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DEJAME QUE TE CUENTE Osvaldo Vermeulen

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DEJAME QUE TE CUENTE

Osvaldo Vermeulen

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DEJAME QUE TE CUENTEOsvaldo Vermeulen

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Quería que su hija tuviera un país que mereciera ser vivido.

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Norma Vermeulen tiene la mirada serena, dotada de una sensibilidad sólo equiparable a la fortaleza para sobrellevar una carga in�nita de ausencia y silencio, que convierte en denuncia con cada paso lento que da en la ronda de la Plaza 25 de Mayo.

Como cada jueves a la nochecita, después de la ronda en la Plaza, llega a su casa. La casa de siem-pre, en el barrio La Florida, a la que fueron a vivir cuando todavía circulaba el tranvía por el bulevar Rondeau; la misma en la que crecieron sus dos hijos, la misma que allanó y saqueó la patota poli-cial y la misma que comparte con su nieta, la hija de Osvaldo.

Al abrir la puerta siente como el vacío se la traga silenciosamente, sin que la televisión, que deja prendida cuando se va, o el espasmódico recibi-miento del perro pudieran quebrar el coma pro-fundo que en ese momento la aísla del planeta.

Norma sabe como transitar esos momentos de máxima tristeza. Escribe. Escribe lo que siente, lo que piensa, lo que quiere decir, o más bien lo que quiere gritar al mundo entero. El papel en blanco es su salvoconducto y ya lo tiene frente a sí. Le viene a la mente una idea que le daba vueltas hace tiempo, la de escribir una breve biografía de Osvaldo. Siempre cuenta anécdotas sueltas, sobre todo de su militancia y posterior desaparición, pero nada más. Si la mira desde ahora, la vida de Osvaldo le parece muy corta, pero cuando empieza a recordar, las imágenes brotan como de una fuente y se convierten en una trama in�nita. «Lo primero, el título», se dijo dándose ánimo. Lo escribió en la parte superior de la hoja y puso a calentar la pava para prepararse un té.

Osvaldo Mario Vermeulen (1954- secuestrado en 1977- continúa desaparecido).

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El título le parece fuera de lo común comparado con las biografías de las enciclopedias, pero es la cruda realidad. Escribirlo de otra manera aplana lo más importante de la historia de su hijo y, ade-más, entra en contradicción con su propia lucha, la de exigir que el Estado explique qué pasó con Osvaldo. En cierta medida, ese largo paréntesis aclara por qué está escribiendo la historia de su hijo, y justi�ca la primera imagen que le viene a la cabeza cuando quiere empezar a escribir. No es la imagen del bebé que tuvo en brazos, sino la del cartel que la acompaña en las marchas.

Esa foto ampliada que usaba en las marchas, con Osvaldo de 23 años, y que ella sostiene hace más de 30, signi�ca mucho. Es el nacimiento de Osvaldo como desaparecido y el nacimiento de ella misma como Madre de la Plaza 25 de Mayo. Porque la historia que Norma quiere contar empezó el 1º de abril de 1977 y de allí se extiende hacia la transparencia de los recuerdos infantiles, pero también hacia la ciénaga de la ausencia de�-nitivamente incierta. Cuando Norma habla en un

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acto o la invitan a una conferencia, le gusta hacer una introducción citando algún pensamiento que ha escuchado o leído, y ahora quería hacer lo mismo. Entonces, comenzó a buscar entre la pila de recortes que siempre tiene a mano y encontró una servilleta que tenía escrita una frase que usa a menudo y la escribió como epígrafe.

Recordar el propio pasado, llevarlo siempre consigo es tal vez, la condición necesaria para conservar, como suele decirse, la integridad del propio ser.

El vapor inspirador del té que ya está sobre la mesa, la transporta al álbum de fotos y a los rela-tos que repetía en cada �esta familiar. La mano se abalanzó sedienta sobre el papel, ya no necesitaba contarlo solamente, necesitaba escribirlo, que quedara como un testimonio perdurable.

Osvaldo Mario Vermeulen nació en Rosario el 3 de enero de 1954 con un peso de cuatro kilos y cien gramos, era un bebé hermoso, de grandes ojos celestes, desde niño se caracterizaba por su

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inteligencia, creció a la par de su hermano, dos años mayor que él, era muy independiente y contaba con un carisma especial. A los tres años, como tenía los pies hacia adentro, le recetaron unas botas ortopédi-cas que, pobrecito, eran tan pesadas que le costaba caminar. Me recomendaron que lo llevara al Club Italiano a hacer gimnasia y a caminar descalzo en la arena. Imaginen: a esa corta edad era tan poco lo que podía hacer, pero él se las ingeniaba e imita-ba tan bien a los más grandes que causaba gracia. ¡Cuánta felicidad había concentrada en esas tardes de club disfrutando de las monerías de Osvaldito! Sólo con jugar mejoró sus problemas en los pies, la vida era un juego maravilloso.

Con esas primeras imágenes Norma siente, a lo lejos, el cosquilleo de la alegría, que todavía no se hace gesto en su rostro, pero anticipa su presencia, como cuando al ver venir la espuma de una ola, se disfruta de antemano la frescura que acariciará los pies.

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Los dos fueron a la Escuela Carrasco. Una escuela muy conocida y muy buena. La carita del primer día de clases anunciaba cómo disfrutaría Osvaldo de la escuela. Le gustaba estudiar, leer historietas, fue muy buen alumno. El padre le decía a veces, por qué no te vas al campito a pelotear un rato con tu hermano. Él iba pero no sabía jugar al fútbol, era medio «pata dura». Era de esos chicos que le gustaba más leer que jugar a la pelota.

Para el viaje de estudios de séptimo, salí sorteada y acompañé al grupo, ¡Qué suerte para mí! Pero Osvaldito, pobre, tuvo que hacer el viaje con su mamá. Fue una gran responsabilidad pero los chicos se portaron muy bien, no hubo ningún problema. Después de muchos años, de muchísi-mos años, para un aniversario escolar, su grupo de compañeros me llevó a la ronda de la plaza una foto actual de la escuela con la �rma de una parte del grupo, con ese gesto querían decirme que ellos también esperan verdad y justicia para Osvaldo y tantos otros.

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La noche oscura aclara los recuerdos. En ese momento la cocina parece abarrotada de gente. Entran y salen con fuentes en las manos, con jarras de jugo. Todos se ríen. La mesada vuelve a estar adornada por pilas monumentales de vajilla como si fueran las cenizas de la �esta.

En aquella época, el cronograma festivo le daba una cálida consistencia a nuestro mundo de relaciones. Las comuniones, los cumpleaños y las �estas del barrio fueron sembrando a su paso recuerdos inolvidables que luego se convertían en anécdotas que iban solidi�cándose encuentro tras encuentro. Aunque refunfuñaba cuando le ponía-mos la corbata, esperaba con ansias esas �estas. ¡Cómo disfrutaban los chicos! Jugaban desde que llegaban hasta que se iban. Para la fastidiosa foto familiar había que rastrearlos por el patio o las veredas del barrio.

Osvaldo era un muchacho muy habilidoso con las manos. Esas manos que tenía... eran especiales.

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Podían trabajar la madera y acariciar con la misma naturalidad. Le gustaba mucho dibujar y lo hacía muy bien, no sé porque nunca se dedicó. Era detallista y muy prolijo cuando trabajaba, lo ates-tigua la mesa que hizo en la escuela, que usamos tanto tiempo en la cama cuando se enfermaban y hoy todavía me acompaña como un talismán.

El secundario Osvaldo lo hizo en La Medalla Milagrosa, una escuela católica del barrio que tenía buen prestigio. Para mi marido y para mí, la edu-cación era un pilar fundamental para que nuestros hijos tuvieran un futuro. Durante el secundario también fue muy buen alumno, era muy inteligente, le ayudaba a varios compañeros a prepararse en matemáticas, que era su fuerte. Por aquellos años, en Rosario se hacía un programa de televisión que se llamaba La Justa del Saber. Era una competen-cia de preguntas y respuestas que se participaba con las escuelas. En una ocasión, Osvaldo, que estaba anotado como suplente, reemplazó al titular y participó. Ese día, el grupo ganó el premio para la

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escuela, fue un orgullo para él, para nosotros y tam-bién para la escuela. Hay que decir también que, hasta el día de hoy, la escuela nunca tuvo un gesto que recordara a Osvaldo. Es una deuda pendiente que tiene.

Ninguna tristeza, ni la tragedia de semejante ausencia puede borrar por completo el eco de las risas y los cuchicheos nocturnos de la barra de chicos que pasaban la noche en su casa. Un eco que resuena hasta el in�nito en el alma de Norma.

Siempre había gente en casa. Grupos que iban y venían. Los chicos me decían, mami prepará un colchón que se quedan a dormir. Estudiaban, en-sayaban con el grupo de teatro, escuchaban música y dejaban que las hormonas bailaran al ritmo de Alta Tensión. Osvaldo se había comprado los discos, aunque no le gustaba bailar, escuchaba música a todo lo que daba el pobre combinado Motorola.

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Con el grupo de teatro, estaban entusiasmados, incluso llegaron a presentar una pequeña obra de época en la Iglesia Perpetuo Socorro, por lo cual se llevó todo lo que encontró en mi casa que fuera antiguo, hasta un reloj de bolsillo que había perte-necido a su abuelo, que lo perdió, lo que ocasionó el enojo de mi marido. El entusiasmo duró poco, se ve que su vocación corría por otro lado.

Norma Birri pertenece a una familia de inmi-grantes vascos muy humildes que vivieron en el barrio Empalme Graneros y eran simpatizantes peronistas. Agustín Vermeulen con ascendien-tes belgas creció en una familia de clase media acomodada que eran radicales. Ambas familias cultivaron con rigor los valores del trabajo y la honestidad. Recién casados, Norma y Agustín, con sus dos hijos muy chicos, se intalaron en La Florida para concretar el sueño de formar una familia.

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En casa la política no ocupó un lugar importante, Osvaldo empezó a militar con unos vecinos en una Unidad Básica, cerca de casa. Cuando terminó el secundario se inscribió en Ciencias Económicas, pero se veía que no era su prioridad, él quería tra-bajar. Comenzó como administrativo en la empresa constructora del barrio Rucci. Pero, su pasión es-taba en el trabajo barrial, allí ayudaban a la gente que lo necesitaba, alfabetizaban, en el mismo lugar tenían un costurero que enseñaban a las mamás a arreglar ropa que conseguían. Todas actividades que actualmente muchos chicos hacen. En algún momento esas actividades comenzaron a conside-rarse peligrosas. A veces me pregunto ¿qué daño hacía mi hijo? Con la gente del barrio La Cerámica lograron que el cruce del ferrocarril tuviera una ba-rrera, algo que los vecinos consideraban necesario por la cantidad de accidentes que se producían. Ese había sido un logro que indicaba que el esfuerzo daba resultado cuando la gente se organizaba. Osvaldo estaba muy contento, y me contaba todo, no tanto al padre, con quien chocaba bastante.

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En el año 1973, Osvaldo tenía 19 años y fue a Ezeiza respondiendo a esa gran convocatoria de la militancia para recibir a Perón que regresaba despues de diciocho años de exilio. Como tan-tos jóvenes comprometidos con el movimiento peronista, del que sólo tenían la experiencia de la proscripción, concurrieron con la expectativa revolucionaria contenida en la garganta. Estaba contento y organizando con varios compañeros para ir juntos. Nosotros nos fuimos enterando algo de lo que pasaba en Ezeiza por los noticieros y temimos por él y sus compañeros. Pasaban las horas y Osvaldo no volvía. Finalmente un vecino del barrio que había ido, me dijo que no me preocupara que lo había visto en uno de los trenes de vuelta. Recién ahí respiré tranquila. Cuando llegó me contó sorprendido que corrieron balas por todos lados y que se cubrieron entre los árboles, y cuando pudieron salieron.

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Un año más tarde cuando el presidente Perón des-de el balcón de la Casa Rosada, el 1º de mayo, los echó de la Plaza de Mayo, Osvaldo volvió cantan-do junto con Montoneros: «¡Conformes, conformes, conformes, general, conformes los gorilas, el pueblo va a luchar!». Venían tiempos difíciles.

Osvaldo se había puesto de novio muy jovencito, pero la chica no compartía la militancia y se dejaron. Co-mencé a asumir que la práctica social y política era para él algo más importante de lo que creí. Quería mucho a su novia, pero sabía que no podría proyec-tar su vida con alguien que no estuviera dispuesta a transitar el camino de la militancia política. Pasado algún tiempo conoció a quién fuera su esposa y la madre de su hija, pero sobre todo, su compañera en la vida. Cuando decidieron casarse, tenían los dos 20 años. En el mismo momento que iban al civil, me comunicó que íbamos a ser abuelos, ¡imaginen mi sorpresa! Tardé en recuperarme, pensando siempre en la familia, cómo iría a tomarlo mi marido.

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¡Tonta de mí! Pasó el tiempo y nació mi primera nieta, el parto venía complicado y le hicieron cesárea. Mi hijo era muy fuerte, pero en ese mo-mento, lo vi llorar abrazado a su padre, y le dijo que el próximo iba a ser varón, porque en ese tiempo no se sabía previamente el sexo, y no pudo concretar ese deseo. Hasta que la muerte nos separe se habían prometido en el Registro Civil, y los separó la patota de Feced, que era lo mismo que la muerte.

Como muchos jóvenes de aquella época, creía que el servicio militar era una pérdida de tiem-po. Alguien le dijo que, por las dudas, haga los trámites para salvarse, que presente los papeles en la Junta Médica. Hizo todo solo, viajó a Santa Fe, consiguió todos los papeles que le pidieron y �nalmente se salvó por los dientes que había perdido en un partido de fútbol. Deporte que, �nalmente, lo salvó de la colimba. Fue la época en que comenzó a trabajar en el Banco de Intercam-bio Regional (BIR), donde se desempeñó hasta que se lo llevaron.

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El golpe militar del 24 marzo de 1976 derrocó al gobierno electo que no había cumplido tres años, después de siete de dictadura. Nuestra democracia parecía de papel, no alcanzaba a reponerse de los sucesivos golpes militares. La situación estaba algo naturalizada y la sensación fue en ese momento de cierto alivio, al menos en nuestra casa. En ese momento el país estaba muy difícil. En el diario La Capital leímos simplemente que las fuerza armadas asumían el gobierno. ¿Quién podría haber imaginado el siniestro plan de persecución y exterminio que se propusieron? No era fácil darse cuenta de lo que estaba pasando, y menos ver lo que se venía. Con mi marido nos dimos cuenta de que los jóvenes comprometidos políticamente, aquellos que ya la Triple A tenía marcados, seguían siendo perseguidos, y que Osvaldo y su familia corrían riesgos.

A �n de ese año mataron a Palmiro Labrador y Osvaldo me lo contó y tomamos conciencia de que la situación estaba tomando dimensiones insospechadas.

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Mi marido le ofreció el dinero para intentar salir del país pero no quiso, él no quería vivir mejor en otro lugar, quería mejorar éste, el suyo. Yo tenía miedo y le dije, «Osvaldo, pensá en tu hija». Y él me contes-tó, «porque pienso en ella, mami, porque quiero un mundo mejor», quería que su hija tuviera un país que mereciera ser vivido.

Norma sostiene el lápiz en el aire con la mirada �ja en el �orero del centro de la mesa. Se levan-ta de la silla y camina unos pasos en ninguna dirección, estaba como en blanco. Puso el agua otra vez, enjuagó la taza para preparar otro té y se sentó a esperar. La noche se hizo muy profunda, el silencio zumbaba los oídos y las lágrimas bro-taron con volumen catártico. Cuántas veces había llorado en todos estos años. ¿Cuántas lágrimas faltarán para cauterizar las heridas? Cada vez que reacomoda los recuerdos, aparece una brisa que aleja el dolor y siempre aparece un detalle nuevo, parece que la historia nunca se termina de escri-bir de manera de�nitiva.

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Después de un tiempo sin tener noticias, Osvaldo habló con su padre para vivir con su familia en casa. Mi marido no sabía bien qué era lo que pasa-ba, y no estaba muy convencido, pero no podía de-cirle que no. Disfrutábamos mucho de la presencia de ellos y sobre todo de ver crecer minuto a minuto a nuestra nietita. Pero todo seguía muy oscuro, Osvaldo no me contaba nada y casi no lo veía.

Yo lo sabía, aunque no quería aceptarlo. Podía sen-tir lo mismo que pasa con las tormentas, cuando uno ve las nubes oscuras en el Sur y percibe el olor a tierra mojada, se viene la lluvia. ¿Cuánto podía tardar en pasar? Sabía que iba a pasar y sabía también que era inevitable. Para Osvaldo también era muy difícil lo que le tocaba vivir. Me di cuenta porque conocía su mirada, pero además, fue él quien me pidió, sin ninguna razón particular, que le sacara una foto a los tres. No había que decir más. Saqué esa su última foto familiar en la cocina de nuestra casa. La única foto que tiene mi nieta con sus dos padres.

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El 1º de abril de 1977, esa fecha que parece parte del nombre de Osvaldo, allanaron nuestra casa en La Florida. Atardecía y estábamos las tres solas. Mi nuera, en cama con �ebre, mi nieta y yo, tres generaciones de mujeres. ¿Cuántas generaciones pagan centavo a centavo con su dolor la brutalidad de una dictadura? A mi nieta y a mí nos encerra-ron en el baño. Ella absorbía el mundo pasito por pasito, no puedo ni imaginar en qué lugar tiene esta escena guardada. Se llevaron a mi nuera como estaba, con �ebre y en camisón, y allanaron la casa de mi otro hijo. Los dos estuvieron en la Jefatura de Policía y después los liberaron, pero de Osvaldo no sabíamos nada. ¿Cómo vivir en un país en el que se miente a través de documentos o�ciales? La policía nos dijo, en ese momento, que hubo un enfrenta-miento, que Osvaldo se escapó pero que tenían la campera de él con sus documentos. Ese día, después que se fueron y se durmió la nena, nos pusimos a ordenar en silencio con mi esposo y confeccionamos una lista de lo que se llevaron, tal vez sólo para constatar que eran unos delincuentes. Pasado el

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tiempo, pude comparar la lista que hicimos con la que confeccionó la policía, no coincidía en nada.

Yo no me había dado cuenta, pero el día del allana-miento habían cerrado toda la manzana y además habían hecho encerrar a los vecinos en sus casas con las persianas bajas. A partir de ese momento, nuestra casa parecía estar en cuarentena por una peste. Salvo dos vecinas que siempre estuvieron cerca, los demás se cruzaban de vereda. Éramos un problema para el barrio. Tuvimos que enfrentar como familia momentos muy duros y ni siquiera sabíamos dónde convenía buscar a Osvaldo.

Norma mira el rincón en donde aquella vez tan lejana y tan cercana sacaron la úlitma foto. Cami-na hasta la puerta del patio. Mira la noche y res-pira profundamente el aire fresco y húmedo del otoño. En el cielo brilla el Lucero y un puñado de estrellas más. Está cansada, de un cansancio muy largo, pero no tiene sueño. Antes de seguir se pregunta hasta dónde llega la historia de Osvaldo.

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A ella le parece que para una madre, siempre la historia de los hijos es parte de su propia historia, y pensó que la historia de Osvaldo, además es también un poco la historia de Rosario y el país.

¡Cuántas preguntas se amontonaban para ver qué camino seguir! ¿A quién recurrir? ¿Dónde ir? ¿Tenemos que esperar un tiempo? ¿Hasta cuándo? ¿Estará preso? ¿Se habrá ido del país? A pesar de que no teníamos noticias de Osvaldo, esperába-mos. Esperábamos mirando por la ventana de casa, agazapados sobre el teléfono, interpretando ruidos nocturnos, cualquier cosa que pasara podía ser una señal. Teníamos que estar alerta las veinti-cuatro horas, Osvaldo podía estar necesitándonos. Pasaron unos meses, y a �nales de ese fatídico año 1977 me enteré como habían ocurrido los hechos en la realidad. Lo habían sacado por la fuerza de una ferretería y se lo llevaron. Me lo contó una vecina del lugar que vio lo sucedido, y todo lo que la policía nos había dicho era mentira, a Osvaldo lo habían secuestrado. Entonces había que pedir

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que nos digan dónde estaba, dónde lo tenían. Me integré al organismo de Familiares de Deteni-dos y Desaparecidos y junto a otras personas en nuestra misma situación, buscamos estrategias en conjunto.

No había respuesta. Nadie sabía nada. Escribimos al Ministerio del Interior y nada. Presentamos el hábeas corpus. No quedaba otra que seguir buscando e intercediendo en todos los lugares que podíamos. Recurrimos a organismos internacio-nales, para ver qué podían hacer o al menos se enteraran de lo que sucedía en la Argentina. Al-guien tenía que poder defendernos de esos asesinos disfrazados de gobernantes. Incluso aprovechamos la ascendencia belga familiar para interpelar a la embajada a que se comprometa con la situación. Todo parecía en vano.

Voy a seguir buscándolo. Siempre. Unos días antes que se lo llevaran, estuvo en casa. Conversamos como siempre por algún rincón, creo que está-

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bamos en el lavadero. En el medio de la charla, haciendo como un paréntesis, me dijo, «Mami, esté donde esté voy a seguir siendo tu hijo». En ese momento le respondí con toda naturalidad, «Y si... claro», una respuesta que me resultaba innecesaria ¡que tonta! La frase que me dijo ese día se convirtió en un verdadero enigma que no puedo terminar de descifrar y sobre el que recurrentemente me pregunto: ¿qué habrá querido decirme? Cuando me puse el pañuelo blanco por primera vez, volví a responderle, claro que seguís siendo mi hijo.

La aurora anuncia con un susurro opaco que la noche pasa. Que siempre a la oscuridad de la noche le sigue el día. El primer rayo de sol que se cuela por la puerta de la cocina le señala el camino hacia el dormitorio, «hermosa noche de-dicada a Osvaldo», piensa mientras camina hacia la habitación para acostarse. Al cerrar los ojos le vino la imagen del último párrafo que escribió, ese en el que describe a su hijo tal cual como le gustaba recordarlo.

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Me gusta recordarlo con la imagen de esa última foto que le saqué. Tengo una conexión con ese mo-mento muy especial, es más que un recuerdo, es un fragmento de tiempo del que nunca me desprendí, de alguna manera se extiende hasta el presente. Cada vez que la imagino me parece que la estoy viviendo. Tenía un pantalón de hilo celeste grisáceo y una camisa celeste, el azul su color preferido.Una campera �nita de media estación azul marino, con zapatos mocasines, en ese tiempo no se usaban zapatillas como se usan ahora. Recuerdo las ma-nos, grandotas, blancas, cálidas, que cuando me abrazaba ocupaban toda mi espalda.

La búsqueda sigue con la misma intensidad, Norma es una mujer que el tiempo va tornando cada vez más fuerte. Osvaldo sigue siendo su hijo, y quiza algo más que su hijo. La mitad de su vida fue sólo la madre de Osvaldo, la otra mitad, es madre de muchos, una Madre de la Plaza 25 de Mayo.

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Colección Dejame que te cuente

Qué es un recuerdo sin un relato que lo ubique en la constelación de nuestra propia vida. Aquellos do-cumentos guardados en el fondo de un cajón, esas fotografías que se erigen como monumentos sobre la cómoda, el universo que arrastramos en cajas viejas mezclando postales estampilladas con cartas amarillentas plegadas con prolijidad. Fragmentos que piden ser contados.

Cada historia de vida posee un registro urbano, institucional, familiar; fotos en los cumpleaños, en los casamientos, en el carnet del club o de la biblioteca, en la libreta de la Universidad. Cada biografía sostiene una dimensión común que nos involucra en la historia.

Dejame que te cuente es una colección de relatos construidos a partir de material gráfico y testimo-nios brindados por familiares, amigos y compañe-ros de quienes fueron desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado en Rosario y que inte-gran el acervo del Centro Documental del Museo de la Memoria.

Queremos contar el paso de esas vidas por nuestra ciudad, recuperando tanto la singularidad de su historia como los nexos comunes con la actividad social de nuestro pasado reciente. Voces que emer-gen y reconstruyen discursos marcados por una voluntad de transformar el mundo y de lograr una sociedad más justa.

Narrar esas vidas es la dolorosa experiencia que los familiares han tenido que realizar en su entorno íntimo y en medio de una ausencia irreversible. Dejame que te cuente, este relato biográfico que toma la forma de un libro para cada historia, abre a la sociedad en su conjunto la posibilidad de incor-porarse a su narración.

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Dirección del proyectoLucas Almada

Diseño gráficoValentina Militello

RedacciónLucas Almada

Edición y corrección de textosDaniel Fernández Lamothe

Coordinación GeneralViviana Nardoni

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