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Visiones opuestas y complementarias de lanaturaleza en dos novelas colombianas:
Lectura de La vorágine y La Serpiente sin ojos*
Sandra Morales Muñoz
I. INTRODUCCIÓN
El rumbo de los cambios más importantes en la narrativa colombiana se puede
seguir a través de obras representativas, puntos de quiebre en una línea de tendencia
poco estable1. Así, en términos didáctico literarios, se puede describir un desarrollo
intermitente que empezaría con El carnero (escrito hacia 1640) de Juan Rodríguez
Freyle, pasa a María (1867) de Jorge Isaacs luego a La vorágine (1924) de José
Eustasio Rivera y, de ahí, a Cien años de soledad (1965) de Gabriel García Márquez.
De esta manera, al detenernos en aspectos específicos como el uso de estructuras
narrativas, la elaboración de personajes o el desarrollo de temáticas puntuales, el orden
de las obras a destacar como puntos de referencia no sigue una secuencia cronológica o
temática regular; es el caso que nos ocupa. La lectura de la trilogía de La serpiente sin
ojos (2012) de William Ospina, por la forma en que plantea el tema de la naturaleza,
hace que volvamos, no a la obra de García Márquez como el referente más inmediato
* Partes del análisis de la trilogía de William Ospina y el Romanticismo del siglo XVIII, se presentaron en el Congreso: Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana, Jalla-Costa Rica, 2014.1 Se pueden señalar cuentos o novelas que crean escuela, como en el caso del costumbrismo,
pero no es fácil encontrar un desarrollo contínuo o que muestre grupos con proyectos, más o menos, comunes en el campo de la narrativa. Caso diferente al de la poesía, género que en Colombia se puede estudiar a cabalidad por grupos, tertulias o proyectos editoriales de revistas que se van retroalimentando y describen procesos.
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en lo temporal, ni a la obra de Isaacs como punto clave al referirnos al mundo natural,
sino a la obra de Rivera, publicada cerca de cien años atrás.
1. La naturaleza como tema. Antecedentes en el siglo XVI
Aunque la naturaleza en la literatura colombiana haya estado presente en las crónicas
escritas desde el siglo XVI y, en algunas llega a ser asunto central2, es difícil rastrear su
evolución como tema en la narrativa.
A grandes rasgos, se puede señalar que, en las llamadas Crónicas de Indias, la
naturaleza americana aparece desde Colón. Pero ese Nuevo Mundo no existió en las
crónicas como territorio autónomo o diferente; para unos fue el reflejo nostálgico de su
tierra natal y para otros, la encarnación de un ideal del mundo antiguo:
Completamente ilusorio es el intento de trazar una línea de desarrollo (del tema de
la naturaleza en las crónicas) desde Colón hasta Oviedo. Los autores de quienes
hemos discurrido (Colón, Vespucchi, Pedro Mártir, Hernán Cortés, Pigafetta, entre
otros, y Oviedo en quien se detiene) no están hablando un mismo lenguaje. Diversos
son sus intereses mentales, y diverso, en consecuencia, el ángulo visual desde el cual
contemplan el mundo americano [...] (Gerbi, 1992:149).
Sin pretender entrar en detalles que Antonello Gerbi trata con maestría en su trabajo
(Gerbi, 1992), cabe destacar, para el tema que nos interesa, un par de puntos: de un
lado, que quienes escribieron en el XVI y también en el XVII, al describir el territorio
tenían en mente el imaginario europeo o griego del que parten antes de su llegada
a América y, de otro, que el objetivo central de la escritura estaba ligado al interés
concreto de conseguir la atención de la corona española para que se les concedieran
2 Ver: Gerbi, Antonello, 1992. Debemos aclarar que aunque en el siglo XVI los límites del territorio y la nominación no son los mismos que en la actualidad, nos referimos a Colombia, al mencionar el país para evitar disgresiones.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
títulos o gobernaciones.
Así, con esa perpectiva de intereses, los términos de la descripción de flora y fauna,
cuando aparecen en las crónicas de la época, tienen en general algunos rasgos comunes:
son comparativos, nunca diferenciales y hacen referencia al potencial valor económico
o comercial de los recursos nombrados para la monarquía peninsular.
El caso de Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), llama la atención de Gerbi
porque con su Historia general y natural de las Indias y tierra firme del mar océano de
1526, se puede marcar un nuevo rumbo para los estudios de la naturaleza americana.
Oviedo es el primero en dedicar la mayor parte de su obra a dar descripciones
detalladas de las plantas y los árboles que encuentra, privilegiando la entidad descrita a
su potencial ganancia: “Oviedo dio las primeras descripciones científicas de los árboles
de gomíferos, de la planta del tabaco y de multitud de esencias médicas y de vegetales
comestibles. De las plantas del Perú, los cronistas más antiguos mencionan 7 especies.
Oviedo describe otras 30 o 35 y entre ellas la coca y la canela” (Gerbi, 1992:153).
Ese papel de Oviedo va a encontrar eco casi tres siglos después en la obra de Alexander
von Humboldt.
La figura de este alemán de finales del XVIII, uno de los primeros en reconocer la
obra de Oviedo, va a ser coyuntural no solo entre Europa y América sino entre el ideal
romántico y el interés científico ilustrado. Es solo hasta finales de ese siglo, con las
observaciones de Humboldt que se inaugura una nueva etapa para los estudios de la
naturaleza en la era romántica. Si bien José Celestino Mutis (España, 1732 - Santafé de
Bogotá, 1808), ya había advertido y dedicado sus observaciones a la particularidad de
la naturaleza americana, su intención es, digamos, puramente científica y taxonómica.
Humboldt desembarca por primera vez en América en 1799 y aunque su interés es
científico como el de Mutis, sus descripciones están muy lejos de ser puramente de ese
orden. Cuando Humboldt describe el entorno –hable de la elevación de las montañas,
las plantas y su uso, los animales o los habitantes de las tierras que visita- hay a lo
largo de su extensa obra, Viage a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, una
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sensibilidad que media la descripción. A su inquietud científica le suma las sensaciones
que despierta lo que va encontrando a su paso y, además, añade valoraciones críticas
principalmente sobre la explotación de recursos, agotados ya al momento de su llegada,
finales del XVIII y principios del XIX.
2. La división del país en regiones naturales
Cerrando el foco de atención, al hacer referencia a la naturaleza es necesario,
de antemano, tener en cuenta que Colombia es un país de regiones no sólo en
términos físicos y geográficos sino también en términos político administrativos y
socioculturales. El país se divide en 32 departamentos y estos, a su vez, se agrupan
en 6 regiones, denominadas naturales. A cada región la unifican condiciones, más o
menos, homogéneas de geografía, flora, fauna, clima y población.
Aunque la separación ha dado lugar a polémicas de diversa índole en torno a una
homogeneidad más pretendida que real, especialmente en lo referente a la población,
esta ha marcado la agenda y el perfil del país desde el siglo XIX.
A partir de esa división, por esquemática y cuestionable que sea, se puede entender
una organización político-administrativa históricamente centralista y conservadora
concentrada en la región andina, como sede de gobierno y las otras, como periferias
subsidiarias de aquella. Las demás instancias, incluido el quehacer cultural, también
se pueden inscribir en esa organización, digamos oficial; la literatura no ha quedado al
margen3.
Las seis regiones en que se divide el país son: Andes, Costa Caribe, Costa pacífica,
Territorio Insular, Orinoquía y Amazonía. La región central andina tiene como su
contraste más inmediato y recurrente las dos costas, pacífica y atlántica. En torno a
estos tres bloques regionales gira la diversidad con la que se suele definir el país. Y,
el Territorio Insular, la Orinoquía y la Amazonía son las zonas apartadas, no solo en
3 Ver: Morales, 2018.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
términos físicos sino también por la poca, casi nula, representatividad que tienen en el
conjunto.
La Amazonía colombiana abarca cerca del 40% del territorio nacional y está
conformada por seis departamentos: Caquetá, Putumayo, Guaviare, Guainía, Vaupés y
Amazonas. A pesar de la extensión, en la actualidad allí se concentra apenas el 2.3%
de la población total del país. La conformación general de la población, según el
censo más reciente, es de 55 % mestizos, 3% afrodescendientes y 42% indígenas. La
mayoría se concentra en las capitales de departamento, a excepción de la población
indígena que, por motivos de conservación, procura las riberas de los ríos y las regiones
apartadas de los centros urbanos. Este panorama actual contrasta en número con los
datos de principios de siglo que describe Rivera pero no mucho con las condiciones de
marginación y ubicación de la población. La economía de la región es de ganadería y
agricultura y, a medida que se va al sur, se basa en la explotación de recursos naturales.
La explotación de recursos como industria arranca en el siglo XX, justamente con la
extracción de caucho. La alta demanda del producto eleva los precios en el mercado de
Estados Unidos y Europa, “donde el látex era usado ampliamente con fines industriales,
en particular, el sector militar y automotriz” (Meisel, 2013:4). Se acelera el comercio,
se agudiza la sobre explotación.4.
Tanto Rivera como Ospina ubican las tramas de sus obras en la región suroriental.
El relato de Rivera va hacia la zona selvática del Amazonas colombiano, frontera con
Brasil; y, el de Ospina, parte la Amazonía colombiana y, para contar la exploración en
el siglo XVI del río Amazonas, va hacia el Perú hasta llegar a la desembocadura de ese
río, en Brasil.
4 Los datos sobre límites, composición poblacional, economía, etc. varían según la fuente, las más fiables En: Meisel, Adolfo, 2013 o Documentos CorpoAmazonía.
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II. EL PROTAGONISMO DE LA NATURALEZA
1. Del siglo XIX, María al XX, La Vorágine
Teniendo en cuenta el antecedente centralista y la falta de atención al mundo natural en
la narrativa, se puede afirmar que, como lo menciona en su trabajo Augusto Escobar
Mesa5, la naturaleza en la novela colombiana de siglo XX, ha intentado salir a flote en
diferentes autores pero la imperativa urgencia de contar las transformaciones sociales
y políticas del país la ha dejado como telón de fondo. “En la mayoría de las novelas
representativas de los primeros decenios del siglo XX, la tierra es apenas escenario
y, en algunos casos, símbolo, pero nunca personaje protagónico. La característica
fundamental de nuestra literatura es la preocupación social” (Escobar, 1993:7).
Para llegar al protagonismo de la naturaleza, hay que llegar hasta el Romanticismo y
la publicación de María (1867) de Jorge Isaacs. En María destacan rasgos estilísticos
que dejan ver la influencia del Romanticismo tardío francés y español (menos
impetuoso y más sentimental) en las letras colombianas; aparece por primera vez,
en prosa, la importancia de la naturaleza en el mundo sensible del hombre. El relato
de Isaacs revela el peso de una subjetividad que encuentra en el entorno un espacio
edénico para la ensoñación de los enamorados, Efraín y María, y también para el
consuelo en la aflicción por la enfermedad y la muerte.
Sin embargo, ese tratamiento de la naturaleza no va a tener continuidad en prosa
hasta la publicación de La Vorágine de José Eustasio Rivera. La vorágine es conocida
como la novela sobre la explotación del caucho en la Amazonía y las condiciones de
esclavitud de sus trabajadores; el autor, sin ser este su objetivo, muestra la manera
como el mundo natural, la selva en particular, se percibe en las primeras décadas del
siglo XX. La Vorágine abre una pronta e insalvable brecha con aquella percepción del
medio natural del XIX; el encuentro hombre-naturaleza, transcurrido apenas medio
5 Escobar Mesa, 1993.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
siglo desde la publicación de María, se torna en Rivera abrupto choque.
Pese a lo definitivo de la ruptura, los estudios sobre este tema, el de la naturaleza,
en la obra de Rivera se han centrado de manera insistente en destacar la forma como
el autor se opone al espacio romántico de corte sentimental, dominante desde María.
Ese tipo de acercamiento unívoco por parte de la crítica, a nuestro modo de ver, ha
minimizado la envergadura de una ruptura que va más allá de la simple oposición al
lugar idílico creado por Isaacs y, al tiempo, ha limitado los alcances de una vigencia
que permitiría, entre otras, prestar atención a su aporte en el marco de las ideas
contemporáneas sobre el medio natural6.
El encasillamiento sin embargo, no es fortuito. La vorágine ciertamente cierra el
ciclo romántico sentimental y, a partir de ahí, recorre el siglo XX en solitario.
2. Del siglo XX, La vorágine al XXI, La serpiente sin ojos
La publicación de La serpiente sin ojos de William Ospina en 2012 abre paso a una
posible interlocución con La vorágine y nuevas formas de lectura de ese pilar de la
narrativa colombiana.
En la obra de Ospina, la naturaleza como tema aparece con una interpretación
renovada, adquiere un protagonismo particular: no es el centro del relato sino el
elemento que, paradójicamente, por acusar su ausencia, vertebra la estructura de las
novelas que conforman la trilogía: Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La
serpiente sin ojos (2012). La lectura de La serpiente sin ojos, teniendo como telón de
fondo La vorágine, abre paso a un balance histórico sobre el concepto de naturaleza:
6 A pesar del auge de la ecocrítica en los años 90, La vorágine sigue sin recibir la suficiente atención por parte de quienes se centran en ese tipo de enfoque. Los estudios que la mencionan suelen destacar la forma como la naturaleza es temática central pero no se detienen en los detalles de cómo se concibe ese mundo natural a la luz de los actuales conceptos de ecología. El motivo de esta mención sin detalle, puede ser que la ecocrítica pone el foco en la temática pero no da la herramienta teórica para abordar las relaciones hombre-naturaleza en forma puntual. Un ejemplo de este tipo de estudios, Bula Carballo, Germán 2009.
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pasado y presente en La vorágine y futuro, con proyección al siglo XXI, en la obra de
Ospina.
Analizamos el contraste y la complementariedad de estas dos visiones de
naturaleza, apoyándonos en dos ejes: de un lado, en los estudios más recientes sobre
el Romanticismo que lo ven como un movimiento literario y cultural, plural en sus
manifestaciones y alcances; y de otro, en el concepto Écoumène de Augustin Berque
quien, en años recientes, despoja el término de sus vínculos religiosos y políticos para
recuperar la antigua definición griega de oikouméne: “tierra habitada”. Las nuevas
valoraciones del romanticismo y el giro semántico conceptual que da Berque, nos
permiten establecer la relación y entablar el diálogo que proponemos entre La vorágine
y La serpiente sin ojos.
III. LA VORÁGINE
1. El viaje de la ciudad a la selva
El autor de La vorágine, José Eustasio Rivera (1888-1928), además de poeta y
novelista, fue político y diplomático; trabajó como Ministro del gobierno desde 1917
y, en 1922, formó parte de la Comisión limítrofe colombo-venezolana que viajó
a inspeccionar las condiciones de vida de los nacionales en la frontera. De aquel
viaje sale el material para la novela que se publica dos años después, en 1924. La
información sobre las condiciones en que vivían los trabajadores, los detalles sobre la
explotación y comercio del caucho en la amplia zona fronteriza y las descripciones del
espacio que aparecen en La vorágine son de conocimiento directo, datos de primera
mano. Es tal impacto del viaje para el autor que el tema será recurrente en sus escritos
periodísticos posteriores.
Antes de esta novela, Rivera había publicado un poemario titulado Tierra de
promisión en 1921. En la colección de sonetos ya se manifestaba su interés por el
paisaje y el mundo natural pero la perspectiva del autor está en la línea romántica que
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
venía fortalecida desde la publicación de María.
La vorágine se estructura a través del relato de Arturo Cova, personaje principal,
alter ego del escritor. Cova es un citadino letrado, poeta, de una sensibilidad aguda y
un espíritu impulsivo que mantiene sus nervios al límite de la tensión. Sus cambiantes
estados de ánimo lo obligan a una permanente movilidad y lo hacen tomar decisiones
precipitadas, sin medir consecuencias. Uno de esos impulsos es el que lo hace
emprender la salida de la ciudad a los llanos escapando con Alicia, una mujer por la
que siente más compasión que amor, y ahí empieza la travesía de ambos hacia la selva.
El carácter de Cova ha dado para varios tipos de análisis del personaje. Luis
Eyzaguirre, por ejemplo, lo describe como héroe patológico (Eyzaguirre, 1987: 373)7;
y, en el plano puramente literario, la fuerza del personaje y lo voluble de sus deseos,
ha llevado a otros a calificarlo como el prototipo del héroe romántico y lo comparan
con algunos del romanticismo europeo8. Teniendo en cuenta que el romanticismo
tuvo varias vertientes -a las que nos vamos referir más adelante al detallar la obra de
Ospina- discrepamos no de la caracterización comparativa pero sí de la conclusión
al definirlo como héroe romántico. El romanticismo al que se refieren Neale Silva y
Jean Franco, por nombrar a los críticos más reconocidos, no es el mismo que había
llegado al país ni tampoco el mismo que Rivera conocía y cultivaba. Además, Cova
como personaje, carece de la esencial aspiración o proyección de trascendencia que los
románticos cifraron en la poesía y sus misterios; incluso, en el alcohol o los narcóticos.
Como dijimos sobre este punto volvemos más adelante pero, vale adelantar que para
Cova no hay placeres ni posibles mundos misteriosos trascendentes, solo su afán
de huir y su permanente decepción. Cova es la imagen clara de un desencanto sin
7 Eyzaguirre, Luis, 1987.8 Franco, Jean y Neale Silva, 1987. Ambos críticos destacan la raíz romántica del
protagonista. Franco, por ejemplo, lo equipara a un personaje de Shelley, Alastor; señala pasajes en los que aparece la huella clara de Víctor Hugo, Leopardi e, incluso, compara la forma como la selva altera los sentidos del personaje con las afectaciones que producen los narcóticos en Baudelaire.
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aspiración de trascendencia. El personaje es un hombre desencantado, héroe degradado
como lo llamaría Georg Lukács en su ya clásica Teoría de la Novela; y, por ese carácter
del protagonista, La vorágine se ajusta plenamente a la de quienes la definen como la
novela que inaugura el género, tal como se entiende en la actualidad.
2. Atravesando el llano
¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas
¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de
panoramas sentimentales! Aquí los responsos de sapos hidrópicos, las malezas
de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos” (Rivera, 1997:200)9
Si el personaje se puede entender bajo las premisas del universo romántico, no es
por su carácter, sino por su oposición y percepción radicalmente distinta a la idea
de naturaleza asentada en las letras nacionales y en el imaginario de los lectores,
incluido el mismo Rivera si se tiene en cuenta la tendencia de su poemario, desde
María. En María la naturaleza descrita ya era americana y exuberante, pero aún era
apacible y aliada del hombre; alivia los sentimientos de desolación de los amantes.
En La vorágine estamos ante el mismo grado de penetración entre sentimientos y
espacio natural pero, al atormentado corazón del poeta corresponde una naturaleza en
consonancia: exuberante y americana, como en Isaacs, y en Rivera, selvática. Aquí la
adjetivación empieza a cobrar nuevo significado, selvático se convierte en el sinónimo
exacto de salvaje o bárbaro, calificativo que se daba a los nativos; y, en la novela, se
extiende sin vacilaciones al espacio.
La Vorágine cuenta el viaje de Arturo Cova de la capital, Bogotá, a la selva
amazónica pasando por el llano. En la división regional del país mencionada arriba,
la Orinoquía, al oriente, está conformada por cuatro departamentos, ocupa el 18%
9 Rivera, José Eustasio, 1997, La vorágine, El Áncora Editores, Colombia. En adelante se cita de esta edición.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
del territorio nacional y, por compartir frontera con Venezuela, tiene costumbres y
formación poblacional similar a la correspondiente a la zona sur occidental de ese
país. La población en su mayoría es mestiza y la economía se basa en la ganadería; las
costumbres y la cultura están definidas por esa actividad. La geografía del territorio es
de llano y el clima, en general, caliente y húmedo, acentuado a medida que se va hacia
el sur de la región, es decir hacia la selva.
El carácter del llanero se define como fuerte y recio, justamente por el manejo del
ganado y el clima exigente; sincero y poco dado a los rodeos. En el estereotipo, los
llaneros recelan de los citadinos por su educación, su traje y, sobre todo, por el lenguaje
formal, signo claro de hipocresía, según ese mismo esquema. Rivera se adhiere a esa
tipificación y así describe a sus personajes, traje, modales y el habla llanera, opuesta a
las formas de Cova quien, recordemos, es poeta citadino. El contraste ciudad y llano
primero y, luego, ciudad y selva, se puede entender bajo la oposición esquemática de
Domingo Faustino Sarmiento, en Facundo tal como lo señala en su trabajo el crítico
Roberto Simón Crespi: “La caracterización de Rivera nos suena fuertemente a la de
Sarmiento. La indiferencia moral y el espíritu de independencia del gaucho de Facundo
se encuentran también en el Casanare colombiano” (Crespi, 1987:423).
Rivera, sin duda conocedor de la obra de Sarmiento, basa su novela en los polos
irreconciliables que describió el argentino10. La ciudad representa la “civilización”
aunque, a diferencia de Sarmiento, Rivera no esté tan convencido de las bondades de
ese espacio. La ciudad en Rivera es el lugar del acartonamiento y de la formalidad,
motivos de peso al emprender la huida; y, en el extremo opuesto, está la barbarie que el
personaje empieza a vislumbrar al llegar al llano y luego se patenta, de la manera más
cruel, en la selva.
10 Cabe recordar que dividir las sociedades en bárbaras o civilizadas viene de la Grecia antigua como lo recuerda Todorov: “Ambos términos permitían dividir a la población mundial en dos partes diferentes: los griegos, es decir nosotros, y los bárbaros, es decir, los otros, los extranjeros”, (Todorov, 2008:30).
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En la novela, el encuentro con los llanos para Cova es relativamente estimulante, si
se compara con su posterior viaje a la selva. Al salir de la ciudad, Cova y Alicia van
rumbo a oriente hacia el llano, a Casanare, por recomendación de un amigo del padre
de Cova, don Rafo, ganadero y comerciante de esa zona. La prosperidad y vitalidad que
se vislumbran de esa región, vienen del comercio con el ganado y otras mercancías,
según cuenta Don Rafo.
Al llegar al llano, el paisaje del lugar los seduce por su contraste con el de la ciudad.
Pasados unos días: “Ya sabíamos lo que era una mata, un caño, un zural, y por fin
Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero hasta media docena, y al ventearnos
enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas” (24). El panorama está lleno de luz, de
atardeceres amplios y coloridos, se respira serenidad. Y, más adelante, el personaje ante
tal paisaje, duda sobre las bondades de la vida citadina: “¿Para qué las ciudades? Quizá
mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques intactos, en las caricias de las
auras, en el idioma desconocido de las cosas” (86).
Arturo y Alicia, llegan con don Rafo a la finca llanera La Maporita. Allí, son
recibidos por Franco y su mujer, Griselda. Los dueños de casa son muestra de la
hospitalidad llanera y los recién llegados se acomodan sin dificultad, el paisaje ayuda
y las costumbres relajadas, sin formalidades, también. “Complacidos contemplamos el
aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas
del trópico (...) Por fin una mulata decrépita asomó a la puerta, enjugándose las manos
con el ruedo de las enaguas – ¡Chite, uise! Prosigan, que la niña Griselda se ta´
bañando, ¡los perros no muerden que ya mordieron (30).”
Alicia disfruta de las flores, de la llanura abierta y empieza a compartir las labores
de limpieza y costura, propias de las mujeres de la región, con Griselda. Cova hace lo
propio imitando la rudeza de los trabajos de los hombres y sale con Franco a caballo
a domar ganado y enlazar, a llano abierto, las bestias cimarronas. De nuevo ecos de
Sarmiento al describir al gaucho. En el llano se respira vitalidad y fuerza bruta: “ !Y de
los ijares convulsos, del polvo pisoteado, y de los relinchos rebeldes, ascendía un hálito
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
de alegría, de fuerza y brutalidad” (46).
La energía que emanan los hombres rudos y el ímpetu del ganado hacen que el
personaje se sienta fuerte y retador. En el llano, Cova pone a prueba su “hombría”,
según los esquemas llaneros; y, el espacio representa un desafío a la energía siempre
contenida en la ciudad. Con todo y su aura, el escenario idílico pronto desaparece y es
el espacio mismo el encargado de sacudir al personaje de la ensoñación. El espacio
florido se anuncia, desde las primeras páginas, amenazante:
Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban
la charca tristísima (...) Partiendo una rama me incliné para barrer con ella las
vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo (...) había emergido bostezando
para atraparme, una serpiente güío, corpulenta como una viga, que a mis tiros de
revolver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas (26).
Al llegar, cuando Cova aún se siente acogido y libre de las ataduras formales que le
imponía la ciudad, se interesa por conocer los negocios de la región. Escuchando a los
lugareños, se entera del comercio de un tal Barrera con telas, abalorios y con el caucho,
el más prometedor de cuantos le describen. Barrera, un hombre de negocios y citadino
como Cova, “Hombre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris”. (42) usa su
apariencia, sus maneras educadas y su lenguaje como armas de seducción para reclutar
trabajadores y convencerlos de lo próspero del negocio del caucho. Los trabajadores,
se entera, son reclutados en El Vichada, límite entre Orinoquía y Amazonía y luego,
son llevados a trabajar a la selva. Barrera, es conocido y respetado en la zona por
traer prosperidad y dar trabajo. Este comerciante al conocer a Cova, hace gala de sus
modales y su educación; dice conocerlo desde Brasil, donde ha leído sus poemas: “-
Alabada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas (...) Fui exigente con la
fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted, personalmente, mi admiración
sincera” (42). Cova, en principio, cede a la adulación; pero pronto empieza a recelar y
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sentir la rivalidad con Barrera y en un ataque de celos pierde, como tantas otras veces,
la cordura:
!Matarlo! ¡Matarlo! ¡Y, después a ti –dice a Alicia- y a mí, a todos! ¡No estoy loco!
(...) ¡Ni tampoco digan que estoy borracho! ¿Loco? ¡No! ¡Quítame este ardor que
me quema el cerebro! (...) Me echaron en un chinchorro, y pretendieron coserlo por
fuera; más con pataleo brutal rompí las cabuyas, y, agarrando del moño a la niña
Griselda –la dueña de la Maporita- la arrastré hasta el patio. -¡Alcahueta! ¡Alcahueta!
Y de un puñetazo en el rostro la bañé en sangre, (63).
El ímpetu vital alimentado por el espacio poco a poco se vuelve agresivo también
por la fuerza misma de los elementos. Las escenas atroces empiezan a sucederse y se
apoderan del ánimo del poeta. En una de las jornadas para enlazar bestias, la muerte
cruel de Millán, un llanero baquiano en la doma, le revela la crueldad que ya había
percibido en la charca:
Al inclinarse el hombre para colear la res, lo enganchó con un cuerno por el oído,
de parte a parte, desgajólo de la montura, y llevándolo en alto como a un pelele,
abría con los muslos del infeliz una trocha profunda en el pajonal. Sorda la bestia a
nuestro clamor, trotaba con el muerto de rastra, pero en horrible instante, pisándole,
le arrancó la cabeza de un golpe y, aventándola lejos, empezó a defender el mútilo
tronco a pezuña y a cuerno (99).
La embestida y muerte cruel de Millán, hace que se suspenda la jornada y los
vaqueros deciden volver a la finca. En el camino de regreso, sin embargo, tiene lugar
un suceso revelador: un grupo de indígenas corre despavorido al escuchar el trote de
los caballos.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
Mientras los jinetes –entre los que se estaba Cova- corrían haciendo fuego, vi que
una tropa de indios se dispersaba entre la maleza, fugándose en cuatro pies, con
tan acelerada vaquía, que apenas se adivinaba su derrotero por el temblor de los
pajonales. Sin gritos ni lamentos las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que
pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas (102).
Ahora Cova sabe que no todos los trabajadores son reclutados a voluntad, en el
caso de los indios, era costumbre enlazarlos y llevarlos a la fuerza a trabajar en las
caucherías. El paralelismo es evidente, los indígenas como las reses huyen para no
ser atrapados y enlazados. Cova, en ese suceso, se ve obligado a la compasión y
auxilia a un indígena que, sin que él se dé cuenta, sube a la grupa de su caballo y se
pega a su cuerpo para que no lo maten. Este hombre, el Pipa, luego será su guía en el
viaje a la selva. Tras la ardua jornada, al volver a la finca, los hombres cuentan con
excitación los sucesos del día. Pero, aunque Cova está aterrado por la escena atroz,
“Aunque el ambiente de pesadilla me enflaquecía el corazón, y era preciso volver a
las tierras civilizadas” (101), nada doblega el brío que lo embriaga al saberse con
poder de dominador del lugar. Mientras a Arturo Cova el lugar lo va transformando,
Alicia y Griselda, se van dejando seducir por Barrera hasta que un día deciden irse
con él al Vichada en busca de la prometida fortuna con el caucho. Con la partida de
las mujeres y el incendio de la finca La Maporita termina el ciclo del llano y entramos
en el verdadero locus terribilis, como llama Gutiérrez Girardot a la selva descrita por
Rivera11.
3. La selva, fin del espacio romántico de Isaacs
Luego del incendio, cuando Cova y Franco ven que sus mujeres, Alicia, embarazada,
y Griselda se han ido con Barrera, deciden ir a buscarlas. Salen del llano: “La curiara,
11 Gutiérrez Girardot, Rafael, 1987.
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Sandra Morales Muñoz
como ataúd flotante” (112) va río abajo y se internan en la selva donde Barrera tiene
sus negocios. A medida que avanzan, la selva crece y empieza a cobrar vida.
Aunque a Cova lo corroen los celos por la huida de Alicia, la fuerza que lo motiva a
emprender el viaje es una especie de reto personal para confirmarse dominador; dominó
el llano, ahora está listo para “domar” la selva. Cree que su agudeza intelectual, es la
garantía para no sucumbir a los rigores del nuevo territorio. “Por más de una semana
viví orgulloso de la lucidez de mi comprensión, de la sutileza de mis sentidos, de la
finura de mis ideas (138)”, dice. La altivez del personaje se acentúa, sabe sortear los
tramos difíciles del descenso por el río, soportar el hambre y confía plenamente en sus
capacidades de hombre letrado. La manera de interactuar con los indígenas, nos revela
la forma como el personaje se enfrenta al mundo natural.
El descenso por el río, lleva a los viajeros a paradas obligatorias para procurarse de
comida y descanso en las riberas, donde los únicos habitantes son los indígenas. En
uno de esos descansos, cuenta: “El jefe de familia me manifestaba cierta frialdad (...)
procuraba yo halagarlo en distintas formas, por el deseo de que me instruyera en sus
tradiciones (...) inútiles fueron mis cortesías, porque aquellas tribus rudimentarias y
nómades no tiene dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro.” (121)
Cova recela de las costumbres, de los silencios, la falta de vestido, la comida, la
sumisión con las que se someten a los “blancos”; y, la que para él, es una evidente
ignorancia. La selva, y los indígenas como parte de ella, tienen otro lenguaje que no
logra descifrar ni tampoco lo intenta. Los nativos son figuras distantes que, cree, no
pueden aportar a su comprensión nada que no le haya brindado su esmerada formación
ni su cultivada sensibilidad.
Un suceso puntual en ese mismo encuentro nos muestra las convicciones del
intelectual citadino, cerrándole el paso a las formas de vida en la selva. Cova cuenta
con sorpresa cómo un día despluma delante del jefe de la tribu un pato que ha matado
y luego lo tira a los perros para que se lo coman y, con sorpresa, ve cómo este hecho
provoca la indignación de los indios y una tristeza tan profunda en la tribu que lloran
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
desconsolados hasta el punto de que uno de ellos, convulsiona. El personaje ve, no sin
un secreto orgullo, cómo a partir de ese hecho le empiezan a temer; piensa de nuevo,
por la reacción ante algo de tan poca trascendencia, que su ventaja racional ante seres
de mente frágil es evidente. “El pueril incidente bastó para acreditarme como ser
sobrenatural, dueño de almas y destinos” (122).
Luego del suceso, Cova pide explicación al Pipa, su guía indígena, y el intérprete
le cuenta que las tribus son animistas y consideran sagrados los elementos de la
naturaleza. Mata un pato, quebranta un orden que la madre tierra no puede recuperar
en años y tampoco los hombres, las almas de los muertos viven en los animales y
viceversa, “la del cacique se semejaba a la de un pato gris”, explica; pero Cova, sólo
puede pensar en su propio reto y, sin dar importancia a las palabras del Pipa ni entender
el lamento desmedido de los nativos, sigue su camino selva adentro.
Tanto la presencia física de los indígenas como lo que puedan pensar es ajeno a sus
esquemas; son figuras de fondo, elementos pasivos que no tienen función diferente a la
de “estar” en ese lugar y ser sometidos. El espacio activo, la naturaleza y la fauna, actúan;
y, de tanto luchar para dominar los elementos, estos, al fin, trastocan y se apoderan de
su percepción. El descenso se convierte en una mezcla de realidad y delirio. “Nunca he
conocido pavura igual a la del día que sorprendí a la alucinación entre mi cerebro. (138)
Y, un poco más delante, los elementos de la naturaleza cobran vida:
Por primera vez mi desvío mental se hizo patente en el foso del Inírida, cuando oí
las arenas suplicarme “No pises tan recio, que nos lastimas. Apiádate de nosotras y
lánzanos a los vientos, que estamos cansadas de ser inmóviles” (...) Las agité con
braceo febril, hasta provocar una tolvanera, y Franco tuvo que sujetarme por el
vestido para que no me arrojara al agua al escuchar las voces de las corrientes (139).
Las arenas le gritan, oye cómo los árboles claman piedad y amenazan venganza, los
animales y las aguas crecientes de los ríos, son los que ponen los límites. El personaje
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Sandra Morales Muñoz
no sabe, y el lector tampoco, si las descripciones son “realidad” o producto del temor o
de los delirios provocados por las fiebres y el hambre. Aún después de pasado el estado
febril, Cova no logra deslindar si lo que ve es real o una alucinación. El entorno se
apropia de su percepción sin que el personaje pueda controlarlo. Cuando piensa haber
recuperado la lucidez descubre a los árboles hablando y clamando venganza por las
heridas que les causan los hombres, hiriendo su tronco para extraer el caucho.
Aterrado, aturdido, comprendí que mis clamores no herían el aire; eran ecos mentales
que se apagaba entre mi cerebro, sin emitirse, como si estuviera reflexionando (...)
Entonces la caoba meció sus ramas y escuché sus rumores como anatemas: “picadlo,
picadlo con vuestro hierro, para que experimente lo que es el hacha en la carne viva
(...) “Picadlo aunque esté indefenso, pues él también destruyó los árboles y es justo
que conozca nuestro martirio” (40).
El espacio lo envuelve y el personaje pierde la voluntad. Cova en lugar de intentar
devolverse o escapar, cada vez se interna más, ya no tanto para buscar a Alicia, sino por
un imperativo impuesto por la selva misma: “-¡Oh selva, esposa del silencio, madre de
la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?
(...) Tú me robaste el ensueño del horizonte (...)” (108).
Aunque conoce de cerca las condiciones laborales de esclavitud, al llegar a la selva
se enrola como trabajador, nada más cruel que el espacio. En las caucherías, nadie está
encerrado, es la selva la que limita con sus dimensiones inabarcables, la exuberancia
de las plantas y los árboles, los animales, la falta de sol; la inmensidad paraliza y cerca.
Son los elementos los que imponen su ley y determinan fronteras, no los hombres.
Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la
tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen
por fosos ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
que ilumina la playa opuesta, a donde nunca lograremos ir! La cadena que muerde
vuestros tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de estos pantanos; el carcelero
que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar!
(193).
Aunque Cova sabe que cada herida al tronco la cobrará el árbol, no sabe cómo.
No encuentra salida para sí ni para entender el espacio. La novela se cierra con un
telegrama en el que el cónsul de Colombia da cuenta de que Cova y Franco, están
desaparecidos y parecen haber sido devorados por la selva.
IV. LA TRILOGÍA DE OSPINA
1. Vuelta al Romanticismo del XVIII
Será necesario llegar a La Trilogía de William Ospina para que los signos que fueron
apareciendo en la ruta de Cova en La vorágine, ahora, cobren sentido.
En la trilogía de Ospina, vemos cómo el autor aferra las tres obras con firmeza a la
corriente romántica del XVIII, ya no tanto por el carácter de algún personaje o la fuerza
del narrador12, como por el protagonismo particular que adquiere la naturaleza.
Basados en las actuales valoraciones y en los alcances que tiene hoy el
Romanticismo y “lo romántico”, encontramos que las novelas de Ospina sustentan
en sus orígenes, siglo XVIII europeo, una clave que abre una interpretación histórica
y cultural del siglo XVI americano; pero sobre todo, una clave que, más allá de lo
histórico, puede ayudarnos a entender un vínculo con el entorno. Ese vínculo acusa un
desconocimiento equiparable entre quienes explotaron la Amazonía para la extracción
del caucho a principios del siglo XX y quienes llegaron al territorio americano en el
12 Ver: Morales, 2014. En ese ensayo analizamos la forma cómo el autor a través del ímpetu del narrador desmonta el argumento histórico y nos remite al Romanticismo europeo del XVIII.
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Sandra Morales Muñoz
XVI obsesionados por el oro, sin ver la tierra que pisaban.
¿Por qué volver a los inicios del Romanticismo? El Romanticismo recientemente
se recupera a partir de una interpretación que rescata lo que fue en sus orígenes: una
gran revolución cultural y espiritual del hombre. De esos orígenes, como le llaman
algunos, o del pre-romanticismo como le denominan otros, parten quienes interpretan
la vigencia de lo romántico en los cambios culturales más trascendentes que hemos
vivido desde finales del XVIII hasta hoy.
El Romanticismo es una época. Lo romántico es una actitud del espíritu que no
se circunscribe a una época [...] Lo romántico se encuentra en Heine que a la vez
quiere superarlo, lo mismo que en su amigo Karl Marx [...] El movimiento de
juventud en torno al año 1900 fue romántico sin trabas [...] Y termina en la, por
ahora, última irrupción de lo romántico: el movimiento estudiantil de 1968 y sus
consecuencias. (Safranski, 2012:14-15).
Nos apoyamos en el trabajo de Isaiah Berlin13 y, especialmente en el que acabamos
de citar, de Rudiger Safranski14 para sustentar la tesis que sigue. Si el Romanticismo
nace como un rechazo al imperativo racional que se impone con la Ilustración, ha sido
claro también que una de las premisas que le sostienen, en sus inicios, es su tendencia
a la búsqueda de un orden no formal, no lineal, la fascinación por el caos, el misterio,
la reivindicación de lo particular y lo individual. De esa base se van desprendiendo
las diferentes características que adquiere el Romanticismo en cada época y en cada
región: una corriente romántica alemana, otra inglesa, o las que llegan en forma más
directa a América Latina, la vertiente francesa y la española. Estas “variaciones” que en
su desarrollo derivan con el tiempo en lo religioso unas, en lo místico y amoroso otras;
y también, en las desviaciones del nacional-socialismo alemán –como lo menciona
13 Berlin, Isaiah, 2000.14 Safranski, Rudiger, 2012.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
Safranski- fueron borrando, según nuestros autores, el ímpetu de cambio “espiritual”
de ese primera etapa de formación.
El móvil de ese primer momento que desencadena tantos cambios es el brío, la
fuerza con que se emprende la búsqueda: en el arte, de la belleza fuera del canon
clásico y en la antropología, de la individualidad. La vía por explorar entonces fue la
del universo sensible. “Cada hombre pertenece al grupo al que pertenece, su función
como ser humano consiste en decir la verdad tal como él la ve; su visión de verdad es
tan válida como la que tienen otros” (Berlin, 2000:95), dice Berlin citando a uno de
los precursores, Herder.
La naturaleza, del hombre y del entorno, lleva la cifra del misterio en términos
simbólicos y también prácticos, es a ella a la que el hombre acude no tanto como
refugio, como se entendió posteriormente en el Romanticismo francés (en el que
se inscribe la María de Isaacs), sino como una llave que le permitirá encadenar
enigmas, profundizar y descubrir(se) (en) nuevos mundos. Isaiah Berlin, resumiendo
los argumentos de la época, dice: “Cualquiera que entienda el parámetro seguido
por la naturaleza [...] podrá sonsacar de su aparente caos y confusión esos principios
eternos [...] de los que está compuesto el mundo.” (Berlin, 2000:50). Si el elemento
que permite al hombre conocer y conocerse no está en las certezas que da la razón, la
naturaleza dará la pauta para los hombres del XVIII. El estudio de Javier Arnaldo sobre
el arte romántico (Arnoldo, 1990) que explica este movimiento en la pintura alemana
así describe su papel, citando Las cuatro partes del día de Josef Görres:
En los adentros del mundo se esconde un secreto, profundamente oculto, incógnito,
y frente al enigma sagrado se yergue la naturaleza, y trata sin cesar de sondearlo;
cada piedra, y cada hierba y todo animal son solución que se gana a lo misterioso
[...] y no obstante el misterio permanece siempre impenetrable para ella, ya que toda
solución conduce una y otra vez a un nuevo enigma (Arnaldo, 1990:27).
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Sandra Morales Muñoz
El hombre de mediados del XVIII europeo se entrega a una nueva pesquisa de su
ser en el mundo: en los nuevos espacios descubre y se descubre. De las muchas fechas
que se han señalado para determinar el nacimiento de este movimiento, Safranski
señala, una que puede ayudar al mismo tiempo a entender su génesis y su significado:
el momento en que Herder1 se lanza a la mar para ver el mundo. Dice Safranski al
interpretar esa partida: “No encuentra a ningún indio, no derriba a ningún azteca o el
imperio de los incas, no descubre tesoros de oro ni esclavos, no emprende ninguna
medición del mundo; su mundo nuevo es de tal índole que en un santiamén tomará otra
vez forma de libro” (Safranski, 2012:20). Destaca el autor alemán las dos condiciones
esenciales de lo que fue en sus inicios el Romanticismo: de un lado el ímpetu que
impulsa al hombre a buscar(se) en la aventura, en el viaje, y de otro lado, el convertir
esa experiencia en escritura.
Sin embargo en este punto hay que recordar que el horizonte de aquellos viajeros
del XVIII es la Europa de su tiempo; ni Herder, ni Hamann, ni Novalis, ni Goethe, por
mencionar a los precursores, sale de su continente. Si para los primeros románticos, el
espacio es el hombre, y viceversa, su geografía y el hombre del que se ocupan tiene un
horizonte básicamente europeo.
Si bien Safranski parte del histórico viaje de Colón, esa mención es solo el abrebocas
del libro. A lo largo de su argumentación creemos deducir el motivo de por qué no
se detiene en la aventura colombina, a pesar de habernos “provocado” insinuándola
como potencial inicio de un cambio espiritual de trascendencia equiparable al que se
da con el Romanticismo: una vez Colón abre ese amplio camino, tanto el viaje como la
posibilidad de aventura y, también la escritura, todo, queda sujeto a una motivación de
carácter eminentemente práctico, no espiritual. Quienes emprenden la travesía atlántica,
y así se lee en las crónicas de la época, como lo señala Gerbi, se embarcan en busca de
riquezas o, en el peor de los escenarios, de títulos nobiliarios o de gobernaciones en los
nuevos territorios. La escritura en América surge atada al interés político y económico
de quienes empuñan la pluma y la espada.
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
2. La naturaleza ausente y la trilogía
El contexto para la trilogía de William Ospina es el siglo XVI. El relato de las tres
novelas está en voz de Cristóbal de Aguilar y Medina, un narrador en primera persona,
mestizo -hay énfasis en su condición racial- que cuenta cómo nace su amistad con
el histórico “conquistador” Pedro de Ursúa hasta cuando decide acompañarlo en la
travesía por el Amazonas y, al final, lo ve morir a manos de Lope de Aguirre. A la
muerte de Ursúa, el narrador recapitula y nos cuenta las tres historias.
Cada novela de la trilogía corresponde a un estadio de la vida de Ursúa. En la
primera, Ursúa, nos encontramos con la curiosidad de un niño que oye, atisbando
desde los rincones de su natal Navarra, las historias fantásticas de los viajeros sobre las
nuevas tierras, allende el mar. Adolescente, al llegar a América, aparece la personalidad
vigorosa de un joven que a sus 17 años, comanda y doblega poblaciones completas
de insurrectos, con una crueldad tan férrea como la decisión de conquistar, a cualquier
precio, territorios para su rey. Luego, en El país de la canela, asistimos al único
momento pasivo de su vida, la noche en que Cristóbal, el narrador, le cuenta todo lo
vivido en la expedición de Orellana por el Amazonas y Ursúa, de quien solo sabemos
su identidad al final, se limita a escuchar los detalles de ese viaje con un interés que
alcanza a conmover al narrador. Y en la última novela, La serpiente sin ojos, llegamos
a la vida de un guerrero implacable por su arrojo y capaz de convencer no sólo a los
hombres más recios, reacios y rebeldes sino también de enamorar y llevarse consigo a
una descendiente del mismísimo Atahualpa, Inés de Atienza, a una nueva travesía por
el Amazonas en la que es asesinado por uno de sus coterráneos.
El guerrero Ursúa despierta el ánimo dormido, tras los folios, del escribiente del
virrey, el narrador de toda la trilogía. Con sus palabras todo cobra luces de aventura
grande para el narrador, lo censurable de la conquista se vuelve necesario y se llena de
atenuantes, las penalidades de la travesía por el Amazonas que vivió y creía no querer
repetir, quedan borradas tras la fuerza que transmite este guerrero al contar sus batallas.
Cristóbal llega a creer que así como dominó poblaciones enteras, Ursúa podría llegar a
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Sandra Morales Muñoz
dominar el mundo entero a sus pies. Ecos claros de Cova al sentirse fuerte y dominador
de El llano. Pero lo que fueron sospechas en las dos primeras novelas, Ursúa y El país
de la canela, hacia el capítulo veinte de la última, La serpiente sin ojos, el narrador
lo ve como una certeza: el despropósito no era repetir la travesía por el Amazonas,
ahora lo sabe, sino el ansia de querer dominarlo todo: “En las puertas de la selva se
comprueba por fin que los garfios de la ley son pequeños y torpes, que los instrumentos
del poder resultan inhábiles. Al caudal de los ríos no se responde con decretos y ante
las fauces de la gran serpiente no son recursos ni el hierro ni la pólvora.” (Ospina,
2012:189).
A medida que Cristóbal, el narrador, cuenta la expedición en que acompaña a
Orellana por el Amazonas, Ursúa le va revelando detalles de una vida azarosa y llena
de hechos memorables. El entrelazamiento de los dos relatos hace que la historia del
guerrero cobre una envergadura casi épica ante la actitud siempre pasiva de Cristóbal,
el escribiente. Es tal la fuerza de las palabras del “conquistador” que al final de El país
de la canela, el narrador desiste de su larga negativa de viaje -cerca de 350 páginas- y
emprende con él la travesía incierta por el río a la que se había negado con insistencia.
Cristóbal decidido, parte con Ursúa en busca ya no de oro ni canela ni tampoco del
dinero que le dejó su padre, se embarca sólo por ver de nuevo, dice: “el asombro”. “Tal
vez si sólo quisieras conocer vivir el asombro de las lianas y de los pantanos, de los
árboles gigantes que llenan el mundo, de esa humedad penetrante, de los rugidos y los
venenos [...] yo te acompañaría” (Ospina, 2008:359)” dice el narrador a Ursúa.
Organizar el argumento alrededor de Ursúa como personaje central, hace que el
lector interprete lo contado por el narrador como una recuperación de la figura del
guerrero por su reciedumbre y valentía. Con este como hilo conductor del relato, se
llega fácilmente a la conclusión de que el autor a través del narrador busca dar una
nueva lectura de hechos históricos ya conocidos, recuperando el lado heroico y no visto
en América de una batalla de hombres que desafiaron tierras inhóspitas para complacer,
fieles, a la corona española. Esta lectura, aunque plegada a los argumentos nos lleva
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
a una valoración histórica de las tres obras, que como vimos en un trabajo anterior, es
posible pero incompleta, (Morales, 2012).
Para El país de la canela, encontramos que tanto ese ímpetu del narrador para
emprender la travesía, como la contradicción entre lo vivido y lo contado que
constantemente asalta el relato, alejan la novela del plano puramente histórico y
acercan al lector al siglo XVIII, más exactamente a los inicios del romanticismo.
Ahora, con la última novela de la trilogía que aparece en 2012, se pueden ver las tres
obras como un conjunto en el que esa orientación cobra más fuerza y un nuevo rumbo.
En la trilogía como unidad, aparece un mundo nuevo como el que se narró en
las crónicas del XVI pero aquí empieza a cobrar protagonismo no un prototipo de
conquistador sino un nuevo elemento, el espacio. La tierra, en aquel tiempo histórico,
siglo XV y XVI fue el lugar de la batalla y, la selva, la representación de lo despiadado
y amenazante, percepción muy similar a la que nos muestra Rivera en La vorágine. Lo
agreste del territorio era el primer enemigo a doblegar. Sin embargo, al momento de
contar lo vivido, el espacio se le impone, con su quietud, a los hechos.
Veamos con un breve ejemplo cómo opera ese proceso de ocultamiento de la
naturaleza bajo el fragor de sucesos, ahora en comillas, “heroicos”. La tarea de
los expedicionarios por penetrar el territorio en busca de El dorado es ardua por la
magnitud y espesor de la naturaleza: “Nadie ha talado nunca esos bosques, y un español
que no haya estado en Indias no puede imaginar la magnitud de los árboles, el espesor
de las hojas descompuestas, las mil criaturas que se mueven por el piso viviente”
(Ospina, 2005:164). Pero toda dificultad se hace pequeña ante la expectativa por
encontrar, ahora sí, la esquiva ciudadela de oro. A pesar de lo agreste del espacio, para
los buscadores de tesoros bien vale la pena el esfuerzo de desbrozar porque no aparece
el Dorado pero sí oro suficiente para justificarse las penalidades de la dura tarea: “[...]
vencieron las últimas crestas de la montaña y entraron de pronto en el verdor milagroso
de una meseta vastísima que no parecía posible [...] cargaron sobre pueblos y pueblos
copiosos de oro y de plumas, arrancaron orejas con pendientes, narices con chagualas,
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Sandra Morales Muñoz
brazos con cintas de oro [...]” (Ospina, 2005:165)
El destello del oro oculta aquel “verdor milagroso”, el brillo obnubila y se le
superpone al espacio; y también a la población nativa. Los indígenas están presentes a
lo largo de los tres relatos pero los habitantes -que aunque luchan contra los españoles
no destacan aquí por su beligerancia-, son una imagen cercana a la que tenía Cova en
La vorágine, un telón de fondo similar al verde de la meseta. Los indígenas miran con
asombro cómo aquellos luchan contra el lugar que para ellos es el hábitat natural con
el que se convive pero nunca se combate. En principio, leemos el arrojo y la valentía
de los hombres pero, luego de morir Ursúa, en la última novela, encadenamos de otra
forma tanto imágenes como sucesos. Con esa muerte simbólica, Cristóbal, el narrador,
entiende que protagonista fue lo que estuvo callado bajo la violencia y la arrogancia de
hombres como Ursúa:
Mientras ellos -Aguirre y los suyos- espiaban en sus corazones y conspiraban y se
destruían, yo procuré hacerme invisible, yo traté de ver la selva a través de los ojos
de Amaney -la madre- traté de sentir otra vez sus relatos. Y los indios brasiles me
enseñaron a desaparecer a los ojos de los capitanes mediante el mágico recurso de
no disputar su poder, de no codiciar su riqueza. Busqué consuelo en los árboles, en
el canto de los pájaros, en la certeza de las parásitas sobre los troncos, y la selva me
pareció intocada por esa pesadilla brutal (Ospina, 2012:304).
La muerte de Ursúa y la reencarnación de su crueldad en Aguirre, le permiten ver a
Cristobal que el espacio al igual que su madre, -indígena que apareció a su ojos como
la criada- quedaron silenciados bajo el peso de los grandes nombres y los hechos,
no menos grandiosos. Cuando desaparece el gran Ursúa, las enseñanzas de la madre
reviven, y permiten al narrador interpretar, organizar de otra forma lo vivido en
aquellos años. Es ella la que nos guía, al narrador como al lector, hacia otra lectura de
la trilogía que nos devuelve al principio, a la primera novela, pero una vuelta que ha de
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
empezar de otra forma. En la última parte, el narrador dice a manera de balance:
Me apliqué a interrogar la razón de aquel viaje mientras el tirano –Aguirre- se iba
apoderando de las voluntades y sembraba la muerte, aprendí a rechazar ese impulso
a dominarlo todo, profanarlo todo. Y despojado de mi dura piel de conquistador me
alcanzó de repente el amor de esa india que dejé abandonada en la isla, mi madre de
piel oscura, que sin duda murió pensando en mí, reconocí el lamento de un mundo
postergado, de una vida que no había sido dicha (Ospina, 2012:305).
Al final de tantas batallas y travesías, solo queda el fluir del río y la quietud de la
selva; el narrador al volver sobre sus pasos no recapitula hechos, ve el espacio.
CONCLUSIÓN
Quiero decir unas palabras en favor de la Naturaleza, de la libertad total y el
estado salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura simplemente
civiles; considerar al hombre como habitante o parte constitutiva de la
Naturaleza, más que como miembro de la sociedad.” (Thoreau, 1862:7)15
William Ospina en su trilogía hace que la naturaleza se desprenda de la carga de lo
sensible que le dejó el Romanticismo de Isaacs y también de la desencantada visión
del mundo de explotación que nos mostró Rivera. La trilogía permite hacer una nueva
lectura de La vorágine rescatándola como la condensación de una concepción del
mundo natural y de la selva que viene, no del siglo XX con la explotación del caucho,
sino desde el XVI cuando América nace para Occidente, como fuente de riquezas
naturales a explotar.
15 Thoreau, Henry David 1862.
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Sandra Morales Muñoz
Hoy contamos con varios términos para poner en el centro de las discusiones teóricas
el mundo natural, pero apelamos al de Écoumène, para destacar la obra de Ospina
como propuesta. El término recuperado por Augustin Berque a apartir de la antigua
definición griega de “Tierra habitada”, hace referencia a una imperiosa necesidad de
fortalecer el vínculo que une al hombre con su entorno natural, aclarando de antemano,
que no es posible un ideal retorno del hombre desnudo a la selva virgen para sobrevivir.
La propuesta de Berque es darle un giro a la manera como encaramos nuestra relación
con el entorno natural inmediato.
La premisa dialoga con la de Ospina. La sociedad que hemos desarrollado es tan
estrechamente antropocéntrica desde el siglo XVI que, desde entonces, ha quedado de
lado todo elemento que no se amolde al dominio de nuestra razón, el más indoblegable,
sin duda, la naturaleza. Hemos creado el mito de la cultura para desplazar lo que queda
fuera de nuestro gobierno, en palabras de Berque: “ [...] pienso que nunca hemos
dejado de “culturalizar” la naturaleza y en cambio, nuestras ciencias humanas han
caído en la falacia de que la cultura podría girar sobre ella misma, sola, como rueda
libre.” (Berque, 2000:13, la traducción es nuestra).
En la trilogía aparece una selva y un río que fluyen sin que el lector se percate de
su existencia; leemos, guiados por el imperativo de una historia cuyo único centro es
el hombre, la “gran hazaña” de los conquistadores pero, al final, lo que nos obliga a
volver, es lo que no vimos: “El río no puede preguntarse hasta cuándo navegarán por
él los que juegan a ser dueños del mundo –dice al final el narrador. Porque sólo ellos
pueden creer que son dueños del mundo: el manatí bosteza, la danta ríe, la boa se
contrae indiferente.” (Ospina, 2012: 314).
Entre el siglo XVI y el XXI, Ospina nos lleva al XVIII para interpretar no el ámbito
histórico de la conquista sino la explotación como prioridad que ha guiado la relación
del hombre con el medio, tal como la leímos en La vorágine. Ahora, más que nunca se
puede equiparar la cercanía de visiones de mundo que, a pesar de la distancia temporal,
siguen inmutables; es ahora cuando podemos hacer una lectura crítica del siglo XVI y
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Visiones opuestas y complementarias de la naturaleza en dos novelas colombianas
del XX por su similitud con el nuestro.
Hoy se habla de una devastación de la selva Amazonía cercana al 70 por ciento en
apenas cuatro años, por políticas económicas de sobre explotación y, en Colombia, se
suceden los asesinatos de quienes defienden la protección de las reservas ambientales.
La continuidad hace clara la amenaza para la supervivencia de las especies, incluída
la humana, y focaliza la urgencia de replantear el vínculo que nos une al “espacio
habitable”.
La lectura de trilogía teniendo como telón de fondo La vorágine, nos devuelve al
espíritu de lo primeros románticos o, mucho antes, a las convicciones sobre el respeto a
la tierra de los pueblos aborígenes americanos.
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