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(2010). De granito y encinas La obra de Alejandro López Andrada Adentrarse en la poesía de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) es como caminar por una dehesa milenaria, entre paredes de granito y encinas centenarias, para volver al origen de una tierra – Los Pedroches- y de unos hombres y mujeres marcados por la geografía y la distancia. Cuando uno se detiene en el hondo paisaje retratado, paisaje de naturaleza o retrato de seres amados, a ratos reconocemos una niñez olvidada o adolescencia que no llega, a ratos sentimos emociones originales, ideas extrañas a nosotros. Es -emocionado lector- el milagro de la literatura. Porque toda su poesía nace y respira de una naturalidad desusada, tejida con unos hilos finísimos de calidad humana e intuición innata. Cabría decir que la de López Andrada es una poesía colgada en el espacio, como un cuadro de Velázquez o una plaza solitaria de cualquier pueblo del Sur. No es una poesía rupturista, no es una poesía incluida en ningún ismo, no es nada rebuscada, aunque a veces tiene algo de todo ello. La poesía de Alejandro López Andrada si se parece a alguien es a la de esos poetas antirretóricos y españolísimos de principios del siglo XX que hicieron de nuestras letras una de las literaturas más luminosas de la tierra. "Todo es aquí muy de verdad, y una piedad transida, una especie de bondadosa compasión telúrica que comulga con los seres y las cosas, lo empapa todo” -nos dice Père Gimferrer en el Pórtico a Los pájaros del frío (2000). Gimferrer compara la obra de Alejandro López Andrada con la de Antonio Colinas o Julio Llamazares, y desde un primer momento, la obra de López Andrada parece venir del corazón, del interior de un poeta sensible y ensimismado, aturdido a veces por un mundo que desaparece ante sus propios ojos a la velocidad de un meteorito. La poesía, que brota naturalmente, como su propia prosa, desdeña al erudito

De granito y ncinas. La obra de Alejandro López Andrada

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(2010). De granito y encinas La obra de Alejandro López Andrada

Adentrarse en la poesía de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) es como caminar por una dehesa milenaria, entre paredes de granito y encinas centenarias, para volver al origen de una tierra –Los Pedroches- y de unos hombres y mujeres marcados por la geografía y la distancia. Cuando uno se detiene en el hondo paisaje retratado, paisaje de naturaleza o retrato de seres amados, a ratos reconocemos una niñez olvidada o adolescencia que no llega, a ratos sentimos emociones originales, ideas extrañas a nosotros. Es -emocionado lector- el milagro de la literatura. Porque toda su poesía nace y respira de una naturalidad desusada, tejida con unos hilos finísimos de calidad humana e intuición innata. Cabría decir que la de López Andrada es una poesía colgada en el espacio, como un cuadro de Velázquez o una plaza solitaria de cualquier pueblo del Sur. No es una poesía rupturista, no es una poesía incluida en ningún ismo, no es nada rebuscada, aunque a veces tiene algo de todo ello. La poesía de Alejandro López Andrada si se parece a alguien es a la de esos poetas antirretóricos y españolísimos de principios del siglo XX que hicieron de nuestras letras una de las literaturas más luminosas de la tierra.

"Todo es aquí muy de verdad, y una piedad transida, una especie de bondadosa compasión telúrica que comulga con los seres y las cosas, lo empapa todo” -nos dice Père Gimferrer en el Pórtico a Los pájaros del frío (2000). Gimferrer compara la obra de Alejandro López Andrada con la de

Antonio Colinas o Julio Llamazares, y desde un primer momento, la

obra de López Andrada parece venir del corazón, del interior de un poeta sensible y ensimismado, aturdido a veces por un mundo que desaparece ante sus propios ojos a la velocidad de un meteorito. La poesía, que brota naturalmente, como su propia prosa, desdeña al erudito

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que se atasca y pavonea, al creador ciego que omite lo que no entiende o al que cae en el leve error gramatical. Construye López Andrada “el verso casi siempre –y seguimos con palabras de Gimferrer- sobre patrones heptasilábicos y endecasilábicos”, que el poeta “entrecorta a menudo, separando hemistiquios que la métrica pediría unir tipográficamente".

La mención de Antonio Colinas, de Llamazares, no es casualidad. La relación de Alejandro López Andrada con los poetas leoneses es antigua. Desde muy pronto, Alejandro conoce y cita la obra de Colinas y sus enseñanzas calarán pronto en su obra. No sólo cita en sus primeras obras a los poetas clásicos más próximos: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Federico García Lorca; sino que hace mención del Grupo Cántico (Ricardo Molina, Juan Bernier o Mario López) y de la generación de los Novísimos, como Antonio Colinas, del que el joven López Andrada cita un verso de “Truenos y flautas en un templo” del poemario Sepulcro en Tarquinia.

Del principio de la sencillez

En una entrevista publicada en la revista Cuzna, Alejandro López Andrada reconoce en su recorrido poético dos etapas bien diferenciadas. Una primera etapa, más metafórica y surrealista, más preocupada por el lenguaje y sus vericuetos, aunque muy fina y andaluza. Y una segunda, más directa y verdadera, más interesada por la trasparencia, o mejor, por la trascendencia, una poesía marcada por el concepto y los símbolos, que busca no ya una metáfora fácil, sino a través del símil o la imagen llegar al fondo mismo de las cosas: más auténtica, en resumen.

Si en líneas generales esta afirmación es muy cierta, nos interesa ahora perfilarla con mayor detalle. Sus primeros libros, obras de muy escasas dimensiones, son poemarios de sencilla factura donde el poeta pone de manifiesto una y otra vez su herencia cultural. La comarca cordobesa de Los Pedroches –Veredas Blancas la llamará más tarde-, de la que procede el autor y en la que se

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inserta todo su mundo poético, sale a relucir una y otra vez de una manera natural, sencilla y recurrente. Desde el principio hasta el fin, sus poemas son un recorrido completo por su mundo conocido, una “perfecta simbiosis con el paisaje de esta tierra” –dirá el poeta, para quien la poesía habrá de ser “sencillez, frescura, paisaje y silencio”. De entre los ecos de los poetas cordobeses de Cántico podemos distinguir quizás las voces de una poesía más universal, de la mano de Miguel Hernández o Antonio Machado. Como en un banco de pruebas, Alejandro López Andrada maneja un arte poética que le va a llevar a su propio canto, la melodía nueva que la dictará su espíritu. Las palabras desusadas o las creaciones léxicas están muy presentes en esta etapa (aulagas, juncias, alcaudones, siringas o gamonitas); junto a experimentos creativos de raíz verbal como amapolándose, marmoleándose, se alamedan cual trinos de un jilguero, que empoza el sueño de los mineros grises, etc. Las creaciones metafóricas tienden a la búsqueda de una naturaleza amable y hermosa, a la manera de un clásico como fray Luis

de León o de un humanista como Garcilaso de la Vega. Muchas

veces, pudiera pensarse que sus poemas se adentran en la más que segura hermandad con la naturaleza. Su voz, que empieza a sonar personal desde la primera línea, de tan localista se eleva a una categoría poética superior: aspira a ser parte del universo mismo; o mejor dicho, a fuer de localista, su poesía se hace universo; de tan sentimental, tan honda.

De la madurez

La floresta de amianto, libro publicado en 1991, es quizá el poemario más difícil del poeta vallesano. Prologado por el poeta cordobés Manuel Gahete con unas palabras precisas, el libro representa –en palabras del propio Gahete - “un cambio tímido hacia la concepción surrealista”, lejos del “empirismo animado” de su producción primera. Una novedosa tipografía, desaparición de los títulos de los poemas, una actitud irónica rayana en el sarcasmo con unas imágenes sugerentes, de clarísima influencia surrealista. Por eso, Gahete habla de “un poema

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único dividido en cuatro grandes estadíos que no pierden su hilazón conceptual ni temática”. Las citas del alemán Hölderlin, de Molina, de Crespo o del minoritario José Carlón nos aproximan a una de las épocas clave en su creación. La religiosidad, la honda religiosidad atormentada de Alejandro López Andrada aparece en este libro constantemente; de manera hiriente, a veces; casi sangrante otras. Es una religiosidad popular, fresca, de maneras postconciliares, pero ausente de disquisiciones sibilinas o profundidades teologales. Quasimodo, el poeta italiano del novecientos, sirve a López Andrada como pórtico en más de una ocasión para ilustrar con el misterio de sus palabras la obra que tenemos delante.

La tumba del arco iris (1994), libro que recorre la infancia del autor y se enfrenta a la muerte de su padre, no es sino un “paisaje derruido de musgo y frío”, “nostalgia gélida y petirrojos en el horizonte”-en palabras del autor- es un alto en el camino. Biografía y lenguaje se dan la mano para bucear por el alma de nuestro autor.

El cazador de luciérnagas (Visor, 1996), continúa la senda surrealista y enigmática de Alejandro López Andrada. El cine es un poema que nos habla de paredes insondables y cometas de gamuza. Imágenes surrealistas y búsqueda de su interior atraviesan la pequeña obra de cuarenta y cinco poemas de extensión breve (raramente superan los veinte versos). La medida de los versos también nos habla de una voluntad de síntesis, de minimalismo más o menos consciente. Aunque la medida es libérrima, abundan los versos de tres y cuatro sílabas, intercalados entre otros más largos, octosílabos o endecasílabos. La rima es caprichosa, a veces, inexistente; otras, no es sino interior y apropiada al ritmo que el poeta desea para su poema. Pero todos ellos respiran un mismo aire, melancólico y como de naturaleza muerta, de desolación y abandono, aunque hay continuas referencias a su temática tradicional, a veces cargada de gruesa ironía: “Es un iluso:/quizá no sepa nunca/ que el cielo está enterrado en el asfalto”. De los ecos y las referencias de los poetas de Cántico hemos

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pasado a los ecos contemporáneos que buscan un asidero en una poesía que se siente hermana del momento.

En 1995 había aparecido El bosque del arco iris, un librito de 28 páginas de formato amplio en el que encontramos una veintena de poemas protagonizados por una naturaleza animada con un trasfondo modernista. Un juguete poético –como gustaba decir a Federico García Lorca- pero de una gran hermosura, no apto para infantiles ojos, pues no pretenden otra cosa que parodiar mundos de fantasía infantil. Creaciones manieristas, recreaciones cultas de poetas clásicos como Rubén Darío o Federico García Lorca. Poemas sobre versos de arte menor, sus ritmos se adiestran a una rima asonante en los pares quedando sueltos los impares, con leves rimas internas que elegantemente se distribuyen el su extensión.

Poeta de la naturaleza

En 1999 se abre una nueva etapa. El poeta -que ahora comparte su tiempo con la novela y ha superado la mitad de su camino- parece adentrarse su entorno y vuelve la mirada sobre lo conocido, la experiencia, pero con una poesía madura y serena, cargada de simbolismo y memoria. El humo de las viñas, premio Cáceres, Patrimonio de la Humanidad (1999) y Los pájaros del frío (2000, Premios Rafael Alberti y Andalucía de la Crítica) consagran a Alejandro López como el gran poeta de la naturaleza. Su madurez está presente en una poesía reflexiva, esencial, mínima ,a veces. Los árboles dormidos (2002, Premio Ciudad de Badajoz), El vuelo de la bruma (2005, Premio Ciudad de Salamanca) o La tierra en sombra (2007, Premio Fray Luís de León ) cierran una obra que crece sin cesar. La voz poética de Alejandro López Andrada es ya una voz indispensable en la poesía española contemporánea. Una cima de la poesía andaluza difícil de callar. Nosotros estamos de enhorabuena por contar de nuevo con su presencia.

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Emilio Luque Pérez