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El Reino - Amanda Stevens

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El Reino es el segundo libro de la serie La reina del cementerio.Tras aceptar un trabajo de restauración en Asher Falls, Carolina del Sur, lo devastado que está este pueblo le llega al corazón a Amelia, así como el lamentable estado de los dos cementerios que allí se encuentran, uno de los cuales quedó hundido bajo las aguas. La pequeña ciudad, rodeada de lagos y montañas, tiene un aura de misterio innegable y la única manera de llegar a ella es a través de un ferry. Todo esto le viene de maravilla a Amelia quien, aunque no quiera admitirlo, está huyendo de Charleston y de lo que le sucedió con el detective del que está enamorada, Devlin, un hombre acechado por sus fantasmas. Necesita volver a centrarse en su trabajo y obedecer a pies juntillas las reglas que su padre le impuso en su día para protegerse de su don: ser capaz de percibir la presencia de los espíritus.Sin embargo, nada más poner un pie en el pueblo, se da cuenta de que hay muchos que no la quieren allí, que no quieren que restaure el cementerio, y Amelia empieza a percibir un aura de mal a su alrededor…

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El reinoLa Reina del cementerio

Amanda Stevens

Traducción de MaríaAngulo Fernández

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Título original: The Kingdom

© 2013 by Amanda Stevens

Todos los derechos reservadosincluyendo el derecho dereproducción de toda o una partede la obra.Esta edición está publicada enacuerdo con Harlequin EnterprisesII B.V./S.à.r.l.

Esta es una obra de cción.Nombres, personajes, lugares yacontecimientos son producto de laimaginación del autor o son usadosde forma cticia. Cualquierparecido con personas reales,

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establecimientos, acontecimientoso lugares es simple coincidencia.

© de la traducción: María AnguloFernández© de esta edición: Roca Editorialde Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17,pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-827-0

Todos los derechosreservados. Quedan

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rigurosamente prohibidas, sinla autorización escrita de lostitulares del copyright, bajolas sanciones establecidas enlas leyes, la reproduccióntotal o parcial de esta obrapor cualquier medio oprocedimiento, comprendidosla reprografía y el tratamientoinformático, y la distribuciónde ejemplares de ellamediante alquiler o préstamospúblicos.

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EL REINOAmanda Stevens

Tr a s La restauradora continúa laserie protagonizada por AmeliaGrey.

Amelia se traslada hasta AsherFalls, Carolina del Sur, tras aceptarel encargo de restaurar elcementerio del pueblo, que seencuentra en un lamentable estado.La pequeña ciudad, rodeada delagos y montañas, tiene un aura de

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misterio innegable y la única manerade llegar a ella es a través de unferri. Todo esto le viene de maravillaa Amelia quien, aunque no quieraadmitirlo, está huyendo deCharleston y de lo que le sucediócon el detective del que estáenamorada, Devlin, un hombreacechado por sus fantasmas.Necesita volver a centrarse en sutrabajo y obedecer a pies juntillaslas reglas que su padre le impuso ensu día para protegerse de ellamisma y de su capacidad para

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percibir la presencia de los espíritus.

Sin embargo, nada más poner un pieen el pueblo, se da cuenta de quehay muchos que no la quieren allí yAmelia empieza a percibir un aurade mal a su alrededor…

ACERCA DE LA AUTORAAmanda Stevens vive en Houston,Texas, donde se dedica a escribir.Es autora de más de cincuentanovelas entre sus series juveniles yde adultos.

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www.amandastevens.com

ACERCA DE LA OBRA«El reino pertenece a ese tipo dehistorias que te atrapan y no tedejan salir de su interior. La tramaes dinámica, con varios giros ysobresaltos. Amanda Stevens tienemucho talento para conseguir que ellector se sienta parte del relato. Meencantaron sus conmovedorasdescripciones de las montañas querodean Asher Falls. Hasta hubierapodido escuchar los repiques

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fantasmales sobre el lago Bell. Losfans de historias de fantasmasescalofriantes y del gótico sureño nodeberían perderse esta serie.»BARNES AND NOBLE

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Capítulo 1

E l sol brillaba con toda su fuerza,pero, aun así, la brisa que soplabadesde el agua era fría. Todavíafaltaban varias horas para elcrepúsculo, para que el velo queseparaba nuestro mundo y el másallá se estrechara. Y, sin embargo,empezaba a notar aquel habitualhormigueo en la nuca, ese que casisiempre acompañaba la presencia

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de un espíritu.Resistí la tentación de mirar por

encima del hombro. Tras tantosaños de vivir entre fantasmas,había adquirido una grandisciplina. Había aprendido a noreaccionar ante aquellas entidadesávidas y codiciosas, así que meapoyé sobre la barandilla delmuelle y contemplé lasprofundidades verdosas del lago.Después, me jé en el resto de lospasajeros del ferri.

Los susurros íntimos y las

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sonrisas cómplices de la pareja quehabía a mi lado despertaron en míuna inesperada melancolía y, derepente, pensé en John Devlin, eldetective de Homicidios que habíadejado atrás, en Charleston. En esemomento seguramente estaríatrabajando. Me lo imaginéencorvado sobre un escritorioabarrotado de papeles, repasandoinformes de autopsias y fotografíasde escenas de crímenes. ¿Seacordaría de mí alguna vez? Quéimportaba. Era un hombre

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acechado por sus difuntas esposa ehija, y yo veía fantasmas. Mientrassiguiera anclado a su pasado, ymientras su pasado siguieraanclado a él, no podría formarparte de su vida.

Así que no tenía sentido que memorti cara por Devlin, o por laterrible puerta que missentimientos hacia él habíanabierto. Hacía meses que no leveía. Por n había recuperado mivida y una rutina normal. Cuandomenos, normal para mí. Seguía

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viendo fantasmas, pero aquellasentidades más oscuras (los otros,como decía mi padre) se habíanescurrido al inframundo turbio alque pertenecían; cada día rezabapara que no volvieran a salir deallí. Los recuerdos, en cambio,seguían vivos en mi memoria.Recuerdos de Devlin, de lasvíctimas y de un asesinoatormentado que me habíaperseguido como un cazador a supresa. Por mucho que tratara dedeshacerme de ellas, las pesadillas

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siempre regresaban en cuantocerraba los ojos.

Sin embargo, por ahora, lo únicoque quería era disfrutar de miaventura. Emprender un proyectonuevo me llenaba de emoción.Estaba ansiosa por descubrir lahistoria de otro cementerio, porsumergirme en las vidas de todoslos que allí descansaban. Siempredigo que la restauración de uncementerio es mucho más quelimpiar restos de basura y maleza.Consiste en restaurar.

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Todavía sentía ese inconfundiblecosquilleo en la nuca.

Pasaron varios minutos antes deque, de manera casual, echara unrápido vistazo a la la de coches.Mi todoterreno plateado era uno delos cinco vehículos que habíansubido al ferri; el resto eran unafurgoneta verde de una mujer demediana edad que parecía absortaen una novela de bolsillo, untodoterreno de una pareja y unacamioneta descolorida de unanciano que estaba tomándose un

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café en un vaso desechable. Y, porúltimo, un clásico deportivo negro.La pintura metálica me llamóenseguida la atención. Con la luzdel sol, el brillo de la carrocería merecordaba las escamas de unaserpiente. Y justo cuando admirabalas líneas del capó sentí unescalofrío en la espalda. Tenía loscristales ahumados, lo cual meimpedía vislumbrar el interior delautomóvil, pero me imaginé alconductor tamborileando los dedossobre el volante con impaciencia

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mientras el ferri cruzaba hacia elotro lado. Hacia Asher Falls. Haciael cementerio de Thorngate, midestino.

Me pasé la mano por la nuca ydesvié de nuevo la mirada hacia elagua, mientras rumiaba loschismorreos que había recopiladogracias a mi minuciosa búsqueda.Ubicada en las frondosas faldas deBlue Ridge, en Carolina del Sur,Asher Falls había sido una de lascomunidades más prósperas delpaís. Sin embargo, a mediados de

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los ochenta, uno de los ciudadanosmás famosos de la zona, Pell Asher,

rmó un acuerdo más quedesfavorable. Vendió grandespropiedades al Estado para usarlascomo embalse, pero, al abrir laspresas, toda la zona se inundó,incluida la carretera principal quellegaba a Asher Falls. Bordeado porun nuevo sistema de autovías, elpueblo cayó en el olvido. La únicaforma de llegar y salir era por mar,o por carreteras secundarias, asíque, al cabo de poco tiempo, la

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mayor parte de la poblaciónabandonó la zona. Asher Falls pasóa formar parte de la extensa listade comunidades ruralesabandonadas.

Era mi primera visita al pueblo.Ni siquiera había realizado unavaloración preliminar delcementerio. Una agenteinmobiliaria, una tal Luna Kemper,me había contratado sin sometermesiquiera a una entrevista previa.Por lo visto, también era labibliotecaria del pueblo y la

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administradora única de unagenerosa donación que se habíaotorgado, de forma anónima, a lasHijas de Nuestros Valientes Héroes,una sociedad histórica o club dejardinería cuyo propósito eraembellecer el cementerio deThorngate. La oferta de Luna nohabría podido llegar en mejormomento. Necesitaba tener unnuevo proyecto entre manos ycambiar de aires. Por eso acepté lapropuesta de inmediato.

A medida que nos fuimos

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acercando al muelle, el capitánapagó los motores y el ferri sequedó casi quieto. Las majestuosassombras que proyectaban losárboles a la orilla del lagoennegrecían las aguas hasta talpunto que no podía ver el fondo.Por un segundo, habría jurado veralgo, a alguien, bajo la super ciedel lago. Un rostro blanquecinoque me observaba…

Se me paralizó el corazón. Meincliné sobre la barandilla paraescudriñar las profundidades

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oscuras del lago. Cualquiera sin mihabilidad habría creído que eljuego de luces y sombras le habíaengañado o confundido. O peoraún, que había divisado un cadáverque la estela del ferri habíaarrastrado hasta la orilla.Enseguida pensé en un fantasma,así que me pregunté a quién de losque íbamos a bordo podríaatormentar esa aparición decabellera dorada que otaba bajoel agua.

—Creo que esto es suyo.

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Una voz masculina me hizoapartar de la barandilla… y dellago. Presentía que era el tipo delcoche deportivo. Tanto él como elvehículo tenían el mismo aire:oscuro y elegante. Deduje querondaba mi edad, veintisiete. Teníala mirada tan turbia como lasaguas de un pantano revuelto. Eraalto, aunque no tanto como Devlin,ni tan esbelto. Años de constanteacecho habían convertido aldetective en un tipo ojeroso,demacrado y cadavérico. Sin

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embargo, el extraño que tenía antemí parecía la viva imagen de lasalud: delgado, vigoroso ybronceado.

—¿Perdone?El tipo extendió la mano; al

principio pensé que queríapresentarse, pero abrió la palma yvi mi collar.

Casi de forma automática mellevé una mano a la garganta.

—¡Oh! Se habrá roto la cadena—dije, y después cogí el collar y lo

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examiné de cerca. La cadenaestaba en perfecto estado, y elcierre también—. Qué raro —murmuré mientras abría el cierre yme ponía la cadena de plataalrededor del cuello—. ¿Dónde loha encontrado?

—Estaba tirado en la cubierta,justo detrás de usted —contestó eldesconocido al mismo tiempo quela piedra pulida se acomodaba enel hueco de mi garganta.

De repente, el corazón se mequedó helado. ¿Una advertencia?

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—Gracias —dije con ciertaincomodidad—. No me habríagustado perderlo.

—Es una gema interesante —comentó examinando la reliquia—.¿Un amuleto?

—Podría decirse, sí.De hecho, había encontrado

aquella piedra en el suelo sacro deun cementerio donde mi padrehabía trabajado como conserjecuando era una niña. Ahora bien,no tenía la menor idea de si aqueltalismán poseía alguna propiedad

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protectora de Rosehill. Pero medaba la sensación de que, cuandolo llevaba, era más fuerte. Queríacontemplar el lago una vez más,pero hubo algo en la mirada deaquel extraño, un brillo misterioso,que captó mi atención.

—¿Está bien?No me esperaba esa pregunta.—Sí, lo estoy. ¿Por qué lo dice?Señaló con la barbilla la borda

de la embarcación.—Cuando he subido a cubierta,

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me ha parecido que estabademasiado inclinada sobre labarandilla. Al ver el collar tiradoen el suelo, pensé que quizásestuviera contemplando laposibilidad de arrojarse al agua.

—Ah, eso. —Suspiré y me encogílos hombros—. Creí haber vistoalgo debajo del agua. Supongo queera una sombra, nada más.

El brillo que antes habíapercibido en su mirada seintensificó.

—No esté tan segura. Le

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sorprendería saber lo que yace enlas profundidades de este lago. Aveces, incluso, sale a la superficie.

—¿Como por ejemplo?—Escombros, sobre todo.

Botellas de vidrio, ropa antigua.Un día llegué a ver una mecedoranavegando a la deriva hacia laorilla.

—¿Y de dónde sale todo eso?—De casas inundadas.En cuanto se giró aproveché

para estudiar su per l, realzado

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por la suave luz del atardecer. Losmechones cobrizos le daban unaura de calidez que en absolutoencajaba con su mirada esmeralda.

—Antes de que se construyera lapresa, este lago apenas era lamitad de lo que es ahora. Cuandoel nivel del agua aumentó, muchaspropiedades quedaron arrasadas.

—Pero eso sucedió hace muchosaños. ¿Las casas siguen ahí abajo?

Procuré aguzar la vista, pero tansolo vi algas y plantas acuáticas. Nisiquiera atisbé el rostro

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fantasmagórico que minutos antesme observaba desde el fondo dellago.

—Casas, coches… y un antiguocementerio.

—¿Un cementerio?—El cementerio de Thorngate.

Otra víctima de la avaricia Asher.—Pero tenía entendido que…Y entonces empecé a

angustiarme. Era una de lasmejores en mi profesión, perorecuperar un cementerio submarino

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no era precisamente mi puntofuerte.

—He visto fotografías recientesde Thorngate, y me pareció queestaba en lo alto de una colina.

—Hay dos Thorngates —contestó—. Y le aseguro que uno deellos descansa bajo nuestros pies.

—¿Cómo sucedió?—El cementerio original apenas

se utilizaba. Había caído en elolvido más absoluto. A nadie se leocurría ir allí, ni visitarlo…, hasta

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que vino el agua.Le miré horrorizada.—¿Me está diciendo que no

trasladaron los cadáveres antes deagrandar el lago?

El desconocido se estremeció.—Después, la gente empezó a

ver cosas, a oír cosas.Me palpé la piedra que colgaba

del collar.—¿Como qué?Él vaciló durante un instante,

con la mirada todavía clavada en

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el agua.—Si busca esta cuenca en

cualquier mapa de Carolina delSur, la encontrará como embalse deAsher. Pero los que vivimos por lazona la llamamos lago Bell.

—¿Por qué?—Antiguamente, los ataúdes se

equipaban con un sistema de aviso;por si se producía algún entierroprecipitado, se colocaba en latumba una cadena atada a unacampanita (bell, en inglés). Dicenque, por la noche, cuando cae la

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niebla, se pueden escuchar losrepiques de varias campanas —susurró, con la mirada perdida—.Los muertos que yacen ahí abajono quieren caer en el olvido…nunca más.

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Capítulo 2

Un escalofrío me recorrió elcuerpo; justo entonces el extrañome miró divertido.

—Lo siento —dijo conteniendouna sonrisilla—. Folclore local. Nohe podido resistirme.

—¿Entonces no es cierto?—Oh, sí. El cementerio está ahí,

junto con los coches, las casas yDios sabe qué más. Hay quien

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asegura haber visto ataúdesotando en la super cie, sobre

todo después de una tormenta.Pero las campanas… —Hizo unapausa—. A ver. He pescado en estelago desde que era un crío, y nuncalas he oído.

¿Y la cara que había visto bajoel agua? ¿Era real o producto de miimaginación?

Su mirada persistente meincomodaba, aunque no sabía porqué. La mirada de aquel tipo erademasiado turbia, demasiado

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enigmática, como el fondo del lagoBell.

El desconocido se inclinó yapoyó los antebrazos sobre labarandilla. Llevaba pantalonesvaqueros y un jersey negro queabrigaba su torso toni cado. Sentíunas inesperadas mariposas en elestómago y de inmediato aparté lamirada, pues lo último quenecesitaba era complicarme la vidade ese modo. Todavía no habíasuperado mi historia con Devlin ytemía que nunca pudiera pasar

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página. Un atractivo desconocidotan solo aliviaría mi anhelomomentáneamente, pero noayudaría en nada a mitigar el dolorcasi físico que se había instalado enmi pecho desde la noche que huidespavorida de la casa que Devlinhabía compartido con la hermosa ydifunta Mariama.

—Y bien, ¿qué le trae a AsherFalls? —preguntó—. Espero que nole importe que se lo pregunte; laverdad es que no recibimos muchasvisitas. Este lugar está bastante

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apartado.Aunque su voz sonaba

agradable, detecté cierta segundaintención en sus palabras.

—Me han contratado pararestaurar el cementerio deThorngate. El que está seco.

No contestó y, después de variossegundos, su silencio me indujo amirarle. Me estaba observando condetenimiento; todavía tenía esebrillo en la mirada, pero esta vezno era de divertimento ni decuriosidad, sino de rabia. La

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emoción enseguida se desvaneció.No se dio cuenta de que no se mehabía pasado por alto su enfado.

Procuré no darle más vueltas alasunto. No habría sido la primeravez que algún local se oponía a latarea para la que me habíancontratado. La gente tiende a sermuy protectora, a veces inclusoexcesivamente supersticiosa, conlos cementerios. De modo queempecé a justi car mi buen hacercomo restauradora. Thorngateestaría en buenas manos. Pero no

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tardé ni un minuto en cambiar deopinión; ese trabajo lecorrespondía a la señora que mehabía encargado el proyecto. Ellasabría cómo calmar laspreocupaciones de los ciudadanosmucho mejor que yo.

—Así que ha venido a restaurarThorngate —murmuró—. ¿Dequién fue la idea?

—Mi persona de contacto esLuna Kemper. Si tiene máspreguntas, le sugiero que se lashaga llegar a ella.

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—Oh, lo haré —prometió conuna sonrisa forzada.

—¿Algún problema? —preguntésin más rodeos.

—Todavía no, pero vaticino quehabrá tensión. Thorngate, elThorngate seco, solía ser elcementerio particular de la familiaAsher. Después de que elcementerio original se inundara, sedonó ese camposanto al pueblo,junto con varias propiedades.Todavía hay gente muy molestapor eso.

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—¿Los Asher regalaron sucementerio familiar? Es un pocoraro, ¿no? ¿Por qué no cedieronparte de sus tierras para construiruno nuevo?

—Porque, después de lo que hizoel viejo, todos esperaban un gestopor su parte —explicó. Su miradaverde se ennegreció y prosiguió—:En realidad, no fue más que unresarcimiento. Lo más irónico, porsupuesto, es que los ostentososmonumentos junto con el mausoleode la familia solo sirven para

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resaltar todavía más el abismo quesepara a los Asher del resto delpueblo.

—¿Pell Asher sigue vivo?—Oh, sí, sigue vivito y coleando.Y una vez más percibí el destello

de una emoción.—¿Y a qué se dedica en Asher

Falls? Espero que no le importe quese lo pregunte —dije imitando loque él me había dicho antes, pero,por lo visto, no se dio cuenta.

—Bebo… —contestó— y mato el

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tiempo.Se dio media vuelta y sentí la

caricia fría de una pluma por laespalda. Había algo en su voz, untrasfondo oscuro que me hacíapensar en cementerios sumergidosy secretos enterrados. Quería mirarhacia otra lado, pero aquellamirada tan hipnótica medesarmaba.

—Por cierto, soy Thane Asher.Heredero del moribundo imperioAsher; al menos hasta que el abuelovuelva a modi car su testamento.

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Siempre duda entre mi tío y yo.Esta semana yo soy el elegido, peroquién sabe si habrá cambiado deopinión el jueves que viene.

No supe qué decir a eso, así queme limité a extender la mano.

—Amelia Gray.—Un placer —murmuró, y me

estrechó la mano.Tenía la palma cálida y suave de

los privilegiados. En ella no palpélos callos que, después de muchosaños de arrancar malas hierbas y

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levantar lápidas, se notaban en mismanos.

Pensé en Devlin otra vez, y creípercibir el cosquilleo de sus dedossobre mis hombros.

Reprimí un estremecimiento ytraté de soltarme de la mano deThane Asher, pero, por lo visto, élno estaba dispuesto a dejarmemarchar. Clavó su mirada en lamía hasta que el ferri, tras unligero impacto, atracó en el muelle.Y por fin me soltó.

—Ya hemos llegado —dijo con

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tono alegre—. Asher Falls.Bienvenida a nuestro reino, AmeliaGray.

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Capítulo 3

Desembarqué detrás de lafurgoneta y aparqué en la cunetade la carretera para reiniciar elsistema de navegación delvehículo. Por las ventanillas secolaba una brisa fresca quearrastraba la esencia de lavegetación que crecía en el interiorde la isla. Ese año, la épocaveraniega se había extendido hasta

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septiembre, así que la bergamota ylas ortigas estaban en plena

oración, cubriendo las praderasde un manto color lavanda. Elpaisaje que se asomaba entre laspequeñas colinas me parecíahermoso, pero más allá, entremontañas a ladas, se expandíanoscuros y tenebrosos bosques depinos y cicutas que me resultabandesconocidos. Mi querido hogar,con sus pantanos humeantes y suscorrientes marinas, estaba muylejos de allí.

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El rugido de un motor me trajode vuelta al mundo real. Justocuando torcí el retrovisor paraechar un vistazo a la carretera, eldeportivo negro pasó como unabala de cañón junto a mí, dejandotras de sí una estela polvorienta.

—Bienvenida a nuestro reino —murmuré mientras observaba aThane Asher tomar una curvapronunciada sin frenar.

Fue una maniobra muyimprudente. Oí chirriar losneumáticos y, por un segundo, me

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deslumbró la pintura brillante de lachapa. El motor lanzó un aullido y,en un abrir y cerrar de ojos, elcoche se desvaneció. El silencio quequedó a mi alrededor me pareciópesado y siniestro, como si fuerafruto de un oscuro hechizo.

Me quedé observando el ferripor el espejo en un intento derecordar mentalmente mi rutahacia Charleston. Hacia Devlin.Pero ahora estaba allí, y no habíavuelta atrás. Así que me armé devalor y seguí las marcas de las

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ruedas de Thane Asher en direcciónal pueblo.

En otra época, Asher Falls habíasido un pueblecito pintoresco decalles adoquinadas y edi cios deestilo clásico construidos alrededorde una preciosa plaza, dondemajestuosos robles ofrecían sombray cobijo a sus visitantes. Evocador:esa fue la palabra que enseguidame vino a la mente. Sin embargo, amedida que uno se iba acercando,

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empezaba a detectar las marcasinconfundibles del deterioro de unacomunidad agonizante: ventanasrecubiertas de tablillas,alcantarillas destrozadas y el relojde la hermosa torre, que habíadejado de marcar las horas.

Rodeé la plaza con el coche,pero no vi a nadie. Si no hubierasido por los vehículos que habíaesparcidos por la zona, habríacreído que aquel lugar estabaabandonado. El silencio quereinaba en las calles era sepulcral;

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los escaparates se veían vacíos,oscuros. Aquel pueblo destilabadesolación y soledad absoluta.

Aparqué el coche y bajé. Luname había enviado por correoelectrónico la dirección de suo cina inmobiliaria, y no tardé enlocalizarla. Empujé la puerta, peroalguien había echado el pestillo, asíque me asomé por la ventana. Nodistinguí movimiento alguno. Piquéen el cristal y esperé durante unossegundos. Al lado de la o cina sealzaba una impresionante

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edi cación de tres plantas conarcos y columnas que albergabauna biblioteca. Aquellaconstrucción me recordó a algunosde mis edi cios favoritos deCharleston.

Una muchacha de unos dieciséisaños estaba ordenando una pila delibros detrás del mostrador.Levantó la vista al oírme entrar,pero no esbozó ni una triste sonrisani murmuró un saludo debienvenida. Se limitó a reanudar sutarea, y punto. Me jé en su

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cabellera rubio platino. La llevabacortada como un duendecillo, loque destacaba todavía más surostro anémico. Disfruté duranteunos segundos del familiar aromaque se respiraba en la bibliotecaantes de acercarme a su escritorio.Siempre me había fascinado el olora libros y documentos viejos, y porello no me importaba sumergirmedurante horas en archivospolvorientos y mohosos. Restaurarcualquier cementerio era una tareaque requería una investigación

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exhaustiva. Cada vez que revolvíaentre estanterías combadas por elpeso de los libros y alcobasmisteriosas sentía unaincontrolable emoción por lo quepodía descubrir, tanto en labiblioteca como en el cementerio.

Me acerqué al mostrador. Lasantiguas tablas de madera crujíancon cada paso que daba. La chicaalzó la mirada, pero no la cabeza.Tenía unos ojos azul cristalino,como el cielo en plena primavera.Estaba muy delgada, pero en

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ningún caso la creí frágil.Aparentaba cierta presencia, unaseriedad muy sutil, lo cual era pocohabitual, y a la vez un tantoinquietante, en una chica de suedad.

Todavía no se había dignado aabrir la boca, pero no me toméaquel silencio como una insolenciapor su parte. De hecho, aquellachica me pareció cautelosa yprecavida, dos características quecompartimos todos los quepasamos demasiado tiempo

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encerrados en nuestro propiomundo.

—Me llamo Amelia Gray. Hevenido a ver a Luna Kemper. Meestá esperando.

La jovencita asintió con lacabeza y acabó de ordenar loslibros. Después, se dio media vueltay se encaminó hacia una puertacerrada. Llamó una sola vez y seescurrió hacia dentro. Unosinstantes más tarde reapareció y,con un gesto, me invitó a pasar. Sehizo a un lado para permitirme

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entrar en el despacho. Al pasar porsu lado, me di cuenta de que teníala mirada clavada en algo; peropresentía que si me giraba paraaveriguar qué estabacontemplando no encontraríanada. Fue una sensación algoperturbadora, porque, salvo enalgunas excepciones, siempre soyyo quien ve cosas que los demás nopueden ver.

Antes de que pudiera seguirpensando sobre el extrañocomportamiento de aquella chica,

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Luna Kemper se levantó paraahuyentar a un precioso gatoatigrado y rodeó el escritorio parasaludarme. De repente, meembriagó una deliciosa esencia a

ores silvestres, como si cada porode su piel rezumara gotas de esafragancia. Distinguí un jarrónrepleto de dedaleras violetas (a lasque mi padre solía llamarcampanillas de bruja) en una de lasesquinas del escritorio, pero sabíaque ese aroma no provenía de allí.De hecho, no conocía ninguna or

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que exhalara un perfume tanmordaz.

Luna debía de rondar loscuarenta. Una morena sensual detez lustrosa y con los ojos delmismo color que una nube detormenta.

—Bienvenida, Amelia. Me alegrode conocerla en personafinalmente.

Extendió la mano. Se la estreché.Iba vestida con una falda de tubode color carbón y un jerseylavanda sobre el que destacaba un

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gigantesco colgante de piedralunar. Aquella sonrisa tandesenfadada y el trato amigablenada tenían que ver con el carácterde la sumisa ayudante, que vestíamuy parecido a mí: camisetanegra, vaqueros y una chaqueta.

—¿Qué tal el viaje? —preguntóLuna mientras apoyaba unacurvilínea cadera sobre elescritorio.

—Muy bien. Hacía mucho queno viajaba hasta aquí. Me habíaolvidado de lo bonitos que están los

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valles en esta época del año.—Si tiene la oportunidad,

debería visitar las cascadas. Es unode los rincones más hermosos deeste estado. Bueno, supongo que nopuedo ser muy imparcial. Nací ycrecí en los valles de estasmontañas. Mi madre solía decirque, el día que no pudieracorretear por el bosque, memarchitaría como una or. Aunquereconozco que me encanta pasaralgún n de semana en la playa.Uno de mis primos tiene una casa

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en Santa Helena. ¿Alguna vez haestado allí?

—La verdad es que no. Siempreestoy muy ocupada.

—La entiendo perfectamente.Gestionar un negocio propio nopermite tener tiempo libre. Norecuerdo la última vez que disfrutéde unas vacaciones de verdad.Quizás el próximo verano… —susurró. Después deslizó la miradahacia la puerta, donde labibliotecaria rubia seguíamerodeando—. Sidra, te presento a

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Amelia Gray, la restauradora decementerios de la que te hablé. Ellaes Sidra Birch. Ayuda en las tareasde la biblioteca después de clase y,a veces, los fines de semana.

Eché un vistazo a la puerta yasentí.

—Hola, Sidra.Por lo visto se negaba a musitar

palabra, pero al menos esta vezladeó la cabeza. Sin embargo, trasese breve saludo me estudió con taldetenimiento que me hizo sentirincómoda. Había algo raro en

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aquella chica, algo que meresultaba familiar y desagradableal mismo tiempo. Tenía el aspectode alguien que sabía cosas oscuras.Como yo.

Reprimí un estremecimiento yme giré de nuevo hacia Luna.

—Estoy segura de que estádeseando instalarse —dijo derepente—. Se hospedará en casa deFloyd Covey. Está en Floridaatendiendo a su madre, que, por lovisto, se ha roto la cadera. Así quesupongo que estará fuera un par de

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meses, como mínimo…Un ruido en el umbral llamó

nuestra atención. Sidra estabaobservando a Luna con unaexpresión que fui incapaz dedescifrar.

—¿Qué ocurre? —preguntóLuna.

—¿Por qué vas a dejar que sequede allí?

—¿Y por qué no? —respondióella con cierta irritación.

La mirada cian de Sidra se posó

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en mí.—Es espeluznante.—Tonterías. Está al lado del

lago, y la casa es muy bonita.Además, la ubicación es perfecta,pues está a medio camino delpueblo y del cementerio. Creo queva a estar muy cómoda allí.

—Seguro que sí.Pero el comentario de Sidra

junto con la historia que ThaneAsher me había contado sobre lasalmas que merodeaban por las

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aguas del lago Bell habíanplantado una semilla insidiosa enmi interior.

Luna se irguió.—¿Por qué no se pone cómoda

mientras voy a buscar la llave?Podemos revisar los contratos y lospermisos. Y, si le parece bien,después la llevaré a ver la casa.

Sidra se había esfumado, así quededuje que había vuelto al trabajo,detrás del mostrador. Cuando Lunase fue, me asaltaron las dudas. Nosabía si salir a recepción y

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preguntar a la muchacha a qué serefería con la casa de Covey. Al

nal decidí que lo mejor seríaesperar y formar mi propiaopinión.

Para matar el tiempo eché unvistazo al despacho de Luna. Erauno de esos lugares eclécticos yatiborrado de libros por los quesentía especial predilección. Habíaun montón de tesoros interesantesy poco comunes que admirar, desdeun escritorio de madera tallada amano hasta una campana de barco

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de latón que colgaba sobre lapuerta. No me había jado en lacampana antes, pero ahora oía unsuave tintineo, como si una brisaestuviera agitando el badajo.Reparé en una segunda puerta,más estrecha que la principal, conla parte superior arqueada y unabocallave ornamentada. Sentíacuriosidad por averiguar adóndeconducía esa puerta.

Poco a poco fui escudriñando lasala, apreciando el sinfín de piezasque atestaban los armarios de

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caoba: guritas de vidrio soplado,relojes de bolsillo antiguos, fósiles,caracolas y toda una exposición decuchillos con formas imposibles. Delas paredes colgaban variasfotografías enmarcadas. Lamayoría eran instantáneas deedi cios históricos locales, pero loque captó mi interés fueron losretratos personales. De hecho, hubouno en particular que me dejófascinada. En la fotografíaaparecían tres chicas abrazadasque observaban el objetivo con aire

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soñador. Reconocí a una Lunaadolescente y me percaté de queuna de las muchachas guardaba unasombroso parecido con Sidra, perosabía que no era ella. Se llevabanal menos veinticinco años y,además, el corte de pelo y la ropaque llevaban las jovenzuelas de lafotografía decían a gritos queaquellos eran los años ochenta.Sidra ni siquiera había nacido.

Al fondo, entre las sombras, seveía a una cuarta jovencita cuyacabellera ondulada otaba a su

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alrededor. Ella también tenía losojos jos en la lente. Y entonces,mientras estudiaba aquellaexpresión glacial, noté un pinchazoen el pecho que duró variossegundos. Durante ese tiempo nofui capaz de recuperar el aliento nide dejar de observar aquellamirada amenazadora y salvaje.

—¿Te encuentras bien?Retrocedí un paso. La voz de

Sidra rompió el efecto hechizantede aquella fotografía. Meobservaba desde el umbral. Los

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rayos de sol que se colaban por laventana iluminaban sus mechonesplateados. Creaban una ilusiónetérea que, junto con su palidez,me hacían dudar de si era unfantasma. Ya me habían engañadoantes, pero, puesto que Lunatambién interactuaba con ella, lasposibilidades de que fuera unespíritu eran muy escasas.

—¿Por qué me miras así? —preguntó con el ceño arrugado.

—Perdona —dije procurandomantener la calma—. Tan solo

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estaba pensando en lo mucho quete pareces a la chica de estafotografía.

Se acercó a mí.—Es mi madre, Bryn —aclaró.

Después señaló a la pelirroja queposaba junto a su madre—. Esta esCatrice… y, bueno, ya conoces aLuna. Eran uña y carne en elinstituto. Bueno, supongo quetodavía lo son.

—¿Viven en Asher Falls?Sidra vaciló.

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—Ya has oído lo que ha dichoLuna. Si se alejara de lasmontañas, se moriría. Y mi madretambién, o eso creo. Ningunaduraría mucho en el mundo real.

—¿Acaso esto no es el mundoreal?

—Dios, espero que no —murmuró.

—¿No te gusta este lugar?—¿Gustarme? Es un pueblo

fantasma —dijo. Hubo algo en suvoz que me hizo estremecer.

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—Por lo visto, Luna está muyocupada.

—Oh, sí. Luna es una mujer muyocupada.

Las dos observábamos con sumaatención la fotografía. Entoncescapté el pálido reflejo en el cristal.

—Me gusta su nombre —dije—.Es poco habitual, pero le va comoanillo al dedo. El tuyo tampoco esmuy común, ¿verdad?

—Le debo mi nombre a Luna.Sidra signi ca «de las estrellas», así

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que… —dijo, y encogió loshombros—. Es bastante cursi, perosiempre les ha interesado el rollomístico.

—¿Quién es la cuarta chica?Me pareció que Sidra contenía la

respiración. Ladeé la cabeza y vique la embargaba cierta emoción.Tenía los ojos como platos y lamano en el corazón. Tragó salivaen un intento de recuperar lanormalidad.

—¿Qué chica? —preguntó conun hilo de voz.

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—La que está al fondo. Esta —dije. Señalé la silueta sobre elcristal y acto seguido noté unaavalancha de algo muydesagradable en mi interior.

Sidra se quedó muda. En mitadde aquel silencio, oí el tintineo dela campana. El sonido fue tan débilque, por un momento, creí que melo había imaginado.

—No hay nadie más en estafotografía —sentenció al n—. Nosé de qué estás hablando.

Podía ver con perfecta claridad

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aquel semblante furioso que seasomaba al fondo. Y de repente loentendí. Fuera quien fuese, yaestaba muerta cuando se tomó lainstantánea. El fotógrafo habíacapturado su fantasma.

Era el mejor retrato de unaentidad que jamás había visto.

Pero… si yo era la única queveía fantasmas, ¿por qué Sidraestaba tan angustiada?

—Debe de ser una sombra, oalgún truco de la luz —insistió—.No hay nadie más en la fotografía.

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Cruzamos las miradas y asentí.—Sí, tienes razón —acepté

mientras unos dedos gélidostrepaban por mi espalda.

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Capítulo 4

Un poco más tarde, me subí alcoche y seguí al Volvo de Lunapara no perderme por el laberintode callejuelas del pueblo. Durantetodo el trayecto no dejé de pensaren la reacción de Sidra cuandomencioné a la cuarta chica queaparecía en la fotografía. Habíaasumido que mi habilidad de verfantasmas era poco común y, por

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culpa de las advertencias de mipadre, había llevado una vida muysolitaria. No tenía amigos íntimos,ni con dentes; tan solo podíacompartir mi secreto con él. Habíapasado la mayor parte de miexistencia tras los muros decementerios, con nada y protegidaen mis reinos. A veces, esa soledadse me había hecho insoportable.

Y ahora ansiaba averiguar siSidra también podía verlos. Nosabía qué pensar sobre esaposibilidad. Ver fantasmas era una

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carga muy pesada, una condenaque no deseaba ni al peor de misenemigos.

De pronto rememoré mi primerencuentro con un espíritu.Recordaba aquel día como sihubiera sido el anterior. En mimemoria seguía vivo aquelatardecer, aquella aura quebrillaba bajo los árboles delcementerio de Rosehill y lainconfundible silueta de aquelanciano. Por alguna razóninexplicable, deduje que aquella

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gura era un fantasma, y eso mehorripilaba. Después, mi padre sesentó conmigo para explicármelo.Me aseguró que no todo el mundoposeía ese don y me repitió variasveces que jamás, bajo ningúnconcepto, les revelara que podíaverlos. También me confesó que losfantasmas eran peligrosos, porquesi algo anhelaban era que unapersona de carne y hueso losreconociera. Así podrían sentir queformaban parte de nuestro mundo.Y para mantener esa presencia

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terrenal, se aferraban comoparásitos a los vivos, nutriéndosede su energía y absorbiéndoles suvitalidad, como un vampiro sealimenta de sangre.

Mi padre se había pasadomuchas tardes enseñándome aprotegerme de los fantasmas. Mehabía transmitido una serie denormas que siempre había acatadoa lo largo de mi vida: «Nuncareconozcas la presencia de unfasntasma, nunca te alejesdemasiado de un campo sagrado,

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nunca te relaciones con aquellosque están acechados, y nunca, bajoninguna circunstancia, tientes aldestino».

Había seguido todas esas normasal pie de la letra hasta el día enque conocí a John Devlin. Entoncesperdí el norte. Permití que losfantasmas que le atormentabanentraran en mi mundo, me alejé, ymucho, de suelo sacro, y, por culpade mi debilidad y de nuestra pasióndescontrolada, abrí una puerta.

Si hubiera prestado atención a la

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advertencia de mi padre…Si no hubiera desobedecido

ninguna de sus normas…Sin embargo, me comporté como

una estúpida y bajé la guardia. Yahora no podía ignorar aquello delo que me di cuenta la noche quehui despavorida de la casa deDevlin.

Él seguía siendo mi debilidad. Ysi algo había aprendido en losúltimos meses, era que necesitabaapuntalar mis defensas contra él…y contra sus fantasmas. Y estaba

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dispuesta a todo.Sin perder el Volvo de vista, de

repente vislumbré un destellometálico y una estética vintage porel rabillo del ojo. El coche de ThaneAsher estaba aparcado delante deun bar llamado Half Moon Tavern.Sus palabras resonaron en micabeza: «Bebo… y mato el tiempo».

No podía concebir una existenciamás desoladora, pero no sabíanada de su familia ni conocía supasado, así que no era quien parajuzgarle.

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Observé que la taberna se ibaempequeñeciendo poco a poco enel espejo retrovisor y procuréapartar a Thane Asher… y a Devlinde mi cabeza. Me concentré en elparaje que me rodeaba. A amboslados de la carretera se extendía unbosque impenetrable. A medida queavanzábamos, las pintorescascasitas de madera fuerondesapareciendo. Durante varioskilómetros no advertí ningunaseñal de vida humana, tan solo unelevador de grano abandonado y

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un cobertizo deteriorado y casi enruinas. Bajé la ventanilla y deinmediato se ltró un débil peroubicuo olor a moho y abono.

A unos metros de distancia, Lunagiró hacia la izquierda, tomó uncamino sin asfaltar de una soladirección y se adentró en el bosque.Asomándose entre las copas de losárboles avisté las puntas de untejado.

Un momento más tarde, aparquédetrás del Volvo y bajé del coche.Admiré durante unos segundos los

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ventanales arqueados y losgabletes de aquella casa. Luna meestaba esperando en el porcheprincipal, con la llave en la mano,pero preferí tomarme mi tiempopara estudiar la casa. Además,quería orientarme y conocer unpoco los alrededores.

Me rodeé la cintura con losbrazos y dejé que aquel silencioabsoluto me abrumara. Lainmensidad de la naturaleza mássalvaje envolvía aquel lugar,aunque no escuché el canto de los

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pájaros ni observé pisadas deanimales entre la maleza. El únicosonido que percibí fue el susurro dela brisa agitando las hojas.

Al girarme pillé a Lunaobservándome algo extrañada yacariciando el cabujón de piedralunar que llevaba alrededor delcuello. Me dio la impresión de queestaba… desconcertada, como si nocomprendiera mi comportamiento.

—¿Y bien? —preguntó. Se cruzóde brazos y apoyó un hombro sobreuna de las columnas del porche—.

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¿Qué le parece?—Es muy tranquilo.Luna esbozó una sonrisa

soñadora y miró al cielo.—Es lo que más me gusta de este

lugar.Hasta entonces no me había

dado cuenta de que tenía la vozronca. De hecho, ahora me parecíauna persona completamentedistinta de la que había conocidohoras antes. No, distinta no era lapalabra. Parecía… más. Exhibía

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una gura más curvilínea, una tezmás aterciopelada, un cabello másfrondoso y más oscuro. Aquelcambio me resultó tan exageradoque incluso llegué a pensar que sehabía puesto una peluca. Todos losrasgos de Luna —el brillo de sumirada, la enigmática forma de suslabios, aquella sensualidad terrenal— parecían intensi carse en aquelentorno tan natural y silvestre.

De forma inconsciente, recordéla fotografía de su despacho, conaquel rostro furioso merodeando al

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fondo. Y justo cuando estabaechando un segundo vistazo a lacasa oí de nuevo la brisa soplandoentre los árboles.

—Aquí había una iglesia,¿verdad?

Inclinó la cabeza sin esconder suasombro.

—¿Cómo lo ha sabido?—Por la arquitectura. Juraría

que es carpintería gótica, ¿meequivoco? En el siglo XIX seutilizaba mucho para construir

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pequeñas iglesias.No pude evitar darle vueltas a la

elección de mi alojamientotemporal. El campo sagrado deiglesias y ciertos cementerios meprotegían de los fantasmas. Pero¿cómo era posible que LunaKemper lo supiera?

—¿Qué sucedió? —quise saber.Aquellos ojos grisáceos me

miraron con curiosidad.—Nada siniestro. La

congregación fue menguando con

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el paso de los años, así que seconsideró que era mejor que loscreyentes acudieran a una iglesiamás grande, en Woodberry. Estacapilla estuvo vacía durante variosaños, hasta que Floyd Coveydecidió adquirirla y restaurarla porcompleto. La equipó con lasinstalaciones más modernas. Creoque estará bastante… cómoda aquí.

Asentí con la cabeza. En eseinstante me percaté de que Lunavacilaba, pero le resté importanciaa ese detalle y la seguí. Me detuve

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unos instantes en el umbral y dejéque la paz del campo santo meenvolviera. Aquí estaría cómoda,sin duda, pero más importante aún,estaría a salvo de los fantasmas. Denuevo pensé en por qué LunaKemper había escogido,precisamente, esa casita para mí.

—Cuando hablamos por teléfonomencionó algo sobre una donaciónanónima —dije mientras laobservaba paseándose conelegancia por la sala. Por lo visto,disfrutaba del sol de media tarde

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que se colaba por los ventanales.Aquella imagen me recordó al gatoatigrado que había espantado en sudespacho: so sticada, exótica y untanto altiva. Me preguntaba hastaqué punto estaría Luna involucradaen el proyecto—. No soy la únicarestauradora de cementerios delestado. ¿Quién tomó la decisión decontratar mis servicios?

Luna sonrió.—¿Acaso importa?—Supongo que no, pero me

gustaría saber cómo pasó.

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—No es ningún misterio. Fue taly como le expliqué —dijo.

—¿Y esta casa…? ¿Fue tambiénidea suya?

—Soy la única agenteinmobiliaria de Asher Falls. ¿Quiénmejor que yo para buscarle unapropiedad disponible? Pero si noestá satisfecha con el alojamiento…

—No, no es eso. De hecho, estelugar es perfecto.

La sonrisa se tornó cómplice.—Entonces permítame que le

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enseñe el resto de la casa.Una vez más, no tuve más

remedio que seguirla. Lashabitaciones y el baño estaban enun lado de la casa; el salón y lacocina, en el otro. Se habíaconstruido un porche en la partetrasera: en cuanto lo vi, meimaginé tomando mi té de lamañana ahí fuera, mientrasadmiraba el amanecer.

Avanzamos en la india por uncaminito de baldosas que conducíahasta el lago y paseamos durante

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un buen rato por el muelle privadode la casa. El sol empezaba aesconderse tras los árboles. Deinmediato noté el ya familiarcosquilleo del recelo, eseespeluznante escalofrío que merecorría la espalda y queanunciaba el crepúsculo, esemomento en que los fantasmas sedeslizaban por el velo queseparaba ambos mundos.

Al fondo del embarcadero habíauna barquita que se mecía sobre lasolas. Fue el único movimiento que

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logré atisbar. El silencio erasepulcral. En ese momentointermedio de luz y oscuridad, lascriaturas nocturnas todavía no sehabían despertado.

El aire refrescó el ambiente, yme alegré de haberme traído lachaqueta. Inmóvil, observé el lagoy vi que algo otaba sobre lasuper cie. Al principio, creí que setrataba de otra apariciónfantasmal, pero enseguida reparéen que era mi propio reflejo.

Me giré para decirle algo a

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Luna. Pero, justo en ese instante,vislumbré algo extraño por elrabillo del ojo: un chucho escuálidode color marrón, mitad pastoralemán, nos vigilaba desde el otroextremo del muelle de madera. Elperro estaba tan raquítico quepodía distinguir cada una de suscostillas bajo aquel pelaje tanáspero y mugriento. Pero lo quemás me perturbó fue ladeformación que padecía elmiserable animal. Le faltaban lasdos orejas y tenía el morro repleto

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de horribles cicatrices, sin dudaconsecuencia de algún trauma.

—¿Qué le ha pasado a ese pobreperro? —murmuré.

No quería asustarlo, pero, encuanto Luna se dio media vuelta,empezó a ladrar.

Con asco y desagrado, frunció elceño.

—Parece un perro de pelea.—¿Un qué?—¿Qué sabes de las peleas de

perros?

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De inmediato se me revolvió elestómago.

—Sé que es una práctica ilegal.Me pone enferma.

Distraída, Luna asintió.—Suelen cortarles las orejas,

para evitar heridas innecesarias.Además, les atan el hocico concinta aislante para que no muerdana los otros perros. Cuando elpropietario estima que ya no es útilpara la lucha, lo abandona a susuerte.

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Empezaba a ponerme furiosa.—¿Cómo es posible que alguien

sea tan cruel?—No estamos en Charleston —

avisó—. Es muy probable que,durante su estancia aquí, vea cosasque no comprenda.

—¿Y qué hay aquí que nocomprenda? —pregunté conaversión—. Alguien se haaprovechado de ese perro. Necesitaun veterinario.

—¿Un veterinario? Tendríamos

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que recorrer varios kilómetros paraencontrar uno. Lo mejor será que lodejemos en paz. Al nal volverá albosque.

—Pero necesita ayuda.Quise acercarme a él, pero Luna

me sujetó por el brazo paraimpedírmelo.

—Yo de usted no lo haría. ¿Nove lo rabioso que está?

—No está rabioso, estáhambriento.

—Por el amor de Dios, ¡ni se

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atreva a dar de comer a esacriatura!

Su vehemencia me dejó atónita.Tenía las mejillas al rojo vivo; mesentía impotente y enojada.

Antes de que pudiera detenerla,Luna se puso a dar palmadas paraasustar al pobre perro.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!—¡No haga eso!Y sin pensármelo dos veces, la

agarré del brazo. Fue entoncescuando atisbé aquella mirada

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encendida, aquella sonrisamaliciosa. Sentí un escalofrío.Estuve a punto de retroceder variospasos, pero me contuve. Nosdesa amos con la mirada duranteunos segundos, que a mí se mehicieron eternos. Pero Luna suavizóla expresión de una forma tansúbita y rápida que, por uninstante, pensé que me habíaimaginado toda la confrontación.

—Me temo que el abandono demascotas es muy común por aquí—se lamentó, mostrando cierto

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arrepentimiento—. No puedealimentarlos a todos, ni tampocopermitirse ser demasiadosentimental. Lo siento, pero tendráque aprender a ser menos solidaria.

No quería ponerme a discutir,así que dejé el tema. El perro ya sehabía escondido tras los arbustosdel bosque y nos observabaatentamente desde las sombras. Enun abrir y cerrar de ojos, sedesvaneció.

Luna comprobó la hora.—Debería regresar al pueblo.

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Esta noche tengo una reunión.Rodeamos la casa y la acompañé

hasta el coche.—Si necesita cualquier cosa,

tiene mi número —recordó. Abrióla puerta del coche con apremio,como si ansiara ponerse en marchalo antes posible—. TilithiaPattershaw es la vecina máscercana. Todo el mundo la llamaTilly. Se encarga de echar unvistazo a la casa cuando Floyd noestá. De hecho, ayer le pedí que sepasara para quitarle un poco el

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polvo. Me dijo que había dejadoalgo de comida en la nevera. Vivejusto allí, al nal de este camino —dijo señalando hacia el bosque—.Quizá venga a hacerle una visita.No se asuste. Es un poco…peculiar, pero no tiene malaintención.

—Estaré atenta.Luna sonrió y desvió la mirada

hacia el bosque.—Oh, no verá a Tilly hasta que

ella considere que esté preparada.

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Escudriñé la arboleda que sealzaba frente a mí. ¿Acaso aquellamujer estaba ahí, ahora?

—El cementerio está a dosescasos kilómetros —dijo Luna—.Hay un desvío justo después de laprimera curva. Ya lo verá.

—Gracias.Se subió al coche, arrancó el

motor y se marchó. El sonido de lasruedas pisando la gravilla fuedesapareciendo poco a poco, almismo tiempo que el silencio se ibahaciendo más profundo. Y una vez

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más me giré para estudiar elpaisaje.

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Capítulo 5

Después de que Luna semarchara, trasladé todo miequipaje a la que sería mihabitación. Hice un último viajehasta el coche para asegurarme deque no me había dejado nada.Cuando me alejé del vehículo, volvía sentir ese cosquilleo. Y entoncesadvertí que estaba a punto deanochecer. La tarde era tranquila,

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aunque había dejado de sersilenciosa. A lo lejos, oí el gorjeo deun somorgujo y, aún más lejos, elespeluznante aullido de un perro.Pensé en el chucho que se habíaescabullido entre los árbolesminutos antes y me preguntédónde se habría ido.

Una vez dentro, subí directa a lahabitación y deshice la maleta.Coloqué mi ropa en el armario,dejé el neceser en el lavabo ydecidí dar otra vuelta por toda lacasa para familiarizarme con los

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recovecos y grietas, y también paracerciorarme de que todas laspuertas y ventanas fueran seguras.Acabé mi pequeña excursión en lacocina, donde comprobé la neverapara ver qué me había dejado TillyPattershaw para cenar. Aparté elpapel de aluminio que tapaba lamisteriosa cacerola, olfateé elcontenido y esbocé una mueca dedisgusto. Por suerte, el último cajónde la nevera estaba a rebosar deverduras y hortalizas. En unsantiamén me preparé una

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deliciosa ensalada que preferícomer en la terraza, donde habíauna mesita con vistas al lago.Desde ahí también veía el bosque;de hecho, podía distinguir elsendero que Luna habíamencionado y que conducía hastala casa de Tilly. El inconfundiblesonajero de las ramasremoviéndose llamó mi atención.Sentí que se trataba de unaadvertencia. Lo cierto es que noadvertí nada especí co, perosospechaba que había algo ahí

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fuera. ¿Tilly?No quería mirar jamente hacia

el bosque por miedo a que mivisitante no perteneciera a estemundo, así que ngí admirar losúltimos rayos de sol sobre el aguamientras estudiaba misalrededores. Un instante más tarde,una sombra se deslizó en direccióna la casa.

Acto seguido se me aceleró elcorazón, hasta que me di cuenta deque no era más que aquel perromaltratado. Como era evidente,

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antes se había escondido entre losarbustos, esperando a que Luna semarchara para hacer otra cautelosaincursión en el jardín. Olisqueó elsuelo, con el hocico pegado a lashojas secas; no descubrió nada quele interesara. Y así, sin más, se dejócaer en mitad del jardín. Apenaslucía el sol, pero, con todo, pudeapreciar una vez más laprominencia de su caja torácica ysu cabeza mutilada. Era evidenteque había pasado un verdaderoin erno, pero su porte demostraba

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una gran dignidad, una gran alma.Me levanté y rebusqué en la

nevera algo que ofrecerle. Al nalserví un plato de aquel guiso tanpoco apetecible con arroz y volví asalir. Consciente del inminentecrepúsculo, bajé los escalones consumo cuidado y dejé el plato amedio camino entre el porche ydonde se había recostado el perro.El animal no se movió hasta vermetras la puerta de tela metálica delporche. Después, salió como uncohete a olfatear el contenido del

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plato. En cuestión de segundos, elplato quedó limpio. El chucho sequedó mirándome con unos ojososcuros y límpidos.

Sin reparar en la amenaza delperro y del ocaso, empujé la puertay descendí la escalinata. El animalechó un vistazo al plato vacío,soltó un gemido y se acercó a mípara acariciarme la mano con elhocico. Le rasqué detrás de los dosbultos donde deberían estar lasorejas y le sostuve el morro entrelas manos. Volvió a gimotear, pero

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esta vez de alegría, o eso pensémientras le pasaba una mano porel costado, palpando cada uno desus huesos.

—¿Te has quedado con hambre?No te preocupes. Hay mucho más.Pero esperaremos un poco, no vayaa ser que te siente mal. Mañana iréal pueblo y te compraré comida deverdad.

Sentía el morro frío y húmedosobre la piel.

—Me gustaría saber cómo tellamas. Porque te pusieron un

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nombre, ¿verdad? Tienes pinta dellamarte Angus. Un nombre fuertey noble. Angus. Suena bien.

Seguí cotorreando en voz baja.Tras unos segundos, el perro setumbó a mis pies, así que tuve queinclinarme para poder rascarle laespalda. Nos quedamos así un buenrato, hasta que percibí que se poníatenso. Casi de forma automática, elpelaje que le cubría la columnavertebral se le encrespó y empezó aemitir un gruñido amenazador.

Continué con los mimos. De

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repente, se puso en pie y ladeó lacabeza hacia el lago. Entre laspestañas, miré al horizonte, perono vi nada. Y entonces, cuando por

n me acostumbré a la tenue luzdel crepúsculo, se me erizó el vellode todo el cuerpo.

Ahí estaba. Al nal del muelle.Una silueta diáfana que sebalanceaba como el coral azotadopor una corriente marina. Mantuvela expresión neutra, aunque elcorazón me estaba amartillando elpecho. Había logrado apaciguar al

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perro después de que se lanzaracomo un loco hacia el lago yenseñara los dientes. Los animales,tanto domésticos como salvajes,detectan las presenciasfantasmales. No solo las ven,también las perciben. Ese fue unode los motivos por los que mi padrenunca me había dejado tener unamascota. Me había costadomuchísimo aprender a hacer casoomiso de los fantasmas, de modoque él no estaba dispuesto a tenerque enseñarme también a ignorar

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la reacción de un animal haciaellos.

—¿Qué pasa? —le pregunté aAngus—. No te asusta la oscuridad,¿verdad? Ahí no hay más queardillas, conejos y puede que unpar de zarigüeyas.

Y un fantasma.No conseguí verle el rostro, pero

tenía la impresión de que habíamuerto muy joven. Lucía unacabellera larga y ondulada que lellegaba hasta los hombros. Llevabaun vestido negro que parecía

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demasiado austero para sucomplexión, espigada y esbelta.Aquel espíritu era exactamente loque cualquiera desearía concebircomo fantasma; una gura efímeray encantadora, sin aparentesseñales de los daños físicos quepodía haber sufrido en vida.

Y entonces desvió su mirada demuerta hacia mí. No la estabaobservando, pero sentí sus ojosclavados en mí. Como una orden.«¡Mírame!»

Aquello era una locura, porque

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era imposible que ella supiera quepodía verla. No había hecho nadaque pudiera delatarme. Y, sinembargo, sentía algo dentro de micabeza, como un tentáculonebuloso que me producíaescalofríos. Nunca había vividoalgo parecido, ni siquiera con losfantasmas de Devlin. Shani, su hijafantasma, se había puesto encontacto conmigo en al menos dosocasiones, y el espectro deMariama había intentadomanipularme en la casa que había

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compartido con Devlin. Pero nuncame había ocurrido nada parecido aesto. Lo que sentía ahora no eraposesión, sino una especie devínculo telepático que me permitíarevivir la perplejidad del fantasma.Aquella conexión me aterrorizaba,pero hice apremio de mi fuerza devoluntad y no salí escopetada aesconderme entre las paredes deaquella casa. No podía cometer eseerror. Lo más peligroso que podíahacer era delatarme y reconocerque veía fantasmas.

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Mientras tanto, Angus, queseguía temblando, se habíacolocado entre aquella aparición yyo. Fuerte y noble, sin duda. Nopodía estarle más agradecida; enaquel preciso instante, cualquierahabría jurado que éramos amigosde toda la vida. Estaba convencidade que Angus habría preferidodarse media vuelta y correr haciael bosque.

—Buen chico —murmuré.Empezó a soplar una suave brisa

que agitó las hojas. Y entonces los

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árboles empezaron a susurrar.«¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí?»

No tardé en ponerme en pie yentrar en casa. El fantasma seguíaallí, al nal del muelle,v ig i lándome. Angus soltó unquejido, así que deslicé la puerta demalla metálica para que pudieraacompañarme. Eché el pestillo yotro soplo de aire alborotó elbosque.

«¿De veras eres tú?»

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Hasta donde me alcanzaba lamemoria, los fantasmas siemprehabían formado parte de mimundo. Mi padre solía llevarme alcementerio el domingo por latarde. Le ayudaba a limpiar lossepulcros mientras esperábamos elatardecer, ese momento del día enque el velo es tan no que losmuertos pueden colarse en elmundo de los vivos. Al principio,procuré evitar aquellas excursiones,pero enseguida me di cuenta deque era la forma en que mi padre

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me estaba enseñando a convivircon mi habilidad. Pasados variosaños, me acostumbré a estarrodeada de multitud de espectros,así que nunca reaccionaba a supresencia, ni siquiera cuandosentía su gélido aliento en la nucao sus dedos deslizándose por micabello. Podía caminar entre ellossin delatarme.

Pero entonces conocí a Devlin, ylas reglas de mi padre dejaron deprotegerme. Sus fantasmas habíantraspasado mi línea de defensa. Y

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ahora otro fantasma se habíaadentrado en mi mundo; unaentidad que, por lo visto, poseía unextraño don que me permitíaexperimentar su confusión. Ysospechaba que ella también podíanotar la mía. Esa unión tanintuitiva era algo nuevo para mí.Era algo que me asustaba. Ahorano solo tenía que vigilar misreacciones físicas, sino también mispensamientos. ¿Qué me quedabapor proteger? ¿Mi alma?

Me acosté, pero no fui capaz de

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conciliar el sueño. Estabapreocupada por las mismaspreguntas de siempre. No entendíacuál era mi sitio en este mundo… oen el más allá. ¿Por qué me habíanconcedido aquel don? Tenía quehaber un propósito, pero mi padrenunca me facilitó una respuesta.No le gustaba charlar defantasmas. Era nuestro secreto. Lacruz con la que teníamos quecargar. Y jamás, bajo ningúnconcepto, podíamos contárselo ami madre, porque no lo entendería.

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Eché la vista atrás. Mi padrejamás se había atrevido a hablarabiertamente sobre los fantasmas,sobre mi nacimiento, sobre nada.Él y mi madre me habían adoptadodías después de nacer, pero seguíasin tener ni idea de cómo habíanllegado a mí. Tampoco sabía nadaacerca de mis padres biológicos.Siempre que preguntaba algo metopaba con un muro de recelo ycautela que me hacía sentir tanincómoda que al nal opté pordejar de preguntar. Pero sabía que

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me escondían secretos. En especial,mi padre. Nunca había mencionadoese reino de fantasmasdesconocidos, los otros. Y cuandolo hizo, ya fue demasiado tarde,porque ya me había enamorado deDevlin. Estaba obsesionada pordescubrir qué más me habíaocultado a lo largo de los años.¿Qué otros terrores me esperaban?

Mi cabeza no dejaba de darvueltas. En cierto momento de lanoche me quedé dormida, peropoco después me despertó un

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lejano repiqueteo de campanas. Enaquel estado confuso y soñoliento,creí que aquel tintineo podíaprovenir de un carillón de vientocolgado de algún árbol del bosqueque quizá perteneciera a TillyPattershaw. Pero los repiques eranseparados y nítidos, como si varioscampaneros estuvieran tocando almismo tiempo. El sonido, sinembargo, no era en absolutomelódico, sino más biendiscordante, furibundo incluso.

Me levanté de la cama y,

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descalza, recorrí la casa a oscuras.Me alegré de haberme tomado untiempo para familiarizarme con ladistribución. Con tan solo los rayosde la luna como punto de luz, medeslicé sin problema alguno dehabitación en habitación.

Me detuve frente a la ventanade la cocina y eché un vistazo alporche trasero, donde había dejadoa Angus. A él también le habíandespertado las campanas. O lo quefuese. El perro se había plantadofrente a la puerta. Esperaba que,

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en cualquier momento, unfantasma traspasara la mallametálica. Vislumbré su cabezamutilada; por lo visto, estabavigilando el jardín y el caminito depiedras que conducía hacia el lago,donde una espesa neblina habíacaído sobre la super cie. ¿O habríabrotado del inframundo?

La bruma amortiguaba el sonidode las campanas. Ahora apenaspodía oírlas. Tan solo un débilrepique de vez en cuando. Minutosdespués, el sonido se apagó por

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completo.Me quedé allí, temblando en mi

pequeño trozo de campo sagrado yobservando el lago. Aunque elentorno parecía estar sumido enuna quietud absoluta, reparé enuna brisa apenas perceptible que seabría camino entre la niebla. Trasaquella miasma, creí distinguir una

gura humana, un espíritu inquietoque se retorcía entre la bruma.

Y entonces me di cuenta de queel cementerio submarino yacíajusto detrás del umbral de mi casa.

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Capítulo 6

Cuando me desperté la mañanasiguiente, la luz seguía grisácea,pero un aura dorada se cerníasobre el horizonte. Si bien el ocasoalimentaba mis miedos másprofundos, el amanecer siemprearrastraba consigo ciertaanticipación, y me regocijaba asabiendas de que a lo largo del díano vería ningún fantasma.

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Después de una ducha rápida,me serví una taza de té que saboreéen el porche, mientras admiraba elalba. Unos galones de brumacolgaban de las copas de losárboles, pero la mayor parte de laneblina ya se había desvanecido. Elaire se respiraba fresco y puro,como el aroma a ropa secada alsol. Me di cuenta de que el otoñohabía llegado. Durante la noche,retales de color carmesí y doradoparecían haberse tejido en el telónverde oscuro del bosque.

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Persuadí a Angus con el resto delguiso y le dejé disfrutando de sudesayuno mientras recogía todasmis herramientas antes de acudir alcementerio. Era muy temprano; dehecho, era la única en la carreteraa esas horas. Aunque, por lo quehabía oído, en aquella zona nuncahabía trá co. Al igual que elpueblo, la zona rural estabadesierta, pero no estaba sola. Bajéla ventanilla y de inmediatodistinguí el olor a madera quemadaque salía de alguna chimenea.

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Hacía un día precioso, y no queríaarruinarlo con mis dudasnocturnas. Sumergirme en unnuevo proyecto era la excusaperfecta para una renovación. Parauna restauración.

En cuanto tomé la primeracurva, vi el desvío. El cementerioestaba enclavado en la ladera deuna colina escarpada y abrupta,medio escondido tras unosmatorrales de cedro, una planta dehoja perenne que solía asociarsecon ataúdes y piras funerarias por

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su aroma especiado y su resistenciaa la corrosión.

Había zonas donde los árboleseran tan gruesos que ni siquiera elsol podía escabullirse entre lasramas. Sin embargo, de vez encuando la luz hallaba un hueco pordonde colarse y me deslumbraba.Me sorprendí al percatarme de queavanzaba con suma cautela parano pisar a un conejo atrapadoentre la maleza. Aquella arboledaestaba repleta de vida salvaje. Medetuve en la puerta de entrada y

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vislumbré a un zorro correteandoentre dos cicutas venenosas. Derepente, el trino cantor de variostordos inundó el ambiente.

Armada con el teléfono móvil, lacámara y una libreta de dibujo, meapeé del todoterreno. Había unapuerta, pero no estaba cerrada conllave. Luna ya me había comentadoque antes el cementerio solía cerrarsus puertas después del anochecer,pero que ahora nadie se molestabaen echar el cerrojo. Sin embargo,me había facilitado varias copias

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de los permisos y otros documentospertinentes por si alguiendescon aba de mi presencia allí.Me pregunté si le habrían llegadoalgunas objeciones especí cascontra la restauración. Thane Asherhabía insinuado que aquel proyectotraería problemas consigo.

Cerré la puerta tras de mí y echéun vistazo a mi alrededor.Thorngate era minúsculo comocementerio público, perodescomunal como sepulcrofamiliar. Me resultó bastante

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sencillo localizar la línea divisoria.Habían allanado el terreno máscercano a la verja, al igual quetambién habían nivelado todas laslápidas y cortado el césped. Nohabía vallas ni muros quesepararan las parcelas y ningunatumba mostraba adornos excesivos,aunque atisbé algunos recuerdospersonales esculpidos sobre laslápidas. Se trataba de uncementerio moderno que tenía muyen cuenta el espacio, que noinspiraba la tranquilidad y sosiego

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de mis cementerios favoritos. Encambio, el sepulcro familiaroriginal era exuberante, frondoso yde estilo gótico, clara in uencia delas percepciones victorianas delromance, la muerte y lamelancolía.

La primera tarea que me habíanasignado consistía en recorrer elcementerio y apuntar cualquiercaracterística especial y anomalíapara elaborar un mapa nuevo dellugar. Mientras deambulaba por lazona pública, advertí un par de

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lápidas con apellidos familiares:Birch y Kemper. Más tarde, vi unatumba reciente muy cerca de laverja. La tierra estaba amontonaday cubierta de flores marchitas.

En cuanto crucé el arco techadohacia la sección de los Asher, elpaisaje escaso de vegetacióncambió por completo. El caminitode piedras parecía hundido en unmanto de musgo y, tras deslizarmeentre cortinas de hiedra, atisbé losvestigios de lo que en su día debióde ser un jardín blanco protegido

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por un círculo de magní cosángeles de piedra. Las cabezas delas esculturas miraban hacia eleste, hacia el alba; las ramasdobladas de un majestuoso cedroeclipsaban los primeros rayos desol que bañaban sus rostros. Pero laexpresión de aquellas guritas noera serena ni desolada, como la delresto de los ángeles de cementerio.En mi modesta opinión, eraarrogante. Puede que inclusodesa ante. Y esas estatuasseñalaban el lugar de reposo de los

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Asher más jóvenes. Los restos de lafamilia más reciente descansabanen un gigantesco mausoleodecorado con relieves elaborados yportales decorados con vidrieras.

La puerta estaba abierta, así quela empujé suavemente para asomarla cabeza. Lo primero que llamó miatención fue la ausencia de murosentre criptas. El mausoleo consistíaen una fachada para una tumbasubterránea, pero prefería dejar lainspección para luego, cuandoestuviera mejor equipada y pudiera

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enfrentarme a las serpientes quequizás hubieran elegido ese lugarpara hibernar. Los aposentosfunerarios eran unas guaridasexcelentes, por no mencionar quetambién eran el lugar idóneo parala cría de arañas. Durante miinfancia sufrí la asquerosa picadurade una viuda negra, lo cual mehabía provocado una aracnofobiaaberrante; una ansiedad muy pococonveniente para alguien que sededica a restaurar cementerios,pero lo cierto era que había

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aprendido a convivir con ella.Salí del mausoleo, cerré la

puerta y me sacudí el cabello paralibrarme de todas las telarañas quese me habían quedadoenganchadas. Y entonces me quedépetri cada. Había un tipo junto ala verja, observándome por encimade las lápidas. Me recordó alfantasma de aquel anciano quesolía rondar por el cementerio deRosehill. De lejos, parecía tener unaspecto bastante parecido: alto,atro ado y vestido con ropa

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oscura. Pero este hombre lucía unamelena gris que le llegaba a laaltura de los hombros. Además,llevaba un abrigo de lana gruesa.Yo iba en manga corta, así que mepareció un tanto peculiar que sehubiera vestido con esa chaquetaen un día tan caluroso.

En ningún momento creí quefuera un fantasma, pero, desde elmomento en que conocí a Devlin,las normas habían cambiado. Aqueldesconocido no tenía aura, demodo que no era humano. Parecía

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una estatua, así que concluí que setrataba de un espectro.

Mientras bajaba con indecisiónlos escalones del mausoleo, lacriatura hizo algo que no erapropio de un humano ni de unfantasma. Se dejó caer sobre elsuelo y se escurrió por debajo de laverja apoyándose sobre las manosy los pies, como una araña cuandose escapa hacia un matorral.

No daba crédito a lo queacababa de presenciar. Deinmediato se me puso la piel de

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gallina. Qué raro, y desesperante,que aquella visión imitara mispensamientos sobre serpientes yarañas. Me puse a temblequear.Seguro que era pura coincidencia.Volví a pensar en el fantasma quehabía visto sobre el muelle la nocheanterior. No podía sacarme de lacabeza el comportamiento tangrotesco que había mostradoaquella aparición. Me dejó con unasensación horrible, como si mehubiera transmitido un mensaje. Elúnico problema era que no sabía

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interpretarlo.No me deshice de la premonición

hasta que acabé mi ronda dereconocimiento. Durante todo eltiempo, no bajé la guardia. Nosolté el bote de gas lacrimógeno,por si acaso. Me habíaacostumbrado a ser más precavidacuando tenía que trabajar encementerios aislados, pero ahoradebía tener más cuidado quenunca. Meses antes me habíatopado con un asesino. Eso mehabía convertido en una persona

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más cautelosa y recelosa. Y ahorala aparición de ese tipo tanextraño. Cada vez que pensaba enél, me ponía a temblar.

Dado que trabajaba bien por latarde, utilicé banderitas de colorespara trazar un mapa de lasdistintas tumbas que me ayudaría amantener un registro una vez queempezara a hacer las fotografías.Tras varias horas, un hambre vorazme hizo regresar al coche. Tras unbocado rápido, decidí ir hacia elpueblo para hacer unas

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investigaciones en la biblioteca.Además, creí que sería un buenmomento para presentarme en lacomisaría. No solo por mi propiaseguridad, sino porque era un meroacto de cortesía. En pueblos tanpequeños como Asher Falls, lagente tiende a descon ar de losforasteros, sobre todo si los venmerodeando por un cementerio.Con el paso de los años heaprendido que ese tipo desospechas pueden evitarse si seentabla una relación cordial con el

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cuerpo de policía.Mientras conducía por la

carretera, volví a ver al tipo decabello gris. Estaba caminando porla cuneta arrastrando una carretillade juguete oxidada tras él. Elabrigo que llevaba era tan largoque rozaba el suelo. Se quedómirándome jamente cuando pasépor su lado. Aunque no me atreví amirarlo, me dio la impresión deque mostraba unos ojos pálidos,unos pómulos prominentes y lanariz de un halcón. Tenía la

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ventanilla bajada. De repente,distinguí un olor a carne podrida,justo antes de ver el cadáver de unanimal en la carretilla quetransportaba. No pude ver lo queera, pero tenía el tamaño de unazarigüeya o de un mapache.

Enseguida subí la ventanilla, ysin querer dejé una mosca atrapadaen el coche. Aquel bicho no paró defastidiarme durante el resto delviaje.

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En cuanto entré en el pueblo,volví a jarme en las calles vacías.Había varios coches aparcadosalrededor de la plaza, pero no vi aningún transeúnte de camino a labiblioteca. Entré. El silencio meembriagó. No era la clásica quietudde una biblioteca, sino el silencioprofundo que emana de un lugarabandonado. Y eso era absurdo,porque había conocido a Sidra y aLuna precisamente ahí el díaanterior. Deduje que Sidra estaríaen clase y asumí que Luna estaría

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en el despacho contiguo. Meconvencí de que su ausencia noestaba relacionada con nadasiniestro, pero al oír el crujido delas tablas del suelo no pude evitarsentir cierta angustia.

No tenía la menor idea de dóndebuscar los registros del cementerio,pero, aun así, decidí explorar unpoco. Las pegatinas de colores quemarcaban cada estantería meguiaron a través de volúmenes de

cción, no cción y biografíashasta los pasillos que contenían

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libros de religión e historia, dondeme detuve a buscar títulos locales.Junto a las copias de La guíaturística de Carolina del Sur y Floressilvestres de las montañas Blue Ridgese apilaban ejemplares másesotéricos: Magia de montaña,Folclore de los Apalaches y La ramadorada de Frazer, que había leídoen una de mis clases deantropología para subir nota. Locogí del estante para echar unaojeada a la introducción y oí aalguien reírse. Era una risotada

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gutural femenina que de inmediatome puso la piel de gallina.

Me di la vuelta. Nada. Rodeé laestantería y me asomé por elsiguiente pasillo. Nadie.

Y entonces levanté la mirada. Elgato atigrado que había visto en eldespacho de Luna me observabadesde lo más alto de un armario.

Retomé la lectura. Entonces, oíla voz de un hombre, burlona yfurtiva. La biblioteca estabadespejada, pero no era la única queestaba allí. Avancé por el pasadizo

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mirando entre las pilas de libros.Cuando llegué al fondo, pude oírlas voces alto y claro. Y entoncesadvertí una rejilla que cubría unantiguo conducto de ventilación.Había alguien en otra habitacióndel edi cio. Aquella tuberíaarrastraba sus voces hasta mí. Sihubiera estado en otra parte de labiblioteca seguramente no loshabría oído.

Dudé si decir algo. ¿Debíaaclararme la garganta paraalertarlos de mi presencia?

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No sabía cuál sería el protocolomás apropiado. Y de forma súbita,los susurros se convirtieron engemidos. Roncos, sexuales y muyagresivos.

Retrocedí varios pasos paraalejarme del conducto deventilación, pero el sonido parecíaperseguirme. Dejé La rama doradaen el estante y, sin querer, desplacéotro volumen que, para miconsternación, se desplomó sobreel suelo provocando un estruendosimilar al de un disparo.

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—¿Qué ha sido eso? —espetó lavoz masculina, y me sobresalté—.Me habías asegurado que nadievenía aquí a estas horas.

—Y es verdad —respondió lamujer—. Lo más probable es quesea un pájaro que se ha colado poruna ventana.

—Oh, y eso es lo más normalcuando andas por aquí.

—Ocurren muchas cosas cuandoando por aquí.

—Sí —dijo él—, y la mayoría no

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son buenas.Estaba bastante segura de que la

mujer era Luna, pero no esperé aescuchar su respuesta. Procurandono hacer más ruido, salí del edi cioy cerré la puerta. La voz masculiname resultó algo familiar, y esedetalle me inquietaba. Miré a unlado y otro de la calle en busca deldestello de un capó metálico.Quizás el deportivo de Thane Asherestuviera aparcado cerca de labiblioteca, pero no logrélocalizarlo. Pero qué más daba. De

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todas formas, si mantenía unarelación con Luna Kemper, no eraasunto mío.

Salí corriendo de allí, pero el ecode aquellos gemidos salvajes mepisaba los talones.

La comisaría estaba a variasmanzanas, ubicada en ungigantesco edi cio antiguo que, enépoca de más prosperidad, habíaalojado el palacio de justicia del

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condado. A pesar de la decadenciaque transmitía, los diseñosesculpidos y las solemnes columnashacían que aquella construcciónconservara su vieja dignidad, suespectacularidad. A medida que mefui acercando, no pude evitar

jarme en la escena querepresentaba el arquitrabe: unáguila con una rama de palmitoentre las garras. Se trataba de unsímbolo que se popularizó durantela reconstrucción y que solíaaparecer en numerosos edi cios

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públicos de todo el estado.Entré y seguí los carteles que

colgaban de un pasillo in nito ypasé por varios portones demadera donde se leía COMISARÍA DE

POLICÍA. La recepción estabadesatendida, y tampoco vi a nadiepululando por el vestíbuloembaldosado. No quería que sevolviera a repetir la situación de labiblioteca, así que llamé:

—¿Hola?De inmediato, de una de las

salas traseras, apareció un tipo.

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Estaba a contraluz, así que tan solopude distinguir la silueta de unhombre de complexión media.

—¿Puedo ayudarla?—Sí, hola. Tan solo venía a

presentarme. Soy Amelia Gray. Voya estar trabajando en el cementeriode Thorngate durante las próximassemanas, así que he creídoconveniente informarles deantemano por si reciben algunallamada o queja al respecto.

—¿Y qué va a hacer en elcementerio? —preguntó el agente.

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La voz de aquel desconocido meenervaba. El tono era agradable,pero detecté cierta nota demolestia.

—Lo restauraré —dije.—¿Restaurarlo? Supongo que

eso se traduce en quitar las malashierbas, ¿no?

—Más o menos…Por n salió de la penumbra

para acercarse al mostrador y lepude ver con claridad. Supuse quedebía de rondar los cuarenta y

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pico. Tenía el pelo oscuro y unasentradas pronunciadas. Tras unaspestañas espesas y oscuras, meobservaban unos ojos hundidos yazules. Estaba segura de que, añosatrás, aquella mirada había sido elrasgo más atractivo de un rostrohermoso. Una mirada que lascicatrices habían desdibujado; cincoseñales dentadas que nacían en elpárpado derecho y se extendíanhasta el cuero cabelludo,recorriéndole toda la mejilla. Alprincipio creí que eran marcas de

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zarpas. Algo había estado a puntode arrancarle la cara a tiras. Diosmío.

Teniendo en cuenta la premisade que un atractivo exageradosiempre ponía las cosas más fáciles,me puse a pensar en cómo habríasido la vida de aquel tipo antes ydespués del ataque. Dado quepresumía de una belleza natural,intuí que no habría sido un caminofácil. Este cúmulo de hipótesis mepasó por la mente como un rayo.Tras años de práctica, había

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aprendido muy bien a ocultar missentimientos, así que el agente nose percató de mi perplejidad.

—¿Quién la ha autorizado? —interrogó.

—Luna Kemper se puso encontacto conmigo.

—¿Luna está detrás de esto?Cómo no.

El desdén de su voz me pilló porsorpresa.

—¿Perdón?—¿Cómo se está nanciando ese

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proyecto? —exigió saber.Sentí que aquello no era asunto

de su incumbencia.—Lo siento. Veo que este

proyecto le preocupa. Si surgieraalgún problema, agente… —Echéun vistazo a la placa deidenti cación que llevaba en elbolsillo de su uniforme: Wayne VanZandt.

—Comisario —dijo con frialdad.—Se lo aseguro, todos los

permisos están en orden, comisario

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Van Zandt.Entonces hizo un gesto

despectivo que fue grácil yamenazador al mismo tiempo.

—No son los permisos lo que mepreocupa, sino cómo va areaccionar la gente. Ese cementeriotodavía despierta sentimientos muyfuertes.

—Eso he oído, y justamente poresa razón he venido a verle. Noquiero causar ningún problema, nia usted ni a la comunidad. Tan solodeseo realizar mi trabajo en paz.

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Apretó los labios.—Saber quién está detrás de

todo esto me ayudaría mucho amantener la paz.

Re exioné unos instantes ydespués asentí.

Quizá tuviera parte de razón.—La sociedad histórica local es

quien financia el proyecto.—¿Sociedad histórica?—Las Hijas de Nuestros

Valientes Héroes.Me fulminó con la mirada.

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—¿De veras cree que Las Hijases una sociedad histórica?

—¿Acaso no lo es?Soltó una carcajada.No entendí la broma. Era obvio

que el comisario Van Zandt estabaresentido por algo, pero sentíacierta empatía hacia él, así quedecidí ser tolerante.

—No le robaré más tiempo. Sialguien le llama para hacerlepreguntas, ya sabe dóndeencontrarme. Oh, y una última

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cosa —dije, y retrocedí variospasos—: esta mañana he visto a unhombre en el cementerio que secomportaba de un modo muyextraño.

—¿A qué se refiere?—Cuando me vio, se deslizó por

debajo de la verja y se escabullóhacia los matorrales.

Alzó una ceja.—¿Se deslizó?—Se deslizó, se escurrió, como

quiera llamarlo. Más tarde le vi

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arrastrando un animal muerto enun camión de juguete.

Se encogió de hombros.—Suena un tanto peculiar, pero

estas montañas están llenas detipos raros. Lo único que quieren esque se les deje en paz. Muchos deellos se pasan meses enclaustradosen casa, sin hablar con nadie, asíque, el día que deciden salir a lacalle, no saben cómo actuar.

—Entonces, ¿cree que es unermitaño?

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—Lo que creo es que un bichoraro que arrastra un camión dejuguete debería de ser la última desus preocupaciones en estasmontañas —respondió. Esta vez, suvoz destilaba algo similar a unaadvertencia. ¿O era una amenaza?

—¿Qué quiere decir con eso?—En los bosques de esta isla

habitan todo tipo de animalessalvajes…

De repente, se quedó callado. Enese silencio deliberado, se palpóuna de las cicatrices.

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—¿Qué tipo de animalessalvajes?

—Pumas, coyotes… —Unsegundo titubeo—. De hecho, esteaño también se han visto variososos negros.

No pude contenerme y estudiétodas las cicatrices que lemarcaban el rostro.

—Pero los osos negros no suelenatacar a los humanos, ¿verdad?

—Los animales sonimpredecibles. Si le preguntara a

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cualquier experto, le diría que, enesta parte del país, los lobos seextinguieron hace décadas, pero,en realidad, siguen aquí. Yo mismolos he visto.

Recordé el espeluznante aullidoque había oído la noche anterior.

—Hablando de vida salvaje —dije—, me hospedo en la casa deFloyd Covey. Anoche había unperro abandonado merodeando porahí. Tenía señales de maltrato ytortura. Luna me comentó que eraun perro de pelea.

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—Así que le dijo eso, ¿eh? —murmuró mientras se tocaba otracicatriz—. Le aconsejo que seolvide de lo que Luna le dijo. Y,dicho sea de paso, que también seolvide de ese chucho.

—Pero no puedo ignorar elasunto de las peleas de perros —repliqué indignada—. Asumí que siese espectáculo bochornoso y atrozocurría en su jurisdicción, querríasaberlo.

Pero el comisario se mostróindiferente.

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—Preguntaré por ahí, a ver quéme dicen de las perreras. Es todo loque puedo hacer. La gente de aquíes muy reservada y discreta coneste tipo de asuntos, aunque no lesafecte de forma directa. No quierenmeterse en líos. Cualquierinterrogatorio les incomoda, sobretodo si es un desconocido quienhace las preguntas.

Eso sí que fue una advertencia.—Lo tendré presente —dije con

frialdad.—Mientras tanto… —añadió

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mirándome de arriba abajo—,¿quiere que me pase por su casa yme ocupe de ese problema?

—¿Qué problema?—El perro de pelea.—Cuando dice ocuparse, ¿se

re ere a sacri carlo? —preguntéhorrorizada.

De repente me jé en un tic enel rabillo del ojo.

—Considérelo un acto debondad.

Me moría de ganas de decirle

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q u e Angus no necesitaba suespléndido acto de bondad. Mehabría encantado preguntarlecómo se sentiría él si alguien lehubiera hecho lo mismo que a esemiserable perro.

Sin embargo, mantuve la bocacerrada, pues no me aba deWayne Van Zandt. No meinspiraba ni una pizca decon anza. Era una corazonada,instinto. Como cuando a un animalse le eriza el pelaje del pescuezocuando presiente peligro.

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—Gracias, pero no seránecesario —dije—. Estoy segura deque a estas horas ese perro yaestará muerto.

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Capítulo 7

De camino a casa, paré en unpequeño mercado que había vistoantes para comprar algo de fruta yverdura para mí, y una bolsa depienso para Angus. No había muchodonde elegir, pero bastaría hastaque pudiera encontrar un hueco enmi apretada jornada laboral paracruzar el lago en ferri y llenar lanevera.

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Cuando salí de la tienda, vi aSidra y a otra chica apoyadas enmi coche. A pesar de llevar elmismo uniforme de falda escocesay americana azul marino, no separecían en nada. La compañerade Sidra era altísima, con el pelooscuro y liso. Me observaba conuna curiosidad taciturna a travésdel equillo, que le rozaba laspestañas. Asentí y les di los buenosdías mientras dejaba las bolsas enel maletero. Con un pie sobre elguardabarros, la extraña

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adolescente se encendió uncigarrillo. Fue entonces cuandoreparé en el per lador corrido quele manchaba los ojos y en el rosapálido de sus labios. Dos rasgos quese veían dramáticos sobre su tezbronceada. Aunque lucía aqueluniforme tan remilgado y puritano,desde un principio pensé que erafría, calculadora, provocadora yaburrida, el tipo de chica que mehabría aterrorizado en mi época deinstituto si no hubiera estado tanobsesionada con los fantasmas.

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—¿Puedes llevarnos? —preguntóarrastrando las palabras. Luego diouna profunda calada al cigarrillo yexpulsó la nube de humo con sumalentitud, dejando que los zarcillosse enroscaran entre sus pestañas.

—Claro. Pero tendrás que tirareso.

La chica lanzó el cigarrillo conun capirotazo deliberado. Miré dereojo a Sidra y me dio la sensaciónde que procuraba escapar de sudominante compañera. No parecíaintimidada ni acobardada, pero su

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comportamiento dejaba entrevercierta ansiedad, como si desearadesvincularse de una situaciónajena a ella pero no supiera cómohacerlo.

—¿Dónde queréis ir? —pregunté.

—Puedes dejarnos en casa deSid.

—Ya te lo he dicho…, no le cogede camino —le dijo Sidra.

—No me importa, de veras. —No tenía que char en el trabajo, y

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nadie me esperaba en casa.Además, la compañía de dosadolescentes era justo lo quenecesitaba para quitarme el malsabor de boca que me había dejadomi visita a comisaría—. Subid.

—Merci beaucoup.La chica me dedicó una sonrisa

melosa, abrió la puerta del copilotoy se acomodó. A regañadientes,Sidra se subió detrás. Al ponerme alvolante, ajusté el espejo retrovisorcon la esperanza de poderasegurarle otra vez que no me

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importaba llevarlas a su casa. Perose giró hacia la ventana y se quedóinmóvil. Eso me llevó a pensar siSidra podía ver algo ahí fuera queme estuviera pasandodesapercibido.

Encendí el motor.—Necesito indicaciones.—Primero ve hacia el norte y,

en el primer cruce, gira a laderecha. Después sigue recto hastaque te diga que pares —ordenó lamuchacha de oscura cabellera—.Por cierto, soy Ivy.

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—Amelia.—Ya sé quién eres —espetó.

Después se giró y me repasó conlos ojos entrecerrados—. Sid diceque trabajas en cementerios, o algoasí.

—Soy restauradora decementerios.

—Suena… interesante.Sonreí con educación.—Para mí lo es.—¿No te dan miedo?—A veces, pero reconozco que

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siempre me han parecido lugaresmuy tranquilos. Algunos de loscementerios más antiguos estánconstruidos sobre campo sagrado.—Eché un fugaz vistazo alretrovisor para ver la reacción deSidra, pero su mirada seguíaclavada en la ventanilla.

—No es el caso de Thorngate —dijo Ivy—. Quiero decir que no estáconstruido sobre campo sagrado.

—¿Cómo lo sabes?—Porque se levantó sobre suelo

Asher, y todo lo que toca esa

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familia está maldito.—Ivy.El tono amenazador de Sidra me

sorprendió, pero su amiga se limitóa encogerse de hombros. La mirécon cierta inquietud.

—¿A qué te re eres conmaldito?

Sacó la mano por la ventanilla yseñaló el paisaje.

—Mira a tu alrededor. ¿Vestodas esas casas abandonadas?¿Los tablones de las ventanas?

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¿Los tejados derrumbados? ¿Huelesesa peste? Es el olor de loscondenados —dijo con unadespreocupación calculada.Después se desabrochó una botapara comprobar lo que, a simplevista, parecía un tatuaje recienteen el tobillo. Al darse cuenta deque me había jado en el dibujo, locual presentía que había sido suintención desde el primermomento, su sonrisa se tornópetulante—. No tienes ni idea de loque es, ¿verdad?

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—No puedo verlo desde aquí.—Es uno de los símbolos

labrados en el acantilado, junto alas cascadas. Nadie sabe de dóndeprovienen ni qué signi can, peroeste en particular me pareció quesería un tatuaje genial, ¿no crees?

No me dio la oportunidad deresponder.

—Tuve que escaparme hastaGreenville para poder hacérmelo.Mi madre se pondría histérica si seenterara. Y eso, por cierto, seríamuy hipócrita por su parte, porque

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ella también tiene uno. Según ella,soy demasiado joven. Pues, ¿sabesqué?, ella es demasiado vieja.

Admiró el tatuaje unos segundosmás y volvió a subirse lacremallera de la bota. Miré por elespejo retrovisor. Me sobresalté alver que Sidra me observaba condetenimiento. ¿Qué estaríapensando? ¿Y por qué habíatratado de impedir que Ivy hablarasobre los Asher?

Ivy descansó la espalda sobre elrespaldo.

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—En mi opinión, esa idea delsuelo sagrado es una rotundaestupidez.

Tardé unos instantes en redirigirmi tren de pensamientos.

—¿Por qué?—¿Cómo es posible que un lugar

se convierta en sagrado soloporque hubo gente que falleció allío porque un sacerdote roció unasgotas de agua bendita? Si de veraste gustan los sitios espirituales,deberías darte una vuelta por lascascadas.

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—He oído que el paisaje esprecioso allí arriba.

—Es más que precioso. Hayquien asegura que es un lugarangosto.

Me giré, asombrada.—¿Un lugar angosto?—No me digas que tampoco

sabes eso.Por lo visto, Ivy disfrutaba de su

superioridad, así que decidí seguirleel juego.

—¿Qué tal si me lo explicas?

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Bajó el tono de voz.—Es el punto de unión entre el

mundo de los vivos y el de losmuertos. Es donde…, bueno, da lomismo. La gente solía subir hastaallí para vislumbrar el Paraíso.Ahora, en cambio, no se atreven aacercarse porque les asusta que…

Ivy se quedó callada de repente.Se giró para mirar a Sidra, queseguía inmóvil en el asientotrasero. La observé por elretrovisor y vi que negaba con lacabeza.

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—¿Qué les asusta? —insistí.—Nada. Y hablando de

demonios —murmuró mientras seincorporaba en su asiento.

Justo en la curva estabaaparcado el deportivo de ThaneAsher. Estaba agachado frente a larueda trasera, tratando de cambiarun neumático pinchado. De formainconsciente, recordé el episodio dela biblioteca. Todavía oía esosgemidos salvajes de fondo.

—Deberíamos parar —propusoIvy.

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—Creía que habías dicho que lafamilia Asher estaba maldita.

Me fulminó con la mirada.Después, bajó la ventanilla y lollamó por el nombre. Cuando Asherse giró, no pude hacer otra cosaque frenar y aparcar el coche juntoa su deportivo.

Se levantó, caminó hacia el autoy se inclinó para mirarnos por laventanilla. Llevaba una camisaverde oscuro que resaltaba sumirada y una chaqueta de cueromarrón que, con los años, se había

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agrietado y se veía desgastada. Eldeportivo también mostraba lashuellas del paso del tiempo, undetalle del que no me habíapercatado en el ferri. Recorrí lapintura metalizada y distinguí unaabolladura y alguna que otramancha de óxido.

—Hola —saludó.—Hola —respondí con una

sonrisa evasiva.Ivy le miraba boquiabierta.

Sospeché que estaba coladita porél. Eso explicaría por qué se había

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olvidado con tal facilidad de lamaldición de esa familia. A decirverdad, la comprendía a laperfección. ¿Acaso no habíaactuado yo igual con Devlin? ¿Nohabía dejado de lado toda cautelamovida por la pasión? Y ThaneAsher estaba tremendamenteatractivo con aquella chaqueta decuero. No era el encanto oscuro deDevlin, pero había algo en él queme llamaba la atención. Además,no tenía fantasmas merodeando asu alrededor. Eso era un punto a su

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favor, desde luego. Pero entoncesme acordé de que no podría sabersi era un hombre acechado hastadespués del atardecer.

—¿Algún problema con elcoche? —preguntó Ivy.

—Un pinchazo. Supongo que hepisado un clavo.

—¿Necesitas que te llevemos aalgún sitio?

—Gracias, pero cambiaré larueda en un periquete.

Ivy se atusó el pelo y le atravesó

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con la mirada.—¿Estás seguro de que no

quieres que te ayudemos con lastuercas de la rueda? Cuestamuchísimo desatornillarlas.

Increíblemente, con solo dosfrases consiguió insinuarsesexualmente a Asher, pero lo ciertoes que lo logró.

Thane parecía desconcertado…y receloso. Miró el reloj.

—Por cierto, chicas, ¿nodeberíais estar en clase? —

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preguntó. Me dio la impresión deque aquella pregunta era unintento consciente de poner a Ivyen el sitio que le correspondía. Unesfuerzo valiente, sin duda, peroinútil, puesto que la muchachacontinuó coqueteando con él, estavez jugueteando con un mechón decabello.

—Hoy hemos acabado pronto —respondió—. Teníamos cosasmejores que hacer, ¿verdad, Sid?

Las dos adolescentesintercambiaron miradas. Ivy

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sonrió.Thane me observaba con

aquellos ojos en cuyo interior ardíala llama de algo oscuro. No sabíaqué pensar de aquella mirada. Nome aba de Asher, del mismo modoque él no se aba de Ivy, pero porrazones bien diferentes.

—¿Usted también ha participadoen estas travesuras?

—En absoluto. Yo tan solo lasllevo a casa.

—Esperemos que el tipo que se

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encarga de los alumnos que hacennovillos crea su versión —dijo contono de mal agüero, pero en broma—. ¿Cómo va la restauración delcementerio?

—Apenas he empezado. Tan solollevo un día aquí.

—Quizá me pase un día a verla.Hace años que no voy por allí.

De inmediato, a Ivy se le borróla sonrisa de la cara y me atravesócon la mirada. No era la clase dechica que se siente cómodacompartiendo la atención, y mucho

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menos cediéndosela a alguien comoyo.

—¿Qué tiene de fascinante unpuñado de viejas lápidas? —preguntó poniendo los ojos enblanco.

—Es historia —respondió Thane—. ¿Cómo puedes saber quién eressi desconoces de dónde provienes?

Aquella pregunta me pilló porsorpresa. La idea re ejaba a laperfección las dudas eincertidumbres que tenía sobre miproceso de adopción, algo sobre lo

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que había estado meditando justola noche anterior. De repente, mesentí incómoda, así que coloquéuna mano sobre el cambio demarchas.

—No le robaremos más tiempo.Asintió.—Vayan con cuidado, señoritas.Se apartó de la curva y, cuando

arranqué el coche, resistí latentación de mirarle, aunquepresentía que nos vigilaba. Habríapuesto la mano en el fuego. Ivy se

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retorció en el asiento.—¿Cómo has conocido a Thane

Asher?—No lo conozco mucho, la

verdad. Coincidimos ayer en elferri.

—¿Y por qué no lo hasmencionado antes?

Alcé los hombros.—No venía al caso.La jovencita se cruzó de brazos,

enfadada.—Yo, en tu lugar, no me haría

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muchas ilusiones. Thane jamásescogería a alguien como tú.

—¿Alguien como yo?—Una forastera —contestó con

desdén.—Qué suerte la mía, entonces,

porque no he venido aquí a haceramigos. Tan solo quiero hacer mitrabajo y volver a casa.

—Pues eso es lo que deberíashacer. Irte a casa.

La conversación había tomadoun rumbo que no me gustaba en

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absoluto. No veía el momento dedejarlas en casa de Sidra y volveral bosque. Aunque en ese instantelo que más me apetecía era seguirel consejo de Ivy y regresar aCharleston.

Había algo en ese pueblo que nocuadraba. Lo noté mientrasnavegaba por el lago Bell. Lassombras parecían más oscuras; lasnoches, más largas; los secretos,más ancestrales. Incluso el vientose sentía diferente allí. Sin olvidarel tipo repugnante del cementerio

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que había parodiado mis peoresmiedos, o el fantasma que, deforma inexplicable, me habíatransmitido su confusión.

Según Ivy, Asher Falls estabasituado cerca de un lugar angosto.¿Eso explicaría la extrañanaturaleza del pueblo y de sushabitantes? Quizás había unaactividad paranormal en la zona.Tendría que preguntárselo aldoctor Shaw en mi próxima visita aCharleston. Dirigía el Instituto deEstudios Parapsicológicos de

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Charleston, y siempre teníarespuestas lógicas a todas mispreguntas, aunque no siempre eranlas que yo quería escuchar.

Con sumo esfuerzo, desvié miatención a la carretera. Pasamosjunto a un edi cio de cemento grisrodeado de campos de viñedos.Vimos a un grupo de chicas queestaban dando un paseo por allí.Advertí que todas llevaban elmismo uniforme que Ivy y Sidra.

—¿Es el instituto? —pregunté.—¡Oh, maldita sea! —exclamó

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Ivy escurriéndose en el asiento—.Date prisa, acelera antes de quealguien nos vea. Se supone queestamos enfermas.

—¿Las dos?—Hay una epidemia. Llevan

todo el día enviando a alumnos acasa. Nos hemos marchado despuésdel almuerzo.

—¿Habéis ngido estarenfermas?

—Es bastante fácil aparentaruna enfermedad cuando la

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enfermera de la escuela es mediociega —presumió entre risas.

—¿Y dónde habéis ido?—Hemos estado dando vueltas

por ahí. Eso sí, como la madre deSid se entere de que no nos hemosido a casa directas, estamosmuertas.

—Seguramente ya esté alcorriente —intervino Sidra—.Todavía no entiendo que meconvencieras para que nossaltáramos las clases para subirhasta allí…

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—Chis —la amonestó Ivy, queenseguida le lanzó una miradaamenazadora—. Tranquilízate. Nique te fueran a expulsar.

—Ojalá lo hicieran —farfullóSidra.

—¿Y por qué solo expulsarían auna de las dos? —quise saber.

—La madre de Sid es la directorade Pathway —aclaró Ivy—. Es unaverdadera bruja, ya sabes. Estádeseando librarse de mí. Segúnella, soy una mala in uencia parasu hija.

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—¿Y aun así has hecho novillos?Qué valiente —dije, y eché unvistazo al espejo retrovisor paraestudiar la reacción de Sidradespués de una crítica tan durahacia su madre. Parecía agitada,pero intuía que las palabras de Ivyno tenían nada que ver.

—No fue valiente, sino estúpido—puntualizó.

Ivy se encogió de hombros.—Nadie te ha obligado. Además,

me da igual que me expulsen.Llamaré a mi padre y punto. Es un

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hombre muy importante aquí. Dehecho, es uno de los abogados máspoderosos del estado —dijo. Sabíaque eso último iba por mí.

—¿Pathway es un institutoprivado? —pregunté.

—Privado y très exclusif —recalcó Ivy—. Los que no puedenpagarse la matrícula no tienen másremedio que coger el ferri paracruzar el lago y después montarseen un autobús hasta Woodberry.

Así que Asher Falls no podíapermitirse una escuela pública, ni

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una clínica veterinaria, ni un tristesupermercado, pero sí podíacostearse una escuela privada paralos más privilegiados. Aquel lugarcada vez me resultaba máspeculiar.

Seguí conduciendo en silencio,hasta que Sidra, desde el asientotrasero, dijo:

—Mi casa es la de la esquina. Lablanca.

Aparqué en la curva, contentade haber llegado por n. Las chicasse apearon del coche y bajé la

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ventanilla para contemplar lavivienda. Era una casa de tresplantas, de estilo victoriano y conun porche enorme. El jardín se veíacuidado, vigoroso y todavía verde,pero el avellano de bruja habíaempezado a dorarse, así que lasardillas rebuscaban frutos en unárbol que crecía en un rincón delporche, una especie típica deCarolina del Sur con campanitasblancas. Estaba estudiando elcurioso tejadito frontal cuando vi auna mujer rubia tras un cristal del

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segundo piso. Un segundo después,se apartó y la cortina de lazovolvió a su lugar.

Oh, oh. Por lo visto, las habíanpillado.

Tras articular la palabra gracias,Ivy se encaminó hacia la entradasin mirar atrás, pero, para misorpresa, Sidra se acercó a laventanilla. Su mirada era de unazul cristalino; bajo el sol de mediatarde, su tez alabastro parecía casitranslúcida. No llevaba maquillaje,aunque tampoco lo necesitaba.

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Cualquier cosmético tan solomenguaría los rasgos etéreos que lahacían tan llamativa.

—¿Te has olvidado algo? —pregunté.

—No…, quiero decirte algo.Me miró a los ojos y de

inmediato sentí un cosquilleo en laespalda.

—¿Qué ocurre?—¿Te has jado en la torre del

reloj que ocupa la plaza?—Sí, es muy bonita.

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—Está construida sobre camposagrado. Por lo visto, allí se libróuna batalla. En n, pensé quedeberías saberlo.

Y, de repente, se dio mediavuelta y se escabulló.

—¡Espera! ¿Cómo sabes que esecampo es sagrado?

Se detuvo en la acera y me mirópor encima del hombro. Tenía unaexpresión enigmática. Jamás sabréqué iba a decirme, porque en esepreciso instante la mujer que habíaentrevisto en la ventana salió al

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porche y la llamó.Sidra se quedó petrificada.—¿Es tu madre?—Ha llegado pronto a casa.

Sabe que no hemos venido directasde la escuela.

—¿Te has metido en un buenlío?

—No lo sé. Será mejor que entreen casa.

La chica estaba aterrorizada, yla verdad es que no me extrañó.Cuando la mujer me miró, sentí

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que un horrible escalofrío merecorría todo el cuerpo.

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Capítulo 8

¿S idra podía ver fantasmas? ¿Quéotro motivo la habría empujado adecirme que la torre del reloj sealzaba sobre campo sagrado? ¿Porqué había esperado a que Ivy sebajara del coche para revelarmeesa información? Si veía espectros,una habilidad que exigía buscarcampo sagrado como único escudode protección, era de sentido

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común pensar que no querría quenadie se enterara, en particular sumadre. Eso podía comprenderlo.Aunque lo más sensato habría sidoalegrarme de que la joven hubieracompartido ese detalle conmigo,me sentía incómoda y másdesorientada que nunca.

Serpenteando entre las calles delpueblo, me asaltó una extrañasensación de familiaridad, dedestino. Quizás estuviera allí porun motivo. Pero mi conjetura no sesostenía por ningún lado. Nunca

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antes había estado en Asher Falls,ni tampoco había conocido a nadiede allí. Era un lugar solitario yaislado por un lago. ¿Acaso era deextrañar que la gente que vivía allífuera tan peculiar?

Tomé la carretera. A lo lejos seveían las montañas. Aunque elcielo estaba despejado, sobre lacima se había formado una nube detormenta que, poco a poco, se fuedeslizando sobre los árboles. Unsegundo más tarde reparé en queno era un nubarrón, sino una

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bandada de pájaros que volabahacia el sur para guarecerse delinvierno.

La brisa que se colaba por laventanilla se sentía fresca. Pese aque los últimos días habían sidocalurosos, el otoño estaba a lavuelta de la esquina, y temía lasoledad que siempre acarreaba elinvierno. Preferí no pensar en elfuturo. ¿Para qué? Todavíafaltaban varias horas hasta elcrepúsculo, la carretera estabavacía y solo tenía que disfrutar del

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paisaje.Volví a pensar en Sidra e Ivy.

Qué extraña pareja de amigas.Sidra, con el cabello dorado rapadoy su porte esquelético; e Ivy, conaquellos rasgos marcados y suexagerado hastío. Ahora mearrepentía de no haberlessonsacado más información acercade las cataratas. Deseaba averiguarpor qué ese lugar asustaba a todoel mundo, sobre todo después deque Luna me recomendaravisitarlo. ¿Habrían estado hoy allí?

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Sabía muy bien en quéconsistían los lugares angostos, porsupuesto: paisajes intermediosdonde el velo que separaba ambosmundos era muy muy delgado. Losceltas consideraban que por esoslugares no solo se deslizabanfantasmas, sino también demonios.En la noche del Samhain, sedisfrazaban con máscarasaterradoras para aplacar lasfuerzas del caos. Estabarememorando esas viejas leyendasque mi padre solía contarme

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cuando me vino a la mente laimagen de Wayne Van Zandt. Mecostaba creer que se hubieraprovocado esas tremendascicatrices para alejar a los espíritusmalignos, pero…

De repente, algo se estrellócontra mi parabrisas. El estruendome sacó de mi ensoñación. Solté ungrito y, de forma instintiva,levanté una mano para protegermela cara. Enseguida me di cuenta dequé era: un pájaro había chocadocontra el cristal. Miré por el espejo

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retrovisor y advertí una manta deplumas en mitad de la carretera. Ajuzgar por el color, debía de ser uncuervo.

Aparqué en la cuneta y meacerqué con cierto recelo. El pobreanimal no se movía, peroalbergaba la esperanza de que tansolo estuviera aturdido. A veces segolpeaban con el cristal de unaventana y tras unos segundos deatontamiento volvían a alzar elvuelo. Pero supuse que el impactode precipitarse sobre un vehículo

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en marcha sería mayor que toparsecon una pared de vidrio.

No sangraba y no parecía tenerel cuello roto. Sin saber qué hacer,recogí con sumo cuidado al animaly lo dejé sobre un lecho de trébolesque había junto a la cuneta. Mequedé allí sentada un buen rato,vigilando el pájaro inmóvil.Levanté la cabeza y me quedéboquiabierta. Con un sigilo propiode un felino, docenas de cuervos sehabían posado sobre las ramas y elcableado eléctrico. Contuve la

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respiración y de inmediato penséen aquella nube oscura queminutos antes había sobrevolado laladera. Había muchos más. Decenasde cientos. No temía que pudieranatacarme, pero la idea de que sehubieran agolpado para espiarmeme inquietaba.

Casi a cámara lenta, me levantéy me subí al coche. Arranqué elmotor, subí las ventanillas y pisé elacelerador. Por suerte, los cuervosno me siguieron.

Faltaban pocos metros para el

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desvío. Me estaba dejando llevarpor la imaginación. Tenía quecentrarme. Me convencí de que loscuervos ya estaban allí cuandollegué con el coche. Sencillamente,no había reparado en ellos. Y, siera una chica inteligente, no daríademasiada importancia al antiguomito que juraba que los pájaros nosolo presagiaban muerte, sinotambién locura. No queríarelacionar una bandada de cuervoscon la sucesión de extrañosacontecimientos que me habían

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pasado desde mi llegada a AsherFalls. Tampoco me obsesionaríacon la extravagante conducta deltipo que se había presentado en elcementerio ni con la advertenciade Van Zandt sobre los animalesque correteaban por el bosque. Nime obnubilaría pensando por quéme habían contratado para eseproyecto o por qué Luna Kemper sehabía encargado de buscarme unacasa ubicada en suelo sacro.

Y, sobre todo, no perdería ni uninstante pensando en el encuentro

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fortuito con Thane Asher.

A última hora de la tarde, llamépor teléfono a mi madre. No leapetecía mucho hablar después dela sesión de quimioterapia. Desdeque le diagnosticaron el cáncer laprimavera anterior, pasaba lamayor parte del tiempo enCharleston, en casa de mi tíaLynrose, para estar más cerca delhospital. Al principio me dolió queno hubiera aceptado quedarse

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conmigo, pero ahora veía quehabía tomado la mejor decisión.Lynrose estaba jubilada y podíadedicarse por completo a larecuperación de su hermana. Y, adecir verdad, estaban más unidasde lo que jamás podríamos estarlomi madre y yo. Aun así, la queríacon todo mi corazón.

Charlé con mi tía unos minutos.Tras colgar el teléfono, Angus y yosalimos al porche trasero a cenar.

El pienso no era el mejor delmercado, pero le importó menos

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que a mí el plátano pasado de mimacedonia. Dejó el cuenco limpiocomo una patena. Luego nossentamos sobre los escalones paraadmirar el atardecer. A pesar de lasaventuras que me habían pasadodesde que llegué al pueblo, gocé deaquel momento con profundaalegría.

En pocos días me habíaencariñado mucho con Angus, locual no era nada típico de mí. Erael compañero perfecto. Noble y

el. Además, no tenía que

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esconderle mi secreto, porque sabíaque veía fantasmas.

Articulé su nombre en voz bajapara poner a prueba su oído. Segiró al oír mi voz y apoyó el hocicosobre mi rodilla. La forma en queme miraba me conmovía. Le rasquétras las orejas y acomodé la mejillasobre su cabeza. Su pelaje se sentíaáspero y apelmazado. Desde luego,no era el perro con mejor olor delmundo. Pero quería ganarme sucon anza antes de llegar almomento crítico del baño.

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Permanecimos sobre lospeldaños un buen rato. Contemplémaravillada el caleidoscopio deluces y colores que se re ejabasobre el lago sin dejar deacariciarle la espalda. No esperé aque cayera la noche. Entré en casa,a salvo de los fantasmas. Escuchéalgo de música, leí el capítulo deun libro y me metí en la camapronto. Me dormí enseguida. Nome despertó el repique de lascampanas ni el frío de unapresencia fantasmal tras mi

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ventana, pero en mis sueñosdoblaban las campanas y meacechaban los espectros.

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Capítulo 9

Al día siguiente me llevé a Angusal cementerio. Después de laconversación con Wayne VanZandt, quería tenerle cerca, noperderle de vista durante muchotiempo. Además, pensé que podríaservir como sistema de alarma encaso de que apareciera algúndesconocido.

Teniendo en cuenta el calvario

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por el que habría pasado, supuseque tardaría semanas, si no meses,en recuperarse del todo. Sinembargo, me quedé asombradacuando bajó del coche aquellamañana y se puso a retozar por elcementerio. Mientras él perseguíaardillas, me puse manos a la obra.Empecé por la tarea más laboriosa,fotogra ar cada tumba y lápidadesde todos los ángulos para crearun registro anterior a larestauración para los archivos. Eraun trabajo tedioso para una sola

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persona. La parte más nueva delcementerio fue relativamenterápida, pero, en cuanto me deslicéhacia la propiedad de los Asher, lassombras que dibujaban los árbolesy matorrales me obstaculizaron, ymucho, la labor. Allí donde elliquen y el musgo tapaban lasinscripciones, tenía que utilizar unespejo para re ejar la luz sobre lapiedra. En principio, era un trucoideado para emplear entre dos,pero había aprendido aapañármelas sola.

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Trabajé sin cesar durante toda lamañana. Sobre la una del mediodíahice una pausa para almorzar. Abríel maletero del todoterreno y mesenté sobre el parachoques acomerme una manzana. Le lancéunos trocitos a Angus, que losdevoró con gran entusiasmo. Le diun poco de agua fresca y pocodespués encontró un rincón soleadodonde se tumbó a descansar. Volvíal trabajo. La tarde transcurrió sinincidentes. Estaba tan absorta endisparar instantáneas a todos

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aquellos rostros angélicos ydesconocidos que perdí la nocióndel tiempo. El sol ya habíaempezado a esconderse tras lascopas de los árboles cuando decidírecoger mis herramientas yguardarlas en el coche. Justo alsalir del cementerio escuché ellejano ladrido de Angus. El sonidoprovenía del bosque.

Preocupada, arrojé la bolsa almaletero del todoterreno y corríhacia la valla para llamarle. Alescuchar mi voz, los aullidos

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sonaron más frenéticos, másagitados, pero seguía sin verle.

El límite forestal yacía entresombras. Habría preferido noadentrarme en la arboleda, pero nopodía abandonar a Angus a susuerte. Algo le estaba impidiendosalir de allí. Quizás había visto unaardilla o una zarigüeya. Puede quea un puma o a un oso…

—¡Angus! ¡Ven aquí!De pronto, escuché un bramido.

Pero no sabía si era Angus el queaullaba u otra cosa. A lo mejor

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había uno de esos lobosescurridizos merodeando por allí.Tenía los nervios a or de piel.Palpé el teléfono móvil y el gaslacrimógeno en el bolsillo, pero measustaba pensar que, en cuestiónde segundos, podía verme obligadaa utilizarlo contra alguien… o algo.

Seguí el sendero que atravesabael bosque, pero tenía quedesviarme continuamente porquetropezaba con ramas caídas. Elhedor a hojas podridas y a tierrahúmeda se mezclaba con el aroma

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silvestre de los árboles de hojaperenne. En cuanto empecé adescender por el otro lado de lamontaña, los cedros y las cicutasfueron desapareciendo poco apoco. Tras varios metros, me viavanzando por un túnel de brezalesdonde azaleas, adelfas y laureles demontaña crecían con tremendadensidad. Entre tantas plantas, eramuy fácil desorientarse. Padrehabía confesado que una vez sehabía perdido en una maraña dematorrales. Lo había bautizado

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como el in erno de laurel. Quizásel laberinto de zarzas y maleza noocupaba más de un kilómetrocuadrado, pero tardó casi todo eldía en encontrar la salida. Y esoque era un hombre que se habíacriado entre montañas.

Mientras procuraba abrirmepaso, las raquíticas azaleas se meenredaban entre el pelo y meagujereaban la ropa. La frondacolgaba tan baja que los rayos desol apenas se ltraban entre lasramas. Aquel lugar era

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espeluznante. Oscuro y solitario.Me detuve para escuchar elsilencio. Me invadió una sensaciónde desolación. No oía el canto delos pájaros ni crujidos entre loshierbajos; no se escuchaba nada,tan solo el sonido lejano de unacascada. Me pregunté si habríaalguna cueva por ahí cerca, porqueel aire rezumaba el hedor sulfúricodel salitre.

Para romper el silencio, volví allamar a Angus. Me respondió conun ladrido, cosa que me

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tranquilizó. Después de arrastrarmepor la cresta de la montaña,repleta de rocas puntiagudas, por

n le vi. Tenía la mirada clavadaen un peñasco que se alzaba detrásde mí, así que me giré con laesperanza de toparme con unanimal poco peligroso, como unmapache arrinconado. Aunque si sesienten amenazados, los mapachespueden ser criaturas muy violentas.Escudriñé los alrededores y, alprincipio, no vi nada peculiar, tansolo el rastro púrpura de una

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dedalera que había conseguidosobrevivir en aquel entorno tanhostil. Entonces me jé en elpatrón que dibujaban variasdecenas de piedras y caracolasmarinas sobre un pequeñomontículo. Caí en la cuenta de queestaba ante una sepultura,escondida y protegida por unsaliente rocoso. No me explicabacómo Angus había encontrado eselugar. Dudaba de que la tumbafuera reciente. Aparte del olor asalitre, no detecté otro aroma.

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Me acerqué varios pasos yenseguida reparé en que la tierraque rodeaba el sepulcro estabaremovida. No era reciente, pero eraevidente que la habían rascado conbastante frecuencia para evitar quecrecieran malas hierbas. De hecho,era una tradición funeraria que sehabía ido perdiendo con el paso deltiempo, aunque había visto otrossepulcros así en el GeorgiaPiedmont. Aquel mantenimientotan meticuloso también me pareciócurioso.

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Con sumo cuidado, aparté lashojas secas y escombros y descubríuna lápida. La piedra estaba muyhundida en la tierra, lo que lahacía invisible, a menos que unosupiera dónde tenía que mirar.Saqué un cepillo de hebras suavesdel bolsillo y limpié con esmero lagruesa capa de mugre para poderleer la inscripción. Pero no habíaun nombre ni una fecha denacimiento o muerte. Lo único quese había tallado sobre la super ciede la lápida era el tallo espinoso de

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una rosa con dos ores, una enplena oración y la otra todavíacerrada, un símbolo que enocasiones se utilizaba para el dobleentierro de una madre y su hijo.Pero ¿por qué descansaban en unlugar tan solitario y apartado?

El hecho de que el sepulcroestuviera tan aislado, y teniendoen cuenta la orientación de lalápida, podría indicar que setrataba de un suicidio. Sinembargo, la tradición de enterraren lugares remotos a los difuntos

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que habían decidido quitarse lavida había quedado obsoleta hacíaaños. A juzgar por las condicionesde la inscripción y por su estilomoderno, estaba segura de que noera una tumba tan antigua.Tendría veinte o treinta años a losumo, así que ni la Iglesia católicahabría obedecido a esa viejatradición. ¿Por qué escoger estelugar tan desolado cuandoThorngate estaba a tan solo unosmetros?

Pasé un dedo por el tallo. Y se

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me encogió el corazón. De repentesentí una as xia espantosa yempecé a jadear. Se me nubló lavista y traté de apoyarme en algo

rme para mantener el equilibrio.Lo siguiente que recuerdo es elhocico húmedo de Angusolisqueándome. Abrí los ojos y miréa mi alrededor. Estaba tumbadasobre el suelo. No tenía la menoridea de lo que me había ocurrido,pero supuse que había sido undesmayo momentáneo. No estabaen absoluto desorientada. Sabía

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exactamente dónde estaba.Pero el aire había cambiado.

Ahora la brisa arrastraba algo frío,húmedo y ancestral de lasmontañas.

Una violenta ráfaga de aireagitó las hojas secas de la tumba.Habría jurado que oí el susurro demi nombre entre los árboles. Se meerizó el vello de la nuca y se meaceleró el pulso. Me agaché y,consternada, miré a mi alrededor.Al despertarme después deldesmayo no me había sentido en

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absoluto confundida, pero ahora noera capaz de localizar el caminitoque había seguido para llegar allí.La frondosidad de los matorrales yarbustos me hacía sentir atrapada,vulnerable.

Entonces volví a llamar a Angus.En un abrir y cerrar de ojosapareció a mi lado.

—¡Corre! —ordené.Salió disparado hacia los

árboles, abriendo así un caminopara mí. Estaba débil y casi sinfuerzas, de modo que Angus podría

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haberme dejado rezagada; sinembargo, se mantuvo a mi lado entodo momento, parándose cada vezque tropezaba y gruñendo a lo quefuera que nos estaba espiando.

Mientras procurábamos zafarnosde los laureles y las azaleas,empecé a dudar de si lograríamossalir de aquel horripilante lugar.Era como nadar en un charco debarro. Cuando por n dejamosatrás aquel túnel claustrofóbico, laspiernas me temblaban y sentía queen cualquier momento me

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explotarían los pulmones. Pero latranquilidad de la naturaleza duróbien poco. En el corazón delbosque, trastabillabaconstantemente con raíces y ramascaídas. Los rayos de sol no podíancolarse entre la espesura delfollaje, así que el paisaje parecíaestar en un ocaso prematuro.

Corrimos sin cesar. Al nlogramos salir de aquella arboleda,y suspiré aliviada. Pero el vientono nos concedió una tregua. Derepente, se levantó una ráfaga de

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tierra y arenilla que a punto estuvode dejarme ciega. Troté hacia elcoche, con Angus siguiéndome elpaso, busqué la llave en el bolsilloy pulsé el botón del mando adistancia. En cuanto abrí la puerta,Angus voló como un cohete hacia elasiento del copiloto. Subí al coche ycerré de un portazo. Con las manostemblorosas, arranqué el motor yapreté el acelerador a fondo,rociando las tumbas más cercanas ala verja de gravilla.

El azote del viento sacudía el

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todoterreno. Por un momentopensé que saldríamos volando, asíque sujeté el volante con más

rmeza. Escaparíamos de allí deuna forma u otra. En cuanto toméla carretera principal, el vientodesapareció. La puesta de solcubría con un manto dorado elpaisaje, tan pastoril como siempre.Miré de reojo a Angus. Desde suasiento parecía estudiar lacarretera.

—Eso no han sido imaginacionesmías, ¿verdad?

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Soltó varios quejidos y seacomodó en el asiento. Le rasqué ellomo. Los dos seguíamos tiritando,y con razón. Algo nos habíaperseguido en aquella cimadesnuda. Un mal amorfo al que noosaba poner un nombre. No habíasido producto de mi imaginación.Angus también había notado supresencia. Y seguía tan perturbadocomo yo.

Mi instinto me empujaba aseguir conduciendo hasta alejarnoslo más posible de aquel lugar.

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Añoraba mi hogar. Me habríagustado estar en Charleston, en misantuario particular, protegida dela entidad que había levantado esaventisca de arena. Pero no podíapermitirme marcharme de allí.Tenía trabajo que hacer. Presentíaque me había desplazado hasta allípor un propósito que todavía nohabía descubierto. Pretendíaquedarme en Asher Falls, pero paraello tendría que controlar el miedo.Después de todo, contaba con añosde práctica, así que no me

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resultaría difícil. Desde muypequeña había aprendido amantener la compostura cada vezque veía un fantasma, pues nohabía otro modo de vivir con esacarga.

Acaricié el amuleto que llevabaalrededor del cuello. En aquellamaraña de matas, algo me habíaescudado. Quizá fuera la piedra delcementerio de Rosehill que usabacomo colgante, o Angus, o mipropia fortaleza. No lo sabía. Peroestaba sana y salva, a excepción de

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algunos arañazos en los brazos, sinheridas graves.

A medida que nosaproximábamos al desvío para ir ala casa de Covey, me fui calmando.Fui recuperando mis pulsaciones.Cuanto más acortábamos ladistancia que nos separaba delcampo sagrado, mi santuariotemporal, más fuerte me sentía.

—Ya ha pasado —susurré, másbien para mí que para Angus.

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Capítulo 10

Cuando llegué a casa, Thane Asherme estaba esperando en el porche.Abrí la puerta del coche y Angussalió disparado como una balaantes de que pudiera sujetarle. Lellamé varias veces, pero fue inútil.Tras un ladrido de advertencia y unbreve tanteo, rodeó a Thane y sesentó para que le acariciara laespalda.

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Vaya perro guardián, pensé.Pero entonces recordé mi primeranoche allí. Angus, en un acto devalentía y delidad, se habíainterpuesto entre el fantasma quese agazapaba tras los arbustos yyo. Además, hacía tan solo unosminutos, me había ayudado a salirde aquella espeluznante selva.¿Qué habría hecho sin él? Con todaprobabilidad seguiría en aquelmatorral, perdida y confundida.

—¿Quién es? —preguntó Thanedesde el porche.

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—Angus.Al escuchar su nombre, o quizá

mi voz, correteó hacia mi lado. Meagaché para rascarle la tripa yhacerle varios mimos.

—¿Qué le ha pasado?—Según Luna Kemper, lo más

seguro es que lo usaran como perrode pelea.

Thane no alteró la expresión enningún momento, pero me dio laimpresión de que algo oscuro ymalicioso se cernía tras aquella

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mirada azul. Me pregunté si, trassu fachada suave e impenetrable,yacía un alambre de cuchillas.Sentí que me atravesaba con losojos. Fue una sensación tanelectrizante que me pillódesprevenida. Sin articularpalabra, se arrodilló junto al perro.Con una ternura in nita, leacarició las prominentes costillasmientras le susurraba palabrasreconfortantes. No pude oír lo quedecía, pero Angus le pasó el hocicopor la mano, agradecido.

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Eché un vistazo a uno de losrasguños del brazo. El escozor erainsoportable.

—Le conté al comisario VanZandt lo de las peleas de perros.Creí que le gustaría saberlo.

—¿Y qué dijo?Thane se dedicó a examinar las

orejas, el hocico y los dientes deAngus, que apenas se quejó.

—Que mantendría unavigilancia sobre las perreras de lazona, aunque no sé si creerle.

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—No se preocupe —resolvióThane. Se puso de pie y se sacudiólas manos en los vaqueros. Llevabael mismo suéter negro que el día enque le conocí; no pude evitar

jarme en la tersura que adoptabala tela alrededor de sus hombros.Me imaginé lo formidable queestaría con el suéter atado sobre elpecho—. Si de veras se celebranpeleas de perros por aquí, loaveriguaré y pondré punto nal aese asunto.

—¿Cómo?

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Volvió a mirarme condetenimiento.

—No quiero abrumarla con losdetalles.

Algo en su voz me alarmó, uncasi imperceptible chasquido quedestapó el alambre de cuchillas.Cuando me enteré de lo que lehabía pasado a Angus, también meenfurecí, pero el impasible ThaneAsher era un hombre de recursosilimitados por aquellos lares, asíque no tenía la menor idea decómo pensaba desatar su rabia.

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Enterré la mano entre el pelajede Angus porque no quería que sediera cuenta de que estabatemblando. Me había pegado unbuen susto en el bosque, y laverdad es que seguía paralizada.Pero se me daba muy bien escondermis sentimientos, así que no meacobardé cuando Thane meobservó de pies a cabeza. Mepareció que se le suavizaban losrasgos del rostro, pero, por lo visto,fueron imaginaciones mías.

—¿Qué le ha pasado a usted? —

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preguntó.No tenía intención de revelarle

nada de lo ocurrido. Si nunca habíatenido un encuentro paranormal,no lo comprendería. Describirle unviento infernal tan solo suscitaríacarcajadas, o, peor aún,compasión, y en ese momento nome apetecía quedar en ridículo.Siempre había sido una chicareservada. Mi habilidad de verfantasmas era, tanto por necesidadcomo por decisión propia, algomuy personal. Tampoco estaba

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preparada para contarle que habíahallado un sepulcro. Todavía no.Prefería tomarme un tiempo parameditarlo.

Así que pasé mi mano mugrientapor el pelo y encogí los hombros.

—Un escaramujo. Gajes deloficio.

—Debería entrar en casa ycurarse esos arañazos.

—Después —dije.—O sea, que está esperando a

que me marche.

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Esbocé una tímida sonrisa.—Por favor, disculpe mis

modales. Acabo de llegar a casadespués de un largo día de trabajoy, la verdad, no esperabacompañía.

Por lo visto, mi reproche tuvo elefecto que pretendía. Por un soloinstante, Thane parecióarrepentido.

—Perdóneme por haber venidosin avisar, pero prometo que no lerobaré mucho tiempo —dijo, yseñaló el porche—. ¿Le importaría

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que charláramos un minuto?Vacilé. El sol apenas brillaba en

el horizonte. No tardaría enanochecer. Aunque sabía cómoprotegerme de los fantasmas,nunca había vivido tan cerca de uncementerio profanado. Lo másprudente era no correr ningúnriesgo.

—Le aseguro que no me quedarémucho tiempo —insistió—. Megustaría hablarle de Thorngate.

Suspiré. Lo único que quería enese momento era un buen baño de

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agua caliente y una taza decamomila mientras Angus vigilabael porche trasero. Pero como buenahija, había heredado la cortesíasureña de mi madre y la aplicabacon la misma rigidez que las reglasde mi padre. Asentí y subí lasescaleras.

El ambiente se había enfriado.La luz del día se iba apagando y elbosque parecía cernirse sobrenosotros. Distinguí el aroma de lasplantas de hoja perenne, que sealzaban en hileras como

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gigantescos centinelas. Nosacomodamos en las sillas delporche. Llamé a Angus para que setumbara a mi lado.

—¿Qué es eso tan importanteque quiere contarme? —pregunté.

Se quedó callado durante unossegundos, escudriñando el paisaje.Presentía que no sabía por dóndeempezar.

—Hace años que no voy hastaallí arriba. ¿Está en muy malestado?

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—He visto lugares peores —respondí, perpleja. Seguía con lamirada perdida y la expresióninescrutable. Pero el instinto medecía que el cementerio no era, enabsoluto, la mayor de suspreocupaciones, así que empecé aponerme ansiosa. ¿Por qué habíavenido?

Sin previo aviso, se giró y mepilló observándole. Aparté lamirada enseguida, avergonzada.

—Le contaré un pequeño secretosobre Thorngate —dijo—. El único

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modo de contemplarlo en suplenitud es bajo la luz de la luna.Hay una zona cerca del mausoleoque se diseñó especí camente paragozar de una panorámica nocturnaperfecta.

Pensé en las esculturas deángeles, mirando hacia el cielo; enla maleza plateada que recubría ellugar. Salvia, ajenjo y aquilea.

—Reconocí los vestigios de unjardín blanco —comenté—. Tengouno en casa, así que puedoimaginarme lo hermoso que es el

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cementerio por la noche, sobretodo con esas estatuas. Los rostrosson extraordinarios.

—Sí —dijo con ciertaindiferencia—. A los Asher siemprenos ha gustado construirmonumentos hermosos en nuestrohonor.

—¿Y qué hay de malo en ello?—Nada, supongo. Salvo que

nuestro ego ha llevado laostentación a otro nivel. A vecesme pregunto si todo el dineroinvertido en los muertos no podría

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ser de más utilidad para los vivos.—Pero los cementerios son para

los vivos —intercedí—. Los querinden tributo a los muertos suelentener un gran respeto por la vida.

Me echó una mirada que nopude interpretar.

—No sabe mucho sobre nosotros,¿verdad?

Sonaba frágil. Me pregunté quétipo de relación mantendría con sufamilia, pero me limité a encogerlos hombros.

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Angus se había plantado enmedio de nuestras sillas, al alcancede todas las caricias. No tenía ni unpelo de tonto. Le rasqué detrás delos bultos de las orejas. Thane sededicó a deslizar la palma de sumano a lo largo de su lomo. Aquelmovimiento rítmico me pareció tanreconfortante que por n empecé arelajarme.

—¿Cómo comenzó en el negociode los cementerios? —preguntó.

—Mi padre trabajó comoconserje de varios cementerios

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durante muchos años. Metransmitió su aprecio por losantiguos cementerios del sur delpaís. Cuando no era más que unaniña, solía creer que el cementerioque se extendía junto a mi casaestaba encantado. Era mi lugarfavorito para jugar. Le llamaba «mireino».

—¿Por eso es conocida como laReina de los cementerios?

—¿Cómo diablos ha descubiertoeso? —repliqué, sorprendida.

—He hecho mis averiguaciones.

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—¿Y?—Para alguien de su edad, es

toda una experta. Licenciada enAntropología por la Universidad deCarolina del Sur y con un másteren arqueología en Chapel Hill. Sepasó dos años trabajando en laO cina Estatal de Arqueologíaantes de fundar su propia empresa.Un currículo impresionante, laverdad.

—Veo que se ha tomado muchasmolestias para conocer toda esainformación —dije con frialdad.

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—No crea. Todo estaba en supágina web.

—Ah, claro.Thane sonrió. No pude evitar

jarme en lo joven y atractivo queestaba cuando sonreía. Deberíahacerlo más a menudo. Y entoncesme vino a la mente que lo mismopodría decirse de mí.

—¿Le preocupaban miscredenciales? —proseguí.

—No. Sentía curiosidad porusted.

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Eso me dejó sin respuesta. No leestaba mirando, pero sentía susojos clavados en mí del mismomodo que el escozor de losarañazos.

—De hecho, no solo he leído supágina web —confesó—.Navegando por la Red me heencontrado con un artículo de unperiódico local sobre larestauración del cementerio deCharleston que se llevó a cabo laprimavera pasada.

—Oak Grove —puntualicé. Al

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pronunciar ese nombre, se me helóla sangre. Siempre que recordabaese capítulo de mi vida, me ocurríalo mismo.

El forcejeo con el cuchillo de unasesino me había dejado unatremenda cicatriz en un brazo.Hacía meses que el corte se habíacerrado, pero las heridas internaseran mucho más profundas. Elmiedo había menguado, al menosdurante las horas de sol, pero elrecuerdo de mi encierro perduraríamuchos años más, morti cándome

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incansablemente todas las nochesque me costara conciliar el sueño.

Thane debió de percatarse de mireticencia a desenterrar esapesadilla en particular, porque noinsistió en el tema. Pero me mirabacon tanta ternura que por unmomento anhelé confesarle toda lahistoria. De pronto, sentí laimperiosa necesidad dedesahogarme y explicarle lasdesdichas que me habían pasado enlos últimos meses, pero apenasconocía a aquel tipo. No podía

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hablar de asuntos tan personalescon él. Y, en especial, de Devlin.

Nos quedamos callados duranteunos minutos. Thane seguíaacariciándole el lomo a Angus.Durante esos instantes de silencio,me sosegué todavía más. Quizádespués del vía crucis que habíasufrido atravesando la maraña demaleza estaba demasiado cansadapara contestarle. Si no hubiera sidoporque estaba anocheciendo, mehabría encantado quedarme tal ycomo estaba. Pero, a medida que

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pasaban los minutos, empecé asospechar el verdadero propósitode su visita.

—No ha venido hasta aquí parahablarme de Thorngate, ¿verdad?—dije—. Dígame la verdad, ¿porqué está aquí?

Dejó de acariciar a Angus y mefulminó con la mirada.

—Necesito un favor.Fruncí el ceño.—¿Qué tipo de favor?—¿Qué planes tiene para esta

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noche?No me esperaba esa pregunta.

No quedó ni rastro de lacordialidad que Thane habíademostrado antes, así que empecéa retorcerme en el asiento.

—Cenar pronto y acostarme —respondí—. Pretendo levantarme aprimera hora de la mañana.

—¿Y no podría hacer unaexcepción? Me gustaría invitarla auna esta esta noche en lamansión Asher. Solemos celebrareste tipo de estas muy a menudo.

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Mi abuelo inauguró la tradiciónhace muchos años. El pueblo estabapasando una época de vacas acas.Apenas había trabajo, así quemuchos empezaron a emigrar. Miabuelo quería encontrar una formade mostrar su solidaridad con losciudadanos. Un gesto noble,supongo, pero, con el paso de losaños, esas veladas han idodegenerando. Ahora apenas asistenun puñado de invitados. Unengorro, si quiere que le seasincero. Estamos desesperados por

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sangre fresca.Una brizna de aire frío me hizo

estremecer.—Gracias, pero no me gustan las

estas. Además, no tengo ropaapropiada. Solo he traído ropa detrabajo.

Me miró de arriba abajo.—Por lo que a mí respecta,

puede ir así vestida.Solté una carcajada para

disimular mi incomodidad.—Creo que al menos tendría que

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ducharme.—¿Eso es un sí?Meneé la cabeza.—Lo siento, pero no estoy de

humor para estas. Ha sido un díamuy largo.

Y necesitaba pasar tiempo asolas para digerir todo lo que habíasucedido esa tarde.

—Entonces supongo que notendré más remedio que ser unpoco más persuasivo —susurró.

—¿Perdone?

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—Tengo algo que usted quiere.Aquel tono siniestro me aceleró

el pulso, aunque intuía que meestaba tomando el pelo.

—¿Y qué es?—La mayoría de los registros del

antiguo cementerio estánguardados en la mansión Asher.Podría mover unos cuantos hilos ydejar que usted les echara unvistazo.

—Luna me dijo que los registrosestán almacenados en la biblioteca

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local.—Algunos sí, pero no los que

usted quiere consultar. Si viene a laesta, le aseguro que tendrá acceso

a toda la documentación.—Eso suena a un soborno en

toda regla —le acusé.Thane esbozó una sonrisa

juguetona.—¿Captaría su interés si le

dijera que existen imágenes,fotografías reales, del cementeriode nales del siglo XIX? El mapa

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original debe de rondar tambiénpor allí y, quién sabe, quizás hastapodamos sacar a la luz la Bibliafamiliar.

Pensé en aquella criptaescondida una vez más. Dudaba deque hubiera algún registro de esalápida en los archivos de la familiaAsher. Quería saber quién estabaallí enterrado. De hecho, tenía quesaberlo. Las tumbas sin identi careran para mí como un anatema.

—Es usted un hueso duro de roer—dije con un suspiro.

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Se le iluminaron los ojos.—¿La recojo a las ocho menos

cuarto?—No, gracias. Iré en coche.Me miró con complicidad.—¿Para poder irse cuando le

apetezca?Me encogí de hombros y él

asintió.—Me parece bien. Así pues, la

veré a las ocho. Es imposibleperderse. La casa está pasado elcementerio. Cruce el riachuelo… y

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está justo ahí.

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Capítulo 11

Puesto que el estatuario delcementerio era un tributo al egodel linaje Asher, imaginé que lacasa sería todo un homenaje alorgullo desmedido de la familia. Noandaba desencaminada. El edi cioera descomunal, una bestia que seerigía sobre un escarpadoacantilado. Los tres pisos estabanrodeados de balcones y porches, y

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la docena de columnas iluminadassobre las que se alzaba laconstrucción parecía medir almenos un kilómetro. Esperabaencontrarme con una gran casa,pero no con algo tan monumentaly desmesurado. También mesorprendió la ilusión otante quecreaba la luz de la luna junto conuna iluminación deliberada.

Un camino circular me condujohasta la entrada principal de lamansión. Mi primer impulso fuedar la vuelta a la plazoleta y hacer

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como si nada. Por una razón quetodavía hoy no logro explicar, mesentí intimidada, y no entendí porqué. La posición social meimportaba bien poco. Me habíacriado con una madre dulce ycariñosa que parecía lapersoni cación de las cualidadesmás re nadas de una bellezasureña, pero también con un padreque había nacido en las montañasde Carolina del Norte y quetrabajaba con las manos. Era unamezcla de ambos y me sentía

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orgullosa de ello. Así pues, ¿porqué estar nerviosa? ¿A qué veníaesa premonición que me impulsabaa alejarme de esa casa y de losAsher?

Admiré la fachada del edi ciomientras me apeaba del coche. Elporche de la planta baja estababien iluminado, pero los balconessuperiores estaban sumidos en laoscuridad. Sin embargo, creíavistar una sombra que mevigilaba desde una de esasventanas. ¿Un fantasma? No me

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sorprendería. No en esa casa. Noen ese acantilado. Toda esa zonaparecía estar bajo un hechizooscuro, algún encantamientomaligno. Cualquier persona que meoyera pensaría que me habíavuelto loca, salvo mi padre. Perono podía subestimar mis instintos.Ya me habían ocurrido varias cosasextrañas en los pocos días quellevaba en Asher Falls.

Subí la escalera y llamé altimbre. No llevaba el atuendo queexigía la ocasión, y eso me hacía

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sentir insegura. La única prendadecente que había traído era unvestido negro que solía llevarcuando me invitaban a dar unaconferencia, o cuando daba algunaentrevista. Si hubiera estado enCharleston, me habría puestopendientes de perla y unos buenostacones, pero esa noche tuve queconformarme con zapatos planos yuna chaqueta de punto.

Una criada ataviada con elclásico uniforme me abrió la puertacon una reverencia de cortesía y le

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entregué el bolso. Apenas tuvetiempo de contemplar las arañas decristal que iluminaban unamagní ca escalera de dos alasporque enseguida la criada meescoltó hacia un recibidor inmenso.Caminando junto a ella, no pudeevitar deslizar la mirada hacia losretratos descoloridos que colgabande la pared. Supuse queencarnaban las distintasgeneraciones del apellido. Mellamó la atención que el papelbrocado que adornaba las paredes

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empezara a despegarse y que eltecho mostrara manchas dehumedad. A pesar de su grandeza,la casa olía a vejez y humedad, y laatmósfera se sentía tan fría comoel interior de una tumba. Enaquella mansión, el tiempo sehabía detenido. Era un hogar másapropiado para los muertos quepara los vivos.

La criada se detuvo frente a unaentrada arqueada y me hizo ungesto invitándome a entrar. Encuanto crucé el umbral, toda la sala

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se quedó en silencio. Busqué aThane entre la multitud, peroenseguida vi a Luna Kemper, queestaba impresionante con aquelvestido de raso color lavanda.Sonrió y asintió, pero me dio lasensación de que no esperabaencontrarme allí. La acompañabandos mujeres. De inmediato reconocía la madre de Sidra, a quien habíavisto el día anterior, y a lapelirroja de la fotografía que Lunatenía sobre el escritorio. Aquellainstantánea había captado un

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fantasma al fondo. De formainconsciente, busqué ese semblanteceñudo en la ventana que habíadetrás de ellas. Pero lo único que vifue el reflejo de la luz de las velas.

La madre de Sidra llevaba unvestidito blanco y varios collares deplata alrededor del cuello; lapelirroja lucía un vestido de cóctelde estilo vintage color verdeesmeralda. Las tres me mirabancautelosas, como cuando uno echaun vistazo a lo que está creciendoen una placa de Petri. Entonces

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pillé a la madre de Sidra tocándoleel brazo a Luna y murmurándolealgo al oído. Me puse más nerviosay me arrepentí de no haber seguidomi impulso inicial de dar mediavuelta y regresar a casa. De eso yde no haber sido más cuidadosa conel maquillaje, de haberme hechoalgo distinto en el pelo. Quéridiculez, pensé. ¿Desde cuándo mepreocupaba tanto mi aspectofísico? Al igual que mi padre,trabajaba con las manos, así queno necesitaba tener el armario

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lleno de ropa elegante. Los vestidosque lucían eran preciosos, peroestaba segura de que no mequedarían bien. De todos modos,en el fondo sabía que la tensiónque me había causado ese nudo enel estómago poco tenía que ver conmi apariencia. Esa preocupaciónpor mi sencilla vestimenta no eramás que una manifestación deloscuro desasosiego que meacosaba.

El trío rodeaba a un tipo alto yde hombros anchos que estaba de

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espaldas a mí. Era la única personade la sala que no se había giradocuando llegué. Había una cuartamujer, pero pasaba muydesapercibida. Era esbelta yanodina, y su desafortunadaelección de vestuario (un vestido deterciopelo marrón) la engullía. Eraevidente que se sentía incómoda,fuera de lugar. No se imaginabahasta qué punto la comprendía.

Tras esta breve valoración,Thane se materializó a mi lado,engalanado con un traje de color

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negro y una corbata estrecha decolor turquesa que resaltaba sumirada.

—Nos ha encontrado —saludó.—Por supuesto. Sus indicaciones

han funcionado a la perfección.Además, sería muy difícil no veresta casa —dije mirando a mialrededor—. No he llegado tarde,¿verdad?

—Justo a tiempo. Aunque deboadmitir que estaba empezando apreocuparme. Por un momentopensé que había cambiado de

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opinión.—He estado a punto.—Por suerte para los dos, no lo

ha hecho. Acompáñeme. Primerome encargaré de hacer laspertinentes presentaciones ydespués le serviré una copa.

Entrelacé mi brazo con el suyo yavanzamos hacia el otro lado de lasala. Los ventanales francesesestaban abiertos de par en par,dejando así que la brisa nocturnarefrescara la sala. El aroma a oressilvestres me abrumó. ¿Era el

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perfume de Luna? Se separó delgrupo y vino a saludarnos a solas.La tela liviana de su vestidoondeaba con elegancia a su paso.Me fascinó el corte de su vestido,con un hombro al descubierto. Elcontraste de su cabellera oscuracon su tez blanquecina erahipnótico. Se había acicalado aconciencia. El peinado, elmaquillaje, las uñas… Todo estabaperfecto. Sin embargo, había algosalvaje en su mirada y en su formade caminar que me recordó a un

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gato montés jalando de un collarde piedras preciosas.

Me remonté a mi primer día enla casa de Covey. Luna habíasufrido una completatransformación. La naturaleza quenos envolvía había realzado todoslos rasgos de esa mujer. No mehabía olvidado de la actitud quemostró hacia el pobre Angus, por loque, de inmediato, mi aprecio porella se desvaneció.

—Ya conoce a Luna, porsupuesto —comentó Thane.

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Asentí con una sonrisa educaday forzada al mismo tiempo.Presentía que su saludo sería igualde tenso.

—Un placer volverla a ver,Amelia, aunque nunca me hubieraesperado encontrarla aquí —puntualizó, y dedicó a Thane unamirada inquisitiva—. No sabía queos conocierais.

—Nos conocimos en el ferri —dijo él.

—Eso lo explica todo —contestóLuna con una sonrisa tan amable y

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benévola como la brisa del ocaso.Y justo en ese instante recordé

algo más de Luna Kemper. Se pusocomo una furia cuando decidíllevarle la contraria sobre Angus.Era una mujer con carácter. Desdeluego, no era alguien que quisieracomo enemiga.

—¿Qué tal se encuentra en lacasa de Covey? —preguntó—.Espero que no esté demasiado lejosdel pueblo.

—No, es perfecta. Gracias porhaberse encargado de eso.

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Aunque…Ladeó la cabeza y me observó

confundida, como si todavía noconfiara en mí.

—¿Sí?Quería preguntarle por qué no

me había dicho desde un principioque estaba tan cerca delcementerio Thorngate original,pero no me atrevía a sacar el temahasta que tuviera algunaexplicación alternativa quejusti cara cómo me habíaenterado. Después de todo, no

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podía desvelarle que había oído eltintineo de las campanillasmientras almas agitadasdeambulaban entre la niebla.

—Da lo mismo —murmuré—. Noes importante.

—Si usted lo dice —replicómolesta, pero enseguida cambió detema—. Por cierto, ¿ha pasadoTilly a verla?

—No que yo sepa.Luna suspiró con fastidio.—Le pedí expresamente que

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pasara por su casa…, por sinecesitaba alguna cosa. Inclusopensé que le echaría una mano enel cementerio. Siempre está alacecho de trabajos extraños.

—No sería mala idea —opinóThane—. Tilly es una trabajadoraincansable. Hablaré con ella, si austed le parece bien.

La mujer rubia se desplazó juntoa Luna con la frente arrugada.

—Perdonadme… No he podidoevitar oíros. Supongo que te estásre riendo a Tilly Pattershaw.

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Puede que sea una trabajadoraincansable, pero me preocupa suestabilidad mental.

—Bryn —reprendió Luna.—No me regañes. Tan solo estoy

diciendo lo que todos llevamosaños pensando. Esa mujer es muyrara. Ha vivido demasiados años enese bosque, y eso le ha afectado lacabeza. ¿Cuándo fue la última vezque alguien la vio en el pueblo? Noquiero ni pensar de qué vive.

—No hace daño a nadie —intercedió Thane—, así que no veo

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cuál es el problema.—Quizá no sea un problema

todavía, pero eso no signi ca queno haya estado cuerda desde…

—Por el amor de Dios, ¿dóndeestán mis modales? —interrumpióLuna—. Estamos aquí de chácharay ni siquiera os he presentado.Amelia, me gustaría que conocieraa una de mis mejores amigas de lainfancia, Bryn Birch. El otro día, lepresenté a su hija, Sidra, en labiblioteca.

Antes de que pudiera extender la

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mano, Bryn alzó la cabeza, como sime mirara por encima del hombro.

—De hecho, me da la sensaciónde que ya nos conocemos. Ayertrajo a mi hija a casa. Ivy y ella nodejaron de hablar de usted —dijo.Después miró a Luna de reojo yañadió—: Fingieron estar enfermaspara salir antes de clase.

—Eso no es muy típico de Sidra—opinó Luna.

—Es esa chica —replicó Bryncon mordacidad. Luego se giróhacia mí—. Estoy segura de que

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usted no fue cómplice de supequeña travesura.

—Lo único que hice fue llevarlasdirectamente a casa.

Detestaba sonar tan agresiva,pero Bryn Birch se lo merecía. Erauna mujer hermosa, fría, arrogantey distante; encarnaba todas lascualidades que me resultabanintimidantes. La perfecta directorade colegio.

—¿Dónde las recogió?—En el pequeño mercado que

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hay junto a la calle principal.—¿Y no sabe dónde estuvieron

toda la tarde?—No me lo dijeron.Intercambió otra mirada con

Luna. No sabía si le habríadesvelado el paradero de las dosmuchachas aunque lo hubierasabido. Tanto profesional comopersonalmente, tenía todo elderecho a estar preocupada, perohabía algo extraño en aquel tercergrado al que me estabasometiendo. En lugar de despertar

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mi empatía, estaba estimulandomis sospechas.

En ese instante, la pelirroja seunió a nosotras. De inmediato, meestrechó la mano.

—¡Amelia, bienvenida! SoyCatrice Hawthorne —se presentó.El saludo fue cálido y rme, unalivio después del interrogatorio deBryn. Sus ojos marronesdestellaban buen humor—. Lunanos dijo que vendría. Tenía unasganas locas de conocerla.

—Ah…, bueno…, gracias.

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Sus palabras efusivas mepillaron desprevenida.

—He estado leyendo su blog —prosiguió—. Cavando tumbas…, quénombre tan acertado. Por lo visto,usted es toda una celebridad.

—No es para tanto. Solo mededico al blog en mi tiempo libre.

—Pues diría que su a ción se haconvertido en todo un éxito. Unode los vídeos que subió ha tenidomás de un millón de visitas.

—Es de una entrevista que di en

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Samara, en Georgia —expliqué—.La cámara captó una luz que sere ejaba en el cementerio ycolgaron el vídeo en distintaspáginas de cazafantasmas. Enrealidad, no tenía nada que verconmigo.

—Cat también es una celebridadpor estos lares —apuntó Luna—. Esuna ornitóloga destacada y unaartista con mucho talento.

—Traducción: observadora deaves que pinta —bromeó Catrice,en un intento de quitarse

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importancia.—No seas tan modesta —insistió

Luna—. Uno de sus cuadros estácolgado en la mansión delgobernador. Y eso es todo unhonor.

—Me encantaría ver parte de suobra —dije.

—Pásese por mi estudio cuandoquiera. Pero dejemos de hablar demí —murmuró, y guiñó el ojo—.Creo que no conoce a Hugh y a suencantadora esposa.

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Entonces noté la mano de Thaneapretándome el codo.

—Amelia, me gustaríapresentarle a mi tío, Hugh Asher.

Durante las presentaciones, mehabía jado en el tipo quemerodeaba por detrás del grupo,pero hasta ahora no había podidoverle con claridad. Traté de noquedarme embobada, pero no fuesencillo. Tenía el aspectoso sticado de las antiguas estrellasde cine: cabello oscuro, ojospenetrantes… Un Adonis maduro

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de sonrisa fácil y con una virilidadinquieta que de inmediato me pusoalerta.

—Bienvenida a la mansiónAsher —saludó. Una parte de míesperaba que me cogiera la mano yla besara. Por suerte, no lo hizo.

—Gracias por invitarme.Me desconcertaban sus rasgos,

perfectos del primero al último. Nopude resistir la tentación de buscarun defecto mientras me estrechabala mano. Distinguí unaimperfección en la suavidad de su

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mandíbula, así como una mínimahinchazón de las ojeras, lo quesugería que era propenso a labebida.

—Mi esposa, Maris —dijo, y sehizo a un lado para presentar a ladiminuta mujer que se escondíatras él.

Me llamó la atención que fueramás joven que su marido. Debía derondar la edad de Thane. Tambiénme jé en cómo se anclaba delbrazo de Hugh mientras miraba atodas las mujeres de su alrededor,

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como si se sintiera amenazada.—¿Nos perdonáis? —preguntó

Thane, cogiéndome del brazo otravez—. Amelia todavía no haconocido al abuelo.

—Suerte con eso —farfulló HughAsher alzando la copa.

—¿Qué ha querido decir coneso? —pregunté mientras nosalejábamos.

—No le dé importancia —respondió Thane—. Mi abuelo y éltienen una relación muy

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complicada. De hecho, ahora que lopienso, todos la tenemos…

Se quedó callado. Miró atrás y,en ese preciso instante, noté unextraño cosquilleo en la espalda.De forma instintiva, me giré hacialos ventanales franceses, queseguían abiertos de par en par.Algo se había deslizado con labrisa. Un murmullo perverso…

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Capítulo 12

Busqué entre la penumbra, perono vi nada. Después un ligeromovimiento. Y justo entoncesdistinguí la silueta de una silla deruedas. Me pregunté cuánto tiempollevaría ahí, envuelto de oscuridad.¿Había estado observándonosdurante todo ese tiempo?

Se deslizó hacia el salón. Lasruedas emitían un suave sonido

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sibilante sobre los lustrosostablones de madera. A pesar deestar sentado, parecía alto ycorpulento. Iba impecablementevestido con un traje negro queresaltaba su cabello plateado.Tenía el rostro arrugado y lamirada más oscura que el hollín.Guardaba cierto parecido con suhijo, pero, a diferencia de Hugh,era mucho más imponente yatractivo. Y, pese a su edad, nohabía suavidad en su mandíbula niotra debilidad más allá de las

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piernas que medio escondía bajoun chal de cachemira.

—Abuelo, me gustaríapresentarte a Amelia Gray —dijoThane.

Di un paso al frente parasaludarle.

—¿Cómo está, señor Asher?Sujetaba un libro de cubierta de

cuero que dejó a un lado paraestrecharme la mano. Vislumbréuna estampación dorada sobre lacubierta, un emblema que despertó

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un recuerdo lejano y esquivo. Esaimagen desapareció en cuanto merozó la mano. De repente, uncurioso estremecimiento me helótoda la espalda, hasta la nuca. Miprimer impulso habría sidoapartarme de él, pero no lo hicepor educación.

—Déjanos a solas —ordenó.—¿Perdone? —pregunté.—Se refiere a mí —dijo Thane.—Ah…—¿Le apetece una copa? —

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preguntó con tono alegre, como sila brusquedad de su abuelo no lehubiera afectado en lo más mínimo—. ¿Qué le traigo?

—¿Vino blanco?Miró a su abuelo.—¿Abuelo?El anciano respondió con un

gesto imperioso y Thane semarchó. Me senté junto a la silla deruedas, apoyándome en uno de losreposabrazos, tan incómoda comoun conejo encerrado en una

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trampa.—Así que usted es la

restauradora de la que tanto heoído hablar —dijo—. La salvadorade nuestro pequeño cementerio.

Le miré con detenimiento,tratando de encontrar signos deresentimiento o sarcasmo, pero susojos negros tan solo transmitíanuna inmensa curiosidad.

—No sé nada de eso. Tan solo hevenido a hacer el trabajo para elque me han contratado.

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—¿Ya ha visto el cementerio?Su voz traicionó su fragilidad.

Sonaba quebradiza, unacaracterística que no podíadisfrazarse con un chal.

—Ya que lo menciona, hepasado el día allí, fotogra andolápidas.

—¿Y qué le ha parecido?Era la pregunta que me había

hecho Thane por la tarde. Tuve lamisma corazonada. Thorngate tansolo era una excusa. Aquel tipo

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andaba detrás de otro asunto. Yentonces me inquieté. Quizá miincomodidad, más que suspalabras, había creado unasospecha algo infundada.

—Esta misma tarde le hecomentado a Thane cuánto me hanimpresionado las estatuas. Tienenrostros muy expresivos. Me hanrecordado a algunas estatuas queuna vez vi en un cementerio deParís.

—¿Père Lachaise?—Sí —con rmé—. ¿Ha estado

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allí?Asintió.—Tiene usted muy buen ojo,

querida. Muchas de las esculturasque adornan nuestro cementeriofueron esculpidas por artistaseuropeos. Su valor es incalculable.

—Dé gracias de que no hayansufrido los destrozos de losvándalos —dije—. No se imagina eldaño que puede provocar un botede pintura.

—Nadie se atrevería a hacerlo.

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Su comentario fue taninesperado que casi paso por altoaquella arrogancia sin límites. Peroahí estaba, en el brillo altanero deesos ojos de color obsidiana ytambién en la triste sonrisa, queme produjo otro escalofrío en laespalda. No había ido hasta allí conla expectativa de conocer a un PellAsher encantador. Su avariciahabía destruido un cementerio y,desde mi punto de vista, ese era unpecado imperdonable. Pero a pesarde sus hazañas pasadas y de la

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pomposidad de la velada, aquelanciano me intrigaba. Aunquehabía algo en él que me repelía, nopodía dejar de sentirme atraída porsu aura de misterio.

—Cuénteme más sobre sus viajes—me animó—. Como puedeimaginar, no viajo mucho. Ahorasiempre dependo de alguien. Perousted ha mencionado París. ¿Sueleviajar al extranjero?

—Siempre que puedo. Pero visitéParís hace ya mucho tiempo. Fueun regalo de graduación de mi tía.

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—Un regalo muy generoso, meatrevería a decir.

Ahora me sonreía con ternura,incluso con entusiasmo. De modoque no pude negarme acontestarle.

—Demasiado generoso, según mipadre.

Lo solté sin pensar.Él levantó una ceja, con

compasión.—¿No quería que fuera?—Siempre ha sido muy…

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protector.Y me negué a hablar más del

tema. Mi relación con mi padre eraun asunto privado, pero aquellabreve conversación habíadespertado ciertos recuerdos. Mipadre se había empecinado en nodejarme aceptar el regalo. Nuncalo había visto tan enfadado. Ahora,echando la vista atrás, por ncomprendía su reacción. La idea deque su pequeña se alejara tanto delcampo sagrado del cementerio deRosehill debía de aterrorizarle.

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Siempre me había vigilado muy decerca, pero mi madre y mi tíaLynrose insistieron hasta elagotamiento. Ellas también sepreocupaban por mí. Ni por asomose guraban que veía fantasmas,así que les costaba entender porqué una chica de mi edad seconformaba con encerrarse en unviejo cementerio con un puñado delibros como única compañía. Era elmomento de vivir una aventura, oeso decían. Un poco de cultura. Asíque me fui a París. Y mientras mi

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tía visitaba el Louvre y NotreDame, yo me dediqué a pasear porlos senderos del Père Lachaise,donde los cuerpos sin vida deChopin, Jim Morrisson y Édith Piafdescansaban en paz. A pesar de losfantasmas que habitaban la capitalfrancesa, disfruté como una niña.Cuando regresé a casa, el abismoque me separaba de mi padre sehizo todavía más grande. Nisiquiera hoy puedo entender elmotivo de ese distanciamiento.Tampoco me explico por qué el

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primer día que vi un fantasmanuestra relación cambió parasiempre.

El dolor se desvaneció cuandoThane me ofreció una copa de vinoblanco. Le miré con una sonrisa.

—Gracias.Me miraba con atención.—¿Todo bien?—Sí.—¿Está segura?Asentí con la cabeza.—Deberías comprobar qué tal

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está Maris —dijo su abuelo contono sombrío—. Ha empezado abeber. Todos sabemos que no tienemesura con el alcohol. Por favor,ve y evita que quede en ridículo.

—Veré lo que puedo hacer —murmuró Thane.

Tomé un sorbo de vino, unRiesling seco y muy fresco. Saboreéla acidez mientras contemplaba aThane desde la barandilla. Fuedirecto a Maris. Se inclinó paramurmurarle algo al oído. La mujerdibujó una amplia sonrisa y asintió

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al mismo tiempo que jugueteabacon la manga de su camisa. Eso mehizo pensar en lo rápido que Angusse había encariñado de él. Por lovisto, tenía buena mano con lasovejas descarriadas. Me habríagustado saber si me veía como tal.

Hugh se había deslizado hacia elporche, donde estaba Luna. Puestoque las ventanas seguían abiertas,los vi charlando. No aprecié ningúndetalle inapropiado en cómo lamiraba. Nada particularmenteíntimo en la embaucadora sonrisa

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de Luna. Pero, de repente, caí en lacuenta de que Hugh Asher era elhombre con quien habíacompartido aquella tórrida escenaen la biblioteca. Reviví una vezmás las risas y susurros cómplices,aquellos gemidos salvajes deplacer. Su voz no se parecía a la desu sobrino, pero ambos tenían unacento similar, una entonaciónespecial en las vocales que mellevó a una primera conclusiónequivocada.

Desvié la mirada hacia Maris.

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¿Se olía algo? Quizá por ese motivose había agarrado tanto del brazode Hugh en mi presentación. Pero¿permitir que la amante de sumarido entrara en su casa? Noconcebía peor humillación. Sinembargo, no era quién para juzgarsu matrimonio ni su contención.Sentía compasión por esa pobremujer. Y un creciente aprecio porThane, quien se las había arregladopara sacarle una sonrisa yanimarla un poco.

Pell Asher me dijo algo, pero

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estaba tan absorta en mispensamientos que no le escuché.

—Lo siento. Estaba admirandoeste salón. La casa es increíble. Nipunto de comparación con mimodesto apartamento.

Se ajustó el chal sobre laspiernas.

—Thane me ha comentado quees usted de Charleston.

—Ahora vivo allí, pero me crieen Trinity. Es un pueblecito alnorte de…

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—Ya sé dónde está Trinity —mecortó—. Una buena amiga míavivió allí muchos años. Cuandomurió, solía ir a visitar su tumbabastante a menudo.

—¿Dónde la enterraron? —pregunté.

—En el cementerio de Rosehill.¿Lo conoce?

Arqueé las cejas, perpleja.—Mi padre trabajó como

conserje de Rosehill durante años.Crecí en la casita blanca que hay

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junto a la valla.Esbozó otra de aquellas extrañas

sonrisas.—Recuerdo aquel cementerio

como si hubiera estado ayer.Siempre se veía muy cuidado. Cadavez que iba me preguntaba cuántashoras de extenuante trabajo senecesitarían para manteneraquellas lápidas tan prístinas.

—Y no era el único cementeriodel que se ocupaba —comentéorgullosa—. Pero Rosehill era, sinduda, el más grande.

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—Si no me falla la memoria, levi en varias de mis visitas —murmuró Pell Asher—. Alto, con loshombros caídos y el pelo tanblanco como el algodón. Un díahablamos. Un tipo muy serio.

—Sí, ese es mi padre —admitísintiendo una pizca de soledad.

—A veces le acompañaba unaniña. Una cría rubia muy formalque parecía sentirse como pez en elagua paseándose entre los muertos.

Qué forma tan peculiar dedecirlo, pensé. Y qué inquietante

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que un desconocido fuera testigo demi infancia. Aquella conversaciónempezaba a ser surrealista. Habíaconocido a Pell Asher porcasualidad hacía muchísimos años.

—¿Sus padres aún están vivos?—quiso saber.

—Sí. Mi padre está jubilado,pero sigue ayudando en elcementerio de vez en cuando.

—Puede considerarse afortunadapor tenerlos tan cerca. Charlestonestá…, ¿a cuánto? ¿A una hora encoche de Trinity?

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—No llega, pero no voy todo loque me gustaría. Incluso cuandotrabajo en Charleston, las horas sehacen muy largas.

—Pues debería encontrartiempo. Sin el apoyo de la familia,la vida se desequilibra.

—Supongo que tiene razón.—Desde luego que tengo razón

—contestó—. La sangre y la tierrason los lazos más fuertes. Sonconstantes. El amor romántico, encambio, es efímero.

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No estaba del todo de acuerdo,probablemente porque no teníalazos de sangre y la única tierrapor la que sentía cierto apego erasuelo sacro. De amor, en cambio, sísabía algo. La unión que habíasentido con Devlin había sido taninmediata e irrevocable que inclusoahora, meses después, no podíadejar de pensar en él. De desearle.De quererle. Era un dolorconstante.

Miré a Pell Asher por el rabillodel ojo. Me observaba con

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atención. Una vez más noté aquelextraño estremecimiento por todoel cuerpo.

—Sangre y tierra —repitió—.Por eso valoramos tanto nuestrocementerio. Muertos o vivos, losAsher estamos obligados a volver acasa.

Me llamó la atención que no sere riera al cementerio por sunombre. Era evidente queThorngate era un lugar muyapreciado. De hecho, Pell Asher lohabía regalado para expiar sus

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pecados. No sabía si la familia seencargaba del mantenimiento,pero, en ese instante, se me ocurrióque el abuelo Asher podía ser elbenefactor secreto. ¿Quién, si no,estaría dispuesto a donar una sumatan cuantiosa a las Hijas deNuestros Valientes Héroes para unarestauración? ¿Quién aparte de éltendría la discreción necesaria paraevitar abrir viejas heridas?

—Es un lugar de descanso muybonito —murmuré, sin saber quémás añadir.

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—¿Ha estado en el mausoleo?—Me asomé, aunque no bajé a

la tumba. Por experiencia, es mejorno explorar aposentos subterráneosa solas. Uno nunca sabe si sonestables.

Entre otros peligros.—La entiendo —dijo—, pero, si

le preocupa bajar allí, pídale aThane que la acompañe. No puedeperderse las criptas. La de Julia, miesposa, es preciosa. Estoyconvencido de que mi nieto querrámostrarle la Novia Durmiente.

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—¿Es otra estatua?—No, querida, la Novia

Durmiente es mi tía abuela,Emelyn Asher, la hermana pequeñade mi abuelo. Falleció el día de suboda, pisoteada por una tropilla decaballos desbocados. La familiadecidió guardar su cuerpo en unataúd de cristal, donde todavíayace, tan perfecta como el día enque murió. Thane le contará elresto de la historia. Le fascinabacuando era niño.

Y no era de extrañar.

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—¿Se crio aquí?—Se mudó conmigo cuando

tenía siete años. Su madre estuvocasada con mi hijo Edward untiempo. Cuando falleció, Thane sequedó con mi hijo porque no teníadónde ir. Pero Edward tampocopermaneció mucho tiempo en estemundo. —Su voz transmitía undolor profundo—. Después de sudiagnóstico, trajo a Thane aquí.Con el tiempo, llegué a quererlocomo si fuera de mi sangre. Diossabe que ha hecho más para

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restaurar las propiedadesfamiliares que mi propio hijo.

Desvié la mirada hacia Thane.Su abuelo había descrito a unapersona muy distinta de la queconocí en el ferri. Apenas habíacruzado más de cuatro palabras conThane, pero le consideraba un tiposuper cial y sin rumbo, propenso ala bebida y a esperar que su abuelomuriera. Ahora, en cambio,empezaba a verle desde un ángulocompletamente diferente.

—Es muy joven, pero ha sufrido

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mucho.Tomé otro sorbo de vino y opté

por no contestar. Estábamosadentrándonos en un terreno queno quería explorar. La historiafamiliar de los Asher no era asuntomío. Me horrorizaría enterarme deque mi madre o mi padre habíanexplicado a alguien detalles de mivida personal. Sabía que no loharían. Los Gray éramos muyreservados, incluso entre nosotros.A pesar de mi incomodidad,escuchaba con atención. Aquellos

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ojos negruzcos resplandecían, comosi notara mi desasosiego ydisfrutara con ello.

—Thane perdió a su madre y alúnico padre que había conocidocuando no era más que un crío. Serecuperó, por supuesto, porque estáhecho un superviviente. Peroentonces murió Harper…

Estaba segura de que se habíaquedado callado a propósito, paraavivar mi interés. Pell Asher eraconsciente de lo que estabahaciendo, igual que yo, pero decidí

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morder el anzuelo.—¿Harper?—La chica con la que quería

casarse. Fueron inseparablesdurante un tiempo. Pero esa parejaestaba condenada.

Aquello me sonó de lo másprepotente y desconsiderado.

—¿Qué le ocurrió?—Sufrió un accidente de coche.

Conducía demasiado rápido yllovía a cántaros…, no vio unacurva y… —Suspiró—. Esa noche

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había venido a ver a Thane. Sesintió culpable por dejarla marcharcon la tormenta que estabacayendo. Pero Harper era unachica testaruda, por decirlo demanera educada. En realidad, erauna desequilibrada. Aquellainsensata estaba tan fuera decontrol que era un peligro paratodos. Thane se negaba a verlo,como era de esperar, y sus padreseran unos completos inútiles.Podrían haberla ayudado añosantes, pero pre rieron mirar hacia

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otro lado e ignorar el problema.Para ellos era más cómodo que otrose responsabilizara de losproblemas de su hija. Me alegro deque no se llevara a Thane esanoche.

—Por lo que cuenta, la conocíabien.

—La conocía demasiado bien —musitó, o al menos eso fue lo queentendí.

Seguía observándome con esamirada negra. Me dio la impresiónde que estaba tratando de leer mis

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pensamientos. No me explicabacómo me había relatado uncapítulo tan personal de la vida desu nieto con tanta franqueza, perointuía que aquel hombre no hacíanada sin meditarlo antes. No podíaimaginarme qué quería de mí.

Me tranquilicé cuando por nThane se unió a nosotros.

—Abuelo, ya has acaparado losu ciente a Amelia por esta noche—dijo, y me cogió de la mano—.Le prometí que le enseñaría labiblioteca.

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—Mucho me temo que esotendrá que esperar.

Pell Asher tenía la miradaclavada en la puerta arqueada,donde un segundo despuésapareció la criada para anunciar lacena.

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Capítulo 13

La luz de las velas disimulaba lasmanchas de humedad y el papelpintado que se despegaba de lapared del comedor, pero un suaveolor a moho nos siguió por elpasillo de bóveda arqueada. Lamesa, no obstante, no mostrabaningún rastro del deterioro queasolaba al resto de la casa. Unavajilla de porcelana antigua e

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in nitud de copas de cristalresplandecían sobre un preciosomantel de encaje. Varioscandelabros de plata anqueabanun centro de mesa compuesto por

ores silvestres de color púrpura.Ese ramo lila estaba en perfectaarmonía con el vestido de Luna.Cualquiera habría pensado quehabía participado en la elección.Por supuesto, ninguna mujer de suposición social habría tenido eldescaro de hacer tal cosa, peroLuna era un enigma. Me

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preguntaba si, al igual que lasvelas, su radiante aspecto ocultabaalgún secreto.

La disposición de la mesa se veíademasiado lujosa y espléndida paralos pocos invitados que habíamosasistido a la cena. Recordéentonces el comentario de Thanesobre la extravagancia de lasestatuas que decoraban elcementerio, dinero que podríahaberse invertido mejor en losvivos. No era ninguna experta enla materia, pero intuía que, en una

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subasta, tan solo bastaría una o dosde esas exquisitas piezas parareparar un techo con goteras. ¿Porqué habían permitido que lamansión Asher siguiera en tan malestado?

Unas tarjetas escritas a manoindicaban dónde nos debíamossentar cada uno. Tras unosmomentos de alboroto, todoshallamos nuestro lugar. Pell Asherpresidía la mesa, y, con pasonervioso, Maris se sentó en elextremo opuesto. Era innegable

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que habría preferido estar máscerca de su marido, pero elprotocolo y la tradiciónprevalecían sobre su voluntad.Cuando nos hubimos sentado, mepercaté de que Luna se las habíaarreglado para sentarse al lado deHugh, cosa que me hizo pensar ensi habría cambiado las tarjetas enel último momento. No me atreví amirar a Maris para con rmar missospechas. Ahora que sabía delromance de su marido, me costabauna barbaridad mirarla, pero lo

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cierto era que su situación eramucho más delicada que la mía.

Yo estaba sentada a su derecha,y Catrice Hawthorne a suizquierda. En la otra punta de lamesa, Luna y Bryn acompañabanal mayor de los Asher. Thane yHugh, en cambio, compartían elcentro de la mesa, sentados el unofrente al otro. Aunque aquelladisposición fastidiaba sobremaneraa la pobre Maris, era la mejorelección para mí, con Bryn Birch yThane cerca. Me habría exasperado

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pasar toda la velada al lado deMaris.

De todas formas, la cena era lamenor de mis preocupaciones. Labiblioteca me esperaba: me moríade ganas por entrar allí, sobre todosi los registros resultaban ser eltesoro oculto que Thane me habíaprometido. Como restauradora,procuraba ser lo más el posible ala visión y diseño originales de uncementerio. Por eso me pasabahoras releyendo periódicos viejos ylibros eclesiásticos antes de

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arrancar un cardo. Pero no siempretenía la oportunidad de examinarfotografías tan antiguas. La idea deestudiar esas imágenes históricasme emocionaba tanto como laposibilidad de descubririnformación acerca de la tumbaescondida.

Esa tumba. Me conocía lobastante bien como para saber queno dormiría tranquila hasta quepudiera ponerle un nombre. Hastaque me asegurara de que se leotorgaba el respeto que se merecía.

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El emplazamiento era remoto ysolitario. No lograba gurarme porqué descansaba en un lugar tandesolado. Con solo pensarlo, meentristecía.

Mientras meditaba sobre elmejor modo de obtener respuestas,caí en la cuenta de que quizá losrecursos más fructíferos no eran losregistros del cementerio, sinoalguien sentado en aquella mesa.La tumba no era tan antigua. Elfuneral se habría celebrado durantela vida de alguno de los presentes,

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con la posible excepción de Thane.Y de mí, por supuesto.

Minutos antes, me habíamostrado reacia a revelar mihallazgo, pero ahora no veía nadamalo en preguntar ciertas cosas.Después de todo, no era como sialguien hubiera utilizado elsepulcro para deshacerse de uncadáver. Aunque era un lugarrecóndito y aislado, no se habíahecho nada para camu ar sumajestuoso aspecto. Más bien alcontrario; el pequeño montículo

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estaba decorado con guijarros ycaracolas; en el centro se alzabauna lápida. Y, además, alguien sehabía dejado la piel en arrancartoda la maleza que rodeaba elsepulcro.

—Está muy callada —opinóThane cuando nos sirvieron elprimer plato, una deliciosa sopa decalabacín sazonada con una pizcade curry—. Mi abuelo no la habráincomodado, ¿verdad?

—¿Por qué dice eso?—A veces puede ser muy difícil.

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—¿De veras? Me ha parecido unhombre encantador.

Thane sonrió.—No sé si me está tomando el

pelo o no… Sospecho que sí.Me encogí de hombros.—Puede que un poco. Hemos

estado hablando de cementerios.Con la tenue luz de las velas, su

mirada verde era chispeante.—¿Eso es todo?—Prácticamente sí.Me lanzó una mirada curiosa,

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pero optó por dejar el tema yentablar conversación con Bryn.Traté de charlar con Maris, pero,tras un par de intentos fallidos, memetí de nuevo en mi caparazón ydejé que Catrice llevara la vozcantante de la conversación. Se laveía feliz parloteando acerca de lospatrones migratorios de lapoblación de aves locales mientrasmordisqueaba una generosaporción de paletilla de cerdocrujiente.

El sermón sobre pájaros

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migratorios me hizo pensar en eldesgraciado cuervo que habíachocado con mi parabrisas el díaanterior. Se me ponía la piel degallina cada vez que recordaba elcadáver inmóvil de aquel pobrepájaro, por no mencionar laimagen de incontables avesobservándome desde las copas delos árboles. Me pregunté quéopinaría Catrice de aquella extrañareunión. Quería saber si creía quese trataba de una especie deaugurio o si su sabiduría de

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ornitóloga podría proporcionaruna justi cación lógica queexplicara el peculiarcomportamiento de los pájaros.

—En mi opinión, es por culpa detodos los forasteros que se estánmudando a la zona —dijo—. Elbalance natural esdesproporcionado.

Levanté la mirada, convencidapor un instante de que había dichoen voz alta mis pensamientos. Peroenseguida reparé en que Catrice seestaba re riendo a la migración de

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personas. En particular, estabahablando de la cantidad depersonas que se mudaban enbandada a Asheville, Carolina delNorte, donde, por lo visto, erasocia de una galería de arte.

—No me malinterpretéis. Laa uencia de personas es ideal paralos negocios, pero, en términoscreativos, es perjudicial —comentó.Probó un trozo de remolacha asaday prosiguió—. Ahora la llaman lanueva Sedona. Varios místicosa rman que contiene más vórtices

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geológicos que cualquier otra zonadel país.

—¿Qué es un vórtice? —preguntó Thane.

—Un portal, si crees en ese tipode cosas.

—¿Un portal adónde? —insistióThane, a quien parecía divertirle elrumbo de la conversación.

—Al otro mundo —intervinoBryn—. Al reino de los muertos.

A Catrice se le iluminaron losojos.

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—¿Ha estado allí últimamente?—¿En… Asheville? Estuve de

niña, pero no he vuelto. Mi padrenació por allí cerca. Recuerdo queuna vez pasamos en coche pordelante —respondí.

—¿Notó la transformación? —preguntó.

—¿Transformación?—Esa sensación de ligereza

absoluta cuando paseas por lascalles. Es como volar —murmuró,como si estuviera soñando

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despierta.Pell Asher la fulminó con la

mirada desde el extremo de lamesa.

—¿Ligereza absoluta? Tonteríaabsoluta, diría yo.

Impertérrita, Catrice se inclinósobre la mesa y sonrió.

—Por favor, Pell. Tú sabes tanbien como yo que esas montañasalbergan secretos. Míralas —dijoseñalando los ventanales que habíadetrás de mí.

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No pude evitar mirar por encimadel hombro, pero la oscuridadnocturna cubría todo el paisaje.Tuve que imaginarme la lejanaescarpadura que se erigíamajestuosa entre la espesura delbosque y la neblina.

—Cat tiene razón —apuntó Bryn—. Los Apalaches son ancestrales,más antiguos que el Himalaya, y serespira la misma espiritualidad.

La conversación comenzaba airritarme. Me daba la sensación deque me estaban poniendo a

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prueba, pero no lograba adivinarpor qué.

Me vino a la mente elcomentario de Ivy. Según ella, lascataratas eran un lugar angosto. Lagente solía subir hasta allí con laesperanza de vislumbrar el Paraíso.Ahora, en cambio, nadie osabaacercarse porque todo el mundotenía miedo.

¿Miedo de qué? ¿De la brisaendemoniada que hoy mismo habíaazotado ese lugar?

—Hablando de secretos —

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anuncié mientras alcanzaba micopa de vino—, hoy he tropezadocon algo bastante interesante.

—¿De veras? —inquirió Catrice.—Descubrí una sepultura oculta.Si me hubiera quitado la ropa y

bailado desnuda sobre la mesa,mucho me temo que no habríaconseguido dejarles más pasmados.De repente, toda la mesa se quedóen silencio, un silencio que tan solorompió un suspiro. Miré a Luna.Tenía el rostro ensombrecido y losojos perturbados. Habría jurado

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que en su interior revoloteaba elmiedo. Durante un segundo, se lecayó la máscara y vislumbré elrostro arrugado y envejecido deuna mujer mucho mayor. La ilusiónfue transitoria y, sin duda, fruto dela luz parpadeante de las velas,pues, un instante después, estabatan espectacular como siempre.Una vez más rememoré mi primeratarde en la casa de Covey. Lunapareció cambiar, transformarse,ante mis propios ojos.

Thane se giró hacia mí.

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—¿Ha encontrado una sepulturaoculta en el cementerio? ¿Dónde?

Aparté la vista de Luna.—En el cementerio, no. Al otro

lado de la colina, en la cima delaureles.

La tensión que se respiraba en elcomedor era tan grande que se meerizó el vello de la nuca. Quizáshabía cometido un peligroso errorde cálculo. Habría tenido queseguir mis instintos iniciales y nohacer ningún comentario sobre esesepulcro.

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—¿Y qué estaba haciendo allí?—exigió saber Pell Asher—. ¿Nadiele advirtió de ese lugar?

Alcé la mirada, atenta acualquier matiz e interpretación delas preguntas.

—¿A qué se refiere?—A la cima de laureles —aclaró

Thane—. Esos lugares sonverdaderos laberintos, así que esmuy fácil perderse.

—Ah…, soy consciente de ello.Como le he dicho antes, mi padre

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creció entre estas montañas.—Así pues, ¿cómo se ha atrevido

a meterse ahí? —preguntó Hugh.De todos los comensales allísentados, era el más difícil dedescifrar, sin duda porque erairresistiblemente atractivo.

Pero… ¿cómo responder a supregunta? Después de miconversación con Wayne VanZandt, me negaba a mencionar aAngus. Cuantos menos supieran desu existencia, mejor. Además, anteaquella serie de caras de

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desaprobación, me sentía un pocodesafiante.

—Quería explorar un poco elterreno. Creí que la cascada estabapor ahí cerca. Luna me recomendóque fuera a verla —farfullé conuna sonrisa, pero ella no me ladevolvió.

—Hay un camino mucho másfácil para llegar a las cascadas —dijo Thane—. Si todavía le apeteceir, puedo acompañarla. Y encuanto a esa tumba… —Suexpresión se tornó seria—. ¿Por

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qué no me ha dicho nada estatarde?

—Me pilló por sorpresa.Supongo que se me pasó.

—¿Llamó a Wayne Van Zandt?—No pensé que fuera un asunto

policial —me defendí. Todos losojos estaban puestos en mí, unaescena que evocó de nuevo elrecuerdo de aquellos cuervosobservándome desde las ramas delos árboles—. Debería aclarar algo.La tumba está en un lugarrecóndito, pero no está escondida.

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Incluso tiene una lápida.—¿Hay una inscripción? —

preguntó Thane de inmediato.—Por desgracia, no. No se lee

ningún nombre, ni fecha denacimiento o muerte. Pero sí seesculpieron ciertos símbolos: unarosa y un pimpollo. La apariciónde ambos a veces representa elentierro de una madre y un hijo. Yla presencia de un tallo con espinaspuede indicar una muerterepentina o inesperada.

Hice una pausa, pero nadie

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articuló palabra. Por un momentopensé que estaban conteniendo larespiración.

—Pero más interesante aún es sudisposición —continué—.Tradicionalmente, en especial aquí,en el sur, se entierra a los difuntosmirando hacia el amanecer. Huboun tiempo en que la orientaciónnorte-sur estaba reservada paramarginados e indeseables,condenados al ostracismo por susdefectos morales.

—Un estigma para toda la

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eternidad —resumió Bryn. Creípercibir una nota de burla en suvoz, pero opté por hacer casoomiso.

—Supongo que es una forma dedecirlo. —Miré a todos los allípresentes a los ojos y pregunté—:¿Nadie conocía la existencia de esatumba?

—¿Le extraña? —dijo Hugh, quesonó demasiado casual—. Ustedmisma lo ha dicho, está en un lugarrecóndito. Es posible que lleve allídécadas. Si se adentra en esas

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colinas, es más que probable que seencuentre con otras tumbasantiguas.

—Pero esta no es histórica —puntualicé—. Apostaría a que notiene más de veinte o treinta años.

Hugh parecía escéptico.—¿Y cómo ha llegado a esa

conclusión? Acaba de decir que nohay inscripción.

—Mi teoría se basa en el estilo yen las condiciones de la lápida. Ydéjeme que le diga algo más sobre

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esa tumba…: alguien sabe de suexistencia. Alguien se ha encargadode mantenerla a lo largo de losaños.

—¿Mantenerla? ¿Cómo? —saltóLuna.

—Alguien ha limpiado el suelo,lo cual es muy curioso, porque noes una tradición muy habitual poraquí.

—Fascinante —susurró Bryn.De repente, Maris se puso en

pie. Me sobresalté cuando arrastró

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la silla sobre el suelo de madera:me había olvidado por completo deella.

Catrice le tocó el brazo.—¿Te encuentras bien? Estás

pálida.Maris se llevó una mano a la

frente.—Tendréis que perdonarme…,

se avecina una migraña.Y, sin mediar palabra, se dio

media vuelta y huyó a toda prisadel comedor.

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Hubo un silencio algo incómodo,pero sentí que, con su partida, latensión se había rebajado un poco.Aunque intuía que no tenía muchoque ver con la ausencia de Maris.Cualquier interrupción habría sidobienvenida.

—¿Y bien? ¿A qué estásesperando? —espetó Pell Asher asu hijo—. Acompaña a tu esposa.

A juzgar por su reacción, Hughhabría preferido enfrentarse a uncuerpo de bomberos, pero asintióy, con suma educación, se disculpó

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y se marchó. No podía despegar losojos de Luna. No la conocía losu ciente como para leer suexpresión, pero, si hubiera tenidoque aventurarme, habría dicho queparecía más que satisfecha consigomisma.

Thane aprovechó la interrupciónpara excusarnos.

—Se está haciendo tarde. Leprometí a Amelia que le mostraríala biblioteca.

—Volverá —sentenció PellAsher.

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No fue una pregunta ni unainvitación, sino una conclusiónineludible que, una vez más, mepuso a la defensiva.

«Eso ya lo veremos», pensé.Agaché la cabeza y murmuré un

buenas noches. Al salir delcomedor, no pude contener lasganas y miré atrás. Luna, Catrice yBryn se habían agolpado alrededordel anciano, tal y como habíanhecho horas antes con Hugh. Unale estaba acariciando el brazomientras otra le llenaba la copa de

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vino. Aquella escena me parecióinquietante, perturbadora, así queaparté la mirada rápidamente, pormiedo a ver demasiado.

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Capítulo 14

La biblioteca olía a polvo, cuero ylibros viejos, un aroma que, desdepequeña, me reconfortaba. Medetuve ante la puerta, a la esperade que Thane encendiera la luz. Alotro lado de la sala, tras unosgigantescos ventanales franceses,se extendía un inmenso jardín.Enseguida me puse a buscar unespíritu pálido entre las siluetas de

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estatuas y arbustos podados,aunque no tenía pruebas de que lamansión Asher estuviera poseída.Los fantasmas acechaban personas,no lugares. Las entidades ansiabanel calor y la energía que emanabanlos seres vivos, no los recuerdosfríos de una casa moribunda. Perosi algo había aprendido durante mibreve romance con un hombreatormentado era que los fantasmasno eran más predecibles que loshumanos.

Las bombillas por n se

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iluminaron. Miré a mi alrededor,curiosa. No advertí ningúnespectro, pero aquel lugar estabarepleto de sombras. Y de arañas.Eché un fugaz vistazo a lasbrillantes telarañas que colgabandel techo abovedado.

El espacio era enorme,cavernoso para mi gusto, y estabaexcesivamente abarrotado delibrerías de roble macizo y sillonestapizados de cuero envejecido. Unescritorio dominaba el centro de labiblioteca, un mueble gigantesco

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que se alzaba sobre unas zarpasfrente a la chimenea. En un rincónse apilaban varias sombrererasantiguas. La otra esquina laocupaba una lámpara de lectura delatón. Seguí estudiando elaposento. Distinguí varios globosterráqueos, mapas y un descomunalcuadro que había sobre la repisa dela chimenea. Era el retrato de uncoonhound que parecía habersecriado entre algodones. Atravesé laestancia para verlo más de cerca.

Thane me siguió.

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—Es Sansón.—Es un perro precioso —dije,

admirando su pelaje moteado.—Lo era. Ya no está con

nosotros.—Oh… Lo siento. ¿Era suyo?—No, de mi abuelo —respondió.

Se puso a mi lado, con los ojospegados al cuadro—. Formabanuna extraña pareja. Sansón nuncadejaba solo al abuelo. Era como susombra. Y, de repente, un día,cogió y desapareció.

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—A su abuelo se le debió deromper el corazón.

—¿Romper el corazón? —repitiócon el ceño fruncido—. Lo dudomucho. Se puso como una era. Dehecho, no recuerdo haberle vistotan furioso nunca.

—¿Furioso con quién?—Conmigo. —Apartó la cara,

pero me pareció ver ciertacontrariedad en su rostro, elvestigio de un remordimientopasado—. Fue culpa mía.

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Sentí una pluma de hieloarrullándome la espalda. Sabía quelo mejor era no indagar más en laherida, pero, por supuesto, no fuicapaz de resistirme.

—¿Qué ocurrió?Su mirada verde se oscureció

bajo un ceño fruncido.—Un día me llevé al perro al

bosque sin el permiso del abuelo.Fue poco después de mudarmeaquí. Supongo que le ha hablado deeso, ¿no?

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—¿Del perro? —pregunté deforma deliberada.

—No. De por qué vine a viviraquí.

—Mencionó que su madrefalleció cuando era un niño. —Noquería desvelarle todo lo que suabuelo me había explicado sobre supasado. Habría resultado muyincómodo.

Pero él lo sabía. A pesar deesbozar una endeble sonrisa, su voztransmitía amargura.

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—Es usted muy diplomática.Estoy seguro de que le soltó eserollo. No tiene escrúpulos paracontarle a todo el mundo que soyun Asher solo de nombre.

Recordé la insistencia de suabuelo en que la sangre y la tierraeran los lazos más fuertes. Ante esesentimiento tan anticuado, penséen cuántas veces Thane se habríasentido un intruso en aquellafamilia. Por alguna razón, sentí lanecesidad de tranquilizarle.

—Me ha hablado muy bien de

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usted.—Oh, cómo no.Él miró de nuevo el retrato, pero

el ambiente se había cargado dealgo desagradable. Era evidenteque su lugar en la estirpe de losAsher era como una espina clavadapara él. Comprendía cómo sesentía. Mis padres me habíanadoptado cuando no era más queun bebé y, aunque siempre supeque me querían como a su propiahija, notaba cierto desapego, unmuro que nunca llegué a derribar.

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El único lugar que en realidadrelacionaba con un hogar era elcementerio. Mi pequeño reino.

Tenía la mirada de Thaneclavada en la nuca. Cuando megiré, esbozó una sonrisaespeculativa, como si ansiarapreguntarme qué me rondaba porla cabeza.

—En n, estábamos hablando deSansón.

—Sí. —No sé por qué, pero, derepente, me quedé sin aliento.Tenía una forma de mirarme que, a

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pesar de mi coraza, me hacía sentirvulnerable y cohibida.

—Aquel día nos adentramos enel bosque. Sansón olisqueó algo ysalió disparado. Le llamé variasveces, pero no hizo caso. Sedesvaneció como por arte demagia. Recuerdo que peiné lossenderos de esos bosques durantedías, pero lo único que encontréfueron unas gotas de sangre.

—¿Sangre de Sansón?Se encogió de hombros.

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—Nunca lo sabremos. Pero si leatacaron, tuvo que ser un animal lobastante grande como paraarrastrar el cadáver de Sansón sindejar rastro.

Recapacité sobre las cicatricesque marcaban el rostro de WayneVan Zandt, y reviví el aullido quehabía oído entre los árboles, horasantes. De inmediato me alegré dehaber dejado a Angus en el porchetrasero.

—¿Es posible que alguien se lollevara?

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—Siempre he querido creer eso.Sansón era un pura raza, un perromuy codiciado en esta zona. Quizásalguien quiso llevárselo. Pero ¿sinhacer un solo ruido? No sé…

Se agachó para encender lachimenea. La leña enseguidaprendió y las llamas empezaron acrujir. Extendí las manos, pero elcalor que emanaba del fuego noahuyentó la frialdad de laspalabras de Thane.

Se incorporó.—Deberíamos ponernos manos a

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la obra —dijo con energía.—Sí. Se está haciendo tarde, y

mañana tengo que madrugar.—A primera hora de la mañana,

creo que dijo.Sonaba más alegre, más

desenfadado, cosa que metranquilizó.

—Si uno trabaja en el sur, seacostumbra a soportar el calor.Aunque en esta época del año elclima es perfecto.

—Tiene usted un trabajo muy

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duro —apuntó—. ¿No contrata aun asistente?

—A veces, cuando el cementerioes muy grande y el presupuesto lopermite. Pero no me importaencargarme de todo el trabajo —reconocí mientras me palpaba loscallos de las manos—. Soy muyexigente con mi trabajo. Lamayoría de la gente, si no sabe loque está haciendo o no tiene uninterés particular, tiende a serchapucera. Me rompe el corazónver un rosal centenario podado con

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descuido y negligencia.Estudió mi expresión antes de

disparar su siguiente pregunta.—¿No le asusta estar sola en un

cementerio después de lo que pasó?Quería desenterrar mi

experiencia en Oak Grove. Nopodía culparle. Era una historiaestrambótica. El descubrimiento deuna sala de torturas bajo elcementerio antiguo de una ciudadhabía causado sensación enCharleston. Con el paso de los días,la notoriedad de la noticia fue

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disminuyendo, pero la primaverapasada, un año después delhallazgo, un reportero empezó aacosarme en la puerta de casa. Seme había ocurrido que quizás habíallamado la atención de Luna porlas noticias.

—Siempre tomo precauciones.Además, una vez que me sumerjoen una restauración, me olvido detodo lo demás. Es un ejercicioterapéutico.

—Es usted muy valiente —mefelicitó. Esta vez vi algo distinto en

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su mirada—. La admiro por ello.Preferí tomarme el cumplido a

broma.—No soy tan valiente. Tan solo

estoy preparada.—Mejor todavía. Valiente y

prudente.Ese comentario me trasladó al

pasado. Devlin también me habíadescrito con dos palabras: extrañay pragmática. Eso me había dichomientras avanzábamos por lostúneles del asesino.

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Devlin.Lo último que quería era pensar

en él, en aquella noche que pasé ensu casa, cuando nuestra pasiónabrió una puerta aterradora.Cuando los otros, atraídos pornuestro calor, se habían deslizadopor el velo. Cuando tuve queenfrentarme a la horripilanterealidad de nuestra unión. Habíavivido en primera persona lasconsecuencias de entregarme a unhombre acechado, y ahora no habíavuelta atrás. No había modo de

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cerrar esa puerta.Tomé aliento y me alejé de

Thane. No podía negar que megustaba, quizá porque me veíare ejada en él. Amboscompartíamos ese sentimiento deno pertenecer a la familia que noshabía criado.

Apenas le conocía. Tan solosabía de su sonrisa embaucadora ysu mirada seductora. Habríapreferido vivir en la ignorancia.Ahora, era demasiado real para mí.Demasiado atractivo para alguien

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que necesitaba olvidar.—¿Por dónde empezamos? —

pregunté sin poder apartar los ojosde los suyos—. Si no recuerdo mal,me dijo que había fotografías de laépoca y puede que hasta un mapade la zona.

—Sobre eso… —titubeó mientrasse rascaba la nuca—. Deberíahaberla avisado antes… Paraencontrar todo ese materialtendremos que rebuscar en eldesván. Trasladamos toda ladocumentación allí hace varios

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años. He bajado un par de cajas,pero tendremos que revisarlas unapor una hasta dar con lo quenecesita.

—¿El desván? —preguntéhorrorizada—. ¿También lasfotografías?

Su expresión se tornó adusta.—Lo sé. Parte de esa

documentación tiene un valorhistórico incalculable, así que esuna lástima que no las hayamosguardado o catalogado de formaapropiada. Siempre quise

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ocuparme de eso, pero nuncaencontré el momento o lapaciencia —dijo el mismo hombreque días atrás me había dado aentender que le sobraba tiempo.

—Sé que puede ser una tareadesalentadora —murmuré, aunque,de hecho, yo habría disfrutadomucho con ese proyecto.

La fotografía era una de misa ciones, pero las fotos antiguaseran mi verdadera pasión. Cuandoera niña, mi pasatiempo favoritoen días lluviosos era hojear los

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álbumes familiares. Aunque sabíaque era adoptada, me encantabapasarme horas buscando entre esasinstantáneas, con la esperanza delocalizar a alguien que se parecieraa mí.

Caminamos hacia el escritorio.Thane desempolvó una de lassombrereras antes de levantar latapa. Procuré disimular miconsternación al ver aquelbatiburrillo de fotografías enblanco y negro. La falta de cuidadohabía provocado que muchas de

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ellas hubieran perdido su color oestuvieran arrugadas. Aunque no séqué me sorprendió de aquello, puestoda la casa en sí misma parecíacompletamente abandonada.

—Tome asiento —me invitó,señalando la silla del escritorio.

Él, en cambio, se apoyó sobreuna de las esquinas de la mesa. Meentregó una de las cajas parapoder inspeccionar otra.

—Bueno, y… ¿asistió a laescuela de Asher Falls? —inquirímientras examinaba las

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fotografías.Aquella pregunta le pilló por

sorpresa.—Durante unos años. ¿Por?—Por nada. Pasé por delante el

otro día, con Ivy y Sidra. Mepareció un poco raro que un pueblocomo este tenga una academiaprivada en lugar de una escuelapública.

—En realidad, no es tan raro.Hace años había una escuelapública en Asher Falls. Cuando las

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matrículas empezaron a bajar,desviaron el alumnado aWoodberry.

—¿La escuela privada no notóese descenso en la matrícula?

—No, porque Pathway tambiénes un internado, así que sematriculan alumnos de todo elcondado.

—¿Cómo es?—Como cualquier escuela,

supongo —dijo, aunque no meconvenció su respuesta—. Es un

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colegio privado. Si de niño unoaprende a moverse en eseambiente, es más fácil que, cuandoes adulto, se adapte a lugares comoEmerson.

Menuda sorpresa.—¿La Universidad de Emerson,

en Charleston? ¿Estudió allí?Parecía desconcertado.—Sí. ¿Acaso es algo malo?—No, solo que… Bueno, conocí

a alguien que también fue a esauniversidad.

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—¿Ah, sí?—De hecho, conozco a varias

personas que han cursado susestudios en Emerson. Un buenamigo mío fue profesor allí…Rupert Shaw. Pero si no me fallanlos cálculos, cuando usted empezóla carrera él ya no trabajaba allí.

—El nombre me resulta familiar,pero no sé de qué.

—Actualmente dirige el Institutode Estudios Parapsicológicos deCharleston.

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—¿Estudios parapsicológicos?¿Hechos paranormales y todo eso?—preguntó. Su mirada brillababajo la luz eléctrica de la lámpara—. No me diga que tuvo unproblema con fantasmas.

—¿No los tiene todo el mundo?—bromeé para quitarle hierro alasunto. Después, volví aconcentrarme en mi tarea.

Nos quedamos callados. Estabatan enfrascada estudiando lasfotografías que apenas me percatéde que Thane se había levantado

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para estirar un poco las piernas.Aquel des le de Ashers mecautivaba. Sus caras me parecíantan intrigantes… Todos lucían unanariz casi idéntica, el mismo per l.Pero la familiaridad de aquellosrasgos también me perturbaba. Yentonces se me encendió unabombilla. El círculo de estatuas enel cementerio, todos esos rostrosangelicales, se habían esculpido asemejanza de los Ashers yadifuntos. Thane había dado en elclavo. Por lo visto, a la familia

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Asher se le daba muy bien erigirgrandiosos monumentos queveneraran el ego colectivo.

Thane no volvió al escritorio. Sequedó pensativo junto a lachimenea, contemplando lasllamas. Era evidente que ya sehabía cansado del proyectofotográ co, quizá también de mí,así que decidí que había sidosu ciente por una noche. La mayorparte de las cajas estaba sin abrir,pero no quería abusar de lahospitalidad de Thane. Además,

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tenía que sacar a Angus a dar unavuelta.

Justo cuando estaba revisando laúltima pila de fotografías encontréuna que enseguida relacioné con lainstantánea que Luna tenía en sudespacho. Tres adolescentes, Bryn,Catrice y Luna sonriendo a lacámara. En esa imagen tambiénposaba un muchacho. A juzgar porsus rasgos, era un Asher, aunque noera lo bastante guapo como paraser Hugh. Y, al igual que en el otroretrato, una cuarta chica

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merodeaba al fondo. Aunque seescondía entre las sombras, mepareció más real. Quizá todavíaestaba viva cuando se tomó lafotografía.

Ya fuera un fantasma o unachica de carne y hueso, mi reacciónfue visceral. Al estudiar su rostro,sentí un temblor por todo elcuerpo, una vibración eléctrica queavivó un recuerdo. Fue como sialguien apretara un gatillo paramostrarme otra imagen. Elfantasma del muelle. Era ella. La

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misma chica.Solté la fotografía, como si fuera

una brasa ardiente. Había algoespeluznante, puede que inclusosiniestro, en la manera en quevagaba entre las sombras. En lamanera en que miraba la lente,como si pudiera atravesar lacámara y viajar a través del tiempoy del espacio hasta llegar a mí…

Thane debió de ver algo extraño,porque enseguida se acercó a verqué había descubierto.

—Oh, pero quién tenemos aquí

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—exclamó al ver la fotografía—. Alas brujas de Eastwick. O, mejordicho, de Asher Falls.

—¿Qué?Se rio.—¿No se ha jado en la…

excentricidad de estas tres?Estas tres. ¿No veía a la cuarta

chica?—Sidra me comentó que solía

interesarles el tema del misticismo,de ahí su nombre celestial. Despuésde lo que he oído durante la cena,

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intuyo que les sigue interesando.Alcé la mirada, pero no

reaccionó. Seguía observando lafotografía con el ceño arrugado.

—¿Quién es el muchacho? —pregunté.

—Mi padrastro, Edward —respondió de forma distraída—. ¿Seha fijado en la chica del fondo?

Unos dedos de hielo danzabansobre mi columna.

—¿Sabe quién es?—Me resulta familiar, pero no la

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ubico —contestó con tonohipnótico—. Creo que he visto estafotografía en otro sitio.

—Luna tiene una muy parecidaen su despacho. Quizá la hayavisto.

Contuve el aliento. Estabaansiosa por saber si también habíavisto el fantasma que la cámarahabía capturado en el retrato deLuna.

—Nunca he estado en sudespacho, así que es imposible. —Yde repente lo recordó—. Ya lo

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tengo. Una fotografía que encontréguardada entre las páginas de unlibro después de que mi madrefalleciera.

Un violento escalofrío mesacudió todo el cuerpo.

—Vaya. Me cuesta creer quehaya recordado esa fotografía contanta claridad. El día que laencontré no le di más importanciay, de hecho, hasta ahora no habíavuelto a pensar en ella.

—¿También aparecía esta chica?—pregunté con demasiada

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impaciencia.—En el fondo, igual que aquí.

No me explico por qué la recuerdotan bien. No es especialmenteguapa, ¿verdad? Pero hay algohipnótico en ella. Creo que es sumirada. Es como si te miraradirectamente… —Se quedó calladodurante unos segundos y despuéscontinuó—: De todas formas, hubootro detalle que me llamó laatención. Estaba compuesta pordistintos pedazos pegados entre sí,por lo que deduje que alguien antes

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la habría roto. Cuando se la enseñéa Edward, se quedó blanco, como sihubiera visto un fantasma. Me dijoque la había conocido hacía muchotiempo, antes que a mi madre.Pero, a juzgar por su reacción, creoque debió de ser mucho más queuna amiga casual. Horas más tarde,cuando creía que estabadurmiendo, le vi en su estudiomirando esta fotografía.

—¿Nunca le dijo quién era?—No, pero había un nombre

garabateado en el dorso: Freya. —

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Lo pronunció como «Frí-a».Freya. Repetí el nombre, y

aquellos dedos de hielo patinaronuna vez más por toda mi espalda.

—Hasta que me mudé a estacasa nunca había oído ese nombre—añadió—. Tilly Pattershaw tuvouna hija a la que llamó Freya.

—¿Tuvo?—Murió hace años. Seguramente

poco después de tomarse estafotografía.

Dejó la imagen con sumo

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cuidado sobre el escritorio.Volví a pensar en el fantasma

del muelle, en aquella curiosatelepatía que había sentido alverla. Y ahora ahí estaba, en viejasfotografías, como si mi presencia lahubiera conjurado.

—¿Qué le pasó?Thane encogió los hombros.—Un incendio, creo. Nadie

quiere hablar de ella.Me estremecí de dolor, aunque

no comprendía por qué el destino

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de Freya Pattershaw me afectabade tal modo.

—¿Por qué Bryn opina que Tillyes mentalmente inestable?

Al parecer, le molestó mipregunta.

—Exagera. Tilly es una personapeculiar, pero no es peligrosa. Nole habría sugerido que le echarauna mano en la restauración sicreyera lo contrario.

—¿De veras cree que le interesael trabajo?

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—No perdemos nada porpreguntar, aunque preferiría queno mencionara a Freya. Tilly esuna mujer fuerte, no le ha quedadootra opción, pero hay algo frágil enella.

Le miré, perpleja por loprotector que se mostraba respectoa ella.

—Nunca haría eso.Pero tenía muchas preguntas, y

sabía que no descansaría hastahallar las respuestas. Lapremonición de que estaba allí por

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un motivo seguía atormentándome.Todo lo que había ocurrido, esaserie de extraños acontecimientosestaban de algún modo conectadoscon mi llegada a Asher Falls.

—No tiene buena mano con losdesconocidos —dijo Thane—. Creoque lo mejor será que la acompañea verla. Cuando esté preparada,hágamelo saber.

Asentí, pero sincomprometerme.

—Gracias. Creo que ha llegadoel momento de irme a casa —

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anuncié, y me levanté de la silla—.¿Quiere que le ayude a organizartodo esto?

—Déjelo. Nunca viene nadie a labiblioteca y, al igual que miabuelo, espero que vuelva prontopor aquí.

Mi sonrisa también fue evasiva.Caminamos hasta el vestíbulo,

donde la criada me estabaesperando con mi bolso. Thane meacompañó al jardín. El cielo estabadespejado, y la noche erademasiado tranquila. El bosque

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envolvía de oscuridad losalrededores de la mansión. En lafalda de la colina avisté el re ejotrémulo de la luna sobre el lagoBell. Desde allí, la estampa erarelajante, maravillosa. Ni una solaola traicionaba el revuelo de almasinquietas que se libraba bajo lasuper cie. Me estremecí al pensaren la bruma. Respiréprofundamente ese aire fresco conaroma a pino y me abotoné lachaqueta.

Thane me cogió por el brazo. El

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contacto de su piel me aceleró elpulso, cosa que me sorprendió.Cuando llegamos al coche, me dimedia vuelta para desearle buenasnoches, pero se me atragantaronlas palabras. Thane me miraba condetenimiento, con esos ojos verdestan hipnóticos. Seguí la curva desus labios hasta la sombra de suspestañas. Apenas unos centímetrosnos separaban; creí escuchar ellatido de su corazón, pero sabíaque eran solo imaginaciones mías.

Quería besarme. Sentía su deseo

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con la misma certeza con la quepercibía el frescor de la noche enmi piel. Indecisa, no sabía quéhacer. No estaba preparada paranada más que una simple amistad.

En mitad de aquel silenciocargado, aparté la mirada. Advertíuna silueta tras uno de los balconessuperiores. No era un fantasma,sino Pell Asher, que nos estabavigilando.

Inquieta, miré hacia otro lado.—Debería irme…

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Y antes de que pudieraprotestar, Thane se inclinó y mebesó. No reaccioné ni le rechacé.Tan solo me limité a cerrar losojos. Pero la emoción nerviosa quealeteaba en mi estómago medesconcertó. No anhelaba ese beso,pero tampoco me aparté.

Thane enseguida se percató demi reticencia y apartó sus labios delos míos. Después me acarició lamejilla con la mano.

—Pronto —prometió.Dubitativa, asentí, aunque no

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tenía la menor idea de qué habíaquerido decir con eso.

Una vez en el coche, eché unvistazo por el espejo retrovisor y levi en mitad del camino, iluminadopor las estrellas. Se había quedadoallí, mirando cómo me marchaba.Y entonces se me ocurrieron doscosas. A pesar de sentirse culpablepor la muerte de Harper, no teníaningún fantasma anclado a él.

Y segundo, cuando Thane mebesó, no pensé en Devlin.

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Capítulo 15

Cuando llegué a casa fui directa alporche trasero a ver a Angus. Meestaba esperando junto a la puertapara recibirme. Le saludé convarios mimos antes de dejarle salir.Me recompensó meneando la cola,cosa que todavía no había visto enél. Tenía mucho mejor aspecto.Incluso me pareció que, bajo la luzplateada de la luna, su pelaje

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relucía. Pero no fue más que unailusión óptica. Su respuesta a midosis de cariño sí que no fue frutode mi imaginación. Angus se aferróa mí, mirándome con aprecio.

—Uno de estos días tendré quedarte un buen baño, señorito —ledije—. Ya te he consentidobastante. ¿Quién sabe? Puede quete guste.

Angus contestó pasándome elhocico húmedo por la barbilla.

—Ya basta. Salgamos a dar unpaseo para que pueda acostarme lo

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antes posible.Ahogué un bostezo y le seguí

hacia la puerta principal. Me quedéen el último peldaño mientras éltrotaba por el jardín. Se lo estabapasando en grande, olisqueabacada matorral y, de vez en cuando,pateaba algo enterrado entre lamaleza. No me gustaba meterleprisa. Según lo que había leídosobre peleas de perros,probablemente se había pasado lamayor parte de su vida encerradoen jaulas demasiado estrechas de

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perreras mugrientas antes de quelo arrojaran al bosque a morirse dehambre. Ahora que gozaba del lujode tener siempre la panza llena,quería que disfrutara de su libertad.Pero ya era medianoche, y el lagoseguía allí. Me giré para echar unaojeada a la super cie. Una nubeestaba tapando la luna, cubriendoasí todo el paisaje con una sombratenebrosa. La noche habíaenmudecido. El silencio era tanpesado que incluso oía el murmullode una suave brisa escurriéndose

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entre las hojas y el repentinomartilleo de mi corazón. Elfantasma estaba ahí, escondido enla más profunda oscuridad. Sentíael frío de su presencia reptando pormi espalda. Por un segundo, lleguéa creer que me había tocado…

Freya.El nombre me vino a la mente

de inmediato. Me sobresaltó lacerteza de que era ella. No memoví, por supuesto, ni mostréningún tipo de reacción. Me quedéanclada sobre el peldaño, con la

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mirada ja en el lago. Las sienesme latían al mismo ritmo que elcorazón. El esfuerzo de contener unescalofrío me estaba mareando.¿Por qué tenía una reacción tanfuerte con este fantasma enparticular? ¿Por qué era tandistinta del resto? En algún lugar ami izquierda, Angus gruñó. Éltambién podía verla. O, por lomenos, sentir su presencia. Utilicésu gruñido como excusa paragirarme hacia él. Le llamé variasveces. Por suerte, después de tantos

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años viendo fantasmas, no metembló la voz.

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?Estaba justo ahí. Detrás de mí.Dios mío. Estaba tan cerca que

se me heló el aliento. El frío queemanaba de su silueta nebulosa eracasi insoportable. Me costó unabarbaridad evitar que mecastañetearan los dientes.

Quería preguntarle por qué, deentre todos los lugares posibles,había decidido aparecer justo allí.

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¿Qué quería de mí? Pero silenciéesas preguntas. Ya habíaquebrantado las normas de mipadre y había vivido en mi propiapiel las terribles consecuencias, asíque no estaba dispuesta ademostrarle a Freya que podíaverla.

Debió de adivinar mi reticencia,porque un segundo después seacercó. ¿Le atraía mi calorhumano? ¿Mi energía? Al igual quelos demás espectros que se colabanpor el velo, ¿ansiaba lo que jamás

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podría volver a tener? Deseaba condesesperación que esa sencillaexplicación justi cara su presenciaallí, pero entonces empecé a sentirlos tentáculos gélidos de esaextraña telepatía por todo micuerpo. Freya quería comunicarseconmigo. Estaba haciendo todo loque estaba en su poder paraforzarme a admitir que la veía.

Al menos eso fue lo queinterpreté. Ella no habló ni trató derozarme, pero, de repente, mevinieron a la mente varias

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imágenes que no me pertenecían.Un revoltijo de visiones espantosasque no tenía lógica alguna. Ymucha oscuridad. Y soledad. Fuecomo asomarme al otro lado delvelo. Ese vistazo fue aterrador,pero, aun así, me resultóseductor…

De hecho, creo que llegué aaproximarme a ella porque Angusse puso a rezongar como un loco.Estaba agazapado en un rincón delporche.

—¡Angus! ¡Ven aquí!

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Volvió a gruñir. A regañadientes,rodeó la silueta de Freya y se sentóa mi lado. Le achuché. Ahora erayo quien necesitaba sentir su calor.

Sin embargo, con todo, elfantasma se deslizó hacia mí. Freyase quedó suspendida ante mis ojos.Ya no transmitía confusión, sinouna emoción mucho más oscura.Empezó a disiparse y percibí laintensidad de ese sentimiento comoun golpe físico.

«¡Vete ahora!»Subí a toda prisa la escalera del

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porche con Angus pisándome lostalones.

Algo me despertó en mitad de lanoche. Parpadeé varias veces antesde abrir los ojos. Me quedétiritando bajo las sábanas, tratandode escuchar el sonido que me habíadesvelado. La casa estaba sumidaen el silencio, pero de todas formasme levanté. Me puse un jerseysobre el camisón y crucé el pasillo.El suave resplandor que se ltraba

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por los ventanales me sirvió comoguía hacia la puerta principal.Comprobé varias veces que habíaechado el pestillo y que habíacerrado con llave. Después fuihasta la cocina para echar unvistazo por la puerta trasera.

La luna se re ejaba sobre ellago; la silueta de los pinos seerigía romántica hacia un cielorepleto de estrellas. El bosque quese extendía alrededor del lago erauna mancha sólida. Y a lo lejos, elmajestuoso per l de las montañas.

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Admirando los picos iluminadospor las estrellas, me acordé de algoque Catrice había dicho durante lacena: «Tú sabes tan bien como yoque esas montañas albergansecretos».

Secretos… y tumbas ocultas, porlo visto.

Todo parecía estar en orden ahífuera, así que decidí regresar a lacama. De repente, se me puso lapiel de gallina en los brazos y en lanuca, como si una corrienteinvernal se hubiera colado por una

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grieta. Me giré hacia la ventana.Quizá no todo estaba tan en orden.Angus habría acudido a toda prisa ala puerta trasera si me hubiera oídobajar las escaleras. Le llamé variasveces y vi que su cama provisionalestaba vacía. ¿Dónde se habíametido?

Abrí la puerta y salí. La noche sesentía fría.

—¿Angus?No estaba en el porche. Controlé

los nervios para evitar un ataquede pánico. Había encontrado una

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salida. No había otra explicación. Alos perros se les daba muy bien eso.Pero había algo en su ausencia que,una vez más, me puso los pelos depunta.

Y entonces descubrí el agujeroque había en la tela metálica de lapuerta. Un hueco lo bastantegrande para meter la mano y abrirel pestillo. Alguien había dejadosuelto a Angus y yo no me habíaenterado de nada.

La puerta quedó balanceándose.Descalza, bajé los escalones del

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porche. Me detuve en el últimopeldaño y escudriñé la arboleda.Me sobresaltó un quejido débil peroespeluznante. Aquel llanto fue tanfrágil que me convencí de que melo había imaginado. Habría sido elviento soplando entre los árboles oel barco anclado en el muelle,rozando los pilotes de madera. Y loescuché de nuevo, el agudolamento de un animal angustiado.Angus.

Me giré de inmediato. Elcorazón me latía con tal fuerza que

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parecía que me iba a explotar elpecho, pero, incluso en esemomento de pánico, logré contenerel impulso de correr a ciegas haciael bosque. En lugar de eso, entré encasa, me calcé las botas a todaprisa y me armé con una linterna yel gas lacrimógeno que llevabasiempre en el bolsillo. No meconsideraba una chica valerosa yatrevida. Había aprendido arodearme de fantasmas pornecesidad, no por valentía. Peroahora avanzaba por esa casa con

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una determinación resuelta. SiAngus yacía malherido en mitad delbosque (y no podía quitarme esaimagen de la cabeza), tenía queencontrarlo.

Bajé las escaleras de dos en dos,atravesé el jardín corriendo y seguíel sendero que se adentraba en elbosque, utilizando como únicabrújula esos gemidos desesperados.Pero no volví a llamar a Angus. Notenía la menor idea de lo que meesperaba entre esos árboles. Elsigilo era mi único amigo. Mientras

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avanzaba por el sendero de tierramantuve la linterna enfocada haciael suelo. A excepción del rayo deluz eléctrica, todo a mi alrededorera como un abismo silencioso denegrura opaca. Habría agradecidooír el ulular de un búho o el crujirde las hojas bajo mis pies, peroincluso la brisa había enmudecido.

Tras adentrarme unos cienmetros, observé que los árboles seestrechaban y crecían más altos. Depronto, avisté un pequeño claro enel bosque, iluminado por la luz de

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la luna. En mitad de ese círculo, meesperaba una forma oscura. Merepetí varias veces que no era másque una sombra o un matorral. Almoverse, me sobresalté. El corazónme dio un vuelco, literalmente. Yentonces orienté la linterna haciael claro y reconocí el brillo de unamirada conmovedora.

—Angus —resoplé, aliviada.Cuando le vi, estaba tumbado.

Sin embargo, cuando escuchó mivoz se puso en pie y corrió haciamí, pero tras unas veloces

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zancadas, algo le jaló del cuello yel perro aulló como protesta.Enseguida supe por qué. Lo habíanatado al tronco de un árbol conuna cuerda.

Me invadió el miedo. Era comosi alguien también tirara de mí. Metemblaba todo el cuerpo y, pormucho que deseara ayudar a Angus,los músculos no me obedecían. Y esque nunca había estado tanasustada, lo cual puede sonar untanto extraño teniendo en cuentaque veía fantasmas desde que era

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niña y que un asesino me habíaperseguido hacía poco más de unaño. Sabía lo que era el miedo,pero el terror que me envolvía noera por mi seguridad física, nisiquiera por Angus. Me aterrorizabaalgo… dentro de mí. Una partedesconocida de mí misma queestaba descubriendo ahora: la piezadel rompecabezas que meconectaba a ese lugar tan peculiare inquietante.

Cogí aire y procurétranquilizarme. Cuando noté que el

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pulso disminuía me obligué a andarha cia Angus. Pero, tras dar unpaso, me quedé petri cada denuevo. Esta vez no fue por elmiedo, sino por el cosquilleo queme adormecía cada terminaciónnerviosa. No sabía qué había hechosaltar esa alarma. El gemidolastimoso de Angus. El vientogélido. Ese instinto dormido que sehabía despertado de repente. Fueracual fuese el motivo, me quedé allíinmóvil, con un pie delante delotro. Iluminé el sendero con la

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linterna.A punto estuve de no darme

cuenta. El camu aje de hojas ypinocha era perfecto. Fue unasuerte que la linterna revelara undestello metálico en el suelo. Mehabía concentrado tanto en hallaruna explicación para aquelmisterio metafísico que me habíaolvidado por completo de seguir lapista de la verdadera amenaza.Alguien se había llevado a Angusdel porche para atarlo a un árboldel bosque. No era un acto de

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crueldad cualquiera. Tras eso seescondía un propósito muy oscuro.

Recogí un palo del suelo yaparté la maleza que cubría elcamino. Bajo la alfombra de hojassecas y agujas de pino descubrí unatrampa metálica. Era enorme,mayor que la que se necesita paracazar una pierna humana. Pero enese primer momento, no dudé de laintención de esa trampa. Estabacolocada al nal del sendero, justoentre Angus y yo. El perro no eramás que un señuelo para

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arrastrarme hasta allí.Pero ¿por qué?De inmediato pensé en aquella

tumba oculta y en cómo habíareaccionado la gente cuando loconté. Nunca habría imaginado latensión que se había creado entrelos invitados, ni el intentoexageradamente informal de Hughde justi carlo. También me habíasorprendido la respuesta de Luna.Había dejado caer un bombazosobre la mesa y ahora todo elmundo se sentía amenazado.

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Me aproximé a la trampa con lamisma prudencia que a un nido deserpientes. Utilicé el extremoa lado para hacer saltar el muelle.Un segundo más tarde, lasmandíbulas de hierro se cerraronde golpe produciendo un estrépitoque me dejó aturdida. El sonidoretumbó en todo el bosque, como sise tratara de un trueno inesperado.Los pájaros que descansaban en lasramas de los pinos empezaron arevolotear con histerismo.

Preferí no mirar hacia arriba.

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Seguí con la mirada ja en el clarodel bosque. ¿El autor andaría porahí cerca, esperando a oír esesonido?

Con tan solo el bote de gaslacrimógeno como defensa, mesentía vulnerable y expuesta. Se meocurrió que quizá lo más sensatoera cobijarme entre los árboles yesperar si aparecía alguien. Perotenía que salvar a Angus y, además,quien fuera que hubiera puesto esatrampa ya estaría muy lejos de ahí.Su objetivo era dejarme ahí tirada

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hasta la mañana siguiente para quelos animales salvajes siguieran elrastro de mi sangre.

Respiré hondo e iluminé con lalinterna el camino que continuabamás allá del claro, en dirección a lacasa de Tilly Pattershaw. Elsendero estaba despejado, así queaparté la luz, pero, por algúnmotivo, recapacité y jé el rayo deluz sobre un montículo de hojas yagujas de pino que delataba otratrampa. Entré en el claro y dibujélentamente un círculo con la

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linterna en la mano. Habíatrampas por todos lados.

Y entonces lo vi claro. Alguienhabía utilizado a Angus como cebopara llamar la atención de algoque acechaba esos bosques. Algoque podía venir de cualquierdirección. «Algo lo bastante grandecomo para arrastrar un cadáver sindejar rastro.»

Se levantó una repentina brisaque arrastraba esa terriblehumedad. El frío de un demonioancestral que hiela hasta los

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huesos. A mi alrededor, las hojasempezaron a murmurar y suspirar,como si liberaran un aliento hastaentonces reprimido: «Amelia…Amelia…».

El silencio era sepulcral. Tansolo se oía ese murmullo y elrugido de la sangre uyendo pormis oídos. Y de pronto una violentaráfaga de viento agitó y removiólas hojas secas que yacían sobre elsuelo. Por n me deshice de esaparálisis que me mantenía inmóvil.Corrí hacia Angus y me desplomé a

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su lado. No estaba herido, perocuando me acarició con el hocico,distinguí un olor químico en sualiento. Quizá lo habían drogadopara llevarlo hasta allí. Esoexplicaría que se lo hubieranllevado sin despertarme.

Pero… no era el momento depensar en eso. En el aire se olía unterror fresco. Ese vientohuracanado provenía del corazóndel bosque. A Angus se le encrespóel pelo de la espalda y se giró paragruñir a la oscuridad.

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—No pasa nada —repetía entresusurros mientras intentabaliberarle.

La cuerda que le sujetaba por elcuello estaba atada con variosnudos, y no era capaz de desatarninguno. A pesar del frío, mesudaba la espalda por el miedo y latensión. Me maldije por mi falta deprevisión, por no haber cogido lanavaja multiusos que guardaba enel bolsillo de mis pantalones.

—Vamos, vamos.Se me partieron todas las uñas,

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pero seguía sin poder quitar esosmalditos nudos.

A mi espalda, una de lastrampas se cerró bruscamente.Asustada, me giré y perdí elequilibrio. Una sombra avanzabaentre la más profunda oscuridaddel bosque hacia el claro. Angus seagazapó, pero ni siquiera intentóatacar a la silueta.

Tras cada paso, la sombratomaba una forma más precisa. Alprincipio la confundí con elespectro de un fantasma, pero a

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medida que se acercaba a la luz dela luna, vislumbré un rostroenvejecido y una cabellera gris ydespeinada. Enseguida supe quiénera: Tilly Pattershaw.

Como yo, llevaba botas y uncamisón de lino blanco. También sehabía abrigado con una chaquetade lana. Era una mujer menuda yfrágil, o esa fue mi primeraimpresión. Empuñaba un cuchillo,un puñal gigantesco y aterradorque hizo girar sobre su cabezamientras agarraba la cuerda para

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tensarla. Cortó la cuerda de un solohachazo. Su inesperada apariciónme dejó de piedra. No me habíamovido ni había hecho ruidoalguno. Con torpeza, me levanté.Ahora, el viento bramaba con másfuerza.

Tilly escudriñó los árboles que sealzaban a mi espalda. Me parecióque estaba temblando.

—¡Sal de este bosque, chica!La ventisca le alborotó su larga

cabellera plateada y le levantó lafalda del camisón.

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—¿Y tú?Aunque bajo el resplandor

nocturno su rostro podíaconfundirse con el de un antiguochamán, su acento pertenecía, sinduda, a alguien que había crecidoentre esas montañas.

—No viene a por mí.Me di media vuelta y escruté el

bosque. Hasta los árboles tiritabande frío. El aire rezumaba unavibración inhumana.

—¡Vete! —exclamó.

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—¡Angus, vamos!El perro me obedeció sin

rechistar y nos alejamos del claro.—¡No te apartes del camino! —

la oí chillar, pero el vientoenseguida enmudeció sus gritos.

A ciegas, corrí a toda prisa porel sendero. Me tropecé con una raízque a punto estuvo de hacermecaer al suelo. Me ardía el tobillo,pero no estaba dispuesta a permitirque un esguince me parara. No conese viento huracanadopersiguiéndonos. Apreté los dientes

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para soportar el dolor y continuéavanzando por el camino, conAngus a mi lado. Algo descendió enpicado delante de nosotros; unmurciélago, pensé. Y acto seguidocientos de pájaros empezaron abatir sus alas. No me atreví a miraral cielo, pero presentía que unanube estaba cruzando la luna.

Avisté la última línea de árbolesque anunciaba el término delbosque, así que cogí la cuerda queAngus todavía tenía atada al cuelloy me preparé para ese tramo nal

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hasta el jardín. Pero, en cuanto ellago se hizo visible a mi derecha,me aquearon las fuerzas y tuveque dejar de correr.

Lo que fuese que habíadescendido de las montañas habíasacudido las almas que yacían sindescanso en el fondo del lago. Lascampanas tintineaban como uncoro espeluznante desde las turbiasprofundidades del lago Bell. Losrepiques discordantes quedabanamortiguados por el agua y poruna miasma espesa que se retorcía

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hacia la orilla, reptando por laspiedrecitas que conformaban elcamino y deslizándose hacia eljardín donde estábamos Angus y yo.

Y, a través de ese muro deneblina, unos brazos diáfanostrataban de alcanzarme. Al igualque en la pesadilla recurrente demi infancia. Manos que sobresalíande las paredes del túnel paraagarrarme. Sabía que no podíadejar que me tocaran. Mearrastrarían hacia esa nube deniebla, me sumergirían en el lago y

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me empujarían hacia esecementerio subacuático…

Los aullidos cada vez se oíanmás cerca. El corazón me iba a milpor hora. Habría jurado escuchar elaliento cansado de una criaturaencarnizada trotando por elcamino que acabábamos de andar.Enrosqué la cuerda alrededor de mimano y tiré con fuerza.

—¡Corre!No tuve que ordenárselo dos

veces. Estimulado por el miedo ysus instintos, Angus saltó hacia

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delante con tanta fuerza que apunto estuve de caerme de bruces,pero conseguí mantener elequilibrio y seguirle el ritmo. Noosé mirar atrás, pero ese fríoparanormal parecía perseguirnosmientras cruzábamos el jardín,subíamos la escalera del porche yentrábamos en casa. Cerré de unportazo. Una vez dentro, me sentéen el suelo y abracé a Angus. Leestreché con todas mis fuerzasmientras esperaba que el frío se

ltrara por cada grieta de la casa.

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Pero esa casa nos protegía. Elcampo sagrado sobre el que estabaconstruida nos ofrecía un refugioseguro. Pasados unos minutos, melevanté y me asomé por laventana. La neblina se habíadisipado. En el bosque reinaba elsilencio más absoluto. Elresplandor de la luna sobre el lagome pareció más hermoso quenunca.

Busqué la navaja multiusos ycorté la cuerda que rodeaba elcuello de Angus. La tiré a la basura

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y miré si tenía alguna herida, pero,aparte de ese extraño aliento,parecía estar bien. Le di un poco deagua fresca. Después de loocurrido, era muy probable quetuviera el estómago revuelto, asíque preferí no darle nada decomer.

—Hoy duermes dentro —murmuré.

Movió la cola a modo deagradecimiento y me siguió por elpasillo. Cogí una manta delarmario y la extendí sobre el suelo,

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a los pies de mi cama. Se tumbó decara a la puerta. Me descalcé lasbotas y me metí debajo de lassábanas. Aunque sabía que Angusvigilaba la puerta, no pegué ojohasta el amanecer.

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Capítulo 16

Salvo por el tobillo hinchado y elagujero en la puerta de telametálica, todo indicaba que eldrama de la noche anterior habíasido solo una pesadilla. Medesperté en pleno día. Angus ya sehabía levantado y estaba rondandopor la casa. Al oír que medesperezaba, empezó a gimotearpara hacerme saber que necesitaba

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salir.Volví a jarme en los daños que

había sufrido la tela metálica de lapuerta trasera antes de salir alporche. No me explicaba cómodiablos no me había enterado deque alguien había irrumpido en micasa. Sin duda habrían sedado aAngus, porque, de no ser así, sehubiera puesto a ladrar como unloco. Me puse a pensar en cómohabía olisqueado el suelo cuando lesaqué a pasear después de la cenade los Asher. Quizás alguien había

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arrojado un pedazo de carne conalgún somnífero al jardín. Supuseque, puesto que todavía se estabarecuperando de una hambrunaextrema, el pobre perro habríaengullido lo que se hubieraencontrado por el camino, aunqueapestara a sustancias químicas.

Repasé toda la zona buscandoalguna pista, pero lo único quehallé fue la huella de un talón en elbarro. Fácilmente podía ser mía.

Un trío de ardillas que rebuscababellotas entre las hojas mantenía a

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Angus entretenido, así que localicéun punto soleado y me senté. No lequité ojo de encima. A simple vistaparecía estar bien, pero sabía queno me tranquilizaría hasta que lollevara a un veterinario parasometerle a una revisión general.

De todas formas, ya habíadecidido hacer un pequeño viaje aCharleston. Mi madre estaba muydébil. Las dos últimas veces quehabía llamado por teléfono nohabía podido hablar con ella, yempezaba a preocuparme que la

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quimioterapia estuviera pasándoledemasiada factura. La tía Lynroseme había asegurado que todomarchaba bien, pero necesitabaverlo con mis propios ojos. A lomejor incluso me daba tiempo aver a mi padre.

Desde que mi madre se habíamudado a Charleston para recibirel tratamiento, apenas le habíavisto. Ni siquiera recordaba laúltima vez que habíamos hablado,aunque eso era bastante habitualen nosotros. A pesar de ser la única

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persona con la que podía hablar defantasmas, y ese lazo siempre nosmantendría unidos, ya ni siquieraintentaba cruzar el abismo que nosseparaba. Por n había aceptadoque, por sus razones, él necesitabaesa distancia.

De forma distraída, arranqué untallo de bergamota que crecía juntoa los escalones y me llevé la orpúrpura a la nariz. La mañanaparecía tranquila. El lago parecíaun espejo que re ejaba el sol, elcielo y las imágenes vacilantes de

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los árboles. Me incorporé y avancépor las piedras del camino queconducía hasta el muelle. Me apoyésobre la barandilla y observéaquellas profundidades taninmóviles. Por supuesto, no vi nadaextraño. El agua estaba un pocorevuelta, pero no me costóvisualizar las ruinas del cementeriode Thorngate al fondo. Distinguí undébil zumbido en el aire y, por uninstante, pensé que sería el eco delas campanas. Pero cuando agucéel oído, tan solo percibí el suave

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sonido de las olas rompiendo en lospilones de madera.

Tiré la or al lago y volví aljardín, donde Angus seguíaembobado con el espectáculo de lasardillas. Me tentaba la idea derecoger las cosas y regresar a casa,a Charleston. Abandonar larestauración sin pensar en elcontrato que había rmado ni enmi reputación. Necesitaba salir deallí. Algo alarmante estabasucediendo en Asher Falls y, dealgún modo, estaba implicada.

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Puede que fuera la causa, incluso.No entendía cómo ni por qué, peroseguía pensando que mi papel allíestaba predestinado. La ansiedadque se había apoderado de mí lanoche anterior en el claro, el miedoa mi propio destino, me habíaconmocionado.

Y a pesar de todo eso… no memarché. Me quedé allí sentada,bajo ese sol con aroma a limón,como si no tuviera preocupacionesen la vida. Porque estaba segura deque lo que me había llevado allí

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encontraría el modo de hacermevolver.

«Muertos o vivos, los Asherestamos obligados a volver a casa.»

Todavía hoy no sé por qué mevino esa frase a la cabeza en esepreciso instante. Traté deignorarla, porque lo último que meapetecía era convertir a Pell Asheren mi obsesión matutina. Pese a sucarisma, la conversación quemantuvimos fue, cuando menos,desconcertante. Me sorprendióenterarme de que nuestros caminos

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se habían cruzado hacía tantosaños. Pero más extraño me parecióel hecho de que me hubiera vistojugando en el cementerio deRosehill cuando no era más queuna cría y todavía lo recordara.

Tras esa re exión, mi propiamemoria emergió a la super cie,vaga por el tiempo y la distancia.Estaba convencida de que mipreocupación por mi madre y losextraños acontecimientos que mehabían sucedido desde mi llegadahabían evocado esos recuerdos. El

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obturador de mi cerebro reaccionóa esos estímulos y, poco a poco, mevino una imagen a la cabeza.

Me vi a mí misma, agazapadasobre el suelo del comedor. Con laspiernas encogidas y abrazándomelas rodillas, escuchaba a hurtadillasa mi madre y a la tía Lynrose.Charlaban en el porche, con esaencantadora cadencia de su acentosureño. Debía de tener seis o sieteaños, y aún no había visto ningúnfantasma. Pero mi mundo siemprehabía sido un lugar protegido,

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aislado, así que me fascinabaescuchar ese acento exótico ylejano. Mi madre y mi tía eran dosmujeres hermosas que presumíande una feminidad basada en elaroma a madreselva, madera desándalo y ropa limpia. Mi padre,en cambio, olía a tierra. ¿O era yo?Recuerdo que a mi madre lahorrorizaba que tuviera las uñasmanchadas de mugre o que mepaseara por ahí con ramillas yhojas enredadas en el pelo. Inclusocuando me vestía con la ropa de

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los domingos, no me libraba de miaspecto harapiento.

Estaba sentada con la mejillaapoyada en las rodillas. La brisacálida que se colaba por lascortinas de lazo me adormilaba.Hasta me acordaba del incesantezumbido de una abeja querevoloteaba atrapada en la telametálica de la puerta y del aroma acésped recién segado. Era unatípica tarde veraniega, soñolienta ehipnótica, hasta que el repentinotono de mi tía me sacó de mi

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ensoñación. Nunca había oídohablarle así a mi madre.

—¿Tienes idea de lo que daríapor estar en tu pellejo? Tienes unmarido y una hija que te adoran.¿Qué más quieres?

—No lo entiendes…—Oh, sí. Claro que lo entiendo.

Siempre quisiste una vida perfecta,con un marido perfecto y una hijaperfecta. Eso es lo que todo elmundo esperaba de ti, dicho sea depaso. Pero los sueños no siempre secumplen, Etta. La vida te pone

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obstáculos. Lo hecho, hecho está.Tienes que olvidarte de una vez portodas del pasado.

—Creí que lo había conseguido—dijo mi madre con airemelancólico—. Pero el otro día cogíel coche y subí hasta allí.

Mi tía resolló.—¿Después de tantos años? ¿Por

qué lo hiciste?—Quería visitar su tumba.Ambas enmudecieron. Yo

contuve la respiración. No entendí

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la conversación, pero sabía quehablaban de algo serio porque mitía jamás alzaba la voz. Quería ami madre con toda su alma. Tansolo se llevaban un año de edad,pero la tía Lynrose siempre habíaaparentado ser más joven y a lavez mayor que su hermana. Másjoven porque todavía poseía losatributos coquetos de una chica. Mimadre, por otro lado, era unamujer que, con los años, se habíavuelto muy seria. Y mayor porqueadoptaba un ademán demasiado

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protector con mi madre. Estabanmuy unidas, y eso me hacía sentirmuy sola porque compartíansecretos que nunca me desvelarían.Secretos de hermanas.

—¿Y? —murmuró Lynrose.Mi madre se tomó unos instantes

para responder.—Fue un momento muy extraño.—¿Qué quieres decir?—No puedo explicar con

palabras lo que sentí al pasar porese pueblo —dijo en voz baja—. Es

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como si el alma de ese lugar sehubiera podrido. La gente, lascasas…, incluso el aire que serespira está contaminado. Nosoporto pensar que mi pequeñadescansa en un lugar tan horrible.

—No tienes por qué. Ella estáaquí, contigo, donde debe estar.

—Por ahora.En ese momento de silencio, me

imaginé a mi madre palpándose lagarganta y jugueteando con la cruzde oro que siempre llevaba.

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—Oh, Lyn. He sido tan débil.Nunca he querido a esa niña contodo mi corazón porque me dabamiedo que alguien viniera a porella.

—Pero no vendrán. No pueden.—Sabes que sí.—Han pasado muchos años.

Ahora es nuestra, Etta. Acéptalacomo una bendición y quiérelacomo si fuera tu propia hija —murmuró Lynrose. Pero desde elotro lado de la ventana percibíalgo en su voz, un miedo palpable,

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que me hizo estremecer.El recuerdo voló hacia las

sombras de mi pasado, dejándomeprofundamente trastornada. ¿Deveras aquella conversación habíatenido lugar? Quizá no fuera másque un sueño o un recuerdo falsocreado por mis propios miedos.Tenía un sinfín de ellosrelacionados con mi madre y mitía. A lo largo de mi infancia, mehabía pasado horas acuclilladajunto a esa ventana abierta,mientras ellas chismorreaban. ¿Por

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qué habría enterrado ese recuerdoen especial?

Aunque fuera real, no lograbaentender que pudiera recordar cadapalabra con tanto detalle. Habíanpasado muchos años. Lo másprobable era que hubiera adornadoun poco la conversación. Además,era demasiado aventurado asumirque el pueblo en cuestión era AsherFalls. ¿Qué habría llevado a mimadre hasta allí arriba? ¿La tumbade quién habría querido visitar? ¿Ypor qué tenía tanto miedo de que

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alguien viniera a por mí cuando lamujer que me dio a luz me habíarechazado?

Como si olfateara mi desazón,Angus se acercó y se dejó caer a lospies de los escalones. Apoyé labarbilla sobre las rodillas y lerasqué los bultos de las orejas, peromi mente no dejaba de dar vueltasa ese súbito recuerdo: «Es como siel alma de ese lugar se hubierapodrido. La gente, las casas…,incluso el aire que se respira estácontaminado».

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A decir verdad, esa descripciónencajaba a la perfección con AsherFalls, pero me costaba creer que mimadre se re riera a ese pueblo. Eraincapaz de imaginármela allí. Encierto modo, ella había vivido unaexistencia más solitaria que yo. Nosabía nada de fantasmas y seburlaba de cualquier historiaparanormal, sobre todo de lashistorias que me explicaba mipadre sobre su infancia en lasmontañas.

El sol me estaba quemando los

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hombros, pero no podía dejar detemblar. Las horas pasaban, y cadavez estaba más convencida de queel encargo de restaurar Thorngateno había sido pura casualidad, queno me habían encontrado en unaguía telefónica ni en Internet. Millegada a ese pueblo formaba partede un proyecto, de un esquema agran escala que se remontaba a laépoca en que Pell Asher me viojugar entre los muertos delcementerio de Rosehill.

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Cargué todas mis herramientasen el maletero y rodeé el cochepara recoger a Angus. Avisté a unamujer en la punta del muelle,arrojando algo al agua. El pulso seme aceleró, pero enseguida me dicuenta de que era imposible que unfantasma se manifestara antes delocaso. Y, aunque estaba deespaldas, enseguida reconocí lasilueta delgada de Tilly Pattershaw.

Angus se había tumbado bajo

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una sombra para observar denuevo a las ardillas. Me asombróque no hubiera ladrado al verla.Por lo visto, su presencia no lehabía alarmado en lo más mínimo.De hecho, estaba a punto dedormirse. Me agaché y le di unaspalmaditas en el lomo antes deseguir el caminito de piedras. Tosícon discreción para no asustarla.Pero no se inmutó, ni siquieracuando las tablas de madera delmuelle empezaron a chirriar trasmis pasos.

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—¿Señora Pattershaw? —llaméen voz baja.

—Llámame Tilly —dijo, sinmoverse ni un milímetro.

—Buenos días. Soy Amelia.—Ya sé quién eres.—Supongo que Luna te avisó de

que me quedaría aquí un tiempo.Gracias por preparar la casa. Teagradezco mucho que me ayudarasanoche —añadí, y me deslicé a sulado, junto a la barandilla—. No sési habría conseguido desatar al

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perro si no hubieras aparecido.—No he venido a que me des las

gracias —espetó.—Ya lo sé, pero, aun así…, te

estoy muy agradecida. —Señalé lacasa—. Alguien cortó la telametálica de la puerta y se llevó aAngus. No viste a nadie más en elbosque, ¿verdad?

—Solo te vi a ti, chica —dijo.Y por primera vez me miró

directamente a los ojos. De formacasi automática percibí un ligero

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escalofrío en la parte inferior de laespalda. Tilly Pattershaw no measustaba… ni de lejos. Para sersincera, me alegraba de verla. Perohabía un trasfondo en su voz, lasombra de algo oscuro en sumirada que me hizo aferrarme a labarandilla con todas mis fuerzas.Me costó mucho esfuerzo relajar losdedos.

—Supongo que te jaste en lastrampas colocadas alrededor detodo el claro, ¿no?

—No te preocupes por eso —

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dijo, y lanzó otro puñado de migasal agua. Luego se giró paraestudiar mi expresión. En contra dela a rmación de Bryn Birch, esamujer parecía tener el controlcompleto de sus facultades—. Yame he ocupado de las trampas.

—Me alegra saberlo.Tenía muchísimas preguntas que

hacerle respecto al episodio delbosque, pero recordé la advertenciade Thane. Por lo visto, no sentíagran aprecio por los forasteros, yno quería asustarla.

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Nos quedamos en silenciomientras los peces se zampaban lasmigajas de pan. Era una mujersencilla. Llevaba unos guantes dealgodón, pero, aun así, movía lasmanos con elegancia y soltura. Sehabía recogido el pelo en un moñobajo, a la altura de la nuca, unestilo que poco encajaba con unatez tan arrugada. Sin embargo, lecaían unos mechones plateados queenternecían ese ademán huraño.Parecía una mujer de contrastes, yeso me gustaba.

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Hice un ligero movimiento yTilly alzó la mirada. Sus ojosdejaron entrever el aleteo de unaemoción, pero enseguida volvió aconcentrarse en los peces.

—Luna me comentó que tu casaestá siguiendo ese camino —dije—.¿Está cerca?

—Bastante.—¿Sueles venir a dar de comer a

los peces?—Vengo a visitar el cementerio.—¿El cementerio? Te re eres…

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¿a este de aquí abajo? —puntualicé, indicando lasprofundidades turbias del lago—.¿Tenías familia enterrada enThorngate? —pregunté con sumocuidado.

—La mayor parte de mi familiadescansa en Georgia —contestó.

¿Y Freya?—Thane Asher me explicó que

no se movió ningún cadávercuando subió el agua. ¿Es verdad?

—Así es. Siguen ahí abajo. Justo

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bajo nuestros pies. Los Fougerant ylos Hibberd, y los pobres Moultrietambién. Mi pequeña los conocía atodos.

La miré de reojo, anonadada.—¿Qué quieres decir?Tilly vaciló, pero no le

temblaban las manos.—Cuando se sentía sola, venía

aquí y leía las lápidas. Se sabíatodos los nombres de memoria.Eran sus amigos, o eso decía ella. Yel cementerio era su escondite

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favorito. Su lugar especial.Ese cosquilleo en la espalda otra

vez.—Cuando era niña también me

gustaba jugar en un sitio parecido.El cementerio de Rosehill. Era miescondrijo particular. Mi santuario.El único lugar donde me sentía asalvo.

Asintió.—Mi niña está muerta, pero creo

que, si pudiera, vendría aquí.No supe qué contestar a eso. El

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corazón empezó a latirme confuerza cuando imaginé el fantasmade Freya cerniéndose sobre esemismo muelle. Me faltaba eloxígeno. Quería contárselo a Tilly,pero sabía que no podíapermitirme el lujo de admitir queveía muertos. Y también sabía queel espíritu de un ser querido casinunca ofrecía consuelo. Erapreferible que Tilly siguieracreyendo que su hija descansaba enpaz.

Además, todavía dudaba de si

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Tilly podía notar la presencia deFreya junto al lago. Si, de algúnmodo, sabía que su hija merodeabapor allí. ¿Por eso el fantasma mehabía ordenado que me marcharacon tanta vehemencia? ¿Creeríaque me estaba entrometiendodemasiado en su… santuario?

Preferí pensar que no. Laexperiencia me decía que losfantasmas no solían acecharlugares como ese. Además, losespíritus acosaban a personas, nolugares.

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Volví a mirar a Tilly.—¿Dices que tu familia es de

Georgia?—Del Condado de la Unión —

especi có—. Nací y crecí bajo lassombras de Blood Mountain.

—¿Cuánto tiempo llevasviviendo aquí?

—Desde hace muchos años. Mefui de casa después de cumplir losquince. Vine aquí como aprendiz deuna comadrona. Cuando falleció,me dejó su plaza, así que me

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quedé.—Se puede decir que has estado

aquí casi toda la vida.—Sí, creo que sí.—Es una zona preciosa —dije.Tilly escudriñó las montañas, y

por primera vez, la vi tiritar.—¿Todavía trabajas como

comadrona?—Lo dejé hace años —admitió, y

se miró las manos—. Además, yano nacen muchos niños por aquí.

—Supongo que cuando los

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negocios empezaron a cerrar,mucha gente se marchó.

Miró hacia el horizonte, hacialas montañas.

—Los que tuvieron suerte.—¿A qué te refieres con eso?Al ver que no respondía, tiré de

la manga de su camisa y untemblor le sacudió todo el cuerpo.

—¿Por qué viniste al bosqueanoche, Tilly? ¿Cómo supiste quenecesitaba ayuda?

—Se oyen ruidos por la noche.

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—¿Tú también oíste esosaullidos? —pregunté, ansiosa.

—Oí a tu perro y me imaginéque estaba en peligro.

—Pero me gritaste que salieradel bosque. Me dijiste que algovenía —insistí mientras estudiabasu expresión—. ¿Qué merodeabaayer por el bosque?

Su voz se tornó más dura.—Haces demasiadas preguntas,

chica.—¡Porque necesito saber qué

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está ocurriendo! Desde que llegué aeste pueblo me han pasado variascosas inexplicables. ¿Qué escondenesos bosques? ¿Qué criatura habitaen esa montaña?

Se dio media vuelta con el ceñofruncido.

—No vive en el bosque, chica, nien esa montaña. No vive en ningúnlado porque no es «nada».

Se me erizó el vello de la nuca,pero no aparté la mirada.

—Pero lo noté en el viento, lo oí

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en los aullidos. Está ahí fuera. Losé. Es algo frío, demoniaco…

De repente, me cogió con fuerzade la muñeca. Me clavó los dedosen la piel. Tras unos segundos, meaparté.

—Vete a casa, chica. Vuelve pordonde viniste. Es mejor que no teinmiscuyas en asuntos que nocomprendes.

Me masajeé la muñeca, aturdida.—No puedo irme a casa. Tengo

mucho trabajo que hacer aquí.

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Y necesitaba ese trabajo. Teníaque ganarme la vida de algunamanera y no podía desatender minegocio. Mi reputación profesionalestaba en juego.

—Te aconsejo que no seastestaruda.

—No soy testaruda, sinopráctica. Firmé un contrato. Nopuedo irme de aquí de rositas. Y,de todas formas… —añadímirándola con detenimiento—.¿Qué más da? Si como bien dicesno es «nada», no puede hacerme

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daño, ¿no?—¿Es que no lo entiendes? —

susurró desesperada—. No debestener miedo de lo que anda sueltopor ahí fuera. —Se llevó una manoal corazón y se inclinó hacia mí.Por primera vez advertí un puntode locura en su mirada—. Debestemer lo que hay aquí.

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Capítulo 17

Pocas horas después, cuandollegué al cementerio, vi eldeportivo negro aparcado junto ala puerta principal, pero Thane noestaba por ningún lado. Cualquierotro día habría dejado que Anguscampara a sus anchas por laarboleda que albergaba elcementerio, pero hoy no meatrevía a dejarlo a solas. Me siguió

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como una sombra por el caminito,como si él tampoco quisieraquitarme ojo de encima.

Hacía bastante calor, así que medesabroché la chaqueta y me anudélas mangas alrededor de la cintura.Avanzamos hacia el pórtico queanunciaba el camposantoparticular de los Asher. En mitadde aquel bochorno, distinguí elaroma a salvia y, de vez encuando, el perfume del romero. Nosadentramos en la parte delcementerio donde las sombras y el

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descuido despedían las tenebrosasfragancias de hiedra ypodredumbre. Por las ranuras delfollaje perenne, vislumbré unasnubes de algodón blanco que secernían inmóviles sobre lasmontañas, con la parte inferiormás oscura, amenazando lluvia.

En ese instante avisté a Thane,que venía del mausoleo. Me quedéen el centro del círculo de ángeles aesperarle, mientras admiraba esosrostros espeluznantes. No me costódistinguir los rasgos de la familia

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Asher que había visto en lasfotografías antiguas. Los pómulosmarcados. Una nariz y unos labiosesculpidos con delicadeza. Almismo tiempo que estudiaba esosrasgos familiares, me vino una ideaa la mente. Los ángeles mirabanhacia oriente, pero no paracontemplar el alba, sino paraobservar las montañas.

El presagio que había conjuradoesa revelación se disipó en cuantome giré y vi a Thane abrirsecamino entre las lápidas. Llevaba

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unos vaqueros desgastados y unacamisa de algodón grisarremangada. Sin querer, comparéese atuendo informal con el quesolía llevar Devlin, mucho másserio. Ningún agente de policíapodía permitirse tener ese armariotan elegante, pero Devlin no eraun agente cualquiera. Provenía dela clase alta de Charleston, así queera de suponer que sus padres lehabían dejado una buena herencia,la su ciente como para poderderrochar todo el dinero que

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quisiera, aunque su abuelo lerepudiara. Me parecía irónico,cuando menos, el hecho de queDevlin diera la espalda a todo loque Thane ansiaba de los Asher.Pero pese a que el detective sehubiera despegado de la tradición ydecepcionado a su abuelo, era elresultado de la educación recibida.Era un tipo reservado, cortés y aveces un poco chapado a la antiguaque siempre se mostrabamelancólico e indiferente. Thanetambién compartía esas cualidades,

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pero presentía que porsupervivencia.

Me reprendí por esas constantescomparaciones. Thane era supropio dueño, y quizá ya iba siendohora de que siguiera el consejo quela tía Lynrose le había dado a mimadre sobre dejar de vivir ancladaen el pasado. Tenía que dejar deanhelar lo inalcanzable.

—Buenos días —saludó.Casi a regañadientes ondeé la

mano para devolverle el saludo.

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Se quedó en la parte mássombreada del círculo de ángeles,así que, a primera vista, no huboningún detalle que llamara miatención. Pero sí hubo algo que nome pasó desapercibido la nocheanterior. Antes del beso, no pudeevitar jarme en el repentinocambio que Thane había dado:lucía una incipiente barba en elmentón y diversas arrugas decansancio alrededor de la boca.Echó un vistazo a los ángeles yadvertí que fruncía el ceño antes de

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volver a usar su máscara másamable.

Se giró hacia mí. La fuerza de sumirada penetrante me provocó unescalofrío. La tormenta que seestaba desatando bajo esos ojosverdes no encajaba con laexpresión sosegada y el ademándespreocupado del que presumía.Ningún disfraz podría ocultar laagresividad de su mirada.

—Espero que no te importe queande por aquí —dijo.

—No…, no, por supuesto que no

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—balbuceé, pero enseguidarecuperé el aplomo—. ¿Por qué ibaa importarme? Es un lugar público,tienes el mismo derecho que yo aestar por aquí. Y, además, es elcementerio de tu familia.

Angus trotó hacia su lado.Cuando Thane se agachó pararascarle el lomo, un fuerte rayo deluz le iluminó la cara, dejando aldescubierto un corte en la sienizquierda.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté sin pensar.

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Parpadeó varias veces antes decontestar.

—Error de cálculo. No volverá aocurrir.

Me moría por conocer todos losdetalles de ese error de cálculo,pero el instinto me decía que nopodría sacarle más información.También me decía que, respecto aese tema, la ignorancia era lamejor opción.

Se incorporó y miró a sualrededor.

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—Es la primera vez que vengoaquí desde hace muchos años. Notenía ni idea de que estuviera tandescuidado. Apenas veo algunos delos monumentos por culpa de todaesa yedra y las zarzas.

—No exageres. La mayoría delas lápidas están en perfectoestado, y no hay rastro devandalismo. Los daños mássuper ciales son, en general, elgran problema de los cementeriosantiguos.

—Al vándalo se le puede detener

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—dijo—, pero el tiempo y elabandono son criminales másfurtivos y escurridizos.

—¿A qué te refieres?Se encogió de hombros.—En mi opinión, los daños

superficiales son justo eso, daños.—¿Quieres decir que han

abandonado de forma deliberadaeste cementerio?

—Intenté explicártelo en el ferri.Thorngate levanta pasiones —susurró. Me daba la impresión de

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que utilizaba ese tono no porrespeto al lugar donde noshallábamos, sino por costumbre einstinto. Un cementerio no era elsitio más apropiado para dar voces.Dada la veneración de su abuelopor el sepulcro familiar, debió deaprenderlo desde bien pequeño—.Con el paso de los años, este lugarse ha convertido en el emblemaque simboliza todo lo que el puebloperdió por culpa de la avaricia delos Asher.

—¿Tu familia no tomó medidas

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para mantener el cementeriocuando cambió de manos?

Un destello de impacienciasugería que había algún aspecto deese intercambio que se meescapaba.

—Eso habría frustrado losobjetivos del gran gesto del abuelo.¿Para qué sirve la expiación si nohay sacrificio?

Presentía que había ciertosmatices y sutilezas en ese «grangesto» de Pell Asher que unaforastera como yo nunca podría

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llegar a entender.—Si el abandono es deliberado,

¿qué estoy haciendo aquí?Entornó los ojos porque la luz

del sol era demasiado fuerte.—Es evidente que alguien creyó

que era el momento de hacer unarestauración.

—¿Y por qué nadie te informó alrespecto? Levantó una ceja conironía.

—¿Informarme a mí? Lo dudomucho. Ya sabes lo que opino sobre

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invertir en el cementerio. Sinánimo de ofender.

—No te preocupes.Sin embargo, intuía que estaba

más interesado en la restauraciónde lo que aparentaba.

—Te he visto junto al mausoleo.¿Has entrado?

—Solo estaba echando unaojeada. ¿Por?

—Tu abuelo me comentó quequizá te apetecería acompañarme aver las tumbas. Me aseguró que las

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criptas son una verdadera joya.También me dijo que, cuando erasniño, te encantaba visitar a laNovia Durmiente.

Thane dibujó una mueca, peroenseguida se relajó.

—Era un bastardo macabro, deacuerdo. ¿Te contó también que laNovia Durmiente es, en realidad,una tataratía de la familia queconservan en un ataúd de cristal?

—Sí. Considérame también a míuna macabra, porque meencantaría verla.

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—Es todo un espectáculo. Otrade las in nitas pruebas de laarrogancia de los Asher.

Le lancé una mirada sesgada.—La colección de ángeles es

impresionante. Sobre todo despuésde descubrir que guardan ciertoparecido con los rasgos familiares.

—Así que te has dado cuenta —suspiró. Me pareció ver elfantasma de otra sonrisa y se giróde nuevo hacia las esculturas—. Siquieres que te sea sincero, pre eroa la querida tía Emelyn. Al menos

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tuvo la humildad de morir con unaexpresión pací ca. Estos ángeles,en cambio, son demasiadoengreídos para mi gusto. Aunquehay algo extraño en la estatua delmedio. Siempre me hepreguntado…

Se quedó callado.—¿El qué?Habría jurado ver una sombra

siniestra tras su mirada, peroThane volvió a adoptar suexpresión habitual en un abrir ycerrar de ojos.

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—Nada. Nada en absoluto —murmuró mirándome los labios.

Me pregunté si estaría pensandoen lo ocurrido la noche anterior. Alver que tenía el coche aparcadojunto al cementerio, decidí queactuaría como si nunca me hubierabesado. No era tan vanidosa comopara pensar que había venido averme, y no quería dar mayorimportancia a ese beso inocente.Pero, por mucho que lo intentara,no podía quitármelo de la cabeza.Al igual que el cementerio de

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Thorngate, ese beso simbolizabatodo lo que había perdido.

—¿Estás bien?Thane tenía la cabeza ladeada y

me observaba con atención, comosi yo fuera un gran misterio quequisiera descifrar.

—Sí —dije con voz rme ysegura—. ¿Por?

—Me ha parecido que tenías lamirada perdida. Y no memalinterpretes, pero pareces unpoco cansada esta mañana.

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—Ah, eso. He pasado una nochehorrible. De hecho, no he podidopegar ojo hasta que ha salido elsol.

—¿No puedes dormir en unacama extraña?

—Todo es extraño aquí —admití.Me moría de ganas por contárselotodo. Pero revelar mis encuentroscon espíritus siempre complicabalas cosas—. Alguien hizo unagujero en la tela metálica de lapuerta del porche y se llevó aAngus. Me lo encontré atado en el

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bosque, rodeado de trampasmetálicas gigantes. Creo que erantrampas para osos.

—¿Trampas para osos? —repitió, incrédulo. El alambre decuchillas asomó una vez más.Después, Thane se acuclilló junto aAngus.

—Si Tilly no hubiera venido arescatarnos, no sé qué habríapasado.

—¿Tilly Pattershaw?—Salió de la nada con un

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cuchillo enorme. Fue una escenabastante surrealista, la verdad.Cortó la cuerda de Angus y…

No sabía si explicar el resto de lahistoria o no.

—¿Y entonces qué?Me vinieron varias cosas a la

mente: las terribles ráfagas deviento, los continuos aullidos… y laadvertencia de Tilly de noentrometerme en asuntos que nocomprendía.

—Y entonces nada. Nos fuimos a

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casa.Le acarició las costillas a Angus.—¿Le hicieron daño?La pregunta tenía un trasfondo

agresivo que me inquietó. De formainconsciente, desvié la miradahacia el corte que tenía en la sien.Y de inmediato reparé en losnudillos hinchados y amoratados desu mano derecha. ¿Qué demonioshabía estado haciendo la nocheanterior?

—Creo que está bien. Al

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principio pensé que habían puestolas trampas para atraparme a mí.

Me miró sorprendido.—¿Y por qué pensaste eso?—Me parecía tan obvio que

habían utilizado a Angus comoanzuelo para llevarme hasta elbosque que fue lo primero que seme ocurrió. Creí que mi hallazgohabría puesto nervioso a más deuno.

—¿La tumba escondida?—Sí. Pero enseguida recapacité.

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Yo solo podía venir de unadirección, así que no era coherenteque hubieran colocado tantastrampas alrededor del claro.

—Lo más probable es queanduvieran tras los coyotes —propuso—. Este año las manadasestán causando demasiadosproblemas.

—¿Y qué hay de los lobos?Wayne Van Zandt reconoció quehabía visto a varios merodeandopor aquí.

—No es el único que lo dice.

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Pero nunca he visto un lobo enestos bosques —añadió. El destellode una violencia contenida metomó desprevenida—. ¿No viste nioíste nada?

—No, pero creo que alguienestuvo paseándose por el jardínantes de que sacara a pasear aAngus. Cuando le encontré en elbosque, el aliento le olía a algoquímico. Me parece que ledrogaron.

Thane se puso en pie.—¿Llamaste a la policía?

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—No.—¿Y por qué no?—Porque no me fío de Wayne

Van Zandt —admití.Le expliqué mi conversación con

el comisario Van Zandt y suofrecimiento desalmado paraocuparse de mi perro abandonado.

—Es el único, además de Luna ytú, que sabe algo sobre Angus.

Thane se quedó callado duranteunos segundos.

—Estás dando por hecho que

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nadie más te ha visto con el perro.Pero ayer lo trajiste contigo alcementerio, ¿verdad?

—No había nadie aquí. Ayer no.—Que el cementerio pareciera

vacío no signi ca que nadie teviera por aquí.

El primer día que puse un pie enel cementerio apareció un ancianojunto a la valla. Detestaba pensarque alguien me espiaba mientrastrabajaba. Aquel hombre se habíacomportado de un modo repulsivo,perturbador. El mero recuerdo me

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ponía la piel de gallina. Recorrí lasdistintas estatuas y, durante unmomento, sus rostros etéreos seretorcieron hasta adoptar unaspecto horrendo y siniestro. Unaspecto… demoniaco. Fueronimaginaciones mías, por supuesto.Sin embargo, distinguí losespantosos rasgos de ese tipo:mirada pálida, pómulosprominentes, nariz de halcón,sobrepuestos en las caras deaquellos ángeles.

Cerré los ojos para librarme de

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esa ilusión y miré a Thane. Seguíaobservándome y, en ese precisoinstante, agradecí que no separeciera ni un ápice a los Asher.

—Sigo sin ver la lógica de porqué utilizaron a Angus como cebo—proseguí—. ¿Por qué molestarsetanto en sedar al perro parallevárselo de mi casa?

—Para deshacerse de las pruebas—planteó Thane—. Has hechodemasiadas preguntas sobre laspeleas de perros. Alguien se habrápuesto muy nervioso.

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—¿Es eso lo que te ha ocurrido ati? ¿Hiciste demasiadas preguntas?

No musitó palabra.—Encontraste la perrera,

¿verdad? —murmuré.Pero Thane seguía callado. La

quietud del día intensi cabatodavía más su silencio. Esatranquilidad estimulaba todos missentidos, hasta ahora adormecidos.Como una mano amable tratandode despertar a alguien sumido enun profundo sueño. Todavíarecuerdo la sensación de paz y

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serenidad que me embriagó cuandola luz del sol me acarició lasmejillas y respiré el reconfortanteperfume de tierra, hiedra y musgo,ese aroma tan particular queemanaban los cementeriosantiguos. A lo lejos, cubiertas porel manto etéreo de la vasta pineda,se alzaban majestuosas lasmontañas.

Sin embargo, había algo quemancillaba ese paisaje idílico. Derepente, empecé a tener muchomiedo. No de Thane. Ni siquiera de

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aquel extraño desconocido quearrastraba un camión. Measustaban esas montañas. Habíaalgo en mi interior que habíarespondido a la llamada de esascimas seductoras. «¿Es que no loentiendes? No debes tener miedode lo que anda suelto por ahí fuera,sino de lo que hay aquí.»

Se levantó una suave brisa.Thane y yo intercambiamos unamirada, y de inmediato noté unligero temblor en todo mi cuerpo,como si fuera una premonición.

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Una señal.El destino.—Ten a Angus siempre cerca —

dijo—. Y aléjate del bosque despuésdel atardecer.

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Capítulo 18

E l miedo que me había paralizadoinstantes antes ya estabaempezando a desvanecerse.Cruzamos el pórtico hacia lasección pública del cementerio yme alegré de dar la espalda aaquellas colinas amenazadoras. Elsol me hacía arder la piel y lostordos del bosque gorjeaban desdelas copas de los árboles. No

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concebía un escenario másagradable, y, sin embargo…, nopude resistir la tentación de miraratrás, donde la cima de lasmontañas se confundía con elmismo cielo.

—¿Me llevarás a esa tumba? —preguntó Thane, que andaba a milado.

Por suerte, había invertido añosen disimular mis reacciones. De locontrario, habría dado un brincodel susto. A decir verdad, durantelos segundos que había admirado el

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misticismo de aquellos muroslejanos, me había olvidado de élpor completo.

Volví a mirar al frente.—No hay mucho que ver. Ayer,

en la cena, la describí con todo lujode detalles. Una tumba orientadaal revés, decorada con caracolas yguijarros y una lápida sininscripción.

—Sí, ya lo sé. Pero necesitoverla con mis propios ojos —protestó. Inspeccionó el bosque conel ceño arrugado—. Esa colina

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sigue perteneciendo a los Asher.Ahora que has encontrado esatumba, no puedo ignorar queexiste. Es mi responsabilidaddescubrir quién está ahí enterrado.

Su responsabilidad. No la deHugh. Ni la de su abuelo. Sino suresponsabilidad.

Durante la cena, Hugh habíatratado de quitar importancia a mihallazgo, escudándose en que habíadecenas de criptas remotas entreaquellas montañas. Por otro lado,la mayor preocupación de Pell

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había sido que nadie me alertarade la cima de laureles. Me habríagustado saber qué opinarían delrepentino interés de Thane.

—A menos que alguien nosfacilite un nombre, me temo queserá muy difícil —avisé—. Cuestauna barbaridad identi car lastumbas sin inscripción encementerios tan antiguos comoeste, aunque los distintos mapas dela zona y los recuerdos familiaressuelen ser de gran ayuda. Aquí, encambio, no tenemos por donde

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empezar a tirar del hilo. Sin unapista del año de nacimiento ymuerte, no tendremos más remedioque revisar los miles de registros.Crucemos los dedos para que elcerti cado de defunción estéarchivado ahí. Este proceso puededurar meses. O incluso años.

—El antiguo palacio de justiciatodavía tiene cajas repletas dearchivos almacenadas en el sótano.Supongo que podríamos echarlesun vistazo. Aunque apostaría a quelos registros más importantes se

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han digitalizado.—No los más antiguos, sobre

todo en condados rurales. Pero…—vacilé—. ¿Has dicho podríamos?

Haciendo gala de sucaballerosidad, me abrió la puerta.Pasé y, al mirarle por el rabillo delojo, le noté inquieto.

—Me gustaría que me ayudarascon esto. Eres toda una experta enhacer averiguaciones, y yo no.

—Lo mejor que puedes hacer espreguntar por ahí. En un pueblo

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tan pequeño como este, debe dehaber alguien que sepa quién estáenterrado ahí.

—A la gente de esta zona delcondado no le gusta responderpreguntas. Les da miedo meter lasnarices en asuntos ajenos.

¿Esa reticencia explicaría lasreacciones que suscitó la tumbaescondida en todos los invitados?¿Explicaría también la advertenciade Tilly de que no debíaentrometerme en asuntos que noentendía?

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Me aparté un mechón de peloque me tapaba la cara y lo pusedetrás de la oreja.

—Me encantaría ayudarte, perotengo que ponerme manos a laobra con la restauración. Miprioridad aquí es el cementerio. Yeso no me deja mucho tiempo librepara rastrear toda esadocumentación. —Fue una excusaridícula, porque en el fondo sabíaque acabaría ofreciéndole miayuda. No podía permitir que unalápida sin inscripción, por muy

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antigua y remota que fuera,permaneciera sin identi car. Quienestuviera enterrado ahí merecía unnombre. Merecía ser recordado.

—¿Me llevas al menos hastaallí? Puedo encontrarla solo, pero,si me acompañaras, me ahorraríamucho tiempo.

Opté por no recordarle quehacía tan solo unos minutos élmismo me había aconsejado queme mantuviera alejada del bosque.Además, faltaban varias horashasta el atardecer, y tenía la

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corazonada de que, con un Ashercerca, estaría a salvo.

—De acuerdo. Te acompañaré.—¿Nos llevamos a Angus? —

preguntó.—Desde luego. No pienso dejarlo

aquí solo.—Todavía estás asustada por lo

que ocurrió anoche, ¿verdad?—¿Y te extraña?—No, pero procura no

angustiarte demasiado. Meencargaré de pillar al que puso

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esas trampas.—¿Igual que de la perrera? ¿Qué

les hiciste, Thane?Bajó la mirada.—No todo lo que habría querido

—murmuró, y decidí que lo mejorsería zanjar ahí el tema.

Hicimos una breve parada en elcoche para que Angus tomara unpoco de agua fresca y luego nosinternamos en el bosque. Laalfombra de musgo enmudecíanuestras pisadas. En el corazón del

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bosque el aire parecía más fresco yagradable, y los pinos y cedros seolían por cada rincón. Caminamospor un camino sumido en unapenumbra perpetua. Rememoré lashistorias que solía relatar mi padreacerca de las montañas. ¿Por quéperder el tiempo preocupándomepor criaturas místicas comovampiros u hombres lobo cuandomultitud de fantasmas habitabanmi mundo? Pero ahora habíapenetrado en un mundo nuevo, contumbas ocultas, vientos extraños y

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árboles que susurraban.Y con Thane Asher.Parecía distraído. Andaba con la

cabeza agachada y los ojos pegadosal suelo. La temperatura bajaba amedida que nos adentrábamos enel corazón del bosque, así que medetuve para ponerme la chaqueta.Acto seguido, Thane se acercó aayudarme. Cuando me rozó la nucacon los dedos, sentí un ligerohormigueo. Quizá no supedisimular bien mi reacción, peroThane no dijo nada.

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—¿Puedo preguntarte algo?Él asintió sin levantar la mirada

del camino.—A riesgo de sonar insensible,

¿qué le pasó a Wayne Van Zandt?Encogió los hombros.—Solo puedo contarte los

rumores que corren acerca de suscicatrices. A la gente no le gustamucho hablar de eso.

—Por lo que veo hay variostemas tabú por aquí —farfullé.

Esbozó una débil sonrisa.

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—No se te escapa ni una. En n,ocurrió hace mucho tiempo, antesde que me mudara con mi abuelo,así que lo que voy a contarte no esinformación de primera ni desegunda mano. No interpretes lahistoria al pie de la letra. Lasmalas lenguas dicen que una nochesubió a las cataratas a encontrarsecon alguien. Con una chica, por lovisto. Al día siguiente, loencontraron inconsciente otandoen el lago. Le habían dado unabuena paliza. La pérdida de sangre

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y las constantes infeccionesestuvieron a punto de costarle lavida. Cuando por n recibió el altadel hospital, no recordaba nada.

—¿Ni siquiera el ataque?—Nada. Pero las heridas

apuntaban a que le había atacadoun oso.

—Me avisó de que tuvieracuidado con los animales salvajes.Pensé que solo quería asustarme,pero quizás hablara en serio.

Thane espantó un mosquito.

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—No pondría la mano en elfuego por Wayne Van Zandt. Dudomucho que sus motivos fueranhonestos. Siempre ha sido unresentido.

—Por un buen motivo, meatrevería a decir.

—Sí, pero no olvides que es elmismo tipo que se ofreció aocuparse de tu perro. Y estoyseguro de que habría disfrutadomuchísimo.

Miré de reojo a Angus, que nosseguía a paso lento y pesado. Al

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darse cuenta de que lo miraba,soltó un ladrido y enseguida nosalcanzó. Dio un suave empujón aThane y lo apartó del camino.

—¡Eh!Me reí y me agaché a acariciarle

la cabeza. Thane volvió a unirse anosotros.

—Por lo visto os habéis hechobuenos amigos —dijo.

—Sí. Es un compañeromaravilloso.

—¿Te lo llevarás a Charleston

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cuando acabes la restauración?Respondí sin pensármelo dos

veces.—Por supuesto.—Qué suerte que te haya

conocido, entonces. Me gustaríacreer que a Sansón lo encontróalguien como tú.

—Puede que sí.Pero ninguno sonamos del todo

convencidos. Angus no tardó enaburrirse de avanzar tan despacio,así que de golpe y porrazo echó a

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correr. Le llamé varias veces, pueslo último que quería era perderlode vista.

—Ahora que sé lo que le ocurrióa Wayne Van Zandt entiendo algoque me dijo Ivy el otro día.

Thane estaba a mi lado. De vezen cuando, nuestros hombros serozaban, y eso que caminaba por elborde del sendero.

—¿Y qué te dijo? —preguntócon suma cautela.

Esa precaución me divirtió.

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—Sabes que se le cae la babapor ti, ¿no?

Al ver que no respondía, le miréy añadí:

—Vamos, hombre. Le gustas ypunto.

—Ivy no es como las demáschicas —dijo—. Ha habidoalgunos… incidentes.

La sonrisa se me borró de golpe.—¿Como cuáles?—Acoso —murmuró con gesto

serio.

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—¿Acoso? ¿Te perseguía?—Sí, y asaltó mi coche. También

me robó artículos personales.—¿Y cómo sabes que fue ella?—Créeme, lo sé.—¿Y qué hiciste?—No podía hacer mucho. No

pude demostrarlo, así que opté porignorarla, en lugar de armar unescándalo. Imaginé que, con eltiempo, maduraría.

—¿Y ha madurado?—Eso pensaba. Hacía mucho que

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no la veía, hasta el otro día —señaló—. Bueno, ¿y qué te dijo?

«Que nunca escogerías a unaforastera», pensé para misadentros.

—Estábamos charlando sobre lacascada. Ella dijo que era un lugarangosto, un lugar que conecta elmundo de los vivos con el de losmuertos.

—Vórtices —apuntó—. ¿Cómolos describió Bryn?

—Portales al reino de los

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muertos —dije sin alterar la voz—.Según Ivy, la gente solía subirhasta las cataratas para vislumbrarel Paraíso, pero ahora tienenmiedo de acercarse. Sidra la cortó,pero sospecho que me iba a contaralgo sobre el ataque de Wayne.

Thane se encogió de hombros.—Quién sabe. Estas colinas

alimentan las leyendas y lasuperstición. Ni los más eruditos sesalvan. Ya oíste a Catrice y a Brynen la cena.

—Veneran esas montañas,

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¿verdad? Y juraría que Lunatambién. Me confesó que su madresiempre le decía que el día que nopudiera corretear por el bosque semarchitaría como una flor.

—Pues yo creo que sobreviviría—murmuró. No me constaba queThane supiera que Luna era laamante de su tío Hugh—. Dehecho… —añadió—, Wayne fue areunirse con Luna la noche quesufrió el ataque.

Eso sí que fue inesperado.—¿Luna Kemper?

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—Solo hay una Luna en elpueblo —dijo—. Por aquelentonces, Wayne y ella estabanmuy unidos. Algunos dicen queeran inseparables. Entonces mi tíoregresó de Europa y…, en n, ya lehas conocido.

—Wayne también es un hombreatractivo. Estoy convencida de queantes del accidente era todo unrompecorazones.

—Pero no es un Asher —espetó,como si eso lo explicara todo.

—Ahora entiendo la actitud de

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Wayne —murmuré—. Cuando leconté que Luna se había ocupadode todas las gestiones para larestauración, habló en un tono muydespectivo. Intuí que estabaresentido por algo. Pero has dichoque el accidente sucedió años antesde que te mudaras aquí. Me cuestacreer que, aún hoy, después detanto tiempo, siga guardándolerencor.

—Los rencores son comosupersticiones. Aunque no tengansentido, uno se aferra a ellos como

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a un clavo ardiendo.Seguimos des lando por el

camino en silencio. Agucé el oídopara distinguir los diferentessonidos silvestres. Unos diminutospies correteando bajo los yerbajos.El sonajero de hojas sonando entrelos árboles. Alcé la mirada,esperando encontrar cientos depájaros espiándonos, pero lasramas estaban vacías.

—¿Cuándo entró Maris enescena? —pregunté.

—Hace unos años. Vino al

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pueblo a visitar a un primo yalguien le presentó a Hugh.

—¿Seguía con Luna?—Su relación no era muy

estable. Rompían y sereconciliaban continuamente. Poraquella época, Maris poseía ciertoatractivo que Luna no podíaofrecerle. En otras palabras,juventud. Y una abultada cuentacorriente.

—Eso suena un poco…—¿Frívolo? ¿Mercenario? Ya te

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he dicho que los Asher somos unosinteresados —dijo—. Mi abuelo fueel que más insistió en que secasaran. Hugh había cumplido loscuarenta, y no tenía un heredero. YDios nuestro Señor prohíbe que laestirpe Asher desaparezca de la fazde la Tierra.

—Y, sin embargo, todavía nohan tenido hijos.

—Irónico, ¿no crees?—¿Y Edward?—No tuvo hijos con mi madre.

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No sé qué vida llevaba antes decasarse con ella, pero creo quemantuvo una relación con Bryn.Eso fue mucho antes de que nacieraSidra.

—Bryn y Edward… Luna yHugh. ¿Qué hay de Catrice?

—Es la más rara de todas —opinó—. Esta generación de Asherno ha tenido ningún hijo, así quepuedes hacerte una idea de loimpaciente que está el abuelo.

—Sangre y tierra —musité.

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—Vaya —exclamó—. Así que hacompartido su filosofía contigo.

—Sí, y me parece muy arcaica.Muy del siglo XVII.

—Es arcaica —acordó Thane—.Siempre he creído que guardacierto parecido con el mito del ReyPescador. La visión de mi abueloacerca de la familia, y de sí mismo,se basa en la ostentación. Solo eneso. Para él, la tierra y la familiason dos conceptos entrelazados queno se entienden el uno sin el otro.

—Restaurar la estirpe, restaurar

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el reino.—Algo así.—¿Y quién es el Santo Grial de

esta historia?—Bueno —dijo Thane en voz

baja—, te llaman la restauradora.De pronto, tropecé con una raíz.

Me habría caído de bruces si nohubiera sido porque Thaneenseguida me sujetó.

—Restauro cementerios antiguosa lo bruto —balbuceé, y extendíambas palmas—. ¿Lo ves? Tengo

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las manos llenas de callos. No haynada místico ni mítico en lo quehago.

Le centelleaban los ojos.—Estaba bromeando.—Ah.Traté de tomarme el comentario

a broma, pero algo me lo impedía.Al igual que en el claro del bosque,sentí que ese era mi destino. Nolograba librarme de la idea de queestaba allí por un motivo.

«Te llaman la restauradora.»

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—De cualquier forma —prosiguió Thane—, supongo que elabuelo todavía alberga laesperanza de tener un heredero,pero dudo que ese matrimonio duremucho más tiempo.

Un divorcio probablementealegraría a Luna.

Pensé en aquel escarceoamoroso, en los susurros al oído yen los gemidos salvajes de placer…

Tomé aliento. Ese día, al salir dela biblioteca, me costó unabarbaridad deshacerme de esos

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alaridos. En cambio, ahora elrecuerdo me excitaba, lo cual erainquietante.

A medida que nosaproximábamos a la cumbre,percibí algo extraño en el aire, unavibración que palpitaba por misvenas y me provocaba un ligerocosquilleo en todas lasterminaciones nerviosas. La brisame alborotó el cabello y me azotóla cara como la caricia de unamante. Cerré los ojos y meestremecí. Poco a poco, desvié la

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mirada hacia el hombre que teníaal lado. Y, por un momento, surostro se transformó…

Thane me miró con el ceñofruncido.

—¿Estás bien?—¿No percibes algo en el aire?

—pregunté, ajustándome lachaqueta.

Arrugó todavía más la frente.—Se avecina lluvia. Antes me he

jado en unos nubarrones queparecían anunciar tormenta.

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Eso explicaría la vibración, ¿no?¿Esa conmoción eléctrica que mehabía vapuleado al ver el rostro deDevlin ante mis ojos?

Thane seguía mirándome conatención.

—¿Estás segura de que estásbien? Quizá venir aquí no hayasido muy buena idea. ¿Por qué nome esperas aquí? Estoy convencidode que podré encontrar la tumbasolo.

—No, estoy bien. Me acaba deocurrir algo muy extraño.

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—¿El qué?¿Cómo podía contarle lo que

acababa de pasarme si ni siquierayo lo entendía? Puede que la charlade linajes y fertilidad me hubieraafectado un poco, pero aquellavibración había removido algo enmis entrañas. La sensación habíasido muy similar a una excitaciónsexual.

—Fue… —Hice una pausa yvolví a empezar—. Al mirarte, porun segundo…, me pareció ver aotra persona…

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Me observaba con in nitacuriosidad.

—¿A quién?Miré hacia otro lado,

avergonzada.—A nadie. No importa.—Falta de sueño —declaró—. El

cansancio puede jugarte malaspasadas.

Respiré hondo en un intento decalmarme.

—Supongo que tienes razón.Estaba soñando despierta. Bueno,

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ya me encuentro mejor.Ladeó la cabeza.—Escucha.—¿Qué es?—Desde aquí se oyen las

cascadas.Nos quedamos en silencio,

escuchando la cumbre que sealzaba ante nuestros ojos. Ademásdel lejano torrente de agua, percibíotro sonido. Un runrún que sebalanceaba como una ola entre losárboles.

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«Amelia… Amelia…»

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Capítulo 19

Alcanzamos la cumbre de lacolina y empezamos a descenderpor la ladera escabrosa queconducía a la cima de laureles, conel sol a nuestra espalda. Noestábamos muy lejos de Thorngateni de la carretera, pero me daba laimpresión de que estaba en mitadde la nada. Había un lagartotomando el sol sobre una roca y,

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por encima de nuestras cabezas, uncuervo solitario que se dejaballevar por una corriente de aire. Noadvertí ningún otro animal que seescurriera al vernos bajar poraquella pendiente.

Sentía ciertas molestias en eltobillo, pero el dolor erasoportable. Sin embargo, la rigidezde la articulación me incomodaba yme obligaba a jarme en dóndeponía el pie a cada paso, así queagradecí que Thane me ofreciera sumano para cruzar las zonas más

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traicioneras. La vibración se habíaesfumado, de modo que habíarecuperado el equilibrio. Ahoraveía a Thane como un tipoatractivo y agradable cuyacompañía empezaba a gustarme. Ynada más.

En cuanto llegamos a la cima medi cuenta de que había acertado altraer a Angus con nosotros. Sicerraba los ojos, podía ubicar conprecisión el punto exacto por elque había entrado al matorral.Pero ahora que estábamos allí, las

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suras de aquella pared de malezame parecían idénticas. Por suerte,Angus nos guio por aquel laberintode malas hierbas. De lo contrario,me habría vuelto a perder. Mipadre tenía razón. La monotoníadel paisaje engañaba nuestrossentidos. No reconocí ningún puntode referencia hasta que empezamosa trepar por la cornisa queprotegía la tumba.

Angus nos había adelantadodando saltos. Ahora estaba sentadofrente al pequeño montículo. Nos

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esperaba meneando la cola.—¿Es aquí? —preguntó Thane.—Sí. La cripta está justo aquí,

debajo de la cornisa. ¿Ves lasdedaleras? No crecen silvestres enesta parte del país. Alguien lasplantó a propósito, aunque si unopasara por aquí, nunca se daríacuenta.

Thane miró a su alrededor.—Menudo sitio para enterrar un

cadáver. Debió de ser una torturatraerlo hasta aquí. A no ser que…

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No quiso continuar la frase, perosabía por dónde iba.

—¿A no ser que el cuerposiguiera con vida? Lo sé. Yotambién lo he pensado. Pero elmontículo de tierra está hecho apropósito y hay una lápida.Cualquiera que tratara de encubrirun crimen jamás habría preparadotodo esto. Además, no creo que lacripta esté oculta, sino protegida.

Mientras charlábamos, Angus sehabía levantado y estaba junto a latumba pateando unas hojas.

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Después, con un quejido muyparticular, se acercó a olisquearmela mano. Al cabo de un segundo,volvió a la tumba y repitió elritual.

—¿Qué está haciendo? —quisosaber Thane.

—No tengo la menor idea, perohay algo en este lugar que le llamala atención. Él fue quien me trajohasta aquí. No paró de ladrar hastaconseguir que le siguiera por elbosque. Entonces, cuando por fin dicon él, lo encontré aquí sentado,

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con la mirada pegada a la tumba.—Debe de oler algo —propuso

Thane.—No creo. La tumba es

demasiado antigua.—Los perros tienen un olfato

muy desarrollado. Es muy probableque haya rastreado un olor queningún ser humano es capaz dedetectar. Tal vez esté siguiendo elrastro de un olor que lleva añosaquí.

De repente pensé en la

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conversación que escuché ahurtadillas junto a la ventana. ¿Eraposible que mi madre y mi tía seestuvieran re riendo a esta tumba?¿Angus había reconocido el aromade mi madre aquí y lo habíarelacionado conmigo?

Me parecía una ideadisparatada. Habían pasadomuchos años desde aquellaconversación. Aunque fuera lamisma tumba, la esencia de mimadre habría desaparecido hacíatiempo. Y, si ya me costaba verla

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en Asher Falls, me resultabaimposible imaginármela escalandola ladera escarpada de una colina.

Sin embargo, el comportamientod e Angus me intrigaba. Era obvioque sabía algo de aquel lugar queyo desconocía.

Alguien había dejado unramillete de ores silvestres cercade la lápida. De inmediato mearrodillé para inspeccionarlas.

—Esto no estaba aquí ayer.—No se han marchitado —dijo

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Thane—. Alguien ha venido aquí aprimera hora de la mañana.

—Os lo dije en la cena: alguiense ha estado ocupando de estatumba durante años. ¿Ves que lasmalas hierbas están arrancadas?Según las creencias populares delos cementerios del sur, es unaseñal de respeto. Es una tradiciónarcaica que apenas se utiliza enesta zona, pero hubo un tiempo enque la gente invertía in nidad dehoras en arrancar cada brizna dehierba de los sepulcros. Es una

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tarea que exige mucha paciencia ydedicación.

—¿Y las caracolas? —preguntó—. El océano está a cientos dekilómetros de aquí.

—Es otra costumbre; a vecessimboliza un fallecimiento en elagua. No es raro encontrar tumbasrecubiertas de conchas, sobre todoaquí, en el sur.

—¿Y las rosas de la lápida?Dijiste que una rosa abierta y uncapullo representan un entierrodoble.

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—Es una de las posiblesinterpretaciones. Esa imagen solíautilizarse cuando una madrefallecía durante el parto y laenterraban con el recién nacido.Pero el arte mortuorio es muysubjetivo. El mismo emblemapuede tener distintos signi cadosdependiendo de la zona, y delperiodo de la historia —expliqué.Estudié la tumba para descifrarmás mensajes—. Hay varias pistasaquí, aunque me temo que todasapuntan a lo mismo. Quien sea que

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visite esta tumba, valora mucho latradición porque la trata con amory respeto.

Apoyé la mano sobre la lápida yvolví a sentir ese relámpago, esaabrumadora sensación de sofoco.Empecé a marearme y notaba unmolesto zumbido en los oídos. Si deveras mi madre se había topadocon ese lugar, ahora comprendíapor qué la había trastornado tanto.Estaba cargado de una emociónoscura indescriptible.

Thane me miró con

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preocupación.—¿Estás bien?—Solo necesito un poco de aire.Me puse en pie y me aparté de

la cripta. Eché un vistazo a losalrededores. La quietud erain nita. La luz que se colaba por laesquelética silueta de los laureles yazaleas era demasiado brillante.Apenas me había alejado unospasos de la tumba, pero el sol mecegaba y la sombra de la cornisaera tan penetrante que, de repente,Thane se esfumó. Pensé que me

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había quedado sola, que me habíaabandonado en mitad de aquelladesolación.

Un terrible peso me oprimía elpecho, dejándome casi sinrespiración. El peso de la soledadme abrumaba.

Y, de repente, visualicé unaimagen. Un fantasma con unvestido negro que se bamboleabasobre el muelle y recorría con lamirada el caminito de piedras…deseando que yo la viera…

La luz del sol quedó eclipsada

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por una sombra, así que abrí losojos. Habría jurado ver una siluetacerniéndose sobre la cornisa,fulminándome con la mirada.Pestañeé y se evaporó. Sedesvaneció como el fantasma deFreya.

El fantasma de Freya.Un terror incesante me

atormentaba. Era el miedo de queel fantasma de Freya Pattershawme estuviera acechando. ¿Era solocuestión de tiempo que mi energíaempezara a menguar? ¿Que

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palideciera y me convirtiera en unachica demacrada y ojerosa? ¿Queme volviera como Devlin?

Me temblaban las rodillas. Noera un buen síntoma. Encontré unaroca todavía caliente sobre la quepoderme tumbar y recuperar lasfuerzas.

Thane emergió de entre lassombras, pero ya me sentía muchomejor.

—¿Crees que podría ser latumba de Freya?

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Me miró perplejo.—¿De Freya Pattershaw? ¿Por

qué?Me guardé las manos en los

bolsillos.—Tú mismo me has dicho que a

nadie le gusta hablar de su muerte.Quizá la enterraron aquí paraolvidarla.

—A Freya la enterraron enThorngate —afirmó Thane.

—¿En cuál?—En el nuevo. Falleció poco

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después de la inundación.Recosté la espalda sobre la

piedra y cerré los ojos.—¿Estás cien por cien seguro?—Cien por cien, no. Pero

cuando era niño solía ver a Tilly enel cementerio. Asumí que iba avisitar la tumba de su hija —contó.Se rascó la espalda—. ¿Me estoyperdiendo algo? ¿Qué más dadónde enterraron a FreyaPattershaw?

—Quieres saber quién está aquí

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enterrado, ¿verdad? A menos quealguien nos facilite informaciónmás concreta, tendremos que seguirun proceso de eliminación.

Arrugó la nariz.—No me estabas tomando el

pelo cuando me dijiste quetardaríamos mucho tiempo enidentificar la tumba.

—No. Pero iríamos mucho másdeprisa si descubriéramos quién hadejado esas flores.

—Preguntaré por ahí —dijo—.

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Hasta entonces, estamos al lado dela cascada. Si todavía te apeteceverla, te acompaño hasta allí.

Aunque la tarde era cálida yagradable, me puse a temblar. ¿Ysi las cascadas eran un portal alreino de los muertos?

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Capítulo 20

Cuando llegamos a la cascada,tuve que desabrocharme lachaqueta. La travesía había sidolarga y pesada. Primeroascendimos la cumbre de laureles,después la rodeamos hasta llegar ala pradera de una montañarecubierta de orecillas amarillasy, por último, seguimos el curso deun riachuelo de pedruscos.

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Trepamos por una colina depiedras traicioneras, pasamos juntoa un peñasco de arenisca y, por fin,llegamos a la arcada natural queanunciaba una gruta de helechoscustodiada por arces azucareros enambos lados.

La cascada estaba justo delantede nosotros. En la parte superior seapreciaban distintos saltos de aguaque se unían en una preciosacatarata de unos diez metros dealtura. El torrente de agua sezambullía en una profunda piscina

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que había en la base delacantilado. A nuestro alrededor sealzaban unos gigantescos murosescarpados repletos de agujeritos.

La belleza de aquel lugar eraarrebatadora, pero en cuanto crucéla entrada arqueada empecé asentir un ligero cosquilleo en lanuca. Angus me pisaba los talones.Estaba con nada en aquel túnel, yno me gustaba la sensación declaustrofobia que me producía. Meimaginé a Wayne Van Zandtrecorriendo la gruta. Una vez

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dentro, habría quedado atrapadopor la criatura que le había seguidohasta allí.

A pocos metros de la pequeñalaguna se abría la boca de unacueva. Por encima de la entrada, sehabían tallado tres símboloscirculares sobre la roca. Se levantóuna suave brisa a nuestra espalday, en cuanto estudié aquellasmarcas, los árboles empezaron amurmurar.

—Ivy me habló de esos símbolos,pero no pensé que serían tan

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grandes.—¿Quieres verlos más de cerca?Escudriñé el escarpado peñasco.—Estás de broma, ¿no?Thane dibujó una sonrisa de

oreja a oreja.—No es tan peligroso como

parece. De hecho, es fácil escalarpor ahí.

—Confiaré en tu palabra.—¿Estás segura? Desde aquí no

se pueden ver, pero hay unosdibujos más pequeños junto a ese

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saliente —dijo señalando unaestrecha cornisa que había a unostres metros de la cima del peñasco.

—¿Parecidos a estos?—Creo que sí.Inspeccioné los símbolos con los

ojos entornados.—Ivy también me dijo que nadie

sabe qué son ni quién los talló.Thane se encogió de hombros.—Todo lo que sé es que llevan

aquí mucho tiempo. De hecho, lapiedra ha empezado a erosionarse.

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También hay marcas de cincel.—Sé lo que son —murmuré.Se dio media vuelta,

sorprendido.—¿Los has visto antes?—Sí, en lápidas muy antiguas.

Son símbolos de male cios. Yapostaría a que no soy la única depor aquí que lo sabe.

—¿Símbolos de male cio? ¿Quésignificado tienen?

—Al contrario de lo que puedaparecer, no son ominosos. En

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general, se utilizan para espantarla mala suerte o espíritus malignos.Una especie de mal de ojo. Estetipo de símbolos abunda encementerios de antiguascomunidades germánicas, sobretodo en Pensilvania. También loshe visto cincelados en lápidas deTexas y de Carolina del Norte. Sinembargo, no son muy habituales enesta zona del país. ¿Por qué aquí?¿Por qué sobre esa cueva?

Pero Thane no compartía mifascinación. Estaba embobado

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observando un cuervo de cola rojaque había aterrizado sobre elsaliente del peñasco.

—Ojalá hubiera traído la cámara—proseguí. Avancé varios pasospara poder ver aquellas marcasmás de cerca—. Me preguntocuánto tiempo llevan aquí. Debehaber información sobre estossímbolos en la biblioteca. Estoyconvencida de que alguien escribiósobre ellos.

—No estaría tan seguro —dijoThane siguiendo el rastro del

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cuervo, que ya había alzado elvuelo. Caminó hasta la orilla delestanque, se arrodilló y sumergiólos dedos en el agua—. Fría comoun témpano. Siempre está helada,da igual la época del año que sea.Invita a un baño vigorizante.

Eso captó mi atención.—¿Te has bañado en este

estanque?—De niño. Se suponía que no

podía venir aquí solo, así que meescapaba siempre que podía.

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Aquel corte en la sien leconcedía un aspecto vulnerable yde tipo duro al mismo tiempo. Unadicotomía muy interesante.

—Eres más valiente que yo —dije.

—Tú eres la que trabaja sola encementerios.

—Los cementerios no sonlugares siniestros. Al menos, lamayoría.

—¿Cómo clasi caríasThorngate?

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—Todavía no hay veredicto —contesté con tono alegre.

Eché otro vistazo a los símbolos.Rebusqué en mi memoria en unintento de recordar lo que habíaleído sobre ellos.

—¿Qué pasa? —preguntó.—Trato de recordar lo que sé

sobre símbolos de male cio. Casinunca aparecen solos, sino engrupos de al menos tres —respondí—. Fíjate en el que está más cercade la cascada. Ese es el más común.Es la rueda del sol. El del medio es

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una estrella de brújula. Losextremos son redondos, comopétalos de flor.

Thane se levantó y vino a milado.

—Siempre he creído que el tercersímbolo era un pentagrama.

—Es un Drudenfuss. Un pie debruja. Una estrella de cinco puntas.Según el folclore alemán, tiene elpoder de acabar con los demonios.—Había algo en aquel símbolo queme inquietaba, y por n lo supe—.¿No ves algo extraño?

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—A mí todos estos símbolos meparecen extraños —puntualizóThane.

—No, este tiene una anomalía.Fíjate en que uno de los extremosinferiores de la estrella estáabierto. La punta está sin lo, ¿loves?

Ladeó la cabeza.—¿No puede ser cosa de la

erosión o por la forma de la roca?—No, juraría que está hecho a

propósito.

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—¿Por qué razón?—Hay quien cree que la punta

abierta de una estrella facilita laentrada de un demonio a nuestromundo. Para que este pueda salir,se debe abrir otra punta o, de locontrario, se destruirá toda laestrella.

—Así que si solo hay una puntaabierta…

—El demonio sigue aquí.Nos fustigó otra ráfaga de viento

huracanado. Los árboles se

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agitaron y una nube de hojas secasvoló hasta la super cie delestanque.

—Pero tan solo es una leyenda—apuntó Thane—. Sabiduríapopular de las montañas.

—Lo sé. Pero he estado enmuchos cementerios, y jamás hevisto un pentáculo con una puntaabierta. Me resulta un pocoinquietante encontrar uno justoaquí.

—¿Por qué? ¿Porque se suponeque este lugar es una especie de

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portal o vórtice?—En parte, sí —reconocí, y me

abracé la cintura—. Y porque es unsitio muy cerrado. Claustrofóbico,diría yo. No puedo dejar de pensaren lo que le ocurrió a Wayne VanZandt aquí. No habría tenido ni lamás remota posibilidad de escapar.Tan solo hay una forma de entrar yde salir de aquí.

—A menos que escales —apuntóThane, mirando hacia arriba.

Pensé en las cicatrices quehabían marcado la cara de Wayne

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para siempre. Cinco garras lehabían rasgado la mejilla,robándole todo su atractivo y casiarrebatándole la vida. No sabía siera la visión de aquel ataquesalvaje o la insinuación de Ivy,pero empezaba a notar la mismaligereza que se había apoderado demí en la cima de laureles. Aquelextraño tamborileo latiendo encada una de mis terminacionesnerviosas.

Me giré hacia Thane.—¿Lo notas?

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—¿El qué?—Una vibración. Antes, al

adentrarnos en aquel matorral,también la noté.

Thane se quedó callado unossegundos.

—No noto nada, solo lahumedad de la cascada.

—¿No hay un transformador ouna central eléctrica por aquícerca? —pregunté, algo ansiosa.

—Qué va —contestó—.¿Todavía lo notas?

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—Sí. Y, si escucho con atención,también puedo oírlo. Es como…

—¿Qué?Thane me observaba

detenidamente. No hizo ademán detocarme, pero de repente toméconciencia de su presencia; sentíael calor que emanaba de su cuerpocomo si estuviera abrazándome aél.

Le cogí la mano y la puse sobremi pecho.

—¿Lo notas?

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De pronto, se le oscurecieron losojos.

—Solo el latido de tu corazón.—No, está ahí. Está dentro de

mí… —balbuceé—. Es como si estelugar formara parte de mí…

Había empezado a temblar. Derepente, se me nubló la visión.Entre tinieblas observé la imagende dos cuerpos desnudos,enredados y a punto de alcanzar elclímax en ese mismo claro. Lavibración pulsaba a su alrededor,invocando a los muertos,

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atrayendo a las criaturas quehabitaban la cueva, que seescondían en los agujeros delpeñasco, que nadaban en lasprofundidades del estanque paraatestiguar su unión. Estaban portodas partes, contemplándolos conlascivia.

Me acerqué a él contoneándome.Algo en mi mirada debió dealarmarle. Me sujetó por los brazosy un instante después soltó unablasfemia y me abrazó por lacintura.

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No sé cómo, pero un segundomás tarde nos estábamos besando.Quería apartarle de mí… Todoestaba pasando demasiado rápido.No era real. Era aquel lugar,aquella extraña visión, aquellainexplicable vibración.

A pesar de mis repetidosintentos de alejarme de Thane,acabé fundiéndome con él. Sehabía despertado un instinto en miinterior. Algo me había arrastradohasta ese paraje, lo mismo que memantenía anclada allí, lo mismo

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que me había empujado a losbrazos de Thane Asher.

Deslizó la lengua en mi boca. Eltamborileo se hizo cada vez másintenso, hasta que mi cuerpoempezó a latir de deseo. Nuncahabía sentido nada parecido a eso.Era como una palpitación, como laconvulsión de la sangre corriendopor mis venas, pero provenía delas montañas, de la cueva, de lamisma tierra donde estábamosbesándonos. Y también de miinterior.

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Aquella visión me perseguía.Ahora, la mujer se había colocadosobre el hombre, con la cabezaechada atrás, a merced del placermás carnal. Ahogaban sus gemidosen aquel oscuro claro del bosque.Por un segundo habría jurado queeran Devlin y su difunta esposa,Mariama. La mujer se giró con unasonrisa seductora, y entonces caíen la cuenta de que era… yo.

Inmerso en su propio sueñoorgiástico, Thane me apretó contrasu cuerpo mientras me manoseaba

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la espalda y me tiraba del cabellopara forzarme a ladear la cabeza.Enterró su rostro en mi cuello y mebesó la yugular, como si ansiaradevorar mi esencia. Y no pudehacer nada, nada para detenerle.Porque, en realidad, no quería queparara.

Pero algo se interpuso entrenosotros, un sonido, un murmullo,un susurro de miedo. Se apartóenseguida. Parecía afectado. Elsilencio que siguió se me hizoeterno. Nos quedamos allí de pie,

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jadeando y tratando de controlaraquellas emociones salvajes. Hastaque él apartó la mirada y rompió elhechizo.

—Maldita sea. ¿Qué acaba depasar?

El temblor empezó a remitir. Lemiré confundida.

—No lo sé.—¿Estás bien?—Sí —dije, pero no me atrevía a

mirarle a los ojos—. Eso ha sido…inesperado.

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—Lo sé, lo siento.—No ha sido culpa tuya —

musité, y miré a nuestro alrededor—. Es este lugar. Te hace pensarcosas raras.

Se arregló el pelo.—Nunca me había pasado algo

parecido. Pero…—¿Qué?Thane sacudió la cabeza.—Nada —respondió, pero no me

convenció—. ¿Seguro que estásbien?

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—Sí —aseguré—. ¿Dónde estáAngus?

Miramos a nuestro alrededor.—No puede haber ido muy lejos.

Estaba aquí hace un momento.Empecé a gritar su nombre, pero

Thane enseguida me cogió por elbrazo.

—Chis, escucha —dijo en vozbaja.

El lejano eco de un ladridorompía el idílico silencio.

—Oh, no. Thane, se ha metido

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en la cueva.Seguíamos de pie, el uno frente

al otro. De forma inconsciente, mimano había trepado hasta supecho. Cuando me di cuenta, laaparté.

—Entraré a buscarlo —seofreció.

—Te acompaño.—No, quédate aquí. Conozco esa

cueva. Cuando era niño laexploraba cada vez que venía. Tansolo tiene unos cuatrocientos

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metros de profundidad, así que nopuede andar lejos.

—Pero ni siquiera tienes unalinterna.

—Tengo la linterna de bolsillocolgada de las llaves… y elteléfono móvil. No te preocupes. Loencontraré.

Aquella abertura en el peñascome ponía nerviosa.

—¿Y si se esconde algún animalahí dentro?

—Razón de más para ir solo. —

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Estuve a punto de protestar, peroThane se adelantó—: No quieroparecer demasiado protector. Comohe dicho, conozco la cueva. Si estoysolo puedo moverme más rápido,sobre todo si necesito salir pitando.

Era absurdo discutir eserazonamiento tan lógico. Le viescurrirse por el agujero oscuro. Mequedé esperando junto a la cueva.Quería volver a escuchar el ladridod e Angus. Oí a Thane llamarlovarias veces, pero el perrorespondía. Los dos estarían bien.

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Thane había aprendido a cuidar desí mismo, y los instintos de Angus lemantendrían a salvo. Así que erauna tontería que me preocuparatanto por ellos.

Tampoco quería obsesionarmecon el beso. No comprendía lo quehabía sucedido entre nosotros. Nome reconocía. Me había dejadollevar por el deseo, lo que no eranada propio de mí. Era una chicaprecavida, reservada. O al menos…hasta que conocí a Devlin.

Me alejé de la entrada y me

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agaché junto a la orilla delestanque. Después metí los dedosen el agua y comprobé que Thanetenía razón. Estaba más fría que untémpano de hielo, y las gotas querociaba la cascada se asemejaban auna lluvia de pleno invierno.Mientras contemplaba lasprofundidades oscuras, una hoja sedeslizó sobre el agua. Una espiraldistorsionó mi re ejo. El aguaarrastró la hoja, pero las pequeñasondas no desaparecieron, como siuna erupción subacuática las

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estuviera provocando. Una vezmás, percibí un temblor parecido ala vibración fantasmal de undiapasón.

Estaba observando con atenciónel diminuto bucle de ondas cuando,de repente, apareció un re ejo porencima de mi cabeza. Al principiocreí que era el fantasma de Freya,pero enseguida recapacité. Habíaalguien sobre la cima de aquelpeñasco, contemplando elestanque. Sin embargo, cuandolevanté los ojos, la espiral se

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intensi có y la imagen temblóhasta disiparse por completo.

Pero alguien había estado allí.No me lo había imaginado, delmismo modo que no me habíainventado la silueta que advertí enla cima de laureles. Alguien nosestaba siguiendo. Aunque el re ejono había durado más que unamilésima de segundo, habríaapostado a que se trataba de Ivy.

En la cueva retumbaron variossonidos. Un ladrido seguido de lavoz de Thane. Gracias a Dios,

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estaban sanos y salvos. Cuando losdos salieron victoriosos de lacueva, yo seguía escudriñando lacima del pedrusco. Angus debió dedistinguir el olor de aquella chica,porque empezó a ladrar como unhistérico.

Thane arrugó la nariz.—Pero ¿qué diablos le pasa a

este perro? Hace un segundoestaba la mar de tranquilo.

—Alguien ha estado ahí —dije,señalando el pedrusco.

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—¿Justo ahora?—Sí. Vi el re ejo sobre el

estanque, pero cuando me giré, ellaya no estaba.

—¿Ella?—Era una chica.Encogió los hombros.—Bueno, seguramente un grupo

de chicos habrá acampado poraquí. He visto los restos de unahoguera dentro de la cueva. Quizápor eso desapareció tan rápido.Estas tierras pertenecen a los

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Asher. A lo mejor tenía miedo deque la pillaran husmeando en unapropiedad privada.

—¿Hay otra forma de llegar ahíarriba, aparte de escalando elpedrusco?

—Sí, hay un caminito un pocomás allá.

—¿Es posible que, viniendo de lacima de laureles, haya tenidotiempo de llegar ahí por esecamino?

Arqueó una ceja y respondió:

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—Si conocen la propiedad, sí.Quería mencionar el nombre de

Ivy, pero pensé que quizá lahistoria que Thane me habíacomentado antes estaba afectandomi buen juicio. Aquel peñón teníaal menos quince metros de altura,así que era casi imposibleidenti car a alguien a partir de unre ejo trémulo. Aquella explicaciónya no me parecía tan probable.Cabía la posibilidad de que lasilueta que me había parecido verjunto a la cripta no fuera más que

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una sombra.Sin embargo, no me había

imaginado las trampas de la últimanoche. Alguien había querido queme adentrara en el corazón delbosque.

—¿Quieres que suba hasta allí yeche un vistazo? —se ofrecióThane.

—No hace falta. Seguramente,tal y como dices, era unexcursionista.

—Pero pareces preocupada.

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¿Estás segura de que estás bien?—Sí, estoy bien. Pero creo que

tendríamos que irnos de aquí.—Sí, vámonos.Me detuve en la entrada del

pasaje abovedado y miré atrás porúltima vez. Escudriñé el claro,recorrí los símbolos y alcancé lacima del peñasco. No estaba deltodo segura, pero me parecióadvertir una sombra moviéndosecon sigilo por la orilla,siguiéndonos de cerca.

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Capítulo 21

Cuando emprendimos el caminode regreso, ya era mediodía. El solbrillaba con toda su fuerza, perosobre las cumbres de las montañasse cernían unas nubes grisáceas quehabían empezado a tronar. Latormenta estaba lejos, y ni siquierapresentía que se acercara de formaamenazadora. Sin embargo, notabaese cosquilleo eléctrico en la

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espalda y en la yema de los dedos.La brisa dejó de soplar de repentey, acto seguido, el aire que nosrodeaba se cargó de malospresagios.

El camino que serpenteaba lamontaña era estrecho, así quetuvimos que avanzar en la india.Thane tomó la delantera y Angus laretaguardia. No estaba de humorpara charlar. Seguía preocupadapor lo que había pasado entrenosotros. Y no conseguíadeshacerme de la idea de que

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alguien, quizás Ivy, nos habíaestado siguiendo. De formainconsciente, me giré en un intentode localizarla entre los matorrales.

Thane andaba varios metros pordelante, pero me esperó a que lealcanzara antes de adentrarse en elboscaje. El sendero era mucho másamplio, así que pudimos avanzarjuntos, rozándonos los hombros.Aunque evitaba cualquier tipo decontacto físico, agradecí sucercanía. Apartó una rama de pinoque pendía sobre el camino para

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facilitarme el paso.—Necesito contarte algo —dijo.—¿Sí? —contesté mirándole a

los ojos.Parecía perdido, como si no

supiera por dónde empezar.—Ayer te dije que había

consultado tu página web paraaveriguar algo más de ti, pero noes del todo cierto. Sí que entré entu blog, pero ya sabía de ti. Dehecho, ya sabía de ti el día en quete conocí, en el ferri.

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Me estaba poniendo nerviosa,así que endurecí el tono.

—¿Cómo?—Recordé haber visto tu

fotografía en los periódicos laprimavera pasada, cuando lo quepasó en el cementerio de OakGrove salió a la luz.

—¿Por qué no me dijiste nada?—No estaba del todo seguro. Por

eso te busqué en Internet. Revisévarios artículos hasta dar con lafotografía. Estabas fuera del

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cementerio, con un hombre. Unpolicía. Él te rodeaba con el brazo.Ninguno mirabais a cámara, y medio la sensación de que el fotógrafohabía capturado un momentoíntimo. —Hizo una pausa antes decontinuar—. No es asunto mío, yalo sé, así que eres libre demandarme al In erno. Pero… yasabes qué te estoy preguntando,¿verdad? ¿Y por qué? —preguntócon cierta tensión en la voz—. Noestás así solo por lo que ha pasadoen la cascada.

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El corazón me dio un vuelco.—Ya lo sé.—¿Y bien?Cogí aire.—Se llama John Devlin. Era el

detective que se encargaba de esecaso. Colaboré con él durante untiempo.

—¿Y algo más?—Sí.—¿Mucho más?—No importa. Ya no estamos

juntos.

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—¿Por qué?No podía contarle que a Devlin

le acechaban los fantasmas de suhija y de su esposa. Aunque mecreyera, era una información queno estaba dispuesta a compartir. Nisiquiera Devlin sabía que seguíanancladas a él, de modo queconfesárselo a Thane me parecíauna traición en toda regla.

—Es complicado —dije, yreanudé la marcha. Cuando mealcanzó, añadí—: Perdió a suesposa y a su hija. No estaba

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preparado para pasar página.—¿Y tú? ¿Estás preparada para

pasar página?Cerré los ojos.—No lo sé. Todavía no lo he

superado, si es lo que quieres saber.No sé si algún día lo superaré.

—¿Por eso viniste aquí? ¿Paracurar las heridas?

—Vine aquí porque meofrecieron un trabajo —le contesté.

Thane me hablaba con cautela.—Si te sirve de algo, sé lo que es

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perder al amor de tu vida. Conozcoese vacío, esa horrible sensación deimpotencia.

—Tu abuelo me habló de Harper—murmuré.

Arrugó la expresión.—¿Y qué te dijo?—Que era la chica con la que

querías casarte. Me contó quemurió en un accidente de trá co, yque tú te sentiste culpable pordejar que cogiera el coche con latormenta que estaba cayendo.

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De pronto, se puso furioso.—¿Y no te dijo que había hecho

lo imposible para separarnos?—No —contesté, pero recordé

que había mencionado algo sobrela inestabilidad mental de aquellachica—. ¿Por qué quería separaros?

—Porque se negaba a incluirlaen su gran proyecto familiar —explicó. La sien no dejaba depalpitarle—. Y al parecer lafamilia de Harper no merecía suaprobación.

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—¿Por qué?—No tenía dinero ni contactos,

ni el pedigrí necesario para unirsea los Asher. Por supuesto, a mí todoeso me importaba bien poco. Soloquería estar con ella. Si no hubierasido por el accidente, noshabríamos casado esa mismaprimavera, a pesar de lasobjeciones del abuelo.

—Lo siento.Se quedó callado durante unos

instantes. Los truenos retumbabana lo lejos. Se había levantado una

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brisa que agitaba las hojas yrezumaba a lluvia.

Thane miró hacia el cielo. Entreel espeso follaje todavía se ltrabala brillante luz del sol.

—Han pasado muchos años,quién sabe cuánto habríamosdurado. Éramos jóvenes. Ahora,cuando echo la vista atrás, deboadmitir que parte del encanto denuestro romance se basaba enfrustrar los deseos del abuelo. Nome malinterpretes —se apresuró enañadir—. La quería con todo mi

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corazón. Mi abuelo me abrió laspuertas de su casa cuando no teníaadónde ir, y siempre le estaréagradecido. Nunca podrérecompensarle todo lo que hahecho por mí, pero…

—Siempre te recuerda que noeres un verdadero Asher.

Soltó una débil carcajada.—Dicho así suena bastante

mezquino.—Pero no lo es. En el mejor de

los casos, es embarazoso; en el

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peor, desmoralizador.Alargó el brazo y me rozó la

mejilla, una caricia tan suave comoel vuelo de una libélula sobre lasuperficie de un estanque.

—Es un imbécil, y lo sabes.Pero ya no estábamos hablando

de Pell Asher.Quería decirle que no era culpa

suya. Era difícil dejar atrás a losfantasmas del pasado cuando ellosno querían dejarte marchar.

En ese momento, lo último que

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quería era mirarle a los ojos, asíque me concentré en Angus. Estabasentado en mitad del camino,esperándonos.

Sin embargo, en mi cabeza seestaba desatando un huracán depensamientos y emociones. Noestaba lista para eso, ni queríaestarlo. No buscaba un romancecon Thane Asher, pero tampocopodía negar esa conexión queempezaba a asustarme.

—Thane…—No lo digas. No digas nada.

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—Pero tengo que hacerlo.Posó un dedo sobre mis labios y

me silenció.—La vida es demasiado corta

para vivir en el pasado, Amelia.Deja que se quede con susfantasmas.

Cuando por n llegamos alcementerio, me paré en la puertapara despedirme. Tenía queadelantar trabajo antes de que

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empezara a llover. Además, meapetecía pasar un tiempo a solaspara pensar. El beso me habíadejado confundida y destrozada.Me daba la impresión de queestaba atrapada en el juego en queambos equipos tiran de un extremode la cuerda. Por un lado, elconstante anhelo de regresar aCharleston, a Devlin; y por el otro,la necesidad de permanecer allí,junto a Thane.

—Debería ponerme a trabajar —anuncié con energía.

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Dibujó una sonrisa pícara.—No vas a librarte de mí tan

fácilmente. Creo que ha llegado elmomento de que conozcas al restode la familia.

—¿Perdón?—A la querida tía Emelyn.

Dijiste que querías verla.La tormenta cada vez estaba

más cerca. Thane echó un vistazo alas montañas.

—No creo que puedas trabajaresta tarde. Esa tormenta llegará de

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un momento a otro.Las palabras de Thane

parecieron conjurar un vendavalque revolvió las hojas secas queyacían sobre las tumbas. En ellindero del bosque los pinoscomenzaron a zarandearse comoolas en un mar verde. Una cortinade lluvia nos pisaba los talones.Percibí el tamborileo de las gotassobre el suelo, como el murmullode centenares de fantasmas. Pordetrás del aguacero se asomabantruenos y los constantes destellos

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de relámpagos. Al cabo de unossegundos, ya teníamos latempestad encima.

Thane me cogió de la mano.—Vamos. Echa a correr.Podríamos haber reculado y

resguardarnos en el coche, pero enlugar de eso zigzagueamos a todaprisa entre el laberinto demonumentos y lápidas,atravesamos el pórtico y dejamosatrás el círculo de ángeles queobservaban la tormenta.

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Thane abrió de un empujón lapuerta del mausoleo y se hizo a unlado para dejarme entrar. Angusestaba detrás de mí, sacudiéndoseel agua que le empapaba el pelo.Aunque estaba oscuro, las vidrierasdejaban pasar algo de luz. Cadaesquina estaba repleta detelarañas. Las paredes de piedra sesentían frías y húmedas, y aquelaposento apestaba a moho yabandono. En el centro del suelo depiedra había una escalinata quebajaba hacia las penumbras de la

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tumba.En un intento de iluminar un

poco más el mausoleo, Thane pusouna cuña debajo de la puerta paraimpedir que se cerrara. Agradecí elaire fresco, esa brisa de tormentaque me alborotaba el pelo yagitaba las telarañas.

—¿Qué te parece? —preguntó—.¿Todavía quieres verla?

—Sí, solo que…Sus ojos centelleaban.—No tendrás miedo, ¿verdad?

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—De la tía Emelyn, no. Aunquelas serpientes y las arañas no sonsantos de mi devoción.

—¿Qué tipo de restauradoraeres?

—De las precavidas. ¿Todavíatienes esa linterna de bolsillo?

Comprobó el llavero. Ahí estaba.—Pero si no recuerdo mal había

velas por aquí y, con un poco desuerte, también habrá cerillas.¿Quieres que baje solo?

—No pasa nada. He aprendido a

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convivir con mis fobias. Aunque vetú primero.

—Gracias —dijo, y empezó adescender hacia la negrura—. No tealejes demasiado… y vigila dondepisas. Los peldaños son muyempinados.

Me percaté de que Angus sehabía quedado arriba. Por lo visto,no sentía curiosidad alguna por esatumba.

Caminaba pegada a Thane. Amedio camino, se paró de repente;casi me estrello contra él.

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—¿Qué ocurre? —le pregunté,casi sin aliento.

—Tan solo intento recordardónde están los candelabros —respondió. Bajó otro puñado deescalones y enfocó la linterna sobrelos muros de piedra—. Ah, aquíestán.

Oí el chasquido de una cerilla.La llama animó unas sombras quedanzaron sobre las paredes. Thaneprotegió la cerilla con la mano yuna por una fue encendiendo lasvelas. Extrajo una del candelabro y

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me la entregó. Después apagó lalinterna, se la guardó en el bolsillodel pantalón y cogió otra vela paraél.

Descendió el resto de la escalera.Cuando llegó a la estancia inferior,encendió varias velas más. Latumba era más grande de lo quehabía imaginado, rodeada demuros de criptas y sepulcros quehabían caído en el olvido.Vislumbré más telarañas. Elresplandor de la luz se re ejaba enlas placas de plata de ley. El hedor

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a moho se hizo más intenso, lo queme hacía sospechar que cadarincón y sura estarían recubiertosdel asqueroso moho negro.

—Esto es increíble —exclamé.Mi voz retumbó en las paredes depiedra.

—Es una lástima que notengamos más luz —se lamentóThane—. La próxima vezvendremos preparados. Las tallas y

ligranas esculpidas en las criptasson extraordinarias.

—¿Es orgullo lo que acabo de oír

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en tu voz? —bromeé.Me miró por encima del hombro.

Bajo aquella luz parpadeante, suexpresión era aterradora.

—Nunca he cuestionado el gustode la familia —contestó—. Solo mequejo de una excesiva indulgencia.Y hablando de eso… —dijolevantando la vela—. El ataúd deEmelyn está por aquí.

Me guio por una puertaarqueada que daba a un aposentodonde el ataúd de cristaldescansaba sobre un pedestal. Se

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dio media vuelta para colocar lavela sobre un candelabro. Meacerqué y me di cuenta de unpequeño detalle. Desde ese puntoen concreto, la vela se re ejabasobre el cristal, así que eraimposible distinguir nada. Pero encuanto me deslicé unoscentímetros, la vi por primera vez.Ahogué un grito.

—¿Qué pasa? —preguntóThane.

Aproximé la vela al ataúd decristal. Thane enseguida agachó la

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cabeza.—Jesús —suspiró.Debía de haber entrado aire en

el ataúd a través de alguna grieta oranura, porque el cadáver habíaempezado a descomponerse. Lapiel arrugada se había vueltogrisácea y las cuencas de los ojoseran dos agujeros negros. Loslabios también se habíanmarchitado, adoptando una sonrisaque ponía los pelos de punta. Perolo más grotesco de aquella imageneran los adornos de novia que

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habían colocado junto al cadáver.—¿Cuándo fue la última vez que

bajaste aquí? —quise saber.—Hace años. Me pregunto

cuánto tiempo lleva así.—¿Quién sabe? Aunque la

ranura del cristal sea minúscula, ladescomposición de un cuerpo esrápida —aclaré. Eché un segundovistazo al cadáver—. ¿Se lo dirás atu abuelo?

—No tiene por qué enterarse, noserviría de nada, solo para

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enfadarle. Además, no volverá avenir aquí. No hasta…

Un viento invernal azotó laestancia. Enmudeció a Thane yapagó todas las velas. Un segundomás tarde, la puerta del mausoleose cerró de golpe.

En mitad de aquella absolutaoscuridad sentí el frío del miedotrepando por mi espalda.

—¿Thane?En cuanto articulé su nombre,

noté su mano sobre el brazo.

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—No pasa nada. El viento las haapagado. Voy a buscar más cerillas.

Tenía el cuerpo pegado al suyoy, en el profundo silencio de lacripta, habría jurado escuchar ellatido de su corazón. ¿O sería elmío? Buscaba la caja de cerillas atientas, pero notaba su brazoalrededor de mi cintura. Y no soloeso. Percibía su aliento en lamejilla, el roce de sus labios en elpelo.

—¿Thane?Me apretó contra él, con el

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brazo sujetándome la cinturamientras me acariciaba el pelo yme besaba el cuello. «Como sitratara de devorar mi esencia.»Aturdida, me solté con brusquedad.

—¿Qué estás haciendo?—Intentando encontrar las

malditas cerillas.Su voz provenía del pie de la

escalera. No estaba a mi lado. Peroaquel brazo seguía agarrándome…

Me quedé paralizada, incapaz dereaccionar. Sentí una mano

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deslizándose hasta mi pecho, otradescendiendo por mi muslo. Yentonces escuché una voz rasgadaque me susurró al oído: «Pronto».Un segundo más tarde oí el rasguñode unas zarpas sobre el suelo depiedra. Thane apareció en lapuerta con una vela en la mano.

Miré a mi alrededor, pero allí nohabía nadie. Estaba sola en elaposento. Mi única compañía erael marchito cadáver de EmelynAsher.

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Capítulo 22

La tormenta se dispersóenseguida, y la puesta de sol fueespectacular. Me senté en losescalones del porche, con Angus amis pies, para admirar el cielo quese re ejaba sobre el lago Bell. Elatardecer teñía las aguas de unamiríada de colores, desde unrosáceo pálido hasta un anaranjadointenso. Las tonalidades fueron

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perdiendo fuerza, hasta adquirir unlavanda ahumado con destellosdorados.

El ocaso estaba cerca, y en lasmontañas las criaturas nocturnascomenzaban a desperezarse. Notardaría en entrar en casa, peropor ahora quería regalarme unmomento para disfrutar de laserenidad del último aliento del díaantes de que cayera la noche.

Una luciérnaga revoloteabaentre la bergamota que crecía juntoa los peldaños. Sobre el lago, un

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somorgujo llamaba a uncompañero. Aquel llanto melódicoera evocador al mismo tiempo queexasperante, como lo suelen ser lossonidos nocturnos. En el corazóndel bosque se oía el lejano ladridode los coyotes y lo que podría ser elgrito de una pantera negra,protagonista de muchas de lashistorias que mi padre contabasobre su infancia en las montañas.

Me sentía sola. Seguía nerviosay algo asustada por lo que habíapasado. Quería creer que aquella

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terrible presencia era fruto de miimaginación, una evocación de mimiedo, pero no conseguía olvidarel aliento cálido sobre la mejilla,aquella promesa susurrada aloído…

Respiré, temblando. Cualquierpersona en su sano juicio habríasalido huyendo de allí. No había dequé avergonzarse. Si me marchabaahora, podría plantarme enCharleston dentro de tan solo unashoras. Me prepararía una taza decamomila en la cocina. Miraría el

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correo. Dormiría en mi propiacama. Estaría más cerca de Devlin.

Otra exhalación trémula.Pero ¿me sentiría más segura

allí? Después de varios mesesagónicos evitando a Devlin, habíallegado a convencerme de queestaría bien, siempre y cuandorespetara una distancia prudente.Pero ahora me asaltaba una duda;quizá todo lo que estabasucediéndome en Asher Falls erauna consecuencia directa por nohaber respetado las reglas de mi

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padre. Mi amor por un hombreacechado por fantasmas no solohabía abierto una puerta, sino quetambién me había debilitado, mehabía hecho más susceptible a lasfuerzas oscuras que merodeabanpor aquel pueblo y sus montañas.

¿Esa explicación rozaba laciencia cción? Algo me empujabaa creer que no. Ya no. Pensé enaquel anciano que se habíapresentado en el cementerio. Sucomportamiento extravagante, queno era humano pero tampoco

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animal, encarnaba todos losmisterios que me habían pasadodesde el día de mi llegada.

Catrice tenía razón. El balancenatural era desproporcionado enaquellas montañas. En Asher Falls,el eje se había inclinado.Cementerios inundados, símbolosde male cio que alteraban yreordenaban la naturaleza. Y, dealgún modo, yo formaba parte deaquello. Estaba allí por un motivo.

Bajé la vista y me miré lasmanos. Pensé en mi padre. Siempre

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había procurado protegerme. Desdeel día en que vi el fantasma delanciano en el cementerio deRosehill, mi padre me habíaenseñado una serie de normas paradefenderme. Pero él tenía secretos.Todos los tenían. Él, mi madre, latía Lynrose. Todos sabían algosobre mi nacimiento. Ahora no mecabía la menor duda. Ese misteriolos uniría para siempre. No loshabía dejado indiferentes. Elsecreto había impedido a mi madrequererme como a una hija y había

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forzado a mi padre a esconderse ensu propio caparazón. Ya noreconocía al hombre que me habíaexplicado sus anécdotas en lasmontañas, que me había inculcadoel sentimiento de amor yveneración por los cementeriosantiguos. Sus secretos y su silenciome habían apartado de su vida, asíque me retiré a mi propio mundo.

Devlin había logrado penetraren él, y las consecuencias habíansido nefastas. Y ahora otraamenaza llamaba a esa puerta:

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Thane Asher.Cerré los ojos. Me sentía atraída

hacia él, pero de un modo que nocomprendía, porque no era solo él,el hombre, sino ese lugar, esepueblo, el suelo sobre el quepisaba.

Las palabras de Pell Asherretumbaron desde la cima de lamontaña: «La sangre y la tierra sonlos lazos más fuertes. Sonconstantes. El amor romántico, encambio, es efímero».

Observé esa cima. Por un

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momento creí que si la miraba condetenimiento podría ver las lucesde la mansión Asher. Puede queincluso diera con algunasrespuestas. Pero el silencio se hizoensordecedor.

El crepúsculo se avecinaba, y yoseguía allí sentada. El cielo grisresplandecía sobre las copas de losárboles, donde la luna no tardaríaen aparecer; más allá del bosque, laneblina azul que tapaba lasmontañas empezó a oscurecersehasta convertirse en una sombra

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negra.Contuve el aliento. En algún

lugar de ese ocaso, el velo se habíaestrechado. Visualicé el fantasmade Freya deslizándose hacia elmundo de los vivos. ¿Vendría avisitarme aquella noche? ¿Seducidapor mi calor y energía? ¿Por mifuerza vital? ¿Ansiaba lo que jamásvolvería a tener?

¿O me acechaba por alguna otrarazón?

Tenía que resguardarme. Losabía. Si reconocía a un fantasma

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que veía muertos, estaría tentandoal destino otra vez. Pero la puertaya se había abierto, y necesitabasaber por qué estaba allí.Necesitaba destapar los secretos demi nacimiento, de mi destino.Necesitaba descubrir por qué ThaneAsher me atraía con la fuerza de unimán.

«Pronto», musitaron los árboles,y me estremecí.

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Aquella noche, el fantasma deFreya no apareció, aunque quizáme distrajera y no lo viera. Entréantes de que las estrellasempezaran a titilar en el cielo y memetí en la cama con el ordenador.Había descuidado por completo elblog desde que me fui deCharleston, así que me dispuse amoderar los comentarios de miúltima entrada. También queríaescribir el borrador de un nuevoartículo sobre símbolos de maleficioy hechizos. Comprobé la bandeja

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de entrada de mi correoelectrónico. Devlin me habíaescrito.

No dejaba de mover el ratón,indecisa. ¿Debería abrirlo? ¿O erapreferible no remover malosrecuerdos? ¿Debería pasar página,olvidar el pasado y dejar a Devlincon sus fantasmas?

Al nal, no pude resistirme. Abríel correo electrónico y devoré elmensaje que contenía una solafrase. Con el ceño fruncido, lo releívarias veces: «¿Dónde estás?».

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¿Era mi imaginación, misilusiones, o había una nota dedesesperación en ese brevemensaje? Cerré el correoelectrónico, apagué el ordenador yme tapé con la sábana. Tumbadaen aquella penumbra absoluta, lossonidos nocturnos invadieron misantuario, y una vez más Devlin secoló en mis sueños.

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Capítulo 23

E l buen tiempo duró varios días,de modo que pasé largas horasinmersa en Thorngate, armada conun rastrillo, una pala y un machetepara abrirme camino entre lavegetación que había invadido elnuevo cementerio. Aquella tareafísica me animaba, así que meentregué por completo al proyecto,ignorando el correo electrónico de

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Devlin. Tampoco quise darledemasiadas vueltas a los besos deThane, que habían desatado uncaos en mi interior. Por muyabsorta que estuviera en mitrabajo, en ningún momento le dila espalda al mausoleo.

Cada vez que recordaba aquelaliento cálido en el cuello y meimaginaba una lengua espectrallamiéndome la piel cortaba conmás fuerza las malas hierbas.Aunque llevaba guantes, mesalieron varias ampollas. A nales

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de la semana, sentí que se meagotaba la energía, así que decidíir a la biblioteca a tomarme unmerecido descanso. No habíapodido ubicar la tumba de Freya,por lo que concluí que todavíaestaría escondida bajo una marañade zarzas y maleza que invadíanuna parte del cementerio que aúnno había explorado. Hasta quepudiera limpiar todo el cementerio,necesitaría un mapa paraidentificar las tumbas.

Paré un momento en casa para

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darme una ducha rápida ycambiarme de ropa. Además,también quería asegurarme de queAngus tenía agua fresca y algo decomida. Estaba echando la siestaen el jardín, justo delante de laventana de mi habitación. Odiabaencerrarlo dentro de casa, pero nopodía llevármelo al pueblo, y bajoningún concepto iba a dejarlosuelto por el jardín.

Cuando entré en la biblioteca,Ivy estaba en la recepción,charlando con Sidra. Las dos

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llevaban el uniforme de la escuela,así que asumí que no las habíanexpulsado.

—Hola —saludé, procurando sersimpática.

—¿No es la Reina de loscementerios? —preguntó Ivyarrastrando las palabras—. Así escomo te llaman, ¿no?

—A veces.—Es repugnante.Lo que realmente me parecía

repugnante era que me hubiera

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buscado en Internet para dar conmi apodo. Y más repugnantetodavía me parecía la posibilidadde que hubiera estado espiándonosaquel día, en las cascadas. «Ivy noes como las demás chicas —habíadicho Thane—. Ha habidoalgunos… incidentes.»

—Depende de cómo lo mires —contesté.

Su mirada era de desdén.—Si tú lo dices.Me giré hacia Sidra.

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—¿Luna está aquí?Y de inmediato lanzó una

mirada de advertencia a su amiga.—No, pero volverá pronto.—Tengo que irme —anunció Ivy

—. Hasta luego, Sid. No te olvidesde lo que hemos hablado.

Sidra frunció el ceño.—Ya te lo he dicho, no pienso

subir allí nunca más.—Nunca digas nunca —apuntó

Ivy, y me sonrió con astucia.Sidra esperó a que su amiga

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cerrara la puerta.—¿Puedo ayudarte? —se ofreció.—¿Todo bien? Te noto un poco

ansiosa.—Estoy bien. Es solo que… —

titubeó—. Nada.—¿Estás segura? Si necesitas

hablar con alguien…—No, gracias —me cortó, y

desvió la mirada hacia elmostrador.

—De acuerdo. Quizá puedasecharme una mano con esto.

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Le expliqué lo que necesitaba. Laseguí por la biblioteca hasta unenorme escritorio repleto de librosy registros.

—Luna recopiló para ti toda estadocumentación hace unos días. Nosabíamos cuándo volverías poraquí.

Estuve tentada de revelarle quehabía venido en una ocasión, peroal recordar las circunstancias deaquella visita decidí callarme.

—Si aquí no encuentras lo quebuscas, siempre puedo comprobar

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los archivos —dijo Sidra ojeandouna de las carpetas—. Estoy segurade que tenemos más libros dereferencia que mencionanThorngate.

—Gracias. Todo lo queencuentres me será de gran ayuda.Oh, y hablando de libros dereferencia, me gustaría leer algosobre los símbolos de male cio quehay en la cascada. Intentébuscarlos en Internet, pero noencontré nada al respecto.

Abrió los ojos como platos.

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Aquellos ojos azules destilabanmiedo.

—¿Símbolos de maleficio?—He visto emblemas similares

en lápidas muy antiguas. Tengocuriosidad por saber cómo secincelaron en el acantilado.

Vaciló.—No encontrarás información

sobre esos símbolos, ni aquí ni enningún lado. Te aconsejo que novuelvas a mencionarlos. La gentede este pueblo se pone muy

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nerviosa cuando oye hablar de esascosas.

—¿Son supersticiosos?Esquivó mi mirada.—Yo, en tu lugar, no diría nada.Su comportamiento me

desconcertó, pero dejé el tema.De repente oí un portazo. Sidra

parecía un tanto alarmada.—Luna debe de haber llegado.

La informaré de que estás aquí.Se escabulló a toda prisa. Me

acomodé frente a la mesa para

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ponerme a trabajar, pero apenastuve tiempo de echar un vistazo ala primera pila de papeles. Sidraregresó con un par de libros.

—Aquí debe de haber algunacosa sobre el cementerio —dijo—.Contienen listas de todos loscementerios del condado.

Alcé la mirada.—Qué rápida.—Conozco esta biblioteca como

la palma de mi mano. He pasado lamayor parte de mi vida aquí

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dentro.—Debes disfrutar mucho con tu

trabajo —murmuré con una sonrisa—. Me encantan las bibliotecas.Cuanto más antiguas, más bonitas.Igual que los cementerios.

—A mí también me gustan loscementerios —añadió con lasmejillas sonrojadas—. Podríaayudarte a revisar toda estadocumentación, si quieres.

—¿A Luna no le importará?—No tengo nada más que hacer

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—dijo, y cogió una silla.Durante el par de minutos que

me había dejado a solas se meocurrió la idea de que quizá sabíaalgo sobre Freya. Había fallecidoantes de que ella naciera, pero, enun pueblo tan pequeño como AsherFalls, estaba convencida de quehabría oído algo. Además, cuandole mostré la fotografía que teníaLuna en su despacho, reaccionó deuna forma muy extraña.

Trabajamos en silencio un buenrato, hasta que, como si nada, dije:

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—El otro día conocí a tu madre,en la mansión Asher.

—Eso he oído.—¿Te lo contó?—Mi madre nunca me cuenta

nada, pero soy una chica muyespabilada. Siempre averiguo loque necesito.

Ese punto de soberbia cuadrabamás con el carácter de Ivy que conSidra.

—Después de la cena, Thane yyo nos dedicamos a abrir un

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montón de cajas viejas. Encontréuna fotografía que me recordó a laque tiene Luna en su despacho, esafotografía en grupo dondeaparecen tu madre y Catrice. Habíaotra chica en el fondo. Thane creyóque era Freya Pattershaw.

Sidra no despegó la mirada dellibro, pero se puso muy tensa.Sospechaba que también veía elfantasma de Freya en aquellainstantánea.

—¿Alguna vez has oído esenombre?

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Por n me miró a los ojos, perohubo algo en aquella miradacristalina que me puso la piel degallina. Fue la dicotomía de luz yoscuridad.

—He oído el nombre —con rmó—. Era la hija de la mujer de lospájaros.

—¿La mujer de los pájaros? —repetí, confusa.

—Tilly Pattershaw. La llamamosasí.

—¿Ese apodo no concuerda más

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con Catrice? Ella es la ornitóloga.—Catrice estudia a los pájaros

—aclaró—. Tilly, en cambio, cuidade ellos. Los rescata. Yseguramente sabe mucho más depájaros que cualquiera de la isla,incluida Catrice. Deberías ver sujardín. A veces vuelan hacia ella enbandada.

De repente recordé la imagen detodos aquellos cuervosobservándome.

—¿Sueles ir a su casa?

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Sidra miró por encima delhombro, como si quisieraasegurarse de que nadie nosespiaba.

—Se supone que no puedo ir asu casa, pero me gustan lospájaros. Sobre todo los pequeñitosy cantarines. Catrice, en cambio,analiza aves depredadoras.

Procuré no parecer demasiadointrigada por el tema.

—¿Y por qué no te dejan ir a sucasa?

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Otra pausa.—Tilly no es de las nuestras.—¿A qué te refieres?—No es de Asher Falls.—Pero ha vivido aquí casi toda

su vida.—La gente como mi madre, o

como Luna, todavía la considerauna forastera.

Lo cual era irónico porque habíavivido más años que cualquiera deellas en Asher Falls.

—¿Sabes qué le ocurrió a Freya?

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—pregunté.—Murió.—Sí, ya lo sé, pero… ¿cómo?Volvió a mirar atrás.—A nadie le gusta hablar de

aquel incidente, pero… correnrumores que dicen que murió en unincendio. Tilly tiene las manosquemadas, así que todo el mundoasume que intentó salvar a su hija.

—Por eso lleva guantes.—Siempre. Nunca se los quita, ni

siquiera cuando da de comer a los

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pájaros.—¿Y dónde fue ese incendio?—No lo sé. En algún edi cio

abandonado del pueblo. Se estabacelebrando una esta… o algo así.Aunque… —susurró. Había algo ensu mirada que era incapaz dedescifrar. Algo que me incomodaba—. Creo que no eran muy amigas.

—¿Quién?—Catrice, Luna y mi madre no

eran muy amigas de Freya.—¿Por qué?

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—Deberías preguntárselo aLuna.

—¿Preguntarle el qué?Luna apareció al otro lado del

pasillo, con el gato entre susbrazos. Llevaba un vestidopúrpura, el mismo color delcrepúsculo, y varias pulseras deplata. Enseguida me jé en elresplandor lechoso de la piedralunar que lucía sobre su garganta.Se agachó. Aquel gato atigradobrincó de sus brazos para cobijarsedebajo de una de las estanterías,

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arañando el suelo de madera conlas uñas.

—Está persiguiendo un ratón —adivinó Sidra.

—Sí, es un minino sanguinario—añadió Luna—. Es su instintonatural, aunque no lo envidio, laverdad. Además, los roedores son labestia negra de las libreríasantiguas. Y las trampas no sirvende mucho —explicó. Sonrió, apoyóun hombro sobre una de lasestanterías y se cruzó de brazos—.Y bien, ¿qué quería preguntarme?

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Sidra estaba de espaldas a Luna.Aunque tenía la cabeza agachada,

ngiendo leer el libro, me mirabacon detenimiento. Y, de un modomuy disimulado, meneó la cabeza.Por algún motivo, no quería quemencionara a Freya, quizá porquese suponía que no sabía nada deella.

—Intento encontrar un mapa delcementerio. Thane me dijo quepodría haber uno en la mansiónAsher, pero cuando lo buscamos nodimos con él. ¿Sabe si hay alguno

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en los archivos de la biblioteca? —pregunté, sin alterar el tono devoz.

—Debería haber uno entre todaesta documentación.

Atravesó el pasillo. Cuando llegóal escritorio, pasó una mano por laespalda de Sidra y después laapoyó en su hombro. La chicaapretó los ojos, como si estuvierareprimiendo un escalofrío.

—Al menos de la nueva sección.Pero apostaría a que el mapa delcementerio original está en la

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mansión Asher. Echaré un vistazola próxima vez que vaya.

—Gracias.Se quedó mirándome durante

unos segundos y, antes de quepudiera reaccionar, me agarró porla barbilla y me giró la cabeza a unlado y a otro, como si quisieraestudiar mi per l. Aturdida, meaparté de golpe.

Luna esbozó una sonrisa.—Perdone. No pretendía

asustarla. Me había parecido ver

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una araña en su pelo.En esta ocasión fui yo quien

reprimió un escalofrío. Aunque suextraño gesto apenas duró uninstante, no pude evitar jarme enel abanico de líneas de expresiónque le arrugaban el contorno de losojos y en la piel ácida que lecolgaba del cuello. Tampoco mepasó desapercibido el mechón decabello canoso que manchaba sucabellera azabache. No tenía elmismo aspecto vital y exuberanteque había percibido en ella el día

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en que la conocí. Por algunaextraña razón, pensé en el cadáverque se estaba pudriendo en elmausoleo de los Asher.

Se irguió.—Sidra, no olvides que mañana

cierras tú.La muchacha ni pestañeó.—Claro que no.—Amelia, ¿puedo hacer algo

más por usted?—No, gracias —respondí con

demasiado apremio—. Sidra es un

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encanto y me está ayudando aojear todos estos registros.

—Sí —murmuró Luna—. Sidrapuede ser una chica muy amable.

Y, tras esas palabras, se diomedia vuelta y desapareció.

Sidra dejó escapar un suspiro.—Gracias.—¿Por qué?—Por no mencionar a Freya. No

quiero que Luna se enfade.—¿Y por qué iba a enfadarse?

Qué importa si ella y sus amigas no

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apreciaban a Freya; esa pobrechica murió hace años.

—No conoces a Luna —balbuceó. Y entonces se inclinóhacia mí y bajó todavía más la voz—. Hay algo que tienes que ver.

—¿El qué?—Ahora no. Reúnete conmigo

mañana aquí, después de que Lunase marche.

—No sé si podré venir…—Es sobre esos símbolos de

male cio —susurró—. Ven mañana

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y te lo enseñaré.

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Capítulo 24

Poco después salí de la bibliotecay pillé a Wayne Van Zandt

sgoneando alrededor de mi coche.Tenía la nariz pegada al cristal dela ventanilla trasera. Cuando sepercató de que le estabaobservando, se dio media vuelta.Me sonreía con superioridad, asíque presumí que le importaba bienpoco que le hubiera visto

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husmeando en mis cosas.—¿Está buscando algo? —le

pregunté de buenas maneras.Sentía el impulso de mirarle las

cicatrices que le cruzaban la cara,pero me obligué a centrarme en susojos. Aun así, no podía dejar depensar en todo lo que Thane mehabía explicado sobre el ataque.Por lo visto, el comisario norecordaba nada, salvo que habíaido a las cascadas para encontrarsecon Luna.

Sentía una mirada clavada en la

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espalda, así que me giré. Presentíaque me encontraría a Luna. Mesorprendió ver a Ivy bajo lasombra de la torre del reloj,observándonos. Al intercambiaruna mirada, noté un escalofrío enla espalda. Wayne también sepercató de su presencia y mascullóalgo que no entendí.

—¿Está buscando algo en micoche? —insistí.

—Estaba esperándola, nada más—contestó.

—¿Por qué?

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—Creí que le interesaría saberque encontré una perrera allíarriba, en la colina.

—¿Arrestó a alguien? —pregunté, ansiosa.

Se acarició una de las cicatrices.—No fue necesario —respondió

—. Alguien estuvo allí antes. Loschuchos habían desaparecido y unincendio había destrozado laperrera. Por lo visto, el propietariotambién se puso violento. Pero,como es de esperar, no me dijo unasola palabra —explicó. Hizo una

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pausa y, con los ojos entrecerrados,añadió—: Supongo que no sabenada sobre ese incidente.

—¿Yo? —pregunté, haciéndomela sorprendida. Ahora entendía elcorte en la sien y los nudillosamoratados de Thane—. ¿Cómodiablos voy a saber algo sobre eso?

Desvió la mirada hacia el otrolado de la calle.

—¿Aquel perro de pelea todavíamerodea por la casa de Covey?

Aunque su tono sonó informal,

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casi distraído, me dio la impresiónde que había preparado bien lapregunta.

Si pretendía cogerme con laguardia baja o provocar unareacción, se estaba equivocando depersona. No tenía la menor idea decon quién estaba hablando. Habíacrecido rodeada de fantasmas, asíque había aprendido a ocultarcualquier emoción.

—Ya se lo dije el otro día, debede estar muerto.

—Eso fue lo que me dijo —

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confirmó.—Wayne, ¿qué demonios crees

que estás haciendo? —exigió unavoz que provenía de la acera.

Los dos nos giramos. CatriceHawthorne había doblado laesquina y se dirigía furiosa hacianosotros. Llevaba ropa vieja yraída, un atuendo muy distinto alelegante vestido de cóctel quehabía lucido durante la cena encasa de los Asher. El sombrero depaja y los pantalones pirata merecordaron la forma de vestir de los

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turistas que se agolpaban junto alpaseo en verano, los mismos que,con exagerada avidez, tomabanfotografías de las mansiones yregateaban en el mercado.

—Esto no es asunto tuyo,Catrice. Déjame en paz y céntrateen tus buitres —espetó, molestopor la intromisión.

Pero Catrice estaba de tan buenhumor que incluso le brillaban losojos.

—Los buitres son avescarroñeras. No son mi especialidad,

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la verdad.—Quizá no estaba re riéndome

a los pájaros —murmuró.Catrice soltó una carcajada

sincera.—Me alegro de haberla

encontrado, Amelia. Tengo el cocheen el taller, y me preguntaba si leimportaría llevarme a casa. Lecoge de camino, se lo prometo.

—Por supuesto. Ningúnproblema.

—Me salva la vida. Si después

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nos sobra tiempo, puedo enseñarleel estudio.

Aquella simpatía volvió atomarme por sorpresa. Era unamujer mucho más agradable quesus amigas, Bryn y Luna. Es más,era más amable que cualquier otrapersona de Asher Falls, tal vez conla excepción de Thane.

Señaló a Wayne con el dedo yañadió:

—Sé que es pedirte demasiado,pero procura cambiar esa actitud.Amelia se va a llevar una

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impresión equivocada, y lo últimoque queremos es que la asustes.

Wayne se limitó a mirarnos.Subimos al coche y nos marchamos.

Catrice ajustó el espejoretrovisor para echar un últimovistazo al comisario.

—Espero no haberme metidodonde no me llaman.

—En absoluto.—Al verla, me dio la sensación

de que necesitaba que larescataran. Wayne puede ser un

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poco autoritario, en particular conlos desconocidos. Ha tenido unavida muy difícil, así que la mayoríade nosotros somos muy tolerantescon él.

—Por lo que dice, le conocedesde hace mucho tiempo.

—Crecimos juntos…, todos…Wayne, Luna, Bryn, Edward, Hughy servidora. De niños éramos unapiña.

Se quitó el sombrero de paja y lodejó sobre el salpicadero. Los rayosde sol que bañaban el parabrisas

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incendiaban su cabellera pelirroja.—Entonces enviaron a Hugh y a

Edward a un internado, la familiade Wayne se mudó a Woodberrydurante un tiempo y las tres chicasnos quedamos solas.

—¿Bryn, Luna y tú?Sonrió.—Hermanas de sangre, así nos

gustaba llamarnos. Éramos unasexploradoras de manual. Hubo unaépoca en que nos conocíamos esasmontañas mejor que nuestros

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propios jardines.—¿Y Freya Pattershaw? —

pregunté sin apartar la vista de lacarretera. Pero por el rabillo delojo vi que Catrice me estabaestudiando.

—¿Qué sabe de ella? —respondió tras una breve pausa.

«Su fantasma me acecha.»—En la casa Asher había una

fotografía donde aparecían Luna,Bryn y usted. Freya estaba alfondo.

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—¿Cómo supo que era ella?—Thane me lo dijo.—¿Y él cómo lo sabía? —

murmuró con la frente arrugada—.Murió mucho antes de que él setrasladara a vivir aquí.

—Es un pueblo pequeño. Estoysegura de que ha oído hablar deFreya. Quizás haya visto másfotografías de ella —dije,encogiendo los hombros.

Suspiró y miró por la ventanilla.—Pobre Freya. Siempre

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merodeando al fondo, siempretratando de encajar en un lugar alque no pertenecía. Ya de pequeñasospechaba que esa inseguridad levenía por no tener un padre.

—¿Qué le pasó?—Nadie lo sabe. Tilly nunca se

casó. El pasado de esa mujer esbastante misterioso, y creo que esole gusta. Nunca ha querido revelarnada de su vida. Es una excéntrica.Freya, en cambio, era todo locontrario. No había nada en elmundo que deseara más que

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pertenecer a algún lado. Habríahecho cualquier cosa para encajaraquí —dijo. Y después seinspeccionó las manos—. A pesarde todas sus indiscreciones, habíaen ella una inocencia muyseductora. Encandilaba a todos loshombres, pero las mujeres laodiaban.

—¿Usted la odiaba?Se revolvió en el asiento.—¿Yo? No, al contrario. Como

ya le he dicho, ese encanto ingenuoera entrañable.

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—¿Cuántos años tenía cuandomurió?

—Diecisiete.De inmediato sentí una opresión

en el pecho.—¿Tan joven? No tenía ni idea.—Sí. Recuerdo que todavía

íbamos al instituto. Ocurrió elmismo n de semana que el bailede graduación. De nuestragraduación, no de la suya.

—¿Asistía a otra escuela?—Iba a la escuela pública, antes

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de que la cerraran. Creo que sehabría apuntado a la escuela deWoodberry con todos los demás sino hubiera…

—¿Qué?—Fue una tragedia muy triste.

La pobre Tilly nunca lo superó.Siempre fue una mujer rara, perola muerte de Freya la llevó alextremo. Me temo que cualquierdía tendrán que internarla en unmanicomio.

Mi mente voló hacia aquellanoche, en mitad del bosque.

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Aquella mujer, armada con uncuchillo, había venido arescatarme. La misma mujer queme había advertido de que mealejara de Asher Falls. Puede queestuviera loca, pero a mí me habíaparecido que estaba en sus cabales.

—Freya perdió la vida en unincendio, ¿no? Así se quemó Tillylas manos.

—Sí —murmuró Catrice. Semasajeó las manos, como sisintiera un dolor terrible—. Hapasado mucho tiempo, pero

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todavía me angustio cuando piensoen lo que pasó.

—¿Estaba usted allí?—Todos estábamos allí. Todos lo

vimos con nuestros propios ojos.Se giró de nuevo hacia la

ventanilla, y supe que no diríanada más. Por lo visto, Thane teníarazón. La gente era reacia a hablarde la muerte de Freya Pattershaw,y eso me intrigaba.

Conduje en silencio, hasta queCatrice anunció:

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—Está ahí delante. ¿Ve el buzónrojo? Gire justo ahí. Vivo al nalde la calle.

Al igual que la casa donde mehospedaba, el hogar de Catriceestaba bastante alejado de lacarretera y rodeado de arboledas.Vivía en una pintoresca cabaña demadera de cedro. En el porche sebalanceaban varias mecedoras demimbre; en mitad del jardín, atadaa dos robles, se columpiaba unacómoda hamaca. Me imaginaba amí misma pasando largas tardes de

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verano holgazaneando en esahamaca, observando las nubes.Esperando el crepúsculo, losfantasmas.

El estudio estaba situado en unacaseta separada, al nal de lapropiedad. Se accedía por uncaminito muy transitado. Seguí aCatrice por aquel sendero y nopude evitar alzar la cabeza. Un tríode cuervos sobrevolaban la casa.Los graznidos eran escalofriantes.El cielo estaba despejado y losrayos de sol que lograban ltrarse

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por el espeso follaje eran cálidos.Pero la sombra penetrante delbosque me abrumaba; la esencia apino era ominosa. Me alegrécuando por n dejamos los árbolesatrás y bajamos hacia el estudio.

La estructura en sí misma eravulgar; una construccióndestartalada a la orilla del río.Pero, dentro, el encanto rústico delas paredes de piedra concordabacon las vistas del lago, el bosque ylas montañas. Frente a losventanales se alzaba un caballete

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con un lienzo tapado. Apoyadassobre la pared del fondo, habíavarias las de cuadros acabados. Alparecer, Catrice llevaba añosacumulando pintura. La mayoríaconsistía en paisajes naturales,aunque distinguí un puñado deretratos que enseguida captaron miatención.

—Eche un vistazo —invitóCatrice—. Prepararé un poco de té.

—Gracias, pero no hace faltaque se moleste. No me quedarémucho rato.

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Me regaló una sonrisa.—No es ninguna molestia. No

tardaré ni un minuto.En cuanto salió por la puerta,

inspeccioné los cuadros. Lospaisajes eran hermosos, pero miinstinto me empujaba hacia losretratos. Los había pintado a todos,a Luna, a Bryn, a Hugh y a un tipoque intuí que era Edward. Supuseque los habría dibujado hacíamucho tiempo, porque se veíanjóvenes y la técnica de Catrice noera muy depurada. Sin embargo, a

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pesar de su poca destreza, habíaconseguido captar la esencia detodos y cada uno de ellos; losrasgos salvajes de Luna, la frialdadde Bryn y la perfección casiperversa de Hugh. No obstante, fueel retrato de Edward el que más mefascinó. Tenía las característicasfísicas de un Asher, pero percibí unbrillo neurótico en su mirada.

—Son muy viejos —aclaróCatrice—. En aquel entonces erauna novata, así que no son muybuenos.

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—No, creo que captó sunaturaleza a la perfección —dije—.¿Todavía pinta retratos?

—De vez en cuando, pero solopor diversión. Me gano el pandibujando paisajes. Tengo suerte deque se estén vendiendo tan bien enla galería.

—No creo que sea cuestión desuerte. Tiene usted mucho talento.

Encogió los hombros.—Es un don, así que no puedo

atribuirme el mérito.

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—Pero ha desarrollado ese don.—Usted también tiene un don —

dijo, y por un instante pensé que serefería a mi habilidad de verfantasmas—. Sus restauracionespueden ser tan inspiradoras comomis cuadros. O incluso más, quiénsabe.

Sorprendida, arqueé una ceja.—¿Conoce mi trabajo?¿Acaso era ella la patrocinadora

anónima?—En la cena comenté que había

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visitado su página web. Eché unvistazo a la galería de fotografías yleí varios artículos de su blog. Sutrabajo me tiene fascinada. Esevidente que tiene vocación —susurró—. Un propósito. Todos lotenemos.

De repente, una sombra quedescendió en picado tras el cristalme sobresaltó.

—¿Qué ha sido eso?—Venga a verlo —me animó

Catrice.

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Nos acercamos al ventanal. Lavista panorámica era preciosa. Yentonces avisté un cuervo volandoa ras de suelo, con las garrasextendidas. En un abrir y cerrar deojos, el pájaro agarró algo delcésped y alzó el vuelo con ungraznido triunfal. Aquella escename impactó, aunque era conscientede que era algo natural. Lasupervivencia de los más fuertes.

—Ese no ha durado mucho —dijo con regocijo.

—¿Perdón?

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—El ratón —aclaró. Le brillabanlos ojos—. Los cuervos son unoscazadores maravillosos, ¿no cree?Pueden localizar un animal tandiminuto como un roedor desde larama más alta de un árbol.También son los reyes del cielo. Losdemás pájaros los temen. ¿No se ha

jado en que el bosque estaba ensilencio absoluto cuando hemosvenido hasta aquí?

—¿Cómo ha adivinado que eraun ratón? —pregunté en voz baja.

Catrice sonrió y ladeó la cabeza.

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—Creo que está sonando latetera —dijo, y se esfumó.

A su manera, también podía seruna mujer desagradable, como susamigas. De repente, me acordé delapodo con el que Thane habíabautizado a esas tres mujeresdespués de cenar, en la bibliotecade los Asher. Las brujas deEastwick. «O mejor dicho, de AsherFalls.»

Observé el cuervo unos segundosmás y después regresé hacia elestudio. Justo en ese momento tuve

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la sensación de que alguien meestaba espiando. Era aquel retrato.La mirada penetrante de EdwardAsher. Incluso sobre un lienzo, surostro me perturbaba. Me paseépor el estudio. Habría jurado queuna mirada invisible me perseguía.Preferí no mirar por encima delhombro. En algún rincón a miderecha se oyó un chasquido muydébil. Alguien había cerrado unapuerta con mucho sigilo.

Catrice se había marchado por lapuerta que había junto a los

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ventanales, pero aquel sonidoprovenía del lado opuesto delestudio, donde se habían talladotres nichos arqueados sobre lapared de piedra. Cuando meacerqué me percaté de que uno deellos era, en realidad, una puerta.¿Alguien me había estado vigilandotodo ese tiempo?

Con sumo cuidado, deslicé elpestillo y empujé la puerta, que seabrió sin emitir ruido alguno.Entonces oí el lejano murmullo deunas voces. Estaba ansiosa por

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descubrir quién más había en elestudio. Procuré actuar consensatez y cerrar la puerta. No erapropio de mí husmear en casasajenas. Esos modales habríanescandalizado a mi madre, sinduda. Sin embargo, pese a esacensura interna, me escabullí porla puerta y avancé por el oscuropasadizo hasta llegar a otra puertamedio abierta. Me asomé por laranura y vi a Catrice.

—… Créeme, es ella —dijo.—Ojalá estés equivocada —dijo

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alguien que no sabía quién era,aunque me pareció reconocer lavoz de Bryn—, porque esosignificaría…

—Oh, Dios mío, no lo digas, porfavor —balbuceó Catrice—. Eshorrible, no quiero ni pensarlo.

—Ya lo digo yo —espetó Luna—. Alguien lo sabe.

Minutos más tarde, cuandoCatrice regresó de la cocina, yo ya

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estaba de vuelta frente al ventanal.Me di la vuelta con una sonrisa dedisculpa.

—Lo siento, pero de veras tengoque irme.

—Oh, por lo menos pruebe el té—dijo un tanto ansiosa—. Es unainfusión muy especial.

Contemplé la taza de porcelanahumeante y tuve que disimularcierta aprensión. Después de laconversación que había escuchado,no con aba en ella. Y me negaba abeber un solo sorbo de su té.

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—Debo irme, de verdad —insistí,dirigiéndome hacia la puerta—. Loprobaré la próxima vez.

—Le tomo la palabra.Dejó la bandejita con las tazas

de té sobre una mesa y meacompañó hasta la puerta. Encuanto salimos al jardín, me jé enque había levantado la vista. Deinmediato supe que estabaobservando los cuervos. Por algúnmotivo inexplicable, su expresiónembelesada me asustó.

—¿Sabrá volver hasta el coche?

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—preguntó.Forcé una sonrisa.—Sin problemas. Seguiré el

camino, y ya está.Se quedó inmóvil frente a su

estudio, hasta perderme de vista.No me atreví a mirar atrás, perosabía que me vigilaba. Igual quesus dos amigas. Se me ocurrió laterrible idea de que se habíanreunido en la caseta del estudiopara espiarme, pero ¿por qué? Eraimposible que supieran que llevaríaa Catrice a su casa…, a menos que

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fuera algo premeditado.Pero ¿por qué?Avanzaba a toda prisa por el

sendero cuando, de un modoinesperado, todas las terminacionesnerviosas me empezaron a vibrar.Fue como si un instinto que llevabaaños hibernando cobrara vida derepente. La sensación era que elpropio bosque quería alcanzarme.Una vez más oí las hojassusurrándome. Incluso losgraznidos de los cuervos meparecían familiares.

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Estaba tan en armonía con loque había a mi alrededor que hastael minúsculo chasquido de unarama me sobresaltó. Procuréconvencerme de que no era nada,tan solo un animal jugueteandobajo la maleza. O a lo mejor unpájaro revoloteando por la copa deun árbol. Pero, por supuesto, nohabía sido nada de eso. Habíaalguien ahí.

Asustada, aguanté larespiración. El silencio erapalpable. El corazón me golpeaba

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en el pecho, e incluso notaba elfuerte latido en los oídos. Se mepasaron varias ideas por la mente.La advertencia de Wayne sobre losanimales salvajes. El rostrore ejado sobre la laguna, junto ala cascada. El frío del viento, aquelhorripilante aullido. Presentía queme estaban acosando, pero quienme acechaba ¿era un humano, unanimal… o alguna criatura del otromundo?

Di unos pasos tentativos por elsendero; de inmediato, mi

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perseguidor agitó las hojas. Ahoraestaba aterrorizada. Consideré laopción de dar media vuelta ycorrer hacia el estudio, pero ¿cómopodía estar segura de que no erauna de ellas?

Tragué saliva e intentétranquilizarme. Lo último quenecesitaba era sucumbir a unataque de pánico. Mi padre sehabía criado en un bosque parecidoa este. Traté de recordar todo loque me había contado sobreanimales salvajes: «En cuanto

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perciben tu miedo, te convierten ensu presa».

En su presa.Aquella palabra me hacía

temblar de miedo. Entonces no loentendí, pero en ese momento locomprendí perfectamente. Alguienme había estado vigilando en elcementerio y me había seguido porel bosque, hasta llegar a la cima delaureles. Y ahora algo me estabaacechando. Desde que puse un pieen Asher Falls, me había convertidoen una presa.

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Y con esa idea, toda intenciónde mantenerme serena se fue altraste. Así que miré hacia delante ysalí disparada. Las zancadasparecían estar perfectamentecoordinadas con el ritmo de mislatidos. No estaba segura de si meestaban persiguiendo, pero creí oíralgo correteando por el bosque. Sinembargo, no tenté al destino, y nomiré atrás hasta que rodeé la curvaque había antes de llegar a la casade Catrice.

Apareció de la nada.

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En un segundo de distracción, seplantó en mitad del camino. Alverme correr a toda prisa, extendiólas manos para frenarme.

Gracias a años de práctica,controlé el miedo. De lo contrario,me habría puesto a chillar comouna loca. Pero logré tragarme losgritos y le esquivé. Le escuchéreírse y, en el estado de conmociónen el que me encontraba, aquellacarcajada me pareció siniestra. Noobstante, cuando habló, su vozsonó agradable.

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—Vaya —dijo Hugh—. ¿Dóndeestá el incendio?

—Yo…Me miraba como si aquello le

divirtiera.—¿Se encuentra bien?Incluso a plena luz del día, el

aspecto de Hugh Asher me dejó sinpalabras. Todo en él, desde elatuendo informal pero elegantehasta su forma de caminar, eraexcesivamente perfecto.

Y, como el día en que le conocí,

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busqué algún defecto. En estaocasión me resultó bastantesencillo. Tenía una pequeñamancha amarilla bajo lamandíbula, el vestigio de unantiguo moratón, así como unaherida en la ceja izquierda. Sehabría metido en algún lío, supuse,aunque me pareció algo raro.Recordé el corte en la sien deThane, sus nudillos amoratados.¿Se habían peleado?

Desvié la mirada hacia otrolado.

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—Vengo del estudio de Catrice,pero me ha parecido oír algomoviéndose por el bosque.

Hugh escudriñó el sendero.—Lo más probable es que haya

sido un ciervo. Quizás un coyote,aunque no salen a corretear hastael anochecer.

Como los fantasmas.—Soy una chica de ciudad —

dije, ngiendo normalidad—. Noestoy acostumbrada a la vidasalvaje.

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—A muchos les cuesta tiempoacostumbrarse.

Su modo de mirarme me hacíasentir incómoda. Me preguntabaqué estaría haciendo allí. ¿Acasotambién había venido a espiarme?

—¿Cómo va la restauración? —preguntó sin abandonar suamabilidad. Sin embargo, por muyagradable y encantador que semostrara, no me apetecía entablaruna conversación con él. Lo únicoque quería era irme a casa.

—Bien.

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El tipo seguía allí plantado,aunque no parecía tan relajadocomo creía. Le brillaban los ojos detensión, de emoción.

—Cuando era niño meencantaba jugar al escondite enaquella colina. No es un juego aptopara cardiacos. Reconozco que porla noche me daba miedo.

—Me imagino.—Hay rincones ahí arriba donde

uno puede esconderse y dondepodría pasar días sin que nadie loencontrara. Puede que nunca lo

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hicieran.Como la cima de laureles, pensé.—Y hablando del cementerio…,

debería irme —dije. Fue la primeraexcusa que me vino a la mente.

—No la entretendré. ¿Por qué noviene a cenar una noche? Marisestará fuera unos días, y la casa esdemasiado grande para treshombres solos.

—Estoy segura de que Lunaestará más que encantada dehacerle compañía —le solté. No

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podía dar crédito a lo que acababade decir.

Hugh arqueó una ceja, divertido.—Creo que mi padre la ha

subestimado —murmuró.—¿A qué se refiere?Una sombra le oscureció la cara.—No lo sabe, ¿verdad?—No tengo la menor idea de a

qué se re ere. Si me disculpa…,tengo trabajo que hacer.

Así que me aparté y caminéhacia el coche. Esta vez miré atrás,

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pero Hugh Asher se habíaesfumado.

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Capítulo 25

Esa tarde Thane vino a verme.Nos sentamos en la escalera delporche trasero, donde todavía dabael sol, y dejé que Angus corretearapor el jardín. Al principio apenashablamos. Seguía preocupada yperturbada por la conversación quehabía oído en el estudio de Catrice,y también por ese encontronazocon Hugh. No comprendía por qué

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creía que Pell Asher me habíasubestimado. «No lo sabe,¿verdad?»

Thane apoyó los codos sobre elúltimo escalón y estiró las piernas.Los dos contemplábamos lasuper cie titilante del lago Bell.Nadie adivinaría la oscuridad queyacía bajo aquel brillo sedoso, peromi habilidad de ver fantasmashabía estimulado mi imaginaciónhasta tal punto que podíaimaginarme una necrópolissumergida, junto con los

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monumentos volcados y ángelesincrustados. También veía a Freya,flotando entre las lápidas.

Me giré hacia Thane.—¿Puedo preguntarte algo?Hizo un gesto de indiferencia.—Claro.Bajo la luz del sol, sus ojos se

veían más claros, más verdes, pero,al igual que el lago Bell, escondíasecretos bajo aquella super cie tanapacible. Pese a que no le conocíadesde hacía mucho tiempo, había

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detectado ciertos detalles queevidenciaban una inquietud oculta.Destellos de un rencor arraigado.

—¿Por qué me explicaste toda lahistoria del cementerio inundadocuando nos conocimos, en el ferri?¿Querías asustarme?

Esbozó una sonrisa, pero surostro permaneció impasible.

—En absoluto. Solo queríaentretenerte con alguna pequeñaanécdota local. Me guré que unarestauradora de cementeriosapreciaría una buena historia de

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miedo. ¿No es así?—Ni te lo imaginas.—¿Lo ves? Lo sabía.Cerró los ojos y disfrutó del calor

del sol.—Ahora que pienso en aquella

conversación, hay algo que meintriga —dije—. No sabía nada deti ni de este lugar y, sin embargo,tú ya te habías informado sobre mí.

—No lo su ciente —rebatió conuna sonrisa bromista—. Cuéntametus secretos más profundos, más

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oscuros.—No sabría por dónde empezar.—¿Qué tal por tu infancia? ¿Por

tus años de adolescencia? ¿Cómoeras en el instituto? ¿Salías conmuchos chicos? ¿Eras popular?

Le fulminé con la mirada.—Qué va.—¿Maduraste tarde?—Podría decirse así.Un fantasma solía deambular

por los pasadizos de mi instituto, loque me había impedido apuntarme

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a actividades extraescolaresdespués del anochecer. De todasformas, tampoco habría querido.Cuando empecé el instituto, mireputación de chica solitaria habíacorrido como la pólvora. En lugarde reinventarme, opté por aceptaresa soledad, así que me encerré enmi santuario de Rosehill con mislibros favoritos como únicacompañía.

—Crecí en un cementerio, asíque puedes imaginar lo popularque era.

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Sonrió de oreja a oreja.—¿Se burlaban de ti?—En realidad, no. Más bien me

ignoraban.—¿Te sentías sola?Titubeé.—Sí, a veces. Pero había

aprendido a estar sola desde muypequeña. Mi infancia fue idílica. Almenos… durante un tiempo.

Hasta que vinieron losfantasmas.

—Eso es más de lo que mucha

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gente puede decir.Le lancé una mirada de

curiosidad.—¿Y tú? No te imagino un niño

introvertido.—No, introvertido no es la

palabra. Tenía demasiado quedemostrar. Tenía que estar siemprea la altura.

—¿Porque eras un Asher?El rostro se le ensombreció.—Porque no era un Asher.—¿Fue duro venir a vivir aquí?

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—Sí, pero sobreviví. En laacademia Pathway, o comes, o tecomen. Igual que en la casa Asher.

—Eso no suena muy agradable.Entornó los ojos.—Es lo que hay. La

supervivencia de los más fuertes.Aquellas palabras me recordaron

de nuevo la charla entre las tresamigas. Me abracé la cintura y mepuse a tiritar.

—¿Tienes frío?—No… tan solo un mal

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presagio.—Vaya.—¿Puedo hacerte una pregunta

sobre tu padrastro?—¿Sobre Edward? ¿El qué?—¿Cómo era?Thane meditó la respuesta

durante unos instantes.—No era como Hugh ni como el

abuelo. Tenía el encanto de losAsher, pero era mucho mástranquilo. Más reservado. Al menosasí es como le recuerdo.

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—¿A qué se dedicaba?—Ni idea. Probó varios o cios,

pero siempre acababa recurriendoa la herencia familiar.

¿Era una nota de amargura loque había detectado en su voz? No,se parecía más a la resignación. Supropio abuelo había a rmado queThane había invertido másesfuerzos en restaurar laspropiedades familiares que Edwardo Hugh. Y con todo tenía queluchar por ese lugar.

—Ansiaba liberarse de las

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cadenas de los Asher —dijo Thane—, pero nunca lo consiguió.

—¿Y tú?—No me siento en una cárcel.

Me gusta lo que hago.—¿Y qué haces exactamente?—Podríamos decir que trabajo

como supervisor. La madera y laexplotación minera hicieron ganara la familia una inmensa fortuna,pero ahora solo nos dedicamos agestionar inversiones, aunque losnegocios han caído bastante —

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explicó—. Entiendo los motivos queempujaron a Edward a marcharse.El abuelo puede llegar a ser muycontrolador. A veces esinsoportable.

—¿Tan controlador como paraintentar romper tu relación conHarper?

—Como para jugar a ser Dios —puntualizó con tono serio.

—¿Crees que Edward estabaenamorado de Freya? —aventuré.

Eso le pilló por sorpresa.

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—¿Por qué lo preguntas?—Por nada. Me pica la

curiosidad, solo eso.Se encogió de hombros.—Teniendo en cuenta su

reacción al ver la fotografía,apostaría todo mi dinero a quemantenían algún tipo de relación.No creo que al abuelo le hubierahecho mucha gracia.

—¿Crees que él los separó?—¿Acaso importa? Ocurrió hace

mucho tiempo, y los dos están

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muertos.—Lo sé, pero estas relaciones me

tienen fascinada. Freya y Edward.Edward y Bryn. Wayne y Luna.Luna y Hugh. Son tan…

—¿Incestuosas?—Enrevesadas, diría yo.—Así son las cosas en un pueblo

pequeño —sentenció Thane—.Sobre todo si está tan aislado yapartado como Asher Falls.

—¿Nunca has pensado enmudarte?

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Frunció el ceño.—¿Mudarme? ¿Por qué? Este es

mi hogar. Pertenezco a este lugar.Medité sobre la familiaridad de

aquellas palabras. Encogí laspiernas, me las abracé hacia elpecho y apoyé la mejilla sobre lasrodillas. Qué lugar tan extraño yespeluznante. Historias oscuras.Demasiadas emociones todavíapalpables tras aquella fachada tanbucólica. Y, sin embargo, ahíestaba, y no tenía intención deirme hasta averiguar la verdad.

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Hasta encontrar mi lugar.Contemplé la cima que

sobresalía por encima de la crestade la montaña. Y entonces oí aquelmurmullo. El inconfundible susurroque se propagaba entre los árboles.

A mi lado, Thane contuvo elaliento. Me estaba mirando con losojos como platos. Había palidecidoy parecía trastornado, aunque nohabía visto ni oído nada queperturbara la calma que serespiraba en el jardín.

—¿Qué pasa? —pregunté, un

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tanto inquieta.Alargó el brazo, como si quisiera

tocarme, pero el miedo se loimpidió.

—Dios mío —musitó—. ¿Quiéneres?

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Capítulo 26

Thane seguía mirándomehorrorizado.

—¿De qué estás hablando? Yasabes quién soy.

—Es como ver…—¿Qué?Algo en mis entrañas había

empezado a retorcerse. Intentémirar hacia otro lado, pero laintensidad con la que me

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observaba no me lo permitió.—Mientras mirabas las

montañas, justo ahora…, tuexpresión… —balbuceó. Se quedócallado unos segundos. Al cabo deun instante, añadió—: Esto es unalocura.

—¿El qué? Por favor, dímelo.Pero no le estaba escuchando.

En mi cabeza se agolpaba untorbellino de ideas imposible deordenar. Me aterraba mi obsesiónpor la verdad y el destino. Elsecreto que quizá descubriera allí, y

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hasta qué punto podía cambiarme,me asustaba. Sentía una especie deconexión con lo que me estabaesperando en aquella montaña. Yel vínculo que me unía a la tumbaoculta me asfixiaba.

Había una razón que explicabapor qué veía fantasmas. No erafruto de la casualidad ni tampocopodía ser un don hereditario,porque era adoptada. ¿Quién era?¿Dónde estaba mi lugar? ¿Por qué,después de tantos años, habíaacabado en Asher Falls?

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Thane sacudió la cabeza.—Ha sido uno de esos momentos

tan extraños. Un déjà vu, o algo así.—Me ha parecido más que un

s i m p l e déjà vu. Estabasdescompuesto.

—No, descompuesto, no. Tansolo… sorprendido —susurró. Mepercaté de que quería tomárselo abroma, pero sonó demasiadoforzado—. Perdona si te heasustado. Me ha parecido ver algoraro. Como tú aquel día en la cimade laureles, ¿te acuerdas? Me

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confundiste con otra persona.—Me acuerdo.—Creímos que era por la falta

de sueño. El cansancio nos juegamalas pasadas.

Quería encontrar unrazonamiento lógico que explicaralo que acababa de ver. Pero ¿aquién había visto? ¿Qué habíavisto?

—¿Qué me dijiste tú aquel día?—Que había soñado despierta —

murmuré.

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—Sí, sí. Es justo eso. En n, hasido interesante.

—¿No piensas contármelo?—No, creo que lo mejor será

dejarlo correr —respondió—.Cambiando de tema…

Pero ambos nos quedamoscallados, atrapados por el peso denuestros secretos. Las sombras seextendían en el lindero del bosque.El sol ya no iluminaba de pleno lasescaleras del porche. Tan solo unosrayos conseguían ltrarse entre lasramas de los árboles. Estaba

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agotada por el trabajo delcementerio, pero estaba tanagitada que sabía que esa noche nopodría descansar. De repente,recordé la visión que había tenidoen la cascada. Visualicé de nuevoaquella pareja desnuda yentrelazada junto a la orilla,rodeados de criaturas. La propiatierra temblaba con aquella pasióndesenfrenada, atroz.

—¿Qué ocurre?Ruborizada, aparté la mirada,

pero Thane se inclinó y me cogió

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por la barbilla para poder mirarmea los ojos.

—Perdona, no pretendíaofenderte. No sé ni por qué hedicho eso.

—No es por eso. Estabapensando en algo que dijistedespués de la cena en tu casa,cuando estábamos ojeando aquellasimágenes —mentí. No eraexactamente lo que tenía in mente,pero no tuve el valor de decirle laverdad—. Comentaste que Luna,Bryn y Catrice eran bastante

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excéntricas. Las llamaste brujas.¿Qué quisiste decir con eso?

—Fue una broma. Aunque desdesiempre las ha rodeado ciertomisterio —reconoció—. Un toquede misticismo, incluso. Las tres selas han ingeniado para prosperarmientras el resto del pueblo sepudre. A pesar de las habladurías,sospecho que es más una cuestiónde inversiones acertadas y debuena genética que de brujería.

Le miré de reojo.—¿Qué habladurías?

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—Los cotilleos típicos de unpueblo pequeño combinados conlas leyendas de las montañas.Corre el viejo rumor que aseguraque las Hijas de Nuestros ValientesHéroes fue un aquelarre.

Me quedé atónita.—Pensé que era una sociedad

histórica.—Ya te lo he dicho, es un viejo

rumor.El aire se había enfriado.—¿Por qué no me contaste nada

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de esos rumores cuando te expliquéel significado del Drudenfuss?

—Me dio la sensación de queestabas un poco asustada. Ytampoco es para tanto. Un pueblocomo Asher Falls alimenta todotipo de supersticiones ychismorreos, en particular cuandose trata de esas tres mujeres. Apesar de ser muy distintas, han sidoamigas inseparables desde niñas. Yahora, como no han formado unafamilia…

—¿Y qué hay de Sidra?

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—Ah, sí. Sidra.—¿A qué viene ese tono?Se quedó callado unos segundos.—Sidra también es todo un

enigma, por si no te habías dadocuenta.

—Es diferente, pero me caebien. Parece una viejecita. Es másmadura que las demás chicas de suedad.

—Y no es de extrañar. Nació conuna disfunción cardiaca grave. Losmédicos estimaron que no viviría

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más de doce años, pero ella parecehaber desafiado al destino.

Sidra era una muchacha decomplexión pálida y miradacautelosa. A pesar de su aspectofrágil, sospechaba que poseía unagran fortaleza interior. Ahora sabíapor qué. Quizá su enfermedad teníaalgo que ver con su habilidad paraver fantasmas. Pero esa explicaciónno servía en mi caso, porque nopadecía ningún problema cardiaco.Siempre había presumido de unasalud excelente.

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—¿Dónde está su padre? —quisesaber.

—Falleció hace años. Si lamemoria no me falla, fue unamuerte repentina. No recuerdomucho sobre él, salvo que amasabauna gran fortuna y que era muchomayor que Bryn —respondió.Thane se quedó mirando el lago,pensativo—. ¿A qué vienen tantaspreguntas sobre Luna y sussecuaces?

—¿Así es como las llamáis poraquí? ¿Luna y sus secuaces?

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—Es un decir. De todas formas,¿por qué tanto interés?

Vacilé durante unos instantes,insegura de si debía contárselotodo.

—Este mediodía ha ocurridoalgo extraño. Me encontré conCatrice en el pueblo y me pidió quela llevara a casa. Después seofreció a mostrarme el estudio. Enningún momento mencionó quehubiera alguien más en su casa,pero oí a Bryn y a Luna en lahabitación contigua al estudio. Y

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justo cuando me disponía amarcharme, me topé con Hugh.

—¿Y?—¿Por qué no me dijo que había

alguien más por ahí? ¿Por qué susamigas ni siquiera salieron asaludarme? ¿No te parece extraño?

—Pues sí, la verdad.—Muy extraño. Me dio la

sensación de que se habían reunidoen el estudio para… vigilarme.

—Para vigilarte —repitió—. Esoes…

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—Perturbador, ya lo sé.—Y puede que un poco

paranoico —sugirió él. Aunque melo dijo risueño, intuía que hablabaen serio. Sonaba paranoico—. ¿Porqué querrían espiarte? —preguntócon suma cautela, como paratranquilizarme.

Me abracé las rodillas.—No lo sé. Pero no son

imaginaciones mías. Me estápasando algo muy extraño, Thane.Tengo una sensación horrible…,una premonición —confesé, y

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desvié los ojos hacia las montañas—. Tú también debes de notarlo —susurré.

Él también miró hacia elhorizonte.

—¿Y qué crees que te estápasando?

—Ni idea, pero tiene que ver conla inundación de Thorngate. Y conla muerte de Freya. Y sospecho quetambién con el ataque a Wayne, ycon la tumba oculta sobre la cimade laureles. Todo está conectado.Existe una especie de plan, una

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confabulación. Sé que parece unalocura, pero no puedo dejar depensar que estoy aquí por unmotivo.

—Es que estás aquí por unmotivo —interrumpió—. Pararestaurar el cementerio.

—Pero piensa en lascircunstancias —rebatí, con unapizca de desesperación. Ahora yano le cabría ninguna duda de queera una paranoica—. La donaciónque sirvió para contratar misservicios fue anónima. ¿Por qué?

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¿Y por qué restaurar Thorngateahora, después de tantísimos añosde abandono? ¿Por qué meescogieron a mí, en lugar de a otrorestaurador con mucha másexperiencia?

—Tus credenciales sonimpresionantes —razonó, pero nole creí—. ¿Por qué si no habríasvenido aquí? —preguntó en vozbaja—. Es la primera vez quevisitas Asher Falls, y no tienesfamilia aquí.

—Todavía no tengo una

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respuesta a eso. Pero hay unvínculo, lo sé. —La brisa arrastróuna hoja seca hasta mi pierna—.¿Recuerdas aquel día, en lacascada, cuando te dije que sentíauna vibración? Era una palpitaciónintensa, como el temblor de unacorriente eléctrica. Sin embargo, túno la sentiste, porque provenía demi interior. Es este lugar, estatierra…, las montañas me estánllamando, y algo en mis entrañasestá respondiendo a esa llamada.

La expresión de Thane era

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indescifrable. De repente se pusoen pie y me ofreció la mano.

—Demos un paseo.Angus nos siguió por el caminito

de piedras, pero no se atrevió aacercarse al muelle de madera.Pre rió quedarse en tierra rme,vigilando. Thane y yo atravesamosel muelle. Cuando alcanzamos lapunta, nos asomamos sobre esasprofundidades tan turbias.

El sol había empezado a ponersetras las copas de los árboles; lassombras del bosque oscurecían la

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orilla del lago. Me incliné sobre labarandilla y, entre penumbras yalgas, me esforcé por vislumbrarlas lápidas y los monumentos deaquel cementerio acuático. Simiraba con atención, ¿vería elfantasma de Freya otar hasta lasuperficie?

—¿Alguna vez has estado ahíabajo? —le pregunté a Thane—.Me re ero a Thorngate. Cualquierniño aventurero querría verlo.

—Una vez buceé por el lago —admitió—. Tendría doce o trece

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años.—¿Y cómo era?—La visibilidad es bastante

limitada. Hay un montón desedimentos y escombros. No vininguna tumba ni ninguna lápida.Ni ataúdes ni huesos humanos —añadió con una sonrisa—. Perohabía una estatua…, un ángel. Laescultura seguía en pie, y aparecióde la nada justo delante de mí.Aquel día hacía un sol espléndido,así que la vi con claridad. Y, derepente…, cobró vida. Fue…

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inquietante.—¿Y qué hiciste?—Nadar hasta la super cie y

salir pitando de allí —reconoció.—¿Volviste a bucear por encima

del cementerio?—No, pero no por el ángel —

susurró. Apoyó los brazos sobre labarandilla y clavó la mirada sobreel lago, que en ese momentoparecía un espejo—. Me parecióuna intromisión. Una falta derespeto. Como si estuviera

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perturbando su descanso —admitió—. No te cortes, debes de pensarque soy un chalado.

Recogí un mechón de cabellodetrás de la oreja.

—Soy la chica que sientevibraciones espectrales,¿recuerdas?

Sonrió, pero en sus ojos distinguíalgo oscuro, algo que me hizotemblar antes de que me cogiera lamano.

—Sobre esas vibraciones…

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Quizás esa llamada de la quehablas no proviene de esta tierra nide esas montañas.

Aparté la mirada.—¿Te hago sentir incómoda? —

preguntó.—Sí, porque presiento que tú

también formas parte de esto.—Tu idea de la confabulación es

ridícula, Amelia. El destino noexiste. Los sentimientos no sepueden controlar, solo tienes queconfiar en ellos.

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Pensé en la chica con la quehabía estado a punto de casarse,Harper. Pell había dicho que erainestable, un peligro para ella ypara los demás. Igual que lafamilia de Devlin, había fallecidoen un terrible accidente de coche.Pero su fantasma no planeaba porAsher Falls. Por alguna razón, noacechaba a Thane.

Me sentía observada.—Esto es muy difícil para mí —

dije, con voz temblorosa.Asintió.

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—Lo entiendo. Todavía no hassuperado lo de ese detective. Nadieconoce mejor que yo cuánto cuestadesprenderse de los recuerdos. Perono debes anclarte en el pasado,Amelia. A veces, el mejor modo deseguir con tu vida es precisamenteese, seguir con tu vida.

—¿Y si no estoy preparada?—No pasa nada. No te

presionaré. Pero no pienso irme aningún lado.

—No tienes que hacerlo. Encuanto acabe la restauración, me

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marcharé de Asher Falls.El comentario le entristeció.—Charleston no está tan lejos.¿De veras? En aquel momento,

mi querida ciudad y mi queridodetective parecían estar akilómetros de distancia.

—¿Por qué yo? —musité.Me acarició la mejilla con los

nudillos.—¿Y por qué no?Un tremendo escalofrío me

sacudió el cuerpo.

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—Una vez Ivy me dijo quenunca escogerías a alguien comoyo…, a una forastera.

—¿Eso te dijo? —repitió,molesto—. Ivy es una chica conproblemas. Creo que la falta deapoyo familiar le está afectando.Su padre es un destacado abogadoen Columbia, y su madre siempreestá de viaje. Pasa la mitad deltiempo sola. Esa pobre chica llevamedia vida mendigando atención.Por eso nunca he querido serdemasiado duro con ella. Pero no

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tiene ni idea de qué elegiría, ni deningún otro asunto de mi vidaprivada.

—Pero en este pueblo hay unsistema de castas. La propia Sidrame ha confesado esta mañana queno le permiten visitar a TillyPattershaw porque no es una deellos.

Dejó caer la mano. Su irritaciónera casi palpable.

—Habrá repetido como un loro asu madre. Bryn es una esnobinsufrible.

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—No, Catrice también dijo algoparecido —protesté. Agaché lamirada y me vi las ampollas de lasmanos. De inmediato pensé en lasquemaduras de Tilly—. Me dijo queFreya siempre intentaba encajar enun sitio al que no pertenecía. Poreso aparecía en las fotografías,porque quería ser una de ellas.

Thane suspiró.—Eres consciente de que todo

esto suena un poco a obsesión,¿verdad?

—Sí.

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Se quedó observándome unosinstantes.

—¿Por qué te importa tantotodo esto? Ocurrió hace mil años.

—El otro día, tú mismo dijisteque era tu responsabilidaddescubrir quién está enterrado enesa tumba oculta, porque lapropiedad pertenece a los Asher.Bien, yo siento una responsabilidadparecida por Freya.

—Pero ¿por qué? Ni siquiera laconociste. Lleva muerta muchosaños.

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Pensé en su fantasmacerniéndose sobre el muelle, justodonde nos encontrábamos ahora, ysentí algo en mi interior, esaprofunda tristeza que no mepertenecía, pero que, de algúnmodo, formaba parte de mí.

—Ni yo misma lo entiendo, peroquiero descubrir qué le ocurrió.Quiero saber por qué nadie de estepueblo está dispuesto a hablar desu muerte.

—Así funcionan las cosas poraquí. La gente solo se ocupa de sus

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asuntos, y punto.—¿También cuando se trata de

peleas de perros y tumbas ocultas?—le solté.

—Cuando se trata de cualquiercosa.

Clavé la mirada en las oscurasaguas del lago e imaginé elfantasma de Freya. En mi mente,la veía con un elegante vestido denovia. Una suave brisa leacariciaba el pelo. Si descubría loque le había pasado, ¿podríadescansar en paz? ¿Me dejaría

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tranquila?¿O regresaría cada crepúsculo

para alimentarse de mi calor, de mienergía, para prolongar supresencia en el mundo de losvivos?

Fuera como fuera, tenía queaveriguarlo.

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Capítulo 27

Cuando Thane se marchó, yo mequedé en el jardín para admirar elatardecer. El sol ya habíaempezado a esconderse en elhorizonte. El aire y la luzcambiaron, y las nubes que seesparcían por el cielo se tiñeron derojo sangre. El crepúsculo estabacerca. Pero esta vez no noté unavibración, ni siquiera una suave

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palpitación, sino una quietudabsoluta.

Un aliento contenido…Y allí estaba, tal y como había

presentido. El fantasma de Freya.Su silueta iridiscente apareció un

segundo antes de que Angusgruñera una advertencia. No megiré hacia ella, por supuesto. Nopodía desobedecer las normas demi padre otra vez, así que me sentéallí, tiritando del frío y mirándolapor el rabillo del ojo.

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El espectro otó por encima delmuelle. Se detuvo frente alcaminito de piedras, como si unabarrera invisible le impidieraavanzar un paso más. Sin perderleel rastro, traté de calmar a Anguscon palabras tranquilizadoras, peroel esfuerzo fue en vano. Caminabade un lado a otro, nervioso. Elpelaje del lomo se le había erizado.

—No pasa nada —murmuré—.Aquí estamos a salvo.

A salvo. ¿De veras?Tan solo un puñado de metros

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nos separaba del campo sagrado.Esa era la única regla que no habíacambiado desde mi pequeñoromance con Devlin. Ningúnfantasma había penetrado en misantuario. Así que daba porsentado que el espíritu de Freyatampoco podría traspasar la puertade mi refugio.

Sin embargo, en lugar deretirarme hacia la casa, di mediavuelta, ngiendo contemplar ellago. Lo primero que llamó miatención fue su comportamiento.

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No me estaba fulminando con lamirada, como había hecho laprimera noche. Ni tampoco meestaba desa ando, como en lasegunda. No me transmitió suconfusión ni su ira, ni tampococualquier otra emoción. Tan soloestaba… ahí, suspendida en eseextraño momento intermedio enque las estrellas compartíanescenario con los últimos rayos desol. Atrapada en aquel resplandorescalofriante, se cernía inmóvil,hasta que la miré. Entonces, con

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suma lentitud, levantó la cabeza yme atravesó con sus ojosfantasmales.

El corazón se me paró de golpe.Al expulsar el aire de mis pulmonessentí un profundo dolor. Nosoplaba ni un atisbo de brisa, peroun frío helado me mordió laespalda y una ráfaga de miedo meazotó la nuca. Me arrepentía de nohaber seguido hacia delante porqueno podía moverme. El terror meparalizó. Advertí unos tentáculosnebulosos tratando de alcanzarme

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para conectar mi mente con elespíritu de Freya. Durante esefugaz momento de iluminación,todos los sonidos de mi alrededorenmudecieron. Sin embargo, elsilencio bullía de ruidosimaginarios, de gemidos, desusurros, de sonidos infernales queamenazaban con transformarse enun grito real.

Proyecté su imagen en mimente, pero no como un fantasma.Despojada de la fachada etérea yde la belleza irreal de su espectro,

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Freya se mostró con la grotescamáscara de la muerte. Vi sucadáver. No había perdido la vidaen un incendio trágico. Había sidoasesinada. Alguien le habíarasgado la garganta, de oreja aoreja. Yacía sin vida sobre el suelo,con los ojos abiertos y moribundos,y advertí la silueta de una tripaembarazada tras el vestidoensangrentado.

Ocurrió en un parpadeo. Encuanto sopló una brisa del lago, lavisión empezó a esfumarse. Pero

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seguía paralizada, incapaz demoverme, de respirar. Deinmediato agarré la piedra quecolgaba de mi collar. La apreté contodas mis fuerzas en un intento deinvocar la protección delcementerio de Rosehill. No solo pormí, sino también por Freya y porsu hijo nonato.

El fantasma de Freya también sediluyó. Tras ella se extendía el lagoBell, donde una neblina searremolinaba sobre la super cie.En las profundidades, las

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campanas empezaron a tocar paradespertar a los muertos.

El espectro se giró hacia el aguay ladeó la cabeza para escuchar eldiscordante tintineo. Miró atrás yluego desapareció.

Me quedé en la escalera, ante laniebla que se enroscaba sobre ellago. Mi indiferencia por lasnormas de mi padre era algotemerario y estúpido. Y, sin

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embargo, no me moví.Fue como si quisiera retar al

fantasma de Freya a volver. Noentendía el porqué de mi actitud.¿Qué me estaba ocurriendo?¿Cómo era posible que aquel lugarme atrajera y repeliera al mismotiempo?

Una vocecita me dijo: «Vete acasa. Olvídate de este pueblo.Olvídate de las almas inquietas, delasesinato de Freya y de esa tumbaoculta en la cima de laureles.Olvídate de Pell Asher, de Luna

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Kemper y de la pobre TillyPattershaw, de sus aves heridas ysus manos quemadas. Olvídate dela presencia que merodea por lasmontañas, de esas extrañasvibraciones y de las campanas querepican por los muertos bajo ellago. Olvídate de tu conexión conAsher Falls. Olvídate de que algunavez estuviste aquí».

Inspiré hondo y solté el airepoco a poco. No podía olvidarmede todo aquello. Ahora sabía queFreya había muerto asesinada. Con

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toda seguridad, yo era la únicapersona, además del asesino, que losabía. Aunque hubieran pasadomuchos años, tenía que hacersejusticia. Tal vez por eso estaba allí.

Angus había estado todo esetiempo tumbado a mis pies. Depronto, se levantó y trotó por elcaminito de piedras. Se acercódemasiado a la orilla. A la niebla.El pulso se me aceleró deinmediato.

—¡Angus, vuelve aquí!Me miró y me respondió con un

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ladrido. Meneaba la cola confrenesí, pero hizo caso omiso a miindicación, y yo no quería ir abuscarlo. La niebla ya habíareptado hasta la orilla del lago. Losespíritus no tardarían endespertarse. Todas esas almasinquietas, tratando dealcanzarme…

Me estremecí. Volví a llamarle.—¡Angus! ¡Vamos, chico!

¡Volvamos a casa!Otra mirada lastimosa, otro

ladrido y entonces salió corriendo

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al punto exacto donde el fantasmahabía desaparecido.

Dios mío, ¿qué habíaencontrado? ¿Y de verdad queríaaveriguarlo?

A regañadientes, me puse en piey avancé hacia el muelle, con lamirada clavada en el lago, enaquella neblina espeluznante.

—¿Qué pasa, Angus?La ofrenda yacía sobre una de

las piedras.Por un momento creí que me

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encontraría con un charco desangre, así que me sorprendí al veruna rosa y un pimpollo, ambos conlos tallos repletos de espinas.

En cuanto me agaché pararecogerlos, la rosa empezó amarchitarse.

No pegué ojo en toda la noche.Me pasé varias horas tumbada enla cama cavilando sobre elasesinato de Freya. Cuando murió

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estaba embarazada. Por algunaextraña razón, quería hacermesaber que estaban enterrados enaquella tumba oculta, y no en elcementerio, tal y como Thanehabía apuntado. Y eso me llevó ala siguiente pregunta: ¿quiéndescansaría en su tumba deThorngate?

¿Quién habría perdido la vida enaquel terrible incendio? ¿Quién sehabía ocupado de aquel lugar dedescanso en la cima de laureles?¿El asesino?

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La voz de Luna retumbó entre laoscuridad: «Alguien lo sabe». ¿Serefería al asesinato de Freya? Laspreguntas no paraban deasaltarme. Puesto que estaba muydesvelada, traté de pensar enposibles sospechosos. Deseabaapuntar a Edward como culpableprincipal; estaba muerto, y eso mehabría facilitado mucho las cosas,pero sospechaba que el asesinotodavía vivía en Asher Falls.Habían pasado tantos años que elculpable debió de pensar que podía

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seguir con su vida como si nada. Yentonces descubrí aquella tumbaoculta. Empecé a hacer preguntasincómodas sobre Freya. Y ahora mehabía convertido en alguienpeligroso.

Angus gimoteaba en sueños.Aquellos quejidos no parecían másque una manifestación de mipropia ansiedad. El agotamientoempezó a hacer mella en mí y por

n me dormí, aunque mi mente noparecía estar dispuesta adescansar. Soñé con Freya y con su

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bebé nonato. En el sueño tambiénadvertí a alguien, esperándolajunto a las cataratas.

De repente, las imágenes sedistorsionaron y dieron paso a otraescena. Thane y yo estábamosenredados junto al estanque, con labruma acariciándonos la tez. Elcorazón me latía con fuerza; todoel cuerpo palpitaba con lanecesidad de sentirlo en lo másprofundo de mis entrañas. Meaferré a él con desesperación y learañé la espalda. Pero el dolor

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parecía excitarle todavía más.Durante un instante, Thane setransformó en algo más salvaje,más hermoso, más propio de otroplaneta.

—Pronto —murmuró.Y después hundió la boca ente

mis pechos; yo respondí a sussacudidas rítmicas. Las criaturas seagitaron. Una por una fueronsaliendo de sus madrigueras paraobservarnos. No eran fantasmasesta vez, ni los espectros queDevlin y yo habíamos invocado con

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nuestro deseo, sino aberracionesque no pertenecían ni al mundo delos vivos ni al reino de los muertos.

Una ráfaga de viento soplódesde las montañas, alborotandolas hojas e impregnando el clarocon aromas nocturnos. Aquellosseres espeluznantes empezaron aaullar. ¿O aquel sonido proveníade mí? Traté de empujar a Thane,pero había desaparecido. Estabasola junto a la orilla, temblando defrío y envuelta en el rocío de lascataratas. Encogí las piernas y me

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abracé las rodillas. Nunca me habíasentido tan perdida, tan sola. Tanaterrorizada.

Levanté la mirada y advertí quealguien me vigilaba desde la cimadel peñasco. Pero no era Ivy, sinoLuna…

Su mirada resplandecía como lade un felino bajo la luz de lasestrellas. Bajó trepando delacantilado, seguida de Bryn yCatrice. El trío de amigas formó uncírculo a mi alrededor. Yo hundí lacara entre mis brazos.

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Unos labios desconocidos mebesaron el cabello. Noté un alientoen el cuello y la caricia gélida deunos dedos por la espalda. Meayudaron a ponerme de pie.Canturreaban una diabólicamelodía mientras me vestían. Meestaban acicalando con el traje denovia de Freya.

Entre los pliegues diáfanos,advertí que asomaba una tripaincipiente. Y sentí un segundocorazón palpitando en miinterior…

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Me despertó mi propio gritoahogado. Con el corazón a puntode salirme por la boca, me llevé lamano al estómago. Tardé unossegundos en darme cuenta de quehabía sido una pesadilla. Oh,gracias a Dios.

La temperatura en la habitaciónhabía bajado. Me incorporé sobreel cabezal y me tapé hasta labarbilla. La cama improvisada deAngus estaba vacía. Se habíaacercado al ventanal para echar unvistazo. Cuando me oyó

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desperezarme, miró a su alrededor,pero enseguida volvió a pegar elhocico en el cristal, como siestuviera espiando algo que semovía por el jardín.

—¿Qué pasa? —susurré, y melevanté de la cama.

Fui hasta la ventana para echarun vistazo. Al principio, no vi nadaextraño. Pero, poco después, justoen el lindero del bosque, vislumbréuna sombra más oscura que lasdemás. Tenía la silueta de un serhumano. Empecé a temblar.

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Alguien… o algo estaba vigilandola casa.

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Capítulo 28

Angus y yo fuimos al cementerioal día siguiente. El cielo estabadespejado y hacía un día tancaluroso y tranquilo que incluso mecostaba creer todo lo que me habíaocurrido desde la última vez queestuve en Thorngate. Ahora sabíaque Freya había muerto asesinada.La habían enterrado embarazadade varios meses en la tumba que

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yacía en la cima de laureles.Pero ¿qué podía hacer con esa

información? Acudir a la policíaera impensable, y no estabapreparada para iniciar unainvestigación sola. Mi interés porla muerte de Freya y esa tumba yahabían levantado sospechas, y meestaban vigilando. A partir deentonces, debía actuar con muchomucho cuidado. La revelación delespectro de Freya había sidoinesperada. No sabía qué hacer, asíque tenía que continuar con la

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restauración, como si no supieranada. Estaba ansiosa por regresara la tumba oculta y buscar pistas,pero no me atrevía a escalar hastala cima de laureles sola. Estabademasiado apartada. «Hayrincones ahí arriba donde unopuede esconderse y donde podríapasar días sin que nadie loencontrara. Puede que nunca lohicieran.»

Me abrí camino entre las lápidascon un ojo puesto en el mausoleo.Me puse a trabajar de espaldas a la

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puerta del cementerio, con andoen que Angus me alertaría si algunacriatura animal, humana o decualquier tipo se acercaba por lacarretera o rondaba agazapadatras los matorrales.

Armada con unas tijeras depodar y un machete, arrasé conganas la maleza que crecía junto ala verja. Varios matorrales dekudzu se habían arrastrado desdela arboleda para ahogar a algunosde los monumentos. Los tallos másalargados habían conseguido

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enroscarse en varias ramas,formando así una espesa cortina derosas salvajes casi impenetrable.

Enfrascada en mi tarea, oía a lasardillas rebuscando comida bajo lasmatas y a los pajarillos trinardesde las copas de los árboles. Pesea todo lo que había sucedido,empecé a relajarme. Al igual quemi padre, me encantaban lostrabajos manuales. Nada mesatisfacía más que arrancar lamaleza que se había apoderado delápidas e inscripciones.

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Sin darme cuenta, me habíaadentrado en un inmenso matorral.De pronto, una sensación declaustrofobia me abrumó. Lavegetación era densa e insidiosa.Aunque atizaba con el machete adiestro y siniestro, cada vez estabamás enredada. Las zarzas seenmarañaban alrededor de misbrazos, y unos pinchos gigantescosme rasgaban los pantalones. Amedida que la ora me envolvía, elsilencio se iba haciendo másprofundo. Aquella quietud era

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perturbadora. Ahora no oía nadaescabullirse bajo el sotobosque, ytodos los pájaros parecían haberlevantado el vuelo. El único sonidoera mi jadeo constante y el latigazode mi machete. Una sombra tapó elsol. Al levantar la mirada vi uncuervo surcando el cielo él solo.Entonces percibí el hedor de algomuerto, putrefacto.

Quise creer que un animal sehabría metido en aquel matorral yhabría muerto. Me acordé de aquelolor nauseabundo que se había

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colado por la ventanilla del cochecuando pasé junto al tipo quellevaba el abrigo de lana.Arrastraba un camión con unanimal muerto, aunque yaentonces pensé que la pesteprovenía de su propia piel.

Me llevé una mano a la nariz,pero una zarza me arañó el brazo yme desgarró la camiseta. Enseguidapresioné la herida con los dedospara detener el flujo de sangre.

Había algo extraño en aquelmatorral, algo antinatural. Traté

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de salir de allí, pero varias zarzasse habían enroscado en mis tobillosy me impedían moverme. Meagaché para cortarlas. De repente,otra enredadera trepó por micuello. No sé cómo, pero me caí debruces al suelo. Antes de quepudiera lanzar un chillido, algoempezó a arrastrarme hacia lasprofundidades del matorral. Lasespinas de los arbustos me escocíanla piel y tenía la ropa hechajirones.

Tiré del cepo que me tiraba del

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cuello y clavé los talones en elsuelo en un intento desesperado deoponer resistencia. Me agarré delos zarzales sin prestar atención alos pinchazos de las espinas. Elpicor era insoportable. Mi esfuerzono valió para nada porque seguíasiendo arrastrada hacia el corazóndel bosque…

Angus ladraba, pero el sonido seoía muy lejano. A mi alrededor tansolo veía sombras. Oscuridad. Elhedor a podredumbre era másintenso. Oí un resuello, y advertí

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una silueta que se acercaba pararemolcarme de nuevo entre losmatorrales…

«Oh, Dios, ayúdame…, quealguien me ayude, por favor…»

De pronto, unas manosdesconocidas me sujetaron por lostobillos. Noté un tirón, y despuésotro. Alguien me estaba empujandode nuevo hacia el matorral y, porun instante, me sentí atrapada enuna terrible lucha. La enredaderaque me estrangulaba se partió. Oíalgo parecido a un chillido.

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Después silencio. Enseguidaempecé a patear la maleza que mehabía inmovilizado las piernas.

—¡Para, chica! ¡Te arrancarás lapiel a pedazos!

¿Tilly?Se acuclilló a mi lado y me

levantó la cabeza.—¿Puedes caminar?—Creo que sí.—Levántate entonces. ¡Date

prisa!Esa brisa horripilante volvió a

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soplar. Ese frío húmedo que se memetía en los huesos, en el alma…

—Se acerca —susurró.Me entregó un machete y las dos

nos abrimos camino entre laszarzas. En la entrada del matorral,el perro trotaba de un lado al otro,ladrando como un loco.

—¡Angus, corre! —grité.Agarré a Tilly de la mano y salí

disparada tras él, mientras unaalfombra de hojas secas sealborotaba bajo nuestros pies.

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Saqué el mando del bolsillo, abrí elcoche y los tres entramos de unsalto. Justo cuando me disponía aarrancar el motor, un cuervoaterrizó sobre el capó, seguido deun segundo cuervo. En un abrir ycerrar de ojos, el cielo se cubrió deesos animales.

—¿Qué está pasando? —pregunté, muerta de miedo.

—No te preocupes por lospájaros, chica. ¡Vámonos!

Giré la llave de contacto yapreté el acelerador, espantando a

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los cuervos. Los pájaros seesparcieron por el cementerio,posándose sobre las lápidas,monumentos y encima delformidable círculo de ángelesAsher.

Descendimos la colina a todavelocidad. Tilly se habíaacomodado en el asiento delcopiloto. Angus viajaba detrás, perotenía la cabeza apoyada entre lasdos. Tomé la curva hacia la

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carretera principal sin aminorar.—¡Más despacio, chica, o nos

mataremos! —exclamó Tilly.La obedecí y la miré de reojo.—¿Qué ha sido eso?Tenía las manos inmóviles sobre

el regazo.—No lo sé.—Pero algo has tenido que ver.—Tenías un montón de zarzas

enredadas. Eso es lo que he visto.Mi voz dejaba ver mi

desesperación.

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—Pero había algo ahí.—Vamos a mi casa —respondió,

impasible—. Tienes sangre portodas partes.

—Eso no tiene importancia.—Oh, la tendrá cuando se te

infecten las heridas.—Tilly…—A mi casa, chica. Cuando te

cure esos arañazos, te contaré todolo que sé.

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No volvimos a cruzar palabra enel trayecto hasta su casa. Me dolíatodo el cuerpo, y tampoco meapetecía charlar. Lo único quequería era meterme en una bañerade hielo para aliviar la in amaciónde todos los arañazos.

—Túmbate aquí —murmurócuando entramos en unahabitación.

Me tumbé sobre las sábanasfrescas sin protestar.

—¿Y Angus?

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—Le dejaré en el jardín.—A lo mejor se escapa. Me da

miedo que se pierda en el bosque.—Tranquila, ni se acercará.Me recosté sobre los distintos

cojines y cerré los ojos.Se marchó y me dejó a solas en

aquella habitación varios minutos.Cuando volvió percibí el suavearoma de hierbas silvestres. Mecolocó un trapo húmedo y fríoencima de la frente. Con sumocuidado, me desabrochó la camisa

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para curarme los rasguños quetenía en el cuello y en los brazos.

—¿Qué es?—Un viejo remedio de mi

madre. Ahora descansa, chica. Esashierbas tardan su tiempo en surtirefecto.

—Pero…—Chis. Descansa. Ya hablaremos

luego.Cerré los ojos. Aquella diminuta

habitación era muy agradable, nohacía demasiado calor y se

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respiraba paz. Escuché a Tillyocupándose de sus quehaceresdiarios. Los pájaros piaban tras laventana. Esos sonidos mereconfortaban. Me tranquilizaban.El insoportable escozor de losarañazos empezó a remitir, y por

n me liberé de la tensión. Allí mesentía a salvo.

Debí de quedarme dormida almenos una vez. Cuando medesperté, el sol de mediodíailuminaba de pleno la estancia.Permanecí en la cama unos

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instantes más, todavíasomnolienta. Entonces me acordéde dónde estaba, y me incorporé.La toalla que Tilly me habíacolocado sobre la frente estabaseca, así que la aparté. Todavíatenía la piel irritada, pero al menosla in amación había bajado. Elremedio de su madre habíafuncionado a las mil maravillas.

Me desperecé, me senté en elborde de la cama y, después deabrocharme la camisa, miré a mialrededor. Aquella habitación era

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entrañable; multitud de platosdecorativos de varias tonalidadesde azul destacaban sobre la paredpálida, y del techo colgaban variasjaulitas para pájaros pintadas decolores vivos. A los pies de la camase extendía una colcha depatchwork, y sobre el suelo demadera había diversas alfombrascosidas a mano.

La habitación era acogedora…,pero demasiado impersonal. Nohabía ninguna fotografía sobre lamesita de noche, ni barras de

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labios o perfumes sobre el tocador.Sin embargo, intuía que había sidola habitación de Freya. ¿Dóndeestarían todas sus cosas? ¿Susrecuerdos de adolescencia?Entonces me acordé de que llevabamuerta más de veinticinco años.Aunque su fantasma aparentabadiecisiete, el tiempo en la Tierrahabía pasado. Tilly se habríadeshecho de sus cosas hacía años.

Sobre el cabezal de madera depino había una estantería con unúnico gorrión de porcelana. Tenía

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una de las alas rotas. ¿Por qué lohabría guardado? Quizásimbolizaba su trabajo con pájarosheridos. O, más probable, habíasido un regalo de Freya, así queahora Tilly lo exponía en un lugarhonorí co, sobre la cama vacía desu difunta hija.

¿Sospechaba que Freya habíasido asesinada? ¿Cómo ocultarleuna verdad tan espantosa? Pero¿serviría de algo?

Era un dilema terrible, desdeluego. Mientras miraba el pájaro,

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algo se retorció en mi interior.Sabía que ciertas culturasconsideraban el gorrión como elportador de las almas de losdifuntos, pero en ese momento noquería pensar en más muertes, ymenos en un asesinato, así que medeslicé hasta la ventana para echarun vistazo. Estábamos en plenocorazón del bosque. A pesar delcristal, podía percibir el aroma delos árboles perennes mezclado conla estela especiada que habíadejado en la habitación el remedio

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de Tilly.Me alejé de la ventana. A

regañadientes, abandoné aquelsantuario azul para buscarla. Tillyestaba en el porche trasero,ayudando a una paloma malherida.

Me asomé a la jaula.—¿Qué le ha pasado?—Un ala rota —respondió, y

enseguida pensé en el gorriónmarrón que adornaba la pequeñaestancia azul.

—¿Va a ponerse bien?

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—Si Dios quiere.Había atado el ala herida al

costado para mantenerla sujeta. Lapaloma me observaba con aquellosdiminutos ojos negros, y de prontoempezó a batir el ala sana.Mantuve la distancia para nocrearle un estrés innecesario.

—Tienes mucho mejor aspecto—dijo Tilly mientras rellenaba depienso la diminuta cubeta de lajaula.

—Me siento mejor. Gracias. Nosé qué habría hecho si no llegas a

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aparecer. Por lo visto, siemprevienes a mi rescate.

Tilly no respondió, así que, pararomper ese silencio incómodo,admiré aquel porche tan hogareño.Había varias jaulas de pájaroscolocadas al fondo del porche, unantiguo balancín de jardín y unamecedora muy cómoda. Fuera,docenas de casitas de pájarosdescansaban sobre postes, y lascopas de los árboles cobraban vidacon el trino de multitud de aves.Me acerqué a la tela mosquitera de

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la puerta. En cuanto Angus me vio,salió disparado hacia el porche.Lloriqueó frente a la puerta paraque le dejáramos entrar.

—Tilly, ¿por qué había tantospájaros en el cementerio?

—Sentémonos, chica —invitó. Sedeslizó hacia el otro extremo delporche y se sentó en la mecedora,dejándome el balancín para mí.

—Me da la sensación de quesiempre que estoy en peligro, tú losabes —dije, sin rodeos—. ¿Quéhacías en el cementerio esta

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mañana?—Fui a preguntar por un

trabajo. Me dijeron que necesitabasayuda.

—¿Y quién te lo dijo?—¿Necesitas ayuda, sí o no? —

espetó.—Nunca va mal un par de

manos extra, pero me temo que nopuedo permitirme pagar mucho.

—No exijo mucho.Contemplé el jardín, repleto de

frondosa vegetación y de plantas

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exuberantes. Los crisantemosestaban oreciendo. La ricafragancia del romero se colaba porlos diminutos agujeritos de la telametálica.

—Tu casa es muy tranquila —dije.

—Es mi hogar.Apoyé la espalda sobre el

respaldo del balancín y agarré lacadena con la mano.

—¿Podemos hablar de lo que haocurrido en el cementerio? —pedí

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—. Había algo. Lo sé.Tilly recostó la cabeza sobre la

mecedora y soltó un profundosuspiro.

—No tengo todas las respuestasque buscas, chica. Solo sé que esancestral. Es más antiguo que lasmontañas. Puede que esté aquídesde el inicio de los tiempos,esperando la oportunidad demanifestarse.

—¿Es un fantasma?—No, aunque quizá se mezcle

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con ellos en el otro lado. Algunoslo llaman el Demonio. Otros, laBestia. Yo pre ero el Mal. Es puramaldad.

Intercambiamos una mirada, yen sus ojos me pareció ver algo

rme, reluciente y decidido. Algoque podía estar al borde de lalocura.

—Domina esta isla, pero aquítiene que persuadir a los débiles. Sealimenta de su miedo, de su odio,de su avaricia.

—Por eso dijiste que debía tener

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miedo de lo que había en miinterior —recapacité, con voztrémula.

Asintió.—¿Cómo sabes todo esto?—Noto cosas —contestó—.

Presiento cosas. Desde muypequeña podía prever cualquiercatástrofe, igual que mi madre. Lagente nos temía por eso.

—Eso fue lo que te empujó avenir a buscarme al bosque la otranoche. No has venido al cementerio

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a buscar trabajo. Presentiste queestaba en peligro.

—En cuanto pusiste un pie enAsher Falls supe que corríaspeligro. Todo cambió cuandoviniste.

—¿Cómo? —pregunté, temerosa.Desvió la mirada hacia el jardín.—Hace mucho que vivo aquí. He

visto cosas en estos bosques, heoído cosas que no se puedenexplicar. No son de este mundo —dijo. Se le oscureció la expresión y

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volví a vislumbrar ese punto dedemencia en sus ojos, aunque debíareconocer que había visto y oído lomismo que ella—. Siempre supeque este lugar estaba podrido. Losupe el primer día, lo noté en elviento. Me asustaba salir despuésdel anochecer, y nunca volvía tardea casa. Sabía que había algo ahí…,vigilando, esperando… —explicó.Cogió aire y continuó—: Pero todoempeoró cuando se inundó elcementerio. Los animales sepusieron agresivos. Algunos

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desconocidos venían hasta elpueblo y deambulaban por lascalles de noche. La gente se volvíaen contra de sus vecinos. Huboquien pre rió mudarse de ciudad;quien se quedó no tuvo másremedio que aprender a guardarselas espaldas. Y también hubo quienacogió el Mal.

—¿Acogerlo? ¿Cómo?Se llevó una mano al corazón.—Le dejaron entrar porque les

permitía hacer cosas horribles.

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¿Como un asesinato?—¿En qué ha cambiado? —

inquirí. Al ver que no contestaba,rogué—: Por favor, dímelo, Tilly.¿Por qué estoy aquí? ¿Qué quierede mí?

—Te quiere a ti, chica.Un escalofrío me recorrió la

espalda. Abrí los ojos como platos,presa del pánico.

—¿Por qué?—Eres especial, pero tú todavía

no te has dado cuenta. Puedes

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caminar por ambos lados del velo,y eso te convierte en una chicapeligrosa. Le asustas, y por esoquiere dominarte.

—¿Cómo?—Consiguiendo que le dejes

entrar. Animándote a hacer cosasterribles.

Contuve la respiración.—¿Y si me resisto?—Utilizará a todos los que te

rodean para hacerte daño ydebilitarte —contestó. Se inclinó

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hacia delante. En su mirada ardíael fervor de una predicadora—.Aléjate de Thane Asher, chica. ¿Mehas oído?

—¿Por qué? ¿Qué tiene que vercon todo esto?

—Los Asher están confabuladoscon él desde hace generaciones —reveló con los ojos centelleantes—.¿Cómo crees que han conseguidoamasar tanto dinero y poder?

—Pero Thane no nació siendoun Asher.

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—Da lo mismo, chica. Codicia loque nunca podrá tener, y eso leconvierte en una personasusceptible al Mal. Le convierte enalguien peligroso para ti.

Me esforcé por no tiritar.—No puedo creérmelo.—Haz caso a lo que te digo, y

aléjate de él. Thane Asher no espara ti.

—¿Por qué no dejas que sea ellaquien lo decida?

No le había oído entrar. Cuando

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habló, no pude evitar dar un brincosobre el balancín. Abrió la puerta ypasó hacia el porche. Llevaba unagigantesca bolsa de papel en cadamano. Las dejó en la cocina sinmediar palabra. Cuando volvió alporche, nos fulminó con la mirada.

—He dejado la compra encimade la mesa —le dijo con unmurmullo a Tilly.

—Tienes las conservas dondesiempre —contestó ella.

—Las cogeré antes de irme.

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Me dio la impresión de quehabían realizado ese mismointercambio muchísimas veces.

Tras esa breve conversación, seaproximó a nosotras.

—Me conoces desde que era uncrío, Tilly —dijo. En ningúnmomento alzó la voz, pero eraevidente que estaba enfadado—.Hace mucho tiempo que somosamigos y sabes que nunca haríanada para hacer daño a Amelia.

Tilly levantó la barbilla.

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—Siempre te he tenido en unpedestal. Creo que eres un granhombre, Thane. Pero sigo opinandolo mismo de tu abuelo, y tambiénde tu tío. Son unas sanguijuelas.

Thane le lanzó una miradafuriosa.

—¿Y qué tiene que ver esoconmigo?

—Te guste o no, eres parte deesa familia.

—¿Y esa es razón suficiente paracondenarme?

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Era evidente que mi vecina erauna cabezota de primera.

—Es lo que pienso, y punto.—¿Y ya está? —protestó él. Y

después se dirigió a mí—. ¿Puedohablar contigo?

—¿Nos disculpas, Tilly?Quería decir algo más, pero

cerró el pico, se levantó y se metióen la casa.

Thane abrió la puerta del porchey salimos al jardín.

—Jesús —exclamó al verme bajo

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la luz del sol—. ¿Qué te ha pasadoen la cara?

Todavía estaba temblando por loque Tilly me había dicho: «Eresespecial, pero tú todavía no te hasdado cuenta». Tuve que hacer ungran esfuerzo para apartar esospensamientos.

—Me quedé atrapada en unzarzal.

—¿Otra vez? ¿Estás bien?—Tilly me ha curado los

arañazos, y ya no me duelen.

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—Debes ir con más cuidado —me amonestó. Cogió una ramita deromero que crecía junto al porche yme la puso entre el cabello—. Paraalejar a las brujas —dijo con unaamplia sonrisa.

Su roce me estremeció.—Gracias —murmuré, y señalé

la casa con la barbilla—. Tilly se latiene jurada a tu abuelo.

Thane se encogió de hombros.—Mucha gente se la tiene

jurada. Estoy seguro de que Tilly

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tiene sus razones.—Pero no debería pagarlo

contigo.—Nunca lo había hecho.

Supongo que eres especial.—¿Qué quieres decir? —

balbuceé.—Tilly siempre ha sido una

mujer reservada, pero contigo esmuy protectora. Quizá le recuerdesa Freya.

—Quizá —dije—. ¿Crees queTilly sabe lo del bebé?

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Hasta ahora, Thane se habíadedicado a admirar los gigantescosárboles que se alzaban a nuestroalrededor, pero, tras asimilar mipregunta, se dio media vuelta.

—¿Qué bebé?Ya era demasiado tarde cuando

me percaté del error. Sabía queFreya había sido asesinada y quemurió con un bebé en sus entrañas.Pero no tenía modo de saber si suembarazo había llegado a serpúblico, aunque intuía que ellahabría preferido mantenerlo en

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secreto el máximo tiempo posible.—Estaba pensando en los

símbolos de la tumba oculta —recti qué—. La rosa y el pimpollorepresentan el entierro de unamadre y su hijo.

—Freya está enterrada enThorngate. Ya te lo dije.

«Sí, pero no es cierto.»—Pero no he sido capaz de

reconocer su tumba. He buscadopor todo el cementerio, así que, amenos que esté bajo esa maraña de

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zarzas, no está en Thorngate.—Está ahí —insistió—. Solía ver

a Tilly llevarle ores al menos unavez a la semana.

—¿Pasabas tanto tiempo enThorngate?

—Me encantaba pasear por allícuando era niño. Me sentía muysolo en la casa Asher, así querecorría el campo. Fue así comoconocí a Tilly. Salí de excursión yllegué hasta su casa, y desdeentonces la he estado ayudandocon los pájaros.

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Me quedé muda.—¿A qué viene esa cara? —

preguntó.—Es que… no te pareces en

nada al tipo que se me presentó enel ferri el primer día.

—¿Y cómo me presenté?—Sabes perfectamente la

impresión que tuve de ti. Me hicistepensar que eras un hombresuper cial, sin objetivos en la viday que se dedicaba a matar eltiempo hasta que su abuelo

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muriera.—¿Y cómo sabes que ese no es el

verdadero Thane?—Porque he visto cómo te

comportas con Angus. Y con Tilly.Lo quieras admitir o no, tienesbuen corazón.

—No para todo el mundo.Alargó el brazo y me acarició la

mejilla con el pulgar. A pesar de laadvertencia de Tilly, aquello podíaser un punto de in exión. Teníados opciones: o no hacer nada y

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dejar que el momento se esfumara,o dar un paso al frente, por muypequeño que fuera, y salir delpasado.

Thane me sostuvo la cara conambas manos y estudió mi mirada.Sus dedos olían a romero, así quecerré los ojos y disfruté de esearoma. Con suma ternura, meladeó la cabeza para examinar losrasguños de las mejillas.

—Lo digo en serio; debes ir conmás cuidado —murmuró.

—Lo intentaré.

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—Tilly no siempre estará ahípara salvarte.

—Ahora mismo lo está —bromeé.

—¿Te hago sentir incómoda?Miré de reojo el porche.—No querría disgustar a Tilly.—Yo tampoco.Pero los dos sabíamos que iba a

besarme, con o sin la aprobaciónde Tilly. En ese momento no penséen que ese hombre pudierarepresentar un peligro para mí. Me

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pasó una mano por el cabello yrespiré hondo para tranquilizarme.Mis manos reptaron hasta su pechoy nos besamos. Su corazón latíabajo las palmas de mis manos.Aquella palpitación removió algoen mi interior, y enseguida meaparté.

—Aquí no.—¿Dónde entonces?El consejo de Tilly me

martilleaba la cabeza: «Codicia loque nunca podrá tener, y eso leconvierte en una persona

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susceptible al Mal. Le convierte enalguien peligroso para ti».

Me froté las sienes paraenmudecer su voz.

—No lo sé. No puedo pensar…—Esta noche —dijo con

urgencia.—No puedo. He quedado con

Sidra en la biblioteca.—Después.—Tengo que hacer la maleta.

Me voy a Charleston a pasar el nde semana.

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—Entonces me pasaré por tucasa —sentenció—, puedesecharme de una patada cuandollegue, si eso es lo que quieres.

—Thane…—Solo quiero verte antes de que

te vayas —protestó—. Quieroasegurarme de que vas a volver.

—Apenas he empezado larestauración. Claro que voy avolver.

—¿Vas a quedar con él? —dijocon un tono duro.

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Devlin. Cogí aire.—No. Esa historia está acabada.Angus se plantó junto a mí

meneando la cola. Me agaché pararascarle el lomo y agradecí ladistracción.

—¿Qué piensas hacer con Angusel fin de semana?

—Lo llevaré conmigo aCharleston, ¿por?

Me cogió y me estrechó entre susbrazos, y esta vez no puderesistirme.

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—Esperaba poder convencertede que lo dejaras aquí. Así measeguro de que vas a volver —murmuró rozándome los labios.

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Capítulo 29

A última hora de la tarde fui aAsher Falls para encontrarme conSidra en la biblioteca. Cuandoentré estaba sentada tras elmostrador. Enseguida se llevó undedo a los labios y señaló eldespacho de Luna para que supieraque todavía andaba por ahí. Asentíy fui directa hacia las estanteríasdonde estaban colocados los

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registros de Thorngate. Estabahojeando uno de los libros cuandovino a buscarme.

—Luna acaba de irse —susurró.—¿Y ahora?—Por aquí, pero no te acerques

demasiado a las ventanas, ¿vale?Se supone que la biblioteca estácerrada, y no quiero que me veanhusmeando por aquí.

—Si te ven, asumirán quetodavía estás trabajando, ¿nocrees?

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—A lo mejor, pero no quierocorrer ningún riesgo. Luna sepondría como una furia si seenterara de que has venido a estashoras.

—Entonces no deberíamos haceresto.

—No pasa nada. Sígueme y yaestá.

Lo clandestino de nuestroencuentro me preocupaba y meentusiasmaba al mismo tiempo. ¿Aqué venía tanto secretismo?

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El gato atigrado de Luna estabatumbado sobre el escritorio de sudespacho. Cuando nos vio entrarpor la puerta, nos miró con aire desospecha.

—¿Cómo se llama?—Rumor. No intentes jugar con

él —avisó Sidra—. Muerde.No me quitaba ojo de encima.

Aquella mirada torva me seguía atodas partes. Crucé el despachopara observar las fotografías quehabía enmarcadas en la pared. Ahíestaba el fantasma de Freya. Por

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n comprendía por qué parecía tanenfadada.

Noté la mirada de Sidra clavadaen la espalda y me giré.

—Por aquí —indicó, y señalóuna puerta muy estrecha yarqueada. Después, sacó una llavemaestra de una cajita de mar l quehabía sobre una de las estanterías,la introdujo en la cerradura y abrióla puerta.

Me fui acercando poco a poco,pero enseguida advertí la vitrinadonde Luna guardaba toda una

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colección de tesoros. Figuritas devidrio soplado, una serie de relojesde bolsillo antiguos y unmuestrario de diversos cuchilloscon formas extrañas…

—¿Pasa algo? —preguntó Sidra.—No, todo está bien —respondí

de inmediato.La seguí hacia una diminuta sala

donde la única iluminaciónprovenía de una cristaleraoctogonal que había en el techo.Sidra encendió la luz y miré a mialrededor. Aquella estancia estaba

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repleta de estanterías combadaspor el peso de los libros. Reviséalgunos de los títulos: El animatismoen Polinesia; Creencia y práctica;Magia y religión; El gigantedurmiente.

—¿Por qué guarda estos librosaquí, en lugar de en la biblioteca?—pregunté.

—No lo sé. Mi madre tambiéntiene algunas de estas obras enPathway.

—¿También las guarda bajollave?

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Sidra hizo una pausa.—No. Guarda otro tipo de cosas.—Como, por ejemplo…—Ni idea, nunca he podido

encontrar la llave.Pensé en la puerta secreta que

había en el estudio de Catrice y meestremecí.

—Y bien, ¿qué es eso quequerías enseñarme?

—Me preguntaste acerca de lossímbolos tallados en el acantiladoque hay junto a las cascadas.

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—Sí. Me dijiste que noencontraría información alrespecto en esta biblioteca.

—Eso no es del todo cierto —dijo, y levantó la cabeza.

Seguí su mirada y ahogué ungrito. En el techo de la sala secretade Luna habían reproducido unDrudenfuss.

—Es como la estrella de cincopuntas que aparece en Fausto —aclaró Sidra—. Me stófeles pudocolarse en el estudio delprotagonista porque una de las

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puntas había quedado abierta.—Y para conseguir que se

marchara, había que destruir elpentáculo —proseguí. Recapacitésobre lo que había dicho Thanesobre las Hijas de NuestrosValientes Héroes y el rumor de queera un aquelarre.

—¿Qué crees que signi ca? —me preguntó.

—Quizá no signi que nada. Lahistoria es solo una fábula —contesté. Seguía pensando en lacolección de cuchillos que Luna

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custodiaba en la vitrina de cristal.El pulso se me aceleró.

—¿Y si no es una fábula? ¿Nodeberíamos destruirla? —preguntócon ansiedad.

La miré, atónita.—¿Destruir una propiedad

pública? Podríamos meternos en unbuen lío. Además, se supone que noestamos aquí.

—Lo sé, pero…—Pero ¿qué, Sidra?—Nada.

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En la sala, aquella chica parecíamuy pequeña y, sobre todo, muyasustada.

—¿Hay algo más que quierasmostrarme? —murmuré—. ¿Odecirme?

Y entonces abrió los ojos de paren par.

—Viene alguien.—¿Estás segura? No he oído

nada.—Chis.Cerró la puerta con un casi

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imperceptible chasquido y apagó laluz. Segundos después, oí la voz deLuna al otro lado de la pared. Perono estaba sola. A juzgar por lasrisas cómplices, supuse que debíade ser Hugh.

Bajo la luz tenue que se colabade la vitrina, vi a Sidra con el dedoíndice sobre los labios. Asentí. Nopodíamos hacer nada, salvoesperar. A diferencia de labiblioteca, aquella estancia notenía pozos de ventilación quemagni caran la voz, pero podía

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hacerme una idea de lo queestaban tramando. Y habría juradoque Sidra también.

Algo me instó a mirar haciaarriba. Quizá fuera el instinto… oun débil sonido. El gato atigradoestaba apoyado sobre unaestantería y nos vigilaba. Se debióde colar en la sala cuandoentramos. Parpadeó y sedesperezó. Y después maulló.

Sidra se giró como un torbellino.Nos quedamos mirándonoshorrorizadas unos segundos. Pegué

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el oído a la puerta.—Calla —oí decir a Luna.—¿Qué pasa? —preguntó Hugh.—He oído algo.—Estamos solos, Luna.—No, he oído un maullido. Creo

que era Rumor.Contuve el aliento.—Debe de andar por el sótano,

persiguiendo ratones. ¿Quieres quevaya a echar un vistazo?

—Muy noble por tu parte, perono. Pre ero que te quedes

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conmigo. No tenemos muchotiempo.

—¿Que no tenemos muchotiempo? Aún faltan varios díaspara que Maris vuelva.

—No es ella quien me preocupa.Hugh se carcajeó.—Tampoco deberías alarmarte

por esa.—Tu falta de preocupación es

estúpida —espetó—. Ya sabes porqué la ha traído aquí.

—No ocurrirá nunca.

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—¿Cómo puedes estar tanseguro? Los he visto juntos.

—¿Tú también los has estadoespiando? —preguntó Hugh—.Siempre te ha gustado observar.¿Quieres que invitemos a Bryn y aCatrice? Podríamos celebrar una

esta, como cuando éramosjóvenes.

Miré a Sidra, que seguíaensimismada mirando al gato.

—¿Qué pasa? —se mofó Hugh—. Antes nunca te molestabaparticipar en una pequeña

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competición. Ah, claro, te estáshaciendo mayor. ¿Es una cana esoque veo?

Y entonces oí algo parecido auna bofetada.

—¿A qué ha venido eso, brujaviciosilla? —preguntó él, furioso.

Esta vez fue Luna la que se rio.—Sí —dijo—. Supongo que lo

soy, ¿verdad?En todo ese tiempo no había

perdido de vista al gato. El animalse rascó y se tumbó sobre la

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estantería para echar una siesta.Solté un suspiro de alivio.

No quería escuchar lo que iba asuceder ahora, así que despegué eloído de la puerta. Pero, por lovisto, la cita había llegado a su n.Se oyó un tremendo portazo.Esperé unos segundos y dije:

—Han estado a punto dedescubrirnos.

—Sí —murmuró Sidra—.Tendríamos que salir de aquí. Faltapoco para que anochezca.

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El anochecer. Noté unhormigueo en la nuca al regresar aldespacho de Luna. Sidra cerró lapuerta con llave, guardó la llave enla cajita de mar l y me cogió porel brazo.

—¡Date prisa!Sin embargo, ya era demasiado

tarde. En cuanto nos adentramosen la biblioteca, sentí aquel fríofamiliar; aquel que anunciaba unapresencia fantasmal.

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Capítulo 30

Me agarró del brazo y mearrastró por la biblioteca. Lostablones de madera gruñían anuestro paso. Noté un alientogélido en la nuca, un roce frío en elbrazo y me concentré para evitarponerme a temblar.

Salimos de la bibliotecaescopetadas. Sidra cerró la puertacon llave y nos giramos hacia la

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calle. La escuché resollar y mequedé inmóvil.

El crepúsculo se nos habíaechado encima.

—Ya vienen —bisbiseó.Fue entonces cuando comprendí

su urgencia, el miedo que habíaensombrecido su mirada cristalina.En lugar de soltarme el brazo,apretó con más fuerza, clavándomelas uñas, y miré a un lado y a otrode la calle. Tras cada ventana seasomaban caras pálidas. Siluetasdiáfanas entraban y salían de las

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casas. Allá donde mirara,fantasmas.

Y con los espectros tambiénllegó la niebla, procedente de lasturbias profundidades del lago Bell.

—No los mires —avisó Sidra.No podía moverme. Me quedé

allí, abrazándome la cintura paracombatir el frío que desprendíanlas entidades que se cernían anuestro alrededor. Una manogélida me peinó el cabello, y otrase deslizó por toda mi espalda. Porel rabillo del ojo, vi el espectro de

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un niño que se aferraba a la manode Sidra. Otro fantasma planeabajusto detrás, y un tercero nosobservaba sentado sobre la ramade un árbol. Eran los pobreshermanos Moultrie que Tilly mehabía mencionado aquel atardecersobre el muelle.

Cogí la otra mano de Sidra y tiréde ella para que siguieracaminando.

—¿Los sientes? —murmuró—.¿Los ves?

—Sí.

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—Entonces no es solo cosa mía.—No, no lo es.—Deberíamos irnos —dijo con

voz temblorosa.—¿Adónde?—A la torre del reloj. Es campo

sagrado.Atravesamos la plaza,

serpenteando entre la multitud deespíritus que se habían agolpadoen Asher Falls. Era como ver undesfile infinito de almas codiciosas.

Sidra me apretaba la mano con

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fuerza. Me alegré al sentir un calorhumano tan cerca y agradecía nohaber estado sola después de aqueldescubrimiento. Asher Falls nopertenecía al mundo de los vivos.Era un pueblo fantasma, tal ycomo Sidra me había advertido elprimer día que acudí al despachode Luna.

El frío menguó en cuantoalcanzamos la torre del reloj.Había muy poca luz, pero advertívarias rejas de metal y un sueloembaldosado cuando empezamos a

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subir la escalera de caracol. Elespacio se iba empequeñeciendo amedida que ascendíamos, hasta quellegamos arriba del todo, dondeuna estrecha ventana nos ofrecíauna vista panorámica del pueblo.

Eché un vistazo a la plaza. Laacera relucía bajo la luz de lasfarolas, pero, poco a poco, laniebla se estaba apoderando delpueblo. La luz de la luna titilaba al

ltrarse por los antiguos robles,bañando de plata el musgo negroque cubría cada rincón. Asher Falls

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estaba en silencio, y sus calles,vacías de transeúntes.

—¿Dónde está todo el mundo?—Nadie se atreve a salir después

del anochecer.—¿Por qué? No todos ven

fantasmas, ¿verdad? —dije, untanto ansiosa.

—No es por los fantasmas.Tienen miedo los unos de los otros.

El resplandor de la luna leiluminaba el rostro y le oscurecíalos ojos. En aquel instante la

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habría confundido con una chicaetérea, de otro mundo. Casi…fantasmal.

De repente, las palabras de Tillyme vinieron a la mente, como sialgo las hubiera invocado: «Huboquien pre rió mudarse de ciudad;quien se quedó no tuvo másremedio que aprender a guardarselas espaldas».

Di un paso hacia Sidra,estudiando aquel perfil cadavérico.

—No solo querías mostrarme elsímbolo de male cio, ¿me

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equivoco? Querías comprobar queveía fantasmas.

No fue capaz de sostenerme lamirada.

—Tenía que saber si tú tambiénlos veías —protestó.

—¿Por qué?—Porque nunca he conocido a

alguien como yo —respondió, ycerró los ojos—. No te imaginas losola que me siento.

Oh, claro que sí.—¿Desde cuándo tienes este…

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don?Aquella sonrisa lánguida me tocó

la fibra sensible.—Desde los cinco años. Es mi

primer recuerdo. Sufrí un parocardiaco. Cuando volví delhospital, vi un fantasma en mihabitación. Estaba otando junto ami cama. Creo que esperaba a queme muriera para llevarme con él.

Se me puso la piel de gallina.—¿Cómo supiste que veía

fantasmas?

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—Del mismo modo en que túintuiste que yo también los veía —respondió—. Hay algo en tus ojos,algo especial en tu porte. Es comosi estuvieras en alerta constante.

Y, a decir verdad, así era.—¿Por qué negaste ver el

fantasma de Freya en aquellafotografía?

—Porque eso es lo que hacemos,¿no? Negar que vemos fantasmas.

Me coloqué a su lado sin dejarde observar aquella legión pálida

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que había inundado Asher Falls.—¿Siempre han estado aquí?—No, no así. Después de la

inundación del cementerio semultiplicaron. Creo que debió deabrir una puerta. Cada vez quecaigo enferma, acuden másfantasmas a verme. Pero nuncahabía visto tantos… —murmuró,mirando la calle—. A veces quierenhablar conmigo, sobre todo losniños. No estoy segura, perosospecho que quieren decirme quemi muerte está cerca.

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—No digas eso.—Ya he estado al otro lado —

admitió—. Y me temo que tútambién.

—Nunca he estado al borde de lamuerte.

—Puede que sí, pero que no losepas. Quizá pertenezcas a amboslados, como yo. ¿No crees quepuedes ser una intermedia?

—¿Una intermedia?—Un fantasma viviente.Aquella descripción me produjo

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escalofríos.—Eso no existe —rebatí, pero de

inmediato oí las palabras de Tillyretumbar en mi cabeza: «Puedescaminar por ambos lados del velo,y eso te convierte en una chicapeligrosa».

—¿Por qué crees que ahora haytantos espectros deambulando porAsher Falls? —preguntó Sidra.

—Acabas de decirme que cuandoel lago se desbordó se abrió unapuerta.

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Percibí lástima en su mirada. Esaimagen me recordó la expresión demi padre cuando le conté que habíavisto el fantasma de aquel ancianoen Rosehill.

—Están aquí por tu culpa,Amelia. Vinieron cuando llegaste aAsher Falls.

Me quedé petri cada. Sin dejarde temblar, me aferré al colganteque llevaba alrededor del cuello.

—Sabes que es cierto, ¿no? —insistió—. Siempre lo has sabido.Les perteneces.

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Capítulo 31

Dejé a Sidra en la torre del reloj yme fui a casa. En cuanto llegué,dejé salir a Angus al jardín paraque hiciera sus necesidades. Mequedé tiritando en los peldaños,repitiéndole una y otra vez que sediera prisa. Zarcillos de niebla seretorcían sobre el lago, pero lascampanas no tintineaban. Mepregunté si los fantasmas ya

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habrían regresado a sus tumbas.Me asaltaban pensamientos

oscuros; la cabeza me iba a estallaren cualquier momento. «Lesperteneces. Eres especial, perotodavía no te has dado cuenta.»No, no y no. Pertenecía a estemundo. Estaba viva. No era unfantasma viviente, ni unaintermedia, ni una aberracióninquieta que merodeaba por amboslados del velo.

«Le asustas, y por eso quieredominarte.»

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No podía soportarlo, así que,desesperada, me obligué a pensaren Freya. ¿La habría asesinadoalguien dominado por sus instintosmás primitivos? ¿Alguien que habíacometido aquella barbaridadempujado por su lado más oscuro?¿Alguien que había pintado unsímbolo de male cio en una salasecreta?

¿Estaría ahora mismovigilándome?

Me apresuré a entrar en casa.Me di una ducha y me puse el

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único vestido que había traído.Mientras esperaba a que llegaraThane, no dejé de dar vueltas portoda la casa, nerviosa. Unosminutos más tarde sonó el timbre.Nada más verme, adivinó que algoandaba mal. Me sujetó por losbrazos y me miró a los ojos.

—¿Qué pasa?Incómoda, miré hacia la

ventana.—Es este lugar. Me ahoga.—¿Te refieres a esta casa?

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Asentí, pero no era solamente lacasa. Era el lago, el bosque, elpueblo. La advertencia de Tilly, elterrible presagio de Sidra y losdetalles turbios de mi nacimiento.Todo eso me estaba conduciendo alborde de la locura.

—Salgamos de aquí entonces.Demos una vuelta.

¿Volver a la penumbranocturna, a la niebla? ¿A losfantasmas?

—Es muy tarde…

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—No es tan tarde —rebatió—.Acaba de anochecer.

—Sé que lo haces con buenaintención, Thane, pero esta nocheme apetece estar sola.

—Pero te has arreglado —dijodespués de repasarme de arribaabajo.

Thane llevaba unos vaqueros yuna chaqueta de cuero, lo que leotorgaba un aspecto atractivo a lavez que misterioso. Al ver quevacilaba, bajó el tono de voz parapersuadirme.

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—Vamos. Te irá bien salir deaquí.

Contemplé sus ojos verdes, yenseguida me percaté de lo muchoque deseaba irme con él. Eso era loque más anhelaba, porque estabacansada de estar sola. Cansada deestar siempre alerta. Lo único quequería era sentirme como cualquierotra chica de veintisiete años quepodía amar y ser amada. Esa nocheno me apetecía sentirme comoalguien que veía fantasmas. Comoalguien que era acechada por el

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Mal.—No hace falta que vayamos a

un lugar especial —añadió—.Daremos una vuelta, y ya está.Además, hay algo que quieroenseñarte.

Se me encendió una luz dealarma, a pesar de mis deseos másprofundos. Tilly me habíaaconsejado que me distanciara deél, pero si me creía a pies juntillasque Thane representaba un peligropara mí, también tendría quecon ar en el resto de sus palabras.

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Acabaría por convencerme de queaquel Mal me acechaba a mí y soloa mí porque podía deambular porambos lados del velo. Me teníamiedo, y por eso queríadominarme.

Si le contaba eso a Thane,pensaría que me había vuelto loca.Y a lo mejor no andaría tandesencaminado.

—¿Qué quieres enseñarme? —pregunté.

Thane esbozó una sonrisa.

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—Tendrás que confiar en mí.Seguía dubitativa. No debía ir.

Lo sabía. Mi sitio estaba allí,recluida en suelo sacro,encadenada a las normas de mipadre.

—Vamos —me animó Thane.Hubo una época en que habría

resistido la tentación, pero ladesolación que me acosaría en losaños por venir me hacía sentirdemasiado sola.

—No puedo tardar en volver —

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dije.Me abrazó la cintura con suma

ternura.—Te traeré a casa cuando

quieras.Ignoré el sentido común y salí

con Thane de casa. No bajaría laguardia, ni con los fantasmas nicon Thane. La luna estabasuspendida sobre las copas de losárboles, y un búho graznó desde elcorazón del bosque. El airenocturno se respiraba frío yprimitivo. Lleno de peligro y

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promesas. Se me aceleró el pulso.De camino al coche, Thane merodeó los hombros con el brazo yagradecí su calor. Estaba vivo,lleno de vitalidad. No había nadafantasmal en él. En mitad deaquella quietud, incluso podíaescuchar las palpitaciones de sucorazón y el ujo de sangrecorriendo por sus venas.

Subimos al coche y me regalóotra sonrisa tras encender el motor.Recosté la cabeza en el asiento ymiré por la ventanilla.

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Serpenteamos entre inmensosárboles de hoja perenne y sombrasque se encogían ante la luz de losfaros. Cuando llegamos a lacarretera, giró hacia la izquierda.Me pregunté si nos estaríamosdirigiendo hacia la mansiónfamiliar. Esa noche no tenía ganasde ver a Pell Asher. No con lainsinuación de Tilly tronando enmi cabeza.

Me giré para observar el per lde Thane. Conducía a todavelocidad, sin aminorar la marcha

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al tomar las curvas, lo cual meexasperaba y excitaba al mismotiempo. Agradecí esa dosis deadrenalina porque al menos mehacía sentir viva.

—¿Adónde vamos?—Ahora lo verás.El paisaje pasaba volando tras el

cristal como una colección desueños. Entonces, de repente,redujo la velocidad y encaró elmorro del coche hacia la colina delcementerio. Nos deslizamos entrelos cedros y ascendimos hasta la

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entrada, donde Thane aparcó elcoche. Allí arriba no había nieblani siluetas gráciles que se escurríanentre las lápidas. El cementerioparecía casi irreal en aquellaquietud. Bajo la luz de la luna, eracomo contemplar una escenaonírica.

Pero algo merodeaba por allí. Alo lejos, las montañas seconfundían con una negruraabsoluta.

—¿Por qué me has traído aquí?—quise saber.

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Thane se giró hacia mí. El cochedeportivo era muy estrecho, así queestábamos sentados muy cerca.Estábamos protegidos de esasmontañas y del mal que acarreabael viento. O al menos… eso queríacreer.

—Un día te dije que habíandiseñado el cementerio paracontemplarlo bajo la luz de la luna,¿lo recuerdas?

—Sí.—¿Y no quieres verlo?

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¿Me atrevería? No habría sido laprimera vez que paseaba por uncementerio a altas horas de lanoche. Cuando era una cría, solíajugar en mi reino después delanochecer. Pero Thorngate no eraRosehill. No era mi santuario. Algome había susurrado palabras aloído en el mausoleo y me habíaatacado en el matorral. Esa mismaentidad me había seguido el rastrohasta la tumba oculta y me habíaperseguido por el bosque. PeroTilly tenía razón. No era el

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cementerio el que estaba a igido,sino yo.

Me estremecí cuando Thane merozó el hombro con la mano.

—¿Y bien?Asentí con la cabeza y bajamos

del coche. Bordeamos el cementerioagarrados de la mano y cruzamosel pórtico. Contuve la respiracióncuando pasamos junto a losángeles. Sus rostros incandescentesme resultaban espeluznantes. Noobservaban el alba ni lasmontañas, sino el astro lunar que

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se cernía sobre los árboles. Lasraíces de culebra y las aquileastitilaban en el sotobosque. Lahumedad del rocío cubría delentejuelas todas las plantas.

De pronto, algo cambió en elaire, en mi interior. Me adentré enese círculo de esculturas y miré alcielo. Di varias vueltas, con los ojoscerrados y los brazos extendidos,tal y como solía hacer de niña enRosehill. Era mi forma particularde darle la bienvenida a la noche.Liberada de las cadenas que

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suponían las reglas de mi padre, misoledad se fue desvaneciendo, mismiedos se fueron disipando y medejé llevar.

Empezó con un suave zumbido.Al principio, ni siquiera mepercaté. No fue hasta más tardecuando caí en la cuenta de que eseinstante de liberación había sido,en realidad, una invitación aljardín blanco, a ese paisaje lunaravasallador. ¿O había estado allídesde el principio?

Ese tarareo fue creciendo y

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creciendo, hasta que algo en miinterior empezó a responder.Entonces sentí ese extraño latido,esa palpitación prístina queresonaba desde las montañas, quehacía temblar el suelo y que secolaba en mí.

Thane me tocó el brazo. Todo micuerpo vibró como la cuerda deuna guitarra demasiado tensa.Nunca me había sentido tan enarmonía con la noche. Nunca mehabía sentido tan viva.

De espaldas a la luna, Thane me

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contemplaba con atención. Susilueta encarnaba mis deseos mássecretos, mis sueños más oscuros.Como por arte de magia, volvieronlas visiones de aquella parejaenredada junto a las cascadas,retorciéndose y jadeando. La mujertenía la cabeza echada hacia atrásy le montaba con pasión. No pudeverles la cara, ni siquiera cuando élla giró con brusquedad y se colocótras ella. Las criaturas de la nocheempezaron a aullar. Intuía que setrataba de Devlin y su difunta

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esposa, y una parte de mí sepreguntaba si Mariama se lashabría ingeniado para invadir mispensamientos incluso aquí, en lasmontañas, ante la presencia deThane. También pensé en si el Maldel que Tilly me había hablado porfin había descubierto mi debilidad.

Sin embargo, la preocupaciónfue efímera, porque enseguidarodeé a Thane con los brazos yapreté su cuerpo contra el mío. Nosfundimos en un apasionado beso.Su lengua dejaba una estela de

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magia negra que me tentaba, mefascinaba y me seducía.

Nos arrodillamos en mitad deaquella órbita de ángeles Asher, enmitad de aquel romántico jardínblanco, y no tardé en subirme lafalda del vestido. Con las estrellascomo testigo me recosté y meentregué a Thane.

Las consecuencias que podríanacarrear mis actos habían dejadode importarme. Ni siquiera mepreocupaba profanar un lugar quesiempre había venerado. En mi

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interior solo había necesidad y unhambre avariciosa. Las manos deThane me recorrían todo el cuerpo,rasgándome los muslos,acariciándome la espalda. Sentía suboca ardiente en la mía. Le acariciéel cabello. Poco a poco fuiempujándole hacia abajo, haciaabajo, hasta que el mero roce desus labios me produjo un escalofrío.Me besó y gemí de placer.

Mis gruñidos se mezclaban conlos sonidos primitivos de mi visión,esos gritos carnales que invocaban

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a esas criaturas, esas terriblesatrocidades que se escurrían desdeel submundo para escabullirse poruna puerta que jamás podríacerrarse.

La lengua de Thane me estabaempujando al borde del clímax. Derepente, la noche cobró vida; laquietud se vio importunada porvarios sonidos y movimientos. Congemidos y sombras que sedeslizaban del bosque yrevoloteaban en las copas de losárboles. La luz de la luna animó a

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las estatuas. Podía sentir aquellosojos de piedra observándonos.Empezaron a susurrar mi nombreuna y otra vez, un hechizo queavivó aún más mi frenesí.

Thane se arrancó la camiseta ytrepó por encima de mí. Entrejadeos, advertí que no era Thane,sino algo oscuro pero hermoso,algo de otro mundo. Un medallónfamiliar pendía de su cuello, undoloroso recuerdo del tiempo quepasé con Devlin. Se lo arrebaté deun tirón y oí un grito ahogado,

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como si le hubiera extirpado elalma. Percibí que vacilaba y seretiraba, pero no estaba dispuestaa permitirlo. Le atraje a mí denuevo y, con la espalda arqueada,le palpé el rostro y clavé las uñasen la piel.

Thane se apartó tras soltar unablasfemia.

Le había arañado la piel. Esehilo carmesí me asustó; perotambién me excitó. Alargué elbrazo para tocar la sangre con layema de los dedos. Ese gesto

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codicioso estremeció a Thane.Los dos percibimos una brisa que

circulaba entre los árboles y unaullido lejano. Thane de inmediatoalzó la cabeza.

—¿Qué ha sido eso?—Está cerca —susurré.Con torpeza, se puso de pie y

escudriñó la oscuridad que nosrodeaba. Presa de un extrañoletargo, conseguí levantarme. Elviento empezó a soplar con másfuerza. Oímos el chasquido de

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varias ramas y la alfombra dehojas se alborotó. Por puroinstinto, me giré hacia el mausoleo.Habría jurado ver una siluetaacuclillada sobre el tejado, con lamirada pálida y un abrigo queondeaba al compás del viento.Después oímos una carcajadaestridente. Me quedé sin aire en lospulmones.

—Deberíamos irnos —propusoThane con cierta urgencia.

En lugar de salir disparados deThorngate, fuimos andando al

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coche, pero el trayecto se me hizomás corto de lo normal. No podíadejar de tiritar. Durante todo elcamino a casa no cruzamospalabra.

Thane me acompañó hasta lapuerta, pero no hizo ademán debesarme ni de darme un abrazo.¿Por qué iba a querer hacerlo?

—Había algo ahí fuera —murmuró al n—. Lo sentiste,¿verdad?

No podía apartar los ojos deaquellos rasguños tan horribles.

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—Sí.Se giró hacia el bosque.—No solo estaba ahí fuera,

también lo noté dentro de mí —reveló. Entonces levantó una manotemblorosa y añadió—: Tambiénestaba dentro de ti.

Asentí.—¿Qué es?—Tilly lo llama el Mal.Me sorprendió que Thane no

cuestionara a Tilly. Miró de reojolas montañas y dijo:

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—Incluso cuando no era más queun niño sabía que este lugar eradistinto. Sentía una oscuridad. Unaespecie de araña que siempretrataba de meterse en mi cabeza.Me convencí de que no era más quemi imaginación, una pesadilla.Soñar despierto. Nunca le permitíentrar. Pero esta noche algo hacambiado, porque quería queentrara. Le abrí las puertas paraque lo hiciera. —La tensión que sehabía creado entre los dos casi sepodía palpar—. Sé que parece una

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locura.—Ojalá lo fuera —balbuceé.—¿Por qué?Me aparté ligeramente de él.—Porque no fuiste tú quien le

dejó entrar, fui yo.

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Capítulo 32

Esa noche me levanté de la camay fui hacia la ventana paraadmirar la oscuridad. La lunaseguía en lo más alto, impregnandode un tinte plateado los pinos delbosque. Su re ejo titilaba sobre ellago. Cuando levanté la miradapara admirar las cumbres lejanas,tuve una sensación de déjà vu. Veíami imagen plasmada en el cristal, y

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eso me recordó aquel ejército deángeles de piedra con la miradapuesta en las montañas. Vigilandoy esperando, tal como esa entidadllevaba eones haciendo.

Según Thane, siempre habíaestado allí, pululando por su mentecomo una araña. Era una entidadtan ancestral como el propiopaisaje, una oscuridad que agitabaa los muertos y desataba deseosimpronunciables.

«Asher Falls es un pueblofantasma.»

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La conversación que habíamantenido con Sidra el primer díatan solo había infundido una merasospecha, hasta que el redoble decampanas me despertó en mitad dela noche. Entonces vislumbré lassiluetas diáfanas moviéndose entrela niebla. Vi con mis propios ojoscómo aquellas manos fantasmalestrataban de alcanzarme. No mehabía inventado aquella presenciaen el viento ni aquel terribleaullido. Y, aun así, había preferidoquedarme en Asher Falls porque

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creía en el destino.Me gustara o no, estaba

conectada con aquel terrible lugar.Me aparté de la ventana, pero

algo captó mi atención y volví apegar la nariz al cristal. ¿El asesinode Freya estaría ahí, en el linderodel bosque?

Vigilé el jardín durante un buenrato, pero no se movió ni una hoja.Pensé que habría sido un árbol ouna sombra. Angus estabadurmiendo plácidamente a los piesde mi cama. Si algo o alguien

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hubiera estado merodeando por ahífuera, se habría puesto a ladrarenseguida.

O eso quise creer.Me metí en la cama y me

acurruqué bajo las sábanas, perono quería quedarme dormida.Estaba decidida a permanecer ahítumbada, a esperar a queamaneciera. Pero tras unosminutos empezaron a pesarme losojos, y cada cinco minutos medormía y me despertaba con unsobresalto. Durante esos breves

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sueños me abordaron variasimágenes. Soñé con Devlin yMariama. Me vi otando confantasmas y destruyendo símbolosde maleficio.

Y soñé que regresaba a lascataratas y me tumbaba sobre elsuelo, rodeada de rostrosdesconocidos. Aquellas criaturasintermedias salían de susmadrigueras para contemplar elespectáculo. Noté algo húmedo enel cuello. Tenía los dedos cubiertosde sangre.

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—Ya está hecho —susurróalguien, y entonces oí el llantodesconsolado de un bebé.

Me desperté con lágrimas en losojos. No comprendí por qué aquelsueño me había afectado tanto,pero no volví a cerrar los ojos entoda la noche.

Con los primeros rayos del alba,me levanté, cargué el coche con lasmaletas, y Angus y yo cogimos elprimer ferri a tierra rme. Estaballoviendo a cántaros cuandosalimos de casa. Por un segundo

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creí que el aguacero inundaríaaquel maldito pueblo. El capó deltodoterreno me protegía de lalluvia, y poco a poco fui dejandolas montañas atrás. Sin embargo,no me tranquilicé hasta que eldiluvio empezó a amainar y nosdirigimos hacia el este, directos alsol.

La luz que se ltraba por elparabrisas era cálida, revitalizante.Sentí que me quitaba un peso deencima. Enchufé el iPod y tarareélas canciones que iban sonando.

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Las faldas de las montañasempequeñecían a nuestras espaldasy por n condujimos por elhermoso paisaje de Piedmont.

Angus contemplaba las vistascon un interés ávido, así que decidíbajar la ventanilla para quepudiera disfrutar del aire fresco. Nohabía nada que deseara más queseguir conduciendo hasta alcanzarla costa. No quería que se acabaraesa sensación de ligereza de la quetanto Angus como yo estábamosdisfrutando.

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Hice una parada en Columbiapara poner gasolina y desayunar.Pero cuando me aproximé a lasalida de Trinity, me volvieron aasaltar las dudas. Sentí aquellanecesidad de averiguar misorígenes para entender mi lugar eneste mundo… y en el otro. Noquería ser un fantasma viviente.No quería que el Mal me acechara.Quería ser una chica normal.

El plan original consistía enconducir directa hasta Charleston,pero a medio camino decidí tomar

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el desvío hacia Trinity para visitarel cementerio de Rosehill, dondehabía visto por primera vez unespectro.

La casita blanca donde me habíacriado no había cambiado muchocon los años. Las sombras de variosrobles de al menos cien años lamantenían fría y húmeda, inclusodurante los meses de verano,convirtiéndola así en un refugiomás que agradable para mi padre,

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que se pasaba el día trabajandobajo un sol abrasador. El porchesiempre había pertenecido a mimadre. En cada rincón se olía elperfume de las rosas que rodeabanel cementerio. Junto con mi tía, lasdos se habían pasado horas allísentadas, tomando té ycuchicheando.

Desde mi habitación veíaRosehill. Las vistas al cementerionunca me habían molestado, nisiquiera cuando era niña, ni tansolo después de mi primer

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encuentro con un fantasma.Rosehill siempre había sido mirefugio, y el campo sagradosiempre me había protegido.Habían pasado muchos años, peroseguía sintiéndome segura. Nisiquiera mi santuario en Charlestonme ofrecía tanta paz.

Una capa de polvo se habíaasentado sobre el suelo dehormigón del porche. Antes de quemi madre cayera enferma solíabarrerlo al menos una vez al día.Se había convertido en casi una

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obsesión. El polvo, en especial lamugre que mi padre y yo traíamosdel cementerio, la sacaba de quicio.Recuerdo que mi tía decía que eraun ama de casa demasiadopuntillosa, a lo que mi madre undía respondió que era una lástimaque Lynrose no hubiera aprendidoa pasar la aspiradora con la mismadestreza que a meter la pata con sutremenda bocaza. Mi tía se quedóde piedra ante aquella réplica. Leencantaba sacar a mi madre de suscasillas, y por eso envidiaba su

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relación, porque bromeaban sinofenderse. Nadie era capaz dehacer sonreír a mi madre como mitía. Ni siquiera mi padre. Y, porsupuesto, tampoco yo.

La casa estaba cerrada a cal ycanto, lo que no era habitual. Mipadre jamás habría cerrado conllave la puerta principal a menosque planeara estar fuera variosdías, así que deduje que no estaríatrabajando en el cementerio ni ensu estudio. Se respiraba desolaciónen el aire, como si hiciera tiempo

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que nadie pasaba por allí.Por un instante, me asusté, pero

enseguida cogí la llave que habíaescondida en un macetero y abrí lapuerta. Lo más probable era que mipadre hubiera ido a Charleston apasar unos días con mi madre. Lahabría añorado muchísimo durantelos meses que había durado eltratamiento. A pesar de todo eltiempo que llevaban juntos, nuncales había visto abrazarse, y muchomenos besarse, así que podríadecirse que eran una pareja poco

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efusiva. Sin embargo, quería creerque los unía algo más que la meracostumbre. Y también algo más quelos secretos.

Dejé a Angus descansando en elporche y entré. El sosiego quepercibí nada más cruzar el umbralme dejó perpleja. Di una vuelta porla planta baja para asegurarme deque todo estaba en orden y despuéssubí las escaleras. Me asomé a miantigua habitación, pero solo echéun vistazo rápido. Continué por elpasillo, hasta llegar a la puerta de

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las escaleras que conducía a labuhardilla. Encendí la luz y subí lospeldaños sin pensármelo dos veces.El desván nunca me habíaasustado. En los días de lluvia,cuando ya me había hartado dehojear los álbumes de fotografíasfamiliares, me encantaba subir allí.Mi madre guardaba casi todos susvestidos del instituto, y me lopasaba pipa revolviendo los viejosbaúles. A pesar del estatus de clasemedia de la familia, la tía Lynrosey mi madre habían sido las reinas

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del instituto.Mi padre almacenaba sus

recuerdos en un cubo metálico.Siempre había estado cerrado concandado. Siempre. Desde pequeñahabía sentido curiosidad por esecubo, pero jamás me habríaatrevido a intentar abrir elcandado. Ahora dejé a un ladotodos mis escrúpulos y utilicé unahorquilla para hacer saltar lasclavijas. Tenía la corazonada deque, si en esa casa habíainformación sobre mi nacimiento,

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estaría escondida en esa vasija.Cuando por n pude destaparlo,

encontré la parafernalia normalque cualquier hombre de la edad demi padre habría acumulado a lolargo de los años: medallas deservicio al Ejército y distincionesmilitares enmarcadas queatestiguaban su paso por laarmada; un par de botas; una viejanavaja de bolsillo; una caja depuros con fotografías.

El modo más e ciente de iniciarla búsqueda era sacándolo todo. Fui

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muy cuidadosa y fui colocandotodos los objetos en orden paraguardarlo de nuevo tal y como lohabía encontrado. No me gustabahurgar en las cosas de mi padre.Era un hombre muy reservado, asíque sgar entre sus tesoros yrecuerdos era una violaciónsemejante a la profanación de unatumba. Pero no dejé que miconciencia me detuviera. Procedícon mi búsqueda porque no podríadescansar hasta encontrar algo.

Ya casi me había rendido cuando

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me topé con una cajita azul atadacon un lazo blanco. Asumí que ensu interior habría otra medalla delEjército… o los gemelos que utilizóel día de su boda.

Pero no.Envuelto en algodones había un

pedazo de porcelana marrón.Jamás habría adivinado qué era sino hubiera visto aquel pequeñogorrión en la habitación azul deFreya Pattershaw. No sabía cómolo había conseguido, pero era obvioque mi padre había guardado el ala

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rota del gorrión entre susposesiones más preciadas.

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Capítulo 33

Una vez en Charleston, llamé porteléfono a una clínica veterinariaque tenía cerca de casa paraconcertar una cita para Angus. Leacompañé durante la revisión y lasinyecciones, pero cuando llegó elmomento del acicalamiento le dejésolo para encargarme de unosrecados. Cuando nos presentamosen casa de mi tía Lynrose unas

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horas después, los dos noshabíamos lavado y lucíamosnuestras mejores galas.

Mi tía vivía en una estrechacasita de dos pisos en el corazóndel barrio histórico. La habíacomprado hacía años, antes de queel mercado inmobiliario estallara,de modo que podría sacar unapequeña fortuna si algún díadecidía desprenderse de ella. Perotodos sabíamos que jamás lo haría,aunque siempre estaba quejándosede los impuestos que pagaba por

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vivir allí.Tanto la casa como la callejuela

sombreada donde estaba ubicadame tenían robado el corazón. Eraun lugar pintoresco y encantador.Muy del estilo de la vieja Carolinadel Sur.

Al verme detrás de la puertametálica se quedó de piedra. Ibamuy elegante, como siempre.Llevaba un conjunto de lino blancoy una túnica de color trigo con

orecitas bordadas. Enseguidapercibí su inconfundible perfume,

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que me trasladó a aquellosatardeceres de verano, cuando mequedaba sentada tras la ventanaabierta para oírla charlar con mimadre.

Por lo visto, mi visita la pillópor sorpresa, porque se llevó unamano al corazón.

—Madre de Dios, cariño. Noesperaba encontrarte aquí. ¿Porqué no nos has avisado de quevenías? Habría preparado un buenalmuerzo. O mejor, habría pedidoalgo de comida para llevar —

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añadió guiñando el ojo. Alpercatarse de la presencia deAngus, abrió los ojos como platos—. ¿Qué demonios es eso?

—Mi perro. Se llama Angus.—¿Tu perro? —recalcó, y salió

al porche—. Jesús, ¿qué le hapasado a esta pobre criatura?

—Era un perro de pelea.Después lo dejaron suelto en elbosque, para que se muriera dehambre.

—Oh, pobrecito —dijo antes de

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darle una suave palmadita—. Creoque es mejor que lo dejes en laparte de atrás. Tu madre está en eljardín. Ten cuidado no vayas adarle un susto de muerte con eso…,con Angus. Mientras, iré sirviendounas tazas de té.

Se escabulló hacia la cocina, asíque le indiqué a Angus que bajaralos escalones del porche y mesiguiera por un estrecho caminitoque se abría entre macizos dehierba de fuente púrpura. Yahabían empezado a brotar, y todo

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el jardín parecía estar copado dealgodón de azúcar. Si bien mimadre se encargaba de tener lacasa perfecta y era una expertacocinera, mi tía había nacido conun don para la jardinería. El jardíntrasero era todo un espectáculo enesa época del año; la embriagadorafragancia de las últimas rosas deverano se mezclaba con los olivosaromáticos, que mi tía habíaplantado en hermosas cajas demadera a lo largo del sendero depiedras.

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Mi madre estaba recostada enuna tumbona de rayas verdes conun libro abierto sobre el regazo.Estaba muy quieta y con la mejillaapoyada sobre un cojín, así quepensé que se habría quedadodormida. Sentí una punzada en elcorazón al verla. Tenía los pómuloshundidos y la tez grisácea. Al igualque su hermana, siempre habíasido una mujer delgada y esbelta,pero ahora presentaba un aspectodemacrado. Aprecié nuevas arrugasen su rostro y un ligero temblor en

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las manos. Todos esos meses dequimioterapia habían hecho mellaen ella, pero, aun así, seguíasiendo la mujer más hermosa quejamás había visto.

A pesar de su enfermedad,seguía igual de presumida quesiempre: llevaba la peluca muyarreglada y se había aplicado unbrillo de labios rosa pálido. Ese díase había vestido con una falda de

ores a juego con una chaqueta depunto azul, aunque hacía bastantecalor.

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—Madre —susurré, pero detodos modos se sobresaltó.

Después esbozó una sonrisa y mealegré de haber ido a visitarla.

—¡Amelia! ¿Cuánto tiempollevas allí de pie? No he oído lapuerta.

—Acabo de llegar —dije, y mearrodillé junto a ella.

Me apartó unos mechones de lacara. Quizá fuera mi imaginación,o mis deseos nostálgicos, pero medio la impresión de que sus dedos

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gélidos no querían apartarse de mí.No tardó en jarse en Angus y, aligual que Lynrose, se estremeció.

—Amelia Rose Gray, ¿quédiablos…?

—Se llama Angus. Le encontréperdido en las montañas y decidíquedármelo.

Alzó una ceja.—Desde luego, cariño, si eso es

lo que quieres… Ahora tienes tupropia casa y sigues tus propiasnormas. —Hizo una breve pausa—.

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Pobrecito, debe de haber pasado uncalvario.

—Puedes estar segura de ello.—Le compadezco.Angus era una bendición y se

estaba portando la mar de bien. Nohabía gruñido ni había ladrado nihabía intentado marcar territorio.Se mantuvo a lo lejos, como sipresintiera la reticencia de mimadre. Ni siquiera se acercócuando ella extendió una manopara ofrecerle una tierna caricia.Optó por retirarse hacia la sombra

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de un roble para observarnos.—Lyn me ha dicho que has

estado fuera de Charleston. ¿Es poralguna restauración? —preguntómientras me acomodaba en unasilla de jardín.

—Sí, señora. ¿No te dijo dóndeestaba?

Frunció el ceño.—Quizá, pero no lo recuerdo.Justo cuando iba a decírselo,

Lynrose apareció por la puerta conuna jarra de té helado.

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—Amelia, tendrías que darle unpoco de agua fresca a ese perro.Aunque corre algo de brisa, hacemucho calor. Creo que se acercauna tormenta. ¿No sientes ese aire?Es igual de denso que la melaza…

Mientras mi tía parloteaba sobreel tiempo, llené un cuenco de aguay se lo llevé a Angus. Cuando volvía reunirme con ellas, ya habíancambiado de tema de conversación.

Mi tía me dio un vaso de té.—Justo le estaba explicando a

Etta que el otro día me topé con un

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conocido tuyo. Estaba en la coladel supermercado cuando oí aalguien detrás de mí mencionar quese había criado en Trinity. Como esnatural, no pude resistirme yenseguida nos pusimos a charlar.Resulta que iba a tu mismo colegio,aunque creo que es un año menor,pero me comentó que os habíaiscruzado hacia unos meses.

—¿Cómo se llama?—Ree Hutchins. ¿Te acuerdas de

ella?Tomé un sorbo de té.

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—¿Ree? Sí, claro que larecuerdo. Vino a verme cuandotrabajaba en la restauración deOak Grove.

—Oh, señor. No estaríainvolucrada en aquel terribleasunto, ¿verdad? —preguntó untanto afectada.

—No, estaba interesada en lahistoria del cementerio.

—Ah. En n…, iba con unjovencito muy apuesto. Hayden no-sé-qué. Por lo visto, es abogado.

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—Y también un cazafantasmas—añadí.

Arqueó una ceja.—No me digas. Y parecía tan

normal.—Seguro que sí —murmuré.—Bueno, el caso es que Ree me

explicó un montón de cosashorribles que pasaban en elhospital mental donde trabajaba:abusos, pruebas médicas ilegales,pacientes admitidos con nombresfalsos cuyas familias pudientes

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querían deshacerse de ellos. Salióen las noticias la primaverapasada. Seguro que leíste algúnartículo. No recuerdo los detalles,pero un médico, creo que sellamaba Farrante, asesinó aalguien. Era bastante famoso y lasmalas lenguas aseguran que suabuelo había llevado a cabo todotipo de experimentos espantosos enaquel lugar —dijo, y sacudió lacabeza—. La sangre habla por sísola, ¿no?

Mi tía continuó cotorreando,

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pero yo no podía dejar de pensaren mi madre. Tenía la cabezarecostada sobre el cojín y los ojoscerrados.

—Madre, ¿estás bien?Dibujó una débil sonrisa.—Estoy un poco cansada. No te

molestaría que me fuera adescansar un ratito, ¿verdad?

Dejé el vaso sobre la mesa.—Claro que no. ¿Te ayudo?—No, cariño, estoy bien. Solo es

que… no tengo mucha energía

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últimamente.—Es la condenada quimio —

gruñó mi tía mientras la ayudaba alevantarse—. No te preocupes,querida. Ahora te preparamos lacama para que puedas dormir unasiesta.

—Puedo arroparme yo sola, Lyn.Quédate aquí con Amelia. Mesiento fatal por dejaros solas justocuando acaba de llegar.

—No pasa nada, madre. Puedovenir más tarde —propuse.

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—¿Por qué no te quedas yalmuerzas con nosotras? Saldremosa comer algo por ahí. No quierocastigar a tu pobre perro con lacomida de Lynrose.

Sonreí.—Me parece perfecto.—Eh, ¿a qué viene eso? —la

regañó mi tía—. No te he oídoquejarte de mi comidaúltimamente.

—Porque no tengo apetito —larebatió su hermana.

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—¿Estás segura de que noquieres que te acompañe? —pregunté.

—No, pre ero que paséis unbuen rato juntas. Luego vuelvo.

Cuando se marchó, me giréhacia mi tía.

—Oh, tía Lyn, está muy frágil.La he visto más débil que la últimavez que vine, y de eso hace solouna semana.

—Ha pasado unos días bastantemalos, pero el médico es optimista

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con su progreso. Es normal quehaya contratiempos o recaídas.

—Supongo. Pero la veo tan…,no sé…, mayor.

A mi tía se le encendieron losojos.

—¡Ni te atrevas a decírselo!—¡Por supuesto que no! Además,

sigue tan hermosa como siempre.A Lynrose se le endulzó la

mirada.—La chica más guapa del baile.

Siempre lo fue.

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Alargué la mano y le acaricié elbrazo.

—Has cuidado muy bien de ella.Tiene mucha suerte de tenerte a sulado.

—Y yo de tenerla al mío. Sipasara algo…, no sé qué haría sinella…

—No lo digas.—Lo sé, lo sé. Va a superarlo. —

Mi tía alzó la barbilla con ademándesa ante—. Pienso asegurarme deque así sea.

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—Tía Lyn, ¿mi padre ha estadoaquí esta mañana? De camino aCharleston, pasé con el coche pordelante de casa y la puerta estabacerrada con llave.

—Lo más seguro es que hubieraido al pueblo a buscar algo, y poreso no le encontraste en casa.

—¿Alguna vez viene a verla?—Ya conoces a Caleb. Vive en su

propio mundo. Igual que tú. Ettasolía decir que erais como dos gotasde agua —murmuró. Advertí unasombra tras su mirada y, por un

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momento, el aire tembló unsecreto. Aunque no tenía lógica,sentí un pánico momentáneo. Asíque tomé otro sorbo de té paratranquilizarme.

—¿Sabe ella dónde he estadotrabajando estos últimos días?

Mi tía tenía los ojos pegados enuna gota de agua que se deslizabapor su vaso.

—¿No se lo contaste tú? —preguntó.

—No, te llamé antes de irme,

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¿recuerdas? Te dije que me habíasalido un proyecto y que estaríatrabajando fuera de Charlestonvarias semanas. Ella estabadescansando, y me prometiste quese lo contarías. Pero no le hascomentado nada, ¿me equivoco?

Lynrose se encogió de hombros.—No lo sé. Tengo muchas cosas

en la cabeza, como todo el mundo.—La semana pasada te llamé

varios días, y siempre me decíasque estaba descansando oechándose una siesta. No me

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dejaste hablar con ella.—¿Que nunca te dejé hablar con

ella? Qué tontería. Lo dices como sihubiera intentado impedirte quehablaras con tu madre.

—Quizá no quisieras que seenterara de que estaba trabajandoen Asher Falls.

—¿Y por qué diablos iba aquerer eso? —respondió, ofendida.Sin embargo, no dejaba dejuguetear con el collar de perlas.

—Tengo razón, ¿verdad?

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—Tal como lo dices suenamanipulador y siniestro —dijoenfadada—, y no fue en absolutoasí. No quería preocuparla, eso estodo. Yo sabía dónde estabas, asíque si sucedía algo, que Dios meperdone, sabía dónde encontrarte.

—Pero ¿por qué iba a afectarlatanto saber que estaba en AsherFalls? ¿Qué pasó allí, tía Lyn?

Buscó desesperada otra excusa,pero enseguida la vi desin arse.Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Oh, Amelia, ¿por qué no

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puedes dejarlo?—¿Dejar el qué?—Sabía que el hecho de que te

mudaras allí arriba no traería nadabueno. Si hubiera encontrado unmodo de pararte, lo habría hecho.

—Tía Lyn…—Ocurrió hace muchísimos años,

en una época ya olvidada, meatrevería a decir.

Le cogí la mano.—¿No merezco saber la verdad?Me acarició el dorso de la mano

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y cerró los ojos con un suspiro.—Por supuesto que sí. Pero

nunca quise ser yo quien te locontara.

—¿Contarme el qué?Me soltó la mano y se atusó el

cabello.—No es a mí a quien le

corresponde esa tarea. Además, noconozco todos los detalles. Tupadre siempre ha sido muyreservado, pero, qué le vamos ahacer, es así. Pre ere guardarse las

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cosas para él. Si al menos Etta y élhubieran sido capaces de hablar deello… Pero… —soltó otro suspiro—, pero eso es agua pasada.

La miraba con ansiedad.—No tengo ni idea de lo que

estás hablando.—Ya lo sé. —Se quedó en

silencio unos segundos—. ¿Algunavez tus padres te han explicadocómo se conocieron? Noacostumbran a charlar sobre eso.

—Sé que se conocieron aquí, en

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Charleston.Ella asintió distraída.—Tu padre era uno de los

conserjes de la iglesia de SaintMichael, y a Etta le encantabapasear por los jardines. De hecho,antes de su boda se pasaba díasenteros deambulando por allí.

—Pero no se casaron en SaintMichael.

—No me estaba re riendo almatrimonio con tu padre. Etta seprometió con su amorcito del

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instituto antes de conocer a Caleb—confesó, y se llevó una mano alcorazón—. Formaban una parejaencantadora. Encajaban a laperfección. Todo el mundo lo decía,y Etta, bendita sea, llegó a creerque estaba destinada a llevar unavida de cuento de hadas. Así quecuando él la abandonó, quedódestrozada. No la plantó en elaltar, pero casi. Rompió con ella eldía antes de la boda, y ninguno denosotros fue capaz de consolarla.Puedes imaginarte la humillación.

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Y entonces apareció Caleb. Estabaperdidamente enamorado de Etta.Fue un consuelo y un bálsamo parasu orgullo herido. Se fugaron juntospocas semanas después.

No podía creer lo que me estabacontando. Nunca había oído lahistoria del noviazgo de mispadres. Un matrimonio precipitadono era propio de ninguno de losdos. Ambos eran tan precavidos yreservados. Tan… contenidos.

—¿Y qué tiene que ver todo loque cuentas con Asher Falls? —

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pregunté por fin.—A eso voy —dijo mi tía. Tras

romper un hilo suelto que colgabade su túnica, hizo acopio de fuerzasy añadió—: Tus padres… vivieronallí un tiempo.

Casi me ahogo.—¿En Asher Falls?—Fue hace muchos muchos años.

Ese verano a Caleb le contrataroncomo picapedrero. Adoraba sutrabajo, pero Etta detestaba viviren las montañas. Odiaba aquel

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lugar. Decía que era agobiante, quejugaba con su mente. Aunque seesforzó por acostumbrarse, añorabaa su familia. Echaba de menosChaa’stun. Así que regresó a casa.Al nal, Caleb no tuvo másremedio que dejar el trabajo yseguirla. Se reconciliaron, pero lascosas nunca volvieron a ser lo queeran. He oído a gente decir que lomás duro es compartir tu vida conalguien a quien no amas, perosiempre he pensado que es muchomás difícil vivir con alguien que no

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te ama.—¿Crees que tu hermana nunca

quiso a mi padre?—A su manera, supongo que sí.

Pero Caleb no iba a ser el amor desu vida, y él era plenamenteconsciente de ello. Es un golpeduro para el orgullo de cualquierhombre. No sería tan descabelladopensar que podría jarse en otramujer.

—¿Mi padre tuvo una aventura?No podía creérmelo.

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—Eso sospechaba Etta. Habíauna mujer en Asher Falls… Nuncasupe cómo se llamaba. No teníafamilia ni marido ni hijos.Trabajaba de matrona, o eso creorecordar. Supongo que Caleb y esamujer se sentían muy solos. Algoocurrió entre ellos. Etta lodescubrió, pero pre rió pasarpágina en lugar de hablarlo con sumarido. En aquel entonces teníaotras preocupaciones. Otras penas.Sufrió varios abortos naturales,todos devastadores para ella. Los

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años fueron pasando y se mudarona Trinity. Al nal, Etta optó porrendirse y desechar la idea deformar una familia. Ella decía queera lo mejor. Además, estabanenvejeciendo. Y entonces, diecisieteaños más tarde, a Caleb lellamaron para hacer el turno deguardia. Volvió a casa a altas horasde la madrugada. Contigo.

El corazón me latía a mil porhora.

—¿Dónde me encontró?Lynrose se estremeció.

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—En aquel horrible lugar.—¿Asher Falls?—Eras tan pequeñita. Estabas

muy triste; no paraste de llorardurante días.

—¿Por qué?—Sufriste algún tipo de trauma.

No conozco los pormenores de tunacimiento. De hecho, no estoysegura de que Etta sepa todo lo quepasó. Pero lo que sucedió la nocheen que tu padre te trajo a casa…,lo que descubrió en aquel pueblo…,

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lo cambió para siempre.Llegada a este punto de la

historia, mi tía se había puesto muynerviosa. No dejaba de estrujarselas manos, lo cual no era típico deella. Mi madre era la que tendía asubirse por las paredes. Lynrosesiempre había sido su principalpilar.

Fue extraño, pero cuanto másagitada la notaba, más tranquilame sentía. Me daba la sensación deque estábamos hablando de unextraño, de alguien a quien apenas

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conocía.—¿Quién es mi madre? Mi

madre biológica —aclaré, porque,a pesar de lo que pudieraaveriguar, la mujer que me habíacriado siempre sería mi madre.

—Nunca lo supe, y Dios sabe quedigo la verdad. —Se mordió ellabio—. Pero Etta y yo siempretuvimos nuestras sospechas. Mira,la mujer con la creemos que Calebmantuvo una aventura, lacomadrona…, tuvo una hija.

—¿Cómo lo sabéis?

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—Cierto día, tu madre encontróuna fotografía entre las cosas deCaleb, mucho después de que tetrajera a casa.

Sacudí la cabeza, confundida.—Y la niña…—Era la hija de Caleb. Tu

madre.—Pero si esa cría era mi madre,

entonces mi padre…A la tía Lynrose se le

humedecieron los ojos. Se secó unalágrima que le caía por la mejilla

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con la mano y asintió.Ese momento fue muy

surrealista. Hasta más tarde nosupe que jamás podría describirlo.Fue como si, de repente, todas laspiezas de un rompecabezasencajaran. Si las sospechas deLynrose eran ciertas, el hombre quehabía conocido como mi padreadoptivo, mi querido padre, era enrealidad mi abuelo. Por eso los dospodíamos ver fantasmas. Habíaheredado esa habilidad de él.

Mi mente viajó hasta el día en

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que vi mi primer fantasma en elcementerio. Rememoré laexpresión de mi padre cuando lepregunté sobre aquel espectro. Susojos transmitían arrepentimiento ylástima, porque ya entonces sabíacómo sería mi vida a partir de esemomento. Los años de soledad queme esperaban.

Me miré las manos. Lasapretaba con tal fuerza que teníalos nudillos casi blancos.

—¿Y qué hay de mi padrebiológico?

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Lyn meneó la cabeza.Pensé en el ala de porcelana que

había encontrado entre los tesorosde mi padre y entonces supe queera verdad. Freya Pattershaw erami madre, y Tilly, mi abuela.

—¿Por qué nunca me habéiscontado nada de todo esto?

—Porque son recuerdos todavíamuy dolorosos. Y porque… —Nofue capaz de terminar la frase.

—¿Por qué?De pronto, mi tía me agarró del

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brazo con tal ímpetu que me hizodaño.

—No puedes decir ni unapalabra de lo que voy a contarte.Júrame que no se lo explicarás anadie —susurró. Me clavó las uñasen la piel y, al mirarla, me jé enque su tez había cobrado la mismapalidez que la de mi madreenferma.

—¡Tía Lyn, suéltame! Me estáshaciendo daño.

Me obedeció, pero el furor de sumirada no menguó un ápice.

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—La noche en que tu padre tetrajo a casa…, estaba cubierto desangre.

Cené temprano, en compañía demi madre y de la tía Lynrose, ydespués me dirigí hacia la avenidaRutledge. No le había desvelado ami madre ni una sola palabra delas revelaciones de aquella tarde.Jamás me habría arriesgado aangustiarla en el momento en quenecesitaba toda su fuerza para

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luchar contra el cáncer. De modoque me coloqué una suerte demáscara y actué durante toda lacena.

Sin embargo, ahora que estabasola en mi jardín, no podía dejarde darle vueltas a aquellaconversación. Resulta que mi padreera mi abuelo biológico. Aunqueseguía paralizada por la noticia,tenía sentido. Desde niña me habíaparecido un anciano. Hasta dondeme alcanzaba la memoria, lerecordaba con el cabello blanco y

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los hombros caídos. Mi madretambién era mayor, pero lucía esetipo de elegancia y belleza que tanbien armonizaban con la edad yque parecía intemporal.

Me senté en el columpio,perdida en mis pensamientos,mientras Angus se familiarizabacon su nuevo hogar. Era una nochefresca. El verano estabaempezando a ceder su lugar alotoño, y eso me hizo pensar en elamor perdido. En mi madre y en sunovio del instituto. En mi padre y

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en Tilly Pattershaw.De forma inevitable, pensé en

Devlin. Me regodeé en midesgracia durante un breveinstante, pero enseguida lo apartéde mi mente.

Y después fue Thane Asher quienocupó mis pensamientos.

A la mañana siguiente, melevanté convencida de que teníaque hablar con mi padre antes de

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regresar a Asher Falls. Si es quedecidía volver, claro. Le habíaprometido a Thane que regresaría,pero, si existía un Mal que meacechaba, no teníamos ningúnfuturo juntos. Ni con él ni connadie. Mi soledad, antaño unavieja amiga que me habíaprotegido del mundo real, se habíatransformado en mi enemiga, enun monstruo que amenazaba contragarme. Necesitaba encontraruna salida, por muy desesperadaque fuera, porque no podía arme

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de mis propios pensamientos.Quizás el Mal seguía habitando enmi interior.

Esperaba encontrarme la casacomo el día anterior, cerrada, perola furgoneta de mi padre estabaaparcada justo enfrente. Llamé altimbre varias veces. Al ver que noaparecía por ningún lado, Angus yyo fuimos caminando hasta elcementerio para buscarle.

El perfume que emanaba de lasrosas embriagaba la atmósfera. Nosabrimos paso entre los frondosos

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senderos cubiertos de hiedra y oxmusgoso hasta dar con él. Estabaconcentrado en los ángeles, unacolección de cincuenta y sieteestatuas que conmemoraban a losniños que habían perdido la vidaen el incendio de un orfanato a

nales del siglo pasado. Mi padrehabía invertido muchos años enrestaurar esas guritas angelicales.Me deslicé entre ellos y no pudeevitar compararlos con aquellosrostros dulces y meditabundos queatestiguaban el orgullo desmedido

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de los Asher. Pero no queríamalgastar un segundo en aquellosángeles arrogantes que observabanlas montañas. No era el momentomás apropiado para pensar en loque había sucedido entre Thane yyo en aquel círculo de ensueño. Yatendría tiempo para meditar sobreello.

Mi padre levantó la cabeza alreparar en mí, pero enseguidareanudó su tarea.

—No pareces muy sorprendidode verme —dije.

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—Tu tía llamó —contestó con unhilo de voz.

Al acercarme comprobé quetenía la cara más arrugada de loque recordaba. Pero el paso de losaños no había reducido su dignidadsilenciosa ni su lejanía. A pesar deestar apenas a un metro de mí,sentía que nos separaban un millónde kilómetros.

—Entonces sabrás por qué hevenido.

—Sí, niña.

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Temblorosa, tomé aliento.—Tenemos que hablar, papá. No

más secretos.—Mantuvimos esos secretos

para protegerte, Amelia.—Lo sé. Pero, ahora, lo único

que puede protegerme es la verdad.En silencio, recogió su arsenal

de herramientas y las guardó.—Sentémonos un rato —me

invitó.Nos sentamos en el suelo, con

los ángeles frente a nosotros y la

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puerta a nuestra espalda. Angusvino trotando y se acomodó a mispies. De forma distraída, mi padrese inclinó para acariciarle el lomo.

—Es Angus —dije.—¿De dónde lo has sacado?—De Asher Falls —contesté, y se

estremeció—. Me han ocurridomuchas cosas extrañas allí arriba.Sentí una conexión inmediatadesde el día que llegué, y ahoraempiezo a entender por qué. —Hice una pausa y después pregunté—: ¿Quién soy, papá?

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—Eres mi Amelia —susurró—. Yte quiero más que a nada en estemundo.

Se me llenaron los ojos delágrimas. Nunca me había dichoalgo parecido. Desde el día en queapareció el primer fantasma,decidió encerrarse en sí mismo, yjamás me mostró el más mínimoafecto. Durante años me preguntéqué habría hecho mal. Pero ahora,al ver que le temblaba la voz y quesu mirada emanaba una tristezaabsoluta…. no pude soportarlo y

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tuve que mirar hacia otro lado.Me asaltaban multitud de

preguntas, pero no estabadispuesta a interrogarle sobre suépoca con Tilly. Eso les pertenecíasolo a ellos. No aprobaba lo quehabía sucedido, después de todo eraleal a mi madre, pero, en ciertomodo, lo podía comprender. Erandos personas solas y cargadas desecretos; mi padre con susfantasmas; Tilly con suspremoniciones.

Encogí las piernas y posé una

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mejilla sobre las rodillas.—¿Qué somos?—Antiguamente, nos llamaban

«nacidos en manto». Eran bebésque nacían tras el velo y queposeían la habilidad de ver másallá del mundo real, de vislumbrarel mundo espiritual. Hoy en día seconsidera un cuento de viejas, peroen nuestra familia ocurre en cadageneración.

—¿Freya nació tras el velo?—Sí. Tanto Tilly como ella

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tenían el don de predecir las cosas.Por lo que sé, debía de ser una niñaextraordinaria.

Le miré de reojo.—¿No la conociste?Tenía la mirada clavada en el

cementerio para impedirme queviera la desolación en sus ojos.

—Era mi niña, mi única hija,pero nunca la vi con vida.

Se me aceleró el pulso.—¿Has visto su fantasma?—Vi su cadáver —puntualizó. La

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melancolía con la que hablaba hizoque no pudiera evitar echarme allorar.

Rebusqué el ala rota del gorriónen mi bolsillo y se la entregué.

—Encontré esto entre tus cosas.No debería haberlo cogido.

Envolvió el pedazo de porcelanaentre sus dedos y cerró el puño. Yentonces empezó a contarme suhistoria. No había vuelto a tenernoticias de Tilly desde que decidióvolver con mi madre. Ni siquierasabía de la existencia del bebé

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hasta que Tilly, diecisiete años mástarde, le llamó por teléfono enplena noche. Tras una breveconversación, cogió el coche y semarchó a Asher Falls, donde seenteró de que Freya, su única hija,había sido asesinada.

—¿Tilly sabía quién era elasesino?

—Nunca me lo dijo. Supongoque tenía miedo de mi reacción.Pero tuvo una visión de la muertede su hija. Y eso fue lo que la guiohasta Freya.

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—¿Encontró el cadáver?Asintió.—Pero si Freya murió asesinada,

¿por qué no acudió a la policía?¿Por qué permitió que todo elmundo creyera que su hija habíafallecido en un incendio?

—Porque no quería que nadiesupiera que tú existías.

—¿Por qué?—Naciste después de que Freya

fuera asesinada.El corazón empezó a

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martillearme el pecho.—¿Después?—Esa noche, la muchacha había

salido de casa a hurtadillas paraencontrarse con alguien. Tilly no seenteró de nada hasta que unaterrible pesadilla la despertó. Elsueño la condujo hasta la cima delaureles, donde encontró unatumba.

—La tumba de Freya.—Y la tuya, niña.Esas palabras me dejaron sin

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respiración, aunque tendría quehaber presentido la verdad. Por esome había abrumado tanto mi visitaa aquel sepulcro. Ese era el motivode los terribles sofocos que meoprimían el pecho y meimposibilitaban respirar. Mehabían enterrado allí, junto con mimadre asesinada.

Angus también lo habíasospechado. Eso explicaría cómohabía encontrado la tumba.Aunque pareciera imposible, debióde oler mi esencia, no la de mi

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madre.Le acaricié la cabeza y me

respondió pasándome el hocico porla mano.

—El asesino no se habíamolestado en enterrar el cadávercomo es debido —prosiguió—.Cuando Tilly llegó, debería llevarminutos allí. Todavía tenía la pielcaliente. Tilly rezó para quesiguiera con vida. Pero cuandoapartó la tierra que cubría elcuerpo de su pequeña, no oyó ellatido del corazón. No tenía pulso.

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Lo único que podía hacer eraintentar salvar al bebé.

Me habían enterrado viva. Medio a luz una mujer muerta. No erade extrañar, entonces, que mi vidaestuviera repleta de cosas extrañas.

—No respirabas, ni siquieracuando Tilly apartó el velo. Teresucitó. Te llenó los pulmones deoxígeno y te ayudó a cruzar desdeel otro lado.

Me ayudó a cruzar desde el otrolado.

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Se me congelaron todas lasterminaciones nerviosas.

—Y entonces me entregó a ti —dije en voz baja.

—Sí, pero, antes de llevarte acasa, quise ver a mi hija. Me sentíaen la obligación de ofrecerle unentierro digno para que pudieradescansar en paz.

Pero mi pobre madre no habíapodido descansar; opté por nocontárselo. Quería que, cuandomenos, tuviera ese consuelo.

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Al menos ahora sabía por quécuando me llevó a casa estabamanchado de sangre.

—Te has estado ocupando de sutumba durante todos estos años.

—Es lo único que puedo hacerpor ella.

—Pero ¿por qué la enterrastecon esa orientación? Estoy segurade que no fue porque…

—No quería que mirara esasmontañas —me interrumpió.

Contuve el aliento.

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—Tú también lo notaste.El viento, la humedad. Ese

aullido terrible.—Sí, lo noté. Al igual que tu

madre cuando vivimos allí. Tillytambién lo sintió. —Desvió lamirada hacia los ángeles—. Estabaallí cuando naciste. Estaba contigoal otro lado. Tilly lo vaticinó esamisma noche. Dijo que se produjoun tremendo forcejeo.

Recordé el día en que Tilly mehabía sacado a rastras de aquellamaraña de zarzas y malas hierbas.

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—Luchaste con todas tus fuerzas,Amelia. Batallaste para volver aeste mundo, pero, tras tu primeraliento, Tilly supo que no habíaacabado. Temía por tu vida porquecreía que vendría a por ti. Sabíaque tenía que sacarte de Asher Fallsy creyó que conmigo estarías asalvo.

Me abracé las rodillas.—¿Por qué me excluiste de tu

vida, papá? ¿Por qué me diste laespalda cuando más te necesitaba?

Parecía derrotado, exhausto.

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—Me daba miedo que elfantasma que vimos aquel díahubiera venido para vigilarte. Measustaba que el Mal te hubieraencontrado y que utilizara midevoción por ti, mi debilidad, parallegar a ti.

No podía dejar de temblar.Angus se dio cuenta de mi agitacióny empezó a gimotear.

—¿Todo esto porque regresé delotro lado?

—Y porque el poder que seríacapaz de ejercer a través de ti en

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este mundo sería inmenso.—¿Por qué?—Eres la última de la estirpe

Asher —dijo.Enterré la cara entre los brazos,

abrumada por una tormenta deemociones.

—¿Quién es mi padre? —pregunté temerosa.

—Edward Asher.—¿Era una persona malvada?

¿Estaba confabulado con losdemás?

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—No lo sé, pero su sangre correpor tus venas. Por eso el vínculoque te une a ese lugar es tan fuerte.Por esa razón volviste allí.

—Pero ¿por qué ahora?—Las reglas te mantuvieron a

salvo, pero las quebrantaste. Ahoraque la puerta se ha abierto, eresmás vulnerable. Tu entorno máscercano se ha convertido en unpeligro, porque el Mal tratará deutilizarlo para debilitarte. Teengañará, te embaucará, tementirá. No puedes permitírselo. Y

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bajo ningún concepto puedesregresar a Asher Falls.

Levanté la cabeza.—Que me tema signi ca que

existe un modo de vencerlo. Nopuedo vivir así. No puedo convivircon esta soledad. A veces creo queestaría mejor con los muertos.

—¡No digas eso! Ni siquiera lopienses.

—Entonces ayúdame adestruirlo.

—Todavía no lo entiendes,

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¿verdad? —me amonestó. Apartóla mirada, pero, aun así, logrévislumbrar esa misma expresión delástima y arrepentimiento en sumirada.

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Capítulo 34

Angus y yo salimos hacia AsherFalls esa misma tarde. No se loconté a mi padre porque no queríapreocuparle, pero me sentía en laobligación de regresar. Debíaencontrar el modo de protegerme.Debía cerrar esa terrible puerta ysabía que para lograrlo tendría quehacerlo en el lugar donde nací, alotro lado.

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En cuanto empezamos aserpentear por las faldas de lasmontañas, sentí un tremendo pesosobre mis hombros. Estabadiluviando, y me pregunté si habríaestado lloviendo durante todo eltiempo que habíamos estado enCharleston. Me dio la impresión deque el lago había crecido, de quelos muelles estaban desbordados. Elaguacero amainó cuando subimosal ferri, pero el cielo seguía gris einhóspito.

Por primera vez, Angus se alejó

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de la ventanilla y se acomodó en elasiento del copiloto, con el morroapoyado en el cuadro de mandos.Le acaricié la cabeza y enseguidanoté que se le había erizado elpelaje.

—Lo sé —murmuré—. Yotambién lo siento.

Esa opresión. El peso de aquellasmontañas cerniéndose sobrenosotros.

Concentrada en el volante, oí unchasquido repentino. Unatremenda roca rodaba por la

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carretera hacia nosotros. Se estrellócontra la cuneta, arrojando unalluvia de piedrecitas y gravilla alparabrisas. Atónita, di unvolantazo y a punto estuve deperder el control del vehículo.Cuando por n logré enderezar elcoche, aparqué a un lado de lacarretera para recuperarme ycalmar los nervios.

Aquella roca había estado cerca.Demasiado cerca. Sin duda, un malaugurio.

Quería creer que había sido una

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coincidencia horrible, pero metemía que era algo más que eso.Había sido una advertencia.

—Se está acercando —balbuceé,a lo que Angus contestó con unlloriqueo.

Durante el camino a Asher Fallshabía llegado a la conclusión deque si había alguien que pudieraayudarme, esa era Tilly. Fui directahacia su casa, pero la carretera del

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bosque estaba embarrada, así queno tuve más opción que aparcar elcoche y recorrer el resto del caminoa pie. Tras varios metros empezó ajarrear otra vez; cuando llegué a suporche estaba calada de pies acabeza. Toqué el timbre, pero Tillyno contestó. Fui al jardín trasero,pensando que quizás estuvieracurando a alguno de sus pájaros.Las jaulas y los comederos estabanvacíos y el silencio que reinabaentre los árboles resultabainquietante. Habría confundido esa

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quietud por otro mal presagio si nohubiera caído en la cuenta de queel mal tiempo había espantado alas aves.

Angus se quedó holgazaneandoen el porche. Subí la escalera y abríla puerta de malla metálica.

—¿Tilly?No obtuve respuesta.Crucé el porche y probé por la

puerta trasera. Se abrió sin emitirningún chirrido, asomé la cabeza yla llamé varias veces por su

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nombre.Pero tampoco obtuve respuesta.Crucé el umbral y avancé hasta

la cocina.—¿Tilly? ¿Estás por ahí? Soy yo,

Amelia.Me quedé inmóvil frente a la

puerta y miré a mi alrededor. Todoparecía estar en orden, aunque tansolo había estado en esa casa enuna ocasión. Era muy posible queno me percatara de si una sillaestaba fuera de lugar o de si un

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armario estaba organizado de unaforma diferente. Sin embargo,había algo distinto. Lo notaba. Lopresentía.

—¿Tilly?El eco de su nombre entre

aquellas paredes mudas fue unsonido espeluznante y aterrador.Fui al comedor. Ahí tambiénparecía estar todo en su lugar,excepto por un par de botasmanchadas de barro que atisbéjunto a la puerta principal, dondesin duda Tilly las había dejado.

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Avancé por el estrecho pasillo.La puerta de la habitaciónprincipal estaba entreabierta, asíque eché un vistazo. Era unaestancia pequeña, con el mobiliariojusto y necesario, un cabezal dehierro forjado y un tocador demadera de roble. Observé mire ejo en el espejo; tenía la tezpálida y la mirada ojerosa. Yestaba muerta de miedo. A medidaque me iba adentrando en aquellacasa, un miedo aterrador se ibaadueñando de mí.

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Llegué al cuarto de baño yenseguida distinguí unas gotas desangre en el lavamanos y varioscristales en el suelo.

Todos mis instintos me gritabanque saliera de aquella casa pordonde había entrado. Pero nopodía. No hasta que encontrara aTilly. Podría estar herida encualquier parte de la casa. Podríaestar…

Y de pronto un sonido meparalizó. De forma inconsciente,me llevé una mano al pecho, como

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si así pudiera apaciguar el pánicoque me aceleraba el corazón y medejaba sin aire en los pulmones.

Había alguien más en aquellacasa, y algo me decía que no eraTilly. Me habría respondido cuandola llamé.

Los tablones de madera delpasillo crujían a cada paso deaquel desconocido. No me atrevía amoverme por miedo a delatardónde me encontraba. Perotampoco podía quedarme allí.Tenía que encontrar un sitio donde

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esconderme.Los crujidos cesaron. Eso no

signi caba que el intruso hubierahuido. Intuí que se había quedadoen mitad del pasillo, quizá porquehabía oído un sonido o adivinadouna presencia. Y ahora me estabaesperando con la respiracióncontenida al otro lado de la pared.

Levanté un pie y el chirrido deltablón de madera me produjodentera. En el pasadizo, unasombra se iba haciendo más y másgrande en la pared.

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Un instante más tarde, Catriceapareció en el umbral. Las doschillamos del susto.

—¡Amelia! —gritó antes deajustarse la chaqueta.

No podía dejar de temblar.—¿Qué está haciendo aquí?—Estaba por el pueblo y la vi

pasar con el coche, así que la seguí—explicó. Miró ansiosa a sualrededor—. ¿Tilly no está en casa?

—Creí que tenía el coche en eltaller.

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Esquivó mi mirada acusatoria.—Ya…, ya lo tengo arreglado.Aquel ademán nervioso con rmó

lo que había sospechado desde elprincipio: nuestro encuentro enAsher Falls aquel día no había sidoninguna coincidencia. Dudabaincluso de que tuviera el coche enel mecánico.

—¿Por qué me ha seguido? —espeté con gesto serio.

—Quiero hablar con usted —murmuró—. Solo espero…

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—¿Qué?—Estoy muy preocupada por

Tilly.—¿Por qué? —pregunté. Al no

contestarme, la cogí por los brazos—. Aquí hay sangre. ¿Sabe algo deesto?

Catrice puso los ojos comoplatos.

—¿Sangre? ¿Está segura?—Por supuesto que estoy segura.

Compruébelo usted misma si no mecree. Pero antes dígame por qué

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está buscando a Tilly.Parecía a igida y consternada.

Echó un fugaz vistazo al cuarto debaño.

—Nunca pensé que llegaríamosa esto. Tiene que creerme.

—¿Llegar a qué? ¿Tilly tieneproblemas?

Su mirada avellana se empapóde lágrimas mientras asentía.

—Me temo que sí.—¿Qué tipo de problemas?—Problemas graves. Creo que

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corre peligro.—¿Quién puede acosarla?Catrice cerró los ojos.—El asesino de Freya.El corazón me dio un vuelco.—¿Quién la mató?—Podría ser cualquiera de

nosotros —farfulló—. Todosestábamos allí esa noche. Yhabíamos hablado de hacerlo. Lunadijo que necesitábamos unaofrenda, y Freya era muy fácil demanipular.

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—¿Una ofrenda? ¿Para qué?—Para una tontería, un juego

estúpido —tartamudeó—. Nuncapensé que alguien se atrevería ahacerlo.

—Pero alguien lo hizo.—Sí.—¿Quiénes estabais allí?—Nosotras tres, Hugh y Edward.

Freya le había dicho a Edward queestaba embarazada, y que él era elpadre. Se quedó conmocionado,como todos, sobre todo porque

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Freya estaba a punto de dar a luz.Era una chica tan reservada y deconstitución tan delgada que nadielo sospechó. ¿Cómo íbamos ahacerlo? ¿Quién se habríaimaginado que tendría tan pococuidado con alguien como… conuna forastera? Luna se puso comouna era porque tenía planeadoser la primera que diera a luz unnieto Asher. Hugh tampoco seentusiasmó demasiado. Pobre Bryn,se quedó destrozada al enterarse.

—¿Por qué?

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—Estaba loca por Edward.Habría hecho cualquier cosa parallamar su atención, pero él laignoró y se dedicó a acostarse conchicas como Freya Pattershaw.

—¿Y usted?Temblorosa, cogió aire.—Oh, sí. Yo también tenía mis

razones. Deseaba encajar tantocomo Freya, así que les seguí eljuego. Y durante todos estos años…—Se miró las manos. Tenía losdedos entrelazados; padecía artritisen las articulaciones—. Debería

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haberme presentado en comisaríahace mucho tiempo, pero nuncatuve el valor de hacerlo. Me hecomportado como una cobarde.

—Nunca es tarde. Todavía está atiempo de enmendar el error.Catrice… ¿Quién la mató? Debe detener una idea.

—Le juro que no lo sé —respondió presa de ladesesperación—. ¿Es que no lo ve?Fue así como lo planeamos. Nadielo sabría…, salvo el asesino. Laatrajimos hasta allí arriba y

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después la asustamos para quesaliera corriendo. Lo tomamoscomo si jugáramos al escondite.Nos dividimos para buscarla. Quienprimero la encontrara… —Noterminó la frase—. Todos seríamoscómplices, pero solo uno se habríamanchado las manos de sangre.

—¿Y qué hay del incendio?—Eso no fue más que una

tapadera. Nos entró el pánicocuando nos dimos cuenta de lo quehabíamos hecho… Al ver que Freyano aparecía por ningún lado, Luna

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acudió a Pell. Le convenció de queEdward había matado a Freya. Y,como es natural, se ocupó de todo.Del incendio, de los preparativosdel funeral, de todo.

—¿Y cómo se quemó Tilly lasmanos?

—No me explicó cómo, pero seenteró del incendio. Una multitudse había congregado para ver arderel edi cio, aunque nadie hizo nadapara ayudar. Cuando Tilly llegó,trató de sacar a Freya de entre lasllamas. Fue muy duro verla, pues

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sabíamos que Freya no estaba allídentro. Cuando Pell provocó elfuego, su hija ya estaba muerta.

Y Tilly lo sabía. Entonces, ¿porqué se arriesgó y entró en eledificio?

—¿No habría sido más sensatodejar el cadáver de Freya dentrodel edificio?

—Eso habría delatado alasesino, porque nadie más sabíadónde estaba su cuerpo sin vida. Ytodos prometimos no decir ni unapalabra a nadie. Tan solo

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olvidaríamos lo ocurrido.Olvidaríamos a Freya para siempre—añadió. Luego se llevó la mano ala frente—. Pero alguien lo vio.Desenterró el cuerpo y sacó el bebéque llevaba Freya en sus entrañas.Tuvo que ser Tilly. Nadie máspodría haberlo hecho.

Visualicé aquella tumba solitariaen la cima de laureles. La tumba deFreya. Mi tumba.

—Si Tilly sabía que Freya yacíaen esa tumba, ¿por qué iba aintentar sacar a su hija de un

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edificio en llamas?—Quizá por ese entonces ya

estuviera desquiciada. O puedeque… —Catrice se había puestoblanca—. Puede que intuyera queeso era lo que esperábamos quehiciera. No quería que supiéramosque había encontrado el cuerpoporque temía por su vida, Amelia.Se quemó las manos paraprotegerla a usted.

Me quedé de piedra.—¿Sabe quién soy? —pregunté

con voz cansada.

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—Tiene una forma de ladear lacabeza…, una forma de sonreír…Cuando la miro, veo a Edward.

—¿Quién más lo sabe?—Luna, Bryn y Hugh. Ah, y Pell,

por supuesto, porque fue él quienla trajo aquí. Usted es su últimaesperanza de tener un herederoAsher con Thane.

La miré sin dar crédito a lo queacababa de escuchar.

—¿Qué quiere decir?—Se encargó de atraerla hasta

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Asher Falls para que Thane pudieraseducirla.

—No, eso no es cierto. Esimposible que haya tenido algo quever con eso.

Catrice me observaba conlástima.

—Es cierto. Por puro egoísmo,Pell le puso en un grave peligroporque el hecho de que esté vivademuestra que Freya no falleció enaquel incendio.

—Thane no lo sabía —dije

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aturdida.Catrice procuró consolarme,

pero al notar su mano sobre elhombro me aparté de ella.

—¿No lo entiende? —preguntóen voz baja—. Haría cualquier cosapor consolidar su posición en esafamilia. Apostaría a que se cortaríael brazo derecho por cumplir eldeseo de Pell Asher de tener unnieto.

Recordé la advertencia de Tillysobre Thane: «Codicia lo que nuncapodrá tener». Y pensé en aquella

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noche que pasamos juntos en elcementerio, cuando el mal destapósu debilidad.

Estaba aterrorizada.—Voy a llamar a la policía.—No puede —negó Catrice—.

No a la policía local. A Wayne leasustan demasiado los Asher, y noestará dispuesto a ayudarnos conesto. Y la policía estatal tardaríademasiado en llegar. Por no hablarde la patrulla del condado, tendríaque llegar en ferri, pues todas lascarreteras secundarias deben de

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estar inundadas. Con este tiempo,llegar a Asher Falls es toda unaodisea. —Levantó poco a poco lamirada—. Estamos completamenteaisladas.

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Capítulo 35

No sé por qué fui a la cima delaureles donde descansaba elcuerpo de Freya, pero el instintome decía que Tilly estaría allí.Quizás hubiera heredado suextraordinaria intuición, o a lomejor estaba respondiendo a sullamada desesperada. Inclusopuede que fuera el fantasma deFreya quien me guiara hasta allí.

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Lo único que sabía era que lafuerza magnética que me atraíahacia ese lugar era demasiadointensa como para ignorarla.Además, no se me ocurría otrolugar donde buscar a Tilly.

Cuando Angus y yo llegamos alcementerio, estaba lloviendo otravez. Mientras me abría caminoentre el bosque armada con el gaslacrimógeno y un puñado deherramientas que había cogido delmaletero del coche y que podíanhacer las veces de armas letales,

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me repetí varias veces lo estúpidoque había sido pensar que podríasalvar a mi abuela por mi propiacuenta. E igual de absurdo podríaser creer a pies juntillas todo lo quehabía salido por boca de Catrice.Ella misma había admitido quehabía colaborado en urdir unasesinato. Y, sin embargo…, ¿quéotra opción tenía? Había perdido aFreya para siempre, y no estabadispuesta a perder a mi abuelajusto ahora.

Mientras ascendíamos hacia la

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cima, intenté contactar de nuevocon la policía estatal, pero seguíasin cobertura. Pensé en llamar aThane, pero ¿y si Tilly tenía razón?¿Y si había tramado nuestroromance con su abuelo desde elprincipio?

La idea de que Thane hubierajugado conmigo me partía elcorazón, pero no tenía tiempo paracompadecerme de mi desgracia.Después ya me encargaría derememorar y analizar cada una denuestras conversaciones para

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encontrar pistas que pudierandelatarle. Pero ahora no era elmomento de eso. No cuando la vidade Tilly pendía de un hilo. Ella mehabía traído a este mundo, ysiempre me había protegido.¿Cómo no hacer lo mismo por ella?

Sorteé los matorrales y zarzas,con el pulso a mil. Nos estábamosaproximando a la tumba. A mit u m b a . Angus se estabacomportando de un modo muyextraño. Olisqueaba las hojas yrascaba el suelo, como si siguiera el

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rastro de algo. El rastro de mi olor,pensé. Cuando le llamé por elnombre, me mostró los dientes.

Le observaba con cautela y conun nudo en el estómago.

—¿Angus? ¿Qué pasa, chico?Su única respuesta fue un

gruñido grave. Asustada, retrocedívarios pasos. ¿Qué le habíapasado?

Agazapado, empezó a dibujar uncírculo a mi alrededor. Permanecíinmóvil y, de repente, la terrible

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advertencia de mi padre resonó enmi cabeza: «Tu entorno máscercano se ha convertido en unpeligro, porque el Mal tratará deutilizarlo para debilitarte».

—Tú no, Angus —susurré.Continuó trazando el círculo,

con el pelaje erizado. No tenía otraalternativa que retirarme de allícon suma lentitud. Y en ese precisoin sta n te Angus trotó hacia latumba, pero sin quitarme los ojosde encima. No probó a acercarse nia atacarme. Me pregunté si solo

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había querido asustarme.Seguía lloviznando. Oía las

gotas de agua caer sobre las hojas.Y algo más. Algo familiar a la vezque alarmante. Un sonido de unaastilla…

No fui capaz de identi car elruido, pero estaba segura de que elasesino estaba detrás de esepasadizo de matorrales, fuera demi campo visual.

Entonces recordé algo queCatrice me había dicho una vez.Las tres amigas, Luna, Bryn y

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Catrice, eran como hermanas desangre y conocían esas colinascomo la palma de su mano.

¿Y Hugh? ¿También podía estaracechándome?

Al igual que Freya, habíaentrado en su juego vil y cruel,pero ahora no podía permitirmepensar en el despiadado nal quesufrió mi madre ni el horrible modoen que llegué a este mundo. Nopodía malgastar un solo segundocastigándome por la doble fachadade Thane o la traición de Angus.

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Debía mantener la cabezadespejada…

De pronto, apareció una siluetaencima de la cornisa, una guravestida de negro y con un hacha enla mano. Ahogué un grito y mezambullí entre las malas hierbaspara alejarme de esa cima. Por unmomento creí que Angus seabalanzaría sobre mí, pero sequedó clavado junto a la tumba,contemplando algo que no meatrevía a mirar.

Me arrastré a ciegas por el

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suelo, con las ramas azotándome lapiel y tirándome del pelo. El terrormás puro y el recuerdo delfantasma de Freya me impulsabana seguir adelante. Pasados unosminutos, el bosque de laureles fueespesándose. Las ramas seagolpaban las unas sobre las otrasy me resultaba muy complicadoescurrirme entre ellas. Cualquierrayo de luz que hubiera logradocolarse por las nubes de tormentase estrellaría contra ese muroimpenetrable de madera. Y me

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perdí.Fui a parar a un pequeño claro y

decidí darme un descanso. Apoyélas manos en las rodillas y procurérecuperar el aliento.

Levanté la cabeza y prestéatención a los sonidos de lanaturaleza para guiarme, pero todolo que oía era la lluvia y elzumbido de mosquitos a mialrededor. Agucé el oído y apreciéel lejano rumor de las cascadas.Intenté orientarme, pero me habíadesviado tanto del in erno de

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laureles que había perdido el norte.No podía concebir una trampa másefectiva.

Me senté en ese diminuto claro,mojada, tiritando y aterrorizadapor lo que me esperaba en eselaberinto de maleza. Si bien lamonotonía del paisaje meconfundía, escabullirme por esapared sólida me parecía imposible.Di una vuelta muy poco a poco yescudriñé los alrededores en buscade una pista que me condujerahasta Tilly. Hasta un lugar más

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seguro. Estaba rodeada de gurasesqueléticas, ramas semejantes abrazos fantasmales que trataban deagarrarme.

Entre la lluvia oí otro sonido,esta vez rítmico y constante, y notardé en adivinar qué era. Elasesino estaba utilizando el hachapara trazar un camino entre lamaraña de ramas. El cazador seestaba acercando a su presa. Notenía que buscar un sitio donderefugiarme. Ya estaba acorralada.

Con la mano en el pecho, me

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esforcé por precisar la dirección. Elruido provenía de mi derecha,pensé. No, de mi izquierda. No…,de mi derecha…

Me balanceaba hacia delante yatrás, como una marioneta. Aquellaberinto traicionero me habíadesorientado y me aterrorizaba laidea de huir y toparme de cara conel asesino.

Presa del miedo, me sujeté deuna rama nudosa como si fuera unsalvavidas. El aire enmudeció deforma repentina. Ni hachazos ni

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pisadas ni suspiros rasgados. Enaquel silencio contenido, me aferréa aquella rama y me imaginé alasesino blandiendo el hacha.

Y justo entonces, cuando podríahaber usado toda ventaja paraguarecerme, amainó la tormenta.Distinguí nuevos sonidos, el lejanogorjeo de un somorgujo, el torrentede agua de la catarata.

Sin embargo, también apreciéuna respiración, una inhalaciónprofunda. Alguien había seguido laestela de mi perfume. El asesino

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estaba justo allí. Justo detrás de mí.Me desplomé sobre las rodillas y

me deslicé bajo las ramas. Lasazaleas, una auténtica pesadilla, sehabían convertido en mis aliadas.

Una rama con espinas me habíacortado el labio, así que presioné laherida para aliviar el dolor. Sentíel sabor metálico de la sangre en laboca y una vez más pensé enFreya. No quería correr la mismasuerte que ella. Joven, embarazaday desesperada. Eso hacía de ellauna presa fácil. Al menos yo

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contaba con la ventaja de conocerel juego.

Agachada bajo las ramas, meimaginé al asesino en el claro,esperando pacientemente a supróxima víctima. Me quedé quieta,ni siquiera me moví para apartar elpelo que me impedía ver. No osabani respirar. Estaba oculta por unapantalla de hojas y ramas. Lo únicoque tenía que hacer era quedarmeinmóvil. Era imposible que elasesino supiera dónde estaba.Había aprendido una lección

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importante: el caminito de ramaspartidas había delatado miposición. A partir de ahora, no ibaa ponérselo tan fácil.

Sabía que estaba merodeandopor el claro. Oía el chasquido de lasramas y la respiración agitada,fruto de la emoción. Me asoméentre las ramas retorcidas hastaadvertir una silueta.

No emití sonido alguno. Estabaconvencida de ello. Pero, derepente, el hacha empezó a cortarlas ramas bajo las que me cobijaba.

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No chillé. Ni siquiera me sobresalté.Ya no me guiaba por el miedo, sinopor un instinto de supervivencia y,sí, también por la ira. Estabafuriosa por lo que le habían hechoa mi madre. Furiosa porque meperseguían como a un animal. Noiba a sucumbir al miedo ni alpánico. Me mordí el corte en ellabio y sentí un aluvión deadrenalina.

Repté por in nitos túneles detroncos de árboles al mismo tiempoque el hacha iba partiendo las

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ramas que formaban esa especie debóveda de madera. El lo merasguñó el hombro y me tiré alsuelo. Permanecí tumbada bocaabajo hasta cerciorarme de queestaba fuera de peligro.Serpenteaba con cierta rapidez, asíque asumí que el asesino arrojaríael hacha y me seguiría por eselaberinto de ramas. Mi cazador sefue alejando, y fue como presenciarun milagro. Después de todo no mehabía descubierto. Le oí caminandode un lado al otro del claro,

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histérico por no habermeencontrado.

Ahora que había dejado dellover, los sonidos se oían conperfecta claridad. Fue entoncescuando oí otro cuerpoarrastrándose por la cima. Elasesino también advirtió esesonido. Fue directo hacia él. Queríagritar, no solo para pedir ayuda,sino también para advertir aldesconocido que ahora nosacompañaba. Pero ¿y si habíavenido a ayudar al asesino? Si

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hacía algo, podía quedar atrapada.Esperé en silencio hasta que el

sonido del hacha se desvaneció,pero, aun así, no me acerqué alclaro. En lugar de eso, avancé arastras por esa maraña de malashierbas y ramas. Me sentía sola ycondenada a una muerte salvaje.Eso minaba mis fuerzas y destruíami voluntad, pero me obligué acontinuar. No tenía elección. Elfollaje era cada vez más frondoso,así que el único modo de salir deallí era gateando.

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En un momento dado, creí oírlos hachazos del asesino a mi lado,pero no fue más que imaginación.Bajo ese túnel de ramas reinaba laoscuridad. Al no tener la menoridea de dónde estaba ni de adóndeiba, mi mente empezó a jugarmemalas pasadas. Oí que alguienpronunciaba mi nombre en vozbaja. Anhelaba tanto el contactohumano que me costó unabarbaridad no contestar.

¿Y si no lograba salir de allí? ¿Ysi moría allí, sola y sin haber

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podido despedirme de mis padresni de mi tía? ¿Sin haber encontradoa Tilly…?

Intenté no pensar en esas cosas.No podía perder el control. Teníaque estar concentrada. Debía haberun camino en alguna parte, elrastro de algún animal que mecondujera hasta el lindero de esamaraña.

Seguí arrastrándome. Tenía lasrodillas magulladas y cubiertas desangre. Me había hecho incontablesrasguños que me escocían

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muchísimo. Después de un rato,empecé a sufrir alucinaciones. Veíaojos carmesí espiándome desdecada rincón de aquel túnel delaureles y sentía que el suelotemblaba, como si se avecinara unterremoto. Lo peor fue cuando oíque alguien susurraba mi nombre.Creí que era Thane. Su voz sonabatan real que le respondí. Entoncestuve un momento de lucidez y medi cuenta de que tan solo habíasido mi imaginación o un trucohorripilante. Aunque de veras

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estuviera allí, era posible queestuviera aliado con el asesino. Dehecho, podía ser el asesino.

«Amelia… ¿Puedes oírme?Amelia…, respóndeme…»

—¿Thane?La brisa se llevó su nombre, pero

no contestó, porque no estaba allí.Ni él ni el asesino. No había nadie.

Estaba sola en mi in ernoparticular.

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Perdí toda noción del tiempo ydel espacio. No sabía cuántotiempo llevaba reptando por eselaberinto, pero debían de ser horas.La fronda que envolvía el túnel eratan espesa que ni siquiera podíamirar el cielo para calcular la hora.No había modo de seguir la luna nilas estrellas. Ni siquiera avistabalas cumbres de las montañas.Estaba perdida en medio de unared maldita y empezaba asospechar que durante todo esetiempo había estado dando vueltas

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al mismo sitio.Estaba a punto de desfallecer,

así que paré a descansar. Lasrodillas me seguían sangrando. Meabracé las piernas y me quedé allísentada, empapada,temblequeando y desmoralizada.Estaba tan harta que ni siquiera laamenaza del asesino me asustaba.Incluso habría agradecido el sonidode un hacha abriéndose caminohacia mí. Habría preferidocualquier cosa a ese totalaislamiento.

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Era consciente de que tenía quereunir fuerzas y seguir avanzando,pero, durante un breve instante,me permití hundirme en mi miseriay compadecerme. Comprobé losarañazos de las rodillas y melimpié la sangre de la cara. Lasheridas de la corteza del laurel medolían mucho más que el corte delhacha, pero al imaginarme alasesino rajando ramas y tallos parallegar a mí me estremecí.

Y, sin embargo, no me moví. Nome veía capaz de dar un paso más.

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No quería rendirme, pero se mehabían agotado las fuerzas. No mequedaba una gota de energía ni deesperanza, ni siquiera de ira. Ya nome aterraba la idea de quedarmeallí hasta que un animal salvajesiguiera mi rastro o hasta que memuriera de hambre. Lo único quequería era… sentarme y descansar.

De repente, tras el denso follaje,oí un sonido. Caí en la cuenta deque no era indiferente a todo, talcomo creía. Algo se acercaba, asíque levanté la cabeza para prestar

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más atención.Quien fuera, o lo que fuera,

reptaba por el suelo con unarapidez considerable. Distinguí unextraño olor en el aire, similar alde un cadáver en descomposición.Sentí un miedo espantoso, perotraté de convencerme de que nosería más que un animal muertocuyo hedor transportaba la brisa.

Pero ese sonido escurridizo…Escudriñé la arboleda que se

alzaba ante mí y me parecióvislumbrar algo en uno de los

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túneles. Fue una sombra fugaz,pero creí advertir el brillo de unabrigo de piel. ¿O serían alas?

El hecho de que algo inhumanome estuviera acechando por esamadriguera dejada de la mano deDios me impulsó a levantarme y azambullirme entre los matorralespara atravesar lo que parecía unabarrera impenetrable de ramas yhojas.

Me castañeteaban los dientespor el frío y el miedo. El escozor enlas rodillas era insoportable, y por

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n logré meterme en un túnel queme hacía invisible.

Lo oía detrás de mí. Delante. Allado. Tomara el camino quetomara, siempre estaba ahí. Y eseolor… Oh, Dios mío…, ese olor…

Era incapaz de controlar elpánico y respiraba con di cultad.El entretejido de ramas que hacíalas veces de techo empezó aresquebrajarse, como si esa cosahubiera trepado hasta ahí arriba yse estuviera deslizando. Sentía queel corazón se me saldría por la

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boca, así que me detuve y levantéla mirada. No vi ni oí nada. Peroaquella peste fétida se ltró entrelas ramas y sentí arcadas.

Muerta de miedo, di mediavuelta y me escurrí hacia un túnel,y después hacia otro. Noté unalluvia de ramas y hojas sobre micuerpo. La criatura me estabasiguiendo.

Tras unos segundos, me dicuenta de que, en realidad, no lohacía. Más bien me estaba guiando.Se movía sobre el laberinto de

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túneles obligándome a girar haciaun lado o hacia otro, en un intentoinútil de escapar.

Lo más inquietante era que nisiquiera sabía si era real. Quizáshabía perdido por completo lachaveta y mis propios miedoshabían inventado esa criatura.

Volví a mirar hacia arriba yatisbé unos ojos pálidosobservándome a través de lasramas, y me tragué un grito. Si meponía a chillar, el asesino sabríadónde estaba, y tampoco estaba

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segura del todo de que una menteperturbada como la mía hubieraideado a ese perseguidor místico.

A lo mejor el asesino no era real.Quizá todo lo que había pasado enAsher Falls había sido unapesadilla…

Seguí adelante, balbuceandopara mí:

—No es real, no es real, no esreal.

No había parado de llover.Todavía oía el tamborileo de las

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gotas sobre las hojas, pero, trasunos segundos, noté que memojaban la cara. Fue entoncescuando caí en la cuenta de que noestaba rodeada de absolutaoscuridad. La luz del día iluminabalos túneles. Ya no veía cosas rarasentre los árboles ni oía ruiditosilógicos en el sotobosque. Esa cosase había esfumado, y con ella mipánico. Cerré los ojos y dejé que elfrescor de la lluvia me reanimara.Todavía me temblaban las piernas,pero me puse en pie.

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Entonces, frente a mí, vi ellindero del bosque.

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Capítulo 36

Entre tropiezos inicié el descenso.Como si se tratara de una señaldivina, la lluvia a ojó y por nlogré tranquilizarme. En elhorizonte veía la silueta de lasmontañas sobre el cielo y, entredos nubes de tormenta, advertí elresplandor plateado de la luna. Elambiente rezumaba a naturaleza.El frescor de la inminente noche

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era más que bienvenido.No obstante, seguía sin tener la

menor idea de dónde estaba. Elpaisaje no me resultaba familiar enabsoluto, de modo que el pánico notardó en reaparecer. Habíaencontrado la salida de aquellamadriguera, pero todavía estabaperdida. Y el asesino no debía deandar muy lejos. Era alguien queconocía aquel lugar como la palmade su mano. No podía quedarmeahí para siempre a la espera de queme cazara. Tenía que seguir

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caminando.Así que reanudé la marcha y

empecé a subir entre los árboles. Elterreno era escarpado yaccidentado, lo que convertía aquelascenso en todo un desafío. Eraevidente que aquel paseo acabaríapor mermar mis reservas deenergía. Avanzaba con lentitudporque no tenía una linterna y elcamino estaba repleto de ramascaídas y piedras resbaladizas. Tuveque parar para quitarme unapiedrecita que se me había metido

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en una bota, pero el daño yaestaba hecho. Tuve que contenerun grito de dolor y frustración.

No muy lejos se oía el chorro deagua de la cascada. Pensé que siseguía andando por la base delacantilado al nal llegaría aaquella puerta arqueada. Desde ahíya sabría cómo llegar alcementerio, donde tenía aparcadoel coche.

Me arrodillé para atarme loscordones de la bota y me parecióoír el lejano murmullo de truenos.

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Un segundo más tarde, toda lamontaña se sacudió y unaavalancha de piedras y guijarrosrodó ladera abajo. Busqué refugiobajo un saliente rocoso. Me quedéallí acuclillada hasta asegurarmede que el alud de rocas hubieraterminado su curso. Luego salí demi escondrijo y seguí avanzando.

Aunque nunca había estado enesa parte de la colina, empezaba aorientarme. El terreno estabamucho más nivelado. Distinguí uncaminito rústico que bordeaba la

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falda de la montaña. La ruta eramucho más llevadera por aquí,pero no podía bajar la guardiaporque cualquiera podría verme. Elsonido de la cascada cada vezestaba más cerca. De repentevislumbré aquella entradaarqueada. Se me aceleró el pulsoporque, por primera vez desdehacía muchas horas, sabía dóndeestaba. Con un poco de suerte,estaría de vuelta en el cementerioen menos de media hora.

Un cuervo alzó el vuelo desde la

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cima del peñasco. No pude evitarseguirle por el cielo. ¿Qué le habríaasustado? Miré hacia atrás y me

jé en el foco de luz de unalinterna que se movía agitada porel centro de la pradera.

De inmediato me aparté delcamino y me tumbé sobre lapiedra, pero el fulgor de la luna medejaba completamente expuesta.Por un momento consideré darmedia vuelta, pero entonces meacordé de que Thane me habíadicho que existía un camino

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alternativo hasta la cima delpedrusco. Así pues, si alguienhubiese sobresaltado a aquel pobrepájaro, a esas alturas ya me habríavisto. Tal vez estuviera pisándomelos talones y, dada mi condición,sabía que me alcanzaría.

Mi única esperanza eraencontrar un lugar dondeesconderme. Sin embargo, meespantaba adentrarme en aqueltúnel. Recordaba demasiado bien lasensación de estar enclaustrada,esa claustrofobia casi sofocante.

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Las cicatrices de Wayne Van Zandt.Aun así, de todos modos, ya

estaba asediada por la persona quecorría a toda prisa por la pradera.Por lo que sabía, alguien se estabaacercando por detrás. No podía ir aningún sitio, tan solo pasar pordebajo de ese arco.

Si no hubiera oído el ladridoapenado de Angus, habría seguidodudando. Sonó un tanto apagado,como si estuviera a varios metrosde distancia.

—¡Angus! —llamé con un

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susurro—. Angus, ¿dónde estás?Desde las profundidades de la

cueva resonó un lloriqueo.Cuidado. Podría ser un truco, me

advirtió una vocecita.Asomé la cabeza por la abertura

y pronuncié su nombre en vozbaja.

—Angus.Palpé los muros de piedra para

situarme. Notaba decenas de ojosclavados en la espalda,observándome desde cada grieta y

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sura. Las paredes parecían cobrarvida con el espectáculo de sombras.La luz de la luna parecía animaraquel agujero.

—¿Dónde estás, chico?Sin moverme de la entrada de la

cueva, oí un ruido apenasperceptible. Pisadas. Estabahistérica. No sabía qué hacer. Nopodía esconderme en la cueva…,no tenía salida, así que era otratrampa. Thane había comentadoque no tenía más de cuatrocientosmetros de profundidad.

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Los pasos cada vez estaban máspróximos. Todavía no habíaencontrado un escondite.

Una vez más estudié aquellosmuros. Ya parecían traicioneros ala luz del día, así que ahora, enabsoluta oscuridad, sin duda seríauna escalada suicida…

Me imaginé el hacharasgándome la piel y no vacilé unsegundo más. Me giré y empecé atrepar por la pared de piedra. Elmiedo y la desesperacióndestaparon una agilidad de la que

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nunca había sido consciente.Incluso en aquella penumbra, melas arreglé para encontrar asiderosy puntos de apoyo, aunque algunosse desmoronaron con el peso. Justocuando estaba a punto de alcanzarel saliente más cercano intuí unapresencia. Me escurrí sin hacer elmenor ruido, con la esperanza deque, por algún milagro divino, nome descubriera. Me pegué a lapared y eché un vistazo al claro.

Desde mi privilegiada posición,vi a Luna deslizarse hasta el centro

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del claro. Extendió los brazos decara a las montañas y empezó adar vueltas y más vueltas,invocando al Mal, tal como yohabía hecho en aquel círculo deángeles Asher.

Se despojó de su hermosacabellera, de su piel tersa yreluciente, y de la siluetavoluptuosa que el paso de los añosno parecía haber estropeado. Sequitó la máscara una vez más,dejando al descubierto un cuerpo yun rostro arrugado y marchito.

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En una mano llevaba unalinterna; en la otra, algo quedestellaba bajo la luz de la luna.Era uno de los puñales de filo curvoque había visto en su despacho.Quizás era la misma arma quehabía utilizado para asesinar a mimadre.

Abrió los ojos y con una lentitudexagerada dibujó un círculomientras contemplaba los murosque rodeaban el estanque. Bajó losbrazos y se dirigió de nuevo haciala entrada arqueada. Por un

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momento creí que se habríarendido.

El alivio me dejó un tantomareada. Apoyé la mejilla sobre laroca fría y húmeda.

Entonces oí un quejido.Luna se detuvo y escudriñó la

cueva desde la distancia. Incluso enplena oscuridad, la vi retorcer loslabios; habría jurado notar laadrenalina corriendo por sus venascuando acarició el filo del puñal.

Las pulsaciones me iban a mil

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por hora, pero no porque temierapor mi seguridad.

Me puse en pie sobre el salientey el súbito movimiento arrojó unalluvia de piedrecitas sobre el claro.Me miró. En sus ojos se re ejaba laluna.

—Ahí estás.Lo dijo con tal indiferencia que

cualquiera habría pensado queestábamos charlando del tiempo.

Me apoyé sobre la pared. Deseéque la roca me tragara. Miré hacia

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arriba para calcular la distanciahasta la cima del peñasco o elpróximo saliente.

—Yo, en tu lugar, no lo probaría—me soltó mientras se acercaba ala base del peñasco—. Si te quedasdonde estás, no le haré daño alperro.

La observaba con atención desdeel saliente.

—¿Por qué iba a creerte?—¿Acaso tienes otra opción?—Mataste a Freya —la acusé.

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Luna se encogió de hombros.—Era una molestia, como tú.—¿Y por qué soy yo una

molestia?Tenía que dejar que hablara.

Estaba decidida a entretenerlahasta que encontrara una salida.

—Eres agotadora, Amelia.—¿A qué te refieres?—Mírame. Mírame la cara. Esto

es culpa tuya.—¿Perdón?—Todo cambió cuando llegaste a

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Asher Falls. El viento, estamontaña…, hasta los muertos.

De repente me azotó una brisagélida. Pensé en el cadáver deEmelyn Asher.

—¿Cómo sabes que es culpamía?

—Oh, eres tú. No sé cómo lo hashecho, pero te has nutrido denuestra energía y has usurpadotodo mi poder —espetó con lamirada ardiente—. Y quiero queme lo devuelvas.

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Creía que había escalado esapared con relativa facilidad, peroLuna trepó como una pantera. Enun abrir y cerrar de ojos se plantóen otro saliente del peñasco. Justocuando cogía impulso paraabalanzarse sobre mí, me giré ysalté hacia otro saliente de piedra.El borde se derrumbó en cuantoaterrizaron mis botas. Tardé unaeternidad en conseguir mantener elequilibrio. Después hundí los dedosen las minúsculas grietas queencontré en la piedra.

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—Soy la nieta de Pell Asher. Tenpor seguro que, si me matas,vendrá a por ti.

Soltó una ruidosa carcajada.—¿De veras crees que ese

vejestorio me asusta? Él cree quetiene el control, pero no es así.

Tenía la sensación de que allíhabía alguien, pero no me atrevíaa apartar los ojos de Luna.

—Si de veras soy una amenazapara ti, ¿por qué me contrataste?¿Por qué me ofreciste la casa de

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Covey?—Oh, de todo eso se ocupó Pell.

Y debo admitir que todavía guardavarios ases bajo la manga. Nosabía que estuvieras viva. Alprincipio creí que a ese viejo locose le había antojado restaurar elcementerio antes de morir. Habríasido muy típico de él. Lo averigüédespués de tu llegada. En cuanto ala casa de Covey… —dijo entrerisas—. Supongo que Pell pensóque te mantendría a salvo hastaque lograra su hazaña.

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Lograra su hazaña…Me estremecí.—Una vez que le dieras un

heredero, no le servirías de nada.No con tu desafortunado linaje. Sinduda se habría ocupado de ti comolo hizo con Harper y con la madrede Thane.

Di un paso atrás.—¿Qué tiene que ver la madre

de Thane con esto?—Pell creía que si eliminaba a

Riana, Edward volvería a casa, con

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su familia. Así que planeó elatropello y la posterior fuga. Elpobre nunca supo cómo se estrelló.

Procuré que aquella horriblehistoria no me afectara. Me aferrécon todas mis fuerzas a la piedra.Quería pensar que el espacio queseparaba nuestros salientes meofrecía un poco de protección, peroel sentido común me decía queLuna estaba jugando conmigo. Metenía justo donde quería, así quepodía permitirse el lujo de tomarseel tiempo que quisiera.

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—¿Edward se enteró?—Tenía sus sospechas, pero no

pudo hacer nada. Aunque al nalconsiguió vengarse.

—¿Cómo?—Se suicidó. Se las arregló para

incinerar su cuerpo antes de quePell pudiera reclamar el cadáver.

Me acordé de lo que Thane mehabía contado sobre Edward:quería liberarse de las cadenasAsher.

—Si sentía tal desprecio por

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Pell, ¿por qué dejó a su hijo con él?—No lo dejó. Se lo llevó. Edward

estaba demasiado débil paraenfrentarse a su tío —explicó. Me

jé que Luna estaba acariciando lapiedra que llevaba alrededor delcuello—. Esa es tu familia, Amelia.Tu legado. Es quien eres. Pero esoya no importa…

El pentáculo estaba esculpido enese mismo peñasco, justo sobrenosotras. Encima del salientedonde estaba Luna, distinguí lapunta abierta de la estrella; sobre

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mi cabeza, una punta cerrada. Nosé qué esperaba conseguir.Supongo que actué siguiendo misinstintos. Cogí una piedra yempecé a rasgar esa punta cerradapar intentar borrar el extremo.

—¡No! —gritó Luna.Sin titubear, saltó la distancia

que separaba los dos salientes conaparente destreza. Sin embargo,debía de haber una sura en laroca, o quizá mi propio peso lahabía provocado, porque oí unchasquido similar al de un disparo.

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Luna podría haberse salvado siAngus no hubiera aparecido poruno de los oscuros recovecos delpeñasco. Gruñó como un demonio yarremetió contra ella. Puesto quehabía bajado la guardia, Lunaempezó a tambalearse. Aturdidas,nos quedamos mirándonos duranteunos segundos que se me hicieroneternos. Al ver que perdía elequilibrio, me agarró y las doscaímos en picado.

Logré sujetarme al saliente en elúltimo momento. Me quedé

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colgando de esa cornisa. De elladependía mi vida. Un instante mástarde oí un estruendo. El cuerpo deLuna chocó contra el suelo. Deinmediato, una bandada de milesde pájaros asesinos voló hacia elclaro.

De repente, escuché que Thaneme llamaba. Había descendidohasta el saliente.

—¡Cógeme la mano!La roca se estaba desmoronando

bajo mis dedos, pero, aun así,vacilé.

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Algo ardía en su mirada, ira…,dolor…

Sin embargo, tras un pestañeo,ese brillo se desvaneció. Me cogiópor los brazos y me ayudó a subir.El saliente estaba a punto dederrumbarse. Angus salió disparadohacia la cueva y Thane mepropulsó hacia arriba. Escalé por elpeñasco sin pensármelo dos veces.

Las aves se habían agolpadoalrededor de Luna. La oí gritar.Cuando llegué a la cima, me girépara ayudar a Thane. Entonces vi a

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Tilly. Estaba al borde del peñasco,observando aquel siniestroespectáculo.

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Capítulo 37

—T illy, Tilly, ¿estás bien? —balbuceé.

—Estoy bien, chica. ¿Y tú? —preguntó con ansiedad. Su siluetase veía diminuta sobre el peñasco.Diminuta pero fiel.

—Bien, pero estabapreocupadísima por ti. Fui a tucasa y, cuando vi toda esa sangreen el cuarto de baño…, pensé en lo

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peor.—Me estaba tomando un té y

me resbaló el vaso de las manos.Me corté el dedo. No me dio tiempoa limpiarlo porque sabía queestabas en un aprieto y tuve quesalir rápido para salvarte.

—Pero… vine aquí a buscarte.Cuando Catrice me explicó lo quele ocurrió a Freya…

De repente, la mirada de Tilly setornó gélida.

—¿Dónde viste a Hawthorne?

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—Me siguió hasta tu casa.—¿Y la dejaste entrar en mi

casa? —susurró con tonoacusatorio.

—No. Apareció allí sin avisar.—Sabía que tendría que haber

plantado más romero —farfulló.Miré a Thane. Se había hecho a

un lado para dejarnos un poco deintimidad. Bajo las estrellas, teníael aspecto de un tipo alto, oscuro ymuy atractivo. Y fiel.

—¿Qué quería esa mujer? —

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preguntó Tilly.—Estaba muy nerviosa. Que yo

estuviera viva demostraba queFreya no falleció en el incendio.Oh, es una larga historia —dije, ysuspiré—. Pero tú ya la conoces.Me dijo que corrías un gravepeligro, y que la policía no llegaríaa Asher Falls hasta pasadas variashoras, así que vine aquí para…rescatarte —añadí, aunque no sonómuy convincente.

Se le oscureció la mirada.—Pues fue una insensatez por tu

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parte. Podrían haberte matado.—Y a ti también. Pero eso ya no

importa. Estamos a salvo. Y ahorasé la verdad —murmuré.

Me cogió de la mano y laapretó. Luego se giró hacia Thaney le preguntó:

—¿Cómo supiste que Ameliaestaba aquí?

Él se dio media vuelta yvislumbré los arañazos que le habíadejado en la cara, lo que merecordó aquella siniestra oscuridad

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que nos había hechizado enThorngate. La misma oscuridad quehabía empujado a Luna a laperdición.

—Vi su coche en el cementerio—respondió—, atravesé la cima delaureles y la llamé varias veces,pero no me contestó.

¿Había algo de recriminación ensu voz?

—¿Y qué habrías hecho si lahubieras encontrado a tiempo? —exigió saber Tilly.

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—Todo con tal de salvarle lavida.

—Incluso…—Sí.Tilly asintió.—A n de cuentas, has sido tú

quien la ha salvado, ¿no?Sentí un nudo en la garganta.

Miré a Thane, pero, por lo visto,tenía la mente en otros asuntos.

Tilly me agarró por el brazo.—Apartémonos del borde de este

peñasco, chica. Me da la sensación

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de que se va a derrumbar encualquier momento.

Tenía razón. El margen seestaba erosionando. Eso no podíaser buena señal. Entonces oí unladrido. Se me encogió el alma.Angus seguía en la cueva. Si lasparedes se desmoronaban, sequedaría allí atrapado parasiempre.

Sacudí a Thane para sacarle desu ensimismamiento.

—Dijiste que había un camino.¿Puedes mostrármelo?

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—Por aquí.Descendimos rápidamente.

Cuando alcanzamos la boca de lacueva, no pude evitar mirar dereojo el cuerpo sin vida de Luna.No podía soportar esa imagen,aunque Tilly no parecía tener losmismos reparos. Espantó las avescarroñeras y se inclinó paraarrancar la cadena plateada delcadáver. Por el rabillo del ojovislumbré la piedra lunar.

—No deberías acercarte alcuerpo —avisó Thane—.

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Tendremos que avisar a lasautoridades.

Tilly ignoró la sugerencia ycontinuó observando aquellapiedra como si estuvieraembrujada.

Me asomé por la abertura yllamé a Angus.

—Me he metido en esta cuevadecenas de veces —dijo Thane—, ynunca me di cuenta de queestuviera conectada con otracueva. Si Angus se ha colado porese pasadizo, ten por seguro que

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sabrá encontrar la salida.Y, justo en ese preciso instante,

apareció trotando hacia mí. Merestregó su hocico frío y húmedopor las manos en un gesto decariño y alegría in nita. Seguía untanto desconcertada por cómo sehabía comportado hacía un rato,pero me negaba a creer que laoscuridad se había metido en él. Sihubiera querido hacerme daño, mehabría seguido por los túneles delaureles. Sin embargo, optó porobligarme a huir del asesino, y

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quizá también de sí mismo.Tilly miraba jamente el

despeñadero, el pentáculo queahora lucía otra punta abierta. Me

jé en que movía los labios, perono logré descifrar lo que habíadicho. Después, arrojó la piedralunar hacia la estrella. La gema sehizo añicos al golpearse con elmuro de piedra. De repente, latierra empezó a temblar.

—¡Sal de ahí! —chilló Thane,que enseguida cogió a Tilly y laapartó del claro. Un segundo más

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tarde, los salientes sedesprendieron y cayeron al suelo.

No tardamos en marcharnos deallí. Corrimos a toda prisa por elbosque, en dirección al cementerio.Thane iba a la cabeza, y tanto Tillycomo yo hicimos todo lo posiblepor seguirle el ritmo. Apenas habíamusitado palabra, lo que empezabaa preocuparme. Él también habíaoído lo que Luna había dicho sobresu madre y Harper. Tras variosmetros me percaté de que ladistancia que nos separaba era

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cada vez mayor. Entonces adivinéqué se proponía. Tenía prisa porllegar al coche porque no podíaesperar un segundo más a reunirsecon Pell en la mansión de losAsher.

Angus se quedó en laretaguardia, con Tilly. Alcancé aThane. Sabía cómo era, y measustaba pensar en cómoreaccionaría si su abuelo admitíalos crímenes. Así que corrí tras élpor esos bosques embarrados.Cuando llegué al cementerio, fui

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directa hacia su deportivo.Thorngate estaba bañado por el

tenue resplandor de la luna. Losángeles Asher destacaban sobre losdemás monumentos. Se alzabanorgullosos, desa antes, casi conademán divino. Reconocí algunosde mis rasgos en aquellos rostros, ysentí un escalofrío.

Thane se deslizó tras el volantey cerró la puerta de golpe.

—¿Qué demonios haces?—Te acompaño.

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—Ni siquiera sabes adónde voy.—A casa de tu abuelo —contesté

—. ¿No crees que deberíamosllamar antes a la policía?

—Es imposible. No haycobertura.

—¿Cómo estás tan seguro? Nisiquiera lo has comprobado.

—Porque intenté llamar antes.Las torres más cercanas se handesconectado por la tormenta.Tendremos que contactar concomisaría desde la casa Asher.

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—Pero no vamos allí por eso,¿me equivoco?

Se pasó una mano por el pelo.—Deberías irte a casa, con Tilly.

No va a ser una charla muyagradable.

—No creo que debas enfrentartea tu abuelo solo.

—No voy a matarle, si eso es loque te preocupa. Aunque lo haríaencantado.

Puse una mano sobre su brazo.—No merece que te encierren en

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la cárcel. No eres así, Thane.Arrancó el motor y giró el

volante sin decir palabra.Al llegar a la carretera principal

de la isla, la luna se escondió trasunos nubarrones y el paisaje quedósumido en una negrura absoluta.Apenas se distinguía la silueta delos pinos sobre el tapiz demontañas y estrellas. Unosgoterones empezaron a salpicar elparabrisas. La cuneta rebosaba deagua.

Pese a que la carretera estaba

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húmeda y resbaladiza, Thane pisóel acelerador. Me tomé unossegundos para estudiar su per l.Casi podía palpar su ira, unpasajero inoportuno quecoqueteaba con el peligro. Tomóuna curva sin apenas frenar. Esevolantazo me dejó sin respiración yanclada al asiento.

De pronto, se giró y me fulminócon la mirada.

—Me oíste que te llamabacuando estabas en la cima delaureles, ¿verdad? ¿Por qué no me

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contestaste?Aquella tampoco iba a ser una

conversación agradable, pensé.—Estaba asustada.—¿De mí? ¿Por qué?—Por algo que Catrice me había

contado.—¿Qué te dijo?De forma distraída, empecé a

acariciarme el brazo.—¿Recuerdas el día que la llevé

a casa? Te comenté que me habíadado la impresión de que todas se

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habían reunido en su estudio paraespiarme, y que no podía dejar depensar que había venido a AsherFalls por un motivo.

—Lo recuerdo.—Ese mismo día, sentados en el

porche trasero, me miraste como sihubieras visto un fantasma. Tepareció ver a otra persona, peroalegaste estar soñando despierto.

Frunció el ceño.—Sí, ¿y?—¿A quién viste?

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Una pausa.—A Edward.—Así que lo sabías.—Lo supuse. Tenías esa

expresión de lejanía en tu mirada ysostenías la cabeza de un modomuy particular. Eras el vivo retratode Edward.

—¿Me parezco a él?—Quizás ahora mismo no, pero

ya me había dado cuenta antes.Aquel día, en el cementerio,cuando nos pusimos a hablar de los

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ángeles…, uno de ellos me recordóa ti. En ese momento no le di másimportancia, pero después empecéa atar cabos. Tu asombrosoparecido con mi padrastro. Tuinsistencia en que habías venido aAsher Falls por una razón.

—¿Lo sospechaste el día que nosconocimos en el ferri?

—Te reconocí por una fotografíaque había visto en el periódico —dijo—, pero no te relacioné conEdward hasta más tarde. ¿Por quélo preguntas?

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—Catrice me aseguró que losabías desde el principio. Segúnella, Pell y tú os las habíaisingeniado para traerme hasta aquípara que pudieras seducirme.Porque soy su última esperanza decontinuar con el linaje familiar.

Thane se quedó pálido.—¿Y la creíste?—No quería, pero tenía miedo.

Tilly había desaparecido, y Catriceacababa de revelarme la verdadsobre el asesinato de Freya. Nopodía asimilar todo eso y pensar

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con claridad… —murmuré—.Espero que entiendas que suacusación me diera que pensar.

—¿Qué dijo? —preguntó sinalterar la voz.

—Ya te lo he explicado….—Quiero saber qué dijo palabra

por palabra.—Según ella, harías cualquier

cosa para consolidar tu posición enla familia Asher; dijo que incluso tecortarías el brazo derecho paradarle a tu abuelo un heredero.

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—Ya veo —murmuró, sindespegar los ojos de la carretera—.Catrice lleva algo de razón en eso,no voy a negarlo. Pero de ahí apensar que te haría daño…, adudar de si aceptar mi manocuando estabas a punto dedespeñarte… —Soltó un suspiro—.Me cuesta comprenderlo, laverdad.

—Lo siento —me disculpé, y megiré hacia la ventanilla. Tras elcristal, las sombras de la nochepasaban volando a mi lado—. Pero

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quizá sea para mejor.—¿Por qué?—Por quién soy.Otra pausa.—Es por lo que sucedió aquella

noche, ¿verdad? Dijiste que tú lehabías permitido entrar.

—Por lo visto, todo empezó lanoche en que nací. FreyaPattershaw era mi madre.

—Entonces, ¿Freya y Edward…?Le miré. Volví a jarme en las

marcas que le había dejado en la

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mejilla.—Hay muchas cosas que todavía

no comprendo, pero este lugar esmuy peligroso para mí. Y meconvierte en alguien peligroso paralos que me rodean. Lo que merodeapor ahí…, lo que tú y yo sentimosaquella noche…, viene a por mí.

—¿Cómo podemos detenerlo? —preguntó.

Cerré los ojos.—Me parece que eso es

imposible.

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Capítulo 38

Las luces de una patrulla depolicía nos pillaron por sorpresa.Las encontramos tras tomar unacurva. Aparentemente, alguienhabía conseguido establecerconexión telefónica. Tal vezhubiera habido un accidente. Nohabría sido extraño dado el tiempoque hacía. Pero a medida que nosfuimos acercando, advertí las luces

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de emergencia que parpadeabansobre una barrera que la policíahabía colocado en mitad de lacarretera.

Un agente se aproximó al cochey Thane bajó la ventanilla.

—¿Qué ocurre? —preguntó.—La lluvia ha inundado el

puente —informó el agente, que sesubió el ala del sombrero paraechar un vistazo al interior delcoche—. No podrá pasar por ahí, almenos hasta mañana. El río hacrecido demasiado.

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—Tenemos que llegar a casa —insistió Thane—. Mi abuelo es uninválido.

—Pero no está solo, ¿verdad?—No sé si hay alguien con él,

por eso tengo que pasar.—Si amaina la lluvia, el agua

empezará a recular dentro de pocashoras. La carretera estarádespejada por la mañana.

Se acercó otro agente.—¿Algún problema?—Ninguno —contestó Thane—.

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Nos gustaría ir a casa, eso es todo.—Lo siento, pero esta noche no

podrá ser. Si intenta cruzar elpuente, la corriente del río se lollevaría por delante. Les aconsejoque busquen un lugar donde pasarla noche. Manténganse alejados deestos despeñaderos. En variaszonas del condado se hanproducido aludes de barro. Diversostestigos aseguran haber vistopedruscos del tamaño de un cocherodando por la carretera. Tras unatormenta como esta es cuestión de

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tiempo que las crestas de lasmontañas empiecen adesmoronarse.

—Gracias.Thane dio media vuelta y se

marchó por donde había venido.En cuanto tomamos la curva,aparcó el coche en la cuneta.

—¿Por qué no les has dicho loque ha ocurrido? —le pregunté, unpoco inquieta.

—Porque no quería que meavasallaran con todo tipo de

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preguntas. Voy a subir a casa —declaró—. Después, puedescontárselo tú misma, o irte a casa yesperarme. Haz lo que quieras.

—Pero… ¿cómo piensas cruzarel arroyo?

—Hay otro puente a unossetecientos metros. Cruzaré porahí.

—Thane, es una locura. ¿Por quéno esperas hasta mañana parahablar con él?

—No es eso —murmuró. Empezó

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a tamborilear los dedos sobre elvolante—. Tienes razón, es unalocura. Ahora que sé la verdad lemataría con mis propias manos,créeme. Ese tipo me lo arrebatótodo. Pero no tengo agallas dedejarle ahí, postrado en esa silla deruedas.

—¿Y qué piensas hacer?¿Quedarte con él hasta que pase latormenta? ¿Después de todo lo quehas descubierto esta noche? Es unaidea terrible. ¿Y si el tiempoempeora? Os podríais quedar

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atrapados e incomunicados variosdías.

—Por eso tengo que ir abuscarle. Mi abuelo tiene un viejotodoterreno que solía utilizar parasalir de caza. Si las cosas se ponenfeas, lo arrancaré para bajar laladera.

—Pero ya has oído a los agentes.El río ha crecido mucho. No podráscruzarlo, ni siquiera con untodoterreno.

Thane estaba furioso.

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—Entonces conduciré hastadonde pueda y cargaré con él elresto del camino. No espero que loentiendas. Ni siquiera yo logroentenderlo. —Se quedó en silencio—. Por favor, vete y deja que hagaesto.

Miré por el espejo retrovisor.Las ventanas de la mansión Asherestaban iluminadas. Podíaimaginarme a Pell Asher allí arribaobservando su imperio mientras lamontaña se iba derrumbando a sualrededor. No me gustaba

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admitirlo, pero yo tampoco tenía elcoraje de abandonarle a su suerte.

—Te acompañaré.—No —espetó con

determinación—. Es demasiadopeligroso. Coge el coche ymárchate. Esto no es asunto tuyo.

—Sí, sí lo es. Además, si Pell estásolo, necesitarás mi ayuda. Nopuedes cargar con él tú solo, y losabes. Así que vamos.

Abrí la puerta y me bajé delcoche. Él rodeó el deportivo y me

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sujetó por los brazos.—¿Estás segura de esto?—Sí. Vamos. Quiero acabar con

esto lo antes posible.Lo que pasó aquella noche fue,

cuando menos. surrealista, pero nome di cuenta de ello hasta días mástarde. Repasé una y otra vez loocurrido en un intento de hallarleuna lógica, un sentido. Noconseguía explicarme por quéhabía decidido poner mi vida enpeligro por un hombre que jamáshabía mostrado la más mínima

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consideración por mí. Un hombreque había destruido vidas ajenas yse había ofrecido a encubrir lamuerte de una muchacha paraproteger a su hijo y el apellido dela familia. Un hombre que habíainundado un cementerio y, conello, había abierto una puertaterrible. Un hombre que habíarecibido el Mal con los brazosabiertos y lo había invitado aentrar en mi vida.

Y a pesar de eso ahí estaba,caminando arduamente por la

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orilla del río. La lluvia nos calabahasta los huesos y teníamos loszapatos llenos de fango. El peso delbarro, de la tormenta y de mispropios pensamientos se me hacíainsufrible. Por suerte, Thane cogióel ritmo y no tuve más remedio queconcentrarme en seguirle. Noshabíamos sumergido en un bosqueoscuro y lúgubre. Además delconstante goteo de la lluvia, oía mipropia respiración rasgada. Nojadeaba por agotamiento, sino porlos nervios y las emociones

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contenidas de las últimas horas.Todo había pasado demasiadodeprisa. Me sentía como si mehubieran dado una paliza y veía elpeligro en todas partes.

Thane me miró por encima delhombro.

—¿Estás bien?—Sí.No quería perderme, así que

andaba pegada a él. De vez encuando miraba las lucecitas quetitilaban en la cima de la colina.

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Visualicé a Pell Asher detrás deaquel ventanal, regio, desa ante ycontumaz, a pesar de estarrecogiendo los amargos frutos de loque había sembrado.

Thane señaló hacia delante.—El puente está justo ahí.Entre resbalones y tropiezos,

avanzamos por la orilla del río. Elcorazón me dio un vuelco cuandovi el puente, poco más que unostablones de madera mal colocadosy un endeble pasamanos. El aguacorría a tan solo un palmo del

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puente. Con suma cautela, loempezamos a cruzar en la india.Cada vez que el río me salpicaba,contenía la respiración. Encualquier momento podía perder elequilibrio y verme arrastrada porla espuma hasta las rocas. Así queme concentré para no patinar.

Conseguimos llegar al otro ladosin percances. Tras pasar la orilla,trepamos por una ladera rocosaque nos condujo hasta la carretera.La ruta debería haber sido muchomás fácil por el asfalto, pero la

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pendiente era muy pronunciada yel viento soplaba en contra, deforma que ascender por ahí fuetodo un calvario. Deseaba acabarcon aquello para poder irme a casay darme un buen baño de aguacaliente. Me moría de ganas pordejar atrás esa noche infernal.

De repente, cuando apenas unosmetros nos separaban de lamansión, oí un sonido que sonócomo un balazo.

Agarré a Thane por el brazo.—¿Qué ha sido eso?

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—No lo sé.Nos quedamos observando la

casa y oímos otro estruendo. Ydespués un tercero. Por unmomento me imaginé a Pelldisparándonos desde uno de losbalcones superiores.

—Jesús. La casa debe de estardesplazándose de los cimientos. Lasvigas se están partiendo.

Me cogió de la mano y salimosdisparados hacia el jardín. Habíados coches aparcados en laplazoleta.

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—Bryn y Catrice están aquí —informó—. Me pregunto si estaránesperando a Luna.

—Pues se van a llevar unasorpresa —farfullé.

La escalera del porche se habíadesprendido. Daba la impresión deque toda la estructura vibrara, asíque cruzamos ese agujero de unsalto.

Dentro, los sonidos de latormenta se mezclaban con loscrujidos y los gemidos de la maderaantigua. Las gotas de lluvia se

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ltraban por el techo y calaban elpapel pintado que adornaba lasparedes. El suelo estaba repleto decharcos, pero era evidente que lasgoteras eran viejas. Las lucesparpadeaban. A medida que seiban abriendo grietas, se oía unchisporroteo eléctrico que noanunciaba nada bueno. Estábamosen lo que antaño había sido unvestíbulo elegante y opulento. Lacasa se estaba viniendo abajo.

Thane se puso a gritar el nombrede su abuelo, de mi abuelo,

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mientras revisábamos cada una delas habitaciones. La mansiónrechinaba y se lamentaba como sihubiera cobrado viva propia. Sentíel terrible peso de una oscuraemoción sobre los hombros.

—Si ves una estrella de cincopuntas, destrúyela —ordené.

—Te doy mi palabra.Se había soltado un azulejo del

techo; el chorro de agua empapabala gigantesca mesa de caoba dondehabíamos cenado la noche quehabía anunciado mi hallazgo en la

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cima de laureles. Me daba laimpresión de que había pasado unaeternidad desde aquella velada.

—¡Abuelo! —chilló Thane.—¡Estamos aquí! —respondió

Hugh.Todos se habían reunido en la

salita donde tan solo unas nochesantes habíamos tomado una copa.Y desde donde Pell Asher habíaurdido su plan.

Estaba sentado en la silla deruedas, frente a la ventana, tal

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como había imaginado. Ni semolestó en girarse cuando Thanedeslizó la puerta corredera.

Al entrar en la sala percibí elgrito ahogado de Catrice, queparecía sorprendida y asustada.Bryn, en cambio, me mirabadesa ante, furiosa. Y Hugh,apoyado sobre la chimenea, teníalos ojos clavados en su copa.

—¿Dónde está el personal deservicio? —preguntó Thane—.Tenemos que irnos de aquí. La casase está derrumbando.

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—Los criados se marcharon hacehoras —dijo Hugh—. Soloquedamos nosotros.

—¿Y por qué seguís aquí? —quise saber.

—¿Dónde más íbamos a ir?—A algún lugar seguro —

propuse.Él se encogió de hombros.—Siempre hemos estado a salvo

entre estas cuatro paredes.—Ya no —dijo Thane.Catrice, la única que parecía

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nerviosa, dio un paso haciadelante.

—Esperamos demasiado.Cuando quisimos irnos, nosenteramos de que el puente estabainundado y cerrado al trá co. Porcierto, ¿cómo habéis llegado hastaaquí?

—A pie.—Entonces estáis atrapados,

como nosotros.—No del todo —murmuró Thane

—. Pienso llevarme al abuelo en el

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todoterreno.Eso llamó la atención de Hugh.—¿El todoterreno? Lleva ahí

aparcado varios años. Se habráquedado sin batería.

—No hace mucho logréarrancarlo para dar una vuelta —rebatió Thane—. Tiene batería, asíque nosotros nos vamos. Haced loque queráis.

—¡Pero no puedesabandonarnos! —lloriqueó Catrice.

—Podéis acompañarnos —

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propuso él—, pero antes quieroadvertiros de que a estas alturas losayudantes del sheri del condadoya se habrán enterado de loocurrido. Estoy seguro de quequerrán haceros varias preguntassobre el asesinato de FreyaPattershaw, así que quizá pre ráisquedaros aquí para preparar elinterrogatorio.

—Si hubieras mantenido el picocerrado, nada de esto habría salidoa la luz —regañó Bryn.

—Habría salido de todas formas,

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cuando encontraran el cadáver deLuna —dijo.

Catrice hundió la cara entre susmanos y se echó a llorar.

Hugh se tomó la copa de unsorbo.

Bryn, por otro lado, me mirabacon desprecio.

—Luna tenía razón. Amelia esuna amenaza para todos. Nada deesto habría ocurrido si no hubieravenido a Asher Falls.

Thane cruzó la sala como un

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rayo y la agarró por el brazo.—No te atrevas a culpar a

Amelia de esto. Vosotros sois losúnicos responsables. Y piensoasegurarme de que todos acabéisentre rejas por cómplices deasesinato —dijo. Luego se giróhacia Pell y añadió—: Incluido tú,viejo.

Pero Pell no reaccionó al desafíode su nieto.

Thane se acercó al enormeventanal y se colocó a su lado.

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—Mataste a mi madre y despuésa Harper porque suponían unaamenaza para tu proyecto.

Pell hizo un gesto de desdén conla mano.

—Ratas de alcantarilla, las dos.Thane apretó la mandíbula.—¿Cómo te atreves a decir eso?El anciano alzó la cabeza.—¿Cómo te atreves a hablarme

en ese tono? Si no fuera por migenerosidad, estarías viviendo enla calle.

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—¿Generosidad? Asesinaste a mimadre y a mi prometida, ¿y tecrees generoso?

—Edward estaba mejor sin ella.Le mantuvo alejado de su hogar, desu familia, durante años. Por suculpa, Edward me despreciaba.

La expresión de Thane se habíavuelto más pasiva, como si la rabiadel anciano le hubiera relajado.

—Ella no tuvo nada que ver, fueculpa tuya y solo tuya —dijo, y seinclinó sobre la silla de ruedas—.Tendrías que haber oído cómo

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hablaba Edward de ti… Solo teníapalabras de odio.

—¡Cállate! —exclamó Pell—.Cierra esa boca, muchacho. Puedoquitarte todo lo que te he dado contan solo chasquear los dedos.

Thane se irguió.—Siempre te has encargado de

que no se me olvide, ¿verdad? Perosi siempre he sido tanintrascendente para la familia,¿por qué me arrebataste a Harper?¿Qué más te daba con quién mecasara?

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Otro gesto de indiferencia.—Esa jovencita solo te habría

traído problemas. Habrías tenidouna vida miserable a su lado.

—¿Y por eso acabaste con ella?Pell Asher se quedó callado, pero

sonrió con cierta astucia.—Nunca he dicho eso. La chica

sigue viva.Thane le lanzó una mirada de

incredulidad y luego explotó de ira.Jamás había visto a nadie tanenajenado. Antes de que pudiera

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decir algo que le tranquilizara,agarró la silla de ruedas para quesu abuelo le mirara a los ojos.

—¿De qué estás hablando?¡Contéstame!

—Ya me has oído. HarperSweeney no está muerta.

El joven se tambaleó, como siescuchar aquello hubiera sido igualque una bofetada.

—Estás mintiendo. Identi caronsu cadáver. Hubo una autopsia, secelebró un funeral. Es imposible

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que esté viva. No después de todoeste tiempo. Lo habría sabido.

—Tú no sabes nada —interpusoPell con tono despectivo—. Loaceptaste sin hacer una solapregunta. Un verdadero Asherhabría insistido en ver el cadávercon sus propios ojos.

Thane, que respiraba entrejadeos y tenía los puños cerrados,seguía sin creer las palabras de suabuelo.

—Mientes. Todo esto no es másque una farsa. Te encargaste de

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que la mataran, y ahora estásintentando encubrir las pistas quepuedan inculparte.

—Muerta no me servía de nada.Pero viva… —murmuró, y deslizóla mirada hacia mí.

—Podría utilizarla —finalicé.Los ojos de aquel anciano

titilaron, como si hubiera dado enel clavo.

—¿Utilizarla para qué? —quisosaber Thane.

—Para obligarte a hacer lo que

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se le antojara —expliqué sindespegar la vista de mi abuelo—.¿Me equivoco?

Esbozó una sonrisa que me pusola piel de gallina.

—No somos sus marionetas —protesté enfadada—. No puedecontrolar nuestra vida ni decidircon quién queremos estar.

—Ya lo he hecho —afirmó.—Si sigue con vida, ¿dónde está?

—preguntó Thane con voz rasgada.—En un lugar donde jamás la

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encontrarás —sentenció Pell.—¿Dónde está?No llegué a tiempo de detenerle.

Se abalanzó sobre su abuelo y lecogió por el cuello. Catrice se pusoa chillar y me pareció oír a Hughsoltar un juramento, pero deinmediato vino a ayudarme.

—¡Thane! ¡Para! ¡Suéltalo! —grité.

Al n, y tras un breve forcejeo,Thane se rindió y apartó los dedosde la garganta del viejo. Dejó caer

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las manos y se retiró. Tenía unamirada salvaje, casi demente.

—¡Echadlo de aquí! —ordenóPell, aferrándose al apoyabrazos dela silla de ruedas—. ¡Marchaos!¡Marchaos todos! Necesito unmomento a solas con mi nieta.

—Ni en sueños, viejo —dijoThane, que ya había recuperado elcontrol—. Me llevo a Amelia deaquí. Esta casa está a punto devenirse abajo.

—Los cimientos de nuestramansión se levantaron sobre esta

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montaña hace más de doscientosaños —anunció Pell con arrogancia—. Y permanecerán aquí por lossiglos de los siglos. Y ahora, fueratodo el mundo.

—No pasa nada —le susurré aThane—. Deja que hable con él.

Esperé a que todo el mundo semarchara para colocarme frente ala silla de ruedas, pero no estabadispuesta a concederle lasatisfacción de arrodillarme anteél.

—¿Dónde está Harper? No

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puede seguir escondiéndoselo. Debedecírselo —rogué.

—¿De veras quieres verlo en losbrazos de otra mujer?

—Thane me importa, y quieroque sea feliz.

Hizo una mueca de desagrado.—Qué noble.—¿No se da cuenta de lo que ha

hecho? Se lo ha quitado todo.Incluso su tranquilidad. Usted sabeque su nieto no se dará porvencido.

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—No la encontrará.—Entonces, ¿para qué decírselo?

¿Para atormentarle?Pell alcanzó un libro que había

sobre la mesa. Era el mismovolumen de cubierta de cuero quetenía entre las manos la noche enque le conocí. Rozó el emblemadorado de la tapa con la yema delos dedos.

—Os he visto juntos. Es evidenteque os sentís atraídos el uno por elotro. Tú no quieres dejarte llevar,quizá porque sigues anclada en el

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pasado, porque todavía no hasconseguido olvidar al detective deCharleston.

Ahogué un grito.—¿Cómo se ha enterado de eso?—Lo sé todo sobre ti, querida.

Hace años que sigo cada uno de tusmovimientos —reveló, y me ofrecióel libro—. Echa un vistazo.

Pasé las páginas, horrorizada.No había escatimado en nada.Había fotogra ado y habíacatalogado cada etapa de mi vida

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con una meticulosidadsobrecogedora. Instantáneas dondeaparecía paseando por elcementerio de Rosehill. Fotografíascon mi padre. Con Devlin. Metemblaba todo el cuerpo.

—Eres la última de los Asher —anunció—. La estirpe depende deti.

—¿Y qué tiene eso que ver conHarper?

—La llave de su libertad está entus manos, Amelia.

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Cerré el libro.—¿A qué se refiere?—El día que des a luz a mi

primer bisnieto, Harper Sweeneyquedará libre.

—Lo dice como si la mantuvieraencerrada, pero creo que mientecomo un bellaco. Ni siquieraalguien como usted puede ser tancruel.

—Tú misma has dicho que minieto te importa. Que solo quieressu felicidad. ¿O acaso tus palabras

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estaban vacías? —se burló.—Cree que puede jugar a ser

Dios con la vida de la gente, peroestá muy equivocado.

—Somos los Asher —espetó—.Aquí, somos Dios. Siempre lohemos sido en estas tierras. No tehagas la tonta, sabes muy bien delo que estoy hablando. Lo hassentido. Habita en tu interior.Acéptalo.

—¿Como hizo usted? ¿Como hizoLuna?

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—Ah, Luna —dijo, como siescupiera su nombre—. Ya erahora, por cierto. Los otros dosparásitos pueden reunirse con ellaen el In erno. Pero tú… —murmuró, y me cogió del brazo.Procuré soltarme, pero me agarrócon más fuerza. Sentía sus dedosesqueléticos presionándome elantebrazo—. Tienes más poder quetodas ellas juntas, la oportunidadde empezar una nueva dinastía.

Al fin logré zafarme de él.—No, gracias.

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Endureció la mirada.—Mi legado jamás desaparecerá,

muchacha. Tus hijos y tus nietosserán Asher. Sentirán un imánhacia este lugar, como tú. Estaránconectados por sangre y por tierra,como tú. Lo notarán en el viento,como todas las generaciones deAsher. Y alguno de ellos loaceptará.

Me estremecí.—¿Y si no tengo descendencia?—La tendrás, por el bien de

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Thane y de Harper. Y también portu propio bien. Es tu destino.

De repente, Thane entró en lasalita.

—Tenemos que irnos.Miré a Pell Asher.En silencio, el anciano se deslizó

de nuevo hacia el ventanal.

Thane consiguió arrancar eltodoterreno a la primera. Los dosnos giramos para mirar por última

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vez la hermosa fachada de lamansión. No pude resistir latentación de comprobar el balcónsuperior, donde había pillado a PellAsher observándonos la noche queThane me besó por primera vez.Ese día ya sabía quién era. Sinduda se habría sentido muysatisfecho de que su plan estuvieramarchando tal como había ideado.

Apreté el libro contra el pecho.—¿Y los demás? —pregunté.—Es su elección —contestó—. O

se quedan aquí, o se enfrentan a la

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policía.—Difícil.—Es más de lo que merecen.Justo en ese momento, el

tendido eléctrico se partió y uncable se quedó chisporroteandosobre la acera mojada. Un segundomás tarde, todos los cristales de lamansión se hicieron añicos. Lacolina estaba cediendo bajonuestros pies. El vehículo empezó asacudirse con violencia. Me sujetéal asiento para evitar volcar.Thane trataba de controlar el

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volante, y por n empezamos eldescenso. Eché un vistazo por elretrovisor. La casa se habíaseparado de los cimientos y seestaba desmoronando pormomentos.

—Thane…Miró de reojo.—Ya lo veo.—¿Puedes ir más rápido?Sabía que la casa no nos

alcanzaría. Ese no era el problema,sino la idea de que la mansión de

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Pell Asher nos persiguiera colinaabajo.

—¡Agárrate bien! —gritó Thanejusto antes de que chocáramoscontra un pedrusco que habíaaterrizado justo delante de nuestrasnarices.

El frenazo me propulsó hacia elparabrisas, pero el cinturón deseguridad evitó que salieradisparada por el cristal.

Thane rebuscó la llave y procuróvolver a arrancar el motor. Pero nopudo. La casa se cernía sobre

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nosotros.—Oh, Dios mío…—¡Salta!Salimos del vehículo de un

brinco y bajamos rodando por laladera cubierta de fango. Cuandollegamos al arroyo, el agua habíainundado la pasarela. Aquellaestructura endeble se balanceabade un lado a otro. El agua nosmojaba los tobillos. No solté elpasamanos ni el libro del abuelo,hasta haber cruzado el río. Duranteel breve trayecto, ni siquiera

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respiré.Luego, los dos nos giramos al

mismo tiempo. La casa Asher sehabía desplomado en la falda de lamontaña.

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Capítulo 39

Horas más tarde, Thane, Tilly yyo salimos de la comisaría depolicía. El pueblo estaba desierto.Habíamos estado un buen ratorespondiendo a las preguntas delos dos detectives estatales que sehabían presentado en el despachode Wayne Van Zandt. Wayne sehabía unido al equipo de rescate,aunque vislumbré un brillo de

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satisfacción en su mirada alenterarse del fallecimiento deLuna. Me pregunté si algún díasabríamos la verdad de lo que leocurrió en la cascada. Quizá suamnesia fuera una bendición.

Habían interrogado primero aThane. Mientras Tilly y yoesperábamos nuestro turno, ella melimpió los arañazos y me curó elcorte super cial del hombro con unantiséptico que había robado delbotiquín de primeros auxilios. Lepregunté sobre mi madre.

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Compartió conmigo variosrecuerdos en voz baja. Me imaginéa Freya sola y desesperada porencajar en Asher Falls. Una chicaque había encontrado consuelo enel jardín de un cementerio.

—¿Y qué puedes decirme deEdward? —continué.

—No pienso hablar de él —refunfuñó Tilly.

—¿Por qué?—Puede que no estuviera

implicado en la muerte de mi niña,

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pero tampoco hizo nada por tratarde ayudarla.

—Creo que era un hombre débil—opiné—. Su abuelo debía detenerlo aterrorizado.

Quizá también le asustaba elMal, pensé para mis adentros.

—Eso no justi ca sucomportamiento.

—Lo sé.Pero una parte de mí quería

creer que había algo de bondad enel corazón de mi padre biológico.

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Me negaba a creer que Pell era miúnica herencia Asher.

Tilly dejó caer una mano sobremi hombro.

—No te morti ques por eso,chica.

—No lo haré.Pero claro que lo haría. ¿Cómo

no hacerlo?—¿Sabías que Luna era la

asesina? —pregunté.—Todos estuvieron involucrados

en su muerte, pero Luna era la

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única que aparecía en mis sueños.—Pero guardaste el secreto. Lo

has sabido durante todos estos añosy…

—No tenía pruebas queapoyaran mi teoría. Además… Noquería que nadie descubriera queexistías.

—Te quemaste las manos paramantenerme a salvo.

—Hice lo que debía —sentenció.Cerró el botiquín y lo dejó a unlado—. Te daré un remedio natural

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cuando lleguemos a casa —añadió.—Gracias.Después se sentó a mi lado.—¿Por qué le quitaste el collar a

Luna?—Tenía un pentáculo dibujado

en el dorso —contestó—. Tenía quedestruirlo.

—¿Se parecía al del peñasco? —pregunté más ansiosa—. ¿Teníauna punta abierta?

Asintió con la cabeza.—Hay otro idéntico en la

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biblioteca. Sidra me lo mostró.—Dime dónde está.La miré con recelo.—¿Por qué?—Haces demasiadas preguntas.

Después de dejar a Tilly en sucasa, Thane y yo nos sentamos enla escalera del porche trasero.Había dejado de llover y serespiraba serenidad. No habíaneblina ni fantasmas planeando

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sobre el muelle. Tan solo la luz dela luna titilando sobre las aguastranquilas del lago.

—¿Cómo es posible que la nochesea tan hermosa después de todo loque ha sucedido? —preguntémaravillada.

—Quizá ya haya acabado —sugirió Thane—. El abuelo estámuerto. Igual que Luna. Y Hugh,Catrice, Bryn… han desaparecido.Puede que el Mal se haya esfumadocon ellos.

Deseaba creer en sus palabras,

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pero tras tantos años viviendorodeada de fantasmas me habíaconvertido en una persona muyprecavida.

Sin embargo, el aire transmitíauna ligereza distinta. La brisatambién había cambiado. Ahorasoplaba dulce, fresca, fragante.

De repente me asaltó una ideasombría.

—Estoy preocupada por Sidra.No debería pasar la noche sola.

—Está con Ivy.

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—¿Cómo lo sabes?—Uno de los detectives lo

mencionó.—También estabas preocupado

por ella, ¿verdad?Él encogió los hombros.—No es más que una niña. Es

muy duro perder a una madre.Incluso cuando ya estaba muerta

cuando naciste, pensé. Pero mesentía afortunada de poder contarcon mi madre adoptiva.

—¿Qué piensas hacer ahora? —

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pregunté—. Te has quedado sincasa.

—No te preocupes por mí. Yame las apañaré.

—Siempre puedes quedarte aquía dormir, si lo necesitas.

Se quedó mirándomedetenidamente durante unossegundos. Me habría gustado saberqué le estaba pasando por lacabeza en ese momento.

—Gracias.Admiré las montañas; el re ejo

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de las estrellas brillaba como unsinfín de motas de purpurina.Había un tema del que todavía nohabíamos tenido la oportunidad decharlar. La revelación de Pell.

—¿Crees que estaba diciendo laverdad?

—¿Sobre Harper? No lo sé. Noquiero ni pensarlo.

—Es imposible que la tengaencerrada en algún sitio contra suvoluntad —dije—. No después detodo este tiempo. Ni siquiera PellAsher podría haberse ido de rositas

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con algo así.—Hay una alternativa. Es

probable que la abandonara a susuerte —propuso—. En n, si sigueviva, tengo que encontrarla.

—Lo sé.—Pero eso no cambia lo que

siento por ti —murmuró.—Pero lo cambiará, créeme.Se frotó la nuca.—No sé ni por dónde empezar a

buscarla. La mansión Asher haquedado reducida a escombros, así

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que he perdido cualquier pista queel abuelo pudiera guardar.

Le cogí de la mano.—No puedes rendirte así como

así; busca entre las ruinas. Haz loque tengas que hacer, Thane. Peroencuéntrala.

Pensé en la conversación quehabía mantenido con Pell esamisma noche, pero aún no estabapreparada para compartirla conThane. La conspiración del ancianosolo serviría para complicar máslas cosas.

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—Alguien más tiene que saberlo—sugerí—. No maquinó elaccidente él solito. Seguramentesobornó a gente…, a agentes depolicía, al forense, quizás incluso asu abogado. Ahora eres el herederode la fortuna Asher. Puedes hacerque desembuchen.

Thane hizo un gesto deindiferencia.

—¿Quién sabe qué disposicionesestableció el abuelo en sutestamento? Además, tú eres laverdadera Asher. Puedes presentar

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una queja formal al estado.—Es toda tuya. No quiero ni un

céntimo. Este lugar… —murmuré,y sentí un escalofrío—. Pre eroque seas tú quien gestione ellegado de Pell.

—¿Y eso?—Para aportar algo bueno al

pueblo.Me pareció ver la sombra de una

sonrisa.—Restaurarlo, querrás decir.Contemplé el lago. Se estaba

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levantando una espesa niebla.—Si no es demasiado tarde.—Nunca es demasiado tarde —

puntualizó, y luego me besó.

No esperaba conciliar el sueñoen toda la noche, pero fue una deesas veces en que el cuerpo ignorala mente; caí rendida nada mástumbarme en la cama. Thane sehabía marchado minutos antesporque quería unirse al equipo de

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rescate, pero me prometió que, sinecesitaba descansar, vendría acasa.

No sé cuánto tiempo llevabadormida cuando oí a Anguslevantarse y corretear pasilloabajo. Estaba adormilada y notenía ni idea de la hora que era,pero el re ejo de la luna seguíatitilando sobre el lago. Me quedéinmóvil, escuchando el silencio.Angus se puso a lloriquear en unruego desconsolado por salir aljardín.

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—¿En serio? ¿A estas horas? —murmuré.

Pero Angus no cedió y continuógimoteando, de modo que melevanté de la cama y me puse unachaqueta sobre el camisón. Caminéhasta la cocina todavía algosoñolienta. Allí estaba, con elhocico pegado al cristal de lapuerta trasera.

Me asomé por la ventana. Sobreel agua se extendía una nube debruma, pero no avisté ningúnfantasma.

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Tras abotonarme la chaqueta,crucé el porche y abrí de unempujón la puerta de tela metálica.Angus bajó a toda prisa losescalones y corrió como una balahacia el lindero del bosque.Ladraba desesperado, como sihubiera descubierto algo entre lassombras.

—¿Qué hay ahí fuera? —pregunté tiritando de frío.

Hizo caso omiso de misadvertencias y se adentró en laarboleda. Sin embargo, sabía que

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no andaba muy lejos porque le oíaladrar. Habría jurado escuchar unavoz y, de inmediato, Angusenmudeció.

Me alarmé y no dudé enatravesar el jardín para metermeen el bosque. De pronto, emergióuna sombra. Me quedé paralizada.Al principio creí que era Sidra.Llevaba una sudadera negra concapucha que le tapaba el rostro.Pero no tardé en caer en la cuentade que aquella silueta erademasiado alta para ser Sidra.

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—¿Ivy?Se deslizó la capucha y dejó al

descubierto su hermosa melenaazabache. Con paso desa ante, sefue acercando al jardín.

El instinto me empujó aretirarme hacia la escalera, aunquela lógica me decía que no teníarazón para temerla.

—¿Dónde está Sidra?—¿Cómo voy a saberlo? —

respondió con expresión huraña.No obstante, hubo un matiz de

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emoción en su voz que me inquietó.—Pensaba que estaba contigo.—Entonces supongo que estará

durmiendo en casa.—¿A qué has venido? —le

pregunté confundida.—A ver a Thane.Esta vez sí sentí el inconfundible

cosquilleo del miedo en la espalda.Recordé todo lo que Thane mehabía contado sobre esa chica:había habido algunos… incidentes.

—No está aquí —contesté, e hice

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un gran esfuerzo para no revelarmi nerviosismo.

—Lo sé. Le he visto marcharse.—¿Dónde estabas?—Justo ahí —dijo, y señaló el

bosque. ¿Dónde se había metidoAngus?—. Os he visto juntos —acusó—. Le has besado.

Respiré hondo.—No es lo que piensas.—¡Es precisamente lo que

pienso! —exclamó. Aquellarepentina explosión de ira me dejó

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de piedra. Se acercó un paso más—. Has estado detrás de él desde eldía en que viniste. Te dije que ledejaras en paz, ¿te acuerdas? Teavisé de que nunca escogería a unaforastera. ¿Por qué no meescuchaste?

—Ivy…—Estamos hechos el uno para el

otro —aseguró—. Él lo sabe, perose niega a admitirlo porque tienemiedo a mi padre. Pero, en cuantocumpla los dieciocho, ya no habránada que pueda interponerse entre

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nosotros, ni siquiera tú.—Ivy, escúchame —amonesté—.

¿Dónde está Angus? ¿Qué le hashecho? ¿Está herido?

—Dios mío —murmuró poniendolos ojos en blanco. Bajo el pálidoresplandor de la luna, no parecíamás que una niña—. Ese chuchoestúpido es la menor de tuspreocupaciones. Pero, tranquila, nole he hecho daño. Tan solo le hedado un tranquilizante, igual que elotro día.

—¿Cómo? ¿Qué signi ca eso? —

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pregunté. Y, como por arte demagia, se me encendió unabombilla—. Fuiste tú quien colocótodas esas trampas en el claro delbosque.

—No tuve más remedio —aceptó—. No parecías dispuesta a irte porvoluntad propia.

A pesar de estar envueltas por lanegrura de la noche, veía a Ivy conperfecta claridad. Su cabelleralarga y lustrosa. La curvadesdeñosa de sus labios. El brillo delocura en su mirada. Thane tenía

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razón. Ivy no era como las demáschicas. Era un alma solitaria ynecesitada. Quizá por eso Thanehabía querido mostrarse bondadosocon ella, pero Ivy se habíainventado una fantasía que, con elpaso del tiempo, había convertidoen su realidad.

Si viviera en otra ciudad, habríasuperado ese encaprichamiento.Pero en Asher Falls… ¿Quién sabesi el Mal se había aprovechado dela debilidad de aquella pobreadolescente? ¿Quién sabe si

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actuaba por el impulso de unarabia más intensa que la propia?

Una avalancha de terror meabrumó. Por n lo comprendí.Siempre habría alguien dispuesto ainvitar al Mal. Alguien como Pell yLuna, capaces de todo parasatisfacer su sed de poder. Yalguien tan desamparado comoIvy. Aquello no había terminado. Yno acabaría hasta que memarchara de Asher Falls.

Cogí aire.—¿Llevas un tatuaje en el

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tobillo? ¿Es una estrella con unapunta abierta?

Me observaba con detenimiento.—Te advertí. El día que nos

llevaste a casa te dije que te fuerasde aquí. Tendrías que habermehecho caso.

El destello de algo metálicollamó mi atención. Ivy estabaempuñando un cuchillo curvado,muy parecido a los que Lunaguardaba en su despacho. Estabaacorralada. Medité la posibilidadde enfrentarme a ella. No era una

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enclenque. Todos estos años detrabajo físico me habían ayudado afortalecer los músculos, pero locierto era que la navaja le dabacierta ventaja.

Empecé a pensar en quéopciones tenía. No podía metermeen el porche sin darle la espalda.Sabía que podía ganarle la carrerahasta el bosque, pero, si trataba deesconderme entre los árboles,estaría condenada, porque Ivyconocía muy bien ese terreno.Además, no me cabía la menor

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duda de que había colocadotrampas por todos lados.

La única vía de escape era ellago.

Tenía el caminito de piedrasjusto delante. Si conseguía llegarhasta el agua, podría ocultarmeentre la niebla…

Mientras sopesaba misposibilidades, la jovencita se acercóotro paso más. De pronto, oí algoen el corazón del bosque. Alguiencorreteaba entre los arbustos.Pensé en Tilly. Ivy también oyó ese

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ruido. Desvió la cabeza hacia losárboles. Aproveché esa décima desegundo de distracción para salirhuyendo hacia el lago. Fue unmilagro que no resbalara y mecayera de bruces, porque laspiedras estaban húmedas. Laneblina se arrastraba por elembarcadero, así que corrí a todaprisa hacia el muelle. Iba descalza,pero, a juzgar por los quejidos delos tablones de madera, daba laimpresión de que llevaba mis botasde trabajo.

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Por un momento contemplé laopción de subirme a la barquitaque estaba amarrada y remar hastala orilla más lejana. Pero tenía aIvy pegada a mis talones, así quecuando alcancé el extremo delembarcadero, bajé por laescalerilla y me sumergí en el lago.

El agua estaba helada, pero esono me amedrentó y empecé achapotear a ciegas. Estabaaterrorizada. Cuando saqué lacabeza del agua, ideé un nuevoplan. Me adentraría varios metros

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en el lago y después nadaría hastala orilla más cercana. Sin embargo,la niebla era mucho más espesasobre la super cie, y eso medesorientó. Extendí un brazo en unintento de localizar la escalerilla,pero ya me había alejadodemasiado.

Estudié mis opciones, pero alládonde mirara me topaba con esemuro blanco. Quise creer que laniebla se había condensado paracobijarme, pero ni siquiera eso meconsolaba.

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La voz de Ivy se perdía entre labruma. Nadé varios metros lagoadentro y dejé que la neblina y elsilencio me engulleran. Respirabacon di cultad y sentía las piernas ylos brazos entumecidos por el frío.El camisón era de algodón, yapenas lo notaba, pero la chaquetade lana pesaba demasiado, y ya nome quedaban fuerzas su cientespara quitármela.

Me quedé escuchando el silenciodurante un rato que se me hizointerminable. Oí que algo rozaba

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los pilones de madera y avisté unaola. Creí que Ivy se habíazambullido en el agua, peroenseguida me percaté de que habíabotado la barquita, porque escuchéel sonido de los remos acariciandolas aguas. Me alejé a nado de aquelsonido y di media vuelta hacia ellugar donde creía que estaba elmuelle.

De pronto, me golpeé el hombrocon uno de los pilotes. Alargué losbrazos para equilibrarme y palpéuna super cie de madera. La borda

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de la barca. Miré hacia arriba, y laintensa luz de una linterna medeslumbró. Empujé el bote, peroIvy me golpeó con el remo. Mehundí como una piedra en el agua.

Me fui sumergiendo lentamentehacia las profundidades del lago,con el resplandor de la lunailuminando las aguas. Vi el ángelde Thane intentando rescatarmemientras las campanas meinstaban a volver al redil. Perohabía otros ángeles. Ángeles dealabastro con las caras cubiertas de

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algas. Distinguí varias alas rotasdesparramadas en el fondo, juntocon otros monumentos derrocadosy ataúdes antiguos. Y en el corazónde una selva de juncos y algas seerigía la estatua de un niño. Aqueljardín subacuático era precioso a lapar que espeluznante. Hasta esemomento no había pensado quequizás hubiera muerto. Esoexplicaría por qué veía todo lo queme rodeaba con tanto detalle: loschapiteles góticos de los mausoleos,las lápidas a medio enterrar.

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Incluso podía leer algunos de losapellidos: FOU- GERANT, HIBBERD. Y,grabado en tres lápidas diminutas:MOULTRIE.

Sin previo aviso, todo se volviógris y borroso. Ahora tan solo meacompañaban sombras, fantasmasy una colección de criaturas quepertenecían a ambos mundos y aninguno al mismo tiempo.Abominaciones con miradasardientes y rostros primitivos.

De pronto, una de esas bestiassalió de la penumbra. La reconocí

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de inmediato. Era aquellaasquerosa monstruosidad que habíavisto en el cementerio, la mismaque se había escurrido por debajode la valla como una serpiente y sehabía arrastrado entre losmatorrales como una araña. Peroahora, en su reino, no parecía enabsoluto repugnante, sino unacriatura ancestral y marchita.

Me di cuenta de que ya nonadaba entre las profundidades dellago, sino en una especie depaisaje de ensueño. Aquel ser

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estaba ante la entrada de unacueva… o de una tumba. Tras élsolo había oscuridad, un vacíonegro que rezumaba muerte. Teníaese hedor pegado a la ropa, a lapiel. ¿Quién era? ¿Qué era?

Procuré rodearle para asomarmepor aquel agujero, pero no parecíadispuesto a dejarme pasar. Levantóuna mano retorcida y me hizoretroceder. Pero logré vislumbraralgo en la tumba que trataba deocultar. Algo hermoso y brillante.El aura frágil del fantasma de una

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niña.¿Sería la hija de Devlin?La pequeña, desesperada, me

hacía señas para llamar miatención. Sentía el irreprimibledeseo de ir junto a ella.

De repente, noté que algo tirabade mí en la dirección opuesta. Unavez más me encontré atrapada enel juego de la cuerda. El guardiánse hizo a un lado. Era inútil quetratara de guiarme o protegerme.La decisión dependía solo de mí.

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Cuando por n alcancé la manode aquella niña, surgió una zarpade la tumba y me agarró por lamuñeca. Observé el semblante dealgo ancestral que exhalaba elaliento fétido del Mal…

A pesar de apalear el brazo queahora me sostenía por el cuello, mesentía en un limbo de paz ycalidez. La misma sensación deregocijo de un bebé acunado entrelos brazos de su madre.

Todavía hoy no consigoexplicarme cómo sobreviví. Quizás

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estuve al borde de la muerte, peroel deseo de vivir es un instintopoderoso, incluso para alguien quenació en el otro lado. Incluso paralos fantasmas.

No recuerdo haber nadado hastala superficie ni resucitar.

Cuando abrí los ojos, vi a trespersonas observándome.

Me explicaron que Thane,agotado, decidió regresar a la casade Covey para descansar. Unaterrible pesadilla había despertadoa Tilly. Por su parte, Sidra, que por

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lo visto sospechaba de su mejoramiga, la había seguido hasta allí.Pero Ivy se había desvanecido.

Tenía la vista borrosa y susvoces no eran más que ecoslejanos.

—Amelia, ¿puedes oírme?—Te ha resucitado, muchacha.Y de pronto noté los labios fríos

de Sidra susurrándome al oído:—Vi tu fantasma.Ladeé la cabeza. El fantasma de

Freya estaba suspendido sobre el

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muelle. No hizo falta que me lodijera; sabía que había ayudado aThane a sacarme de aquel abismo.Había venido a despedirse.

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Capítulo 40

Al día siguiente me marché deAsher Falls. Hacía un solespléndido. Odiaba abandonar elproyecto de restaurar Thorngate yno me gustaba dejar a Thanecuando más me necesitaba, peroese pueblo era demasiado peligrosopara mí. Como albacea delpatrimonio de su abuelo, queheredaría en cuestión de días,

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Thane rescindió mi contrato y meprometió que buscaría un nuevorestaurador.

Tilly, Sidra y Thane vinieron alpuerto a decirme adiós.

—Cuídate, chica —me dijo Tillysosteniéndome la mano.

—Lo haré, abuela.Se le llenaron los ojos de

lágrimas. Sidra le acarició el brazoen un gesto de consuelo. Semudaría a casa de Tilly durante untiempo, y me gustaba

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imaginármela en la habitación azulde Freya. Me parecía muyapropiado. Thane se quedaría en lacasa de Covey, lo cual también meparecía bien.

Tras unas breves palabras dedespedida, Thane me acompañóhasta el ferri.

—En n —suspiró—. Volvemosa estar aquí, donde empezó todo.

—Me preocupa Sidra —dije—.Creo que todavía no ha asimiladola muerte de Bryn ni el arresto deIvy.

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—Quizás el funeral le sirva parapasar página. Cuidaré de ella.

—¿Y qué hay de Tilly?—También cuidaré de ella, desde

luego —dijo. Se agachó y rascó aAngus detrás de las orejas—. Y tútienes que cuidar de ella.

—Lo hará.Thane se puso derecho.—¿Estás segura de que puedes

conducir?Ivy me había dado un buen

golpe en la sien, con el remo.

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—Es solo un chichón. No tengoningún traumatismo. Estoy bien.

—Aun así, ojalá pudieraconvencerte de que te quedaras. Almenos un par de días. No me quedotranquilo pensando que vas aconducir tantos kilómetros sola. Esdemasiado pronto.

—Sabes que no puedo quedarme—murmuré—. Este lugar esdemasiado peligroso para mí.

—Sí, ya lo sé.Pero no solo huía por miedo.

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Quería volver a casa, adondepertenecía. Y ambos loentendíamos. Los dos teníamosasuntos de los que ocuparnos.

—Thane… Necesito contartealgo que tu abuelo me reveló sobreHarper…

—Ya me he enterado —contestó.El mero hecho de pensar el horribleplan que había urdido Pell leenfureció—. No le des más vueltas,Amelia. No tenía ningún derecho ajugar así con nuestras vidas.

—Me gustaría poder hacer algo.

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—Y puedes. Vuelve a Charlestony sé feliz. Eso es lo que quiero parati.

—Y yo para ti también.Thane me deslizó un mechón que

se me había soltado de la coleta.—Si nos hubiéramos conocido

antes, quizá…—Quizá. Pero nada ocurre por

casualidad. Siempre estaremosunidos, Thane. Me salvaste la vida.

En aquella mañana soleada, susojos se veían de un verde distinto.

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Un verde tan profundo yexuberante como las aguas de unalaguna de Carolina del Sur.

—Si me necesitas… —balbuceé,con un nudo en la garganta.Aquello iba a ser más difícil de loque pensaba—. Te echaré demenos.

—No es un adiós —prometió—.Volveremos a vernos.

Me regaló una sonrisa, tal comohizo el día en que empezó todo.Con la diferencia de que esta vezsabía que tras aquella sonrisa

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embaucadora se escondía unhombre complejo, romántico ycapaz de remover cielo y tierra porrecuperar a la mujer a la queamaba.

El ferri no tardó en zarpar. Meapoyé sobre la barandilla ycontemplé la orilla. Al lado de Tillyy Sidra, Thane se confundía conuna torre. Decidí que siempre lerecordaría así. No como un Asher,no como un títere del juegodespiadado de su abuelo, sino comoel protector de los desamparados.

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Tras la orilla se extendían variashectáreas de bosque. De pronto,una sombra se asomó entre lascopas de los árboles. La brisamarina le agitaba el abrigo. ¿Erareal o me lo estaba imaginando?¿Era un guardián, como elfantasma del anciano que vigilabael cementerio de Rosehill?

Fuera quien fuese, tenía lacorazonada de que, algún día,nuestros caminos volverían acruzarse. Parpadeé y desapareció.Me giré para admirar la otra orilla,

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la que me llevaría a casa.En mitad del lago Bell, sonó mi

móvil. Un mensaje de texto.Al ver que era de Devlin, el

corazón me dio un vuelco.Eran solo dos palabras: «Te

necesito».