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Yves La imperfección es la cima Bonnefoy BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN Muestrario de Poesía 60 Biblioteca Digital

LA IMPERFECCIÓN ES LA CIMA, POR YVES BONNEFOY

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Selección antológica de la poesía de Yves Bonnefoy, quizás el mayor poeta vivo francés contemporáneo.

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Yves

La imperfección es la cima

Bonnefoy

BIBLIOTECA DIGITAL DE

AQUILES JULIÁN

Muestrario de

Poesía 60 Biblioteca Digital

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La imperfección es la cima

Yves Bonnefoy, Francia

Muestrario de Poesía 60 Editor: Aquiles Julián, República Dominicana. Primera edición: Junio 2010 Santo Domingo, República Dominicana Muestrario de Poesía es una colección digital gratuita que se envía por la Internet y se dedica a promocionar la obra poética de los grandes creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición. Este e-libro es cortesía de:

Coeditores: MÉXICO

Fernando Ruiz Granados José Solórzano

José Eugenio Sánchez ARGENTINA

Mario Alberto Manuel Vásquez Francisco A. Chiroleu

Patricia del Carmen Oroño Ángel Balzarino

Fernando Sorrentino Claudia Martin Trazar ESTADOS UNIDOS

José Acosta Aníbal Rosario

José Alejandro Peña César Sánchez Beras

ESPAÑA Henriette Wiese Giulia De Sarlo

María Caballero Elena Guichot

Teresa Sánchez Carmona Losu Moracho Rocío Parada HONDURAS

Dardo Justino Rodríguez VENEZUELA

Milagros Hernández Chiliberti Tony Rivera Chávez

URUGUAY Marta de Arévalo

APLA Uruguay COLOMBIA

Ernesto Franco Gómez Julio Cuervo Escobar

PERU Luis Daniel Gutiérrez

Nicolás Hidrogo Navarro Juan C. Paredes Azañero

REPÚBLICA DOMINICANA Ernesto Franco Gómez

Eduardo Gautreau de Windt Félix Villalona

Ángela Yanet Ferreira Cándida Figuereo

Enrique Eusebio Julio Enrique Ledenborg

Vaugn González Efraím Castillo

Oscar Holguín-Veras Tabar Edgar Omar Ramírez Carmen Rosa Estrada

Roberto Adames Valentín Amaro Alexis Méndez

Juan Freddy Armando Sélvido Candelaria

NICARAGUA Radhamés Reyes-Vásquez

CHILE Claudio Vidal

Eliana Segura Vega Astrid Fugellie Gezan

SUIZA Ulises Varsovia

HOLANDA Pablo Garrido Bravo

PUERTO RICO Mairym Cruz-Bernal

ECUADOR Anace Blum

EL SALVADOR Manuel Sigarán COSTA RICA

Ramón Mena Moya

Edición Digital Gratuita distribuida por Internet

Libros de Regalo

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Escríbenos al e-mail [email protected]

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La tarea del poeta y del poema / Aquiles Julián 5 El adiós 6 La rapidez de las nubes 7 Noli me tangere 8 La única rosa 8 Las ranas, la tarde 10 Una piedra 11 Una piedra 11 La lluvia de verano 12 En el mismo río 13 Pero que se calle esa que vela 14 A menudo en el silencio 14 La imperfección es la cima 15 Te acostará sobre la tierra 15 Fénix 15 El libro, para envejecer 16 Allí donde cae la flecha 16 Nombre verdadero 18 ¿Qué asir sino lo que se escapa? 18 Para la tierra del alba 19 (Cubierta por el manto silencioso del mundo) 19 La rapidez de las nubes 20 Hic est locus patriae 20 (Temprano, esta mañana) 20 Atardecer 21 Los caminos 21 El rayo 22 (Soñar: que la belleza…) 22 Un poco de agua 23 La lluvia de verano 23 Una lápida 24 Las manzanas 25 El jardín 25 La nieve 25 El espejo 26 Los caminos 26

Contenido

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Virgen de la Misericordia 27 (Del movimiento y la inmovilidad de Douve) 27 Tendrás que atravesar la muerte para vivir 28 Un país que no nace ni muere 29 (Desperté, pero el viaje seguía…) 29 (El ladrido de un perro…) 30 La salamandra 30 El único testigo 30 Las nubes 31 Anti-Platón 33 Entre el señuelo de las palabras 35 Impresiones: sol poniente 36 Ante tus signos 37 El pozo: las zarzas 38 El pozo 38 Una piedra 39 (Cubierta por el manto silencioso del mundo) 39 Habla Douve 39 Las uvas de Zeuxis 40 De nuevo las uvas de Zeuxis 40 Aquella que inventó la pintura 41 Últimas uvas de Zeuxis 41 El autorretrato de Zeuxis 43 IV 44 La traducción de la poesía 45 Introducción a Giacometti 49 El bote de Samuel Beckett 52 El desierto de Retz y la experiencia de lugar 54 Lo indescifrable 62 Las tablas curvas 63 La lucidez de las quimeras 65 La poesía busca restablecer la plenitud / Ángela García 67 El golpe del lenguaje poético / Miguel Ángel Muñoz 72 Yves Bonnefoy / biografía 74

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La tarea del poeta y del poema

Por Aquiles Julián Una reflexión de Yves Bonnefoy sobre la poesía centellea en la mente como un rayo, repentina, esplendorosa: La poesía “es aquello que quiere liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías y quimeras que los empobrecen”. La poesía nos enriquece: cuestiona, señala, esclarece. Es una puerta por la que accedemos a una percepción más amplia, multívoca, rica, de la vida. Nos libera de los esquemas empobrecedores en que el Poder nos quiere recluir y mantener.

La poesía es siempre una exploración, un desafío, una búsqueda expresiva; una apuesta por encender los poderes de la palabra y no para inútil pirotecnia, sino para iluminarnos en medio de las tinieblas vitales. A las palabras se les desvirtúa al grado de que las reducen a artefactos utilitarios sólo empleables para la confusión, el engaño malicioso, la trampa artera. El poeta devuelve a la palabra su fuerza, sus poderes. Y por el poema nos resensibiliza, nos expande, nos restaura: nos rehumaniza. Como Patricia Martínez García escribe a propósito de Yves Bonnefoy y su poesía: “Así, para llevar a buen término su proyecto ontológico, la aprehensión verbal del ser como presencia, el poeta presiente la necesidad de deshonrar al lenguaje en el que no estén presentes las marcas más desasosegantes de la imperfección, y de reinventar unos nuevos actos poéticos capaces de arrancarnos del orden bien articulado del pensamiento conceptual, de la plenitud formal e intelectual, y de abrirse a esa errancia ilimitada que es la existencia humana “l’obscure possible terrestre”. La palabra decorativa, estrictamente conceptual, abstracta, más ruido que sentido o deliberadamente tramposa, introduce una falsa comunicación en que en la apariencia concertamos y comulgamos, y en realidad no. Es el tipo de palabra en que se place el ideólogo, cuyos malabarismos y sortilegios verbales buscan imponernos una explicación acomodaticia y colocarnos unas gafas que distorsionan todo. Que ocultan lo esencial. Tarea del poeta es sensibilizarnos y permitirnos escapar de esas trampas. Alta tarea. Seamos dignos de ella.

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El adiós

Hemos vuelto a nuestro origen. Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada. Las ventanas mezclaban demasiadas luces, Las escaleras trepaban demasiadas estrellas Que son arcos que se hunden, escombros, El fuego parecía arder en otro mundo.

Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra, Los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras, La chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse. Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja Debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo, Formábamos nuestros proyectos: pero una barca, Cargada con piedras rojas, se alejaba Irresistiblemente de una orilla, y el olvido Depositaba ya su ceniza en los sueños Que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes El fuego que ardió hasta el último día.

¿Es cierto, amiga mía, Que no hay más que una palabra para nombrar En la lengua que llamamos poesía El sol de la mañana y el de la tarde, Una para el grito de alegría y el de angustia, Una para el desierto río arriba y los golpes de hacha, Una para la cama deshecha y el cielo tormentoso, Una para el niño que nace y el dios muerto?

Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras Son ésas que se llevan el espejo? Y, mira, la zarza crece entre las piedras En el camino de hierba aún apenas abierto Por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles. Hoy me parece, aquí, que la palabra Es el pesebre medio roto del que se escapa En cada amanecer de lluvia el agua inútil.

La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río. Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo. Sé que el paraíso está diseminado, Es tarea terrestre el reconocer Sus flores dispersas en la hierba pobre,

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Pero el ángel ha desaparecido, una luz Que no fue, de golpe, sino un sol poniente.

Y como Adán y Eva caminaremos Por última vez en el jardín. Como Adán el primer pesar, como Eva la primera Osadía, querremos y no querremos Pasar por la puerta baja que se entreabre Allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada Como auguralmente por un último rayo. ¿Se toma el porvenir en el origen Como cabe el cielo en un cóncavo espejo? ¿Podremos recoger, de esa luz Que fue de aquí el milagro, En nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos En el secreto de otros campos "cercados de piedras"?

Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos, El lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin Como esa agua que se escapa del pesebre.

La rapidez de las nubes

La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo, La rapidez espléndida de esas nubes, La súbita garra de la lluvia en los cristales Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer El grano de otros años ardía a fuego lento, Sin calor, en el suelo embaldosado. Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh amiga mía, Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos! La hoja de la espada del tiempo que merodea Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!

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Noli me tangere

De nuevo en el cielo azul vacila el copo De nieve, el último copo de la gran nevada.

Y es como si en el jardín entrase aquella que Bien había debido soñar lo que podría ser, Esa mirada, ese dios simple, sin memoria Del sepulcro, sin otro pensamiento que la dicha, Sin otro porvenir Que su disolución en el azul del mundo.

"No me toques, no", le diría él, pero hasta el decir no sería luminoso.

La única rosa

I

Cae la nieve, es volver a una ciudad Donde, y lo descubro al avanzar Al azar por las calles vacías, Habría yo vivido, feliz, otra niñez. Bajo los copos percibo las fachadas Que más que nada en el mundo bellas son. Alberti sólo entre nosotros, y San Gallo En San Biagio, en el salón más intenso Que construyó el deseo, se acercaron A esta perfección, a esta ausencia.

Por eso miro yo, ávidamente, Esas masas que me oculta la nieve. En la blancura errante, sobre todo, Esos frontones busco que se alzan A un más alto nivel de la apariencia, Desgarrando la bruma como si Con ingrávida mano, el arquitecto De aquí, vivir hubiese hecho

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De un solo, gran trazo floral, La forma que quería, siglo a siglo, El dolor de nacer en la materia.

II

Y allá arriba, yo no sé si es la vida Aún, o sólo la alegría que resalta En ese cielo que no es ya de nuestro mundo. Oh constructores No tanto de un lugar como de un renacer de la esperanza, ¿Qué hay en el secreto de esos muros Que frente a mí se apartan? Sobre ellos Nichos vacíos es lo único que veo, Caligrafías de las que, por la gracia De los números, se esfuma El peso del nacer en el exilio, Pero la nieve en ellos se acumula, A uno de ellos me acerco, el más bajo, Hago caer un poco de su luz, Y el prado, de pronto, está aquí de mis diez años, Donde zumban abejas, Lo que tengo en mis manos, esas flores y sombras, ¿Es casi miel, acaso? ¿Es un poco de nieve?

III

Avanzo entonces hasta el arco de una puerta. Los copos danzan en el aire, borroneando el límite entre el exterior y este salón de lámparas encendidas: pero ellas mismas una especie de nieve que vacila entre lo alto, lo bajo, en esta noche. Es como si estuviese ante un segundo umbral.

Y más allá un idéntico ruido de abejas en el ruido de la noche. Lo que decían Las abejas innúmeras del verano, Parece reflejarlo el infinito de las lámparas.

Y yo querría correr, como en los tiempos de la abeja, buscando con el pie el balón blando, ya que acaso duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.

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IV

Pero lo que miro es un poco de nieve endurecida, que se ha deslizado sobre las baldosas y se acumula al pie de las columnas a la izquierda, a la derecha, y que se adentra en la penumbra. Absurdamente sólo tengo ojos para el arco que este lodo dibuja en la piedra. Uno mi pensamiento a lo que no tiene nombre, ni sentido. Oh amigos míos, Alberti, San Gallo, Brunelleschi, Palladio que haces señas desde la otra orilla, No os traiciono, sin embargo, avanzo, La forma más pura es aún aquella Que penetró la bruma que se esfuma, La nieve pisoteada es la única rosa.

Las ranas, la tarde I

Roncas eran las voces De las ranas en la tarde Allá donde el agua del estanque, percolando sin ruido, Brillaba entre la hierba

Y rojo era el cielo En los limpios cristales Todo un río la luna Sobre el plano terrestre

Tomados o no de nuestras manos, La misma abundancia. Abiertos o cerrados nuestros ojos, La misma luz.

II

Se entretenían, en la tarde Sobre la terraza

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De donde partían los caminos, de arena clara, Del cielo inmesurable

Y tan desnuda ante ellos Estaba la estrella Tan próximo estaba su seno Necesitado de labios

Que ellos se percataban Que morir es sencillo, Una rama separada por el oro Del cuerpo ya maduro.

Una piedra Mañanas que poseíamos, Yo recogía las cenizas, llenaba El balde, lo colocaba sobre la baldosa, Con él regaba en toda la sala El olor impenetrable de la menta

Oh recuerdo, Tus árboles en flor ante el cielo Se puede creer que nieva Pero la luz del sol se extiende sobre el camino El viento de la tarde derramaba su abundancia de chubascos.

Una piedra Todo era pobre, desnudo, transfigurable Nuestros muebles eran sencillos como las piedras Tan sólo amábamos el saliente del muro Fue ese espigón donde probábamos los mundos.

Desnudos, esa tarde Los mismos de siempre, como la sed, La misma tela roja, desgastada Imagen, pasajera, Nuestros inicios, nuestras prisas, nuestras confianzas

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La lluvia de verano I

El más querido y no por eso Menos cruel De todos nuestros recuerdos, la lluvia de verano Repentina, breve.

Salíamos, y era estar En otro mundo Nuestras bocas se embriagaban Del olor de la hierba

Tierra El manto de la lluvia se extendía sobre ti. Aquello era como el seno Que hubiese soñado un pintor.

II

Y de pronto en el cielo Percibíamos Ese oro que la alquimia Había buscado tanto.

Lo tocábamos, brillante Sobre las ramas bajas, De aquello amábamos el gusto Del agua, sobre nuestros labios.

Y cuando recogíamos Ramas y hojas secas Ese humo al final de la tarde, brusco, ese fuego, Era también el oro.

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En el mismo río I

A veces toma el espejo Entre el cielo y el cuarto Entre sus manos el mínimo Sol terrestre.

Y las cosas, los nombres Es como si Las voces, las esperanzas se divirtieran En el mismo río.

Donde se puede soñar Que las palabras no existen Aguas debajo de ese río, río de paz, Demasiado para el mundo,

Y hablar no es más Que cortar el cuello Del cordero que, confiado, Se deja llevar por la palabra.

II

Soñar: que la belleza Sea verdad, la evidencia Misma, un niño Que pasa, emocionado, bajo una troja.

Él se levanta y, feliz De tanta luz, Estira su mano para agarrar La roja uva.

III

Y más tarde se entiende Sólo con su voz Como si anduviese desnudo Por una playa

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Y tuviese un espejo Donde todo el cielo Se abriera, a grandes rayos, que colorearan Toda la tierra.

Él se detiene a veces, Aquí o allá, Su pie arrastra, distraídamente, El agua sobre la arena.

Pero que se calle esa que vela Pero que se calle esa que vela todavía En el hogar, su rostro caído entre las llamas Que permanece sentada, careciendo de cuerpo Que habla de mí con los labios cerrados, Que se levanta y me llama, careciendo de carne, Que se aleja abandonando su cuerpo dibujada, Que ríe siempre, habiendo muerto la risa hace tiempo.

A menudo en el silencio

A menudo en el silencio de un abismo Oigo – o deseo oír , no sé- Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta Es esta caída; ningún grito Viene nunca a interrumpirla y darle fin. Entonces pienso en las procesiones luminosas En un país que no nace ni muere.

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La imperfección es la cima

Sucedía que era preciso destruir y destruir y destruir, Sucedía que la salvación sólo era posible a ese precio. Arruinar el rostro desnudo que asciende en el mármol, Machacar toda forma , toda belleza. Amar la perfección porque ella es e umbral, Pero negarla una vez conocida, olvidarla muerta La imperfección es la cima.

Te acostará sobre la tierra

Te acostarás sobre la tierra sencilla, ¿Quién te dijo que te pertenecía? Desde el cielo inmutable, la luz errante Volverá a comenzar la eterna mañana. Creerás renacer con las horas profundas Del fuego negado, de fuego mal extinguido. Pero el ángel vendrá con sus manos de ceniza Para calmar la fiebre del día que nace.

Fénix

El pájaro irá al encuentro de nuestras cabezas. Para él se alzará un hombro sangriento. Cerrará alegre sus alas sobre la cima

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De tu cuerpo, el árbol que tú ofrecerás. Cantará largo tiempo alejándose entre las ramas La sombra vendrá a marcar los límites de su grito. Pero rechazando toda muerte inscrita en sus ramas Se atreverá a traspasar las crestas de la noche

El libro, para envejecer Estrellas trashumantes; y el pastor que se inclina Sobre la dicha de la tierra; y tanta paz Como ese grito irregular de insecto Que un dios pobre modela. De tu libro Subió el silencio hasta tu corazón. Corre un viento sin ruido en los ruidos del mundo. Lejos sonríe el tiempo, por dejar de existir. Sencillos en el huerto son los frutos maduros. Envejecerás Y, al perder tu color en los árboles, Al formar una sombra más lenta sobre el muro, Al ser amenazada la tierra, al fin, de alma, Retomarás el libro donde lo abandonaste, Y dirás: Eran ésas las últimas palabras oscuras. -

Allí donde cae la flecha

(fragmentos) II Perdido, sin embargo. Tiene que decidir casi a cada instante, y ahora no puede hacerlo. Nada le habla, nada le sirve de indicio. Incluso la idea de indicio se disipa. En la huella dejada por la palabra, en lo que es, ha llegado el agua de la desierta apariencia, y es lo único que brilla. Cada palabra: algo cerrado, una superficie mate sin nada que vibre, una piedra. Puede articularla, puede decir: el roble. Pero cuando ha dicho: el roble —¿y por qué en voz alta?— la palabra permanece en su espíritu, como la llave inútil que se vuelve pesada en la mano. Y la imagen de árbol se corta, se fragmenta y se reúne más arriba, en lo absoluto, igual a cuando miramos las abolladuras del vidrio en los ventanales antiguos.

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El color arrojado fuera de la imagen por la hinchazón en el vidrio. Lo que se dice una forma perforada de un falso arrebato. Como si se hubiera abierto la mano que empuña colores y formas. V ¿Pero por qué sube ahora por esta pendiente casi escarpada, aunque los árboles estén tan tupidos como abajo, a lo largo de la estrecha encañada? Seguro que el camino no pasa por ahí. Y desde arriba tampoco conseguirá verlo. Y ni siquiera podrá lanzar su llamada. Lo veo no obstante subiendo entre los troncos, por las piedras. Ayudándose con un palo corto cuando siente el suelo resbaloso por las hojas secas entre las que siempre hay cascajo rodando entre los guijarros: con forma de rombos, filos acerados, grises, manchados de rojo. Lo estoy viendo —e imagino la cima. Hay algunos metros planos pero tan diferentes pues los breñales llegan a veces a la altura de las ramas. La misma confusión, la misma suerte que en cualquier parte del bosque, pero aquí es así entre todo lo que vive. Un pájaro alza vuelo y no me ve. Un pino caído en noche de viento bloquea la cuesta que otra vez comienza. Y escucho dentro de mí la voz que emerge del fondo de la infancia: Ya estuve por aquí —decía ella antaño—, conozco este lugar, aquí viví, pero fue antes de la existencia del tiempo, fue antes de mí en la tierra. Yo soy el cielo y la tierra. Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento ha arrastrado hacia el hueco que aún perdura entre estas raíces. VI Tiene diez años. Edad en la que uno mira el desplazamiento de las sombras, ¿o eso viene por sacudimientos? y el desgarramiento en el papel de las paredes, y el clavo plantado en el yeso, metal oxidado con ínfimos desconchados alrededor de la incomprensible materia. ¿Estará perdido? Por cierto, avanza desde hace tiempo entre los grandes enigmas. Siempre ha estado solo. Se ha sentado en el tronco del árbol caído, y llora. ¡Perdido! Es como si el más allá, que obtura la línea de fuga, viniera a inclinarse ante él y le tocara los hombros. Levantar pues los ojos. Cuando dos direcciones se solicitan de una misma manera, en un cruce de caminos, el corazón late más fuerte y más sordo, pero los ojos son libres. Esta noche, en casa, cuando ponga los leños en el fuego como a su antojo se lo permiten: los verá arder en otro mundo. Cuando habla para él mismo: las palabras resonarán en otro mundo. Y más tarde, mucho más tarde, largos años después, solo, siempre solo en su habitación con el libro que ha escrito: lo cogerá entre sus manos, mirará las letras negras del título en la cartulina teñida de azul. Separará algunas páginas para que permanezcan de pie en la mesa. Después acercará un cerillo encendido, una mancha marrón y luego negra surgirá en el color, se ampliará, se perforará, un ribete de fuego claro morderá los bordes que él aplastará con los dedos antes de levantar el folleto para volver a inscribir el signo en otro

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lugar de la tapa. Y ahora todo un ángulo de ésta se ha caído. El papel glaseado, blanquísimo, de la primera página, apareció abajo, afectado, amarillento por el calor. Deja el libro. Guardará en su espíritu, no sabe aún por qué, unión de frases y ceniza. VII El ladrido de un perro acabó con sus temores. Un punto de sol entre las nubes, por la tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el horizonte de su vida, cuando introduce su pluma áspera en la confusión del precipitado dictado. Y cualquier rama ante el cielo, debido al ensanche, a la opresión de su masa. Lo invisible borbotea, como las nacientes en los deshielos, con violencia. Y las bahías rojas, entre las hojas. Y la luz que vuelve; la flama en la que todo comienza y todo llega a su fin.

Nombre verdadero

Al castillo que fuiste lo llamaré desierto, a tu rostro ausencia, noche a tu voz, y cuando te derrumbes sobre la tierra estéril al fulgor que te trajo lo llamaré la nada.

Morir es un país que amabas. Vengo desde la eternidad por tu senda sombría. Destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria. Soy tu enemigo, no tendré piedad.

Guerra te llamaré y probaré en ti las libertades de la guerra, tendré en mis manos tu rostro oscuro, traspasado, y en mi corazón ese país que alumbra la tormenta

¿Qué asir sino lo que se escapa? ¿Qué asir sino lo que se escapa? ¿Qué ver sino lo que se obscurece? ¿Qué desear sino lo que muere Sino lo que habla y se desgarra?

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Palabra próxima a mí Qué buscar sino tu silencio, Qué resplandor tan profundo Tú amortajada conciencia, Palabra, ¿dique material Sobre el origen y la noche?

Para la tierra del Alba

Alba, hija de las lágrimas, restablece La habitación en su paz grisácea Y en su orden al corazón. Tanta noche Pedía al fuego que decline y se acabe, Más nos vale velar cerca del rostro muerto. A penas se ha movido… ¿El navío de las lámparas Entrará al puerto que lo había llamado, Aquí, sobre las tablas, la flama hecha ceniza Crecerá más alta en otra claridad? Alba, toma, levanta el rostro sin sombra, Colorea poco a poco el tiempo recomenzado.

(Cubierta por el manto silencioso del mundo…) Cubierta por el manto silencioso del mundo. Marcada por los surcos de una araña viviente, Sometida ya al devenir de la arena Toda tú disgregada secreta inteligencia Ataviada para un festín en el vacío y desnudos los dientes como para el amor. Manantial de mi muerte presente insostenible.

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La rapidez de las nubes La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo, La rapidez espléndida de esas nubes, La súbita garra de la lluvia en los cristales Como si la nada rubricase el mundo. En mi sueño de ayer El grano de otros años ardía a fuego lento, Sin calor, en el suelo embaldosado. Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida. ¡Oh amiga mía, Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos! La hoja de la espada del tiempo que merodea Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!

Hic est locus patriae Los árboles llenaban el lugar de tu sangre; el cielo se rasgaba, demasiado cercano para ti; otros ejércitos vinieron, oh Casandra, y nada pudo ya resistir a su abrazo. Aquel que regresaba se apoyó sonriendo en la copa de mármol que adornaba el umbral. Cae la luz en el sitio que llaman La Arboleda. Era luz de palabra, fue noche de huracán.

(Temprano, esta mañana…) TEMPRANO, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde Se refugian debajo de los árboles. La segunda, a las doce. Del color Sólo quedan

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Las agujas de pino Que caen, también ellas, más tupidas a ratos que la nieve. Luego, de atardecida, El astil de la luz se inmoviliza, Las sombras y los sueños tienen el mismo peso. Sólo un poco de viento Escribe una palabra con la punta del pie Fuera del mundo.

Atardecer

Rayas azules, negras. Los surcos que se encaran a la base del cielo. La cama, vasta y rota como el río crecido. - Mira, se hace de noche, Y el fuego a nuestro lado habla en la salvia eterna.

Los caminos

Caminos, entre La masa de los árboles. Dioses, entre El espesor del canto incansable de pájaros. Y tu sangre enarcada bajo una mano pensativa, Oh mi luz toda, oh próxima. Quien recogió en las altas Hierbas el herrumbroso hierro, no olvida ya Que en los grumos metálicos la luz puede prender Y consumir la sal de la duda y la muerte.

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El rayo

Ha llovido, esta noche. El camino tiene olor de hierba húmeda, Luego, de nuevo, la mano del calor Sobre nuestro hombro, como Para decir que el tiempo nada nos arrebatará.

Pero ahí Donde el campo viene a chocar contra el almendro, Ves, una fiera ha saltado De ayer a hoy a través de las hojas.

Y nos detenemos, más allá del mundo,

Y vengo cerca de tí, Acabo de arrancarte del tronco ennegrecido, Rama, estío fulminado Del cual la savia de ayer, divina aún, ahora fluye.

(Soñar: que la belleza…) Soñar: que la belleza sea verdad, la misma evidencia, un niño que avanza, sorprendido, bajo una parra. Que se empina y, feliz con tanta luz, tiende la mano para atrapar el racimo rojo. * Contra tu cuerpo duermen, desnudos, los seres y las cosas y tus dedos ponen un velo de claridad en los párpados cerrados.

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¿Y qué pensar de esas manzanas amarillas? Ayer, asombraban, por esperar así, desnudas después de la caída de las hojas, hoy encantan por cómo sus hombros están, modestamente, subrayados por un ribete de nieve.

Un poco de agua A este copo que se posa en mi mano, deseo asegurarle lo eterno haciendo de mi vida, de mi calor de mi pasado, de estos días de ahora, un instante simplemente: este instante, sin límites. Pero ya no es más que un poco de agua, que se pierde en la bruma de los cuerpos que andan en la nieve.

La lluvia de verano I

Pero el más grato aunque no el menos cruel de nuestros recuerdos, la lluvia de verano breve, súbita.

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Caminábamos, y era en otro mundo, se embriagaban nuestras bocas con el olor de la hierba.

Tierra, la tela de la lluvia se adhería a ti. Se parecía al seno que soñara un pintor.

II

Poco después el cielo nos brindaba ese oro que la alquimia buscó tanto.

Brillante, lo tocábamos en las ramas bajas, nos gustaba el sabor de su agua en nuestros labios.

Y cuando recogíamos ramas y hojas caídas, aquel humo en la noche luego, brusco, aquel fuego seguía siendo el oro.

Una lápida Nos habíamos obsequiado la inocencia, ardió durante tiempo con sólo nuestros cuerpos y por la hierba sin memoria iban desnudos nuestros pasos, éramos la ilusión que se llama recuerdo.

Si el fuego de sí nace, a qué querer reunir sus cenizas desunidas. Dicho día entregamos lo que fuimos a la llama más vasta del cielo de la noche.

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Las manzanas ¿ Y qué habrá que pensar de esas manzanas Amarillas? Ayer Sorprendían, desnudas, por su espera Tras la caída de las hojas,

Hoy hechizan por cómo Un ribete de nieve En sus hombros subraya Su modestia.

El jardín Nieva. Entre copos la puerta Da por fin al jardín De más que el mundo.

Avanzo. Pero al hierro Roñoso se me engancha La bufanda, y se rasga En mí el paño del sueño.

La nieve Vino de más allá que los caminos Y tocó el prado, el ocre de las flores Con esa mano que con vaho escribe; Al tiempo lo venció con el silencio.

Hay más luz esta tarde A causa de la nieve. Parece que las hojas arden ante la puerta Y que hay agua en la leña que metemos.

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El espejo Ayer aún las nubes Pasaban por el fondo Oscuro de este cuarto. Pero el espejo ahora está vacío.

Nevar, Desanudarse el cielo.

Los caminos I

Caminos, hermosos niños que hacia nosotros venían, uno riendo, descalzo, los pies por las hojas secas.

Nos gustaba su forma de llegar con retraso pero como es lícito cuando el tiempo escampa,

felices de oír a lo lejos a su siringa sencilla vencer, Marsias niño, al dios nada más que por el número.

II

Y nos llevaba pronto donde cae la noche, él dos pasos delante de nosotros, volviéndose,

riendo siempre, agarrando ramas, haciendo luz con las frutas aquellas de menuda presencia.

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Iba a donde no hay nada ya que se sepa, pero, prendada de su canto, bailando, iluminada, le acompaña la abeja.

Virgen de la Misericordia Todo, ahora, Al abrigo Bajo tu manto leve Solo de bruma y bordados Señora de la misericordia de la nieve Contra tu cuerpo Duermen, desnudos, Los seres y las cosas, y tus dedos Velan con su claridad esos parpados cerrados

(Del movimiento y la inmovilidad de Douve) I Y ahora tú eres Douve en la última alcoba del verano. Una salamandra huye por la pared. Su suave cabeza de hombre expande la muerte del verano. "Quiero hundirme en ti, vida estrecha", exclama Douve. "Relámpago vacío, recorre mis labios, penétrame." "Me gusta cegarme, entregarme a la tierra. No quiero saber nunca más qué dientes fríos me poseen." II Toda una noche te soñé transformada en madera, Douve, para mejor ofrecerte a la llama. Y estatua verde revestida de corteza, para mejor gozar de tu cabeza luminosa.

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Sintiendo bajo mis dedos la disputa de la lumbre y los labios: vi que me sonreías. Pero me cegaba esa gran luz de las brasas en ti. III "Mírame, mírame he corrido!" Estoy junto a ti, Douve, y te ilumino. Ya no hay entre nosotros más que esta lámpara de piedra, ese poco de sombra apaciguada, nuestras manos que la sombra espera. Salamandra sorprendida, permaneces inmóvil. Habiendo vivido el instante en que la carne más próxima se transforma en conocimiento. IV Así permanecimos despiertos en lo más alto de la noche del ser. Un arbusto se quebró. Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de sangre circulabas por nuestras tinieblas? ¿A qué habitación venías en la que se agravaba el horror del alba en los cristales?

Tendrás que atravesar la muerte para vivir La luz profunda necesita para mostrarse de una tierra aplastada y crujiente de noche. Es de un tronco tenebroso que se exalta la llama. La palabra misma necesita una materia, Una ribera inerte más allá de todo canto. Tendrás que atravesar la muerte para vivir, La más pura presencia es una sangre derramada.

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un país que no nace ni muere

A menudo en el silencio de un abismo Oigo –o deseo oír, no sé- Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta Es esta caída; ningún grito Viene nunca a interrumpirla y darle fin.

Entonces pienso en las procesiones luminosas En un país que no nace ni muere.

(Desperté, pero el viaje seguía…) Desperté, pero el viaje seguía, durante la noche entera había rodado el tren, ahora iba hacia unos nubarrones erguidos allí, densos, alba que desgarraba a ratos el látigo del rayo. Miraba el advenimiento del mundo en los matorrales del terraplén; y de repente aquel fuego más abajo, en un campo de piedras y viñas. El viento, la lluvia abatían el humo contra el suelo, pero una llama roja volvía a alzarse, tomando a manos llenas la base del cielo. ¿Desde cuándo estabas ardiendo, fuego de viñadores? ¿quién te quiso ahí y para quién en esta tierra? Después, clareó el día; y el sol lanzó por todas partes sus miles de flechas en el departamento en que dormidos viajeros aún bamboleaban sobre el encaje de las cabeceras de lana azul. Yo no dormía, aún estaba de lleno en la edad de la esperanza, dedicaba mis palabras a los montes bajos, que veía llegar a través de los cristales.

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(El ladrido de un perro…) El ladrido de un perro, que dio fin a su miedo. El pilar del sol entre las nubes, al atardecer. Los charcos que el colegial ve chispear en las palabras, en el por venir de su vida, cuando empuja su rígida pluma en el enmarañamiento del dictado demasiado rápido. Y cualquier rama frente al cielo, a causa de los ensanchamientos y los estrechamientos de su volumen. Lo invisible que ahí borbotea, como el hontanar en el deshielo, violento. Y las bayas rojas, entre las hojas. Y la luz, a la vuelta; la llama en que todo comienza y todo concluye.

La salamandra III

“¡Mírame, mírame correr hasta ti!”

Estoy cerca de ti, Douve, te alumbro. No hay nada entre nosotros más que esta lámpara de piedra, este poco de quieta oscuridad, nuestras manos que la sombra espera. Te quedas sorprendida, inmóvil salamandra.

Así te quedas, tras vivir el instante en que la carne más próxima transmuta en conocimiento.

El único testigo Luego de librar su cabeza a las llamas bajas del mar, de perder sus manos en su profundidad ansiosa, luego de arrojar a las materias acuáticas su cabellera; muerta ya, pues morir es ese camino de verticalidad bajo la luz, y ebria aún, incluso muerta: yo fui, ménade consumada, gozo pétreo y pérfido,

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el único testigo, la única presa cautiva en las redes de tu muerte que fueron arenas peñascos o calor, tu signo, me decías.

Las nubes (fragmento)

Doblemente silenciosa la tarde Por obra del verano desierto, y de una llama Que desborda, no se sabe si de ese charco O de más alto aún en el cielo.

Hemos pues dormido: no sabría bien cuántos Veranos en la luz, y tampoco sé Hacia qué espacio se abren nuestros ojos. Escucho, nada vibra, nada termina.

Apenas el deseo formulando la imagen Gira meditando, en su eje simple, Arcilla de un despertar en el sueño, empapado de sombra.

Sin embargo el sol zumba sobre la ventana Y, el alma envuelta en sus élitros rojos, Desciende, en paz, hacia la tierra de los muertos.

Sobre mí, solo, cuando trazaba El signo de esperanza en tiempos de guerra, Una nube rodaba negra y el viento Dispersaba en grandes resplandores la frase inútil.

Sobre nosotros dos, que habíamos querido El nudo y la desatadura, una energía Se acumuló entre dos flancos sombríos Y hubo, finalmente, Una especie de temblor en la luz.

Otros países, montañas iluminadas En el cielo, lagos lejanos, vírgenes, nuevos Ríos—pacificación de los dioses progenitores, El relámpago habría sido su propia causa

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Y sobre del niño y sus ojos El anillo de estas nubes, el fuego claro Que pareciera puede retrasar esta noche, como una prueba.

Nubes, sí, De una a otra, navíos recién llegados Con su carga de música. Creo, a veces, Que la necesidad se metamorfosea Como cuando en el final del Cuento de Invierno Todos se reconocen entre sí, cuando se comprende De un nivel a otro en la luz Que aquellos que habían arrojado orgullo, duda, De comarca en comarca con el decir oscuro Se reencuentran, se conocen. Palabra en ese instante Sus silencios, y silencio sus pocas palabras No se sabría si de felicidad o de dolor “Yendo de un extremo al otro”. Parecen, dice Algún testigo, meditando, y se aleja, Escuchar una noticia De un mundo redimido o de un mundo muerto.

Nubes, Y aquellas dos púrpuras, un padre, una hija, Y aquella mucho más cercana, la estatua De una mujer, madre de la belleza, madre del sentido, En la cual vemos que luego de haber estado inmóvil por mucho tiempo, Sofocada en su voz de siglo en siglo, Denegada, animada Por la magia de la escultura Toma vida, va a hablar. Un rayo en sus ojos Que se abren en el abismo del zafre claro, Pero un rayo sonriente como si, Condenada a seguir el sueño en su flujo estéril Pero a la vez descubriendo el oro en la arena virgen, Hubiera meditado ya y consentido. El hombre por otra parte se aproxima, su rostro Desgarrado se apacigua de tanta felicidad. Mide los grados de la hora que avanza En ráfagas, ya que el cielo cambia, llega la noche, Y vacila donde esta lo espera, noche estrellada Que se derrama, música. Se vuelve, De cara al universo. Sus trazos brillan Con la fosforescencia de lo absoluto, Y el día se retoma para todos nosotros, como una vena Que se hincha de sangre—copa de los árboles Resquebrajadas por el relámpago, ríos, castillos

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En paz, en la otra ribera. Sí, una tierra Sobre un torso en columnas de nubes.

Anti-Platón I

Se trata de este objeto: cabeza de caballo más vasta que la naturaleza donde toda una ciudad se incrusta, sus calles y sus murallas corriendo entre los ojos, abrazadas al meandro y a la prolongación del hocico. Un hombre supo edificar de madera y de cartones esta ciudad, iluminarle sus flancos con luna verdadera, se trata de este objeto: la cabeza de cera de una mujer que gira desgreñada sobre el plato de un fonógrafo.

Todas las cosas de aquí, país del mimbre, de los vestidos, de la piedra, o para decir mejor: país del agua sobre los mimbres y las piedras, país de vestidos manchados. Esta risa de sangre cubierta, les digo, traficantes de lo eterno, simétricos rostros, ausencia de mirada, pesa mucho más en la cabeza del hombre que las perfectas ideas, ésas que sólo saben desteñirse en su boca.

II

El arma monstruosa un hacha con cuernos de sombra llevada sobre las piedras, Arma de la palidez y del grito cuando giras herida en tu traje de fiesta, Un hacha ya que es necesario que el tiempo se aparte de tu nuca, Oh pesada y toda la densidad de un país sobre tus manos al caer el arma.

III

Qué sentido prestar a esto: un hombre forma con cera y colores el simulacro de una mujer, la adorna con todas las semejanzas, la obliga a vivir, le prodiga con un sabio juego de iluminaciones esa vacilación incluso al borde del movimiento que también expresa la sonrisa.

Luego se arma de una antorcha, abandona el cuerpo entero a los caprichos de la llama, asiste a la deformación, a las rupturas de la carne, proyecta en el instante mil figuras posibles, se ilumina de tantos monstruos, ¿experimenta como un cuchillo esa dialéctica fúnebre en que la estatua de sangre renace y se divide en la pasión de la cera, de los colores?

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IV

El país de la sangre se persigue bajo el vestido en carreras siempre negras Cuando se dice, Aquí inicia la carne de la noche y los falsos caminos se llenan de arena Y tú sabia cavas para la luz de altas lámparas en los rebaños. Y te vuelcas sobre el umbral del país insulso de la muerte.

V

Cautivo de una sala, del ruido, un hombre mezcla cartas. Sobre una: «¡Eternidad, te odio!» Sobre otra: «¡Que este instante me libere!»

Y sobre una tercera el hombre aún escribe: «Indispensable muerte.» Así, sobre la fisura del tiempo camina, iluminado por su herida.

VI

Somos de un mismo país sobre la boca de la tierra, Tú de un sólo chorro metálico con la complicidad de los follajes Y aquél que se llama yo cuando el día declina Y se abren las puertas y se habla de la muerte.

VII

Nadie puede arrancarlo de la obsesión de la cámara oscura. Inclinado sobre una cubeta intenta fijar el rostro bajo la capa de agua: siempre el movimiento de los labios triunfa.

Rostro sin mástil, rostro extraviado, ¿bastará tocar sus dientes para que ella muera? Al paso de los dedos puede sonreír, como cede la arena bajo los pasos.

VIII

Cautiva entre dos ladrones de superficies verdes calcinada Y tu cabeza de piedra ofrecida a los ropajes del viento, Te miro penetrar en el verano (como una mantis fúnebre en el cuadro de las hierbas negras), Te escucho gritar en el revés del verano.

IX

Se le dice: cava este poco de tierra mueble, su cabeza, hasta que tus dientes hallen una piedra.

Sensible solamente a la modulación, al paso, al estremecimiento del equilibrio, a la presencia afirmada en su estallido que ya lo cubre todo, busca la frescura de la muerte

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invasora, triunfa holgadamente de una eternidad sin juventud y de una perfección sin quemadura.

Alrededor de esta piedra hierve el tiempo. Con sólo tocar esta piedra: las lámparas del mundo giran, una iluminación secreta circula. Traducción de Pablo Montoya

Entre el señuelo de las palabras (fragmento final)

O poesía, No puedo refrenarme de llamarte Por tu nombre que ya no es amado entre aquellos que hoy vagan Entre las ruinas de la palabra. Asumo el riesgo de dirigirme a ti, directamente, Como en la elocuencia de las épocas En que eran colgadas, la víspera de los días festivos, En la más alta columna de las grandes salas, Guirnaldas de hojas y de frutos.

Yo lo hago, confiando en que la memoria Enseñando sus palabras sencillas a quienes buscan Mantener el sentido pese al enigma, Les hará descifrar, sobre sus grandes páginas, Tu nombre único y múltiple, donde arderán En silencio, con un fuego vivo, Los sarmientos de sus dudas y de sus tristezas. “Mirad, dirá ella, en el único libro Que se escribe a través de los siglos, ved crecer Los signos en las imágenes. Y las montañas Azulear a lo lejos, para haceros una tierra. Escuchad la música que dilucida Con su flauta sabia a propósito de las cosas El sonido del color en lo que es”.

O poesía, Yo sé que se te desprecia y niega, Que se te considera un teatro, incluso una mentira, Que se te agobia con errores de lenguaje,

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Que se tilda de mala el agua que tú aportas A todos aquellos que sin embargo desean beber Y decepcionados se desvían, hacia la muerte.

Y es cierto que la noche inflama las palabras, Vientos voltean sus páginas, fuegos abaten Sus bestias atemorizadas hasta bajo nuestras pisadas. Creímos que nos llevaría lejos El camino que se pierde en la evidencia, No, las imágenes se colisionan en el agua que asciende, Su sintaxis es incoherencia, ceniza, Y pronto incluso ya no hay imágenes, Libros, grandes cuerpos calurosos del mundo Para extender de nuestro deseo brazos.

Pero yo sé de idéntica forma que no hay otra estrella Para andar, misteriosamente, auguralmente, En el cielo ilusorio de los astros fijos, Sino tu barca siempre oscura, donde empero se agrupan Sombras en la proa, e incluso cantan Como otrora los que llegaban, cuando crecía Delante de ellos, al final del largo viaje, La tierra entre la espuma, y brillaba el faro.

Y si permanece Cosa distinta a un viento, un arrecife, un mar, Yo sé que tú serás, hasta en la noche, El ancla lanzada, los pasos indecisos encima de la arena, Y la madera que se recoge, y la chispa Bajo las ramas mojadas, y, entre la inquieta Espera de la llama que duda, La primera palabra tras el largo silencio, El fuego primigenio para encender debajo del mundo muerto.

Impresiones: sol poniente El pintor a quien llaman la tormenta ha trabajado bien, esta tarde, Figuras de gran belleza se reunieron Bajo un pórtico a la izquierda del cielo, allí donde se pierden Esas gradas fosforescentes en el mar.

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Y hay agitación en este tropel, Como si un dios hubiera aparecido, Rostro de oro entre las otras sombras numerosas. Pero estos gritos de sorpresa, casi cantos, Estas músicas de pífano y estas risas No nos vienen de esos seres sino de su forma. Los brazos que se abren se rompen, se multiplican, Los gestos se dilatan, se diluyen, Sin cesar el color se vuelve otro color. Y algo distinto del color, así las islas, Restos de grandes órganos entre los nubarrones. Si aquélla es la resurrección de los muertos, esta semeja La cresta de las olas en el instante en que se rompen, Y ahora el cielo esta casi vacío, Sólo una masa roja que se desplaza Hacia un lienzo de pájaros negros, al norte, piando, la noche. Aquí o allá Una charca aun, agujerada Por un ascua de la belleza en cenizas.

Ante tus signos ¿Qué morada deseas levantar para mí? ¿Qué negras escrituras cuando el fuego se acerca? * Vacilé mucho tiempo ante tus signos, me apartaste de toda densidad. * Mas he aquí que la noche incesante me guarda con caballos sombríos yo me alejo de ti.

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El pozo, las zarzas Pero amamos esos pozos que velan lejos de las sendas Porque nos preguntamos quién llega hasta su lado Entre hierbas que las zarzas obstruyen, atraídos Por las cúpulas que forman Por sobre los matorrales, allí donde empieza El país que sólo sabe de lo eterno; Que se detiene cerca de ellos aún hoy, Que los abre y se inclina en otro mundo. El hierro oxidado resiste, rechina, Queda en silencio cuando cae en la piedra El palastro que separa ambos cielos. Y no es sino un instante del estío, cuando El grillo retorna asustado, más allá de la muerte, Su canto que es materia hecha voz Y quizás luz, pero para nada. Notó que esas hierbas aplastadas, Esas palabras, esta esperanza, no existieron Más de lo que él (si así cabe nombrarlo) existe entre las zarzas Que arañan nuestros rostros pero son sólo La nada que araña a la nada en la luz.

El Pozo Oyes la cadena chocar en la pared Al descender el balde en el pozo que es la otra estrella, A veces la estrella vespertina, la que llega sola, A veces el fuego sin rayos que aguarda en la mañana Que pastor y bestias salgan. Pero siempre el agua está encerrada en el fondo del pozo, Siempre la estrella allí queda sellada. Bajo las ramas descubrimos sombras: Son los viajeros que pasan por la noche Encorvados, la espalda bajo una masa negra, Diríase, como si dudaran en una encrucijada. Algunos parecen esperar, otros se borran En un chisporroteo sin luz. El viaje del hombre, de la mujer es largo, más largo que la vida, Es una estrella al borde del camino, un cielo Que imaginamos ver entre dos árboles.

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El balde toca el agua, que lo alza, Y es la alegría, luego la cadena lo abruma.

Una piedra El verano pasó violento por las salas frescas, Sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo, Gritó, y el llamado trastornó el sueño De los que allí dormían en lo simple de su día. Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento, Sus manos abandonaron la copa del sueño. Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra, Llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.

(Cubierta por el manto silencioso del mundo) Cubierta por el manto silencioso del mundo. Marcada por los surcos de una araña viviente, Sometida ya al devenir de la arena Toda tú disgregada secreta inteligencia Ataviada para un festín en el vacío y desnudos los dientes como para el amor. Manantial de mi muerte presente insostenible.

Habla Douve Que se apague la palabra En la cara del ser en donde estamos expuestos En esta aridez que atraviesa Solo el viento del desierto.

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(...) Que el frío de mi muerte se levante Y tome al fin sentido.

Las uvas de Zeuxis Una bolsa de tela mojada en la alcantarilla, es el cuadro de Zeuxis, las uvas, que las aves furiosas tanto desearon, tan violentamente perforaron con sus picos rapaces, que los racimos desaparecieron, luego el color, luego toda traza de imagen a esta hora del crepúsculo del mundo donde ellas la arrastraron sobre las baldosas.

De nuevo las uvas de Zeuxis Zeuxis pintaba protegiéndose con el brazo izquierdo contra las aves hambrientas. Pero estas llegaban incluso bajo su pincel apremiado a arrancar jirones de tela.

Se le ocurrió sostener, en su mano izquierda siempre, una antorcha que escupía una humareda negra, de las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de terrestre, -¿por qué entonces las aves se abalanzaban más voraces que nunca, más furiosas, contra sus manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre el azul, el verde ambarino, el ocre rojo?

Se le ocurrió pintar en la oscuridad. Se preguntaba a qué podían parecerse esas formas que él dejaba agolparse, mezclarse, perderse, en el círculo mal cerrado de la cesta. Pero las aves lo sabían, las que se encaramaban sobre sus dedos, las que hacían con su pico en el cuadro desconocido el agujero que iba a encontrar su pincel en su avanzada menos rápida.

Se le ocurrió no pintar más, simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia de algunos frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su ventana, otras sobre sus potes de color.

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Aquella que inventó la pintura En cuanto a la hija del alfarero de Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto de acabar de trazar con el dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante. Recostada sobre su cama, de la que la bujía proyecta sobre el yeso la cresta fantástica de los pliegues de las sábanas, ella se vuelve, los ojos henchidos, hacia la forma que ha roto con su abrazo. “No, no te antepondré la imagen, dice ella. No te confiaré en imagen a los remolinos de humo que se acumulan a nuestro alrededor. No serás el racimo de frutos que vanamente se disputan las aves que llamamos olvido”.

Últimas uvas de Zeuxis I

Zeuxis, pese a las aves, no llegaba a desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo: pintar, en paz, algunos racimos de uva azul en una cesta.

Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.

II

Se daba un respiro, a veces. Sentado a algunos pasos de su caballete entre los zorzales y las águilas y todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de pintar e incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas, piando a veces vagamente en el olor a estiércol.

Reflexionaba: ¿cómo levantarse en silencio y aproximarse a la tela sin que el espacio bascule otra vez, de golpe, en el batir de alas y los innumerables graznidos roncos?

III

¡Y qué sorpresa por lo demás entrada esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un salto, habiendo cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto ya, generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano temblando, que las aves no le prestaban atención alguna, esta vez.

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Y eran uvas, no obstante, lo que comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos enteros ahí donde ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la última de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.

IV

Y, no obstante, ni siquiera esos racimos densos, una de esas artimañas con las que había ensayado, a veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado, ¡ah, ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras cúbicas, otras en forma de dios Término ahogado en su gran barba. ¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera tenía el tiempo de cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu, era arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si existieran en la inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros de seis caras que se arrojaran sobre la mesa, por un desafío al azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de las aves.

V

Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus racimos cada vez más semejantes, apetitosos, puede cubrirlos con ese tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja de la cesta su oro irisado de gris y de azul.

Envalentonado, llega incluso a poner nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como antaño. Y un gorrión, un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a encaramarse al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya no vuelven.

VI

Largas, largas horas sin nada más que el trabajo en silencio. Las aves han retomado frente a la casa sus grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca de Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma indiferencia que si rozaran una mata de tomillo, una piedra.

Hubo una vez esta tropa reluciente de cotorras y abubillas que se congregó sobre las terrazas próximas, y gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes después, tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como zorzales habían partido.

VII

Ah, ¿qué ha pasado? se pregunta ¿Ha perdido la noción de lo que es el aspecto de un fruto, o ya no sabe desear, o vivir? Es poco probable. Llegan visitantes, observan. “¡Que bellos racimos!”, dicen. Y aun: “Nunca has pintado unos tan bellos, tan semejantes”.

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O bien, se dice otra ocasión, ¿ha dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las aves destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado, cabeceando, en un rincón del taller sombrío.

Pero, ¿por qué ahora ya no duerme? ¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se arrepentiría, como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia? ¿Por qué llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no exista pintura?

VIII

Zeuxis vaga por los campos, recoge piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus pinceles, tiembla de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a tomar uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la ventana, observa los grandes vuelos migratorios elegir un techo, allá lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo azul el racimo del sol que declina.

Extraña, el ave que había venido a posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era multicolor, era gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde se reflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no es más que esa bola de plumas que se erizan, cuando el pico busca entre ellas una pulga?

IX

Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante, calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente dorados con la fantástica silueta que delínea en los ojos infantiles el racimo entre los pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.

Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano en el espejo, que se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se mezclan.

El autorretrato de Zeuxis Han encontrado el famoso retrato que Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí está sobre un cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que Zeuxis no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La mitad izquierda falta pero no se trata de algo inacabado, más bien hay ahí como un abismo al borde del cual el pintor ha debido asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su vez

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uno se aproxima a este abismo se ven muy abajo del borde que se desmorona y se resquebraja los magros arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua sin color.

Los visitantes se aproximan al abismo, observan un poco, prudentemente, después siguen su camino, en silencio. Paso por ahí, cuando llega mi turno, busco ojos en la inmensidad a ratos brumosa. La tumba de Zeuxis está en el pliegue de dos montañas, al otro lado de la quebrada. Con la ayuda de los lentes que nos ofrecen, pero que pocos aceptan, veo que desprendimientos de una piedra roja obstruyen a lo lejos el camino, que quedará entonces desierto para siempre. Solo las aves que Zeuxis ha pintado a media altura de la cornisa pueden llegar con grandes aleteos hasta el lugar donde él reposa ahora, para después volver a nosotros graznando en la galería demasiado estrecha, donde nos rozan y nos asustan.

IV Así permanecimos despiertos en lo más alto de la noche del ser. Un arbusto se quebró. Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de sangre circulabas por nuestras tinieblas? ¿A qué habitación venías, en la que se agravaba el horror del alba en los cristales?

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La traducción de poesía

Se puede traducir por simple designación. Por ejemplo, me decía un día Wladimir Weidlé, agradablemente, el poema de Baudelaire, Yo no he olvidado, vecina de la ciudad..., lleva el sonido de Pushkin, posee su transparencia, es la mejor de las "traducciones". ¿Pero se puede reducir un poema a su transparencia?

Se puede traducir un poema, no. Se encuentran allí demasiadas contradicciones que no se pueden resolver, deben hacerse demasiados desistimientos.

Ejemplo (y es ello un hecho de experiencia personal) Sailing to Byzantium, de Yeats: y ahora este título: ¿Embarcarse a Bizancio? Imposible, interpelaría Watteau. Además, sailing tiene un dinamismo de verbo. Se piensa en "A Honfleur! lo más pronto posible antes de caer más bajo", de Baudelaire, pero "A Bizancio" sería

ridículo: el mito excluye estas brevedades...En fin, to sail expresa por otra parte la idea de partida, la de la mar por franquear, difícil, agitada como la pasión y aquella del puerto a lo lejos: comercio, trabajos, obras, naturaleza vencida, el espíritu. Nada que pudiese llevar nuestro aparejar, y hacer velas es caduco, sobre estas distancias. Yo me resigné con "Bizancio-la otra orilla". Una tensión se salvó, quizás, pero no la energía, el arranque (al menos soñado) que expresaba el verbo. Como a menudo, desde la lengua de Shakespeare hasta aquella que tiraniza todavía Malherbe, lo vivido deviene de lo intemporal, lo irracional de lo inteligible. Otra solución: glosar el título, con esa frase de Baudelaire. Será necesario intentar la experiencia de traducciones desarrolladas, donde se dejarían vivir todas las asociaciones de ideas invocadas por la obra, sobre una página análoga a aquella del Golpe de dados. Pero Yeats habla, en la unicidad y la urgencia del instante: Y es a eso de entrada que es necesario que uno permanezca fiel.

Otro desistimiento obligado en este mismo poema: fish , flesh, fowl (pescado, posta, pollo), con los que Yeats reúne en tres palabras la variedad de la vida, e incluso y sobre todo, por la aliteración, su impulso, su aparente finalidad. ¡Bastante arduo! Pero peor aún, hay allí una expresión fabricada, que hace que se pueda soñar que la lengua común preserva así el vigor de esta lengua adámica que tantos poetas añoran. Sailing to Bizantium exige pues interrogar la sabiduría popular, la nación. El aquí, en el momento mismo en el que es cuestión de arrancarlo, por el espíritu puro. Contradicción, profunda en Yeats, constante, tanto que fecunda de punta a punta su obra, pero que no se puede más que perderla en francés, que no ofrece para estas palabras brevedad semejante: las lenguas no poseen sus "fortunas" en los mismos puntos. Traduje: "todo lo que nada, vuela, se lanza", lo que no retiene el impulso sino por una significación, no dentro de la

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sustancia verbal. Por otra parte, y por una vez, el verbo es menos que el sustantivo: este fish, etcétera, que parecía repetir el acto primero, divino, de la denominación. Donde un texto tiene sus oportunidades, sus nudos, su espesor "su inconsciente-, la traducción debe pasar a una superficie, libre para tener por otra parte sus propios nudos. No se puede traducir un poema.

Pero tanto mejor, porque un poema es menos que la poesía, y hallarse desprovisto de él, es de otra manera,un estímulo. Un poema "un cierto número de palabras en un cierto orden sobre la página, es una forma, donde es abolida la relación con el otro, con la finitud: lo verdadero. Y el autor puede complacerse en ello, es sosegador, se ama hacer-ser objetos que permanezcan, pero rápidamente se siente pesar de haberse puesto en contradicción con el lugar y el tiempo del verdadero intercambio. Un medio, el poema, una hipótesis de espíritu, no un fin. Publicarlo, una verificación, un tiempo de reflexión que uno se otorga, pero no es aceptarlo, absolutizarlo. Y el mejor lector de forma parecida es aquel que ama el poema, sí: pero cómo puede no amarse un ser: considerando sólo los valores de los cuales se ufana, en el sentido que lleva. Nada de idolatría por lo escrito; pero tampoco nada de aversión iconoclasta en adelante. Más bien, compasión, una especie de existencia compartida. Pero ¡qué saqueo desde entonces! Todas estas "riquezas" del texto, ambigüedades, paragramas, polisemias, etc., privadas del derecho de imponernos sus crucigramas.

Pero en compensación, he aquí que no llegamos a comprender, a retener: la poesía de otras lenguas.

Que se sepa ver, en efecto, lo que motiva el poema; que se sepa revivir el acto que a la vez lo ha producido y se atasca en él: y libres de esta forma anquilosada que no es nada sino un trazo, la intención, la intuición primeras (digamos una aspiración, una obsesión, cualquier cosa universal), pudieran ser de nuevo intentadas en la otra lengua, y tanto más verídicamente en adelante en cuanto la misma dificultad se manifiesta allí: la lengua de traducción, paralizante como la primera de este cuestionamiento que es una palabra. Sí, la dificultad de la poesía es que la lengua es sistema, cuando la palabra de ella es presencia. Pero comprender eso, es reencontrarse con el autor que se traduce, percibiendo mejor las tiranías que él sufre, los movimientos de pensamiento que allí opone; y las fidelidades que le faltan. Porque las palabras van a tratar de amaestrarnos con su modo de ser. De auxiliares de la buena traducción comenzada, van a hacerse los abogados del mal poema que ella deviene, ellas van a rebajar la experiencia en provecho de un texto; será necesario desconfiar, verificar la necesidad ontológica de nuestras imágenes nuevas más bien que su semejanza término a término (exterior desde luego) a aquellas del poema original. Y es una pesada tarea, pero a cambio, somos ayudados por este autor que se traduce, cuando es Yeats, cuando es John Donne o Shakespeare. Y en lugar de ser, como antes, ante la masa de un texto, henos aquí de nuevo en el origen, allí donde se acrecía lo posible y por una segunda travesía, donde se posee el derecho de ser sí mismo. Un acto, ¡en fin! Se aventuraba con las lagunas de su lengua, se "bricolaba" como gusta decirse hoy, he aquí ahora que se revive la limitación del otro, tanto como se escucha lo que se ha podido aprender allí, ya que es necesario existir primero, antes de escribir. Que se sepa que el poema no es nada y la traducción es posible, lo que no es fácil de decir; esto no es más que la poesía recomenzada.

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Desmesura, retomar así en el origen a Yeats, ¿aspirar entonces a un poder de invención semejante? pero aspirar no significa estar seguro de llegar. Y toda poesía, es siempre la misma ambición, que entre las más verdaderas va sin certidumbre. No hay poesía sino de lo imposible. Y, fracasar ahí, digamos específicamente, guarda al menos abierto el campo a esta preocupación de unidad, o de transparencia y de destino.

Prácticamente, en efecto: si la traducción no es una copia y una técnica, sino un cuestionamiento y una experiencia, ella no puede inscribirse "escribirse- sino en la duración de una vida, de la cual ella solicitará todos los aspectos, todos los actos. Y ello no exige que el traductor sea "poeta" por otra parte. Pero implica de seguro, que si él también escribe, no podrá mantener separada su traducción de su propia obra. Algunos ejemplos de esta interdependencia "personales-, pues no hay allí de qué enorgullecerse (ni alarmarse: menús hechos, que no sirven más que de índices).

Horacio, hablando a Hamlet de sus compañeros de guardia cuando se aparece el fantasma, ellos fueron "destilados", dice él, "casi hasta la gelatina con la acción de terror"... El sentido es claro. Pero el acto de terror introduce una intensidad, trágica, donde gelatina (literalmente la "gelatina", tan inglesa, para nosotros "papilla") se me volvió un problema. ¿Por qué? las obscenidades del comienzo de Romeo pueden traducirse. Pero ellas son significantes así no sea más que de ellas mismas, mientras que aquí gelatina es lengua ordinaria, empleada sin atención, sin énfasis en el sentido. Ahora, bien francés en ello (creo yo), tengo tendencia a querer que tales contextos, luego ejemplares, sean un conocimiento acrecentado, por tanto, una economía del sentido, por tanto, un vocabulario, si no restringido por lo menos verificado. Que lo trivial se mantiene, sí, y es Rabelais, Rimbaud, pero como tal, y a ello se aproxima Racine o Nerval y lo que se llama lengua noble, o literaria, pero que no es sino una lengua tensa. Los ingleses (cf. Mercutio) esperan menos del lenguaje. Quieren más observación directa, de sicología simple (en resumen, gelatina allí donde un soldado la diría) como heroica reconstrucción.

Y yo les concedo la razón. Pero haría falta por lo tanto, que luchando así contra mí, yo acepte el desafío sin más y hable de papilla, ¿o incluso de agua de pudín? Arriesgando ser un fresco, yo habría sido literal. Pero si es cierto que he seguido siendo por otra parte, así sea poco, discípulo de Racine, esta aparente fidelidad, va a producir lo pintoresco simple, es este el pecado de las traducciones románticas, mal desbastadas del verbalismo de antes "que va en todo caso, a paliar en mí y no resuelve un problema. ¡Mejor Ducis! Mejor escuchar Shakespeare hasta el momento en que yo pudiera aventajarlo en toda mi escritura y no simplemente reflejarlo, aquí. Y esperando, y con conocimiento de causa (yo añadiría una nota), convierte engelatina con una palabra a mí, implicado en otras prosecuciones. Ceniza... La traducción ha fracasado, en el plano local. Pero el acto de traducir ha comenzado, y llegará más tarde, de otro lado" todavía aquí.

Y ahora, de nuevo de Yeats, en La congoja del amor, cuando él habla de la joven de los "melancólicos labios rojos" que está "condenada como Odiseo y las naves laboriosas". Laboriosa, ésta palabra evoca las largas travesías difíciles y los balanceos del navío, pero también el problema afectivo, la tristeza, sin contar con que to be in labour, es dar a luz,

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y que to labour, ha guardado poéticamente su acepción arcaica, "laborar", casi sembrar. Todos estos sentidos valen aquí, ¿qué hacer pues? Pero esta vez, yo no he podido incluso plantearme la pregunta, y traduje irresistiblemente, labouring por "los que renguean a lo lejos" incluyendo de entrada el rechazo en la traducción. Y yo podría justificar o criticar estas palabras- Ulises no huía, pero los hijos de Príamo, quien muere en el verso siguiente, lo hicieron por otra Troya, etc. "Pero allí no está la cuestión. Porque estas palabras, no me han venido por el corto circuito que se cree que va desde el traductor del texto a la traducción, sino por todo un lazo de mi pasado. A menudo he pensado en la cojera de un navío... una vez incluso, regresando de Grecia, en 1961, y el corazón pleno con el recuerdo de la Esfinge de Naxiens, cuya sonrisa expresa la ataraxia, la música, yo imaginaba que el barco, que pintaba de noche, así, frente a la costa italiana, él también huía y buscaba; y pensando bien seguramente en Verlaine, yo esbocé una especie de poema, donde jugaba su rol también el agua que riela, para siempre "como hierro, en una caja cerrada": un poema que nunca he terminado desde entonces- y que yo mismo, he roto de súbito, doce años después, en suma, para que viva mi traducción. La relación de lo que se buscaba allí con mi cuidado por la poesía de Yeats, se convirtió en lo más importante, el verdadero devenir. Fue el poeta inglés quien me explicó a mí mismo, y es mi encaminamiento lo que ha querido traducirlo. Es en una relación de destino a destino, en suma, y no de una frase inglesa a una francesa, que se elaboran las traducciones, con prolongamientos que no se puede prever (este barco y su cojera han reaparecido en mi último libro). Continuación lógica de éste propósito, haría falta que me pregunte en qué me han ayudado mis traducciones; y cómo la poesía de otras lenguas ha contribuido al devenir de la nuestra.

Falta de tiempo, yo no haré sino evocar otra pregunta preliminar. ¿En cuáles condiciones esta especie de traducción, esta traducción de la poesía, no es ella una empresa insensata? "Traducid vuestro prójimo", propuse una vez. ¿Pero quién puede serlo suficientemente?

La ironía de Donne, la morosidad luminosa de Elliot- o el Spleen baudelairiano, la "malevía" (y la esperanza, siempre) de Rimbaud, ¿no son mundos impenetrables? y en cuanto a Yeats, la aspiración a la Idea, Bizancio, pero sangre y laguna, la neblina y el arrobamiento, la rabia misma, pasión, y Adonis tanto como Cristo, ¿son ellos compartibles?

Pero pobreza es recurso, en poesía. La experiencia que no se ha vivido, es porque a veces se ha rechazado: y la traducción, en la que un poeta nos habla, puede desbaratar la censura; es ésta una de las formas de ayuda que yo he dicho que ella aporta. Una energía se libera. Nuestras fascinaciones nos habrán guiado. Pero que no se siga sino a ellas, con toda seguridad. Toda obra que no nos requiera es intraducible.

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Introducción a Giacometti

I

Creo que para comprender bien el trabajo de Giacometti es preciso advertir, de entrada, que encontramos en él siempre viva y activa la preocupación por el Otro: entiendo por esta palabra a cualquier persona, conocida o desconocida, que aparezca en el campo de nuestra existencia o esté ya en nuestra memoria. Una persona, por ello, real. A Giacometti no le interesaban en absoluto las figuras imaginarias, como no le interesaba tampoco, por otra parte, esa presencia ficticia que es, para el artista, en la mayoría de los casos, su modelo: ese rostro, esos rasgos, ese cuerpo al que observa e imita de modo sobrecogedor, a veces, pero sin vincularse a lo que son, en su vida privada, el hombre o la mujer que van a posar para él. Todos los que conocen, por lo que sea, el arte de Giacometti, perciben en él, naturalmente, ese interés por el Otro, y saben incluso hasta qué extraordinario grado de intensidad lo llevó en muchos de sus cuadros y de sus esculturas. Creo útil afirmar, sin embargo, la idea de que esta fue su motivación más esencial y también lo más constante en todos los momentos de su obra, sin excepción.

¿En todos los momentos sin excepción? Se me objetará que esta preocupación no es muy aparente en el período que va de la llegada del joven Alberto a Francia hasta su ruptura con los surrealistas: secondo período, digamos, pues el primero, más importante de lo que suele creerse, fueron sus años de adolescencia y de primera madurez en el medio familiar de Suiza, junto a su padre, pintor también. A lo largo de todos estos años, de 1930 a 1934, que vieron a un Giacometti influenciado, primero, por Henri Laurens y por otros escultores postcubistas, luego por el pensamiento de Georges Bataille, y finalmente por las experiencias iniciadas o encabezadas por André Breton, parece predominar en su búsqueda un recurso a las formas esquematizadas, simplemente alusivas a objetos exteriores que sólo evocan, así, el hecho humano o la vida psíquica desprendiéndose, al parecer, de cualquier idea de una persona particular. Aunque Alberto se proponga entonces, a veces, hacer el retrato de su padre o de su madre, lo hace para elaborar enseguida una figura osadamente estilizada, y el modelo sólo parece entonces un pretexto para una obra que reivindica una realidad autónoma. Y esos retratos, además, sólo son uno de los momentos del trabajo de aquellos años, cuando el escultor se encuentra en el verano con sus padres en el pueblo natal. Y de regreso a París se entrega de nuevo a una invención de signos plásticos o de símbolos que sólo se refieren a la realidad de la existencia, porque dan libre curso a la expresión de un deseo del artista que los produce o –en la época surrealista– cuestionan los

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enigmas de su psiquismo. Ese trabajo parece, en efecto, un pensamiento de Giacometti sobre sí mismo, sin que haya, por su parte, preocupación por alguien más. Y en el caso de los “objetos surrealistas” que multiplica a partir de 1930, se le ve, además, muy interesado en el pensamiento psicoanalítico –bien conocido por sus compañeros de todo el período– y, por consiguiente, a la escucha de las propuestas de su inconsciente. Ahora bien, desde Freud sabemos perfectamente que el egocentrismo es lo que caracteriza el inconsciente. El deseo inconsciente ignora por completo lo que podríamos denominar el derecho del Otro.

II

Pero este desconocimiento del Otro sólo es, a mi entender, una apariencia, incluso en este período en el que Giacometti participó de modo activo en las investigaciones de la vanguardia, convencido por su parte, al menos desde comienzos de siglo, de la autonomía de la creación artística. Y es fácil advertir que una mirada procedente del exterior de las obras que Giacometti emprende entonces, obsesiona constantemente su trabajo e incluso se inscribe en él un modo a veces solapado, pero también muy directo otras, con una gran intensidad, incluso. Así sucede con esos retratos de sus padres de los que he hablado antes, algo que no es nada sorprendente, puesto que su padre o su madre estaban, por aquel entonces, ante él, y contaban también mucho para él, incluso con una autoridad cuyo dominio seguía padeciendo. Pero advirtamos el modo como esa mirada que habla de la importancia, en la preocupación del artista, de un ser exterior a la obra, sabe abrirse camino por entre los signos constitutivos de ésta.

Un joven marchante, Aimé Maeght, ha encargado numerosos bronces a Giacometti; Diego, el hermano de Alberto, se ha revelado el artesano inteligente y hábil, y absolutamente adicto, que permite al escultor pasar a su guisa y tan a menudo como desea del yeso al bronce, y Giacometti podrá así, en algunas temporadas, producir varias obras maestras que, expuestas en la Galería Pierre Matisse de Nueva York, a partir de 1948 y luego en la Maeght de París, en 1951, lo hacen rápidamente célebre, tras lo cual el público avisado puede reflexionar –gracias a esas grandes esculturas y a otras que las completan. Le nezo Tête sur tige –acerca del denominado escultor de la aparición del ser humano en la soledad del mundo, del ser al que aspira y de la nada a que teme: un arte al que puede llamarse existencial, en total ruptura con las formas contemporáneas de la expresión artística. Pero esta vez, es sólo un discurso sobre la presencia y no el enfrentamiento directo con ésta, su conjura.

Y en verdad es cierto que, antes de arriesgarse más aún, Giacometti necesitaba comprender las categorías, los envites, los peligros incluso de su futura búsqueda. Es un poco como si recomenzara, con vistas esta vez a una fenomenología general del ser-en-el-mundo, el análisis de sí mismo que había intentado en la época surrealista en el

Foto: Henri Cartier-Bresson

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plano, por aquel entonces, de los deseos, inhibiciones y fantasías de su ser psíquico propio, particular. Siempre he creído que Giacometti es un genial escultor, pero era todavía mejor pintor, y que, aunque fuera ese pintor inmenso, tal vez estuvo más cerca incluso de la verdad, más cerca de la liberación en algunas litografías. No es por reservas sobre la importancia de su trabajo de investigación gráfica que paso tan rápidamente sobre esta última, cuyas etapas más antiguas ni siquiera he evocado, en especial desde los años cincuenta.

III

Por extraordinario que haya sido el trabajo de Giacometti en la inmediata postguerra, quedaba, sin embargo, un paso que dar, el que haría pasar al escultor de la reflexión a la acción. En efecto, desde aquel momento y hasta su muerte, tanto en pintura como en escultura, e incluso y tal vez en primer lugar en los innumerables estudios a lápiz, a pluma, a bolígrafo, Giacometti no dejará ya de multiplicar sus aproximaciones sólo a unos cuantos seres, y esos intentos de forzar lo visible son más variados de lo que podríamos creer. Lo que no cambiaba era el sentimiento de su empresa; la consideraba imposible, al tiempo que no se resignaba a renunciar, a creer que algún día, y pronto incluso, iba a captar en la tela, con alguna pincelada, esa presencia evidentemente invisible. La voz le dice a Giacometti que el arte, como tal, es el obstáculo que impide la manifestación de aquello que espera encontrar en sus criaturas, de aquello que es preciso que lleve a cabo con ellas, con el fin de seguir fiel a la intuición del primer día. Lo que dice que la imagen, por muy conmovedora que sea, es la pérdida de la presencia. Le da a entender que lo que él, Alberto, desea –dar testimonio de la presencia y encontrar en este acto a su modelo– tal vez no lo desea del todo, puesto que, en ese preciso momento, está dibujando y esculpiendo –es decir, está ocupándose de una obra, está fabricando una obra de arte.

¿Y no encierra esta comprobación una razón más –y muy fuerte– para no confesarse a sí mismo lo que uno desea? Confesárselo implicaría que uno comprende que también –y tal vez sobre todo– se desea otra cosa. Que uno anhela ver, claro, pero no de manera total.

Observo que cualquier exposición, por poco importante que sea, de obras de Giacometti, es vivida por muchos como un acontecimiento que destaca sobre las demás manifestaciones artísticas. Al parecer una emoción, una adhesión, un efecto que no se asemeja al interés o la admiración que despiertan otros artistas. Las miradas que ascienden de las profundidades de esos iconos parecen, en efecto, despertar en seres jóvenes una esperanza difícil de formular, pero agitadora, que logra que, tras haberla tenido, ya no se sea el mismo. ¿Cuántas veces esas imágenes, como la del Buda misteriosamente sonriente, han bastado para aportar pensamiento y mantenerlos vivos? Sólo el porvenir dirá si Giacometti habrá sido sólo una de las posibilidades que un siglo deja pasar, o si fue uno de los signos precursores de una nueva forma de vivir en esta tierra.

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El bote de Samuel Beckett La isla está un poco lejos de la ribera, es una extensión sin relieves cuya línea baja apenas se adivina, con algunos árboles, en la bruma que pesa sobre el mar. Alguien de quien nada conocemos a no ser la benevolencia y que quería que viniéramos aquí, nos trajo en su barca, partimos, pero llueve y, bajo el velo de sombras a veces muy negras, atravesar el brazo de agua parece un agujero en las apariencias, un sueño de otro mundo, acaso tal vez un poco

de éste, débil rayo entre las manchas oscuras. Una orilla, pues, al cabo de unos minutos. Tres o cuatro escalones de piedra para desembarcar, chorreantes, un pedazo de muelle, dos casitas y en una de ellas una luz: el pub cerrado y la morada de quien lo atiende y a veces lo abre, el domingo, cuando la gente de la otra isla, de donde venimos, quiere llegar todavía más al oeste. Pero no nos acercamos a las casas, pasamos a la derecha por las tierras. Son caminos desleídos o ni siquiera caminos, un páramo cortado por charcos, cuando lo obstruyen alambradas, que hay que saltar muy penosamente. A dónde vamos, no lo sé, pues comprendo mal el rudo y soberbio acento de esta voz en su lengua tan otra. Acaso hacia alguna cruz de piedra de los tiempos celtas, alzada frente al mar abierto, tal vez solamente hacia el otro lado de la isla, que de hecho alcanzamos ya. Aquí está la orilla, con grandes olas ante nosotros, muy verdes, y la lluvia que casi ha dejado de caer. Nos quedamos un momento en el extremo de la isla. Admiramos el mar, vemos también el camino que seguimos o dejamos a veces, a causa de los hoyos o sin razón: era sólo una especie de pista zigzagueante entre la hierba rala, bordeada en algunos sitios por muretes de piedra. Luego entramos en otro sendero, más ancho, que sigue la costa. Nuestro guía, nuestro amigo, habla; lo comprendo mejor ahora, porque el mar hace menos ruido, porque la caminata se ha vuelto más fácil, quizá también porque él tiene otros pensamientos en mente. De cualquier manera, detrás de un árbol se descubre una casa, hay pues una tercera casa en la isla, y a dos pasos de ella, está el mar; pero tiene su pequeño cercado, donde hubo en otro tiempo patatas, lechugas, perejil, sin duda también algunas flores al abrigo de un pedazo de roca. “Ah, nos dice el marino -es un marino y cada año, acaba de explicar, lleva un carguero alrededor del mundo-, ¡esta vieja que vivía aquí! Cuando niño, ella era mi maestra. Y después, durante largo tiempo después, cuando yo pasaba por aquí, de noche, tocaba siempre a su puerta. Podía ser medianoche, las dos, las tres, casi el alba, yo sabía que estaba despierta, vestida, de pie o en su sillón cerca del fuego, y ella me abría, me sonreía, me servía té, me contaba historias. Tenía un sin fin de historias.” “Ya no esta”, agrega aquél que así recuerda, y luego calla, como si escuchara una voz. Llegamos al caserío, las dos casas, y él quiere absolutamente hacernos visitar el pub, va a tocar a otra puerta, aparecen una joven, un niño, él vuelve con la llave, da a tientas con la cerradura. Entramos en la sala, donde todo es muy oscuro y el enciende una lámpara.

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Las mesas están contra la pared, la barra habitual, con las botellas, sin duda vacías. El gran suelo desnudo, muy gastado, como si se hubiera bailado miles de veces en un pasado que no toca más nuestro presente, agua que se retira de la orilla. Y fotografías en los muros, que son la razón de nuestra visita, pues estas nos dirán cómo la comunidad de antaño, la sociedad de las dos islas poco a poco se ha dispersado, se ha extinguido. Hombres y mujeres de la otra bruma, la del papel amarillento, como una metáfora de la memoria que se disipa. Algunas miradas se dirigen hacia nosotros, reprochándonos distraídamente, como si estuvieran absortas en una visión más lejana, tal vez en un saber, que no podemos hacer nuestro. La Irlanda de los años 40 o 50, tan misteriosa como un barco buscando la ribera. “Y este de aquí”, exclama el capitán de alta mar, mostrándonos la fotografía de un viejo sentado frente al agua, con la pipa en la mano, muy derecho, muy delgado, inmóvil. “¡Ah, cómo bebía! Para pescar el cangrejo se iba durante días, solo en su barquita, pero ya al partir estaba ebrio, con los frascos de whiskey que llevaba junto con los canastos y las redes. Cómo se las arreglaba para enfrentar el mal tiempo, para volver, y volvía, sin embargo, estaba en manos de Dios.” Veo ese bello rostro, que se parece al de Samuel Beckett, olvido el alcohol, que es sólo una de las técnicas de la universal escritura -esta mano que busca la de Dios-, pienso en el escritor que acaba de deslizarse, él también, entre las sombras, y se aleja y se pierde en este tumulto ennegrecido de lluvia o de bruma, pero que desensombreció, de cualquier modo, aquí y allá y más allá, un poco de luz de sol amarillo. Beckett, me digo, escribió como este viejo partía, solo en medio del mar. Se quedaba, como él, largos días y noches bajo estas nubes de aquí que se amontonan, forman castillos en el cielo, acantilados, dragones escupiendo fuego en los bordes, en las fallas, y de pronto se deshacen, rayo súbito, “spell of light” hacia las tres de la tarde -y de entonces hasta el rápido anochecer, el tiempo cesa, es como el oro en la frágil concavidad de la oleada. Beckett esta allí ahora, en ese bote acaso visible todavía allí donde la cresta del ma r se eriza en el sol que se pone. Y lo que dicen sus libros, no lo escuchamos mas que a través del ruido constante de la ola, o intermitente de la lluvia.

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El desierto de Retz y la experiencia del lugar

El Desierto de Retz (hay que entender la palabra “desierto” en su acepción de lugar de meditación), reúne, a veinticinco kilómetros de París, ruinas griegas, romanas, egipcias, chinas, construidas por un visionario dieciochesco cuyo delirio razonado sigue fascinando a la imaginación y a la inteligencia. Ives Bonnefoy reflexiona sobre los motivos de esa fascinación. Los grabados que aparecen en otras páginas de este número representan edificios de ese conjunto. Un templo del dios Pan, circular; una pirámide, una iglesia gótica en ruinas, la tienda de un jefe tártaro, una casa china de la que se entreven las estancias y el jardín, un obelisco; otras “fábricas” mas, grutas, invernadero de naranjos, tumbas –todas ellas diseminadas sobre las laderas o entre los espléndidos árboles de este valle- y, dominando tal conjunto, esa

torre que tildan de “destruida” porque la interrumpe, deliberadamente por supuesto, una sección de aspecto ruinoso adornada por grietas que descienden hacia unas ventanas ovaladas. Éstas se abren en un voladizo sobre otras más, cuadradas, que se encuentran en el primer piso del edificio, sobre las numerosas puertas situadas en lo que podríamos llamar la planta baja si tuviéramos la seguridad de que tal termino es el adecuado, ya que la construcción en cuestión se hundía tal vez más profundamente en el suelo, del que acaso se ha liberado sólo en parte. Si la juzgamos por su diámetro, el cual deja prever su altura, una vez terminada la torre se habría elevado por lo menos unos ciento veinte metros. De allí que una impresión de desmesura se añada al extraño aspecto de ese grupo de edificios no sujetos a ninguna ley visible. Tal es, a dos pasos de París pero en las antípodas de los lugares habitados comunes, el llamado “desierto” de Retz que recientes trabajos de restauración someten a nuestra atención nuevamente en el crepúsculo de este siglo. En otros sitios de los alrededores de París, otros parques, flamantes, congregan también dentro de ellos imitaciones de la arquitectura de épocas muy desemejantes. Sin embargo, no visitamos esos nuevos desiertos. En cambio, nos sentimos atraídos al valle de Retz por una simpatía instintiva. ¿Cuál es la razón de semejante simpatía? Nada hay que nos la explique cuando arrojamos una primera mirada sobre esas “fabricas” desordenadas; en cuanto a las explicaciones que han sido dadas acerca del Desierto, o que nosotros imaginamos, poco tienen de convincentes. El que concibió hacia 1780 el Desierto de Retz, un tal Monsieur de Monville, ¿intentó acaso presentamos la suma “del conocimiento y de las curiosidades del hombre del siglo

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XVIII”? Es posible. ¿Pero por que empaparla de esa impresión de irrealidad, en que el exceso de ensueños contrasta, después de todo, con la falta de ciencia? ¿Deseó más bien, incitado por las proposiciones inciertas de la primera arqueología, reunir todas las civilizaciones, desde la época de las cavernas hasta la de la China Contemporánea, para extraer de ellas el proyecto de un pensamiento más elevado, digno del francmasón que tal vez era, o digno de Jefferson, quien acudió en 1786 a admirar aquella obra pensando .en el porvenir de América y del mundo? También es posible que haya intentado aparear las mas preciosas esencias vegetales -llevadas por orden de el al valle- y las más hermosas esencias arquitectónicas en una especie de herbolario en que se vieran representadas naturaleza y cultura, y que fuera así comparable, en compañía de esas aguas que corren entre uno y otro espacio, y de las brisas del verano, a una página del Paraíso. También puede uno pensar que estableció un acercamiento entre el paganismo egipcio y grecorromano, el cristianismo y el budismo, para reflexionar en la unidad trascendente de las religiones. o simplemente que quiso meditar, ante la torre inacabada e inacabable, en la grandeza y la decadencia de las sociedades, o tal vez en la humanidad como tal. Lo cierto es que resulta más inherente a nuestro sentimiento, cualquiera que este sea, la idea de que tales lugares de culto sin ritos, de vida cotidiana sin habitantes, fuera del rico testigo ocioso que erraba de uno a otro sitio, de naturaleza sutilmente violentada pero de hecho victorioso ya, no forman en su totalidad más que un solo y vasto santuario de esa melancolía que un día será vista, es posible pensarlo, como el alma de nuestro Occidente: el país del ocaso, de lo divino que emprende su retirada del mundo. Pero parte de la atracción que ejerce sobre nosotros el Desierto de Retz proviene, por supuesto, de que resulte tan difícil interpretarlo, ya sea a través de sus formas visibles, o por lo que sabemos del tal Monville, que no cesa de modificar sus concepciones -aun después de convertidas ya en edificios acabados- como si se hubiera pasado quince anos persiguiendo una visión que era acaso esencialmente inasible: la de alguna Gradiva del espíritu. Lo cierto es que nos gusta acercamos a lo que otros seres tienen de incomprensibles para nosotros. Pero, a fuerza de reflexionar sobre el Desierto, acaba por presentarse a nuestra mente otra explicación que, admitámoslo, parece mas sensata; y esta es la que intentare ahora formular, apelando a una categoría del pensamiento que me parece en esta ocasión el mejor medio para hacerlo. Sin embargo, tendré que comenzar por definirla, porque rara vez se recurre a ella; y tendré que recordar a grandes rasgos su historia, que por otra parte es también la historia de una grandeza y de una decadencia. Esta categoría, que concierne a nuestras relaciones con el mundo, y también con la sociedad, es la del lugar, y lo que propongo entender por lugar no es un simple fragmento de espacio, sino cierto punto del espacio en el que se centra nuestra atención, y por el que esta se ve retenida, por oposición, relativa o absoluta, a otros puntos, a otras partes que nos despiertan interés por la tierra. Se habla, así, de un lugar de nacimiento, o del lugar tal como nos lo impone el recuerdo -es decir, este lugar para siempre, y ningún otro-, o de los lugares entre los cuales nuestras aspiraciones nos hacen elegir uno solo, o sonar en el. Definido dé esta manera, el lugar no es una simple visión del espíritu; es una experiencia efectiva, y mas aún: es, de hecho, la realidad misma tal como la experimenta la existencia, porque esta se encuentra primero con el mundo del seno de su lugar, y no llega -por ejemplo- a la noción de naturaleza sino por un segundo esfuerzo del pensamiento.

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Y el hecho de que esa categoría no forme parte de nuestra reflexión tan inmediatamente como lo hace la del espacio o la del tiempo, para no citar sino las mas cercanas a ella, no le resta importancia ni actúa en detrimento de su antigüedad en la experiencia humana de hecho, se la reconoce fácilmente en los comportamientos más elementales de las sociedades más arcaicas. No es necesario ir muy lejos en el examen de los tratados de historia de las religiones, por ejemplo, para dar con este tipo de situaciones en las que una impresión de carácter sacro, o sea de realidad más intensa, más eminente que la de otros sitios, es atribuida a cierto valle, a cierta cumbre, o a alguna gruta, y hasta a una simple roca -caso, este último, en que lo que ha contado es la apariencia fuera de lo común, que parecería impregnar con la propiedad que la caracteriza todo el espacio que la rodea. Lugares sagrados, lugares santos, lugares superiores que deben a veces su existencia a la epifanía de un signo, pero que no por ello son menos identificables como un aquí por oposición aun en otra parte. El lugar es así la desembocadura del espíritu en el ser. Es lo que atrae y retiene a la impresión de realidad como el pararrayos al rayo. Y la categoría que nos ocupa es válida en todos los niveles de nuestra relación con el mundo, porque puede lo mismo identificar un punto de la tierra que convertirse en vía de la trascendencia; porque no sólo habla de las raíces de nuestra vida más cotidiana sino que hace posible también la experiencia metafísica. De allí su valor como medio de ahondar la historia de las sociedades, la cual nos permitirá comprender que la designación del lugar tiene también una historia, cuya importancia podremos apreciar en el caso de la explicación del Desierto de Retz. Para decirlo en pocas palabras, aunque habría que hacer una larga investigación, desde el momento en que el lugar tiene la capacidad de acoger en su seno lo que una sociedad dada percibe como lo divino, todas las sociedades determinadas por la religión tendrán que reconocerlo como el punto de apoyo de su experiencia. Así, durante todos los siglos en que las cosas sigan siendo las mismas, lo que concierne al lugar corno tal seguirá presente en el centro de la conciencia del mundo -10 cual explica el templo, y más tarde la iglesia, así como el hecho de que se pueda hablar de un Apolo délfico o de una Virgen de Lourdes, y aun hacerlos objeto de una devoción diferenciada de cualquier otra, sin que la unidad de esas figuras divinas vuelva a ser cuestionada. El dios tiene su lugar, y no es posible acercarse al dios sino recurriendo a la categoría del lugar, lo cual sigue siendo cierto aun cuando el pensamiento de lo divino parecer-fa deshacerse de toda determinación secundaria para expresarse por lo universal. Así, porque el Dios de la Edad Media cristiana goza siempre de su lugar, el universo mismo concebido en adelante como templo, el cosmos con sus astros y sus ángeles agrupados en círculo alrededor del trono, la creación ha sido decretada un lugar -no se ha renunciado a la categoría de lugar. Y como en las sociedades religiosas el poder no puede consolidarse si no es en torno a lo sagrado, como una calca de la trascendencia, aun el propio soberano carecerá en ellas de palacio mientras no dote a este de esa clase de autoridad que es el privilegio de ciertos lugares y que logra hacer de la idea misma de lugar una evidencia para el pensamiento. Recordemos, sin más, el castillo medieval asentado en el centro de su pequeño universo bajo la oriflama que proclama su dominio absoluto sobre las más mínimas vidas de los alrededores.

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Tal poder identifica su existencia con la de su lugar; el lugar es para el lo que son el tronco y las raíces para el árbol. Y el siervo, a su vez, en lo más profundo de su ser, acepta que no existe, ni llega a conocerse, ni se comprende sino como perteneciente al lugar. Hay país en el término “paisano”. Sin embargo, ese mismo paisano, en vísperas de la Revolución, aspirara a vivir de otro modo, a poder desplazarse, sustituir la sujeción al lugar por la autoridad de una ley que, desde ese punto de vista, resulta abstracta: no tanto cerrada a la idea de lugar como menos válida para todo lugar. En lo cual puede advertirse una de las señales de la gran decadencia que sufrió tal idea, al menos en su calidad de principio organizador de la sociedad civil, a partir del momento en que se cuestionó nuevamente a la monarquía que se proclama “por derecho divino”. Por supuesto, la razón, que tiende a lo universal y triunfa en el dominio de las ciencias, no puede reconocerle al lugar y a su manifestación de trascendencia otra realidad que la de un orden subjetivo, por lo cual mina de paso en tal base de su prestigio a la autoridad señorial que se niega a reconocer la nueva ley, fundada sobre la igualdad de los seres humanos y también sobre la autonomía de cada uno de ellos. Y esto es algo que explica en cierta medida la construcción del enorme palacio de Versalles: esta se debió a una premonición de la ya mencionada decadencia y representa un esfuerzo realizado para ponerle remedio. Lo que así se quiso fue que un lugar concentrara en el la belleza, la solemnidad, el fasto suficientes para que nadie pudiera desconocer su evidencia. Si esta se disipa en las feudalidades secundarias, ¿que todo lo sagrado se congregue en un centro de centros para que en semejante lugar al menos, así sea por última vez, un bien alimentado fuego siga ardiendo y el poder de los reyes parezca la realidad misma! Sin embargo, nada logra en Versalles que los indicios de deterioro en el ascendiente del lugar sobre la sociedad no se hagan visibles. Ese palacio no se alza en el corazón histórico, geográfico, de la comunidad que controla, ni tiene la estructura centrada y a menudo y naturalmente circular de los lugares de poder verdaderamente vividos; no es mas que una larga fachada rectilínea ante la cual hay sólo una extensión de naturaleza simple, indefinida, mal localizada y que parece vacía. Podría decirse -pero la verdad es que esta es la función misma, irreprimible, del arte- que los elementos que afirmaban algo, aunque ya de una manera abstracta, lo hacían como cobrando conciencia, adelantándose así a su época, de su propia irrealidad. mismo en que también lo hace la universalidad de la ley Por ejemplo, las grandes ruinas con que nos encontramos en Piranesi, no están allí para oponer el pasado al presente, ni la grandeza a la decadencia, sino porque este visionario advierte que ciertas fuerzas reprimidas por la idea del lugar o la del soberano -ciegos brotes de la naturaleza, pulsiones inconscientes, deseos de siempre que se ven censurados-, se ponen a crecer, se diría que infinitamente, y acaban así con el sentido de esos monumentos, que muestran en toda su violencia y en su carácter de proyecto servil. El artista constata, y no sin inquietud ¿cómo podría controlarse esa desmesura de la materia?-, el desmoronamiento del lugar mismo allí donde reinaba su evidencia; ve en el cómo se evapora la tierra. Los arquitectos de la época de Luis XVI son menos lúcidos o pesimistas que Piranesi, pero igualmente perceptivos. Porque los del Renacimiento, Palladio por ejemplo en la Rotonda, hacían de la armonía de las proporciones la confirmación del ser propio de ese lugar escogido -para toda una vida, para la felicidad, para conciencia de uno mismo- que pretendía ser la villa el espacio, en suma, esa manera de ver el mundo que habían perfeccionado los teóricos de la perspectiva, se manifestaba a través de aquella hermosa

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geometría, pero lo hacía subordinándose, graciosamente, a la autoridad del lugar, cuya realidad se reconocía como fundamental. iQué diferentes fueron, en cambio, Ledoux o Boullée! Sus obras resultan extraordinariamente nuevas en la historia. Y lo son porque se trata de la primera ocasión en que las leyes de la geometría y de la mecánica, que son las mismas en todos los puntos de la abstracción llamado espacio, tienden de hecho a contradecir al campo de gravitación que confiere a cierto lugar la calidad de centro, de polo, que dicho lugar tiene para los que viven en el. Palladio nos invitaba a lugares cuyo trasfondo era la unidad más allá de la multiplicidad de las cosas. Ledoux concibe en cambio maquinas fijadas a un suelo que no sera, en adelante, más que una simple materia -aun cuando tal materia siga estando más animada por el fuego de la tradición hermética que por la electricidad de la física reciente. Por otra parte, es un hecho que la creación artística de ese siglo que prepara la caída de la monarquía absoluta, va a refractar sobre muchos otros planos la misma premonición; y que dicha creación no podría explicarse mejor o simplemente no podría explicarse- sino a través de la experiencia del lugar, experiencia que somete a su crítica hasta lograr transformarla, permitiéndole así deshacerse de su largo pasado religioso y político para convertirse en una dimensión exclusiva de la vida interior -tanto la imaginaria como la espiritual- de ese individuo que se afirma en el momento Pero el que es, sin duda, el elemento mas revelador de la conciencia moderna, y también el mas intrigante, es el que se manifiesta en la pintura decorativa, o bajo su influencia, como el entusiasmo por lo pintoresco. ¿Qué designa esa noción de aparición tardía? El encanto propio de las evocaciones de casas campesinas con un puentecillo cercano, algunos asnos que puedan atravesarlo, una torre en el horizonte, unos cuantos árboles, y a veces una roca de forma extraña en la que sobrevive algo de la antigua fascinación despertada por las piedras sagradas y las montañas epifánicas –como las que pronto evocaría el Vesubio en tantas vedute. Se trata por lo tanto del encanto de un lugar, del que se busca participar a través de la presencia de esos jóvenes que se demoran en el camino o bailan bajo una enramada a la puesta del sol. ¿Pero se trata efectivamente de establecer así un contacto con una experiencia verdadera? A juzgar por la facilidad de esas escenas, del capricho con que se representan algunos aspectos simplificados, estereotipados, de los seres y las cosas, sin preocuparse por recrear sitios reales, es evidente que lo perseguido es sobre todo sonar -en una imaginaria “otra parte”- lo que poco antes hubiera sido posible contentarse con vivir en las circunstancias más cotidianas: la seguridad, la profunda satisfacción de pertenecer a lo que llamo el lugar. En adelante, el lugar es lo que necesita “ser pintado” ya que no puede ser vivido. Aun cuando sea concebido en las tres dimensiones que permite el paraje natural, no será más que una imagen, en que la pintura prevalece sobre la arquitectura como en esos rinconcitos de jardines donde no es ya la necesidad, sino la fantasía, la que tiene la palabra. “Un jardinero debe ser pintor más que arquitecto”, escribía el abad Delille, más sagaz de lo que se ha supuesto. El lugar, puede añadirse, ya no es entonces más que una figuración del artista; mañana, con los románticos, será una dimensión de la experiencia interior, madurada por el individuo y vivida en la soledad; ha dejado de ser una estructura que funcione en la práctica social. Hemos regresado, me parece, a los alrededores del valle de Retz, del que puedo ya decir que fue, de manera inconsciente y por lo mismo más profunda, un pensamiento del

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lugar: la percepción del final de su papel activo en el seno de la sociedad, el registro del seísmo en cuyo fondo se derrumba. ¿Por que interpretarlo así? Porque cada uno de sus componentes -la casa china, el obelisco, la iglesia, etc ., tuvo, desde diversos puntos de vista, el carácter de centro, de polo de atracción en tomo al cual se organiza la sociedad. Esos monumentos, lo mismo en la antigüedad egipto-romana que en China, o en la Edad Media francesa, hubieran creado en torno a ellos el campo gravitacional que llame un lugar. ¿Pero aquí?. . . Por un lado están situados a una distancia demasiado corta los unos de los otros -10 cual se percibe inmediatamente, como cierto visitante, un jardinero escocés, lo subrayó desde aquella época con cierto malestar-, por lo cual es imposible no percibirlos todos juntos, a veces casi con una sola mirada. Por otro lado, los lugares no pueden yuxtaponerse, por lo menos desde la perspectiva de una misma y única persona; es preciso, para captar su influjo, su atractivo, aceptar sus palabras, sus signos, todo un sistema de dogmas y de valores, y escoger entre ellos algunos a expensas de los que se encuentran junto a ellos. De estas dos premisas resulta, en el Desierto de Retz, que los lugares no se perciben ya como si formaran parte de una misma vecindad, por diferentes que puedan ser, como a veces sucedía desde la época del señor de Monville, y aun desde tiempos más remotos, por ejemplo en Jerusalén, donde se codean los lugares santos de diversos cultos. En Retz se contradicen, se aniquilan los unos a los otros, y todo lo que persiste es un azoro del espíritu que descubre un vacío en el mismo sitio en que la iglesia, o la casa, o la piedra que allí se alzaba, lo habían habituado a reorientarse en la vida, a liberarse de la exterioridad del espacio por la percepción de sus significados y de los valores que proponían. Y como en los alrededores del Desierto seguía habiendo después de todo para el visitante de aquel entonces lugares con las características propias del lugar -grandes castillos, por ejemplo, o campanarios que hacían sonar todas sus campanas-, aquellas pocas fanegas debieron de parecerle a tal viajero, dado su vacío, y sin duda confusamente pero con la fuerza necesaria para conmoverlo, una especie de agujero en la trama de la realidad que el estaba acostumbrado a vivir. Una desgarradura en la red de los lugares; una implosión del lugar como tal, consecuencia aquí de una experimentación decisiva. Y ésta, entendámoslo también, se sitúa mucho más adelante en el tiempo, mucho más cerca del porvenir, que todo lo representado en aquel momento en los “caprichos” de los pintores -puesto que tales artistas, al recurrir a aspectos del mundo que sentían siempre como vagamente compatibles, no hacían sino deslizar su experiencia del lugar realmente vivido hacia el terreno de lo simplemente sonado, sin poner en tela de juicio esa manera de estar en el mundo. El Desierto de Retz, por su parte, mina esa idea y acaba con ella, con la categoría sobre la cual se habían fundado desde su origen la religión y el poder para imponerse a la sociedad. Emprende contra las tradiciones debilitadas de los anos prerrevolucionarios una polémica que se dice, simbólicamente, por el irónico dominio, en el centro de ese valle que no tiene centro, de esa columna a la que se refiere como “destruida” y no, simplemente, como “en ruinas” -columna, por otra parte, maciza tal vez en aquel entonces, pero que hoy en día es un hueco en el que nos sugieren alojamos. El Desierto de Retz es, en suma, un acto de crítica, por las mismas razones y con la misma fuerza que los escritos filosóficos del Siglo de las Luces o que la construcción, en el terreno político, de un pensamiento relativo a los derechos del individuo. Pero tal

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crítica, ¿es acaso inconsciente? No cabe duda de que lo es, ya que resulta difícil llegar a las nociones y los comportamientos que su análisis pone de manifiesto, sin recurrir para ello a la ayuda del fenomenólogo, del sociólogo, y de la perspectiva histórica. Pero es también, después de todo, creo yo, una crítica capaz de llegar hondo y no sin consecuencias. No hay que olvidar, en efecto, que Retz no está lejos de Versalles, donde se intentó por última vez, como dije antes, asegurarle a un lugar la calidad del ser, la virtud de una trascendencia -así como lograr que los visitantes, y el rey en primer lugar, acudieran a Retz desde el gran castillo, o desde Marly, como si se tratara sin lugar a dudas de lo que entonces solía llamarse un “desierto”, es decir un lugar de meditación. Este revelaba sin embargo implícitamente, aunque de manera inmediata, el carácter ilusorio, o mejor dicho engañoso, de ciertas maniobras tardías del imaginario aristocrático, por ejemplo la granja donde buscaba un refugio la reina. Esta granja ficticia se proponía preservar la imagen de unos campesinos a los que una monarquía amenazada se propone tener siempre presentes: la de los felices habitantes de una comarca, capaces de confirmar que la autoridad del lugar se impone a la de la misma razón, por lógica y universal que esta última se pretenda. En el Desierto de Retz sólo son bienvenidos, por lo contrario, quienes ya no esperan tener acceso a un centro y someterse a su poder invisible. Y por ello resulta gratamente simbólico que los trabajos efectuados para acondicionar el Desierto se hayan terminado en 1789, en un momento grandioso de la historia: cuando la Revolución esta a punto de precipitar, entre otras transformaciones -aunque ningún de ellas tan radical- la disociación entre lugar y ser. Mas allá de esta “ruptura ontológica”, en la que se anuncia el “Dios ha muerto” nietzcheano, sera posible sin duda seguir pensando en términos de lugar, o de trascendencia de un lugar, pero habrá que hacerlo dentro de las perspectivas de una linea de mira propia del individuo, sin mas mediaciones entre este y lo absoluto que los signos instituidos por una subjetividad. Pero si el Desierto atrae a primera vista, como lo dije al principio, como una especie de enigma, el de las intenciones, el del pensamiento que se conjugaban en quien lo concibió, no carece por su parte de misterio si es que podemos recurrir a una palabra de tal peso para referirnos simplemente a espejeos, a evanescencias capaces de ejercer un encanto durable pero no de cifrar en ellos una trascendencia. Como todo pensamiento, en efecto, el de aquella mente singular no pudo haberse elaborado, convertirse en estructura significativa, sin apartar de sus derroteros todo el resto de la conciencia, con sus recuerdos y sus deseos; y por lo tanto es de suponerse que en esas casas chinas, o en los templos de Pan, o en las tiendas tártaras, se deslizó, furtiva aunque no por ello menos seductora, la expresión de aquellos deseos. Por otra parte, justamente cuando la presión del lugar cesa de ejercerse sobre una conciencia, es cuando la palabra inconsciente puede desplegar sus fantasmas, ya que estos son tan sólo ensamblajes de signos. No hay por que dudar, entonces, de que las “fabricas” de Retz, desbordantes de formas y de figuras extrañas, puedan ser objeto de un psicoanálisis capaz de descifrar en ellas las condensaciones, los cambios de uso -si suponemos, por supuesto, que se sabe lo suficiente acerca de la existencia de su autor, lo cual me parece muy poco posible. Nos encontramos, así, ante la sensibilidad romántica, la que se consolida en Rousseau durante sus ensoñaciones de paseante solitario y puede, muy pronto, como

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sucede en Hólderlin o en Wordsworth, buscar los componentes del lugar -que sigue siendo por lo tanto, en la esfera personal, tan legftimo como necesarie entre los bienes todavía dormidos de la belleza de este mundo. El valle romántico, al que la poesía se abre paso, no es una de las tierras con que sonaba lo “pintoresco” de finales del Antiguo Régimen cuando arrojaba una mirada nostálgica sobre los modos de vida tradicionales. Aquel valle acaba de liberar a lo sagrado y lo divino, usurpados antes por el monarca y por las iglesias; convierte al lugar, imposición sufrida en otros tiempos desde el nacimiento, en lo que sera en adelante la consecuencia de una libre elección, de lo que es hoy la capacidad de amar un camino sólo por lo que este es; o un arroyo, o el repliegue de una colina bajo unos grandes arboles, porque son la naturaleza misma, tan variada como infinitamente simple, presente en nuestros cuerpos y en nuestros corazones. Y por todo ello, presentido ya en Ruysdael, afirmado en Constable, la nueva experiencia es mas rica y fructífera que la del caballero de Monville, aunque es este quien la preparó. Dicho de otro modo, el Desierto de Retz, esa obra de la razón, es también un sueno, como lo son esas otras críticas del mismo pasado de Europa, pero llevadas a cabo por medio de la ficción, que fueron las novelas góticas. Y tal es el basamento onírico que han preferido reconocer algunos de sus visitantes, los que acudían lo más a menudo por la noche en la época en que el dominio -el conjunto de edificios y parque quedó abandonado, lo cual arruinó el trabajo dedicado a las falsas ruinas los frecuentadores mas consecuentes del lugar fueron los surrealistas del mas reciente período de postguerra, capitaneados por André Breton. Con todo, nada resultaría tan equivocado y para terminar insisto sobre el punto- como someter a sólo esta interpretación parcial una obra que se inscribe ante todo en la historia de la conciencia divina: la que aspira a liberar al espíritu, pero no del pensamiento de la trascendencia, ni mucho menos del deseo de atarse a un lugar de la tierra, sino de la autoridad que los soberanos y los dogmas imponen a esas necesidades para perpetuar el ejercicio de sus poderes. El Desierto de Retz es un acto de autentica modernidad, por lo cual es conveniente, como se ha comenzado a hacerlo, desembarazarlo de zarzas, desbrozar y podar sus arboles, reconstruir los muros que se han derrumbado, y reparar en ellos aquellas brechas que no son grietas simuladas. Terminados tales trabajos, un dispositivo metafísico habrá recobrado la claridad de su diseño definitivo, y la historia de Occidente se vera nuevamente enriquecida con un episodio pletórico de sentido.

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Lo indescifrable

Voy por senderos estrechos que atraviesan largas colinas arboladas y dominan la llanura, en la que brilla a lo lejos un lago, prisionero de otras colinas. Aprieta el calor de la siesta y el mundo parece desierto en la media luz intensa de los olivos y los pinos; pero a cada uno de mis pasos, aquí y allá, surgen entre el follaje los dos pilares de un umbral, alguna reja entreabierta: hay entonces casas, y hasta muchas, en la comarca; pero todas ellas disimuladas por un recodo de la avenida que llega, supongo, desde esas entradas silenciosas, a graderías, dobles escalinatas, puertas bajas. Y me acerco a las placas afianzadas sobre este hierro o esa piedra -pero qué difícil es descifrar las inscripciones trazadas en ellas, denominaciones que sin embargo suelen ser tan triviales en estas tierras del verano, nombres que con tanta constancia se repiten, signos tan vacíos de

sentido: no sólo son largos los textos -verdaderas frases-; las indicaciones son además oscuras, enredadas, y están erizadas de palabras de las que nada sé, si acaso se trata de palabras. Me parece también que su complejidad se acentúa, y muy aprisa. La primera vez había leído, entre manchas de musgo, bajo veladuras: “Mientras uno de ellos (. . .) otro (. . .) y otro más... ”. Estaba aquello incompleto, debido tal vez al deterioro, pero evocaba algún sentido, no se desprendía inmediatamente de la memoria. Pronto, sin embargo, las frases grabadas en la sombría piedra se hicieron interminables, como esos discursos de obsesos que se oyen a veces tras las paredes y que se pierden en los rumores del inmueble sólo, ay, para volver a empezar. Pienso también en las letanías. En los tratados de arcaicas teologías que enumeraban los atributos contradictorios, cambiantes, de dioses o de demonios olvidados. En los números irracionales, o trascendentes, de la aritmética. ¡Y si no se tratara más que de palabras! En cierto lugar creí distinguir una alusión al dios celta “de cuatro cabezas en un solo...“, patrono infrecuente, aun en los pórticos de las viejas iglesias, con el que sin embargo llega uno a encontrarse; pero aquel fragmento de sentido se mezclaba, por desgracia, con grumos que parecían de una naturaleza muy distinta, aglomerados de vocales o de consonantes atribuibles al azar, como los de esas piedras que se amontonan, a trechos, en los cauces de aguas que se pierden. ¡Cuánto hay que afanarse, y casi en vano! En esas regiones extremas del Nombre hay una profundidad, resonante pero sofocada, de barranco que nadie visita -sobre todo por culpa de los árboles que allí se entrelazan, casi horizontales, sobre las pendientes. Saco entonces mi lápiz y la pequeña libreta que, por si acaso, llevo a veces en el bolsillo, y me pongo a anotar lo escrito en una placa que surge de improviso ante mis ojos y que me parece bastante sencilla: unas cuantas líneas en las que el sol, al filtrarse por el árbol del umbral, forma breves islas movedizas. Si copio esas frases, será como tener una memoria con qué releerlas y tal vez descifrarlas.. .

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Pero esta vez son las propias letras las que plantean un problema. Es un hecho, por ejemplo, que los brazos de esa “Y” que pensaba haber identificado fácilmente, se bifurcan, se arquean, se quiebran, y desdoblados además una y otra vez en trazos rivales, se mezclan, destruyen las simetrías significantes hasta un punto -otra vez en el infinito- en que ya no sé si lo que estoy viendo es una nueva grafía, un colmo de complejidad de la forma, o simplemente la huella, en la materia, de fuerzas indiferentes -cristalizaciones, erosiones, estallidos, ciegas descargas- que conformaron y ahora deforman lo que llamo este lugar. ¿Dónde estoy? ¿Tiene siquiera sentido hacerse ya esta pregunta? Con la gastada punta del lápiz intento imitar sobre mi hoja, que ahora brilla un poco, esas figuras enigmáticas, esa presencia quizá ausencia; pero me encuentro, también, con que el trazo que deseo reproducir, al inscribirse en una piedra que es aquí dura, allá deleznable, se ahueca.. ¿Y cómo repetir, aunque se orle de gris el negro de mi lápiz, esa profundidad del tallado en el mismo punto en que pesara un día, con esperanza –y quién sabe si perceptible todavía en la vibración de una hendidura-, la mano que fue palabra? ¡Ah, si pudiera nacer allí el color! ¡Si cundiera en esta duda, como un fuego! Me obstino. ¿Y qué otra cosa podría hacer? Sé que he ligado mi destino, desde hace tiempo, en forma irreversible, a esta falla de altas paredes, de suelo pedregoso que se aleja y, poco más allá, tuerce entre las hierbas: la forma -en la que luchan el sentido, que todo niega, y la ajenaía, el oscuro desplome, el ruido sin fondo, la materia.

Las tablas curvas El hombre que se encontraba en la orilla, cerca de la barca, era alto, muy alto. La claridad de la luna estaba detrás de él, posada sobre el agua del río. Un ruido ligero le decía al niño, que se acercaba silenciosamente, que la barca se movía, contra el muelle o una piedra. Encerraba en su mano la pequeña moneda de cobre. “Buenos días, señor”, dijo con una voz clara pero temblorosa, porque temía atraer demasiado la atención del hombre, del gigante, que estaba ahí, inmóvil. Pero el barquero, ausente de sí mismo como parecía estarlo, ya lo había visto, bajo los carrizos. “Buenos días, pequeño”, contestó. “¿Quién eres?” “Oh, no sé”, dijo el niño. “¡Cómo que no sabes! ¿Es que no tienes nombre?” El niño trató de entender lo que podía ser un nombre. “No sé”, dijo de nuevo, bastante a prisa. “¡No sabes! ¿Pero sí sabes lo que oyes cuando te hacen una señal, cuando te llaman?” “No me llaman.” “¿No te llaman cuando debes volver a casa? ¿Cuándo has estado jugando afuera y es hora de comer o de dormir? ¿No tienes un padre, una madre? ¿Dime, dónde está tu casa? Y el niño se pregunta ahora lo que es un padre, una madre; o una casa.

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‘Un padre”, dice. “¿Qué es?” El barquero se sentó sobre una piedra, junto a su barca. Su voz llegó menos lejana en la noche. Pero primero había emitido una especie de risa. “¿Un padre? Pues es el que te pone sobre sus rodillas cuando lloras, y se sienta junto a ti por la tarde, cuando tienes miedo de dormirte, para contarte un cuento”. El niño no contestó. “Es cierto, muchas veces uno no ha tenido padre”, prosiguió el gigante como después de pensar un poco. “Pero entonces dicen que hay esas mujeres jóvenes y dulces, que encienden el fuego y nos sientan junto a él, que cantan una canción. Y cuando se alejan es para preparar unos platillos; se siente el olor del aceite calentándose en la olla”. “Tampoco me acuerdo de eso”, dijo el niño con su voz ligera y cristalina. Se había acercado al barquero, que ahora callaba, oía su respiración pareja, lenta. “Debo cruzar el río”, dijo, “tengo con qué pagar el pasaje”. El gigante se inclinó, lo tomó en sus manos amplias, lo colocó sobre sus hombros, se irguió y bajó a su barca, que cedió un poco bajo su peso. “Vamos”, dijo. “Agárrate bien de mi cuello”. Con una mano detenía al niño por una pierna, con la otra plantó la vara en el agua. El niño se aferró a su cuello con un movimiento brusco, con un suspiro. Entonces el barquero pudo tomar la vara con las dos manos, la retiró del lodo, la barca se alejó de la orilla, y el ruido del agua se amplificó bajo los reflejos, en sus sombras. Pasado un instante, un dedo le tocó la oreja. “Oye”, dijo el niño, “¿Quieres ser mi padre?” Pero de inmediato se interrumpió, la voz quebrada por el llanto. “¿Tu padre? ¡Pero si sólo soy el barquero! Nunca mealejo de las orillas del río”. “¡Pero me quedaría contigo, a la orilla del río!“. “Para ser un padre, hay que tener una casa, ¿entiendes? No tengo casa, vivo entre los juncos de la orilla”. “Me gustaría mucho quedarme contigo en la orilla”. “No”, dijo el barquero, “no es posible. Y, ¡mira!” Lo que debe mirar es la barca que parece inclinarse cada vez más bajo el peso del hombre y del niño, que aumenta a cada instante. El barquero la empuja penosamente hacia delante, el agua llega a la altura del borde, pasa por encima de él, llena el casco con sus remolinos, alcanza lo alto de esas largas piernas que sienten desaparecer todo apoyo en las tablas curvas. Pero el esquife no zozobra, más bien parece disiparse en la noche, y ahora el hombre nada, el pequeño aún agarrado a su cuello. “No tengas miedo”, le dice, “el río no es tan ancho, pronto llegaremos”. “Oh, por favor, ¡quiero que seas mi padre! ¡Quiero que seas mi casa!” “Hay que olvidar todo eso”, responde el gigante, en voz baja. “Hay que olvidar esas palabras. Hay que olvidar las palabras”. De nuevo ha tomado en su mano la pequeña pierna, inmensa ya, y con su brazo libre nada en ese espacio sin fin, de corrientes que se agolpan, de abismos que se entreabren, de estrellas.

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La lucidez de las quimeras Tanto va Breton al porvenir que al fin ese pensamiento, esa presencia se imponen. Y con todo, muy rara vez en su vida el guía espiritual del surrealismo había podido hablar sin suscitar grandes reservas; y pocos de los que le fueron más fieles pudieron seguir siéndolo sin interrupciones. Por mi parte, y me tomo así como ejemplo de algunos jóvenes en 1944, fui ciertamente requerido desde la primera lectura, di de inmediato mi adhesión, vine a París para encontrarme con los surrealistas, conocí a Breton y formé parte de su nuevo grupo -pero bastante pronto juzgué necesario alejarme. No, en cualquier caso, sin conservar toda mi admiración, todo mi respeto a aquél del que iba a separarme. En realidad lamentaba ya lo que mi timidez, o mi orgullo, me impedían creer posible: que, pasada la hora de las reuniones en el café de la Place Blanche, Breton aceptara escuchar, en privado, las dudas, las objeciones, las preguntas, las sugerencias también, que después de todo, si uno lo quería, como era desde luego el caso, tenía el deber de comunicarle. Pero desde luego hace mucho de esos asentimientos o esos desacuerdos al filo de los días; y hoy, treinta años después de la muerte de Breton, me parece que muchos de aquellos para quienes la palabra poesía conserva un sentido comienzan a sumarse a sus grandes proposiciones con una confianza renovada, y con claramente más interés que por los otros poetas de su época o de la posguerra. Y me da gusto. Pues sean cuales fueren esas reservas que se desea oponerle, es evidente, a mis ojos, que Breton planteó, y de una manera decisiva, las únicas preguntas serias: ¿qué es la realidad, qué debe ser la “vida verdadera”? Hay que resaltar que la vida, la realidad, sus relaciones, eran singularmente mal comprendidas, y muy maltratadas, cuando Breton comenzó a escribir. No nos demoremos, es demasiado evidente, en la tiranía que habían ejercido los poderes de la época de la guerra Sobre los cuerpos y los espíritus, o en el campo de ruinas en que el pretendido humanismo había dejado errar a los supervivientes. Pero comprobemos que ya se había vuelto muy claro que el pensamiento nacido de la ciencia, y que sólo conoce la realidad de una manera tan fragmentaria como abstracta, no puede ayudar en nada a comprender su condición a los seres que quieren abarcarla de una sola mirada para descubrir en ella algún sentido. Y muy pronto, y lógicamente, íbamos a ver a un Georges Bataille, consciente del carácter ilusorio de las ideas que nos hacemos del mundo, abrirse una vía entre esos espejismos hasta la materia subyacente para, en la orilla de ese desierto en la noche, respirar esa última bocanada de conciencia de si propiamente humana-que es la percepción del no-sentido, el contacto de ese absoluto. Experiencia “interior” que Bataille en Documents ilustró con fotografías que vuelven de golpe totalmente ajenas las cosas, las situaciones más ordinarias, como ese famoso dedo gordo del pie en gran escala, epifanía del reverso del mundo tanto como lo había sido el surgimiento del suelo agrietado en el anteojo de Galileo. La sexualidad misma, de la que la existencia saca su energía, aparecía en ese brusco descentramiento como un aspecto no de la vida sino de la materia, una fuerza condenada a elevarse .a través de las existencias para desgarrarlas, destruirlas. Y cómo no seguir esa mirada desengañada hasta en ese abismo, que es un hecho, pero cómo además no reconocer que esa visión descentrada, que ese pensamiento

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horrorizado no son sino el vértigo de quien se dejó encerrar en el pensamiento conceptual, cuyas palabras no saben nada de lo que somos -y ¿cómo no volverse entonces hacia André Breton, que en esos mismos años mantenía un discurso completamente distinto? Desde La confesión desdeñosa, desde la Introducción al discurso sobre lo poco de realidad, Breton anunciaba lisa y llanamente que quería habitar en la realidad más cotidiana, para proseguir ahí una investigación del sentido, del amor, incluso de la dicha, esas aspiraciones que Bataille llamarla el idealismo más ingenuo. Y es porque comprendía que la realidad que importa no es la que descubre, o más bien construye, la investigación científica, como desplome del abismo de la materia, sino la que el deseo elabora: un deseo que no es por lo demás la simple sexualidad, sino la necesidad también de erigir un lugar, de instituir sentido, de participar de un orden, y se da para ello objetos de una altura, digamos, humana, tan lejos de las larvas en sus marismas, una de las fascinaciones de Bataille, como de las galaxias en el cielo. La realidad, y lo que tiene de diferenciado -nuestro horizonte, nuestros objetos, nuestras presencias de seres- es la creación del deseo, que hay simplemente que desprender de las formas pobres o degradadas con las que lo atesta ese mismo deseo cuando se deja embaucar por sus motivaciones más bajas, la codicia o el miedo. Y el gran pensamiento de Breton y, precisamente, su valor, fue concebir que la verdad, la lucidez, la audacia del espíritu no es transgredir, por un acto del intelecto, significados ciertamente sin fundamento en la noche que está bajo el mundo, sino poner en duda, acusar, maneras de ser, aquellas por las cuales se corre el riesgo de perder la intensidad de que el deseo es capaz, en la que su objeto puede brillar, y a la que tenemos derecho. Breton, para decirlo de otro modo, supo que hay un mundo; y que importa, y que es posible preservarlo, salvarlo. Y no lo hizo sin caer, pronto, en una contradicción que debilitó gravemente la fuerza de su proyecto, y provocó una buena parte de las reservas a las que ya he aludido -incluyendo lo esencial de las mías. En efecto, para que el deseo continúe creando el mundo, que es una comunidad de hombres y de mujeres, es necesario que sea compartible, con puntos de apoyo en el espacio social o natural que sean reconocibles y practicables por todos; y esa necesidad incita, según la expresión del deseo, a un segundo momento, reflexivo, en que los valores, las necesidades en potencia comunes serán desprendidas de la intricación de los fantasmas individuales. Ahora bien, Breton no cesó, al contrario, de tener los suyos propios. por una autoridad casi oracular, y una realidad casi objetiva, proyectándolos -como hace la superstición- en el mundo como existía alrededor de él y de los otros seres; lo que redujo la realidad a su sueño, y lo condenó a él a la soledad. Ese retraimiento creciente de Breton en un fondo incomunicable de sí estremecía ya cuando uno lo veía en la mesa del café, hablando sin embargo, sin embargo entre amigos; y aparecía de manera casi trágica en las fotografías de sus últimos años; por ejemplo las que Henri Cartier-Bresson publicó hace poco. Pero esa contradicción, tumba del surrealismo, ¿es hoy de veras un gran problema, desde el punto de vista de la poesía? Poco importa su importancia en la existencia de André Breton: no por ello le debemos menos a él, a su intuición simple y fuerte, el saber mejor que la realidad, hija del deseo, no es una suma de objetos, que describir con mayor o menor fineza, sino una comunidad de presencias; no es una red de apariencias, sino un conjunto de seres que, si no fueran sino vanas formas de la ilusión, no por ello tendrían menos valor absoluto,

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cada uno, y en consecuencia derechos inalienables. Nadie como el autor de Arcano 17 ha sabido evocar con tanta emoción sincera lo que son, en profundidad, en su origen en el ser, la libertad, la justicia. Y esta observación, para terminar. Ese mismo Breton que pudiéramos creer perdido en las ensoñaciones sin substancia, y evidentemente solitarias, de la Noche del tornasol, es también que fue, en ese periodo de entreguerras en que tantos espíritus se dejaron engañar, bastante lúcido para no dejar de condenar a la vez a los dos grandes totalitarismos. Y no hay que sonreír ante lo que dice en Nadja de la psiquiatría de la época, cualquiera que sea la exageración de sus insultos. Gracias a Breton, los surrealistas apenas se equivocaron, política o moralmente. Es quizá una de las razones de su presencia hoy.

Yves Bonnefoy: La poesía busca restablecer la plenitud

Por Angela García

Ángela García : Cada vez surgen nuevos festivales de poesía en el mundo y crecen los auditorios de la poesía. ¿Cómo ve usted este fenómeno de apreciación de la poesía a través de estos eventos?

Yves Bonnefoy : Esta observación al comienzo, querida Ángela García: después que he visto, con ocasión de nuestro encuentro en Malmö, el film sobre el festival de Medellín, que me ha producido tanta emoción... Por diversas razones se me ha hecho imposible, en el pasado, ir a Medellín, yo sabía también que en el futuro no podría, experimenté un vivo pesar de que fuera así, y estaba entonces presto a ver el film con el gran interés que inspira la simpatía.

Más lo que me fue revelado ha sobrepasado mi expectativa. En esta inmensa sala, donde se aglomeraban centenares y centenares de jóvenes evidentemente llenos de fervor, animados del deseo de reformar la sociedad, de poner fin a sus injusticias y a sus espantosas violencias, he visto pasar hombres y mujeres que respondían a esta tan hermosa espera con palabras intensamente serias, que eran de la poesía. De ninguna manera, en efecto, se tenía en esta tribuna de aquellos discursos que siguen en la abstracción, por muy generosos que sean, se limitan a las ideas, invadidas ellas mismas,

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algunas veces, por la ideología. Había cada instante grandes y fuertes imágenes evocando la dramática vida cotidiana de América Latina de una manera sobrecogedora, eran símbolos que hablaban tanto al corazón como al espíritu; y el ritmo unía a todos allí, en la noche, diseminados bajo múltiples luces pero reencontrando todos y todas la esperanza, la gran esperanza insensata pero irresistible, de que el futuro iba por fin a empezar.

La poesía, la poesía misma. La poesía íntimamente asociada a la reflexión y a la acción política, como se debe, y encontrando en esta proximidad, vivida de manera evidentemente libre y atrevida, un aumento de fuerza: Aquel que aporta la conciencia que sabe tomar de su responsabilidad de sus tareas, cuando se tiene también el presentimiento de los poderes, quizá extraordinarios, que yacen en la palabra.

Y me he dicho, también, mirando este pequeño video, y pensando en este gran acontecimiento: y bien, la poesía manifiesta aquí, y así, su utilidad, su necesidad, pero ella revela también su naturaleza esencial, que tan frecuentemente perdemos de vista en nuestros países de Occidente, estas sociedades que apenas sufren, que viven demasiado en la diversión. ¿Qué es la poesía, en efecto? Retomar contacto, plenamente, con las realidades fundamentales de la vida o de la naturaleza, por disgregación de las representaciones conceptuales de las formulaciones abstractas que reducen lo que está en la cosa simplemente, -cosa mensurable, manipulable, comercializable, cosa hecha para incitar al deseo de la posesión y a la ambición del poder, cosa de muerte. La poesía no es la producción de un objeto verbal, el placer, en suma estético, de un simple texto, es una intervención en el mundo, un acto de conocimiento. Grandes ritmos suben del cuerpo en el poema, ellos dislocan en el cambio humano el discurso que rige, que cega y oprime, y es entonces el otro que repara en su dignidad, en su derecho absoluto a ser libremente él mismo, es la democracia que se evidencia de nuevo. La poesía, es la sociedad renovada. ¿Iremos a olvidarlo? Lo vemos entonces en Medellín este acto fundamental de liberación que llama al espíritu, en un diálogo emotivo entre los poetas, venidos de diversos países, y en la gran sala, siempre vibrante.

Después, lo que resalta también de este video, lo que uno está obligado a constatar, a pensar, es que acontecimientos de este tipo, tan espontáneos, tan naturalmente vividos por una comunidad, tan ricos de recursos de la lengua más simple, más directa, esto revela los límites de las obras de nuestra época, que consideran, imprudentemente, que no es la palabra la que cuenta, sino lo escrito, y que escribir, es dejar al lenguaje manifestarse, desplegarse, a través del autor –que está conminado a borrarse en él- en el seno de textos donde aparecen sobre todo los modos de funcionamiento de significaciones múltiples hasta el infinito, y de interpretación nunca acabada. ¡Esta suerte de creación, sí, por qué no, pero que permanezca en este lado del drama del siglo, y de sus problemas! Privilegiar así el lenguaje, es olvidar que ya no es más que una red de palabras, mientras que las palabras no nacen ni mueren, no conocen la necesidad ni sus urgencias, no presienten nada del deseo frustrado, de la injusticia sufrida, no viven ni la infelicidad, ni por consecuencia, las palabras, como tales, las palabras que no atraen de sí mismas para arriesgarlas en el cambio, las palabras no saben lo que es amar, porque amar es precisamente reconocer, en otro ser, lo que en él es más que palabras. –No hay que dejarse obnubilar demasiado por el lenguaje. Más aún pensar en

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aquellos que esperan que se les hable. He aquí la objeción que creo que Medellín tiene el derecho de hacer, la que uno tiene el deber de escuchar.

No crea, sin embargo, que al mirar esta película he concluido que no había allí sino una sola y única poesía, aquella que va por la calle, a las prisiones, que quiere hablar de la inquietud. Hay obras como aquellas de Medellín, obras que hablan lo simple directamente. Pero hay otras que guardan sus autores en una referencia a sí mismos que es, para los otros, de acceso difícil, y que no hacen alusión a las necesidades y a los males de la sociedad, al punto que se podría pensar que ellas se desinteresan. Pero esto no es el caso, es simplemente que estos poetas llevan el trabajo de disgregación del pensamiento conceptual, este trabajo específicamente poético, en las situaciones de su propia existencia, donde hay muchas trabas a quebrar, alienaciones a combatir. Y se encuentra de hecho, con ellos, con las raíces mismas de la palabra, lo que no puede ser más que un verdadero aporte, a pesar de la apariencia, a la comunidad toda. Yo estoy convencido: la poesía es una, una e indivisible. Baudelaire o Góngora tienen el mismo ideal, el mismo designio, el mismo horizonte delante de sí, poetas que escriben como lo hacen los prisioneros sobre las paredes de su calabozo.

¿Los festivales de poesía, en estas condiciones? Si deben aparecer nuevos festivales, mucho mejor que sea en las circunstancias de Medellín, es decir en las fronteras del mal, en primera línea en el combate contra los fraudes y las injusticias: es ahí que se tiene la más grande necesidad de la poesía. Pero estos encuentros tendrán también la virtud de aproximar estos dos polos que acabo de evocar, y que tienen necesidad el uno del otro.

II

A.G. : Normalmente la poesía habla del porvenir. Normalmente se compara éste con la esperanza. El panorama del mundo contemporáneo es de tal gravedad, está tan lleno de zonas oscuras que parece ingenuo creer en el porvenir. ¿Puede la poesía preservar su canto al porvenir, a la esperanza sin equivocarse en su apreciación del hombre que insiste en autodestruirse?

Y.B. : Es evidentemente la gran pregunta. Siempre he pensado y he escrito muchas veces, que es preciso identificar lo uno en lo otro, la poesía y la esperanza. Y no hay que dudar de esta identidad, pues la poesía, es la que quiere en nuestra relación con el objeto, y con los otros seres, hacer aparecer esta plenitud que es nuestra sola realidad, y por consiguiente nuestro único verdadero deseo, nuestra única verdadera esperanza. Si no hubiese más en nosotros esta esperanza de vida plena, los poemas nos volverían ininteligibles, los poetas no manifestarían incluso la necesidad de escribirlos.

Pero en verdad, ¿qué es la esperanza cuando las circunstancias históricas parecen mostrar que se ahondan o van a hacerlo, sin falta, aspectos esenciales e indispensables de esta plenitud que la poesía quiere restablecer? La tierra misma, que era hasta el presente el lugar mismo de la evidencia, y lo mejor de nuestra confianza, la tierra se deshace de numerosas maneras que parecen irreversibles. En regiones enteras del globo la más espantosa polución y el más ciego comercio extienden el desierto, destruyen las selvas; en otros países el turismo crea parques que dicen naturales pero no ofrecen más

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que la caricatura de la naturaleza, no son más que la puesta en escena de un espectáculo cuyo texto está escrito por y para la sociedad de consumo, que deja allí sus botellas vacías. Y el nivel de los océanos subirá cubriendo países enteros que están ya entre los más desgraciados y los más pobres. No hay absolutamente que velarse la faz, y nada puede ser más odioso que algunos discursos optimistas. Es necesario preguntarse, por desgracia: sí, ¿qué puede ser la esperanza hoy en el seno de un siglo nuevo que arriesga ser el último?

Pero todo no está quizás echado a perder, y en este caso es imperativo que la esperanza esté ahí, la esperanza propia de la poesía, pues sólo ella puede distinguir lo que es el verdadero bien, e indicarlo y despertar en los espíritus desmoralizados en el fin de los tiempos el deseo de recuperarlo. A despecho de alarmas que es legítimo que sintamos, sí, es necesario al menos seguir esperando, seguir creyendo en un futuro que tenga sentido. Digamos que nuestra época –esta única en la historia, esta la más radicalmente histórica, pues es la existencia misma de la historia que ella pone en peligro-, ve producirse una carrera de velocidad entre, de una parte, las fuerzas de destrucción en la sociedad, pero también, por desgracia en la naturaleza, y de otra parte esta inteligencia, la poesía. ¿Quien ganará? Puede que la imbecilidad y la cobardía de los poderes dejen establecer por siempre los cambios climáticos que pondrán fin a la vida humana, pero hay que, y habrá que pensar hasta el extremo que este no será el caso. Todo como si estuviéramos en un barco en plena tempestad: ¿sería ahora el momento de hacerse las preguntas, no continuaríamos remando, vaciando, buscando con los ojos el faro? La poesía, es apostar al ser. Y aún si todo se desplomara realmente, esto sería su modo de ser verdadero, pues el bien que ella no esperara alcanzar, permanecerá en el pensamiento que uniría los últimos seres humanos en un respecto mutuo y un intercambio de amor. ¡La tierra, la sociedad humana, habría podido ser tan bella! No renunciemos a esta aseveración. No demos a nuestros enemigos la alegría de vernos dejar de esperar.

¡Acordaos! En los campos de exterminio nazis, cuando los cautivos no tenían prácticamente más razones para pensar que iban a sobrevivir, tan débiles como estaban, que a veces algunos de ellos se reunían alrededor de los que sabían poemas de memoria. Numerosos testimonios nos lo han mostrado. Ellos escuchaban “Bienaventurado quien como Ulises hizo un largo viaje”, y gritaban: “más fuerte” cuando la voz del recitante era demasiado débil para llegar hasta ellos. ¿Es porque querían soñar en lo que no habían tenido? No, era por participar todavía de la esperanza que es la poesía, y del hecho mismo, saberse aún humanos de verdad. Por eso, qué absurdo fue, qué falta a la inteligencia fundamental, la de un filósofo famoso, pretender que después de Auschwitz la poesía se tornó imposible. La poesía, la palabra esperanzada e intransigente, era precisamente lo que los nazis querían destruir, y esta filosofía les hacía el juego.

(Como razón de esperanza, creo mucho en la enseñanza, en la escuela. Es de este lado que se precisa hacer el más grande esfuerzo. El niño de antes del pensamiento conceptual tiene la misma experiencia de plena presencia del mundo que los poetas, es preciso ayudarle a no dejarse intimidar por la religión del concepto, la cual no es evidentemente el empleo perfectamente legítimo de este maravilloso instrumento. La

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escuela es la oportunidad última. Es por las raíces que la vida remonta en las plantas secas).

III

A.G. : Muchos de los dramas humanos de los últimos siglos, guerras y fenómenos de desplazamiento constante tienen como motivo el retorno. ¿Piensa usted que hay una simbología especial en la palabra retorno referida a las sociedades modernas?

Y.B. : Aceptaría de buena gana la palabra “retorno” para calificar lo que busca la poesía. Ella es el deseo de ser partícipe de la inmediatez de las cosas, de los fenómenos; ella tiene una intuición de la unidad inmanente a todo lo que es, y es como si intentara levantar un velo para hacernos retornar a un estado que hubiéramos vivido antes de que el lenguaje conceptual nos impusiera sus lecturas del mundo, siempre parciales. Agreguemos simplemente que este origen, no podemos buscarlo sino anticipadamente, en nuestro trabajo poético sobre la palabra, pues somos seres parlantes, de manera irreversible. Solo los místicos, algunos de ellos, pueden pretender este retorno al ser-del-mundo anterior a las palabras, pero dejando perder, de golpe, su relación con los otros seres, el nexo social. Esto no es lo que quiere la poesía.

Así las cosas, es con mucha tristeza que vemos hoy, tantos seres desplazados por las guerras o las hambrunas soñando en volver al lugar primero de su existencia. Se comprende su deseo, se comprende demasiado bien. En su medio de origen ellos habían tenido, a causa de lugares cargados de sacralidad, ritos, tradiciones, a causa también de la connivencia de palabras, de su lengua y de cosas de su país, una experiencia más rica, más íntima, de la presencia del mundo. Me acuerdo que Paul Celan lamentaba que las palabras que tenía que emplear, en francés o incluso en alemán, para designar plantas, por ejemplo, no fuesen en cierta medida a recortar su experiencia de niño, a causa de un desajuste entre la naturaleza de aquí y aquella cercana de los prados y bosques de la Bukovina natal. ¿Pero estos exilados podrían alguna vez volver a sus casas sino en los furgones de la sociedad industrial que extiende por todas partes la misma uniformidad? Estos sueños de retorno no son más que esto: sueños, con el riesgo de que alimenten ideologías, que no hicieron más que subsistir como caricaturas de lo que quedaba en la memoria. No es con retornos a los modos de ser del pasado que las comunidades de hoy deben buscar apaciguar su sed de presencia en el mundo, es dirigiéndose adelante, para intentar “cambiar la vida”. Con, como lo acabo de decir, la voluntad de pensar que no es nunca demasiado tarde para vencer. Malmö, primavera del 2002

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Yves Bonnefoy: el golpe del lenguaje poético

Por Miguel Ángel Muñoz

Yves Bonnefoy (Tours, Francia, 1923) es, sin duda, una de las voces más grandes de la poesía francesa contemporánea. Medio siglo de creación poética desde su primer libro Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1954) hasta nuestros días, en que el poeta ha dejado hitos fundamentales como Hier régnant desert (1958), Récits en réve (1987), L’Arrière-Pays (1972), Début et fin de la neige (1991), y Les planches courbes (2001). Sus libros de ensayos, traducciones (Shakespeare y Yeats, sobre todo), lecciones magistrales en el Collège de Francia, sus escritos extraordinarios de arte sobre Morandi, Mantegna, Cartier-Bresson, Georges Chirico o Giacometti, se han vuelto fundamentales para las nuevas generaciones de escritores y críticos de arte. Su escritura debe tanto a los surcos del campo como a los estantes de las bibliotecas. Tras salir de su

estudio parisiense, caminando juntos por Montmartre, me dice: " El único heredero posible del labrador es el artista", y continúa: "la esperanza que deposito en el lenguaje es la que hace que parezca que no me intereso por los problemas contemporáneos. Mi reflexión, mi trabajo, consiste en dar prioridad a todo lo que puede ayudar de manera más radical y directa a mejorar la situación del mundo: no ataco los conflictos o debates del momento, uno a uno, sino que he optado por ir a buscar la raíz del mal: el desastroso empleo que nuestra modernidad hace del lenguaje".

El lenguaje y su significado se han vuelto para Bonnefoy un límite y un cauce; esto es, que nos llevan al mundo, pero también nos alejan de él: terror e ilusión. Asombro y destrucción. "Hoy sólo pensamos y hablamos de manera conceptual, es decir, sirviéndonos de nociones y representaciones generales, que nada saben del tiempo, que nos

hacen olvidar nuestra condición de mortales, que muchas veces impiden comprender el valor del instante vivido. En otras palabras, hemos perdido el contacto con nuestra propia realidad, y desde luego, nuestra relación con lo que nos rodea. Esa es la maldición que acompaña nuestra palabra y su significado."

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Para Bonnefoy, el lenguaje no es una pulsión metafísica, inconcreta, en la que alienta lo inefable. Es vía de desvelamiento y de conocimiento, es mecanismo de aprendizaje, de asimilación —aun en sus desilusiones- y contemplación de la vida y del arte y territorio de la memoria. Estamos, por ello, ante la vida y el arte recreados en sus elementos más sintéticos y expresivos, a lo largo de una jornada, en un intento de depurar la experiencia cotidiana, hasta tamizarla con las distintas tonalidades de la luz, y cuyo resultado de este viaje inédito es su libro Les planches courbes.

Los poemas de Bonnefoy se mezclan entre una poética experimental muy visible y una formalización cercana a la estética del silencio, con versos cortos e intensos, que se manifiestan de manera especial en aquellos textos que parten de la evocación de una pintura. Ambicioso empeño que da lugar a una poesía híbrida: trabajada, a la vez, desde dos planteamientos (lírica del sentimiento y de la experiencia; poesía más metafísica y esencialista). Pero, sobre todo, son poemas imborrables, a veces esplendorosamente líricos, de descomunal belleza, a los que sólo cabe el calificativo de geniales y profundamente sabios —al igual que sus ensayos de arte.

La pintura es un tema referente en su poesía, no como tema sino como método o técnica. Su libro La nube roja reúne textos de los años setenta y noventa, donde pasean Bellini, Mantegna, Tiépolo, Hopper o Mondrian. "La mayoría de los poetas no comprenden bien la pintura", dice Bonnefoy, aunque quizá sólo se le equiparen John Berger y John Ashbery. Con todo, la obra poética y ensayística de Yves Bonnefoy —un clásico vivo— es producto de una sabiduría total, de dar sentido a los enigmas que lo rodean y que le ayudan a descubrir la intuición poética. ¿Qué es la poesía? "Es aquello que quiere —afirma- liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías y quimeras que los empobrecen".

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Yves Bonnefoy / biografía Nació en Tours (Indre-et-Loire) el 24 de junio de 1923. Es, sobre todo, un poeta y prosista francés de primera importancia. Pero, además de ser un gran crítico literario, Bonnefoy ha escrito ensayos fundamentales sobre arte y artistas del Barroco y del siglo XX, sin olvidar a Goya.

El padre de Yves Bonnefoy fue montador de los talleres ferroviarios de Paris-Orléans; su madre era enfermera, y más tarde llegó a ser institutriz. De joven, Bonnefoy pasó muchos años en Tours, si bien en vacaciones iba a menudo a Toirac (Lot), en casa de sus abuelos maternos; ese será, como ha dicho, su "verdadero lugar"; esto es, su lugar de referencia para él (L'Arrière-pays). En 1936, la muerte de su

padre va a dar un giro a su vida. Tiene por entonces 13 años, y tendrá que estar recluido en su casa para estudiar. Hace sus estudios secundarios en un instituto de Tours, y elige ya las matemáticas y la filosofía como preferidas; sigue después en esa ciudad estudiando latín y matemáticas, rama que elige en las Universidades de Poitiers y de París. Se instala en la capital francesa en 1944. Desde entonces, realizará numerosos viajes, por Europa (notablemente por Italia), y por los Estados Unidos.

Entre 1943 y 1953, abandona la matemática (pero guardará el gusto por la sobriedad y la inventiva disciplinada de ésta). Se consagra a la poesía, la literatura y también a la historia del arte, pues sigue las enseñanzas de uno de los más originales estudiosos franceses, André Chastel. Al principio se vincula al surrealismo, movimiento del que se apartará en 1947, al percibir cierta gratuidad en sus producciones: véase André Breton à l'avant de soi. Pero los poetas que le van a influir, por ser a su juicio los verdaderos revolucionarios en la lírica, son Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, a quien dedica un libro pionero, y Stéphane Mallarmé; sobre todos ellos ha escrito páginas influyentes una y otra vez.

Además, Bonnefoy es autor de numerosas traducciones (principalmente inglesas, si bien vierte también a Leopardi), pero destaca sobre todo su trabajo extraordinario con la obra de Shakespeare (Hamlet, Macbeth, Lear, Romeo y Julieta, Julio César, Cuento de invierno, Tempestad, Antonio y Cleopatra, Otelo, Como gustéis, Poemas, Sonetos). Desde 1960, ha venido siendo invitado por numerosas universidades, nacionales o no (en Ginebra, norteamericanas). En 1981, tras el fallecimiento de Roland Barthes, le fue encomendada la cátedra de Estudios comparados de la función poética en el Collège de

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France; allí desarrollará una fructífera actividad hasta 1993, con sus lecciones magistrales y sus invitaciones a figuras de relieve, como Jean Starobinski.

Se dice que es el poeta francés más importante de la segunda mitad del siglo XX; su poesía, muy concenntrada, no es muy extensa. Pero su actividad plural ha sido incesante, y su obra ensayística ha cobrado una dimensión fuera de serie. Bonnefoy ha recibido varios premios; el de la Crítica (1971), el Balzan (1995) y el Franz Kafka, que le fue entregado en Praga el 30 de octubre de 2007.

Además de ser el escritor de la ensoñación controlada (L'Arrière-pays, Récits en rêve) y de la obsesión por las imágenes, se le considera un «poeta del lugar y de la presencia», junto a otros escritores como Philippe Jaccottet, por ejemplo, amigo suyo. Según dice él, la presencia es la experiencia inmediata, pura, vinculada al mundo: sus evocaciones filosoficas suelen partir de los neoplatónicos pero para desplazar sus nociones comunes.

Para Bonnefoy, que por lo demás es un gran teorizador, el concepto y la abstracción pueden separar a los seres humanos del mundo sensible, pues las cosas cotidianas y las miradas ajenas pesan en ellos, en sus mentes, mucho más que las ideas. Su poesía supone la trasmutación de esa experiencia en un lenguaje que no quiere ser arrebatado por la falsedad de lo trivial o de lo inmediato, que desea expresar la unidad de nuestra percepción del mundo rescatando y puliendo determinadas experiencias sensibles o emocionales.

Poesía y relatos

Traité du pianiste, 1946; ampliado en 2008.

Du mouvement et de l'immobilité de Douve, 1953.

Hier régnant désert, 1958.

Anti-Platon, 1953.

Pierre écrite, 1965.

L'Arrière-pays, 1971.

Dans le leurre du seuil, 1975.

Rue Traversière, 1977.

Poèmes (1947–1975), 1978.

Entretiens sur la poésie, 1980.

Ce qui fut sans lumière, 1987.

Récits en rêve, 1987.

Début et fin de neige, con Là où retombe la flèche, 1991.

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La vie errante, con Une autre époque de l'écriture, 1993.

L'encore aveugle, 1997.

La Pluie d'été, 1999.

Le théâtre des enfants, 2001.

Le cœur-espace, 2001.

Les planches courbes, 2001.

La longue chaine de l'ancre, 2008.

Ensayos y prosas

Peintures murales de la France gothique, 1954.

Dessin, couleur, lumière, 1995.

L'Improbable, 1959.

Arthur Rimbaud, 1961.

La seconde simplicité, 1961.

Un rêve fait à Mantoue, 1967.

Rome, 1630: l'horizon du premier baroque, 1970.

L'Ordalie, 1975.

Le Nuage rouge, 1977.

Trois remarques sur la couleur, 1977.

L'Improbable, con Un rêve fait à Mantoue, 1980.

Dictionnaire des mythologies et des religions des sociétés. traditionnelles et du monde antique, 1981, editor; 4 tomos.

La présence et l'image, 1983, lección inaugural en el Collège de France.

La vérité sur parole, 1988.

Sur un sculpteur et des peintres, 1989.

Entretiens sur la poésie, 1972-1990.

Alberto Giacometti, Biographie d'une œuvre, 1991.

Aléchinsky, les traversées, 1992.

Remarques sur le dessin, 1993.

Palézieux, 1994, con Florian Rodari.

La Vérité de parole, 1995.

Dessin, couleur et lumière, 1999.

La Journée d'Alexandre Hollan, 1995.

Théâtre et poésie: Shakespeare et Yeats, 1998.

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Lieux et destins de l'image, 1999.

La Communauté des traducteurs, 2000.

Baudelaire: la tentation de l’oubli, 2000.

L'Enseignement et l'exemple de Leopardi, 2001.

André Breton à l'avant de soi, 2001.

Poésie et architecture, 2001.

Sous l'horizon du langage, 2002.

Remarques sur le regard, 2002.

La Hantise du ptyx, 2003.

Le Poète et «le flot mouvant des multitudes», 2003.

Le Nom du roi d'Asiné, 2003.

L'Arbre au-delà des images, Alexandre Holan. 2003.

Goya, Baudelaire et la poésie, 2004, con textos de Jean Starobinski.

Feuilée, con el artista Gérard Titus-Carmel, 2004.

Le Sommeil de personne, 2004.

Assentiments et partages, 2004, exposición en el Musée des Beaux-Arts de Tours.

L'Imaginaire métaphysique, 2006.

Goya, les peintures noires, 2006.

La stratégie de l'énigme, 2006.

Dans un débris de miroir, 2006.

L'Alliance de la poésie et de la musique, 2007.

Ce qui alarma Paul Celan, 2007.

La Poésie à voix haute, La Ligne d'ombre, 2007.

L'amitié et la réflexion, 2007.

André Mason, la liberté de l'esprit, 2007.

Le grand espace, 2008.

Notre besoin de Rimbaud, 2009.

Deux Scènes, 2009.

Pensées d'étoffe ou d'argile, Coll. Carnets, L'Herne, 2010

Genève, 1993, Coll. Carnets, L'Herne, 2010 Tomado de Wikipedia

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Muestrario de Poesía

32. Nunca de ti, ciudad y otros poemas / Czeslaw Milosz 33. El barco en llamas y otros poemas / Jaroslav Seifert 34. Uno escribe en el viento y otros poemas / Gonzalo Rojas 35. El animal que llora y otros poemas / Antonio Gamoneda 36. Los andamios del mundo y otros poemas / Ledo Ivo 37. Dominican Style y otros poemas / Alexis Gómez Rosa 38. Poesía francesa actual / Muestra de 40 autores 39. Número equivocado y otros poemas / Wislawa Szymborska 40. Desde la república de la conciencia y otros poemas / Seamus Heaney 41. La tierra giró para acercarnos y otros poemas / Eugenio Montejo 42. Secreto de familia y otros poemas / Blanca Varela 43. Tal vez no era pensar y otros poemas / Idea Vilariño 44. Bajo la alta luz inmerso y otros poemas / Mariano Brull 45. Las ocupaciones nocturnas / Jorge Enrique Adoum 46. La gruta de las palabras y otros poemas / Vladimir Holan 47. La vida nada más, la sola vida y otros poemas / Gastón Baquero 48. El futuro empezó ayer / Luis Cardoza y Aragón 49. Los errores necesarios y otros poemas / Joaquín Giannuzzi 50. Jardín de Piedra / Fernando Ruiz Granados 51. Hablar desde la inseguridad / Rafael Cadenas 52. El hombre acorralado y otros poemas / Luis Alfredo Torres 53. Territorios Extraños /José Acosta 54. Cuadernos de Voronezh / Osip Mandelstam 55. La traición de los sueños / Francisco de Asís Fernández 56. Quemaremos los días por venir / Radhamés Reyes-Vásquez 57. Sobre toda palabra / Rafael Guillén 58. Días de Carne / César Sánchez Beras 59. Bajo la noche enemiga y otros poemas / Ulises Varsovia 60. La imperfección es la cima / Yves Bonnefoy

1. La eternidad y un día y otros poemas / Roberto Sosa 2. El verbo nos ampare y otros poemas / Hugo Lindo 3. Canto de guerra de las cosas y otros poemas / Joaquín Pasos 4. Habitante del milagro y otros poemas / Eduardo Carranza 5. Propiedad del recuerdo y otros poemas / Franklin Mieses Burgos 6. Poesía vertical (selección) / Roberto Juarroz 7. Para vivir mañana y otros poemas / Washington Delgado. 8. Haikus / Matsuo Basho 9. La última tarde en esta tierra y otros poemas / Mahmud Darwish 10. Elegía sin nombre y otros poemas / Emilio Ballagas 11. Carta del exiliado y otros poemas / Ezra Pound 12. Unidos por las manos y otros poemas / Carlos Drummond de Andrade 13. Oda a nadie y otros poemas / Hans Magnus Enzersberger 14. Entender el rugido del tigre / Aimé Césaire 15. Poesía árabe / Antología de 16 poetas árabes contemporáneos 16. Voy a nombrar las cosas y otros poemas / Eliseo Diego 17. Muero de sed ante la fuente y otros poemas / Tom Raworth 18. Estoy de pie en un sueño y otros poemas / Ana Istarú 19. Señal de identidad y otros poemas / Norberto James Rawlings 20. Puedo sentirla viniendo de lejos / Derek Walcott 21. Epístola a los poetas que vendrán / Manuel Scorza 22. Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters 23. Beso para la Mujer de Lot y otros poemas / Carlos Martínez Rivas 24. Antología esencial / Joseph Brodsky 25. El hombre al margen y otros poemas / Heberto Padilla 26. Réquiem y otros poemas / Ana Ajmátova 27. La novia mecánica y otros poemas / Jerome Rothenberg 28. La lengua de las cosas y otros poemas / José Emilio Pacheco 29. La tierra baldía y otros poemas / T.S. Eliot 30. El adivinador de hojas y otros poemas / Odysseas Elytis 31. Las ventajas de aprender y otros poemas / Kenneth Rexroth

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Colección

Muestrario de Poesía

2010