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EL DESAFÍO MORAL DE LA POBREZA:
DEBERES INDIVIDUALES Y ESTÁNDARES DE HUMANIDAD
Marisa Iglesias Vila
(Publicado en García Figueroa, A. (ed.), Racionalidad y Derecho, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, pp. 219-262)
Es un hecho que millones de personas viven y mueren en una situación de
pobreza extrema. El 46 por ciento de los seres humanos vive por debajo del umbral de
pobreza de 2 dólares por día, y cerca de 1,214 millones de personas vive por debajo del
umbral de 1 dólar por día1. Cada año mueren aproximadamente 18 millones de seres
humanos por causas relativas a la pobreza (un tercio del total de muertes). Al mismo
tiempo, también es un hecho que la pobreza no es inevitable en un mundo donde la
producción global de alimento es dos veces superior a la cantidad necesaria para nutrir a
toda la población del planeta. El coste económico que supondría erradicar la escasez
radical es menos del 1 por ciento de la riqueza global; y el coste de garantizar el acceso
universal a servicios sociales básicos para aliviar la miseria no supera los 80 billones de
dólares, una cantidad inferior a la riqueza que acumulan los siete hombres más
acaudalados del mundo2.
Imagino que, para la mayoría de nosotros, estos datos resultarán estremecedores.
Ciertamente, las estadísticas acerca de la pobreza son siempre conmovedoras y suelen
generar una reacción de preocupación y pesar. Sin embargo, la realidad es que las
diferencias económicas entre las sociedades ricas y pobres está aumentando, y que ello
está ocurriendo a pesar de nuestro impresionante progreso tecnológico y del éxito que el
discurso de los derechos humanos ha alcanzado en las democracias occidentales3.
Quizá la explicación de nuestra inacción colectiva ante este problema no se
encuentre en una mera indiferencia ante el sufrimiento ajeno, sino, más bien, en la
1 También es importante resaltar que este 46 por ciento de la población mundial posee solamente
el 1.2 por ciento de la riqueza global. Estoy utilizando aquí los datos que Pogge (2002, 97) extrae de los informes del Banco Mundial 2000/2001 y 2002.
2 De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la riqueza neta de los diez billonarios más ricos del planeta es de 133 billones de dólares, 1.5 veces superior a la riqueza nacional total de los países menos desarrollados. Véanse las estadísticas sobre la pobreza de la UNDP en www.undp.org.
3 Véase Pogge (2002a, 3, 97-100). Como observa también Joshua Cohen (1994, 2), en las últimas tres décadas las diferencias de riqueza entre el quintal más rico y el más pobre de la población mundial se han doblado.
2
creencia de que nosotros, los que provenimos de sociedades acomodadas, no tenemos
realmente un deber moral de ayudar a aquellos que están muriendo de hambre en
lugares remotos. La pobreza ajena puede motivarnos a actuar de manera caritativa y
solemos valorar muy positivamente a aquellos que dedican tiempo y recursos a esta
empresa. Sin embargo, la inacción hacia los más pobres no la consideramos inmoral.
Los problemas de escala global, podríamos decir, no generan una preocupación real en
nuestra moralidad cotidiana porque, como Samuel Scheffler advierte, la moralidad
cotidiana y los contornos de la vida social están “defined primarily by small-scale
personal relations among independent individual agents”4.
Nuestra moralidad cotidiana parece sentirse confortable concentrándose en la
reducida escala de nuestras relaciones habituales, donde la mayoría de nosotros vivimos
completamente aislados de la pobreza extrema, aunque, obviamente, no ignoramos que
ésta existe5. ¿Muestra esta apatía hacia los más pobres que nuestra moralidad ordinaria
es inmoral? Una respuesta fácil sería afirmar que, efectivamente, es inmoral. Esta
respuesta podría ser el producto de adoptar, por ejemplo, el sencillo principio ético que
Peter Singer ha defendido repetidamente. Según Singer, si asumimos que la muerte por
carencia de alimentos y condiciones básicas es un mal, “if it is in our power to prevent
something bad from happening, without thereby sacrificing anything of comparable
moral importance, we ought morally to do it”6. En opinión de Singer, si tomamos este
principio moral en serio o, incluso, una versión más moderada de este estándar en el
sentido de que “we should prevent bad occurrences unless, to do so, we had to sacrifice
something morally significant”, resulta obvio que debemos contribuir de manera
efectiva a paliar el hambre en el mundo7.
Por muy simple que esta cuestión pueda parecer a primera vista, lo cierto es que
el reconocimiento de un deber de ayuda en este contexto se convierte en un problema
filosófico muy complejo, especialmente para aquellas teorías liberales de la justicia que
no están dispuestas a asumir ni un utilitarismo como el de Singer, ni un fuerte
igualitarismo global, y que, en cierta medida, sienten la necesidad de otorgar algún
espacio a nuestro modus vivendi occidental en el universo moral. Un ejemplo de esta
complejidad lo encontramos en el renovado debate acerca de la posibilidad de una
justicia global y del lugar que las fronteras y los lazos comunitarios desempeñan en la
delimitación de nuestros deberes morales. En mi opinión, este debate contribuye a
oscurecer, más que clarificar, qué es lo que legítimamente puede exigirse a los seres
4 Scheffler (1995, 229). Véase, también, Jonas (1984, 4-5 y 123-130). 5 Pogge (2002a, 4) apunta acertadamente que “we live in extreme isolation from sever poverty.
We do not know people scarred by the experience of losing a child of hunger, diarrhea, or measles, do not know anyone earning less than $10 for a 72-hours web of hard, monotonous labor”.
6 Singer (1985, 249; 1993, 230-231). 7 Véase Singer (1985, 259).
3
humanos en aras de la justicia8. Es en el contexto de la supuesta tensión entre dos
tendencias opuestas que está viviendo la humanidad: la integración global y la
fragmentación étnico-cultural, donde la aparente facilidad del problema de la
erradicación de la pobreza extrema tiene el peligro de desvanecerse en medio de
consideraciones que tienen un carácter más político y prudencial que moral.
En este texto argumentaré que la cuestión de la escasez radical debería ser
abordada solamente desde el estándar de imparcialidad que está en el corazón de
cualquier punto de vista moral, lo que conduce a descartar por irrelevante cualquier
argumento político, prudencial o parcial que pudiéramos aducir para justificar nuestra
desvinculación del fenómeno de la pobreza. Mi propósito será mostrar que sólo cuando
se toma la imparcialidad en serio es posible percibir lo poco problemático que resultaría
para agentes razonables identificar qué es lo que debe hacerse all things considered en
este contexto.
Para desarrollar este argumento, procederé, en primer lugar, a analizar tres
marcos diferentes desde los que se ha pretendido justificar un deber moral hacia los más
pobres: la responsabilidad causal, la justicia distributiva y la perspectiva de la
humanidad. Aunque desde cualquiera de estos tres marcos podría justificarse con éxito
un deber de ayuda, dedicaré la mayor parte del texto a defender que la mejor perspectiva
para afrontar este problema global es la que adopta un principio moral de humanidad en
tanto exigencia de lo que denominaré “imparcialidad positiva”. Como indicaré, este
principio de humanidad o deber de altruismo no puede ser tan exigente que conlleve
eliminar la separación entre las personas, debe ser suficientemente viable para poder
superar la supuesta pendiente resbaladiza en la que, según algunos autores, caen los
deberes morales positivos y, al mismo tiempo, debe ser lo suficientemente exigente
como para ser capaz de marcar una diferencia en el problema de la pobreza extrema.
I
Se han ofrecido diferentes argumentos para reivindicar un deber moral de
contribuir a paliar el hambre en el mundo. En particular (y dejando ahora al margen la
visión de Singer) podríamos prestar atención a tres líneas de razonamiento que surgen
de diversas tendencias dentro del liberalismo ético. La primera se preocupa de
cuestiones de responsabilidad causal y justicia reparativa, la segunda se concentra en
problemas de justicia distributiva y la tercera se pregunta qué es lo que la propia idea de
humanidad exige de nosotros.
Desde la primera perspectiva, el deber de ayuda que comparte la población de
las sociedades opulentas es una mera derivación del deber general negativo de no dañar
8 Véase, por ejemplo, Scheffler (2001, 38-47).
4
a otros. Esta posición desafía una de las posibles formas de justificar nuestra pasividad
ante la escasez extrema: la visión que considera que nosotros no hemos causado la
pobreza, o que percibe las hambrunas como un desastre natural que no es culpa de nadie
en particular. Ésta es la base empírica que un libertario necesita para rechazar cualquier
obligación moral hacia los más pobres. Si nuestra riqueza ha sido obtenida de manera
legítima, y no estamos causando o contribuyendo a causar la pobreza global, entonces
no tenemos un deber moral de auxilio9.
Aquellos que defienden que incluso un libertario debería aceptar
responsabilidades morales en este ámbito dirigen sus argumentos a la cuestión del
vínculo causal. Ésta es, por ejemplo, la posición de Onora O’Neill en su ya clásico
artículo “Lifeboat Earth”, y también la aproximación de Thomas Pogge10. O’Neill, al
igual que Pogge, parte de la platitud de que todos los seres humanos tenemos el derecho
moral a no ser dañados o matados. Atendiendo a este derecho, nuestra preocupación
debería ser la de evitar cualquier responsabilidad por muertes injustificadas producidas
por el hambre11. Podría parecer, a primera vista, que una cuidadosa distinción entre
matar y dejar morir podría ser útil para descargarnos de toda responsabilidad. Sin
embargo, O’Neill aporta varios ejemplos para mostrar cómo es posible afirmar que
estamos matando a través de nuestras actividades económicas. Uno de los ejemplos más
claros en este sentido es lo que esta autora denomina “commodity pricing case”12. Dado
que los países subdesarrollados dependen drásticamente del nivel de precios de ciertos
productos, un gran descenso en su precio global puede tener efectos letales para la
población de estos países. Como advierte O’Neill, cuando esta caída de precios es el
resultado de acciones llevadas a cabo por inversores, corredores de bolsa y agencias
gubernamentales, estas personas y cuerpos están eligiendo políticas que matarán a seres
humanos13.
Las conclusiones de Pogge son muy similares. Pogge defiende una visión
libertaria en este punto, y considera que la idea de justicia sólo contempla deberes
negativos. Por ello, defiende que hay una distinción moral significativa entre dañar y
evitar la ocurrencia un daño14. Sin embargo, este autor trata de mostrar que la pobreza
es una cuestión de daños que, directa o indirectamente, son producidos por nosotros y
nuestra economía global. De esta forma, el simple derecho a no ser dañado (o el
correlativo deber de no dañar) es suficiente para justificar que tenemos una clara
9 Ésta es la conocida posición de Nozick (1974, cap. 3). 10 O’Neill (1985, 262-281), Pogge (2002a). 11 O’Neill (1985, 262). 12 O’Neill (1985, 273-275). 13 O’Neill (1985, 273). 14 Pogge (2002a, 13, 66-67). Véase, también, Pogge (2002b, 89).
5
responsabilidad moral hacia los pobres15. En su opinión, es esta responsabilidad basada
en el factor causal la que nos exige embarcarnos en reformas institucionales efectivas
que beneficien a aquellos que se están muriendo de hambre16.
Esta línea de razonamiento puede ser atractiva porque, como he indicado, es
capaz de justificar un deber moral hacia los más pobres incluso cuando se defiende una
ética libertaria. En este sentido, conferir prioridad axiológica al principio de libertad y
admitir sólo de manera muy restrictiva limitaciones a este estándar es compatible con
reconocer responsabilidades morales en este problema global. Preocupación
A pesar de ello, en mi opinión, esta aproximación no es lo suficientemente
atractiva para constituir la única base de nuestros deberes morales en el contexto de la
pobreza. Por un lado, nos conduciría a una visión muy limitada de nuestras
responsabilidades en tanto seres humanos. Como insistiré más adelante, la propia idea
del punto de vista moral conlleva algún grado de consideración por las necesidades y
sufrimientos ajenos. La extensión que esta preocupación moral es una cuestión abierta a
controversia y argumentación. Ahora bien, hay un mínima implicación con los otros que
parece conceptualmente necesaria en el discurso moral, y esta implicación tendrá la
forma de un deber positivo de ayuda mutua, por muy débil que este deber pueda
resultar17. En este sentido, observa acertadamente John Rawls, la propia imagen de una
sociedad en la que nadie tuviera el más mínimo deseo de ayudar a otros “would express
an indifference if not disdain for human beings that would make a sense of own worth
impossible”18.
Por otro lado, el hecho de que estemos viviendo en un mundo extremadamente
complejo e interconectado, donde las cadenas causales son realmente difíciles de seguir
y clarificar, aconseja mirar con reparos cualquier intento de reducir un deber de ayuda al
argumento causal19. Dado que la idea de causalidad no puede ser legítimamente usada
15 Pogge (2002a, 23) rechaza aquella aproximación al problema de la pobreza que se centra en la
cuestión de ayudar a otros que están sufriendo. En sus palabras, “the poor do need help, of course. But they need help only because of the terrible injustices they are being subjected to. We should not, then, think of our individual donations (...) as helping the poor, but as protecting them from the effects of global rules whose injustice benefits us and is our responsibility”. Volveré sobre esta cuestión en la próxima sección.
16 La idea de Pogge (2002, 110-112 y cap. 8) del “Global Resources Dividend” (que restringe los derechos de propiedad sobre los recursos naturales), y su apoyo a algo como la tasa Tobin, se dirigirían a esta finalidad.
17 Por esta razón, Rawls, por ejemplo, (1971, 114-117, 339) incluye el deber de ayuda mutua (“the duty of helping another when he is in need or jeopardy, provided that one can do so without excessive risk or loss to oneself”) en la lista de los deberes naturales individuales.
18 Rawls (1971, 339). 19 La complejidad de nuestro mundo globalizado puede ser claramente ilustrada utilizando la
metáfora de la tela de araña irregular que propone Henry Shue. De acuerdo con Shue (1988, 693-694) “perhaps the nearest thing to an accurate representation of the real circumstances now is one of those irregular spider webs with some very short strands and some very long strands, such that if something
6
sin conexión con una base empírica (el factor causal requiere ser probado en cada caso),
podremos enfrentar muchas situaciones en las que no será posible mostrar nuestra
contribución causal a una situación de escasez radical. En esos casos, esta línea de
razonamiento nos dirige a la conclusión de que no tenemos ningún deber moral que
reconocer y, por tanto, que no hay ninguna objeción moral en dejar a los pobres a su
propia suerte. Ésta es una conclusión ética muy poco atractiva.
Por ultimo, asumir esta lógica puede ser peligroso desde un punto de vista
motivacional. Teniendo en cuenta que las cadenas causales que conducen a actividades
que provocan muertes son extremadamente complejas, reducir un deber de ayuda a la
cuestión causal puede estimular nuestra tendencia natural a elegir aquellas descripciones
de hechos que nos son más favorables. Ésta ha sido una tendencia muy familiar en el
discurso internacional de las democracias occidentales, donde es habitual enfatizar la
asociación entre la pobreza radical y los problemas políticos internos que padecen
muchos países subdesarrollados. A mi juicio, el hecho de que pudiéramos estar
incentivando, en vez de contrarrestando, esta peligrosa tendencia, es un argumento
poderoso para pensar en líneas de razonamiento alternativas.
II
Una segunda forma de afrontar nuestras responsabilidades ante el fenómeno de
la pobreza extrema es trasladar la discusión al ámbito de la justicia distributiva. Si
asumimos que un cierto grado de igualdad y redistribución son una exigencia de
justicia, tendremos fuertes razones morales para aceptar un deber de auxiliar a aquellas
personas que están viviendo en una situación de absoluta escasez. De esta forma, no
necesitamos asumir un siempre controvertido igualitarismo extremo para reconocer
responsabilidades en este contexto. En principio, adoptar lo que cabe denominar un
“igualitarismo mínimo”, en la forma del principio rawlsiano de diferencia, sería
suficiente para percibir el caso de la pobreza extrema como un caso fácil en relación al
deber de ayuda20.
Sin embargo, cuando nos preocupamos por la justicia redistributiva a escala
global y vamos más allá de las situaciones domésticas de desigualdad, la justificación
moral de un mínimo igualitarismo se convierte en una cuestión muy compleja. Dado
que los más pobres son tan pobres, es cierto que no resultaría muy exigente, en términos
de sacrificio a la libertad individual, aceptar un principio de diferencia a escala global.
touches one strand it may send a shock to the farthest side of the web, while if it touches a different strand its effects may quickly fade away”. En sentido similar, véase Scheffler (1995, 228-229).
20 Para aquellos que no estén familiarizados con la teoría de Rawls, el famoso principio de diferencia es una restricción redistributiva al principio de libertad. Este principio tomaría como justos sólo aquellos esquemas distributivos que, además de ser obtenidos en un contexto de igualdad de oportunidades, mejoran la situación de los menos aventajados o peor situados. Véase Rawls (1971, 60-65, 302-303).
7
Cuando los que están globalmente peor situados viven por debajo del umbral de 1 dólar
por día, y cuando el coste de erradicar la escasez radical es menos del 1 por ciento de la
riqueza total, mejorar la situación de los más desaventajados no supondría ningún
sacrificio significativo para las poblaciones de las sociedades ricas. El problema sigue
siendo que, aun cuando podamos admitir que un principio de diferencia global no
resultaría muy exigente, tendemos a estar escasamente motivados para emprender
cualquier actividad redistributiva más allá de las fronteras de nuestras comunidades21.
¿Es éticamente justificable esta reticencia generalizada a una redistribución
global? Autores como Charles Beitz o Brian Barry han objetado nuestra falta de
motivación argumentando que tenemos fuertes rezones morales para aceptar estándares
redistributivos globales22. Otros, como es el caso de John Rawls o David Miller, dan
contenido moral a esta falta de motivación y defienden que los principios distributivos
deben aplicarse exclusivamente dentro del marco de las fronteras de cada estado-
nación23. Prestaré ahora atención a los principales argumentos que apoyan estas
perspectivas en conflicto.
Beitz sugiere que el principio rawlsiano de diferencia puede ser aplicado a escala
global en la forma de un principio de redistribución de recursos. En sus propios
términos, este estándar requeriría “assurance to resource-poor nations that their adverse
21 Un principio de diferencia global sería menos exigente que el mismo principio aplicado dentro
de las fronteras de las sociedades ricas. Usando la idea de utilidad marginal decreciente, podríamos afirmar, por ejemplo, que la relevancia de un kilo de arroz cambio dependiendo de quien va a necesitarlo y de su situación. A medida que una persona vaya siendo menos pobre, un kilo de arroz irá adquiriendo menos importancia para su supervivencia. En contraste, a mayor pobreza mayor relevancia adquirirá este mismo kilo de arroz. Dado que en las sociedades acomodadas los peor situados podrían ser generalmente considerados ricos en comparación con los peor situados en los países pobres, el nivel de recursos que se necesita para mejorar significativamente la situación de los primeros es muy superior al necesario para mejorar significativamente la situación de los segundos. Por tanto, la misma cantidad de recursos provenientes de los mejor situados tendrá efectos radicalmente diferentes dependiendo de quien sea su destinatario. En Europa, un kilo de arroz, pongamos, por día y familia, como transferencia de recursos que provienen de los mejor situados, sería claramente inaceptable como forma de respetar el principio de diferencia. En cambio, para las personas que viven por debajo del umbral de pobreza extrema, esta transferencia comportaría una gran diferencia en su nivel de vida. Véase Singer (1993, 24-25), Nagel (1991, 65, 68), Fishkin (1982, 164-165), Miller (1999a, 224). Sin embargo, también podríamos afirmar que, debido, por una parte, a que el principio de diferencia es un estándar de igualitarismo mínimo (que sólo requiere mejorar la situación de los menos aventajados) y, por otra parte, a que las diferencias entre los globalmente más ricos y los más pobres son tan enormes, respetar el principio de diferencia no aseguraría un nivel decente de redistribución global. Mejorar la situación de los 1,214 millones de personas que viven por debajo del umbral de pobreza de un dólar por día y conseguir que vivieran por debajo de un umbral de 1.5 dólares por día, sería un caso obvio de mejorar su situación y respetar el principio de diferencia. Ahora bien, esta mejora no debería ser satisfactoria, incluso, para un igualitarismo mínimo porque seguiría persistiendo un contexto global de gigantesca desigualdad. Por esta razón, si nuestra finalidad en la aplicación del principio de diferencia no es meramente emprender una tarea simbólica de redistribución, sino disminuir de forma significativa una coyuntura de clara desigualdad, deberíamos exigir, como cuestión de justicia distributiva, un nivel de transferencias mucho más alto.
22 Véanse, por ejemplo, Barry (1982), Beitz (1985). 23 Véanse, por ejemplo, Rawls (1999a, 538, 558-560), Miller (1999b).
8
fate will not prevent them from realizing economic conditions sufficient to support just
social institutions and to protect human rights”24. Beitz, siguiendo a Rawls, reconoce
que la viabilidad de su principio redistributivo está sujeta a dos condiciones. En primer
lugar, nuestras obligaciones sociales surgen generalmente en contextos cooperativos y,
más precisamente, en esquemas cooperativos auto-suficientes como son los estados-
nación. En segundo lugar, la redistribución es moralmente exigible sólo cuando la
situación de los menos aventajados deriva de circunstancias que escapan a su control y
que, por esta razón, son moralmente irrelevantes. Beitz argumenta que el actual
contexto internacional cumple estas condiciones. Por una parte, la globalización
económica produce ámbitos de clara interdependencia y cooperación que van más allá
de las fronteras de cada estado. De ahí que las fronteras nacionales estén perdiendo
relevancia moral como fuente exclusiva de nuestras obligaciones sociales. La sociedad
internacional, afirma este autor, también constituye el esquema cooperativo global que
necesitamos para justifican los estándares redistributivos25. Por otra parte, Beitz observa
que la interdependencia internacional “imposes burdens on poor and economically weak
countries that they cannot practically avoid (…). It involves patterns of relationships
which are largely non voluntary from the point of view of the worse-off participants,
and which produces benefits for some while imposing burdens on others”26. De este
modo, la situación de los menos aventajados a nivel global, como producto de la lotería
natural y la contingencia social, justificaría la compensación redistributiva27.
Aunque la propuesta de Beitz es francamente atractiva, ha recibido numerosas
críticas. Barry, por ejemplo, argumenta que nuestro marco internacional no puede ser
visto como un único esquema cooperativo aun cuando estemos en un contexto de
fuertes interacciones económicas. En su opinión, ante la ausencia de un esquema
cooperativo único, una redistribución global no resultaría ventajosa para las sociedades
ricas en la misma medida que lo sería para las sociedades pobres28. Barry piensa que la
base moral para una redistribución global debería encontrarse en la idea de un derecho
24 Beitz (1985, 293). 25 Beitz (1985, 297-298). De forma similar, Goodin (2003) argumenta que en el contexto de un
mundo globalizado e interdependiente los principios de justicia deberían tener una escala global. Véase, también, Young (2000, 246-250).
26 Beitz (1985, 296). 27 Beitz (1985, 301). 28 Barry (1982, 232-233). Aunque no entraré aquí en este debate, es importante resaltar que Barry
concentra su atención en la interacción económica global y en el comercio internacional. Podríamos indicar, sin embargo, que la globalización actual no puede ser reducida a las cuestiones económicas. En un mundo claramente interdependiente, un esquema cooperativo internacional sería necesario en muchos otros aspectos de la vida social donde los estados-nación no son completamente autosuficientes y donde la cooperación sería mutuamente beneficiosa (medioambiente, comunicaciones, cultura, lenguaje, derechos humanos, etc.). Si esto es así, la objeción de Barry es más débil de lo que parece a primera vista.
9
igual a los recursos naturales. En la medida en que la distribución actual de los recursos
naturales, y el poder para controlarlos, es arbitraria desde un punto de vista moral, las
poblaciones de aquellas sociedades que carecen del control de esos recursos tienen un
derecho a compartir su disfrute29.
También objetando la tesis de Beitz de que vivimos en una estructura
cooperativa global, David Miller indica que el marco internacional carece de las tres
condiciones básicas que dan viabilidad a la aplicación de estándares de justicia
distributiva: a) la presencia de lazos de solidaridad lo suficientemente sólidos como para
poder superar las diferencias culturales y religiosas, b) algún grado de comprensión
compartida en torno a cuándo estamos ante una demanda justa sobre recursos, y c) la
confianza suficiente en que los principios distributivos motivarán a todos de manera
similar30. Según Miller, sin estos rasgos, lo que denomina “principios de justicia
comparativos” no tienen ninguna fuerza31.
El propio Rawls se ha unido a aquellos que rechazan la posibilidad de un
principio de diferencia global, principalmente porque, a diferencia de Beitz, Rawls no
percibe la situación de los más desaventajados globales como el mero producto de la
lotería natural y la mala suerte32. A juicio de Rawls, “person’s adverse fate is more often
to be born into a distorted and corrupt political culture than into a country lacking
resources”33. Por esta razón, este autor considera que las bases de nuestros deberes de
29 Barry (1982, 235-239). 30 Miller (1999a, 18-19). Véase, también, Miller (1999b, 188-197). Para una extensa crítica de la
visión restrictiva de Miller sobre la clase de asociación que hace posible la aplicación de principios de justicia distributiva, véase Caney (2003, 290-296).
31 Siguiendo a Joel Feinberg (1974), Miller (1999a, 4-5, 19, 220-221; 1998, 171, 180) distingue entre principios de justicia comparativos y no comparativos. Los principios no comparativos justifican derechos y expectativas individuales sin tener en cuenta la relativa situación de otras personas y sus derechos. Los principios de justicia comparativos, en cambio, como es el caso del principio de igualdad, justifican derechos y expectativas individuales comparando la situación relativa de otros y la coyuntura de ventaja o desventaja social en la que se encuentran diferentes grupos de individuos. En su opinión, mientras que los principios no comparativos pueden tener un alcance global, los de carácter comparativo requieren “persons who are connected together in some way, for instance by belonging to the same community” (Miller, 1998, 171).
32 Aunque, a mi juicio, el principal argumento que Rawls (1999a, 558) utiliza aquí es la cuestión del rol que los gobiernos desempeñan en la producción de hambrunas internas, aporta también dos argumentos generales para reducir los principios distributivos a la justicia doméstica. En primer lugar, indica que la justicia distributiva, “belongs to the ideal theory for a democratic society and it is not framed for our present purposes”. En segundo lugar, y advirtiendo que éste es un argumento más serio, observa que no todas las sociedades dentro de la sociedad de naciones aceptaría la aplicación de los principios liberales de justicia distributiva.
33 Rawls (1999a, 559) sigue aquí el importante estudio sobre las causas de la pobreza de Amartya Sen. Véase, también, Miller (1999b, 193-197).
10
auxilio en este ámbito están vinculadas a la protección de derechos humanos más que a
cualquier principio liberal de justicia distributiva34.
De este debate podemos aprender que una justificación igualitarista de nuestras
responsabilidades hacia los más pobres está lejos de constituir una empresa fácil.
Ciertamente, la visión de una sociedad internacional como un tipo de asociación sólo
podría ser mantenida a efectos redistributivos si ampliamos la concepción tradicional de
un esquema cooperativo que se centra en la idea de estado-nación. Aunque muchos
filósofos advierten que el modelo del estado-nación está hoy en crisis, principalmente
porque se está generando una tendencia tanto a una mayor internacionalización como a
un mayor localismo, el trasfondo moral de la mayoría de teorías de justicia social
continúan situando la justicia distributiva dentro del marco de comunidades
políticamente organizadas35. Quizá, como apunta Simon Caney, podríamos adoptar una
visión más amplia de la idea de asociación política tomando la interdependencia causal
en vez de los lazos comunitarios como criterio de redistribución. Ello haría más
convincente la propuesta de Beitz36. Sin embargo, desarrollar esta estrategia
argumentativa para justificar deberes morales hacia los pobres supondría desafiar la
propia estructura política de las sociedades en las que vivimos, algo que está
completamente alejado de los propósitos de este trabajo.
Una dificultad adicional en este contexto es el rol que algunos gobiernos
nacionales desempañan en la situación de escasez extrema en la que viven sus
poblaciones. Aunque la pobreza es el resultado de múltiples factores que actúan
conjuntamente, es obvio que no se trata de un mero desastre natural y que, en este
sentido, no es una simple cuestión de mala suerte. La presencia en sociedades
subdesarrolladas de clases políticas corruptas y programas de gobierno desacertados
juegan un papel importante en la producción de hambrunas. Al mismo tiempo, la
corrupción política interna en países pobres suele obstruir cualquier intento de
34 Ralws (1999a, 559-560). Ésta es también la visión de Miller. A juicio de Miller (1999b, 194-
197), la situación de los pobres no puede ser desvinculada de las políticas, elecciones y funcionamiento interno de sus comunidades políticas y gobiernos. Cuando la desigualdad es el producto de gobiernos corruptos y deficientes, lo que sucede en la mayoría de casos según este autor, una redistribución global no puede ser justificada en términos de justicia distributiva. Como veremos, Miller (199b, 198-209), sin embargo, resalta que hay otras bases morales para justificar un deber de auxilio hacia los más pobres: los derechos básicos y la necesidad de evitar la explotación. Aunque en su libro The Law of Peoples Rawls incorpora tímidamente un deber de asistencia de unos pueblos hacia otros, cabe tener en cuenta que este deber: a) sigue vinculado a la presencia de algún marco cooperativo, b) en contraste con la propuesta cosmopolita, se trata de un deber institucional y c) tiene como único objetivo que una comunidad se transforme, al menos, en una sociedad jerárquica decente. Véase Rawls (1999b, 111, 119-120).
35 Véase, por ejemplo, Miller (1999a, 5). 36 Su concepción de una asociación basada en la interdependencia causal defiende que los
estándares distributivos se aplican “to people who causally affect and are affected by others or who are subject to the same economic forces” (Caney, 2003, 295). Como veremos en la próxima sección, objetar la tesis de que debemos otorgar prioridad a nuestros compatriotas sobre los extranjeros también puede apoyar una extensión del principio de diferencia.
11
redistribución efectiva. No obstante, podríamos argumentar que Rawls pone un énfasis
excesivo en el factor político, y que ello es debido a que centra demasiado su atención
en los estados-nación como los sujetos morales que interactúan en el contexto global37.
Como observa Liam Murphy, el principio de diferencia podría ser contemplado
no sólo como un principio que regula la actividad institucional sino también como un
estándar que se dirige directamente a los individuos y regula sus acciones. Desde esta
perspectiva, los individuos podrían ser directamente responsables de mejorar la
situación de los más desaventajados que no hayan provocado su situación. El principio
de diferencia se aplica a los individuos y se dirige a beneficiar a aquellas personas que
están en una situación de desventaja respecto a otras, desventaja que no han provocado
a través de sus elecciones38. Si esto es así, y asumiendo ahora en aras del argumento que
haya un esquema cooperativo mundial, los menos aventajados globales podrían merecer
los beneficios de un principio de diferencia a pesar de vivir en países con gobiernos
corruptos. Por una parte, nacer y vivir en estas sociedades es una cuestión de azar y, por
otra parte, la actividad de estos gobiernos suele estar completamente fuera del control de
la población que vive en una peor situación. Por esta razón, la única objeción sólida a la
aplicación de estándares redistributivos globales residiría en la tesis de que carecemos
de una estructura cooperativa internacional, objeción cuya fuerza es relativa teniendo en
cuenta que nuestra interacción política, económica y social es cada vez mayor39.
37 Véase Rawls (1999a, 535-536, 558). 38 Ciertamente, las instituciones políticas seguirían siendo los instrumentos principales para aplicar
el principio de diferencia, y el marco básico de este principio seguiría siendo la justicia institucional. Sin embargo, este principio compararía la situación entre individuos y su finalidad sería disminuir claras desigualdades entre ellos a partir de imponer a los mejor situados la carga de la redistribución. En una escala global, en la medida en que más instituciones estuvieran implicadas en la implementación del principio de diferencia, habría mayores dificultades para obtener redistribuciones efectivas. A pesar de ello, la lógica del principio continuaría siendo la misma: comparar la situación de los globalmente mejor situados con la de los menos aventajados y exigir a los primeros un esfuerzo redistributivo. Quizá podamos afirmar que este principio solo tiene sentido dentro de un fuerte contexto asociativo, pero esto es algo diferente a predicar, como hace Rawls, que en un contexto de malas instituciones, (esto es, en un contexto en el que los instrumentos de implementación son defectuosos), este principio solo demanda que estas instituciones mejoren. En la línea de Murphy, el principio de diferencia seguiría constituyendo aquí una exigencia moral de redistribución dirigida a los socialmente más aventajados. Véase Murphy (1999b). En sentido parecido también Cohen (2000, cap. 10).
39 Al mismo tiempo, el rol moral de las fronteras como límite de la justicia distributiva ha sido siempre más bien oscuro. Una objeción fácil es que aquellos autores que tratan de justificar la moralidad de confinar la justicia social al interior de las fronteras de cada estado-nación están realizando un esfuerzo intelectual para justificar nuestro modus vivendi, otorgando valor normativo a una simple cuestión de hecho y de realidad política que es moralmente irrelevante. Creo firmemente que esto es así. Sin embargo, incluso aquellos que, como Miller, unen la idea de justicia distributiva con las condiciones de existencia de un esquema cooperativo, no pueden justificar que este esquema cooperativo tenga que coincidir necesariamente con nuestro actual marco político de delimitación de fronteras. Ninguna de las tres condiciones que Miller establece requiere necesariamente que este esquema de cooperación esté confinado dentro de las fronteras de los estados-nación o dentro de cualquier otro tipo similar de fronteras. El hecho de que nuestras lazos de solidaridad, la presencia de una comprensión compartida y la confianza mutua se reduzca generalmente al contexto de nuestras comunidades políticas es una contingencia que puede cambiar o que, quizá incluso, debería cambiar. También podríamos resaltar aquí
12
A pesar de ello, creo que no necesitamos una lógica redistributiva para justificar
un deber moral hacia aquellos que son extremadamente pobres. Es más, a mi juicio,
apelar a la justicia distributiva no es el mejor modo de aproximarse al problema de la
escasez radical.
Empecemos con una reflexión muy general en torno a esta cuestión. La pobreza
extrema no debería ser una preocupación moral, meramente, porque ejemplifica una
situación de desigualdad de recursos que no deberíamos aceptar o justificar. No
requerimos ninguna perspectiva comparativa para contemplar la pobreza como un mal
que debe ser evitado. Su relevancia moral podría ser claramente comprendida
acudiendo, por ejemplo, a la definición de pobreza absoluta que traza McNamara:
“Absolute poverty is a condition of life so characterized by malnutrition, illiteracy,
disease, squalid surroundings, high infant mortality and low life expectancy as to be
beneath any reasonable definition of human decency”40.
Sobre la base de esta definición normativa, podríamos simplemente considerar
que la escasez extrema es algo realmente malo y usar el principio de Singer para
justificar un deber moral de paliarla. Pero podríamos ir más allá y ver la pobreza
absoluta como una cuestión relacionada con la decencia humana, con la ausencia de las
condiciones de agencia más mínimas, algo desvinculado de la relativa situación de los
otros. Si adoptamos esta perspectiva, podemos separar el problema de la desigualdad
del de la pobreza extrema. La escasez radical es un fenómeno mucho más básico que el
de la desigualdad porque afecta a las capacidades humanas básicas. Como indica Joshua
Cohen siguiendo la noción de Sen de capacidades para el funcionamiento, debemos
distinguir la pobreza de la desigualdad, y tratar ambas cuestiones de forma separada,
porque las situaciones de clara pobreza no están meramente relacionadas con tener un
nivel bajo de recursos o utilidades, sino, más bien, con situaciones en las que las
capacidades básicas de las personas no alcanzan el nivel mínimo adecuado41. De ahí que
el esquema de justicia redistributiva sea inadecuado para tratar un problema más básico
que el de la igualdad42.
Tenemos ahora una primera razón para dejar a un lado la lógica redistributiva
para afrontar el fenómeno de la pobreza extrema. En mi opinión, sin embargo, hay otros
argumentos relevantes para abandonar aquí el marco general de la justicia social. En lo
que el cambio de nuestras estructuras políticas, como es el caso de la Unión Europea, puede tener el efecto de extender estas condiciones de cooperación más allá de las fronteras de nuestros estados-nación.
40 Citado en Singer (1993, 219). 41 Cohen (1994, 2, 5-8). 42 Esto también explica por qué igualitaristas como Rawls o Dworkin no han tenido una
preocupación central por el problema de la pobreza extrema. Como indica Cohen, (1994, 1), Rawls incluso sugiere que el grupo de los peor situados podría ser identificado como aquel grupo de personas que vive por debajo de la media del nivel de riqueza, un nivel de recursos que no tiene nada que ver con la situación de las personas que viven en condiciones de pobreza absoluta.
13
que resta de este trabajo defenderé que la perspectiva de la humanidad y no la de la
justicia social es la línea adecuada de razonamiento para justificar deberes morales hacia
aquellos que sufren una escasez radical.
III
Hemos visto que la pobreza no debería constituir una preocupación ética solo
por razones igualitarias. Lo que es moralmente inaceptable no es que haya personas que
están en una peor situación que nosotros. La pobreza extrema es tan básica porque está
conectada con la propia idea de una persona moral y su valor intrínseco. Una vez se
acepta este punto de partida, podemos concentrarnos en el otro gran aspecto de la
justicia social: el respecto a las libertades básicas o derechos humanos. El acceso a una
mínimas condiciones de agencia es una precondición de la propia idea de derechos
humanos. De ahí que un deber de ayuda a los más pobres pueda ser moralmente
justificado como un requisito básico en la protección de los derechos humanos. Como
insiste acertadamente Miller, asociar la pobreza con los derechos humanos no presenta
las mismas restricciones que su asociación con la justicia distributiva. La idea de
libertades básicas es globalmente aplicable porque, en vez de referirse a la igualdad de
derechos o recursos, se centra en un estándar no comparativo: en aquellos derechos y
mínimas condiciones de vida que todos, en tanto seres humanos, debemos poder
disfrutar. Dado que vivir en una situación de escasez radical impide a las personas el
acceso a sus libertades básicas, en este ámbito podemos predicar la existencia de un
deber moral universal de carácter positivo43.
Aunque podríamos usar la lógica de los derechos humanos como el estándar de
justicia social que justifica nuestras responsabilidades morales hacia los más pobres, a
mi juicio, el carácter especial del fenómeno de la pobreza extrema aconseja alejarnos
del marco de la justicia social y, por tanto, de la cuestión de qué clase de arreglos
institucionales se requieren para obtener una sociedad justa44. En mi opinión, la
perspectiva de la humanidad, en vez de la justicia social, es la correcta línea de
razonamiento para afrontar el mal de la escasez.
43 Véase Miller (1999b, 198-204). 44 Los derechos humanos pueden ser ciertamente contemplados desde la perspectiva de la
humanidad en vez de la de la justicia social, pero no desarrollaré esta posibilidad con mayor profundidad. La única cuestión que pretendo resaltar es que tomarlos como una cuestión de humanidad, o tomar ciertos deberes morales como una cuestión de humanidad, nos dirige a una forma diferente de justificar qué es lo que debemos hacer. Dado que hay una tendencia a asociar la justicia social con la justicia doméstica (de forma similar a lo que sucede con la justicia distributiva), hay también una tendencia a reducir nuestros deberes morales hacia los extranjeros a deberes negativos, siendo los derechos humanos el núcleo central de este marco negativo. Como veremos, los estándares de humanidad hacen más fácil romper esta asociación y adoptar un punto de vista más imparcial. Al mismo tiempo, el propósito de este trabajo es argumentar que podríamos justificar un deber general de ayuda en el contexto de la escasez extrema incluso admitiendo la ausencia de un correlativo derecho humano.
14
Los estándares de humanidad han sido utilizados con frecuencia en el discurso
moral como una forma de justificar deberes positivos hacia otros seres humanos. Desde
una aproximación general, la perspectiva de la humanidad está vinculada con aquello
que los seres humanos se deben unos a otros, con las implicaciones éticas de otorgar
valor moral intrínseco a cualquier persona45. La mayoría de teorías morales, sin
embargo, se han caracterizado por considerar los estándares de humanidad como
exigencias secundarias de justicia, exigencias que se aplican cuando no cabe ofrecer
razones morales más fuertes como cuestión de justicia social. Este papel más bien
marginal que se ha otorgado a los estándares de humanidad es, en mi opinión, el
producto de la creencia generalizada de que el paradigma de la humanidad se encuentra
en la imagen del buen samaritano, junto con la tendencia a establecer una fuerte
asociación entre la humanidad y la idea de beneficencia46. Aquellos filósofos que
prestan atención a nuestros deberes de humanidad parecen tener en mente nociones
como las de generosidad, sensibilidad, capacidad de sacrificio, caridad, solidaridad o
compasión por el sufrimiento ajeno. En este sentido, conducirse por razones de
humanidad es tener una disposición a sentir compasión por las necesidades y
sufrimientos de otros, actuando de forma consecuente con esta disposición. Se suele
argumentar, sin embargo, que los actos de beneficencia no pueden ser reducidos al
contexto de los actos supererogatorios, i.e., aquellas acciones que son buenas o
virtuosas sin ser moralmente obligatorias. Cuando un acto de beneficencia puede ser
emprendido sin que implique un riesgo excesivo o una pérdida personal significativa, su
realización deviene un deber moral47. De acuerdo con esta idea, podríamos afirmar que
los deberes de humanidad no exigen de nosotros que seamos buenos samaritanos sino,
meramente, que seamos mínimamente caritativos o, en los propios términos de Judith
Thomson, “Minimally Decent Samaritans”48. Esta forma de aproximarse a los
estándares de humanidad, que distingue la caridad opcional de la obligatoria en función
del grado de auto-sacrificio exigido, está, por ejemplo, en el trasfondo de la distinción
de Rawls entre actos supererogatorios y un deber natural como es el de ayuda mutua49.
En palabras de Rawls:
A beneficent act promotes another’s good; and a benevolent action is done from the desire that the other
should have this good. When the benevolent action is one that brings much good for the other person and when it is
45 Campbell (1974, 15). 46 Véanse Barry (1982, 219-221), Campbell (1974, 15-16), Ross (1930, 24-26), Rawls (1971, 438-
439), Fishkin (1982, 18-19), Miller (1999a, 224), Heyd (1982, 99-105). 47 Rawls (1971, 114). 48 Véase Thomson (1986, 15-18). 49 De acuerdo con Rawls (1971, 114-115), los deberes naturales son aquellos deberes individuales
que tenemos hacia las personas en general. Estos deberes son independientes de nuestras acciones voluntarias y no tienen una conexión necesaria con las instituciones y las practicas sociales.
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undertaken at considerable loss or risk to the agent as estimated by his interest more narrowly construed, then the
action is supererogatory. An act which would be very good for another, specially one which protects him from great
harm or injury, is a natural duty required by the principle of mutual aid, provided that the sacrifice and hazards to the
agent are not very great. Thus a supererogatory act may be thought of as one which a person does for the sake of
another’s good even though the proviso that nullifies the natural duty is satisfied. In general, supererogatory actions
are ones that would be duties were not certain exempting conditions fulfilled which make allowance for reasonable
self-interest50.
Esta asociación entre el principio de humanidad y la beneficencia obligatoria
(pero beneficencia al fin y al cabo) contribuye a restar relevancia a la perspectiva de la
humanidad porque, implícitamente, nos puede llevar a pensar que actuar por humanidad
es una mera cuestión de ser una persona buena o virtuosa. Y en mi opinión esto no es
así. Creo que atender directamente al fundamento ético de los estándares de humanidad
puede resultar más adecuado para comprender el carácter y la fuerza de nuestro deber de
ayudar a aquellos que están muriendo de hambre en lugares remotos.
Es cierto que la compasión, la generosidad o la sensibilidad son emociones
fundamentales en el contexto de los deberes de ayuda. Poseer estas emociones permite
colocarnos en lugar del otro, y estas emociones son imprescindibles para expandir la
imaginación moral que necesitamos para identificar cómo debemos actuar hacia otras
personas. Como resalta muy acertadamente Justin Oakley, “there seems to be an
inherent problem with motivation by duty which is unaccompanied by sympathy and
compassion, in the case of certain duties of beneficence; for paradoxically, it is the very
fact that one acts from duty uninformed by sympathy or compassion which entails that
one fails to fulfil one’s duty here”51. Por esta razón, podríamos afirmar que tenemos un
deber de cultivar esas emociones en la medida en que nos ayudan a percibir las
necesidades y sufrimientos de otros y nos permiten identificar las ocasiones morales en
que se requiere ayuda.
A pesar de ello, los estándares de humanidad no pueden reducirse a un conjunto
de obligaciones de ser compasivo con los otros y actuar en consecuencia. Los deberes
de cultivar ciertas emociones, debido al importante rol instrumental que estas emociones
desempeñan, sólo pueden constituir obligaciones complementarias a los deberes de
humanidad. Como he indicado anteriormente, el trasfondo ético de los estándares de
humanidad no se encuentra en la importancia moral de estas emociones, sino en el valor
intrínseco de los seres humanos y, en definitiva, en la propia idea de imparcialidad que
caracteriza el punto de vista moral52.
50 Rawls (1971, 438-439). 51 Oakley (1992, 105). Véanse, también, Glover (1999, esp. caps. 4, 5; 1970, cap. 9; 1977, cap.
20), May (1992a, 60), Sherman (1999, 297-301). 52 Por esta razón, creo que es más adecuado tratar nuestros deberes morales en el contexto de la
pobreza extrema desde la perspectiva de la humanidad en vez de adoptar aproximaciones alternativas a la justicia en la forma de una ética del cuidado o una ética de las virtudes. La ética del cuidado tiene en
16
Es difícil negar que la idea de imparcialidad está en el corazón de cualquier
forma de razonamiento moral. Sin embargo, podemos aproximarnos al estándar de
imparcialidad desde dos perspectivas diferentes que denominaré “imparcialidad
negativa” y “imparcialidad positiva”. Entendida como una exigencia negativa, la
imparcialidad requiere no establecer relaciones de preferencia entre diferentes personas
e intereses. Actuar imparcialmente supone actuar sin prejuicios, sin dar prioridad a una
persona por encima de otra o a un grupo de personas por encima de otro. La
imparcialidad negativa rechaza cualquier aproximación a las cuestiones morales que no
sea general porque prioriza los intereses y necesidades de un conjunto particular de
individuos o grupos.
En esta perspectiva negativa de la imparcialidad se apoyan aquellas teorías de la
justicia social que siguen el esquema rawlsiano, otorgando prioridad a lo correcto sobre
lo bueno53. Rawls, refiriéndose a su idea de imparcialidad en contraste con la visión
utilitarista, lo expresa de esta forma: “in the original position, the parties are mutually
disinterested rather than sympathetic; but lacking knowledge of their natural assets or
social situation, they are forced to view their arrangements in a general way”54; y
continua más adelante “an impartial person is one whose situation and character enable
him to judge in accordance with these principles (the principles of justice) without bias
or prejudice”55.
Desde una perspectiva positiva, la imparcialidad requiere tener la misma
preocupación por los intereses y necesidades de todos. Un acto imparcial es aquel que
trata de satisfacer las necesidades de todas las personas en la misma medida. La
imparcialidad positiva fluye del reconocimiento del valor intrínseco de cada ser humano
y, en este sentido, no está meramente vinculada a nociones como la de generalidad o la
de igualdad de recursos, sino, más bien, a la idea de igualdad moral (la idea de que todas
las personas, en tanto seres humanos, merecen la misma consideración y respeto)56.
La concepción que Thomas Nagel mantiene de la imparcialidad como aspecto
esencial del razonamiento moral podría verse como un ejemplo claro de esta perspectiva
mente el ideal de un agente moral compasivo con otros que está dispuesto a sacrificarse en aras del bienestar ajeno. La ética de las virtudes tiene en mente la imagen de un agente moral que posee un carácter virtuoso, con las emociones adecuadas. La perspectiva de la humanidad, en contraste, sólo necesita la imagen de una agente moral que reconoce el valor intrínseco que tiene todo ser humano.
53 Lo bueno, en términos generales, está vinculado a qué es lo que hace que un plan de vida sea satisfactorio. Lo correcto, en cambio, se refiere a aquellos principios que, en palabras de Rawls, “establish a final ordering among the conflicting claims that persons make upon one another and it is essential that this ordering be identifiable from everyone’s point of view, however difficult it may be in practice for everyone to accept it”. Véase Rawls (1971, 448).
54 Rawls (1971, 1971). 55 Rawls (1971, 190). 56 Para una distinción paralela en torno al concepto de neutralidad, véanse los comentarios de Neus
Torbisco (2000, cap. VI) sobre las perspectivas de Raz y Kymlicka.
17
positiva. Siguiendo a Nagel, la actitud imparcial proviene de “our capacity to take up a
point of view which abstracts from who we are, but which appreciates fully and takes to
heart the value of every person’s life and welfare”57. La imparcialidad requiere “to put
ourselves in each person’s shoes and take as our preliminary guide to the value we
assign to what happens to him the value which it has from his point of view”58. De esta
forma, continua Nagel, “what happens to anyone matters the same as if it had happened
to anyone else”59.
El estándar de imparcialidad positiva exige adoptar el punto de vista impersonal
que caracteriza al razonamiento moral. Sin embargo, es importante no confundir la
impersonalidad que la imparcialidad positiva demanda con la visión agregativa de la
impersonalidad que defienden los utilitaristas. Siguiendo de nuevo a Nagel en este
punto, “the impersonal concern of ethics is an impersonal concern for oneself and all
others as individuals (...). For this reason the impersonal concern is fragmented: it
includes a separate concern for each person, and it is realized by looking at the world
from each person’s point of view separately and individually, rather than by looking at
the world from a single comprehensive point of view. Imaginatively, one must split into
all the people in the world, rather than turn oneself into a conglomeration of them”60.
La perspectiva de la humanidad es la de la imparcialidad positiva. La
imparcialidad está directamente vinculada a la asunción de que todas las personas son
seres morales con valor intrínseco. Los estándares de humanidad, por tanto, se justifican
directamente por esta asunción de igual valor. Este trasfondo es lo que nos permite
reconocer la fuerza de la perspectiva de la humanidad para evaluar qué es lo que
debemos hacer. La humanidad no es, en suma, una simple cuestión de ser compasivo
con otros, sino de comprender la relevancia moral de cada persona. Obviamente, la
imparcialidad positiva es más exigente que su cara negativa y, como veremos, el desafío
moral en este contexto es el de otorgar un lugar razonable a la imparcialidad como
estándar que pretende regular y motivar la conducta. A pesar de ello, mi objetivo es
ahora es mostrar cómo la idea de imparcialidad positiva puede evitar algunas
confusiones que genera la posición de Rawls en su crítica al utilitarismo61.
Rawls, teniendo en mente la posición original de la que fluyen los principios de
justicia, compara la visión de un espectador imparcial (en el sentido de desinteresado)
con la de un espectador compasivo. Siguiendo a Hume, Rawls concibe al espectador
compasivo como aquel que está motivado por su deseo de ayudar a otros. El espectador
57 Nagel (1991, 65). 58 Nagel (1991, 65). 59 Nagel (1991, 13). 60 Nagel (1979, 127). 61 Rawls (1971, 184-192).
18
compasivo, en este sentido, sería aquel que está motivado por “a special kind of
pleasure which arises more or less intensely in contemplating the workings of
institutions and their consequences for the happiness of those engaged in them. This
special pleasure is the result of sympathy”62. Rawls indica que algunos filósofos han
aceptado el utilitarismo porque han creído que la idea de un espectador compasivo
imparcial es la interpretación correcta de la imparcialidad63. A su juicio, el error que
cometen los utilitaristas que asumen esa interpretación de la imparcialidad es el de
confundir la impersonalidad con la imparcialidad, con lo que no respetan la separación
entre las personas64.
Aun cuando la crítica de Rawls al utilitarismo sea correcta debido a su
perspectiva agregativa, Rawls, influido aquí por el rechazo de Hume a la posibilidad de
motivación por el deber, sólo considera dos posibles formas de entender la idea de
imparcialidad, lo que he denominado “imparcialidad negativa” y lo que podríamos
entender como “imparcialidad compasiva”65. Si, por contra, tomamos la idea de
imparcialidad positiva podremos articular una alternativa a la imparcialidad negativa
que, por una parte, no está conectada con el sentimiento de compasión sino con el valor
moral de cada ser humano y, por otra parte, adopta una perspectiva impersonal que no
es agregativa66. Como mencioné más arriba, citando la posición de Nagel, el punto de
62 Rawls (1971, 185). 63 Rawls (1971, 189). 64 Rawls (1971, 190-191). Ciertamente, la visión del espectador compasivo puede dirigir a los
utilitaristas a romper la distinción entre las personas porque este sentimiento de compasión puede promover la disponibilidad al auto-sacrificio en aras del bienestar ajeno y, entonces, a aceptar que una persona puede ser instrumentalizada para maximizar la felicidad del agregado. Sobre este punto, véanse, también, Williams (1981, 4-18), Parfit (1984, 328-336).
65 Dado que Hume reduce el universo moral a la motivación por las pasiones y emociones en vez de la motivación por el deber, asume que la única forma de diseñar un esquema de justicia social es acudir a la pasión de la compasión (sympathy) y suponer que las personas pueden tener (o que de hecho tienen) compasión por otras. Sin embargo, si pensamos, como yo misma pienso, primero, que los seres humanos tienen valor intrínseco, segundo, que este valor moral justifica deberes morales hacia ellos y, tercero, que una persona racional debería estar motivada por estos deberes, no necesitamos acudir a ningún sentimiento de compasión para dar sentido moral a nuestra preocupación por otras personas.
66 Al mismo tiempo, el hecho de que Rawls (1971, 191-192) no preste atención a la imparcialidad positiva es lo que le permite, por una parte, concluir que el amor por la humanidad es la única alternativa al sentido de la justicia y, por otra parte, conectar el amor a la humanidad con el contexto del comportamiento supererogatorio. Aunque no desarrollaré este punto con mayor profundidad, es también interesante observar que la desatención de Rawls a la imparcialidad positiva le dirige a una posición ambigua en torno a nuestros deberes de atender a las necesidades de otros. En algunas ocasiones, este autor se aproxima a la cuestión de atender a las necesidades de otros como un sentimiento que deriva del amor supererogatorio a la humanidad. En otras ocasiones, en cambio, toma la idea de ayudar a otros como un deber natural que es esencial para una teoría de la justicia social. Esto muestra, desde mi punto de vista, que Rawls tiende a fluctuar de forma inadvertida de la imparcialidad compasiva a la imparcialidad positiva. Cuando este autor hace referencia al deber natural de ayuda mutua, asume implícitamente que la base justificatoria de este deber no es ni la compasión ni la reciprocidad, sino el reconocimiento del valor moral intrínseco de los seres humanos. Aun cuando sea verdad que Rawls (1971, 339) ofrece aquí argumentos conectados con la idea de reciprocidad para justificar este deber, concluye su defensa afirmando que rechazar un deber natural de ayudar a otros cuando ello no implique
19
vista impersonal que la imparcialidad positiva requiere no niega la distinción entre
personas. Muy al contrario; este estándar exige mirar a cada persona de forma separada
y individualizada, reconociendo el valor moral de cada una de ellas en tanto ser
humano. En consecuencia, en vez de romper la máxima kantiana de que las personas
son fines en sí mismas, la imparcialidad positiva se apoya precisamente en este máxima.
No es el interés de este trabajo defender que la imparcialidad positiva debería ser
una parte central de la justicia social y derivar de ahí un deber moral de ayuda desde el
marco de la justicia social. He explorado el problema de la imparcialidad para clarificar
la base ética de los estándares de humanidad. Aunque volveré más adelante sobre la
relación entre humanidad y justicia social, podríamos simplemente tomar como punto
de partida, siguiendo a Rawls, la tesis de que los deberes de humanidad son un tipo de
deberes naturales67. Este autor entiende que los deberes naturales son aquellos que, en
vez de aplicarse al contexto de las instituciones sociales, se aplican directamente a los
individuos y tienen como destinatarios las personas en general, con independencia de
sus arreglos sociales. Si pensamos que los deberes naturales son más comprehensivos
que los estándares de justicia social, e incluso previos a éstos, podemos tomar los
principios de humanidad como una de las mínimas orientaciones hacia lo bueno que
están en la base de cualquier teoría de lo correcto. Como el propio Rawls remarca, los
deberes naturales son “an essential part of any conception of the right: they define our
institutional ties and how we become bound to one another. The conception of justice as
fairness is incomplete until these principles have been accounted for”68.
El verdadero desafío que enfrenta la perspectiva de la humanidad, entendida
como imparcialidad positiva, está vinculado al alcance que estamos legitimados a
otorgar al requisito de imparcialidad cuando nos preguntamos qué es lo que debemos
hacer. Si los estándares de humanidad son muy exigentes, la finalidad primaria de tratar
a las personas como fines en si mismos puede resultar auto-frustrante y entonces
caemos en el riesgo de acabar justificando la utilización de una persona como
instrumento para satisfacer las necesidades de otras69.
Hay tres dificultades básicas que una perspectiva centrada en el ideal de
humanidad debe poder superar para justificar deberes morales en el contexto de la
pobreza extrema. La primera hace referencia a lo que Rawls denomina “auto-interés
razonable” y a la intuición de que cualquier posición moral viable debe otorgar un lugar
un sacrificio excesivo expresaría una indiferencia hacia los seres humanos “that would make a sense of our own worth impossible”.
67 Rawls (1971, 114-117, 333-342). 68 Rawls (1971, 333). 69 En este caso, los estándares de humanidad tendrían el mismo problema que afecta a la posición
utilitarista.
20
a este razonable auto-interés en el espacio ético70. La segunda está vinculada a la
compatibilidad entre el reconocimiento de deberes especiales y la aceptación de deberes
generales de carácter positivo. La tercera dificultad reside en el supuesto problema de
viabilidad que afectaría a cualquier deber positivo de ayuda debido a la pendiente
resbaladiza en la que éste puede caer. En las siguientes secciones, trataré de forma
separada las tres dificultades mencionadas, mostrando cómo la perspectiva de la
humanidad puede superarlas y cómo la fuerza de nuestro deber moral de auxiliar a los
más pobres continua intacta.
IV
En la medida en que la moral pretende motivar la conducta, el alcance de la
exigencia de imparcialidad en la valoración de cómo debemos comportarnos hacia otros
resultará siempre problemática. El desafío es encontrar una relación de equilibrio entre
la imparcialidad y la separación entre las personas. Éste es el desafío que suelen
enfrentar las teorías liberales de la justicia. El liberalismo ha sido habitualmente
criticado tanto por no tomar el ideal de la imparcialidad en serio como por otorgar
demasiado peso a la imparcialidad. Algunos autores consideran que los liberales
desatienden la exigencia de imparcialidad porque se concentran demasiado en la
separación entre los individuos71. Otros objetan que el liberalismo sobrevalora la
imparcialidad porque no presta atención al hecho de que las personas son seres
socialmente situados72. Encontrar líneas de crítica tan diversas no es sorprendente
porque el liberalismo kantiano, ciertamente, trata de alcanzar un equilibrio entre dos
estándares diferentes: la imparcialidad y la individualidad73. Parece razonable asumir
que una teoría de la justicia debería incluir ambos ideales si pretende defender que las
personas son fines en si mismas. Sin embargo, el problema que surge al adoptar estos
dos ideales es que están en tensión. Como insiste Bernard Williams, “the honorable
instincts of Kantianism to defend the individuality of individuals against the
agglomerative indifference of Utilitarianism can in fact be effective granted the
impoverished and abstract character of persons as moral agents which the Kantian view
seems to impose”74. Esta tensión aparece cuando nos damos cuenta de que la
70 Rawls (1971, 439). Sobre el conflicto entre la moralidad y el auto-interés, véase, también,
Joseph Raz (2000, cap. 13). 71 Ésta es la objeción consecuencialista al liberalismo. Véase, por ejemplo, Parfit (1984). 72 Esta línea de crítica puede ser encontrada en todos aquellos autores, tanto comunitaristas como
liberales, que resaltan la construcción social de la identidad personal. Véanse, por ejemplo, Sandel (1982), MacIntyre (1985), Taylor (1991), Kymlicka (1989; 1995), May (1992a).
73 Véase, por ejemplo, Rawls (1971, 175-192). 74 Williams (1981, 4-5).
21
abstracción de las circunstancias particulares nos dirige a la imparcialidad mientras que
la individualidad nos aleja de ésta. Para ilustrar este punto, Williams acude al clásico
ejemplo del individuo que está ante dos personas cuya vida está en peligro, siendo una
de ellas su pareja75. Si sólo una de estas personas puede ser rescatada, la idea de
individualidad o separación entre individuos nos conduciría a justificar moralmente la
decisión de salvar a la pareja. Generalmente consideramos que hay algo como los lazos
más personales que son muy importantes para nosotros y que no pueden ser
reconciliados con ninguna exigencia de imparcialidad. Así, concluye Williams, “life has
to have substance if anything is to have sense, including adherence to the impartial
system; but if it has substance, then it cannot grant supreme importance to the impartial
system, and that system’s holds on it will be, at the limit, insecure”76.
Siguiendo las consideraciones de Williams, podríamos afirmar que una primera
restricción a cualquier requisito de imparcialidad es la necesidad de acomodar el auto-
interés razonable que se manifiesta en la perspectiva de la primera persona. Dado que la
sustancia de la vida de cada persona depende fuertemente del interés por si misma y de
sus vínculos emotivos más básicos, negar relevancia moral a estos factores humanos
implicaría rechazar el propio ideal de humanidad. Se nos puede exigir la abstracción de
nuestras propias circunstancias, pero hay un límite a nuestra capacidad de abstracción
que surge cuando se nos pide que neguemos nuestra propia identidad. En palabras de
Nagel, “the objective self is not in a position to pull the strings of my life from outside
any more than (Thomas Nagel) is”77. Por esta razón, incluso aquellos filósofos
consecuencialistas que, como Derek Parfit, son claramente críticos con nuestra
moralidad cotidiana y insisten en la necesidad moral de adoptar un punto de vista más
impersonal, no negarían que estamos justificados en otorgar cierto grado de preferencia
moral a nuestro propio futuro y a nuestros lazos más personales78.
75 Véase Williams (1981, 16). 76 Williams (1981, 18). Fishkin (1982, 170) también destaca esta tensión entre la imparcialidad y
la individualidad cuando evaluamos las interacciones sociales desde una escala general. En sentido similar, Scheffler apunta que nuestro mundo político moderno está viviendo una presión tanto hacia un mayor universalismo como hacia un mayor particularismo. En palabras de Scheffler (1995, 235), “the universalistic pressure, the pressure toward greater social and political integration, (...) suggests a diminished justificatory role for nations and communal ties, and a reduced reliance on the distinction between acts and omissions in favour of a more inclusive concern for the enhancement of human well-being (…) At the same time, the pressure toward universalism has met with enormous resistance, and recent years have witnessed an often ferocious resurgence of particularistic loyalties”. Véase, también, Calsamiglia (2000, 53-55).
77 Nagel (1995, 41). 78 Véase Parfit (1984, esp. 281, 451). Sin embargo, Parfit (95-98), al mismo tiempo, insiste en lo
que denomina “the Parent’s Dilemma” para mostrar cómo concentrar mucho la atención en la prioridad moral por los allegados puede redundar en un esquema moral auto-frustrante. Véase, también, Singer (1993, cap. 8).
22
En suma, hay ciertos vínculos básicos para las personas que serán moralmente
valiosos en la medida en que consideremos que los seres humanos tienen valor
intrínseco. Estos vínculos no generan meramente permisiones morales; crean, más bien,
un tipo de deberes positivos que pueden restringir, en caso de incompatibilidad, el deber
general de ayudar a otros79. En mi opinión, lazos personales como los que tenemos con
nuestros allegados generan lo que podríamos denominar un “deber de prioridad”. Los
deberes de prioridad derivan de nuestra relación con otros individuos y requieren
otorgar preferencia a las necesidades de unas personas sobre las de otras80. Podemos
justificar un deber de prioridad hacia los allegados porque la relación emocional con
ellos da sustancia a la vida de los seres humanos81. Por esta razón, tendemos a asumir
que hay algo incorrecto en la conducta de una persona que entrega el único alimento del
que dispone a un extraño cuando su hijo necesita este alimento con la misma urgencia.
Muchos de nosotros describiríamos esta conducta como un comportamiento que, siendo
imparcial, es moralmente erróneo82.
La perspectiva de la primera persona, en consecuencia, resulta una restricción
razonable a la exigencia de imparcialidad. Es ciertamente difícil determinar qué clase de
vínculos emociones deben contar en este contexto y cuáles son tan básicos que
justifican un deber de prioridad. También podríamos indicar que la relevancia que
estemos dispuestos a conceder a estos lazos dependerá fuertemente de nuestra
concepción de la identidad personal. Si adoptamos una perspectiva más
despersonalizada de la identidad individual, tenderemos a otorgar menos peso moral a
nuestro propio futuro y al bienestar de nuestros allegados. Ésta es, por ejemplo, la
79 Debido a que la distinción entre deberes positivos y negativos, por una parte, y la distinción entre deberes generales y especiales, por otra, es muy conocida, no la desarrollaré en este trabajo. Sobre estas distinciones, véanse, entre otros, Hart (1984), Ross (1930, 27), Lucas (1993, 53-54), Honoré (1999, 41-46), Shue (1988, 687-691).
80 Para el concepto general de deber asociativo, véanse Dworkin (1986, 195-216), Scheffler (2001, cap. 3). Como veremos, es importante remarcar que los deberes asociativos son un tipo de deberes especiales y que, contrariamente a lo que opina Scheffler, sólo algunos de ellos pueden considerarse deberes de prioridad.
81 Este deber no deriva directamente del hecho contingente de que nosotros, generalmente, otorgamos relevancia a nuestros lazos personales. Podríamos afirmar que nuestra imagen normativa de una persona moral incluye esta clase de vínculos básicos. Aunque esta concepción fluye de nuestras practicas e interacciones, constituye una abstracción general de éstas. Obviamente, podemos encontrar personas reales que ni siquiera tienen lazos afectivos con otros, pero esto no afecta a la concepción normativa de la persona moral. Además, de acuerdo con esta imagen normativa, tenderemos a ver estas personas que carecen de lazos afectivos como personas alienadas.
Es claro que esta reflexión no aspira a responder a la cuestión de cuál es el fundamento racional de estos deberes especiales básicos. No exploraré aquí esta compleja cuestión filosófica. Sobre los argumentos que podemos ofrecer para dotar a los deberes especiales de un fundamento racional en contra de la posición neutralista que los rechazaría (especialmente el argumento de la deseabilidad junto con la responsabilidad), véanse, entre otros, Pettit y Goodin (1986, 664-673).
82 Como observa acertadamente Shue (1988, 692), “we do not ordinarily criticize people morally for displaying priority for intimates, but we would be extremely suspicious of anyone who did not display it”.
23
propuesta de Parfit83. Siguiendo a este autor, si asumimos que aquello que unifica el yo
no es la cuestión de quién tiene una serie de experiencias sino la propia interconexión y
continuidad entre un conjunto de experiencias psicológicas, podemos obtener una visión
más impersonal del yo. Dado que los individuos no adquieren en solitario estas
experiencias interconectadas y que la continuidad de éstas no depende exclusivamente
de quién posee estas experiencias, los individuos pueden desvincularse más de si
mismos y ver a los demás como algo más cercano. De acuerdo con Parfit, una vez la
identidad del yo es concebida como una continuidad psicológica despersonalizada, “I
am less concerned about the rest of my own life, and more concerned about the lives of
others”84.
Aunque las cuestiones anteriores son relevantes para esta discusión, no las
examinaré con mayor profundidad porque mi interés es destacar, por una parte, que
aquellos lazos afectivos que dan sustancia a nuestras vidas justifican deberes de
prioridad y, por otra parte, que incluso una concepción de la identidad personal como la
de Parfit asumiría, como he comentado, una restricción similar al ideal de
imparcialidad.
Mi principal preocupación en torno al punto de vista de la primera persona es la
cuestión de su compatibilidad con el reconocimiento de un deber general de ayudar a los
más pobres. A mi juicio, la posible tensión entre los deberes de prioridad hacia los
allegados y el deber general de ayudar a los extraños no puede ser ignorada, pero, al
mismo tiempo, no debería exagerarse. Podemos encontrar o imaginar casos trágicos en
los que ayudar a un extraño implique desatender de forma drástica nuestra propias
necesidades o las de aquellos cercanos a nosotros. Pero, ¿cuántos casos realmente
trágicos enfrentaremos a lo largo de nuestras vidas? Probablemente ninguno. Dado que
las poblaciones de las sociedades desarrolladas vivimos prácticamente aisladas del
fenómeno de la escasez extrema, y teniendo en cuenta que las diferencias en cuanto a
nivel de bienestar entre nosotros y aquellos que se mueren de hambre son tan enormes,
la posibilidad de estar en la misma situación que ellos y enfrentar opciones trágicas es
más bien anecdótica. Por ello, la insistencia en limitar nuestros deberes generales hacia
los más pobres recurriendo a la perspectiva de la primera persona carece de un claro
apoyo moral. Es verdad que es legítimo otorgar prioridad a nuestros allegados cuando
las necesidades en juego son las mismas, e incluso podría ser quizá cierto que hay algo
razonable en conceder más valor a nuestras necesidades aun cuando las necesidades de
otros sean más básicas85. Sin embargo, hay un límite a la justificación del auto-interés
83 Véase Parfit (1984, parte III). 84 Parfit (1984, 281). Para un cuidadoso análisis de la concepción de Parfit acerca de la identidad
personal, véase la aportación de Silvina Álvarez (2002, 163-194). 85 Por esta razón, estaría de acuerdo con Lucas (1993, 39) cuando afirma que “a man who gives his
children only sardines sandwiches for Christmas, so as to give more to Oxfam, is not self-evidently doing
24
cuando el sacrificio que requiere ayudar a los extraños no resulta significativo y cuando
los destinatarios de esta ayuda tienen necesidades tan básicas y urgentes. Una vez se
acepta esta limitación de sentido común, nuestra pasividad hacia los más pobres solo
puede percibirse como el producto de nuestro interés en mantener nuestro modus
vivendi completamente intacto86.
En conclusión, a pesar de su relevancia moral, el punto de vista de la primera
persona no supone un desafío real para el reconocimiento de un deber general de ayuda
en aras del ideal de humanidad. Este punto de vista no debilita la fuerza moral de la
reivindicación, basada en consideraciones de imparcialidad positiva, de que debemos
ampliar la escala reducida en la que solemos evaluar cómo debemos comportarnos87.
Ahora bien, la separación entre las personas no es el único argumento que se puede
esgrimir para rechazar que tengamos una obligación moral de contribuir a paliar el
hambre en el mundo. Seguidamente examinaré otro argumento, la idea de que está
éticamente justificado concentrar nuestra preocupación moral en nuestros
conciudadanos, en vez de tener una preocupación moral general por todos los seres
humanos.
V
La individualidad no es el único factor que explica por qué nuestra moralidad
cotidiana se resiste a aceptar deberes de humanidad. Nuestra moralidad cotidiana
también se concentra en la pertenencia a una comunidad política como principal marco
moral de nuestra vida ordinaria. Por esta razón, es una creencia generalizada que, en
tanto ciudadanos de una país, adquirimos un conjunto de deberes especiales hacia
nuestros conciudadanos que debilitan cualquier deber general que pudiéramos
reconocer.
Ciertamente, tenemos deberes especiales hacia nuestros compatriotas. El hecho
de que las personas pertenezcan a una país crea un contexto de deberes que se aplican a
aquellos que están envueltos en un esquema cooperativa como es una comunidad
política y se benefician de éste en términos generales. A primera vista, podríamos
mencionar, como posibles fuentes de estos deberes, nociones como la reciprocidad
actual o potencial, el beneficio mutuo o, incluso, la idea general de un contrato social.
Sin embargo, aquellos teóricos que han hecho énfasis en la tensión entre obligaciones right”. También estaría de acuerdo con O’Neill (1986, 101-102) cuando observa que el propio discurso de los derechos tiene como coste necesario el de restringir nuestros deberes generales hacia los más pobres.
86 Como apunta Narverson, esta pasividad solo refleja nuestra visión de que “the importance of the kind of life we have set out to live is greater than the amount of suffering preventable by depriving ourselves of the means to live it”. Citado en Fishkin (1982, 77). Sobre este punto, véase, también, Murphy (1999, 117).
87 Sobre la idea general de que nuestras responsabilidades especiales hacia los allegados no representan ninguna amenaza a las demandas de justicia global, véase Murphy (1999, 117-119).
25
comunitarias y los deberes generales no están pensando en una comunidad política
como un mero esquema cooperativo o, en términos de Walzer, un simple “club de
beneficio mutuo”88.
La posición de Scheffler en una de las más ilustrativas en este punto. Scheffler,
uno de los autores que más ha resaltado las dificultades para compatibilizar ambas
clases de deber, sigue aquí la nomenclatura de Dworkin “obligaciones asociativas”, que
Dworkin conecta con la bien conocida idea de la comunidad fraternal89. Atendiendo a la
construcción de Scheffler, las obligaciones comunitarias son deberes asociativos que
derivan de nuestra relación con otras personas y que requieren otorgar prioridad a las
necesidades e intereses de nuestros asociados sobre los de los no asociados90. Desde
esta perspectiva, entonces, podríamos afirmar que los deberes asociativos generan lo
que antes he denominado “deberes de prioridad”. Aunque la aproximación de Scheffler
a los deberes asociativos es más bien vaga y amplia, este autor considera que nuestra
relación con los allegados, amigos, vecinos, colegas y compatriotas genere estos
deberes. En este sentido, todos los contextos de nuestra interrelación con otras personas
nos invitarían a dar prioridad a los asociados sobre los extraños y, dado que
efectivamente tenemos este tipo de relaciones, asumir deberes asociativos son una
restricción al reconocimiento de deberes generales hacia todos los seres humanos91.
Los deberes asociativos, como algo distinguible del resto de deberes especiales,
necesitan una fuente moral distintiva. Combinando las consideraciones de Scheffler con
las ideas de Dworkin, parece que la fuente de este deber no está, meramente, en los
beneficios que obtenemos de la interacción social, sino del valor intrínseco de las
relaciones que poseemos92. Su valor reside en la relevancia que nuestros vínculos y
lazos emocionales con otros tienen para nuestra propia identidad personal. Como indica
Scheffler, “we human beings are social creatures, and creatures with values. Among the
thinks that we value are our relations with each other. But to value one’s relationship
88 Walzer (1983, 81). Véase, también, la idea de estado como club de beneficio mutuo en Goodin
(1988, 675-678). 89 De acuerdo con Dworkin (1986, 199-200), las obligaciones asociativas que surgen de una
comunidad fraternal tienen los siguientes rasgos: a) son vistas como obligaciones especiales que se dirigen sólo a los miembros del grupo, b) son obligaciones personales que “run directly from each member to each other member, not just to the group as a whole in a collective sense”, c) estas obligaciones fluyen de una responsabilidad más general de consideración por el bienestar del resto de miembros del grupo, y d) estas obligaciones muestran una consideración igual por el bienestar de todos los miembros.
90 Véase Scheffler (2001, 53, 56-57, 87). 91 Scheffler (2001, 56-57, 94-96). 92 Aquí la idea de valor intrínseco no debe verse como la de valor objetivo que trasciende las
prácticas humanas. Se trataría, simplemente, de un valor que nos es instrumental, pero que, como diría Raz (2000, cap. 6), no es más que un valor para nosotros.
26
with another person is to see it as a source of reasons for action of a distinctive kind”93;
y respondiendo a la objeción relativa a que los deberes especiales sólo pueden ser
aceptados cuando derivan de asociaciones voluntarias, Scheffler continua, “for better or
worse, the influence on our personal histories of unchosen social relations –to parents
and siblings, families and communities, nations and peoples- is not something that we
determine by ourselves. Whether we like or not, such relations help to define the
contours of our lives, and influence the ways that we are seen both by ourselves and by
others. Even those who sever or repudiate such ties –in so far as it is possible to do so-
can never escape their influence or deprive them of all significance”94. La posición de
Dworkin parece ser similar cuando observa, refiriéndose a las obligaciones asociativas,
que, aun cuando estas obligaciones no requieran conceptualmente que los miembros del
grupo se amen los unos a los otros, “a group will rarely meet or long sustain them
unless its members by and large feel some emotional bond with one another”95. Miller
también defiende esta perspectiva cuando apunta que aquellos deberes especiales que
tenemos hacia los miembros de nuestra comunidad política no pueden verse como una
simple división del trabajo moral; estos deberes reflejan el hecho de que la fuerza de las
relaciones interpersonales depende de lazos que vinculan a las dos partes de la
relación96.
La vinculación que estos autores trazan entre deberes asociativos y lazos
emocionales puede ser claramente ilustrada acudiendo a la conocida metáfora de los
círculos concéntricos. Siguiendo a Henry Shue en este punto, nuestra relación con otras
personas puede contemplarse como círculos concéntricos de lazos emocionales, siendo
nosotros el centro de estos círculos. El círculo más cercano es el de nuestros allegados;
tenemos después el círculo de nuestros colegas y vecinos, el círculo de nuestros
compatriotas, y así podemos continuar estableciendo sucesivos círculo hasta llegar a la
humanidad en su conjunto. Shue resalta que, de acuerdo a esta metáfora, nuestros
deberes morales hacia otros son más fuertes en los círculos más centrales de nuestra
relación otros, y disminuyen a medida que nos acercamos a la periferia. En sus
terminus, “plainly, any duties to those on the far periphery are going to diminish to
93 Scheffler (2001, 103). 94 Scheffler (2001, 106-107). Véanse, en un sentido similar, Sandel (1982, 178-183), MacIntyre
(1985, 220). La relevancia que nuestros lazos sociales tienen para la identidad personal ha sido resaltada por muchos otros autores que no estarían claramente de acuerdo con el determinismo social que cabe encontrar en las posiciones de Sandel y MacIntyre. Véanse, por ejemplo, Taylor (1991, 31-41, 45-53), Kymlicka (1995, 82-94). Sobre este debate en general, véase Torbisco (2000, 392-426).
95 Dworkin (1986, 201). 96 Miller (1999b, 200).
27
nothing, and given the limited resources available to any ordinary person, her positive
duties will barely reach beyond a second or third circle”97.
Si esta metáfora es una ilustración correcta del funcionamiento de nuestros
deberes morales hacia otros, podríamos tener razones muy sólidas para rechazar que, de
hecho, haya algo como un deber moral positivo de ayudar a los extraños. Sin embargo,
la metáfora de los círculos concéntricos solo adquiere poder explicativo en la medida en
que tengamos diferentes círculos definidos por lazos afectivos de carácter similar que
sólo se distinguen por el diferente grado de fuerza que tienen para nosotros. Si estos
vínculos de relación con otros fueran diferentes en cada círculo, la metáfora devendría
infecunda porque, entonces, careceríamos de un criterio homogéneo para comparar los
posibles deberes especiales que surgen de cada círculo. A mi modo de ver, esto es
precisamente lo que sucede con esta metáfora: no es cierto que podamos comparar los
lazos afectivos que tenemos con nuestros allegados con la clase de vínculos que
conforman el círculo de los compatriotas.
He indicado anteriormente que los deberes asociativos hacia nuestros
conciudadanos son contemplados como deberes de prioridad que restringen los deberes
generales. Curiosamente, cuando Scheffler se refiere a los deberes asociativos que se
aplican a una comunidad política, usa siempre ejemplos relativos a nuestros allegados y
amigos para mostrar que estos deberes están vinculados a lazos afectivos básicos para la
identidad personal y que, en consecuencia, justifican prioridades98. Como observé más
arriba, utilizando la reflexión de Williams en torno al significado moral de nuestros
vínculos personales más elementales, parece claro que nuestro círculo íntimo crea
deberes de prioridad. Ahora bien, ¿podemos y debemos expandir este razonamiento al
círculo de los compatriotas? En mi opinión, no podemos o, al menos, no debemos.
Prestemos atención a la imagen del círculo de compatriotas cuando la
concebimos como un continuo con el círculo íntimo (con lazos emocionales menos
fuertes, pero lazos emocionales al fin y al cabo). Desde esta imagen, una comunidad
política podría ser representada bajo la idea del clan. Un clan es un grupo de personas
vinculados emocionalmente, un grupo cuyos miembros tienen un interés fuerte y
circunscrito en el bienestar del resto y donde sus miembros están dispuestos a
97 Shue (1988, 691). Sobre la metáfora de los círculos concéntricos, véanse, también, Nussbaum (1999, 19), De Lucas (1993, 105).
98 Véase Scheffler (2001, 49-59). Exactamente lo mismo hace Miller (1999b, 200) cuando justifica nuestros deberes comunitarios apelando a la relevancia de los lazos interpersonales. También es lo que hace Sandel cuando critica la concepción rawlsiana del yo. Sandel (1982, 179) utiliza la idea de la amistad para ejemplificar cómo son nuestros lazos sociales, incluyendo en estos lazos los vínculos que tenemos hacia los miembros de nuestra comunidad. En este sentido, concluye, “allegiances such as these are more than values I happen to have or aims I spouse at any given time. They go beyond the obligations I voluntarily incur and the ‘natural duties’ I owe to human beings as such. They allow that to some I owe more than justice requires or even permits, not by reason of agreements I have made but instead in virtue of those more or less enduring attachments and commitments which taken together partly define the person I am”.
28
sacrificarse en aras de los otros. Obviamente, podemos imaginar una comunidad política
poseyendo la estructura social de un clan. Pero muchas comunidades políticas no
encajan en este perfil99. Como cuestión de hecho, entonces, no podemos reducir las
estructuras políticas a la imagen del clan porque éstas pueden funcionar sin esta clase de
lazos emocionales.
Y lo que es más importante, desde una perspectiva liberal, nuestra visión
normativa de una comunidad política no se ajusta a la imagen del clan. Los estados son
estructuras de cooperación mutual y, para sostener estas estructuras, ciertamente
necesitamos compromisos sociales, algunos intereses comunes y vínculos de solidaridad
distributiva. Como dije anteriormente, aquellos que asumen que la justicia redistributiva
no puede ser expandida globalmente tienen en mente esta concepción de qué es una
comunidad política. También es verdad que, en la medida en que somos seres sociales,
nuestra pertenencia a una comunidad constituye una parte relevante de nuestra identidad
personal; no podemos entenderse completamente a nosotros mismos sin la historia y
contexto de compartimos con otros. Pero ello no implica que debamos tener lazos
afectivos con nuestros compatriotas ni que les debamos a ellos, por ser quienes son,
prioridad respecto a los extraños.
Una visión más comprometida de una comunidad política no conecta los deberes
hacia nuestros compatriotas con los costes de la cooperación o con una simple cuestión
identitaria, sino con el valor intrínseco de nuestra relación con los conciudadanos. Sólo
entonces tiene sentido afirmar que estamos ante deberes especiales distintivos como los
que tenemos con nuestros allegados. Un ejemplo comparando la situación con los
allegados y con los compatriotas puede ser útil para comprender las implicaciones
morales de aceptar esta visión más comprometida de una comunidad política. Antes
mencioné que solemos considerar moralmente errónea la conducta de alguien que
decide entregar su comida a un extraño cuando su hija necesita esta comida con la
misma urgencia. ¿Pensaríamos lo mismo en el caso de una ciudadana española que
decide entregar el alimento del que dispone a un extranjero desconocido en vez de
entregárselo a un también desconocido habitante de Madrid que lo necesita con la
99 De ahí que el propio Dworkin, (1986, 195-202), aun cuando vincula la presencia de lazos
emocionales con los deberes asociativos y siempre utiliza el ejemplo de nuestra relación con los allegados para justificarlos, tiene dificultades para clarificar qué clase de vínculos son los que dan lugar a las obligaciones asociativas que surgen en su comunidad fraternal. Dworkin (1986, 201) apunta, por ejemplo, que “these must be practices that people with the right concern would adopt –not a psychological property of some fixed numbers of the actual members. So, contrary to the assumption that seemed to argue against assimilating political to associative obligations, associative communities can be larger and more anonymous than they could be it were a necessary condition that each member love all others, o even that they know them or know who they are”. Dado que Dworkin vincula los deberes asociativos, no con las comunidades asociativas en general, sino con la comunidad fraternal, la cuestión que este autor no responde es qué clase de lazos necesitamos para tener una comunidad “fraternal” o, en otros términos, qué es lo que justificaría esta preocupación fuerte, circunscrita, personal e igualitaria que caracteriza su concepción de las obligaciones asociativas.
29
misma urgencia? La visión de la comunidad política como clan defendería que,
ciertamente, la actuación de esta persona es errónea. A mi entender, por el contrario, no
hay nada moralmente erróneo en el comportamiento de la ciudadana española que
decide ayudar al extranjero desconocido. Ello es así porque, a diferencia del caso
anterior, esta persona no tiene el deber moral de otorgar prioridad a las necesidades de
su compatriota sobre las del extranjero. Como ciudadana española, esta persona
ciertamente tiene deberes hacia su nación y debe contribuir al esquema cooperativo de
redistribución que su comunidad crea. Sin embargo, esto no afecta a lo que esta persona
debe a otros debe a otros en tanto ser humano. En el caso de los allegados, la situación
es claramente distinta. Los lazos afectivos básicos que constituyen el círculo íntimo son
una parte central de nuestra idea de ser humano y, en tanto seres humanos, estamos
justificados en dar preferencia a las necesidades y sufrimientos de nuestros allegados
sobre los de los extraños. Por esta razón, en mi opinión, las únicas obligaciones que
pueden ser asociativas en el sentido de Scheffler son estas últimas100. De esta forma, o
bien los deberes asociativos que Scheffler vincula a la comunidad política pueden ser
incluidos en una concepción más amplia de los deberes asociativos, o bien pueden ser
reducidos al resto de deberes especiales, i.e., deberes que derivan de un contrato o
promesa, deberes reparativos, deberes de gratitud y reciprocidad, deberes relacionados
con la ejecución de un rol social o deberes que derivan de situaciones de
dependencia101. En suma, usando las palabras de Shue, cuando nos movemos del círculo
íntimo, “I see insufficient reason to believe that one’s positive duties to people in the
next county, who are in fact strangers, are any greater than one’s positive duties to
people on the next continent, who, though they are distant strangers, are not any more
strangers than the strangers in the next county: a stranger is a stranger”102. Si asumimos
esta perspectiva, no hay ninguna tensión inherente entre aquellos deberes especiales que
fluyen de nuestra pertenencia a una comunidad política y el deber general de contribuir
a paliar el hambre en el mundo.
Ahora bien, aun cuando admitamos que no hay una tensión intrínseca entre
deberes especiales y generales porque se mueven en planos distintos, si los esquemas
cooperativos en los que los nosotros, como ciudadanos, participamos resultan muy
exigentes, podemos llegar a carecer, en la práctica, de la capacidad para cumplir con los
100 Como indica acertadamente Murphy (1999, 118), no podemos considerar que los deberes que
tenemos hacia nuestros allegados y los que tenemos hacia nuestros compatriotas difieren solamente como una simple cuestión de grado. En sus propias palabras, “it is clear that special responsibilities generated by political and other social ties would have to have a source fundamentally different from those generated by close personal tie. It is therefore misleading, I think, to discuss both kinds of special responsibilities as a single topic”.
101 Véase Scheffler (2001, 49-51). Sobre las fuentes de deberes especiales, véase, en particular, Honoré (1999, 55-58).
102 Shue (1988, 692-693). Véase, también, Murphy (1999, 117-118).
30
deberes generales que tenemos hacia todos los seres humanos. Si, por ejemplo, he
prometido entregar la mitad de mi más bien reducido salario para apoyar la campaña
electoral de mi candidato favorito, esto no me genera un deber de dar prioridad a este
político sobre un extraño hambriento; pero he adquirido un nuevo deber con mi promesa
que puede disminuir mi capacidad para ayudar al extraño. Podríamos decir que, como
cuestión de humanidad, aquí habría fuertes razones para defender que yo estoy
moralmente obligada a romper mi promesa y ayudar al extraño si no puedo hacer ambas
cosas. A pesar de ello, el deber general de ayuda no anula el deber especial que he
asumido cuando mis recursos no son suficientes para satisfacer ambos. He indicado
repetidamente que no deberíamos exagerar los sacrificios que supondría ayudar a los
más pobres, dado que las diferencias de bienestar entre nosotros y ellos son enormes. Al
mismo tiempo, he defendido que no necesitamos una lógica redistributiva para
reconocer que cualquier ser humano debería tener mínimas condiciones de vida. Es
cierto, sin embargo, que hay una dificultad práctica en conciliar todo el conjunto de
nuestros deberes morales. Por esta razón, la propuesta de Robert Goodin de tomar los
deberes especiales que derivan de la pertenencia a una comunidad política, y la propia
idea de estado-nación, como instrumentos para la realización de deberes generales
puede ser útil para consolidar la perspectiva de la humanidad en el contexto de la
pobreza extrema.
Goodin asume que contemplar los estados-nación como meros clubes de
beneficio mutuo podría ser una forma de justificar deberes especiales que, en la
práctica, restringieran los deberes generales. Ahora bien, este autor rechaza esta
concepción como una visión adecuada de los estados-nación103. Objetando la relevancia
moral de los deberes hacia nuestros compatriotas, propone tomar los deberes especiales
en el contexto de las comunidades políticas como instrumentos para distribuir deberes
generales que tenemos hacia todos los seres humanos. En este sentido, en una división
del trabajo moral, estos deberes especiales constituirían “devices whereby the moral
community’s general duties get assigned to particular agents”104. Siguiendo esta
perspectiva, los estados-nación son estructuras eficaces para organizar deberes positivos
universales, y su relevancia moral es dependiente de su calidad como instrumento.
Cuando estas estructuras devienen ineficaces o no son lo suficientemente eficaces para
organizar obligaciones generales, aquellos deberes especiales conectados con la
pertenencia a una comunidad política pueden ceder ante consideraciones relativas a los
103 Goodin (1988, 675-678) rechaza esta visión básicamente porque, en primer lugar, ello nos
conduciría a otorgar relevancia ética a los factores territoriales y a las fronteras y, en segundo lugar, la forma en la que las personas adquieren el estatus de ciudadanas no es comparable a la idea de pertenencia a un club de beneficio mutuo, ya que la lógica del beneficio mutuo no se aplica para determinar quien es ciudadano.
104 Goodin (1988, 678).
31
deberes generales a los que sirven. La persistencia de la pobreza extrema a nivel global
muestra que, efectivamente, los estados-nación no están constituyendo instrumentos lo
suficientemente eficaces para organizar deberes generales.
Regresaré a la conocida propuesta de Goodin al final de la última sección. En lo
que sigue me interesa mencionar algunos argumentos adicionales a aquellos que se
dirigen o bien a rechazar la supuesta tensión entre deberes especiales y generales, o bien
a mostrar que los deberes especiales no deberían tener preferencia sobre los generales.
El propio Scheffler utiliza lo que denomina “objeción distributiva” para negar que los
deberes especiales tengan primacía sobre la justicia global. A su juicio, las
responsabilidades especiales son injustas porque otorgan a personas que ya gozan de las
ventajas que reporta la relación social, ventajas adicionales que van en detrimento de
aquellos cuyas necesidades son más urgentes105. Dworkin asume que los deberes
asociativos pueden ser vencidos por consideraciones de justicia general cuando, por
ejemplo, estos deberes dirigen a prácticas discriminatorias respecto a los que no son
miembros. De acuerdo con Dworkin, usamos parámetros de justicia general para
interpretar y delimitar cuáles son los deberes asociativos que las personas realmente
tienen106. En este sentido, podríamos afirmar que, dado que las fronteras generan
prácticas discriminatorias que afectan a los habitantes de países subdesarrollados, sería
legítimo interpretar nuestros deberes asociativos haciéndolos compatibles con
consideraciones de justicia global. Incluso Miller, quien defiende que los principios de
justicia comparativos no pueden ser aplicados a escala global y que la pobreza es
generalmente el producto de las malas políticas internas, cree que nuestros deberes
especiales no impiden que tengamos el deber moral de ayudar a aquellos cuyas
libertades básicas no están cubiertas porque se mueren de hambre107.
Finalmente, un argumento adicional emerge de la propia idea de imparcialidad
positiva que esté en el centro de los estándares de humanidad. Como Nagel y otros
enfatizan, si asumimos que debemos tener la misma preocupación por las necesidades
de todos como personas separadas, deberíamos también aceptar como criterio básico
para elegir entre necesidades en conflicto, una prioridad moral hacia aquellos cuyas
105 Véase Scheffler (2001, 56-65, 83-96). Dejaré a un lado otro argumento interesante, pero a mi juicio desacertado, que aporta Pogge (2002b, 81-91) para justificar por qué los deberes especiales no disminuyen nuestros deberes generales. Su argumento está vinculado con la idea de que los deberes especiales nos indican que debemos dar preferencia a algo cuando, de hecho, ya teníamos la permisión moral de hacerlo.
106 Dworkin (1986, 202-206). 107 Miller (1999b, 198-204). Aunque no desarrollaré este punto aquí, entre estos derechos básicos
podríamos resaltar la existencia de un derecho humano a recibir alimento (the right to food), que puede justificar nuestro deber general de ayuda y que algunas organizaciones internacionales están empezando a reclamar. En este sentido, entonces, no requerimos ineludiblemente acudir a los deberes imperfectos parta justificar la necesidad de acciones positivas en el contexto de la pobreza extrema. Sobre el debate en torno a los deberes perfectos e imperfectos, y sobre la relevancia moral de los deberes imperfectos, véase, por ejemplo, Garzón Valdés (1986, 20-22).
32
necesidades son más urgentes (teniendo siempre en mente la idea de la utilidad marginal
decreciente)108. Aunque Nagel no justifica claramente por qué deberíamos aceptar esta
prioridad, pienso que la siguiente consideración podría ser de ayuda109. Dado que la
imparcialidad positiva me exige colocarme en la piel del otro, deberé contemplar sus
necesidades básicas como si fueran las mías. La mayoría de nosotros aceptaríamos que
nos debemos a nosotros mismos una atención preferente por nuestras necesidades más
urgentes sobre el resto de nuestras necesidades. Lo mismo se aplica para todo el mundo;
y dado que todas las personas merecen la misma consideración, deberíamos otorgar
prioridad moral a aquellos que poseen las necesidades más urgentes. Obviamente, los
que viven en condiciones de pobreza extrema son los destinatarios más claros de esta
prioridad.
Aunque no desarrollaré esta idea con mayor profundidad, contemplar la
prioridad por las necesidades urgentes como aspecto central de la imparcialidad positiva
nos permite afirmar que requerimos sólidas razones morales para romper esta
consideración de imparcialidad. He observado que la idea de prioridad por los allegados
nos ofrece este tipo de razones. Como también he argumentado, éste no es el caso con
los deberes especiales en el contexto de la comunidad política. Como cuestión de
justicia general, y en la medida en que rechacemos la imagen de la comunidad política
como clan, carecemos aquí de una justificación moral fuerte para vencer la prioridad por
las necesidades urgentes. Volviendo a la cuestión inicial de esta sección, en definitiva,
el hecho de que tengamos obligaciones comunitarias no debilita nuestro deber moral de
ayudar a los más pobres. De este forma, hasta que los miembros de las sociedades ricas
no emprendamos acciones efectivas para erradicar la escasez extrema, compartiremos
responsabilidad moral por cada muerte y sufrimiento radical que nuestra auto-
indulgente moralidad cotidiana tolera.
La finalidad de este texto ha sido mostrar que tenemos fuertes rezones morales
para aceptar un deber general de ayuda en el contexto de la pobreza extrema. Los
argumentos que he ofrecido van en esta dirección. Sin embargo, quisiera concluir este
trabajo refiriéndome brevemente a otra línea de argumentación contra los deberes
generales que está más preocupada por su viabilidad que por su justificación moral.
VI
108 Nagel (1991, 66-72; 1979, 127). Aunque Parfit también ha defendido esta tesis, sólo voy a
utilizar aquí las consideraciones de Nagel. Véase, también, Campbell (1974, 15). 109 Nagel (1991, 69-71) presupone, más que justificar claramente, la prioridad por aquellos que
tienen las necesidades más urgentes. Sus únicos argumentos están vinculados al problema de la distribución natural de talentos y al hecho de que los individuos no son siempre responsables de aquello que les ocurre.
33
Algunos autores han hecho énfasis en la cuestión de que, aun en el caso de
aceptar un deber general de ayuda cuando no implique un sacrificio significativo, en la
práctica, la consecuencia de tomar en serio este deber desde una perspectiva individual
es la de acabar asumiendo sacrificios heroicos. Tomaré aquí la posición de Fishkin y sus
consideraciones acerca de la viabilidad del deber que denomina “altruismo mínimo”.
En opinión de Fishkin, aun cuando el principio del altruismo mínimo pueda
funcionar en la escala de la vida cotidiana, su funcionalidad varía en el momento en que
adoptamos una escala global, convirtiéndose entonces en una exigencia individual
impracticable110. Fishkin recurre al siguiente ejemplo: Let us suppose that each small contribution to famine relief, say five or ten dollars, will save
another human life by facilitating delivery of surplus foodstuffs to starving refugees. If we take such
charitable appeals seriously, then our principle of minimal altruism requires that we give not only five or
ten dollars but many more as well, for each additional small contribution would save another human life
at minor cost111.
De este ejemplo Fishkin concluye que tomar en serio el deber de altruismo
mínimo requerirá comportamientos heroicos. Por una parte, el altruismo mínimo no se
satisface con un único acto de ayuda. Por otra parte, siempre encontraremos múltiples
ocasiones de aplicación y múltiples personas que requerirán nuestra ayuda. La
consecuencia que deriva de reunir todos los actos positivos de ayuda que podemos
efectuar sin un sacrificio excesivo es la de imponer un coste individual desorbitado112.
Para Fishkin, ante este efecto perverso de cumplir con el deber de altruismo
mínimo no nos queda más que optar entre dos alternativas morales: o bien abandonamos
la idea asentada de que ciertos niveles de sacrificio son supererogatorios, o bien
renunciamos a los deberes generales. La primera alternativa nos conduce al infierno
moral, la segunda nos aleja del ideal de la imparcialidad.
Tal como está presentada, la situación dilemática que Fishkin dibuja no puede
ser fácilmente eludida. Desde una perspectiva individual, si juntamos cada ocasión en la
que el altruismo mínimo sería aplicable, desembocaremos sin ninguna duda en la
exigencia de un comportamiento heroico. No sería aquí suficiente afirmar, por ejemplo,
que he cumplido con mi deber de altruismo cuando, por ejemplo, he dedicado el diez
por ciento de mi tiempo y recursos a ayudar a otros. Como correctamente observa
Fishkin, si después de dedicar ese diez por ciento alguien más necesita mi ayuda, “I can
simply ignore the appeal for help? Is it justifiable to claim, given my past history of
good works, that I should now feel free to no nothing, that only others should be
required to act? In a world of imperfect moral cooperation, others may not step in to do
110 Véase Fishkin (1982, 33). 111 Fishkin (1982, 3-4). 112 Véase Fishkin (1982, 54-59, 79, 153-155, 168), y el paralelo que traza con la conocida paradoja
de Sorites.
34
their share. Regardless of my history of action, it seems difficult for me then to avoid a
share of the blame if I do nothing”113.
Aunque, a mi entender, hay razones para pensar que este supuesto dilema puede
disolverse desde la perspectiva individual, no desarrollaré este punto114. Lo que es más
relevante es tener en cuenta que este dilema desaparece cuando nos alejamos de la
escala individual para aproximarnos al deber de altruismo mínimo. Si prestamos
atención al potencial de la acción colectiva en este contexto, las consideraciones de
Fishkin acaban resultando muy débiles. Sus observaciones serían relevantes si no
tuviéramos ningún instrumento, más allá de cada esfuerzo individual, para dar
cumplimiento a nuestros deberes generales compartidos. Por fortuna, esto no es así; la
alternativa al altruismo individual es el altruismo organizado.
Problemas globales como el de la pobreza extrema escapan de cualquier
dimensión individual de la responsabilidad moral. Por esta razón, la implementación de
nuestros deberes generales de carácter positivo requiere emprender acciones colectivas.
Algunos autores tratan de resolver este problema asumiendo que las entidades
colectivas, como agentes morales independientes, más que los individuos, tienen el
deber moral de contribuir a paliar el hambre. En opinión de Peter French, la potencial
longevidad de las personas colectivas, que va más allá de la longevidad de un individuo
o, incluso, de una generación de individuos, las convierte en el candidato perfecto para
acarrear la carga del altruismo mínimo115. Sin embargo, no necesitamos asumir que las
entidades colectivas son agentes morales independiente para reconocer su relevancia
instrumental como vehículos para realizar aquellos deberes positivos que los individuos
compartimos. Podríamos afirmar, siguiendo parcialmente la visión también colectivista
de Virginia Held, que cuando una acción aislada no es suficiente para dar cumplimiento
a nuestros deberes generales, es posible exigir moralmente una acción colectiva116. En
este sentido, las personas compartimos el deber derivativo de organizarnos, del mismo
modo que compartimos el deber de al altruismo mínimo.
113 Fishkin (1982, 163). 114 Véanse, por ejemplo, los argumentos de Juan Carlos Bayón (1986, 48-53, y nota 28), utilizando
la idea de autonomía para superar este problema, y su interesante comparación con aquellos sacrificios no triviales que la idea de estado social requiere de los ciudadanos. Véanse, también, los comentarios de Ernesto Garzón Valdés (1986, 24-27) sobre las confusiones que padece el dilema de Fishkin y las formas de disolverlo.
115 Véase French (1992, 83-84, 98-101). 116 Véase Held (1970, 479). Ciertamente, podríamos afirmar que para cumplir con el deber de
altruismo mínimo no es suficiente emprender acciones particulares en momentos particulares. Ello es así porque estamos ante un deber que tiene como contenido una actividad y no una acción, esto es, el contenido de este deber es un proceso o secuencia continuada de acciones positivas cuya vinculación con el bien que están llamadas a proteger excede tanto las posibilidades de la duración e identidad de cada individuo como las de una generación de individuos. De ahí que sea razonable afirmar que el efectivo cumplimiento de este deber que compartimos nos exige disponer de instrumentos para garantizar la continuación de esta actividad que va más allá de nuestras posibilidades individuales de acción.
35
La propuesta de Henry Shue puede ser iluminadora para clarificar este punto.
Una vez asumimos que la energía y recursos de cada individuo aislado son
insignificantes para cubrir las necesidades más urgentes de todos los seres humanos, lo
que necesitamos es un cambio de perspectiva117. En términos de Shue, “the aggregate of
individually small investments by large numbers of persons could reach a significant
sum, specially if cooperation and coordination occurred among those acting in
fulfilment of duty”118. Por esta razón, la propuesta de Shue es considerar nuestros
deberes generales hacia los extraños como obligaciones indirectas en el sentido de que
su implementación requiere la mediación de la actividad de instituciones creadas para
esta fin119. Dejando aparte la cuestión de si es mejor tomar nuestro deber de altruismo
como una obligación indirecta o como una obligación directa que requiere la
organización colectiva para su implementación, esta propuesta tiene ventajas
importantes: por una parte, tiene el efecto práctico de una mayor eficiencia; por otra
parte, tiene el efecto psicológico de aliviar a las personas del sentimiento de carga
excesiva que el principio de altruismo mínimo conllevaría a nivel individual120.
Obviamente, los argumentos defendidos hasta aquí dejan abiertas otras
cuestiones muy relevantes como las de qué clase de instituciones deberían emprender
este rol instrumental y qué clase de ayuda se requeriría para contribuir de forma efectiva
a erradicar la escasez extrema. De estas preguntas me ocuparé en otra ocasión. Ahora
bien, contrariamente a lo que piensa Goodin, los estados-nación, tal como todavía los
concebimos hoy, quizá no constituyan los mejores candidatos para implementar nuestro
deber de ayuda a los más pobres. Esto no es así solo porque en un mundo cada vez más
interdependiente los estados-nación empiezan a entrar en crisis como estructuras de
organización social, sino más bien porque su lógica de funcionamiento y parámetros de
actuación poseen un enfoque local, muy dependiente de factores como las fronteras, la
ciudadanía, la proximidad geográfica y las alianzas internacionales. Desde el punto de
vista de los estándares de humanidad, la utilidad de la actividad organizada reside en su
capacidad para expandir nuestro brazo moral y, por consiguiente, para vencer las
dificultades prácticas que los individuos enfrentamos debido a nuestros limitados
poderes causales en términos morales. Los estados-nación podrían emprender este rol
instrumental, pero en un mundo diferente. Quizá, como algunos filósofos han insistido,
otras instituciones transnacionales o no gubernamentales, creadas con la finalidad de
promover y garantizar la igual consideración y respeto que todo ser humano merece,
117 Quizá con la excepción de esos siete billonarios más ricos que mencioné al principio de este
trabajo, cuya riqueza total sería suficiente para erradicar la pobreza extrema. 118 Shue (1988, 695). 119 Véase Shue (1988, 697). 120 Véase Shue (1988, 696).
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podrían emprender esta tarea con mayor eficacia y confiabilidad121. Sin embargo, la
experiencia ha mostrado que estas estructuras internacionales o no gubernamentales
siguen hoy estando lejos de constituir el vehículo idóneo para realizar nuestros deberes
generales. En cualquier caso, la implementación del deber compartido de altruismo
mínimo exigirá de nosotros un mayor esfuerzo creativo que el que hemos desarrollado
hasta el momento para averiguar cómo podemos utilizar las estructuras colectivas para
esta finalidad moral. El deber derivativo de organizarnos demanda un mayor ejercicio
imaginativo sobre cómo podemos ampliar nuestros poderes causales en el ámbito
moral122. Entre tanto, es razonable mantener que aquellos que no estamos en una
situación de ser destinatarios del deber moral de altruismo mínimo, básicamente debido
a nuestra buena suerte natural, compartimos la responsabilidad moral por la situación de
pobreza radical en la que viven tantos millones de seres humanos.
En conclusión, es cierto que no es confortable para nuestra moralidad cotidiana
aceptar un deber moral de ayudar a todas esas personas que están muriendo de hambre
en diferentes continentes. Asumir un punto de vista moral nunca es confortable. Es
entonces cuando caemos en el riesgo de acabar en una discusión interminable acerca de
los límites de la justicia distributiva y la posibilidad de ampliar globalmente las
estructuras cooperativas que la sostienen. He sugerido que el debate acerca de la
erradicación de la escasez extrema debería concentrarse en consideraciones muy básicas
acerca del valor intrínseco de todos los seres humanos: la perspectiva de la humanidad
como imparcialidad positiva. He asumido que estas consideraciones acerca del valor
humano son tan básicas que deberían contemplarse como previas a cualquier forma de
justicia social. Desde este punto de vista, la solución moral al problema de la pobreza
extrema es fácil. No podemos ni siquiera atrevernos a argumentar que contribuir a paliar
el hambre de forma efectiva requeriría sacrificios heroicos cuando adquirimos
conciencia de que el uno por ciento de nuestra riqueza global sería suficiente para
marcar una diferencia práctica. Indudablemente, la perspectiva de la humanidad impone
ciertas cargas a los individuos, especialmente la carga de actuar moralmente. Sin
embargo, sólo necesitamos un pequeño ejercicio de imaginación moral, contemplando
nuestro mundo con un grado honesto de imparcialidad, para darnos cuenta de que esta
carga no es, en absoluto, excesiva.
121 Véase, por ejemplo, Beitz (1985), Held (1995). Para una discusión general sobre esta cuestión,
véase Kymlicka y Straehle (2001). 122 Como Iris Marion Young (2000, 250) observa, “the scope of political institutions ought to
correspond to the scope of obligations of justice. Thus if the scope of some obligations of justice in the world today is global, there ought to be stronger and more democratic organizations of global governance with which to discharge those obligations”.
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