk, que de allí en ade-lante iba a controlar la correspondencia. Pero bien pronto lasautoridades se dieron cuenta de que este plan era excesiva-mente estúpido –en realidad, ellos mismos deben haberloencontrado inconveniente– y de este modo se reinstauraronlos antiguos procedimientos. El saldo fue simplemente quenos obligaron a quedarnos durante varios meses sin correo,una pérdida muy dolorosa para nosotros. Las noticias decasa son la luz imperecedera de nuestras vidas.

Las cartas, aun las más comunes y triviales, nos propor-cionan un placer indescriptible. Esperamos al cosaco que

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entrega estos mensajes de casa como si fuera un mensajerodel cielo. Aun si sólo una persona recibe una carta hay unregocijo general.

A propósito: ustedes probablemente conocen la nuevacircular del gobernador de Transbaikal que prohíbe enviardinero a la gente de Kara. Es totalmente descabellada: diceque es poco natural ayudar a nadie que no sea un parientecercano. Creo que es probablemente el resultado de algúninforme expedido por el comandante.

No diré nada acerca de las condiciones materiales aquí;ya se ha escrito bastante. Cualquiera que se interese por Karasabe lo terribles que son ambas prisiones y lo importante quees ayudar a mantener la salud de los presos. Creo que ningunacircular puede impedir que la gente nos ayude, si lo deseaverdaderamente. Los que prestan su ayuda simplementepor las apariencias encontrarán este último obstáculo muyconveniente, como también los que simplemente expresansu intención de ayudar pero nunca lo hacen.

Hasta ahora, he escrito solamente acerca de la cárcel demujeres. Ustedes podrían obtener una idea más clara y deta-llada acerca de la prisión de los hombres a través de alguienque esté allí, pero quizá yo pueda decirles lo que se apreciadesde afuera. La situación de ellos es mucho peor que lanuestra porque están encerrados todos juntos, alrededor deveinte en una celda. Es cierto que, según dicen, sus celdasson más grandes y más cómodas que las nuestras; pero esalgo terrible estar tan apiñados, especialmente para alguienque ha estado en una celda solitaria por largo tiempo. Hanestablecido varias «constituciones» con el fin de molestarselo menos posible unos a otros y hacer que su vida común

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sea más soportable, pero de todos modos, se dan cuenta us-tedes, ¡veinte personas! y lo que es más, se les permite salir ycaminar durante solamente una o dos horas al día, y aun asísolo bajo estricta vigilancia: además de los gendarmes queestán de servicio, hay un contingente de soldados armadosen formación en el patio. Muchos de los presos caminan lle-vando grilletes.

Todos los que han sido enviados a la colonia de exiliadosescriben cartas tristes acerca de la situación, y esto no deberíasorprender a nadie; debe ser una experiencia terriblementedifícil vivir allí. Pero escribiré sobre esto en alguna otraocasión, cuando se presente una oportunidad adecuada.Pasamos nuestras vidas esperado que suceda algo, y que apa-rezca, aunque muy raramente, algún viajero que ha erradoel camino.

ii

NO HACE MUCHO TIEMPO, se introdujo el «libre dominio».Puesto que estos términos existen solamente para describirnuestra situación aquí y son probablemente incomprensi-bles para ustedes, les contaré qué es esta institución. Dosaños antes de que se nos incluya en la lista para ser enviadosa la colonia de destierro, nos dejan salir en «libre dominio»:vivimos en un alojamiento sin cerrojos, sin vigilancia cons-tante, pero los gendarmes vienen dos veces por día para rea-lizar un control. Hace tiempo, en la década de los setenta,los primeros presos políticos exiliados en Kara tenían de-recho a salir en «libre dominio», luego de pasar un periodode «prueba», pero bajo la administración de Loris-Mélikov

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se suprimió ese derecho para los «políticos». Fue restauradohace apenas poco tiempo, en 1885.

Y aun ahora, todo este asunto, del «libre dominio» es in-seguro para los presos políticos. Es un derecho inalienablepara los delincuentes comunes; más aún, a los presidiarioscasados nunca se les encierra en la prisión, si sus esposas loshan acompañado. Es cierto que, para nosotros los prisionerospolíticos, un hombre puede salir más fácilmente al dominiosi su esposa está con él,75 pero el dominio no es cosa con laque se pueda contar: es un privilegio especial que dependedel buen comportamiento, las peticiones de los parientes,etcétera, y si algo marcha mal aunque sea con una sola per-sona, será totalmente abolido para todos nosotros. En estepreciso momento, hay sólo siete hombres y cuatro mujeresen el dominio. Las mujeres viven a dos kilómetros de noso-tros a la orilla del río Shilka.

Nuestra prisión se encuentra en un barranco entre lomasoscuras y densamente arboladas, cerca de la desembocaduradel Kara, un pequeño arroyo que está lleno de oro. Pode-mos ver el paisaje que nos rodea –el desierto cercado pormontañas salvajes– solamente a través de las estrechas hen-diduras de nuestras ventanas. Todo el vasto mundo que estámás allá se encuentra aislado de nosotros por esas sombríasmontañas y por el bosque, que ha envejecido en su aisla-miento primitivo. El edificio de la cárcel de los hombres sehalla a quince kilómetros de distancia, en un círculo hechode cercas, en los campos de oro del bajo Kara.

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75 No parece haber habido ningún caso en la Rusia del siglo XIX en queun hombre haya seguido a su esposa al exilio en Siberia.

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De buen o mal grado, la gente decae rápidamente en estatumba que es Kara. Hay un sentimiento al que no se puedeescapar, de que para muchos de nosotros, la vida ha termi-nado irrevocablemente; y sin embargo, uno debe maravi-llarse del valor espiritual con el que todos soportamos nuestralenta muerte.

No hace mucho, mi buen amigo Grigori Popkó murió detuberculosis aquí en Kara. Casi todos los que se enferman nosdejan para siempre, para ir al más allá, a ese mundo donde,supuestamente, no hay penas, no hay sollozos, no hay tuber-culosis. Hoy nos enteramos de que la gente está enfermán-dose de escorbuto en la cárcel de los hombres a causa de lamiserable alimentación. Les ha estado llegando tan poco di-nero de los parientes que los hombres sólo pueden comple-mentar la ración estatal con, a lo sumo, un valor de dos rublosde comida por mes y por persona, incluyendo tabaco y té; notienen nada de azúcar. Las cosas van a ponerse peores,además: tendrán que satisfacerse únicamente con lo que elEstado les da. Nuestra patria nos está olvidando, a sus ver-daderos y devotos hijos.76 ¿Es posible que finalmente vaya aarrojamos a los lobos?

EN 1898, DESPUÉS DE QUINCE AÑOS en prisión, Ivanovskayafue enviada a una colonia de exiliados cerca del lago Baikal.Cuatro años después fue trasladada a Chitó, en Siberia orien-tal. En 1903, a los cincuenta años, se fugó, porque sentía la ne-cesidad de «acercarse a la vida, de calibrar las nuevas corrientes»del movimiento de liberación. Se unió al recién formado

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76 En masculino en el original, en cuyo idioma el plural es neutro. (T).

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Partido Socialista Revolucionario, un grupo populista queseguía la tradición de La Voluntad del Pueblo, cuya Orga-nización de Combate llevó a cabo atentados contra funcio-narios de la represión. Asumiendo el papel de una sirvientaanalfabeta en uno de los apartamentos conspirativos del par-tido, en 1904 tomó parte en el asesinato del odiado ministrodel Interior, V. K. Plehve,77 cuya despiadada política se exten-día no sólo al movimiento revolucionario, sino también a lasminorías nacionales y a la oposición liberal. «La conclusiónde este asunto me proporcionó cierta satisfacción: finalmenteel hombre que había causado tantas víctimas fue conducidoa su destino inevitable tan universalmente deseado.»

Luego del asesinato de Plehve, Ivanóvskaya viajó al ex-tranjero para tomarse un breve descanso y regresó poco tiempodespués de la masacre de obreros conocida como el «domingosangriento» (9 de enero), que marcó el comienzo de la revo-lución de 1905. Pese a un «fuerte deseo y cuidadosos planesde llevar sobre mis hombros una carga más ligera», reanudósu trabajo en la Organización de Combate del Partido So-cialista Revolucionario. No obstante, la organización fue de-nunciada a la policía, antes de que llevara a cabo una serie deasesinatos planeados, e Ivanóvskaya pasó la mayor parte delaño 1905 tras las rejas. A fines de octubre, cuando una huelgageneral masiva obligó al régimen a hacer concesiones cons-titucionales y otorgar la amnistía a un gran número de pri-sioneros políticos, fue liberada.

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77 El episodio es recogido por Borís Savínkov en sus Memorias de unterrorista, Barcelona: eds. Dirección Única, 2017.

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Junto con su hermana, Ivanóvskaya fue a Sarátov, unaprovincia del Volga, y en 1906 tomó parte activa en la cam-paña electoral para la primera asamblea legislativa rusa,la Duma del Estado. Su autobiografía registra un últimoencuentro con la policía. En 1907, los gendarmes aparecie-ron en su casa y trataron de arrestarla por haberse fugado deSiberia en 1903. Una vez más, los eludió: «Me fui por lapuerta del fondo». En este tono termina el ensayo autobio-gráfico de Ivanóvskaya, escrito en la URSS en 1925.

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o l g a l i u b a t ó v i c h

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OLGA LIUBATÓVICH NACIÓ EN MOSCÚ EN 1854. Su padre,ingeniero práctico, era un refugiado político de Montenegro.Su madre era hija del dueño de una mina de oro y poseía,según escribe Olga, «un nivel cultural raro en aquellos tiem-pos: había estudiado en el mejor pensionado francés de Moscúy había frecuentado mucho tiempo a algunos escritores, en lacasa de una de sus amigas del colegio. Su padre murió cuandoOlga era una adolescente.»

Liubatóvich siguió sus primeros estudios en Moscú. Enmayo de 1871, junto con su hermana Vera, un año menor,fue a Zürich a estudiar medicina. Francisca Tiburtius, unacontemporánea suiza, nos ha dejado una vivida descripciónde Olga Liubatóvich tal como era en esos años. Mientras es-peraba a algunos amigos en un restaurante frecuentado porlos rusos, vio por casualidad

un ser enigmático, cuyas características biológicas no me resul-taron al principio nada claras: un rostro redondo, de muchachoen apariencia, con el cabello corto, peinado con una raya al cos-tado, enormes anteojos azules, una piel de color delicado, unachaqueta rústica, un cigarrillo encendido en la boca; todo su as-pecto era el de un chico, y sin embargo había algo que desmentíaesta voluntaria impresión. Miré subrepticiamente bajo la mesa ydescubrí una falda de algodón de colores alegres, un tanto deste-ñida. El ser no se dio por enterado de mi presencia y permaneció

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absorto en un gran libro, armando de vez en cuando un cigarrilloque terminaba en unas pocas bocanadas.78

Las dos hermanas Liubatóvich participaron en el círculofemenino de Fritsche en Zürich (en las memorias de Figner,Olga aparece como «Tiburón» –un apodo que adquirió acausa de su voraz apetito– mientras que Vera es «Lobito») yambas regresaron posteriormente como miembros de laOrganización Social Revolucionaria Panrusa. En la prima-vera de 1875, Olga Liubatóvich comenzó a trabajar comoobrera fabril no calificada. Llevó a cabo propaganda socia-lista entre los obreros moscovitas y luego en Tula, dondefue arrestada bajo las circunstancias que describe Figner enla página 88. Pasaron casi dos años antes de que ella y suscamaradas fueran llevados a juicio. Finalmente, en el Juiciode los Cincuenta, de marzo de 1877, Liubatóvich fue con-denada a nueve años de trabajos forzados. La sentencia seredujo posteriormente al simple destierro, y Liubatóvich fuetransportada a un pequeño pueblo de la provincia de To-bolsk, en Siberia occidental.

Presa bajo un régimen de seguridad mínima, en una casaparticular en vez de una prisión (una medida bastante co-mún), Liubatóvich pudo poner sus conocimientos de medi-cina al servicio de la población local, entre la cual adquiriórápidamente la reputación de que hacía milagros. Su acti-tud violentamente independiente la llevó pronto a enfren-tamientos con las autoridades: en un momento dado, resistió

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78 J. M. MEIJER, Knowledge and Revolution: The Russian Colony inZürich (1870-1873), Paises Bajos: ed. Assen, 1955, pág. 59.

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con éxito un registro de su alojamiento durante tres días,levantando barricadas en su casa y convenciendo a una par-tida de gendarmes que la asediaban de que tenía un armade fuego y estaba dispuesta a usarla (en realidad sólo estabaarmada con un cortaplumas y algunos utensilios de cocina).Más tarde, en julio de 1878, Liubatóvich fraguó un «sui-cidio» para beneficio de la policía –una nota, una carta dedespedida para su hermana, algunas ropas arrojadas estraté-gicamente a las márgenes de un río de corriente rápida– y,con la ayuda de un joven campesino al que había convertidoal socialismo, logró fugarse.79 Viajando en coche, en barco yen tren, se las arregló para llegar a San Petersburgo dondeesperaba encontrar a sus camaradas y reanudar su actividadrevolucionaria. Sus memorias comienzan en este punto.

A PRINCIPIOS DE AGOSTO DE 1878 llegué a San Petersburgocomo una mujer libre. Mientras estaba todavía en la estacióndel tren, sin advertir la actividad poco habitual y la ocultacorriente de intranquilidad de la multitud, mis pensamien-tos recayeron por primera vez en las dificultades con quedebía enfrentarme en la capital: tenía mis ropas al hombro,unos escasos kopeks en los bolsillos y ningún lugar adondeir. Entonces, en medio de mi distracción, alcancé a oír: «¡Estámuerto, lo mataron en el acto!». Alcé la cabeza y miré a mialrededor aturdida.

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79 Los detalles sobre la vida de Liubatóvich en el exilio y sobre su fugaprovienen de Serguei KRAVCHMSKY [Stepniak], A Female Nihilist, Bos-ton, 1886 [Trad. al español: Sergei STEPNIAK, La verdadera historia de lanihilista Olga Liubatovich, Madrid: ed. Antipersona, 2014].

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En ese preciso instante, se me acercó una mujer madura,sencillamente vestida, que me examinó de pies a cabeza ycomenzó a preguntarme dónde pensaba alojarme y si teníaalgún pariente en la ciudad. Le contesté que no tenía parien-tes, ni sabía dónde iba a quedarme, porque era la primeravez que venía a la ciudad. Me examinó de nuevo y me pro-puso amigablemente que rentara una de sus habitacionesamuebladas: dijo que eran baratas y además buenas. No meagradaba la mirada de la mujer ni su tono almibarado perocomo me encontraba en un total desamparo, acepté su ofertade buen grado, pensando que quizá el destino me la habíaenviado para salvarme.

En el camino a su casa, se quejó de lo difícil que se habíavuelto vivir en la capital y me informó al pasar que esa ma-ñana, algún delincuente había asesinado a Mézentsev, el jefedel cuerpo de gendarmes, en la calle. Me estremecí: este nuevoacontecimiento hacía mi situación aún más precaria, puestoque la policía registraría la ciudad en busca del asesino.

Mi nueva casera me condujo a una habitación oscura ysucia, y trajo un samovar. Yo no tenía té, de modo que bebíagua caliente con algo del pan que había comprado con misúltimos cinco kopeks. Luego de un rato, salí a vagabundearpor la ciudad. Allí estaba yo en San Petersburgo el 4 de agos-to, ¡el mismo día en que Mézentsev había sido asesinado! Unainterrogante me absorbía por completo: ¿podría encontrar aalguno de mis antiguos camaradas?

Como la ciudad me era completamente desconocida, erréa la aventura durante tres días enteros sin éxito. Mi pan de-sapareció rápidamente, y me encontré al borde de la inani-ción; casi sin fuerzas para seguir caminando. Con su larga

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experiencia la casera inmediatamente comprendió que yoestaba sin un céntimo, pero siguió tratándome con bondad:una o dos veces me trajo incluso té y un bollo. Pero apenas aca-baba de saciar mi hambre, en una de estas ocasiones, cuandose me aproximó el portero del edificio, quien me sugirió contodo descaro que trabara relación con algunos jóvenes quevivían en la pensión. Me quedé pasmada. La idea de que yoera una mujer joven y de que los hombres podían tener inte-rés en mí como tal me era totalmente ajena; yo me conside-raba como una fugitiva sin hogar y nada más. Después de unmomento, recobré el sentido y mandé al portero a paseo.Apresuradamente me puse un pañuelo y salí corriendo paracontinuar la búsqueda de mis camaradas. Finalmente, la for-tuna me sonrió: encontré al abogado Bardovsky que habíavuelto a casa de su dacha.

Bardovsky había defendido a las hermanas Subbótina ennuestro proceso, el Juicio de los Cincuenta. Había sido no-tablemente afectuoso y compasivo con todos nosotros: du-rante su alegato por la defensa, se emocionó tanto que el juezse vio obligado a interrumpir la sesión durante algunos mi-nutos para permitirle que se calmara. Ahora, cuando buscabaa mis camaradas, el recuerdo de este incidente me llevó a élinstintivamente. Y entonces, bondadoso e impetuoso comosiempre, Bardovsky me invitó de inmediato a quedarme ensu casa, aunque sólo me conocía de vista. Se lo agradecí sin-ceramente, pero decliné su oferta, porque no deseaba poneren peligro a alguien que en realidad no era parte del movi-miento.80 Entonces me dio la dirección de Sofía Leshern.

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80 En definitiva, mi precaución no lo salvó. Bardovsky fue arrestado el 25

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Prácticamente me fui volando hasta su apartamento: nonos conocíamos, pero yo sentí que existía una íntima vincu-lación entre nosotras, forjada por nuestra común experienciade las adversidades y la prisión. Leshern estaba en su casa, yme recibió como a una hermana largo tiempo esperada. Mepropuso que dejara mi habitación amueblada y me fuera avivir con ella durante un tiempo: el minúsculo apartamentopertenecía en realidad a Alexandra Malinóvskaya, una jovenartista, pero le había entregado el gobierno del mismo a Les-hern mientras ella estaba en el campo.

Esa noche, cerca de quince personas –todas desconoci-das para mí– vinieron al apartamento. En esta reunión meencontré por primera vez con Serguei Kravchinsky, quienllegaría a ser como un hermano para mí.

Había ya un cierto número de personas en la habitaciónen el momento en que entró Kravchinsky, pero sentí que miatención se desviaba involuntariamente hacia su figura fuertey varonil y su rostro distinguido. Llevaba un sombrero de copay vestía como un caballero; su corta barba al estilo napoleó-nico le daba el aspecto de un extranjero. Aunque había otrasmujeres, se encaminó directamente hacia mí y me extendióla mano con un gesto de desenvoltura y camaradería.

—La conozco de oídas –dijo–. Quizá usted también haoído hablar de mí –se presentó.

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__________

de julio de 1879, falsamente acusado de cobijarme; probablemente él habíahablado de mi visita sin cuidarse. El arresto, que lo tomó completamentepor sorpresa, resultó ser un golpe demasiado grande para él, y poco despuésenfermó mentalmente: Liubatóvich.

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—Sí –respondí yo, pensando: ¿cómo podía no haberoído hablar de uno de los pioneros del movimiento «haciael pueblo»? Tenía más edad que yo y más experiencia de tra-bajo con el pueblo; yo lo consideraba un camarada veterano.Aunque era extremadamente tímida en mi juventud, de al-gún modo trabamos una conversación sincera y espontánea,y a medida que hablábamos, contemplaba libremente surostro franco y audaz, un rostro en el cual los rasgos feos eirregulares y las líneas desiguales se volvían hermosos. Noshicimos amigos de inmediato.

Gradualmente, nuestra animada conversación atrajo a al-gunos de los demás. Aparte de Kravchinsky, quien me causóla mayor impresión esa noche fue Valerián Osinsky. Comosucedía con muchos revolucionarios de la década de los se-tenta, Osinsky había sido llevado a la actividad política porsu respeto hacia el sufrimiento. Su primer breve contacto conla prisión fue el resultado de un intento de entrar a la sala deltribunal durante el Juicio de los Cincuenta. Y entonces meconfesó que su más ardiente deseo había sido ver a las «Ama-zonas de Moscú», que habíamos crecido en mansiones seño-riales, gustado todos los atractivos del libre trabajo intelectualen las universidades de Europa y, después, con tan valerosasimplicidad, habíamos entrado a las inmundas fábricas deMoscú como simples obreras.

Kravchinsky y yo continuábamos nuestra discusión, quehabía recaído sobre mi biografía de Betia Kaminskaya, unacamarada que se había suicidado. Sofía Bardiná y yo escri-bimos la obra en la cárcel, y la misma había aparecido re-cientemente en La Comuna [Obshchina], un periódico quese publicaba en el extranjero. Kravchinsky me preguntaba

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–puesto que yo había trabajado en una fábrica con Kamins-kaya– si las impresiones de tono más bien pesimistas queimpregnaban las descripciones de Kaminskaya sobre su ex-periencia en la fábrica no habían estado en realidad matiza-das por sus propias peculiaridades individuales.81 Yo le dijeque compartía el pesimismo de Kaminskaya, y se suscitó unacalurosa discusión sobre «el pueblo». Aunque la propia ex-periencia de Kravchinsky respecto a la propaganda entre lasmasas populares había sido relativamente poco productiva,como la de todo el mundo, continuaba siendo un gran entu-siasta. Él creía que llegaría el momento –y quizá muy pronto–en que el pueblo entendería lo que habíamos estado dicién-dole y comenzaría a luchar por su libertad con todas sus fuer-zas; mientras tanto, nuestra propia tarea era abrirle el caminoemprendiendo la guerra contra el gobierno, sin abandonar,sin embargo, las actividades de propaganda.

—De acuerdo con lo que usted dice, es difícil arrastrar alas masas tras de nosotros –dijo Kravchinsky–. Bueno, ¿quépiensa del affaire de Chigirin?82

Yo no sabía nada acerca del affaire Chigirin –que había te-nido lugar mientras estaba en Siberia– y entonces Kravchins-ky me puso al tanto de ese intento realizado por Stefanóvich

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81 Kravchinsky se refería al hecho de que Kaminskaya había tenido uncolapso nervioso en la prisión mientras aguardaba el juicio.82 Durante los años 1876 y 1877, Iakov Stefanóvich y Lev Deich (que mástarde pertenecieron al Reparto Negro) redactaron e hicieron circular falsosmanifiestos zaristas llamando a los campesinos del área de Chigirin a or-ganizar milicias secretas con el fin de apoderarse de las tierras de la noblezay redistribuirlas entre el pueblo. Organizaron cerca de mil campesinos antesde que la conspiración fuera descubierta y aplastada por las autoridades.

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y Deich, quienes se hicieron pasar por enviados secretosdel zar, para realizar una rebelión campesina contra la no-bleza y los funcionarios locales. Decidí que no me gustabaeste engaño. Es cierto que podía efectivamente incitar a loscampesinos a una rebelión más fácilmente que la propagandafranca y honesta que practicábamos el resto de nosotros. Peroyo creía que era peligroso, porque podía servir para reforzarel mito del «zar protector», sinceramente interesado por elbienestar de su pueblo.

No obstante, yo sentía que nuestro movimiento no teníaotra alternativa que abandonar la noción idealizada de le peu-ple souverain, un pueblo con orgullo y fuerza, consciente desus derechos y capaz de confiar únicamente en sus propiosrecursos. Los demás asistentes compartían mis sentimientosy una oleada de tristeza recorrió nuestros rostros. Sí, había-mos esperado encontrar un pueblo consciente de los «dere-chos del hombre»: ésa iba a ser la más alta sanción moral denuestra política. En vez de eso, encontramos una masa amorfa,un pueblo esclavo que ocasionalmente producía algunos in-dividuos valientes, pero que en su conjunto estaba inmersoen un profundo sueño letárgico. Y por eso, para vengar esadistorsión de la naturaleza humana, nosotros los revolucio-narios habíamos desenvainado la espada contra el Estado.Primero el idealismo, luego la dolorosa indignación: ésa estoda la psicología del periodo clásico o «heroico» de nuestrahistoria revolucionaria.

Para disipar el desaliento que había envuelto al grupo,Osinsky relató con entusiasmo la historia de la fuga deStefanóvich y Deich de la cárcel de Kiev. Siguieron másdiscusiones, un recuerdo traía otro, y estuvimos sentados

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conversando hasta muy avanzada la madrugada. Y si algúnhabitante de San Petersburgo, respetuoso de la ley, hubieracasualmente atisbado dentro de la atestada habitación, nadaen nuestro aspecto le hubiera sugerido que éramos una bandade los más importantes conspiradores del país. Nada en nues-tra forma de vestir, en nuestros gestos o en nuestro moderadolenguaje se parecía a la licencia vulgar y la rudeza que la so-ciedad llamaba «nihilismo» y asociaba con los revolucionarios.Este «nihilismo» estilizado había dominado efectivamente loscírculos estudiantiles de los sesenta, pero en los setenta habíadesaparecido por completo, por lo menos en las grandes ciu-dades y por cierto entre los verdaderos revolucionarios.

La velada concluyó con un detallado relato del asesinatode Mézentsev.83 Me sorprendió la insistencia de Kravchinskyen hacerme notar que, aunque Mézentsev estaba caminandocon otro hombre, el asesino lo había enfrentado cara a cara,en vez de apuñalarlo por la espalda. Sólo algún tiempo des-pués me enteré de que el asesino era el propio Kravchinsky.

Algunos días después de la fiesta, Kravchinsky llegó consu íntimo amigo Nikolai Morózov a quien nos presentó como«nuestro joven poeta». Morózov se sonrojó como una joven-cita. Aparte de su labor literaria, era uno de los miembrosdel partido que abogaba más fervorosamente por la guerrarevolucionaria de guerrillas –la lucha terrorista– e iba siem-pre fuertemente armado con pistolas, casi encorvado bajo supeso. Su altura era mayor de lo normal, y tenía ojos grandes,pensativos, y rasgos pequeños y delicados. Su cuerpo, del-gado y frágil, parecía poco desarrollado, y su voz vacilante

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83 Jefe de la policía secreta de San Petersburgo.

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y aguda reforzaba mi impresión de un árbol joven que hacrecido lejos del aire fresco y el campo raso. Me parecía muyjoven, y sin pensarlo adopté una actitud casi de protección.Aunque parezca extraño, esto nos hizo sentir más cerca unodel otro.

Morózov había renunciado sin pesadumbre a los privi-legios a que la gente más mezquina se aferra tan tenazmente.Abandonó la gimnazia poco antes de su graduación, con lafinalidad de dedicarse totalmente al creciente movimiento«hacia el pueblo». Vistiendo un rústico kaftán y zapatos depiel, viajó por casi toda la Gran Rusia, hablando con el pue-blo y distribuyendo folletos revolucionarios. Impetuoso y sinexperiencia, no tomó ninguna precaución; finalmente fueapresado y entregado a las autoridades por los propios cam-pesinos. Su padre, un gran terrateniente, lo repudió, y comolos parientes eran los únicos visitantes que se admitían en laprisión, Morózov se quedó abandonado, olvidado por todos.Durante más de tres años lloró la desaparecida ilusión de unarevolución popular con lágrimas sangrientas. Poco puede sor-prender que, cuando fue finalmente liberado por los tribu-nales, convirtiera la lucha de guerrillas en su religión. Sí, setransformó en un apóstol del terrorismo; el ideal que pre-dicaba era el de un duelo igualitario entre las fuerzas de larevolución y las del Estado.

Alrededor de una semana después, tuve mi primer inol-vidable encuentro con Sofía Peróvskaya.

Yo había pasado la noche en el apartamento de Malinóvs-kaya; por la mañana, vino a vernos Masha Kolénkina. Cercadel mediodía, una joven modestamente vestida apareció enla puerta. Su rostro asombroso –redondo y pequeño, a no ser

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por la frente amplia e infantil– formaba un agudo contrastecon el fondo de su vestido negro, adornado con un anchocuello vuelto blanco. Irradiaba vida y juventud.

Peróvskaya se presentó y nos saludó con la actitud francay directa de una vieja amiga, aunque nunca había conocidoa ninguna de nosotras. Nos agrupamos en torno a ella: ob-viamente, estaba contenta y entusiasmada con algo. La rápidacaminata hasta nuestro apartamento la había dejado sinaliento, pero de inmediato comenzó a relatarnos la historiade su evasión en la estación del tren de Nóvgorod, una his-toria sencilla, que sin embargo me hacía temblar.84

La noche anterior, yacía cubierta por una manta sobre lalitera en un compartimento para mujeres, observando cómosus guardias se acomodaban en el umbral para pasar la noche,y planeando su huida. Al principio, se sobresaltaban y le echa-ban ansiosas miradas cada vez que oían una campana o elruido de un tren que pasaba; pero finalmente, cuando estu-vieron satisfechos de que Peróvskaya estaba profundamentedormida, se volvieron indiferentes a los ruidos cercanos a ellosy se durmieron. Entonces, silenciosa como una sombra, Pe-róvskaya se levantó, dispuso algunas ropas sobre la cama parasimular su figura dormida, se puso un pañuelo, se quitó loszapatos y pasó por encima de los guardias dormidos. Saliódel tren detenido y saltó a la plataforma sin ser vista; luegocruzó las vías y se escondió tras unos arbustos para esperar eltren a San Petersburgo.

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84 Luego del Juicio de los Ciento Noventa y Tres, se dio orden de volvera arrestar a los que habían sido absueltos. Peróvskaya fue capturada por lapolicía mientras viajaba hacia la hacienda de su madre.

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Pasó una hora; cada minuto le parecía un año; el ladridodel perro guardián, el susurro de las hojas; cada ruido la hacíatemblar. Pero finalmente el tren se hizo visible en la distancia,finalmente paró justo frente a ella, ¡estaba salvada! Saltó den-tro sin boleto.

Por la mañana, Peróvskaya estaba en San Petersburgo. Fueal apartamento de una vieja amiga, quien a su vez la envió acasa de Malinovskaya, donde nos encontró a Kolénkina y amí. Y ahora, en éxtasis, liberada, una vez que había terminadola torturante espera, comenzó a respirar tranquilamente entrecamaradas de espíritu afín.

La noticia de la fuga de Peróvskaya se extendió veloz-mente por todo San Petersburgo, y en algunas horas Krav-chinsky –uno de sus antiguos camaradas del círculo de Chai-kovsky– se apresuró a venir a verla. La actitud de él hacia estaniña-mujer (porque eso aparentaba ser) era notable: refle-jaba un profundo respeto, una especie de adoración conte-nida, que era sin embargo completamente coherente con susrelaciones de camaradería. «Es una mujer notable», me dijomás tarde. «Está destinada a realizar grandes cosas.»

La conversación de Kravchinsky con Peróvskaya se cen-tró sobre las noticias de la cárcel central de Járkov. Él habíatraído consigo el folleto Enterrados vivos, que había recopiladocon informaciones enviadas por los presos. Con feroz realismo,describía su humillación y sufrimiento, y yo vi el rostro de Pe-róvskaya, tan radiante hacía un minuto, ensombrecerse cuan-do Serguei comenzó a leernos algunos pasajes: en primer lugar,Ippolit Myshkin –un hijo del pueblo y poderoso orador re-volucionario, a quien Peróvskaya prácticamente adoraba–estaba entre los camaradas encarcelados en Járkov.

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Peróvskaya decidió irse a Járkov de inmediato. Kravchins-ky le advirtió que el sufrimiento de nuestros camaradas nohabía quedado sin castigo, que Mézentsev había pagadopor ello con su propia vida, pero esto no la consolaba. Susamigos le suplicaron que se quedara en San Petersburgopor un tiempo, en vez de precipitarse a viajar, puesto que lafuga de la cárcel de Járkov, era casi imposible. Peróvskaya nose dejaba disuadir: tenía todavía plena fe en que se podía ayu-dar a los presos. Pero al final, cedió a nuestros ruegos y con-sintió en permanecer en San Petersburgo por corto tiempo.

Peróvskaya pasó los días que siguieron cuidando de lastareas de imprenta y ayudando a conectar a algunos de susantiguos camaradas con Tierra y Libertad. Kravchinsky de-cidió celebrar la estadía de Sofía en San Petersburgo reunien-do a sus camaradas más íntimos y comprando un palco en laópera, donde se representaba El profeta, de Meyerbeer, la granfavorita de los círculos revolucionarios. En términos gene-rales, los revolucionarios no frecuentaban el teatro duranteeste periodo, pero a Kravchinsky siempre le agradaba tentaral destino. (Por ejemplo, sabiendo cuán intensamente la po-licía me estaba buscando, encontraba inmenso placer en pa-searse por las calles más frecuentadas de San Petersburgoconmigo del brazo.) Y como la organización no había sidogolpeada por ningún arresto, pese a las recientes redadaspoliciacas en la ciudad, todo el mundo acompañó su audazcapricho.

Fuimos al teatro en pequeños grupos. Once personas nosreunimos en el palco –cada uno de nosotros extremada-mente «ilegal» y pasamos la noche bajo el encanto de la mú-sica, disfrutando de la sensación de peligro en general tan

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inefablemente fascinante cuando se es joven. Durante elintervalo, bromeamos y nos reímos de la situación: qué pla-cer le daría al gobierno capturar todo este nido de «malhe-chores» de una sola vez, ¡aunque éste era, por supuesto, elúltimo lugar en que nos buscarían! Sin embargo, el peligroestaba allí, y muchos de nosotros lo sentíamos pendientesobre nuestras cabezas.

En esta ocasión, el destino siguió protegiendo a Peróvs-kaya. Se fue sin problemas a Járkov el día siguiente.

Todas las personas que he mencionado en estas páginaseran ya o pronto se convirtieron en miembros de Tierra yLibertad, y poco tiempo antes de huir del país, yo tambiénme incorporé al partido.

Tierra y Libertad había comenzado a organizarse en unprincipio allá por 1876, bajo la forma de un pequeño grupoconocido en los círculos revolucionarios como los «troglo-ditas». Se ganaron este mote por su obsesión con el secreto,que era frecuentemente artificial y excesiva: incluso los queno eran buscados por la policía usaban documentos de iden-tidad falsos y ocultaban su dirección a los camaradas más ín-timos. Muchos de ellos se fueron a las provincias, a trabajarcomo paramédicos, funcionarios de distrito, parteras o arte-sanos, con el propósito de arraigar entre los campesinos. Perola actividad de este «campesinado», como se les empezó a lla-mar dentro del movimiento, demostró tener sólo una relaciónmuy indirecta con la lucha a muerte contra el gobierno.

En 1878, las características del grupo comenzaron a cam-biar. Había una influencia de gente experimentada –ex-miembros de otros grupos políticos que acababan de serliberados de la cárcel, sobrevivientes de los juicios de los

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Cincuenta y de los Ciento Noventa y Tres, y gente quehabía tenido actividad en el sur de Rusia–, y a principiosde ese año comenzaron a aparecer volantes en nombre del«Comité Ejecutivo», con un sello en el que se veían un hacha,una daga y un revólver. Hacia la segunda mitad de 1878, elgrupo –ahora llamado oficialmente Tierra y Libertad– sehabía transformado en una fuerza con la que había quecontar.

Ese otoño hubo una oleada de arrestos, poco después deque Peróvskaya salió para Járkov, pero el grupo pudo co-menzar a publicar su propio periódico, Tierra y Libertad.Kravchinsky y Morózov eran los editores responsables y meinvitaron a unirme a ellos, probablemente con el propósitode involucrar al elemento femenino del partido en el perió-dico. Acepté y empecé a tomar parte en las discusiones edi-toriales en el apartamento de Kravchinsky. En definitiva miparticipación duró poco tiempo.

Un día nos enteramos de que había habido una impor-tante redada policiaca en el apartamento de dos mujeres noidentificadas, que una de ellas estaba armada y había resis-tido, pero que ambas habían sido arrestadas y que la policíahabía tendido una emboscada en la casa. Ninguno de noso-tros tenía la menor duda de que la incursión había tenidolugar en casa de Malinóvskaya y de que el tiroteo había sidoprotagonizado por Masha Kolénkina:85 Masha había resueltono renunciar a su libertad sin pelear, y nunca le faltaba su re-vólver. También era posible que hubiera disparado sobre la

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85 Véase pág. 163.

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policía para darle a Malinovskaya tiempo para destruir do-cumentos acusatorios: Malinovskaya hacía timbres para pa-saportes, tan vitales para el trabajo conspirativo, y muchagente podía haber perecido si la policía capturaba muestrasimportantes o documentos de identidad auténticos.

En este momento, yo estaba viviendo en casa de Olga Na-tansón sin permiso de residencia. Era imperioso que me fuerade inmediato. Esa noche marcó el comienzo de un periododifícil para mí: vagabundear por la ciudad que yo todavía noconocía, mudándome de un apartamento a otro, poniendoen peligro a los extraños que me brindaban su hospitalidad.No estaba acostumbrada a este tipo de vida y me cansé deella. Finalmente, después de discutir mi situación con losamigos, decidí irme al extranjero por un tiempo, hasta quela primera oleada de la persecución del gobierno hubiera dis-minuido. Me despedí apresuradamente de mis nuevos ca-maradas, que se habían tornado tan queridos para mí comolos que había perdido hacía no mucho tiempo. Nikolai Mo-rózov fue a despedirme a la estación del tren y prometió es-cribirme regularmente.

Yo no tenía pasaporte, y por lo tanto tenía que dependerde los contrabandistas judíos para cruzar la frontera. Era unaoperación de por sí difícil, mucho más para una mujer. FannyLichkus (que era la esposa de Kravchinsky, según supe mástarde) viajó conmigo hasta Vilna. Aunque era solamente unaestudiante de veintitrés o veinticuatro años, arregló el crucecon gran habilidad. En Vilna, me dejó con un contraban-dista digno de confianza, un judío común y corriente con lastradicionales patillas. Me puse en sus manos sin pronunciarpalabra.

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Los dos viajamos en un vagón de tercera clase que des-bordaba de judíos pobres. La algarabía de la multitud deniños, el griterío de las mujeres decrépitas y desgreñadas, loshombres afanándose en un bullicioso y paciente ajetreo entorno a sus caprichosas familias, el zumbido de la lenguagutural que yo no podía entender; todo esto, en un vagónde tren sucio y frío que despedía olor a restos de pescado secoy cebollas, hacía que la cabeza me diera vueltas.

Finalmente llegamos a Vilkovishi en el crepúsculo delcorto día de invierno. Bajé del tren con mi guía; en silen-cio, él recogió mi pequeña maleta y me hizo señas de que losiguiera. Caminamos hasta un carro alto y enorme, comoyo nunca había visto. Cuatro o cinco tablas sin pulir esta-ban dispuestas como asientos, atravesadas en la parte pos-terior; hombres y mujeres se encaramaban por los radios dela rueda del carro y se empujaban unos a otros para conseguirlugares. Nuevamente oí el zumbido característico de las vo-ces, la música estrepitosa y enronquecida que tanto me habíaasustado en el tren. De algún modo me las arreglé para es-conderme en el primer asiento que encontré –el más incó-modo–, y comenzó el viaje.

Un joven judío vestido con un lapserdak86 forrado, llenode barro y tierra, estaba sentado en el pescante con un largolátigo en la mano. Apremió a los dos caballos grandes peromal alimentados que tiraron con gran esfuerzo del repletocarro (éramos por lo menos quince, me pareció) por el ca-mino pavimentado. Campos cubiertos de nieve se extendíana nuestro alrededor; de vez en cuando los techos de paja y

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86 Tipo de abrigo que usaban los judíos ortodoxos.

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los cercos semiderruidos de los villorrios miserables emer-gían de las sombras de la noche. Nos detuvimos en variasposadas al borde del camino donde el carro debía entregarbultos. A veces, luego de largas negociaciones a gritos, lagente descendía y el carro continuaba la marcha, yo no sabíahacia dónde, envuelto en la oscuridad. Finalmente, ya muyavanzada la noche, el coche llegó con gran ruido a una deesas posadas y mi compañero se apeó. Una mujer gorda, deedad madura, cubierta con un gran chal andrajoso que revo-loteaba libremente con el viento de la noche vino a recibirnos.Mi compañero le dijo algo en yiddish; ella le respondió conuna inclinación de cabeza. Él agarró mi maleta y rápidamen-te me ayudó a descender del carro, que se alejó penosamentecon los últimos pasajeros.

Cuando puse el pie en el vestíbulo, me recibió un alborotode voces de borrachos que blasfemaban claramente, a gri-tos, en mi idioma ruso nativo. Mi corazón apresuró sus la-tidos, más violentamente todavía que aquella noche, hacíavarios meses, que pasé en los desiertos bosques siberianosesperando al hombre que mis camaradas habían enviadopara ayudarme a escapar. Es cierto que allí yo corría el riesgode encontrar animales salvajes o a los brutales vagabundosde Siberia. Pero esta hospitalaria posada despedía un hedora guarida de borrachos y antro de iniquidad, y mi corazónlatía y latía con fuerza, indiferente a los mandatos de mivoluntad.

Sin prestar atención a mi temblor incontrolable, la pro-pietaria me condujo a través del pasadizo, cerró la puertaque daba a la habitación de la izquierda, donde la catervade borrachos seguían con su jarana, y me llevó hasta una

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fría habitación semejante a un clóset y situada a la derecha.La habitación estaba prácticamente ocupada por una sim-ple banca sin pintar en un rincón y un lecho alto con corti-nas de sucio algodón estampado y una pila de edredones. Lapropietaria me sugirió en mal ruso que me desvistiera y meacostara. Al principio me negué con obstinación, pero en-tonces ella comenzó a decirme que los parranderos del ves-tíbulo eran guardias de la frontera, y que muy bien podíanentrar a mi habitación, de modo que era absolutamente esen-cial que me escondiera en la cama. Era imposible insistir: meenvolví en los sucios edredones y la horrible noche insomnecomenzó.

La habitación no estaba cerrada con llave, y varias perso-nas entraron durante la noche, murmuraron algo, y se fueronde nuevo. Alguien acabó por quedarse dormido sobre la bancadel rincón y se puso a roncar. La orgía de los borrachos duróhasta la madrugada. Entre los chillidos de las mujeres y lasescandalosas blasfemias, escuché trozos de una plañideracanción judía, cantada por una joven borracha, con voz cas-cada; sus trémulas notas infantiles por momentos me con-movían hasta las lágrimas. Finalmente el ruido cesó a medidaque todos se dormían o bien se dispersaban.

Atisbé por entre las cortinas de la cama. La ventana de mihabitación daba a un patio sucio, atestado de chatarra y cir-cundado por una cerca alta; yo estaba encerrada, y sin otrasalida que la puerta común. Empecé a esperar con resigna-ción. Hacía largo tiempo que había perdido el hábito in-fantil de rezar, pero entonces aquel sentimiento olvidado seapoderó de mi espíritu. Me sentía como una indefensa astillade madera arrojada al terrible mar de la vida; mi libertad,

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mi honor, mi destino estaban en manos de esta pobre gente,tosca e ignorante, con sus orgías nocturnas. Yo sabía que losmiserables y escasos rublos que se les habían prometido acambio de que yo cruzara a salvo la frontera no significabanprácticamente nada, que en esta operación su conciencia erami única protección, y por tanto mis oraciones estaban di-rigidas a fortalecer esa conciencia.

La propietaria entró cuando era ya completamente de día.Me cubrió la cabeza con un gastado pañuelo de lana a cuadrosy me aconsejó que escondiera el pequeño gorro de piel que yotraía. «Está de guardia un soldado a quien conocemos», medijo. «Puede cruzar ahora.»

Aunque todavía no estaba fuera de peligro, comencé a res-pirar más tranquilamente tan pronto como pusimos el piefuera. Caminamos las dos juntas, con pasos mesurados y tran-quilos, hacia un puente angosto sobre un arroyo; mi compa-ñero de viaje del día anterior caminaba delante de nosotras,con mi maleta. Observé cómo cruzaba el puente y dejaba miscosas en un edificio de aspecto decente, próximo al arroyo;entonces la posadera y yo nos acercamos al puente. Por al-guna razón no pudimos cruzar enseguida. El soldado le dijoalgo a la posadera: aparentemente era una señal. Tuvimosque alejarnos y esperar algo, y yo empecé a sentirme inquieta.Finalmente, luego de unos veinte minutos que me parecie-ron una eternidad, nos acercamos finalmente al puente.El soldado me miró con ojos escrutadores; yo le respondícon una mirada franca. Evidentemente no encontró nadasospechoso en mi expresión o mi apariencia, porque me dejópasar sin decir palabra. No había guardias del lado alemány yo me encaminé directamente hacia el edificio que se

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encontraba junto al arroyo (y que resultó ser un hotel), yrecogí mis cosas. El judío que había transportado mi equi-paje estaba allí esperando, y le di algunas monedas –me ha-bían advertido que la generosidad era peligrosa en un crucede frontera–; llevó la mano a la gorra para saludarme en señalde agradecimiento y me dejó sola.

Me habían reservado un asiento en el carruaje que salíahacia la estación del tren más tarde ese mismo día. En defi-nitiva, resulté ser la única pasajera. No obstante, la soledadno me asustaba; me sentía maravillosamente. Confortable-mente sentada en el asiento de suave terciopelo, me ador-mecí, agotada por la ansiedad que había experimentadodesde la noche anterior. Ya entrada la noche, el carruaje mar-chó hasta la estación del tren. Compré un boleto de terceraclase y partí hacia Suiza, donde había pasado mis felices añosde estudiante no hacía mucho tiempo.

El tren llegó a Ginebra a las ocho de la mañana. Depositémis cosas en la estación, obtuve la dirección de la bibliotecarusa87 a través de un maletero y me encaminé directamenteallí: era temprano, pero yo conocía el ritmo de la vida en Suizay estaba segura de que incluso una institución rusa estaríaabierta a esa hora. No me equivoqué. Revisé el libro que con-tenía la lista de los miembros de la biblioteca y sus domici-lios y rápidamente descubrí algunos nombres familiares, queincluían el del profesor Dragománov, a quien había conocidodurante mis años de estudiante. Estaba segura de que podríaponerme en contacto con Kravchinsky a través de él.

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87 Una biblioteca fundada por los emigrados rusos que contenía la mayorparte de las obras importantes del socialismo europeo.

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Mientras caminaba hacia la casa de Dragománov, mecrucé en la calle con varios jóvenes rusos. Pobremente vesti-dos, muchos de ellos demacrados y enflaquecidos, sus rostrosque reflejaban una ansiedad que no correspondía a sus años,contrastaban agudamente con los bien alimentados estudian-tes locales. Además, me reconocían como una de sus compa-triotas –probablemente por mis ropas, que eran demasiadopesadas para el clima suizo– y me miraban en forma inquisi-tiva. Yo les respondía con una sonrisa amistosa: sabía quetarde o temprano íbamos necesariamente a encontramos enla colonia rusa de la ciudad, que mantenía estrechos vínculos.

Encontré a Dragománov en su casa. La criada me llevóprimero al comedor, donde su esposa –una mujer bonita,pero muy pálida y enferma– estaba recostada en un sillón;luego la muchacha fue al estudio para informar de mi llegadaa «Herr Professor», que estaba trabajando en sus libros. Dra-gománov entró enseguida y con gran entusiasmo comenzóa preguntarme cómo estaban las cosas en Rusia: los círculosde profesores, la juventud, y la gente del zemstvo. Procedí asatisfacer su curiosidad lo mejor que pude, y el tiempo pasóvolando. La esposa de Dragománov era muy agradable, perohablaba poco: evidentemente sufría de una grave enferme-dad que la había despojado de todas sus fuerzas. ¡No podíasiquiera cuidar de su pequeña hija de ocho meses, y con mispropios ojos vi al mismo Dragománov cambiar al bebé!

Dragománov me invitó a quedarme en un cuarto que teníadisponible. Yo temía causar inconvenientes a su esposa en-ferma, pero ella me aseguró que se sentiría feliz de tenermeen la casa y que mi presencia le ayudaría a olvidar su enferme-dad, y por lo tanto acepté. El propio Dragománov encendió

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un fuego con carbón para calentar la habitación para mí: tra-taba de aliviar a la sirvienta, que estaba preparando la cena, decualquier trabajo superfluo. Tuve que admirarme del ánimode este hombre, que podía conciliar un trabajo literario seriocon el cuidado de una esposa enferma y de una niña pequeña.

En una hora, estuve instalada en mi nuevo alojamiento.La habitación estaba amueblada con la sencillez que era ca-racterística de los hogares de emigrados rusos de ese perio-do: un catre duro, una mesa pequeña y sin pintar, una sillade mimbre, y eso era todo. Y en realidad, yo no necesitabanada más. La pequeña ventana bajo el techo abovedado demi buhardilla daba a un jardín. Había una hermosa vista delas lejanas montañas; los suaves tintes azules del lago eranuna fiesta para los ojos y hacían que uno olvidara todo lomezquino, lo transitorio y lo superfluo. ¡Si sólo hiciera unpoco más de calor! ¡Yo había sufrido tanto en los fríos va-gones de los trenes europeos, me había debilitado tanto conlas experiencias de la prisión, el juicio y el exilio, que lo de-jaban a uno tan agotado emocionalmente! Pero hubo de pasarmucho, mucho tiempo antes de que pudiera calentarme:hasta que llegó la primavera siguiente.

LIUBATÓVICH PASÓ CERCA de seis meses en Ginebra, dondellegó a conocer a un cierto número de revolucionarios emi-grados, incluso a Vera Zasúlich.

En la primavera de 1879, la inesperada noticia del aten-tado de Alexandr Soloviov contra la vida del zar88 produjo

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88 Véase la Introducción, pág. 40.

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grandes disturbios en la colonia rusa de Ginebra. Vera Za-súlich se escondió durante tres días presa de una profundadepresión: el acto de Soloviov reflejaba obviamente unatendencia hacia la lucha directa y activa contra el gobierno,una tendencia que Zasúlich no aprobaba. Me parecía quesus nervios resultaban tan fuertemente afectados por accio-nes violentas como la de Soloviov porque ella, consciente-mente (o quizá también inconscientemente), consideraba supropio acto como el primer paso en esta dirección. Otrosemigrados eran incomparablemente más tolerantes con elatentado: Stefanovich y Deich, por ejemplo, simplementeobservaron que podía estorbar el trabajo político con elpueblo. Kravchinsky rechazaba incluso esta objeción. Todosnosotros sabíamos por experiencia personal, argumentaba,que un trabajo amplio con el pueblo había sido imposiblepor largo tiempo, y que no podíamos tener esperanzas deexpandir nuestra actividad y atraer a las masas a la causa so-cialista hasta que obtuviéramos por lo menos un mínimo delibertad política, libertad de palabra y libertad para organizarsindicatos; en lo que tenía que ver con la propaganda, losmiembros de la intelectualidad habíamos hecho todo lo quepodíamos bajo las circunstancias del momento, y tendríamosmuchas menos pérdidas si los propios trabajadores conti-nuaban esta actividad.

De cualquier forma, todos nosotros sentíamos que co-menzaba a desarrollarse una fase histórica importante. Nues-tros camaradas de Rusia nos escribieron que el sentimientorevolucionario estaba fortaleciéndose, que los cuadros delpartido se multiplicaban; querían que regresáramos a la pa-tria y prometieron enviar un experto para arreglar nuestro

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cruce de la frontera. Stefanovich, Deich, Zasúlich y yo de-cidimos ir. Con el fin de ocultar nuestras huellas a los espíaspoliciacos nos cambiamos junto con Anna Epstein, Krav-chinsky y su esposa Fanny, a una casita, desde la cual se do-minaba el pueblo de Montreux, que se llamaba Les Avants.El mes que pasamos allí, aspirando profundamente el aire deprimavera, sigue siendo hasta el día de hoy uno de los me-jores recuerdos de mi vida.

Serguei Kravchinsky deseaba ardientemente regresar aRusia con nosotros, pero no podía: Fanny estaba a punto deser madre. Ella salió de Les Avants para Berna casi enseguidade habernos mudado, porque necesitaba buena atenciónmédica. Serguei estaba desgarrado: por un lado, se esperabaque Fanny diera a luz en cualquier momento y él quería estarcon ella; por otro, quería pasar estos últimos pocos días consus amigos, a quienes quizá nunca volvería a ver. Por nues-tra parte, ninguno de nosotros éramos gente de familia, ypor lo tanto no podíamos comprender plenamente su po-sición: queríamos conservarlo para nosotros un tiempo más,si nos era posible. Pero al poco tiempo Serguei recibió un te-legrama urgente, y se fue a Berna. Pocos días después, reci-bimos la noticia de que había nacido un hijo prematuro quehabía muerto dos días después.

Nuestra estadía en Les Avants se acercaba a su fin. Llegónuestra escolta, Zundelévich, y dos días después partimosen tren hacia Rusia. De su experiencia largamente acumu-lada, Zundelévich nos proporcionó consejos prácticos parano llamar la atención por nuestra vestimenta o por nuestroacento ruso. Por ejemplo: «Por favor no se echen el sombrerosobre los ojos», nos dijo, «o tendré que pasar por la misma

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situación que con Kovalik. Cuando la hice cruzar el otoñopasado, se cubrió con tanto misterio que la gente empezó aescudriñar bajo el sombrero nada más que para lograr verleel rostro. Fue muy desconcertante para mí».

Zundelévich nos hizo cruzar en dos grupos: primeroStefanovich y yo, luego Zasúlich y Deich. En verdad, estavez el cruce resultó sumamente sencillo.

Liubatóvich y Stefanóvich continuaron hasta Lesnoi, unpueblito cercano a San Petersburgo donde muchos de losmiembros de Tierra y Libertad estaban pasando el verano.En definitiva, lo que sucedía era que casi todos estaban enun congreso del partido en Vorónezh, donde se estaban dis-cutiendo las divisiones políticas dentro de Tierra y Libertad.

EN LOS PASAJES QUE SIGUEN, Liubatóvich da su interpreta-ción sobre los orígenes y las bases de la creciente escisión.

LAS DISCUSIONES Y LOS MALENTENDIDOS habían comenzadoa darse en Tierra y Libertad hacia fines de 1878, después queKravchinsky salió de Rusia. El «campesinado» continuóocupándose casi exclusivamente del trabajo cultural pacíficoentre los campesinos, pero los nuevos miembros a quieneshabían acogido calurosamente dentro de la organización enel transcurso del año, adoptaron una actitud negativa haciala propaganda, como resultado de su propia experiencia conel pueblo, y ellos comenzaron a generar un fermento en laorganización. El «campesinado» no podía mantenerse a la al-tura de este espíritu revolucionario que iba madurando: es-taban lejos del centro del movimiento y las comunicacioneseran difíciles.

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El conflicto entre estos dos bandos que emergían dentrodel partido se volvió particularmente intenso durante losprimeros meses de 1879, cuando Alexandr Soloviov apelóprivadamente a algunos de los elementos «más rojos» paraque lo apoyaran en su intento de asesinar al zar. Sacaron a re-lucir la cuestión del regicidio junto con otros miembros delpartido y hubo una violenta oposición, primordialmente porparte de los «campesinos», quienes sostenían que por reglageneral cada acto terrorista dificultaba el trabajo con el pue-blo y no acarreaba más que daño para el partido. En su ma-yoría, los «campesinos» eran la gente que se separó deTierray Libertad varios meses más tarde y formó el Reparto Negro.

Pero en realidad, no tenían una justificación ideológicaadecuada para la escisión que habían producido en el partido,y lo sabían. El programa que desarrollaron posteriormentepara el Reparto Negro incluía rebeliones populares; por lotanto, no podían sentirse legítimamente indignados por elregicidio y la lucha sistemática contra el gobierno basándoseen que estas acciones implicaban violencia. Tampoco era per-tinente su razonamiento de que el regicidio intensificaría larepresión dirigida contra el campesinado: tanto el RepartoNegro como antes Tierra y Libertad, incluyeron en su pro-grama las rebeliones locales, aun cuando la reacción en talescasos hacía sus víctimas inevitablemente entre el campesi-nado, mientras que el regicidio tenía sus repercusiones prin-cipalmente en las ciudades. La ruptura entre el Reparto Negroy La Voluntad del Pueblo era menos el resultado de diferen-cias de principio que de diferencias de temperamento.

Varios días después de haber llegado nosotros a Lesnoi,ambos bandos regresaron del congreso de Voronezh. Cada

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uno llevó a cabo varios mítines al aire libre. Stefanovichcomenzó a negociar muy enérgicamente con los dos, y muchagente guardaba la esperanza de que él sería capaz de evitar laescisión que se estaba procesando. Estas expectativas resul-taron infundadas; y lo que es más, alguna gente terminó in-cluso acusando a Stefanovich de arrojar leña al fuego y acelerarla ruptura final. Sofía Peróvskaya, que deseaba apasiona-damente ejercer algún tipo de influencia conciliatoria, llegódespués que los otros y para entonces ya era demasiado tar-de: la ruptura era definitiva y los que ayer eran camaradascomenzaron a evitarse unos a otros como si fueran extraños.

Stefanóvich se transformó en el jefe del Reparto Negro,y sus amigos Vera Zasúlich y Lev Deich se le unieron. Peroincluso fogosos populistas,89 como Vera Figner que había es-tado trabajando en una de las colonias campesinas de las pro-vincias y Sofía Peróvskaya, se incorporaron a La Voluntad delPueblo, el grupo que había tomado las armas para defenderal pueblo y a sus apóstoles. El Reparto Negro había nacidomuerto; no dejó huellas visibles de su trabajo con el pueblohacia fines de 1879 y comienzos de 1880, porque esa clasede actividad no era posible en amplia escala. Después de unaserie de fracasos, Stefanóvich, Deich, Plejánov y Zasúlichregresaron al extranjero.

En cuanto a mí, naturalmente me incorporé a La Volun-tad del Pueblo. Los camaradas de ese partido habían confia-do en que yo así lo haría: sin esperar mi decisión, me habían

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89 Liubatóvich usa aquí este término para designar a los revolucionariosque hasta ese momento habían puesto el acento en el trabajo político conel campesinado mismo.

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invitado a la reunión secreta de Lípetsk, donde se habíaformado el Comité Ejecutivo de La Voluntad del Pueblo.No pude asistir, sin embargo, puesto que la reunión prece-dió al congreso de Voronezh, y yo estaba todavía en el ex-tranjero en esos momentos.

El Comité Ejecutivo de La Voluntad del Pueblo prontocomenzó a trazar su propio rumbo. Su plan inicial habíasido realizar un cierto número de acciones contra los gober-nadores-generales, pero esta decisión se impugnó en un mitinal aire libre, en Lesnoi: ¿no deberíamos en vez de eso con-centrar todas nuestras fuerzas contra el zar?, se preguntaba.Resolvimos que éste debía ser en efecto el objetivo del Co-mité Ejecutivo. La puesta en práctica de esa decisión ocupócompletamente a La Voluntad del Pueblo hasta el 1º demarzo de 1881.

La decisión formal de asesinar a Alejandro II se tomó el26 de agosto de 1879. El Comité Ejecutivo se puso rápida-mente en acción, estableciendo tres operaciones separadascon el objetivo de volar el tren del zar,90 Las tres, incluyen-do el atentado en Moscú el 19 de noviembre, resultaroninfructuosas.

Pocos días después de la explosión de Moscú, Sofía Peróvs-kaya apareció en uno de los apartamentos secretos del partidoen San Petersburgo, donde encontró a Grachevsky, a GesiaGelfman y a mí. Peróvskaya era generalmente muy reservada,pero después que Grachevsky se fue y ella se encontró a solascon nosotras dos, comenzaron a escapársele las palabras y congran emoción nos contó la historia del atentado de Moscú;

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90 Vease la selección de Figner, pág. 107.

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ella había pasado todo el tiempo de pie junto al lavabo, conlas manos cubiertas de jabón. Peróvskaya había actuadocomo «esposa» en la familia ficticia establecida en Moscú.El 19 de noviembre, fue ella quien aguardó tras los arbustosel momento en que se aproximara el tren del zar y luego diola señal para la explosión que voló las vías. Pero había muypoca dinamita, nos dijo; ¡cuánto lamentaba ella que se hu-biera gastado tanto esfuerzo en la operación del sur en vezde concentrarlo todo en Moscú! Había como un nudo en sugarganta mientras hablaba y su rostro reflejaba un intensosufrimiento; estaba temblando, ya fuera por el enfriamientoprovocado por sus manos húmedas y sin guantes o por undoloroso sentimiento de fracaso y emoción largo tiempocontenido. No había nada que yo pudiera hacer para con-solarla. Yo sentía que el fracaso iba a tener un costo muy altopara el partido.

Y no me equivocaba.A la mañana siguiente, Peróvskaya se presentó en el apar-

tamento en que Morózov y yo vivíamos para informarnosque se había enterado de que la casa de Kviatkovsky iba aser allanada –quizá lo había sido ya, agregó con tristeza– yque iba a ir hasta allí para advertírselo. Yo me ofrecí para iren su lugar, pero ella se negó. Finalmente, Morózov dijoque él iría rápidamente hasta la casa de María Oshánina y laenviaría a la de Kviatkovsky, puesto que los gendarmes notenían nada contra ella.

Peróvskaya y yo nos quedamos en casa. Ambas estábamosturbadas, y la conversación decayó. La pérdida de Kviatkovs-ky sería irreparable; era uno de los miembros más queri-dos y más activos del partido. Por último, consumida por

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la impaciencia y sabiendo que cada segundo que pasaba nosamenazaba no solamente con su pérdida sino también conla pérdida de muchos otros, me puse el sombrero y salí pre-surosa sin darle a Peróvskaya oportunidad alguna de dete-nerme. Le dije solamente que iba a casa de Kviatkovskyy que ella debía transmitir esta noticia a Morózov, de modoque, en caso de que hubiera problemas, él sin duda eli-minaría todo lo que fuera ilegal y luego se iría de nuestroapartamento.

Cuando llegué al edificio de Kviatkovsky, miré a mi alre-dedor cuidadosamente antes de subir a su apartamento. Nohabía nada sospechoso. La señal91 no podía verse desde elpatio, pero las ventanas cubiertas por una gruesa capa de es-carcha impedían de todos modos ver nada. Toqué el timbre.

La puerta se abrió demasiado velozmente. Frente a míestaba la corpulenta figura de un sargento de policía.

—Debo haberme equivocado –dije–. Me dijeron que lamodista vivía aquí.92

—No, señora, la modista vive enfrente, no aquí. Peroentre, entre –me repetía con insistencia.

Yo le aseguré que había cometido un error, que no teníanada que hacer en el apartamento, pero el policía no cedía,y tuve que obedecer. Me llevó a la habitación que había ocu-pado Evgenia Figner: la exacta imagen de un pogrom. Habíanrevuelto toda la habitación, y había montones de la última

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91 Frecuentemente se colocaba un objeto (por ejemplo un paraguas) enuna ventana, para indicar que no había peligro para entrar en un aparta-mento clandestino. 92 Véase la selección de Figner, pág. 107.

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edición (n. 2) de La Voluntad del Pueblo esparcidos sobrela cama. Ni Evguenia ni Kviatkovsky estaban en la casa. Elbonito rostro de su joven criada –una campesina sencilla,más bien estúpida, pero una moza de buen corazón– miróa hurtadillas a través de la puerta de la cocina al oír mi voz.El policía la empujó rudamente dentro de la cocina, y alhacerlo, me salvó quizá de ser reconocida de inmediatocomo una buena amiga de sus amos. Pasamos frente a lapuerta abierta de la sala: todo lo que había allí y en el estu-dio contiguo, que pertenecía a Kviatkovsky, estaba tambiénen completo desorden; bidones de cobre, rollos de alambrey otros materiales y muchas más pilas de la segunda ediciónde La Voluntad del Pueblo. Para no irritar al policía, me sen-té obedientemente en la habitación de Figner por algunosminutos. Entonces comencé a gimotear pidiéndole que porfavor me dejara volver a casa, porque de otro modo mi esposose pondría furioso y muy probablemente me pegaría. Prontopareció que el policía se había apiadado de mí, porque meescoltó fuera del apartamento.

Pero yo iba a la comisaría de policía, no a casa.Mientras bajábamos las escaleras nos cruzamos con Os-

hánina que subía. La dejé pasar sin decir palabra, luego alcéla mirada y la vi pasar de largo por el apartamento de Kviat-kovsky: evidentemente se había dado cuenta de la situacióny sin duda se darían prisa en volver para dar aviso a Moró-zov y los demás camaradas. Esto me infundió nuevas fuerzas.Decidí seguir desorientando a la policía por un rato más antesde decirles donde vivía: para ese momento, yo sabía que noencontrarían nada comprometedor en mi apartamento, yquizá me soltarían.

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Cuando llegamos a la comisaría, simulé estar tan per-turbada que no era capaz de comprender nada ni de ir aninguna parte. El oficial de policía me trató duramente, perome dio una hora de tiempo para pensarlo y darles mi direc-ción. Mis pensamientos eran sombríos mientras permanecíaen la oficina fría y vacía, acurrucada en la esquina de unabanca de madera. Me era doloroso perder la libertad tan du-ramente ganada, y más todavía perderla por accidente, nodirectamente en el curso de la acción, ¡no podía resignarmea eso! También me preocupaba tremendamente pensar enMorózov, a quien por supuesto le había causado muchosproblemas con mi apresuramiento. Pero no podía creer nipor un momento que una persona que acababa de arriesgarsu vida trabajando en el túnel para la explosión de Moscúse quedaría en el apartamento todo el día esperándome,cuando sabía a través de Oshánina que me habían arrestadoen casa de Kviatkovsky.

El policía vino hasta donde yo estaba al acabarse el tiempoque me habían concedido, amenazándome con encerrarmeen la fortaleza de Petropavlovsk de inmediato si no le dabami dirección. Aunque habían pasado tres horas desde queyo había salido de mi apartamento, le di una dirección falsa,la primera que pude inventar, en otra parte de la ciudad.

Me llevaron a esa sección de la ciudad; luego, después deesperar una nueva escolta policiaca, continuamos nuestro ca-mino hasta esa dirección. Por suerte para mí, el residentedel apartamento que yo había indicado resultó ser un gene-ral. La policía se quedó confundida. Yo les rogué que no seenfadaran, diciéndoles que los había engañado porque teníamucho miedo de mi esposo. Luego comencé a simular un

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grave ataque de nervios frente a ellos, y el oficial de policíaque se encargaba de mí quedó muy agitado. Me trajo devuelta al barrio. Nuevamente me dieron un rato de descanso,junto con un ultimátum formal: o me preparaba para lle-varlos a las 6 de la tarde a mi verdadero apartamento o iríadirectamente a la prisión.

Yo realmente necesitaba descansar. Haber actuado todoel día esta comedia bajo el peso de mis dolorosos pensamien-tos me había extenuado tanto físicamente que apenas podíacaminar. Pero la última batalla, la más crítica, me esperabatodavía. El reloj dio las seis. Habían pasado por lo menossiete horas desde mi arresto, y en consecuencia les di final-mente la dirección de mí casa, diciendo que les diría el nú-mero del apartamento y mi apellido cuando llegáramos allí,puesto que no quería que mi esposo supiera nada antes deque yo misma lo viera. El oficial de policía estaba dispuestoa cumplir con esto. Fuimos a otra comisaría de policía, conlo que demoramos casi una hora, y luego pasamos algúntiempo más esperando que se designara una nueva escoltapolicial.

Finalmente llegamos a mi casa. Pude ver que la señal noestaba en la ventana; eso significaba que el apartamento habíasido vaciado. Sin embargo, mis pensamientos eran sombríosmientras subía las escaleras. El policía me apremiaba todoel tiempo, preguntándome: «¿Dónde está? ¿Dónde está?»Llegamos a mi puerta, y toqué el timbre.

La puerta se abrió enseguida, y para mi horror, me encon-tré cara a cara con Morózov. Casi me desmayé. Reuniendomis últimos recursos para conservar mi autocontrol, me pre-cipité sobre él como una esposa presa de gran turbación y

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comencé a suplicarle que no se enfureciera conmigo porhaber llegado tarde a casa con estos policías, explicándole quehabía tenido la esperanza durante todo el tiempo de conven-cerlos de que me soltaran.

—¿Cómo estás, qué te ha sucedido, dónde estabas? –mepreguntó Morózov.

—Su esposa fue arrestada en el apartamento de la genteque voló el tren de Moscú –anunció el oficial de policía–.Usted nos dispensará por supuesto; tenemos que registrarsu apartamento.

—Cómo no –dijo Morózov mostrándoles el apartamen-to–. Pero no entiendo cómo puede haber sucedido esto–, re-petía una y otra vez como para sí mismo.

Yo expliqué en voz alta que había confundido la puertade la modista. Él me susurró:

—No te preocupes, Oshánina me avisó y me quedé apropósito.

La policía lo revisó todo pero por supuesto no encontrónada comprometedor. Cuando hubieron terminado, ledijeron a Morózov:

—Su criada puede irse libremente pero tenemos que man-tener a usted y su esposa bajo arresto domiciliario hasta quese aclare cómo ella fue a dar al lugar donde fue arrestada.

Morózov declaró que no tenía necesidad de salir por el mo-mento y la policía se fue. Un hombre de la patrulla se quedóen el corredor haciendo la guardia.

Solos en nuestro apartamento, elaboramos apresurada-mente un plan para escapar de esa peligrosa trampa. Lla-mamos a nuestra casera y le pedimos que ofreciera un té alpolicía. El oficial acababa de entrar del frío de la calle y la

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tentación resultó demasiado grande como para resistirla:luego de un momento de vacilación, siguió a la casera a lacocina. Cubiertos por el hospitalario bullicio y el tintineode los platos, nos pusimos nuestros abrigos de verano, abri-mos la puerta silenciosamente, y bajamos rápidamente lasescaleras hacia el patio. Deslizándonos frente al conserje comosi fuéramos criados que salían muy de prisa para ir a unatienda, llegamos a la calle y tomamos un coche de alquilerpara ir hasta el apartamento de Oshánina.

Después de esta difícil escapada, Morózov y yo tuvimosque permanecer apartados de la calle por un tiempo, tantopor nuestra propia seguridad como por la de los demás. Ypuesto que no había mejor lugar para una cuarentena quela planta de impresión del partido –los impresores casinunca salían del apartamento, que era visitado como má-ximo una o dos veces por semana por un solo camarada–fuimos allí esa misma noche. Nos recibieron con los brazosabiertos: los impresores estaban muy cansados de su reclu-sión y los huéspedes eran una rareza.

Aunque nuestra estadía era involuntaria. Morózov y yoayudamos en el trabajo de la imprenta. Pude incluso com-poner tipos; hacía tiempo, en mis días de estudiante enZürich, todo nuestro círculo femenino (el Fritsche) habíaayudado a componer el primer número del periódico deLavrov, ¡Adelante! Había tres mujeres en la imprenta: SofíaIvanova, María Griaznova y yo –y gracias a nuestro comúnesfuerzo, se preparaba fácilmente el almuerzo.

A las tres, una gran olla de cobre con schi humeante [sopade repollo] o algún otro tipo de sopa aparecía en la mesa, ytodo el mundo alegremente dejaba de trabajar y acudía

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presto. A veces había también un segundo plato de carne,y otras –en ocasiones especiales, un trabajo de imprentaque había sido completado con éxito o alguna buena noti-cia del exterior– una botellita de algún licor inglés. La con-versación en la mesa era casi siempre animada, a menudoalegre y ruidosa. Aunque los trabajadores de la imprenta es-taban aislados, cada uno de ellos tenía algo que hablar conel grupo, y los periodos de descanso pasaban volando.

Durante las tres semanas que pasamos en la imprenta, se es-taban componiendo los tipos para el tercer número de La Vo-luntad del Pueblo, que debía incluir el programa del partido.

Los principios básicos habían sido elaborados por Moró-zov, Alexandr Mijáilov y Kviatkovsky, en junio, en la reuniónde Lípetsk que precedió al congreso en Vorónezh. Lamenta-blemente estos principios no recibieron una redacción finaldespués que la gente regresó a Lesnoi. Había varias razonespara esto: había poco tiempo, nadie preveía que las circuns-tancias pronto cambiarían el programa esbozado en Lípetsky, finalmente, la reciente escisión de Tierra y Libertad estabafresca en nuestros pensamientos, y estábamos disfrutando elsentimiento de encontrarnos estrechamente unidos en unatarea práctica, una tarea que demandaba esfuerzos hercúleos.Se sostuvieron más discusiones durante el otoño, en el cursode varias reuniones en el apartamento de Kviatkovsky enSan Petersburgo, y en ese momento cada párrafo del bo-rrador inicial provocaba el debate. Las diferencias se redu-cían a lo siguiente: ¿Cuál debía ser el objetivo primordialde La Voluntad del Pueblo?

Un bando abogaba por desorganizar al gobierno me-diante la lucha terrorista de guerrillas, obligándolo de este

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modo (de acuerdo al nombre del partido) a otorgar al pue-blo el derecho a expresar su voluntad libremente y sin trabas,para reconstruir su fragmentada vida política y económicasobre la base de la justicia, la igualdad y la libertad, princi-pios que estaban encarnados en el propio pueblo. Ésa fueaproximadamente la formulación que se adoptó en Lípetsk.

El otro bando en esta controversia aceptaba los mismosmétodos de lucha. Sin embargo, consideraba que el partidodebía esforzarse desde el comienzo por tomar el poder parasí, por medio de una conspiración política; una vez logradoesto, decretaría una constitución desde arriba y sólo enton-ces entregaría sus poderes al pueblo. Esta formulación circulóalgún tiempo después, en San Petersburgo, principalmentea través de los esfuerzos de Lev Tijomírov y María Oshánina.

Pero antes de que pudiéramos llegar a una decisión defi-nitiva sobre el programa, Kviatkovsky –uno de los autoresdel esbozo de Lípetsk– fue arrestado como consecuenciade la bomba de Moscú; luego Morózov, el más fervorosopartidario de los principios de Lípetsk, se vio forzado a en-trar en cuarentena en la imprenta. Fue por esta época, tam-bién, que se supo que Grigori Goldenberg había traicionadoal partido,93 y un buen número de gente vio su libertad seria-mente restringida por primera vez. En medio de todas estascircunstancias, a Lev Tijomírov se le ocurrió la idea de efec-tuar una votación sobre el programa, no llamando a unaasamblea general, sino más bien llevando su propia versión alos hogares de los miembros del partido. Los camaradas que

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93 Grigori Goldenberg fue apresado por la policía mientras transportabadinamita de Odessa a Moscú.

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tenían tareas urgentes que atender le otorgaron poderes, amenudo simplemente por confianza; los miembros más re-cientes del partido, que se habían incorporado inmediata-mente antes del arresto de Kviatkovsky, no tenían modo deconocer siquiera la versión de Lípetsk, puesto que no habíanestado presentes en las anteriores discusiones del programa.Para el momento en que Morózov y yo nos enteramos dela «votación a domicilio», Tijomírov había obtenido ya laaprobación por mayoría de su programa.

Morózov y yo protestamos por los métodos irregularesempleados por Tijomírov, que considerábamos una amenazapara la moral y la confianza mutuas, tan vitales en una or-ganización revolucionaria. Se fijó, para discutir la situación,una asamblea general que se llevaría a cabo después del añonuevo. Pero, por supuesto, el programa estaba ya en manosde los tipógrafos: demorar su publicación significaría demo-rar todo el tercer número de La Voluntad del Pueblo, y lapublicación regular del periódico era, por así decirlo, signode disposición para la lucha. Tijomírov había tomado encuenta esto: confiaba en que todos tendrían que resignarsea su fait accompli.

Al preparamos para esta asamblea general, Morózov y yono queríamos sufrir las restricciones que imponían las con-diciones de vida en la imprenta y, en consecuencia, poco antesde la Navidad, rentamos apresuradamente otro apartamento(utilizando nuevos documentos de identidad), lejos de nues-tro domicilio anterior.

La mayoría de los camaradas que estaban en San Peters-burgo se reunieron una vez antes de la asamblea general.Fue en ocasión de una fiesta de Año Nuevo celebrada en un

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apartamento clandestino que se había rentado después delarresto de Kviatkovsky. Vinieron pocas personas, pero Tijo-mírov no estaba entre ellas, según recuerdo. Pasamos la nochecontando chistes, hablando y cantando; todos evitaban lasurgentes y difíciles cuestiones que se habían planteado.

Una escena en especial me ha quedado grabada durantetodos estos años: la preparación de ponche caliente. Sobreuna mesa redonda en mitad de la habitación, dispusimos unasopera, la llenamos con trozos de azúcar, limón y especias, yvertimos dentro ron y vino. Cuando encendimos el ron y apa-gamos las velas, la habitación se trasformó mágicamente, amedida que la llama danzaba en torno a la sopera, inflamán-dose y extinguiéndose, iluminando los adustos rostros de loshombres que se habían reunido en derredor. Morózov ex-trajo su daga, otro hombre lo imitó, luego un tercero. Co-locaron los cuchillos atravesados sobre la sopera; luego, enforma impulsiva, irrumpieron en una pujante y festiva me-lodía ucraniana. La música avanzaba y crecía, se incorpo-raban nuevas voces, la llama brillaba trémula y se encendíacon un resplandor rojizo, como si estuviera templando unarma para la batalla y la muerte.

Cuando el ponche estuvo listo, se encendieron nueva-mente las velas y se sirvió la bebida caliente en los vasos. Elreloj dio las doce. ¿Qué destino nos esperaba en 1880? ¿Quéle estaba reservado a Rusia? La gente chocaba sus vasos, sedaba apretones de manos, o intercambiaba besos de cama-radería, y todos brindamos por la libertad, por nuestra patria:¡que esta copa fuera la última que bebíamos en la esclavitud!

Alguien sugirió que hiciéramos una sesión de espiritismo.Riendo y bromeando, trajimos rápidamente una gran hoja

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de papel y trazamos las letras del alfabeto. Pusimos un pla-tillo boca abajo sobre el papel y nos sentamos en torno a lamesa. Primero convocamos al espíritu del zar Nicolás I y lepreguntamos qué clase de muerte tendría su hijo AlejandroII. Durante largo rato, el platillo se movió indeciso. Final-mente obtuvimos nuestra respuesta, y bien extraña por cierto:por envenenamiento. Esta respuesta poco afortunada enfrióel entusiasmo de todos; parecía completamente improbable.Algunos de los presentes sabían que se preparaba una bombaen el Palacio, y aun sin tener en cuenta esto, todos sabían queel veneno no era un arma que el Comité Ejecutivo de La Vo-luntad del Pueblo utilizara. Interrumpimos la sesión.

Alguien comenzó nuevamente una canción ucraniana,otros trataron de cantar una plegaria revolucionaria pola-ca, otro intentó recitar un poema al son de la música: «Vi ala Rusia esclava ante el altar sagrado, resonaban sus cadenas,su cabeza se inclinaba; estaba orando por el zar». Finalmente,todos cantamos la Marsellesa, suavemente y con cautela, pesea la vieja y universal costumbre rusa de dar al nuevo año unabienvenida clamorosa y alegre.

La noche llegaba a su fin. Cuando llegó la hora de disper-sarse, nos fuimos en parejas o individualmente, para nollamar la atención del encargado, que como de costumbreestaba acostado en la puerta que daba a la calle.

Poco después del Año Nuevo la mayoría de nosotros nosreunimos nuevamente para la asamblea general que debíatratar nuestros asuntos. Yo había hecho circular una cartadesde la imprenta expresando mi temor de que los lazosmorales entre los camaradas se disolverían si la forma de ac-tuar de Tijomírov se transformaba en regla general; las pocas

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personas que habían logrado leerla me comunicaron su im-presión favorable. Por supuesto, en ese momento el programaya estaba impreso, pero de todos modos se iba a realizar unadiscusión. Las elecciones para la Comisión Administrativadel partido también estaban en el orden del día.

Durante los debates, se suscitó la cuestión del jacobinismo:la toma del poder y el gobierno desde arriba, por decreto. Enmi opinión, el matiz jacobinista que Tijomírov le dio a suprograma para el Comité Ejecutivo amenazaba al partidoy a todo el movimiento revolucionario con la muerte moral;era una especie de renacimiento del nechaevismo, que hacíalargo tiempo había perdido fuerza en el mundo revolucio-nario. Yo estaba convencida de que la idea revolucionariapodía ser una fuerza que infundiera vida sólo si era la an-títesis de toda coacción: coacción social, estatal e incluso per-sonal, ya fuera zarista o jacobinista. Por supuesto, era posibleque un pequeño grupo de hombres ambiciosos remplazarauna forma de coacción o de autoridad por otra. Pero ni lagente ni la sociedad educada los seguiría en forma conscien-te, y sólo un movimiento consciente puede comunicar prin-cipios nuevos a la vida pública.

Tijomírov se negó a tratar directamente la cuestión deljacobinismo. La discusión llegó a su fin, y Morózov exigióuna votación del programa de Lípetsk para que se tomaraobligatorio para la organización, puesto que había sido adop-tado libremente, no en forma secreta. Por supuesto, su gestoera inútil a la luz del hecho consumado –a saber, que losmiembros habían ya aprobado el programa de Tijomíroven sus respectivos domicilios–, pero Morózov daba granimportancia a los ideales del movimiento y se consideraba

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moralmente obligado a plantear el asunto. Una enormemayoría de los miembros presentes reconocieron que en elfondo pensaban que Tijomírov había actuado sin ética al-guna. No obstante, aprobaron su fait accompli.

En este punto, Morózov anunció que se considerabalíbre de toda obligación de defender un programa como elde Tijomírov en público. Yo también declaré que era contrami naturaleza actuar sobre la base de la coacción, y que unavez que el Comité Ejecutivo había emprendido una tarea –latoma del poder del Estado– que violaba mis principios bási-cos, y una vez que había recurrido en su práctica organizativaa métodos autocráticos cargados de desconfianza mutua, en-tonces yo también reclamaba mi libertad de acción.

En un gesto de solidaridad, un camarada me propuso comocandidata para la Comisión Administrativa, pensando pro-bablemente que yo había hecho mi declaración en el calordel momento y que mi preocupación primordial era ahorrar-le a la organización mayores daños por la clase de comporta-miento que practicaba Tijomírov. Yo no acepté, por supuesto;en ese momento Tijomírov anunció maliciosamente: «Nohay motivo alguno para no aceptar; todavía no ha sido ustedelegida, y lo que es más, no lo será».94

Tijomírov había obtenido su victoria entonces. Su únicoerror fue éste: su acción desfiguró uno de los periodos más

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94 La Comisión Administrativa por primera vez admitió alrededor de esaépoca, a una mujer como miembro. Esto no era una coincidencia, porsupuesto: era para ayudar a la regeneración moral de la Comisión. Lamujer era Sofía Peróvskaya, responsable en alto grado por el acto histó-rico del 1º de marzo, que pagó con su vida (Liubatóvich).

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brillantes de la lucha revolucionaria y marcó un falso rumbopara el futuro. Mucho más que la persecución estatal o la trai-ción al partido por Goldenberg, él lesionó la armonía de estafamilia de gente que había elegido libremente asociarsepara esa lucha de vida o muerte. La inercia movió al partidofirmemente hacia la meta principal: matar al zar. Pero luegode asestar ese último y vigoroso golpe el 1º de marzo de 1881,el primer Comité Ejecutivo pereció en su casi totalidad; y elsegundo Comité que se reconstituyó no pudo realizar nada,pese al cuantioso número de gente que lo componía.

En cuanto al propio Tijomírov, durante dos meses habíacomenzado a retirarse gradualmente de los asuntos del Co-mité Ejecutivo. Dedicó cada vez más tiempo a escribir (bajoun seudónimo) para periódicos oficialmente tolerados. Fi-nalmente, se mantuvo casi exclusivamente en esta esfera.

A mediados de enero, la imprenta en la que habíamos es-tado ocultos hacía tan poco tiempo fue allanada. El destinonos había salvado: nos hubieran podido capturar fácilmentejunto con los trabajadores de la imprenta. Morózov y yo de-cidimos ir al extranjero por un tiempo. Él tomó una licenciaindefinida del Comité Ejecutivo, con la intención de ponerpor escrito los puntos de vista que habían sido aceptados enLípetsk (sin dar a conocer, por supuesto, la ruptura internade la organización). En cuanto a mí, tenía que irme porqueestaba seriamente enferma: había sufrido recientementeuna seria lesión por haber transportado un pesado bote-llón lleno de cierto líquido hasta un apartamento en unquinto piso. Desde entonces, me había puesto muy débilpara el trabajo revolucionario, que requiere todas las fuerzasde cada uno.

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Fue recién a principios de febrero que conseguimos nues-tros pasaportes y nos preparamos para viajar. Nuestro cama-rada Andrei Zheliábov nos instaba con vigor a quedarnos,pero habíamos tomado nuestra decisión, y por muy dolorosoque fuera, tuvimos que negarnos. Nuestra despedida fue muycalurosa. «Dénse prisa», nos aconsejó Zheliábov. «Se hará enun día o dos.» Y en efecto, apenas habíamos llegado a Berlíncuando nos alcanzó la noticia del bombazo en el Palacio deInvierno.95

DESDE BERLÍN, Liubatóvich y Morózov viajaron a Ginebra,donde pasaron el resto del año 1880. El relato de Liubatóvichsobre este periodo de su vida es extremadamente breve. Se veclaramente por los pasajes que siguen que debe haber estadoencinta la mayor parte de ese año, aunque ella no mencionael hecho.

Durante este periodo Morózov escribió Lucha terrorista,donde esbozaba la estrategia del «terror sistemático» con elcual ambos se identificaron. Renunciaba explícitamente acualquier esfuerzo para construir un movimiento de masasen Rusia en el futuro cercano, y llamaba en cambio a la crea-ción de «un ejército entero de grupos terroristas independien-tes que, habiéndose reconocido unos a otros en la lucha, seunirían en una organización general».96

Estas sociedades, basadas en los más estrechos vínculos decamaradería que intencionalmente se mantendrían como pe-queños grupos, serían prácticamente invulnerables para los

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95 Véase pág. 120. 96 Nikolai MORÓZOV, Terroristícheskaya Borbá, Londres, 1880, pág. 8.

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espías policiacos; maximizarían la efectividad del limitadonúmero de fuerzas revolucionarias. Más aún, argumentabaMorózov, el terrorismo era la forma más selectiva de guerrarevolucionaria, dado que se elegía sólo a los más culpablescomo objetivo.

EN ENERO DE 1881, Morózov terminó de escribir el folletoLucha terrorista, en el cual elaboró los principios del programade Lípetsk, y regresó a Rusia. Nunca en mi vida me habíasentido tan triste. Como estábamos viviendo en Ginebra, unnido de espías policiacos, ni siquiera pude despedirlo en la es-tación del tren, por temor de llamar la atención sobre él.

Pocos días después de la partida de Morózov me informa-ron que fuera al teatro, donde me darían noticias de él. Estemisterio me sorprendió y me perturbó: ¿por qué no habíarecibido directamente una carta? Fui al teatro, escuché ner-viosa y distraídamente alguna ópera o algo así. En el inter-valo, un hombre a quien yo conocía se me acercó y meexplicó de manera confusa que habían llegado malas noti-cias: al parecer Morózov había sido arrestado, aunque estono estaba aún confirmado.

Casi me desmayé del dolor.Tambaleándome como si estuviera dormida, de algún

modo me las arreglé para volver a casa. No tuve suficientecuidado cuando entré en mi habitación, y desperté a mi hi-jita. Su llanto finalmente me hizo recobrar el sentido, y metranquilicé y la amamanté. ¡Pero qué veneno debo haberledado junto con la leche de mi pecho, donde hubiera queridoestar abrazando a otra persona! La niñita lloró toda la noche,y yo la estuve paseando por la habitación en mis brazos,

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apretándola contra mi pecho. Tenía el espíritu dolorido yme sentía terriblemente vacía.

A eso de las ocho de la mañana, oí que golpeaban a mipuerta. La abrí en silencio. En el umbral, blanco como lanieve, estaba Serguei Kravchinsky; aparentemente acababa dellegar en el tren de la mañana desde Klaran. De inmediatome di cuenta de que lo sabía todo.

—Escucha, Olga –me dijo–, yo iré, yo mismo lo libe-raré.

—Como si no bastara con una pérdida –le respondí–, tútambién quieres destruirte. No, iré yo misma. Una mujerpuede desenvolverse más fácilmente que un hombre en estasituación, y quizá yo pueda hacer algo por él.

Serguei trató de persuadirme para que me quedara, ase-gurándome que se había dispuesto ya enviar a una mujer queconocíamos y que ella haría todo lo posible. Pero yo habíatomado una decisión, y la mantuve a pie firme.—¿Y tu hija? —Serguei indicó a la niña, como si ése fuerael argumento decisivo.

—Es lo mismo, ni siquiera ahora puedo alimentarla. Ladejaré contigo y con tu esposa mientras tanto, y decidire-mos lo que sea mejor para ella más adelante. Espero volverpronto.

Serguei no hizo más objeciones.Rápidamente comencé a prepararme para llevar a la niña

a Klaran y luego seguir viaje yo sola desde allí. No tenía di-nero para el viaje a Rusia, ni tampoco pasaporte; era muyarriesgado usar el que yo tenía. Fui lo suficientemente afor-tunada para conseguir un pasaporte ese mismo día; le per-tenecía a una muchacha rusa muy simpática, que estaba

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estudiando en Ginebra, y me lo prestó con la condición deque lo usara solamente para el viaje, y no para seguir viviendoen Rusia.97 Obtuve el dinero que necesitaba para el viaje através de Guerásim Romanenko, un camarada de primeralínea que había emigrado de Odessa y estaba estudiando de-recho: consiguió mil francos, sin compromiso alguno, de unarica estudiante. Y así, en pocas horas, estuve lista para el viaje.

Cuidadosamente empaqué las cosas de mi pobre niñitaen una maleta separada, guardando para mí solamente el pa-ñuelito de seda que habitualmente le cubría la cabeza. Estepañuelo y una fotografía que Morózov se había tomado antesde irse, fueron los únicos recuerdos que me quedaron delpasado.

Fui hasta Klaran sola, con la niña. Por la mañana, tem-prano, estaba en casa de Kravchinsky. Serguei había sidonotablemente previsor: ya había conseguido una cuna parami niñita y la había colocado en una habitación limpia yclara. Me dejó sola con mi hija. Por largo rato permanecí depie como una estatua en mitad de la habitación, con la niña,fatigada, durmiendo en mis brazos. Su rostro, acalorado porel sueño, estaba lleno de la paz y la belleza de la infancia.Cuando decidí finalmente dejarla en la camita, abrió los ojos,grandes, serios, tranquilos, envueltos aún por el sueño. Nopude soportar su mirada. Sin atreverme a besarla por temora despertarla, salí silenciosamente de la habitación. Pensabaque iba a volver; no sabía, no quería creer que estaba viendoa mi hijita por última vez. Estaba transida de dolor.

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97 En efecto, conservé este pasaporte «limpio» pese a todos los peligros yadversidades con que me enfrenté, y se lo devolví, a través de unos cono-cidos, en 1882, cuando yo estaba presa: Liubatóvich.

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Me despedí de mis amigos más íntimos y me fui de in-mediato a Rusia. Romanenko me acompañó hasta Berna,cuidándome como si fuera una nodriza. Yo me sentía comouna sonámbula y tenía aspecto de tal; Romanenko me ins-taba repetidamente para que adoptara una expresión másjovial, aunque sólo fuera por razones conspirativas.

—Francamente, no me importa lo que me suceda a mí.Pero ya lo verás –argüía yo en mi defensa– llegaré perfec-tamente a Rusia aunque tenga esta apariencia triste. Los so-námbulos llegan allí donde la gente que tiene los ojos abiertosda traspiés.

Y así fue. Viajé en segunda clase, en un tren rápido desdeBerlín. Este lujo no era un capricho: estaba enferma. Luegode haber arrancado repentinamente a la niña de mi pecho,no tenía manera de desprenderme de la leche, y eso me pro-dujo inflamación y fiebre. Yo no había siquiera consideradoesta posibilidad antes de salir de Suiza.

Llegué a San Petersburgo muy débil y me puse en con-tacto con algunos viejos camaradas del Comité Ejecutivo.Guardábamos aún una buena relación, pese a mis diferen-cias con ellos, y yo necesitaba encontrar un hombre que meayudara en el pueblo de Suvalki, donde estaba preso Moró-zov. Pero esto era a fines de enero y principios de febrero de1881, y en esta época La Voluntad del Pueblo había sufridograndes pérdidas. Al principio, Grinevitsky aceptó ayudarme,pero al día siguiente me comunicó que la organización lohabía destinado a otro proyecto más decisivo y, aunque de-seaba mucho ayudarme, no podía ir conmigo. No preguntéde qué proyecto se trataba, especialmente desde que Vera Fig-ner me había hecho saber que el partido estaba preparando

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un nuevo ataque. Grinevitsky me dio los datos de un jovenque, según dijo, conocía la región a la que yo iba y podíaserme de utilidad.

Yo le había pedido a Gesia Gelfman, mi antigua camaradadel Juicio de los Cincuenta, que confirmara si Morózovhabía sido llevado a la fortaleza de Petropavlovsk,98 y preci-samente antes de dejar San Petersburgo, fui a verla.

Aún recuerdo la primera vez que me encontré con Gesia.Fue en Kiev, allá por el verano de 1875. Yo estaba en caminode Odessa a Moscú y Tula, e hice un alto en su apartamento,que se usaba para recibir correspondencia y realizar reunio-nes. Me encontraba muy cansada del viaje y, por lo tanto,al cabo de un rato, con la confiada franqueza de la juven-tud, me tendí en la cama de esta extraña y me quedé dor-mida. De improviso me despertó un beso. A través de misojos cargados de sueño, vi la cabeza de una joven de cabellorizado, amigable, que transmitía una increíble bondad.

—¿Tú eres Gelfman? –le pregunté.—Sí, soy Gelfman. He estado mirando tu rostro tranquilo

y pacífico por largo rato –dijo ella–. Me encariñé contigo deinmediato, y no pude resistirlo: te di un beso.

Desde ese momento fuimos amigas. Posteriomente mecontó toda la historia de su vida. Había crecido en Mozyr(provincia de Minsk). Su padre, un judío próspero pero faná-tico, no le dio ninguna clase de educación; Gesia debía todolo que había llegado a ser a su propia energía. Cuando cum-plió diecisiete años, su padre decidió darla en matrimonio

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98 «Kolotkévich, de quien Gelfman estaba encinta, estaba preso en la forta-leza, y yo sabía que Gesia mantenía correspondencia con él.» (Liubatóvich).

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sin consultarlo con ella. Se preparó una dote. Llegó la vís-pera de su boda; el momento en que las mujeres más ancia-nas debían llevar a cabo en Gesia los repulsivos rituales queimponía la antigua costumbre judía. Pero el pudor de Gesiala hizo rebelarse, y resolvió irse de su casa. Tomó sus joyas yse escapó por la noche a la casa de una amiga rusa que habíaprometido ayudarla. Gesia se trasladó a Kiev, donde se ins-cribió en los cursos para parteras99 con el fin de capacitarsepara ganarse la vida honestamente. Se hizo de amigos entrelos jóvenes progresistas de Kiev, y llegó a conocer a Alexan-dra Jorzhévskaya, que era miembro del círculo de Fritsche,en 1875. Fue en esta época cuando la conocí.

Gesia fue arrestada en septiembre de 1875. Dos años mástarde, en el Juicio de los Cincuenta, se la condenó por servirde intermediaria de nuestra organización, la cual se habíaocupado de efectuar propaganda y organizar a la juventudy a los trabajadores de diversas ciudades del imperio ruso.Ella no podía reclamar privilegio legal alguno en virtud desu condición social100 y, así, la encarcelaron en un taller pe-nitenciario de San Petersburgo. En agosto de 1878, cuandollegué a San Petersburgo después de fugarme de Siberia, Ge-sia estaba todavía languideciendo en el taller penitenciario.Mantuve correspondencia con ella y, una vez, después deque la trasladaron a la fortaleza Litovsky, pasé por la calledebajo de su ventana. Se sintió feliz de verme libre.

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99 Éstos eran, dicho sea de paso, los únicos cursos que las mujeres podíanseguir en Kiev en ese momento.100 La ley penal rusa exoneraba a ciertas categorías sociales (especialmentea la nobleza) de diversas formas de castigo.

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En el verano de 1879, Gesia fue enviada bajo escolta po-licial a Stáraya Rusa (provincia de Nóvgorod) para terminarde cumplir su condena. Más tarde, ese mismo año, se escapó,y volvimos a vernos por primera vez desde que nos habíansentenciado. Me dijo que se sentía extremadamente fatigadapor su prolongado encierro y que deseaba descansar. Peroaquélla era una época de febril actividad y Gesia, como todosnosotros, se vio envuelta en la intensa lucha. Era una personamuy sensible, y su vida fue de continuo sacrificio; tenía grancapacidad de amar.

Ahora, en el que resultó mi último encuentro con Gesia,estaba triste y tenía el aspecto de estar enferma, pero ocul-taba su aflicción personal detrás de las interminables preo-cupaciones que le imponía su vida de revolucionaria. A eserespecto, había muy pocas personas alegres en los círculosrevolucionarios de esa época: todos los días alguien era atra-pado por la policía, y los sobrevivientes, deprimidos por estaspérdidas, tensaban todas sus fuerzas para un asalto final con-tra el régimen. Gesia parecía tener un presentimiento de queestaba viviendo sus últimos días de libertad, la libertad deque había disfrutado por tan breve tiempo.

El apartamento que Gesia compartía con Nikolai Sablínera utilizado para sesiones de instrucción por la gente que par-ticipó en el asesinato del zar el 1º de marzo. El 3 de marzo, ellugar fue allanado por la policía: Sablín se suicidó y Gelfmanfue arrestada. Algunas semanas más tarde, fue sentenciada amuerte. Su embarazo hizo que la ejecución fuera aplazada; lacondenaron en cambio a otro destino más terrible. Langui-deció bajo la amenaza de la ejecución durante cinco meses;finalmente se le conmutó la sentencia, poco antes de que

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diera a luz. En las manos de las autoridades, el terrible actodel parto se transformó en un caso de tortura sin precedentesen la historia humana. Para el alumbramiento, la trasladarona la Casa de Detención. Le dieron una celda bastante amplia,pero en ella apostaron centinelas las veinticuatro horas deldía: un recurso que había hecho enloquecer a otras mujeresque no estaban preñadas. Los tormentos que sufrió la pobreGesia Gelfman fueron mayores que los imaginados por losverdugos de la Edad Media; pero Gesia no enloqueció, sucomplexión era demasiado fuerte. La niña nació viva, y ellapudo incluso amamantarla. La ley rusa protegía los derechosde Gesia como madre, aun cuando ella era una presidiaria;nadie podía separarla de su hija. Pero en esa época, ¿quiénhubiera pensado en guiarse por la ley? Una noche, poco des-pués del nacimiento de la niña, las autoridades vinieron y sela quitaron a Gesia. Por la mañana, la llevaron a un hogar deexpósitos, donde la abandonaron sin recoger un recibo ni ha-cerla identificar: esto pese al hecho de que mucha gente (in-cluso yo) habíamos ofrecido cuidar a la niña. La madre nopudo soportar este golpe final, y pronto murió.

Así terminó la vida de Gesia Gelfman, que había huidode casa de su padre, llena de indignación ante las viejas cos-tumbres, llena de indignación ante el atropello a los derechosde la mujer, solamente para perecer como víctima de una vio-lencia sin precedentes contra sus sensibilidades como mujer,como ser humano y como madre.101

Pero esto sucedería más tarde.

101 Liubatóvich obtuvo los detalles para este relato de los últimos mesesde la vida de Gesia Gelfman en 1882, a través de guardias femeninas de la

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Después de despedirme de Gesia, fui a encontrarme conel joven con quien debía viajar para buscar a Morózov. Meinvitó a pasar mi última noche en San Petersburgo en el apar-tamento de algunas íntimas amigas suyas, un grupo de mu-chachas. Estas bondadosas jovencitas se dieron cuenta de queyo estaba enferma y me convencieron de que me atendiera.Por la mañana me llevaron a un hospital, y pude obtener losconsejos y la medicación que necesitaba. Esa noche, partíhacia Suvalki.

Mi tarea resultó muy complicada. No conocíamos a nadieen Suvalki. Mi compañero era muy joven, aparentemente re-cién egresado de la gimnazia, y naturalmente yo no podía po-nerme en la posición de hacerlo correr grandes riesgos. Perotenía tan poca experiencia y se comportaba de manera tanpoco apropiada para un conspirador (probablemente pensabaque yo era una dama respetable, «legal» como él), que llamabala atención hacia nosotros con sus comentarios excesiva-mente liberales en presencia de extraños, y realmente meenojé mucho. Era un novato en el más amplio sentido dela palabra: ardiente, generoso, pero completamente inhábil.

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Casa de Detención Preliminar, y del fiscal del distrito, a quien le envió unapetición (desde su celda) solicitando derechos de custodia sobre la hija deGelfman. De acuerdo a una reseña biográfica soviética sobre Gelfman, susentencia fue conmutada el 2 de julio de 1881. Fue trasladada a la Casa deDetención Preliminar el 5 de agosto y dio a luz una hija el 12 de octubrede 1881; se menciona una peritonitis como causa de su muerte, el 1º defebrero de 1882. La conmutación de la sentencia de Gelfman fue en buenaparte el resultado de la indignación y protesta pública, en Rusia y en el ex-tranjero, contra el inicuo tratamiento que el régimen reservaba a la mujerencinta.

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Por ejemplo: teníamos que hacer contacto con la prisión através de los guardias. Ahora bien, yo, siendo una mujer, nopodía trabar amistad con ellos ni comprarles bebidas enuna taberna; pero tampoco mi joven compañero podía: nosabía cómo hacerlo. Nos tomó dos semanas enteras llegara saber que no había nadie llamado Lakier [el seudónimode Morózov] en la prisión de Suvalki.

Alguna gente nos informó que lo habían llevado a Kovno,y por tanto nos dirigimos allí. Nuevamente, no conocíamosa nadie; nuevamente las mismas dificultades increíbles paraestablecer conexiones con la prisión. Mi compañero se abu-rría y comenzó a frecuentar la sala de lectura pública, pese amis advertencias de que podía encontrarse allí con un espía.En cuanto a mí, pasaba todo mi tiempo corriendo de unlugar a otro en medio de una depresión provocada por la im-potencia, ocultándole la pena que sentía. Traté de establecercontacto con las ancianas y tenderas del pueblo, pero no pudeaveriguar nada útil. Y así pasó infructuosamente el tiempo.Terminó febrero.

Entonces, una mañana me desperté al sentir una conmo-ción inusual en las calles. En todas las esquinas, había grupitosde gente que hablaba acerca de algo y meneaba la cabeza. Ob-viamente había sucedido algo importante, ¿pero qué? Salífuera. Los mensajeros corrían a toda prisa por las calles. Penséen la noche anterior, 1º de marzo, en que algunos carruajeshabían pasado velozmente hacia la casa del gobernador, quetenía todas las luces encendidas como para un baile, aunqueno había señales de una gran reunión. A juzgar por los ru-mores que circulaban ahora entre la multitud –el soberanohabía sido asesinado, San Petersburgo había sido volada y

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otras cosas más– la reunión había sido un consejo. Haciael mediodía, corría la noticia de la muerte de Alejandro IIy el advenimiento de Alejandro III al trono, y la gente co-menzó a reunirse en las sinagogas y las iglesias para prestarel juramento de lealtad.

Mientras tanto, me parecía cada vez más claro que erainútil quedarse más tiempo en Kovno. Finalmente fui yomisma a la prisión y le pregunté al encargado si tenían unprisionero que respondía al nombre de Lakier (sin mencio-narle que se trataba de un preso político) y que había sido tras-ladado desde Suvalki. Me dijo que no, y pude darme cuentapor la expresión del hombre, por su tono y por su actitudhacia mí, que estaba diciendo la verdad. Probablemente notenían allí ningún preso político; de otra forma se hubieratomado más interés en mi visita.

Decidimos ir a Vilna, donde conocíamos a alguna gente,con el propósito de informarnos sobre los detalles de la si-tuación política y conseguir los nombres de alguna gente enMinsk. La inexperiencia de mi compañero rindió finalmentesus frutos. Cuando abordamos el tren, un espía que usaba an-teojos azules comenzó a seguirlo con todo descaro. Aparen-temente, él conocía bien al espía por haberlo visto en la salade lectura: como me contó mi compañero, el hombre parecíaestar siempre rondándolo. El espía no nos tendió ningunacelada en el tren, pero nos estuvo pisando los talones a lolargo de todo el viaje. Cuando llegamos a Vilna, le sugerí ami compañero que nos hospedáramos en diferentes hote-les. Le dije además que después de inscribirse en el registrodel hotel para ocupar una habitación debía desaparecer deinmediato.

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Obstinadamente se negó a escucharme: quería ver a al-guien en Vilna, de modo que decidió pasar la noche en unhotel y seguir hacia San Petersburgo a la mañana siguiente.Yo no podía salvarlo, y hubiera sido estúpido seguir su mismodestino. Y así, luego de haberme anotado en el registro deun hotel, ordené enseguida un samovar, dejé la puerta de mihabitación sin llave, y me deslicé fuera del edificio sin serdescubierta.

Fui a la dirección que me habían dado. Los residentes delapartamento, una familia judía muy agradable, me ofrecie-ron refugio con la mayor buena voluntad. El joven estudiantede la familia me acompañó de vuelta al hotel. Tomó mi ma-leta y salió sin ser notado; yo puse un rublo sobre la mesa dela habitación, abandoné el hotel y volví al apartamento poruna ruta muy indirecta. A la mañana siguiente, nos entera-mos de que mi compañero de viaje había sido arrestado ensu hotel durante la noche. Su terquedad le costó cara: acabóen Siberia, donde pasó varios años en exilio administrativo.

Luego de su arresto, era arriesgado para mí que me vieranen la estación del tren. No obstante, con la ayuda de un obre-ro ruso, pude tomar un tren a Minsk dos días más tarde. Élme hizo subir a un vagón de trabajadores, cerró la puerta conllave, y allí esperé durante casi medio día que engancharan elvagón al tren. Sólo cuando estuvimos en marcha mi escoltaobrero se unió a mí en el vagón.

Cuando llegué a Minsk, ya no tenía que seguir operandocompletamente sola, y esto hizo más fácil mi tarea. Rápi-damente llegué a saber que Morózov tampoco estaba en laprisión de Minsk; aparentemente lo habían llevado directa-mente de Suvalki a San Petersburgo. Yo estaba terriblemente

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fatigada por mi infructuosa búsqueda. De todos modos noquería aceptar la derrota, y por tanto decidí ir a San Peters-burgo. Con base en mi experiencia anterior sabía que eraimposible moverse libremente en la capital sin buenos do-cumentos de identidad, de modo que me quedé en Minskcon el fin de obtener los documentos que necesitaba. Estotomaba tiempo. Mientras tanto, tuve ocasión de alternarcon la juventud de izquierda de la localidad, así como conalgunos obreros.

Todos estaban aún bajo los efectos del impacto del 1º demarzo, y muchas veces se me acercaban en busca de mis opi-niones sobre la situación: ¿por qué Rusia guardaba silen-cio?, ¿qué había que hacer?, ¿no deberían tomarse medidaspara realizar alguna clase de manifestación?, ¿algún ataquearmado contra algún individuo o una institución? Mi res-puesta fue la siguiente: «Camaradas, revisen sus fuerzas;son muy reducidas, estoy segura. Me temo que no llevarána cabo nada grandioso, sólo algo ridículo». Me confesaronque las fuerzas con conciencia política eran en efecto su-mamente escasas; luego se quedaron en silencio. Estaban co-menzando a entender que los estallidos débiles y aislados nonos traerían la libertad, sino sólo mayor opresión.

A pedido de mis conocidos en Minsk, traje conmigo lostipos para la nueva imprenta de La Voluntad del Pueblo aMoscú, una tarea riesgosa pero a la cual no quería sustraerme.Se presentó una solución muy simple. Primero até los tiposen forma de barras, y luego las coloqué entre capas de traposen una maleta de cuero, grande y abultada y muy vieja. Luegoadquirí un sombrero muy elegante con alegres lazos y flo-res, me compré una hermosa capa nueva de verano, y fui a

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la estación del tren –sin compañía– con la maleta. Le dije almaletero que la llevara al compartimento de equipajes. Estabatan pesada que dejó escapar un quejido cuando la levantó.

—¿Qué lleva usted en esta maleta, señorita? –preguntó.—Oh, está llena de algunos utensilios domésticos de

metal –le contesté. Al ver mi vestimenta elegante y alegre, mecreyó y no se ocupó más del asunto. Personalmente fui acomprobar cómo despachaba la maleta.

Llegué sin novedad a Moscú y con mi hermoso pasaportenuevo, me fui derecha a un hotel.

Los camaradas de Moscú me aconsejaron que no fueraa San Petersburgo hasta que hubiera disminuido la primeraoleada de reacción que siguió al 1º de marzo. «Casi no hay‘ilegales’ allí», me dijeron. «Además, por el momento no sepuede hacer nada por la gente que está presa.» Decidí ir detodos modos. Le di el recibo de la maleta a Anna Korba, ad-virtiéndole que era necesario que fuera una mujer quien larecogiera en la estación. Decidí quedarme en Moscú solo eltiempo necesario para ver a mi familia: a mi padre, a quien nohabía visto desde mi juicio en 1877, y a sus hijos menores.

Hacía ocho años que yo había salido de mi hogar paraestudiar en Zürich. En ese lapso, nuestra familia se dispersóy la casa en que yo había crecido fue vendida. Mi hermanaVera me había acompañado a Zürich; Tatiana comenzó avivir sola tan pronto tuvo la edad suficiente y estaba ahoraestudiando canto y viviendo en los apartamentos del Con-servatorio; Claudia –de apenas dieciséis años– acababa decasarse con el ex-gerente de la empresa de mi padre; y mihermano mayor era administrador de una empresa en al-guna parte. Papá se había casado con nuestra institutriz un

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año antes de que yo me fuera a Zürich –menos de dos añosdespués de la muerte de mi madre– y estaba ahora solo conla nueva familia que crecía a su alrededor.

Sus negocios habían marchado mal. La depresión generaldurante la guerra ruso-turca lo había arruinado: tuvo que in-terrumpir la producción en sus grandes fábricas de ladrillosde Setuni, cerca de Moscú, que le proporcionaban grandesbeneficios, y vender su hacienda. Se vio obligado a regresaral Departamento de Agrimensura del Senado en Moscú,102

donde había trabajado durante su juventud. Ya no vivía en laenorme casa que había edificado en Setuni, sino en una dachaen el parque Petrovsky. Después de averiguar su direccióny hacerle saber cuándo iba a visitarlo, fui a verlo allí.

Me sentí triste al cruzar el umbral de la casa paterna luegode estos largos años de separación. Encontré a mi padre y atoda su familia cenando, ante una mesa puesta con des-cuido; no había huellas de la comodidad y el orden de an-taño. Estaba rodeado por cinco niños pequeños, el mayorde los cuales tenía ocho años. Cuando me vio, los envió aljardín a jugar, porque sabía que yo me había fugado del exi-lio y era por lo tanto «ilegal». Mi madrastra se fue con losniños, y me quedé sola con mi padre.

—¡Dios mío, cómo has cambiado! –me dijo, tomandomis manos entre las suyas y mirándome fijamente–. Solo tusojos son iguales que antes. –Lo abracé. Por largo tiempo, laemoción me dominó impidiéndome hablar.

—Sí –continuó tristemente, cuando yo hube recuperado

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102 El Senado no era una institución representativa, sino más bien un altoorganismo administrativo de supervisión y una especie de suprema corte.

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la compostura–, a veces me culpo por no haber sido capazde refrenarte cuando me visitaste secretamente en Moscúhace cinco o seis años, ¿te acuerdas?, exactamente comoahora, por no haberte encerrado si hubiera sido necesario,después de que me confesaste que estabas trabajando en unafábrica y realizando propaganda.

—Lo que hice entonces, papá, fue advertirte –le respon-dí–, de modo que no fuera demasiado duro para ti más ade-lante, cuando otros te contaran lo que me había sucedido.No hubieras podido encerrarme, me hubiera escapado deti de la misma manera que me escapé de Siberia. Dejemosesto, no tienes nada que reprocharte. Mi destino estaba de-finido; ni tú ni yo misma teníamos poder para cambiarlo.Por el bien de tus otros hijos, ahórrate esfuerzos. Estás ago-tado y deprimido: eso no es bueno.

—Sí, yo también he tenido que soportar unas cuantascosas –dijo, casi como hablando para sí. Caminó hasta laventana y la abrió de par en par–. El aire está tan irrespi-rable aquí –observó–. Si no estás cansada, demos un paseopor el parque.

Mientras paseábamos, papá me explicó francamente cómose había producido su ruina; cómo, para proteger su honor,se había visto obligado a entregar todo a sus acreedores. In-cluso los ocho mil rublos que mi abuelo había ganado conun billete de lotería y apartado para mí, para cuando yo lle-gara a la mayoría de edad –un dinero que mi padre habíaconservado para mí, pese a mis convicciones, en 1877–; in-cluso esa suma había caído al abismo. Sentí una infinitapiedad hacia mi padre; me daba cuenta de que admitir estascosas le había costado una dolorosa lucha. Papá me había

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hecho saber lo del premio de la lotería cuando estuve en lacárcel, y yo guardaba aún esperanzas, cuando fui entonces averlo, de que quizá hubiera quedado algo para mi hija sinpadre.

Cuando mi padre se enteró de que yo tenía una hija y deque la había dejado en el extranjero, se sintió sumamenteperturbado. Era un hombre inteligente y bien educado, ycomo es natural se dio perfectamente cuenta de que una niñaque había nacido de una madre que vivía en la clandestini-dad no podía ser legítima, y sufría, tanto por mí como porla niña, sufría por mi pesar y por la imposibilidad de ayu-darme. No quería reprocharme...

—Oh, ¿por qué no naciste varón? –En un instante, esaexpresión melancólica, que me era tan familiar, vino a mídesde los lejanos tiempos de la infancia, la expresión que solíahacerme rezar silenciosamente a Dios durante interminableshoras para que Él me transformara en varón... Entoncescomprendí lo que quería decir papá, comprendí que teníaque soportar una doble carga en la vida: la pesada carga delser humano y además la carga de ser mujer...

Seguimos dando vueltas hasta la hora del crepúsculo, ha-blando sobre los acontecimientos del momento y sobre elfuturo. Como a mí, le dolía en lo más profundo de su espí-ritu el estado de su patria, también él ansiaba la libertad paraRusia, pero no admitía la violencia.

—Nuestra sociedad debe ser moralmente regenerada –di-jo–. Mira nuestras figuras públicas, la gente de nuestros con-sejos municipales y nuestros zemstvos: están guiados másque nada por intereses personales y ambiciones... No es éseel camino para rehacer a Rusia.

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—Yo ni siquiera espero nada significativo ni que valgala pena de ninguno de ellos –le respondí...

Hacía rato que había oscurecido, y el parque estaba de-sierto. Papá me acompañó a mi hotel, y nos despedimos...Yo sentía una gran congoja.

Al día siguiente, mientras me preparaba para viajar a SanPetersburgo, un camarada del Comité Ejecutivo (Vera Fig-ner, según recuerdo) vino a decirme que el esposo de SofíaBardiná, Shajov, estaba en Moscú y quería verme.

¡Cómo empezó a latirme el corazón cuando oí eso! Sofíay yo podíamos quizá infundir nuevo vigor al movimientorevolucionario. Habíamos sido camaradas en la Organiza-ción Social Revolucionaria Panrusa,103 un grupo que habíadesarrollado una fuerza considerable a través de su granunidad ideológica y moral. Tiempo atrás, en 1875, había-mos establecido las bases para las asociaciones obreras revo-lucionarias en Moscú y otras ciudades. Nuestro programareflejaba embrionariamente el rumbo del movimiento re-volucionario de los años setenta: de la propaganda pasiva ala resistencia armada, y la desorganización del gobierno pormedio del terror. Mucha gente me dijo posteriormente quela solidaridad que habíamos logrado sirvió como modelopara las organizaciones revolucionarias que vinieron después,especialmente Tierra y Libertad. Nuestro grupo no produjoun solo traidor, gracias al principio en que estaba basado:la completa libertad e igualdad de todos sus miembros. Todos–obreros o miembros de la intelectualidad, hombres o mu-jeres– se turnaban para cumplir las tareas administrativas,

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103 El grupo que el círculo de Fritsche de Zürich había ayudado a formar.

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que eran a un tiempo obligaciones y derechos. No habíaelecciones. Nadie estaba ansioso por ingresar en la admi-nistración. Los administradores no tenían poder; eran inter-mediarios y nada más. Pero aun aparte de eso, todos nosotrosconsiderábamos sumamente valioso el trabajo directo conel pueblo y la realización de trabajo manual. Aunque nues-tro periodo de actividad fue breve –menos de un año–, nues-tra propaganda dejó huellas muy perceptibles entre el pueblo,y nuestro legado fue utilizado por los que vinieron despuésde nosotros.

Y de este modo, tenía grandes esperanzas cuando fui aencontrarme con el esposo de Bardiná. Pero, desde sus pri-meras palabras, me di cuenta de que no era realmente unode nosotros, y no pude hablar francamente con él sobre nada.No quiso dejar de lado los rodeos y decirme donde estabaSofía: solamente quería saber si era posible vivir en Moscúo en San Petersburgo. Le dije que sólo las personas que noeran intensamente buscadas por la policía podían vivir conseguridad en esas ciudades, y que si Sofía acababa de esca-parse del exilio, debía decirle que se cuidara y saliera al ex-tranjero por un tiempo. Nos despedimos, y me fui a SanPetersburgo.

Más adelante me enteré de que Bardiná efectivamente es-tuvo en el extranjero un tiempo. Pero para esa época el mo-vimiento revolucionario se había dividido en dos camposdiferentes, y la gente como Sofía o como yo –cuya línea po-lítica había combinado la libre organización del pueblo, lapropaganda pacífica, y la protesta armada– no encajábamosen ninguno de los dos. Entre los emigrados encontró sola-mente miembros del Reparto Negro, que habían olvidado

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su anterior comunidad espiritual con el resto de nosotros.Bardiná se encontró con que no tenía un solo amigo íntimoen el extranjero. Pero esto no hubiera sido tan perjudicial, siella no se hubiera deteriorado además físicamente. Pasó va-rios meses en un hospital de Ginebra olvidada por todos. En1883, estando todavía en Ginebra, se convenció de que yano recobraría las fuerzas perdidas y –como Betia Kamins-kaya en San Petersburgo, en 1877; Jorzhévskaya en Tomsk,en 1886, y Batiushkova en 1892–104 se quitó la vida, con elmismo espíritu de los estoicos de la antigüedad que preferíanla libertad en la muerte antes que la esclavitud en vida.

Mientras estuve en San Petersburgo, visité varias veces aRosa Lichkus, una prima hermana de la esposa de Kravchins-ky. Fue a través de ella que recibí el telegrama de Serguei sobrela muerte de mi hija.

Serguei Podolynsky le había pedido a Kravchinsky quele permitiera criar a mi hija. Podolynsky y yo éramos ami-gos desde mis épocas de estudiante en Zürich: solía gustarlesalir a pasear en bote por el lago y hablar de filosofía y de cien-cia conmigo, que entonces tenía dieciocho años. Más tardese casó con una noble dama de Kiev, pero después de que na-ció su tercer hijo, se separó de ella y se quedó con los niños.Kravchinsky tenía algunas dudas respecto a dejar que se lle-vara a mi hija, porque la niña crecería sin madre. Pero Podo-lynsky era una persona muy bondadosa; además era médicoy su fortuna le permitiría dar una excelente educación a todossus hijos. Puesto que la propia vida nómada de Kravchinsky

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104 Todas las mujeres nombradas fueron juzgadas con el grupo de los Cin-cuenta (Liubatóvich).

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no podía garantizar a mi niña un hogar seguro y pacífico,y como no podía comunicarse conmigo en forma directa yregular, tuvo que decidir su destino como le pareció mejor.Finalmente accedió al pedido de Podolynsky.

Mi hijita tenía seis meses cuando Podolynsky la llevó a suvilla en el sur de Francia. No llegó a sobrevivir dos semanascon su nuevo padre adoptivo: como uno de los propios hijosde Podolynsky, murió en la epidemia de meningitis que es-taba asolando esa parte del país, y fue enterrada en el cemen-terio de Montpellier. Tampoco Podolynsky vivió largo tiempo.Emocionalmente desgastado por el drama que había vividocon su esposa, empezó a sufrir serios desórdenes mentales ymurió poco después en París.

Sí, es un pecado para los revolucionarios fundar una fami-lia. Tanto los hombres como las mujeres deben estar solos, aligual que los soldados bajo una lluvia de balas. Pero en nues-tra juventud, de algún modo olvidamos que las vidas de los re-volucionarios no se cuentan por años, sino por días y horas.

Tuve ante mí el telegrama de Kravchinsky durante horasy horas antes de darme cabal cuenta de que mi hija habíamuerto. No lloré; estaba atontada por la pena. Durante algúntiempo después de eso, sufrí tormentos cada vez que cami-naba por la calle o me subía a un tranvía: los rostros dulces yfelices de los niños pequeños me desgarraban el corazón,recordándome a mi propia niña. Con la mente embotadapor la idea de su muerte, perdí temporalmente mi innata pre-caución. No podía mirar fácilmente a la gente, no podía pe-netrar sus pensamientos y sus sentimientos.

Lo que me salvó durante este periodo fue la esperanza,todavía no abandonada, de disponer lo necesario para la fuga

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de Morózov. Ya había realizado ciertos preparativos y estabamanteniendo correspondencia con él a propósito de un plan,cuando Vladímir Degaiev se allegó a mí. Morózov lo habíaconocido hacía un tiempo.105 Me ofreció sus servicios y mehizo algunas preguntas que parecían naturales: ¿dónde estabaMorózov en este momento? ¿Tenía yo contacto con él? Ledije que me estaba comunicando con Morózov y que estabaen la Casa de Detención Preliminar. Eso fue suficiente paraDegaiev. La siguiente carta que le envié a Morózov, algunosdías después, me fue devuelta, y se me informó que habíasido trasladado a la fortaleza: nunca pude siquiera averiguarsi había recibido mi carta anterior, con la noticia sobre lamuerte de nuestra hija. De este modo terminaron mis in-fructuosos esfuerzos para liberar a Morózov. La traición co-ronaba todos mis otros fracasos.

Todavía conservaba mi propia libertad, pero me parecíaque la policía estaba empezando a seguirme y, en consecuen-cia, me mudé a Ojta, donde conseguí alojamiento por unospocos rublos al mes. Ojta tenía la siguiente ventaja: para lle-gar propiamente a San Petersburgo, había que cruzar el ríoNeva en un pequeño bote, y de este modo era siempre po-sible determinar si alguien estaba siguiéndolo a uno. Al finde cuentas, parecía que los espías todavía no habían logradoabrirse camino hasta Ojta.

Después de mayo de 1881, solamente había tres de noso-tros viviendo clandestinamente en San Petersburgo: Tijomí-rov (quien hacía tiempo trataba de evitar a todos), Tatiana

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105 Según Liubatóvich llegó a saber más adelante, Degaiev se había trans-formado en agente de la policía. (Ver pág. 130, nota 43).

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Lébedeva y yo. Tatiana y yo nos reunimos varias veces du-rante el periodo de casi un mes que pasé sosegadamente enOjta. Se quejaba porque se sentía infinitamente cansada deque la policía estuviera pisándole los talones; decía que suexistencia parecía innecesaria y que a veces había pensadoen entregarse. No contaba con obtener ayuda de los cama-radas: ellos mismos estaban en malas condiciones, y porotra parte, no había ninguno de los antiguos camaradas enSan Petersburgo excepto Tijomírov, que no quería verla.

Esta clase de conversación me aterrorizaba. Había que ha-cer algo; yo temía que Tatiana se suicidara. Arreglamos queviniera a mi casa, y le di instrucciones para que usara el botedel Neva. Pero estaba tan exhausta, tanto física como emo-cionalmente, que hacer el menor esfuerzo desacostumbradoo seguir un camino poco familiar estaba más allá de sus fuer-zas. Terminó por seguir una ruta que daba un rodeo por elpuente de Liteiny: hacía parte del camino en coche y luegollegaba hasta mi casa a pie. Estando yo sentada en un bal-concito de mi buhardilla, observando la calle a la pálida luzdel atardecer, distinguí su figura en la distancia, y para granangustia mía, vi que no estaba sola. Alguien seguía cada unode sus movimientos: ella entraba en una tienda y él hacía lomismo; ella se detenía, y él también. Era una mala señal, perono se podía hacer nada. Tatiana apenas podía caminar, y sinembargo había venido a verme; era obvio que no tenía fuer-zas para seguir. Cuando llegó a mi casa, le comuniqué mi ob-servación. Reconoció que el seguimiento era sospechoso, y selamentó de no haber seguido mis consejos.

Tatiana pasó la noche en mi apartamento pero volvió ala ciudad a la mañana siguiente. Ese mismo día, cerca de las

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doce, repentinamente aparecieron dos inquilinos en la ha-bitación contigua a la mía, que estaba vacía: un hombre jovenque tenía el aspecto de un empleado de tienda y una mujerbastante mayor que él, de rostro decrépito e insolente. Luegode acomodar sus cosas, esta gente golpeó sin ceremonia a mipuerta con cualquier pretexto y trató de entablar relación.Me hice pasar por una maestra particular; empezaron a pre-guntarme a quién le daba yo clases, cuánto me pagaban, ycosas por el estilo. Con algunas dificultades, me libré deellos y fui a la ciudad para informar a Lébedeva de este úl-timo acontecimiento.

Tatiana acababa de recibir una carta de los camaradas deMoscú, en la que le decían que saliera de San Petersburgo.En efecto, no había otra solución para su dilema, ¿pero cómoeludir a los espías que la seguían? Hicimos todos los arreglosposibles para una fuga –patios que se comunicaban, una ar-cada donde había una tienda a través de la cual podía desli-zarse sin ser descubierta– pero sin resultado. Capturaron aTatiana cuando llegó a la estación del tren. Yo la seguí a ciertadistancia y observé la escena, impotente para ayudarla.

Ese día, muy tarde, regresé a mi casa en Ojta. Encontréa mis nuevos vecinos medio borrachos y enfrascados en unaruidosa riña. Por la forma en que actuaban uno con respectoal otro, me resultaba obvio que no eran una familia, sino unaespecie de par de canallas. Obviamente tuve que comenzara pensar en salir de allí mientras todavía era posible.

Para mi completa sorpresa, Guerásim Romanenko apa-reció en San Petersburgo algunos días después, pidiéndomecon urgencia, a través de amigos, que me encontrara con él.Romanenko me persuadió de que no esperara pasivamente

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en San Petersburgo hasta que me arrestaran, sino que fueramás bien a Moscú, donde se había reunido buena parte denuestra gente. Acepté, porque prefería morir, como lo ex-presa el dicho popular, con las armas en la mano.

No era que yo esperara que surgiera nada importante enel movimiento revolucionario en esta época. Cuando pasépor Moscú en la primavera, había oído comentarios talescomo éste: «Alejandro III debe morir a manos del propio pue-blo, no a manos de los revolucionarios». Yo había sido unaobrera común y corriente; conocía al pueblo, y me daba cuen-ta de cuán vanas eran ahora estas esperanzas. Me daba tristezamirar el cúmulo de proclamas que se habían impreso –«Alpueblo», «A la sociedad», «A los oficiales», y otros– porquesabía que no acarrearía ninguna respuesta masiva. Es ciertoque se estaban procesando desórdenes antisemitas en algu-nos lugares, y había revolucionarios que consideraban estocomo síntoma de un espíritu revolucionario que maduraba.Pero tal como yo lo veía, estas manifestaciones salvajes y de-sagradables no llevaban en sí ninguna promesa para el futu-ro: reflejaban el desencadenamiento de las pasiones, no unalucha consciente por la libertad y la justicia.

De modo que acepté ir a Moscú, sin saber lo que haríaallí, casi segura, además, de que no había nada importanteque pudiera hacer. Para mí, de todos modos, no había nadani nadie para quien preservar mi libertad; yo sentía que laconquista de la libertad de Rusia había sido aplazada porlargo, largo tiempo.

Antes de tomar el tren hacia Moscú, estuve en cuarentenadurante algunos días en el apartamento de un amigo de Ro-manenko. Para evitar una repetición del arresto de Lébedeva,

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me llevaron a una distancia de dos estaciones de la línea deMoscú en coche de posta, simulando estar a la búsqueda. Nisiquiera estas precauciones pudieron salvarme. La policíaprobablemente no sabía en qué apartamento me alojaba yo,pero tan pronto como salí, deben haber encontrado mi pista,porque un espía policiaco y su esposa aparecieron en mi va-gón del tren. Trataron de hacerse amigos y convencermede que me alojara en el mismo hotel que ellos en Moscú. Si-mulé aceptar, pero cuando llegamos a Moscú por la noche,me las arreglé para perderme entre la multitud y tomar uncoche hacia otra parte de la ciudad.

Sin embargo, mis días estaban contados. Una tarde, al-gunos días después de llegar yo a Moscú, un agente –elque se había mudado a la habitación contigua a la mía lue-go de la visita de Tatiana Lébedeva– se me acercó en la calle,me interceptó el paso bruscamente, y comenzó a llamar agritos a la policía. Traté de esconderme en una peluqueríacercana, pero el propietario, un alemán bien alimentado,estaba de pie en la puerta, y me empujó de vuelta hacia lacalle. Se estaba reuniendo una muchedumbre. Algunaspersonas trataron de alejarme de los policías que se acerca-ban corriendo, pero no tenía ningún lugar donde escon-derme y no había coches de alquiler a la vista. Finalmente meatraparon.

Yo no me sentía excesivamente triste por haber sido arres-tada, pero temía que capturaran a alguien en mi habitacióndel hotel. Y así sucedió: Romanenko fue allí al día siguientey lo arrestaron. Afortunadamente, la noticia de nuestros res-pectivos arrestos se difundió bastante rápidamente y nadiemás cayó en la emboscada policiaca.

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De esta forma terminaron mis andanzas sobre la tierradurante una de las épocas más tristes de la historia rusa.

LA POLICÍA DESCUBRIÓ en poder de Liubatóvich una carta deMorózov, que estaba preso, en la cual la instaba a no preo-cuparse por él sino más bien a seguir adelante con la lucha,aun cuando ella era la «única representante que quedaba delterror sistemático». Su arresto dio por tierra con cualquieresperanza de transformar sus ideas en realidad.

Con la finalidad de evitar que las autoridades llegaran ala conclusión de que el movimiento terrorista en su conjuntohabía sido derrotado, Liubatóvich les informó que pertenecíaa una pequeña facción que se había separado del Comité Eje-cutivo de La Voluntad del Pueblo. Al mismo tiempo, afirmósu completa solidaridad moral con el partido: «Al dejarlo, notenía por cierto ninguna intención de dañar a mis antiguoscamaradas; por el contrario, tenía la voluntad de avanzar conlas manos unidas a las suyas hacia la misma meta, tan carapara todos nosotros».106

En noviembre de 1882 fue desterrada sin juicio a Irkutsk,en Siberia oriental. Pasó más de veinte años en el exilio, y re-gresó a la parte europea de Rusia sólo después de la revoluciónde 1905. Sus memorias llevan la fecha del 30 de marzo de1906, y poco sabemos de su vida de allí en adelante. Murióen 1917.

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106 Olga LIUBATÓVICH, «Doznanic o docheri inzhenera», Byloe, agosto de1907, pág. 296.

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e l i z a v e t a k o v á l s k a y a

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ELIZAVETA KOVÁLSKAYA FUE LA ÚNICA mujer revolucionariade su generación que nació sierva. Aunque su padre, un ricopropietario, no maltrataba a su madre, una campesina, a lamanera de algunos otros nobles rusos, Koválskaya adquirióuna conciencia dolorosa e irrevocable de la desigualdad declase y la opresión en los primeros años de su vida. Años mástarde relató a un camarada, Osip Aptekman, una anécdotanotable sobre su infancia: a la edad de siete años, se habíaenfrentado con su padre y de algún modo lo había persua-dido de que ejerciera su influencia para que ella y su madrefueran inscritas retroactivamente como ciudadanas libres.De allí en adelante, Koválskaya se crió en la forma que con-venía a la hija de un hombre noble. Al morir su padre, en losúltimos años de adolescencia de Koválskaya, le legó su vastahacienda.

Por esta época, Koválskaya se había transformado ya enuna feminista y socialista activa. En una de las casas que habíaheredado en Járkov fundó un centro educacional de izquier-da. Hasta que la persecución policiaca lo cerró abruptamenteen 1869, sirvió como hogar de una escuela de obreras, comosede para cursos avanzados a mujeres de las clases altas, di-versos grupos de estudio de temas políticos y pequeñasconferencias. Durante los años que siguieron, Koválskayapasó por las dos «escuelas» más intensivas para las mujeres

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revolucionarias de los setentas. Integró el primer grupo demujeres que asistió a los cursos de Alarchinsky en San Pe-tersburgo; luego, hacia 1872, fue a Zürich, donde las co-rrientes revolucionarias eran sumamente fuertes en la coloniade emigrados rusos. Cuando regresó a Rusia, era bakuninista.

En alguna medida, la actividad posterior de Koválskaya lacoloca fuera de la corriente principal del movimiento popu-lista. Mientras la mayoría de los revolucionarios de los setenta(la Organización Social Revolucionaria Panrusa era una ex-cepción importante) concentraba sus esfuerzos en el campe-sinado o los intelectuales de izquierda, Koválskaya llevaba acabo su labor organizativa entre los obreros industriales.Deliberadamente evitó a los grupos revolucionarios de prin-cipios y mediados de la década de los setenta, por razones quemenciona en sus memorias. Sólo a fines de 1879 se incor-poró al Reparto Negro, y luego se retiró del partido en cues-tión de meses. Junto con un camarada, Nikolai Schedrin,fue a Kiev a principios de 1880 y fundó una organizaciónindependiente: el Sindicato de Obreros Rusos del Sur.

El programa que elaboraron para el sindicato estaba ba-sado en el «terror económico»: ataques contra los adminis-tradores de fábricas que ejercían la represión, propietariosy autoridades locales con las que la gente se encontraba ensu vida diaria. El sindicato fue el intento más exitoso de laépoca populista para unir una estrategia de lucha armadacon una organización de masas. En una época en que todoslos sindicatos eran ilegales, en que la posesión de un folletopodía tener como resultado la prisión o incluso la ejecución,no menos de setecientos trabajadores asistían a las reu-niones clandestinas dirigidas por Koválskaya y Schedrin:

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una «cantidad enorme» para ese periodo, como ella señalacorrectamente.

NACÍ CERCA DE JÁRKOV, como hija ilegítima, en la haciendade mi padre, Sólntsev. Mi madre era una campesina, sierva demi padre. Por razones familiares, mi padre utilizó su ampliainfluencia en los altos círculos administrativos para lograrque mi madre y yo fuéramos legalmente transferidas al mes-chanstvo107 de la ciudad de Járkov. Este cambio tuvo lugarcuando yo tenía unos siete años, pero se hizo retroactivo ami nacimiento. Así, en los documentos oficiales se me desig-naba como la «hija ilegítima de una mujer del meschanstvode Járkov y del coronel Sólntsev». Los diversos documentosdan distintas fechas de mi nacimiento: en uno dice 1849, enotro 1850 y en un tercero 1852. No sé cuál es la correcta.

Desde mis años de infancia, la vida me parecía incom-prensible y cruel. Creo que tenía apenas seis años cuandome di cuenta de que en el mundo había propietarios y cam-pesinos siervos, de que los propietarios podían vender a lagente, que mi padre podía separarnos a mi madre y a mí ven-diéndola a ella a un propietario vecino y a mí a uno distinto;pero mi madre no podía vender a mi padre. Otro descubri-miento me impresionaba igualmente por su crueldad: losniños se dividían en legítimos e ilegítimos y a estos últimoslos trataban siempre con desprecio y estaban expuestos ainsultos y burlas, sin que se tuvieran en cuenta sus cualidades

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107 El meschanstvo era un conglomerado de estratos sociales compuestospor ciudadanos libres, que equivalía aproximadamente a una clase mediabaja. Incluía grupos tales como artesanos, tenderos y soldados.

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personales. Los niños de los siervos de la casa solían ator-mentarme con la grosera palabra que se usaba entonces parareferirse a los hijos ilegítimos.

En las largas noches de invierno en el pueblo, yo me des-lizaba silenciosamente en la habitación donde las criadashacían sus labores y me escondía en un rincón. Allí escucha-ba, mientras las criadas se contaban unas a otras sus tristeshistorias, sentadas ante sus ruecas, hilando a la luz de la res-plandeciente estufa. Una vez, una de ellas notó mi presencia.«¡Escucha lo que te digo!», expresó. «Algún día tú tambiéncrecerás y entonces te venderán.» Me atormentaban las pe-sadillas: soñaba que me vendían.

No recuerdo que mi padre vendiera a ninguno de sus cam-pesinos. Pero antes que yo naciera había comprado a un mú-sico joven e inteligente, un violinista, hijo ilegítimo de algúnconde y una de sus siervas. Luego de comprar al hombre, mipadre le dio la libertad; pero ya estaba arruinado; bebía mu-cho. Se quedó voluntariamente viviendo con nosotros comomayordomo de una de las haciendas de mi padre, y nuestrasituación común nos unió. Cuando estaba algo borracho merelataba sus experiencias, a mí que era una niña.

Fue él quien me enseñó a leer y escribir. Los primeros li-bros que leí de su pequeña biblioteca eran de poesía: Pushkin,Lérmontov y Polezháev. La «Canción del iroqués prisionero»,de Polezháev era mi favorita:

Mas como a un roble viejo y grande, las flechas no me conmoverán; permaneceré firme y libre hasta el momento de mi destino [...]

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Moriré, pero mis enemigos perecerán con mi muerte.

Yo cantaba estos versos con una melodía inventada por mí,mientras vagabundeaba sola por el viejo jardín abandonado.

Las imágenes de los decembristas108 poblaron mi infanciacomo confusos fantasmas. Entre los parientes de mi padrehabía un oficial muy joven, el principe Volkonsky. No sé siestaba vinculado de alguna manera a los decembristas, perome enseñó esta canción acerca de ellos:

No se oye un ruido en la ciudad,el silencio reina en las torres del Nevay sólo la bayoneta del centinelabrilla a la luz de la luna en la medianoche.Un muchacho infortunado, de la edad de los jóvenes árboles en flor entona una canción en la prisión solitaria y entrega su añoranza a las olas: padre, no me esperes con mi novia destruye el anillo de boda.Aquí, tras el hierro de las rejas,ser esposo no puedo, ni padre puedo ser.

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108 En diciembre de 1825, algunos oficiales del ejército, organizados en va-rias sociedades secretas, aprovecharon la muerte del zar Alejandro I para in-tentar un golpe de Estado por las armas. Aunque los decembristas, como seles llamó, tenían discrepancias en cuanto a la forma de gobierno que pre-tendían para Rusia (una monarquía constitucional o una república), esta-ban en general de acuerdo sobre la necesidad de abolir la servidumbre. Elgolpe fue aplastado y los líderes duramente castigados: cinco fueron ahor-cados y algunas decenas más encarcelados o exiliados a Siberia. Se convir-tieron en héroes para las sucesivas generaciones de izquierdistas rusos.

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Cuando le pregunté quién era ese joven que estaba traslas rejas, Volkonsky me contó que una vez había existidogente buena que fue apresada por el zar porque queríacambiar las cosas para que nadie pudiera ya vender a lagente.

Tengo otro vívido recuerdo: de Bagratión, un pariente demi padre, que era también príncipe o conde. Todos nosotrospensábamos que estaba loco, y quizá lo estaba. Sus visitas eranmisteriosas. Me acuerdo de la primera vez que se presentó.Estábamos viviendo entonces en el pueblo. Era una nochede invierno, en medio de una tormenta de nieve. Los perroscomenzaron a ladrar furiosamente. Los criados salieroncorriendo al patio; podía verse una alta figura masculinaque se movía a la luz de sus linternas. La criada corrió an-siosamente a la habitación de mi madre: «¡Bájelo, rápido,bájelo!»

Mi madre quitó apresuradamente el retrato del zar de lapared de nuestra sala de estar. Un hombre de edad, alto, en-corvado y con el cabello canoso, que sin embargo tenía as-pecto juvenil, apareció en la sala. Antes de saludar a nadie,registró las paredes con la mirada, y luego se volvió haciami padre: «Todo está muy bien aquí, Nikolai; está limpio,no tienes esa clase de basura en las paredes de tu casa».

Era particularmente afectuoso conmigo. Me sentaba ensus rodillas y me hablaba de muchas cosas que me resultabanincomprensibles entonces, y me dejó solamente con la con-fusa idea de alguna gente buena que no quería que otrosfueran vendidos como ganado, y de un zar que los enterrabavivos. Describía al zar como un monstruo fantástico que de-voraba a la gente.

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Cuando nuestro misterioso huésped se fue, papá me or-denó que no repitiera nada de lo que mi tío me había dicho.Obedecí escrupulosamente sus órdenes, orgullosa de quese me confiara alguna clase de secreto.

La emancipación de los siervos en 1861 me causó una tre-menda impresión. Durante largo tiempo, me sentí literal-mente embriagada de alegría.

Cuando nos mudamos a Járkov mi padre comenzó atomar interés activo en mi educación: se disponía a trans-formarme en una dama. Con este fin, contrató a una fran-cesa para que me enseñara música y baile, y para las demásmaterias a un estudiante polaco que había sido desterradoa Járkov a causa de su participación en la rebelión polaca.Este estudiante me relató cautivantes historias sobre las lu-chas de los polacos por su libertad, y yo lloraba porque noera polaca y no podía luchar por mi libertad.

A los once años, me pusieron en un pensionado particularpara niñas. La fundadora de la escuela –una mujer de los se-senta, con puntos de vista progresistas–, la había montadoen forma maravillosa. Las jóvenes maestras hacían algo másque dar clases; eran muy generosas con su tiempo y teníanverdadero interés por nuestra formación. Sin embargo,pronto la escuela se cerró porque no pudo obtener el apoyofinanciero del público. En especial, los padres se habían sen-tido contrariados cuando se introdujo la gimnasia en el plande estudios y tuvimos que vestirnos con holgadas ropas dehombre.

Cuando la escuela se cerró, me inscribí en una gimnazia,aunque esto me costó una pelea con mi padre. Allí conocía una muchacha que me dio a conocer la literatura de los

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años sesenta, y comencé a devorar ansiosamente los perió-dicos que circulaban entonces (La Palabra Rusa y El Con-temporáneo), los poemas de Nekrásov y otros libros con unaorientación política definida. Inicié un círculo de autoedu-cación entre las muchachas. Pronto se fundió con un grupode jóvenes estudiantes varones. Nos concentrábamos en lascuestiones sociales, pero también leíamos ensayos sobre cien-cias naturales, astronomía, física y otras ramas del conoci-miento. Chernyshevsky era uno de nuestros favoritos –enespecial su novela ¿Qué hacer?, que exploraba el problemade la mujer.

Alrededor de esta época se introdujo una nueva institu-ción judicial en Járkov: el juicio público. Cuando termina-ban nuestras tareas escolares, nuestro grupo se precipitaba alas sesiones del tribunal, donde nos quedábamos a veceshasta la media noche. Veíamos las cuestiones sociales des-plegarse ante nosotros, en escenas de la vida real. Entre otrascosas, vimos campesinos que habían sido despojados con en-gaños de sus tierras por el proceso de emancipación, juzgadospor el cargo de rebelión, y mujeres que, no pudiendo sopor-tar su esclavitud, sancionada legalmente, habían asesinadoa sus esposos.

La emancipación de los siervos en 1861 había dado ori-gen al movimiento femenino. Como una enorme ola, el mo-vimiento de liberación de la mujer se extendió por todos loscentros urbanos de Rusia. Yo también me vi envuelta en él.Mi padre había muerto poco después de terminar yo misestudios y me había dejado una cuantiosa herencia. En unade las casas que me dejó organicé cursos libres para las muje-res que aspiraban a una educación superior. Iákov Kovalsky,

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con quien me casé más adelante, trabajó conmigo en esto.109

Había tantas oyentes de los cursos que teníamos problemaspara hacerlas entrar a todas, bien apretujadas, en la casa. Ko-valsky daba clases de física, química y cosmografía; De laRué, un ayudante de profesor, enseñaba ciencias naturales,y empleábamos estudiantes universitarios para enseñar eco-nomía política, historia y matemáticas superiores.

Al mismo tiempo, yo pertenecía a la Sociedad de Járkovpara la Promoción del Alfabetismo. En las escuelas domi-nicales en que trabajaba, escogía a las obreras más capaces ylas invitaba a mi casa en los días de asueto. Gradualmente seformó una escuela para obreras. Les leía fragmentos de lite-ratura rusa y les relataba episodios de la historia del país; leshablaba también de la revolución francesa, pero principal-mente realizaba propaganda sobre el problema de la mujer.

Un círculo de estudio masculino que se dedicaba a los pro-blemas sociales se reunía en mi casa; era de orientación iz-quierdista, pero no revolucionario. Paralelo a este grupo,organicé uno exclusivamente de mujeres que estuvieran in-teresadas en el socialismo. Un camarada que tenía buen co-nocimiento del francés, así como acceso a la biblioteca de launiversidad, hizo extractos de trabajos originales para ayu-darme a compilar ensayos sobre Fourier, Saint Simón, Oweny otros socialistas utópicos.

En los días de asueto, algunos maestros de escuela delpueblo que eran amigos de Kovalsky venían a visitarnos. Les

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109 El nombre de soltera de la autora era Sólntseva; cuando se casó con Ko-valsky, pasó a llamarse Koválskaya (la forma femenina del apellido). Nomenciona ni la fecha de su matrimonio ni las circunstancias bajo las cualesse separaron.

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proporcionábamos libros y organizábamos pequeñas con-ferencias sobre pedagogía en el curso de las cuales tambiénnos ocupábamos de temas políticos. Durante una de estasconferencias, un oficial de policía y su séquito se presentaronen nuestra casa. Cuando vio los mapas e imágenes visualesdesplegados sobre los escritorios, se quedó desconcertado.«Todo esto está muy bien», manifestó; «están ustedes ha-ciendo un trabajo útil y no veo nada de ilegal en esto. Perode acuerdo a las órdenes que tengo de mis superiores, todasvuestras reuniones deben cesar, y si no lo hacen así tendréque arrestarlos a todos».

Tuvimos que interrumpir todo.Dmitri Tolstoi,110 el ministro de educación, debía supues-

tamente visitar Járkov en esa época, y promovimos una granagitación para tener el derecho de presentarle una petición:queríamos permiso para que las mujeres pudieran inscri-birse en las universidades. Se celebraban constantementereuniones; fui elegida para el comité que redactó la peticióny también fui delegada para presentarlo. Pero Tolstoi estuvomuy hostil con nosotras: manifestó que nunca permitiría quelas mujeres entraran a las universidades.

Aunque las universidades de Rusia permanecieron cerra-das para nosotras, los cursos avanzados para mujeres en lagimnazia de Alarchinsky se abrieron justo en ese momento[1869]. Decidí ir a San Petersburgo con mi amiga Anna Ap-tekman. Kovalsky también viajó a San Petersburgo, para asis-tir a una reunión de estudiantes como delegado de Járkov.

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110 Un funcionario reaccionario, sin relación alguna con el famoso escritor.

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Antes de dejar San Petersburgo para volver a casa, nos pre-sentó a un estudiante de medicina llamado Guinsburg.

Guinsburg nos hizo una visita a Aptekman y a mí, a lahora del crepúsculo, en un brumoso y ventoso día de inviernopara sugerirnos que fuéramos a un apartamento donde serealizaba una reunión de mujeres sumamente excepciona-les. Debo decir que había algo de timidez mezclada con miregocijo mientras caminaba con él por la calle Vladimir. Nosdetuvimos ante una gran casa que quedaba frente a una igle-sia y subimos la escalera principal hasta el segundo piso.Guinsburg abrió una puerta que estaba sin llave, y nos en-contramos en un gran foyer decorado con espejos, palmerasy percheros; era evidentemente un apartamento caro. Habíaruido en la habitación contigua: se oían voces de mujeres quediscutían. Una mujer muy joven se aproximó a nosotros: erade baja estatura y complexión fuerte, tenía el cabello corto yusaba un traje que parecía haberse transformado casi en eluniforme de las defensoras del movimiento femenino: unablusa rusa, ceñida con un cinturón de cuero, y una faldacorta y oscura. Su cabello peinado hacia atrás revelaba unafrente amplia e inteligente, y sus grandes ojos grises, en losque se vislumbraba una energía excepcional, irradiaban jo-vialidad. En general, tenía más apariencia de muchacho quede muchacha. Ésta era la menor de las hermanas Kornilova,Alexandra.

Nos recibió amablemente y nos hizo pasar a una granhabitación donde alrededor de veinte mujeres, divididas envarios grupos, conversaban animadamente. Algunas estabansentadas en silencio, escuchando. Tantas de ellas fumabanque se hacía difícil respirar en la habitación. La dueña de

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casa regresó a uno de los grupos para continuar con su dis-cusión que evidentemente no había terminado, dejándonospara que nos acomodáramos en el nuevo ambiente. Guins-burg se fue enseguida, sin poner el pie en la habitación. Enla reunión asistían exclusivamente mujeres.

Había montones de libros nuevos sobre el piso, con laspáginas aún sin cortar. Echándoles una rápida ojeada, vi Laposición de la clase obrera en Rusia, de Flerovsky, La revo-lución de 1848, de Vermorel, El proletario en Francia, deMijáilov, y otros.

No pude orientarme enseguida: un ambiente nuevo, tan-tos rostros que no me eran familiares... libros... trozos deconversación. Me fui a un rincón apartado de la habitacióny me dediqué a examinar a la gente allí presente. En mitadde la habitación había una jovencita alta y delgada queusaba una Garibaldi roja,111 con un perfil de camafeo, fron-dosos cabellos rubios y rizados que le caían sobre los hom-bros y una expresión seria y formal en el rostro; se la podíahaber tomado por una estatua de la libertad. Una mucha-chita, casi una niña, estaba de pie junto a ella. Su vestidosencillo la destacaba de las otras: un modesto vestido griscon un pequeño cuello blanco que en cierta forma le dabaun aspecto desmañado, como un uniforme escolar; se veíaque su propia apariencia le era totalmente indiferente. Loprimero en que reparaba uno era su frente amplia y alta,que sobresalía tanto en su pequeño rostro redondo que todoslos demás rasgos se perdían de cierta forma en el conjunto.

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111 Camisa roja con la que Garibaldi suele aparecen en sus retratos.

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La muchacha rubia, impetuosa y apasionada, estaba a laofensiva. La joven de la frente amplia contestaba con sumamoderación pero en forma inflexible. Mirándola con aten-ción, vi que debajo de la amplia frente sus párpados teníanuna leve caída hacia las sienes; sus ojos color gris azuladoparecían algo evasivos, pero guardaban una especie de obs-tinada inflexibilidad. Tenía una expresión de desconfian-za. Cuando estaba en silencio, su boca pequeña e infantilpermanecía firmemente cerrada, como si temiera decir algosuperfluo. Su rostro tenía un aire profundamente pensati-vo y serio; toda su figura dejaba traslucir un ascetismomonástico.

Escuché atentamente y capté el hilo de la conversacióndel grupo. La rubia estaba demostrando que no era necesarioseparar los círculos femeninos de los masculinos. Su oponenteseguía afirmando que era imposible formar círculos conjun-tos, teniendo en cuenta el hecho de que los hombres, porser más educados, sin duda harían que fuera más difícil paralas mujeres pensar en forma independiente. A medida quela discusión se hacía más acalorada, pese a la primera impre-sión notable que me había causado la muchacha rubia, y pesea mi debilidad por la belleza en general, me sentí cada vez másatraída por la jovencita ascética, sencillamente vestida. Mu-chos rostros interesantes, hermosos, suaves, desfilaron antemis ojos, pero mi atención volvía a fijarse una y otra vez enla muchacha vestida de gris, quizá porque su vestimenta sinpretensiones era tan diferente de la de las otras, que vestíande acuerdo a la moda particular de ese círculo de mujeres.Quizá, también, porque esta muchacha se parecía a uno deesos tenaces defensores de su fe que llevan su amor a la causa

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hasta el punto de su propia aniquilación: yo me había sen-tido atraída por este tipo de gente desde la infancia.

El grupo comenzó a dispersarse largo rato después de me-dia noche. Alexandra Kornílova, que vivía en el apartamento,me hizo quedar. Cuando se habían ido todas excepto la mu-chacha de gris, nos presentó: la joven era Sofía Peróvskaya.Peróvskaya me propuso unirme a un pequeño círculo feme-nino que deseaba estudiar economía política, y yo acepté.

El día fijado para la primera sesión, fui a la pieza de unode los miembros del círculo, Anna Vilberg. Me sorprendí alver que había allí pocas mujeres, e interrogué a Peróvskayaal respecto:

—¿Por qué somos tan pocas, por qué no has invitado aAptekman, que estaba conmigo cuando visité al otro grupo?

Peróvskaya me respondió:—Hemos decidido ser muy cuidadosos respecto a los

miembros de este círculo. Hemos elegido sólo a la gente queconocíamos, porque este círculo se va a transformar en ungrupo de otra clase, con otras metas.

—¿Pero por qué me incluyeron a mí y no a Aptekman?Ustedes no nos conocen a ninguna de las dos.

—Sí, pero habíamos oído hablar de ti aun antes de quellegaras; conocíamos tus actividades con las obreras de Jár-kov. A Aptekman todavía no la conocemos. Probablementela invitemos más adelante.

Hablamos largamente sobre cómo comenzar. Se deci-dió empezar con J. S. Mill, en la edición que tenía los co-mentarios de Chernyshevsky.112 En definitiva, solamente

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112 John Stuart MILL, Principios de economía política, México: FCE, 1943.

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Peróvskaya y yo íbamos puntualmente a las sesiones. Lasotras o bien no venían en absoluto, o bien venían cuandoya habíamos terminado el trozo de Mill fijado para ese día.Peróvskaya administraba severas monsergas a las que veníantarde. Olga Schleissner era la que más a menudo las recibía:siempre estaba por ir a alguna parte, siempre deprisa. Peróvs-kaya se tomaba sus estudios muy en serio. Se detenía para re-flexionar sobre cada idea, la desarrollaba y hacía objeciones,primero a Mill, luego a Chernyshevsky. Era obvio que eltrabajo intelectual la fascinaba y que lo disfrutaba profun-damente por lo que significaba en sí, no solamente comomedio para alcanzar un fin.

Sin embargo el círculo no duró mucho tiempo. Peróvskayatambién comenzó a llegar tarde a las reuniones; algo la preo-cupaba, estaba distraída. Una vez que se sentía especialmentedesdichada, abandonó su reserva habitual y me habló acercade su ingrata situación personal. Sentía gran afecto por su ma-dre, quien simpatizaba con sus esfuerzos para liberarse de lasofocante atmósfera de su vida familiar, pero su padre es-taba furioso con ella y sus relaciones con él eran muy tensas.Ahora bien, su padre quería obligarla a vivir en su casa. Ellatemía esto terriblemente, y ahora que vivía en casa de dife-rentes amigos, se encontraba en una posición semi-ilegal.113

Aptekman y yo nos incorporamos a otros grupos ademásde éste, que no tuvo éxito. En cada caso, el problema feme-nino era el centro de los debates, aunque se tocaban al pasar

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113 Peróvskaya no poseía los documentos de identidad legalmente reque-ridos para que una mujer pudiera vivir separada de su familia (su padre o suesposo). Sin embargo, su padre todavía no la había denunciado a la policía.

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otras cuestiones políticas y sociales. Las reuniones de mu-jeres eran tan frecuentes que apenas teníamos tiempo parair de un lugar a otro. Yo veía a Peróvskaya tres o cuatro vecespor día en estas reuniones, pero no recuerdo haberla oído nun-ca hacer una disertación (aunque con frecuencia la gente ha-blaba demasiado en esa época). Desde su escondite en un rin-cón, hacía agudos comentarios con el tono rígido de un reciénconvertido que tiene poca paciencia para los que piensan enforma diferente.

Justamente cuando estas reuniones y el proceso de forma-ción de círculos estaban llegando a su punto culminante,justo en el momento en que comenzaba el juicio de Necháyev,me enfermé seriamente, y los doctores me ordenaron enforma categórica que abandonara San Petersburgo y me fue-ra al sur. Peróvskaya me hizo una visita poco antes de mi par-tida. «Recóbrate pronto», me dijo. «Tenemos que hablar contigode algo muy importante.» Se dio cuenta de que yo no estabaen condiciones de escuchar ni de hablar; había comenzadoa escupir sangre y me estaba debilitando bastante.

Poco tiempo después, recibí la visita de alguien que per-tenecía a un círculo que incluía a Kornilova, Peróvskaya, Ap-tekman, yo misma y otras mujeres. Indignada y perturbadame dijo: «¡Imagínate! Kornilova y Peróvskaya, que han ar-gumentado siempre en contra de la fusión con los círculosmasculinos, se han unido a un círculo de hombres. He ve-nido aquí para saber si podemos realizar una reunión hoyen tu casa; vamos a exigirles una explicación a las dos». Yoconsentí.

Esa noche, mi habitación se llenó de mujeres. Aguardamosdurante bastante rato a Kornilova y Peróvskaya. Kornilova

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entró con una actitud despreocupada, incluso algo desa-fiante; Peróvskaya parecía turbada y deprimida, pero estabalista para la batalla. De todas partes les lanzaron acusacio-nes. Una mujer de apellido Berlín, que más adelante se gra-duó como abogada, asumió rápidamente el papel de fiscal.Al final del discurso de Berlín, Kornilova respondió con elentusiasmo que le era característico, pero no fue demasiadoconvincente. Peróvskaya estuvo más reservada, y simplementecontestó: «No vamos a explicarles nada a ustedes». Luego selevantó y se fue junto con Kornilova.

Pronto marché al sur, como me habían ordenado. Cuan-do llegué allí comencé a revivir los círculos que había orga-nizado tiempo atrás, pero mis médicos rápidamente meenviaron a Zürich.

En Zürich entré en contacto con varias corrientes revolu-cionarias, especialmente el lavrismo y el bakuninismo. Meatraía el bakuninismo, y cuando mi salud hubo mejoradoalgo, regresé a Rusia, con el propósito de «ir hacia el pueblo».

A causa de mi debilidad física, yo no podía adoptar enmanera alguna el papel de trabajador manual. En vez de eso,tomé un empleo como maestra de escuela en el distrito deTsárskoe Seló, próximo a la fábrica de Kólpino, donde tra-bajaba la gente joven del pueblo. Muy pronto me pusieronbajo vigilancia por realizar propaganda y distribuir ilegal-mente folletos revolucionarios entre los obreros de la fábrica.Un día, el inspector de escuela del zemstvo vino a advertirmeque estaban a punto de arrestarme.

Me escapé a San Petersburgo, donde llegué a conocer aalgunos obreros, y comencé a proporcionarles literatura ile-gal. Mi posición era semi-ilegal, pero me las compuse para

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evitar que me arrestaran dividiendo mi tiempo entre SanPetersburgo y Járkov. Luego, en la manifestación que siguióa la absolución de Vera Zasúlich [31 de marzo de 1878, enSan Petersburgo], la policía me golpeó rudamente. Tuve quepasar casi un año en cama cuando volví a Jarkov.

Después de haberme recobrado, organicé varios grupos:dos círculos de obreros de las fábricas metalúrgicas y un ter-cero compuesto de jóvenes. Llevé a cabo el trabajo políticode acuerdo al espíritu del programa de Tierra y Libertad,pero no me afilié al partido: quería conservar mi libertad deacción.

Muchos revolucionarios de los setenta –bakuninistas, lav-ristas y gente que defendía otros programas– preferían tra-bajar en forma independiente, fuera de cualquier grupo uorganización. Habían ingresado en un medio social que noles era familiar y que para muchos de ellos era totalmenteextraño: el pueblo, y consideraban extremadamente incon-veniente atarse a las directivas de una organización: no ha-bría libertad de acción. En situaciones imprevistas unotendría que tratar de conformar las propias acciones al es-tatuto de la organización, en muchos casos elaborado en lasbibliotecas por gente que no estaba en contacto con la vidareal. Luego, en la práctica revolucionaria, había tambiénfrecuentes conflictos entre la moral interna de cada uno yla moral teórica del grupo, y a veces uno tenía que hallar elcamino justo entre ambas. Por supuesto, la organizacióntenía sus ventajas: era más fácil moverse de un lugar a otro,conseguir un pasaporte, refugio o vínculos con la poblaciónlocal. Pero al mismo tiempo, existía el enorme peligro de queuno fuera arrancado de su trabajo a causa del más ligero

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descuido de algún miembro de la organización. Esto ocu-rrió especialmente durante los primeros años de la décadade los setenta, en que los entusiastas novatos que realizabantrabajo político prestaban muy poca atención a las condicio-nes imperantes en Rusia: se registraban las casas, se inter-ceptaba la correspondencia y la policía seguía de cerca a lossospechosos.

Pero en la primavera de 1879, luego del asesinato del go-bernador Krapotkin, hubo una oleada de registros en las casasy arrestos en Járkov. Tuve que huir y pasar definitivamentea la clandestinidad. Pasé breves periodos en diversas ciuda-des y llegué a San Petersburgo en el otoño de ese año. Poresta época, Tierra y Libertad se había escindido en La Volun-tad del Pueblo y el Reparto Negro. Firmemente convencidade que solo el propió pueblo podía llevar a cabo una revolu-ción socialista y de que el terror dirigido contra el centro delEstado (tal como lo propugnaba La Voluntad del Pueblo)obtendría –en el mejor de los casos– sólo una constitucióndébil que a su vez reforzaría el poder de la burguesía rusa,me incorporé al Reparto Negro, que había mantenido elantiguo programa de Tierra y Libertad.

El mantenimiento de una prensa clandestina era una delas principales preocupaciones de todo partido revoluciona-rio. Pero el gobierno controlaba celosamente la palabra im-presa en Rusia y obtener el equipo necesario podía ser difícily arriesgado. Después de que Tierra y Libertad se dividió endos, la imprenta que poseía se transformó en objeto de unaacalorada disputa entre los dos partidos que lo sucedieron.

Recuerdo una reunión muy borrascosa, en torno a la im-prenta, celebrada por el Reparto Negro en uno de sus

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apartamentos conspirativos. María Krylova, que había ac-tuado como propietaria durante el operativo de imprentade Tierra y Libertad, rehusó enérgicamente permitir queLa Voluntad del Pueblo se quedara con la imprenta, estabaincluso preparada para usar las armas contra ellos si em-prendían algún tipo de acción agresiva para conseguirla.Georgi Plejánov114 también se oponía vigorosamente a en-tregar la imprenta, pero al mismo tiempo, con su típicamanera de ser, ridiculizaba con ingenio y malicia el plan deKrylova en favor de la «resistencia armada». Popov y algu-nos otros se pusieron de su parte. Preobrazhensky, Schedriny yo estábamos a favor de algún tipo de compromiso: pen-sábamos que no era deseable deteriorar las relaciones –¡y mu-cho menos iniciar ninguna clase de lucha armada!– entre losdos grupos que se habían formado recientemente. Final-mente, se decidió que Preobrazhensky y Stefanovich nego-ciaran la imprenta con La Voluntad del Pueblo.

No obstante esta decisión, cuando visité el apartamentosecreto de nuestro partido algunos días después de la reu-nión, encontré a Krylova nerviosa y triunfante. Tenía en lamano dos grandes maletas y una especie de palo largo en-vuelto en una cortina: había actuado por su cuenta, apo-derándose de algunas partes de la imprenta, y ahora queríaque nosotros encontráramos un lugar donde depositarla.Se me encargó arreglar esto de inmediato.

Visité los apartamentos de muchos de nuestros simpa-tizantes sin encontrar un lugar adecuado. Entonces, por casualidad, me encontré con un conocido mío: Nóvikov, un

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114 Fue más adelante un importante teórico marxista.

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estudiante de Járkov. Aunque no estaba directamente invo-lucrado en el movimiento revolucionario, era completamentedigno de confianza y nunca rehusaba su ayuda cuando sela necesitaba. Nóvikov me presentó a una mujer siberianaa quien conocía muy bien, viuda de un sacerdote. Ella tra-bajaba como ama de llaves para un hombre que era pro-pietario de minas de oro. El lugar era completamente seguroy la viuda me causó una excelente impresión cuando la co-nocí. Al día siguiente, Piankov y Prijodko trajeron un baúlde madera cargado con el equipo de imprenta que había-mos capturado –y que yo no pude ver– a casa de la mujer.

Hubo un accidente poco después de que el baúl estuvoinstalado: estalló un incendio en la casa. La gente corría portodas partes, arrastrando cosas fuera del edificio, pero la mujersiberiana, que sabía que el pequeño baúl era sospechosamentepesado, no perdió la cabeza. Se sentó sobre él, con un iconoen las manos, y les impidió que sacaran sus pertenencias dela habitación: «la Santa Virgen nos salva», manifestó. Seapagó el incendio y no hubo más problemas.

Pero en definitiva resultó que lo que Krylova había con-seguido no era el equipo de imprenta realmente esencial; nosera imposible trabajar con lo que había sustraído. En conse-cuencia, el anuncio de la existencia del nuevo partido, el Re-parto Negro, se imprimió en La Voluntad del Pueblo, el perió-dico del otro partido, con el equipo que éste había conservado.

Nuestro grupo inició inmediatamente negociaciones paraconseguir una nueva imprenta con un hombre llamado Pe-replétchikov, que tenía su propia imprenta legal en Smolensk,y rentaba un modesto apartamento en la isla Vasílievsky[en San Petersburgo], para albergarla. Piankov y Krylova se

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mudaron allí, haciéndose pasar por marido y mujer; se llamóa Zharkov, un tipógrafo que mantenía estrecha relación conlos ex-miembros de Tierra y Libertad, y residía en Sarátov;y Elizaveta Shevyreva y Piotr Prijodko fueron también re-clutados para trabajar en la imprenta.

Teníamos miedo de que la operación de imprenta fueradescubierta si la policía seguía a nuestra gente después de querecogieran el nuevo equipo en la estación del tren,115 de modoque decidimos instalar otro apartamento intermedio. Sche-drín y yo –que nos hacíamos llamar por el apellido Krudner,una pareja alemana, con nuestros documentos de identidadfalsos— rentamos un apartamento pequeño y barato en otraparte de la ciudad. Le explicamos al encargado que quería-mos abrir una pequeña cerrajería. Schedrín consultó extensa-mente con el hombre sobre el mejor lugar para colgar un le-trero del establecimiento en la puerta de entrada, y le dijimosque esperábamos recibir una máquina y otras herramientas enun par de días; nos prometió enviarnos clientes. Después deque nos instalamos en el apartamento, a menudo invitába-mos al encargado a visitamos y lo convidábamos con cerveza,ganándonos de este modo su buena voluntad por completo.

Un día llegó la imprenta, y cuatro de los hombres la tra-jeron de la estación del tren hasta nuestro apartamento.Poco tiempo después la trasladaron al apartamento de laisla Vasílievsky. La pesada plancha de hierro fundido resultóun gran problema: teníamos miedo de que llamara la aten-ción si la transportaban dos personas. Tischenko, que era

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115 Como rutina, la policía apostaba espías en las estaciones del ferrocarrilcon la esperanza de atrapar fugitivos.

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excepcionalmente fuerte, vino al rescate: simplemente la en-volvió en un papel y la llevó como si fuera un cuadro.

Una vez que la imprenta estuvo debidamente instaladaen su lugar, era necesario liquidar nuestro apartamento sindespertar sospechas. Ahora bien, en ese momento, Lev Deichtenía que ir al extranjero, pero le hubiera sido difícil conse-guir un pasaporte. Nosotros ofrecimos tratar de conseguiruno con nuestros documentos falsos. Mandamos llamar alencargado y le contamos una complicada historia sobre untío que tenía un negocio en Berlín y nos había invitado porcarta para ir a trabajar con él; ya habíamos vendido nuestrotaller por partes, le dijimos, y ahora necesitábamos un pasa-porte para viajar al extranjero. Le dimos nuestros documentosde identidad al encargado, más diez rublos para los derechos,le prometimos algo más por la molestia que se tomaba, yalgunos días después recibimos un pasaporte legal, que LevDeich efectivamente usó para cruzar la frontera.116

En enero de 1880, la planta de imprenta del RepartoNegro fue allanada: Zharkov, el tipógrafo, había traicionadoal grupo. Sin embargo, nuestro apartamento no fue descu-bierto, porque él no lo conocía. Yo había conocido a Zhar-kov por primera vez después que llegó de Sarátov y me causóuna muy mala impresión. Me opuse categóricamente a suparticipación en el traslado de la imprenta desde nuestro apartamento a la isla Vasilievsky. Aunque alguna gente del Reparto Negro me criticaba por mis caprichos femeninos,

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116 El procedimiento que se describe en este pasaje era normal. General-mente, bastaba la referencia favorable del encargado para que los solicitan-tes obtuvieran un pasaporte para viajar al extranjero.

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se mantuvo a Zharkov fuera de la operación, y eso salvó anuestro apartamento cuando fue arrestado y comenzó a ha-blar. No creo que Zharkov se hubiera unido a nuestro grupocomo provocador, pero éste era su primer arresto y fue presadel pánico. Los gendarmes calibraron su carácter y lo utili-zaron como agente suyo. Fue su testimonio lo que permitióa la policía capturar nuestra imprenta y arrestar a una canti-dad de gente vinculada al Reparto Negro.

La incorporación al Reparto Negro había implicado acep-tar los principios básicos del programa de Tierra y Libertad.En efecto, esos principios habían guiado mi propio trabajopolítico anteriormente; mis reservas respecto a incorporarmea la organización tenían que ver con la táctica. Las experien-cias de los revolucionarios que habían trabajado en el campono habían obtenido mucho éxito. A partir de mis diversosintentos de aproximación a las masas, yo había llegado gra-dualmente a la conclusión de que dos actividades debían serlas más importantes. La primera era el terror económico.Ahora bien, el programa del Reparto Negro lo incluía, perose insistía en las rebeliones locales populares. En mi opinión,el terror económico era más fácilmente comprendido por lasmasas: defendía directamente sus intereses, implicaba me-nores sacrificios y estimulaba el desarrollo del espíritu revo-lucionario. La otra tarea importante era la organización desindicatos obreros, cuyos miembros difundirían rápidamentela actividad revolucionaria desde las ciudades hacia sus aldeasnativas;117 y allí también el terror económico debía ser el cen-tro de la lucha.

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117 En esta época, la mayoría de los obreros en Rusia trabajaban por temporaday regresaban periódicamente a sus aldeas nativas para realizar labores agrícolas.

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Nikolai Schedrín, a quien había conocido en el RepartoNegro, compartía mis puntos de vista. Me impresionabacomo un hombre de tremenda energía y gran fuerza de vo-luntad. Dinámico, siempre de prisa con un nuevo proyectoentre manos, Schedrín era sin embargo discreto y buen cons-pirador. Juntos nos dedicamos a elaborar un programa prác-tico de terror económico y organización de sindicatos.

Cuando Zharkov se transformó en traidor, se volvió pe-ligroso para nosotros permanecer en San Petersburgo: podía-mos toparnos con él en la calle en cualquier momento. Poresa época, Schedrín tropezó casualmente con un obrero ami-go suyo que acababa de llegar de la fábrica Jlúdov en Smo-lensk. Le relató a Schedrín la horrible catástrofe que habíaocurrido allí: Jlúdov, el propietario, acostumbraba encerrarbajo llave a sus obreros por la noche porque tenía miedode que le robaran sus materias primas; había estallado un in-cendio y muchos obreros habían muerto quemados. Cuandoescuchó esta historia, Schedrín volvió corriendo a casa, su-mamente agitado. «Tenemos que comenzar de inmediatocon el terror económico –expresó–. Este incidente no debequedar sin castigo.»

Pável Axelrod era el único miembro del organismo cen-tral del Reparto Negro que aún permanecía en San Peters-burgo, y nos apresuramos a discutir el asunto con él. Cuandose enteró que nuestra intención era tramar el asesinato de Jlú-dov, se indignó y trató de demostrarnos que era un proyectoimposible, indeseable e incluso perjudicial. Procedió a leer-nos el nuevo programa que había redactado para el RepartoNegro. Era un borrador muy difuso de algo que estaba en-tre el populismo y el marxismo; una mezcla imposible. No

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puedo reconstruirlo de memoria, pero por lo menos de loque sigue estoy segura: los objetivos políticos habían dejadoprofundas marcas en el programa populista y los métodosde la socialdemocracia occidental habían infiltrado su tác-tica. Encontramos que el programa era totalmente inacep-table, y más adelante supe que la mayoría de los miembrosdel Reparto Negro residentes en el extranjero también lohabían rechazado.

De cualquier forma, habíamos decidido salir al día siguien-te hacia Smolensk. Axelrod se dio cuenta de lo obstinadosque éramos al respecto. Suave pero firmemente manifestó:

—Pero ustedes no tienen derecho a actuar en esta formasin el consentimiento del partido.

—¿Y dónde está el partido ahora? –le pregunté yo.Casi ninguno de los miembros originales del partido

estaba ya en las proximidades. Algunos grupos se habían for-mado recientemente, pero eran muy amorfos. Dadas las di-ficultades para comunicarse con los camaradas del extranjero,nuestro trabajo se hubiera resentido si nos hubiéramos atadoa ellos. «De todos modos –le dijimos a Axelrod—, desdeahora abandonamos el partido y vamos a trabajar en formaindependiente». Intercambiamos amistosos saludos de des-pedida con él y nos fuimos.

En definitiva, Schedrin y Koválskaya no fueron a Smo-lensk. En vez de eso, viajaron desde San Petersburgo hastaKiev, donde, según habían oído decir, la situación era favo-rable para su trabajo.

Mi primer objetivo cuando llegamos a Kiev era encontrara Mijáil Popov, un miembro del Reparto Negro. Me sor-prendió oírlo confirmar lo que nos había dicho hacía algún

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tiempo: «Aquí la gente no se preocupa mucho por la teoría;todos quieren realizar tareas revolucionarias, no participaren polémicas sobre los programas. Sí, la unidad es necesa-ria; aquí en Kiev, estoy reuniendo a la gente del Reparto Ne-gro y de La Voluntad del Pueblo en un solo grupo. No lespermitimos a los partidarios de La Voluntad del Pueblo quenos desvíen demasiado en dirección de la lucha política».

Lo que de inmediato me impresionó en Kiev fue el in-creíble descuido que percibí. Más que eso: era una especiede rechazo a las prácticas conspirativas por principio. Aldía siguiente de haber llegado, Prisetsky [un camarada]vino por mí para llevarme a una reunión donde yo debíapresentar un debate sobre nuestro programa. Era el atar-decer y había mucha gente paseando por la calle. Camina-mos por un largo bulevar hasta que Prisetsky señaló unapequeña casa de madera de una planta con frente a la calle:la reunión se celebraba allí. Desde cierta distancia pude oírel griterío de la gente que discutía: la gente que pasaba atis-baba por las ventanas de la casa. Yo no podía creer lo queveían mis ojos. Hubiera sido embarazoso darme vuelta eirme a casa, de modo que entré.

Había un mundo de gente en dos habitaciones pequeñasy de techo bajo. Era difícil moverse e incluso respirar. En tor-no mío, vi los rostros de gente educada, ardiente y militante.La gente que había conocido en Moscú me había parecidolánguida y excesivamente racionalista; los de Kiev irradia-ban vida, energía y frescura.

Presenté el programa que habíamos elaborado Schedriny yo y que luego sirvió de base para el Sindicato de Trabaja-dores Rusos del Sur. En esencia era lo siguiente: la finalidad

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era transformar el orden existente en un sistema socialista.Esto sólo era posible mediante una revolución popular. Lascondiciones previas para tal revolución existían en Rusia:la obschina o comunidad campesina sobre la tierra y la in-clinación del pueblo ruso hacia las cooperativas de obrerosy el autogobierno. Si debía haber una revolución en Rusia,sólo podía ser una revolución socialista, porque el pueblo sealzaría en rebelión sólo por la tierra; las demandas políticaspoco sentido tenían para él. Cualquier revolución que noimplicara la participación del pueblo –aun si fuera llevada acabo por un partido socialista– sería inevitablemente una re-volución meramente política: es decir, le daría al país unalibertad similar a la que disfrutaba Europa occidental sincambiar en absoluto la situación política del pueblo traba-jador. Una revolución de ese tipo simplemente haría másfácil que la burguesía se organizara y se transformara así enun enemigo más formidable para los trabajadores.

Ahora bien, los campesinos y trabajadores de Rusia noestaban satisfechos con su situación, pero les faltaba fe en supropia capacidad para derribar el orden establecido, y estoles impedía rebelarse. Había que infundir a la gente la nece-saria confianza. El terror político dirigido contra el centro delsistema estaba demasiado alejado de su comprensión. Elterror económico (entonces nosotros lo llamábamos «terrordemocrático») defendía sus intereses inmediatos. Implicabael asesinato de funcionarios policiales y administradoresde todas clases que estuvieran en estrecho contacto con elpueblo; su significado sería claro para el pueblo e impli-caría menos sacrificios que la huelga o la insurrección po-pular local. Sólo esta clase de terror podía aumentar la fe

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del pueblo en su propia capacidad de luchar, de organizarsey derribar ellos mismos la estructura existente. Era prácti-camente imposible para los intelectuales realizar trabajo polí-tico en el campo. Era más sencillo entre los obreros de la ciu-dad. Cuando estos obreros regresaran a sus aldeas, serían ca-paces de poner en práctica un programa de acción entre loscampesinos.

En este punto nos separábamos claramente de La Volun-tad del Pueblo, que estaba avanzando en forma definida haciala revolución política. Mientras los fuertes golpes que La Vo-luntad del Pueblo asestó contra el orden establecido dejaronaturdidos a los elementos de los estratos superiores de la so-ciedad y a los estudiantes, su impacto sobre los trabajadoresfue pequeño, y en general no causaron impresión alguna so-bre el campesinado. Cuando la noticia de algún acto terroristalograba llegar hasta la gente del pueblo, a menudo le dabanotro sentido y la interpretaban mal. Schedrin y yo habíamosllegado a las mismas conclusiones a partir de nuestra propiaobservación. Cuando Soloviov trató de asesinar al zar [2 deabril de 1879], yo estaba haciendo trabajo político con ungrupo de trabajadores metalúrgicos de las fábricas de Jár-kov. Cuando se enteraron de este atentado, vinieron a mí ydeclararon indignados: «Es todo obra de la nobleza, lo hicie-ron porque el zar liberó a los campesinos».

Y aunque yo discutí con ellos por largo tiempo, no pudedisipar completamente sus sospechas.

Después de mi presentación en la reunión, hubo una mul-titud de preguntas y objeciones, pero obviamente había al-guna simpatía hacia nuestro programa. Cuando terminó lareunión, me fui con Prisetsky. Se nos unieron dos personas:

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un hombre muy joven, alto y buen mozo, rubio, con grandesojos azules y pensativos, y un hombre de baja estatura, mo-reno, de rasgos pequeños y regulares, barba ancha y espesa,pequeños ojos negros hundidos bajo una frente estrecha, yuna espesa mata de cabellos lacios y oscuros que le caían sobrelos hombros. «Bueno, preséntense», nos dijo Prisetsky. Elhombre rubio se llamaba Polikárpov; me tendió la mano.El hombre moreno no me concedió el honor siquiera de mi-rarme; siguió caminando a nuestro lado con una expresiónsevera en el rostro. Prisetsky comenzó a discutir algo con él;las respuestas que daba se componían en su mayoría de mo-nosílabos. Hablaba el lenguaje de los campesinos; de vez encuando su voz grave pasaba rápidamente al idioma ucrania-no. Emanaba frialdad.

Cuando nuestros dos compañeros se fueron, le hice notara Prisetsky:

—¡Qué obreros tan austeros tienen ustedes aquí!—¿Y dónde has visto obreros? –me preguntó.—¡Y bien, ese hombre de cabello oscuro que nos acom-

pañaba!Prisetsky se echó a reír.—Pável Ivanov es un ex-estudiante, era casi médico; es-

taba a punto de concluir sus estudios de medicina, y ahoraes «ilegal». Es una persona notable.

ANTES DE QUE KOVÁLSKAYA pudiera poner en práctica su pro-grama en Kiev, fue llamada a Moscú para participar en un in-tento de fuga. El intento no se materializó nunca, y durantesu ausencia el movimiento de Kiev fue diezmado por los arres-tos. Polikárpov, el hombre rubio mencionado en el pasaje

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anterior, se suicidó después de fracasar en un intento de ase-sinato a un provocador.

CUANDO REGRESAMOS A KIEV en abril de 1880, encontramosa todos con espíritu militante y revolucionario. El gobernadorgeneral, Chertkov, estaba siempre pronto a firmar senten-cias de muerte. Había ejecutado a un hombre llamado Ro-zovsky, simplemente porque se negó a dar el nombre de lapersona que le había dejado una maleta con literatura ile-gal, y a otro llamado Lozovsky, porque se encontró en supoder una proclama ilegal. Todos los estratos de la sociedadestaban conmovidos e indignados, especialmente los estu-diantes. Circulaban numerosos programas, y la gente no semolestaba en hacer distinciones cuidadosas entre los mismos:obviamente todo lo que deseaban era la oportunidad de rea-lizar tareas revolucionarias. Establecimos numerosos con-tactos entre los jóvenes miembros de la intelectualidad quehabían logrado mantenerse en libertad, y no había proble-mas para encontrar gente que aceptara nuestro programa.

Tratamos de hacer contacto con los trabajadores lo másrápidamente posible. Me las arreglé para conseguir que mepresentaran a dos trabajadores del ferrocarril. Fui a un apar-tamento minúsculo, con muebles baratos y aparatosos; allíme recibió un hombre de unos treinta y cinco años con airede fatiga e indiferencia. Traté de orientar la conversaciónhacia la situación de los obreros en Rusia y las formas en quela gente podía luchar para mejorarla. Estaba completamentede acuerdo, pero no mostraba deseo alguno de hacer nada.Llegó su amigo, un hombre que parecía enérgico y valiente.Escuchó lo que yo tenía que decir –en forma algo altanera–

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y luego comenzó, satisfecho, a informarme que él «sabíacon toda seguridad» que había en Rusia un comité que seestaba ocupando de las cosas de modo que todo cambiaraen el país; este comité sabía ya todo lo que sucedía y estabahaciendo todo lo que era necesario, y nosotros no debíamosentrometernos en ello, puesto que sólo echaríamos a perderlas cosas. Todas mis argumentaciones relativas a que estotenía que resultar de la lucha de los propios trabajadores fue-ron en vano: tenían la firme convicción de que alguien estabade parte de los trabajadores y haría todo lo necesario en sufavor. Pasé una larga noche hablando con los dos y llegué ala conclusión de que aunque se podía confiar en ellos, eransimpatizantes y nada más, gente que se había establecido yno quería correr ningún riesgo.

Tuvimos que hallar otros contactos. Utilizando documen-tos de identidad falsos, Schedrin obtuvo un empleo comodibujante en un taller ferroviario. Hizo allí algunos amigos,y pronto escogió a tres jóvenes que mostraban gran interésen sus historias. Les contó cómo vivían los trabajadores enel extranjero y qué clase de revolucionarios tenían actividadallá; cómo los irlandeses estaban peleando por su libertad,y cómo los obreros rusos serían capaces de conquistar su li-bertad por sí mismos. Ninguno de los tres había estado antesen contacto con revolucionarios, pero escuchaban y habla-ban de ellos con respeto. Las ejecuciones de Rozovsky y Lo-zovsky los habían afectado profundamente; se inflamabande indignación cuando hablaban de ellas.

Nos enteramos de que se preparaban disturbios entre lostrabajadores del arsenal de Kiev, que sufrían toda clase de opre-sión. Nuestros amigos del taller ferroviario nos presentaron

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algunos amigos suyos del arsenal. La situación allí no podíahaber sido más favorable para nuestros propósitos.

Antes de que transcurriera mucho tiempo pudimos cele-brar una pequeña reunión, en la cual expusimos nuestro pro-grama en términos generales. La respuesta fue completamentefavorable. Propusimos que se constituyera de inmediato elSindicato de Obreros Rusos del Sur y que se iniciara el tra-bajo político en el arsenal de acuerdo con nuestro programay con nuestra táctica. Todo el mundo estaba encantado conla idea. Les leímos enseguida el estatuto que habíamos redac-tado. Era muy breve, puesto que habíamos previsto quesería ampliado y modificado en la práctica de la organiza-ción. Los miembros del círculo central debían organizar otroscírculos, que no serían informados de las actividades del cen-tro pero que gozarían –dentro de los límites del programa–de una gran libertad de acción. Los asuntos del sindicato seconservarían bajo el más estricto secreto. Preguntamos sim-plemente: ¿estaban los presentes dispuestos a someterse aestas reglas, así como al programa? Un muchacho que habíaleído una cantidad de novelas saltó de su asiento y recitó so-lemnemente un juramento. Otros, algo indecisos, siguieronsu ejemplo. Schedrin y yo no habíamos esperado una cere-monia tal, pero mantuvimos un tono de seriedad.

Así fue, entonces, como dio principio el círculo que sellamó el Sindicato de Obreros Rusos del Sur, con sólo diezpersonas, incluyéndonos a Schedrín y a mí. Los obreros insis-tieron en que se incluyera la palabra «rusos»118 en el nombre.

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118 «Rusos» en este contexto se refiere a los nacionales de la Gran Rusia.

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Era muy poco apropiado para el sindicato, que posterior-mente atrajo a un gran número de miembros, además de alos rusos: ucranianos (el grupo más numeroso), polacos, ju-díos, un francés, un austriaco-alemán, un sajón, un rumanoy un descendiente lejano de un tártaro.

Era internacional también en espíritu.El antisemitismo campeaba entre los trabajadores de Kiev

durante este periodo, y la aparición del primer judío en elsindicato provocó azoramiento y una fría hostilidad por partede nuestros trabajadores. Uno de nuestros mejores miembros,a quien apodábamos Gaidamak,119 se quedó después de lareunión y me atacó violentamente por haber metido a un«yid» en el sindicato. Le pregunté por qué los judíos eraninferiores a los rusos, y para mi sorpresa me respondió:

—Ellos crucificaron a Cristo.—Pero Cristo también era judío –le contesté a mi vez.Gaidamak había sido muy religioso en su juventud. Aun-

que desde entonces se había tornado algo escéptico, seguíareverenciando la figura de Cristo. Mi respuesta lo sorpren-dió; no me creyó. Habló con un amigo suyo, un joven sa-cerdote, quien confirmó lo que yo había dicho. Gaidamakpasó largo tiempo reflexionando sobre esto; asimilaba len-tamente cualquier idea nueva, pero con profundidad y fir-meza. Al final se resignó a ella y se dedicó a convencer a otrosobreros de que los judíos no eran peores que los rusos. «Cris-to y todos los apóstoles eran judíos», discutía con los demás,«¡y qué admirable religión hicieron, igual que el socialismo!»

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119 Los participantes en las rebeliones cosacas y campesinas del siglo die-ciocho contra los magnates polacos eran conocidos como Gaidamaki.

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Poco a poco, nuestros obreros dejaron de hacer discri-minación entre los rusos y la gente de otras nacionalidades.Al año siguiente, a fines de abril de 1881, cuando Schedríny yo estábamos en la cárcel, se desató un pogrom en Kiev.En el punto culminante de los desórdenes, el sindicato im-primió una proclama y distribuyó copias de la misma entrelas multitudes callejeras. «Ustedes golpean indiscriminada-mente a los judíos –decía–, mientras deberían estar golpean-do a todos los explotadores, rusos o judíos, y no a los judíospobres». Había sido escrita por los propios obreros del sin-dicato.

Schedrín y yo trabajamos a un ritmo febril; teníamos quedarnos prisa y fortalecer el sindicato, de modo que pudierasobrevivir a nuestro arresto. Porque sabíamos que nuestrosdías estaban contados. Mucha gente de Kiev me conocíapor mi trabajo en Járkov y San Petersburgo, y estaba enconstante peligro de que me reconocieran en la calle; poresta razón, anduve por Kiev vestida con ropas de hombredurante un tiempo.

En el sindicato se mantenía un alto nivel de técnica cons-pirativa. Nos apegábamos estrictamente a la costumbre deno usar jamás el nombre verdadero de una persona; todostenían un apodo. Como resultado, nuestros obreros casinunca sufrían arrestos. Celebrábamos nuestras reunionespor la noche, fuera de la ciudad, y utilizábamos distintoslugares.

En la primera reunión, propusimos que se imprimieranproclamas en las que se expresaran las demandas de losobreros del arsenal y se amenazara con ejecutar al directorsi no las cumplía de inmediato. La propuesta fue adoptada

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por unanimidad. Uno de los obreros ferroviarios tenía ami-gos en una imprenta. Aprendió allí a componer y se las arre-gló para obtener algunos tipos, y antes de que transcurrieramucho tiempo, la primera proclama emergió de nuestra pri-mitiva imprenta en la forma más tosca, puesto que nos fal-taban ciertas letras y signos de puntuación y no lográbamosmantener los renglones completamente derechos.

Schedrín y yo colaboramos con los obreros del grupocentral del sindicato en las proclamas, pero nuestro papel selimitaba a ayudarlos a formular sus propios pensamientos.Tratábamos de conservar sus expresiones y su estilo desigual,de modo que resultara obvio para la administración del ar-senal que las proclamas habían sido escritas por los propiosobreros.120 Las dos primeras no fueron planteadas como unultimátum; no se fijaba ningún límite de tiempo. La terceraproclama era más amenazadora, y la administración respon-dió satisfaciendo algunas de las demandas de los obreros: acor-taron la jornada laboral en dos horas y suavizaron las reglasrelativas a los retrasos.121 Schedrín y yo sugerimos a los obre-ros que se conformaran con esto para empezar, pero comoinsistieron se redactó una cuarta proclama, exigiendo la sa-tisfacción de todas las demás demandas.

El éxito del sindicato trajo tal afluencia de trabajadores queteníamos dificultades para encontrar un lugar donde reunir-nos. Los obreros sugirieron el bosquecillo de Baikov, que no

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120 Schedrín y Koválskaya, entre tanto, escribieron una cantidad de folletos,incluyendo El juicio de los socialistas, Una constitución no dará nada al pue-blo, Cómo luchan los irlandeses por su libertad, ¿Qué es la Internacional? 121 Generalmente se imponían multas a los trabajadores que llegaban tarde altrabajo.

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estaba lejos del pueblo. Schedrín y yo íbamos al apartamentode alguien alrededor de las once de la noche, nos enmasca-rábamos y luego nos dirigíamos a la reunión. Hablábamosa la muchedumbre de cansados trabajadores hasta el alba, yellos escuchaban ansiosamente, sin pensar en el descanso. Elapasionado Schedrín los inflamaba con sus discursos viva-ces y emocionales. Era muy ingenioso, y con su activa len-gua a menudo animaba a su auditorio exhausto por el día detrabajo, con un chiste o alguna burla intencionada. Un obrerolo expresó de la siguiente manera: «Schedrín es como un lá-tigo, nos azota con sus palabras, y pese a nosotros mismos,corremos a donde nos llama». Al contrario de muchos revo-lucionarios de los setenta, Schedrín no había transformadoal pueblo en su ídolo: pese a su juventud (tenía veintitrésaños cuando los tribunales pusieron fin a su vida fuera de losmuros de la prisión), veía todos sus defectos. Sin embargo,siempre estaba de buen ánimo y afrontaba alegrementecualquier peligro para liberar al pueblo.

Logramos organizar alrededor de setecientos trabajado-res. Los dividimos en grupos y nos reuníamos con uno di-ferente cada noche; veíamos a cada uno sólo una vez porsemana. Raras veces había menos de cien personas en cadareunión, una cifra enorme para esos tiempos. No teníamosun orden del día específico para las discusiones; nuestrasposturas teóricas emergían simplemente mientras hablába-mos de uno y otro mal social. No había necesidad de dete-nerse a hablar de lo terribles que eran las cosas en general paralos trabajadores y los campesinos; la gente era ya bien cons-ciente de eso. Todo lo que teníamos que hacer era estable-cer las conexiones entre esta miseria y el funcionamiento

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del orden establecido en su conjunto, luego volver atrás eintegrar en el todo cada muestra específica de descontento.

Pese al éxito de la organización, luchar contra la pasivi-dad inculcada durante siglos era difícil. A menudo los tra-bajadores escuchaban atentamente y luego comenzaban adecirnos que las cosas se harían de alguna forma sin su par-ticipación. Cada uno tenía su propia versión sobre esto,que dependía de su grado de desarrollo político. Los máscultos creían que algún comité revolucionario les quitaría latierra a los propietarios para dársela a los campesinos. Otrosdecían que el zar había abolido la servidumbre y estaba ahoraluchando contra la clase media con el fin de quitarle su tierray distribuirla entre la gente del pueblo. Los que habían oídohablar del affaire de Chigirin122 creían que los «comisiona-dos del zar» eran auténticos, y que los nobles los habían cap-turado y asesinado. Había también algunos que «sabían porcierto» que las potencias extranjeras (no sabían cuáles en par-ticular) estaban haciendo algo para mejorar la situación dela gente del pueblo en Rusia. Los trabajadores menos cultos,–incluso los jóvenes– hablaban con profunda convicción decómo «habían empezado las visiones», cómo la Virgen sehabía aparecido a su sacerdote, diciendo: «Orad, porque eldía del regocijo pronto estará con vosotros». Creían en losancianos que indicaban fechas definidas en las que «todose volverá al revés y todos los pobres serán exaltados».

Nuestra tarea principal, entonces, para organizar a los obre-ros, era estimular su iniciativa de modo que ellos mismostomaran la causa en sus manos.

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122 Véase pág. 260.

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Aunque a menudo trabajábamos juntos con los intelec-tuales revolucionarios de Kiev, no queríamos admitirlos ennuestras reuniones nocturnas de trabajadores, ni llevarlos alcírculo central del sindicato. Rechazaban la práctica conspi-rativa por principio, considerando que cada precaución erauna cobardía, y eso nos asustaba. Por ejemplo, Pável Ivanov[véase p. 358], era el mejor representante de este medio social:valiente y decidido, tenía gran iniciativa, y era un organizadorefectivo que había establecido relaciones con gente de todaslas categorías sociales posibles. Pero también se comportabade manera tan poco apropiada para el trabajo conspirativoque, a menos de conocerlo, muy bien podía uno pensar quese trataba de un individuo sospechoso. Una vez le dije a Pávelque, como era «ilegal», obviamente lo seguían los espías po-liciacos, y que no debía exhibirse en Kiev –a plena luz del día,vestido con una camisa roja de estudiante, con el cabello ca-yéndole sobre los hombros– en compañía de nuestros obre-ros. Se indignó. «¿Por qué ustedes los de San Petersburgo, nose cuidan a sí mismos?», exclamó bruscamente. Cuando veíaa un espía en la calle, Pável agitaba el puño en dirección alhombre. Luego que el espía desaparecía a la vuelta de una es-quina, Pável simplemente seguía su camino sin pensar nuncaen cubrir sus huellas.

Pese al espíritu anti sectario que predominaba general-mente en Kiev, el éxito del sindicato le hizo entrar en conflictocon La Voluntad del Pueblo, que también tenía actividadesen la ciudad.

En una ocasión, un par de obreros nuestros trajeron a dospersonas que pertenecían a uno de los grupos obreros de LaVoluntad del Pueblo. Estaban muy interesados en nuestro

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sindicato y hablé con ellos durante un par de horas. Parami sorpresa, no sabían prácticamente nada sobre los progra-mas de La Voluntad del Pueblo y de los demás grupos. Otravez la misma historia: consideraban a La Voluntad del Pue-blo como un partido poderoso que se estaba preparando paraconceder grandes favores a los trabajadores y a los pobres engeneral. En ese caso, les pregunté, ¿para qué existía el círculode obreros al cual ellos pertenecían? Me contestaban: «Parael caso de que haya que cumplir alguna tarea».

—¿Por qué pertenecen ustedes a La Voluntad del Puebloy no al Reparto Negro?

—Conocimos a un estudiante de La Voluntad del Pueblo,y fue así que nos unimos al partido.

Cuando se iban, uno de los obreros me dijo:—El programa de ustedes es el más adecuado para nosotros.Un par de días más tarde Pável Ivanov me informó: «Los

miembros de La Voluntad del Pueblo están enojados, dicenque ustedes están tratando de alejar a sus trabajadores deellos».

Yo les contesté: «Puesto que estamos convencidos de quenuestro programa es correcto, naturalmente tenemos que ha-cer propaganda».

Poco tiempo después dos representantes de La Voluntaddel Pueblo dispusieron un encuentro conmigo. Debatí conellos muy extensamente que ningún partido podía tener unmonopolio sobre los trabajadores, y que no podía plantearseninguna demanda de exclusividad. Al final de nuestra con-versación, uno de ellos me pidió que me reuniera con su gentey que discutiera las cosas con mayores detalles: su organi-zación le había dado instrucciones de anexar el Sindicato

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de Obreros Rusos del Sur. Este anuncio me impresionó porsu extrema candidez. Consentí en ir a la reunión, pero insistíen que estuvieran presentes también algunos de nuestros tra-bajadores y algunos miembros obreros de La Voluntad delPueblo. Se negó enérgicamente: «Si arrestan a los obreros, lodirán todo». Yo no tenía inquietud alguna respecto de nues-tros trabajadores, pero continuar el debate no tenía sentido.

Fui a la reunión con Pável Ivanov. Nuestros opositorestrataron de convencernos de que renunciáramos al terror eco-nómico, argumentando que esa forma de terror en especialalejaría a todos los liberales y simpatizantes que los estabanayudando con dinero y con vínculos. Consideramos que estaargumentación no era en absoluto convincente, teniendo encuenta nuestro programa. En este tono terminaron nues-tras negociaciones con el grupo de La Voluntad del Puebloen Kiev.

Aunque la actividad primordial del sindicato era organi-zar a los trabajadores, también tratamos de disponer la fugade tres revolucionarios de la prisión de Kiev. Para esto nece-sitábamos dinero. Pável Ivanov propuso que yo hiciera unviaje a Crimea, donde vivía el padre del difunto Polikárpov[véase p. 260]: de acuerdo con lo que decía Pável, muy pro-bablemente ayudaría a los camaradas de su hijo. Yo teníadudas: en aquellos días, los acongojados padres que habíanperdido a sus hijos generalmente consideraban que la muertede sus hijos se debía a la perniciosa influencia de los revolu-cionarios. Visitar a los ancianos, que todavía no se habíanrecobrado de la reciente y trágica muerte de su querido hijo,pedirles dinero para salvar a gente que no conocían, gentea quien ellos podían considerar responsable de la muerte de

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su hijo, era una tarea sumamente ingrata. Sin embargo,puesto que el sindicato no tenía otros recursos y que los trescompañeros presos estaban amenazados con la ejecución,tuve que obligarme a mí misma a hacerlo.

Tomé el tren hasta una pequeña estación cerca de Sim-feropol, y llegué al caer la tarde. Me habían descrito la calle.Partí con el espíritu afligido. El lugar estaba desierto. Los dis-tantes y lúgubres sonidos de una canción tártara aumentaronmi tristeza. Aceleré el paso, deseando desesperadamente li-brarme de esta dolorosa carga lo antes posible. Finalmentellegué a una casita blanca situada sobre una colina baja y ro-deada de viñedos. Había una mujer de pie en el porche deentrada, mirando atentamente en mi dirección. Tenía alre-dedor de cuarenta y cinco años y su rostro –tostado por elsol, tranquilo, fuerte– revelaba las huellas de la pena quehabía experimentado. Sus ojos comenzaron a llenarse de lá-grimas, pero rápidamente las reprimió.

—Hemos estado esperándola –me dijo. Yo no sabía queles habían informado por anticipado sobre mi visita–. Lla-maré ahora a mi esposo.

Me llevó a la pequeña sala de recibo, amueblada con sen-cillez, de techo bajo y paredes recién blanqueadas. Pasaronalgunos minutos, y entró un hombre de edad madura, alto,cuyo cabello comenzaba a encanecer. Se esforzaba por man-tenerse erguido, como para evitar doblegarse bajo el peso desu pena. Su rostro evidenciaba la misma compostura, la mis-ma fuerza que yo había visto en su esposa. Evitó mi mirada.«Vamos a Simferopol de inmediato –dijo–. No tengo dineroaquí, pero puedo tomarlo prestado allá; usted podrá regre-sar a Kiev mañana.» Caminamos de vuelta a la estación;

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Polikárpov marchaba a paso vivo. Esa noche me dio mil ru-blos. Tomé el primer tren que partía hacia Kiev.

EN DEFINITIVA RESULTÓ que el intento de fuga tuvo que serabandonado en el último momento a causa de un bruscocambio en la situación dentro de la prisión. Años más tarde,Koválskaya llegó a saber que las autoridades habían sido in-formadas por I. G. Petrovsky, un amigo de confianza deldescuidado Pável Ivanov.

PESE AL FRACASO del intento de fuga, las actividades del sin-dicato se extendían. Estaban en marcha los preparativos paracomenzar a publicar un periódico obrero. Se puso en fun-cionamiento una acción que combinaba el terror económicoy el político: el sindicato envió una carta amenazadora a Cher-tkov, el gobernador general de Kiev, que era también un ti-ránico propietario de tierras. Schedrín y yo asumimos la res-ponsabilidad de llevar el proyecto a buen término. Algunosasuntos del sindicato requerían que la gente viajara. Pero nohabía dinero. Los mil rublos que obtuve de Polikárpov fue-ron introducidos clandestinamente en la prisión, para el casode que se presentara una oportunidad de evadirse, y nos que-damos con los escasos fondos enviados secretamente por mimadre para que yo viviera de ellos.

Entre tanto, Schedrín y yo éramos seguidos en todas par-tes, y casi se nos hacía ya imposible encontrarnos con lostrabajadores. Teníamos que cambiar continuamente de do-cumentos de identidad y de apartamento; incluso una nochela pasamos en un bote, en el río Dniéper. La única soluciónera que nos trasladáramos a otra ciudad; pero no había dinero.

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Nunca nos faltaban nuestros revólveres, para el caso de quela policía nos atrapara. El 22 de octubre de 1880, recogí miarma como de costumbre, para ir a la biblioteca que quedabaa una casa de por medio, pero Schedrín me detuvo: «No valela pena andar cargando con un revólver cada vez que sales porcinco minutos», dijo. A desgano lo dejé nuevamente sobrela mesa.

Apenas habíamos atravesado la puerta de entrada de nues-tra casa cuando un grupo de hombres se arrojó sobre nosotros.Aunque no estábamos armados, resistimos, con la esperanzade prolongar la lucha y atraer a la gente que pasaba, para quese difundiera la noticia de nuestro arresto por toda la ciudad.Logramos nuestro objetivo: nuestros camaradas fueron in-formados esa misma noche y tomaron medidas, de modo quenadie cayera en una emboscada policiaca.

Nunca en mi carrera había encontrado una simpatía tandifundida por los revolucionarios como me sucedía a cadapaso en Kiev. Aunque estábamos en contacto con muchos,pero muchos obreros (entre setecientos y ochocientos), nuncaencontramos entre ellos a un solo delator, ni a ninguno quehubiera dado testimonio contra nosotros en una investiga-ción o en un juicio. Nos escondimos en casa de gente de muydiferentes posiciones sociales, y ninguno nos delató jamás.Sin duda, los intelectuales revolucionarios de Kiev, con supropaganda franca y a veces incluso temeraria, tuvieronmucho mérito en esto.

Luego, a menudo también encontraba las huellas de revo-lucionarios anteriores, que habían dejado el mejor recuerdoposible entre las masas. Frecuentemente, cuando la gente tratade resumir la actividad de un grupo o de un individuo y no

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puede señalar resultados inmediatos o tangibles, llega a laconclusión de que esa actividad ha sido un fracaso. Pero ¿có-mo contar todos los círculos que hace una piedra cuando sela arroja al agua?

Schedrín y yo fuimos conducidos ante la Corte Militar delCircuito en el siguiente mes de mayo, junto con los miem-bros del sindicato que habían sido arrestados con nosotros[4 de enero de 1881], entre ellos, Sofía Bogomolets y PávelIvanov. Los artículos de la acusación apuntaban a la penacapital.

Como he señalado, Schedrín y yo teníamos algunas dife-rencias, tanto programáticas como tácticas, con los miembrosde la intelectualidad revolucionaria de Kiev, a la que pertene-cían Bogomolets e Ivanov. Sin embargo, manteníamos conellos relaciones «diplomáticas» o «de buena vecindad», y cuan-do Bogomolets recibió clandestinamente una carta, en el trans-curso de nuestro juicio, la descifró y luego se me aproximó.

—Dime –dijo– ¿tienes planes para escapar si te condenana trabajos forzados?

—Sí, aun si sólo me dan destierro.—¿Tendrás alguna ayuda del exterior?—No, lo haré por mi propia cuenta.—¿Estarías dispuesta a fugarte conmigo?—Sí, estoy de acuerdo. Pero quiero poner una condición

de antemano: si por alguna razón nos fuera imposible fugar-nos juntas, pero yo puedo irme sola, lo haré. Y por supuesto,tú harás lo mismo.

—Bueno, por supuesto, eso está entendido. Ahora, si hastomado la decisión de fugarte, debo decirte: he recibido unacarta desde afuera; alguna gente con la que tengo gran

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amistad ofrece ayudar a escaparse a las mujeres condenadasa trabajos forzados.

—Diles que estoy dispuesta.Confié completamente en Bogomolets; sabía que se to-

maba las cosas muy en serio y que –al contrario que algunagente de Kiev– observaba estrictamente los procedimientosconspirativos. Me di cuenta de que hubiera resultado em-barazoso preguntar quiénes eran los que habían ofrecidoayudarnos.

En el juicio, declaré que no reconocía al tribunal del go-bierno y que no participaría en los procedimientos. Menegué a tener abogado o a hacer una declaración formal antela corte. Me condenaron a trabajos forzados a perpetuidad.

A todos los que fueron juzgados con el Sindicato deObreros Rusos del Sur se les hizo salir juntos de Kiev. A loshombres se les dejó en Mtsensk. A las mujeres –Bogomo-lets, Prisétskaya y yo–, nos trajeron a Moscú y nos pusieronen una de las torres de la prisión de Batúrskaya. Luego deestudiar concienzudamente nuestra situación, llegué a laconclusión de que era completamente imposible pensar enescaparnos.

El esposo de Bogomolets, que en ese momento se encon-traba en libertad, la visitó mientras estábamos en Moscú.Cuando regresó de su último encuentro con él, Bogomoletsme informó: «La gente de Kiev no ha olvidado su promesa,pero dice que será imposible organizar una fuga antes de quelleguemos a Siberia».

No había alternativa; teníamos que esperar.Finalmente, en el otoño, nos sacaron de la prisión y nos

pusieron en un tren. Allí nos reunimos con los hombres de

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nuestro grupo y conocimos a algunos otros que habíantraído desde San Petersburgo.

La comitiva se detuvo en Krasnoyarsk. Allí encontramosa Dolgushin, un sobreviviente de un partido de los centra-listas.123 Dolgushin había pasado por un periodo suma-mente difícil en la prisión central de Járkov. Recientemente,sólo algunos meses antes de que estuviera en condiciones deser elegido para dejar la prisión de Krasnoyarsk y salir en «li-bre dominio»124 había prestado ayuda en el infructuoso in-tento de fuga de Malavsky. Por la época en que llegamos aKrasnoyarsk, se enfrentaba a un juicio por esto. La esposade Dolgushin y su hijo pequeño vivían con él en su celda.Su hijo de diez años vivía con el padre de Dolgushin, queera el fiscal de distrito de la ciudad.

La prisión de Krasnoyarsk no disponía de suficientes pla-tos y fuentes para distribuirlos entre los presos, de modo quevarios tenían que comer al mismo tiempo de cada una de laspequeñas cubetas de madera en que ponían nuestra comida.Yo comía con Dollar y Kizer, dos obreros de nuestra orga-nización, y Dolgushin se unió a nosotros. Me impresionabaporque parecía constantemente abrasado por una especie defuego interior, que sin embargo mantenía todo el tiempo latranquilidad externa en sus movimientos y su lenguaje.

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123 A principios de la década de los setenta, Alexandr Dolgushin fue una figuraimportante en un pequeño grupo revolucionario influido por Necháyev. Estegrupo logró imprimir y distribuir varias proclamas llamando a la inmediatarebelión campesina. Dolgushin fue arrestado en septiembre de 1873 y conde-nado en 1874 a diez años de trabajos forzados. 124 El «libre dominio» aparece descrito en las memorias de Ivanovskaya. Véasepág. 247.

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Sólo sus ojos oscuros y algo sombríos dejaban traslucir algúnsufrimiento profundo. Su figura pequeña y delgada aparecíaen la habitación común solo a las horas del la comida. Hacíacomentarios ingeniosos y mordaces, pero no sonreía nunca.Era como si sobre su rostro se hubiera endurecido una es-pecie de máscara.

La cubeta que compartíamos nos hizo sentir más cercauno de otro, y comencé a hacerle preguntas sobre la ciudad.Entendió lo que yo necesitaba. Una noche me hizo ir a sucelda.

—¿Estás pensando en escapar? –me preguntó.—Sí, quiero hacerlo.—La fuga de Malavsky acabó con muchos de mis víncu-

los, pero todavía conservo algunos. Si te decides a escapar,voy a ayudarte.

—No estoy sola –le dije–. Bogomolets también deseahacerlo.

—Eso será difícil. Tendrás que ser tú sola.—¿Pero por qué yo y no ella?—Tú tienes una sentencia a perpetuidad; ella tiene diez

años.Reflexioné nuevamente sobre el asunto.Poco después de esta conversación hubo un cambio total

e inesperado en la vida de nuestro grupo. Un día, Bogomo-lets fue citada a la oficina para escribir sus cartas. Regresó llo-rando a lágrima viva. Nos dijo que Ostrovsky, el carcelero,la había agraviado, pero se negó a explicar en qué había con-sistido el agravio, pese a todas las preguntas que le hicimos.

Todo nuestro partido se puso en acción. Todos se reu-nieron en una celda amplia y exigieron ver al gobernador.

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Dolgushin estaba esperando una visita de su hijo, perocuando le fue denegada, vino a unirse con nosotros en la celdacomún. Estaba irreconocible: para asombro nuestro parecíajoven otra vez. Sus ojos brillaban con un fervor juvenil; lamáscara se había desprendido en un instante.

Nuestra emoción iba en aumento. En lugar del goberna-dor, vino a vernos un gendarme de no sé qué clase, juntocon Ostrovsky. Mientras Bogomolets hablaba con el gen-darme, Ostrovsky la interrumpió en forma grosera. Dolgus-hin saltó desde la tarima de una cama y le dio un bofetón.Este acto fue completamente inesperado, porque era un hom-bre de ordinario sumamente tranquilo.

Ostrovsky y el gendarme salieron corriendo aterrorizados.Nos arrastraron a nuestras celdas y nos encerraron bajo llave.

Algunos de nosotros iniciamos una huelga de hambre, exi-giendo que Ostrovsky fuera sustituido. Algunos días mástarde, Pável Ivanov y yo estábamos en tan mal estado que elmédico de la prisión fue con Ostrovsky a comunicarle al go-bernador que podrían producirse muertes en la prisión. Deboadmitir que esta vez Ostrovsky, un tiranuelo de pésima repu-tación, le pidió al gobernador que satisficiera nuestras deman-das. El gobernador consintió en mantenerlo alejado duranteel periodo que nosotros pasamos en Krasnoyarsk.

Inmediatamente después de nuestra rebelión, nos divi-dieron en parejas para el viaje a Irkutsk. A mí me pusieroncon el doctor Veimar, pero declaré que iría solo con Bogo-molets. Las autoridades querían librarse de nosotros lo másrápido posible, de modo que me permitieron viajar con ella.Estuvimos en estado de tensión durante todo el largo viajeen medio de la escarcha cruel; no sabíamos dónde ni cuándo

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aparecería nuestra ayuda. Cada vez que nos cruzábamoscon alguien en el camino, nuestros corazones daban un salto,mientras tratábamos de detectar algún indicio que pudieraseñalar que se trataba de nuestro salvador. Finalmente, unanoche, muy tarde, llegamos a Irkutsk.

Fatigadas y heladas, marchamos hasta una casita de ma-dera en las afueras de la ciudad: era la cárcel de las mujeres.Un pequeño arroyo la separaba de la cárcel principal. Todoallí era extraordinariamente sencillo: una puerta de maderay mimbre, exactamente como en cualquier típico jardín de-lantero; en la puerta de entrada, un centinela con un arma;una verja común y corriente en vez de una barrera alta; unaedificación de una sola planta, y ventanas comunes, a no serpor las rejas. Una mujer más bien grande salió a la puerta paracontestar el timbre; era la carcelera, pero llevaba un vestidocomún, que no daba indicio alguno de su cargo. Me gustabala simplicidad de toda la situación.

Nos llevaron a una celda amplia, donde encontramos aElizaveta Iuzhakova y su niño. Estaba en averiguación porhaberse escapado de Balagansk. Pronto trajeron a Vera Roga-cheva a nuestra celda, y de vez en cuando, María Legkaya sequedaba allí también. Todo esto hacía más difícil la fuga, aun-que las condiciones generales en la prisión nos eran favora-bles. Finalmente, se llevaron a Rogacheva y dejaron a Legkaya.Nos hicimos amigas de Iuzhakova. Como considerábamosque no debíamos intentar nada sin su consentimiento, le pe-dimos su opinión: ¿teníamos derecho a escaparnos y por tantosometerla a las inevitables consecuencias? Respondió apa-sionadamente: «No es sólo un derecho, es el deber de todorevolucionario; con gusto las ayudaré». Esto nos dejó con

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las manos libres. Comenzamos a estudiar las condicionesde la prisión y a los oficiales que tenían responsabilidad di-recta sobre nosotros.

Un par de semanas después de nuestro arribo, Kazántsev,el médico de la prisión, vino a nuestra celda. Mientras exa-minaba a Bogomolets, le deslizó una carta. Cuando el doc-tor se fue, ella la descifró utilizando la clave que tenía desdeKiev y luego, con el rostro radiante, se precipitó hacia mí:

—Van a ayudarnos a escapar; todo lo que tenemos quehacer es salir de la prisión.

—¿Conoces bien a las personas que se han ofrecido paraayudarnos?

—¡Bueno, yo diría que sí! ¡Por supuesto!Esto me bastaba; no le hice más preguntas.Poco a poco, fui calibrando la situación y formulé el si-

guiente plan para la fuga.Todas las noches, la guardiana que pasaba la lista entraba

por la cocina, donde estaba apostada la carcelera. Entoncespasaba a través de nuestra celda y seguía hasta la celda grandedonde se alojaban las delincuentes.125 Después de contarlas,regresaba por el mismo camino. Todo este tiempo, tanto lapuerta entre nuestra celda y la cocina como la puerta exteriorque daba al patio se dejaban abiertas. Había un centinelaen el lado de la puerta que daba a la calle, también abierta.Mientras se pasaba la lista cambiaban los centinelas y la car-celera se iba a su casa en la ciudad para pasar la noche. A veces,las amigas de la carcelera venían a la prisión y se iban con ella.

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125 Es decir, las mujeres presas por delitos comunes. Los presos políticosestaban separados de los demás presidiarios.

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De modo que tuvimos que utilizar el momento en quese pasaba la lista para intentar la fuga: yo trataría de imitarla apariencia de la carcelera, mientras que Bogomolets seharía pasar por su amiga, y saldríamos juntas por la puerta.Teníamos que inventar algo para convencer a la guardianaque pasaba la lista de que estábamos en nuestros lechoscuando regresara de la celda de las delincuentes; y así, adop-tamos el hábito de permanecer echadas sobre la cama, conlas camisas de la prisión cubriéndonos la cabeza, mientrasella hacía su ronda. Al principio ella se acercaba a nosotrasy tiraba de las camisas. Le respondíamos expresando nues-tra indignación porque nosotras «las enfermas» no podía-mos nunca tener paz. Gradualmente, ella adoptó la rutinade echarnos una mirada en su camino de ida y otra vez en elcamino de vuelta, sin tocar nuestras camisas. Construimosdos muñecos para colocarlos en las camas y compusimosuna vestimenta parecida a la de la carcelera con la enorme co-lección de prendas de ropa sueltas que tenía Iuzhakova.

Mientras tanto, Bogomolets mantenía correspondenciacon el exterior a través de Kazántsev, el médico de la prisión.Yo no tomé parte alguna en esto; no sabía y no pregunté conquien mantenía ella su correspondencia. Se dispuso que lagente de afuera se encontrara con nosotros cuando nos ale-járamos de la prisión, y que ellos nos llevarían a un esconditeque se había preparado. Nos reconoceríamos unos a otrospor los pañuelos de mano blancos que deberíamos llevar.

Finalmente, en febrero de 1882, llegó el día que habíamosfijado. Esa noche nos acostamos en nuestras camas, vestidascomo para salir de la prisión, y nos cubrimos la cabeza conlas camisas. Cuando entró la mujer que pasaba la lista, le

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comuniqué en voz alta a Bogomolets que no había podidodormir nada en absoluto las noches anteriores, y ella me res-pondió también en voz alta. La mujer oyó nuestras voces yse fue a controlar a las delincuentes. Teníamos solamentecuatro o cinco minutos. Saltamos de la cama y salimos co-rriendo al patio. Inmediatamente Iuzhakova puso los mu-ñecos en nuestros lugares y los cubrió con las camisas.

Llegamos a la puerta de entrada. Me adelanto un paso conconfianza, y Bogomolets me sigue. Salimos tranquilamentea la calle. El centinela nos mira y no dice nada. La que pasala lista se aleja de la prisión, pisándonos los talones. Cruza lacalle y dobla a la izquierda, hacia la fortaleza de la prisión;doblamos a la derecha, hacia el largo puente que lleva a la ciu-dad. Cambian los centinelas. El nuevo no sabe que la «car-celera» ya se ha ido, y deja salir a la verdadera.

Comenzamos a caminar por el puente. Dos figuras mas-culinas caminan a nuestro encuentro. Sacamos nuestros pa-ñuelos blancos: en las manos de ambos aparecen tambiénpañuelos blancos.

Los hombres hacen una pausa.¿Y si fueran extraños, que por coincidencia se están so-

nando la nariz? ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo podemos estarseguras? Comenzamos a caminar más lentamente. Las silue-tas de los hombres se aproximan. Ahora estamos exactamentefrente a ellos. Nos hacemos a un lado, indecisas. Entoncesoímos: «¡Somos vuestra gente, somos de ustedes, hemos ve-nido a vuestro encuentro!»

Uno de ellos me tomó el brazo y el otro hizo lo mismo conBogomolets. «Tendremos que ponerlas en apartamentos di-ferentes», dijeron. Por supuesto, no hicimos ninguna objeción.

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Bogomolets y su compañero doblaron; el mío y yo segui-mos derecho, guardando silencio por temor de que nuestraconversación pudiera llamar la atención de los pasantes.Caminamos largo tiempo, hasta que llegamos a una minús-cula choza en las afueras de la ciudad. Una jovencita pocoatractiva nos recibió y nos llevó a una pequeña habitación.La choza tenía en total dos habitaciones pequeñas: en unavivía un sastre; en la otra esta muchacha, que era su hija.

Bajo la luz, vi por primera vez el rostro de mi compañero.No lo conocía. Cuando la muchacha salió, se presentó: «Koz-lovsky, de Kiev. Tengo que irme corriendo, no puedo perma-necer aquí ni un minuto más. Nos volveremos a ver pronto».Nos despedimos.

La muchacha no me hizo ninguna pregunta.Al día siguiente, ya avanzada la noche, Kozlovsky trajo

a Bogomolets a la habitación. «Sofía no quiere por nada estarlejos de usted –dijo–. Me vi obligado a traerla aquí.»

Kozlovsky estaba muy cansado. Mientras se acostaba enel piso y se preparaba a dormir, nos pidió que lo despertára-mos sin falta a las dos de la mañana, porque era imperiosoque estuviera en su puesto. (Como supe más tarde, en esaépoca estaba en el ejército.)

Algunos días después, a la media noche, Kozlovsky trajoa un hombre enorme a nuestra habitación. Nos explicó queesta otra persona también tenía que esconderse allí por el mo-mento, y que nos diría cómo íbamos a ser transportadas desdeIrkutsk. Una vez más, Kozlovsky se fue rápidamente.

Este hombre nos dijo que se llamaba Piotr Fiódorov. Dijoque había venido a Siberia especialmente para ayudar a es-capar a los «presos políticos», que tenía conexiones entre los

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cocheros del servicio postal civil,126 que también transpor-taba pasajeros (entonces no había ferrocarril en Siberia). Loscocheros reemplazaban a sus viajeros a lo largo de la ruta; aesto se le llamaba «enhebrar cuentas». Fiódorov esperaba quelos cocheros que él conocía llegaran dentro de muy pocotiempo, y ellos nos harían recorrer todo el camino hasta elferrocarril.

Estábamos terriblemente apretujados en la pequeña ha-bitación.

Cuando Fiódorov se acostaba en el piso a dormir, él solollenaba toda la habitación. Nos sentíamos como liliputien-ses en presencia de Gulliver.

Tuvimos una angustiada espera. Un gran espacio abiertode nieve blanca y brillante se extendía más allá de la ventana;el sol resplandeciente y el cielo azulado nos llamaban hacia elaire de la libertad, pero no nos atrevíamos a poner el pie fuerade nuestra prisión voluntaria ni por un minuto.

Pasaron cerca de dos semanas.De pronto, una mañana, la hija del hombre que nos hos-

pedaba entró precipitadamente, muy agitada: «¡Prepárense,las van a arrestar ahora mismo!» Algunos soldados irrumpie-ron en la habitación tras ella, apuntándonos con sus revól-veres. El jefe de policía entró detrás de ellos. Nos pusieron entres trineos. Yo fui con el propio jefe de policía.

En la cárcel, nos condujeron a cuartos separados, en lasoficinas administrativas. Más tarde nos reunieron a Bogomo-lets y a mí y nos pusieron en una pequeña celda que tenía

126 Que era distinto del sistema especial que se había establecido para lospresos.

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la ventana tapiada con tablas. Bogomolets comenzó a ra-jarlas y desprenderlas. De improviso entraron los guardias yalguien corrió a buscar al carcelero; vino a la celda con algu-nos empleados que traían una camisa de fuerza. Comenza-ron a ponérsela a Bogomolets. Me avalancé para arrancarlade sus manos y abofeteé a un guardia, Bernhardt. Entoncesllamaron al herrero y me esposaron.

Schedrín, que en ese momento estaba encerrado en la mis-ma prisión, se enteró de que el ayudante del gobernador, So-loviov, había ordenado que nos maltrataran así. Hizo queSoloviov fuera a su celda y entonces golpeó al hombre tan fuer-temente que éste cayó al suelo. Soloviov se enfureció. Hizoatar a Schedrín a la columna que sostenía el techo de la celday lo castigó sin piedad. Luego pusieron a Schedrín en la «tram-pa», que consistía en colocar esposas en las manos y los pies,unidas en un círculo continuo, de modo que el prisionerono podía enderezarse. Schedrín fue juzgado y condenado amuerte. Pero las damas de Irkustk demostraron un interésapasionado por su destino y lograron que el gobernador anu-lara la sentencia. (La esposa del gobernador estaba relacionadacon los decembristas, y expresó francamente su simpatía porSchedrín, enviándole flores y vino.) En vez de ejecutarlo,encadenaron a Schedrín a una carretilla.127

Bogomolets y yo fuimos enviadas a Kara. Exactamenteun año después de nuestra fuga, nos enteramos de que Koz-lovsky y Grabovsky (el compañero de Bogomolets) habíansido arrestados y exiliados. Más adelante supimos que

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127 Este castigo se aplicaba toda vez que había una visita oficial o cuandoSchedrín estaba en tránsito de una prisión a otra.

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Fiódorov había sido exiliado a Iakutka pero había escapadorápidamente.

Casi un cuarto de siglo después, cuando yo estaba en elextranjero, me encontré con V. Alexándrova, quien me in-formó que ella y Evguenia Subbótina habían colaborado ennuestra fuga. No pudo explicarme por qué habían vuelto acapturarnos, pero la explicación generalmente aceptada erala siguiente. La hija del sastre mantenía una relación íntimacon un soldado. Como no le permitía entrar a su habitaciónmientras nosotros estuvimos ocupándola, él sospechaba queella ocultaba allí a otro hombre. Comenzó a golpearla, y en-tonces ella le contó que en la habitación vivían unas mujeresque se habían escapado de la cárcel. El soldado denuncióesto inmediatamente a sus superiores, y así fuimos captu-radas nuevamente.

DURANTE DOS DÉCADAS DE EXILIO en Siberia y de prisión,Koválskaya sostuvo una lucha sin cuartel contra las autorida-des: huelgas de hambre, otros dos intentos de fuga, un intentode suicidio para llamar la atención sobre las condiciones dela prisión, un ataque con cuchillo contra un funcionario de laprisión que había administrado castigos corporales a una delas camaradas de Koválskaya. En 1903, veintitrés años des-pués de haber sido enviada a Siberia, fue liberada y viajó alextranjero con su segundo esposo.

En Ginebra, Koválskaya se incorporó al Partido Revolu-cionario Socialista, populista, pero lo abandonó un mes des-pués y formó un grupo de «maximalistas»: gente que aceptabasólo el «programa máximo» del Partido Revolucionario So-cialista, el cual incluía la socialización de todos los medios

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de producción, no solo de la tierra. Poco antes de la revo-lución de octubre de 1917, regresó a Rusia. Bajo el régimensoviético, trabajó en los Archivos del Estado y actuó comomiembro de la junta editorial de una publicación periódicadedicada a la historia del movimiento revolucionario enRusia. Murió en 1933.

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Page 385: vera figner vera zasúlich PRASKOVIA IVANÓVSKAYA OLGA

í n d i c e

NOTA A ESTA EDICIÓN 9PRÓLOGO A LA EDICIÓN EN INGLÉS 13RECONOCIMIENTOS 21 INTRODUCCIÓN 23NOTA SOBRE LAS FUENTES 47

VERA FIGNER 49VERA ZASÚLICH 137PRASKOVIA IVANÓVSKAYA 185 OLGA LIUBATÓVICH 251ELIZAVETA KOVÁLSKAYA 327

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ESTA EDICIÓN DE

CINCO MUJERES CONTRA EL ZAR

se finalizó enel mes de septiembre de 2017en la ciudad de Barcelona.

Se han utilizadoAdobe Garamond

para el texto yBebas Neue / Poster Bodoni

para los títulos,con 10:5 y 15:00 puntos

respectivamente.

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