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GRANDES ÉXITOS ANATOMÍA DE LA HISTORIA VOLUMEN 2

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GRANDESÉXITOS

ANATOMÍA DE LA HISTORIA

VOLUMEN 2

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Publicado bajo una licencia Creative Commons 3.0 (Reconocimiento – No comercial – Sin Obra Derivada) por:

Anatomía de la Historia, 2013. www.anatomiadelahistoria.com [email protected]

Edición a cargo de:

José Luis Ibáñez Salas

Diseño:

Anatomía de Red

BY NCCC €

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micas, sí o no? Él no tenía dudas al respecto: había que utilizarlas. No veía diferencia entre matar a un hombre con un proyectil o con un gas venenoso.

En el nombre de la democracia

Durante la Primera Guerra Mundial, Churchill, primer lord del Almirantazgo, tenía claro que la flota de su país debía bloquear al enemigo para ha-cerle pasar hambre. El resto del trabajo lo harían los aliados franceses, con su poderoso ejército de tierra. En palabras del historiador Geoffrey Regan, la po-lítica del gobierno británico “apuntaba directamente contra los civiles de los Imperios Centrales”.

El propio Churchill no tuvo inconveniente en re-conocer que su objetivo no era otro que la muerte por inanición de los hombres, mujeres y niños de Alemania hasta que por fin se vieran obligados a ca-pitular. Parecía pasar por alto que su despiadada es-trategia constituía un crimen de guerra. Así lo esta-blecía la Convención de La Haya de 1907 al hablar del bloqueo naval, siempre que estuviera destinado, como sucedía en este caso, a privar de alimentos a los civiles, no a los ejércitos enemigos.

¿Era el bloqueo un arma de destrucción masiva? De hecho, así lo entendió Alemania, que reaccionó con la guerra submarina. En Londres, mientras tanto, no existían remordimientos de conciencia. Se toma-ban medidas crueles, cierto, pero estaban justifica-das. Porque Gran Bretaña era una democracia y el Segundo Imperio alemán no. Es más, procurar la

El lado oscuro de Winston Churchill

El “británico más destacado del milenio”, según sus compatriotas, ¿fue sólo el héroe de la resistencia contra Hitler? ¿No hay zonas de sombra en su personalidad? Por sorprendente que resulte, Winston Churchill, sin duda un político de primera magnitud, destacó tam-bién por su falta de escrúpulos cuando andaba por me-dio una razón de Estado que lo justificara.

Por eso no le hacía ascos a los métodos terroristas, si las circunstancias los requerían. Pocos dirigentes de la Se-gundaGuerraMundial pueden comparársele en dureza y pragmatismo. No se dejaba arrastrar, como otros, por cuestiones sentimentales. Por ejemplo… ¿Armas quí-

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ANATOMÍA DE LA HISTORIA

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olvida que su propósito original no era otro que pro-vocar una carnicería. Una atroz matanza entre la po-blación civil del Imperio otomano gracias a los pa-vorosos disparos de trece buques. Al frente de ellos, el Queen Elizabeth, con proyectiles de la altura de una persona. Al final, todo quedó en una campaña chapucera.

Vuelta a las andadas

Años después, durante la Segunda Guerra Mun-dial, el mandatario británico recurriría a procedi-mientos igualmente implacables. Intentó hundir la moral alemana a través de violentos bombardeos sobre Dresde, Leipzig y otras ciudades, en los que fueron civiles, no soldados, las víctimas. En el caso de Dresde (febrero de 1945), una de las maravillas arquitectónicas europeas, el alto mando británico justificó su destrucción con falacias. A los aviado-res encargados de masacrarla, sus jefes les contaron mentiras diversas acerca de su importancia indus-trial. También se dijo que allí estaba, ni más ni me-nos, el cuartel general de las tropas nazis. O el de la Gestapo. Nada de eso era cierto, pero sí era verdad que en la ciudad se encontraban 19 hospitales. En-tre los muertos, además, se encontraban los prisio-neros de guerra aliados.

Churchill permitió la carnicería porque estaba dis-puesto a hacer cualquier cosa, absolutamente cual-quier cosa, con tal de vencer.

completa destrucción de la población enemiga equi-valía a luchar por la paz. A personajes en apariencia respetables, como el fundador del scoutismo, lord Baden-Powell, no les parecía mal que los teutones sucumbieran ante las privaciones.

La situación, en efecto, era terrible tanto en Ale-mania como en el Imperio Austro-húngaro. Una tremenda escasez se desató en estos países durante el invierno de 1916-1917, tras la pérdida de la co-secha de patatas. La dieta promedio alcanzaba sólo las 1.000 calorías, frente a las 3.400 de los comien-zos de la guerra. La tasa de mortalidad, por tanto, se disparó, sobre todo entre las mujeres, al privarse éstas de lo más elemental en beneficio de unos hi-jos que de todas formas morían desnutridos. En esas circunstancias trágicas, las clases trabajadoras no te-nían más remedio que basar su alimentación en los nabos, el único producto que sobraba.

De entre los niños que pasaron hambre entonces surgirían muchos futuros dirigentes nazis. Así lo sos-tiene Paul Vincent en The Politics of Hunger.

Por otra parte, en otros frentes de la contienda, Churchill procedió con la misma carencia de crite-rios humanitarios. De hecho, se le recuerda funda-mentalmente por su responsabilidad en el desastre de los Dardanelos (1915-1916). Aunque, eso sí, se

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territorio quedó inhabitable hasta su descontamina-ción, en 1990. Eso da una idea del efecto devastador que podría haber tenido la Operación Vegetariana.

El plan, por suerte, nunca pasó del estadio de pro-yecto. La victoria aliada hizo inútiles unas armas biológicas que acabaron por destruirse. Pero quedó demostrado el talante del inquilino de Downing Street. Desde su punto de vista, dejarse llevar por criterios humanitarios suponía una debilidad imper-donable frente a un enemigo despiadado. ¿Por qué los nazis debían tener la ventaja de no seguir nin-guna regla mientras los británicos obedecían los códigos caballerescos? Eso implicaba, según Chur-chill, limitar la eficacia del aparato bélico en unos momentos más que difíciles.

Francisco Martínez Hoyos

El temor a que el enemigo desencadenaba un ata-que biológico contra Londres, le sirvió para justificar una de sus iniciativas más feroces. Nació así la de-nominada “Operación Vegetariana”. Consistiría en arrojar sobre seis ciudades alemanas cinco millones de pastillas de pienso contaminadas con carbunclo. Primero contaminaría los rebaños, después a los se-res humanos, provocando una mortandad desmedi-da. La versión oficial británica pretendería que no hubo más objetivo que el ganado: si la carne se so-metía a cocción, enseguida quedaría esterilizaba. En realidad, utilizar el carbunclo de una manera con-trolada era totalmente imposible.

Los ensayos que se realizaron, en la isla escocesa de Gruinard permitían los más negros augurios. Su

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Andorra. Skossyref era barón y su familia formaba parte la nobleza rusa.

Cuando en 1917 estalló la Revolución Rusa se vio obligado a huir y recaló en el Reino Unido, donde formó parte de la armada y sirvió en misiones secretas para el Foreign Office británico. Cansado de su vida de espía, en 1925 se instaló en los Países Bajos y aunque se desconoce qué hizo en aquel tiempo, más tarde reclamó el título de conde de Orange que, al parecer, le había entregado la reina Guillermina I por sus servicios.

En los primeros años de la década de los 30, después de un fracasado matrimonio, visita por primera vez Andorra. Se estableció en Santa Coloma, en una casa que aún hoy es conocida como “la casa de los rusos”.

El ruso, Boris, incapaz de mantenerse quieto, co-menzó a interesarse por la política local y trazó un plan para cambiar la política y la situación de Andorra que al ser presentado oficialmente pro-vocó su expulsión del país en mayo de 1934. Su objetivo último era mejorar la situación de Ando-rra creando las condiciones óptimas para que fue-ra un núcleo empresarial y económico en Europa convirtiéndolo en lo que hoy llamaríamos un pa-raíso fiscal. Por supuesto, ello implicaba cambiar el régimen político, las relaciones internacionales del país, sus leyes… En cualquier caso, la acepta-ción de sus ideas y planteamientos entre el pueblo fueron notables.Nuestro hombre acabó en La Seu d’Urgell tras su salida del país y entonces comenzó una campaña mediática que tuvo su eco incluso en The Times y The Daily Herald. Su objetivo ya era claro entonces: ser rey de Andorra. Según sus pro-pias palabras en torno a ese afán por hacerse con la corona andorrana: “no tengo ningún derecho histórico para mi pretensión. Lo hago únicamen-te como caballero para entender que defiendo los derechos de los españoles que residen en Andorra y son vejados por la Republica vecina”. Él mis-mo sabía que nada le amparaba, ningún derecho histórico podía esgrimir en su reivindicación del trono de Andorra, pero aún así no se detuvo.

Boris I de Andorra, un rey ruso en los Pirineos

Andorra, para aquellos lectores que no lo conozcan o sitúen (esto lo lee gente que llega desde muy lejos), es un pequeño país del suroeste de Europa, situado en los Pirineos entre España y Francia. Su exten-sión no llega a los quinientos kilómetros cuadrados y su altura media ronda los dos mil metros sobre el nivel del mar.

La independencia real de sus vecinos, España y Francia, ha llegado hace apenas unas décadas, concretamente en 1982, el año en el que el primer gobierno andorrano, presidido por Oscar Ribas Reig entró en funciones, aunque no sería hasta marzo de 1993 cuando la inde-pendencia se consumó al aprobarse su Constitución, la segunda, ya que la primera la había creado y aprobado el protagonista de este artículo.

Hasta entonces había dependido en mayor o menor medida de ambos países, los cuales incluso la habían ocupado en varias ocasiones por diferentes motivos. Únicamente durante unos días, nueve para ser exac-tos, en 1934, disfrutó de independencia, cuando un ciudadano ruso, Boris de Skossyref, fue proclama-do rey de Andorra.

Un plan para una nueva Andorra, independiente

Boris Mijáilovich Skossyref Mavrusov, un ruso na-cido en 1896, aficionado a la aventura, tuvo en los años 30 del siglo pasado una relación estrecha con

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Técnicamente, Andorra dependía de Francia y del obispado de Urgell, por lo que este obispo tenía competencias para actuar. La Guardia Civil españo-la detuvo al rey Boris I en Andorra y lo llevó hasta La Seud’Urgell. Fue juzgado en Barcelona, donde se comprobó que había sido expulsado de Mallorca años antes.

Finalmente fue condenado, encarcelado y expulsa-do a Portugal. Durante su cautiverio se indignó con las formas en las que era tratado, dada su posición, y después, ya fuera de España, siguió comportándose como un monarca en el exilio.

Después de cuatro años le fue permitido volver a Francia. Comenzaba entonces la Segunda Guerra Mundial y ese país no tardó en convertirse en un lu-gar poco seguro para un hombre como él: aristócrata ruso y con un pasado de espía para Reino Unido. Entonces fue capturado por temas políticos, aun-que no se conocen los cargos que se le imputaron, y llevado a un campo de concentración en la propia Francia.

Por entonces se le pierde la pista y se cree que mu-rió en torno a 1944, aunque hay otras fuentes que datan su muerte en 1989 y se ha publicado alguna carta firmada supuestamente por él, si bien bajo otro nombre, en la década de los 50. En cualquier caso, podríamos concluir que una vez que el obispo de Urgell puso fin al reinado, la vida de Boris Skossyref pasó al ámbito puramente privado.

Manuel Jesús Prieto

Buscó apoyos en Francia y no tuvo reparos en auto-nombrarse lugarteniente del rey de Francia en An-dorra, apelando a los derechos del monarca francés sobre el pequeño territorio. Poco a poco, con una política de hechos consumados fue haciéndose un hueco por el que conseguir su objetivo.

En realidad, el ruso no era nada ni nadie, oficialmen-te, pero se comportaba como rey y consiguió generar un importante eco con sus acciones. Llegó a escribir borradores para el Boletín Oficial del Principado y a redactar una Carta Constitucional que modificaba sustancialmente el sistema político andorrano. De este documento hizo diez mil copias que distribuyó por Andorra, España y Francia. En los pocos días que estuvo en el trono trabajó para hacer realidad todo lo que había pensado y diseñado para Andorra mientras aspiraba al trono. Como decía al comienzo, fue el padre, si podemos usar esta expresión, de la primera Constitución de Andorra.

Nueve días de reinado

En 1934, habiendo partido de la nada, Boris consi-guió que su bola de nieve fuera los suficientemente grande como para que sus propuestas políticas y le-gales fueran tenidas en cuenta. Se reunieron las auto-ridades de Andorra para evaluar la situación y tomar una decisión sobre lo que un ruso, espía y conde de Orange según sus palabras, proponía: un cambio de gran calado que, entre otras cosas, llevaría a Ando-rra a ser un centro empresarial de importancia en Europa.

A cambio de llevar a cabo su plan el ruso pidió ser nombrado príncipe de Andorra. De los veinticua-tro consejeros que debían tomar la decisión, todos salvo uno votaron a favor. Así quedó constituida la monarquía y fue nombrado príncipe de Andorra Boris Skossyref.

Aquello no duró más que unos días. El 21 de julio, el obispo de Urgell, contrario y enemigo de Boris, con el que ya había tenido encontronazos y uno de los pocos que se habían opuesto firmemente a los planes del ruso, consiguió que fuera detenido.

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Es sabido que nuestro caso es bien distinto, man-tener Flandes a ultranza, por ejemplo, religiones e idiomas distintos, un deseo permanente de indepen-dencia de los Austrias, aquello, pese a los Tercios y sus glorias, pese a la plata del Potosí, no podía du-rar; la de Olivares era una política dinástica, no nacional aunque quiso serlo, o parecerlo, cuando la Unión de Armas. Los sucesos de 1640 se encargaron de demostrar hasta qué punto andaban confusos rei-nos, herencias patrimoniales y territorio.

Y sin embargo, sí existía una cierta consciencia de Monarquía Hispánica entendida como un conjunto de entidades unidas bajo la potestad de un mismo rey. La singular declaración de sucesión en favor de Carlos de Habsburgo, fechada en 1706, se ocupa de repasar con verdadero detalle la genealogía de esta “Monarquía de España” cuya cabeza se deseaba otor-gar al candidato austriaco durante la guerra de Su-cesión, apuntando de paso notables claves sobre la consciencia de un acerbo común ibérico:

Primera Constitución o Ley de Exclusión de los Borbones (1706)

“DECLARACIÒ DELA SUCCESSIO DELA MONARQUIA DEEspanya, sos Regnes, Pro-vincias, y Dominis, à favor dela Real Magestatdel Senyor Rey Don Carlos III y exclusiò de aquella perpetuament àla Casade Borbòn.

CAP. I.

PER quant despres de haver lográtla Monarquia-de Espanya la ditxosa continuaciò de sos glo-riosissims Monarcas de nostra Augusta Casa de Austria, descendents de Phelip Primer Rey de Castella, Arxiduch de Austria, y de sa Mullerla Serenísima PrincessaJoana Reyna, y Senyora dels Regnes de Aragò, Castella, Comtats de Barcelona, Rossellò, y Serdanya, Principat de Cathalunya, y dels demès Regnes, Estats, Senyorias, y Domi-nis dela Monarquiade Espanya, filla de Fernando Rey de Aragò, anomenat lo Catholich, y de Isabel Reyna de Castella, los quals Monarcas, ab tant suau Domini, y Paternal amor, per dilatats anys, y molts graus de Successiò, havian governát la dita

Cambios y permanencias en la España preconstitucional, 1812

A nadie se le oculta que este 2012 asistimos a un bi-centenario especialmente fértil en lo historiográfico. El debate poco menos que eterno sobre la guerra y revolución en España durante el período 1808-1814, tendrá una nueva oportunidad para la re-flexión en torno a la crisis de la monarquía absoluta y las raíces liberales de la nación española.

La desigualdad fiscal entre los reinos de la Monar-quía Hispánica

Desde luego será una excelente ocasión para el aná-lisis pausado de aquella Monarquía Hispánica que entonces parecía periclitar. Una monarquía fabricada con retazos patrimoniales de origen e in-terés dinástico, para formar una amalgama de difícil convivencia erigida en torno al fuero, el privilegio y el distingo institucional. En realidad, nada muy di-ferente a lo vivido en la vecina Francia, con la noto-ria salvedad que la Francia de Richelieu y Luis XIII no sufrió excesivos inconvenientes para congraciar con cierta facilidad intereses dinásticos y nacionales, puesto que en realidad eran los mismos: en el fondo se pretendía una Francia grande y unida, libre de la presión de los Habsburgo en sus principales fronte-ras.

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Tanto es así, que para mediados del siglo XVIII el profe-sor Astigarraga calcula una presión per cápita de 28 rea-les para los habitantes de Castilla y de tan solo 11 para los de la Corona de Aragón.

Un asunto que aún hoy día continúa en cierto modo pendiente, por mucho que se tratase de ponerle cierto cabal remedio en repetidas ocasiones, ya durante el mis-mo siglo XVIII, cuando las facultades ejecutivistas de la monarquía parecieron gozar de mejor salud. Parches y apaños que de poco llegaron a servir, cuando llegó Francisco Cabarrús para afirmar que la monarquía no admitía más remiendos, nadie le hizo ya mucho caso. En su tiempo, la imposibilidad de establecer contribuciones verdaderamente directas, como la Única de Ensenada, derivó en la quiebra de la misma Monarquía que se resistía tenazmente al cambio.

Fueron las Cortes de Cádiz las primeras en establecer la, ansiada por muchos, equidad fiscal. Más tarde contem-plaremos a liberales convencidos como Javier de Burgos o el mismo Madoz, sacrificando a su pesar el principio de la unidad constitucional en “salvaguarda de la paz”. Iniciativa tan loable como inútil, tres guerras carlistas dan buena cuenta de la inutilidad de su bienintenciona-do intento.

De forma que aquel “Fueros todos y Fueros ningu-no” de don Miguel de Unamuno jamás llegó a cumplirse, reinando en el concierto fiscal peninsular el distingo permanente que Ferdinand Braudel calificaba sin empacho de “privilegios sin escrú-pulos”, una realidad que fue siempre norma y casi nunca excepción.

Monarquia, sobrevinguès la mort, sens fills, ni descendents de son amantisssim Pare, y clemen-tissimMonarca Don Carlos Segon nostre Oncle, y Senyor (que Santa Gloria gosa) ultim Descendent de la linea Masculina del Invicto Emperador Car-los Quint, y Primer de aquest nom, Rey, y Senyor de dita Monarquia […].

Pero también y a la vez se hace notorio el distingo territorial de origen medieval que conseguirá sobre-pasar el tamiz de base iusnaturalista de los consti-tucionalistas gaditanos, para impregnar la Cons-titución de 1812 de resabios religioso-medievales de concepción muy diferente a las nuevas ideas importadas de la Revolución, paradójicamente, o no tanto, muy visibles en la Carta otorgada por Jose I en Bayona.

Al fin, los redactores de la exclusión borbónica no hacían otra cosa que tratar de sancionar los privile-gios que el desdichado Carlos II venía de confirmar-les en su testamento.

Más tarde y a pesar de los rigores supuestos o reales de la Nueva Planta, el tiempo confirmaría, como es-tudió muy bien en su día el historiador Miguel Ar-tola, que a los territorios de la antigua Corona de Aragón no les iría tan mal, fiscalmente hablando, bajo la nueva dinastía.

El profesor Jesús Astigarraga pudo confirmar la pervivencia en el siglo XVIII de la desigualdad fiscal entre los reinos de la Monarquía Hispánica. Si los equivalentes de Aragón fueron una consecuencia punitiva derivada de la guerra de Sucesión, vía la Nueva Planta, tornaron pronto en contribuciones casi tan livianas como las impuestas por los Aus-trias en los territorios extracastellanos. De forma que el viejo adagio de Quevedo, que retrataba fe-hacientemente aquel “imperio a la inversa”, nunca antes ni después contemplado en el mundo, conti-nuó siendo una realidad incuestionable:

Solo Castilla y León Y el noble reino andaluz Llevan a cuestas la cruz

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Fernando y la deposición fulminante del príncipe de la Paz, Manuel Godoy. Poco después, el dos de mayo, se producía en Madrid el levantamiento po-pular contra el ejército de Murat.

A la vista de aquellos luctuosos sucesos, Napo-león Bonaparte consiguió cumplir su deseo de no permitir el reinado de un Borbón en la frontera de Francia, tal como él mismo había asegurado a su séquito en Bayona:

“Bien sé que bajo cierto punto de vista lo que estoy haciendo está mal hecho; Pero la política exige que no deje a mis espaldas, tan cerca de París, una di-nastía enemiga de mi familia”

La usurpación propició que se extendiese por todo el territorio peninsular una guerra cruenta y devas-tadora que habría de prolongarse hasta el final de 1813 a la que llamamos comúnmente guerra de la Independencia española. Al terminar ésta, nada se-ría lo mismo, ni el viejo orden político y social de España ni su periclitado dominio colonial.

Estos hechos propiciaron finalmente, como se sabe, la creación de una serie de juntas generales provin-ciales con la finalidad de dar respuesta al vacío de poder provocado por la obligada renuncia de Fer-nando VII al trono. En realidad la guerra supuso ser la primera etapa de la revolución española, sola-pando varios y contradictorios procesos. Así, fue una guerra nacional y popular, pero también hecha en nombre de la monarquía y de la religión, fue una

Es sabido que la cuestión venía de lejos. En reali-dad, se trata de un asunto general y constante en la Historia de la Administración española, la per-manente dialéctica entre lo gubernativo y lo conten-cioso y sus múltiples variables. En efecto, al menos desde la llegada de los Borbones al poder, aparece con claridad el interés por desarrollar las facultades ejecutivistas de la monarquía frente a las resistencias de los poderes tradicionales, de carácter togado y si-nodial, consejos y audiencias, siempre amparados en la religión y la jurisprudencia de tradición milenaria para mantener sus privilegios, atribuciones y pre-rrogativas.

Esto lo cuenta muy bien el británico Charles Howard McIlwain en su obra: Constituciona-lism: Ancient and Modern, donde nos descubre la pervivencia de las categorías del derecho medieval llamadas de Bracton: (Gubernaculum y Jurisdic-tio) en medio de las entretelas del constituciona-lismo contemporáneo. Así, Gubernaculum sería el gobierno del Rey en sentido estricto, de claro carácter ejecutivo, mientras que Jurisdictio son “esos derechos vinculantes de los súbditos que están totalmen-te fuera y más allá de los límites legítimos de la autori-dad real”.

Si esta dialéctica resulta muy visible en el concier-to europeo, no digamos nada del contexto hispano, dondefueros, privilegios y distingos de difícil jus-tificación, informaban con su permanencia cual-quier veleidad de igualdad de los ciudadanos ante la ley, que era lo que se estaba dilucidando en la isla de León, frente a la luminosa bahía de Cádiz, en 1812.

Una crisis dinástica y una guerra

Pero vayamos al análisis más menudo de aquellos acontecimientos de 1808, suscitados en torno al en-frentamiento abierto del príncipe Fernando con su padre Carlos IV y, en definitiva, padres de lo que este año de 1812 es memoria viva.

El motín promovido por el heredero en Aranjuez el 17 de marzo de 1808, tuvo como consecuencia la abdicación de Carlos IV en la persona de su hijo

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Un poder, pero ¿qué poder?

Entretanto, la crisis dinástica y el levantamiento po-pular provocaron el colapso de la autoridad y una gran confusión de poderes. En la zona aún no contro-lada por los franceses, la pasividad de las autoridades provinciales (capitanes generales, audiencias y chan-cillerías), de los que no podría esperarse que se pusie-ran a la cabeza de una revuelta sin esperanzas contra las guarniciones francesas desobedeciendo las órdenes explícitas de Fernando, produjo la formación espon-tánea de estos nuevos poderes territoriales, las juntas provinciales, que parecían asumir la soberanía perdi-da por los Borbones. Esta actitud en extremo cautelo-sa de los poderes tradicionales resulta perfectamente comprensible si tenemos en cuenta que, ciñéndose a los hechos, los Borbones españoles les habían orde-nado explícitamente que manifestasen su lealtad a los franceses.

A primera vista, el poder de las juntas parecía, por su origen más o menos espontáneo, de carácter re-volucionario. Pero un análisis más detenido mues-tra la mayoritaria extracción privilegiada de los miembros que las formaban (nobles, militares, eclesiásticos, magistrados), circunstancia que habla bien a las claras de su plena identificación con la legitimidad absolutista representada por el cautivo Fernando VII. De hecho, cuando por sugerencia británica y por opinión particular de muchas juntas provinciales, como la de Valencia, donde sí existió una pequeña representación verdaderamente popular, se consiguió crear el 25 de septiembre

guerra de independencia pero también escenario singular de un conflicto internacional en el que los británicos desempeñaron un papel capital.

Aquí no finalizan las contradicciones si tenemos en cuenta las características del régimen reformista e ilustrado que quiso imponer José I, al fin y al cabo hijo de la Revolución, a través del Estatuto o Carta Otorgada elaborada por un grupo de notables en Bayona en julio de 1808, que nunca llegó a entrar en vigor. Una carta pseudoconstitucional que por primera vez, dada su inspiración jacobina, se plan-teaba la eliminación de los privilegios territoriales en España, así por ejemplo establecía:

Art. 117. El sistema de contribuciones será igual en todo el reino.

Art. 118. Todos los privilegios que actualmen-te existen concedidos a cuerpos o a particulares, quedan suprimidos…

Cuatro años después los mismos distingos de difícil justificación desde una óptica puramente liberal se verían significativamente silenciados por nuestros re-dactores constitucionales. Así y a pesar de que el texto de 1812 reconocía en su Art. 339. Las contribuciones se repartirán entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno, nada se dice en cuanto a la situación en que quedarían an-tiguas prerrogativas y excepcionalidades, por ejem-plo aquella cuando menos pintoresca disposición del emperador Carlos, quien a fin de mantener en obe-diencia a Guipúzcoa y al señorío de Vizcaya, había declarado que la sangre de sus habitantes era hidalga y sin mezcla (Real Cédula otorgada el 13 de junio de 1527), disposición que devino en el andar del tiempo en su absurda confirmación, casi “canonización”, de la hidalguía universal vasca en las Reales Cédulas (3 de febrero de 1608 y 4 de junio de 1610) expedidas por Felipe III.

Tal vez por eso, en el artículo final sobre contribucio-nes, se especifica: (Art. 354). No habrá aduanas sino en los puertos de mar y en las fronteras; bien que esta disposición no tendrá efecto hasta que las Cortes lo de-terminen… De la evolución de estos asuntos cara al presente no es necesario rendir más cuenta aquí.

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ción la formación de todo poder de carácter espontá-neo y “popular”.

Por si esto no fuese suficiente, el creciente cesarismo de militares como Palafox o Cuesta, y la franca opo-sición del poderoso Consejo de Castilla, que consi-deraba el poder de la Junta poco menos que una usur-pación a la legitimidad que representaban el rey y los cargos públicos oficialmente nombrados por éste, ter-minaron por socavar la autoridad de la Junta Central. Autoridad que quedó definitivamente desacreditada tras la completaderrota de las tropas españolas en Ocaña (noviembre de 1809).

De esta manera, la exigencia de un verdadero gobier-no de concentración, demandada desde hacía tiempo por algunos militares como Palafox y La Romana, también solicitada con urgencia por la propia aliada Inglaterra, deseosa de poder tratar con un interlocu-tor único, fue un verdadero clamor. Desacreditada y ofendida, la Junta se retiró ante los franceses, pri-mero a Sevilla y luego a Cádiz, donde terminaron por dimitir sus miembros entre los insultos y vejacio-nes de los “patriotas” gaditanos.

Como consecuencia, la Junta se vio sucedida por la conservadora Regencia de los cinco, entre cuyos miembros se encontraba el omnipresente general Francisco Javier Castaños. La Regencia fue forma-da oficialmente en enero de 1810 y presidida por el obispo de Orense, personalidad oscurísima que más adelante daría en hacerse famoso nada menos que por su denuncia pública de la doctrina de la sobe-ranía nacional. También la Regencia quedó pronto cautiva entre las tendencias liberales de la Junta de comerciantes gaditana y el claro obstruccionismo del Consejo de Castilla.

De manera que, entre unos y otros, el gobierno cen-tral de España había desaparecido en la práctica. Y en cuanto esto sucedió, salieron a la luz los viejos fantasmas de un país más bien cainita, sin verdadera cohesión interna. Algo de lo que se quejaban cons-tantemente los contingentes británicos mandados por Moore y el duque de Wellington:

“Cada provincia rehusaba a permitir que su ejérci-to fuese mandado por un general de otra; cada junta

de 1808 una especie de gobierno central de los sublevados, el resultado, la llamada Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino, formada por 35 diputados o representantes de las diferentes jun-tas provinciales, recayó su presidencia sobre el pro-pio José Moñino, conde de Floridablanca, en este momento presidente de la Junta de Murcia, nada sospechoso de tendencias revolucionarias.

Junto al viejo ministro de Carlos III aparecen pocos nombres de verdadero relieve: Antonio Valdés, Gas-par Melchor de Jovellanos y Martín de Garay, que sería luego el único ministro de Hacienda sensato que toleró, por breve tiempo todo hay que decirlo, Fernando VII. Esto no quiere decir que los restantes miembros de la recién formada Junta Central no tu-viesen ninguna experiencia de gobierno, como a veces se ha querido señalar. Entre ellos encontramos a un regente de Chancillería, dos intendentes provinciales, dos obispos, dos vicarios generales o cuatro regidores perpetuos, personas que por su misma índole estaban acostumbrados a la toma de decisiones en sus ámbitos de actuación.

Como era de esperar, desde su mismo nacimiento, la Junta Central tuvo en su contra a casi todos los res-tantes sectores políticos que tenían algo que decir en el conflicto. En primer lugar, sus pretensiones de re-coger la soberanía de la nación bajo el título de “Ma-jestad” eran, a los ojos de todos, bastante ridículas, además las propias juntas provinciales pretendían ser a su vez las únicas representantes directas del pueblo soberano en el ámbito de su auto señalada jurisdic-ción. Por su parte, los absolutistas veían con preven-

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maron tan gloriosamente su sangre contra los Agare-nos levantarían la cabeza del sepulcro, y furibundos gritarían contra nuestra cobardía, desconociéndonos por hijos suyos… Nobles Gallegos: sabios sacerdotes: piadosos cristianos de este afortunado suelo: vosotros sois los primeros y más obligados a sacudir el yugo de tan vil canalla: vosotros depositarios del cuerpo del Apóstol Patrón de las Españas de Santiago; honrados con los sagrados trofeos del Santísimo Sacramento, que adornan nuestros Estandartes.”

Lo mismo podía apreciarse en los poderes locales, tan desconcertados y perdidos como los regionales (según la proclama de la Junta de Galicia):

“La Fe de nuestros padres que ha plantado entre nosotros nuestro augusto y tutelar patrón el Apóstol Santiago; Aquella fe con la qual un solo puñado de valerosos Españoles ha batido, y arrollado exércitos in-mensos de sarracenos,…; Aquella fe en fin capaz de mudar de una parte a otra los montes más eminentes, es la misma fe que intentaban arrancar y borrar de nuestros corazones las miras ambiciosas del sediento Napoleón.”

Y más adelante:

“La notoria justicia de nuestra causa y el imponde-rable denuedo de nuestros soldados prometen el éxi-to más feliz de nuestra empresa; pero si nuestra fe es muerta, si nuestras obras no corresponden a lo que nos prescribe la Religión Santa, si nuestra modestia y com-postura no acredita el sosiego de nuestras conciencias, y si nuestras súplicas no van acompañadas de aque-lla fe viva que dic tantas victorias a nuestros padres ¿qual será nuestra suerte?,…Nosotros pediremos y reci-biremos sin duda inmensos beneficios, si pedimos con corazón contricto y con humildad cristiana; preven-gámonos pues para tan digna empresa, acordémonos de la doctrina que Jesucristo nos ha enseñado con su exemplo, fixémosla en nuestros corazones, y así, con-trictos y humillados con espíritu sincero y tan católicos como debemos ser, corramos al pie de los altares…”

Proclama del Ayuntamiento convocando al pue-blo coruñés a la procesión y rogativas a la Virgen del Rosario, patrona de la ciudad, por el éxito en la guerra contra los franceses. 3 de julio de 1808

competía con la vecina para obtener una mayor asig-nación de las armas y municiones que el gobierno bri-tánico había ordenado distribuir a sus acosados agen-tes militares. Ninguna junta consideraba a la Junta Suprema, eventualmente constituida en respuesta a repetidas sugerencias británicas”.

Relataba un comisario inglés, y más adelante:

“Los celos engendrados por este apasionado provincia-lismo fueron tan agudos que por un momento pare-ció que el país se deslizaba hacia una guerra civil. La Junta de Galicia rehusaba a cooperar con la de Cas-tilla…Las Juntas asturianas se negaban a abastecer al ejército de Galicia al mando del general Joaquín Blake…Los miembros de la Junta de Sevilla se guar-daban la paga de sus tropas y amenazaban con enviar a su impagado ejército a atacar Granada cuya Junta rehusaba reconocer su supremacía”.

¿Poderes revolucionarios?

Para muestra un botón lexicológico, nada como recu-rrir al lenguaje de la época para entender cómo “los poderes” surgidos más o menos espontáneamente tras los sucesos de Bayona, aludiendo claramente a la co-yuntural orfandad de poder, pensaban más en casu-llas, crucifijos e hidalguías que en el sentido revolucio-nario de su flamante acceso a la soberanía. Un simple análisis del tenor de sus proclamas, muestra bien a las claras cómo la ideología de las juntas provinciales caminaba aún sólidamente unida a los principios ideológicos del Antiguo Régimen.

Así, las menciones a la providencia divina, el despre-cio étnico y el recuerdo constante al mito de la Re-conquista frente al islam, son lugares comunes en la documentación emanada de estas instituciones:

“Españoles: esta causa es del Todo poderoso; es me-nester seguirla, ó dexar una memoria infame a to-das las generaciones venideras. Baxo el estandarte de la Religión lograron nuestros padres libertar el suelo que pisamos de los inmensos Exércitos Mahometanos, y nosotros ¿temeremos ahora envestir a una turba de viles ateos, conducidos por el protector de los Judíos? Nuestros venerables padres, aquellos héroes que derra-

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Bueno es decir, al respecto, que las amadas Indias fue-ron cada vez más consideradas como simples colonias a la inglesa, especialmente por los diputados sitiados en la isla de León, craso error que José I, mírese por donde, no se había permitido cometer en su carta otorgada de Bayona, un documento, por cierto, muy superior en lo económico a la Pepa.

Las consecuencias de la falta de visión de los consti-tucionalistas gaditanos las aprovecharían bien pronto, como se sabe, sus hermanos criollos del otro lado del mar. Unas Indias silentes, dadivosas y firmes al menos hasta la batalla de Ocaña se volvieron contra la metrópoli no tanto por la disolución del poder en España, sino más bien ante lo desesperado de su situación y el miedo a tener que afrontar una guerra servil.

En suma, que la Junta Central primero y la Regencia después nunca llegaran a comprender lo que querían ex-presar los rebeldes norteamericanos con aquel “No taxa-tion without representation”, bien que lo pagaron después.

Ya lo decía Karl Popper, vivir del pasado, amén de es-túpido, resulta un mal negocio, permítaseme pues que remate con una de sus más conocidas citas:

“La miseria del historicismo es, podríamos decir, una miseria e indigencia de imaginación. El histo-ricismo recrimina continuamente a aquellos que no pueden imaginar un cambio en su pequeño mundo; sin embargo, parece que el historicista mismo tenga una imaginación deficiente, ya que no puede imagi-nar un cambio en las condiciones de cambio.”

Juan Granados

Los presupuestos despóticos de raíz todavía absolutista no daban para más y tenían sus limitaciones y servidumbres, en palabras del historiador Benjamín González Alonso: “Es el paradigma de un Estado que se debate para sobrevivir a base de correcciones parciales y tardías que caen en el vacío”.

Tal vez por eso, nos encontramos ante una excelente oportunidad para revisar la obra de aquellos ilustrados simplemente tachados afrancesados y apartados sin más, como Juan Sempere y Guarinos, quienes en su defensa de la realidad frente al mito, en su ataque a aquellas tautologías pseudogóticas de Francisco Mar-tínez Marina, en su inteligente desprecio del histori-cismo, parecen hoy tan modernos y necesarios. Como asegura el profesor Rafael Herrera en su estudio sobre la obra de Sempere y Guarinos:

“cada tiempo histórico debe imponer su legitimidad sobre la base de las exigencias reales que el presente inspira a los actores políticos. De lo contrario se cae-ría en contradicciones tan escandalosas que, al cabo, terminan por debilitar las propias estructuras de le-gitimación contemporáneas. Y esto, en definitiva, es lo que sucedió a los liberales cuando los reaccionarios reclamaron la historia para sí.”

¿Y qué sucedió con América?

Paradójicamente, la apertura del tráfico indiano a di-versos puertos peninsulares y el establecimiento del comercio libre en 1778, unida a la desaparición de los “puertos secos” como consecuencia de la Nueva Planta de Felipe V, permitió pensar por primera vez en una Monarquía Hispánica con vías comerciales articuladas, activas e integradas, justamente coincidiendo con el principio de su propio fin.

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calentarse y cocinar la carne. La venganza de Zeus contra la humanidad fue enviar a la mujer de arcilla Pandora, quien terminaría abriendo la caja que con-tenía todas las desgracias. Por otra parte, encadenó a Prometeo y envió un águila para que comiera su hígado. Como era inmortal, cada día volvía a crecer-le y cada noche el águila se lo comía de nuevo. Fue el héroe Heracles, Hércules en el mundo romano, quien le liberó.

Prometeo lleva el fuego a la humanidad, de Heinrich Friedrich Füger, c. 1817.

Pero hay muchos otros pueblos, muy distantes en-tre sí, que tienen sus propios mitos sobre el fuego. Un ejemplo es el de los indios lengua del Chaco paraguayo, cuya mitología recogió el antropólogo escocés sir James George Frazer (1854-1941) en su libro Mitos sobre el origen del fuego.

Para este grupo, el origen del fuego entre los hom-bres se ocasionó de la siguiente manera:

«Al principio, los hombres, al no saber producir fuego, comían la carne cruda. Un día, uno de ellos pasó el día entero cazando, pero sin suerte. De esta forma, quiso burlar el hambre con cara-coles. Mientras los comía, se fijó en un pájaro que

La domesticación del fuego en la Edad de Piedra

“El ser humano es el único animal capaz de hacer fuego. Esto le ha procurado su dominio sobre la Tie-rra” (Conde de Rivarol, 1753-1801).

El fuego, uno de los cuatro elementos, ha sido y es tan temido como adorado. Cuando los humanos aprendimos a controlarlo, hace cientos de miles de años, dimos un paso importantísimo en la evolu-ción.

El fuego y el mito

En la mitología y en las leyendas de todos los pue-blos aparece el fuego y se trata el tema de su origen. Estos mitos nos muestran la importancia que todas las sociedades le concedían. Lo acercaban al mundo de los dioses, y aún hoy, en los ritos de todas las re-ligiones tiene una participación. Esa fascinación que provoca viene dada por su doble vertiente. Por una parte tiene un gran poder beneficioso para la vida al producir calor, luz… Pero el fuego puede ser tam-bién destrucción. El bien y el mal se unen en el mismo elemento.

De todos los mitos relacionados con el fuego, el que nos resulta más conocido es seguramente aquel que proviene del mundo grecolatino: el mito de Prome-teo, narrado por el poeta griego Hesíodo.

El titán Prometeo buscaba el bien para la humani-dad. Tal y como nos cuenta Hesíodo en su obra Teo-gonía (siglos VIII o VII a.C., perdonad la impreci-sión), Prometeo fue llamado a actuar de árbitro sobre qué partes del sacrificio de un buey debían dedicarse a los dioses y cuáles a los hombres. Este titán dividió al buey sacrificado en dos, poniendo en una mitad la carne, oculta bajo el estómago, mientras que la otra la formaban los huesos, aunque escondidos bajo una capa de grasa presentada de forma apetitosa. De esta forma, Zeus cayó en la trampa y eligió la segunda de las partes. Cuando se dio cuenta del engaño, su en-fado fue tal que quitó el fuego a los hombres. Pro-meteo subió al Olimpo y lo robó, devolviéndoselo de esta forma a los humanos, que pudieron por fin

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para mantener la llama viva, a la que nombraron tathla (‘fuego’), y aquella noche cocinaron por pri-mera vez sus alimentos, a la par que le buscaban diferentes usos. Sin embargo, cuando el pájaro volvió al lugar donde había dejado sus viandas y descubrió el robo del fuego, quiso vengarse. Así, formó una tormenta eléctrica, con muchos rayos y truenos. Esta tormenta causó grandes destrozos e infundió miedo entre los habitantes de la aldea. Desde entonces, cada trueno es una señal de que el pájaro-trueno está enojado y pretende cas-tigar a los ladrones de su fuego, puesto que, desde entonces, debe comer su comida cruda.»

Raquel Carrillo González

colocaba algunos caracoles al pie de un árbol. El cazador vio que del lugar de donde colocaba el pájaro su comida, salía una columnita de humo. Al acercarse, se dio cuenta de que en ese lugar ha-bía un montón de palitos con las puntas enroje-cidas que despedía calor. Algunos caracoles esta-ban colocados cerca del montón de palitos. Para saciar el hambre, probó estos caracoles asados y como el sabor le gustó, decidió no comerlos nunca más crudos. Llevó algunos de los palitos encendi-dos a su aldea, donde compartió lo que había des-cubierto. De esta forma, fueron a buscar madera

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2) Uso esporádico del fuego. En el Este africano, hace 1,5 millones de años, nuestro antepasado el Homo ergaster lo utilizaba, aunque de modo oca-sional, puesto que no se han hallado verdaderos hogares, sino tan sólo algunos indicios como tierra, piedras o huesos quemados.

3) Domesticación del fuego. Los hogares con es-tructura propia empiezan a aparecer hace unos 500.000 años en Eurasia, al final de la evolución del Homo ergaster. Y desde entonces, todas las es-pecies de homínidos tuvieron pleno control sobre este elemento de la naturaleza.

Usos del fuego

La decisiva importancia del fuego para el ser huma-no radica en sus diferentes usos. Un gran paso para la mejora de las condiciones de vida de los homínidos se produjo no sólo cuando empezaron a utilizar el fuego, sino cuando lo domesticaron y controlaron, cuando eran capaces de producirlo de manera in-tencionada y emplearlo con una finalidad concreta.

Esa domesticación supuso un gran cambio tanto en el plano económico (comienza a ser un elemento de algunas de las estrategias de caza, se preparan los ali-mentos de manera diferente, etc.) como en el social, cuando el hogar se convierte en el centro de la vida doméstica.

Las principales aplicaciones del fuego en el Paleolíti-co (hasta hace unos 10.000 años aproximadamente) son las siguientes:

- Fuente de iluminación. El día podía tener más horas, puesto que gracias al fuego las sociedades de-jaban de ser dependientes de la luz solar. Esas horas podían ser aprovechadas para realizar algunas acti-vidades o para estrechar los lazos sociales. Por otra parte, el hombre prehistórico pudo entrar en las profundidades de las cuevas, donde la oscuridad es absoluta y dejarnos las magníficas obras de arte que han llegado hasta nosotros (¿quién no conoce Alta-mira?). En algunos yacimientos los arqueólogos han encontrado lámparas de arenisca que servían para este fin.

El descubrimiento y control del fuego en el Paleolítico

En los mitos que hemos expuesto como ejemplo en la primera parte, vemos ciertas verdades sobre los primeros momentos de la humanidad y el uso del fuego. Nuestros primeros antepasados no tenían la capacidad de producir y controlarlo, por lo que de-bían comer su comida cruda.

Encontramos cierta parquedad de datos en lo que se refiere al origen del uso del fuego, puesto que puede ser problemático de documentar arqueoló-gicamente en fechas tan tempranas. Los restos de cremación son fácilmente visibles, sí; no obstante, si fue intencionada, y cuáles fueron los motivos y usos de ese fuego, son cuestiones más difíciles de establecer.

La producción y el mantenimiento del fuego en el Paleolítico

El fuego puede ser producido de diferentes formas utilizando materiales que se encuentran de modo abundante en la naturaleza. Bien mediante fric-ción rápida de dos ramas de madera ayudándose de hierba seca, o por percusión de dos piedras, el ser humano pudo por fin crear fuego a voluntad.

Desgraciadamente, la madera es un vestigio arqueológico que no suele conservarse. Por otro lado, sí es un buen indicador la pirita, principal tipo de roca aprovechada para producir fuego, de cuyo uso tenemos constancia desde el Paleolítico Supe-rior en diversos yacimientos.

Algunos autores establecen tres fases en el descubri-miento del fuego:

1) Inicio del uso del fuego. Ya antes de la apari-ción de los primeros homínidos, los australopiteci-nos emplearon el fuego, aunque no nos han llegado demasiados restos. Su origen sería seguramente la recolección de brasas procedentes de fuegos naturales.

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a esto último, muchas sociedades de cazadores-recolectores producen un fuego controlado con la intención de dirigir a los animales hacia el lugar de una emboscada.

Los hogares

Cuando hablamos de fuego, inmediatamente debe-mos pensar en el hogar (entendido como hoguera), puesto que en el momento en que se controló este elemento de la naturaleza, el hogar pasó a ser el elemento central de la vida doméstica, incluso hoy en día lo es, o lo era hasta hace muy poco, en los fríos días de invierno.

Normalmente se instalaban en las entradas de las cuevas, aunque bien protegidos del viento, pues era allí donde se desarrollaba la vida. El interior de las mismas era poco frecuentado, lo cual es lógico si pensamos en la poca o ninguna luz que podría llegar hasta allí.

Las funciones del hogar son básicamente tres, la de calefacción, cocina y fuente de iluminación.

En cuanto a la tipología de estas estructuras, es bas-tante variada, desde la morfología más sencilla crea-da simplemente mediante la acumulación de made-ra, hierbas secas, etc., hasta la circunvalación de la lumbre con piedras, pasando por la excavación de una oquedad en el suelo o cubeta.

El fuego es protagonista de metáforas, elemento de ri-tos, de magia, benefactor y destructor. En el Paleolítico se hizo indispensable para la vida, y su manejo y con-trol podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte, sobre todo cuando el clima más frío asolaba gran parte de la Tierra. Qué duda cabe que sin el fuego, la huma-nidad no habría dado muchos de los pasos evoluti-vos que nos han llevado hasta la actualidad.

Raquel Carrillo González

- Fuente de calor. Especialmente relevante en épo-cas de clima gélido, como durante las glaciaciones, favorecerá la extensión del ser humano por el globo terráqueo, posibilitando el hábitat en lugares muy fríos en los que sería imposible habitar sin este tipo de calefacción.

- Cocción de los alimentos. Como resaltan los mi-tos, antes del descubrimiento del fuego, el ser huma-no debía comer su comida cruda. Sin duda, cocinar los alimentos fue uno de los primeros usos que se le dio al fuego, y restos de huesos quemados en abun-dantes yacimientos así nos lo dan a entender.

La cocción de los alimentos tiene repercusiones más importantes de las que a simple vista parece, ya que lo que se ingiere es más digerible y el organismo se beneficia físicamente de ello.

Quizá nos preguntemos la manera en que se po-dían calentar los líquidos con anterioridad a la invención de la cerámica, que no se produce hasta el Neolítico. La respuesta es utilizando otros recipientes de materiales como bambú o pieles bien tratados o introduciendo piedras que se hubieran calentado previamente.

- Aplicaciones técnicas. El fuego servía asimismo para endurecer las puntas de las lanzas de madera, que de este modo aumentaban en eficacia.

Por otra parte, también se utilizó desde el Paleolíti-co Inferior para romper grandes núcleos de pie-dra que eran difíciles de tallar. No obstante, es desde el Paleolítico Superior, en una cronología más reciente, cuando se empleó de manera más genera-lizada para mejorar la fabricación de útiles, puesto que el endurecimiento del sílex facilita su talla por presión y el hueso y el marfil poseen más elasticidad tras ser calentados.

Finalmente, remarcaremos el manejo del fuego para preparar los colorantes que después se dedicaban, por ejemplo, al arte parietal.

- Otras utilidades. El fuego podía ser fundamen-tal en otras cuestiones, como la defensa contra los animales, o las estrategias de caza. Referente

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un esquema, un prototipo cristiano de la superstición, donde establece una nítida vinculación entre su-perstición y demonología. Para el insigne padre de la Iglesia, todo el arsenal de creencias en horósco-pos, augurios, maleficios, amuletos de toda índole y las prácticas de tratamientos médicos contrarios a la ortodoxia médica imperante en aquel tiempo era sin duda obra del Maligno y debería ser condenado como tal. Planteamiento aquel que tendrá en la épo-ca que aquí nos interesa terribles consecuencias.

No obstante, durante la Alta Edad Media, el criterio de san Agustín respecto al binomio brujería-supers-tición fue bastante mitigado cuando no ignorado, véase si no el Canon episcopi del siglo X. En dicho documento se recogen las creencias populares acerca del “vuelo nocturno” de mujeres siervas del diablo, pero poco más. No existen persecuciones ni quemas de brujas a gran escala en la Alta Edad Media.

Habrá que esperar a santo Tomás de Aquino para que las ideas de san Agustín vuelvan a recobrar fuerzas y actualidad. En su Summa Theologica, el Aquinate retoma la noción de superstición de san Agustín con más profundidad y matices. Por ejem-plo, distingue entre pacto tácito y pacto expreso con el demonio. El primero traduce las prácticas que incluyen desde los augurios hasta la adivinación por sueños, mientras que el segundo es un pacto di-recto sin más preámbulos ni sortilegios. Por supues-to, ambos pactos debían de ser castigados. Ni que decir tiene que la sutil dialéctica del doctor Angéli-cus tendrá una considerable influencia en generacio-nes posteriores de teólogos.

Sin embargo, a pesar de estos elementos teológicos que paulatinamente van a conformar el estereoti-po diabólico de la bruja, y de las veleidades papales como las de Gregorio IX, que en 1233 admite la realidad del Sabbat; y las de Juan XXII, que en 1326 autoriza la persecución de la brujería, el “asunto” no acababa de cuajar hondo en los estamentos eclesiás-ticos ni modificará sustanciadamente la actitud de la Iglesia católica en su conjunto contra las brujas.

Todo cambió a finales del siglo XV. El 9 de diciem-bre de 1484, el papa Inocencio VIII publica la bula

La invención de la brujería y su perse-cución en la Francia de la Edad Mo-derna

«En el antiguo sistema, el cuerpo de los condenados pasaba a ser la cosa del rey, sobre la cual el soberano imprimía su marca y dejaba caer los efectos de su poder.»

Michel Foucault, Vigilar y castigar

La brujería: Una invención de teólogos

Desde el punto de vista estrictamente epistemológi-co, conviene establecer en primer lugar la diferencia entre brujería y hechicería, términos que si bien si-guen siendo empleados indistintamente a modo de sinónimos por muchos aún hoy en día (incluyendo a algunos historiadores), responden sin embargo a di-mensiones conceptuales diferentes.

La brujería es a todas luces una construcción teo-lógica que adquiere un carácter propio en el período tardo medieval, mientras que la hechicería es una categoría antropológica, vertebrada sobre ritos po-pulares de ignoto origen.

Bien es cierto que las instancias jurídicas del poder regio y eclesiástico, enfrontadas a ambos fenómenos en los siglos XVI y XVII, no advirtieron en absolu-to dicha diferencia, obnubilados por su misión de “desterrar el mal” de la sociedad, “promotores” en gran parte de aquel Zeitgeist histérico que recorrió cómo un aire pestilente y criminal sendos territorios de aquella Europa del Norte de la Edad Moderna.

Ya quedaban lejos las palabras de san Pablo que consideraba simplemente “fábulas” a todo aquel asunto de las prácticas supersticiosas sin otorgarles importancia alguna: “Rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas”, escribía san Pablo a su discí-pulo Timoteo (1 Timoteo 4:7, Biblia de Jerusalén). La cosa quedaba clara.

Como siempre, todo cambió con san Agustín, sin duda el ideólogo y arquitecto de los fundamentos teológicos de la brujería. Fue el primero en concebir

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seguir el ejemplo, y en 1539 publicó el Edicto de Villers-Cotterêts, que plasmaba en gran parte el de-creto de Carlos V. La brujería se consideraba ahora un crimen de lesa majestad divina, y los jueces lai-cos podrán en adelante sustituir a los clérigos encar-gados de la Inquisición.

En lo que concierne a Francia, si la primera ola de per-secuciones se produce durante los años 1560-1580, y se prolongara hasta la década de 1630, podemos situar la segunda durante los años 1640-1680.

La caza de brujas comienza en Francia precisamente cuando cesa la persecución de los herejes: el último pastor protestante es condenado a muerte en 1567 en Aviñon, y las primeras acusaciones contra brujos aparecen en la región de Paris entre 1572 y 1574, emitidas tanto por católicos como por protestantes, todos enemigos del demonio. Los mitos satánicos se apoderan de los espíritus al mismo tiempo que un catolicismo del miedo, desarrollado por la Contra-rreforma que conduce a las élites sociales, y por lo tanto a los jueces, a interesarse por las maniobras del diablo.

Sin embargo, debemos matizar que no se trata de que la brujería aumentara en esta época sino más bien de la percepción que de ella tienen las elites del cuerpo social, que pasan de una actitud de cierto laxismo y tolerancia a la firme voluntad de erradi-carla por completo.

La caza de brujas fue causada principalmente por la voluntad de someter el mundo rural a los valo-res imperantes de la nueva sociedad de cambio y de progreso.

Summis desiderantes affectibus, en la cual insiste sobre la necesidad de extirpar la brujería por todos los medios. En 1486, Institoris y Sprenger, dos inquisidores alemanes, publican en Estrasburgo su obra el Malleus maleficarum, cuya influencia será determinante a la hora de perseguir brujos y sobre todo brujas en todo Europa.

La caza de brujas en Francia: Un crimen de lesa majestad

El siglo XVI, el siglo de Erasmo de Rotterdam y de Tomás Moro, el siglo de los humanistas en toda Europa, es también la época de un vehemente dis-curso demonológico, que cobra una honda dimen-sión político-religiosa en los múltiples estratos de la sociedad, en gran parte gracias a la imprenta enton-ces en pleno auge. Y Francia no es ajena a tal estado de cosas. En aquella monarquía, la primera caza de brujas tiene lugar en los Alpes, entre 1428 y 1447: cerca de doscientos personas son perseguidas y algu-nas quemadas en la hoguera. No obstante, en Fran-cia, la represión de la brujería comienza bastante tarde, en comparación con los Países Bajos católicos, o con algunas regiones que aún no eran francesas en aquella época, como Artois, el Franco Condado y Lorena.

En 1532, el emperador Carlos V decretó la Cons-titutio Criminalis Carolina, una ley imperial que daba a los jueces el derecho de encarcelar y torturar a los que utilizaran encantamientos, libros, amule-tos, etc. y de hacer quemar a todos aquéllos que se encontraran culpables de tales prácticas en el Santo Imperio Romano Germánico. Francia no tardó en

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La justicia del rey

En todo lo que concierna la brujería, es la justicia laica, es decir la justicia del rey, la que procede. La Inquisición ya no es operativa en Francia en esta época, y las justicias eclesiásticas habituales no po-dían ser competentes en cuestión de brujería por el hecho que ésta era considerada un crimen de lesa majestad divina. La justicia laica define la brujería demoníaca como el más grave de los crímenes, ya que los maleficios de los brujos rompen el equilibrio querido por Dios y al cual el rey tiene el deber de preservar.

La bruja parece encarnar todos los males del mun-do: apostasía, sodomía, vicio sexual, infanticidio, blasfemia, destrucción de las familias y cuestiona-miento de la patria potestad. La bruja amenaza el orden social tal y como se afirma en los siglos XVI y XVII, es el arquetipo del desorden universal y la quintaesencia de la criminalidad bajo todos sus aspectos.

Cabe preguntarse por qué se sospechaba mayori-tariamente de las mujeres en tanto que brujas. En primer lugar se las consideraba curanderas innatas. Eran las mujeres las que transmitían las creencias paganas y las supersticiones. Además, dada la escasez de escuelas, transmitían también la cultura popular enseñando los rudimentos de la escritura a sus niños.

Asimismo, por sus consejos y su conocimiento, la bruja tranquilizaba a la población y ocupaba un lu-gar importante en la sociedad, lo que tenía como consecuencia reducir la influencia de los sacerdotes sobre sus feligreses. Por su papel de comadrona sus-tituía a los médicos, siempre costosos y escasos en los pueblos. Se puede pues comprender fácilmente porqué los médicos y los sacerdotes se esforzaron tanto en despreciar las creencias paganas.

Desde siempre se ha asociado la mujer a las prácti-cas mágicas. Según la Iglesia, la sempiterna fragili-dad de la mujer ante la tentación, su credulidad, su “perversa” imaginación, la convierten en cómplice predilecta del diablo. En consecuencia, la mujer es capaz de infringir todos los tabúes de la sociedad, de perjudicar gracias al poder de su magia satánica a

Este movimiento procedía pues de las élites religio-sas y laicas, en su afán de homogeneizar a la sociedad de aquel entonces.

El epicentro del fenómeno estuvo sin duda alguna en la zona de contacto entre los protestantes del San-to Imperio Romano Germánico y los católicos de Francia. Grosso modo, se situaba a lo largo del Rin e incluía a los Países Bajos españoles, Suiza y el du-cado de Saboya. Esta amplia región resultante no es el fruto de la casualidad, sino más bien la zona de fricción entre los católicos y los protestantes, todos deseosos de convertir las almas de sus vecinos a su religión. Esta porción de territorio estaba sometida pues a grandes tensiones y durante la guerra de los Treinta Años, que comenzó en 1618, las hogueras no dejaron de arder.

En Francia, como en el resto de Europa, la represión de la brujería no se produce en todas partes con la misma fuerza. Bretaña, por ejemplo, y el Oeste en su conjunto apenas se ven afectados. En realidad es en las regiones fronterizas, recientemente sometidas o conquistadas por el soberano que pretende imponer su autoridad, donde la caza de brujas se da con total frenesí. Así el Languedoc, Normandía y el Suroeste fueron el teatro por excelencia de la persecución de la brujería. Esto se explica por el hecho que dichas regiones, al igual que la frontera Este de Francia, se encontraban al extremo del país, es decir en la peri-feria del poder central, donde se era más proclive a rebelarse contra aquel. La represión era pues inevi-table.

Las persecuciones afectan indiferentemente a ciuda-des y pueblos, ricos y pobres, a hombres y a muje-res, con una mayoría aplastante de mujeres (80%). En cuanto al veredicto, se obtienen alrededor de un 40% de condenas a muerte. En virtud del principio según el cual la brujería es hereditaria, los niños no están a salvo: son empujados a denunciar a sus padres, condenados a asistir al suplicio, e incluso a alimentar el fuego de la hoguera. Todo eso deja a los jueces insensibles: la piedad, dicen, los habrían vuel-to cómplice de Satanás.

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sangre. Una vez encontrado este lugar del cuerpo, el hallazgo constituía una prueba a medias. Se po-dían también hallar una marca diabólica cualquie-ra, como por ejemplo unos pequeños puntos sobre el hombro izquierdo, que podía llevar directamente a la hoguera. Una vez descubierto estas marcas, los jueces pedían generalmente la tortura, durante la cual el acusado acaba por reconocer cualquier fe-choría.

Además, los habitantes de un mismo pueblo o de una misma comunidad organizaban a veces la tan conocida ordalía del agua, que consistía en atar los miembros del supuesto brujo o bruja y luego lanzar-le al agua. Si este último flotaba, tenía obviamente poderes mágicos, lo que confirmaba su pacto con el diablo. Si se hundía era inocente. Como se pue-de fácilmente imaginar esta práctica conducía muy a menudo a inocentes a una muerte cruenta. Es la razón por la cual las autoridades civiles condenaron esta práctica que, además, constituía una escapatoria al control de la justicia.

De la histeria represiva a la razón

¿Cómo explicar entonces que tantos jueces pudieran ponerse al servicio de la caza de brujas, caer en tales aberraciones y convertirse en verdaderos torturadores? Todos eran eminentes juristas, hombres brillantes ocupando altas funciones, grandes eruditos, y en línea general padres de familia. Cómo explicar este hecho sino por la fuerza de las convicciones que ignoran el humanismo y menosprecian la razón en el siglo de Descartes.

hombres, animales y a las frutos de la tierra, y es en tal sentido “un engendro de Satán” capaz de trans-formarse como de transformar a otros.

Para los eclesiásticos, al igual que para el rey, los pleitos de brujería eran el mejor medio para desen-mascarar las sectas satánicas que constituían una Iglesia paralela. Creían que las brujas constituían una comunidad de agentes al servicio del Diablo con el fin de invertir el orden establecido. El Sabbat simbolizaba la cara grotesca de la religión católica, en el transcurso del cual la mujer, para convertirse en bruja, asistía a misas diabólicas, apercibía polvos maléficos y practicaba orgías de todas las clases con el Diablo y sus criaturas.

Para las masas populares, el crimen de brujería se manifestaba de diferentes maneras. La curandera se transformaba en bruja cuando echaba el mal de ojo sobre un miembro de la comunidad. En realidad, la bruja daba una explicación a lo inexplicable. Esto se traduce muy concretamente en la vida rural, por ejemplo, cuando había malas cosechas o muertes sucesivas debido al hambre o a las epidemias, la bruja era acusada de haber causado estas desdichas por medio de sus poderes. Se convertía pues en el chivo espiratorio de la comunidad.

Los juicios se desarrollaban según un mismo pro-ceso. El testigo confirma que conoce el acusado y que este último tiene una reputación de brujo. A continuación, enumera los daños que ha causado a la comunidad o a sí mismo como la enfermedad, la muerte de animales, la pérdida de bienes, las ma-las cosechas, o incluso la muerte de un miembro de la comunidad (este procedimiento ocurrió, tal cual, durante el famoso juicio en Loudun en 1634, cuando las religiosas del convento de las Ursulinas denunciaron ante las autoridades al cura Urbain Grandier por “brujo”).

Como el interrogatorio no bastaba generalmente para hacer hablar a los acusados acerca de su pacto satánico, los jueces procedían a buscar sobre el cuer-po del reo la marca satánica insensible al dolor: para encontrarla, se hundían agujas de plata en su cuer-po desnudo, enteramente afeitado, hasta encontrar un lugar insensible que no produjera un derrame de

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En 1563, Jean Wier, un médico renano que había estudiado en París y Orleáns, publica sus Histo-rias, conflictos e imposturas, una obra cuyo título se basta a sí mismo: es una condena en toda regla de las locas creencias en cuyo nombre se quemaba a tantos infelices. Una fuerte polémica le confronta a Bodin, que refuta punto por punto los argumentos de Wier. A pesar de todo, este último encuentra sin embargo cierto apoyo por parte de colegas médicos y de algunos magistrados.

Y, en 1589, el Parlamento de París decide confiar a Pigray, médico de Enrique III, y a tres de sus colegas el examen de 14 condenados por brujería. El resultado es significativo. Todos están de acuer-do: se trata sólo de pobres miserables con una ima-ginación trastornada que no merecen en absoluto la hoguera, sino más bien un esmero tratamiento medico.

Pero predicadores y teólogos ponen todo su empe-ño para que se siga luchando contra Satanás. Con todo, entre ellos también tienen sus contestatarios. Como el jesuita alemán Freidrich von Spee, que condena en su Cautio criminalis la práctica de la tortura para forzar una confesión.

A partir del final del siglo XVI, el Parlamento de París reduce en sucesivas ocasiones las condenas. En 1601, prohíbe la ordalía del agua; en 1624, ins-tituye automáticamente que debe ser informado de todos los procedimientos que incluyen cualquier castigo corporal; en 1640, impone sanciones con-tra los jueces subalternos que no se someten. Por último, se niega a reconocer el crimen de brujería cuando puede probarse una causa racional. A partir de ese momento, los parlamentarios rompen siste-máticamente todas las decisiones de los jueces sub-alternos.

Cuando el reino de Francia conozca una nueva epidemia de brujería entre los años 1640 y 1682, el Consejo del rey conseguirá imponer la razón y, progresivamente, se hablará más de ignorantes, de gente inculta y crédula que de auténticos brujos.

El Edicto Real de 1682, inspirado por el primer ministro de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert,

Muy representativo de este estado de cosas fue el fis-cal del rey en Laon, Jean Bodin, el pensador francés cuyo nombre es habitualmente transcrito en español como Juan Bodino.

En 1580, publica su Demonomanía, que nada tie-ne que envidiar al Malleus maleficarum. La teoría de Bodin estaba basada en el crimen de lesa majestad divina, es decir el peor crimen que pueda existir. Y es precisamente después de la difusión de esta obra que el número de hogueras alcanzaba su apogeo en-tre 1580 y 1640.

En la región de Lorena, entre Alemania y Francia, el juez Nicholas Rémy, llamado el Torquemada de Lorena, sembró por todas partes el terror hasta el punto de que los acusados preferían suicidarse antes de ser juzgados. Sus víctimas se contaron por centenares. En 1595, aparece su Demonolatría, que tuvo gran influencia entre los juristas.

Otro famoso “inquisidor laico” fue Pierre de Lan-cre, consejero en el Parlamento de Burdeos. En 1609, el rey Enrique IV le designa para “purificar” el país de Labourd (en euskera, Lapurdi), en la Na-varra francesa, infestado de brujos. Lancre llega a la conclusión de que “todos los habitantes del Na-varra son brujos”. No sólo las hogueras se cuentan por centenares, sino que se llega a quemar a 400 personas a la vez. Lancre redactará una obra que alcanzó una gran celebridad en su tiempo: Tableau de l´inconstance des mauvais anges et démons.

No obstante, hubo voces que se elevaron contra esta pretendida caza de brujas.

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Pero, paralelamente al fin de las actuaciones judi-ciales, ya disminuidas durante las tres décadas que precedieron a 1682, las viejas creencias mágicas se mantienen en una gran parte de la población. El final de las hogueras no significa el final de la brujería y de la magia. Las mentalidades mágicas siguen prevaleciendo en el mundo rural, donde acompañarán numerosos actos de la vida privada o profesional de supersticiones y maleficios.

Ernest Bendriss

pone fin oficialmente al crimen de brujería en Francia. Para las elites del reino la brujería es una clase de locura que conviene más curar que reprimir, aunque hay que castigar a los charlata-nes que abusan de la credulidad popular. Hacia finales del siglo XVII la brujería es percibida por las élites sociales como una superstición despre-ciable, un atributo popular, y ya no como un peligro social.

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llaron en esa cueva en 1908, determinó que sufría de varios problemas y enfermedades importantes: artrosis grave en cervicales y hombro, osteoartritis, pérdida de molares y encías, sordera parcial, una ro-dilla deformada, un dedo del pie aplastado…

Con toda seguridad, este “viejo” necesitó de la ayuda solidaria y altruista de sus congéneres para sobrevi-vir. Trinkaus ya había comprobado este comporta-miento social con el espécimen de Shanidar 1 (en Irak, de hace unos 80.000 años), que presentaba lesiones por aplastamiento en la mitad del cuerpo (con hemiplejía en el lado derecho) y en el cráneo (con pérdida de visión en un ojo), así como múlti-ples fracturas (curadas) en el brazo derecho, y pese a todo, sobrevivió gracias al grupo.

También en el yacimiento español de Atapuerca se desenterró en 1994 un espécimen que se dio en lla-mar el Viejo de la Sima de los Huesos. En realidad eran solamente una pelvis y parte del tronco de un heidelbergensis de hace medio millón de años, pero permitieron averiguar muchas cosas.

Primero, que era un individuo de edad avanzada (superaba los 45 años, muy mayor, como unos 80 años actuales) y, segundo, que sufría un “cierto grado de minusvalía locomotriz”: una cifosis lumbar dege-nerativa que le provocaría una curvatura pronuncia-da de la espalda, y una espondilolistesis moderada que haría que sufriera de una cierta desviación de la columna respecto al sacro.

Se concluyó que debió de necesitar de la ayuda de otros miembros del grupo para llegar a esa edad en su estado, y que por lo tanto, evidenciaría el primer caso de asistencia grupal a un miembro con discapa-cidad.

Penas de mutilación

Dado este espíritu de camaradería en tiempos tan tempranos, sorprende encontrar, ya dentro de la Historia, no solo la más que posible ausencia de la misma, sino la preponderancia de leyes que ordena-ban mutilar a sus semejantes:

De mutilados y discapacidades histó-ricas

Actualmente, uno de los hombres más influyentes en la economía mundial es el ministro de Finanzas ale-mán, Wolfgang Schäuble; y uno de los “cerebros” más fascinantes en el presente panorama científico internacional es el del físico Stephen Hawking.

Ambos comparten una particularidad, y es que nece-sitan de una silla de ruedas para desplazarse. Schäu-ble desde 1990, cuando quedó parapléjico tras su-frir un atentado en Friburgo, nueve días después de la unificación Alemana. Y Hawking padece esclero-sis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que le obligó a utilizar una silla adaptada a la que incluso ha tenido que incorporar un generador de voz ante el imparable avance de su mal. Ambos sufren una discapacidad.

Estas personas acusan la deficiencia unas veces por una enfermedad o problema genético (como Haw-king), y otras, les vendrá impuesta por una causa externa (como Schäuble). Este artículo habla de la historia que protagonizaron algunas de ellas.

Desde la Prehistoria

De discapacidades nos habla hasta la Prehistoria. Erik Trinkaus, paleoantropólogo de la Universidad de Washington, y uno de los mayores expertos en neandertales, estudiando al Viejo de la Chapelle-aux-Saints, un espécimen de neandertal (se le es-tima una edad de 60.000 años) cuyos restos se ha-

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Ley 218: Si un médico hizo una operación grave con el bisturí de bronce y lo ha hecho morir, o bien si lo operó de una catarata en el ojo y destruyó el ojo de este hombre, se cortarán sus manos.

El Código de Hammurabi (entre el 1790 y el 1750 a. C.), no dejaba lugar a dudas respecto a la “ley del Talión” que aplicaba, aunque hay que decir, en ho-nor a la verdad, que estas leyes (al igual que otras orientales, como el Código de Ur, algo anterior), pretendían poner fin a prácticas individuales de ven-ganza por la comisión de un desagravio.

En realidad, estas leyes tan drásticas (la pena de muerte era más frecuente que la de mutilación, aun-que la mayoría eran pecuniarias), pretendían prin-cipalmente, además de la restitución del daño, pro-ducir un efecto ejemplificador.

Eran penas con un marcado carácter social, algo que, en cierto modo, ha pervivido desde entonces en, por ejemplo, la “marca” a fuego en la piel de las prostitutas en la época medieval, las ejecuciones públicas practicadas profusamente hasta la historia reciente, o en las actuales normas legales extremas de algunos países en los que la amputación de una mano al ladrón (caso de Irán o Mali, por la ley is-lámica o sharia) o la lapidación a la adúltera (más corriente aún: en Sudán, Mali, Irán, Afganistán…), pretenden dejar constancia pública y notoria de su “infame” falta o condición.

También Roma sucumbió al ejercicio del castigo por mutilación. Admitía la lesión corporal y la mu-tilación permitiendo que fuesen los parientes de la víctima quienes ejerciesen de ejecutadores de la sen-tencia.

A los cristianos condenados por su herejía se les po-día aumentar la pena con la amputación del pie iz-quierdo o la ceguera del ojo derecho, penas que más tarde emplearía Constantino para castigar a quienes robaran iglesias o violaran sepulturas (curiosamen-te también a “funcionarios subalternos que cometiesen defraudaciones”, según el historiador y jurista alemán Theodor Mommsen).

Ley 192: Si el hijo de un favorito o de una cortesa-na, dijo al padre que lo crió o la madre que lo crió: “tú no eres mi padre”, “tú no eres mi madre”, se le cortará la lengua.

Ley 193: Si el hijo de un favorito o de una cortesana ha descubierto la casa de su padre, ha tomado aver-sión al padre y la madre que lo han criado, y se fue a la casa de su padre, se le arrancarán los ojos.

Ley 194: Si uno dio su hijo a una nodriza y el hijo murió [porque] la nodriza amamantaba otro niño sin consentimiento del padre o de la madre, será lle-vada a los jueces, condenada y se le cortarán los senos.

Ley 195: Si un hijo golpeó al padre, se le cortarán las manos.

Ley 196: Si un hombre libre vació el ojo de un hijo de hombre libre, se vaciará su ojo.

Ley 197: Si quebró un hueso de un hombre, se que-brará su hueso.

Ley 200: Si un hombre libre arrancó un diente a otro hombre libre, su igual, se le arrancará su diente.

Ley 205: Si el esclavo de un hombre libre abofeteó un hijo de hombre libre, se cortará su oreja.

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drástica en el siglo VIII con la promulgación de la Égloga (‘extractos’), una serie de modificaciones le-gislativas sancionadas por Leon III (717-741), que contenían “todo un sistema de castigos corporales como no lo conoció el derecho justinianeo: amputación de na-riz y lengua, sección de la mano, sacar los ojos, rapar y quemar el pelo, etc.”(G. Ostrogorsky).

Sin embargo, A. A. Vasiliev afirma que “en la mayo-ría de los casos tales castigos están destinados a sustituir la pena de muerte” y eran de aplicación igualitaria, mientras que el Código de Justiniano prescribía pe-nas diferentes según el estatus social. Así que cual-quier paria podía ser condenado a la pena de am-putación de la lengua o la nariz y estar sumamente agradecido por ser tratado como a un emperador.

O como el hijo de una emperatriz. Porque si crueles podían ser los emperadores bizantinos, también las emperatrices les emularon con bastante pericia, al menos una, Irene (797-802, regente desde el 780). La emperatriz (ella se hacía llamar “Basileus”, empe-rador, en masculino) que pasará a la historia, además de por organizar una de las mayores trifulcas con la Iglesia cristiana por la cuestión iconoclasta, por ha-cer cegar a su hijo, Constantino VI, para evitar que la destronara (en agosto del 797).

Un par de siglos más tarde dejaron de “afear” los ros-tros de los posibles candidatos al trono para utilizar el método de la castración. No es que se castrase al

Todos estos castigos por mutilación permanecieron durante el Imperio con la misma severidad, hasta que Justiniano los prohibiera… para utilizar la am-putación (o luxación de un miembro) como agrava-miento de la pena inicial, una potestad que se otor-gó a los Tribunales.

¡Ah, los bizantinos!... ahí sí que encontramos a ex-pertos “mutiladores”, desde que en el siglo VII Mar-tina y su hijo Heracleonas fueron destronados por decisión del Senado y, por primera vez, se utilizase en sus personas la amputación de miembros (a la primera la lengua y al segundo la nariz), consagran-do así la “incapacidad del amputado para un cargo público” (en el 641, según el gran bizantinista Geor-ge Ostrogorsky).

La historia bizantina está plagada de mutilaciones. Constantino IV (668-685), en el año 681, mandó cortar la nariz a sus hermanos, Heraclio y Tiberio, para que no le hiciesen sombra ni le disputasen el trono. Antes de acabar el siglo, Leoncio (695-698) había hecho cortar la nariz y la lengua de su antece-sor Justiniano II (685-695) al derrocarle, y él mismo sufrió la mutilación a manos de Apsimar, quien le apartó del trono y se hizo llamar Tiberio III (698-705).

Leoncio acabó siendo ejecutado por Justiniano II cuando regresó al trono. Si, aún con la nariz cortada (se aplicó una prótesis de oro y la mutilación par-cial de la lengua no le impedía hablar), Justiniano II volvió a tomar las riendas del imperio entre el 705 y 711, con el sobrenombre de Rhinotmeta (nariz cor-tada), y “en el futuro, esta práctica ya no se volvió a aplicar a pretendientes al trono o a emperadores destro-nados”, dice Ostrogorsky.

Justiniano II reinó de manera despótica y lo prime-ro que hizo fue mandar ajusticiar a todos los que él consideraba implicados en su derrocamiento (lo fueran realmente o no), así como a cualquier ene-migo real o supuesto, acabando su vida arrestado y decapitado.

Pero el primitivo Código de Justiniano el Grande (siglo VI), basado en el Derecho romano, sufrió las consecuencias de esta orientalización que resultó

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“Prendiéronse trescientos o cuatrocientos, a los cuales hice cortar las manos derechas e narices, dándoles a entender que se hacía porque les había avisado vi-niesen de paz…”

La España de los Austrias y los Borbones

En Lepanto, en 1571, el mayor escritor de lengua española, Miguel de Cervantes, ‘el Manco de Le-panto’, perdía su mano izquierda, anquilosada por una herida de plomo. Pero la Corte española de los Habsburgo que terminó con el hijo de un “Rey Pas-mado” –Carlos II, quien podría haber padecido el síndrome de Klinefelter, una enfermedad genéti-ca, además de raquitismo, prognatismo, epilepsia y diversas enfermedades más– fue prolífica en enanos cortesanos (al igual que en las cortes inglesa y fran-cesa por otro lado), aquejados de diversas patologías e inmortalizados por Velázquez.

Así, Nicolasito de Pertusano y Mari Barbola (bu-fones de la infanta Margarita, a quien acompañan en Las Meninas), el primero con una deficiencia de la hormona del crecimiento y la segunda probable-mente aquejada de acondroplasia.

De esta misma enfermedad también sufría Sebas-tián de Morra, bufón de la Corte al servició de Feli-pe IV y antes del príncipe Baltasar Carlos, de quien

enemigo, sino que los emperadores bizantinos se fia-ban de los eunucos castrados porque esta circuns-tancia les impedía legalmente acceder al trono.

Pero también acabaron encontrando el camino (el poder es lo que tiene, que agudiza el ingenio) y Basi-lio Lekapenos (945-985), que era bastardo además de castrado, fue escalando puestos hasta alcanzar los más altos: Fue primero “parakoimomenos” (una es-pecie de mano derecha “full time” del emperador), luego primer ministro para tres emperadores, y final-mente emperador.

La plena Edad Media

La Edad Media fue asimismo testigo de una curiosa contradicción. Por un lado, la coronación de un rey leproso, Balduino IV de Jerusalén, cuando contaba con 13 años; un rey que, contra todo pronóstico, se mantuvo en el trono y dominó su reino durante más de una década (1174-1185). Su cuerpo acusó ense-guida los estragos de la terrible enfermedad y tenía que ocultar su rostro con una máscara de plata al tiempo que sus manos y piernas se desvanecían y la ceguera le alcanzaba cerca ya de su muerte a los 24 años.

Pero, por otro lado, la época de las Cruzadas y de los reinos cristianos de Oriente conoció un trasiego de miembros “incorruptos” de santos a modo de re-liquias que, procedentes de Tierra Santa, inundaron las catedrales, monasterios, iglesias y abadías de toda Europa.

Mientras, la nefanda costumbre de mutilar a enemi-gos, insumisos, díscolos, e indisciplinados salteado-res de la ley, no acabó ni con la caída de Constanti-nopla a mediados del siglo XV.

“Si hallares que alguno de ellos hurten, castígalos tam-bién cortándoles las narices y las orejas, porque son miembros que no se podrán esconder”. Así se expresaba Cristóbal Colón, en las instrucciones que trasmitía el 9 de abril de 1494 a mosén Pedro Margarite. Y no fue el único caso, también Pedro de Valdivia se explicaba en los mismos términos:

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podían comerciar, y la flota española vigilaba contu-mazmente que se cumpliese la ley. Jenkins se la saltó, y aunque no era el único en aquellos tiempos, topó con un guardacostas español al mando del capitán Juan León Fandiño, quien le abordó (amparándose en el “derecho de visita”), le confiscó la carga y, como si de una “riña de políticos” se tratase (“-¡contraban-dista!”, “-¡Y tu más!”), acabó cortándole una oreja como castigo ejemplar.

Era abril de 1731. “Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”, dicen que dijo. Y el inglés lo hizo. Así, el episodio fútil, conveniente-mente planteado en el Parlamento y agitado entre la opinión pública inglesa, obligó al primer ministro Robert Walpole, a declarar la guerra a España el 23 de octubre de 1739.

En esta Guerra del Asiento, más conocida como Guerra de la Oreja de Jenkins, se desarrolló una de las batallas más importantes de todas las acaecidas en aquel siglo XVIII, la batalla o sitio de Cartagena de Indias, plaza que había sitiado el almirante inglés Edward Vernon, y que estaba defendida desde 1737 por el comandante general de Cartagena, el teniente general de la Armada española Blas de Lezo, apoda-do por sus hombres ’Mediohombre’, pues con sólo 25 años ya era cojo (desde 1704), ciego de un ojo (en 1706) y manco (en 1713).

En 1739 Vernon había destruido el puerto de Por-tobelo en Panamá, obligando al rey español a reor-ganizar completamente el comercio con América y la Flota de Indias. Esta victoria animó al inglés a em-

también fue bufón ‘El niño de Vallecas’, Francisco Lezcano, quien pudo padecer un hipotiroidismo congénito de tipo mixedematoso –a decir del doc-tor Juan Falen Boggio–, que le llevó finalmente a la muerte a temprana edad.

O Diego de Acedo ‘el Primo’ (que no engañe el apodo, pues era muy inteligente y actuaba de secre-tario encargado de la estampilla de la firma real, más que de bufón), posiblemente también aquejado de una deficiencia en la hormona del crecimiento.

Y Juan de Calabazas, ‘Calabacillas’, bufón del Car-denal Infante Fernando de Austria y de Felipe IV, que podría padecer una forma de hipotiroidismo in-fantil

Por cierto que, en el nacimiento del rey Carlos II, la Gazeta de Madrid del siglo XVII se parecía bas-tante a muchos canales televisivos tan ideologiza-dos y tan escasos en el “rigor” y en la “veracidad” de sus informaciones. Dio la noticia del nacimiento del príncipe heredero, el domingo 6 de noviembre de 1661, de esta forma: “un robusto varón, de her-mosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes”. Pero según el embajador de Francia, “el Príncipe parece bastante débil; muestra signos de degeneración; tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura (…) asusta de feo”.

El hispanista John Lynch lo sentencia: “Carlos II fue la última, la más degenerada, y la más patética víctima de la endogamia de los Austrias”.

No nos hemos olvidado de las mutilaciones. Éstas siguieron presentes durante la Edad Moderna e, in-cluso, una de ellas llegó a ser la causa de una guerra entre España e Inglaterra en 1739.

Robert Jenkins fue un marino inglés (corsario, contrabandista, pirata…) que, en virtud del acuer-do llegado entre ambos países, mercadeaba con su bergantín Rebecca por el mar Caribe, con licencia de “navío de permiso”.

Esta práctica estaba sujeta a estrictas normas en cuanto a los puertos, mercancías y cantidades que se

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bién había perdido un ojo en una batalla anterior (en 1794).

La guerra y la actualidad

Las guerras siempre han ocasionado mutilados y heridos a perpetuidad, cuyas terribles secuelas les castigan de por vida y ocasionan a la sociedad en la que se insertan un esfuerzo doble para mitigar su dura reinserción (al tiempo que un gasto económico considerable). Por eso mutilar al enemigo siempre ha sido una estrategia de combate.

Pese a ello hubo algunos personajes en la historia reciente que serán recordados, además de por sus acciones militares, por la discapacidad que éstas les produjeron.

El conde Claus von Stauffenberg, coronel del Es-tado Mayor de la Wehrmacht y jefe del Ejército de Reserva de Berlín durante el Tercer Reich, era un alto y apuesto noble y militar alemán que gozaba de gran carisma entre sus compañeros de armas y entre la élite alemana de la época, como Albert Speer (ar-quitecto y ministro alemán).

Stauffenberg perdió el ojo izquierdo, la mano de-recha y los dedos meñique y anular de la mano iz-quierda en 1943, en el transcurso de una incursión durante una batalla al sur de Mezzouna (Túnez). Sin embargo, no fue este revés el que le llevó a planifi-car el conocido como “complot del 20 de julio”, el más importante intento de acabar con la vida de Hitler en 1944. Sus convicciones eran anteriores a su mutilación de guerra.

También fueron anteriores a sus heridas de guerra, las convicciones políticas del fundador de la Legión extranjera española, José Millán-Astray y Terreros.

En la Guerra de Marruecos, entre 1921 y 1926, su-frió varias heridas a consecuencia de las cuales cojea-ba de una pierna y se le amputó el brazo izquierdo. Además, un disparo en el rostro le causó la pérdida de un ojo, desgarros en el maxilar, y una profunda herida en la mejilla izquierda.

prender el asalto definitivo a Cartagena de Indias y del 13 de marzo al 20 de mayo de 1741, tuvo lugar el sitio.

La flota inglesa compuso la mayor agrupación de buques de guerra de la historia (solo superada por el desembarco de Normandía), con 195 barcos que contenían 3.000 cañones y cerca de 25.000 comba-tientes (incluidos esclavos macheteros jamaicanos y reclutas de Virginia comandados por Lawrence Washington, medio hermano del que sería el pri-mer presidente estadounidense, George Washing-ton), que superaba en más de 60 buques a la Arma-da Invencible de Felipe II.

Pero también fue vencida. Y esta vez por un valiente ’Mediohombre’ con unas fuerzas que “no pasaban de 3.000 hombres, 600 indios flecheros, más la marinería y tropa de infantería de marina de los seis navíos de guerra que disponía la ciudad”, tal y como afirma Je-sús María Ruiz Vidondo.

El rey Jorge II prohibió que se hablase siquiera de la derrota, y se ocultaron una serie de medallas conme-morativas de la “victoria” que nunca se produjo. En ellas se veía a un “Don Blass” arrodillado (lo que le era imposible) y con los dos brazos completos, entregan-do su espada al inglés, con las leyendas: “Auténtico hé-roe británico, tomó Cartagena en abril de 1741” y “El orgullo de España humillado por el almirante Vernon”.

Algo más de cincuenta años después, en 1797, otro inglés, el almirante Horatio Nelson, perdía un bra-zo al tratar de tomar Santa Cruz de Tenerife. Tam-

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El muy condecorado Millán-Astray, un “notable erudito” y “conferenciante”, según el polémico Dic-cionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia recibió el siguiente discurso por parte de Miguel de Unamuno en Salamanca:

“El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra… Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.

Finalmente, las discapacidades y mutilaciones tam-bién han ayudado a la investigación histórica. Muy recientemente, la Universidad de Leicester, en el Reino Unido, ha podido confirmar, tras cuatro me-ses de pruebas y análisis, que los restos encontrados en una excavación pertenecen al rey Ricardo III, gracias, entre otros indicios, a la acusada escolio-sis que padecía. William Shakespeare le describió como “un jorobado vil, ambicioso y corrupto”. No dijo nada de que fuese discapacitado.

Alma Leonor López

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Los científicos que llevaron a cabo el proyecto fue-ron principalmente Robert Oppenheimer (1904-1967), su director; Richard Feynmann (1918-1988) responsable de los cálculos por ordenador, junto con el también teórico Hans Bethe (1906-2005), Enrico Fermi (1901-1954), que en 1942 ha-bía logrado la primera reacción en cadena en lo que fue el prototipo de un reactor nuclear, y John von Neumann (1903-1957), que se encargó de preparar cuidadosamente el mecanismo de detonación de la bomba. Y a todos ellos, habría que sumar a Albert Einstein (1879-1955), que aunque no participó en el proyecto, lo apoyó activamente.

Es cierto que anteriormente al Proyecto Manhattan los científicos conocían la existencia de partículas subatómicas, es decir componentes del átomo. En 1875, William Crookes (1832-1919) consiguió observar una radiación formada por partículas nega-tivas, los rayos catódicos, cuya partícula elemental constituyente era el electrón.

En 1909, Robert Millikan (1868-1953) obtuvo ex-perimentalmente el valor de su carga eléctrica nega-tiva y pudo calcular su masa. Posteriormente, Ernest Rutherford (1871-1937) con experimentos simila-res pudo aislar la partícula positiva elemental, el protón, comprobando que su masa era alrededor de 1836 veces mayor que la del electrón.

Y James Chadwick (1891-1974), en 1932, descu-brió la partícula neutra elemental, el neutrón, de masa ligeramente superior a la del protón. Ambos denominados nucleones por constituir el núcleo del átomo.

Las nuevas partículas se acumulan

Otras partículas entran en escena, el positrón –elec-trón positivo– es descubierto en el año 1932 por el estadounidense Carl Anderson (1905-1991). Es el positrón una partícula muy familiar para los afi-cionados a la ciencia-ficción pues revolucionaría la mente de escritores como Isaac Asimov (1920-1992), que la incluyen como base del cerebro de sus robots, el cerebro positrónico, tema que alcanza in-

El hombre y la búsqueda de la partícu-la de Dios

Es muy probable que recientemente nos haya sor-prendido una noticia curiosa en la televisión o la prensa: Los científicos están a punto de encontrar la partícula de Dios. Y con toda seguridad nos he-mos preguntado acerca de esa extraña partícula que según dicen posee Dios o en el mejor de los casos for-ma parte de Dios.

Fijando los cimientos del mundo subatómico

Pero como siempre, cuando hay que contar alguna situación complicada es mejor empezar por el prin-cipio, y el principio se llamó Proyecto Manhattan. Este proyecto era el nombre clave de una prueba científica llevada a cabo durante la Segunda Guerra Mundial por Estados Unidos, apoyado por Reino Unido y Canadá.

El objetivo final del proyecto era la fisión del átomo de plutonio para conseguir con su detonación una ingente cantidad de energía. Todos sabemos del éxito de la prueba, denominada Prueba Trinity rea-lizada el 16 de julio de 1945 en la localidad de Ala-mogordo, en Nuevo México, que cristalizaría como arma nuclear lanzada unas semanas más tarde sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

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1969) y que a la postre, es bautizado como pión –mesón p–, del cual llegarán a encontrarse hasta tres tipos: positivo, negativo y neutro.

Con todo ello, se suceden las teorías que intentan explicar la estabilidad o su carencia en la materia a partir de las partículas que la componen. En relación con la estabilidad de los átomos entran en juego las fuerzas repulsivas de los protones que están todos juntos en los núcleos, y aunque los neutrones se in-tercalan entre ellos, ¿cómo se unen entre sí para es-tabilizar el núcleo?. Son precisamente los piones los responsables de la unión nuclear entre ambas par-tículas debido a las fuerzas de canje piónico mutuo. Por ejemplo, es como si dos personas se intercam-bian pelotas de tenis, es ese propio intercambio el que las mantiene unidas.

En 1930, Wolfgang Pauli (1900-1958) propone la existencia de una partícula que denominó neutrino –pequeño neutrón- para explicar la emisión de elec-trones –denominados en este caso partículas b–, del núcleo del átomo, en el que sólo existen protones y neutrones. Esta emisión de partículas ocurría úni-camente en los procesos de desintegración atómica –los procesos radiactivos–, cuando se transformaba un neutrón en una partícula b y un neutrino.

Es en 1956 cuando Frederick Reines (1918-1998) y Clyde Cowan (1919-1974) son capaces de demos-trar su existencia, tan difícil de determinar puesto que se trata de partículas sin carga y prácticamen-te sin masa también, pues de tenerla sería casi unas 20,000 veces menor que la del electrón.

En el año 1948, Robert Brode (1900-1986), y Louis Leprince-Ringuet (1901-2000) confirmaron la existencia de otra partícula cuya masa era 700 ve-ces mayor que la del electrón, y que se denominó partícula tau (t), que se desintegraba rápidamente en tres piones.

Incluso llegando al campo de la ciencia-ficción, los científicos fueron capaces de descubrir el antipro-tón y el antineutrón, en los años 1955 y 1956, res-pectivamente. La existencia de la antimateria pues –recordemos que ya se había descubierto el antielec-trón, positrón, como dijimos antes–, estaba servida.

cluso los años 90 con el androide Data, también con ese tipo de cerebro, en la saga Star Trek.

Data y su cerebro positrónico

El interés por las partículas elementales –como se comenzaron a llamar entonces– se va acrecentan-do y es en 1938 cuando los investigadores alema-nes Otto Hahn (1879-1968) y Fritz Strassmann (1902-1980) descubren la fisión nuclear, que abre las puertas al conocimiento del mundo subatómico.

Tras el Proyecto Manhattan y el final de la II Gue-rraMundial, se dispara el impacto mediático de este campo de la física.

El crecimiento tecnológico de la posguerra impulsó el desarrollo de aceleradores y detectores, y con ello numerosos investigadores y fondos económicos entran en escena, lo que desarrolla en una cascada imparable que llega hasta nuestros días, de descubri-mientos de partículas.

Los nombres exóticos para ellas se van acumulan-do, el muón (m), que no pertenece al interior del átomo sino que está presente en los rayos cósmicos, es descubierto en 1936 por Carl Anderson, quien ya había encontrado el positrón; esta partícula tiene una masa unas 200 veces superior a la del electrón, con una vida media de microsegundos, y como él, es negativa.

Otra partícula nueva es el mesón, postulada teó-ricamente en 1935 por el físico japonés Hidekei Yukawa (1907-1981), que definitivamente fue des-cubierto en 1947 por Cecil Frank Powell (1903-

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culas más pesadas, los protones y neutrones quizás estuvieran formados a su vez por otras todavía me-nores, estas partículas, que serían los componentes primordiales de la materia, se denominarían quarks, según la teoría postulada en 1963 por los físicos es-tadounidenses Murray Gell-Mann nacido en 1929) y George Zweig (nacido en 1937).

Los experimentos desarrollados entre 1967 y 1973 en el SLAC (Stanford Linear Accelerator Center), un acelerador de partículas para colisiones que pueden alcanzar enormes energías, permitieron a Richard Taylor (nacido en 1929), Henry Ken-dall (1926-1999) y Jerome Friedmann (nacido en 1930) descubrir experimentalmente los quarks, que tienen carga fraccionaria –cosa impensable hasta entonces–.

De ellos se conocen hoy seis tipos, de los que el úl-timo se descubrió en los laboratorios Fermilab en 1995. Los quarks se agrupan en seis tipos: arriba (up), abajo (down), extraño (strange), encanto (cha-me), superior (top) e inferior (bottom).

El modelo definitivo del Universo

Pero antes de finalizar nuestro camino hay que recor-dar que los físicos basan sus modelos del Universo en la existencia de cuatro fuerzas fundamentales: la fuerza gravitatoria; la fuerza débil, que es 1034 (un uno seguido de 34 ceros) veces mayor y es res-ponsable, entre otros aspectos, de que las partícu-las mantengan su integridad y no se disgreguen en otras menores; la fuerza electromagnética, que es 1037 veces mayor que la gravitatoria y afecta a todas las partículas con carga eléctrica; y la fuerza fuerte, cuyo valor es de 1039 veces mayor que la primera de las que hablamos, y es responsable de la unión de los núcleos de los átomos de manera estable.

Dado que el mundo material se compone de partí-culas unidas, las fuerzas anteriores deberían unificar-se para conseguir una única que explique el compor-tamiento dela Naturaleza.

Hemos comentado antes que los intercambios de partículas de fuerzas son los responsables de las in-

Átomos antihidrógeno.

La gran inestabilidad de las partículas elementales, pues la mayoría se desintegraban con una facilidad extraordinaria, conducía a nuevas partículas que iban aumentando el catálogo hasta llegar a más de sesenta en 1964. De hecho, en 1960 incluso se lle-gó a descubrir la existencia de un tipo de neutrino diferente, y más tarde un tercero. Además, muchas de estas partículas no existen en nuestro mundo, algunas provienen de los rayos cósmicos y otras se obtienen por colisiones de manera artificial en los la-boratorios.

En general, fue preciso agrupar estas partículas en varias familias, los leptones (muones, electrones, neutrinos electrónicos, y sus correspondientes anti-partículas), los mesones (piones, los mesones K o kaones y el mesón eta), y los bariones (protón, neu-trón y unas partículas con masa mayor, denomina-das hiperones).

Plasma de quarks y gluones tras una colisión interatómi-ca.

Como consecuencia de lo anterior, los científicos empezaron a interrogarse sugiriendo que las partí-

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Collider) encontró resultados no concluyentes de la existencia de la citada partícula. Se espera que con la puesta en funcionamiento del Gran Colisionador de Hadrones (LHC, Large Hadrons Collider), cuya estructura es un gran anillo subterráneo de 27 km de circunferencia, donde se conseguirán energías hasta ahora inimaginables, se podría descubrir por fin la esquiva partícula.

Este bosón fue bautizado como la partícula de Dios a raíz del título de un libro de divulgación científica escrito por Leon Lenderman (nacido en 1922), ex director del Fermilab y Premio Nobel de Física en 1988. Nunca mejor puesto un nombre. La existencia del citado bosón determinaría necesa-riamente la del Campo de Higgs, que permite que las partículas tengan masa. Y la masa somos noso-tros, el Cosmos y en definitiva los que el Creador ha puesto en escena. Por eso es, como ninguna otra, la partícula de Dios.

Acelerador de partículas del CERN.

Ángel R. Cardona

teracciones que generan dichas fuerzas. La fuerza electromagnética surge cuando las fuerzas eléctri-cas y magnéticas intercambian fotones: siguiendo este principio, Steven Weinberg (nacido en 1933) y Abdus Salam (1926-1996) fueron capaces en 1968 de mostrar la conexión entre la fuerza electromag-nética y la fuerza nuclear débil, dando lugar a la lla-mada fuerza electrodébil por intercambio de partí-culas denominadas bosones W y Z, descubiertos en 1983 por Carlo Rubbia (nacido en 1934) y Simon van der Meer (1925-2011).

Las fuerzas fuertes surgirían por el intercambio de partículas denominadas gluones –postuladas todavía sólo teóricamente–, que unirían a los quarks dentro de los nucleones. Y la fuerza gravitacional que de-pende de la deformación espacio-tiempo a partir del intercambio de unas partículas aún teóricas de-nominadas gravitones. La unificación de todas las fuerzas en una única es lo que predice el Modelo Estándar, capaz de explicar el Universo en el que nos encontramos inmersos.

Y aquí llegamos al final de nuestro recorrido por el mundo subatómico: la única partícula que a pesar de tener una masa relativamente grande no ha sido detectada hasta la fecha es el denominado bosón de Higgs, llamado así por Peter Higgs (nacido en 1929), quien en los años 60 del pasado siglo postuló su existencia. Se trata de la partícula que cerraría el modelo estándar de unificación de las fuerzas y las partículas, dando sentido a la física desarrollada en los últimos 70 años.

Fue el 13 de diciembre de 2011 cuando el CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) utilizan-do el colisionador tipo LEP (Large Electron-Positron

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de cuantos han tenido a bien cedernos su talento para nuestro disfrute y para acrecentar nuestra dig-nidad.

La canción se llama Al alba y ha sido durante déca-das un auténtico himno dedicado a la memoria de los asesinados por un régimen dictatorial que murió matando en la España de mediados de la década de 1970, cuando Aute la compuso impresionado por el decidido empecinamiento de lo más recalcitrante del franquismo por mostrar a todo el mundo su propia naturaleza, la de un poder nacido para negar y aun perseguir la reconciliación. Un himno en contra de la pena de muerte, para más señas.

Aunque Aute es muchas otras cosas además de can-tante y autor, facetas que no viene al caso aquí enu-merar ni valorar, lo cierto es que su influencia es y ha sido tal en el panorama musical en lengua española que baste mencionar la grabación en el año 2000 del disco ¡Mira que eres canalla, Aute!, donde le rindie-ron más que merecido tributo músicos de la talla de Pedro Guerra, León Gieco, el propio Serrat, Jorge Drexler, Pablo Milanés, José Mercé, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez, Eliades Ochoa, Fito Páez o Rosen-do.

A ese reconocimiento apabullante, al que conviene añadir un enorme éxito en unos tiempos en que las ventas de los vinilos solían coincidir a menudo con la categoría excepcional de las grabaciones musica-les, no son ajenas composiciones de la valía de la canción que es el objeto de este ¿Te suena?, la estre-mecedora Al alba.

Estamos en el estertor de la dictadura franquista, en los años en los que el régimen se parte entre los que se enquistan en lo más profundo de su rudeza y crueldad y quienes asumen como inevitable un paso adelante, hacia donde están los países afines social y económicamente.

Tiempos de un aperturismo que vienen aprovechan-do los creadores no sin mirar por el rabillo del ojo a la censura no derogada, años en que florecen los lla-mados cantautores, Aute entre ellos, de pies a cabe-za sumergidos en el formato de la canción protesta,

Al alba no es una canción de amor

Si te dijera, amor mío, que temo a la madrugada, no sé qué estrellas son éstas que hieren como amenazas

ni sé qué sangra la luna al filo de su guadaña.

Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga,

quiero que no me abandones, amor mío, al alba,

al alba, al alba.

Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas, comen las últimas flores, parece que adivinaran

que el día que se avecina viene con hambre atrasada.

Miles de buitres callados van extendiendo sus alas, ¿no te destroza, amor mío,

esta silenciosa danza?, maldito baile de muertos,

pólvora de la mañana.

Sobrecogedores versos los de esta canción escrita por un artista, un creador español nacido en las islas Filipinas en el año 1943 de nombre Luis Eduardo Aute, probablemente junto a Joan Manuel Serrat el más reconocido cantautor vivo en lengua española

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Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y José Humber-to Baena. Ni que decir tiene que los ajusticiamientos incrementan poderosamente la repulsa internacional y los actos condenatorios dentro de las provincias vascas… Y Aute, en medio de esos días de zozobra escribe su memorable Al alba.

En lugar de grabar él mismo la canción se la cede a la cantante Rosa León, que la popularizará de in-mediato, antes de que acabe el año, al formar parte de su tercer LP, titulado… Al alba, que incluía otro tema compuesto por Luis Eduardo, Pétalo, un ho-menaje al poeta chileno Pablo Neruda.

Aute se resistió a incluir su propia versión en su dis-cografía hasta que en el año 1978 Al alba integró su excelente larga duración Albanta, publicado en el sello Ariola. Para entonces, era un himno reconoci-ble, una canción inmortal.

Bajo la dirección musical, la producción y los arre-glos de Teddy Bautista y con Luis Calleja y J. Antonio Carrión responsabilizándose del sonido, Al-banta es si se puede decir tal cosa hablando de Luis Eduardo Aute un disco de rock. Registrado en los madrileños Estudios Kirios en el mes de febrero de 1978, el grupo que acompañó a Aute en esa graba-ción −algunos, como el propio Bautista, antiguos componentes de una formación clásica del soul y el rock español, Los Canarios− es el siguiente:

Teddy Bautista: Teclados y armónica.

Jorge Sebastián Benítez Martín: guitarra eléctrica.

Christian Melliés: bajo eléctrico.

años en los que el truco estaba en engañar al régi-men y hacer llegar tus mensajes sin que los hombres de negro del franquismo te prohibieran expresarte e incluso te enchironaran.

Y eso es lo que logró nuestro héroe-artista, hacer pasar un auténtico alegato contrario a la existen-cia de la pena de muerte como si de la desesperada canción de un enamorado a su amada se tratara, porque… tachán, eso es Al alba, una cruda denun-cia de lo execrable de matar disfrazada de canción de desamor.

Vayamos al contexto histórico que motivó la can-ción. El Gobierno de Carlos Arias Navarro, el úl-timo de Franco, responde a la coyuntura crítica del año 1975 con una represión endurecida. A finales del mes de agosto había promulgado el Decreto-ley sobre Prevención del terrorismo, donde la pena para quienes participaran en una situación de vio-lencia de la que resultara el fallecimiento de algún servidor público sería la de muerte. A los pocos días son condenados a la pena capital dos activistas de ETA, y a las semanas son ya once quienes reciben esa misma sentencia, tres etarras y ocho miembros del FRAP.

La presión de la comunidad internacional sería muy intensa. El propio papa Pablo VI pero asimismo otros máximos dignatarios de otros estados, la reina británica incluida, solicitarán clemencia al gabinete español y al mismísimo dictador. Por supuesto, en el País Vasco, las movilizaciones se generalizarán de una manera radical.

Aunque un día antes el Consejo de Ministros aprue-ba seis conmutaciones de la pena de muerte, el día 27 de septiembre se produce la ejecución de cinco de aquellos penados: dos militantes de ETA, Ángel Otaegui y Juan Paredes; y tres del FRAP, José Luis

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Alain Richard: batería.

Enrique Correa: violoncello.

Ángel Ortiz: Viola.

Eusebio Ibarra y Luis Artigues: violín.

Y las canciones que acompañaban a Al alba en Alban-ta, todas ellas compuestas por Luis Eduardo Aute, eran, además de Pétalo (que, como la protagonista de este artículo, ya vimos se incluía en el LP citado de Rosa León), Digo que soy libre, Tiempo al tiempo, las también ya clásicas y significativas De paso y A por el mar, o Ahora sí, ahora no, No sé qué coño me pasa hoy (descansa en paz) y la que presta título al álbum.

José Luis Ibáñez Salas

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–No, claro que no. Profe: las etapas de la Histo-ria, por orden cronológico, son las que ocurrie-ron antes de nosotros.

Decido que la tarea de guiar y acompañar debe ser olvidada en algún rincón pedagógico, al menos por ahora, y opto por aclarar el confuso horizonte del tiempo histórico, tan abstracto.

De la Prehistoria

Tropezamos con la segunda dificultad: la Prehisto-ria es Historia, pero no lo es, o, al menos es antes de la Historia, vamos, que es lo mismo, pero no es igual, y ni siquiera hay un par de fechas que le den uniformidad al asunto y permitan despejar el tema; aunque sí hay un alumno que deja por escrito que lo tiene claro, porque la Prehistoria comenzó hace dos millones y medio de años y terminó hace 550 años.

Si Colón se despista o la Reina Católica no le da pie, los castellanos llegan a América en plena edad pre-histórica… Aunque el hombre prehistórico sí pobló América, atravesando hacia allí por el medio, como dice otro alumno.

Una vez resuelto el problema cronológico, es necesa-rio definir este periodo tan confuso de Historia que sí es, pero no es. Un alumno lo tiene claro y no duda en afirmar que la Prehistoria es el acontecimiento mayor del hombre, imagino que mucho más que los descubrimientos geográficos de aquel, la llega-da a la Luna o la Revolución Francesa, aunque su compañero difiere de esto y escribe que es la etapa comprendida entre la aparición del género Homo hasta ahora.

No hay más que hablar: así las cosas, evidentemente esta larga etapa prehistórica sí es un gran aconteci-miento, así como los logros conseguidos hasta el día de hoy. Tan amplia extensión de tiempo debe ser se-cuenciada, a fin de facilitar el estudio, aunque la du-ración de cada una de estas etapas no fuera uniforme en todo el planeta; otro alumno nos aclara la razón de esto: las etapas de la Prehistoria no fueron uni-formes porque en ese tiempo no había uniformes.

Prehistoria-ficción (la Prehistoria con-tada por alumnos de Secundaria)

Primer día de clase. Una vez hechas las presentacio-nes y saciada la curiosidad de mis estudiantes, una treintena de pares de ojos se dispone a beber la in-formación de la pizarra. Comienza el primer tema: hay que aprender a situar en el tiempo hechos y personajes históricos y asumir que los historiadores han calculado, más o menos, cinco etapas para la Historia.

De la cronología

Tal vez alguno de mis alumnos, a pesar de sus doce años –alguno trece, incluso catorce–, sepa de ante-mano de qué estoy hablando. Hago la prueba, pre-gunto y dejo abierta la posibilidad del lucimiento de alguno de los adolescentes que me miran de reojo. Uno levanta la mano, allí al fondo; le doy paso: me enseñaron que el proceso educativo debe partir del propio alumno y el profesor, simplemente, acompa-ñar y guiar.

–Yo lo sé, profe. Las cinco etapas de la Historia son: lluvia, viento, sol y frío.

El intento ha sido vano y aliento a la clase a ver el error de la respuesta –acompañar, guiar: que no se me olvide–; doy la palabra a otro compañero, que hincha orgulloso el pecho, sabedor de que posee la respuesta adecuada y yo, como profesora, podré es-tar orgullosa de sus conocimientos previos. El pri-mer día de clase y dejará ya de ser un nombre anóni-mo en una lista.

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bor de la arqueología, que es la ciencia que busca restos orgánicos o que estudia el arte. Tanta in-decisión en la tarea va acorde con la confusión de esta etapa histórica que es sin ser, claro. Eso sí, los arqueólogos españoles son las únicas personas que trabajan a destajo en este país, pues como me indica uno de mis alumnos en un croquis explicativo so-bre las tareas de estos profesionales, trabajan todo el rato.

De los hombres prehistóricos

Una vez aclarados los conceptos iniciales, es impor-tante ver que los hombres prehistóricos ya estaban organizados, algunos incluso muy bien, sin duda, pues para adaptarse a los cambios climáticos hacían lo apropiado y seguían lo que deberían hacer.

Evidentemente, las condiciones de vida de nues-tros antepasados, en estos primeros momentos, no fueron fáciles, y practicaban una economía depre-dadora, es decir, para aclararnos: una sociedad en la que se come carne viva y los prehistóricos se comían a los demás. Si se descuidan, no queda ni uno.

Semejante forma de vida va mejorando con el paso del tiempo, hasta lograr una adecuada expresión artística más o menos entendible para nosotros. En las pinturas rupestres, que son sentimientos muy fuertes, se empleaban varios colores, porque el co-lor era más abundante, o sea, que estaban más co-loreadas, es decir, con más colores. Y es que algo de policromía hemos perdido en nuestra paleta ac-tual… Sí queda claro que el arte del Paleolítico y el del Neolítico presentaban diferencias, pues no sa-

Observo en esta tarea de guiar y acompañar en el estudio que a mis alumnos les resulta llamativo el tema de la evolución humana, de los homínidos en general y no de uno en particular, como me indica un alumno, y los podemos definir sin temor a equi-vocarnos como el ser que es.

Hay que aprovechar esta curiosidad de mis adoles-centes: es el momento de trabajar la biografía de Charles Darwin, que acaba resultando un personaje mucho más confuso de lo que parecía al principio, pues Darwin fue un científico que inventó la teo-ría del Big Bang, un estallido que hizo aparecer al primer ser humano.

Invención y evolución van de la mano. Lo que de-mostró con su teoría no parece quedar claro, pues para unos afirmó que hay que demostrar lo que eres y, para otros, que se puede vivir donde te guste. Afortunadamente, entonces, Darwin afirma nuestros principios más básicos: quién soy y dónde vivir. Ni qué decir tiene que el hombre no desciende del mono, obviedad, pues nosotros no somos ani-males y, realmente, hombres y monos tienen un chimpancé en común, aunque, sí, algo tienen que ver, pues los seres humanos descendemos de un ser vivo. Afortunadamente, no tengo que guiar ni acompañar el conocimiento del bipedismo, lo que me permitirá adelantar algo del temario: es aquel que anda con las extremidades internas.

Como sé que el trabajo de los arqueólogos siempre es curioso para mis alumnos, decidimos acotar la la-

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Recapitulando

Antes de dar por terminada la clase, me vuelvo hacia la pizarra, y en mi tarea de guiar y acompañar –sí, sí, que no se me olvide– , me dispongo a cerrar la hora resumiendo los conceptos principales. Es aho-ra cuando me doy cuenta de que un alumno, el del fondo, a la derecha, ha estado meditando todo este tiempo sobre la definición de Prehistoria, la cabeza apoyada sobre el cómodo rincón entre brazo y ante-brazo.

Orgullosa y dispuesta a alabar su afán de profundi-zación, escucho:

–Entonces, profe, yo sé cuál es la mayor novedad de ese periodo: es el descubrimiento de América.

Montserrat Martín Blanco

bían tantos colores –otra vez– y pintaban sin patas. No sabemos muy bien qué…

El Neolítico se presenta como el gran momento de revolución prehistórica que fue: los hombres se hicieron sedimentarios; como gran novedad, un alumno añade que se hicieron senderistas, y por si alguien no recuerda la definición de sedentario, es lo de comer cosas muertas.

Este cambio debió de ser bastante rápido, porque en apenas unos miles de años los hombres se hicieron nómadas y se volvieron sedentarios. Todo casi, casi, al mismo tiempo. Los hábitos alimenticios cambia-ron de forma radical, como consecuencia de todo esto, domesticando productos agrícolas, como la madera, los metales y la cerámica.

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sabe con certeza, pero muy posiblemente en alguna cuneta o paraje solitario en las cercanías del grana-dino barranco de Víznar.

Esas cunetas y parajes solitarios en las que a tantos les fue arrebatada la vida. En este caso, la de uno de los principales creadores en lengua española.

Las tapias del cementerio

Miembro de la generación del 98, Ramiro de Maeztu evolucionó ideológicamente desde una juvenil aproximación al socialismo moderado hasta tendencias más conservadoras, vinculadas a la firme defensa del catolicismo y el tradicionalismo.

Tal sentir está presente en dos de sus obras más fa-mosas: La crisis del humanismo (1920) y Defensa de la Hispanidad (1934). A finales de julio de 1936, fue detenido y encarcelado en Madrid por fuerzas defensoras de la República. El 29 de octubre de ese año fue fusilado en el cementerio del entonces pueblo madrileño de Aravaca.

Paracuellos

Entre noviembre y diciembre de 1936, tuvo lugar uno de los episodios más controvertidos dela Guerra Civilespañola. Si el antifranquismo militante recor-dó siempre momentos como el bombardeo de Guer-nica entre los iconos de la barbarie, los fusilamientos de Paracuellos fueron el contrapeso de la balanza esgrimido desde la opción ideológica opuesta para argüir la crueldad, violencia y arbitrariedad del ene-migo.

La Guerra Civil: pequeñas historias en el ámbito de la cultura

La Guerra Civil española (1936-1939) ha sido es-tudiada desde múltiples perspectivas, contemplada a partir de los numerosos ángulos y matices de una realidad observable, para el historiador, bajo prismas distintos y, como siempre que se adopte un mode-lo sistémico de análisis, complementarios. Solo va-lorando y teniendo en cuenta los acontecimientos políticos, bélicos, económicos, sociales, etc., correc-tamente contextualizados en el marco nacional es-pañol y, desde luego, en el del mundo del periodo de entreguerras, se puede ofrecer una sólida visión global de aquellos hechos tan decisivos en la historia de España.

Las líneas que siguen se centran, únicamente, en una de esas posibles posiciones de observación: la refe-rente a la cultura. Y no lo hacen de un modo siste-mático, sino pretendiendo exponer, bajo tipologías de las que escaparán casos concretos, una serie de pequeñas historias.

La muerte

Guerra y muerte

Dos palabras que en la lengua española (posible-mente, en todas las lenguas) van siempre de la mano. Trágica e indisolublemente unidas. Indisociables.La Guerra Civilespañola, que no fue una excepción, se cobró muchas vidas, entre ellas las de algunas per-sonalidades que propiciaron que la cultura española sea lo que es. Cuatro pequeñas historias, solo cua-tro…

Las cunetas

Detenido el 16 de agosto de 1936 en la casa de su amigo y también escritor Luis Rosales, el poeta y dramaturgo Federico García Lorca fue fusilado horas después, en la madrugada del día 18 de ese mes, por causas que aún son motivo de debate y estudio (pero entre las que siempre se han contado algunas como su decidida defensa de la República y su homosexualidad). Dónde exactamente, aún no se

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fensa de la Cultura (más conocida por el nombre abreviado de Alianza de Intelectuales Antifascistas).

Alumbrada como rama española de la Asociación Internacionalde Escritores para la Defensade la Cultura(establecida en París un año antes), a ella estuvieron adscritos los nombres de los principales autores españoles comprometidos con la esencia de aquel organismo (la defensa de la cultura y el sistema democrático frente a la agresión fascista al Gobierno republicano del Frente Popular); entre ellos, la filó-sofa María Zambrano, el cineasta Luis Buñuel y los poetas Luis Cernuda, el ya mencionado Miguel Hernández y Rafael Alberti.

El poeta militante, el poeta en la calle

Afiliado al PCE, el poeta Rafael Alberti desplegó tras la proclamación de la II República y durante la Guerra Civil un intenso activismo como militante político y como creador literario, quedando esta última faceta al servicio de la primera. Fruto inequívoco de ambas fue la obra El poeta en la ca-lle, cuyos poemas, publicados a lo largo de la década de 1930, vieron la luz de forma conjunta en 1938 bajo el mencionado título.

Bibliotecas en el frente

Fracasada en Madrid la sublevación, los alzados, de-cididos en un primer momento a tomar la capital para un triunfo inmediato, marcharon sobre ella des-de diversos frentes. Las columnas del general Emilio Mola bombardearon Guadarrama desde la vertiente segoviana del Alto del León, defendido desde la ma-drileña de forma espontánea por milicianos, cuyas

En el contexto de la batalla de Madrid, millares de presos partidarios de los rebelados fueron trasla-dados desde las prisiones en que estaban recluidos hasta Paracuellos del Jarama, municipio próximo a la capital donde fueron fusilados sistemáticamen-te por milicianos republicanos. Una de las víctimas de aquellos sucesos fue el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, autor de una de las obras más populares del teatro español, La venganza de don Mendo.

La cárcel y la enfermedad

Un pastor autodidacta, capaz de convertirse en uno de los emblemas de la poesía contemporánea hispa-na y de asir sin dudarlo un arma para defender la causa republicana, en cuanto esto fue necesario. Mi-guel Hernández, militante del Partido Comunista de España (PCE), mantuvo una doble actividad en el transcurso de las hostilidades: empuñando su fusil como miliciano (primeramente, en el mítico 5º Regimiento) y escribiendo poemarios de guerra como Viento del pueblo y El hombre acecha. Concluida la contienda, fue capturado. Pasó por diversas cárceles antes de morir, en una de Alicante, como consecuencia de la tuberculosis contraída en prisión.

La movilización interior de las fuerzas defensoras de la II República

La Alianza

El 30 de julio de 1936, pocos días después de iniciar-se la contienda, se fundó en Madrid la denominada Alianza de Intelectuales Antifascistas para la De-

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Literatura en 1971 forjó y alimentó en España una buena red de amistades. Entre ellas, lógicamente, contó con la de diversos poetas, algunos ya citados en este texto, como Alberti, Hernández o García Lorca. El también ya referido fusilamiento de este último le marcaría.

Neruda se adhirió sin reservas, desde el primer mo-mento, a la causa republicana. Y no de manera ti-bia, desde luego, sino lo suficientemente significada como para que el Gobierno chileno, valorando que podía estar vulnerando el principio de neutralidad, clausurara su consulado madrileño. De tal modo que, a finales de 1936, Neruda se trasladó a París. En la capital francesa culminaría la redacción de los poemas integrantes de España en el corazón, obra publicada en Chile en noviembre de 1937.

Al año siguiente, Pedro Aguirre Cerda, nuevo pre-sidente de la República chilena tras el triunfo elec-toral del Frente Popular, del que era candidato, le nombró cónsul en París. Desde su nuevo destino, Neruda organizó el viaje de un buque, de nombre Winnipeg, que en 1939 desembarcaba en el puerto de Valparaíso a más de 2.000 exiliados españoles.

El idealista

El escritor y activista británico George Orwell formó parte de aquellos militantes del Partido Laborista Independiente (en el que militaba) que presintieron que, en 1936, no había mejor lugar que España para defender la libertad. La decisión se tradujo en el viaje del grupo para defender con las armas al régimen republicano.

Orwell llegó a Barcelona en los últimos días de 1936, quedando encuadrado en las milicias del Par-

familias eran atendidas por los ayuntamientos y or-ganizaciones de asistencia como Socorro Rojo.

Más tarde, llegarían al frente de la sierra refuerzos de nuevos milicianos, ya encuadrados en compañías. Fueron las primeras de ellas las Compañías de Ace-ro, organizadas por el 5º Regimiento de Milicias Populares, el 5º Regimiento del PCE en el que ya dijimos que militaba Miguel Hernández, cuyo ori-gen se encuentra en las Milicias Antifascistas Obre-ras y Campesinas (MAOC), creadas por el propio PCE.

Pues bien, de forma simultánea a todo este esfuer-zo defensivo, nacieron en Madrid diversas organi-zaciones (cuyos integrantes eran igualmente consi-derados milicianos) dedicadas a la extensión de la cultura, que igual organizaban actos que establecían bibliotecas (algunas de ellas volantes, transportando libros a los frentes de guerra). Entre estas organiza-ciones –que también desempeñaban una importante función de propaganda política- cabe mencionar a Cultura Popular, que desarrolló sumisión cultural entre las bombas que los aviones alemanes Heinkel y Junker, y los italianos Caproni no tardaron en dejar caer, a diario, sobre Madrid.

La movilización exterior de las fuerzas defensoras de la II República. Hombres de pluma y espada

Si manifiesta fue la movilización de muchos intelec-tuales españoles ante la guerra desatada en su patria (hay que precisar que el campo de batalla español se consideró siempre el escenario de la lucha genérica y universal entre totalitarismo y democracia), una referencia muy especial merecen aquellos que acu-dieron a España a poner su vida al servicio de unos ideales o, como poco, a dar testimonio al mundo, por el ejercicio de su actividad profesional, de lo que en ese país acontecía. Tipos de pluma y espada. Unos ejemplos pueden bastar.

El diplomático

En mayo de 1934, el poeta chileno Pablo Neru-da llegaba a Madrid para convertirse en cónsul de su país en España. El que sería premio Nobel de

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Y sin vacilación, desde luego: en agosto, al mes si-guiente de la sublevación, ya había organizado un escuadrón aéreo, la Escuadrilla España (que luego pasaría a ser denominada Escuadrilla Malraux), cu-yas operaciones se prolongaron en el tiempo hasta febrero de 1937. El coronel Malraux (pues así se le puede llamar una vez que recibiera del Gobierno re-publicano tal graduación militar) plasmó estas expe-riencias en La esperanza, novela publicada en Fran-cia en diciembre de ese mismo año 1937.

El apóstata

En octubre de 1934, otro escritor francés, Georges Bernanos, se había trasladado a residir a la ciudad española de Palma de Mallorca. Hombre de fuertes convicciones católicas y nacionalistas, en Francia se había relacionado con la conservadora Action Française de Charles Maurras, con el que rompió tales vínculos en 1932. Dado su posicionamien-to ideológico, parece lógica su inicial adhesión a la causa sublevada, alterada como resultado de las per-cepciones que le ofrecieron los primeros meses de la contienda.

En marzo de 1937, dejó España y regresó a Francia. Al año siguiente, vio la luz uno de sus más famo-sos escritos, Los grandes cementerios bajo la luna, vívido y sincero testimonio de la represión ejercida por las fuerzas franquistas en la isla de Mallorca.

¿Sólo literatura?

Restringir estas notas al mundo de la literatura sería ofrecer una visión reduccionista de la cultura. Los si-guientes casos lo demuestran. Cuatro ejemplos. Sólo cuatro de tantos…

El periodista

El escritor, periodista y, sobre todo, aventurero esta-dounidense Ernest Hemingway estuvo presente en la Guerra Civil española en calidad de corresponsal. El impacto de lo que conoció en esa etapa de su vida se reflejó en su obra de teatro La quinta columna (1938) y en la novela Por quién doblan las campa-nas (1940).

tido Obrero de Unificación Marxista (POUM), de orientación trotskista, cercano durante la contien-da a las posiciones revolucionarias anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI), y radicalmente enfrentado a las directrices estalinistas marcadas, a través del PCE, desde Moscú.

La experiencia de Orwell en la contienda se saldó con una herida de bala, disparada desde las trinche-ras enemigas, y una persecución (compartida con otros poumistas y anarquistas) sufrida en las propias como resultado de los de sobra conocidos sucesos acaecidos en mayo de 1937 en la ciudad condal.

Orwell relató sus experiencias españolas en Home-naje a Cataluña (1938). Años después, publicaría dos obras que se convertirían en sendas celebérrimas metáforas condenatorias de los regímenes totalita-rios: Rebelión en la granja (1945) y, cómo no, 1984 (1949).

La escuadrilla

En julio de 1936, el escritor francés André Mal-raux era ya un destacado activista en el contexto europeo de la lucha antifascista. Un año antes, había publicado La época del desprecio, un relato cuyas pá-ginas vieron la luz como consecuencia de un viaje realizado por el autor a Alemania en el que tuvo la oportunidad de conocer, de primera mano, la reali-dad del régimen de Adolf Hitler. De tal forma que, en el verano más triste de la historia de España, Mal-raux no dudó en ponerse al servicio de la II Repú-blica.

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El pintor

El 26 de abril de 1937, la Legión Cóndor (uno de los principales apoyos que Alemania prestó a las fuerzas rebeldes de Francisco Franco) bombardeó de manera indiscriminada la histórica población vasca de Guernica y Luno. La acción se convirtió en un referente universal de los horrores de la guerra.

El Gobierno republicano encargó al artista Pablo Ruiz Picasso que realizara una obra que reflejara aquella tragedia para ser exhibida en la Exposición Internacional de París de aquel año. El resultado fue Guernica, uno de los cuadros clave del arte contem-poráneo.

El cartelista

El cartelismo vivió una auténtica edad de oro en Es-paña durante la II República y la Guerra Civil.

Concebidos como instrumentos propagandís-ticos para lograr la movilización de los colectivos y la adhesión estrecha de la sociedad a causas o posiciones muy concretas, los carteles proliferaron de forma pareja a su progresivo perfeccionamiento técnico y semántico. Si su expresión formal y visual adquirió altas cotas en el plano puramente estético, en el aspecto textual se erigieron en férreos transmisores de solicitud de solidaridades gracias a unos mensajes tan concisos como directos y plenos de carga ideológica.

Hay quien ha afirmado que el cartelismo político puede incluso considerarse un subgénero artístico propio de la edad contemporánea. Con anteriori-dad a la contienda intestina española, la Revolución

El periodista gráfico: el fotógrafo

La fotografía y la Guerra Civil española quedaron indisolublemente unidas por un nombre, nueva-mente el de un extranjero que quiso dar testimonio de lo ocurrido, en este caso con una cámara.

Para muchos, la obra del estadounidense Robert Capa (nacido en Hungría con el nombre de André Friedmann) marcó un antes y un después en la historia de la fotografía. Su obra demuestra sobra-damente su concepto: el fotógrafo, con su cámara, está en disposición de hacer imperecedero el instan-te temporal; de perpetuar y convertir en histórica la fugacidad; de detener el presente, captarlo y legarlo al futuro.

Y eso fue lo que realizó, como corresponsal de la re-vista Life, durante la lucha española. Posteriormen-te, el consumado reportero gráfico estaría presente en la II Guerra Mundial y en la guerra de Indochi-na (donde, en 1954, murió al pisar una mina). De todas las fotografías que efectuó en España, una de ellas, Muerte de un miliciano, pasó a ser la imagen por excelencia de la contienda. Aunque existen serias dudas, se cree que el 5 de septiembre de 1936, en Cerro Muriano (Córdoba), Capa captó el momento en que, víctima de un disparo, el miliciano Federico Borrell perdía la vida defendiendo a la República.

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Tras el triunfo bélico de Franco, el régimen autori-tario que este implantó en España tuvo uno de sus principales pilares de sujeción en la Iglesia católica, cuya preeminencia en los aspectos religioso, educati-vo y cultural la erigieron en ente modelador de una sociedad caracterizada por el tradicionalismo y por una moral privada y pública férreamente dependien-te de los valores religiosos católicos. Ese nacionalca-tolicismo se perpetuaría como esencia de la España franquista.

Hubo, cierto es, algún pequeño resquicio. En mar-zo de 1938, el falangista Dionisio Ridruejo se convirtió en director general del Servicio Nacional de Propaganda del Gobierno de Franco radicado en Burgos. Alrededor de Ridruejo se agruparon escritores como Pedro Laín Entralgo, Gonzalo To-rrente Ballester, Luis Felipe Vivanco y Luis Ro-sales, quienes acabarían por constituir el que fue denominado Grupo de Burgos. La importancia de este entorno consistió en que su concepción intelectual del que habría de ser nuevo régimen español terminó por provocar su distanciamiento ideológico de Franco y la génesis de un peculiar núcleo disidente con el monolítico franquismo.

Un monolitismo del que habla la escasa prodigali-dad de manifestaciones culturales dignas de men-ción, salvo que se tengan por tales la faraónica obra arquitectónica dedicada a “los Caídos” en la sierra madrileña o la aportación al celuloide de Jaime de Andrade, seudónimo con el que el mismísimo Francisco Franco se atrevió a entrar en la historia del cine primero como novelista y luego como guionista del largometraje estrenado en 1941 bajo el significativo título de Raza.

El exilio

Una de las consecuencias que la Guerra Civil tuvo en la sociedad española fue el exilio al que muchos se vieron obligados por el temor a la represión o al que optaron por la disconformidad con el régimen implantado. Entre los españoles, anónimos y céle-bres, que prefirieron o tuvieron que dejar su país hay que mencionar a los que dejaron a la posteridad el legado de su pensamiento; buena parte de una ge-

Rusa había marcado un importante episodio de su eclosión como tal. Uno de los famosos cartelistas es-pañoles fue Josep Renau, director general de Bellas Artes del Gobierno republicano durante la guerra.

El involucionismo cultural de los sublevados: del nacimiento del nacionalcatolicismo a ‘Raza’

El 1 de julio de 1937, se hacía pública la Carta Co-lectiva de los Obispos españoles, dirigida por estos a sus homólogos de todo el mundo con motivo de la guerra. En ella, la Iglesia católica española mostra-ba a las fuerzas de Francisco Franco un apoyo que ya era patente desde que, en septiembre de 1936, el llamado Alzamiento Nacional recibiera por prime-ra vez el calificativo de Cruzada (así la definió el obispo de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, en su carta pastoral Las dos ciudades, defendiendo la causa sediciosa).

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Y Ramón J. Sender, quien, como Barea, plasmó vi-vencias en primera persona sobre las guerras de Ma-rruecos, en Imán (1930), y el comienzo de la Guerra Civil, en Contraataque (1937), además de disponer la contienda como escenario de una pequeña joya como Réquiem por un campesino español (1953, cuando se publicó intitulada Mosén Millán). Un Sender cuya esposa era fusilada en Zamora mientras él defendía Madrid…

Y tantos y tantos otros que fueron, por unas circuns-tancias que no volverán a ser…

Rafael Esteban

neración de intelectuales cuya creación se desarrolló fuera de su patria.

Sería prolija la relación de nombres a los que la con-tienda empujó a una vida distinta a la que posible-mente hubieran tenido si la historia de su país hu-biera sido otra. Poetas como León Felipe; pintores como Picasso; cineastas como Buñuel; María Zam-brano y otros muchos filósofos, como los acogidos, física e institucionalmente, en El Colegio de Méxi-co; historiadores como Claudio Sánchez Albornoz o Manuel Tuñón de Lara…

Una pléyade de creadores que en el entorno literario dio a los manuales su propia generación: la genera-ción del exilio, en la que figuran Jorge Guillén, Pe-dro Salinas, Jorge Semprún, Josep Carner, Alfonso Rodríguez Castelao, Rafael Dieste…

Y Arturo Barea, quien legó una obra básicamente autobiográfica vertebrada en torno a la trilogía La forja de un rebelde (1941-1944), que integran La forja (sobre la España que despertaba al siglo XX), La ruta (centrada en las guerras de Marruecos) y La llama (sobre la Guerra Civil misma); y La raíz rota (1955, con el exilio como núcleo argumental).