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El gato dorado Germán Rozenmacher -¿Ahora? -preguntó el artista viejo volviendo la cabeza en el sótano, hacia el hueco de la escalera por donde bajaba el pálido resplandor del día. El gato dorado, sedosamente dorado, de algún modo dijo: - Miau -lo que quería decir “Todavía no”, y siguió allí como un pequeño sol tibio esperándolo acurrucado bajo la escalera. El artista volvió a enderezarse y siguió tocando en su piano, ante la gran bocina grabadora modelo mil nueve veinte que ya no se usaba en ninguna parte y que sólo podía encontrarse en el sótano de ese café, ese humoso café melancólico donde hombres silenciosos fumaban, jugando a las cartas y el humo opacaba los espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes, y una caja registradora con ángeles labrados en el hierro, como una antigua diligencia siempre inmóvil hacía simplemente tilín, tilín. Y había una gran balaustrada de madera que separaba el salón familias del resto del café melancólico y allí, a la hora del té, hombres y mujeres se hacían furtivamente el amor con los ojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entre las columnas. Y al fondo del salón familias una escalera bajaba al sótano; y en el sótano, desconocidos que nunca dejarían de serlo grababan discos mientras el artista los acompañaba tocando despacio, en su piano amarillento. “Hoy es el día” pensaba mientras seguía el ritmo del jazz con el taco del zapato, y una banda de muchachos alrededor suyo tocaba su trasnochada música frenética que él acompañaba bastante mal, torpemente, porque él era mucho más lento que eso, y también más antiguo. Miró de nuevo hacia la escalera: -¿Ahora? -le preguntó con la mirada al gato dorado que apenas podía distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieron mirándolo obstinadamente sin contestarle. Detrás, en la cola había un cantor de ópera que había sido famoso en su ciudad natal, una ciudad italiana de

El Gato Dorado - Rozenmacher

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Cuento acerca de un pianista viejo y olvidado y un gato dorado que lo acompaña

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El gato doradoGermnRozenmacher

-Ahora? -pregunt el artista viejo volviendo la cabeza en el stano, hacia el hueco de la escalera por donde bajaba el plido resplandor del da. El gato dorado, sedosamente dorado, de algn modo dijo: -Miau -lo que quera decir Todava no, y sigui all como un pequeo sol tibio esperndolo acurrucado bajo la escalera. El artista volvi a enderezarse y sigui tocando en su piano, ante la gran bocina grabadora modelo mil nueve veinte que ya no se usaba en ninguna parte y que slo poda encontrarse en el stano de ese caf, ese humoso caf melanclico donde hombres silenciosos fumaban, jugando a las cartas y el humo opacaba los espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes, y una caja registradora con ngeles labrados en el hierro, como una antigua diligencia siempre inmvil haca simplemente tiln, tiln. Y haba una gran balaustrada de madera que separaba el saln familias del resto del caf melanclico y all, a la hora del t, hombres y mujeres se hacan furtivamente el amor con los ojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entre las columnas. Y al fondo del saln familias una escalera bajaba al stano; y en el stano, desconocidos que nunca dejaran de serlo grababan discos mientras el artista los acompaaba tocando despacio, en su piano amarillento. Hoy es el da pensaba mientras segua el ritmo del jazz con el taco del zapato, y una banda de muchachos alrededor suyo tocaba su trasnochada msica frentica que l acompaaba bastante mal, torpemente, porque l era mucho ms lento que eso, y tambin ms antiguo. Mir de nuevo hacia la escalera: -Ahora? -le pregunt con la mirada al gato dorado que apenas poda distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieron mirndolo obstinadamente sin contestarle. Detrs, en la cola haba un cantor de pera que haba sido famoso en su ciudad natal, una ciudad italiana de tercera categora donde haba cantado Luca en el teatro municipal -un corraln con techo- y que ahora aqu, en Buenos Aires, era corredor de una compaa de vinos y grabara un aria para poder escucharse los domingos a la maana, en su victrola, en la pieza de conventillo donde viva con su mujer y sus hijos. Adems haba una vieja, ajada y medio dormida, que alguna vez haba cantado milongas en una confitera del centro y que antes haba sido la mantenida de un ministro y que grababa discos para llevarlos a una prueba en la radio que no se hara nunca, y tambin para escucharse, en la cama vaca, ahora que estaba sola y nadie quera vivir con ella. Y adems, en la cola haba dos muchachos que cantaban tangos y queran empezar a hacerse conocer. El pianista los acompaaba a todos. Tena los ojos cerrados y las cejas alzadas y se meca al comps, abandonado a s mismo. Me espera, pens. Hoy ser el gran da. Por fin haba llegado. Hoy sera. O nunca ms. Temblaba, por dentro. Y respiraba hondo como ante algo mprobo y final. Abri los ojos y as, con las cejas alzadas pareca siempre a punto de llorar, o decir algo inexplicable. En realidad tena hmedos ojos judos pero no lloraba nunca, aunque siempre sola entrecerrarlos como si recibiera el sol de frente, o como si estuviera condenado a sentir cosas que jams podran ser del todo dichas, viviendo en una incomunicada zona inefable. O como si hubiera visto toda la tristezadel mundo, junta. Dentro suyo. Volva todas las tardes, cuando el stano estaba cerrado para las grabaciones y sentndose al piano tocaba viejas canciones judas, rehacindolas a su manera, escribiendo la msica, valses vulgares sin demasiado brillo ni talento. De pronto, en medio de la grabacin de los muchachos y slo audible para l que lo estaba esperando escuch un solo Miau y mirando hacia el costado -porque la escalera estaba a un costado-vio a su gato dorado que con los ojos fijos en l mudamente le deca: Vamos. Entonces, en medio de la pieza abandon el piano, agarr su sobretodo, se cal el sombrero arrugado sobre sus desordenados y abundantes cabellos grises y sin despedirse -cosa muy extraa porque era sumamente respetuoso- subi despacio la escalera. Pas frente a la caja y al estao del mostrador, y la inmvil diligencia de los ngeles labrados hizo tiln tiln despidindose y el patrn grit: -Eh! Adnde va, maestro! -all todos lo llamaban maestro como si fuera Beethoven. Sali del caf con la certeza del que sabe a donde va hasta que se detuvo, volvindose, esperando, con la vista puesta en la salida por la que haban aparecido todos los integrantes de la orquesta que le gritaron: -Eh! Est loco, maestro? -despus salieron el cantor de pera y la vieja, y los dos cantores de tangos, y l se los qued mirando, a ellos que, silenciosos lo miraban a l, con media cuadra de por medio, vindolos all, amontonados en la puerta del caf, el disco a medio grabar, esperando en la maana de invierno, mientras el viento soplaba entre las ramas resecas del rbol de la vereda y le agitaba los mechones grieses que se escapaban por el sombrero. Colndose majestuosamente pequeo entre los pies que obstruan la puerta sali el gato.Y entonces el artista empez a caminar pensando que hoy era el gran da. Caminaba delante y el gato lo segua y eran como dos hermanos, caminando distanciados pero juntos, con los otros mirndolos irse y pensando en aquellos rumores que los hacan mateniendo largusimas conversaciones, en el stano, cuando el pianista tocaba para s mismo por las tardes, con el fuego necesario para convocar a los ngeles y el gato lo escuchaba, acurrucado bajo la escalera, siempre. El gato se trepaba a los rboles, husmeaba por los balcones y el artista saba que volaba; algo lo alzaba y el gato, casi inmvil, se dejaba arrastrar por el viento, como una hoja otoal, dorada y leve, con el lomo encorvado, las patitas movindose, como nadando apenas, en el aire. As hicieron varias cuadras y aunque el artista jams se dio vuelta saba que el otro estaba all, tras l, por Sarmiento, solos y juntos, por las calles desiertas del invierno, hacia el hotel. Realmente querr este itinerario? pensaba. En las esquinas esperaba que el otro lo alcanzara y cruzaban la calle juntos, uno largo, flaco y encorvado, con los ojos alucinados ardindole en la cara chupada, y el otro pequeo, tibio, intocable. El gato dorado era pura ternura, pero no se dejaba acariciar ni por toda la msica del mundo. Era inalcanzable y cuando el artista intentaba tocarlo se le escapaba de las manos. -Ahora? -pregunt. Haban dejado atrs los largos faroles de la plaza del Congreso y el gato suba corriendo delante suyo las escaleras de la pensin, con la alfombra de terciopelo fijada a cada escaln por varillas de bronce; esquivando el escobazo de la mujer se meti en la pieza. Cuando el artista lleg -haca treinta y ocho aos que viva con su mujer all- ya lo encontr sentado en la cama lamindose una pata, sin mirarlo. -Ya llegaste eh? cretino -su mujer lo insultaba desde abajo, porque era pequeita y siempre tena una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberla enterrado all desde haca aos, por su desamor, y por pasarse la vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel stano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Haba dejado de escucharla haca mucho. No la odiaba, pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oa desde que comenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras l se paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fros y se vesta sintiendo anhelosamente todo aquello que desentraara junto al piano aquella tarde como lo haba hecho desde que tena memoria, cuando haba descubierto su duro oficio de msico. Y por las tardes sola pensar en aquella otra poca, antes de venir a Buenos Aires cuando era muy joven y tocaba el acorden vagando por las calles de pequeos pueblos europeos.

Entonces tena dos camaradas: el manso violinista plido con su barba de rabino y el agobiado clarinetista con su largo capote que ola a vino y su gorro de visera. En el crepsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando para s mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pjaros, creando mundos efmeros e inapresables, melodas como humo, tocando canciones ms antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos tocaban en la calle, con judos respetables con abrigos de cuellos de piel hacindole corrillo y echando monedas en el gorro de visera. Aunque la mayora de los judos no fueran ricos y vivieran en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algn pogrom oportuno se encargaba de arrebatrselo. Pero ellos traan la alegra. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso de t, como pago.Y las madres les decana sus nios: Cuidado con los artistas, esos shnorers, esos harapientos , pero los amaban y les teman, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decan la verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminara con la opresin y la tristeza.Y el artista saba queall,por todo ese nevado pas, miles y miles de judos lo esperaban siempre y cuando estaba con ellos senta que algo los funda a todos, una honda alegra indestructible que floreca sobre el velado tono menor y atribulado de su msica, una alegraen la que ellos lo necesitaban a l porque era la voz de todos; l, que era apenas un artista nio, un rey harapiento; l, que era el corazn del mundo. Despus los pueblitos ardieron. El humo oscureci el cielo. Todo aquello empez a morir. Mil aos de vida juda enEuropa oriental empezaron a morir. Huy a Buenos Aires. Yaqu vendi su acorden porque ya nadie lo escuchara por las calles. Descubri aquel stano. Despus los diarios idish le dijeron que all todo haba terminado. Ahora compona y compona, sudando dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el stano, y sola tocar su msica para sus paisanos, cuando lo llamaban para algn casamiento. Pero cada vez lastocaba menos, porque sus paisanos se iban muriendo. -Lleg! -dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de fro-. Venga a tomar un vaso de t. -Haba asomado la cabeza por la puerta-. Qu lo hizo venir tan temprano, hoy? -dijo hablando en idish. Porque todos hablaban idish. El sastre, la mujer, el artista. Entr en la pieza del sastre que tena un empapelado floreado con manchasde humedad y en la araa arda una sola lmpara. Por el balcn se vea un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: SastreraAl Caballero Elegante, crditos, casimires, modelos de ltima moda, rebajas. La sastrera era esa pieza de hotel. -Y cmo est mi gatito, mi ktzele? -pregunt el sastre. Su gatito, pens el artista mientras, en el fro hmedo que destilaban las paredes, se calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que sala por el pico de la pava, puesta sobre el calentador. Mir los vidrios de la ventana opacados por vahos de fro y apart con el pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre tomaba su t junto a la deshilachada cortina con flecosy apoyaba el vasoen los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista trat de encender la modesta estufa que tenan a medias con el sastre, porqueellos tres eran los nicos judos del hotel. S. El otro le haba regalado el gato cuando tena figura de recin nacido y haba llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un preanuncio de lo que estaba ocurriendo, con se, que ahora saba que era un gato dorado, un ser mgico y leve que posea lo maravilloso.-Pero cuente, cuente las novedades. Cuente qu composiciones interpret hoy al piano -la misma ceremoniosa y levemente irnica pregunta de todos los das al regresar. Sera posible que hoy tampoco sucediera nada? Sin embargo era el da. Mir al gato. Se restregaba suavemente contra las piernas del sastre que le acariciaba el lomo. -Bah, veis ij vos, qu se yo, una banda tocando foxtrots, y un cantor de pera y unos shkotzin, unos muchachones con sus tangos, lo de siempre. -Ketz -dijo de pronto el sastre como hablando solo-. Gatos. Gatos eran aquellos los de la casa vieja -viejo hogar, alter heim, aquello que haban trado, como al crepsculo, consigo. Y todos los das, antes del almuerzo tomaban t humeante con limn adentro y terrones de azcar en la lengua y ya no estaban all, en la calle Sarmiento, sino en algn nevado pueblo ya muerto. -En el horno arde un fuego pequeito -canturre el sastre hamacndose apenas- y en la casa se est bien, y el rabino ensea a los nios a leer el Alef Beis -siempre canturreaba eso y respetaba al artista porque lo llevaba al stano y le haca escuchar esa cancin. -He recibido carta de mi hija -dijo el sastre-. Siempre reciba cartas. La mujer, vida de amor, le tena envidia al sastre porque reciba cartas. -Bah -dijo su cabeza pequeita asomada a la puerta, con ese tono desilusionado que era el nico que tena. -Cundo se casa? -pregunt. Era una pregunta sibilina, como cuando el sastre les peda su parte para pagar el querosn de la estufa. La hija del sastre era maestra en un pueblo del interior y la mujer del artista la haba querido casar infinidad de veces con algunos de los doctores, contadores pblicos, ingenieros, toda la gente decente que pona un aviso en el diario idish proponindose como maridos. Hombre joven, buena presencia, contador pblico con estudio puesto y capital considerable busca mujer joven, distinguida, culta con fines matrimoniales. Seriedad y discrecin. Pero no haba habido caso.Y hasta pareca estar por casarse con un goy, con un cristiano. Y entonces hablaba de ella como de un caso perdido y no dejaba pasar ocasin para pinchar al sastre. -El sbado podramos ir al teatro -dijo el sastre atento a su tela, cosiendo, hamacndose como un estudiante talmdico. Levantando la vista, recorri todos los figurines que tena pegados en la pared, modelos de moda en 1940, y la gran plancha de carbn con su olor a tela hmeda debajo, y la infinidad de ropa colgada en perchas de alambre, y el espejo y el maniqu descabezado con un saco sin mangas encima. -Habr entradas gratis -mir de reojo al pianista con cierta infantil malicia-. Usted que toc en la orquesta puede conseguirlas -teatro con orquesta compuesta por un piano, un violn, un saxofn, un aocrden, una tropeta, una mezcla inverosmil con un tambor, sobre todo una gran batera con muchos platillos, y un micrfono para que todo eso pudiera escucharse con claridad en la sala semivaca.Y galanes de cincuenta aos que usaban faja para ocultar la panza. -Otra taza de t? -dijo el sastre. Y de pronto agreg-: En esta poca, en la casa vieja, era verano. A veces, todava, cuando estos temas se agotaban, hablaban de la guerra. En realidad siempre terminaban hablando de ella y de los crematorios. Suspiraban. El sastre, tomando el diario, preguntaba: -A ver, a ver, que noticias de Jerusaln llegaron hoy -y despus lean el folletn en idish; echaban un vistazo a los titulares, enterndose lejanamente de lo que pasaba aqu, en esta ciudad donde vivan como exiliados, en este pas y en esta calleque haca decenas de aos que conocan. -Todo sube. Todos piden aumento -dijo el sastrecito meneando la cabeza. se era el tema que todava no haban tocado. -Desgraciado -susurr la mujer que volva de la otra pieza, trayendo el mantel y los cubiertos a la del sastre porque en la suya no haba mesa. -Vamos, los dos a comer -dijo mientras se sacaba la flor del vestido y se la colocaba entre los cabellos. A veces se aburra de llevarla en el pelo y otras en el vestido. Y cambiaba, para variar. Ahora?, pens el artista mirando al gato. Pero ste lo mir con la dulzura que tienen todos losanimalitos, los amantes y los nios cuando acarician con los ojos. Ese medioda comeran un almuerzo frugal. Pero esa noche cenaran juntos porque era viernes. Una fiesta. Una cena opulenta. La vieja fiesta de Israel. Esa noche la mujer prendera las velas y el sastre dira el kidush y bendecira el vino porque al anochecer recibiran a la Novia, a la bendita y bendecida novia de la paz del Sbado y la mujer ira a la sinagoga casi vaca, para recibirla con una docena de viejos y viejas, rezando. Despus comeran pescado, y cantaran suaves canciones jasdicas salpicadas de pequeas alegras, exactamente igual que en su pueblo muerto. Entonces, de pronto, sin que l lo esperara, y vindose ya resignado a que esa tarde no pasara nada, de pronto, el gato dijo: -Miau. El artista se qued tieso. El aullido le eriz la piel, como si l ya fuera un felino.Y a ese olor, inexplicable y familiar y entraable de los frugales almuerzos de los viernes que presagiaban la fiesta sabtica, y que tena algo que ver con el olor a ropa haca mucho tiempo guardada que flotaba en la pieza, a ese olor, se uni ese corto, nico, imperioso llamado. -Miau -dijo por segunda vez el gato.Y el viejo se puso de pie. Es la seal, pens. Acaba de decirme que ya es la hora. -Dnde vas, shleimazl; grandsimo infeliz? -dijo su mujer levantando la cabeza despus de un instante de aturdida sorpresa. -Qu pasa? -dijo el sastre con la boca llena, sin levantar la vista, metindose un pedazo de pan negro en la boca y volviendo a tomar un gran trago de leche. Es la hora, es el milagro, ahora, en nuestros das pens el viejo. Y sali de la pieza. Te he esperado tanto, dijo, que hasta quiz supe que debas llegar as, entre las palabras de todos los das, y el presagio de la fiesta del viernes a la noche y el fro llenando de vapor los vidrios. -Ya s, ktzele, hermanito -dijo en voz alta mientras bajaba la escalera con el gato delante aunque nadie lo entendi porque hablaba en idish-. Vamos a irnos lejos, muy lejos, hacia un lugar profundo, profundo y sin fin -pero el otro no agreg nada ms a lo dicho y as, de pronto, el artista supo que el gato comenz a volar. Haca noches que l guardaba el secreto. l solo en toda la ciudad. Gatos; centenares de gatos volando sobre los techos de la ciudad sin que nadie ms que l los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, que volvan de algo o huan de algo, o volaban hacia algo, quiz, l no lo saba muy bien, y que le recordaban vagamente una cancin muy lenta, y simple y honda, que nunca haba conocido, que era la que l haba querido tocar desde que haba nacido.Y supo que haba descubierto la msica que haba estado buscando toda su vida y que slo quera hacerla suya, hacerse ella y conocerla y despus cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar sus teclas nunca ms. Gatos volando sobre la ciudad bajo la luna, arrastrados por el viento, enarcados los lomos, casi inmviles los cuerpos, dejndose llevar, como hojas secas, cruzando silenciosamente, lejos, arriba suyo. Y la cancin era como un humo, inapresable, tan dbil que pareca siempre a punto de deshacerse y poder ser destrozada por cualquier rfaga, y sin embargo, interminable. Y el gato le haba prometido ensearle a volar con ellos, y al saber hacerlo sabra la msica, toda la msica. Durante das haba estado esperando la seal, tensamente. Y por fin el da haba llegado. Y el Da era se. Y la cancin sonaba a rquiem, quiz, no lo saba; o a pequea elega, pero no poda saberlo; o quiz sonara a simple alegra de msico ambulante, o quiz hablara de su inexorable condena de crear, no saba, no lo saba.Y ahora volara sobre la ciudad, sin agitar demasido los brazos, abandonado al cielo, entre las estrellas y la tierra, como los ngeles, casi de pie, levemente, como si nadara a travs del aire, como si algo lo arrastrara, una mano invisible, empujndolo por la nuca y l volando as, inclinado hacia adelante, altsimo, mirando hacia abajo, hacia la tierra, lejana. Y ya volaba, sin saber cmo, y escuchando esa msica ya la estaba sabiendo, y ya volaba de modo casi igual y como lo haba esperado, y de pronto el gato volvi la cabeza y lo mir. Pareci decirle vamos, pero simplemente dijo: -Miau. Por ltima vez. Y quiz descendi. Y empez a correr, a escaparse. El gato hua, se deshaca de l, lo dejaba solo, solo. Y el viejo corra detrs. Corrieron, corrieron, corrieron, cuadras y cuadras. Uno tras el otro. A veces el gato levantaba el vuelo y haca piruetas en el aire hasta que en un momento dado se par, desafiante, en el medio de la calle, mirndolo venirse, venirse, venirse. -Cuidado, ktzele! -grit desesperadamente el viejo, escondiendo la cara entre las manos crispadas para no ver. El tranva pas por encima del gato dorado, deshacindolo. Despus sigui viaje mientras algunos curiosos miraban al feo gato aplastado. Sin embargo, no muri en seguida, sino que languideci, apenas unos segundos, en agona, respirando cada vez menos. Hasta que se retorci en un espasmo y se detuvo todo. Y apenas hubo sangre sobre el cuerpo muerto. -Almita -susurr el viejo como oracin fnebre-. Nunca supe quin eras. -Y dej el cuerpecito fro. -Est muerto -dijo el viejo entrando en la pieza, mientras los otros dos se separaban de la ventana. -Apenas sali -dijo por lo bajo el sastre, que haba apartado el plato y ya no pudo comer ms. La mujercita lloraba. Siempre lloraba, por cualquier cosa. Se quejaba como quien respira y era como si algo siempre le crujiera adentro-. Apenas salieron -dijo-. Y yo vi cmo quisiste detenerlo. Pero ah, ah, no pudo dar dos pasos, y frente al umbral, en la va, est muerto. -Bueno -dijo el sastre despacio-, hermanitos, despus de todo era un simple gato negro. Un vulgar y flaco gatito negro. Les traer otro, les traer otro. El artista se puso el sobretodo rado, el sombrero por el que se escapaban los cabellos grises. Tom las partituras. Se at la bufanda y se cerr la camisa a cuadros gruesa y desteida. Y sali. En la escalera se top con alguien. -Era un alma tan callada -dijo el viejo. Pero nadie lo entendi porque hablaba en idish. La mujer empez a gritar de nuevo: -Dnde vas ahora, klezmer, msico de tres por cinco, infeliz, pedazo de caballo, y en qu mala hora se me ocurri casarme contigo? Y cundo vas a volver de tu maldito stano? Y por qu no terminaste la comida? -Le gritaba con los brazos en la cintura desde lo alto de la escalera. -tan callada -repiti el viejo. Pero ella tampoco entendi su estrafalaria explicacin, aunque hablara enidish. Cruz la tarde, el vagamente dorado sol invernal.