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Artículo Libro ALED Los estudios del discurso: usos interdisciplinares Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia, pp. 451-486. Título La esteticidad como condición de existencia de los discursos poéticos. Una propuesta teórica-metodológica Autora Dra. Vivian Romeu [email protected] Universidad Autónoma de la Ciudad de México México, D.F. Introducción Discurso y arte son dos campos teóricos que han estado vinculados desde hace mucho tiempo por medio de lo que hoy se conoce como discurso literario. Dicho vínculo hunde sus orígenes en la Retórica Clásica, en tanto ciencia del lenguaje cuyo objeto de estudio es el discurso. En sus inicios, la Retórica Clásica giraba en torno al discurso judicial (concepción pragmático-legal) y al filosófico (concepción especulativa y social), pero concibió junto a ella y a su amparo, a la Poética, heredera de la retórica isocrática, para que se ocupara de los discursos estéticos y fundara su lugar en el mundo de lo imaginario. Enfocada pues en la elocutio 1 , la Poética pasó a operar sobre la base de una concepción formalista que se enfocaba, como su nombre lo indica, en el estudio de los ornamentos formales del discurso. Por ello, al quedar separadas la Retórica y la Poética en sus objetos e intenciones finales, quedaron divididas en dos también las perspectivas epistémicas que adquirirían en el futuro los estudios sobre el discurso en general, y en particular, sobre el discurso del arte. Las nuevas retóricas, nacidas a mediados del siglo XX y al calor de los estudios semióticos, centraron su preocupación por una parte en el análisis de los mecanismos de eficacia del discurso social, y por la otra en el de las estructuras lingüísticas de la literatura. Es precisamente esta segunda vertiente neorretórica la que conduce a consolidar el estudio sobre el discurso literario en tanto discurso de lo excepcional, de la desviación lingüística… en una palabra, en tanto discurso del tropos o figura. En ese sentido, el predominio lingüístico que como ya hemos esbozado convierte al discurso literario en el discurso del arte por excelencia, deja mayormente de lado en su ámbito de reflexión y análisis con esta caracterización, otros discursos del arte como lo son el de la música o el de la pintura por ejemplo, donde la noción de discurso literario queda pequeña cuando se trata de reducir a ella todo discurso del arte. 1 La elocutio es una de las cinco dimensiones de la Retórica Clásica. Las otras son: invetio, dispositio, actio y mnemotecnia.

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Artículo Libro ALED

Los estudios del discurso: usos interdisciplinaresInstituto de Estudios en Comunicación y Cultura, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá,

Colombia, pp. 451-486.

TítuloLa esteticidad como condición de existencia de los discursos poéticos. Una

propuesta teórica-metodológica

Autora Dra. Vivian Romeu

[email protected] Autónoma de la Ciudad de México

México, D.F.

Introducción Discurso y arte son dos campos teóricos que han estado vinculados desde hace mucho tiempo por medio de lo que hoy se conoce como discurso literario. Dicho vínculo hunde sus orígenes en la Retórica Clásica, en tanto ciencia del lenguaje cuyo objeto de estudio es el discurso. En sus inicios, la Retórica Clásica giraba en torno al discurso judicial (concepción pragmático-legal) y al filosófico (concepción especulativa y social), pero concibió junto a ella y a su amparo, a la Poética, heredera de la retórica isocrática, para que se ocupara de los discursos estéticos y fundara su lugar en el mundo de lo imaginario.

Enfocada pues en la elocutio1, la Poética pasó a operar sobre la base de una concepción formalista que se enfocaba, como su nombre lo indica, en el estudio de los ornamentos formales del discurso. Por ello, al quedar separadas la Retórica y la Poética en sus objetos e intenciones finales, quedaron divididas en dos también las perspectivas epistémicas que adquirirían en el futuro los estudios sobre el discurso en general, y en particular, sobre el discurso del arte.

Las nuevas retóricas, nacidas a mediados del siglo XX y al calor de los estudios semióticos, centraron su preocupación por una parte en el análisis de los mecanismos de eficacia del discurso social, y por la otra en el de las estructuras lingüísticas de la literatura. Es precisamente esta segunda vertiente neorretórica la que conduce a consolidar el estudio sobre el discurso literario en tanto discurso de lo excepcional, de la desviación lingüística… en una palabra, en tanto discurso del tropos o figura.

En ese sentido, el predominio lingüístico que como ya hemos esbozado convierte al discurso literario en el discurso del arte por excelencia, deja mayormente de lado en su ámbito de reflexión y análisis con esta caracterización, otros discursos del arte como lo son el de la música o el de la pintura por ejemplo, donde la noción de discurso literario queda pequeña cuando se trata de reducir a ella todo discurso del arte.

1 La elocutio es una de las cinco dimensiones de la Retórica Clásica. Las otras son: invetio, dispositio, actio y mnemotecnia.

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Por ello quizá, y en un intento por salvar medianamente de la parcialización literaria al arte, la Poética contemporánea se enfoca en analizar y deducir las reglas generales de la producción de las figuras, dejando de lado el estatuto de ciencia práctica y normativa de la Retórica Clásica para situarse fuera de la conceptualización sobre el sentido intencional de la producción de efectos y en su lugar pasar a describir la manera en que están estructurados los enunciados. Sin embargo, los trabajos que han optado por comprender el estatuto estético-estructural de una pieza musical, una escultura o una pintura no logran dar cuenta de las reglas generales del arte, optando siempre por la fragmentación y la individuación de los casos analizados.

En esta fragmentación ha jugado la semiótica un importante y privilegiado papel, aportando modelos de análisis diversos que han podido dar cuenta de las significaciones en una obra de arte dada, aunque ha fracasado también (por no ser su pretensión, por supuesto) en explicar qué hace a una obra de arte ser arte, más allá de sus significaciones, aspecto este que en lo general y desde disímiles aproximaciones, le preocupó a la Poética desde su surgimiento.

Esta última preocupación, de la que abreva este trabajo en casi primera instancia, no impide que dejemos de lado el hecho pragmático constitutivo en todo discurso. El supuesto de partida que anima nuestra reflexión sobre el discurso poético parte de considerar su carácter relacional que, como cualquier discurso, en tanto tal no deja de ser como bien advierte Foucault “flujo de conocimiento a través del tiempo” (1988), y en ese sentido, instancia histórico-social de construcción y representación de una realidad necesariamente intercambiada, compartida, negociada y disputada a través de los eventos del habla por los participantes de una interacción.

Negar lo anterior implicaría suponer que el discurso está exento de una posición discursiva y exento también de materialidades creadas por el propio ser humano que lo enuncia, lo que equivaldría a su vez a cometer el mismo error que afirmar que en la construcción de una clase de discurso cualquier configuración estructural cuenta.

En la revisión preliminar que hemos realizado sobre los enfoques metodológicos en el análisis del discurso, nuestro trabajo se instala en el análisis del discurso poético, mal llamado y malentendido como discurso “literario” y en su lugar propone explorar las formas de análisis del discurso poético o estético, contemplando la posibilidad de abrir una brecha analítica y clasificatoria diferente en los estudios contemporáneos sobre el discurso del arte. Dicha brecha tomaría de la Poética Antigua la facultad de operar sobre las estructuras, en este caso se trataría de retomar y adecuar el valor de las estructuras narrativas y construcciones sintácticas propias del análisis de los discursos literarios, y tomaría de la Poética Contemporánea la necesaria relación pragmática que todo discurso incorpora, al admitir que el acto de enunciación del cual se desprende la concepción y expresión del discurso poético está en estrecha relación con el ámbito de la recepción y lectura del mismo.

En ese sentido, nos proponemos reflexionar en torno a la esteticidad como condición de todos los discursos del arte y hablar de discurso estético o poético en sustitución, como ya dijimos, del parcializado discurso literario. Esta clasificación estará fundada en la naturaleza estética (sensible) que poseen los textos que conforman estos discursos para generar diálogo, misma que a su vez estará soportada en la reflexión de lo que consideramos los dos aspectos constitutivos e interdependientes del discurso poético: la metáfora y el secreto. Sendos aspectos serán entendidos en este trabajo

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como instancias narrativas que construyen estructuras de sentido y satisfacen así tanto la necesidad de indagar en los ámbitos de la enunciación y del enunciado como también en los ámbitos de la recepción y la interpretación.

Al amparo de esta somera descripción nos interesa resaltar que nuestra apuesta considera al discurso poético poseedor de una organización estructural básicamente narrativa que, más allá de lo ficcional, construye una instancia dialógica de relación con el lector que es justamente la que define su caracterización como discurso poético a partir de sus especificidades propiamente estéticas, ya que es debido a ellas que los discursos poéticos pueden configurarse como tal en tanto en ellos se resume también el saber histórico e individual elaborado y acumulado por el arte, sobre el arte y en torno al arte.

Para abordar nuestra propuesta nos apoyaremos, por una parte en la revisión de la teoría de la interpretación y el concepto de metáfora de Paul Ricoeur, la noción de secreto proveniente de la semiosis hermética y el concepto de indeterminación de Wolfgang Iser. Por otra parte, como conceptualizaremos también el discurso estético o poético en su dimensión de acontecimiento nos apoyaremos en la teoría de los campos de Pierre Bourdieu para referirnos a este discurso como una práctica históricamente situada. También nos referiremos al diálogo que establece el enfoque sistémico de la comunicación con la sociología cultural y la fenomenológica en aras de conceptualizar el discurso estético al interior del discurso artístico en tanto discurso social e individualmente creativo.

Todo ello, en su conjunto, nos permitirá responder a las siguientes preguntas que son las que guían la reflexión que da pie a nuestra propuesta. ¿Qué marco teórico permite abordar el discurso poético como práctica y como producto? ¿Qué distingue al discurso poético de otros discursos, incluyendo el artístico y el literario? y ¿Qué consecuencias posee dicha distinción para su abordaje metodológico?

1. Perspectivas teóricas y conceptuales para el abordaje de lo estético en el discurso poético. Antecedentes y anclajes

A lo largo y ancho de la Historia del Arte, la preocupación por el sentido de las obras de arte, ya sea que lo gesten o lo convoquen ha estado latente; y tanto desde el punto de vista sociológico como desde el punto de vista semiótico la pregunta de si el arte significa o tiene significación ha sido una constante para aquellos que valoran y estudian el arte, e incluso, para aquellos que simplemente lo consumen.

Desde la aparición de la semiótica como herramienta para la apreciación artística y para el análisis estructural, crítico y pragmático -empleados en la Historia del Arte y los Estudios Literarios respectivamente-, el arte y su pretendida significatividad ha estrechado fuertes lazos que aunque poco explotados invitan a un diálogo directo y franco con los estudios de la comunicación. Ejemplo de ello son las múltiples y conocidas reflexiones en torno a la conceptualización del arte como lenguaje que desde el campo de la filosofía marcan el origen de esta relación.

En un trabajo anterior (Romeu, 2008), hemos comenzado a agrupar y clasificar dichas reflexiones en cuatro nodos conceptuales: el nodo estético-histórico, representado básicamente por los trabajos de Aristóteles, Hauser, Dewey, Collingwood y Adorno; el estético-cognitivo, por Kant, Hegel, Heidegger, Ricoeur y Gadamer; el estético-intuitivo, donde se hallan los trabajos de Bayer, Croce y Pareyson; y por último

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el estético-semiótico, que ha sido trabajado por Eco, Lotman y Calabrese. Sin embargo, recientemente, hemos incorporado un quinto nodo conceptual, apenas en gestación, que constituye lo que pudiéramos llamar nodo estético-comunicativo. Este último nodo proveniente de la Pragmática Estética que es un campo filosófico aun por consolidarse, resulta particularmente importante a las relaciones entre arte y discurso ya que a través de las obras de sus exponentes principales (Goodman y Vilar, y en cierto sentido la Escuela de Constanza) resulta posible referirnos al fundamento comunicativo de la obra de arte.

Las tesis de Goodman (1976, 1990) sobre la simbolicidad intrínseca del arte y su propiedad de representación apuntan no sólo hacia la significación de la obra en tanto representación de algo, sino en tanto acción cognitiva que da cuenta de dicho simbolismo justamente a partir de la relación entre obra y lector. Vilar, por su parte, se refiere a la razón comunicativa del arte, como parte de un conjunto de tres razones: la funcional, la creativa y la comunicativa2, y basa el sentido de esta última en el concepto de Arthur Danto de “emboding meaning” que significa “significado encarnado en la obra” (Danto, 1981). Dicho concepto es recreado pragmáticamente por Vilar desde la noción de inteligilibilidad (Vilar, 2005) que implica la alusión a un sentido del entendimiento, y sobre todo a un sentido de dialogicidad que en este trabajo se pretende instalar, como lo veremos más adelante, como propiedad y categoría fundamental de análisis de los discursos poéticos.

En ese sentido podemos afirmar que el nodo estético-comunicativo, junto a la teoría hermenéutica donde se agrupan los trabajos de Gadamer, Heidegger y Ricoeur, constituyen una instancia claramente teórica en torno a la conceptualización del arte como discurso susceptible de ser analizado desde enfoques concretos y específicos, donde el aspecto estético o poético resulta clave en el análisis mismo. Hemos separado de esta clasificación la obra de Mijail Bajtín por su naturaleza inapresable e inclasificable, pero sin dudas resulta un pilar de la relación entre el arte y discurso, así como en la conceptualización del discurso estético, y también hemos excluido por las mismas razones la obra de Roland Barthes a pesar de que constituye en lo metodológico una referencia obligada.

Sin embargo, a pesar de ello, desde el punto de vista teórico-metodológico, ninguna de las reflexiones agrupadas en los nodos que hemos esbozado con anterioridad dio cuenta o ha dado cuenta hasta el momento de modelos o procedimientos de análisis claros para las obras de arte (seguramente porque no fueron materia de su reflexión principal), lo que condujo a una especie de ruptura entre el devenir histórico del pensamiento filosófico sobre el arte y su abordaje analítico que culminó, en nuestra opinión, en la consolidación del formalismo como única vía para el análisis del discurso literario -único discurso cuyo análisis fue sistematizado seriamente-, negando así el insoslayable vínculo del arte con la historia, no sólo en el sentido histórico tradicional, sino también en el sentido humano, bio-social.

2 Vilar señala existen tres razones básicas en el arte: la razón comunicativa (basada en el principio de inteligibilidad), la razón funcional o práctica (basada en los efectos contingentes del arte) y la razón poética (vinculada a los procesos de creación que él entiende como procesos de construcción de experiencias de apertura a mundos posibles). Para mayor información, consultar la bibliografía referida a este autor al final de este trabajo.

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Pero a pesar de esta ruptura que anunciamos y desde la cual la obra de Bajtín se erige como esfuerzo teórico que logra resumir y vincular la tradición filosófica hermenéutica -soslayada en pos de criterios lingüísticos extremadamente perjudiciales a la comprensión y el análisis del discurso literario mismo- con reflexiones metodológicas en torno a las obras de arte, desde áreas vinculadas a la comunicación, la hermenéutica y la semiótica han aparecido en el último cuarto del siglo XX algunos enfoques teórico-metodológicos que dan cuenta de las diferentes formas de abordar analíticamente las obras de arte. Estos enfoques pueden diferenciarse claramente en 4 grupos. Ellos son:

a) el enfoque estructural-funcional que recoge el modelo de la comunicación artística (Everaert) en el que se conceptualiza a la comunicación artística como un proceso regido por reglas de ciframiento y desciframiento codicial,

b) el enfoque esencialista representado por Wolfgang Iser que propone que el arte comunica porque posee comunicabilidad intrínseca, es decir, porque posee comunicabilidad al interior de la obra,

c) el enfoque historicista de Hans Robert Jauss, para quien la comunicabilidad del arte reside en los procesos de recepción que activan las huellas históricas del reconocimiento hermenéutico, y

d) el enfoque sincrético que cifra la comunicabilidad del arte en la interpretación, es decir, en las relaciones dialógicas entre obra y lector (Eco) y mantiene evidentes conexiones con la semiótica y la teoría de la interpretación.

Esta clasificación que hemos intentado elaborar resulta esencialmente incompleta si no se aclara que las visiones bajo las cuales se ha estructurado mayormente la relación del arte como discurso ocupa dos grandes posiciones opuestas: aquellos que ponen el acento en la obra de arte (inmanentistas, esencialistas, trascendentalistas y formalistas) y los que lo han puesto en el sujeto (la Estética Pragmática y los Estudios sobre Estética de la Recepción o Escuela de Constanza). Desde estas dos últimas perspectivas el valor artístico de una obra lo otorgaría justamente el lector al completar el significado de la obra en su proceso de recepción e interpretación, al margen de la capacidad de la obra para “decir” que es la posición que resume la postura de aquellos teóricos del arte que piensan que la obra dice per se.

Pero en nuestra opinión, debido a la separación más o menos radical entre ambas posturas, estas resultan insuficientes para explicar la manera en que funciona el discurso poético o estético y en consecuencia la forma en que se debe analizar discursivamente.

Además de las ya descritas a manera de estado del arte de las relaciones entre arte y discurso, otras fuentes teóricas que pueden ayudar a ubicar a lo estético como instancia de producción y recepción de los sentidos del discurso poético se encuentran en la teoría estética de corte pragmático, y en la teoría de la comunicación con perspectiva sistémica, mismas que serán someramente abordadas con el objetivo de situar nuestra propuesta sobre la esteticidad como condición de existencia de los discursos poéticos desde el punto de vista teórico en tanto fruto del diálogo entre ambas.

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También, tanto el enfoque pragmático de la Estética como el enfoque sistémico de la Comunicación poseen vinculaciones con la Sociología fenomenológica3 de Schütz y la Sociología constructivista de Pierre Bourdieu, abordajes también que consideraremos en nuestra reflexión toda vez que ayudan a posicionar con claridad las fuentes teórico-metodológicas de las que se nutre para nosotros la distinción conceptual y metodológica del discurso poético o estético.

Inaugurada hacia mediados del siglo XVIII por Alexander Baumgarten en Alemania, la Teoría Estética nace como una disciplina encargada de los procesos cognitivos gestados a partir de la información sensible que proporciona el arte, en el afán de contrarrestar el excesivo despliegue de racionalismo cognitivo como gnosis superior o conocimiento abstracto, lógico e intelectual, por lo que podemos afirmar que desde su surgimiento la Estética y su materia prima: lo estético, contienen el germen de una tradición gnoseológica propia de las preocupaciones de la época que destierra la supuesta irracionalidad o sinsentido del arte, y de manera muy particular coloca al sujeto, es decir, al sujeto estético propiamente dicho en el centro de esa actividad cognitiva (llamada experiencia estética) que es gestada a partir de lo sensible.

Contemporáneamente, los hermeneutas Hans Georg Gadamer y Paul Ricoeur, a partir de la obra pionera de Martin Heidegger consolidan el legado de Baumgarten en el pensamiento filosófico de principios del siglo XX. Para estos filósofos el papel condicionante de la historia y el lenguaje en los procesos interpretativos opera como elemento constitutivo o constituyente de un sistema de saberes que, por ejemplo, desde la semiótica contemporánea Umberto Eco definiría como una especie de repositorio enciclopédico donde se sedimenta el saber y desde donde se produce y reproduce el sentido, es decir, la significación.

Es por ello, como ya comentamos en la Introducción de este trabajo, que con este camino medianamente allanado por el giro lingüístico y el método hermenéutico, hacia los años 70’s el paradigma de la recepción activa propio del campo de la comunicación en su relación con los estudios culturales, genera una influencia directa en el pensamiento estético y la teoría del arte que se verá directamente manifestado en Europa, con la creación de la llamada Escuela de Constanza en Alemania, cuya fundación obedece al llamado de Jauss en torno a la recuperación del papel de la historia en los procesos de lectura e interpretación de las obras del arte.

Casi al unísono, el esteta y filósofo norteamericano Nelson Goodman, desde el campo de la teoría del arte, propone dar un vuelco pragmático a la pregunta sobre el arte, sustituyendo la clásica interrogante sobre el arte (¿Qué es el arte?) por otra cuyas coordenadas espacio-temporales modificarían incluso la propia pregunta sobre el discurso estético (¿Cuándo hay arte?). Desde este enfoque pragmático que retoma Goodman la pregunta sobre el arte a partir de la presencia de su circunstancia simbólica, se vincula con la postura pragmática de Verón en cuanto al discurso, aún y cuando el trabajo de este sociólogo argentino no se refiere al arte en lo específico.

Verón (1988) señala que los procesos semióticos de producción y reconocimiento son un mecanismo de reproducción simbólica que se inscriben al interior de una perspectiva circular y espiral del discurso que permite explicar la 3 Entre sus exponentes principales Max Weber y Edmund Husserl como antecedentes, Alfred Schütz como exponente fundador y Thomas Luckmann y Peter Berger como exponentes contemporáneos, postulados que guardan una relación muy estrecha con la obra de Pierre Bourdieu y el pragmatismo discursivo de Eliseo Verón.

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interrelación entre lo nuevo y lo viejo, es decir, entre la producción de sentidos culturales nuevos a partir de los sentidos culturales existentes. A este tenor también resultan relevantes para la comprensión del discurso estético los planteamientos de este autor sobre el atributo social del sentido que coloca la reflexión sobre el sentido del arte en un escenario real que, al igual que lo piensa Bourdieu (1995), dista mucho de concebir la práctica artística como una práctica ajena a lo social.

La producción de sentido, al igual que lo entendía Peirce (1987), es el proceso que funda el lazo social, por lo que la semiosis se convierte en el lugar donde no sólo ocurre la producción de sentido, sino también la construcción de la realidad social. En estos procesos de construcción de la realidad las condiciones que permiten gestar su producción se hallan indisolublemente ligadas a las condiciones de reconocimiento que forman parte del umbral de la recepción, y el arte no es la excepción. Según Verón, la producción del sentido depende del material de lo social y todo fenómeno social es, al menos en su dimensión constitutiva, un proceso de producción de sentido (Verón, 1988). Es por ello que tal y como lo sugiere Bourdieu, la producción del sentido garantiza, aún para el arte, su circulación y legitimidad, legitimando también con ello a sus productores.

Como se puede observar, el establecimiento de las jerarquizaciones culturales recrea, a través de la construcción y reproducción del sentido, el estado de las jerarquizaciones sociales. Por ello, el sentido del arte nunca puede ser entendido como un conglomerado aislado de significados que se hallan encarnados sin más al interior de una obra, sino como parte de un conjunto de configuraciones significativas espacio-temporales que forman parte de la realidad social en tanto surgen de las prácticas productivas que constituyen el hacer de unos actores sociales en perenne lucha por la instauración, legitimación y conservación de los sentidos simbólicos que los definen, organizan y regulan en el entramado social.

A consecuencia de lo anterior, se puede afirmar que el arte es tanto práctica cultural como comunicativa. Cultural en tanto es síntoma o condición cultural de una época, pero también red de interacciones socioculturales que se tejen al interior de una organización social determinada, a partir de las prácticas de cada uno de los agentes sociales que cohabitan dicha red; comunicativa porque es intercambio de información y significación entre los artistas que hacen la obra y los públicos que la consumen, por lo que el arte no puede ser reflejo de la realidad, sino discurso sobre ella, o sea, re-creación de lo real histórico y socialmente situado.

Es por todo lo anterior que debemos mencionar también otra fuente teórica de donde se nutre la concepción del discurso poético como discurso vinculado a lo histórico-social: la perspectiva sistémica de la comunicación que pone énfasis en la interacción comunicativa como motor de la acción social, desplazando al sujeto desde una posición pasiva a una posición activa. Desde esta mirada epistémica sobre los procesos de comunicación, el arte resultaría proceso y también acto comunicativo, y el artista, en tanto sujeto promotor y gestor de la actividad comunicativa, creador de discurso, por lo que podemos decir que la actividad creadora del artista, vinculada a un sinnúmero de factores que tienen incidencia en la configuración de lo social, más que presentar una realidad, la enuncia.

Es en ese sentido en el que podemos afirmar que el arte, en tanto parte de los procesos comunicativos que tienen lugar en la cultura, funciona también, al igual que la

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comunicación, como proceso de interacción social que se configura a partir de las lógicas de interpretación gestadas al calor de las interacciones sociales, de manera tal que las interpretaciones resultantes ayudan a comprender no sólo la posición de un hablante en la interacción concreta en que se despliega la comunicación, sino en una especie de macromapa social desde donde dichos sujetos se expresan, negocian y compiten por la posición y legitimación de los significados sociales que están siendo puestos en juego a su vez mediante la interacción comunicativa misma. En ese sentido las obras de arte en tanto enunciados elaborados por el artista poseen una configuración discursiva que, al margen incluso de su propiedad estética que es una propiedad esencialmente dialógica, ofrecen un filón de diálogo entre el artista y su público.

Como se afirma en la Sociología fenomenológica, la experiencia cotidiana tiene un peso notable en la interpretación de la realidad social, generando con ello un espacio o región física y simbólica denominada “mundo de la vida” (Schütz, citado en Rizo, 2007). El mundo de la vida es el conjunto de sucesos sociales y culturales en las que el sujeto participa desde su posición biográfica particular que incluye tanto su posición como individuo como su posición como ser socialmente situado, como sucede en el caso de los artistas.

En ese sentido, la idea de la realidad social –que es una construcción social que se configura de forma diferente para cada grupo social, e incluso, dentro de ciertos límites, para cada individuo- no puede quedar ajena al enunciado que conforma la puesta en obra de la obra de arte, como tampoco queda al margen de la interpretación del lector la influencia que la idea de realidad social de éste ejerce sobre sus posibilidades interpretativas. Esto es lo que permite explicar la diversidad de las propuestas estéticas, y al mismo tiempo su homogeneidad en un periodo de tiempo determinado, por lo que lo estético como propiedad de las obras de arte resulta más que característica o esencia del discurso poético, una condición para la existencia del mismo.

Sin embargo, a pesar de que lo dicho anteriormente pueda de alguna manera resultar evidente, para algunos estudiosos del arte la producción del sentido del arte aparece mayormente vinculada bien a la intención del autor (a veces a la intención sublimada del artista), o bien al hecho de que el arte “representa” algo. Ambos puntos de vista en nuestra opinión obvian las aristas que subyacen en la discusión sobre la ontología del arte, que son las que posibilitan justamente pensar lo estético como su fuente de sentido.

A este tenor, consideramos que la teorización sobre lo estético en el arte requiere de una reflexión tanto sobre su fundamento inmanente como sobre su fundamento pragmático. Lo primero permitiría definir al diálogo como atributo de lo estético, o lo que es lo mismo: definir a la esteticidad por su propiedad dialógica. Ello propiciaría el desarrollo de la definición ontológica de lo estético en términos de razón comunicativa, como dijera Gerad Vilar (2005), al tiempo que daría la pauta para plantear las bases metodológicas que, teniendo en cuenta lo anterior, posibiliten el abordaje de las formas de recepción y apropiación del sentido en el arte puesto que de ello se derivaría también una reflexión sobre las propiedades y características generales de estos procesos al interior de una teoría de la comunicación estética, o incluso una teoría de la interpretación estética.

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La idea de razón comunicativa del arte (Vilar, 2005), a pesar de la herencia pragmática que guarda, debe entenderse, tal cual lo plantea su autor, como la instauración de un principio de inteligibilidad que, si bien también resulta pragmático en su esencia, se instala como fuente de sentido en tanto dialógico. De ello se desprende que lo dialógico en términos de su inteligibilidad remite al análisis de la configuración inteligible del texto soslayando al sujeto (hasta el punto en que esto es posible) en tanto centra su tratamiento analítico en una especie de endoscopía textual en el que las unidades de análisis son las articulaciones inteligibles entre los elementos constituyentes de un texto.

En cuanto al fundamento pragmático de lo estético, el diálogo se instala como mecanismo de organización y relación del texto con respecto al exterior, específicamente, por una parte con respecto a la competencia lectora y umbral de reflexión del sujeto (que incluye también su umbral histórico de reconocimiento e interpretación), y por la otra con respecto al hecho de que el arte es ante todo, una práctica sociocultural que se corresponde con el “hacer” social y cultural de un grupo socialmente delimitado: los artistas.

2. Acerca de la esteticidad como elemento distintivo del discurso estéticoLa reflexión sobre el fundamento pragmático del arte se encamina entre dos direcciones: la producción del arte por parte de los artistas y la recepción del arte por parte de los públicos. En esta conjunción entre obra producida y obra interpretada es donde podemos afirmar la presencia de discurso estético o poético.

Como ya hemos indicado con anterioridad, en la tradición formalista la obra de arte se concebía solamente como un texto autónomo y suficiente, obviando en consecuencia el hecho de que el sistema de significación que sirve de base a sus significados potenciales fuese, en parte, objeto de una construcción histórica de significaciones de la que el artista o productor resulta ser, en el mejor de los casos, sólo un hábil configurador. Para estos teóricos, salvando las distancias conceptuales entre ellos, la significatividad de la obra se hallaba en la configuración que la constituye en esa obra y no en otra, fuese esa configuración el resultado o no de las elecciones y decisiones de su autor.

Sin embargo, como hemos comentado más arriba, estas posturas revelan sus inconsistencias en tanto que el sentido no es autónomo ni al interior de su configuración ni al exterior. Por un lado, si vemos a la obra como sistema semiótico autónomo, su significación deberá hallarse enmarcada en las estructuras mismas que conforman y organizan su proposición. En consecuencia, podemos afirmar que no hay texto sin ‘decir’ pues todo texto “dice” como mínimo lo que “dicen” las reglas de significación con las cuales es conformado.

Para nosotros, la significatividad en la obra de arte es el modo que adquiere la obra de ser definida por la posibilidad, es decir, por el poder ser esto o aquello, o incluso todo y nada simultáneamente. La significatividad así entendida es el lugar de lo múltiple, aún y cuando el sentido al no poderse gestar exnihilo, no pueda gestar tampoco ejercicios interpretativos libres, ni siquiera para crear al arte.

Resulta claro que las reglas de significación con las que se construye un texto son elegidas, en el peor de los casos de manera inconsciente, por el autor o productor de la obra (Eco, 1995). Dicho de otra manera: la propiedad significante del arte en todo

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momento indica la presencia constitutiva en los objetos de arte de cierta significatividad que, al menos potencialmente, configura su significación intrínseca a través de los elementos y articulaciones de sentido que la conforman. Se trata entonces de una significación que no necesariamente aparece vinculada a la significación intencional concebida en la idea previa del autor pero que sin dudas no puede desligarse totalmente del hacer creativo-productivo de éste que se teje al interior de la propia estructura significante de la obra, como si fuera casi a capricho de ella misma.

Es por ello que creemos que la significatividad de la obra de arte aparece vinculada al proceso de producción/creación de la misma, y en consecuencia a la acción creativa de su creador, que en tanto proceso supone el despliegue de habilidades e intenciones más o menos claras, así como también de inconsistencias o acontecimientos obstaculizadores que puedan modificar, como de hecho lo hacen, el proceso creativo mismo y con ello el proceso de producción de sentido.

La significatividad puede gestar diálogo entre la obra y el lector, pero se trata en principio sólo de la posibilidad para hacerlo ya que una configuración de significación dada se torna potencialmente significante, o gesta al interior de sí misma la posibilidad del diálogo, si es percibida y concebida como unidad de sentido reconocible como tal. Es decir, sólo en la relación dialógica misma, o sea, en la práctica dialógica que conforma un proceso de lectura e interpretación acotado a la relación entre obra y lector puede hablarse de que la obra de arte significa. De esa manera, la obra de arte no significa sólo porque geste por sí misma las condiciones para el diálogo, sino porque lo genera en relación con su lector durante el proceso de interpretación; de ahí su configuración como discurso poético.

Llegado a este punto se hace necesario enfatizar nuestra postura con respecto de la distinción entre discurso artístico y discurso poético. Aunque es bastante evidente que nos hemos referido al discurso poético como parte del discurso artístico, creemos necesario señalar con claridad que no son lo mismo. Mientras que el discurso artístico es el discurso que se da como producto y práctica del quehacer artístico al interior del campo artístico (Bourdieu, 1995), el discurso poético, como ya hemos referido, se define por su especificidad estética (generadora de diálogo) que no necesariamente artística. En ese sentido, nos interesa enfatizar que para nosotros lo artístico difiere de lo estético y viceversa, en tanto lo primero refiere a la producción de un campo y lo segundo articula una posición concreta en torno a la naturaleza dialógica del texto en cuestión (Danto, 1981; Vilar, 2005). Es así que llamar “artísticos” a enunciados poéticos resulta no sólo errado sino peligrosamente falaz.

El discurso poético del cual estamos hablando en este trabajo precisa de definirse como lo plantea Haidar (1998) en tanto enunciado y en tanto práctica ya que como bien señala la autora el discurso está compuesto tanto de materialidades como de acciones. En esta cuerda, el discurso del arte deviene al mismo tiempo discurso “literario” y práctica discursiva. Como práctica discursiva, el discurso puede ser tanto artístico como poético, ya que se corresponde con la práctica como acontecimiento para hacer arte. Dicha práctica está vinculada tanto a sus productores y a los procesos y factores condicionantes de su producción, como a sus consumidores y/o usuarios y a sus procesos de recepción, consumo y lectura, amén de aquellos que se ocupan de la distribución; sin embargo, no se debe perder de vista tampoco que la práctica artística tal cual, a la manera en que la entiende Bourdieu (1995) se debe relacionar también

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con el modo específico en que hay que producir arte para que haya producción artística y no cualquier otro tipo de producción simbólica.

Como discurso poético, entonces, que por asociación llamamos “literario” en el párrafo anterior, pero que como mencionamos más arriba no se agota en él, la esteticidad precisa de ser señalada allí donde lo discursivo propio del arte aparece configurado como enunciado estético o dialógico, cuyas reglas internas otorgan especificidad al mismo. Dichas reglas, en principio, no deben estar vinculadas a las prácticas discursivas del arte, sino solamente a la configuración inmanente del texto, como si el texto estético fuese per se un texto estéticamente autónomo.

No obstante lo anterior, a pesar de la división que hemos establecido entre práctica discursiva y discurso del arte, como ya hemos mencionado, consideramos que en realidad no puede haber tal separación, por lo que la distinción separatista que hemos descrito anteriormente sólo puede obedecer a la descripción dicotómica del estado de cosas en torno a la metodología del análisis del discurso, y no es más que el resultado de un largo trayecto en la conceptualización y reflexión metodológica sobre el discurso poético como configuración estético-discursiva cuyas reglas la práctica artística debe contemplar en aras de producir un enunciado que posea atributos estéticos.

En consecuencia con lo anterior, la esteticidad propia del discurso poético o estético queda necesariamente circunscrita a las dos dimensiones configurativas del discurso, o sea, a aquella que contempla al discurso como acción configurante y a aquella que al mismo tiempo lo entiende como entramado configurativo; en el primer caso, por acción configurante entendemos, como ya hemos mencionado, la acción que construye -en tanto produce- significación. Para nosotros, desde la perspectiva materialista del discurso, este no puede ser acontecimiento sin más, sino acontecimiento que deviene un “modo” de hacer y de intervenir en las realidades sociales, históricas y culturales que se configuran a su vez en mallas socioculturales de referencia de y para la creación.

Como es fácil apreciar, a partir de lo ya comentado anteriormente, la conceptualización del discurso como acción o práctica configurante halla su explicación mediante el concepto de campo artístico de Bourdieu que abordaremos más detenidamente en el sub-apartado 2.1. En este caso la reflexión se centrará en el discurso como acontecimiento, es decir, en el discurso como acción que define unas reglas del hacer.

En cambio para el segundo caso (la concepción del discurso poético como entramado configurativo) deberemos entender al discurso como unidad autónoma que configura por sí mismo su sentido, es decir, como tejido de significantes que construye, literalmente, su significación. Aquí el discurso será concebido como objeto en tanto se define ontológicamente, o sea, en su naturaleza de ser.

Para este último caso precisaremos anclarnos en el concepto de metáfora dado por Paul Ricoeur, en el concepto de indeterminación de Wolfgang Iser y en la noción de secreto extraída de la concepción interpretativa y cognitiva de la hermética medieval, para, a partir de su revisión conceptual y metodológica, demostrar que la esteticidad constituye no sólo un elemento distintivo de los discursos poéticos o estéticos, sino también, en primera y última instancia, la condición de existencia de los mismos. Esto lo veremos en el sub-apartado 2.2.

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2.1. El concepto de campo para comprender al discurso estético como acción configurante

Un campo es un fragmento del espacio social definido por prácticas y reglas que las rigen; la configuración del orden campal se halla sujeta a las relaciones entre sus agentes a partir de una creencia en común, así como la configuración del orden social se sujeta a las relaciones entre los campos creando un espacio concreto, pero a la vez complejo, dinámico y multidimensional que articula a los diferentes campos y agentes a partir de condiciones y relaciones específicas gestadas históricamente a lo largo del tiempo (Bourdieu, 1990).

La condición básica para la delimitación de los campos es según Bourdieu, la distinción, es decir, las reglas, prácticas y creencias que permiten que un campo se distinga de otro, lo que afecta las relaciones entre ellos. Por ejemplo, la producción de un campo se halla estrechamente vinculada a las reglas instituyentes de dicho campo que a su vez son las que lo delimitan del resto de los campos del espacio social (Bourdieu, 1990; 1995); de ahí que los campos se encuentren en relación unos con otros, obedeciendo a las relaciones históricas de subordinación y mandato mediante las cuales se estructuran tanto en el interior como al exterior.

Además de ello, la teoría de Bourdieu también indica que los campos y agentes adquieren legitimación en función de la posesión y/o adquisición de los instrumentos de objetivación de productos y prácticas producidas a su vez por una creencia concreta, misma que se instaura como una especie de nodo de sentido colectivo modelando las relaciones de los agentes al interior de un campo, las relaciones entre los agentes de un campo y otro, y las relaciones entre los campos.

En el campo de la producción simbólica, por ejemplo, que es el lugar de la lucha por el poder simbólico en el que se reproducen las relaciones diferenciales y los antagonismos del campo social (Bourdieu, 1988), quien lleve ventaja en el campo social, llevará ventaja también en el campo simbólico que es el que instituye el saber y con ello el poder a través de la posesión de lo que el sociológo francés denomina capitales.

Los capitales son una suerte de “posesiones” de tipo económico, social y cultural que condicionan el despliegue de habilidades o competencias necesarias para “jugar” en el campo y al mismo tiempo, el derecho a ejercer dichas competencias dentro y fuera de él (Bourdieu, 1990). En el caso del arte, los agentes deben poseer capitales simbólicos que funcionan como posesiones de prestigio, honor, sabiduría, reputación, genialidad, mismos que están vinculados con la idea del “desinterés” del artista y del arte, y a la ausencia de intención o mácula en su actividad productiva.

El campo artístico como lugar configurador de prácticas artísticas, exalta los valores expertistas de sus agentes (artistas, fundamentalmente) y de exclusión con respecto a otros. Esto incide directamente en la disminución de las posibilidades de entrada al campo de esta llamada por el propio Bourdieu “producción restringida”, no sólo en términos de posesión de un determinado capital económico, sino también -y sobre todo- en términos de posesión de un determinado capital simbólico.

Por ello, la creencia fundadora del campo da origen a su nombre, el cual se debe a la naturaleza “espiritual” de los bienes simbólicos producidos, mismos que a su vez adquieren dicha denominación en función de su supuesta capacidad trascendente

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y la espiritualidad que pretenden hacer desplegar a modo de efecto en sus públicos para consumirlos. Según el autor, al contrario del campo de la Gran Producción –referida a los bienes simbólicos no espirituales como los producidos por los medios masivos de comunicación- el campo de la Producción Restringida no se concibe por su gradiente de verosimilitud y comunicabilidad, sino por su gradiente de significación. En esto, indudablemente incide la poca o nula diversidad de sus públicos y la restricción misma que impone su cualidad numérica.

El efecto de campo que gesta el campo de la producción restringida hace que los productos del arte ostenten una legitimidad que, aunada a los valores de expertismo y exclusividad que el campo mismo se encarga de producir, resulte notablemente provista de sublimidad y carácter extraordinario. Las obras de arte se convierten en tanto tal en productos sublimes, prestigiosos, exclusivos que no están (ni pueden estar) al alcance de todos. Justamente para reproducir este sentido de exclusividad, las obras de arte deben de ser de lectura difícil (Bourdieu, 1995) transformándose así, además, en los bienes simbólicos por excelencia para cumplir con la función de distinción social (Bourdieu, 1988; 1995).

Parte de esta sublimidad de la que habla Bourdieu puede relacionarse con la “especialidad” que muchos autores atribuyen al arte y de la que hemos esbozado algunas nociones en los inicios de este trabajo. Sin embargo, como afirmamos mediante los objetivos de nuestro texto, este trabajo pretende dar cuenta de que dicha “especialidad” se debe a su naturaleza estética, misma que, insistimos, no guarda necesaria relación con la producción artística como tal, sino con un “modo de hacer” del cual el campo artístico se ha apropiado histórica, arbitraria y exclusivamente.

En el apartado siguiente reflexionaremos sobre la naturaleza estética con el objetivo de ir apuntando algunas reflexiones en torno al elemento de esteticidad de los discursos poéticos o estéticos.

2.2. Lo metafórico: estructura y organización de un sentido nuevo Paul Ricoeur, en su libro La metáfora viva (2001), planteaba que la metáfora no era un recurso retórico, sino un modo de estructurar el sentido en los textos poéticos a través del aniquilamiento de los sentidos literales del discurso. Ricoeur señala que todo discurso literario está construido sobre una relación tensional y/o conflictiva que establecen algunos de sus términos (o todos) entre sí. De ahí que dicha tensión esté configurada por elementos contradictorios que conforman lo que él denomina “impertinencia semántica”, es decir, inconsistencia del sentido. Esa es la razón por la cual, para Ricoeur, los discursos literarios, encarnados para nosotros en los textos poéticos, constituyen enunciados metafóricos. Veamos esto con un ejemplo.

“Bebo tu cuerpo”. Este enunciado posee una inconsistencia en el sentido, toda vez que la forma verbal “bebo”, al provenir del verbo “beber” implica, semánticamente hablando, el atributo de liquidez (no se bebe sino lo que es líquido). Se trata entonces de un enunciado metafórico toda vez que el verbo “beber” y el sustantivo “cuerpo” entran en una relación tensional puesto que “beber” involucra la idea de liquidez y “cuerpo” implica cognitivamente una especie de materialidad sólida, volumétrica, que nada tiene que ver con lo líquido.

En ese sentido, según lo que hemos señalado con anterioridad, la materialidad de los discursos poéticos podemos encontrarla en la presencia de núcleos metafóricos

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que son los que a su vez estructuran los enunciados metafóricos, es decir, los núcleos de sentido que presentan inconsistencia semántica que al decir del propio Ricoeur constituyen la especificidad de los discursos poéticos. Esa es la razón por la que el discurso estético o poético resulta distintivo en tanto la presencia del enunciado metafórico, al emplear metáforas en su construcción (elementos que generan tensión interpretativa debido a la presencia de las impertinencias semánticas que construye), gesta la posibilidad de crear, como dijera Bruner (2001), mundos posibles.

Un mundo posible no es un mundo real, sino un mundo verosímil aunque imaginario. Lo posible es la idea pre-lógica, la idea multiforme e incluso amorfa antes de ser dicha, pero en cualquier caso, aún en estado de pre-expresión, un mundo posible es siempre una idea mínimamente “encajada” en un lenguaje, como si el lenguaje le pusiera límites a la imaginación (Wittgenstein, 2002).

Si vinculamos esta idea con la presencia de enunciados metafóricos en los discursos poéticos no se hace esperar la referencia a la función estética del lenguaje propuesta por Jakobson (1984), o sea, a la función del lenguaje que tiene por objeto de la comunicación solamente al interior del mensaje, y en consecuencia, hace recaer el funcionamiento del proceso comunicativo en el mensaje y en las relaciones que los elementos de un mensaje establecen entre sí.

Como se puede notar, la función estética o poética del lenguaje, al apelar al mensaje como núcleo de la comunicación apela a su propiedad autorreferente. De ahí que un enunciado metafórico sea necesariamente un enunciado autorreferente porque sólo puede referirse a sí mismo, es decir, a su propia realidad como construcción imaginada que el ser humano, en su praxis vital ha creado (dentro de esta praxis se halla, por supuesto, su praxis discursiva en tanto praxis de configuración y significación). Así, logra entenderse mejor lo que Prada Oropeza (1995) señala cuando afirma que el discurso estético es un factor constitutivo de lo que llamamos realidad, y no un reflejo de ella.

Tanto para este autor como para Ricoeur, el discurso literario es un discurso simbólico; por ello su anclaje en la realidad no tiene sentido. El símbolo, como transposición y apertura del sentido no puede ser aprehensible, y en consecuencia no puede ser comparado ni constatado con la realidad. Un mundo posible, es así, también, un mundo simbólico, y su verosimilitud entonces no puede hallarse donde la referencia, sino más bien, como ya hemos dicho, en la autorreferencia, o lo que es lo mismo en la coherencia interna de los códigos y elementos que construyen su enunciado (Ricoeur, 2001).

Es en esa postura teórica que nuestro posicionamiento sobre la metáfora se sitúa junto a los postulados del filósofo francés ya que para él la metáfora es, ante todo, una información nueva sobre la realidad que procede, como ya hemos dicho, de la tensión o conflicto entre dos significaciones. En ese sentido, para Ricoeur la metáfora no puede ser un recurso de la palabra, sino sólo de la frase, pues una palabra al no guardar relación con otra en el discurso no puede generar inconsistencia semántica. Sólo en la relación con otras palabras esto puede ser posible.

Pero como bien advierte Ricoeur, si bien es cierto que la inconsistencia semántica genera conflicto o tensión entre los significados, el hecho real es que no los agota, sino que abre la significación a otra realidad, que es en nuestra opinión la del enunciado metafórico mismo, que en virtud de su propio orden y organización interna

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puede ser capaz de revelar algunas trayectorias posibles para su interpretación, aunque como también señala el autor la interpretación de una metáfora es infinita en tanto no se define por la semejanza, sino por su perenne conflictividad.

Veamos otro ejemplo.“Me quito el rostro y lo doblo encima del pantalón”4. Aquí, como puede notarse,

hay una inconsistencia semántica pues el rostro no se quita y mucho menos se dobla. No obstante, la propia inconsistencia, hace que se abra el sentido a un mundo nuevo, es decir, a una realidad posible donde el rostro pueda quitarse y doblarse. Las interpretaciones que de ello puedan hacerse quedan atrapadas en la propia configuración del enunciado metafórico: primero “me quito el rostro” y luego lo doblo, pero al doblarlo, lo hago encima del pantalón que puede ser, como se aprecia, tanto prenda en genérico como prenda masculina, según se decida. De una u otra decisión semiótica, dependerán entonces los caminos o trayectorias posibles para la interpretación posterior, mismos que, como se puede apreciar, en este enunciado no son reductibles sólo a dos, enfatizando así la naturaleza infinita de esta metáfora.

Llegado a este punto, nuevamente estamos en condiciones de señalar nuestra postura en torno a la simultaneidad semántica de los términos enunciado metafórico, texto poético, discurso estético y discurso poético que hemos venido manejando hasta el momento. Este estado de sinonimia obedece a la convicción de que los discursos poéticos (llámese estéticos, metafóricos, o como le hemos llamado en textos anteriores dialógicos), comportan una especificidad ontológica que está dada por lo que llamamos “esteticidad”.

La raíz del término esteticidad tiene que ver un poco con lo que Jakobson en La nueva poesía rusa (1921) denominó “literariedad”, que para el lingüista era lo que hacía a una obra dada ser una obra de arte; sin embargo, la literariedad como objeto de los estudios literarios define un fenómeno mucho más complejo que la esteticidad pues ésta sólo refiere a una propiedad de los enunciados metafóricos en tanto enunciados simbólicos que poseen inconsistencia semántica, con lo que se privilegia el valor autónomo de lo estético como preeminencia de un estado metafórico, y se soslaya el valor del sistema, en este caso el artístico, como sistema construido en torno al saber sobre el arte a lo largo de la historia.

Para nosotros, la esteticidad es la propiedad que poseen los textos poéticos o enunciados metafóricos de generar, a través de la estructura simbólica (metafórica) que los constituye, inconsistencias semánticas en tanto estas permiten a su vez la participación del lector en un diálogo con la obra cuyo desarrollo se da en espiral. Así, la esteticidad contiene a la metáfora y la metáfora es a su vez detonadora de esteticidad5. Por ello la metáfora, como afirma Ricoeur, es también principio de organización de la promoción del sentido, lo que implica que tiene por finalidad procurar la construcción de un nuevo sentido, o sea, promover el sentido a través de la participación del sujeto.

En consecuencia con lo anterior podemos afirmar junto con Ricoeur, que la metáfora no se define por la inconsistencia como tal, sino por el principio de organización y orden sobre el que se sostiene la impertinencia del sentido y sobre el

4 Este verso pertenece a una canción del cantautor cubano Silvio Rodríguez. 5 Sólo en ese sentido es posible concebir al lenguaje poético como un discurso organizado para lograr un fin estético, como dice Courtenay.

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que se gesta, a partir de ella, la promoción de éste; todo lo cual nos lleva a dar por hecho que los enunciados metafóricos promueven el sentido gracias a la tensión generada por las inconsistencias o impertinencias semánticas que presentan al interior de su propio enunciado, lo que es sin duda un fenómeno característico del lenguaje poético.

Iuri Lotman en Estructura del texto artístico (1988) define al lenguaje poético como un lenguaje secundario basado en el lenguaje primario o lengua natural. Para el semiólogo lituano, el lenguaje poético se estructura en los textos equívocos pues son los que presentan un alto índice de complicación para el entendimiento. Dicha complicación, comenta Lotman, hace que los textos equívocos, como es el caso de los textos poéticos, necesiten ser re-interpretados, o lo que es lo mismo, necesiten producir nuevos sentidos (Lotman, 1988; 1999).

Como se puede observar existe una concordancia entre el legado de Lotman y el de Ricoeur pues para ambos el lenguaje poético es lo que permite justamente producir sentidos nuevos. Para Ricoeur a través de la metáfora y el método hermenéutico (Ricoeur, 2001); para Lotman a través del mecanismo del arte que logra “traducir lo intraducible” (Lotman, 1999: 46-47). En cualquier caso, ambos afirman que el conflicto o tensión gestado por la impertinencia del sentido (ya sea por inconsistente y contradictorio (Ricoeur), o por intraducible (Lotman) es lo que produce nuevos sentidos. Así, el conflicto semántico mismo no es un factor del sinsentido, sino justamente de lo contrario.

Como se puede notar, todo lo anterior nos conduce a afirmar que los enunciados metafóricos promueven el sentido en la medida en que obligan al lector mediante su participación interpretativa a producir nuevos significados que otorguen pertinencia a la impertinencia gestada al interior del enunciado metafórico como tal, afirmación ésta que encuentra eco primero en la propuesta del fenomenólogo polaco Roman Ingarden y posteriormente en la propuesta del teórico alemán Wolfgang Iser, cofundador de la Escuela de Constanza. Ambos autores resaltan la importancia del papel del lector en los procesos de recepción estética, revelando también el valor de los textos poéticos en las formas concretas que adquiere dicha recepción.

Para demostrar lo anterior, los autores parten de que los textos poéticos poseen lo que Iser denomina “indeterminaciones” (Iser, 1997) que no son más que elementos cuyos significados aparecen ocultos o no dichos en el texto poético. Si retomamos el ejemplo de “Me quito el rostro y lo doblo encima del pantalón”, queda claro que el significado de “quitarse el rostro” es menos indeterminado que el significado de “doblarlo encima del pantalón” pues quitarse el rostro puede significar abandonar la máscara, pero doblarlo encima del pantalón es en nuestra cultura algo absolutamente inusual, para lo que no existe un referente simbólico claro ni una referencia coherente, aunque no se deba ni pueda de hecho en la práctica descartar otras interpretaciones posibles.

Lo interesante de esto es que justamente el acto de aventurar posibles interpretaciones es un ejercicio de producción de sentido, y es a través de dicho ejercicio que el lector concreta el texto en obra, es decir, le da existencia como obra a través del ejercicio de la interpretación (Iser: 1987, 1997). Dicha concreción es un acto de completamiento del sentido en el que no se restituye –ni se pretende, de hecho- el sentido original del texto sino que se promueve un sentido nuevo a partir de un proceso

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de interpretación que en la medida en que propone lecturas nuevas, las verifica en el texto, completándolo.

Como se puede notar, dicho ejercicio es vital para la promoción del sentido, pero sería impensable sin la participación del lector, por lo que en los procesos de recepción estética, según Iser (1997), el lector y la obra siempre están en relación dialógica. En este diálogo que se construye a partir del fenómeno de la lectura como fenómeno de la recepción es donde se configura el mecanismo para la producción de nuevos sentidos, y tanto la participación del lector como la estructura metafórica que produce indeterminaciones (Iser), vacíos de información (Ingarden) o inconsistencias semánticas (Ricoeur) al interior de un enunciado poético, son factores inmanentes a él.

Por todo lo anterior podemos concluir que la metáfora es una propiedad de los textos poéticos que promueve la producción de sentidos nuevos con el fin de lograr estabilizar o hacer pertinentes las impertinencias semánticas que presentan dichos textos, a través de la participación dialógica del lector en los procesos de completamiento del sentido implícitos en los procesos de estabilización de dichas impertinencias.

Los textos estéticos constituyen así, por su polisemia y ambigüedad interpretativa, fuente inagotable del sentido. Son textos cuyo excedente de sentido (Ricoeur, 2003: 61) traducen su literalidad en metáfora, es decir, en un núcleo de constantes indeterminaciones evocativas, y su abordaje precisa, como ya indicamos más arriba, de la revisión del concepto de autorreferencialidad que invita a una reflexión que excluye, al menos en un primer momento, toda interpretación ajena al texto estético en cuestión, limitando con ello la interpretación misma.

A diferencia de lo que se cree, la obra de arte como cualquier otro tipo de texto, no debe ser materia de una interpretación libre y desasociada. La interpretación de una obra de arte debe partir de la obra misma, o sea, de la materialidad que se pone en juego para ser interpretada, tal y como hemos intentado ilustrar mediante los ejemplos anteriores a través de la “intervención” analítica del enunciado desde su propia organización interna.

Como ya comentamos, la autorreferencialidad obstaculiza un acercamiento convencional al texto porque no admite referentes externos que justifiquen su lectura, más bien precisa de todo lo contrario: en lugar de que el enunciado estético forme parte de nuestro mundo, es preciso que nosotros, los intérpretes, formemos parte de él. Por ello, la autorreferencialidad inaugura y concluye el discurso estético, aunque esto en la práctica no pueda impedir las conexiones que el texto articula con la memoria común debido a todo lo que le antecede, que es, en particular, su puesta en lenguaje mediante lo que “dice”.

Como nos sugiere Lotman (1988), en los textos estéticos el lenguaje es material reciclable (si bien no todo, al menos en parte) y su comunicabilidad principal reside en ello, lo que coincide con lo que plantea Klinkenberg sobre la redundancia (“La redundancia garantiza la tasa mínima de identificación”, Klinkemberg, 2006: 81-86). En ese sentido podemos concluir que la autorreferencia se instaura también, junto al diálogo, como propiedad de lo estético porque simultáneamente se instituye como estrategia de comunicabilidad que lo posibilita.

Este diálogo que hemos descrito se puede observar a través del desarrollo de la tarea interpretativa del lector que se activa en tanto tiene que responder al intercambio

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de información que ofrece el enunciado poético, aunque no necesariamente “capte” el sentido ofrecido por éste. Así concebido, el enunciado poético resulta una proposición significante cuyos significados no pueden depender exclusivamente de la actividad de los intérpretes, sino más bien de la localización, ubicación y comprensión por parte de éstos del papel que juegan los elementos-signos en su interrelación, es decir, en la relación que sostienen –en tanto constitutiva- entre unos y otros, que es a lo que le hemos llamamos precisamente organización textual.

En los enunciados poéticos, dicha organización se configura mediante la presencia de la metáfora dando lugar a los enunciados metafóricos de los que habla Ricoeur y delimitando en consecuencia la intervención metodológica a los marcos de su función autorreferencial que nos es otra que aquella que posibilita la localización y clasificación de los elementos configuradores del texto estético, el análisis de la organización textual misma y la orientación de la interpretación de los sentidos que sugiere dicho texto en su relación con sus reglas internas, e incluso con las condiciones de su producción.

Esta dinámica interpretativa que sugiere el análisis de los discursos poéticos debe ser comprendida como un ejercicio de lectura inconcluso y necesariamente dialógico y hermenéutico en el que el intérprete (sea analista o simplemente un lector) se abre desde su experiencia a la experiencia que el texto estético le propone mediante una lógica indagatoria en la que el intérprete le pregunta al texto y del texto mismo debe salir la respuesta. Esto sólo puede ser posible gracias a la configuración de uno o varios enunciados metafóricos en el discurso poético ya que la metáfora, en tanto vehículo de lo dialógico, se inscribe en lo no formulado, o quizá sólo en lo formulado de forma diferente, configurando así los núcleos de indeterminación a los que se refirió Iser (1997) que deberán estar soportados a su vez en la presencia de opacidades del sentido, a la manera de las impertinencias semánticas de las que habló Ricoeur.

2.3. El secreto: ente “visible” en la estructura metafórica La semiosis hermética remonta su existencia al siglo II d.C. en las honduras del mito de Hermes, el dios griego de la comunicación, los mensajes, los caminos… y los engaños. Hermes encarna la metamorfosis, la ambigüedad, lo sin norma; y bajo ese ropaje encarna también el infinito, lo inexplicable. El pensamiento hermético comienza así, con la presencia de este dios voluble y misterioso, a desplazar la idea de la Verdad en tanto explicación por la idea de la Verdad en tanto contradicción. De esa manera, lo verdadero en la semiosis hermética es la búsqueda de aquello que justamente no puede explicarse porque está cifrado, porque aparece inscrito en alegorías y simbolismos que lo tornan contradictorio y ambiguo. La semiosis, en tanto interpretación, deviene ejercicio de conocimiento de lo Incognoscible.

Pero ello plantea un estatuto semiótico particular en torno al hermetismo como modo, y dicho estatuto precisa de la contradicción y la ambigüedad, o para ser más exactos, de la negación o exclusión de la identidad, del principio de semejanza. Negar o excluir la semejanza o la identidad es asegurar el abismo entre lo conocido y lo desconocido, y entre lo cognoscible y lo incognoscible. Por esa razón, el objeto del hermetismo deberá ser ambiguo, contradictorio y también inaccesible. Y es que en lo inaccesible se halla justamente, para el pensamiento hermético, la Verdad, pero se trata de una verdad que en su búsqueda desplaza interminablemente el sentido, es

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decir, traslada de forma constante la búsqueda de un sentido a otro pues el sentido final, en tanto contradictorio y ambiguo, es imposible de descubrir.

La relación que esto plantea con los enunciados y discursos estéticos hay que buscarla en la correspondencia entre los elementos constitutivos de lo que hemos llamado “especificidad estética” o “esteticidad” (metáfora, indeterminaciones, dialogicidad), además de en la idea misma de la semiosis hermética, es decir, en el perenne e inagotable desplazamiento del sentido en su búsqueda continua de la “verdad”, a partir de la noción de secreto que es un concepto clave no sólo para el pensamiento hermético, sino para la semiosis hermética como tal. Veamos.

Hemos considerado en apartados anteriores que la metáfora constituye en sí misma un principio de organización del sentido que lo promueve, es decir, que gesta información nueva, por lo que hablar de enunciado metafórico no permite referirnos a la metáfora como recurso estilístico de la evocación simbólica, sino más como un recurso de la frase como dijera acertadamente Ricoeur (2001). En consecuencia el sentido de semejanza que proyecta la metáfora como recurso estilístico de la palabra queda anulado, al igual que sucede en la semiosis hermética con el principio de identidad y no contradicción.

Es ello justamente lo que nos permite afirmar una vez más que la metáfora, en tanto organización estructural de la promoción del sentido, configura enunciados opacos, es decir, enunciados que gracias a su opacidad o indeterminación gestan el diálogo con sus intérpretes toda vez que los obliga a tomar decisiones de sentido para poder continuar interpretándolos. Dichas acciones no son más que decisiones semióticas que los intérpretes emprenden para interpretar un texto estético y están basadas en las elecciones de sentido más o menos coherentes a partir del establecimiento de una relación dialógica entre los contenidos explícitos e implícitos de dicho texto y el sistema de significación y de conocimiento de cada uno de sus potenciales intérpretes. No sobra aclarar que en dicha relación tanto los sistemas de significación como los de conocimiento y reconocimiento actualizan su configuración en función de la organización estructural de los elementos del texto.

Así entendida, para nosotros, la metáfora resulta ser un aspecto de la esteticidad de los textos poéticos porque los enunciados estéticos, justamente por estar configurados metafóricamente construyen una estructura de sentido opaca. Dice Ricoeur al respecto:

“La metáfora es, al servicio de la función poética, esa estrategia del discurso por la que el lenguaje se despoja de su función de descripción directa para llegar al nivel mítico en el que se libera su función de descubrimiento”. (Ricoeur, 2001: 326)

Esa es la razón por la que la metáfora en su opacidad (intraducibilidad, le llama

Ricoeur) resulta también necesariamente equívoca, pues tiene que abrirse a la posibilidad del descubrimiento, a la posibilidad de la información nueva, cancelando con ello la idea de traducción y operando así, a la manera de la interpretación de un secreto, un proceso de desplazamiento interminable del sentido que Eco (1995), apropiándose de Peirce, denominó “semiosis ilimitada”.

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Sin embargo, hablar de semiosis ilimitada en términos peircianos refiere a la manera cómo concibe el filósofo norteamericano los procesos de interpretación y conocimiento de la realidad, lo que si bien guarda relación con el pensamiento hermético define una postura epistemológica mucho más severa y rigurosa en términos científicos que el modo en que el pensamiento hermético concibe su acercamiento al secreto. Por tal motivo, la tesis que sostenemos en este trabajo toma de Peirce el concepto de semiosis ilimitada como concepto que permite describir el proceso de los intérpretes en la búsqueda del sentido de un texto estético que, en tanto opaco e inaccesible, opera bajo la estructura de un secreto.

Es importante señalar que en nuestra opinión, como ya mencionamos, el secreto es una entidad semiótica que se configura y sostiene en la metáfora haciendo evidente la imposibilidad de acceder a lo oculto. Consideramos que en ningún momento asegura el descubrimiento, aunque sí coquetea con su idea; por ello, a diferencia de la metáfora, el secreto no guarda relación con la significación más que en potencia, y en ese sentido resulta verdaderamente intraducible, lo que lo hace ser un aspecto de la esteticidad en tanto su naturaleza es por sí misma “in-significante” ya que el secreto, para ser secreto, no puede ser dicho nunca (al decirlo, el secreto se muestra y deja de ser secreto, pues se hace del conocimiento de otro).

El sentido de secrecía se garantiza con la presencia afirmada del secreto que resulta de anular o cancelar cualquier vía que conduzca a él. En ese entendido afirmamos que el secreto no puede tener ni significante ni significado ni referente. Su único vínculo con la realidad es la de ser un signo que vive al interior de un sistema de significación donde el único significado atribuible será el de ser información desconocida, pero relevante.

El secreto es algo que debido justamente a la importancia atribuida a su información, resulta altamente atractivo; de ahí que el secreto sea concebido como estrategia (o parte de ella) para proteger información relevante. No sustituye nada, sino que configura la huella de un código preexistente en tanto posee un alto grado de significación, que aunque ello sólo permita anclar su significado en el código que le precede y no en sí mismo, accede a afirmarse más que como un objeto o un algo, como una estrategia del discurso poético que al mismo tiempo que niega el acceso al sentido, lo provoca coqueteando con su existencia ambigua objetivamente inexistente, pero siempre posible.

En nuestra opinión, el secreto como estrategia despliega su naturaleza virtual, misma que puede resumirse a partir de tres aspectos básicos:

1. el primer aspecto lo constituye la ausencia de vinculación alguna con lo real (en cualquier caso el secreto remite al símbolo);

2. el segundo aspecto reside en la falacia de su materialidad (el secreto es inmaterial porque cualquier vinculación con su sustancia gesta referencialidad y la referencialidad, aunque sea simbólica, alude a un estado de cosas existente); y

3. el tercer aspecto refiere al hecho de que en función del no-ser del secreto, la relación dialógica entre éste y el sujeto intérprete, a través de la acción inoperante del descubrimiento, sólo podría ocurrir en el marco de una apuesta simulada e ilusoria donde lo especulativo –en tanto cúmulo de

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posibilidades- tendría que dar por resultado necesariamente interpretaciones equívocas y contradictorias.

No obstante lo anterior, no son la equivocidad de la metáfora ni la equivocidad del secreto las propiedades del discurso poético; ello constituye una consecuencia de la interpretación de textos estéticos y no parte de su naturaleza. Como ya comentamos más arriba, el discurso poético está signado por la autorreferencialidad y esto le permite llevar a cabo su función poética, es decir, la función de transposición simbólica del lenguaje a partir de la coherencia interna de los elementos que componen el mensaje estético. El secreto es, en ese sentido, autorreferencial pues se remite a sí mismo.

3. Conclusiones y breve análisis ilustrativo de País Como se puede apreciar, tanto el secreto como la metáfora son aspectos de la esteticidad que posibilitan la configuración estética en el discurso poético. El secreto necesita de la metáfora para poder configurarse, en tanto la metáfora funciona como matriz codicial de ciframiento complejo y multinivel, misma que sirve de referencia para ubicar al secreto dentro de un código preexistente, donde se configura a su vez como huella de algo desconocido; por ello, la configuración y el análisis del discurso poético precisa de la presencia simultánea de la metáfora y del secreto; la primera sirve de marco estructural para que el secreto pueda activar su función de huella que es lo que permite a su vez, gracias a la presencia de las indeterminaciones de sentido propias de los enunciados metafóricos, la posibilidad de establecer la relación dialógica entre texto e intérprete, sin la cual los textos poéticos frutos del discurso poético se confinarían a ser textos incomprensibles y por lo tanto abandonables, violando así también su ser discursivo, es decir, el ser por el cual -parafraseando a Hall (2003)- los acontecimientos de la vida y el mundo tienen sentido.

Para transferir sentido hay que producirlo y un texto abandonado es sin duda un texto producido, mas no productor de discurso. En consecuencia, el papel del secreto en la configuración del discurso poético es hacer posible la esperanza del descubrimiento para mantener viva la idea de seguir buscando no sólo porque los secretos tarde o temprano dejan de serlo, sino también porque la idea de saber el secreto hace poseedor al intérprete, al menos en potencia, de algo trascendente. El papel de la metáfora en cambio es asegurar la impertinencia o inconsistencia semántica, gestando así la posibilidad de significación a través del ejercicio especulativo que sin dudas, como advirtiera Ricoeur “… donde único puede ocurrir la transferencia del discurso a otro espacio de sentido” (Ricoeur, 2001: 390-391).

Sólo en esta convergencia, el discurso poético se convierte en práctica social concreta, es decir, en práctica y producto específicos del arte y lo estético. A través de la práctica creativa como práctica de lo nuevo (lo nuevo sólo es tal porque pertenece al campo de lo no dicho), se gestan estas opacidades del sentido que a su vez garantizan los enunciados metafóricos en tanto contienen potencialmente nueva información; por ello se puede afirmar que la actividad creativa es condición de posibilidad para la existencia de la metáfora y el diálogo que son aspectos constitutivos de los discursos poéticos.

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Para ilustrar lo anterior, analizaremos breve y someramente la manera en que está configurado estéticamente el poema País, de Juan Gelman6 y el papel que juegan tanto la metáfora como el secreto en dicha configuración. Con ello pretendemos ilustrar el funcionamiento de los discursos poéticos.

Cuando el dolor se parece a un paísse parece a mi país. Lossin nada se envuelven conun pájaro humilde queno tiene método.Un niño raya con la uñalluvias que no cesan.Está desnudo en lo que va a venir.Una ilusión canta a mediasun canto que hace mal.

Como se puede observar, desde el primer verso hay elementos que señalan la presencia de la metáfora:

cuando el dolor se parece a un país…

Hay términos en tensión en este verso porque el dolor no es semejante a un país; país y dolor pertenecen a conjuntos semánticos y sistemas de conocimiento diferentes. La presencia de la metáfora asegura la indeterminación por lo que el vacío de información aparece vinculado a ella; en el poema se da por hecho que el dolor tiene una propiedad circunstancial que es la de parecerse a un país (su país), por lo tanto, según el texto el dolor adquiere geografía, territorialidad, el dolor se corporeiza, pero no en cuerpo (como sería de esperar) sino en un lugar. Esto sin dudas es tensional.

Los siguientes versos siguen planteando indeterminaciones pues la expresión

se envuelven con un pájaro humilde que no tiene método

resulta a todas luces opaca e inaccesible, y es aquí donde creemos aparece el secreto. Veamos.

El verso dice:

Los sin nada se envuelven con un pájaro humilde…

y la estructura semántica adherida al sentido de “envolverse con” implica que “pájaro humilde que no tiene método” es la envoltura, es decir, es un algo que cubre o protege a “los sin nada”, que al no tener nada (o estar vacíos) no pueden, literalmente hablando, envolverse con nada, a menos que la envoltura en cuestión sea algo que no les pertenece.

6 Este poema aparece en el libro de poemas de Gelman “País que fue será”, publicado por Seix Barral, Buenos Aires, 2004, p. 79.

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En términos interpretativos hay que tomar una decisión semiótica para poder avanzar:

a) los sin nada, que no tienen nada, se envuelven con un pájaro humilde que es nada o lo que es lo mismo decir: algo que les pertenece (sólo así pájaro humilde se reafirma como nada);

b) los sin nada, tienen al menos un pájaro humilde sin método, pero que es algo, con lo que: o bien sería incierta la idea de que no tengan nada,

c) el pájaro humilde no les pertenece (con lo cual seguirían no teniendo nada).

En cualquier caso, estamos haciendo oponer nada a algo, pero esta ecuación nada vs algo, de hecho, puede ser subvertida bajo la suposición de que la idea de los sin nada, no guarda relación con el hecho de poseer o no un pájaro, con lo que tendría que referirse a otro tipo de posesiones o pertenencias. Sin embargo, como se puede observar hay tres opciones:

1. pájaro = nada2. pájaro = algo (envoltura)3. pájaro no guarda relación ni con nada ni con algo.

Estas tres opciones permiten afirmar que la metáfora se construye justamente en la contradicción interna que la elección de una de estas opciones supone para las otras; eso sin contar que debemos, aún eligiendo cualquiera de las opciones, saber qué es “un pájaro humilde sin método”, que en un breve ejercicio interpretativo podría conducir a vincular:

pájaro = vuelo vuelo = libertad

donde la clasificación

pájaro humilde = pájaro pobre

se asocia a un espíritu o idea de libertad poco sofisticada7. Por ello, ahí quizá tendría entonces sentido hablar de la ausencia de método para… ¿alcanzar la libertad? Y nos preguntamos a este tenor ¿el hecho de que se trate de un pájaro humilde es proporcional al hecho de que dicho pájaro no tenga método?

En fin… como se puede observar, el análisis se torna un ejercicio interminable que depende de una elección semiótica u otra, aún y cuando dichas elecciones, como sucede en este caso –y en lo general en todos los textos poéticos- no puedan sostenerse sobre argumentaciones totalmente fundadas, sino más bien sobre un

7 En la obra de Gelman, con un sesgo político insoslayable, nostálgico incluso, los “pájaros” constituyen una figura retórica recurrente que se relaciona con una compleja alusión al anhelo de justicia y la lucha armada.

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criterio de coherencia estructural que si bien no garantiza del todo la objetividad, al menos reduce las posibilidades de una elección libre, subjetiva y altamente arbitraria.

Debido a que la estructura del secreto está justamente vinculada a la estructura de la metáfora, lo tensional se funda en lo secreto que a su vez se muestra a lo largo y ancho de su ser inaccesible. Ello no impide, sin embargo, que la coherencia semántica del texto permita equiparar por ejemplo a “los sin nada” con el niño desnudo, y a este hecho a su vez con la inocencia, la humildad sin método, y así otras equivalencias que sin dudas ofrecen al lector la falsa y aparente sensación de estar casi cerca de poder determinar lo indeterminado.

Como ya vimos, la metáfora enuncia los vínculos entre muchos de los elementos del texto que a la manera de un soporte estructural organizativo conviven armónica e inarmónicamente unos con otros. Los vínculos entre “niño” y “los sin nada”, entre “inocencia” y “desnudo”, entre “rayar la lluvia” e “inocencia”, entre “la ilusión de un canto a medias” y “dolor”, entre “ilusión” y “desnudo”, entre “dolor” y “el canto que hace mal”, entre “país” y “dolor”…, etc. pueden ser deshechos y rehechos en función de las decisiones semióticas que forzosamente el intérprete tendría que asumir para interpretar el enunciado y después verificar en el texto en cuestión el éxito o el fracaso de su elección.

Por ello consideramos que justo ahí, en la encrucijada que supone cada elección, es donde se pavonea triunfante el secreto a través de la metáfora. Se trata sin dudas en este caso de un secreto invicto por la lógica “alógica” de su ciframiento que impide literalmente el acceso a la naturaleza concreta de la significación textual. En nuestra opinión, como ya hemos comentado, es precisamente esa manifestación de esteticidad la que convierte al enunciado metafórico en un discurso poético mostrando así la condición que lo hace diferente del resto de los discursos.

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