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KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123 101
‘Carnival lasts all year’: Popular Traditions and Counter-culture in the
Spanish Transition
Luis Moreno-Caballud
UNIVERSITY OF PENNSYLVANIA · [email protected]
Profesor en la Universidad de Pennsylvania, ha publicado numerosos
artículos sobre cultura española en el siglo XX y XXI. Ha editado La imaginación sostenible: culturas y crisis económica en la España actual (2012), un número monográfico de la Hispanic Review, en
torno a las prácticas culturales, que en el contexto, de la crisis
económica, han jugado un rol como alternativa al ethos del
individualismo y la competencia. Ha seguido desarrollando esta línea
de investigación en su libro Cultures of anyone. Studies on Cultural Democratization in the Spanish Neoliberal Crisis, que publicará
Liverpool University Press en primavera de 2015. Mantiene el blog
Culturas de cualquiera.
RECIBIDO: 10 DE NOVIEMBRE DE 2014 ACEPTADO: 14 DE DICIEMBRE DE 2014
Resumen: El momento de generalizada experimentación
vital de los años 70 y primeros 80 en el estado español
tiende habitualmente a pensarse en términos de
“modernización” o “transición a la democracia”, pero es
también el momento en el que ciertos restos simbólicos
de culturas rurales y tradicionales profundamente
transformadas por la masiva emigración campo-ciudad
son rescatados por artistas de vanguardia y jóvenes
contraculturales. Propongo una contribución al estudio
de esta línea de reivindicación de un poso cultural
tradicional revisitado desde la vanguardia y la
contracultura juvenil en la Transición a través de tres
calas en instancias culturales diversas.
Abstract: The generalized experimentalism of the
Spanish 70’s and 80’s is often thought in terms of
‘modernization’ and ‘Transition to Democracy’. But it is
also the moment when some symbolic rests of rural and
traditional cultures and deeply changed by the massive
migration to cities were rescued by some avant-garde
artists and young underground practices. The article
proposes a contribution to that way of study, analyzing
how the traditional culture was revisited by avant-garde
and young counter-culture.
Palabras Clave: Transición, carnaval, tradición popular,
contracultura. Key Words: Spanish Transition to Democracy, Carnival, Popular Tradition, Counter-Culture.
DOI: 10.7203/KAM.4.4298
Luis Moreno-Caballud
KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 102 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123
El momento de generalizada experimentación vital de los años 70 y primeros 80
en el estado español tiende habitualmente a pensarse en términos de ‘modernización’ o
‘transición a la democracia’, pero es también el momento en el que ciertos restos
simbólicos de culturas rurales y tradicionales profundamente transformadas por la
masiva emigración campo-ciudad son rescatados por artistas de vanguardia y jóvenes
contraculturales. En un primer desarrollo de este fenómeno, antes de que la
generalizada despolitización, mercantilización y espectacularización de La Movida
convierta en hegemónicas las formas del pastiche postmoderno, la apropiación
contracultural de tradiciones rurales o populares mantiene un fuerte potencial
subversivo y, en cierto sentido, democratizador. Así lo corroboran los constantes
intentos del último franquismo por prohibir las fiestas de carnaval en las ciudades o la
capacidad perturbadora (incluso para un cierto “progresismo” bienpensante) que
tenían figuras como la del travesti y performer Ocaña, emigrado rural a Barcelona que
mezclaba la vanguardia más transgresora con la recuperación de las tradiciones
populares andaluzas.
Propongo una contribución al estudio de esta línea de reivindicación de un poso
cultural tradicional revisitado desde la vanguardia y la contracultura juvenil en la
transición a través de tres calas en instancias culturales tan variadas como son el
resurgimiento del ritual tabernario ‘el entierro de Genarín’ en el León de los ‘70, el
interés en la ‘fiesta popular’ que en esos años muestra la revista libertaria Ajoblanco o el
redescubrimiento de la fiesta flamenca por parte del underground sevillano, del que
formaron parte gente como el grupo de rock progresivo Smash, o el dibujante de
comics Nazario1.
En un plano general, es sobre todo la fiesta popular y su epítome, el carnaval, lo
que suscita un interés en la juventud de la transición por esas tradiciones abandonadas
por el ‘progreso’ moderno. La fiesta rural en tanto que juego de adopción temporal de
una identidad que no se tiene, choca de frente con la voluntad disciplinaria de
controlar mediante la identificación que es común tanto al último franquismo como a
las instituciones de la primera democracia. Pero la apropiación contracultural de la
tradición popular lleva además al extremo esa mutación de las identidades, al convertir
el carnaval en forma de vida perenne del individuo moderno, más allá de lo que era una
transgresión ritualizada de comunidades tradicionales que después volvían a su
normalidad. La contracultura propone algo tremendamente desestabilizador: ‘todo el
año es carnaval’. Tan sólo la mercantilización postmoderna, ya hacia mediados de los
80, será capaz de domesticar esa mezcla salvaje de tradición y vanguardia que por unos
años creó un importante caldo de cultivo para una cultura popular “agro-urbana” en el
estado español, de la que queda hoy poca memoria.
1 A estos casos se podrían añadir otros muchos ejemplos de prácticas contraculturales en la
transición, como las del primer Almodóvar o las de la primera Fura dels Baus, por citar dos
especialmente conocidos.
‘Todo el año es carnaval’
KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123 103
Memoria de una transición ‘agro-urbana’ y contracultural
Pues efectivamente, de todas las transiciones de la transición quizás no la más
triste, pero sí una de las más subterráneas fue la que hizo el mundo rural español, o lo
que quedaba de él a la altura de los años 70. El claro signo urbano del desarrollismo
franquista y su liberalización capitalista había hecho que esa transición comenzara ya en
los años 50, con la emigración masiva del campo a la ciudad. Entre 1955 y 1975 seis
millones de españoles (el 20% de la población) se mudaron de provincia. De ellos, dos
millones emigraron a Madrid, un millón ochocientos mil a Barcelona y un millón y
medio a Europa. Desaparecieron del campo el 60% de los pequeños agricultores y el
70% de los jornaleros. Al mismo tiempo, las ciudades españolas de más de 100.000
habitantes pasaron de ser veinte (en 1960) a cuarenta (en 1975) (ver Labanyi y
Martínez). El fenómeno de la transformación del mundo rural, por lo tanto, no puede
ser entendido como algo que le pasó sólo al campo, sino como un acontecimiento
determinante también para la ciudad. Porque además, el poso socio-cultural de esa
España rural no deja de estar activo cuando la oleada migratoria decrece, ya en los 70.
Las ciudades españolas de la transición albergan pueblos, son pueblos ellas mismas
porque en ellas vive gente ‘de pueblo’.
Esto último, sin embargo, no es lo que la memoria hegemónica de la
‘modernización’ española nos ha legado (y por eso la transición de esa España que
podríamos llamar ‘agro-urbana’ es subterránea, al menos lo es para nuestro presente).
Más bien tenemos imágenes de espectacular transformación urbana (escaparates,
sociedad de consumo, filas de 600’s en la Castellana de Madrid), o bien de atávico
pintoresquismo rural (los pueblos que ‘todavía’ tienen burros, que ‘todavía’ sacan el
agua de la fuente, etc…). La conjunción de esos dos mundos, sin embargo, ha calado
menos en el imaginario colectivo. Y cuando lo ha hecho, ha sido dentro de unos
parámetros falaces, claramente heredados del discurso oficial franquista: el choque
entre el campo y la ciudad edulcorado por un moralizante (a la par que imposible)
‘menosprecio de corte y alabanza de aldea’. Así, en el cine de ‘paletos’ y de ‘suecas’, el
españolito rural siempre acaba volviendo intacto a su verdad moral campesino-
patriarcal, tras haberse dado una vuelta por el mundo corrupto de la ciudad y sus
placeres.
Existen por supuesto otras imágenes más interesantes de esa España híbrida, de
esa transición agro-urbana; imágenes e imaginarios producidos a veces en esas
barriadas de aluvión en las que se concentraban los millones de emigrados rurales a las
ciudades, que a veces se auto-representaban como territorios descuidados y
abandonados a su suerte por las instituciones. El fenómeno de las Asociaciones de
Vecinos vino a articular esta auto-representación y a exigir un mejor destino para esos
espacios ‘donde la ciudad cambia su nombre’ (según el título de la obra de Francisco
Candel, figura clave para la construcción de una dignidad ‘agro-urbana’ de los
emigrantes rurales en Cataluña). Junto a la memoria latente de un agro humillado y
subdesarrollado en el pasado, surgía así una conciencia colectiva de los ‘barrios’ como
lugares en los que se reivindicaba una ‘cultura popular’ capaz de cambiar el presente.
Significativamente, no todo eran protestas y peticiones de mejoras en las
Luis Moreno-Caballud
KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 104 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123
infraestructuras urbanas. También había fiestas. Fiestas populares en las que divertirse
era ya ‘vivir de otra manera’, fiestas a veces ‘auto-gestionadas’ por los vecinos que,
hartos de décadas de secuestro franquista, comenzaban a tomar decisiones por sí
mismos sin esperar a nadie.
En esas fiestas revivía una tradición popular hedonista e irreverente que nunca
había estado del todo perdida, y que reaparecía como una de las muchas formas de
experimentación lúdica que los jóvenes de la generación del 75 ensayaron en esos
momentos de apertura. Lo peculiar de estos fenómenos colectivos, como la
recuperación del carnaval y de otras fiestas populares, es que no se inspiraban en
tendencias procedentes de Berkeley, Londres o Goa, sino en tradiciones autóctonas
revalorizadas por quienes buscan referentes de disidencia al tiempo que trataban de
potenciar las identidades culturales locales.
Al presentar algunos ejemplos de este tipo de operaciones contra-culturales en la
transición, trato de añadir materiales para enriquecer el ambicioso proyecto de
relectura histórica que Pablo Sánchez León y Germán Labrador han iniciado, con sus
fértiles investigaciones sobre la juventud transicional. Concretamente, Germán
Labrador ha estudiado las prácticas de ciertos grupos pertenecientes a la ‘cultura
underground’ juvenil que desde finales de los 60 intentan llevar a cabo una
democratización radical de la sociedad, reclamando a veces su filiación con el legado
republicano. Esta reclamación sería coherente, según Labrador, con la experiencia de
una modernidad “aplazada, incompleta, diferida, irresuelta” (2008: 743) hasta los años
de la transición democrática, y que antes sólo había comenzado a atisbarse en la década
de los 30, sufriendo, por supuesto, el parón de los años del franquismo. El estudio de
estas culturas underground le permite a Labrador establecer una lectura de toda esa
tradición moderna y burguesa que comienza en el romanticismo y llega hasta la
vanguardia. Dicha lectura, amparándose en la interpretación de la modernidad que hizo
Marshall Berman, afirma que del mismo modo que a España no le llegó plenamente su
modernización (capitalista) hasta los 60, tampoco le llegó plenamente la experiencia de
la modernidad, como despliegue de potencialidad creativa y al mismo tiempo sensación
de que ‘todo se desvanece en el aire, ni el ‘modernismo’ que es una respuesta a esa
experiencia.
Labrador enfatiza la capacidad del modernismo de responder al vértigo de la
modernización con la creación de comunidades ciudadanas capaces de “apropiarse del
sentido de su propio cambio” (2008: 742), lo cual puede entenderse como una forma
de democratización radical de una sociedad desde su base. La llegada de todo ese
impulso modernista ‘acumulado’, no completado en el momento de la segunda
República, se produciría entonces en los efervescentes años de la transición, y sería
recibida tanto por esos jóvenes poetas contraculturales o underground que estudia
Labrador, como por los jóvenes de la generación del 75 en general que experimentaron
con formas de auto-gestionar su vida cotidiana. Todos ellos fueron herederos de un
modernismo incompleto y juntos experimentaron también un nuevo agotamiento de
ese impulso modernista ante la ‘normalización’ de la sociedad española. Es decir, ante
su entrada en una lógica individualista y mercantilizada que vuelve a dificultar la
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posibilidad de que se formen grupos ciudadanos con voluntad y capacidad de asumir
colectivamente las riendas de su propio presente.
Dos procesiones que se encuentran y chocan en la España franquista
Pero retrocedamos a 1957, por un momento. A las 12 de la madrugada del
jueves santo dos grupos de gente, uno pequeño y otro grande, se aglutinaron en las
calles de la ciudad de León. El primero lo hizo según una tradición que se remonta al
siglo XVII: cuatro hombres vestidos con hábitos negros (‘papones’ de la Cofradía del
Dulce Nombre de Jesús Nazareno) comenzaban en la plaza de San Marcelo la llamada
‘Ronda de Jesús’ que, como cada año, recorrería la ciudad con esquila, clarín y timbal,
despertando a todo el mundo al grito de ‘levantaos, hermanitos de Jesús, que ya es
hora’. De esta forma, los cofrades alertaban de que la procesión ‘de los Pasos’ tendría
lugar al día siguiente, Viernes Santo, para conmemorar la muerte de Jesús de Nazaret.
En cuanto al otro grupo, también se reunía de acuerdo con una tradición anual,
si bien más reciente. Cinco mil personas aquella madrugada del 57, según el dato
transmitido por el escritor Julio Llamazares, se presentaron en la muy cercana Calle de
la Sal con el similar propósito de conmemorar una defunción. Pero en este caso no se
trataba de la muerte de un mesías, sino de Genaro Blanco y Blanco, vendedor de pieles
de profesión y gran consumidor de orujo por devoción, figura notoria del mundo
prostibulario y crápula leonés, que había fallecido atropellado por el camión de la
basura cuando orinaba junto a la muralla de la ciudad, en la mañana del viernes santo
de 1929.
Las dos procesiones comienzan su recorrido a la misma hora nocturna. Una, la
Ronda de Jesús, avanza solemnemente, con su música austera y repetitiva, con su aura
de duelo y misticismo. La otra, la de Genarín, zigzaguea ebriamente entre los gritos,
coplillas y canturreos de sus beodos participantes. Ambas realizan un ciclo de paradas
que jalonan su discurrir. La Ronda se detiene primero ante el Ayuntamiento, donde es
tradicional que el alcalde y sus ayudantes la reciban con pastas, mistela y puros.
Después, los del Dulce Nombre se presentan también en el Palacio Episcopal, ante el
Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo y, en la Subdelegación de Defensa, que
les saluda en nombre de las Fuerzas Armadas. La otra comitiva, la del llamado ‘entierro
de Genarín’, más bien evita la cercanía de las sedes del poder civil, religioso y militar, y
asocia cada una de sus ocho Estaciones no sólo con episodios de la vida y la muerte de
Genaro, sino también con las calles y plazas en los que tuvieron lugar, y en las que se
detiene: Calle de la Sal, Carretera de los Cubos, Plaza Mayor, Cuesta de Carvajal, etc.
Cada uno de estos espacios ocasiona una parada para recitar un poema alusivo y beber,
siempre, más y más orujo. En un momento del tránsito, todos los asistentes se ponen de
rodillas y cantan a coro una saeta: ‘Perdona, Genaro, al camión. Perdona, Genaro,
perdónale, Señor’.
Es la España de la dictadura franquista. Como no se puede estar en dos sitios a la
vez, durante la Semana Santa del León dictatorial uno tiene que elegir entre acompañar
a los cuatro papones o a la festiva comparsa. Entre marchar al paso fúnebre del tambor
prestando reconocimiento a las autoridades del mundo y al rey supremo del
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trasmundo, o entregarse a la disolución de los sentidos en conmemoración de un
legendario rufián al que las madres de León utilizaban como ‘hombre del saco’, cuando
querían meter miedo a sus hijos. Hay que imaginarse la divergencia entre los posibles
olores, los sonidos, los ritmos que acompañarían a una y otra opción. El adormecedor
sonsonete de los que salen para reafirmarse en lo que son, y el estridente clamor de los
que se entregan a la noche fluctuante del orujo. El cuerpo rígido ante el Redentor o
despendolado por el alcohol, el gesto de cumplimiento rutinario o el movimiento
espasmódico y casi involuntario, la piel lívida bajo el hábito o sudorosa por el disfraz.
La seriedad y la risa. La mirada de soslayo que busca confirmar el orden, o la
complicidad de quienes se desordenan juntos.
Como no se puede estar en dos sitios a la vez, hay que elegir entre esos dos
mundos, que a veces, como imagina Llamazares, se cruzan por accidente y, tal vez, se
contemplan mutuamente con sorpresa:
Cinco mil profesionantes fervorosos, encabezados por un carro de bueyes
lleno de botellas de orujo, que a la altura de la Catedral se cruzaron con la
menguada procesión religiosa oficial, compuesta apenas por un centenar de
beatas, el cuadro de los papones y un hato de canónigos adormilados (1981:
99).
Pero en esa España dictatorial un encuentro tal no es inocuo, sino que puede
tener consecuencias determinantes para una de las partes. Porque se trata de un choque
entre poderes desiguales, y porque no es el mismo el poder de quien ataca y de quien
se resiste2. Así, aquella madrugada de 1957, iba a cerrar un ciclo de 27 años en el que
los dos rituales se habían disputado el protagonismo en las calles leonesas, pues el
gobernador civil prohibió en ese año y hasta nuevo aviso el entierro de Genarín, ante el
revuelo que había causado el crecimiento exponencial de sus participantes durante las
últimas ediciones. Uno de los causantes de tal decisión fue el periodista local
‘Lamparilla’, que publicó una nota acerca del burlesco pasacalles titulada “Entre curdas
y gamberros”. En sus palabras leemos la prepotencia de quien se sabe tan respaldado
por el poder, que puede permitirse ser condescendiente con cualquier intento de
transgresión:
Me habían alarmado con la noticia. Parecía revestir incluso alguna insolente
gravedad, como un desafío a cosas muy metidas en la entraña del pueblo
español. Algo así, además, como si una vergonzante y vergonzosa
manifestación de izquierdismo pretendiese levantar cabeza. Imitando
aquellas “valerosas hazañas” de ciertos republicanos hace años de ensuciar
de tiza y mala ortografía las paredes o colocar un letrerote zafio en una
estatua respetable.
Pero no deben alarmarse quienes me alarmaron. El vinazo y el mal gusto,
2Tomo esta idea del trabajo del filósofo Santiago López Petit. Tal vez la necesidad de distinguir
entre esos poderes diferentes, en cada caso, en cada contexto socio-lingüístico, sea, si se me permite
la reflexión metodológica, uno de los mejores acicates para la labor del historiador cultural, que
intentaría así medir las potencias relativas, las tensiones, las ‘colonizaciones’, los abusos, las
resistencias y las fugas que se producen en el multiforme y variable texto social.
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aliados, hicieron todo. Mal gusto, chabacanería y alcoholismo. Cuando se les
pase el efecto de éste, comprenderán los actores su grotesca y repelente
acción. Una acción como si el alcohol acabase por hacerles manchar de
jugos pestilentes la alfombra de un salón. Les expulsarían de él y llamarían a
la criada para corregir desperfectos.
‘Lamparilla’ trataba en su nota a los de Genarín como niños pequeños, y el
gobernador hizo lo propio: siguiendo la sugerencia del gacetillero, expulsó a los
borrachos del ‘salón’, que en este caso era la vía pública. La gran familia leonesa, y la
gran familia española en general, podía seguir su apacible vida, con todas sus
reconfortantes seguridades y tradiciones. El orden volvía a imperar: Ayuntamiento,
Episcopado y Fuerzas Armadas velaban por que así fuera, y cada cual podía ocupar de
nuevo su sitio en la procesión oficial.
Dios, dinero y resurrección de Genarín
Pero, ¿cuál era exactamente esa ordenada disposición de la vida española? Es
preciso señalar que, a pesar de que el lugar de cada cual había sido en principio
rígidamente asignado, aquel año de 1957 traía ciertas promesas de prosperidad
económica, que auguraban la posibilidad de algunos cambios. Y es que no sólo estaba
hecho el presente español de las sentidas celebraciones de Semana Santa (esa Semana
Santa que el diario ABC describía en ese mismo año como “una meditación colectiva,
una transida reviviscencia de la calle de la Amargura y de la senda del Calvario”). La
vida, como muy bien sabían los recién nombrados ministros del Opus Dei, podía ser a
la vez tradición y modernidad: Dios y dinero 3 . Y desde que ellos comenzaron a
impulsar la ‘modernización’ del país mediante su apertura a los flujos del capitalismo
mundial, la vida era también para cada vez más gente disfrutar de un frigorífico, una
lavadora, un coche, o una televisión; era asistir al fútbol y a los toros, e incluso, con un
poco de suerte, comprarse un chalet en la sierra. Y si esto último resultaba mucho
pedir, al menos irse a trabajar a Suiza, mandar dinero a la familia, y esperar que los
hijos de uno fueran a la universidad para hacerse banqueros, notarios o doctores. Pues,
en efecto, el tiempo pasó y, si bien no todos los españoles lograron pertenecer a alguna
de las 51 familias que en 1974 controlaban todavía la mitad de los consejos de
administración de las grandes empresas nacionales 4 , sí es cierto que muchos
consiguieron comprarse un Seat 600 y formar parte de una nueva procesión: la de los
atascos que se originaban cada fin de semana en Madrid y Barcelona para escapar de la
ciudad al campo5.
3 Véase el libro de Alfonso Botti, Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España (1881-1975). 4 El dato está extraído del trabajo editado por Jesús A. Martínez, Historia de España, Siglo XX. 5 En mi intención de perfilar de modo genérico y ágil la emergencia de una cultura de clase media
basada en el consumo estoy dejando de lado otros efectos del ‘desarrollismo’. Los datos que aportan
tanto Riquer i Permanyer como Carme Molinero y Pere Ysàs (en el volumen editado por Jesús A.
Martínez) reflejan que la entrada de los tecnócratas del Opus Dei en el gobierno coincidió con un
crecimiento económico excepcional en el estado español, el segundo más rápido del mundo
(después de Japón) durante la década de los 60 (7.5 del PIB por año). Gracias a este crecimiento
económico “los españoles experimentaron en los años 60 y 70 una mejora notable en sus
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KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 108 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123
Pero, curiosamente, al parecer, esta nueva procesión tampoco fue bastante para
algunos recalcitrantemente insatisfechos. Esa nueva vida apacible de clase media, con
su promesa de movilidad vía 600 y universidad, no fue suficiente para los que ansiaban
mayores transformaciones. Incluso los guateques se les quedaban pequeños. ¿Por qué?
Dos explicaciones se presentan a mano: la primera, que hemos oído bastantes veces,
afirma que el bienestar material no satisfacía a quienes querían además instituciones
democráticas que reconocieran las libertades formales. La segunda, que ha empezado a
sonar más durante los últimos años, señala que ciertos sectores de la población, además
de exigir también el reconocimiento de las libertades formales, comenzaron
(especialmente alrededor de los años 70, ya en la última etapa del franquismo) a
practicar formas de vida cotidiana que no se ajustaban a los valores de profesionalidad,
competencia, y éxito económico que regían las clases medias creadas por el
‘desarrollismo’ franquista.6
condiciones materiales de vida y en el acceso a ese conjunto de bienes” (los provistos por el Estado)
(Molinero y Ysàs, en Martínez 1999: 182). En particular es importante resaltar que el 20% de las
personas de las ‘clases populares’ consiguieron entrar en una movilidad social que transformó
sustancialmente sus vidas: “el hecho de que un porcentaje de personas procedentes de familias
obreras y campesinas se convirtieran en empleados, y que otras procedentes de familias de clase
media pudieran acceder a profesiones altamente cualificadas, supuso un cambio importante que
extendió la percepción de mejora y favoreció la integración social característica de los años 60 y 70”
(en Martínez 1999: 196).
Por otro lado, estos mismos autores cuestionan que haya que atribuir al gobierno dictatorial algún
mérito en el logro de estas mejoras, llegado a afirmar que “el crecimiento se dio ‘al margen de’ y no
‘a causa de’ la política franquista” (174). Lo que ocurrió, según ellos, fue que España se benefició de
la coyuntura de expansión capitalista global, y que una relativa liberalización de los mercados
favoreció las inversiones extranjeras. El turismo y las divisas enviadas por los trabajadores españoles
emigrados a Europa fueron también factores clave. En cuanto a la actuación del gobierno, los
historiadores citados enfatizan su favoritismo hacia la clase acomodada: “…the class bias of
government policy, which tended to underwrite those sectors of the economy which suffered
substantial losses –coal mining in Asturias, steel, transport, endangered banks, etc.- and to leave in
private hands those which made profits” (Riquer y Permanyer 263). A esto hay que sumar la
política de impuestos regresiva, que gravaba más el trabajo asalariado y el consumo que la
propiedad privada, y unos gastos sociales sensiblemente menores que los de cualquier país europeo.
Todo lo cual indica que el gobierno no tenía ninguna intención de favorecer la posible
redistribución de la riqueza.
En cualquier caso, a mi me interesa resaltar ahora la coincidencia de estas mejoras materiales con el
fortalecimiento de un nuevo modelo de éxito social, tal como lo explican Molinero e Ysàs: “La
cotidianidad experimentó un cambio radical. Para una mayoría bastante amplia, después de dos
décadas de escasez angustiosa, el eje vital se apoyó en la cadena trabajo-ingresos-consumo; era
necesario trabajar tanto como fuera posible para incrementar los ingresos y así poder adquirir los
bienes apetecidos, que por otro lado iban en aumento porque, además de que se partía de grandes
carencias, el sistema económico estaba generando nuevos productos de forma continuada. Para
amplios sectores de la población, la cantidad de bienes disponibles se convirtió en la medida del
éxito y del status social” (en Martínez 1999: 207). 6 En los últimos años se ha producido un viraje desde las interpretaciones de la transición española
centradas en el análisis del cambio en las instituciones políticas a aquellas que contemplan también
las transformaciones socio-culturales más amplias. Entre estas últimas se cuentan los trabajos de
Vilaròs, Subirats, Moreiras y Labrador. Desde la perspectiva de estos autores, que es la que a mí me
interesa aquí, la transición no es una especie de complemento político-institucional a la
‘Todo el año es carnaval’
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En la película de José Luis Garci Las verdes praderas (1978), Alfredo Landa es
un self-made man de origen humilde que ha conseguido comprar un chalet para su
familia en la sierra madrileña, después de trabajar toda su vida como empleado de una
agencia publicitaria. Tras un fin de semana agobiante en su campestre segunda
residencia, con correspondiente atasco de salida, su cuñado snob que no deja de
burlarse de él, los niños alborotando y el trabajo atrasado que se ha tenido que llevar de
la oficina para terminarlo en domingo, Landa se siente tan profundamente frustrado
con su ‘éxito’ que, tras confesárselo a su comprensiva mujer, ésta prende fuego al
chalet. De noche, metidos en el coche con sus dos hijos, Landa y esposa contemplan las
llamas entre risotadas salvajes y exclaman jubilosos: “¡El próximo domingo nos
quedamos en casa a jugar a la oca!”.
Más allá de esta fantasía auto-destructiva de una clase media que no renunciará
tan fácilmente a su sueño de bienestar material (a pesar de la nostalgia que Garci pueda
sentir por los humildes juegos de mesa de su infancia), otros grupos sociales se
encuentran en situación mucho más propicia para experimentar con vidas alternativas a
los valores mesocráticos. Los jóvenes de la transición, notablemente, se interesarán por
formas de existencia en las que el individuo está no sólo abierto a cambios que
modifiquen su estatus económico o profesional, sino también sus estructuras de
pensamiento, su forma de desear, sus condiciones perceptivas, e incluso sus facultades
sensoriales. Y es entonces cuando vuelve el entierro de Genarín.
En efecto, a finales de los años 70, la Calle de la Sal congregó de nuevo a unos
pocos fieles durante la noche del jueves santo, y la procesión beoda comenzó así una
lenta pero segura rehabilitación en la era post-dictatorial7. Volvió la embriaguez, volvió
la ocupación colectiva del espacio público para celebrar un ritual no institucionalizado,
volvió el homenaje jocoso a un crápula que nunca practicó los valores de origen
calvinista (profesionalidad, competencia, éxito económico) que el Opus Dei había
potenciado en España. Volvió la fiesta, con el disfraz y el desorden de los sentidos.
Y no sólo en León: el entierro de Genarín debe ponerse en relación con otras
tantas manifestaciones ‘contra-culturales’ que proliferan entre los jóvenes de la
transición peninsular, como los conciertos del nuevo rock progresivo (‘Canet rock’ fue
un festival sonado en el 75), los espectáculos de’“teatro de calle’ (como los de Els
Comediants o La Fura dels Baus), los happenings de vanguardia, la rehabilitación de las
fiestas de carnaval que habían sido prohibidas por el franquismo, la experimentación
con drogas, la creación de comunas que se entendieron como ‘una alternativa a la
‘modernización’ ya conseguida por el ‘desarrollismo’ de los 60, sino que se trata de un momento en
el que el modelo cultural y social de la tecnocracia franquista está en crisis, y eso posibilita una
efervescencia en todos los ámbitos de la vida. Uno de los mejores documentos de época que reflejan
esa efervescencia de los que disponemos es el documental de los hermanos Bartolomé Después de…,
de 1981. 7 Iniciando un nuevo ciclo que llega hasta la actualidad. Hoy el Entierro de Genarín sigue
celebrándose y ha alcanzado proporciones realmente inusitadas, llegando a reunir a más de 15.000
personas en sus últimas ediciones (Chuecos). La popularidad es tal que la vida de Genarín ha sido
convertida en largometraje: Bendito canalla, la verdadera historia de Genarín (Nacho Chueca, 2008).
Luis Moreno-Caballud
KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014 110 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123
familia’8, la proliferación de publicaciones y grupos de música underground, el new
age, el ecologismo, los viajes a la India… Todas estas manifestaciones se presentan
como maneras de salirse de la ‘procesión oficial’, que se percibe como nacional-católica
y, a la vez, capitalista, pues no debemos olvidar que en aquel momento no era tan fácil
diferenciar entre esos elementos: quiénes eran jóvenes en los años 70 a menudo
entendían como partes de un mismo engranaje los valores de la sociedad de consumo y
la subordinación a unas instituciones políticas no elegidas democráticamente, pues
habían heredado todo en un mismo lote. De tal manera que incluso cuando surjan las
nuevas instituciones de la democracia representativa, algunos de esos jóvenes van a
seguir queriendo escapar de una oficialidad que todavía consideran anclada en un clima
moral que detestan (ver sobre esto, de nuevo, los trabajos de Sánchez León y
Labrador).
La resurrección del entierro de Genarín en la transición constituirá una
oportunidad más para intentar esquivar la identificación como ciudadano ‘de provecho’
y consumidor en potencia que el capitalismo y las instituciones políticas que lo
defienden proyectan sobre los jóvenes. Es una fiesta en la que, por un rato, se olvida la
obligación de ganarse la vida, de hacer una buena carrera, de ser ‘serio’. Es una fiesta
para reírse de lo serio, para celebrar lo desastroso, lo no productivo, lo que no sirve
para nada, y al mismo tiempo para dejar de ser quien se es.
Pero, ¿tienen, en cualquier caso, suficiente poder los jóvenes de la transición
para esquivar esas identidades que sobre ellos se quieren proyectar? Tienen, sin duda,
más capacidad para negociar que los del 57, pero la suya es todavía una negociación
desigual, como lo demuestra la reaparición de las prohibiciones estatales del entierro de
Genarín incluso después de la muerte de Franco.
El apócrifo intelectual provincial leonés Sabino Ordás, escribe un artículo
interesante al respecto en el diario Pueblo, en 1978. Se pregunta por la tolerancia del
régimen al entierro durante su primer etapa, hasta el año 57: “su carácter jocoso”, dice,
“el hecho de que sus concelebrantes fuesen bohemios inofensivos, borrachones de
casta y elementos variopintos del ‘lumpen’ despolitizado, abonaba, según pienso, la
tolerancia civil” (1985: 88). Pero Ordás explica también que no va a poder
corresponder a la invitación de la “juventud risueña y vitalista” leonesa a participar en
el entierro de ese mismo año, pues éste ha sido prohibido “por orden gubernativa”: “a
pesar de los vientos democráticos”, dice (y recordemos que se trata de un artículo del
78, tres años después de la muerte del dictador), “no se levantó la vieja proscripción”
(1985: 89). Llamazares, por su parte, señala también que en su resurrección a finales de
los 70 “el Entierro volvió a cruzar las calles de costumbre flanqueado de lejos por las
miradas vigilantes de un cordón de policías” (1981: 103). Todo apunta, entonces, a
que en algún momento las autoridades habían dejado pensar como el ‘Lamparilla’ y de
considerar ‘apolítico’ e ‘inofensivo’ el ritual: no sólo el situacionismo sabía ya que la
verdadera revolución se producía en la vida cotidiana, al parecer el franquismo también
8Así lo proclamaba desde su título el libro de José María Carandell, Las comunas, una alternativa a la familia (1977).
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se había enterado9.
Ese, el de la vida cotidiana, va a ser el nuevo campo de batalla para los jóvenes
de la generación del 75. Un campo de batalla personal y político a la vez, en el que la
fecha de la muerte de Franco, o incluso la legalización de los partidos, o la celebración
de elecciones generales, no cambian tanto las cosas como aquella noche en que te
perdiste, cerraste los ojos y dejaste que alguien te echara algo en la bebida. Se trata de
otra política. Porque, como ha escrito Ángel Loureiro refiriéndose a esos años,
la política de un país no debe medirse sólo por sus grandes gestos y
manifiestos, por sus leyes y sus prohibiciones, sino también por el tipo de
ciudadanos que fomenta, por la medida en que posibilita que los individuos
se conviertan en agentes de sus propias vidas, por la multiplicidad y la
riqueza de relatos de vida que pone en circulación y que posibilita a sus
habitantes (2009: 7).
En los 70 se abre en España una multiplicidad de relatos de vida posibles,
especialmente para los jóvenes, que son los que aún no han tomado decisiones que
determinen irrevocablemente el argumento de sus derivas vitales10 . Algunos de los
lenguajes y prácticas que usarán para construir esos relatos y esas derivas les llegarán
de París, Berkeley o Londres. Otros, como en el caso de la tradición del entierro de
Genarín, vienen de más cerca en el espacio, aunque en ellos resuenan ecos tiempos
pasados11.
La doble muerte del carnaval según Ajoblanco
Significativamente, este tipo de reapropiaciones de las tradiciones populares en
clave contracultural, se encuentran con problemas peculiares, que otras líneas de fuga
9 Para entender mejor esto puede resultar útil recordar brevemente una anécdota que José María
Merino transmitió en su artículo “La estrella burlona” acerca de la presentación también en León
del libro colectivo Parnasillo de poetas apócrifos, que había escrito junto con Luis Mateo Díez y
Agustín Delgado. Merino explicaba cómo se había ideado la estratagema de que todos los asistentes
a la presentación se hicieran socios de Club Cultural de Amigos de la Naturaleza en el que se
celebraba, para así cumplir con la arbitraria exigencia del gobernador civil, que quería suspender el
acto (corría el año 1973). Pero la presentación, por lo demás, era la de un libro jocoso; todo él una
elaborada broma consistente en la invención de una serie de “poetas provinciales”, a cual más
estrafalario, de los que se ofrecía una pequeña biografía y una muestra de su ampuloso y risible
trabajo. Sin embargo, cuenta Merino, “la actitud del Gobierno Civil había teñido aquel acto de
simbología política, y los asistentes nos oían con impávida gravedad y ese talante serio y
ensimismado de quien es consciente de estar dando testimonio de libertad en difíciles
circunstancias”. En medio pues, de una seriedad extrema, Merino y compañía siguieron leyendo los
fragmentos que consideraban “más hilarantes” hasta que, tras muchos silencios, “alguien soltó una
risita” y el ambiente se distendió, convirtiendo el acto “(¡por fin!) en una jocosa comunicación”
(1998: 139).
Esta anécdota se podría leer como una especie de narración concentrada de cómo la risa dejó de ser
incompatible con la política en la España de la transición.
10 Sobre la juventud como grupo social que en el siglo XX se abre a la experimentación social, ver
el artículo de Agnes Heller.
11 Según Ordás, en el entierro de Genarín resuenan nada menos que los ancestrales cultos paganos
a la primavera de los que habla Frazer en La rama dorada.
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no presentaban. Así, cuando los jóvenes de la transición querían, por ejemplo,
experimentar con sustancias prohibidas, la policía los metía en la cárcel, pero nadie les
decía: las drogas ya no existen. Por otro lado, cuando los jóvenes querían carnaval, a
menudo los gobernadores civiles se lo prohibían 12 , pero, además, los eruditos les
advertían: el carnaval ha muerto. Los jóvenes querían fiesta popular, pero se les
aseguraba: eso ya no existe13.
Seducidos por el potencial anti-autoritario, contestatario y burlesco de esas
tradiciones, algunos participantes de la cultura libertaria barcelonesa de los 70 querían
no sólo ir al carnaval (notablemente, al de Sitges o al de Vilanova), sino también
teorizar y reivindicar esas y otras fiestas como una forma de expresión de libertad y una
posibilidad de experimentación. Así, la revista Ajoblanco, estandarte y canalizador de
los discursos del mundo libertario ibérico durante la transición, publica en 1978 un
número especial sobre “Teatro y fiestas populares”, en el que dos jóvenes estudiosos
del teatro y la antropología (Santiago Trancón y Oriol Romaní) se acercan al profesor
Ramón Valdés, a quien consideran “uno de los antropólogos más prestigiosos del
panorama actual español”, para preguntarle qué es la “fiesta popular” y qué queda de
ella. Valdés afirma que la fiesta popular (y el carnaval por antonomasia) es aquella que
hace un “uso creativo de la crisis”, y en la que es posible “investirse de una
personalidad distinta de la que habitualmente se tiene”. Seguramente eso sonó bastante
bien a la mayoría de lectores los de Ajoblanco. Pero Valdés tiene también malas
noticias: ese tipo de fiesta es sólo propia de las “sociedades rurales”. Afirma:
el término fiesta popular yo lo reservaría para aquellas fiestas que carecen de
espectadores, que son auténticamente fiestas de participación generalizada
del pueblo en su conjunto y en donde el divorcio entre espectadores
12 Las prohibiciones del carnaval fueron frecuentes durante el franquismo y la transición. Para
detalles ver El carnaval secuestrado, de Alberto Ramos, que se centra en el carnaval de Cádiz. El
texto de Oscar Martín García aborda también tangencialmente la cuestión de la “aristocratización y
recatolización, e incluso militarización” de la fiesta popular, “con el fin de eliminar la huella y la
memoria de pasadas culturas y tradiciones colectivas” (2008: 275). El artículo “El franquismo y la
fiesta”, de Javier Escalera, aborda las mismas cuestiones desde una perspectiva general. Como dato
curioso, es interesante notar que todavía en 1981, por la tensión creada tras el intento de golpe de
estado de Tejero y sus cómplices, se produce una especie de “auto-censura” que hace que en el País
Vasco nadie se disfrace de guardia civil, según comentaba una noticia en el diario El País: “como
manifestación del hecho diferencial, ni un Tejero exhibió sus bigotes en el País Vasco, porque, en
ciertos temas, no está el horno para bollos” (Unzueta). 13 Caro Baroja en El carnaval (1979): “El Carnaval es una fiesta de corte antiguo que resucita
anualmente. Hoy queremos ser modernos ante todo e indicamos que ha muerto. Dicen las gentes
piadosas que, como último resto del paganismo, bien muerto está; pero es el caso que personas de
corte racionalista tampoco le han solido demostrar mucha simpatía. Al Carnaval no le mató ni el
auge del espíritu religioso ni la acción de "las izquierdas". Ha dado cuenta de él una concepción de
la vida que no es pagana ni anticristiana, sino simplemente secularizada, de un laicismo burocrático.
Diré, por mi parte, que mientras el hombre ha creído que, de una forma u otra, su vida estaba
sometida a fuerzas sobrenaturales o praeternaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento
en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a
ideas de "orden social", "buen gusto", etc., etc., el Carnaval no puede ser más que una diversión de
casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron” (10).
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mirantes y un grupo de actores no se ha producido todavía.
Este divorcio, aclara después, es algo propio de la “civilización urbana”, que
implica una “especialización y compartimentación de las actividades”: “la religión se
retira a la iglesia, el drama al teatro, el arte se encierra en la sala de exposiciones... Para
todo tenemos especialistas, hasta para divertirnos” (VVAA, 1978: 50).
Malos tiempos para el carnaval, entonces. Y por si quedaba alguna duda, unas
páginas antes, en el mismo número especial de Ajoblanco y en otra entrevista, titulada
“El teatro ha muerto”, Federico Jiménez Losantos y Alberto Cardín, afirman que
también el teatro, entendido como “rito”, como lugar “señalado y sacralizado”, es algo
que pertenece al pasado. Sin embargo, explican que esto es así, porque el teatro “ha
perdido su lugar específico como algo separado de la vida (moderna)”, es decir, porque
se ha identificado plenamente con ella: “la vida es teatro, todos hacemos teatro en la
vida, representamos papeles, etc. Una idea clásica española, muy calderoniana, asumida
por todos nosotros, y que habría que poner en conexión con el desprestigio actual del
teatro” (VVAA, 1978: 8).
Recapitulemos un momento estas afirmaciones aparentemente contradictorias: la
fiesta popular ya no existe porque se ha separado de la vida, convirtiéndose en un
‘compartimento’ moderno más, y el teatro ritual ha muerto también, pero porque se ha
identificado totalmente con la vida moderna, perdiendo su espacio propio. ¿Separación
e identificación pueden, entonces, resultar igualmente letales para estos fenómenos?
Sabemos que ‘teatro ritual’ y ‘fiesta popular’ no tienen porque significar lo mismo, pero
en este caso parece que se están pensando como algo muy parecido: una especie de
estado de excepción en el que se transgreden las normas de la convivencia cotidiana y
se adoptan identidades distintas a las habituales 14 . Y sin embargo, las causas de
defunción de este tipo de transgresiones se atribuyen a procesos aparentemente
opuestos de la ‘vida moderna’: la creación de identidades compartimentadas rígidas y la
‘teatralización’ de toda identidad. Tenemos entonces una vida moderna que, a la vez,
condena la transgresión teatral-carnavalesca a un gueto especializado y la convierte en
14 En un pequeño texto de 1935 titulado “Conversation above the Corso. Recollections of a
Carnival-time in Nice” Walter Benjamin se preguntaba por la posibilidad de que el carnaval siguiera
provocando ese Ausnahmezustand (estado de excepción) en una sociedad que parecía haber
perdido el sentido de lo ordinario. Mientras Benjamin y un par de amigos conversan sobre el
carnaval, ven pasar las carrozas del Corso de Niza, con sus enormes muñecos grotescos. Uno de los
contertulios insiste en la incapacidad de esas máscaras para sorprender o salir de lo ordinario en la
sociedad de consumo: “Don’t a lot of those giant criatures look as if they’d just left their spot in the
atrium of a department store to tag along with the carnival procession? Just look at that group of
carts coming from the left! You must admit they look like an armed formation in the advertising
campaign of a shoe company” (2002: 27). A pesar de lo alejado del contexto del que proviene la
cita (y a pesar de las polémicas implicaciones del concepto de Ausnahmezustand, que Benjamin
tomó de Carl Schmitt), la percepción de esta inconsistencia de las transgresiones ‘tradicionales’ con
la sociedad de consumo es similar a la que encontramos en los textos procedentes de Ajoblanco. Se
plantea también en el texto la cuestión de la espectacularización: el día anterior, se afirma, la
multitud había utilizado eso mismos gigantes de cartón como parapetos para atacar a los
espectadores que no participaban en la fiesta, tratando de romper la distinción entre actores y
espectadores
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su mecanismo primordial de actuación.
Lo cual, como trataré de mostrar, es perfectamente posible en una sociedad
como la de los años 70 españoles, que mantenía la ejecución con garrote vil al tiempo
que comenzaba a desarrollar una importante industria mediática y del ocio masivo. En
una sociedad que se ha ‘modernizado’ a toda velocidad y en la que una importante
parte de la población ha saltado del analfabetismo a ver la televisión sin pasar por la
escritura, es perfectamente posible que la férrea compartimentación burocrática de la
modernidad capitalista se solape con su posterior versión ‘posmoderna’, mucho más
fluida15. De esta forma, las dos defunciones de la fiesta popular y del teatro pueden
interpretarse como consecuencia de dos enemigos distintos, pero no del todo
incompatibles entre sí: la sociedad disciplinaria que recluye a la transgresión en un
ámbito acotado, y la cultura posmoderna que la disuelve por todas partes. El resultado,
para los intelectuales entrevistados en el especial de Ajoblanco, es, en cualquier caso, el
mismo: la transgresión festiva está muerta16.
Este dictamen, sin embargo, no parece afectar demasiado a los jóvenes que
quieren apropiarse de la fiesta popular y del carnaval en el presente agitado de la
España de los años 70. De hecho, los propios debates sobre las dificultades de
‘traducción’ y los anacronismos que se cometen al apropiarse de esas tradiciones
forman parte de una zona de producción cultural que no va a dejar de crear discursos,
prácticas y foros de debate alrededor de ellas. Véase el propio Ajoblanco: las
reflexiones sobre la obsolescencia del teatro y las fiestas populares que encontramos en
15 En este sentido, Jo Labanyi afirma: “Best and Lellner argue that the debate on postmodernism
began in France because the post-war period saw a rapid change from an archaic rural economy to
late capitalism, with industrialization taking place at the same time as the shift to a post-industrial
economy. The experience of anachronism and acceleration is even more acute in the case of Spain,
which in the 1940’s experienced a retrograde attempt at re-ruralization and the imposition of
obsolescent Catholic moral values, followed from 1959 by vertiginous economic take-off and
modernization, and since 1975 by even more precipitous change not only at the economic but also
at the political and cultural levels” (1995: 398).
De ahí que podamos decir que la sociedad española de los 70 se daba una confluencia de la
modernidad tecno-científica y burocrática con la postmodernidad: la muy reciente industrialización,
con su lenguaje del ‘desarrollo’ y el ‘progreso’ se topaba ya con una incipiente sociedad post-
industrial que ponía en duda la lógica temporal lineal y provocaba una (aparente) disolución de la
historicidad mediante la espectacularización de la cultura y los nuevos mass-media. En el caso del
carnaval y de los fenómenos de provocación o transgresión de ‘las costumbres’ que lo rodean,
veremos enseguida como por un lado las instituciones del estado-nación moderno tratan de
controlarlas y disciplinarlas con sus leyes, mientras que, al mismo tiempo, el creciente mercado del
entretenimiento comienza a favorecerlas y a convertirlas en objetos de consumo. 16 Gilles Deleuze sugirió la distinción entre las ‘sociedades disciplinarias’, tal como las había
entendido Foucault, y las ‘sociedades de control’ para explicar este tipo de fenómenos en los que es
poder no se ejerce limitando, identificando o acotando, sino más bien ‘modulando’, produciendo
una variación constante. En la deriva de las sociedades disciplinarias (basadas en las instituciones
‘cerradas’, como la cárcel, escuela, hospital, etc) a las sociedades de control, las formas de ejercer el
poder se flexibilizan, incorporando gran capacidad de asimilar su propia transgresión, porque son,
básicamente, mutantes. Para el caso de la transición española, existen destacados estudios que han
señalado la función de despolitización o normalización social que ejerció la fiesta, la transgresión
formal y la cultura del espectáculo, como por ejemplo, los de Subirats y Vilaros.
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este número extra no van a impedir que tres años más tarde la misma revista publique
un dossier sobre la fiesta de las Fallas valencianas defendiendo la actualidad de su
carácter transgresor. Este dossier costó a la redacción de Ajoblanco diversas censuras,
amenazas de muerte y avisos de bomba (y, que se sepa, ninguna acusación de
anacronismo histórico). Entre otras cosas, por incluir definiciones de las Fallas como la
siguiente:
Un carnaval de fuego, una invitación a la calle, una semana de desinhibición
y desguace para los marginados, la gente de la huerta, los obreros portuarios,
las mariquitas impenitentes, las putas sin arrepentimiento, las tías marías que
harán un alto en el camino para oír el serial de las cuatro, las izquierdas que
se aburren pensando lo aburrido que será mandar cuando ellas manden, los
niños que no entienden los letreritos porque están en mozárabe...
O estas protestas contra la institucionalización de la fiesta fallera:
Lo que debiera ser locura, orgía, desenfreno, esperma, mierda, pasote y
ábrete de piernas corazón, se ha convertido en una estructura domesticada,
controlada, manipulada y atada (y bien atada, que dijo no sé quién) por esa
entidad facha de toda la vida (desde los cuarenta más o menos) que es la
Junta Central Fallera.
De estas palabras, y de los actos de venganza que suscitaron, se desprende que la
cuestión de la actualidad de las fiestas populares y su capacidad de transgresión era
para algunos no sólo un tema de análisis, sino también un campo de batalla. Había una
guerra por la sustracción de las fiestas populares de la influencia del franquismo que
venía ya de lejos. La dictadura había intervenido desde el principio activamente para
abortar o domesticar las fiestas, cometiendo notables labores de re-significación como
el cambiar el nombre de los famosos carnavales de Cádiz por el de ‘Fiestas Típicas
Gaditanas’. Pero además, y esto es lo interesante del asunto, el franquismo había sido
para España la cara visible de esa ‘vida moderna’ a la que se refiere Ramón Valdés, en
tanto que había reforzado los mismos procesos de burocratización y especialización de
la vida que el resto de estados promotores de la industrialización capitalista. En ese
sentido, quienes defendían unas fiestas transgresoras y no controladas por el gobierno
en los 70, se oponían al franquismo en su faceta dictatorial pero también, hasta cierto
punto, en su faceta modernizadora.
Pues, ¿en qué consiste más exactamente esa modernización que convierte la
fiesta en un anacronismo? Valdés menciona la especialización, que hace que sólo unos
pocos participen de ella mientras los otros miran (o sea, su espectacularización), pero
también la creación moderna de un tipo de identidad individual fija y abstracta: en las
sociedades urbanas e industrializadas, dice, “la república, la sociedad civil, no puede
aceptar el que seamos seres cambiantes, necesita contarnos, medirnos, identificarnos”.
En las sociedades rurales, en cambio, las fiestas de disfraces permitirían, como
anticipábamos, el “investirse de una personalidad distinta de la que habitualmente se
tiene”. En una aldea de Asturias, según el antropólogo asturiano, no tiene sentido
disfrazarse para buscar el anonimato (como se haría en la versión moderna y
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‘adulterada’ del carnaval), “porque son cuarenta personas y saben inmediatamente
quién es quién. El sentido de la fiesta allí es el de la adopción, el del juego con otra
identidad, eso que en nuestra sociedad está proscrito” (VVAA, 1978: 52).
Proscrito por ese sector del establishment que reacciona ante las identidades
ambiguas o fluctuantes echando mano a la pistola, o a la Ley de Peligrosidad Social (y
frente a ellos está la juventud airada, que no se resigna a la defunción de la fiesta)17.
Pero no proscrito por ese otro sector no menos poderoso que ya ha comprendido que,
al fin y al cabo (como decían Losantos y Cardín), la vida es un teatro, y que el teatro se
vende bien. Estos últimos son los que se dan cuenta de que la fiesta, como cualquier
otra transgresión, no hay que prohibirla, sino venderla. Y frente a ellos habrá también
quienes reivindiquen fiestas gratuitas y se lamenten por cómo la mercantilización acaba
produciendo a la larga un efecto similar al de la prohibición: reduce el espíritu
transgresor y experimentador de la gente, mutila también, al fin y al cabo, esa
posibilidad de “investirse con una personalidad distinta de la que habitualmente se
tiene”18.
En cualquier caso, para entender cómo en general se produce la reivindicación
de la fiesta popular y el carnaval en la contra-cultura de los 70 españoles tenemos que
señalar que su ‘anacronismo’ fundamental (de esos que a antropólogos como Ramón
Valdés y Caro Baroja les ponían nerviosos), es el haber convertido la excepcionalidad
de esos festejos en una aspiración cotidiana. Pues, en efecto, a diferencia de lo que
ocurría en las ‘sociedades rurales’, para la contra-cultura de la transición el carnaval de
tres o cuatro días no es suficiente. Porque, para algunos jóvenes de los 70, como decía
17 De forma literal en el carnaval de Barcelona en 1978, cuya prohibición ocasionó una espontánea
manifestación y la consiguiente carga policial.
La Ley de Peligrosidad Social es descrita por el activista Armand de Fluviá (fundador del
Movimiento Español de Liberación Homosexual en 1970) en una entrevista para Disco Express
(1978) en los siguientes términos: “La Ley de Peligrosidad Social vino a sustituir en 1970 la ‘Ley de
Vagos y Maleantes’, ley establecida por la República en 1933-34, que fue la única ley republicana
que Franco mantuvo. Pero en esta ley no se incluía a los homosexuales y prostitutas, y el régimen ya
se encargó en 1954 de modificarla e incluirlos como ‘peligrosos sociales’ por el simple hecho de
serlo (...) ‘Esta es una ley especial que no establece penas, sólo medidas de seguridad para presuntos
delincuentes, para personas que ellos piensan que pueden delinquir (...) Es una ley, por tanto,
especial, con unos tribunales especiales y unos jueces especiales. No imponen penas, solo medidas
de seguridad en beneficio del ‘peligroso social’ para salvarle y reintegrarlo a una vida dentro de
nuestra digna sociedad” (2004: 26). Estas medidas incluían internamiento en centros de
“reeducación”, destierro y sometimiento a la vigilancia constante de la policía. Como veremos,
enseguida, esta ley fue muy importante para artistas de la contracultura libertaria de los 70 como
Nazario y Ocaña. 18 En Albacete, por ejemplo, se reivindican fiestas asequibles a todos, que no se hagan para ganar
dinero. En el 76, el colectivo juvenil Sagato, según ha documentado Martín García, “se queja de una
programación ferial en la que ‘nos lo dan todo hecho’ y ‘las fiestas se organizan desde arriba’. Desde
diferentes ámbitos de la sociedad albacetense se comenzaron a censurar unos festejos oficiales
carentes de sentido popular y ‘limitados a un cierto sector que puede pagarlos’”. Martín García ha
reproducido incluso una coplilla alusiva que circuló en la feria de septiembre del 75: Dicen que las
ferias son, ‘pa’ que se divierta el pueblo, yo debo ser un marciano, puesto que no me divierto. A mí,
para ir a los toros, no me llega el presupuesto, y para ir a la caseta, tengo que vender lo puesto”
(2008: 276).
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Larra (en un contexto muy diferente), “todo el año es carnaval”19.
Una reapropiación contracultural de la fiesta flamenca: el joven Nazario
Pondré un ejemplo ilustrativo de este tipo de apropiación o de ‘traducción
cultural’: Nazario Luque Vera, más conocido como Nazario a secas, que se convertiría
en un agente fundacional del comix underground español, habitual de la escena
libertaria de Barcelona y compañero de correrías del travesti, pintor y emigrado rural
Ocaña, tuvo una importante experiencia de la fiesta popular en su juventud, cuando,
recién terminados sus estudios de magisterio, le destinaron a Morón de la Frontera para
dar clases en una escuela. Según él mismo ha contado20, en esa localidad entró en
contacto con un círculo de gitanos y artistas de flamenco que se reunía alrededor del
guitarrista Diego del Gastor, famoso en la época por dar clases de música a todos los
hippies que acudían a pedírselo. Y es que Morón albergaba una de esas bases militares
americanas que el franquismo había tenido que aceptar a cambio de su entrada en el
club de los países más o menos ‘respetables’ de Occidente, y por ese foco de extranjería
no sólo entraban aviones, sino también músicas e ideas no menos veloces. Morón
produjo de esta manera a finales de los 60 una sub-cultura híbrida de rock y flamenco,
de hippies y gitanos, que era como una especie de pescado mutante que hubiera nacido
entre los residuos del bombardero americano estrellado en Palomares: un daño
colateral con el que el régimen tenía que lidiar21.
Esta conjunción accidental permitió que jóvenes ‘payos’ como Nazario y otros
melenudos, que probablemente nunca hubieran entrado en fiestas gitanas, siguieran el
camino de sus hermanos yankees y fueran admitidos en ellas. Nazario reconoce que a
él, de hecho, nunca le había interesado el flamenco, porque lo identificaba con la
música comercial que se oía en la radio. Eran muchos años de secuestro franquista, y de
bombardeo con un folclorismo nacionalista y domesticado. Pero cuando Nazario
descubrió que había un flamenco que no sonaba en la radio sino en fiestas gitanas “que
podían durar tres noches y tres días seguidos si los asistentes eran del pueblo y amigos
de los artistas”, y que “se aguantaban combinando bebida y chocolate (hachís)”, su
percepción cambió. Se compró una guitarra y se puso a aprender, asistiendo a esas
fiestas a veces con un magnetófono en el que sus amigos y él grababan la música
disimuladamente para después reproducirla una y otra vez en su casa: “como los
19 En 1833, el “pobrecito hablador”, Mariano José de Larra, usaba esa expresión en su artículo “El
mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval” para satirizar la hipocresía de una sociedad para
él basada en el engaño y la apariencia. Casi dos siglos después los herederos remotos de la tradición
liberal que defendía Larra se apropian del disfraz y del carnaval como formas de subversión de las
‘buenas costumbres’ defendidas por la dictadura nacional-católica. 20 En la introducción a La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos. 21 Esto está documentado en la película relativamente reciente (2003) Underground. La ciudad del arco iris, de Gervasio Iglesias. José Ribas recuerda un caso parecido de intercambio cultural entre
hippies californianos y jóvenes de Manresa: “los californianos intercambiaron con unos pocos
nativos experiencias contraculturales y grabaciones de Pink Floyd o King Crimson por bocatas. La
existencia de Fusioon, uno de los grupos más fascinantes de la progresía entre 1972 y 1975, no se
explicaría sin este intercambio de imaginarios” (2007: 304).
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americanos (...), para recordar las falsetas y los aires flamencos” (2004: 16).
Este detalle es importante: los gitanos tocan y se divierten en las fiestas, Nazario
y los otros jóvenes payos se divierten también, pero, “como los americanos”, necesitan
parar el decurso espontáneo de la fiesta para poder después reproducirla
mecánicamente, y así aprender las técnicas que necesitan para participar en ella. Están
en otra frecuencia, en otro tempo. Buscan asimilar el duende, quieren aprender el
compás. Hay que imaginar ese piso de Nazario en Morón que compartían cuatro
melenudos, todos templando obsesivamente sus guitarras y rebobinando una y otra vez
la cinta de audio, intentando calcar el garabato informe de un rasgueo. Lo que para
unos era juerga para otros era también la adopción de un nuevo lenguaje. Y es que el
individuo moderno no quiere salir de sí mismo sólo durante un rato, y ni siquiera tres
días de fiesta seguidos le son suficientes: ese individuo quiere cambiar para siempre,
forjarse una nueva identidad que no es la que ha recibido de sus mayores.
Nazario era uno más de esos jóvenes del franquismo tardío que andaba
buscando referencias nuevas, formas de experimentación vital que podían venir tanto
de la música, como de la sexualidad, la política, la filosofía, el arte o las drogas. La fiesta
flamenca fue una de ellas durante un tiempo. Luego Morón se le quedó pequeño
(“necesitaba más marcha y más contactos con el mundo homosexual”), y marchó a
Sevilla para después pasar definitivamente a Barcelona. Había decidido ser otra
persona, y allí encontró a quienes la reconocieran, en un ambiente de carnaval
perpetuo que le permitió experimentar con multitud de disfraces. Pero esa etapa previa
de Morón, ese contacto con la fiesta flamenca, ocupa un lugar fundacional en el relato
que hace de su vida. De alguna manera, fue su primer contacto con un círculo ‘contra-
cultural’, y su primer paso en la construcción de una identidad personal distinta a la
heredada del ambiente patriarcal, utilitarista y consumista que dominaba la sociedad
española de los 60.
Pues aunque para él, ajeno a los vínculos tradicionales de trasmisión de la
cultura gitana, la fiesta flamenca no significara lo mismo que para sus anfitriones, no
dejó de recibirla como una influencia importante en su percepción de las cosas. La
diferencia, claro está, es que los gitanos hacían eso porque siempre lo habían hecho, era
un aspecto de sus vidas que, aunque abierto a los excesos, a la espontaneidad y la
catarsis, formaba parte de su ‘normalidad’, y, por más que se prolongara a veces, se
combinaba con periodos de trabajo o de otras actividades que no se veían
sustantivamente alteradas por esas interrupciones festivas. Para Nazario, en cambio,
según su relato auto-biográfico, esas fiestas parecen haber sido el inicio de un proceso
de constantes transformaciones vitales, sin vuelta atrás.
‘Todo el año es carnaval’: vanguardia de la tradición y tradición de la vanguardia
Ese es el sentido nuevo que los jóvenes de la transición le dan a la fiesta
tradicional: la entienden como una puerta de entrada a una transformación permanente,
no sólo como un desahogo pasajero que se repite cíclicamente para desaparecer cada
vez. Se manejan ideas de desinhibición, liberación, y emancipación que son típicas del
discurso individualista moderno. En la autobiografía de José Rivas, el fundador y
‘Todo el año es carnaval’
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coordinador de Ajoblanco, se habla a menudo de gente que ‘estaba muy liberada’ y no
tanto pensando en alguien que durante un rato se comportara desinhibidamente para
después volver a un estado anterior, sino sustantivando el verbo: uno no sólo se libera
en un momento dado, sino que después pasa a ser un liberado, un enrollado, o a veces,
un moderno. En este sentido, la fiesta es una más de las experiencias vitales que le
permiten al individuo moderno ir moldeando su subjetividad de forma autónoma,
liberándose de aquellos rasgos de su personalidad que no le gustan y sustituyéndolos
por otros22.
Desde esta perspectiva, ¿cómo no querer que todo el año sea carnaval? Para los
que llevan al extremo ese deseo, como atestigua Carlos Mir, el carnaval de febrero se
convierte meramente en una ‘ocasión especial’, dentro de un constante estado de
disfraz:
22 Entiendo por ‘sujeto autónomo’ aquel que se considera a sí mismo como la fuente de
organización principal del sentido de su existencia, atribuyéndose la última palabra sobre la
tradición o cualquier otra instancia con la que pueda dialogar (Dios, naturaleza, sociedad...). Por
supuesto la tradición filosófica y política que ha ido generando este tipo de posición es enorme y
complejísima, remontándose al humanismo renacentista, pero bebiendo también del racionalismo
del XVII, la ilustración del XVIII, el romanticismo y el liberalismo del XIX, por citar sólo las
cosmovisiones más cruciales. El historiador español Jesús Izquierdo (leyendo a Charles Taylor)
relaciona este tipo de “sujeto autónomo” con la idea del “ciudadano moderno”: “Los ciudadanos
modernos consensuamos (sentimos juntos) una manera de concebirnos –y de proceder- como
individuos soberanos en la determinación de nuestros intereses personales, como entidades cuyas
fuentes morales son autónomas, como sujetos dotados de una reflexividad sin parangón que nos
capacita para elegir nuestra identidad y distanciarnos de las tradiciones y las convenciones colectivas
en las que estaban atrapados quienes nos precedieron. Sentimos nuestra sociedad como un
agregado de voluntades individuales de la que uno, llegado el momento, puede voluntariamente
distanciarse. En suma, pensamos nuestra subjetividad a partir de la identificación con un yo
individual que consideramos parte del orden natural de las cosas” (2006: 628).
Lo interesante es que Izquierdo sitúa además esta concepción naturalizada del individuo en la
historia: “a pesar de esta apariencia antropológicamente ahistórica, nuestra identidad y sus atributos
son construcciones discursivas e históricas”, precisamente porque “somos lo que somos gracias a la
mediación de determinadas matrices lingüísticas, extraindividualmente construidas. En suma, somos
resultado de la intervención de un lenguaje colectivo e histórico, el lenguaje de la modernidad”
(2006: 629)
Cuando hablamos de ‘sujeto autónomo’, estamos hablando de la forma de subjetivización individuo-
céntrica’ creada por ese lenguaje histórico de la modernidad. No se trata, por tanto, de ningún
‘principio filosófico’ abstracto y desconectado del devenir histórico. Por el contrario, esa forma
histórica de subjetivación ha emergido de contingencias sociales específicas y en sólo en ellas se
miden sus efectos. En el caso de los años 70 españoles, yo estoy tratando de medir su influencia
sobre jóvenes que, como Nazario, crean círculos contraculturales en los que tratan de dotarse de
una identidad personal experimental. Me interesa especialmente que lo hagan a veces recurriendo a
prácticas que, como el Flamenco o las fiestas tradicionales, no están en ese momento del todo
transformadas por ese “lenguaje de la modernidad” que pone al sujeto en el centro. En estas
prácticas reconocemos la herencia de otras “matrices lingüísticas”, provenientes del mundo del
Antiguo Régimen en las que “ser uno mismo consistía en actuar como representante de un
determinado grupo” de modo que “el yo se encontraba fundido con el nosotros. El sujeto era un
miembro del grupo, y era en este núcleo donde adquiría su propio yo” (Izquierdo, 2001: 31).
Sobre la formación de la antropología individualista en el lenguaje de la modernidad y sus tensiones
con las formas de subjetivación colectiva premodernas, véase también “Ciudadanía y clase social
tras la comunidad”, de Izquierdo y Sánchez León.
Luis Moreno-Caballud
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Barcelona era una fiesta. La Ramblas, el Zeleste, la Plaza Real, el Born, todo
era una fiesta. Pero aunque cada día era una fiesta y para Ocaña cada día era
carnaval, porque se disfrazaba de mujer y se iba a cantar al café de la Opera,
se reservaban las mejores galas para el carnaval de verdad, los diez días de
febrero en los que todos nos disfrazábamos.
¿Significa eso que en esta fiesta perpetua no tiene en realidad cabida la fiesta
tradicional? ¿Cómo puede no quedar desvirtuado ese ‘carnaval de verdad’, aunque
para él se reserven ‘las mejores galas’, si todo el año es carnaval? ¿Supone esta
apropiación moderna la abolición de todo resto de cultura popular carnavalesca que
pudiera quedar?
No exactamente. Las cosas son más complicadas, porque eso que llamamos
‘fiesta tradicional’, como señalan tanto Chartier como Caro Baroja, Favre y E.P.
Thompson, es ya una realidad difusa que ha estado siempre sometida a múltiples
influencias, y que, como tal, es ella misma híbrida y multiforme. El concepto de
tradición es engañoso. Pensemos en esos gitanos de Morón que conoció Nazario.
Hemos asumido que sus fiestas son eventos ‘tradicionales’ en los que no se produce
una transformación del individuo, sino una reactivación de ciertos usos sociales
catárticos, una especie de ‘desorden controlado’. Pero estábamos simplificando para
enfatizar el contraste con la posición de Nazario. Debemos matizar ahora y darnos
cuenta de que por mucho que sea ‘tradicional’, esa fiesta no es una mera repetición de
lo mismo. Para pensar su diferencia, podemos compararla con la deriva que esa
‘tradición’ adoptará a los pocos años, según la explica el propio Nazario:
Dichas fiestas fueron el final de una época de artistas gitanos sólo conocidos
en círculos muy restringidos, alejados de circuitos de tablaos, teatros y
radios, que solían vivir de profesiones precarias y que actuaban en fiestas
familiares o fiestas organizadas por ‘señoritos’ que pagaban a los artistas para
actuar (2004: 15).
Es el final de una época y el comienzo de la historia de la comercialización
masiva del flamenco. Esta historia tenderá a convertir la fiesta flamenca en un
espectáculo, volviéndola más previsible, más estereotipada y conservadora. Debemos
darnos cuenta, entonces, de que por mucho que la fiesta flamenca operara antes de
dicha comercialización dentro de unos parámetros ‘tradicionales’, eso no significaba
que no pudiera ‘liberar’ formas de experimentación y de ruptura (sobre todo teniendo
en cuenta su marcado carácter improvisado), que son las que precisamente se echan en
falta cuando el mercado hace que los artistas comiencen a buscar las maneras fáciles de
complacer a quienes no participan (‘el público’). Antes, los payos tenían que tener
contactos para colarse en la fiesta y aprender con su esfuerzo la manera de seguir el
compás para participar. Ahora, son ellos los que marcan el compás, con sus palmas
torpes, abortando la posibilidad de experimentación.
Esa experimentación que permitía una tradición como la fiesta gitana, esos
devenires, fugas, fracturas irrepetibles de su cante y su baile, no son necesariamente
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apropiables como momentos de la transformación de un sujeto 23 . Son más bien
maneras en las que la propia tradición, también ella, puede “investirse de una
personalidad distinta de la que habitualmente tiene”. Y es que no hace falta ser persona
para constituir una realidad mutante: la fiesta flamenca, a pesar de su periodicidad y su
carácter convencional es una realidad cultural con una amplia zona de incertidumbre
en los años 70 españoles. A esa zona de incertidumbre, que hace que sucedan cosas
interesantes, es a la que Nazario contempla con nostalgia cuando habla del “fin de una
época”: la comercialización del flamenco tenderá a volverlo todo más aburrido, más
redundante, incluso cuando se lance a incorporar ‘novedades’ como la fusión con la
música pop24.
¿Qué es entonces tradición y qué es vanguardia? Una posible frontera sería la
aparición de ese sujeto ‘moderno’ que se considera autónomo y para el cual tradiciones
como el carnaval o la fiesta popular son oportunidades para reinventarse a sí mismo,
más allá de las determinaciones sociales. Esa sería la pre-condición de la vanguardia: un
individuo que decide hacer coincidir arte y vida, hacer de su vida una obra de arte. El
problema es que nada sale de la nada, y por eso los materiales que el vanguardista tiene
a mano para construirse a sí mismo son siempre ‘tradicionales’: transmitidos,
heredados, marcados por el uso que otros han hecho de ellos. Está entonces esa otra
vanguardia que sabe reconocer cuáles son las tradiciones que albergan ciertas zonas de
incertidumbre en las que se produce algo que no es necesariamente lo nuevo, sino ese
‘poner las cosas del revés’ que permite escapar al aplastamiento de lo redundante.
No hay, pues, un corte claro, sino una encrucijada móvil que convoca al
carnaval ‘tradicional’, ‘pre-moderno’ (o a lo que pueda quedar de él en los años 70
españoles), y al nuevo carnaval reapropiado por el individuo moderno para su
transformación personal. Los jóvenes de la transición, en su deseo de experimentación,
se interesan por tradiciones en las que encuentran una chispa de apertura y posibilidad,
y las reinterpretan desde su lenguaje de transformación subjetiva, sin importarles
demasiado la posible incongruencia.
Quieren carnaval, sí, pero todo el año.
23 El escritor afro-americano Ralph Ellison, en un artículo en el que comparaba el flamenco con el
blues, inventó algunas formulas hermosas para describir estos improvisatorios devenires que se
producen sobre la base de una estructura tradicional: “Even one who doesn’t understand the lyrics
will note the uncanny ability od the singers presented here to produce pictorial effects with their
voices. Great space, echoes, rolling slopes, the charging of bulls, and the prancing and galloping of
horses flow in this sound much as animal cries, train whistles, and the loneliness of night sound
through the blues” (2003: 24). 24 Ese tipo de “hibridez” o “fusión” no garantiza nada de por sí, como demuestra la experiencia del
grupo de rock progresivo Smash, que se detalla en el citado documental Underground. La ciudad del arco iris. En un momento de su corta carrera Smash empieza a colaborar con el guitarrista gitano
de flamenco Manuel Molina (que más tarde se haría famoso con el dúo Lole y Manuel), obteniendo
resultados experimentales e interesantes para ambas partes. Más adelante, sin embargo, los jóvenes
rockeros graban una canción llamada El garrotín, en la que mezclan música tradicional con un
formato más ‘pop’. Su productor quiso potenciar esa canción y esa vena más comercial, lo cual
produjo una serie de tensiones que acabaron por precipitar la separación de la banda.
Luis Moreno-Caballud
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