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1 Lorenzo Abadía Escario MANDO A DISTANCIA Herramientas digitales para la Revolución democrática © Lorenzo Abadía Escario, abril 2011

MANDO A DISTANCIA DE LORENZO

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En España no vivimos en democracia. Y sufrimos las consecuencias. El régimen político español, portador de la tradición continental europea que secuestró la libertad política al ciudadano, ha generado unos partidos políticos omnipotentes y oligárquicos que, instalados en el Estado, no representan a la sociedad y, además, se encuentran fuera de control.

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Lorenzo Abadía Escario

MANDO A DISTANCIA Herramientas digitales para la Revolución democrática © Lorenzo Abadía Escario, abril 2011

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INTRODUCCIÓN ¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA?

1) UN CONCEPTO EVOLUCIONADO Y MANIPULADO

2) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS y DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS

a) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS: LA PARTICIPACIÓN COMO IDEAL COLECTIVO b) DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS: LA REPRESENTACIÓN Y EL CONSENTIMIENTO

3) SIGNIFICADO ACTUAL: LA DEMOCRACIA DE LOS POSMODERNOS.

a) PRINCIPIO REPRESENTATIVO b) LA DIVISIÓN DE PODERES c) EL PRESIDENCIALISMO d) DOS APORTACIONES FUNDAMENTALES A LA REPRESENTACIÓN: LA PARTICIPACIÓN Y LA

DELIBERACIÓN

1) Vuelta al ideal clásico por medio del republicanismo 2) La participación moderna 3) La deliberación 4) Fórmula posmoderna: Democracia = Consentimiento + Participación + Deliberación + División

de poderes

EN ESPAÑA NO HAY DEMOCRACIA

1) NO HAY REPRESENTACIÓN a) PRIMERA RAZÓN: TRAICIÓN DEL PARLAMENTARISMO AL MANDATO IMPERATIVO b) SEGUNDA RAZÓN: PARTIDOCRACIA

2) NO HAY DIVISIÓN DE PODERES

a) NECESIDAD DE UN PODER JUDICIAL INDEPENDIENTE b) NECESIDAD DE UN PODER EJECUTIVO INDEPENDIENTE DEL PARLAMENTO Y ELEGIDO

DIRECTAMENTE POR EL PUEBLO

3) NO HAY PARTICIPACIÓN

4) NO HAY DELIBERACIÓN

5) CONSECUENCIAS DE QUE EN ESPAÑA NO HAYA DEMOCRACIA

a) CONSECUENCIAS POLÍTICAS b) CONSECUENCIAS ECONÓMICAS

LA SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN

1) SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y DEMOCRACIA DIGITAL a) INTRODUCCIÓN b) LA E-DEMOCRACIA

2) MANDO A DISTANCIA. HERRAMIENTAS DIGITALES PARA UNA DEMOCRACIA ACTUAL

e-mail AL CIUDADANO DESCONTENTO

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INTRODUCCIÓN

Escribo este modesto ensayo como un intento por aunar los instintos del corazón con la acción intelectual de la razón. Un ensayo político escrito sin la pasión por contemplar los cambios sociales resultantes de sus propuestas es tan áspero como inútil sería plantear una obra sin base científica de ningún tipo. Ciencia para demostrar, pasión para convencer. Ambas amalgaman a la acción política. Porque en el fondo, este escrito no es más que una llamada a la acción, un intento de agitar la conciencia colectiva, ilustrándola y haciéndola consciente de la importancia que tiene su implicación en el proyecto público de la conquista de la democracia. También es un intento por llegar a la gente con un lenguaje sencillo para que comprenda, incluso de la mano de diversos ejemplos prácticos, los problemas que asolan a España, e incluso a toda Europa. Existe ya muy buena literatura dedicada a la democracia, de modo que mi humilde propósito es acercar este concepto al gran público, ligeramente enriquecido con alguna aportación que deriva de mi convicción de que la democracia digital mejoraría nuestro sistema político actual, y que ésta, pese a los obstáculos que le interfieren, tardará poco en implantarse. Por último, habita entre mis sentimientos un deseo estrictamente personal, el de progresar escribiendo, como dijo Agustín de Hipona. En el siglo XXI, parece que todo intento de acción política deba concebirse dentro de un horizonte cosmopolita. Parafraseando a Alain Finkielkraut, está muy arraigado en nuestra cultura occidental el pensamiento de que el sentido de la política es la responsabilidad frente al mundo, lo que implica que debemos actuar en el mundo y para el mundo. Esta es, sin duda, una de las grandes contribuciones de la modernidad. Al mismo tiempo, es innegable que las nuevas tecnologías de la comunicación han hecho de la acción global una cuestión casi vital. Han empequeñecido el orbe, nos han acercado y muy especialmente nos han intercomunicado en tiempo real. Sin la comprensión del efecto globalizador que han provocado, es muy difícil pensar el mundo hoy. Las realidades se miden a escala regional/continental, no estatal. Los mercados no tienen fronteras, y tampoco el terrorismo, la cultura, el ocio, el entretenimiento, la música o las relaciones sexuales. Viajamos sin salir de casa, consumimos sin movernos del sofá. Si el siglo XVIII fue el siglo de la libertad y el XIX el de la nación-Estado, el siglo XX ha sido el siglo de la revolución tecnológica, especialmente en el ámbito de las comunicaciones y el XXI será, con todas las desavenencias que se quiera, el siglo de la aldea global. Sin embargo, mi preocupación principal es la democracia como forma de gobierno. Y ésta, de momento, sólo está concebida y garantizada, allá donde sus gentes han tenido la fortuna de implantarla, dentro de las fronteras de la nación-Estado. Pese a los efectos de la globalización, las naciones-Estado juegan todavía un papel fundamental como guías del desarrollo y la evolución de la humanidad. Éstas siguen siendo los agentes protagonistas a la hora de proporcionar, o quitar, la libertad y el bienestar a las personas. Sin duda su influencia es ejercida en una medida inferior a

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hace tan sólo unas décadas, pero no han perdido aún su preponderancia a este respecto. No en vano son soberanas en las relaciones internacionales y las depositarias del monopolio de la violencia legal de los territorios que abarcan, que es la forma mediante la cual Max Weber denominaba a la soberanía nacional. Así, hasta que la humanidad cree un gobierno mundial, algo sin duda probable salvo que ésta se autodestruya antes, las libertades civiles y políticas dependerán fundamentalmente de las naciones-Estado. Ello implica que tenemos que asegurarnos de que sus leyes están hechas y concebidas para garantizar la libertad política y que debemos circunscribirnos a su jurisdicción para estudiar su esencia, analizar su implementación y sugerir las posibles soluciones a las deficiencias encontradas. En nuestro caso, después de realizar un estudio esencial genérico, lógicamente es España lo que voy a analizar. Pero, por otra parte, lo acontecido respecto a esa citada revolución tecnológica que ha hecho del mundo, en muchos aspectos, una sociedad internacional, no puede dejarnos ausentes de ideas sobre el papel que van a seguir jugando las nuevas tecnologías en el desarrollo social. Han influido en todos los ámbitos y van a hacerlo también, sin duda, en el juego democrático. Empezaron, como veremos más adelante, contribuyendo a favorecer las libertades prepolíticas, tales como la libertad de pensamiento y expresión, y continuaron dando un paso al frente más, permitiendo al ciudadano convertirse en sujeto activo de la libertad de expresión por medio de los blogs. “From readers to writers” rezaba la famosa expresión que eclosionó la blogosfera a principios de siglo. Los gobiernos acercaron la administración al ciudadano y los parlamentos se volvieron más transparentes al reflejar en sus portales su actividad y transmitir en directo sus sesiones. Finalmente, las redes sociales han contribuido a potenciar exponencialmente el derecho de asociación, e incluso la esfera pública, hoy, en su plató y en su platea, es definitivamente más plural y democrática. Debemos celebrarlo, estoy de acuerdo. Pero nos falta algo. En realidad falta lo fundamental. La democracia digital no ha penetrado todavía las barreras del poder para mejorar la democracia, es decir, las reglas de juego por las que la sociedad civil llega a los poderes ejecutivo y legislativo del Estado. Hay países que consiguieron la democracia hace siglos. Sólo tienen que implementar la tecnología adecuada para perfeccionar sus sistemas políticos. En España tendremos que hacer dos tareas simultáneamente: mientras conquistamos la democracia por vez primera, lo haremos implementando las nuevas tecnologías que nos permitirán actualizar los principios y estar a la altura de los tiempos. La democracia participativa, como complemento de la democracia representativa, es hoy perfectamente posible a través de las nuevas tecnologías. Las recurrentes excusas de que en su ejecución todavía no están suficientemente garantizados ciertos derechos políticos no son sólidas. A aquellas visiones reaccionarias, a aquellas actitudes perezosas hacia el cambio que la obstaculizan, les contestaremos como hizo Galileo después de recibir la condena de la Inquisición por defender el sistema heliocéntrico: “Eppur si muove” .1 Pues en la cuestión de la implantación de la democracia digital, sólo cabe una duda: ¿Se hará pronto o muy pronto?

1 Galileo Galilei, 1633 d.C.

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“La ignorancia, que nunca sospecha la existencia de lo que no conoce, es tan ligera como orgullosa, y mira con descuido, ya que no con cólera, toda pretensión más digna de estima que la suya” 2 John Stuart Mill

España atraviesa uno de los momentos más críticos de su existencia. Si realizamos un análisis con un mínimo de rigor comprobaremos que nuestra situación no es debida simplemente a las crisis de las burbujas inmobiliaria y financiera. Mucho menos a los ciclos de la economía mundial. No es casualidad. En el origen subyace pura causalidad. Conozco personas que mantienen desde hace más de tres décadas que en España no vivimos en democracia. Lo llevan haciendo desde el mismo momento en que fue redactada la Constitución del 78, que de tan inmerecida buena fama ha disfrutado desde entonces, anunciando sus consecuencias desastrosas. Otros, mucho más modestamente, llevamos casi veinte años instalados en estas ideas de los grandes, a veces desde dentro, a veces desde fuera, de los partidos políticos. Todos coincidimos en lo fundamental: una sociedad cuyo sistema político permite y fomenta que su clase dirigente viva al margen del ciudadano no puede ser democrática. Y una sociedad sin democracia, sin control sobre sus representantes, está abocada al fracaso político, económico y social. Forma parte consustancial a la condición humana que los representantes políticos que se saben sin control popular tomen decisiones cuyos efectos nunca querrían para sí mismos, y utilicen los fondos públicos sin pudor ni responsabilidad, pues como dijo Montesquieu

“es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se ve inclinado a abusar de él” 3,

La impunidad política permite a sus actores dictar o interpretar las leyes a su libre albedrío, arriesgando el bienestar social sin coste personal o corporativo alguno pues saben que, “por la disposición de las cosas” no hay poder que “detenga al poder” al no disponer la sociedad civil de la capacidad de elegirles y castigarles políticamente, al no poder pedirles cuentas ni antes ni durante su mandato. Sin control, el poder no encuentra límites. Considerando que los altos Tribunales están compuestos por miembros que deben su puesto a la misma oligarquía, la impunidad es absoluta, convirtiendo a la clase dirigente en enemiga de la sociedad.

"con la única excepción de la democracia bien organizada, los gobernantes y las escasas personas con influencia son enemigos de los muchos que están sometidos"4

2 John Stuart Mill, “Del gobierno representativo”, Tecnos, 1985, pág. 58

3 Montesquieu, “Del espíritu de las leyes”, Alianza, 2003, Libro XI, cap. 4, pág. 205

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El cúmulo de despropósitos acumulado en España ha sido originado por la oligarquía de partidos existente, sin diferenciar la izquierda de la derecha. En el camino hacia el abismo social, cada uno de los partidos alternantes ha dado un paso más con el fin de conquistar el poder ejecutivo: en el desastre autonómico, en el insostenible gasto público, en la pesada deuda acumulada descontadas las privatizaciones, en el desdén hacia la falta de productividad real, en la ausencia de creatividad, en el incremento de la mediocridad de los dirigentes… Utilizando el conocido ensayo de Bastiat5, a la flamante arquitectura de la declaración de derechos y libertades sita en nuestra afamada Constitución, -lo que se ve-, hay que unir lo que no se ve, pero que en el fondo subyace. Es decir, unos vicios ocultos cuya diagnosis estaba reservada hasta hace poco al conocimiento de una minoría cuya agudeza mental y capacidad de análisis han ido mostrándonos al resto el camino que hoy podemos contemplar con nitidez. El malestar respecto a la clase política se agranda con cada nuevo escándalo que la salpica, con lo que se ve, pero es el resultado de aquello que no se ve, del sistema. La mayoría de los españoles protesta por lo que ve pero todavía no alcanza a comprender que los efectos calamitosos de un gobierno no pueden ser enmendados por el siguiente en la alternancia, ignorando que ese círculo vicioso no puede tener solución mientras no cambien las normas que lo generan, que provocan el descontrol de los representantes. Sin un cambio del sistema político actual por otro democrático, los problemas de España no podrán ser resueltos. Esto es lo que, desgraciadamente, todavía no se ve. ------------------

«Homo sum, humani nihil a me alienum puto». 6 Terencio

Un ensayo crítico con un sistema incontrolable que corrompe y malversa no puede ser una diatriba contra los gestores del que traen causa. Por ello, lógicamente, éste no está focalizado a los dirigentes en particular, ni siquiera como colectivo. Todos somos humanos. La sociedad corrompe incluso al hombre bueno, como sabía Rousseau, si las normas bajo las que la sociedad cohabita no tejen un sólido entramado moral. Como ocurre con el anillo de Giges, aquel que disfruta de poder absoluto abandona las normas éticas. Aún más, al hacerlo actúa de una forma racional. Los primeros liberales tenían muy buena constancia de ello. Mi queja está dirigida contra el sistema que nos niega la libertad política a los ciudadanos, que abona la oligarquía en la cual germina el descontrol que causa los paupérrimos resultados que España está cosechando actualmente. Necesitamos un sistema

4 Jeremy Bentham citado en Macpherson, “La democracia liberal y su época”, Alianza Editorial, pág. 52

5 Frédéric Bastiat, “Lo que se ve y lo que no se ve”, http://bastiat.org/es/lqsvylqnsv.html

6 Terencio “Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”

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garantista que recele del poder por definición. Y que lo controle. Y requerimos para ello disfrutar de verdaderos principios de representación, control y participación. ----------------------------------

“Quien no ha sido obstinado acusador durante la prosperidad, debe callarse ante el derrumbamiento.” Víctor Hugo7

La ruina nacional y el sistema político del que trae causa no pueden solucionarse sino es a través de la apertura de un proceso constituyente que modifique estas reglas de juego oligárquicas y las sustituya por otras democráticas. No es en absoluto tarea imposible. Si abandonamos nuestra situación de servidumbre voluntaria y combatimos, al estilo gramsciano, el pesimismo de nuestra inteligencia con el optimismo de la voluntad, esta tarea que parece ingente en su ejecución se convertirá en algo sencillo. La sociedad civil sólo debe unirse en el descontento y tener claro lo que debe exigir. Mi esfuerzo, por lo tanto, está encaminado a convencer a la gente de esta necesidad de cambio y a demostrar la relación causa efecto que produce la dependencia política. Si la clase política no depende de la sociedad, no es lógico esperar de ella que se esfuerce por beneficiarle. Si los ochenta mil miembros que conforman la clase política española dependiesen de la sociedad para mantener sus cargos, en vez de hacerlo de una decena de oligarcas, se esforzarían por satisfacer nuestras necesidades al menor coste social y económico. Por eso es tan necesaria la democracia, más allá del respeto a los derechos fundamentales que su observación implica. También me parece pertinente plantear una introducción a los principios de la democracia porque muchos ciudadanos bienintencionados confunden la libertad política con el acto de poder votar cada cuatro años. De forma análoga, justo en el extremo contrario, muchos jóvenes pertrechos de grandes conocimientos tecnológicos, pero con escasa formación política, equivocan la democracia digital con la directa, creyendo que a través de referéndums diarios se puede gobernar un país. Pues bien, esta obra está escrita para el gran público y tiene como pretensión acercar a la gente los planteamientos abstractos de la teoría de la democracia para que los comprenda y así pueda exigirlos. La nuestra es la hora de la política. Creo que necesitamos políticos en el más puro y prístino sentido del término. Basta ya de gestores profesionales de la ruina existente. Su visión gremial les impide, en el mejor de los casos, contemplar con realismo el panorama español. Nos hace falta gente de la calle que haga política en la calle, líderes sociales con auténtica vocación de servir, incluso con los errores que se les puedan achacar, pero de servir, no de ser servidos. Que se aúpen encima de una atalaya y promuevan cambios políticos. Que griten por la democracia. Que lleguen a la política arriesgando su tranquilidad personal y su propio patrimonio en

7 Víctor Hugo, “Los Miserables”, Unidad Editorial, 1999, pág. 59

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vez de buscar el acomodo que proporciona el cargo, el paraguas del Estado y las prebendas que en muchos casos no se han podido conseguir fuera de él. En fin, necesitamos gente que aporte, no que extraiga. Eso no se consigue sustituyendo a las personas en un sistema podrido. Se consigue modificando el sistema. ---------------------------------- Por último, a quienes no tengan tiempo ni ganas de leer este libro, les resumo lo siguiente: ¿Quieren vivir en democracia? Pues sustituyamos la actual Constitución por otra que instaure el presidencialismo, la división radical de poderes, el diputado de distrito uninominal con mandato imperativo y las herramientas de la democracia participativa y deliberativa. Utilicemos la e-democracia para conseguirlo. Y proclamemos esto a los cuatro vientos. Les aseguro que si conseguimos aplicar esta receta democrática, al cabo de unos años a España, esta vez sí, no la reconocerá ni la progenitora que la concibió. Quienes deseen comprender por qué estas propuestas son tan beneficiosas, acompáñenme en el análisis de lo que hay, la comprensión de lo que debería haber y el estudio de la formulación de las soluciones. Para ellos intentaré resumir qué es la democracia, demostraré las causas por las cuales España no lo es y evaluaré las consecuencias de que no lo sea. Haré una breve introducción a las aportaciones que la sociedad del conocimiento ha hecho al desarrollo de los derechos políticos y justificaré por qué, en una nueva sociedad posmoderna, puede contribuir también a la democracia. Propondré un programa político, denominado Mando a distancia, para garantizar la libertad política, mezclando la democracia participativa, la deliberativa y la representativa, apoyadas firmemente en las tecnologías de la información. Para finalizar, y dada mi voluntad de alcanzar una praxis, convocaré una llamada a la acción para lograr la democracia, conquistando la hegemonía política y abriendo un proceso constituyente que, en libertad, nos permita a los españoles redactar la constitución que nos merecemos.

¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA?

1) UN CONCEPTO EVOLUCIONADO Y MANIPULADO

2) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS y DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS:

LIBERTADES PRIVADAS Y LIBERTADES PÚBLICAS. PARTICIPACIÓN versus REPRESENTACIÓN.

a) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS: LA PARTICIPACIÓN COMO IDEAL COLECTIVO

b) DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS: LA REPRESENTACIÓN Y EL CONSENTIMIENTO

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3) SIGNIFICADO ACTUAL: LA DEMOCRACIA DE LOS POSMODERNOS

a) INTRODUCCIÓN

b) PRINCIPIO REPRESENTATIVO

c) LA DIVISIÓN DE PODERES

d) EL PRESIDENCIALISMO

e) LA APORTACIÓN POSMODERNA: PARTICIPACIÓN Y DELIBERACIÓN

1) Vuelta al ideal clásico por medio del republicanismo

2) La participación moderna

3) La deliberación 4) La fórmula posmoderna: Democracia = Consentimiento + Participación + Deliberación

1) UN CONCEPTO EVOLUCIONADO Y MANIPULADO

Pocos conceptos se han utilizado tan universalmente y pretendido ser identificados con cuestiones de hecho tan diferentes como el término democracia. Madame Roland, al subir al cadalso y mirar a la pequeña estatua de la Libertad, situada en la Plaza de la Revolución de París, hoy Plaza de la Concordia, pronunció una frase célebre sobre los muchos crímenes cometidos en su nombre. Lo mismo puede decirse de su versión política. La democracia ha puesto horizonte al escenario de la conquista de lo más excelso que un pueblo puede poseer, su libertad política y constituyente, pero también ha sido encapuchada, cual verdugo, y obligada a cometer las más execrables vulneraciones de los derechos individuales, justificadas en nombre del pueblo soberano. La impostura continúa. Se sigue haciendo. Hoy en día dictaduras totalitarias, regímenes castrenses, plutocracias, cleptocracias, sistemas oligárquicos, repúblicas islámicas y, por supuesto, partidocracias, manipulan el término para hacerse acreedores del mismo y legitimarse ante una opinión pública tan confusa como ignorante. Todos se reclaman democráticos. Y casi ninguno lo es. La inmensa mayoría lo hace mientras conculca sistemáticamente los derechos humanos bajo la égida de las Naciones Unidas, siempre dispuesta a quedar satisfecha mirando hacia el lado contrario al que se cometen las violaciones, y resistiéndose a admitir una definición del término que lo dignifique. Una minoría occidental, más atenta al cumplimiento de las declaraciones universales, se esfuerza por aparentar satisfacer los requisitos mínimos de la libertad política. Pluralismo informativo, partidos políticos, sufragio universal activo y pasivo, voto secreto, elecciones periódicas, mandatos tasados en el tiempo, son atributos necesarios pero no suficientes para vivir en democracia. Siendo todos los que están, no están todos lo que son. Para ser presentables en la sociedad del siglo XXI, a los atributos citados les falta el

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carácter de la representación y el control, principios sin los cuales los derechos anteriores sobreviven con pena y sin gloria en la gala de las oligarquías. F. D. Roosevelt defendía que la aspiración democrática no era una simple fase reciente de la historia humana, era la historia humana. Pero dicha aspiración ha ido jalonando nuestra existencia bajo el disfraz de distintos nombres. Habiendo sido guiada por la estrella de la libertad, ha tomado caminos aparentemente antagónicos y ha tenido que sortear obstáculos y afrontar dificultades que en ocasiones le han llegado a sumergir casi ad eternum en la oscuridad de las tinieblas. No ha sido fácil, ni siquiera en los dos momentos estelares de su aparición. Después de una dorada época clásica donde brilló con luz propia el ideal de la igualdad política del ciudadano -aunque excluyendo a mujeres, extranjeros, esclavos y pobres-, que dejó una huella indeleble en la historia virtuosa de la humanidad, los grandes pensadores abominaron de ella, denunciando, como Platón8, su consustancialidad con el carácter manipulador que había sido abonado por el relativismo sofista, generando en el pueblo griego una notable indiferencia por la verdad. Toda la tradición filosófica posterior estuvo orientada por la idea socrática de que la mayoría era incapaz de sostener opiniones que se sustentasen en la verdad de los hechos. Así, se descalificaba y se daba solución de continuidad a la democracia ateniense y a su criterio oclocrático de legitimar el poder, considerándola, como Aristóteles, una perversión de la República9. Dos milenios después, cuando el ideal de la libertad política vuelve a salir de su tenebroso letargo, lo hace en un sentido distinto, habiendo transformado durante el largo invierno de la Edad Media su ideal igualitario de la participación en el libertario de la representación. Con la excepción del humanismo prerrenacentista, que sirve de engarce entre la participación directa, el sorteo y la representación, quienes restauraron la libertad lo hicieron bajo un sistema representativo que, fundamentado en los derechos civiles individuales, evitaba tanto los abusos del absolutismo como la tiranía de la mayoría que para ellos originaba la democracia. El término había adquirido un carácter peyorativo. Y en el cénit de los acontecimientos, tanto los constituyentes de los Estados Unidos de América como los revolucionarios franceses, se refieren al ideal de la república representativa y no a la democracia10. Paradójicamente, y muy especialmente en el caso norteamericano, los revolucionarios de la libertad, luchando contra el término (clásico) de democracia, estaban confeccionando un régimen de poder que todavía sirve de ejemplo en nuestros días para designar un sistema democrático, lo que viene confirmar las muchas máscaras bajo las cuales ha vivido. Medio siglo más tarde, en torno a 1850 y de ahí en adelante, como por arte de magia, la palabra democracia comienza a adquirir de nuevo un significado positivo. Democracia querrá decir soberanía popular y poder del pueblo, y todas las revoluciones sociales llevarán su nombre. Este giro producido en el valor conceptual 8 Platón, “La República”, Alianza, 1993, libros XXXI-XXXII

9 Aristóteles, “Política”, Alianza, 1987, Libro IV, capítulo II, págs. 160-161

10 Únicamente Robespierre llegó a utilizar, en 1794, el término democracia en sentido meritorio, asegurando

así la mala fama del término durante otras cinco décadas.

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del término en un periodo tan breve de tiempo no es posible entenderlo sin repasar su evolución un poco más detenidamente.

2) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS Y DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS: LIBERTADES PRIVADAS Y LIBERTADES PÚBLICAS. PARTICIPACIÓN VERSUS REPRESENTACIÓN

De las muchas acepciones distintas que ha poseído el concepto de democracia, hay una fundamental que servirá para comprender lo que ha sucedido respecto a la evolución del término. Ésta es la diferencia entre la democracia de los antiguos y la democracia de los modernos.

a) DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS. LA PARTICIPACIÓN COMO IDEAL COLECTIVO

En la Atenas clásica del siglo V antes de Cristo, el siglo de Pericles, se produce una transformación en las ideas e instituciones políticas cuyas repercusiones van a tener tanta transcendencia en la historia de la humanidad como tuvo la revolución de la agricultura en el neolítico, el descubrimiento del fuego o, más recientemente, la máquina de vapor y las nuevas tecnologías de la información. Distintas ciudades-Estado, en realidad polis o ciudades-Comunidad, pues el Estado es un invento del Renacimiento11, reconvirtieron sus sistemas políticos de manera que un grupo considerable de ciudadanos -excluyendo a mujeres, extranjeros, esclavos e indigentes- tenía derecho a participar directamente en los asuntos públicos. La luz que alumbraba esta visión era la de que los ciudadanos no sólo podían auto-gobernarse sino que disponían de todos los recursos e instituciones para hacerlo. El demócrata griego entendió que para llegar a ser plenamente humano había que asociarse. Su confianza en que la virtud y la areté no podían practicarse en un entorno alejado de las relaciones sociales les hacía comprender que la asociación de mayor relevancia era la polis. Sin ella, el hombre viviría como los animales. Pero dicha asociación en la polis debía estar regida por una serie de principios que la distinguirían de los sistemas existentes hasta entonces, para convertirla en democrática. La palabra demokratia provenía de los términos demos (pueblo, casi siempre referido a todo el pueblo) y kratia (gobierno). Esto es algo que casi todos sabemos. Pero algo menos conocido, aunque también evidente, es que la demokratia griega implicaba igualdad. Atenas concibió la democracia en términos de igualdad. No en

11

Giovanni Sartori, “¿Qué es la democracia?”, 2007, Editorial Taurus, pág. 168

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el sentido cuantitativo o equitativo de los bienes materiales que desde la revolución francesa se entiende. La igualdad ateniense manifestaba el derecho de los ciudadanos a ser iguales en su libertad hacia la polis, que bien podría interpretarse en términos de igualdad de libertad, de participación y de la aplicación de la ley. Las acepciones isonomia que significa igualdad ante la ley, e isegoria o isogoria (igualdad de oportunidades para hacer uso de la palabra en la asamblea o presentar una propuesta)12 nos dan la muestra de ello. Según Sartori, ambos términos implican igualdades pero también libertades13. Unas leyes iguales son libertades iguales en la ley y también leyes que nos hacen iguales. Igual asamblea implica libertad para y en la asamblea, y por esta vía también libertad de palabra y de voto. De la misma forma que libertad implica igual libertad: si no fuese igual para todos no sería libertad. Esta igualdad de libertad política se concibió como el derecho del ciudadano a participar en condiciones de igualdad en los asuntos públicos. De forma directa, si es posible, o indirecta cuando la complejidad de los asuntos políticos y las dimensiones de la sociedad así lo exigían. He aquí una diferencia fundamental con las libertades de las sociedades modernas y posmodernas. La libertad del ciudadano de la polis no era una libertad individual más, sino la única forma de libertad colectiva que sólo se podía desarrollar a través de la participación. La participación en el periodo clásico griego no consistía únicamente en tomar decisiones conjuntas. Los atenienses que así lo deseaban, subían a la colina de la Pnyx decenas de veces cada año para decidir sobre los asuntos públicos. También había que realizar tareas administrativas, pero nadie estaba obligado a hacerlas. Aunque no estuviera bien vista la autoexclusión de las responsabilidades por parte del ciudadano14, las labores administrativas de la polis podían recaer tan sólo entre quienes se postulaban voluntariamente para ello. De nuevo el valor de la igualdad iba a dictar la forma en que las tareas serían realizadas por los ciudadanos. La libertad de participar había de ser administrada por turnos. Hay tres documentos históricos fundamentales que definen la democracia ateniense. Uno es la “Constitución de Atenas” preservada en los escritos de Jenofonte15. Otro, la descripción que hace Aristóteles16 de la democracia. Por último, la obra cumbre es la Oración fúnebre de Pericles17. Por su importancia, se reproduce un extracto del mismo:

12

Robert Dahl, “La democracia y sus críticos”, Paidos, 1992, pág 22 13

Giovanni Sartori, “¿Qué es la democracia?”, Taurus, 2007, pág. 208 14

“Consideramos ya no un tranquilo sino un inútil al que no participa en la vida política” dice Pericles. Tucídides, “Historia de la guerra del Peloponeso”, Gredos, 1990, Libro II

15 Al ser encontrado junto a otras obras de Jenofonte, se creyó en un principio que autoría era suya, pero no

es muy probable que así sea. Los últimos estudios parecen demostrar que el texto fue escrito cuando Jenofonte tenía aproximadamente cinco años. Además, el autor, comúnmente apodado "Viejo Oligarca", detestaba la democracia de Atenas y las clases más pobres pero argumenta que las instituciones de Pericles estaban bien estructuradas para sus “deplorables propósitos”.

16 Aristóteles, “Política”, Alianza, 1986, Libro III, capítulo VII, págs. 129-130

17El discurso de Pericles fue recogido por Tucídides, “Historia de la guerra del Peloponeso”, Gredos, 1990,

Libro II, 30 años después.

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“Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. (…) Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida….…. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso. Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; (…)Y somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad”.

Se puede comprobar a través de este discurso emotivo, en honor a los caídos en la guerra contra Esparta, en el que el general y líder de la democracia ateniense realiza una descripción idealizada del sistema político griego, que la idea de que es el pueblo quien tiene que regir sus propios asuntos es absolutamente determinante en la democracia ateniense. Su alegato se realiza en defensa de la ley que garantiza la justicia y la igualdad de derechos tanto participativos como decisionales en la vida pública, y sin la cual no se comprende ni la polis ni la vida que en ella se practica. La libertad en la vida civil es una proyección de la libertad en la vida pública, y no al revés, tal y como la interpretamos ahora. A los dos fundamentos mencionados de la participación y la igualdad sustantiva -ante la ley, de oportunidades y de participación- hay que añadir el de la deliberación previa a la decisión. Aquí radica indudablemente la clave de la democracia ateniense. La mejor prueba que confirma hasta qué punto en la sociedad ateniense se encontraba asumido el concepto de igualdad en la participación política la hallamos en la institución del sorteo. Si en algo se diferencia la Atenas clásica de los sistemas representativos liberales no es en su democracia directa frente a la forma indirecta de la democracia moderna sino en el sorteo frente a la elección como método habitual de selección.

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Diversas funciones públicas atenienses no podían ser ejecutadas por todo aquel que quisiera, especialmente las de gobierno. La asamblea o ekklesía era soberana y allí se tomaban las más transcendentales decisiones. Todo ciudadano tenía el derecho, e incluso la obligación cívica, de asistir y formar parte en la toma de decisiones públicas. Había otras instituciones que necesitaban de una cierta especialización, o cuya composición orgánica simplemente estaba limitada en cuanto a su número de miembros. Para la mayoría de estos casos, los griegos entendieron el sorteo como el procedimiento de selección que mejor se conciliaba con su concepto de igualdad de derechos a participar en el gobierno de la polis. Pese a los defectos manifiestos que ante los ojos de un ciudadano de las democracias modernas tiene el criterio del sorteo como método de selección para desempeñar un cargo público, los atenienses, a quienes no podemos considerar ignorantes en los asuntos políticos de ningún modo, aún siendo conscientes de que lo indiscriminado de la medida incrementaba el peligro de padecer las consecuencias de la incompetencia en los cargos, utilizaron el sorteo durante varios siglos. Y si bien advertían las deficiencias del sistema, también comprendían que éstas se veían compensadas por el fortalecimiento de los ideales igualitarios, ofrecidos como ventaja. Dos órganos de capital importancia procedían a seleccionar a sus miembros por el método del sorteo. El Consejo, llamado boule, compuesto por 500 miembros con representación territorial de todos los distritos del Ática y una duración de un año (sin posibilidad de repetir en el cargo), era el órgano encargado de confeccionar el orden del día de la asamblea, sugerir la aprobación de leyes y ejecutar sus decisiones. En el otro, los tribunales populares, determinantes por su capacidad legislativa y judicial, sus aproximadamente 600 miembros también eran elegidos por el procedimiento del sorteo. Se efectuaba entre los 6,000 heliastai, o lo que es lo mismo, los ciudadanos mayores de treinta años que se habían postulado como guardianes de la legalidad vigente y presentado también a un sorteo previo. Los tribunales populares jugaron un papel de gran importancia política, pues eran los encargados de juzgar la posible legalidad de las leyes y decretos aprobados por la asamblea o presentados ante ella, así como de examinar las denuncias contra magistrados, constituyéndose de facto en una verdadera autoridad política, aunque lo cierto es que existían algunos impedimentos, digamos, o formas de control para evitar que los tribunales se impusiesen constantemente al designio de la asamblea, como, por ejemplo, las multas a quienes presentaban cuestiones de ilegalidad que no acababan triunfando. En cualquier caso, a través del sorteo se seleccionaban también la mayoría de los 700 archai o magistraturas que formaban la administración de Atenas.18 Estos puestos, llamados kleros, solían tener un año de duración y, aunque los ciudadanos

18

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 23; David Held en “Modelos de democracia”, Alianza, 1987, págs. 37-38 mantiene que el nombre del consejo formado era “Consejo de los 500”

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podían llegar a ocupar distintas magistraturas durante su vida, éstos no podían repetir en un mismo cargo. Por otra parte, el estricto sistema de rendición de cuentas tenía un calendario que imposibilitaba al ciudadano ocupar puestos en la administración elegidos por sorteo, aunque éstos fuesen distintos, durante dos años seguidos. El control sobre los seleccionados no se limitaba a la rendición de cuentas que podía durar más de un año, motivo por el cual la selección para dos cargos consecutivos era casi imposible, sino que también se producía en el momento de la selección, a través del sometimiento del ciudadano a una investigación, antes de ocupar el cargo, que justificase su probidad y talante democrático. Pero esto no siempre era así. Esto no ocurría, por ejemplo, en la elección, donde cabía ser reelegido. Cualquier ciudadano mayor de treinta años tenía el derecho, pero no la obligación, de ser incluido en la kleroteria y ser seleccionado por sorteo o elección para ocupar un cargo, siempre y cuando no se encontrase bajo la amimia, o privación de sus libertades civiles. Hay una cuestión que me parece fundamental para lo que se va a tratar en este libro, el control al que los ciudadanos seleccionados estaban sometidos, como se acaba de ver, partía del momento de la selección y terminaba un año después de dejar el cargo, en la rendición de cuentas. Pero es que los ciudadanos electos también estaban sometidos al control de la asamblea y de los tribunales durante su mandato. Cualquier ciudadano incluido en la asamblea podía presentar un pliego de acusaciones contra un magistrado seleccionado por cualquiera de los dos sistemas vigentes y pedir su revocatoria de mandato, cuestión que la asamblea debía decidir en primera instancia, incluyéndose esta cuestión como uno de los puntos más importantes del orden del día. El magistrado quedaba suspendido hasta que la decisión de la asamblea fuese ratificada por los tribunales, y, en caso de absolverlo, éste volvía a su cargo. El poder ciudadano en cuanto a la iniciativa legislativa no era menor. Ésta se incoaba a propuesta de cualquiera de ellos, que no tenían que ostentar cargo alguno en la administración de la polis, lo que se convirtió en una de las mayores señas de identidad de la democracia ateniense. La persona que presentaba iniciativas legislativas tenía un nombre específico, ho boulomenos, que significa “cualquiera que quiera”19, pues cualquier ciudadano disponía de esa facultad. Su figura fue determinante en la democracia de Atenas y motivo de orgullo de todos atenienses, aunque a partir del siglo IV la asamblea pasó de tener competencia para aprobar leyes a tenerla sólo para aprobar reglamentos, pasando a los nomothetai20 la capacidad legislativa de hacer leyes. Los nomothetai también se designarían por sorteo. A la luz de estos hechos, se ha podido trasladar desde hace dos mil quinientos años la imagen de que en la democracia ateniense imperó, por encima de cualquier otro método, la democracia directa de acuerdo a los criterios de equidad ante la ley y de igualdad de oportunidades en el ejercicio de los derechos políticos. Esa imagen no es exacta. Si bien el criterio de igualdad en la libertad política prevaleció durante todo el periodo democrático ateniense, se ha comprobado que, pese a que

19

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 28 20

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 36

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la democracia directa estaba instalada en la asamblea y ésta era soberana en una primera instancia, el método de selección de los miembros de los cuerpos más importantes de gobierno (el consejo, los tribunales y los nomothetai) era el sorteo. Los atenienses diferenciaban bien entre los hechos de gobernar y de ser gobernado, y entendieron que algunas funciones de vital importancia no podían ser desempeñadas asambleariamente por toda la ciudadanía, ni siquiera por toda aquella que, de acuerdo al principio de voluntariedad aludido anteriormente, estuviera dispuesta a hacerlo. Por lo tanto, la diferencia entre la democracia de los modernos, la democracia representativa, y la democracia ateniense, o de los antiguos, estriba no tanto en la aplicación de la democracia directa en todas sus decisiones como en los valores participativos en los que ésta estaba inspirada y que tuvieron como consecuencia la aplicación de otros métodos que comulgaban armónicamente con dichos principios, es decir, el sorteo. Entre la democracia directa y el sorteo hay una identificación que pudo generar cierta confusión, debido a que en un principio se creyó que existía en el sorteo una connotación religiosa en el sentido de que no era el azar estadístico, ajeno al conocimiento clásico, el que establecía la selección, sino el designio de los dioses: la voluntad divina.21 La realidad es que el sorteo se aproximaba mucho más que la elección al carácter democrático y participativo del sistema político clásico por sus implicaciones en la forma directa y poco selectiva por la que se caracteriza a la hora de designar cargos. Para comprender esto mejor es necesario traer a estudio otro concepto que sirve de vínculo entre la institución del sorteo y los ideales participativos y de igualdad política de la polis ateniense: la rotación en el cargo. La cuestión tenía una doble vertiente capaz de cubrir los flancos idealista y pragmático a un mismo tiempo. Por un lado, la rotación satisface el principio de igualdad política y de participación como cima de la areté, otorgando a todos los ciudadanos las mismas probabilidades de participar, si lo deseaban, en aquellas instituciones en la que, por su propia naturaleza, no era aconsejable la democracia directa y asamblearia. De esta forma se cumplía una de las máximas de la libertad política ateniense: poder ser gobernado y gobernar alternativamente, obedecer a quien ocupa un cargo que posiblemente se llegará a ocupar un día. Manin alude a la manifestación aristotélica de la virtud ciudadana en la expresión de que “nadie puede mandar bien sino ha obedecido bien.”22, máxima que además otorgaba legitimidad moral al mando. Por otro lado, no solamente proclamaban la justicia y la democracia en el ámbito de las ideas, si no que ponían los medios para alcanzarla en la vida diaria. La rotación ofreció a la democracia griega la dosis de pragmatismo necesaria para optimizar en resultados los principios ideales de la libertad política. La alternancia constante en el gobernar y ser gobernado, de manera que los ciudadanos ocupasen indistintamente una y otra posición, propició que los gobernantes fuesen conscientes en cada caso de la posición contraria, es decir, la del ciudadano, posición que pasarían a ocupar transcurrido un breve periodo de tiempo. La rotación era una herramienta adjunta al sorteo, concebida con el ánimo de producir justicia, lo que no implica necesariamente que las decisiones adoptadas

21

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 39, cita a Fustel de Coulanges y Gustave Glotz como fuentes.

22 Aristóteles, “Política”, Alianza, 1986, Libro III, 1277a 27.

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por los cargos bajo este sistema fuesen justas. Lo que ocurre es que, el que mandaba, debido a que estuvo y volvería a estar en la posición de obediencia, era muy consciente del carácter transitorio del poder y por lo tanto tenía muy en consideración la opinión de aquellos a quienes les afectaban sus decisiones, aproximándolas todo lo posible a esa perspectiva. Creo que casi todo el mundo llamaría a esto justicia. Y creo que nadie dejaría de llamarlo justicia participativa. La fórmula Voluntad + Sorteo + Rotación = Isegoría podría resumir la democracia ateniense. Uniendo los factores analizados de sorteo, voluntad y rotación aparece la máxima de la democracia ateniense, la isegoría, en tanto que igualdad en la libertad de participar en la asamblea o en los negocios públicos. En las instituciones donde era posible la democracia directa, como la asamblea de ciudadanos, la isegoría se entendía en términos de igualdad de derechos de participación. Todo ciudadano que lo desease tenía los mismos derechos de tomar la palabra y proponer leyes, decretos, revocatorias de mandatos, etc. Y para aquellas instituciones en cuyos órganos colegiados no podía concentrase toda la ciudadanía, la voluntad de los ciudadanos que querían participar en el gobierno se apoyaba en el sorteo para garantizar a todos los candidatos las mismas probabilidades de ser elegidos y, en la rotación, para generar el flujo suficiente de personas en los cargos, de forma que a lo largo de una vida un ciudadano tenía muchas posibilidades de haber podido ejercer la política en la mayoría de los cargos de importancia. Se interpretaba así que la isegoría, como paradigma de la igualdad política, no era el poder ejercido por cada ciudadano, sino las probabilidades de hacerlo. La conclusión parece obvia. Era tal la obsesión de los demócratas atenienses por dar una oportunidad de participar en el gobierno a todo ciudadano cuyos intereses fueran en esa dirección, y tal la desconfianza respecto a la posibilidad de que surgiese una casta de profesionales de la política que se alejase del contacto con la ciudadanía y que, por lo tanto, obrasen en su propio beneficio, que consciente o inconscientemente prefirieron confiar al azar la designación de sus miembros. De este modo es como institucionalizaron la rotación para evitar la perpetuación en el poder de aquellos con quienes la fortuna podía ser más generosa. No bastaban las cauciones tomadas respecto a la reversibilidad de todo acto público, encarnadas en la posibilidad de derogación de las leyes aprobadas y en la revocatoria de los cargos designados de manera que prevaleciese la máxima de que todo poder y toda ley podían ser depuestos por la ciudadanía. Debía existir, además, la garantía de que todo aquel que quisiese participar en dicho poder, podría hacerlo. Transcurridos dos mil quinientos años desde que una civilización, la helénica, y una ciudad autónoma, Atenas, articularon para asombro del mundo un revolucionario sistema de gobierno llamado democracia, algunos de los ideales políticos y morales sobre los que se fundamentó permanecen vigentes en el imaginario de muchos ciudadanos de las democracias modernas. Pero estos valores yacen hibernados en el frío baúl de los recuerdos de las élites políticas que los desprecian tanto como algunas minorías los reivindican, todo bajo el signo de unos tiempos consagrados al cultivo opiáceo de la nueva religión, la cultura del ocio material, valor supremo de la civilización que nos ha tocado vivir. Estos ideales, con un ligero maquillaje de

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actualización, pueden y deben servirnos para reformular nuestra democracia representativa actual, perfeccionándola, dotándola de mayor legitimidad y situándola en un estadio cualitativamente superior. Las nuevas herramientas de la sociedad de la información nos ponen al alcance práctico esas conquistas clásicas que quedaron en el olvido con la excusa de su imposibilidad de implementación.

b) DEMOCRACIA DE LOS MODERNOS: LA REPRESENTACIÓN Y EL CONSENTIMIENTO.

Los occidentales estamos acostumbrados a distinguir entre dos tipos de democracia, la representativa y la directa, distinciones que parecen provenir de un mismo lugar común, la democracia sin adjetivos. Sin embargo, los sistemas democráticos contemporáneos se han desarrollado a partir de una forma de gobierno que en su origen se concibió como contrapunto a la democracia23, y no sólo no adquirió tal denominación (se llamaban repúblicas), sino que intentó no vincularse a ella en ningún concepto. Sólo con el tiempo, debido a las presiones que las circunstancias sociales y políticas ejercieron sobre él, dicho entramado fue acercándose a ella. Aunque fue Harrington24 su gran inductor, la democracia representativa hunde sus raíces en un entramado de instituciones establecidas a partir de la Glorious Revolution de 1688, la Declaración de Independencia norteamericana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789. Estas revoluciones propiciaron sistemas políticos que en su momento no fueron declarados democráticos porque a juicio de quienes los concibieron el sistema representativo no era un modelo de democracia sino que constituía un sistema de distinta naturaleza y catalogación, y se instituía, precisamente, para evitar algunos de los posibles efectos nocivos de la democracia, tal y como advirtieron pensadores como Alexis de Tocqueville25 o James Madison26. Fue este último, intelectual y hombre de acción política, cofundador de la república de los Estados Unidos de Norteamérica, el que advirtió con mayor clarividencia el salto cualitativo que se estaba dando al pasar de las antiguas democracias a las repúblicas representativas modernas a través del proceso de la representación, debido al filtro establecido al generar estas últimas órganos colegiados de ciudadanos elegidos en función de sus aptitudes e intereses. El carácter representativo de las revoluciones de la libertad surgió en los primeros tiempos de la edad moderna con el fin de acabar con la idea de un único

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Entiéndase democracia directa ateniense 24

James Harrington, “La República de Océana”, Fondo de cultura económica, 1987 25

Alexis de Tocqueville, “La Democracia en América”, Alianza Editorial, 2002. Capítulo 8 -De lo que modera en los Estados Unidos la tiranía de la mayoría- “Cuando se estudian las leyes norteamericanas se puede observar que la autoridad que han concedido a los legistas y la influencia que se les ha dejado tomar en el gobierno forman la barrera más poderosa contra los extravíos de la democracia.” Pág. 380. “En los Estados Unidos es donde se descubre sin dificultad cómo el espíritu legista, por sus cualidades y defectos, es propio para neutralizar los vicios inherentes del gobierno popular.”, Pág. 387

26 James Madison, “El Federalista”, Fondo de cultura económica, 2006, cap. X, pág. 35: “Las democracias

siempre han ofrecido el espectáculo de la turbulencia y de la discordia; se han mostrado siempre enemigas de cualquier forma de garantía a favor de las personas o de las cosas”

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representante y limitar el poder de las monarquías absolutas. Ahora bien, para muchos de sus defensores, entre la limitación del poder absoluto y el ejercicio de la soberanía popular existía una clara diferencia de carácter sustancial. La representación, tanto republicana como liberal, operó como instrumento de la burguesía frente al poder absoluto del Antiguo Régimen, pero también sirvió de gran coartada con la que evitar las demandas o, más bien, los posibles desmanes del pueblo llano que, para conseguir sus pretensiones sociales, entendió que necesitaba la libertad política. Es decir, que tenía que tener opción a participar directa o indirectamente en el seno de las instituciones del Estado. Para conseguir este doble objetivo el propio concepto de la representación tuvo que experimentar diversas modificaciones e ir, a regañadientes, asumiendo gradualmente algunos de los valores en los que la democracia clásica se inspiraba y que no llegaban a contradecir sus propias premisas. De modo que mientras que oficialmente se separaba de la democracia por inspirarse en una nueva comprensión de la libertad, por su backyard se iría viendo forzada a asumir gradualmente algunos de los principios en los que la democracia clásica estaba basada. En los últimos dos siglos dichos cambios incluyeron el de su propio nombre, pues hoy ya se llama democrático a todo gobierno representativo, y todo gobierno democrático actual se reclama representativo27. También ha evolucionado en el sentido de ver ampliado su campo de acción o derecho de voto, hasta el punto de llegar a su máximo exponente posible que es el sufragio universal. Y por supuesto también ha ido desarrollando un concepto cada vez más amplio, desde sus comienzos republicanos hasta su concepción pluralista. A pesar del acercamiento posterior en ciertos aspectos a los ideales de la democracia clásica, grandes diferencias separan a ambas concepciones. Después de Grecia, el concepto de ciudadano activo desaparece y no vuelve nunca a ser entendido en el mismo sentido. Para los hombres y mujeres que vivimos en el siglo XXI, la libertad individual es la meta fundamental de nuestros sistemas de garantías. Los griegos, a su manera, eran libres, de eso no hay duda, pero su concepción de libertad era diferente de la nuestra. Algunos autores que bajo el prisma de lo que hoy se entiende por libertad de los modernos niegan el concepto de libertad de los antiguos lo hacen en tanto que creen que un ciudadano griego no era libre por el hecho de poder votar y participar activamente en las labores de gobierno. Sin embargo, en cierto sentido sí eran libres:

“Que los atenienses y romanos eran libres quiere decir que sus ciudades eran libres”

decía Hobbes28 rescatando a Maquiavelo. La principal diferencia radica, según Sartori29, en las distintas concepciones que del hombre tenían ambas culturas. Los griegos no ven en la política un ámbito concreto del mundo humano; los griegos

28

Thomas Hobbes, “Leviatán”, Alianza Editorial, 2009, Capítulo XXI, pág. 191 29

Giovanni Sartori ,“¿Qué es la democracia?”, 2007, Editorial Taurus, págs. 173-176

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contemplaban el mundo entero a través de la política30, pues ésta abarcaba todos los ámbitos de la vida y encontraba su esencia en la polis. El ateniense identifica hombre con ciudadano. Ya sabemos que aquel que se distanciase voluntaria o involuntariamente de esta condición, aquel “no político”, “no ciudadano”, era considerado una persona incompleta, inútil. De allí que no fuera posible enfrentar al hombre y a la polis, tal y como el liberalismo hará después con el individuo y el Estado, pues ¿cómo ha de concebirse en términos de libertad la confrontación entre un hombre y la institución (polis) donde encuentra su propia libertad? La libertad del hombre griego se limitaba a su participación en el poder y al ejercicio del gobierno. Nuevamente con Sartori, el ciudadano era libre porque la ciudad era pequeña, existía homogeneidad entre aquellos que se consideraban ciudadanos, la democracia se ejercía de forma directa, y, a pesar de que la polis era autónoma, no existía el Estado al que posteriormente se opondrán -en salvaguardia de los derechos individuales- los teóricos de la libertad moderna. Lo que éstos negarán siglos después será que la libertad del hombre –no la del ciudadano- estuviera bien garantizada y en ese sentido tendrán razón, pues los derechos del hombre como individuo y sus libertades civiles no estaban en absoluto protegidos por la polis. Incluso en ocasiones se producía todo lo contrario; la polis podía extinguir las libertades individuales, como prevención, si con ello se entendía que se hacía un bien público, pues

“el valor del individuo y su conducta se mide exclusivamente en razón de la ventaja o perjuicio para la polis” 31.

Queda claro, así, y quizá sea ésta la diferencia fundamental entre las dos concepciones de libertad, antigua y moderna, que los griegos no reconocían un espacio privado como una prolongación del individuo, ni como una esfera ético-jurídica. Lo que la hace verdaderamente incompatible, por lo tanto, con la democracia de los modernos es, sobre todo, según Dahl32, que la libertad no era atributo del ser humano, era atributo del ciudadano en tanto que miembro de una comunidad. Es decir, que la libertad significaba el imperio de la ley y la participación en la formación del proceso decisorio pero no la existencia de derechos inalienables preexistentes a la polis o al concepto de ciudadanía. La argumentación teórica es la siguiente: desde Benjamin Constant33, constituye un lugar común que lo que se ha venido llamando la libertad de los modernos está basada en el disfrute por parte del hombre de su independencia privada y que eso precisa de la renuncia a la libertad de los antiguos, cimentada como se ha visto sobre la participación ciudadana en los negocios públicos, pues eso conduce a someter al individuo a su comunidad. Con el objeto de producir cierta inhibición a la

30

Aristóteles “Política”, 2009, Alianza Editorial, Libro I, (1253a), pág. 47: “El hombre es un animal cívico” (zoon politikón)

31 Giovanni Sartori ,“¿Qué es la democracia?”, Editorial Taurus, 2007, pág. 174, Sartori cita a Werener

Jaeger 32

Robert Dahl, “La democracia y sus críticos”, Paidos, 1992, pág 28 33

Benjamin Constant, “Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, Revista de Estudios Públicos, N° 59, 1995

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participación directa de la ciudadanía, Constant argumentó que frente al concepto de libertad de los antiguos, implementada en espacios públicos donde el hombre se convierte en ciudadano al participar en los asuntos de la polis, se encontraba la libertad de los modernos puesta en práctica en las áreas privadas de los negocios, la familia, etc. Al igual que ocurría con las especializaciones en otros trabajos34, la política no debía ser diferente y en consecuencia la nación debía dotarse de un cuerpo o de una clase dirigente preparada que pudiera afrontar la responsabilidad de dirigir la nación, responsabilidad que por otra parte sólo podía ser ejercida a través de unas urnas hasta entonces limitadas por sufragio censitario. Benjamin Constant había dividido la libertad entre quienes la concebían como la pertenencia a una comunidad democráticamente autogobernada de los tiempos premodernos y añorada por los pensadores románticos de la contrailustración y quienes la concebían como el ideal ilustrado con el que se identifica el hombre actual. Esta distinción fue muy importante en el siglo XIX, y en el XX llegó a compararse con la que estableció Isaías Berlín35 entre libertad positiva y negativa, de manera que la libertad de los modernos equivalía a la libertad negativa mientras que la libertad de los antiguos se identificó con la libertad positiva. Berlín entendió la libertad negativa como una ausencia de interferencia, que implica que una parte de la vida humana se encuentre libre y al margen de la esfera del control social. Entendió la libertad positiva como esa aspiración humana de ser dueño de su propio destino que precisa de la realización de la verdadera razón de ser del hombre. Esto implica a su vez que el hombre tome control de sí mismo y consiga el auto-dominio. Tal y como Berlín lo analizó, el ideal positivo de libertad podía dar pie a interpretaciones holísticas que minusvalorasen –con el apoyo del Estado- el yo individual, tal y como ha ocurrido en los casos del populismo, el comunismo y el fascismo, de manera que esta concepción se convierte en un peligro totalitario para un liberal. Berlín, a partir de allí infiere que la idea de democracia y de autogobierno debe excluirse de la idea liberal de libertad, al afirmar que la versión positiva de la libertad es antimoderna, pues precisa de la existencia de una noción objetiva del bienestar para el hombre. Así, la interpretación republicana en defensa de la libertas, o la creencia de que la libertad no puede ser garantizada más allá de los límites de una comunidad con capacidad de autogobierno, se muestra a los ojos de Berlín como enemiga de la modernidad. Berlín incluyó en el lado de la libertad negativa a los liberales clásicos anglosajones como Hobbes, Bentham, Mill, a los ilustrados franceses Montesquieu, Constant, de Tocqueville, y a los héroes americanos Jefferson y Paine, mientras que en el lado de la libertad positiva colocó a Rousseau, Hegel, Fichte, Herder y Marx, e incluso a algún pensador más radical para evidenciar la diferencia en términos de sentido común y pragmatismo que existía entre las dos concepciones. Distinción que creo, junto a Pettit36, que ha hecho un flaco favor a la libertad, pues existen otras formas de interpretarla sin menoscabo para las libertades individuales, pero favoreciendo la participación individual en los asuntos públicos.

34

También Constant defiende la tesis Smithiana de la división del trabajo 35

Isaías Berlin, “Four Essays on liberty”, Oxford University Press, 1990, Capítulo “Two concepts of Liberty”, pág. 118

36 Philip Pettit, “Republicanismo”, Paidós, 1999, pág. 37.

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No obstante, y pese a la rapidez con la que aquí hemos distinguido ambas visiones, desde la concepción del hombre como animal político hasta la consagración de la esfera privada como un derecho y la consideración del individuo como un fin moral en sí mismo, independiente de la sociedad y del Estado, el recorrido ha sido largo, lento y penoso. Entre nosotros y los antiguos, en palabras de Sartori:

“se ha producido el cristianismo, el Renacimiento, el iusnaturalismo, la Reforma y toda esa larga meditación filosófica y moral que concluye con Kant. Es la diferencia que explica cómo el mundo antiguo no conocía al individuo-persona y no podía valorar lo privado como esfera moral y jurídica liberalizadora y promotora de autonomía, de autorrealización” 37

En esta larga trayectoria, existe un hecho de una importancia extraordinaria. Este es el surgimiento y extensión del cristianismo. La doctrina de Pablo fue la piedra angular capaz de transformar la lógica política helénica en un sistema teológico que sería el germen del ámbito privado o individual que el mundo helénico desconoció. El “homo politicus”, como entidad personal que encuentra su libertad y razón de ser a través de su participación política en la polis, dio paso al “homo credens”, criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, que a Él se debe y que en la fe sobre su existencia y omnipotencia encuentra su Leitmotiv, enfrentando en una dialéctica aparentemente imposible el concepto de ciudadanía con el de creyente monoteísta. Pero a pesar de esta dicotomía conceptual, existían todavía particularidades en el cristianismo de esa época, muchas de las cuales han llegado hasta nosotros, que denotan que éste no se había separado de una forma absoluta de toda la tradición griega y que la huella que la concepción clásica del hombre dejó en la segunda es de alguna forma indeleble. En primer lugar, porque el cristianismo no abandona definitivamente todo lo terrenal, pues de lo contrario sus tesis no habrían triunfado de la manera abrumadora en que lo hicieron, y, por lo tanto, no puede aplicar su visión holística sobre hombres y gobiernos. En segundo lugar, porque asume valores que se fraguaron en la hélade, de los cuales el más significativo es el principio de igualdad. Es cierto que los griegos hablaban de la isonomía para referirse a la equidistancia existente entre todos ante la ley, de la isogonía para establecer la igualdad en la participación política, o incluso de la isoteleia para definir una misma finalidad o bien común, mientras que el cristianismo se aproximó al término desde un muy distinto prisma a través del cual la igualdad del hombre se producía ante Dios, sin importar los valores terrenales ni individuales en tanto que los humanos son considerados criaturas que se contemplan entre ellas bajo un mismo plano y cuyas vidas tienen el mismo valor. Analicemos, aunque someramente, otro factor transcendental. Sobre esta base cristiana del plano de igualdad entre los hombres, será retomada, tras largos siglos de tinieblas para la libertad política, una nueva forma de regulación política.

37

Giovanni Sartori, “¿Qué es la democracia?”, Editorial Taurus, 2007, págs. 174-175

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Estos siglos anteriores habían estado caracterizados por el ambiente agustiniano de supremacía del poder eclesiástico sobre el secular y no ofrecieron nuevas reflexiones acerca del poder temporal y su comunidad política, salvo en la excepción de Tomás de Aquino, que integró la obra de Aristóteles en el ámbito espiritual cristiano y que habló por vez primera de la limitación del poder del soberano, preservando un ámbito del hombre en el que ninguna otra entidad humana o institución terrenal debía interferir. Sobre esta base cristiana, y a la luz de los problemas que el cristianismo comienza a descubrir para mantener su poder temporal debido a los conflictos originados por la Reforma y por las ambiciones estatales de las naciones de la Confederación, comienza a surgir la estructura de una nueva forma de contemplar la política. Es el nuevo republicanismo. A la luz del florecimiento de una nueva cultura del hombre y del auge del comercio internacional, surge un carácter emprendedor, novedoso y creativo en ciudades como Florencia o Venecia. Y aunque dichas ciudades por sí mismas no determinaron un nuevo orden político, lo cierto es que el espíritu humanista que comienza a fraguarse en su seno contribuyó extraordinariamente al diseño de este nuevo orden, especialmente en Italia. Así vuelve a revitalizarse un republicanismo que había dejado de tener influencia desde Roma y que volvía sus ojos hacia el mundo clásico en distintos aspectos de la vida humana, poniendo al hombre en el centro de su atención. A partir del siglo IX, una serie de ciudades italianas porfiaron al papado creando sus propias unidades administrativas de justicia y asuntos propios, para terminar administrando, a finales del siglo XII, los consejos con plenos poderes en materia ejecutiva y judicial. Estas ciudades, convertidas en ciudades-Estado o ciudades-República, no fueron tan innovadoras como las polis griegas, pero enmarcadas en el entorno político en el que la historia las ubicó, sus avances fueron muy notables, aunque es lógico que existan reticencias para considerarlas completamente democráticas. En efecto, la ciudadanía estaba reservada para un número reducido de hombres. El podestá se elegía casi siempre entre destacados miembros de la nobleza y la autoridad soberana clave, era denominado en muchas ciudades el Gran Consejo de Gobierno, y estaba llamado a representar el papel de la ekklesía griega. Sin embargo, éste estaba formado solamente por unos seiscientos miembros, frente a los veinte mil de aquella. El republicanismo original fue más bien oligárquico, pero no podemos por ello obviar su contribución tanto al concepto de autogobierno como al de soberanía popular y la participación, completamente nuevos en el pensamiento postclásico. La aportación fundamental del republicanismo renacentista consistía en entender que la libertad de una comunidad estaba basada en el hecho de que la única autoridad a la que debía rendir cuentas era a la propia comunidad. El autogobierno constituyó, así, el ideal político junto a la participación ciudadana (más bien de una exclusiva parte de la ciudadanía).

Aquí debemos hacer una importante observación. En los orígenes del pensamiento moderno aparecieron dos formas de lenguaje político, una de las cuales se impuso sobre el otro. Por un lado, estaba el lenguaje de la virtud, que es el del republicanismo clásico, y por otro lado, se encontraba el lenguaje del derecho natural. De acuerdo a los modelos políticos establecidos por Manin podríamos

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equipararlos al lenguaje del republicanismo desarrollista o humanista y del republicanismo protector, respectivamente. Obviamente, el concepto de libertad o libertas existía en ambos lenguajes, pero el sentido era manifiestamente distinto. Para los juristas o protectores, la libertad significa, para el ciudadano, la posibilidad de practicar las propias leyes, es decir, la de dedicarse a sus propios asuntos bajo la protección de la ley. Sin embargo, para los republicanos humanistas que tomaron como base una parte del legado clásico griego, la libertad del ciudadano se concibe como participación en el gobierno del Estado, vinculada a una concepción del hombre como animal político que sólo se realiza a través de sus acciones en la res pública. Para el humanismo republicano los principios participativos constituían un fin en sí mismos en cuanto que representan la encarnación de la libertad política como sistema de toma de dediciones públicas y de desarrollo de la ciudadanía. Estas fórmulas llegaron a coexistir durante el inicio del periodo moderno, en concreto durante la lucha por la independencia de las repúblicas renacentistas italianas. Así, unidos a la trayectoria del derecho natural, discurrieron durante un tiempo los ideales del humanismo republicano que proclamaban la virtud cívica y la participación como partes consustanciales del ser humano. Transcurrido este inicio, las teorías republicanas del derecho natural se impusieron a las de la virtud, evolucionando con el tiempo y convirtiéndose en la teoría liberal, que tuvo su comienzo en Hobbes y se limitó a la defensa de los derechos individuales. De esta forma se bifurcaron los dos tipos de republicanismo que la tradición republicana nos había legado.

Así llegó, la tradición republicana, renqueante en su influencia sobre ciertos aspectos del pensamiento político de los siglos XVII y XVIII, y es por eso que pese a que los gobiernos representativos de la época se presentaban como repúblicas, en realidad habían roto en parte con la tradición republicana. Prueba de ello es la escasa importancia que le concedieron las instituciones que constituían la piedra angular del sistema clásico. Una de las cuales iba a ser radicalmente abandonada: el sorteo. Pese a lo que todavía se cree, la institución del sorteo no fue un instrumento político exclusivo de la época helénica38. En diversas sociedades donde existía alguna suerte de poder popular, la selección de cargos públicos se realizó a través de este método. Así se refleja del estudio del sistema político romano y de las repúblicas de la Italia medieval y renacentista. Incluso los intelectuales que finalmente se decantaron por la solución de la elección, fueron conscientes del papel que podía seguir jugando el sorteo a la hora de configurar gobiernos o seleccionar personas para el desempeño de cargos en los poderes públicos. Tanto Harrington como Montesquieu y Rousseau, tan familiarizados con la tradición republicana, nunca vieron en el sorteo el resultado de una extravagancia sin fundamento democrático. Todo lo contrario, constituyó, bien es verdad que hasta

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Se entiende por época helénica la perteneciente a la hélade y muy especialmente al llamado periodo clásico. Por razones obvias, se excluye el periodo helenístico con el que en ocasiones se confunde.

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que lo desecharon, “uno de los métodos intentados y probados para conferir el poder de un modo no hereditario”39. Aunque en Roma predominó la elección, en ciertos momentos hubo cargos institucionales seleccionados por sorteo, lo mismo que en Venecia. En la tradición republicana de Florencia el sorteo estaba más consolidado todavía, si bien los Médici se encargaron, siempre que pudieron, de convertir el régimen republicano en una oligarquía camuflada. Encontramos en el sistema florentino distintas fuentes de legitimidad para este proceso respecto a Atenas. Éstos últimos se basaban en la voluntariedad de las personas y en las sanciones posteriores para evitar ser gobernados por incompetentes, corruptos y facciones. La república de Florencia prefería el control preventivo y por eso estableció un sistema de votación que filtraba a los elegibles en una primera fase, dando pie al sorteo posteriormente. Es decir, y esto es lo importante, que al igual que en Atenas la isogonía fue un factor a tener en cuenta a la hora de establecer los sistemas de selección, pero al contrario que en la polis, éste no fue el único criterio, ni siquiera constituyó, al menos al principio, el motivo más importante. La razón radica en el hecho de que el sorteo se estableció con el propósito de mitigar los efectos del sistema de confrontación de facciones tan característico de la época.

En realidad, fue el desarrollo y la evolución de los principios electivos y aleatorios de estas repúblicas lo que llevó a reflexionar a la siguiente generación de pensadores verdaderamente preocupados por la libertad política. Pese a su continuo apoyo a la rotación, Harrington, el más fiel exponente del republicanismo en la época de Cromwell, nunca apostó firmemente a favor del sorteo. Convencido de que Atenas se perdió porque su Consejo no estaba compuesto por una aristocracia natural, abogó por un sistema electivo que permitiese seleccionar a las élites gobernantes. No puede quedar más clara su posición favorable a la elección. Para Harrington, el modelo electivo permitía que se estableciera una selección del tercio aristocrático sin sesgo para la libertad política, pues correspondía a todo el cuerpo electoral desarrollar la función de elegir. De esta manera Harrington rechazaba el sorteo como método de selección y podríamos decir que fue el artífice del cambio definitivo del sorteo a la elección:

“República equitativa por lo que se ha dicho es un gobierno establecido sobre una ley agraria equitativa, que se levanta a la superestructura o tres órdenes, el senado que discute y propone, el pueblo que resuelve y la magistratura que ejecuta, por medio de una rotación equitativa, mediante los sufragios del pueblo, emitidos en votación”40

Sin embargo, Harrington siempre estará vinculado a otro método comentado, al de la rotación41. Le concedo una importancia singular a esta cuestión porque Harrington creía fielmente en el principio del humanismo cívico que veía en la participación política la plena realización del hombre como ciudadano. Sin embargo

39

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 61. 40

James Harrington, “La República de Océana”, 1987, Fondo de Cultura Económica, págs. 75. 41

James Harrington, “La República de Océana”, 1987, Fondo de Cultura Económica, págs. 74, 136 y 137.

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la rotación estaba desde siempre vinculada al sorteo. La explicación a esta aparente incongruencia la ofrece en Océana, pues en su parroquia se elige a una quinta parte del electorado cada año sin admitirse la reelección, de manera que todo ciudadano acaba siendo diputado de su parroquia cada cinco años. Sin embargo, estos diputados no son sino meros electores de las cámaras altas de Océana (el Senado y la Tribu de privilegio, esta última, auténtico foco del poder político y judicial) donde realmente se ejecutaba el poder, y aquí la prohibición de la reelección se limitaba a no “sucederse a sí mismos” o a no cumplir dos mandatos consecutivos, lo que no implicaba que después de una legislatura o mandato el elegido pudiera volver a presentarse. Dadas estas circunstancias la rotación en el cargo no era un sistema tan abierto como aquel del cual tomaba ejemplo, el ateniense. Dos de los teóricos más importantes de la democracia, Montesquieu y Rousseau, también se fijaron en el sorteo y se posicionaron al respecto. Montesquieu establece la diferencia entre democracia y aristocracia en el sistema de designación o selección de cargos. Vincula la elección a la aristocracia y el sorteo a la democracia y clasifica a ambas como las dos posibilidades de selección existentes en una república. Considera el sorteo, de forma aislada, como algo incompleto, aunque prosigue manifestando que su defecto más peligroso, el de seleccionar individuos incompetentes, puede ser corregido a través de una disposición que, emulando lo que hizo Solón en Atenas

“sólo se pudiera elegir entre los que se presentasen, que el electo fuese examinado por los jueces y que cualquiera pudiera acusarle de indignidad para el cargo. Este sistema participaba –sigue comentando Montesquieu- a la vez de la suerte y de la elección. Cuando acababa el periodo de la magistratura debía sufrir otro examen sobre la manera de proceder. De este modo los incapacitados para tales funciones sentirían una gran repugnancia a dar sus nombres para entrar en el sorteo”42.

Y también Rousseau abogó por el sorteo, pero no hizo de ello su causa más importante. Sus razones distaban de las esgrimidas por Montesquieu en cuanto a evitar celos y envidias. Para el ginebrino los cargos públicos eran, precisamente eso, cargos, es decir cargas a las que las personas se tenían que someter sin obtener nada a cambio o no siendo del todo compensadas por el esfuerzo realizado. En ese sentido, nadie puede imponer a otros dicha labor, salvo algo tan imparcial y tan en coherencia con la generalidad de la ley como la propia ley del sorteo.43 En todo caso, a mediados del siglo XVIII y para los intelectuales más importantes del momento, el sorteo todavía formaba parte consustancial del sistema de designación de cargos. Eran conscientes de que el sorteo podía promover a los incompetentes a cargos públicos, pero también vieron las grandes ventajas que

42

Montesquieu, “Del espíritu de las leyes”, Alianza, 2003, libro II, capítulo 2, pág. 52 43

Jean-Jacques Rousseau, “Contrato social”, Editorial Biblioteca Nueva, 2003, Libro IV, capítulo III, págs. 162-163

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ofrecía y por lo tanto llegaron a confiar en que se encontraría alguna solución a través de la creación de otras instituciones. Tanto Rousseau, como Montesquieu y Harrington estudiaron el procedimiento del sorteo por separado, pero coincidieron en la idea de que la elección era un procedimiento aristocrático y que el sorteo se identificaba con la democracia. Al principio, cuando se empezaron a crear las primeras instituciones representativas, el sorteo no desapareció de la teoría política sino que se tuvo en seria consideración como un método a comparar con la elección. Sin embargo, apenas una generación después, el sorteo había sido eliminado, en silencio y sin dejar rastro. Manin observa que durante las revoluciones americana y francesa nunca se consideró la posibilidad de implantar el sorteo. No obstante Pettit cree que los padres constituyentes americanos prestaron más atención del que comúnmente se piensa. Manin se asombra de que en el comienzo del gobierno representativo, en ningún momento el republicanismo se hizo eco de la tradición clásica del sorteo como sistema de generación del poder.44 Los fundadores del sistema representativo no intentaron combinar instituciones para compensar los defectos que acarreaba consigo el sorteo tal y como advertíamos antes, ni siquiera se optó por el squitinio florentino como filtro que evitase a los incapaces acceder al poder. Quizá una de las razones estribe en el hecho de que los fundadores del gobierno representativo no deseaban tener representantes con tanta libertad de acción. La razón es simple; puesto que nadie los había elegido, o mejor dicho, puesto que se hallaban en dicha situación debido al arte del azar, sólo con respecto al azar podían sentirse responsables. Lo cierto es que esta postura se habría podido solucionar con un procedimiento de rendición de cuentas, aunque no habría podido operar sino en el ámbito penal, ya que los elegidos por sorteo no habían prometido ningún programa político. A pesar de todo, hubo algún intento de instaurar el sorteo, no como modelo de designación directa, sino de una manera indirecta. En los debates constituyentes de los E.E.U.U., se propuso seguir una suerte de sistema veneciano que consistía en obtener por insaculación, de entre los miembros del congreso, a quienes elegirían al presidente de la República, también con el fin de limitar las conspiraciones y pactos entre facciones. La propuesta fue finalmente desestimada. También Siéyès sostuvo al principio de la Revolución implementar una mezcla de sorteo y elección, pero desistió pronto. En todo caso, lo que sí podemos concluir es que no hubo debates de importancia en torno al sorteo, lo cual hasta cierto punto era lógico, porque aunque algunos argumentaron que no se podía establecer un sistema tal en las populosas sociedades de los siglos XVII y XVIII, razón desdeñable si consideramos que un condado inglés no debía exceder en población a las polis griegas. Algo más había sucedido. Lo que estaba transitando las mentes de la época era un cambio de mentalidad en cuanto a los principios de legitimación se refiere. En efecto, el paso que sin lugar a dudas supuso el avance definitivo para defenestrar el

44

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 103.

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sorteo consistió en concebir la idea de que para que una acción o decisión pública pudiera ser tomada, hacía falta contar con el consentimiento de las personas que iban a verse afectadas. Las palabras de Manin

“los individuos sólo están obligados por lo que han consentido”45

haciendo honor a la máxima latina “quod omnes tangit ab omnibus approbetur” 46 son tan elocuentes como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, que comenzaba así:

“Consideramos verdades evidentes que todos los hombres han sido creados iguales, que están dotados por el creador de determinados derechos inalienables y que entre éstos están el derecho a la vida, la libertad y a la búsqueda de la felicidad; que para asegurar esos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres, derivando sus poderes del consentimiento de los gobernados”.

Esta misma postura fue tomada por la mayoría de los intelectuales y hombres de acción de las revoluciones de la libertad, en especial por los teóricos del derecho natural. Locke, máximo exponente del iusnaturalismo de la época escribía lo siguiente:

“Siendo todos los hombres como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e independientes, nadie podrá ser sustraído a ese estado y sometido al poder político de otro sin su consentimiento”

continúa

“Así, lo que inicia y efectivamente constituye una sociedad política cualquiera, no es más que el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad. Y esto, y sólo esto, es lo que ha dado o podido dar principio a cualquier gobierno legítimo del mundo”47

El paso del republicanismo al liberalismo supuso que la concepción de la libertad en términos de participación, que el humanismo había ido fraguando a lo largo de los siglos, cediera su hegemonía a otra visión, también con una base individualista pero muy celosa del establecimiento de una sociedad civil que preservase fuera del alcance del Estado una esfera privada donde el individuo pudiera desarrollar sin interferencias su vida íntima. En ambos casos, tanto el concepto de ciudadanía como la participación en la toma de decisiones públicas dejaron de presidir el

45

Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, pág. 108 46

“Lo que afecta a todos ha de ser aprobado por todos”. Debe decirse que la máxima esta sentencia parte de un giro hallado en un pasaje del Código de Justiniano, donde se da solución a un problema de derecho privado, no político.

47 John Locke, “Ensayo sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen y fin del Gobierno

Civil”, Porrua, 2008, capítulo VIII, punto 95 y 99, págs 57-59

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Olimpo de sus inquietudes. Y aunque el republicanismo medieval y renacentista preservaba este germen participativo, hemos apuntado que éste se fue diluyendo en el siglo XVIII en unas aguas cuyo caudal estaba compuesto por los nuevos principios representativos del consentimiento, la elección a través del sufragio entonces censitario, y la limitación del poder del Estado. A la luz de estos acontecimientos descritos, podemos apreciar que la tradición medieval y las teorías modernas del derecho natural propiciaron un giro copernicano en la concepción de los derechos políticos y de la ciudadanía. De ahora en adelante, la legitimidad política dejaba de residir en los derechos de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, tal y como se desarrolló en el mundo clásico y en las excepciones medievales y renacentistas. Surgía un nuevo valor radicalmente distinto en el que iba a ampararse la legitimidad del poder, el consentimiento, es decir, la manifestación de conformidad, expresa o tácita, por la cual un sujeto se vincula jurídicamente a otro, en virtud del principio electivo. El sorteo dejaba de tener validez, pues ni los efectos cohesionadores de su función de neutralidad, ni el carácter divino que construyó la legitimidad romana fueron capaces de imponerse al consentimiento iusnaturalista. De igual manera, las propiedades participacionistas e igualitarias atenienses perdieron la batalla de la legitimidad en el tiempo. El liberalismo aportó los ingredientes utilitaristas de la mayor felicidad para el mayor número a un concepto triunfante de libertad. En sus orígenes, esta ideología ganadora no tuvo en ningún momento fines democráticos en el sentido de procurar la universalización de la libertad política, o dicho de otro modo, la consecución de la igualdad política. Bajo la sombra de la representación se escondían inicialmente unos intereses de clase poco democráticos que con el tiempo fueron cediendo terreno a las presiones de una sociedad, esta vez sí, compuesta por todos los individuos, pero sin participación directa en las cuestiones que les afectaban. Habría que añadir un elemento que, junto al poder interpretativo del derecho natural respecto a la legitimidad, contribuyó especialmente a que este hecho no llegase a generar tensión social. Fue el pacto entre los conservadores y las clases ascendentes burguesas. La aristocracia renunciaría al sistema hereditario si a cambio la burguesía se olvidaba del sorteo como sistema de designación de cargos públicos y de la participación directa como forma de gobierno, e instituía un mecanismo de elección capaz de restringir el sufragio activo y pasivo de tal manera que sólo las capas más instruidas y preparadas, es decir, las más distinguidas, acabasen siendo las beneficiarias de los nuevos derechos a elegir y a ser elegido. Ambas clases sociales se beneficiaban de esta forma. Una comenzaba así su ascenso al poder y la otra dejaba asegurada la no inclusión de los principios participativos, tan caros a los ideales clásico de igualdad política. La igualdad de oportunidades de obtener un cargo quedó olvidada, promoviéndose desde entonces la igualdad de derechos a consentir el poder. Por mucho que hayan cambiado las cosas, por muy evolucionada que se encuentre la democracia representativa en el sentido de haber extendido el sufragio hasta la condición de universal y haber conseguido los derechos de tercera y cuarta

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generación, hoy todavía compartimos este sentimiento, al menos de una forma mayoritaria, pero con un añadido fundamental; nos hemos olvidado de que los ciudadanos, aun en un entorno que imposibilita la participación de todos en el gobierno, pueden estar deseosos de hacerlo puntualmente. La democracia representativa actual debe recuperar los ideales republicanos y recoger sus derechos participativos ciudadanos para aplicarlos en el sistema político de una sociedad cuya diferente esencia y enorme distancia respecto de la Grecia clásica no la inhabilita para desarrollar esas mismas facultades que el humanismo republicano intentó recuperar. Conciliando ambos mundos, en el republicanismo se encuentra una idea de la libertad que es a la vez negativa, ya que no conlleva una noción objetiva del bien o de la felicidad (eudaimonia), pero que no obstante concita el paradigma de la participación y de la virtud cívica. Ese doble componente hace mucho más atractiva la idea de la libertad. Porque se hace necesario concebirla como la capacidad del ser humano para buscar sus propias metas manteniendo al mismo tiempo que, en aras de garantizar el entorno necesario para impedir su represión y servidumbre con las que sería imposible la existencia de la misma, es también imprescindible que los hombres satisfagan algunas funciones públicas y cultiven la virtud. Participando democráticamente en el bien común el ciudadano se garantiza el nivel de libertad privada que necesita para buscar sus propios objetivos particulares.

3) SIGNIFICADO ACTUAL: LA DEMOCRACIA DE LOS POSMODERNOS

a) INTRODUCCIÓN b) EL PRINCIPIO REPRESENTATIVO c) LA DIVISIÓN DE PODERES d) EL PRESIDENCIALISMO e) LA APORTACIÓN POSMODERNA: PARTICIPACIÓN Y DELIBERACIÓN

1) Vuelta al ideal clásico por medio del republicanismo 2) La participación moderna 3) La deliberación 4) La fórmula posmoderna: Democracia = Consentimiento + Participación

+ Deliberación

a) INTRODUCCIÓN

Hasta ahora hemos visto las similitudes y diferencias existentes entre los dos modelos o concepciones de la democracia diferenciados por los dos momentos históricos en los que ésta ha tenido lugar. Hemos podido observar cómo ambas concepciones son contempladas desde ópticas separadas que responden a diferentes motivaciones, la participación y la representación, que a su vez traen causa en ideales distintos, la igualdad en la libertad positiva y el consentimiento. La democracia tiene como objetivo garantizar la libertad personal y política. Los

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demócratas griegos no garantizaron la libertad privada o individual, por eso nosotros los modernos no podemos llamar democracia al régimen de la polis ateniense según los parámetros y los valores que la democracia tiene para nuestra época. Sin embargo, estas grandes diferencias existentes que hacen tan distintos a ambos modelos en lo sustancial, no los hacen necesariamente incompatibles. Más bien al contrario. El republicanismo inicial sirvió de vínculo entre ambos ideales hasta que desapareció sumergido en los intereses burgueses de un inicio de época que poco tiene que ver con nuestra coyuntura. A mi juicio, el principio participativo de base humanista que defendió puede y debe ser revitalizado para entrelazarse con el principio representativo, y perfeccionarlo con su complementación. Ambos ideales son compatibles, ambos deben formar parte del bagaje moral de nuestro paradigma democrático. Ambos, unidos al principio de división de poderes deben definir la democracia del siglo XXI.

b) EL PRINCIPIO REPRESENTATIVO

La mayoría de los pensadores y politólogos entiende por democracia moderna aquel régimen o sistema político que permite a los ciudadanos elegir, controlar y destituir a sus representantes y gobernantes. Y siendo una afirmación correcta por acción, es errónea por omisión, pues le falta el complemento participativo. Por un instante, tal y cómo la ciencia económica hace con el recurso metodológico ceteris paribus para aislar la influencia que ejerce una variable sobre un fenómeno condicionado por otros factores, dejaremos apartado el principio participativo para analizar la definición de democracia representativa de acuerdo a los factores que más comúnmente se aceptan como integrantes de la misma. Y podremos comprobar, con cierta tristeza, que existen muchos regímenes que se llaman democráticos y no lo son, o que incluso pretenden ser simplemente representativos y tampoco lo son. No porque esté en tela de juicio la legitimidad del consentimiento en el poder representativo sino porque en ocasiones no existe la representación allá donde nos aseguran que está. Al menos la representación democrática, es decir, la representación real de los ciudadanos en los poderes del Estado. A este respecto conviene realizar varias observaciones. El hecho de que se preste consentimiento por medio del sufragio no implica que éste se haya producido en un clima de libertad política, ni mucho menos que exista necesariamente la representación del que consiente por el consentido, pues el principio representativo precisa de la participación de otros elementos además del consentimiento, como la representatividad y el control, para poder existir. Tanto la teoría de la servidumbre voluntaria de Étienne de la Boétie48, que demuestra que una sociedad puede consentir voluntariamente y sin solución de continuidad la tiranía de un déspota, como los referéndums del franquismo, apoyados

48

Étienne de la Boëtie, “Discurso la servidumbre voluntaria”, Tecnos, 2007

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masivamente por nuestros padres y abuelos que hoy se consideran, todos sin excepción, demócratas, nos demuestran este extremo.

En una democracia, el principio representativo o, si se quiere, la representación per se constituye una condición sine qua non. Esta obviedad no resulta tan flagrante como parece. Muchos ciudadanos creen que vivir en una democracia representativa consiste en disfrutar de las libertades civiles e ir a votar periódicamente con un sufragio universal y voto secreto. Otros más cultivados piensan que, para poder hablar de democracia, a estas libertades y derechos deben unírseles el pluralismo y la libre competencia entre elites o partidos, en un marco de libertad de expresión y fluidez de la opinión pública. Los más exigentes manifiestan, sin haber reflexionado lo suficiente al respecto de la importancia que tiene el monopolio de los partidos para confeccionarlas, que la democracia se perfeccionaría con una ley electoral que permitiese unas listas de candidatos abiertas y desbloqueadas. Nada más lejos de la realidad. El espejismo del oasis del como si resulta letal para nuestra sed de libertad política. Entonces, si la representación democrática necesita más ingredientes de los mencionados para ser implementada de acuerdo a los criterios establecidos en la propia definición de democracia, ¿qué naturaleza ha de tener la representación para ser democrática? ¿Qué requisitos debe cumplir el procedimiento electivo para garantizar la libertad política? ¿Qué conforma la actividad de representar? ¿Con qué ingredientes ha de contar el principio representativo? ¿Qué tipos de representación existen? ¿Son todos democráticos? ¿Cómo se debe instrumentalizar un sistema democrático basado en la representación para que los ciudadanos puedan realmente elegir, controlar y destituir a sus representantes y gobernantes? Por otra parte, ¿qué es un representante? ¿Cómo debe ser si tiene que representar al ciudadano? ----------------------------------- La mayoría de nosotros hemos oído en infinidad de ocasiones el término representación, pero pocos nos hemos detenido a pensar lo que realmente significa. El término representar, tal y como ha llegado hasta nosotros, tiene su origen en la palabra del latín “re-praesentare”, cuyo significado es hacer presente algo que existe, ya sea en la realidad o en la imaginación. Pero el concepto de representación tiene alma griega. Es en los escenarios de los teatros de las polis donde los actores empiezan a utilizar máscaras para aparentar ser personajes diferentes sin necesidad de recurrir a más personas. La idea de la representación surge por tanto en el mismo instante en que alguien necesita estar presente y ante la imposibilidad de hacerlo, recurre a otro para que lo haga en su propio nombre. Del teatro a la política no medió más que la necesidad de tener que cubrir, en la

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democracia ateniense, cargos para los que era imposible actuar en asamblea49. Y es así como surgió la representación política. En nuestra época posmoderna los derechos políticos encuentran su expresión práctica a través de dos vías que se inspiran en sendos principios a priori diferentes: el principio de representación y el de participación. Si nos atenemos al Diccionario Crítico de Ciencias Sociales50, representar significa “presentar algo de nuevo o presentar algo que está ausente”, y el diccionario de la R.A.E.51 dice que representar es “Hacer presente algo con palabras o figuras que la imaginación retiene.” Ciñéndonos al ámbito político, según García Pelayo52

"Re-presentar, en su genuino y general sentido, significa dar presencia a algo que está ausente, convertir en entidad actuante a algo que por sí mismo es incapaz de actuar, dar realidad existencial a aquello que por sí mismo no puede realizar ciertos actos de existencia"

Parece haber, por lo tanto, un lugar común a las distintas acepciones del concepto “representar”. En todas se pone de manifiesto que es un ente A, diferente de otro ente B, que a pesar de esta diferencia y en relación con alguna cualidad que B conoce de A, el que se instrumenta para hacer presente (re-presentar) a B en un lugar y momento determinado. A este hecho, en cuya virtud A puede hacer presente a B, se le llama representación. Uno de los errores en los que la ciencia política ha ido incurriendo, interesadamente o no, respecto a la definición de representación es cuando se le incluye la connotación “política”. El “error” ha consistido en argumentar que, al tratarse de un concepto diseñado para regular las relaciones privadas, su proyección al ámbito del derecho público genera la lógica confusión de aquello que intenta servir para lo que no es apto. No estoy en absoluto de acuerdo con este planteamiento que lleva vigente desde el comienzo de la democracia representativa en casi todos los sistemas políticos del mundo. La naturaleza jurídica de la representación política ha de ser exactamente la misma que la que tiene la representación jurídica. Esta perversión del término es lo que ha hecho que muchos regímenes que se reclaman representativos, en realidad no lo sean y, por lo tanto, tampoco son en puridad democráticos.

49

A pesar de esto, ya hemos comentado que Atenas nunca fue una democracia representativa en el sentido que nosotros la entendemos, siguió siendo una democracia directa aun con el concepto de representación, pues dichos cargos nunca se cubrieron a través del procedimiento de la elección, sino por la institución del sorteo, verdadera diferencia con sistema representativo

50 Diccionario Crítico de Ciencias Sociales, http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/

51 R.A.E. www.rae.es/

52 Voz de Juan Carlos Monedero en Román, Reyes (Director):“Diccionario Crítico de Ciencias Sociales”, http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/R/representacion_politica.htm

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Con el ánimo de intentar estructurar el estudio de aquellos factores que influyen en la representación y dotar de una normalización que contenga criterios generalizados, analizaré algo más detenidamente dos de los cinco tipos de representación que utilizó Hanna Pitkin53 en los años sesenta, aunque conviene detenerse antes un instante para mencionar los otros tres y desestimarlos rápidamente como sistemas de representación democráticos. Diversos autores han utilizado otros criterios, no me parece importante porque lo que me interesa es, con un sistema estructural u otro, e incluso con diferentes nombres, analizar lo verdaderos componentes de la representación política.

La representación como autorización no va a aportar nada a la democracia. Sartori54 se refiere a ella como representación jurídica y otros autores la califican de representación apropiada. Esta concepción tiene su origen en el concepto que Hobbes55 mantiene, en el siglo XVII, al respecto del contrato social que legitima el Estado. La creación del poder del Estado y su autoridad no responden a un criterio racional estipulado expresamente por los ciudadanos, merced al cual se legitima el Estado, sino que es la propia defensa del hombre la que, al constituir teóricamente la principal función del Estado, legitima tácitamente a este último. De esta manera, todos los ciudadanos se habrían sometido presuntamente a un soberano para que éste les garantice protección. Así surge la representación como autorización. Dado que el soberano decide por sus súbditos, todas las “acciones” están conformes con sus “voluntades”. Aunque la base sigue siendo la misma, la de la autorización, existe una evolución hacia formas menos autoritarias de la representación. Pensadores como Edward Sait, Ernest Barker o Karl Loewestein adoptan la perspectiva de la autorización afirmando que “acontece siempre que una persona esté autorizada para actuar en lugar de otras”; representar quiere decir “actuar con autoridad vinculante en nombre de”. Así, la idea de representación como autorización pasará a concebir las elecciones como la autorización que la sociedad ofrece a sus representantes en el seno de la institución parlamentaria, representantes que disfrutarán de libertad total a la hora de tomar decisiones políticas. Por otra parte, el representado, en la medida en que el representante no se extralimite en su función representativa, compartirá la responsabilidad de las acciones ejecutadas por el representante cuando lo haga en nombre de éste56. Esto viene a decir que salvo que el representante incurra en algún delito, en cuyo caso intervendría el poder judicial, si es que éste es independiente, el representante es completamente irresponsable frente al ciudadano. Un ejemplo de esta

53

Hanna Pitkin, “The Theory of Representation”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967

Los tipos que detalla son: a) la representación como autorización b) la representación como responsabilidad c) la representación descriptiva d) la representación simbólica e) la representación como actuación sustantiva

54 Giovanni Sartori, "Elementos de Teoría Política", Alianza, 1992, pág. 257

55 Thomas Hobbes, “Leviatán”, Alianza Editorial, 2009, capítulo XIV

56 Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales 1967, pág. 48

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interpretación de la representación es la teoría de las élites o del pluralismo de Schumpeter57, que describe la forma competitiva en que las elites luchan por un poder autorizado por el pueblo, cuya única participación consiste en elegir o plebiscitar entre un grupo u otro de poder, sin posibilidad de intervenir en la esfera pública. ¿Qué puedo decir de este tipo de representación? Pues que es cualquier cosa menos democrática porque elimina cualquier clase de control ciudadano.

Con la representación como responsabilidad, a pesar de que bajo este nombre el concepto parece indicar algo diferente, el formalismo del enfoque de la autorización puede verse con mayor claridad si consideramos una perspectiva que, aunque se trate de algo absolutamente distinto de la autorización propiamente dicha, es igualmente formal y vacía de contenido sustancial. Entendemos aquí la representación como el control que la ciudadanía ejerce sobre el representante a través, exclusivamente, de la rendición de cuentas a posteriori.

“El poder soberano no está ahí para instruir a los líderes políticos sobre políticas específicas, sino para hacer que rindan cuentas en elecciones periódicas”.58

La libertad política exige la responsabilidad del representante. En consecuencia la responsabilidad no se concibe sin control del representado. En todo caso, definir la representación como responsabilidad supone, en principio, basarla en las elecciones, aunque este enfoque llega incluso a entender que es posible la representación sin comicios, cuestión que le permite encontrar su ubicación política en las antípodas de la representación democrática.

“lo que define la representación es la responsabilidad, sin importar que ésta se logre mediante elecciones o por otros medios”59

Para la mayoría de sus defensores, no es posible imaginar un modelo de democracia representativa sin la existencia de elecciones periódicas que permitan al elector exigir cuentas al representante. En este caso el control se ejercita durante la legislatura. El representado analiza el programa político del representante en quien depositó su confianza y en función del grado de cumplimiento mantiene su confianza o la retira en las siguientes elecciones, ya que éstas actúan como condicionante y los representantes serán sensibles a las necesidades y demandas del electorado. Como vemos, incluso existiendo las elecciones, éste es un control muy a posteriori, pues en los sistemas representativos convencionales, salvo que medie el delito y se pueda sortear la foralidad parlamentaria, la única forma de desproveer del carácter de representante a quien lo ostenta es la dinámica electoral. Cuestión que evidencia la paradoja de que es el pueblo, detentador en teoría de la libertad política, el que decide en democracia. No es cierto, al menos con esta interpretación de

57

Joseph Schumpeter, “Capitalismo Socialismo y Democracia”, Aguilar, 1971, parte cuarta, capítulos 20-23 58

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 61 59

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967 pág. 61

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representación. De todo ello se infiere que el representante no actúa necesariamente de forma responsable y de acuerdo a los intereses de los representados o votantes. El sistema representativo sólo permite que esto sea así en la medida en que el representante desee repetir en su cargo, es decir, que opte a la reelección, de tal forma que si el representado no optase -bien porque la ley lo prohibiese, bien porque no lo desease- a la reelección, el mecanismo de control político, al consistir en un hecho a posteriori, dejaría de existir. Este hecho se evidencia de una forma muy palpable en las democracias de partidos de Europa continental, donde el representante depende mucho más de la disciplina implantada desde su partido que de los propios votantes, lo que lógicamente se traduce en que acabe estando más preocupado por cumplir con las prerrogativas que el órgano directivo de su partido le exija que con el control teórico que los representados acaben ejerciendo sobre él. Pero el interés real de los teóricos de la responsabilidad no está en los controles o la obligación de rendir cuentas del elegido, pues, como dice Hanna Pitkin, éstos son simplemente un recurso, un medio para conseguir lo que verdaderamente supone el objetivo de la responsabilidad, es decir, una actitud sensible del representante respecto del representado. La clase dirigente, desde la democracia, ha repetido enésimas veces frases del tipo “hacemos esto por responsabilidad política”, o “es por responsabilidad política por lo que actuamos”, etc. A nuestros políticos se les llena la boca con estas palabras tan grandilocuentes como huecas, con las que saben, ellos, que no dicen nada, menos aún implican algo, y quedan muy bien a los oídos de un pueblo poco formado en estas cuestiones. Si hubiese verdadero control del ciudadano, la clase política no hablaría de su “sentido de la responsabilidad”, pues bastaría con que al votante no le gustase la actitud del representante para cesarlo. Si hablan de ello, como de democracia, es porque saben que no existe la responsabilidad sin control, salvo en el ámbito de la moral. Y, en fin, a estas alturas no creo que sea en los corazones de esta clase política donde debamos buscar para hallar las soluciones a nuestros problemas. Ninguna de estas dos concepciones formalistas descritas, responsabilidad y autorización, puede decirnos nada sobre lo que ocurre durante la representación y tampoco sobre cómo debería actuar un representante. Ambas perspectivas son formalistas. Su concepción de la representación se sitúa en un plano diferente de la acción misma de representar, antes de que empiece o después de que finalice. Si procuramos traspasar las formalidades de la representación e intentamos pensar en su contenido sustantivo, nos encontramos ante dos nuevas perspectivas. Nos podemos preguntar qué actividad define a un representante, es decir, qué hace y qué conforma la actividad de representar. O podemos preguntarnos qué es un representante, cómo debe ser si tiene que representar. De alguna forma la definición de estas perspectivas supone responder a “suplir a otro” en el caso de la representación descriptiva y simbólica, y “actuar por otro” en el otro caso de la representación. De nuevo, ninguna de ellas es democrática.

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La representación como descripción es también llamada representación sociológica por Sartori60, o de intereses según otros autores. En esta interpretación el vínculo se genera a través de la identificación de las ideas y valores del ciudadano con los del representante. Ya no hay una ligazón creada merced a la autoridad, ni tampoco a la responsabilidad, sino al perfil del representante, a sus características y a sus apariencias en el ámbito político. Su argumentación es la siguiente: el representante no representa a otros ciudadanos, no es necesario. Al ser como ellos, puede prescindir del hecho representativo desde el punto de vista jurídico-político. Ahora éste los sustituye61 por una cuestión de identidad, ya sea de clase, territorial o de carácter moral. El consentimiento surge frente a la desnuda concepción de la representación jurídica, donde la condescendencia tácita no deja de ser una característica de segundo orden respecto del hecho fundamental de la obediencia. Weber interpreta esta evolución como el paso de la idea de poder a la de dominación que implica un plácet del ciudadano, y no esa “mucho más difusa” concepción jurídica en la que el poderoso imponía de forma casi arbitraria su voluntad. El procedimiento de selección juega un papel importante y por tanto, desde el origen de los gobiernos representativos, el sistema electoral, ya que los dirigentes optaron por dotarse de un sistema que les otorgara legitimidad y permitiera que la superioridad social del “representante” aflorara a través del carácter aristocrático de la elección62. Creo que plantear la representación en términos de identidad sociológica, anula de raíz la idea de representación en términos democráticos63. Es vital hacer esta manifestación porque, en primer lugar, no puede haber representatividad de ideas y sólo puede haberla de personas, pero más importante aún es que el hecho de que aquellas (las ideas) no pueden ser verdaderamente responsables, porque no se puede ejercer control sobre ellas. Sólo las personas pueden serlo y por tanto la idea de representación esta mermada en estos sistemas. O viciada. Para esta concepción, representar no es actuar como autoridad ni tampoco como cuestión previa a una rendición de cuentas.

“La representación sólo depende de las características del representante, de lo que es o de lo que parece ser”64.

De esta forma, el representante no está actuando por otros, simplemente los sustituye en virtud del vínculo identitario entre ellos. Parece obvio pensar que los defensores del sistema electoral de representación proporcional desarrollan rasgos de esta teoría. Su principal objetivo consiste en conseguir una asamblea “representativa” que refleje fielmente al electorado. En este sentido lo verdaderamente importante es estar presente, ser oído.

“Todo lo que el legislativo haga con las opiniones de la nación es irrelevante para esta perspectiva de la representación.”65

60

Giovanni Sartori, "Elementos de Teoría Política", Alianza, 1992, pág. 257 61

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 67 62

Bernard Manin, “Los Principios del Gobierno Representativo”, Alianza Editorial, 1998, págs. 109-120 63

Giovanni Sartori, "Elementos de Teoría Política", Alianza, 1992, págs. 234-235 64

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 67

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En esta interpretación no cabe el control ciudadano, no tiene sentido. El principio de identificación lo sustituye porque entiende que se ha producido la transmutación del cuerpo electoral en cuerpo representativo, siendo uno fiel reflejo del otro. El representante ya no representa al pueblo. Es el pueblo. Al ser ambos cuerpos de representantes y representados una misma cosa, el sistema representativo se transforma en una democracia directa, plebiscitaria, donde el pueblo participa “en” el Estado directamente y no “a través” de sus representantes. Pero el pueblo, realmente no está, su libertad ha sido usurpada en esa transmutación que lo ha esclavizado como sujeto político. Hasta tal punto se llega a confiar en la fiel identificación como factor primordial que incluso existen intelectuales que piensan que sería razonable establecer la elección mediante fórmulas aleatorias, olvidando el consentimiento como fundamento del sistema representativo y el derecho político del ciudadano a participar en los asuntos públicos que le conciernen. Este asunto lo abordaré con mayor detenimiento y con numerosos ejemplos concretos cuando se trate la traición de la partidocracia a la representación en el capítulo que demuestra por qué España no es una democracia. En mi opinión esta perspectiva, aun siendo diferente de las teorías formalistas, es tan incompleta y falseadora de la democracia como aquellas.

Llegamos a la representación como actuación sustantiva (o independiente). Esta perspectiva interpreta la representación como la acción por la cual se actúa en interés de los representados, de una forma sensible y de alguna manera comprometida. Presupone independencia y autonomía al representante. Él es el que actúa. Pero por otra parte, al representado también le presupone capacidad de criterio e incluso de acción, ya no es alguien necesitado de cuidado y tutela por parte de alguna entidad superior e inaccesible a él.66 Los teóricos formalistas cuyas teorías hemos expuesto, no admiten límites ni patrones impuestos al representante. El enfoque de la representación como una especie de “suplir a” sostenía que dichos límites eran una descripción exacta de la correspondencia entre representantes y representados. Ni una ni otra, ni la suma de ambas equivalen a la esencia de “actuar por otros”. Entre ellos existe el vínculo del consentimiento, aunque hasta ahora la dificultad ha radicado en concretar la naturaleza de esa relación, pues siendo sencillo entender que un “actuar por otros” implica obligaciones y comportamientos determinados, es más difícil entender los modos en que dichos derechos y obligaciones interactúan. Existen diversas doctrinas al respecto y muchos términos que rivalizan. Se pueden agrupar, de nuevo, según Hanna Pitkin67 de la siguiente manera: Primero están aquellos para los que prima la acción, cuyo mejor término es el de agente, ya que se fundamenta sobre la expresión “actuar por”. En segundo lugar, existen los términos que se centran en la idea de “ocuparse de otro”, el término que mejor lo resume es fideicomiso. En tercer lugar están los términos que se centran en el concepto de sustitución y de actuar “en vez de” para los que existe el 65

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 100 66

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 233 67

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 132

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comisionado. Hay otro grupo importante que centra su atención en el hecho de “ser enviado” y su término más representativo es delegado. Finalmente se encuentra el término “especialista como representante”, para pasar a resumir qué puede aprenderse de todos estos términos. Esta terminología divide el cuerpo de la representación en términos que oscilan en función de la autonomía que se le otorga al representante respecto del representado, la importancia y valor que el pueblo inspira como cuerpo capaz de pensar y decidir lo que verdaderamente le conviene y la confianza moral y profesional depositada en la persona del representante. Resumiendo en lo que nos interesa, la noción de fideicomiso engarza con la idea de que el representado no es del todo capaz de vislumbrar lo que le interesa; un vicario, sustituto o comisionado toma la posición de otro, excluyendo a este último; un delegado es un enviado con una habilitación concreta y especial, por un grupo oficialmente constituido e instrucciones precisas, evidenciando la subordinación del representante al grupo representado. Por exceso o por defecto, en todas estas concepciones falta el equilibrio necesario que debe existir en la relación de representación entre el representante y el representado. A mi juicio, el equilibrio que sistematice la relación entre el representante y el representado no lo puede establecer la teoría de la representación objetivamente y de una forma fija. En todo sistema político, se dan circunstancias que aconsejan la aplicación de una u otra interpretación. Por ejemplo, para lo prometido expresamente al votante por medio de un programa electoral, no cabe más interpretación que la de la delegación. En relación con la sustitución o el “actuar por” y “ocuparse de otro”, éstas son interpretaciones con las cuales en principio no coincido, por los recelos expresados anteriormente, si bien es cierto que existen muchas situaciones en las que la ciudadanía puede preferir dejar actuar a quienes le representan y conocen la casuística característica. Lo que me parece fundamental destacar es que esos criterios subjetivos sobre los que se realizan las distintas interpretaciones del papel que debe jugar en cada momento el representante, debe fijarlas siempre, sí y sólo sí, la ciudadanía con un posicionamiento concreto. Es necesario un enfoque distinto a la idea de representación, que sea capaz de extraer lo mejor de los modelos anteriores, haciéndolos en cierto sentido compatibles. Así la representación se puede estructurar sobre la base de los distintos puntos en que debe oscilar la interacción que se genera entre ciudadanos y clase política. La interacción entre estos dos actores se crea, resumidamente, merced a tres escenarios. El primer escenario se estructura sobre la relación existente entre las opiniones de los ciudadanos y las políticas aplicadas. Esta relación ha sido denominada receptividad, e implica que la clase política es sensible a las demandas de los ciudadanos. Varios autores, como Sartori68 y Dahl69, observan que éste es uno de los factores básicos de un sistema democrático. El representante demostrará su receptividad si implementa las políticas necesarias encaminadas a satisfacer las necesidades que la ciudadanía demanda. Habría dos formas de

68

Giovanni Sartori, "Elementos de Teoría Política", Alianza, 1992, pág. 238 69

Robert Dahl, “La democracia y sus críticos”, Paidos, 2003, pág. 13

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respuesta o de actuación por parte de la ciudadanía a una política determinada para que opere el escenario de la receptividad: a través de la confianza otorgada previamente en una clásica votación a un programa político determinado y a través de mecanismos, como las manifestaciones y firmas de peticiones, que actúan en tiempo real. En este caso es fundamental atender a la importancia que tiene el papel de los medios de comunicación y de la opinión pública generada en las redes sociales, auténticos generadores de opinión, como se verá más adelante. El segundo escenario que relaciona la ciudadanía con sus representantes es el que identifica los mandatos con la acción política. La dicotomía Mandato vs Independencia del representante, al final, es la piedra angular de los sistemas representativos. Las posiciones que se sitúan en los dos extremos han sido defendidas en un tipo u otro. La defensa del mandato desde un punto de vista restrictivo puede ser aquella que piensa que la representación sólo puede darse cuando el representante actúa siguiendo instrucciones precisas de sus electores y que cualquier concesión a la autonomía de aquel es una flagrante desviación. Una visión más moderada sería aquella que permite al representante realizar algún acto discrecional sí y sólo sí ha consultado previamente a sus votantes y conoce los deseos de éstos. Es la postura que permite al representante actuar como entiende que lo habrían hecho sus electores, salvo que reciba instrucciones de éstos, en cuyo caso debe obedecerlas, o que hubiese comprometido una postura determinada en campaña electoral. Como enfoque radical de la independencia se encuentra aquel que cree que los electores ni siquiera tienen derecho a exigir el cumplimiento de las promesas hechas por el representante, pues es éste el que verdaderamente sabe qué es lo que interesa al pueblo e interpreta la voluntad nacional.70 Como mejores representantes de estas posturas antagónicas nos encontramos a Rousseau, por el lado del mandato, y a Burke, por el de la independencia. En mi opinión, la única postura compatible con el hecho representativo y que habría que positivizar en la legislación es aquella que obligue al representante a cumplir con lo pactado y al mismo tiempo que le haga estar constantemente pendiente de la sensibilidad y del interés de su electorado en las materias nuevas que tantas veces surgen en el ámbito público. Para estos últimos casos, quizá superiores cuantitativamente hablando a aquellos para los que sí que existe una hoja de ruta marcada por el programa electoral, el sistema político debe estipular eficaces mecanismos de control con los que ciudadano pueda exigir lealtad a su representante. Partiendo de un escenario de elecciones libres, esto es la esencia de la de la democracia posmoderna. El tercer escenario relaciona resultados y castigos, y es denominado de responsabilidad efectiva o rendición de cuentas. Para los casos en los que la delegación no pueda aplicarse por carecer de instrucción concreta en el programa electoral del representante, se necesita actuar en nombre del representado, o mejor aún, “en interés de” él. La sensibilidad del representante respecto del representado es necesaria, aunque no suficiente. Los representados deben poder premiar o castigar a sus representantes a través de la posibilidad de renovación en el cargo, en función del cumplimiento del mandato o contrato establecido entre el

70

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, pág. 159

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político, su programa y la ciudadanía. Si antes decíamos que el mandato imperativo del elector es la esencia de la democracia, el control por medio de la renovación y otros procedimientos es su garantía.

REPRESENTATIVIDAD Y RESPONSABILIDAD

En el universo de la representación existen dos componentes fundamentales que le dan sentido y que nos guiarán en el camino hacia la libertad política. La representatividad y la responsabilidad71. En el concepto de representatividad se incluye la característica en la correlación representante-representado en el que uno se hace presente en el otro. Sin embargo, la representación es más extensa que la representatividad, ya que concita al menos otro elemento fundamental: la responsabilidad efectiva del representante, que no tiene por qué presentarse conjuntamente con la representatividad. Si entendemos la representatividad como la correlación entre el representante y el representado a través de la confianza depositada y el compromiso del programa electoral, podríamos entender la responsabilidad como el deber del representante de actuar de acuerdo a dichos compromisos electorales y a las opiniones que le correlacionan con su representado y por lo tanto con sus intereses. Existe un segundo factor, el control, que actúa de garantía del primero. Para asegurar la responsabilidad del representante es preciso arbitrar un sistema de seguimiento y control periódico que ejercerán la opinión pública y el propio representado de acuerdo a los principios participativos, de tal forma que le permitan juzgar en tiempo real el grado de cumplimiento de los compromisos del representante y el nivel de sensibilidad y receptividad respecto de los intereses de sus electores en las nuevas cuestiones que surgen en la vida política, en las que el representante, por su novedad, no había adquirido un compromiso electoral. Sólo así se puede entender la responsabilidad política. Por eso la hemos distinguido de aquella que no cuenta con estos factores, llamándola responsabilidad eficaz. De ello deducimos una última cuestión. Para asegurar la representatividad es absolutamente necesario que ésta se obtenga a través de un procedimiento electivo que refleje el consentimiento expreso del representado al programa y a la persona que se compromete con él. No hay otra forma de garantizar la representatividad que a través de la institución del diputado de distrito, porque esta figura es la única que permite que sobre ella se establezcan los mecanismos de control necesarios que garantizan el sometimiento pleno del representante a los intereses del representado. No olvidemos que es eso consiste la representación en democracia. Habiendo tratado los controles a priori y a posteriori que se establecen por medio de la elección y la reelección, queda por analizar otro tipo de control, interelectoral, que se ejercita durante la vigencia de la representación y se llama revocatoria de mandato. Es un mecanismo perteneciente a la democracia participativa que permite

71

Hanna Pitkin, “El concepto de representación”, Centro de Estudios Constitucionales, 1967, págs. 230-233

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al elector, dadas unas determinadas circunstancias, revocar la representación confiada al representante. Por ejemplo, si incumple su programa electoral, o si su falta de receptividad en las nuevas cuestiones de la agenda política choca con los intereses del elector a quien debe defender. En relación al poder, es mejor no dejar nada al arbitrio de las buenas intenciones, no encomendar nuestro espíritu en las manos de quienes no podemos controlar. Este control ciudadano a través del mandato imperativo, constituye una amenaza cuya posibilidad de aplicación hará recordar en todo momento al representante su condición delegada y la defensa en todo caso del interés de los votantes. Y, además, es consustancial a la representación democrática.

“Dar poderes de representación judicial a un procurador ante los tribunales tiene la misma naturaleza que los poderes de representación política a un diputado ante la Asamblea legislativa. Los dos poderes son mandatos imperativos y revocables. Ningún poder puede ser irrevocable sin perder su naturaleza.”72

Todavía hay más razones para abogar por la circunscripción uninominal como única vía de lograr la representación democrática, y mostrarse en contra de su antítesis, es decir, de las listas de partidos. Bajo las siglas y las listas abiertas o cerradas -esto es una cuestión insignificante- se esconde una característica enemiga de la representación: la fidelidad del diputado (representante) a los cuadros dirigentes de los partidos políticos que confeccionan dichas listas. La responsabilidad del diputado frente al ciudadano queda diluida como un azucarillo en el café de la partidocracia. El diputado acata la disciplina de quien le pone y le quita de las listas, que no es el ciudadano como todos sabemos. El ciudadano se convierte en una cuestión secundaria que influye mucho menos que las cúpulas políticas en la selección de representantes. Esta influencia de la ciudadanía, en un monopolio de partidos con financiación pública y barreras de entrada a las nuevas formaciones, como es el caso español, se limita a cambiar el diez o el quince por ciento de los diputados de una asamblea legislativa o de un ayuntamiento, pues estos partidos monopolísticos tienen un suelo electoral muy firme del que, salvo catástrofe, no pueden bajar. Luego lo fundamental para un diputado es estar en la lista. Fuera de ellas, no hay posibilidad de estar en las instituciones públicas y disfrutar de sus prebendas, salvo en los sistemas en los que la circunscripción electoral es uninominal y el diputado de distrito. Allí, la disciplina de partido queda muy difuminada porque, al tratarse de circunscripciones con pocos electores, unos cien mil, las posibilidades de un candidato de poder llegar a todos los hogares y ser escuchado cuando defiende su programa electoral son muy grandes, lo que implica que puede prescindir del apoyo de un partido. Desaparecen las listas, desaparece la disciplina de partido. Así, surge la responsabilidad efectiva del candidato, que estará pendiente de los intereses de sus electores y de sus promesas electorales porque él y no su partido será quien se examine ante el ciudadano. Además, en unas listas no hay nadie responsable. ¿Cómo se exige responsabilidad a una lista? ¿Y a uno de los partidos que tienen el monopolio de la política? ¿Es posible que la derecha vote a la izquierda

72

Antonio García-Trevijano, “Teoría Pura de la República”, El Buey mudo, 2010, pág. 482

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masivamente, si ésta lo hace mal? ¿Se va entregar la izquierda con armas y bagajes a la derecha ante un incumplimiento de los suyos? ¿Existe la posibilidad de que los votantes de los nacionalismos periféricos acaben votando a los partidos españoles si la oligarquía nacionalista se corrompe? Nunca se ha visto tal cosa. No es sólo una cuestión demostrable en la teoría, la experiencia confirma esta idea de manera apabullante. Y es la mejor forma de demostrar que la responsabilidad política sólo se puede exigir a las personas, nunca a las ideas, o a los partidos porque resulta en la práctica absolutamente ineficaz. Y por lo tanto utópico. RESUMEN Después de repasar, brevemente, los distintos tipos en que, de acuerdo a la ciencia política, se concreta la representación, y habiendo analizado las particularidades de cada uno, queda claro que sólo en la representación sustantiva, con delegados, mandato imperativo y receptividad respecto del electorado se dan cita la representatividad, la responsabilidad y el control electoral e interelectoral que la democracia exige de un sistema representativo. Y también queda claro que no hay otra forma de conseguirlo que a través del diputado de distrito, en circunscripciones uninominales a doble vuelta pues son las únicas donde se concita la correlación representante-representado y donde este último puede tener en todo momento control de su representante.

c) EL PRINCIPIO DE LA DIVISIÓN DE PODERES

“Dadle todo el poder a los más y oprimirán a los menos. Dadle todo el poder a los menos y oprimirán a los más” 73 Hamilton

En este ensayo sobre la democracia, no podía dejar de nombrar la división de

poderes, cuestión consustancial a su esencia, pero me entretendré menos que en la

representación, por entender que la aportación posmoderna-tecnológica al

desarrollo del concepto está mucho más limitada.

Se dice que un derecho vale jurídicamente lo que valen sus garantías. Sin división de poderes, toda tentativa de instituir un régimen democrático resulta inútil, imposible. El principio divisorio se caracteriza por plantear la necesidad de que los distintos poderes del Estado permanezcan separados y divididos, uno respecto de los otros. Este principio, unido a la existencia de los derechos fundamentales del individuo, se convierte en un axioma fundamental para impedir el abuso de

73

Hamilton en Elliot, “Debates on the Adoption of a Federal Constitution”, Lippincott, 1941, Vol. V, pág. 203. http://memory.loc.gov/cgi-bin/ampage

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cualquier poder del Estado y por tanto en la garantía de la libertad. La división de poderes se ha asociado habitualmente a los tres poderes fundamentales de Estado, pero se hace exigible allá donde exista un poder público, ya sea éste nacional, regional o municipal. La única forma eficaz de impedir los abusos del poder político es dividirlo en sus tres formas e instrumentar en sus respectivas competencias, la vigilancia y el control de los otros dos poderes restantes. No hay nada más sencillo de entender que el hecho de que el poder en manos del ser humano tiende indefectiblemente a expansionarse. Y también que para detener a un poder no hay otra forma que ponerle enfrente a otro de igual tamaño y potencia.

“pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se ve

inclinado a abusar de él; y así lo hace hasta que encuentra algún límite.

¿Quién lo diría? Hasta la virtud necesita límites. Para que no se pueda abusar

del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga

al poder.” 74

El modo de garantizar la independencia de cada poder consiste en no hacer

depender sus nombramientos de los otros poderes. La preponderancia de un poder

sobre otro radica en la capacidad para nombrar a sus cargos. Eso es lo hay que

evitar a todo precio en una democracia, para poder seguir llamándola por tal

nombre.

Hay quienes ponen en Aristóteles75 el primer antecedente del principio divisorio del

poder, pero lo cierto es que el estagirita no hizo sino aconsejar que se separasen

las funciones del poder, la legislativa, la ejecutiva y la judicial, en ningún momento

sugirió que éstas se controlasen recíprocamente.

Marsilio de Padua, que coincide con Aristóteles en su concepción de división de la

sociedad y por tanto también de sus labores76, abre la primera vía teórica para

instaurar una división de poderes con el objeto de controlar al gobierno, el príncipe,

por medio de la ley y de un órgano que lo interprete y así evitar la tiranía77. En

referencia a este asunto, la importancia de la aportación de Marsilio hay que

contextualizarla en el marco de la edad de las tinieblas y su concepción teológica

del poder terrenal. También se atribuye a John Locke78 el comienzo de esta teoría

que pronto abrazaría parte del liberalismo como una de sus máximas de su Estado

burgués. Pero Locke nunca abogó por la división de poderes. Su objetivo era

combatir el absolutismo monárquico y pensó que para dicha meta debía existir un

poder legislativo todopoderoso. Separó las funciones más nítidamente, quizás, que

74

Montesquieu, “Del espíritu de las leyes”, Alianza, 2003, Libro XI, cap. 4, pág. 205 75

Aristóteles, “Política”, Alianza, 1987 76

Marsilio de Padua, “El Defensor de la Paz (Defensor Pacis)”, Editorial Tecnos, 2009, pág. 74 77

Marsilio de Padua, “El Defensor de la Paz (Defensor Pacis)”, Editorial Tecnos, 2009, pág. 105 78

John Locke, “Ensayo sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen y fin del Gobierno Civil”, Porrua, 2008,

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Aristóteles y Marsilio, pero le dio preponderancia al poder legislativo, como creador

de leyes. De esta forma, ayudo a que se gestara el parlamentarismo y evitó la

división de poderes.

El primer gran teórico de la división de poderes que sentó el primer pilar sobre los

que se sostiene el edificio de la democracia moderna fue Montesquieu. El barón de

la Brede no aceptó, como hizo Locke, la preponderancia de un poder aunque su

legitimidad proviniese directamente del pueblo. Para él, no era una cuestión de

quién disponía de poderes ilimitados, sino de que no los tuviera nadie. Ésa y no

otra es la esencia de la teoría de la división de poderes. En el momento en que un

poder se impone sobre los otros, por ejemplo, a través del nombramiento y

deposición de sus miembros, el pueblo pierde su libertad porque ya no hay

garantías de que ésta pueda ser defendida por los otros poderes en caso de abuso

del poder preponderante. Montesquieu es llamado, con justicia, el padre de esta

teoría, aunque quien la observó, porque Montesquieu era un liberal, no un

demócrata, como una característica consustancial a la democracia fue Alexis de

Tocqueville. Este aristócrata que cruzó el Atlántico a los veinte años para realizar un

estudio sobre el sistema político y social americano, y que tituló La Democracia en

América, se dio cuenta de que los colonos que se habían rebelado contra la

monarquía y el parlamentarismo ingleses, instrumentalizaron en su segunda

constitución, por primera vez en la historia, un sistema de checks & balances, que

contenía el principio divisorio. Madison y Hamilton79 habían convertido la teoría de

Montesquieu en práctica política al dividir los tres poderes, el legislativo, el ejecutivo

y el judicial, en órganos independientes que encontraban por separado su

legitimación en el consentimiento popular a través de elecciones diferentes para el

caso de los dos primeros, y en la designación vitalicia de los miembros de la más

alta instancia del poder judicial, el Tribunal Supremo, encargado de interpretar la

constitucionalidad de las leyes. La aportación de los padres fundadores de la nación

americana a la separación de poderes y a la democracia adquirió un carácter épico.

La grandeza de espíritu con que acometieron la tarea de redactar la constitución de

su país, limitando el poder de las instituciones que ya habitaban, forma parte de la

historia de las hazañas y heroicidades humanas. Paradójicamente, partiendo de un

pesimismo antropológico grave, lograron iluminar el tenebroso páramo humano del

poder, aportando un poco de confianza en la condición humana. Confianza que,

haciendo honor a sus presupuestos, no debe jamás estar falta de cauciones. No ocurrió así en la otra gran revolución del siglo XVIII. El proyecto nonato de constitución80 girondina redactado principalmente por Condorcet quizá fue el único intento serio de implantar el principio de la división de poderes en Francia, aún con la propuesta de un gobierno colegiado, salido directamente de las urnas. La preponderancia que los revolucionarios franceses otorgaron al poder legislativo, por

79

Hamilton, Madison y Jay, “El Federalista”, Fondo de Cultura Económica, 2006, carta nº 10, págs. 36-41 80

Proyecto de Constitución presentado a la Convención Nacional el 15 y 16 de febrero de 1793, el segundo año de la República. http://mjp.univ-perp.fr/france/co1793pr.htm

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representar la voluntad nacional, hizo añicos esta caución e implantó el parlamentarismo. Después de la horripilante historia de la revolución francesa, todo homenaje al principio divisorio quedó resumido en el reconocimiento que hace el punto 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano81, evidenciando la diferencia abismal que le separaba de la revolución democrática de los Estados Unidos de Norteamérica.

Por último, conviene hacer un último matiz. Muchas personas, al oír la expresión

división de poderes, amueblan su imaginación con la idea de un Poder judicial

independiente, olvidando la necesidad de que los poderes ejecutivo y legislativo

también lo sean, no dependiendo uno del otro. Resulta tan pernicioso para un

sistema democrático que el Poder que se encarga de juzgar los posibles delitos

políticos dependa de quienes los cometen, como que aquellos encargados de hacer

las leyes controlen a quien las ejecuta. O viceversa, como ocurre actualmente.

-------------------------------------

“Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma

persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que

el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir

tiránicamente” 82 Montesquieu

Los sistemas parlamentarios no son democráticos. En primer lugar, porque la

libertad de los ciudadanos no queda garantizada cuando un poder es supremo, es

decir, cuando se encuentra incontrolado. Es el caso del Legislativo en un sistema

parlamentario clásico o del Ejecutivo en una partidocracia. Éste último tenderá

siempre a extenderse y si encuentra a un fiel siervo en la figura Parlamento para

dotar de legitimidad a sus invasiones de la esfera privada individual, la tiranía

puede estar servida. La naturaleza de la libertad del poder ejecutivo debe operar a

la inversa que la libertad individual. Ésta última encuentra sus límites en lo que la

ley prescribe. El primero sólo puede hacer lo que la ley le permite. Luego es obvio

que si una sociedad no quiere sufrir la tiranía del poder ejecutivo, tendrá que ser

otro poder independiente el que haga la ley, es decir, es que limite su libertad de

actuación. No comprendo bien cómo una cuestión tan elemental cuesta tanto de

entender.

81

“Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.” Art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789)

82 Montesquieu, “Del espíritu de las leyes”, Alianza, 2003, Libro XI, cap. 4, pág. 205

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Segundo, porque en el parlamentarismo anida la peor corrupción, la que en

ocasiones tan ligeramente se trasluce, a menos que uno se adentre en los

entresijos del poder. La connivencia de la clase política con el poder financiero, en

virtud de la cual legisla de acuerdo a sus intereses, a cambio de favores

económicos que revierten en las cajas b de los partidos, en los bolsillos presentes

de sus dirigentes o en los futuros nombramientos en los consejos de

administración, es mucho más fácil de que se produzca cuando el poder legislativo

y el ejecutivo son una misma cosa y el Parlamento obedece al Gobierno que pacta

leyes contra el ciudadano que cuando uno se encuentra exactamente enfrente del

otro y, además, para el caso de un Parlamento formado por diputados de distrito

uninominal que represente verdaderamente al ciudadano, éste se debe a sus

votantes.

Para que esta dependencia de un poder respecto del otro desaparezca, el

presidente del poder ejecutivo ha de ser elegido directamente por el pueblo, y no

por el Parlamento. Ambos poderes deben tener la capacidad de disolver al otro, en

caso de necesidad, a condición de disolverse también a sí mismos. Esta teoría,

recogida de García-Trevijano, pone verdaderamente enfrente a los dos poderes,

estipulando las cauciones necesarias para que en caso de abuso por parte de uno

de ellos, exista la posibilidad de reacción del otro para preservar la libertad de

todos.

“este mecanismo institucional no puede ser otro que el de conceder al

poder ejecutivo y al poder legislativo la recíproca facultad de dimitir para

hacer dimitir al otro, con suspensión simultánea de ambos, a fin de que el

pueblo, convocado automáticamente a las urnas, provea a su seguridad y a

la preservación de la libertad” 83

Además, la fuente más auténtica de legitimidad en un sistema representativo es la

que se produce por el consentimiento expreso de los ciudadanos, y se logra a

través de la elección directa en una única circunscripción nacional, sin

intermediarios entre el pueblo y el elegido. El poder ejecutivo es el titular del

monopolio de la violencia legal y la obediencia a su autoridad requiere de una

legitimidad que esté fuera de toda duda.

Así de claro lo tenían los redactores de la Declaración de Independencia de los

Estados Unidos de América, cuyo comienzo era el siguiente:

“Consideramos verdades evidentes que todos los hombres han sido creados iguales, que están dotados por el creador de determinados derechos inalienables y que entre éstos están el derecho a la vida, la libertad y a la búsqueda de la felicidad; que para asegurar esos derechos, se instituyen

83

Antonio García-Trevijano, “Frente a la gran mentira”, Espasa Hoy, 1996, pág. 281.

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gobiernos entre los hombres, derivando sus poderes del consentimiento de los gobernados”.

Y también Manin

“los individuos sólo están obligados por lo que han consentido”84.

Y si la necesidad de consentimiento directo y expreso no es suficiente argumento

para dividir el poder ejecutivo del legislativo, existe otra gran razón de peso para

entenderla imprescindible, cual es, la naturaleza de sus actos. Al legislativo, el

pueblo le otorga poderes para la representación de sus intereses. Al ejecutivo, el

pueblo le presta su confianza para que mande. En palabras de García-Trevijano, la

relación de dominio es muy distinta:

“En elecciones legislativas, el diputante es señor del diputado. En elecciones ejecutivas, el mandatario es señor del mandante. No siendo de la misma esencia, están naturalmente separados”85

Como argumento frente a las críticas que señalan el peligro que acarrea la hipotética concentración de poder que acumula el titular del ejecutivo en un sistema presidencialista hay que salir al paso argumentando, primero, que en todo caso se trata de un poder que se encuentra bajo el control de los otros dos poderes, y, segundo, que dada su condición de haber sido elegido directamente por el pueblo, el grado de representatividad y responsabilidad que concentra es muy superior a los sistemas parlamentarios, en cuyos sistemas la división de poderes sólo se articula para el poder judicial, quedando el poder ejecutivo dependiente del legislativo y por lo tanto, teóricamente a su merced. La evolución de los partidos de cuadros a partidos de masas y el sufragio universal han creado en los parlamentarismos la curiosa paradoja de que en último término, sea el poder legislativo el que esté cautivo del poder ejecutivo. La partidocracia tiene estos perversos efectos, como veremos en el próximo capítulo.

d) LA APORTACIÓN POSMODERNA: PARTICIPACIÓN Y DELIBERACIÓN

1) Vuelta al ideal clásico por medio del republicanismo

2) La participación

84

Bernard Manin “Los principios del gobierno representativo”, 1998, Alianza Editorial, pág. 108. 85

Antonio García-Trevijano, “Frente a la gran mentira”, Espasa Calpe, 1996, Pág. 40

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3) La deliberación

4) Fórmula posmoderna: Democracia = Consentimiento + Participación + Deliberación

1) Vuelta al ideal clásico por medio del republicanismo

Hasta aquí he intentado ofrecer la visión de lo ha sido el precioso legado transmitido por el mundo moderno, la democracia representativa, dejando claro que los principios en los que se basa son innegociables para mantener viva la llama democrática. Sin representación, la sociedad civil no puede acceder al Estado. Sin control, no hay representación. Y sin división de poderes, la libertad política desaparece. Esta solución nos la dieron los padres fundadores de los Estados Unidos, hace más de dos siglos. Nada ha cambiado desde entonces. En Europa, todavía no se han llegado a implementar estos principios, luego el camino a recorrer es aún largo. Y seguirá siendo arduo, pues a la ficción del parlamentarismo se uniría después la impostura de la partidocracia, no dejando a la libertad política ningún margen de maniobra para germinar. Pero nosotros, los posmodernos, hemos de continuar en nuestro avance. Y debemos hacerlo echando una mirada hacia detrás para recuperar algunos de los ideales que la democracia representativa se ha ido dejado a lo largo del camino. Eso implica comprender que el modelo de democracia representativa que tenemos, incluso el que consideramos un paradigma todavía a conseguir en Europa, debe adaptarse. Comentaba antes que el hecho de disponer de una democracia representativa evolucionada respecto a épocas anteriores, en las que ni siquiera se había conquistado el sufragio universal o los derechos de tercera y cuarta generación, no es suficiente. Muchos ciudadanos, hoy, compartimos el sentimiento de que podemos contribuir más, influir más, participar más, en cuestiones que nos afectan hasta el punto de condicionar nuestras vidas. ¿Alguien duda todavía de que las medidas de política económica tomadas en España durante los últimos diez años no inciden en nuestras vidas? ¿Alguien duda de que la reforma de las pensiones, independientemente de que sea necesaria o no, no condicionará nuestra economía futura? ¿Y el desarrollo del título VIII de la Constitución española ¿No nos está afectando? Son simples ejemplos de decisiones públicas cuyos efectos se están viendo y sufriendo por una sociedad, la española, que a mi juicio cree, dándole la razón a Schumpeter, que la política es para los políticos y que no influye en el desarrollo de las vidas ciudadanas normales. La pandemia de falta de representación ha de curarse con una mejor aplicación de la misma y con mayor participación. Lo de mejor aplicación, no cabe duda de que debe ser así. En España, sobra lo de mejor, pues eso implica entender que ahora hay representación. Y ésta brilla por su ausencia. En cuanto a una mayor participación, no debemos entenderla como un deber sino como un derecho latente

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que pueda manifestarse cuando la sociedad lo crea oportuno. Creo importante insistir en que los derechos participativos no deben comprenderse nunca como una obligación -si se trata de un derecho, no puede ser al mismo tiempo un deber- ni tampoco como un sistema de implementación continua, ya que las implicaciones de un sistema de democracia directa continua en una sociedad caracterizada por la especialización del trabajo no pueden llevarnos a buen término. Dicho perfeccionamiento de la representación hay que desarrollarlo mirando hacia atrás para mirar adelante. Fijando raíces que nos anclen en nuestras mejores tradiciones y colocando antenas para acceder desde el presente al futuro que nos determinará. Raíces que nos permitan rescatar el ideal participativo que nos legó el republicanismo y que puede asumir perfectamente la democracia liberal para aplicarlo a los derechos ciudadanos. En el humanismo republicano se encuentra una idea de la libertad que, siendo defensora de los derechos individuales, no obstante concita el paradigma de la participación y de la virtud cívica. Porque además de ser un derecho subjetivo, participación democrática en el bien común tiene la virtualidad de garantizar el nivel de libertad privada que necesita el individuo para buscar sus propios objetivos particulares. Una aportación fundamental del republicanismo renacentista consistía en entender que la libertad de una comunidad estaba basada en el hecho de que la única autoridad a la que debía rendir cuentas era a la propia sociedad. Así creo que debemos entender la representación. Como un acto de confianza (consentimiento) que el pueblo otorga pero que también puede quitar y como una facultad participativa en el sentido de poder sustituir al representado tanto por otro representante como por sí mismo. El mandato imperativo, la revocatoria y todas las herramientas participativas refuerzan este planteamiento con la energía renovada de sus formas tecnológicas. También, desde luego, colocando antenas dirigidas hacia la vanguardia, porque las nuevas tecnologías nos brindan su apoyo para posibilitar este ideal. Lo veremos en el capítulo más adelante.

2) La participación

Debo hacer una aclaración de importancia. El participacionismo que desde aquí reclamamos no se puede identificar con aquel que surgió en la década de los 70, recogido en lo que se llamó el manifiesto de Port Huron, en el seno de una izquierda que, utilizando por vez primera la denominación “democracia participativa”, y distinguiendo esta clase de sociedad emergente de la sociedad del consentimiento burguesa, confió en la teoría de la soberanía popular y la voluntad general de Rousseau, y pretendió implementarla sustituyendo la representación. Este movimiento heterogéneo formado por grupos que compartían un sentimiento que se originó como consecuencia de las convulsiones políticas sufridas en las democracias de Occidente, mantuvo un espíritu sesentayochista de alienación

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ciudadana respecto de la clase política que originó movimientos que se dividieron entre la anarquía libertaria y el participacionismo86, advirtiendo en todo caso sobre los riesgos de la elitización de la política. La sección participacionista reivindicaba que la gente tuviera un papel determinante en la decisión de aquellos asuntos que les incumbían diariamente. La democracia debía ser un proceso de toma de decisiones que implicaba al ciudadano en relación a la política y no sólo a un grupo de seleccionados que elegirían cuestiones públicas por otros. Su impacto afectó a muchos ámbitos de la política y de los derechos civiles. En los años setenta, este germen se había desarrollado con energía y, superado el neoconservadurismo de los ochenta, el movimiento participativo fue rescatado por los nuevos movimientos civiles comprometidos con las reformas sociales y ecológicas. El debate que una parte de la nueva izquierda quiere poner sobre la mesa trata sobre la naturaleza del poder y la sociedad en sí misma, aunque por el momento está más centrada en evidenciar las deficiencias del sistema político representativo liberal que en implementar una verdadera teoría sobre cómo se deben configurar las instituciones en un nuevo modelo de democracia. Con perspectivas neomarxistas cercanas a los posicionamientos de Poulantzas y a la teoría de la “crisis de legitimidad” de Habermas y Off87, los participacionistas se posicionaron en contra de toda teoría que no viera en la participación la alternativa radical al déficit democrático de los sistemas actuales y a quienes pretendían obstaculizar la participación masiva del ciudadano. También surgió como respuesta al movimiento elitista “revisionista” cuyos postulados más importantes pueden encontrase en Mosca o Schumpeter y su “teoría competitiva”, formando parte de un movimiento que se identifica como “anti elitista”. En buena medida este participacionismo es la expresión de una frustración. Su criterio general es que el sistema representativo que critica perpetúa las desigualdades sociales y por lo tanto es en esencia conservador. Para erradicar esta esencia reaccionaria, el proceso de participación y control democráticos deben ser comprendidos dentro de un espíritu de cambio social radical a través del cual se podrán superar las deficiencias que ha originado la representación burguesa, separándose por tanto del concepto de democracia representativa que hemos analizado. La teoría de la democracia participativa pretendía asegurar que todos los votantes pudiesen participar activamente en asambleas de los distintos espacios locales, regionales y nacionales, traspasando incluso el ámbito de la política tal y como los modernos la hemos entendido hasta ahora y abarcando la democratización de instituciones como la empresa, la escuela, la universidad, las fuerzas armadas, etc. Para autores tan representativos como Roussopoulos, Benello, MacPherson o incluso Adela Cortina, la democracia participativa es un proceso a través del cual el ciudadano, propone, discute, decide, planifica y ejecuta, sin solución de continuidad, las decisiones que le afectan en su vida. El alma virtuosa que inspira la democracia participativa es la teoría de la soberanía popular y la voluntad general de Rousseau, concepto absoluto que no confía en la división de poderes como un axioma ineludible de la democracia, al entender que la

86

C. B. MacPherson , “La democracia liberal y su época”, Alianza Editorial, 2003, pág 139 87

Aunque a estos autores se les ubica ideológicamente en la izquierda, son muchas las críticas que reciben de este lado también, pues sus planteamientos parten de bases preliberales, como la democracia clásica

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participación y el control deben pertenecer a un solo ente, el pueblo soberano. La inmensa mayoría de sus múltiples interpretaciones mantienen esta idea común: el pueblo es soberano y la representación burguesa su enemigo a batir, y aunque casi todos los autores finalmente acaban reconociendo la dificultad de implementación que su la teoría defiende, siguen proponiendo la democracia directa continua, como sustituto de la representación, en la base de la sociedad y en aquellos ámbitos de la vida y centros de la sociedad donde se toman decisiones. No puedo encontrarme más alejado de este planteamiento participativo. La importancia que para la democracia actual y su mantenimiento tiene el modelo representativo es tal, que resulta prácticamente imposible pensar en su sustitución. Aunque se crease tanto para defenderse del absolutismo del Antiguo Régimen como de la democracia antigua, los elementos característicos que lo definen son tan consustanciales al ideal democrático que su eliminación haría inviable cualquier otro proyecto político con pretensiones democráticas. En primer lugar, por una cuestión de carácter cuantitativo. La imposibilidad de desarrollar la democracia directa en sociedades postindustriales concentradas en naciones con millones de habitantes sitúa a la democracia representativa como la única forma de implementar la libertad política. Desde la Ilustración, hemos podido observar cómo toda una serie de intelectuales han entendido que los miembros de una nación son demasiado numerosos para ejercer ellos mismos su voluntad de forma directa, debiendo confiar dicha labor, por cuestiones de operatividad a algunos entre ellos. En segundo lugar, por una razón de índole cualitativa. La división del trabajo que estableció Adam Smith para la sociedad y que Sieyes concretó en el ámbito de la política me parece vital para el desarrollo humano del siglo XXI. Desde la antigüedad clásica hasta la Ilustración incontables estudiosos de la política han mantenido que el gobierno de los asuntos públicos de una sociedad debía ser materia reservada a quienes estuvieran en disposición de llevarla a cabo, para bien de la propia sociedad. Platón, Aristóteles, Marsilio de Padua, Sieyes y Constant, estos últimos basados en la teoría de la división del trabajo de Adam Smith, entre otros muchos, mantuvieron firmemente este principio. Expongamos los puntos de vista de algunos de estos autores para comprobar la importancia que concedían al hecho de ser gobernados por personas dedicadas y competentes. Para Madison, el objetivo de la representación era

“refinar y ampliar las visiones públicas pasándolas por un medio, un órgano elegido de ciudadanos, cuya sabiduría puede discernir mejor los verdaderos intereses de su país y cuyo patriotismo y amor a la justicia hará menos probable sacrificarlos por consideraciones temporales o parciales”88.

Para Sieyes, en el sistema de mandato representativo, los ciudadanos otorgan su confianza a algunos conciudadanos, designando representantes más capaces que ellos para interpretar el interés general. La otra forma de hacer las leyes, que

88

Madison, “El Federalista”, Fondo de cultura económica, 2006, nº 10

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Sieyes comenta es la directa, es decir, la implicación personal de los ciudadanos en la legislación.

“el concurso inmediato de los ciudadanos caracteriza a la verdadera democracia. El concurso mediato designa al gobierno representativo. La diferencia entre estos dos sistemas es enorme..” "Toda influencia, todo poder les corresponde sobre la persona de sus mandatarios, pero eso es todo. Si dictasen voluntades, el Estado ya no sería representativo, sino democrático"89

Sieyes cree que la masa es inoperativa e ignorante y necesita de representantes dedicados, por lo que siguiendo a Montesquieu y a Adam Smith el abate manifestará que

"la gran pluralidad de nuestros ciudadanos no tiene bastante instrucción ni bastantes momentos de ocio para querer ocuparse directamente de las leyes que han de gobernar Francia; su parecer es, pues, el de nombrarse representantes. Y puesto que es el parecer del mayor número, los hombres esclarecidos, así como los demás, deben someterse a él"

Stuart Mill observa que

“…desde un principio hemos afirmado, y nunca perdido de vista, la igual importancia de las dos grandes condiciones de gobierno: 1º La responsabilidad para con aquellos en cuyo provecho el gobierno debe funcionar y se propone funcionar. 2º El ejercicio de esta función, para que sea debidamente cumplida por espíritus superiores a quienes largas y profundas meditaciones y una disciplina práctica hayan preparado a esa tarea especial.”90

Para Edmund Burke, descubrir la "razón general de todo" es algo que sólo corresponde a la aristocracia, entendiendo nosotros por ésta, a aquellos que estén preparados para dicha tarea. Lo fundamental de esta cuestión no es el carácter marcadamente elitista de todos estos pensadores, sino la transcendencia que tuvo para la democracia actual. Por supuesto que eso no debe implicar la profesionalización de la política. Estoy radicalmente en contra de que se cree una casta endogámica que viva de la representación indefinidamente, pues acaba constituyéndose un nuevo grupo social y de poder que sólo se representa a sí mismo como espero demostrar más adelante. Decía Madame de Staël que “No hay más democracia que sobre la plaza pública de Atenas” 91. Pero las sociedades han cambiado mucho desde la Atenas de Pericles y el ciudadano ha necesitado especializarse para que la sociedad avance en la buena dirección. Saber y hacer de todo es hoy tan imposible como inviable. Eso

89

Carré de Malberg, “Teoría General del Estado”, Fondo de Cultura Económica, 2001, pág 963 90

John Stuart Mill ,“Del gobierno representativo” ,Tecnos, 1985, pág. 140 91

Antonio García-Trevijano, “Frente a la gran mentira”, Espasa Hoy, 1996, pág. 114

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significa que la función de la toma de decisiones políticas, tanto en el ámbito nacional como local debe estar en principio delegada a ciertas personas que desempeñan, por un tiempo limitado, el papel de representantes del pueblo. Su dedicación exclusiva hace, insisto, en principio, que éstos dispongan de más y mejor información para tomar las decisiones que afectan a sus representados. Aunque fueran decisiones que ya avanzaron en su programa y compromiso electoral, éstas precisan de conocimientos prácticos para acabar encajando con la realidad social a la que se han someter o a la que han de someter y eso en principio implica la necesidad de conocer el terreno político y social. Que la política esté hoy preñada de personas mediocres, analfabetos funcionales y perezosos mentales no es más que un fallo de los elementos de la representación, la representatividad y el control, no una deficiencia consustancial al sistema representativo. La complejidad que ha alcanzado la actividad pública no aconseja la democracia directa, si bien veremos atractivas excepciones en este mismo punto, por ejemplo cuando la sociedad decide actuar por sí misma, puntual y organizadamente y de acuerdo a normas prefijadas, dejando a un lado la representación. La apuesta por el mandato imperativo nos servirá para proponer eficaces herramientas de democracia participativa online, pero entendidas siempre como complemento al modelo representativo cuya necesidad de ser no deja lugar a dudas. En tercer lugar, porque ya hemos visto que la soberanía no puede residir en ningún poder del Estado y tampoco en el pueblo. Sin división de poderes y por lo tanto sin control, es materialmente imposible que se respeten las libertades, base de todo sistema democrático. Y cuarto, porque este modelo participativo no tiene como objetivo fundacional la libertad política del ciudadano, sino la búsqueda de la igualdad sustantiva. Esta diferencia es la de mayor calado. La nueva izquierda participacionista busca la igualdad material a través de la participación directa de los ciudadanos y trabajadores en la política y en los centros de trabajo, confiando en que la disolución de las jerarquías sociales hará su papel de niveladora de las rentas. Debido a estas cuatro razones teóricas la libertad participativa no ha encontrado su cauce natural como complemento de la representación, entendida como el consentimiento que presta el ciudadano a sus representantes para que realicen su función. A mi modo de ver, esta libertad no debe desplegarse, en su uso, de manera continuada en constantes consultas y referéndums como propone la izquierda anti burguesa sino sólo en las ocasiones en las que la ciudadanía lo considere verdaderamente necesario y oportuno. Esta evolución implica un sistema posmoderno de representación, que basado en el humanismo republicano y en la isegoría clásica, ejercite en óptimas dosis la participación ciudadana, sólo cuando ésta se considere conveniente. Ésa es la virtualidad del sistema que propongo. La libertad política es una libertad colectiva. El ciudadano no es libre políticamente si sus conciudadanos no lo son. La libertad de acción opera en una doble dirección, representar y ser representado, mandar y ser mandado, elegir y ser elegido. Para que unos manden y representen en democracia, otros han tenido que consentirlo

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en libertad. Para que unos participen democráticamente, todos han tenido que disfrutar de la libertad de participación. Y para que unos resulten elegidos democráticamente, todos han tenido que disponer del derecho a ser elegidos. Luego es evidente que para que yo sea libre políticamente en España, necesito que los españoles sean políticamente tan libres como yo. Sin embargo, aunque la libertad política es una libertad colectiva, ésta tiene su base, necesariamente, en la libertad política individual. La democracia se hace inconcebible sin este principio de la metodología atomista que toma al individuo como el punto de partida moral, social y políticamente, de tal forma que aunque el pueblo en su totalidad colectiva sea el depositario de la libertad política, éste no puede dejar de ser interpretado en clave aritmética, es decir, como la agregación de voluntades individuales que, tanto por constituir un fin en sí mismo como por el principio de autonomía personal de Dahl92, que basa la individualidad decisional en el hecho de estar calificada mejor que nadie para saber si las políticas promueven sus intereses, le otorgan carta de naturaleza a su libertad colectiva. Hasta ahora buena parte del participacionismo había tenido tintes colectivistas basados en el concepto de la voluntad general con el que pretendían eliminar los criterios atomistas individuales de los que debe partir toda teoría política humanista. A través de este sofisma, se producía la fantástica paradoja de que en virtud de la voluntad general se podían sacrificar todas las voluntades individuales ciudadanas. Contra esta interpretación del participacionismo nos encontramos los demócratas porque entendemos que por encima de cualquier vicisitud de carácter colectivo, se encuentra el principio de autonomía personal del individuo para desarrollar su libertad política, expresando cumplidamente su voluntad e incorporándola en un proceso colectivo de participación directa e indirecta en la toma de decisiones políticas. Digo indirecta, al referirme a la representación, pero digo también directa, pues el individuo como átomo de la libertad de acción política colectiva, no puede permanecer ajeno a una reinterpretación de la voluntad popular, no como expresión de la soberanía nacional sino como una manifestación espontánea de la libertad de acción de la ciudadanía. La democracia no sólo consiste en el consentimiento y en la libertad de elección como proclama la democracia representativa liberal. La sociedad política debe organizarse de tal modo que los individuos puedan canalizar su libertad de acción cuando una mayoría así lo considere. ¿De qué clase de libertad estaríamos hablando si no podemos administrarla aún cuando mayoritariamente queramos? En realidad es lo que nos ocurre. Y seguimos llamando democracia a algo que se encuentra muy alejado de ella. No hace falta basarse en los derechos naturales para defender el principio participativo. El derecho a la participación política del pueblo no es un derecho natural, ni debe actuar como tal. Su base está en la libertad de acción colectiva. Es el “government of the people, by the people, for the people” de Lincoln93, que 92

Robert Dahl, “La democracia y sus críticos”, Paidós, 1989, pág. 120 93

Abraham Lincoln, “That this nation under God shall have a new birth of freedom, and that government of the people, by the people, for the people shall not perish from the earth.” Gettysburg Address, 19 de noviembre de 1863

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permite la síntesis entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos94 para producir y generar una nueva libertad, la posmoderna, que recoja lo mejor de cada una, es decir, el átomo individual de la libertad política sobre el que estructurar la representación y el principio participativo espontáneo que opere en defecto de la anterior. Es sencillo de entender. Tal y como adelantaron los niveladores ingleses (Levellers) en su “Agreement of the People” 95 de 1647, la libertad política consiste en el

consentimiento mediante la participación. Hemos visto que la representación basa su legitimidad en el consentimiento de la sociedad. Esto implica, lógicamente, que es la participación política la que otorga y quita el consentimiento, o lo que es lo mismo, la representación. Ésta opera de manera habitual hasta que, por la razón política que sea, la sociedad deja de consentir. Entonces la representación deja de existir y surge de su estado de latencia voluntaria el principio participativo que devuelve a la sociedad la acción política hasta entonces delegada en los representantes, que la administrará como considere oportuno, ya sea convocando nuevas elecciones, ya sea revocando cargos, ya sea anulando leyes vigentes o promoviendo una nueva legislación. La teoría de la activación espontánea del principio participativo de la sociedad justifica el cese de la representación en la medida en que ésta se fundamenta en el consentimiento. Volvamos por un instante al concepto de representación. El término representar, tal y como ha llegado hasta nosotros, tiene su origen en la palabra del latín “re-praesentare”, cuyo significado es hacer presente algo que existe, ya sea en la realidad o en la imaginación. La idea de la representación surgió cuando alguien necesitó estar presente y ante la imposibilidad de hacerlo, recurrió a otro para que lo hiciera en su propio nombre. Luego nada ni nadie es representable si no es previamente presentable. Ergo, nuestros diputados nos re-presentan porque nosotros podemos presentarnos, de lo contrario no podrían re-presentarnos. El principio representativo tiene su legitimidad, como hemos analizado, en el consentimiento, que obviamente sólo depende de quien lo presta. Si quien presta consentimiento, deja de hacerlo, la representación se extingue automáticamente. Antonio García-Trevijano adorna magistralmente la frase rousseauniana de que “donde se encuentra el representado no hay representante”, diciendo que “cuando el ausente se hace presente, cesa la representación.” Así,

“La participación no opera ya en el mundo de la representación, sino en el de la voluntad; no en el de la autoridad, sino en el de la libertad de acción. La participación política del pueblo se hace necesaria cuando la voluntad de hacer ha sido sacrificada a la voluntad de poder; cuando la representación política se agota en sí misma en la impotencia y la corrupción. Es decir, en los momentos de crisis de la libertad política y en los momentos dirimentes del conflicto entre representaciones. Aquel axioma de Rousseau, por el que la representación se disuelve en presencia del representado, invoca a la máxima quod omnes para que la igualdad en el derecho a tutelar la libertad

94

Benjamin Constant, “Adress to the Athenee Royal in 1819”. 95

Levellers , “The Agreement of the People. “, 1647, http://www.constitution.org/eng/conpur081.htm

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política en peligro actualice la igualdad de participación en la libertad de acción contra el poder de la representación abusiva o amenazante”96

Mi discrepancia con esta visión es que, a mi juicio, la libertad de acción espontanea que permite la activación del principio participativo no debe circunscribirse a históricos momentos de crisis de legitimidad democrática provocada por una hipotética y grave impostura de quienes ostentan por consentimiento el beneficio y el honor de la representación popular. ¿Por qué no extender el momento participativo a algo más que situaciones de crisis? ¿Acaso la voluntad de hacer no se sacrifica a la voluntad de poder cuando los representantes hacen caso omiso a las demandas del ciudadano? ¿Por qué no entender que una situación precisa del principio participativo cuando el representante delegado hace dejación de sus funciones legislativas o ejecutivas? Por otra parte, entiendo que el principio participativo no es sólo una caución típica de la democracia contra los posibles desmanes de sus representantes, ejercida a través de la amenaza de su destitución. No consiste sólo en un mandato imperativo con revocatoria, que por supuesto es imprescindible para dotar de responsabilidad al concepto de representación por medio del control a priori, durante y a posteriori del momento electoral. Consiste también en una libertad que el ciudadano ha de poder desarrollar y articular cuando lo estime oportuno, sabiendo que si desea ocupar coyunturalmente la posición de sus representantes, puede hacerlo. Significa que todo ciudadano tiene igualdad de oportunidades para llevar al orden del día de las decisiones colectivas los problemas que para él son importantes. Implica que cada uno tenga igualdad de oportunidades para ver atendidos sus puntos de vista en los resultados de las decisiones colectivas. De esta forma, el principio participativo puede mejorar las carencias de la representación tal y como está concebida en las democracias existentes. La participación puntual del ciudadano en los asuntos que le conciernen directamente, si verdaderamente lo desea, debería ser uno de los derechos políticos mejor recogidos en los ordenamientos constitucionales. La representación del pueblo a través de delegados no debe significar más que una delegación de poder. El pueblo, como otorgante del poder delegado, no sólo debería estar capacitado para revocar la representación, sino que mientras lo mantiene vigente, si lo desea, ha poder disponer de capacidad legislativa, independientemente de sus representantes, aunque sólo fuera como caución frente a una posible escasa receptividad de los delegados a los problemas y demandas sociales. Esto requiere, por lo tanto, que la libertad participativa fluya en el corpus político con tanto caudal como la sociedad considere. La caución del pueblo de sustituir o suplantar a una posible clase política ensimismada sirve así de medicina preventiva y de remedio curativo al mismo tiempo. Allí se concibe la peculiaridad de la democracia como garantía de la libertad política. Así llegamos a la conclusión deseada. Si los representantes son plenamente conscientes de que dependen del ciudadano, es lógico que, preocupándose por ellos mismos, trabajen para él. De lo contrario, esperar que sus acciones tengan

96

Antonio García-Trevijano, “Frente a la gran mentira”, Espasa Calpe, 1996, Pág. 296

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como destinatario final el bienestar social es tan ingenuo como esperar que un empleado obedezca al cliente en vez de al jefe de quien proviene su sueldo. Porque

“no hay garantía más segura de la libertad civil que el ejercicio de la participación en el poder político.”97

Insisto una vez más, no estoy invocando ni a la soberanía popular ni al la máxima justiniana del “quod omnes tangit ab omnibus approbetur” 98, como hizo el participacionismo de los años setenta, me estoy refiriendo al desarrollo natural de la libertad política a través de la participación ciudadana puntual. Lo que no resulta lógico es que las sociedades anónimas dispongan de mecanismos directos para destituir a sus directivos del poder en cuestión de días e incluso de horas y la democracia precise de hasta cuatro años, en el caso español, para enmendar un error y destituir a un representante o gobernante. No hay correlación ni tiene sentido ninguno. Que el gobierno de una empresa es algo distinto del gobierno de un Estado es algo obvio, pero lo es en la medida en que un sistema, el público, se rige por normas democráticas y otro, el capitalista, en principio no, pues en éstas el capital es el único representado y las decisiones se toman de acuerdo al principio de mayoría del capital, no de las personas. Si hacemos esta importante abstracción, hay más medias de control para el capital en una sociedad anónima que para el ciudadano en una democracia representativa. Hablamos de revocar un cargo, pero esto se hace extensible a la aprobación de una ley o a la toma de una decisión de importancia. En una sociedad anónima, bastaría que se reuniese la Junta general de accionistas y que quienes representasen una mayoría determinada decidiesen comprar una empresa, fusionarse con otra, liquidar la sociedad o cualquier otra cuestión, para que dicha acción surtiera efecto en cuestión de horas. La mayoría del capital, una vez mostrada su posición, manda. Y sin embargo el ciudadano, no. ¿Es esto normal? Desde luego que no. A los políticos, que son nuestros empleados, casi siempre los menos probos, debemos poder mandarles en cualquier momento, siempre que nuestras demandas acumulen mayorías suficientes. Dos últimas cuestiones. En este “¡Quita, que me pongo yo!”, la sociedad no puede salir perdiendo. El conocido temor de los primeros liberales y los padres fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica a la democracia directa, llamada como se ha visto simplemente democracia, estaban relativamente fundados. En la polis con mucha frecuencia, además del caos, reinó la demagogia y las políticas a largo plazo cedieron terreno a favor del cortoplacismo promovido por el oportunismo político. Hoy en día, el problema cuantitativo de convocar en el monte Phynx a toda la ekklesía ya no resultaría tarea imposible, gracias al avance de las nuevas tecnologías, en general, y de la sociedad de la información en particular, lo analizaremos en capítulos posteriores. Sin embargo, el caos derivado de un proceso plebiscitario sin solución de continuidad podría ser tan insoportable como el sistema

97

Adela Cortina, “Ética aplicada y democracia radical”, Tecnos 1993, pág. 76 98

“Lo que afecta a todos ha de ser aprobado por todos”, Del código de Justiniano, aunque el espíritu original no era político.

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oligárquico de partidos al que los españoles estamos sometidos. Las posibilidades de libertad de acción que dieran paso al principio participativo, aunque lejos de las restricciones que García-Trevijano propone para el momento participativo, deben ubicarse bajo condiciones cuantitativas que hagan de este principio una contribución cualitativa a la democracia representativa. Benjamin Barber resume muy bien esta idea al entender que la acción participativa supone

“Not government by all of the people all of the time over all public matters, but by all of the people, some of the time, over some public matters” 99

La sociedad debe disponer de la facultad de sobreponerse a la actuación de sus representantes en cuestiones concretas que acumulen un determinado número de voluntades en forma de mayorías muy sólidas, cuya instancia debe incoarse a petición de un número sustancialmente menor de ciudadanos pero sin llegar a lo minúsculo, pues se caería en el error de hipertrofiar la democracia y sufrir sus consecuencias. El manejo automático de peticiones y aprobaciones es algo realmente sencillo de organizar si realmente existe voluntad para ello. La sociedad del conocimiento nos brinda en bandeja esta posibilidad sin coste significativo, como veremos más adelante. Es evidente que no concibo la idea de la profesionalización de la política. Ésta se circunscribe a un contexto que no resulta similar a otros ámbitos profesionales. En la mayoría de las áreas en las que se desarrollan las carreras profesionales existen valores objetivos que nadie pone en duda. En la medicina, la salud humana; en la arquitectura, la seguridad estructural de los edificios. A la consecución de esos fines, la salud y la seguridad, hay profesionales que dedican su vida y el conjunto de la sociedad considera imprescindible que sus conocimientos estén acreditados. En la política no sirve el bienestar social como valor objetivo porque encontraríamos infinidad de definiciones diferentes. Lo que interesa a unos puede no hacerlo a otros. Los valores de la libertad, igualdad y justicia, al estar interrelacionados, son subjetivos porque los ciudadanos ostentan distintas preferencias y tienen diferentes prioridades sobre unos y otros. Cuestión que en la medicina, por ejemplo, no se da. De lo contrario no existirían las ideologías como planteamientos rivales en su intento de encontrar la fórmula ideal que concite estos valores. Existiría solamente una con la que la ciudadanía coincidiría. Al subjetivizarse estos valores, es necesario que sea cada subjetividad, es decir, cada individuo, quien decida directamente o a través de sus representantes, pero de ningún modo dejar que el representante lo haga sin contar con él. Eso es lo que el parlamentarismo hizo al eliminar el mandato imperativo. Por otra parte, en la medicina casi nunca existe un interés médico distinto del que tiene el paciente. En política obviamente no es así. El interés del representante puede ser perfectamente distinto del interés del representado, de lo contrario no sería necesario el establecimiento de todas las cauciones y controles que hemos planteado. Por lo tanto, la política, en democracia,

99

Benjamin R. Barber, “A Passion for democracy”, Princeton University Press, 1998, pág. 74

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no puede estar profesionalizada. Observado esto, quiero matizar que el principio participativo puntual, intermitente o limitado, llámese como se prefiera, no rompe con el concepto de la división del trabajo. La representación ofrece sustanciosas ventajas respecto de la democracia directa en cuya explicación no conviene extenderse, por obvia. Baste decir, y todos coincidiremos, que la vida occidental está concebida de tal forma que el ciudadano no dispone de tiempo material para dedicarse a las tareas diarias de la res pública. Y que no es posible ni deseable exigir la participación al ciudadano cuando ésta forma parte de sus derechos políticos, no de sus obligaciones. Me he cuestionado antes si la participación era un derecho natural. No lo es. Se configura como un derecho público subjetivo que en el caso español posee la tutela privilegiada del artículo 53, y como herramienta necesaria para garantizar otros derechos naturales, cuya base es siempre la razón universal. Sin embargo, tengo claro que, más allá de los fines eminentemente prácticos que acabamos de analizar, se puede encontrar una razón moral que exija su implementación. Entre otras razones porque, siguiendo la estela de la metodología individualista del atomismo, la participación toma al individuo como el punto de partida moral, social y políticamente, y aunque permite que ésta descanse sobre la representación, no deja en un solo instante que pueda llegar, relajándose, a ser secuestrada por esta última. La participación política de la ciudadanía, además de constituir un principio moral en sí mismo, es una forma de entender la existencia colectiva que permite desarrollar ciertas capacidades humanas en beneficio, en primer lugar, del individuo pero cuyas consecuencias repercuten también positivamente en la sociedad. Cortina lo describe así:

“Profundizar en la democracia significa algo más que garantizar al máximo que los gobiernos puedan ser despedidos por un voto mayoritario, cuestión fundamental pero insuficiente. Significa, como mínimo, hacer justicia a la capacidad autónoma y participativa de los hombres en la cosa pública, reducida hoy en día a depositar un voto cada cierto tiempo”.100

De la misma manera que muchas personas dedican una parte de su tiempo a tareas sociales y filantrópicas, la política debería ser una más, permitiendo que aquellas con vocación e interés, pero sin intención de hacer carrera, puedan aportar su energía y dedicación con sus iniciativas y observaciones. Para promover este altruismo, es necesario instituir un sistema que facilite que dichas energías puedan ser canalizadas hacia la acción pública, reflejándose en posibles leyes o reglamentos, acciones de revocatoria o posicionamientos concretos. Muchas personas valiosas y honradas, hoy dedicadas a otros menesteres, se acercarían puntualmente a la política, aportando lo que hoy escasea. A saber, conocimiento, amplitud de miras y dignidad. La participación, además, tiene un componente educativo esencial porque conlleva asociado como valor intrínseco el sentido de pertenencia y puede realizar una 100

Adela Cortina, “Ética aplicada y democracia radical”, Tecnos, 1993, pág. 59

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aportación interesante de universalismo y acción comunitaria frente a una visión individual siempre soberana pero a veces más obtusa a la hora de vislumbrar en el largo plazo los beneficios de la acción social. Esta aportación de la teoría participacionista a la democracia representativa tiene, a mi juicio, un valor extraordinario.

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Utopías las justas. Es decir, ninguna. Este tipo de propuestas son rebatidas por sus críticos advirtiéndonos de su imposibilidad. Nada más lejos de la realidad. Ciertos mecanismos de democracia directa perfeccionan, y con éxito desde hace tiempo, las democracias representativas más avanzadas. E.E.U.U. y Suiza, por ejemplo, disponen de auténticos mecanismos participativos. Esta última mantiene incluso en algunos cantones la asamblea ciudadana con votaciones a mano alzada. Y en el 84% de los casi 3.000 ayuntamientos suizos la población se reúne al menos una vez al año en asamblea comunal para formar el Legislativo municipal. Para los suizos es fundamental que en las cuestiones más importantes sea el pueblo el que tenga la última palabra. El referéndum les permite formar parte activa del proceso legislativo y controlarlo así de una forma más directa. La constitución suiza reconoce a sus ciudadanos el derecho de pronunciarse a posteriori sobre las decisiones tomadas por el Parlamento. Nos encontramos con dos tipos de referéndum helvético. Para los casos en que las resoluciones de las instituciones representativas deben ser sometidas a la aprobación ciudadana, existe el referéndum obligatorio. Pero también existe otra forma de referéndum que se articula a través la iniciativa popular. Con la firma de cincuenta mil ciudadanos se puede exigir que una ley ya aprobada por las cámaras legislativas sea sometida al pueblo. Esta herramienta participativa se hace llamar referéndum facultativo y supone una facultad que caracteriza al sistema político suizo. La constante amenaza de derogación de una decisión representativa supone un cuestionamiento de la propia representación. Por lo tanto los representantes mantienen permanentemente en el espíritu de su acción política tanto sus promesas electorales como la opinión presente de los votantes que le concedieron su confianza. El derecho de referéndum facultativo fue introducido en la Constitución federal en 1874 y el derecho de iniciativa en 1891. Independientemente del Parlamento, los suizos pueden participar en la creación de legislación ordinaria e incluso en la modificación de la Constitución. Basta con cien mil firmas para que los ciudadanos puedan solicitar la aprobación de nuevas leyes municipales, cantonales y federales, la modificación de artículos aislados de la Constitución o su revisión total. Lógicamente, toda iniciativa ciudadana debe seguir un procedimiento consistente en varias fases de verificación de firmas, examen de constitucionalidad del contenido y la forma de la propuesta, etc. El Parlamento, no obstante, en este trámite puede elaborar un contraproyecto, pero éste es sometido al criterio de los ciudadanos al mismo tiempo que la propuesta de la iniciativa popular. No es sencillo superar con éxito el proceso. En más de un siglo de aplicación sólo quince

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propuestas de modificación constitucional han conseguido su objetivo. Pero eso no significa en absoluto que la herramientas participativas no hayan sido útiles, pues lo han sido y mucho. En primer lugar porque han servido de freno a la tendencia del representante a olvidar a sus representados. En segundo lugar porque dichas iniciativas han abierto un debate político en la sociedad que de otra forma no habría tenido lugar, sentando las bases de una auténtica educación para la ciudadanía. Y, por supuesto, el mecanismo de la iniciativa ha permitido a sus sociedades poner en práctica algunas leyes muchos años antes de lo que la clase política estaba dispuesta. En los Estados Unidos de Norteamérica la democracia representativa está desarrollada con los mismos elementos participativos, a excepción de la asamblea ciudadana. Sin embargo, disponen de otra herramienta tan eficaz o más que el resto, a saber, la revocatoria de mandato de un cargo público, llamada recall. Con la recogida de las firmas del 12% de los votos emitidos en la elección de dicho cargo, comienza la instrumentalización del proceso de revocatoria para deponer de su responsabilidad a quien ha traicionado la confianza del ciudadano. Este mecanismo, si bien es de uso común en algunos municipios americano, sólo ha sido utilizado con éxito en contra de un gobernador en dos ocasiones: en 1921 en Dakota del Norte y en 2003 en California. Muy recientemente, el alcalde de Miami, Carlos Álvarez, y una de las comisionadas, Natacha Seijas, fueron destituidos por el mismo procedimiento101. Aunque sea la herramienta menos extendida de las tres mencionadas -sólo 18 estados lo recogen-, a mí me resulta la más interesante por lo que tiene de control directo sobre los cargos públicos.

Como último ejemplo de los muchos existentes, quisiera mencionar, ya que no lo han hecho los medios de comunicación, el proceso constituyente que se está llevando a cabo en Islandia. El pueblo de esa nación, cansado de los desmanes de su clase dirigente, se ha negado a través de un primer referéndum a pagar sus negligencias y ha destituido y enviado a los tribunales a sus banqueros, organizando un sistema popular de elección de veinticinco ciudadanos para redactar una nueva constitución que les prevenga de dichos males. Se presentaron 522 candidatos, cuyos únicos requisitos a cumplir consistían en ser ciudadano islandés, mayor de edad y tener el aval de un cierto número de personas. Lamentablemente tres ciudadanos impugnaron las elecciones y el Parlamento hábilmente se abrogó el derecho a seleccionar a las veinticinco personas que finalmente redactarán la nueva constitución. Al margen de este desgraciado incidente, los referéndums fueron convocados por el Presidente de Islandia dado que los ciudadanos le hicieron llegar 60,000 firmas recogidas en internet pidiéndole que así lo hiciera. Todo un ejemplo de la democracia participativa a la que debemos aspirar también los españoles.

Casi todos los países incluyen algún mecanismo participativo e incluso existe hoy en día un cierto clamor popular para incrementar este tipo de acción política ciudadana. El siguiente cuadro102 refleja algunos de los países que cuentan con ellos

101

http://www.elpais.com/articulo/internacional/Revolucion/triunfa/Miami/elpepuint/20110316elpepuint_6/Tes 102

* Cuenta con revocación de mandato, pero a nivel local, no federal.

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** Si existe, pero no se ha utilizado aún. Fuente: Cuadro elaborado por la División de Política Interior del SIA –Dirección de Servicios de Bibliotecas con información tomada de la siguiente página de Internet:http://www.bcn.cl/pags/publicaciones/serie_estudios/esolis/nro185.html y http://ww.georgetown.edu/pdba/Comp/Legislativo/Leyes/iniciativa.html. y Zovatto G., Daniel, Las instituciones de democracia directa a nivel nacional en América Latina un balance comparado: 1978 – 2002, Observatorio electoral, en la página de internet: http://www.observatorioelectoral.org/biblioteca/?bookID=28 (consulta: 25 noviembre 2005).

ESTADO REFERENDUM PLEBISCITO INICIATIVA

POPULAR

CONSULTA

POPULAR

REVOCACIÓN DE

MANDATO

AMÉRICA LATINA

Argentina x x *

Bolivia x x

Brasil x x x

Colombia x x x x *

Costa Rica

Cuba x x x

Chile x

Ecuador x x x *

El Salvador

Guatemala x x x

Honduras x x

México

Nicaragua x x x

Panamá x x x X**

Paraguay x x x

Perú x x *

República

Dominicana

Uruguay x x x

Venezuela x x x X**

EUROPA

Austria x x

España x x x

Francia x x x x

Irlanda x x

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¿Es una utopía algo que lleva funcionando con éxito más de un siglo en muchos países, algunos de ellos con las mayores rentas per cápita del mundo? Tendrán que convencernos con otros argumentos menos peregrinos.

1) La deliberación

“audi alteram partem” (escucha siempre a la otra parte)

La idea de la democracia deliberativa como solución a la crisis de la democracia representativa es reciente. Surgido a principios de los años ochenta, el término fue acuñado por Joseph Bessette en 1980 e impulsado por autores como Bernard Manin (1987) y Joshua Cohen (1989), aunque el concepto no caló entre la intelectualidad y la academia hasta mediados de los años noventa. A pesar de que la idea se desliza a lo largo de un amplio plano de tradiciones políticas y filosóficas, -comenzando por la polis griega y siguiendo en la tradición republicana-, usando multiplicidad de conceptos y construcciones lingüísticas, todas ellas comienzan con la convicción de que el debate y las deliberaciones públicas deberían ser considerados como parte esencial de la democracia. Dicho de otra forma, la idea fundamental que subyace en la democracia deliberativa es que la democracia encuentra su legitimidad en la participación de los ciudadanos precisamente en la deliberación pública de aquellos temas que afectan a la sociedad y no en la agregación de voluntades o intereses individuales a las decisiones colectivas a través de mecanismos creados al efecto, como la votación y la representación. La teoría de la democracia deliberativa utiliza como propios componentes esenciales de la democracia participativa: la noción de la participación ciudadana en los asuntos públicos, su contribución a la toma de decisiones y las críticas a las teorías individualistas, por ejemplo. No obstante, un aspecto esencial que diferencia a la democracia deliberativa de la participativa, al menos de la original de los años 70, es que ésta sólo concibe la participación ciudadana en los asuntos políticos, dejando a un lado la esfera económica. Esta concepción de la democracia como deliberación pública contempla su práctica como un proceso social-dialéctico que pretende transformar las decisiones individuales, que con frecuencia son interesadas y cortas de miras, en posiciones convergentes y consensuadas cuya justificación pueda

Italia x x

Portugal x x

Suiza x x x

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establecerse en términos morales y racionales. Existen tres factores fundamentales en los que se basa la democracia deliberativa: la fuerza de la razón, el compromiso moral y la voluntad de los participantes a dejarse convencer por esa fuerza y las consideraciones y convenciones sobre el bien común. El proceso de toma de decisiones en la democracia deliberativa se puede entender también como el mecanismo que permite construir consensos en cada materia objeto de decisión algún tipo de consenso, aunque eso no implique la unanimidad. No se trata de que ningún ciudadano sacrifique su punto de vista, sino de construir puntos de vista comunes sobre la base del interés general. Lo importante no es lo alejada que se encuentre la opinión individual de cada ciudadano respecto del punto del consenso alcanzado, ni de las consideraciones estratégicas establecidas perseguidas por cada individualidad en el proceso, sino de la fuerza de los argumentos que se han planteado. Para muchos defensores de la democracia deliberativa, esta idea de la toma de decisiones públicas contrasta con la de la democracia representativa liberal, producida a través del compromiso justo entre partes con intereses opuestos o antagónicos y preestablecidos. En el modelo que defienden, las deliberaciones están basadas en el bien común, es decir, toda opinión que se vierte en el debate y que por tanto sirve de elemento deliberativo queda circunscrita a la idea del interés general y a una estructura de principios morales y racionales que sirven de guía de conducta en el proceso deliberativo. Así, la deliberación es entendida como un esfuerzo común encaminado hacia la búsqueda de la verdad y en cierto sentido como la búsqueda racional de la voluntad común. Una decisión tomada bajo estas normas es un juicio común, un veredicto público y, muy especialmente, el producto de los acuerdos libres y razonados de ciudadanos iguales, que es lo mismo que decir un juicio colectivo y razonado que refleja el interés general y no el compromiso alcanzado por intereses individuales antitéticos. El lenguaje utilizado en este entorno conceptual es con frecuencia opaco e incomprensible. Sus intelectuales adolecen de trabajar sobre un marco teórico demasiado abstracto del que difícilmente saben apearse para construir modelos prácticos o producir conceptos que sirvieran de base para diseñar instituciones al respecto. Además, la mayoría de las teorías deliberativas se presentan en términos generales y no especifican si se dirigen a niveles macro o micro. Dentro de su heterogeneidad, la democracia deliberativa tiene dos tendencias marcadas. De una parte está el concepto liberal, cuyos representantes más apreciados son Rawls, Dworkin y Ackermann103, que mantiene una interpretación del espacio público como una agregación de intereses ya constituidos y que concibe dicho espacio como un equilibrio entre grupos que conocen dónde se encuentran sus desavenencias más importantes e insalvables y saben dejarlas a un lado para seguir avanzando en el resto. De otra, existe el que interpreta la soberanía como algo diferente de la agregación de las voluntades particulares, que ve en el “todo” como algo más que la suma de sus partes. Para este modelo deliberativo, cuyos

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mayores representantes son Manin, Habermas, Cohen, Fishkin, Sunstein, Pettit, Gutmann, etc., se trata de pensar el espacio común desde una perspectiva más republicana que liberal, donde la comunicación argumentativa priorice el intento de mostrar bases suficientes para apoyar las opiniones, bajo un espíritu abierto a la discrepancia y conocedor de la falibilidad de toda afirmación. Los defensores de esta fórmula deliberativa argumentan que en ocasiones el ciudadano se crea sus opiniones políticas a través del proceso deliberativo. Este modelo se opone a la concepción de una esfera privada pre política, entendiendo ésta como el recipiente de unos principios fijos e inmutables, no susceptibles de ser debatidos ni negociados. El fin del proceso deliberativo no debe ser el intento de satisfacción de intereses privados ni la consecución de una convivencia armónica de distintas concepciones de la vida y la política, sino el intento de elaboración conjunta de una idea común del mundo. Sus partidarios no encuentran la fuente de legitimidad de las decisiones políticas en la voluntad predeterminada de los individuos, tal como ocurre en los sistemas de votación por mayoría sin deliberación previa, sino en el proceso de su formación, es decir, en la deliberación en sí misma. La agregación mecánica de voluntades particulares e individuales en términos de votación no puede conferir legitimidad a una decisión colectiva, manifiestan, porque de ser así, la única regla posible capaz de otorgar legitimidad a un sistema de decisión colectiva por votación individual sería la unanimidad. Sin ella, la voluntad de muchos individuos no es respetada. Por otra parte, conseguir la unanimidad es altamente improbable por no decir imposible. De acuerdo a esta tendencia, la democracia deliberativa no implica ni exige un sistema dialógico cara-a-cara. Al contrario, los mecanismos de democracia directa pueden incluso perjudicar un sistema deliberativo en tanto que despiertan pasiones vividas en directo que afectan a la toma de decisiones sobre la base de un juicio razonado. Para la mayoría de los autores de esta teoría, la democracia deliberativa consiste en encontrar nuevos cauces para institucionalizar el proceso comunicativo y nuevos mecanismos para que los resultados de la deliberación terminen en procesos de toma de decisión. Cuanto más capaces sean los individuos de formar parte de la deliberación y cuanto más se inmiscuyan los procesos deliberativos en tomas de decisión, más participativa será una democracia. Esta perspectiva tan cara a la tradición republicana piensa el espacio común de forma que la argumentación presida encuentros de opiniones contrapuestas bajo un espíritu abierto a la discrepancia y conocedor de la falibilidad de toda afirmación. Uno de los aspectos fundamentales del humanismo clásico y renacentista del que se nutrieron las ideas republicanas era la apuesta por la razón dialógica. El ciudadano, especialmente el ciudadano activo, preparado y preocupado, puede llegar a crear sus opiniones políticas a través del proceso deliberativo. Aunque en diversos temas existe una esfera privada pre política, con principios más o menos inmutables, existe la posibilidad de debatirlos e incluso llegar a soluciones donde todas las partes cedan un poco a base de realizar un esfuerzo comprendiendo las posturas contrarias en un debate argumental abierto. En palabras de Innerarity

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“El espacio público -esa esfera de deliberación donde se articula lo común y se tramitan las diferencias- no constituye una realidad dada, sino que se trata más bien de una construcción laboriosa, frágil, variable, que exige un continuado trabajo de representación, cuyos principales enemigos son la inmediatez de una política estratégica y la inmediatez desestructurada de los espacios globales abstractos”.104

El modelo deliberativo nos ayuda a contemplar el escenario temporal del largo plazo e insiste en su importancia como referente temporal único

“el concepto de espacio público constituye el hilo conductor de una renovación de la filosofía política que pretende ir más allá del debate entre la ritual apelación a lo universal y la mera celebración de la diferencia”.105

Porque

“Se trata de un concepto que podría contribuir a resolver de otro modo ese viejo debate que se ha ido articulando ininterrumpidamente, con diversos matices, entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, lo bueno y lo correcto, los fines y los procedimientos, libertades positivas y libertades negativas, entre liberales y republicanos, liberalismo y comunitarismo, liberalismo y democracia”. 106

Este elemento participativo y deliberativo del republicanismo aporta una solución contra el empobrecimiento del sentido de lo común, de lo público desde una idea de ciudadanía

“como un lugar de descubrimiento de los intereses y no tanto como un escenario de negociación”.

El método discursivo otorga una legitimidad especial al desarrollo de la democracia en una sociedad de masas. Porque aunque la fuente que otorga legitimidad a las decisiones políticas es la voluntad predeterminada o formada de los ciudadanos, aquellas decisiones tomadas a través del debate que permite acercarse con respeto y empatía a posiciones contrarias adquiere una pátina de legitimación superior. Una decisión legítima no representa la voluntad de todos, pero es algo que debería resultar de la deliberación de todos. El método discursivo confía en la movilización política y en el poder de la comunicación al basarse en la convicción de que las materias objeto de conflicto pueden regularse racionalmente, es decir, atendiendo a los intereses comunes de todos a quienes les incumbe o influye la materia sometida a deliberación. Y también se debe confiar en que la deliberación es el mejor método racional para llegar a esta creación de la voluntad. Una vez finalizado este proceso es muy probable que

104

Daniel Innerarity, “El nuevo espacio público”, Espasa Calpe, 2006, pág.14 105

Daniel Innerarity, “El nuevo espacio público”, Espasa Calpe, 2006, pág.14 106

Daniel Innerarity, “El nuevo espacio público”, Espasa Calpe, 2006, pág.15

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el conflicto haya disminuido en grado. Si no es así, la solución se hallará en la lucha política. El poder del método discursivo radica en que si el desacuerdo entre los ciudadanos es susceptible de ser resuelto en términos recíprocos, el método deliberativo estará más cerca de producir acuerdos que el agregativo. Si, por el contrario, el desacuerdo no puede ser resuelto entre las partes discordantes, será más probable también que a través de la deliberación se llegue a acuerdos argumentados en el futuro o al menos a promover el respeto mutuo entre los distintos planteamientos cuando no es posible el acuerdo107. Diversos teóricos del modelo deliberativo han sido influenciados negativamente respecto a los modelos participativo y representativo, basados en la agregación de voluntades individuales, al observar que la democracia deliberativa es menos vulnerable a los ataques de la teoría del Social Choice. Junto a la paradoja de Condorcet, esta teoría, de la mano de su principal representante, el premio Nobel Kenneth Arrow108, demuestra que es imposible, para cualquier sistema de elección colectiva basada en la agregación de preferencias individuales, satisfacer cinco criterios aparentemente inocuos. El primero es la unanimidad. El segundo la no disposición a someterse a una dictadura. El tercero es la propiedad transitiva, es decir que si A es preferible a B y B preferible a C, necesariamente A es preferible a C. El cuarto es el establecimiento sin restricciones de cualquier preferencia entre las alternativas posibles. Y el quinto es la independencia de alternativas irrelevantes, es decir, que la preferencia colectiva entre A y B no debe alterarse por la introducción de la opción C. El Teorema de Arrow consiste en demostrar que es imposible confeccionar un sistema de elección por votación, como por ejemplo el mayoritario, o un sistema de elección colectiva de series binarias, en general, que no sea vulnerable a caer en una dictadura o a la manipulación de agendas y normativas por parte de agentes interesados, produciendo resultados que adolecen de falta de justicia y racionalidad. William Riker, el siguiente intelectual más influyente del Social Choice después de Arrow y fundador de la Escuela de Rochester del Rational Choice, radicalizó la teoría del Social Choice para atacar cualquier atisbo de democracia auténtica, especialmente lo que el llamó populismo. Para Riker, una doctrina es populista si confía en que la voluntad popular se puede reflejar en una decisión colectiva, ya que no existe una voluntad popular independiente del mecanismo particular –por ejemplo, la regla de la mayoría- usado para medirla. El uso de mecanismos diferentes dará siempre resultados diferentes con idénticas distribuciones de las preferencias individuales, lo que llevará a Riker a no preferir ningún mecanismo particular en relación con el resto. Así Riker abogará por la democracia de mínimos porque con el menor coste posible nos defenderá igualmente de la tiranía, al poder expulsar del poder cada legislatura a sus representantes. Esta menor vulnerabilidad del modelo deliberativo no es debida al argumento de que a través de la deliberación se encontrará un consenso pleno o unánime, cuestión casi imposible que acabará conllevando la correspondiente votación y por

107

Amy Gutmann y Dennis Thompson, “Why deliberative democracy”, Princeton University Press, 2004, pág. 20

108 John S. Dryzek, “Deliberative democracy and beyond”, Oxford University Press, 2000, págs. 31-36

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lo tanto la aparición de los problemas planteados por las teorías del Social and Rational Choice, sino porque el proceso deliberativo puede atenuar los efectos nocivos que advierten estas teorías. Primero, porque la deliberación, conforme avanza el debate acaba estrechando el abanico de preferencias que provocan los efectos referidos por el Social and Rational Choice. Segundo, porque las posiciones extremas y desdeñables, socialmente hablando, son menos probables de aparecer en un debate público, por lo que de embarazoso tiene su exposición para quien las mantiene. Un ejemplo claro es el jurado popular y otro el dilema del prisionero109. En ambos casos está demostrado que la deliberación transforma las preferencias iniciales en otras más éticas. Para éstos teóricos, tomar en serio las teorías del Social Choice no implica reducir a mínimos la democracia representativa liberal, como apuntan Schumpeter y Dahl, sino dar un giro a las prácticas democráticas hacia el ideal deliberativo, de forma que el nuevo sistema anime al ciudadano a formar sus opiniones a través del debate público y no sólo a expresar las previamente creadas. Por último, el modelo deliberativo se defiende de los ataques post modernistas y post estructuralistas manteniendo que aunque el lenguaje condicione la estructura del poder y la estructura económica de la sociedad, pueden existir momentos en los que la acción de la decisión colectiva no esté confirmando el poder del discurso dominante. La democracia deliberativa también se legitima en términos morales. Podríamos decir, con Amy Gutmann y Dennis Thompson, que la acción dialógica es una solución moral al problema moral del desacuerdo, que por otra parte es el mayor problema al que se enfrenta la democracia actual. Pero, en contra de su opinión, la deliberación contribuye, no a legitimar las decisiones tomadas en un entorno de escasez de recursos donde existen muy distintas necesidades y posiciones morales, y donde solamente cabe adoptar una decisión por parte del Estado, sino a fortalecer racional y dialógicamente las opiniones del ciudadano, que entenderá de una forma más respetuosa que las decisiones de la mayoría pueden no satisfacer a todos los miembros de la sociedad o resolver los problemas de índole moral. Para ello, junto a estos autores, podríamos recuperar los “principios de acomodación” que, basados en el respeto mutuo, se ubican en el núcleo del principio de reciprocidad. El respeto ejercido de manera recíproca no sólo ayuda a mantener la comunidad moral en un entorno de conflicto social, sino que coadyuva a resolver el propio conflicto.

----------------------------------------------------- Mi coincidencia con el proceso dialógico formativo de la opinión que propone el modelo deliberativo no puede ser más firme y amplia. El proceso deliberativo resulta fundamental porque es precisamente a través del cual los individuos

109

David Miller, Deliberative Democracy and Social Choice, en James S. Fishkin, “Debating Deliberative Democracy”, Blackwell Publishing, 2003, pág. 190

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esculpen sus voluntades racionalmente. En la medida en que los individuos confrontan sus argumentos con otros, realmente dan forma a los suyos para crearlos definitivamente. Sin embargo, me encuentro en absoluto desacuerdo con la eliminación del sistema de votación como agregación de voluntades individuales, tal y como sugiere una de las dos tendencias en las que se divide este modelo. La deliberación ha de servir para crear opinión en un clima de libertad, donde cada ciudadano acabe posicionándose individualmente sobre la base de su interés particular. Y después de hacerlo, entiendo que la única forma de pulsar la voluntad del ciudadano es consultándole individual y personalmente, confiriendo la preponderancia a aquellas que hayan resultado mayoritarias. El disfrute de la libertad política requiere del ejercicio de la voluntad del ciudadano y ello precisa de la votación individual. Partiendo de una concepción atomista, como he expresado antes, para mí esto es una cuestión indiscutible que no necesita de mayor explicación. Sin embargo, un contexto de libertad implica, además de la existencia de factores que eliminen la coacción en la expresión de la voluntad individual, el conocimiento de las distintas opciones posibles antes de tomar una decisión política a través del voto.

“Se pensó que la libertad formal consistía en saber útil más libre albedrío. Pero no hay libre elección si el saber no ha participado en la creación de lo elegible” 110

Por ese motivo, si, por una parte, la libertad individual consiste en la capacidad de llegar a una decisión a través de un proceso de investigación y comparación de posibles opciones y, por otra parte, las decisiones políticas se caracterizan por imponerse a todos los ciudadanos, parece razonable buscar, como condición esencial de la legitimidad, la deliberación de todos los ciudadanos, o más precisamente, el derecho de todos a participar en la deliberación. Pues si las decisiones políticas nos afectan a todos, de acuerdo al “Quod omnes similiter tangit, ab omnibus comprobetur”, es una cuestión de justicia que todos debamos tener el derecho a participar directa o indirectamente en tales decisiones. Además, si somos capaces de anular en el debate público nuestras ideas preconcebidas e intentamos formarlas -en ocasiones será simplemente reforzar las que teníamos- a través del intercambio razonado y argumentado de las mismas, se concluye que la naturaleza de la participación debe incluir la deliberación en orden a obtener una mayor legitimidad para a la decisión tomada. Hoy en día la democracia deliberativa puede y debe converger con la democracia representativa liberal. En primer lugar, porque el modelo deliberativo está basado en la defensa de valores liberales como la libertad de expresión y asociación, la educación básica y la igualdad de oportunidades.111 En segundo lugar, porque tanto el constitucionalismo liberal como, por supuesto, el republicanismo del que proviene, promueven la deliberación. Baste nombrar la tradición liberal clásica de

110

Antonio García-Trevijano, blog “La República Constitucional”, post de 16 de enero de 2007, http://antoniogarciatrevijano.com/2007/01/16/libertad-existencial/

111 John S. Dryzek ,“Deliberative democracy and beyond”, Oxford University Press, 2000, págs. 10-11.

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Stuart Mill112 y Burke113, éste más en la corriente conservadora. Y más cercanos a nuestra época se encuentran autores como John Rawls, que defiende un entramado constitucional de instituciones democráticas que concrete el establecimiento de cuerpos legislativos deliberativos. Incluso autores que defienden la democracia plebiscitaria de la partidocracia, confían en el poder de la deliberación.

“De la libre lucha de las opiniones surge la verdad”114

Ahora bien, para la mayoría de los teóricos el proceso deliberativo ha de producirse en el seno de la organización del Estado a través de la interacción dialógica de su instituciones y ciertos grupos representativos de la sociedad, dígase sindicatos, patronal, colegios profesionales, ONG, etc. A mí me parece fundamental extraer la deliberación del Estado para situarla en la esfera pública. Por eso,

“resulta apropiada para el concepto fundamental de una teoría de la democracia, fundada normativamente, la publicidad política, entendida como la sustancia de las condiciones comunicativas bajo las que puede realizarse una formación discursiva de la voluntad y de la opinión de un público compuesto por los ciudadanos de un Estado” 115

En esto consiste el verdadero papel de la democracia deliberativa, en la creación de una esfera pública, libre y autónoma, que facilite al ciudadano la formación racional de opiniones cultivadas para la mejor comprensión de las cuestiones sobre las que se tendrá que posicionar en futuras votaciones. También en proporcionarle la publicidad necesaria como para que los representantes se hagan eco de las mismas, haciendo de la representatividad aludida en Pitkin, una de sus funciones. Y, por supuesto, en medida en que no éstos no sean receptivos a la ciudadanía, promoviendo iniciativas ciudadanas a través de las herramientas participativas. Sólo resta responder a cómo puede estructurarse una formación discursiva de la voluntad y la opinión, en el contexto de una teoría normativa, que opere en una democracia de masas. La solución está en el Estado de derecho. No podemos dejar esta cuestión al arbitrio de la buena voluntad de quienes ostentan el poder. Se debe elaborar legislación e institucionalizar procedimientos legales que garanticen el método discursivo y sus presupuestos comunicativos requeridos con el fin de poder

112

John Stuart Mill, “Del gobierno representativo” Tecnos, 1985, pág. 102 113

En el discurso a los electores de Bristol comenta: "El Parlamento no es un congreso de embajadores con intereses hostiles y diferentes que cada uno debe sustentar como un agente y un abogado frente a otros agentes y abogados, sino que el Parlamento es la asamblea deliberadora de una nación, con un interés, el de la totalidad, allí donde los perjuicios locales no deberían servir de guía, sino el bien general resultante de la razón general de la totalidad.”

114 Carl Schmitt, “Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual”, Editorial Tecnos, 2008, pág. 46

115 Jürgen Habermas, “Historia y crítica de la opinión pública”, 1981, Editorial Gustavo Gili, pág. 26

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establecer la interacción dialógica de todos los ciudadanos que lo deseen en absoluta libertad e igualdad de condiciones. Además habría que garantizar la oferta sin restricciones en cuanto a los temas y la revisabilidad de todos los resultados. En este caso, la regla de la mayoría se hace compatible con el método discursivo en la medida en que se haya llegado a la formación de la voluntad de sus miembros de una forma racional y discursiva y se entienda la votación como una solución necesaria para recabar los necesarios posicionamientos individuales. Aunque, desde luego, ésta ha de ser comprendida como una opción provisional, inmersa dentro de un modelo sin solución de continuidad cuyas decisiones se prolongan en el tiempo y pueden revisar las decisiones tomadas anteriormente, siempre y cuando para ello se vuelva a respetar el método discursivo y, cómo no, la decisión por mayoría. Es decir, que la democracia deliberativa, coincidiendo nuevamente con Amy Gutmann y Dennis Thompson, ha de integrarse en un proceso dinámico116 en el sentido de que, a pesar del carácter vinculante de sus decisiones, su argumentación debe estar siempre sometida a un proceso abierto de diálogo cuyas conclusiones deberán ser capaces de afrontar los distintos desafíos que vayan surgiendo a medida que el debate continúa. A modo de conclusión La reinvención de una nueva esfera pública es tan necesaria como distinta de la clásica. Aunque el paradigma de lo griego nos haya servido de ejemplo e inspiración, es hora de sentar las bases de una modificación para el siglo XXI en tanto que existen unas diferencias sustanciales respecto a lo que debía ser el ágora clásica. Estas diferencias suponen que la acción comunicativa ya no implica la necesidad de estar en un mismo lugar para debatir. Implica la creación de una esfera pública de ilimitada apertura y visibilidad sin la necesidad de compartir un espacio común que se consigue merced al desarrollo de los medios de comunicación. Hasta ahora, más allá de la cuestión conceptual, el problema radicaba en la concreción institucional de la solución, es decir, en la forma en la que se podía establecer un sistema de debate público abierto y universal que permitiera hablar de consensos generales. Con la aparición de la sociedad red, y sin perjuicio de la necesidad de crear dicho entramado institucional que garantiza una esfera pública libre y plural, este planteamiento ha adquirido nuevos bríos al quedar habilitadas infinitas posibilidades para el desarrollo espontáneo de la deliberación pública, tanto desde el punto de la universalización de la libertad de opinión y por tanto de debate, al quedar facultado todo ciudadano a emitir su opinión en la red, como por el hecho de que puede darse el caso de que el ámbito de los monopolios mediáticos quede sustancialmente reducido. Mi propuesta del modelo deliberativo como desarrollo de la representación, que no cree en el consenso como herramienta decisional, sino como instrumento que

116

Amy Gutmann y Dennis Thompson, “Why deliberative democracy”, Princeton University Press, 2004, pág. 6

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ayuda a la toma de decisiones por votación individual mayoritaria, necesita de la esfera pública constituida por medio de la red. De esta forma la deliberación online serviría de paliativo de algunas deficiencias que ha conllevado la representación hasta ahora y fomentaría la participación ciudadana en el debate político y social que tradicionalmente se ha llevado a cabo a través de los oligopolios generados en los medios de comunicación. Se universalizaría el debate y ello permitiría a los individuos y grupos minoritarios que hasta ahora han carecido de representación en el parlamento y de capacidad de expresión en los medios de comunicación social convencionales, poder mostrarse en libertad a la sociedad.

A estos efectos se precisa de la creación, en la sociedad civil -llamada esfera pública u opinión pública-, de un grupo de asociaciones independientes del Estado en las que se esté implicada la ciudadanía para la formación de opiniones y de voluntades políticas a través del uso de procedimientos democráticos en un entorno idóneo para el debate. Lo fundamental es dotar al espacio público de un sistema normativo que asegure que por encima de hacer descripciones sobre lo que debe ser, establezca prescripciones sobre nuevas formas de cultura política. Desde esa normativización y al respecto de los temas que verdaderamente interesan al ciudadano, los participantes podrían reflexionar sobre sus propios intereses en un contexto igualdad, reciprocidad, apertura y discursividad. De alguna forma, se puede entender que estas instituciones pueden estar creadas también para la educación ciudadana.

4) Fórmula posmoderna: Democracia = Consentimiento +

Participación + Deliberación + División de Poderes

Definida la democracia de acuerdo a los principios representativo, participativo, deliberativo y de división de poderes; analizados sus orígenes; localizadas y expuestas las deficiencias que ofrece cada uno de ellos por separado; y profundizado en los posibles nexos de unión que existen entre los tres modelos, se puede concluir lo siguiente: Al margen del principio divisorio del poder, los tres modelos restantes contienen elementos positivos al desarrollo de los derechos políticos del hombre. Por eso, hoy en día, no tiene sentido, ni sería beneficioso, implementar un sistema democrático que, aunque prepondere el modelo representativo, no utilice elementos característicos de los otros dos, pues también he podido demostrar que aunque en las versiones más radicales de cada modelo existen elementos dicotómicos respecto de los otros, hay en los planteamientos moderados importantes elementos comunes. Y en todos, absolutamente en todos, existe la pretensión de que el Estado trabaje y opere en beneficio la sociedad. El modelo representativo es el único que puede implementarse en solitario hoy en día, como demuestran los hechos. Lo entiendo así no solamente porque desde hace veinte siglos, o al menos desde las revoluciones burguesa e industrial, ha sido el

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único que se ha puesto en práctica y por tanto el único que, con todos sus fallos, ha podido demostrar que se puede implementar en una sociedad primero agraria, después industrializada y finalmente postindustrial o posmoderna, sino porque cuenta con una serie de características de las que no debemos prescindir. Pero es necesario complementar el modelo representativo con el fin de paliar su crisis de legitimidad, al no poder garantizar por sí solo la libertad política de los ciudadanos. Esto supone la formulación de una nueva teoría representativa capaz de integrar los ideales de la participación ciudadana y la interacción dialógica. Los últimos avances de las tecnologías de la comunicación permiten la posibilidad de recuperar del pasado los ideales participativo y deliberativo, adaptarlos al contexto de la sociedad actual e implementar fórmulas de democracia directa a través de las herramientas de democracia digital que permitan perfeccionar la representación liberal. Este esfuerzo de complementación, de búsqueda de sinergias democráticas, cuyo resultado ofrecería un incremento cualitativo de nuestra libertad política, sólo puede realizarse si acertamos en la selección de aquellas partes de cada modelo que puedan aceptar a los otros, haciendo una propuesta de herramientas tecnológicas que conciten valores e ideales característicos de los modelos deliberativo y participativo que acaben complementando la teoría de la democracia expuesta. Los últimos avances de las tecnologías de la comunicación nos brindan por vez primera en la historia esa posibilidad. Es la fórmula posmoderna Democracia = Consentimiento + Participación + Deliberación + División de Poderes Cuyas aportaciones deben ir encaminadas fundamentalmente a:

a) establecer los controles necesarios a los representantes

b) facilitar la libertad de acción y el momento participativo

c) habilitar un marco de máxima libertad de pensamiento y expresión que favorezca la toma de decisiones racional

Ahora bien, he intentado dejar meridianamente claro que la primera reforma política ha de consistir en diseñar un modelo representativo clásico verdaderamente democrático sobre el que puedan aplicarse los complementos participativos y deliberativos a través de la democracia digital. De nada servirá el desarrollo de estos modelos sobre nuestra oligarquía de partidos estatales de listas cerradas y bloqueadas o sobre un parlamentarismo de aniquilador del principio de división de poderes.

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EN ESPAÑA NO HAY DEMOCRACIA

1) NO HAY REPRESENTACIÓN a) PRIMERA RAZÓN: TRAICIÓN DEL PARLAMENTARISMO AL MANDATO

IMPERATIVO

b) SEGUNDA RAZÓN: PARTIDOCRACIA

2) NO HAY DIVISIÓN DE PODERES a) NECESIDAD DE UN PODER JUDICIAL INDEPENDIENTE

b) NECESIDAD DE UN PODER EJECUTIVO INDEPENDIENTE DEL

PARLAMENTO Y ELEGIDO DIRECTAMENTE POR EL PUEBLO

3) NO HAY PARTICIPACIÓN

4) NO HAY DELIBERACIÓN

5) CONSECUENCIAS DE QUE EN ESPAÑA NO HAYA DEMOCRACIA

a) CONSECUENCIAS POLÍTICAS

b) CONSECUENCIAS ECONÓMICAS

Definidos los principios democráticos, podemos comprobar que, por desgracia, no nos encontramos en ellos. España no vive en democracia. El sistema político existente no permite la representación, no deja espacio a la división de poderes, no faculta a la participación y no desarrolla la deliberación pública Va a ser fácil evidenciarlo

1) NO HAY REPRESENTACIÓN

a) PRIMERA RAZÓN: TRAICIÓN DEL PARLAMENTARISMO

"con la única excepción de la democracia bien organizada, los gobernantes y las escasas personas con influencia son enemigos de los muchos que están sometidos" Jeremy Bentham

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La legitimidad democrática de la representación descansa sobre los conceptos de representatividad de los elegidos y el control de los representados sobre éstos. En el caso español no podemos ser muy optimistas. España se suma a la tradición liberal que en un principio logró que la característica de la representatividad estuviese incluida en los representantes pero que muy pronto traicionó el control ciudadano sobre el representante al eliminar el mandato imperativo. Posteriormente España formó parte del movimiento partidocrático continental de occidente, del que sólo han sido capaces de resistir, hasta ahora, las sociedades anglosajonas. La traición asestada a la representación por medio de la eliminación del mandato imperativo es una cuestión que viene de muy lejos. El mandato imperativo dio forma a la estructura de la asamblea estamental y preparlamentaria de los siglos XII y XIII, que entendía la representación política como lo que nunca debió dejar de ser, es decir, como un instrumento jurídico similar a la institución del contrato de mandato proveniente del derecho privado romano, independientemente del carácter no democrático del procedimiento de selección empleado. Uno de los primeros precedentes a este respecto fue el caso de Castilla, en el siglo XVII. A pesar de que en un principio la ruptura con la institución del mandato imperativo, llamada juramento del pleito homenaje, debiera haber venido del propio cuerpo de representantes convertido en soberano, como ocurrirá en las latitudes de las revoluciones de la libertad, lo cierto es que debido a que en Castilla la soberanía todavía residía en el monarca, es éste quien lo prohíbe con el ánimo de poder negociar con mayor libertad. Al monarca no le gustaba la idea de que después de una ardua negociación con los representantes de las ciudades, para el caso de que se hubiese producido algún cambio, éstos tuvieran que someter su decisión a la de sus mandantes. Así, propuso el sistema de mandato representativo, prohibiendo a partir de 1632 las instrucciones concretas a los procuradores y llegando a nombrar él mismo a los representantes de las ciudades117. Éstas no aceptaron la medida, entendiendo que era mejor no estar representadas que estarlo por quienes no cumplían con el requisito fundamental del hecho representativo: el consentimiento del mandante. Ello llevó a que fuesen las propias ciudades las que abogasen por el fin de una representación a la que no consideraban como tal dejando definitivamente sin funciones a las Cortes desde 1665. Pero la conceptualización teórica de la ruptura del mandato imperativo que ha llegado hasta nuestros días hunde sus raíces en tierra y tiempo del liberalismo. En el siglo XVIII, en el seno de las revoluciones de la libertad, se produjeron circunstancias que en un principio lo cuestionaron y finalmente terminaron relegándolo. Y aunque pudo parecer –o incluso fue- una actitud revolucionaria y progresista, acabó siendo el pretexto de la reacción para secuestrar la libertad política al pueblo.

117

Marcos Criado de Diego, “Representación, Estado y Democracia”, Tirant lo Blanch, 2007, págs. 63-66.

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Francia ilustra el asunto a la perfección. El tránsito de la representación medieval a la moderna siguió un itinerario diferente que en otros reinos. El siglo XVII sirvió a la monarquía para incrementar su poder, dando paso al absolutismo. Los Estados Generales no se habían convocado en 75 años y por lo tanto habían perdido toda influencia, beneficiando al Rey que se había convertido así en soberano absoluto y en representante único de la Nación.

La ruptura con la representación feudal que permitió el ascenso de la burguesía como clase social suscitó el comienzo de una polémica pugna entre la monarquía y el Parlamento en relación al concepto de representación y a la unidad nacional. En efecto, la soberanía era más fácilmente entendible si recaía sobre una sola persona, el rey, pero esto habría supuesto volver a admitir la teoría de la monarquía absoluta, a todas las luces inadmisible para la teoría liberal burguesa. Por otra parte, el Parlamento, infectado ya con el virus de la soberanía nacional, como cámara representante de intereses privados con mandato imperativo de sus miembros, no podía albergar en su seno ni la soberanía -pues ésta es indivisible e inalienable a la nación-, ni tan siquiera la unidad nacional, al tratarse de una suma de individuos diferentes y no vinculados más que a sus representados.

Tres soluciones se plantearon con sus respectivas teorías. La primera tomó como base la teoría social de la representación y sus principales representantes fueron Mirabeau y Condorcet. Ellos plantearon que era la sociedad, entendida como libre asociación de individuos independientes, la que debía estar representada. Los representantes, al ser designados por elección, ostentarían el principio de distinción característico a todo sistema electivo de forma que su superioridad cultural respecto a su votante le conferiría, aun sujeto a un difuso mandato imperativo, una perspectiva global, nacional, diríamos, en sus decisiones. La segunda solución, planteada por Rousseau, negaba la representación por considerar indelegable la soberanía popular. Ésta residía en la voluntad general, entendida como

“el proceso de autoconstitución de un sujeto colectivo que, como tal, se establece y actúa por relación a fines propios, y sin el cual no es posible entender la esencia del vínculo social y de las instituciones políticas”118.

La tercera solución la planteó Sieyes mediante su concepto de la soberanía nacional. Tomando como base la división del trabajo de Adam Smith, y separando los asuntos individuales de aquellos necesarios para velar por el bien común y proveer las atenciones públicas, consideró a la nación como depositaria única de la soberanía y a sus representantes como aquellos a quienes confiar el ejercicio parcial de la misma. La nación no se desprendería de la soberanía, ya hemos dicho que ésta es inalienable, pero iba a confiar su ejercicio a sus representantes. Éstos lo serían de la nación entera, de forma que la suma de los mismos fuera la única expresión posible de la nación. Una vez constituida la asamblea, el pueblo no podía actuar sino era a través de sus representantes, eliminando conceptualmente la idea del mandato imperativo y de la “voluntad general” en la que Rousseau basaba su defensa de la democracia directa. Así, la sociedad se vería representada en el

118

Jean-Jacques Rousseau, “Contrato social” , Editorial Biblioteca Nueva, 2003, pág. 24

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Parlamento y éste tendría en su unidad la legitimidad necesaria para arrebatar al rey la soberanía en tanto que representante de la comunidad. Todo ello daba pie al surgimiento del mandato representativo donde los representantes dejaron de ser responsables ante sus electores para pasar a serlo ante el ente abstracto de la nación. Ésta última solución fue la que triunfó119 para mayor gloria de la minoría de una clase ascendente que reivindicaba la equiparación de su importancia política a la que ejercía en los medios de producción para representar a una nación que sólo sería convocada cuando dicha clase se reuniera en asamblea. De esta manera, la representación se fraguó sobre la ficción parlamentaria de la soberanía nacional, que secuestró la libertad política al pueblo aplicando el mandato representativo. Bajo el pensamiento más cualificado del parlamentarismo continental europeo (Sieyes primero y posteriormente Carré de Malberg), se interpreta a la nación como una colectividad unificada, con una individualidad y un poder superiores a los nacionales e independiente de ellos. La nación pasa a ser el único sujeto de soberanía, lo que significa que se rechaza las otras dos posibles formas de soberanía, esto es, la del monarca y la del pueblo como sujeto real inconexo. La nación se va a entender jurídicamente como un concepto abstracto e impersonal que no puede concretarse en nada material, puesto que no reside en un cuerpo político sino en un ente abstracto. Sieyes la definirá

"como un cuerpo de asociados que vive bajo una ley común y están representados por la misma legislatura”

de manera que la voluntad nacional

“es el resultado de las voluntades individuales del mismo modo que la nación es el conjunto de los individuos" 120.

La cuestión es de capital importancia porque si la soberanía no recae, por imposibilidad, sobre ningún cuerpo político concreto, solo puede ejercerse por representación. Aquí está la clave de bóveda del sistema representativo y por lo tanto del parlamentarismo. Por otra parte, si la soberanía, que por definición no reconoce superior, se encuentra en la nación, esto significa que el poder de ésta, su voluntad, es ilimitado. Luego la Asamblea Nacional, como cámara de representación de la nación, dispondrá de poderes ilimitados en tanto que es el único cuerpo capaz de representar la “voluntad general”. Aquí vemos otra cuestión crucial: ya no existe una delegación del poder de los estamentos feudales sobre los representantes, porque éstos representan a toda la nación. El sufragio ha pasado de ser un instrumento de delegación de intereses individuales a una herramienta política de selección de omnipotentes representantes nacionales. Este ocaso del mandato imperativo negó al pueblo el control de sus representantes y les concedió a éstos

119

En Inglaterra de una forma gradual desde finales del s XVII, mientras que en Francia tomó un cariz de violencia

120 Sieyes, “¿Qué es el tercer estado?”, Alianza, 1989, pág. 168

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todo el poder, negando por lo tanto la idea de democracia entendida como la participación del pueblo en los asuntos públicos, ya sea de forma directa o indirecta, a través de la prestación o detracción del consentimiento a sus representantes Pettit nos recuerda lo que el Abate Sieyes dijo en la Asamblea Nacional francesa en septiembre de 1789:

“Los diputados vienen a la Asamblea Nacional, no para anunciar los deseos ya fijados de sus electores, sino para deliberar y votar libremente según su real opinión, después de que ésta haya recibido las luces que le habrá proporcionado la Asamblea”121

Así, ya no es el consentimiento, como en la época medieval, el principal configurador de la representación, sino la unidad y la voluntad de esa unidad soberana cuya voluntad será la de todos. He aquí la ficción parlamentaria. Primero se transmuta la voluntad general en voluntad nacional a través del concepto de nación como unidad política pre-existente a la representación, y después se hace una distinción muy clara entre la voluntad nacional y la suma de las partes. Una vez resuelto el enigma de la nación, establecida su soberanía, estudiada su voluntad y otorgada su representación al parlamento, la cuestión sobre la naturaleza del mandato discurre de manera lógica. Las partes representadas ya no puedan exigir a sus representantes que les rindan cuentas, pues desde el momento en que son elegidos pasan a ser representantes de esa otra cosa, de esa unidad abstracta y general que se llama nación, que es soberana y que por su abstracción sólo puede encontrar representación en el Parlamento. Como vemos, la soberanía absoluta permanece viva, solo que ha cambiado de manos. Ha pasado del rey al Parlamento sin recaer en el pueblo. La ruptura con el mandato imperativo no es una cuestión meramente continental o francesa. Lo ocurrido en la Francia revolucionaria, de la que la constitución de 1791 puede darnos muestra, también tuvo similares efectos en Inglaterra y en Estados Unidos. En Inglaterra, ésta fue una idea que fraguó con el paso del tiempo. La representación comenzó en 1295 cuando Enrique I convocó a dos caballeros por cada condado y dos por cada ciudad del reino para conseguir más recursos económicos que le permitieran financiar la guerra contra Escocia y Gales de acuerdo a la máxima “quod omnes tangit ab ómnibus approbatur est” 122, que implicaba que para recaudar impuestos extraordinarios debía contar con el consentimientos de los contribuyentes. Aunque en los primeros Parlamentos estamentales regía el mandato imperativo de acuerdo al cual los representantes de los condados y ciudades no deliberaban en aquellas cuestiones para las que tenían una consigna clara y precisa de sus

121

Opinión del abate Sieyès sobre la cuestión del veto real, en la sesión de 7 de Septiembre de 1789, en “Escritos y Discursos de la Revolución”, (Traducción de R. Máiz), CEC, 1990, págs. 15-116

122 Lo que a todos afecta, por todos debe ser aprobado

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mandantes, como era el caso de evitar nuevos impuestos, desde el siglo XIV existieron defensores que mantenían que el Parlamento se considerase como una unidad que representase a todo el reino y no como la suma de los distintos representantes de los votantes de los condados y ciudades inglesas. Fue a partir del siglo XVI cuando, debido al carácter continuo que tenían las sesiones parlamentarias y a la identificación que se estaba produciendo entre los intereses de los representantes y los representados, estos últimos comenzaron a otorgar su confianza ilimitadamente en los primeros a través de la reelección continua. Esta práctica adquirió el carácter de ley en la Septennial Act de 1716, que prohibía expresamente el mandato imperativo. Sir Thomas Smith123 en 1583 y Locke124, en el

siglo XVII, son los primeros intelectuales que argumentaron en defensa de esta causa antidemocrática, cocinada bajo la receta de que el representante representa a todo el reino y no sólo a los habitantes del condado que los eligió y servida en la mesa triunfal liberal como una contraprestación concedida por el monarca a la burguesía a cambio de mayores impuestos, dando comienzo al desarrollo del parlamentarismo inglés. Aunque, sin duda, el mayor exponente de esta doctrina en el mundo anglosajón fue Burke. El archiconocido discurso a sus electores de Bristol125 fue la prueba más evidente de la hegemonía del mandato representativo y el secuestro de la libertad política. En la otra orilla del Atlántico, los padres fundadores no consideraron necesaria la prohibición expresa del mandato imperativo en la Constitución de 1789, pero al no prescribir las sanciones originadas por el incumplimiento de este principio, en realidad el mandato representativo actuó tan de facto como teóricamente en las exposiciones de sus más brillantes abogados. Las cartas de Madison en El Federalista126 para influir en la convención constituyente de los Estados Unidos son

los mejores ejemplos de ello. Este círculo dibujado por el parlamentarismo clásico contra la libertad política del pueblo lo cerró, unos años después, Benjamin Constant127 al complementar esta teoría, con la que producir cierta inhibición a la participación directa de la ciudadanía, argumentando que frente al concepto de libertad de los antiguos128, implementada en espacios públicos donde el hombre se convierte en ciudadano al

123

Sir Thomas Smith, “The Republica Anglorum, a discourse on the Commowealth of England”, Cambridge University Press, 1906, pág. 49

124 John Locke, “Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen y fin del Gobierno Civil”, Alianza Editorial, 2008

125 Edmund Burke, “Discurso a los electores de Bristol” al ser declarado, por los sheriffs, debidamente elegido como uno de los representantes de aquella ciudad en el Parlamento, el jueves día 3 de noviembre de 1774. Fuente: www.der.uva.es/constitucional/materiales/libros/Burke.pdf

126 James Madison, “El Federalista”, Fondo de cultura económica, 2006

127 Benjamín Constant, “Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos: Comentarios al Acta adicional a las constituciones del Imperio del 22 de abril de 1815”, Capítulo quinto: “Esta ventaja sólo puede resultar de una elección directa. Este tipo de elección exige que las clases poderosas se interesen constantemente por las clases inferiores. Obliga a la riqueza a disimular su arrogancia y al poder a moderar su acción, haciendo del sufragio del grupo menos opulento, una recompensa para la justicia y para la bondad, y un castigo para la opresión”

128 Benjamin Constant “Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, Revista de Estudios Públicos N° 59, 1995

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participar en los asuntos de la polis, se encontraba la libertad de los modernos puesta en práctica en las áreas privadas de los negocios, la familia, etc. Al igual que ocurría con las especializaciones en otros trabajos129, la política no debía ser diferente y por tanto la nación debía dotarse de un cuerpo o de una clase dirigente preparada que pudiera afrontar la responsabilidad de dirigir la nación. Una responsabilidad que, por otra parte, sólo podía ser dirimida a través de unas urnas hasta entonces limitadas por sufragio censitario. Debido a su superior posición cultural respecto a la ciudadanía, argumenta Constant, sus decisiones podrían interesar a la nación en mayor medida que las de aquellos que les eligieron (a los que ni siquiera pudieron elegirlos ni siquiera los nombra), a quienes en teoría van dirigidas las políticas de los elegidos. Porque, según John Stuart Mill, otro paladín de la ficción parlamentaria

“La ignorancia, que nunca sospecha la existencia de lo que no conoce, es tan ligera como orgullosa, y mira con descuido, ya que no con cólera, toda pretensión más digna de estima que la suya”130

Muchos defienden el mandato representativo argumentando que la Revolución francesa lo instituyó como medida revolucionaria. Y así fue en un primer momento, pues los cuadernos de quejas no habían previsto en su mandato ni la declaración de derechos universales ni la división de poderes y los diputados debieron transgredir el mandato de sus votantes para aprobarlo. Pero esto no puede servir de pretexto. En primer lugar, porque se pudo haber convocado un referéndum. En segundo lugar, porque incluso sin referéndum, esa situación extraordinaria no debió extenderse más allá de una legislatura, momento en que se renueva el mandato en uno u otro representante. A través de esta ficción, la idea del mandato representativo casi irresponsable cobraba toda su fuerza y se hallaba en su mayor esplendor, haciendo quebrar el concepto original de representación vinculada al mandato imperativo y dejando así a una nación cuya soberanía había sido secuestrada por el Parlamento. A partir de entonces, la nación sólo sería soberana, en palabras de Rousseau, durante el acto electoral131. Era el triunfo sin paliativos de lo se llamó el parlamentarismo que situaba a la sede parlamentaria en el centro del sistema político. Al no tener los representantes ningún tipo de compromiso respecto de las instrucciones de los electores, tal y como ocurría antes con los “cahiers de doleances”132, la institución parlamentaria se convertía en el único sujeto políticamente libre. Sin embargo, aún sin mandato imperativo, la democracia encontró su lugar en los Estados Unidos de América, al sortear el obstáculo del parlamentarismo mediante el presidencialismo y la división de poderes.

129

También Constant defiende la tesis de Adam Smith de la división del trabajo 130

John Stuart Mill “Del gobierno representativo” Tecnos, 1985, pág. 58 131

Jean-Jacques Rousseau, “Contrato Social”, Libro III, capítulo XV: “El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan sólo lo es durante la elección de los miembros del parlamento. Después de que éstos están elegidos, ya es esclavo, ya no es nada”

132Los cuadernos de quejas (Cahiers de doléances ) http://es.wikipedia.org/wiki/Cuadernos_de_quejas También ver en Bernard Manin, “Los principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1998, págs.201-206

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Por si no fuera suficiente el que toda la clase dirigente estuviese de acuerdo con barrer del patio político el mandato imperativo, todavía hubo otro factor que influyó de forma significativa sobre este proceso. Para las fuerzas progresistas el control de los representantes no formó parte fundamental de su agenda hasta bien avanzado el siglo XX. En un principio, sus objetivos estaban centrados en el propio hecho de la representatividad, pues de nada les servía el saber que los representantes estaban controlados si sus gentes no se sentían representadas en forma alguna en el Parlamento. Su objetivo era conseguir verdadera y plena representatividad, y en ese sentido su esfuerzo se dirigía hacia la universalización del sufragio, en primer lugar masculino y posteriormente femenino, lo que les llevó la mayor parte del siglo XIX. Su esfuerzo se concentró en democratizar la fase de la elección, no la legislatura, que es para lo que tiene objeto el hecho representativo, aunque la más importante doctrina de la democracia representativa, de origen liberal, considere incluso más importante hoy en día el control que la representatividad, considerando que la lucha de clases ha terminado con un saldo a favor de las clases medias. La razón fundamental, además de la que ya se ha comentado en referencia a la propia representatividad, se daba argumentando que una vez conseguida ésta, el control ejercido por una ciudadanía completamente identificada con sus representantes sería casi innecesario. Al formar éstos parte de la mayoría social, se suponía que actuarían también de acuerdo a los intereses de todos o al menos de la mayoría. No podían imaginar lo lejos que se encontraban de la realidad, entre otras razones porque debían haber advertido que desde la revolución francesa, y más concretamente desde la última fase del directorio, una nueva clase emergente, distinta del resto y con sus propios intereses, surgía con entidad propia: la clase política. Sirvámonos de esta frase de John Stuart Mill en defensa del pluralismo para aplicarla a lo que nos concierne, que no es la tiranía de una clase social determinada, sino de la clase política en general.

“Bástenos observar que cuando el poder reside exclusivamente en una clase, ésta sacrifica a sus intereses a ciencia y conciencia a todas las demás. Sábese que, ausentes sus defensores naturales, el interés de las clases excluidas corre siempre el riesgo de ser olvidado o pospuesto, y aunque se trate de tomarlo en consideración nunca se le atiende como cuando se halla bajo la salvaguardia de las personas a quienes directamente afecta”133

b) SEGUNDA RAZÓN: PARTIDOCRACIA

“Todo ha quedado atado y bien atado” Francisco Franco

Pero a la libertad política, que había salido muy mermada al perder la batalla contra el mandato representativo, todavía se le iba a asestar otro golpe más, éste mortal

133

John Stuart Mill “Del gobierno representativo” Tecnos, 1985, pág. 36

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de necesidad, en el corazón de su corpus político. En el transcurso de unos años, en el continente europeo se habrá esfumado la idea de la representación e incluso habrá desaparecido el mandato representativo. Esta segunda traición estará protagonizada por los partidos políticos redactores de las constituciones que operan en Europa continental. Varios factores intervinieron. El parlamentarismo se pudo mantener mientras no surgieron los partidos de masas y no se amplió el sufragio. Pero, ya en el siglo XX, la irrupción de la clase trabajadora en la esfera política, y el surgimiento de esta forma de organización partidista dieron un giro copernicano a la idea de representación burguesa que vio cómo quebraba el principio de distinción elitista defendido por el liberalismo, merced al cual sólo unos pocos propietarios y personalidades del Estado tenían derecho a votar y ser votados. Este primer parlamentarismo no era democrático pero, sin embargo, era representativo. En cambio, con la irrupción de los partidos de masas y el sistema proporcional de listas perdió también su carácter representativo. A partir de ese momento, en torno al estallido de la Primera Guerra Mundial, la función representativa, aun sin mandato imperativo, se había convertido en una mera ratificación de listas de partido. Así, a la antigua ficción parlamentaria se unió otra de mayor calado: la de llamar sistema parlamentario a un régimen de poder que había perdido su carácter representativo respecto a los electores. La filosofía política alemana fue la primera en construir una teoría sobre esta nueva era. Realizó un buen diagnóstico de la situación en la que se encontraba el parlamentarismo, pero al legitimar la transmutación de la idea de la representación por la de identidad, frustró definitivamente para el siglo XX europeo toda idea de representación democrática. El Parlamento ya no reunía los requisitos necesarios para que, al decir de los defensores del mandato representativo, la verdad pudiera ser alumbrada. En vez de convertirse en el lugar en el cual, a través de la discusión, pudieran converger los distintos criterios sociales representados por los partidos, en aras de conseguir una voluntad única, o voluntad general, la sede parlamentaria se había convertido en el escenario donde se representaban públicamente las diferencias insalvables de los grupos políticos, cuyas decisiones no iban a tomarse en sede parlamentaria, después de un amplio y honesto debate, sino que venían prefabricadas desde sus despachos, y que sólo representaban el fraccionamiento social generado por la introducción de elementos de conflicto o de heterogeneidad que habían permanecido ausentes del Parlamento (moral, economía, etc.). Este fracaso en la consecución de la verdad, en el sentido de establecer la unidad o unanimidad deseada, se debía a las cambiantes coaliciones gubernamentales cuyas decisiones variaban en función del tema a tratar y de los intereses a repartir, permutando así la discusión racional por el consenso partidista. Esta nueva realidad la generó la implantación del sistema electoral proporcional de listas de partido. Este nuevo sistema político se ha venido a llamar partidocracia u oligarquía de partidos.

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Carl Schmitt entendió que habían desaparecido los tres elementos fundamentales del parlamentarismo:134 la discusión, la publicidad y su carácter representativo de la sociedad.

De un lado, el Parlamento no es ya un lugar de controversia racional donde unas partes puedan convencer a otras por la fuerza de los argumentos y del interés nacional. Los partidos representan masas de electores identificados ideológicamente y el diputado no representa a sus electores sino al partido que le ha colocado en el Parlamento a través de su inclusión en las listas electorales. No se discute, se negocia. La discusión parlamentaria es pura ficción. De otro lado, el Parlamento ha dejado de ser la sede donde se publicita la discusión para ser el lugar donde se anuncia el resultado de las negociaciones secretas de los partidos. Finalmente, el carácter representativo del Parlamento y del diputado se ha desvanecido. Es obvio que con estos antecedentes, el Parlamento ha dejado de ser el lugar donde se decide pues ha pasado a ser la sede que actúa

“como oficina para una transformación técnica en el aparato de autoridad del Estado”135

Por estos motivos, Schmitt creyó que la representación ya no era posible, que la sociedad de masas no podía canalizar la persecución de sus intereses a través de esta institución. Se hacía necesario recomponer la unidad política, buscar su identidad, eliminando las causas de la heterogénea pluralidad. En esta interpretación, el vínculo entre la política y la sociedad se genera a través de la identificación de las ideas y valores del ciudadano con los del “representante”. Por eso, para Schmitt, la vinculación entre un distrito electoral y las candidaturas presentadas no es más que un trámite, pura ficción que desaparece en el momento en que el elegido queda desvinculado de su responsabilidad ante el distrito que lo ha elegido y pasa a representar a la nación. La representación desaparece absolutamente. Y para legitimar la total desvinculación entre la sociedad civil y el poder político, Schmitt pone el principio de la “identidad” por contraposición a la “representación”. Leibholz recogió de Schmitt cuestiones tales como la gran vinculación entre la democracia plebiscitaria y el Estado de partidos, y mantuvo que se había producido una transformación constitucional. Los diputados no hacen uso de las facultades que les otorga la constitución sino que, pudiendo emplear el mandato representativo, se exponen servilmente al mandato imperativo de los partidos políticos. Obviamente esta representación está muy alejada de la representación burguesa. La contradicción es manifiesta y sólo se puede solventar a través de una modificación o reinterpretación de la ley. Como para Leibholz no puede reconstruirse la representación, habrá que sustituirla por otro principio, el de identidad. Así, el Estado de partidos ha sustituido al Estado representativo. Los

134

Carl Schmitt, “Teoría de la constitución”, Alianza Universidad, 2006, págs. 306-307 135

Carl Schmitt, “Teoría de la constitución”, Alianza Universidad, 2006, pág. 303

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partidos ya no representan al pueblo: son el pueblo. Y cada vez que actúan lo hacen como pueblo, de allí el nombre de democracia plebiscitaria. Finalmente, Kelsen, debido a la complejidad de la vida actual, consideró que el pueblo ya no puede participar directamente en la acción política, y, en consecuencia, su papel debe limitarse a la creación del órgano que conforme la voluntad del Estado. Pero, como al mismo tiempo se desea mantener la apariencia de que el Parlamento expresa la idea de libertad, ha de recurrirse a la ficción de la representación en el sentido de que el Parlamento representa al pueblo y expresa su voluntad. La representación es por lo tanto una ficción con la que se pretender legitimar al parlamentarismo desde el ámbito de la soberanía popular. Una ficción que es tanto más perjudicial cuanto más se sigue proyectando sobre unas circunstancias completamente diferentes de las que motivaron la génesis de la representación burguesa en los orígenes del Estado constitucional bajo la égida de la soberanía nacional. Lo más lamentable para Kelsen es que, dos siglos después de Burke o de Sieyés, la representación siga conceptualizándose sobre las mismas bases que entonces, como si el desarrollo del principio democrático no hubiera existido y continuara creando los mismos efectos jurídicos, o sea, el mandato representativo y las consecuencias de sus decisiones en el representado sin otra forma de control que el producido cada cierto tiempo a través de las elecciones. De esta manera, concluyen los teóricos de la partidocracia, la sociedad de masas ha transformado la democracia. Ésta gravita ahora sobre los partidos políticos, convertidos, según esta teoría, en los ostentadores de la soberanía y piezas absolutamente fundamentales del sistema político. Si la vuelta al parlamentarismo es imposible, debido, entre otras razones expuestas, a que esta nueva sociedad ha generado la lucha por los intereses económicos o de clases y éstos se ven reflejados en un Parlamento incapaz ya de expresar la unidad política de la nación en la que se basaba el parlamentarismo clásico, es obvio que para mantener el sistema democrático habrá que acudir a la constitucionalización de los partidos y su incorporación en el Estado, exigiendo que su funcionamiento sea democrático. Pues si los partidos se convierten en la piedra angular del sistema democrático del Estado, esto significa la absoluta necesidad de que su desarrollo funcional se rija por los principios democráticos. Nos encontramos en la esencia de la partitocracia. Sin tapujos y sin máscaras que camuflen la realidad, los defensores de la oligarquía de partidos sostienen que aunque realmente al sistema parlamentario actual no puede llamársele democracia, es un sistema en el que el pueblo encuentra su mímesis en los partidos políticos y les cede a éstos la soberanía nacional, dejando la ficción parlamentaria liberal en una cuestión transparentemente fría y sin sentido, y trasladando así la toma de decisiones a las cúpulas de los partidos políticos. El pluralismo elitista de mediados y finales del siglo XX, el de Schumpeter y Dahl, no ha hecho sino abundar en esta premisa. Para esta teoría, ahora el objeto del pueblo consistirá en plebiscitar las listas de los hombres que construirán la voluntad racional de un pueblo incapaz de hacerlo por sí mismo.

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Como muestra de cinismo, o a pesar de todo, y por paradójico que resulte, algunos teóricos como Leibholz no confían plenamente en el Estado de partidos. Temen que se pueda producir, en primer lugar, un abuso por parte del partido que sostiene al gobierno y que éste cree un Estado dictatorial. En segundo lugar, temen que los partidos se conviertan en centros de poder oligárquico. Por eso, Leibholz cree, y aquí está la verdadera paradoja, que hay que conservar algún atisbo de representación que evite el mandato imperativo que una cúpula partidista dispuesta a practicar el poder de forma dictatorial puede ejercer sobre el diputado. Sería ésta la garantía de la libertad frente al principio de igualdad en que se basa la democracia plebiscitaria y de partidos. Un poco de democracia como remedio a las consecuencias de un sistema que adolece de falta de democracia. ¿Se puede ser más impúdico?

“De este modo, la labor de formación cívica podría contribuir a que los partidos en la actual democracia no se conviertan en un fin en sí mismos y en organizaciones de dominio oligárquico y, así, en un Estado dentro del Estado, y a que el proceso de voluntad en los partidos no se realice de arriba abajo, sino de abajo a arriba. A la burocracia de partido ha de contraponerse la voluntad de unos miembros de partido de sentido liberal, conscientes de responsabilidad y de juicio objetivo, de modo que la dirección del partido pueda alegar en sus decisiones la confianza de sus seguidores”136

Es decir, hay que introducir en los partidos la representatividad y la responsabilidad, los requisitos indispensables de la representación, para paliar la falta de representación en el Estado. Al margen de la obscenidad que acompaña a esta reflexión y de la felonía que se comete con la democracia, esto implica que la garantía de la democracia radica en la democratización de los partidos políticos. Esa premisa es de imposible cumplimiento. La cúpula que controla el aparato controla el partido en su totalidad. Con primarias y sin primarias. Con la obligación constitucional del funcionamiento democrático de los partidos y sin ella. Es tal el poder orgánico y económico de que dispone la cúpula de un partido en un Estado de partidos que resulta ingenuo pensar que con unas elecciones primarias sin control de la base de datos del afiliado, ni posibilidades de comunicarse masivamente con él, ni dinero para promover campañas internas se puede hacer frente a la dirección de un partido no fragmentada. No hace falta poner ejemplos, no acabaríamos nunca. Esta ley de hierro de las oligarquías está perfectamente teorizada por Robert Michels137 desde principios del siglo XX. Mientras los partidos sean estatales y exista una ley electoral proporcional que les permita dominar al diputado, no habrá representación. Lo único que puede haber es identidad entre los partidos y el electorado pero no representación. Por lo tanto no estamos en una democracia representativa, sino identitaria o plebiscitaria. En la democracia plebiscitaria la voluntad de la mayoría se identifica con la voluntad

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Gerhard Leibholz, “Problemas fundamentales de la democracia”, Instituto de Estudios Políticos, 1979, pág. 230

137 Robert Michels, “Los partidos políticos”, Amorrortu, 2003

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general del pueblo y en la democracia de partidos la voluntad del partido más votado, o de la coalición, se identifica con la voluntad general. Como ya hemos observado a través de las lecturas de Michels, resulta que al final, la voluntad general de todo un pueblo se conforma, por el principio de identidad, a través de la voluntad personal del jefe del partido más votado.

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"Today, democracy does not have to be on its guard as it once did against aristocracy but against mediocrity" Carole Pateman138

Paralelamente, el hecho de sustituir la lealtad a los votantes y al Estado por la fidelidad al jefe de partido ha transformado el carácter del representante, dotado en un primer momento de componentes distintivos por su energía, su valor, su amor a la libertad, su pasión por la política y su afán de servir a la comunidad, por una obsesión pusilánime y cobarde por no molestar al jefe para mantener un cómodo puesto de trabajo y una vía expedita para medrar en el Estado. Así las cosas, es evidente que en España no vivimos en una democracia, pues el dique del principio representativo hace aguas por todos los lados. El segundo axioma de la representación, el control del representado, quedó “secuestrado” por los distintos Parlamentos antes de que los sistemas representativos echasen a andar, arrogándose el poder de decidir lo que estimase oportuno sin que el ciudadano le pudiera quitar su poder representativo. El primer axioma, la representatividad, quedó enterrado por el principio identitario de la democracia plebiscitaria que inventó la teoría alemana del estado oligárquico de partidos para legitimar el cambio producido en el parlamentarismo. El sistema político recogido en nuestra constitución no ha sido ajeno a estos cambios. El artículo 67 exige el mandato representativo y prohíbe el mandato imperativo del elector. Este artículo no es democrático, ni siquiera en el plano teórico, independientemente de que el mandato representativo se haya transformado en la práctica en mandato imperativo de partido, no del votante. Los ciudadanos hemos de esperar a que termine una legislatura para no renovar el mandato de representación a un diputado. Imaginemos que éste, por ejemplo, en nuestra circunscripción provincial, prometió en su programa bajar los impuestos y que, sin embargo, ha votado a favor de una subida de los mismos en cada presupuesto anual. Habría que esperar a que terminara la legislatura para poder quitarle nuestra representación. O, por ejemplo, que el mismo se haya comprometido electoralmente a no aprobar el trasvase del Ebro y sin embargo vote a su favor durante toda la legislatura. Tampoco podríamos hacer nada. O que prometiese no intervenir en una guerra y sin embargo haya apoyado lo contrario. Tampoco habría

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Carole Pateman, “Participation and democratic theory” Cambridge University Press, 1970, pág. 10

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nada que hacer salvo esperar a que termine la legislatura. ¿Cabe imaginar dar poderes notariales por un tiempo a un amigo para que nos represente en un determinado acto privado y no poder quitárselos antes de que expire el plazo? Esto es lo que ocurre con nuestros políticos. Con el sistema que tenemos, les otorgamos un cheque en blanco para que hagan y deshagan a su antojo, teniendo que esperar hasta cuatro años para poder pedirles cuentas. Si nos han esquilmado los bolsillos subiendo repetidas veces los impuestos, si nos han dejado definitivamente sin regadíos porque se han llevado el agua a través de un trasvase o si hemos perdido a nuestro hijo en una guerra sangrienta, podemos pedirles cuentas y no votarles más. ¿Acaso es esto suficiente? ¿Acaso no se hace absolutamente necesario el control interelectoral para retirar la confianza a quien ha abusado de ella antes de que termine de materializar su felonía o cometa la siguiente? Pero esto es sólo la primera parte del problema. Porque en España el problema no es sólo que no podamos echarlos antes de que finalice su legislatura. ¡¡El problema es que ni siquiera los hemos elegido nosotros y por lo tanto tampoco dependerá de nosotros que vuelvan a presentarse y salir elegidos!! Sin mandato imperativo para revocar su cargo y con listas de partido, al único que debe rendir cuentas es a quien tiene el poder de confeccionar las listas de su partido, es decir, al presidente del mismo. Si depende de sus jefes de partido para repetir en el cargo, ¿a quién obedecerá en su acción política? ¿A los electores que no pueden ni ponerle en la lista ni retirarle la confianza o a quienes sí pueden hacerlo? La respuesta es obvia y con ella podemos decir que en nuestro país cualquier parecido con el principio representativo es pura coincidencia. Paradójicamente, con la disciplina de voto el mandato imperativo, icono de la democracia, encuentra su imagen en el espejo invertido y esperpéntico del Estado oligárquico de partidos al convertirse en la práctica en imperativo de partido. Si no hay mandato imperativo, no hay control interelectoral. Tampoco hay representatividad entre el diputado y el votante, ni responsabilidad poselectoral, porque el sistema proporcional de listas de partido elimina cualquier vínculo entre ambos. No se cumple ninguno de los principios de la representación: la representatividad del elegido respecto del elector y el control de aquel por parte de éste.

Gracias a estas dos cuestiones podemos defender que nuestro sistema no es representativo de la sociedad civil, tan sólo es representativo de los partidos políticos, no del ciudadano. Y hemos advertido que un partido político no puede regirse por mecanismos democráticos pues toda organización jerarquizada crea oligarquías. Todavía hay un factor más en España que hace de nuestro sistema algo más alejado del ciudadano. Los partidos políticos se financian con dinero público, con fondos del Estado, lo que los convierte en órganos estatales y no civiles. ¿Puede haber mayor separación entre éstos y el ciudadano? Todavía sí. Éstos pueden blindarse de su competencia, no permitiendo la entrada de ningún competidor, negando la financiación pública a los partidos que no tengan representación parlamentaria, estableciendo gigantescas barreras de entrada a las nuevas formaciones. Es lo que hicieron los partidos de la transición al blindarse a través de la constitucionalización de la provincia como circunscripción electoral y el establecimiento de la ley electoral de listas cerradas y bloqueadas con barreras de

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entrada y financiación pública para quienes ya estaban dentro del Parlamento. Efectivamente, todo quedó “atado y bien atado”. Si esto no fuera así, si el diputado respondiese a su conciencia y no a la disciplina de partido, ¿qué sentido tendría la expresión “tránsfuga”? En los países con sistemas representativos no existe este término. Un miembro del partido demócrata que apoye una medida republicana, como ocurre en E.E.U.U. no es llamado “tránsfuga” pues probablemente lo hace porque se debe a sus electores y éstos, con verdadero mando en plaza, no le perdonarán que traicione sus promesas. Lo mismo ocurre en el Reino Unido y en todos los sistemas representativos donde el diputado no está bajo el paraguas de una lista confeccionada por su jefe de partido. Sólo el diputado de distrito uninominal garantiza, con la revocatoria de mandato, la representación a través de la representatividad y la responsabilidad.

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“¿Qui prodest?”

Una última reflexión nos conduce de nuevo por la misma senda. ¿Por qué la clase política nos pide constantemente el voto manifestando que lo verdaderamente importante es votar, no importando tanto a favor de qué siglas se haga? ¿Qué es lo que deslegitimamos los ciudadanos no yendo a las urnas? ¿Y por qué nos agradecen haber votado, aunque haya sido a sus contrincantes? ¿Por qué le llaman sentido democrático al de un pueblo cuando ejerce su derecho al voto y se olvida de los aconteceres públicos hasta al cabo de cuatro años? ¿No parece sospechosa la traición que el subconsciente realiza a la clase política?

2) NO HAY DIVISIÓN DE PODERES

“Montesquieu ha muerto” Alfonso Guerra

La Constitución del 78 prefirió sustituir la división política del poder por la división social de los poderes del Estado a través de la pluralidad de ideologías reflejadas en los partidos políticos. En vez de dividir el poder en tres órganos independientes para que se controlasen los unos a los otros y evitar así la tiranía de aquel que ostentase la supremacía, la Constitución española optó por separar las funciones de un mismo poder. El resultado de tamaña felonía es bien conocido: “Montesquieu ha muerto”, espetó Alfonso Guerra, a la sazón vicepresidente del gobierno. Y así es. Se

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mire por donde se quiera, no existe la más mínima garantía de independencia de los poderes del Estado.

La transición española instituyó una monarquía de partidos. Y estructuró un parlamentarismo con una mera separación de funciones. El difuso límite entre la función ejecutiva y la legislativa nos permite advertir que el verdadero poder no reside en ninguna de ellas, sino en la cúpula del partido con más votos. El legislativo es designado a dedo por los partidos políticos cuando dictan las listas de candidatos al Parlamento, y, una vez allí, éstos son mandados imperativamente a elegir al jefe del partido ganador como presidente del ejecutivo. Posteriormente, a los miembros del Parlamento se les comunica a qué personas han de elegir como miembros del poder judicial y se les ordena hacerlo. Éstos eligen a los miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, que se encargará posteriormente, a su vez, de designar a los miembros del Tribunal Supremo.

En relación a los poderes ejecutivo y legislativo, basta saber que el artículo 3 de la constitución española define a España como una monarquía parlamentaria, y su artículo 99 manifiesta que el Parlamento, con el simbolismo de la propuesta del rey, designará al presidente del poder ejecutivo por el sistema de mayoría -absoluta en primera instancia y simple en segunda-. La preponderancia de los partidos sobre las personas queda garantizada con el sistema proporcional de listas, que en nuestro caso son cerradas y bloqueadas, pero que poco importaría que estuviesen abiertas y desbloqueadas, ya que el verdadero poder consiste en incluir a los candidatos en las listas, no en la posibilidad concedida al votante de rechazar a alguno de los incluidos, pues en realidad nunca les conocemos, la mayoría son anodinas piezas que cumplen fielmente el papel de servir al jefe de su partido a cambio de unas prebendas que, por su perfil humano, difícilmente habrían obtenido en la sociedad civil. La mejor prueba la constituyen las luchas intestinas de poder, llegando a hacer todo un axioma del eufemismo de Giulio Andreotti de que “en la vida hay amigos, enemigos y compañeros de partido”. Esta oligarquía de los partidos queda patente en los puntos 2 y 3 del artículo 68 de la Constitución al garantizar que la circunscripción electoral es la provincia y que el sistema de elección es el proporcional de listas, aspectos blindados en cuanto a sus posibilidades de reforma. La ley orgánica del procedimiento electoral es una comparsa de acompañamiento a las notas dominantes de la Constitución. Si el poder de los partidos y la falta de control político sobre éstos no son todavía suficientes, todo queda atado y bien atado con el control por parte de éstos del poder judicial. Camuflado bajo el disfraz que cada uno prefiera creerse, lo cierto es que los partidos eligen a los jueces que habrían de juzgarles en el caso de que cometiesen algún delito. Así lo confirman los artículos 122 y 159 de la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial.

3) NO HAY PARTICIPACIÓN

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Todavía no es suficiente. Todavía le cabría a la sociedad civil una posibilidad de actuar de contrapeso a su clase política a través de la participación ciudadana. Y por eso la Constitución del 78 se encargó de limitar al máximo su expresión, camuflando bajo el disfraz de los referéndums y la iniciativa legislativa popular la flagrante limitación que estaba propinando a sus ciudadanos. El artículo 6 advierte cínicamente que los partidos políticos estatales expresan “el pluralismo político y la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Fundamental, no. En España, único. Pero no de participación popular, pues no me cansaré de repetir que no representan a la sociedad ni al ciudadano. No se representan más que a sí mismos.

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Aunque la participación está tipificada en el artículo 9.2 de la Constitución, que exige a los poderes públicos “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social” , y se especifica en diversos artículos extendidos a lo largo del texto, destacando el artículo 23.2, que afirma que “los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes…”, texto que reproduce casi literalmente el del Artículo 15 del Pacto internacional de derechos civiles y Políticos, lo cierto es que ésta no valora en absoluto el derecho fundamental de la participación. Al menos la participación política, porque, si bien es considerada una constitución participativa, lo es tan sólo en la medida que entiende el principio participativo tal y como se entendía en los años 70, es decir, en un sentido extensivo a todos los ámbitos de la vida política, económica, cultural y social, muy alejado del derecho fundamental y subjetivo de participación política que he comentado a lo largo del ensayo. Efectivamente, es bajo estas coordenadas como debe entenderse el espíritu constitucional del participacionismo, enmarcado en un contexto de pluralismo, concebido como un valor transversal a los distintos ámbitos de la vida social y encaminado al logro de la igualdad sustancial en vez de a la conquista de la democracia. Por esta razón, con el pretexto de la libertad y la igualdad efectivas, el objetivo constituyente de esta oligarquía ha estado centrado en la intervención de los distintos grupos sociales en el proceso de elaboración de las decisiones como portavoces de los intereses públicos, bloqueando la participación política individual. Así, se ha apostado por un oligopolio partidocrático y, por lo tanto, se ha caído en una flagrante limitación de participación a la interacción dialógica de los partidos estatales. Una buena prueba de ello es la mezquindad con la que se han introducido algunas de las herramientas participativas, como el referéndum y la iniciativa legislativa popular, y la falsa generosidad con la que se ha asumido la participación civil en el diálogo y las decisiones de los ámbitos no estrictamente políticos. Para ello, se han habilitado instrumentos específicos de participación directa de carácter sectorial en la educación, con el artículo 27.5; en la acción sindical, recogida en el artículo 28; en la negociación colectiva, el artículo 37; en la participación juvenil, del artículo 48; en la de los consumidores, reflejada en el artículo 51.2; en la actividad

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administrativa, del artículo 105; en la Administración de Justicia, en el artículo 125; en la Seguridad Social, que trata el artículo 129.1; en la empresa, recogida en el artículo 129.2; y la en la planificación económica, del artículo 131.2. Todas dan muestra de dicha capacidad participativa de la que se nutre la carta magna orientada expresamente hacia un horizonte que no permita que se resienta lo más mínimo el férreo oligopolio político de los partidos estatales.

En relación con la verdadera participación directa en las cuestiones políticas, enseguida puede apreciarse la falta de interés con que se habilitaron sus instrumentos: la regulación del referéndum en sus diversas tipologías –consultivo, constitucional y autonómico-, la iniciativa legislativa popular, el derecho de petición y los concejos abiertos, están pensados para cubrir el expediente sin que dichos instrumentos puedan en ningún momento perturbar la paz oligarca. En todas ellas, a excepción de los infrecuentes concejos abiertos, la participación directa no es complementaria de la representativa como afirman sus redactores, sino que es prácticamente inexistente por cuanto que limita a los ciudadanos a corroborar las decisiones de sus representantes, caso del referéndum vinculante, a instar una decisión de éstos, tal como resulta la iniciativa legislativa, o a asesorar una decisión ajena, como en el referéndum consultivo.

He repetido en multitud de ocasiones que el verdadero sentido de la democracia participativa radica en el control de la clase política, sustituyendo al sujeto cuya comportamiento haya dejado de ser digno de merecer la confianza ciudadana y suplantando temporalmente la función política delegada para los casos en que no se atienda al sentir ciudadano. Nada de ello se refleja en el espíritu constitucional, más bien todo lo contrario.

En relación con la herramienta que más importancia tiene de todas las que la Constitución reconoce, es decir, la iniciativa legislativa popular, el artículo 87.3 se ha remitido a la Ley Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de la iniciativa, que prescribe las condiciones para que se admita una determinada proposición de ley que en todo caso discutirá y aprobará el Parlamento, de acuerdo “a lo que dispongan los Reglamentos de las Cámaras”. Lo que viene a significar que se aprobará si se considera oportuno. Además, excluye del ámbito de la iniciativa legislativa todas las materias susceptibles de afectar al sistema de poder, blindándolo todavía más. Las leyes Orgánicas, las de naturaleza tributaria, las de carácter internacional, las referentes a la prerrogativa de gracia y las mencionadas en los artículos 131 y 134.1 de la Constitución no podrán ser tratadas en la iniciativa. Y mucho menos una reforma constitucional. El referéndum no permite al ciudadano exigirlo cuando lo considere conveniente, que es realmente su cometido esencial. El ciudadano es forzado a caminar siempre detrás, con un burka, a varios metros de distancia en la marcha oligárquica que debe refrendar. No hay la más mínima muestra de voluntad y respeto hacia la iniciativa popular. Es más, todo lo legislado camina en un sentido opuesto, prohibiendo la libertad de acción política a la sociedad.

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Y si la regulación constitucional adolece de cicatería con los mecanismos participativos, el Tribunal Constitucional ha refrendado su espíritu, manteniéndolos en una posición secundaria respecto de las vías representativas mediante una estricta limitación de los mismos, considerándolos una forma excepcional de ejercicio de la soberanía popular139. La extensión de la iniciativa legislativa popular tanto al área autonómica como a las consultas populares municipales previstas en la Ley reguladora de las bases del régimen local no ofrece nada nuevo digno de mención. Ni siquiera los nuevos reglamentos de participación ciudadana, justificados en una hipotética nueva concepción de la ciudadanía, parecen más determinados a corresponsabilizar al ciudadano en las decisiones –o desmanes- públicos que a otorgarle la libertad de acción política que se espera de las herramientas participativas.

4) NO HAY DELIBERACIÓN

Teóricamente, y de acuerdo a las primeras exposiciones de derechos y principios declarativos, nuestro sistema constitucional comulga con algunos planteamientos funcionalistas que parten de una justificación de la democracia que privilegia el elemento procedimental y deliberativo en la conformación del espacio público y que consideran a la participación ciudadana en la formación de criterios públicos como un valor en sí mismo, convirtiendo al pluralismo en valor superior del orden jurídico. Sin embargo, dichos principios deliberativos quedan limitados a complementar la función de la Administración, dejando a un lado la deliberación política stricto sensu, es decir, aquella enfocada a la creación de opinión pública a través del procedimiento dialógico. La Constitución del 78 ha reflejado los principios deliberativos en el ejercicio de las funciones administrativas, como en los artículos 105 y 129, el primero de los cuales alude a la «audiencia de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten». Al margen de que el artículo se puede referir a los afectados directamente por la futura disposición administrativa, el espíritu no recoge el principio deliberativo proyectado sobre la ciudadanía, sino sobre sujetos portadores de intereses colectivos reconocidos jurídicamente. El texto constitucional se refiere a sindicatos, patronal, ONGs, asociaciones de estudiantes y de padres (artículo 27), consumidores y usuarios (artículo 52). Y aunque la manera de participar en la deliberación no se limita a la exposición pública, como puede ser la Ley del suelo y la L.B.R.L., y se extiende también a procedimientos consultivos, de nuevo, son los grupos representativos, a través de conferencias y rondas de

139

La participación política del art. 23 supone una “manifestación de la soberanía popular, que normalmente se ejerce a través de representantes y que, excepcionalmente, puede ser ejercida por el pueblo” (fundamento jurídico 3 de la STC 119/1995, citada)

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negociación que con antelación a la aprobación de ciertas leyes se convocan a tales efectos, los únicos que disfrutan de esa limitada capacidad deliberativa. Estos colectivos actúan como grupos de presión en favor de determinados intereses pero no activan el procedimiento dialógico que genera el debate ciudadano. No podemos decir, de ninguna manera, que los principios deliberativos con los que debe contar la ciudadanía expuestos en el capítulo anterior estén garantizados por la Constitución española

5) CONSECUENCIAS DE QUE EN ESPAÑA NO HAYA DEMOCRACIA

“Allá van leyes, do quieren Reyes”

En multitud de ocasiones, a quienes hemos venido defendiendo la democracia, no sólo como el único sistema legítimo de gobierno sino también como el más eficaz, nos han tildado de utópicos, de gente poco realista que confunde los ideales que añora con el pragmatismo que los limita. Hemos sido acusados de ser poco prácticos, de perdemos en divagaciones sobre la libertad cuando lo que realmente necesita la gente es algo más material, como es el disponer de tiempo y de bienes materiales para desarrollarse como individuos y ciudadanos. Muchos no se dan cuenta de que la libertad es esencial al desarrollo. Y debe de ser defendida en términos abstractos, garantizada en términos legales y promovida en términos materiales. Conociendo la teoría, se puede intuir la práctica. Al igual que en las ciencias exactas, el dominio de los principios generales permite solventar por deducción la problemática casuística. En cuestiones políticas, no es sencillo llegar a soluciones prácticas sin conocer la teoría obtenida tanto de los principios generales abstractos como del método empírico que la inducción de la historia nos brinda. De manera que, después de haber conceptualizado la teoría de la democracia, detallado sus elementos fundamentales y expuesto la inexistencia de los mismos en nuestro sistema político, no resulta difícil intuir las nefastas consecuencias que para la sociedad que lo soporta tiene la falta de democracia y por tanto de libertad política. No disponer de la posibilidad de seleccionar y destituir gobernantes/representantes conlleva, por la vía de la lógica más básica, a la creación de una clase dirigente que vive y actúa al margen de la sociedad porque sabe que no depende de ella para mantenerse en el poder. ¿Qué se puede esperar de una clase dirigente incontrolada? Lógicamente, descontrol. No hay un único partido culpable del desastre español. Podemos comprobar cómo, en las parcelas de poder que le son asignadas, el abuso del manejo de los presupuestos públicos no tiene ideología. Si entre todos los partidos políticos con representación no dispusiesen del monopolio de la libertad política arrebatada a los ciudadanos, no se habrían atrevido a firmar las barbaridades cometidas. ¿Acaso es

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posible creer que si el ciudadano pudiera decir “Basta ya” por los procedimientos políticos vigentes no habría dado hace tiempo un puñetazo en la mesa política y habría cambiado la situación? Lo nuestro, no es una cuestión de masoquismo sino de sensación de impotencia provocada por la tan caracterizada servidumbre voluntaria que los latinos manifestamos. Existen publicaciones que analizan con carácter exhaustivo el abuso por parte del poder político de la administración del dinero público. Para lo que este ensayo pretende demostrar, baste con mencionar lo fundamental, aún a riesgo de olvidar capítulos importantes. En España había, en 1975, 650.000 funcionarios. Hoy existen 3,2 millones de empleos públicos. Sobran, a juicio de la mayoría de analistas independientes, entre un millón y medio y dos millones de empleos. Las prestaciones sociales de hoy en día no son las mismas que a mediados de los 70: se han visto incrementadas, pero también lo han hecho, incluso en mucha mayor medida, los medios tecnológicos, hasta el punto que en muchos países la Administración ha disminuido su nómina respecto a la de hace treinta años. En nuestro país todos los partidos políticos sin excepción, a su llegada al poder, especialmente en las Comunidades Autónomas, han ido colocando personas en la Administración para pagar favores políticos o recibirlos con posterioridad. La ciencia política tipifica este sistema de corrupción con el nombre de “spoil system” o “sistema de botín”. La diferencia entre que dos millones de personas estén produciendo en la sociedad civil, generando riqueza y contribuyendo a las arcas del Estado, a que estén administrando la riqueza creada por otros, con cargo a esa misma riqueza, es absolutamente abismal. Con todas las honrosas excepciones que debemos hacer, debido a que estos dos millones de empleos públicos sobrantes no han respondido a verdaderas necesidades, resulta que en la Administración hay menos demanda de trabajo que personas para desempeñarlo -todos conocemos a personas que no hacen casi nada en sus puestos de trabajo público- lo que provoca una tasa de absentismo laboral que llega al 20% cuando en Europa occidental es del 1%. Entre ambas partidas, el dispendio de fondos públicos es descomunal y no tiene precedentes en el mundo civilizado. Hay cuestiones un poco menos gravosas pero para las que hace falta un descaro impúdico. En España hay 80.000 políticos cuyos salarios cuestan a los contribuyentes unos 720 millones de euros al año, es decir, 120.000 millones de las antiguas pesetas. Hay, curiosamente, 30.000 coches oficiales. Quiere esto decir que 30.000 de estas personas necesitan un chófer y un coche pagado por el Estado para sus desplazamientos. Pongamos un ejemplo comparativo. En E.E.U.U., que tiene una población siete veces superior y un PIB mayor en más de diez veces, hay menos coches oficiales. Sólo en la Junta de Andalucía, el contribuyente andaluz financiaba el teléfono móvil a 34.000 personas. Los senadores gastan 1,7 millones de euros al año en teléfono. No dispongo de los datos, pero no es difícil imaginar las tarjetas de crédito que existen, los portátiles financiados, los viajes en business class soportados, y los hoteles y restaurantes de cinco estrellas y tenedores. También les pagamos las multas de tráfico y los taxis, para los que los diputados y

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senadores disponen de una tarjeta especial que sólo tienen que mostrar al servicio de taxi. La pensión máxima de un español de a pie es de 32.000 € anuales. La de un político, con sólo siete años en el cargo, la dobla, como ocurre con los diputados y senadores. Estas pensiones pueden ser complementadas con otros sueldos de la Administración o de otras actividades económicas, cuestión prohibida al resto de los españoles, a quienes dicen representar. Durante la etapa de cotización, senadores y diputados sólo tienen una retención del 4,5%. Hasta hace poco, cada eurodiputado disponía de 17.000 euros al mes para contratar a personas que podían ser familiares. Ahora sigue disponiendo de los mismos fondos y puede seguir contratando a amigos y compañeros de partido sin importar la cualificación. Solamente la tercera parte de los diputados del Congreso se dedica en exclusiva a su labor política. Dos tercios se dedican profesionalmente a otras labores en empresas privadas, fundaciones y distintas colaboraciones. Además, en España existen 35.000 cargos de confianza, adjudicados al más puro estilo nepotista, a familiares y amigos. Se calcula un costo de 5.000 millones de euros anuales. Vayamos con otra partida sangrante. Las televisiones públicas cuestan 15.000 millones de euros al año. Para quien las cifras se le escapen, podemos decir que 15.000 millones de euros son 2,5 billones de las antiguas pesetas. PP y Psoe ingresarán en 2011 unos 180 millones de euros. Los dos sindicatos mayoritarios sindicatos ingresaron en 2010 directamente del Estado 193 millones de euros. Además, junto con la patronal, se repartieron 175 millones más en subvenciones para cursos de formación. No siendo bastante, los liberados sindicales cuestan a las empresas 250 millones de euros anuales. Total, 798 millones de euros. Todo un insulto a los millones de mileuristas y a los pensionistas que han visto recortados sus ingresos y prestaciones. Otro pequeño ejemplo, la clase política permite que la SGAE nos confisque otros 700 millones de euros más. Incluso con un libro de mil páginas no tendríamos espacio suficiente para dar cuenta de este derroche económico sangrante. Hemos de detenernos, ya hay bastantes ejemplos del despilfarro generalizado de la clase política, hoy en día, para colmo de males, multiplicado por 17 administraciones que necesitan justificar mínimamente sus desorbitantes presupuestos inventando normativas diferentes y fragmentando el mercado en diecisiete feudos, con el consiguiente desastre para la competitividad nacional. Quizá esto sea lo más flagrante de todo. Las CCAA generan el 60% del gasto público, tres veces más que el Estado central, del cual un porcentaje altísimo, probablemente el 50%, es innecesario. Esto supone un 18% del PIB. Por otra parte más de ocho mil ayuntamientos terminan de configurar un sistema administrativo hecho por y para la clase gobernante, con el fin de colocar a todas sus amistades, fidelidades y familiares.

----------------------------------- El Estado de la nación

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Los datos expuestos tienen una rápida traducción. La gravísima insostenibilidad de nuestro modelo va a suponer que, en pocos años, todas las conquistas sociales del siglo pasado se vengan abajo si no se pone fin al expolio social que desde la administración se practica. No nos dejemos engañar y echemos un vistazo realista, a vuela pluma, a las características macro de nuestro sistema económico administrativo actual. El desastre acreditable a toda la clase dirigente es el siguiente: Los ayuntamientos y CCAA siguen gastando el doble de lo que ingresan; España no ha sabido adaptarse a la globalización; el crecimiento económico ha estado basado en un fuerte consumo interno, azuzado por la financiación ilimitada, y la inversión/consumo del ladrillo; hemos perdido el 15% de nuestra cuota de mercado en el comercio mundial y perderemos hasta un 66% en los próximos veinte años; tenemos la segunda deuda del mundo, que duplica nuestro PIB y que sigue creciendo; nuestro sistema financiero puede estar en quiebra, especialmente el de las cajas de ahorros, una estructura centenaria que tan beneficiosos servicios había prestado a las familias españolas, especialmente a las más humildes, hasta que la llegada de los políticos a sus consejos de administración ha tirado por la borda la mesura y la prudencia que les caracterizó para pasar a abuso, al exceso y la corrupción hasta que la han hecho explotar y declarase en ruina; el PIB español en los últimos tres años ha caído más de un 15% y seguirá cayendo este año. Pasemos por otro instante a datos personales. La renta de las familias ha caído entre un 20% y un 30%; casi el 50% de la población es mileurista; tenemos la electricidad más cara de Europa, gracias a las subvenciones otorgadas a las renovables, que comenzó a dar el PP; diez millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza. Y el desempleo sigue aumentando, ya pasamos de los 5,5 millones.

----------------------------- El mito de la Transición No nos engañemos, la incompetencia de Rodríguez Zapatero no ha hecho más que precipitar una tendencia que se originó en la Transición y que la bonanza económica y la venta de todo el patrimonio del Estado de la década de finales de los noventa y principios de este siglo enmascaró. En los pactos de la Transición se fraguó un sistema político mucho más interesado que frívolo, consistente en secuestrar la libertad política al ciudadano, para que éste pudiera votar pero no decidir. Las tres fuerzas políticas del momento, el franquismo, la izquierda y los nacionalismos pactaron una entente de manera que, a costa de los intereses nacionales, se repartieron todo el poder entre ellos y se blindaran para siempre. Se lo dividieron con el café para todos de las autonomías. Y

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se blindaron con el parlamentarismo, la dependencia del Poder judicial y la falta de representación de la ley electoral proporcional con una financiación pública exclusivamente diseñada para ellos, dando pie a la creación de una partidocracia que duraría tanto como aguantase en pie la Constitución. O el país. Es ingenuo, tremendamente ingenuo, creer que alguno de los partidos que concibieron este sistema político para su propio beneficio vaya a reformarlo. Pues, con ello, necesariamente tendría que hacerse el harakiri. Y ningún dirigente está dispuesto. Peor aún, aunque alguno lo estuviera, cosa improbable, el resto de los oligarcas e incluso sus compañeros de partido le haría desistir de la idea o, llegado el caso, lo eliminarían políticamente. La mejor prueba es que (lo menciono para quienes tienen esperanzas en que Rajoy realice modificaciones sustanciales) las administraciones públicas más endeudadas y más despilfarradoras son precisamente aquellas en las que gobierna el Partido Popular. Por ejemplo, Valencia. Por ejemplo, Madrid capital. Aznar nunca modificó el modelo productivo ni mucho menos enmendó los errores del título VIII de la Constitución. La regeneración democrática del sistema político no se le pasó ni por la imaginación. Pensar que su apocado discípulo pueda siquiera intentar acometer cambios de envergadura es, simplemente, no conocer el patio español. Para mí, lo más triste es que el problema tiene una clarísima solución al alcance de los españoles. España como sociedad podría funcionar bien con un sistema distinto. Sólo necesitamos controlar el poder, hacerlo representativo, dividirlo y mantener viva nuestra libertad de acción/reacción. Si la clase gobernante dependiese directamente de los ciudadanos, todos los excesos mencionados no existirían, se erradicaría la corrupción, el gasto público se reduciría drásticamente y con una planificación basada en el crecimiento real de la economía y el equilibrio presupuestario España podría acceder al circuito de la globalización, como lo han hecho nuestras multinacionales, con garantías de competitividad. Pero esto es imposible si no se modifica el sistema político, lo que implica la apertura de un proceso constituyente para que los ciudadanos españoles, en libertad, nos dotemos de unas reglas de juego democráticas, capaces de controlar al poder, teniendo capacidad real para poner y deponer a la clase política en cualquier momento. No hay nada inevitable, lo único inevitable es nuestra ruina si no cambiamos de rumbo político, modificando las reglas por las que se accede al poder.

LA SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN

1) SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y DEMOCRACIA DIGITAL a) INTRODUCCIÓN b) LA E-DEMOCRACIA

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2) MANDO A DISTANCIA. HERRAMIENTAS DIGITALES PARA LA DEMOCRACIA ACTUAL

1) SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y DEMOCRACIA DIGITAL

a) INTRODUCCIÓN

2011 no es ya un momento donde haya que hacer excesivas introducciones a la sociedad del conocimiento. Ni para explicar en qué consiste su entramado, ni para dar cuenta de cuál es su alcance, ni para comprender a qué ámbitos afecta, ni para enumerar sus logros, ni siquiera para ofrecer vaticinios al respecto de hasta dónde será capaz de llegar a formar parte de la vida del ser humano. No es, además, el objeto de este ensayo realizar un análisis exhaustivo de su naturaleza. Intentaré focalizar las cuestiones en los puntos que me interesa destacar sin extenderme demasiado. La sociedad de la información surge en el último cuarto del siglo pasado, sobre la base de importantes avances tecnológicos en el manejo de la información y las telecomunicaciones (TIC). Como prueba de su capacidad de penetración en la sociedad baste decir que, según un informe de Morgan Stanley140, la radio necesitó 38 años para consolidarse como medio de comunicación social, el teléfono 30, los ordenadores personales 16, la televisión 13 e Internet tan sólo 4. Más allá de la calidad de vida que aportan las TIC en el ámbito de las telecomunicaciones, su impacto global es de tal magnitud que por sí mismas pueden contribuir positivamente al diseño de un nuevo modelo de sociedad, generando un sistema de interacción humana que pocos años antes habría parecido estar extraído de una película de ciencia ficción. En términos economicistas, su contribución a la creación de empleo, al incremento de la productividad mundial y a la mejora del intercambio de bienes y servicios entre particulares está a la vista. En términos sociológicos, la sociedad del conocimiento ha tejido una nueva relación entre el Estado y los ciudadanos, que aunque deba ser mejorada, ha supuesto el comienzo de una revolución cultural y social que está haciendo temblar los cimientos del status quo. La Sociedad Red La transformación tecnológica que supone la sociedad red, es decir, la integración de varios modelos de comunicación en una red interactiva de dimensión global

140

California Internet Voting Task Force, “A Report on the Feasibility of Internet Voting”, 2000: “a Morgan Stanley Technology Research reports that it took 38 years from introduction for the radio to gain acceptance and be adopted by 50 million users. It took 30 years for the telephone, 16 years for the personal computer and 13 years for the television, each to be adopted by 50 million users. The Internet reached 50 million users in only 4 years.”, http://www.cs.jhu.edu/~rubin/courses/sp03/papers/california.report.pdf

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cuyas consecuencias son comparables a las que tuvieron las más importantes revoluciones históricas, está sucediendo gracias a un sistema tecnológico que ha permitido el surgimiento del hipertexto y del metalenguaje, integrando por vez primera los tres tipos comunicativos del ser humano: escrito, oral y audiovisual. Para comprender mejor este hecho revolucionario y atisbar el alcance social de potencial quizá convenga detenerse un instante en el concepto de red. Una red es un conjunto de nodos interconectados. Un nodo es un

“punto de intersección o unión de varios elementos que confluyen en el mismo lugar. Ejemplo: en una red de ordenadores cada una de las máquinas es un nodo, y si la red es Internet, cada servidor constituye también un nodo.” 141

Las redes son estructuras que carecen de límites a la hora de expandirse. Como los nudos interactúan entre sí de una manera no jerarquizada, toda estructura social en red es un sistema muy dinámico y abierto, con grandes posibilidades de innovarse, en una cultura de deconstrucción y reconstrucción constantes y de geografía variable, aspectos que se pueden considerar óptimos para una política que pretende analizar de manera instantánea el surgimiento de nuevos valores, ideas y opiniones, y que al mismo tiempo no desea dejarse invadir por los valores hegemónicos o dominantes.

Evolución Manuel Castells manifiesta que una nueva sociedad se origina cuando se producen una serie de cambios y transformaciones en su estructura de producción, de clase, de poder y de experiencia,142 y que dichos cambios conllevan una modificación en las pautas sociales y concepciones del espacio y el tiempo que operan a favor de una nueva cultura. En mi opinión, si existe algún ámbito cuya estructura no se ha visto transformada como consecuencia de los cambios tecnológicos, ése no es ni el de las relaciones de producción ni el de las relaciones de trabajo, que hasta ahora han ido perfilando las clases sociales, sino el ámbito de las relaciones de poder. Hasta ahora, Internet no ha modificado la estructura de poder en la medida de su potencialidad. El desarrollo práctico de ésta se encuentra a años luz de su verdadera dimensión.

Desde los años setenta, el mundo ha experimentado una transformación crucial, aunque en su origen no pareció apreciarse por la mayoría ciudadana, cuya virulencia en los últimos años ha sido tal que su índice de penetrabilidad en la vida humana ha sorprendido a propios y a extraños. La sociedad red es algo más que el resultado de Internet. Este modelo de estructura no abarca países ni culturas como lo hicieron las civilizaciones anteriores sino segmentos de población de todos los países que giran en torno a una aldea global. La sociedad red se ha convertido en la infraestructura dominante de nuestras vidas143, se ha constituido como

141

Wikipedia, voz “Nodo”, http://es.wikipedia.org/wiki/Nodo 142

Manuel Castells, “La Era de la Información, vol. III –Fin de Milenio-“, 1998, pág. 410 143

Manuel Castells, “La Galaxia Internet”, 2001, pág. 345

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característica de nuestra era y se ha extendido a todo el planeta a través de redes globales que constituyen la infraestructura básica de la vida cotidiana. Lo que fueron tendencias, son ahora rasgos confirmados que configuran el mundo actual. Podemos definirla como el modelo de organización social fruto de la confluencia de la revolución tecnológica basada en la digitalización electrónica de la información y los procesos sociales, económicos, culturales y políticos del último cuarto de siglo.144

Este modelo de sociedad emerge en los años noventa y se consolida en la primera década del siglo XXI, pero la tecnología de la que parte comienza a crearse en los años setenta. Se le llama la sociedad del conocimiento por la dependencia de la estructura tecnológica que facilita la consecución y el manejo de la información. Lo cual no significa que exista un determinismo tecnológico pues como demuestra Castells

“No es la tecnología la que determina la sociedad, sino la sociedad la que modela la tecnología”145.

Con todo, la sociedad red, como infraestructura dominante, está sirviendo de herramienta “evolutiva” en muchos ámbitos sociales. Nos centraremos en aquellos que influyen de forma directa sobre nuestra atención.

Su evolución ha seguido un itinerario un tanto lógico. Hasta hace unos años, y desde la década de los 80, después de su inicio como herramienta destinada a generar redes en el ejército norteamericano y protocolos científicos en el ámbito académico, Internet ha sido básicamente un producto del mercado. Transacciones financieras, escaparates mercantiles, ocio de pago, etc., dan la dimensión online de una sociedad mercantilizada y liberada en muchos aspectos. Su triunfo es en ese sentido parcial. Entre mediados de los noventa y principios del nuevo milenio, la res-publica, siguiendo la estela del mercado, comienza a impregnarse de las esencias tecnológicas, por un lado entendiéndolo como necesidad y de acuerdo con el lema “renovarse o morir” en una era que no perdona ni la involución ni la parálisis, y por otro auspiciada por los movimientos sociales que intentan revertir esa promesa a medias de liberación tecnologizada que tanta desconfianza causó a la Escuela de Frankfurt. El discurso de Marcuse146, a través de agentes de la sociedad civil reconvertidos por Internet, complementa el sentido y objetivo de la mercantilista sociedad del conocimiento cuya potencialidad puede estar al alcance de lograr metas políticas y no sólo económicas: la información como un derecho inherente al ser humano, la participación como un requisito para la integración, la democracia como escenario final de una sociedad posmoderna, repensando, como gusta decir a la Academia, la noción de ciudadanía de acuerdo a las características propias de un mundo donde el férreo control de los medios de comunicación social por parte de empresas y gobiernos obliga a tener que plantear una acción directa ciudadana.

144

Manuel Castells, “La Era de la Información, vol. I –La Sociedad Red-“, 1996, prólogo a la edición castellana

145 Manuel Castells “La Era de la Información, vol. I –La Sociedad Red-“, 1996, prólogo a la edición castellana

146 Herbert Marcuse, “El hombre unidimensional”, Ariel, 1969

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El área que ha experimentado un mayor desarrollo al implantarse los patrones de la sociedad del conocimiento ha sido la comunicación, produciéndose una verdadera revolución en la distribución de los productos informativos y culturales. Esta revolución de la información, cuya importancia puede equipararse con el surgimiento del alfabeto, ha penetrado en todos los ámbitos de la vida humana y, cómo no, también ha afectado a los derechos y libertades. De entre ellos, han sido los derechos y libertades civiles los que realmente se han visto mejorados en una mayor proporción. El desarrollo de los movimientos sociales, los derechos humanos y medioambientales, los movimientos antiglobalización, etc., todos ellos han experimentado un gran auge en su influencia hasta tal punto que podemos decir que han modificado en cierto sentido la relación sociedad civil/Estado. Pero de todos ellos, han sido la libertad de expresión y de asociación las que de manera más espectacular han visto modificadas sus estructuras iniciales, incrementando casi exponencialmente sus posibilidades de desarrollo.

Libertad de Prensa y de Expresión

Concebido como un medio para la libertad, Internet permitió vaticinar una nueva fase de liberación en la historia de la humanidad. La libertad de conciencia y expresión se extendería a todos los ciudadanos del globo y les permitiría expresar sus opiniones, con cierta proyección pública, sin la necesidad de tener que depender de los medios de comunicación social. Como ya se ha advertido, la base de este desarrollo era la propia arquitectura de Internet, que conectaba en red y sin restricciones a todos sus usuarios, y donde la censura no se concebía como posibilidad Creo que, por una vez, la suerte estuvo del lado de los amantes de la libertad. Internet se gestó en E.E.U.U., lo que significaba que la libertad de expresión de la que hace gala esta nación como una característica consustancial a su existencia, quedaba garantizada para ésta a través de sus leyes. Al respecto, el hecho de haber colocado este derecho en la primera enmienda a la Constitución ha supuesto probablemente su mejor garantía, sorteando los intentos de terminar con su existencia que se han producido tanto dentro como fuera del país. Así, al estar el eje troncal de Internet centrado en E.E.U.U., cualquier restricción impuesta a los servidores de otros países podría evitarse reenrutándose a través de un servidor estadounidense.147 En este sentido Internet contribuyó de manera especial a socavar los controles monopolísticos estatales en el ejercicio de la libertad de expresión. Con la excepción de EEUU, el resto de los Estados controlaban la inmensa mayoría de las televisiones del mundo, y las radios y los periódicos se encontraban en una situación de tutela, en la medida en que necesitaban licencias administrativas que sólo el Estado proporcionaba. En tan sólo una década, el desarrollo vertiginoso de la tecnología vulneró todos los sistemas de control estatal entretejidos, y el poder político se vio incapaz de hacer frente al control de unos sistemas que emitían en hipertexto digital a través de las líneas de teléfono y a los satélites que traspasaban fronteras con extrema facilidad. A este gran comienzo se sumaron las megafusiones internacionales de compañías titulares de medios,

147

Manuel Castells, “La Galaxia Internet”, Alianza ,2001, pág. 218

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cuestión que volvió a vulnerar la fortaleza de la soberanía nacional, y el surgimiento de multitud de pequeños medios que aparecieron a la sombra de esa gran infraestructura creada que les permitía sobrevivir sin demasiados gastos y sin ningún tipo de licencia pública. El cambio producido en la composición mediática entre mediados de los años ochenta y finales de los noventa fue radical. La televisión y la radio se privatizaron a gran escala, se multiplicaron exponencialmente y se hicieron globales.

Pese a que hay mucho que celebrar en torno a los avances realizados, gracias a la Red, en la libertad de expresión –aunque no tanto respecto a la de conciencia- no se debe bajar la guardia. Los intentos monopolísticos del Estado nos siguen amenazando. Sin necesidad de recurrir a deshonrosos casos como China, Cuba y Corea del Norte, cuyos gobiernos prohíben en términos absolutos a sus ciudadanos el derecho al acceso a Internet, existen intentos puntuales de limitarla por parte de gobiernos pertenecientes a Estados democráticos. En España, por citar uno, tenemos los desgraciados ejemplos de la creación del Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC), el proyecto del Estatuto del Periodista Profesional, la Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico de 2002 (LSSI), y, más recientemente, la abyecta Ley Sinde148, que, interponiendo otros fines, han servido de coartada para intentar controlar la Red. Pero la obsesión autoritaria trasciende nuestras fronteras: la propuesta a la Unión Europea, en 1996, de una serie de restricciones al acceso a Internet por parte del Ministerio de Industria francés es otro ejemplo de ello. También ha habido, en las mismas fechas, tentativas similares en Alemania e incluso en los E.E.U.U. En este último país, la convicción democrática del Tribunal Supremo, legítimo heredero del espíritu libertario con el que el pueblo norteamericano se dotó de una constitución democrática, ratificó una sentencia judicial de un tribunal de Pennsylvania que declaraba inconstitucional una ley federal con la que el Congreso y la Administración Clinton trataron de controlar la red bajo el pretexto de la decencia moral. Evidentemente existen muchos más casos de ese intento por cercenar la libertad de expresión en la Red. No es mi intención ser exhaustivo: muchas son también las organizaciones que detallan la situación de la libertad de expresión en el mundo. Entre ellas, nombro solo a dos: Reporteros sin Fronteras y Human Rights Watch.

Si antes decía que hay mucho que celebrar, es porque, pese a las deshonrosas pretensiones de prohibir a los ciudadanos el derecho a la libertad de expresión y a los intentos puntuales de limitarla por parte de gobiernos pertenecientes a Estados democráticos, cualquier ciudadano del mundo que disponga de medios económicos tiene hoy, gracias a la Red, un acceso ilimitado a la información pública y casi ilimitado a la expresión al público. Cierto es que una gran parte de la población mundial no cuenta con los medios económicos suficientes para acceder a la Red, lo cual no por absolutamente lamentable deja de ser una cuestión distinta149.

148

http://www.boe.es/boe/dias/2011/03/05/pdfs/BOE-A-2011-4117.pdf 149

El 65% por ciento de los europeos accede a Internet, frente al 9,6% de los africanos. En Asia y Oriente Medio el 22% y el 25% de sus respectivas poblaciones tienen acceso a Internet.

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Libertad de Asociación

Uno de los aspectos de la sociedad de la información más interesantes es el del poder de las redes. Howard Rheingold150 entendió que, con ellas, había nacido un nuevo tipo de comunidad, llamada virtual, que reuniría a la gente en torno a un sistema digital de acuerdo a unos valores y gustos compartidos y que crearía unos vínculos de amistad y de apoyo o identificación que se irían fortaleciendo con el tiempo, llegando incluso a fomentar la relación o interacción cara a cara. Efectivamente, la gente se organiza cada vez más en redes digitales. Eso hace que Internet fomente el desarrollo del individualismo en red como modelo de interacción dominante en la sociedad. Para una concepción individualista de los derechos políticos y pre políticos este factor tiene una importancia capital.

El ciberespacio se está convirtiendo en una parte esencial de la esfera pública. También en este caso opera de manera transcendental la cuestión cualitativa. No es que cada vez más usuarios accedan a Internet y por lo tanto interactúen. Es que esa interactuación está configurando una nueva agenda, una nueva esfera pública sobre la que surgen nuevos movimientos con una fuerza sustancialmente mayor que antes de la irrupción de las nuevas tecnologías. De alguna forma Internet ha podido sentar las bases sobre las que se llegará a producir una transformación en las reglas del juego político. Algunas cuestiones, que aluden principalmente a los derechos pre-políticos, son ya hechos confirmados. El derecho de asociación, por ejemplo, ha salido de este amanecer digital tremendamente fortalecido. En los últimos años, y gracias a Internet, se han podido estrechar lazos entre personas, ideas, asociaciones y movimientos en torno a acciones políticas determinadas que de ninguna otra forma se habría podido esperar de no haber sido por las posibilidades virtuales que nos ha brindado la Red. Los grandes movimientos sociales, ya consolidados, evidentemente no necesitaban de Internet para relacionarse, pues dominaban los medios y disponían de recursos a su alcance. Sin embargo, para el asociacionismo incipiente y no subvencionado, Internet ha supuesto la mayor catapulta que cabía imaginar. El movimiento obrero, el movimiento ecologista, el movimiento feminista, diversos colectivos pro derechos humanos, movimientos de identidad de raza o etnia, agrupaciones religiosas, nacionalistas, movimiento solidarios, movimientos antisistema y un sinfín más de colectivos, conforman el amplísimo abanico de posibilidades de interacción social surgidas a albur del momento tecnológico, en el que el ciberespacio se ha convertido en el ágora de una aldea global donde la

“diversidad del descontento explota en una cacofonía de acentos.”151

Para comprender cómo la Red se ha convertido en ese componente indispensable para fomentar la libertad de asociación, Castells nos propone tres argumentos:152

150

Howard Rheingold, “Comunidad virtual, una sociedad sin fronteras”, Martin Secker & Warburg Ltd., 1993 151

Manuel Castells, “La Galaxia Internet”, Alianza, 2001, pág. 181 152

Manuel Castells, “La Galaxia Internet”, Alianza, 2001, págs. 181-186

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El primero, trata de cómo los movimientos sociales de la era de la información se movilizan en torno a valores culturales. La construcción de los movimientos culturales gravita en torno a sistemas de comunicación. El segundo obedece a la necesidad de cubrir el hueco dejado por las organizaciones verticales, cuyos índices de afiliación han decaído notablemente en los últimos años, por razones de muy diversa índole, pero por supuesto también como consecuencia del surgimiento del ágora digital. Para muchos ciudadanos, los partidos de masas se han convertido en cáscaras vacías. Incluso las clásicas asociaciones ciudadanas, al no estar vinculadas a valores culturales universales, han perdido apoyo social. Los movimientos espontáneos y semiespontáneos, las coaliciones flexibles, los movimientos ad hoc, están sustituyendo a las organizaciones permanentes, e Internet se ha convertido en la piedra angular de todo este gran conglomerado asociacionista en red. Estos movimientos, en clara alusión al concepto de hegemonía gramsciana, buscan conquistar las mentes antes que el poder político. En realidad ésta es la verdadera esencia de un modelo deliberativo que busca en la Red su mejor aliado para abrir, en palabras de Habermas, una conversación dialógica. Un tercer argumento establece que dichos movimientos se enlazan y coordinan en red en torno a varios valores universales que dan pie a otros tantos movimientos matriz desde los cuales surgen infinidad de asociaciones con matizaciones individualizadas. Los movimientos matriz son los mencionados anteriormente y sus asociaciones derivadas son una cantidad enorme, mensurable en centenas de miles, de asociaciones y movimientos que se pueden encontrar en la red.

Democracia y Participación Ciudadana

Sin embargo, toda la potencia de Internet parece quedar bloqueada cuando se trata de reconfigurar el poder político a través de la participación ciudadana. En el ámbito de los derechos políticos, los efectos de la sociedad del conocimiento han sido, hasta ahora, mucho más limitados, pero no por ello los demócratas debemos perder la esperanza, pues la Red se presenta como una tecnología especialmente óptima para el desarrollo de la libertad política, si bien, como en toda conquista, la culminación de su consecución precisa de una serie de fases previas cuya ejecución hace poco tiempo que ha concluido. Con las libertades civiles o pre-políticas mejoradas gracias a las tecnologías de la información, cabe esperar que pronto llegue el turno de la libertad política. Hasta ahora, tan importante ha sido el desarrollo de las tecnologías como la determinación de usar su poder para modificar el sistema. Eso es realmente lo que necesitamos ahora, la voluntad, o, más aún, la determinación ciudadana de vivir en democracia.

Desde comienzos de la década de los noventa, un selecta minoría ciudadana comenzó a plantearse que, de la misma forma que la sociedad del conocimiento ha catapultado el desarrollo de los derechos pre-políticos, es decir, del derecho a la libertad de conciencia y de expresión y el derecho de asociación, no sería desdeñable estudiar la posibilidad de que Internet hiciera lo propio en pos de la mejora de los derechos políticos. Estos activistas ciudadanos se esforzaron por forjar un modelo democrático basado en la participación ciudadana, con el ánimo

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de redefinir, en un principio, la democracia local. Quizá el mejor ejemplo de ello lo constituya la Ciudad Digital de Amsterdam. Aunque estas redes estaban dirigidas a mejorar la democracia local, fueron promovidas por los movimientos de la sociedad civil con ansias de generar una red global de base comunitaria y formada por asociaciones ciudadanas. Si, después de estos intentos, se pudiera llegar a consolidar alguna estructura democrática, se habría añadido una nueva dimensión a la organización social, cuestión que podría interesar al ámbito local, quizá algo perdido entre el magma de la globalización y la soberanía nacional, encontrando un espacio mucho más propio. Lo importante para nosotros es cuestionar el espíritu neo anarquista o libertario de los movimientos que la promueven. Tiene mucho más sentido pensar en un espíritu democrático. Con estas iniciativas y las que les han sucedido, el avance ha sido significativo, pero, en vez de reflejar el hecho de buscar incesantemente la libertad política, parece que en el alma de estos movimientos se ha instalado un deseo de libertad civil local y, en el mejor de los casos, de estar bien informados respecto de las decisiones públicas, pero creo que por el momento no subyace un verdadero espíritu democrático en las iniciativas.

b) LA E-DEMOCRACIA

A pesar del éxito desarrollado por las tecnologías de la comunicación y del impacto que ha tenido la sociedad del conocimiento sobre casi todas las esferas de la vida humana en los últimos años, incluso en lo que se refiere a la mejora de la libertad de conciencia y expresión, así como a la de asociación, lo cierto es que hasta ahora su contribución a la esfera política puede considerarse un fracaso en la medida que los éxitos cosechados se encuentran a años luz de distancia respecto de aquellos obtenidos en otros ámbitos de la vida humana. Si la sociedad red ha revolucionado hace tan sólo unos años la ciencia, el comercio, las finanzas y los medios de comunicación hasta límites difícilmente imaginables, ¿cómo no va a ser capaz de revolucionar la política? Las estructuras de poder económico y mediático no son menos sólidas ni más volátiles que el poder político. Simplemente son, como todo aquello relacionado con la libertad civil de la que el Estado se abstiene de intervenir y se limita a garantizar, menos rígidas, más flexibles y con mayor capacidad de adaptación. Por eso han sido las primeras en recibir el influjo de la sociedad de la información, utilizando todo su potencial como herramienta de gestión y comunicación, cuestión que también ha hecho suya el poder político en lo pertinente a los ámbitos más superficiales, no al alma y esencia de su naturaleza, es decir, al uso de dichas herramientas de gestión online para la Administración pública, configurando lo que se ha venido a llamar e-goverment o e-Administración. A nadie sensato se le puede escapar que la tecnología ya ha puesto al alcance del individuo medios suficientes para que éste pueda pasar a la acción política como ciudadano. Superada la escasez de medios de comunicación, en primer lugar gracias a la proliferación de emisoras de radio, periódicos y televisiones digitales que, no precisando de licencia alguna, lograron un incremento muy considerable de

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pluralismo y libertad de expresión, y en segundo lugar, gracias a un estructuración de la sociedad del conocimiento en redes no jerarquizadas que posibilitó la aparición de millones de usuarios no sólo dispuestos a exigir pluralidad sino a formar parte de ella, disponiéndose a escribir cada mañana de sus vidas, convirtiéndose en sus propios periodistas y modificando el panorama mediático de la opinión como nunca hasta entonces, la cuestión ahora radica en pasar a la acción convirtiéndonos, no en periodistas de nuestra propia historia colectiva, pues ya lo somos gracias a la blogosfera y a las redes sociales, sino en los verdaderos protagonistas de la misma, sus mismos actores, tomando parte, al menos si lo deseamos, en cuantas decisiones públicas afecten a nuestras vidas. Dick Morris decía ya en el año 1999

"A Thomas Jefferson le hubiera encantado ver Internet. Su visión utópica de una democracia basada en reuniones vecinales y participación popular directa está a punto de ser realidad"153

Como si del propio de Martin Luther King se tratase, el sueño de Jefferson ha dejado de ser utópico. Intuyendo una lógica evolución de los hechos, una nueva forma de concebir las relaciones en la esfera pública no sólo es previsible sino que se torna indefectible. La política, especialmente la democrática, ya siente los tambores de la sociedad de la información pero se niega a recibirla. Hemos sido testigos de cómo ésta afectaba a la libertad de expresión, hemos comprobado cómo se van creando redes sociales en un plano horizontal para disponer de una libertad informativa de progresión exponencial, pero de momento los batallones cibernéticos no franquean la barrera de la libertad política. Como apunta Douglas Rushkoff154, la revolución de Internet ha sido una “do-it-yourself revolution”. Los ciudadanos hemos deconstruido el contenido de los media, desmitificado la tecnología de transmisión y aprendido a hacerlo por nosotros mismos. Estos tres estadios de desarrollo son los tres pasos a través de los cuales una sociedad programada retorna al pensamiento, a la acción autónoma y a la autodeterminación colectiva. Considerando que resulta muy difícil asumir un cambio radical en la estructura del poder mediático sin interpretar que dicho cambio afectará al poder político más pronto o más tarde, las cuestiones que hemos de plantear abiertamente son las siguientes: ¿Por qué Internet no ha sido capaz de revolucionar la política como lo ha hecho con otros ámbitos? ¿Qué se esconde detrás de este estancamiento? ¿Qué está impidiendo la evolución natural de la representación moderna en la posmoderna, entendiendo por posmoderna la complementación tecnológica de la representación liberal, no el relativismo moral de su filosofía? ¿Por qué no se está aplicando toda la 153

Dick Morris, “Vote.com”, Renaissance Books, 1999, pág. 27 154

Douglas Rushkoff, “Open Source Democracy: How online communication is changingofflinepolitics”, 2003, www.demos.co.uk , “The internet revolution was a do-it-yourself revolution. We had deconstructed the content of media’s stories, demystified its modes of transmission and learned to do it all for ourselves. These three stages of development: deconstruction of content, demystification of technology and finally do-it-yourself or participatory authorship are the three steps through which a programmed populace returns to autonomous thinking, action and collective self-determination.”

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tecnología disponible en el área de la democracia? O, dicho de otra forma, ¿por qué no se implementa la e-democracia?

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¿Qué es la e-democracia? Quizá debiéramos comenzar preguntándonos qué es realmente la e-Democracia y a qué nos referimos al hablar de ella. La idea de que las tecnologías de la información y la comunicación tienen la capacidad de mejorar la democracia no es ni mucho menos nueva. Desde hace tiempo existe todo un abanico de definiciones que oscila desde su identificación maximalista con la democracia directa, sustitutiva de la representación, hasta su expresión minimalista manifestada en los avances conseguidos, sin permitir la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas. Ambas posturas dicotómicas consideran la e-democracia como un fin en sí mismo cuyo alcance depende del concepto que se tenga de la democracia clásica. La democracia digital, sin embargo, no debe ser un fin. Observemos dos definiciones de dos instituciones de prestigio a este respecto, la del Local e-Democracy National Project, que define la e-Democracia como

“la canalización del poder de las nuevas tecnologías para el fomento de la participación ciudadana en el proceso de decisiones en el ámbito local en los periodos entre elecciones”155

Y la del estudio del Local Governance Research Unit, de la De Montfort University, para el Local e-Democracy National Project, que la define como

“aquel procedimiento basado en las nuevas tecnologías que tiene como objeto el desarrollo de la democracia, contribuyendo a consolidar los valores en los que ésta se fundamenta, es decir la igualdad política y el control ciudadano” 156

Lo interesante de estas definiciones es que reconocen la e-Democracia como un medio, entendiendo que actualmente nuestra democracia puede mejorarse a través de las TIC, pero dejando abierta la posibilidad de que en un futuro existan otros mecanismos que superen a Internet como herramienta de desarrollo de la libertad política. Nos adentramos así en una cuestión de importancia capital, pues justo en el otro extremo de estas definiciones de democracia digital se encuentra lo que en

155

Local e-Democracy National Project define e-Democracy como “harnessing the power of new technology to encourage citizen participation in local decision-making between election times”

156 De Montfort University, “Local Governance Research Unit”, 2002 : “Our definition of e-Democracy,

therefore, is that it involves the process of enacting democracy through particular devices that seek to enhance democratic practice by improving the political equality of citizens or the responsiveness of governments to their citizens.”

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el presente constituye la hegemonía política y cultural del término, interpretado así, sesgada e interesadamente, desde el poder político. Efectivamente, analizando la evolución de la penetración de la sociedad del conocimiento en el ámbito político podemos encontrar hitos que nos permiten entender que lo más importante está por llegar y que, con seguridad, más pronto o más tarde, la revolución tecnológica incidirá sobre la política para que la ciudadanía pueda obtener de ella lo mejor de sí misma. Hoy en día, constituye ya un lugar común que todo candidato se apoye en la Red para realizar su campaña, haga mítines online, capte fondos, lance sus mensajes y teja importantes redes sociales. Desde Howard Dean, en 2004, hasta Obama, todo un mundo de posibilidades se ha desplegado en torno a la Red, hasta el punto que hoy no se puede entender una campaña política sin recurrir a ella de una forma o de otra. En un mismo sentido, los políticos elegidos, en España los partidos, han utilizado Internet para comenzar a transmitir sus mensajes y sus líneas de acción política institucional a la ciudadanía. Existen blogs de políticos, candidatos, diputados, etc., generando una abundante literatura al respecto de autores que promueven ideas y las incorporan a la política a través de las nuevas tecnologías. Cercano a esa idea, está el concepto de e-Administración. La mayoría de las administraciones mundiales han ido implementando progresivamente servicios administrativos por vía digital, tanto en el nivel nacional como local. Hasta ahora hemos podido comprobar que han utilizado Internet para mejorar los servicios convirtiéndolos en más eficaces. También han mejorado la publicidad de sus actos administrativos por medio de webs y portales que han hecho el papel de extenso tablón de anuncios. Por otra parte, en los mejores casos, han permitido a la ciudadanía opinar sobre algunos aspectos, pero de ninguna manera eso ha significado que el poder haya tenido la sana intención de canalizar las opiniones en debates serios, organizados en torno a una lógica sistemática deliberativa, y, menos aún, a aceptar sus opiniones.

Hay una cuarta herramienta de naturaleza similar. Se trata de la mal llamada, por muchas personas, e-democracia, utilizada especialmente por los grupos de presión y el asociacionismo civil. Ésta, consiste en el uso de las tecnologías digitales para influir en la política a través del acceso directo a los representantes o a los partidos con el fin de proponerles acciones que éstos tengan a bien aprobar o defender en las instituciones políticas. Pero como puede apreciarse, siempre supeditados a la voluntad del representante, sin la cual no es posible llevar a cabo ninguna iniciativa. Este poco ambicioso concepto de e-democracia parece estar dominando el pensamiento actual. Quienes lo defienden, forman parte del sistema o pretenden aprovecharse de él al margen de la libertad política. Independiente del sistema y de sus beneficiados, pero aceptando la naturaleza actual de la representación, se encuentra una blogosfera alternativa, atomizada, espontanea y creativa, heredera de los movimientos sociales de los años sesenta y

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setenta, llamada “NsMS”157, que se legitima por medio de sus adhesiones particulares y que realiza diferentes propuestas sociales que responden a distintos modelos de sociedad y distintas ideologías. La estrategia de estas bitácoras consiste en extender la información que no facilitan los gobiernos, al mismo tiempo que se amplía la visión del ciudadano sobre la res-publica. Su labor se realiza en colaboración con una enorme multitud de bitácoras ciudadanas que abren sus puertas digitales a multitud de temas de actualidad política sobre los que opinan, pero en la inmensa mayoría de los casos todavía dentro de un espíritu resignado a esperar el beneplácito de sus representantes, deseando que éstos tomen nota de las demandas y las acepten en sede parlamentaria. Ambas conforman la nueva esfera pública. Una última forma, complaciente con el sistema representativo actual, consiste en el voto electrónico, tanto en la sustitución de las papeletas y las urnas por máquinas electrónicas en los colegios electorales como en la organización de un sistema de voto por Internet, siempre respetando el sistema actual de representación y el mandato representativo. Los detractores de esta última medida manifiestan que existe un gran riesgo de vulnerabilidad y fraude en el voto, desconociendo que los acontecimientos y la evolución tecnológica llevan tal ritmo que pronto, si es que no ha sucedido ya158, habrán dado con software que los garantice. Creo que sobre esta idea hace falta incidir poco para convencer al lector informado y bienintencionado. Si hace 20 años nos hubiese dicho alguien que un ciudadano del siglo XXI podría mantener una videoconferencia con cualquier punto del globo terráqueo, a tiempo real y desde su teléfono de bolsillo, habríamos llamado directamente al manicomio. Entonces, ni la NASA ni la CIA, ni la tecnología militar más avanzada disponían de medios para ello. Hoy cualquier adolescente puede hacerlo por unos céntimos de euro. Pensar que la misma especie humana que ha llegado a través de sus naves a Marte, explorado otras galaxias, descubierto la teoría de la relatividad, extirpado órganos humanos sin necesidad de cirugía y un largo etcétera, no va a saber solucionar el problema de la vulnerabilidad del voto electrónico es algo que llamaría a la hilaridad si no fuera porque detrás de esa actitud retrógrada subyace el interés egoísta y el miedo a que ello de pie a la verdadera participación del pueblo.

No hay e-democracia sin democracia Todos los supuestos de implementación de la e-democracia comentados conviven con el sistema pero ninguno lo pone en jaque. Por un lado, la clase política admite y utiliza las TIC en su propio beneficio. Por otro, los grupos de presión organizados y las personas muy familiarizadas con el uso de la informática y la navegación por Internet, mantienen esa nueva esfera pública sobre la que el poder hace algunas concesiones a cambio de que dichos grupos se mantengan en las reivindicaciones

157

Los Novísimos Movimientos Sociales (NsMS) “Los imaginarios de Internet: una aproximación crítica a los discursos hegemónicos en el ciberespacio”, Punto 6

http://www.monografias.com/trabajos902/imaginarios-de-internet/imaginarios-de-internet2.shtml 158

Sirva como ejemplo la empresa Scytl especializada en prestar servicio para el voto electrónico, cuyas soluciones se han implantado en muchos países, dando a esta cuestión el carácter de no sólo posible sino real http://www.scytl.com/es/index.html

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civiles y no pasen a cuestionar el statu quo político. Cuestión lógica, pues está en juego su futuro como clase, como estamento al margen de la sociedad. Por eso manifiestan su absoluta animadversión contra cualquier novedad que precise de una revisión del concepto de representación actual. Existe un problema adicional. Bajo estas circunstancias elitistas y oligárquicas se genera una brecha democrática de gran calado entre quienes se encuentran agrupados en torno a las redes sociales para poder crear grupos de presión y quienes, debido a su menor capacidad de conexión y de interrelación social online, no están agrupados en red, uniendo al problema secular de la falta de participación en la representación liberal, el problema de la igualdad política, la llamada isegoría griega. Este modo de entender la democracia digital y la forma en que se implementa actualmente no sólo condiciona el ámbito de aplicación del concepto de democracia electrónica sino que, además, enmascara el verdadero potencial de la misma. En la medida en que la tecnología no permita al ciudadano traducir sus opiniones individuales -debatidas en libertad con el resto de sus conciudadanos pero en todo caso suyas- en términos decisionales, es decir, en contribuciones directas e individuales a la toma de decisiones públicas, la e-democracia no se habrá desarrollado plenamente. Porque la e-democracia no debe ser otra cosa que el entramado tecnológico que permita al ciudadano hacer uso de la libertad política explicada a lo largo de todo este ensayo. Mientras esto no sea así, la e-democracia no será sino otra gran coartada, otra mascarada para generar la sensación de que vivimos en democracia. Otro “como si”. Debido a todas estas razones, pese a los impedimentos existentes y más allá de todas las modalidades expuestas anteriormente, la idea del voto electrónico cobra todo su sentido en la época actual. Y aunque los enemigos de la democracia digital se escuden en sus imposibilidades técnicas, los que nos hemos acercado a ella sabemos a ciencia cierta que los únicos obstáculos son, en buena medida, culturales, y, en todo caso, políticos. Salvar los obstáculos culturales es solo una cuestión de tiempo. Incluso, de muy poco tiempo. El miedo a la democracia y a la tecnología debe tener como antídoto la libertad. La implementación del voto electrónico ha de entenderse como un derecho, no como una obligación, lo que implica que al menos durante un largo periodo de tiempo el nuevo sistema de voto deberá coexistir con el tradicional. Para las nuevas generaciones, nacidas al calor que desprenden los chips electrónicos, votar electrónicamente desde su teléfono móvil será algo tan trivial como navegar en Internet, de manera que se convertirá en inconcebible algo tan anacrónico y tan alejado de la realidad actual como un colegio electoral, una urna de cristal y una cabina con papeletas. En cuanto a los políticos, estoy convencido de que al menos en España nuestra clase dirigente no dará nunca el paso a menos que la sociedad lo demande masivamente. Esa todavía hipotética demanda masiva debería ir acompañada de un programa de democracia política que dé sentido al voto electrónico como herramienta que complementa y perfecciona la representación a través de la participación ciudadana y los mecanismos de deliberación en la esfera pública descritos. La clave para comprender el rumbo que tomará la política en el futuro no radica en intuir si la sociedad del conocimiento influirá sobre ella sino en qué grado

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lo hará y, muy especialmente, con qué rapidez se alcanzarán las reformas que este ensayo propone. Ha habido intentos de establecer una democracia digital o una e-democracia, pero nadie ha procurado instaurar aquel que responda realmente a las necesidades de la democracia actual, es decir, la utilización de las herramientas tecnológicas para desarrollar la libertad política que permita al ciudadano participar en las decisiones transcendentales que le afectan y controlar a la clase política. Sobre esta idea no se ha presentado todavía un proyecto, al menos que yo conozca.

Se dice que Internet no puede proporcionar una solución tecnológica a la crisis de la democracia y desde este estudio se discrepa. Evidentemente existe una crisis de la democracia, pero no porque sea un modelo caduco, porque no satisfaga las necesidades o porque haya sido superado por sistemas que desarrollen de mejor forma nuestra libertad política. Existe crisis porque, como he apuntado a lo largo de este ensayo, no se están cumpliendo los principios en los que se basa la democracia. Es decir, porque no vivimos en democracia. Eso genera crisis y desmotivación. Lo cual no deja de ser lógico, pues la ciudadanía tiene ya muy poca confianza en el sistema actual, en el sentido de que cree que por mucho que utilice los nuevos mecanismos de participación que brinda Internet, tal y como está concebido hasta ahora, el espacio que les separa de la clase política seguirá siendo prácticamente el mismo. Y tienen razón quienes piensan así. Por eso, lo fundamental sería modificar las normas de nuestro sistema para que los axiomas básicos y fundamentos de la democracia puedan instalarse en nuestro sistema político con ayuda de las nuevas tecnologías. Entonces sí existirá la sensación de participación real en la res-pública, entre quienes la utilicen. Y precisamente por esa razón de conciencia de aportación individual a través del conocimiento y la participación, existirá mayor interés por la política.

Internet ofrece un potencial extraordinario para el desarrollo de la democracia. Como dice Castells, no puede sustituir al cambio social ni a la reforma política, pero puede servir de herramienta aportando sus prestaciones a esta causa, al

“igualar relativamente las condiciones en que distintos actores e instituciones pueden proceder con la manipulación de símbolos y al ampliar las fuentes de la comunicación, contribuye sin duda a la democratización. Internet pone en contacto a las personas en el ágora pública, permitiéndoles expresar sus preocupaciones y compartir sus esperanzas. Por ello el control de dicha ágora pública por parte de la gente es quizá el reto más importante político más importante planteado por Internet”159

Si a esta contribución que realiza la tecnología al romanticismo deliberativo de Castells le sumamos la construcción de sólidos mecanismos de participación y control de la representación, obtendremos un resultado tan espectacular que permitirá concluir sin lugar a dudas que las herramientas que nos brinda la

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Manuel Castells, “La Galaxia Internet”, Alianza, 2001, pág. 212

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sociedad del conocimiento para el fortalecimiento de la democracia son extraordinarias.

2) MANDO A DISTANCIA, HERRAMIENTAS DIGITALES PARA QUE LA DEMOCRACIA ACTUAL

“Puesto que una gran nación no puede reunirse en realidad cada vez que pudieran exigirlo las circunstancias fuera de lo común, necesita confiar a unos representantes extraordinarios los poderes necesarios en esas ocasiones. Si pudiera reunirse ante vos y expresar su voluntad, ¿os atreveríais a discutírsela, por no ejercerla de una forma en lugar de otra? En este caso la realidad lo es todo, la forma no es nada.”160. Sieyes

No parecería oportuno comenzar este capítulo con la frase de uno de los intelectuales y políticos que más han contribuido a traicionar a la representación, sino fuera para desmontar la coartada que utilizó. Al pueblo, si su presencia en una asamblea fuera posible, no habría quien le disputase su voluntad, dice Sieyes. Pero como eso no es posible, nombramos representantes que conocen mejor el interés general. Bien, ahora es posible reunir al pueblo en una asamblea digital. Luego ¿quién va a osar disputarle la expresión de su voluntad? Si aspiramos a la democracia es porque ésta garantiza la materialización de nuestros derechos políticos como ciudadanos. Creo que ha quedado claro que éstos, en cuya suma bien puede hallarse la libertad política, están todavía por desarrollarse, especialmente en España, donde ni siquiera opera el principio representativo conforme al espíritu liberal con que fue concebido. Por otra parte, nuestra sociedad, que ha logrado grandes avances en los últimos años, está sociológica y técnicamente preparada para un desarrollo cualitativamente superior de la democracia, capaz de optimizar al máximo la capacidad volitiva del ser humano, al mismo tiempo que pone a su disposición los mejores mecanismos de control de sus representantes y los más avanzados sistemas de información y deliberación públicos. Hemos podido comprobar que los tres modelos de democracia estudiados, el representativo, el deliberativo y el participativo, arrojan elementos positivos al desarrollo de los derechos políticos del hombre. Por eso hoy en día no tiene sentido ni sería beneficioso implementar un sistema democrático que, aunque conceda preponderancia al modelo representativo, no utilice elementos característicos de los dos modelos, pues también he podido demostrar que aunque en las versiones más radicales de cada modelo existen elementos dicotómicos respecto de los otros, hay en los planteamientos moderados importantes elementos comunes. Y en todos, absolutamente en todos, existe la pretensión de que el Estado trabaje y opere en beneficio la sociedad.

160

Emmanuel Sieyés, “¿Qué es el Tercer Estado?”, Alianza Editorial, 1989, pág. 148

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El modelo representativo es el único que puede implementarse en solitario hoy en día, como demuestran los hechos. Lo entiendo así no solamente porque desde hace veinte siglos, o al menos desde las revoluciones burguesa e industrial, ha sido el único que se ha puesto en práctica y por tanto el único que, con todos sus fallos, ha podido demostrar que se puede implementar en una sociedad primero agraria, después industrializada y finalmente postindustrial o posmoderna, sino porque cuenta con una serie de características de las que no debemos prescindir. Los beneficios de los sistemas participativo y deliberativo, que sin duda existen, deben estar enfocados a desarrollar y complementar la democracia representativa, no a sustituirla. Ahora bien, he intentado dejar absolutamente claro que la primera reforma política ha de consistir en diseñar un modelo representativo clásico verdaderamente democrático sobre el que puedan aplicarse los complementos participativos y deliberativos a través de la democracia digital. De nada servirá el desarrollo de estos modelos sobre nuestra oligarquía de partidos estatales o sobre un parlamentarismo aniquilador del principio de división de poderes. Este esfuerzo de complementación, de búsqueda de sinergias democráticas, cuyo resultado ofrecería un incremento cualitativo de nuestra libertad política, sólo puede realizarse si acertamos en la selección de aquellas partes de cada modelo que puedan compatibilizarse con los otros, haciendo una propuesta de herramientas tecnológicas que conciten valores e ideales característicos de los modelos deliberativo y participativo que acaben complementando la teoría de la democracia expuesta. Los últimos avances de las tecnologías de la comunicación permiten la posibilidad de recuperar el ideal participativo, adaptarlo al contexto de la sociedad actual e implementar fórmulas de democracia directa a través de la democracia digital que permitan democratizar la representación liberal y paliar su crisis de legitimidad. Esto supone la formulación de una nueva teoría capaz de integrar los ideales de la participación ciudadana directa con la democracia deliberativa. Se trata de la fórmula: Democracia = Consentimiento + Participación + Deliberación + División de Poderes cuyas aportaciones deben ir encaminadas fundamentalmente a establecer los controles necesarios a los representantes, facilitar la libertad de acción, el momento participativo y establecer un marco de máxima libertad de pensamiento y expresión que favorezca la toma de decisiones racional, para lo cual hemos de describir tres escenarios sobre los que implementar las aportaciones digitales. El primer escenario concierne al control sobre los representantes. Dado que las elecciones periódicas se encargan de renovar el consentimiento ciudadano cada cierto tiempo, pero dejan a éste indefenso, como recordó Rousseau, durante el mandato, es decir, prácticamente siempre, el objetivo de la democracia digital será el de instrumentalizar herramientas online que permitan el control permanente de sus representantes y la destitución de los mismos llegado el caso.

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“El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos, es esclavo, no es nada”161

En el segundo, la democracia digital debe facilitar el momento participativo como complemento del principio representativo, pudiendo suplantar a sus representantes de acuerdo a la máxima de Rousseau de que cuando “donde se encuentra el representado no hay representante”162, embellecida por Antonio García-Trevijano al decir que cuando “el ausente se hace presente, cesa la representación”. Esta suplantación, siempre puntual, sirve tanto para exigir el refrendo popular a una determinada decisión tomada por los representantes, como para elaborar legislación que hasta entonces no haya contado con el apoyo de los poderes públicos. El último escenario pretende institucionalizar una esfera pública digital, un marco de deliberación online similar al que ha surgido en la Red de manera espontánea, en virtud del cual los representantes y los ciudadanos sometan al debate y a la interacción dialógica los asuntos públicos más importantes tanto en el ámbito nacional como local. No es éste un libro que pretenda desarrollar legislativamente un proceso participativo y deliberativo. Hasta ahora me he limitado a intentar fundamentar la legitimidad de su existencia. Desde ahora, me limitaré a sugerir herramientas concretas que ayuden a mejorar el sistema representativo desde la representatividad y también herramientas participativas y deliberativas con las que complementarlo.

Son las siguientes: El VOTO electrónico El voto electrónico constituye el alma de la e-Democracia. Sin el voto digital, las herramientas participativas se desnaturalizan y pasan a ser meros instrumentos demoscópicos que apuntan tendencias sin permitir la expresión volitiva del ciudadano, ya que si dejamos a un lado el proceso deliberativo, para lo cual no haría falta el voto, el e-voto se hace necesario, en sus distintas tipologías, para desarrollar el sistema representativo actual a través del establecimiento de complementos participativos digitales. El e-voto ha dejado de ser un proyecto hace tiempo y constituye una realidad. Existen muchos casos reales de implementación del voto electrónico en el mundo, en sus dos distintas tipologías, es decir, tanto el voto por medios electrónicos como el voto por medios electrónicos remotos o telemáticos (RVEM). No es mi intención

161

Rousseau, “Contrato social”, Biblioteca nueva, 2003, pág. 147. 162

Rousseau, “Contrato social”, Biblioteca nueva, 2003, pág. 145.

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aburrir al lector con farragosas cuestiones técnicas, por ello, me voy a limitar a describir estos dos modelos de voto electrónico y sus tipologías. El primer grupo se refiere a aquellos procedimientos de votación en cuyo escrutinio se precisan medios electrónicos ubicados en el propio colegio electoral, para lo cual el votante se ha tenido que presentar físicamente y documentar legalmente su identidad. Su característica fundamental es que facilitan el derecho al voto pero de ninguna manera contribuyen al establecimiento de las nuevas herramientas de participación política. Se pueden resumir en los siguientes: -Escrutinio electrónico (e-recuento), un sistema, de hecho, utilizado hace ya tiempo.

-Máquinas de voto: almacenan el voto emitido en directo para el posterior recuento.

-Máquinas de pantalla táctil: permiten al votante seleccionar su voto tocando determinadas partes de una pantalla digital que almacena el voto. Se han usado con éxito en Holanda y en las elecciones locales británicas (distritos de Bury, Salford y Stratford-upon-Avon) de 2002 y 2003.

-Tecnologías basadas en el PC: permiten al votante emitir su voto a través de un PC ubicado en el colegio electoral. Se utiliza en Brasil desde 2003.

-Cabinas estáticas o móviles: desempeñan la función del colegio electoral. Se trasladan de un lugar a otro -hospitales, residencias de ancianos, etc.- para facilitar el derecho al voto pero la persona debe presentarse físicamente. Utilizan habitualmente el sistema de PC o la pantalla táctil.

El segundo grupo no precisa la presencia física del votante en los colegios electorales ni en sus sustitutos, como las cabinas móviles. El votante realiza el voto a través de un procedimiento a distancia, custodiado íntegramente por una Comisión electoral nacional dependiente del Ministerio del Interior, procedimiento sobre el cual, en caso de litigio, sólo podrá entender el poder Judicial. Son los siguientes: -Voto por teléfono (fijo y móvil): se utilizó por vez primera en las elecciones locales británicas en 2002. -Voto por texto SMS: se utilizó por vez primera en las elecciones locales británicas en 2002. -Voto por Internet: se utilizó por vez primera en las elecciones primarias del partido demócrata para las presidenciales en Arizona el 11 de marzo de 2000. -Voto por TDT: a través de las técnicas interactivas de la televisión digital. Que yo sepa, no existe experiencia real en comicios todavía.

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Este último grupo ostenta el verdadero potencial para transformar radicalmente el sistema de voto y sirve tanto para una revisión moderada como radical del modelo de democracia. Tanto la Organización de los Estados Americanos como el Consejo de Europa han diseñado unos estándares y directrices sobre cómo poner en práctica todas estas medidas exigiendo unos requisitos de seguridad y de control. 2011 marcará un importante hito en la evolución del voto electrónico. Para aquellos que todavía no creen que lo que propongo para España es ya una realidad, es importante poner de manifiesto que tres países europeos163 se disponen a implementar el sistema durante este año. Estonia lo hará en sus elecciones generales por segunda vez. Los suizos seleccionarán algunos cantones como pruebas pilotos y lo mismo hará Noruega164 con algunos de sus municipios. No considero necesario describir el proceso a seguir para la implementación del voto electrónico que garantice el respeto a los derechos políticos individuales porque existen organizaciones e incluso empresas dedicadas exclusivamente a esta labor, con una gran experiencia acreditada en su puesta en práctica en los sistemas políticos de distintos países. Las herramientas digitales que sugiero son las siguientes:

El e-Referéndum Esta herramienta brinda a la ciudadanía la posibilidad de exigir el apoyo o el rechazo mayoritario a una determinada ley o acción política que sus representantes hayan adoptado sin la necesaria consulta previa. Esta medida establece las cauciones o el control popular necesarios durante el mandato para que quienes acometan una acción popular sean conscientes de que puede ser rechazada y derogada por los ciudadanos, con la consecuente pérdida de legitimidad que ello supondría para los promotores de la acción. El e-referéndum deberá estar regulado por una ley para que todo ciudadano sepa bajo qué circunstancias se puede convocar y a qué reglas atenerse. El referéndum debe tener siempre carácter vinculante pues no es concebible que el resultado de la expresión de la ciudadanía no tenga fuerza legal, salvo que no haya superado un quórum mínimo de participación. Podrá ser promovido por una institución pública siempre que el asunto objeto de la consulta forme parte de sus competencias y su jurisdicción, y muy especialmente un grupo de ciudadanos, sujeto a la misma premisa jurisdiccional -de ámbito geográfico- que entienda que debe hacerse una consulta ciudadana al respecto de un tema concreto y puntual. El inicio de los trámites para la consulta tendrá lugar con la recogida de las firmas electrónicas de los ciudadanos sujetos a la circunscripción o jurisdicción donde tenga eficacia jurídica la acción política, si se aprueba. El porcentaje mínimo de

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http://www.edemocracy-forum.com/2011/01/internet-voting-3-european-countries-in-line-for-2011-2011-will-mark-an-important-step-in-the-evolution-of-electronic-votin.html#more

164 http://www.regjeringen.no/en/dep/krd/prosjekter/e-vote-2011-project.html?id=597658

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firmas electrónicas para que se inicien los trámites debería ser del 33% de la participación de los últimos comicios en dicha circunscripción electoral. El contenido literal de la consulta sujeto a la aprobación inicial del porcentaje mínimo de las firmas populares, no podrá modificarse en ningún sentido durante todo el proceso. En el caso de que el referéndum fuera promovido por la ciudadanía, el papel del gobierno -local, autonómico o nacional- quedaría limitado a garantizar la transparencia y la imparcialidad de la consulta y a asegurar los medios técnicos suficientes para establecer los métodos deliberativos previos a toda convocatoria electoral online que más adelante se definirán. En todo caso prestará especial atención al modo en que se realiza la consulta. La norma que regule el e-referéndum deberá establecer un quórum mínimo de participación en la votación para considerarla vinculante. Sugiero un 50% del censo. El porcentaje de aprobación será del 50% más un voto de todos los emitidos. Para evitar la sobreactividad de esta función consultiva, debería existir la prohibición durante cierto tiempo de someter a referéndum una cuestión que contradiga a otra que haya sido aprobada en referéndum. Para regular, custodiar y dirimir todas las cuestiones acerca de este procedimiento se establecerá una Comisión electoral nacional dependiente del Ministerio del Interior. En caso de litigio, sólo podrá entender sobre esta materia el poder Judicial

La e-Iniciativa legislativa popular Es la herramienta de la e-democracia por excelencia y contiene en su seno la esencia del momento participativo. Hace frente a la pasividad o a la negativa de los representantes a la hora de redactar y aprobar una ley que la ciudadanía considera necesaria. Podrá ser promovida por cualquier grupo de ciudadanos residentes en la jurisdicción donde tendría eficacia jurídica la acción política, si se aprobase, pudiendo ser éste local, comarcal, autonómico o nacional. Para iniciar el trámite legislativo, la e-iniciativa legislativa popular deberá contar al menos con el respaldo de un número de firmas electrónicas igual al 33% de la participación de los últimos comicios en la jurisdicción electoral donde el proyecto legislativo vaya a tener eficacia. Si la legislación a aprobar es de carácter ordinario, éstas tendrían que ser del 50%, si se trata de una ley orgánica, y del 60%, si se tratase de una propuesta que requiera una reforma constitucional. El contenido literal del proyecto legislativo, sujeto a la aprobación inicial del porcentaje mínimo de las firmas populares, no podrá modificarse parcial o totalmente durante todo el proceso, salvo que el propio texto de la norma así lo indicase, siendo éste simple o formulado. En este último caso, se articularán los métodos deliberativos previos a toda convocatoria electoral online.

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Superado esta primera fase, el proyecto legislativo se sometería a e-referéndum. Sugiero un quórum mínimo de participación en la votación para considerar su eficacia jurídica en el caso de ser aprobada del 50% del censo. El porcentaje de aprobación será del 50% más un voto de todos los emitidos, excepto para la reforma constitucional que se precisará de un 67%. El papel del gobierno local, autonómico o nacional quedaría así limitado a garantizar la transparencia y la imparcialidad de la consulta y a asegurar los medios técnicos suficientes para establecer los métodos deliberativos previos a toda convocatoria electoral online que más adelante se definirán. En todo caso prestará especial atención al modo en que se realiza la consulta. En cuanto a la frecuencia en el uso de esta herramienta, para evitar la sobreactividad debería existir la prohibición, durante un tiempo determinado, de someter a un proyecto legislativo, cuyo trámite no haya superado los requisitos mencionados o que contradiga a otro que haya sido aprobado, a la e-iniciativa popular. No obstante, e independientemente de su resultado, la promoción de entre una y cinco iniciativas populares al año no supondrían sino la constatación de la buena salud democrática de una sociedad. En el ámbito regional y, sobre todo, local, las iniciativas ciudadanas podrían ser más numerosas sin menoscabo de la eficacia de la labor de los respectivos órganos legislativos. El desarrollo de la democracia deliberativa de estos últimos años gracias al poder de la sociedad del conocimiento podría contribuir positivamente a la formulación de una buena legislación, probablemente mejor que la formulada desde el seno de unas Cámaras legislativas. Para regular, custodiar y dirimir todas las cuestiones acerca de este procedimiento se establecerá una Comisión electoral nacional dependiente del Ministerio del Interior. En caso de litigio, sólo podrá entender sobre esta materia el poder Judicial.

La e-Revocación de cargos Es la plasmación real de la eficacia del mandato imperativo de los electores. La cuestión de cómo controlar al representante mientras ejerce su función es la verdadera clave para conocer lo que puede dar de sí desde el punto de vista democrático un sistema electoral. El representante, por medio de esta herramienta, adquiere consciencia de la fragilidad de su posición y de su debilidad respecto de aquellos que le otorgaron su confianza, no atreviéndose a traicionarla sin incurrir en el riesgo de ser cesado. No hay mejor forma de hacer trabajar a alguien por una causa, en este caso, sus votantes, que haciéndole depender de ella. La acción podrá ser promovida por cualquier grupo de ciudadanos residentes en el ámbito electoral donde se vaya a iniciar la revocatoria del cargo electo, pudiendo ser éste local, comarcal, autonómico o nacional. La iniciativa de la e-revocación deberá conseguir al menos el apoyo de un número de firmas electrónicas igual al 33% de la participación de los últimos comicios en la

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circunscripción electoral donde vaya a tener eficacia. Superada esta primera fase, la iniciativa se sometería a e-referéndum. La norma que regule el e-referéndum deberá establecer un quórum mínimo de participación en la votación para considerarla vinculante. También propongo que sea el 50% del censo electoral. El porcentaje de aprobación será del 60% más un voto de todos los emitidos. Si en la fase de recogida de e-firmas se superase el 70% del total de votos posibles para la circunscripción donde deba operar la revocación, ésta se dará automáticamente por aprobada y deberá ser sancionada por el órgano legislativo competente para pasar a estar vigente en el plazo de un mes. En este caso, se producirá una nueva elección al cargo vacante que tendrá una duración por un tiempo igual al restante hasta la terminación ordinaria del mandato en cuestión. Como en el resto de herramientas participativas electrónicas, el papel del gobierno local, autonómico o nacional quedaría limitado a garantizar la transparencia y la imparcialidad de la iniciativa y a asegurar los medios técnicos suficientes para establecer los métodos deliberativos previos a toda convocatoria electoral online que más adelante se definirán. Y también existirá la prohibición durante un tiempo determinado de someter a la e-revocación a un cargo electo si éste ya ha pasado por un proceso de revocatoria cuyo trámite no haya superado los requisitos mencionados. Para regular, custodiar y dirimir todas las cuestiones acerca de este procedimiento se establecerá una Comisión electoral nacional dependiente del Ministerio del Interior. En caso de litigio, sólo podrá entender sobre esta materia el poder Judicial.

La e-Disolución popular de las cámaras legislativas o del gobierno

Supone la continuación de la revocatoria de cargo electo y otra manifestación tanto del mandato imperativo de los votantes como de su libertad de acción política ordinaria. El trámite es similar al de la revocatoria. Podrá ser promovido por cualquier grupo de ciudadanos residentes en la jurisdicción donde vaya a tener eficacia la e-disolución, pudiendo ser éste local, comarcal, autonómico o nacional. La iniciativa deberá obtener al menos el apoyo de un número de firmas electrónicas igual al 50% de la participación de los últimos comicios en la jurisdicción aludida. Superada esta primera fase, la iniciativa se sometería a e-referéndum. La norma que regule el e-referéndum deberá establecer un quórum mínimo de participación en la votación para considerarla vinculante. Éste puede ser del 50% del censo. El porcentaje de aprobación será del 60% más un voto de todos los emitidos. Si en la fase de recogida de e-firmas se superase el 66% del total de votos posibles para la circunscripción donde deba operar la disolución, ésta se dará automáticamente por aprobada y se deberán convocar elecciones en el plazo de un mes.

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El resto del procedimiento se regula de igual forma que la e-revocación de cargo electo. El e-Representante En capítulos anteriores analizamos los factores que debían concitarse para que la representación pudiera caracterizarse de democrática y por lo tanto beneficiase a la libertad política del ciudadano. La representatividad y la responsabilidad, necesitaban de la elección y el control (electoral e interelectoral). Los controles al representante todavía se hacen más necesarios, pues antes de incoar un proceso de e-revocatoria de cargo electo es necesario disponer de razones evidentes que defender en el proceso deliberativo previo a la e-votación. Las tareas que conciernen a los órganos ejecutivos están más provistas de publicidad online que las legislativas. La presidencia de gobierno o la mayoría de las alcaldías han articulado mecanismos digitales con los que dan a conocer al público los planes realizados y en presupuesto. Sin embargo, los representantes de los cuerpos legislativos, como diputados, senadores, concejales, etc., no presentan a sus electores ninguna relación de actividades, propuestas, interpelaciones a sus gobiernos... Entiendo, por ello, que debe legislarse una norma que exija a cada representante mantener abierta una web oficial con vínculos a las redes sociales donde explique con todo lujo de detalles los siguientes puntos: - Programa electoral bajo el cual se presentó al cuerpo legislativo. - Relación de todos los ingresos recibidos, directa o indirectamente, para sí

mismo o su campaña y las fuentes de los mismos, constituyendo un delito cualquier olvido u omisión.

- Relación de actas con las votaciones a favor y en contra de los puntos expuestos en el programa electoral.

- Sección dedicada a los votantes de su distrito o circunscripción para consultarles su opinión sobre aquellos aspectos de relevancia que no hayan sido recogidos en el programa electoral.

- Sección dedicada a responder a todo tipo de preguntas políticas relacionadas con el distrito o circunscripción que los votantes deseen hacer.

- Relación de actividades llevadas a cabo durante toda la legislatura dividido en semanas

- Despacho semanal en directo online con los electores, a través de un chat, para tratar sobre los mismos temas

- Reunión bimensual en persona con los electores en el distrito o circunscripción electoral. El lugar debería ser un centro cívico o cualquier otro edificio público.

El incumplimiento por parte del representante de esta norma conllevaría sanciones e incluso, en los casos de dejación de funciones, la revocación del cargo por vía

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judicial. Para controlar el cumplimiento de estas obligaciones deberá articularse una serie de comisiones ciudadanas en cada ámbito local, regional y nacional seleccionando por sorteo a los miembros de la sociedad civil que se presenten. Para regular los aspectos concernientes a este caso, debería existir un tribunal dependiente del Poder Judicial, formado por magistrados. La e-Cámara No me detengo en este punto porque los cuerpos legislativos, especialmente los nacionales y autonómicos, ya disponen de mecanismos online para mostrar su actividad ordinaria y extraordinaria. Bastaría decir que los todos ayuntamientos deberían transmitir en directo sus sesiones, comisiones y plenos a través de una web municipal, que a su vez contuviera una hemeroteca de todas las sesiones anteriores. El e-Control Se articularía de la siguiente manera: 1) Demanda de Rendición de Cuentas

Permite al ciudadano interpelar a sus representantes al respecto de la ejecución de los presupuestos y el uso de los recursos propios. Los sujetos pasivos suelen ser aquellos sobre quienes recae también la posibilidad de ser revocados de su cargo, es decir, alcaldes, concejales, etc. Un número determinado de firmas, así como un pliego interpelatorio son necesarios para abrir el procedimiento.

2) Comisión de Investigación

Independientemente de lo que hagan los representantes del pueblo en la oposición al gobierno, la ciudadanía podrá abrir comisiones de investigación al mismo presentando, al menos, un número de firmas electrónicas de votantes registrados igual al 25% de la participación de los últimos comicios en la circunscripción electoral donde vaya a tener eficacia. Sorteado este trámite, se abrirá una comisión de investigación formada por representantes elegidos entre ellos de acuerdo a la representación proporcional parlamentaria a quienes se unirán el Defensor del Pueblo, el Secretario de las Cortes o del Ayuntamiento, un letrado del órgano legislativo si existiere y un juez ordinario.

El e-Partido

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Los partidos políticos, como asociaciones privadas pertenecientes a la sociedad política y no al Estado -al menos en los sistemas no partidocráticos-, no deben estar regulados públicamente en su funcionamiento interno. En todo caso desde aquí hago una serie de sugerencias que mejorarían su funcionamiento acercándolo a la democracia interna, sin perjuicio de los comentarios expuestos de Robert Michels. 1) En el e-Partido existiría la posibilidad de convocar congresos extraordinarios con la simple presentación o envío de firmas electrónicas de afiliados inscritos en el ámbito geográfico objeto de la convocatoria. Las votaciones llevadas a cabo en los mismos, especialmente las que tuvieran por objeto la designación de cargos, podrían realizarse por métodos electrónicos, sin necesidad de asistir físicamente a dichos congresos.

2) Existiría la e-revocación de cargos con un procedimiento similar al de los representantes de los órganos legislativos.

3) Las elecciones primarias se llevarían a cabo admitiendo las firmas electrónicas de simpatizantes inscritos en la circunscripción donde los candidatos fueran a presentarse.

4) En su web, debería existir una relación de todos los ingresos recibidos, directa o indirectamente, para su funcionamiento interno o sus campañas electorales y las de sus candidatos y también de las fuentes de los dichos ingresos, constituyendo un delito cualquier olvido u omisión.

5) Los estatutos del e-partido regularían todas están cuestiones, incluida la de su propia modificación.

Al tratarse de estructuras de carácter civil, representativas de una parte de la sociedad, no creo necesario insistir en que la financiación pública de los partidos y asociaciones debe estar prohibida por ley.

La e-Deliberación

Este ensayo concede una importancia capital a la interacción ciudadana, no sólo a la hora de emitir sus votos sino en el momento de confeccionar intelectualmente sus razonamientos, por medio de métodos deliberativos en vivo y online. Previamente a toda e-votación deberá existir un periodo de reflexión y contraste de opiniones en el que cada persona o grupo que lo desee podrá hacer llegar al resto de electores su argumentación razonada sobre el tema a decidir. El objetivo es que su voz sea escuchada y considerada antes de que se produzca la votación. La Administración competente -local, autonómica o nacional- deberá asegurar los medios técnicos suficientes para establecer con la máxima imparcialidad los métodos deliberativos más apropiados. Coincido con la opinión de Habermas que sugiere la creación de un grupo de asociaciones independientes del Estado en la

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sociedad civil -esfera pública u opinión pública- en las que se esté implicada la ciudadanía para la formación de opiniones y de voluntades políticas a través del uso de procedimientos democráticos en un entorno idóneo para el debate.

Insisto en que no es mi objetivo plasmar en este libro el desarrollo exhaustivo de una plataforma digital de deliberación que permita su empleo en los distintos escenarios en los que se da cita la participación de los ciudadanos. Existe bibliografía especializada al respecto que define y detalla a la perfección los servicios deliberativos que deben ser soportados por este tipo de plataformas, explicando con nitidez la naturaleza de su arquitectura en cuanto al entorno de programación, protocolos y mecanismos empleados, la utilización de cortafuegos y otros mecanismos de seguridad, mecanismos de transporte y empaquetamiento, compatibilidad con los dispositivos comerciales, etc. Por describir alguna metodología, para periodos preelectorales, Bruce Ackerman y James S. Fishkin165 proponen, días antes de la cita electoral, reunir a los votantes que lo deseen en grupos online de 15 personas con el fin de que debatan sobre los asuntos fundamentales de la votación en ciernes, previa visualización de todo tipo de documentación que podrá presentar cualquier elector, además de la institución pública que se encuentre al cargo. Yo propongo que estos grupos se convoquen online. Una vez establecido el debate, se formularán preguntas que el moderador elegido por el grupo deberá resumir en tres y elevarlas a una asamblea -también propongo que sea online- de 500 ciudadanos -35 grupos de 15 personas- donde se debatirán quince preguntas seleccionadas de las ciento cinco expuestas, con las correspondientes respuestas que darán los candidatos a la elección -o promotores de la votación y sus contrarios, para los casos de la e-Iniciativa legislativa y los procesos de e-Revocatoria de cargos electos- en dicha circunscripción y que se expondrán en una web creada a esos efectos por la Administración competente. Existen muchas otras técnicas, pero hay una cuestión fundamental para que estos debates no se produzcan en vano. Debe existir la posibilidad de que se cree una verdadera opinión pública, no la opinión de unos pocos vertida sobre el público, que, desgraciadamente, es lo que ha ocurrido hasta el momento, aunque la sociedad del conocimiento se está encargando de solventarla paulatinamente. Las nuevas tecnologías de la comunicación pueden devolver a la esfera privada la opinión pública para que ésta vuelva al lugar del que partió en el s. XIX. Las circunstancias sociales no son las mismas, y la interconexión de lo público y lo privado ha creado una esfera social donde ha quedado diluida la separación liberal-burguesa de Estado y sociedad. Pero por medio de los blogs y las redes sociales comunicativas es posible generar una esfera privada autónoma, con opinión pública, y una conexión comunicativa de un público constituido por personas y organizaciones verdaderamente privadas que volverían a participar con criterios independientes en un proceso comunicativo. Me parece que ésta es una de las mayores contribuciones de la sociedad del conocimiento al desarrollo de los

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Bruce Ackerman y James S. Fishkin, “Deliberation Day” en James Fichkin and Peter Laslett (Ed.), “Debating Deliberative Democracy”, Blackwell Pubishing, 2003, págs. 7-30

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derechos de libertad de opinión y de expresión, generando en el siglo XXI la posibilidad de un renacimiento de la verdadera opinión pública. Para ello existen las redes sociales como herramientas del proceso deliberativo y de la acción política de la sociedad civil. Existe ya una buena base tecnológica para la constitución de redes sociales sólidas, capaces de soportar los embates contra su composición no jerarquizada, pero al mismo tiempo flexibles que hagan de la geometría variable su razón de ser, convirtiéndolas en un cuerpo dinámico que acepte y mantenga el pluralismo de opiniones y la capacidad de acción política en la sociedad civil. Muchas web privadas también fomentan esta idea, cuando lo realmente importante es rehabilitar y potenciar el debate en el espacio público a través de la participación ciudadana, de forma que se logren institucionalizar los canales a través de los cuales dicha participación está surgiendo. Es necesario dar forma institucional a esos debates sin mermas en su espontaneidad, su carácter genuino y cuando así lo demanden, su propia privacidad.

e-mail AL CIUDADANO DESCONTENTO

“No preguntemos si estamos plenamente de acuerdo, sino tan sólo si marchamos por el mismo camino.” Goethe

Existen modos de gobernar conservadores o progresistas, liberales o estatalistas, a favor de la energía nuclear o de las renovables. Se puede ser republicano o monárquico, federalista o centralista, europeísta o no, concebir las relaciones internacionales como la interacción por la alianza de las civilizaciones o como el intento de hacer primar los valores occidentales basados en los derechos universales. Podemos entender que la cooperación internacional al desarrollo se realiza suprimiendo aduanas y aranceles al comercio o cooperando públicamente con los gobiernos de los países en vías de desarrollo. En fin, existe todo un crisol de diferentes formas de contemplar el mundo que gravitan en torno a los valores de la libertad, la justicia y la igualdad y a los conceptos morales comunitarios.

He intentado a lo largo de este ensayo no mostrar mi opinión al respecto de ninguna de estas visiones sobre la forma de gobernar. Desde luego, no porque no la tenga. Tampoco porque comprenda que el relativismo posmoderno se sitúa por encima de ellas, pues he advertido que utilizo el término de democracia posmoderna tan sólo en el sentido de superación de la democracia representativa, sin coincidir con muchas de las posturas del pensamiento posmoderno. Todas estas visiones sobre la forma de gobernar son legítimas. Las acciones políticas derivadas de estas posturas también lo son, siempre y cuando su ejecución haya sido el reflejo, directo o indirecto, de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos y no haya contravenido una norma de rango superior. Lo que implica que de ninguna manera serán legítimos aquellos actos que no expresen el sentir mayoritario de los ciudadanos que hayan querido expresar, en libertad, su voluntad individual. Sin

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esta premisa, toda acción política encierra en su seno una felonía y deja de ser democrática.

También ha sido mi pretensión describir unas reglas de juego que garanticen que todo acto llevado a cabo por las instituciones políticas del Estado sea necesariamente legítimo y legal, y que, de no ser así, existan los resortes legales adecuados para que el ciudadano pueda articular los mecanismos pertinentes para revertirlo y para que se interpongan las sanciones correspondientes a quienes hayan defraudado este principio.

No conozco una mejor forma de gobierno que aquella en virtud de la cual el gobernante se sabe en todo momento controlado por el gobernado, y donde el abuso de poder y las desviaciones democráticas no salgan gratis.

Éste es el único objetivo de mi pensamiento y de mi acción política, que he practicado desde hace años desde dentro y sobre todo desde fuera de los partidos: convencer a la gente de esta necesidad de cambio y ayudar a convertir España en una auténtica democracia. En una sociedad donde quepamos todos los que queramos contar con todos, donde sepamos que para vivir en libertad política no sirve con que unos sean libres y otros no, sino que todos debemos serlo. Donde exista la posibilidad de elegir y destituir a nuestros representantes y no únicamente la posibilidad de ratificar listas confeccionadas desde lejanas sedes y esperar cuatro años para volverlo a hacer. Donde tengamos libertad de pensamiento y expresión para saber decidir. En fin, donde el ciudadano se ubique en el horizonte de la agenda política.

Creo que en estas cuestiones deberíamos estar de acuerdo todos los españoles. Estas propuestas no contienen ni ideología ni valores que diseñen diferencias de clase, gen, religión, o territorio. En ellas sólo reside la intención de establecer unas reglas de juego donde el ciudadano deje de ser mera comparsa del poder y pase a ser el protagonista y el fin de toda acción política, para, entonces sí, en libertad, participar en el modelo de sociedad que estime conveniente. Los partidos políticos actuales, blindados con el sistema electoral proporcional de listas que se financian del Estado, no representan a la sociedad y las políticas que llevan a cabo no pueden tener verdaderos fines sociales. Por muy buenas intenciones que tuvieran sus dirigentes, dada la naturaleza de nuestro sistema, las políticas que desarrollan sólo pueden responder a intereses de partido. Sus consecuencias son evidentes.

Debemos unirnos para exigir unas reglas de juego que reflejen nuestras posiciones y nuestros intereses. Nuestra ruina nacional y el déficit democrático que la origina no pueden solucionarse sino es a través de la apertura de un proceso constituyente que modifique estas reglas de juego oligárquicas y las sustituya por la democracia. No es fácil, pero es posible. Si los ciudadanos de izquierda, centro y derecha abandonamos nuestra situación de servidumbre voluntaria y unimos nuestro descontento para exigir la democracia, ésta vendrá servida de una forma natural.

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Por una vez, los vientos de la actualidad soplan a nuestro favor. El hastío social respecto de la clase política es muy notorio y, salvando las distancias, el efecto que sobre otros países están teniendo las revueltas sociales no hace sino avivar esta sensación de zozobra. La revolución tecnológica se está encargando de hacer el resto. Gracias a ella existe una tupida red, tejida de manera silenciosa y espontanea, que está absorbiendo el descontento social por los aconteceres políticos. Despertarla de ese estado de latencia y canalizar su energía por medio de una opción o programa desideologizado que exija un cambio radical de nuestro sistema debe ser el objetivo. Y como no son las personas las que fallan, sino el sistema que las genera, hay que buscar a los líderes en el seno de la sociedad civil, apartando nuestras diferencias ideológicas hasta dar con la democracia.

Es la hora de la política con mayúsculas. En España no necesitamos más gestores de un sistema podrido. Lo que necesitamos son políticos de verdad, apasionados de la política, gente preparada que observe los acontecimientos sociales con la altitud de miras que ofrece la cultura, la agudeza mental y la independencia. Necesitamos gente viajada, gente leída, gente cosmopolita, capaz de atisbar el verdadero problema nacional y de saberlo explicar. Que prescinda del provincianismo de los atavismos, que abomine de las actitudes catetas, que se aleje del gremialismo de la militancia, que renuncie al salario político y que sustituya la impudicia de la fidelidad a unas siglas por la grandeza de la lealtad a una nación.

Pero muy fundamentalmente, gente capaz de apartar sus diferencias hasta dar con el sistema que nos beneficie a todos los ciudadanos, sin diferencias de clase, de raza, de género o de territorio. Y que convenzan a la sociedad de que ese sistema, ese entramado de normas que nos permitirán ser el fin último de toda acción política, se llama democracia.

Comenzaba este ensayo aludiendo a la conjunción de la razón y la pasión. Razón para demostrar, pasión para convencer. Espero haber puesto la dosis suficiente de cada una de ellas.