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1 EL DESAFÍO MORAL DE LA POBREZA: DEBERES INDIVIDUALES Y ESTÁNDARES DE HUMANIDAD Marisa Iglesias Vila (Publicado en García Figueroa, A. (ed.), Racionalidad y Derecho, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, pp. 219-262) Es un hecho que millones de personas viven y mueren en una situación de pobreza extrema. El 46 por ciento de los seres humanos vive por debajo del umbral de pobreza de 2 dólares por día, y cerca de 1,214 millones de personas vive por debajo del umbral de 1 dólar por día 1 . Cada año mueren aproximadamente 18 millones de seres humanos por causas relativas a la pobreza (un tercio del total de muertes). Al mismo tiempo, también es un hecho que la pobreza no es inevitable en un mundo donde la producción global de alimento es dos veces superior a la cantidad necesaria para nutrir a toda la población del planeta. El coste económico que supondría erradicar la escasez radical es menos del 1 por ciento de la riqueza global; y el coste de garantizar el acceso universal a servicios sociales básicos para aliviar la miseria no supera los 80 billones de dólares, una cantidad inferior a la riqueza que acumulan los siete hombres más acaudalados del mundo 2 . Imagino que, para la mayoría de nosotros, estos datos resultarán estremecedores. Ciertamente, las estadísticas acerca de la pobreza son siempre conmovedoras y suelen generar una reacción de preocupación y pesar. Sin embargo, la realidad es que las diferencias económicas entre las sociedades ricas y pobres está aumentando, y que ello está ocurriendo a pesar de nuestro impresionante progreso tecnológico y del éxito que el discurso de los derechos humanos ha alcanzado en las democracias occidentales 3 . Quizá la explicación de nuestra inacción colectiva ante este problema no se encuentre en una mera indiferencia ante el sufrimiento ajeno, sino, más bien, en la 1 También es importante resaltar que este 46 por ciento de la población mundial posee solamente el 1.2 por ciento de la riqueza global. Estoy utilizando aquí los datos que Pogge (2002, 97) extrae de los informes del Banco Mundial 2000/2001 y 2002. 2 De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la riqueza neta de los diez billonarios más ricos del planeta es de 133 billones de dólares, 1.5 veces superior a la riqueza nacional total de los países menos desarrollados. Véanse las estadísticas sobre la pobreza de la UNDP en www.undp.org. 3 Véase Pogge (2002a, 3, 97-100). Como observa también Joshua Cohen (1994, 2), en las últimas tres décadas las diferencias de riqueza entre el quintal más rico y el más pobre de la población mundial se han doblado.

El desafío moral de la pobreza: deberes individuales y estándares de humanidad

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EL DESAFÍO MORAL DE LA POBREZA:

DEBERES INDIVIDUALES Y ESTÁNDARES DE HUMANIDAD

Marisa Iglesias Vila

(Publicado en García Figueroa, A. (ed.), Racionalidad y Derecho, Centro de

Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, pp. 219-262)

Es un hecho que millones de personas viven y mueren en una situación de

pobreza extrema. El 46 por ciento de los seres humanos vive por debajo del umbral de

pobreza de 2 dólares por día, y cerca de 1,214 millones de personas vive por debajo del

umbral de 1 dólar por día1. Cada año mueren aproximadamente 18 millones de seres

humanos por causas relativas a la pobreza (un tercio del total de muertes). Al mismo

tiempo, también es un hecho que la pobreza no es inevitable en un mundo donde la

producción global de alimento es dos veces superior a la cantidad necesaria para nutrir a

toda la población del planeta. El coste económico que supondría erradicar la escasez

radical es menos del 1 por ciento de la riqueza global; y el coste de garantizar el acceso

universal a servicios sociales básicos para aliviar la miseria no supera los 80 billones de

dólares, una cantidad inferior a la riqueza que acumulan los siete hombres más

acaudalados del mundo2.

Imagino que, para la mayoría de nosotros, estos datos resultarán estremecedores.

Ciertamente, las estadísticas acerca de la pobreza son siempre conmovedoras y suelen

generar una reacción de preocupación y pesar. Sin embargo, la realidad es que las

diferencias económicas entre las sociedades ricas y pobres está aumentando, y que ello

está ocurriendo a pesar de nuestro impresionante progreso tecnológico y del éxito que el

discurso de los derechos humanos ha alcanzado en las democracias occidentales3.

Quizá la explicación de nuestra inacción colectiva ante este problema no se

encuentre en una mera indiferencia ante el sufrimiento ajeno, sino, más bien, en la

1 También es importante resaltar que este 46 por ciento de la población mundial posee solamente

el 1.2 por ciento de la riqueza global. Estoy utilizando aquí los datos que Pogge (2002, 97) extrae de los informes del Banco Mundial 2000/2001 y 2002.

2 De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la riqueza neta de los diez billonarios más ricos del planeta es de 133 billones de dólares, 1.5 veces superior a la riqueza nacional total de los países menos desarrollados. Véanse las estadísticas sobre la pobreza de la UNDP en www.undp.org.

3 Véase Pogge (2002a, 3, 97-100). Como observa también Joshua Cohen (1994, 2), en las últimas tres décadas las diferencias de riqueza entre el quintal más rico y el más pobre de la población mundial se han doblado.

2

creencia de que nosotros, los que provenimos de sociedades acomodadas, no tenemos

realmente un deber moral de ayudar a aquellos que están muriendo de hambre en

lugares remotos. La pobreza ajena puede motivarnos a actuar de manera caritativa y

solemos valorar muy positivamente a aquellos que dedican tiempo y recursos a esta

empresa. Sin embargo, la inacción hacia los más pobres no la consideramos inmoral.

Los problemas de escala global, podríamos decir, no generan una preocupación real en

nuestra moralidad cotidiana porque, como Samuel Scheffler advierte, la moralidad

cotidiana y los contornos de la vida social están “defined primarily by small-scale

personal relations among independent individual agents”4.

Nuestra moralidad cotidiana parece sentirse confortable concentrándose en la

reducida escala de nuestras relaciones habituales, donde la mayoría de nosotros vivimos

completamente aislados de la pobreza extrema, aunque, obviamente, no ignoramos que

ésta existe5. ¿Muestra esta apatía hacia los más pobres que nuestra moralidad ordinaria

es inmoral? Una respuesta fácil sería afirmar que, efectivamente, es inmoral. Esta

respuesta podría ser el producto de adoptar, por ejemplo, el sencillo principio ético que

Peter Singer ha defendido repetidamente. Según Singer, si asumimos que la muerte por

carencia de alimentos y condiciones básicas es un mal, “if it is in our power to prevent

something bad from happening, without thereby sacrificing anything of comparable

moral importance, we ought morally to do it”6. En opinión de Singer, si tomamos este

principio moral en serio o, incluso, una versión más moderada de este estándar en el

sentido de que “we should prevent bad occurrences unless, to do so, we had to sacrifice

something morally significant”, resulta obvio que debemos contribuir de manera

efectiva a paliar el hambre en el mundo7.

Por muy simple que esta cuestión pueda parecer a primera vista, lo cierto es que

el reconocimiento de un deber de ayuda en este contexto se convierte en un problema

filosófico muy complejo, especialmente para aquellas teorías liberales de la justicia que

no están dispuestas a asumir ni un utilitarismo como el de Singer, ni un fuerte

igualitarismo global, y que, en cierta medida, sienten la necesidad de otorgar algún

espacio a nuestro modus vivendi occidental en el universo moral. Un ejemplo de esta

complejidad lo encontramos en el renovado debate acerca de la posibilidad de una

justicia global y del lugar que las fronteras y los lazos comunitarios desempeñan en la

delimitación de nuestros deberes morales. En mi opinión, este debate contribuye a

oscurecer, más que clarificar, qué es lo que legítimamente puede exigirse a los seres

4 Scheffler (1995, 229). Véase, también, Jonas (1984, 4-5 y 123-130). 5 Pogge (2002a, 4) apunta acertadamente que “we live in extreme isolation from sever poverty.

We do not know people scarred by the experience of losing a child of hunger, diarrhea, or measles, do not know anyone earning less than $10 for a 72-hours web of hard, monotonous labor”.

6 Singer (1985, 249; 1993, 230-231). 7 Véase Singer (1985, 259).

3

humanos en aras de la justicia8. Es en el contexto de la supuesta tensión entre dos

tendencias opuestas que está viviendo la humanidad: la integración global y la

fragmentación étnico-cultural, donde la aparente facilidad del problema de la

erradicación de la pobreza extrema tiene el peligro de desvanecerse en medio de

consideraciones que tienen un carácter más político y prudencial que moral.

En este texto argumentaré que la cuestión de la escasez radical debería ser

abordada solamente desde el estándar de imparcialidad que está en el corazón de

cualquier punto de vista moral, lo que conduce a descartar por irrelevante cualquier

argumento político, prudencial o parcial que pudiéramos aducir para justificar nuestra

desvinculación del fenómeno de la pobreza. Mi propósito será mostrar que sólo cuando

se toma la imparcialidad en serio es posible percibir lo poco problemático que resultaría

para agentes razonables identificar qué es lo que debe hacerse all things considered en

este contexto.

Para desarrollar este argumento, procederé, en primer lugar, a analizar tres

marcos diferentes desde los que se ha pretendido justificar un deber moral hacia los más

pobres: la responsabilidad causal, la justicia distributiva y la perspectiva de la

humanidad. Aunque desde cualquiera de estos tres marcos podría justificarse con éxito

un deber de ayuda, dedicaré la mayor parte del texto a defender que la mejor perspectiva

para afrontar este problema global es la que adopta un principio moral de humanidad en

tanto exigencia de lo que denominaré “imparcialidad positiva”. Como indicaré, este

principio de humanidad o deber de altruismo no puede ser tan exigente que conlleve

eliminar la separación entre las personas, debe ser suficientemente viable para poder

superar la supuesta pendiente resbaladiza en la que, según algunos autores, caen los

deberes morales positivos y, al mismo tiempo, debe ser lo suficientemente exigente

como para ser capaz de marcar una diferencia en el problema de la pobreza extrema.

I

Se han ofrecido diferentes argumentos para reivindicar un deber moral de

contribuir a paliar el hambre en el mundo. En particular (y dejando ahora al margen la

visión de Singer) podríamos prestar atención a tres líneas de razonamiento que surgen

de diversas tendencias dentro del liberalismo ético. La primera se preocupa de

cuestiones de responsabilidad causal y justicia reparativa, la segunda se concentra en

problemas de justicia distributiva y la tercera se pregunta qué es lo que la propia idea de

humanidad exige de nosotros.

Desde la primera perspectiva, el deber de ayuda que comparte la población de

las sociedades opulentas es una mera derivación del deber general negativo de no dañar

8 Véase, por ejemplo, Scheffler (2001, 38-47).

4

a otros. Esta posición desafía una de las posibles formas de justificar nuestra pasividad

ante la escasez extrema: la visión que considera que nosotros no hemos causado la

pobreza, o que percibe las hambrunas como un desastre natural que no es culpa de nadie

en particular. Ésta es la base empírica que un libertario necesita para rechazar cualquier

obligación moral hacia los más pobres. Si nuestra riqueza ha sido obtenida de manera

legítima, y no estamos causando o contribuyendo a causar la pobreza global, entonces

no tenemos un deber moral de auxilio9.

Aquellos que defienden que incluso un libertario debería aceptar

responsabilidades morales en este ámbito dirigen sus argumentos a la cuestión del

vínculo causal. Ésta es, por ejemplo, la posición de Onora O’Neill en su ya clásico

artículo “Lifeboat Earth”, y también la aproximación de Thomas Pogge10. O’Neill, al

igual que Pogge, parte de la platitud de que todos los seres humanos tenemos el derecho

moral a no ser dañados o matados. Atendiendo a este derecho, nuestra preocupación

debería ser la de evitar cualquier responsabilidad por muertes injustificadas producidas

por el hambre11. Podría parecer, a primera vista, que una cuidadosa distinción entre

matar y dejar morir podría ser útil para descargarnos de toda responsabilidad. Sin

embargo, O’Neill aporta varios ejemplos para mostrar cómo es posible afirmar que

estamos matando a través de nuestras actividades económicas. Uno de los ejemplos más

claros en este sentido es lo que esta autora denomina “commodity pricing case”12. Dado

que los países subdesarrollados dependen drásticamente del nivel de precios de ciertos

productos, un gran descenso en su precio global puede tener efectos letales para la

población de estos países. Como advierte O’Neill, cuando esta caída de precios es el

resultado de acciones llevadas a cabo por inversores, corredores de bolsa y agencias

gubernamentales, estas personas y cuerpos están eligiendo políticas que matarán a seres

humanos13.

Las conclusiones de Pogge son muy similares. Pogge defiende una visión

libertaria en este punto, y considera que la idea de justicia sólo contempla deberes

negativos. Por ello, defiende que hay una distinción moral significativa entre dañar y

evitar la ocurrencia un daño14. Sin embargo, este autor trata de mostrar que la pobreza

es una cuestión de daños que, directa o indirectamente, son producidos por nosotros y

nuestra economía global. De esta forma, el simple derecho a no ser dañado (o el

correlativo deber de no dañar) es suficiente para justificar que tenemos una clara

9 Ésta es la conocida posición de Nozick (1974, cap. 3). 10 O’Neill (1985, 262-281), Pogge (2002a). 11 O’Neill (1985, 262). 12 O’Neill (1985, 273-275). 13 O’Neill (1985, 273). 14 Pogge (2002a, 13, 66-67). Véase, también, Pogge (2002b, 89).

5

responsabilidad moral hacia los pobres15. En su opinión, es esta responsabilidad basada

en el factor causal la que nos exige embarcarnos en reformas institucionales efectivas

que beneficien a aquellos que se están muriendo de hambre16.

Esta línea de razonamiento puede ser atractiva porque, como he indicado, es

capaz de justificar un deber moral hacia los más pobres incluso cuando se defiende una

ética libertaria. En este sentido, conferir prioridad axiológica al principio de libertad y

admitir sólo de manera muy restrictiva limitaciones a este estándar es compatible con

reconocer responsabilidades morales en este problema global. Preocupación

A pesar de ello, en mi opinión, esta aproximación no es lo suficientemente

atractiva para constituir la única base de nuestros deberes morales en el contexto de la

pobreza. Por un lado, nos conduciría a una visión muy limitada de nuestras

responsabilidades en tanto seres humanos. Como insistiré más adelante, la propia idea

del punto de vista moral conlleva algún grado de consideración por las necesidades y

sufrimientos ajenos. La extensión que esta preocupación moral es una cuestión abierta a

controversia y argumentación. Ahora bien, hay un mínima implicación con los otros que

parece conceptualmente necesaria en el discurso moral, y esta implicación tendrá la

forma de un deber positivo de ayuda mutua, por muy débil que este deber pueda

resultar17. En este sentido, observa acertadamente John Rawls, la propia imagen de una

sociedad en la que nadie tuviera el más mínimo deseo de ayudar a otros “would express

an indifference if not disdain for human beings that would make a sense of own worth

impossible”18.

Por otro lado, el hecho de que estemos viviendo en un mundo extremadamente

complejo e interconectado, donde las cadenas causales son realmente difíciles de seguir

y clarificar, aconseja mirar con reparos cualquier intento de reducir un deber de ayuda al

argumento causal19. Dado que la idea de causalidad no puede ser legítimamente usada

15 Pogge (2002a, 23) rechaza aquella aproximación al problema de la pobreza que se centra en la

cuestión de ayudar a otros que están sufriendo. En sus palabras, “the poor do need help, of course. But they need help only because of the terrible injustices they are being subjected to. We should not, then, think of our individual donations (...) as helping the poor, but as protecting them from the effects of global rules whose injustice benefits us and is our responsibility”. Volveré sobre esta cuestión en la próxima sección.

16 La idea de Pogge (2002, 110-112 y cap. 8) del “Global Resources Dividend” (que restringe los derechos de propiedad sobre los recursos naturales), y su apoyo a algo como la tasa Tobin, se dirigirían a esta finalidad.

17 Por esta razón, Rawls, por ejemplo, (1971, 114-117, 339) incluye el deber de ayuda mutua (“the duty of helping another when he is in need or jeopardy, provided that one can do so without excessive risk or loss to oneself”) en la lista de los deberes naturales individuales.

18 Rawls (1971, 339). 19 La complejidad de nuestro mundo globalizado puede ser claramente ilustrada utilizando la

metáfora de la tela de araña irregular que propone Henry Shue. De acuerdo con Shue (1988, 693-694) “perhaps the nearest thing to an accurate representation of the real circumstances now is one of those irregular spider webs with some very short strands and some very long strands, such that if something

6

sin conexión con una base empírica (el factor causal requiere ser probado en cada caso),

podremos enfrentar muchas situaciones en las que no será posible mostrar nuestra

contribución causal a una situación de escasez radical. En esos casos, esta línea de

razonamiento nos dirige a la conclusión de que no tenemos ningún deber moral que

reconocer y, por tanto, que no hay ninguna objeción moral en dejar a los pobres a su

propia suerte. Ésta es una conclusión ética muy poco atractiva.

Por ultimo, asumir esta lógica puede ser peligroso desde un punto de vista

motivacional. Teniendo en cuenta que las cadenas causales que conducen a actividades

que provocan muertes son extremadamente complejas, reducir un deber de ayuda a la

cuestión causal puede estimular nuestra tendencia natural a elegir aquellas descripciones

de hechos que nos son más favorables. Ésta ha sido una tendencia muy familiar en el

discurso internacional de las democracias occidentales, donde es habitual enfatizar la

asociación entre la pobreza radical y los problemas políticos internos que padecen

muchos países subdesarrollados. A mi juicio, el hecho de que pudiéramos estar

incentivando, en vez de contrarrestando, esta peligrosa tendencia, es un argumento

poderoso para pensar en líneas de razonamiento alternativas.

II

Una segunda forma de afrontar nuestras responsabilidades ante el fenómeno de

la pobreza extrema es trasladar la discusión al ámbito de la justicia distributiva. Si

asumimos que un cierto grado de igualdad y redistribución son una exigencia de

justicia, tendremos fuertes razones morales para aceptar un deber de auxiliar a aquellas

personas que están viviendo en una situación de absoluta escasez. De esta forma, no

necesitamos asumir un siempre controvertido igualitarismo extremo para reconocer

responsabilidades en este contexto. En principio, adoptar lo que cabe denominar un

“igualitarismo mínimo”, en la forma del principio rawlsiano de diferencia, sería

suficiente para percibir el caso de la pobreza extrema como un caso fácil en relación al

deber de ayuda20.

Sin embargo, cuando nos preocupamos por la justicia redistributiva a escala

global y vamos más allá de las situaciones domésticas de desigualdad, la justificación

moral de un mínimo igualitarismo se convierte en una cuestión muy compleja. Dado

que los más pobres son tan pobres, es cierto que no resultaría muy exigente, en términos

de sacrificio a la libertad individual, aceptar un principio de diferencia a escala global.

touches one strand it may send a shock to the farthest side of the web, while if it touches a different strand its effects may quickly fade away”. En sentido similar, véase Scheffler (1995, 228-229).

20 Para aquellos que no estén familiarizados con la teoría de Rawls, el famoso principio de diferencia es una restricción redistributiva al principio de libertad. Este principio tomaría como justos sólo aquellos esquemas distributivos que, además de ser obtenidos en un contexto de igualdad de oportunidades, mejoran la situación de los menos aventajados o peor situados. Véase Rawls (1971, 60-65, 302-303).

7

Cuando los que están globalmente peor situados viven por debajo del umbral de 1 dólar

por día, y cuando el coste de erradicar la escasez radical es menos del 1 por ciento de la

riqueza total, mejorar la situación de los más desaventajados no supondría ningún

sacrificio significativo para las poblaciones de las sociedades ricas. El problema sigue

siendo que, aun cuando podamos admitir que un principio de diferencia global no

resultaría muy exigente, tendemos a estar escasamente motivados para emprender

cualquier actividad redistributiva más allá de las fronteras de nuestras comunidades21.

¿Es éticamente justificable esta reticencia generalizada a una redistribución

global? Autores como Charles Beitz o Brian Barry han objetado nuestra falta de

motivación argumentando que tenemos fuertes rezones morales para aceptar estándares

redistributivos globales22. Otros, como es el caso de John Rawls o David Miller, dan

contenido moral a esta falta de motivación y defienden que los principios distributivos

deben aplicarse exclusivamente dentro del marco de las fronteras de cada estado-

nación23. Prestaré ahora atención a los principales argumentos que apoyan estas

perspectivas en conflicto.

Beitz sugiere que el principio rawlsiano de diferencia puede ser aplicado a escala

global en la forma de un principio de redistribución de recursos. En sus propios

términos, este estándar requeriría “assurance to resource-poor nations that their adverse

21 Un principio de diferencia global sería menos exigente que el mismo principio aplicado dentro

de las fronteras de las sociedades ricas. Usando la idea de utilidad marginal decreciente, podríamos afirmar, por ejemplo, que la relevancia de un kilo de arroz cambio dependiendo de quien va a necesitarlo y de su situación. A medida que una persona vaya siendo menos pobre, un kilo de arroz irá adquiriendo menos importancia para su supervivencia. En contraste, a mayor pobreza mayor relevancia adquirirá este mismo kilo de arroz. Dado que en las sociedades acomodadas los peor situados podrían ser generalmente considerados ricos en comparación con los peor situados en los países pobres, el nivel de recursos que se necesita para mejorar significativamente la situación de los primeros es muy superior al necesario para mejorar significativamente la situación de los segundos. Por tanto, la misma cantidad de recursos provenientes de los mejor situados tendrá efectos radicalmente diferentes dependiendo de quien sea su destinatario. En Europa, un kilo de arroz, pongamos, por día y familia, como transferencia de recursos que provienen de los mejor situados, sería claramente inaceptable como forma de respetar el principio de diferencia. En cambio, para las personas que viven por debajo del umbral de pobreza extrema, esta transferencia comportaría una gran diferencia en su nivel de vida. Véase Singer (1993, 24-25), Nagel (1991, 65, 68), Fishkin (1982, 164-165), Miller (1999a, 224). Sin embargo, también podríamos afirmar que, debido, por una parte, a que el principio de diferencia es un estándar de igualitarismo mínimo (que sólo requiere mejorar la situación de los menos aventajados) y, por otra parte, a que las diferencias entre los globalmente más ricos y los más pobres son tan enormes, respetar el principio de diferencia no aseguraría un nivel decente de redistribución global. Mejorar la situación de los 1,214 millones de personas que viven por debajo del umbral de pobreza de un dólar por día y conseguir que vivieran por debajo de un umbral de 1.5 dólares por día, sería un caso obvio de mejorar su situación y respetar el principio de diferencia. Ahora bien, esta mejora no debería ser satisfactoria, incluso, para un igualitarismo mínimo porque seguiría persistiendo un contexto global de gigantesca desigualdad. Por esta razón, si nuestra finalidad en la aplicación del principio de diferencia no es meramente emprender una tarea simbólica de redistribución, sino disminuir de forma significativa una coyuntura de clara desigualdad, deberíamos exigir, como cuestión de justicia distributiva, un nivel de transferencias mucho más alto.

22 Véanse, por ejemplo, Barry (1982), Beitz (1985). 23 Véanse, por ejemplo, Rawls (1999a, 538, 558-560), Miller (1999b).

8

fate will not prevent them from realizing economic conditions sufficient to support just

social institutions and to protect human rights”24. Beitz, siguiendo a Rawls, reconoce

que la viabilidad de su principio redistributivo está sujeta a dos condiciones. En primer

lugar, nuestras obligaciones sociales surgen generalmente en contextos cooperativos y,

más precisamente, en esquemas cooperativos auto-suficientes como son los estados-

nación. En segundo lugar, la redistribución es moralmente exigible sólo cuando la

situación de los menos aventajados deriva de circunstancias que escapan a su control y

que, por esta razón, son moralmente irrelevantes. Beitz argumenta que el actual

contexto internacional cumple estas condiciones. Por una parte, la globalización

económica produce ámbitos de clara interdependencia y cooperación que van más allá

de las fronteras de cada estado. De ahí que las fronteras nacionales estén perdiendo

relevancia moral como fuente exclusiva de nuestras obligaciones sociales. La sociedad

internacional, afirma este autor, también constituye el esquema cooperativo global que

necesitamos para justifican los estándares redistributivos25. Por otra parte, Beitz observa

que la interdependencia internacional “imposes burdens on poor and economically weak

countries that they cannot practically avoid (…). It involves patterns of relationships

which are largely non voluntary from the point of view of the worse-off participants,

and which produces benefits for some while imposing burdens on others”26. De este

modo, la situación de los menos aventajados a nivel global, como producto de la lotería

natural y la contingencia social, justificaría la compensación redistributiva27.

Aunque la propuesta de Beitz es francamente atractiva, ha recibido numerosas

críticas. Barry, por ejemplo, argumenta que nuestro marco internacional no puede ser

visto como un único esquema cooperativo aun cuando estemos en un contexto de

fuertes interacciones económicas. En su opinión, ante la ausencia de un esquema

cooperativo único, una redistribución global no resultaría ventajosa para las sociedades

ricas en la misma medida que lo sería para las sociedades pobres28. Barry piensa que la

base moral para una redistribución global debería encontrarse en la idea de un derecho

24 Beitz (1985, 293). 25 Beitz (1985, 297-298). De forma similar, Goodin (2003) argumenta que en el contexto de un

mundo globalizado e interdependiente los principios de justicia deberían tener una escala global. Véase, también, Young (2000, 246-250).

26 Beitz (1985, 296). 27 Beitz (1985, 301). 28 Barry (1982, 232-233). Aunque no entraré aquí en este debate, es importante resaltar que Barry

concentra su atención en la interacción económica global y en el comercio internacional. Podríamos indicar, sin embargo, que la globalización actual no puede ser reducida a las cuestiones económicas. En un mundo claramente interdependiente, un esquema cooperativo internacional sería necesario en muchos otros aspectos de la vida social donde los estados-nación no son completamente autosuficientes y donde la cooperación sería mutuamente beneficiosa (medioambiente, comunicaciones, cultura, lenguaje, derechos humanos, etc.). Si esto es así, la objeción de Barry es más débil de lo que parece a primera vista.

9

igual a los recursos naturales. En la medida en que la distribución actual de los recursos

naturales, y el poder para controlarlos, es arbitraria desde un punto de vista moral, las

poblaciones de aquellas sociedades que carecen del control de esos recursos tienen un

derecho a compartir su disfrute29.

También objetando la tesis de Beitz de que vivimos en una estructura

cooperativa global, David Miller indica que el marco internacional carece de las tres

condiciones básicas que dan viabilidad a la aplicación de estándares de justicia

distributiva: a) la presencia de lazos de solidaridad lo suficientemente sólidos como para

poder superar las diferencias culturales y religiosas, b) algún grado de comprensión

compartida en torno a cuándo estamos ante una demanda justa sobre recursos, y c) la

confianza suficiente en que los principios distributivos motivarán a todos de manera

similar30. Según Miller, sin estos rasgos, lo que denomina “principios de justicia

comparativos” no tienen ninguna fuerza31.

El propio Rawls se ha unido a aquellos que rechazan la posibilidad de un

principio de diferencia global, principalmente porque, a diferencia de Beitz, Rawls no

percibe la situación de los más desaventajados globales como el mero producto de la

lotería natural y la mala suerte32. A juicio de Rawls, “person’s adverse fate is more often

to be born into a distorted and corrupt political culture than into a country lacking

resources”33. Por esta razón, este autor considera que las bases de nuestros deberes de

29 Barry (1982, 235-239). 30 Miller (1999a, 18-19). Véase, también, Miller (1999b, 188-197). Para una extensa crítica de la

visión restrictiva de Miller sobre la clase de asociación que hace posible la aplicación de principios de justicia distributiva, véase Caney (2003, 290-296).

31 Siguiendo a Joel Feinberg (1974), Miller (1999a, 4-5, 19, 220-221; 1998, 171, 180) distingue entre principios de justicia comparativos y no comparativos. Los principios no comparativos justifican derechos y expectativas individuales sin tener en cuenta la relativa situación de otras personas y sus derechos. Los principios de justicia comparativos, en cambio, como es el caso del principio de igualdad, justifican derechos y expectativas individuales comparando la situación relativa de otros y la coyuntura de ventaja o desventaja social en la que se encuentran diferentes grupos de individuos. En su opinión, mientras que los principios no comparativos pueden tener un alcance global, los de carácter comparativo requieren “persons who are connected together in some way, for instance by belonging to the same community” (Miller, 1998, 171).

32 Aunque, a mi juicio, el principal argumento que Rawls (1999a, 558) utiliza aquí es la cuestión del rol que los gobiernos desempeñan en la producción de hambrunas internas, aporta también dos argumentos generales para reducir los principios distributivos a la justicia doméstica. En primer lugar, indica que la justicia distributiva, “belongs to the ideal theory for a democratic society and it is not framed for our present purposes”. En segundo lugar, y advirtiendo que éste es un argumento más serio, observa que no todas las sociedades dentro de la sociedad de naciones aceptaría la aplicación de los principios liberales de justicia distributiva.

33 Rawls (1999a, 559) sigue aquí el importante estudio sobre las causas de la pobreza de Amartya Sen. Véase, también, Miller (1999b, 193-197).

10

auxilio en este ámbito están vinculadas a la protección de derechos humanos más que a

cualquier principio liberal de justicia distributiva34.

De este debate podemos aprender que una justificación igualitarista de nuestras

responsabilidades hacia los más pobres está lejos de constituir una empresa fácil.

Ciertamente, la visión de una sociedad internacional como un tipo de asociación sólo

podría ser mantenida a efectos redistributivos si ampliamos la concepción tradicional de

un esquema cooperativo que se centra en la idea de estado-nación. Aunque muchos

filósofos advierten que el modelo del estado-nación está hoy en crisis, principalmente

porque se está generando una tendencia tanto a una mayor internacionalización como a

un mayor localismo, el trasfondo moral de la mayoría de teorías de justicia social

continúan situando la justicia distributiva dentro del marco de comunidades

políticamente organizadas35. Quizá, como apunta Simon Caney, podríamos adoptar una

visión más amplia de la idea de asociación política tomando la interdependencia causal

en vez de los lazos comunitarios como criterio de redistribución. Ello haría más

convincente la propuesta de Beitz36. Sin embargo, desarrollar esta estrategia

argumentativa para justificar deberes morales hacia los pobres supondría desafiar la

propia estructura política de las sociedades en las que vivimos, algo que está

completamente alejado de los propósitos de este trabajo.

Una dificultad adicional en este contexto es el rol que algunos gobiernos

nacionales desempañan en la situación de escasez extrema en la que viven sus

poblaciones. Aunque la pobreza es el resultado de múltiples factores que actúan

conjuntamente, es obvio que no se trata de un mero desastre natural y que, en este

sentido, no es una simple cuestión de mala suerte. La presencia en sociedades

subdesarrolladas de clases políticas corruptas y programas de gobierno desacertados

juegan un papel importante en la producción de hambrunas. Al mismo tiempo, la

corrupción política interna en países pobres suele obstruir cualquier intento de

34 Ralws (1999a, 559-560). Ésta es también la visión de Miller. A juicio de Miller (1999b, 194-

197), la situación de los pobres no puede ser desvinculada de las políticas, elecciones y funcionamiento interno de sus comunidades políticas y gobiernos. Cuando la desigualdad es el producto de gobiernos corruptos y deficientes, lo que sucede en la mayoría de casos según este autor, una redistribución global no puede ser justificada en términos de justicia distributiva. Como veremos, Miller (199b, 198-209), sin embargo, resalta que hay otras bases morales para justificar un deber de auxilio hacia los más pobres: los derechos básicos y la necesidad de evitar la explotación. Aunque en su libro The Law of Peoples Rawls incorpora tímidamente un deber de asistencia de unos pueblos hacia otros, cabe tener en cuenta que este deber: a) sigue vinculado a la presencia de algún marco cooperativo, b) en contraste con la propuesta cosmopolita, se trata de un deber institucional y c) tiene como único objetivo que una comunidad se transforme, al menos, en una sociedad jerárquica decente. Véase Rawls (1999b, 111, 119-120).

35 Véase, por ejemplo, Miller (1999a, 5). 36 Su concepción de una asociación basada en la interdependencia causal defiende que los

estándares distributivos se aplican “to people who causally affect and are affected by others or who are subject to the same economic forces” (Caney, 2003, 295). Como veremos en la próxima sección, objetar la tesis de que debemos otorgar prioridad a nuestros compatriotas sobre los extranjeros también puede apoyar una extensión del principio de diferencia.

11

redistribución efectiva. No obstante, podríamos argumentar que Rawls pone un énfasis

excesivo en el factor político, y que ello es debido a que centra demasiado su atención

en los estados-nación como los sujetos morales que interactúan en el contexto global37.

Como observa Liam Murphy, el principio de diferencia podría ser contemplado

no sólo como un principio que regula la actividad institucional sino también como un

estándar que se dirige directamente a los individuos y regula sus acciones. Desde esta

perspectiva, los individuos podrían ser directamente responsables de mejorar la

situación de los más desaventajados que no hayan provocado su situación. El principio

de diferencia se aplica a los individuos y se dirige a beneficiar a aquellas personas que

están en una situación de desventaja respecto a otras, desventaja que no han provocado

a través de sus elecciones38. Si esto es así, y asumiendo ahora en aras del argumento que

haya un esquema cooperativo mundial, los menos aventajados globales podrían merecer

los beneficios de un principio de diferencia a pesar de vivir en países con gobiernos

corruptos. Por una parte, nacer y vivir en estas sociedades es una cuestión de azar y, por

otra parte, la actividad de estos gobiernos suele estar completamente fuera del control de

la población que vive en una peor situación. Por esta razón, la única objeción sólida a la

aplicación de estándares redistributivos globales residiría en la tesis de que carecemos

de una estructura cooperativa internacional, objeción cuya fuerza es relativa teniendo en

cuenta que nuestra interacción política, económica y social es cada vez mayor39.

37 Véase Rawls (1999a, 535-536, 558). 38 Ciertamente, las instituciones políticas seguirían siendo los instrumentos principales para aplicar

el principio de diferencia, y el marco básico de este principio seguiría siendo la justicia institucional. Sin embargo, este principio compararía la situación entre individuos y su finalidad sería disminuir claras desigualdades entre ellos a partir de imponer a los mejor situados la carga de la redistribución. En una escala global, en la medida en que más instituciones estuvieran implicadas en la implementación del principio de diferencia, habría mayores dificultades para obtener redistribuciones efectivas. A pesar de ello, la lógica del principio continuaría siendo la misma: comparar la situación de los globalmente mejor situados con la de los menos aventajados y exigir a los primeros un esfuerzo redistributivo. Quizá podamos afirmar que este principio solo tiene sentido dentro de un fuerte contexto asociativo, pero esto es algo diferente a predicar, como hace Rawls, que en un contexto de malas instituciones, (esto es, en un contexto en el que los instrumentos de implementación son defectuosos), este principio solo demanda que estas instituciones mejoren. En la línea de Murphy, el principio de diferencia seguiría constituyendo aquí una exigencia moral de redistribución dirigida a los socialmente más aventajados. Véase Murphy (1999b). En sentido parecido también Cohen (2000, cap. 10).

39 Al mismo tiempo, el rol moral de las fronteras como límite de la justicia distributiva ha sido siempre más bien oscuro. Una objeción fácil es que aquellos autores que tratan de justificar la moralidad de confinar la justicia social al interior de las fronteras de cada estado-nación están realizando un esfuerzo intelectual para justificar nuestro modus vivendi, otorgando valor normativo a una simple cuestión de hecho y de realidad política que es moralmente irrelevante. Creo firmemente que esto es así. Sin embargo, incluso aquellos que, como Miller, unen la idea de justicia distributiva con las condiciones de existencia de un esquema cooperativo, no pueden justificar que este esquema cooperativo tenga que coincidir necesariamente con nuestro actual marco político de delimitación de fronteras. Ninguna de las tres condiciones que Miller establece requiere necesariamente que este esquema de cooperación esté confinado dentro de las fronteras de los estados-nación o dentro de cualquier otro tipo similar de fronteras. El hecho de que nuestras lazos de solidaridad, la presencia de una comprensión compartida y la confianza mutua se reduzca generalmente al contexto de nuestras comunidades políticas es una contingencia que puede cambiar o que, quizá incluso, debería cambiar. También podríamos resaltar aquí

12

A pesar de ello, creo que no necesitamos una lógica redistributiva para justificar

un deber moral hacia aquellos que son extremadamente pobres. Es más, a mi juicio,

apelar a la justicia distributiva no es el mejor modo de aproximarse al problema de la

escasez radical.

Empecemos con una reflexión muy general en torno a esta cuestión. La pobreza

extrema no debería ser una preocupación moral, meramente, porque ejemplifica una

situación de desigualdad de recursos que no deberíamos aceptar o justificar. No

requerimos ninguna perspectiva comparativa para contemplar la pobreza como un mal

que debe ser evitado. Su relevancia moral podría ser claramente comprendida

acudiendo, por ejemplo, a la definición de pobreza absoluta que traza McNamara:

“Absolute poverty is a condition of life so characterized by malnutrition, illiteracy,

disease, squalid surroundings, high infant mortality and low life expectancy as to be

beneath any reasonable definition of human decency”40.

Sobre la base de esta definición normativa, podríamos simplemente considerar

que la escasez extrema es algo realmente malo y usar el principio de Singer para

justificar un deber moral de paliarla. Pero podríamos ir más allá y ver la pobreza

absoluta como una cuestión relacionada con la decencia humana, con la ausencia de las

condiciones de agencia más mínimas, algo desvinculado de la relativa situación de los

otros. Si adoptamos esta perspectiva, podemos separar el problema de la desigualdad

del de la pobreza extrema. La escasez radical es un fenómeno mucho más básico que el

de la desigualdad porque afecta a las capacidades humanas básicas. Como indica Joshua

Cohen siguiendo la noción de Sen de capacidades para el funcionamiento, debemos

distinguir la pobreza de la desigualdad, y tratar ambas cuestiones de forma separada,

porque las situaciones de clara pobreza no están meramente relacionadas con tener un

nivel bajo de recursos o utilidades, sino, más bien, con situaciones en las que las

capacidades básicas de las personas no alcanzan el nivel mínimo adecuado41. De ahí que

el esquema de justicia redistributiva sea inadecuado para tratar un problema más básico

que el de la igualdad42.

Tenemos ahora una primera razón para dejar a un lado la lógica redistributiva

para afrontar el fenómeno de la pobreza extrema. En mi opinión, sin embargo, hay otros

argumentos relevantes para abandonar aquí el marco general de la justicia social. En lo

que el cambio de nuestras estructuras políticas, como es el caso de la Unión Europea, puede tener el efecto de extender estas condiciones de cooperación más allá de las fronteras de nuestros estados-nación.

40 Citado en Singer (1993, 219). 41 Cohen (1994, 2, 5-8). 42 Esto también explica por qué igualitaristas como Rawls o Dworkin no han tenido una

preocupación central por el problema de la pobreza extrema. Como indica Cohen, (1994, 1), Rawls incluso sugiere que el grupo de los peor situados podría ser identificado como aquel grupo de personas que vive por debajo de la media del nivel de riqueza, un nivel de recursos que no tiene nada que ver con la situación de las personas que viven en condiciones de pobreza absoluta.

13

que resta de este trabajo defenderé que la perspectiva de la humanidad y no la de la

justicia social es la línea adecuada de razonamiento para justificar deberes morales hacia

aquellos que sufren una escasez radical.

III

Hemos visto que la pobreza no debería constituir una preocupación ética solo

por razones igualitarias. Lo que es moralmente inaceptable no es que haya personas que

están en una peor situación que nosotros. La pobreza extrema es tan básica porque está

conectada con la propia idea de una persona moral y su valor intrínseco. Una vez se

acepta este punto de partida, podemos concentrarnos en el otro gran aspecto de la

justicia social: el respecto a las libertades básicas o derechos humanos. El acceso a una

mínimas condiciones de agencia es una precondición de la propia idea de derechos

humanos. De ahí que un deber de ayuda a los más pobres pueda ser moralmente

justificado como un requisito básico en la protección de los derechos humanos. Como

insiste acertadamente Miller, asociar la pobreza con los derechos humanos no presenta

las mismas restricciones que su asociación con la justicia distributiva. La idea de

libertades básicas es globalmente aplicable porque, en vez de referirse a la igualdad de

derechos o recursos, se centra en un estándar no comparativo: en aquellos derechos y

mínimas condiciones de vida que todos, en tanto seres humanos, debemos poder

disfrutar. Dado que vivir en una situación de escasez radical impide a las personas el

acceso a sus libertades básicas, en este ámbito podemos predicar la existencia de un

deber moral universal de carácter positivo43.

Aunque podríamos usar la lógica de los derechos humanos como el estándar de

justicia social que justifica nuestras responsabilidades morales hacia los más pobres, a

mi juicio, el carácter especial del fenómeno de la pobreza extrema aconseja alejarnos

del marco de la justicia social y, por tanto, de la cuestión de qué clase de arreglos

institucionales se requieren para obtener una sociedad justa44. En mi opinión, la

perspectiva de la humanidad, en vez de la justicia social, es la correcta línea de

razonamiento para afrontar el mal de la escasez.

43 Véase Miller (1999b, 198-204). 44 Los derechos humanos pueden ser ciertamente contemplados desde la perspectiva de la

humanidad en vez de la de la justicia social, pero no desarrollaré esta posibilidad con mayor profundidad. La única cuestión que pretendo resaltar es que tomarlos como una cuestión de humanidad, o tomar ciertos deberes morales como una cuestión de humanidad, nos dirige a una forma diferente de justificar qué es lo que debemos hacer. Dado que hay una tendencia a asociar la justicia social con la justicia doméstica (de forma similar a lo que sucede con la justicia distributiva), hay también una tendencia a reducir nuestros deberes morales hacia los extranjeros a deberes negativos, siendo los derechos humanos el núcleo central de este marco negativo. Como veremos, los estándares de humanidad hacen más fácil romper esta asociación y adoptar un punto de vista más imparcial. Al mismo tiempo, el propósito de este trabajo es argumentar que podríamos justificar un deber general de ayuda en el contexto de la escasez extrema incluso admitiendo la ausencia de un correlativo derecho humano.

14

Los estándares de humanidad han sido utilizados con frecuencia en el discurso

moral como una forma de justificar deberes positivos hacia otros seres humanos. Desde

una aproximación general, la perspectiva de la humanidad está vinculada con aquello

que los seres humanos se deben unos a otros, con las implicaciones éticas de otorgar

valor moral intrínseco a cualquier persona45. La mayoría de teorías morales, sin

embargo, se han caracterizado por considerar los estándares de humanidad como

exigencias secundarias de justicia, exigencias que se aplican cuando no cabe ofrecer

razones morales más fuertes como cuestión de justicia social. Este papel más bien

marginal que se ha otorgado a los estándares de humanidad es, en mi opinión, el

producto de la creencia generalizada de que el paradigma de la humanidad se encuentra

en la imagen del buen samaritano, junto con la tendencia a establecer una fuerte

asociación entre la humanidad y la idea de beneficencia46. Aquellos filósofos que

prestan atención a nuestros deberes de humanidad parecen tener en mente nociones

como las de generosidad, sensibilidad, capacidad de sacrificio, caridad, solidaridad o

compasión por el sufrimiento ajeno. En este sentido, conducirse por razones de

humanidad es tener una disposición a sentir compasión por las necesidades y

sufrimientos de otros, actuando de forma consecuente con esta disposición. Se suele

argumentar, sin embargo, que los actos de beneficencia no pueden ser reducidos al

contexto de los actos supererogatorios, i.e., aquellas acciones que son buenas o

virtuosas sin ser moralmente obligatorias. Cuando un acto de beneficencia puede ser

emprendido sin que implique un riesgo excesivo o una pérdida personal significativa, su

realización deviene un deber moral47. De acuerdo con esta idea, podríamos afirmar que

los deberes de humanidad no exigen de nosotros que seamos buenos samaritanos sino,

meramente, que seamos mínimamente caritativos o, en los propios términos de Judith

Thomson, “Minimally Decent Samaritans”48. Esta forma de aproximarse a los

estándares de humanidad, que distingue la caridad opcional de la obligatoria en función

del grado de auto-sacrificio exigido, está, por ejemplo, en el trasfondo de la distinción

de Rawls entre actos supererogatorios y un deber natural como es el de ayuda mutua49.

En palabras de Rawls:

A beneficent act promotes another’s good; and a benevolent action is done from the desire that the other

should have this good. When the benevolent action is one that brings much good for the other person and when it is

45 Campbell (1974, 15). 46 Véanse Barry (1982, 219-221), Campbell (1974, 15-16), Ross (1930, 24-26), Rawls (1971, 438-

439), Fishkin (1982, 18-19), Miller (1999a, 224), Heyd (1982, 99-105). 47 Rawls (1971, 114). 48 Véase Thomson (1986, 15-18). 49 De acuerdo con Rawls (1971, 114-115), los deberes naturales son aquellos deberes individuales

que tenemos hacia las personas en general. Estos deberes son independientes de nuestras acciones voluntarias y no tienen una conexión necesaria con las instituciones y las practicas sociales.

15

undertaken at considerable loss or risk to the agent as estimated by his interest more narrowly construed, then the

action is supererogatory. An act which would be very good for another, specially one which protects him from great

harm or injury, is a natural duty required by the principle of mutual aid, provided that the sacrifice and hazards to the

agent are not very great. Thus a supererogatory act may be thought of as one which a person does for the sake of

another’s good even though the proviso that nullifies the natural duty is satisfied. In general, supererogatory actions

are ones that would be duties were not certain exempting conditions fulfilled which make allowance for reasonable

self-interest50.

Esta asociación entre el principio de humanidad y la beneficencia obligatoria

(pero beneficencia al fin y al cabo) contribuye a restar relevancia a la perspectiva de la

humanidad porque, implícitamente, nos puede llevar a pensar que actuar por humanidad

es una mera cuestión de ser una persona buena o virtuosa. Y en mi opinión esto no es

así. Creo que atender directamente al fundamento ético de los estándares de humanidad

puede resultar más adecuado para comprender el carácter y la fuerza de nuestro deber de

ayudar a aquellos que están muriendo de hambre en lugares remotos.

Es cierto que la compasión, la generosidad o la sensibilidad son emociones

fundamentales en el contexto de los deberes de ayuda. Poseer estas emociones permite

colocarnos en lugar del otro, y estas emociones son imprescindibles para expandir la

imaginación moral que necesitamos para identificar cómo debemos actuar hacia otras

personas. Como resalta muy acertadamente Justin Oakley, “there seems to be an

inherent problem with motivation by duty which is unaccompanied by sympathy and

compassion, in the case of certain duties of beneficence; for paradoxically, it is the very

fact that one acts from duty uninformed by sympathy or compassion which entails that

one fails to fulfil one’s duty here”51. Por esta razón, podríamos afirmar que tenemos un

deber de cultivar esas emociones en la medida en que nos ayudan a percibir las

necesidades y sufrimientos de otros y nos permiten identificar las ocasiones morales en

que se requiere ayuda.

A pesar de ello, los estándares de humanidad no pueden reducirse a un conjunto

de obligaciones de ser compasivo con los otros y actuar en consecuencia. Los deberes

de cultivar ciertas emociones, debido al importante rol instrumental que estas emociones

desempeñan, sólo pueden constituir obligaciones complementarias a los deberes de

humanidad. Como he indicado anteriormente, el trasfondo ético de los estándares de

humanidad no se encuentra en la importancia moral de estas emociones, sino en el valor

intrínseco de los seres humanos y, en definitiva, en la propia idea de imparcialidad que

caracteriza el punto de vista moral52.

50 Rawls (1971, 438-439). 51 Oakley (1992, 105). Véanse, también, Glover (1999, esp. caps. 4, 5; 1970, cap. 9; 1977, cap.

20), May (1992a, 60), Sherman (1999, 297-301). 52 Por esta razón, creo que es más adecuado tratar nuestros deberes morales en el contexto de la

pobreza extrema desde la perspectiva de la humanidad en vez de adoptar aproximaciones alternativas a la justicia en la forma de una ética del cuidado o una ética de las virtudes. La ética del cuidado tiene en

16

Es difícil negar que la idea de imparcialidad está en el corazón de cualquier

forma de razonamiento moral. Sin embargo, podemos aproximarnos al estándar de

imparcialidad desde dos perspectivas diferentes que denominaré “imparcialidad

negativa” y “imparcialidad positiva”. Entendida como una exigencia negativa, la

imparcialidad requiere no establecer relaciones de preferencia entre diferentes personas

e intereses. Actuar imparcialmente supone actuar sin prejuicios, sin dar prioridad a una

persona por encima de otra o a un grupo de personas por encima de otro. La

imparcialidad negativa rechaza cualquier aproximación a las cuestiones morales que no

sea general porque prioriza los intereses y necesidades de un conjunto particular de

individuos o grupos.

En esta perspectiva negativa de la imparcialidad se apoyan aquellas teorías de la

justicia social que siguen el esquema rawlsiano, otorgando prioridad a lo correcto sobre

lo bueno53. Rawls, refiriéndose a su idea de imparcialidad en contraste con la visión

utilitarista, lo expresa de esta forma: “in the original position, the parties are mutually

disinterested rather than sympathetic; but lacking knowledge of their natural assets or

social situation, they are forced to view their arrangements in a general way”54; y

continua más adelante “an impartial person is one whose situation and character enable

him to judge in accordance with these principles (the principles of justice) without bias

or prejudice”55.

Desde una perspectiva positiva, la imparcialidad requiere tener la misma

preocupación por los intereses y necesidades de todos. Un acto imparcial es aquel que

trata de satisfacer las necesidades de todas las personas en la misma medida. La

imparcialidad positiva fluye del reconocimiento del valor intrínseco de cada ser humano

y, en este sentido, no está meramente vinculada a nociones como la de generalidad o la

de igualdad de recursos, sino, más bien, a la idea de igualdad moral (la idea de que todas

las personas, en tanto seres humanos, merecen la misma consideración y respeto)56.

La concepción que Thomas Nagel mantiene de la imparcialidad como aspecto

esencial del razonamiento moral podría verse como un ejemplo claro de esta perspectiva

mente el ideal de un agente moral compasivo con otros que está dispuesto a sacrificarse en aras del bienestar ajeno. La ética de las virtudes tiene en mente la imagen de un agente moral que posee un carácter virtuoso, con las emociones adecuadas. La perspectiva de la humanidad, en contraste, sólo necesita la imagen de una agente moral que reconoce el valor intrínseco que tiene todo ser humano.

53 Lo bueno, en términos generales, está vinculado a qué es lo que hace que un plan de vida sea satisfactorio. Lo correcto, en cambio, se refiere a aquellos principios que, en palabras de Rawls, “establish a final ordering among the conflicting claims that persons make upon one another and it is essential that this ordering be identifiable from everyone’s point of view, however difficult it may be in practice for everyone to accept it”. Véase Rawls (1971, 448).

54 Rawls (1971, 1971). 55 Rawls (1971, 190). 56 Para una distinción paralela en torno al concepto de neutralidad, véanse los comentarios de Neus

Torbisco (2000, cap. VI) sobre las perspectivas de Raz y Kymlicka.

17

positiva. Siguiendo a Nagel, la actitud imparcial proviene de “our capacity to take up a

point of view which abstracts from who we are, but which appreciates fully and takes to

heart the value of every person’s life and welfare”57. La imparcialidad requiere “to put

ourselves in each person’s shoes and take as our preliminary guide to the value we

assign to what happens to him the value which it has from his point of view”58. De esta

forma, continua Nagel, “what happens to anyone matters the same as if it had happened

to anyone else”59.

El estándar de imparcialidad positiva exige adoptar el punto de vista impersonal

que caracteriza al razonamiento moral. Sin embargo, es importante no confundir la

impersonalidad que la imparcialidad positiva demanda con la visión agregativa de la

impersonalidad que defienden los utilitaristas. Siguiendo de nuevo a Nagel en este

punto, “the impersonal concern of ethics is an impersonal concern for oneself and all

others as individuals (...). For this reason the impersonal concern is fragmented: it

includes a separate concern for each person, and it is realized by looking at the world

from each person’s point of view separately and individually, rather than by looking at

the world from a single comprehensive point of view. Imaginatively, one must split into

all the people in the world, rather than turn oneself into a conglomeration of them”60.

La perspectiva de la humanidad es la de la imparcialidad positiva. La

imparcialidad está directamente vinculada a la asunción de que todas las personas son

seres morales con valor intrínseco. Los estándares de humanidad, por tanto, se justifican

directamente por esta asunción de igual valor. Este trasfondo es lo que nos permite

reconocer la fuerza de la perspectiva de la humanidad para evaluar qué es lo que

debemos hacer. La humanidad no es, en suma, una simple cuestión de ser compasivo

con otros, sino de comprender la relevancia moral de cada persona. Obviamente, la

imparcialidad positiva es más exigente que su cara negativa y, como veremos, el desafío

moral en este contexto es el de otorgar un lugar razonable a la imparcialidad como

estándar que pretende regular y motivar la conducta. A pesar de ello, mi objetivo es

ahora es mostrar cómo la idea de imparcialidad positiva puede evitar algunas

confusiones que genera la posición de Rawls en su crítica al utilitarismo61.

Rawls, teniendo en mente la posición original de la que fluyen los principios de

justicia, compara la visión de un espectador imparcial (en el sentido de desinteresado)

con la de un espectador compasivo. Siguiendo a Hume, Rawls concibe al espectador

compasivo como aquel que está motivado por su deseo de ayudar a otros. El espectador

57 Nagel (1991, 65). 58 Nagel (1991, 65). 59 Nagel (1991, 13). 60 Nagel (1979, 127). 61 Rawls (1971, 184-192).

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compasivo, en este sentido, sería aquel que está motivado por “a special kind of

pleasure which arises more or less intensely in contemplating the workings of

institutions and their consequences for the happiness of those engaged in them. This

special pleasure is the result of sympathy”62. Rawls indica que algunos filósofos han

aceptado el utilitarismo porque han creído que la idea de un espectador compasivo

imparcial es la interpretación correcta de la imparcialidad63. A su juicio, el error que

cometen los utilitaristas que asumen esa interpretación de la imparcialidad es el de

confundir la impersonalidad con la imparcialidad, con lo que no respetan la separación

entre las personas64.

Aun cuando la crítica de Rawls al utilitarismo sea correcta debido a su

perspectiva agregativa, Rawls, influido aquí por el rechazo de Hume a la posibilidad de

motivación por el deber, sólo considera dos posibles formas de entender la idea de

imparcialidad, lo que he denominado “imparcialidad negativa” y lo que podríamos

entender como “imparcialidad compasiva”65. Si, por contra, tomamos la idea de

imparcialidad positiva podremos articular una alternativa a la imparcialidad negativa

que, por una parte, no está conectada con el sentimiento de compasión sino con el valor

moral de cada ser humano y, por otra parte, adopta una perspectiva impersonal que no

es agregativa66. Como mencioné más arriba, citando la posición de Nagel, el punto de

62 Rawls (1971, 185). 63 Rawls (1971, 189). 64 Rawls (1971, 190-191). Ciertamente, la visión del espectador compasivo puede dirigir a los

utilitaristas a romper la distinción entre las personas porque este sentimiento de compasión puede promover la disponibilidad al auto-sacrificio en aras del bienestar ajeno y, entonces, a aceptar que una persona puede ser instrumentalizada para maximizar la felicidad del agregado. Sobre este punto, véanse, también, Williams (1981, 4-18), Parfit (1984, 328-336).

65 Dado que Hume reduce el universo moral a la motivación por las pasiones y emociones en vez de la motivación por el deber, asume que la única forma de diseñar un esquema de justicia social es acudir a la pasión de la compasión (sympathy) y suponer que las personas pueden tener (o que de hecho tienen) compasión por otras. Sin embargo, si pensamos, como yo misma pienso, primero, que los seres humanos tienen valor intrínseco, segundo, que este valor moral justifica deberes morales hacia ellos y, tercero, que una persona racional debería estar motivada por estos deberes, no necesitamos acudir a ningún sentimiento de compasión para dar sentido moral a nuestra preocupación por otras personas.

66 Al mismo tiempo, el hecho de que Rawls (1971, 191-192) no preste atención a la imparcialidad positiva es lo que le permite, por una parte, concluir que el amor por la humanidad es la única alternativa al sentido de la justicia y, por otra parte, conectar el amor a la humanidad con el contexto del comportamiento supererogatorio. Aunque no desarrollaré este punto con mayor profundidad, es también interesante observar que la desatención de Rawls a la imparcialidad positiva le dirige a una posición ambigua en torno a nuestros deberes de atender a las necesidades de otros. En algunas ocasiones, este autor se aproxima a la cuestión de atender a las necesidades de otros como un sentimiento que deriva del amor supererogatorio a la humanidad. En otras ocasiones, en cambio, toma la idea de ayudar a otros como un deber natural que es esencial para una teoría de la justicia social. Esto muestra, desde mi punto de vista, que Rawls tiende a fluctuar de forma inadvertida de la imparcialidad compasiva a la imparcialidad positiva. Cuando este autor hace referencia al deber natural de ayuda mutua, asume implícitamente que la base justificatoria de este deber no es ni la compasión ni la reciprocidad, sino el reconocimiento del valor moral intrínseco de los seres humanos. Aun cuando sea verdad que Rawls (1971, 339) ofrece aquí argumentos conectados con la idea de reciprocidad para justificar este deber, concluye su defensa afirmando que rechazar un deber natural de ayudar a otros cuando ello no implique

19

vista impersonal que la imparcialidad positiva requiere no niega la distinción entre

personas. Muy al contrario; este estándar exige mirar a cada persona de forma separada

y individualizada, reconociendo el valor moral de cada una de ellas en tanto ser

humano. En consecuencia, en vez de romper la máxima kantiana de que las personas

son fines en sí mismas, la imparcialidad positiva se apoya precisamente en este máxima.

No es el interés de este trabajo defender que la imparcialidad positiva debería ser

una parte central de la justicia social y derivar de ahí un deber moral de ayuda desde el

marco de la justicia social. He explorado el problema de la imparcialidad para clarificar

la base ética de los estándares de humanidad. Aunque volveré más adelante sobre la

relación entre humanidad y justicia social, podríamos simplemente tomar como punto

de partida, siguiendo a Rawls, la tesis de que los deberes de humanidad son un tipo de

deberes naturales67. Este autor entiende que los deberes naturales son aquellos que, en

vez de aplicarse al contexto de las instituciones sociales, se aplican directamente a los

individuos y tienen como destinatarios las personas en general, con independencia de

sus arreglos sociales. Si pensamos que los deberes naturales son más comprehensivos

que los estándares de justicia social, e incluso previos a éstos, podemos tomar los

principios de humanidad como una de las mínimas orientaciones hacia lo bueno que

están en la base de cualquier teoría de lo correcto. Como el propio Rawls remarca, los

deberes naturales son “an essential part of any conception of the right: they define our

institutional ties and how we become bound to one another. The conception of justice as

fairness is incomplete until these principles have been accounted for”68.

El verdadero desafío que enfrenta la perspectiva de la humanidad, entendida

como imparcialidad positiva, está vinculado al alcance que estamos legitimados a

otorgar al requisito de imparcialidad cuando nos preguntamos qué es lo que debemos

hacer. Si los estándares de humanidad son muy exigentes, la finalidad primaria de tratar

a las personas como fines en si mismos puede resultar auto-frustrante y entonces

caemos en el riesgo de acabar justificando la utilización de una persona como

instrumento para satisfacer las necesidades de otras69.

Hay tres dificultades básicas que una perspectiva centrada en el ideal de

humanidad debe poder superar para justificar deberes morales en el contexto de la

pobreza extrema. La primera hace referencia a lo que Rawls denomina “auto-interés

razonable” y a la intuición de que cualquier posición moral viable debe otorgar un lugar

un sacrificio excesivo expresaría una indiferencia hacia los seres humanos “that would make a sense of our own worth impossible”.

67 Rawls (1971, 114-117, 333-342). 68 Rawls (1971, 333). 69 En este caso, los estándares de humanidad tendrían el mismo problema que afecta a la posición

utilitarista.

20

a este razonable auto-interés en el espacio ético70. La segunda está vinculada a la

compatibilidad entre el reconocimiento de deberes especiales y la aceptación de deberes

generales de carácter positivo. La tercera dificultad reside en el supuesto problema de

viabilidad que afectaría a cualquier deber positivo de ayuda debido a la pendiente

resbaladiza en la que éste puede caer. En las siguientes secciones, trataré de forma

separada las tres dificultades mencionadas, mostrando cómo la perspectiva de la

humanidad puede superarlas y cómo la fuerza de nuestro deber moral de auxiliar a los

más pobres continua intacta.

IV

En la medida en que la moral pretende motivar la conducta, el alcance de la

exigencia de imparcialidad en la valoración de cómo debemos comportarnos hacia otros

resultará siempre problemática. El desafío es encontrar una relación de equilibrio entre

la imparcialidad y la separación entre las personas. Éste es el desafío que suelen

enfrentar las teorías liberales de la justicia. El liberalismo ha sido habitualmente

criticado tanto por no tomar el ideal de la imparcialidad en serio como por otorgar

demasiado peso a la imparcialidad. Algunos autores consideran que los liberales

desatienden la exigencia de imparcialidad porque se concentran demasiado en la

separación entre los individuos71. Otros objetan que el liberalismo sobrevalora la

imparcialidad porque no presta atención al hecho de que las personas son seres

socialmente situados72. Encontrar líneas de crítica tan diversas no es sorprendente

porque el liberalismo kantiano, ciertamente, trata de alcanzar un equilibrio entre dos

estándares diferentes: la imparcialidad y la individualidad73. Parece razonable asumir

que una teoría de la justicia debería incluir ambos ideales si pretende defender que las

personas son fines en si mismas. Sin embargo, el problema que surge al adoptar estos

dos ideales es que están en tensión. Como insiste Bernard Williams, “the honorable

instincts of Kantianism to defend the individuality of individuals against the

agglomerative indifference of Utilitarianism can in fact be effective granted the

impoverished and abstract character of persons as moral agents which the Kantian view

seems to impose”74. Esta tensión aparece cuando nos damos cuenta de que la

70 Rawls (1971, 439). Sobre el conflicto entre la moralidad y el auto-interés, véase, también,

Joseph Raz (2000, cap. 13). 71 Ésta es la objeción consecuencialista al liberalismo. Véase, por ejemplo, Parfit (1984). 72 Esta línea de crítica puede ser encontrada en todos aquellos autores, tanto comunitaristas como

liberales, que resaltan la construcción social de la identidad personal. Véanse, por ejemplo, Sandel (1982), MacIntyre (1985), Taylor (1991), Kymlicka (1989; 1995), May (1992a).

73 Véase, por ejemplo, Rawls (1971, 175-192). 74 Williams (1981, 4-5).

21

abstracción de las circunstancias particulares nos dirige a la imparcialidad mientras que

la individualidad nos aleja de ésta. Para ilustrar este punto, Williams acude al clásico

ejemplo del individuo que está ante dos personas cuya vida está en peligro, siendo una

de ellas su pareja75. Si sólo una de estas personas puede ser rescatada, la idea de

individualidad o separación entre individuos nos conduciría a justificar moralmente la

decisión de salvar a la pareja. Generalmente consideramos que hay algo como los lazos

más personales que son muy importantes para nosotros y que no pueden ser

reconciliados con ninguna exigencia de imparcialidad. Así, concluye Williams, “life has

to have substance if anything is to have sense, including adherence to the impartial

system; but if it has substance, then it cannot grant supreme importance to the impartial

system, and that system’s holds on it will be, at the limit, insecure”76.

Siguiendo las consideraciones de Williams, podríamos afirmar que una primera

restricción a cualquier requisito de imparcialidad es la necesidad de acomodar el auto-

interés razonable que se manifiesta en la perspectiva de la primera persona. Dado que la

sustancia de la vida de cada persona depende fuertemente del interés por si misma y de

sus vínculos emotivos más básicos, negar relevancia moral a estos factores humanos

implicaría rechazar el propio ideal de humanidad. Se nos puede exigir la abstracción de

nuestras propias circunstancias, pero hay un límite a nuestra capacidad de abstracción

que surge cuando se nos pide que neguemos nuestra propia identidad. En palabras de

Nagel, “the objective self is not in a position to pull the strings of my life from outside

any more than (Thomas Nagel) is”77. Por esta razón, incluso aquellos filósofos

consecuencialistas que, como Derek Parfit, son claramente críticos con nuestra

moralidad cotidiana y insisten en la necesidad moral de adoptar un punto de vista más

impersonal, no negarían que estamos justificados en otorgar cierto grado de preferencia

moral a nuestro propio futuro y a nuestros lazos más personales78.

75 Véase Williams (1981, 16). 76 Williams (1981, 18). Fishkin (1982, 170) también destaca esta tensión entre la imparcialidad y

la individualidad cuando evaluamos las interacciones sociales desde una escala general. En sentido similar, Scheffler apunta que nuestro mundo político moderno está viviendo una presión tanto hacia un mayor universalismo como hacia un mayor particularismo. En palabras de Scheffler (1995, 235), “the universalistic pressure, the pressure toward greater social and political integration, (...) suggests a diminished justificatory role for nations and communal ties, and a reduced reliance on the distinction between acts and omissions in favour of a more inclusive concern for the enhancement of human well-being (…) At the same time, the pressure toward universalism has met with enormous resistance, and recent years have witnessed an often ferocious resurgence of particularistic loyalties”. Véase, también, Calsamiglia (2000, 53-55).

77 Nagel (1995, 41). 78 Véase Parfit (1984, esp. 281, 451). Sin embargo, Parfit (95-98), al mismo tiempo, insiste en lo

que denomina “the Parent’s Dilemma” para mostrar cómo concentrar mucho la atención en la prioridad moral por los allegados puede redundar en un esquema moral auto-frustrante. Véase, también, Singer (1993, cap. 8).

22

En suma, hay ciertos vínculos básicos para las personas que serán moralmente

valiosos en la medida en que consideremos que los seres humanos tienen valor

intrínseco. Estos vínculos no generan meramente permisiones morales; crean, más bien,

un tipo de deberes positivos que pueden restringir, en caso de incompatibilidad, el deber

general de ayudar a otros79. En mi opinión, lazos personales como los que tenemos con

nuestros allegados generan lo que podríamos denominar un “deber de prioridad”. Los

deberes de prioridad derivan de nuestra relación con otros individuos y requieren

otorgar preferencia a las necesidades de unas personas sobre las de otras80. Podemos

justificar un deber de prioridad hacia los allegados porque la relación emocional con

ellos da sustancia a la vida de los seres humanos81. Por esta razón, tendemos a asumir

que hay algo incorrecto en la conducta de una persona que entrega el único alimento del

que dispone a un extraño cuando su hijo necesita este alimento con la misma urgencia.

Muchos de nosotros describiríamos esta conducta como un comportamiento que, siendo

imparcial, es moralmente erróneo82.

La perspectiva de la primera persona, en consecuencia, resulta una restricción

razonable a la exigencia de imparcialidad. Es ciertamente difícil determinar qué clase de

vínculos emociones deben contar en este contexto y cuáles son tan básicos que

justifican un deber de prioridad. También podríamos indicar que la relevancia que

estemos dispuestos a conceder a estos lazos dependerá fuertemente de nuestra

concepción de la identidad personal. Si adoptamos una perspectiva más

despersonalizada de la identidad individual, tenderemos a otorgar menos peso moral a

nuestro propio futuro y al bienestar de nuestros allegados. Ésta es, por ejemplo, la

79 Debido a que la distinción entre deberes positivos y negativos, por una parte, y la distinción entre deberes generales y especiales, por otra, es muy conocida, no la desarrollaré en este trabajo. Sobre estas distinciones, véanse, entre otros, Hart (1984), Ross (1930, 27), Lucas (1993, 53-54), Honoré (1999, 41-46), Shue (1988, 687-691).

80 Para el concepto general de deber asociativo, véanse Dworkin (1986, 195-216), Scheffler (2001, cap. 3). Como veremos, es importante remarcar que los deberes asociativos son un tipo de deberes especiales y que, contrariamente a lo que opina Scheffler, sólo algunos de ellos pueden considerarse deberes de prioridad.

81 Este deber no deriva directamente del hecho contingente de que nosotros, generalmente, otorgamos relevancia a nuestros lazos personales. Podríamos afirmar que nuestra imagen normativa de una persona moral incluye esta clase de vínculos básicos. Aunque esta concepción fluye de nuestras practicas e interacciones, constituye una abstracción general de éstas. Obviamente, podemos encontrar personas reales que ni siquiera tienen lazos afectivos con otros, pero esto no afecta a la concepción normativa de la persona moral. Además, de acuerdo con esta imagen normativa, tenderemos a ver estas personas que carecen de lazos afectivos como personas alienadas.

Es claro que esta reflexión no aspira a responder a la cuestión de cuál es el fundamento racional de estos deberes especiales básicos. No exploraré aquí esta compleja cuestión filosófica. Sobre los argumentos que podemos ofrecer para dotar a los deberes especiales de un fundamento racional en contra de la posición neutralista que los rechazaría (especialmente el argumento de la deseabilidad junto con la responsabilidad), véanse, entre otros, Pettit y Goodin (1986, 664-673).

82 Como observa acertadamente Shue (1988, 692), “we do not ordinarily criticize people morally for displaying priority for intimates, but we would be extremely suspicious of anyone who did not display it”.

23

propuesta de Parfit83. Siguiendo a este autor, si asumimos que aquello que unifica el yo

no es la cuestión de quién tiene una serie de experiencias sino la propia interconexión y

continuidad entre un conjunto de experiencias psicológicas, podemos obtener una visión

más impersonal del yo. Dado que los individuos no adquieren en solitario estas

experiencias interconectadas y que la continuidad de éstas no depende exclusivamente

de quién posee estas experiencias, los individuos pueden desvincularse más de si

mismos y ver a los demás como algo más cercano. De acuerdo con Parfit, una vez la

identidad del yo es concebida como una continuidad psicológica despersonalizada, “I

am less concerned about the rest of my own life, and more concerned about the lives of

others”84.

Aunque las cuestiones anteriores son relevantes para esta discusión, no las

examinaré con mayor profundidad porque mi interés es destacar, por una parte, que

aquellos lazos afectivos que dan sustancia a nuestras vidas justifican deberes de

prioridad y, por otra parte, que incluso una concepción de la identidad personal como la

de Parfit asumiría, como he comentado, una restricción similar al ideal de

imparcialidad.

Mi principal preocupación en torno al punto de vista de la primera persona es la

cuestión de su compatibilidad con el reconocimiento de un deber general de ayudar a los

más pobres. A mi juicio, la posible tensión entre los deberes de prioridad hacia los

allegados y el deber general de ayudar a los extraños no puede ser ignorada, pero, al

mismo tiempo, no debería exagerarse. Podemos encontrar o imaginar casos trágicos en

los que ayudar a un extraño implique desatender de forma drástica nuestra propias

necesidades o las de aquellos cercanos a nosotros. Pero, ¿cuántos casos realmente

trágicos enfrentaremos a lo largo de nuestras vidas? Probablemente ninguno. Dado que

las poblaciones de las sociedades desarrolladas vivimos prácticamente aisladas del

fenómeno de la escasez extrema, y teniendo en cuenta que las diferencias en cuanto a

nivel de bienestar entre nosotros y aquellos que se mueren de hambre son tan enormes,

la posibilidad de estar en la misma situación que ellos y enfrentar opciones trágicas es

más bien anecdótica. Por ello, la insistencia en limitar nuestros deberes generales hacia

los más pobres recurriendo a la perspectiva de la primera persona carece de un claro

apoyo moral. Es verdad que es legítimo otorgar prioridad a nuestros allegados cuando

las necesidades en juego son las mismas, e incluso podría ser quizá cierto que hay algo

razonable en conceder más valor a nuestras necesidades aun cuando las necesidades de

otros sean más básicas85. Sin embargo, hay un límite a la justificación del auto-interés

83 Véase Parfit (1984, parte III). 84 Parfit (1984, 281). Para un cuidadoso análisis de la concepción de Parfit acerca de la identidad

personal, véase la aportación de Silvina Álvarez (2002, 163-194). 85 Por esta razón, estaría de acuerdo con Lucas (1993, 39) cuando afirma que “a man who gives his

children only sardines sandwiches for Christmas, so as to give more to Oxfam, is not self-evidently doing

24

cuando el sacrificio que requiere ayudar a los extraños no resulta significativo y cuando

los destinatarios de esta ayuda tienen necesidades tan básicas y urgentes. Una vez se

acepta esta limitación de sentido común, nuestra pasividad hacia los más pobres solo

puede percibirse como el producto de nuestro interés en mantener nuestro modus

vivendi completamente intacto86.

En conclusión, a pesar de su relevancia moral, el punto de vista de la primera

persona no supone un desafío real para el reconocimiento de un deber general de ayuda

en aras del ideal de humanidad. Este punto de vista no debilita la fuerza moral de la

reivindicación, basada en consideraciones de imparcialidad positiva, de que debemos

ampliar la escala reducida en la que solemos evaluar cómo debemos comportarnos87.

Ahora bien, la separación entre las personas no es el único argumento que se puede

esgrimir para rechazar que tengamos una obligación moral de contribuir a paliar el

hambre en el mundo. Seguidamente examinaré otro argumento, la idea de que está

éticamente justificado concentrar nuestra preocupación moral en nuestros

conciudadanos, en vez de tener una preocupación moral general por todos los seres

humanos.

V

La individualidad no es el único factor que explica por qué nuestra moralidad

cotidiana se resiste a aceptar deberes de humanidad. Nuestra moralidad cotidiana

también se concentra en la pertenencia a una comunidad política como principal marco

moral de nuestra vida ordinaria. Por esta razón, es una creencia generalizada que, en

tanto ciudadanos de una país, adquirimos un conjunto de deberes especiales hacia

nuestros conciudadanos que debilitan cualquier deber general que pudiéramos

reconocer.

Ciertamente, tenemos deberes especiales hacia nuestros compatriotas. El hecho

de que las personas pertenezcan a una país crea un contexto de deberes que se aplican a

aquellos que están envueltos en un esquema cooperativa como es una comunidad

política y se benefician de éste en términos generales. A primera vista, podríamos

mencionar, como posibles fuentes de estos deberes, nociones como la reciprocidad

actual o potencial, el beneficio mutuo o, incluso, la idea general de un contrato social.

Sin embargo, aquellos teóricos que han hecho énfasis en la tensión entre obligaciones right”. También estaría de acuerdo con O’Neill (1986, 101-102) cuando observa que el propio discurso de los derechos tiene como coste necesario el de restringir nuestros deberes generales hacia los más pobres.

86 Como apunta Narverson, esta pasividad solo refleja nuestra visión de que “the importance of the kind of life we have set out to live is greater than the amount of suffering preventable by depriving ourselves of the means to live it”. Citado en Fishkin (1982, 77). Sobre este punto, véase, también, Murphy (1999, 117).

87 Sobre la idea general de que nuestras responsabilidades especiales hacia los allegados no representan ninguna amenaza a las demandas de justicia global, véase Murphy (1999, 117-119).

25

comunitarias y los deberes generales no están pensando en una comunidad política

como un mero esquema cooperativo o, en términos de Walzer, un simple “club de

beneficio mutuo”88.

La posición de Scheffler en una de las más ilustrativas en este punto. Scheffler,

uno de los autores que más ha resaltado las dificultades para compatibilizar ambas

clases de deber, sigue aquí la nomenclatura de Dworkin “obligaciones asociativas”, que

Dworkin conecta con la bien conocida idea de la comunidad fraternal89. Atendiendo a la

construcción de Scheffler, las obligaciones comunitarias son deberes asociativos que

derivan de nuestra relación con otras personas y que requieren otorgar prioridad a las

necesidades e intereses de nuestros asociados sobre los de los no asociados90. Desde

esta perspectiva, entonces, podríamos afirmar que los deberes asociativos generan lo

que antes he denominado “deberes de prioridad”. Aunque la aproximación de Scheffler

a los deberes asociativos es más bien vaga y amplia, este autor considera que nuestra

relación con los allegados, amigos, vecinos, colegas y compatriotas genere estos

deberes. En este sentido, todos los contextos de nuestra interrelación con otras personas

nos invitarían a dar prioridad a los asociados sobre los extraños y, dado que

efectivamente tenemos este tipo de relaciones, asumir deberes asociativos son una

restricción al reconocimiento de deberes generales hacia todos los seres humanos91.

Los deberes asociativos, como algo distinguible del resto de deberes especiales,

necesitan una fuente moral distintiva. Combinando las consideraciones de Scheffler con

las ideas de Dworkin, parece que la fuente de este deber no está, meramente, en los

beneficios que obtenemos de la interacción social, sino del valor intrínseco de las

relaciones que poseemos92. Su valor reside en la relevancia que nuestros vínculos y

lazos emocionales con otros tienen para nuestra propia identidad personal. Como indica

Scheffler, “we human beings are social creatures, and creatures with values. Among the

thinks that we value are our relations with each other. But to value one’s relationship

88 Walzer (1983, 81). Véase, también, la idea de estado como club de beneficio mutuo en Goodin

(1988, 675-678). 89 De acuerdo con Dworkin (1986, 199-200), las obligaciones asociativas que surgen de una

comunidad fraternal tienen los siguientes rasgos: a) son vistas como obligaciones especiales que se dirigen sólo a los miembros del grupo, b) son obligaciones personales que “run directly from each member to each other member, not just to the group as a whole in a collective sense”, c) estas obligaciones fluyen de una responsabilidad más general de consideración por el bienestar del resto de miembros del grupo, y d) estas obligaciones muestran una consideración igual por el bienestar de todos los miembros.

90 Véase Scheffler (2001, 53, 56-57, 87). 91 Scheffler (2001, 56-57, 94-96). 92 Aquí la idea de valor intrínseco no debe verse como la de valor objetivo que trasciende las

prácticas humanas. Se trataría, simplemente, de un valor que nos es instrumental, pero que, como diría Raz (2000, cap. 6), no es más que un valor para nosotros.

26

with another person is to see it as a source of reasons for action of a distinctive kind”93;

y respondiendo a la objeción relativa a que los deberes especiales sólo pueden ser

aceptados cuando derivan de asociaciones voluntarias, Scheffler continua, “for better or

worse, the influence on our personal histories of unchosen social relations –to parents

and siblings, families and communities, nations and peoples- is not something that we

determine by ourselves. Whether we like or not, such relations help to define the

contours of our lives, and influence the ways that we are seen both by ourselves and by

others. Even those who sever or repudiate such ties –in so far as it is possible to do so-

can never escape their influence or deprive them of all significance”94. La posición de

Dworkin parece ser similar cuando observa, refiriéndose a las obligaciones asociativas,

que, aun cuando estas obligaciones no requieran conceptualmente que los miembros del

grupo se amen los unos a los otros, “a group will rarely meet or long sustain them

unless its members by and large feel some emotional bond with one another”95. Miller

también defiende esta perspectiva cuando apunta que aquellos deberes especiales que

tenemos hacia los miembros de nuestra comunidad política no pueden verse como una

simple división del trabajo moral; estos deberes reflejan el hecho de que la fuerza de las

relaciones interpersonales depende de lazos que vinculan a las dos partes de la

relación96.

La vinculación que estos autores trazan entre deberes asociativos y lazos

emocionales puede ser claramente ilustrada acudiendo a la conocida metáfora de los

círculos concéntricos. Siguiendo a Henry Shue en este punto, nuestra relación con otras

personas puede contemplarse como círculos concéntricos de lazos emocionales, siendo

nosotros el centro de estos círculos. El círculo más cercano es el de nuestros allegados;

tenemos después el círculo de nuestros colegas y vecinos, el círculo de nuestros

compatriotas, y así podemos continuar estableciendo sucesivos círculo hasta llegar a la

humanidad en su conjunto. Shue resalta que, de acuerdo a esta metáfora, nuestros

deberes morales hacia otros son más fuertes en los círculos más centrales de nuestra

relación otros, y disminuyen a medida que nos acercamos a la periferia. En sus

terminus, “plainly, any duties to those on the far periphery are going to diminish to

93 Scheffler (2001, 103). 94 Scheffler (2001, 106-107). Véanse, en un sentido similar, Sandel (1982, 178-183), MacIntyre

(1985, 220). La relevancia que nuestros lazos sociales tienen para la identidad personal ha sido resaltada por muchos otros autores que no estarían claramente de acuerdo con el determinismo social que cabe encontrar en las posiciones de Sandel y MacIntyre. Véanse, por ejemplo, Taylor (1991, 31-41, 45-53), Kymlicka (1995, 82-94). Sobre este debate en general, véase Torbisco (2000, 392-426).

95 Dworkin (1986, 201). 96 Miller (1999b, 200).

27

nothing, and given the limited resources available to any ordinary person, her positive

duties will barely reach beyond a second or third circle”97.

Si esta metáfora es una ilustración correcta del funcionamiento de nuestros

deberes morales hacia otros, podríamos tener razones muy sólidas para rechazar que, de

hecho, haya algo como un deber moral positivo de ayudar a los extraños. Sin embargo,

la metáfora de los círculos concéntricos solo adquiere poder explicativo en la medida en

que tengamos diferentes círculos definidos por lazos afectivos de carácter similar que

sólo se distinguen por el diferente grado de fuerza que tienen para nosotros. Si estos

vínculos de relación con otros fueran diferentes en cada círculo, la metáfora devendría

infecunda porque, entonces, careceríamos de un criterio homogéneo para comparar los

posibles deberes especiales que surgen de cada círculo. A mi modo de ver, esto es

precisamente lo que sucede con esta metáfora: no es cierto que podamos comparar los

lazos afectivos que tenemos con nuestros allegados con la clase de vínculos que

conforman el círculo de los compatriotas.

He indicado anteriormente que los deberes asociativos hacia nuestros

conciudadanos son contemplados como deberes de prioridad que restringen los deberes

generales. Curiosamente, cuando Scheffler se refiere a los deberes asociativos que se

aplican a una comunidad política, usa siempre ejemplos relativos a nuestros allegados y

amigos para mostrar que estos deberes están vinculados a lazos afectivos básicos para la

identidad personal y que, en consecuencia, justifican prioridades98. Como observé más

arriba, utilizando la reflexión de Williams en torno al significado moral de nuestros

vínculos personales más elementales, parece claro que nuestro círculo íntimo crea

deberes de prioridad. Ahora bien, ¿podemos y debemos expandir este razonamiento al

círculo de los compatriotas? En mi opinión, no podemos o, al menos, no debemos.

Prestemos atención a la imagen del círculo de compatriotas cuando la

concebimos como un continuo con el círculo íntimo (con lazos emocionales menos

fuertes, pero lazos emocionales al fin y al cabo). Desde esta imagen, una comunidad

política podría ser representada bajo la idea del clan. Un clan es un grupo de personas

vinculados emocionalmente, un grupo cuyos miembros tienen un interés fuerte y

circunscrito en el bienestar del resto y donde sus miembros están dispuestos a

97 Shue (1988, 691). Sobre la metáfora de los círculos concéntricos, véanse, también, Nussbaum (1999, 19), De Lucas (1993, 105).

98 Véase Scheffler (2001, 49-59). Exactamente lo mismo hace Miller (1999b, 200) cuando justifica nuestros deberes comunitarios apelando a la relevancia de los lazos interpersonales. También es lo que hace Sandel cuando critica la concepción rawlsiana del yo. Sandel (1982, 179) utiliza la idea de la amistad para ejemplificar cómo son nuestros lazos sociales, incluyendo en estos lazos los vínculos que tenemos hacia los miembros de nuestra comunidad. En este sentido, concluye, “allegiances such as these are more than values I happen to have or aims I spouse at any given time. They go beyond the obligations I voluntarily incur and the ‘natural duties’ I owe to human beings as such. They allow that to some I owe more than justice requires or even permits, not by reason of agreements I have made but instead in virtue of those more or less enduring attachments and commitments which taken together partly define the person I am”.

28

sacrificarse en aras de los otros. Obviamente, podemos imaginar una comunidad política

poseyendo la estructura social de un clan. Pero muchas comunidades políticas no

encajan en este perfil99. Como cuestión de hecho, entonces, no podemos reducir las

estructuras políticas a la imagen del clan porque éstas pueden funcionar sin esta clase de

lazos emocionales.

Y lo que es más importante, desde una perspectiva liberal, nuestra visión

normativa de una comunidad política no se ajusta a la imagen del clan. Los estados son

estructuras de cooperación mutual y, para sostener estas estructuras, ciertamente

necesitamos compromisos sociales, algunos intereses comunes y vínculos de solidaridad

distributiva. Como dije anteriormente, aquellos que asumen que la justicia redistributiva

no puede ser expandida globalmente tienen en mente esta concepción de qué es una

comunidad política. También es verdad que, en la medida en que somos seres sociales,

nuestra pertenencia a una comunidad constituye una parte relevante de nuestra identidad

personal; no podemos entenderse completamente a nosotros mismos sin la historia y

contexto de compartimos con otros. Pero ello no implica que debamos tener lazos

afectivos con nuestros compatriotas ni que les debamos a ellos, por ser quienes son,

prioridad respecto a los extraños.

Una visión más comprometida de una comunidad política no conecta los deberes

hacia nuestros compatriotas con los costes de la cooperación o con una simple cuestión

identitaria, sino con el valor intrínseco de nuestra relación con los conciudadanos. Sólo

entonces tiene sentido afirmar que estamos ante deberes especiales distintivos como los

que tenemos con nuestros allegados. Un ejemplo comparando la situación con los

allegados y con los compatriotas puede ser útil para comprender las implicaciones

morales de aceptar esta visión más comprometida de una comunidad política. Antes

mencioné que solemos considerar moralmente errónea la conducta de alguien que

decide entregar su comida a un extraño cuando su hija necesita esta comida con la

misma urgencia. ¿Pensaríamos lo mismo en el caso de una ciudadana española que

decide entregar el alimento del que dispone a un extranjero desconocido en vez de

entregárselo a un también desconocido habitante de Madrid que lo necesita con la

99 De ahí que el propio Dworkin, (1986, 195-202), aun cuando vincula la presencia de lazos

emocionales con los deberes asociativos y siempre utiliza el ejemplo de nuestra relación con los allegados para justificarlos, tiene dificultades para clarificar qué clase de vínculos son los que dan lugar a las obligaciones asociativas que surgen en su comunidad fraternal. Dworkin (1986, 201) apunta, por ejemplo, que “these must be practices that people with the right concern would adopt –not a psychological property of some fixed numbers of the actual members. So, contrary to the assumption that seemed to argue against assimilating political to associative obligations, associative communities can be larger and more anonymous than they could be it were a necessary condition that each member love all others, o even that they know them or know who they are”. Dado que Dworkin vincula los deberes asociativos, no con las comunidades asociativas en general, sino con la comunidad fraternal, la cuestión que este autor no responde es qué clase de lazos necesitamos para tener una comunidad “fraternal” o, en otros términos, qué es lo que justificaría esta preocupación fuerte, circunscrita, personal e igualitaria que caracteriza su concepción de las obligaciones asociativas.

29

misma urgencia? La visión de la comunidad política como clan defendería que,

ciertamente, la actuación de esta persona es errónea. A mi entender, por el contrario, no

hay nada moralmente erróneo en el comportamiento de la ciudadana española que

decide ayudar al extranjero desconocido. Ello es así porque, a diferencia del caso

anterior, esta persona no tiene el deber moral de otorgar prioridad a las necesidades de

su compatriota sobre las del extranjero. Como ciudadana española, esta persona

ciertamente tiene deberes hacia su nación y debe contribuir al esquema cooperativo de

redistribución que su comunidad crea. Sin embargo, esto no afecta a lo que esta persona

debe a otros debe a otros en tanto ser humano. En el caso de los allegados, la situación

es claramente distinta. Los lazos afectivos básicos que constituyen el círculo íntimo son

una parte central de nuestra idea de ser humano y, en tanto seres humanos, estamos

justificados en dar preferencia a las necesidades y sufrimientos de nuestros allegados

sobre los de los extraños. Por esta razón, en mi opinión, las únicas obligaciones que

pueden ser asociativas en el sentido de Scheffler son estas últimas100. De esta forma, o

bien los deberes asociativos que Scheffler vincula a la comunidad política pueden ser

incluidos en una concepción más amplia de los deberes asociativos, o bien pueden ser

reducidos al resto de deberes especiales, i.e., deberes que derivan de un contrato o

promesa, deberes reparativos, deberes de gratitud y reciprocidad, deberes relacionados

con la ejecución de un rol social o deberes que derivan de situaciones de

dependencia101. En suma, usando las palabras de Shue, cuando nos movemos del círculo

íntimo, “I see insufficient reason to believe that one’s positive duties to people in the

next county, who are in fact strangers, are any greater than one’s positive duties to

people on the next continent, who, though they are distant strangers, are not any more

strangers than the strangers in the next county: a stranger is a stranger”102. Si asumimos

esta perspectiva, no hay ninguna tensión inherente entre aquellos deberes especiales que

fluyen de nuestra pertenencia a una comunidad política y el deber general de contribuir

a paliar el hambre en el mundo.

Ahora bien, aun cuando admitamos que no hay una tensión intrínseca entre

deberes especiales y generales porque se mueven en planos distintos, si los esquemas

cooperativos en los que los nosotros, como ciudadanos, participamos resultan muy

exigentes, podemos llegar a carecer, en la práctica, de la capacidad para cumplir con los

100 Como indica acertadamente Murphy (1999, 118), no podemos considerar que los deberes que

tenemos hacia nuestros allegados y los que tenemos hacia nuestros compatriotas difieren solamente como una simple cuestión de grado. En sus propias palabras, “it is clear that special responsibilities generated by political and other social ties would have to have a source fundamentally different from those generated by close personal tie. It is therefore misleading, I think, to discuss both kinds of special responsibilities as a single topic”.

101 Véase Scheffler (2001, 49-51). Sobre las fuentes de deberes especiales, véase, en particular, Honoré (1999, 55-58).

102 Shue (1988, 692-693). Véase, también, Murphy (1999, 117-118).

30

deberes generales que tenemos hacia todos los seres humanos. Si, por ejemplo, he

prometido entregar la mitad de mi más bien reducido salario para apoyar la campaña

electoral de mi candidato favorito, esto no me genera un deber de dar prioridad a este

político sobre un extraño hambriento; pero he adquirido un nuevo deber con mi promesa

que puede disminuir mi capacidad para ayudar al extraño. Podríamos decir que, como

cuestión de humanidad, aquí habría fuertes razones para defender que yo estoy

moralmente obligada a romper mi promesa y ayudar al extraño si no puedo hacer ambas

cosas. A pesar de ello, el deber general de ayuda no anula el deber especial que he

asumido cuando mis recursos no son suficientes para satisfacer ambos. He indicado

repetidamente que no deberíamos exagerar los sacrificios que supondría ayudar a los

más pobres, dado que las diferencias de bienestar entre nosotros y ellos son enormes. Al

mismo tiempo, he defendido que no necesitamos una lógica redistributiva para

reconocer que cualquier ser humano debería tener mínimas condiciones de vida. Es

cierto, sin embargo, que hay una dificultad práctica en conciliar todo el conjunto de

nuestros deberes morales. Por esta razón, la propuesta de Robert Goodin de tomar los

deberes especiales que derivan de la pertenencia a una comunidad política, y la propia

idea de estado-nación, como instrumentos para la realización de deberes generales

puede ser útil para consolidar la perspectiva de la humanidad en el contexto de la

pobreza extrema.

Goodin asume que contemplar los estados-nación como meros clubes de

beneficio mutuo podría ser una forma de justificar deberes especiales que, en la

práctica, restringieran los deberes generales. Ahora bien, este autor rechaza esta

concepción como una visión adecuada de los estados-nación103. Objetando la relevancia

moral de los deberes hacia nuestros compatriotas, propone tomar los deberes especiales

en el contexto de las comunidades políticas como instrumentos para distribuir deberes

generales que tenemos hacia todos los seres humanos. En este sentido, en una división

del trabajo moral, estos deberes especiales constituirían “devices whereby the moral

community’s general duties get assigned to particular agents”104. Siguiendo esta

perspectiva, los estados-nación son estructuras eficaces para organizar deberes positivos

universales, y su relevancia moral es dependiente de su calidad como instrumento.

Cuando estas estructuras devienen ineficaces o no son lo suficientemente eficaces para

organizar obligaciones generales, aquellos deberes especiales conectados con la

pertenencia a una comunidad política pueden ceder ante consideraciones relativas a los

103 Goodin (1988, 675-678) rechaza esta visión básicamente porque, en primer lugar, ello nos

conduciría a otorgar relevancia ética a los factores territoriales y a las fronteras y, en segundo lugar, la forma en la que las personas adquieren el estatus de ciudadanas no es comparable a la idea de pertenencia a un club de beneficio mutuo, ya que la lógica del beneficio mutuo no se aplica para determinar quien es ciudadano.

104 Goodin (1988, 678).

31

deberes generales a los que sirven. La persistencia de la pobreza extrema a nivel global

muestra que, efectivamente, los estados-nación no están constituyendo instrumentos lo

suficientemente eficaces para organizar deberes generales.

Regresaré a la conocida propuesta de Goodin al final de la última sección. En lo

que sigue me interesa mencionar algunos argumentos adicionales a aquellos que se

dirigen o bien a rechazar la supuesta tensión entre deberes especiales y generales, o bien

a mostrar que los deberes especiales no deberían tener preferencia sobre los generales.

El propio Scheffler utiliza lo que denomina “objeción distributiva” para negar que los

deberes especiales tengan primacía sobre la justicia global. A su juicio, las

responsabilidades especiales son injustas porque otorgan a personas que ya gozan de las

ventajas que reporta la relación social, ventajas adicionales que van en detrimento de

aquellos cuyas necesidades son más urgentes105. Dworkin asume que los deberes

asociativos pueden ser vencidos por consideraciones de justicia general cuando, por

ejemplo, estos deberes dirigen a prácticas discriminatorias respecto a los que no son

miembros. De acuerdo con Dworkin, usamos parámetros de justicia general para

interpretar y delimitar cuáles son los deberes asociativos que las personas realmente

tienen106. En este sentido, podríamos afirmar que, dado que las fronteras generan

prácticas discriminatorias que afectan a los habitantes de países subdesarrollados, sería

legítimo interpretar nuestros deberes asociativos haciéndolos compatibles con

consideraciones de justicia global. Incluso Miller, quien defiende que los principios de

justicia comparativos no pueden ser aplicados a escala global y que la pobreza es

generalmente el producto de las malas políticas internas, cree que nuestros deberes

especiales no impiden que tengamos el deber moral de ayudar a aquellos cuyas

libertades básicas no están cubiertas porque se mueren de hambre107.

Finalmente, un argumento adicional emerge de la propia idea de imparcialidad

positiva que esté en el centro de los estándares de humanidad. Como Nagel y otros

enfatizan, si asumimos que debemos tener la misma preocupación por las necesidades

de todos como personas separadas, deberíamos también aceptar como criterio básico

para elegir entre necesidades en conflicto, una prioridad moral hacia aquellos cuyas

105 Véase Scheffler (2001, 56-65, 83-96). Dejaré a un lado otro argumento interesante, pero a mi juicio desacertado, que aporta Pogge (2002b, 81-91) para justificar por qué los deberes especiales no disminuyen nuestros deberes generales. Su argumento está vinculado con la idea de que los deberes especiales nos indican que debemos dar preferencia a algo cuando, de hecho, ya teníamos la permisión moral de hacerlo.

106 Dworkin (1986, 202-206). 107 Miller (1999b, 198-204). Aunque no desarrollaré este punto aquí, entre estos derechos básicos

podríamos resaltar la existencia de un derecho humano a recibir alimento (the right to food), que puede justificar nuestro deber general de ayuda y que algunas organizaciones internacionales están empezando a reclamar. En este sentido, entonces, no requerimos ineludiblemente acudir a los deberes imperfectos parta justificar la necesidad de acciones positivas en el contexto de la pobreza extrema. Sobre el debate en torno a los deberes perfectos e imperfectos, y sobre la relevancia moral de los deberes imperfectos, véase, por ejemplo, Garzón Valdés (1986, 20-22).

32

necesidades son más urgentes (teniendo siempre en mente la idea de la utilidad marginal

decreciente)108. Aunque Nagel no justifica claramente por qué deberíamos aceptar esta

prioridad, pienso que la siguiente consideración podría ser de ayuda109. Dado que la

imparcialidad positiva me exige colocarme en la piel del otro, deberé contemplar sus

necesidades básicas como si fueran las mías. La mayoría de nosotros aceptaríamos que

nos debemos a nosotros mismos una atención preferente por nuestras necesidades más

urgentes sobre el resto de nuestras necesidades. Lo mismo se aplica para todo el mundo;

y dado que todas las personas merecen la misma consideración, deberíamos otorgar

prioridad moral a aquellos que poseen las necesidades más urgentes. Obviamente, los

que viven en condiciones de pobreza extrema son los destinatarios más claros de esta

prioridad.

Aunque no desarrollaré esta idea con mayor profundidad, contemplar la

prioridad por las necesidades urgentes como aspecto central de la imparcialidad positiva

nos permite afirmar que requerimos sólidas razones morales para romper esta

consideración de imparcialidad. He observado que la idea de prioridad por los allegados

nos ofrece este tipo de razones. Como también he argumentado, éste no es el caso con

los deberes especiales en el contexto de la comunidad política. Como cuestión de

justicia general, y en la medida en que rechacemos la imagen de la comunidad política

como clan, carecemos aquí de una justificación moral fuerte para vencer la prioridad por

las necesidades urgentes. Volviendo a la cuestión inicial de esta sección, en definitiva,

el hecho de que tengamos obligaciones comunitarias no debilita nuestro deber moral de

ayudar a los más pobres. De este forma, hasta que los miembros de las sociedades ricas

no emprendamos acciones efectivas para erradicar la escasez extrema, compartiremos

responsabilidad moral por cada muerte y sufrimiento radical que nuestra auto-

indulgente moralidad cotidiana tolera.

La finalidad de este texto ha sido mostrar que tenemos fuertes rezones morales

para aceptar un deber general de ayuda en el contexto de la pobreza extrema. Los

argumentos que he ofrecido van en esta dirección. Sin embargo, quisiera concluir este

trabajo refiriéndome brevemente a otra línea de argumentación contra los deberes

generales que está más preocupada por su viabilidad que por su justificación moral.

VI

108 Nagel (1991, 66-72; 1979, 127). Aunque Parfit también ha defendido esta tesis, sólo voy a

utilizar aquí las consideraciones de Nagel. Véase, también, Campbell (1974, 15). 109 Nagel (1991, 69-71) presupone, más que justificar claramente, la prioridad por aquellos que

tienen las necesidades más urgentes. Sus únicos argumentos están vinculados al problema de la distribución natural de talentos y al hecho de que los individuos no son siempre responsables de aquello que les ocurre.

33

Algunos autores han hecho énfasis en la cuestión de que, aun en el caso de

aceptar un deber general de ayuda cuando no implique un sacrificio significativo, en la

práctica, la consecuencia de tomar en serio este deber desde una perspectiva individual

es la de acabar asumiendo sacrificios heroicos. Tomaré aquí la posición de Fishkin y sus

consideraciones acerca de la viabilidad del deber que denomina “altruismo mínimo”.

En opinión de Fishkin, aun cuando el principio del altruismo mínimo pueda

funcionar en la escala de la vida cotidiana, su funcionalidad varía en el momento en que

adoptamos una escala global, convirtiéndose entonces en una exigencia individual

impracticable110. Fishkin recurre al siguiente ejemplo: Let us suppose that each small contribution to famine relief, say five or ten dollars, will save

another human life by facilitating delivery of surplus foodstuffs to starving refugees. If we take such

charitable appeals seriously, then our principle of minimal altruism requires that we give not only five or

ten dollars but many more as well, for each additional small contribution would save another human life

at minor cost111.

De este ejemplo Fishkin concluye que tomar en serio el deber de altruismo

mínimo requerirá comportamientos heroicos. Por una parte, el altruismo mínimo no se

satisface con un único acto de ayuda. Por otra parte, siempre encontraremos múltiples

ocasiones de aplicación y múltiples personas que requerirán nuestra ayuda. La

consecuencia que deriva de reunir todos los actos positivos de ayuda que podemos

efectuar sin un sacrificio excesivo es la de imponer un coste individual desorbitado112.

Para Fishkin, ante este efecto perverso de cumplir con el deber de altruismo

mínimo no nos queda más que optar entre dos alternativas morales: o bien abandonamos

la idea asentada de que ciertos niveles de sacrificio son supererogatorios, o bien

renunciamos a los deberes generales. La primera alternativa nos conduce al infierno

moral, la segunda nos aleja del ideal de la imparcialidad.

Tal como está presentada, la situación dilemática que Fishkin dibuja no puede

ser fácilmente eludida. Desde una perspectiva individual, si juntamos cada ocasión en la

que el altruismo mínimo sería aplicable, desembocaremos sin ninguna duda en la

exigencia de un comportamiento heroico. No sería aquí suficiente afirmar, por ejemplo,

que he cumplido con mi deber de altruismo cuando, por ejemplo, he dedicado el diez

por ciento de mi tiempo y recursos a ayudar a otros. Como correctamente observa

Fishkin, si después de dedicar ese diez por ciento alguien más necesita mi ayuda, “I can

simply ignore the appeal for help? Is it justifiable to claim, given my past history of

good works, that I should now feel free to no nothing, that only others should be

required to act? In a world of imperfect moral cooperation, others may not step in to do

110 Véase Fishkin (1982, 33). 111 Fishkin (1982, 3-4). 112 Véase Fishkin (1982, 54-59, 79, 153-155, 168), y el paralelo que traza con la conocida paradoja

de Sorites.

34

their share. Regardless of my history of action, it seems difficult for me then to avoid a

share of the blame if I do nothing”113.

Aunque, a mi entender, hay razones para pensar que este supuesto dilema puede

disolverse desde la perspectiva individual, no desarrollaré este punto114. Lo que es más

relevante es tener en cuenta que este dilema desaparece cuando nos alejamos de la

escala individual para aproximarnos al deber de altruismo mínimo. Si prestamos

atención al potencial de la acción colectiva en este contexto, las consideraciones de

Fishkin acaban resultando muy débiles. Sus observaciones serían relevantes si no

tuviéramos ningún instrumento, más allá de cada esfuerzo individual, para dar

cumplimiento a nuestros deberes generales compartidos. Por fortuna, esto no es así; la

alternativa al altruismo individual es el altruismo organizado.

Problemas globales como el de la pobreza extrema escapan de cualquier

dimensión individual de la responsabilidad moral. Por esta razón, la implementación de

nuestros deberes generales de carácter positivo requiere emprender acciones colectivas.

Algunos autores tratan de resolver este problema asumiendo que las entidades

colectivas, como agentes morales independientes, más que los individuos, tienen el

deber moral de contribuir a paliar el hambre. En opinión de Peter French, la potencial

longevidad de las personas colectivas, que va más allá de la longevidad de un individuo

o, incluso, de una generación de individuos, las convierte en el candidato perfecto para

acarrear la carga del altruismo mínimo115. Sin embargo, no necesitamos asumir que las

entidades colectivas son agentes morales independiente para reconocer su relevancia

instrumental como vehículos para realizar aquellos deberes positivos que los individuos

compartimos. Podríamos afirmar, siguiendo parcialmente la visión también colectivista

de Virginia Held, que cuando una acción aislada no es suficiente para dar cumplimiento

a nuestros deberes generales, es posible exigir moralmente una acción colectiva116. En

este sentido, las personas compartimos el deber derivativo de organizarnos, del mismo

modo que compartimos el deber de al altruismo mínimo.

113 Fishkin (1982, 163). 114 Véanse, por ejemplo, los argumentos de Juan Carlos Bayón (1986, 48-53, y nota 28), utilizando

la idea de autonomía para superar este problema, y su interesante comparación con aquellos sacrificios no triviales que la idea de estado social requiere de los ciudadanos. Véanse, también, los comentarios de Ernesto Garzón Valdés (1986, 24-27) sobre las confusiones que padece el dilema de Fishkin y las formas de disolverlo.

115 Véase French (1992, 83-84, 98-101). 116 Véase Held (1970, 479). Ciertamente, podríamos afirmar que para cumplir con el deber de

altruismo mínimo no es suficiente emprender acciones particulares en momentos particulares. Ello es así porque estamos ante un deber que tiene como contenido una actividad y no una acción, esto es, el contenido de este deber es un proceso o secuencia continuada de acciones positivas cuya vinculación con el bien que están llamadas a proteger excede tanto las posibilidades de la duración e identidad de cada individuo como las de una generación de individuos. De ahí que sea razonable afirmar que el efectivo cumplimiento de este deber que compartimos nos exige disponer de instrumentos para garantizar la continuación de esta actividad que va más allá de nuestras posibilidades individuales de acción.

35

La propuesta de Henry Shue puede ser iluminadora para clarificar este punto.

Una vez asumimos que la energía y recursos de cada individuo aislado son

insignificantes para cubrir las necesidades más urgentes de todos los seres humanos, lo

que necesitamos es un cambio de perspectiva117. En términos de Shue, “the aggregate of

individually small investments by large numbers of persons could reach a significant

sum, specially if cooperation and coordination occurred among those acting in

fulfilment of duty”118. Por esta razón, la propuesta de Shue es considerar nuestros

deberes generales hacia los extraños como obligaciones indirectas en el sentido de que

su implementación requiere la mediación de la actividad de instituciones creadas para

esta fin119. Dejando aparte la cuestión de si es mejor tomar nuestro deber de altruismo

como una obligación indirecta o como una obligación directa que requiere la

organización colectiva para su implementación, esta propuesta tiene ventajas

importantes: por una parte, tiene el efecto práctico de una mayor eficiencia; por otra

parte, tiene el efecto psicológico de aliviar a las personas del sentimiento de carga

excesiva que el principio de altruismo mínimo conllevaría a nivel individual120.

Obviamente, los argumentos defendidos hasta aquí dejan abiertas otras

cuestiones muy relevantes como las de qué clase de instituciones deberían emprender

este rol instrumental y qué clase de ayuda se requeriría para contribuir de forma efectiva

a erradicar la escasez extrema. De estas preguntas me ocuparé en otra ocasión. Ahora

bien, contrariamente a lo que piensa Goodin, los estados-nación, tal como todavía los

concebimos hoy, quizá no constituyan los mejores candidatos para implementar nuestro

deber de ayuda a los más pobres. Esto no es así solo porque en un mundo cada vez más

interdependiente los estados-nación empiezan a entrar en crisis como estructuras de

organización social, sino más bien porque su lógica de funcionamiento y parámetros de

actuación poseen un enfoque local, muy dependiente de factores como las fronteras, la

ciudadanía, la proximidad geográfica y las alianzas internacionales. Desde el punto de

vista de los estándares de humanidad, la utilidad de la actividad organizada reside en su

capacidad para expandir nuestro brazo moral y, por consiguiente, para vencer las

dificultades prácticas que los individuos enfrentamos debido a nuestros limitados

poderes causales en términos morales. Los estados-nación podrían emprender este rol

instrumental, pero en un mundo diferente. Quizá, como algunos filósofos han insistido,

otras instituciones transnacionales o no gubernamentales, creadas con la finalidad de

promover y garantizar la igual consideración y respeto que todo ser humano merece,

117 Quizá con la excepción de esos siete billonarios más ricos que mencioné al principio de este

trabajo, cuya riqueza total sería suficiente para erradicar la pobreza extrema. 118 Shue (1988, 695). 119 Véase Shue (1988, 697). 120 Véase Shue (1988, 696).

36

podrían emprender esta tarea con mayor eficacia y confiabilidad121. Sin embargo, la

experiencia ha mostrado que estas estructuras internacionales o no gubernamentales

siguen hoy estando lejos de constituir el vehículo idóneo para realizar nuestros deberes

generales. En cualquier caso, la implementación del deber compartido de altruismo

mínimo exigirá de nosotros un mayor esfuerzo creativo que el que hemos desarrollado

hasta el momento para averiguar cómo podemos utilizar las estructuras colectivas para

esta finalidad moral. El deber derivativo de organizarnos demanda un mayor ejercicio

imaginativo sobre cómo podemos ampliar nuestros poderes causales en el ámbito

moral122. Entre tanto, es razonable mantener que aquellos que no estamos en una

situación de ser destinatarios del deber moral de altruismo mínimo, básicamente debido

a nuestra buena suerte natural, compartimos la responsabilidad moral por la situación de

pobreza radical en la que viven tantos millones de seres humanos.

En conclusión, es cierto que no es confortable para nuestra moralidad cotidiana

aceptar un deber moral de ayudar a todas esas personas que están muriendo de hambre

en diferentes continentes. Asumir un punto de vista moral nunca es confortable. Es

entonces cuando caemos en el riesgo de acabar en una discusión interminable acerca de

los límites de la justicia distributiva y la posibilidad de ampliar globalmente las

estructuras cooperativas que la sostienen. He sugerido que el debate acerca de la

erradicación de la escasez extrema debería concentrarse en consideraciones muy básicas

acerca del valor intrínseco de todos los seres humanos: la perspectiva de la humanidad

como imparcialidad positiva. He asumido que estas consideraciones acerca del valor

humano son tan básicas que deberían contemplarse como previas a cualquier forma de

justicia social. Desde este punto de vista, la solución moral al problema de la pobreza

extrema es fácil. No podemos ni siquiera atrevernos a argumentar que contribuir a paliar

el hambre de forma efectiva requeriría sacrificios heroicos cuando adquirimos

conciencia de que el uno por ciento de nuestra riqueza global sería suficiente para

marcar una diferencia práctica. Indudablemente, la perspectiva de la humanidad impone

ciertas cargas a los individuos, especialmente la carga de actuar moralmente. Sin

embargo, sólo necesitamos un pequeño ejercicio de imaginación moral, contemplando

nuestro mundo con un grado honesto de imparcialidad, para darnos cuenta de que esta

carga no es, en absoluto, excesiva.

121 Véase, por ejemplo, Beitz (1985), Held (1995). Para una discusión general sobre esta cuestión,

véase Kymlicka y Straehle (2001). 122 Como Iris Marion Young (2000, 250) observa, “the scope of political institutions ought to

correspond to the scope of obligations of justice. Thus if the scope of some obligations of justice in the world today is global, there ought to be stronger and more democratic organizations of global governance with which to discharge those obligations”.

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