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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO Por el Lic. Eduardo GARCIA MAYNEZ. Profesor de la Escue- la Nacional de Jurisprudencia. HA TERMINADO EL BANQUETE (En torno a la mesa están sentados Octavio -el anfitrión- y los demás miembros de la Sociedad de Amigos de la Filosofáa del Derecho: Oscar, Luis, Antonio, Sergio, Raúl, Marcelo, Rodolfo, Victor y Eduardo. Los criados sirven licores y refrescos. Antonio -en funciones de Presidente- ocupa la cabecera.) Antonio Tengo el honor de declarar abierta la novena junta mensual de la Sociedad de Amigos de la Filosofía del Derecho. En la reunión pasada no se llegó a un acuerdo sobre el tema que abordaríamos en ésta. Oscar, Rodolfo y Eduardo proponían que discutiésemos la interpretación de la ley y la integración de las lagunas; Marcelo y yo sugerimos un tópico que nos parece lógicamente anterior: el de las fuentes formales del de- recho. Marcelo ha venido preocupándose, desde muy atrás, con el proble- ma de la creación de normas al margen de la actividad de los órganos del Estado; y claramente ha intuído que este asunto no podrá plantearse en forma científica mientras no se logre una determinación rigorosa del con- cepto de fuente. El problema no tiene en mi sentir menor importancia que el de la interpretacián; y admitiendo que entrambos son por igual apasionantes, insisto en la conveniencia de empezar por el primero. Antes de examinar cómo deban ser interpretadas las formas verbales de que el legislador y, en general, los órganos de creación jurídica se valen para Esta revista forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 1949. Universidad Nacional Autónoma de México Escuela Nacional de Jurisprudencia

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO

Por el Lic. Eduardo GARCIA MAYNEZ. Profesor de la Escue- la Nacional de Jurisprudencia.

HA TERMINADO EL BANQUETE

(En torno a la mesa están sentados Octavio -el anfitrión- y los demás miembros de la Sociedad de Amigos de la Filosofáa del Derecho: Oscar, Luis, Antonio, Sergio, Raúl, Marcelo, Rodolfo, Victor y Eduardo. Los criados sirven licores y refrescos.

Antonio -en funciones de Presidente- ocupa la cabecera.)

Antonio

Tengo el honor de declarar abierta la novena junta mensual de la Sociedad de Amigos de la Filosofía del Derecho. En la reunión pasada no se llegó a un acuerdo sobre el tema que abordaríamos en ésta. Oscar, Rodolfo y Eduardo proponían que discutiésemos la interpretación de la ley y la integración de las lagunas; Marcelo y yo sugerimos un tópico que nos parece lógicamente anterior: el de las fuentes formales del de- recho. Marcelo ha venido preocupándose, desde muy atrás, con el proble- ma de la creación de normas al margen de la actividad de los órganos del Estado; y claramente ha intuído que este asunto no podrá plantearse en forma científica mientras no se logre una determinación rigorosa del con- cepto de fuente. El problema no tiene en mi sentir menor importancia que el de la interpretacián; y admitiendo que entrambos son por igual apasionantes, insisto en la conveniencia de empezar por el primero. Antes de examinar cómo deban ser interpretadas las formas verbales de que el legislador y, en general, los órganos de creación jurídica se valen para

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18 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

expresar lo que es derecho, precisa un criterio para decidir cuándo esas formas expresivas pueden ser consideradas como una notificación de la voluntad soberana del Estado. Empleando otro giro diría que antes de saber cuál es el sentido de un texto legal, resulta imprescindible cerciorar- se de que es réalmente una ley, o sea, tener la certeza de que da expresión a un mandato legítimo; que éste, y no otro, es el problema de las fuen- tes. Por las razones expuestas, hemos acordado que el tema de nuestra conversación de esta noche sea el que indiqué anteriormente, y nos ha parecido que nuestro dilecto amigo Luis podría, mejor que nadie, iniciar el diálogo. Ruégole, pues, que exprese sus puntos de vista. Nuestros oídos están prestos. . .

Luis

Gustoso acepto la invitación, no sin antes declarar que en mis años mozos consagré largas veladas a la meditación del asunto. Después de pasar revista a casi todo lo escrito sobre el tema, hube de cerciorarme de que la única solución satisfactoria para mi era la del ilustre maestro de la Escuela Vienesa, a quien tanto debe nuestra ciencia. La respuesta de Kelsen a la pregunta: 2 qué es derecho?, no puede ser más diáfana: es derecho lo que vale como voluntad del Estado. Inútil decir que el juris- ta austríaco no emplea esta expresión en sentido psicológico; pues todos sabéis que las palabras voluntad del Estado, son la abreviatura que utiliza para aludir al principio que da unidad al ordenamiento jurídico. Este principio unificante, eje de la sistematización de los preceptos que inte- gran cada derecho, se exterioriza y resume en la norma instauradora de los diversos procedimientos de creación juridica. Quiero referirme a la norma básica, fuente última de validez de todas las otras de cada com- plejo normativo. Planteada así la cuestión, cabe afirmar que no hay más fuentes formales que las que, de acuerdo con esa suprema norma, sirven de cauce o vehículo a la voluntad soberana del Estado. Si el juez o, en general, el jurista dogmático, se preguntan cuáles son las fuentes del orde- namiento en vigor, tendrán que buscar la respuesta en la ley fundamen- tal, pues en ella se instituyen los criterios de validez de todo derecho. Inquirir si una regla de conducta es jurídica equivale a investigar si for- ma parte de determinado sistema, esto es, si puede o no ser referida, directa o indirectamente, a la Constitución del mismo. La costumbre, por ejemplo, sólo puede ser considerada como derecho cuando el órgano legis- lativo declara que es aplicable a tales o cuales casos o, no habiendo una declaración de esta especie, el juez se funda en ella para zanjar un litigio;

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pues en esta última hipótesis la reconoce tácitamente, incorporándola, a un tiempo, al orden en vigor. Conclusión de lo expuesto es que no vale por ser uso inveterado, ni porque los que la practican estén convencidos de su juridicidad, ni menos aun porque encierre justicia; sino simple- mente porque el juzgador, al aplicarla, la incorpora a su propio sistema. 2Cómo -de otro modo- pretender que una práctica es jurídica, si no ha recibido el sello de la validez oficial? Podrá sostenerse que en una situación semejante debe el magistrado reconocer la existencia de la cos- tambre, e incorporarla al ordenamiento positivo ; pero quien tal afirme dará expresión a un ideal de política legislativa, no a un imperativo ineludible. Si el órgano jurisdiccional no aplica un uso en el que concurren la inve- terata consuetudo y la opinio juris, la costumbre será costumbre, pero no derecho, porque este substantivo &lo conviene a las normas que el poder público sanciona o crea. No niego que ciertos grupos sean capaces de producir autónomamente reglas de conducta a las que someten su activi- dad específica, ni desconozco la posibilidad de que vean en ellas derecho auténtico; pero mientras el Estado no las aplique, serán derecho sólo en forma presunta. Y lo que digo de la costumbre podría predicarlo de la doctrina, pues ésta tampoco vale como fuente, a no ser que el Estado le conceda tal dignidad, como ocurría en Roma en la época de los Césares.

La solución de Kelsen es pues clarísima: si un precepto no puede ser referido a la voluntad del Estado, es decir, si no procede de los órga- nos legislativos, ni ha sido incorporado por los tribunales al ordenamien- to vigente, no es derecho, ni siquiera en el caso en que nos sentimos in- clinados a sostener que debiera serlo; porque la afirmación de que algo debiera ser lo que queremos, lógicamente supone que no lo es todavía. Y quien dice que determinados usos debieran convertirse en normas, no hace ciencia, sino política legislativa, porque no alude a lo que es derecho desde el punto de vista del Estado, sino a lo que, desde el ángulo visual de la filosofía de los valores, estima que ha de tener tal carácter.

La tesis de Kelsen sobre las fuentes formales descansa en la doctrina de la estructura escalonada del ordenamiento jurídico, puesto que el pro- blema de la vigencia de las distintas normas se resuelve refiriéndolas a las que condicionan su fuerza obligatoria, del mismo modo que la de éstas es después referida a otras de grado más alto, hasta que al fin se llega a la suprema, de la cual depende la existencia de todas las restantes. Y como los preceptos oriundos de cada una de las fuentes pueden entrar en conflicto, sus antagonismos tendrán que liquidarse de acuerdo con la ordenación jerárquica de esas mismas fuentes y, en último término, a

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20 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

la luz de lo dispuesto por la ley fundamental. Esta es pues piedra de toque y clave de todas las dificultades, porque en ella reside la suprema razón de validez de cualquier mandato.

Pido la palabra.

Antonio

Concedida.

Seré muy breve, pues sólo deseo expresar una duda que la brillante disertación de Luis ha sembrado en mi ánimo. Para ser más claro, par- tiré de un ejemplo, enteramente ficticio. Suponed que en un Estado X, al que podríamos dar el nombre de Comenia, los comerciantes han solido, desde tiempo inmemorial, considerar como operaciones al contado todas aquellas en que el pago se hace dentro de sesenta días. Imaginad que a este uso se halla unida la convicción firmísima de que es obligatorio. Lbs comerciantes lo han respetado siempre, pues en su sentir es la manifesta- ción indiscutible de una regla de derecho. Pero un buen día, el mercader Tiburcio pretende que pánfilo, su deudor, le pague intereses por haberse retrasado quince días en el cumplimiento de una obligación, pese a que el término de gracia aún no ha concluido. Pánfilo invoca la regla usual; pero Tiburcio, sordo a todas las razones, lleva el asunto a los tribunales, y el litigio, después de dos instancias, es planteado ante la Suprema Corte. Suponed, ahora, que el tribunal máximo desconoce la existencia de la costumbre, y declara que Pánfilo ha incurrido en mora, por lo cual debe pagar los daños y perjuicios que el retardo en el cumplimiento de su obli- gación ocasionó al acreedor. Pues bien: estimo que un fallo de esta índole no destruiría la costumbre preexistente, y que los comerciantes de Come- nia seguirían ciñéndose a ella, a pesar de la sentencia de la Corte. Y lo creo porque nadie puede impedir que lo que el sentimiento jurídico de una comunidad o de un sector de la misma considera como derecho, lo sea para esa comunidad o ese grupo, pese al desconocimiento de los Órga- nos jurisdiccionales. Pues basta la reunión de la inveterata conmetudo y la opinio jurk para que el derecho consuetudinario se constituya, incluso al margen de toda intervención oficial, y aun en contra de las decisiones de los jueces.

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 21

Luis

Nuestro querido anfitrión confunde dos cuestiones que deben mante- nerse pulcramente separadas: una atañe a las condiciones determinantes de la validez formal de los preceptos jurídicos; la otra, a la exigencia es- timativa de que los tribunales permanezcan atentos al pulso de la vida co- tidiana y sepan interpretar, cuando en la ley hay lagunas, los usos y cos- tumbres que el sentimiento jurídico de los individuos y los grupos reputa como derecho. Pero este segundo problema, que implica una pretensión de orden axiológico dirigida a los órganos jurisdiccionales desde el plano teórico de la filosofía de los valores, no ha de mezclarse con el que consiste en dilucidar si lo que los comerciantes de un país consideran como norma consuetudinaria, es o no derecho para el poder público. Nada impide sos- tener que los jueces debieran aceptar esa manifestación del sentimiento jurídico; pero como es posible que no la reconozcan, y la ley no los obliga a ello, tendremos que negarle validez formal, ya que los Únicos faculta- dos para admitirla se pronunciaron en otro sentido. ¿Qué haría nuestro anfitrión si una vez dictado el fallo adverso a Pánfilo, otro deudor se presentara en su bufete a consultarle sobre la obligatoriedad de la costum- bre seguida por los comerciantes de ese país imaginario? ¿Podría sin más nuestro buen amigo afirmar la fuerza obligatoria de un uso no re- conocido oficialmente?. . . ¿ En qué beneficia a un nuevo Pánfilo la con- vicción jurídica de los mercaderes de Comenia, si un segundo Tiburcio puede vencerle en los tribunales, con sólo invocar el precedente estableci- do? . . . No se olvide que todo derecho ha de ostentar la nota de imposi- tividad inexorable, y que una regla a la que en opinión de los jueces no va unido ese atributo, podrá valer como derecho a los ojos de los par- ticulares, pero lzo será realmente derecho, porque, repito, no hay más normas jurídicas que las creadas o reconocidas por el Estado.

La costumbre sólo se convierte en norma cuando los jueces la apli- can a los casos concretos, incluso en contra de la voluntad de los particu- lares. Pues de esta suerte reconocen lo que antes era simple hábito, y confieren a la regla nacida del uso la característica de impositividad en cuya ausencia no cabe hablar de derecho. La virtud creadora de la ac- tividad judicial es pues palmaria; no sólo porque puede conceder significa- ción jurídica a una regla de comportamiento que antes no la tenia, sino porque el sentido de los textos legales y, por tanto, las consecuencias prác- ticas de la interpretacibn de los mismos, dependen siempre del parecer de los jueces y, en última instancia, de la decisión de la Corte Suprema.

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22 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

Lo que acabo de escuchar robustece mi sospecha de que Luis es más kelseniano de lo que suele creerse, e incluso de lo que él mismo piensa. Me autoriza además para aplicarle el dictado de positivista, que nuestro amigo rechaza en forma tan vehemente. Pues bien miradas las cosas, su -

tesis se reduce a sostener que las normas jurídicas sólo existen en función del Estado, y que lo que la autoridad política se niega a considerar como derecho, no tiene realmente tal naturaleza, aun cuando la sociedad juzgue lo contrario. La doctrina de Kelsen, que Luis suscribe en este punto, olvi- da que el Estado representa la organización jurídica de la sociedad, y que es la sociedad quien deposita en el poder público las tareas norma- les de formulación y aplicación del derecho, a través de órganos que sólo cumplen su misión propia cuando mantienen el imprescindible contacto con esa vida común a la que aquél ha de aplicarse, y en cuyo seno se gestan muchas normas del mismo, enteramente al margen de la actividad oficial, que se limita a reconocerlas o sancionarlas. Piénsese, por ejemplo, en las producidas por los .entes sociales autónomos, o en la costumbre misma, que brota espontánea de las profundidades de la vida colectiva e impone su reconocimiento a los tribunales. Luis podrá objetarme que, en último término, es el Estado quien limita o circunscribe, mediante sus propias reglas, el campo de actividad libre que abandona a los individuos, o la esfera de autodeterminación que a veces concede a ciertos grupos ; acaso añada que el poder público es el encargado de fijar la competencia de las competencias, y que son sus órganos los que coactivamente aplican el derecho declarado por los jueces; pero aun admitiendo tales extremos, entre su posición y la mía media un abismo, porque él refiere todo pre- cepto a la voluntad del soberano, en tanto que yo veo en la sociedad la fuente primaria del orden jurídico.

La mejor corroboración de la tesis que defiendo la ofrece precisamen- te la costumbre. Luis estima que mientras no se acepta la obligatoriedad de una práctica social, ésta puede considerarse como derecho presunto, pero no es verdadero derecho; yo sostengo, por el contrario, que el re- conocimiento no hace falta. Cuando a un uso inveterado se halla unida la convicción -existente en quienes lo practican- de que es fuente de facultades y deberes, hay costumbre jurídica, aun antes de cualquiera decla- ración judicial en tal respecto, e incluso en la hipótesis de una declaración contraria. Por ello se habla de reconocimiento, y no de creación de la norma. Lo que el magistrado hace, cuando aplica una regla usual, es recono- cer su fuerza obligatoria, a pesar de que él no ha creado el precepto, y a

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sabiendas de que no dimana de la actividad de los órganos estatales. Si la soberanía reside en el pueblo : c cómo negar a éste la capacidad de crear directamente el derecho, en aquellos casos en que los órganos legislativos nada han estatuido?. . . Convengo en que en las naciones que tienen una constitución rígida, se otorgue a la ley la primacía entre las fuentes ; acepto, por ello mismo, la necesidad de que los preceptos que no derivan de la actividad del legislador complementen, en vez de contrariar, las normas legislativamente formuladas; mas no creo que la validez de aquéllos de- penda en todo caso de la voluntad del soberano, porque esto equivaldría a exponer las manifestaciones más puras del sentimiento jurídico a los caprichosos ataques del poder arbitrario. El error está en no percatarse de que al lado del derecho oficial existe un derecho del pueblo, que se ex- terioriza a través del uso y la costumbre. La fuerza de sus normas no dimana del poder público, sino de la voluntad social que lo ha producido y lo mantiene. Pues el derecho nace en la sociedad y vive en ella y para ella, ya sea que su formulación se deba a la actividad reflexiva y sistemá- tica de los órganos legisladores, ya sea que represente una forma originaria y autónoma de exteriorización del sentimiento jurídico.

Luis

Los argumentos esgrimidos por Raúl en modo alguno invalidan mi tesis, porque jamás he negado que muchas normas jurídicas se originen en la vida social, en vez de provenir de los órganos estatales. La costum- bre suele formarse de manera espontánea en el seno de la vida colectiva, pero sólo vale como derecho cuando el Estado admite su fuerza obliga- toria. Lo propio acontece con los estatutos de los entes autónomos, o las cláusulas de un convenio celebrado por dos particulares. Aun cuando los destinatarios de un estatuto o las partes que concluyen un negocio atribuyan validez jurídica a las reglas de conducta establecidas por ellos, estas reglas sólo son derecho si la autoridad política las incorpora al orde- namiento vigente.

La regla consuetudinaria que los tribunales repudian no es derecho, como no es moneda la que no ostenta el cuño legal. El que los jueces des- conozcan un uso inveterado podrá censurarse desde un punto de vista estimativo; pero ello no da a ese uso significación obligatoria. Admitir la existencia de un derecho no coercible es tan absurdo como hablar de violines famélicos o triángulos cuadrados.

Las objeciones de Raúl darían en el blanco si no me hubiese tomado el trabajo de separar dos problemas que deben ser cuidadosamente dis-

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tinguidos: primero, el de la fuente de validez formal de los preceptos del derecho, que se resuelve diciendo que esa fuente es la voluntad del Estado, entendida como centro común de imputación de las normas integrantes de un sistema jurídico; segundo, el que estriba en saber cómo han sur- gido realmente en la historia los contenidos de esas normas, es-decir, cómo se han gestado en el seno de la vida interhumana. Esta segunda cuestión, que a Raúl le parece de mayor calibre, es sin duda irnpo&ntisima, pero no corresponde a la teoría jurídica, sino a la sociología genética. La dis- tingo, no la ignoro, como no ignoro otras dos estrechamente relacionadas con el tema: la que consiste en preguntar - c o n relación a un sistema positivo-, cuáles son las instancias que establece para la creación de reglas jurídicas, y la consideración estimativa, sobre qué procedimientos deban preferirse en la elaboración de nuevo derecho. Las cuestiones plan- teadas son interesantes todas, mas no deben mezclarse. Pues una cosa es inquirir qué sean las fuentes formales y otras, muy distintas, dilucidar cómo se han gestado, de hecho, los contenidos jurídicos; esclarecer cuá- les son las instancias creadoras de derecho reconocidas por el Estado fran- cés o el Estado mexicano, o decidir si la regulación legal es preferible a la consuetudinaria.

Deseo recordar una vez más que la circunstancia de que Kelsen re- fiera a la voluntad del Estado la existencia de todd derecho, obedece a la necesidad metodológica de concebir en forma ordenada la balumba multiforme y dispar de los preceptos jurídicos. Pero esa voluntad estatal a que alude el jefe de la Escuela Austríaca no es un fenómeno de fuerza, ni una realidad social o psicológica, sino un caso especial de la ley de imputación normativa, que en uno de mis libros he resumido así: "una serie de actos realizados por determinados individuos (legisladores, funcio- narios, tribunales de justicia, partes contratantes, etc.), no son atribuidos a dichas personas individualmente, sino a un sujeto ideal supuesto tras de las mismas, esto es, al Estado, que constituye y significa la personifica- ción total y unitaria de todas las normas jurídicas". '

Si la validez formal de un precepto de derecho depende de la posi- . bilidad de concebirlo como expresión de la voluntad del soberano, será imposible atribuir carácter jurídico a las reglas de conducta que no ha- biendo sido formuladas por los Órganos estatales, tampoco han sido re- .

conocidas, expresa o tácitamente, por esos mismos órganos. Resumiendo en una frase la doctrina expuesta, diré, con palabras de Kelsen, que así

1 L. RECASENS SICHES, Vida hitvtum, sociedad y derecho, 2 Ed. MCxico, 1945, p. 279.

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como el legendario monarca frigio convertía en oro lo que tocaban sus manos, el Estado, nuevo rey Midas, transforma en derecho todo lo que toca.

Rodolfo

Desearía que Luis contestase esta pregunta: jel oro es oro porque el perito oficial dice que lo es, o es oro porque posee ciertas cualidades, que sólo al oro convienen?. . .

El oro es oro porque tiene ciertos atributos, de la misma manera que el derecho es derecho porque en él se dan las notas constitutivas del con- cepto universal de lo jurídico. Y como entre éstas figura la de impositivi- dad inexorable, y una norma sólo puede ser impuesta por el Estado, insisto en que la costumbre no reconocida por los tribunales no es derecho, aun- que la sociedad le atribuya fuerza obligatoria.

Rodolfo

Luis ha respondido con habilidad; pero en su tesis queda un resquicio por donde asoma el tal,ón de Aquiles. Quiero referirme al aserto de que el reconocimiento es indispensable para que el derecho consuetudinario se constituya. Esta opinión plantea un grave dilema, que cabría expresar del siguiente modo: o la regla usual es derecho antes de que el juez la aplique y, por tanto, su validez no depende del acto del reconocimiento, o esa va- lidez está condicionada por el acto de aplicación, y entonces la sentencia no se funda en una norma. Preciso es percatarse de que los órganos juris- diccionales únicamente cumplen su propia tarea cuando, en trance de es- clarecer una situación controvertida o incierta, aplican el derecho ya exis- tente. El juez sólo actúa coino juez sí juzga con arreglo a principios jurídicos; por tanto, las normas que sirven de apoyo a sus resoluciones no pueden nacer en el mismo acto en que son aplicadas, porque, si así fue- ra, la sentencia carecería de base. Expresado con sencillez mayor: o la costuvnbre no reconocida no es derecho y, por ende, los tribz~nales n o pueden aplicarla, o pueden aplicarla, pe+o entonces hay que aceptar que ya era derecho. Lo que digo de la costun~bre podría aseverarlo, en general, de todos los casos en que se colma una laguna. Si los preceptos que sirven de fundamento a las resoluciones judiciales no siempre provienen de los órganos de creación jurídica, el derecho no es en todo caso expresión de

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EDUARDO GARCZA MAYNEZ

la voluntad del soberano. De ser cierto, como piensa Luis, que no hay más 1

normas jurídicas que las creadas o reconocidas por el poder público, sería 1 1

imposible llenar los huecos que presentan los códigos. Sé muy bien que Kelsen niega que tales huecos existan ; pero dudo mucho de que su opinión sea fundada. La afirmación de que la obra del legislador no tiene hiatos sería correcta en la hipótesis de que derecho y ley fuesen lo mismo. Mas si se reflexiona en que sólo se encuentran previstas las situaciones que re- producen el supuesto de una norma, resulta innegable que hay muchos casos no regulados legalmente.

La circunstancia de que un hecho no corresponda a la hipótesis de ningún precepto, en modo alguno significa que no haya norma aplicable. Lo que ocurre es que ésta no ha sido formulada. Suele decirse que cuan- do un caso no ha sido previsto, debe el juez crear una norma nueva. Esta doctrina coloca a quienes la profesan frente a un dilema parecido al que anteriormente confrontamos. Si se pretende que la norma que en el fallo se aplica no existía, habrá que aceptar que la sentencia carece de fundamento o, en el mejor de los casos, que impone retroactivamente la disposición creada por el juzgador; si, por el contrario, decimos que el precepto ya existía, y que el órgano jurisdiccional se limita a explicitarlo, tendremos que probar que además de las normas oficialmente establecidas hay otras, no formuladas por los órganos estatales, pero a las que el juez debe sin embargo ceñirse.

Luis

Esta crítica no pondría a un kelseniano en el menor aprieto, porque, de acuerdo con la tesis de Kelsen, el juez puede sostener que la conducta no prohibida por la ley está implícitamente permitida, lo que en realidad significa que la laguna es aparente.

Rodolfo

El argumento sería plausible si pudiese demostrarse que el legislador no sólo tuvo en cuenta los casos reglamentados por él, sino los que, a' falta de reglamentación expresa, resolvió de modo implícito. Quien conce- da a los legisladores una omnisciencia de la que necesariamente carecen, podrá sin duda identificar el derecho con la ley, y sostener que el ordena- miento jurídico es una totalidad cerrada, sin vacíos de ninguna especie. E n semejante coyuntura, los órganos jurisdiccionales estarían obligados a resolver, de acuerdo con el principio que dice que lo que no está juri-

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dicamente prohibido está jurídicamente permitido, todas las situaciones no expresamente reguladas. Los demás procedimientos de integración que la doctrina admite saldrían sobrando, y la mecánica de la actividad jurisdiccional quedaría reducida a la alternativa de aplicar la norma ex- plícita, o el principio implícito que permite lo no vedado. A pesar de ser éste el corolario de su tesis, no llega Kelsen a tal extremo. Como buen relativista, estima que el juez puede, a su arbitrio, aplicar la norma tácita o, cuando hay regulación expresa, substituir la solución legal por otra nueva, si le parece que aquélla es injusta. Lo dicho equivale a reconocer que los tribunales están facultados para aplicar o dejar de aplicar las normas existentes, puesto que para hacer lo segundo les basta acudir a la "ficción" de que en la ley existe una laguna. La determinación de lo que e11 el caso concreto ha de valer como derecho queda de esta suerte abandonada al criterio de los magistrados, porque a ellos toca resolver si la situación singular de que conocen ha sido o no prevista y, por ende, si debe quedar sujeta al mandato legal o a una norma distinta, a la que habrá que imprimir fuerza retroactiva.

Por otra parte, el aserto de que el juez puede dejar de tomar en cuen- ta el principio lo que no está prohibido está permitido y reemplazar por otra la solución que ofrece el legislador, supone la aceptación de que las normas jurídicas no siempre derivan de las fuentes formales. Cuando el juez hace a un lado, por consideraciones de orden axiolbgico, la norma legislativamente formulada, su sentencia no se basa en la ley, sino en la idea de justicia. Ahora bien: si la disposición que al órgano jurisdiccional le parece justa existía ya, como norma vigente, habremos demostrado que además del derecho explícito hay otro implícito; si declaramos que sólo pudo convertirse en norma en virtud de su aplicación, tendremos en cambio que explicar cómo es posible que los jueces funden sus sentencias en reglas creadas por ellos mismos, a pesar de que el caso ha sido "previs- to" por un legislador omnisciente.

Luis

Lo que ocurre es que la ley delega en el juez la facultad de escoger, entre varios posibles, el método de integración que le parezca más idóneo. Pero sea cual fuere el camino seguido, lo importante es advertir que el simple hecho de que uno de esos procedimientos sea puesto en práctica, determina la inc~rporaci~ón de la norma aplicada al sistema en vigor. In- cluso cuando el magistrado se inspira en consideraciones iusnaturalistas, la circunstancia de que las tome en cuenta convierte en preceptos positivos

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28 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

las exigencias del llamado derecho natural. Lo que acabo.de expresar no invalida la tesis de Kelsen, porque esas exigencias sólo adquieren fuer- za obligatoria si el juez las acoge y hace valer. Antes de ser reconocidas eran simples ideales de justicia; en virtud de su aplicación devienen nor- mas de derecho, no sólo vigentes, sino positivas. La idea de lo justo, el sentimiento de equidad, las prácticas sociales en que se exterioriza o ma- nifiesta la opinio juris, pueden y deben influir en la actividad de los tri- bunales; pero únicamente adquieren validez formal si el magistrado hace de ellas e1 fundamento de sus resoluciones.

Marcelo

Paréceme que Luis ha quedado prendido en los cuernos del dilema que Rodolfo le planteó, porque al dar sus respuestas no ha hecho sino reiterar, dogmáticamente, lo que al principio expuso. Estimo que el ar- gumento de Rodolfo es decisivo, porque si la función jurisdiccional ha de plegarse a normas, resulta imposible sostener que el juez que aplica una costumbre, o los que llamados a colmar una laguna se inspiran en la equi- dad o en la justicia, crean, al dictar sus fallos, las normas en que éstos descansan. La doctrina defendida por Luis desemboca en un subjetivismo 1 zbsoluto, y hace del magistrado una especie de oráculo, todopoderoso e infalible. Entre la tesis que Kodolfo impugna, y la que en los Estados Unidos preconizaron Holmes y Cardozo, no hay en realidad gran distan-

l cia. Pues si el sentido de la obra legislativa depende del parecer de los jueces, la jurisprudencia acaba por convertirse en el arte de predecir lo que en determinadas circunstancias harán los tribunales. Esta especie de impresionismo despoja a la teoría jurídica de su valor científico, y prácticamente tiende a nulificar la obra del legislador, en cuanto supone que los magistrados pueden dejar de plegarse a las normas establecidas, si a su juicio no concuerdan con sus convicciones personales acerca de la justicia. Nada más peligroso que las ideas expuestas por Kelsen, cuando 1 aborda el problema de la interpretación de la ley. Eso de que la fórmula i legal sea un marco en el que caben, como en chistera de prestidigitador, todas las posibilidades hermenéuticas imaginables, me ha parecido siem- I pre un error gravísimo. Si esta postura fuese correcta, tendríamos que renunciar al ideal de un conocimiento jurídico objetivo. Luis insiste en que, a fin de cuentas, alguien tiene que fijar el sentido de los textos legales, lo que en rigor significa que el derecho no está en las leyes, sino en las sentencias de los jueces, puesto que a ellos corresponde interpretar y poner en práctica lo que a su juicio el legislador quiso ordenar. Como

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 29

de acuerdo con la doctrina que examinamos todos los procedimientos in- terpretativos tienen valor idéntico y, por otra parte, su empleo puede lle- var a resultados incompatibles, quien la acepte tendrá que convenir en que el orden jurídico no es un sistema arm'ónico, sino un cúmulo de pres- cripciones desprovistas de significación propia, ya que su sentido y alcance se hace depender de los fallos judiciales. No ignoro que, de hecho, las sentencias de los jueces pueden contradecirse, ni pongo en duda la nece- sidad de que legislativamente se consagre el principio de la res judicata; pero una cosa es que los magistrados sean falibles, y otra muy distinta que se otorgue igual valor a todos sus acuerdos, aun cuando sean contra- dictorios. Hay sentencias bien fundadas y sentencias mal fundadas; sólo que la seguridad jurídica exige que unas y otras se declaren, en ciertas circunstancias, inmodificables.

Lo dicho tiende a demostrar que la misión de los juzgadores no consis- te en formular normas nuevas, sino en aplicar las ya establecidas. Acaso se objete que algunas veces no hay norma aplicable; mas yo creo, de acuerdo con RodoIfo en este punto, que lo que entonces ocurre es que no existe un precepto explícito.

La ley tiene lagunas; en el derecho no puede haberlas. A falta de disposición expresa, el juez está obligado a preguntarse si la solución del caso se halla implícita en los textos, o si, no habiendo norma legal, debe acudir a otras fuentes. Pero la regla que el magistrado aplica ha de ser anterior a la sentencia, porque, de lo contrario, no aplicaría el pre- cepto correspondiente a la situación de que conoce, sino una norma dis- tinta, creada por él mismo, al margen o en contra de la disposición real- mente aplicable.

Cuando el caso se encuentra consuetudinariamente regulado, y el tri- bunal admite la existencia de la costumbre, es evidente que la norma en que funda su sentencia no nace con ésta, porque el fallo judicial no puede crear sus propios fundamentos, sino que debe apoyarse en el derecho en vigor o, para decirlo de modo más preciso, en la norma aplimble, la cual, por referirse al hecho que se juzga, necesariamente le precede en el orden temporal.

Sergio

De los argumentos aducidos contra la tesis de Luis, el último es el más fuerte, y creo que basta para demostrar que los preceptos jurídicos no siempre provienen de los Órganos del Estado. En el caso de la costum- bre, al menos, la experiencia revela que la reunión de la inveterata conswe-

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EDUARDO GARCIA MAYNEZ ¡

tudo y la opinio juris determina el nacimiento de la regla consuetudinaria, sin que haga falta ninguna declaración del poder público. i Cuántos usos creados por los entes autónomos rigen la vida de éstos, aun antes de que los jueces los sancionen, y cuántos' otros del mismo tipo cumplen su fun- ción rectora, sin que a nadie se le ocurra poner en tela de juicio su fuerza imperativa !

Si se acepta que para la constitución de la costumbre basta la concu- rrencia de los dos elementos señalados por la teoría romano-canónica, habrá que admitir, consecuentemente, la posibilidad de que los individuos o los grupos atribuyan carácter jurídico a una práctica opuesta a las nor- mas que el legislador ha promulgado. En tal hipótesis pueden ocurrir dos cosas. O los órganos del poder confieren a la costumbre una virtud de- rogatoria, o solemnemente declaran que contra la observancia de las leyes no puede alegarse desuso, costumbre o práctica en contrario. Cuando el legislador hace una declaración de esta índole, su propósito es asegurar la eficacia de los preceptos de orden público. La regla que prohibe la de- rogación de la ley por la costumbre obedece a las mismas razones que sirven de fundamento a la vieja distinción entre normas taxativas y dispo- sitivas. Si los preceptos legales tienen una pretensión de validez absoluta, sería incongruente que el legislador admitiese la posibilidad de que los particulares dejasen sin efecto sus disposiciones, substituyéndolas por una costumbre de signo contrario. Esta actitud es muy lógica, mas no siempre logra impedir la formación de prácticas contradictoriamente opuestas 'a la ley. La sociedad considera a veces como derecho lo que desde el punto de vista oficial es un uso antijurídico.

Afirma Luis que la costumbre no reconocida sólo es derecho presun- tivamente. Esta idea del derecho presunto me parece un subterfugio. Pues el derecho presunto es derecho o no lo es ; si decimos lo primero, el adje- tivo sale sobrando; si lo segundo, huelga también el substantivo.

Luis

El substantivo lo usa la sociedad, no el Estado, pues para éste no hay más derecho que el creado o reconocido por sus órganos. .

¿ A qué viene la distinción entre creación y reconocimiento, si se atri- buye al segundo eficacia constitutiva?. . .

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 31

Luis

No creo que sea impropio hablar de reconocimiento, porque lo que con tal vocablo quiere expresarse es que ciertas prácticas vividas por la sociedad como derecho, acaban por adquirir realmente tal carácter, cuando el Estado las incorpora, en forma expresa o de un modo tácito, al orde- namiento jurídico vigente.

Sergio

Sólo que el dilema planteado por Rodolfo sigue en pie, porque los jueces no pueden fundar sus resoluciones en hechos, sino en normas.

Luis

De acuerdo; pero es que el fallo en que se aplica una costumbre tam- bién se funda en una norma. La diferencia está en que esa norma sólo es tal a partir del momento en que el juez la reconoce. Si pudiese valer como regla jurídica antes del reconocimiento, tendríamos que admitir la posibilidad de que el derecho surgiese independientemente del Estado, lo que implicaría un pluralismo de las razones de validez.

Sergio

Lo que precisamente pretendemos probar es que la suprema razón de validez del orden jurídico no reside en la voluntad del soberano. La tesis de la estructura escalonada permite entender ~erfectamente la ordenación sistemática de los preceptos legales; mas no tiene igual eficacia cuando tratamos de aplicarla a la costumbre. L a explicación está en que el dere- cho consuetudinario puede producirse al margen de la actividad oficial. Y si es un hecho que suele imponer su reconocimiento a los tribunales, habrá que aceptar que sus normas no derivan, en tales casos, de la voluntad del Estado, sino del sentimiento jurídico de la sociedad toda, o de ciertos grupos de la misma, que en forma independiente crean su propio derecho.

La tesis que refiere la existencia del orden jurídico a la voluntad del soberano es, en mi sentir, una aplicación consecuente de la postura subjetivista al mundo del derecho. A este subjetivismo político, que hace depender de las decisiones de gobernantes y magistrados el sentido y al- cance de cada ordenamiento, debe contraponerse la concepción objetivista, según la cual el derecho está por encima de la voluntad de los órganos

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32 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

del poder público. Sin reservas acepto las objeciones de Marcelo, en lo que atañe a las doctrinas kelsenianas sobre la interpretación de los tex- tos. Si se instituye un poder legislativo, facultado para establecer normas de índole abstracta, el sentido de estas disposiciones no puede quedar su- jeto al arbitrio de sus intérpretes, porque, si así fuera, el derecho dejaría de ser una totalidad sistemática, exenta de contradicciones. El derecho legislado existe independientemente de los jueces, cuya misión estriba en aplicarlo a los casos concretos de la experiencia jurídica. De manera seme- jante, la costumbre surge en la sociedad, e impone su reconocimiento a los tribunales. En este sentido, tanto las normas que el legislador formula, como las oriundas de la costumbre, tienen objetividad frente a los encarga- dos de la función jurisdiccional. Estos podrán llegar, en sus tareas herme- neúticas, a conclusiones incompatibles; mas nunca será posible atribuir el mismo valor a todos sus fallos. La misión de los juzgadores no consiste en descubrir en los textos un gran número de significaciones, sino en des- entrañar la que representa el sentido objetivo de la disposición que se in- terpreta. Conceder a los métodos interpretativos valor idéntico, equivale a abrir la puerta a un subjetivismo desenfrenado, que a la postre convier- te a la teoría jurídica, de acuerdo con la opinión de Holmes, en cosa de profecía. Implántase así una dictadura de los togados, que en muchos aspectos supera los radicalismos y excesos de la Escuela del Derecho Libre.

Quisiera hacer, en torno a lo expuesto por Marcelo, algunas otras consideraciones ; pero creo que antes debemos escuchar la opinión de Oscar, Víctor, Antonio y Eduardo.

Raúl

Como hemos rebasado el límite de tiempo que desde un principio im- pusimos a nuestras discusiones, propongo que esta sesión se dé por con- cluida, y que en la próxima sigamos estudiando el mismo asunto. La ve- nidera podría iniciarse con la crítica -que convendría encomendar a Os- car o a Eduardo- de lo que hasta ahora se ha dicho en torno al problema de las fuentes. Pues en nuestra plática hemos tocado ciertos puntos que a mi modo de ver requieren un examen más atento.

Antonio

Creo que la proposición de Raúl debe aceptarse; pero como Luis no ha tenido ocasión de responder a las Últimas objeciones, es de justicia concederle una vez más el uso de la palabra, a fin de que examine, si lo desea, lo que Sergio ha dicho.

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 33

Luis

Prefiero hacerlo en la próxima junta, después de conocer la opinión de todos los presentes.

Antonio

Siendo así, convendría que levantásemos la sesión de esta noche, pues pronto habrá de despuntar el alba, y no queremos que nos sorprenda el canto de los gallos.

UN MES MAS TARDE, EN CASA DE SERGIO

Marcelo

E n la última de nuestras sesiones tomamos el acuerdo de proseguir en ésta la discusión sobre el problema de las fuentes. Raúl propuso que la junta de hoy se iniciase con una crítica de las ideas expuestas en la anterior; pero como algunos de los presentes no han tenido oportunidad de externar sus puntos de vista, creo que debemos rogarles que lo hagan. Después de escuchar el parecer de Víctor, Oscar y Eduardo, pediremos a Luis que tome la palabra nuevamente, a fin de contestar las objeciones y preguntas que en el curso de esta charla le sean dirigidas.

Vic tor

Antes de fijar mi propia posición, desearía resumir brevemente el resultado de nuestra última plática. A manera de balance podría decirse que el contraste de las opiniones, en torno a lo expuesto por Luis, trajo consigo el que se formaran dos bandos, el de los kelsenianos y el de los antikelsenianos, como cabría llamarlos, dada la índole de la tesis contro- vertida. Tenemos, de un lado, la afirmación de que la fuente Última de validez formal de los preceptos jurídicos es la voluntad del soberano; de otro, el aserto de que el derecho puede gestarse en el seno de la sociedad, aun cuando en su formación no intervengan los órganos del Estado. Las discrepancias se agudizaron en lo que atañe a la esencia de la costumbre, puesto que para algunos ésta puede surgir en la vida social por la simple concurrencia de la inveterata consuetudo y la opinio jztris, sin que haga

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34 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

falta el reconocimiento del poder público ; en tanto que los demás, siguien- cio el dictamen de Luis, declararon indispensable la sanción jurisdiccional o legislativa. De las razones invocadas en pro y en contra, la que Rodolfo adujo me parece extraordinariamente vigorosa. Si los jueces' deben resol- ver jurídicamente las controversias de que conocen, la regla consuetudi- naria en que a falta de ley fundan sus decisiones no puede dejar de conce- birse como derecho vigente, ya que, de lo contrario, la sentencia por ellos dictada carecería de base. Tan fuerte es el argumento, que el propio Luis ha tenido que convenir en que el fallo que aplica la costumbre, también descansa en una norma, si bien ésta sólo existe en virtud del acto aplicador. De otro modo -arguye aquél- tendríamos que aceptar la posibilidad de que el derecho surgiese independientemente del Estado, lo que equivaldría a admitir un pluralismo de las razones de validez. Pero yo me pregunto: jno residirá el error en aferrarse a la actitud monista? . . . La tesis kelse- niana es de una lógica perfecta, mas no explica, ni puede explicar, la creación de normas consuetudinarias al margen de la actividad de los tri- bunales. La experiencia revela que hay normas cuya fuerza de obligar no dimana de la voluntad del soberano, sino de la voluntad social que las integra, las vive y las aplica; y si el juez recurre a ellas para fundar sus sentencias, es porque ya eran derecho, un derecho que no nace en virtud de su aplicación a los casos singulares, sino por la simple coincidencia de los dos atributos que señala la teoría romano-canónica. Incluso cuando el legislador establece una delegación en favor de la costumbre, la circuns- tancia de que lo haga implica el reconocimiento de que las fuentes oficiales de creación jurídica son insuficientes, por lo que precisa admitir la va- lidez de los preceptos que espontáneamente surgen en el trato recíproco de los ciudadanos.

Oscar

Las discrepancias que Víctor ha señalado son muy explicables, y la explicación la ofrece la diversidad esencial de los puntos de que se ha venido partiendo. Una vez más, el choque de los pareceres refleja la hete- rogeneidad de las concepciones últimas acerca de la justicia y el derecho, y nuevamente reclama una determinación rigurosa de las nociones bási- cas y, sobre todo, del concepto universal de lo jurídico. Mientras no llegue- mos a un entendimiento sobre lo que el derecho sea, imposible será coinci- dir en la solución de los grandes problemas de nuestra disciplina, porque los resultados a que el examen de los mismos conduce, necesariamente es- tán determinados por la definición de aquel concepto. Las ideas que Eduar-

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DIALOGO SOBRE L A S F U E N T E S F O R M A L E S D E L DERECHO 35

do ha expuesto en su Último libro l pueden contribuir, en mi opinión, al planteamiento preciso del asunto, lo que naturalmente no impide rechazar algunos de los juicios que en la misma obra emite. Leemos en ésta que la circunstancia de que los autores no hayan conseguido ponerse de acuer- do en relación con el concepto universal de lo jurídico, obedece a que no aluden siempre al mismo objeto, puesto que, mientras algunos hablan de lo que es derecho desde el punto de vista del Estado, otros dan ese nombre a los preceptos que efectivamente regulan la conducta externa de los individuos, y no pocos hacen de la justicia la nota esencial a lo jurídico. Para los primeros, derecho es el conjunto de reglas bilaterales que en determinado lugar y en cierta época, la autoridad política considera obligatorias; para los segundos no hay más derecho que el que efectiva- mente rige la vida de una colectividad en un momento dado, y los Ú1- timos piensan que sólo es jurídica la regulación bilateral justa de las re- laciones interhumanas. Al dar el mismo nombre a estos tres objetos, somos víctimas de un espejismo, porque no se trata de distintas facetas de una misma realidad, sino de objetos disímiles. El error está en creer que la identidad de las denon~inaciones corresponde a la de la cosa designada. La magia creadora o destructora de las palabras ha dejado sus huellas en los caminos de la historia, lo que debiera inducirnos a proceder con cautela, y a no emplear ningún término cuya significación no hayamos fijado previamente. Estoy de acuerdo en que la voz dereclzo se aplica unas veces al conjunto de disposiciones creadas o reconocidas por el poder público; otras, a las que efectivamente rigen la vida de una comunidad en un cierto momento, y no pocas a la regulación bilateral justa de la humana convivencia; mas no creo que ello nos autorice a admitir una especie de dogma de la trinidad jzwidica, según el cual, habiendo tres de- rechos distintos, solo existiría uno verdadero. Y si no admito el perspec- tivismo preconizado por Eduardo, es porque los atributos de validez fornml, validez intrz'nseca y positividad no son incompatibles entre sí, ni corres- ponden a objetos diferentes. Trátase, más bien, de caras diversas de uno solo, como lo revela el hecho de que una regla promulgada por el poder público puede, a la vez, gozar de eficacia y realizar ciertos valores.

Eduardo

Que Oscar me permita interrumpirle, pues lo que acaba de decir no refleja con fidelidad mi pensamiento. El perspectivismo de que hablo en

1 EDUARDO GARCÍA MÁYNEZ, La defitzición del deveclzo. Ensayo de perspec- tivismo jurídico. Editorial Stylo, México, 1948.

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36 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

la citada obra no pretende instituir dogma alguno, ni afirmar la existen- cia de tres derechos distintos. La intención de tal postura es puramente descriptiva. Lo que me propuse fué caracterizar, sin emitir ningún juicio sobre su justificación Última, tres actitudes típicas que a lo largo del tiempo han sido adoptadas por los autores, en su afán de saber qué es el derecho: la del jurista dogmático, la del sociólogo y la del filósofo juris- ta. Para el primero sólo son j~rídicas las reglas de comportamiento que el Estado crea o reconoce; el segundo piensa que no hay más derecho que el realmente vivido, y el Último niega la posibilidad de un derecho injusto. En un caso se subraya la validez formal; en otro, la positividad, y en el tercero el valor objetivo de las diversas normas. Es cierto que los caracteres citados no se excluyen'; pero tampoco se implican recíproca- mente. Y como lo que para el jurista es esencial puede no serlo para el filósofo o el sociólogo, resulta que los objetos definidos desde cada uno de los tres ángulos no son versiones distintas de una sola cosa, sino rea- lidades dispares. Esto no significa que haya tres derechos, sino tres defini- ciones o actitudes típicas en torno a lo jurídico. El problema está en decidir cuál de estas posturas es la que debe adoptarse, ya que de otro modo jamás sabremos si el derecho vale por su justicia, su positividad o su vigencia. Planteada en estos términos, la cuestión consiste en esclare- cer cuál es la fuente última de validez de lo jurídico, y no simplemente en un análisis de los requisitos que de acuerdo con la ley suprema condi- cionan la fuerza obligatoria de cada precepto. Pero este tópico no es ya el de las fuentes formales, sino el de la validez de las distintas normas.

Oscar

Completamente de acuerdo; pero insisto en que elevemos la discusión al plano filosófico, si es que se quiere llegar hasta el fondo del asunto. Resulta muy cómodo decir que no habiendo más derecho que el creado o reconocido por la autoridad política, sólo son fuentes formales las que admite el soberano. Pero eso que suele llamarse validez formal: des real- mente validez?. . . ; Podemos resignarnos a otorgar el nombre de derecho a todo precepto sancionado por el poder público, simplemente porque lo respaldan los aparatos de coerción, la horca y el verdugo?. . .

Llevado al terreno de la axiología, el problema estriba en dilucidar $cuándo una regla de conducta debe ser considerada como norma de dere- cho. Conocemos ya la respuesta de Luis: sólo son jurídicas las creadas o reconocidas por los órganos estatales. De acuerdo con esta opinión. la validez de aquéllas es puramente formal, es decir, proviene de la concu-

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DIALOGO SOBRE L A S FUENTES FORMALES D E L DERECHO 37

rrencia de una serie de requisitos extrínsecos, fijados por ciertas reglas legales y, en último término, por la ley suprema. Poco importa que los preceptos en que tales requisitos concurren consagren una injusticia; pues si han sido elaborados en la forma prescrita por el soberano, serán derecho auténtico, aun cuando los censuremos desde un punto de vista estimativo. Esta posición me parece inadmisible, porque falsea el verdadero sentido del problema de la validez. El hecho de que el legislador me ordene algo, no es razón bastante para fundar mi deber de obediencia, ni siquiera en la hipótesis de que el mandato esté en vigor y reúna los requisitos de forma que la constitución establece. Para que la ley me obligue no basta su vigencia; requiérese además que lo prescrito exprese realmente un deber ser. Los preceptos jurídicos no pueden fundarse en la fuerza del que manda, ni en elementos extrínsecos que nada indican sobre la justi- ficación de lo ordenado. Para que una regla de conducta valga como norma de derecho no es sólo indispensable que tenga estructura bilateral; tam- bién hace falta que dé expresión a un deber en sentido objetivo.

La sumisi'ón voluntaria al orden vigente tampoco demuestra la obliga- toriedad de este último, porque el miedo, la ignorancia, la pereza mental o la inerte rutina son meros hechos, de los que no cabe inferir la natura- leza juridica de un ordenamiento.

Para que una regla de conducta tenga significación normativa es preciso que lo que postula como obligatorio sea realmente valioso. La conexión entre los conceptos de deber y valor es necesaria, como lo han mostrado Max Scheler y Nicolás Hartmann. Carecería de sentido soste- ner que la justicia ha de reinar en el comercio de los hombres, si aquélla nada valiese. Por la misma razón, no puede decirse que lo antivalioso o injusto deba ser. Si toda norma presupone la existencia de un valor, cuya realización exige de un sujeto, imposible será fundar en meros hechos la validez de los preceptos jurídicos.

Pocos autores han insistido tanto como Kelsen en la necesidad de distinguir el mundo del ser y el reino del deber, y nadie ha dicho en forma más tajante que una norma sólo puede derivar de otra, y nunca de un puro hecho.

Oscar

Cierto; mas no hay que olvidar que el jurista autríaco refiere en última instancia la fuerza obligatoria de los preceptos en vigor a una

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38 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

norma fundamental hipotética, cuya validez supone, pero no demuestra. Y como lo que aquélla prescribe es que atribuyamos carácter juridico a las reglas de conducta que tienen su fuente en lo ordenado por los padres de la primera constitución histórica, resulta que la tesis kelseniana da el carácter de deber a lo que simplemente es, y funda el derecho en la fuer- za. La construcción de Kelsen sería correcta en la hipótesis de que lograse demostrarse que la norma fundamental vale de manera intrínseca, y no porque el poder la sostiene.

Eduardo I

Si he entendido bien, la tesis de Oscar desemboca en el aserto de que la fuente suprema de validez del orden jurídico no puede ser formal, sino material u objetiva.

Oscar

Así es; pero ello no implica la negación de las fuentes formales. Lo que pretendo decir es simplemente que las reglas oriundas de tales fuen- tes no son normas porque el Estado les atribuya carácter jurídico, sino porque enuncian deberes, tomada la expresión en el sentido que le da la filosofía de los valores.

Marcelo

Y si una ley exige una iniquidad monstruosa : 2 podremos'considerar- la como regla de derecho?

Oscar

Indudablemente que no, pues no puede ser norma la que lejos de ordenar lo que debe ser, reclama algo indebido.

Eduardo

¿No es ésta la posición de Leibniz?. . . Tenemos ya, frente al posi- tivismo jurídico de Luis, una actitud de pura cepa iusnaturalista, que en lo esencial concuerda con la tesis del autor de la Monadología.

Oscar

No sé hasta qué punto exista la coincidencia de que habla Eduardo; pero quiero declarar, a fin de que no se interprete mal mi pensamiento, que los atributos de validez intrinseca, vigencia y fositividad, no son notas

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 39

privativas de tres objetos heterogéneos, sino atributos que pueden con- currir en un solo imperativo. E n otras palabras: validez, en el prístino sentido del término, es siempre un atributo de orden material; pero nada irnpide que la regla de comportamiento que postula deberes, es decir, el precepto justo, ostente el sello oficial de la vigencia, y sea normalmente cumplido y aplicado. El derecho no es tal porque represente una impo- sición de los detentadores de la fuerza, ni obliga por el hecho de su ob- servancia, sino sólo y en cuanto realiza valores. Kelsen ha logrado una sistematizaci,ón admirable del orden de la ley, mas no ha sabido explicar la esencia universal de lo jurídico. Derecho, ley y costumbre son tres objetos diferentes; pero únicamente el primero representa, en sí y por sí, la expresión de normas genuinas. Convengo en que se diga que el orden vigente es el mandato del soberano, e incluso acepto que la validez de aquél se considere como fonnal en el sentido indicado; pero entonces será preciso que el positivista sea consecuente con las premisas de que parte y no pretenda que lo que llama derecho es realmente la manifestaci'ón de auténticos deberes. El mandato del imperante, por si solo y sin ninguna relación con los valores, nunca puede fundar la validez de lo prescrito. Un precepto que se ajusta a la constitución tiene el atributo de legalidad, pero ello no demuestra que sea valioso, a menos de que, atendiendo a la índole de su contenido y no solamente a la decisión de la autoridad polí- tica, encontremos elementos bastantes para justificar su fuerza obligatoria.

Si la vigencia y la positividad no p«eden fundar la validez de una ley, admítase que el único derecho auténtico es el intrínsecamente válido, es decir, el que realiza ciertos valores: justicia, seguridad, bien común, etc. No es este el momento de examinar cuáles sean esos valores; pero si en obsequio a la brevedad hablamos de la justicia, habremos descubierto una razón de validez indiscutible, capaz de justificar la fuerza obligatoria de todo precepto que regule en forma bilateral la conducta humana.

Resulta, empero, que es lo mismo decir que una regla de conducta debe ser porque vale, que aseverar que debe ser porque debe ser, ya que no sabemos de fijo qué sea la justicia. Y aun admitiendo que poseyésemos una idea general acerca de ella, tampoco nos bastaría, porque el derecho tiene como fin regular la conducta de los individuos, y ésta es siempre algo vivo y concreto, de donde se sigue que lo justo sólo se realiza en la práctica, cuando las normas que lo encarnan efectivamente regulan las relaciones de unos hombres con otros. El que no actúa es un derecho estéril, un simple esquema de actividad valiosa, pero no realización de valores.

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40 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

Eduardo

Creo que Oscar pisa un terreno resbaladizo, porque si la tesis que encierran sus Últimas palabras fuese correcta, sólo podría justificarse el derecho eficaz, y el que simplemente fuese justo, mas no positivo, care- cería de validez.

Oscar

tendría la justicia algún valor, si no se cumpliese en el trato hu- mano ?

Eduardo

La justicia no realizada sigue siendo un ideal, y los ideales valen, aun cuando el hombre no ciña a ellos su conducta. De lo que ahora se trata es de esclarecer si un derecho justo, considerado como expresión de lo que deben ser las relaciones externas de las personas, sólo obliga cuando es positivo. Si afirmamos tal cosa, haremos depender la existen- cia de los valores de su realización práctica; si negamos que así sea, habrá entonces que admitir que el derecho justo vale por su justicia, y no por su facticidad, aun cuando la Última tenga también valor, de acuerdo con los famosos axiomas de Brentano. Como la realización de un valor posi- tivo es un valor positivo, y lo valioso debe ser, todo derecho justo ha de convertirse en ordenación eficaz de nuestra conducta. Lo que no podemos sostener es que antes de su realización sea positivo, o negarle carácter jurídico por el hecho de que, al realizarse, deje de ser un conjunto de exigencias puramente ideales.

Luis

Las discrepancias que en nuestra plática han venido surgiendo son consecuencia inevitable de la indebida confusión de una serie de puntos de vista. Cuando se habla de derecho vigente, derecho positivo y derecho justo, y se añade que estas denominaciones corresponden a objetos disí- miles, olvídase que sólo hay un derecho, vigente y positivo a la vez, y que las notas de obligatoriedad formal, facticidad y valor intrínseco, no tienen igual importancia, ni intervienen todas como elementos en la definición universal de lo jurídico. Lo que Oscar llama derecho justo no es derecho, en el sentido propio del vocablo, sino el giro de que nos servimos para

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expresar lo que en nuestro concepto debiera tener tal carácter. De manera parecida, el derecho vivido de que habla Ehrlich, o el socid o espontáneo que preconiza Gurvitch, tampoco son derecho, sino expresiones empleadas para designar lo que la sociedad quisiera que llegase a convertirse en or- denación jurídica vigente.

De las tres notas que Eduardo examina en su obra, sólo una es esen- cial y determinante. Quiero referirme a la de vigencia, Única que permite concebir el mundo jurídica como totalidad armónica. Yo prefiero hablar de zmpositividad inexorable, porque estas palabras enuncian mejor que cuales- quiera otras lo que es privativo de ese objeto de conocimiento que llama- mos derecho, a saber: la posibilidad de que sus normas sean coactivamente impuestas. Como el citado atributo corresponde exclusivamente a los pre- ceptos bilaterales que en forma directa o indirecta pueden referirse a la voluntad del Estado, resulta que de las tres notas de que se ha venido tratando sólo una es necesaria, en tanto que las otras dos son contingen- tes. Las disposiciones que encuentran en la ley fundamental su razón de validez son derecho, porque valen como voluntad del soberano y pueden ser aplicadas a los casos concretos de la experiencia jurídica, por medio de la fuerza si es preciso.

El sentido esencial de aquéllas consiste en fijar los límites recíprocos y las conexiones necesarias entre el obrar de varios sujetos, por lo que su cumplimiento no puede quedar abandonado al arbitrio de los particulares. E n cuanto organización de relaciones externas entre los miembros de la comunidad, en aquellos aspectos en que el comportamiento de unos es indispensable para la satisfacción de los intereses de los otros, su obser- vancia no puede depender de la voluntad imprevisible y caprichosa de los sujetos obligados.

Cuando se habla de normatividad, con frecuencia se olvida que ésta puede ser de dos especies: formal o unaterial. La primera aparece en los preceptos elaborados por el hombre bajo forma imperativa; la segunda es propia de los que estatuyen un deber ideal o absoluto. La de un regla- mento de tránsito, por ejemplo, es formal puramente; la de los principios supremos de la justicia es en cambio de orden material. Los preceptos del derecho son normativos en el primer sentido, porque no constituyen la expresión de un valor puro, sino el instrumento de que los hombres se sirven para dar vida, en determinada circunstancia histórica, a valores cuya consecución no siempre se logra. Estos preceptos no obligan por su justicia intrínseca, sino por su vigencia, es decir, porque en ellos se ma- nifiesta la voluntad del poder público. Lo jurídico es un conjunto de obras

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42 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

y esfuerzos humanos en los que late el anhelo de realizar ciertos fines (justicia, seguridad, bien común, etc.) Pero las esencias de valor que constituyen su paradigma no deben ser identificadas con la organización jurídica positiva. Esta no se confunde con los ideales a que tiende, como no se confunden la estrella polar y la ruta del navegante. De la esencia del derecho es la intenciótz de justicia, no su cabal cumplimiento. Por elío es que aquél puede ser injusto, sin dejar de ser derecho.

Eduardo

Al oír las argumentaciones de Luis me he preguntado varias veces si el planteamiento kelseniano del problema que discutimos no supone una mutilación previa. Pues si a priori declaramos que no hay más derecho que el creado o reconocido por los órganos estatales, resultará imposible, al hablar de las fuentes de creación jurídica, aceptar que ciertos procesos no regulados oficialmente puedan culminar en el establecimiento de nor- mas nuevas, aun cuando los destinatarios de tales disposiciones estén con- vencidos de su fuerza obligatoria.

La tesis de Kelsen aparece ante nosotros como una construcción de aristas claras y firmes, y ofrece un aspecto de extraordinaria solidez. Quien pretenda refutarla habrá de convenir en que su punto débil no está en la trabazón conceptual que la sostiene, pues ésta responde a las exigen- cias de un método rigurosamente científico. Luis ha puesto en claro las conexiones de la citada tesis con la de la pirámide jurídica, haciendo ver cómo la clave de nuestro problema reside precisamente en esta teoria. Si nos preguntamos cuáles son los requerimientos metódicos que el juris- ta austríaco tuvo en cuenta al relacionar las dos doctrinas, sin esfuerzo descubriremos que ambas se basan en el principium contradictionis, cuyo equivalente jurídico ha sido analizado por Kelsen en varias de sus obras. Si el orden jurídico ha de concebirse como un conjunto de preceptos je- rárquicamente estructurados, la ordenación y sistematización de tales pre- ceptos tendrá que hallarse presidida por el susodicho principio. Este deberá también servir de base a la teoría de las fuentes, porque las normas que de las mismas proceden sólo constituyen una totalidad armónica si vemos en ellas la expresión de una voluntad unitaria.

Para atribuir carácter jurídico a una regla de conducta es indispensable comprobar que proviene de una fuente legítima o, mejor dicho, que reúne las condiciones señaladas por cierto criterio de validez. Este consiste en examinar si las nuevas disposiciones satisfacen o no las exigencias que, de acuerdo con otras del mismo ordenamiento, 'condicionan su fuerza

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DIALOGO S O B R E L A S F U E N T E S FORMALES D E L DERECHO 43

obligatoria. Como la vigencia de una ley o una costumbre depende de que en su elaboración se hayan observado ciertas reglas, resulta que la obliga- toriedad de la costumbre o de la ley no simplemente supone la reunión de determinados requisitos, sino la validez de las citadas reglas, lo mismo que la del criterio que en las últimas se manifiesta. Las pautas de que nos servimos son normas reguladoras de los procedimientos de creación de otras normas, por lo que el problema de las fuentes nos lleva en derechura al de la última razón de validez de lo jurídico.

Si el derecho ha de ser concebido como una totalidad coherente, nada podrá objetarse a la tesis que predica la unidad del criterio de validez o, lo que es lo mismo, la unidad de la norma básica. Las dificultades co- mienzan cuando se advierte que, de acuerdo con la tesis de Kelsen, la determinación de la ley fundamental no puede hacerse en forma científica. La mejor demostración de este aserto nos la ofrece el jefe de la Escuela Austríaca, cuando declara que no disponemos de criterios objetivos para elegir entre la primacía del orden internacional y la del derecho nacional. Esto equivale a sostener que la elección del citado criterio está sujeta a consideraciones subjetivas y cambiantes, en vez de hallarse condicionada por principios de orden teórico. Quien acepte que las dos hipótesis poseen el mismo valor, tendrá que admitir que la índole y el número de las fuen- tes formales dependen en cada caso de cuál sea la hipótesis elegida. La doctrina kelseniana es un esquema hueco, y en el fondo se reduce a sos- tener que la elección del criterio último de validez es indiferente.

Conviene percatarse, además, de que en realidad no se trata de dos hipótesis, sino de una sola o, mejor dicho, de una exigencia Única de la lógica jurídica. Pues lo que en cada caso se afirma es que la norma de la cual derivan todas las restantes es la fundamental del sistema, y con- diciona su unidad. Las relaciones de subordinación en que las demás se hallan frente a la que constituye su fundamento es siempre idéntica, ya sea que se adopte la hipótesis de la superioridad del derecho nacional o se sostenga que el otro orden es de mayor jerarquía. El esquema de que hemos venido hablando permanece inalterado, aun cuando en un caso se haga de la constitución del orden nacional la suprema norma y en otros se predique la subordinacibn de Este al derecho de gentes. El problema de la elección de la norma básica queda así al margen del puramente lógi- co. Ahora bien: la cuestión esencial es precisamente la que estriba en descubrir el criterio supremo de validez normativa. Cierto que esta cues- tión no pertenece ya al orden de la lógica, mas no por ello deja de ser un problema del jurista. El interrogante planteado por la necesidad de ele-

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44 EDUARDO GARCIA MAYNEZ

gir entre las dos hipótesis tiene importancia extraordinaria, porque de lo que en el fondo se trata es de saber si el Estado se encuentra o m sujeto a un orden jurídico heterónomo, es decir, a un complejo de normas cuya existencia no depende de la voluntad del propio Estado. En esta pregunta se refleja la eterna antítesis entre el ideal de autonomía y la necesaria heteronomía de toda norma auténtica. Si las aplicaciones del principio que dice que la norma en que otras encuentran su rwón de vac lidez es la funúamental y, por ende, la más alta, tuviesen todas igual valor, habría que colocar en el mismo plano la teoria del primado del derecho de gentes y el anarquismo solipsista de un Stirner, ya que éste también pregona su propia soberanía, y hace de su voluntad la suprema ley, en cuanto supedita a ella el "reconocimiento" o "desconocimiento" de cual- quiera exigencia ajena.

Luis

Antes de referirme a las observaciones que Eduardo acaba de formu- lar, permítaseme que proteste contra la identificación que de mi propia doctrina y el pensamiento de Kelsen se' ha venido haciendo. Hay mucho de kelseniano en mi; mas no creo que las ideas que reiteradamente he expuesto, tanto en nuestras conversaciones, como en libros y artículos, sobre el problema de las fuentes, sean un simple resumen de las que en torno al mismo defiende el jurista vienés. Yo he partido de la teoria de la impositividad inexorable; pero ésta es muy anterior a Kelsen, y otros juristas modernos profundizaron más que él en el citado tema. En lo que respecta a las fuentes formales, la. obra del maestro austríaco es la de mayor rango, ya que le debemos las ideas de sistema y jerarquía; pero en lo que toca a la noción de coercitividad parécenme más brillantes los desarrollos delstammler y Del Vecchio.

Los atributos de bilateralidad, heteronomia, exterioridad, etc., que di- versos autores reputan esenciales, son, en mi concepto, consecuencias de la nota de impositividad inexorable; por ello he sostenido que Únicamen- te tienen carácter jurídico las normas que ostentan ese atributo, es decir, las que, por emanar de los órganos legislativos o haber sido reconocidas por los judiciales, valen como expresión de la voluntad del soberano y pueden, por ende, ser coactivamente impuestas.

Volviendo a lo expuesto por Eduardo, el aserto de que la teoria de la norma básica es un esquema vacío, no constituye, a mi juicio, un reparo contra la tesis de Kelsen, sino una interpretación, que el jurista austríaco aceptaría como correcta, d d pensamiento kelseniano. La koda de la pirá-

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DIALOGO SOBRE LAS FUENTES FORMALES DEL DERECHO 45

mide jurídica no es, ni pretende ser, el relato histórico de la gestación de los preceptos legales, ni es tampoco una radioscopia sociológica. Cons- tituye simplemente un método para crear orden en la abigarrada turba- multa de los preceptos del derecho. Si Kelsen no da un criterio para ele- gir entre los dos primados, ello se debe a que éstos son para él esquemas de orden lógico, mediante cuyo empleo podemos concebir de manera orgá- nica un determinado material jurídico.

Tratándose del derecho nacional, el jefe de la Escuela Vienesa exige un minimo de facticidad. Una ley puede hallarse en vigor y no ser cum- plida, pero en el caso de todo un sistema de derecho, la vigencia encuén- trase condicionada por el fenómeno de la eficacia. A pesar de que Kelsen dice que el citado fenómeno es conditio .sine qua non de la validez, al hablar del derecho internacional parece olvidar su teoría, ya que sostiene que la elección entre la hipótesis del primado del derecho nacional y la del otro primado, sólo puede hacerse a la luz de consideraciones históri- cas, religiosas, estéticas o políticas.

Ya en mis primeros escritos polémicas en torno a la obra de Kelsen llamé la atención sobre esta deficiencia, y sostuve que en el fondo no se trata de elegir entre dos o más hipótesis, o entre varias normas fundamen- tales, sino entre la aceptación de una; ley suprema en la que se exteriorizan ciertos hechos del poder social predomhante, y el repudio de esa norma.

Eduardo

Uno es el problema del reconocimiento de la validez de un orden jurí- dico por nuestra conciencia estimativa, y otro diverso el de la elección entre los dos primados.

Luis

A lo que voy es a esto: en la tesis de Kelsen encontramos elementos suficientes para hacer la elección, a pesar de que él parece no advertirlo. Si en lo que atañe al orden nacional se afirma que sólo puede considerarse vigente el normalmente cumplido y aplicado, no veo por qué el criterio de efectividad no ha de aplicarse al otro orden.

Raúl

Opino que Luis está en lo justo, y que la elección entre las dos hi- pótesis no ofrece dificultad ninguna. Suprema sólo es en cada Estado la

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l 46 EDUARDO GARCZA MAYNEZ

constitución del mismo, y el derecho internacional Únicamente vale para él en el grado y medida en que el constituyente lo dispone. La elección entre la primacía de uno u otro de los dos derechos no podrá considerarse como problemática mientras las leyes fundamentales de los diversos países establezcan las condiciones de validez de los tratados, porque ello im- plica la subordinación del derecho de gentes al orden jurídico de cada potencia. La cuestión que tanto preocupa a Kelsen encuéntrase resuelta I

de manera inequívoca en el artículo 133 de nuestra Carta Magna, y nada tiene que ver con las convicciones políticas, éticas o religiosas de los aboga- dos y los jueces. Aun cuando el citado precepto no existiese, bastaría el más somero examen de lo que en el mundo pasa, para percatarse de que el derecho internacional sólo vive y puede vivir cuando es reconocido por las organizaciones estatales . . .

Luis

Lo que en el fondo equivale a sostener que el jurista está constreñido por una resultante de hecho, que convierte en falso problema la cuestión planteada por Kelsen. La Organización de las Naciones Unidas ofrece la mejor prueba de que los Estados que la forman siguen siendo sobera- nos, y en modo alguno aceptan la existencia de un orden internacional como sistema autárquico. Debemos admitir, en consecuencia, que el teó- rico del derecho no tiene libertad para escoger entre las dos hipótesis. El Estado no se halla por debajo, sino por encima del orden internacio- nal, y así será mientras no exista un poder coactivo supraordinado a la comunidad de las naciones. Semejante situación repugna a quienes, como yo, detestamos el veneno infame de los nacionalismos; pero aun cuando el estado actual del mundo nos produzca náuseas, estamos obligados a tener en cuenta el saldo que arrojan los hechos, y a reconocer que inde- pendientemente de que el jurista se incline por una u otra de las dos hipótesis, la realidad le indica que sólo es viable la del primado del orden nacional. '

Eduardo

Creo que Luis ha puesto al desnudo el punto vulnerable de la doc- trina kelseniana. Si decimos que el jurista está constreñido por una re- sultante de hecho, y que el orden vigente sólo es tal cuando tiene eficacia, lo que en el fondo hacemos es fundar en un dato empírico la fuerza obliga- toria de todo derecho.

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El papel que la norma fundamental hipotética desempeña en la teoria jurídica pura ha sido comparado al que en la filosofía kantiana corres- ponde a las categorías. Así como éstas condicionan la posibilidad del cono- cimiento científico de la naturaleza, aquélla haría posible el conocimiento científico del derecho. Semejante paralelismo sólo estaría justificado si pudiese demostrarse que la norma fundamental hipotética es realmente un supuesto a p~i.rz' del conocimiento jurídico.

No deja de ser extraño que Kelsen enuncie su norma básica en la forma gramatical del imperativo categórico, a pesar de que en todo mo- mento insiste en que el fundamento Último de validez del derecho es hipo- tético. Siempre he creído que una formulación hipotética de la citada norma pondría demasiado al descubierto el error metodológico que con- siste en hacer depender la validez de un orden jurídico de su normal eficacia. Si la positividad de un ordenamiento es condicionante de su vali- dez, la norma fundamental hipotética no podrá expresarse correctamente en el molde verbal que corresponde al imperativo categórico. En lugar de sostener que debe hacerse lo prescrito por el individuo o individuos que establecieron la primera Constitución, habría que decir: si la expe- riencia revela que el orden instituido por el primer constituyente es eficaz, ese orden debe considerarse como juhdico. Pero como la comprobación de la eficacia de un sistema de derecho no puede hacerse a prz'ori, queda demostrado que el empleo de la teoría de la norma fundamental sólo es posible a posteriori. Resulta entonces que para aplicar ese principio que Kelsen presenta como categoría apriorística de la ciencia del derecho, pri- meramente es necesario comprobar si el orden que se pretende conocer es cumplido y aplicado. Esto equivale a sostener que sólo es jurídico el que goza de eficacia. El que carezca de ella no merecerá el nombre de dere- cho. De este modo, Kelsen hace depender de un simple hecho la validez de los ordenamientos positivos.

Privado de toda relación con la idea de justicia (considerada como criterio valorador de los sistemas vigentes), el derecho histórico no tie- ne en la obra de Kelsen ninguna significación trascendente. Si los valores jurídicos se niegan -o, lo que es igual- si se degradan hasta el punto de hacer de ellos una simple proyección de determinados intereses, no es fácil entender por qué se insiste en concebir el derecho positivo como un conjunto de normas. Por definición, toda norma es la expresión de un deber ser. Pero sólo tiene sentido decir que algo debe ser, cuando lo que se postula como debido es valioso. Una teoría que niega la objetividad de los valores no puede, sin contradecirse, atribuir carácter normativo a

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un sistema de reglas de conducta y, si lo hace, no le queda otro remedio que privar al concepto de norma de su sentido originario, para hacer de los juicios normativos una simple relación irnputativa, en la cual la atri- bución de la consecuencia al hecho condicionante no significa que tal con- secuencia represente la justa solución del caso, pues de antemano se ha dicho que el deber que la regla expresa es sólo una forma de enlace, aplica- ble a cualquier materia. La única actitud congruente con la tesis que Kelsen adopta, consistiría en sostener que dentro de toda ordenación eficaz de la conducta, las reglas que la integran son consideradas (por el poder que garantiza la eficacia del sistema) como expresión de deberes, y ello, no porque tales reglas sean siempre normas (en el sentido filosó- fico del término), sino porque hay que sostener que lo son, incluso cuan- do, lejos de ordenar lo que objetivamente debe ser, consagran una iniqui- dad o un desatino. De lo contrario, el orden positivo no podría considerarse como un conjunto de normas y, por tanto, resultaría imposible justificar su pretensión de validez. Para justificarla, o dar la impresión de que tal cosa se ha hecho, es necesario substituir el criterio material por otro pura- mente formal, y referir la existencia de cada uno de los preceptos del sis. tema a la norma básica en que aquéllos encuentran su fundamento. Pero como relativamente a la primera Constitución histórica el problema vuelve a presentarse, es 'indispensable -ya que no se acepta la objetividad de lo valioso-, suponer simplemente que esa primera Constitución es válida, con lo que implícitamente se admite que toda la construcción anterior ca- rece de base. Claro es que se podría prescindir de la doctrina de la norma hipotética, y sostener sin ambages el principio de efectividad. Pero esto tampoco puede hacerse, cuando se parte del dualismo del ser y del deber. La afirmación de que el derecho es un conjunto de normas acaba por conducir, a quien sostiene tal cosa, a la paralela afirmación de un princi- pio superior, de una base o fundamento último de validez, a los que ya no puede atribuirse carácter positivo. Esto es lo que le ha ocurrido a Kelsen, y lo que necesariamente tenía que sucederle, dado el punto de partida de sus investigaciones. Defender de manera consecuente el monismo jurí- dico positivista, cuando se empieza por establecer una separación rigurosa entre el orden del ser y el reino de lo normativo, es tan imposible como lograr que las paralelas se toquen en un punto, o acaben por fundirse en una sola línea.

Por eso es que el jurista austríaco ha tenido que buscar el fundamen- to no posl'tivo de la validez del derecho, y admitir un "mínimo" de meta- física. Al propio tiempo, se ha visto obligado a caer en el iusnaturalismo,

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DIALOGO SOBRE L A S FUENTES FORMALES DEL DERECHO 49

aun cuando se trate, como él dice, de un iusnaturalismo lógico trascenden- tal, al que sólo correspondería, de acuerdo con la teoría jurídica pura, una significación epistemológica.

Creo haber demostrado que este iusnaturalismo, que en opinión del famoso jurista no tiene más objeto que hacer posible el conocimiento cien- tífico del derecho, sin tratar de justificar nada, en realidad constituye un ensayo de justificación de todo orden eficaz, por el mero hecho de su eficacia.

El dualismo entre ser y deber ser, realidad y valor, mundo sensible y mundo inteligible, fenómeno y esencia, acaba siempre por imponerse a quienes pretenden superarlo, sobre todo cuando se trata, como en el caso de Kelsen, de pensadores auténticos.

Aristóteles, crítico del platonismo, coronó su sistema con la noción del acto puro, forma de formas o primer motor inmóvil, en quien concu- rren todos los atributos de la idea. Y Kelsen, crítico del derecho natural, refiere la validez de todo ordenamiento positivo a la norma fundamental hipotética, primer motor inmóvil del proceso de creación jurídica, norma pura en la que todas las demás descansan, y sobre la cual no existe ninguna 'otra de rango superior. Pero esa norma fundamental, sólo aplicable a los ordenamientos dotados de eficacia, no es en el fondo otra cosa que un ingenioso expediente con el que se quiere justificar, por el simple hecho de ser eficaz, todo derecho positivo, sin tener en cuenta la justicia o in- justicia de los preceptos que lo integran. El propio Kelsen lo ha reconoci- do así, al declarar que detrás del derecho positivo no pueden encontrarse ni la verdad absoluta de una metafísica, ni la absoluta justicia de un dere- cho natural. "Quien levanta el velo y abre bien los ojos, descubre la ca- beza de Gorgona del poder."

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