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Federico Firpo Bodner - Reflexiones de un Aprendiz de Brujo · 2020. 5. 22. · veintena. De ese ejercicio surgió el hábito de escribir un diario, una bitácora de palabras y pensamientos

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  • Federico Firpo Bodner

    Reflexiones de un Aprendiz de Brujo

    Volumen I

    Artículos publicados entre

    Agosto de 2009 y Agosto de 2010

  • ISBN: 978-84-614-7246-8

    © 2010 Federico Firpo Bodner

    http://www.federicofirpobodner.com

    http://aprendizdebrujo.net

    Este libro consta en el registro de propiedad intelectual SafeCreative,

    con el número de registro: 1009087275430

    Ver: https://www.safecreative.org/work/1009087275430

    Ilustración de tapa: Ideología, por Gabriela Sennes

    © 2010 Gabriela Sennes

  • A mis hijos Pablo y Daniel, protagonistas involuntarios de

    muchas de las crónicas de este libro.

    A mi mujer, Gloria, por su apoyo incondicional.

  • Declaración de Principios – Nota del Autor

    Vivimos tiempos aciagos para los escritores no consagrados. La Industria Editorial, que históricamente ha sido un nido de mafiosos, hoy se encuentra en jaque por las nuevas tecnologías. Al igual que la Industria Musical y que la Audiovisual, la Editorial no está sabiendo leer el cariz de los tiempos que corren, ni adaptar su modelo de negocio a las nuevas tecnologías. Como todos los avaros, cuando les entra el pánico pretenden ganar cuanto antes todo lo posible, por si vinieran mal dadas, y en lugar de apostar por un modelo más accesible a los consumidores y más justo para los autores, se atrincheran detrás de sus contratos y sus despachos y corbatas, como han hecho toda la vida.

    Como resultado de la combinación letal de su mezquindad y sus pañales sucios, los primeros perjudicados son los lectores, y los segundos, los autores, entre los que me cuento. Actualmente, de un libro que llega al público con un precio de tapa de 20 €, el autor recibe entre 1,50 y 2 €, quitando a los súper ventas, que tienen por sí mismos fuerza suficiente para firmar otro tipo de contratos. Por si no bastara con eso, además, las editoriales liquidan las ventas con un margen de error que suele favorecerlas, y en el medio, los grandes distribuidores se quedan con diez de esos veinte euros. Mientras tanto, los lectores pagan un precio desorbitado por los libros.

    Y como no podía ser de otra manera, de a poco surgen iniciativas que plantan cara a los de siempre. El mejor ejemplo – para mí – es la Editorial Orsai, proyecto de Hernán Casciari (recomiendo a todos que inviertan veinte minutos en ver el vídeo explicativo que encontrarán en http://www.editorialorsai.com).

    En medio de este maremágnum, yo, como autor que intenta abrirse paso en un mundo feroz, miraba con cariño estas iniciativas, pero pensaba que no era el momento para mí. Pensaba que, siendo un autor casi desconocido – y digo casi porque son casi dos mil las personas que me leen habitualmente –, si regalaba mi obra me estaba auto condenando a no poder vivir nunca de ella.

  • Sin embargo, tras mucho reflexionar, me di cuenta de dos cosas fundamentales. La primera es que la Industria Editorial es mucho más que mezquina, ya que obliga a pagar por algo que desconocemos totalmente, y una vez que lo conocemos, nadie nos devolverá el dinero si no nos gustó un libro. La segunda es que, personalmente, estaba errando el concepto y el camino. El camino porque quería hacerme lo suficientemente conocido como para poder vender bien mis libros antes de permitir la descarga digital gratuita. Y el concepto porque creía que permitir esa descarga era regalar mi material.

    Yo trabajo mucho y muy duro para escribir. Quisiera poder vivir de eso algún día, y por lo tanto, no estoy dispuesto a regalarlo. Sin embargo, me parece justo que la gente pueda leerlo antes de pagar por él. Por eso, decidí colgar todos mis libros para descarga digital gratuita, pidiendo a los lectores que respeten un pacto sagrado autor-lector antes de la descarga. El pacto consiste en lo siguiente:

    • Quienes no disfruten de la lectura de mis libros, no me

    deberán absolutamente nada. • A quienes les gusten mis libros, les pido como contribución

    que me ayuden a difundirlos, que los compartan, que los envíen a sus amigos, que los recomienden.

    • A quienes les gusten mucho, pero mucho, les sugiero entonces que se acerquen a mi blog y hagan una donación de dinero a través de PayPal. Piensen que, si mis libros estuviesen publicados por una gran editorial, entonces difícilmente recibiría dos euros por ejemplar vendido, así que ninguna donación es poco. La donación puede hacerse desde http://aprendizdebrujo.net/donacion/

    • A quienes les gusten muchísimo mis libros, les sugiero la compra de un ejemplar en papel, que puede además estar firmado. La compra de ejemplares en formato papel puede hacerse desde http://aprendizdebrujo.net/mis-libros/ Me parece un trato justo, y como en todos los tratos, hay que

    empezar por hacer un gesto, extender una mano, tender un puente.

  • Por eso, a partir de hoy, mis libros están disponibles gratuitamente en formato digital, en http://aprendizdebrujo.net/descargas/

    Muchas gracias a todos los lectores por suscribir este acuerdo, por entender y por apoyarme.

    Federico Firpo Bodner Barcelona, 12 de enero de 2012.

  • Índice

    Pensamiento Científico ................................................................................. 9  

    La verdad de la milanesa ......................................................................................... 11  El abogado, el médico y el Aprendiz de Brujo ......................................................... 14  La venganza de las Isoflavonas de Soja ................................................................... 18  Me gusta, no me gusta ............................................................................................ 23  Ideología .................................................................................................................. 26  El descanso de los Héroes ........................................................................................ 33  Y en el 2010 también .............................................................................................. 37  Volver a la nada de los últimos veinte años ............................................................ 43  Los pequeños escondites de mi casa ........................................................................ 48  El paraíso de los Opinólogos y la especialización de los especialistas ..................... 52  Mi Furia .................................................................................................................. 56  Sobre la amistad, justo antes de partir .................................................................... 60  Sobre la amistad, justo después de regresar ............................................................ 65  El lado equivocado de la pasión ............................................................................... 70  San Federico y las verdades absolutas del Dios de los ateos ................................... 75  

    Acerca de las cosas pequeñas .................................................................... 79  

    Así es la vida ........................................................................................................... 81  Charlas de Hombre a Hombre ................................................................................. 84  Charlas de Mujer a Mujer ...................................................................................... 88  Mis Tetas ................................................................................................................ 91  Sobre la evolución del asco ...................................................................................... 94  Enano Cabezón ....................................................................................................... 99  Domingos rituales ................................................................................................. 105  Sobre la crueldad de los niños y la nariz de mi tía ................................................ 109  Dai Verde o la conveniencia de la inciación temprana en la vida friki ................. 113  Charlas de Hombre a Hombre II: Un nuevo enfoque ............................................ 117  ¡Te mataré… Bellota! ............................................................................................ 121  El color de los recuerdos ........................................................................................ 125  La nueva lucha por la supervivencia del bicho canasto ........................................ 130  Porque lo digo yo, que soy tu padre ...................................................................... 135  Charlas de Hombre a Hombre III: Gracias por el fútbol ....................................... 141  

    Imposible de clasificar .............................................................................. 147  

    El Aprendiz de Brujo y el Supermán Humano ..................................................... 149  Casi casi atrapar una idea ..................................................................................... 154  

  • La Muerte y las palabras ....................................................................................... 157  Mentiras Verdaderas ................................................................................ 163  

    La Masacre de los Hipocampos ............................................................................. 165  No Robarás ............................................................................................................ 171  

  • Pensamiento Científico

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    La verdad de la milanesa 28 de Agosto de 2009

    Empecé a escribir a los siete u ocho años. Cuentos a veces infantiles y otras pretendiendo ser serios, aunque la mayoría de ellos consiguiendo solamente ser absurdos. De alguna u otra forma, el acto simple de escribir siempre estuvo presente en mi vida. Los libros eran en mi casa una presencia constante, un depósito de secretos del que mi Padre era el ángel guardián, y se les tenía un respeto reverencial, un aprecio infinito que, sin embargo, no los salvaba de ser manipulados, leídos, releídos, comentados a gritos, prestados, traficados y, algunas veces, agredidos, escritos entre líneas o trágicamente rotos.

    Para mi cumpleaños de quince, una estadounidense amiga de mi madre, más joven que ella (Jocelyn, que tendría en ese momento veintitantos), que vivió en nuestra casa durante algunos meses por circunstancias que no vienen al caso, y de la que yo estaba secretamente enamorado (aunque sospecho que ese amor estaba más hecho de hormonas que de sentimientos reales), desesperada porque todas las noches le robaba algún cigarrillo, me regaló mi primer cuaderno Meridiano, con una pequeña nota que decía: “Anoche vos fumaste mi último cigarrillo, y yo quería morrirte”.Entonces comencé a tomarme

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    más en serio la actividad poco lucrativa de llenar profusamente páginas y páginas de cuadernos Meridiano. A día de hoy tengo unos quince, repletos de letras confusas y pequeñas, que pasaron al olvido cuando las computadoras personales invadieron mi vida, pero que constituyen un valiosísimo registro personal de ideas y emociones.

    A mediados de ese año, comencé a hacer un taller literario, costumbre que mantuve hasta bien entrada la veintena. De ese ejercicio surgió el hábito de escribir un diario, una bitácora de palabras y pensamientos cuya única utilidad era despuntar diariamente el vicio de escribir (aunque más adelante descubrí una serie de utilidades subsidiarias sumamente interesantes, como por ejemplo, el género epistolar). Nunca jugó en mi vida el papel de confesor silencioso que la cultura popular atribuye a los diarios, sino más bien el de repositorio de pensamientos, ideas y posibles fragmentos de grandes textos que escribiría más adelante, y que más adelante nunca escribía.

    Como resultado de todo esto, mastiqué durante casi veinte años una ambición mordida y secreta (no por no ser relatada, sino por íntima y presente) de escribir una novela basada en unas pocas premisas de mi vida real, y alimentada por mi imaginación y la influencia de muchos autores que he consumido con desvelo a lo largo de los años. Sin embargo, cada intento de escribirla fue sistemáticamente frustrado por una imposibilidad etérea de avanzar más allá de la página veinte sin sentir que el texto era una verdadera cagada.

    Luego la vida se complicó. Como tantos otros argentinos emigré a Barcelona en el año dos mil, y un torrente de situaciones nuevas me obligó a canalizar lo mejor de mis energías en hacerme un lugar. Un lugar en la vida profesional, en la vida social, y en general en un país diferente. No tan diferente como para obligarme a cambiar radicalmente, pero sí lo suficientemente diferente como para hacerme sentir distinto. La escritura fue quedando de lado.

    A finales del año 2008, la tan mentada crisis mundial me dejó sin trabajo. Después de dos meses de profunda depresión y de girar en torno a nada, pero con verdadera desesperación, decidí que la circunstancia no deseada de

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    disponer de tanto tiempo libre marcaba el momento perfecto para escribir la novela que íntimamente continuaba masticando y rumiando, y me puse manos a la obra el catorce de marzo. Por obra y gracia de quién sabe qué fuerza desconocida, un texto que, por primera vez en mi vida me gusta, me seduce y me hace sentir bien a medida que lo voy escribiendo, comenzó a aparecer bajo mis dedos. A principios de mayo, cuando retomé mi actividad laboral, tenía más de doscientas páginas escritas, y estaba entusiasmado. Por fortuna pude encontrar el espacio para trabajar y continuar escribiendo. Hoy son casi cuatrocientas páginas, conservo intacto el entusiasmo y comienzo a ver luz al final de túnel, pero resulta que el ejercicio de la escritura, el ritual simple de sentarme frente a la pantalla y pensar me ha enviciado, y entonces produzco decenas de ideas y reflexiones que no sirven para la novela, pero que bien podrían ir a parar a un blog. Al final, por alguna razón que me resulta incomprensible, muchos exiliados tenemos la idea peregrina de que lo que pensamos puede resultar de interés para los demás, aunque finalmente puede que no lo sea.

    Primero mi abuela, y después mi madre, cuando querían afirmar algo categóricamente y con intención de poner fin a una discusión, cerraban la frase diciendo: “Esa es la verdad de la milanesa.” Me ocurre que tengo ganas de poner a prueba algunas de las cosas que se me ocurren, así como algunos fragmentos de la novela que voy escribiendo, y me divierte la idea de recibir comentarios al respecto, al mismo tiempo que siento que puede ser importante para mí tener algún tipo de feedback sobre estas cosas. No tengo idea de cómo va a resultar. Ni siquiera sé si tendré finalmente la constancia de ir escribiendo esos pequeños textos que quiero agregar al blog, pero de momento he decidido ceder a la tentación de compartir todo esto, y por eso hoy empiezo este blog, y ésa es la verdad de la milanesa.

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    El abogado, el médico y el Aprendiz de Brujo 08 de Septiembre de 2009

    Somos nuestras profesiones. Eso y el lugar donde nacimos y/o crecimos. Vivimos en un mundo lleno de clichés, lugares comunes y estereotipos, y todos, en mayor o menor medida, contribuimos a esa banalización progresiva de los conceptos que nos rodean, que cada vez sucede con mayor rapidez. Así las cosas, nos cuesta concebir que la forma de llenar la olla no sea mucho más que eso, y entonces sabemos con certeza que todos los taxistas son charlatanes, que todos los argentinos tenemos labia y un punto atorrante, mentiroso o exagerado, que ninguna persona que haya estudiado cualquier carrera humanística puede tener un trabajo lucrativo relacionado con sus estudios, que todos los abogados defienden a los malos, que a los médicos hay que hacerles caso en todo porque para eso estudiaron y saben más que uno, y que todos los que nos dedicamos a cualquier disciplina abstracta (informáticos, programadores, matemáticos, físicos, etc.) somos una banda de freaks que, pasados los treinta, tenemos la habitación llena de muñecos de La Guerra de las Galaxias, vemos webs porno sin parar, leemos toda la ciencia ficción que nos cae en las manos y no sabemos hablarle a las chicas (“existen dos tipos de hombres: los que saben binario y los que tienen novia”), además de tener el sentido del humor seriamente

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    perjudicado por una visión del mundo drásticamente distorsionada.

    No me gustan los estereotipos, pero creo que por algo existen, y que es bueno ser capaz de reírse de ellos, sobre todo cuando nos tocan de cerca. Y a pesar de que no me gustan, estoy obligado a reconocer que existe un fondo de razones que, exageradas una y otra vez por quienes las esgrimen, acaban dándole cierto regusto de verdad al asunto. Y nunca falta, además, (por dar un ejemplo que me toca) el programador al que yo llamo gordo Unix, que ostenta un poderoso sobrepeso, pelo y barba enmarañados, escasas habilidades sociales, marcado mal gusto en el vestir, y solamente puede hablar de temas científicos o de sables láser, y, por supuesto, juega juegos de rol. Cuando aparece uno de estos personajes, verifica frente al mundo entero todos los tópicos habidos y por haber, y entonces es inútil discutirlos, y resulta más fácil sentirse identificado y hacer causa común con el gordo Unix, batiéndonos a brazo partido, espalda contra espalda, enfrentados al resto de los presentes en ese momento, para defender la dignidad de la profesión. Si el gordo Unix, para colmo de males, llega a ser argentino y estamos de este lado del mundo, entonces ya sé antes de empezar que acabaremos malheridos, ahogando nuestras penas en una Quilmes y panqueques con dulce de leche, mientras comentamos en voz baja el último libro de Harry Potter.

    Ahora bien, dejando de lado la maldad ajena y los tópicos, hay tres profesiones condenadas a sufrir en las reuniones sociales. La primera es la abogacía. Si hay más de diez personas y llega un abogado, no importa la temática de la reunión, deberá responder al menos una consulta legal. Es indistinto si es un abogado especializado en divorcios, alguien le preguntará qué pasa si atropella a un perro sin querer pero no para, o si puede recurrir la multa que le quita los últimos puntos del carné, o qué pasa si hace mal la declaración de la renta de manera deliberada. Los abogados llevan decenas de años sometiéndose a este tipo de interrogatorios, durante los cuales a su interlocutor le importa un sorete su especialidad o su trabajo actual. “Soy abogado pero actualmente trabajo como cajero de un banco”, “Si, si” – responde el “cliente” de

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    turno, “¿pero qué pasa si mi abuela me deja una casa en la playa y la casa tiene hipoteca?”. No le queda más que resignarse y responder lo que le dicte su sentido común.

    La segunda especie sometida a este tipo de maltrato social son los médicos. Los médicos pueden tener la esperanza de que el umbral del dolor esté por encima de las quince personas presentes, pero si las hay, es completamente imposible que no haya uno con un bulto extraño en la espalda, que ríe nerviosamente llamándolo “el cáncer”, sólo para escuchar de boca del médico que no, que lo más probable es que sea un bulto de grasa, o algo similar. También sufren la indiferencia típica de sus contertulios con respecto a la especialidad. “Es que tengo un sarpullido en los muslos que me preocupa”. “Ya – dice el galeno – pero yo soy traumatólogo. Tendrías que ver a un dermatólogo, o en todo caso a un endocrino, pero yo no tengo ni puta idea”. El enfermo hace como que no escucha:“¿Y si me pongo Bepanthol me lo curará? ¿O mejor otra crema?”

    Pero sin ningún lugar a dudas, y sin admitir ningún tipo de especulación al respecto, los más perjudicados somos los informáticos, programadores, administradores de red y en general cualquier persona que trabaje con computadores. “Es que trabajo en una empresa que gestiona comunidades de propietarios, y tenemos el Comunitator 2.31, y me sale un mensaje que no leí bien pero que dice algo así como que la tabla está consumida”. Nos encogemos de hombros, y a pesar de que no hacemos más que repetir que en nuestra puta vida hemos visto el Comunitator, en ninguna de sus versiones, el afectado insiste, argumentando que es nuestro deber saberlo todo y conocer todos los programas del mundo. Y al escuchar la conversación, siempre se apunta alguno más: “Yo me compré una consola Pedorrix versión 8, y no la puedo conectar al Wi-Fi del vecino ni al USB del sofá porque no me reconoce la placa de vídeo”. Y si estamos en una casa particular, lo más probable es que de alguna manera terminemos arreglando alguna cosa en el ordenador personal del anfitrión, que por cierto seguramente es un asco con miles de programas pedorros instalados, ventanas que se abren por doquier pidiendo que paguemos una licencia de vaya uno a saber qué, y en general un mal bicho que el único arreglo posible que tiene es un formateo completo, cosa que nos

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    cuidamos muy bien de decir para no salir beneficiados con tan preciado encargo.

    Pero por suerte, a diferencia del médico y el abogado, los informáticos tenemos armas secretas. Aún si no queremos sacar la espada láser y cortar en dos al incauto que pregunta, podemos adoptar nuestra pose oscura de aprendiz de brujo, y en un tono de voz que no admita réplica, responder algo lo suficientemente críptico como para asustar al más pintado: “La matriz bidimensional de la memoria central está fragmentada sin remedio por el núcleo raíz del sistema operativo. No puedo desencriptar esto sin un certificado X.509 auténtico emitido por Microsoft. Vas a tener que dejarlo así. La otra opción es perder todos los datos forzando un core dump que permita debugar el kernel”. Dicho esto, hacemos un gesto mágico con ambas manos, mientras arqueamos las cejas, dando a entender que lo sentimos mucho, y nos alejamos en dirección a la mesa, hundimos las zarpas en el plato de jamón, y nos dedicamos a meditar tranquilamente si es verdad que Aragorn tenía más de ochenta años cuando cabalgó por los senderos de los muertos, o si Yoda sería capaz de vencer a Harry Potter en un enfren-tamiento mano a mano. Obviamente, mi opinión es que sí, los Jedi son mucho más poderosos que los magos.

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    La venganza de las Isoflavonas de Soja 12 de Septiembre de 2009

    Cuando era un niño, digamos de entre siete y once años, me encantaba ir al supermercado. Todavía no estábamos plagados de Carrefours ni Wal-Marts ni monstruos semejantes. Apenas si existía el Jumbo, y no teníamos costumbre de ir. Entonces se compraba todos los días, o casi todos. Además, vivíamos en un mundo en el que un niño de diez años podía caminar solo cuatrocientos cincuenta metros con algunos pesos apretujados en un puño sudoroso, repitiendo para sí mismo “dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos…”, con tal absoluta concentración que no reconocería a su propio padre, y sin embargo el riesgo de que fuese asaltado, secuestrado, asesinado, violado o atropellado continuaba siendo razonablemente bajo. Así las cosas, yo me ofrecía siempre, y mi mamá me mandaba al supermercado. Yo me sentía encantado en aquél mundo pequeño, conocido y abarcable, en el que me movía a mis anchas. En la nevera de lácteos había tres marcas de leche, en versiones normal y

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    descremada, sachet o cartón (que era la que compraban los ricos). Lo mismo pasaba en la de los fideos, había dos marcas: los baratos y los caros.

    Después, cuando pasaron algunos años, me hice adolescente (duele recordarlo!), y entonces dejé de ofrecerme para ir a comprar. De hecho, me negaba alegando excusas no siempre creíbles, y no siempre inteligentes. Supongo que mi madre, como tantas otras, de a poco fue resignándose a la disminución progresiva de mi voluntad de colaboración, y a mi preferencia de emplear mi tiempo en actividades de masajeo genital (rascarme los huevos, como quien dice). Pasé algunos años felices sin entrar más que a establecimientos donde comprar tabaco y a veces una botella de cerveza o de gaseosa para tomar con amigos, mientras perdíamos maravillosamente el tiempo en alguna parte, dedicados a la fructífera actividad de ver pasar a los demás y hacernos chistes entre nosotros, con bastante poca gracia. Durante esos años llegaron los hipermercados, y la cultura de compra cambió totalmente.

    Poco después de cumplir diecinueve, haciendo uso de una de las pocas ventajas de ser Aprendiz de Brujo, que es que se ganan sueldos relativamente decentes, me fui a vivir solo. Le alquilé un departamentito pequeño a una viejecita dulce en San Telmo, y allí me instalé. Después de algunos meses de comer sistemáticamente alternando el bar de abajo (DesNivel, o para algunos, simplemente La Parrillita) y el McDonald’s de la otra esquina, salpicado de esporádica comida china, advertí que comenzaba a ganar algo de peso (tendencia, por cierto, que a pesar de las diferentes técnicas empleadas hasta hoy, se mantiene, a mi pesar, ascendente). Decidido a mejorar la calidad de mi alimentación, y por lo tanto, de mi vida, comencé a observar lo que hacían las personas de mi entorno que llevaban bien una casa. Desafortunadamente, mis colegas de profesión (teniendo en cuenta solamente a los que ya no vivían con sus padres) se dividían en dos grupos: los que comían igual o peor que yo (tengamos en cuenta que en mis primeros cinco años de vivir solo, jamás encendí el horno) y los que tenían esposa, mujer o concubina de alguna clase. Esta segunda alternativa estaba bastante lejos de mi ánimo por aquéllos días, así que opté por observar a mis padres. Fruto de esta

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    observación descubrí una de las principales costumbres de la clase media en las sociedades civilizadas: hacer la compra del mes. “Esto debe ser sencillo”, me dije a mí mismo, que aparentemente, a pesar de ser capaz de gestionar y programar sistemas informáticos de alta complejidad, era genéticamente inútil para la rutina doméstica… “Solamente tengo que hacer la compra del mes, y todo irá mejor”.

    Allá fui. El mes siguiente, nada más cobrar el sueldo, me subí al

    coche y me fui al Carrefour San Lorenzo. Hacía al menos siete años que no iba a comprar, así que lo tomé como una excursión. Grande fue mi sorpresa al descubrir que, durante mi ausencia del mundo de la alimentación, habían reemplazado los tradicionales supermercados de barrio por auténticas catedrales dedicadas al consumo. Al entrar por primera vez a un Carrefour, un abismo de productos se abrió ante mí: pasillos y más pasillos y góndolas y más góndolas, cuya disposición, temática, ubicación y utilidad se volatilizaban de mi cerebro al salir de allí, impidiéndome conservar información útil de una visita a otra. En la práctica, el resultado fue dramático. Cada principio de mes iba al Carrefour San Lorenzo. Me armaba de un carro y de bastante valor y entraba a la jungla indomable de productos perecederos y no perecederos. Intentaba tomármelo con calma, pero resulta que había cosas, como por ejemplo los packs de dieciséis rollos de papel higiénico, que compraba en cada una de mis visitas, ante la imposibilidad orgánica de recordar claramente cuáles eran mis existencias actuales, con el triste resultado de una acumulación lenta y persistente de papel higiénico que ya no tenía donde guardar. Sistemáticamente también cedía a la tentación de comprar alguna cosa absurda y cara, como un pack de cintas vírgenes de vídeo que no necesitaba, o un set de sartenes que pensaba que me ayudaría a cocinar más. Al final, mi tolerancia al sitio se reducía siempre a un rango de entre veintidós y treinta y cuatro minutos, al cabo de los cuales pagaba entre doscientos cincuenta y trescientos cincuenta pesos por un carro que apenas superaba la mitad de su capacidad en contenido. Llegaba a casa, escondía todo lo que había comprado en los armarios de la cocina, descansaba media hora, y luego comenzaba a abrir las puertas buscando algo que

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    comer: nunca había nada, así que me iba a comer a La Parrillita, resignado y con trescientos pesos menos. Me prometía que al mes siguiente lo haría mejor.

    Al cabo de varios años de intermitentes esfuerzos improductivos por mejorar mi inteligencia de consumo, me fui a vivir con una japonesa, de la que no revelaré el nombre para preservar su intimidad, pero a efectos prácticos supondremos que se llamaba Kim. Kim era una amiga mía que tenía un problema temporal de vivienda, así que le ofrecí que se quedase en casa durante un par de meses. Nos liamos el mismo día que se mudó, con lo que me encontré viviendo en concubinato completamente a traición, sin poder hacer nada para remediarlo. En un principio eso me asustó. Hasta que, cuando llegó el principio del mes siguiente, le dije: “Kim, tenemos que hacer la compra del mes”. “Claro” dijo ella. Llegamos al Carrefour, y en cuanto me arrebató el carrito sin ningún tipo de miramientos supe que algo diferente iba a suceder. Recorrimos los pasillos durante más de una hora, mientras ella seleccionaba cuidadosamente los productos y yo descubría nacer en mi interior una impaciencia nueva, y un hastío completamente desconocido, que me produjo una enorme incomodidad. Cuando llegamos a la caja, el carro rebosaba de cosas, simulando de perfil la silueta de una isla con un volcán en el centro. “Esto va a costar una fortuna”, dije. Kim asintió, con un gesto grave, y no dijo nada más. Cuando la cajera terminó de jugar con su maquinita de hacer pitidos, me miró y dijo: “Son ciento treinta y cuatro con veintidós”. “No puede ser”, le dije, “si estamos comprando mucho más”. Me miró, entre confundida, divertida o simplemente no interesada, y me dijo: “¿Efectivo o tarjeta?”. Le di la tarjeta mientras, para mis adentros, comprendía por fin que la compra me era un arte ajeno. Cuando llegamos a casa, Kim ordenó todo perfectamente, y hubo comida durante muchos días. Entendí por fin por qué le decían la compra del mes.

    Después me separé de Kim, y naturalmente volví a caer en mi rutina de no ir a los mega-supermercados. Cuando me mudé a Barcelona, mi desesperación fue en aumento. En los supermercados españoles, la manteca es una grasa de cerdo incomible, y hay que elegir el paquete que dice mantequilla,

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    como comprobé asustado tras un primer mordisco al pan. Las marcas eran distintas, los envases también, y para peor, el primer mundo parecía estar ocupado en una actividad febril de diversificación de productos. Le leche, que antes era entera o descremada, ahora tenía miles de versiones: La entera de siempre, semidescremada, descremada, enriquecida con calcio, con ácidos grasos omega tres, con isoflavonas de soja (que, dicho sea de paso, nunca supe qué son ni para que sirven), con lactobacillus ge ge. Descubrí que los supermercados eran mucho más hostiles que durante mi infancia, y que elegir una lata de paté se había vuelto una tarea casi imposible.

    Ahora estoy casado, y la compra del mes la hace mi mujer por internet, y nos la traen a casa, pero aún así sigo temiendo los días en los que tenemos que ir al supermercado. Y secretamente sospecho que, además de estar enamorado, del deseo de formar una familia y de las ganas de compartir mi vida, una de las razones ocultas por las que me casé fue para tener a mi lado a alguien fuerte, alguien con entereza de carácter. Alguien que me proteja de la venganza de las Isoflavonas de soja.

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    Me gusta, no me gusta 08 de Octubre de 2009

    Me gusta levantarme cuando aún es de noche, en invierno, y preparar un cappuccino con mucha espuma. Me gusta escuchar el sonido casi imperceptible de cada uno de los granitos de azúcar al penetrar en la espuma, hundiéndose lentamente. No me gusta el sedimento de melaza marrón que queda en el fondo de la taza cuando me termino el café.

    Me gusta que una brisa suave me mueva el pelo, despacio, y sentir las puntas haciéndome cosquillas en las mejillas, como una caricia con finísimos dedos sin uñas. No me gusta que el viento se cuele por mi nariz y mi boca, dificultando el flujo normal del aire por las vías respiratorias.

    Me gusta acariciar suavemente la piel de alguien a quien quiero, y me gusta que tenga diminutas perlas de sudor fresco, ese que huele al otro levemente, dejando adivinar su presencia en las yemas de mis dedos cuando retiro la mano. No me gusta el contacto físico violento, chocar con otra persona, contactar en diferentes puntos al mismo tiempo, en un caos instantáneo e imposible de traducir en un movimiento coordinado.

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    Me gusta el sabor a combustible suave que deja en la boca encender un cigarrillo con un encendedor cargado con bencina, como un aliento dulce y orgánico. Me gusta la primera bocanada de humo, sentir cómo se abre paso en mis pulmones, los recorre y los abandona, fluyendo lentamente por la nariz en un vaho de formas caprichosas. No me gusta adivinar cómo mis células pulmonares se corrompen y achicharran con cada calada, ni el rugir interno de mi respiración cuando intento dormir.

    Me gusta, como casi nada en este mundo, el sonido sibilante que hace la equiparación de presión cuando se abre despacito una botella de Coca-Cola, y el sonido de chispas invisibles al llenar un vaso desde una botella recién abierta, y las burbujitas rebotando contra mi nariz al beber el primer trago, áspero y dulce. No me gusta la empresa que la fabrica ni lo que sea que haga con el dinero que gana.

    Me gusta, me encanta, me seduce y me derrite sentir alrededor de mi cuello los bracitos de alguno de mis hijos, y sus labios frescos cuando me los como a besos. Me gusta la certeza total y absoluta, que no se puede tener con nada más en ese mundo, de la entrega que hay en sus abrazos y en su amor. No me gusta ver que mi barba incipiente les deja marquitas rojas en la cara.

    Me gusta, aunque parezca cruel, ver llorar a mis hijos cuando lloran por algo que no es grave. No porque me guste especialmente su llanto, sino porque adoro verlos expresar una emoción genuina, y la intensidad de sus gestos y sus expresiones en esos momentos son únicas, algo para recordar, para no dejar escapar con la cantidad infinita de detalles que cada día se lleva de la memoria sin un respiro para el recuerdo. No me gusta que mis hijos sufran.

    Me gustan el olor y el tacto de un libro nuevo, cuando de verdad me apetece leerlo. Me gusta abrirlo por la primera página y sorprenderme porque me atrapa desde la frase inicial. Me gusta tener que luchar tibiamente contra la aspereza y porosidad del papel, que intenta evitar que pueda dar vuelta una página, y conseguirlo y confirmar que también está llena de letras, como la anterior. No me gusta que un libro que me gusta

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    mucho se termine, ni un final que no le hace justicia al resto del relato.

    Me gusta reencontrarme con mis amigos, cuando hace mucho que no los veo, y comprobar en cada abrazo y cada gesto, que las cosas verdaderamente importantes se degradan mucho menos a causa del tiempo que las intrascendentes. No me gusta vivir lejos de mis amigos.

    Me gusta recibir en brazos a un recién nacido, y darle mi dedo índice para que lo estruje con sus manitas, que suelen tener una fuerza sorprendente para alguien tan pequeño. Me gusta cuando un bebé calma su llanto si lo pongo contra mi pecho, y me encanta dormir con un bebé dormido encima. Odio saber que hay gente que le hace daño a los niños.

    Me gusta cuando un recuerdo grato me asalta por sorpresa, y me llena el estómago de pájaros pintados. Me gusta recrearme en ese recuerdo, trabajarlo despacio y saborearlo, saber que es mío y de alguien más que también aparece en él. No me gusta el olvido tan tedioso al que es lamentablemente propensa la raza humana.

    Me gusta levantarle a uno de mis hijos la camiseta, y estampar en sus barriguitas suaves una señora pedorreta soplada entre los labios. Me gusta su risa contagiosa y el momento en el que paran de reírse. No me gusta haber dejado de ser niño tan rápidamente.

    Me gusta pensar en todos los primeros besos que en mi vida le di a alguna mujer. Me gustan los besos de mi mujer. Me gusta saber que los ojos y los labios son capaces de un lenguaje único para decir secretos sin palabras. No me gusta cuando los besos están hechos de rutina.

    Me gusta subir a un avión para iniciar un viaje. Me gusta la presión abdominal y las cosquillas cuando el aparato carretea para despegar, mientras me ilusiono con un destino en el que habrá reencuentros o simplemente cosas nuevas. No me gustan los viajes de vuelta.

    Me gusta sentarme a escribir y que las palabras fluyan con naturalidad. Me encanta cuando me puedo sentir orgulloso de un texto mío. Detesto cuando no tengo ideas para escribirlas.

    Me gusta mucho mi vida. No me gusta cuando siento que la desperdicio.

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    Ideología 26 de Octubre de 2009

    Desde chico, muy chiquito, tuve una ideología. Me la regalaron mis papás en una cajita de cartón color madera, atada con una cinta verde que formaba un lazo. Es el primer regalo que recuerdo en mi vida, cuando cumplí los cuatro años. Abrí la caja y allí estaba, blanca, con pintitas de colores limpios que salpicaban un pelaje algodonado y suave al tacto, mirándome con dos enormes ojos profundos y alegres. Yo la quería mucho, porque era una ideología graciosa, juguetona y dulce. Cuando me veía se estremecía y me saltaba a los brazos, feliz. Yo la acariciaba y la acurrucaba en el nacimiento de mi cuello, donde se quedaba durante horas al calor de mi niñez. La cuidaba como a nada en este mundo. Era una buena ideología. Era una ideología que hablaba de ser un buen hombre en el futuro, de construir un planeta un poco más cuerdo, un poco más justo, un poco menos disparatado. Era una ideología generosa, que me hacía pensar en los demás, me recordaba mis privilegios, la suerte cotidiana de un plato de comida caliente en la mesa, de

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    una familia orgánica y funcional, de la presencia del amor en mi vida.

    Dormía conmigo en mi cama de niño, y me ayudaba a tener buenos sueños. Cuando aparecía un mal sueño, al despertar sobresaltado mi ideología me consolaba, se acurrucaba contra mí y me contaba historias divertidas en las que los buenos ganábamos siempre, me prometía una vida genial cuando fuese mayor, me invitaba a ser parte de una conjura contra el mal de este mundo.

    Cuando empecé la escuela primaria, un día la quise llevar, convencido de que mi ideología tenía que conocer ese lugar donde pasaba tan largos ratos de mi vida. Mis padres se negaron. “Una ideología es muy importante, algo que hay que cuidar mucho. No la saques de casa, a ver si la vas a perder”, dijeron, balanceando el dedo índice, como hacen los mayores cuando quieren dar énfasis a una orden, pero que parezca un consejo sensato. Fue ella, mi ideología, la que me llamó a desobedecer, así que no hice caso. Me gustaba tanto mi ideología que me la escondí en la ropa, satisfecho por el cosquilleo agradable que me hacía su contacto en la piel, agarrándose con sus pequeñas y suaves manos, rematadas por dedos de uñas romas.

    Durante el transcurrir de la mañana me di cuenta de que mi ideología me hacía un niño mejor. Ese día presté mis lápices, no peleé con los demás, y en el recreo, persuadido por ella, decidí compartir las cuatro galletas que llevaba con tres niños que no eran amigos míos, de esos con los que nadie quiere jugar y que siempre están solos en un rincón del patio, mirando cómo juegan los otros, sabiéndose excluidos por ser diferentes. En un acceso de amistad repentina, los invité a mi cumpleaños, a pesar de que no sería hasta varios meses después. Regresé a casa sintiéndome bien, totalmente convencido de que su presencia en mi vida solamente me traería alegrías, la opción diaria de sentirme mejor conmigo mismo.

    Desde entonces nos hicimos completamente insepa-rables. Bastaba que me vistiese para que ella se me trepara a un bolsillo, dispuesta a venir conmigo a donde fuese. Yo se lo permitía, porque cuando ella estaba cerca me sentía seguro, y mucho mejor que cuando no lo estaba. Nos hicimos socios de

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    juegos, camaradas de travesura, compinches incondicionales para cada cosa que me tocaba vivir.

    Llegamos a la adolescencia juntos, casi al mismo tiempo. A ella le salieron unas tetitas incipientes, se le estilizó la figura, se le llenaron los labios y se volvió apasionada y luchadora, generosa con las palabras y siempre dispuesta a regalar consuelo. A mí no me salía la barba, pero por suerte perdí la voz de pito y los demás dejaron de confundirme con una niña, a pesar de llevar el pelo muy largo. Entonces nos preocupábamos mucho por todo el mundo, participábamos en política estudiantil y estábamos – mi ideología y yo – convencidos de estar construyendo un mundo mejor, de estar llamados y destinados a encabezar una rebelión que trajese por fin justicia, una revolución en toda regla.

    Una vez nos enfrentamos con la policía, y cuando el escuadrón antidisturbios cargó contra doscientos cincuenta adolescentes temerosos como si fueran mercenarios en pie de guerra, mi ideología y yo nos asustamos mucho. Ella más que yo. Se escondió debajo de mi cama y se negó a salir durante varios días. Recuerdo que fue la primera vez que, juntos, nos preguntamos para qué todo esto, si valía la pena recibir palos en nombre de una guerra que parecía perdida antes de empezar. Al final la convencí, y organizamos una manifestación de protesta que una semana después convocó a varios miles de estudiantes. Al volver a casa, después de esa segunda manifestación, solos en la penumbra de mi habitación la miré con detenimiento, y me di cuenta de que ya era una mujercita. Los labios asomaban entre su pelaje blanco, más rojos que nunca, y sus pintitas de colores estaban en flor. Su rostro estaba serio, pero terriblemente hermoso, y en su mirada podía adivinarse el brillo inmaculado que solamente tienen quienes verdaderamente creen en algo. También descubrí sus primeras cicatrices. Una marca muy fea le cruzaba el pecho y parte del vientre, pero la llevaba con orgullo y elegancia.

    Cuando terminé la escuela secundaria, contaba los años por desengaños amorosos y políticos. La Argentina se ultra-liberalizaba y yo ampliaba mis horizontes hacia nuevas experiencias vitales. Entonces comencé a no llevarla conmigo siempre que salía de casa, como había hecho toda la vida, sino

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    solamente algunas veces. Cuando me veía con amigos, fumaba porros y me emborrachaba, no la invitaba a venir conmigo. Cuando salía con alguna chica tampoco la traía. Su salud desmejoró. El pelaje blanco perdió brillo, y todas las pintitas de colores vivos de antaño se volvieron de ceniza oscura. Sus cicatrices eran más evidentes que nunca. Ahora le trazaban rutas de dolor en la espalda y en las piernas, pero yo, sin embargo, me sentía intacto.

    Después llegó la vida casi adulta. Mi cabeza estaba lo suficientemente separada del suelo como para sentirme grande. Empecé a trabajar para una poderosa corporación multimedios, y comenzó a interesarme seriamente el dinero y los modales recios que lo acompañan. Me compré tres trajes y ocho corbatas de colores serios, y por esos días la guardé de nuevo en la misma cajita de cartón en que me la habían regalado. Puse la caja en lo más alto del armario. Así pude evitar el asco subyacente que me producía la mecánica laboral en la que estaba metido, y dedicarme a crecer profesionalmente. Por primera vez en muchos años, recuperé para mí el hueco junto a mi pecho que antes ocupaba mi ideología de toda la vida, y pude llenarlo de ambición, un coche y televisión por cable. Me fue muy bien. No hice dinero porque trabajando para otros no se hace dinero, pero hice ganar mucho dinero a mis jefes, y me sentía contento y orgulloso de mí mismo. Sin remordimientos ni miradas reprobadoras.

    Algunas veces, los domingos por la tarde, solo en mi departamento de soltero, mientras rumiaba silenciosamente la resaca poderosa del fin de semana, recordaba la caja en lo alto del armario, y me sentía tentado de abrirla y tener una conversación seria con ella, pero en seguida me invadía como un torrente la culpa violenta de quien se sabe en falta, y me daba cuenta de que no podría soportar su mirada decepcionada, y mucho menos el perdón absolutorio que estaba seguro de conseguir. Entonces me refugiaba en la televisión. Por suerte, los domingos por la tarde siempre se podía confiar en que un buen partido de fútbol acudiese al rescate, armado de un poco de anestesia.

    Cuatro años más tarde, con tres úlceras a cuestas y seis trajes más en mi guardarropa, me sentí agotado. Entonces

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    decidí irme a vivir a España. Fueron momentos difíciles, porque desarmar una casa y una vida, por más que se haga con ilusión, es algo que siempre duele. Revolviendo papeles viejos y trasvasando cajas y cosas acumuladas durante años y varias mudanzas, apareció la cajita de cartón que me habían regalado mis padres. La abrí, con una mezcla amarga de nostalgia, temor y remordimiento, y dentro, contra todo pronóstico, mi ideología seguía viva. Estaba muy desmejorada, eso sí. Se le había caído bastante pelo, y en los claros irregulares entre su pelaje, se adivinaba la piel de un color rosado pálido medio enfermizo, los ojos sin brillo y los labios no tan besables como antaño. Quise acariciarla, pero estaba dolida y ofendida. Por primera vez desde que me la habían regalado, me enseñó los dientes y un gruñido de rabia, así que cerré la caja con un enorme sentimiento de culpa. En el proceso de guardar en cajas lo que no podía traerme a Europa, tuve una duda mortal: ¿La dejaba o la traía? Pensé que hacía tanto tiempo que no la utilizaba que no valía la pena cargar con el peso, porque los dueños de los aviones no entienden nada de recuerdos ni de nostalgia, y mucho menos de buenas ideologías heredadas de los padres de uno. Al final, la certeza de que, aún maltrecha y desmejorada, era el mejor regalo que mis padres me habían hecho, decidí traerla.

    Una vez instalado en Barcelona, la cajita fue a parar al fondo de un armario nuevamente, y, ocupado como estaba en abrirme paso en el primer mundo, la olvidé sin culpas.

    Luego conocí a Gloria, y un poco de tiempo después llegó el primer embarazo. Pablo nació al principio de un verano caluroso y feliz, durante el que vivíamos temporalmente en Málaga, nuevamente invadidos de cajas de tantas y tantas mudanzas. La primera vez que lo tuve en brazos mi mundo entero tembló, y mi sistema de creencias se tambaleó para volver a afirmarse completamente sobre una simiente nueva. Al ser padre no se puede evitar aprender a sufrir por toda la injusticia contra los niños que hay en este mundo.

    A final de ese año nos volvimos a vivir a Barcelona, y volvimos a abrir las cajas tantas veces mudadas y vueltas a mudar. Recuerdo que había armado la cuna de mi hijo, y estaba en su habitación, cubierto de polvo y cansado por el esfuerzo.

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    Había vaciado una caja y me disponía a plegarla para tirarla a la basura, cuando advertí que en el fondo quedaba la cajita de cartón de color madera. Preguntándome cómo habría llegado allí, estiré las manos y me la puse sobre el regazo, temblando, asaltado por una emoción nueva y desconocida. Temí que al abrirla mi ideología estuviese muerta, o que se hubiese transformado en un animal herido, que me saltase a la cara con intención de herirme, con toda razón. En contra de mis malos augurios, cuando desanudé la cinta verde, no la vi como esperaba verla, según la imagen mental de ella que había ido fraguando a lo largo de los años, inconscientemente, sino que la encontré como era cuando me la regalaron, un ovillo blanco brillante y peludo, con sus pintitas de colores renacidas y dos ojazos tiernos y dulces. El corazón me latió fuerte, impulsando una ola de sangre nueva que me navegó las venas como un viento profético. La tomé entre mis manos, sintiendo como ella temblaba de emoción, y la acerqué a mi cara, como tantas otras veces, pero esta vez con lágrimas en los ojos. Ella estiró sus manos pequeñas y suaves, y sin dejar de mirarme a los ojos, recogió en el hueco formado por sus manos una lágrima mía y se lavó lentamente la cara, sacudiéndose las gotitas con un movimiento de cabeza. Después me besó en una mejilla. Me levanté, apretándola suavemente contra mí, y aún con el sabor salado en los labios la deposité suavemente en la cuna de Pablo. Vi que ya no tenía ninguna cicatriz, y que su cuerpo era nuevamente cuerpo de niña. Ella me miró, sonrió y se hizo un ovillo junto al cuello de mi hijo.

    Ahora Pablo tiene cinco años, y no se separa de ella para nada. Está saludable y crece otra vez fuerte y bonita como nunca. Pablo no deja que nadie la toque, porque la ha hecho enteramente suya, y a mí me parece bien. Yo hago como si no supiese de su complicidad, ni que la lleva a todas partes como hacía yo. A veces cuando finjo no enterarme, intuyo que mi padre me hacía un juego parecido, para permitirme así conquistarla por pleno derecho y no por la fuerza de un legado. No le hablo de ella, pero observo en segundo plano todo lo que viven juntos. Algunas noches, cuando Pablo duerme y Gloria no me ve, me acerco sigilosamente a su cama y la tengo un rato en mis brazos. Nos miramos profundamente a los ojos, y ya no

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    hacen falta palabras entre nosotros. No quedan heridas abiertas. Simplemente sabe que confío plenamente en ella para que enseñe a mis hijos a ser buenas personas.

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    El descanso de los Héroes 02 de Noviembre de 2009

    Desde el principio de los tiempos, los hombres y mujeres comunes necesitamos de héroes en los que creer y confiar, en los que depositar esperanzas, sueños de gloria o deseos de venganza. Personas que sean diferentes, que encarnen la rabia colectiva, que sepan erigirse en íconos de la rebelión y representar a los guías emocionales que lideren nuestras pequeñas batallas diarias.

    Desde mi infancia más remota recuerdo la emoción y la admiración que sentía por los héroes. Superman o Spiderman encarnaban los valores fundamentales que la cultura occidental le atribuye a los héroes: un sentido de la justicia infalible, aunque no siempre comulgue con la ley, el don absoluto de la oportunidad más ubicua, es decir, estar siempre allí donde se les necesita, la generosidad de otorgar perdón aún después de haber sido brutalmente agredido y la falta total de deseos de reconocimiento, gloria o cualquier tipo de ambición personal.

    Este esquema me funcionó perfectamente hasta los siete u ocho años. Después, empecé a percibir una cierta ironía en el

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    asunto. Superman era invulnerable. Podía volar, las balas le rebotaban y solamente le hacía daño la Kriptonita, una piedra verde brillante muy difícil de conseguir. No era cuestión de entrar a un almacén y pedir media docena de huevos, ciento cincuenta de salchichón primavera y medio kilo de Kriptonita verde. La misma condición de invulnerabilidad era casi obligante. Un tipo así no tiene más remedio que ser héroe o villano, y aún siéndolo comenzó a parecerme que el mérito era escaso: no había nada en juego. Tres cuartos de lo mismo para el arácnido mutante: los poderes sobrenaturales le daban una ventaja comparativa que paulatinamente fue obligando a Hollywood a crear villanos más y más poderosos y sobrenaturales, con lo cual la esencia misma del villano le restaba espectacularidad a los poderes de los superhéroes.

    Por entonces comencé a fijarme en otro tipo de héroes, cuyo máximo exponente fue y sigue siendo El Zorro (Batman también pertenece a esta clase, al menos en sus orígenes). Ese sí era un héroe de verdad. Un hombre excepcional, sin más ayuda que su entrenamiento físico, su picardía y astucia y un criado mudo que se hacía pasar por sordo. Pero no cualquier Zorro. El Zorro de Alain Delon era, a pesar suyo, medio puto y poco creíble, además de tremendamente aburrido. El de Tyrone Power fue un Zorro pueril, casi inocente, con poco drama. Ni hablar de la herejía que hizo años más tarde Antonio Banderas, en la que ni siquiera era Don Diego de la Vega, sino un vagabundo borracho y ladrón que se transforma en El Zorro después de veinte minutos de hacer flexiones y tres o cuatro clases de esgrima en una cueva mal iluminada con velas. Para principios de los noventa Hollywood ya había perdido completamente la ética de los héroes. El verdadero Zorro, el que me hizo vibrar de emoción de niño, fue el de Guy Williams. Conflictos reales, problemas de personas reales, y las características infaltables de todo héroe, que, para más inri, se juega la vida interviniendo en donde no lo llaman por puro amor a la justicia.

    Pasaron los años. De adolescente, si bien continué admirando en secreto a ese Zorro perfecto, y soñándolo como modelo personal, no quedaba muy de “grande” profesar ese culto. No se podía andar por ahí con una camiseta o un pin del

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    zorro, hubiese sido el blanco de las burlas generalizadas de todos mis congéneres. Sin embargo, la semilla del heroísmo estaba sembrada en mí como, supongo, en tantos otros chicos de mi edad. Entonces iniciamos la verdadera búsqueda de los héroes, porque al final la épica es también un reflejo de lo que nos pasa. En la vida real hubo muchos héroes, algunos anónimos, otros famosos, incluso a su pesar.

    Últimamente he pensado mucho en el Che Guevara. Fue un héroe y quizás uno de los principales modelos para mi generación. Al igual que Superman, Spiderman, El Zorro y Nippur de Lagash, no tuvo un momento descanso ni sosiego mientras sintió que había viva una injusticia contra la que pelear. Sólo que él y tantos otros se jugaban la vida debajo de una piel de verdad, y no de una capa negra bajo los focos de un plató. Lo cito solamente a él porque, sin negar una incontable cantidad de héroes del siglo XX, lo considero ejemplo más que suficiente y me aterra, solamente unas pocas décadas después, ver que le han hecho lo mismo que al Zorro. La codicia de Hollywood y la industria textil han prostituido y comercializado su imagen sin tregua, hasta transformarla en una caricatura de sí mismo parecida al Zorro de Banderas. Somos una generación derrotada, nos han vendido nuestros propios héroes envueltos en plástico de colores junto a un cono de Pop-Corn, y los hemos comprado. Nosotros lo hemos permitido.

    Ahora tengo hijos, y sufro viendo los modelos que les proporcionamos los mismos adultos que hace veinte años creíamos en los héroes de verdad. El sistema está tan establecido que el FMI se puede permitir poner al Che Guevara como ejemplo para los mortales aplastados en que nos hemos convertido. Por eso cuando intento darles a mis hijos héroes que imitar, no puedo evitar rescatar la épica de cuando yo era niño.

    Desde que el mundo es mundo, desde que los hombres peleamos en guerras, defendemos ideas y atacamos a los que creemos que están equivocados, – sin entrar a valorar quién tenía razón en cada caso, ni si la guerra era o no el mejor camino a seguir – desde el principio de todo, hemos tenido héroes de carne y hueso, personas que sangraban y sufrían, pero a pesar de eso asumían una responsabilidad, empuñaban

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    una espada, un fusil o una máquina de escribir o una guitarra, y lideraban la rebelión de los oprimidos. Los oprimidos aún existen, pero por primera vez en más de diez mil años, los héroes parecen estar descansando, mirando para otro lado aunque la tormenta arrecia. Hace algunos meses me dediqué a ver con mis hijos la serie completa de El Zorro de Guy Williams, y al ver sus ojitos brillando de admiración, y los juegos posteriores que transformaban cualquier cosa medianamente rígida en una espada, no pude evitar preguntarme si no será que nos estamos volviendo demasiado egoístas.

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    Y en el 2010 también 26 de Diciembre de 2009

    Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, a esta altura más que una frase de un tango inmortal es un axioma científicamente comprobado, un versículo que encierra una verdad indiscutible. No hace falta ni siquiera esforzarse para verlos por todas partes, se llamen Silvio Berlusconi, Emilio Botín o Julio Grondona.

    Lo que no podía prever Discépolo ni nadie, es que el despliegue de maldad insolente característico del siglo XX se traduciría a sí mismo, refinándose, volviéndose sutil, altamente engañoso y cada vez más escurridizo. No se podía prever que la maldad franca y llana del crimen organizado de principios del siglo pasado evolucionase de esta forma en cinismo e hipocresía, ni que los jefes absolutos de las organizaciones criminales se sintiesen más cómodos en despachos de cargos oficiales que en suburbios impracticables para las personas honradas.

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    No se podía vislumbrar que las guerras perderían todo su espantoso significado soberanista, conquistador y su pasión por la expansión territorial a manos de un complicado entramado de negocios divididos entre el continuismo de la industria armamentista y los enormes beneficios que proporciona la reconstrucción de los países invadidos y la explotación de sus recursos naturales a manos de las fuerzas de ocupación.

    Nadie podía imaginar que el presidente de una de las mayores potencias mundiales, General Máximo de varias guerras en activo, sería premiado con el Nobel de la Paz solamente a causa de un montón de palabras, sin respaldo alguno en los hechos.

    No creo que la primera década del siglo XXI haya sido una sorpresa para nadie. Al menos en lo que se refiere al rumbo errático y peligroso de la vida pública, el empeoramiento progresivo de las condiciones de vida, el agravamiento de la pobreza y la salud de las personas, que vemos como poco a poco aumenta la esperanza de vida, solamente a efectos de contraer enfermedades que además de mortales y raras, en lugar de tener nombres románticos y literarios como la Tisis o la Tuberculosis, son terriblemente mortales y dolorosas, y se etiquetan con nombres técnicos como HIV o H1N1. Todo es así ahora, codificado, reglamentado y preparado. Todos sabemos cómo comportarnos en función de las nuevas reglas escritas.

    Pero a pesar de todo esto y mucho más, que no soy capaz de escribir ni analizar (y como siempre digo, ya hay personas más preparadas e informadas que yo para hablar de estos temas), tanto a nivel personal como público, estos primeros diez años del milenio también traen vientos de cambio y algunas alegrías mezcladas.

    Hemos visto cómo poco a poco, sobre todo en América Latina, una izquierda que parecía completamente derrotada desde la caída del muro de Berlín, comenzó a reinventarse, a generar una propuesta socialdemócrata y a ganar espacio en muchos países del cono sur. Personalmente siento diferentes grados de acuerdo con cada uno de los líderes de estos movimientos. Algunos de ellos me dan bastante repelús, pero

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    lo que quiero resaltar, lo que me parece importante, es que hay personas en este mundo que creen que la ultraliberalización no es el único camino posible. El binomio inamovible capitalismo-comunismo se fisura, y aparecen otras posibilidades. Eso me gusta.

    También hemos asistido, después de tanto criticar a Estados Unidos y a su gente, como alcanzaban colectivamente la madurez suficiente como para tener por primera vez un presidente negro.

    En muchos países Europeos, y en algunos Americanos, se empieza a legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Lamentablemente en muchas ocasiones aparece como una cuestión de “tolerancia” en lugar de “reconocimiento de un derecho”, pero al menos es un avance importante.

    Y aunque hay mucho negocio y mucha basura alrededor, el mundo entero parece estar pensando seriamente qué hacer con nuestro planeta. Los cínicos de siempre se enriquecen con esto, pero es un tema del que se habla. Muy lentamente, la responsabilidad individual crece al respecto.

    En lo personal, hace diez años mi vida parecía sentenciada. Había dejado de escribir y centraba todos mis esfuerzos en crecer profesionalmente. No era feliz, pero había elegido. Me mudé a Barcelona (hace ya diez años!) y con una segunda oportunidad en la manga, aposté todo al rojo y adelante.

    Fue muy difícil. Me sentí muy solo muchas veces. Me sentí de ninguna parte. Me sentí fuera de mi país y un eterno inmigrante en España, donde los Argentinos y Uruguayos ni siquiera somos inmigrantes del todo. Los inmigrantes del resto de Latinoamérica y de África no nos ven en las mismas condiciones que ellos, pero tampoco somos de aquí. Estamos inmersos en un auténtico paréntesis gigante.

    Trabajé para empresas pequeñas y para enormes multinacionales. Trabajé miles de horas. Conocí a Gloria, que hoy es mi mujer. Hace cinco años, en la mitad de este periplo, Pablo vino al mundo y me conmocionó entero, me hizo temblar, reír y llorar. Me dio una vida nueva que no era capaz de adivinar que existía. Dos años y medio después Daniel trajo

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    otro montón de ternura y dos ojazos enormes llenos de preguntas.

    Todo se precipitó, llegué al punto más alto. Fui Director de Tecnología de una compañía de investigación y desarrollo, con un sueldo increíble y unas condiciones de trabajo que jamás me hubiese atrevido a soñar ocho años antes, cuando partí de ezeiza con tres valijas y una mochila por todo saldo de veintiséis años de vida.

    Entonces, esta década de locos reventó, y el mundo entero conoció una crisis sin precedentes. Los beneficios de la hiperinformación y las tecnologías de comunicación jugaron en contra. La crisis se propagó a velocidad alarmante, como nunca antes, y mi trabajo soñado voló junto con los sueños de muchos millones de personas en todo el mundo. Era un punto de quiebre. El último año de la década empezaba y me encontraba desempleado, con dos hijos por los que me sentía capaz de cualquier cosa y unas perspectivas a corto plazo mucho más que negras.

    La búsqueda de trabajo era desesperante. Todo estaba parado. Todo a la espera de ver cómo evoluciona la crisis. Yo buscaba algo acorde a lo que venía haciendo. Grandes empresas, sueldos altos, condiciones ventajosas.

    Por alguna clase de misterio que no busco comprender, cuando los días se me escapaban uno tras otro caminando en círculos mientras comprobaba cada diez minutos que el teléfono no estuviese roto, porque no sonaba, cuando mi mutismo y mi neurosis alcanzaban un punto máximo, cuando me parecía que iba a volverme loco, se me ocurrió volver a escribir, después de exactamente diez años de haber escrito la última letra.

    Empecé a escribir la novela que siempre había querido escribir, que había empezado varias veces sin éxito, y por increíble que parezca, todo empezó a fluir con naturalidad. De pronto me encontré mucho mejor. Me descubrí soñando nuevamente. Me reconocí valorando el apoyo de mi mujer. Miré jugar a mis hijos y me di cuenta de que eran mucho más de lo que había soñado cuando soñaba con ser padre algún día.

    Y apareció una oportunidad de trabajo. Un proyecto ambicioso pero modesto. Trabajar desde casa. Nada de mega

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    organizaciones ni coches de empresa ni oficinas de lujo. Mi cuartito de escribir y mucho que hacer.

    Luego llegó la idea de Reflexiones de un Aprendiz de Brujo, y nuevamente los resultados fueron muchísimo más gratificantes de lo que me atrevía a soñar al iniciarlo.

    Ahora, a punto de iniciar la publicación de Matalobos (el primer fruto de este gran año), mientras continúo trabajando en Álgebra Maldita1, disfrutando de mis hijos, de mi mujer y soltando palabras sin ton ni son en cuanto documento Word se me pone delante, me doy cuenta de cuánto he aprendido.

    Esta década loca y enferma me deja como saldo una nueva definición del éxito. Ya no creo que se trate de dinero, sino de hacer las cosas que me hacen feliz. Éxito es que el trabajo que tengo me dé para vivir, permitiéndome tiempo para jugar con mis hijos. Es también disponer de ideas y tiempo para escribir. Es, sin lugar a dudas, que mi mujer crea en lo que hago y me apoye tanto como lo está haciendo. Éxito es ser feliz con la vida que uno tiene.

    Éxito es cerrar el año con un número creciente de personas que siguen lo que hago, contento e inquieto. No puedo pedir más.

    Diez años de locura y stress resultan hoy, en retros-pectiva, un precio bajo para lo que estoy obteniendo a cambio.

    Y por eso este post atípico, queridos lectores. Porque sin todas estas palabras previas, el significado de lo que voy a decir no sería el mismo.

    Muchas gracias. Por leer, por comentar, por acompañarme, por acordar y desacordar. Muchas gracias por estar ahí, por hacerme sentir que lo que tengo que decir interesa a algunas personas, por devolverme la confianza en mi forma de escribir. Muchas gracias por acompañarme con Matalobos, que me produce una ilusión única. Muchas gracias por estos meses juntos, escribiendo, leyendo y compartiendo opiniones. Este post es diferente a lo que suelo hacer, pero no quería dejar escapar el año sin agradecerles, y sin desearles a cada uno de ustedes ese éxito íntimo que tiene que ver con sentirse

    1 Matalobos y Álgebra Maldita son dos novelas de Federico Firpo Bodner

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    orgulloso y feliz con lo que uno hace y dice. El valor de las palabras es precisamente ese, reflejar verdades del corazón.

    Nada más por este año, salvo pedirles que me acompañen con el mismo calor, con la misma franqueza y con la misma lealtad, que tanto me conmueven, en el 2010 también!

    Feliz año nuevo para todos! Federico Firpo Bodner

    Barcelona, 26 de diciembre de 2009.

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    Volver a la nada de los últimos veinte años 6 de Enero de 2010

    Serán los números redondos, será el cambio de década o simplemente la nostalgia tópica de los exiliados en época de fiestas, pero lo cierto es que me encuentro reflexivo, nostálgico y tanguero. Desde hace días suena en mi cabeza, en un concierto privado y silencioso, lento, eterno y soñador, con un ataque de bandoneones heridos de invierno, el tango “Volver”. Y es una tontería, porque más que en volver a alguna parte, pienso en los últimos veinte años, que según la genial pieza de Carlitos Gardel no son nada, pero irónicamente vuelven una y otra vez.

    Y no es solo que vuelvan, es que los muy jodidos se encaprichan en no volver solos. Vuelven con lágrimas y risas, con aroma de arroz hervido y ojos y manos y bocas que preguntan, con amigos que están lejos o que ya no están, con amores olvidados y amores presentes, vuelven recordándome que era hijo, justo ahora que estoy aprendiendo a ser padre a medida que me equivoco. Vuelven con ira y vino y humo de

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    marihuana, con vasos tintineando y partidas de póker bajo una luz mortecina y fichas de plástico barato, con discos de vinilo y pantallas de color ámbar, con pósters de papel pintado y memorias en sepia. Vuelven para quedarse.

    Hace veinte años entraba en la década de los noventa, y aún creía que nunca iba a cumplir veinte años. Creía que el tango era cosa de viejos, y que nunca jamás me iría de la Argentina. Creía que el amor era como en las películas, y que las películas se parecían a la vida. Creía que la vida era ilimitada, que mis pulmones eran de amianto y mi estómago – plano y musculado, sin ningún esfuerzo – era indestructible. Hace veinte años creía que estaba llamado a ser un líder. Creía que mi inteligencia y mi pasión infinita tenían un destino insoslayable de tinta y papel, de tormenta eléctrica y una primavera perenne de ideas nobles.

    Hace veinte años ya, y un poco más quizás, cuando la persona que soy recién empezaba a asomar del cascarón, descubrí de la mano de Pablo y Emilio, mis dos grandes amigos, el verdadero significado de la amistad masculina. No la gran amistad que narra la épica, ni la de las personas sabias que intercambian correspondencia para la posteridad y solaz de los historiadores. Ni siquiera la amistad de los adolescentes, la de darse empujones entre risas durante una noche de invierno en la entrada de un boliche. Descubrí la amistad de andar por casa, la que te hace sentirte cómodo. La amistad calzada con pantuflas y que no teme reconocer que fue ella la que se tiró el pedo. La amistad de las confesiones susurradas a la hora en la que no queda nadie más levantado, sino solamente un par de borrachos que son tan amigos que no tienen nada mejor que hacer que decirse cuánto se quieren, confesarse las vergüenzas más profundas y quejarse de sus padres y sus novias, mientras riegan el amanecer incipiente con sus propias lágrimas de sal.

    Hace veinte años también – redondeando – que descubrí la piel. No el envoltorio de los homínidos, sino la superficie de intercambio con el mundo, la máxima expresión de la pequeña frontera que nos define, permitiéndonos compartirnos enteros con quien nos parezca. Descubrí la piel femenina, y que las hormonas alborotadas e impacientes, después de la urgencia de conocer y de saber de qué se trataba

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    eso del sexo, podían y sabían, sin que nadie les enseñe, dejar paso a una emoción profunda, a un misterio oscuro de tacto y suavidad. Descubrí también, al descubrir eso, que no había descubierto nada, que no sabía nada y que tenía que aprender a invocar al silencio, para permitirme escuchar, en un susurro casi inaudible, los secretos que en penumbra cuenta la piel de una mujer cuando se la acaricia con verdadera ternura. Después descubrí también, con amargura, que el amor no estaba hecho de eso. O al menos no solamente: hacía falta entrega, corazón, humildad, complicidad y otro montón de cosas todavía más difíciles.

    Hace veinte años descubrí que tenía un enorme talento para sufrir, y un pequeño montón de habilidades moderadas para dar sin esperar recibir, para la generosidad, el egoísmo, la comprensión, la lealtad, la vergüenza, el silencio, las palabras, la contemplación, la sinceridad y la mentira, y sobre todo, para admirar a personas comunes, que es mucho más difícil que admirar a los héroes y a los probos. Hace falta mucho esfuerzo para aprender a admirar el trabajo de nuestros padres, a nuestros amigos, a los viejos, a las mujeres que lo dan todo por sus hijos.

    Y como parece ser que hace veinte años de todo, hace también veinte años que empecé a pensar que tenía que deshacerme de mi niño privado, de ese pichón de Aprendiz de Brujo que disfrutaba con la fantasía y la ciencia ficción, que adoraba a Batman, al Zorro, a Flash Gordon y a Spiderman, pero también a Tom Sawyer, a Sandokán, Peter Pan y La Pequeña Lulú. Hice mucho esfuerzo, hasta que lo maté sin ningún sentimiento de culpa y supe que podía dedicarme a hacerme grande. No sospechaba cuánto me iba a arrepentir, ni cuánto trabajo me costaría recuperarlo para mis hijos, de a pedacitos.

    Hace la mitad de veinte años que dejé la Argentina, asustado, sintiéndome pequeño e ilusionado, en un avión que transportaba veinticinco toneladas de carne humana y tres valijas con todas mis posesiones terrenales, entre otras cosas. Tenía los sueños torcidos y la ambición a flor de labios. Tenía miedo, valentía y un puñado de cicatrices escondidas detrás de un racimo de amores muertos. Tenía quince discos de Joan Manuel Serrat y cuatro o cinco pequeñas venganzas pendientes.

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    Tenía algunos trajes, y muchos papeles viejos llenos de letras sin sentido aparente. Tenía un tatuaje en el hombro derecho y dos cartones de cigarrillos argentinos.

    No podía imaginar que, cuando hubiese pasado la primera mitad de la segunda mitad de esos veinte años, la cabecita rosada y deformada por el esfuerzo del parto de mi primer hijo haría soplar un viento fresco que se llevase las venganzas muertas, como hojas secas, ni que un llanto rojo y espeso me inundaría el pecho para reclamar el regreso al país de nunca jamás, la vuelta definitiva de todos los niños que fui, el perdón absolutorio para todos los pequeños rencores que alimentaba con paciencia. Tampoco sabía que era el primer paso de un camino de vuelta, del regreso a la primera mitad de la primera mitad de esos veinte años, el resurgir de mis palabras apertrechadas. No sabía que, al final de esos veinte años de nada, iba a tener tantos motivos para recuperar de las cenizas la mejor versión de mí mismo, que iba a mudar la piel, como las serpientes, y encontrar debajo una piel nueva, igual a la vieja, pero más sensible y mejor conservada, dispuesta a aprender nuevamente de cada contacto, de cada chispa, de cada golpe.

    Y ahora que termina la segunda mitad de la segunda mitad de los últimos veinte años, entonces descubro que peso veinte kilos más, que sigo sin saber nada de todas las cosas de las que no sabía nada hace veinte años, pero en cambio aprendí a recordar que no sé nada antes de equivocarme. Y aunque veinte años no es nada, esa nada me deja entre las manos dos hijos perfectos, la mujer con la que quiero estar, un puñado de amigos de verdad, varios montones de personas a las que quiero cerca y un montón de palabras por decir.

    Hace seis días que empezaron los próximos veinte años, y ahora que estoy viviendo la primera mitad de la primera mitad de esos próximos veinte años, no encuentro mejor manera de hacerlo que compartiendo con todos ustedes lo poco que aprendí en la nada de los últimos veinte años, y teniendo siempre presente que no hay mejor manera de vivir que con el alma aferrada, pero no solamente a los dulces recuerdos, no solamente a las lágrimas, sino a lo que viene, a lo

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    que hacemos venir con nuestra energía, con nuestra pasión, con nuestras ideas y nuestras palabras.

    Los reyes me trajeron una letra de tango con música de Rock & Roll, ejecutada por una orquesta sinfónica, con coros guturales de conjunto de Gospel y estética Pop, y a pesar de que las partituras están amarillentas y ajadas, son vigentes y frescas, y más allá de la absurda mescolanza, la música resultante suena maravillosamente bien, es dulce y profunda, y hace que sea imposible no sentirse lleno de optimismo.

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    Los pequeños escondites de mi casa 17 de Enero de 2010

    Mi casa está repleta de pequeños escondites invisibles, habitados silenciosamente por objetos inocentes, ignorantes de ser escondidos. Y es que las personas escondemos cosas constantemente. A veces, sin intención, protegiéndolas de nosotros mismos, del paso del tiempo y de los errores involuntarios de la memoria, y otras, directamente sin darnos cuenta. Escondemos cosas importantes, cosas que creemos que serán importantes y que al encontrarlas, años después, ni siquiera recordamos qué eran, y cosas insignificantes que ni siquiera pretendíamos esconder.

    Mi casa está repleta de fantasmas ocultos, trampas del recuerdo que esperan, agazapadas, para aparecer cuando uno menos se lo espera. Un día cualquiera abrí una cajita de cartón en la que tengo cosas que siempre estoy por revisar, y encontré una vieja billetera en desuso, repleta de papelitos, entre los que aparecieron, sin piedad con mi nostalgia, un billete de un Real brasileño que me regaló mi hermano Sergio en 1991, un boleto

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    de tren que en su día me debe haber llevado a algún lugar importante, pero no recuerdo dónde, ni por qué era importante, y un ticket de acceso al mirador de las torres gemelas en febrero del año 2000, entre otras cosas pequeñas, castigadas, que de golpe y sin previo aviso pueden cobrar un significado tremendo y brutal, o transformarse simplemente en basura pendiente de tirar.

    Entonces pensé que son como pequeñas trampas que uno va dejando para sí mismo, a ver si algunos años más tarde encuentra algo que le haga llorar o reír, un indicio, una pista que permita recuperar un sentimiento intenso, un perfume lejano, una historia impregnada de olvido o una emoción sincera. Otro día abrí un libro que tengo desde los 12 años, y que releo con cierta insistencia, y encontré una nota escrita primorosamente con letra femenina. No sé de quién es, ni de qué año, ni por qué me la escribieron. Ni siquiera recuerdo si me alegré al recibirla, pero al leer esas palabras escritas con letra de adolescente, una sensación fugaz pobló mi pecho. Y es que hace muchos años, alguien pensó en mí, quiso decirme algo, me regaló un puñado de palabras. Es una tontería que se repite infinidad de veces en la vida de una persona, sin que le demos mayor importancia, pero por alguna razón, esa vez quedó el papelito, detenido para siempre entre las páginas, nada menos, que de Cien años de soledad.

    Y están también los escondites cotidianos, inocentes y arbitrarios. A veces, preocupado porque acabo de utilizar las últimas tres cucharadas de azúcar, y el frasco de vidrio para rellenar el azucarero está vacío, le digo a Gloria: “Hay que comprar azúcar”, y entonces ella, en unas décimas de segundo repone la que había en el frasco de reponer, abriendo un paquete que saca de uno de sus tantos escondites domésticos. “¿Donde estaba?”, pregunto, sorprendido. “Donde va el azúcar”, responde, enigmática, cobrándose una pequeña y justificada venganza porque yo no sé dónde va el azúcar. Entonces salvo las apariencias diciéndole: “Cómo te gusta acovachar cosas. Me lo escondés todo.” Ella se ríe y niega con la cabeza.

    En el fondo, lo ridículamente inverosímil, además de que en casa tengamos un lugar donde va el azúcar, y otro donde

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    van los frutos secos (que tampoco encuentro nunca), es que aunque convivimos en el mismo espacio, en escasos noventa metros cuadrados, desde hace varios años, las mismas cuatro personas, cada uno de nosotros tiene lugares, recovecos, porciones de estantes, áreas de cajones, que son, para quien los utiliza, parte habitual de su rutina, y para los demás, escondites oscuros e inaccesibles.

    Mi casa, y cualquier casa en la que vivan dos o más personas, tiene cientos, quizás miles de rincones, lugares, coordenadas invisibles en las que cada uno de sus habitantes guarda algo que, sin haber necesariamente sido guardado con intención de ocultarlo, queda escondido a los ojos de los demás, a pesar de resultar estúpidamente evidente para el “guardador”, a pesar de estar, increíblemente, a la vista.

    Intentando atrapar mi sorpresa hasta el final, perseguí el razonamiento por túneles oscuros, y me di cuenta de que no solamente mi casa está llena de pequeños escondites, sino también mi memoria, la de mi mujer y la de mis hijos. Estamos llenos de infinitos fragmentos, retazos de situaciones, información y datos que, por pequeños e irrelevantes que sean, nos componen, son fundantes de lo que somos, constituyentes. A veces, sin darnos cuenta, rescatamos uno de esos pequeños fragmentos, durante una conversación casual, y entonces nuestro interlocutor se sorprende. Con los niños resulta más evidente, porque no tienen ninguna razón para creer que sus padres no saben lo mismo, exactamente, que ellos. No son conscientes de tener sus propios escondites, pequeños, tiernos, con olor a pañal.

    Mi hijo Pablo, que es una verdadera Caja de Pandora (seguramente igual que todos los otros niños de su edad, pero la diferencia es que él es mi hijo), ostenta un dudoso récord de masticabilidad. Desde siempre le ha costado masticar. Se le hacen las famosas “bolas”. Al principio era, sobre todo, con los cárnicos, que se le atragantaban. Luego sumó las pastas, los farináceos y los alimentos con fibra. Después, y sin ir en desmedro de lo ya dicho, incorporó algunos purés y los yogures, que es capaz de masticar durante cuarenta o cincuenta segundos antes de tragarlos. Lo último, la semana pasada, es la sopa. Créanme, es atrozmente desesperante observar a una

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    persona masticando sopa por espacio de un minuto antes de tragarla. Irritado, le dije:

    - Pablo, entiendo que tengas dificultades con la carne y las salchichas. Hasta puedo llegar a entender que mastiques el yogur. ¿Pero la sopa? La sopa no se mastica, hijo. Traga de una vez.

    Él, que otra cosa no, pero los gestos y las expresiones los tiene muy por la mano, se concentró en acabar de masticar a conciencia la cucharada de sopa que tenía en la boca, mientras con la mano me hacía el gesto de “espera”. Tragó, despacio, y abriendo ambas manos en un gesto de fatal incomprensión hacia su persona, arqueando las cejas y expresando sufrimiento y congoja, me reveló uno de sus escondites secretos de niño. Con cierto grado de culpa hacia mí por mi conocida afición a la ingesta de cadáveres, se confesó sin tapujos:

    “Papá, es que tú no lo sabes, pero yo soy herbívoro”. Rápidamente y conteniendo la risa, revisé el manual de

    usuario que me dieron con el niño cuando lo retiramos del hospital en que nació, pero no venía nada sobre hábitos de alimentación absurdos, así que me limité a explicarle su omnivorez, guardándome en uno de mis pequeños escondites, para abrirla en el futuro, la pureza y la inocencia de su confesión.

    Aprendí, una vez más, de mis hijos, que uno comienza a esconder antes que a caminar, pero no a esconder con intención, sino a guardar cositas en rincones. Y lo hace durante toda la vida. Cada palabra, cada pensamiento, cada sentimiento, espera en su rincón, pacientemente, hasta que aparezca la persona adecuada, en la situación propicia. Entonces, una confesión inoportuna la alivia para siempre del olvido de su encierro.

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    El paraíso de los Opinólogos y la

    especialización de los especialistas 24 de Enero de 2010

    Siento nostalgia – aunque no lo llegué a conocer – de un mundo menos abstracto, en el que los seres humanos teníamos profesiones concretas. Cada pueblo tenía un herrero, un médico, un cura y, con suerte, un enterrador, un sastre y un maestro. Gente común que desempeñaba tareas comunes y necesarias. Sin embargo, la modernidad y la tecnología – de la que me confieso usuario, constructor y ferviente admirador – nos han ido regalando la terrible perversión del tiempo libre, un remanente enorme de horas que es preciso llenar de algo para no entrar en pánico. Lo que a simple vista debería ser algo para disfrutar y vivir, se ha transformado de alguna manera en el azote de la vida moderna: tenemos más miedo del aburrimiento que del cáncer de pulmón, el sida y la gripe A juntas.

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    Puede sonar un poco cínico, pero lo siento así. Millones de personas en el mundo no renuncian al hábito de fumar por miedo al cáncer de pulmón, ni usan sistemáticamente condones por temor a las enfermedades de transmisión sexual, pero la perspectiva de un fin de semana sin otra cosa que hacer que mirar el techo las llena de pavor. Desesperados, llamamos a amigos, conocidos y vecinos, si hace falta, con tal de tener un plan, algo que hacer, un lugar a donde ir en el que nos vendan un tramo de entretenimiento enlatado para nosotros especialmente.

    La telebasura es el gran beneficiario del miedo, y también uno de los grandes empleadores de mano de obra ociosa a causa de la tecnología. Muchas personas que hace doscientos años no hubiesen sido ni líderes naturales, ni espirituales, ni especialmente respetados por su sabiduría, y por lo tanto hubiesen estado condenados a desempeñar oficios manuales y honrados, como limpiar pescado o herrar caballos o plantar naranjas, hoy han encontrado, por la perversa combinación de tecnología y miedo al aburrimiento, una nueva, generosamente remunerada y prestigiosa profesión: Opinólogos.

    Me horroriza encender la televisión – sea la hora que sea – y encontrar siempre al menos tres o cuatro programas en cadenas diferentes donde desempeñan orgullosos su labor contra el aburrimiento estos nuevos profesionales de la chatarra. No hace falta más que una serie de hechos fortuitos para transformarse en forjador de opinión: una ex-amante de un ex-torero ex-adicta a las drogas no tiene ningún reparo en dar su opinión – con vehemencia y afirmándose en razones que dice poseer – sobre la base constitucional del aborto, los avances en biotecnología, el último videoclip de Madonna y las actuales tendencias del mercado de valores, mientras un tribunal conformado por ejemplares de este tipo no duda en juzgar y condenar públicamente a cuanta personalidad pública cae en sus manos. Todo da más o menos igual, porque total, los que escuchan tienen tanto miedo a aburrirse que no se van a parar a pensar, ni por un segundo, si existe un fundamento real, aunque sea una experiencia previa, un ensayo fallido o cualquier otra cosa que acredite a los Opinólogos a dar cátedra sobre el tema en cuestión.

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    Y es curioso, porque en paralelo, simultáneamente con el florecimiento mecánico de los multiexpertos en todo, acompañando la profusión de filósofos modernos y titanes del conocimiento generalizado, aparecen también los hiper-especialistas superespecializados y anónimos. Recientemente, a raíz de la terrible tragedia del terremoto en Haití – tema sobre el que no voy a hablar, porque me parece demasiado doloroso – los noticieros españoles anunciaron con pompa y orgullo que España enviaba cuarenta – nada menos que cuarenta – Expertos en Catástrofes. Con la salvedad de que lo trágico y doloroso de la noticia no permite concentrarse más que en eso, me pregunto qué cuota de responsabilidad informativa hay en la noticia. Desconozco si existe la carrera universitaria de Catastrofía, o si hay una escuela especializada en alguna parte del mundo. Tampoco sé de qué vive un Experto en catástrofes, dónde trabaja durante los doscientos veinte días al año en los que ninguna catástrofe sacude al mundo, ni cómo se llega a obtener la experiencia necesaria para ostentar ese título. ¡Y ojo al dato! No tenemos uno, ni dos, sino nada menos que cuarentaExpertos en Catástrofes.