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Paz Octavio - Itinerario

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ensayo

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Itinerario

Ttulo original: ItinerarioOctavio Paz, 1994

Diseo: R. Motherwell

Editor digital: pepitogrillo

ePub base r1.2

Octavio Paz

Itinerario

Este libro est compuesto por dos ensayos. El ms extenso, Itinerario, tiene un carcter autobiogrfico pues es el relato de la evolucin de mis ideas polticas. Biografa intelectual pero tambin sentimental y an pasional: lo que he pensado y pienso acerca de mi tiempo es inseparable de lo que he sentido y siento. Itinerario es el relato y la descripcin de un viaje, a travs del tiempo, entre dos puntos, mi juventud y mi presente. La lnea que traza ese proyecto no es la recta ni el crculo sino la espiral, que vuelve sin cesar y sin cesar se aleja del punto de partida. Lo que vivimos hoy me acerca a lo que viv hace sesenta aos y, simultneamente, me aleja irremediable y definitivamente. Extraa leccin: no hay regreso pero tampoco hay punto de llegada. Somos trnsito.

El otro texto se refiere a las circunstancias que me llevaron a escribir, hace ya ms de cuarenta aos, El laberinto de la soledad. Tambin es biogrfico y se refiere a mi relacin cambiante con mi patria, su historia y su presente. Otra vez reflexin y confesin. Eran inevitables los cruzamientos entre los dos textos: dnde termina Mxico y dnde comienza el mundo?, cmo distinguir, en el tejido vivo de la actualidad, entre el pasado y el presente, entre lo que fue, lo que es y lo que est siendo?

Algunos se extraarn de que, despus de haber publicado hace unos meses un libro sobre el amor: La llama doble, ahora entregue al pblico otro cuyo tema es esencialmente poltico. La extraeza se disipa apenas se repara en que amor y poltica son los dos extremos de las relaciones humanas: la pblica y la privada, la plaza y la alcoba, el grupo y la pareja. Amor y poltica son dos polos unidos por un arco: la persona. La suerte de la persona en la sociedad poltica se refleja en la relacin amorosa y viceversa. La historia de Romeo y Julieta es ininteligible si se omiten las querellas seoriales en las ciudades italianas del Renacimiento y lo mismo sucede con la de Larisa y Zhivago fuera del contexto de la revolucin bolchevique y la guerra civil. Todo se corresponde.

O.P.

LA ESPIRAL

CMO Y POR QU ESCRIB EL LABERINTO DE LA SOLEDADMuchas veces se me ha hecho esta pregunta: Por qu, para qu y para quines escrib El laberinto de la soledad? Hay muchas respuestas. La ms simple y directa est en mi infancia. Tres momentos de mi niez me marcaron para siempre y todo lo que he escrito acerca de mi pas no ha sido, quiz, sino la respuesta a esas experiencias de infantil desamparo. Respuesta incansablemente reiterada y, en cada ocasin, distinta. La primera experiencia es tambin mi primer recuerdo. Qu edad tendra? No s, tres o cuatro aos quiz. En cambio, es muy vivida la memoria del lugar: una pequea sala cuadrangular en una vieja casona de Mixcoac. Mi padre se haba ido a la Revolucin, como se deca entonces, y mi madre y yo nos refugiamos con mi abuelo, Ireneo Paz, patriarca de la familia. Las vicisitudes de aquellos aos lo haban obligado a dejar la ciudad y trasladarse a la casa de campo que posea en Mixcoac. Yo viv y crec en ese pueblo, aunque no en la misma casa, salvo una temporada que pas en Los ngeles. Lo dej cuando acababa de cumplir los veintitrs aos. La casa todava existe y hoy es un convento de religiosas. Hace poco la visit y apenas si pude reconocerla: las monjas han convertido en celdas las estancias y el jardn; en capilla la terraza. No importa: queda la imagen y quedan las sensaciones de extraeza y desamparo.

Me veo, mejor dicho: veo una figura borrosa, un bulto infantil perdido en un inmenso sof circular de gastadas sedas, situado justo en el centro de la pieza. Con cierta inflexibilidad, cae la luz de un alto ventanal. Deben ser las cinco de la tarde pues la luz no es muy intensa: Muros empapelados de un desvado amarillo con dibujos de guirnaldas, tallos, flores, frutos: emblemas del tedio. Todo real, demasiado real; todo ajeno, cerrado sobre s mismo. Una puerta da al comedor, otra a la sala y la tercera, lateral y con vidrieras, a la terraza. Las tres estn abiertas. La pieza serva de antecomedor. Rumor de risas, voces, tintineo de vajillas. Es da de fiesta y celebran un santo o un cumpleaos. Mis primos y primas, mayores, saltan en la terraza. Hay un ir y venir de gente que pasa al lado del bulto sin detenerse. El bulto llora. Desde hace siglos llora y nadie lo oye. l es el nico que oye su llanto. Se ha extraviado en un mundo que es, a un tiempo, familiar y remoto, ntimo e indiferente. No es un mundo hostil: es un mundo extrao, aunque familiar y cotidiano, como las guirnaldas de la pared impasible, como las risas del comedor. Instante interminable: orse llorar en medio de la sordera universal No recuerdo ms. Sin duda mi madre me calm: la mujer es la puerta de reconciliacin con el mundo. Pero la sensacin no se ha borrado ni se borrar. No es una herida, es un hueco. Cuando pienso en m, lo toco; al palparme, lo palpo. Ajeno siempre y siempre presente, nunca me deja, presencia sin cuerpo, mudo, invisible, perpetuo testigo de mi vida. No me habla pero yo, a veces, oigo lo que su silencio me dice: esa tarde comenzaste a ser t mismo; al descubrirme, descubriste tu ausencia, tu hueco: te descubriste. Ya lo sabes: eres carencia y bsqueda.

Los azares de la guerra civil llevaron a mi padre a los Estados Unidos. Se instal en Los ngeles, en donde viva una numerosa colonia de desterrados polticos. Un tiempo despus lo seguimos mi madre y yo. Apenas llegamos, mis padres decidieron que fuera al kindergarden del barrio. Tena seis aos y no hablaba una sola palabra de ingls. Recuerdo vagamente el primer da de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el saln desnudo, los pupitres, las bancas duras y mi azoro entre la ruidosa curiosidad de mis compaeros y la sonrisa afable de la joven profesora, que procuraba aplacarlos. Era una escuela angloamericana y slo dos de los alumnos eran de origen mexicano, aunque nacidos en Los ngeles. Aterrorizado por mi incapacidad de comprender lo que se me deca, me refugi en el silencio. Al cabo de una eternidad lleg la hora del recreo y del lunch. Al sentarme a la mesa descubr con pnico que me faltaba una cuchara; prefer no decir nada y quedarme sin comer. Una de las profesoras, al ver intacto mi plato, me pregunt con seas la razn. Musit: cuchara, sealando la de mi compaero ms cercano. Alguien repiti en voz alta: cuchara!. Carcajadas y algaraba: cuchara, cuchara!. Comenzaron las deformaciones verbales y el coro de las risotadas. El bedel impuso silencio pero a la salida, en el arenoso patio deportivo, me rode el gritero. Algunos se me acercaban y me echaban a la cara, como un escupitajo, la palabra infame: cuchara! Uno me dio un empujn, yo intent responderle y, de pronto, me vi en el centro de un crculo: frente a m, con los puos cerrados y en actitud de boxeo, mi agresor me retaba gritndome: cuchara!. Nos liamos a golpes hasta que nos separ un bedel. Al salir nos reprendieron. No entend ni jota del regao y regres a mi casa con la camisa desgarrada, tres rasguos y un ojo entrecerrado. No volv a la escuela durante quince das; despus, poco a poco, todo se normaliz: ellos olvidaron la palabra cuchara y yo aprend a decir spoon.

Cambi la situacin poltica de Mxico y volvimos a Mixcoac. Fieles a las tradiciones familiares mis padres me matricularon en un colegio francs de la orden de La Salle. Aunque yo hablaba el ingls, no haba olvidado el espaol. Sin embargo, mis compaeros no tardaron en decidir que era un extranjero: un gringo, un franchute o un gachupn, les daba lo mismo. El saberme recin llegado de los Estados Unidos y mi facha pelo castao, tez y ojos claros podran tal vez explicar su actitud; no enteramente: mi familia era conocida en Mixcoac desde principios del siglo y mi padre haba sido diputado por esa municipalidad. Volvieron las risas y las risotadas, los apodos y las peleas, a veces en el campo de ftbol del colegio y otras en una callejuela cercana a la parroquia. Con frecuencia regresaba a mi casa con un ojo amoratado, la boca rota o la cara rasguada. Mis familiares se inquietaron pero, con buen acuerdo, decidieron no intervenir: las cosas se calmaran poco a poco, por s mismas. As fue, aunque la inquina persisti: el menor pretexto bastaba para que volviesen a brotar las acostumbradas invectivas.

La experiencia de Los ngeles y la de Mxico me apesadumbraron durante muchos aos. A veces pensaba que era culpable con frecuencia somos cmplices de nuestros persecutores y me deca: s, yo no soy de aqu ni de all. Entonces, de dnde soy? Yo me senta mexicano el apellido Paz aparece en el pas desde el siglo XVI, al otro da de la Conquista pero ellos no me dejaban serlo. En una ocasin acompa a mi padre en una visita a un amigo al que, con razn, admiraba: Antonio Daz Soto y Gama, el viejo y quijotesco revolucionario zapatista. Estaba en su despacho con varios amigos y, al verme, exclam dirigindose a mi padre: Caramba, no me habas dicho que tenas un hijo visigodo!. Todos se rieron de la ocurrencia pero yo la o como una condena.

Aunque el trasfondo de las tres experiencias es semejante el sentimiento de separacin cada una es distinta. La primera es universal y comn a todos los hombres y las mujeres. Los telogos, los filsofos y los psiclogos han escrito muchas pginas sobre ella; ha sido un tema de eleccin de grandes poetas y los novelistas no han cesado de explorar sus vericuetos. Somos hijos de Adn, el primer desterrado. La experiencia nos enfrenta a la indiferencia universal, la del cosmos y la de nuestros semejantes; al mismo tiempo, es el origen de la sed de totalidad y participacin que todos padecemos desde nuestro nacimiento. La segunda y la tercera son de orden histrico y son la consecuencia de esa realidad que es la materia prima de la organizacin poltica: el grupo huma no, la comunidad. Nada ms natural que un nio mexicano se sienta extrao en una escuela norteamericana pero es atroz que los otros nios, por el mero hecho de ser extranjero, lo injurien y lo golpeen. Atroz, natural y tan antiguo como las sociedades humanas. No en balde los suspicaces atenienses inventaron el delito de ostracismo para los sospechosos. Y el extranjero es siempre un sospechoso. La tercera experiencia se inscribe en esta ltima categora: yo no era, claramente, un extranjero pero, por mi apariencia y otras circunstancias fsicas y morales, era un sospechoso. As, mis compaeros me condenaron al destierro, no fuera de mi patria sino dentro de ella.

No soy, por supuesto, el primero que ha sufrido esta condena. Tampoco ser el ltimo. Sin embargo, aunque es un hecho que pertenece a todos los tiempos y a todos los sitios, unos pueblos son ms propensos que los otros a descubrir sospechosos por todas partes y a condenarlos con el ostracismo, fuera o dentro de la ciudad. Ya mencion a los atenienses. Otro pueblo corrodo por la sospecha es el mexicano. El fondo psicolgico de esta propensin a sospechar es la suspicacia. Trtese de un griego del siglo V a.C. o de un mexicano del siglo XX, la suspicacia es la expresin de un sentimiento de inseguridad. En pocas de crisis y disturbios sociales, florece la desconfianza; Robespierre, llamado por unos el Incorruptible y por otros el Tirano, fue una encarnacin de la suspicacia disfrazada de vigilancia revolucionaria. En el siglo XX los bolcheviques repitieron y exageraron el modelo; en cambio, uno de los rasgos de Julio Csar que ms sorprendieron a los antiguos fue su confianza. Unos lo admiraron por ella y otros lo vituperaron: un dictador confiado es un escndalo poltico y una contradiccin moral. La suspicacia es hermana de la malicia y ambas son servidoras de la envidia. Si las circunstancias pblicas son propicias, todas estas malas pasiones se vuelven cmplices de las inquisiciones y las represiones. La delacin y la calumnia son las alcahuetas del tirano.

En Mxico la suspicacia y la desconfianza son enfermedades colectivas. En mi juventud fui testigo del acoso que sufrieron los escritores llamados, por la revista que editaban, Contemporneos. Se les acus de ser extranjerizantes, cosmopolitas, afrancesados y, en suma, de no ser mexicanos. Eran un cuerpo extrao y enfermizo incrustado en nuestra literatura: haba que expulsarlo de la Repblica de las Letras. (En la poca que haca Plural con un grupo de amigos, un joven filsofo marxista tambin pidi nuestra expulsin del discurso poltico). La ortodoxia ideolgica y la ortodoxia sexual se alan siempre con la xenofobia: los Contemporneos fueron acusados de estetas reaccionarios y motejados de maricones. Hoy los jvenes escritores exaltan su memoria y escriben sobre ellos ensayos fervientes. Pocos recuerdan que, mientras vivieron, fueron vistos como sospechosos y sentenciados al exilio interior. Aos despus yo dej de ser testigo de las malignidades de la suspicacia y me convert en objeto de campaas semejantes, aunque tal vez ms feroces: a las viejas malevolencias se unieron las pasiones polticas.

Por todo esto no es extrao que desde mi adolescencia me intrigase la suspicacia mexicana. Me pareci la consecuencia de un conflicto interior. Al reflexionar sobre su naturaleza, encontr que, ms que un enigma psicolgico, era el resultado de un trauma histrico enterrado en las profundidades del pasado. La suspicacia, en vela perpetua, cuida que nadie descubra el cadver y lo desentierre. sa es su funcin psicolgica y poltica. Ahora bien, si la raz del conflicto es histrica, slo la historia puede aclararnos el enigma. La palabra historia designa ante todo a un proceso, y quien dice proceso dice bsqueda, generalmente inconsciente. El proceso es bsqueda porque es movimiento y todo movimiento es un ir hacia Hacia dnde? No es fcil responder a esta pregunta: los supuestos fines de la historia se han ido desvaneciendo uno tras otro. Tal vez la historia no tiene ni finalidades ni fin. El sentido de la historia somos nosotros, que la hacemos y que, al hacerla, nos deshacemos. La historia y sus sentidos terminarn cuando el hombre se acabe. Sin embargo, aunque es imposible discernir fines en la historia, no lo es afirmar la realidad del proceso histrico y de sus efectos. La suspicacia es uno de ellos. Lo que he llamado la bsqueda es la tentativa por resolver ese conflicto que la suspicacia preserva.

Sin darme claramente cuenta de lo que haca, movido por una intuicin y aguijoneado por la memoria de mis tres experiencias, quise romper el velo y ver. Mi acto era una interrogacin que me una al proceso inconsciente de la historia, es decir, a la bsqueda en que consiste finalmente el movimiento histrico. Mi interrogacin me insertaba en la bsqueda, me haca parte de ella; as, lo que comenz como una meditacin ntima se convirti en una reflexin sobre la historia de Mxico. La reflexin asumi la forma de una pregunta no slo acerca de los orgenes en dnde y cundo comenz el conflicto? sino tambin sobre el sentido de la bsqueda que es la historia de Mxico (y la de todos los hombres). Cierto, nadie sabe con certeza qu es lo que buscamos pero todos sabemos que buscamos. Hace falta saber algo ms? En el curso de la reflexin mis tres experiencias infantiles revelaron su naturaleza dual: eran ntimas y colectivas, mas y de todos. Durante milenios el continente americano vivi una vida aparte, ignorado e ignorante de otros pueblos y de otras civilizaciones. La expansin europea del siglo XVI rompi el aislamiento. La verdadera historia universal no comienza con los grandes imperios europeos y asiticos, con Roma o con China, sino con las exploraciones de los espaoles y portugueses. Desde entonces los mexicanos somos un fragmento de la historia del mundo. Mejor dicho: somos hijos de ese momento en que las distintas historias de los pueblos y las civilizaciones desembocan en la historia universal. El Descubrimiento de Amrica inici la unificacin del planeta. El acto que nos fund tiene dos caras: la Conquista y la evangelizacin; nuestra relacin con l es ambigua y contradictoria, como el acto mismo y sus dos emblemas: la espada y la cruz. No menos ambigua es nuestra relacin frente a la civilizacin mesoamericana: su espectro habita nuestros sueos, pero ella reposa para siempre en el gran cementerio de las civilizaciones desaparecidas. Nuestra cuna fue un combate. El encuentro entre los espaoles y los indios fue simultneamente, para emplear la viva y pintoresca imagen del poeta Juregui, tmulo y tlamo.

Tal vez por influencia familiar desde la niez me apasion la historia de Mxico. Mi abuelo, autor de novelas histricas segn el gusto del siglo XIX, haba reunido un buen nmero de libros sobre nuestro pasado. Un tema me interes entre todos: el choque entre los pueblos y las civilizaciones. Las naciones del antiguo Mxico vivieron en guerra perpetua unas contra otras pero slo hasta la llegada de los espaoles se enfrentaron realmente con el otro, es decir, con una civilizacin distinta a la suya. Ms tarde, ya en el perodo moderno, tuvimos encuentros violentos con los Estados Unidos y con la Francia del Segundo Imperio. A pesar de que la influencia de la cultura francesa fue muy viva en la segunda mitad del siglo XIX y en la primera del XX, la guerra con Francia no tuvo consecuencias polticas ulteriores. Tampoco psicolgicas. Ocurri lo contrario con Espaa y los Estados Unidos: nuestra relacin con esas naciones ha sido polmica y obsesiva. Cada pueblo tiene sus fantasmas: Francia para los espaoles, Alemania para los franceses; los nuestros han sido Espaa y los Estados Unidos. El fantasma de Espaa ha perdido cuerpo y su influencia poltica y econmica se ha desvanecido. Su presencia es psicolgica: verdadero fantasma, recorre nuestra memoria y enciende nuestra imaginacin. Los Estados Unidos s son una realidad pero una realidad tan vasta y poderosa que colinda con el mito y, para muchos, con la obsesin.

La querella entre hispanistas y antihispanistas es un captulo de la historia intelectual de los mexicanos. Tambin de su historia poltica y sentimental. El bando de los antihispanistas no es homogneo: unos son adoradores de las culturas mesoamericanas y condenan a la Conquista como un genocidio; otros, menos numerosos, descendientes de los liberales del siglo XIX, profesan un igual desdn a las dos tradiciones: la india y la espaola, ambas obstculos en el camino hacia la modernidad. Fui familiar de esa disputa desde mi niez. Mi familia paterna era liberal y, adems, indigenista: antiespaola por partida doble. Aunque mi madre era espaola, detestaba las discusiones y responda a las diatribas con una sonrisa. Yo encontraba sublime su silencio, ms contundente que un tedioso alegato. En la biblioteca de mi abuelo, por lo dems, abundaban los libros con argumentos contrarios a su moderado antihispanismo y al ms acusado de mi padre. Los dos identificaban al pasado novohispano con la ideologa de sus enemigos tradicionales, los conservadores. Galds me desenga: esa pelea era tambin espaola.

El antiespaolismo de mis familiares era de orden histrico y poltico, no literario. Entre los libros de mi abuelo estaban los de nuestros clsicos. Adems, l admiraba a los liberales espaoles del siglo pasado. Mi adolescencia y mi juventud coincidieron con el fin de la Monarqua y los primeros aos de la Repblica, un perodo de verdadero esplendor de las letras espaolas. La lectura de los grandes escritores y poetas de esos aos acab por reconciliarme con Espaa. Me sent parte de la tradicin pero no de una manera pasiva sino activa y, a ratos, polmica. Descubr que la literatura escrita por nosotros, los hispanoamericanos, es la otra cara de la tradicin hispnica. Nuestra literatura comenz por ser un afluente de la espaola pero hoy es un ro poderoso. Cervantes, Quevedo y Lope se reconoceran en nuestros autores. La disputa entre hispanistas y antihispanistas me pareci un pleito anacrnico y estril. La guerra de Espaa, un poco ms tarde, cerr para siempre el debate. Al menos para m y para muchos como yo. Fui partidario apasionado de los republicanos y en 1937 estuve en Espaa por primera vez. En varios escritos en prosa y en algunos poemas he hablado de mi encuentro con su gente, sus paisajes, sus piedras. No descubr a Espaa: la reconoc y me reconoc.

Mi experiencia con la realidad norteamericana fue tambin, a su manera, una confirmacin. En mi niez haba vivido en California pero el verdadero encuentro comenz en 1943 y se prolong hasta diciembre de 1945. Viv en San Francisco y en Nueva York, pas un verano en Vermont y dos semanas en Washington, desempe oficios diversos, trat toda clase de gente, pas estrecheces, conoc das de exaltacin y otros de abatimiento, le incansablemente a los poetas ingleses y norteamericanos y, en fin, comenc a escribir unos poemas libres de la retrica que asfixiaba a la poesa que, en; esos aos, escriban los jvenes en Hispanoamrica y en Espaa. En una palabra, volv y a nacer. Nunca me haba sentido tan vivo. Eran los aos de la guerra y los norteamericanos pasaban por uno de los grandes momentos de su historia. En Espaa conoc la fraternidad ante la muerte; en los Estados Unidos la cordialidad ante la vida. Simpata universal que tiene sus races no en el puritanismo que, manitico de la pureza, es una tica de la separacin, sino en el pantesmo romntico de Emerson y en la efusin csmica de Whitman. En Espaa algunos espaoles me reconocieron como uno de los suyos; en los Estados Unidos algunos norteamericanos me acogieron como un hermano desconocido que hablaba su lengua con un acento extrao y una sintaxis brbara.

Mi admiracin y simpata por los norteamericanos tena un lado obscuro: era imposible cerrar los ojos ante la situacin de los mexicanos, los nacidos all y los recin llegados. Pens en los aos pasados en Los ngeles, en los trabajos de mi padre para abrirse paso en el destierro, en mi madre hormiga providente pero hormiga que cantaba como una cigarra. Aunque no sufrimos las penalidades de la mayora de los inmigrantes mexicanos, no era necesaria mucha imaginacin para comprenderlos y simpatizar profundamente con ellos. Me reconoc en los pachucos y en su loca rebelda contra su presente y su pasado. Rebelda resuelta no en una idea sino en un gesto. Recurso del vencido: el uso esttico de la derrota, la venganza de la imaginacin. Volv a la pregunta sobre m y mi destino de mexicano. La misma que me haba hecho en Mxico, leyendo a Ortega y Gasset o conversando con Jorge Cuesta en un patio de San Ildefonso. Cmo contestarla? Antes de abandonar Mxico, un ao antes, haba escrito para un diario una serie de artculos en los que trataba asuntos ms o menos conectados con la pregunta que me atormentaba[1]. Ya no me satisfacan. Ignoraba entonces que estas notas y mis encuentros con Espaa y con los Estados Unidos eran una preparacin para escribir El laberinto de la soledad.

Llegu a Pars en diciembre de 1945. En Francia los aos de la segunda posguerra fueron de penuria pero de gran animacin intelectual. Fue un perodo de gran riqueza, no tanto en el dominio de la literatura propiamente dicha, la poesa y la novela, como en el de las ideas y el ensayo. Yo segua con ardor los debates filosficos y polticos. Atmsfera encendida: pasin por las ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponibilidad. Al poco tiempo encontr amigos afines a mis preocupaciones intelectuales y estticas. En aquel medio cosmopolita franceses, griegos, espaoles, rumanos, argentinos, norteamericanos respir con libertad: no era de all y, sin embargo, sent que tena una patria intelectual. Una patria que no me peda papeles de identidad. Pero la pregunta sobre Mxico no me abandonaba. Decidido a enfrentarme a ella, me trac un plan nunca logr seguirlo del todo y comenc a escribir. Era el verano de 1949, la ciudad se haba quedado desierta y mi trabajo en la Embajada mexicana, en donde yo tena un empleo modesto, haba disminuido. La distancia me ayudaba: viva en un mundo alejado de Mxico e inmune a sus fantasmas. Tena para m las tardes de los viernes y, enteros, los sbados y domingos. Y las noches. Escriba con prisa y fluidez, con ansia de acabar pronto y como si en la ltima pgina me esperase una revelacin. Jugaba una carrera contra m mismo. A quin o qu iba a encontrar al final? Conoca la pregunta, no la respuesta. Escribir se volvi una ceremonia contradictoria, hecha de entusiasmo y de rabia, simpata y angustia. Al escribir me vengaba de Mxico; un instante despus, mi escritura se volva contra m y Mxico se vengaba de m. Nudo inextricable, hecho de pasin y de lucidez: odio et amo.

En otras ocasiones me he referido a los defectos y lagunas de El laberinto de la soledad. Los primeros son congnitos, la consecuencia natural de mis limitaciones. En cuanto a las ltimas: he procurado remediarlas en diversos escritos, como podr verlo el lector de este libro. La mayor omisin es la de Nueva Espaa: las pginas que le dedico son insuficientes; las he ampliado en varios textos de este libro y, principalmente, en la primera parte de mi estudio sobre sor Juana Ins de la Cruz. Y el mundo prehispnico? Creo que mis ensayos sobre el arte antiguo de Mxico son algo ms que meros estudios de esttica: son una visin de la civilizacin mesoamericana. Dicho esto, confieso que la concepcin central de El laberinto de la soledad me sigue pareciendo vlida. El libro no es un ensayo sobre una quimrica filosofa del mexicano; tampoco una descripcin psicolgica ni un retrato. El anlisis parte de unos cuantos rasgos caractersticos para en seguida transformarse en una interpretacin de la historia de Mxico y de nuestra situacin en el mundo moderno. La interpretacin me parece vlida, no exclusiva ni total. Hay otras interpretaciones y, entre ellas, algunas son (o pueden ser) igualmente vlidas. No excluyen a la ma porque ninguna es global ni final. La comprensin histrica es, por naturaleza, parcial, trtese de Tucdides o de Vico, de Marx o de Toynbee.

Todas las visiones de la historia son un punto de vista. Naturalmente no todos los puntos de vista son vlidos. Entonces, por qu me parece vlido el mo? Pues porque la idea que lo inspira el ritmo doble de la soledad y la comunin, el sentirse solo, escindido, y el desear reunirse con los otros y con nosotros mismos es aplicable a todos los hombres y a todas las sociedades. Aunque cada individuo es nico y cada pueblo es diferente, todos atraviesan por las mismas experiencias. Por esto es legtimo presentar a la historia de Mxico como una sucesin de rupturas y uniones. La primera fue la Conquista. La primera y la decisiva: fue un choque entre dos civilizaciones y no, como ocurrira despus, dentro de la misma civilizacin. A su vez, la primera reunin o reconciliacin respuesta a la violenta ruptura de la Conquista consisti en la conversin de los vencidos a una fe universal, el cristianismo. Desde entonces las rupturas y las reuniones se han sucedido; sera ocioso enumerarlas. No, no es arbitrario ver nuestra historia como un proceso regido por el ritmo o la dialctica de lo cerrado y lo abierto, de la soledad y la comunin. No es difcil advertir, por otra parte, que el mismo ritmo rige las historias de otros pueblos. Pienso que se trata de un fenmeno universal. Nuestra historia no es sino una de las versiones de ese perpetuo separarse y unirse con ellos mismos que ha sido, y es, la vida de todos los hombres y los pueblos.

El proceso de sucesivas rupturas y reuniones puede verse tambin, para emplear una analoga con la fsica, como una serie de explosiones. La moderna cosmologa nos ha familiarizado con la idea de una materia infinitamente concentrada y que, al llegar a cierto punto extremo de densidad, estalla y se dispersa. Las explosiones histricas son semejantes al big bang: una sociedad encerrada en s misma est destinada a estallar por la colisin de sus elementos. A la inversa de lo que ocurre en el cosmos, sujeto segn parece a una expansin sin fin, en la historia los elementos dispersos tienden a reunirse. Estas nuevas combinaciones se traducen, a su vez, en nuevas formas histricas. Si la ruptura no se resuelve en reunin, el sistema se extingue, absorbido generalmente por un sistema mayor. La historia de Mxico se ajusta al primer modelo y puede verse como una sucesin de explosiones seguidas de dispersiones y reuniones. La ltima explosin, la ms poderosa, fue la Revolucin mexicana. Conmovi a la fbrica social en su totalidad y logr, despus de dispersarlos, reunir a todos los mexicanos en una nueva sociedad.

La Revolucin rescat a muchos grupos y minoras que haban sido excluidos tanto de la sociedad novohispana como de la republicana. Me refiero a las comunidades campesinas y, en menor grado, a las minoras indgenas. Adems, consigui crear una conciencia de identidad nacional que antes apenas si exista. En la esfera de las ideas y de las creencias, logr la reconciliacin del Mxico moderno y del antiguo. Subrayo que fue una reconciliacin no de orden intelectual sino afectivo y espiritual. La Revolucin fue, ante todo, un logro poltico y social pero tambin fue algo ms, mucho ms: un cambio radical en nuestra historia. Como la palabra cambio resulta equvoca, agrego que ese cambio fue un regreso. Quiero decir: fue una verdadera revuelta, una vuelta a los orgenes. En este sentido, el movimiento revolucionario continu, en una esfera psquica distinta a la religiosa, el sincretismo de los siglos XVI y XVII. Lo continu sin que nadie se lo propusiera, ni los dirigentes ni el pueblo; sin embargo, a todos los mova el mismo obscuro impulso. Lgica de la historia o instinto popular? No es fcil saberlo. Lo cierto es que Mxico se lanz al encuentro de s mismo. En un acto de necesaria ruptura, el liberalismo neg a la tradicin novohispana y a la indgena. La Revolucin inici la reconciliacin con nuestro pasado, algo que me parece no menos sino ms imperativo que todos los proyectos de modernizacin. En esto reside tanto su originalidad como su fecundidad en el dominio de los sentimientos, las creencias, las letras y las artes.

Para comprender su carcter nico, hay que recordar que nuestra Revolucin le debe muy poco a las ideologas revolucionarias de los siglos XIX y XX. En este sentido fue la anttesis del liberalismo de 1857. Este ltimo fue un movimiento derivado de ideas universales de origen europeo; con ellas los liberales se propusieron transformar de raz a la sociedad. De ah su hostilidad a las dos tradiciones, la espaola y la indgena. El liberalismo de 1857 fue una verdadera revolucin y sus arquetipos fueron la Revolucin francesa y la de Independencia de los Estados Unidos. En cambio, la Revolucin mexicana fue popular e instintiva. No la gui una teora de la igualdad: estaba poseda por una pasin igualitaria y comunitaria. Los orgenes de esta pasin estn no en las ideas modernas sino en la tradicin de las comunidades indgenas anteriores a la Conquista y en el cristianismo evanglico de los misioneros. Si se repasan las declaraciones y los discursos de los caudillos y lderes populares sorprende, en primer trmino, la abundancia de referencias y citas del cristianismo primitivo. Los ejemplos ms socorridos fueron el Sermn de la Montaa y la expulsin de los mercaderes del Templo[2]. Tambin es notable la obstinacin con que el movimiento campesino sostuvo, como fundamento de sus aspiraciones, las tradiciones comunitarias de los pueblos. Los campesinos pedan la devolucin de sus tierras.

Se puede hablar de una ideologa revolucionaria? La respuesta debe ser matizada. En primer trmino la Revolucin atraves por distintos momentos y en cada uno de ellos predominaron ciertos temas e ideas. Por ejemplo, en el primer perodo lo esencial pareca la reforma poltica y la instauracin de una verdadera democracia; en otro momento, fueron centrales las reivindicaciones sociales y las aspiraciones igualitarias; en otro ms, la estabilidad poltica y el desarrollo econmico; y as sucesivamente. A los cambios de ideario en el tiempo, deben aadirse las diferencias en el espacio: el movimiento en el sur fue primordialmente agrario y estaba inspirado en una tradicin de lucha por la tierra comunal que vena de Nueva Espaa y del pasado prehispnico; en el norte, el ncleo del movimiento estaba compuesto por rancheros; en las ciudades por la clase media. Adems, a lo largo del proceso, la lucha armada entre los caudillos y las facciones. La Revolucin fue muchas revoluciones.

En cuanto a la influencia de las ideologas de fuera, ninguna preponderante, las ms apreciables fueron: el anarquismo, la herencia del liberalismo, el obrerismo ecos del 1. de mayo de Chicago y, en fin, un vago pero poderoso sueo de redencin social. Lo esencial, sin embargo, fue la corriente igualitaria y comunitaria, doble legado de Mesoamrica y de Nueva Espaa. No era tanto una doctrina claramente definida como un conjunto de aspiraciones y creencias, una tradicin subterrnea que se crea desaparecida y que resucit en el gran sacudimiento revolucionario. No era fcil que este conjunto a un tiempo confuso y clarividente de aspiraciones, agravios, esperanzas y reivindicaciones se articulase en un claro proyecto de reformas. Esto explica que la Revolucin haya terminado en un compromiso entre la herencia liberal de 1857, las aspiraciones comunitarias populares y fragmentos de otras ideologas.

Las influencias de fuera aparecieron en un perodo posterior, cuando ya se haba establecido en el poder la faccin revolucionaria triunfante y el movimiento popular se haba transformado en un rgimen institucional. Inspirado por el ejemplo sovitico (el koljs), Lzaro Crdenas modific la propiedad comunal de la tierra. La reforma no liber a los campesinos: los at a los bancos del Estado y los convirti en instrumentos de la poltica gubernamental. Tambin Crdenas inici una poltica estatista en materia econmica, seguida por casi todos sus sucesores. Una de las consecuencias de la poltica de nacionalizaciones fue la aparicin de una poderosa burocracia incrustada en el Estado. Otro factor, tal vez el decisivo, que explica el extraordinario crecimiento de la burocracia fue la creacin de un partido hegemnico de Estado, en el poder desde 1930. El fundador del partido fue el presidente Calles; lo consolidaron, a travs de reformas sucesivas, otros dos presidentes: Crdenas y Alemn. Los modelos del partido fueron el partido fascista de Italia y el comunista de Rusia. Sin embargo, en ningn momento el partido mexicano ha mostrado pretensiones ideolgicas totalitarias. Fue y es un partido sui generis, resultado de un compromiso entre la democracia autntica y la dictadura revolucionaria. El compromiso evit la guerra civil entre las facciones revolucionarias y asegur la estabilidad necesaria para el desarrollo social y econmico.

Si se examina la Revolucin mexicana desde la perspectiva que he esbozado, se advierte inmediatamente que el segundo perodo, el llamado institucional, no slo presenta radicales diferencias con el primero sino que no puede llamarse con propiedad revolucionario. Los protagonistas del segundo perodo han sido y son polticos profesionales, pertenecen a la clase media y casi todos ellos son universitarios. El grupo dirigente es una extraa pero no infrecuente amalgama de polticos y tecncratas. As, en un sentido estricto, la revolucin mexicana debe verse como un movimiento que se inicia en 1910 y que se extingue hacia 1930, con la fundacin del Partido Revolucionario Mexicano. Esos veinte aos no slo fueron ricos en dramticos y a veces atroces episodios militares sino fecundos en ideas y adivinaciones. Se destruy mucho, tanto o ms que durante nuestra terrible guerra de Independencia, pero tambin fue mucho lo creado. Lo que distingue a este perodo, sobre todo y ante todo, es la participacin popular: el pueblo hizo realmente la Revolucin, no un grupo de tericos y profesionales como en otras partes. Por todo esto no me parece aventurado afirmar que nuestro movimiento se ajusta ms a la vieja nocin de revuelta que al moderno concepto de revolucin. En otros escritos he dedicado algunas reflexiones a las diferencias entre revuelta y revolucin. Aqu no puedo detenerme en el tema y me limito a subrayar que la nocin de revuelta se inserta con naturalidad en la imagen de explosin histrica: una ruptura que es, tambin, una tentativa de reunin de los elementos dispersos. Soledad y comunin.

Entre 1930 y 1940, lo mismo en Europa que en Amrica, la mayora de los escritores que entonces ramos jvenes sentimos una inmensa simpata por la Revolucin rusa y el comunismo. En nuestra actitud se mezclaban los buenos sentimientos, la justificada indignacin ante las injusticias que nos rodeaban y la ignorancia. Si yo hubiese escrito El laberinto de la soledad en 1937, sin duda habra afirmado que el sentido de la explosin revolucionaria mexicana lo que he llamado la bsqueda terminara en la adopcin del comunismo. La sociedad comunista iba a resolver el doble conflicto mexicano, el interior y el exterior: comunin con nosotros mismos y con el mundo. Pero el perodo que va de 1930 a 1945 no slo fue el de la fe y las ruidosas adhesiones sino el de la crtica, las revelaciones y las desilusiones. Mis dudas comenzaron en 1939; en 1949 descubr la existencia de campos de concentracin en la Unin Sovitica y ya no me pareci tan claro que el comunismo fuese la cura de las dolencias del mundo y de Mxico. Las dudas se convirtieron en crticas como puede verse en la segunda edicin del libro (1959) y en otros escritos mos. Vi al comunismo como un rgimen burocrtico, petrificado en castas, y vi a los bolcheviques, que haban decretado, bajo pena de muerte, la comunin obligatoria, caer uno tras otro en esas ceremonias pblicas de expiacin que fueron las purgas de Stalin. Comprend que el socialismo autoritario no era la resolucin de la Revolucin mexicana, en el sentido histrico de la palabra y en el musical: paso de un acorde discordante a uno consonante. Mis crticas provocaron una biliosa erupcin de vituperios en muchas almas virtuosas de Mxico y de Hispanoamrica. La oleada de odio y lodo dur muchos aos; algunas de sus salpicaduras todava estn frescas.

Al mismo tiempo que se cerraba la solucin revolucionaria, se abran otras perspectivas histricas. Era evidente que la nueva situacin del pas y del mundo exiga un cambio radical de direccin. Nacin marginal, habamos sido objeto de la historia; la segunda mitad del siglo XX marcada por la independencia de las colonias y las agitaciones, revueltas y revoluciones de los pases de la periferia nos enfrentaba a otras realidades. Escrib en las ltimas pginas de mi libro: hemos dejado de ser objetos y comenzamos a ser sujetos de los cambios histricos. Y agregaba: la Revolucin mexicana desemboca en la historia universal all nos aguarda una desnudez y un desamparo. En efecto, el derrumbe de las ideas y creencias, lo mismo las tradicionales que las revolucionarias, era universal: estamos al fin solos frente al porvenir, como todos Ya somos contemporneos de todos los hombres. Suerte del solitario: testis unus, testis nullus. Nadie oy: Mxico no cambi de direccin, los gobiernos no apostaron por la reforma sino por la continuidad rutinaria y por la mera supervivencia, mientras que los intelectuales se aferraron a versiones cada vez ms simplistas y caricaturescas del marxismo. Algunos interpretaron una de mis opiniones somos contemporneos de todos los hombres como una afirmacin de la madurez de nuestro pas: al fin habamos alcanzado a las otras naciones. Curiosa concepcin de la historia como una carrera: contra quin y hacia dnde? No, la historia es una interseccin entre un tiempo y un lugar. La historia, dijo Eliot, es aqu y ahora.

Escog un camino que, de nuevo, me puso en entredicho ante la mayora de los escritores latinoamericanos, en aquellos das todava encandilados por los fuegos fatuos del socialismo real. Con unos pocos sostuve que slo la instauracin de una democracia autntica, con un rgimen de derecho, y de garantas a los individuos y a las minoras, podra lograr que Mxico no naufragase en el ocano de la historia universal, infestado de leviatanes. La modernizacin, palabra que an no estaba de moda, era a un tiempo nuestra condena y nuestra tabla de salvacin. Condena porque la sociedad moderna est lejos de ser un ejemplo: muchas de sus manifestaciones la publicidad, el culto al dinero, las desigualdades abismales, el egosmo feroz, la uniformidad de los gustos, las opiniones, las conciencias son un compendio de horrores y de estupideces. Salvacin porque slo una transformacin radical de la sociedad, a travs de una verdadera democracia y del desmantelamiento del patrimonialismo heredado del virreinato (trasunto a su vez del absolutismo europeo de los siglos XVII y XVIII), poda damos confianza y fortaleza para hacer frente a un mundo revuelto y despiadado. Muchas de las instituciones posrevolucionarias, adoptadas al principio como medidas transitorias, haban perdido ya su utilidad y su razn de ser. Otras eran una franca usurpacin de las funciones generalmente reservadas al sector privado. Los sindicatos y otras agrupaciones populares vivan bajo la tutela oficial a travs del monopolio del partido del gobierno (una situacin que todava persiste en buena parte). En fin, se haba generalizado un sistema de solapadas ddivas y castigos destinados a atraer o acallar a la opinin independiente. No ramos una dictadura pero s una sociedad bajo un rgimen paternalista que viva entre la amenaza del control y el premio del subsidio. La tarea urgente era devolverle la iniciativa a la sociedad. Por todo esto, aunque El laberinto de la soledad es una apasionada denuncia de la sociedad moderna en sus dos versiones, la capitalista y la totalitaria, no termina predicando una vuelta al pasado. Al contrario, subraya que debemos pensar por nuestra cuenta para enfrentarse a un futuro que es el mismo para todos.

Universalidad, modernidad y democracia son hoy trminos inseparables. Cada uno depende y exige la presencia de los otros. ste ha sido el tema de todo lo que he escrito sobre Mxico desde la publicacin de El laberinto de la soledad. Ha sido un combate spero y que ha durado demasiado tiempo. Un combate que ha puesto a prueba mi paciencia pues han menudeado los golpes bajos, las insinuaciones malvolas y las campaas calumniosas. La defensa de la modernidad democrtica, debo confesarlo, no ha sido ni es fcil. En ningn momento he olvidado las injusticias y desastres de las sociedades liberales capitalistas. La sombra del comunismo y sus prisiones pudo ocultar la realidad contempornea; su cada nos las deja ver ahora en toda su desolacin: el desierto se extiende y cubre la tierra entera. Entre las ruinas de la ideologa totalitaria brotan ahora los viejos y feroces fanatismos. El presente me inspira el mismo horror que experimentaba en mi adolescencia ante el mundo moderno. The Waste Land, ese poema que tanto me impresion cuando lo descubr en 1931, sigue siendo profundamente actual. Una gangrena moral corroe a las democracias modernas. Vivimos el fin de la modernidad? Qu nos aguarda? Me detengo: al llegar a este punto se cierra la reflexin sobre Mxico y se abre la que se despliega en el siguiente ensayo. Me contento con repetir: s, los hijos de Quetzalcalt y de Coatlicue, de Corts y la Malinche, penetran ahora, por sus pies y no empujados por un extrao, en la historia de todos los hombres. La enseanza de la Revolucin mexicana se puede cifrar en esta frase: nos buscbamos a nosotros mismos y encontramos a los otros.

Octavio Paz

Mxico, a 9 de diciembre de 1992

ITINERARIO

Hay pocas de cierta armona entre las costumbres y las ideas. Por ejemplo, en los siglos XII y XIII las prcticas sociales correspondan a las creencias y stas a las ideas. Entre la fe del labriego y las especulaciones del telogo, las diferencias eran grandes pero no haba ruptura. La antigua imagen de la cadena del ser es perfectamente aplicable a la sociedad medieval. La Edad Moderna, desde el Renacimiento, ha sido la de la ruptura: hace ya ms de quinientos aos que vivimos la discordia entre las ideas y las creencias, la filosofa y la tradicin, la ciencia y la fe. La modernidad es el perodo de la escisin. La separacin comenz como un fenmeno colectivo; a partir de la segunda mitad del siglo XIX, segn lo advirti Nietzsche primero que nadie, se interioriz y dividi a cada conciencia. Nuestro tiempo es el de la conciencia escindida y el de la conciencia de la escisin. Somos almas divididas en una sociedad dividida. La discordia entre las costumbres y las ideas fue el origen de otra caracterstica de la Edad Moderna; se trata de un rasgo nico y que la distingue de todas las otras pocas: la preeminencia, desde fines del siglo XVIII de la palabra revolucin. La palabra y el concepto: revolucin es la idea encamada en un grupo y convertida tanto en arma de combate como en instrumento para edificar una nueva sociedad. Revolucin: teora del cambio, acto que lo realiza y construccin de la casa del futuro. El revolucionario es un tipo de hombre que rene los atributos del filsofo, del estratega y del arquitecto social.

El concepto de revolucin, en el triple sentido que acabo de mencionar, fue totalmente desconocido por las sociedades del pasado, lo mismo en Occidente que en Oriente. Aquellas sociedades, sin excluir a las primitivas, vieron siempre con desconfianza y aun con horror al cambio; todas ellas veneraron un principio invariable, fuese un pasado arquetpico, una divinidad o cualquier otro concepto que significase la superioridad del ser sobre el devenir. La modernidad ha sido nica en la sobrevaloracin del cambio. Esta sobrevaloracin explica, adems, la emergencia de la idea de revolucin. Lo ms parecido a esta idea es la fundacin de una nueva religin: el advenimiento de una nueva fe ha sido siempre, como la revolucin, una ruptura y un comienzo. Pero el parecido entre los dos fenmenos no oculta obvias y radicales diferencias. Cualesquiera que hayan sido sus trastornos y vicisitudes, las sociedades antiguas no conocieron cambios revolucionarios, en el sentido recto de esta palabra: conocieron cambios religiosos. El fundamento de esos cambios era muy distinto al de la revolucin: una revelacin divina, no una teora filosfica. Tambin su horizonte temporal era distinto: no el futuro sino el ms all sobrenatural. Estas diferencias no anulan el parecido, ms arriba sealado, entre religin y revolucin: ambas son respuestas a las mismas necesidades psquicas. De ah que las revoluciones de la Edad Moderna hayan pretendido substituir a las religiones en su doble funcin: cambiar a los hombres y dotar de un sentido a su presencia en la tierra. Ahora podemos ver que fueron falsas religiones.

La victoria de la idea revolucionaria no pudo cerrar la brecha, abierta desde el Renacimiento, entre las costumbres y las ideas, la creencia y la teora. Las ciencias y la filosofa moderna han crecido y se han desarrollado de una manera independiente y a veces antagnica al pensamiento revolucionario. No hay gran relacin, por ejemplo, entre las teoras de Newton y las de Robespierre o entre las de Lenin y la verdadera ciencia del siglo XX. Lo mismo sucede con la filosofa, el arte y la literatura. Ni Balzac ni Proust ni Kafka pueden llamarse, con propiedad, artistas revolucionarios. En cambio, Dante no slo es un poeta cristiano sino que su obra es inseparable de la filosofa y del espritu medieval. En suma, la revolucin se presenta como una idea verdadera, hija de la filosofa y la ciencia, y esto la distingue de la religin, fundada en una revelacin sobrenatural; a su vez, para la verdadera ciencia y para la autntica filosofa, las teoras revolucionarias no son ni han sido ni ciencia ni filosofa. Tanto la fortuna como la final desventura de la idea revolucionaria se deben, probablemente, a esta ambigedad original: no ha sido ni verdadera religin ni verdadera ciencia. Qu ha sido entonces? Una pasin generosa y un fanatismo criminal, una iluminacin y una obscuridad. Estas pginas son el testimonio de un escritor mexicano que, como muchos otros de su generacin, en su patria y en todo el mundo, vivi esas esperanzas y esas desilusiones, ese frenes y ese desengao.

Primeros pasos

En 1929 comenz un Mxico que ahora se acaba. Fue el ao de fundacin del Partido Nacional Revolucionario y tambin el del nacimiento y el del fracaso de un poderoso movimiento de oposicin democrtica, dirigido por un intelectual: Jos Vasconcelos. La Revolucin se haba transformado en institucin. El pas, desangrado por veinte aos de guerra civil, lama sus heridas, restauraba sus fuerzas y, penosamente, se echaba a andar. Yo tena quince arios, terminaba mis estudios de iniciacin universitaria y haba participado en una huelga de estudiantes que paraliz la universidad y conmovi al pas. Al ao siguiente ingres en el Colegio de San Ildefonso, antiguo seminario jesuita convertido por los gobiernos republicanos en Escuela Nacional Preparatoria, puerta de entrada a la facultad. All encontr a Jos Bosch, uno de mis compaeros en las agitaciones del movimiento estudiantil del ao anterior. Era cataln y un poco mayor que yo. A l le debo las primeras lecturas de autores libertarios (su padre haba militado en la Federacin Anarquista Ibrica). Pronto encontramos amigos con inquietudes semejantes a las nuestras. En San Ildefonso no cambi de piel ni de alma: esos aos fueron no un cambio sino el comienzo d algo que todava no termina, una bsqueda circular y que ha sido un perpetuo recomienzo: encontrar la razn de esas continuas agitaciones que llamamos historia. Aos de iniciacin y de aprendizaje, primeros pasos en el mundo, primeros extravos, tentativas por entrar en m y hablar con ese desconocido que soy y ser siempre para m.

La juventud es un perodo de soledad pero, asimismo, de amistades fervientes. Yo tuve varias y fui, como se dice en Mxico, muy amigo de mis amigos. A uno de ellos se le ocurri organizar una Unin de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino, dedicada ostensiblemente a la educacin popular; tambin, y con mayor empeo, nos sirvi para difundir nuestras vagas ideas revolucionarias. Nos reunamos en un cuarto minsculo del colegio, que no tard en transformarse en centro de discusiones y debates. Fue el semillero de varios y encontrados destinos polticos: unos cuantos fueron a parar al partido oficial y desempearon altos puestos en la administracin pblica; otros pocos, casi todos catlicos, influidos unos por Maurras, otros por Mussolini y otros ms por Primo de Rivera, intentaron sin gran xito crear partidos y falanges fascistas; la mayora se inclin hacia la izquierda y los ms arrojados se afiliaron a la Juventud Comunista. El incansable Bosch, fiel a sus ideas libertarias, discuta con todos pero no lograba convencer a nadie. Paulatinamente se fue quedando solo. Al fin desapareci de nuestras vidas con la misma rapidez con que haba aparecido. Era extranjero, no tena sus papeles en orden, participaba con frecuencia en algaradas estudiantiles y el gobierno termin por expulsarlo del pas, a pesar de nuestras protestas. Volv a verlo fugazmente, en 1937, en Barcelona, antes de que se lo tragara el torbellino espaol.[3]La poltica no era nuestra nica pasin. Tanto o ms nos atraan la literatura, las artes y la filosofa. Para m y para unos pocos entre mis amigos, la poesa se convirti, ya que no en una religin pblica, en un culto esotrico oscilante entre las catacumbas y el stano de los conspiradores. Yo no encontraba oposicin entre la poesa y la revolucin: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasin. Esta creencia me unira ms tarde a los surrealistas. Avidez plural: la vida y los libros, la calle y la celda, los bares y la soledad entre la multitud de los cines. Descubramos a la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y descubrimientos se confundan inmediatamente con las imgenes y las teoras que brotaban de nuestras desordenadas lecturas y conversaciones. La mujer era una idea fija pero una idea que cambiaba continuamente de rostro y de identidad: a veces se llamaba Olivia y otras Constanza, apareca al doblar una esquina o surga de las pginas de una novela de Lawrence, era la Poesa, la Revolucin o la vecina de asiento en un tranva. Leamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejnov para, al da siguiente, hundimos en la lectura de las pginas elctricas de La gaya ciencia o en la prosa elefantina de La decadencia de Occidente. Nuestra gran proveedora de teoras nombres era la Revista de Occidente. La influencia de la filosofa alemana era tal en nuestra universidad que en el curso de Lgica nuestro texto de base era de Alexander Pfnder, un discpulo de Husserl. Al lado de la fenomenologa, el psicoanlisis. En esos aos comenzaron a traducirse las obras de Freud y las pocas libreras de la ciudad de Mxico se vieron de pronto inundadas por el habitual diluvio de obras de divulgacin. Un diluvio en el que muchos se ahogaron.

Otras revistas fueron miradores para, primero, vislumbrar y, despus, explorar los vastos y confusos territorios, siempre en movimiento, de la literatura y del arte: Sur, Contemporneos, Cruz y Raya. Por ellas nos enteramos de los movimientos modernos, especialmente de los franceses, de Valry y Gide a los surrealistas y a los autores de la N.R.F. Leamos con una mezcla de admiracin y desconcierto a Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a Faulkner. Pero ninguna de esas admiraciones empaaba nuestra fe en la Revolucin de Octubre. Por esto, probablemente, uno de los autores que mayor fascinacin ejerci sobre nosotros fue Andr Malraux, en cuyas novelas veamos unida la modernidad esttica al radicalismo poltico. Un sentimiento semejante nos inspir La montaa mgica, la novela de Thomas Mann; muchas de nuestras discusiones eran ingenuas parodias de los dilogos entre el liberal idealista Settembrini y Naphta, el jesuita comunista. Recuerdo que en 1935, cuando lo conoc, Jorge Cuesta me seal la disparidad entre mis simpatas comunistas y mis gustos e ideas estticas y filosficas. Tena razn pero el mismo reproche se poda haber hecho, en esos aos, a Gide, Bretn y otros muchos, entre ellos al mismo Walter Benjamin. Si los surrealistas franceses se haban declarado comunistas sin renegar de sus principios y si el catlico Bergamn proclamaba su adhesin a la revolucin sin renunciar a la cruz, cmo no perdonar nuestras contradicciones? No eran nuestras: eran de la poca. En el siglo XX la escisin se convirti en una condicin connatural: ramos realmente almas divididas en un mundo dividido. Sin embargo, algunos logramos transformar esa hendedura psquica en independencia intelectual y moral. La escisin nos salv de ser devorados por el fanatismo monomaniaco de muchos de nuestros contemporneos.

Mi generacin fue la primera que, en Mxico, vivi como propia la historia del mundo, especialmente la del movimiento comunista internacional. Otra nota distintiva de nuestra generacin: la influencia de la literatura espaola moderna. A fines del siglo pasado comenz un perodo de esplendor en las letras espaolas, que culmin en los ltimos aos de la Monarqua y en los de la Repblica, para extinguirse en la gran catstrofe de la guerra civil. Nosotros leamos con el mismo entusiasmo a los poetas y a los prosistas, a Valle-Incln, Jimnez y Ortega que a Gmez de la Sema, Garca Lorca y Guilln. Vimos en la proclamacin de la Repblica el nacimiento de una nueva era. Despus seguimos, como si fuese nuestra, la lucha de la Repblica; la visita de Alberti a Mxico, en 1934, enardeci todava ms nuestros nimos. Para nosotros la guerra de Espaa fue la conjuncin de una Espaa abierta al exterior con el universalismo, encamado en el movimiento comunista. Por primera vez la tradicin hispnica no era un obstculo sino un camino hacia la modernidad.

Nuestras convicciones revolucionarias se afianzaron an ms por otra circunstancia: el cambio en la situacin poltica de Mxico. El ascenso de Lzaro Crdenas al poder se tradujo en un vigoroso viraje hacia la izquierda. Los comunistas pasaron de la oposicin a la colaboracin con el nuevo gobierno. La poltica de los frentes populares, inaugurada en esos aos, justificaba la mutacin. Los ms reacios entre nosotros acabamos por aceptar la nueva lnea; los socialdemcratas y los socialistas dejaron de ser socialtraidores y se transformaron repentinamente en aliados en la lucha en contra del enemigo comn: los nazis y los fascistas. El gobierno de Crdenas se distingui por sus generosos afanes igualitarios, sus reformas sociales (no todas atinadas), su funesto corporativismo en materia poltica y su audaz y casi siempre acertada poltica internacional. En la esfera de la cultura su accin tuvo efectos ms bien negativos. La llamada educacin socialista lesion al sistema educativo; adems, prohijado por el gobierno, prosper un arte burocrtico, rampln y demaggico. Abundaron los poemas proletarios y los cuentos y relatos empedrados de lugares comunes progresistas. Las agrupaciones de artistas y escritores revolucionarios, antes apenas toleradas, se hincharon por la afluencia de nuevos miembros, salidos de no se saba dnde y que no tardaron en controlar los centros de la cultura oficial.

La legin de los oportunistas, guiada y excitada por doctrinarios intolerantes, desencaden una campaa en contra de un grupo de escritores independientes, los llamados Contemporneos. Pertenecan a la generacin anterior a la ma, algunos haban sido mis maestros, otros eran mis amigos y entre ellos haba varios poetas que yo admiraba y admiro. Si la actitud de la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) me pareca deplorable, la retrica de sus poetas y escritores me repugnaba. Desde el principio me negu a aceptar la jurisdiccin del Partido Comunista y sus jerarcas en materia de arte y de literatura. Pensaba que la verdadera literatura, cualesquiera que fuesen sus temas, era subversiva por naturaleza. Mis opiniones eran escandalosas pero, por la insignificancia misma de mi persona, fueron vistas con desdn e indiferencia: venan de un joven desconocido. Sin embargo, no pasaron enteramente inadvertidas, como pude comprobarlo un poco ms tarde. En esos aos comenc a vivir un conflicto que se agravara ms y ms con el tiempo: la contraposicin entre mis ideas polticas y mis convicciones estticas y poticas.

En 1936 abandon los estudios universitarios y la casa familiar. Pas una temporada difcil, aunque no por mucho tiempo: el gobierno haba establecido en las provincias unas escuelas de educacin secundaria para hijos de trabajadores. Y en 1937 me ofrecieron un puesto en una de ellas. La escuela estaba en Mrida, en el lejano Yucatn. Acept inmediatamente: me ahogaba en la ciudad de Mxico. La palabra Yucatn, como un caracol marino, despertaba en mi imaginacin resonancias a un tiempo fsicas y mitolgicas: un mar verde, una planicie calcrea recorrida por corrientes subterrneas como las venas de una mano y el prestigio inmenso de los mayas y de su cultura. Ms que lejana, Yucatn era una tierra aislada, un mundo cerrado sobre s mismo. No haba ni ferrocarril ni carretera; para llegar a Mrida slo se dispona de dos medios: un avin cada semana y la va martima, lentsima: un vapor al mes que tardaba quince das en llegar de Veracruz al puerto de Progreso. Los yucatecos de las clases alta y media, sin ser separatistas, eran aislacionistas; cuando miraban hacia el exterior, no miraban a Mxico: vean a La Habana y a Nueva Orlens. Y la mayor diferencia: el elemento nativo dominante era el de los mayas descendientes de la otra civilizacin del antiguo Mxico. La real diversidad de nuestro pas, oculto por el centralismo heredado de aztecas y castellanos, se haca patente en la tierra de los mayas.

Pas unos meses en Yucatn. Cada uno de los das que viv all fue un descubrimiento y, con frecuencia, un encantamiento. La antigua civilizacin me sedujo pero tambin la vida secreta de Mrida, mitad espaola y mitad india. Por primera vez viva en tierra caliente, no era un trpico verde y lujurioso sino blanco y seco, una tierra llana rodeada de infinito por todas partes. Soberana del espacio: el tiempo slo era un parpadeo. Inspirado por mi lectura de Eliot, se me ocurri escribir un poema en el que la aridez de la planicie yucateca, una tierra reseca y cruel, apareciese como la imagen de lo que haca el capitalismo que para m era el demonio de la abstraccin con el hombre y la naturaleza: chuparles la sangre, sorberles su substancia, volverlos hueso y piedra. Estaba en esto cuando sobrevino un perodo de vacaciones escolares. Decid aprovecharlas, conocer Chichn-Itz y terminar mi poema. Pas all una semana. A veces solo y otras acompaado por un joven arquelogo, recorr las ruinas en un estado de nimo en el que se alternaban la perplejidad y el hechizo. Era imposible no admirar esos monumentos pero, al mismo tiempo, era muy difcil comprenderlos. Entonces ocurri algo que interrumpi mi vacacin y cambi mi vida.

Una maana, mientras caminaba por el Juego de Pelota, en cuya perfecta simetra el universo parece reposar entre dos muros paralelos, bajo un cielo a un tiempo difano e impenetrable, espacio en el que el silencio dialoga con el viento, campo de juego y campo de batalla de las constelaciones, altar de un terrible sacrificio: en uno de los relieves que adornan al rectngulo sagrado se ve a un jugador vencido, de hinojos, su cabeza rodando por la tierra como un sol decapitado en el firmamento, mientras que de su tronchada garganta brotan siete chorros de sangre, siete rayos de luz, siete serpientes una maana, mientras recorra el Juego de Pelota, se me acerc un presunto mensajero del hotel y me tendi un telegrama que acababa de llegar de Mrida, con la splica de que se me entregase inmediatamente. El telegrama deca que tomase el primer avin disponible pues se me haba invitado a participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebrara en Valencia y en otras ciudades de Espaa en unos das ms. Apenas si haba tiempo para arreglar el viaje. Lo firmaba una amiga (Elena Garro). El mundo dio un vuelco. Sent que, sin dejar de estar en el tiempo petrificado de los mayas, estaba tambin en el centro de la actualidad ms viva e incandescente. Instante vertiginoso: estaba plantado en el punto de interseccin de dos tiempos y dos espacios. Visin relampagueante: vi mi destino suspendido en el aire de esa maana transparente como la pelota mgica que, haca quinientos aos, saltaba en ese mismo recinto, fruto de vida y de muerte en el juego ritual de los antiguos mexicanos.

Cuatro o cinco das despus estaba de regreso en Mxico. All me enter de la razn del telegrama: la invitacin haba llegado oportunamente haca ms de un mes pero el encargado de estos asuntos en la LEAR, un escritor cubano que haba sido mi profesor en la facultad de Letras (Juan Marinello), haba decidido transmitirla por la va martima. As cumpla el encargo pero lo anulaba: mi invitacin llegara un mes despus, demasiado tarde. El poeta Efran Huerta se enter, por la indiscrecin de una secretaria; se lo dijo a Elena Garro y ella me envi el telegrama. Al llegar a Mxico, me enter de que tambin haba sido invitado el poeta Carlos Pellicer. Tampoco haba recibido el mensaje. Le inform de lo que ocurra, nos presentamos en las oficinas de la LEAR, nos dieron una vaga explicacin, fingimos aceptarla y todo se arregl. A los pocos das qued integrada la delegacin de Mxico: el novelista Jos Mancisidor, designado por la LEAR, Carlos Pellicer y yo. Por qu los organizadores haban invitado a dos escritores que no pertenecan a la LEAR? Ya en Espaa, Arturo Serrano Plaja, uno de los encargados de la participacin hispanoamericana en el congreso los otros, si la memoria no me es infiel, fueron Rafael Alberti y Pablo Neruda, me refiri lo ocurrido: no les pareci que ninguno de los escritores de la LEAR fuese realmente representativo de la literatura mexicana de esos das y haban decidido invitar a un poeta conocido y a uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido: Carlos Pellicer y yo. No era inexplicable que hubiesen pensado en m: Alberti me haba conocido durante su visita a Mxico, en 1934; Serrano Plaja era de mi generacin, haba ledo mis poemas como yo haba ledo los suyos y nos unan ideas y preocupaciones semejantes. Serrano Plaja fue uno de mis mejores amigos espaoles; era un temperamento profundo, religioso. Neruda tambin tena noticias de mi persona y aos ms tarde, al referirse a mi presencia en el congreso, dijo que l me haba descubierto. En cierto modo era cierto: en esos das yo le haba enviado mi primer libro; l lo haba ledo, le haba gustado y, hombre generoso, lo haba dicho.

Entre doctas nieblas

Mi experiencia espaola fue varia y vasta. / Apenas si puedo detenerme en ella: no escribo un libro de memorias. La intencin de estas pginas es trazar, rpidamente, los puntos principales de un itinerario poltico.

En otros escritos he sealado lo que significaron para m los das exaltados que pas en Espaa: el aprendizaje de la fraternidad ante la muerte y la derrota; el encuentro con mis orgenes mediterrneos; el darme cuenta de que nuestros enemigos tambin son seres humanos; el descubrimiento de la crtica en la esfera de la moral y la poltica. Descubr que la revolucin era hija de la crtica y que la ausencia de crtica haba matado a la revolucin. Pero ahora cuento la historia de una bsqueda y por esto, en lo que sigue, me referir sobre todo a aquellos incidentes que despertaron en m ciertas dudas.

Aclaro: no dudas acerca de la justicia de nuestra causa sino de la moralidad de los mtodos con los que se pretenda defenderla. Esas dudas fueron el comienzo de mi descubrimiento de la crtica, nuestra nica brjula moral lo mismo en la vida privada que en la pblica.

A diferencia de los antiguos principios religiosos y metafsicos, la crtica no es un absoluto; al contrario, es el instrumento para desenmascarar a los falsos absolutos y denunciar sus atropellos Antes de continuar debo repetir que mis dudas no me cerraron los ojos ante la terrible grandeza de aquellos das, mezcla de herosmo y crueldad, ingenuidad y lucidez trgica, obtuso fanatismo y generosidad. Los comunistas fueron el ms claro y acabado ejemplo de esa dualidad. Para ellos la fraternidad entre los militantes era el valor supremo, aunque supeditada a la disciplina. Sus batallones y sus milicias eran un modelo de organizacin y en sus acciones mostraron que saban unir la decisin ms valerosa a la inteligencia tctica. Hicieron de la eficacia su dios un dios que exiga el sacrificio de cada conciencia. Pocas veces tantas buenas razones han llevado a tantas almas virtuosas a cometer tantas acciones inicuas. Misterio admirable y abominable.

Mi primera duda comenz en el tren que me llev a Barcelona. Nosotros, los mexicanos y los cubanos (Juan Marinello y Nicols Guilln), habamos llegado un da ms tarde a Pars. All se unieron al grupo Pablo Neruda, Stephen Spender, el escritor ruso Ili Ehrenburg y otros. Al caer la tarde, cuando nos aproximbamos a Portbou, Pablo Neruda nos hizo una sea a Carlos Pellicer y a m. Lo seguimos al saln-comedor; all nos esperaba Ehrenburg. Nos sentamos a su mesa y, a los pocos minutos, se habl de Mxico, un pas que haba interesado a Ehrenburg desde su juventud. Lo saba y le record su famosa novela, Julio Jurenito, que contiene un retrato de Diego Rivera. Se ri de buena gana, refiri algunas ancdotas de sus aos en Montparnasse y nos pregunt sobre el pintor y sus actividades. Haban convivido en Pars antes de la Revolucin rusa. A Ehrenburg no le gustaba realmente la pintura de Diego aunque le diverta el personaje. Pellicer le contest dicindole que era muy amigo suyo y habl con admiracin de la coleccin de arte precolombino que Diego haba formado. Despus relat con muchos detalles que un poco antes de salir hacia Espaa haba cenado con l, en su casa una cena inolvidable, y que, entre otras cosas, Diego le haba contado que Trotski se interesaba mucho en el arte prehispnico. Neruda y yo alzamos las cejas. Pero Ehrenburg pareci no inmutarse y se qued quieto, sin decir nada. Quise entrar al quite y coment con timidez: S, alguna vez dijo, si no recuerdo mal, que le habra gustado ser crtico de arte. Ehrenburg sonri levemente y asinti con un movimiento de cabeza, seguido de un gesto indefinible (de curiosidad o de extraeza?). De pronto, con voz ausente, murmur: Ah, Trotski. Y dirigindose a Pellicer: Usted, qu opina?. Hubo una pausa. Neruda cambi conmigo una mirada de angustia mientras Pellicer deca, con aquella voz suya de bajo de pera: Trotski? Es el agitador poltico ms grande de la historia despus, naturalmente, de San Pablo. Nos remos de dientes afuera. Ehrenburg se levant y Neruda me dijo al odo: El poeta catlico har que nos fusilen.

La chusca escena del tren debera haberme preparado para lo que vera despus: ante ciertos temas y ciertas gentes lo ms cuerdo es cerrar la boca. Pero no fui prudente y, sin proponrmelo, mis opiniones y pareceres despertaron recelos y suspicacias en los beatos, sobre todo entre los miembros de una delegacin de la LEAR que lleg a Espaa un poco despus[4]. Esas sospechas me causaron varias dificultades que, por fortuna, pude allanar: mis inconvenientes opiniones eran privadas y no ponan en peligro la seguridad pblica. Fui objeto, eso s, de advertencias y amonestaciones de unos cuantos jerarcas comunistas y de los reproches amistosos de Mancisidor. El escritor Ricardo Muoz Suay, muy joven entonces, ha recordado que algn dirigente de la Alianza de Intelectuales de Valencia le haba recomendado que me vigilase y tuviese cuidado conmigo, pues tena inclinaciones trotskistas. La acusacin era absurda. Cierto, yo me negaba a aceptar que Trotski fuese agente de Hitler, como lo proclamaba la propaganda de Mosc, repetida por los comunistas en todo el mundo; en cambio, crea que la cuestin del da era ganar la guerra y derrotar a los fascistas. sa era, precisamente, la poltica de los comunistas, los socialistas y los republicanos; la tesis contraria sostenida por muchos anarquistas, el POUM (Partido Obrero de Unificacin Marxista) y la Cuarta Internacional (trotskista) consista en afirmar que la nica manera de ganar la guerra era, al mismo tiempo, hacer la revolucin. Esta hiptesis me pareca condenada de antemano por la realidad. Pero en aquellos das la ms leve desviacin en materia de opiniones era vista como trotskismo. Convertida en espantajo, la imagen de Trotski desvelaba a los devotos. La sospecha los volva monomaniacos Regreso a mi cuento.

En Valencia y en Madrid fui testigo impotente de la condenacin de Andr Gide. Se le acus de ser enemigo del pueblo espaol, a pesar de que desde el principio del conflicto se haba declarado fervoroso partidario de la causa republicana. Por ese perverso razonamiento que consiste en deducir de un hecho cierto otro falso, las crticas ms bien tmidas que Gide haba hecho al rgimen sovitico en su Retour de lURSS, lo convirtieron ipso facto en un traidor a los republicanos[5]. No fui el nico en reprobar esos ataques, aunque muy pocos se atrevieron a expresar en pblico su inconformidad. Entre los que compartan mis sentimientos se encontraba un grupo de escritores cercanos a la revista Hora de Espaa: Mara Zambrano, Arturo Serrano Plaja, Ramn Gaya, Juan Gil-Albert, Antonio Snchez Barbudo y otros. Pronto fueron mis amigos. Me una a ellos no slo la edad sino los gustos literarios, las lecturas comunes y nuestra situacin peculiar frente a los comunistas. Oscilbamos entre una adhesin ferviente y una reserva invencible. No tardaron en franquearse conmigo: todos resentan y teman la continua intervencin del Partido Comunista en sus opiniones y en la marcha de la revista. Algunos de sus colaboradores los casos ms sonados haban sido los de Luis Cernuda y Len Felipe[6] incluso haban sufrido interrogatorios. Los escritores y los artistas vivan bajo la mirada celosa de unos comisarios transformados en telogos.

Los censores vigilaban a los escritores pero las vctimas de la represin eran los adversarios ideolgicos. Si era explicable y justificable el combate contra los agentes del enemigo, tambin lo era aplicar el mismo tratamiento a los crticos y opositores de izquierda, fuesen anarquistas, socialistas o republicanos? La desaparicin de Andreu Nin, el dirigente del POUM, nos conmovi a muchos. Los cafs eran, como siempre lo han sido, lugares de chismorreos pero tambin fuentes de noticias frescas. En uno de ellos pudimos saber lo que no deca la prensa: un grupo de socialistas y laboristas europeos haba visitado Espaa para averiguar, sin xito, el paradero de Nin. Para m era imposible que Nin y su partido fuesen aliados de Franco y agentes de Hitler. Un ao antes haba conocido, en Mxico, a una delegacin de jvenes del POUM; sus puntos de vista, expuestos con lealtad por ellos, no ganaron mi adhesin pero su actitud conquist mi respeto. Estaba tan seguro de su inocencia que habra puesto por ellos las manos en el fuego. A pesar de la abundancia de espas e informadores, en los cafs y las tabernas se contaban, entre rumores y medias palabras, historias escalofriantes acerca de la represin. Algunas eran, claramente, fantasas pero otras eran reales, demasiado reales. Ya he referido en otro escrito mi nica y dramtica entrevista con Jos Bosch, en Barcelona. Viva en la clandestinidad, perseguido por su participacin en los sucesos de mayo de ese ao. Su suerte era la de muchos cientos, tal vez miles, de antifascistas.

El estallido de la guerra desat el terror en ambos bandos. En la zona de Franco el terror fue, desde el principio, obra de la autoridad y de sus instrumentos, la polica y el ejrcito. Fue una violencia institucional, por decirlo as, y que se prolong largos aos despus de su victoria. El terror franquista no fue solamente un arma de combate durante la guerra sino una poltica en tiempo de paz. El terror en la zona republicana fue muy distinto. Primero fue popular y catico; desarticulado el gobierno e impotentes los rganos encargados de mantener el orden, el pueblo se ech a la calle y comenz a hacerse justicia por su mano. Esos improvisados y terribles tribunales populares fueron instrumentos tanto de venganzas privadas como de la liquidacin de los enemigos del rgimen republicano. El fnebre ingenio popular llam paseos a las ejecuciones sumarias. Las vctimas los enemigos reales o supuestos eran sacadas cada noche de sus casas por bandas de fanticos, sin rdenes judiciales; sentenciadas en un cerrar de ojos, las fusilaban en callejas y lugares apartados. La caminata al lugar de la ejecucin era el paseo. El gobierno republicano logr restablecer el orden y en 1937 los paseos ya haban desaparecido. Pero los sucesivos gobiernos republicanos que, a la inversa de los franquistas, nunca tuvieron control completo de la situacin, fueron otra vez desbordados. La violencia anrquica fue substituida por la violencia organizada del Partido Comunista y de sus agentes, casi todos infiltrados en el Servicio de Informacin Militar (SIM). Muchos de esos agentes eran extranjeros y todos pertenecan a la polica sovitica. Entre ellos se encontraban, como despus se supo, los asesinos de Nin. Los gobiernos republicanos, abandonados por las democracias occidentales en el exterior y, en el interior, vctimas de las luchas violentas entre los partidos que constituan el Frente Popular, dependan ms y ms de la ayuda sovitica. A medida que la dependencia de la URSS aumentaba, creca la influencia del Partido Comunista Espaol. Al amparo de esta situacin la polica sovitica llev a cabo en territorio espaol una cruel poltica de represin y de exterminio de los crticos y opositores de Stalin.

Todo esto perturb mi pequeo sistema ideolgico pero no alter mis sentimientos de adhesin a la causa de los leales, como se llamaba entonces a los republicanos. Mi caso no es inslito: es frecuente la oposicin entre lo que pensamos y lo que sentimos. Mis dudas no tocaban el fundamento de mis convicciones, la revolucin me segua pareciendo, a despecho de las desviaciones y rodeos de la historia, la nica puerta de salida del impasse de nuestro siglo. Lo discutible eran los medios y los mtodos. Como una respuesta inconsciente a mis incertidumbres ideolgicas, se me ocurri alistarme en el ejrcito como comisario poltico. La idea me la haba sugerido Mara Teresa Len, la mujer de Alberti. Fue una aberracin. Hice algunas gestiones pero la manera con que fui acogido me desanim; me dijeron que careca de antecedentes y, sobre todo, que me faltaba lo ms importante: el aval de un partido poltico o de una organizacin revolucionaria. Era un hombre sin partido, un mero simpatizante. Alguien en una alta posicin (Julio lvarez del Vayo) me dijo con cordura: T puedes ser ms til con una mquina de escribir que con una ametralladora. Acept el consejo. Regres a Mxico, realic diversos trabajos de propaganda en favor de la Repblica espaola y particip en la fundacin de El Popular, un peridico que se convirti en el rgano de la izquierda mexicana. Pero el hombre propone y Dios dispone. Un dios sin rostro y al que llamamos destino, historia o azar. Cul es su verdadero nombre?

En esos aos se desat en la prensa radical de Mxico una campaa en contra de Lev Trotski, asilado en nuestro pas. Al lado de las publicaciones comunistas, se distingui por su virulencia la revista Futuro, en la que yo a veces colaboraba. El director me pidi, a m y a otro joven escritor, Jos Revueltas, que escribisemos un editorial. Conozco sus reservas me dijo pero tendr usted que convenir, por lo menos, en que objetivamente Trotski y su grupo colaboran con los nazis. sta no es una cuestin meramente subjetiva, aunque yo creo que ellos son agentes conscientes de Hitler, sino histrica: su actitud sirve al enemigo y as, de hecho, es una traicin. Su argumento me pareci un sofisma despreciable. Me negu a escribir lo que se me peda y me alej de la revista[7]. Un poco despus, el 23 de agosto de 1939, se firmaba el pacto germano-sovitico y el primero de septiembre Alemania invada Polonia. Sent que nos haban cortado no slo las alas sino la lengua: qu podamos decir? Unos meses antes se me haba pedido que denunciara a Trotski como amigo de Hitler y ahora Hitler era el aliado de la Unin Sovitica. Al leer las crnicas de las ceremonias que sucedieron a la firma del pacto, me ruboriz un detalle: en el banquete oficial, Stalin se levant y brind con estas palabras: Conozco el amor que el pueblo alemn profesa a su Fhrer y, en consecuencia, bebo a su salud.

Entre mis amigos y compaeros la noticia fue recibida al principio con incredulidad; despus, casi inmediatamente, comenzaron las interpretaciones y las justificaciones. Un joven escritor espaol, ms simple que los otros, Jos Herrera Petere, en una reunin en la editorial Sneca, que diriga Bergamn, nos dijo: No entiendo las razones del pacto pero lo apruebo. No soy un intelectual sino un poeta. Mi fe es la fe del carbonero. En El Popular, pasado el primer momento de confusin, se comenz a justificar la voltereta. Habl con el director y le comuniqu mi decisin de dejar el peridico. Me mir con sorpresa y me dijo: Es un error y se arrepentir. Yo apruebo el pacto y no veo la razn de defender a las corrompidas democracias burguesas. No olvide que nos traicionaron en Munich. Acept que lo de Munich haba sido algo peor que una abdicacin pero le record que toda la poltica de los comunistas, durante los ltimos aos, haba girado en tomo a la idea de un frente comn en contra del fascismo. Ahora el iniciador de esa poltica, el gobierno sovitico, la rompa, desataba la guerra y cubra de oprobio a todos sus amigos y partidarios. Termin dicindole: Me voy a mi casa porque no entiendo nada de lo que ocurre. Pero no har ninguna declaracin pblica ni escribir una lnea en contra de mis compaeros. Cumpl mi promesa. Ms que un rompimiento fue un alejamiento: dej el peridico y dej de frecuentar a mis amigos comunistas. La oposicin entre lo que pensaba y lo que senta era ya ms ancha y ms honda.

Transcurrieron algunos meses. Con el paso del tiempo aumentaba mi desconcierto. El ejrcito rojo, despus de ocupar parte de Polonia, se haba lanzado sobre Finlandia y se dispona a reconquistar los pases blticos y Besarabia. ramos testigos de la reconstruccin del viejo Imperio zarista. En un nmero de Clave, la revista de los trotskistas mexicanos que yo lea con atencin, apareci un artculo de Lev Trotski que provoc mi irritacin y mi perplejidad. Me molest su seguridad arrogante, ms de dmine que de poltico, y me asombr la ofuscacin intelectual que revelaba. Ofuscacin o engreimiento? Tal vez las dos cosas: el engredo se ciega. El artculo era una defensa de la poltica expansionista de Mosc y poda reducirse a dos puntos. El primero se refera a la naturaleza de clase de la Unin Sovitica, el nico Estado obrero del mundo. A pesar de la degeneracin burocrtica que padeca, la URSS conservaba intactas sus bases sociales y sus relaciones de produccin. Por tal razn, el primer deber de los revolucionarios era defenderla. Aos antes, en 1929, haba dicho que, en caso de guerra entre un pas burgus y la URSS, lo que est en peligro y habr que defender no es la burocracia estaliniana sino la Revolucin de Octubre. As pues, la defensa de la Unin Sovitica se fundaba en su naturaleza social: era una sociedad histricamente superior a la democracia finlandesa o a cualquier otra democracia capitalista. El segundo punto se deduca del primero. En un sentido estricto la anexin de esos pases por la URSS no era un acto imperialista: en la literatura marxista deca Trotski se entiende por imperialista la poltica de expansin del capital financiero. En realidad, aclaraba, se trataba de un acto de autodefensa. Finalmente: la anexin de esos pases era positiva pues, con o sin la voluntad de la burocracia usurpadora, la anexin se traducira en una sovietizacin, es decir, en la imposicin de un rgimen social ms avanzado, fundado en la propiedad colectiva de los medios de produccin.

El argumento de Trotski, aunque ms sutil, no era muy distinto al de los directores de Futuro y El Popular. En uno y otro caso la respuesta no era la consecuencia del examen concreto de los hechos y del juicio de la conciencia individual; todo se refera a una instancia superior objetiva e independiente de nuestra voluntad: la historia y las leyes del desarrollo social. La misma idea inspira al libro de Trotski sobre el debatido tema de los fines y los medios: Su moral y la nuestra. Lo le en esos aos, primero con deslumbramiento, a la mitad con escepticismo y al final con cansancio. En ese libro, rico en vituperios y en generalizaciones, aparece con mayor claridad esa mezcla de engreimiento con sus ideas y de ofuscacin arrogante que fue uno de los defectos ms notables de su poderosa inteligencia. En el lugar de la providencia divina o de cualquier otro principio metahistrico, Trotski colocaba a la sociedad movida por una lgica inmanente y quimrica. Dialctica era el otro nombre de ese dios de la historia, motor de la sociedad, no inmvil sino perpetuamente activo, verdadero espritu santo. Conocer sus leyes significaba conocer el movimiento de la historia y sus designios. Para Hume, el origen de la religin, su raz, consiste en atribuir un designio a la naturaleza y sus fenmenos. Esta pretensin tambin es la raz de la pseudorreligin leninista en todas sus versiones, sin excluir a la muy elaborada de Trotski y a la pedestre de Stalin. En la Antigedad los augures interpretaban la voluntad de los dioses por el canto de las aves y otros signos; en el siglo XX los jefes revolucionarios se convirtieron en intrpretes de la arcana lgica de la historia. En nombre de esa lgica y previamente absueltos por ella, cometieron muchas iniquidades con la misma tranquilidad de conciencia del fantico religioso que, con el pecho cubierto de escapularios, mata herejes y ajusticia paganos[8].

A fines de mayo de ese ao un grupo armado, bajo el mando de David Alfaro Siqueiros, irrumpi en la casa de Trotski con el propsito de matarlo. Era como si la realidad se hubiera propuesto refutar, no con ideas sino con un hecho terrible, su endiosamiento de la historia, convertida en lgica superior y en cartilla moral. El asalto fracas pero los atacantes secuestraron a un secretario de Trotski, al que despus asesinaron. El atentado acab con mis dudas y vacilaciones pero me dej a obscuras sobre el camino que debera seguir. Era imposible continuar colaborando con los estalinistas y sus amigos; al mismo tiempo, qu hacer? Me sent inerme intelectual y moralmente. Estaba solo. La lesin afectiva no fue menos profunda: tuve que romper con varios amigos queridos. Tampoco alcanzaba a entender los mviles que haban impulsado a Siqueiros a cometer aquel acto execrable. Lo haba conocido en Espaa y pronto simpatizamos. Lo volv a ver en Pars, me cont que tena que hacer un misterioso viaje con una misin y lo acompa a la estacin del ferrocarril, con su mujer, Juan de la Cabada y Elena Garro. Ahora pienso que se trataba de una coartada para la que necesitaba testigos; ya en esa poca, segn se supo despus, se preparaba el atentado. Tampoco entend la actitud de varios amigos: uno, Juan de la Cabada, ayud a ocultar las armas usadas en el ataque; otro, Pablo Neruda, le facilit la entrada en Chile, a donde fue a refugiarse. La actitud del gobierno mexicano tampoco fue ejemplar: hizo la vista gorda.

Tres meses despus, el 20 de agosto de 1940, Trotski caa con el crneo destrozado. Lgica vil de la bestia humana: el asesino lo hiri en la cabeza, all donde resida su fuerza. La cabeza, el lugar del pensamiento, la luz que lo gui durante toda su vida y que, al final, lo perdi. Hombre extraordinario por sus actos y sus escritos, carcter ejemplar que hace pensar en las figuras heroicas de la Antigedad romana, Trotski fue valeroso en el combate, entero ante las persecuciones y las calumnias e indomable en la derrota. Pero no supo dudar de sus razones. Crey que su filosofa le abra las puertas del mundo; en verdad, lo encerr ms y ms en s mismo. Muri en una crcel de conceptos. En eso termin el culto a la lgica de la historia.

Al comenzar el ao de 1942 conoc a un grupo de intelectuales que ejercieron una influencia benfica en la evolucin de mis ideas polticas: Vctor Serge, Benjamin Pret, el escritor Jean Malaquais, Julin Gorkn, dirigente del POUM, y otros. (A Vctor Alba lo conocera meses despus). Se una a ese grupo, a veces, el poeta peruano Csar Moro. Nos reunamos en ocasiones en el apartamento de Paul Rivet, el antroplogo, que fue despus director del Museo del Hombre de Pars. Mis nuevos amigos venan de la oposicin de izquierda. El ms notable y el de mayor edad era Vctor Serge. Nombrado por Lenin primer secretario de la Tercera Internacional, haba conocido a todos los grandes bolcheviques. Miembro de la oposicin, Stalin lo desterr en Siberia. Gracias a una gestin de Gide y de Malraux, el dictador consinti en cambiar su pena por la expulsin de la Unin Sovitica. Creo que en slo dos casos Stalin solt a un enemigo: uno fue el de Serge y el otro el de Zamiatin. La figura de Serge me atrajo inmediatamente. Convers largamente con l y guardo dos cartas suyas. En general, excepto Pret y Moro, ambos poetas con ideas y gustos parecidos a los mos, los otros haban guardado de sus aos marxistas un lenguaje erizado de frmulas y secas definiciones. Aunque en la oposicin y la disidencia, psicolgica y espiritualmente seguan encarcelados en la escolstica marxista. Su crtica me abri nuevas perspectivas pero su ejemplo me mostr que no basta con cambiar de ideas: hay que cambiar de actitudes. Hay que cambiar de raz.

Nada ms alejado de la pedantera de los dialcticos que la simpata humana de Serge, su sencillez y su generosidad. Una inteligencia hmeda. A pesar de los sufrimientos, los descalabros y los largos aos de ridas discusiones polticas, haba logrado preservar su humanidad. Lo deba sin duda a sus orgenes anarquistas; tambin a su gran corazn. No me impresionaron sus ideas: me conmovi su persona. Saba que mi vida no sera, como la suya, la del revolucionario profesional; yo quera ser escritor o, ms exactamente, poeta. Pero Victor Serge fue para m un ejemplo de la fusin de dos cualidades opuestas: la intransigencia moral e intelectual con la tolerancia y la compasin. Aprend que la poltica no es slo accin sino participacin. Tal vez, me dije, no se trata tanto de cambiar a los hombres como de acompaarlos y ser uno de ellos El ao siguiente, en 1943, dej Mxico y no volv sino diez aos despus.

El sendero de los solitarios

Los aos que pas en los Estados Unidos fueron ricos potica y vitalmente. En cambio, el intercambio de ideas y opiniones sobre asuntos polticos fue casi nulo. Pero lea y me seguan preocupando los temas de antes. Por recomendacin de Serge me convert en un asiduo lector de Partisan Review. Cada mes lea con renovado placer la London Letter de George Orwell. Economa de lenguaje, claridad, audacia moral y sobriedad intelectual: una prosa viril. Orwell se haba liberado completamente, si alguna vez los padeci, de los manierismos y bizantinismos de mis amigos, los marxistas y exmarxistas franceses. Guiado por su lenguaje preciso y por su ntido pensamiento, al fin pude pisar tierra firme. Pero Orwell no poda ayudarme a contestar ciertas preguntas que me desvelaban y que eran ms bien de teora poltica. Orwell era un moralista, no un filsofo. Entre aquellas preguntas, una me pareca esencial pues de ella dependa m actividad y el camino que debera seguir: cul era la verdadera naturaleza de la Unin Sovitica? No se la poda llamar ni socialista ni capitalista: qu clase de animal histrico era? No encontr una respuesta. Ahora pienso que tal vez no importaba la respuesta. Creer que nuestros juicios polticos y morales dependen de la naturaleza histrica de una sociedad determinada y no de los actos de su gobierno y su pueblo, era seguir siendo prisionero del crculo que encerraba por igual a los estalinistas y a los trotskistas. Tard muchos aos en darme cuenta de que me enfrentaba a una falacia.

La guerra llegaba a su fin. Qu ocurrira despus? El pro