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El crimen de Gádor y la tuberculosis Carlos Maza Gómez

El crimen de Gádor y la tuberculosis - Elejandria

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El crimen de Gádor

y la tuberculosis

Carlos Maza Gómez

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© Carlos Maza Gómez, 2011Todos los derechos reservados.

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Índice

Introducción ………………………………………… 5Los niños del Canal ………………………………… 9Sospechosos con coartada ………………………….. 17Tomás Badosa Comala ……………………………... 25La sangre como remedio …………………………… 37La tuberculosis en el siglo XIX …………………….. 45Higiene y alimentación ……………………………... 51Remedios milagrosos ……………………………….. 59La tuberculina ………………………………………. 67Gádor, 1910 ………………………………………… 79El secuestro …………………………………………. 85El sacrificio …………………………………………. 93El juicio …………………………………………….. 103Repercusiones y final ………………………………. 115Málaga, 1913 ……………………………………….. 123Capellades, 1926 ……………………………………. 133Sospechas y registros ……………………………….. 139La pista de la sangre ………………………………... 145Dos mendigos ………………………………………. 151

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Introducción

A finales del siglo XIX la tuberculosis era laenfermedad infecciosa más frecuente y la que mayormortalidad ocasionaba de entre todas las infecciosas. En unmundo médico que empezaba a enfrentarse a los malescausados por gérmenes patógenos microscópicos, queiniciaba procedimientos novedosos como las vacunas dePasteur, aún no había una solución definitiva a la tisis.

Desde mediados de ese siglo el único tratamientocon ciertas garantías de mejora se basaba en los métodoshigienistas: buena alimentación, descanso y estancias ensanatorios, preferentemente de montaña pero tambiénmarítimos. Naturalmente, estos centros estaban reservados ala clase más alta económicamente y no a los trabajadoresque se hacinaban en puestos de trabajo mal aireados,chabolas humildes llenas de suciedad, con una alimentacióndeficiente. A finales de siglo empezaba a quedar claro queésta era también una enfermedad social, puesto que afectabaen mayor grado a las capas más desfavorecidas de lasociedad.

Frente a ella no había cura convincente. Algunosmédicos, incluso, ignoraban su contagiosidad y permitíanque esas familias pobres, con tuberculosos entre susmiembros, conviviesen diariamente extendiendo laenfermedad entre ellos.

Así las cosas, el descubrimiento del agente patógenopor Robert Koch en 1882 aumentó la esperanza de una fácilcura de la enfermedad a través de un suero o una vacuna que

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lo permitieran. No fue así. Se registraron varios intentos,como el de la tuberculina del propio Koch o la tulasa deBehring, que no fueron concluyentes.

Ante el temor y la desorientación, los pobresrecurrían en ocasiones a sortilegios, talismanes, oraciones ytodo aquello que les aportara una esperanza de mejora. Enesa visión mágica teñida de superstición e ignorancia teníanun papel fundamental los curanderos, más frecuentes en elmundo rural, donde la atención médica era escasa y malpreparada. De entre las recetas de estos personajes para lacuración de la tuberculosis sobresalía una: beber sangreinfantil.

Este libro repasa con detalle algunos de los casosmás sobresalientes de una serie de crímenes que seregistraron durante esos años teniendo a niños comovíctimas. El hecho de serlo y el salvajismo con que eranefectuados esos asesinatos, cobran en Gádor (Almería) sumás claro ejemplo, el más conocido y seguido por todos losperiódicos nacionales. Fue el caso del que se conocieronmayores detalles y fueron estos, fruto de la ignorancia y lacrueldad, los que le dieron la terrible fama que cobró deinmediato.

Tanto en este crimen, llevado a cabo en 1910, comoen otros de similar factura (los niños del Canal, 1884, o el deCapellades, 1926), e incluso un cuarto (Málaga, 1913)donde se aprecia el clima de la época en torno a estosasesinatos, se ha seguido su desarrollo cronológico a travésde la prensa. Sobre las conclusiones a sacar sobre estaépoca, sobre el análisis de la misma, ha primado la

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narración, tratar de hacer llegar al lector el desarrollo de loshechos, desde el terrible descubrimiento inicial a suconclusión cuando la había, pasando por todo el conjunto desospechas existentes.

Pero, finalmente, del examen de los casos, delconocimiento sobre la difícil investigación en torno a latuberculosis, sobresalen el temor y la ignorancia de unpueblo, sobre todo en sus capas rurales y más pobres, elmiedo a la muerte que tiene su mejor expresión en uno delos criminales de Gádor: “¡Antes soy yo que Dios!”, antes lavida y la curación que cualquier mandato divino, antes lamuerte de un niño inocente que la mía propia.

Todos estos crímenes fueron, probablemente, porencargo. Por ambición, codicia de dinero, se mataba de lamanera más cruel, también se delataba a otros. Estoscrímenes son también un reflejo de la maldad humana,capaz de sacrificar la inocencia por un beneficio material,sea dinero o salud. La sociedad más instruida asistía entre elasombro y el espanto a casos como estos, clamando por unaeducación que terminara con la ignorancia, donde hubieraun mayor número de escuelas y se desterrase la incultura deun mundo que presumía de ser cada vez más ilustrado. Aúnse tardaría muchos años en alcanzar esos objetivos dando elvalor a la vida infantil del que por entonces carecía.

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Los niños del Canal

La desgraciada historia de dos niños comienza unlunes, el 17 de marzo de 1884. Por entonces la calle Zurita,hoy en pleno barrio madrileño de Lavapiés, no dejaba de serun arrabal con casas mal construidas donde se hacinaban enocasiones familias enteras de jornaleros venidos desdediversos lugares de la Península.

El domingo por la tarde uno de ellos, JoaquínRamírez, venido de Andalucía, notó que se quedaba sintabaco. Por ello le dijo a su hijo pequeño, Julián, que fuera apor él dándole para el recado una peseta y algunos céntimos.

Pasaron las horas y el chico no volvía. La madreempezó a inquietarse porque se hacía de noche, llegaba lahora de cenar y aquel galopín seguía sin llegar. Por eso instóal marido y al hijo mayor, de veintidós años, a que salieran abuscarle. Nadie le había visto, los vecinos nada sabían.

Desde su domicilio en la calle Zurita número 3,Joaquín Ramírez y su hijo extendieron el radio de subúsqueda mientras pasaban las horas. ¿Se habría quedado encasa de algún amigo? Por entonces los niños campaban a susanchas por los barrios de Madrid, recorrían las calles,jugaban en los muchos descampados existentes, semontaban en cualquier carro que les permitiera recorrerunos cuantos kilómetros. Las madres estaban losuficientemente ocupadas viviendo y limpiando susreducidos espacios de convivencia familiar o charlando conlas vecinas al hacer cualquier compra, que no podíancontrolar dónde iban sus hijos ni qué hacían. No era, pues,

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demasiado extraño, que los niños se fueran con cualquieramigo y se escaparan durante algunos días. No es que fueralo habitual, pero nadie se extrañaba si así pasaba.

El lunes siguieron buscando por la mañana. Alguienles dijo que lo habían visto la noche del domingo, que estabacon otro chico mayor, ambos escuchando una murgacantada en plena calle. No, no sabían quién era el otro chico.

El mismo domingo por la tarde José Gómez Cobos,un niño de doce años, salió también de su casa para hacerotro recado. Vivía más lejos, en lo que hoy es el distrito deArganzuela, dentro del barrio de las Peñuelas. He podidoencontrar una foto de aquel tiempo. En ella se aprecia unadisposición desordenada de casas que más cabría calificar dechabolas. Al fondo se ven las columnas de humo que seescapaban de las fábricas que había en aquella zona, aunqueya por entonces se aceleraba el proceso dedesindustrialización de los barrios madrileños.

En la foto apenas se pueden observar unas familiasque miran hacia el fotógrafo. Visten de una forma humildepero digna, con sus sayales y sus alpargatas, se agrupanpreguntándose quizá quién es el que les mira a ellos, que noson nadie, para hacerles una fotografía, algo tandesconocido entonces. Entre las casas hay cuerdas con ropatendida. Toda la imagen muestra una pobreza de medios,una construcción sin orden de chabolas donde alojarse todaesa primera oleada de inmigración que recibía la Cortemadrileña y que no haría sino crecer a lo largo de los años.

Allí vivían unos jornaleros que venían de unpequeño pueblo de Valencia. Al llegar la tarde del domingo

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la madre, falta de pan suficiente, le dijo a su chico de doceaños, José Gómez, que fuera a por más. También le dio unapeseta para el recado. Pasaron las horas, llegó el díasiguiente, y la inquietud que se vivía en la no muy lejanacalle Zurita se repetía aquí.

Los periódicos de la época, para el gusto actual, sonterriblemente escuetos. Cuando la noticia que reflejan vienede provincias los datos que pueden obtenerse se encierran enun telegrama que la redacción recibió en su momento,apenas cuatro o cinco líneas donde se comunica un hechoque se agrupa, junto a otros muchos, sin apenas orden niconcierto, bajo el epígrafe de “Provincias”. Cabría esperarque si el hecho narrado sucediera en Madrid la informaciónhabría de ser mayor y es cierto, pero no demasiado.

Si se examinan los periódicos de distinta época sepuede apreciar que, desde principios del siglo XX, losmedios técnicos para confeccionar los diarios progresanmucho, el número de páginas llega a aumentar e inclusoempiezan los primeros intentos de huecograbado. Además,los reporteros, como se titulan entonces los periodistas,cambian de actitud: ya no reciben simplemente la noticia delos medios oficiales y la transmiten sin más, sino que van aentrevistar a los implicados, indagan por su cuenta y hastallegan a viajar en busca de la noticia haciendoespeculaciones que, en ocasiones, molestan a las autoridadespero que otras veces llegan a revelar datos que dichasautoridades se ven obligadas a tomar en serio.

Pero en 1884 ese hecho apenas se apunta. Más tardeveremos una entrevista realizada en la Cárcel Modelo con

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uno de los principales sospechosos de lo que ahora vamos acontar, pero apenas es una labor incipiente.

Por ello ignoramos quién y cómo encontró loscadáveres de dos niños a primera hora del lunes 17 demarzo. La escena del crimen era un dato sin importancia, nosólo para los periódicos, sino también para la policía. No seregistraban apenas las huellas de calzado, papeles o restosdejados allí, no se impedía que los curiosos acudieran enmasa al lugar para indagar, buscar por su cuenta algorelevante.

El caso es que a las nueve de la mañana se presentóuna denuncia en el Juzgado de Guardia del distrito de laInclusa, al que pertenecía la calle Zurita. En ella se hacíaconstar que se habían encontrado dos cuerpos infantiles enmedio del charco fangoso de un viejo canal de riego. Tal vezfuera un resto antiguo, como es probable, o perteneciera aalgún canal derivado del de Isabel II, inaugurado treintaaños antes en San Bernardo, a no mucha distancia de allí.

Nadie describe el lugar con detalle, pero sí se hablade los dos cadáveres tirados entre el agua fangosa. Un lugarterrible para morir. Con su descubrimiento, posiblementepor algún vecino que iba a trabajar, comenzaba el caso quelos diarios titularían: “Los niños del Canal”.

El desconcierto inicial por este hecho se fue poco apoco aclarando. Como ambas familias habían terminado porser informadas y reconocer a sus hijos, como se constatóque no se conocían, se supuso que los chicos eran víctimascasuales e incluso que habían sido muertos por manodiferente. El juez encargado puso cierto orden y los médicos

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que realizaron la autopsia aclararon más las circunstanciasdel doble crimen.

Los niños habían sido vistos juntos escuchandoaquella murga callejera a últimas horas del domingo, demanera que, aunque las familias no se conocieran, ellosparece que sí. Como en todo tiempo, no era extraño que enese ambiente de libertad y falta de control, las pandillas deniños se formaran con cierta aleatoriedad en torno a unmismo juego. Éste parecía el caso.

Los médicos describieron finalmente las heridasencontradas en ellos, completamente semejantes. Lo quehabía causado el horror en los que descubrieron loscadáveres es que mostraban unas profundas heridas en lagarganta hasta el punto de que la cabeza la tuvieran casiseparada del cuerpo. Se supo entonces en el Juzgado que lasheridas habían sido hechas probablemente con una navajabarbera o un cuchillo, y discurrían desde la oreja hasta lagarganta. Naturalmente, el degollamiento había seccionadola arteria carótida entre otros vasos sanguíneos, produciendouna gran hemorragia y la muerte casi instantánea.

Pero ¿qué motivo habría para un crimen tanhorrendo? Los periódicos no parecían emitir unas hipótesiscreíbles. Se habló de la posibilidad de un robo, pero eldinero que llevaban se les encontró entre las ropas, demanera que no podía ser. Incluso se mencionó la posibilidadde una venganza entre adultos que habría pasado por hacerde los hijos sus víctimas, pero de lo declarado por sus padresno se deducía tal cosa.

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Ningún diario menciona la explicación que debiócorrer entre los barrios donde vivían los chicos: se les habíamatado para robar su sangre con destino a alguna cura.Incluso alguno insinuaría que en la Casa Real había un rey,Alfonso XII, muy enfermo de tuberculosis. De hechomoriría de dicha enfermedad al año siguiente.

Nadie se hubiera atrevido públicamente a insinuar talcosa en aquel tiempo. De hecho, el examen del historialmédico del rey excluye cualquier intento en ese sentido,pero los rumores del pueblo, aquellos con que los pobresexplican muchas de sus desgracias acusando de las mismasa los poderosos, debían estar en marcha.

“¿Quién será el infame corazón de fiera, quearrebató la existencia a las desgraciadascriaturas? Hasta ahora, a pesar de las pesquisasde la policía, no ha caído en poder de la justiciaese miserable, para cuyo castigo, me parece, porcierto, bien poco el garrote vil. ¿Habrá sido unavenganza? … No, no puede ser; no se concibeser tan cobarde y abyecto que vengue agraviosde hombres en inocentes niños. ¿Habrá sido undemente el asesino? …El público se preocupa mucho de este crimen, yespera con ansiedad la captura del culpable. Lasmadres no pueden estar tranquilas mientras elmatador de esos pobres niños no esté sujeto,cargado de hierro, hierro en los pies, en las

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manos y en la garganta…” (La Dinastía,1.4.1884, p. 2022).

Lo que afirma este periódico barcelonés permiteimaginar el miedo y la angustia de las madres en aquellosbarrios populosos y pobres. Las casas, muchas vecesauténticas chabolas donde vivían una, dos o más familias,no disponían apenas de espacio para que la numerosa prole,sin obligación por entonces de acudir a colegios, pudieraestar. De manera que los niños campaban a sus anchas yahora las madres se movían entre la necesidad de verlos enlas calles y, al tiempo, de no perderlos de vista o saberdónde se encontraban.

Muchos años después, con ocasión de ladesaparición de unas niñas en la calle Hilarión Eslava (temaque traté en uno de mis libros) recordaba el miedo que habíacausado en mi abuela este hecho, cómo se empeñaba encontrolar dónde y con quién estaba mi madre, por entoncesde pocos años. En las casas, en las calles, se debía escucharel grito de las madres llamando a sus hijos y cómo estos seobligaban a decir con quién estaban y con quién iban y adónde. Mi madre aún recordaba de mayor los comentariosque se transmitían entre los propios niños de conversacionesy consejos de sus padres: que venía el hombre del saco, elsacamantecas, que una niña había desaparecido en la Casade Campo para alimentar la necesidad de sangre infantil deun enfermo de la Casa Real.

Todo ello no viene apenas reflejado en los periódicosde esta época, nadie se hubiera atrevido siquiera a

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insinuarlo, pero el caso es que el motivo de este crimenpermanecería latente en comentarios no reflejados, enrumores descartados. ¿Por qué unas heridas tan terribles ylocalizadas en aquella zona de donde manaba tanta sangre?Muchos años después se hablaría claramente de motivoscomo los que aquí ya hemos mencionado: la larga tradiciónde los tratamientos con sangre infantil para el remedio de latuberculosis.

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Sospechosos con coartada

El 25 de marzo ya se había cumplido una semana deldescubrimiento de los cadáveres. Aquella madrugada, a las4 de la mañana, un oficial del Juzgado irrumpió en la casade R.Ll., de 26 años, casado, para llevárselo hasta elJuzgado. Es de imaginar el natural sobresalto de estemuchacho y de su esposa, el desconcierto consiguiente y laalarma cuando supieran que se le acusaba de ser el asesinode los niños del Canal.

Todo había surgido de un modo casual. Una hermanade José Cobos recorría el barrio de las Peñuelas preguntandopor su hermano. Fueron unos muchachos los que le dijeron,en grupo, que lo habían visto junto a otro niño escuchandouna murga en aquel mismo barrio. Incluso dieron másprecisiones. Al parecer, un hombre se les había acercadoofreciéndoles dos reales si le llevaban hasta una calle quedesconocía. Los muchachos aceptaron y se fueron con él.Ésa fue la última vez que les vieron con vida. ¿Quién era esehombre? La hermana escuchó señas algo confusas pero,entre otras cosas, le dijeron que lo conocían por ser unparagüero ambulante.

Cuando la policía lo supo, el cuadro parecía encajar:los dos niños se conocían, se fueron con aquel sujeto que lesdio muerte por motivos desconocidos y con la misma arma,un cuchillo afilado, una navaja o similar. El problema es quelos intentos de dar con aquellos confidentes fueron inútiles,parecía que se los había tragado la tierra.

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El hecho no es casual. La colaboración ciudadanacon la policía se mantuvo en cotas muy bajas durantemuchos años. En aquellos tiempos, con unas fuerzas deseguridad no profesionalizadas, integradas por elementos sinpreparación alguna, no se disponía de pruebas objetivas paracondenar a nadie. Bastaba, como hemos dichoanteriormente, con una confesión para dar el caso porcerrado. Eso sí, los medios para obtenerla no podían sercomo antiguamente y se confiaba más en las acusaciones deotros o en el propio nerviosismo del criminal, incapaz demantener sus mentiras mucho tiempo.

Es por eso que la actitud habitual de la policíajudicial consistía en meter entre rejas a cualquiersospechoso. De esta forma, pasando los días encerrado, esapersona se “ablandaba” y, con tal de obtener su libertad, eracapaz de decir cualquier cosa que en otras condicioneshubiera ocultado. Con estos métodos tan drásticos no eraextraño que muchos inocentes pasaran semanas y meses enprisión. Eso lo sabía el pueblo que prefería, como aquellafamosa portera de la calle Fuencarral, conocida por elcrimen sucedido en ella aquellos años, que afirmaba nosaber nada en absoluto de lo que pasaba en la vecindad.

De manera que aquellos chicos, que habían confiadosus observaciones a la hermana de uno de los suyos,cruelmente asesinado, debían permanecer ocultos ante labúsqueda de la policía para que declarasen. Pero los datoseran sabidos: se buscaba a un paragüero ambulante y R.Ll.lo era. Cuando se le detuvo se le encontraron encima doscuchillas de afeitar encajadas en mangos de madera, a la

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manera de formones. Él adujo que aquello eran utensilios desu oficio, que era un honrado trabajador y nada tenía que vercon el crimen de los niños del Canal. Por si acaso el juez,señor Fonseca, decidió incomunicarle en prisión pero, sinmayores datos, tuvo que ponerlo en libertad dos díasdespués, al comprobar la coartada del detenido.

Desde entonces, los periódicos reflejan una y otravez, en espacios cada vez más reducidos, la detención dealgunos sospechosos de los que ni siquiera se da su nombreni su dirección. Pocos días después estaban en la calle.

Debían ser vecinos de aquel barrio de las Peñuelas ode la calle Zurita, gente que vivía cerca del lugar del crimen,y que se mostraba algo remisa a la hora de dar explicacionesde dónde habían estado en la noche del domingo o quéhabían visto por el barrio en aquellas horas. Tal es el caso dela última detención efectuada el 17 de abril, un mes despuésdel suceso, en la persona de una vecina de la zona. Dos díasmás tarde, de nuevo en la calle tras mostrar una mejorcolaboración con el juez.

“Sigue envuelto en el mayor misterio el terribleasesinato perpetrado en la ribera del Canal. Lasdiligencias practicadas hasta ahora no han dadoel fruto deseado: las prisiones hechas han tenidoque deshacerse a las pocas horas, pues losdetenidos han probado hasta la saciedad suinocencia.Esto ha sucedido con la mujer presa antes deayer y con su amante, que también fue detenido.

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Interrogados por el juzgado, declararon quehabían estado en el sitio del suceso aquellatarde, que habían ido a divertirse, y presentarony probaron con testigos que a la hora en quefaltaron los pequeños de sus respectivas casas,ellos estaban en otro sitio distinto, así comotambién dieron detalles de lo que en las horas enque pudo cometerse el crimen hicieron; detallesque suficientemente comprobados por eljuzgado han servido para ponerles en libertad.Con estos son ya lo menos seis los que han sidodetenidos, y ni una chispa de luz han dado sobreeste misterioso asunto” (El Globo, 19.4.1884, p.3).

De manera que todo se iba deshaciendo entre unaausencia de pistas, una falta de declaraciones y testigosfiables. El juez se sentía impotente ante la alarma ciudadanay la sospecha de que este crimen no se iba a resolver, unamuestra más de la creencia popular en la ineficacia policial,lo que ahondaba más si cabe la desconfianza hacia lasautoridades. Se habían tomado 38 declaraciones, 6 personashabían sido detenidas y no se estaba más cerca de lasolución que antes.

Entra en escena ahora uno de los medios de que sevalía el pueblo para dar información a la policía. Puesto quelas declaraciones personales comportaban molestias sincuento y hasta un posible encarcelamiento, lo mejor era

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informar a través de anónimos. En efecto, uno se recibió aprincipios de abril en el Juzgado:

“Deseoso de ayudar al juzgado en la prontaadministración de justicia, debo manifestar aV.S. que a la puesta del sol del día 16 de marzoúltimo, y en ocasión de ir yo a la Casa Blanca, vien la pradera, cuyo croquis acompaño, a seis osiete muchachos que estaban ocupándose encoger la planta conocida vulgarmente bajo elnombre de matacandiles. Dichos muchachosfueron reprendidos por el guarda de aquel sitio,cuyo sujeto es fácil que pueda dar algunos másulteriores detalles, puesto que yo me alejé enseguida de aquel sitio” (La República, 3.4.1884,p. 3).

Una explicación tan prolija (croquis incluido) y tanbien escrita, revelando su autor ser sujeto de algunaeducación, no tuvo refrendo en la realidad. El guarda de lazona afirmó ante el juez no saber de qué hablaba dichoanónimo, negando todos los extremos en él contenidos. Sepuede pensar que dar con el autor del mismo, que ademástenía la consideración de mencionar su destino aquella tarde,no debía ser tan difícil, pero no se hizo. La indagaciónquedó sin realizar y la pista se esfumó, como tantas otras.Uno da en pensar cuántos crímenes y sucesos violentospodían quedar impunes a poco que el criminal tomara unpoco de cuidado en borrar su rastro.

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Algunos periódicos, sobre todo los de raíz liberal,critican frecuentemente el estado de cosas que crímenescomo éste demuestran: la indefensión de los ciudadanos anteunos hechos violentos que no son prevenidos por lasociedad ni castigados por las instituciones policiales.

Se habla de males profundos de aquella sociedad dela Restauración, problemas a los que con el tiempo sólo seles daría una solución parcial en algunos casos. Así, esfrecuente observar en los comentarios la referencia a laignorancia y falta de educación de los criminales. Sesostiene que la educación, en un tiempo en que no eraobligatoria, previene el mal en los individuos, controla losapetitos desordenados y el recurso a la violencia.Independientemente de que se pueda estar o no de acuerdocon este diagnóstico, es cierto que el sistema educativoespañol era de una gran limitación para los niños pobres,como estos infelices protagonistas del crimen. Si algunollegaba a saber leer y escribir ya era algo excepcional.

Admitiendo que muchos de estos niños podíanterminar en la delincuencia de bajo nivel, su eventualinternamiento en la cárcel, ya jóvenes, les abocaba a unacarrera de robos y crímenes. Cuando salían tras redimir supena era imposible encontrar un trabajo honrado, susantecedentes les privaban de cualquier salida a su situaciónque no consistiera en reincidir en el mundo de ladelincuencia, cuyos trucos habían seguido aprendiendo en laconvivencia con otros presos. Recuérdese a este respectocómo hasta hace medio siglo, en España se exigía un

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certificado de penales para muchos trabajos o incluso pararealizar viajes.

En tercer lugar, los periódicos coinciden en señalarla ausencia de una policía eficaz y preparada, tal comocomentamos antes. En relación a este tema, es interesanteobservar las denuncias regulares, aunque no muy frecuentes,del hecho de que la policía servía a intereses políticos antesque a la seguridad ciudadana.

“Diariamente, y en esta recrudescencia criminalque se nota de algunos días a esta parte, secometen delitos que quedan impunes, pormalhechores que no son habidos, como si lasautoridades estuvieran ocupadas en otra cosaajena a su instituto…Pero aquí, donde todo lo absorbe la política, losintereses materiales, que son los verdaderosintereses del país, representan muy poco”(Crónica hispano-americana, 1.4.1884, p. 15).

Pero la denuncia puede hacerse de manera másconcreta:

“Otra causa de criminalidad es la falta absolutade policía judicial. Necesita este cargo, más queotro alguno, la práctica incesante por espacio delargos años, pues ella sola puede dar tactoexquisito y vista perspicaz para descubrir alcriminal y no confundirlo con el inocente. Pero

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desde el instante en que, considerada la policíacomo un mero instrumento político, se le dedicaa escuchar en los cafés las conversaciones de losadversarios del Gobierno y se varía el personal acada cambio de ministerio, es de todo puntoimposible que alcance la perfección que halogrado en otras naciones” (El Día, 24.3.1884, p.1).

Este crimen y la impunidad en que se desenvolvió enlas primeras averiguaciones policiales, es un ejemplo más deesta ineficacia que el pueblo consideraba indubitable, unamuestra de algunos de los males de una incipienteRestauración borbónica.

Al cumplirse dos años del crimen del Canal, uno delos padres escribió una carta a los periódicos recordandodicho aniversario y el hecho de que nada se había podidodesentrañar del misterio inicial. “La República” denostabanuevamente de la ausencia de una policía en condiciones deresolver el crimen, al tiempo que reprochaba a un partido(los fusionistas), que tanto habían criticado al Gobierno conocasión de este crimen cuando estaban en la oposición, y en1886, en alianza con el gobierno de turno, nada cambiaban.

Lo cierto es que se carecía de todo tipo de pistasfiables y, aún más, de esperanzas de encontrarlas. Pero derepente en 1890, seis años después del suceso, se reactivóinesperadamente el caso gracias al último recurso: lasdenuncias y los supuestos remordimientos del culpable.

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Tomás Badosa Comala

El 4 de mayo de 1890 el Capitán General de Cubarecibía la carta de un soldado, una denuncia según leinformaría su secretario tras examinar el contenido. Tal vezle informara asimismo de que el denunciante, FructuosoHeras, ya lo había sido de otro compañero implicado en unasituación delictiva por la que había sido condenado alconsiderarse probados los hechos. En suma, el soldadoHeras era un soplón, pero parecía que fiable en susdenuncias.

Evidentemente, tal actividad no le debía suponer unabuena fama en su batallón ni una convivencia agradable consus compañeros de cuartel, pero le hacía ganar puntos antelas autoridades al objeto de conseguir el ansiado traslado ala Península, algo comprendido por todos.

El Capitán General previó complicaciones al leer ladenuncia, las jurisdicciones militar y civil entrarían enconflicto y había que tratar la cuestión con tacto. Eranecesario mostrar una colaboración con la justicia ordinariaen primer lugar, ya que los hechos denunciados podíaninteresar a la esfera civil.

Por ello mandó un escrito a Madrid donde inquiríasobre ellos, preguntando si se había registrado entre los añosde 1884 y 1885 algún suceso que hubiera implicado lamuerte de dos niños. El capitán debía saber de sobra que sí,pero ganaba tiempo para dirimir en la propia Cuba sobre laculpabilidad del cabo segunda denunciado por Fructuoso.

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De manera que debió llamar a ambos, el denunciantey el denunciado, cabo Tomás Badosa Comala, del batallónde Cazadores de Ultramar. Era necesario saber qué había deverdad en la denuncia presentada, porque el asunto se podíaponer serio con Madrid.

Hubo dos interpretaciones sobre los hechos quehabían originado el escrito de Fructuoso. Como luego sedemostraría (aunque inicialmente lo negara Tomás Badosa),ambos se llevaban bien y solían verse en las oficinas dondetrabajaba el cabo o en la cantina. Un mes antes de ladenuncia tuvo lugar una conversación entre ellos. No sesabe si como una conversación casual o no, pero el caboBadosa recordó el nunca olvidado crimen del Canalafirmando que él era un mal hombre y que aquello le pesabasobre su conciencia.

Según la denuncia, ante preguntas de Fructuoso, sucompañero había explicado que por aquel entonces estabaen el regimiento de San Fernando, sito en Aranjuez, peroque él tenía una asociación con gente “de vida azarosa”, enunión de los cuales había cometido el asesinato de aquellosdos niños. Desde entonces, afirmó, ese hecho le pesabasobre su conciencia.

¿Pudo ser el efecto del vino? ¿Tal vez simplementedeseara impresionar a su compañero de armas trazando unperfil de hombre que había corrido mucho mundo, decidido,capaz de todo? En ningún momento declaró ante Fructuosoel motivo de aquel asesinato, la conversación debiódirimirse en apenas unas frases y nada más, pero el soldado

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la archivó en su memoria para emplearla en el momento quele hiciera falta.

¿Por qué esperó un mes para efectuar la denuncia?En primer lugar, ya sabía que las denuncias le granjeabanuna desconfianza por parte de todos pero se favorecían porla autoridad. Por otro lado, se rumoreó que entre amboshabía surgido una pendencia, una discusión de algún tipo, demanera que Fructuoso finalmente interpuso la denuncia alobjeto de vengarse de su compañero. Lo que no cabe es laversión que llegó a darse de un Tomás Badosa abrumadopor la culpa y pidiendo por favor a Fructuoso que informaradel hecho a las autoridades, porque él no se atrevía.

El Capitán General mandó llamar a Badosa, para queéste se explicara. El cabo lo negó todo, afirmando que el díade aquel crimen, el 16 de marzo de 1884, domingo, éldormía en el cuartel de su regimiento en Aranjuez, comopodría probarse fácilmente. El capitán lo dio por buenoexculpándole de la denuncia, pero debió suponer lo quesucedería a continuación: el Juzgado del Oeste de Madrid,competente ahora en aquel crimen, reclamaba la presenciade Tomás Badosa para ser interrogado y, eventualmente,culpado del delito.

El 13 de octubre de aquel año de 1890, seis largosmeses después de la denuncia, llegó a Santander el vaporcorreo “Ciudad de Santander” desde Cuba. Según afirmaronlos diarios de la época, pocos sabían en la ciudad cántabraque llegaba en él el supuesto asesino de los niños del Canal.Cuando se supo, un grupo de personas se agolparon en elmuelle para ver bajar a un decaído soldado rodeado por

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otros cuatro y un cabo, que habían de custodiarle hasta elcuartel de San Felipe.

Los asistentes comentaron que Tomás Badosa, apesar de su evidente desánimo mezclado con el cansanciodel largo viaje, no tenía aspecto repulsivo, sino más bien locontrario, ya que resultaba un tipo agradable. De algo menosde treinta años, barba recortada en punta, moreno, dababuena impresión.

Permaneció custodiado aquella noche en el cuartel, yal día siguiente embarcó en el tren que le llevaría hastaMadrid, lugar donde ingresaría en la prisión militar a laespera de ser interrogado.

A lo largo de los siguientes días el juez iríadesentrañando la vida de aquel soldado, sus falsedades y loshechos bien comprobados. Como incluso algún periódicollegó a entrevistarle en prisión, se pudo contar con su propiaversión sobre los sucesos principales de su vida.

Tomás Badosa Comala nació en Cartagenaaproximadamente hacia 1862. Contaba entonces conveintiocho años. El nombre que le dieron en la pila debautismo fue el de Jorge San Leandro Expósito. Él afirmaríaque se enteró del hecho de ser adoptado cuando teníadieciocho años y servía en un comercio de su ciudad natal,pero esto es cuestionable puesto que conocía su verdaderonombre (Jorge San Leandro) aunque dándole el apellidoBañón, el de su padre adoptivo José Bañón, muerto decólera en 1885. Es posible, no obstante, que el apellidoExpósito, que se daba a todo niño abandonado, le fuerarevelado entonces.

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En cualquier caso, el año de 1880 fue crucial en suvida porque, a resultas de ese descubrimiento según él,ingresó en el ejército. A partir de ahí y hasta su estancia enel regimiento de San Fernando en 1884, a que hemos hechoreferencia, el prisionero se enredó en unas explicacionesconfusas rozando lo inverosímil, como no podía por menosque notar el juez que le interrogaba.

Ante los periodistas el detenido se exculpa deprácticamente todo, declarando incluso que un desconocidole “regaló” todos los papeles (partida de bautismo, etc.) deun tal Tomás Badosa Comala, y que él adoptó esapersonalidad en su afán de volver al ejército. Pero esto esmuy poco creíble en el mundo madrileño de la época y enlas capas sociales donde se movía Jorge Bañón.

Parece ser que ingresó efectivamente en el ejércitoen Cartagena como voluntario. Por entonces y durantevarios años más actuaría con su verdadero nombre deadopción. Aunque aparecieron noticias en algunosperiódicos sobre una supuesta deserción, lo cierto es queseguía en el regimiento de San Fernando en 1884. Eso noexcluía su “asociación con gentes de vida azarosa” en susfrecuentes viajes a la capital al objeto de divertirse y entraren algún negocio provechoso.

Sí parecía ser cierto que el día del crimen durmió ensu cuartel de Aranjuez pero tampoco el juez pudocomprobar este hecho, sino contentarse con la comunicaciónmilitar pertinente. Podría haber firmado otro compañero porél aquella noche, pudieron pasar distintas cosas que el juezera incapaz de comprobar por sí mismo.

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El caso es que el 1 de mayo de 1884, mes y mediodespués del crimen del Canal, Jorge Bañón pide pasar a lareserva y marcha, liberado de las obligaciones militares, a suCartagena natal, bien lejos de los hechos. Allí se contratacomo escribiente temporero en el Ayuntamiento de laciudad, puesto en el que durará dos años. ¿Se habría alejadode las pesquisas entonces existentes en torno al crimen?¿Deseaba estar lejos dejando enfriar el caso? Son preguntasque podría haberse hecho el juez del distrito Oeste.

En 1887, tres años después de aquella noche fatídicapara dos niños, Jorge Bañón vuelve a Madrid en busca defortuna, tal vez con el deseo de seguir en contacto conaquellos a los que llamaba “gente de vida azarosa”. Alperiodista que le preguntaba quiso dar la impresión de quedurante ese tiempo lo había pasado malviviendo en diversosoficios, como el de guardamuelles del ferrocarril deAndalucía, durmiendo en refugios, comiendo lo que podíaconseguir. En ese contexto mencionaba un encuentro con ungeneroso compañero que le había entregado todos lospapeles necesarios para cambiar de personalidad.

Uno puede preguntarse para qué quería realizardicho cambio pero entonces, entre gente de mal vivir, no erainusual. Ya con los nuevos papeles y llamándose TomásBadosa, se puso en contacto con una empresa que trabajabapara el ejército de Cuba, hacia donde embarcó con el gradode cabo aquel mismo año de 1887. Eso era todo.

Es indudable que el nuevo cabo Badosa tenía algo dequé culparse en Madrid. Su asunción de una nuevapersonalidad, por la que sería más tarde castigado

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militarmente, su partida hacia un ejército lejano y pocodeseado, cuando él mismo había pedido supuestamentepasar a la reserva tres años antes, parecen conformar esecuadro del que huye. Si necesitaba cambiar de nombre paraingresar de nuevo en el ejército ¿no sería que el paso a lareserva de 1884 no fue voluntario? ¿De qué podrían haberleculpado?

El juez civil se tropezaba insistentemente con lasautoridades del ejército, que no admitían intromisión alguna.Habían cumplido con la legalidad informando de ladenuncia, admitían al juez en la prisión militar dondepermanecía el sospechoso, pero nada más. Las sucesivaspeticiones para que volviera a España para ser interrogadoFructuoso Heras tropezaban con una actitud obstruccionistacontinua. Los periódicos pasaron meses esperando que elsoldado acusador se presentara en Madrid. No fue posible.

Mientras tanto, Tomás Badosa se aferraba a sucoartada de que dormía aquella noche en Aranjuez, que nosabía por qué su compañero le había denunciado sobreafirmaciones falsas y que todo era incierto. El juez tampocopodía ir más allá de esta coartada, que así presentada parecíamuy sólida, y el caso parecía ser uno más de los que nollevaban a ninguna parte. Y entonces el juez instructorrecibió una inesperada carta desde la cárcel de Ceuta.

Un tal Joaquín Pasalodos García afirmaba en ella queTomás Badosa o Jorge Bañón era completamente inocentede los cargos que se le imputaban. Él sabía el nombre de losculpables y podía revelarlos. El capitán general encargadodel caso (dejando a un lado la jurisdicción civil) mandó un

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exhorto al comandante militar de la plaza de Ceuta para queconfirmara que el citado Pasalodos cumplía condena allí y lehiciera declarar sobre el caso.

En efecto, el preso se ratificó ante el comandante enque sabía cuáles eran los verdaderos culpables citando,concretamente, a dos: Ana López Fernández, apodada “laPuntillera”, de 48 años, domiciliada en la calle Amaniel, yPedro Martínez Cuesta, de incierto domicilio.

La expectación del público, algo aletargada ya conBadosa, creció al punto. Cuando se detuvo por primera vez ala Puntillera el día 13 de diciembre se supo que en la fechadel crimen vivía en la calle de Santa Isabel, esquina conZurita, donde tenía su casa uno de los niños asesinados. Sela culpaba, según las declaraciones del preso ceutí, de haberllevado a los niños hasta el lugar donde posteriormenteserían asesinados.

Aunque eso entrara en contradicción con lasprimeras declaraciones (los niños se habían idoacompañando a un hombre), el pueblo madrileño empezó arumorear que la Puntillera era una mujer de mal vivir(cierto), que recibía en su casa a otros como ella, gente de lapeor ralea (cierto) y que era conocida de Tomás Badosa(algo que se reveló falso).

El día 15 se conseguía detener en los billares del caféOriental a Pedro Martínez, acusado de haber colaborado enel crimen del Canal. Empezaron los interrogatorios, lascontradicciones puesto que los acusados, además de negarlotodo, deseaban presentarse como almas inocentes y los

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hechos no cuadraban con su mal vivir. Pero no había rastrode indicios que les incriminaran en el crimen.

Mientras tanto, el juez militar ya sabía que JoaquínPasalodos purgaba una cadena perpetua en el penal de Ceutay que pedía insistentemente ser trasladado a Madrid. Ésteera un recurso frecuente entre los penados para hacer unviaje gratuito, cambiar de aires o, en este caso, tratar quizáde escapar durante el traslado a la Península.

Mientras tanto Pasalodos, desesperado, prometíanuevas revelaciones de importancia si era traslado a Madrid.El chantaje era tan evidente, la falta de culpabilidad de losdetenidos en la Corte tan palpable, que el caso se fuemuriendo de nuevo entre falta de pruebas.

No sería la única vez que esto sucediera, unfenómeno que se puede encontrar en numerosos delitosirresueltos de la época. Por venganza, por sacar algunaventaja, por recibir atención y mejor trato, no era raro queaparecieran denuncias que se revelaban prontamente sinconsistencia alguna. Eso sucedió de nuevo en agosto decinco años después, en 1895.

“La Época” del 9 de agosto de aquel año relataba unafantástica historia urdida por otro condenado a cárcel porrobo y asesinato, Manuel Rubio y Bañón. Según manifestóante el juez que le interrogó repetidas veces, él tenía unaamante que se llamaba Jacinta López. Pues bien, ellapromovía sus celos al visitar a dos hombres con muchafrecuencia: al querido de su madre y al padre de una amigasuya, Petra Pérez. Al entrar en sospecha de que Jacinta leestaba engañando con ellos o mantenía relaciones a cambio

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de dinero, se lo recriminó de forma airada una y otra vezhasta que ella le hizo una inesperada confesión.

A esos hombres los conocía porque había colaboradocon ellos en el crimen del Canal. La trama, no obstante, eramás compleja de lo hasta ahí revelado. Resulta que eldestinatario de las vísceras de los niños había sido un jefedel ejército de Filipinas, que vino a Madrid expresamentepara obtener el beneficio del encargo criminal que habíahecho. Pero dicho encargo lo realizó a través de unexconcejal del Ayuntamiento madrileño, que le puso encontacto con los mencionados criminales.

Jacinta, muy teatralmente, le había mostrado unpañuelo que conservaba y en el cual había llevadopersonalmente las “mantecas” de los niños hasta un palaciode la calle Arenal donde esperaba ansiosamente el militar.El periódico no mencionaba la evidente contradicción deldenunciante, puesto que no eran las vísceras de los niños lasque podrían haberse extraído ya que los cadáveres nomostraban tal cosa, sino un corte que bien podría haberservido para extraerles la sangre, pero nada más.

A pesar de todo el juez se tomó el trabajo de registrarla casa de Jacinta López, que para entonces había escapado,sin encontrar ningún pañuelo que respondiese a las señalesdel denunciante. La fantástica historia, que más que hechoscriminales revelaba la imaginación del preso, fue cayendoen el descrédito prontamente.

Porque era sangre lo que podrían haber buscado loscriminales, sangre que curara alguna afección como latuberculosis. Resulta llamativa la coincidencia en 1890,

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cuando se discute en los periódicos sobre la posibleculpabilidad de Tomás Badosa que, junto a la noticia delcrimen del Canal, no es extraño reflejar las ardientesdiscusiones entre médicos sobre el remedio presentado porRobert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis, paraesta enfermedad: la que hoy conocemos como tuberculina.

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La sangre como remedio

En el mismo año de la edición de esta obra haaparecido otra, bien interesante y documentada, de SalvadorGarcía Jiménez (“Vampirismo ibérico”, Ed. Melusina).Aunque las descripciones de los crímenes realizados sonbreves sí contienen los principales datos y algunasreferencias de interés, que muestran un buen trabajo de base.

En relación a los niños del Canal trae a colación dosextractos periodísticos, a cual más interesante. El primero esun comentario donde se entrevén los rumores entoncesexistentes sobre la motivación del doble crimen:

“Hace años aparecieron asesinados en la praderadel Canal dos pobres niños; en sus cadáveres seadvirtieron mutilaciones horribles de unaimpudicia bestial; el vulgo, impresionado por locruento del crimen, dio rienda suelta a suimaginación y llegó a hablarse hasta debebedores de sangre y de vampiros” (LaIlustración, Barcelona, 26.10.1890, p. 2).

Por entonces se reavivaba el interés por el caso trasla detención de Tomás Badosa. Estaba demasiado cerca lamuerte del rey Alfonso XII y en plena regencia de su esposano era dable añadir nada más. Sin embargo, en 1910 habíapasado más de un cuarto de siglo desde aquel suceso y aúnse recordaban, en una crítica política, las calumnias que eraposible verter en ese campo:

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“Nada digamos de la creencia de que aquí losMinistros son hombres que sólo van aenriquecerse; de que el dinero nacional es todopara beneficio de unos cuantos; de que Palaciose lleva, sin que lo sepa nadie, gran parte denuestro peculio… Pero ¿no hay quien piensatodavía que se mató a los niños del Canal paraque bebiera su sangre un rey enfermo?” (El AñoPolítico, 1910, p. 174).

Obsérvese que, pasado tanto tiempo, aún persistíaese rumor que culpaba a la Casa real de organizar crímenesinfantiles para que Alfonso XII sanara de su tuberculosis.Como dijimos en el capítulo anterior, el mismo comentariolo escuché a mi madre recordándolo en los años veinte delpasado siglo. Era, pues, un temor generalizado entre lasclases pobres que, cuando alguien de la aristocracia osimplemente de un status superior, sufría la llamada “pesteblanca”, la vida de los chiquillos corría peligro.

Que este temor tenía fundamento parece fuera deduda, no tanto en la Casa real española, como en otrasemparentadas con ella. Tal sucedía con la francesa y susBorbones, que reinaron hasta finales del siglo XVIII.Precisamente, estas referencias históricas las sacó a la luz elperiódico “El Motín” en 1911, a cuenta de los horrores queprodujo en el público el crimen de Gádor.

Cercano al anarquismo y, desde luego, muy afecto alo republicano, este periódico hizo frente a las afirmaciones

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de algunos diarios, en el sentido de achacar el terriblecrimen cometido en la localidad almeriense a los ataquescontra el catolicismo que propugnaban los republicanos dela época. Por el contrario, venía a afirmar, eran católicos losasesinos y, tratando de las posibles críticas políticas a larealeza por parte de los republicanos, bien podían traerse acolación las afirmaciones sobre cuán afecta fue en su tiempola nobleza francesa a esas prácticas de beber sangre infantil.

En efecto, aunque el valor de la sangre comoprincipio vital es algo que se encuentra en narraciones muyantiguas, en su destino como sanación lo hace en primerlugar a través de las crónicas del rey Luis XI, muerto en1483. Robert Gaguin, autor de una de ellas, menciona que elrey, envejecido y débil por la enfermedad, seguía lasrecomendaciones de su médico bebiendo sangre infantil.Entrando en detalles, afirmaba que la sangre preferida era lade muchachos sanos que no fueran pelirrojos, si bientambién se obtenía excepcionalmente de adultos. Ni estosremedios ni las presiones de la casa real para que le visitaraSan Francisco de Paula en su lecho de dolor, impidieron lamuerte del rey.

Que los médicos de la Casa Borbón en Francia seinclinaban por las propiedades curativas de la sangre, parecebien fundado. En el siglo XVII, reinando Luis XIV, sumédico Jean Baptiste Denis pasó a la historia por susexperimentos con la transfusión sanguínea, las primerasdebidamente documentadas.

Su mayor interés consistía en transfundir sangre deternero a los seres humanos, para lo cual hizo diversos

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intentos, empezando por un muchacho de 15 años que habíaquedado debilitado por una sangría, pasando por otro queestaba mentalmente trastornado. En todos los casos, lospacientes permanecían estables o incluso mostraban unapequeña mejoría (tal vez porque la transfusión fuerapequeña) hasta que terminaban por morir.

Aquellos experimentos causaron una grancontroversia nacional e internacional en la época. ElParlamento de París discutió sobre el tema hasta prohibirloen 1670, a lo que seguirían nuevas condenas del Parlamentoinglés y hasta del Papa, que veía graves problemas éticos enesas prácticas. De hecho, la transfusión de sangre quedaríacomo un tema tabú durante ciento cincuenta años hasta que,en 1818, el obstetra inglés James Blundell, reavivara elinterés por el tema. Sin embargo, su propuesta iba más alláde lo sostenido por el Dr. Denis, porque defendía latransfusión sanguínea entre personas.

Cuando en 1873, el médico polaco Gesellius informóde unas pruebas realizadas por él en dicho sentido, causandola muerte de la mitad de sus pacientes, el tema volvió a seraparcado. A esta mortalidad no se le encontraría explicacióncientífica hasta que en 1900, el patólogo austríaco KarlLandsteiner descubriera la existencia de tres tipos de sangrediferentes (los grupos A, B y O), incompatibles entre sí. Elloabriría el campo bien fundado de las transfusionessanguíneas que, a partir de la Gran Guerra, encontrarían suplena aplicación práctica.

Pero estamos hablando aún de otro tiempo, cuando afinales del siglo XVII se prohibieron las pruebas en este

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sentido, sea de animal a hombre o entre hombres. Suelesuceder que, cuando el tema se transforma en algoimposible, se disparan los rumores.

Así, se habla del príncipe ruso Krespatik quien, en1748, llegó a París envuelto en el aire misterioso de lodistinto y lejano. Al parecer, el ilustre viajero se adaptópronto a la vida alegre parisina, frecuentando todo tipo deplaceres, alcohólicos y femeninos. Fue tal la disipación enque vivió durante meses que, finalmente, su salud seresintió. Su rostro se cubrió de úlceras, el cuerpo de granosy pústulas. Es posible que contrajera alguna enfermedadvenérea, tal vez la sífilis. El caso es que los ilustres médicosde la Academia concluyeron que el príncipe estabadeshauciado y su muerte era cuestión de poco tiempo.

Entonces el enfermo marchó de nuevo a su país, talvez para morir allí. Sin embargo, quince meses después, ycon gran asombro del público de París, volvió sano ysonrosado, como la primera vez que llegó. Corrieronrumores de todo tipo y aún se dispararían poco después.

Se dijo que, entre las amistades del príncipe ruso, seencontraba la duquesa de Orleans, una joven tuberculosa de24 años, muy enferma y afecta de hemoptisis, es decir,escupiendo sangre. Los rumores, difíciles de comprobar,afirmaban que Krespatik le había aconsejado su propioremedio: baños de sangre y transfusiones de personasjóvenes.

El pueblo llano vivía con temor y expectación laactuación del teniente general de la policía, el señor Berryer,de triste fama, a la que ahora se añadía el hecho de que

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mandaba raptar mendigos jóvenes con destino a la duquesa.Fue tal la alarma causada y la indignación producida poreste rumor, que el pueblo cercó el hotel donde vivía Berryer,quien se vio obligado a mandar una fuerte represión policial.Incluso la monarquía estuvo amenazada y el mismo rey sevio obligado, durante una temporada, a dar un rodeoeludiendo las calles principales, al objeto de ir a Versalles.

¿Qué había de cierto en todo ello? Es imposibledeterminarlo. En algunos de estos casos subyace el hecho deque las acusaciones de beneficiarse del asesinato de niños,se atribuían a personajes poderosos políticamente, de clasealta y que resultaban odiados por el pueblo. Tal es el caso deFrançois de Valois, duque de Anjou y de Alençon, muertoen 1584 de unas fiebres persistentes, seguramente malaria.Ambicioso para su tiempo, buscó reinar en un país delentorno francés, algo que nunca llegaría a lograr. Porentonces, la muerte por distintas infecciones (viruela sobretodo, tuberculosis, tifus, etc.) se llevaba por delante apersonas muy jóvenes. Este duque murió en 1584 conapenas 29 años. Por ello y, sobre todo, por su poder, se leachacaba todo tipo de prácticas nefandas.

Tal sucedía, mucho tiempo después, con Carlos deBorbón, conde de Charolais, nacido en 1700 y par deFrancia en tiempos de Luis XV. Que era un sádico pareceperfectamente comprobado. En cierta ocasión emborrachó auna de sus amantes, Madame de Saint Sûlpice. Acontinuación, la roció con alcohol y le prendió fuego,quedándose a su lado para observar su agonía. Aquel hecho,unido a otros anteriores, soliviantó al pueblo de París que

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pidió su cabeza en calles y mercados. La revuelta llegó hastatal punto que, a instancias del padre del conde de Charolais,el muy influyente príncipe de Condé, el criminal pidióperdón ante el rey. Fue entonces cuando se dice que el reydictaminó que, en caso de reincidencia en algún hechosemejante, daría el indulto sin pensarlo a quien acabara consu vida.

Entre las actividades de “menor” importancia de esteconde, figura lo que refleja en sus memorias el marqués deSade. Hablando de su infancia, trae a colación loimpresionado que quedó comprobando que Carlos deBorbón presumía de disparar desde las ventanas de susaposentos. Lo peculiar del caso es que no lo hacía sobre lospájaros sino sobre los plomeros que trabajaban en lostejados. Pues bien, de este conde de Charolais se afirmótambién que era partidario de los bebedizos de sangre y delos baños en el mismo elemento.

Todo ello no presenta apenas prueba documentalalguna porque, como se ha visto en este último caso, la clasenoble se protegía entre sí y, dentro de los gobiernosabsolutistas borbónicos, hubiera sido impensable enjuiciar aalguien de la nobleza pregonando sus faltas. Lo que resultaindudable es que el pueblo creía a pies juntillas en que lasclases más elevadas practicaban estos rituales ytratamientos.

“Esta concepción de que la sangre del niñopuede curar a los desahuciados, la aceptaba elpueblo fanatizado a ojos cerrados; tanto, que

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cada vez que un personaje parecía amenazado deconsunción, las madres se echaban a temblar,porque se difundía el rumor de que robaríanniños para degollarlos” (El Motín, 2.3.1911, p.13).

En la base de todo ello estaba la creencia de que,efectivamente, algunas enfermedades mejoraban bebiendosangre humana. Cuando en la segunda mitad del siglo XVIIIy durante la siguiente centuria, la tuberculosis multiplicarasu presencia, con evidentes trastornos sanguíneos en formade hemoptisis, la creencia en el poder regenerativo de lasangre (particularmente la infantil), auspiciada por unaprohibición que aún se mantenía a nivel religioso, político ymédico, aumentó en todos los niveles de la población.

Para enmarcar mejor estas creencias y encontrar enparte su justificación, es conveniente valorar la granimportancia de esta antigua enfermedad (la tuberculosis)durante el siglo XIX, prestando especial atención a laincapacidad médica de darle respuesta en el tiempo en quesucedieron los crímenes que vamos a relatar después.Incapacidad que, como veremos, iba de la mano con seriosavances que llegarían a propiciar, ya avanzado el siglo XX,nuevos e importantes remedios que ni siquiera ahorasuponen el triunfo definitivo sobre esta enfermedad.

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La tuberculosis en el siglo XIX

Esta enfermedad ha acompañado al hombre desdehace muchos milenios. Se sitúa en el Neolítico (hacia eloctavo milenio antes de Cristo) el nacimiento de laagricultura y la ganadería, momento en el que el“mycobacterium tuberculosis” pasa de los bóvidos o elcerdo hasta el hombre. El primer caso bien documentadoson los restos de un hombre que data de hace 5.000 años.

Pues bien, hay constancia en Galeno, que la describeadecuadamente a través de una serie de síntomas (fiebrevespertina, sudoración, laxitud, dolor torácico y hemoptisis),que la tuberculosis estaba presente en Grecia. Ya entoncesse recomiendan tratamientos que no sufrieron apenasvariación durante siglos: reposo, una dieta abundante yviajes por mar.

Posteriormente se añadieron diversos productos, quehoy en día sabemos completamente ineficaces: azufre,arsénico, mercurio, incluso plantas de las Américas, como laquina, el cacao o el tabaco. Realmente, los hombres de lossiglos XVI y XVII actuaban a ciegas en cuanto a la causa yel modo de tratar esta enfermedad generalmente mortal. Seprobaba de todo, productos desinfectantes, como el yodo,inhalaciones de alquitrán, tanino.

En algunos lugares se tenía por contagiosa, en otrosno. Desde luego, en el siglo XIX, cuando la enfermedadalcanzó su punto más alto, se creía que la enfermedad era deorigen hereditario y que unas condiciones ambientales

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indebidas, una alimentación deficiente, conducían a que lossíntomas aparecieran y la enfermedad se desarrollara.

“La tisis pulmonar aparece considerada comouna enfermedad hereditaria, aunque noimprescindiblemente, que permanecía latente alo largo de la vida del individuo hasta que unaserie extensa de causas ambientales la impelíana manifestarse. Entre estas causas estaban: loscomponentes climáticos, alimentacióninsuficiente o mala, aire viciado (bien del lugarde alojamiento o de trabajo), el hacinamiento, elonanismo y el trabajo excesivo. Asimismo seapuntaban las causas morales” (“Historia socialde la tuberculosis en España”, Molero 1989, pp.37-38).

Este aumento de los casos, como hoy sabemos, sedebe a la creciente industrialización, el crecimientodesordenado de las ciudades, con grandes bolsas de pobreza,unas condiciones de trabajo de considerable dureza y dentrode un ambiente viciado. Para entonces ya se empezaba aadmitir que la tuberculosis no atacaba primordialmente a laclase privilegiada sino a los jóvenes trabajadores. De ahí quela consideración social de la tuberculosis cambiarafuertemente desde ser una enfermedad bien vista aprincipios del siglo XIX, de carácter incluso romántico enlos tiempos que se vivían, hasta una enfermedad de la queempezaba a sospecharse su aspecto contagioso y que era

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más frecuente en las clases más desfavorecidas. De ahí quela tuberculosis, en la mayoría de los casos, fuera unaenfermedad vergonzante cuya presencia se ocultabacelosamente en el seno familiar.

Los tratamientos, hasta la entrada de los higienistas amediados de siglo, seguían siendo disparatados, vistos desdeuna perspectiva actual. Leudet, en 1864, recomendaba a losenfermos una masiva ingesta de alcohol, tras hacer laobservación de que la tisis era menos frecuente en losborrachos. Entre las clases pudientes se recomendabanviajes a lugares lejanos, pero no sólo con la idea de buscarambientes más secos (por ejemplo, viniendo de Inglaterra olos países nórdicos) sino, en algún caso, yendo a destinos,como Venecia, donde el paludismo se enseñoreaba. Estabaarraigada la creencia de que la malaria era una enfermedadque contrarrestaba y vencía los síntomas de la tuberculosis.

Para entonces, en la segunda mitad del siglo XIX, laenfermedad causaba enormes estragos a nivel mundial. Esprácticamente imposible alcanzar certezas respecto a suincidencia, puesto que no se llevaban registros detallados nisiquiera a nivel nacional. De los diarios de la época seextrae, desde luego, la conclusión de que era la principalcausa de mortalidad, muy por encima de otras enfermedadescomo el cólera. En Barcelona, entre los años de 1890 y1910, se estimaba que esta última había originado 14.080fallecidos. En cambio, la tuberculosis registró 20.600muertos. Hay que considerar que Barcelona era la quintapoblación en número de casos, bastante por detrás deSevilla, Bilbao, Madrid y Granada.

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“Curar la tuberculosis no es sólo acabar con esatisis pulmonar que arrebata millones deexistencias al año, no es sólo conjurar esapatología de la que dice el sabio higienistaRichard, causa por sí sola más estragos en todoel globo que las demás enfermedadescontagiosas reunidas, y a la cual se atribuye elquinto de la mortalidad total…” (El Liberal,17.11.1890, p. 1).

La proporción tal vez fuera algo excesiva pero otroscomentarios van en la misma línea. Varios años después, en1905, durante una conferencia dada por el doctor Malo dePoveda para publicitar la reciente Asociación GeneralAntituberculosa, afirmó que había tres millones anuales demuertos en el mundo por esta causa, uno de ellos en Europa.Del mismo modo, se contaban 50.000 fallecimientos enEspaña, unos 2.000 en Madrid.

Teniendo en cuenta que se registraba unfallecimiento por cada decena de casos, se puede entenderentonces que se contaría en España alrededor de mediomillón de tuberculosos en una población bastante reducida.La incidencia de la enfermedad era, pues, muy considerable,sobre todo en las ciudades más importantes, donde existíauna emigración creciente en busca de nuevas oportunidades.Ello conducía a la creación de suburbios poblados dechabolas, con familias enteras viviendo en condicionesinsalubres y ejerciendo trabajos en unas primeras industrias

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que se cuidaban de cualquier cosa menos de la salud de sustrabajadores. Por entonces, la esperanza de vida rondaba los42 años, naturalmente con muchas diferencias según la clasesocial a la que se perteneciese.

“Nuestro proletariado, indocto, supersticioso yrebelde, busca por tradición en intervencionessobrenaturales el remedio para los males de latierra, y prefiere a la profilaxis el exvoto, a laterapéutica el amuleto, y al consejo prudente delmédico, que en ocasiones contra su voluntad losana, las ridículas contorsiones del zahorí, queexplota sin conciencia sus credulidadesinfantiles” (Fatas y Montes, 1905, cit. porMolero 1989, p. 74).

En efecto, a finales del siglo XIX ya se habíaconstatado que la tuberculosis no era hereditaria pero sícontagiosa, y que desde luego era una enfermedad socialque atacaba masivamente a esa clase trabajadora que vivíahacinada en el extrarradio de las grandes ciudades. Mientrasen personas mayores se desarrollaba con cierta lentitud,entre los jóvenes la tuberculosis se presentaba con rapidez yavanzaba a la velocidad del rayo, hasta el punto de que lallamada “tisis galopante”, que llevaba al enfermo a la tumbaen pocos días, se encontraba precisamente en las personasde menor edad.

Los higienistas, a partir de estos hechos, hacíandescansar el avance de las curaciones en la mejora de los

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ambientes, la desinfección, la comida nutritiva con laingesta de mucha leche, el aislamiento de los enfermos, etc.Sin embargo, como el párrafo anterior constata, seestrellaban con la incultura de la clase trabajadora. Dehecho, se afirmaba con desolación: ¿cómo era posible queentendiesen las instrucciones para la curación cuando lamitad de ellos eran analfabetos?

A partir de ahí se va deslizando la idea de que es suatraso cultural y educativo uno de los motivos principales dela virulencia de la tuberculosis en esta clase social. Además,el alcoholismo, la lujuria y otras características propias delproletariado conllevaban un riesgo mayor. De ahí aconsiderar en cierto modo que esta clase social era en algúnmodo responsable de sus males había un paso.

Sin embargo, las nuevas tendencias hacia laregeneración de la raza española tras el desastre de finalesdel siglo XIX, la necesidad de contar con trabajadores enbuenas condiciones, fomentaban la idea, entre las clases másilustradas de la sociedad española, de que el Estado debíahacerse responsable en alguna medida de este estado decosas, tanto respecto a la hospitalización y tratamiento delos enfermos como a la mejora educativa de unos miembroshasta entonces olvidados de la sociedad pudiente.

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Higiene y alimentación

Como dijimos anteriormente, la idea másgeneralizada en Europa, a mediados del siglo XIX, es que latuberculosis era una enfermedad de origen hereditario.Frente a ello, un ambiente poco sano, una alimentacióndeficiente, conducían a que los síntomas aparecieran y latisis avanzara con mayor o menor rapidez.

A partir de esta base surgió un movimientohigienista para proporcionar tratamiento a los enfermos através de tres vías: alimentación abundante, cura deaireación (promovida por Piernat en 1853) y reposocompleto, a lo que venían unidas unas condiciones moralesestrictas (ausencia de relaciones sexuales, por ejemplo).

De esta forma, Hermann Brehmer crea en 1854 elprimer centro de tratamiento de tísicos bajo este programa ylo sitúa en Goesberdorf, en los Alpes alemanes. A él leseguirán otros hasta realizarse en 1876 el más famoso detodos: Falkenstein, creado por Peter Dettweiler, discípulo deBrehmer. Allí, una parte de las clases pudientes europeastranscurrían sus días en una gran monotonía, separados lossexos, limitadas las diversiones por el obligado reposo.Dado que los pacientes eran personas jóvenes eso motivabano pocas alteraciones de ánimo, cuando no rebelionesabiertas que llevaban a los estudiosos a pensar en que losdisturbios morales eran una característica más de latuberculosis.

Dado el supuesto origen hereditario de laenfermedad, en una gran parte de Europa se creía que no era

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contagiosa. Es curioso constatar que, frente a esta postura delos países más desarrollados e incluso de su clase médica,las naciones mediterráneas, tal vez más acostumbradas apadecer pestes a través de sus puertos, y también las clasesproletarias y rurales, sí creían que la tuberculosis eracontagiosa.

De hecho, España fue una adelantada a su tiempo,estableciendo ya en el siglo XVIII, mediante unasordenanzas reales decretadas en 1751, la declaraciónobligatoria de los casos, el aislamiento de los enfermos y laquema de los enseres de los fallecidos, algo inútil como hoyes sabido pero que resultaba moderadamente efectivo enotros tipos de infecciones. Sin embargo, la invasiónnapoleónica a principios del siglo XIX dejó sin efecto estasdisposiciones por cuanto los médicos de las fuerzasocupantes no creían en la contagiosidad de la tuberculosis.

Eso supuso un retraso considerable en el tratamientodurante el siglo XIX español. Así, en el Congreso deCiencias Médicas celebrado en Barcelona (1888)determinados médicos (Suñer y Capdevila, Espina y Capó,entre otros destacados) se vieron obligados a defender lacontagiosidad de la tuberculosis frente al escepticismo desus colegas, alguno de los cuales reconoció en público queignoraba que lo fuera. Otros afirmaban que, si eracontagiosa, ¿por qué había tan pocos casos entre losmédicos que atendían a los tísicos?

Las pruebas realizadas hasta ese momento, sinembargo, eran inequívocas. Los primeros se vieronobligados a recordar que, ya en 1865 (¡más de veinte años

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antes!), el cirujano militar francés Jean Antoine Villemin,había contagiado la enfermedad de un animal enfermo a otrosano mediante inoculación de su sangre. Sin embargo, eldato incontrovertible se basaba en el trabajo del famosoRobert Koch, descubridor de la microbacteria de latuberculosis en 1882, que había contagiado la tuberculosispor la misma vía a un moribundo.

A las resistencias médicas les seguían las de tipopolítico, como pudo observarse en 1892. Una campañamédica de desinfección, aislamiento de enfermos y quemade sus objetos fue rechazada en Madrid por las autoridadesgubernamentales. Ciertamente, reconocer la contagiosidadconducía a fomentar el rechazo ciudadano a los enfermospero también la declaración obligatoria por parte de losmédicos, el aislamiento a cargo del Estado en los hospitalesy una serie de gastos que se veían innecesarios. Lascuestiones médicas eran esencialmente un problema privadoque debía tratarse en el seno familiar, sin que las autoridadeshicieran otra cosa que procurar no crear alarma social.

No sería hasta 1901 cuando una circular de laDirección General de Sanidad reconociera implícitamente elcarácter contagioso de la tisis y cifrara en la ignoranciapopular la presencia constante de la enfermedad entre lasclases trabajadoras.

“La propaganda de cuáles son las fuentes decontagio y los medios de prevenirle es una de lasmás reconocidas necesidades de España, dondela ignorancia hace infecundo todo esfuerzo,

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retarda o imposibilita la formación deinstituciones y organismos defensores” (Gacetade Madrid, cit. en Molero 1989, pp. 104-105).

La ignorancia terminaba siempre por ser elargumento en que descansaba la falta de avances en la luchacontra la enfermedad, empezando por la de los propiosmédicos, como se ha visto. Si se observan los datosextraídos de periódicos de la época, se observa unadesorientación constante entre el gran público, una falta dedirectrices reconocidas sobre el tratamiento y alcance de latisis, que apenas encontraba paliativos en los remedios“milagrosos” que se presentaban en las secciones deanuncios. De ellos hablaremos en el siguiente capítulo porcuanto revelan la creencia a la que se agarraban losenfermos de las ciudades ante los primeros síntomas de latuberculosis. Si esto es así, hay que imaginar cuál sería lasituación de los tísicos en el mundo rural, donde al completodesconocimiento fomentado por la falta de cultura de unmundo analfabeto, se añadían las recomendaciones decuranderos que prometían, igual que las píldoras y tónicosde la ciudad, curas definitivas contra la enfermedad.

Se observa a una élite médica que pretende avanzarcontra viento y marea, crear una opinión pública favorable alos métodos higiénicos sobre todo, y conseguir una ayudagubernamental que apenas se esbozaba a comienzos delsiglo XX. Por ejemplo, las gacetas médicas empiezan areferirse a la obra de un adelantado de su tiempo: el doctorTolosa Latour. Éste crea el primer sanatorio marítimo

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español en Chipiona a partir de 1892. Sin embargo, estabadedicado a los niños escrofulosos (una forma de tuberculosisganglionar más que pulmonar) y raquíticos. Este tipo deayudas, esta vez dirigidas a los adultos, nacieron en 1899con el sanatorio de Porta Coeli, en Valencia, a cargo deldoctor Moliner y Nicolás.

Seguir sus peripecias para conseguir fondosfilantrópicos y ayuda de las sociedades obreras es unamuestra de muchos de los sentimientos sociales de la época.La clase trabajadora, a partir de sus asociaciones, se muestramoderadamente favorable a su iniciativa pero dejando claroque estos tratamientos no pueden hacer olvidar susreivindicaciones políticas en pro de una mejora general delas condiciones de trabajo de su época. Otros fondos, comodecimos, se obtenían a duras penas de la caridadproporcionada por las clases más favorecidas. Lasvicisitudes del doctor Tolosa Latour a este respecto,mendigando el apoyo de intelectuales y artistas comoGaldós, de la clase aristocrática apelando a su caridadcristiana, incluso del rey para que su ejemplo arrastrara a losanteriores, se ha descrito con más detalle en otra obra(“Noticias de Chipiona”, Maza 2011).

Los sanatorios no llegaron a tener el desarrollo enEspaña que en otros países europeos. La razón es elconsiderable retraso de la clase médica española en admitirinfluencias extranjeras y avances del resto de países. Laprofunda crisis política y moral vivida a finales de siglo conla pérdida de las colonias cubana y filipina, fomentó un

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movimiento regenerativo y de actualización científica de laque el país estaba ausente anteriormente.

Así, fue posible que en 1900 los doctores Espina yCapó y José Verdes Montenegro acudieran al Congreso deTuberculosis celebrado en Londres. Es cierto que, a nivelparticular, algunos médicos frecuentaran anteriormente estoscongresos, pero en este caso fueron enviados por el doctorPulido, entonces al frente de la Dirección General deSanidad.

Allí conocieron una nueva iniciativa destinada atener un gran éxito en la lucha contra la tuberculosis. Elfrancés doctor Calmette, que veinte años después sería elcoautor de la primera vacuna efectiva contra la tisis,desarrolló la idea de los dispensarios, unidades detratamiento ambulatorio. Era una solución muy adecuadaante la contradicción que se creaba por dos hechos: latuberculosis estaba presente sobre todo en la clasetrabajadora y los tratamientos higienistas se llevaban a caboen costosos sanatorios a los que sólo podía acceder la claseprivilegiada económicamente.

Al año siguiente el doctor Verdes Montenegro, queen la República llegaría a dirigir esa Dirección General deSanidad, abrió el dispensario María Cristina en Madrid. Unaño después, en 1902, el doctor Carlos de Vicente realizaríaun ciclo de charlas en el Centro Obrero de Madrid,señalando cuál era el principal objetivo del tratamientohigiénico: la clase trabajadora.

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“La falta de instrucción entre la clasetrabajadora ha sido siempre considerada por lamayoría de los higienistas como la responsablede la facilidad con que se transmitía latuberculosis. Algunos eran de la opinión de quemuchas disposiciones referentes a la saludpública no se cumplían por ‘… no sentir nuestropueblo la necesidad del hogar sano, del talleralegre, de la luz y del aire excitadores yconfortables’ por lo que era trascendental hacersentir la higiene a la clase trabajadora para crearla necesidad de ‘vida higiénica’. Si el obrerofuese consciente de este problema reivindicaríacasas soleadas y ventiladas al mismo tiempo quereclamaba horas determinadas de trabajo yjornal en relación a sus necesidades” (Verdes,cit. en Molero 1989, p. 207).

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Remedios milagrosos

Hemos visto cuán alta era la presencia de latuberculosis, con miles de afectados cada año de los cualesno pocos fallecían. Los enfermos, cuando les eraeconómicamente posible, se aferraban a unas normashigiénicas tan estrictas como podían, una alimentaciónabundante y un ambiente aireado. Si pertenecían a las clasesmás desfavorecidas, la tisis se ocultaba ante el rechazo y eltemor ajenos, y los enfermos sufrían el calvario de undestino casi inexorable en medio de cuartos hacinados defamiliares, en unas condiciones higiénicas deplorables.

Aún persiste la imagen de unos enfermos lánguidos,exánimes y melancólicos, arrastrando su cansancio yllevándose de vez en cuando el pañuelo a la boca pararetirarlo, tras una breve tos, con una pequeña mancha rojiza.La realidad era bastante más dura, incluso cuando sedisponía de medios para que el enfermo fuera aislado ytuviera la oportunidad de recuperarse.

“Doña M.T., de 32 años, soltera, residente en lacalle de Alcalá de esta corte, de temperamentosanguíneo, constitución robusta y sinantecedentes.En 1º de mayo, hallándose con el período propiode su sexo, sufrió un gran enfriamiento, al quesiguió un fuerte catarro bronquial.Avisado el médico…, éste, sin duda, debióhallar algo congestionados los pulmones y

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prescribió la aplicación de unas cantáridas a loscostados. A las doce horas de haber aplicadoestos revulsivos se suspendió el flujo, y con esteaccidente la congestión pulmonar aumentó hastael punto de poner en grave peligro la vida deesta señora” (La Iberia, 29.12.1989, p. 4).

Hay que mencionar que la cantárida es un insecto dela familia de los escarabajos, cuyo contacto tiene un granpoder vesicante, levantando ampollas allí donde se aplica.Utilizado erróneamente en la medicina desde principios delsiglo XIX precisamente para combatir las irritaciones de lapiel, se presentaba en forma de polvo obtenido pordesecación y molimiento del insecto. Sus característicasvenenosas y contrarias a la salud fueron descubiertas aprincipios del siglo XX.

Pues bien, el sufrimiento de la señora M.T. noacababa ahí: observando su estado de congestión se lehicieron “derivaciones” en los pies, probablemente sangrías.A partir de ahí, y en gran estado de debilidad, los“tubérculos” se desarrollaron con rapidez en uno de lospulmones, llegándose a la conclusión de que la pacientesufría de una tuberculosis galopante que podía llevarle a latumba en pocos días.

El estado general de la enferma en ese punto norevela ningún estado cercano al romanticismo,precisamente:

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“Observamos lo siguiente: tos pertinaz, queapenas dejaba contestar a las preguntas que sedirigían a la enferma; expectoraciónabundantísima, purulenta y negruzca, dotada alpropio tiempo de un olor insoportable,característico de todo proceso gangrenoso; doloren la región torácica derecha: imposibilidadabsoluta de afectar ningún decúbito lateral,teniendo que permanecer la enferma inclinandoel tronco hacia adelante.Disnea y color cianótico en los labios y párpadossuperiores e inferiores, formando contraste conel color pálido del resto del rostro. Fiebrecontinua, con grandes accesos a la caída de latarde; sudores nocturnos, diarrea, insomnio einapetencia; hemoptisis, que se venía repitiendocada tres o cuatro días, que si no eran muyabundantes, sí lo suficiente para terminar con laspocas fuerzas de que podíamos disponer”(Idem).

En estas circunstancias tan dramáticas y con tantosufrimiento, el caso podía darse por perdido. Sin embargo,al narrador se le ocurre proporcionar a la enferma las“píldoras antisépticas” del doctor Audet que, unidas alJarabe fosfato de cal gelatinosa “Tónico de Nemeyer”,también comercializado por el citado médico,proporcionaron una “curación verdaderamente maravillosa”.

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Es de imaginar con qué ansiedad leerían losenfermos o sus familiares estos casos descritos para mayorgloria de estas píldoras, fácilmente obtenibles en el institutomédico del Dr. Audet, Carrera de San Jerónimo número 15,principal. Desde allí también se proporcionaban curas parala sífilis (4 pesetas la botella), diabetes (3 pesetas la botella),reúma (4 pesetas el frasco), aparte de otros productosestomacales, jarabe cloral bromurado (irritabilidad,palpitaciones, estados nerviosos, etc.), jarabe sulfo-fénico(para herpes, escrófula, sífilis, asma, etc.)… Pero la estrellaeran las píldoras antisépticas que “despiertan el apetito,destruyen el tubérculo, aminoran la expectoración, calmanla tos y acortan la fiebre y los sudores. Remedio consideradocomo el único para curar la tisis. Medicación para quincedías. Diez pesetas” (El Imparcial, 14.3.1989, p. 4).

Hemos encontrado este tipo de publicidad durantediez años en los más importantes diarios nacionales, todoello salpicado de referencias al nivel médico del doctorAudet, el reconocimiento desde Francia y Alemania de lascualidades curativas de sus productos. Del mencionadodoctor Audet la historia de la medicina no ha conservadoningún recuerdo.

El día 24 de marzo de 1882, en la sede de laSociedad de Fisiología de Berlín, un médico e investigadorde 39 años llamado Robert Koch, subió a la tribuna paraconmover el mundo científico de su época. Allí reveló queel causante de la tuberculosis era un “bacilo” perceptible almicroscopio en su forma discoidal. Se basaba para afirmartal cosa en una serie de pruebas concluyentes. En efecto, una

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vez aislado dicho microorganismo a partir de laexpectoración de un enfermo, fue cultivado en un medioadecuado hasta ser inoculado en animales sanos, queinmediatamente enfermaron. Incluso se continuó elprocedimiento aislando aquella “mycobacteriumtuberculosis” de la sangre del animal para inocularla en otro,causando el mismo efecto. Aquel, por tanto, era el agentecausal de la enfermedad.

Surgieron objeciones desde los partidarios de laconcepción hereditaria de la tisis, del reputado doctorVirchow, que habría de sostener hasta su muerte que las quehoy conocemos como distintas manifestaciones de latuberculosis eran enfermedades diferentes. Sin embargo, laverdad científica resistió todo tipo de pruebas: aquellamicrobacteria era la causante de todas las enfermedadescomo la escrófula, la tuberculosis ósea o pulmonar.

Se abrieron unas considerables expectativas paraque, como había pasado con otras infecciones semejantes (elcarbunco, la viruela), se encontrara pronto un remedio eficazen forma de vacuna. Aún tardaría diez años en presentarse elprimer intento fundamentado de conseguirla, aunque nosería el definitivo.

Mientras tanto, las últimas páginas de los diarios sellenaban de anuncios para todo tipo de enfermedades, entreellas la tuberculosis. La mayoría eran tónicos nutritivos,simplemente, que mal no harían pero que tampoco curabancomo anunciaban. Otra vía, como la elegida por el doctorAudet, era la antiséptica y a ella se agarraban los enfermosmás desesperados.

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Se realizaban estudios con muchas sustancias,algunas de ellas tradicionales, buscando encontrar lacombinación ideal, la proporción perfecta, que impidiese lareproducción de los bacilos, ahora detectables desde queKoch los había identificado. Así, un tal doctor Gosselin, enun instituto médico privado de Caen durante 1887, saturabade yodo a los conejillos de indias observando que los bacilosno se multiplicaban a partir de ese momento. Sin embargo,suprimido el tratamiento volvían a hacerlo causando lamuerte de los animales.

Otro médico, esta vez italiano, el doctor Carasso, en1894, ofrecía una solución alcohólica de glicerina ycloroformo a la que unía un 1 % de menta piperita,defendiendo que su aplicación en un período máximo de dosmeses, hacía desaparecer el bacilo de Koch. Este productoes un híbrido estéril de la menta y la hierbabuena, utilizadoen medicina actualmente para trastornos digestivos yhepáticos como antiemético, así como para aliviar doloresmusculares. El tónico del doctor Carasso realmente nocuraba la tisis pero aliviaba probablemente algunos de sussíntomas.

Inyecciones de formalina, productos como lacreosota, específicos de todo tipo, antisépticos unos,calmantes otros, destinados a la mejora general de lossíntomas pero no a la curación radical del enfermo, aparecenperiódicamente en las páginas de los diarios y las revistasmédicas de la época. En algún caso, una aplicación excesivade estas sustancias conducía a trastornos digestivos en unosenfermos que necesitaban una adecuada alimentación para

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fortalecer su organismo. Por ejemplo, hasta 1906 sedefendía que era muy eficaz un tratamiento que combinaralas inhalaciones de ozono con baños de luz y aplicacióndirecta de los recientemente descubiertos rayos X.

Todo eran intentos sin demasiado fundamento,pruebas que se realizaban a la espera de encontrar el tónicoadecuado, que garantizara la curación de la enfermedad, yaque la vía de las vacunas no terminaba de concluirse.Incluso se llegaban a realizar estudios que hoy en día sepueden catalogar de completamente erróneos pero que en sutiempo llegaban a los diarios con visos de verosimilitud.

“Dos experimentos positivos de inoculación deesperma de animales tuberculosos, hechos porM. Daremberg…, parecen demostrar que latuberculosis es directamente hereditaria encontra de la opinión generalmente admitida deque se nace tuberculizable y no tuberculoso”(Ilustración Ibérica, 23.4.1887, p. 10).

Sin embargo, en la década de los ochenta del sigloXIX se desarrolló algo muy distinto: una técnica quirúrgicadestinada a tener un amplio eco en los hospitales de sutiempo. Un médico italiano, Fornalini, publicó en 1882, elmismo año de la celebrada conferencia de Koch, unapropuesta de intervención denominada neumotóraxartificial. Se basó en el hecho de que un colapso espontáneode uno de los pulmones en un tuberculoso había supuesto lacicatrización de las cavernas pulmonares. Este hecho, ya

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constatado en la literatura médica, le llevó a la realizacióndel mismo colapso realizado por intervención quirúrgica.

Para ello se introducía un trocar, una gruesa aguja,hasta la cavidad pleural afectada introduciéndose nitrógenoa través de ella. De esta forma, el pulmón colapsaba y lascavidades tuberculosas cicatrizaban. El procedimiento eramuy costoso, puesto que llegaba a implicar una acciónsemanal de este tipo durante un período que podía llegar acuatro años. Sin embargo, la mejoría era cierta.

La técnica, empleada desde 1888, se tropezó con unaserie de obstáculos que fueron venciéndose. Así, en loscasos frecuentes en que aparecían adherencias entre lapleura y el pulmón, el neumotórax no podía emplearse. Demanera que un internista sueco, el doctor Jacobeous,desarrolló una técnica en 1921 que permitía la resoluciónprevia de estas adherencias mediante un toracoscopio. Aúnasí, el tratamiento era muy agresivo con la integridad delenfermo y nuevos tratamientos antibióticos la hicieroninnecesaria.

Explorada la vía antiséptica con escasos y modestosresultados, meramente paliativos; la vía quirúrgica, conmejores pero costosos resultados que no podían aplicarsemasivamente, quedaba la vía más prometedora: conseguirun suero o una vacuna que permitiese vencerdefinitivamente a la tuberculosis. Siguiendo el ejemplo deotras enfermedades infecciosas, los investigadores sededicaron a encontrar este resultado que podría erradicar laprincipal enfermedad mundial. El primero en intentarlo fueprecisamente el doctor Robert Koch.

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La tuberculina

El 27 de noviembre de 1890 se vivía un ambientecasi incontrolable en la sede del instituto de investigacióndonde trabajaba Robert Koch, en Berlín. Le quedaban aúnquince años para obtener el premio Nobel y elreconocimiento oficial a nivel global, pero ya eraconsiderado por entonces en Europa el mejor candidato asalvar a la Humanidad del azote de la tuberculosis.

“Continúan llegando a Berlín forasteros quepadecen la tuberculosis, deseosos de ponerse encura, y continúan alejándose de la ciudadmuchos viajeros que no quieren contaminarse enfondas y en hoteles invadidos por los tísicos.Entretanto los médicos dan conferencias oescriben artículos para encomiar la importanciay la eficacia del descubrimiento del doctor Kochlos unos, y para calmar el entusiasmo yaconsejar la prudencia y la parsimonia los otros.Imposible es formar juicio exacto acerca de losresultados de las inyecciones con la linfa, si sonexactos los datos que los dos grupos aducen.Hay quien habla de perturbaciones cerebralesprovocadas por el discutido específico; hayquien afirma, citando casos, que no haproducido reacción alguna en un grupo deenfermos y hay quien pretende demostrar que la

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acción del medicamento es pasajera y la recaídasegura” (El Imparcial, 27.11.1890, p. 1).

Esta locura colectiva, el ambiente en ebullición quese vivía en las calles berlinesas, en las de París cuando sesupo que numerosos preparados de aquella linfa maravillosahabían llegado, estaba motivada por un anuncio que elpropio Koch hubo de reconocer como prematuro. Tanta erasu fama desde el descubrimiento del bacilo, tanta laexpectación, los rumores, dimes y diretes cuando se supoque trabajaba en un específico que curaría la tuberculosis,que el sabio alemán se vio obligado a hacer público suavance.

Vistos desde la perspectiva actual, donde las pruebasde un medicamento novedoso se extienden durante añosbajo controles rigurosos y exhaustivos, los procedimientosde entonces semejan más a un espectáculo que a un trabajocientífico. Los diarios daban por supuesto que lo conseguidoen conejillos de indias se trasladaba de inmediato al hombre,aunque algunos médicos (no todos), como el propio Koch,advertían de lo contrario. Los médicos, de nuevo como elmismo investigador, se aplicaban sus propios remedios paraobservar subjetivamente sus efectos. Incluso, como en estecaso, se aplicaba masivamente un remedio del que nada sesabía (ni origen ni composición), mientras los médicosdiscutían frente a los periodistas cuál sería la naturaleza delproducto, cómo lo habría obtenido Koch, cuál sería la formay coste de fabricarlo, además de su controvertida eficacia,

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habida cuenta de que las pruebas se iniciaban en esemomento y nada se sabía con certeza de sus resultados.

Dos meses duraría el misterio, la absoluta reserva deRobert Koch sobre esta primera versión de lo que luego sellamaría tuberculina.

“Nada diré del origen y preparación delmedicamento que empleo, porque misinvestigaciones no han terminado aún…He observado en mí mismo los fenómenos a queda lugar la inyección de 0,25 cc. de líquido. Sonlos siguientes: A las tres o cuatro horas depracticada en mi brazo, sentí dolor en laspiernas, fatiga, tendencia a toser y dificultad enla respiración, que aumentó rápidamente. Unahora después me acometió un violento escalofríoque se prolongó largo rato; sobreviniéronme a lapar náuseas y vómitos, y la temperatura de micuerpo se elevó a 39,6º” (La Ilustración,7.12.1890, p. 6).

Afortunadamente para la investigación, los síntomasfueron remitiendo paulatinamente durante las doce horassiguientes. En vista de esta violenta reacción, Koch siguióadministrándose dosis más bajas hasta dar con una (0,01 cc.)que sólo le aportó fatiga transitoria y una fiebre pocoelevada de 38º. Sin embargo, aplicando su remedio atuberculosos, la reacción observada fue mucho más intensacon la última dosis, encontrándose fiebres de hasta 41º y un

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curioso exantema en el cuello, una erupción cutáneaparecida a la manifestada en el caso de la viruela. Al mismotiempo, el lugar de la inyección se endurecía enrojeciéndose,algo que no sucedía en los individuos no tuberculosos.

Por entonces, los investigadores franceses, crecidosal amparo de las investigaciones de Pasteur, competían conlos alemanes a cuyo frente estaba Koch. Por ello, dentro decierta cortesía y ateniéndose a criterios médicos, unos yotros se cruzaban todo tipo de críticas. El triunfo sobre latuberculosis era un fruto tan apetitoso para cualquiera deellos que no podía asistirse al triunfo de una parte sinencontrar acerbas críticas a cualquier fallo en los resultadospor la otra. Así sucedió esta vez.

A principios del mes de diciembre se reunió laSociedad Médica francesa en París. Hubo numerosasintervenciones, encendidas críticas hacia los resultados y laposible naturaleza del específico misterioso de Koch. Seafirmó con rotundidad que no había habido ningunacuración indiscutible, por más que algunos médicos ladefendieran. El descontrol en la valoración de resultados yen las condiciones de las pruebas era completo, conenfermos casi asaltando los hospitales para recibir la linfaque les curaría de su afección.

La mayoría de los ponentes señaló que hacían faltamás ensayos clínicos, nuevas pruebas y refinamientos delproducto, para poder asegurar algo con certeza, lo cual eracompletamente cierto. La linfa de Koch, se afirmó entrandoen terrenos más concretos, eliminaba los tejidos atacadospor la tisis, efectivamente, inflamando la zona alrededor de

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la cavidad pulmonar afectada, pero no mataba los bacilos,que permanecían a su alrededor, listos para provocar unarecaída posterior. Se discutieron los posibles efectos tóxicos,la presencia de un colorante que, contra lo que afirmabaKoch, no era un subproducto inevitable de la disolución enácido fénico, sino un modo de ocultar a otros investigadoresla naturaleza del producto, sistema habitual empleado porentonces con el propósito de no revelar los secretos deinvestigación.

Alguno de los intervinientes en aquella reuniónafirmó con clarividencia que, dado que suponía una reacciónmuy intensa en los tuberculosos que no se daba en la mismamedida en los individuos sanos, la tuberculina de Kochpodría ser un excelente método de diagnóstico. Hastaentonces, además de los síntomas de una tisis avanzada, laenfermedad sólo era detectable en sus primeros estadios porpercusión (algo que se hacía desde 1797) y auscultación(gracias al estetoscopio inventado en 1818). Los rayos Xaún tardarían cinco años más en aparecer, de manera que laprueba de la tuberculina parecía dotar a los médicos de unmedio perfecto para diagnosticar a los pacientes.

Sin embargo, no era éste el objetivo del sabioalemán. Sensible a los resultados controvertidos de suspruebas se sintió obligado a explicar la obtención delproducto en enero de 1891 a través de un artículo en “LeTemps” parisién, dando respuesta así a las críticas de suscolegas franceses.

Este escrito, basado en un conjunto de notas delaboratorio, es muy interesante por revelar cómo alguien en

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la cúspide de la investigación, marchaba a ciegas realmenterespecto a la causa de los efectos producidos y en lanaturaleza de su propio específico.

Empieza comentando los trabajos realizados sobreconejillos de indias por medio de la inoculación de “cultivospuros de bacilos tuberculosos”, si bien tratados contemperaturas muy bajas o altas, de manera que se atenúe supeligrosidad. En esta forma de preparación espremeditadamente ambiguo. Pues bien, lo observado enanimales tuberculosos es que la llaguita producida por lainoculación se cicatriza prontamente. Es al cabo de los díascuando el punto se pone duro, necrosado, de manera que lapiel termina por caerse quedando una herida sanable.

De ahí pasa al paciente tísico, en el que observaefectos parecidos, sosteniendo que la eficacia de latuberculina se basa en cicatrizar el tejido enfermo,necrosándolo, del mismo modo que actuaría el neumotóraxpero por vía sanguínea y no quirúrgica.

“Expone luego el doctor Koch una hipótesisacerca de la acción específica de la linfa… Losbacilos de la tuberculosis, a su entender,producen ciertas sustancias que ejerceninfluencia en los tejidos vivos inmediatos ydeterminan en las células diversos efectosdañosos. Alguna sustancia provoca la llamadanecrosis por coagulación; el bacilo hallaentonces obstáculos para desarrollarse y muere aveces…

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Si se aumenta entonces la proporción de lasustancia que provoca la necrosis en el tejidoque circunda el bacilo, las condiciones denutrición serán poco favorables para ésta; lostejidos necrosados comenzarán a desagregarse ydesprenderse y arrastrarán los bacilos hacia elexterior… La acción del remedio consisteprecisamente, según el doctor, en la producciónde esos fenómenos” (El Imparcial, 18.1.1891, p.2).

En ese año de 1890 trabajaba uno de los discípulosde Koch, el doctor Emil Adolf von Behring, junto al japonésShibasaburo Kitasato, en el suero antidiftérico que tantafama habría de darles. A partir de ello desarrollaron unateoría sobre la acción de unos anticuerpos, un mediadorsanguíneo que se producirían por reacción ante un antígenoextraño. Los investigadores, como se puede concluir,avanzaban en muchos casos a tientas sobre el modo defuncionamiento de las células cuando se enfrentaban a unainfección.

A principios del siglo XX la tuberculina, en la queno dejaría de trabajar Koch hasta el final de sus díassoñando con la curación de la tuberculosis, había mostradosus deficiencias. Se había prohibido incluso su importaciónen Francia, algo que quedó en suspenso con una nuevaversión dada por el sabio alemán en 1897, privándola dealgunos productos tóxicos pero volviendo a ser pococonvincente como método de curación.

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Por entonces Behring se enfrentó a la tuberculosiscon un producto propio: la tulasa.

“Para obtener esta sustancia comienza porextraer del cuerpo de las bacterias un principiosoluble en el agua, que posee la condición tóxicade la tuberculina de Koch [la denomina T.V.].Un gramo de esta T.V. es más activo que un litrode tuberculina. Después extrae una segundasustancia, una globulina, también tóxica, solublesólo en soluciones salinas neutras, y a la quedenomina T.G.L. Por último, separa todo ungrupo de cuerpos, solubles en alcohol, éter,cloroformo, etc., que no son tóxicos. Y lo quequeda de los bacilos después de todas esasoperaciones, el restbacillus, como le llama él,transformado mediante ciertas manipulaciones,que no explica, es una sustancia amorfaabsorbible por las células linfáticas de losanimales, es lo que constituye la T.C., esasustancia prodigiosa que según el insigne autoralemán tiene la virtud de prevenir y curar latuberculosis” (Revista de Sanidad Militar,1.11.1905, pp. 208-209).

A fin de cuentas, la tulasa (T.C.) de Behring es unrefinamiento mediante otros procedimientos del empleadopor Koch, intentando privar al cultivo de bacilostuberculosos de las propiedades tóxicas y elementos

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extraños que otras técnicas no permitían eliminar. Sinembargo, Behring sostiene algo más.

No niega la acción de los anticuerpos que él mismohabía estudiado años antes, pero entiende que su acción espasajera y no puede garantizar la curación completa.Tampoco niega la acción de la fagocitosis que defendía porentonces Metchnikof. Estaba cerca de la teoría de que losanticuerpos “señalaban” a los glóbulos blancos aquellascélulas susceptibles de ser fagocitadas.

“Para Behring, la esencia del fenómeno deinmunidad consiste en un cambio en eldinamismo celular provocado por el agenteinmunizador [su T.C. en este caso], cuyo cambiocrea en los elementos anatómicos un estadopotencial, latente, de posición dinámica de susmoléculas, que le permite desarrollar en unmomento dado, al menor estímulo venido delmismo germen microbiano, una explosión, pordecirlo así, de sus energías naturales de defensacontra la infección” (Ídem, p. 404).

Observamos así cómo los investigadores se movían,poco antes del siglo XX, entre un conjunto deprocedimientos basados en los mecanismos de defensacorporales que en gran medida desconocían. Nuevas teoríassurgían con regularidad para explicar las respuestascorporales, conceptos diferentes como el de anticuerpo,

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acciones como la fagocitosis que no se sabía bien encajar enla curación de una enfermedad.

Se probaban nuevos refinamientos de los productosobtenidos a partir de cultivos de bacilos tuberculosos endistintos ensayos de lo que hoy conocemos comosueroterapia. El doctor Lannelongue, conocido investigadorde la tuberculosis ósea, desarrollaría en 1906 un suerosiguiendo algunos de los procedimientos anteriores perohaciéndolo pasar posteriormente por la inoculación enanimales (un asno en concreto) del que volvía a extraerse elsuero refinándolo después para su aplicación en los sereshumanos.

Poco después (1908) empezaría sus estudios elfrancés Calmette quien, junto al veterinario Guerin,cultivarían bacilos de Koch en papa glicerinada biliada, demanera que, haciendo pasar su producto por la sangre de losanimales ¡a lo largo de los siguientes trece años!consiguieron la primera vacuna efectiva contra latuberculosis, a la que denominaron simplemente B.C.G.Poco duró su importancia puesto que, veinte años después,la acción quimioterápica de un nuevo producto (laestreptomicina) vino a cambiar las perspectivas en lacuración de la tuberculosis, hasta permitir soñar falsamentecon su erradicación definitiva.

En todo caso, si esto es así, en el tiempo que mediadesde 1884 hasta 1926, la curación de la tuberculosis estabamuy alejada de la mayoría de la población. Sólo una minoríaen las ciudades podía permitirse acudir a alguno de losescasos dispensarios existentes al objeto de ser tratado, muy

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pocos tenían acceso a productos caros, métodosexperimentales, sustancias milagrosas, condiciones de vidahigiénicas y tratamientos en sanatorios.

La mayoría de la población afectada, la trabajadora,tenía que contemplar impotente cómo sus enfermos moríancon una terrible agonía que, dado el carácter contagioso dela enfermedad, no tardaba en cebarse en otros miembros dela familia. Las campañas médicas se tropezaban con laignorancia de unos obreros semianalfabetos, que preferíanconfiar en sortilegios y conjuros, amuletos y rogativas, antesque en la medicina oficial, de la que no se obtenían por otraparte resultados efectivos. Los periódicos incluso se hacíaneco del rechazo entre los trabajadores de campañas devacunación contra la viruela porque se corrían rumores deque el vacunado enfermaba. De esa forma, disponiendo deuna vacuna efectiva, los brotes de viruela eran aúnfrecuentes.

Si esto sucedía en la ciudad, donde existían médicosbien formados, se montaban dispensarios en Madrid,Barcelona y Valencia, ¿qué habría de pasar en el mundorural? No hay estudios ni registro alguno sobre la presenciade tuberculosis en el campo español, en los pueblos y aldeasespañolas.

Los médicos, en caso de contar con ellos, erancontratados directamente por el Ayuntamiento y despedidossin más explicaciones si no satisfacían las expectativasvecinales, si se enfrentaban al alcalde con reclamacionessanitarias o ante la necesidad de reducir el presupuesto,simplemente. Había médicos que atendían a varios pueblos

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a la vez, con lo que obtenían un sobresueldo que les permitíasobrevivir entre penurias, particularmente en los pueblosmás pequeños.

Es de imaginar que la tuberculosis no estaría tanpresente como en las ciudades, dado que el clima dehacinamiento y unas malas condiciones de trabajo no erantan frecuentes. Pero cuando apareciera, las expectativas decuración serían muy pequeñas puesto que se carecía de todoremedio ni medicamento frente al avance de la enfermedad,además de recibir el rechazo del resto de la población ante elcontagio en el que se creía a pies juntillas.

De manera que sólo quedaban, de nuevo, losamuletos y los rezos, además de la atención de loscuranderos, que no faltaban para tentar a los enfermos y susfamiliares con remedios radicales que llegaban a losextremos que examinaremos en dos casos más: el crimen deGádor, en 1910, y el de Capellades, en 1926.

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Gádor, 1910

A unos 15 kilómetros de la capital provincial,Almería, se encuentra un pequeño pueblo enclavado en elvalle del río Andarax. Gádor tiene actualmente poco más detres mil habitantes y ha vivido sobre todo de la construcciónen las últimas décadas. Es de imaginar que hoy en día, conuna profunda crisis en dicho sector, la economía del pueblose habrá resentido.

Hace un siglo, en 1910, la localidad vivía un cambioproductivo importante: de una economía agraria basada enel aceite, así como en la crianza de gusanos de seda, se pasóa un monocultivo de naranjos. Si a ello sumamos laexplotación de una cercana mina de azufre tenemos lasclaves de la riqueza de Gádor durante el siglo XX, modestapero sostenida hasta que la tentación del ladrillo invadiótodas las esferas de la vida cotidiana.

Tiene pocos atractivos turísticos, si hacemos caso delo publicitado por el propio Ayuntamiento. Entre ellosdestacan los restos de un cortijo donde tuvo lugar un crimenfamoso en su tiempo. A su reconstrucción dedicaremos estaspáginas.

Nos situaremos en un pueblo cercano, Rioja, apenasdistante tres kilómetros del anterior. Era el 28 de junio de1910. Mª Parra Cazorla, de 40 años, estaría limpiando lacueva donde vivía la familia. Su marido, FranciscoGonzález, de 43 años, ejercía de jornalero, con toda lainestabilidad estacional que ello comportaba, recibiendo enel mejor de los casos ocho reales al día.

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Con ellos debía sostenerse tanto la pareja como suscinco hijos, tres chicos y dos chicas, todos ellos de entre 6 y13 años. Los dos mayores, José de 13 y Francisco de 10,salían al campo a menudo para recoger hierbas que pudieranservir de alimento o al objeto de venderlas a vecinosacomodados. De esto tenía que vivir aquella más quehumilde familia. Los periódicos de la época afirmaban quesu cueva se encontraba en el barrio de la Fuente, de Rioja,sin más comentarios. Tal parece que vivir en cuevas no eraalgo inhabitual en determinadas zonas rurales de Andalucía.

Era la víspera de San Pedro, días en que, según unalarga tradición, los muchachos tenían permiso para comer lafruta que les viniera en gana sin que los propietarios de losárboles pudieran protestar. De manera que muchos niñosrecorrían el campo aquella tarde, como lo seguiríanhaciendo al día siguiente, tomando brevas, higos oalbaricoques, tan abundantes entonces por allí.

Bernardo, el hijo de 7 años, marchó también alcampo sin que su madre, probablemente, le apercibiera denada. El chico quería ir a bañarse al río con unos amigosmás pequeños que él, luego irían tal vez a comer fruta conlos demás. Podría ser una tarde estupenda de diversión.

Cuando llegó la noche, los padres se inquietaronviendo que Bernardo no volvía. Pasaron las horas con unainquietud creciente. ¿Y si ha tenido un accidente? ¿Si se hacaído por alguno de los barrancos? ¿Si se lo ha llevado elrío? De madrugada recorrieron el pueblo, llegaron hastaGádor, preguntando por él. Nadie sabía nada pero los

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vecinos, solidarios, empezaron a comentar el caso, darsepistas y hacer sus propias indagaciones.

Mª José Parra recordaría luego, para el diario “ElPaís” (12.8.1910, p. 3) que su marido y ella se cruzaron a lascinco de la madrugada con la mujer de un hacendado,alguien a quien llamaban “El Moruno”. Cuando preguntaronpor Bernardo, ella respondió, algo altanera:- Por aquí no. ¿A qué iba a venir tu hijo por estos sitios?Vuélvete, que por aquí no hay nada.

A lo largo del día circularon rumores y sospechas.De nuevo se señalaba con curiosa insistencia a FranciscoOrtega Rodríguez, “El Moruno”. Se dijo que el crío estabaen la balsa de su propiedad dentro de su cortijo de ElCarmen. Él no se opuso a que se vaciara buscando elcuerpo. Mientras lo hacían, él, tan tranquilo, dijo que se ibaa comer mientras su mujer, Antonia López, de nuevocomentaba:- Buscar, sí, buscar, que por aquí va a venir el niño.

Francisco González, el padre, iba por entonces decalle en calle de Gádor, tratando de interesar a todos. Unmuchacho alto, grande, Julio Hernández, al que todosconocían como el “Tonto”, por la cortedad de suinteligencia, se le dirigió en los soportales de la plaza.- Oye, Frasquito, ¿me harán a mí algo por esto? ¿Se creeránque he sido yo?

Acostumbrado a sus comentarios extemporáneos,Francisco se lo quitó de encima:- No, hombre, a ti ¿por qué?

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Habría de recordar posteriormente esta breveconversación, cuando a la tarde se enteró de que ese mismochicarrón se había presentado, demudado, ante la autoridaddel pueblo para denunciar que había encontrado el cadáverdel pequeño.

Según sus primeras afirmaciones, estuvo recorriendoel monte persiguiendo una cría de perdiz y, al hurgar en unescondrijo, agarró algo que resultó ser el pie de BernarditoGonzález Cazorla, el niño desaparecido. Siguiendo susindicaciones, la guardia civil encontró efectivamente elcuerpo que presentaba la cabeza destrozada a golpes.

Mientras tanto, los guardias que se habían quedadocon el Tonto empezaron a interrogarlo. Debía ser un hombrede gran ingenuidad, ya que es difícil calificarlo de inocente.Pronto se derrumbó ante la insistencia en hacerle preguntasy confesó todo lo que había pasado, quién había sido elresponsable, cómo habían asesinado al pobre niño, por quélo habían hecho.

Mientras tanto, los médicos examinaban con ciertoasombro y espanto, el cuerpo del niño. La visión debía serterrible como pocas, incluso para profesionalesacostumbrados a cualquier accidente o traumatismo. Elinforme de la autopsia, sin embargo, se limitaba a reflejarlas heridas encontradas:

- “Heridas múltiples en la cabeza, con rotura dehuesos, algunos de cuyos trozos se introdujeronen la masa encefálica producidas por ‘cuerpo

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contundente, como una piedra, palo u otrocuerpo duro, manejado con bastante fuerza’.- En la axila izquierda del cadáver presenta unaherida profunda producida por arma punzo-cortante que mide 4 cm. de longitud, arma quemanejada de abajo a arriba dio lugar a que supunta saliera por el hombro, donde produjo unaherida de 2 cm.- En el vientre existe una herida de bordeslimpios debida a arma cortante, que empezandomás debajo de la boca del estómago, termina enel pubis. Los intestinos aparecen al exterior yestán cortados por el duodeno, como a trescentímetros de su salida del estómago y por elrecto. Todo el color ascendente transversal ydescendente aparece en absoluto desprovisto deepiplón y grasa. Falta todo el peritoneo, del cualno aparecen ni vestigios. El hígado está íntegro,como el diafragma y todas las vísceras de lacavidad pectoral, razón por la que se deduce queel niño murió como consecuencia de las lesionescausadas en la cabeza, y que después de sumuerte le fue abierto el vientre” (El crimen deGádor, de Soler, M. Web de Cultura enAndalucía).

Comenzaba así el caso más sonado yestremecedor en sus detalles, del llamado “vampirismoespañol”. Hay crímenes que alargan su vida periodística

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porque no se determina el culpable o no se encuentra, tal fueel caso de los niños del Canal, algunos tienen unasrepercusiones políticas. El crimen de Gádor, por elcontrario, estuvo muy claro en sus circunstancias, salvoalgunos detalles, desde el principio. Los intentos de algunosacusados de negar su participación tuvieron algún éxito,como fue el caso de la mujer del Moruno, pero para lamayoría las pruebas se acumulaban y, sobre todo, lasacusaciones de los demás partícipes en el crimen.

La justicia, deseosa de determinar hasta el másmínimo sucedido, los sometió no pocas veces a careos queterminaban incluso entre zarandeos y bofetadas, cuando noinsultos e imprecaciones. Los acusados eran personasincultas, capaces de negar lo evidente, de entrar encontradicciones, deseosos de echar la culpa y verter su odiohacia aquellos otros que hacían, a su vez, lo mismo conellos. El espectáculo de sus interrogatorios, bien reflejadopor la prensa de la época, estremece por la bajeza y elcomportamiento vil que los caracteriza.

El crimen de Bernardo González dio la vuelta aEspaña, atrajo la atención de los periódicos locales primero(“El Radical”, de Almería, que habría de alcanzar gran famapor ello) y los nacionales, desde que el 2 de julio “LaCorrespondencia de España” lo llevara a su página 7. Díatras día, las explicaciones sobre el suceso escalarían hasta lapágina 4, luego la 3, para terminar apareciendo no pocasveces en la misma portada.

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El secuestro

La historia de este crimen empieza, en realidad,varios años antes. Cuando se examina la foto de FranciscoOrtega “El Moruno”, se ve a un hombre que no representalos 55 años que tenía. Buena apariencia, con un pañuelo enla cabeza y modestamente pero bien vestido. Es difícilcongeniar esta imagen de un hombre fuerte con la realidadque se describe: un hacendado enfermo de tuberculosis,vociferante e iracundo en muchos momentos del proceso.

Porque la tuberculosis está en el centro del sucesoque aquí tratamos. Contraída desde años antes, ibacarcomiendo poco a poco la salud del Moruno. Se afirmaque había acudido a numerosos médicos almerienses que nole habían podido curar. Después de observar el nivelcientífico y médico de aquella época, es evidente que lospocos adelantos existentes se circunscribían a las grandescapitales (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla) sin quealcanzaran otros lugares y menos un pequeño puebloalmeriense.

De manera que el Moruno se había confiado a loscuranderos locales. Él mismo lo cuenta para el “Heraldo deMadrid” (13.8.1910, p. 3):

“Hace mucho tiempo, desde que vivió poraquellos sitios una mujer que era curandera yque se llamaba la Sorda, empezaron a decirmeque mi enfermedad se curaba bebiendo un pocode sangre.

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Aquella mujer se fue de España hace muchotiempo; pero como Agustina era tambiéncurandera, ella siguió convenciéndome, y comoyo no tenía dinero, convine en que vendería unascuantas cabras que tengo, y su valor sería paraella y para los que la ayudaran” (Op. Cit.)

Interviene entonces por primera vez AgustinaRodríguez, una mujer de 66 años que vivía en el cortijo deSan Patricio desde hacía 7 años. El lugar era propiedad deun sacerdote que lo había dejado bajo el cuidado de sumarido, Pedro Hernández, un simple campesino que sehabía casado hacía cuarenta años con aquella mujer queentonces ejercía de curandera en la región.

“Esta infame mujer es de contextura recia,varonil, hombruna. Viste con cierta pulcritud ala usanza de las hembras lugareñas. El pelo,completamente blanco, lo peina con raya enmedio. Su mirada es apagadiza, temerosa,mirada de reptil que continuamente acecha.Cuando habla, su palabra es débil, insinuantecomo de bruja que de las alcahueterías de unadulzona malicia saca las fuerzas de suconvicción.Continuamente mueve los brazos con un vaivéndesordenado, enérgico, brutal, masculino, convaivén como de aspas de un molino que noencierra más que maldad.

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Anda muy despacio, con la vista puesta en elsuelo. Se diría que sus entrañas llevan hasta sucerebro un eco de acusación a cuya influenciatiene que bajar el rostro llena de vergüenza” (ElPaís, 18.8.1910, p. 3).

Realmente, la descripción es poco objetivaadivinándose el aspecto de Agustina tanto como lossentimientos de asco del periodista. Cuando luego mencionaque calza sus “pezuñas” en unas zapatillas, la narraciónlleva al lector a las imágenes de aquellas brujas medievalesque surcaban los aires.

Esta curandera no será la asesina material y, por ello,la veremos tratando de excusarse ante la justicia afirmandoque casi nada sabía, que todo eran embustes, acusada portodos, empezando por sus propios hijos: José, que habrá deasistir al crimen espantado y temeroso y Julio, al quellamaban “el Tonto”, uno de los ejecutores del pequeño.

El círculo continúa con el que quizá sea elprotagonista principal, el asesino cruel: Francisco Leona. Side Agustina se hablará como bruja, hiena, la inspiradora yanimadora del crimen, para Leona los calificativos de laprensa se quedarán cortos: monstruo, bestia inhumana seráel más suave. La terrible escena, tras su muerte natural pocotiempo después, de su féretro apedreado por los vecinos,muestra claramente el sentimiento de repulsión que provocósu figura, protagonista primero y completamente ausentedespués. No respondió a ninguna entrevista, no participó enla publicitada reconstrucción del crimen, ni siquiera estuvo

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presente durante el juicio porque ya había fallecido. Eltestimonio de su maldad se lo llevó a la tumba, quizá porquecon lo hecho a esas alturas, ya no era necesario mostrarlo deotro modo.

El Moruno también conocía a Francisco Leona,curandero como Agustina, hombre de antecedentesdelictivos nunca probados gracias a la protección que lebrindaban el alcalde de Gádor, sobrino suyo, y el juez delpueblo, su cuñado. Cuando se hayan acusado mutuamentedel crimen ante el juez de Almería, después de que ella leagarrara de la ropa, rabiosa, y recibiera de Leona dossonoras bofetadas pese a la intervención de los guardiaspresentes, ella le culparía de distintos crímenes:

“La hechicera Agustina… acusó a Leona dehaber dado muerte, en un huerto de D. JoséGarcía, a un hombre loco que penetró en elrecinto; de la muerte de un belonero [artesano deestaño y latón] que paraba en Gádor, en laposada de una propiedad de un individuollamado el Manco; del robo a un sacerdote, cuyohecho quedó en silencio porque su compadre [elcuñado juez], D. Cándido Albarracín, recogió lacantidad robada y la devolvió; de haberdestrozado a una niña, hija de D. Andrés Coca, yde otros muchos actos vandálicos y criminalesque han quedado en el misterio” (Idem).

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En algún momento, Agustina y Leona unieron susfuerzas con el propósito de sacar dinero al Moruno. Amboscreían a pies juntillas en que un bebedizo de sangre infantily colocar las “mantecas” del asesinado sobre el pecho deltuberculoso, le permitiría alcanzar su curación. O quizá nocreyeran exactamente en eso pero sí estaban dispuestos aobtener un beneficio de esa creencia generalizada.

Para ello, Francisco Leona habló con el hijo deAgustina, Julio Hernández, “el Tonto”, un hombretón deveinticuatro años, suficientemente fuerte como parasecundar al primero en la captura de un niño. El muchachodebía haber recibido instrucciones de su madre pero aún asíno parecía muy dispuesto a la labor. De ahí que, como luegoafirmara, Leona le prometiera diez duros (200 reales) acuenta de los tres mil reales (750 pesetas) que pretendíansacar al Moruno. Eso le decidió a aceptar el trabajo.

Leona sabía que el día 27, víspera de San Pedro, y el28, la festividad, eran jornadas donde muchos chicos detodas las edades vagaban por el campo comiendo fruta. Demanera que le dijo al Tonto que fueran cerca del río, junto alpueblo de Rioja, y se apostaran bajo una higuera a la esperade que surgiese la oportunidad de atrapar a un chiquillo.

Aquella tarde, precisamente, se habían bañado en elrío Bernardo, de siete años, y dos amiguitos de cinco,Juanito López y otro, hijo de un albañil. Los tres subían lacuesta medio desnudos aún, con alguna ropa debajo delbrazo, cuando fueron abordados por Leona y su compañero.

Entre ambos habían hablado de que harían delprimero su víctima porque, como razonó Leona, si dejaban

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al mayor libre éste podría ir contando con quién habíandejado a su amigo desaparecido. De manera que hablaroncon ellos y el hombre les dio una perra chica a cada uno delos pequeños para que se fueran. A Bernardo le dijo quehabían visto a sus hermanos cogiendo brevas y albaricoquesy que podrían llevarlo hasta donde se encontraban.

El chiquillo, en principio, no desconfió y fue a sulado un buen trecho pero, en algún momento, debió cambiarde opinión al no ver a sus hermanos. Durante lareconstrucción del crimen, Julio Hernández refirió losucedido:

“- Llegamos aquí y el muchacho dijo que se ibaporque no quería brevas. Pero entonces Leona setiró sobre él, lo cogió en brazos y lo llevó aaquella acequia que está cubierta por elcañaveral. Allí lo metimos en el saco y Leoname lo echó a cuestas.- ¿El niño llevaba la cabeza para abajo?- ¡No, señor! Iba como de pie y dando gritos, porlo que Leona apretó la boca del saco, dándoletres o cuatro vueltas a fin de acongojar al niño yque no chillase.- ¿Se resistía mucho?- ¡Sí, señor! Se movía tanto que me hacíatambalear.- ¿Y qué hicisteis después?

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- Me dijo Leona que me echara a andar con él, yasí lo hice” (Heraldo de Madrid, 14.9.1910, p.1).

Comienza entonces un largo camino con Leonadelante, ojo avizor por si venía alguien que pudierareconocerlos después, haciendo pasar a Julio a la carrera alatravesar un camino transitado. Detrás, el Tonto llevando acuestas un bulto pesado, que se movía cada vez menos. Esecamino terrible para el que iba a ser sacrificado recuerda enalgunos aspectos el camino de otra víctima propiciatoria.Porque, como aquel, Julio también se detuvo tres veces,vencido por el cansancio y el malestar.

Cada vez que lo hacía diciendo que no seguía, Leonale amenazaba, la primera vez agarrando una gruesa piedra ydiciendo que le mataba si dejaba el saco ahí. A partir deentonces el Tonto, dominado por la decisión del viejo, selevantaba como un resorte en cuanto volvían las amenazas.En la tercera ocasión, estaban a la vista de un cortijo y esoapuró a Julio que volvió a reanudar el camino. Mientrastanto, el niño cada vez rebullía menos.

“La diligencia prosiguió marchando todoscamino del cortijo de San Patricio. Poco antes dellegar dijo Julio:- Allí estaba mi madre, en la puerta del cortijo,viendo cómo subíamos nosotros.Unos trescientos metros antes de llegar a la casa,paróse de nuevo Julio y añadió:

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- Cuando llegué aquí dejé el saco en el suelo y lepregunté a Leona ¿pero es que vamos a micortijo?Leona me contestó que sí y yo le dije que no iba.- ¿Y los diez duros no valen?- ¡Déjame a mí de dinero! –le contesté.- Y entonces ¿por qué seguisteis? –preguntó eljuez.- Porque mi madre nos estaba viendo.- ¿Y tu padre no te veía?- ¡Mi padre no estaba!- ¿Se movía mucho el niño entonces?- ¡No, señor! Iba muy apretado y debía ir medioahogao. Se movía muy poco” (Idem).

Cuando alcanzaron el lugar donde Agustinaaguardaba, su hijo preguntó qué hacía con el saco. Ella leindicó que lo dejara junto a un banco de la entrada delcortijo, en el porche. La segunda parte del calvario deBernardo González iba a tener lugar.

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El sacrificio

El 11 de septiembre salieron cuatro de losencausados de la prisión de Almería. Las autoridades habíanmantenido en secreto la hora de la partida pero el pueblomantenía una estrecha vigilancia sobre los movimientoshabidos en la cárcel. Cuando tuvo lugar a las tres de lamadrugada, llovieron improperios, amenazas, insultos ymaldiciones sobre los que marchaban custodiados yencadenados hacia el tren. Iban con el juez instructor areconstruir el crimen de Gádor, ése que había aparecido entodos los periódicos repetidamente desde que fue cometido.

Una de las razones del revuelo periodístico y socialen torno a este crimen es el haber puesto en evidencia, enuna sociedad que presumía de modernización, que lascostumbres ancestrales, la ignorancia y la incultura seenseñoreaban con el mundo rural. Pero otra de las causasfue la cantidad de detalles que los acusados y, en particular,Julio Hernández, vertían una y otra vez en susdeclaraciones.

En este capítulo nos vemos obligados a describir elasesinato de Bernardo González tal como lo hicieron suspropios autores. No es posible emprender esta necesarialabor sin estremecerse de espanto y repugnancia. Sinembargo, en la distancia que debe asumir el escritor frente alo narrado no puedo dejar de sostener la fuerza de la imagenevocada. La pintura de Goya en que dos colosos, las piernashundidas en el barro, se golpean sin cesar, es representativa

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de aquellas dos Españas que habrían de “helarte el corazón”,en palabras de Machado.

De manera similar, la imagen que evocan los detallesde Julio el Tonto representa la España más negra, el arcanode almas empobrecidas y llenas de maldad. Porque el malexiste en el mundo y toma muchas formas, más refinadas omás infames. La de aquellos seis adultos en torno a un niñode siete años tendido en el suelo, en un cortijo aislado, conla única luz de un candil para iluminar sus miradas hacia unniño que llamaba a su padre y su madre mientras unos lesujetaban, otro clavaba su cuchillo en él y aún uno másesperaba sentado en una silla a que le sirviesen su sangre enun vaso, es una imagen pura y siniestra de la maldadhumana.

Poco después de las cinco de la mañana, JulioHernández y su hermano José, la mujer de este último,Elena Amate y Francisco Ortega, el Moruno, llegaron a lazona con los guardias y varias autoridades: el presidente dela Audiencia, Sr. Vistahermosa, el teniente fiscal Sr. Bonillay el juez de instrucción, Sr. Esteva. Mientras Julio erallevado hasta la orilla del río y junto a la higuera en la que seapostó con Leona esperando que apareciera algún niño, losdemás fueron conducidos hasta el cortijo de San Patricio,donde tuvo lugar el asesinato en el que habían participado.

Se supo así que los dos secuestradores llegaron hastaallí y Julio depositó el saco junto a la entrada del cortijo. Seenvió entonces al hermano de Julio, José, a buscar alMoruno. Mientras tanto descansaron esperando su llegada.El último contradijo varias veces, durante la reconstrucción

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de los hechos, lo que afirmaban los demás. Resulta penosoleer sus excusas continuas e incoherentes. Primero dijo queél no se había sentado a esperar su bebida en el porcheafirmando que estaba lejos y que no había visto nada. Luegosostuvo que daba igual dónde estuviera, que él había llegadoy ya tenían el bebedizo preparado de cuyo origen no sabíaexactamente nada. Los demás le acusaban continuamente deestar mintiendo.

Parece entonces que le esperaron hasta que llegó yAgustina le acomodó en una silla junto a la entrada. ¿Quiénestaba presente en ese momento? Los que menosintervinieron fueron José Hernández y su esposa Elena,embarazada en ese momento. El primero, en cuanto vio loque se disponían a hacer, se escondió en un rincón sinquerer participar. Cuando intentó escapar en un momentodeterminado Leona le amenazó con matarle y luego leofreció unos duros para contentarle, tal como había hechocon su hermano durante el trayecto hasta el cortijo.Ciertamente, tenía dominada su voluntad con premios ycastigos.

Del papel de Elena Amate se discutió bastante,puesto que los demás (su marido, su cuñado, sobre todo)pretendían encubrirla. Así, ella afirmó que todo el tiempohabía estado dentro de la casa preparando la cena. Sinembargo, cuando el juez preguntó cómo se había iluminadola escena del crimen, los demás afirmaron que gracias a uncandil que Leona había colocado en el porche. Sin embargo,no había más luz en todo el cortijo, de manera que Elenatendría que haber estado en el interior a oscuras, imposible

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preparar la cena así ni estar ajeno a lo que sucedía junto alporche.

En la propia reconstrucción el juez observó que, conel candil colocado donde decían que Leona lo había puesto,la escena quedaba escasamente iluminada. Entonces surgióel hecho de que alguien lo había mantenido sobre el lugarcon la mano. Tras el interrogatorio quedó en evidencia quehabía sido la propia Elena Amate la que tuvo el candil en laposición adecuada para iluminar el sacrificio, si bien semareó asqueada y tuvo que volver dentro al cabo de un rato.

“Ésta [Elena Amate] que, como decimos, estabadentro del cortijo, seguía negando a cuanto lepreguntaban.- ¿Qué luz tenías aquí dentro del cortijo?- Un candil, señor.- ¿No se lo llevó a la puerta el Leona?- No, señor.- Pero ¿qué estabas haciendo?- No había hecho más que venir de traer agua yhacía de comer.El juez mandó que entrara Julio y le preguntó:- ¿No habéis dicho tú y tu hermano que Leonasacó el candil?- Sí, señor. Leona lo sacó.- No digas eso, Julio.- Si es verdad.- ¿Y Elena que hizo?- Se quedó aquí dentro.

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- ¿Qué dinero le dieron a Elena?- Dos duros.- Mentira, Julio, mentira –decía Elena-, no digaseso por Dios. ¡Que tengo tres hijos y éste! ¡Queme pierdes! –y seguía lloriqueando sin arrojaruna lágrima.El fiscal, que se apercibió de ello le dijo:- ¡Siempre parece que estás llorando y nunca teveo una lágrima!- Señor, soy inocente, señor” (El País,15.9.1910, p. 3).

Los autores materiales del crimen fueron JulioHernández y su madre Agustina, que sujetaron al niño, yFrancisco Leona, que utilizó su faca con ese fin. La escenafue terrible. Sacaron al niño del saco y éste, en contacto conel aire, revivió lo suficiente para observar a los que lerodeaban. Sus gritos desgarraban el aire: “¡Papica, mamica,que me matan!”.

Julio le tenía bien sujeto contra el suelo. Mientrastanto Agustina levantó su camisa dejando al descubierto supecho y, en cuclillas sobre él, le alzó violentamente el brazoizquierdo. Entonces Leona, ajeno a los gritos del niño, palpósu costado y la axila hasta determinar dónde palpitaba elpulso del niño. Creyendo llegar a una arteria clavó su facacon tal violencia que llegó, según la autopsia, a desgarrar laparte superior del hombro.

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“- Sacamos al niño del saco; yo lo cogí por laespalda y mi madre se puso en cuclillas y lelevantó la camisilla y el brazo.- ¿Tenía algo más tu madre?- Sí, señor. Tenía un papel con azúcar y unacuchara.- Bien, sigue contando –dijo el juez, conmovido.- Pues Leona le pinchaba y mi madre puso elvaso” (Idem).

El juez se dirigió entonces al Moruno parapreguntarle si había bebido del vaso. Éste lo afirmó pero quesólo habían sido dos o tres deditos de sangre azucarada,como si esto minimizara la tragedia vivida y suresponsabilidad. Julio, el testigo más fiable de todos pese ahaber participado en el asesinato del modo en que lo hizo, elque desenmascaraba las mentiras con que los demás sequerían proteger, le dijo que había sido un vaso lleno. Seenzarzaron en una disputa que se repitió cuando el juezvolvió a preguntar si el bebedizo estaba frío o caliente.“Frío”, dijo el Moruno. “Pero si echaba humo” manifestóJulio.

Luego se preguntó al primero por una frase quetodos los demás afirmaban que había dicho al tomar el vaso,una frase que se había aireado en los periódicoscumplidamente:

“- ¿Y es verdad que cuando te la bebiste dijiste:‘Antes soy yo que Dios’?

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- Mentira –decía a gritos, en tanto que los demásdecían que era verdad y le exhortaban a quedijera la verdad” (Idem).

El niño estaba exánime en el suelo, con una pérdidade sangre que le habría dejado al borde de la muerte.Entonces Leona mandó a Julio que lo volviera a meter en elsaco mientras despedía al Moruno diciéndole que volviese asu cortijo, que le llevarían las “mantecas” para completar eltratamiento y ponérselas sobre su pecho enfermo. La terribleagonía del niño Bernardo aún no había acabado.

Los tres asesinos, Agustina, Leona y Julio, llevaronel saco hasta el cercano barranco del Jalbo. Allí sacaron alniño, que aún rebullía. Leona le dijo a Julio que le aplastarala cabeza con una piedra y éste así lo hizo. Agustina seinclinó sobre su corazón observando que aún latía. Le dijoque volviera a darle con la piedra. “¡Qué cabeza más duratiene el condenao!” exclamó Julio. Cogiendo una piedra degran tamaño, le golpeó dos veces más hasta rematarlo.

Fue entonces cuando el Leona se inclinó sobre elcadáver y, utilizando de nuevo la faca, cortó limpiamente elvientre del niño extrayendo sus intestinos casi por completo.Posteriormente lo escondieron en un hueco del terrenocubriendo su entrada con piedras y matas de hierba. Allídiría Julio, un día después, que lo había encontradobuscando una cría de perdiz.

Después de no dejar rastro, marcharon hacia elcortijo del Moruno donde, en el corral, éste les esperaba

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para que le pusieran las “mantecas” sobre el pecho ypagarles un adelanto de la cantidad estipulada.

Con la reconstrucción del crimen acabóprácticamente la fase de elaboración del sumario por elJuzgado de Almería que, poco después, el 29 de septiembre,lo remitiría a la Audiencia para que se pasase al juicio.

Mientras tanto, existía una cierta polémica sobre elestado mental de Julio Hernández, llamado el Tonto. ¿Podíaser culpado realmente, tenía suficiente raciocinio para darsecuenta de lo que había hecho? En ningún momento excusósu actuación, como lo hacían los demás, nunca rehuyó suculpa. De hecho, fue el principal responsable no sólo deldescubrimiento del crimen sino del perfecto conocimientode todas sus circunstancias, que no tenía rebozo en repetir ydetallar.

“Es un muchachote corpulento y recio, fornido yágil, cuyas manazas dan la sensación de unoscascos de caballo… Tiene veinticuatro años deedad. No usa bigote. Su mirada es picaresca yatrevida. Cuando ríe, enseña los dientesamarillentos y grandes, que penden de unasencías abultadas. No se recata para decir que élfue quien, en unión de Leona, asesinó villana einnoblemente al desgraciado niño Bernardo…De otros asuntos conversamos con el Tonto. Fueuno de estos lo referente a su intento de suicidio,en la cárcel de Almería. Julio no lo niega.Díjonos que quiso matarse de pena que tiene

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porque siente hambre. Él quiere comer mucho.Su única ambición ha sido siempre la de comerenormes platos de migas. Su apetito es voraz…Hay ocasiones en que se come la comida de supadre y de su hermano que con él comparten laestrechez del calabozo” (El País, 18.8.1910, p.3).

Efectivamente, mucha hambre debía tener aquelmocetón a todas horas. Tras casi completar lareconstrucción del crimen en el cortijo de San Patricio,mientras se hacían las últimas preguntas a los acusados y,considerando que él había terminado de hacerlo, Julio lepidió permiso al juez para comerse unos higos que seofrecían apetitosos en una chumbera cercana.

Dado el permiso, el autor de las pedradas mortales,el que había mostrado su contrariedad por la resistencia delniño a morir, el que le había sujetado mientras Leona leclavaba el cuchillo, se sentó en el suelo, muy satisfecho, ydespachó todos los higos que pudo comer.

Pese a las dudas que generaba su estado mental, suevidente cortedad de inteligencia que le hacía fácilmentemanipulable por cualquier adulto, una comisión médicadeterminó que no padecía ninguna forma de locura, que noera imbécil, idiota o cretino. No obstante, concluían losdoctores: “La responsabilidad está atenuada por la posibleinducción, fácilmente asimilable en una inteligencia inculta”(La Correspondencia de España, 28.9.1910, p. 3). Estesimple párrafo habría de salvarle, finalmente, la vida.

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El juicio

Desde los primeros meses de 1911 en que sepreparaba el juicio, se supo que el fiscal de la Audienciaalmeriense iba a pedir ocho penas de muerte, una para cadaencausado: Francisco Leona, Francisco Ortega el Moruno ysu mujer Antonia López, Agustina, su marido PedroHernández, sus dos hijos José y Julio, así como la mujer delprimero, Elena. Sin embargo, cuando el juicio comenzara ennoviembre de aquel mismo año, sólo podrían ser pedidassiete penas de muerte por el garrote vil.

Francisco Leona, el ejecutor material del asesinato,se sustrajo de una segura condena humana debido a sumuerte en prisión el 30 de marzo de aquel año 1911. Unagastroenteritis crónica, agravada probablemente por el tratoy la alimentación recibidos en prisión, terminó con su vida.

Mientras Agustina, en su inestable trato con sushijos, tuvo una presencia mediática a través de la entrevistaconcedida en prisión, Francisco Leona quedó rodeado desilencio. Tan sólo la violencia mutua entre Agustina y él enun careo llegó a trascender. No pareció hacer protestas deinocencia, agotados los primeros argumentos que esgrimióal ser detenido y manifestar que nada sabía de aquelasesinato. Las acusaciones de todos terminaron poracorralarle y debió dar todo por perdido.

José Vázquez, en un artículo dedicado a este crimeny publicado en la Revista de la Sociedad de Estudiosalmerienses, en 1911, afirma:

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"Francisco Leona es pariente de los que enGádor monopolizan el cacicato político y suvida, pues, se ha deslizado en la más completalibertad de acción y en la más absolutaimpunidad. Y así, comenzando por ser el niñomimado del pariente del cacique, siguiendo porser el mozo estuprador y matón, continuando porser el valiente, cruel y despiadado, con quiennadie se atreve, su insensibilidad moral se haelevado, merced a aquel progresivo asalto delmal tan gráficamente descrito por A. Guillot,hasta la más completa y absoluta atrofia de todosentimiento altruista".

Con su muerte, la mezcla de rechazo y curiosidadmorbosa se desató entre la población almeriense que, comosucede hoy en día con todo crimen especialmente señaladopor los medios de comunicación, tomó parte frecuente desdeel principio en los procedimientos judiciales con laexecración de los culpables.

Así, cuando se supo que Leona agonizaba en lacárcel, muchas personas fueron a esperar el desenlace quedecían inminente de su vida. De manera que la muerte fuejalonada por los gritos provenientes del exterior, los insultosreiterados.

Cuando Antonia López, la mujer del Moruno, vieraretirados los cargos contra ella durante el juicio, fueliberada. Desde la cárcel marchó hasta la casa de una hijasuya en la calle Mariana pero la población, irritada por su

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exculpación, cercó la casa apedreando la fachada hasta quela llegada de la guardia civil permitió a la mujer salir de suencierro buscando otro lugar donde refugiarse.

Pero Leona atraía toda la atención en aquellos díasde marzo y hacia él se dirigían las iras del pueblo. Eltraslado del féretro hasta el depósito del cementerio tuvoque ser custodiado por la Benemérita.

“Grupos de gente siguieron al furgón, arrojandopiedras sobre los restos del protagonista delhorrendo drama, que ni aún con la muerte hapodido merecer el perdón del pueblo.La Guardia civil tuvo en varias ocasiones quehacer frente a los perseguidores, con objeto dedisolverlos” (ABC, 30.3.1911, p. 12).

No hubo piedad para los acusados del crimen deGádor. Cuando el juicio se inició, su traslado desde la cárcelhasta la Audiencia durante los tres días en que tuvo lugarfue toda una odisea, apenas resuelta por la Guardia Civil. Sien el primer día fueron insultados y nuevamente apedreadosen el coche que los trasladaba, el segundo día tuvieron que irandando y encadenados porque todos los coches de Almeríase negaron a conducirlos, tal vez por los incidentes del díaanterior o por el rechazo de la población.

También en el primer día de sesiones, el tribunal,presidido por D. Rómulo Villahermosa, tuvo que llamar alorden a las personas que abarrotaban la sala. Insultos,

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mueras a los criminales, fueron atajados por el presidentebajo amenaza de desalojar la sala.

El desarrollo del juicio no fue muy largo, habidacuenta de que la mayoría de los hechos estaban bastanteclaros. El fiscal los expuso detalladamente en la primerasesión del 28 de noviembre sin que se registraran novedadesdespués de que los periódicos habían aireado todas lascircunstancias del caso.

Según su exposición, el acusado Pedro Hernández, elmarido de Agustina, había sido conocedor de lo que sumujer tramaba y prefirió dormir aquella sangrienta noche enuna cueva, distante del cortijo unos sesenta metros, y dondese alojaba cuando quería cuidar las higueras yalbaricoqueros que allí tenían plantados.

Ninguno de los acusados, en realidad, culpaba denada a Pedro. En ese carrusel de acusaciones mutuas nuncasalió su nombre. En la entrevista realizada a Agustina el 18de agosto del año anterior, ella ya le defendía:

“Hablando de su marido Pedro, díjonos que éstese encontraba el día de autos cogiendoalbaricoques, y que cuando llegó, próximo aloscurecer, cenó y se marchó a guardar las frutasde la huerta en su sitio, denominado ‘El Peñón’,donde todas las noches dormía. Que a la mañanasiguiente marchó a Gádor por pescado y quecuando regresó, como a las diez, ya estaba sumarido de regreso del campo” (El País,18.8.1910, p. 3).

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Nuevos testimonios se fueron acumulando en elmismo sentido. El día del asesinato, Pedro Hernándezestuvo trabajando en los campos de un tal Juan Nene, que ledio de comer. Al regresar cenó pronto y marchó a la cuevadonde dormía. Por otra parte, un jornalero que trabajaba conél le definió como “un infeliz abandonado por su familia”.Los médicos, en la segunda sesión, manifestaron que era unhombre prematuramente envejecido, agotado por la edad ycasi ciego.

El cuadro no podía ser más lamentable. Tal pareceque la curandera Agustina era el centro de las decisiones deaquella casa, hasta el punto de que el marido optaba,voluntariamente o no, por permanecer alejado de todos losdemás, preocupado simplemente por los frutos de suparcela. Era la mujer la que mandaba y ordenaba el trabajode sus hijos, incluida su nuera Elena Amate, un pelele quese pasó el juicio gimoteando y haciendo como que lloraba,al decir del fiscal, sin que consiguiese derramar una solalágrima.

El principal protagonista del juicio no fue unmalhumorado y cínico Francisco Ortega, el Moruno, queprotestaba airadamente cualquier cosa que se le antojarafalsa y que tuvo que ser reprendido por el juez en numerosasocasiones. El cinismo de sus respuestas ofreció una imagendesagradable y vilipendiada por toda la prensa.

Tampoco lo fue Agustina, que guardó en general unhosco silencio, sólo salpicado de negativas a reconocercualquier implicación en los hechos. El protagonista por su

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actitud y la controversia originada entre los médicos peritosfue Julio Hernández, el Tonto.

Una tarde entera dedicó el tribunal a escuchar avarios médicos especulando sobre las carencias mentales delmuchacho. Uno, el forense Dr. Viniegra, era decididopartidario de su irresponsabilidad penal. Aducía queresultaba un loco por impotencia de sus facultades mentales,viviendo en un estado semicretino o semimbécil. A ellohabría que añadir, y todos los demás peritos estaban deacuerdo, su muy limitada inteligencia y su amplia incultura,que le llevaban a no saber contar más allá de seis, ignorar lamedida del tiempo e incluso el conteo de monedas.

Sin embargo, es posible que la falta de unarecompensa monetaria (mientras su hermano José y hastaElena sí la obtenían) fuera el motivo que le llevara adenunciar haber encontrado el cadáver. En todo caso, losrestantes cuatro médicos sostuvieron que tenía unainteligencia deficiente, desde luego, pero que eraresponsable de sus actos. Se supo también de su afición a laviolencia desde pequeño, la costumbre de descabezar a lospajarillos que cazaba a mordiscos, por ejemplo. Aquellocausó mala impresión en el tribunal pero, algo cansado deteorías científicas que algunos repetían en defensa de sustesis, exigió a los peritos que le definieran como responsableo no: Hubo cuatro afirmaciones y una negativa.

Otro de los cambios experimentados en JulioHernández en su tiempo encarcelado fue la actitud hacia sufamilia en general y su madre en particular. Tiempo atrás lahabía acusado sin medida:

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“Desde el primer momento en que JulioHernández fue puesto ante la presencia de sumadre Agustina, comenzó a descargar tremendasacusaciones sobre la vieja, diciendo:- Sí, madre, es verdad que usted tomó con Leonael dinero de ‘el Moruno’. ¿Para qué lo niegausted? Yo lo vi que se lo dio en un pañuelo, conmucha plata y después me lo negabais; diganustedes que sí. Eres una embustera, que noquieres decir la verdad.Y Julio, con una entereza sin límites, diciéndolea su madre que le aconsejó muchas veces quematara al niño y que le iban a dar mucho dinero,terminó diciendo que su madre tenía la culpa detodo” (El País, 12.8.1910, p. 3).

Su hermano José era aún más duro aquel mismo día:

“José, dirigiéndose a su madre, le decía:- Eres una infame, que debes pagar cuanto hashecho. Yo no tenía necesidad ninguna de vermeaquí como me veo, y tú has tenido la culpa. Lostres mil reales que Leona y tú habéis tomadoporque entre todos matáramos al niño, os losrepartísteis en ‘La Maja’, y tú tienes que tener tuparte guardada. A mí me diste dos duros paraque callara, pero no callo, y que te maten de una

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vez, porque eres una infame y una mala madre”(Idem).

Los arrestos con que ambos hijos vertían su rencorhacia su madre, habían desaparecido año y medio después,durante el juicio. Si bien José se mantuvo en silencio, Juliono paraba de afirmar que el culpable eran Leona y elMoruno y que su familia era toda ella inocente. “Pagaré conmi pescuezo y el Moruno conmigo” dijo a los periodistas elprimer día de juicio, “pero mi familia no tiene culpa denada”.

Los vaivenes en las declaraciones de JulioHernández no causaron buena impresión en el tribunal. Sesacaron a la luz numerosas acusaciones que había hecho enmeses anteriores sobre la culpabilidad de “un señor muyimportante de Almería”, sobre unos y otros, exculpando a sumadre, cuya culpabilidad era evidente y arremetiendosiempre contra el Moruno, una vez que Leona habíafallecido.

Así, cuando el fiscal retiró los cargos contra PedroHernández y Antonia López, ésta más bien por falta depruebas concluyentes de posible encubrimiento, y se lescomunicó en la cárcel, el Moruno dio rienda suelta a sualegría. Podría ser por la suerte de su mujer o porque vieracierta benignidad en el tribunal, prometedora para susprotestas de inocencia. Julio entonces se volvió hacia él y leespetó: “Moruno, tío fresco, para ti no hay perdón”.

Los escasos testigos llamados ante el tribunal por ladefensa no fueron relevantes, salvo en el caso de Pedro

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Hernández. Los que se trajeron para atestiguar la cortedadde miras de Julio el Tonto no se atrevían más que a contaralgunas anécdotas que justificaban su mote en el pueblo.Frente a ellos, la opinión de los médicos, aunquerelativamente dividida, tenía más valor.

El último día el fiscal resumió los hechos probadosnuevamente, centrándose en la culpabilidad de Agustina ysus dos hijos, así como el Moruno, para los que pedía lapena de muerte, siendo más indulgente con Elena Amate, ala que consideraba cómplice.

A partir de ese momento, los defensores de oficio delos cinco acusados fueron exponiendo sus argumentos y laseximentes que, en su opinión, debían contemplarse a la horade juzgar a sus defendidos. En primer lugar, lo hizo elabogado del Moruno, Sr. Mateos.

“Sostiene la irresponsabilidad de su defendido,porque donde no hay razón no existe libertad, ydonde no hay libertad tampoco puede razonarse.Explica el carácter del Moruno. Dice que esapasionado ciego, y que el instinto deconservación absorbió su voluntad pues, segúnhan demostrado los peritos médicos, ejecutó elcrimen bajo la presión de un miedo irresistible ala muerte. El Moruno obró por instinto, cosamuy diferente a la libertad humana, y si bebiósangre fue porque con ello creía salvar su propiavida” (La Correspondencia de España,1.12.1911, p. 3).

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La condena contra él sería, sin embargo, de muerte.Se pasó el turno a Julio Hernández donde, evidentemente, losolicitado fue la eximente de ser imbécil o loco, algo que eltribunal entendió negativamente condenándole también amuerte.

Sobre Agustina, pese a las declaraciones de su hijoJulio, recayó también una condena al garrote vil. Sudefensor se limitó a cumplir el expediente manifestando queno se habían presentado, a su juicio, cargos concretos contraella, por lo que pedía la absolución, algo impensable dada sucomplicidad en todo lo sucedido.

Un caso más cuestionable era el papel que habíacumplido José Hernández en el crimen. Su abogadodefendió con encendidos argumentos que no habíaconcertado el crimen previamente con los asesinos, por loque no se le podía culpar de ser cómplice del mismo. Escierto que lo presenció y no hizo nada por evitarlo, que loencubrió posteriormente, pero la condena debía contemplarestas circunstancias para que fuese más leve que en loscasos anteriores. De hecho fue condenado a 17 años decárcel.

Por último estaba el caso de Elena Amate, la quehabía afirmado no saber nada y luego resultó que estuvolevantando el candil sobre la escena del crimen mientraséste se cometía. Su defensor:

“Recuerda que tanto el fiscal como el acusadorprivado han reconocido que Elena no habíaconcertado con Leona la comisión del delito y

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declara que su defendida le ha dicho que jamáshubiera intervenido en semejante crimen porqueella también es madre…Insiste en que su defendida no puedeconsiderarse como cómplice aún cuando hubierapresenciado el crimen, bajo la presión de laamenaza y sugestionada por un miedoirresistible, y cita en pro de su razonamiento unaresolución del Tribunal Supremo, en que seestablece que la presencia no demuestracomplicidad; así como tampoco venía obligadala procesada a la denuncia de los hechospresenciados, en el supuesto de que los autoresfueran su padre y otros parientes” (Idem).

Así pues, negado el papel de cómplice en el delito, seadmitía el de encubridora, si bien estaba eximida de culpapor el miedo irresistible causado por Leona y su suegra,principalmente. Así lo entendió también el jurado que, enrespuesta a las 28 preguntas que sobre el caso le dirigió eltribunal, sostuvo la inocencia de Elena y la necesidad de quefuese absuelta, como así sucedió.

De manera que los cuatro acusados restantesvolvieron a la cárcel, uno para un largo período de tiempo ylos otros tres, a la espera de que la petición de indulto quedirigieron los abogados al Consejo de Ministros, llegara atratarse. Para tal cosa hubo que esperar casi dos añosdespués, con desigual resultado.

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Repercusiones y final

Eran muchos los crímenes habituales en las páginasde los diarios. En ocasiones por reyertas, robos, rencores,amores mal entendidos, celos. A veces intervenían causaspolíticas, como en el anarquismo catalán. Pero el crimen deGádor resultaba bien distinto de estos sucesos habituales ypor ello atrajo la atención de los diarios desde el principio.

Algunos aprovecharon para arrimar el ascua a lasardina de sus intereses políticos, sobre todo “El Radical” deAlmería, el primero en publicar la noticia. Así, arremetióduramente contra el caciquismo de aquellas poblaciones,que permitía y alentaba el comportamiento de personascomo Francisco Leona. Incluso llegó a decir que, junto a losacusados, en un futuro juicio deberían sentarse a su lado loscaciques de Gádor que protegieron a Leona en todas susfechorías anteriores.

El diario republicano “El País”, con sede en Madrid,apuntaba sus dardos contra la Iglesia. El mismo 12 deagosto de 1910, pocos días después del crimen, señalaba queestos sucesos monstruosos sucedían en las zonas ruralesdonde, equivocadamente, los pobladores de las capitalesentendían como lugares bucólicos y refugio de poetas.

Por el contrario, este crimen mostraba unosatavismos donde palpitaban los “ritos, cultos y sacrificios delas religiones”.

“En la cuchilla del viejo, en las garras de laharpía, y en la incredulidad egoísta del enfermo,

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indigno de la vida, palpitan los ritos, los cultos ylos sacrificios de las religiones.Inmolar víctimas en holocausto o para aplacarsus iras, es culto de todas las religiones, quellega hasta el agnus dei y la pascua de lacristiana…El vulgo necio y ruin que se resiste a vacunarse,que apedrea a los médicos, que se burla de susconsejos, da crédito a los saludadores y a loscuranderos.¿No ha de darlo si la Iglesia –su tanto de culpatiene en ese crimen- alimenta la frase con susaguas milagrosas y curativas, cual la deLourdes…?” (El País, 12.8.1910, p. 1).

Naturalmente, los diarios contrarios afirmaban queestos tremendos crímenes tenían lugar por no sujetarse loshombres debidamente a la ley, el orden y unas creenciasreligiosas que impidiesen tales salvajismos. A ello volvían aresponder los diarios liberales y republicanos que católicoseran todos los asesinos de Gádor.

En lo que parecía haber un acuerdo generalizado esque este crimen retrotraía a los sacrificios de tribus salvajes,aquellas inmolaciones a dioses y fuerzas de la naturalezaque tenían poder sobre el hombre. “Gádor nos lleva a laedad primitiva” afirmaba la condesa de pardo Bazán en “LaIlustración”.

También había consenso en asignar a la máscompleta ignorancia e incultura un suceso semejante. Desde

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la ciudad se veía con asombro cómo, a unos cientos dekilómetros de un lugar que pretendía modernidad y espíritucientífico, un grupo de salvajes se entregaba a un ritoancestral bajo la creencia mágica en una curación imposibley la codicia terrenal por ganar dinero con ello. “Hay tantosalvajismo como perversión” clamaba el escritor HernándezCatá en “Mundo Gráfico” al final del juicio.

La cultura, continuaba defendiendo, no puede ser unbien reservado a una minoría aristocrática. Tampoco puedeafirmarse que es de temer por soliviantar al pueblo contra elorden establecido. La cultura frena y dulcifica los instintosbestiales del hombre y, si no impide el crimen y ladelincuencia, al menos los limita a las formas menos ferocescomo la sucedida en Gádor.

“El enfermo que ve próxima la muerte seencuentra en esta situación excepcional, en estacrisis de las ideas morales, asaltadas por losinstintos. Muchos de esos enfermos seríancapaces de todo por salvarse, pero les contienela educación: está por medio el Código, está elmédico que no receta sacrificios humanos, estáel fondo de ideas y hábitos morales creados porla vida civil y el enfermo, que sacrificaría algénero humano, se resigna y toma pócimas sinperjuicio de tercero… La gloria de lacivilización está, precisamente, en haberdomesticado a la fiera humana” (MundoGráfico, 13.12.1911, p. 3).

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El final de esta historia tuvo lugar casi dos añosdespués de celebrarse el juicio. Sobre la mesa del Consejode Ministros que presidía el Conde de Romanones seplantearon dos solicitudes de indulto para sendos crímenes,a cual más execrable. En un bosque de Gerona trabajabanJacinto Bruguera y Antonio Giner cuando vieron cerca,recogiendo leña, a la niña Carmen Sabater, de seis años,acompañada por otra aún menor.

Aquellos degenerados las atacaron, violándolas yprofiriéndolas unas cuchilladas que acabaron con su vida. Sedio el caso de que Jacinto, una vez muerta la niña Carmen,siguió acuchillándola hasta once veces más.

Había una circunstancia que acarreó múltiplesdiscusiones en aquella reunión de ministros. Es cierto queRomanones y su gobierno pertenecían al partido liberal,herederos de un Canalejas muerto por un anarquista tresaños antes. Éste se había opuesto a la pena de muerte perono se había atrevido a plantearlo en el Parlamento por elcoste político que supondría y la oposición reinante. Porello, había optado por retrasar expedientes de indulto ydirigirlos masivamente al rey con ocasión de la festividaddel Viernes Santo, en que tradicionalmente se concedían enun gran número.

Pues bien, se daba el caso de que, siguiendo esacostumbre, Jacinto Bruguera había sido indultado en talfecha de un delito similar: violación y asesinato. Eso hizoreflexionar a Romanones por cuanto no se podía admitir quea un asesino se le indultara y anduviera suelto mientras otro,penado con cárcel, purgaba su culpa durante años.

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Tras esperar la llegada del rey al Consejo, el día 4 deseptiembre de 1913, se acordó indultar parcialmente a JulioHernández dada su reconocida debilidad mental, mientras seratificaba la pena de muerte para Agustina y el Moruno. Delmismo modo, había un indulto parcial de dicho castigo, conimposición de cárcel, para el segundo violador de Gerona,pero no para Jacinto, que habría de acabar su vida ante elgarrote vil.

Siguiendo este acuerdo, el verdugo de la Audienciade Madrid salió para Almería el día 4, acompañado por unapareja de la guardia civil. Dado que el tren correo tardabahasta dos días en llegar a la ciudad andaluza, arreciaronmientras tanto las peticiones de clemencia y perdón para losdos acusados. No sólo los hijos del Moruno se dirigieron alrey y al presidente del Consejo, sino también los diputadosalmerienses señores Silvela y Serrano, así como autoridades,el clero y distintas sociedades de Almería, todo ello sinresultado.

“El crimen fue tan abominable que serán muycontadas las personas que recordarán ante loscriminales las palabras del Crucificado.Sin embargo, pedimos el indulto, no por losreos, sino por la sociedad que los juzga. Unhombre puede beber la sangre de un niño y laHumanidad se horrorizará. Pero la sociedad nopuede ni debe imitarle; sin perjuicio de recluir alasesino para que no repita su hazaña, no puedeoponer a un crimen otro crimen; necesita oponer

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a la crueldad una alta lección de misericordia”(El Liberal, 6.9.1913, p. 1).

Ese mismo día 6 llegaba a la cárcel el verdugo. A lasdos de la tarde empezó a levantar el cadalso en el patio de lamisma. Para entonces, Agustina y Francisco Ortega estabanen capilla, llorando sin cesar y protestando inocencia. Elsegundo pidió ver a sus hijos, deseo que le fue concedidopero no pudo realizarse por la oposición de los mismos quehabían pedido clemencia para su padre pero que nodeseaban verle más. Lo que pidiera Agustina no trascendió.

La cárcel estaba custodiada por parejas de la GuardiaCivil y 86 soldados provenientes de Mallorca, pero no huboincidentes. Los periódicos hablaron de “un clima de tristezaen la ciudad”. Todo concluía, el castigo estaba presto. A lasseis de la mañana Agustina subió al cadalso. El Moruno,veinte minutos más tarde.

Mucho tiempo después, cuando habían pasado 17años desde aquel crimen, apareció un suelto en un periódicoque se hacía eco de una noticia impactante, el vuelotransoceánico de Charles Lindbergh:

“En virtud del decreto último de amnistía hasido puesto en libertad, después de extinguir lacondena que le impuso esta Audiencia, JulioHernández Rodríguez, uno de los autores delbárbaro crimen de Gádor… Julio Hernández,que se halla completamente en estado de idiotez,

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será recluido en un Asilo” (Heraldo de Madrid,24.5.1927, p. 12).

Por entonces, era el único superviviente de aquelloscriminales que se aliaron una noche para matar al niñoBernardo.

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Málaga, 1913

El suceso de Gádor creó un clima de alarmainmediato en la población. Los niños, sobre todo si eran declase humilde, no estaban permanentemente controlados.Viviendas pobres que se habitaban para comer y dormir,llevando el resto de la vida en la calle, falta deescolarización en no pocos casos, provocaban que lainfancia campara por sus respetos entre amigos, encargosque les hacían y formas de ganarse unas perras, si eraposible.

El crimen almeriense hizo que las madres vigilaranmás a sus hijos por una temporada al menos, que inculcaranel temor en ellos a hombres extraños que pudieranengañarles (el hombre del saco, el sacamantecas). Delmismo modo, surgían imitadores, gente perversa que tratabade seguir el mismo patrón que aquellos criminaleshaciéndose tan famosos como ellos.

El día 15 de agosto de 1910, cuando aún lossospechosos de Gádor eran interrogados en la Audiencia deAlmería, se oyeron multitud de pitos de serenos a las dos dela madrugada en el barrio almeriense de las Almadrabillas.Los vecinos que se encontraban en las tabernas salieron aver qué pasaba, las autoridades aparecieron para dirigirse,finalmente, a la calle de Tejares. Allí todas las vecinas seencontraban fuera, gritando en una furiosa algarabía. Fuedifícil saber qué había pasado pero al fin los guardiaspudieron averiguarlo hablando con la dueña de una casa.

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“Lo explicó, toda azorada, la vecina que hubo dedar la voz de alarma, diciendo que un hombre dehorrible aspecto, vestido de negro, habíapenetrado en su casa misteriosamente y quepretendió llevarse una de sus hijas, que tiene dosaños de edad.Sobrecogida de espanto, empezó la mujer a dargritos, el sereno pitó, el hombre misteriosoahuecó el ala, las gentes se alarmaron y elpresunto Leona desapareció como por encanto”(Heraldo de Madrid, 15.8.1910, p. 2).

En los periódicos, el inicio de las investigacionessobre la muerte de Bernardito trajo a la memoria el caso delos niños del Canal. Desde ese momento, todo nuevo casoque se refiriera a niños vino acompañado de la comparacióncon el crimen de Gádor. Tal sucedió en Málaga en 1913,unos meses antes de que el Consejo de Ministros tratara lapetición de indulto de los tres condenados en Gádor.

El 13 de agosto una niña llevaba la comida para supadre, un obrero en la fundición del Martinete. La niñahabía de pasar por el llamado Huerto del Coto donde, entrelos cañaverales, vio asomar parte del cuerpo de un niño.Espantada, se fue directamente a un cuartelillo cercanodonde narró lo encontrado a un sargento de Carabineros.Éste, sin perder tiempo, dio aviso al Juzgado y se dirigió conla niña hasta el lugar.

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Las noticias volaban. Pronto se fueron acumulandovecinos de la zona que acudían cada vez en mayor númeropara interesarse por las noticias que corrían de boca en boca.

La policía judicial pudo constatar enseguida que,efectivamente, se trataba de un niño en avanzado estado dedescomposición. A pesar de ello y que era difícil apreciarlas heridas que pudiera presentar, la sangre en su ropa y enel interior de su gorra hacían pensar en un hecho violento.

Pasada la información a la comisaría, alguienrecordó que hacía unos días se había presentado allí unapareja que, con gran preocupación, les comunicaron ladesaparición de su chiquillo, Manuel Sánchez Domínguez,de nueve años. Se pasaron la noche del día 7 de agosto y elsiguiente, inquiriendo noticias sobre el paradero de su hijo,desaparecido de manera misteriosa.

Martín Sánchez, el padre, era dueño de un puesto dehigos chumbos aunque ejercía otros oficios cuando podía,como el de garbancero. El puesto se encontraba al lado delconocido cine malagueño de Pascualini donde el muchacho,muy conocido de todos, entraba y salía a su antojo. De máses decir la condición muy humilde de la familia.

En la tarde del día 7, jueves, Manolito había entradoen el cine, cosa habitual, sin que saliese tras la última sesión.Sus padres imaginaron que, como en otras ocasiones, sehabría dormido en alguna butaca pero, registrado el cine, delniño no había ni rastro. Fue entonces cuando iniciaron superegrinar por oficinas, instituciones y comisarías, sinresultado alguno. El chiquillo se había esfumado.

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Es de imaginar el espanto de la madre cuando lecomunicaron el hallazgo de un cadáver en la zonadenominada Martinete. Allí fue, demudada, para reconocerenseguida entre llantos y gritos la ropa de su hijo. El sucesose extendió por todo Málaga, los periódicos locales sehicieron eco del mismo y aún llegó en breves notas a losnacionales.

¿Quién había matado al chico y por qué? Se habló deun fuerte golpe en la cabeza, se detuvo a un anciano acusadopor otro niño, Miguel Sánchez Hidalgo. Resultó, segúndeclaraciones de los familiares, que Miguelito tenía lasfacultades mentales perturbadas y sus declaraciones noofrecían sentido alguno.

Se sabía que el niño asesinado era muy formal, quese separaba muy poco de sus padres. “Un chico servicial ycomplaciente” recordaron de él los porteros del Banco deEspaña, “le mandábamos por tabaco y luego legratificábamos”, añadieron. Esa buena disposición ¿podríahaber sido el motivo de que se alejara del cine y de suspadres?

Algún periódico mencionó la sodomía pero elrecuerdo de la inmolación de Gádor atrajo mucho más laatención. Sin embargo, la falta de pistas era tan completaque las especulaciones dejaron de formularse y el suceso,aún siendo recordado tiempo después, empezó a pasar aldepósito de los casos irresueltos.

Todo habría de reactivarse seis meses después. Enuna venta malagueña se encontraban dos amigos de no muybuena catadura. Uno de ellos acababa de cumplir condena

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por el asesinato de un carabinero en La Línea y estabaacusado de robos y lesiones por los que entraba y salía de lacárcel. El otro no tenía tales antecedentes pero no le andabalejos. Los dos se emborracharon a conciencia aquel día. Eneso, “de manera novelesca” según afirmaron los periódicosposteriormente, entró un niño de corta edad para venderalgún producto.

Uno de los borrachos, al verle, sacó el tema delcrimen del Martinete. “Yo fui quien lo hizo” vino a jactarse.El comentario, que podría entenderse como unafanfarronada etílica, fue escuchado por el hijo de la dueña,mientras servía las mesas. Se lo dijo a su madre, doñaCarmen, y ella, por si acaso, le mandó a dar el recado a laguardia civil.

De esta manera tan rocambolesca se detuvo a los dosindividuos: Francisco Villalba España, “el Trapero”, de tanconocidos antecedentes, y José González Tovar, el quepresumió de ser el autor de aquel crimen. Evidentemente, laatención se centró en el segundo, al objeto de que confesara.

A partir de ese momento, González Tovar, alias “elMoreno”, empezó una deriva de declaraciones cambiantessobre las circunstancias de aquel suceso. Primero terminópor admitir que lo que había dicho era cierto, que él era elautor del crimen en solitario. Sin embargo, algunos detallesresultaban claramente contradictorios, como el hecho deafirmar que le había dado muerte el mismo día en que fuedescubierto, lo que no encajaba con que desapareciese seisdías antes encontrándose en el estado de putrefacción en quefue hallado.

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Cuando le preguntaron por qué lo mató se embarcóen una explicación ciertamente inverosímil. Afirmó que elniño había apedreado a un hermano suyo, más pequeño. Poreso, al encontrárselo aquel día, le recriminó las pedradas y lepropinó una bofetada. El niño tan formal, servicial ycomplaciente, respondió tirándole piedras a aquel hombre loque provocó, en un acceso de furia, que éste sacara la navajay le degollara.

La explicación no encajaba con los hechos, como seha dicho, y el delincuente se vio obligado a cambiar suversión. Entonces, aprovechando el clima existente en laciudad, el recuerdo del crimen de Gádor que aireaban losperiódicos y cuyos ecos llegaban hasta la cárcel, se inventóuna historia que era mucho más emocionante para lapoblación que la que hasta entonces había sostenido.

Ahora culpó a su amigo Francisco Villalba. Resultaque éste había salido de la cárcel el día 9 de agosto y, segúnel Moreno, se habían encontrado en la calle. Entonces elTrapero le dijo: “Ven conmigo” sin admitir réplica,llevándole hasta el Huerto del Coto, en la barriada delMartinete.

Allí Tovar se encontró a un hombre que custodiabaentre los cañaverales a un niño atado de pies y manos, quese debatía entre lágrimas y gemidos. El hombre, al verlosvenir, se marchó corriendo pero Villalba tomó el mando delas operaciones. Esperaron a la noche, sobre las doce, yentonces le conminó bajo amenaza de muerte a que sujetaraal niño por los pies. El Moreno le obedeció por un miedo

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irresistible, como seguramente insistiría en recalcar ante lapolicía.

Entonces, el Trapero cogió una navaja y empezó acortar el cuello del niño pero no de un tajo sino poco a poco,ahondando cada vez más. Al mismo tiempo, iba vertiendo lasangre en una jarra de lata. Hacia las dos y media elmuchacho había muerto y Villalba se llevó el jarro en unadirección mientras Tovar volvía a Málaga.

Sólo faltaba una historia semejante para disparar laimaginación del pueblo malagueño, llegando el recuerdo deGádor nuevamente a los periódicos nacionales. ¿Un nuevocaso de vampirismo? ¿Quién era el beneficiado de esteasesinato sino un tuberculoso con dinero? Los rumorescorrieron de una punta a otra de la ciudad señalando a untorero adinerado que moriría tres meses después delasesinato del niño. Se dijeron barbaridades: no sólo quehabía sido él aquel hombre sino que, al beber la sangre delpequeño, había contraído una infección de la que fallecióese tiempo después. Por supuesto, no había pruebas de nadapero el clima de alarma, el temor a nuevos asesinatos con elmismo motivo, se disparó entre la población.

Mientras tanto, Tovar no se cansaba de imaginarnuevas versiones. Villalba, el acusado principal ahora,tampoco dejaba de decir que su compadre estaba loco, queél no había tenido responsabilidad en nada. Entonces elMoreno dijo que aquel hombre misterioso, “un personajeprincipal en Málaga”, no es que hubiera desaparecido, sinoque permaneció en las inmediaciones dentro de un coche

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acompañado por otros. Sostuvo que él mismo le había vistobeberse la sangre antes de volver a Málaga.

Las incoherencias del relato eran tantas, los vaivenessobre los hechos narrados tan evidentes, que la policíaorientó sus investigaciones de otro modo. Pese a ello, elclima en la ciudad se enrareció y los rumores sobre quiénera ese personaje principal se dispararon.

El 11 de noviembre de 1915 acabó el juicio oralcontra los dos acusados. Se celebró en la Audiencia a puertacerrada debido al temor de desórdenes públicos. Los huboen el traslado de los presos que incluso llegaron a recibiruna pedrada. El fiscal tuvo que reconocer desde un principioque Francisco Villalba, el Trapero, no era responsable deaquel crimen. El juez ordenó su libertad inmediata. Habíapermanecido casi dos años en prisión por las acusacionesvertidas por el que quedaba como único acusado en eljuicio.

Se consideró probado, finalmente, que José GonzálezTovar, de 27 años, era culpable de un delito de abusosdeshonestos en la persona de Manolito Sánchez, además deotro de asesinato para borrar las huellas de su ataque. Elfiscal propuso la cadena perpetua para él pero la acusaciónprivada, un representante de la Junta de Protección de laInfancia, pidió la pena de muerte.

El juez, tras escuchar al jurado, emitió efectivamenteesa pena de muerte por garrote vil, pena que no se sabe si sellevó a cabo por no existir referencia alguna ni de ello ni deun posible indulto, en años sucesivos. García Jiménez, en sulibro sobre el vampirismo ibérico, deduce de esta ausencia

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de datos el hecho probable de que muriera no mucho tiempodespués en prisión.

Todo lo sucedido fue, por tanto, un caso depederastia seguido de asesinato para borrar las huellas delprimer delito. Sin embargo, el acusado esparció todo tipo deacusaciones sobre su entorno aprovechando el climaexistente en aquella provincia, limítrofe con Almería. De laconfusión y la multiplicidad de pistas creyó sacar algunaventaja e ir descargándose de responsabilidad. Su procesomental es bastante claro, hoy en día, no entonces. Lo queprimero declaró ante la guardia civil, que él era el únicoresponsable de aquella muerte, fue la verdad. Lo que vinodespués fue un conjunto de elucubraciones destinadas aevitarle lo que a la postre le llegó: el castigo a su crimen.

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Capellades, 1926

El 10 de abril de 1926 era sábado. Los periódicos sehacían eco de muchas noticias, la mayoría de las cualestendrían poco interés en la localidad barcelonesa deCapellades. Situada sobre una amplia terraza que bajaabruptamente en una caída de trescientos metros hasta elcurso del río Anoia, es una población que cuentaactualmente con unos cinco mil habitantes, bastanteindustrializada pese a ello.

Las noticias que quizá atrajeran su atención ymerecieran algún comentario de los vecinos, además de lasestrictamente locales, podría ser el regreso del “Plus Ultra”de su reciente y exitoso viaje desde Huelva hasta BuenosAires, donde habían llegado el 10 de febrero de aquel año.Desde entonces, todo eran homenajes a sus protagonistas.

Los chicos quizá soñaran con otro vuelo que se habíainiciado el 5 de abril, cinco días antes de los sucesos queaquí narraremos. En sendos aviones, tres nuevos héroes dela aviación, Lóriga, Estévez y Gallarza, habían emprendidoun vuelo desde el aeródromo de Cuatro Vientos, en Madrid,con destino a Manila, en las Filipinas. Aquel día 10 secomunicaba que los tres habían llegado con normalidadhasta el Cairo, donde fueron recibidos con todos los honorespor el cónsul español y numerosos españoles que deseabandarles la bienvenida.

A medida que la incógnita sobre el crimen sucedidoen Capellades encontraba un hueco en la prensa, ladesaparición de Estévez y la inquietud generada por su

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paradero durante la siguiente etapa (desde El Cairo aBagdad) llevaron la noticia a la primera página. Cinco díasdespués fueron encontrados tanto el piloto como sumecánico vagando por el desierto y atravesando durascondiciones. El final del caso de Capellades no podíaengendrar el mismo alivio.

Antonia Albertos era una mujer que no había llevadouna vida fácil. Separada de su marido desde hacía seis años,a cargo de dos hijos pequeños, trabajaba en dos turnos: porla mañana en una fábrica y por la tarde, sobre las 8,comenzaba su tarea de lavar ropa en casa ajena. Por ello, losdos hijos, José o más familiarmente Pepito, de entre nueve ydiez años, y su hermana, poco más mayor, estaban todo eldía en la calle jugando con otros amigos.

Así sucedió aquella tarde de sábado. Durante untiempo se pensó que el grupo de niños jugaba a la comba,entre otras actividades, al final de la calle Gravina (Graví,para los del pueblo). La niña Antonia Llipie, la última quevio a Pepito Collado con vida, manifestó luego ante el juez,en la reconstrucción de lo sucedido, que no fue en dichacalle donde lo dejara solo, sino cerca: en la calle Prat deRiva, cerca de unos cafés, un cine e incluso la sede de unaSociedad. No era, pues, un lugar aislado.

Sin embargo, el niño de algún modo, debió seguircaminando por dicha calle y tropezar con una estrechatransversal que llevaba hasta unos huertos, sólo oacompañado, ésa fue siempre la cuestión.

Cuando la madre volvió de lavar la ropa de unmédico encontró a su hija, pero no al hijo. Pensó que

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seguramente se escondía porque había roto una vasija deaceite y sabía, tal como entonces se comentó, que su madreno tenía buen carácter y alguna bofetada se podía escapar.Tal vez, pensaría la madre, se había escondido en algunacabaña o algún otro lado para dormir allí y esperar que a ellase le pasara el enfado.

Aún así, salió a buscarle, sin dar con él. Nadie lehabía visto, ningún vecino sabía nada. Empezó a inquietarsey optó por avisar al cuartel de la guardia civil y a lossomatenes cercanos. Estos, quizá sin demasiado empeño,empezaron una búsqueda que habría de aplazarse pronto,habida cuenta de que se echaba la noche encima.

Al día siguiente, 11 de abril, domingo, el campesinoAntonio Todella llegó hasta un campo junto a la torre enconstrucción de un tal Sr. Fortuny. No dijo a qué iba perotenía permiso del dueño, tal vez fuera para retirar material,trabajar en algo. El campo era, en ese momento, un trigalcon espigas que llegaban a los 80 centímetros de altura. Sinembargo, observó que una parte del mismo mostraba lostallos aplastados. Se acercó a averiguar qué lo había causadoy vio un bulto.

Debió suponer lo que era puesto que salió corriendoa buscar a un vecino, Sebastián Riera, para que ambosdescubrieran a la vez el cadáver de un niño, Pepito Collado,yaciendo sobre un costado, con la cabeza casi separada deltronco por un profundo y largo corte en el cuello. Empezabaasí el caso Capellades.

Desde el principio, la naturaleza de la herida, la edaddel niño, hizo correr la misma hipótesis: aquello era obra de

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un tuberculoso, al objeto de recuperar la salud bebiendo lasangre infantil. Los periódicos ya propagaban la noticiacomo algo indubitable. Bajo el expresivo título de “Matan aun niño para chuparle la sangre”, el diario “La Libertad”afirmaba lo siguiente:

“La infeliz criatura había sido degollada, y todoslos indicios hacen suponer que el horrendocrimen ha sido cometido con el propósito de queun enfermo tuberculoso bebiera la sangre delniño” (La Libertad, 13.4.1926, p. 1).

Ciertamente, la herida infligida hacía suponer unarepetición de la misma historia sucedida en Gádor. Es ciertoque habían pasado 16 años desde entonces pero los casos,con menos presencia en los medios periodísticos, se habíansucedido esporádicamente en distintos lugares de España,siempre en zonas rurales: en Sobrado de Obispo, Orense, en1914; Teverga, Oviedo y Alcoy, en Alicante, 1915; Avilés,1917, etc. sin olvidar a Enriqueta Martí, la bruja del Raval.Algunos se habían resuelto, otros no. Como sucedió en lalocalidad asturiana de Avilés, la cuestión resultaba máspenosa por cuanto el autor era un joven indiano venido deCuba, con regular formación, y se contaba en la región conalgún sanatorio antituberculoso en el que hubieran podidotratarle. Pero las creencias en los poderes mágicos de lasangre infantil, más en este caso en que el protagonistavenía de una Cuba donde había estado en contacto con

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curanderos, seguían persistiendo en los ambientes rurales deEspaña.

El informe del médico que examinó al niño deCapellades no demoró mucho y fue concluyente. El mismodía que Gallarza y Lóriga llegaban a Calcuta, el doctorFonsalva declaró:

“Según acreditan informes de buen origen, elcadáver tenía poquísima sangre… Como, porotra parte, en el sitio donde fue encontrado no seobservaban más que ligeras huellas de sangre yalgunas pequeñas salpicaduras en las matas detrigo más próximas, forzoso es que se sigacreyendo que el móvil del crimen fue recoger lasangre del pobre niño” (La Voz, 19.4.1926, p.8).

Este médico ya había adelantado la mismaconclusión tras la autopsia realizada el día 13, inclusohaciendo la observación de que le habían cogido por detráspara degollarle, por lo que podían ser dos o tres los queintervinieron en el crimen. Además, especificó que la heridaera de tal tamaño que habrían necesitado un recipiente deamplia boca, como una palangana, para recoger la sangreque debía salir a borbotones. Desde luego, la muerte delniño fue instantánea en estas circunstancias.

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Sospechas y registros

La guardia civil y los somatenes, miembros de uncuerpo parapolicial catalán que trabajaba conjuntamente conlos primeros, no escatimaron medios para resolver el caso,ante la alarma de la población. Todos los guardias de lacomarca se concentraron en Capellades examinandopruebas, realizando registros, deteniendo a todos los quepudieran estar implicados en el caso.

Se supo desde el principio que una cuadrilla degitanos había acampado en las afueras de la población, lamisma tarde del crimen. Como era habitual en estos casos,al saber la noticia los gitanos levantaron el campamento aldía siguiente y se fueron. No sería el primer caso en queterminaran con sus huesos en la cárcel por la más mínimasospecha de participación en algún delito. Se les persiguióhasta localizarlos, sin que pudiera encontrarse prueba algunacontra ellos.

Del mismo modo, los vecinos señalaron a la guardiacivil que por el barrio donde los chiquillos jugaban, habíapasado un hombre pidiendo caridad al tiempo que tocaba unpiano de manubrio. El pobre había ahuecado el ala tambiénpero fue localizado en la cercana Pobla de Claramunt,resultando igualmente inocente de cualquier implicación enel caso.

La atención entonces se centró en los padres y sucírculo familiar. ¿No podía haber sido una venganza delpadre, a través de algunos parientes suyos? Era necesarioaveriguar qué había detrás de esa separación, qué historia

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encerraba ese matrimonio de circunstancias tan irregularesen ese momento. Por ello se interrogó extensamente a lamadre y se buscó al padre en la cercana localidad deIgualada, donde se encontraba.

Los periódicos pudieron reconstruir las vicisitudesfamiliares de la pareja. Rafael Collado Pamis, el padre, eranatural de Orihuela, pese a lo cual le llamaban “ElMurciano”. Allí se había casado y tuvo tres hijos: la mayorera una hija y los dos menores, chicos. Pero su mujer habíamuerto a los cuatro años de casados, por lo que se encontróviudo.

En algún momento su vida se torció, resultandoculpable de un crimen, probablemente una reyerta, por laque pasó catorce años en prisión. Ya fuera, conoció aAntonia, casándose con ella y teniendo los dos hijos a quehemos hecho referencia.

Marcharon hasta Igualada en busca de trabajo peroterminarían separándose en 1920, seis años antes de lamuerte de Pepito Collado. Desde entonces Rafaelprobablemente había ido cayendo en un mundo de rufianesal que, teniendo en cuenta sus antecedentes, debíapertenecer por costumbre.

Vivía con un compadre, Filomeno Rubí, en una casa,pero sus relaciones eran violentas, como se deduce por loque pasó. El 20 de diciembre de 1925, unos meses antes delsuceso que tratamos, infirió en el propio domicilio unnavajazo mortal a su compañero. Como luego diría en eljuicio, fue en legítima defensa, al tropezarse en la escalera yverle echarse la mano a un cuchillo que Filomeno siempre

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llevaba encima. Al parecer, tenían pendencias anteriores quenunca habían resuelto.

En el juicio que concluiría el 2 de septiembre deaquel año, no se consideró que la puñalada mortal seinfligiera en legítima defensa y tan sólo se tuvo en cuenta laeximente de embriaguez para condenarle a doce años y undía de reclusión. Desde luego, Rafael Collado parecía carnede presidio, se mirase como se mirase.

¿Era posible que, desde la cárcel donde seencontraba, hubiera urdido una venganza contra su mujer através del niño? Tenía un hermano en la propia Igualada,apenas a once kilómetros de Capellades, otros familiaresmás lejanos que habían llegado tras él a la ciudad catalana.¿Eran ellos los autores materiales del crimen?

Así debió pensarlo el juez de instrucción que, tras unmuy extenso interrogatorio de Antonia Albertos, salió concara de satisfacción al encuentro de los periodistas:

“El juez, después de terminar dicha diligencia,habló breves momentos con un periodista, y ledijo: Soy en extremo optimista. Ha comenzado aabrirse la brecha, y creo que no tardará endesmoronarse todo” (Heraldo de Madrid,16.4.1926, p. 3).

De modo que el juez marchó a Igualada parainterrogar al padre en la cárcel. Del mismo modo, llevóhasta allí a la madre y la hermana de Pepito para realizar uncareo con la otra hija mayor de Rafael Collado. Todo al

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objeto de encontrar un resquicio, una prueba, un perder losnervios que permitiera que “todo se desmoronase”.

Pero los días pasaron sin que se supieran lasconsecuencias de estos interrogatorios, señal de que eloptimismo judicial no estaba justificado. Los periodistas,siguiendo esta pista, llegaron hasta la celda dondepermanecía Rafael Collado al objeto de hacerle sus propiaspreguntas. Es curioso observar cómo el juez había abierto uninforme para sancionar a los primeros responsablespoliciales que llegaron hasta el cadáver, porque habíanpermitido que todos los vecinos que quisieran entraran enaquel campo, pisaran las espigas de trigo e hicierandesaparecer cualquier vestigio de prueba. Curiosamente, erael mismo juez que negaba información por ser secreto desumario, el que permitía la libre entrada de los periodistashasta la cárcel al objeto de hacer sus propias averiguacionesaireándolas, claro está, en la prensa.

Así hemos sabido, casi un siglo después, cuál era laopinión de aquel rufián con el que se casara Antonia enOrihuela. Tampoco ella salía bien librada de la entrevista,como es natural, dada la inquina que debían mantenerambos y la constancia de que el juez había llegado hasta allísiguiendo la sospecha que había vertido Antonia en su oído.

“Sospecho –le dijo- de algunas personas de mifamilia. Mi mujer tiene muy mal carácter. Unavez en Orihuela golpeó a mi hija mayor,hiriéndola, y en otra ocasión llegó a darme unmordisco en una mano.

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Mi mujer es de muy mala conducta. Aquí sepuso a servir en una casa de malos antecedentes,y tal vez en ella conociese a un hombre con elque entabló relaciones, y después se marchó aCapellades, acompañada de ese hombre. Segúnme han dicho, hace algún tiempo regañaron” (LaLibertad, 17.4.1926).

En estos crímenes, los primeros días eranfundamentales. Las sospechas más fiables, sin embargo, sedesmoronaban. Como era habitual en casos semejantes, delmismo modo que habían surgido gitanos y el hombre delorganillo, las sospechas del vecindario se dirigieron haciagente de fuera.

Se dijo así que el día 9 de abril, un día antes delcrimen, había llegado en automóvil a Capellades unindividuo de traje marrón y aspecto enfermizo. Alguienrecordó que había preguntado por cómo dirigirseprecisamente a la calle Gravina. Debido a su aspecto, elempleado de la cercana estación de Parellada, habíaesbozado a lápiz un retrato del desconocido. Algorocambolesco parece todo esto. De cualquier modo, no pasóde ser “algo que se decía” y, más concretamente, que decíanotros porque del individuo nunca más se supo y el retrato noapareció tampoco.

Indudablemente, a falta de motivaciones familiaresque no era posible probar, era necesario seguir la pistainicialmente más importante: que el crimen parecíamotivado por la extracción de sangre del pequeño.

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Por ello se registraron las casas de dos tuberculososdel pueblo, con gran sobresalto de los mismos, es deimaginar. No se encontró la más leve pista que permitierarelacionarlos con el crimen, por lo que la búsqueda yregistros se extendieron a pueblos colindantes, siempre sinresultado apreciable. Pero en los registros, nunca se sabedónde puede surgir la prueba fiable.

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La pista de la sangre

Muy pronto, el lunes día 12, al siguiente deencontrarse el cadáver, los periodistas comenzaron apreguntar impresiones al vecindario. Comenzaba lo que hoyse conoce como “alarma social”, además de una marcadaindignación hacia el responsable del crimen. Segúncomentaban las crónicas, las mujeres del pueblo, como enFuenteovejuna, habían declarado que, en cuanto selocalizara al asesino, bastaba dejarlo libre en la plaza delpueblo, que ellas se encargarían del resto. “¿Para qué gastarpapel?” preguntaba una de las más aguerridas.

Uno de los interrogados fue el vecino más cercano alcampo donde se había encontrado a Pepito Collado. El Sr.Guasch era un rico propietario de una fábrica de tejidos yllegaba a una conclusión que se tardaría algunos días entener en cuenta.

“Entre mi casa y el huerto donde fue encontradoel cadáver sólo hay una distancia de quince aveinte metros. Así pues, nosotros somos los quemás cerca estuvimos de los criminales, a pesarde lo cual no oímos nada. Está para mí fuera deduda que entre los criminales había alguno queconocía perfectamente la población, porque deotro modo no es posible elegir con más aciertoun lugar tan apropiado para conseguir laimpunidad” (La Voz, 13.4.1926, p. 3).

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Para llegar hasta ese campo tan retirado, en unaestrecha bocacalle como dijimos, apartada de los lugaresmás concurridos aunque cercanos, era necesario ademássalvar un muro de un metro de altura. No es que fuera unobstáculo insalvable pero resultaría dificultoso si se llevaaprisionado a alguien consciente. Teniendo en cuenta lasafirmaciones del Sr. Guasch, en el sentido de no haber oídonada estando tan cerca, se puede colegir que el niño ibamuerto o, quizá, narcotizado, sistema que ya habíaempleado el indiano de Avilés unos años antes.

En todo caso, la ausencia de pistas fiables respecto apersonas foráneas conducía a indagar sobre los propiosvecinos de Capellades. En ese sentido, los sucesivosregistros efectuados parecieron dar su fruto el 17 de abril,una semana después del crimen.

La guardia civil, se supo, había detenido a unafamilia entera de la población. Se trataba de SebastiánTorrens, un albañil de 55 años, su mujer Mª Tomás y su hijoAntonio, de 20 años, también albañil, que había regresadode Francia un mes antes.

Aquello causó la sorpresa de muchos vecinos, comoes habitual en estos casos. Nadie se podía imaginar que unafamilia humilde, sí, pero honrada, se hubiera visto implicadaen un crimen tan pavoroso. El jefe de Sebastián manifestó alos periodistas su incredulidad ante las sospechas querecaían sobre el albañil.

En el registro efectuado en su domicilio se encontróuna navaja manchada de sangre y alguna ropa, también consignos del mismo elemento. La familia no había sabido dar

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una respuesta a la pregunta de los guardias sobre el origende aquella sangre, hasta que al padre se le ocurrió que podíaser de un conejo que habían preparado recientemente.

Aquellas dudas, la excusa, no resultaban muyconvincentes a los que los detenían. Se procedió entonces dela forma habitual en estos casos: todos a prisión y ya severía si se ablandaban y terminaban por confesar. ComoSebastián defendió que en la noche del crimen estabaenfermo del estómago y había llamado a un médico, lassospechas sobre la autoría material se dirigieron al hijo, porlo que no se dudó en encerrarle junto a sus dos mejoresamigos, con los que había estado al parecer aquella noche.

Se carecía de pistas fiables, se daban palos de ciegopor ver si caían los responsables del crimen. Los periódicosiban colocando en sueltos cada vez más pequeños la noticiade que no había novedades en la resolución del caso. Unosdías después, la familia Torrens era liberada, una vez que secomprobó que la supuesta “sangre” no era ni siquiera deconejo sino pintura roja nada más.

Aquello no parecía llevar a ninguna parte, la guardiacivil no reconocía públicamente que el caso quedaría sinresolver pero a los diarios y la población les parecíaevidente que sólo un error de los asesinos, una complicidadmal encubierta, un descuido verbal, un arrepentimientoespontáneo, llevaría a la solución del caso. Así había pasadoen Gádor, donde el despecho de Julio Hernández por norecibir dinero alguno, le llevó a confesar su crimen y laimplicación de todos los demás. También sucedió algo

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parecido en el caso de Martinete, cuando el asesino se habíaido de la lengua en una taberna.

Carentes de métodos científicos en la búsqueda delculpable y en ausencia de pruebas objetivas, la investigaciónse fiaba a este tipo de resultados casuales. Así, a un italianovendedor de hierbas medicinales se le encarceló porincriminarse y presumir de haber cometido el crimen,cuando estaba borracho en una taberna. En este caso sedemostró con facilidad que ni siquiera se encontraba por losalrededores, como tuvo que reconocer cuando se le pasaronlos efectos etílicos.

Pero las sospechas parecían mucho más ciertas en elcaso de Francisco Puig, un barcelonés dueño de la Fonda elComercio, sita en la capital catalana. De nuevo en unataberna estaba una tarde con un amigo al que le tocaba ir alservicio militar. Naturalmente, había excepciones muycontadas que eximían de esta obligación, como estarenfermo. Por eso, en medio de unos buenos vasos de vino,Puig le dijo que él tenía un remedio para esa situación. Sacóuna botella llena aparentemente de sangre y, vertiéndola enun vaso, le dijo que la bebiera porque era sangre humana yeso le iba a provocar unos vómitos que los médicos militarestendrían en cuenta.

Naturalmente, de entre los presentes hubo uno quemarchó corriendo al cuartel para denunciar el hecho. AFrancisco Puig se le detuvo, también al amigo aunquepronto fue evidente que no sabía nada de todo aquello y fuepuesto en libertad. Puig, en un principio, sólo acertó a decirque aquella sangre era de cerdo y le había llegado de

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Igualada. Precisamente de la localidad cercana a Capellades.Las sospechas crecieron de punto. ¿La había adquirido, nopara tratar a un tuberculoso, sino para eximir del serviciomilitar a un amigo?

Desde el día 28 de abril en que sucedieron estoshechos, el fondista tuvo que esperar en prisión hasta el 5 demayo antes de ser puesto en libertad. La broma le habíacostado una semana en la cárcel. Tuvo que llegar desdeIgualada la confirmación de que un tocinero había enviadoaquella sangre de cerdo ante la petición que le hizo llegarFrancisco Puig. Poco después, el Laboratorio médico legalconfirmaba que aquella botella contenía, efectivamente,sangre animal. Una nueva pista se esfumaba.

El caso fue desapareciendo de los periódicos trasalgunos comentarios sobre la ausencia de nuevas pistas. Nisiquiera el cambio de juez de instrucción a principios dediciembre y el nuevo reconocimiento efectuado del lugar delcrimen, trajo la noticia a los diarios. Todos ibanconsiderando que, como en el caso de los niños del Canal ytantos otros, aquel delito quedaría impune y los criminalesrespirarían tranquilos pasado un tiempo.

Pero ese nuevo juez de instrucción, laborioso ydecidido, tuvo suerte apenas tres meses después de habersehecho cargo de la investigación. De nuevo un descuidoverbal habría de traer el caso a los periódicos y esta vez deun modo más fundamentado.

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Dos mendigos

Cuando llegó el año de 1927 nada hacía suponer queeste caso fuera a retomarse. Los crímenes se resolvían enpocos días o era improbable que encontrasen solución. Asíparecía confirmarse también en el caso de Capellades. Afinales de enero, tras informar el fiscal respecto al acto determinación del sumario, éste se declaró concluso enIgualada y se trasladó a la Audiencia provincial sin unnombre siquiera al que acusar.

Sin embargo, apenas tres días después, el 30 deenero, tres mendigos entraron en una taberna del pueblo deCarme, un pueblecito cercano a Torre de Claramunt, dondese iban a celebrar las fiestas de la Candelaria con granasistencia de público. Pidieron un porrón de vino, luego unsegundo y un tercero. Cuando ya habían trasegado diezporrones salieron a la carretera entre grandes voces,discutiendo.

El más alto de los tres se enfrentó a uno de suscompañeros, el más joven, y le propinó un puñetazoprovocándole una gran hemorragia nasal. Los chiquillos dela zona, viéndoles borrachos y dándose golpes, empezaron areír y burlarse. Entonces, el agresor se volvió a ellos,irritado, y les espetó: “Marchaos de aquí, pues si no, harécon vosotros lo que hice con el muchacho de Capellades”.

Los chicos huyeron temerosos para refugiarse en suscasas. Uno de ellos, hijo del Sr. Vallés, conocidocomerciante de la localidad, se lo contó a su padre que, sinpensarlo más, fue a denunciar el hecho a los somatenes de la

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localidad. Estos fueron inmediatamente a la carretera y, muycerca, encontraron a dos de los mendigos durmiendo en unacueva. Los detuvieron llevándolos ante la guardia civil quelos condujeron en coche hasta la cercana localidad deCapellades, donde llegarían a las once de la noche.

Allí fueron interrogados ampliamente. El más alto ycorpulento dijo llamarse José Dago Tomás, natural deCrevillente, de 45 años; el otro era Francisco Sans Cuenca,de 35, nacido en el pueblo conquense de Riera. Debían estartemerosos de todo lo que se les estaba viniendo encima.Dago afirmó que estaban borrachos y no recordaba quéhabía dicho, su compañero coincidía en que habían bebidomucho pero sí se acordaba del denuesto de su compadreatribuyéndolo a un modo de dispersar a aquellos chiquillos ynada más.

Luego se les preguntó por el tercer mendigo yafirmaron que sólo estaban ellos dos, pese a que todos losniños y en la taberna afirmaron que eran tres. De hecho, sehicieron batidas cerca de Carme hasta encontrar a FranciscoSalillas, de 29 años, a punto de llegar a la Torre deClaramunt. Interrogado a su vez, afirmó con certeza que,cuando sucedió el crimen de Pepito Collado, él estaba en elhospital, hecho que se comprobó justificando su libertad.

El caso de los otros dos no estaba tan claro porqueseguían incurriendo en contradicciones. Uno afirmaba queno pisaban Capellades desde hacía cuatro años, otro sosteníaque sí habían estado sobre las fechas del crimen pero que notenían nada que ver.

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Se llamó a la madre, Antonia Albertos. Ésta habíadeclarado en su día que, al salir a buscar a su hijo, encontródetrás de la iglesia a un hombre alto, mal vestido, que lehabía infundido mucho miedo. Una de aquellas pistas quenunca parecían conducir a nada. Esta vez podía ser que sí,por lo que se llevó a José Dago a su presencia.

Es de imaginar la expectación con que los habitantesde Capellades seguían la resurrección de este caso y laesperanza en su resolución, además de los periodistas quehabían empezado a llegar de nuevo hasta allí. Se daba elcaso de que, por colecta popular, se había reunido la nadadespreciable suma de 5.000 pesetas por la localización delculpable.

Al salir, se le preguntó a la madre si habíareconocido al individuo. Ella dijo que se parecía pero que noestaba segura. “En todo caso”, manifestó, “al asesino de mihijo le pagaron para cometer el crimen”, lo que era unreconocimiento implícito de que no creía que dos mendigos,por pura maldad, fueran los responsables de tal hecho.

Algo parecido sucedía con dos vecinos deCapellades, que recordaron a unos mendigos que pasaronpor el pueblo ese día. Los presentes se parecían o lesrecordaban a aquellos pero no podían afirmarlo conseguridad.

Estas pruebas circunstanciales reactivaban, sinembargo, el caso. El Juzgado de Igualada reclamó elsumario que acababa de enviar a la Audiencia para seguirefectuando diligencias y comprobar las manifestaciones delos detenidos. Se practicaron inútilmente nuevos registros,

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se volvió a interrogar al vecindario, siendo todo inútil. Nohabía más pistas ni se podía confirmar la culpabilidad de losdos mendigos que se habían ido de la lengua para ahuyentara unos chiquillos que se burlaban de ellos.

El 12 de agosto, limpiando un pozo del pueblo,varios hombres encontraron un cuchillo de grandesdimensiones en el fondo. ¿Sería el empleado para elasesinato? Lo enviaron al Juzgado de Igualada sin que seargumentara nunca como prueba.

Finalmente, no había nada con lo que culpar a losdos mendigos. El 16 de septiembre, casi ocho mesesdespués de ser detenidos los acusados, el fiscal reconoció lainexistencia de pruebas consistentes contra ellos y pidió elsobreseimiento del caso. La acusación particular no estuvode acuerdo y por ello los mendigos hubieron de estar otroscinco meses en prisión antes de celebrarse el juicio.

Éste tuvo lugar el 23 de febrero de 1928 en laAudiencia barcelonesa. Dago y Sans negaron todaparticipación en el asesinato, afirmando (como ya se habíacomprobado) que no estaban en Capellades en aquellasfechas sino trabajando en otro pueblo. El acusador privadoconfiaría en que la madre y los vecinos afirmaran con mayorcontundencia la culpabilidad de los acusados pero ni estabanconvencidos de ello ni seguros de la identificación de losmismos. Rendido, el acusador retiró también los cargos y eljuez dictó el sobreseimiento de la causa.

El crimen de Capellades quedaría impune.