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Juan Bautista Alberdi, el pensador y sus etapas
El autor y su contexto.
No hay manera de entender el pensamiento de las grandes personalidades de la historia de la
humanidad, sin situarlos en un determinado tiempo y espacio, así como en la disputa de fuerzas políticas
de ese contexto. Quien aquí nos convoca, don Juan Bautista Alberdi, nació en Tucumán el 29 de agosto de
aquel revolucionario 1810, pocos meses después de la Revolución de Mayo, aquella que el propio autor
definiera como “un capítulo de la revolución hispanoamericana, así como ésta lo es de la española y ésta a
su vez de la revolución europea que tenía por fecha liminar el 14 de Julio de 1789 en Francia” (Alberdi,
1961: 28).
Desde el momento mismo de su nacimiento, el pequeño Juan Bautista estuvo a cargo de su padre, don
Salvador Alberdi, dado que su madre, Josefa Rosa de Aráoz de Valderrama, falleció en el parto. Once años
después también perdía a su padre, de modo que sus hermanos quedaron a su cuidado como tutores y en
tal carácter, gestionaron una beca para que el joven continúe sus estudios en Buenos Aires. A los 14 años
llegó Juan Bautista a la ciudad puerto donde ingresó en el Colegio de Ciencias Morales, en el que padeció
un muy duro régimen disciplinario -que lo llevó años después a pedirle a su hermano, salir de esa
institución- y donde se forjaron también otras notables personalidades y compañeros de ideas, como
Vicente Fidel López, Miguel Cané, Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez, entre muchos otros.
Con posterioridad, inició sus estudios jurídicos primero en la Universidad de Buenos Aires y luego en la
Universidad de Córdoba. En 1834 volvió a su provincia natal donde tuvo una corta estadía, para volver a
Buenos Aires e integrar junto a los referidos jóvenes intelectuales que habían pasado por el Colegio de
Ciencias Morales, el Salón Literario. Se trataba de un grupo que desde 1835 se reunían en la librería de
Marcos Sastre y que significó un verdadero centro de difusión de las ideas políticas nutridas del
romanticismo europeo. “[E]l grupo de este salón vivía en adoración a todo lo que llegaba de París. Leían y
discutían sobre todo las novedades. Las intenciones más relevantes del grupo era[n] influir en las
decisiones de Juan Manuel de Rosas. Soñaban con reformas sociales y esperaban que Rosas los tomara en
cuenta, cosa que no sucedió” (A. Infante, 2014: 3).
Así, Alberdi se constituía como parte del ideario de la llamada Generación del 37, fundando junto a
Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez la Asociación de la Joven Generación Argentina, en base al
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modelo de las asociaciones románticas europeas. Como se verá, esta es la época en la que Alberdi escribe
una de sus importantes obras, “Fragmento preliminar al estudio del Derecho” que fuera duramente
criticada por los antirosistas exiliados en Montevideo. “El intento de esta generación fue principalmente
reflexionar y discutir la realidad rioplatense más allá de las discusiones de los (…) unitarios y federales”
(A. Infante, 2014: 2) de modo que, al pretender situarse por encima de esa disputa política, los sucesivos
exilios de las personalidades de este grupo no fueron en rigor producto de la persecución rosista, que sí
existía respecto de los unitarios, sino que en estos casos tomaron la decisión de expatriarse.
Cabe señalar -contrariamente a la historiografía oficial que pretende mostrar que en los tiempos de la
“barbarie” la gente no leía ni se interesaba por el conocimiento de otras culturas del mundo-, que durante
los tiempos de la Confederación apareció en Buenos Aires, a instancias del referido grupo, la revista “La
Moda” cuyo primer número se publicó el 18 de noviembre de 1837 y que llevó siempre -hasta su último
número 23- el lema de “¡Viva la Federación!”. Pues se trataba “de fervorosos federales que, años más
tarde, tomaron partido por el unitarismo liberal. Uno de sus cofundadores fue Juan Bautista Alberdi, quien
el mismo día del lanzamiento de la publicación dijo que La Moda ‘es un gacetín semanal de música, de
poesía, de literatura, de costumbres’. [Incluso, fue creado] bajo los auspicios de Juan Manuel de Rosas,
según refiere su fundador, Marcos Sastre, en el discurso inaugural. Y aquí encontraremos un aspecto jamás
divulgado del Restaurador de las Leyes, quien lejos de ser un ‘tirano’ dejó que un grupo de jóvenes de
inspiración sansimoniana, afrancesada y liberal pudiera irradiar su romanticismo a través del Salón Literario
y sus publicaciones” (Turone, 2008).
Más allá de quienes pretenden mostrar a la revista como una sátira de Rosas, a juzgar por la editorial
titulada “Trece de Abril” aún entonces se reconocía al gobernador federal con admiración: “También ayer
se han cumplido tres años memorables para nuestra patria, tres años desde el día en que el pueblo de
Buenos Aires, acosado de tantos padecimientos inmerecidos, se arrojó, él mismo, en los brazos del hombre
poderoso que tan dignamente le ha conducido hasta este día. (…) Las costumbres no deben ser reformadas
sino por las costumbres mismas, ha dicho Montesquieu, y nosotros, escritores de costumbres nos hemos
puesto a realizarlo, merced a la ilustrada y noble tolerancia de un Gobierno que tenemos la honra de
saludar en el tercer aniversario de su feliz establecimiento” (Revista La Moda, 14/4/1838).
Ahora bien, ese vínculo con la juventud intelectual empezó a deteriorarse cuando Rosas fue advertido
de que algunos integrantes de la publicación, conspiraban contra el caudillo y el sistema federal. Como
consecuencia de ello mandó a clausurar el Salón Literario y de este modo, la publicación desaparece por
cuestiones políticas. Pues, según refiere Turone (2008), detrás de aquel Salón comenzó a funcionar “un club
político antirrosista, la Asociación de Mayo, con aceitados contactos con viejos unitarios simpatizantes de
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Bernardino Rivadavia. Predicaban allí la introducción de las costumbres y políticas europeas, contrarias al
supuesto ‘atraso’ criollo al que había que desplazar. Además, ya venían fogoneando pactos secretos con los
marinos franceses que, en marzo de 1838, dieron un ultimátum a Rosas antes de bloquear sin derecho
alguno nuestras rutas marítimas.”
En este contexto, la mayoría de los hombres de esta generación de intelectuales decidieron partir al
exilio. Fue entonces en noviembre de 1838, cuando Alberdi emprende el autoexilio. Las crónicas cuentan
que una vez iniciada la partida del barco hacia Montevideo, pero aún en el puerto y ante la vista de las
autoridades federales, arrojó la divisa punzó al río en símbolo de claro repudio. Desde el otro lado del río,
continúa haciendo publicaciones como periodista e incluso se dedicó a escribir obras de teatro, entre las
que se destacó una sátira contra Rosas, denominada “El Gigante Amapolas y sus formidables enemigos”
(Haro, 2002).
En 1843 viajó a Europa junto a Juan María Gutiérrez teniendo a París como destino final, la meca de
todos los románticos de la época, para luego volver hacia fines de ese año a América, a radicarse en Chile
donde vivirá durante 17 años, la mayor parte del tiempo en Valparaíso, lugar en que finalmente concluye
sus estudios universitarios en Derecho, y se dedica a trabajar como abogado además de continuar
ejerciendo el periodismo. En cuanto al lugar donde se recibe de abogado, existen discrepancias entre las
distintas biografías que se han editado sobre el pensador tucumano, algunas versiones dan cuenta de que
Alberdi había concluido sus estudios de derecho en el departamento de jurisprudencia de la UBA, aunque
no obtuvo la habilitación profesional, pues se resistía a dar cumplimiento al requisito de juramento de
fidelidad al régimen federal. De este modo, revalidó entonces el diploma de abogado en Montevideo, como
dijimos el primer lugar donde se autoexilia y a lo que se dedica posteriormente en Chile es a conseguir el
título de doctor en jurisprudencia.
Al enterarse del triunfo de Urquiza sobre Rosas en la batalla de Caseros, del 3 de febrero de 1852,
Alberdi se apresura a escribir desde Valparaíso, las “Bases y puntos de partida para la organización política
de la República Argentina” que -en la mayoría de los casos- es la única obra del autor que se estudia en las
facultades de derecho, como si fuera prácticamente su único escrito. Las Bases fueron editadas en ese país
en mayo de ese año y luego reeditado en julio, incluyendo un proyecto de Constitución, oportunidad en la
que el pensador tucumano le envía ambas obras a Urquiza, quien le agradece su aporte considerándolo un
medio de cooperación importantísimo y oportuno. Así, las Bases se convierten en la fuente principal de la
Constitución Nacional sancionada el 1° de mayo de 1853.
Así las cosas, y como parte activa del proyecto del entrerriano, fue nombrado "Encargado de negocios
de la Confederación Argentina" ante los gobiernos de Francia, Inglaterra, el Vaticano y España, en virtud de
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lo cual en 1855 partió hacia Europa, pasando fugazmente por Estados Unidos, luego por Londres, para
finalmente radicarse por casi veinticinco años en París, la ciudad de las luces de la civilización
fervorosamente admirada por la intelectualidad de la que el tucumano formaba parte. Con tal misión
diplomática, en 1858 se entrevistó en España con la reina Isabel II y consiguió el reconocimiento de la
Confederación. Antes de emprender su viaje, publicó otra de sus obras más importantes: “Sistema
económico y rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1853”, donde reafirmó su
defensa a ultranza de las teorías liberales clásicas de Adam Smith y David Ricardo.
Aunque su suerte cambiaría luego de la traición de Urquiza en Pavón, el 17 de septiembre de 1861,
cuando las tropas del caudillo entrerriano -superiores numéricamente y militarmente a sus contrincantes-
se retiraron de la batalla lentamente, al tranco de sus caballos, acaso para que nadie dude del hecho de
que la retirada era voluntaria. “La alianza con los enemigos exteriores, desde Brasil hasta el imperio inglés,
y con los unitarios exiliados constituyen la primera gran traición de Urquiza, pero no la última. Pronto habrá
de venir la segunda traición, la batalla de Pavón. Allí, el caudillo entrerriano se retiró cuando tenía el triunfo
a merced de una carga de su caballería, entregando el país a los designios de la oligarquía porteña
encarnada en el vencedor de la batalla: el pésimo general pero habilísimo político, Bartolomé Mitre.”
(Koenig, 2015: XXcap2do punto 2XX) Así, Mitre corona su primera y única victoria militar. Como
consecuencia de este triunfo, Alberdi fue despedido como embajador e incluso el propio don Bartolomé se
negó a pagarle los sueldos adeudados por más de dos años, así como el viaje de regreso, quedando de este
modo sumido en una muy difícil situación económica.
Ahora bien, detengámonos aquí para ubicar esta disputa de intereses en el plano local, dentro del
contexto mundial, para comprender cabalmente -como dijimos- la obra de Juan Bautista Alberdi. Pues
desde su nacimiento, podríamos decir a partir de los primeros años del siglo XIX, el sistema mundo asistía a
un paulatino proceso de transición entre el colonialismo y el imperialismo, como forma de dominación a
escala global. “La formación del Primer Orden Mundial fue una empresa compartida por las cinco potencias
atlánticas. España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra que disputaron en el transcurso de los siglos XVI,
XVII y XVIII el dominio de los mares, el reparto de los territorios sometidos a la soberanía o la influencia
europea y el monopolio de las rutas comerciales. En cambio, el Segundo Orden Mundial fue, durante sus
inicios y gran parte de su desarrollo, una empresa reservada casi exclusivamente a Gran Bretaña (…)
Durante los cincuenta y cinco años corridos entre las derrotas francesas en los campos de batalla de
Waterloo (1815) y Sedan (1870), Gran Bretaña era el único país capaz de ocupar el vacío de poder en el
escenario internacional. (…) La ampliación del Imperio tenía sólidas bases de sustentación: el protagonismo
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del capital y la empresa privada asentado en el liderazgo tecnológico-industrial y el poder naval” (Ferrer
citado por Koenig, 2010: 79 y 81).
Así, comenzó la crisis del sistema de dominación colonialista, con posterioridad a las guerras
napoleónicas de disputa por la hegemonía europea. De hecho -y no por casualidad- es precisamente en
este período que surgen en nuestra América, Estados independientes fragmentados precisamente bajo la
perniciosa influencia británica. Aparece entonces la preponderancia de la potencia emergente, con la cual
los países recién nacidos entablaron un vínculo novedoso que implicó el primer paso en la transformación
del colonialismo al imperialismo: “ya no entraremos como guerreros, vamos a entrar como mercaderes”
dirá George Canning -el entonces ministro de relaciones exteriores británico-. Pues si bien Gran Bretaña
recurrió en algunos casos a la violencia para conquistar estas tierras, su terminante éxito se dio en las áreas
diplomática y económica (Koenig, 2010). “De aquellas regiones débilmente vinculadas entre sí y explotadas
genéricamente por España, único centro aglutinante, surgirán las ‘naciones’ particulares, atraídas por el
imán de otros centros mundiales más poderosos y estables que España. Estas potencias controlarán a
través de las economías exportadoras creadas por el viejo capital mercantil la endeble nación colonial,
disgregándola en Estados ‘soberanos’ con independencia política. Las veinte ‘naciones’ latinoamericanas
nacen de dicho estallido.” (Ramos, 2011: 142)
De esta manera, los ingleses fueron expandiéndose mundialmente con el objeto de abrir los mercados a
la producción de los países centrales y apropiarse al mismo tiempo de las materias primas necesarias para
sus manufacturas. “El ministro inglés Pitt define tajantemente, con la claridad descarnada del imperio:
‘Para Inglaterra: defender el comercio o perecer’ (Casalla, 2003). Así Inglaterra se hace defensor a ultranza
del libre comercio (…) debido a las ventajas competitivas de Gran Bretaña en los nuevos bienes asociados a
la Revolución Industrial.” (Koenig, 2010: 82)
Como veremos al analizar la idea central de Alberdi en las “Bases”, en el caso argentino en particular, las
batallas de Caseros y Pavón -dos derrotas consecutivas del proyecto nacional y popular representado por el
federalismo- fueron determinantes para la penetración de los intereses ingleses en nuestras tierras.
Circunstancia que no era desconocida en absoluto por el pensador tucumano, quien precisamente en esta
coyuntura adopta un abierto anti-hispanismo funcional a la construcción de las condiciones para la
hegemonía británica en el Río de la Plata. En este sentido, Pommer señala (2013: 17):
“Desprecia a España. [P]ara él las virtudes cardinales del trabajo e industriosidad están en la porción de Europa que no ha cruzado los Pirineos. Advierte: no se trata de construir una nación con una identidad fundamentada en el pasado. Se lo debe hacer contra el detestable pasado colonial que continúa presente.” (Pommer, 2013: 17)
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Ahora bien, es sabido que Alberdi -aún en su etapa de férreo defensor del liberalismo- tenía diferencias
con la oligarquía porteña, que se acentúan en la oportunidad en que Mitre -con apoyo del capital inglés-
lleva adelante la guerra del Paraguay, motivo por el cual se enfrenta aún más con los genocidas de ese
pueblo hermano cuando edita “El crimen de la guerra” en 1870. Así las cosas, su regreso a la Patria -que
tuvo una recepción de honor en la Universidad siendo vivado por los estudiantes- se posterga recién hasta
el 16 de septiembre de 1879, cuando en virtud de la candidatura lanzada mediante una alianza entre Roca y
Avellaneda, consigue una banca como diputado nacional por la provincia de Tucumán, en cuya actuación se
encuentra la participación decisiva en los debates parlamentarios sobre la Ley de Federalización de Buenos
Aires, mediante la cual Argentina tuvo su Capital Federal. Recordemos que a Roca le cabría no solo la
consolidación de todos los elementos constitutivos del Estado Moderno argentino, sino también la
preponderancia británica total. Es decir, ese Estado se constituyó en relación de dependencia con el
imperialismo británico e inserto en la división internacional del trabajo, según la cual -parafraseando
nuevamente a Canning- si el lugar de Inglaterra en el sistema de dominación era el de taller del mundo, el
nuestro era el de ser su granja. Pues, a pesar de que esa oligarquía se convenciera a sí misma y escribiera la
historia mostrándose como el “granero del mundo”, en rigor se trataba de una de las tantas dependencias
de servicios de los ingleses.
Acaso la frase del economista británico William Jevons describa magistralmente este cuadro de
situación mundial: “Las planicies de América del Norte y Rusia son nuestros trigales, Canadá y el Báltico
nuestros bosques madereros, Australia nuestros rebaños de ovejas y las praderas de Argentina y el
occidente de América del norte nuestros rodeos de ganado; Perú nos envía la plata, y oro de Sudáfrica y
Australia fluye en Londres; especias provienen de las Indias occidentales y orientales. España y Portugal son
nuestras bodegas y el Mediterráneo nuestros frutales, y nuestras plantaciones de algodón que antes
estaban en el sur de los Estados Unidos ahora están diseminadas en todas las tierras tropicales del globo”
(citado por Koenig, 2010: 84).
Volviendo entonces a Alberdi, más allá de que había conseguido -a instancias de Roca- la banca de
diputado en el Congreso Nacional, la disputa de intereses y contradicciones dentro del sector oligárquico se
resolvió una vez más en su contra, pues tenía poderosos enemigos como el propio Mitre que no sólo no le
perdonaba su campaña a favor del Paraguay, sino tampoco sus agudas acusaciones de falsear la historia y
de compararse con San Martín y Belgrano, que el tucumano sostuvo en su obra “Grandes y Pequeños
Hombres del Plata” escrita el mismo año en que regresó a nuestro país.
Como consecuencia de ello, don Bartolomé articuló una enorme campaña gráfica de difamación
mediante las páginas de su diario La Nación, en virtud de lo cual consiguió que el Senado rechace la
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propuesta de Julio Argentino de que el Estado Nacional publicara sus obras completas, sino que además
logró la desaprobación de su nombramiento como embajador en Francia. Con unos cuantos años encima,
ya cansado y humillado por la propia oligarquía, decidió irse nuevamente del país en 1881. Finalmente
murió el 19 de junio de 1884, del otro lado del atlántico, en una ciudad cercana a París. Lo que la
historiografía mitrista hizo con su obra, como con muchos otros, fue recortar y entronizar las obras
funcionales a sus intereses y condenar el resto de su pensamiento, al olvido.
Las etapas de Alberdi.
Juan Bautista Alberdi es un personaje muy rico para analizar desde el punto de vista jurídico-político
dado que sus ideas fueron transformándose a lo largo de su vida, llegando a ser absolutamente disímiles
una de la otra. De modo tal que para poder explicar al autor creemos necesario diferenciar en él tres
etapas, teniendo en cuenta la advertencia de Zaffaroni (2012: 62) en cuanto a que “si por cada giro
pretendiésemos hallar un nuevo Alberdi, no habría dos Alberdi sino muchos más, porque fue un pensador
en el amplio sentido de quien siempre se sintió libre respecto de sus anteriores opiniones. En tanto que
otros pensadores cercenan su creatividad en el culto a sus propias palabras, Alberdi se distanciaba de ellas
con la singular frescura de un infatigable rectificador repensante.”
Podemos explicar incluso a través de sus etapas, la correlación de fuerzas concretas de cada momento
histórico nacional, en cuyo escenario Alberdi siempre disputó, aún pasando el mayor tiempo de su vida
fuera del país. En este sentido, Hernández Arregui (2004: 102) asegura que “el pensamiento de Alberdi
interesa, pues es dispar según las etapas de su vida. Y porque en conjunto, cayó víctima de las potencias
que había contribuido a fortalecer.”
Etapa romántica:
La primera etapa podemos ubicarla durante sus estudios en leyes y las ideas que quedarán plasmadas
en su tesis de graduación. Es un primer momento de su pensamiento jurídico-político, en la que el joven
Alberdi -por mirar e identificarse con el romanticismo europeo- se acerca a don Juan Manuel de Rosas en
estas tierras, pues bajo la influencia de tal corriente encuentra en el caudillo federal un principio de lo
nacional, que expone en su “Fragmento preliminar al estudio del derecho”.
Allí efectúa incluso una crítica a las ideas de Adam Smith al confrontarlo “con las posturas de la escuela
de Pierre Leroux, escritor político y periodista francés, defensor de un socialismo romántico y democrático,
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difusor también de las ideas de Saint Simon” (Gerez, s.f), a diferencia de la posición que adopta en la
siguiente etapa alberdiana, que es precisamente la más difundida porque -como dijimos- fue funcional a los
intereses de la oligarquía asociada a los negocios del nuevo sistema de dominación imperialista.
Ahora bien, el Alberdi joven “mezcla en su pensamiento una valoración romántica hacia ciertos
elementos locales con la influencia de una escuela histórica de corte hegeliano, (Sánchez 2000) combina
razón y barbarie, es decir, la civilización universal y las dimensiones originarias y arcaicas de la región.
Desde esta perspectiva es que interpreta a Kant: ‘Para leerlo utiliza a Lerminier, Cousin y Jouffroy, de
quienes se vale como modelo para hacer aparecer la moral kantiana como una suerte de conciliación entre
las exigencias universales y lo peculiar de cada situación determinada’ (Sánchez, 2000: 117). Podemos
afirmar entonces que la modernidad europea es la principal coordenada a partir de la cual Hispanoamérica
comienza a preguntarse por sí misma, buscando su nueva identidad en quiebre con las prístinas filiaciones
nativas e hispánicas.” (A. Infante, 2014: 5)
Nutrido de esas tradiciones, Alberdi intenta establecer una relación entre lo universal -que es para el
autor la razón occidental- y lo particular. Entonces sostiene que “a esa razón universal nosotros tenemos
que unirnos porque esa razón universal es el alma del Derecho. Pero tenemos que unirnos conservando
nuestras particularidades, conservando nuestra propia identidad” (citado por Feinmann, 2011). De modo
que debiéramos unirnos a la universalidad en tanto particularidad, es decir acoplarse al devenir universal
de la razón de occidente, pero a ella unirle nuestro rostro particular.
Ello así porque para esta tradición, cada nación debe encontrar la ley propia de su proceso histórico,
dado que -según el tucumano- Dios no se repite en la creación de las naciones. Y en este aspecto, la
“referencia a la nación es significativa porque es la generación de 1837 quien introduce –de la mano del
historicismo- la cuestión nacional en el pensamiento argentino. Pero el aspecto curioso de ese historicismo
alberdiano es que sostiene que nuestros países no tienen historia, puesto que poco es lo que puede
rescatarse del período colonial. [Ello] explica que la afirmación del principio nacional pueda coincidir con el
declarado europeísmo: (…) de Francia vendrán las ideas y allí se encontrará la inspiración para esa
construcción de la nación. Porque solo las formas son nacionales, pero los principios son universales”
(Jozami, 2012: 222)
Ahora bien, tal parece que -según el planteo de Alberdi- estaríamos intentando de “conjugar dos
tendencias que no son fácilmente compatibles: construir una civilización propia y nacional, pero que esté a
la altura de [lo que considera] el nivel vanguardístico de la historia, que está representado por Francia. Por
tanto, esa ‘filosofía americana’ que propugna Alberdi en el Fragmento, no puede ser autóctona sino copia
de la filosofía francesa y europea” (Beorlegui citado por Ahumada Infante, 2014: 7).
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En este sentido, nuestro rostro particular sería el expresado por don Juan Manuel de Rosas, cuya mejor
prueba de legitimidad –sostiene Juan Bautista en esta obra- es la popularidad de su gobierno, de modo que
nadie podría pensar una revolución en contra de ese poder aceptado por el pueblo. Y de allí se deriva que,
Rosas gobierna siguiendo su intuición, interpretando las leyes y la filosofía del desarrollo nacional. Para lo
cual –en una suerte de división de tareas- la nueva generación de intelectuales a la que pertenece,
colaboraría investigando las artes, la filosofía, la industria para encontrar la forma nacional de desarrollo.
Aunque aquí ya se deje entrever un conflicto futuro, en la medida en que el gobernador de Buenos Aires no
acepte la guía intelectual de la generación del ’37, sobre todo frente al bloqueo francés. Pues en este caso
se enfrentaría al razonamiento que expuso en el Fragmento, según el cual:
“Nuestras simpatías por Francia no son sin causa. Nosotros hemos tenido dos existencias en el mundo, una colonial, otra republicana. La primera nos la dio España; la segunda, Francia. El día que dejamos de ser colonos, acabó nuestro parentesco con España: desde la República, somos hijos de Francia. Cambiamos la autoridad española por la autoridad francesa el día que cambiamos la esclavitud por la libertad. A España le debemos cadenas, a Francia libertades.” (Alberdi citado por Zaffaroni, 2012: 59)
La cuestión que podemos diferenciar claramente con los textos de posteriores de Alberdi, es el modo en
que considera al sujeto popular en esta etapa, en tanto más tarde enfatizará la incapacidad que tienen para
ejercer el gobierno, quienes carezcan de instrucción o de una determinada posición social. Sin embargo,
recordemos que en el Fragmento, cuando explica el apoyo a Rosas, sostiene que se trata de un
“representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos
aquí a la clase pensadora, la clase propietaria, sino también a la universalidad, la mayoría, la multitud, la
plebe.” (Alberdi citado por Jozami, 2012: 227)
Etapa liberal:
Podríamos pensar en el inicio de la etapa decididamente liberal de Alberdi, cuando se auto-exilia luego
de la ruptura con Rosas, como sucedió con el resto de toda la generación del 37, que es precisamente
cuando le dieron espacio en la redacción constitucional de 1853. Vale decir que para entonces también era
un prestigioso jurista.
Recordemos que nuestra región, que se insertaba en aquella nueva fase del sistema mundial que
describíamos, venía de la derrota del proyecto de unidad americana -luego del fracaso del Congreso
Anfictiónico de Panamá- y balcanización mediante, empezarían a prevalecer las distintas patrias chicas en
detrimento de la Patria Grande. “En lugar del estado nacional latinoamericano, con un mercado interno
poderoso y unificado, el imperialismo y las [oligarquías] nativas dependientes rompieron la antigua unidad
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colonial, parcelando a Iberoamérica en veinte mercados raquíticos, aislados entre sí y directamente
subordinados cada uno de ellos al mercado internacional controlado por las potencias imperialistas”
(Carpani, 1986: 66).
El juicio que harán los intelectuales liberales de esta generación posterior al proceso independentista,
sobre los libertadores de nuestra América, es contundente en palabras del Alberdi de esta etapa:
“Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más acertadas del modo de hacer prosperar esta América que con tanto acierto supieron sustraer al poder español. Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medios de guerra los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826 provocar ligas para contener la Europa, que nada pretendía y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a las reclamaciones accidentales de algunos Estados europeos. Después de haber representado una necesidad real y grande de la América de aquel tiempo, desconocen hoy hasta cierto punto las nuevas exigencias de este continente. La gloria militar que absorbió su vida, los preocupa todavía más que el progreso” (Alberdi, las Bases, cap. XV)
De manera que el progreso radicaba para los intelectuales liberales en someterse a las condiciones de
dominación imperialista vigente entonces en el orden mundial, “[n]ada de guerras, nada de luchas; valía
más bajar la cabeza que recurrir a la espada. No porque el extranjero fuera imbatible; Rosas demostró que
se podía vencerlo. Pero las victorias criollas perjudicaban el progreso y la civilización de la tierra: [dirá
Alberdi] ‘Ante los reclamos europeos por la inobservancia de los tratados que firméis no corráis a la espada
ni gritéis ¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos que para prosperar necesitan de
todo el mundo… la paz nos vale el doble que la gloria.’ (…) Con la paz habrá dinero, desde luego en manos
foráneas, pero algunas migajas podían recoger los nativos amoldados al nuevo orden y que le sirvieran con
lealtad.” (Rosa, 1992: 105)
Para ello esta generación escribiría las teorías que justifiquen la consolidación de las oligarquías y el
texto constitucional en base a la cual debieran ordenarse los poderes gubernativos y el fin asignado a la
comunidad por el sector social dominante, tomando el concepto de Constitución de Aristóteles según la
traducción de Lassalle. Y será precisamente Alberdi quien diseña la ingeniería constitucional del proyecto
oligárquico que abre la puerta al capital extranjero y la cierra a la participación popular (Koenig, 2015),
mediante su obra Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina y el
proyecto de Constitución agregado -como dijimos- a la segunda edición que envió a Urquiza, convirtiéndose
de este modo en el texto fundante de la Constitución de 1853.
“La propiedad privada usada en términos absolutos es la base de ese nuevo proyecto, una vez que la oligarquía se empoderó con la apropiación de las tierras productivas más ricas del país y terminó de armar sus alianzas tanto externas (con el imperio Británico) como internas (con las clases acomodadas y conservadoras de las provincias norteñas). En el Alberdi de ‘Las Bases’ (…) podemos encontrar: ‘la riqueza es hija del trabajo, del capital y de la tierra’, debiéndose limitar el Estado a garantizar la seguridad necesaria para el desarrollo
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de esos factores de producción; ‘Los capitales son la civilización argentina’ y merecen una ‘amplia y entera libertad de acción y aplicación’ y ‘la libertad ilimitada en la tasa del interés’. Esta es, en definitiva, la idea central de la Carta Magna original, a la que hay que cruzar con la profunda desvalorización de lo criollo y lo aborigen, tal como se sigue de las páginas de dicho texto. Ese es el proyecto que impulsa la oligarquía para organizar la Nación conforme a sus propios intereses.” (Koenig, 2015: XX cap 2do punto 2 XX)
De todos modos, cabe advertir que aún el texto de la Constitución es un terreno de disputa por la
interpretación de sus cláusulas, así como por el proyecto de país que instituyen. Y la postura liberal clásica,
no fue la única en base a cuyos postulados se miraba el texto sancionado. Al respecto, no podemos dejar de
señalar que Mariano Fragueiro –como señala Sampay- hizo una lectura más nacional e intervencionista del
texto constitucional en su “Estatuto para la Organización de la Hacienda y Crédito Público de la
Confederación Argentina”. Frente a esta interpretación y en calidad de autor de su principal fuente, don
Juan Bautista publica en 1854 el “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su
Constitución de 1853”, obra fundamental dentro del corpus alberdiano “concebida como una continuación
de las Bases, plasmando una guía de principios económicos e impositivos para uso de las autoridades de la
joven Confederación Argentina” (Gerez, s/f).
Esta obra, confronta marcadamente con el modelo colonial hispánico y reivindica en forma contundente
a los clásicos, acaso para que no quede duda acerca de cuáles eran los principios económicos sobre los
cuales habría que inscribir al texto constitucional de los vencedores de Caseros. En efecto, en su
introducción “Alberdi reivindica el ideario demoliberal de la Constitución invocando expresamente el
principio del laissez faire, laissez passaire de los fisiócratas y de Juan Bautista Say, para hacer una
encendida defensa de la que llama Escuela Industrial de Adam Smith, a la que califica como ‘doctrina de la
libertad’, afirmando que a esa doctrina y no a otra pertenece la Constitución (…) y sólo dentro de esa
doctrina debe ser interpretada, no correspondiendo buscar otras interpretaciones fuera de ella. (…) El
impacto de la interpretación doctrinaria alberdiana sobre los aspectos económicos de la Constitución fue
muy fuerte y su contundencia contribuyó a afirmar el modelo agroexportador de la Generación del ‘80.”
(Dalla Via, 2011: 30)
En este sentido, en palabras del propio Alberdi en el Sistema económico y rentístico, así defiende aquel
carácter absoluto de la propiedad privada, esbozando la bandera del librecambismo, una especie de
pensamiento único dominante entonces, que sería –como dijimos- el núcleo de la Constitución del 53;
“¿qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? (…) que no le haga sombra. Asegurar una entera libertad al uso de las facultades productivas del hombre; no excluir de esa libertad a ninguno, lo que constituye la igualdad civil a de todos los habitantes; proteger y asegurar a cada uno los resultados y frutos de su industria: he ahí toda la obra de la ley en la creación de la riqueza. Toda la gloria de Adam Smith, el Hornero de la verdadera economía, descansa en haber demostrado lo que otros habían sentido, que el trabajo libre es el principio vital de las riquezas. La libertad del trabajo, en este sentido, envuelve la de sus
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medios de acción, la tierra y el capital y todo el círculo de su triple empleo –la agricultura, el comercio, las manufacturas- que no son más que variedades del trabajo. Según esto, organizar el trabajo no es más que organizar la libertad; organizarlo en todos sus ramos, es organizar la libertad agrícola, la libertad de comercio, la libertad fabril. Esta organización es negativa en su mayor parte; consiste en la abstención reducida a sistema, en decretos paralelos de los del viejo sistema prohibitivo que lleven el precepto de dejar hacer a todos los puntos en que los otros hacían por sí, o impedían hacer.” (Alberdi, 1854)
De manera que, la lectura de Fragueiro se desvaneció a poco de andar, no porque Alberdi escribiera
cómo leerse sino porque la Constitución real –es decir, las verdaderas fuerzas sociales dominantes- harían
esa interpretación en la consolidación de un Estado funcional a sus intereses e inserto en la división
internacional del trabajo tributaria del imperialismo británico. “Ni siquiera fue la [lectura] de Alberdi, sino la
más propia de la oligarquía expresada por los archienemigos del pensador tucumano: Mitre y Sarmiento.
Así, se conjugaron las bases de la penetración imperialista inglesa con su sesgo centralista, aristocrático,
librecambista. Y sobre esta lógica se empezaron a llenar los espacios entre las letras constitucionales y la
realidad de un Estado en construcción, sobre todo a partir de la victoria porteña de Pavón.” (Koenig, 2015:
XX)
Ahora bien, esa libertad absoluta en términos económicos no era tal en términos políticos, dado que
Alberdi, si bien consagraba el principio abstracto de la soberanía popular, consideraba al pueblo incapaz de
gobernarse a sí mismo, de modo que esa tarea era reservada al sector social dominante.
“Por fortuna la libertad económica no es la libertad política; y digo por fortuna, porque no es poca el que jamás haya razón de circunstancias bastante capaz de legitimar, en el ejercicio de la libertad económica, restricciones que, en materia de libertad política, tienen divididas las opiniones de la ciencia en campos rivales en buena fe y en buenas razones. Ejercer la libertad económica es trabajar, adquirir, enajenar bienes privados: luego todo el mundo es apto para ella, sea cual fuere el sistema de gobierno. Usar de la libertad política, es tomar parte en el gobierno; gobernar, aunque no sea más que por el sufragio, requiere educación, cuando no ciencia, en el manejo de la cosa pública. Gobernar, es manejar la suerte de todos; lo que es más complicado que manejar su destino individual y privado. He aquí el dominio de la libertad económica, que la Constitución argentina asimila a la libertad civil concedida por igual a todos los habitantes del país, nacionales y extranjeros, por los artículos 14 y 20.” (Alberdi, 1854)
En este sentido, Luis Alberto Romero (2013: 19) refiriendo al momento de consolidación de los tres
elementos constitutivos del Estado, aunque tomando como punto de partida las ideas diseñadas por la
pluma del pensador tucumano, sostiene que “[d]esde 1880 se configuró un nuevo escenario institucional,
cuyos rasgos perduraron largamente. Apoyado en los triunfos militares, se consolidó un centro de poder
fuerte, cuyas bases jurídicas se hallaban en la Constitución sancionada en 1853 y que, según las palabras de
Alberdi, debían cimentar ‘una monarquía vestida de República’”. Es decir que el propio autor –llevando al
extremo el principio según el cual el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes-
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reconoce que el ejercicio del poder y del sufragio debía concentrarse en manos de la oligarquía excluyendo
al pueblo, cuya libertad se reducía a vender su fuerza de trabajo.
“dice Alberdi: ‘Para dar pábulo al desarrollo industrial y comercial dad al Poder Ejecutivo todo el poder posible’, con el objeto de ‘defender y conservar el orden y la paz’; sin los cuales no se conseguiría ‘inmigración de capital’, que ‘es la varilla mágica que debe darnos población, caminos, canales, industria, educación y libertad’ (…) ‘Yo no veo por qué en ciertos casos no pueden darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se dan para vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquellos’. Empero, para que esto ocurra, es ‘un punto esencialísimo la supresión de los derechos de la multitud’ y únicamente conceder el voto a ‘la inteligencia y a la fortuna’, ya que ambas cosas ‘no son condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles para todos mediante la educación y la industria’. Alberdi, como la mayoría de los pensadores de su generación despreciaba profundamente al pueblo. Y hasta se planteaba su reemplazo por otro como lo expresa con claridad: ‘Necesitamos nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella, sin abdicar el tipo de nuestra raza original, y mucho menos el señorío del país; suplantar nuestra actual familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz de libertad, de riqueza y progreso’ (Alberdi, 2009: 190)” (Koenig, 2015: XXX)
Si hay una idea del Alberdi de esta época que revela ese profundo desprecio de su generación por lo
nacional y lo popular, que a su vez sintetiza buena parte de su pensamiento y que también implicó
importantes consecuencias en la constitución del elemento población en la consolidación del Estado
moderno (es decir, una idea que también fue llevada hasta sus extremos por la oligarquía porteñocéntrica)
fue la que el tucumano expresó en: “GOBERNAR ES POBLAR”.
Pues, la idea de la oligarquía acerca de que los “negros” no quieren y/o no sirven para trabajar porque
son “vagos”, es vieja como el Estado mismo y tiene vigencia aún hoy en vastos sectores de nuestra
sociedad. “Veamos lo que Alberdi quiere para su país. Quiere inmigrantes para ‘plantar y aclimatar en
América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estado Unidos.’
Como en cien años -opina- será imposible hacer del gaucho argentino o del roto chileno un obrero inglés,
traigamos de Europa pedazos de su civilización. El hombre nativo es irredimible. Proponer exterminarlo
sería excesivo. Dejémoslo vivir en los rincones oscuros de la sociedad” (Pommer: 2013, p. 17).
Pues si bien, Alberdi tuvo profundas diferencias con Sarmiento, a quien discutió la dimensión de la
antinomia civilización o barbarie –aún durante esta etapa liberal, como quedó plasmado en Cartas
quillotanas y Las ciento y una- así como también cuestionó la decisión política de exterminio de los nativos
y gauchos, de todos modos no escapaba a la mirada de LA civilización europea –específicamente la
noratlántica- como la única posible. Esto es propio de la Razón Occidental que niega sistemáticamente al
Otro, según sus postulados lo que no es ella, está condenado a no ser. Fue esa la Razón triunfante en la
Europa del siglo XV –cuando se constituye como tal- y cuando comienza la expansión de sus intereses y la
integración para el sometimiento de los terceros, pues en esa dominación del Otro es donde acumularon su
fuerza filosófica, cultural y económicamente.
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“La justificación de tal anexión se funda en el mito de la sincronicidad de las culturas, es decir la idea de
una evolución única de la humanidad. Claro está que la Razón Imperial se reservaba para sí el sitial de
locomotora del progreso de la humanidad. Visto de este modo, Europa no imponía su civilización sino que
civilizaba al mundo. Allí hay que encontrar la idea muy sarmientina de contraponer la civilización con la
barbarie, es decir, imponer la cosmovisión europea sobre cualquier tipo de manifestación de la cultura
autóctona.” (Koenig: 2010, XXX)
De manera que la idea alberdiana de que “gobernar es poblar” implicaba que el elemento poblacional
sea profundamente transformado, una transformación que no fue más que la suplantación por otra
población que en teoría eran aptos para el trabajo, aunque principalmente inmigraron los europeos del sur
y no del norte, como ansiaban. Se trataba así de traer la gente para quien estaba hecha esa Constitución. Al
respecto, José María Rosa dirá que Alberdi resuelve “la antinomia entre un pueblo indoespañol y una
constitución liberal anglosajona (…) quedándose con la constitución y eliminando a los argentinos: ‘No son
las leyes las que precisamos cambia: son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes
incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella… Si hemos de componer nuestra población para el
sistema de gobierno; si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el
sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está
identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin
la cooperación activa de esa raza de progreso y civilización… La libertad es una máquina que, como el
vapor, requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la
libertad en parte alguna de la tierra.’ (Alberdi, las Bases, cap. XXX y XXXII) El raciocinio es convincente. Para
tener la ansiada constitución, y que ésta fuera real, debía traerse la gente para quienes había sido hecha. El
cuerpo para el traje, ya que no había traje para el cuerpo.” (Rosa, 1992: 103)
Entonces, la decisión político-ideológica fue que el elemento poblacional se construya sobre el genocidio
de los nativos y toda resistencia contra la civilización impuesta, reemplazándola por inmigración europea.
Poblar consistía entonces en pasar a degüello a la población que existía y trasplantar otra, ese discurso
racista y discriminatorio en efecto, fue parte fundante de nuestro Estado moderno, en consonancia con la
Razón imperante. Porque –como señala Rosa- para Alberdi y ni hablar para el resto de su clase, ni siquiera
bastaba con educar al pueblo dado que “no era un problema de educación sino de raza: ‘En Chiloé y en el
Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al lado de un
obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la O... Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo,
unidad elemental de nuestras masas populares por todas las transformaciones del mejor sistema de
educación: en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y
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confortablemente’ (Alberdi, las Bases, cap. XXXII y XV). Con la frase en América, gobernar es poblar,
sintetizó su pensamiento. Hacer una Argentina sin argentinos, habitada por las ‘razas viriles’ que harían
posible la constitución. Gobernar es poblar, que exigía despoblar previamente de criollos, para repoblar con
gentes aptas para la libertad” (Rosa, 1992: 103/104)
De manera que, aunque el tucumano planteara sus discrepancias con la antinomia sarmientina, el sector
dominante en realidad había tomado esa decisión política, para la cual la pluma del Alberdi de este tiempo
fue absolutamente funcional a ese proyecto. Un proyecto de país diseñado desde una ciudad puerto parada
de espaldas al país, que quizás la agudeza de Jauretche sea quien mejor describa ese hecho fundante del
Estado moderno argentino, aplicable también a la región. “La idea no fue desarrollar América según
América, incorporando los elementos de la civilización moderna; enriquecer la cultura propia con el aporte
externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol (…) La incomprensión de lo nuestro
prexistente como hecho cultural o mejor dicho, el entenderlo como hecho anticultural, llevó al inevitable
dilema: todo hecho propio, por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno, importado, por serlo, era civilizado.
Civilizar, pues, consistió en desnacionalizar.” (Jauretche, 2008: 23)
Aunque finalmente, no podemos dejar de señalar cómo Alberdi se distancia críticamente de esa
oligarquía genocida incluso durante esta misma etapa, cuando edita “El crimen de la guerra” -cuya lectura
es prácticamente olvidada en los programas de las Altas Casas de estudio del derecho- donde sostiene que
la oligarquía porteña es responsable de un genocidio en la campaña contra el Paraguay en la llamada
Guerra de la Triple Alianza. Todavía sigue adscribiendo plenamente al liberalismo -cosa que algunos dirán
que nunca abandonó-, aunque ya no está de acuerdo con el modo en que es conducido por esa oligarquía,
donde la negación del Otro autóctono se reduce al liso y llano exterminio. Esta diferencia -como señalamos-
Mitre no le perdonará jamás y de allí el odio propinado contra el pensador desde las páginas del diario La
Nación, que -parafraseando a Homero Manzi- actuó y actúa aún hoy, como guardaespaldas de los intereses
de su clase.
Cuando don Bartolomé aseguraba que la guerra fratricida de la “Triple Infamia” se fundamentaba por su
carácter ‘civilizatorio’, Alberdi respondía -en forma letal- dejando en evidencia que si había un país
adelantado y desarrollado era precisamente el de los hermanos paraguayos:
“Si es verdad que la civilización de este siglo tiene por emblemas las líneas de navegación por vapor, los telégrafos eléctricos, las fundiciones de metales, los astilleros y arsenales, los ferrocarriles , etc., los nuevos misioneros de civilización salidos de Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, San Juan, etc., etc., no sólo no tienen en su hogar esas piezas de civilización para llevar al Paraguay, sino que irían a conocerlas de vista por la primera vez en su vida en el ‘país salvaje’ de su cruzada civilizadora” (Alberdi citado por Paredes,2010: 44)
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Ahora bien, señalemos -con Hernández Arregui- acaso como límite en este Alberdi, que el tucumano “no
ignoraba, aunque como siempre calla, en su valiente actitud sobre la Guerra del Paraguay, la mano oculta
de Inglaterra, y centra su fuego en Brasil. (…) Alberdi, economista y diplomático de talento, sabía al dedillo
que tanto Inglaterra como Francia eran las principales interesadas en la libre navegación de los ríos. Mucho
más que Brasil. Pero no podía malquistarse con Londres. Su único apoyo.” (2004: 104)
Etapa de crítica al liberalismo:
Finalmente, el Alberdi viejo cuyas ideas podemos encontrarlas editadas en sus “Escritos póstumos” es
absolutamente crítico hasta del propio liberalismo. Ello así, en tanto en el aspecto económico defiende la
intervención del Estado. Antes de entrar de lleno en su principal postulado de esta última etapa, nos
interesa poner en cuestionamiento la idea de que los sujetos descubren las cosas que escriben, como si se
iluminaran y descubrieran el instituto –por ejemplo- de la propiedad privada, entonces es un presentado
como un abogado brillante que escribe una definición, en lugar de comprender que son ideas político-
ideológicas que se plantean los autores, las piensan, confrontan, discuten, y las sostienen, porque son
producto de la disputa de intereses, de la lucha, la apropiación o la explotación del otro. Desde ahí, los
conceptos son como diría Platón las ideas de la caverna.
Las diferencias de Alberdi con el liberalismo oligárquico –que existía aun en forma incipiente en su etapa
liberal- se vuelve irreconciliable en su última etapa, donde efectúa una profunda crítica a la historiografía
oficial. "En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento y Cía,
han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de
los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre sus batallas, sobre
sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el
crimen de barbarie y caudillaje." (Alberdi citado por Jauretche, 2006: 13). Cabe señalar que esa política de
la historia, fue uno de los mecanismos centrales -junto con la masificación de la escuela- que esa oligarquía
encontró lúcidamente para homogeneizar el elemento poblacional, luego del genocidio de gauchos y
nativos sumado a su reemplazo por inmigrantes de distintos lugares de la Europa pobre del sur -a pesar de
sus planes- que también tenían profundas diferencias culturales entre sí.
Entonces con el fin de construir una identidad nacional, se fueron gestando procesos de asimilación de
esas inmigraciones, prácticamente como en ningún país del mundo, en lo que fue muy efectiva la historia
mitrista, porque lo que construyó fue la historia desde los ojos e intereses de la oligarquía y al escolar que
había que hegemonizar había que hacerle creer que la historia argentina era la historia del protagonismo
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de la oligarquía para que no la cuestione. Por eso Jauretche habla de la política de la historia destinada a
desorientarnos de los fines nacionales, en efecto “la falsa historia comienza a funcionar no sólo por la
desvirtuación del pasado (…) sino como un sistema destinado a mantener esa desvirtuación y prolongarla
en lo sucesivo imponiéndola para el futuro por la organización de la prensa y la enseñanza, de la escuela a
la universidad, con una dictadura del pensamiento, esa que señala Alberdi, que hiciera imposible esclarecer
la verdad y encontrar en el pasado los rumbos de una política nacional. Esto era una exigencia de la
estructura económica que se creaba por la aplicación lisa y llana del liberalismo económico, que coincidía
en esos momentos con los intereses de la dominación de Gran Bretaña, pues su fundamento era la división
internacional del trabajo.” (Jauretche, 2006: 17/18)
A tal punto el pensador tucumano destroza a la política de la historia esgrimida por la oligarquía
porteña, que Jauretche lo considera parte de los autores previos al revisionismo, cuando sostiene que a
partir de 1955 "[l]a investigación y la búsqueda ansiosa de nuevas claves para interpretar la historia, hace
aparecer a los ‘proto-revisionistas’, es decir, aquellos hombres de nuestro pasado, anteriores a los que
habíamos considerado como precursores (Saldías, Quesada) que ya en su tiempo impugnaron a la
historiografía liberal. Así se ‘redescubre’ al Alberdi ‘viejo’, al José Hernández, defensor del Chacho, a Guido
Spano, crítico de la guerra del Paraguay, a Olegario V. Andrade, a Evaristo Carriego (abuelo), a Francisco P.
Fernández, etc." (Jauretche, 2006: 121/122)
En el mismo sentido, León Pommer (2013: 15) –que también refiere a esta etapa como “el Otro
Alberdi”- sostiene que en sus Escritos Póstumos “es feroz el ataque a los liberales porteños, a su corrupción
y venalidad. Pero entiéndase bien, Alberdi no abjura de su liberalismo. Sus Bases son la prueba cabal de su
ideario. Pero quiere a los liberales profesando la honestidad, no al servicio de una oligarquía mercantil.
Alberdi es un gran develador de mitos, intérprete de una historia que está elaborando el poder entronizado
en la ciudad puerto”. Por lo tanto, lo considera al igual que Jauretche, el precursor de una historia no
oficial, en tanto notable anticipador de quienes más tarde negarían acatar la historia canonizada.
Sin embargo, acaso como un matiz con el citado autor, señalemos que otros autores consideran que,
durante esta última etapa de su vejez, Alberdi renuncia a su liberalismo económico y se identificaba con
posturas proteccionistas y pragmáticas, como por ejemplo las importantes referencias en sus obras
póstumas de algunos de los postulados de Hamilton en lo relativo a sus críticas “frente a la creciente
popularidad de la doctrina del libre cambio. Consideraba a la política británica de liberación del comercio
exterior, un ejemplo desacertado. Le preocupaban las restricciones que, en los mercados extranjeros,
impedían la demanda de bienes americanos, mientras el mercado americano estaba completamente
abierto.” (Gerez, s.f)
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Incluso en estos tiempos, Alberdi modifica su postura contraria al régimen de España en estas tierras,
pues recordemos que en su etapa liberal atribuía a ese pasado hispánico todas las causas del atraso
americano. Así Hernández Arregui sostiene que “junto a ese Alberdi deplorable, hay otro Alberdi. El mismo
que ya anciano, en su casi desaparecido libro Mi vida privada, recuerda su formación francesa e inglesa con
arrepentimiento: ‘Mi preocupación de ese tiempo contra todo lo que era español me enemistaron con la
lengua misma, sobre todo con la más pura y clásica, que me era insoportable por lo difusa. Falto de cultura
literaria, no tenía el tacto ni el sentido de su belleza. No hace sino muy poco que me he dado cuenta de la
suma elegancia y cultísimo lenguaje de Cervantes. Pero más tarde se produce en mi espíritu una reacción
en favor de los libros clásicos de España, que ya no era tiempo de aprovechar, infelizmente para mí, como
se llega a ver en mi manera de escribir en la única lengua en que no obstante escribo’” (Hernández Arregui,
2004: 104).
Así, el viejo Alberdi revisa en esta etapa gran parte de sus juicios sobre España, no sólo en cuanto a la
cultura hispánica de la que los suramericanos somos hijos -aunque ello sea producto de una violación, no
podemos dejar de señalar que, quizá producto de la discusión de los humanistas, el Imperio español en
América se mezcló con los pueblos originarios dando lugar al surgimiento de un nuevo sujeto-, sino
también en lo relativo a las críticas lapidarias que tuvo otrora sobre el régimen administrativo español, al
comprobar los efectos desastrosos de la política posterior a Caseros y Pavón, que él mismo había
contribuido a construir como ideólogo aporteñado y habiendo pasado por alto que aquel régimen fue
proteccionista en relación a las provincias del interior.
Discutiendo con Sarmiento, aunque en el fondo también contra Mitre, se plantea en diversos
fragmentos de sus obras póstumas y también en su correspondencia privada -que la historiografía oficial se
preocupó en mantener en estricto secreto y resguardo, para mostrar sólo el Alberdi funcional a sus
intereses, que consideró al sistema español la causa de los desequilibrios del país- reconocerá allí el
tucumano que la legislación de aquel régimen mantuvo a las provincias estabilizadas y en paz por siglos.
Así, dirá que Sarmiento “es digno de ese honor al mismo título que sus héroes, porque ha colaborado con
ellos en la misma obra de disolver la unidad nacional, que de un estado más o menos regular que fue al
salir de las manos de España, ha quedado convertida por sus reconstrucciones de acciones de la pluma, en
una masa informe de pueblos, gobernados apenas por las condiciones de su común geografía” (Alberdi
citado por Hernández Arregui, 2004: 106).
Aunque no sólo este aspecto le discute el tucumano al sanjuanino, sino que tiene especial obsesión por
refutar las ideas vertidas por Sarmiento en el Facundo. Lo hace con la agudeza de su pluma en diversos
apuntes que su sobrino Francisco Cruz incluyó en las obras póstumas –que según Pommer (2013)
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probablemente fueron escritos entre la época del derrumbe de la Confederación y 1880-, donde Alberdi
cuestiona la radical dicotomía sarmientina, utilizada por la oligarquía en nuestro país, aún hoy. En estos
textos corrige lo que escribía en su juventud con el apodo de Figarillo y también en las Bases, al considerar:
“¿Qué idea tiene de la civilización este autor de Civilización y Barbarie? La civilización para él está solo en las ciudades, porque, según él, consiste en el traje, en las maneras, en el tono, en los modales, en los libros, en las escuelas, en los juzgados. Para él la América se divide en dos mundos: las ciudades y las campañas, que él considera como dos partidos, dos entidades, no solo distintas y separadas, sino enemigas, antagonistas, incompatibles, representando una la civilización y la otra la barbarie. (…) Mientras que el autor pretende que las campañas pastoras representan la barbarie, su libro no desmiente que toda la opulencia y riqueza argentina nacida de la industria rural se produce en las campañas, y que donde está la riqueza y la opulencia, está la civilización.” (Alberdi, 2013: 31 y 55)
En su lapidaria crítica respecto a quienes en nombre de la civilización utilizaron los métodos de la
barbarie que ponían en cabeza de sus adversarios político, en esta etapa de su vida, dirá:
“Al caudillo de las campañas sigue el caudillo de las ciudades, que se eterniza en el poder, que vive sin trabajar del tesoro del país, que persigue y fusila a sus opositores, que hace guerra de negocios pero todo en forma y en nombre de la ley que, en sus manos, es la lanza perfeccionada del salvaje. No mata con cuchillo pero destroza y devasta con el sofisma, que es su cuchillo. No es el caudillo de chiripá pero es el caudillo de frac; es siempre un bárbaro, es decir las dos cosas unidas formando un solo todo: una civilización bárbara, una barbarie civilizada. (…) Lo que es nuevo y magnífico es matar, empobrecer y desolar países como Entre Ríos y Paraguay, en nombre de la civilización y el progreso; y éste es el atributo original y distintivo del caudillaje letrado de las ciudades argentinas. (…) Decir que Buenos Aires representó la ‘civilización’ y las provincias la barbarie es una extravagancia que sólo puede disculparse al fanatismo del partido. De parte del extranjero neutral, el nudo de esta calificación es una solemne impertinencia, a menos que no participe directamente del interés de calumniar los hechos.” (Alberdi, 2013: 73/74)
En cuanto al asesinato y sobre todo la posterior obra escrita por el sanjuanino para justificar tremendo
crimen político del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, será contundente Alberdi al afirmar que:
“La Vida del Chacho, mejor titulada La muerte del Chacho, es el escrito más premeditado y esmerado que Sarmiento haya compuesto en su vida. En él llena dos objetos que le van al alma: lavarse de la macha de asesino y apropiarse la gloria de haber enterrado de un empujón al caudillaje de treinta años, pues no fue más que un empuje, según él, la victoria de Caucete, que acabó en el Chacho con la montonera argentina de treinta años. La montonera moría con el último montonero, como dejaron de existir los indios bárbaros del desierto, según anunció al Congreso en uno de sus Mensajes anuales, siendo Presidente. Lejos de desaparecer, tanto los indios como los montoneros, han seguido y seguirán existiendo por la obra de Sarmiento, que ha consagrado su vida al trabajo barbarizador de mantener a la República Argentina sin la autoridad nacional real y efectiva, cuya ausencia es todo el origen de los caudillos, de las montoneras y de los levantamientos locales. (…) Buenos Aires y sus poseedores han triunfado, antes como ahora, no porque representen la barbarie ni la civilización, sino porque han representado y tenido el poder real que consiste en la riqueza allí concentrada de toda la nación.” (Alberdi, 2013: 78/79)
20
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