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Profesorado de Educación Primaria Lengua y su Didáctica Paula Taron

Antología lengua 1

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Page 1: Antología lengua 1

Profesorado de Educación Primaria

Lengua y su Didáctica

Paula Taron

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Índice Corpus

Preciosaurio- Silvia Schu jer ................................................................................................................ 2

El pato y la muerte- Wolf Erlbruch ...................................................................................................... 5

Monigote en la arena – Laura Devetach ............................................................................................. 8

Irulana y el ogronte- Graciela Montes .............................................................................................. 10

La oveja 99- Ema Wolf ....................................................................................................................... 14

Una abeja diferente- Vilma Novck Freire .......................................................................................... 16

Cuento con Ogro y Princesa, de Ricardo Mariño .............................................................................. 17

Como si el ruido pudiera molestar- Gustavo Roldán ........................................................................ 21

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Preciosaurio- Silvia Schu jer

“Gracias por cuidarlo”, decía la carta colgada de la canasta. Porque lo dejaron en la puerta de mi casa- alguien que quizá toco el timbre y salió corriendo- fue una canasta con un huevo rojo del tamaño de una sandía. Creí que era una broma. Pero al escuchar que el cascarón empezaba a quebrajarse como cuando va a nacer un pollito, cargue el bulto hasta mi pieza. Y bien. “Gracias por cuidarlo”, decía la nota. De nada, pensé. Pero... ¿Cuidar qué? De pronto, entre craques y cracs por todos los costados, el huevo se abrió. Sin darme tiempo a respirar. O pestañear, o toser, o salir corriendo. Asomó una cabeza verde con nariz de chanchito y me miró. Sus ojos brillaban como dos estrellas transparentes. —Soy Silvia— me presenté, con la voz entrecortada. Y el ser asomado del huevo, abriendo la bocota grande como todo el ancho de su cara, me sonrió. Cuando vi que hacía fuerza para salir, me acerqué y lo ayudé a romper el cascarón. Su cuerpo era verde. Ni claro ni oscuro. Y tenía escamas del mismo color.

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El cuello, largo como la cola, lucía un collar de pelusa amarilla. Y aunque no me animaba a tocarlo, debo confesar que me resultó simpático desde el principio. Era una mezcla de dinosaurio, perro salchicha y elefante. Cosa extraña, era precioso. Lo miré un rato y fui a consultar la enciclopedia: no era un hipopótamo ni un lagarto. No era un elefante marino, ni un yacaré, ni un dragón. No encontré su nombre por ninguna parte. Así es que como era precioso y se parecía un poco a los animales prehistóricos, lo llamé Preciosaurio. Claro que haberle puesto nombre no alcanzaba para conocer sus costumbres. Entonces le ofrecí un poco de leche. Puse un litro en un plato. Se lo tragó de un solo sorbo y como no se movía le agregué otro tanto. Recién después de gastar más de la mitad de mis ahorros comprando leche y, con el plato cambiado por un balde, el cachorrito se dio por satisfecho y se me tiró en los brazos. Fue la primera vez que un recién nacido me sentó de cola para hacerme mimos. Sí. Sólo cuando lo tuve entre mis brazos se me ocurrió preguntarme qué haría con él. En eso pensaba cuando el preciosaurio se quedó dormido. Lo tapé con mi frazada y entonces supe que ya no podría dejarlo. Mis amigos me ayudaron mucho, sobre todo cuando empezaron los problemas. A mi preciosaurio había que alimentarlo. Y eso no era nada fácil. A las palanganas de leche hubo que agregar pan duro y después frutas y verduras. Y, al fin, todos los restos de comida del vecindario. Crecía sin parar.Le armamos una cama, pero la cabeza no tardó en salírsele por todos los costados. Era enorme. Al moverse chocaba contra las paredes. Y cuando quería levantar lo que a su paso caía, volvía a tirar otra cosa. A veces se convertía en montaña para que nosotros lo escaláramos. Nos dejaba trepar por su lomo y construir aventuras con su sola presencia. Recién cuando su cabeza pegó contra el techo me di cuenta de que ya no le alcanzaba el espacio de mi habitación. El pobre se quedaba quietito y agachado para no traer problemas. Pero cuando hubo que poner mi cama sobre su lomo verde, mis padres me dieron una semana para que me deshiciera de él. Le pregunté al preciosaurio si pensaba crecer mucho más. Por sus antepasados, me juró que no. Volví a hablar con mis padres. La respuesta entonces fue terminante: o sacaba el "monstruo" de la casa o... Junté un poco de mi ropa. Rodeé el cuello de mi preciosaurio con una soga a modo de correa y, por primera vez, salimos juntos a la calle. La calle lo impresionó hasta la locura. De tan contento pegó unos saltos que hundieron parte del asfalto.

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Era inmenso. Mi cabeza llegaba hasta la mitad de sus patas. La primera reacción de los vecinos al vernos partir, fue encerrarse en sus casas. Y después, desatar el bombardeo: naranjazos, tomatazos, zapatazos. Nos pegaron sin compasión. Y cuando él vio que me habían lastimado, me cargó sobre su lomo. En pocos minutos se empezaron a escuchar helicópteros y aviones sobrevolando el barrio. Las veredas se llenaron de curiosos. — ¡Fuera monstruo! —gritaban al preciosaurio. Fotógrafos de todo el mundo encandilaban sus ojos transparentes con flashes. Altoparlantes, gritos y bocinas amenazaban nuestra vida. Pude ver cuando su nariz de chanchito se cubría de lagrimones y chorros de llanto bajaban como una catarata hasta su boca. Lo que nunca imaginé es lo que después sucedería. Rápido, como el más veloz de los caballos, mi preciosaurio empezó a galopar sin rumbo. Bien lejos del peligro, me hizo bajar de su lomo y, cansado, muy cansado se echó sobre el pasto a dormir.

Habría pasado una hora cuando intenté despertarlo y ya no pude. Su cuerpo empezó a cambiar de colores hasta volverse transparente.Y derritiéndose de a poco, se transformó

en una laguna que todavía existe. Fue a orillas de esas aguas que apareció un huevo rojo del tamaño de una sandía. Lo agarré con cuidado. Caminé y caminé con él hasta conseguir una canasta. Metí en ella el huevo rojo y con un cartelito que decía: "Gracias por cuidarlo", lo dejé en la puerta de la primer casa que encontré. Estaba triste y cansada. Así que toqué el timbre y salí corriendo.

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El pato y la muerte- Wolf Erlbruch

Desde hacía tiempo, el pato notaba algo extraño.

-¿Quién eres? ¿Por qué me sigues tan de cerca y sin hacer ruido?

La muerte le contestó:

- Me alegra de que por fin me hayas visto. Soy la muerte.

- He estado cerca de ti desde el día en que naciste… por si acaso.

- ¿Por si acaso?- preguntó el pato.

El pato se asusto. Quién no lo habría hecho.

¿Ya vienes a buscarme?

-¿Sí, por si te pasaba algo. Un resfriado serio, un accidente… ¡nunca se sabe!

-¿Ahora te encargas de eso?

- De los accidentes se encarga la vida; de los resfriados y del resto de las cosas que os pueden pasar a los patos de vez en cuando, también. Sólo diré una: el zorro.

El pato no quería ni imaginárselo. Se le ponía la carne de gallina.

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La muerte le sonrió con dulzura.

Si no se tenía en cuenta quién era, hasta resultaba simpática; incluso más que simpática.

-¿Te apetece ir al estanque?- pregunto el pato.

La muerte ya se lo había temido…

Después de un rato, la muerte tuvo que admitir que su pasión por zambullirse tenía límites:

- Perdóname, por favor – dijo-. Necesito salir de este lugar tan húmedo.

-¿Tienes frio?- pregunto el pato- ¿Quieres que te caliente?

Nunca nadie se había ofrecido a hacer algo así por ella.

A la mañana siguiente, muy temprano, el pato fue el primero en despertarse.

-“¡No he muerto!”, pensó.

Le dio a la muerte un golpecito en el costado:

-¡ No me he muerto!- graznó henchido de felicidad.

La muerte levantó la cabeza:

-Me alegro por ti- dijo desperezándose.

- ¿Y si me hubiera muerto…?

-Entonces no habría podido descansar tan bien- contesto la muerte bostezando.

“Esa respuesta no ha sido nada simpática”, pensó el pato.

A pesar de que el pato se había propuesto, a partir de ese momento, no volver a decir nada más, no aguanto mucho tiempo callado:

-Algunos patos dicen que te conviertes en ángel. Te sientas en una nube y desde ahí puedes mirar la tierra.

-Es posible- la muerte se incorporó-, pero de todas maneras tú ya tienes alas.

-Algunos patos también dicen que en las profundidades de la tierra hay un infierno en el que te asan si no fuiste un pato bueno.

-Es asombroso todo lo que se cuenta entre los patos, pero quién sabe…

-¿Entonces tú tampoco lo sabes?-graznó el pato

La muerte solo le miró.

-¿Qué hacemos hoy?- preguntó de buen humor.

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-Hoy no iremos al estanque- exclamó el pato-.¿ Qué te parece si hacemos algo verdaderamente emocionante?

La muerte se sintió aliviada.

-¿Subirnos a un árbol? Preguntó burlonamente.

El estanque se veía muy, muy abajo.

Ahí estaba, tan silencioso… y solitario.

“Así que eso es lo que pasará cuando muera”, pensó el pato.

“El estanque quedará…desierto. Sin mí.”

A veces la muerte podía leer los pensamientos.

-Cuando estés muerto el estanque también desaparecerá; al menos para ti.

-¿Estás segura?-preguntó el pato desconcertado.

-Tan segura como seguros estamos de lo que sabemos- dijo la muerte.

-Me consuela, así no podré echarlo de menos cuando…

-….hayas muerto- terminó la muerte.

Le resultaba tan fácil hablar sobre la muerte.

-¿Por qué no bajamos?- le pidió el pato un poco después-. Subido a los árboles se piensa en cosas muy extrañas.

Durante las siguientes semanas, fueron cada vez menos al estanque. Se quedaban sentados en cualquier lugar que tuviera hierba y casi no hablaban. Hasta que un día, una ráfaga de aire fresco despeinó las plumas del pato y éste sintió frío por primera vez.

-Tengo frío- dijo una noche- ¿Te importaría calentarme un poco?

La nieve caía. Los copos eran tan finos que se quedaban suspendidos en el aire.

Algo había ocurrido. La muerte miró al pato.

Había dejado de respirar. Se había quedado muy quieto.

Le acarició para acomodar un par de plumas ligeramente alborotadas, lo cogió en brazos y se lo llevó al gran río.

Allí, lo acostó con mucho cuidado sobre el agua y le dio un suave empujoncito.

Se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba.

Cuando le perdió de vista, la muerte se sintió incluso un poco triste.

Pero así era la vida.

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Monigote en la arena – Laura Devetach

La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita

apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:

—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un

monigote de seda y se fue.

Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las

nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las

mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.

—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.

El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.

—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos

pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!

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—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los

botones como hacía cuando se ponía nervioso.

—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a

avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.

—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a

preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.

Monigote seguía tirándose los botones y estaba tan preocupado que ni siquiera probó los

caramelitos de flor de durazno que le ofrecieron las hormigas.

—Crucri crucri —cantaron las hojas voladoras—. Monigote en la arena es cosa que dura

poco. ¿Qué podemos hacer para que no se borre?

El agua tendió lejos su cama de burbujas para no mojarlo. Las nubes se fueron hasta la

esquina para no rozarlo. Las hojas no hicieron ronda. La lluvia no llovió. Las hormigas

hicieron otros caminos.

Monigote se sintió solo solo solo.

—No puede ser —decía con su vocecita de castañuela de arena—, todos me quieren

pero porque me quieren se van. Así no me gusta.

Hizo "cla cla cla" para llamar a las hojas voladoras.

—No quiero estar solo —les dijo—, no puedo vivir lejos de los demás, con tanto miedo.

Soy un monigote de arena. Juguemos, y si me borro, por lo menos me borraré jugando.

—Crucri crucri —dijeron las hojas voladoras sin saber qué hacer.

Pero en eso llegó el viento y armó un remolino.

—¿Un monigote de arena? —silbó con alegría—. Monigote en la arena es cosa que dura

poco. Tenemos que hacerlo jugar.

"Cla cla cla", hizo monigote porque el remolino era como una calesita.

Las hojas voladoras se colgaron del viento para dar vueltas.

El agua se acercó tocando su piano de burbujas.

Las nubes bajaron un poquito, enhebradas en rayos de sol.

Monigote jugó y jugó en medio de la ronda dorada, y rió hasta el cielo con su voz de

castañuela.

Y mientras se borraba siguió riendo, hasta que toda la arena fue una risa que juega a

cambiar de colores cuando la sopla el viento.

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Irulana y el ogronte- Graciela Montes

Aviso que este es un cuento de miedo: trata de un pueblo, de un ogronte y de una nena.

El ogronte no tenia nombre, pero la nena, sí: algunos la llamaban Irenita, y yo la llamo a

mi modo: Irulana.

Conviene empezar por el ogronte, porque

es lo más grande, lo más peludo y lo más

peligroso de esta historia.

No todos los pueblos tienen un ogronte.

Pero algunos tienen, y éste tenía.

Cuando se terminaba la tarde y el sol se

ponía rojo (porque en los cuentos

también se ponen rojos los soles), la

cabeza peluda del ogronte brillaba

como la melena de un león inmenso. Y

la gente del pueblo sentía mucho

miedo.

La gente, en cuanto se despertaba a

la mañana, pensaba: ¿Cómo habrá

amanecido el ogronte hoy?

Era importante saber cómo había

amanecido el ogronte. Por ejemplo, si el ogronte estaba resfriado, había que reforzar las

puertas y las ventanas para que no se abrieran de golpe con los estornudos. Y no se

podía sacar a pasear a los perros demasiado chiquitos porque podían rodar calle abajo y

volarse hasta la orilla del río.

El pueblo entero se arrugó de miedo.

De miedo a que lo comieran. Porque ya se sabe que los ogrontes, cuando se enojan, se

comen pueblos enteros, con sus casas, sus personas, sus calles y sus kioscos. Y sus

perros. Y las petunias de sus jardines. Y sus tarros de galletitas. Y sus boletos capicúa. Y

sus estaciones, con trenes y todo.

La gente salió corriendo. Algunos iban con las orejas tapadas (taparse las orejas no

protegía del enojo del ogronte, pero al menos ayudaba a que sus rugidos molestasen

menos).

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Pero yo dije al principio que éste era el cuento de un pueblo, de un ogronte y de una

nena. Ahí esta la nena – ¿la ven? – es esa de rulitos en la cabeza: Irulana. Es la única

que no corre.

A mí no me pregunten por qué no corrió Irulana. Vaya uno a saber por qué no salen

corriendo las Irulanas cuando vienen los ogrontes. Los que contamos los cuentos no

tenemos por qué saberlo todo.

Yo lo único que sé es que Irulana no corrió sino que se sentó a esperar en un banquito.

Tal vez era muy valiente.

Tal vez era un poco chiquita.

Tal vez estaba demasiado cansada.

Se sentó en un banquito verde en una calle vacía (todas las calles estaban vacías en ese

pueblo).

Cuando se terminó la tarde y el sol se puso rojo, la cabeza peluda del ogronte brilló más

que nunca. Los dientes brillaron más todavía, y rugidos enormes sacudieron el suelo.

Irulana tuvo miedo. Y más miedo tuvo cuando vio que el ogronte se empezaba a mover.

"Ahora viene y se come al pueblo", pensó Irulana.

Y, efectivamente (no se olviden de que yo avisé que éste era un cuento de miedo): en

cuanto llegó la tarde el ogronte empezó a comerse el pueblo. (Ya sé que esto es terrible,

pero qué se le va a hacer, así son los ogrontes).

Empezó por el ferrocarril: enroscaba las vías en un dedo y después las sorbía como si

fueran tallarines.

Masticaba las casas como si fueran turrón. Y de tanto en tanto les daba un mordisquito a

dos o tres árboles que había arrancado de raíz y que llevaba como un manojo de apio en

la mano.

Fue haciendo arrolladitos con las calles y se las masticó despacio. La plaza la dobló en

cuatro como un panqueque y se la comió con gusto (seguramente era dulce). Si alguna

petunia se le escapaba de la boca la empujaba con el dedo hacia adentro.

Y comió y comió. Se lo comió todo (tengan en cuenta que los ogrontes son muy grandes y

este era un pueblo chico).

Bueno, ahora el que se achicó es el cuento, porque empezó con un pueblo, una nena y un

ogronte, y ahora ya no hay más pueblo. No hay nada más que una nena y un ogronte.

Y nada pero nada más.

Nada de nada: ni un arbolito, ni una petunia, ni un vestidito de muñeca, ni un colador de

té, ni una polilla, ni la pelusa de un bolsillo.

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Nada más que Irulana en su banquito y un ogronte enorme que está bostezando.

Está bostezando porque a ese ogronte, siempre que se comía un pueblo entero, le venía

el sueño.

Pero Irulana no sabe que ogronte bosteza.

El ogronte da uno, dos, tres pasos más (y los pasos de los ogrontes llevan muy lejos) y,

justo justo cuando está por descubrirla a Irulana en su banquito, se queda dormido.

Ahí fue cuando Irulana abrió los ojos y lo vio. Parecía una montaña, pero seguramente era

un ogronte porque las montañas no usan botas lustrosas ni cinturones de cuero. Y

roncaba, además, como solo roncan los ogrontes.

Entonces Irulana se puso de pie en su banquito, que, como estaba tan negro todo, ni

siquiera era un banquito verde, y gritó bien pero bien fuerte, lo más fuerte que pudo gritar:

¡IRULANA!

Eso gritó. Una sola vez. Y, aunque Irulana tenía una voz chiquita, el nombre resonó muy

fuerte en medio de lo oscuro.

Y el nombre creció y creció. La "i", por ejemplo, tan flaquita que parecía se estiró

muchísimo (no se quebró, porque era un I muy fuerte), y se convirtió en un hilo largo y fino

que se enroscó alrededor del ogronte, de la cabeza del ogronte, de los pies del ogronte,

de las manos del ogronte, de la panza inmensa donde estaba todo el pueblo.

Y la "r" se quedó sola en el aire, rugiendo de rabia, porque las "r" rugen muy bien, mejor

que nadie.

Y la "u" se hundió en la tierra y cavó un pozo profundo, el más profundo del mundo.

Y entonces la "r" que rugía como una mariposa furiosa, hizo rodar el ogronte hasta el

fondo de la tierra.

En una de esas ustedes ponen cara de "no puede ser", y se ríen y dicen que una palabra

no puede hacer esas cosas.

Y yo digo que sí puede. Prueben, si no, de decir una palabra importante, una sola, en

medio de la noche oscura y al lado de un ogronte…

La "lana" de Irulana se hizo un ovillo redondo y voló al cielo para tejer una luna. Hizo bien,

porque entre una lana y una luna no hay tanta diferencia. Entonces la noche se iluminó.

Aquí está, toda iluminada. Ahora sí se puede ver bien lo que pasa en este cuento. Hay un

ogronte enterrado en un pozo muy profundo, tan profundo que casi ni se ve que lo ataron

como un matambre. Y hay una nena chiquita que mira la luna llena desde arriba de un

banquito.

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Parece que no hubiera nada más pero, si miran bien, allá lejos, hay un montón de gente

que vuelve. Si acercan la oreja al papel, tal vez oigan la música. Porque traen guitarras,

violines y panderetas. Vienen a fundar un pueblo.

Y este cuento se termina más o menos como empieza:

"había una vez un pueblo y una nena".

Ogronte, en cambio, no había (algunos pueblos tienen ogronte, pero éste no tenía)…

Es un cuento un poco igual y un poco diferente.Eso sí, seguro que no es de miedo.

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La oveja 99- Ema Wolf

Para poder dormirse, Matilde se puso a contar ovejas. Dentro de su cabeza se figuró un

cerco de-alambre tendido en el medio del campo. Las ovejas empezaron a saltar por

encima del alambre. Todas en orden, como deportistas entrenadas.

-Una, dos, tres, cuatro -las contó Matilde. Eran blancas y espumosas. Igualitas. Olímpicas.

Saltaban sin equivocarse .

.-Cuarenta y dos, cuarenta y tres -seguía contando Matilde y bostezaba. Hasta que algo

pasó y fue a causa de la oveja 99. Cuando le tocó el turno de saltar, se paró a tomar

impulso. Estaba un poco gorda. No era nada ágil.

Las .ovejas que venían.detrás se la llevaron por delante y perdieron el ritmo.

-¡Dale, saltá! -le dijeron:

Ella se puso nerviosa.

-¡No puedo!

Las otras protestaron.

-¡Eso te pasa por comer tanta pasta frola!

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-iCuanto más me digan, menos vaya saltar! se encaprichó la 99.

Después empezó con que no iba a saltar porque no se le antojaba, no porque no pudiera.

Las ovejas discutieron a los gritos. Unas se pusieron de su parte, otras dijeron que era

una arruinatodo. Entre dos le hicieron pie para que cruzara pero terminaron todas en el

suelo.

Después quisieron pasada empujándola por el pompis, pero les dio tanta risa que la

soltaron. No había caso. No podían con ella.

Entonces una oveja fue a buscar ayuda o algo. Encontró una grúa de las que se usan en

el campo para apilar bolsas de maíz.

¡Eso iba a servir!

Volvió donde estaban las otras, manejando la grúa a lo loco. Y así fue como la cruzaron:

en grúa. A la 99 le encantó. Se balanceaba en el aire como un piano. Las demás

aplaudían y gritaban.

Sólo que con tanto escándalo Matilde se desveló y tuvo que empezar a contar de nuevo.

-Uno, dos, tres ...

Pero se le hizo largo y se durmió recién al amanecer: todas las demás ovejas quisieron

cruzar el cerco en grúa.

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Una abeja diferente- Vilma Novck Freire

La abeja Fortunata

es un poco rara…

No hace miel,

hace dulce de batata.

No vive en la colmena,

tiene su propia casa.

No quiere ser reina,

ni tampoco esclava.

No anda por los jardines

toda despeinada

buscando polen de flores;

lo compra en la farmacia.

Con un pobre zángano

ni sueña estar casada…

prefiere ser solterona

-solita y liberada-

En la sociedad de la colmena

su conducta hizo revuelo.

Hablan pestes sobre ella

la dejaron por el

suelo.

Ahora….

La abeja Fortunata

tiene pedido de

captura

por ser “obrera rebelde

feminista y caradura”

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Cuento con Ogro y Princesa, de Ricardo Mariño

Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una

Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen

hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas.

La Princesa de mi cuento había sido raptada por un

espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa

hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en

ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer

“princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía

peladas.

Es decir había que salvar a la Princesa.

Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba

estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña

y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse

nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de

cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a

echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de

echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme

fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un

poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer?

Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté

llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la

policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un

detective (no soporto que fumen en pipa en mis

cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir:

“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”

-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?

-Sí, señor, con el mismo.

-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…

-¿Qué le pasa? ¿Está triste?

-Sí, más que triste.

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-¿Qué tendrá la Princesa?

-La van a hacer al horno.

-¿Al horno?

-Sí, con papas.

-¿Quién?

-¿Quién qué?

-¿Quién la va a cocinar?

-El Ogro, ¿quién va a ser?

-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde

iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que…

-Escúcheme, Rubinatto.

-Sí.

-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.

-¿Qué cuento?

-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa.

-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo

trabajo atrasado…

-¿Trabajo atrasado?

-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama

“Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago

de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…

-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo.

-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme

en otro momento.

-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer

esto, qué pensarán sus admiradores…

-Es cierto…

-Van a pensar que usted es un cobarde, un…

-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago?

-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles.

Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos.

Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece?

-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso

con ella.

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-No, de vendedor de manteles.

-¡De Príncipe!

-¡Vendedor de manteles!

-¡Príncipe o nada!

-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa.

Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.

-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…

-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa.

En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:

- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?

¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva

había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba

que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo

desprolijo.

-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.

-Soy el Príncipe Atilio.

-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.

-Es que ando vendiendo manteles…

-Manteles, ¿eh?

-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en

fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo

puedo dejar en tres centavos.

El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y

ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si

estaban tan baratos?

-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.

Atilio bajó del caballo.

Acá viene la parte de las piñas.

-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.

Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34

centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza

al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o

menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y

rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para

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que el Príncipe cayera adentro.

Era una pelea muy dura.

El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.

El Ogro volvió contento a su casa.

Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La

Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo.

-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa.

-Amado mío –respondió la Princesa.

-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.

-¡Oh! ¡Qué valiente!

-He venido por ti.

-Has venido por mí.

-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.

-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.

-Amada mía.

-Amado mío.

-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el Ogro y este cuento no se va

a terminar nunca.

Huyeron.

Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro.

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Como si el ruido pudiera molestar- Gustavo Roldán

Fue como si el viento hubiera comenzado a traer las penas. Y

de repente todos los animales se enteraron de la noticia. Abrieron muy grandes los ojos y la boca, y se

quedaron con la boca abierta, sin saber qué decir.

Es que no había nada que decir.

Las nubes que trajo el viento taparon el sol. Y el viento se quedó quieto, dejó de ser viento y fue un

murmullo entre las hojas, dejó de ser murmullo y apenas fue una palabra que corrió de boca en boca

hasta que se perdió en la distancia.

Ahora todos lo sabían: el viejo tatú estaba a punto de morir.

Por eso los animales lo rodeaban, cuidándolo, pero sin saber qué hacer.

—Es que no hay nada que hacer —dijo el tatú con una voz que apenas se oía—. Además, me parece

que ya era hora.

Muchos hijos y muchísimos nietos tatucitos miraban con una tristeza larga en los ojos.

—¡Pero, don tatú, no puede ser! —dijo el piojo—, si hasta ayer nomás nos contaba todas las cosas

que le hizo al tigre.

—¿Se acuerda de las veces que lo embromó al zorro?

—¿Y de las aventuras que tuvo con don sapo?

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—¡Y cómo se reía con las mentiras del sapo!

Varios quirquinchos, corzuelas y monos muy chicos, que no habían oído hablar de la muerte, miraban

sin entender.

—¡Eh, don sapo! —dijo en voz baja un monito—. ¿Qué le pasa a don tatú? ¿Por qué mi papá dice que

se va a morir?

—Vamos, chicos —dijo el sapo—, vamos hasta el río, yo les voy a contar.

Y un montón de quirquinchos, corzuelas y monitos lo sigueron hasta la orilla del río, para que el sapo

les dijera qué era eso de la muerte.

Y les contó que todos los animales viven y mueren. Que eso pasaba siempre, y que la muerte, cuando

llega a su debido tiempo, no era una cosa mala.

—Pero don sapo —preguntó una corzuela—, ¿entonces no vamos a jugar más con don tatú?

—No. No vamos a jugar más.

—¿Y él no está triste?

—Para nada. ¿Y saben por qué?

—No, don sapo, no sabemos...

—No está triste porque jugó mucho, porque jugó todos los juegos. Por eso se va contento.

—Claro —dijo el piojo—. ¡Cómo jugaba!

—¡Pero tampoco va a pelear más con el tigre!

—No, pero ya peleó todo lo que podía. Nunca lo dejó descansar tranquilo al tigre. También por eso se

va contento.

—¡Cierto! —dijo el piojo—. ¡Cómo peleaba!

—Y además, siempre anduvo enamorado. También es muy importante querer mucho.

—¡Él sí que se divertía con sus cuentos, don sapo! —dijo la iguana.

—¡Como para que no! Si más de una historia la inventamos juntos, y por eso se va contento, porque le

gustaba divertirse y se divirtió mucho.

—Cierto —dijo el piojo—. ¡Cómo se divertía!

—Pero nosotros vamos a quedar tristes, don sapo.

—Un poquito sí, pero... —la voz le quedó en la garganta y los ojos se le mojaron al sapo —. Bueno,

mejor vamos a saludarlo por última vez.

—¿Qué está pasando que hay tanto silencio? —preguntó el tatú con esa voz que apenas se oía—.

Creo que ya se me acabó la cuerda. ¿Me ayudan a meterme en la cueva?

Al piojo, que estaba en la cabeza del ñandú, se le cayó una lágrima, pero era tan chiquita que nadie se

dio cuenta.

El tatú miró para todos lados, después bajó la cabeza, cerró los ojos, y murió.

Muchos ojos se mojaron, muchos dientes se apretaron, por muchos cuerpos pasó un escalofrío.

Todos sintieron que los oprimía una piedra muy grande.

Nadie dijo nada.

Sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar, los animales se fueron alejando.

El viento sopló y sopló, y comenzó a llevarse las penas. Sopló y sopló, y las nubes se abrieron para

que el sol se pusiera a pintar las flores. El viento hizo ruido con las hojas de los árboles y silbó entre

los pastos secos.

—¿Se acuerdan —dijo el sapo— cuando hizo el trato con el zorro para sembar maíz?