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UNO - Martín G. Spataro (Selección)

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Índice

(Corresponde a la obra completa)

I. Oscuridades

II. Barro

III. El techo

IV. Un poco de orden

V. El rincón

VI. Riesgos y prejuicios

VII. El viaje

VIII. El ascenso

IX. Tormentas

X. Algunas consideraciones sobre el Gran Círculo

XI. La noche

XII. El parque

XIII. Amanecer

XIV. Ruidos

XV. Ricos y pobres

XVI. Paráfrasis de Vida retirada de Fray Luis

XVII. Desde la montaña

XVIII. El derecho y el revés

XIX. Apariencias

XX. Los ojos del anciano moribundo

XXI. Percepciones

XXII. Arte y religión

XXIII. Cuestiones poéticas

XXIV. La euritmia vital

XXV. Cumbre

XXVI. Exageraciones comunes en el amor de los sexos

XXVII. El regreso

XXVIII. Canto elemental

XXIX. Vistas

EPÍLOGO: Ojalá que no

Nota bibliográfica

(UNO - ISBN 978-9870284697 - © Martín G. Spataro, 2015)

Oscuridades

Uno gasta el día en el intento de evadirse, pero cómo… Todo es

imaginación. Los ruidos, el té que se enfría siempre, el techo que se te viene

encima, los golpes del reloj, la luz de la lámpara, el tiempo. El tiempo y la

costumbre, hermanados, absorbidos el uno por el otro en un eterno círculo; las

ideas, el encierro y la humedad, la humedad que se respira, que se huele, como la

agonía. Es como un sepulcro, la soledad del muerto que se pudre. Solo. A veces se

te da por creer que lo que está al revés es la realidad, esa misma realidad que se

escurre por los densos pastizales de la memoria y de la carne y desata tu ficción

sin límites, la crónica defectuosa de lo que el alma nunca dice. Pero en toda su

estupidez, el humano, el sujeto, siempre avanza y se asombra de sí mismo, o de

esa copia mal hecha de sí mismo. Con delicadezas y apariencias y modales, se

revuelca en su codicia, se funde a la vez con sus dioses y sus automóviles y los

muñecos que cree manipular en su estupidez de marioneta. Se apura, llega tarde,

irremediablemente tarde a todos lados. Los minutos y las horas y los días gotean

como en los relojes de Dalí, que son también los relojes de una ficción igual de

defectuosa. Tarde a las lecciones y las cátedras, tarde ante el juez, tarde para

cambiar de sexo o religión o de principios, tarde para ser aprobado por el

monstruo descarado del prejuicio y de la historia. Los gobernantes, los incendios,

el agua podrida y los avisos publicitarios, la educación, el hastío y la sombra del

profesional de turno que planea sobre los cráneos vacíos, sobre los miembros en

descomposición, sobre la utopía imperiosa del éxito afiebrado y los implantes y

las risas. Así es como el mundo ideal se te parte entre las manos a vos, que pensás

y repensás las cosas, que estás mirando el techo, tendido boca arriba en la cama,

los ojos abiertos, a punto de dormir, a punto de despertar también, a punto de

destruir las estructuras del recuerdo que te atormenta. Se caen los dogmas, se

marchitan tus amistades en una corrupción de manchas negras. Sin fundamentos,

Uno tiende a hacerse objeto, a aniquilarse, contra Uno mismo, contra esa

montaña de Uno mismo, sin aventura, sin expresión, sin el respeto que se le debe

a la muerte, con la cobardía a flor de piel y dinero en los bolsillos. Y ahí va la guerra

ahora, que desfila en el mundo lacrimoso de ese techo que no mirás pero ves bien:

la guerra de un juego que está en curso mientras los niños famélicos del futuro se

matan a piedrazos, el ajedrez del Gran Círculo en el que toda una sociedad se agita

y lucha sin premios ni castigos. Las piezas están siempre en movimiento, acción y

reacción continuas, en esta partida inacabable que nos plantea la existencia. De

noche es más difícil asimilar las cosas, es verdad, pero la oscuridad es inevitable,

es parte también, todo y todos lanzados al tablero, girando en un asombroso

impulso vital que no se explica.

Un poco de orden

No es casualidad, entonces, que el orden resulte esencial para la

supervivencia de toda sociedad. Así como a vos se te hace cómoda la reducción a

cero de lo inesperado, al conjunto de hombres que mantienen en pie ese Gran

Círculo de la Convención le será mucho más provechoso contar con súbditos

dispuestos a actuar bajo una misma regla, un mismo orden, que arriesgarse a

vérselas con seres libres, capaces de la innovación espontánea y la

autosuficiencia. Ese igualitarismo injusto, por el que sin duda se trata de encarrilar

a los últimos por los medios más variados (la ley uno de ellos), propone sin

escrúpulos una masificación de prácticamente toda la cultura humana, y

entiéndase por cultura lo que por ella debería entenderse: desde el hábito

alimenticio y la vestimenta hasta la educación, esa imprenta de ideologías

mercantiles y obsoletas instaurada por el enciclopedismo, que anula en los

indecisos (la bendita mayoría de la que hace abuso el poder) toda posibilidad de

superación en beneficio propio y de la especie.

Hombre libre, por lo tanto, es aquel que se ha soltado convenientemente

de toda estructura o mandamiento social, ya que el pertenecer de manera

práctica al Gran Círculo de la Convención implica un orden preestablecido, ese

reiterativo programa de teatro armado por sus contados prestidigitadores. El

hombre libre desclava uno a uno los códigos sociales convenientemente porque

entiende que todo animal que se separa de la manada drásticamente y sin retorno

se hallará irremediablemente condenado al fracaso y a la aceptación final de su

enfermedad o impotencia, de su debilidad. Así, convive pacientemente con el

resto de los hombres sin mezclarse demasiado en sus modos ni en sus

costumbres, aunque siempre transmitiéndoles su propia experiencia de libertad,

lo cual provoca en la mayor parte de los casos la admiración general y el respeto

profundo a cada una de sus sentencias, las que a su vez él nunca impone, sino que

simplemente las siembra en esos espíritus aún indefinidos que no se han

idiotizado del todo en la vorágine de la sociedad, debatiéndose oscuramente

entre la Verdad y la Convención de este tablero de la existencia que todo lo

contiene.

El viaje

Ha llegado el momento en que te ves de pronto planteándote la vida como

un viaje, prueba fiel de que has avanzado. En esa idea todo concuerda: el

movimiento que es vida, la vida que es viaje que a su vez es movimiento; el viaje

que implica riesgos y decisiones que te llevarán a la experiencia, a ese camino

subjetivo e infinito de la experiencia espiritual. Ha llegado el momento, ya armás

tu mochila con los víveres que te darán energía en la marcha: inspiración, nuevos

aires, expansión anímica, y por qué no también tu pasado (que hace juego con

cada una de tus imborrables tormentas), por si te queda algún espacio para el

análisis y la introspección, una vez lejos de todo. Este viaje no ha de ser un mero

traslado; es necesaria la distancia, física y mental, para lograr dar vuelta de una

vez el concepto de la soledad.

Suele verse con cierta extrañeza el hecho de que un individuo busque la

soledad voluntariamente, quizás por un remoto terror a la extinción, como si de

lo más hondo de la especie se levantara el grito de una simiente vana, en la

desesperación de saberse menoscabada en número. Es así como se tiende a

considerar que soledad y aislamiento son dos caras de la misma moneda. Ya

hemos visto que no, ya hemos comprobado que el aislamiento tiene a su vez

varios matices. La soledad más genuina se aleja del encierro como el encierro de

la realidad. Por eso, lejos ya de aquel rincón, estás a punto de emprender tu viaje,

poco importa a dónde (ya no contás los años); la novedad es que sentís un río de

buena predisposición en el pecho. De pronto se ha derrumbado todo, estás a

plena luz del sol, que te pega de lleno en la cara. Los riesgos comienzan a

confundirse benevolentemente con las posibilidades que el camino guarda en su

caótico y secreto código de combinaciones. Mirás a un lado y a otro, estás

sonriendo, henchido de fuerzas, rebosante de ganas, con hambre de aventura, y

es entonces cuando, afirmando el peso de tu carga, comenzás a caminar.

Grandioso. Todo un mundo se abre por delante. Ya estás caminando. Te estás

moviendo. Estás indudablemente vivo en tu decidido movimiento, sin rumbo ni

destino fijo.

La noche

En la comprensión de este hecho, el de ser parte, en admitirlo, puede

hallarse el sosiego de tanta pregunta innecesaria, de tantos planteamientos

enrevesados, de tanta disconformidad humana como la que anda dando vueltas

en las cabezas de tantos hombres que (acaso encerrados en su propia celda, en

su propio pánico, en su propia desilusión que los lleva a la resignación más triste

de todas) desconocen que el resultado de cada una de sus acciones, de cada uno

de sus movimientos, afecta sin duda a todo el tablero. Las piezas van moviéndose,

poco más o poco menos, en esa constante de acción-reacción planteada a lo largo

de este infinito juego que nos propone la existencia. De noche es más difícil

asimilarlo, es verdad, pero la oscuridad es inevitable, es parte también, todo y

todos girando en un asombroso impulso vital que no se explica.

Hay una noche, sin embargo, totalmente desconocida. Es la noche de la que

un día vinimos, es ese estado anterior a lo que pueda llegar a discutirse en estas

páginas; anterior al primer latido, al feto, a esa otra noche intermedia, acuática,

la noche protectora del vientre materno, que es a su vez el único universo posible

en esa etapa frágil del animal que se abre paso. Esa noche insondable es mucho

más antigua y se olvida poco a poco, ya no queda rastro de ella al primer llanto,

el del aire que hincha el pecho que se prepara a afrontar ese misterioso

cuadriculado relleno de círculos concéntricos que es la vida. Se infla, todo se

predispone al crecimiento, brota cuerpo del cuerpo, los dientes del predador por

excelencia, las palabras van recordándose, emitidas una a una por esa increíble

conexión preexistente entre el almacenaje genético y la costumbre, que acude

desde los rincones más lejanos de la historia de la especie. Todo el aparato de la

vida se halla en condiciones, los engranajes funcionan correctamente, ya se es un

hombre, una mujer, un ser probablemente reflexivo, probablemente pensante,

probablemente sensible, probablemente no, probablemente productivo,

dogmático, disciplinado, probablemente humano, probablemente muy por

encima o muy por debajo de semejante calificativo. Pero antes de todo eso hubo

una noche, tan eterna como la que presentimos al otro lado del tablero, la que

viene después de tanto verde y tanto probablemente y tanta historia. Aquella

noche previa, tan infinita como la otra (al menos así nos parece, desde nuestra

fase vigente de cortísima duración vital), es lo ignorado, lo anterior al origen

mismo, el reposo latente que sin duda se entremezcla con el último, el del fin,

haya sido nuestro paso por el mundo de dos días o noventa y cinco años, lo mismo

da. Como las hojas de hierba que tanto inspiraron a Whitman, se nace de la

muerte, y he aquí que no se muere sin haber antes nacido. En este aspecto, la

discriminación entre un microorganismo, una cucaracha, un hombre, un alerce y

un rinoceronte es completamente nula, o como mucho un juego más, de esos que

la especie parlante usa para justificar su tiempo en los círculos concéntricos de

sus cuadraditos.

Ricos y pobres

De lo mucho que se ha hablado de ricos y pobres a lo largo de la historia

humana, poco se ha dicho en serio sobre el equilibrio natural que también pesa

sobre esa desigualdad aparente. La Naturaleza, como madre primera de todos los

seres y todas las cosas conocidas, esa Naturaleza que hace frágiles a los insectos

más numerosos del orbe al tiempo que son contadas las fieras más temibles, ha

provisto al hombre de su consciencia y su razón para dejar actuar en él (ya que es

el único de los seres vivos capaz de emitir juicio y condenarse a sí mismo de

cuantas maneras puedan imaginarse) el engaño del poder, que crea así entre los

humanos un submundo de jerarquías por la fuerza. Es decir, que hacia arriba y

hacia abajo, en una extraña cadena intraespecífica si se quiere, no hallamos más

que humanos, y el predador del hombre es el hombre, y el productor del hombre

es el hombre, y todas las funciones interactivas se dan siempre entre los hombres.

El punto es que el hombre productor se vale, es cierto, de otras especies para

llegar a su producto; pero al predador del predador, al verdadero poderoso de la

humanidad, ya se le han borrado los límites, y lo mismo da que sea una plantación

de arroz, la extracción de uranio o la integridad de una persona lo que se halla en

juego. Esos límites que desaparecen son el verdadero problema, porque

hablamos así de un descaro, de una irreverencia de las más atroces: lo que se ha

borrado es el sentido común e integrador previsto por la Naturaleza. La criatura

se ha rebelado, entonces, de la peor forma. Va en contra de su madre cuando no

ha salido de su seno. Eso es la extinción, eso es desmoronarse de a poco, y toda

esa hecatombe es, a la vez, apaciblemente natural; no es sino lo necesario, lo

único que queda por hacer para seguir cumpliendo con las leyes eternas de los

ciclos renovables.

En cuanto al hombre predador, lo que evidentemente persigue en el

hombre-presa no es ni su cuerpo ni su sangre para satisfacción o alimento, porque

en las sociedades humanas se ha entendido ya que los valores naturales pueden

alterarse fácilmente mediante sustituciones que, aun extremadamente nocivas

para la especie, ofrezcan grandes perspectivas de productividad y rendimiento,

esas dos fichas infalibles del Gran Círculo, de las que el dinero, como hemos visto

ya, es su viciosa causa y su vicioso resultado. Si ha de ser esa la medida de todas

las cosas, es de suponer que quien más dinero tenga será fácilmente elevado a la

condición de juez de todos y cada uno de los actos humanos, tanto intrínseca

como extrínsecamente. Es que el dinero no viene solo, sino que ofrece al

ambicioso una oportunidad de dominio irresistible: el poder. ¿A dónde van a parar

así las leyes y las modas y la accesibilidad a las instituciones públicas, cuando se

ha puesto a la cabeza de la manada a los ejemplares más despiadados de la raza

humana? En cualquier otra especie, un despiadado podría llegar a ser beneficioso,

pero en la nuestra, la única capaz del prejuicio y del engaño y de causar la muerte

a sus semejantes sin motivos naturalmente aparentes, representa un peligro

constante, una biodesfachatez amenazadora.

Desde la montaña

Desde la montaña, la continua y ruidosa convulsión del Gran Círculo queda

reducida a una vibración mínima de larvas que ignoran (o prefieren ignorar) la

existencia del mundo más allá de su ceguera; es como un rincón, como tu antiguo

rincón, pero en su forma más nociva y numerosa. El encierro de los hombres no

es cuestión de paredes, sino de rutinas y comportamientos predecibles. Un

producto cualquiera, un automóvil o un libro, lo mismo da, se propaga en la

sociedad de nuestro siglo en la medida que el dinero permita, es decir, mediante

la previsión comercial de su éxito o fracaso, prestidigitación a cargo de los

predadores más poderosos y determinantes de la especie. Y con sólo interrumpir

su paso con un dedo, toda larva no hará más que conducirse hacia donde ese

mismo dedo la lleve, haciéndole creer que se arrastra libremente por espacios

abiertos mientras se dirige inducidamente hacia otro lado, siempre hacia otro

lado, siempre a reunirse con otras incontables larvas que han llegado allí de la

misma forma, sin saberlo, ciegamente aprobando la omnipotencia del Buen Dedo.

En la montaña hay trabajo, hay días calurosos y noches heladas, los cielos

despejados de una vida nunca son continuos, ya lo sabés. Pero ese sudor que se

ofrece a cambio de tu leña o alimento responde directamente a tus verdaderas

necesidades, sin arreglos ni comodines de colores de por medio. La escarcha

nocturna te recuerda que el movimiento es la esencia, que dormirse sin calor vital

es dormirse para siempre. Todo surge espontánea y naturalmente,

necesariamente; ningún acto es en vano, nada se desperdicia en tu montaña.

Estás empleando tus fuerzas en beneficio de tus propias fuerzas, única órbita de

valor real en tu lance de vivir sin ataduras. Aquí, el dinero no es más que una

fantasía irrisoria, el leitmotiv de ese enorme grotesco de las larvas y las

apariencias; se reduce a metal decorativo o, en último caso, a herramienta

improvisada, papel de combustión lenta para tus fogatas. Si lo mirás así, no sólo

te causa gracia el interés desmedido que a semejante ilusión profesan los

poderosos del Gran Círculo, sino que advertís además una de las razones más

evidentes del peso insostenible que ejerce sobre el individuo el prejuicio social,

esa predisposición prácticamente idiota por la que se mide y juzga todo lo que

existe. Lejos del bullicio y el amontonamiento de las urbes, te agradan esos

instantes de autosuficiencia esmerada; descansás plácidamente por las noches,

despertás con las primeras luces, con las aves, con la mañana entera, que es un

canto suave de colores y fragancias.

Arte y religión

Más allá de todo, existe en el arte cierto impulso a la comunicación, aunque

a veces los medios para lograrla resulten mucho más afines a la exclusión que a la

sociedad. El mensaje universal de todo arte es antes la meditación sosegada de

un hombre, acaso un hombre de profundos silencios y abstracciones, sumido en

la paciencia de sus noches solitarias, frecuentemente en desacuerdo con los otros,

con ese Gran Círculo de la Convención, ese ajetreo que siente ajeno a su idea de

humanidad, el hacinamiento de un mundo que se consume en frivolidades,

precipitado y vacío, enfermo y rutinario. En ese mundo ha de vivir el artista y de

él quiere escapar; la inexorabilidad de la práctica le ha demostrado que es difícil,

pero su fuerza no decae, porque ese arte es para él un modo de vida inseparable

de su condición, un reconocimiento de sus facultades y limitaciones, en plena

consciencia de que, al fin de cuentas, siempre está Uno vivo, sin rumbo ni destino

fijo. Cuando el dolor o una ráfaga de felicidad deja al artista suspendido en un

aroma o una imagen, presiente él que el recuerdo llega entonces para revivir, en

ese insignificante pedacito de existencia que ostenta, alguna verdad del universo.

Muy al contrario de lo que suele creerse, no se trata de una experiencia extraña

al resto de los hombres, sino de un reflejo transcendental común a todos los

individuos de la especie. Claro que la rutina ininterrumpida y el afán desenfrenado

de sobrevivir a las cosas impiden a los siervos del Gran Círculo ese tiempo

necesario para asimilarlo. De aquí el decaimiento espiritual progresivo que

desemboca en los males del cuerpo. La rueda intencional del Círculo ha previsto

que, una vez extenuada su utilidad, todo individuo debe hundirse en el

aburrimiento, irremediablemente en las necesidades de los otros, superiores o

clientes, súbditos o gobernantes, dejando al descubierto (si es que la muerte se

apiada rápidamente de él) un alma pobre y desaliñada, vacía de humanidad, que

abandona el mundo sin más experiencia que el cansancio, aunque con la carga de

un materialismo que ya no podrá enmendar, vicios que debería haber evitado con

sólo prescindir de ellos a tiempo, con la convicción de quien ha entendido las

reglas del tablero. Pero hay en las cosas cierta hipnosis que incita al hombre al

olvido de sí mismo, a abandonar su espíritu introspectivo en algún rincón de sus

preocupaciones sociales, y así es como Uno se convierte, ingenuamente, en una

cosa más, en un objeto de sus posesiones, un esclavo de todas sus riquezas.

Y en medio de todo esto… ¿qué es el arte? Acaso una trasmigración del

barro a la cumbre y viceversa. Y es que no importa tanto la obra de arte en sí

misma como el sentido metafísico que podamos añadirle por la sola

contemplación: de este modo, logramos aproximarnos no sólo al arte de los

hombres, sino también al de la Naturaleza, que es en sí misma obra y artista, por

la fuerza creadora que genera; Creación de las creaciones.

Cumbre

Y al fin llegaste a la montaña, a esa imponente montaña de Uno mismo. Te

armaste de lo necesario antes de subir, y ya en la subida advertiste que lo

realmente necesario era muchísimo menos, y así fue como comprendiste el

sentido de ese prescindir que te ha traído hasta aquí, a través de la noche y de

todas tus tormentas, siempre consciente, siempre atento a las maravillosas

pequeñeces de la Naturaleza, esas manifestaciones calmas de un Universo que no

es posible razonar pero sí comprender en la paz última de un espíritu que ha

llegado a esta cumbre inspiradora, de cielo azul profundo y visión interminable.

Desde arriba, todo es pequeño. Es como una lección natural que nos

permite darnos verdadera cuenta de lo reducida que es la visión de un hombre

inmerso en el ajetreo cotidiano del Gran Círculo. Las luces de la ciudad son como

luciérnagas abarrotadas alrededor de una piedrita negra; mínimas las fachadas de

los edificios, ínfimos los techos, ignoradas las ventanas abiertas de esas

habitaciones microscópicas donde acaso se estén gestando discusiones,

declaraciones de amor, soledades novatas, otras vidas, otros libros, alguna

inspiración también, en su pugna por vencer los ruidos y el cemento y los postes

de luz para fundirse con las alturas, estas sutiles alturas de la Verdad, como si la

montaña hubiera sido diseñada para que el hombre pueda percibir al menos la

continuidad del Universo que lo incluye, ese Universo de Uno y de todos, del que

se es inevitablemente parte cuando se está vivo, sin rumbo ni destino fijo.