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JUSTO FERNANDEZ Antología DE LA Tradición y la Leyenda Ancashinas Edición; Hueva Era HUARAZ-PERU 1946 -

Antologia de la tradición y leyendas ancashinas (último)

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JUSTO FERNANDEZAntologíaD E L A

Tradición y la LeyendaAncashinas

Edición; Hueva Era HUARAZ-PERU

1946 -

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ANTOLOGIA DE LA TRADICION Y LA LEYENDA ANCASHINAS

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JUSTO FERNANDEZAntologíaD E L A

Tradición y la LeyendaAncashinas

Edición Nueva Eira HUARAZ-PERU1946 -

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Propiedad reservada Copyright by J. F.-1946

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PRÓLOGO

El conocimiento de un pueblo, de su carácter y de su espíritu no se obtiene, en las frías páginas de las relaciones históricas, relaciones de hechos creados por clases dirigentes y verificados, meditada y calculadamente por ellas, sino en las páginas animadas de sus vividas escenas, en las interpretaciones hondas de sus personajes populares que los artistas logran hacer revivir en su afán de ahondar y esclarecer el alma popular.El carácter y el espíritu del pueblo no se dan plenamente en los acontecimientos de determinados instantes, efectos de diversos factores y circunstancias, se dan en los fenómenos que la misma vida crea e impone su confrontación y soluciones. El carácter determina la actitud, el espíritu el entendimiento.Entre nosotros poco hay de este conocimiento. La poca preocupación por el pasado popular y la complejidad de los elementos utilizables, tan complejos por la misma conglomeración de elementos raciales que forman nuestra masa social, no han permitido hasta la fecha, un conocimiento debido da nuestra nacionalidad. El gran substratum social de nuestro pueblo, fuente honda y ancha de conocimientos de este gran conglomerado de pueblos que va en proceso de homogenización, permanece todavía casi en su totalidad inexplorado, desconocido para la ciencia y el arte, no obstante de que ya se ha llegado a comprender de la necesidad que hay de su conocimiento y de su interpretación.Las preocupaciones de nuestros hombres de letras y de nuestros artistas, con excepción de muy pocos, continúan todavía gravitando sobre las de campos muy ajenos y muy distintos del que debe ser de nuestro mayor interés. Una muestra de lo que ocurre con nuestros escritores y artistas del país, es lo que se tiene con los escritores y artistas de Ancash, el departamento acaso más rico, después del Cuzco, en motivos folklóricos en general. Un departamento de antecedentes históricos relevantes, de vida intensa en otras épocas, que supo acunar varias culturas y con una definida personalidad, resistir con gallardía, o la empresa conquistadora de los Keswas, difundir alma terrígena a colonos y criollos y tonificar el espíritu heróico de los paladines de la libertad que de estas tierras fueran a librar las más gloriosas de las jornadas de la Independencia en los campos de Junín y Ayacucho. Un departamento de la más nutrida historia, por lo mismo del más rico acervo temático, pero que sin embargo, tiene poco de conocido tanto en su historia como en sus tradiciones, leyendas y demás expresiones populares que dan el conocimiento de la vida del pueblo y de su alma.Esta es la razón para que en un propósito de recopilación de las mejores producciones literarias de los géneros de la tradición y la leyenda que sobre temas ancashinos se han hecho por autores propios y extraños y que en un afán de contribuir al conocimiento y difusión de lo poco que se tiene logrado, nos hemos impuesto, esta obra resulte harto pequeña. Mucho la habríamos deseado rica en

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cantidad como varias de las composiciones que se exponen en esta antología son ricas en calidad, porque para ello Ancash tiene así como temática, valores literarios y artísticos de lo más connotado en las letras nacionales y en las bellas artes, pero la escasa producción que en estos campos se ha hecho y la dificultad con que hemos tropezado para conseguir las producciones de los que a estos géneros se dedican con cierta contracción, nos ha privado de satisfacer este anhelo, y nos ha obligado a presentar estas pocas muestras de tradiciones y leyendas ancashinas, pocas, muy pocas, en relación con el rico venero que Ancash tiene y guarda para plumas bien cortadas y emotivas. Sin embargo, dada la inquietud que en los nuevos tiempos viene despertándose por la captación folklórica y el arte nacional, que bien se advierte también en las nuevas generaciones literarias de Ancash, es de augurar, que en un futuro muy cercano, la producción de índole tradicionalista como todas las de carácter vernáculo, crezcan alagadoramente. A este propósito de infundir la mayor inquietud posible en la nueva generación intelectual ancashina y de cumplir, a la ves, con un justiciero homenaje a nuestros autores, algunos de ellos ya casi olvidados, que cultivaron la tradición y la leyenda con no poca felicidad, es que ponemos a consideración del lector esta antología no de autores sino de producciones sobre temas ancashinos. El lector sabrá juzgar.

JUSTO FERNANDEZHuaraz, diciembre de 1945

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Ricardo Palma

Primera figura de las letras peruanas y una de las más connotadas de Hispanoamérica.

Nació en Lima el 7 de Febrero de 1833 y murió en Miraflores (Lima) el 6 de Octubre de 1919, a los 86 años de edad.

Tradicionista, poeta y filólogo eminente, el género de su mayor y más celebrada dedicación fue el de la tradición que el creara y sólo él cultivara con notable brillo. Magnífico narrador de imaginación traviesa y espíritu zumbón de criollo auténtico y poseedor de un estilo personalísimo, de admirable creación estética, vivo y ligero con un lenguaje al mismo tiempo castizo y criollo, sus relatos cortos, cruce de leyenda histórica y de artículo de costumbres como advierte Riva Agüero, tienen estas producciones un sello original y peruanísimo.

El éxito y la fama que alcanzara Palma con este nuevo género literario, despertaron en las nuevas generaciones un afán por imitarlo pero acaso sin conseguirlo.

Su obra que es copiosa dentro del género de las tradiciones la forma -6 voluminosos tomos- no sólo comprende los motivos que le brindaron los viejos manuscritos, principal fuente de sus informaciones, sino también, simples datos y vagas referencias que suministráronle amigos y admiradores del esclarecido tradicionista, de donde, la amplitud de su obra nacional y la prueba de su difícil arte de hacer obra con “un poco de verdad y ciento de mentira”

A esta singular cualidad, Ancash le debe algunas de las hermosas tradiciones que de referencias fueron a cobrar forma y perennidad bajo la genial pluma del ilustre tradicionista limeño.

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JUSTICIA DE BOLIVAR

En Junio de 1824 hallábase el ejército libertador escalonado en el departamento de Ancash. Preparándose a emprender las operaciones de la campaña que, en Agosto de ese año, dio por resultado la batalla de Junín y cuatro meses más tarde, el espléndido triunfo de Ayacucho.Bolívar residía en Caraz con su Estado Mayor, la caballería que mandaba Necochea, la división peruana de La Mar, y los batallones Bogotá, Caracas, Pichincha y Voltijeros, que tan bizarramente se batieron a órdenes del bravo Córdova.La división Lara, formada por los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba cuarteles en la ciudad de Huaraz. Era la oficialidad de estos cuerpos un conjunto de jóvenes gallardos y calaveras, que así eran de indómita bravura en las lides de Marte como en las de Venus. A la vez que se alistaban para luchar heroicamente con el aguerrido y numeroso ejército realista, acometían, en la vida de guarnición, con no menos arrojo y ardimiento, a las descendientes de los golosos desterrados del Paraíso.La oficialidad colombiana era, pues, motivo de zozobra para las muchachas, de congoja para las madres, y de cuita para los maridos; porque aquellos malditos militronchos no podían tropezar con un palmito medianamente apetitoso sin decir, como más tarde el valiente Córdova —adelante, y paso de vencedor— y tomarse cierta familiaridades capaces de dar rotortijones al marido menos escamado y quisquilloso. ¡Vaya si eran confianzudos los libertadores!Para ellos estaban abiertas las puertas de todas las casas, y era inútil que alguna se les cerrase; pues tenían siempre su modo de matar pulgas y de entrar en ella como en plaza conquistada. Además, nadie se atrevía a tratarlos con despego: primero, porque estaban de moda; segundo, porque habría sido mucha ingratitud hacer ascos a los que venían, desde las márgenes del Cauca y del Apure, a ayudarnos a romper el aro y participar de nuestros reveses y de nuestras glorias: y tercero, porque en la patria vieja nadie quería sentar plaza de patriota tibio.Teniendo la división Lara una regular banda de música, los oficiales que, como hemos dicho, eran gente amiga de jolgorio, se dirigían con ella, después de lista de ocho; a la casa que en antojo les venía, e improvisaban un baile para el que la dueña de la casa comprometía a sus amigas de la vecindad.Una señora, a quien llamaremos la señora de Munar, viuda de un acaudalado español, habitaba en una de las casas próximas a la plaza, en compañía de dos hijas y dos sobrinas, muchachas todas en condición de aspirar a inmediato casorio; pues eran lindas, ricas, bien adoctrinadas y pertenecientes a la antigua aristocracia del lugar. Tenían lo que entonces se llama sal, pimienta, orégano y cominillo; es decir, las cuatro cosas que los

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que venían de la península buscaban en la mujer americana.Aunque la señora de Munar, por lealtad sin duda a la memoria de su difunto, era goda y requetegoda, no pudo una noche excusarse de recibir en su salón a los caballeritos colombianos que, a son de música, manifestaron deseo de armar jarana en el aristocrático hogar.Por lo que atañe a las muchachas, sabido es que el alma les brinca en el cuerpo cuando se trata de zarandear a dúo el costalito de tentaciones.La señora de Munar tragaba saliva a cada piropo que los oficiales endilgaban a las doncellas, y ora daba un pellizco a la sobrina que se descantillaba con una palabrita animadora, o, en voz baja, llamaba al orden a la hija que prestaba más atención de la que exige la buena crianza a las garatusas de un libertador.Media noche era ya pasada cuando una de las niñas, cuyos encantos había sublevado los sentidos del capitán de la cuarta compañía del batallón Vargas, sintióse indispuesta y se retiró a su cuarto. El enamorado y libertino capitán, creyendo burlar al Argos de la madre, fuese a buscar el nido de la paloma. Resistíase esta a las exigencias del Tenorio, que probablemente llevaban camino de pasar de turbio a castaño oscuro, cuando una mano se apoderó con rapidez de la espada que el oficial llevaba al cinto y la clavó la hoja en el costado.Quien así castigaba al hombre que pretendió llevar la deshonra al seno de una familia, era la anciana señora de Munar.El capitán se lanzó al salón cubriéndose la herida con las manos. Sus compañeros, de quienes era muy querido, armaron gran estrépito y, después de rodear la casa de soldados y de dejar preso a todo títere con faldas, condujeron al moribundo al cuartel.Terminaba Bolívar de almorzar cuando tuvo noticia de tamaño escándalo, y en el acto montó a caballo e hizo en poquísimas horas el camino de Caraz a Huaraz.Aquel día se comunicó al ejército la siguiente:

ORDEN GENERAL

Su Excelencia el Libertador ha sabido con indignación que la gloriosa bandera de Colombia, cuya custodia encomendó al batallón Vargas, ha sido infamada por los mismos que debieron ser más celosos de su honra y esplendor, y en consecuencia, para ejemplar castigo del delito, dispone:1° El batallón Vargas ocupará el último número de la línea, y su bandera permanecerá depositada, en poder del General en Jefe hasta que, por una victoria sobre el enemigo, borre dicho cuerpo la infamia que sobre él ha caído.2° El cadáver del delincuente será sepultado sin los honores de ordenanza, y la hoja de Ia espada, que Colombia le diera para

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defensa de la libertad y la moral, se romperá por el furriel en presencia de la compañía.

Digna del gran Bolívar es tal orden general. Sólo con ella podía conservar su prestigio la causa de la independencia y retemplarse la disciplina militar.Sucre, Córdova, Lara y todos los jefes de Colombia, se empeñaron con Bolívar para que derogase el artículo en que degradaba al batallón Vargas, por culpa de uno de sus oficiales. El Libertador se mantuvo inflexible durante tres días, al cabo de los cuales creyó político ceder. La lección de moralidad estaba dada, y poco significaba ya la subsistencia del primer artículo.Vargas borró la mancha de Huaraz con el denuedo que desplegó en Matará y en la batalla de Ayacucho.Después de sepultado el capitán colombiano, dirigióse Bolívar a casa de la señora de Munar, y le dijo:—Saludo a la digna matrona con todo el respeto que merece la mujer que, en su misma debilidad, supo hallar fuerzas para salvar su honra y la honra de los suyos.La señora de Munar dejó desde ese instante de ser goda, y contestó con entusiasmo.— ¡Viva el Libertador! Viva la patria!

A MUERTO ME HUELE EL GODO

Como estribillo popular he oído muchas veces, en boca de las viejas, esta frase: —a muerto me huele el godo--y, averiguando su origen, hízome el siguiente relato un respetable anciano que fue alférez en el Imperial Alejandro, número 45. Tócame solo añadir que gran parte del relato está de acuerdo con los documentos históricos que he podido consultar. Maestro de escuela en el pueblo de Pichigua, provincia de Aymaraes, era en 1823, un viejo de carácter extravagante y que llevaba cerca de veinte años de residencia en el lugar. Nadie sabía de donde era oriundo, pues habíase aparecido en el pueblo como caído de las nubes, y obtenido de la autoridad diez pesos de sueldo al mes, por la tarea de enseñar primeras letras y doctrina cristiana a los muchachos.Pichagua, en 1823, era un pueblecito habitado por ochocientos indios. Hoy su población apenas alcanza a la mitad.Por aquel tiempo, presentóse una mañana en el pueblo el coronel don Tomás Barandalla con dos compañías del regimiento Imperial Alejandro; y los indios de Pichigua, que eran tenaces realistas, lo recibieron con entusiastas aclamaciones.Barandalla vino al Perú, en 1815, como capitán de Estremadura, regimiento que, a fines de ese año y por cuestión de pagas se amotinó en Lima, volviendo al orden gracias a la energía de Abascal. El virrey castigó a los sublevados y, para restablecer la

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disciplina, disolvió el cuerpo, dejando subsistentes sólo dos compañías que sirvieron de base para formar el Imperial Alejandro del que, ya en 1823, era Barandalla coronel.Hallábase este, luciendo sus bigotes a la borgoñona y vestido de gran uniforme, en el corredor de la casa del cura don Isidro Segovia, recibiendo las felicitaciones de los principales vecinos de Pishigua, cuando se detuvo en la puerta de calle un viejezuelo envuelto en una raída capa de bayetón del Cuzco. Cerca de él había un grupo de indios con la cabeza descubierta, y contemplando alelados al bizarro coronel.El viejo permaneció sin quitarse el sombrero y, mirando a Barandalla con aire despreciativo, dijo a los del grupo:—A muerto me huele el godo.Y aludiendo a la intimidad que parecía existir entre el cura Segovia y el jefe español, añadió:— Abad y ballestero, mal para los moros.Oyólo una espía del coronel y, acercándose a este, le dio el chisme. Barandalla miró hacia la puerta y se fijó en el viejo, que continuaba con el sombrero encasquetado y sonriendo desdeñosamente.— ¿Quién es ese hombre de capa?—preguntó el coronel a uno de los vecinos.— Señor, un pobre diablo: es el maestro de la escuela.— Cara tiene de insurgente-y volviéndose a uno de sus oficiales, añadió Barandalla--tómelo usted y fusílelo.El cura y algunos vecinos se atrevieron a despegar los labios abogando por el sentenciado; pero Barandalla se mantuvo firme.El dómine no opuso la más leve resistencia, y se dejó amarrar murmurando siempre:— A muerto me huele el godo......— Pues el que huele a muerto es el viejo insolente, y tanto que voy a fusilarlo, le interrumpió el oficial.—Bueno! Bueno!- contestó el viejo sin inmutarse—El que yo huela a muerto no quita lo otro.Y, volviéndose al grupo popular, dijo en voz alta:—Hijos míos: no me mata Barandalla sino la justicia de Dios. Hoy cumplen veinte años que, en Huaylas, maté a puñaladas a mi mujer, a mi suegra y a mis hijos. El que la hizo que la pague, y Dios se apiade de mi alma.

* *

Un mes después el virrey La Serna firmó, en el Cuzco, algunos ascensos; y Barandalla obtuvo el de brigadier, quizá en premio de sus feroces acciones. —Barandalla fué el fusilador del cura Cerda, párroco del pueblo de Reyes, en Junín. El hombre era como para pagarlo por diezmo al diablo.Pero, desde el día en que el maestro de escuela le avisó que olía a muerto, empezó a sufrir de una estraña dolencia que lo llevó a la tumba, en 1824, poco antes de la batalla de Ayacucho, y

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justamente, al cumplirse el año del fusilamiento del viejo.

LA VIEJA DE BOLIVAR

Con este apodo se conoce hasta hoy (Julio de 1898) en la villa de Huaylas, departamento de Ancash, a una anciana de noventa y dos navidades, y que a juzgar por sus buenas condiciones físicas e intelectuales, promete no arriar bandera en la batalla de la vida sino después de que el siglo XX haya principiado a hacer pinicos. Que Dios la cuerde la realidad de la promesa, y después ábrase el hoyo, ya que

todo, todo en la tierra tiene descanso; todo hasta las campanas el Viernes Santo (1)

Manuelita Madroño era, en 1824, un fresquísimo y lindo pimpollo de dieciocho primaveras, pimpollo muy codiciado, así por los Tenorios de mamadera o mozalbetes, como por los hombres graves. La doncellica pagaba a todos con desdeñosas sonrisas, porque tenía la intuición de que no estaba predestinada para hacer las delicias de ningún pobre diablo de su tierra, así fuese buen mozo y millonario. En una mañana del mes de Mayo de aquel año, hizo Bolívar su entrada oficial en Huaylas, y ya se imaginará el lector toda la solemnidad del recibimiento y lo inmenso del popular regocijo. El Cabildo, que pródigo estuvo en fiestas y agasajos, decidió ofrecer al Libertador una corona de flores, la cual le sería presentada por la muchacha más bella y distinguida del pueblo. Claro está que Manuelita fue la designada, como que por su hermosura y lo despejado de su espíritu, era lo mejor en punto a hijas de Eva. A don Simón Bolívar, que era golosillo por la fruta vedada del Paraíso, hubo de parecerle Manuelita bocato di cardinale, y a la fantástica niña antojósele también pensar que era el Libertador el hombre ideal por ella soñado.

(1) El 12 de lulio escribí este artículo y ¡curiosa coincidencia! en este mismo día falleció la nonagenaria protagonista, como si se hubiera propuesto desairar mi buen deseo.

Dicho queda con esto que no pasaron cuarenta y ocho horas sin que los enamorados ofrendasen a la diosa Venus.

Si el fósforo da candela¡Qué dará la fosforera!

Y sea dicho en encomio del voluble Bolívar, que desde ese día hasta fines de Noviembre, en que se alejó del de-partamento, no cometió la más pequeña infidelidad al amor de la abnegada y entusiasta serrana que lo acompañó, como

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valiosa y necesaria prenda anexa al equipaje, en sus excursiones por el territorio de Ancash, y aún lo siguió al glorioso campo de Junín, regresando con el Libertador, que se proponía formar en el Norte algunos batallones de reserva. Manuelita Madroño guardó tal culto por el nombre y recuerdo de su amante, que jamás correspondió a pretensiones de galanes. A ella no la arrastraba el río, por muy crecido que fuese.

* Hoy, en su edad senil, cuando ya el pedernal no da chispa, se alegra y siente como rejuvenecida cuando alguno de sus paisanos la saluda, diciéndola: -¿Cómo está la vieja de Bolívar?Pregunta a la que ella responde, sonriendo con picardía: —Como cuando era la moza.

LAS TRES ETCETERAS DEL LIBERTADOR

A fines de Mayo de 1824 recibió el gobernador de la por entonces villa de San Ildefonso de Caraz, don Pablo Guzmán, un oficio del Jefe de Estado Mayor del ejército independiente, fechado en Huaylas, en el que se le prevenía que, debiendo llegar dos días más tarde, a la que desde 1868 fué elevada a la categoría de ciudad, una de las divisiones, aprestase sin pérdida de tiempo cuarteles, reses para rancho de la tropa y forraje para la caballada. Item se le ordenaba que, para su excelencia el Libertador, alistase cómodo y decente alojamiento, con buena mesa, buena cama y etc., etc., etc. Que Bolívar tuvo gustos sibaríticos es tema que ya no se discute; y dice muy bien Menéndez y Pelayo cuando dice que la Historia saca partido de todo, y que no es raro encontrar en lo pequeño la revelación de lo grande. Muchas veces, sin parar mientes en ello, oí a los militares de la ya extinguida generación que nos dio Patria e Independencia decir, cuando se proponían exagerar el gasto que una persona hiciera en el consumo de determinado artículo de no imperiosa necesidad: —Hombre, usted gasta en cigarros (por ejemplo) más que el Libertador en agua de Colonia. Que don Simón Bolívar cuidase mucho del aseo de su personita y que consumiera diariamente hasta un frasco de agua de Colonia, a fe que a nadie debe maravillar. Hacía bien, y le alabo la pulcritud. Pero es el caso que, en los cuatro años de su permanencia en el Perú tuvo el tesoro nacional que pagar

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ocho mil pesos ¡¡¡8.000!!! invertidos en agua de Colonia para uso y consumo de su excelencia el Libertador, gasto que corre parejas con la partida aquella del Gran Capitán: -En hachas, picas y azadones, tres millones.

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Yo no invento. A no haber desaparecido en 1884, por consecuencia de voraz (y acaso malicioso) incendio, el archivo del Tribunal Mayor de Cuentas, podría exhibir copia certificada del reparo que a esa partida puso el vocal a quien se encomendó, en 1829, el examen de cuentas de la comisaría del ejército libertador. Lógico era, pues, que para el sibarita don Simón aprestasen en Caraz buena casa, buena mesa y etc., etc., etc. Como las pulgas se hicieron, de preferencia, para los perros flacos, estas tres etcéteras dieron mucho en qué cavilar al bueno del gobernador, que era hombre de los que tienen el talento encerrado en jeringuilla y más tupido que caldo de habas.Resultado de sus cavilaciones fue el convocar, para pedirles consejo, a don Domingo Guerrero, don Felipe Gastelumendi, don Justino de Milla y don Jacobo Campos, que eran, como si dijéramos, los caciques u hombres prominentes del vecindario. Uno de los consultados, mozo que preciaba de no sufrir mal de piedra en el cerebro, dijo:¿Sabe usted, señor don Pablo, lo que, en castellano, quiere decir etcétera? —Me gusta la pregunta. En priesa me ven y doncellez me demandan, como dijo una pazpuerca.No he olvidado todavía mi latín, y sé bien que etcétera significa y lo demás, señor don Jacobo. —Pues, entonces, lechuga, por qué te arrugas? ¡Si la cosa está más clara que agua de puquio! ¿No se ha fijado usted en que esas tres etcéteras están puestas a continuación del encargo de buena cama?¡Vaya si me he fijado! Pero, con ello, nada saco en limpio. Ese señor Jefe de Estado Mayor debió escribir como Cristo nos enseña: pan, pan, y vino, vino, y no fatigarme en que le adivine el pensamiento.

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-¡Pero, hombre de Dios, ni que fuera usted de los que no compran cebolla por no cargar rabo! ¿Concibe usted buena cama sin una etcétera siquiera? ¿No cae usted todavía en la cuenta de lo que el Libertador, que es muy devoto de Venus, necesita para su gasto diario? -No diga usted más, compañero -interrumpió don Felipe Gastelumendi.-A moza por etcétera, si mi cuenta no marra. -Pues a buscar tres ninfas, señor gobernador -dijo don Justino de Milla- en obedecimiento al superior mandato; y no se empeñe usted en escogerlas entre las muchachas de zapato de ponleví y basquiña de chamelote, que su excelencia, según mis noticias, ha de darse por bien servido siempre que las chicas sean como para cena de Nochebuena. Según don Justino, en materia de paladar erótico, era Bolívar como aquel bebedor de cerveza a quien preguntó el criado de la fonda: -¿Qué cerveza prefiere usted que le sirva? ¿Blanca o negra? -Sírvemela mulata. -¿Y usted qué opina? -Preguntó el gobernador, dirigiéndose a don Domingo Guerrero. -Hombre -contestó don Domingo, -para mí la cosa no tiene vuelta de hoja, y ya está usted perdiendo el tiempo que ha debido emplear en proveerse de etcéteras.

II

Si don Simón Bolívar no hubiera tenido en asunto de faldas, aficiones de sultán oriental, de fijo que no figuraría en la Historia como libertador de cinco repúblicas. Las mujeres le salvaron siempre la vida, pues mi amigo García Tosta, que está muy al dedillo informado en la vida privada del héroe, refiere dos trances que, en 1824, eran ya conocidos en el Perú.

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Apuntemos el primero. Hallándose Bolívar en Jamaica, en 1810, el feroz Morillo o su teniente Morales enviaron a Kingston un asesino; el cual clavó por dos veces un puñal en el pecho del comandante Amestoy, que se había acostado sobre la hamaca en que acostumbraba dormir el general. Este, por causa de una lluvia torrencial, había pasado la noche en brazos de Luisa Crober, preciosa joven dominicana, a la que bien podía cantársele lo de:

Morena del alma mía,morena por tu quererpasaría yo la maren barquito de papel.

Hablemos del segundo lance. Casi dos años después, el español Renovales penetró a media noche en el campamento patriota, se introdujo en la tienda de campaña, en la que había dos hamacas, y mató al coronel Garrido, que ocupaba una de éstas. La de don Simón estaba vacía, porque el propietario andaba de aventura amorosa en una quinta de la vecindad. Y aunque parezca fuera de oportunidad, vale la pena recordar que en la noche del 25 de Setiembre, en Bogotá, fué también una mujer quien salvó la existencia del Libertador, que resistía a huir de los conjurados, diciéndole: -De la mujer el consejo-presentándose ella ante los asesinos, a los que supo detener mientras su amante escapaba por una ventana.

III

La fama de mujeriego que había precedido a Bolívar contribuyó en mucho a que el gobernador encontrara lógica y acertada la descifración que, de las tres etcéteras, hicieron sus amigos, y después de pasar mentalmente revista a todas las muchachas bonitas de la villa, se decidió por tres de las que le parecieron de más sobresaliente belleza. A cada una de ellas podía, sin escrúpulo, cantársele esta copla:

de las flores, la violeta; de los emblemas, la cruz; de las naciones, mi tierra; y de las mujeres, tú.

Dos horas antes de que Bolívar llegara, se dirigió el capitán de cívicos don Martín Gamero, por mandato de la autoridad, a casa de las escogidas, y sin muchos preámbulos las declaró presas; y en calidad de tales las condujo al domicilio preparado para alojamiento del Libertador. En vano protestaron las madres, alegando que sus hijas no eran godas, sino patriotas hasta la pared del frente. Ya se sabe que el derecho de protesta es derecho

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femenino, y que las protestas se reservan para ser atendidas el día del juicio, a la hora de encender faroles. — ¿Por qué se lleva usted a mi hija? -gritaba una madre. — ¿Qué quiere usted que haga? -contestaba el pobrete capitán de cívicos. —Me la llevo de orden suprema. —Pues no cumpla usted tal orden -argumentaba otra vieja. -¿Que no cumpla? ¿Está usted loca, comadre? Parece que usted quisiera que la complazca por sus ojos bellidos, para que luego el Libertador me fría por la desobediencia. No, hija, no entro en componendas. Entretanto, el gobernador Guzmán, con los notables, salió a recibir a su excelencia a media legua de camino. Bolívar le preguntó si estaba listo el rancho para la tropa, si los cuarteles ofrecían comodidad, si el forrraje era abundante, si era decente la posada en que iba alojarse; en fin, lo abrumó a preguntas. Pero, y esto chocaba a don Pablo, ni una palabra que revelase curiosidad sobre las cualidades y méritos de las tres etcéteras cautivas. Felizmente para las atribuladas familias, el Libertador entró en San Ildefonso de Caraz a las dos de la tarde, impúsose de lo ocurrido, y ordenó que se habriese la jaula a las palomas, sin siquiera ejercer la prerrogativa de una vista de ojos. Verdad que Bolívar estaba por entonces libre de tentaciones, pues traía desde Huaylas (supongo que en el equipaje) a Manuelita Madroño, que era una chica de dieciocho años, de lo más guapo que Dios creara en el género femenino del departamento de Ancash. En seguida le echó don Simón al gobernadorcillo una repasata de aquellas que él sabía echar, y lo destituyó del cargo.

IV

Cuando corriendo los años, pues a don Pablo Guzmán se le enfrió el cielo de la boca en 1882. Los amigos embromaban al ex-gobernador hablándole del renuncio que, como autoridad, cometiera, él contestaba: -La culpa no fue mía sino de quien, en el oficio, no se expresó con la claridad que Dios manda;

Y no me han de convencercon argumentos al aire;pues no he de decir Voltérdonde está escrito voltaire

Tres etcéteras al pie de una buena cama, para todo buen entendedor, son tres muchachas… y de aquí no apeo ni a balazos.

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UN SANTO VARON

Vivo y comiendo pan está todavía en Huauya, estancia vecina a Caraz, el protagonista de este artículo. Llámase José Mercedes Tamariz, aunque generalmente se le conoce por el Tuerto, si bien él se requema cuando oye le mote y la emprende a puñetazo limpio con el burlón. Hasta hace pocos años fue Tamariz persona de fuste en la parroquia de San Ildefonso de Caraz, como que ejercía los socorridos cargos de sacristán, campanero, misario en las misas rezadas, organista en las fiestas solemnes, y cantor fúnebre en todo sepelio. Era hombre a quien nadie habría tenido entrañas para negarle un par de zapatos viejos. Gran devoto del zumo de parra, que en tan buen predicamento para con la humanidad puso el abuelo Noé, era frecuente que, para misa dominical, tuviese el párroco que ir en persona a sacar al organista de alguna tracamandana. El bellaco Tuerto era un don Preciso, pues en diez leguas a la redonda no había hombre capaz de manejar el órgano. Y sucedió que un domingo, en que lo sacaron de una cuchipanda para llevarlo a la iglesia, en vez de arrancar al órgano notas que pudieran pasar por imitación del Gloria in excelsis, tocó una cachua con todos sus ajilimógilis. Los cabildantes que a la misa concurrieron se sulfuraron ante tamaña irreverencia, y ordenaron al alguacil que amarrado codo con codo, llevase a la cárcel al tuno del organista, el cual protestaba con esta badajada, propia de un trufaldín: Dios no entiende de música terrena, y para él da lo mismo una tonada que otra. Acostumbrábase, en muchos pueblos del Perú, celebrar la Semana Santa con mojigangas populacheras que ni pizca tenían de religiosas. En Lima misma, como quien dice en el cogollito de la civilización, tuvimos hasta que entró la patria la exhibición de la Llorona de Viernes Santo, de la Muerte carcancha y de otras profanaciones de idéntico carácter. A Dios gracias van desapareciendo del país esas extravagancias de una mal entendida devoción. En la costa y en la sierra, toda mestiza de quince a veinte primaveras y de apetitoso palmito en disponibilidad para noviazgo, se desvivía porque la designase el Cura para representar en la Iglesia a la Verónica, a la pecadora de Magdala a María Cleofe u otra de las devotas mujeres que asistieron al drama del Calvario, No hace aún medio siglo que, en Paita y otros pueblos del departamento de Piura, ponían en la cruz a| mancebo más

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gallardo del lugar, y cuentan que una vez interrumpió éste al predicador, diciendo: -Mande su paternidad que se vaya la bendita Magdalena, porque me está haciendo cosquillas. En cuanto a los hombres, el papel de santos varones no tenía menos pretendientes. Durante la cuaresma, el cura los ensayaba para que, en las tres horas del Viernes Santo, varones y varonesas desempeñasen correctamente su papel. El cura de Caraz, presbítero don José María Sáenz que, corriendo los años murió en el antiguo manicomio de San Andrés, designó en una ocasión a Mercedes Tamariz para que funcionara como santo varón a quien correspondía desclavar la mano izquierda de Cristo. Pero fué el caso que imaginándose el orador que era más culto emplear las palabras diestra y siniestra, en vez de derecha e izquierda, vocablos de uso corriente, dijo dirigiéndose a Tamariz: -Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor.Tamariz se quedó hecho un pasmarote, sotto voce dijo a su compañero: -Eso de siniestra irá contigo... desclava, hombre. -No, Mercedes, a ti te toca. — ¿Qué diablos va a tocarme a mí? Me corresponde la izquierda.

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El cura, viendo que el sacristán se hacía remolón, para cumplir la orden, repitió: —Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor. Ni por esas. Mercedes Tamariz no se daba por notificado y seguía disputando con el otro prójimo. Entonces, aburrido el párroco, le gritó: —¡Tuerto borracho! Desclava la mano izquierda del Señor. Eso de llamarle Tuerto, y en público para mayor agravio, le llegó al sacristán a la pepita del alma, le removió el concho alcohólico, arrojó con estrépito la herramienta que para desclavar tenía en la mano, y se salió furioso de la iglesia, parroquial, diciendo: -Padre, no tiene usted la culpa sino yo, por haberme metido en semejantes candideces.

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Celso V. Torres

Escritor, periodista y poeta. Es una de las figuras sobresalientes de las letras ancashinas y una de las más específicas del país en el dificil género de la tradición creado por Palma. Nació en Caraz el 28 de Julio de 1859 y murió en la misma ciudad el 12 de Noviembre de 1918. Hizo sus estudios primarios y los dos primeros años de instrucción secundaria en la misma ciudad de su nacimiento, interrumpiéndolos para dedicarse al trabajo, primero como empleado en el Municipio, en la Procuraduría Fiscal y como Secretario de la Subprefectura, seguidamente, y después como funcionario judicial, optado que hubo el título de Notario Público, en la misma ciudad de Caraz. Su apartamiento de centros de vida intelectual activa y las diversas ocupaciones a que estuvo dedicado durante su vida, no le impedieron formarse una sólida cultura, ni el cultivo de las letras para las que tenía especiales cualidades. En el campo periodístico en el que actuó desde su juventud, particularmente en “La Prensa de Huaylas”, de larga y fecunda vida, de la que fue su redactor, destacóse sus campañas elevadas y justas y en el campo literario conquistó halagadores juicios. Tomando como modelo a Palma cultivó la tradición con singular acierto reviviendo los propios del terruño con el gracejo y el aticismo aprendidos en su maestro. Su mérito en la tradición es marcado por la especial distinción que Palma le tuviera brindándole su amistad y manteniendo con él continua correspondencia. Celso V. Tórres cultivó también el cuento y la poesía con no poco éxito, Su producción que fue grande no llegó a reunirla en ninguna obra tocado de una excesiva modestia. Ella se encuentra dispersa en periódicos de su tierra natal y en diarios y revistas de Lima donde tenía preferente cabida.

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LA TEMERIDAD Y LA JUSTICIA DE DIOS [1]

(Historia Tradicional)

Allá, en las postrimerías del siglo XVIII (1789), y en los comiedzos del siglo XIX (1803), existía en el pueblo de San Jacinto de Mato un matrimonio, tal vez envidiable por la paz y armonía que reinaban en el hogar, que era un rincón del paraíso. No sabré decir los nombres de estos esposos, pero antójaseme que el marido se llamó Vicente y Margarita la esposa. Vicente ejercía el oficio de platero. Margarita fué la más bella criatura que, en cuanto al sexo femenino, a Dios se le antojara crear en estas comarcas. Su sedosa cabellera le medía el talle, Por tu parte, querido lector, hazte cargo de delinear la hermosura de Margarita. Píntala tal como la dibuje tu fantasía llena de perfecciones. Los que la conocieron, pues, sus perfecciones, que no pudiendo darle un sobrenombre que correspondiera a su donaire y belleza, a sus gracias y encantos, sencillamente decían que Margarita era bella hasta la temeridad. Esta fue la única expresión que encontraron los golosos hijos de Adán, que se pirraban por ella y con el que creyeron haber dicho todo, pero ella jamás dio motivo para que se susurrase contra su honor. Fue, pues, un ángel encarnado en cuerpo esbelto de mujer. De aquí nació que a Margarita se le conociera sólo por «La Temeridad», olvidando su nombre._____________

(1) El asunto de estas tradiciones parte del que cuenta Dn. Ricardo Palma en forma incompleta en su tradición «A muerto me huele el godo». el autor de «La Temeridad y la Justicia de Dios» nos lo dice, afirmativamente, en la carta que le dirigiera a don Ricardo Palma dedicándole su composición y que aparecen publicadas en

«Variedades» N° 523 de 23 de marzo de 1918.

La carta dice así:

Al señor Ricardo PalmaMuy distinguido amigo: Al leer su tradición «A muerto me huele el godo» me palpitó de go zo el corazón porque en ella creo haber encontrado el espeluznante final de una tragedia horrorosa sucedida en el pueblo de Mato, a dos leguas.

A nadie mejor que a ella podría habérsele cantado:

La hermosura de los cielos,Cuando Dios la repartió,No estarías tú muy lejos Cuando tanto te tocó.

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Con esto está dicho que el marido no sólo vivía enca-riñado con su conjunta, sino celosísimo como un musulmán.

_____ Por entonces fue cura de esta parroquia de San Ildefonso de Caraz, el doctor don Marcos Herrera, desde 1796 hasta 1804 después de haber sido inter en Pueblo Libre. El doctor Herrera no sólo fue querido y respetado por sus feligreses y por cuantos lo conocieron sino venerado por su santidad y virtud ¿fue dotado por el cielo tal vez del don de doble vista o fue gran receptor telepático? Sus presentimientos casi eran proféticos. En la tarde de un domingo, a fines de noviembre de 1898, el doctor Herrera rezaba el trisagio en el púlpito de la Iglesia matriz de esta ciudad de Caraz, cuando de improviso interrumpió a los devotos feligreses, y juntando las manos clamó la misericordia divina y dijo: «Queridos hijos, recemos un Padrenuestro y una Avemaría por “La Temeridad», su madre e hijos, que en este instante acaban de ser víctimas de la ferocidad y alevosía de su esposo Vicente, que, con un puñal les ha dado muerte en el pueblo de Mato».

Norte de esta ciudad de Caraz, en los comienzos del siglo XIX. Mato, como todos los pueblos del actual departamento de Ancash formaba parte de la antigua provincia de Huaylas del departamento de Junín, hasta 1839. Mi tradición «La Temeridad y la Justicia de Dios» se ha mantenido inédita, porque me faltaba el corolario o fin del protagonista, que lo encuentro en «A muerto me huele el godo», que con venia de Ud. voy a copiar para completar este ligero trabajo. Creo que la una no excluye a la otra ni pueden desdeñarse, perdonándome Ud. que merodee en sus propiedades; que «probada la necesidad y utilidad, es procedente la expropiación forzada». Acepte Ud. mi querido don Ricardo, que con respetuoso cariño le haga esta declaratoria su antiguo colaborador y amigo.

CELSO V. TORRESCaraz, a 14 de julio de 1917

Así fué, en efecto. Un individuo se presentó a casa de Vicente; pues lo necesitaba con urgencia para asuntos relacionados con su oficio de platero; y al no encontrarlo, tomó asiento por un instante, que le ofreciera la desventurada Margarita, que se hallaba en ese instante con su madre e hijos. Como se ve no había motivo para que al musulmán Vi -cente se le subiera la pimienta a la nariz. Entrar a su casa, encontrar al amigo en ella y tomar su puñal, todo fue uno. Enfurecido Vicente más que berrendo estoqueado, dio de puñaladas a su esposa «La Temeridad», que según él ella había quebrantado la prohibición de aceptar visitas del sexo barbudo, en su ausencia, que fue momentánea; pues no se apartaba de ella por largas horas. Ante crimen tan espeluznante, la suegra y sus tiernos hijos, sobrecogidos de terror, defendieron a Margarita de la ferocidad de su esposo; y mientras ella se retorcía en el suelo con los estertores de la agonía, Vicente ciego de coraje, acometió con el mismo puñal a la suegra y a los hijos, dejándolos tendidos. Ante la magnitud de este crimen sin nombre, fugó el criminal Vicente, sin saber jamas de su

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paradero. Felizmente la tradición de «A muerto me huele el godo», nos saca de esta incertidumbre. La noticia causó horror y espanto en todo el Callejón de Huaylas; siendo inútiles las pesquizas hechas para capturar al auxorcida, filicida y homicida Vicente que fugaba sin rumbo, poniendo los pies en polvorosa, llevándose en la conciencia el roedor remordimiento y la desesperación, para mendigar el amargo pan del proscrito y del prófugo. De quí en adelante nadie supo nada de Vicente; pero «A muerto me huele el godo» llena este vacío que lo hallará el curioso lector. Han trascurrido 114 años sin que se olvide el triste fin de La Temeridad, injustamente asesinada.

_________

EL GOBERNADOR DE JANGAS

En todo el mes de noviembre de 1885 se hallaba asediada la ciudad de los Reyes de Lima, por el entonces coronel y después general don Andrés Avelino Cáceres, que intentaba tomarla con el ejército del Centro y derrocar el gobierno de don Miguel Iglesias, Los granujas y vendedores de periódicos hacían la olla gorda pregonando: ¡«El Oriente»! (diario que entonces se editaba en Lima) ¡Noticias importantes del Control Decreto del coronel Cáceres! ¡Tantos muertos, cuantos heridos y el número total de prisioneros! Esto era de todos los días y a cada rato. Era alarmante la situación de Lima. Las noticias de brujas y las callejeras eran para alocar al mismísimo cachazudo Job. Quien no decía: «Ya Cáceres fugó por la ruta de Orcotuna y lo acompaña el doctor don Francisco Flores Chinarro y los persigue el general don Pedro Mas»; quien otro: «Después de una refriega con el general Relaise, ya está en Huaripampa y lo acompaña el doctor don Pedro Alejandrino del Solar». Todas estas noticias aumentaban de un modo vertiginoso y los adeptos del coronel Cáceres ya gozaban, ya sufrían, según las bolas que corrían, y le mandaban expresos anunciándole lo que se decía y lo que ocurría en Lima, y pidiendo su pronto arribo; pero los expresos arriesgaban la pelleja y no había forma de encontrar un grupo que corriera tal aventura. Policarpo Salas, era por entonces un mayordomo de la casa X en la calle de Bodegones. Su patrón, cacerista de tuerca y tornillo, de frente y de espalda, de arriba y abajo, de izquierda a derecha, de cuerpo y alma, resolvió una noche, que, con el alba, marchara Policarpo a entrevistarse con el Cnl. Cáceres, llevando cartas en que le señalaba rumbos y derroteros seguros para la toma de Lima. Policarpo después de

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muchas resistencias y encomendarse al Santo Patrón de Jangas, se dió una palmada en la frente y encarándose con el amo le dijo: ¿Dígame usted, señor, de esto puedo reportar alguna ventaja positiva? —Clarinete le contestó el amo- el coronel Cáceres te corresponderá debidamente. Al agua miedos y rabo tieso. Resuelto el problema, el señor X le dio dinero, conservas, pan y pisco para el fiambre.Policarpo, salvando riesgos y peligros, llegó al lugar donde se encontraba el coronel Cáceres con su ejército. Le presentó sus credenciales de Enviado Extraordinario y le señaló Cocharcas como el mejor rumbo para entrar a Lima, probándole por A más B. la seguridad de la empresa en un abrir y cerrar de ojos. El coronel Cáceres escuchó todas las disertaciones de Policarpo, después de leída la carta del señor X, satisfecho de la prolijidad y guapeza de aquél. —Bien, le dijo— haré la contestación y te volverás hoy mismo. -¿Contestación? ¿Qué contestación cabe mi coronel? -replicó- ¿No sabe Ud. que si las fuerzas del general don Miguel Iglesia me toman, me fusilan al vuelo y sin los honores de sentarme al banquillo ni someterme a un Consejo de Guerra? ¡No mi coronel, no Alteza, no Santísima Trinidad! ¡No hay más contestación que yo en persona! Entraremos juntos por Cocharcas a Lima, al Palacio de Gobierno, y... J

-¡Basta! -le interrumpió el coronel, mirando con sonrisa paternal a Policarpo, por tantos títulos disparatados que la prodigaba. Y admirado de su decisión, le dijo: -Irás junto conmigo hasta Lima, al Palacio, y cuenta que si esto sucede, y palabra te doy, que te concederé lo que pidas y quieras. Después de la capitulación de diciembre del mismo año, (1885), el coronel Cáceres, investido del Mando Supremo, y ascendido ya a general, se hallaba en Palacio; y pasaron días, meses y Policarpo no podía entrevistarse con el general para el logro de sus anhelos ni aun para felicitarlo por su exaltación al Mando Supremo de la República. Ronda todas las avenidas de Palacio y le era imposible que los guardias le dieran entrada. Muchas veces fue rechazado a culatazos. Policarpo sufría la pena negra; no podía verse con el general Cáceres. Al fin, el Santo Patrón de Jangas hizo un milagrito: le iluminó; y una mañana engañó a los guardias, asegurándoles que llevaba noticias de suma importancia para el general y que nadie sino él en persona debía comunicárselas. Concedida la entrada, respiró sordo; y una vez en presencia del general le hizo reminiscencias de todo lo ocurrido y las promesas que le hiciera para cuando estuviera en Palacio. El general Cáceres, atareado con las labores del gobierno, no se acordó nadita de lo que le decía Policarpo; pero éste, viendo desvanecerse su más cara ilusión, le repitió los títulos de Alteza, Santísima Trinidad.

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Al llegar a este último título. S. E. reconstruyó los hechos y trajo a la memoria su ofrecimiento y titubeó por un momento, porque pensó que Policarpo desearía lo menos una prefectura, y su tipo no alcanzaba sino a portero. -Bien, le dijo -¿Qué es lo que deseas? ¿Una subprefectura? —No, señor, no pico tan alto. —Vaya -se dijo el general-. Salimos del apuro; este quiere dinero, y encarándose con su Secretario le hizo una señal de inteligencia para que le alistara soles 500, que estimaba como premio a los servicios de Policarpo. El Secretario salió de prisa a sacar el dinero; logrando esta conyuntura, S. E. dijo a Policarpo, ya bromeando.¿Y no quisieras una mitra? —¿Nitro? No, señor. Nitro hay en la botica y yo no tengo fiebres. -Y entonces, ¿qué es lo que quieres? —Quiero, señor... quiero ser gobernador de Jangas, y nada más, nada más. -Concedido —le contestó el general. -Señor Secretario, en el acto escriba usted una carta al Prefecto de Ancash para que inmediatamente don Policarpo Salas sea gobernador de Jangas, y que durará en el cargo mientras sea yo Presidente de la República. Y se reía, repitiendo para si: Parva es la materia, tratándose de premiar servicios de tanta importancia. ¡Vaya con el estúpido! Policarpo más alegre que castañuelas y haciendo piruetas de clown salió de Palacio con su carta de recomendación, dejando muerto de risa a S. E.; y en el acto se fue a las ventas de fierros viejos y se compró un par de espuelas roncadoras con rosetas de 8 a 10 centímetros de diámetro, que más bien eran sonajas, con las cuales y en mala cabalgadura entró a Jangas, no sin haber sufrido porrazos mortales en el camino; pues los perros, asustados por el sonido extraño de las espuelas, acometían al bucéfalo; y, dicho sea de paso, Policarpo era maturrango, y por lo mismo, a cada respingo de la bestia, medía el suelo con el cuerpo y gritaba a los perros: ¡Basta! ¡Basta! ¡No muerdan: soy el gobernador de Jangas! ¡Vaya con el gaznápiro! ¿Qué provecho habría de sacar de la Gobernación de Jangas, cuyos honrados pobladores jamás tienen demanda ni por roñoso robo de gallinas? Puedo sacar ventajas, mediante la oferta apalabrada de S. E. Puedo en fin, ser empleado con buen sueldo y roncar como fuelle viejo. De seguro que Bolívar y Sucre o Castilla lo habrían hecho flagelar, por lo menos, o hacerlo pasar al Manicomio, por loco.

¿Policarpo Salas fue un zorro loco? No. Fue sencillamente un tonto de capirote.

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Aurelio Arnao

Periodista y escritor de figuración nacional. Nació en Huaraz en 1872 y murió en Lima en 1940. Dedicado cultor de las letras desde su juventud desde temprano logró imponer su nombre entre los más destacados escritores del país. Compartiendo el periodismo en el más importante diario del país «El Comercio» de Lima, con la producción literaria, en ambas actividades ha hecho brillar su pluma de estilo impecable, natural y sencillo. En su mocedad abrazó la corriente realista y tomando como modelos a Zolá y Maupasant escribió una serie de cuentos de este corte. Más tarde, ganado por el embrujo de la tradición, ma-nes de Palma, dedicóse a la revisión de viejos y empolvados infolios, ofreciendo sabrosas crónicas noveladas, mezcla de historia, crónica periodística y cuento que reviven magistralmente, figuras gallardas y episodios truculentos del período resonante de la conquista. Circunstancia lamentable para Ancash, sí, ha constituido de que tan hábil narrador y cronista, que ocupa lugar en la Biblioteca Internacional de “Obras Famosas” no halla encontrado para la riqueza de la producción de tradiciones ancashinas, temas de esta procedencia, sólo así explicable, la ausencia de cronicones de ambiente ancashino, toda vez que en su obra de cuentos tiénense motivos y asuntos propios de la tierra. Motivo por el cual en la presente antología, no se inserta sino “Un dominador de la selva”, semblanza más que relato pero que por el carácter del personaje tiene, y lo ha de tener más en el futuro, un sabor de leyenda. Obras de Arnao son: "Cuentos Peruanos”, "Cronicones Novelados’', “Fastos Virreynales”, “Lima Conventual y Religiosa”, “Hombres de presa de la Conquista’' y un juguete cómico “El Crimen del Universo".

UN DOMADOR DE LA SELVA

En el viejo asiento minero de españoles y portugueses de San Luis, en las vertientes occidentales de la Cordillera Blanca, pasaba los primeros años de su juventud un espíritu inquieto y de empresa, valeroso e intransigente con las suspicacias y mala fe serranas. Era hijo de yanqui y de huarasina. Había heredado la reciedumbre del carácter sajón y la inflexible voluntad de conducir la vida por derroteros fijos. No había salido de su pueblo apacible y rústico, pero gustaba de fuertes emociones y era atrevido para emprender cualquier arriesgada empresa. Detestaba la molicie y la vida sensual y sedentaria de las ciudades. Para desterrar el aburrimiento que acosaba precozmante

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sus diez y seis años de vida, en el pueblo silente y olvidado, emprendía aventuras emocionantes como la de escalar los enhiestos picachos nevados, o la de domar potros, o la de reñir a puño limpio con cualquier hampón, o, si se terciaba, hechar una «mano de pinta» con los trashumantes reseros que posaban en el pueblo con la “huachaca” repleta de monedas. En una de estas aventuras fue como un día riñó, en la vecina villa de Llamellín, con un malero que usaba dados «cargados», y le castigó con un gran puñetazo que dio con aquél en tierra; pero se levantó en seguida y desenfundando un puñal que llevaba al cinto, le asestó una feroz puñalada en el vientre, dejando como muerto al joven de San Luis. Un curandero, apellidado Guijes, le curó de la herida, que tal vez no lo habrían hecho con mejor éxito las modernas clínicas del mundo, pues hubo que suturar tripas, peritóneo y piel, en un pueblo semirrural que carecía de todo elemento quirúrgico y acéptico en aquella época. La convalescencia fue larga, y el joven avergonzado con el lance en que había sido protagonista, resolvió marcharse para no volver nunca, lejos, lo más lejos posible, a regiones ignotas e inaccesibles, y una madrugada, ya sano y vigoroso otra vez, abandonó su pueblo natal al límpido clarear de la aurora y entre los cantos de los gallos. Desde una eminencia miró el vasto panorama que le circundaba, y allí se despertó su sueño de dominación. Era joven, recio y decidido. Basta. Con eso sólo se podía llegar a la meta. Se despidió con la mano en alto de su pueblo, donde quedaban los suyos, su casa hogareña a la que renunciaba para siempre. ¡Adiós!

II

La madre angustiada y los hermanos inquietos inves-tigaban el paradero del joven desaparecido. Pasaron los meses y pasaron los años y todos le dieron por muerto. Nadie le había visto. Había desaparecido tan definitivamente como si se lo hubiera tragado un insondable abismo. Pero no había muerto. Vivía con mayor pujanza que nunca. Había enderezado sus pasos, hacía la cuenca del Marañón, pasando por las montañas de Monzón y Uchiza, y penetrado, después de cruzar el Huallaga, en la selva inhollada, en la gran selva que sería en adelante el escenario de su luchadora vida. Conforme iba penetrando en el boscaje sus impresiones tornábanse nuevas e insospechadas. Era otro mundo y era otra vida. Otros sentimientos. Todas las trabas morales y convencionales desaparecían allí. Era el imperio absoluto de la naturaleza: muerte y alumbramiento. El árbol, la bestia, el reptil adquirían allí una fuerza y dominio superiores a los del pobre hombre civilizado y perdido azaroso entre la penumbra

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cálida de la selva, donde no se ve el cielo, que es la esperanza, ni se percibe un rayo de sol, que es el amor. El suelo amazónico se le presentaba como un conglomerado de materiales en perpétua putrefacción y un hervidero de gérmenes, de nuevas vidas incipientes y ya devoradoras. Todo resumaba humedad: todo era cieno que exhalaba fuertes olores que herían la pitituaria; de los lodazales emanaban vapores enervantes. De pronto un rumor. Se aclara el ramaje y se ve la corriente de un ancho río, sobre cuya irisada superficie asoman, entre dos aguas, Las anchas quijadas de un caimán que se desliza como un torpedo. Ese era el escenario que contemplaba absorto y con el propósito de dominarlo, el joven de San Luis, que se había sumado a una tropa de caucheros; hombres sin otra ley que el Winchester que llevaban cruzado a la espalda. Cada cual para sí y ninguno para los otros. Apenas los unía la conveniencia de la necesidad de brazos humanos para la extracción del caucho; del «oro negro», como se le llamaba entonces, que había despertado la avidez de los hombres de las regiones más remotas, como el oro auténtico provocó una verdadera cruzada de aventureros sin Dios, sin Patria y sin familia que no respetaban ninguna ley ante el apetito de enriquecerse. Eran esos los caucheros, los buscadores de la lechosa goma encerrada como en una ubre en los troncos de ciertos árboles; los caucheros que, en grupos, se internaban en lo más recóndito de la selva, abriéndose paso a machetazos entre la maleza, hasta encontrar las grandes manchas de ese árbol privilegiado, cuya sustancia líquida se disputaban los grandes mercados del mundo. De un solo vistazo el joven de San Luis se hizo cargo de la magnitud del negocio, para el cual se requerían las condiciones personales que el tenía: valor, renunciamiento a toda molicie, a toda debilidad, a todo sentimentalismo. Cuanto más trabajaba como cauchero ayudante de otros más afortunados y de más experiencia, más se convencía de que todo lo hacía el valor y el dominio sobre los otros. Y en el transcurso de pocos años, cuando apenas había cumplido los veinticinco, era ya el jefe; no recibía órdenes, las daba. Era el dominador; no ya de una tropa de caucheros aventureros, sino de gran parte de las tribus salvajes de la hoya del Ucayali, a las que había conquistado con sólo el prestigio de su altanero continente y el magnetismo de su mirada acerada que se encendía cuando la cólera le hacía echar mano de su carabina y cumplir la ley sin apelación de la Selva.

III

Este joven, que en su pueblo natal se llamaba Fermín Fiztcarrald, se había trocado el nombre por el de Garlos Fiztcarrald, con el que es conocido en la historia de nuestra

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geografía nacional. Según el Padre fray Gabriel Sala se mudó el nombre de Fermín por el de Carlos, por dos razones: «la primera es reservada; la segunda porque pasando por Quillasui (Huancabamba) un padre misionero que está allí (Juan José Mas) lo libró de un gran peligro, por cuya razón pensando que el referido padre se llamaba Carlos, se cambió el nombre, en señal de gratitud, o porque esto sucedió el día de San Carlos Borromeo. La primera causa, según me han dicho, es algo semejante a la segunda. Lo cierto es que este señor (Fiztcarrald nos tiene (a los misioneros) un cariño ilimitado». En San Luis, mientras tanto, corrían diversas versiones acerca de la desaparición de Fizcarrald, Su familia lo daba por muerto, creyéndolo devorado por los salvajes y perdido entre la jungla, y la resignación y el olvido vinieron después a colocarse como una lápida sobre su recuerdo. Nadie sabía que Fiztcarrald vivía, luchaba y triunfaba en el corazón de la vasta selva, surcando ríos, abriendo trochas, señor y dominador de las tribus salvajes, que le rendían pleitesía y le llevaban su tributo de caucho para entregárselo en los varaderos a orillas de los grandes ríos; y como la fiebre del caucho encendía otros negocios en todas las provincias limítrofes con la montaña, un cuñado de Fiztcarrald salió de San Luis, con dirección a las montañas de Monzón llevando un cargamento de víveres para cambiarlos por coca. Una vez allí, se enteró de que la fiebre del caucho estaba poblando de aventureros, venidos de todos los rincones del mundo, los ríos Marañón, Huallaga y Ucayali, en cuyos sitios pagaban altos precios por los víveres. Entonces resolvió seguir de frente hasta el río Huallaga, donde, apenas arribó, le dieron la noticia de que el rico cauchero y señor de la selva Fiztcarrald debía llegar en la lancha en que iba recorriendo el río, recogiendo el caucho que sus comisionados y los salvajes le aportaban. En efecto, a los pocos días de espera, se presentó una lancha que venía de surcada y a cuyo bordo se encontraba Fiztcarrald, que fue recibido con júbilo y demostraciones de muy alta estima tanto por los chunchos como por los caucheros menores, llamándole el «Señor del Ucayali», donde tenía su policía propia y donde no se acataba otra autoridad que la suya. Grande fue la sorpresa del cuñado de Fiztcarrald cuando reconoció en este temido «Señor del Ucayali», al hermano de su mujer. Y en cuanto Fiztcarrald se enteró de que su pariente estaba allí, además de comprarle por el doble de su precio, los víveres que llevaba, lo colmó de regalos; pidiéndole, eso sí y como único favor, que regresara a San Luis al lado de su hermana, y que por ningún motivo revelara su repentino cambio de fortuna, obtenido en el negocio en alta escala del caucho. El comerciante regresó a San Luis, pero no cumplió su ofrecimiento de guardar el secreto. Al contrario, lo primero que

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hizo fue publicar a los cuatro vientos y exageradamente las aventuras y la riqueza de Fiztcarrald, así como el dominio que ejercía en la inmensa selva, desde el Huallaga hasta el Ucayali y el Urubamba, donde se hallaba iniciando la obra colonizadora, por cuyo motivo se le había bautizado con el nombre del «Señor del Ucayali». Contrariamente a los deseos de Fiztcarrald, enterada de la fantástica noticia una multitud de parientes y amigos de su niñez se fueron en caravana al Ucayali, con el vivo anhelo de hacer fortuna al amparo del señor de la selva. Hasta su hermana, soltera, deseosa de abrazar al hermano perdido emprendió un viaje audaz, a través de los bosques, que llenó de admiración al mismo Fiztcarrald, pues fue la primera mujer que realizó por entre la selva un viaje al Ucayali, donde su hermano obsequiaba regiamente a sus familiares y amigos, obligándoles, en seguida, a regresar al terruño, ya que no le servían sino de estorbo y daban lugar a murmuraciones y chismes que menoscababan su autoridad de dominador de la montaña.

IV

El rápido encumbramiento económico de Fiztcarrald se debió al alto precio que llegó a alcanzar el caucho en los mercados europeos, en los que se cotizaba a dos libras esterlinas la arroba, en el curso del año 1896. Naturalmente, el concurso de un hombre de la experiencia y conocimientos de Fiztcarrald fué solicitado en la plaza de Iquitos para la explotación de la goma en la hoya del Ucayali y de sus grandes afluentes, pues Fiztcarrald los conocía e intentaba extender sus actividades hasta la hoya del Madre de Dios, cuyo mejor punto de contacto buscaba empeñosamente. Dispuso de abundante dinero, con el que organizó su empresa cauchera en vasta escala; compró varios buques y lanchas, una verdadera flota fluvial que surcaba los grandes ríos con itinerarios fijos. Entre esas embarcaciones, era una de las principales el vapor «Bermúdez», del cual el Padre Sala nos hace la siguiente descripción: A las nueve de la noche ha llegado el vapor «Bermúdez», tan esperado de nosotros por espacie de 15 días, en que estábamos metidos en nuestros mosquiteros para descansar, salimos al momento que oímos gritar; «¡Ya llegó el vapor!» Todos salimos de casa, encendimos luces y nos fuimos al puerto, haciendo al mismo tiempo, algunos tiros en señal de salva. Después de algunos minutos fuimos llamados a bordo y presentados al señor don Carlos Fermín Fiztcarrald; dueño del vapor, en cuya compañía se hallaban también los señores Cardoso (brasileño) y Suárez (boliviano); ambos socios del mismo señor Fiztcarrald: el primero como socio industrial y el segundo como capitalista. El comandante es el señor Donaire, el contador el señor Emilio Henriot. Toda la tripulación es excelente, y el

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vapor, por su forma y capacidad, buen orden y trato exquisito, merece con justicia que se le tenga por uno de los mejores que surcan y han surcado las aguas del famoso Ucayali. Referir la modestia y amabilidad del señor Fiztcarrald en este momento de verdadero triunfo, de labor y constancia, es una de las cosas más gratas y que mayor admiración me han causado. Por de pronto, nos hizo sentar a todos en los safás de su escritorio y nos convidó un vaso de cerveza, más luego, una taza de té, y, en seguida, nos ofreció caballerosamente el vapor a nuestra disposición... » «Media hora antes de comer se nos convidó una copa de cocktail y al acercarnos a la mesa, a segundo toque de campanilla, quedamos todos admirados y complacidos, tanto por el lujo como por el buen orden del servicio y lo variado y exquisito de los manjares y licores. Estaba todo tan limpio, elegante y arreglado, que no tuvimos que envidiar nada a los mejores vapores europeos... » Es de este modo como el jovencito de Sn. Luis se daba más tarde, en plena selva, el confort y el lujo de un gran señor; pero estaba excento de las laxitudes tropicales, de adormecerse en una hamaca, bebiendo copas de champán. ¡Su espíritu de aventura le impulasaba a las temibles exploraciones de los grandes ríos de la hoya amazónica; a desembarcar y penetrar en la selva virgen, buscando afanoso nuevos varaderos en los remotos ríos Purús y Manu, hasta dar con el istmo que ponía en contacto este último río con el Ucayali, y hasta donde llevó desarmada y en hombros de sus marineros, una lancha con la que surcó sus aguas. A este istmo se la ha puesto el nombre de Fiztcarrald, lo mismo que a una isla paradisiaca en el Madre de Dios, situada al norte del río Colorado, que fue el escenario de su postrer hazaña.

V

Puestas en comunicación las hoyas del Madre de Dios y del Ucayali, por medio del istmo descubierto, el sueño de Fitzcarrald de explotar tan vastas regiones parecía resuelto. Para realizarlo adquirió dos veloces lanchas fluviales, que, al mando del capitán francés Henriot, vinieron de Europa trayendo veinte familias españolas, con las que Fiztcarrald pensaba colonizar el Madre de Dios. Pero ocurrieron cosas inesperadas. Las familias, una vez en Iquitos, se resistieron a seguir adelante, pese a los ruegos y promesas de un español Suárez, socio de Fiztcarradl, a quien le dejó en esa ciudad con el encargo de convencer a esos colonos de cumplir sus compromisos, y acompañado de otro socio suyo, el médico boliviano Vaca Díaz, se embarcó en la lancha «Adolfito», rumbo al alto Ucayali y al Urubamba, de donde pasaría por el istmo al Madre de Dios, con cuyo objeto llevaba material para tender una vía férrea angosta. Iba con ellos el capitán Henriot, quien, dejó a su esposa en Contamana, presagiando algún

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contratiempo; a la vez que amarraba en el tronco de un árbol de la orilla una albarenga, que, como medida de previsión, solían llevar las lanchas fluviales adosadas a una de sus bordas. La versión de lo sucedido después es algo confusa: “El Adolfito” navegando a todo vapor, entró en el mal paso llamado «Chicosa», donde la corriente del Ucayali, estorbada en su curso por un gran peñón, forma un remolino peligroso para cualquier embarcación. Henriot hizo tocar la campana de alarma, y Fiztcarrald, que se encontraba en esos momentos en la cabina del comando jugando el tresillo con Vaca Diez y otros amigos, salió presuroso a cubierta y al ver el peligro del remolino, en cuyas fauces habían caído, y rota la cadena del timón, ordenó varar la lancha en la playa inmediata; pero al efectuar esta maniobra, la corriente arrastró al “Adolfito”, que fue a estrellarse contra el peñón, retrocediendo violentomente de popa y hundiéndose en seguida. De los 27 tripulantes sólo salvaron el capitán Henriot, el segundo ingeniero que era alemán y el cocinero. El capitán arribó a la orilla y situándola caminó hasta encontrar la albarenga que había dejado encadenada a un árbol, en la que se fué, aguas abajo, hasta Contamana, donde embarcó a su mujer y continuó hasta Iquitos. Quince días después llegaba al paraje del naufragio una expedición organizada por don Bernabé Saavedra, compadre de Fiztcarrald, en busca de éste; la que empezó a explorar la orilla cubierta de caña brava, hallando el cadáver del Señor de la Selva, junto con el de su socio Vaca Diez. Se supone que Fiztcarrald, que era un gran nadador, no pudo salvarse por haberse asido a él su socio que era hombre de gran corpulencia. Fué así como el destino truncó la triunfadora juventud del dominador de la Selva, cuando había impuesto su señorío sobre los grandes ríos de la Montaña peruana y se preparaba a irrumpir en las selvas boliviana y brasileña, y cuando todo le auguraba la reyecía del caucho en el mercado mundial.

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José Ruíz Huidobro

Periodista, escritor y poeta de vigorosa personalidad y uno de los más valiosos exponentes de la intelectualidad ancashina, Nació en Vicos (prov, de Carhuaz) el 25 de Mayo de 1885 y murió en Lima el 8 de Judío de 1945. De breve estancia escolar, su vocación a las letras le hizo alcanzar una sólida cultura mediante un constante esfuerzo de autodidácta.Su principal labor, y durante largos años, fue el periodismo en diarios y revistas de Huaraz en los que fue siempre su principal redactor. Miembro de la redacción de «La Neblina», revista quincenal de cultura, en 1904, en que tomara 1a profesión, de 1917 a 1926 fue Jefe de Redacción del diario “El Departamento” la más importante publicación en Ancash, habiendo ocupado su Dirección en 1924. En 1927 fundó en compañía de José M. Cerna, el diario de la tarde «La República» en casi toda su existencia de más de tres años, él solo lo dirigiera. Establecido en Lima continuó colaborando en los distintos diarios y revistas, principalmente sobre temas ancashinos. En materia literaria para la que le sobraba habilidad y gusto artístico, su producción no fue corta. Cultivó con notable éxito la poesía de la que ha dejado un volumen «Sendas lnholladas» y numerosas composiciones dispersas, el cuento en cuyo género alcanzara una Mención Honrosa en el concurso organizado en 1922 por la Sociedad Entre Nous de Lima, con su composición «Aquel Panfletario» que da nombre al volumen que reúne parte de sus composiciones de este género; cultivó también la novela de la que ha dejado dos obras «Historia de un dolor» publicada en folletín en «El Departamento» en 1917 y «Derrota» todavía inédita. Es el escritor que viviendo alejado de Arcash anduvo más cerca de las inquietudes y preocupaciones de sus coterráneos y más intimamente ligado al destino de su Departamento.

LOS AMORES DEL DIABLO

Viene a mi pluma la donosa ocasión de ocuparme de los amores del diablo en esta muy generosa ciudad de Huarás, y no quiero perder ni dejar de mano tan divertido tema. ¡El diablo en Huarás! El caso es para poner los pelos de punta a cualquier hijo de vecino, pero como no pretendo asustar a mis lectores, comenzaré por afirmar que son casos y cosas de otros tiempos. Ya el diablo no viene ahora por estos andurriales. Entretiénese Dios sabe dónde y cómo, y ahora ni para remedio

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se presenta. Quien quisiera conocerlo, tendría que recurrir a empolvados infolios o a borrosas pinturas. Tal es el desuso en que ha caído este personaje, que nadie se ocupa ya en reproducir la ruin estampa que antaño campeaba en todas partes, y sus retratos van siendo tan viejos como su historia. Pero vamos al cuento, y dejemos aparte exordios y disquisiciones. Hace tres cuartos de siglo, Huarás era una apasible y monótona población. Sin telégrafo, sin alumbrado eléctrico y con correos mensuales a la capital de la República, la vida huarasina tenía algo de patriarcal. Las pocas noticias de la República y del extranjero se comentaban durante todo un mes. Así, pues, la llegada de cada uno de los correos de Lima, que hacían el viaje por tierra, era un verdadero acontecimiento. La gente se acostaba a las ocho de la noche y al alba ya estaba de pie todo el mundo, como suele decirse. Las ocupaciones principales eran la agricultura y la ga-nadería. El comercio, muy escaso, estaba en manos de tres o cuatro bachiches y chapetones. Entre el cuidado de las chacras, las misas, rezos, y alguna visitilla a las familias amigas trascurrían las doce horas del día. No puede darse vida más tranquila y morigerada. Por las noches, uno que otro farolillo o candil mortecino alumbraba débilmente ciertas calles de la ciudad. Así es que en cuanto oscurecía, muy osados habían de ser quienes se lanzaran a la calle. Fue en esta época que el diablo, enamorado de una gentil doncella, dio en el prurito de hacer sus excursiones por esta ciudad, y por cierto que sus aventuras hicieron bastante ruido, tanto que hasta a mí ha llegado el relato de ellas, y voy a hacértelo, lector amigo, sin agregarle ni quitarle nada. Helo aquí: En el final de la cuarta cuadra de la calle de Bolivar, como quién va de la plaza y en la acera izquierda, existía en aquellos tiempos (creo que existe todavía) una pequeña tenducha, sin más salida que la que daba a la calle referida. Habitaba en ella una garrida y un si es no es coqueta huarasina de veinte abriles, que por achaques de fortuna habíase quedado huérfana y sin parientes. Mercedes que tal era el nombre de esta hija de Eva llevaba sin embargo ordenada y cristiana vida. Sin perjuicio de asistir a misas y misiones, sin dejar de confesarse y comulgar por pascua florida y siempre que era menester, era no obstante amiga de enseñar sus lindos y pequeños dientes y de lanzar airadas miradas asesinas a cuanto mancebo se ponía bajo el fuego de su mirada aterciopelada. Pero nadie, ni aún el más opuesto galán huaracense, podía jactarse de haberle inspirado un sentimiento más íntimo que el de una simple amistad.

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La mocita no admitía requiebros sino de día y aunque de noche, su tenducha permanecía abierta hasta las nueve, menudo chasco se habría llevado quien hubiera pretendido de ella algún gajecillo de amor. Y si abría de noche, no era por correr aventuras, no, Era por vender algunas cosillas, que constituían su negocio, y que las comadres de la vecindad compraban muy satisfechas de encontrar una tienda abierta cuando todos los bodegueros y comerciantes dormían plácida y tranquilamente.Durante los ratos que las atenciones del tenducho se lo permitían, Mercedes tejía, a la luz de una lámpara, esas prodigiosas mallas que pueden competir con los mejores encajes de Alencón y Valenciennes. Sola, siempre sola, su existencia deslizábase apasible y risueña, como esos arroyuelos que parecen no tener otra misión que murmurar alegremente innundando praderas llenas de flores y verdor. Algunos galanes, desdeñados, dieron en la manía de es-piarla y lo único que resultó fue que se expiaron unos a otros mútuamente. Mercedes era, pues, inabordable e inabordable habríase quedado, a no mediar la aventura que da margen a este cuento. Era una noche del mes de abril de 1839. La luna mag nífica y explendorosa, como sabe serlo en este cielo de Huarás, hallábase en el plenilunio. Las calles de Huarás yacían sumidas en completa soledad, y entre las dos fajas de penumbra que en ellas proyectaban los techos, la luz lunar se derramaba como un amplio caudal que trazara cruces en las esquinas. Las noches de luna, el Municipio ahorraba los faroles y en la calle de Bolivar no había más luz que la que se escapaba de la humilde vivienda de Mercedes. Las nueve serían cuando una viejecita, que moraba a po -cas cuadras de la casa de Mercedes, penetró a la tenducha. -Vecina. Buenas noches. -Buenas noches, vecinita. ¿Es que va Ud. a velar? -No vecina. Quiero que me venda Ud. una esperma. —Muy bien, vecina y mientras Mercedes tomaba la vela, la mirada de la viejecita tropezó con la figura de un hombre, tranquilamente arrinconado en uno de los extremos de la tienda. El hallazgo visual no era para pasar desapercibido. ¡Un hombre en la casa de Mercedes! ¡a tal hora!... Y la viejecita, entre espantada y confusa, santiguóse tímidamente. El hombre lanzó una especie de rugido y miró a la anciana con tal expresión de amenaza que aquella sintió un escalofrío en todo su ser. Tomó apresuradamente la vela, pagó y fuese temblando.

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Al día siguiente, la noticia culminante del barrio era la presencia de aquel sujeto en la morada de la bella Mercedes. La viejecilla había soltado la sin hueso y todos eran comentarios. La especie corría de boca en boca y no hubo ve-cino ni vecina, que no echase ese día, al interior de la casa, una mirada investigadora y burlona. Pero ¡oh sorpresa! Mercedes estaba sola, tan sola como siempre. Algunos creyeron que sólo era una invención de la vieja de marras, otros, menos fáciles de convencerse propusieron esperar la noche. Apenas anocheció, Mercedes fue atisbada y eran las o -cho de la noche cuando los curiosos pudieron ver al sujeto, causa de su desvelo, cómodamente apoltronado en un antiguo sillón de brazos, en el mismo sitio que la viejecita lo viera la noche anterior. Contentos de haber satisfecho su curiosidad unos, otros envidiosos de la suerte del tipo aquél, que así, de buenas a primeras, y sin más trámite era recibido por Mercedes en la intimidad, los atisbadores fuéronse a dormir.¿Quién era el galán aquél? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Estas y otras o parecidas eran las preguntas que se hacían vecinos y vecinas. Y lo que más intrigados les traía era la rara catadura del nocturno visitante. Era el tal, alto y esbelto. Nariz roma, ojos negros y brillantes, y enormes y bien retorcidos mostachos, daban a su rostro una expresión desconcertante. Vestía de negro y era su traje el de un hombre habituado a viajar. Usaba altas botas y las espuelas demostraban que cabalgaba todos los días. Un enorme sombrero de Guayaquil, con una cinta bien ancha, llenaba de sombra su fisonomía completando el conjunto. Parece un gaucho. En estas palabras reasumieron los curiosos su opinión. Y era lo más raro que Mercedes parecía no percatarse de su presencia. Tranquilamente, hacía su malla, a un extremo del aposento, mientras en el opuesto, el caballero galán, apoltronado, fumaba cigarros blancos de buen tabaco de Jaén. Así las cosas, cierta noche, y a la hora en que Mercedes acostumbraba cerrar la puerta de calle del tenducho, la viejecita de marras fue a comprar un paquete de azul de ultramar. Después del saludo consiguiente, hízola entrar Mercedes y le despachó el artículo solicitado. El gaucho continuaba, imperturbable, en su sitio de costumbre y, cuando entró la vieja, el individuo aquél no sólo no la miró como la primera vez, sino que levantando la mano derecha, rápidamente se encasquetó el sombrero que llevaba, como queriendo ocultar el rostro. La vieja, curiosa como buena hija de Eva, miró y remi ró insistentemente al desconocido. Nada pudo sacar en claro. Pagó su compra y despidióse. En pos de ella fue Mercedes hasta la puerta y apenas traspuso la anciana el dintel,

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Mercedes cerró y, casi instantáneamente, partió del interior del tenducho un grito terrible, desesperado, y el ruido que hace un cuerpo al caer a tierra. La vieja que oyó el grito, temerosa y medrosilla, huyó santiguándose. Era una noche de luna, la luz de este astro claro y serena se esparcía a torrentes por todos los ámbitos de la ciudad dormida. Al día siguiente, las vecinas y transeúntes vieron con asombro, que la puerta del tenducho permanecía herméti-camente cerrada. Comenzaron las hablillas y comentarios y el barrio se hizo lenguas acerca de la ausencia de Mercedes. Y pasó un día y otro día, y otros más, y la puerta de aquella vivienda continuaba cerrada, sin que nadie pudiera dar la menor noticia de la gentil doncella. Al cabo de cuatro días, el subdelegado de la provincia; vivamente intrigado por los decires que corrían de boca en boca, constituyóse con un buen número de vecinos notables y procedió a abrir la puerta de Mercedes. Abierta aquella penetró el representante de la autoridad con su séquito. La primera habitación nada de particular ofrecía, todo estaba en su sitio ordenado e intacto, pero en la habitación contigua ó sea en el dormitorio de Mercedes, los circunstantes vieron con estupor al pie del lecho vacío, todas las vestiduras de Mercedes arrojadas en el suelo y ella... ¿ella? Inútiles fueron todas las investigaciones hechas. No se encontró el menor indicio por el cual pudiera saberse el paradero de Mercedes. La puerta demostraba haber sido cerrada por el interior y como la casucha no tenía otra salida, la desaparición de Mercedes pasó a la categoría de los misterios. Requisitorias e investigaciones, todo fue inútil. La mocita, se había evaporado. Entonces los vecinos y comadres del barrio declararon que el gaucho no podía haber sido sino el diablo y que el diablo había cargado con la codiciada mujercita, que los tenorios huarasinos no habían podido conquistar. Un transeúnte que llegó a esta ciudad la noche de la desaparición y que venía de Conchucos, declaró que en el paraje llamado «Recibimiento» en el camino de esta ciudad a Recuay, había encontrado a un ginete alto y bien montado, que llevaba en brazos una mujer vestida de blanco y al parecer desmayada. Entonces, llegóse a la conclusión lógica de que el diablo enamorado de Mercedes y cansado sin duda de su prolongada soltería de tantos siglos, había raptado a la bella huarasina, tomando el camino de Recuay para volver a sus tenebrosos dominios.

II

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Veinte años más tarde, en una casucha de barrio de Belén, moría un individuo, víctima de un terrible ataque cerebral. Aquel hombre había vivido como un réprobo —sin pa-rientes y sin amigos—encerrado en un mutismo sombrío, su existencia deslizárase en un aislamiento espantoso. Dos años antes de su muerte, llegó a Huaraz, una tarde lluviosa. Tomó en alquiler la primera casa que encontró desocupada y se estableció en ella de manera muy modesta, casi miserable. No salía de su casa sino de noche, muy embozado. Vestía siempre de negro y usaba un enorme sombrero de Guayaquil. Alguien aseguró haberlo visto, cierta noche, regresar a caballo llevando de tiro una bestia que conducía un enorme baúl y desde entonces sus salidas nocturnas fueron menos frecuentes. Cuando enfermó, un buen sacerdote que vivía cerca fue a verlo y al encontrarlo gravemente postrado en cama y sin la menor asistencia, envió un par de religiosas betlemitas que lo atendieron. Murió al siguiente día de aquel en que fue a verlo el sacerdote y, como el ataque que sufriera lo inmovilizó, quitándole hasta el habla, murió como había vivido, silenciosa, calladamente. La casualidad, sin embargo, reveló algo del pasado de aquel extraño sujeto; el mismo día en que sus restos habían sido trasladados a la fosa común, el tenducho en que había vivido fue invadido por los vecinos. Mientras él vivió, nadie había osado entrar a su morada. Tal era el temor que inspiraba su sola presencia. Muerto él, su aposento fue recorrido por cuantos penetraron. No dejaba papeles de ninguna clase. Un catre, un gran baúl vacío y algunas puñadas de tabaco esparcidas aquí y allá era todo lo que quedaba. Un curioso penetró al segundo aposento, lo halló vacío, pero advirtiendo una escalera que subía a un desván, trepó por ella y penetró a la buharda. Entonces a la luz que penetraba por un ventanuco vio, con espanto, un cuadro siniestro. Sobre un cobertor muy usado yacía un esqueleto humano; algunos harapos blancos le servían de vestidura y una rubia cabellera que el polvo y el tiempo habían deteriorado, demostraban que aquel esqueleto pertenecía a una mujer .......................................................……………………………………………………………. Los amores del diablo terminan trágicamente. La hermosa mujer que él raptara en un deliquio amoroso, era, a no dudarlo, ésta, cuya osamenta pudieron admirar cuantos en pos del primer curioso penetraron al desván. ¿Quién fue aquel hombre? Jamás ha podido ser identificado. Fue sin duda un réprobo. Como tal había vivido, como tal

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había muerto. Al día siguiente el esqueleto de Mercedes fué también a la fosa común y allí, en la tumba de los sin fortuna, se mezclaron los huesos de aquellos dos seres que otrora calcinara el amor y que ahora unía para siempre el hielo de la muerte!...

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D. RAMON CASTILLA

El gran Mariscal D. Ramón Castilla estuvo en Ancash tres veces. La primera como militar en lucha, con las fuerzas realistas, por la Independencia de su patria; la segunda, como Ministro General del gobierno peruano contra la confederación encabezada por el general Santa Cruz, y que fue deshecha en el encuentro de Buín y en memorable batalla de Ancash y la tercera, como simple particular, aparentemente en empresas de minero y en realidad, enamorado con amor senil, de una ancashina, joven garrida y de hermosura singular. En las diferentes biografías que se han escrito del Gran Mariscal aparecen relatados sus dos primeros viajes, en ninguna se hace mención del último. La época en que Castilla realizó su tercera y última visita a Ancash está comprendida en los dos años durante los cuales, según sus biógrafos, «se retiró a la vida privada» después del 5 de abril de 1851 en que entregó el mando de la República, constitucionalmente, al general José Rufino Echenique. No es muy fácil determinar con exactitud en qué meses y cuántos estuvo Castilla en este departamento. Pero es indudable que su estada tuvo lugar durante los ocho últimos meses del año 1851 o en el curso del 1852. Es si evidente aquel tercer viaje, como también es cierta la causa sentimental que lo determinó a venir, y aún se afirma que el ínclito soldado de la Independencia, vencedor en Ayacucho, en Buín, en Yungay, en Cuevillas, en el Carmen Alto, en Arequipa y, más tarde, en la Palma, fue derrotado en las lides del amor porque no consiguió vencer la resistencia que le opuso la hermosa hija de Ancash por la cual sintió tan vehemente pasión. Pero si también venció en aquella empresa, no sería culpa nuestra la imposibilidad de demostrarlo. Carencia absoluta de documentos, falta de datos más concretos, nos sirven desde ahora de disculpa. Hemos tenido que atenernos a simples referencias tomadas aquí y allá, de las que no nos hacemos responsables, y vamos a referir la última aventura de Castilla en Ancash con sólo las informaciones que hemos adquirido de las pocas personas que algo saben sobre el particular. Cuéntase que don Ramón conoció en Lima a Margari ta Mariluz, que en aquellos tiempos, 1851 a 1852, era una bella e incitante hija de Eva, nacida, según unos, en el distrito de San Luis de la provincia de Huari y según otros, en el distrito de Llumpa, perteneciente a la provincia de Pomabamba. Tan vivamente gustó Margarita Mariluz a Castilla que éste decidió seguirla, pues aquella emprendía viaje de regreso a su tierra. Es fama que Castilla, sin duda por lo irregular que era entonces el servicio de naves entre el Callao y los demás puertos de la República, verificó su viaje por tierra, de Lima a Huaraz, en persecución de la dulce enemiga que huía de sus asechanzas.

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De Huaraz, Castilla siguió viaje hacia Conchucos, por la Quebrada Honda. En esta quebrada vióse obligado a pernoctar en una grande y espaciosa cueva de piedra, que desde entonces se designa con el nombre de Cueva de Castilla, y de allí, transmontando la cordillera por el portachuelo, siguió viaje a San Luis o Llumpa, yendo a establecerse en la quebrada de Llacma, situada precisamente entre ambos distritos. En Llacma, Castillo hizo amistad con un indio apellidado, según parece, Jara, y que vivía en ese lugar en una casucha de su propiedad. En un cuarto de aquella casucha se alojó el gran meriscal y comenzó a hacer vida enteramente familiar con los indígenas de los alrededores cuyas simpatías supo captarse. Es fama que indios de Uchusquillo, de Allpabamba y de Ushno iban a visitarlo a Llacma y a llevarle sus humildes obsequios. A todos ellos los recibía con bonhomía, les hablaba con amabilidad y no les escaseaba propinas. Así no es raro que en unos cuantos meses llegase a ser querido y popular. Cuentan que viviendo Margarita Mariluz en San Luis algunos días, por tener allí la vivienda de sus padres, y otros, en Llumpa, donde también tenía parientes; D. Ramón, como el alma de Garibay entre el cielo y la tierra, se veía obligado a recorrer de Llacma a San Luis, de allí a Llumpa y de Llumpa a Llacma en pos de la risueña y esquiva beldad que se mostraba inaccesible a sus asedios. Entre tanto el mañoso enamorado para disimular su presencia en Llacma, aparentaba interesarse muchísimo de labores mineras, o tal vez si las llevaba realmente a cabo con fines utilitarios, que esta suposición no está descartada por completo. Se sabe, sí, que verificó labores de minería en la célebre mina de «Potosí» distrito de San Luis, en la cual mineros portugueses de la época de la colonia habían explotado, con éxito, una gran veta llamada «la Media Luna», pero como aquella mina está situada a un cuarto de legua de San Luis, esa misma circunstancia servía a Castilla para realizar frecuentes viajes a esas regiones. Los días festivos y los domingos, los empleaba don Ramón en visitar a sus amigos de los alrededores. Cultivó estrechas relaciones de amistad con los señores don Pablo y don Manuel Oliveros, caballeros españoles establecidos en Masqui y que constituían elementos prestigiosos en Pomabamba, especialmente el primero del que se recuerdan interesantes anécdotas reveladoras de su brillante ingenio y rasgos caballerescos; con don Rafael de la Roca, vecino también de Masqui; con don Nicolás Oliveros hacendado de Pumpú y con don Patricio Puelles, uno de los más prominentes vecinos de Llumpa. En todos esos lugares y a causa de la amistad del Gran Mariscal con aquellos caballeros, han quedado recuerdos de la vida y visitas de Castilla. Se sabe así de detenidas sesiones

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rocamborísticas en que se entretenían don Ramón y sus amigos, lo que no impedía también que, de cuando en cuando, se entregarán a juegos más violentos y en los cuales rodaban por el tapete, miles de soles. Otras veces Castilla, buen aficionado como era, asis tió a la apertura de los botijos, llamados PISCOS, y que contenían el famoso aguardiente de Motocachi, apertura que conforme a las costumbres de esos tiempos constituía acto complicadísimo. En primer lugar se nombraban padrinos, se invitaba a los amigos y allegados, y, una vez reunidos todos, se designaba a uno de los presentes que a guisa de sacerdote y revestido de unas cuantas prendas aparatosas, procedía a bendecir el PISCO. Después se abría el botijo y todos a su turno gustaban de la espirituosa bebida. Otras, finalmente, invitado a fiestas lugareñas, bailó los agitados «CACHASPARIS» en que según la usanza de la época, el caballero antes de sacar a la señora o señorita, a la que quería hacer objeto de especial distinción, apostaba en lugar conveniente de la sala de baile, a un individuo que con un talego de soles esperaba el momento de la fuga para arrojar monedas a granel a los pies de los bailarines, para que estos pisasen esas monedas que se iban recogiendo los más vivos. ¡Eran anuellos los tiempos en que el dinero se arrojaba a las plantas de los hombres! Hoy los hombres se arrojan a las plantas del dinero! No se conoce detalle alguno acerca de los devaneos amorosos de Castilla con Margarita Mariluz. Se dice que don Ramón la asechaba incansablemente y que ella, el primer día como el último, permaneció inaccesible a las pretensiones del enamorado mariscal, sin embargo de que éste extremó su persecución por medio de dádivas, obsequios y todos los medios de que le fue dado disponer. La hermosa hija de San Luis, sea porque Castilla fuese ya de demasiada edad para ella, frisaba ya en los cincuenta años, sea por otras causas, jamás tuvo con don Ramón otra cosa que simples relaciones de amistad. Entre tanto el tiempo seguía velozmente su curso y curso y el hado del Gran Mariscal, que a más altos y nobles fines lo había destinado, lo llamó a fines de 1853 a encabezar aquella revolución que comenzando en Arequipa y que, en sucesión triunfal por el Cuzco, Ayacucho, Huancavelica, Izcuchaca y Chorrillos, fué a ganar la batalla de la Palma, y se nimbó de prestigio decretando la abolición de la esclavitud de los negros y el tributo de los indios. ¿Y quién podría negar la suposición de que los días vividos en Llacma, en cordial familiaridad con los indígenas que atraídos por su benevolencia lo colmaban de presentes modestos, pero que constituían expresivas pruebas de afecto, hubieran tenido la virtud de influir en el espíritu de Castilla para librar al indio, músculo y esencia de la nacionalidad, de aquella abrumadora carga que con el nombre

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de tributo, sufrió durante cincuenta años de República, después de las ominosas gabelas de los mitayos y repartimientos? Un buen día, don Ramón, bruscamente, abandonó Llacma. Dijo adiós a «esos sitios», a los amigos que lo rodearán y despidiéndose también de la dulce ilusión postrera que lo llevara hasta esas serranías, partió para la capital. Hércules abandonaba el regazo de Onfala y requería sus armas para la lucha que iba a darle nuevamente la presidencia de la República y, antes que ella, los claros timbres de Libertador de los negros y protector de la raza indígena. Para el viajero que se dirige por la Quebrada Honda y después de admirar la soberbia hermosura del ramal de la Cordillera Blanca que forma como el fondo de la Quebrada, trasmontado el portachuelo y después de pasar por Chacas y Cunya, un accidentado camino lo lleva a Conchucos Bajo. Llega al fin a la quebrada de Llacma y ante sus ojos se presenta este espectáculo: Una casa en ruinas. Muros agrietados que el tiempo vá derruyeudo. Soledad. Un riachuelo que arrastra su corriente fertilizante por los campos cubiertos de matorrales. Aquí y allá, una que otra florecilla pone la nota de su hermosura silvestre en la tristeza del paisaje, y algún pastor que conduce sus ovejas hacia las lomas, mientras la gran claridad solar baña los campos. El caballo trota en el estrecho camino, cortado a pico en el cerro, y los alambres del telégrafo ponen un trazo de progreso en el agreste escenario. Una onda de melancolía se apodera del espíritu. Maquinalmente se detiene el caballo y los ojos contemplan siquiera brevemente esos lugares en que el Gran Mariscal, uno de nuestros grandes caudillos, astuto diplomático, experto gobernante, guerrero valeroso, reformador de nuestra carta política, y hombre representativo de toda una época, pasó unos días de su vida sintiendo acariciada su frente por una ilusión, surgida en la tarde de su existencia y que jamás fue realidad.

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Santiago Antúnez de Mayolo

Hombre de ciencia, catedrático y escritor meritísimo. Es una de las figuras científicas más altas del Perú y de Hispanoamérica, ampliamente conocida en todos los círculos científicos del mundo. Su renombre reside en el campo de las ciencias físicas donde ha realizado sus más importantes trabajos donde mayores distinciones ha alcanzado por los más celebrados centros científicos, estando considerado en la actualidad como sabio. Su decidida consagración a las ciencias no le ha impedido sin embargo, incursionar por los campos de la arqueología y de las letras, en los cuales, también, no ha dejado de alcanzar señalado mérito, cultivando, en el último, de manera especial, el relato folklórico. Entre sus muchos trabajos publicados y sostenidos y en diversos congresos científicos, en Europa y América, se tienen: «The Structure of Light, explained by classicadmechanies», «La Materialización del Fotan y la carga del Electrón», «La Teoría electromecánica de la luz, y sus relaciones con la teoría Electromagnética de Maxwell y la teoría de los Quanta», «Los tres elementos principales constitutivos de la materia», «El campo Electromagnético y el concepto de las Ondas y las Quantas de luz», «El mundo es un sistema en equilibrio inestable», «Teoría científica del potencial newtoniano y algunas aplicaciones a las ciencias físicas», etc.

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EL MITO DE LOS “HUARIS”

En un principio no existía más que humo y que la Tierra se formó de él. Vivían los Huaris en el Ucopacha (interior de la Tierra) y soplaron las cadenas de los Andes: los Amarus (serpientes), salieron del seno de la Tierra por las resquebrajaduras de los cerros «Orkos» (macho) bajo forma de humo, transformándose en gigantes: rojos, desnudos y con enormes dientes. Que hubo una época de desavenencia entre Urampacha (la Tierra) y el Janampacha (los cielos) a causa de los Huaris, que en un principio, vivían en Huaylas, y que entonces se partió en dos la gran cadena de los Amarus del Callejón de Huaylas, que antes era una sola; se formó el Callejón de Huaylas y con la lluvia y la tormenta se llenó de agua inundado también la tierra de los Huaris, que por tal razón migraron al Oriente y poblando los valles de Chanin (Chavín) y el Marañón; llegaron hasta Huacrachuco. Que esos Huaris, hercúleos y poderosos, degeneraron y se convirtieron unos en hombres y otros en animales y plantas, que todos son descendientes de los Huaris, los dioses de las fuerzas de la na-turaleza. Tan notable concepción cósmica panteísta es digna de admiración. La materia se había formado del «humo» [los tres elementos primordiales al estado libre] y es aun bajo forma de humo que salen los espíritus de Huaris del Ucupacha y se transforman en los gigantes rojos y desnudos con los que aparece la vida en la Tierra, y de esos gigantes descienden los hombres, animales y plantas que tienen algo de los atributos de los Huaris inclusive del elemento inteligente que encarna el hombre. La fuerza bruta encarna el felino y he allí por qué los indios de Chavín simbolizaron al Huari por el felino y lo adoraron, se ve aún al Huari, ya antropomorfizado, en las cabezas humanas con colmillos de felino esculpidos en las piedras y cuyo significado profundo se desconocía.

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LA QUERELLA DE UNA HUACA Y SAN ILIFOSO DEREGUAY

Hay una torre, queridas lectoras; de piedras ca readas sobre cuyos muros derruidos por el tiempo, se yerguen impávidos algunos cactus espinosos desafiando la cólera del viento, la lluvia y el rayo. Esa torre imponente y sombría se levanta sobre una meseta de la margen derecha del Santa, entre las ruinas de una antiquísima ciudad gentílica —llamada hoy Pueblo Viejo— en donde, según se recuerda, estuvo la primitiva ciudad de Recuay. Según la tradición —convertida hoy en una leyenda popular- existía en esa torre medioevalesca una campana de oro cuyo tañido, melodioso y sonoro se escuchaba a varias leguas a la redonda, llenando de deleite y orgullo o los habitantes de Pueblo Viejo de la región de Caquimarca. Aconteció por entonces un hecho extraordinario; la efigie de San Ildefonso, patrón de Recuay, o san «Ilifonso», como resa en los documentos de la época, desapareció cierta noche del templo de un modo misterioso y fué hallada -con gran sorpresa de los habitantes del pueblo- en la margen opuesta del Santa, en medio de unos totorales sobre una peña. Nadie pudo explicarse como había acontecido aquello, pero lo cierto es que volvió el Santo a la Iglesia y se tuvo cuidado, en lo sucesivo, de cerrar con doble vuelta de llave la puerta del templo, pero no obstante tal precaución desapareció nuevamente el Patrón, el cual, como antes, fue hallado en la banda opuesta y sobre la misma peña, Sospechó entonces el señor Cura que, mientras dormía el sacristán, le hubiesen robado la llave, por lo que él mismo, en persona, cerraba la puerta de la Iglesia se llevaba la llave y cuando dormía la ponía bajo su almohada. Mas ¡oh capricho del Santo Patrón! La efigie se escapó por tercera vez del templo mientras el Cura dormía con la llave bajo la almohada. El señor Cura aún emocionado por la tercera huida del Santo, reunió a sus feligreses y les explicó, qué es lo quería San Ilifonso, por uno de esos caprichos inexplicables, era que se trasladase a la banda opuesta donde está hoy Recuay, y que allí se le edificase un nuevo templo y una nueva población. Y es así como se principió a edificar una nueva Iglesia y en el llano que ocupaban los totorales, construyeron las casas de la nueva población de Recuay.La inexplicable veleidad del Santo Patrón tenía sin embargo su motivo; me lo ha contado una linda conopa de Caquimarca, testigo presencial de la querella que paso a referirles. A tres tiros de piedra de la torre, hacia el Nor-Este, existe un adoratorio —gentílico formado por plataformas rectangulares con muros de piedras superpuestas y en

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gradería, al que se designa con el nombre de «El Castillo». En ese adoratorio antes de la llegada de los españoles —los habitantes de Pueblo Viejo veneraban a una antigua huaca de piedra llamada Caqui-Vilca; mas después de la llegada de los conquistadores, con espada al cinto y cruz en el pecho, los ministros de la huaca la ocultaron bajo el suelo para librarles de algún atentado de los españoles. La Huaca acostumbrada de gozar de la luz, del aire y a recibir públicamente las ofrendas de sancu y sebo de llama que se la hacía antaño, podía conformarse con permanecer ahora oculto, como un criminal, en una cavidad oscura cubierta con una loza, y que se le hiciera sólo de tiempo en tiempo, a hurtadillas y en la oscuridad, las ofrendas a que estaba acostumbrada. Pensando y cabilando la Huaca, en todo esto, llegó a la conclusión de que el responsable de todos sus males era la efigie del patrón San Ilifonso, que se veneraba en el nuevo templo junto a la torre de la campana de oro; por lo que resolvió vengarse del chapetón y de su campana de oro, cuyo tañido le era tan desagradable. Una noche oscura cuando dormían todos los habitantes de Pueblo Viejo y no se oía más ruido que el rumo del Santa y el chirrido de los grillos, la Huaca Caqui-Vilca, levantó con la cabeza, la loza que cubría su escondite, bajó de cuatro en cuatro las gradas de la gran escalinata de piedras que conduce del «Castillo» al llano, donde estaba el templo, y, penetrando en él sorpresivamente arremetió a mojicones contra el pobre San Ilifonso, que dormitaba sobre su altar con gran algazara de la lechuza que, al ver la pelea, batía alocadamente las alas y lanzaba sus graznidos de protesta. Entabloce una corta lucha entre la Huaca y el Santo, de resultado favorable a aquella, pues que era de piedra mientras que el Santo solo era de madera tallada y pintada. Viendo San Ilifonso que llevaba la peor parte huyó de la Iglesia siendo perseguido a puntapiés por la feroz Huaca, que estaba pálida de ira, bajando a grandes saltos del morro al río donde se detuvo la Huaca, y, atravesando el Santa, fue a refugiarse jadeante y maltrecho sobre la peña, en medio de los totorales, donde se le halló al siguiente día. Repitióse la misma escena dos veces más por idéntico motivo y con el mismo resultado. Felizmente para San Ilifonso, no tardaron mucho sus devotos en construir el nuevo templo y las casas de la nueva población de Recuay y cuando estuvo todo terminado, los habitantes del pueblo Viejo resolvieron trasladar la efigie de su patrón juntamente que la famosa campana de oro de la torre de piedra. Mas la huaca Caqui-Vilca que era hábil en intrigas —había hecho concebir— a los devotos de San Sebastián de Huaraz el deseo de apoderarse de la campana de oro de

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Pueblo Viejo. Ya se hallaba la campana al pie de la torre en «Plaza Pampa» y ya se disponían a marchar los de Pueblo Viejo con San Ilifonso a la cabeza, cuando hicieron su aparición los de Huaraz, llevando a su vez a su San Sebastián, patrón de la capital del partido de Huaylas, y en nombre de quien reclamaban la campana de oro por corresponderle de derecho a la cabeza del partido. Mas los recuainos —que siempre han tenido la fama de valientes y pendencieros- no estaban dispuestos a dejarse arrebatar aquella reliquia que les era tan grata y más que la efigie del mismo Patrón. Libróse, pues, entre ambos una verdadera batalla campal que era presenciado no sólo por los patrones de Recuay y de Huarás desde sus respectivas andas, sino también por la astuta huaca del «Castillo», que habiendo levantado, la loza que la cubría, presenciaba —en-caramada de barriga sobre su escondite y sonriendo— la terrible lucha en que menudeaban las puñadas y los garro-tazos. En esto, en el forcejeo por quedar en la posesión de la campana, rodó ésta desde el morro hasta el Santa, donde se hundió y se desapareció como por encatamiento. Desde entonces, afirman los viejos de Recuay, que se oye el tañido de la campana de oro cada luna nueva. No gozó, empero, la huaca Caqui-Vilca de su triunfo de haber arrojado del Pueblo Viejo a San Ilifonso de Recuay. Finalizaba el año de gracia del 1621, con copiosas llu -vias an el Callejón de Huaylas. El poderoso dios «Lliviac» el Rayo hijo de Ñoñoc y padre de Uchu Lliviac y de quien creían descender los indios de Recuay, razgaba las nubes exclamando con voz estentórea por medio del trueno, que repercutía de un lado a otro de los Andes. Ocúltense Huacas de las piedras de Recuay, pues, de ahí sube de Ocros el destructor, el Extirpador de la Idolatría. Y oyó tal advertencia en su escondite la huaca Caqui—Vilca y sonriendo pensó que, así como escapó antes de la búsqueda del Fray Pedro Cano, así el cura de Ocros no lle-garía hasta donde estaba ella oculta en su escondite del Castillo, el que le parecía más tolerable desde que se libró de la vecindad del Santo Chapetón. Mas, San Ilifonso que aún se sentía adolorido de los fe -roces coscorrones de la Huaca, vio llegado el momento pro-picio para vengarse de los ultrajes que de ella recibiera, por lo que le insinuó a la joven catequizada y convertida al «expianismo» la bella Chumbi, hija del gran Titu Huarac, Ministro de la Huaca, la idea de delatar a Caqui-Vilca. Y en efecto, una mañana cuando el padre Sol, «fecundador de la Tierra», asomaba su disco luminoso sobre los nevados de la gran cordillera del Callejón de Huaylas y envolvía a Pueblo Viejo con el polvillo de oro de sus rayos el Extirpador de la Idolatría, Licenciado Rodríguez Príncipe, extraía como a sapo

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a la vieja Huaca de su escondite del Castillo y le conducía a Recuay con gran zozobra de San Ilifonso, que estaba temerosa de que al menor descuido se escapase la feroz Huaca de mano pesada y se repitiese la terrible escena de la Iglesia de Pueble Viejo. Felizmente para el patrón de Recuay aquella noche se montó buena guardia y al día siguiente —seis de enero— se llevó a la Huaca sobre un altillo de madera donde lujosamente atabiada con vestidos de finnísima tela de cumbe de variados colores, con dibujos simbólicos y cabezas trofeos oyó Caqui-Vilca sin pestañar el proceso que se le instauró y la sentencia de la destrucción de ella y de todas las huacas y conopas de los ayllos de Recuay que se hallaban sobre el tabladillo. Tal fue el fin de la querella la Huaca del Castillo y la efigie de San Ilifonso de Recuay, tal como me lo refirió al caer de una hermosa tarde en Pueblo Viejo, al pie de la torre de piedra, donde la encontré, a una conopa de Caquimarca.

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Alejandro Tafur Pardo

Abogado, escritor periodista y profesor. Es una de las figuras más prestigiosas del Huaraz intelectual. Fue director del diario extinguido “Huascarán” más tarde dirigió en compañía de otros intelectuales del departamento, la revista "Atusparia" que tuvo gran aceptación en los medios intelectuales del país; fue también redactor de la revista "Visperal", que dirigió el intelctual ancashino Abdón Max Pajuelo. En 1924 dirigió el semanario “La Voz de Áncash” órgano del Centro Universitario Ancashino y formó parte de la plana de redactores de la revista limeña "Tierra”, editada por elevados espíritus de la Capital. Posteriormente dirigió la revista “El Patronato Indígena» y formó parte también de la plana de redactores de la revista “Nueva Era” que fundó y dirigió el intelectual Justo Fernández continuando con su colaboración en importantes revistas y periódicos de Ancash y del país. En la actualidad ejerce la presidencia de la Asociación Ancashina de Escritores y Artistas, representativa de la intelectualidad ancashina. Tiene en preparación una obra de tradiciones y cuentos ancashinos "Aromas de la tierra".

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SANTO VARON, MAL LADRON

El pueblo de Huántar que ha dado su nombre al distrito de Chavín, de la Provincia de Huari, era en el año 1882 en que tuvo lugar el hecho que evoca esta tradición, un conglomerado de casas, techadas en su mayor parte con bálago y ramas secas, y cuyas paredes se abrían en algunas partes en amplias fisuras, reveladoras de vetustez y descuido. No faltaban, empero algunas casonas de sugerencia señorial, construídas por los antiguos hijodalgos de manto al hombro, chambergo al lado y arriaz de plata, que en la época del virrey Toledo llegaron a ese lugar en pos de buenos pesos y mejores pitanzas. En el centro del poblado se desperezaba bajo la lluvia y el sol, la ancha plaza, aburrida como un bostezo, y en la que barzoneaban los gamines del lugar, gambeteaban los perros y se hoceaban los cerdos, en espantosa promiscuidad. Huántar era entonces la segunda población de Huari, y por su comercio, amplitud de su valle y dulzura de su clima, era el paraíso de comerciantes y viaje-ros. Párroco de la Doctrina de Huántar era desde 1870, el cura Manuel Ayala, aguerrido pastor del no muy nutrido rebaño, que así ensartaba una homilía, como propinaba una paliza a las ovejas descarriadas del aprisco. Alto, de buen coran-bovis, definitivamente vencido por la carne y gustando de gazmiar cada uno de los siste pecados fundamentales, importándole un ardite el equívoco chischibeo de los parroquianos de su doctrina, era malgrado sus defectillos, estimado por los vecinos del villorrio, porque sabía adobar las procesiones de Semana Santa, las complicadas liturgias de cuaresma y las fiestas del Santo Patrono del pueblo, con todos los solemnes ingredientes y arrequives que el fanatismo popular considera en su ingenua credulidad como manifestaciones preciosas de fe vigorosa y santa piedad. Y por el esfuerzo que desplegaba en dar la mayor cancamuza posible a las procesiones y demás fiestas religiosas, por su afán de unir la vida apacible de los huantarinos en una sucesión mística de pascuas y cuasimodos, porque su cuerpo voluminoso sugería la imagen de un colosal zahumerio de santas evanescencias, defectos todos ellos muy humanos, el señor Cura era bien quisto y amado de todo el vecindario, así de tirios como de troyanos, que en esa fecha, como hasta hace poco, el pueblo estaba dividido entre los bandos rivales de dos indocaciques que se disputaban las edulcoradas mieles del magro presupuesto fiscal. Los Domingos sobre todo, cuando los indios de los caseríos y «estancias» aledañas, dirigidos por sus emponchados «varayoc» invadían la amplia nave central, para asistir a los divinos oficios, el párroco Ayala, solía pronunciar alguno de sus lapidarios sermones terroríficos, zarandeando de firme a sus queridos feligreses, y suscitando en sus cándidas almas aterradas por

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el más allá, el santo temor de Dios y el saludable terror del demonio. Pero o bien el señor Párroco no tonificaba sus encendidos sermones con las prácticas del ejemplo o bien, los huantarinos habían sido definitivamente conquistados por los inefables, si, que peligrosas voluptuosidades del pecado, el hecho es, que pese a las homilías tremebundas del santo sacerdote, pese a las confesiones misionales de Cuaresma, y a la visita periódica de reverendos sacerdotes de alguna orden regular que recorrían los poblados en busca de almas para la bienaventuranza, en Huántar eran proverbiales la em-briaguez y el amancebamiento, el amor a las copiosas cu-chipandas y a la fruta de cercado ajeno. Y es que Huántar se había alimentado de los sabios preceptos prácticos de su pingüedinoso párroco, en cuyo decálogo, cada pecado tenía su correspondiente inciso. En el monocorde discurrir de los días, llegó la Semana Santa, que en Huantar se festeja con especial y estrepitosa magnificencia. Desde el viernes de Dolores, los huantarinos vestían sus trajes especialmente confeccionados para la magna fecha, y mayordomos y alfereces de las procesiones se disponían en reñida competencia, a dar mayor realce a las santas imágenes que les correspondía patrocinar en el respectivo desfile procesional. Al fin llegó la santa semana, y con ella se iniciaron las procesiones con su abigarrada profusión de ángeles con alas de cartón, cirios, y flores, entre nubes de incienso y sones de fanfarrias. Media semano era por filo, cuando al atardecer del Jueves Santo, hizo su ingreso a Huántar, montado en magra mula de alquiler, don Manuel Berúa, comerciante de la muy generosa ciudad de Huaraz, que solía viajar por los pueblos de la provincia de Huari, llevando mercaderías y efectos de comercio, para cambiarlos o venderlos procurándose buenas y honorables ganancias. Berúa que disfrutaba de bien merecido crédito entre su trasandina clientela, cruzó en su desmirriada cabalgadura, —el poncho de vicuña terciado al hombro, y el sombrero de amplios aleros, al desgaire, — por medio de la plaza que en ese momento ofrecía su bermejo vientre al sol de la tarde, y llamó a la puerta de la casa de la familia Gomero situada frente a la plaza y en la que se alojaba el comerciante huarasino, en las frecuentes ocasiones que visitaba la villa de Huántar. Relaciones de paisaje y aun de parentezco lejano, unían a Manuel Berúa con aquella familia, avecindada desde hacía varios años en la población, por lo que su arribo, era festejado con sendas comilonas y grandes libaciones a las que eran invitados los «clarísimos» del lugar: el alcalde, el cura don Simón, el Juez de Paz don Pedro Chávez, y hasta el sacristán don Crispín de los Angeles, cuyas agudezas de pura cepa criolla nada tenían que envidiar a las de la mejor alicantina andaluza. A cura lagotero, sacristán marrullero: si don Simón Ayala galusmeaba la fruta del Paraíso cada vez

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que se le presentaba la ocasión, don Crispín de los Angeles hurgaba en el bolsillo del prójimo, en cada coyuntura propicia. Venus y Mercurio eran los dioses máximos, del Olimpo de ambos amigos y socios, pero la sociedad de Huántar sabía disimular tales flaquezas, y aun las perdonaba por la pompa y suntuosidad con que realzaban las fiestas religiosas, que eran el principio y el fin de la existencia de los dichosos huantarinos de fin del siglo. Terminada la comida generosamente regada con roja y sabrosa «chicha» con la que la familia Gomero festejó el arribo de su pariente don Manuel Berúa, este se retiró a la habitación que se le había destinado, que era una tienda contigua al zaguán, dotada de ancho mostrador y buenos estantes, en los que el huésped colocaba sus bártulos, maletas y demás chismes de viaje, excusándose ante los concurrentes a la fiesta dada en su honor, con el cansancio del largo y penoso viaje. A poco de haberse recogido Barúa, y cuando se disponía a dormir la fatiga de la agotadora jornada, un golpe dado en la puerta de la tienda, le obligó a levantarse, para recibir al indiscreto que a tales horas le interrumpía el descanso. Era el sacristán Crispín de los Angeles, que luego de tomar asiento cerca del lecho del confiado comerciante, le habló en estos términos «Y bien, compadre, ha llegado Ud. a Huántar en ocasión que ni pintada, para hacer un magnífico negocio, mucha gente ha venido de Huari, Chavín y San Marcos, a asistir a las procesiones de la semana que como bien sabe, son las mejores de toda la provincia, y el dinero abunda, de modo que sólo de usted y de su actividad dependen el que vuelva mi caro amigo a Huaraz, con una buena cosecha de bien ganados soles y prepare otro viaje, con nuevos y mejor surtidos lotes de los artículos que más se venden en este lugar. Tiene usted razón, amigo, -respondió el incauto co-merciante- la suerte me acompaña, cuando vengo por estos mundos de Dios, y si los seis marcos de plata piña que traigo en mis alforjas me son cambiados por billetes fuertes, retornaré para el mes de Julio, con buena provisión de telas y casimires de lana, y recorreré todo el distrito, con lo cual me prometo unas ganancias, que me permitirán abrir en Huaraz un establecimiento comercial, que le haga la competencia al de don Leonor Angeles, que como saben todos, es el comerciante más acreditado del departamento después de Zender y C° que según dicen está por liquidar sus existencias, para establecerse en Lima; y ojalá don Crispín, que usted que sabe más que pulga en sucia cabeza de indio, me otorgara sus buenos valimientos, para que pueda vender la plata piña que traigo, que yo le ofrezco desde ahora, espléndidamente, si mis ganancias dejan un saldo en mi favor, después de deducidos los gastos de este largo viaje. Y en seguida don Manuel Berúa, entre confiado e inge -

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nuo sacó a relucir ante los ojos, encendidos por la codicia, del viejo sacristán, los pesados marcos de plata, que en la mano del comerciante se erguía como montañas diminutas labradas en un pedazo de Luna, y después de permitir a don Crispín que también los sopesara y remirara, los volvió a colocar en un cajón del mostrador, seguido por la mirada del sacristán que no perdía detalle alguno de los movimientos que ejecutaba Berúa al guardar el argentado metal, y que debió sentir de súbito, la sacudida de una idea genial, que alumbraba su espíritu, como una promesa de liberación de todas las miserias, de las interminables sisas de las ceras de los muertos, de los turbios enjuages de las misas, de los claroscuros de su vida de pobre mandrágora de Iglesia, ante quien la fortuna ponía una ocasión propicia para enriquecerlo con un poco de audacia y de astucia. La conversación, entre Berúa y Crispín de los Angeles, se prolongó todavía algunas horas, entre carcajadas amistosas y frecuentes visitas al saque de chicha espumosa que los dueños de casa habían dejado en la tienda, en obsequio a su digno huesped. Al filo de la media noche, Crispín de los Angeles, se retiró del aposento del honrado comerciante, deseándole el sueño del justo, y no sin dirigir una mirada furtiva al mostrador, donde envueltos en talegos de cotín, quedaban los tentadores marcos de plata piña, cuya posesión le aseguraría una vida libre del temor a la miseria y de las iras del venerable párroco, que en ese momento roncaba a toda orquesta, en blando y abrigado lecho. Berúa, libre del importuno sacristán, se insumió a poco en el oscuro mundo de Morfeo, muy ajeno a sospechar que sus marcos de plata, habían despertado la codicia de su amigo don Crispín y que pronto pasarían del mostrador de su tienda donde yacían guardados, al surrón de cuero de potro que el sacristán tenía en un rincón de la «colca» de su casa y donde ocultaba el producto de sus hurtos hasta entonces magros como su escuálida estampa. A la mañana siguiente -Viernes Santo- a medio día, el amplio templo de Huántar, .gargoteaba gente, desde el atrio hasta el altar mayor, y todo el pueblo y sus aledaños, se encontraba allí, las mujeres de veinticinco alfileres llenas de adornos y garambainas, y los hombres con sus trajes de cristianar, ostentando los indios sus ponchos polícromos, donde parecía haber volcado la naturaleza andina, todos sus gamas y colores, y el arte todos sus primores y barroquismos. El Cura don Simón Ayala, era el héroe de la fiesta, redondo y afeitado, hundido en una castilla de hilados de oro, y ocelados de negro, oficiaba la Misa lleno de gravedad y de unción. Los cirios desde los retablos pintados al pan de oro, coruscaban con luz que el humo de los inciensos velaba como con un gran esfumino. Terminada la misa, se dió comienzo en medio del recogimiento del público a la procesión tiempo ha esperada, y después de la cual tendría lugar el clásico

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sermón de tres horas, que predicaría el párroco del pueblo. Presidía, el cortejo místico, la imagen de San Juan, sobre andas que cargaba la mozería del lugar, luego seguía Santa María Magdalena, perdida y pequeña en medio de una selva de cirios, porque era 1a santa de las pecadoras que después de haber entregado la carne al diablo, daban el hueso a Dios, y a continuación, venía la santa imagen de Jesús de Nazareth, entre cuatro soldados romanos de gesto fiero y pagana fealdad, y doblegado bajo el peso de una cruz de chonta, que guardaba enorme desproporción con el tamaño del Cristo de suaves formas delicuescentes. La procesión rodeó la vasta plaza de armas, y volvió al Templo cuando ya el sol como el enorme ojo escaralata de un cíclope vencido, despedía sus últimos chispazos, sobre la cadena de cerros que recorta el cielo de Huántar en su parte occidental. Terminada la procesión se dió comienzo a la ceremonia llamada de la desclavación, en la que el párroco Ayala dejaría oír su cálido verbo, cuyos efluvios de encendido fervor fulminaría a los judíos deicidas, a los paganos cínicos, y por repercusión inevitable a los pecadores congregados bajo el católico templo de una parroquia andina, que luengos siglos después de Jesucristo vuelven a crucificarlo, hora a hora, minuto a minuto, en el madero sangrante de nuevos y exquisitos pecados. Con rapidez y sin alborotos notorios, fueron levanta-das en el centro del crucero de la nave central, las tres Cruces que servían para la ceremonia de la desclavación. En el centro se alzaba la de Jesús, de imponente altura, y en cuyos extremos fulgían las agudas virolas de plata, al lado derecho el buen Dimas, el ladrón dulce de Samaria, y la izquierda el fiero Gestas, cuyo rostro ocelado de barbas hirsutas, tenía cierta semejanza con el de don Crispín de los Angeles, el apacible sacristán de la Iglesia de Huántar, que tal vez por esa lealtad de la semejanza, no podía contarse en el número de los buenos ladrones. Una vez terminado el arreglo de la escena, y en medio de la espectación de los feligreses, cuyo silencio permitía diferenciar el chisporroteo de los velones, el cura Ayala subió al Púlpito, mientras los santos varones, subidos en lo alto de Las Cruces, y revestidos de lo morada túnica que debieron ostentar. Nicodemus y José de Arhimatea, en el monte Calvario, esperaban las órdenes que desde el púlpito y con voz tonante, les daría el santo párroco para comenzar la tarea de quitar los clavos de las manos y pies del Cristo. En el Cabildo que comenzaba hacia el medio de la nave y terminaba en el pretil de las comuniones, se encontraban los funcionarios del distrito. Alcalde, Gobernador, Jueces de Paz, y demás «clarísimos» de la sociedad huantarina, metidos dentro de sus vestidos negros, como convenía a la severidad del instante. Entre ellos, y en sitio preferente, especialmente escogido por el

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cazurro sacristán, se encontraba nuestro comerciante huarasino don Manuel Berúa, atento como ninguno a los divinos episodios que tenían lugar cerca de él, y pensando tal vez en los magníficos proventos y dineros que le dejaría, la compacta muchedumbre que ante él se cerraba en círculo más compacto que el de los nibelungos, y que al día siguiente —pocas horas faltaban- acudiría a su tienda para disputarse las ricas telas, los macizos marcos de plata piña, y demas artefactos de comercio, que en ella tenía, entregándole en cambio limpias monedas, que luego se transformarían en otros tantos marcos de plata pina, telas costosas, perfumes, y diversos artículos con los que volvería a Huántar, para sucitar de nuevo la angurria de los presuntuosos hijos de la entonces rica región. En el Púlpito de la Iglesia, el cura Ayala, comenzó a explicar a sus oyentes, el misterio de la pasión de Jesucristo. Su voz que subía de tono, con cada nueva interpretación del santo misterio, agitaba a los concurrentes en invisibles estremecimietos de contrición y de sincero dolor. Sólo Crispín de los Angeles, el santo varón que debía desclavar uno de los brazos de Cristo, permanecía impasible y en las vírgulas de su cara, no se notaba el más leve movimiento. Pero de pronto, y sin que nadie lo advirtiera, Crispín de los Angeles desapareció y sólo quedó del otro lado del crucero del sagrado madero, el otro Santo Varón, don Melitón Prado, cuya prominente nariz, parecía labrada a golpes de hacha. Don Mannel Berúa, extasiado ante la palabra divina, tampoco notó la ausencia súbita del santo Varón, y aunque la hubiera notado, no habría podido prevenir el origen de semejante fuga en el momento en que su presencia era más necesaria, en ese sitio, pues ya habría de comenzar el acto material de la desclavación. Hubiera surgido en su mente afinada de comerciante suspicaz, el presentimiento de un robo y tampoco habría podido evitar el mal pretemido, porque era tan compacta la concurrencia al templo, que no habría podido salir de él, para dirigirse a su tienda. Minutos después, el orador comenzó allá en el Púlpito a dar las órdenes rituales, para que los santos varones retiraran los clavos de la crucifixión, a fin de bajar el divino cadáver de Cristo y depositarlo en los amantes brazos de la virgen María, que allí, al pié de la Cruz, lloraba doblegada sobre el dolorido regazo. Pero al dirigirse a Nicodemus, con la frase de orden «Santo Varón desclavad la mano derecha» el cura Ayala, observó que Crispín de los Angeles no estaba en su puesto. Interrogó con el gesto, al otro varón, que hacía de José de Arimatea, recibiendo por toda contestación un movimiento de hombros, que significaba que Melitón Prado ignoraba el paradero del santo don Crispín. La gente comenzó a inquietarse, mas en el momento en que un oficioso se disponía a reemplazar al santo varón ausente, apareció

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nuevamente en lo alto de la escala que conducía al cabezal de la cruz, el bueno de Crispín de los Angeles serio, hierático, frío como debió estarlo el verdadero Nicodemus y sacando de las honduras del bolsillo de la túnica morada, una tenaza y un martillo, empezó a sacar los clavos que perforaban las augustas manos del nazareno. José de Arimatea hizo lo mismo, y el cadáver fue bajado por ambos santos varones, mientras el mujerío se convulsionaba en un estertor de llantos y gimoteos beatos, y los hombres de rodillas se golpeaban el pecho con fervor y compunción. El órgano del templo tocado por un organista venido de Huari con ese fin, atacó las melodías místicas del ritual, y poco después cuando ya la noche posaba su ala negra sobre la tierra, se retiraron los feligreses haciéndose lenguas de la oratoria del padre Ayala, y comentando cada cual, los sucesos del sagrado día, que tan velozmente había terminado, y pensando que el año siguiente la fiesta sería aun mejor. Don Manuel Berúa que nada había sospechado, después de dar algunas vueltas a la plaza en compañía de algunos amigos, prometiéndose saborear las pascuas, mejores de su vida, con la venta de sus marcos de plata y demás mercancías, se dirigió a su oposento y al introducir la llave en la mirilla del candado, notó que éste se encontraba abierto, no obstante de que poco antes al dirigirse a la Iglesia, había tenido especial cuidado, en cerciorarse de que el candado estaba bien asegurado y sólo después de verificar varias veces, esta circunstancia, había tomado el camino de la parroquia. Con la sospecha de un golpe audaz a su fortuna, penetró en la tienda, encontrando el cajón del mostrador, abierto y completamente vacío tan limpio y libre de los talegos que contenían los marcos de plata piña, que se diría que el vacío absoluto se habia localizado en el mostrador del comerciante, como para apoyar la razón de la sin razón, de los que creen que tal fenómeno es posible. Los estantes que poco antes se cimbraban al peso de los atados de telas, rumos de casimires, baratijas, abalorios, joyas baratas, y demás trebejos de comercio, estaban limpios hasta del polvo y de la brizna, y sus casilleros vacíos se reían entre sus mandíbulas de palo, de la perplejidad del comerciante. Convencido de que el autor del robo y de su miseria no podía ser otro que el santo varón, pues sólo entonces vino a recordar la súbita escapada de Crispín de los Angeles, de la Iglesia, en momentos en que él, nada podía hacer, por salir del lugar en que estaba; su agitación al regresar minutos después, y asociando esa fuga al robo mismo, persuadido de la tremenda verdad que echaba por tierra su aéreo castillo, comenzó a llamar a grandes voces a los vecinos, a los dueños de la casa, y a cuantas personas se hallaban todavía en la plaza, y les mostró su tienda absolutamente vacía, su riqueza desapa-recida, mientras Cristo agonizaba en la Cruz, su vida de

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trabajos, deshecha, y les expresó su convicción de que el autor era el sacristán Crispín de los Angeles, que había aprovechado del recogimiento de los feligreses dentro del templo, del silencio de la plaza, y de la inmovilidad de su amigo Berúa en el Cabildo preparada por él, para dar el golpe con todos los firuletes de un veterano ladrón. Solicitadas las autoridades del pueblo, junto con una muchedumbre de vecinos adictos a Berúa, que tenía muchos conocidos en el lugar, se dirigieron a la casa del sacristán, que no distaba más de cincuenta metros de la plaza, encontrando que el pájaro había volado. Don Crispín no era habido por ninguna parte, y nadie podía dar la menor noticia sobre la dirección que hubiera tomado; parecía que la tierra se lo había tragado, y después de inútiles pesquizas se abandonó toda tentativa por descubrir el paradero del audaz sacristán. Este entretanto galopaba en una buena acémila que tenía preparada desde la víspera, camino de la capital del departamento llevando consigo los objetos que tan finamente había podido robar al pobre don Manuel Berúa, con ánimo de pasar después a los pueblos del Callejón de Huaylas, mercar la plata y especies robadas, y volver a Huantar cuando ya el escándalo se hubiera disipado en el recuerdo de los hijos del lugar. Don Crispín viajaba ufano de su hazaña y evocando los episodios del atrevido lance. Resuelto a salir de pobre, en cuanto vio a Berúa guardar sus marcos en el cajón del mostrador, imaginó el plan que tan buenos resultados le había dado. Y en el momento en que el cura Ayala aplastaba con su pintoresca oratoria de viernes santo, a su compungida feligresía, había descendido de lo alto del brazo de la Cruz cuya desclavación se le había encomendado, luego una vez en el suelo, había ganado la puerta de la sacristía, que se abría en un extremo del crucero y saliendo a la plaza, se había dirigido a la tienda de Berúa y rompiendo el candado que aseguraba la puerta, penetrara al interior y después de extraer sin ser visto por ojos humanos, todos los tesoros del comerciante que en esos mismos momentos escuchaba enfervorizado la divina palabra, habíase dirigido con ellos a su casa distante menos de cuarenta metros de la Plaza, y luego de ocultarlos como la premura del tiempo lo exigía, había regresado a la Iglesia en los precisos instantes en que el cura y la muchedumbre reclamaban su presencia para dar comienzo a la santa labor de quitar los clavos de la crucifixión, y sin que nadie ni el mismo Berúa pudieran sospe-char del motivo de tan inusitada ausencia. Todo ello había pasado en menos de diez minutos, y allí se encontraba ahora, camino de Huaraz, seguro de que las gentes lo creerían huyendo hacia la montaña, o todavía oculto en alguno de los cortijos próximos, dejando a Berúa sumido en el dolor y en la miseria. Sobre todo en la miseria, porque fue menester que don Manuel, que había quedado sólo con el vestido que

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llevaba encima, acudiera a la munificencia de los amigos para poder salir días después con dirección al suelo natal, sin alforjas y sin blanca a recomenzar de nuevo, con más experiencia de los hombres, la penosa pendiente de la vida. El santo Varón había devenido mal ladrón. Y huyendo hacia Huaraz, con la negro barba híspida, moteando la alba túnica, que vistiera en la santa ceremonia, y que no había tenido tiempo de cambiarla por el vestido de diario, cogido a los crines de la bestia que cabalgaba, y llevando en la grupa, gordas alforjas conteniendo las cosas robadas, el santo varón, parecía, el mismísimo Gestas, que escapado de su tosca cruz de quebracho, huyera del sermón del cura Ayala, lejos muy lejos, llevándose en los talegos de cotín el alma del buen Berúa, y en el fondo de los zurrones de baqueta el buen nombre de todos los santos varones de la tierra. Y desde entonces, en Huántar, se solía decir, y ello durante muchos años SANTO VARON, MAL LADRON.

LA HEROINA DEL AMOR CASTO

Bolivar llegó a Huaraz a principios de 1824. En esta ciudad fué donde organizó las fuerzas libertadoras que meses después habían de vencer definitivamente al hasta entonces invicto ejército español en los campos de Junín y Ayacucho. La generosidad de los patriotas de Huaraz al entregar cuanto tenían, al Estado Mayor de Bolívar, para el sostenimiento del ejército, inspiró al Libertador el célebre Decreto en el que califica a la capital del Corregimiento de Huaylas con el título de "Muy generosa ciudad de Huaraz», elevándola al rango que actualmente tiene. Cuando Bolívar hizo su ingreso a Huaraz, en medio de la pompa y el fausto con que era recibido en las poblaciones que recorría en su larga campaña y entre las muchas personas que salieron a esperarlo, hasta el lugar llamado desde entonces «El Recibimiento» que se encuentra a dos kilómetros al Sur de la ciudad, en el camino a Recuay, estaba doña Manuelita Moncada, delicada, gacela de veinte primaveras, descendiente auténtica de aquellas subyugantes «Huaraz» que causaron la admiración de los Jefes quechuas del ejército del General cuzqueño Capac Yupanqui, cuando a fines del siglo XV, realizaron la conquista del señorío de «Pumacayán», mujer de eruditas formas,

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elegantes y finas como las de los glaciares que circuyen la blanca ciudad de Luzuriaga, de manos breves y albas como pétalos, y de ojos tan profundamente negros que se dijera recortados de un trozo solidificado de esencia pura de café. Desde el instante que Manuelita Moncada, vió a Bolivar arrogante en su caballo de albas crines flotantes, nimbado de la gloría de cien combates, sintió en su alma veinteañera el aleteo de la primera y única gran pasión de su vida. Su corazón se hinchó de un amor infinito que con el correr del tiempo adquirió las formas purísimas del más depurado misticismo. Si Bolivar hubiera llegado a conocer la pasión de Manuelita Moncada, seguramente Huaraz habría servido de escenario a un nuevo amor entre el genio y la guapísima mestiza. Pero el Libertador no llegó a conocerla. El breve tiempo que estuvo en Huaraz, la agitación de la campaña que lo traía preocupado en la obsesión de cumplir la palabra que diera al General Mosquera, cuando en la entrevista de Pativilca, enfermo y triste le dijera que sólo pensaba «vencer», y el mismo carácter de Manuelita, reservado y aparentemente frío, no permitieron al Héroe apercibirse del intenso amor que había despertado en el alma de la romántica hija del Huascarán. De haber conocido a Manuela y su pasión, Bolivar habría añadido una página más al capítulo azul de su vida, y su trilogía de Manuelas, tendría en su existencia azarosa la sugerencia de un bello florilegio de amor. Mientras Bolívar permaneció en Huaraz, Manuelita Moncada, no dejó un solo día de concurrir a los lugares a los que asistía su ídolo, colocándose siempre en los sitios desde los que podía contemplarlo, confundida entre la multitud, modestamente ataviada, con sencillez y pulcritud, sin esos llamativos ringorrangos de la vanidad pueril y la coquetería ostentosa, y en la contemplación del genio ponía toda su alma, toda su pasión, vaciando sobre él, en una actitud de éxtasis místico, toda su amor y su ternura, como si Bolívar al libertar cinco repúblicas, lo hubiera hecho al precio de su corazón, para siempre cautivo tras las rejas doradas del ensueño. Bolívar se marchó de Huaraz en Junio de 1824. Desde ese momento la pasión de Manuelita Moncada devino más pura y mística que nunca. Nueva Teresa de un Cristo a la gineta; Manuelita colocó sobre su modesto lecho el retrato del Libertador, y ante él con fanático fervor, encendió una lámpara entre ramos de olorosas flores, haciendo el voto de mantenerla encendida hasta su muerte. Todos los días al levantarse, Manuelita renovaba con unción la luz de la lámpara y las flores de los búcaros, y de pie ante el retrato del amado, le musitaba la plegaria de su amor, Y a fin de cerrar el corazón a toda otra pasión, se encerró en su humilde casita de la calle de Belén, de la que sólo salía los domingos, al rayar el alba, para oír misa en la Iglesia del

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barrio, volviendo luego a su vida de amoroso deliquio. De este modo y leal a sus votos, jamás aceptó el requerimiento de ningún galán, ni dio cabida en su pecho a otro afecto que pudiera macular el de su gran pasión. Así vivió muchos años. Como no permitía a ninguna persona el acceso a su dormitorio, nadie se apercibió de tan extraño amor. Pero una mañana del año 1860, la puerta de la casa de Manuelita permaneció cerrada, y a poco cundió por el barrio, el rumor de que Manuelita se encontraba en agonías. Avisado sus parientes, acudieron al domicilio de nuestra heroína y la encontraron moribunda, los ojos aún encendidos por la llama de su gran pasión, vueltos hacia la imagen de Bolívar, y los labios balbucientes de los que entre gemidos salían también, expresiones de amor como plegarias póstumas de su pobre corazón. En la lámpara siempre encendida, la luz ya débil se extinguía lentamente como la vida de Manuelita, y las flores ya marchitas deshojaban sus últimos pétalos. Nadie se atrevió a preguntarle sobre el secreto de su pasión pero, todos adivinaron que Manuelita moría víctima de su amor. Momentos después expiró y con el último suspiro, se apagó también la luz de la lámpara votiva, que durante cuarenta años había permanecido encendida ante el retrato del Libertador. Para el vulgo, Manuelita Moncada fue durante muchos años «la viejita de Bolívar» pero si se considera el perfume místico de ese amor de su vida, la lealtad religiosa con que mantuvo durante cerca de medio siglo, viva y encendida la lámpara de su adoración, como el fanático ante su icono Manuelita Moncada debe ser llamada la santa de Bolivar, o la heroína del amor casto.

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Arturo Jiménez Borja

Médico, catedrático, escritor y pintor de destacada figuración en las letras y las artes nacionales. Es uno de los temperamentos más interesantes de la nueva generación intelectual peruana. Compartiendo su vocación científica con sus inquietudes artísticas ha realizado valiosos trabajos en uno y otro campo, asentando un sólido prestigio como investigador y como logrado cultor del arte vernáculo. Su afán por la captación de motivos folklóricos lo ha llevado por las distintas regiones del país de las que ha recogido los más variados materiales del rico folklore nacional. El movimiento literario de los últimos años ha recibido también de Arturo Jiménez Borja, una señalada contribución. En 1939, en compañía de José A, Hernández y Luis F. Xammar, dos nuevos valores, de las letras nacionales fundó la revista “3” una de las más serias publicaciones de cultura y arte peruanistas que se ha editado en el país. Entre sus obras importantes, ilustradas por él mismo, destacan "Moche’' y “Cuentos Peruanos”.

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C U S H I S H

Un vecino de Chiquián fue una vez a cazar a las faldas del cerro Yarpun. Allí hay una laguna a donde bajan los venados a tomar agua. Vinchaca, que así se llamaba el cazador, se escondió entre las piedras y se puso a esperar. De proto vió salir del agua a una muchachita que tenía el pelo muy largo. La niña, que era la lagunita de Yarpun, traía un cuenco de oro en una mano y en la otra un peine también de oro, Llenó con agua su cuenco, se mojó el cabello y luego se puso a peinar. Vinchaca muy temeroso de la visión se alejó corriendo. La niña entonces le dió voces y lo invitó a bajar a la laguna. En el fondo, todo era muy lindo y pulido, Vinchaca no se cansaba de mirar tanta riqueza, Cuando subieron de nuevo a la superficie la niña le pidió, no contara a nadie lo que había visto; entonces la lagunita le regaló una piedra blanca no más grande que un puño y le recomendó que en subiendo a las alturas de Cushish la arrojara. Vinchaca apenas llegó a Cushish arrojó la piedra. La piedra bajó al monte saltando y al llegar a una pampita se detuvo. Allí Vinchaca vio a flor de tierra una gran cantidad de plata en hojas. Vinchaca cargó lo que pudo y regresó al pueblo. En tiempos de necesidad tornaba al mismo lugar y siempre encontraba plata. En el pueblo miraban con recelo a Vinchaca. Nadie sabía de donde sacaba plata. Una noche en sueños se le presentó la laguna y le dio permiso para contar su secreto. Entonces Vinchaca llevó al pueblo entero hasta la falda de Cushish y allí en medio del júbilo general les enseñó la veta de plata. Hombres y mujeres cargaron tanta plata que apenas podían caminar. Faltando media jornada para 11egar al pueblo descansaron en una pampa, pero movidos por la codicia dejaron sus cargas y regresaron a Cushish a fin de cargar más plata, Pero en vano buscaron la veta, pues por ninguna parte aparecía. Entonces se le ocurrió a Vinchaca volver a Yarpun a preguntarle a la laguna donde estaba la veta. Cuando llegaron a la orilla, las aguas del lago se revolvían airadas y ante el asombro del pueblo cambiaron colores varias veces, Entonces todos huyeron aterrorizados.

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TAITA TORO

Al pie del Cerro Yarpun hay una laguna en donde crece pasto dulce, jachi verde y totora. Allí llevan los pastores a sus reses. En Yarpun vive Taita-toro. Es un toro de oro muy grande; el más grande de todos los toros de Chiquián, Más grande que los toros de Don Juán Sánchez el rico. Taita-toro vive dentro de la laguna, a veces sale y hocea entre la yerba, se revuelca bramando de gusto; después desaparece. Él es padre de todos los toros, por eso los pastores le respetan y dejan en un sitio bien visible yerba fresca, coca, cigarros....

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EL ILLA

En Quillampa, que está sobre Chac-Chan, en el sitio llamado Manga-Puqincho, apareció a medianoche un illa llorando como un ternerito recién nacido. Tan triste sollozaba que hacía llorar a todas las vacas. En vano buscaron los pastores, pues en ninguna parte hallaron al becerrito. A este illa es imposible verlo vivo. Nadie lo encuentra. O se convierte en piedra o desaparece. Estas piedras toman la forma de terneritos y los pastores las recogen y tienen en mucha estima. Las vacas las lamen y relamen y así tienen lindas crías y hasta los toros bravos se amansan junto a ellas. Por todo esto desde tiempos lejanos las entierran en los potreros con una soguilla al cuello para que sepan que no deben escaparse a otro sitio; las conservan con cuidado y engríen con bizcochos, con miel y con chancaca.

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Augusto Soriano Infante

Sacerdote e historiador de reconocidos méritos. Es uno de los auténticos valores del departamento de Ancash. Estudioso como trabajador infatigable, es el in-telectual que más fecunda obra viene realizando en los campos de la historia y la arqueología ancashinas. Su dedicación a la obra de recopilación de documen -tos y de la confección de una guía arqueológica de la región lo ha hecho viajar por todo el departamento, recogiendo el más preciado material de estudio y formando el más rico archivo de vistas fotográficas de los monumentos históricos. En la actualidad, y a mérito de su obra, es Director del Museo Regional de Arqueología. Como publicista formó parte de las planas de redac -ción de las revistas «Nueva Era» y «Rumbo» que dirigieron los intelectuales Justo Fernández y Federico Sal y Rosas, respectivamente, este último, otro exponente ancashino en las letras y las ciencias. Soriano Infante tiene en preparación su obra capital «Monografía Geográfico—Histórica de Ancash.»

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CAPACOCHA DE OCROS

Celebrábase la fiesta de las Capacochas cada 4 años y coincidía con la Inti Raymi. Mediante esmerado concurso de belleza, escogíase de las 4 regiones del Tahuantisuyo a las chicas más acabadas en hermosura, de preferencia hijas de gente principal, siendo conducidas las agraciadas con el rango de Capacochas a la ciudad imperial del Cuzco. Preparadas las gentes del Cuzco con la confesión sa-lían prosecionalmente con sus Ídolos a recibir a la Capacocha, que venía acompañada de la Huaca principal de su terruño, sus caciques y servidores. Para tan solemne recepción, confesábase también el Inca y los de su Consejo, lavándose en el río Apurimac. Sentado en su dúo de oro, presenciaba el Inca el ingreso de los Ídolos a la plaza mayor del Cuzco, en estricto orden las estatuas del Sol, Trueno y las Momias de los incas embalsamados. Dando dos vueltas la imponente proseción por la plaza, repleta con la muchedumbre de sus fieles, deteníase delante del Inca, quien correspondía, con semblante elegre, las venias que a él y a las estatuas hacían los sacerdotes y el pueblo. En este momento, el Inca oraba al Sol, en Términos oscuros, para que recibiese a sus electas. La Coya, con acompañamiento de las pallas, presentaba dos aquillas de oro al Inca para que brindase chicha al Sol, que a vista de todo el reino congregado se evaporaba, como por encanto, para etraerlos a su religión. Luego, por participar de la Deidad, el Inca refrégabase todo el cuerpo con estas Capacochas. El Sumo Sacerdote degollaba una Llama blanca, asperjando con la sangre de este sacrificio cierta masa de harina de maíz blan-co, llamada Sancu de la cual recibían la Comunión el Inca y su Consejo, pronunciando estas palabras: «Ninguno que estuviese en pecado ose de comer esta Yaguar-sancu, porque será para su daño y condenación» Y, convidando primero al Inca y a las Capacochas, repartíase como reliquias la carne de la Llama sacrificada al Sol a todos los devotos. Degollábanse 100,000 Llamas para esta festividad. Concluída la fiesta, algunas Capacochas quedábanse dedicadas a la Huaca Huanacauri, en el templo del Sol. Adormecidas para bajar a unas cisternas sin agua, eran sepultadas vivas. Las demás Capacochas volvían a su lugar de origen, por orden del Inca y para cumplir allí las mismas ceremonias, Cada Capacocha tenía Sacerdotisa especial que le ministraba la adoración como a guarda y custodia de toda la provincia y sus padres gozaban por ella del privilegio del cacicazgo. Caquepoma, principal de Ocros, dedicó a su hija al Sol. Era hermosísima sobre todo encarecimiento y la adolescente mereció ser elevada a rango de Capacocha.

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Yendo Caquepoma con su Capacocha al Cuzco, significó al Inca, consiguiendo por ella dúo y señorío de Cacique. A su vuelta, con la beldad divina, su propia hija Tanta Carhua, celebráronse tales fiestas en su ciudad natal que la hicieron exclamar “Acaben ya conmigo que para fiestas bastan las que en el Cuzco me hicieron” Selló tan extraordinaria ceremonia el siguiente acto. Lleváronla a una cima, remate de las tierras del Inca, a una legua del asunto de Aija. Alli emparedaron viva a Tanta Carhua, en un depósito muy bien nivelado y con una alacena, a tres estados de fondo. En este lugar sagrado es prenda de adoración, sentada al uso gentílico, con ropa finísima, ollitas, cantaritos, topos y dijes de plata, obsequios del Inca. En sitios inmediatos, hallábanse los depósitos de los Caciques para el maíz, con la guarda de viejos camayos, presididos por el mentadísimo Chaupis Chao. Cuanto por ella merecíase el honor del Cacicazgo, superaba la adoración de la Capacocha a la de las Huacas y Mallquis, preparábase hermosas chacaras para sus fiestas, degollábase muchos cuyes y ofrendábanle cúmulo de sacrificios. Cóndor-Capcha, séptimo hijo de Caquepoma, fue el primer sacerdote dedicado a Tanta Carhua, cuando su hermana fue exaltada a la jerarquía divina de Capacocha, la cual era adorada no sólo por sus dueños los caciques de Urcón sino por el común de las gentes. Muchos no pudiendo acercarse a ella con comodidad, resignábanse a adorarla siquiera de las cumbres que están a la vista. Referían los ancianos los prodigios obrados por Tanta Carhua, durante la gentilidad incaica, que cuando se sentían enfermos o tenían necesidad de socorro acudían a la Capacocha con sus sacerdotes, quienes asimilándose a ella respondían como oráculos y con acento dulcemente femenino: «Esto conviene que hagais....,..» Estando Pilco Suntur, en son de camayo, pronosticó con su muerte el ocaso de la Idolatría y el triunfo del Cristianismo, en los primeros días en que se supo la llegada de los españoles. En efecto, cumpliendo una vez con toda la gente la adoroción a la Capacocha, Pilco Suntur se mató espectacularmente, precipitándose de un andén.

HUARAC – QUICHQUI Y PUNCHAO – QUICHQUI

(Leyenda de una toma de regadío para las tierras del Inca)

En el célebre convite de Capacochas, hízose famoso el Cacique de Ocros Caquepoma porque sacrificó a su única híja Tanta Carhua, cuyo nombre fue puesto por el Inca y buscado por suerte de arañas. Hasta entonces no se hacía mucha

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cuenta de las mujeres en los anales incaicos, excepto de Mama-huaco por haber sembrado el primer maíz, ya que ellas eran dedicadas al culto de la Luna, mas no del Sol. Caquepoma dio lustre a su gobierno en la Collana de Ocros. Su obra más notable fue, a no dudarlo, la gran acequia de regadío para las tierras templadas de Aija, donde sembraban los caciques y tenían sus camayos. A dos leguas de Ocros, siguiendo el arroyo que vá a Huanchay, se encueneran las que, en otro tiempo, fueron tierras realengas del Inca. Caquepoma, a la voz del Inca, mandó juntar a todos los indios «chaupihurangas» para sacar la toma por unos riscos y despeñaderos. Dificultaba el paso del agua dos lajas inexpugnables, donde consumieron mucho tiempo sin resultado ventajoso. El Cacique congregó entonces a los mayores hechiceros, señalándoles premio, si con su encantamiento daban libre curso al líquido elemento, y pena de precipitación, en caso adverso. Era jugar un albur, ante las renombradas lajas. Huarac-quichqui y Punchao-quichqui. Los hechiceros Collque Chaico, Wilka Rique, Racho Poma y Nahuin Mangas salieron con suerte, con invocación y pacto con sus genios tutelares. En un día y una noche dos de ellos convertidos en serpientes y los otros dos en luceros, abrieron en la laja una acequia tan bien nivelada y que admira verla desde el camino. En memoria de este prodigio se adoraba el pasaje de Punchao-quichqui y Huarac-quichqui y a los encantadores, a quienes premióse también con reparto de tierras, En cambio, Caquepoma manchó su buen nombre ha-ciendo mucha carnicería con todos los morosos en reñir de sus pueblos y con los fracasados hechiceros. En un buen espacio de las tierras de Singas relucen todavía los innumerables huesos de los infelices degollados. Y con tanta sangre amasó el barro de la calzada de la acequia, a cuya crueldad atribuyen sus quebros.

LA PATRONA DE NEPEÑA Y SU TEMPLO(Leyenda)

Por los años 1585, el Rey de España Felipe II obsequió al Perú algunas imágenes; y el Arzobispo de lima, Santo Toribio se encargó de distribuirlas: un Cristo para la Villa de Santa; una virgen de Nuestra Señora de la Natividad, para el pueblo de Guadalupe; y una Virgen del Rosario para el valle de Saña, entre otros lugares; siendo remitidos estos sagrados bultos, como no podía ser de otro modo, a lomo de mula. Los arrieros llegaron sin novedad a la posta de Huambacho, -encontrándose a la sazón de Corregidor don Diego de Acevedo y de Cacique, Susuy-, pernoctando allí, para continuar viaje muy de madrugada. Al día siguiente, a poco de

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haber caminado, se dieron cuenta los arrieros de que faltaba, precisamente, la mula que portaba la efigie de Nuestra Señora de Guadalupe. Sorprendidos y presos de un pánico indescriptible, se lanzaron a la búsqueda por todas direcciones. Al tercer día fati-gados y exhaustos, y dándose por perdidos, se constituyeron ante el Corregidor a manifestarle lo ocurrido. El Corregidor, igualmente sorprendido por la noticia tan inesperada, procedió de inmediato a mandar un propio ante el Arzobispo, dándole a conocer el hecho. Pero, el Arzobispo, sin perder su serenidad habitual, ordenó que los arrieros siguieran viaje hasta el lugar de su destino, sin perjuicio de que las autoridades y vecinos del lugar de los sucesos, continuaran buscando la efigie perdida. A los 21 días, y cuando ya la calma y la resignación se estaba apoderando de los corazones, se presentó un indígena ante el Cacique, y le reveló que junto a El Castillo había visto una mula, sin carga y que no se dejaba cojer, La noticia fue trasmitida, sin demora, al Corregidor, quien, con solicitud encomiable, organizó una pequeña expedición colocándose a la cabeza, junto con el indígena denunciante, y se dirigió al lugar in-dicado, en el que, efectivamente, pacía tranquila la mula, a la sombra de un bosquecillo, a inmediaciones del manantial de Pipí. La mula, viéndose rodeada ya de cerca, se remontó a un montículo de algarrobo, donde se encontraba la carga, junto al aparejo, como colocados adrede. No es para contada la alegría y satisfacción que experimentó en ese momento el Corregidor. Inmediatamente se procedió a poner el aparejo a la mula, que cedió, mansamente, a todo. Luego 6 hombres se presentaron a levantar la carga, pero fue en vano; se agregaron otros más, y no pudiendo tampoco moverla, exclamaron al unísono ¡ni peña! Se intentó por tercera vez, junto con el mismo Corregidor, y no consiguiendo nada, asimismo, volvieron a repetir ¡ni peña! Por un momento todos quedaron como evetados; se hizo un silencio profundo. El Corregidor, interrumpiendo, levantó la voz y dijo: Dejad esta preciosa carga ¡no la movais! Aquí levantaremos un templo a la Virgen de Guadalupe, que será nuestra madre y protectora; y fundaremos un pueblo que se llamará NI PEÑA, que todos hemos pronunciado espontáneamente. Se construyó una choza provisional, debajo de la cual se guardó la imagen hasta que el cura Asencio de San Galeano dio principio a la construcción del templo, dedicado a la advocación de la Virgen de Guadalupe, mediante limosnas y el concurso de los fieles que acudían al trabajo. Pero paralizada la obra sólo a media jornada, por falta de fondos, pese al entusiasmo y sacrificios del Párroco, y cuando éste desesperaba por obtener recursos, a cualquier costo, para dar cima a sus anhelos, se dio de improviso con un humildísimo indígena, bastante entrado en años. El Padre lo trató, como sabía hacerlo con todos sus fieles; y el indígena gratamente impresionado por la forma y manera como había sido recibido por tan ejemplar sacerdote, se permitió decirle: ¿Qué le pasa? ¿Por qué lo veo tan sombrío? A lo que el Padre,

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humildemente, contestó: Siento morirme con la pena más honda de no ver terminado el templo; necesito dinero para pagar a los braceros y proseguir los trabajos. Conmovido el indígena, volvió bruscamente la cabeza y le dijo: le daré todo lo que necesite, pues deseo verlo contento y cumplidos sus deseos. Mañana a esta misma hora (eran las 2 de la tarde) le aguardaré aquí. El Padre Asencio lleno de fe, tornó al día siguiente al lugar indicado, donde fue recibido por Andrés Vilki que así se llamaba el indígena reconocedor, por una confidencia que le hiciera su padre, de un tesoro oculto e inviolable, quien el indígena rogó al P. Asencio, que previamente lo absolviese e implorara a Dios perdón por la violación de un secreto a él confiado, teniendo en consideración que así procedía sólo en gracia al templo a construirse, dedicado a la madre de Cristo. Luego le demandó aceptara como única condición se dejara vendar los ojos para ser conducido al lugar donde se ocultaba el tesoro. Aceptada la propuesta, le vendó los ojos, y con una soga lo condujo de tal modo que perdiera la orientación. Bajaron ambos por unos escalones muy anchos de piedra, y cuando ya estuvieron en el lugar preciso, Vilca encendió luz y le dijo al Padre que se quitara la venda, y tomara el dinero conveniente, indicándole los lugares donde se encontraban el oro y la plata. El P. Asencio tomó algunos paralepípedos de oro, que a manera de ladrillos estaban acomodados. Salió en seguida con los ojos vendados nuevamente, procurando recordar los 62 pasos que había dado para ingresar en la mazmorra, En un lugar apartado se despidió, tiernamente, el indígena para no volver a ser visto jamás. Con tal fortuna el Padre Asenció continuó con toda voluntad y decisión los trabajos del templo, que guarda la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, en el mismo lugar donde se erguía el algarrobo, bajo el cual fuera encontrada.

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Justo Fernández

Profesor y periodista de larga estancia en Huaraz. Desde su arribo a la capital ancashina se ha dedicado con toda consagración a su doble actividad, contribuyendo de manera especial a la inquietud intelectual de Huaraz. En 1934 dirigió el diario decano «El Departamento». En 1935 fundó y dirigió la revista «Nueva Era», agrupando a todos los intelectuales del lugar en su plana de redactores con los que mantuvo esta publicación hasta 1937, prestando además su colaboración en casi todos los periódicos que se han venido editando en Huaraz. En 1943 fundó y dirigió también el semanario «El Pueblo» que le fuera desposeído por la autoridad política por su carácter independiente y popular. Durante el tiempo que tiene de residente en Ancash ha formado parte de las distintas instituciones culturales, entre otras, la Sociedad Turística de Ancash, el Centro Geográfico de Ancash, filial de la Sociedad Geográfica de Lima, la Asociación Ancashina de Escritores y Artistas. Ha publicado en el campo didáctico una obra dedicada a la educación secundaria «Lecturas Básicas», en el campo de la crítica tiene una obra por publicar “Abelardo Gamarra, su Vida y su Obra”. Tiene además en preparación “Tradiciones y Leyendas Ancashinas”.

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LA FLOR DE GUAGGANCC0 (1)

(Leyenda de la fundación de la ciudad Huari)

La ciudad de Huari, capital de la provincia de este nombre, es una ciudad acogedora, grata y hospitalaria, no obstante su situación geográfica inapropiada y los pocos recursos naturales con que cuenta para su propia subsistencia. Se halla ubicada en una planicie relativamente reducida, limitada por un profundo barranco, altos cerros que van a unirse a pocas leguas a la elevada Cordillera Blanca y una quebrada honda por donde corre el río Huayuchaca uno de los afluentes del Puchka que es a su vez afluente del Marañón. Su primitivo nombre histórico fue el de Santo Domingo de Huari del Rey pero de su fundación que debió ser en los comienzos de la Colonia, no se tiene ninguna referencia histórica, sólo una leyenda que se mantiene revivicente, explica cómo se fundó esta ciudad y cómo apesar de su inapropiado lugar continúa siendo ciudad atractiva y grata para vecinos y visitantes que a tan distante lugar llegan. Dice la leyenda que en la región que comprende hoy la ciudad de Huari y los caseríos de Yacya, Acopalca y circunvecinos, estaba establecido el cacicazgo de los hermanos Huarín, Juan Huarín, quien lo administraba en calidad de Jefe, y María Jiray y María Rupay, todos ellos ganados por la cristiandad, devotos de todos los santos revelados y convencidos de la bondad del Señor a cuyas gracias reconocían las excelencias de sus dominios, ya que en ellos era donde mejor reverdecían los pastos y sus rebaños aumentaban más notoriamente por lo que no dejaban de ser los más decididos propiciadores de la fe cristiana y los más celosos cumplidores de las recomendaciones de los misioneros aunque no por ello habían logrado decidirse a la edificación de una Capilla más por discrepancias respecto al lugar donde deberían edificarla que por falta de devoción, por lo mismo que cada uno de los hermanos tenían sus secciones señaladas y cada cual la quería para su pertenencia. Y en estas discusiones iban pasando buen tiempo. Hasta que llegó cierto día en que un inexplicable hallazgo obligóles a decidir la cuestión.

[1] Flor silvestre de cinco pétalos de colores diferentes que sólo crece muy escasamente en las proximidades de la laguna de Purhuay, considerada por los huarinos como flor de la felicidad.

Durante un recorrido en que hacían los tres hermanos por los plácidos campos de sus dominios, inspeccionando sus sembríos y pastizales por donde discurrían las manadas

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trashumantes de mansedumbre y sosiego animando con su triscar el ambiente sereno y suave de las alturas, al llegar a una ligera quebrada de pronto habíanse dado con la figura de una mujer que tenía un niño en brazos, recostada sobre una breve peña que la ocultaba en parte. La presencia de la figura que al principio los había he -cho detenerse y sobrecogerse de temor hasta el punto de casi causarles pánico, instantes después, les había llamado a curiosidad y acercándose sigilosamente al lugar, habíanse maravillado del hallazgo. Una hermosa imagen de la Virgen había sido la rara figura que los había sorprendido en medio de la soledad y el desierto. Llenos de cristiana emoción y fervor religioso, los hermanos Huarín, después de cumplir con las reverencias a la Virgen y de elevar su gratitud al Todopoderoso por la gracia que les concedía, corrieron a los distintos puntos de la estancia para anunciar de la buena nueva y reuniendo a todo el cacicazgo, expresóles de la necesidad urgente que había de construir una Iglesia para instalar a la Virgen aparecida. El entusiasmo de la población fue general, pero no bien decidida la obra surgió el viejo problema de cuál debía ser el lugar donde debería edificarse el templo, si en la cir-cunscripción perteneciente a Juan o en la de María Jiray o en la de María Rupay, pues todos ellos, reclamaban el mismo derecho y como ninguno de ellos quisiera atender a las razones del otro, decidieron al fin entregar la solución a una justa competencia edificadora de los tres hermanos que llevarían a cabo en sus respectivas pertenencias y el que terminase primero su obra con las debidas condiciones, sería el triunfante y al rededor de ella se edificaría la ciudad con el nombre de Huarín, que andando el tiempo conoceríase más por el de Huari. Acordada la competencia, los tres hermanos acudieron con sus respectivas poblaciones a la tarea ansiada, Juan tenía casi la seguridad de que él ganaría a sus hermanas, tanto porque contaba con mejores lugares en su jurisdicción como por tener mayor número de brazos disponibles que le permitirían sacar adelante su obra, teniendo por descontada a su hermana María Jiray por cuanto ésta no tenía en sus dominios lugar aparente para fundar una ciudad, condición fundamental para asegurar la bondad del prayecto. Empeñados en la obra, Juan inició su fábrica en el lu -gar denominado Yacya, lugar plano y pintoresco, María Rupay en Acopalca, también lugar propicio y de hermosa perspectiva y María Jiray en el lugar que hoy ocupa la ciudad de Huari, lugar quebrado y difícil, tanto más cuanto parte de su terreno está cruzado de resquebrajaduras que da la impresión de lentos deslizamientos de su suelo. Los tres hermanos desarrollaron una gran actividad siguiendo casi un mismo grado de adelanto en sus obras sin poder predecirse al

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cabo de las dos primeras semanas cuál de ellas podria terminarse primero. Pero al terminar la tercera semana cuando a Juan no le quedaba ya sino por ultimar un reciduo claro del techado y colocar las cruces en las torres, María Jiray presentóse a Yacya rebosante de alegría y satisfacción, exclamando: Hermano he terminado mi obra y creo que tengo el derecho de conducir la Virgen a mi Iglesia. Juan que tenía argumentación a favor para el caso de que María Jiray saliese primero no se desconcertó con la noticia, e incontinente le respondió: -¡¿Si hermana?! Pero tienes que convenir en que el lugar que has elegido para tu templo y la ciudad, no es aparente. Bien sabes que aquel lugar no tiene terreno suficiente para el establecimiento de nuestro pueblo, ni agua de que servirse, ni seguridad siquiera de que ese suelo permanezca firme. Tiempos vendrían en que los habitantes lo abandonarían por sus incomodidades y nuestra Virgen no podría permanecer en el templo que le has hecho construir. Creo que tienes que aceptar que mi Iglesia sea el templo elegido ya que quedará terminada mañana y el lugar en que está ubicada reúne todas las condiciones para centro de nuestros dominios. María Jiray, que escuchó tranquila las razones de su hermano al punto le replicó con gran serenidad y llena de optimismo. -Es verdad -le dijo-, pero te diré que yo he previsto todo lo que me haces notar. Y ninguno de los defectos que me adviertes será problema para mi pueblo. He colocado en las cuatro esquinas de la plaza un pisco (2) con flores de guaggancco y cualquiera que llegue a mi pueblo sino se queda se irá llorando. Y respecto al agua, te diré también, que con motivo de amenazar a mi pueblo por el propósito que tuvieron de extraer el cadáver de mi ja que la sepulté bajo de una de las torres, solté parte de las aguas de la laguna de Bombón (3), advirtiéndoles de que si intentasen en su objeto les echaría todas las aguas de esta laguna, dejándoles como muestra de mi poder un hilo de agua que a su entrada al lugar forma una hermosa «paccha», (4) la que abastecerá a todo el consumo que sea menester en cualquier tiempo. De manera, hermano, no tienes nada que objetarme, mi pueblo tiene todas las seguridades y ha de ser el preferido y el más acogedor de la comarca. Juan que entre admirado y apenado había escuchado las declaraciones de su ingeniosa hermana, no tuvo menos que aceptar su triunfo y ordenar a su pueblo que acompañasen en el traslado de la Virgen al templo expedito y disponer conforme al acuerdo de que todos los pobladores de sus dominios fuesen a establecerse en torno del templo. La colocación de la Virgen aparecida, la Virgen del Rosario, patrona hoy de Huari, revistió un gran acontecimiento. Toda la población Huarín después de cumplir el acto de la

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colocación se entregó a un jubileo sin límites entre danzas y bebidas, espléndidamente atendida por María Jiray, quien para mantener ese entusiasmo había también realizado otro milagro, el de hacer que un sólo cántaro abastezca la cantidad suficiente de chicha para toda la fiesta. María Jiray durante el acontecimiento se había senti-do felicísima viendo cumplido su propósito pero una duda vino al cabo a inquietarla, la de si más tarde, olvidando su pueblo de su justo triunfo o hallando sus flores de guaggancco y destruyéndolas, burlarían su propósito y cambiarían de lugar a su ciudad fundada. Y no pudiendo resistir a esta duda, pasadas las horas del jolgorio, púsose a meditar, en la manera en que aseguraría la perennidad de su obra, pasándose toda esa noche en vela, hasta que al fin encontró la solución. Muy de mañana y bien ataviada con sus mejores prendas, acudió al templo y se posternó humildemente ante la Virgen encomendando el destino de su pueblo, y una vez cumplido este acto, reunió a toda la gente y les pidió que le acompañasen a la laguna de Bombón a donde iba a cumplir su última obra, sin hacerles concebir la menor idea de su intención Llegado al borde de la laguna, seguida de un numero-so pueblo que silencioso y obediente había acatado su orden, volviéndose, de pronto a la multitud que sorprendida se detuvo, y tomando la actitud de una profetisa, les dijo; Sé que de mi pueblo saldrán algunos contrarios a mi voluntad, que pretenderán trasladar a la Virgen y a la ciudad, pero yo les anuncio de que antes de que así lo hicieren habré echado_________________________________________________________________(2)Vasija cónica de arcilla de regular tamaño para depositar chicha.(3)Laguna qne se halla sobre la ciudad, aproximadamente a 2 leguas.(4)Chorro de agua.

todas estas aguas sobre el pueblo sin que nada les pueda librar, pero si vosotros, y los hijos de vosotros, permanecieren fieles a mi voluntad, yo velaré por Huari y estaré lista a anunciarles de cualquier azote que estuviere a caer sobre vosotros. Esta es mi última obra. Y diciendo estas últimas palabras, rápidamente se volvió hacia la laguna y antes de que sus acompañantes pudieran reponerse de su impresión, María Jiray se precipitó a las aguas desapareciendo rápidamente bajo el hondo caudal ante los ojos absortos de todos los concurrentes. La obra había sido cumplida y toda la población de Huari, hondamente impresionada tornó silenciosa al templo, repitiendo mentalmente las palabras de María Jiray, para hacer después conseja en sus hijos la voluntad de la fundadora de la ciudad, y que andando el tiempo cobraría aún más realce, viendo cumplirse el secreto de María Jiray de

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que quien llega a Huari si no se queda se va llorando.

MAMITA JAMANAN [1]

(Leyenda de la fundación de la ciudad de Chacas)

En las extensas faldas de los cerros de Huayá, Camchas, Lucmabamba, Patarcocha y Huacuy, estribaciones orientales de la Cordillera Blanca, desde tiempo antiguo sustentábanse gran cantidad de ganado. Cuatro familias unidas poseían estos dominios; los Rupay, los Janampas, los Yashaj y los Maki. El escaso número de sus miembros, hasta entonces, no les había permitido fundar una aldea, no obstante sus deseos de hacer de uno de esos lugares el centro de la comarca, y sobre todo, la falta de entendimiento respecto al lugar donde deberían ubicar la aldea, porque cada cual quería que se hiciese en su respectivo dominio, les había dificultado más seriamente. Las cuatro familias aunque unidas para la defensa de sus pastizales y el común provecho de ellos, permanecían separadas cada una en las faldas donde desde tiempo inmemorial estaban establecidas sus majadas. En cierta ocasión, después de concurrir al centro de adoctrinamiento donde les había dado conocer de la bondad de Dios y de los milagros que El permite a los buenos cristianos que tienen una Iglesia, los más entusiastas habían lanzado la idea de construir una Capilla en sus dominios, pero, las discrepancias respecto del lugar, nuevamente, había sido dificultad para realizar el proyecto. Mucho tiempo hubieron de pasar en este desacuerdo, sin que nada hiciera predecir de una próxima o lejana resolución a________________________________________________________________(1) Aquí ha descansado la Virgen.

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emprender la obra deseada, hasta que en un inesperado día, una milagrosa aparición vino a decidirlo todo y las cuatro familias, ganadas por un sentimiento religioso dispusiéronse a la edificación de una Iglesia y con ella a la fundación de un nuevo pueblo. Era una tarde cuando el sol ya débilmente iba apagándose en las cumbres y de las quebradas lejanas una sombra espesa comenzaba a crecer abrazándose a los flancos de las colinas, momento en que los rebaños antes de reco-gerse a sus majadas marchaban sosegadamente a las voces refocilantes de los pastores hacia la hondonada que cir-cundan los cerros de Huayá, Camchas, Lucmabamba, Patarcocha y Huacuy, lugar pantanoso y entrecruzado de zanjas, algunas de ellas profundas y donde se abre hacia la margen derecha del río Chupin, como una boce tierna y fresca una pequeña fuente de aguas cristalinas que servía de abrevadero a todos los rebaños, de pronto estos se vieron confundidos y arremolinados sin querer continuar su marcha. Los pastores que esta vez eran cuatro niños pertenecientes a las cuatro familias, extrañados de tan inusitado hecho, al escrutar el llano para informarse del motivo que tan raramente impedía la marcha de sus rebaños, alcanzaron a distinguir a la orilla del manantial y hacia el lado de la peña que se levanta señera en la hondonada una mujer con un niño al lado dedicada a un agitado lavar de ropas. Llamados en su atención, sobre todo después de convencerse de que aquella mujer no advertía las llamadas que le hacían a grandes voces y sibidos, los cuatro pastorcillos decidieron acercarse a tan curiosa persona para increparle de su imprudencia. Pero extraño hecho, pronto advirtieron. La mujer que se dedicaba al lavado, de pronto quedóse erguida y en forma estática. Los niños que no esperaban esta transformación, se sorprendieron del raro fenómeno y espantados echaron a correr hacia el rebaño. Reunidos aquí, y temerosos de que un fantasma fuera, acor-daron ir a avisar a sus padres y tomando cuatro direcciones distintas en precipitada carrera ganaron sus chozas. La llegada inesperada de los niños alarmó a las fami-lias quienes no podía colegir qué fenómeno extraño podía haberse presentado en esos lugares, Escucharon también impresionados el relato y movidos todos por la sorpresa acudieron luego a la fuente. En efecto, desde la distancia divisaron que sobre una grada de la peña se erguía una mujer teniendo a un niño en un brazo. Y desvanecido todo temor se dirigieron hacia ella. Las cuatro familias se dieron el encuentro y juntas avanzaron hacia la peña, pero cuando ya se encontraban muy cerca a ella, una honda impresión los detuvo a todos. Sobre la grada la imagen de una Virgen se presentaba a sus ojos y detrás de ella parecía resplandecer una pálida luz. Los absortos

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pastores que de un milagro ya no dudaron, pronunciaron emocionados: ¡Es una Virgen! y cayeron todos de rodillas. Sobre las altas colinas un ligero resplandor iluminaba los contornos y en un rincón del llano el rebaño iba tomando un sosegado descanso. Momentos después, cumplida la veneración a la Vir -gen y los preces al Señor por el milagro que les había de-parado, las cuatro familias acordaron construir una Iglesia expresando al inísono Mashoj Marca, (2) como lugar, partiendo todos a empezar inmediatamente la obra. Pocos días bastó para concluir la fábrica y terminados los últimos arreglos, una fiesta organizaron para celebrar la colocación de la imagen. Precedidos de músicos y danzantes marcharon los pastores hacia la Virgen y cumplida la ceremonia de adoración, los cuatro jefes de las majadas procedieron a bajar la imagen. La obra no fue difícil, pero al quedar desocupada la peña, un nuevo motivo de admiración paralizó a la concu-rrencia. Sobre la porosa y dura piedra dos huellas de pies, una de mujer y otra de niño, se descubrieron al instante ante los ojos maravillados de todos los asistentes que nuevamente emocionados cayeron de rodillas expresando. ¡Mamita Jamanán! ¡Mamita Jamanán! reconociendo a la peña un cuerpo sagrado. El traslado y la colocación que después llevaron a ca -bo todo lo cumplieron sin mayores dificultades y dentro de la más severa unción religiosa, pero al día siguiente cuando más jubilosos estuvieron a venerar a la imagen, se encontraron con que la Virgen había desaparecido. Nadie podía explicarse cómo; la buscaron por todos los lugares circunvecinos, creyendo que algún profano la hubiese ocultado, pero por ninguno de esos lugares la hallaron. Muy apesadumbrados y juzgando que la Virgen los hubiese abandonado marcharon todos desconcertados hacia la peña para implorar su retorno, aunque ya sin esperanzas de poderla tener. Cuando hecho maravilloso percibieron. Sobre la misma peña la imagen descansaba como la vez anterior. Juzgaron entonces que manos misteriosas la hubiesen trasladado durante la noche para causarles esa pesadumbre, y no sin hacer promesa de velarla en adelante, procedieron, regocijados a trasladarla nuevamente a la Iglesia, ¡pero misterio anonadante!, el caso se repitió a pesar de sus cuidados, sin que ellos lo apercibieran. Entonces, muy contristados pensaron de que no habían entendido la voluntad de la________________________________________________________________(2)Lugar plano y apropósito para una población, cercano a Chacas.

Virgen y de que esas huídas, les decían bien de que no otro

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lugar debería ser el de su templo que aquél donde había hecho su aparición y a donde retornaba persistentemente. Convenido en ejecutar la nueva obra, procedieron inmediatamente a llevarla a efecto. El terreno no era apro-piado, los lugares vecinos demasiado pantanosos pero los trabajos se emprendieron sin la menor dificultad, sólo la fuente resultó imposible de desecarse y la peña también imposible de retirarla pero ninguna de ellas dificultaban la obra por lo que ambos accientes no pudieron sino dejarlos dentro del templo. Terminada la obra como había sido de espera procedieron a la colocación y al arreglo de la Virgen sin el menor contratiempo. Por varios días, sin embargo, las cuatro familias se mantuvieron al cuidado de la virgen, y como se convencieran de que ya no había motivo de temor respecto de la desaparición de la imagen ni de ninguna otra exigencia de la Virgen, dándose por satisfechos de su obra, pensaron entonces de que tampoco era dable de que ellos la abandonasen a la soledad y a la sola visita. Juzgando de que la Virgen había venido a ellos y la Iglesia se había construido a su voluntad y a su protección, era de necesidad de que todos se avecindasen a su torno y constituyesen el pueblo que por mucho tiempo habían querido y sólo por discrepancias respecto al lugar no lo habían logrado. Entendida esta necesidad imperiosa, las cuatro familias acordaron inmediatamente trasladar sus majadas al llano, al rededor del templo y en dirección al lugar de donde procedían: Makis y Janampas a un costado y Rupays y Yoshajs al otro, con lo que andando el tiempo constituirían los dos barrios de la ciudad: Chacas y Macuash y que por desarrollar más el primero impondría su nombre al pueblo. Los misioneros que a poco llagaron a la comarca pronto fueron informados de esta aparición y de la Iglesia construída y trasladados al lugar donde oficiaron una cere-moniosa misa, exaltando el espíritu religioso de los pastores, les reveló que aquella Virgen aparecida era la Virgen de la Asunción y a quién debían reconocerla Patrona del pueblo. Desde entonces todos los vecinos de Chacas siguen reconociendo a la Virgen de la Asunción, patrona del pueblo, y al lugar donde se ha erigido el templo donde se encuentran la fuente de aguas cristalinas y la peña con dos huellas de pies, siguen llamándolo devotamente Mamita Jamanán.

EL ENCANTAMIENTO DE LA LAGUNA DE PURHUAY

A dos leguas de la ciudad de Huari y a poca distancia del lado sur del camino que va a Chacas, se distingue una hermosa y reluciente laguna conocida con el nombre de

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Purhuay. La forma que ofrece a primera vista es la de una mujer echada sobre el grisáceo campo rodeado de altos cerros donde parece como descansando en apasible sueño. Los ojos de quien la contempla no pueden disimular la sugestión que ofrece de un verdadero encantamiento, y la leyenda que de ella se cuenta no deja también de maravillar, cuando al recuerdo vivo que de ella se hace, se tiene la singular circunstancia de que sólo en esas proximidades nace una flor bellísima y rara, la flor de guagganco, (1) que sólo aparece para cada 1° de mayo, y que las jóvenes casaderas de la región, reconociendo la flor de la felicidad o de la fortuna, todos los años, en esa fecha, van en busca de la preciada flor, que por rara coincidencia sólo es una la que la encuentra, la que indefectiblemente, en el curso del año recibirá el premio de la buena suerte, la felicidad o la fortuna. La leyenda que de ella se cuenta, dice que hace muchísimos años, quien sabe a pocos de fundada la ciudad de Huari por los hermanos Huarín, cuando todavía lo forma-ban su legendaria Iglesia y unas cuantas decenas de chozas dispersas, vivía en dicha localidad una modesta familia de numerosos hijos, cuyo padre que se dedicaba al negocio de leña, difícilmente los podía sostener, y que para lograr sus pequeños recursos, empeñoso trabajo tenía que realizar, pasando el mayor de su tiempo en las vecindades de la laguna donde muchas veces agotado por la dura labor caía desfalleciente, y sin poder ya retornar a la lejana población tenía que pasar en esas mismas vecindades largas y frías noches. La vida del pobre leñador tan dura como miserable mucho llamaba a compasión, pero eran muy pocos los que acudían en su socorro. En cierto tiempo, enfermó gravemente uno de sus menores hijos, el padre en vano solicitó un préstamo de unos cuantos centavos para comprarle un pedazo de jerga y abrigar al enfermito que se sacudía de frío bajo un deshilachado camisón que le cubría apenas su macilento cuerpecito. Su desesperación fue grande, y precipitadamente se marchó a la laguna en busca de un poco de leña para traer a la población y con su expendio adquirir lo que no le era posible conseguir a cuenta de sus leños. ________________________________________________________________[1] Flor silvestre de cinco pétalos de colores diferentes que sólo crece muy escasamente en las

proximidades de la laguna de Purhuay, considerada por los huarinos como flor de la felicidad.

Su llegada al lugar de aprovisionamiento fue de una agitada búsqueda. Pero ¡grande desgracia! parecía que para esa tarde hasta los leños habían desaparecido. Por todas partes buscó, y caída la noche, no había reunido ni siquiera un despreciable tercio.

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Desconsolado y triste el leñador acercóse entonces a la orilla de la laguna y tomando unas hojas de coca de su casi vacío huallqui (2), sentóse a la misma vera de la laguna y púsose a chacchar (3) para saber de su coca la suerte que esperaba a su pobre hijo. Pero, ¡extraño anuncio! Su coca, lejos de serle amarga e insoportable como la esperaba, le supo agradable y dulce. ¿Que podía ser? La mejoría del enfermo, pensó pronto el leñador, y tranquilo siguió katipando (4) Pero, nueva sorpresa llenóle de honda duda. Su coca le anunciaba luego, grande alegría para su hogar y un viaje largo para él. Esta revelación ya no pudo creerla. Estaba tan convencido de que su suerte no podía ser sino la de la miseria y que para él no podía haber más viaje que el que acostumbraba a hacer a la laguna, que no pudo pensar sino de que su coca le estaba engañando, aunque esto tampoco le era admisible. Y en la duda y el dolor, aunque saboreando la dulzura de su coca, a la vera de la laguna, sobre el suave y mullido borde fue quedándose profundamente dormido. No habría descansado muchas horas cuando un in -usitado rumor lo despertó súbitamente encortrándose des-concertado ante la presencia de una extraña mujer que acudía a él muy solícita. El leñador, creyéndose ante un fantasma, trató de incorporarse para emprender su huida, pero la extraña mujer, acercándosele más hablóle muy dulcemente, diciéndole que venía en su socorro y que no tuviese desconfianza de ella. Mas como el leñador pretendiese siempre librarse de su presencia, la desconocida mujer tomólo luego de un brazo y expresándole que iba pronto a convencerse de su auxilio, arrastrólo rápido aguas adentro sin que el leñador tuviese tiempo para hacer la menor resistencia. Arrastrado así, a la laguna, no bien pisó la misma ori lla húmeda, con gran extrañeza para él, vióse bajar por hermosa escalinata de mármol llevado por bellísima joven que iba haciendo flotar riquísimo y alado vestido blanco, sin poder colegir, ante cuyo espectáculo, qué raro encantamiento podía exisitir bajo esa laguna.

________________________________________________________________(2) Bolsa de cuero con tiras, que llevan pendiente del hombro los indígenas y en el cual guardan la coca para el consumo diario,(3) Masticar coca.(4) Masticar coca esperando un anuncio.

Llegado al final de la escalinata, un lujoso palacio descubrióse ante sus ojos, deshabitado y silencioso pero cui-dado y alegre por todas partes. Ante él detúvose de pronto la misteriosa joven y tomando luego de un lugar que no tuvo tiempo de ver el leñador, una pesada bolsa le puso en las

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manos, diciéndole que ese era el regalo que le tenía reservado para alivio de sus padecimientos y trabajos, pero que de ello jamás hiciera revelación a nadie, Y tomándolo nuevamente del brazo por la misma es -calinata hízolo ascender hasta la entrada, donde de pronto encontróse sobre la misma orilla, solo y con un pesado talego en una de las manos. Anonadado con los ojos desmesuradamente abiertos, pensó por un momento estar despertando de un maravilloso sueño. Pero ¡increíble realidad!, el pesado talego que tenía en una de sus manos y que tocó luego comprobando la existencia de cuantiosas monedas, le confirmaba de que todo aquello no habría sido sino verdad. Sin embargo, pensó todavía de que acaso duraba su sueño y no satisfecho de su clara conciencia miró a los altos cerros y divisó a todo lo extenso del llano, reconociendo cuanto le era conocido y familiar a pesar de la noche. No quiso entonces dudar más, y aunque la presencia del talego y el recuerdo de la joven bellísima lo confundía grandemente, echóse a andar dirección al pueblo, donde encontró a todos sus menores hijos recogidos todavía en profundo sueño y a su esposa al lado del enfermito velando sus interrumpidos descansos. Su llegada al hogar lo tranquilizó al fin de todos sus tomores, y no pudiendo guardar el recomendado secreto que había recibido, púsose a contar a su esposa, punto por punto de cuánto le había sucedido sin mirar que acaso alguna vez su mujer pudiese referir de la fortuna obtenida a alguna indiscreta amiga que luego haría saber a todo el pueblo. Satisfecha sus necesidades con esa fortuna, sano el enfermo, dícese que el leñador cambió luego su antigua ocupación por la de un pequeño comercio, pensando no volver más por el lugar del encantamiento. Pero he aquí que llegó un tiempo en que no tuvo leños en su hogar ni pudo conseguirlo en ninguna parte, y no pudiendo procurárselos en ninguna forma, vióse en la necesidad de acudir en persona a procurarse estos elementos a las vecindades de la laguna, único lugar donde podía hallarlos. Y fue entonces, cuenta la leyenda, que el afortunado leñador no retornó jamás al pueblo ni hallólo en parte alguna su atribulada esposa, envolviéndolo todo el más inexplicable misterio. Los vecinos de Huari que no olvidan este suceso, ase -guran de que la bella encantada , habríalo encantado bajo la laguna por no haber cumplido con la recomendación que le hiciera, y como en ciertas noches, dicen escucharse extraños y dolientes quejas en esas vecindades, atribuyéndolos al leñador encantado, juzgan de que en el fondo de la laguna, en los dominios de la bella encantada, permanece aún el leñañor cumpliendo su inexorable pena. Y como a este suceso

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se suma el hecho de la aparición de la hermosa y rara flor de guagganco, la flor de la dicha o de la fortuna, la que sólo aparece en esas proximidades para cada 1° de Mayo, todos los vecinos de huari y de las poblaciones inmediatas, tienen la certidumbre de que en la laguna de Purhuay hay un encantamiento y de que es la misteriosa moradora de ese lugar la que ofrece la bella flor de guagganco, la que todos los años, el 1° de Mayo, todas las jóvenes casaderas la buscan ansiosamente en procura de la felicidad o de la buena suerte.

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EL ORATORIO DE MARIA JOSEFA

Hay a la vera del camino que asciende la Cordillera Blanca desde la ciudad de Yungay, y a una cuadra de la pintoresca laguna de Llanganuco que se tiende pocroma y luciente al pie del majestuoso pico del Huascarán, un rústico oratorio conocido con el nombre de María Josefa, el cual no teniendo por edificación más que cuatro enormes piedras a manera de muros que encierran un estrecho espacio y otra que las cubre en parte a manera de techumbre, cerrada sus junturas por pequeños pedruscos, y dentro del cual no hay ninguna imagen, no deja de estar permanentemente iluminado con las ofrendas que viajeros, particularmente indígenas, que por este camino trasmontando la cordillera van a la provincia de Pomabamba, le ofrecen ya con ceras que llevan con este exclusivo objeto o ya con monedas que los viajeros mestizos depositan en una rústica alcancilla, invocando la protección de María Josefa, y que los moradores vecinos las invierten celosamente en el fin consabido, en la convicción de que María Josefa es una santa y que es ella la que ampara y favorece a moradores y viajeros que por esas tierras viven y cruzan las altas y bravías cumbres de la Cordillera Blanca. La veneración que a María Josefa se guarda, se ignora desde cuando viene; la tradición sólo dice que ha muchos años, tal vez un siglo o más, vivía en uno de esos parajes altos del Callejón de Huaylas, una hermosa pastora llamada María Jesefa, muy generosa y compasiva por cuyas virtudes era altamente apreciada por todos los pastores de la comarca pero que por fatal destino ésta llevaba una vida muy desdichada y triste al lado de un esposo sumamente celoso y cruel que no dejaba pasar día sin maltratarla ni imponerle los peores castigos. María Josefa que había venido soportando este duro trato durante algunos años en los que había perdido dos hijos como resultado de los maltratos que recibía, en la esperanza de que su marido algún día se corregiría ganado por la

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dulcedumbre con que lo trataba y por el convencimiento de su fidelidad, al tener su tercer hijo y ver que sus sufrimientos no decrecían, antes bien, aumentaban y hacían peligrar la vida de su hijo, decidió marcharse a tierras lejanas a donde poder consolarse de tan triste suerte y salvar a su hijo. Y es así que un día en que su marido bajara al pueblo vecino, arreando parte de su manada para realizarla y darse el placer de embriagarse con el dinero obtenido como solía hacerlo cada vez que iba con ganado al pueblo, la bella pastora echando su hijo a espaldas, seguido de un pequeño mastín que era su único amable compañero de años, tomó el camino de la Cordillera Blanca. Pero el cruel marido, que esta vez, no demoró en el pueblo, y muy pronto hallóse en la majada, al no encontrarla echóse a buscarla por todas partes y hallando sus huellas tomó también el camino de la cordillera. María Josefa por lo escabroso del camino y por su pesada carga no había logrado todavía alcanzar las cumbres, y rendida por la fatiga y en la seguridad de que la demora de su marido en el pueblo le daría demasiado tiempo para cubrir las alturas, en las proximidades de la laguna de Llanganuco había resuelto tomar un descanso, y apartándose unos metros del camino había ido a cobijarse entre unas peñas para estar a cubierto de las miradas de pasajeros que a esa hora podían bajar por el camino. Y he aquí, que, cuando María Josefa no había aún cobrado un poco de descanso, su pequeño mastín dando un salto repentino de entre las peñas, y ladrando furiosamente, fue este a encontrarse con su dueño que preso de la más endemoniada ira, ascendía presuroso el mismo camino. El inocente mastín que se regocijara con tan inesperado encuentro, pronto guióle al iracundo dueño al lugar donde se hallaba la trémula y confundida esposa. La escena que allí se desarrolló, dice la tradición, no es de describirse, sólo de sus resultados cuenta, de que allí, el cruel y despiadado marido dio muerte a la infeliz María Josefa y a su hija, y también al fiel mastín echando luego los cadáveres a la laguna, para ocultar su monstruoso crimen. Pero he aquí, dice la tradición que este suceso no pasó desapercibido por mucho tiempo, pues a las pocas semanas, cuando todos los vecinos se hacían penas por la ausencia de María Josefa y de quien hacía saber el criminal que se habían marchado llevándose cuanto ambos tenían, y que todos también aprobaban íntimamente, conocedores de la triste vida que llevaba María Josefa, comenzó a correr la noticia de que de la laguna de Llanganuco a horas de la medianoche, salían quejas de una mujer y un niño acompañados de aullidos de un perro. Muchos hubieron de considerar, al principio, de que ello no sería sino manifestaciones de espíritus malignos que habrían venido a

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residir allí; otros juzgaban de que sería cosa de en-cantamiento, pero andando las semanas, nuevas noticias vinieron a aclarar el suceso; alguno refirió de que a un a-tardecer habíase encontrado con María Josefa, su niño y y su mastín que ascendían dolientes por aquella quebrada, alguno otro refirió lo mismo, y como a estas noticias vinieron otras de sucesos extraordinarios ocurridos en el paso del camino que bordea la laguna, paso harto peligroso por lo alto, irregular y estrecho en el cual un accidente siempre había sido desgraciado, y sus víctimas jamás halladas, y del que comenzóse a referir que desde poco de desaparecida María Josefa, accidentes iguales ocurrido a mulos cargados que hacían el paso por ese lugar, y que habiéndolos visto desaparecer bajo las aguas, al día siguiente habíanlos encontrado en las riberas como si nada les hubiera ocurrido. Y como estos hechos eran realmente providenciales como inexplicables, los repetidos encuentros con la mujer, el niño y el mastín que ascendían la cordillera y que reconocían todos a María Josefa, los pastores juzgaron de que María Josefa no se habría marchado a ninguna parte sino habríase encantado en la laguna para proteger a los viajeros, entendiendo que los quejidos y aullidos que se escuchaban de la laguna serían de ella y de su hijo, y de su mastín, respectivamente, así como los milagros que se experimentaban serían de su poder. Y como este juicio hizo conjeturar de que María Josefa habría si -do una santa, por lo que en vida había sido tan buena y tan generosa, todos los pastores convinieron en erigirle un oratario en las cercanías de la laguna. Y fue entonces que, cuando, todos pastores, recorrían aquellas riberas y lugares aledaños buscando el lugar más propicio para la edificación del oratorio que, con dolorosa sorpresa, se dieron con el lugar donde había sido asesinado junto con su hijo y su mastín, la fiel María Josefa. Las dos voluminosas peñas que se destacan a la margen izquierda del camino, que hoy se hallan negruzcas en sus caras internas por el humo despedido de tantas velas consumidas en los muchísimos años que han trascurrido del suceso, hallábanse entonces fuertemente salpicado de sangre, y en el espacio que hay entre ellos, encontraron todavía restos de las prendas que habían sido de la desgraciada María Josefa. Los pastores que comprendieron el monstruoso crimen que se había cometido con la bella pastora y su hijo, do-liéndose mucho de tan desdichada suerte, reconocieron a este sitio, lugar santo, y colocando una enorme piedra sobre las dos voluminosas peñas y arreglando todo a manera de habitación, acordaron homenajear allí, siempre, su memoria, seguros de que el Todopoderoso había hecho de María Josefa, por los singulares prendas morales que había tenido en vida, una santa para su eterno recuerdo y protección de pastores y viajeros que por esos lugares viven y trafican.

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Es desde entonces que aquel lugar viene siendo respetado por viajeros y moradores de toda la región, y recordando la triste historia de la bella pastora que no sólo fluyó dolor y misterio sino también un hálito de fe y de esperanza, los viajeros al cruzar por esas tierras altas, no dejan de detenerse frente al rústico oratorio vacío, y po-niendo una cera o una moneda, no dejan tampoco de invocar el alma dulce y ponderada de María Josefa, a quien los naturales siguen reconociéndola santa y protectora de via-jeros y pastores.

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José A. Wherrems

Abogado y escritor de creciente prestigio. Compartiendo su labor de bufete con el cultivo de las letras, desde hace un tiempo a esta parte, viene dedicándose, con notable éxito, al relato folklórico de su tierra natal. Con el título de Folklore Huailino ha dado ya a la publicidad en «El Comercio» de Lima y otras publicaciones, buen número de cuentos, relatos folklóricos y algunas tradiciones. Dotado de un fuerte temperamento emotivo y una gran disposición para las narraciones, su dedicación a los temas de ambiente regional le aseguran señalando lugar en las letras nacionales.

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S H A N G O L

Al norte y, más o menos, a ocho kilómetros del pueblo de Caraz, se encuentra en una encañada los baños termales de Shangol. La naturaleza siempre prodigiosa no tuvo reparo en escoger ese rincón paradisiaco, para formar una fuente de salud. Diríase que es una gota de lágrima prendida en los ojos dormidos de una doncella influenciada por un magnetismo de cielo. Los enfermos acuden a beneficiarse en sus aguas y después de un proceso corto vuelven a sus hogares exhi -biendo salud. Alrededor de su origen, se han tejido muchas leyendas; pero, tal vez, la tradición ha conservado más nítido el mitológico aspecto de su génesis. Cuentan los indios octogenarios del lugar que una noche de pálida luna tuvieron cita dos románticos enamorados del misterio; se dijeron muchas cosas y se inmutaron luego. Al día siguiente se supo que la joven hermosa, hija de uno de los caciques, había protagonizado aquella aventura. Efectivamente la bella Ushi, que nunca supo de los sinsabores de la vida, sintió la nostalgia de la soledad y su corazón que latía con violencia sintió también la necesidad de la compañía. Ushi, dependía de la familia Llacta. Esta familia se componía de un padre anciano sobra rancia de la raza que renegó de la invasión y la no menos anciana madre orgullo de virtud en la camarca. La tradición y el nombre le habían creado al padre una situación expectable en el valle, y en cierto movimiento intestino llegó a ser cacique de la estancia. Era venerado como un patriarca noble. Y, sus miras, aquellas que siempre soslayaban el pasado de abolengo indígena sufría por el devenir de los años, amargos sinsabores; porque en sus oídos aún sentían la pisada del conquistador que había hollado el suelo que tiempo ha, supo resistir las pisadas de miles de héroes que llevaban en sus hombros las pesadas..............................

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andas de Atahualpa, desde las sedosas callejuelas del

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Tumshukaico, hasta los picachos arquitectónicos de Katiama, donde tenían su sede las fornidas siniestras y los mazos que derribaron soldadezcas conquistadoras de oro y fortuna olvidadas de civilización. Moza en sus primeros años, Ushi, jamás pensó en las cosas mundanales. Su dedicación constante al desarrollo del afecto habian granjeado la simpatía de los moradores ya casi castellanizados de la comarca, que veían en ella la paloma con el ramo de olivo en el pico, signo de paz y bien andanza en el mundo circunscrito a la campiña de Yanahuara. Joven, recién salida de los lindes de la pubertad, su frente se aureoló de ensueños, muchas ilusiones cobijó su alma tierna, nacida quizá para tocar la gloria, voz suave cual gorjeo de una ave moribunda, inocente estrella que resplandecía en las oscuras y calladas soledades de la noche campestre, su espíritu volaba por las regiones del más allá, su corazón jamás latió para distinto sentimiento y en esta vez se apoderó de ella y la llevó hasta la tumba. Ushi, con la belleza natural de la mujer andina, con la sencillez del puma que se duerme en las calladas punas de los Andes, cultivaba un amor sentimental con cierto hombre entrado en los dinteles de su gallardía. Llicu, tenía una inclinación desmedida por su adorado ídolo. Una mañana cuando el sol despedía sus resplandores vivíficos cual destrenzada cabellera de virgen placida de amor y enferma de romanticismo, Ushi, salió de su hogar para dirigirse a la parva en donde había dejado el trabajo del día anterior, para continuarlo. Allí, Llicu, esperaba como un advenimiento la llegada de su idolatrada. Llegó. Se diría una alegría inusitada con bordones de música campestre. Es el sentimiento de los campos que canta en la vida de los aldeanos. Tocata mitológica que se trueca en arpegio cosmogónico. Es el tañino de Bohanerquez, cantando sus endechas a Magdalena. En esa música turpial, entre las hierbas de los floridos prados, Ushi y Llicu, se confundieron en un abrazo emocional, con esa emotividad incólume de la inocencia que guarda entre sus suspiros el aguijón de un futuro desengaño. Abandonados a su propia suerte, hablaron mucho y muy largo. Las mezcolanzas de dos fuerzas secretas del amor. Eros y Anteros se producían. Ellos señalaban el paraje misterioso de la dicha, en donde siempre se tropieza con la nebulosa fantástica del sarcasmo. Y, así, abandonados pasaron los instantes mejores de la vida, en aquel sueño despierto que llamamos esperanza. Pronto después la luna suspendía sobre las montañas su hostia de luz como si un sacerdote invisible la levantara tras los altares del mundo. Febea hermosa corre en su carro luminoso halado por cisnes núbeos. Tiñe con su blancura de garza voladora el níveo helado de los montes; y hay un arrebol hermoso en el horizonte, también lo hay en el de

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aquellas almas que se mecen al vaivén del capricho humano. Largo instante de indecisión. Tendría que pagar como retribución al cariño desmedido del adolescente Llicu, la bella Ushi, sacrificando el crisol de la virginidad puesta a prueba. Instante supremo en que los cuerpos tiemblan indecisos; titilar de estrellas mironas por agujeros del mundo, suspiros tenues de avecillas entumecidas por el semivendaval de la flora; era una prueba de dominio, de conquistador y conquistado, no podría la hembra, negar al ser amado la vehemencia de saciar su apetito que le enseñe Himeneo; su tierna carne de verbena, temblaría como una retama al leve toque del deseo hecho fiera y hecho fauces. Supremo lodo final de las elevaciones, del sentimiento cuando éste vence el corazón flaco del hombre. Su superación está en la consumación. Su salvaje saciedad no se mitiga en el fondo del alma, tiene que traspasar los linderos del impulso y jamás puede sostenerse en las puertas del raciocinio. El amor sentimental es el sendero por el que vamos hacia nuestra derrota final. Quizá Melpómene, hace siempre de las suyas en esas almas que se entregan de lleno al falso culto del amor y sus dulzuras. Pero... el amor es necesario para aplacar los embates del infortunio porque es dolor relativo arrancado al dolor supremo de la Vida. Es atenuante de nuestras orfandades porque en sus pliegues encontramos el néctar fragancioso de la ambrosía de los dioses. El desliz suave y taciturno de sedas orientales que nos traen en sus poros el emblema sa-crosanto del engaño; como todo ficticio no se siente el amargor de la forma, es la copa ambrosiana que semeja el cáliz de Cristo, en él se sabe la amargura negra del ensueño trunca y se comulga la hostia vivífica del divino para divinizar nuestras entrañas y en ellas engendrar los dioses, esos dioses encadenados de que nos habla la teosofía. Pero el amor sentimental siempre arroja al cuerpo humano a los harapos de la desesperación; nos inclina a los placeres desmedidos; y con gesto voluptuoso llamamos arrogantes al deseo sustantivo, como amor radio de acción y progreso, confundiendo al amor verdadero que es creación y por ende mejoramiento. Aquí tienes tu obra corazón humano. Aquí tienes el ídolo de barro que tu Dios formó para tu eterna compañera; aquí tienes carne de tus carnes, poséala y sacia tu cólera divina y en ello encontrarás el placer espiritual de la sa -tisfacción que tú llamas amor aplacado. Allá en la choza formada por tintes sanguinolentos sus padres esperaban impacientes el retorno de Ushi, aquella virgen púdica de la aldea, que hubiera sido sacerdotiza en tiempos de Venus; y quizá Apolo habría querido formar de sus senos el modelo del cáliz del templo de Helena. Volvió Ushi a su hogar con el alma rota de desventuras.

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Había cometido la locura de amar ciegamente. Su corazón la llevó al sacrificio y más tarde las torturas diarias del martirio abrirían una interrogación entre la cuna y el sepulcro. En las entrañas de la púber, germinaba una nueva vida. Los padres de Ushi, al enterarse de lo sucedido, se enfadaron. No podían remediar el hecho y después de plati-car muy quedos acordaron curarla de los demonios de que estaba poseída. Consultaron a los curanderos del lugar y todos opinaron que pronto se les cerniría una tragedia tremenda, pues se había consumado en época en que la luna se viste de blanco y aconseja a los habitantes que normen su vida por el buen camino. La bruja Pitu fue más radical. Tendría que morir Ushi, sacrificada, porque con su sangre se lavaría las huellas del dolor de sus padres y el castigo le sobrevendría al iracundo Llicu, que no respetó la doncella que estaba destinada para sacerdotiza. Pecado de esa magnitud no podía quedarse así. En el rostro del padre se vio el dolor retratar sus mue-cas. Pero sobreponiéndose a tanta desdicha aceptó los con-sejos de Pitu. Lleváronla pues, al sitio denominado Shangol y después de encerrarla en ayuno para purificarse esperaron la otra luna. Ella sería testigo del sacrificio, pues también lo había sido del pecado. Todas las noches Pitu se transformaba en ave, pero de una ferocidad tal que la noche tenía que envolverse de negrura para no ver en sus facciones los horrores del averno. Subíase al tejado y con cañas especiales absorvía la sangre de la prisionera Ushi, quien se iba debilitando, y, luego de implorar poderes demoniacos escupía al suelo regándolo de sangre pura. Hasta que al fin en un desmayo, por consunción, Ushi, suspiraba por última vez. Habían acabado con su vida. Enterróse en el mismo sitio de su prisión y al poco tiempo creció un inmenso árbol que tenía la virtud de conservar la humedad por muchos días y la gente admirada del misterio supuso que eran las lágrimas de Ushi que a manera de lluvia regaba su última morada. Al pie del árbol se formó una grieta y a borbotones salía agua cristalina humeante algo así sanguinolenta. Trocóse luego en lugar de visita e hicieron luego una poza. Y, de noche cuando la luna sale a alumbrar los paisajes se ve una inmensa ave como si estuviera envuelta en tules posarse en las ramas del árbol y cantar, cantar con la armonía de los campos y la melodía del amor; tal vez la tristeza acompaña aquella orquesta noctámbula, pero en sí es la voz de la leyenda que vive al conjuro del recuerdo.

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INDICEPrólogo 3RICARDO PALMA 7Justicia de Bolívar 9A muerto me huele el godo 12La vieja de Bolivar 14Las tres etcéteras del Libertador 16Un santo varón 21CELSO V. TORRES 25La Temeridad y la justicia de Dios 27El Gobernador de Jangas 30AURELIO ARNAO 35Un dominador de la selva 37JOSE RUIZ HUIDOBRO 45Los amores del diablo 47Don Ramón Castilla 54SANTIAGO ANTUNEZ DE

MAYOLO 59 El mito de los «Huaris» 61 La querella de una huaca y San Ilifonso de Recuay 62ALEJANDRO TAFUR 67Santo varón, mal ladrón 69La heroína del amor casto 79ARTURO JIMENEZ BORJA 83Cushish 85Taita Toro 86El Illa 86AUGUSTO SORIANO INFANTE 87Capacocha de Ocros 89 Huarac-quichqui y Punchao-quichqui 91La Patrona de Nepeña y su templo 92JUSTO FERNANDEZ 97La flor de guagganco 99Mamita jamanán104El encantamiento de la laguna de Purhuay 108El oratorio de María Josefa 112JOSE A. WHERREMS 117Shangol 119