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Vida sin vida. CRÓNICAS SOBRE VÍCTIMAS EN COLOMBIA

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Trabajo desarrollado por alumnos de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda, quienes se entrevistaron con las víctimas a través de la Fundación Victímas Visibles.

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“¿Hasta cuándo las víctimas vamos a seguir contando la historia entre nosotros mismos?”

Trabajo desarrollado por alumnos de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda, quienes se entrevistaron con las víctimas a través de la Fundación Victímas Visibles , a ellos agradecemos su esfuerzo y dedicación .

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Con estas palabras de Delis Palacios, Víctima de la masacre de Bojayá, recordamos la necesidad de las

víctimas de ser escuchadas; de ser dignificadas y reparadas.

“¿Hasta cuándo las víctimas vamos a seguir contando la historia entre nosotros mismos?”

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Muerte a la bestia humanaAlejandro Obregón, 1983Obra pintada a raíz del asesinato de Gloria Lara. Una reacción inmediata, llena de dolor y asco lograda con matices rojos y púrpuras qu rechaza la violencia.

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La

Como un ladrón en la noche llegó la bestia humana a la capi-tal de la montaña. De esta impresionante y agreste formación roco-sa descendió la maldición hecha hombre y a su paso una pincela-da de sangre marcó la geografía. Uno por uno cayeron los hombres

que encontraron en el arado su bastón y en la tierra su futuro.

Orgías de muerte se celebraban continuamente en la capi-tal de la montaña. Por años la guerra se desató sin tregua.

Cadáveres se apilaban en las memorias y esa imagen diabó-lica se apoderó de la voluntad y el aprecio de los habitantes por su tierra. El miedo se hizo viento y la lágrimas cicatrices. Uno por uno los restos de hombres se arrastraron sobre el suelo que un día araron has-

-recen pétalos en soledad. Son fortalezas impenetrables vigiladas a la redonda por centinelas que siempre esperan el más ligero de los pasos para germinar entre fragmentos de proyectiles, pólvora negra, tuer-

La violencia siempre ha sido fatal y aterradora. Por años alimentó un mar de sangre que fue tinta escarlata de la pluma con que se escribió la historia y

siempre terminó en muerte

Bestia

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Por: Daniela A. Franco

Esta no es una historia como otras, tiene de aquí y de allá; aunque desearía que solo fuese un cuento, todo es real. Soy María Nayibe y esta es mi historia.

Como todo relato de fantasía este inicia con un poco de amor. Sí, amor de muchos tipos; amor por mi esposo, José Eustacio, mis cinco hijos y mi pue-blo, Cambao, la tierra en la que vivía y la que aún quiero.

Por ahora debo aclarar que no soy una princesa, no vivo en un castillo ni tengo servidumbre a mis pies, todo lo contrario, soy un poco más Cenicienta. Cada mañana inicio una lucha para conseguir la comida del día y lo de otros gastos porque en esta historia, a diferencia de otras, cada mes, sin falta, debo pagar mil y un cosas; después de todo, cinco hijos no son cosa fácil cuando no eres de la realeza.

Como sea, los esfuerzos para esos días de familia y amor no hacían los días menos felices, una caseta bastaba para tener lo necesario. Con esmero mi es-poso y yo trabajábamos cada día en aquella caseta desbaratada, nuestro pequeño tesoro, el que anhe-lábamos, un día, fuera más grande y más dotado de hermosura.

Fue una noche cuando el reloj marcaba las 11:20 aproximadamente, en un vaivén de instantes, poco antes de cerrar nuestro negocio, cuando las auto-defensas, los monstruos de esta historia, quienes parecieran salidos de la más terrible historia de terror, llegaron al lugar. No sabría decir si fue una fortuna no haber estado en aquel momento, solo sé que mientras yo estaba en mi hogar, junto a mis hi-jos, sentí el impulso de ir a buscar a José Eustacio;

a pocos pasos de llegar a nuestra caseta vi cuando Chepe, así se hacia llamar uno de los comandantes de este grupo, junto a otros, se lo llevó.

pero mis hijos y el temor fueron un motivo más grande en aquel momento, si corría tras ellos, si asumía mi papel de súper héroe de improviso y algo llegara a pasarme, ¿quién estaría con los pe-queños?

Fue ahí cuando los segundos, los minutos y las horas iniciaron una carrera repentina y parecían acelerarse, mientras yo emprendía una marcha du-rante toda la noche y algunas horas de la mañana del día siguiente con la esperanza de encontrarlo; con esa sensación que mueve montañas, y con el anhelo de que ese episodio hubiese sido solo un mal momento, algo pasajero que permitiría que al día siguiente despertara con él a mi lado, después de todo quienes se lo llevaron se hacían llamar los guardianes del lugar.

Quise buscar ayuda, debo admitirlo; sin embar-go, de poco o nada sirvió mi esfuerzo. Busqué a las autoridades de mi pueblo, ¿qué dijeron?...nada, de-cían que esa no era su jurisdicción, que no podían colaborarme, ¡excusas! Siempre supe que a ellos los amenazaban si se metían en asuntos de las autode-fensas. Ellos entonces eran los reyes del pueblo, y hacían con este lo que quisieran, de la misma forma que lo hicieron con mi vida.

Bastó un día, quizá menos, para que Chepe se presentara en mi casa, cerca de 20 horas en las que las lágrimas, como si tuvieran alma y vida propia, no dejaron de salir de mis ojos. Al

No hay felices para

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verlo en la puerta de mi casa mi mente no lograba

apartarse del deseo de que mi esposo estuviese bien,

aquel no podía ser un día más extraño; esperaba un poco de

luz entre tanta sombra, pero Che-pe solo me pidió que tuviera fuerza,

dijo que ellos ayudarían a encontrarlo, y mi miedo y yo solo nos animábamos a ocultar

el hecho de saberlo todo, de haber visto cuan-do ellos se lo llevaron, y cómo ese día, con tal descaro, venía a decirme esto.

Incertidumbre, angustia, ilusión, esperan-za… ¿qué más puedo decir? fue un año de todo esto sin tener noticias y al mismo tiempo de compartir siempre en silencio, en el mismo pueblo, con quienes se lo llevaron. Y con él esos anhelos de progreso, de convertir juntos la caseta por y con la que mucho trabajamos, de estar más cerca a un cuento de hadas.

Tras un año, quizá de los más largos, en el que no bastó para estos “guardianes” con lle-varse a mi esposo, otra de esas visitas indesea-das tocó a la puerta, esta vez pidiendo que me

fuera con mis hijos del pueblo, mi pueblo, mi tierra, en la que estaba mi techo,

mi trabajo, mi vida, de no ser así nos asesinarían a todos; para ese entonces se habían enterado de que yo aún buscaba ayuda, en-tre esas, la de la Fiscalía en San Juan de Río Seco.

De nuevo estaba yo ahí, sin más opción que tomar nuestras maletas, lo poco que pudiésemos llevar en-tre mis niños y yo para abrir caminos hacia Bogotá, capital de mi país, Colombia, tierra de maravillas innumerables pero también de injusticia e historias como esta.

La bienvenida a la capital fue un clima helado, de esos que hacen que tiemble la voz al hablar, el tráfico y un ambiente que, de por cierto, era muy di-ferente al de mi pueblo. Por fortuna no todo es malo en esta historia, esa noche tuve un techo a donde llegar, una familiar nos recibió y allí estuvimos du-rante un buen tiempo.

La travesía en Bogotá ciertamente se convirtió en algo como salido de la ficción, todo se direccionó hacia mi lucha incesante por conseguir ayuda del Estado, y como si yo fuese la mala de la historia ellos, entre mil trabas, parecían empeñarse en no dármela. Fueron cerca de siete años de espera, para que Acción Social me ayudara con 19 millones de pesos. No me quejo, pero debo decir que en mi histo-ria lastimosamente la magia no tiene cabida y todo el dinero del mundo jamás tendrá la habilidad de borrar el dolor o de devolver vidas.

Han pasado ya ocho años y medio desde que José Eustacio desapareció. Hace unos meses fui citada a una indagatoria, allí alias El Pájaro, uno de los integrantes del grupo de las autodefensas que se lo llevaron, admitió que mi esposo estaba muerto, ¿qué más puedo decir?, mi alma esperanzada reci-bía otro golpe al saber que el mismo día que se lo llevaron había sido asesinado.

Tantos años, tanta espera, tanta angustia, y de ello ahora solo me quedan 19 millones de pesos; para hoy un poco menos, ya que es con este dinero con el que he vivido los últimos dos años. Para com-pletar la historia, debo decir que no puedo trabajar porque tengo polio, pero debo seguir, aún tengo por quien luchar, ¿qué más motor que un hijo?

Bueno, debo decirlo, a este punto voy a confesar que esto no es todo. Hay algo más, algo que he calla-

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do durante mucho tiempo, algo que causa un dolor más pro-fundo en mi. Fue ese año en que vivimos en Cambao, cuando una noche, tiempo después del asesinato de José Eustacio, la noche más larga, la más triste de mi existencia, Chepe, ese mons-truo que destruyó mi vida, tomó un arma, apuntó a la cabeza de Jenny Carolina, una de mis pequeñas, y abusó sexualmente de ella. Chepe le dijo que si no se acostaba con él iba a matarme a mi y a su hermanita de tan solo dos años y medio.

Aún pienso en ello y mi alma se derrumba, me cuesta contener las lágrimas, ¿qué clase de hombre puede violar a una niña de tan solo 13 años, en presencia de su hermanita?, es este hecho el que me ha atormentado toda mi vida, aún no se por qué no puedo dejar de culparme; solo sé que nunca me he atrevido a denunciar esta atrocidad, temo que si lo hago él, o alguno de su grupo, pueda cumplir su amenaza de asesinarnos a todos.

Actualmente Jenny Carolina está casada, pero este hecho no solo me marcó a mí, en ella dejó vacios tan grandes que hoy, aún después de varios años, sufre las consecuencias; esta vez en la intimidad de su matrimonio.

Si bien hay hechos que cambian drásticamente el rumbo de la vida, hechos que dejan cicatrices que jamás serán borradas, como el asesinato de mi esposo, hay otros como lo que hicieron con mi pequeña, que no solo cambian el rumbo de la vida, lo-gran destruirla y dejan cicatrices que parecieran no sanar, que parecieran ser más que marcas y que siempre dolerán.

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Sus ojos claros, llenos de esperanza, reflejan el temple de su personalidad; como si los vestigios de la guerra no hubieran dejado marca en su interior, Gloria Elcy Ramírez decidió enfrentarse a sus fan-tasmas e incluso a los prejuicios de su propio espo-so para empezar a reclamar sus derechos, esos que durante muchos años le habían sido ajenos.

Gloria Elcy, aradora de la tierra que la vio nacer, es una de las líderes de su comunidad que, más que una familia, son un grupo de líderes que inspiran y que trabajan por la paz. Un pacto de reconciliación los trajo de nuevo a sus ‘finquitas’, a esos pastales que de generación en generación se heredaban y que más allá de las pertenencias materiales, res-guardan invaluables tesoros de sus infancias, de sus antepasados y de su vida misma.

Ella, con otras mujeres y hombres del municipio, empezó a organizarse en una asociación que, junto a instancias de la Personería y el Comité Municipal de Reconciliación, busca un espacio en el que se clame por verdad, justicia, reparación y, ante todo, la no repetición.

La falta de recursos, experiencia o educación, no fue una excusa para abandonar el camino; porque aún cuando Granada era un pueblo “frustrado y sembrado en el dolor, la verriondera y las ganas de salir adelante”, pesaban más que el propio miedo que los mantuvo sumidos en el silencio.

Con un pronunciado acento paisa y una voz en-vuelta en seguridad, Gloria Elcy cuenta con orgu-llo cómo, el trabajo conjunto de cada uno de los integrantes de la Asociación de Víctimas del con-flicto armado del Municipio de Granada (ASOVI-DA), empezó a generar frutos desde el principio, cuando fue pensada y posteriormente al confor-marse legalmente el 30 de agosto de 2007.

Los caminos de herradura que por muchos años fueron desérticos, nuevamente se colmaron de huellas que habían perdido su marca y que regre-saban para quedarse. Los galopes de los caballos y las mulas se perdían entre las risas y los cánticos de esperanza que retumbaban en el ambiente. Las lágrimas que habían sido reprimidas o que solo sa-lían en medio de la privacidad de la noche, sobre aquella almohada que las contenía, que las acu-mulaba, salieron en una explosión de una alegría reprimida por la melancolía y el dolor que un día los hizo abandonar ese lugar. Los rostros marchi-tos de los ancianos parecían haber rejuvenecido y desvanecido las marcas de la violencia; de nuevo las expresiones tanto de felicidad como tristeza salieron a la luz.

Cada uno de los habitantes de Granada tuvo que realizar un proceso para volver a confiar, para salir de nuevo a la calle y, sobre todo, para aceptar la tra-gedia que los marcó y no dejarla morir en el olvido.

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Los ríos de sangre, que alguna vez corrieron por esas tierras, dejaron de brotar para que ahora fue-ra cultivada la esperanza. Y esa semilla se sembró también en la mente de cada uno de los granadinos, quienes no solo alzaron su voz, sino que se moviliza-ron en pro de la dignificación de las víctimas.

El silencio y el miedo eran los únicos habitan-tes que seguían permaneciendo en este poblado. Más del 70% de la población fue desterrada de sus casas a causa de la violencia, según cifras de la Personería del Pueblo. Las voces que se apagaron fueron un medio de propagar el mensaje domi-nante del terror, que ante cualquier mancha de sublevación era acallada.

El municipio Granada, ubicado en el oriente an-tioqueño, fue azotado por diversos actores arma-dos que en medio de una guerra territorial des-cargaron toda su violencia sobre la población civil. En 1982 fue la incursión de los primeros grupos al margen de la ley, que a solo ocho años de asen-tarse en la región perpetraron la primera toma guerrillera.

A esto se le sumó la llegada, en 1995, de las Auto-defensas Unidas de Colombia (AUC), dando inicio

a una ola de masacres y violencia sin fin, ocasiona-da por estos nuevos forasteros que, al igual que las Farc, destrozaron la confianza y la dignidad de los granadinos.

Esta pequeña sociedad, de origen campesino, se vio obligada a abandonar sus tierras y comenzar un éxodo hacia las ciudades vecinas de Marinilla y Rionegro para escapar del horror del cual estaban siendo víctimas. Para el 2002 el total de la pobla-ción era 17.326; en 2010 la cifra se redujo a 9.818.

Las fotografías y los recuerdos de todas y to-dos aquellos que se fueron eran la única mate-rialización de que algún día existieron. Pero una iniciativa que unió a las centenares de víctimas que circundaban este camposanto sagrado, im-puesto a la fuerza, revivió a los que por años y por temor, se encontraban en el anonimato, en el olvido.

Tras haber tocado muchas puertas y luchado con el alcalde para obtener un espacio, el Salón del Nunca Más (que más que un salón es un templo sublime que guarda la memoria de un pueblo, de su sufrimiento y ante todo de su lucha y su victo-ria) se hizo realidad.

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Lo primero que sonó aquella madrugada fueron los ladridos de los perros que surgieron como un anuncio escalofriante y que alteraron la tranquilidad de ese día. Afuera, por las calles polvorientas, se escucharon pasos desconocidos, que hacían suponer que pertenecían a un grupo numeroso de hombres y que intimidaban con unas pisadas fuertes. A las 5 de la mañana, cuando el sol aún no había salido, las calles de San Antonio de Getuchá, en el Caquetá, eran todavía una gran penumbra, debido a que la luz del pueblo se apagaba a las once de la noche de todos los días, cuando se des-conectaba la única planta comunitaria que los abastecía de luz. Entonces, cuando los ruidos comenzaron a impresionar a los pocos habitantes que ya estaban des-piertos a esa hora, o a los que se despertaron sin saber qué era lo que ocurría, sintieron cómo toda esa bullaranga se entorpeció con varios golpes secos sobre la puerta metálica de la pequeña casa de Jaime Parra, un campesino tan humilde como todos allí. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera y se descubrieran las armas que fuertemente empuñaban aquellos hombres, tan campesinos en apariencia, como todo el poblado, y que era lo único que los diferenciaba, junto a sus uniformes de guerra y sus modales agresivos que buscaban impresionar a los que observaban, inmóviles, lo que estaba sucediendo, desde las ventanas de sus casas. Lo que ocurrió después fue tan rápido que nadie fue capaz de cambiar de posición desde que se es-cucharon los golpes en la puerta, hasta que sintieron nuevamente el transitar de los mismos pasos intimidantes alejarse, en la misma dirección por la que habían llegado. Dejando la misma polvareda a su paso, apenas levemente perceptible en la oscuridad, y con el concierto de ladridos de los perros que parecían ladrar ésta vez lúgubremente. Cuando Jaime Parra sintió las pisadas y luego los golpes en su puerta, que parecían que la tumba-rían, no pensó en esconderse; tampoco en abrir y menos, en defenderse, porque él no tenía en la conciencia, haber hecho algo malo. Siguiendo sus razonamientos les abrió la puerta. Pero ese fue su momento fatal. Lo tomaron bruscamente de los brazos, lo arrastraron a la calle y allí, en medio de las preguntas desesperadas de Jaime, quien urgentemente quería saber cuál era el motivo de esa

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visita, le dieron una sola respuesta que fue el eco fulminante y triste del disparo que recibió en su cabeza. Su cuerpo arrodillado cayó de medio lado y esa mañana la tierra no fue calentada por los primeros rayos de sol, sino por su sangre tibia que caía en

forma de góticas desde lo que quedó de su cabeza. Ese día abominable comenzó y terminó allí, en medio de una desgracia que, en un pueblo de casi 450 familias, de tan sólo 34 años desde su fundación, y a más de dos horas de camino sobre el río Orteguaza para Florencia, la capital, sintieron cómo la violencia les arrebataba la tranqui-

lidad de sus vidas. Fueron testigos de sus quejidos estériles y errantes en un pueblo invisible y perdido en alguna parte de Colombia de la que nadie ha querido acordar-se. Un pueblo a merced de las injusticias, porque en esa época no había allí ni un solo soldado o policía. Y un pueblo que ha llorado a sus muertos con el candor inevitable de los hombres que sienten que la justicia no está hecha para ellos.Nadie supo jamás quién asesinó a Jaime Parra en San Antonio de Getuchá. El horror se repiteTres años después de esa madrugada trágica, en el 2005, Miguel Enrique Parra, un campesino que cultivaba tomate y que vivía en Silvania, Cundinamarca, había dejado descansar el alma de su hermano Jaime en el cielo de la impunidad. Así como en San Antonio de Getuchá todos parecían haberlo olvidado también. Sin saber que ese sería su más grave error. Pues sólo en la tierra de Macondo, donde todo es posible, menos la paz, el destino también se ha ensañado contra las estirpes a pesar de que intenten esquivar u olvidar, como les ocurrió a los Buendía, sólo que ésta vez dejan-do ese mundo literario para acércanos a la realidad, ese destino ha sido la macabra e inentendible violencia.

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21Miguel Enrique Parra murió igual que su hermano. Su cuerpo, maci-zo y alto, de tez más morena, tam-bién estuvo arrodillado antes de su muerte, y al igual que Jaime pagó una deuda que jamás conoció, una deuda que les arrebató la vida en dos madrugadas aciagas y en dos pueblos distintos, y por unos hom-bres cuyas únicas voces fueron el eco sordo del estruendo del fusil.Esta vez los perros no advirtieron a Miguel, que sintió cómo en la puer-ta de su casa, en medio de insultos, le gritaron que abriera. Cuando la inercia de sus pasos lo acercaron a la puerta pensó lo mismo que tres años antes había pensado su hermano: no había razón alguna para sentir miedo. Después, todo fue igual de rápido y triste. La úni-ca diferencia fue que el disparo no taladró un lado de la cabeza como le ocurrió a Jaime, sino que el pro-yectil perforó, desde la parte tra-sera, para salir todavía con fuerza por la cuenca de su ojo izquierdo. Su cuerpo cayó de frente y quedó allí, bocabajo, flotando solo como un naufrago sobre el charquito de sangre que se alcanzó a formar. Nadie supo jamás quién asesinó a Miguel Enrique Parra en Silvania.

El dolor de una madre Linbania Prieto no puede ocul-tar los años en su rostro, tampo-co, puede ocultar la frustración de recordar a sus dos hijos muertos. Sobre todo por que en ella existe esa idea elemental de toda madre, que es que los hijos deben ente-rrar a sus padres, y no al contrario. A pesar de esto, y de no entender por qué la violencia los atrapó, tal y como le pasó a sus hijos antes de morir, su mirada es amable y se postra en sus pupilas la naturaleza de la gente de su tierra, esa esen-cia honesta y fraternal del campe-sino colombiano. Su dolor es evidente y completa-mente respetable, sin embargo, la

rabia que posiblemente lleva aden-tro, o la desilusión de una vida que jamás le contaron que sería tan dura y despiadada, y sobre todo tan desigual, la oculta bajo una sonrisa suave y delicada que regala cuando se cruza con un desconocido. No llora porque sabe que en ésta vida no hay tiempo para llorar, y porque sabe que sus lágrimas lo único que harían, sería perpetuar un episodio que todo el mundo se ha empeña-do en olvidar; y que tan sólo a ella le hace daño rememorar.Linbania Prieto no ha sabido jamás quién asesinó a sus dos hijos, Jai-me y Miguel.

No entienden por qué los asesinaron de esa forma, por que, como en su madre y en sus hermanos antes de

morir, ese pensamiento de inocencia no los deja

tranquilos. La otra tragedia de la violenciaDos hijos más completan la fami-lia de Linbania, ellos son Oliverio y Pedro Ramiro Parra. Ambos re-cuerdan, más que con angustia, con una evidente incertidumbre la muerte de sus hermanos. No en-tienden por qué los asesinaron de esa forma, por que, como en su madre y en sus hermanos antes de morir, ese pensamiento de inocen-cia no los deja tranquilos. “Nunca una amenaza”, dice Oliverio, casi como queriendo decir que esto por lo menos los dejaría tranquilos, pues explicaría un motivo por lo menos. “Pero ni siquiera eso”.Ninguno de ellos se ilusiona con que haya justicia, pero no porque no la quieran, sino porque no saben que existe o que debe existir. Ellos

piensan en la guerra como un jue-go de azar en el que “al que le tocó le tocó”, y debe aprender a convivir con ese recuerdo evocándolo úni-camente de manera personal. Jun-to a esas desgracias les quedan las que vinieron por añadidura y que no pueden ocultar en el día a día de sus vidas, pues eso los ha convertido en forasteros de su patria. El des-plazamiento forzado los ha hecho p e r d e r sus casas y tierras en las que de-jaron su vida y todo lo que fue-ron. Ahora viven en ciudades que les son ajenas, y en las que nadie conoce su his-toria, porque tampoco les importa, pues en medio del afán de la gran metrópoli a nadie le queda tiem-po libre para escuchar. De igual manera han sentido que van per-diendo su naturaleza, para adoptar poco a poco la del individualismo de los hombres de corbata. Tam-poco las urgencias económicas los deja rememorar su pasado y me-nos la ilusión de una reparación, ya que antes tienen que solucionar la premura de la comida, para no morirse de hambre; y la del techo, para no morirse de frío. Estos son los hombres que son el reflejo de la verdadera Colombia, y que son sus vísceras más profundas y ar-dientes, porque son su realidad, su memoria, su incapacidad y tam-bién, su olvido. Oliverio y Ramiro no han sabido quién asesinó a sus dos hermanos, Jaime y Miguel, y tampoco saben si lo sabrán algún día.

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Por: Catalina Motta C.

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27Se trata del sur occidente del país. Más exactamente de la ciudad de Neiva, capital del departamento del Huila, donde acaecen las más irremediables escenas de desesperación y tristeza de la familia Lozada Po-lanco, quienes han sido estropeados por la violencia dejándoles profundas secuelas de dolor.

Muchas versiones se han oído sobre lo que fue el secuestro masivo del Edificio Torres de Miraflores, pero hoy la voz de cinco rostros víctimas hablan, re-cordando lo que consideran, fue la mayor desgracia de sus vidas.

Desalmados de las Farc

Era la noche del 26 de julio de 2001 y los “opitas” ce-lebraban el triunfo de la selección Colombia 2-0 ante el equipo de Honduras. El reloj marcaba las 11 y 15 de la noche cuando, en medio de pitos y jolgorios, el sonido ensordecedor de las balas que destroza-ban las puertas de los apartamentos, de uno de los edificios más lujosos de la ciudad, era inimaginable. En menos de 30 minutos, mas de 70 individuos ves-tidos de camuflados se encontraban dispersos por los pasillos y escaleras al interior de edificio, quienes lograron ingresar engañando al vigilante, haciéndo-se pasar por agentes del Gaula.

No bastaron los cuatro puntos de blindaje del 801 que fueron detonados por la inmensa ráfaga que desplegaban las armas de largo alcance que lleva-ban los subversivos. Los dos hijos mayores del ex gobernador del Huila y ex senador Jaime Lozada Perdomo fueron obligados, junto con su madre Glo-ria Polanco, ex representante a la Cámara, a salir de su vivienda. Minutos más tarde, los despojados se encontraban montados en unas camionetas que estaban pintadas como si fueran de la Policía, en compañía de 12 vecinos más. Se trataba del peor flagelo cometido a un ser humano: el secuestro.

La fe, el motor de la esperanza

Luego de la fatal noticia, Jaime, quien fue cónsul de Colombia en Londres, empezó su labor por el resca-te de los suyos siempre en compañía de Daniel, su

hijo menor. Acudió a algunos organismos de seguri-dad del Estado, como también pidió colaboración al entonces presidente, Andrés Pastrana, a otros per-sonajes políticos importantes como Álvaro Leyva y Víctor G. Ricardo, y por supuesto, no dejó de lado a la Iglesia. Pero además realizó importantes viajes a Costa Rica; viajes que fueron de gran ayuda para avanzar en el proceso de liberación.

Mientras tanto la vida en cautiverio de sus seres queridos no era fácil. Por testimonio del primer libe-rado del Edificio Alberto Valencia, que se logró nue-ve meses después, se supo que en “Hotel Opita”, una mansión en la zona de distención, era donde los guerrilleros de las Farc albergaban a los secuestra-dos del departamento del Huila. Ya se suponía como era el día a día en la selva, pero la narración de Al-bertano no fue tan alentadora. “Dormíamos hacina-dos en cambuches y comiendo cualquier cosa pre-parada a los “trancazos”, manifiesta el ex rehén.

Las cartas de supervivencia que llegaban dirigidas a Jaime y Daniel generaban cierto consuelo, pero el sufrimiento se hacía más visible al leer las cartas que, a puño y letra, escribían sus familiares mani-festando que en medio de lo que calificaban como una gran pesadilla’, se encontraban bien. “Queridos

y amados Jaime y Danielito: En estos momentos de incertidumbre, tenemos el valor con Pipe y Tatán (Jaime Felipe y Juan Sebastián) de escribirles para decirles que los amamos mucho, que nos hacen mu-chísima falta, que cada día y minuto que pasa los extrañamos más, pero que gracias a Dios nos han tratado bien”. Estas fueron las primeras palabras que se conocieron de los retenidos.

Incansable luchador

El tiempo pasaba y Lozada Perdomo seguía con la perenne incertidumbre que lo embargaba desde ha-cía un año. La amnesia colombiana, también carac-terística de la Idiosincrasia, concretamente de los huilenses, estuvo presente durante un lapso en el que dicho acontecimiento, ocurrido el 26 de julio, ya no despertaba inquietud ni el mismo interés en la sociedad. Las marchas por la liberación de los se-cuestrados y las diferentes jornadas pacificas apo-yadas por el Congreso de la República, que se reali-zaban con el fin de buscar sensibilidad en el pueblo

Por: Catalina Motta C.

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28colombiano respecto a tan abominable acto,pasaron a un segundo plano. Sin embargo, el cansancio, ago-tamiento y flaqueza, no fueron impedimento para que Jaime, brillante líder político, continuara con la tarea; se convirtió en uno de los hombres que habla-ría sobre temas de paz por su perseverancia, pues la meta no era únicamente el rescate de sus familiares, sino el de todas las personas que se encontraban privadas de la libertad.

Pero el tiempo no transcurría solo, fue una cascada de noticas para Jaime durante el 2002, que se pueden comparar por el desasosiego e impotencia que evoca-ron aquel 21 de julio de 2001. Los días 15 de febrero y 15 de mayo son acontecimientos perdurables en la vida del importante servidor público. El primero, por sufrir la muerte de Ricardo, el penúltimo de sus her-manos; y el segundo, por la pérdida de su investidura debido a un fallo del Consejo de Estado.

Otro cumpleaños más en la manigua

El día para ellos inicia a las 6a.m. y termina a las 6p.m., juegan dominó, parqués o ajedrez, dialogan y rezan. “Papito y Danielito: Estamos bien gracias a Dios, pero esto es muy duro. Estamos todos jun-tos. Anoche nos inventamos un juego y por la tarde escuchamos el partido de Colombia, nos alegramos mucho que haya ganado. Encargamos un balón de fútbol por lo menos para jugar un poquito y hacer algo diferente porque nos la pasamos casi todo el día jugando juegos de mesa. Los amo mucho y los extraño”. Es así como Tatán, el segundo de los hijos de Jaime Lozada le escribe por segunda vez estando en cautiverio.

La inseparable soledad que invade las almas de los que quedan en casa, es sin duda el peor sentimiento para quienes tienen que soportar la injusta ausencia de los suyos. Los diálogos y negociaciones eran el pan de cada día en el comedor de la familia que se convirtió en mártir de la guerra. Se habló inicialmen-te de un acuerdo humanitario que terminó siendo un arreglo de canje de secuestrados por guerrilleros.

Durante el secuestro, Lozada Perdomo postuló a su esposa Gloria Polanco, estando en cautiverio, como candidata a la Cámara de Representantes, siendo esta una no tan desacertada decisión, pues al ser

ella congresista su caso tomaba otro matiz, era ya un secuestro político y esto era lo que se busca-ba para que hiciera parte del grupo de secuestra-dos canjeables. Pero no fue fácil cuando la alejaron de sus hijos “Cuando nos separaron comenzó otro infierno. Pasaba noches soñando que los buscaba como una loca por la manigua y no daba con ellos. Le decía a Dios que no me importaba sufrir, que yo resistía, pero que por favor, se llevara a mis hijos para la casa”. Recuerda la desconsolada madre.

Mientras tanto, el afán por la liberación de Jaime Fe-lipe y Juan Sebastián era cada vez más vertiginoso.

Anhelado día

Después de muchos contactos y negociaciones eco-nómicas interpuestas, los dirigentes de las FARC declararon también secuestro político el de los dos hijos del ex senador. Fue así como después de casi 3 años de sometimiento, el 13 de julio de 2004 los hermanos Lozada Polanco volvieron a la libertad. Los dos jóvenes fueron entregados en un sitio de la selva del Caquetá.

Mientras que la permanencia de Gloria se prolongó por 3 años más. Fue liberada el 27 de febrero de 2008 gracias a una entrega unilateral por parte de la guerrilla de las FARC.

Pero no termina aquí

Después de regresar de cautiverio los dos hijos del ex senador y ex gobernador, Pipe, manifestó a su pa-dre el deseo de pertenecer al Directorio Conservador pidiéndole permiso y concepto sobre su aspiración y Jaime (papá) fue muy claro, enfatizó y fue elocuente al decirle a su hijo del gran compromiso que tendría al incursionar en la política, le explicó las connotaciones que traería y que no era fácil la tarea, pues además necesitaría la aceptación del pueblo.

Pipe decidió participar para ser miembro y confor-mar el Directorio Departamental del Huila; salió ele-gido con la mayor votación del Huila y una de lasmás altas a nivel nacional. Una vez elegido, en compañía

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29de su padre, decidieron programar, y luego realizar, una gira por todo el departamento del Huila, iniciando por el municipio de Garzón. Era 3 de diciembre cuan-do, en horas de la tarde, padre e hijo se disponían a regresar a la ciudad de Neiva junto con un amigo de la familia, Jorge Humberto Másmelas, y el conductor de confianza de Marcos. También los acompañaba otro vehiculo con dos agentes del DAS.

Aproximadamente a las 5 y 40 pm salieron de Garzón, pasaron por el municipio de Gigante en el Huila y 2 km adelante en la vía hacia el municipio de El Hobo, llegando al sitio conocido como “Los Altares”, frente a un corral de guadua, se encontraban atrincherados y fuertemente armados unos hombres al parecer sub-versivos de las FARC, quienes les dispararon con ar-mas de largo alcance. Una de las balas logró impactar el cuerpo del ex Senador por la espalda, afectándole el pulmón, causándole herida mortal.

Los otros ocupantes del vehículo intentaron tirarse sobre el piso del carro pero por el cinturón de segu-ridad no fue posible. A pesar de esto, con las manio-bras del conductor en medio de la balacera lograron salir de la zona crítica y con daños en una llanta del carro emprendieron su viaje, cuando escucharon a Jaime que dijo “me mataron, me mataron, Jorge le encargo a Pipe, se lo encargo”. Fue entonces otro duro golpe para la familia Lozada Polanco.

Se cree que un guerrillero alias “Hernán”, quien ac-tualmente se encuentra preso en la cárcel de Rive-ra Huila, fue el encargado del asesinato. Todos los demás guerrilleros que participaron en el atentado reconocieron ante las autoridades la autoría y al mismo tiempo manifestaron que era una equi-vocación por confundir el vehículo en el cual se movilizaba Jaime y que dicho atentado era contra otro personaje de la vida pública. Eran apróximadamente ocho hombres, quienes fueron capturados, porque aceptaron la im-putación de cargos del crimen.

“Iban por Carlos Ramiro Chávarro, se equivocaron y mataron a mi papá”. Con la voz entre cortada y una mirada de-bíl, fueron las últimas palabras que dijo Tatán.

Page 30: Vida sin vida.  CRÓNICAS SOBRE VÍCTIMAS EN COLOMBIA

Gloria María Marín, una mujer alta, de pelo negro, ojos cafés y con una muy buena actitud frente a la vida, cargó durante 12 años y ocho meses la cruz del secuestro sobre la espalda de su familia. Su esposo, el Intendente de la Policía Nacional de Colombia, Carlos José Duarte, fue secuestrado

por la guerrilla de las Farc en Puerto Rico, Meta mientras desempeñaba su trabajo.

El secuestroTras un fuerte ataque guerrillero que duró del 10 al 12 de julio de 1999, 5 uniformados murieron y 28 fueron secues-trados. En este combate los ataques no se detuvieron por más de 30 horas. La guerrilla lanzaba, desde tres puntos di-ferentes, cilindros en llamas, con explosivos o con pegante.

secuestrado, relata “la noche del 11 de julio la guerrilla nos

tanqueta derrumbó las construcciones”, según González esa fue la noche más dura, en la que más daño les hicie-ron. En la madrugada del 12 en medio de llanto y desespero el

pensamientos eran “dejemos que nos maten, salgamos y que acaben con nosotros”, sus cuerpos y mentes estaban exhaustos de luchar contra más o menos dos mil guerrilleros y no pudieron mantener la resistencia. Desde entonces Carlos José Duarte y sus compañeros soportaron la inclemencia del secuestro.

y que el ataque fue sorpresivo, la situa-ción es contradicto-

cualquier momento ese grupo ilegal iba a ir por nosotros, a destruir el pueblo, las construcciones y el colegio, iban a aca-

-tos por toda la población anunciando las atrocidades que se avecinaban.

-za de Jennifer de 8 años y Carlos Andrés de 9 meses. El golpe

-tonces, ni ahora, cómo era posible que su esposo en vez de ser premiado por cumplir con su labor, fuera condenado no sólo por la guerrilla sino también por el Estado que se negaba

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Gloria María Marín, una mujer alta, pelo negro, ojos color café y una muy

Por: Leslie Carolina Delgado B.

Por: Leslie Carolina Delgado

EL SECUESTRO

Junto con él 34 civiles armados pasaron a ser secuestrados tras un ataque guerrillero que duró tres días. Desde entonces Gloria tuvo que asumir la crianza de Jennifer y Carlos Andrés, quienes apenas tenían 8 años y 9 meses res-pectivamente. El golpe fue duro para esta madre cabeza de familia, no entendía entonces, y sigue sin hacerlo ahora, cómo era posible que su es-poso, en vez de ser premiado por cumplir con su labor, fuera castigado, no sólo por la guerrilla, sino también por el Gobierno que se negaba a darles el mismo trato que al resto de las víctimas.Cuenta Gloria que ella por ser esposa de un policía no tenía derecho a reparación como víctima, esto era lo que le generaba más cuestionamientos, ¿cómo era posible que el apoyo que sentía viniera de parte de la Policía, de Asfamipaz e incluso, de Colombianos y Colombianas por la Paz y no del Estado que era el que se estaba beneficiando con el servicio del Intendente Duarte?Aquellas organizaciones eran las que real-mente los transformaban en víctimas visi-bles, quienes cooperaban para que no les vul-neraran sus derechos, que era lo que pasaba en la mayoría de casos porque desconocían los mismos. Un ejemplo claro de la ineficiencia con que se manejan este tipo de procesos es que en 2010, Gloria y la primera dama del Meta llevaron los papeles necesarios para la reparación de víctimas a la oficina de Acción Social y aún, en 2012, no han recibido respuesta.

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Durante más de 12 años Gloria asumió el papel de padre y madre y sacó adelante dos hijos que jamás olvidaron a Carlos José. “Jennifer fue la encargada de enseñarle a Carlos Andrés quién era su papá”. Gacias a ella su hermano era consciente

esposo? Esta es una de las tantas preguntas que Glo-ria se hace a diario y a la que no ha podido dar respuesta y en cambio la ha llevado a

pero de la cual ella no recibe ningún -

cia en Colombia.

Esas organizaciones y personas como la ex senadora Piedad Córdoba han sido

quienes han logrado que ella y las familias de -

bles, y han cooperado para que sus derechos no sean vulnerados, “que es lo que pasa en la

2010, acompañada por Claudia Rúgeles, pri-mera dama del Meta, Gloria llevó los papeles

recibido respuesta.

Gloria María Marín, una mujer alta, pelo negro, ojos color café y una muy

puesto que el directamente afectado era el Intendente Duarte. Ni Gloria y sus hijos como tampoco Natalia, una pequeña de 5 años de edad, hija del intendente y de Olga Rojas, estaban recibiendo la ayuda esperada.¿Cómo es posible que el apoyo que recibo venga de parte de

-bianos y Colombianas por la Paz y no del Estado que era el que

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Según Gloria, ni ella, ni sus hijos, ni los de su esposo, estaban recibiendo

el trato esperado.

ALCANZANDO LA LIBERTADDurante esos más de 12 años Gloria asumió el papel de padre y madre para sacar adelante a sus dos hijos que ja-más olvidaron a Carlos José. Jennifer fue la encargada de contarle a Carlos An-drés quién era su papá o el Intendente Duarte, como lo identificaba la mayoría. Gracias a ella su hermano siempre fue

consciente de que había un hombre en la selva que anhelaba verlos y que era la figura paterna de esa casa en la que la guerrilla había dejado un vacio.

Esta tarea no fue fácil para Jennifer, aunque los corazones de los tres les de-cían que Carlos José estaba vivo luchan-do por su libertad, las pruebas no eran suficientes para tener la certeza de eso. Durante los Diálogos de Paz en la Zona de Distención de San Vicente del Ca-guan, Gloria recibió las primeras pruebas de supervivencia de su esposo, después de eso pasaron nueve años para que su familia volviera a saber de él. Sin em-bargo Gloria, sus hijos y Natalia Duarte, otra hija del Intendente a quién dejó de 5 años, estuvieron luchando día a día por tenerlo de vuelta.Mientras los días en cautiverio transcu-rrían y sumaban años de privación de li-

Gloria María Marín, una mujer alta, de pelo negro, ojos cafés y con una muy buena actitud frente a la vida, cargó durante 12 años y ocho meses la cruz del secuestro sobre la espalda de su familia. Su esposo, el Intendente de la Policía Nacional de Colombia, Carlos José Duarte, fue secuestrado

por la guerrilla de las Farc en Puerto Rico, Meta mientras desempeñaba su trabajo.

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bertad, Gloria y Natalia encabezaban y se su-maban a las marchas, maratones y programas radiales que buscaban demostrarles su apoyo a los secuestrados. Respecto a esto, Gloria dice haberse sentido como en familia con los programas de Antena 2, de los medios de comunicación del Meta y de Noches de la Libertad. Pero manifiesta que con algunas emisoras comerciales sintió que el trato era frío y calculador. Según ella las mar-chas eran satisfactorias pero algunas se dedi-caban a hacer propaganda política y dejaron de lado el verdadero fin, que era transmitirle apoyo a los secuestrados.Cuenta que fue duro ser espectadora de varias liberaciones que se dieron durante los años de cautiverio de su esposo, pero que a la vez era reconfortante por que cada vez que salía al-guien de la selva sentía como si hubiera salido un pedacito de ella; sin embargo eso no era suficiente. Finalmente, después de casi 13 años de se-cuestro, en febrero de 2012, la guerrilla de las Farc, con el apoyo de la ex senadora Pie-dad Córdoba, anunció la pronta liberación de ocho de los diez militares que aún tenían en su poder. En ese momento la esperanza por el pronto re-greso de Carlos José Duarte se avivó más que nunca en su familia, y la actitud de Gloria pasó de tranquila a optimista y positiva. El margen de error era de solo dos personas y ella tenía toda su confianza en que él estaba dentro de los ocho. Pasaron los días y Gloria no tuvo que ser optimista por más tiempo, pues la guerrilla anunció que liberaría a los diez militares; es decir que en ese momento su fe, confianza y oración, debían dirigirse únicamente a que las palabras del grupo al margen de la ley fueran reales y no se tratara de un engaño para que-dar bien ante la sociedad.En medio de la espera, Claudia Rugeles, espo-sa del Gobernador del Meta, Alan Jara, invitó a Gloria y a tres amigas más, afectadas también por el conflicto interno, a una conferencia de la Fundación Víctimas Visibles dónde ella escu-chó las palabras de Gloria Elcy Ramírez, repre-sentante de ASOVIDA, quién contaba su histo-ria y decía que no quería “chillar” más, que lo que buscaba ahora era superarse. Gloria sonrió y dijo “esa es la actitud”, ella tampoco quería hacer parte de aquellos que se dedicaban a llo-rar sobre la leche derramada, su objetivo era ser fuerte y transmitírselo a sus hijos y a todas las víctimas que estaban soportando el mismo flagelo. Menos de un mes después de esta reunión, el panorama para la esposa del Intendente Duar-te y las familias de los 10 militares cambió. El lunes 2 de abril de 2012 en el aeropuerto Vanguardia de Villavicencio, luego de bajar del helicóptero, caminar por la pista de aterrizaje, sintiendo de nuevo la libertad, y rodeado de

cientos de reporteros de la mayoría de medios de comunicación del país, Carlos José pudo volver a ver a sus hijos a los ojos, abrazarlos y hablarles, claro está, después de identificarlos porque 12 años y 8 meses no pasan en vano, menos en aquellos que dejó como niños y hoy ya son adultos, adolescentes y padres, pues Jennifer es madre de Sara de 3 años, quien sin conocerlo también sabía que él era su abuelo. La espera fue larga y el sufrimiento grande, pero cuando la libertad se volvió una realidad, a Gloria ya no le importó no haber recibido apoyo sufi-ciente, ni indemnizaciones, ni nada de lo que es-peraba del Estado, menos que los medios de co-municación no hubieran cumplido con el papel que les correspondía; por el contrarío, en una declaración televisiva les agradeció porque ellos habían sido el medio entre ella y su esposo, los habían ayudado a mantener el contacto y, a ella, a saber que es-taba vivo.

Hoy el Intendente goza de libertad al igual que los otros nueve militares, pero no está satisfecho. Puesto que al haber pasado por el secuestro, vivirlo y conocerlo, siente que su labor es co-laborar para que este flagelo acabe y que, tal como lo hizo su esposa, las familias de quie-nes aún están en la selva puedan basarse en su testimonio para transmitirles fuerza a los secuestrados y mandarles mensajes más re-confortantes que los que enviarían sin haber escuchado la historia del Intendente sobre sus días en cautiverio.

El Intendente Jefe Carlos josé Duarte caminando por la pis-ta de aterizaje del aeropuesto vanguardia de Villavicencio, Meta. Acompañado por una de las dóctoras integrantes de la comitiva de recibimiento, atrás unos de los soldados liberados.Foto: Héctor Fabio Zamora.

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Monumento por las víctimas del secuestro exhibido en Carta-gena, durante la Carabana por la Libertad. Noviembre 2011.Foto: Andrés David Sandoval.

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Una historia de la guerray otros demoniosPor: Andrés Felipe Salazar

La vida queda resumida en un pequeño instante. Nunca se llega a comprender el por qué de lo acontecido. Las respuestas de lo inimaginado solo hayan sentido alguno en lo más profundo de la crueldad. La soledad con su larga y espesa cabelle-ra hace su entrada triunfal y es justo entonces cuando se entiende ese inmenso vacío, ese vacío que carcome lenta y certeramente el alma. Nadie sabe la cruz que carga el otro y se hace aun más incomprensible el saber que la indiferencia se vuelve el ritmo de turno, retumbando con miseria y desembocando en el abandono.

Las pupilas de doña Hermencia López Franco nunca volvieron a ser las mismas después de ese triste y apocalíptico 28 de marzo de 1997. Esa mirada con tintes azules nunca volvió a enfocar de la misma manera. Se convirtió en una mirada triste, vacía, como buscando una salida, una respuesta allá en el horizonte negro. Desde ese día, doña Hermencia supo que su desti-no iba a estar marcado para siempre con el sello imbo-rrable de la violencia, esa violencia que parece inhe-rente a este país. Y es que no es para menos, pero ser una víctima de la guerra en Colombia no es fácil, para nada fácil.

Corría la mañana del 28 de marzo de 1997. Era un misterioso viernes santo, como si el destino anun-ciara la muerte. Las nubes escaseaban y el azul del cielo adornaba majestuosamente el �rmamento de Viotá, un pequeño pero acogedor pueblo en Cundinamarca. El esposo de doña Hermencia salía temprano de su �nca a conseguir algo de café al pueblo. Era una mañana como cual-quier otra. El aroma a café es �el sinónimo del amanecer colombiano, del campesino de a pie. Al bajar al pueblo todo quedo en silencio. Los pájaros enmudecieron su recital. La brisa mañanera dejo de correr. Algo estaba por suceder.

Viotá es un pueblo que se encuentra a unas 2 horas y media de Bogotá. Es una tierra adornada por maíz, yuca, cebolla, tomate, cilantro, maracuyá, guama y papaya. En la época indígena

era un territorio de frontera entre los nativos Panches y los

Muiscas. Tal vez desde aquel entonces, este pueblo ha sido

marco de con�icto entre dos bandos, hoy el con�icto entre la

guerrilla y los paramilitares. Una guerra que ha dejado cualquier

cantidad de víctimas inocentes como el esposo de doña Hermencia.

Cuando doña Hermencia se percató de la demora de su esposo, decidió coger trocha

abajo e ir a buscarlo. Cuando llego al pueblo siento en su cuerpo el espesor de la incerti-

dumbre, esa incertidumbre letal que martilla el corazón. Sus paisanos la miraban con angustia. De repente la gritería de una tiendecita llamo su aten-ción y �jo su mirada en lo que acontecía. Al acercar-se de dio cuenta de la fatalidad. El cuerpo de su esposo, el amor de su vida, estaba siendo sacado por unos cuantos hombres de aquella tienda. Amarrado de pies y manos, y con varios tiros en el cuerpo. Fue allí entonces cuando la vida de doña Hermencia cambió para siempre.

No se sabe el por qué, ni el cómo, aun ni siquiera se sabe quién, lo cierto es que a partir de ese momento,

doña Hermencia y su familia, sin razón alguna, quedo marca-da con la huella imbatible de la violencia, una huella que trae consigo muchas injusti-

cias, bastante dolor, algo de rechazo y mucho de indignación. El con�icto armado en este país no entra dentro de los límites de la razón. Se mata a quien no lo merece y se premia a quien castigo necesita. Las victimas quedan a la deriva, muchas veces con sed,

con hambre, en total soledad. Pero lo que es peor aún, en la mayoría de casos y como por si fuera poco, la desgracia no toca la puerta una sola vez, como en el caso de

doña Hermencia, llegaría por una segunda ocasión.

Crónica

La vida queda resumida a un pequeño ins-tante. Nunca se llega a comprender el por qué de lo acontecido. Las respuestas de lo inimagi-nado solo hallan sentido alguno en lo más pro-fundo de la crueldad. La soledad con su larga y espesa cabellera hace su entrada triunfal, y es justo entonces cuando se entiende ese inmen-so vacío, ese vacío que carcome lenta y certera-mente el alma. Nadie sabe la cruz que carga el otro y se hace aún más incomprensible el saber que la indiferencia se vuelve el ritmo de turno, retumbando con miseria y desembocando en el abandono.

Las pupilas de doña Hermencia López Franco nunca volvieron a ser las mismas después de ese triste y apocalíptico 28 de marzo de 1997. Esa mirada con tintes azules nunca volvió a enfocar de la misma manera. Se convirtió en una mirada triste, vacía, como buscando una salida, una res-puesta allá, en el horizonte negro. Desde ese día, doña Hermencia supo que su destino iba a estar marcado para siempre con el sello imborrable de la violencia, esa violencia que parece inhe-rente a este país. Y es que no es para menos; pero ser una víctima de la guerra en Colombia no es fácil, nada fácil.

Corría la mañana del 28 de marzo de 1997. Era un misterioso viernes santo. Como si el destino anunciara la muerte las nubes escaseaban y el azul del cielo adornaba majestuosamente el firmamento de Vio-tá, un pequeño pero acogedor pueblo en Cundinamarca. El esposo de doña Hermencia salía temprano de su finca a conseguir algo de café al pueblo. Era una mañana como cualquier otra. El aroma a café es fiel sinónimo del ama-necer colombiano, del campesino de a pie. Al bajar al pueblo todo quedó

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Una historia de la guerray otros demoniosPor: Andrés Felipe Salazar

La vida queda resumida en un pequeño instante. Nunca se llega a comprender el por qué de lo acontecido. Las respuestas de lo inimaginado solo hayan sentido alguno en lo más profundo de la crueldad. La soledad con su larga y espesa cabelle-ra hace su entrada triunfal y es justo entonces cuando se entiende ese inmenso vacío, ese vacío que carcome lenta y certeramente el alma. Nadie sabe la cruz que carga el otro y se hace aun más incomprensible el saber que la indiferencia se vuelve el ritmo de turno, retumbando con miseria y desembocando en el abandono.

Las pupilas de doña Hermencia López Franco nunca volvieron a ser las mismas después de ese triste y apocalíptico 28 de marzo de 1997. Esa mirada con tintes azules nunca volvió a enfocar de la misma manera. Se convirtió en una mirada triste, vacía, como buscando una salida, una respuesta allá en el horizonte negro. Desde ese día, doña Hermencia supo que su desti-no iba a estar marcado para siempre con el sello imbo-rrable de la violencia, esa violencia que parece inhe-rente a este país. Y es que no es para menos, pero ser una víctima de la guerra en Colombia no es fácil, para nada fácil.

Corría la mañana del 28 de marzo de 1997. Era un misterioso viernes santo, como si el destino anun-ciara la muerte. Las nubes escaseaban y el azul del cielo adornaba majestuosamente el �rmamento de Viotá, un pequeño pero acogedor pueblo en Cundinamarca. El esposo de doña Hermencia salía temprano de su �nca a conseguir algo de café al pueblo. Era una mañana como cual-quier otra. El aroma a café es �el sinónimo del amanecer colombiano, del campesino de a pie. Al bajar al pueblo todo quedo en silencio. Los pájaros enmudecieron su recital. La brisa mañanera dejo de correr. Algo estaba por suceder.

Viotá es un pueblo que se encuentra a unas 2 horas y media de Bogotá. Es una tierra adornada por maíz, yuca, cebolla, tomate, cilantro, maracuyá, guama y papaya. En la época indígena

era un territorio de frontera entre los nativos Panches y los

Muiscas. Tal vez desde aquel entonces, este pueblo ha sido

marco de con�icto entre dos bandos, hoy el con�icto entre la

guerrilla y los paramilitares. Una guerra que ha dejado cualquier

cantidad de víctimas inocentes como el esposo de doña Hermencia.

Cuando doña Hermencia se percató de la demora de su esposo, decidió coger trocha

abajo e ir a buscarlo. Cuando llego al pueblo siento en su cuerpo el espesor de la incerti-

dumbre, esa incertidumbre letal que martilla el corazón. Sus paisanos la miraban con angustia. De repente la gritería de una tiendecita llamo su aten-ción y �jo su mirada en lo que acontecía. Al acercar-se de dio cuenta de la fatalidad. El cuerpo de su esposo, el amor de su vida, estaba siendo sacado por unos cuantos hombres de aquella tienda. Amarrado de pies y manos, y con varios tiros en el cuerpo. Fue allí entonces cuando la vida de doña Hermencia cambió para siempre.

No se sabe el por qué, ni el cómo, aun ni siquiera se sabe quién, lo cierto es que a partir de ese momento,

doña Hermencia y su familia, sin razón alguna, quedo marca-da con la huella imbatible de la violencia, una huella que trae consigo muchas injusti-

cias, bastante dolor, algo de rechazo y mucho de indignación. El con�icto armado en este país no entra dentro de los límites de la razón. Se mata a quien no lo merece y se premia a quien castigo necesita. Las victimas quedan a la deriva, muchas veces con sed,

con hambre, en total soledad. Pero lo que es peor aún, en la mayoría de casos y como por si fuera poco, la desgracia no toca la puerta una sola vez, como en el caso de

doña Hermencia, llegaría por una segunda ocasión.

Crónica

en silencio. Los pájaros enmudecieron su recital. La brisa mañanera dejó de

correr. Algo estaba por suceder.

Viotá es un pueblo que se en-cuentra a dos horas y media de

Bogotá. Es una tierra adorna-da por maíz, yuca, cebolla, tomate, cilantro, maracu-yá, guama y papaya. En la

época indígena era un te-rritorio de frontera entre los nativos Panches y los Muiscas.

Tal vez desde aquel entonces, este pueblo ha sido marco de

conflicto entre dos bandos, hoy el conflicto entre la guerrilla y

los paramilitares. Una guerra que ha dejado cualquier cantidad de

víctimas inocentes como el esposo de doña Hermencia.

Cuando doña Hermencia se percató de la demora de su esposo, decidió coger

trocha abajo e ir a buscarlo. Cuando llegó al pueblo sintió en su cuerpo el espesor de

la incertidumbre, esa incertidumbre letal que martilla el corazón. Sus paisanos la mi-raban con angustia. De repente la gritería

de una tiendecita llamó su atención y fijó su mirada en lo que acontecía. Al acercarse se

dio cuenta de la fatalidad. El cuerpo de su es-poso, el amor de su vida, estaba siendo sacado

por unos cuantos hombres de aquella tienda, amarrado de pies y manos, y con varios tiros en el cuerpo. Fue

allí cuando la vida de doña Hermencia cambió para siempre.

No se sabe el por qué, ni el cómo, aún ni siquiera se sabe quién; lo cierto es que a partir de ese momento doña Hermencia y su familia, sin razón alguna, que-dó marcada con la huella imbatible de la violencia, una huella que trae consigo muchas injusticias, bastante dolor, algo de rechazo y mucho de indignación. El conflicto armado en este país no entra dentro de los límites de la razón. Se mata a quien no lo merece y se premia a quien castigo necesita. Las víctimas quedan a

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Madre de 4 hijos, dos varones y dos muchachitas, como les dice ella. A raíz de la situa-ción después de la muerte de su esposo, sus hijos se vieron obligados a abandonar el pueblo por temor, puro y físico miedo, ¿a quién?, al fantasma de la injusticia y la cruel-dad. Decidieron irse para el Huila donde otros familiares, huyendo de su pueblo y dejando a su madre al frente de las labores de la tierra, pues era algo impensable perder también la �nca que con años de sudor se había levantado. El acuerdo rezaba que cada mes y cuando hubiera posibilidad de más, ellos irían a visitarla y a revisar que todo estuviera bien.

Habían pasado 14 años después de la primera tragedia. Su hijo menor con 26 años, como de costumbre iba a Viotá a visitar a su madre y a revisar que sus pupilas aun mantuvieran el color de la esperanza. Le ayudaba con las labores del hogar y también reunía algo de capital para su madre.

Un día, en el afán de conseguir algo de dinero, le ofrecie-ron un “trabajito”, una encomienda a cambio de $50.000. Llevar una moto a un lugar y entregar un paquete parecía algo normal, nada maquiavélico ni salido de los cabellos, lo que él no sabía era que lo estaban usando y por qué no, probando. Tampoco se sabe quién fue el que lo engañó, lo cierto es que el paquete y la moto traían consigo la marca de lo ilegal, la marca de la maldad. Fue apresado ese mismo día sin tener conocimiento alguno de lo que estaba pasando. Es el hijo consentido de doña Hermencia y el que más iba a visitarla. “Me lo engañaron, era algo ilícito pero él no tenía ni idea, le pintaron algo diferente. Lo condenaron a 8 años en la cárcel Modelo, me quede sola”, cuenta con tristeza doña Hermencia.

Su �nquita como la llama ella tiene apenas 3 fanegadas, pero el dinero que da no alcanza para pagar el abogado que necesita su hijo. Cuenta de manera impotente y con dos lágrimas paseando sobre sus pómulos, que de manera injusta lo obligaron a aceptar cargos, disque para hacer el proceso más fácil, sabiendo que él es inocente, y que su

único pecado fue la preocupación y el desespero por ayudarle a su mamá. “A veces duro más de 2 meses sin venir a verlo porque no tengo recursos. Mi hijo no tiene celda, duerme en un pasillo”, a�rma con la voz entrecortada.

Ahora doña Hermencia está más sola que nunca. Cada vez que puede busca ayuda, a veces de manera descon�ada y con toda la razón después de todo su calvario. Su corazón está ya muy remendado y a sus 60 años las heridas causadas por el con�icto y la injusticia social aun no sanan. Ella es una víctima más de las cientos que habitan este país. Cuenta con un poco de nostalgia: “a los pobres, por ser pobres, nos aplican la ley más fuerte, pero a los que son verdaderamente delincuentes si los dejan libres”, y es que sufrir en carne propia la tragedia de la guerra es como perder la libertad.

El Gobierno ha tomado conciencia, después de largos años, de la cruel vida que llevan y de que es necesario

realizar un trabajo en conjunto para salvar la dignidad humana de aquellas víctimas que como doña Hermencia, han superado etapas duras y le han ganado la batalla a esta putrefacta sociedad. Cuenta con un poco de resignación que hace 2 años, en la reparación de víctimas, le dieron 9 millones de pesos con los cuales pago las incontables deudas que tenía y que lo poco que le quedó lo invirtió en comida.

Le ha tocado sufrir varios percances con los in�nitos papeleos que tiene que hacer para que la puedan ayudar. Ha corrido de un lado para otro tratando de obtener algún bene�cio por parte del Estado, que a veces promete mucho y cumple poco. Lo último que recibió fue un sobre con 200 mil pesos adentro, billetes que gasta en un abrir y cerrar de ojos, en transporte, papeles y llama-das. ¿Será entonces que los procesos de reparación no son los más e�caces?, puede ser la pregunta del millón, del millón de víctimas que piden a gritos con su silencio una aceptación digna, y con su profunda y magullada mirada algo de tolerancia. “Para uno de pobre, es un gran aliento que fundaciones como Víctimas Visibles nos tengan en cuenta”, argumenta doña Hermencia.

Crónica

la deriva, muchas veces con sed, con hambre, en total soledad. Pero lo que es peor aún, en la mayoría de casos y como si fuera poco, la desgracia no toca a la puerta una sola vez. En el caso de doña Hermencia, llegaría en una segunda ocasión.

Madre de cuatro hijos, dos varones y dos muchachitas, como les dice ella. A raíz de la situación después de la muerte de su esposo, sus hijos se vieron obligados a aban-donar el pueblo por temor, puro y físico miedo, ¿a quién?, al fantasma de la injusti-cia y la crueldad. Decidieron irse para el Huila a donde otros familiares, huyendo de su pueblo y dejando a su madre al frente de las labores de la tierra, pues era algo impensable perder también la finca que con años de sudor se había levantado. El acuerdo rezaba que cada mes, y cuando hubiera posibilidad de más, ellos irían a visitarla y a revisar que todo estuviera bien.

Habían pasado 14 años desde la primera tragedia. Su hijo menor, con 26 años, como de costumbre iba a Viotá a visitar a su ma-dre y a revisar que sus pupilas aún mantuvieran el color de la esperanza y de paso le ayudaba con las labores del ho-gar y también reunía algo de capital para su madre. Un día, en el afán de conseguir algo de dinero, le ofrecieron un “trabajito”, una encomienda a cambio de $50.000 pesos. Llevar una moto a un lugar y entregar un paquete pare-cía algo normal, nada maquiavélico ni salido de los cabellos, lo que él no sabía era que lo estaban usando, y por qué no, probando. Tampoco se sabe quién fue el que lo engañó, lo cierto es que el pa-quete y la moto traían consigo la marca de lo ilegal, la marca de la maldad. Fue apresado ese mismo día sin tener conoci-miento alguno de lo que estaba pasando. “Es el hijo consentido de doña Hermencia y el que más iba a visitarla.” “Me lo enga-ñaron, era algo ilícito pero él no tenía ni idea, le pintaron algo diferente. Lo con-denaron a 8 años en la cárcel Modelo, me quedé sola”, cuenta con tristeza doña Her-mencia.

Su finquita, como la llama ella, tiene ape-nas tres fanegadas, pero el dinero que da no alcanza para pagar el abogado que ne-cesita su hijo. Cuenta de manera impotente y con dos lágrimas paseando sobre sus pó-mulos, que de manera injusta lo obligaron a aceptar cargos, disque para hacer el proceso más fácil, sabiendo que él es inocente, y que

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Madre de 4 hijos, dos varones y dos muchachitas, como les dice ella. A raíz de la situa-ción después de la muerte de su esposo, sus hijos se vieron obligados a abandonar el pueblo por temor, puro y físico miedo, ¿a quién?, al fantasma de la injusticia y la cruel-dad. Decidieron irse para el Huila donde otros familiares, huyendo de su pueblo y dejando a su madre al frente de las labores de la tierra, pues era algo impensable perder también la �nca que con años de sudor se había levantado. El acuerdo rezaba que cada mes y cuando hubiera posibilidad de más, ellos irían a visitarla y a revisar que todo estuviera bien.

Habían pasado 14 años después de la primera tragedia. Su hijo menor con 26 años, como de costumbre iba a Viotá a visitar a su madre y a revisar que sus pupilas aun mantuvieran el color de la esperanza. Le ayudaba con las labores del hogar y también reunía algo de capital para su madre.

Un día, en el afán de conseguir algo de dinero, le ofrecie-ron un “trabajito”, una encomienda a cambio de $50.000. Llevar una moto a un lugar y entregar un paquete parecía algo normal, nada maquiavélico ni salido de los cabellos, lo que él no sabía era que lo estaban usando y por qué no, probando. Tampoco se sabe quién fue el que lo engañó, lo cierto es que el paquete y la moto traían consigo la marca de lo ilegal, la marca de la maldad. Fue apresado ese mismo día sin tener conocimiento alguno de lo que estaba pasando. Es el hijo consentido de doña Hermencia y el que más iba a visitarla. “Me lo engañaron, era algo ilícito pero él no tenía ni idea, le pintaron algo diferente. Lo condenaron a 8 años en la cárcel Modelo, me quede sola”, cuenta con tristeza doña Hermencia.

Su �nquita como la llama ella tiene apenas 3 fanegadas, pero el dinero que da no alcanza para pagar el abogado que necesita su hijo. Cuenta de manera impotente y con dos lágrimas paseando sobre sus pómulos, que de manera injusta lo obligaron a aceptar cargos, disque para hacer el proceso más fácil, sabiendo que él es inocente, y que su

único pecado fue la preocupación y el desespero por ayudarle a su mamá. “A veces duro más de 2 meses sin venir a verlo porque no tengo recursos. Mi hijo no tiene celda, duerme en un pasillo”, a�rma con la voz entrecortada.

Ahora doña Hermencia está más sola que nunca. Cada vez que puede busca ayuda, a veces de manera descon�ada y con toda la razón después de todo su calvario. Su corazón está ya muy remendado y a sus 60 años las heridas causadas por el con�icto y la injusticia social aun no sanan. Ella es una víctima más de las cientos que habitan este país. Cuenta con un poco de nostalgia: “a los pobres, por ser pobres, nos aplican la ley más fuerte, pero a los que son verdaderamente delincuentes si los dejan libres”, y es que sufrir en carne propia la tragedia de la guerra es como perder la libertad.

El Gobierno ha tomado conciencia, después de largos años, de la cruel vida que llevan y de que es necesario

realizar un trabajo en conjunto para salvar la dignidad humana de aquellas víctimas que como doña Hermencia, han superado etapas duras y le han ganado la batalla a esta putrefacta sociedad. Cuenta con un poco de resignación que hace 2 años, en la reparación de víctimas, le dieron 9 millones de pesos con los cuales pago las incontables deudas que tenía y que lo poco que le quedó lo invirtió en comida.

Le ha tocado sufrir varios percances con los in�nitos papeleos que tiene que hacer para que la puedan ayudar. Ha corrido de un lado para otro tratando de obtener algún bene�cio por parte del Estado, que a veces promete mucho y cumple poco. Lo último que recibió fue un sobre con 200 mil pesos adentro, billetes que gasta en un abrir y cerrar de ojos, en transporte, papeles y llama-das. ¿Será entonces que los procesos de reparación no son los más e�caces?, puede ser la pregunta del millón, del millón de víctimas que piden a gritos con su silencio una aceptación digna, y con su profunda y magullada mirada algo de tolerancia. “Para uno de pobre, es un gran aliento que fundaciones como Víctimas Visibles nos tengan en cuenta”, argumenta doña Hermencia.

Crónica

su único pecado fue la preocupación y el desespero por ayudarle a su mamá. “A veces duro más de 2 meses sin venir a verlo porque no tengo recursos. Mi hijo no tiene celda, duerme en un pasillo”, afir-ma con la voz entrecortada.

Ahora doña Hermencia está más sola que nunca. Cada vez que puede busca ayuda, a veces de manera desconfiada, y con toda la razón, después de todo su calvario. Su corazón está ya muy remendado y a sus 60 años las heridas causadas por el conflicto y la injusticia social aún no sanan. Ella es una víctima más de las cientos que habitan este país. Cuenta con un poco de nostalgia: “a los pobres, por ser pobres, nos aplican la ley más fuerte, pero a los que son verda-deramente delincuentes si los dejan libres”, y es que sufrir en carne propia la tragedia de la guerra es como perder la libertad.

El Gobierno ha tomado conciencia, después de largos años de la cruel vida que llevan y de que es necesario realizar un trabajo en conjunto para salvar la digni-dad humana de aquellas víctimas que como doña Her-mencia, han superado etapas duras y le han ganado la batalla a esta putrefacta sociedad, cuenta con un poco de resignación que hace 2 años, en la reparación de víc-timas, le dieron 9 millones de pesos con los cuales pagó las incontables deudas que tenía y que lo poco que le quedó lo invirtió en comida.

Le ha tocado sufrir varios percances con los infinitos pa-peleos que tiene que hacer para que la puedan ayudar. Ha corrido de un lado a otro tratando de obtener algún beneficio por parte del Estado, que a veces promete mu-cho y cumple poco. Lo último que recibió fue un sobre con 200 mil pesos adentro, billetes que gasta en un abrir y cerrar de ojos, en transporte, papeles y llamadas.

¿Será entonces que los procesos de reparación no son los más eficaces?, puede ser la pregunta del millón, del millón de víctimas que piden a gritos, con su silencio, una acep-tación digna; y con su profunda y magullada mirada, algo de tolerancia. “Para uno de pobre, es un gran aliento que fundaciones como Víctimas Visibles nos tengan en cuenta”, argumenta doña Hermencia.

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Hoy, esta sobreviviente de la dura realidad del país vive con un hermano en su �nquita. Un hermano que más bien le sirve para poderle hablar a alguien y no sentirse sola en las mañanas, cuando saborea los prime-ros tragos de café y recuerda con melancolía a su esposo. Aunque en ocasiones a tratado de desvanecer en el olvido, siempre saca fuerzas y se levanta pensando en que la injusticia no puede seguir triunfando y que hasta que Dios lo permita seguirá haciendo todo lo posible por vivir. “Me gustaría irme para el Huila, allá tengo algo de familia, están mis otros hijos. Yo si quisiera poder reubicarme allá”, expre-sa con algo de ilusión.

Las víctimas han tenido que padecer el frio terror de la guerra, una guerra que parece de nunca acabar y que cada vez más muestra pequeños vestigios de aceptación. Esta sociedad está llamada a la reorganización, y a tener esperan-za con testimonios como los de doña Hermencia, que encuentran en el mañana un aliento para curar lo que el ayer frustró. Ganas de seguir adelante, como las de doña Hermencia, son las necesarias para seguir combatiendo esta cruda realidad.

Crónica

Hoy, ésta sobreviviente de la dura realidad del país, vive con un her-mano en su finquita. Un hermano que más bien le sirve para poderle hablar a alguien y no sentirse sola en las mañanas, cuando saborea los primeros tragos de café y recuerda con melancolía a su esposo. Aun-que en ocasiones ha tratado de desvanecerse en el olvido, siempre saca fuerzas y se levanta pensando en que la injusticia no puede seguir triunfando y que, hasta que Dios lo permita, seguirá haciendo todo lo posible por vivir. “Me gustaría irme para el Huila, allá tengo algo de familia, están mis otros hijos. Yo si quisiera poder reubicarme allá”, expresa con algo de ilusión.

Las víctimas han tenido que padecer el frío terror de la guerra, una guerra que parece nunca aca-bar y que cada vez más muestra pequeños ves-tigios de aceptación. Esta sociedad está llama-da a la reorganización, y a tener esperanza con testimonios como los de doña Hermen-cia, que encuentran en el mañana un aliento para curar lo que el ayer frustró. Ganas de se-guir adelante, como las de doña Hermencia, son las necesarias para seguir combatiendo esta cruda realidad.

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Hoy, esta sobreviviente de la dura realidad del país vive con un hermano en su �nquita. Un hermano que más bien le sirve para poderle hablar a alguien y no sentirse sola en las mañanas, cuando saborea los prime-ros tragos de café y recuerda con melancolía a su esposo. Aunque en ocasiones a tratado de desvanecer en el olvido, siempre saca fuerzas y se levanta pensando en que la injusticia no puede seguir triunfando y que hasta que Dios lo permita seguirá haciendo todo lo posible por vivir. “Me gustaría irme para el Huila, allá tengo algo de familia, están mis otros hijos. Yo si quisiera poder reubicarme allá”, expre-sa con algo de ilusión.

Las víctimas han tenido que padecer el frio terror de la guerra, una guerra que parece de nunca acabar y que cada vez más muestra pequeños vestigios de aceptación. Esta sociedad está llamada a la reorganización, y a tener esperan-za con testimonios como los de doña Hermencia, que encuentran en el mañana un aliento para curar lo que el ayer frustró. Ganas de seguir adelante, como las de doña Hermencia, son las necesarias para seguir combatiendo esta cruda realidad.

Crónica

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No sé si aún existe ese cariño entre hermanos como el qu yo tenía con Miguel. De los siete hermanos, él y yo éramos-muy unidos de verdad. Ya había experimentado la pérdida de un ser querido. He tenido que lidiar con la muerte de siete familiares cercanos: José Antonio (un hermano) hace unos quince o veinte años, por cirrosis. En esa época, en Guasca los hombres salían temprano de trabajar y por tra-dición solían tomar tinto con aguardiente para el frío, en-tonces imagínese cómo caía eso al hígado; además, tenía un hábito alimenticio muy variable. También perdí a mi única hermana.

Ella se casó muy joven, como a los dieciocho años… y así mismo murió muy joven. Por eso digo que nunca tuve her-mana.

A mi padre lo perdí cuando tenía once años. Y a mi ma-dre hace un par. Pero nada me lastimó más que perder a Miguel. Ese sábado 27 de abril .de 2005, él se fue a las 4 de la mañana a ordeñar su ganado lechero. Debía dejar lista la leche por que el camión pasaba entre 6 y 6:30 a recogerla. La finca donde vivía mi hermano Miguel queda retirada del pueblo de donde vivo, a pocos minutos. Ese

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día me dijo: “yo no vengo esta noche”. No me preocupe al principio porque en la finca tiene casa propia, su casa. “Más bien mañana madru-go y me tiene desayuno”. Me dijo eso porque yo le había dicho que ese día quería subir a la finca con él. Yo subía cada 15 días y quería subir ese día. No me dejó ir con él diciéndome que tenía que recoger el otro ganado, que era el de carne, y encargarse de los novillos. Eso es una cantidad de que haceres que toman tiempo.

El domingo me levanté antes de las 6 de la ma-ñana sospechando que mi hermano iba a llegar con hambre en la madrugada. Además tenía que prepararle el baño, por que él tenía que bañar-se después de toda una noche de trabajo con el ganado.

A las 6:15 llegó Jorge, mi otro hermano, junto con su esposa. Dado que el cuarto de mi herma-no estaba justo enfrente de la cocina, por donde se entra a la casa, Jorge entró y se fue directo al cuarto, sin saludarme.

Noté que estaba angustiado. Más, en su tono de voz, cuando me preguntó:

“¿Miguel no está aquí?”

Inmediatamente supe que algo no andaba bien y subí al carro de unos amigos a buscarlo.

La sensación que tuve fue de mucha preocupación, que pasó a ser ansiedad, después angustia; pero fue en el instante cuando no pude más, que se convirtió en dolor. Íbamos en la mitad del camino del trayecto de mi casa a la finca de Miguel y ahí estaba: tendido en la carretera con dos impactos de bala en la sien.

Yo digo que fue la guerrilla por las circunstancias y el contex-to: Hace 10 años ocurrió el rompimiento de los procesos de paz en la infame zona de distención del gobierno Pastrana. Cuando esa zona perdió toda su presunta viabilidad, los guerrilleros se esparcieron por toda Cundinamarca; es así como en las noches, y ocasionalmente en la tardes, podían verse guerrilleros pasar por Guasca. La finca de mi familia es bastante extensa y rica en una variedad inmensa de víveres y animales. Miguel era una perso-na muy reservada. Yo, aun siendo su mejor amiga y confidente, estoy segura de que me ocultó algo. Nada grave, pero cuando

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se es tan cercano a alguien y ambos se quieren tan-to, es muy difícil dejar pasar el hecho que no te digan algo aunque te lo cuenten con su silencio. Pero algo que él sí me dijo, y creo que sólo yo supe, fue que una tarde, casi noche, una gente de la guerrilla se acercó a la finca para pedirle que le vendiera algunas papas del sembradío. Él supo quienes eran de inmediato, me lo recalcó, y les permitió tomar lo que necesitaran sin nada a cambio.

Le pidieron un favor. Ellos jamás piden favores, y la vida perdida de Miguel lo comprueba. Le pidieron que los dejara cargar los celulares cuando fuera necesario. En un pueblo es muy difícil guardar un secreto, todos se conocen y todo se sabe. Miguel les dijo que no podía hacer eso, por que si el ejército se llegaba a enterar de lo más mínimo o escuchaba un rumor al respecto, lo matarían.

La vida de los apolíticos en el campo es así. Hermosa en la forma de vivir, pero mordaz en contexto. Temer por la propia vida sin haber elegido un bando es una situación cruel. Ellos se fueron sin más, pero desgra-ciadamente volvieron. Su asesinato ocurrió sin testi-gos, pero hay que oír cómo la gente que lo conocía, aunque no tan bien como solo yo, lo acusó de ladrón o informante. A quién le cabe en la cabeza que a un hombre cuya vida fue trabajar en su finca y quien a nadie, hizo daño, mereciera acabar en medio de una carretera.

Pero lo juzgaron. ¡Cómo decían de cosas!; lo vieron como una especie de ajuste de cuentas. No me im-portan sus conclusiones, ¿acaso han perdido con dos disparos en la cabeza a la persona que significaba la

mitad de su vida? Si es así, sabrán que los chismes solo impactan a quien no conoce la verdad, y aunque na-die haya estado para presenciar lo que le hicieron a Miguel en ese momento, fui yo quien viví toda la vida junto a él.

Los primeros días me abandoné en la incógnita de las razones por las que pudieron haber matado a Miguel. Su vida era tan simple, pero tan valiosa, que aún no lo concibo. Me considero víctima por que fui, junto a mi sobrina a quien crié junto a Miguel, la afectada de corazón. Si yo no hubiera estado ahí para ella, a pesar de como yo estaba, la niña hubiera acabado en peor estado. Lo digo así: en los ocho años de duelo con el

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recuerdo, la ayuda más importante que recibí fue de mi niña, mi sobrina, porque ayudándola a ella, ella me ayudó a mí.

No como algunos familiares, cuya muerte solo sig-nificó un pleito por la finca y, por qué no, por una reparación del Estado. ¿Qué fueron los años en los que más necesite ayuda si no el momento indica-do para reparar los daños emocionales? He vagado con un intenso dolor durante ocho años; la verdad, y a esta altura, la única ayuda del Estado que espe-ro, es psicológica.

La mayoría de gente la emprende es contra el Gobierno, pero a todas estas, no tiene la culpa. El Gobierno ha hecho lo que puede. Yo entiendo el poder y las fuertes bases de la guerrilla. Por lo cual, no estoy de acuerdo en que a raíz de lo que me su-cedió a mí, y a otras víctimas, formemos una guerra. Hay dos clases de víctimas: aquellas cuya experien-cia las llenó de vigor y las impulsó a trabajar por ser dirigentes de los maltratados y aquellas, que admi-ran a las primeras, pero que su horizonte es poder hacer las paces con sus recuerdos.

Por fortuna, los recuerdos de Miguel se presentan constantemente en mis sueños. Ahí somos igual de felices como solíamos serlo en la finca, con nuestros animales, el lago y la quebrada llena de peces; y el uno para el otro. Pero sólo en sueños.

Sólo en sueños.

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Créditos2012, CRÓNICAS SOBRE VÍCTIMAS EN COLOMBIA

Dirección EditorialJUAN CARLOS RAMOS HENDEZ

Diseño, ilustración, texto y maquetación:ALUMNOS DE COMUNICACIÓN SOCIALUNIVERSIDAD SERgIO ARBOLEDA

Corrección de estilo:CAMILA gIL

Con el apoyo de:FUNDACIÓN VÍCTIMAS VISIBLESCOMUNIDAD DE MADRIDUNIVERSIDAD SERgIO ARBOLEDA

Printed in Colombia / Impreso en Colombia

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