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184 Cਕਅਏਓ ਏਓ Aਉਇਏਓ ਏਓ Mਕਓਅਏਓ Oਓਕ, ඇ.º 20|| ISSN 1697-1019 ||2018 LA GUERRA DE LAS GALIAS (I) Por Bൺඋඍඈඅඈආඣ Sൾඎඋൺ Rൺආඈඌ Universidad de Sevilla G allia est omnis 1 diuisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur («La Galia en sentido lato se divide en tres partes, de las cuales, una habitan los belgas, otra, los aquitanos, y la tercera los que en su len- gua se llaman celtas y en la nuestra galos»). Así comienzan las Memorias de la guerra de las Galias, escritas por el autor que habría de llevarla a cabo, Gayo Julio César, una guerra que, bajo su dirección, duraría ocho años, de los cuales en sus memorias recogería los siete primeros, dejando el último para su amigo Aulo Hircio 2 . El autor, César, nació el año 101 a. C. y murió asesinado el día de las idus de marzo (día 15) del año 44. Como todo no- ble y patricio, nuestro héroe hizo su cursus honorum, o carre- ra política, desempeñando los distintos grados de la misma a la edad tradicional: fue cuestor en el 68 (a los 33 años), edil 1 Omnis («La Galia en sentido lato») Gallia aparece en la obra 16 veces, tota («La Galia entera») Gallia, 43. 2 Leí por primera vez La guerra de las Galias durante un verano en el cam- po, cuando estudiaba bachillerato, en una versión del siglo එඏංංං, escrita en un español delicioso. Más tarde, habría de leerla varias veces más, ya en latín, y siempre ha sido para mí una de las obras a la que he recurrido una y otra vez por el placer que su lectura (como las Geórgicas de Vir- gilio, el poema de Manrique, el Quijote o Machado) me ha procurado siempre. En el instituto leí los primeros capítulos con don Juan Tamayo, un hombre excelente, y en la Universidad utilizamos la obra de César para hacer retroversión con don Aguastín. A nadie más he visto leer o hablar de la Guerra de las Galias, y poca gente tiene conocimiento, ni siquiera somero, de esta obra maravillosa, sencilla y tremenda al mismo tiempo. en el 65, pretor, en el 62, y cónsul en el 59. En medio de estos hitos irrenunciables, fue nombrado pontífice máximo en el 63, y propretor (= gobernador) de España ulterior (Andalucía y Portugal), en el 61; antes de ser cónsul en el 59, en el año 60 constituyó con Gneo Pompeyo Magno y Marco Craso (el hombre más rico de Roma) un triunvirato, o asociación de tres, para repartirse el poder, una asociación ilegal y al mar- gen de las costumbres de la República romana 3 . Ya en el año de su consulado (el 59, como hemos dicho) mostró César su afán de protagonismo y su enorme ambi- ción: marginó a tal extremo a su colega consular (los cónsu- les en Roma eran siempre dos, y la duración de su mandato abarcaba un solo año), Marco Calpurnio Bíbulo que, en lugar de citar el año, según la costumbre romana, por el nombre de los dos cónsules, ese año se decía que era el de los cónsules «Julio y César». Al año siguiente al de su consulado, el 58, César es nom- brado procónsul (= gobernador) de la Galia Cisalpina (la Ga- lia al sur de los Alpes y al norte del río Po, donde al igual que en las Galias propiamente dichas, también habitaban pueblos galos) y el Ilírico (la actual Croacia, etc.) por un período de cinco años, al mando de tres legiones, a las que el senado 3 El historiador Floro resume las intenciones de los tres hombres así (IV 2): «De modo que, deseando César un alto cargo, Craso, aumentarlo, y Pompeyo conservarlo, y ávidos los tres de poder por igual, les fue fácil ponerse de acuerdo en el asalto al Estado»; y Suetonio (César, 19) afirma al respecto: «Para que no se llevase a cabo nada en el Estado que desagra- dase a ninguno de los tres». Vਅਃਉਇਪਔਏਉਘ ਈਃਅ ਅਔਅਇ ਓਕਓ Jਕਉਏ Cਪਓ, ඉඈඋ Lංඈඇൾඅ Rඈඒൾඋ (1899). Bൺඋඍඈඅඈආඣ Sൾඎඋൺ Rൺආඈඌ La guerra de las Galias (I), pp. 184-188

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184 C A M O , .º 20|| ISSN 1697-1019 ||2018

LA GUERRA DE LAS GALIAS (I)Por

B S RUniversidad de Sevilla

Gallia est omnis1 diuisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur («La Galia en

sentido lato se divide en tres partes, de las cuales, una habitan los belgas, otra, los aquitanos, y la tercera los que en su len-gua se llaman celtas y en la nuestra galos»). Así comienzan las Memorias de la guerra de las Galias, escritas por el autor que habría de llevarla a cabo, Gayo Julio César, una guerra que, bajo su dirección, duraría ocho años, de los cuales en sus memorias recogería los siete primeros, dejando el último para su amigo Aulo Hircio2.

El autor, César, nació el año 101 a. C. y murió asesinado el día de las idus de marzo (día 15) del año 44. Como todo no-ble y patricio, nuestro héroe hizo su cursus honorum, o carre-ra política, desempeñando los distintos grados de la misma a la edad tradicional: fue cuestor en el 68 (a los 33 años), edil 1 Omnis («La Galia en sentido lato») Gallia aparece en la obra 16 veces, tota

(«La Galia entera») Gallia, 43.2 Leí por primera vez La guerra de las Galias durante un verano en el cam-

po, cuando estudiaba bachillerato, en una versión del siglo , escrita en un español delicioso. Más tarde, habría de leerla varias veces más, ya en latín, y siempre ha sido para mí una de las obras a la que he recurrido una y otra vez por el placer que su lectura (como las Geórgicas de Vir-gilio, el poema de Manrique, el Quijote o Machado) me ha procurado siempre. En el instituto leí los primeros capítulos con don Juan Tamayo, un hombre excelente, y en la Universidad utilizamos la obra de César para hacer retroversión con don Aguastín. A nadie más he visto leer o hablar de la Guerra de las Galias, y poca gente tiene conocimiento, ni siquiera somero, de esta obra maravillosa, sencilla y tremenda al mismo tiempo.

en el 65, pretor, en el 62, y cónsul en el 59. En medio de estos hitos irrenunciables, fue nombrado pontífi ce máximo en el 63, y propretor (= gobernador) de España ulterior (Andalucía y Portugal), en el 61; antes de ser cónsul en el 59, en el año 60 constituyó con Gneo Pompeyo Magno y Marco Craso (el hombre más rico de Roma) un triunvirato, o asociación de tres, para repartirse el poder, una asociación ilegal y al mar-gen de las costumbres de la República romana3.

Ya en el año de su consulado (el 59, como hemos dicho) mostró César su afán de protagonismo y su enorme ambi-ción: marginó a tal extremo a su colega consular (los cónsu-les en Roma eran siempre dos, y la duración de su mandato abarcaba un solo año), Marco Calpurnio Bíbulo que, en lugar de citar el año, según la costumbre romana, por el nombre de los dos cónsules, ese año se decía que era el de los cónsules «Julio y César».

Al año siguiente al de su consulado, el 58, César es nom-brado procónsul (= gobernador) de la Galia Cisalpina (la Ga-lia al sur de los Alpes y al norte del río Po, donde al igual que en las Galias propiamente dichas, también habitaban pueblos galos) y el Ilírico (la actual Croacia, etc.) por un período de cinco años, al mando de tres legiones, a las que el senado 3 El historiador Floro resume las intenciones de los tres hombres así (IV

2): «De modo que, deseando César un alto cargo, Craso, aumentarlo, y Pompeyo conservarlo, y ávidos los tres de poder por igual, les fue fácil ponerse de acuerdo en el asalto al Estado»; y Suetonio (César, 19) afi rma al respecto: «Para que no se llevase a cabo nada en el Estado que desagra-dase a ninguno de los tres».

V J C , L R (1899).

B S R La guerra de las Galias (I), pp. 184-188

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añadió una cuarta y, por haber muerto su gobernador, le adju-dicó además la otra Galia («nuestras Galias»), y en el 56 (al tiempo que se acuerda un segundo consulado para Pompeyo y Craso a desempeñar al año siguiente, el 55) se le prolonga el mando por otros cinco, con lo que su proconsulado duraría diez años (del 58 al 49), solo que en enero de este último, el 49, comenzaría la guerra civil, por lo que el imperator («ge-neralísimo») ejercería el mando de gobernador nueve años (58-50), pero no el décimo (49), por la razón apuntada.

Como es sabido, Roma fue fundada en el año 753 a. C., y se extendió paulatinamente por la península itálica, pero antes de dominar el norte de dicha península, los romanos habían conquistado España, de modo que nuestro país cayó bajo la suela de los romanos antes no solo que la actual Francia y los Países Bajos, sino incluso antes que el norte mismo de Italia, donde, como hemos dicho, habitaban pueblos galos.

Así que, entre otros pueblos, los romanos tuvieron que pelear denodadamente no solo con las ciudades más próxi-mas (latinos, marsos, oscos, umbros, samnitas, etruscos) sino muy particularmente contra pueblos de estirpe celta (gala), que de vez en cuando se atrevieron a descender por la penín-sula itálica y atacar a la propia Roma. Es así como ya en épo-ca de Tarquinio Prisco (siglo –VI) los celtas ínsubres llegan a Lombardía y fundan Milán; luego, otros pueblos celtas, los boyos y língones, se asientan entre los Alpes y los Apeninos. En el año 3904 los galos sénones llegan a Roma y la incen-dian; se suceden combates entre 367 y 349. Durante la terce-ra guerra samnita (siglo –III), algunos galos combaten junto a los samnitas frente a los romanos, que salen victoriosos en la batalla de Sentino (año 295), y de nuevo los romanos logran vencer a los sénones, el pueblo galo que había saquea-do Roma, en 283; años después, en el 222, Roma consigue doblegar a ínsubres y boyos, lo que le permite fundar un par de colonias al norte del Po (Placencia y Cremona). Como se ve, durante estos primeros siglos de la historia de Roma, son los celtas (galos) quienes llevan la iniciativa, atacando una y otra vez a la ciudad eterna.

Así que entre Roma y España, ya sometida, se interpone a partir del siglo –II la Galia, en que los griegos habían funda-do desde siglos atrás la ciudad de Massilia (Marsella). Cuan-do los galos atacaron sus colonias, Nicea y Antípolis (Niza y Antibes), Marsella llamó en ayuda a Roma, cuyo cónsul, Quinto Opimio, venció a los galos en 154, sin que los roma-nos exigieran nada a cambio. Años después, se repiten los ataques galos a estas ciudades griegas, y el cónsul Marco Fulvio Flaco, primero (en 125), y el procónsul Gayo Sextio Calvino, después (en 123), derrotan, respectivamente, a salu-vios y alóbroges. Es en esta zona, la de los alóbroges, donde se levantaría la primera fortaleza romana, Aquae Sextiae (por el nombre del procónsul, Sextio), que no es otra sino la futura Aix-en-Provence,

Pues bien, en 121, Quinto Fabio Máximo, que pasaría a la historia con el apodo de «Alobrógico», vence a los alóbroges en la confl uencia de los ríos Isère y Ródano, y Gneo Domicio Ahenobarbo (un ascendiente de Nerón) vence a otro pueblo galo, los arvernos. A partir de este momento empieza a con-fi gurarse la que los romanos denominarían por antonomasia «Provincia», esto es, la comarca de las Galias convertida en tierra romana, que abarcaría desde el lago Lemán (en la ac-tual Suiza) al cauce medio del Ródano, y que se conocerá hasta nuestros días como la Provence.

Tres años más tarde (118), otro cónsul, Quinto Marcio Rege, acrecienta las conquistas al oeste del Ródano, con lo que amplia los límites de la Provincia, y se funda además una nueva colonia en la carretera a España: Narbo (Narbonne); esta es la Provincia que ya en el siglo –I conocerá Gayo Julio César.

Todavía antes de su nacimiento, en 107, un cantón de los helvecios5, el de los Tigurinos, derrota al ejército del cónsul 4 En tanto no se diga lo contrario, todas las fechas de este trabajo se entien-

den que son anteriores a nuestra era.5 Este es el pueblo galo con el que combate César en la primera guerra

descrita en sus «Memorias»; habitaban parcialmente en lo que hoy

Lucio Casio Longino (un abuelo del suegro de César), cau-sándole la muerte a este; poco después (año 102), el gran Mario aniquila a los teutones en Aquae Sextiae, y Quinto Cá-tulo a los cimbros en 101. A partir de ese momento, reina la paz en la provincia durante más de cuarenta años. Pero en el 61 se produce un levantamiento de los alóbroges, abrumados por el abuso de los funcionarios romanos (hecho al que hay alusiones en las Catilinarias, 40 y 44, de Cicerón), siendo de nuevo doblegados por el pretor Pontino.

Como hemos dicho, el año 58 es el primer año del pro-consulado de César en las Galias. Durante los tres primeros meses de dicho año, César se halla aún en Roma, hasta que llega la noticia de que los helvecios piensan reunirse en las orillas del Ródano el 28 de marzo, para ponerse en marcha todos juntos hacia la Provincia. En ocho días (el 5 de abril), César llega a Ginebra (Genaua, en latín). La intención del procónsul romano no es reprimir a los helvecios, sino iniciar una guerra de conquista, que en Roma podía despertar un interés nacional, pues semejante guerra iba dirigida contra el «viejo enemigo del Norte», los galos, que habían destruido en una ocasión a Roma (año 390) e intranquilizado a Italia a lo largo de los siglos.

Ya hemos visto más arriba cómo la Galia antigua está ha-bitada por tres pueblos o «nacionalidades» principales: los belgas al norte (las actuales Bélgica y Holanda), los galos propiamente dichos en el centro (entre los ríos Marne (Má-trona) y Sena (Séquana) al norte y el río Garona (Garunna) al sur, llegando hasta el Océano, esto es, la Normandía y la Bretaña francesa), y los aquitanos (la Aquitania) al sur (es decir, el Midi francés), limitados estos por el Mediterráneo y los montes Pirineos.

Al este de galos y aquitanos se ubicaban los helvecios, un «país» igualmente celta (o galo) enclaustrado entre el Rin, el lago Lemán, el monte Jura y el río Ródano, en un espacio de unos 94 000 km2 (poco más que la actual Andalucía, cuya extensión es grosso modo de 87 000 km2). Los pueblos más cercanos a los helvecios son los eduos, los sécuanos y los alóbroges.

El príncipe helvecio Orgetorige es ambicioso y conside-ra que para la fuerza militar de los helvecios su pueblo no posee sufi ciente espacio (un eco avnat la lettre del famoso Lebensraum o «espacio vital» de Hitler), por lo que propone a los nobles helvecios abandonar el solar patrio, no sin antes concertar con los líderes sécuano (Cástico) y eduo (Dumno-rige), al que da en matrimonio a su hija, un tratado para entre los tres pueblos dominar la Galia entera6. Todo esto ocurre en el consulado de Marco Mesala y Marco Pisón, es decir, el año 61.

Ahora, en el año 58, para salir de su territorio, los helve-cios disponen de dos caminos solamente: uno, a través de los sécuanos, entre el monte Jura y el río Ródano, estrecho y peligroso; otro, por la Provincia romana, la franja costera que se extiende desde Cervera (Cerbère) a los Alpes.

César tiene dos motivos para no permitirles el paso por la provincia: el primero, que se acordaba de la derrota del

conocemos como Suiza (de aquel nombre proviene el nombre ofi cial de esta nación: Confoederatio Heluetica, CH, por todos conocido); además de esta etnia, otras que intervienen en esos 29 capítulos que abarca el Bellum Helueticum, o «Guerra de los helvecios», son eduos y sécuanos. Tal vez, convenga adelantar el nombre de algunos de los personajes ga-los más signifi cativos que pululan a lo largo de esos capítulos, pertene-cientes a los tres pueblos implicados, a saber: a) helvecios: Orgetorige y Dívico; b) eduos: Dumnorige, Diviciaco y Lisco; c) sécuanos: Cástico.

6 Hay un punto oscuro en la narración de este pasaje cesariano al que nin-gún estudioso alude y que uno solo puede traer a colación, sin que tenga a mano la solución del mismo. César afi rma que el príncipe Orgetorige proyecta junto a la nobleza la salida de los helvecios de su espacio vital; luego, cuenta que el pueblo se entera de este plan y pide que Orgetorige sea juzgado y en su caso (es decir, si es verdad lo del proyecto) quemado vivo; hay una revuelta, el príncipe se defi ende, pero a la postre muere en extrañas circunstancias (quizá, se suicida). Acto seguido, los helvecios, en su totalidad, siguen adelante con el plan del noble helvecio. La pre-gunta es: ¿Por qué, si antes condenaron a Orgetorige por tramar el éxodo, persisten en sus planes después de su muerte, como si se tratase de una decisión común y general? Esto, como decimos, no lo explica César ni ningún historiador o fi lólogo. La cuestión aguarda la pertinente respuesta.

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cónsul Lucio Casio Longino, a la que ya nos hemos referi-do; el segundo, que consideraba peligroso dejar pasar por el territorio sometido a Roma un pueblo en son de guerra. Por ello, emplaza a los helvecios para que se reúnan con él quin-ce días más tarde, y entretanto levanta un muro de 27 km a lo largo del Ródano, entre el monte Jura y el lago Lemán.

De ahí que los helvecios opten por seguir el otro camino, a saber, a través de los sécuanos, licencia que consiguen gra-cias a la intermediación del eduo Dumnorige.

La información de que ahora dispone César es de que los helvecios planean marchar hacia los sántones, pueblo cer-cano a Tolosa, ciudad de la provincia. Naturalmente, César entiende que el peligro es el mismo, y por ello deja al frente de la fortifi cación anteriormente descrita a su principal lugar-teniente, T. Labieno, y él regresa a Italia, donde recluta dos nuevas legiones y saca de los cuarteles de invierno a las tres que se hallaban acuarteladas en el norte de Italia.

Los helvecios, por su parte, ya han llegado al país de los eduos, al que devastan. Estos envían embajadores a César a pedirle ayuda; lo mismo hacen los alóbroges y ambarros («los que habitan en torno al Arar», o Saona, río de la re-gión). César entiende que no debe dar lugar a que los helve-cios lleguen a su meta, los sántones, tras arrasar a pueblos amigos de Roma.Los helvecios, en efecto, han de atravesar el río Arar (o Sao-na), lo que han de hacer mediante un puente de barcas. Una vez pasadas las tres cuartas partes, César ordena atacar a la cuarta parte restante, el pago Tigurino, que cuarenta años an-tes había derrotado a Casio, y destruye a todo el contingente.

César pasa el río construyendo un puente, pide rehenes a los helvecios, que se niegan a entregarlos, y prosiguen su éxodo. Durante quince días César los sigue vigilantemente, manteniéndose a una distancia de ocho o nueve kilómetros.

Por su parte, los eduos se habían comprometido a facilitar víveres a César, pero estos no llegan7 y el ejército los necesi-ta. Cansado de esperar, César decide abandonar la vigilancia de los helvecios y retrocede hasta la capital de los eduos, Bi-bracte, en busca de provisiones. Los helvecios, interpretando que les tenía miedo, detienen la marcha, vuelven grupas y persiguen al ejército romano, retándolo a la pelea.

César decide plantarles cara. Despliega las tropas en la cima de un monte, ordenadas en triple línea sus seis legiones, ordena retirar los caballos y aguarda el ataque helvecio, que no se hace esperar. El combate fue terrible e incierto durante más de siete horas (entre mediodía y el anochecer). Al fi nal, las legiones se apoderan del campamento helvecio. César hace volver a los helvecios y a sus aliados al país de origen, con la idea de que no quedara vacío el espacio de este pueblo, adonde, en caso de abandono, podrían penetrar los pueblos germanos, atraídos por la «bondad de sus tierras» (bonitas agrorum).

En el interior del campamento helvecio, César halló unos archivos, escritos en caracteres griegos, con los siguientes datos: a) número de helvecios en campaña: 263 000; b) alia-dos: 1. Tulingos: 36 000; 2. Latóvicos: 14 000; 3. Ráuracos: 23 000; 4. Boyos: 32 000. Número total de participantes en la guerra: 368 000, de los cuales solo 92 000 eran guerreros; el resto, 276 000, estaba compuesto por mujeres, niños, an-cianos, enfermos e inválidos. Según el censo ordenado por César, a su país regresaron unos 110 000 individuos, por lo que los enemigos muertos en combate ascendieron a 258 000.

Como vemos, César no disimula la brutalidad de la con-quista, y lo mismo ocurre, por ejemplo, con los atuatucos, un pueblo con el que el general romano ha negociado la rendi-ción a cambio de su inmunidad, pero que traicionan al impe-rator. En tal circunstancia, el general agrupa las fuerzas de los fortines vecinos en torno a la ciudad desleal y se entabla un cruel combate. El procónsul narra así el fi nal (BG II 33,

7 En conversación con el eduo Lisco, César descubre que el culpable del retraso en la entrega de los víveres es el noble de la misma nacionalidad, Dumnorige, que rechaza a los romanos y anhela la libertad de su pueblo. Como un favor a Diviciaco, hermano de Dumnorige y noble colaboracio-nista, César perdona al príncipe, si bien lo somete a vigilancia.

5-7): «Dio muerte a unos cuatro mil hombres, y a los restan-tes los rechazó al interior de la ciudadela. Al día siguiente, rompió las puertas, pues ya no había defensores, introdujo a nuestros soldados y vendió en subasta a la ciudad entera en un solo lote. Los compradores le hicieron saber que el número de cabezas resultó ser de 53 000». Para los romanos eso era saber llenar la caja de la República.

En el libro III de los «Comentarios de la guerra de las Ga-lias» se nos cuenta que los pueblos de Normandía (vénetos) han retenido a dos embajadores romanos (cap. VIII 3), por lo cual tienen mala conciencia, «ya que no solo habían detenido a los embajadores, cuyo nombre ha sido siempre sagrado e inviolable entre todos los pueblos, sino que además los ha-bían encarcelado» (cap. IX 3). Cuando César consigue ven-cer a esos enemigos, estos se rinden y se entregan al general romano. Pues bien, «César decidió ejercer en ellos una ven-ganza tanto más terrible cuanto más atentamente debían los bárbaros respetar el derecho de los embajadores en el futuro: de modo que ejecutó a todo el senado véneto y a los restantes los vendió en subasta» (cap. XVI 4).

En el libro IV (capp. 1-15), César narra la invasión de dos pueblos germanos (usípetes y tenteros) que, en gran número, atraviesan el Rin e irrumpen en el norte de las Galias. Es el verano del año 55. Al ser interpelados por César, estos pue-blos justifi can su entrada en las Galias por hallarse presiona-dos por otro pueblo germano, el más poderoso de todos, los suevos. Tras una serie de dimes y diretes, el enfrentamiento bélico se hace inevitable, y, tal como había ocurrido con los helvecios en el año 58, también ahora asistimos a una nueva guerra, «la guerra germánica» (bellum Germanicum). Los úl-timos compases de esta guerra son los siguientes: César ataca el campamento germánico (cap. 14-15), donde, en ausencia de los jefes, el enemigo no sabe a qué atenerse. Los romanos, irritados porque el día antes habían sido atacados por la caba-llería germana cuando ese día precisamente había sido acor-dado como un día de tregua, penetraron en el campamento en el que, como en el de los helvecios, había mujeres, niños y ancianos (estos pueblos antiguos se desplazaban con la po-blación íntegra) y en él perpetraron una carnicería, a tal pun-to que cuando llegó a Roma el informe sobre la masacre de usípetes y tenteros (murieron unos 300 000), Catón de Útica «sostuvo que se debía entregar a César a los enemigos para lavar la República de la mancha que le producía esta fl agran-te violación del derecho de gentes» (Plutarco, César, 22).

Veamos ahora el saqueo del antiguo Cénabo, es decir, la moderna Orléans (l. VII, 11, 5-9):

César llegó allí en un par de días. Puso el campa-mento delante de la ciudadela y, como no quedaba luz, aplaza el asalto para el día siguiente [...], ordenando que quedasen de guardia dos legiones junto al puente del río Loira. Los cenabenses (la población de Orléans) salieron en silencio de la ciudad poco antes de la media noche y comenzaron a cruzar el puente. Cuando César lo supo por medio de los espías, quema las puertas y mete en la ciudad las dos legiones que había ordenado que estuviesen sobre aviso, y se apodera de la ciudade-la, y poco faltó para que se capturasen todos, porque la estrechez del puente y de las salidas cortó la huida a la muchedumbre. César saquea la ciudad y la incendia, dona el botín a la soldadesca, traslada al otro lado del Loira al ejército y llega a territorio de los bitúriges.

Por supuesto, en todas estas matanzas hay decenas de mi-les de niños, mujeres y ancianos que mueren, pero a los que el general victorioso no nombra: a decir verdad, en la Guerra de las Galias no se ve morir a nadie, y menos a mujeres y niños. Recordemos las estadísticas al fi nal de la guerra con-tra los helvecios o contra los germanos (usípetes y tenteros): ¿aparece algún niño o mujer masacrados por el ejército ro-mano? ¿Se habla en algún lugar de violación de las mujeres por los legionarios de César? Y, sin embargo, debió haber violaciones a millares. Pero la guerra es la guerra.

B S R La guerra de las Galias (I), pp. 184-188

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Pasemos ahora a otro punto, el del enriquecimiento de los conquistadores, práctica habitual no solo de los generales vencedores de Roma, sino igualmente de los gobernadores civiles (propretores o procónsules, en la terminología de la época)8. Naturalmente, César no habla tampoco de cuestio-nes de ese tipo; pero algún epigrama de Catulo, un poeta co-etáneo suyo, o alguna frase de Suetonio, su biógrafo del siglo II de n. e., nos dejan entrever qué provechos escandalosos obtuvieron César y sus amigos de la explotación del vencido.

Ya Cicerón en el mismo año de la expedición a Britania (año 55) se refería al más que posible objetivo de la misma al afi rmar en una carta a su amigo Trebacio (ad Fam. 7, 7, 1): «Tengo entendido que en Britania no hay ni rastro de oro ni de plata». El procónsul no había confesado en su Infor-me sobre la expedición la ausencia de riquezas, pero quizá las insufi ciencias del botín habían sido compensadas por una explotación sistemática de la Galia (Rambaud, p. 14). En cualquier caso, los amigos del futuro dictador, Mamurra y su lugarteniente T. Labieno, se enriquecieron hasta límites insospechados; el propio César comenzó con las riquezas británicas y galas su foro9 (Rambaud, ibíd.)

Como ya hemos adelantado, el poeta Catulo, que murió en plena juventud por la época de estas expediciones militares de César, dedicó a este varios epigramas en los que pone de relieve algo que todo el mundo sabía: la avaricia de César, su corrupción y las sospechosas amistades que cultivaba. En el primero de tales epigramas dice (29, 1-4)10: «¿Quién puede ver esto, quién puede tolerar,/ si no es un sinvergüen-za, un glotón y un tramposo,/que Mamurra posea las pingües ganancias de la/ Galia transalpina y de la lejana Bretaña?»; (ibíd., 11-24): «¿Con ese nombre, capitán general sin par,/estuviste en la última isla de Occidente,/ para que esa jodida Méntula/ se comiera veinte o treinta millones?/ ¿Qué es eso, sino perversa generosidad?/ ¿Es que ha derrochado poco o poco se ha tragado?/ Primero dilapidó la fortuna de sus pa-dres,/ después el botín del Ponto y en tercer lugar/ el de Ibe-ria, como bien sabe el aurífero Tajo./ ¿Y ese tiene lo mejor de la Galia y la Bretaña?/ ¿Por qué mimáis a ese malvado? ¿Qué es lo que/ese puede hace sino derrochar pingües fortunas?/ ¿Con ese nombre vosotros, los más poderosos de Roma,/sue-gro y yerno, habéis arruinado todo?».11

En el poema 57, Catulo vuelve a la carga contra César y Mamurra, tildándolos de «depravados maricas» (improbi ci-naedi), y en el 93 espeta al «general sin par» (imperator uni-cus): «No me preocupa demasiado, César, querer agradarte,/ ni saber si eres blanco o negro».

***

Gayo Julio César redactó lo que conocemos como La guerra de las Galias de un tirón, en uno de los tres años siguientes (52, 51 o 50), si bien los estudiosos se inclinan por el primero de ellos, el 52, concretamente, en el otoño, y ello porque, abarcando sus «Memorias» solo siete de los ocho años que duró la guerra (por tanto, hasta la campaña del 52 inclusive, pero no ya el año octavo de la misma, a saber, el 51, que sería descrito y publicado por su buen amigo Aulo Hircio varios años más tarde), parece lógico que, una vez

8 Cf. el satírico romano Juvenal, Sát. VIII 87-90: «Cuando por fi n llegues a gobernador de la provincia que tanto/tiempo has esperado, ponle freno y límites a tu ira,/pónselos también a tu avaricia, ten compasión de los po-bres aliados./ Ya ves su situación: los huesos chupados hasta la médula».

9 El Forum Iuli, junto al Forum Romanum. De ambos quedan vestigios rui-nosos en la Roma actual.

10 Trad. de Antonio Ramírez, Catulo. Poesías (Alianza Editorial), Madrid, 1988.

11 El poema va dirigido fundamentalmente a Mamurra, «el despilfarrador de Formias», caballero romano y comandante de ingenieros durante la guerra de las Galias, amigo de César y Pompeyo, dos de los triúnviros, suegro y yerno, respectivamente, con los que Mamurra mantenía una ex-traña amistad, y al que ambos generales enriquecieron sobremanera. En el poema de Catulo recibe el nombre de «Méntula». Este habría obtenido riquezas de Pompeyo (al que acompañó en la guerra contra Mitridates del Ponto, en 64-63), de César cuando era propretor de España (Iberia) en el 61, y ahora de Bretaña y de la Galia.

terminada la campaña del 52, última que se recoge en sus «Memorias», cierre de campaña que solía tener lugar como mucho en el mes de octubre (la guerra en la Antigüedad se llevaba a cabo, por lo común, en la época de verano, en sen-tido lato: del mes de abril o mayo a septiembre u octubre), y habida cuenta de que al año siguiente (el 51) todavía había de batallar nuestro héroe un año más en las Galias, en tanto que en esos meses de otoño e invierno (52-51) el general per-manecía en Roma, emplease dicho tiempo (preferentemente, los primeros meses, esto es, los del otoño) en redactar las «Memorias» completas de los siete primeros años de guerra contra los galos.

El nombre de la obra es, sin duda alguna, el de Commenta-rii, que signifi ca propiamente «Notas», es decir, «Anotacio-nes para la memoria», como se lee en la obra de dos contem-poráneos del autor, por un lado, Cicerón (Brutus 75, 262) y, por otro, el propio narrador del último año de la guerra, A. Hircio (l. VIII 1, 4).

Tradicionalmente, se ha querido justifi car la publicación de estas «Memorias» como «una defensa contra sus enemigos políticos» (Constans, p. X) o como «una justifi cación ante la opinión pública» (íd., p. XI). Ambas justifi caciones están fuera de lugar. En el primer caso, porque César tuvo enemi-gos desde siempre, seguramente desde que en el año 68 logró el cargo de cuestor, y no digamos después, a lo largo de toda su carrera política. Por consiguiente, en estos años de guerra en las Galias, siendo un poderoso triúnviro junto a Pompeyo y Craso, y con doce legiones bajo su mando, la hostilidad de sus enemigos había de ser, necesariamente, enorme, de modo que, en lo que hacía a la guerra de las Galias, tendría que de-fenderse de sus rivales campaña tras campaña, mediante los informes anuales que enviaba a Roma, así como de palabra en sus largas estancias en la capital. Por tanto, limitar la opor-tunidad de autodefensa a este momento (fi nales del año 52) constituye una miopía, un error y una torpeza, puesto que, después de tantos años de lucha en la Galia y de polémicas en Roma, ¿qué clase de defensa sería esta? Por otra parte, ni siquiera ha terminado la conquista de la Galia. En cuanto al segundo caso, el de la «opinión pública», cabe preguntar-se si semejante justifi cación era necesaria. Porque, ¿quién o quiénes eran la «opinión pública»? No la plebe, ciertamen-te, iletrada y marginada. Los optimates, por otra parte, única clase social digna de este nombre, sabían muy bien de qué pie cojeaba César. Así que, a estas alturas, nada nuevo tendría que añadir el futuro dictador.

Si las razones aducidas para justifi car o comprender los Comentarios de la guerra de las Galias de César fuesen acer-tadas, en el caso del libro VIII de la misma guerra, escrito por Hircio, así como de las demás campañas, igualmente cesarianas, pero narradas por otros, a saber, las conocidas por los títulos de Bellum Alexandrinum («Guerra de Alejan-dría»), que el propio Hircio asevera (VIII 2) fue escrita por él mismo, el Bellum Africanum («Guerra de África») y Bellum Hispaniense («Guerra de España»), ¿aduciremos las mismas razones, o, en parte, sí, en parte, no, o buscaremos otras com-pletamente diferentes, de tal manera que el anónimo escritor (o anónimos escritores) de esas tres campañas habrían re-dactado las susodichas guerras por motivos bien distintos y, por consiguiente, a decir verdad, podríamos afi rmar que para describir o narrar una guerra no haría falta más que un afán notarial, a saber, el de levantar acta de unos acontecimientos?

En efecto, tanto Cicerón como el propio Hircio aducen la verdadera razón que movió a César a escribir sus Comenta-rios. El primero dice (Brutus 75, 262): «<César> quiso que otros, que deseasen escribir una historia, tuviesen a su dispo-sición de dónde tomarla»; el segundo (VIII 5): «<César> pu-blicó los Comentarios para que no faltase noticia de tamaños sucesos a los historiadores».

Y es que la historia es un género literario que se remonta a los griegos y que los romanos practicaron por lo menos desde el siglo III a. d. n. e. (ya en la epigrafía vemos cómo se resumía brevemente las hazañas de los grandes capita-nes, los Escipiones, por ejemplo). Como consecuencia de

La guerra de las Galias (I), pp. 184-188 B S R

Page 5: LA GUERRA DE LAS GALIAS (I) - Dialnet · de la Guerra de las Galias, y poca gente tiene conocimiento, ni siquiera somero, de esta obra maravillosa, sencilla y tremenda al mismo tiempo

188 C A M O , .º 20|| ISSN 1697-1019 ||2018

esta corriente literaria pronto se generalizaría, entre los cónsules y otros líderes, la costumbre de escribir unas me-morias de su actividad, normalmente militar (pero también política, pues la guerra es parte de esta, especialmente en la Roma antigua): los generales del siglo I a. C., Mario y Sila, anteriores a Pompeyo y César, dejaron ya escritas sus Me-morias, y, aparte de los viejos historiadores romanos como Cuadrigario y Valerio Anciate, en ese mismo siglo tenemos a Salustio, quien algo después de César, nos dejó algunas obras de corte histórico.

¿Y por qué escriben sus memorias Mario y Sila, genera-les de estilo muy parecido a nuestro héroe? ¿No es lo más sensato considerar que César escribió sus comentarios de la guerra llevada a cabo por el mismo por idénticas razones a las de aquellos, a saber, el prurito de dejar constancia de sus hazañas para la posteridad?

Cuando César decide en el otoño del 52 (puede haber sido también en el año 51 o 50 (no más tarde, pues el 1 de enero César cruza el Rubicón y comienza la guerra civil) publicar unas memorias de conjunto sobre sus siete años de guerra en las Galias, ¿de qué material dispone para redactar rápi-damente12, en solo tres meses, una obra que consta de siete libros, correspondiente cada uno a una campaña?

De entrada y básicamente, el autor dispone de sus propios informes anuales al Senado, así como de los muchos infor-mes que sus lugartenientes han debido enviarle en el curso de cada campaña. Véase pormenorizadamente el material relativo al cuarto año de guerra (año 55) y que, como pro-cedimiento, puede hacerse extensivo a todos los demás años bélicos (Rambaud, 18): «El estilo del Bellum Gallicum no responde al estilo de los informes anuales al Senado», por-que, lógicamente, ahora, años después, el autor adapta aque-llos informes al conjunto de la obra, añadiendo o quitando de aquí y de allá, para evitar repeticiones innecesarias, por ejemplo. Como explica Rambaud, disponemos de la carta que Cicerón envía a Catón desde Cilicia, en la que se obser-va los cambios introducidos respecto al informe previo. En ella la 1.ª persona pasa a la 3.ª; hay abreviación del conteni-do originario, se busca conectar las piezas yuxtapuestas y se producen alargamientos por razones literarias.

Volviendo al pasaje que hemos analizado antes (I 1-29), a saber, el de la «guerra de los helvecios», podemos afi rmar (aunque esto es válido para la obra entera de los Comenta-rios) que su narración se asemeja a una epopeya (cosa que Rambaud, p. 28, niega: «El tema se prestaba a la epopeya [...] <pero> César rechaza la tentación épica»). Posiblemente, los hechos y circunstancias son reales, pero el «montaje» litera-rio es artifi cial e irreal: de hecho, la realidad queda desvirtua-da a tal extremo que todo parece (incluso los hechos reales) una fábula o un cuento.

Constans afi rma confi ado (p. X): «César debía tomarse a pecho que los romanos conocieran la verdad de sus campa-ñas». Pero nosotros debemos preguntarnos admirados: ¿qué verdad nos va a contar César? ¿No será aquella verdad que favorezca sus intereses? Ya hemos dicho que no puede in-ventar hechos y circunstancias13, que sin duda eran bien co-nocidas ya en Roma, pero el general solo contará lo que le convenga y como le convenga, y a tal fi n transformará una guerra de conquista, sangrienta y prolongada, en una epope-ya del pueblo romano, el país pacifi cador y culto que (como nosotros en la América de los indios ignorantes) ayuda a los pueblos salvajes14. ¿Cómo? En este caso, narrando la historia como la lucha entre la Razón y la Irracionalidad (la barbarie, el Mal), de tal forma que no se perciba la miseria (es decir, 12 Cf. Hircio, VIII 6: «Pues los demás saben qué bien y cuán sin tacha es-

cribió <César sus Comentarios>, pero yo además lo fácil y rápidamente (celeriter) que los terminó».

13 Pues, aparte del propio César, los romanos tenían otra vía de información independiente de César y sus partidarios. El general debía tener eso en cuenta y cuidarse, al menos, de no contar falsedades: podría disimular o callar, omitir o encubrir hechos y situaciones, pero lo que dijera, en cuan-to hechos, tenía que ser verdad.

14 En efecto, la mentira radica no en lo que cuentas, sino en cómo lo cuentas: en eso estriba la desinformación, en eso, el arte (literario).

la realidad) oculta bajo la forma literaria: es como si el na-rrador detestase la vil realidad y sobre ella (que es concreta y circunstanciada) impusiese el rasero de lo que debe ser, esquivando lo que es15.

Además, el conquistador no solo recurría, para doblegar al pueblo galo, al uso de las armas, sino que al mismo tiempo empleaba una política de propaganda a fi n de socavar y so-meter silenciosamente a los galos. Dicha política consistía en ganarse la voluntad de los líderes nativos y evitar a la vez la unión de los distintos estados (ciuitates16, como los helve-cios, los eduos, los sécuanos, los belgas, etc.). En este aspec-to, el procónsul lo tenía fácil: en un país como la Galia donde predominaban la división17 y las rivalidades (en todos los es-tados galos había dos clases superiores, que eran los druidas, sacerdotes de omnímodo poder, y los caballeros, en tanto el resto de la población se hallaba prácticamente esclavizada y sometida a la voluntad de dichas clases), los príncipes cola-boracionistas y traidores a la patria eran abundantes, lo cual benefi ciaba ampliamente al invasor. Con todo, César intentó destruir el poder del sacerdocio y la nobleza (los caballeros), colocando hombres de paja en los puestos claves.

Ya hemos dicho que la Guerra de las Galias semeja una epopeya en prosa, pero sencilla, sin adornos, tan serena y equilibrada en su superfi cie que hipnotiza el ánimo del lec-tor: este verbo, hipnotizar, es el apropiado para describir la sensación que un lector en lengua latina (y quizá, incluso, en español) tiene, recorriendo las páginas de la obra cesariana. En efecto, el ánimo se serena, la fábula penetra en el espíritu con la paz de lo natural, con el atractivo de las leyendas in-genuas, con la fascinación de un terror infantil.

Tal vez, eso es lo que querían decir ya los antiguos: Cice-rón, por ejemplo, cuando en Brutus 75, 262, defi ne el estilo de César con estas palabras: «Unos comentarios desnudos, direc-tos y encantadores, carentes de todo ornato retórico, como si le hubiesen quitado la ropa»; o Hircio (VIII 1, 4): «Pues todos admiten que nada han hecho otros tan laboriosamente que no lo supere la elegancia de estos comentarios», lo que prueba que nuestros gustos no son tan diferentes al de los antiguos. Plutarco (César, 3), por su parte, defi nía el estilo del autor de los Comentarios como un stratikoû lógos andrós («el lengua-je propio de un soldado»). Tal vez. Pero nosotros ya hemos expuesto la mágica ensoñación que nos produce la guerra de las Galias. Si bien sabemos que, entretanto, bajo la magia, fl uye un río de sangre, el eterno río sangriento de la historia...

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Aparte de las obras citadas en las notas, convendría reco-ger algunas otras que podrían ser de utilidad al lector curioso. Son las siguientes: C , L.-A., César. Guerre des Gaules (Belles Lettres),

París, 2002 (=1926).G , Luca – K , Christopher B. (eds.), The Cambridge

Companion to the Writings of Julius Caesar, Cambridge, 2018.

K , A., C. Iuli Caesaris Commentarii, Leipzig, 1957.K , F. – D , W. – M , H., C. Iulii Cae-

saris, Commentarii de bello Gallico (Weidmann), Dublin/Zürich, 1968 (= 1913).

D P , Renatus, C. Iuli Caesaris Commentarii, Oxford, 1988 (= 1900).

R , M., C. Iulius Caesar. Bellum Gallicum. Liber quartus (PUF), París, 1967.

15 Algo parecido dice Constans (p. XV): «Los hechos narrados son exactos, pero César, hábilmente, los colorea. Sobre todo, sabe callarse a propósito: es maestro en el arte de las omisiones oportunas».

16 Este término aparece en los siete libros de la Guerra de las Galias 80 veces.

17 Tácito, que escribiría a fi nales del siglo I d. n. e. una obra, Agrícola, sobre la actuación de los romanos en Gran Bretaña, lo expresa, respecto a los britanos, que sufrían idéntica división entre tribus y ciudades, a la perfec-ción (cap. 12): «Raro es el acuerdo entre dos o tres estados para combatir el peligro común, de modo que cada uno lucha por su cuenta, pero todos son vencidos juntos».

B S R La guerra de las Galias (I), pp. 184-188