13
1 Entre dogmatismo, escepticismo e indiferencia. Notas sobre filosofía de la historia. 1 Vicente Durán SJ No resulta para nada descabellado pensar que la reflexión filosófica sobre la historia es uno de esos que Kant llama especie de conocimientosen los que la razón humana termina siendo “acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede responder, porque superan las facultades de la razón humana” (Crítica de la razón pura, A VII). De ser así, la pregunta por la historia, por su origen y su meta -es decir por su sentido- sería una pregunta que contiene, ella misma, una paradoja: para la razón humana resulta inevitable plantearla, pero en la medida en que es asumida por ella, la razón ha de reconocer que no la puede responder del todo porque la pregunta supera sus propias facultades. En ese sentido puede uno asumir que, para el filósofo alemán, la pregunta por el sentido de la historia es semejante a la pregunta por la existencia de Dios, del alma o de la libertad humana: al plantearlas, la razón acaba siendo conducida por ella misma, a arremeter contra unos límites que la superan, que no le permiten avanzar hasta donde ella querría: comprender el origen, el fin, y el sentido de la historia. Ante esa paradoja puede haber dos alternativas. La primera está representada por aquellos que dogmáticamente afirman que sí es posible encontrar una respuesta a la pregunta sobre el origen y el sentido de la historia. Dentro de ese horizonte observo tres modalidades: (i) el marxismo, para el cual lo que mueve la historia son los sistemas y las relaciones de producción; para los marxistas -por supuesto que en un sentido muy general del término- el sentido histórico del progreso histórico está en la conciliación política de fuerzas y sistemas productivos, que en la fase del capitalismo están separadas mediante la oposición irreconciliable entre capital y trabajo. La historia avanza en el la medida en que se vaya acercando a esa conciliación. Un camino semejante, pero contrario, es el tomado (ii) por la teoría de The End of History and the Last Man (1992), de Francis Fukuyama ¿neo- hegeliano de derecha?- para quien la historia es movida por el deseo de reconocimiento; para él, el fracaso del comunismo representa el fin de los debates ideológicos como orientadores de la economía, de modo que el reconocimiento -motor de la historia- se dará ya no en lo ideológico, sino al interior del liberalismo, es decir, dentro del sistema actual. También habría que incluir dentro de esta primera alternativa (iii) a las religiones reveladas para las cuales el sentido de la historia es -o ha sido- revelado por Dios; Judaísmo, Islam y Cristianismo tienen dentro de sí, cada uno a su manera, peligrosas tendencias a involucrar a toda la humanidad -o en el caso del judaísmo al pueblo elegido- dentro de una finalidad 1 Estas reflexiones constituyen un primer acercamiento al tema. Por eso pueden parecer un tanto desordenadas e incompletas. Lo que sí buscan es motivar la discusión y la crítica a fin de ir construyendo una propuesta que dé razón de una más amplia concepción de la historia.

Entre dogmatismo, escepticismo e indiferencia. dogmatismo, escepticismo e... · Entre dogmatismo, escepticismo e indiferencia. Notas sobre filosofía de la historia.1 Vicente Durán

  • Upload
    others

  • View
    14

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

1

Entre dogmatismo, escepticismo e indiferencia.

Notas sobre filosofía de la historia.1

Vicente Durán SJ

No resulta para nada descabellado pensar que la reflexión filosófica sobre la historia es uno

de esos que Kant llama “especie de conocimientos” en los que la razón humana termina

siendo “acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la

naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede responder, porque superan las

facultades de la razón humana” (Crítica de la razón pura, A VII). De ser así, la pregunta

por la historia, por su origen y su meta -es decir por su sentido- sería una pregunta que

contiene, ella misma, una paradoja: para la razón humana resulta inevitable plantearla, pero

en la medida en que es asumida por ella, la razón ha de reconocer que no la puede

responder del todo porque la pregunta supera sus propias facultades. En ese sentido puede

uno asumir que, para el filósofo alemán, la pregunta por el sentido de la historia es

semejante a la pregunta por la existencia de Dios, del alma o de la libertad humana: al

plantearlas, la razón acaba siendo conducida por ella misma, a arremeter contra unos

límites que la superan, que no le permiten avanzar hasta donde ella querría: comprender el

origen, el fin, y el sentido de la historia.

Ante esa paradoja puede haber dos alternativas. La primera está representada por aquellos

que dogmáticamente afirman que sí es posible encontrar una respuesta a la pregunta sobre

el origen y el sentido de la historia. Dentro de ese horizonte observo tres modalidades: (i) el

marxismo, para el cual lo que mueve la historia son los sistemas y las relaciones de

producción; para los marxistas -por supuesto que en un sentido muy general del término- el

sentido histórico del progreso histórico está en la conciliación política de fuerzas y sistemas

productivos, que en la fase del capitalismo están separadas mediante la oposición

irreconciliable entre capital y trabajo. La historia avanza en el la medida en que se vaya

acercando a esa conciliación. Un camino semejante, pero contrario, es el tomado (ii) por la

teoría de The End of History and the Last Man (1992), de Francis Fukuyama –¿neo-

hegeliano de derecha?- para quien la historia es movida por el deseo de reconocimiento;

para él, el fracaso del comunismo representa el fin de los debates ideológicos como

orientadores de la economía, de modo que el reconocimiento -motor de la historia- se dará

ya no en lo ideológico, sino al interior del liberalismo, es decir, dentro del sistema actual.

También habría que incluir dentro de esta primera alternativa (iii) a las religiones reveladas

para las cuales el sentido de la historia es -o ha sido- revelado por Dios; Judaísmo, Islam y

Cristianismo tienen dentro de sí, cada uno a su manera, peligrosas tendencias a involucrar a

toda la humanidad -o en el caso del judaísmo al pueblo elegido- dentro de una finalidad

1 Estas reflexiones constituyen un primer acercamiento al tema. Por eso pueden parecer un tanto desordenadas e incompletas. Lo que sí buscan es motivar la discusión y la crítica a fin de ir construyendo una propuesta que dé razón de una más amplia concepción de la historia.

2

histórica conocida y aceptada sólo por quienes se consideran receptores de dicha

revelación.2

La otra alternativa es aquella que nos lleva a reconocer que, si bien no es posible conocer e

identificar lo que Jaspers llama Ursprung und Ziel der Geschichte (Origen y meta de la

historia), sí podemos, y bien vale la pena hacerlo, reflexionar críticamente sobre ella. Es

verdad que no podemos conocer la historia a la manera como conocemos las leyes

naturales, es decir, con las características propias de un conocimiento universal y necesario.

Tampoco podemos formular leyes históricas al modo en que formulamos la ley moral, esto

es, con una objetividad obligante que provenga exclusivamente de la estructura racional del

ser humano. Ello no significa, sin embargo, que la razón no pueda avanzar algo, aunque sea

poco, en esa peculiar reflexión crítica que hoy conocemos como filosofía de la historia.

De hecho sabemos que Kant le dedicó a ese tipo de indagación algunos escritos de

madurez que hoy -en medio del dogmatismo de algunos, del escepticismo de otros, y de la

indiferencia de la mayoría- resultan de no menor actualidad y relevancia: Idea de una

historia universal en sentido cosmopolita (1784), Comienzo presunto de la historia humana

(1786), El fin de todas las cosas (1794), y Si el género humano se halla en progreso

constante hacia mejor (publicado en 1798 como segunda parte de El Conflicto de las

facultades). En efecto: mientras que algunos ya saben para dónde va la historia y por lo

tanto no dudan acerca de qué debemos hacer todos los seres humanos para hacerla avanzar

hacia una meta inapelable, y otros creen que no hay que hacer nada substancial porque la

historia ya llegó a dónde debía o tenía que llegar, Kant, quien, gracias a que durante toda su

vida tuvo que moverse entre el dogmatismo de unos y el escepticismo de otros, produjo un

pensamiento propio que no le rinde culto ni a unos ni a otros y ofrece una serie de ideas

sobre filosofía de la historia a las que vamos a intentar acercarnos para ver si ayudan o no a

salir del atolladero filosófico-histórico en el que nos encontramos.

Algo similar habría que decir de las ideas de Karl Jaspers (1883-1969) sobre la historia en

Origen y meta de la historia, obra publicada en 1949, apenas cuatro años después de haber

concluido la Segunda Guerra Mundial. Más allá de la pregunta por el significado de la

hecatombe alemana, hecho histórico que marcó su existencia y la de toda una generación3,

Jaspers reflexiona en Origen y meta de la historia sobre el marco general más amplio que

quepa concebir para tratar de comprender hechos históricos concretos y recientes, pero

también pretéritos y futuros. Sin ese marco, sin una referencia filosófica más amplia,

ningún hecho histórico podría encontrar su más hondo y real significado.

Por otra parte, tenemos que una concepción razonablemente positivista de la historia estará

siempre atenta a llamarnos la atención sobre esto: para comprender el acontecer histórico,

2 A mi modo de ver, la única posibilidad de liberar a las religiones –y no sólo al cristianismo- de esa tendencia es afirmar, de manera clara e inequívoca, que para las religiones, si bien hay una finalidad en la historia, esta es meta-histórica, es decir, de ninguna manera sólo-histórica, o en términos cristianos, escatológica, esto es, que comprende la historia pero la trasciende. 3 Jaspers formula y responde la pregunta por el significado histórico del Tercer Reich en sus lecciones del semestre 1945/46, publicadas en español como El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania (Paidós, Barcelona 1998).

3

lo primero que requerimos no es de una filosofía de la historia sino de datos históricos

confiables, depurados, correctamente interpretados. Filósofos, teólogos y políticos de todas

las tendencias ideológicas con frecuencia ponemos de manifiesto nuestra inevitable

tendencia a descubrirle, darle o –lo que es peor- imponerle un sentido y una orientación a la

historia a veces por encima, otras veces en contra, pero casi siempre de espaldas a los datos

históricos. La historia, hay que decirlo así, es, en últimas, interpretación de hechos a partir

de fuentes y documentos con los cuales es posible elaborar algún tipo de narración

comprensible y creíble. ¿Cómo se relacionan los datos históricos y la filosofía –o la

teología- de la historia?

De ello dependen dos cosas: la comprensibilidad y la credibilidad, que constituyen las dos

características sin las cuales no hay conocimiento histórico. Una historia incomprensible no

es historia, o no lo es, al menos, todavía. El ser humano parece ser más lento para

comprender la historia que para comprender otros fenómenos, como los fenómenos

naturales. Un ejemplo de ello es la llamada “Disputa de los historiadores” o

Historikerstreit, que venía preparándose en Alemania desde los primeros días de la

posguerra, y que tuvo lugar a mediados de los años ochenta, protagonizada por

historiadores y filósofos -entre otros muchos- como Ernst Nolte, Michael Stürmer, Joachim

Fest y Jürgen Habermas: La disputa era acerca de cómo comprender –se supone que puede

y debe ser comprendida- la irrupción del nazismo en la historia de Alemania, la

singularidad única del Holocausto y su significado para la construcción de la identidad

alemana. Hubo de todo: desde quienes negaban que el nazismo, la música, la filosofía y la

literatura alemanas pudieran formar parte de la misma historia y consideraban al nazismo

con un carácter de excepcionalidad histórica poco convincente, hasta quienes veían una

clara línea de continuidad entre dos guerras mundiales causadas por el militarismo alemán

que se había apropiado de la patria de Goethe. El hecho es que desde dicha disputa formula

–o reformula- Habermas dos conceptos, Verfassungspatriotismus -patriotismo

constitucional- y öffentlichen Gebrauch der Historie4 -uso público de la historia-, ambos

de gran significado programático para rehacer el sentido de la historia de una nación tras

hechos que ponían en cuestión la comprensión misma del acontecer histórico.5

Por otra parte, la comprensión de la historia, como toda comprensión que se lleva a cabo

con ayuda de la razón y la indagación, no ocurre en contra de la subjetividad sino gracias a

ella. En ese sentido la ignorancia o ausencia de datos históricos posibilita y favorece

cualquier comprensión –y por tanto también cualquier manipulación- de la historia y del

sentido de la historia. Para una mentalidad religiosa no crítica, por ejemplo muy piadosa y

4 http://www.zeit.de/1986/46/vom-oeffentlichen-gebrauch-der-historie 5 Una disputa similar ocurre en Colombia actualmente con la pregunta por el significado histórico de la violencia política, cuyas raíces todavía son incomprensibles para muchos historiadores; algunos acuden a una especie de lenguaje mítico religioso para explicar una “cultura de la violencia” quizás única en América Latina. Supongo que en diversos países latinoamericanos también se han dado disputas semejantes sobre las dictaduras militares en los años 70, cuya comprensibilidad es casi imposible en caliente. También el fenómeno de la corrupción en Latinoamérica podría parecer demasiado contemporáneo para ser comprendido. El hecho de que con tanta facilidad “moralicemos” sobre estos fenómenos puede ser interpretado como que aún no los comprendemos.

4

espiritual, un acontecimiento histórico podría ser “comprensible” como voluntad de Dios,

pero ahí cabe preguntar si una tal interpretación de la historia realmente puede ser considera

como una comprensión de la misma. La filosofía de la historia no sólo debe interpretar la

historia, debe primero intentar comprenderla para luego poder interpretarla. A través de la

masificación de procesos educativos cada vez más globales y complejos, la mentalidad

crítica respecto de la historia se extiende cada vez más sobre capas de poblaciones hasta

ahora poco dadas a ese tipo de crítica. Los estudios culturales, poscoloniales y

deconstructivos –cuando no destructivos- de las historias oficiales hacen que cada vez

menos gente crea en historias que ya no comprenden, o que ya no comprendan lo que se

supone que deben creer sobre su propia historia. Escrita por mujeres, por ejemplo, la

historia de América Latina y de muchas otras partes del mundo resulta incomprensible, o

increíble, así como a muchas mujeres de hoy les resulta increíble la historia

tradicionalmente narrada por varones. La comprensibilidad va unidad a la credibilidad.

Nuestra hipótesis sería, así, que una adecuada interpretación del sentido de la historia

supone a su vez una adecuada comprensión de la misma, y que ello remite al problema de

las fuentes y los documentos históricos. La credibilidad no es sólo subjetiva. Una historia

sin documentos históricos es fantasía histórica. Una narración histórica concebida desde un

interés por encontrarle el sentido a la historia no requiere de fuentes porque ya sabe a dónde

quiere llegar, lo le da sentido a la historia, se lo impone desde fuera, y por eso como

historia es poco creíble. Tal es el caso de la historia de los pueblos americanos

prehispánicos narrada por los ingenuos historiadores marxistas de los años sesenta y

setenta: acaba siendo narrada como una especie de Antiguo Testamento que prepara el

advenimiento de la verdadera y definitiva revelación acontecida en los escritos de Marx.

Una filosofía de la historia tiene que dar cuenta de la unidad histórica. Las historias

regionales, o las historias antiguas y las contemporáneas, no puede regirse por leyes que las

hagan incompatibles. Hay, evidentemente, acontecimientos humanos muy antiguos de los

cuales no tenemos datos, o datos muy débiles y poco confiables como para poder elaborar

con ellos un relato razonable que seas algo más que el producto de nuestra imaginación; eso

es lo que llamamos propiamente prehistoria, que más que una disciplina arqueológica, es un

concepto necesario para demarcar un límite decisivo sobre cuya importancia ha llamado la

atención Jaspers en el prólogo a su obra: parece que la prehistoria, entendida como el

período de tiempo que va desde la aparición del homo sapiens6 hasta la producción de los

primeros testimonios escritos, es cien veces más larga que la historia, que comprende

apenas los últimos cinco mil años.

La historia es algo muy reciente. La tesis de El final de la historia de Fukuyama bien podría

ser rebatida con la idea, más simple y a mi juicio también más convincente, de que la

historia en realidad apenas acaba de comenzar. Esa es una de esas verdades que podría

lastimar nuestro orgullo moderno, pero que para nada es descartable. Cinco mil años de

historia, en sentido estricto, parecen ser muchos años, pero son en realidad poco, muy poco,

6 El género homo apareció hace alrededor de 2.5 millones de años, la especie homo sapiens arcaico hace 600.000 años, y el homo sapiens sapiens hace 195.000 (ver Wikipedia, datos que coinciden grosso modo con el libro de Teilhard de Chardin: La aparición del hombre, Taurus, 1967).

5

un ínfimo trozo de la existencia humana (Jaspers) que no sólo nos deja perplejos, sino que

también nos pone a pensar que, al indagar por el sentido de la historia, no podemos ignorar

la prehistoria, de la cual sabemos muy poco con certeza documental, pero sí algo

irrefutable: que está y estará ahí para siempre como algo caducado que nunca nos abandona

y frente a lo cual hemos de estrellarnos siempre que queramos indagar acerca de nuestros

orígenes.

¿Qué significan, en efecto, millones de años de prehistoria frente a sólo cinco mil años de

historia? Para muchos puede que no mucho, que eso no les diga ni los interpele para nada.

Algunos creen poder hacer filosofía de la historia sin tenerla en cuenta, como si la

prehistoria no existiera, como si pudieran silenciarla. Pero ella, como un ombligo, nos

vincula millones de años atrás, con lo real incógnito, con algo de nosotros que se nos perdió

pero que nunca podremos olvidar.

Con el futuro ocurre algo similar, pero en sentido contrario: todas las generaciones se han

sentido -y en realidad han sido- punta de lanza en el devenir histórico. Todos los seres

humanos hemos vivido como frontera entre el pasado y el futuro, de cara a lo incierto, lo

esperado e inesperado, lo temido, lo que no podemos controlar y que por eso mismo puede

llegar a controlarnos. Si es verdad que frente al pasado nos vemos obligados a pensar la

prehistoria sin poder llegar a conocerla, de cara al futuro nos vemos forzados a imaginarlo,

desearlo, diseñarlo, programarlo, realizarlo. Podemos influir en él como nuestros

antepasados sabemos que lo hicieron sobre nuestro presente. Sabemos que lo que hagamos

hoy, y también lo que dejemos de hacer, en realidad lo comprendemos mañana, o quizás

pasado mañana o más tarde, en todo caso no hoy. Las consecuencias de lo que hacemos y

también de lo que dejamos de hacer siempre reposan en el futuro y en su inevitable

imprevisibilidad. El futuro nos es tan desconocido como la prehistoria, sólo que en el

primero podemos influir de algún modo y en el segundo no.

Entre el origen y la meta, entre el pasado remoto y el futuro que trasciende, entre la

prehistoria y la escatología, está el eterno y conflictivo presente, la historia viva, ese

presente que, en medio del inmediato pasado y el inmediato futuro, constituye lo nuestro

hoy. Mientras que “lo nuestro escatológico” y “lo nuestro prehistórico” de diversas maneras

se nos escapa, lo nuestro actual está en nuestras manos, es nuestra responsabilidad, nuestra

tarea. Aquí entra en escena una idea que, tarde o temprano, tiene que aparecer que cualquier

filosofía de la historia: el progreso. Nos referimos, por supuesto, a la idea de “progreso en

la historia”, que debe ser distinguida –aunque no totalmente separada- de la idea de

progreso como mejoramiento en las condiciones de vida de las personas y los pueblos. Esta

última se manifiesta siempre en asuntos particulares, como el progreso científico,

tecnológico, en las comunicaciones, en la prevención y cura de las enfermedades, en la

educación, los deportes y las artes, pero también en la estructuración de las instituciones

nacionales e internacionales que fomentan la paz, promueven la solidaridad internacional

en las catástrofes, impulsan la concordia, el conocimiento y el aprecio entre pueblos y

personas más allá de las fronteras nacionales, lingüísticas, religiosas o culturales. En todos

estos casos pueden darse, y de hecho se dan, avances y progreso pero también retrocesos y

repliegues. Lo que en una región del mundo es tenido como progreso, en otras puede no

6

darse, o darse en niveles muy inferiores que no permiten calificarlo como tal. Hay

enfermedades que la humanidad ha logrado exterminar –como la viruela-, y han aparecido

otras que amenazan y acechan a poblaciones enteras –como el VIH-. Esta idea de progreso

siempre es relativa a contextos históricos y por eso recae sobre poblaciones particulares, en

momentos precisos y concretos, y gracias a condiciones que, por ser históricas, son siempre

concretas. Nunca son generales, no abarcan a todas las personas, y por eso siempre merecen

la mirada crítica del filósofo de la historia.

Al referimos al “progreso en la historia”, caemos en la cuenta de que el sujeto de dicho

progreso no es un pueblo, una raza o una cultura, es la historia. Tampoco es un aspecto

particular de la vida, como la ciencia, la tecnología o la economía. Es la historia, así en

abstracto, a secas, como concepto universal, la que es pensada en una filosofía de la

historia. Y es desde esa perspectiva desde donde debe o tiene que ser pensado el “progreso

en la historia”, de otra forma estaríamos universalizando e ideologizando la historia en

nombre de quienes ejercen su dominio7. Así expuesta, la idea de “progreso en la historia”

es a la vez problemática y problematizadora. Es problemática porque es perfectamente

razonable aspirar a tener criterios e indicadores que permitan evaluar el progreso y el

desarrollo humano en términos de referencia regionales, tanto geográficamente como en

asuntos concretos: progreso en la salud, en las comunicaciones, o en la defensa de los

derechos humanos, y ello, a su vez, en África, en América Latina, en Colombia, o incluso

en una localidad o en una institución. El progreso es algo muy concreto, y es evidente que

puede haber progreso en ese sentido. Pero una cosa es el progreso de un pueblo, o el

progreso de algunos en ciertos aspectos, y otra muy distinta es el “progreso en la historia”.

Con frecuencia ocurre que el progreso de un país, o de un grupo de países, ocurre

precisamente con la explotación y el retroceso de otros. ¿Quién niega, por ejemplo, que el

progreso económico y tecnológico de Inglaterra en el siglo XIX y comienzos del XX se

debió, en gran medida, a la explotación de recursos humanos y naturales en muchas de sus

colonias? Esa es la razón por la cual la idea de un “progreso en la historia” -en abstracto-,

además de ser problemática, es también problematizadora: cuestiona esos presuntos

progresos regionales, científicos y tecnológicos, en nombre de la humanidad entera, o como

diría Kant, en nombre del género humano (des menschlichen Geschlechts). Es la

humanidad entera la que se interroga por el progreso en la historia, y por eso hay que

responderle es a ella, no a los gobernantes o a los entusiastas de ciertas formas particulares

de progreso. Con base en esta idea podemos incluir, en la forma como el Papa Francisco lo

hace en Laudato Si, el cuestionamiento ambiental a todas las formas de progreso

económico y social que arrasan con el medio ambiente y ponen en peligro nuestra casa

común, la de todo el género humano, del presente y del futuro. La idea de fondo, que

podría ser comprendida como un apriori del progreso en la historia, es que progreso en la

historia sólo hay cuando es la humanidad entera, y no solo una parte de ella, la que

efectivamente progresa. Aun así, queda abierta esta pregunta: ¿en qué consiste propiamente

el progreso?

7 Esa es la razón por la que uno de los escritos de Kant sobre este tema, del año 1798, lleva por título la pregunta Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor.

7

Tal parece que la idea de “progreso en la historia”, desde una perspectiva universal,

ambientalmente sostenible y en la que todos los seres humanos se puedan reconocer, sólo

puede ser asumida por una concepción de la historia que se apoye sobre las dos ideas ya

mencionadas: que la historia tiene un origen y una meta, o lo que es lo mismo: que todos

los seres humanos compartimos los mismos orígenes -la misma prehistoria- y que todos

también estamos orientados hacia la misma meta, así esta sea de carácter escatológico. En

ese sentido, la idea de progreso sería una forma de conectar el origen con la meta. Porque

no podemos olvidar que hay otras concepciones de la historia, como la griega, la china o la

maya, que no son lineares sino circulares, esto es, sin origen y sin meta, y son movidas por

la interesante idea del eterno retorno. En dichas concepciones, por tanto, la noción de

“progreso en la historia”, si la hay, habrá de ser esencialmente distinta. Si nos centramos en

el entorno cultural occidental, es Nietzsche quien retomó la idea del eterno retorno, y lo

hizo precisamente como crítica a la concepción judeo-cristiana de historia. Para él, la

historia, regida por un Dios creador-redentor era una idea de la cual podía liberarnos el

eterno retorno de lo mismo. En palabras de Karl Löwith: “El descubrimiento de este

circulus vitiosus deus fue para Nietzsche la <<salida de una mentira de dos mil años>>, con

la que se cierra la era cristiana, en la que se creyó en una historia progresiva que desde un

absoluto comienzo apunta a un final absoluto. Creación y pecado original al comienzo,

juicio y redención al final, ambos fueron por último secularizados y trivializados en el

pasaje a la ideas moderna del progreso indefinido, desde estadios de cultura primitivos a

otros civilizados. Contra esta ilusión moderna, cuyo resultado es el <<el último hombre>>,

Zaratustra anuncia el eterno retorno de la vida, en su doble plenitud de creación y

destrucción, de alegría y sufrimiento, de bien y mal.8”.

Efectivamente, la eliminación de un comienzo prehistórico y un final escatológico en la

historia conlleva la desaparición de progreso, o al menos su trivialización. Progreso

significará nada más que progreso tecnológico, económico, o político, y siempre para

algunos, nunca para todos. Como comenta Löwith: “la doctrina del eterno retorno invierte

la enseñanza de la creación con todas sus consecuencias”9, una de las cuales es que la

noción de un “progreso en la historia” en ningún caso contiene un significado universal: el

progreso siempre es el progreso de un pueblo, una nación, una raza, o una familia; y si este

es alcanzado por medio de la negación del progreso de otros, cuando no de su sometimiento

y sumisión, eso de ninguna manera afecta o cuestiona que sea verdadero progreso. En el

eterno retorno el progreso no se complica la vida con una exigencia según la cual haya que

rendir cuentas.

La tesis central de la mencionada obra de Löwith es que cualquier filosofía o interpretación

de la historia desde un principio rector -cualquier que este sea- “es totalmente dependiente

de la teología”10. Dicha dependencia de la teología, que se expresa básicamente como

formulación de un fin último, y como superación y abandono de un fatum fatalista y

pagano, comprende a pensadores de la historia tan distintos como San Agustín y Carlos

8 Karl Löwith: Historia del mundo y salvación: Katz, 2007, p. 266. 9 Op. cit. p. 269. 10 Op. cit. p. 13.

8

Marx, Joaquín de Fiore y el segundo Isaías, Hegel, Fukuyama, Comte, Schelling,

Dostoievski y Voltaire, y evidentemente que excluye a otros como Heráclito, Empédocles,

Platón, Aristóteles, los Estoicos y Nietzsche (p.270)11. A mi juicio, el más difícil de ubicar

en esta perspectiva es a Kant, y voy a tratar de explicar por qué.

El autor de la Crítica de la razón pura no puede intentar construir una filosofía de la

historia que contradiga los grandes resultados de su magna obra. En dicha obra, Kant cree

haber establecido “la validez del principio que afirma la completa interdependencia de

todos los eventos del mundo sensible conforme a leyes naturales inmutables”, principio

que, según él, “no permite infracción ninguna”12. Otro resultado, de no menor importancia,

es que, respecto de la pregunta ya no por lo que sucede sino por lo que debiera suceder, es

decir por la moral, dice Kant, “aparece una regla y un orden completamente distintos del

orden natural. En efecto, desde tal perspectiva es posible que cuanto ha sucedido y debía

suceder de modo inevitable teniendo en cuenta sus fundamentos empíricos, no debiera

haber sucedido”13. De allí brota la posibilidad de que, en medio de un mundo determinado

por leyes naturales inmutables, sean posible tanto la libertad humana como la ética. Hay

leyes naturales y hay leyes morales, las dos tienen su asiento y fundamento en la razón

humana, y eso permite que tanto en la ciencia como en la ética haya principios universales.

Su filosofía de la historia tiene que dar cuenta de eso, y esa es una razón por la cual Kant no

comparte (i) el ingenuo optimismo sobre el progreso histórico que es común a la mayoría

de los filósofos de los siglos XVIII y XIX según el cual el progreso está a la vista (ahí están

el ferrocarril, las vacunas, la revolución francesa, el estado de derecho), pero tampoco (ii) la

creencia es que este se alcanza sin la participación activa, efectiva e intencional del ser

humano y desde una perspectiva universal. En otras palabras: en Kant no tiene cabida una

idea de progreso en la historia cuya legitimidad pretenda ser comprobada empíricamente, ni

tampoco una idea de circularidad temporal a la manera del eterno retorno. Si ha de haber

“progreso en la historia”, este habrá de estar vinculado tanto con la naturaleza como con las

acciones humanas. Por eso en su escrito Idea de una historia universal en sentido

cosmopolita (1784) lo que hace, más que examinar o interpretar el contenido de

acontecimientos históricos concretos para hallarles una posible ligazón a través de la

hermenéutica histórica, es darle legitimidad filosófica a la aplicación de principios

teleológicos a la historia humana14. Kant no nos va a decir, entonces, en qué consiste –o ha

consistido- el progreso en la historia, sino en qué debe consistir. La suya será una idea

normativa del progreso, no una que pueda ser o aspire a ser legitimada empíricamente.

11 A manera de sugerencia provocadora yo añadiría a esta lista de excluidos a Vico, Maquiavelo, García Márquez, Borges, y muchos otros. 12 Crítica de la razón pura, A536/B564 13 Crítica de la razón pura, A550/B578. La cursiva es de Kant. 14 Tal es la manera como Vittorio Hösle interpreta este escrito de Kant en Der Ort von Kants Geschichtsphilosophie in der Geschichte der Geschichtsphilosophie, en: Grundlagen des Rechts, Festschrift für Peter Landau zum 65. Geburtstag, Hg. von Richard H. Helmholz, Paul Mikat, Jörg Müller und Michael Stolleis, 2000, Ferdinand Schöningh, p. 1007. Existe versión en inglés: The Place of Kant´s Philosophy of History in the History of the Philosophy of History, en Von Plato bis Fukuyama, Hg. Von David Engels, Éditios Latomus: Bruxelles 2015.

9

Examinemos brevemente esa aplicación de principios teleológicos a la historia humana.

Estos principios deben ser compatibles -como ya se dijo- con la total determinación de la

naturaleza según leyes inmutables, y con una comprensión de la naturaleza humana que

incluya la libertad como autodeterminación práctica. Se trata de hacer compatibles puntos

de vista aparentemente incompatibles: el determinismo y la autodeterminación, que por

fuera del concepto de naturaleza humana ciertamente resultan incompatibles. Eso es lo que

queda recogido en los dos primeros principios para una Idea de una historia universal en

sentido cosmopolita. Primer principio: “Todas las disposiciones naturales de una criatura

están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada”; segundo

principio: “en los hombres (como únicas criaturas racionales sobre la tierra) aquellas

disposiciones naturales que apuntan al uso de su razón, se deben desarrollar completamente

en la especie y no en los individuos” 15. Con estos principios se puede asumir –sin

contradicción- que el deber moral puede ser pensado y asumido también como fin natural y

su realización formaría parte del ser de la naturaleza. La ética, aunque no consista en seguir

u obedecer ciegamente a la naturaleza, sí forma parte de los fines de la naturaleza. La

conciencia de un deber moral, precisamente por ser la conciencia –o la presencia- de algo

incondicionado, no puede ser pensada sino como formando parte de la naturaleza en un

nivel superior, por encima de la naturaleza humana y también de la natura naturata a través

de las leyes naturales. Los seres dotados de libertad y de razón son, en ese sentido, los

únicos sujetos de la ley moral, los únicos que hacen historia propiamente dicha, y que no

por eso dejan de estar sometidos a las leyes de la naturaleza. El segundo principio incluye

un “deben” -sollen- que es la clave para entender el carácter normativo de la filosofía de la

historia de Kant: desarrollar las disposiciones naturales humanas (libertad y razón) es un

deber, un fin que todos los seres humanos deben proponerse (así va a entender Kant el

deber Tugendpflicht -deber virtud- en la Metafísica de las costumbres de 1797).

El cumplimiento de los fines de la naturaleza -uno de los cuales sería el “progreso en la

historia”- pasa entonces por la libertad del ser humano, por la ética. Estos no ocurren ni son

alcanzados sin su participación activa e intencional. No se le van a imponer, como a los

demás animales, en los que la naturaleza actúa de manera directa, inmediata y definitiva.

Por eso mismo los animales no progresan y no hacen historia. No sería digno de la humana

natura si los fines de la naturaleza, en un sentido de progreso, se cumplieran en el ser

humano sin su consentimiento y sin su activa participación. El cumplimiento de los fines de

la naturaleza sin la activa participación del ser humano significaría, al menos

psicológicamente, algo así como un “regreso” al fatum pagano, más propio del mítico

mundo antiguo y que -se supone- el cristianismo hace ya muchos siglos logró desterrar de

la conciencia histórica.

A pesar de que Kant no cree que el progreso pueda legitimarse empíricamente, razón por la

cual sería el primero en negar que el mero progreso tecnológico y científico pueda ser

considerado como “progreso en la historia”, él sí cree que hay signos que pueden

indicarnos si la historia está progresando o no. Y aunque esos signos están vinculados a

15 Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, en Emmanuel Kant: Filosofía de la historia, FCE, México 1981, p. 42.

10

conceptualizaciones normativas más que descriptivas, al fin y al cabo son signos. De eso se

ocupa en los principios cuarto y quinto de su Idea de una historia universal en sentido

cosmopolita. La naturaleza humana no consiste en libertad y razón en estado de pureza

angelical. En el cuarto principio nos dice que la naturaleza humana se manifiesta en lo que

él llama insociable sociabilidad, esto es, en el antagonismo de todas las disposiciones

naturales en sociedad “en la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la

causa de un orden legal de aquellas”16. Y eso es lo que contiene el quinto principio, lo que

Kant no duda en calificar como “el mayor problema del género humano, a cuya solución lo

constriñe la naturaleza”, y que consiste en “llegar a una sociedad civil que administre el

derecho en general”17. Esto es muy importante: solucionar el problema de la insociable

sociabilidad es algo a lo que nos constriñe la naturaleza, pero la solución del mismo es de

orden moral. La creación de una sociedad legal que administre el derecho y la libertad de

todos no es algo que ocurra en virtud de la necesidad natural. Pasa, por así decirlo, por la

lucha entre los intereses de cada uno, por la política, pero su posibilidad real se resuelve en

el derecho, en una concepción normativa del mismo, y que dice así: el derecho es “el

conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio

de otro según una ley universal de la libertad”18. Que este concepto de derecho es

normativo y posee por tanto un significado moral –no natural- se ve más claramente en la

formulación de lo que podríamos entender como imperativo categórico del derecho: “obra

externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de

cada uno según una ley universal”19.

Resumiendo: para Kant el “progreso en la historia” no es un movimiento natural

automático que obedezca a leyes naturales inmutables, como si se diera por fuera de la

esfera de la ética. Con ello Kant excluye de su horizonte teórico la circularidad y el eterno

retorno como ley que mueve la historia hacia un destino que no depende del ser humano. Si

hay progreso, este se da desde una perspectiva diferente, de carácter teleológico, es decir,

como desarrollo en la especie humana, y no sólo en los individuos, de las condiciones

naturales del ser humano. Ello exige asumir una perspectiva moral, es decir, de valor y

significado universal. El Estado de Derecho, entendido como el que “compagine la máxima

libertad, es decir, el antagonismo absoluto de sus miembros, con la más exacta

determinación y seguridad de los límites de la misma, para que sea compatible con la

libertad de cada cual […] constituye la tarea suprema que la Naturaleza ha asignado a la

humana especie […] y el que más tardíamente resolverá la especie humana”20. La historia

sí tiene un destino, pero un destino humano, discernido por el ser humano desde una

perspectiva que no puede dejar de ser calificada como moral. Esa perspectiva no es

alcanzable por los individuos. Lo que hace posible el “progreso en la historia” son las

instituciones, no las personas, cuando aseguran el máximo de libertad posible para todos.

16 Ídem, p. 46. 17 Ídem, p. 48. 18 Metafísica de las costumbres, VI 230 19 Ídem, VI 231 20 20 Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, en Emmanuel Kant: Filosofía de la historia, FCE, México 1981, p. 49 y p. 50.

11

Haber abolido la esclavitud –si es que ya quedó abolida del todo- es haber progresado en la

historia. Lograr una mayor igualdad de derechos entre hombres y mujeres, así falte mucho

todavía para lograr, es progresar en la historia. Alcanzar indicadores de mayor equidad en

educación y salud para todos los niños y niñas, y disminuir los altísimos índices de pobreza,

así esta siga representando una injusticia que clama al cielo, es progresar en la historia.

Contar con instituciones internacionales que favorezcan el entendimiento entre los pueblos,

fomenten la paz y traten de evitar nuevas guerras, aunque a veces esto resulte imposible de

lograr, es progresar en la historia. Hay otros “indicadores” que son más problemáticos, por

ejemplo desde la perspectiva eclesial católica, como la aprobación del matrimonio

igualitario o el derecho a la adopción por parte de parejas del mismo sexo: ¿representan, o

son también indicadores de “progreso en la historia”? La respuesta a estas pregunta no

puede depender del gusto estético –si me gusta o no- sino que debe ser de orden moral: si

en estos casos se amplía y se robustece, o si por el contrario de disminuye o se restringe, no

el bienestar, sino el desarrollo de la libertad humana, pienso que con la filosofía de la

historia de Kant no habría razón para no verlos como auténtico progreso en la historia.

Los criterios que, de cara al progreso científico o tecnológico, son suficientes para habar de

progreso en esos campos, al igual que en el campo de la salud o la alimentación, no bastan

para poder hablar de “progreso en la historia” con un mínimo de responsabilidad histórica.

La ciencia y la tecnología forman parte de la historia, así algunos pretendan liberarla de ese

arraigo tan evidente. Más aún, y como lo señala Hösle, “la esperanza en un progreso de las

instituciones es completamente compatible con el escepticismo respecto de la realidad

moral”21. Sociedades altamente “civilizadas” y desarrolladas no necesariamente tienen esos

mismos niveles de moralización. Las mejoras en alimentación y salud también pueden

darse sobre la base de una destrucción moral del ser humano, de una pérdida de la libertad,

o de una pérdida del valor de su dignidad. Y aquí el asunto no es entre ideologías políticas:

sociedades altamente desarrolladas en las que las personas o las comunidades gozan de la

plena satisfacción de sus necesidades básicas, pero en las cuales esas personas, o esas

comunidades, han perdido, o están ante el peligro de perder eso tan ambiguo que llamamos

“el sentido de la vida”, difícilmente podrían ser consideradas como un argumento válido

para pensar que hemos progresado.

Pensar filosóficamente la historia va mucho más allá de conocerla e interpretarla. Tampoco

se limita a establecer nexos, coincidencias o puntos de convergencia entre diferentes

hechos, etapas o períodos históricos. De muchas maneras, pensar la historia con mayor

profundidad supone también proyectarla, dirigirla. La tesis kantiana sobre el progreso

histórico no es descriptiva sino normativa. Pensar que la historia progresa no equivale a

algo así como constatar un hecho -el pasto es verde-, es más bien la expresión de un deber,

de algo por lo que debiéramos esforzarnos todos los seres humanos porque hay razones

para ello. Es apenas lógico que una concepción tan elevada de la dignidad humana, como la

de Kant22, tiene que tener consecuencias sobre lo que pueda llegar a significar y a exigir la

comprensión de la historia humana. Así como la dignidad humana no es un concepto

21 Hösle, p. 1011. 22 “La naturaleza racional existe como fin en sí mismo”: Fundamentación…, IV 429

12

obtenido empíricamente para que nos diga cómo es el mundo, sino que su tarea es práctica-

normativa, es decir, nos dice cómo debería ser, una compresión filosófica y racional de la

historia humana tampoco puede pretender limitarse a decirnos, descriptivamente, cómo ha

sido la historia. La misma comprensión racional de la guerra, sus causas y sus dinámicas,

posible gracias a la razón teórica, va acompañada, supuesta por supuesto una concepción

completa de la naturaleza racional del ser humano, del siguiente juicio moral: “Es soll kein

Krieg sein” (no debe haber guerra)23. Eso es lo que a nuestro juicio está en el centro de la

concepción kantiana de la historia, que no es cíclica, ni circular, pero que tampoco está

jalonada por una fuerza extraña a aquella que surge de la voluntad humana.

Todo esto conlleva, finalmente, una crítica implícita a las concepciones de la historia que se

mueven en torno a la utopía. No pocos creen que la historia debería ser jalonada hacia

adelante por un ideal remoto al que llamamos utopía. Pienso, por el contrario, que en lugar

de la fuerza estética propia de las utopías histórico-sociales, es más razonable proponer la

“debilidad” de la razón práctico-moral como motor de la historia. En un ensayo sobre la

muerte de la utopía decía el filósofo polaco Leszek Kolakowski (1927-2009): “Cuando me

preguntan dónde me gustaría vivir, suelo contestar: en un bosque de alta montaña a orillas

de un lago que esté en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos

Elíseos de París en un apacible pueblecillo”.24 Se trata, evidentemente, de un lugar

imposible, contradictorio, que no existe ni podrá existir jamás, y por eso querer vivir allí

representaría una auténtica utopía, un no-lugar. Insistir en querer vivir en ese lugar, y tratar

de lograrlo, conduciría sin lugar a dudas, a una especie de locura peligrosa para todos.

Pensar una meta en la historia es algo muy diferente a adherir, ingenua o intencionalmente,

al pensamiento utópico, que tantos problemas y sufrimientos ha causado en la historia de la

humanidad. Uno podría, por ejemplo, imaginarse la meta de la historia a partir de utopías

sociales y políticas -a la Kolakowski- así: quisiéramos vivir en Estados nacionales, pero en

los que no habrá nacionalismos. Serán gobernados por personas honestas, con muy bajos

niveles de corrupción, que no serán populistas sino que dirán las cosas como son; serán

políticos –hombres y mujeres por igual- que representarán equitativamente a todas las

etnias y minorías, serán personas altamente comprometidas con el desarrollo económico y

el respeto a nuestra casa común; inspirados en Laudato Si buscarán construir un sistema en

el que sean posible la propiedad privada sobre los bienes de producción, pero en el que esta

tenga una clara justificación y una finalidad social, es decir, limitada por el bien común. En

esa sociedad todos pueden elegir su religión, cambiarla, o incluso no tener ninguna, y nadie

utilizará sus creencias religiosas ni sus convicciones filosóficas para ejercer violencia o

dominio cultural sobre otros. Habrá paz al interior de cada país y entre todos los países. Se

eliminarán los ejércitos y nadie se aprovechará ni tratará de sacar partido de eso para

dominar a otros. Las armas se eliminarán progresivamente, y los dineros que alimentaban el

armamentismo se dedicarán a la educación, la investigación científica y la cultura, eso sí:

sin privilegiar ninguna perspectiva epistemológica, ninguna cultura, ninguna cosmovisión.

23 Metafísica de las costumbres, VI 354. 24 Reconsiderando la muerte de la utopía, en: Por qué tengo razón en todo, Editorial Melusina, 2007, p. 13.

13

En las universidades tendrán asiento no sólo las ciencias y epistemologías dominantes, sino

todos los saberes ancestrales, y ninguno buscará prevalecer sobre otros.

Podríamos agregar otros elementos semejantes a estos, y continuar imaginando ese ideal,

quizás irrealizable, pero de todos modos deseable. Dejemos a un lado la pregunta crítica

sobre qué hacer con los que, por algún motivo serio y razonable, no quisieran vivir en esa

utopía, y vamos a suponer que todos la quieren. El asunto es: ¿conviene intentar alcanzar

ese ideal, sabiendo que es imposible de alcanzar? Creo que la respuesta más sensata será

decir que no conviene, y que sería altamente peligroso intentarlo. Pienso, además, que el

populismo se alimenta de utopías e ideales que callan respecto de muchas cosas, por

ejemplo, respecto de la naturaleza humana. Cualquier utopía ha de enfrentarse con lo que

dice Kant en el Sexto Principio de su Idea de una historia universal en sentido

cosmopolita: “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada

completamente derecho”25. La antropología realista de Kant es la mejor defensa contra el

populismo que invade el mundo. No es el pesimismo de Hobbes, ni tampoco la ingenuidad

de Rousseau, lo que hace posible construir una meta razonable de la historia.

Digámoslo claramente: El pensamiento utópico no es necesario para diseñar un mundo

mejor o una meta en la historia. Para ello podemos utilizar también una concepción amplia

de razón práctica: nuestra capacidad para proponernos fines realizables, para discutirlos

razonablemente –discernirlos- y para llevarlos a cabo a partir de lo que Rawls llamó una

sociedad bien ordenada. Esa podría ser una formulación interesante para pensar en

reemplazar las utopías que, quiéranlo o no, acaban alimentando un perverso populismo, sea

de izquierda o de derecha.

Bogotá, julio de 2017

25 Idea… p. 51.