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El informe san marcos fermin bocos

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Las agencias de todo el mundo sehicieron eco de la noticia: unosladrones que habían entrado en labasílica intentaron forzar elsarcófago que contiene los restosdel apóstol san Marcos, uno de loscuatro evangelistas. El comisariojefe de Venecia, Marco Sforza, y elinspector Benzoni serán losencargados de emprender unainvestigación que, a medida que vanatando cabos, se complica, y quetranscurre por diferentes escenariosde Italia, Francia, Inglaterra,Croacia, Macedonia, Grecia y la

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comunidad monástica del MonteAthos.

La red «Echelon», un sofisticadosistema de escuchas y espionajecreado durante los años de laguerra fría; la alargada sombra delVaticano; los intereses ocultos delos políticos y sus tejemanejes conla prensa; la participación de laInterpol; los últimos adelantoscientíficos en materia deinvestigación criminal… son algunosde los elementos que convergen enesta intriga política de cuyodesenlace podría derivarse otroconflicto armado en los Balcanes,

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con las disputas nacionalistas comotrágico telón de fondo.

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Fermín Bocos

El informe SanMarcos

ePub r1.0Paquito 22.05.14

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Título original: El informe San MarcosFermín Bocos, 2009Retoque de portada: Paquito

Editor digital: PaquitoePub base r1.0

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Para mi hijo Alejandro, que sueñacon Venecia

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«Todo lo que es pasado esprólogo».

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Capítulo 1Todo el mundo tiene un mal día; inclusoVenecia.

La noticia ocupaba la portada detodos los periódicos. «Robo en SanMarcos. La alarma impidió que losladrones saquearan la Pala de Oro»,informaba La Stampa. «Los asaltantesde San Marcos llegaron hasta el altarmayor de la basílica donde se guardanlas reliquias del santo», precisaba IlCorriere della Sera. «Los ladroneshuyeron aprovechando la confusiónprovocada por el humo y la llegada delos bomberos», apostillaba Il

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Messaggero.Era la novedad del día en Italia y las

agencias de noticias la estabantransmitiendo al resto del mundo.

A las ocho de la mañana, MarcoSforza, comisario jefe de Venecia,estaba sentado detrás de una mesa en laque un ordenador parecía a punto denaufragar en medio de un mar depapeles. Había leído ya todo lo quepublicaban los periódicos y, pendientedel televisor en el que también hablabandel caso, apuraba un café. No estabasolo en su despacho. Frente a él,descorbatado, de pie y llevando de vezen cuando una mano a la boca con un

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invisible pitillo, estaba el inspectorTarsizio Benzoni. Su aspecto delatabaque tampoco él había dormido gran cosaaquella noche.

—Lo que más me mosquea —dijo elinspector— es que, teniendo a pocosmetros la Pala de Oro, no se hayanllevado nada y hayan perdido el tiempointentando abrir el sarcófago que estádebajo del altar mayor. No lo entiendo.

—Yo tampoco, a mí tampoco mecuadra; llevo dándole vueltas a lo de laPala desde que esta madrugada meavisaron del asalto —replicó elcomisario, cuyo rostro flaco de galánantiguo se reflejaba en la pantalla

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apagada del ordenador—. Es posible —prosiguió— que se asustaran al oír lasalarmas y no les diera tiempo a llegar adonde querían; parece que sonprofesionales, pero la verdad es que nosabemos nada y espero que los análisisde las huellas nos den alguna pista,algún hilo del que empezar a tirar —concluyó sin despegar la mirada deltelevisor colocado en un rincón deldespacho.

—¡Ojalá! ¡Ojalá que sea pronto!Porque si no, éstos —añadió elinspector señalando a una reportera dela televisión que aparecía en la pantallainformando desde la plaza de San

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Marcos— nos van a volver locos; demomento no paran de repetir que losasaltantes huyeron aprovechando laconfusión de los primeros momentoscuando parecía que era un incendio.

—Ésos y los de arriba —puntualizóel comisario—. No te quiero contarcómo estaba el director. Me ha llamadohace un rato al móvil y no veas en quétono me ha preguntado que qué coñohabía pasado, que si estábamostocándonos las narices, que si nosdedicábamos a pasear a las estrellas deHollywood que vienen a la Mostramientras dejábamos que unos chorizosrobaran en San Marcos y se fueran de

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rositas confundidos entre los bomberos.Ya te digo, un chorreo total. Supongoque a él le habrá llamado el ministro ypuede que al ministro le hayan dado untoque hasta desde el Vaticano. Me hadicho que, o encontramos pronto algo, ome mandará a patrullar por los canales.Ya sabes cómo son estas cosas,Benzoni, si yo caigo, tú caerás conmigoy si tengo que volver a las góndolas, tútendrás que llevar el remo.

—¡Hombre, jefe! No diga eso, quede otras guerras más complicadas hemossalido. Algo se nos ocurrirá.

—¡Ah! —añadió el comisario—,espera, que todavía no te lo he contado

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todo. También me ha dicho el directorque hay que enviar a Roma una muestrade las huellas encontradas en elsarcófago, para que las analicen en ellaboratorio de la Policía Científica.

—¡Joder! Siempre Roma, Roma,Roma… ¿Qué pasa? ¿Que en Venecia nosabemos mirar por el tubo de unmicroscopio? Estamos en las desiempre: en Italia hay cosas que nocambian nunca —replicó airado elinspector Benzoni.

—¿A ti qué más te da? Hablas comoesos amigos tuyos de la Liga Norte. Nome interesa la política, somos policías,y lo que importa es hacer bien las cosas,

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no quién las hace; además, me ha dichoque hay que analizar todo para ver si porlas huellas se puede averiguar el ADNde alguno de los ladrones. Esas pruebas,como sabes, no podríamos hacerlas aquíen Venecia, en nuestro laboratorio.

—¡El ADN de San Marcos!¡Menuda movida! Ya estoy viendo lostitulares de los periódicos: «¡En buscadel ADN de San Marcos!», «¡La Policíaremueve los huesos del apóstol!».Menudo culebrón, ahora me explico porqué han madrugado tanto en el Vaticano.

—¡Qué cosas dices, Benzoni! Estásdesbarrando. Nadie dirá nada de nada.En primer lugar, porque vamos a tratar

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de mantener en secreto lo del trasladode los restos; en segundo lugar, porque,si llegara a saberse, a nadie lesorprendería que se hiciera la pruebadel ADN. ¿No comprendes que la genteha visto la serie esa del CSI por latelevisión? Ahora todo es científico,Benzoni, que ya no vamos por ahí conuna lupa en el bolsillo, como SherlockHolmes.

—Sí, jefe, todo es muy científico,pero pese a todos los circuitoselectrónicos de alarma, resulta que un«mangui» se ha colado en San Marcos yno se ha llevado un kilo de diamantes dela «Pala de Oro» porque ha calculado

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mal el tiempo. Cinco minutos más y selo lleva puesto.

—No estoy tan seguro de eso,Benzoni.

—¿De qué?—De que hayan ido a por el retablo,

a por la Pala de Oro; puede que estemosante un caso raro. Ya sé que suenaextraño y seguramente es una tontería,pero dándole vueltas al caso he llegadoa pensar que el asalto podría ser obra desatánicos. Ya sabes, sectas de esas quecelebran misas negras y ritualesdiabólicos. Reconozco que parece comode coña, pero sería lo que explicaría porqué se han entretenido intentando abrir

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el sarcófago que está debajo del altarmayor. Por cierto, ¡que ésa es otra!¿Cómo han podido levantar una losa quepesa más de cien kilos? Estoy esperandoel informe de los peritos; hace un ratouno de ellos me decía queprobablemente habrían empleado ungato hidráulico de esos que llevan loscamioneros, pero no me lo garantizaba,quería estar seguro y esperar alresultado del análisis de las fibras deuna de las alfombras.

—¿Satánicos? La verdad es que nose me había ocurrido pensarlo. Pero¿para qué se iban a arriesgar tanto?

—No lo sé, ya te digo que

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seguramente no es más que unaocurrencia mía, pero, en fin, piensa quelo que se dice que hay bajo el altarmayor es el cuerpo, los restos, delapóstol San Marcos, uno de los cuatroevangelistas, un discípulo de Jesús deNazaret. Puestos a ser satánicos, laverdad es que una reliquia como ésa aestos «piraos» les debe de volver locos.

—La verdad, jefe. No estoy nadapuesto en esas cosas, pero para mí queestamos ante un robo, un intento de robopuro y duro que les ha salido mal aunqueno sabemos por qué. En realidad todavíano sabemos nada de nada: ni cómo nipor dónde consiguieron entrar en San

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Marcos, ni cómo consiguieron mover lalápida del sarcófago.

—Para esas preguntas —declaró elcomisario mirando al inspector—,todavía no tengo respuesta. También yohe estado dándole vueltas a eso, porque,como sabes, a los turistas que visitanSan Marcos les hacen dejar los bolsosantes de entrar. De momento es unmisterio. Puede que hayan utilizadoalgún modelo de gato hidráulico queocupe poco espacio, o que lo hayanmetido dentro camuflándolo de algunamanera, ya te digo que no lo sé. —Elcomisario respiró hondo y expulsó elaire lenta y ruidosamente—. Lo que sí

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parece es que nos enfrentamos a gentecon recursos. El capitán de losbomberos me ha dicho que el bote dehumo que emplearon para simular elincendio es material de últimageneración del que usan las fuerzasespeciales norteamericanas.

—Pues sí que estamos bien —exclamó el inspector, elevando lamirada por encima de la cabeza de susuperior y mirando hacia lo lejosdistraído por la ruidosa cháchara deltelevisor.

—Así es, Benzoni —replicó elcomisario—, como dirías tú, en realidadlo que estamos es «bien, pero que bien

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jodidos». Pero vamos a seguirtrabajando; mientras yo vuelvo a SanMarcos a echar otra ojeada, quiero quete acerques a Mestre y busques un tallerde reparación de coches o de barcas.Pregunta qué tipo de gatos tienen. Yasabes lo que buscamos: el más potente yel que abulte menos —añadió elcomisario al tiempo que se levantaba dela silla y buscaba una chaqueta queestaba colgada en el perchero. Antes dedejar el despacho abrió el cajón de unode los archivadores y sacó una pistola.Era una Beretta de doce tiros.

—Parece que va usted a la guerra,jefe —comentó el inspector Benzoni.

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—Efectivamente, Benzoni. Nosabemos quién, pero alguien nos hadeclarado la guerra y hay que estarpreparados. No me preguntes por qué,pero me huele que detrás de esto hayalgo gordo. Venga, a ver qué sacas deMestre. Llámame al móvil si crees quehay algo que yo deba saber. Estaré porSan Marcos —concluyó el comisarioajustándose la pistolera y saliendo deldespacho.

Al salir a Fondamenta di SanLorenzo, donde se encuentra la puertaprincipal de la Questura de Venecia, ellugar parecía tomado por Il Divo, elexperimento de moda en temas

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populares de música clásica. Ladeclaración de guerra a la tranquilidaddel lugar procedía de una tienda deregalos para turistas.

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Capítulo 2La tarde del 2 de septiembre, a muchoskilómetros de Venecia, cerca de laciudad croata de Dubrovnik —unaciudad fortificada en cuyas murallasestán escritas las historias de loscomerciantes, santos, guerras y piratasque son el pasado de todo el marAdriático—, tres hombres y una mujerpermanecían sentados alrededor de unamesa situada en el centro del salónprincipal de una enorme mansiónasomada a un acantilado. Otro hombrede edad avanzada y estatura fuera de locomún estaba de pie mirando a la mar y

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dando la espalda a los allí reunidos.Tras un minuto de silencio que a lospresentes les debió de parecer un siglo,el coloso que estaba de pie se volvió.

La mujer, que aguardaba en silencio,sintió un extraño desasosiego cuando elgigante la señaló con un dedo.

—Milena, ¿qué novedades tenemosde Venecia? —preguntó con vozenronquecida por el abuso del tabaco.

—No demasiadas, señor. Tenga encuenta que estamos a dos de septiembre;todavía es pronto para saber quéreacciones ha provocado la operación.A través de nuestros contactos en laPolicía de Roma hemos sabido que sus

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colegas de Venecia están desorientados;al parecer, manejan dos hipótesis sobreel caso. Creen que se trata de un robofallido, creen que la intención de losladrones era llevarse cuanto pudierandel retablo que llaman la «Pala de Oro».Ya sabe que se trata de una tabla llenade piedras preciosas…

—¡Milena! ¡Ahora no nos interesaque nos cuente cómo son los retablos dela basílica de San Marcos! ¿A qué serefería cuando ha dicho que hay unasegunda hipótesis? —interrumpió elgigante con tono airado.

—Perdón, Merkurio —se excusóella—. La Policía italiana no descarta

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que el asalto haya sido obra de una sectasatánica.

—¿Satánicos? ¡Qué tontería!—Han establecido esa posibilidad,

señor, tratando de explicar por qué hanencontrado abierto el sarcófago que estábajo el altar mayor donde estánguardados los restos del evangelista SanMarcos —añadió la mujer tragandosaliva.

Aquel hombre la intranquilizaba y nosabía muy bien por qué. Estaba enfadadaconsigo misma por haber dado pie a susreproches.

—Bien, me parece una bobada,pero, en cualquier caso, que piensen eso

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favorece nuestros planes porque lestendrá entretenidos buscando fantasmas—declaró el hombre que se hacía llamarMerkurio—. Milena —prosiguió—,quiero que hable usted con suscolaboradores del Ministerio delInterior en Skopie para que nos tenganinformados al minuto de la marcha delas investigaciones de los italianos.

La mujer asintió con la cabeza.—Y usted, Zorian, ¿qué ha podido

averiguar? —preguntó Merkuriodirigiéndose a otro de los asistentes,Costan Zorian, un joven genio de lainformática que tenía fama de ser uno delos hackers más osados de los Balcanes.

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—Pues que van a trasladar lasreliquias a Roma. Eso es al menos loque dice un correo de la DirecciónGeneral de la Policía en Roma en el queordenan a sus colegas de Venecia queles manden los restos que estaban bajoel altar mayor de San Marcos.

—¿Dicen dónde han de enviarlos?—preguntó impaciente aquel hombre deaspecto intimidante.

—Sí, sí, señor, lo dicen. Los van aenviar al laboratorio de la PolicíaCientífica que está en Roma —contestócon suficiencia Zorian, amagando unasonrisa que abortó al instante tras sentirla frialdad de la mirada de aquel a quien

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llamaban Merkurio.—Éste es un asunto muy serio, señor

Zorian. Limítese a hacer su trabajo ycuando todo termine, no tendrá quejas denosotros. Mientras tanto, a usted y atodos los demás les recuerdo la estrictaconfidencialidad a la que se hancomprometido. La menor filtración, unasola, pondría en peligro toda laoperación y a todos nosotros. Peroeso… les garantizo que no va a ocurrir—añadió, mirando hacia el tercero delos asistentes, un hombre de unoscuarenta años que parecía estar en muybuena forma física y cuyo atuendo ymodo de sentarse delataban la aparente

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incomodidad que sienten algunosmilitares cuando visten de civiles—.Bien —prosiguió el gigante—, quieroque mañana, a las nueve de la mañana,estén ustedes abajo, en la «burbuja»acondicionada en el sótano. Saben queno deben abandonar la villa sin miautorización; les servirán la cena en elcomedor, a las ocho. Milena y usted,coronel, quédense. Ustedes dos —continuó, dirigiéndose a los otros en untono de voz que más que una sugerenciahabía sonado como una orden— puedenretirarse.

Tras aguardar la salida de Zorian ydel hombre que había permanecido en

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silencio, el coloso al que llamabanMerkurio acercó una silla a la mesa y sesentó.

—Saben ustedes cuán importante esesta operación para el futuro de nuestraquerida Macedonia. Me consta supatriotismo y estoy convencido de quesabrán dar lo mejor para que podamosllevarla a término con éxito. Usted,Milena, como viceministra del Interior,dispone de información y recursos quenos serán de mucha utilidad en lasegunda fase de la operación cuandodebamos exponer ante el mundo losfundamentos de nuestra justa causa.

—Señor Lauer —interrumpió la

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mujer—, a propósito de la segunda fase,hay algo que me preocupa. ¿Cuándovamos a conocer los resultados de losestudios de ADN realizadosaprovechando la campaña devacunación efectuada en Macedonia?

—Señorita Tomic, no me importaque me llame por mi nombre porque elcoronel Bojovic tiene toda mi confianza,pero por la buena marcha de laoperación y hasta que todo hayaconcluido y para evitar descuidos ofiltraciones es preferible que para todossiga siendo Merkurio.

La frialdad con la que habíapronunciado aquellas palabras generó en

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la estancia el mismo efecto que habríaprovocado una corriente de aireprocedente del Polo Norte.

—Lo tendré en cuenta, señor —contestó la mujer con un tono de vozsofocado.

Durante unos segundos el silencio seapoderó de la estancia. Después elanciano habló:

—Coronel, conteste usted a lapregunta de nuestra queridaviceministra. ¿Cuándo podremos tenerlos resultados totales de los análisis deADN realizados?

—No antes de un mes. Tengan encuenta que la extracción de muestras se

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ha realizado aprovechando una campañageneral de vacunación. Obtener el ADNes un proceso complejo que exigemedios y tiempo.

—Sobre el tiempo no opino, aunquesé que no tenemos todo el tiempo delmundo; sobre los medios, sí. Coronel,¡llevo gastados más de diez millones dedólares en este proyecto y esperoresultados, no palabras!

—Los tendrá. Pero no olvide que losrecursos de nuestro Ministerio deSanidad son limitados. Cuandopertenecíamos a la Federación,Belgrado quedaba lejos; ahora quenavegamos solos, se ve más el abandono

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en el que nos tenían. Además, como biensabe usted, éste es un asunto que hemosllevado con la mayor discreción posibleporque, si hubiera llegado aconocimiento del presidente Mitrovic,habríamos tenido muchos problemaspara seguir.

—Lo sé, lo sé, el presidenteMitrovic nunca ha sabido estar a laaltura de las exigencias de la patria. Nosupo defender a Macedonia en tiemposde Tito, no la defendió bajo Milosevic yno sabe hacerlo ahora que somos unEstado independiente. Tiene en sudespacho de Skopie el mapa que reflejaclaramente la tierra que nos pertenece,

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desde el Vardar hasta Tesalónica, perono es capaz de verla, ni menos aún dereclamarla. Reclamar lo que nospertenece, lo que antaño nos robó Roma,después Bizancio, luego los turcos,después Bulgaria y ahora Grecia.Mitrovic dice que es un patriota, pero esun cobarde. ¡Claro que no debe estar altanto de la operación! Su cobardía noscrearía muchos problemas.

Milena y el coronel se miraron, peropermanecieron en silencio. Suinterlocutor se había puesto de pie yahora les daba la espalda. Frente a él, alos pies del acantilado sobre el que selevantaba la villa, un mar rizado y

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transparente parecía traer las primerasnoticias del otoño. Era una casa grandede tres alturas con terrazas y un pórticode arquitectura barroca que culminabaen una torre rematada por una cúpulaalicatada con mosaicos de color azul.Pese a que había una placa en la entradaen la que se podía leer el nombre de«Villa Cassandra», todos los habitantesdel lugar la conocían como la «Casa delAmericano». Un recuerdo de su primerpropietario, un emigrante croata quehabía hecho fortuna en el Nuevo Mundo.Su actual propietario, el coloso de peloblanco que se hacía llamar Merkurio,había heredado la mansión.

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—Mañana vamos a tener muchotrabajo, así que les recomendaría queintenten dormir —dijo a modo dedespedida sin volverse para mirar alhombre y a la mujer que abandonaban ensilencio la estancia frente a cuyo granventanal se recortaba la figura delgigante. Un mar en calma en el que juntoa otros yates y embarcaciones de menorporte fondeaba un Versilcraft 77 debandera maltesa. Era un modelo antiguopero potente en el que llamaba laatención la pequeña cúpula geodésicaque delataba la instalación de unavanzado sistema de radares y escuchas.

Aunque distorsionada por el viento,

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en los altavoces de cubierta la voz roncade una mujer desgranaba las notasdesgarradas de Adje Jano, una tonadabalcánica tradicional.

Bajo cubierta, tres hombrespermanecían de pie, abstraídos, mirandocómo una línea de grabación de sonidooscilaba en la pantalla de un potenteordenador que era manejado por uncuarto hombre que tenía el pelo cortadoa cepillo.

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Capítulo 3Roma entera es un palacio y losministerios son estancias regias. Serministro del Gobierno de Italia es tenerla oficina donde antaño vivieron reyes,duques o príncipes de la Iglesia.Trabajar rodeado de lujo no mejora laacidez estomacal, pero ayuda asobrellevarla.

El 3 de septiembre, al llegar a lasede del ministerio, Ottavio Agrícola,ministro del Interior, estaba de un humorcanino, circunstancia que le impedíaapreciar los mármoles, las taraceas y loscuadros de pintores famosos que le

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rodeaban.Al entrar en el despacho apenas

saludó a su secretaria y con un gestodespidió al camarero queimpecablemente uniformado aguardabaen el antedespacho las oportunasinstrucciones para acomodar el primercafé del día al gusto del principalinquilino del palacio.

—¡Alicia! —clamó a través delinterfono—. ¡Póngame con el ministrode Cultura! ¡Ah, y cuando termine,quiero hablar con el cardenal Lorenzi!

—Sí, señor ministro, ahora mismo lepongo —contestó la secretaria sin poderreprimir una mueca de desagrado.

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Llevaba muchos años con aquel hombreal que había acompañado en su tránsitopor distintos ministerios y creíaconocerlo bien.

«Más que enfado —pensó—, lo quetiene es preocupación. Debe de ser porlo del robo de Venecia».

Buscó en su agenda el teléfono deldespacho del ministro de Cultura ymientras sonaba la llamada evocó laimagen del elegante Marcello Ratti diDesio, el diletante político que era laestrella mediática del Gobierno.

—¿Nos pasamos? —preguntó a sucolega, con ese prurito profesional delas secretarias veteranas que defienden

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el territorio de sus jefes y consideranuna mengua de jerarquía el que la otraparte les haga esperar.

—¡Marcello! ¿Cómo estás?—¡Ottavio! Estoy bien; ya sabes que

yo siempre estoy bien. Recuerda mimáxima: para estar bien sólo se necesitabuena salud y mala memoria.

—Tú siempre tan guasón, Marcello.Pero ahora tenemos un problema, ¿nocrees?

—¿Lo de Venecia?—Sí. Y, para ser sincero, me

preocupan algunas de las cosas queoigo.

—¿Qué cosas? —preguntó Ratti di

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Desio poniéndose a la defensiva.—Pues, por ejemplo, que en un

asunto como éste en el que tenemos losfocos de todas las televisiones delmundo pendientes de Italia, nosotroshayamos empezado a echarnos lasculpas unos a otros.

—Si te refieres a mis declaracionesa l Telegiornale, creo que han sidosacadas de contexto; ya sabes cómo sonlos periodistas: te preguntan de maneragenérica, tú contestas durante dos o tresminutos, te explicas y tratas de razonar,y ellos van, te cortan y sacan unarespuesta de quince o veinte segundos enlos que te hacen decir lo que no habías

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dicho.—Sí, sí, Marcello, ya sé cómo

funcionan los periodistas. ¡Qué me vas adecir a mí! También me tienen harto; yasabes que, además, los de algunoscanales me han convertido en su bestianegra, pero he oído que decías que elasalto se había producido pornegligencia en la vigilancia y, la verdad,me ha parecido injusto. Por eso te llamo.Sabes, como yo, que la seguridad de SanMarcos es cosa del Gobiernoprovincial, del Patronato de la basílicaen la que está el Patriarcado de Veneciay también vuestra, de Cultura. Por eso tedigo que no me parece justo echar al

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personal contra nosotros.—Estás exagerando, Ottavio. Lo que

he dicho, y no me han dado oportunidadde explicarlo bien, es que para facilitarlas cosas a los veinte millones deturistas que todos los años visitan labasílica quizá se habían relajado lasmedidas de seguridad; es todo lo que hedicho, pero como te he aclarado, hancortado mis declaraciones y por eso hasescuchado sólo las últimas palabras. Encualquier caso, si te parece oportuno —añadió—, llamo ahora mismo a la RAI yaclaro las cosas.

—No, no es eso; sería mucho peor.Ya sabes cómo es la prensa; enseguida

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empezarían los periodistas a decir quehay discrepancias en el Gobierno. Seríapeor el remedio que la enfermedad. No,déjalo, ya no tiene arreglo.

—Ottavio, te noto más preocupadode lo que esperaba. ¿Hay algo más eneste asunto? ¿Algo que yo no sepa?

—¿A qué te refieres? —preguntó elministro del Interior.

—Quiero decir que si las cosas soncomo parece: un intento de robo, o hayalgo más que… —dijo la voz al otrolado del teléfono sin completar la frase.

—¿Algo más de qué?—… Algo más de lo que le estamos

contando a la gente.

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—No, que yo sepa. Parece claro queha sido un intento de robo; que no se hanllevado nada; al menos eso es lo que medicen los policías. Parece que no sellevaron nada porque el ladrón oladrones se asustaron al sonar lasalarmas y no les dio tiempo a llegarhasta donde está la Pala de Oro.

—Convendrás conmigo en que esraro que intentaran forzar el sarcófagodel altar mayor cuando tenían al lado, acinco metros, la Pala de Oro, ¿no?

—Todos nos hacemos esa mismapregunta, Marcello, y en eso estántrabajando los especialistas de laPolicía.

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—He oído que habían trasladado losrestos del sarcófago aquí, a Roma.

—Sí, me consultaron y les dije queme parecía una decisión correcta, pese aque supongo que tus amigos de la LigaNorte me van a crucificar la semana queviene en el Parlamento preguntando si esque no hay laboratorios en Venecia y sies verdad que la Padania sigue siendouna colonia de Roma.

—Creo que más que a los de la Liga,a quienes no les habrá gustado nada ni eltraslado ni la investigación de los restoses al patriarca de Venecia y a tus amigosde la Curia —replicó con maliciaMarcello Ratti di Desio, recordando el

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pasado democristiano de su interlocutor.—¿Por qué les iba a disgustar si de

lo que se trata es de investigar si les hanrobado algo?

—Hombre, Ottavio, ¡parece mentiraque precisamente tú me preguntes eso!Estamos hablando de reliquias, de restosde personas santas que murieron hacemuchos siglos. En el caso de SanMarcos, acuérdate de que murió en els i gl o I, que según la tradición fueenterrado en Egipto, en Alejandría, yque, ochocientos años después, doscomerciantes venecianos robaron susrestos y los trajeron a Venecia.

—Conozco la historia, Marcello,

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pero no sé adónde quieres ir a parar —replicó, suspicaz, el ministro delInterior.

—Pues está muy claro adóndequiero ir a parar, Ottavio. Han pasadomás de mil años desde que los huesos deSan Marcos arribaron a Venecia;siempre han estado en la basílica, perono en el mismo sitio. ¿Y si lo que habíabajo el altar mayor no era lo que sesupone que debía ser? ¿Y si no son losrestos del apóstol? Según he oído en latelevisión, en el laboratorio de laPolicía Científica iban a identificar elADN de San Marcos.

—¡Eso es un titular de los

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periodistas! ¡Un titular sensacionalista,hombre! Parece mentira que no te hayasdado cuenta.

—Claro que me doy cuenta. Serátodo lo sensacionalista que quieras, peroalgo de eso hay y la cuestión de fondopermanece. Vamos a saber si lo quehabía en el sarcófago corresponde aquien se dice que corresponde: un varónnacido hace veinte siglos en la región dela antigua Galilea, una zona cuyo mapade ADN es conocido. Por eso te decíaque no creo que a tus amigos de la Curiaque siempre hilan tan fino les hayagustado mucho la idea de trasladar lastabas de San Marcos a Roma.

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—Marcello, por favor, no hablesasí; sabes que soy creyente y consideroque los santos merecen respeto —contestó el ministro del Interior,preocupado no por la irreverencia de sucompañero de Gabinete, sino por lainquietante deriva que apuntaba en susúltimas palabras—. ¿En qué te basaspara dudar de que los restos son dequien durante siglos se ha dicho queeran: los restos del apóstol San Marcos?

—Pues porque ha llovido muchodesde que hace mil y pico años Rusticoda Torcello y Buono da Malamoccorobaron en Alejandría el cuerpo delapóstol, y luego desapareció y volvió a

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aparecer, y, en fin, Ottavio, no quisieraherir tus sentimientos religiosos, sabesque te respeto y respeto cuánto significala Iglesia y más en Italia, pero si yofuera el patriarca de Venecia o unmiembro de la Curia, me preocuparíapor lo que pueda decir el análisis deADN.

—Gracias, Marcello, lo tendré encuenta. ¡Cuídate! Y, por favor, si tienesque volver a referirte al caso, te pediríaque extremaras la prudencia y que, enfin, si no te importa, no comentaras estoúltimo que me acabas de decir.

—Cuenta con que así será. Ahorabien, piensa que será inevitable que me

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pregunten por el caso porque, comosabes, en Venecia se celebra la Mostra ymañana tengo que estar en el Lido paraentregar un premio, creo que a Brad Pitt,así que, como estará lleno de periodistasy paparazis, será un milagro que no mepregunten, pero te repito que no debespreocuparte, no hablaré ni del ADN nide la reliquia, iré por el lado del intentode robo de la Pala de Oro. ¡Adiós,Ottavio, cuídate tú también! —sedespidió el ministro, y colgó el teléfono.

Marcello Ratti di Desio se quedópensando en Venecia; le vino a lacabeza el Lido y la fantasía barroca demármol, estuco, trampantojos y arañas

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de cristal que es el Gran Hotel, elbrillante escenario en el que se entreganlos premios de la Mostra de Cine deVenecia.

También su interlocutor, el ministrodel Interior, se quedó pensando. Pero noera la evocación de la bellezairrepetible de la ciudad de los canaleslo que nublaba su mente. Lo que lepreocupaba era lo que tendría quedecirle al cardenal Lorenzi, elpurpurado más influyente del Vaticano.Según indicaba la nota que su secretariahabía dejado encima de la mesa, habíallamado a primera hora de la mañanadiciendo que era urgente. Para un

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ministro de la antigua DemocraciaCristiana, la llamada de un cardenal erala segura antesala de un sermón que,ineluctablemente, acaba en penitencia.

—Alicia, por favor, póngame con elcardenal Lorenzi.

«Y que sea lo que Dios quiera», dijopara sus adentros.

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Capítulo 4Camino de Vergina, una pequeñapoblación agrícola del norte de Greciaque se encuentra a cincuenta kilómetrosde Tesalónica, Dimitri Jorga recordó eldía en el que, meses atrás, dos hombresque dijeron ser policías se colaron en sucasa de Skopie.

Nunca supo cómo habían dado conél porque llevaba meses quieto, habíacambiado de nombre y en el barrio en elque residía nadie sabía nada de su vidade ladrón. Uno de los más hábiles yescurridizos de Belgrado, aunquetambién en Zagreb sabían de su

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habilidad para escalar fachadas,penetrar donde hubiera algo de valor,abrir cajas fuertes y salir sin dejarrastro. Un reportero de uno de losperiódicos más populares de la antiguaYugoslavia habló de sus «hazañas»comparando su agilidad con la deSpiderman, el héroe norteamericano delos cómics. El mote había hecho fortunay la propia Policía, que seguía muy decerca sus pasos, lo había hecho suyo enlos informes.

El último que manejaba la Policía deSerbia —heredera de los archivoscentrales de la antigua Yugoslavia— lesituaba en paradero desconocido,

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aunque sus datos biográficosconsignaban que había nacido enSkopie, la capital de la Macedoniayugoslava. Dimitri Jorga no entendía depolítica, pero como todos los habitantesde Belgrado, se había visto arrastradopor el torbellino de la guerra; por eso,cuando Milosevic se hizo con el poder,decidió abandonar la capital. Primeroestuvo un tiempo en la ciudad croata deDubrovnik, pero la guerra también llegóhasta allí y Dimitri Jorga se fue antes deque la aviación serbia la bombardeara.Volvió entonces a Skopie, viviendo dela venta de las joyas que habíaconseguido en sus últimos robos en

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Belgrado. Pero después de una guerra lavida es muy cara y el dinero se va de lasmanos con la velocidad de la luz, asíque estaba barruntando la posibilidad detrasladarse a vivir a Tesalónica, la grancapital griega del norte en la que yahabía estado alguna vez siguiendo a losjugadores de su equipo, el Estrella Rojade Belgrado. Tesalónica es una ciudadgrande, cuyas gentes —a juzgar por lasmuchas ventanas abiertas que vio alpasear por la avenida Tsimiski— aDimitri Jorga le pareció que vivían muyconfiadas.

En ésas estaba cuando una mañanaen la que regresaba de hacer la compra

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en el supermercado que estaba dosmanzanas más abajo de su casa recibióla visita de dos hombres en suapartamento del barrio periférico en elque vivía.

Acababa de dejar la bolsa con lacompra encima de la mesa de lapequeña cocina en la que él mismo sepreparaba la comida cuando sonó eltimbre. «Debe de ser la pesada de laportera —pensó—, seguro que viene acobrar el alquiler». Cuando abriódescubrió el error, pero ya erademasiado tarde.

—¿Dimitri Jorga? ¿Podemos pasar?—preguntó con tono burlón el más

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corpulento de los dos visitantes.—Aquí no vive nadie que se llame

así —contestó Jorga, captando alinstante la condición de los reciénllegados y mirando de reojo a la ventanaque comunicaba con el patio interior.

—¿No está Dimitri Jorga? ¿A lomejor prefieres que preguntemos porSpiderman?

Les dejó pasar.—Estoy limpio. No tienen nada

contra mí —dijo mirando al hombre quetodavía no había abierto la boca.

—Lo sabemos, tranquilízate —contestó el grandullón.

Aquello había ocurrido hacía cuatro

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meses. Ahora aquel hombre que nohabía despegado los labios viajaba juntoa él en un BMW algo pasado de moda.

Cubrieron los doscientos y picokilómetros que separan Skopie deVergina en dos horas; al avistar lapoblación habían disminuido lavelocidad. Su acompañante, que eraquien conducía, comentó que no debíanllamar la atención. Era la segunda vezque hacían aquel viaje. La anterior habíasido a finales de julio, en medio de uncalor que Dimitri Jorga creyó que nopodría soportar.

Cuando llegaron a Vergina, laantigua Egas, capital que fue del rey

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Filipo II de Macedonia, el padre deAlejandro Magno, se mezclaron con losgrupos de turistas que acudían a visitarel túmulo en cuyo interior se encuentranlas tumbas de aquel rey y de un príncipeque, según decía la guía que habíancomprado, podía ser Alejandro IV elinfortunado hijo del conquistador deBabilonia. Confundidos con los gruposde visitantes, entraron en la sala hipogeadonde se hallaban las tumbas excavadas.En el mismo lugar, bajo tierra, seencuentra expuesto el tesoro hallado enlas tumbas. Entre otras maravillas talescomo coronas de hojas de robleelaboradas en oro, a los dos hombres les

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sorprendió ver dos extraordinariasarquetas de oro macizo. Estaban dentrode una vitrina protegida por un cristalblindado.

A Dimitri Jorga, que antes de visitarel lugar nunca había oído hablar del reyFilipo II de Macedonia, lo que más lellamó la atención fue que en la tapa delas arquetas brillaba un sol de rayosdestellantes con una luz que parecíabrotar del interior del metal. Un sol yunos rayos que le recordaron los de labandera de su país. En otras de lasvitrinas se podía ver la espada, laarmadura, la cimera, las grebas y elcarcaj de oro del rey macedonio.

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También había una colección dediminutos retratos tallados en marfil —uno de ellos de Filipo y otro de su hijoAlejandro— y los huesos de aquelmonarca, que —según explicó la guía aun grupo de turistas italianos quevisitaban las tumbas— era lo que habíaquedado tras la cremación ritual delcuerpo del rey Filipo II, quien —segúnañadió— había sido asesinado cerca deallí, en el teatro de la ciudad, el día enel que celebraba la boda de una de sushijas. Según la guía, tras incinerar elcuerpo del rey, sus restos fueran lavadoscon vino y tras ser envueltos en unatúnica de púrpura, los depositaron en el

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interior de aquella maravillosa arquetade oro macizo en cuya tapa brillaba elsol con dieciséis rayos —ochoprincipales y ocho secundarios—, queera el símbolo de la Casa Realmacedonia.

Aquel sol era el que su hijo,Alejandro el Magno, llevaba en susestandartes cuando al frente de sustropas conquistó el Imperio Persa yllegó hasta la India. En el interior de lavitrina, efectivamente, se veían varioshuesos, pero faltaba el cráneo.

El acompañante de Dimitri Jorga,hablando en inglés, preguntó por lacalavera a una de las mujeres que

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vigilaban el museo.—No está aquí en el museo, el

cráneo está en el laboratorio. Lo estánanalizando —contestó señalando endirección a la puerta.

El laboratorio estaba situado en laparte exterior del recinto en el que sehabían excavado las tumbas. Es unedificio de una sola planta que, paredcon pared, comparte sus instalacionescon una tienda de recuerdos, unacafetería y los servicios.

Al abandonar el túmulo, duranteunos minutos, los dos falsos turistas sededicaron a hacer fotos. Cambiando deposición y relevándose en la tarea

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lograron obtener varias imágenes dellaboratorio. Después, mezclados con losturistas que hacían un alto en elrecorrido, permanecieron un buen ratotomando café bajo un ciprés gigantecuya sombra abarcaba buena parte deltejado de aquel edificio en cuyo interiorse encontraba el cráneo de Filipo II, elgran rey macedonio que, tras derrotar atebanos, atenienses y espartanos, logróreunir bajo su poder a todas lasciudades de Grecia. Observando lasventanas del laboratorio, Dimitri Jorgapensó que los griegos eran gente muyconfiada.

Poco antes de terminar la visita, los

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dos hombres se ocultaron entre lacrecida vegetación que rodea ellaboratorio y aguardaron la llegada de lanoche. Cuando las sombras seapoderaron del recinto, Dimitri Jorgapenetró en el edificio por una de lasventanas del piso alto, abriendo despuésla puerta a su acompañante, que parecíaentumecido tras las tres horas de esperaque habían permanecido escondidosentre los setos plantados en el interiordel recinto arqueológico.

Dimitri Jorga no era un hombreculto; ni conocía la historia de Grecia niera fetichista. Por eso no sintió la menoremoción al tener en sus enguantadas

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manos el cráneo del rey Filipo II deMacedonia. Lo había cogido del interiorde un pequeño armario de cristal queestaba junto a una mesa en la que habíavarios microscopios, un par decentrifugadoras y diferente material delaboratorio.

—¡Ten cuidado! No se te vaya acaer y la caguemos —dijo su taciturnocompañero, señalando el cráneo.

—No se preocupe, amigo, no se mecaerá. Lo que no sé es qué interés puedetener esta calavera. Cuando estábamosen la tumba, el oro que vimos allí sí mepareció que merecía la pena, peroesto… —concluyó Jorga en tono

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despectivo—, esto me parece que novale nada.

—Lo que valga o deje de valer no teimporta. Déjalo encima de la mesa concuidado —ordenó el hombre corpulentoque acompañaba a Dimitri Jorga, altiempo que extraía de un bolso quellevaba colgado al hombro un pequeñotaladro y un bote lleno de un líquidotransparente.

—¿Qué va a hacer con eso? No irá acargarse otra vez al muerto.

—¡Calla y no hagas preguntasestúpidas! Hemos entrado bien. No hasperdido tus habilidades de ladrón, perono quiero que me distraigas diciendo

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sandeces. ¿Entendido?—Está bien, hombre. No hace falta

que se enfade. Sólo era una pregunta —dijo Jorga en tono conciliador.

—Lo que no se sabe no se puederepetir. ¿Me has entendido? —cortó elotro hombre en tono amenazador—.¿Tienes un pañuelo?

—¿Un pañuelo? ¿Qué tipo depañuelo? —preguntó Jorgadesconcertado.

—Un pañuelo, joder. ¿Es que no telimpias los mocos? —contestó elhombre al tiempo que buscaba en elinterior del bolso y le tendía uno depapel. Después extrajo otro y se lo llevó

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al rostro tapándose la nariz, al tiempoque vertía sobre el cráneo el líquido delbote provocando un olor intenso.

—¡Coño! ¿Qué hace? ¡Me mareo!—¡Tápate la nariz, hombre! Es

cloroformo. ¿No lo hueles?—¿Cloroformo? —preguntó Jorga,

sorprendido.—Sí, cloroformo.—¿Y para qué hace eso?—Ya te he dicho que lo que no se

sabe no se puede contar. No preguntes.Y, ahora, sujeta la calavera y no temuevas.

Dimitri Jorga obedeció ypermaneció en silencio mientras aquel

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hombre que había puesto enfuncionamiento el minúsculo taladroeléctrico perforaba la pulida calaverade Filipo II de Macedonia a la altura delhueso occipital recogiendo en una bolsade plástico translúcida el aserrín óseoque provocaba la incisión. Después, trascerrar herméticamente la bolsa deplástico, extrajo del bolso otro bote yuna jeringuilla cuyo grueso émbolosemejaba un torpedo en reposo. Cargó lajeringuilla con el líquido del segundorecipiente y lo inyectó en el angostoorificio que el taladro había perforadoen el hueso.

«Espero —se dijo para sus adentros

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— que el médico inglés sepa lo que setrae entre manos y este “consolidante” ocomo diablos se llame no vaya ahora aser un ácido que se coma el hueso».

Los dos hombres aguardaron ensilencio unos minutos. Dimitri Jorgapaseaba la mirada por las mesas dellaboratorio en busca de algo de valor ysu acompañante no quitaba ojo de lacalavera del famoso rey macedonio.Satisfecho al comprobar que la incisiónprácticamente había desaparecido,ordenó a Dimitri Jorga que devolvierael cráneo al armario de cristal donde lohabía encontrado.

—¡Mételo con mucho cuidado, no se

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te vaya a caer!—¡Señor! ¡Sí, señor! —replicó con

guasa Dimitri Jorga.—¡Déjate de coñas y haz lo que te

digo! Y cuanto antes, porque aquí yahemos terminado y no tenemos nada quehacer, ¿entendido?

—¿Para esto hemos venido? ¿Parapinchar un hueso nos hemos arriesgado aque nos trinquen los griegos? ¿No vamosa llevarnos el oro de las tumbas esasque hay enfrente?

—La respuesta es ¡no! ¡Y cállate,que no me dejas pensar! ¿Lo hasentendido? —dijo el hombre fornidomirando con cara de pocos amigos—.

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Hay que salir de aquí cuanto antes y sinque se note que hemos entrado.

Dimitri Jorga hizo lo que le habíaordenado aquel hombre y depositó elcráneo en el interior del armario. Lacalavera tenía un surco que cruzaba laparte superior del pómulo izquierdo yllegaba hasta el arco superciliar; ladepresión presentaba una tonalidaddistinta a la del resto del hueso.

—Menudo tajo tiene aquí —dijo,señalando el hueso—. A este tío ledebieron de sacar un ojo, ¿no?

—Sí, era tuerto —respondió elhombretón—. ¡Venga, vamos! Voy asalir y después cierras la puerta por

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dentro. Te esperaré fuera. No teentretengas ni cojas nada, ¿entendido?

Minutos después, Dimitri Jorgaapareció en lo alto de una de lasventanas del primer piso del edificio enel que se encuentra el laboratorioarqueológico de Vergina. Con agilidad,de un salto, salvó la distancia que leseparaba del suelo.

—¡Hecho! —dijo con aire de triunfo—. Es sorprendente, pero no hayalarmas.

—Mejor así. Vamos a salir despaciopara no llamar la atención.

Así lo hicieron. Amparándose en lossetos que flanquean el camino que

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conduce a la puerta de salida,consiguieron llegar hasta la tapia quebordea el recinto arqueológico sinllamar la atención del policía quemontaba guardia.

El agente parecía estar en otromundo muy lejos de allí, animado por elritmo de Christos Nikolopoulos, cuyomarchoso Enthimion Florinis sonaba enun transistor colocado en lo alto de unode los rebordes de la garita pintada deazul y blanco.

Habían dejado el coche dosmanzanas más arriba del solar en el quese encuentran las tumbas y, escoltadospor el ladrido de algunos perros de las

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casas cercanas, llegaron sin problemashasta el vehículo.

Despacio, sin apretar el acelerador,Dimitri Jorga y su taciturnoacompañante abandonaron la ciudadgriega de Vergina por la carreterainterior que conduce a Verria; después,enlazando con la autovía nacional quesigue el trazado de la Vía Egnatia, laantigua calzada romana que unía lasciudades del norte del país heleno conConstantinopla, regresaron a Skopie, lacapital de la Antigua RepúblicaYugoslava de Macedonia.

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Capítulo 5Acuciado por las numerosas peticionesque había recibido, Ottavio Agrícola, elministro del Interior de Italia, habíadecidido convocar una rueda de prensa.Odiaba a los periodistas casi tanto comolos necesitaba. Llevaba muchos años enla política y sabía cuán importante erallevarse bien con aquella tribu en la quehabía dos tipos de individuos: los queurdían sus preguntas en función de susafinidades políticas o adscripcionespartidistas y los independientes; a estosúltimos era a los que más detestabaporque, aunque eran pocos, solían ser

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insaciables, siempre dispuestos a hacersangre.

Aconsejado por su jefe de Gabinete,el ministro había optado por guardarsilencio hasta la hora prevista para larueda de prensa. «Si antes de la ruedade prensa habla con alguna emisora, losdemás periodistas se cabrearán», lehabía dicho. Resistió, pues, la tentaciónde llamar a alguno de los plumillas a losque utilizaba para filtrar noticiasinteresadas o crear determinadosestados de opinión, pero estabaintranquilo. La conversación con elcardenal Lorenzi había contribuido aldesasosiego. Según el cardenal, había

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que evitar a cualquier precio que lasreliquias del apóstol fueran manipuladaspara tratar de aislar los posibles restosde ADN. «A los santos —había dichocon voz seca— hay que dejarlos en paz.Meter sus restos bajo un microscopiosería una profanación, un verdaderosacrilegio que no estamos dispuestos aconsentir». Italia es un Estado laico,pero el peso de la Iglesia es tan grandeque ningún político que aspire a seguiren la política se puede permitir el lujode ignorarlo. «Ni Berlinguer en lostiempos en los que el PCI eraomnipresente se atrevió a desairar alVaticano», pensó Ottavio Agrícola

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recordando los años en los que en Italiael Partido Comunista era la fuerzapolítica más potente y mejor organizada.

Alicia, la secretaria del ministro,que sabía de la preocupación de su jefe,y era tan profesional como solidaria,trató de ayudarlo a llevar la mañana.

—Perdón, ministro, ¿ha leído ustedla columna de Nicola La Bruna en IlMessaggero? La verdad es que está muybien. Creo que debería llamarle. Dice ensu análisis que el Gobierno aguanta porla solidez política del titular de estacasa.

—¿Ah, sí? ¿Eso dice La Bruna? Nolo he leído, pero lo haré. Viniendo de él,

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la verdad es que es algo más que uncumplido. Gracias, Alicia. Le prometoque lo leeré más tarde; ahora, por favor,póngame con el director general de laPolicía.

—Enseguida le pongo, ministro —contestó la secretaria.

Ottavio Agrícola quería saber sihabía alguna novedad sobre el caso delintento de robo en San Marcos.

Estaba preocupado por la rueda deprensa y llamó a Riccardo Salcioli, sujefe de Gabinete. Salcioli tenía eldespacho junto al suyo, así que apenasun minuto después de recibir la llamada,entró en el despacho de su jefe casi sin

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darle tiempo a colgar el teléfono.—Pasa, Riccardo, pasa —le dijo el

ministro al tiempo que con una manoseñalaba una de las sillas que teníadelante de su espléndida mesa—. Pasa ysiéntate.

—Le veo preocupado… —dijo elrecién llegado.

—Lo estoy, Riccardo. Estoypreocupado. No quiero cabos sueltos; noquiero que la jauría de periodistas se meeche encima preguntando sobre algunacuestión de la que yo no esté al tanto,alguna filtración de la que no tenga niidea.

—Tranquilo, ministro, todo está

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bajo control.—Eso es lo que más me preocupa.

Me preocupa que creamos que todo estábajo control. Ya sabes cómo son losperiodistas. Seguro que alguien enalguna parte está tratando de sacarmierda de algún pozo negro o pagando aalgún resentido para que se inventealguna historia con la que desacreditaral Gobierno en general y al ministro delInterior en particular. No me fío,Riccardo, no me fío —concluyó elministro.

—Entonces, lo mejor seríasuspender la rueda de prensa —dijoSalcioli.

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—No, eso daría pie a todo tipo deespeculaciones. No; vamos a mantenerla conferencia de prensa, pero antesquiero hablar con el director de laPolicía para que me informe de lasúltimas novedades. Quédate, le voy allamar ahora mismo —añadió, al tiempoque apretaba un botón del interfono quele comunicaba con su secretaria.

—Alicia, por favor, llame aldirector de la Policía.

—Ministro, creo que le estamosdando más importancia a este asunto dela que realmente tiene; en últimainstancia se trata de un simple intento derobo y de ese mal nadie está a salvo. El

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año pasado, en Oslo, robaron El grito,de Munch, y recuerde lo que pasó en elLouvre con La Gioconda. Aquí, que yosepa —concluyó el jefe de Gabinete—,no falta nada.

—He hablado con el cardenalLorenzi y en el Vaticano estánpreocupados. Temen que el asalto formeparte de algo más que un robo.Sospechan que podría tratarse de unaprofanación o algo oscuro que iría másallá de un intento de robo.

—¿Una profanación? No entiendomuy bien cómo han podido llegar a esaconclusión.

—Por lo del altar mayor, Riccardo.

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La Policía todavía no ha encontrado unaexplicación para el hecho de que losladrones, en lugar de ir a por la «Pala deOro», se entretuvieran levantando lalápida de mármol que sellaba elsarcófago que contiene las reliquias deSan Marcos.

—Perdone, ministro, no le habíadado más importancia a ese detalle; heleído la noticia por encima, en Internet,y supongo que, como la mayoría, hepensado que los ladrones iban a por laspiedras preciosas de la Pala de Oro ysalieron pitando al sonar las alarmas. Lodel altar, no sé… quizá pensaron quepodría contener oro o joyas. Es sabido

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que antiguamente junto a los restos delos santos se enterraban objetos demucho valor. Quizá los salteadores eranmodernos ladrones de tumbas como losque antaño saquearon las pirámides delos faraones.

El ministro no contestó. Elargumento de su colaborador no parecíahaber despejado sus preocupaciones. Eneso sonó el teléfono. Era el director dela Policía.

—¿Sí? ¡Pisani! ¡Buenos días! ¿Quénovedades tenemos de Venecia? —preguntó el ministro a bocajarro.

—No hay gran cosa, ministro —contestó Alvise Pisani, un policía

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veterano que había logrado ciertanotoriedad tiempo atrás, en los llamados«años de plomo», cuando Italia fuesacudida por el zarpazo deorganizaciones terroristas de extremaizquierda y de extrema derecha.

Por aquel entonces, Ottavio Agrícolaera ya un joven pío y ambicioso que,tras culminar de manera brillante lacarrera de Derecho, se había afiliado ala Democracia Cristiana, partido quegobernaba en el país prácticamente sininterrupción desde el fin de la SegundaGuerra Mundial.

El joven y brillante abogado habíasido destinado al Gabinete de estudios

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del partido y de allí había dado el saltoal gran juego de la política de la manode Aldo Moro, un hombre carismáticoque le había enseñado cuanto sabía enpolítica. El final trágico de su mentor —fue secuestrado y posteriormenteasesinado por un comando de lasBrigadas Rojas, un grupo terrorista deextrema izquierda— había marcado suvida.

Fue en los días aciagos del secuestrode Aldo Moro cuando conoció al joveninspector Alvise Pisani. Había seguidotoda su carrera en la Policía y cuando aOttavio Agrícola le nombraron ministro,él, a su vez, llamó a Pisani para que se

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hiciera cargo de la Dirección Generalde la Policía.

—¿No me puedes decir nada? ¿Nohay nada? ¿Ninguna pista de losladrones, algún cabo del que tirar?

—He hablado hace media hora conel comisario jefe de Venecia y le heapretado las tuercas, pero me ha dichoque hay que esperar. Tengo a toda migente de Venecia trabajando en el caso,pero debe comprender que hay que dejartrabajar a los especialistas, estánbuscando huellas, están interrogandosospechosos, hablando con confidentes,analizando todo lo que circula por laRed… En fin, que nadie está tumbado en

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la playa del Lido, perdone que se lodiga así, ministro.

—¿Qué es lo que esperan encontraren Internet? —preguntó, intrigado, elministro.

—Pues… no lo sabemos todavía,pero Sforza, el comisario jefe deVenecia, cree que quien ha hecho unacosa así lo mismo necesita jactarse desu fechoría. Hay mucho loco suelto ytambién mucho exhibicionista, ya sabe lacantidad de cosas que cuelgan enInternet. Es una vía más, pero, en fin, laverdad es que yo no confío mucho enque de ahí podamos sacar algo en claro.

—Bueno, Pisani, tenme al corriente

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de cualquier novedad por pequeña quesea.

—Descuide, ministro, así lo haré.—Adiós —respondió el ministro, y

colgó el teléfono—. No hay nada nuevo,estamos como estábamos. A una hora dela conferencia de prensa y sin nadanuevo con que dar de comer a las fieras—añadió dirigiéndose a su jefe deGabinete, que le contemplaba ensilencio.

Riccardo Salcioli había pasado pormomentos parecidos y la experiencia ledecía que lo mejor era no decir nadaporque en el estado de tensión en el quese encontraba su jefe era preferible

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dejarle hablar, no intervenir tratando derestar importancia al problema que tantole preocupaba. Cuando alguna vez lohabía intentado, el resultado había sidofrustrante, así que, aconsejado por lasabiduría que da la experiencia,guardaba silencio.

—Creo, Riccardo, que no ha sidouna buena idea convocar a losperiodistas.

—Ministro, si quiere,desconvocamos la rueda de prensa.

—No, eso no, ya te he dicho quesería peor. En fin, todavía falta un rato,voy a revisar unos papeles y luego tellamo para que me acompañes a la sala

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de prensa.—Claro, ministro. Aquí estaré.

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Capítulo 6El asalto a la basílica de San Marcos yla noticia del traslado de los restos delapóstol al laboratorio de la PolicíaCientífica cuya sede estaba en Roma,había encendido la imaginación de losperiodistas. En uno de los programas demás audiencia del Canale 5 —la cadenadel magnate y político Silvio Berlusconi—, Tiziana Marchesi, la estrella del latenight, entrevistaba al profesor PaoloGalbiati, especialista en antropologíamolecular y experto en análisis de ADN.

El profesor era un hombre demediana estatura y rostro agradable

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punteado por unas gafas de concha cuyaforma hacía años que había pasado demoda. Pese a la intensidad de los focosy a estar sentado en una butaca colocadaa menor nivel que el de la presentadora,la estancia en el plató no parecíaincomodar al profesor, cuya presenciaallí había sido recibida con aplausospor parte del público asistente alprograma.

Una gran fotografía de la plaza deSan Marcos centrada en la fachada de sufamosa basílica ocupaba el cicloramaque a modo de friso enmarcaba elescenario del lugar en el que sedesarrollaba la emisión.

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—Profesor Galbiati —dijo lapresentadora—, le agradezco que hayavenido y, como el tema que vamos atratar es complicado, voy a pedirle quehaga un esfuerzo divulgativo para quetodos nuestros telespectadores y,también, por qué no decirlo —añadió—,quien les habla podamos entender qué esel ADN y qué información se puedeobtener de él. ¿De acuerdo?

El profesor asintió con la cabeza altiempo que esbozaba una sonrisa queiluminó su cara de chivo.

—Empecemos por el principio.¿Qué es el ADN? —preguntó TizianaMarchesi.

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—El ADN es el ácidodesoxirribonucleico, una biomoléculaque forma parte de los cromosomas.

—¿Por qué es tan importante?—Es importante, Tiziana, porque es

el portador de la información genéticade la célula. Guarda lo que podríamosllamar el código genético de cada unode los seres vivos; es, por decirlo así, laclave de la herencia, de la biología y deldesarrollo, de la evolución que hatenido esa vida.

—Tengo entendido, profesor, que alestudiar el ADN de una persona sepueden saber muchas cosas de su vida,¿no?

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—Sí, así es. Analizando el ADNhallado en los restos de un cuerpohumano se puede llegar a establecer loque los científicos llamamos un «árbolfilogenético». Me va a preguntar ustedque para qué sirve el conocimiento deesa estructura, ¿no es así? —preguntó elprofesor cerrando los ojos yacompañando el gesto con una muecaque delataba picardía.

—Sí, se lo pregunto —aclaró laperiodista.

—Pues verá, Tiziana, establecidoese «árbol genealógico», se puedensaber los distintos tipos de patologíaspadecidas por el individuo y también su

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evolución. Este aspecto es muyimportante porque nos abre puertas aescenarios científicos hasta ahoradesconocidos o poco explorados. Lepongo un ejemplo: a partir delconocimiento del ADN de un individuose puede establecer la ruta seguida portoda una civilización y, en consecuencia,se podrían poner patas arriba las teoríasacerca del poblamiento de unadeterminada región. Como bien sabenlos espectadores, hay muchas leyendasacerca del origen y posteriorasentamiento de determinados pueblosde la Antigüedad.

—¿Cómo se pueden saber cosas así

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a partir de los restos de un ser humano?Es inquietante, parece cosa de brujería,¿no le parece? —intervino laentrevistadora.

—Nada de brujería, es ciencia, puraciencia. Una de las característicasfundamentales de la vida es elalmacenamiento y transmisión deinformación en la célula, ahí seestablece un código genético que pasade padre a hijo, toda la informacióncabe en una célula y está escrita a nivelmolecular.

—Profesor, le supongo al tanto deque tras el robo perpetrado en Venecia,en la basílica de San Marcos, hemos

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sabido que los restos del apóstol van aser sometidos a la prueba del ADN aquíen Roma, en el laboratorio de la PolicíaCientífica. ¿Qué podemos esperar? ¿Quépuede salir de ese estudio?

—Comprenderá, Tiziana, y esperoque lo comprendan también quienes nosestán viendo, que no puedo contestar aesa pregunta. Supongo que la Policíabuscará posibles huellas dejadas por losladrones, pero ya digo que desconozcoel plan de análisis que va a llevar acabo el laboratorio al que usted serefería.

—Pero —insistió la periodista—,además de las huellas, puestos ya a

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investigar, ¿podrían averiguar laidentidad de los restos contenidos en elsarcófago del altar mayor de la basílicade San Marcos?

—Por poder, podrían, claro está. Yale digo —concluyó el profesor Galbiati— que el ADN es un libro abierto enrelación con los aspectos genéticos de laherencia…

—¿Le he entendido bien? —interrumpió la entrevistadora—. ¿Quieredecirnos que si los investigadores de laPolicía quisieran, podrían averiguar silos restos depositados en el altar mayorde la basílica corresponden o no alevangelista San Marcos?

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—Eso lo ha dicho usted, pero,efectivamente, esa información está alalcance de los investigadores queanalicen las muestras que hayan llegadoal laboratorio. Ahora bien, tengapresente que lo que se puede averiguares una identidad genérica, la región ozona en la que ha nacido el individuo encuestión, sus características raciales,etcétera, etcétera. Y, cotejándolas conlos bancos de datos existentes, pues,como le digo, se pueden establecer losdatos de pertenencia a una determinadaetnia o población.

—¿Todo eso se sabe analizandorestos de huesos?

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—Bueno, verá, en los huesos esdonde mayor cantidad de ADN seencuentra, pero también está presente enotros tejidos: en la piel, en los cabelloso en otros restos orgánicos, como lasaliva o el semen; los huesos esponjososson los mejores para llevar a cabo estetipo de estudios. Un fémur, por ejemplo,es el ideal. A partir de una muestra depocos gramos, siete u ocho, ya se puedehacer fácilmente el correspondienteanálisis.

—Me he quedado con una cosa delas que nos ha dicho. ¿De verdad vamosa saber cómo era el apóstol SanMarcos?

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—Yo no he dicho eso.—No, ya sé que no lo ha dicho

usted, pero creo, profesor, que sedesprende de sus palabras.

—Es mucho deducir —contestó elprofesor Galbiati, revelando porprimera vez cierta incomodidad—.Mire, Tiziana, en el laboratorio noespeculamos. Todo lo que averiguamosestá respaldado por datos científicos.No ponga, pues, en mi boca palabrasque yo no he dicho.

La periodista no se rindió.—No se enfade, profesor —dijo con

un tono de voz que habría derretido unglaciar—; no se enfade. Le pregunto por

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cosas que estamos empezando a ver alotro lado de una puerta entornada. Ytampoco es tan extraña la pregunta;recuerde que ahora mismo en Españaestán a vueltas con los huesos deCristóbal Colón para determinar si susrestos están enterrados en Sevilla o en laisla caribeña de Santo Domingo.Precisamente, quieren averiguarlo através del ADN.

—Sí, algo de eso he leído, pero,mire, le voy a decir una cosa. Comousted sabe, yo soy genovés, y en Génovatenemos una Casa de Colón, porquetodos los genoveses y creo que tambiéntodos los italianos sabemos que el

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Almirante nació en Génova. Hayespañoles que piensan otra cosa, que erade origen mallorquín, pero, en fin, anosotros nos basta la Historia para teneresa convicción y pese a la polémica quesiempre ha rodeado la noticia de sulugar de nacimiento, como decía, a losgenoveses nos basta con la tradición.Hay cosas que, la verdad, lo mejor es nomoverlas, ¿no cree que es mejor así? —preguntó el profesor con una sonrisa deoreja a oreja.

—Bueno, profesor, los tiemposcambian, y la gente, los ciudadanos,como indica el título de nuestroprograma, «quieren saber».

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»Vamos a dejarlo aquí, despidiendoa nuestro invitado con un fuerte aplauso.Ahora unos minutos de publicidad, y,después, les anuncio la intervención másesperada de esta noche: ¡ErosRamazzotti! ¡Eros Ramazzotti en directo!¡No se vayan, regresamos enseguida!

El plató se vino abajo con losaplausos.

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Capítulo 7—Coronel, ¿dónde está Zorian? —preguntó el hombre al que los habitantesde Villa Cassandra llamaban Merkurio.

—Hemos desayunado juntos, quizáhaya vuelto a su habitación, no sé… —contestó con evidente incomodidad elmilitar—. Iré a buscarlo.

—Hágalo. Dígale que le esperamosen la «burbuja». No tenemos tiempo queperder. Hoy va a ser un día de muchotrabajo —declaró Merkurio,completando sus palabras con unamueca que parecía resumir su estado deánimo.

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Apenas había traspasado el umbralde la puerta, cuando el coronel volvió aentrar en la estancia. Le acompañabaZorian, el experto en programasinformáticos.

—Buenos días. Siento habermeretrasado —dijo el recién llegado.

—Hace bien en disculparse porquenos tiene a todos esperando —lereprochó Merkurio.

—Reitero mis disculpas, señor.¿Hay alguna novedad? ¿Algo que debasaber antes de ponerme a trabajar?

—Sí, la hay: el paquete ya está enRoma, así que póngase inmediatamentemanos a la obra para averiguar lo que

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nos interesa.—No le he entendido muy bien,

señor. ¿Qué es lo que nos interesa?—Todo lo que sepa la Policía

italiana sobre el asalto a San Marcos.Cuando digo «todo», es todo,¿entendido?

—Sí, por supuesto —respondió elhombre, acercándose hasta la mesa en laque varios teclados de ordenadorparecían aguardar las manos capaces dedar vida a media docena de pantallascolocadas a diferentes alturas.

El bloque de aparatos informáticosocupaba uno de los rincones de laestancia.

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En otro estaba instalado unsofisticado sistema de escuchaselectrónicas del que se ocupaban dostécnicos que permanecían en silenciocon la mirada fija en las oscilaciones dela aguja del búmetro colocado junto auno de los equipos de grabación.

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Capítulo 8Procedente de Zagreb, adonde habíaviajado desde Londres, el profesorWilliam Sharp —una eminencia en eldiagnóstico de enfermedades genéticas yen análisis de filiación e identificación— llegó a Dubrovnik a media tarde deldía 5 de septiembre. El viaje en cochedesde la capital de Croacia le habíafatigado; los últimos kilómetros porcarreteras que serpenteaban entremontañas se le habían hecho eternos. Alllegar a Villa Cassandra le sorprendió larotundidad del paisaje y el metálico yrizado brillo de la mar.

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Le estaban esperando. El coche en elque viajaba, un Mercedes de últimageneración, penetró a buena marcha enel interior de la villa, deteniéndose a laspuertas de una cortina metálica tras laque se abría un espacioso garaje. Alsalir del coche, el profesor se dirigió ala parte de atrás a recoger su equipaje,pero el chófer se le había anticipado ytenía ya su maleta en la mano.

—Es por aquí —dijo, señalando auna puerta que parecía ser la de unascensor—. Sígame, por favor.

Sharp no contestó. Se limitó acaminar hacia el ascensor.

Cuando éste se abrió, apareció otro

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hombre en su interior. Era un hombre deunos cuarenta años con el pelo muycorto. En un inglés que delataba suorigen eslavo se dirigió al profesor.

—¿Ha tenido usted un buen viaje?—preguntó.

—Sí, gracias; se me ha hecho unpoco largo, pero ha sido interesante,gracias.

Tras aquellas palabras de cortesía,los dos hombres permanecieron ensilencio. El inglés calculó que elascensor unía el garaje con una segundao tercera planta, pero en el panel demandos no había ninguna indicacióncapaz de corroborar tal suposición.

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—Ya estamos —dijo elacompañante haciéndose a un lado paradejar paso al recién llegado.

—Gracias —respondió el profesoral tiempo que salía del ascensor paraentrar en un salón cuyos espaciososventanales daban al Adriático.

Frente a él, de pie, llenándolo todocon su enorme corpulencia, estaba aquelhombre que se hacía llamar Merkurio.

—¡Bienvenido, profesor Sharp! Leagradezco que haya aceptado miinvitación y que lo haya hecho tanpronto. Pase y tome asiento. ¿Le apetecealgo de beber? —preguntó al tiempo quemiraba a un hombre vestido de camarero

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que aguardaba en silencio en un rincónde la estancia.

—Pues no sé qué decirle —contestóel recién llegado—, pero, en fin, dada lahora a la que salí esta mañana deLondres y lo tarde que es, aceptaría ungin-tonic.

El camarero hizo una ligerareverencia y salió de la estancia.

—¿Usted no tomará nada, señor? —preguntó el inglés.

—Ahora no, profesor, quizá mástarde, después de la cena a la que esperoque nos acompañe —respondió elanfitrión sin desviar la mirada de suinterlocutor—. Profesor —añadió—, he

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leído en su currículo que es ustedespecialista en diagnóstico deenfermedades genéticas y en análisis defiliación e identificación.

—Sí, así es.—La segunda parte de su

especialidad es la que nos interesa —dijo Merkurio invitando con un gesto alprofesor para que tomara asiento.

—Creía que su interés se centrabaen la arqueología y en los vestigios delmundo antiguo —respondió el doctorSharp, poniéndose instintivamente enguardia.

—Y así es, profesor. Mis socios yyo nos interesamos por conocer el

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pasado teniendo en cuenta el presente.—Perdóneme, pero no entiendo muy

bien lo que quiere decir.—Pues es muy sencillo, doctor

Sharp. Usted es un gran especialista enADN y nosotros tenemos un acertijo quesometer a su consideración, comosupongo le informó la persona que sepuso en contacto con usted en Londres.Queremos que nos ayude a interpretar loque tengo entendido que ustedes, losexpertos, llaman un «árbol filogenético»—añadió.

—¿Cómo dice usted? —replicódesconcertado el profesor—. Creía quemi trabajo iba a consistir en analizar

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restos óseos procedentes de algunaexcavación, eso fue lo que creí entenderde cuanto me habló la persona que en sunombre se puso en contacto conmigo enLondres.

—Quizá Wilson, nuestrorepresentante, no se explicó bien.Aunque es verdad que también nosgustaría contar con su colaboración paradatar las características de un hallazgoarqueológico. Por ambos trabajos seráusted espléndidamente recompensado.¿Qué le parece un primer pago decincuenta mil libras ahora y otras tantasal terminar su trabajo?

—¿Cien mil libras? —preguntó el

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profesor cambiando el signo de sudesconcierto—. Cien mil libras son…

—Mucho dinero —interrumpió elanciano con sorna.

—Exactamente, es mucho dinero —acertó a decir el recién llegado—. Y¿qué es lo que quieren ustedes que hagaa cambio de tanto dinero? —preguntó.

—Lo sabrá a su debido tiempo.Ahora —añadió el hombre que se hacíallamar Merkurio— lo único que necesitosaber es si acepta usted nuestra oferta.

—Pues la verdad es que sí. Susrazones son muy poderosas, así queacepto —contestó el doctor Sharpprobando el gin-tonic que minutos antes

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le había traído el camarero.—Bien. Ha tomado usted la decisión

correcta. A partir de este momento debopedirle un favor: debe ustedcomprometerse a que nada de cuanto veau oiga aquí le pertenece. Exijo a miscolaboradores la máxima eficiencia ytambién la máxima discreción. Sobreeste aspecto no admito fallos. Debequedar claro desde el primer momento.¿Lo ha entendido usted bien? —preguntó, clavando en su interlocutoruna mirada fría como un estilete.

William Sharp sintió un escalofrío.De repente se dio cuenta de que aquelhombre tenía el don de ponerle

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nervioso. Tuvo un mal presentimiento,pero no dijo nada. Se limitó a asentircon la cabeza.

—Bien, profesor, empezaremos atrabajar mañana por la mañana. Pero nosveremos antes, nos veremos esta nocheen la cena. Ivo —dijo señalando alcamarero que había vuelto a entrar en elsalón— le acompañará a su habitación.La cena será a las nueve hora local;supongo que un poco tarde para suscostumbres inglesas.

—Sí, la verdad es que para unbritánico fuera de las islas todo resultaun poco excéntrico, pero, en fin, meacostumbraré —respondió el doctor

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Sharp con una mueca que quería pareceruna sonrisa.

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Capítulo 9A la espera de noticias del inspectorBenzoni, al que había enviado a Mestrea investigar en los talleres mecánicos dela ciudad, Marco Sforza volvió a laplaza de San Marcos. En otrascircunstancias, se habría aproximado acualquiera de los míticos cafés del lugary habría pedido una ombretta, elaperitivo local, pero aquel día no estabade humor para tomar vinos. Caminabadistraído, sin fijarse en la gente; al pasarjunto a las mesas del café Florian, unode los camareros le reconoció.

—¿Qué tal va la cosa, comisario?

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¿Les han cogido ya?—Estamos en ello. Aún es pronto,

pero no te preocupes, que los cogeremos—respondió el policía.

«Lo que no sé es cuándo», pensó. Alescuchar las solemnes campanadas delreloj de la Torre dell’Orologio, echóuna mano al bolsillo buscando elteléfono móvil. Después marcó elnúmero de su casa. Vivía solo atendidopor una asistenta de nacionalidadrumana, una señora de armas tomar quepasaba de los cincuenta y habíasobrevivido a las cárceles deCeaucescu.

—María, ¿cómo está? —preguntó al

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escuchar la voz metálica de la mujer—.María —añadió—, no iré a casa en todoel día. Así que coma usted y no meespere.

—Señor Marco, ¿cuánto tiempo creeque aguantará sin comer? No puede ser;si no come, no trabaja, y entonces seráusted mal policía.

—No se preocupe, María, aunque novaya a casa, comeré algo, no sepreocupe. Adiós.

—Adiós, señor Marco. Rezaré porusted —contestó la mujer.

«Falta me hará», dijo para sí elcomisario, cortando la conexión.

—¡Falta me hace! —añadió en voz

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alta con un timbre tan alto que espantó ados palomas que hasta aquel momentohabían permanecido ocultas a la vista delos transeúntes, cobijadas bajo el falsotecho de una de las arcadas de la galeríacomercial.

Sforza las miró y, como si una ideanueva hubiera trazado una raya en suspensamientos, se llevó una mano a lafrente y la lanzó después al aire.

—¡Claro, hombre! ¿Cómo no se meha ocurrido antes? —dijo en voz alta,sorprendiendo a una pareja de turistasjaponeses que se le quedaron mirando.

Dejándose llevar por la corazonada,salvó a grandes zancadas los pocos

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metros que le separaban de la puertaprincipal del templo. Al llegar, uno delos agentes que hacían guardia en laentrada le reconoció y se cuadró.

—Buenas tardes, comisario. Sinnovedad en la zona.

—Gracias. Dígame, ¿siguen dentrolos del laboratorio de huellas?

—Sí, creo que todavía queda alguno,comisario.

—Bien, gracias. Infórmeme si haynovedades —contestó Sforzadespidiéndose del carabiniere. Despuésentró en el templo y se dirigió hacia laangosta escalera que sube hasta elprimer piso de la basílica, en uno de

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cuyos rincones se halla la Logia de losCaballos, donde, a salvo de laintemperie, se encuentran los famososcaballos de bronce traídos desdeConstantinopla. Una réplica de estegrupo escultórico único en el mundocorona la parte exterior de la balconadade la basílica que encara la plaza de SanMarcos.

Sin detenerse, como impulsado porun resorte, el policía se dirigió hasta laparte posterior de una de las galerías delprimer piso que está habilitada comomuseo de tapices y cuadros. Habíaestado allí hacía cosa de un añoacompañando a Philippe de Vaucluse,

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un colega francés, ex comisario jefe deParís y flamante director de Interpol,que estaba de vacaciones con sus hijos,y recordó que al final del recorrido,junto al recodo de una escalera que seabre sobre el rellano, había unosservicios ante los que la gente mayorguardaba cola. A medida que seacercaba al lugar observó que abajo, enel centro de la nave sobre la que seyergue el baldaquino construido sobre elaltar mayor, había tres hombresenzarzados en lo que parecía ser unainteresente disputa. No alcanzaba a oírcon nitidez sus palabras, pero laarticulada gesticulación de los tres no

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ofrecía dudas: eran italianos. Elcomisario esbozó una sonrisa. Sindetenerse salvó los últimos metros quele separaban de la zona de los lavabos.

Al llegar frente a ellos, entró en elde caballeros. Una vez dentro, apoyandolos pies en la taza del váter, logróalcanzar el techo. Era de yeso. Sacó lapistola y, con la culata, golpeó lasuperficie. Sonaba a hueco. Guardó elarma y haciendo fuerza con las dosmanos consiguió separar una de lasplacas. Una pequeña nube de partículasde yeso se le vino encima. Se limpió conel dorso de una mano y volvió aempujar. La placa había dejado al

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descubierto un hueco de dimensionesreducidas. «Aquí no cabría ni unenano», se dijo, decepcionado, alcomprobar las reducidas dimensionesdel sitio. «Voy a ver en la toilette deseñoras, a ver si hay suerte». Entró,pues, en el lugar y tras comprobar que eltecho era de similares características,repitió la operación.

Apoyando los pies en la taza seencaramó en lo alto y, haciendo fuerzacon las dos manos, no sin fatiga,consiguió desplazar uno de los paneles.Sabedor de la lluvia de yeso que leesperaba, cerró los ojos. Al abrirlosmiró hacia arriba y fue entonces cuando

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el asombrado carabiniere, que habíallegado hasta allí atraído por los ruidosy contemplaba estupefacto la escena, leoyó decir al comisario Sforza aquellaspalabras que luego él habría de repetiruna y otra vez, en cada ocasión que lepedían que contara lo que había visto enSan Marcos.

—¡Bingo! ¡Bingo, coño, bingo!—Comisario, ¿está usted bien?—Sí, amigo, estoy estupendamente.

Hágame un favor, llame a los dellaboratorio de huellas y dígales quesuban aquí y empiecen a peinar esto —contestó Marco Sforza, señalando elhueco que se abría en el techo, un

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amplio espacio flanqueado por dosrobustas vigas. Un hueco en el que unapersona de poca estatura podría haberencontrado refugio a cubierto demiradas extrañas.

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Capítulo 10La historia del asalto a San Marcos sehabía convertido en un problemapolítico y en culebrón televisivo. Unamina para las cadenas privadas cuyosprogramas ligeros se estaban llenandode tertulias de periodistas yespecialistas —reales o improvisados—en materias tales como historia,biogenética, arqueología y alta políticainternacional. El share que medía lasaudiencias de los programas describíael interés sostenido de lostelespectadores por todo lo que serelacionaba con el caso, así que la

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empresa productora del programa quedirigía Tiziana Marchesi había decididorealizar una emisión en directo desdeVenecia.

—Pero ¿cómo vamos a aguantar doshoras de noche en la plaza de SanMarcos? ¡Es de locos! Noscongelaremos —le decía la periodista alrealizador del programa.

—Mira, rica. Te pones pantis yaguantas. El jefe está de acuerdo en quehay que hacerlo desde allí, para quetengas detrás la entrada de la basílica yse vean los caballos. Ya estamosgestionando el permiso con elAyuntamiento de Venecia.

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—Si el sitio me parece ideal, Gino;no te enfades. Lo que digo es que seríaperfecto en agosto, pero estamos enseptiembre y te recuerdo que Veneciason varias islas, los canales y el aguadel mar, y por las noches hace frío, peroen fin, si hay que hacerlo, se hará —añadió con resignación la periodista,sabedora de que cuando a un realizadorestrella se le mete en la cabeza unescenario, salvo despedirle o matarlo,no hay nada que hacer para obligarle acambiar de idea—. ¿Cuándo tendremoslos permisos del Ayuntamiento y de laPolicía? —preguntó.

—Lo ignoro, guapa. Eso, como

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sabes, lo llevan los de producción. Leshe oído decir que la cosa estaba chungaporque había otras teles que tambiénquerían lo mismo, pero, bueno, esto esCanale 5 y supongo que de algo serviráque estemos trabajando para IICavaliere —contestó el realizadoraludiendo a Silvio Berlusconi, elmagnate y político italiano propietariode grandes medios de comunicación.

—Eso espero, porque, la verdad,puestos a plantar nuestra carpa enVenecia, lo mejor será hacerlo cuantoantes y por todo lo alto.

Tiziana, que estaba sentada en elborde de la mesa que ocupaba el

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realizador, buscó en su bolso y extrajoun paquete de tabaco.

—Me voy a fumar; si hay algonuevo, llámame, Gino, y no seascascarrabias, que sabes que te quiero —dijo frunciendo los labios hasta cerraruna mueca que simulaba un beso.

—¡Sí, me quieres, me quieresmucho! Y voy yo y me lo creo —replicóel realizador con aire displicentellevándose la mano a la frente paraacomodar un rizo de su teñida cabellera.

Tiziana se incorporó de un salto ysalió del despacho para dirigirse a unaterraza que la redacción habíaconvertido en lo que Gino Gambetta, el

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realizador cascarrabias, había bautizadocomo el «fumadero de opio». Trasencender un cigarrillo, la periodistabuscó en su agenda electrónica elnúmero de la redacción del Canale 5 enla delegación de Venecia. Preguntó porel editor local de noticias y cuando letuvo al aparato, le pidió el teléfono delcomisario que llevaba el caso del roboen San Marcos.

—Se llama Marco Sforza, y es unduro; un lobo solitario que tiene fama deduro. No es veneciano, creo que es deVerona, pero lleva aquí muchos años yha resuelto casos muy difíciles —le dijoel colega de Venecia.

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—¿Cuántos años tiene, ese talcomisario Sforza? —preguntó TizianaMarchesi.

—Pues exactamente no lo sé; siquieres lo pregunto, pero así a ojo yo leecharía unos cuarenta, puede que algunomás, aunque la verdad es que seconserva muy bien y está en forma.Recuerdo que hace cosa de un año seenfrentó solo a dos tipos que estabanmolestando a unas turistas, y eso que unode ellos le sacó una navaja.

—¿Qué pasó?—Pues creo que los redujo, no sé,

con alguna llave japonesa, algo de artesmarciales. Se publicó en la prensa de

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aquí; si quieres voy al archivo, lo buscoy te lo envío.

—Te lo agradecería, Flavio. Tomanota de mi correo —respondió Tiziana—. Ah, por cierto, si tenéis alguna fotosuya, mándala también.

—Descuida, lo haré. ¿Sabéis yacuándo va a ser el programa?

—Bueno, la fecha está todavía en elaire, porque los de producción aún notienen los permisos del Ayuntamiento deVenecia, pero creo que está al caer. Note preocupes, que en cuanto esté, osavisamos.

—No, si avisados estamos. Dehecho, producción ha llamado a nuestro

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director para pedirle que haga gestionescon el alcalde, que, por cierto, es unbuen tipo, pero que, como gobierna encoalición con los de la Liga Norte, queya sabes lo susceptibles que son paracon todo lo que viene de Roma, puesparece que todavía no ha resuelto lo deautorizar a emitir desde la plaza de SanMarcos. De todas formas, Tiziana, siquieres saber mi opinión, estoy segurode que acabará dando el permiso. A lomejor está esperando a que le invites alprograma.

—Bueno, es una posibilidad que nohay que descartar. Gracias, Flavio,cariño. ¡Mándame lo antes que puedas

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lo del poliziotto!Una hora más tarde, al abrir su

correo electrónico, Tiziana Marchesi seencontró con la imagen de un hombre derasgos firmes, pelo corto encanecido porlos aladares y mirada directa. Lafotografía era en blanco y negro y estabafechada el año anterior.

«Es guapo y parece que se lo montade duro», pensó la periodista. «Veremoscómo es al natural».

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Capítulo 11—Comisario —dijo la voz al otro ladodel teléfono—, hemos encontrado elcadáver de un hombre en San Lazzaro.Creo que debería venir a verlo. —Era lavoz del inspector Benzoni, su ayudante.

—Tarsizio, estoy muy liado con todoel asunto de San Marcos. Llama tú aljuzgado y habla con el juez para quevaya a levantar el cadáver, conocesigual que yo los trámites. Por cierto,Benzoni, te había enviado a Mestre arastrear los talleres. ¿Qué diablos hacesen San Lazzaro?

—Insisto, jefe, en que debería echar

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un vistazo al fiambre. No quiero decirlenada por teléfono, pero creo que esimportante que lo vea. Creo que podríatener algo que ver con el asunto del queme habla —respondió el inspector contono de voz confidencial.

—¡Benzoni, no te oigo bien! ¿Porqué bajas la voz?

—Sí, sí, jefe, hay periodistas.Seguramente les han avisado desde elmonasterio y han venido a cubrir lanoticia.

—No puedes hablar porque tienes alos periodistas delante. ¿Es eso lo queme quieres decir, Benzoni?

—Usted lo ha dicho, comisario. Así

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es. Por eso le digo que creo que deberíavenir a ver lo que hemos encontrado.

—Voy enseguida. Que no toquen elcadáver, ya sabes cómo se pone suseñoría…, y no te quiero decir si está deguardia uno de los jóvenes que hanllegado hace poco a la Audiencia.

—Descuide, jefe, así lo haremos,pero no tarde, que esto parece elcarnaval.

Marco Sforza tardó veinte minutosen llegar a San Lazzaro degli Armeni,una islita que se encuentra frente al Lidoy sobre cuya exigua superficie selevantan un monasterio, una iglesia, unabiblioteca, una imprenta, un claustro,

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una pequeña destilería y minúsculosjardines y huertos cuidados con esmeropor un reducido grupo de monjes deorigen armenio.

Al desembarcar, observó que en lapequeña explanada que a modo debandeja se ofrece al visitante comoantesala de la sobria belleza del cenobiohabía un movimiento inusual de gente.

Los carabinieri habían acotado unazona formando un perímetro vedado alos curiosos junto a uno de los caminosde tierra que unen el embarcadero con laentrada del monasterio, donde se levantala estatua en bronce de Manug di Pietro,«Mechitar», el monje armenio fundador

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de aquel pequeño universo de estudio yrezos.

Aquel punto del embarcadero es ellugar preferido de los turistas porqueofrece una vista incomparable de laLaguna. Los carabinieri que estaban deguardia frente a la entrada delmonasterio le reconocieron y, trascuadrarse, le dejaron pasar.

Una vez en el interior, al llegar alclaustro, el comisario preguntó por elinspector Benzoni.

—Creo que está en la biblioteca,comisario —respondió uno de loscarabinieri, que estaba de guardia bajolos arcos de uno de los corredores del

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austero claustro, en cuya zona exteriorcrecían docenas de plantas y flores dediferente familia, color y tamaño.

—Perdone, padre, ¿dónde está labiblioteca? —preguntó el policía a unanciano vestido con una sotana negraque ajustaba con una correa de cuero.

—Le acompaño, hijo.—Padre, ¿qué es lo que ha pasado?—Pues la verdad es que no sé

exactamente cómo ha ocurrido, pero mehan dicho que en la biblioteca haaparecido un hombre muerto. Perdoneque no le pueda dar más detalles,porque, la verdad, yo estaba trabajandoen la imprenta cuando ha venido el

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grupo de turistas en el que iba esehombre, pero ya le digo que hablo deoídas y me limito a repetir lo que me handicho mis hermanos.

—¿Un grupo de turistas? Así que esapersona, la que ha fallecido, nopertenecía a la comunidad, no vivía aquícon ustedes.

—No, no pertenecía a la comunidad,pero no le sorprenda, porque al cabo delaño por aquí pasan varios miles devisitantes, de turistas que sientencuriosidad por el monasterio y, en elcaso de los ingleses, por Lord Byron.¿Sabía usted que Lord Byron vivió aquí,en San Lazzaro?

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—¿Byron, el poeta inglés? Sabía quehabía estado en Venecia, pero creía quehabía vivido en el Gran Canal; creorecordar que en el Palazzo Mocenigohay una placa en la que dice que vivióallí.

—Sí, así es, en 1818, pero antesestuvo aquí en San Lazzaro; el «granlibertino», como le llamaron en sutiempo, también tenía un lado místico yestuvo aquí, tuvo su propia celda,estudió nuestra lengua y le gustabanuestro licor de pétalos de rosa. Desdeaquí salía hacia el Lido para cabalgarpor la arena con su amigo Shelley. En labiblioteca, bajo un retrato suyo que

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recuerda su paso por este santo lugar, esdonde apareció a mediodía el cadáverde ese hombre. ¡Dios mío, quésacrilegio! Un crimen en San Lazzaro,nunca había ocurrido algo así en los tressiglos de vida del monasterio —exclamó el monje con aire de pena.

—Lo siento, padre, pero estas cosaspasan —replicó el comisario, sin sabermuy bien qué contestar.

—En fin —añadió el religioso—,hemos llegado. Ésta es la biblioteca —dijo señalando una amplia estancia enforma de recodo cuyas paredes estabancubiertas por estanterías de madera deperal abarrotadas de libros antiguos. Al

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entrar, lo primero que llamó la atencióndel comisario Sforza fue una momia.Estaba en el interior de un armariocolocada en posición vertical.

—No es ése el fiambre, comisario,el muerto que nos interesa es otro —dijoen tono de guasa una voz. Venía de atrás.Era el inspector Benzoni. Leacompañaban dos hombres; uno de ellosera un sargento de carabinieri, el otro,un monje.

—Benzoni, en estas circunstanciaslas bromas están de más.

—Lo siento, jefe. Le presento alpadre Bernardo Trevisan, que es elprior del monasterio. Al sargento Muti

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ya lo conoce —dijo señalando alhombre uniformado, quien, al reconoceral comisario, se había cuadradollevándose la mano derecha a la cabeza.

—Comisario Marco Sforza, padre.—Encantado. Como le he dicho al

inspector Benzoni, estamos desolados.Nunca había ocurrido nada parecido enSan Lazzaro.

—¿Cómo ha sido?—Ya se lo he contado a sus

compañeros. Todos los días, a las oncey media, recibimos a los grupos devisitantes. Llegan gentes de todas lasnaciones y también muchos venecianosque quieren conocer lo que hacemos en

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San Lazzaro. Le supongo al tanto denuestro trabajo. Aquí no sólo nosdedicamos a rezar por la paz en elmundo; somos pocos, pero trabajamosmucho; trabajamos para preservar lamemoria del pueblo armenio. Nuestrabiblioteca es la más importante delmundo en libros de historia de Armenia;tenemos varios incunables. En estossiglos en los que los turcos arrebataronla libertad a nuestros antepasados, aquí,gracias a la generosidad de la ciudad deVenecia, se preservó la memoria delpueblo armenio, de sus luchas, de susaber y también de la tragedia que fue elgenocidio al que los turcos sometieron a

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mi pueblo a principios del siglo XX.Tenemos una imprenta y traducimoslibros. Todos los monjes de nuestracomunidad son políglotas. No le quieroaburrir, comisario, pero estamosdesolados. La muerte de ese hombre havenido a quebrar el ambiente derecogimiento y estudio que resume lavida de la comunidad armenia de SanLazzaro.

—Lo comprendo, padre, locomprendo. Intentaremos molestarles lomenos posible, pero debe entender quela justicia tiene que seguir su camino, ysi, como parece, estamos ante un crimen,no nos queda otro remedio que

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investigarlo.—De que estamos ante un homicidio

no hay duda, jefe. El finado tiene unaherida sangrante en una pierna —dijo elinspector.

—¿Una herida en una pierna? Y ¿eseso lo que le ha provocado la muerte?—preguntó el comisario sin disimular elasombro causado por las palabras de sucompañero.

—Eso he dicho, comisario. Ahora selo explicaré con más detalles. Si leparece, vamos a la escena del crimen —añadió, al tiempo que con una manoseñalaba hacia un lugar situado en elcentro de la estancia. Al llegar hasta el

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punto indicado, el comisario observóque colgado en lo alto de una de lasparedes había un retrato de Lord Byron.Con una mirada entre melancólica ycanalla, el poeta parecía observarcuanto ocurría en la estancia.

—Ahí lo tiene, jefe —exclamó elinspector señalando el cuerpo caído deun hombre de pequeña estatura que porsu aspecto debía de rondar la treintena.Llevaba pantalones cortos, calzabazapatos deportivos de color blanco ycalcetines del mismo color. Como habíaindicado Benzoni, en la pierna derechatenía una herida, un pinchazo del quehabía manado un poco de sangre.

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—Según han contado algunos de lostestigos —dijo el prior—, cuando elgrupo de visitantes estaba aquí,escuchando las explicaciones de nuestroguía, el hombre —añadió señalando alcadáver— dio un grito y poco despuésse desplomó.

—Habla usted de un guía…—Sí, es el padre Nazarian.—He hablado ya con él, comisario

—terció el inspector Benzoni—. Me hadicho lo que ha contado el padreTrevisan, que él estaba hablando,contándoles a los turistas la historia deesta momia que al parecer es un príncipeegipcio…

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—El príncipe Nehmeeket, unmiembro de la familia del faraón quevivió mil años antes de Cristo —añadióel prior.

—¿Y los demás visitantes? ¿Quésabemos de ellos? —preguntó elcomisario.

—Poco, jefe. Se marcharon con elbarco al terminar la visita. Nadie lesdijo que debían quedarse, tenga encuenta que esto ha pasado hace doshoras y en medio de la confusión a nadiese le ocurrió pedirles que se quedaran.Ya sabe que son pocos los viajes delmotoscafo y los turistas van de un ladopara otro.

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—Pues vaya faena. Vamos a tenerque averiguar en la ACTV cuántosbilletes han vendido hoy para SanLazzaro. Quizá tengamos suerte,Benzoni, y alguno de los billetes lohayan pedido desde algún hotel —dijoel comisario al tiempo que se inclinabasobre el cadáver.

—Jefe, fíjese en la herida de lapierna, parece como si le hubieranclavado un punzón o un estilete. Es uncorte limpio.

—¿Ha venido el juez?—Le estamos esperando. Han

llamado del juzgado diciendo que estabaen Burano y que venía hacia aquí.

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—¿En Burano? ¿Estando de guardia,qué se le habrá perdido en Burano? —preguntó en voz alta el comisario.

—Por la hora que es, lo mismo se haido a comer un risotto a Da Romano.

—¿Estando de guardia? No creo. Noseas mal pensado, Benzoni. Por cierto,me tienes que informar de tu excursión aMestre.

—Sí, jefe. Ha sido productiva. Yahablaremos.

Mientras los policías, agachados,examinaban el cadáver, un hombre jovenvestido con descuidada eleganciairrumpió en la escena del crimen.

—Buenas tardes, señores. Soy

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Giacomo Zanetti, juez de guardia deVenecia. ¿Quién está aquí al mando dela investigación?

—Marco Sforza, señoría, comisariojefe de Venecia —contestó el policía, altiempo que se incorporaba para saludaral recién llegado.

—¿Usted? ¿Usted está al mando dela investigación? No me han informadode que el asunto fuera tan importante —replicó el magistrado, con un tono devoz impertinente.

—Trabajamos duro para que losciudadanos puedan vivir felices yconfiados —respondió el comisario consorna.

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—Bien, por favor, póngame al tantode lo ocurrido. ¿Saben ya quién era y dequé ha fallecido? —preguntó señalandoel cuerpo del hombre que yacía tendidoen el suelo.

—No, la verdad es que todavía nopodemos contestar a ninguna de las dospreguntas. Como es lógico, no hemostocado el cadáver esperando a quellegara su señoría. Por las estimacionesdel inspector Benzoni —añadió elcomisario, señalando a su subordinado— la víctima parece que podría habersido agredida con un objeto punzante.Como verá, tiene una herida en la piernaderecha. Los hechos han ocurrido sobre

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las once, hace dos horas y media.—Bien, regístrenlo.—Si no le importa, lo haré yo,

comisario —dijo el inspector.—Como quiera, Benzoni.El inspector se acercó al cadáver y

fue depositando en el suelo los objetosque encontró en los bolsillos del caído.

—No lleva documentación, jefe.Tenía dinero, dos mil… doscientos…treinta y dos euros, dos mil doscientostreinta y dos euros; una guía de Venecia,una llave, unas gafas, un abono de laACTV y esto —añadió mostrando lo queparecía ser un resguardo de la consignade la Ferrovia, la estación de

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ferrocarriles de Santa Lucia, que seencuentra en el lado oeste del GranCanal.

—Creía que habían suprimido lasconsignas en la Ferrovia, para evitaramenazas terroristas —dijo el juez.

—Hay un servicio nuevo para losturistas que llegan cargados de maletas ydisponen sólo de unas horas para visitarVenecia. Les toman el nombre y lesobligan a identificarse presentando elpasaporte. Así que si éste ha seguido elprocedimiento, pronto le tendremosidentificado.

—¡Ojalá! La verdad es que unmuerto en San Lazzaro en plena Bienal

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no es lo que más favorece la imagen deVenecia. La prensa se va a poner lasbotas con este asunto.

—Lo peor —añadió el juezseñalando al cadáver— es que al contarla historia de este pobre diablorecordarán el caso «todavía sinresolver» de lo ocurrido en San Marcos.

Había pronunciado las últimaspalabras con desdén. El magistradotenía a gala marcar distancia con losfuncionarios de Policía; era una suertede esnobismo que le había convertido enun hombre muy bien tratado endeterminados ambientes periodísticosmuy politizados. Por el contrario, los

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policías le aborrecían y temían el díaque estaba de guardia en la sede centralde los Juzgados de Venecia. Sforza eraun veterano y no se dejó intimidar.

—El asalto tuvo lugar hace tres días,es verdad que «todavía» no estáresuelto. En cambio, la Justicia lleva susasuntos al día…

—¿Qué insinúa, comisario?—Digo, señoría, que las cosas

llevan su tiempo y que el eco mediáticoque está teniendo el asalto a la basílicano nos debe hacer perder la cabeza. Máspronto que tarde cogeremos al culpable,pero debemos estar seguros del terrenoque pisamos, ¿no le parece?

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—¿Por qué habla de «culpable», ensingular? ¿Es que dispone ya de unapista sobre la identidad de quiénperpetró el asalto?

—Bueno, culpable o culpables, erauna forma de hablar —contestó elcomisario eludiendo dar cuenta al juezde sus conjeturas sobre el modo deoperar seguido por el intruso. Sin llegara detestarlo, como abiertamentereconocían sus compañeros de labrigada, tampoco a él le caía bien elmagistrado.

—Creo que me oculta algo, Sforza.—Señoría, hasta que la anguila no

está en el plato no se puede decir que la

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pesca ha sido buena. Ya sabe usted loescurridizos que son esos bichos.

—Bien, no creo que lo ocurrido enSan Lazzaro tenga que ver con el intentode robo de San Marcos, pero, comonunca se sabe, si hubiera algún nexo,entonces el caso caería en mi juzgado;de ser así, comisario, me temo que ustedy sus hombres tendrán que hacer horasextraordinarias.

—Espero que, al menos, las paguen,no como viene sucediendo hasta ahora—contestó, sin arrugarse, el policía.

—Bueno, bueno, ya veremos —dijoel juez, dando la espalda al comisario ydirigiéndose a la secretaria del juzgado,

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que había asistido a la escena ensilencio—. Carlotta, tome nota, porfavor: «En San Lazzaro, a las trecehoras y veinte minutos del día 5 deseptiembre, procedemos allevantamiento del cadáver de un varónde unos treinta años, caucasiano, pelo decolor trigueño, ojos…».

La funcionaría, una mujer joven ydespierta a la que unas gafas de conchade color rojo y montura alargadaconferían un aire de grulla simpática,empezó a redactar el atestadoescribiendo a gran velocidad.

—Si no ordena lo contrario —interrumpió el comisario—, me gustaría

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seguir con la investigación, todavía hayalgunos cabos sueltos que quizá algunode los religiosos pueda aclararnos.

—Está bien, hágalo, pero estélocalizable. Carlotta —preguntó el juezmirando a la secretaria del juzgado—,¿tenemos el número del móvil delcomisario?

—Sí, señor juez, lo tenemos.—Bien, entonces no veo

inconveniente en que prosiga usted sutrabajo y nos deje a nosotros concluir elnuestro.

Marco Sforza no contestó.«Definitivamente —pensó—, este tío esun gilipollas». Tras un gesto que quería

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remedar un saludo militar, dio mediavuelta y se alejó del lugar en el que elcuerpo sin vida del desconocido parecíahaber entrado ya en contacto con elmisterioso silencio de la Tierra.

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Capítulo 12Lejos de Venecia, en Dubrovnik, a lasdiez y media de la mañana de aquelmismo día, una voz chillona quebró elsilencio que reinaba en la «burbuja»electrónica instalada en el sótano deVilla Cassandra.

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Soy ungenio! —Costan Zorian, el especialistaen informática contratado por Merkurio,estaba exultante. Llevaba una horadelante de la pantalla de un potentísimoequipo intentando penetrar en elordenador de la sede central de laPolicía italiana en Roma. Había tardado

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veinte minutos; acceder al programa dellaboratorio de la Policía Científica lehabía costado algo más. Cuando, por fin,rompió el filtro y, a velocidad devértigo, empezó a copiar los archivos,se le ocurrió la idea del virus. «Les voya dejar un regalito», pensó. La ideailuminó su cara de niño malo.

—¿Qué te pasa, Zorian? —preguntóuno de los técnicos que estabatrabajando en las escuchas telefónicas.

—¿Que qué me pasa? Pues lo queme pasa, colega, es que soy un genio,coño. Eso es lo que me pasa.

—Bueno, hombre, yo en tu lugartampoco exageraría; quien más quien

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menos, todos hemos tenido una abuelita.Costan Zorian no contestó. Estaba

seriando los archivos que habíapirateado del ordenador de la Policíaitaliana. Cuando concluyó el trabajo,abandonó la burbuja tarareando unamelodía que vagamente recordaba losacordes de Pop corn, un éxito musicalde los años setenta del siglo XX. Aldoblar un recodo del pasillo se dio debruces con Marko, el mayordomo.

—Quiero hablar con Merkurio, esmuy urgente —le dijo en un tono de vozque delataba su nerviosismo.

—Veré si él quiere hablar con usted—respondió con displicencia el

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mayordomo.—Lo que tengo que decirle es muy

importante.—Eso lo decidirá él. Sígame y

espere en el salón —zanjó elmayordomo.

Costan Zorian tenía treinta años, uncociente intelectual muy alto y unapersonalidad infantiloide. Ni siquierareparó en la distancia con la que letrataba el mayordomo; estaba tansatisfecho de haber penetrado en elordenador central de la Policía italianaque, como el niño grande que era, loúnico que aguardaba era elreconocimiento de los adultos y el

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premio a su proeza. Cuando el coronel,el ayudante de Merkurio, entró en elsalón, Zorian estaba jugando con laesfera armilar que presidía uno de losrincones de la estancia.

—No sé si conoce el valor de esapieza, tiene más de cuatrocientos años yes un ejemplar único —dijo el militarsubrayando cada una de sus palabras.

—Lo siento, pero no creo que sevaya a romper.

—Déjela, por favor, a Merkurio nole gustaría ver que alguien está jugandocon la esfera como si fuera una ruleta.Bien, Zorian, ¿qué es lo que tiene quedecirnos?

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—Quiero hablar con Merkurio, loque tengo que decir es muy importante—respondió Zorian, resentido por laspalabras del militar.

—Merkurio está muy ocupado.Dígame a mí lo que tenga que decir —respondió el coronel en un tono de vozconminativo.

—Está bien, he conseguido penetraren el ordenador de la Policía italiana.He hecho lo que me pidió Merkurio,ahora necesito saber qué es lo que leinteresa. Tengo todos los archivos; loshe copiado todos —añadió, con un dejede superioridad.

—Lo que me dice es muy

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importante. Le felicito por su trabajo. AMerkurio le gustará la noticia. Espereaquí, veré si puede hablar con usted.

Diez minutos después, seguido delcoronel, el gigantesco anciano irrumpióen la estancia. Cuando llegó a la alturade Zorian, el informático sintió miedo.La mirada de aquel hombre era unamirada de fanático.

—Me dice el coronel que haconseguido entrar en los archivos de laPolicía italiana. ¿Es eso cierto?

—Sí, señor. He conseguidodescifrar el código y entrar en elordenador central. He copiado todos losarchivos.

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—¿También los del laboratorio dela Policía Científica?

—Sí. También los tenemos. Ahora,como le decía al coronel, necesito queme digan ustedes qué documento es elque les interesa ver.

—No perdamos tiempo, veamos sies verdad. ¡Acompáñenme hasta la«burbuja»! —ordenó Merkurio.

Todos le siguieron. Al llegar a laestancia, Costan Zorian se sentó frente alordenador e inició el rastreo de losarchivos. Merkurio y el coronelpermanecían de pie junto a él.

—¿Qué es lo que buscamos? —preguntó.

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—Algo que tenga relación conVenecia, un robo en Venecia, en SanMarcos, o algo así —contestó el militar.

—Venecia, Venecia, por Venecia noencuentro nada —dijo el informáticomientras seguía rastreando archivos conel ratón.

—Tiene que estar, pruebe con SanMarcos —ordenó el coronel.

—Veamos: San Marcos, SanMarcos… «Informe San Marcos». ¡Aquíestá! —exclamó Zorian señalando conun dedo la pantalla—. Supongo que esesto, vamos a ver qué dice, lógicamenteestá escrito en italiano. A ver, a ver…Sí, aquí habla de «… revisadas las

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pruebas de ADN, podemos concluirque…». ¿ADN? Creía que buscabanalgo relacionado con un robo.

—¡Zorian! ¡No le pago a usted paraque establezca conjeturas! Limítese ahacer su trabajo —cortó con sequedadMerkurio con un registro de voz quesonó como si fuera un chasquido—.¡Copie el documento! —prosiguió—.Saque una copia en papel y guarde elprograma. Ah, y no lo comente connadie. He dicho con nadie. ¿Entendido?

—Sí, claro; no hace falta que levantela voz —respondió Zorian, dolido porlo que entendía que era una falta deconsideración hacia su persona, sobre

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todo tras el éxito de su incursión pirática—. Aquí tiene la copia —añadió.

—Está bien. Por hoy, su trabajo haconcluido. Puede hacer lo que quiera,pero ya sabe que no debe abandonar lacasa.

—Lo sé, lo sé, no hace falta que merepita tantas veces las instrucciones. Noestamos en la milicia.

Merkurio no respondió, hizo unaseña al coronel y el militar cogió lospapeles que había vomitado laimpresora. Los dos hombres miraroncon desprecio al joven que teníandelante y abandonaron la «burbuja».Zorian no dijo más. «Estos cretinos —

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pensó para sus adentros— no sabenapreciar mi genio». Estaba muy dolido.

Los dos hombres se dirigieron aldespacho de Merkurio. Una vez allí, elanciano de pelo blanco se sentó frente asu mesa y procedió a examinar eldocumento pirateado por Zorian. Pasadoun tiempo —que el coronel respetó depie y en silencio—, el dueño de la casahabló:

—Coronel, estamos de racha. Segúndice aquí —añadió, señalando lasfotocopias—, el ADN analizado por laPolicía italiana a partir de las muestrasobtenidas en San Marcos ¡es similar alque conocemos de las muestras

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obtenidas hasta ahora en la «campaña devacunación»!

—¡Enhorabuena, señor! Estaba usteden lo cierto.

—Sí, coronel, yo estaba en lo cierto.Han sido muchos años para hacerrealidad un sueño. Ahora ya nadie podráponer en duda ni nuestras raíceshistóricas ni nuestros derechosterritoriales. Hoy es un gran día paraMacedonia, aunque la mayor parte denuestros compatriotas no lo saben.

—Pero usted se lo hará saber, ¿no esasí, señor? —preguntó el coronelqueriendo avizorar los planes deMerkurio.

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—Todo a su debido tiempo y por suorden. Usted, coronel, es militar y sabela importancia que tiene el orden.Aguardar a que las piezas encajen. Laprecipitación es enemiga de la victoria.Nosotros, lo dice aquí, en este papel —afirmó el hombre señalando la fotocopia—, nosotros —repitió—, ya hemosganado una batalla, pero la guerra no haterminado. En realidad, para nuestrosenemigos ni siquiera ha empezadoporque hasta ahora todos nuestrosmovimientos han sido discretos osecretos. Todavía no ha llegado la horapara navegar en superficie, de momentoel submarino debe seguir bajo el agua

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—concluyó, con aire enigmático, elcoloso.

—Bien, señor, yo, como bien sabeusted, no acostumbro a ser indiscreto. Selo preguntaba por estar al tanto ycolaborar en los próximos movimientos.Nada más.

—Sí, sí, coronel. Sé de su lealtad.Nunca me ha fallado y espero que esonunca suceda. Ya sabe usted que para míla lealtad lo es todo, y cuando digo todo,quiero decir que es hasta el final. Hastadar la vida, si fuera necesario.

—Cuenta usted conmigo parasiempre, señor —contestó el militarcuadrándose y dando un taconazo. Fue

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un acto instintivo, reflejo de sus muchosaños en la milicia.

—Relájese, coronel, que ya no estáusted en la Milicija. Quiero que vayausted a Skopie y que prepare todo lonecesario para reunir el Foro Financieroy de Empresarios para celebrar el lunesde la semana que viene una sesión en elhotel Holiday Inn. Puede invitar,también, a algunos periodistas. Trabajeusted en nuestras oficinas en la capital,hable con mi secretaria para que le dé lalista de los periodistas que quiero queasistan; ella le orientará, también, conlos empresarios —ordenó Merkurio,posando de nuevo la mirada sobre las

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fotocopias que le había entregadoZorian, el hacker informático.

—Coronel, ni que decir tiene que nodebe comentar ni una palabra de esto —señaló los papeles— a nadie. Nadie enel Ministerio del Interior debe saber quetenemos en nuestras manos lo que lositalianos llaman «Informe San Marcos».¿Me ha entendido usted bien?

—Sí, señor. Nadie, nadie sabrá pormí que tenemos ese informe.

—Eso espero —replicó el colosoinclinando la leonina cabeza y fijando lamirada en la media docena de folios quecontenían una copia pirata del informeencargado por la Questura de Venecia

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sobre el ADN de las muestras tomadasen el sarcófago que se encuentra bajo elaltar mayor de la basílica de SanMarcos.

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Capítulo 13—¿Estás seguro? ¿No podría ser unerror del sistema? —preguntó elcomisario jefe del laboratorio de laPolicía Científica de Roma dondeestaban siendo analizadas las muestrasde ADN recogidas en la basílica de SanMarcos de Venecia.

—Estoy seguro, comisario, pordesgracia, no hay margen de errorposible: alguien ha entrado en el sistemay ha robado los datos. No sé cómo hapodido pasar porque tenemos un filtroanti-hacker, pero está claro que quienhaya sido es más listo que nosotros,

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debe de ser un genio de la informática—contestó el especialista dellaboratorio sin poder disimular sunerviosismo.

—¡Lo que es es un cabrón! —dijo elpolicía dando un puñetazo encima de lamesa sobre la que estaba el ordenadoren cuya pantalla se reflejaba el resultadode las muestras analizadas.

—Lo siento, señor, nunca nos habíapasado una cosa así, estamos desolados.

—¿Cuánta gente lo sabe?—Pues no estoy seguro; lo saben

Franca, Martino, que está hoy deguardia, el jefe de servicio Bonardi y yo—respondió el especialista señalando a

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las personas que asistían en silencio a laconversación.

—Bien, les voy a dar una orden:tienen prohibido comentar lo sucedido;nadie debe enterarse de la existencia delpirata y del contenido del informe. Lesrepito que es una orden. ¿Me hanentendido?

Los cuatro funcionarios asintieron ensilencio.

—Ahora —añadió el jefe dellaboratorio— les diré lo que vamos ahacer: ustedes dos pueden irse —añadióseñalando a la mujer y al llamadoMartino—. Usted, Bonardi, y usted…perdone, no recuerdo su nombre —dijo,

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señalando al especialista que le habíainformado del caso.

—Bianchi, señor, Paolo Bianchi.—Bien, pues usted, Bianchi, y

Bonardi, acompáñenme a mi despacho.—Perdón, señor, si me permite, creo

que debería guardar el informe y cerrarel ordenador. No tardaré, es unmomento.

—Bien, le espero en el despacho —respondió el jefe iniciando la marchaseguido del mencionado Bonardi. Eldespacho estaba dos pisos más arriba.Cuando llegaron al antedespacho, lasecretaria se dirigió al jefe:

—Comisario, ha llamado el director.

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Le he dicho que estaba usted en ellaboratorio y que enseguida le llamaría.Como se ha dejado usted el móvilencima de la mesa, no le he podidoavisar.

—No se preocupe, Silvana, ahora ledevolvemos la llamada. Ah, Silvana,espero en mi despacho al señor Bianchidel laboratorio. Cuando venga, no lehaga esperar, que pase.

—Descuide, señor.Los dos hombres entraron en el

despacho. Bonardi permaneció de piefrente a la mesa de su superior.

—Siéntese, Italo —dijo elcomisario.

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—Gracias, señor.—Italo, supongo que no se le oculta

la gravedad del caso.—No, señor; quiero decir que sí,

señor, que comprendo que el robo delinforme nos puede crear problemas.

—¿Problemas? ¿Sólo problemasdice usted? ¡Pero, hombre, no se dacuenta de que es una bomba! ¡Que nospueden hacer polvo por lo sucedido!¡Nos han jodido, hombre, nos hanjodido! —contestó airado el comisario.

—Lo siento, señor. Si quiere usted,tiene mi dimisión encima de la mesa —respondió compungido el otro policía.

—¿Su dimisión? ¿Y qué hago yo con

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su dimisión, Bonardi? ¡No digatonterías, hombre! ¿Qué solucionaría sudimisión? ¡Nada! Lo que tenemos quehacer es pensar, pensar en cómopodemos reparar el daño averiguandoquién nos ha hecho la pirula robándonosel informe.

—De eso, señor, quien más sabe esBianchi —dijo el policía señalando alinformático que en aquel mismomomento estaba llamando a la puerta deldespacho del comisario.

—Pase, Bianchi, pase, que leestábamos esperando.

—Siento el retraso, señor —contestó el recién llegado—, encriptar y

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guardar el informe me ha costado más delo que esperaba porque el hacker nos hadejado un regalito: un virus que a puntoha estado de arruinar todo el programa.Menos mal que me he dado cuenta antesde cerrar.

—¿Un virus? —preguntó elcomisario.

—Sí, bueno, en cierto modo esnormal; quiero decir, señor, que es asícomo suelen actuar los piratasinformáticos: es su forma de borrar sushuellas. Pero, como le digo, no lo haconseguido del todo.

—¿Quiere decir que podemosaveriguar quién es, que ha dejado algún

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rastro? —preguntó el comisario conindisimulado interés.

—Rastro como tal, no, pero al haberneutralizado el virus es probable que sepudiera rastrear.

—¿Puede usted hacerlo?—Nosotros solos, no, señor, pero el

fabricante sí —respondió el técnicomirando a Italo Bonardi, su superiorinmediato.

—¿Me está diciendo que tenemosque llamar a Bill Gates? —preguntó elcomisario en tono sarcástico.

—A Bill Gates, no; lo que Bianchiquiere decir, comisario —tercióBonardi—, es que podemos entrar en

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contacto con la Brigada de DelitosInformáticos de Interpol; ellos tienenmedios para rastrear las huellas delpirata.

—¡Fantástico! ¡La solución ideal!Les pedimos ayuda y al día siguientemedia Europa se entera de que nos hanrobado el «Informe San Marcos» y nosconvertimos en el hazmerreír de todo elmundo.

Los otros dos hombres —el quepermanecía de pie y el que estabasentado— se miraron sin atreverse adecir palabra.

—Estamos bien jodidos —prosiguióel comisario—. Si la única solución es

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llamar a Interpol, estamos apañados; yno quiero pensar cuando se entere laprensa… ¡Nos van a cortar los cojones!

—¿Qué vamos a hacer, comisario?—se atrevió a preguntar Bonardi.

—¿Que qué vamos a hacer? Puesempezar a tomar lecciones de canto,Bonardi, ¡como los castrati!, ya sabe —exclamó, realizando un gesto muyexplícito con dos dedos que simulabanser unas tijeras—. Llame a Interpol,ande, llamen y pidan ayuda, que yo se locomunicaré al director… ¡Nos van afumigar! Venga, pónganse en marcha, nohay tiempo que perder —concluyóseñalando con una mano la puerta.

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—Si no ordena nada más, señor, nosvamos —dijeron a dúo Bianchi yBonardi precipitándose en pos de lasalida.

—¡No! ¡No pierdan el tiempo! Yusted, Bonardi, téngame informado decualquier novedad.

Así que los dos hombres hubieronabandonado el despacho, el comisariollamó a su secretaria.

—Silvana, por favor, póngame conPisani.

—Sí, señor, ahora mismo le pongocon el director.

Sonó el teléfono y al otro lado unavoz masculina anunció la llamada.

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—Tiene usted al teléfono al directorgeneral de la Policía. ¡Hablen, porfavor!

—Cicogna, ¿cómo estás? ¿Todo bienen casa?

—Sí, señor, en casa estupendamente,mi mujer, los niños, todos bien, gracias.

—Y por ahí, en el laboratorio,¿cómo van las cosas, tenéis ya elinforme?

—Sí, sí, lo tenemos, ya está listo.—Bueno, Baldassare, me das una

buena noticia. No te puedes imaginar lacantidad de gente que está interesada enlo que la prensa ha bautizado de manera,creo yo, un tanto rimbombante como el

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«Informe San Marcos».—Sí, yo también leo los periódicos,

director.—Te noto raro, ¿pasa algo? ¿Dice

algo especial el informe?—Especial… La verdad es que no

sabría decir si hay algo especial, aún nohe tenido tiempo de leerlo…

—¿Cómo? ¿Que no lo has leído? Nome lo puedo creer, Cicogna. Tienesentre manos el informe más requerido delos últimos años ¿y me dices que no lohas leído?

—No es eso, director, no es porfalta de interés, es que, verá, ha surgidoun problema…

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—¿Un problema? ¿Qué tipo deproblema? —preguntó el directorcambiando el registro de voz.

—Verá, como le digo, tenemos elinforme, pero se nos ha colado unhacker en el sistema…

—¿Un hacker? ¿Quieres decir quehan robado el informe?

—Sí, señor, lo siento, pero así hasido. —Un silencio que al comisarioCicogna le pareció eterno siguió a susúltimas palabras—. Director, ¿está ustedahí?

—Sí, comisario, estoy aquí. ¿Se dausted cuenta de lo que me acaba dedecir?

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—Claro que me doy cuenta delproblema que tenemos, director.

—Los técnicos, los ingenierosinformáticos del laboratorio, ¿no puedenhacer algo? No sé, por lo menos saberquién ha sido.

—Están en ello, pero me dicen quenosotros solos no podemos rastrear alpirata, así que les he autorizado paraque pidan ayuda a la Brigada de DelitosInformáticos de Interpol. Espero que nole parezca mal.

—¿Lo saben en Interpol? ¿Se dausted cuenta de que en dos días será unsecreto a voces?

—Sí, señor, ya he pensado en eso,

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pero, la verdad, si queremos saber quiénha sido el canalla, no tenemos otraopción.

La verdad es que no hay másremedio que confiar en la discreción denuestros colegas de Lyon.

—Dos días, Cicogna, incluso menosde dos, tardaremos en leerlo en losperiódicos, y si no al tiempo. En fin,vamos a ver cómo se lo explico alministro y cómo lo cuentan losperiodistas. Lo primero que tiene quehacer es reforzar las medidas deseguridad. La verdad es que creía queestábamos protegidos de los ataques depiratas informáticos, el año pasado

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recuerdo que doblamos el presupuestodel laboratorio.

—También yo lo creía, director,pero lo que me dicen nuestros técnicoses que cada día se inventan nuevos«troyanos», nuevos virus para penetraren los sistemas. De todas formas, elinforme ahora está cifrado y a salvo.

—Cicogna, quiero saber qué dice elinforme, así que espero que esta mismamañana hagas llegar una copia a midespacho. La quiero descifrada. Ah, yque la traiga un motorista, nada de pore-mail, ¿de acuerdo?

—Sí, claro; descuide, que, antes delas doce, lo tiene en su despacho.

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—Bien, Cigogna, ya hablaremos.¡Adiós!

—Adiós, director, buenos días —respondió el comisario colgando elteléfono. El «ya hablaremos» con el quese había despedido Alvise Pisani,director general de la Policía, resonabaen sus oídos provocando el mismodesasosiego que la contemplación de unpiano que sólo tuviera teclas de colornegro.

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Capítulo 14Hacía tiempo que en aquel solemnedespacho que ocupaba la planta nobledel Ministerio del Interior no seescuchaba una voz tan destemplada.Alicia, la secretaria del ministro, norecordaba la última vez que había oídogritar a su jefe. Ottavio Agrícola estabafuera de sí. Frente a él, Alvise Pisani,director general de la Policía y viejoconocido del ministro, guardabasilencio. Llevaban así cerca de diezminutos desde que entró en el despachoy depositó encima de la mesa delministro una carpeta de color rojo con

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una etiqueta en la que bajo un sellorotulado con la palabra «Confidencial»sólo estaban escritas estas tres palabras:«Informe San Marcos».

Contenía doce folios y era unasíntesis del resultado de las pruebas deADN realizadas en el laboratorio de laPolicía científica a los restos remitidosdías atrás por la Policía de Venecia.

—¿Pero cómo puede ser que lainformación más confidencial de Italiaesté ahora mismo en manos de undesconocido? —preguntó en voz alta sinmirar a su interlocutor—. ¿Cómo puedeser que esté rodeado de tantos inútiles?¡Dímelo tú, Alvise! ¿Cómo puede ser?

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—Ministro, estas cosas pasan. No espor buscar excusas, pero, en América,hace poco entraron en el ordenador delPentágono y…

—¡No digas sandeces, Alvise! ¿Quétiene que ver el Pentágono en todo esto?

—No me he explicado bien. Lo quequiero decir es que nadie está a salvo delos hackers, que la informática fue unode los grandes inventos del siglo pasadoy supone un adelanto extraordinario,pero no es segura. Hay gentesuperdotada, por lo general jóvenescerebros, que disfrutan haciendo estetipo de cosas.

—¿Quieres decir que el robo ha

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podido ser un juego? —preguntó elministro cambiando el tono de voz.

—No puedo responder a esapregunta, ministro. Lo que me dicen lostécnicos es que puede ser obra de ungenio en busca de diversión, un«cerebrín» que ha entrado en el sistemapara demostrar que es más listo quenadie, hipótesis que pronto podremosverificar o descartar, o bien que hayasido obra de un profesional, un robo porencargo.

—¿Por qué dices que vamos a podersalir enseguida de dudas respecto de laprimera hipótesis?

—No lo digo yo, lo dicen los

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expertos en informática de la Policíacon los que he estado hablando. Creenque si ha sido un hacker exhibicionista,alguien que ha querido demostrar que esmás listo que nadie, no tardará en colgarla pieza cobrada en Internet.

—¡Dios mío! Pues sólo nos faltabaeso: ¡que cuelguen en la Red el «InformeSan Marcos»! ¡Qué desastre, Alvise,qué desastre! —añadió el ministroquitándose las gafas y llevándose unamano a la frente.

—No he dicho que vaya a suceder.Lo que dicen, ministro, es que podríapasar, pero puede que no. Ya hantranscurrido cinco horas y, de momento,

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no ha sucedido nada. Por cierto,ministro, que asumiendo toda laresponsabilidad, he autorizado que ellaboratorio se pusiera en contacto con laInterpol, con el Departamento de DelitosInformáticos, para que nos ayuden aidentificar al hacker.

—¿Era necesario contarle a todaEuropa lo torpes que somos? —añadióel político con un deje de amargura.

—Creo que sí, ministro. Nosotros notenemos capacidad para rastrear todoslos sistemas; Interpol sí. Llegado elcaso, podría, incluso, requerir lacolaboración del fabricante delprograma informático para que nos

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ayudara a identificar, si no al pirata, almenos el sitio, la red telefónica desde laque se realizó el asalto.

—Y la prensa, ¿cuánto tardará enpublicarse la noticia?

—No tiene por qué filtrarse,ministro. La gente de Interpol en Lyon esseria…

—Qué ingenuo eres, Alvise, parecementira con los años que llevas en laPolicía. Seguro que en este momento micolega francés ya está al tanto de loocurrido y mañana o pasado lo sabrántodos los de los países de la UniónEuropea. En fin, habrá que asumir lasituación tratando de ganar tiempo.

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Como sabes, el tiempo es el gran aliadosecreto de la política. La prioridad esidentificar al pirata: saber su identidadnos conducirá hasta él o hasta quieneshayan podido servirse de él paraatacarnos. Lo que está claro es quepuede haber personas o gruposinteresados en el contenido del «InformeSan Marcos».

—Sí, eso parece. Lo que no entiendoes a quién puede interesar conocer elADN de los restos enterrados en labasílica de San Marcos.

—Veo que se te escapa la vertienteprincipal de este asunto, Alvise. Lo veoy me preocupa —contestó el ministro

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mirando con desdén al policía—. ¿No teparece que esa información en manos dedesconocidos puede hacerle mucho dañoa Italia?

—¿A Italia? Me lo tendrá queexplicar, ministro, porque, le repito, noacabo de coger la onda.

—¡Piensa, por favor, piensa! Lotienes ante tus ojos y no lo ves: ¿dóndeestaban los restos que fueron traídosdesde Venecia para que los analizara ellaboratorio de la Policía Científica?

—Lo sabe todo el mundo: en SanMarcos —contestó, desconcertado, elpolicía—. No sé muy bien adóndequiere ir a parar, ministro.

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—¡Tú lo has dicho! Si estaban enSan Marcos… ¡deberían ser los restosde San Marcos! ¿No crees, Alvise?

—Sí, bueno, no, yo… La verdad esque no sé muy bien qué quiere decir coneso.

—Lo que quiero decir es queestamos metidos en un buen lío porquelas cosas han rodado de tal manera quelo que podría haber sido un simple casode intento de robo llevado a cabo connocturnidad y con resultado de destrozosen edificio protegido se ha convertidoen un caso en el que está en el aire nadamenos que la identidad de unevangelista, lo cual quiere decir que

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corre peligro la credibilidad de la SantaMadre Iglesia. ¿Lo comprendes ahora?

—Lo siento, ministro, no habíacaído, no se me había ocurrido pensarque lo ocurrido en Venecia iba a tenerrepercusiones hasta en el Vaticano.

—Pues las tiene, Alvise, ¡vaya quesi las tiene!

—Ministro, ¿me permite unapregunta, digamos, personal?

—Adelante.—¿Usted piensa que hay alguien que

crea de verdad en las reliquias?—Claro que sí. Yo creo en las

reliquias, Alvise. Creo que son lo queson: huesos o partes del cuerpo de

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hombres y mujeres santos que dieron suvida por Cristo o que murieron dandotestimonio de su fe. Has de saber quedurante siglos las reliquias llegaron atener más valor que el oro o la plata.Guerras hubo para hacerse con reliquiasde santos y reyes, como Felipe II deEspaña, que vivió y murió rodeado deellas.

—Bueno, eso sí lo sabía, quierodecir, el significado histórico de lasreliquias. Pero a lo que yo me refería esa otra cosa; me refería a si usted creeque los restos humanos que están debajodel altar mayor de la basílica de SanMarcos son los del apóstol. A eso me

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refería.—Deberían serlo, Alvise; deberían

serlo por el bien de todos. Espero que losean porque, de otra manera, no quieroni pensar la que se nos viene encima —añadió con voz apesadumbrada elpolítico.

—Perdone que insista, pero ¿cómose puede tener la certeza de que loshuesos del sarcófago corresponden alapóstol si en realidad nadie sabe lo quepasó hace dos mil años en Palestina?

—Te equivocas, Alvise —dijo coninopinada dureza el ministro—. Teequivocas. Los cristianos sí sabemos loque pasó: lo dicen los evangelios, entre

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otros el que escribió el propio SanMarcos.

—Bueno, sí, eso ya lo sé, ministro,pero me refiero a algo más… cómo diríayo… algo más científico.

—No voy a discutir contigo sobre elcontenido de los evangelios, Alvise.Nos conocemos hace muchos años y teaprecio y respeto, pero veo que esteasunto te supera. Debes saber que lo quetú llamas ciencia no puede anular la fe yla creencia que a lo largo de los siglosnos ha legado la Historia Sagradaacerca de lo ocurrido en Tierra Santahace dos mil años.

—No quería ofender sus creencias,

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ministro, le pido disculpas. Quizá no hesabido explicarme, lo que quería decires que da lo mismo que el resultado delanálisis sea uno u otro: sea el que sea,nadie va a protestar.

—Vuelves a equivocarte, Alvise. ElADN es una huella que sobrevive altiempo. Analizando los restos de unamomia egipcia podría saberse en quélugar de Egipto nació el personaje quefue en vida. Lo mismo ocurriría con losrestos del evangelista: conocido suADN, podría rastrearse el origen judeo-palestino de los restos. ¿Comprendesahora la importancia y los peligros deeste asunto?

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—¿El peligro sería que San Marcosno fuera San Marcos? ¿Que no fueranlos restos del apóstol, sino los de otrapersona los que se guardan en elsarcófago del altar mayor? ¿Es eso a loque se refería?

—¡Por fin lo has entendido! ¿Te dascuenta de lo que podría pasar si conbase en el análisis de ADN alguiencuestionara la autenticidad de los restosdel apóstol? ¿Qué pasaría con el créditode la Iglesia católica y hasta con el buennombre de Venecia?

—Sí, ahora que lo dice, me doycuenta —contestó el policía, llevándoseuna mano a la frente en un gesto que

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sugería una repentina fatiga.—Bien, Alvise, aunque quizá

llegamos un poco tarde, te diré lo quevamos a hacer: en primer lugar, vamos aintentar ser discretos; en segundotérmino, quiero que me llames cuantoantes para decirme que ha sidolocalizado el pirata informático, y entercer lugar, a lo más tardar antes de lasocho de la noche, quiero tener encima demi mesa un ejemplar completo del«Informe San Marcos». Ahora, puedesirte —concluyó el político con aire deresignación y sin responder al saludo dedespedida del desconcertado directorgeneral de la Policía. Minutos después,

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tras leer un par de veces la versiónresumida del informe, apretó la tecla deun interfono:

—¿Alicia?—Sí, ministro.—Póngame con el cardenal

Lorenzi… Mejor, no. No, no me ponga.Alicia, hágame un favor, ¿no tendráusted por ahí una aspirina o algo para eldolor de cabeza?

—Aspirina, no sé si vamos a tener,pero creo que en el botiquín hayparacetamol.

—Pues tráigame dos, y de momentoolvídese del cardenal, ya le llamaremosmás tarde —contestó el ministro

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desviando la mirada hacia uno de losmagníficos cuadros que adornaban sudespacho. Era uno de los bocetoselaborados por el pintor español DiegoVelázquez para el retrato del papaInocencio X, cuyo original se guarda enla Galería Doria-Pamphili, en la Ciudaddel Vaticano. Velázquez pintó aquelboceto cuando el pontífice, nacidoGiovanni Battista Pamphili, tenía yasetenta y cinco años, edad en la que aúnconservaba un vigor físico y una fealdadque el artista no quiso ocultar. El gestosombrío de aquel anciano de miradaterrible cuya fama de cascarrabiasatraviesa los siglos ejercía un extraño

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magnetismo sobre Ottavio Agrícola. «Escomo si tuvieras al Papa en tu despacho,espiando todo lo que haces», le habíadicho un día en tono de guasa MarcelloRatti di Desio, el ministro de Cultura.

Recordando las palabras de suamigo, pensó que la mirada severa delhombre del cuadro le reprochaba lasituación creada en torno a los restos delevangelista de Venecia.

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Capítulo 15A las seis de la tarde del día 7 deseptiembre, en la «burbuja» electrónicainstalada en el sótano de VillaCassandra, uno de los técnicos queestaban al cuidado de las escuchastelefónicas se sobresaltó. El contenidode la conversación que acababa deinterceptar le hizo comprender que, sindilación, debía ponerla en conocimientodel hombre para el que trabajaba. Trasasegurar la grabación, abandonó la salade escuchas y buscó al coronel.

—Señor, hemos interceptado unallamada telefónica que creo que debería

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escuchar —dijo en tono neutro.—¿De qué se trata? —preguntó el

militar.—Es la señora… —contestó el

técnico sin completar la frase.—Déme los cascos —ordenó

imperioso el militar.— … creo que está llegando

demasiado lejos. No quiero vermeinvolucrada en esto. Creo enMacedonia y en su destino, pero noquiero participar en nada que entrañela muerte de nadie. Me niego —dijo lavoz que se escuchaba hablando porteléfono.

—Gracias. No se mueva de aquí,

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volveré enseguida. —Regresó diezminutos después acompañado deMerkurio.

—¿Puede averiguar con quién estabahablando la señora? —preguntóMerkurio con la ira encendida en losojos.

—Si me da unos minutos, creo quepodré hacerlo —respondió el técnico.

El coloso no esperó. En doszancadas salió de la estancia haciendouna seña al coronel para que leacompañara.

—Coronel, lo ocurrido es algo queno estaba previsto. Milena Tomic se habajado del tren en marcha. Nos ha

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traicionado. No podemos permitirlo.Debe ser sancionada.

—¿Cuándo, señor?—Sin dilación, antes de que su

traición ponga en peligro todo nuestroplan. Pero no olvide la posición queocupa; hágalo de forma discreta.

—Descuide, señor. Así se hará.—No quiero más problemas,

coronel. La sanción deberá llevarse acabo, pero en ningún caso deberárelacionarse con su estancia en VillaCassandra. ¿Me ha entendido lo quequiero decir?

—Perfectamente, señor.—Bien, volvamos a la «burbuja»

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para conocer qué más ha averiguado eltécnico sobre la llamada.

Cuando entraron de nuevo en ellaboratorio de escuchas, el especialistaque había pinchado el teléfono deMilena Tomic había dejado los cascosencima de la consola y aguardaba depie.

—¿Y bien?—No he podido identificar a la

persona con la que estaba hablando,pero sí su número de teléfono. Es éste—dijo, mostrando un papel que tenía enla mano.

Sin mirarlo, Merkurio entregó elpapel al coronel.

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—Averigüe a quién pertenece y,cuando lo sepa, llámeme —ordenódando media vuelta y saliendo de lahabitación—. Por cierto, estoyesperando al profesor Alfred Wagner.Viaja con su esposa, pasarán unos díasen Villa Cassandra. Quiero que pasadomañana vaya a buscarles alaeropuerto… Ahora, no se demore yentérese de la llamada.

—Enseguida, señor. Le llamaré encuanto lo tenga.

Como si todos sintieran todavíasobre sus cabezas la mirada feroz delcoloso, un extraño silencio se apoderóde la estancia. El técnico regresó a su

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mesa de escuchas y volvió a colocarselos cascos. El coronel descolgó unteléfono y tras marcar un número esperóunos segundos.

—Hola, soy yo.—¡Coronel! Buenos días. Dígame —

contestó solícita una voz al otro lado dela línea.

—Toma nota de este número y llamaa tus amigos de Vodafone de Belgrado.Averigua a quién pertenece y llámame ami número. No tardes, es urgente —dijo,y colgó sin despedirse.

Cinco minutos después, sonaba elmóvil del coronel.

—Pertenece a Ivo Pec, jefe del

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Gabinete del Presidente de laRepública.

—Buen trabajo. Gracias.«Esto no le va a gustar a Merkurio.

Se va a poner como una fiera», se dijopara sus adentros, al tiempo queabandonaba la «burbuja».

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Capítulo 16El pez torpedo es un simpático animalitocuya vida transcurre en lasproximidades de las poderosas faucesdel tiburón al que guía; a cambio delservicio, dispone de las sobrasalimenticias del gran depredador.Podría ser el animal totémico de losjefes de Gabinete. Estar en semejanteescalón al servicio de un ministro estanto como tener la vida asegurada peroviviéndola peligrosamente cerca dequien, de la noche a la mañana, puedecambiar las cosas sin sentirse obligadoa dar explicaciones.

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Riccardo Salcioli, el jefe deGabinete del ministro del Interior,anunció la llegada de los periodistas conla resignación con la que Juan elBautista vio llegar al soldado deHerodes que venía de parte de Salomé.

—Ministro, ya han llegado losperiodistas.

—¿Qué hora es? Creía que iban atardar algo más —dijo Ottavio Agrícolaconsultando furtivamente su reloj depulsera.

—Si quiere, puedo entretenerlos unrato…

—No, no. Cuanto antes pase, mejor.¿Ha venido la televisión? —añadió

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llevándose una mano a la corbata paraajustar el nudo.

—Sí, claro: han venido de todos loscanales y también algunoscorresponsales de la prensa extranjera.

—Y todos preguntarán por el asuntode Venecia, supongo.

—Pues no lo sé, ministro, a algunode nuestros amigos he intentado«venderle» lo importantes ytrascendentes que son las medidas parafrenar la inmigración ilegal, supongoque preguntarán por ahí…

—¿Con quién has hablado? ¿ConLucia Mori?

—Sí, claro. Ya sabe que ella

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siempre hace de liebre, de lanzaderaabriendo el turno de preguntas.

—Sí, abre el juego, pero los demásno siempre pican y esperan turno paraabrir fuego.

—Bueno, ministro, esto es Italia ytenemos una prensa libre.

—De eso me quejo: de que tenemosuna prensa que no es que sea libre, esque todos los días y a todas las horasparece competir demostrando lo libreque es y para ello no ha encontradomejor fórmula que criticar todo lo quehace el ministro del Interior. Te diré loque va a pasar en cuanto traspase esapuerta: me van a crujir a preguntas sobre

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el asalto perpetrado en San Marcos,preguntas a las que yo no deberíaresponder. En unos casos, porque ignorola respuesta y en otros, porque seríacontraproducente decir lo que sabemos.Ojalá no haya algún listillo que tengacontactos con algún sindicato policial yse haya enterado ya de lo del hacker,porque si es así, ¡apaga y vámonos! —añadió el político con un deje deamargura.

—No creo que nadie lo sepa,ministro —comentó Salcioli, sin poderevitar un presentimiento—. Si alguien lopregunta, creo que, sin dejar decontestar, lo mejor sería dar largas: ya

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sabe, lo estamos investigando, no puedodecirle nada… En fin, lo de siempre enestos casos.

—¡Pues vaya solución que me das,Riccardo! En fin, ya es tarde, pero talcomo están las cosas, lo mejor seráafrontar la situación. Lo que más mefastidia de toda esta desdichada historiaes que todavía no sabemos quién ha sidoy qué interés tiene en este asunto.

—Lo más probable, ministro, es quese trate de un pirado, uno de esos geniosde la informática que se pasan las horascolgados frente al ordenador tratando dedemostrar que son más listos que nadie.

—Eso mismo cree Cicogna, el

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director del laboratorio, pero, encambio, Pisani piensa que el robo puedetener alguna conexión con el asalto deVenecia.

—¿Conexión? ¿Qué tipo deconexión? —preguntó intrigado el jefede Gabinete.

—Política. Pisani cree que estamossiendo víctimas de algún tipo deconspiración.

—¿Una conspiración? ¿Robando enSan Marcos? ¿Para qué? No lo veo. Loque creo, ministro, es que el jefe Pisanipsicológicamente todavía no hasuperado los «años de plomo» y sigueviendo por todas partes la sombra de

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Licio Gelli y la P2.—Eres injusto con él, Riccardo.

Alvise Pisani es un buen policía y yo mefío de su instinto —atajó el ministro.

Salcioli captó al vuelo el mensaje.«He metido la pata. Pisani es intocable,el viejo le debe favores», se dijo parasus adentros. Después, intentóarreglarlo.

—Quizá no me he expresado bien,ministro. Yo también creo que nuestrodirector de la Policía es un granprofesional; sobre eso nadie duda. Loque quería decir es que en este asuntotodo es provisional y deducir que existealgún tipo de conexión entre el hacker y

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lo de Venecia me parece un tantoarriesgado, pero, en fin, el policía esél…

—Efectivamente, el profesional esél —cortó con sequedad el ministro—.Bien, y ahora vamos a la rueda deprensa; vamos a salir a la arena a lamanera de los gladiadores, sabiendo queel público de las gradas no tendrámisericordia.

—Ya verá, ministro, que todo salebien —añadió el jefe de Gabinetecruzando los dedos.

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Capítulo 17La red Echelon es un sistema muysofisticado de escuchas telefónicascreado durante los años de la «guerrafría» por Estados Unidos, Gran Bretaña,Canadá, Australia y Nueva Zelanda. ElParlamento Europeo lleva añosinvestigando las actividades de esta redcuyas antenas cubren todo el planeta.Nada escapa a las orejas electrónicas deEchelon, aunque es tal el volumen deinformación que acumulan susdispositivos de escucha que segúndiversas fuentes no dispone de personalsuficiente para analizarlo.

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Ése es el talón de Aquiles de estared con la que colaboran gentes muydispares. En Dubrovnik, la bella y muyturística ciudad croata, Echelon nodispone de agentes locales, pero laimportancia de su puerto deportivo y lasospecha de que la zona pudiera serutilizada por traficantes de armas bienrelacionados con las altas esferas tantode Zagreb —la capital croata— comode Belgrado —en Serbia— habíanaconsejado a la dirección de la reddesplazar a tres de sus agentes en Italia.Dos eran norteamericanos y el tercero,italiano. Su base de operaciones era unyate deportivo anclado junto a la rada

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artificial que forma uno de loscontrafuertes de la muralla de la viejaciudad medieval.

Las llamadas realizadas el 7 deseptiembre desde Villa Cassandra porMilena Tomic al teléfono del jefe deGabinete del Presidente de la Repúblicade Macedonia y la del coronel a sucontacto en Skopie fueron interceptadaspor las antenas de Echelon. La primeragrabación duraba tres minutos y veintesegundos. Las otras dos, treinta ycuarenta segundos, respectivamente. Elagente italiano, que era el único quehablaba serbocroata, fue el encargadode revisar las grabaciones. Tras

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escucharlas dos veces, llamó la atenciónde sus compañeros.

—Creo que hemos pescado algogordo —dijo, hablando en inglés.

—¿De qué se trata? —preguntó elmás veterano de sus compañeros.

—No estoy seguro, quiero volver aescuchar la grabación, pero, si lo heentendido bien, en esta primera —dijoseñalando la grabadora—, una mujerque habla muy rápido menciona uncrimen. Un crimen del que dice que noquiere ser cómplice. Se lo cuenta a lapersona con la que mantiene laconversación, un hombre que tambiénhabla en serbocroata. A la mujer se le

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nota que está muy nerviosa y asustada, elhombre parecía tranquilo.

—¿Un crimen? ¿De quién? —quisosaber el tercer agente.

—¿Cómo voy a saberlo si nisiquiera sé quién es la persona quehabla? —contestó irritado el agenteitaliano.

—Podemos averiguarlo —replicó elde más edad.

—¿Cómo? —preguntó el otronorteamericano.

—Sabemos el número al que hallamado, así que podríamos llamartambién nosotros, aunque eso nosdelataría.

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—No será necesario —prosiguió elitaliano—. Como decía, la persona queha hecho la llamada desde la villa esuna mujer. No sabemos quién es, pero sísabemos quién es el hombre con el quese ha comunicado. Lo sabemos porquehay otras dos grabaciones en las quealguien que también llama desde la casay que se identifica como el «coronel»pregunta a su interlocutor lo mismo quenos estamos preguntando nosotros, lepregunta por la identidad de la personacon la que habla la mujer. Se ve que latienen controlada y también le hanpinchado el teléfono.

—Y ¿quién es? —interrumpió

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impaciente el segundo norteamericano.—El jefe de Gabinete del Presidente

de Macedonia.—¡Coño!—Lo mejor —cortó el veterano del

grupo— será llamar a la central deSurrey y que averigüen a quiénespertenecen los teléfonos móviles con losque han hecho las llamadas desde ahíarriba. El de la mujer asustada y el deese al que llaman «coronel» —dijo, altiempo que con un gesto señalaba haciaarriba, hacia el lugar en el que a muchosmetros sobre el nivel del mar se erguíala soberbia silueta de Villa Cassandra—. ¿Dice algo en la grabación que

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indique si tiene intención de hacer algúnmovimiento en las próximas horas odías?

—Sí, habla de marcharse. Es loúltimo que dice, eso se entiendeperfectamente.

—Bueno, pues manos a la obra.Creo que nos ha pasado lo mismo que lepasó a Cristóbal Colón —dijo el agentemás veterano.

—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo quele pasó a Colón, aparte de descubrirAmérica, claro?

—Lo que quería decir es queestamos aquí tras una organización detraficantes de armas, pero detrás de todo

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esto parece que puede haber algo más,algo más gordo. Como sabes, Colónencontró algo diferente a lo quebuscaba: arribó al Caribe convencido deque había llegado a la India.

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Capítulo 18El comisario Sforza tecleó en su agendael nombre de Philippe de Vaucluse yesperó a que su amigo, el director de laoficina central de Interpol en Lyon,contestara al teléfono.

—Allô! Sforza, ¿eres tú? ¡No me lopuedo creer! —dijo una voz querespondía a un hermoso registro debarítono—. ¿Estás aquí o me llamasdesde Venecia?

—Sí, Philippe, soy yo, Marco. Sigoen Venecia.

—¿Qué tal está Venecia?—Como siempre, bella y sucia a la

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vez.—¡Ah, querido amigo, si supieras

cuántas veces me he acordado de ti alver en la televisión lo del robo de SanMarcos!

—Pues de eso quería yo hablarte,Philippe.

—¿Sabéis ya quién ha sido? —preguntó el francés con un cambio detono en la voz que delataba curiosidad.

—No, todavía no estamos seguros,pero tenemos un cabo y precisamenteésa es la razón de mi llamada.

—¿Cabo? ¿Qué quiere decir eso deque tenéis un cabo?

—Se trata de una pista. Necesitamos

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confirmar una identificación. Tenemosun cadáver, estamos esperando elresultado de la autopsia, pero todoindica que fue asesinado y creemos quepodría tener algo que ver con el asalto aSan Marcos.

—Deduzco por tu llamada que no esitaliano, ¿me equivoco?

—No estamos seguros. Tenemos unnombre que podría ser falso y no letenemos en nuestros archivos, aunquetodo lo que te digo es provisionalporque le han matado esta mañana y,como puedes suponer, estamosinvestigando el caso y, como te decía,queremos ver hasta dónde nos lleva este

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cabo. Por eso te llamo.—¿Me llamas el mismo día de

autos? Amigo Sforza, entiendo que dadala repercusión del robo de San Marcos,debes de estar recibiendo presiones portodas partes, ¿no? Supongo que estásagobiado. Lo comprendo, Marco, somospolicías y sabemos que cuando hay uncaso tan, cómo diría yo, tan… eso, tanmediático, ocurre que los periodistas noparan de hacer preguntas y los políticosse ponen nerviosos y cuando eso sucede,al final, nosotros somos los querecibimos las broncas. He pasado porsituaciones como ésta, amigo.

—Es como dices, Philippe, por eso

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te llamo, para ver si nos podéis echaruna mano. ¿Tienes algo para escribir?¿Te doy el nombre del fiambre?

—Sí, espera, que busco unbolígrafo. Ya lo tengo. Dime, teescucho.

—La persona que nos interesa seinscribió en un hotel de aquí con elnombre de Milovan Demeratu. Podríaser serbio o de algún otro país del Este,pero ya te digo que podría ser unnombre falso. Mira a ver si vosotrostenéis algo en vuestros archivos.Philippe —añadió el comisario Sforza—, quiero pedirte otro favor.

—Te escucho, Marco, dime, ¿de qué

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se trata?—Tiene que ver con lo que

comentabas sobre la presión de lospolíticos y la prensa. Quiero pedirte lamáxima discreción. Te he llamado comoamigo, sin pasar por Roma. No megustaría que se filtrara nada de esteasunto hasta que podamos encajaralgunas piezas. Te lo digo porque si seentera Luigi Malerba, el colega italianoque tenéis ahí en Lyon, le faltará tiempopara llamar a Roma y mis jefes mearmarán la gorda.

—Lo entiendo, Sforza, lo entiendo, yno debes preocuparte por ello. Tienesmi palabra de que, por mi parte, no

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trascenderá. Entraré yo personalmenteen el ordenador central de Interpol conmi clave de superusuario, no tepreocupes. Si hay algo, te llamaréenseguida; creo que mientras no existauna solicitud oficial para averiguar laidentidad del muerto, podré mantenerapartado a tu paisano Malerba.

—Gracias, Philippe, no sabes cómote lo agradezco, llevo casi tres días sindormir, y, la verdad, llamar ahora aRoma y dar todas las vueltas queestablece el protocolo… Uf, no sé, laverdad es que da pereza tener queexplicar a media docena de jefes lo quete he contado. Si no me queda más

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remedio, lo haré, pero…—No le des más vueltas —dijo la

voz de su amigo al otro lado del teléfono—. Por lo que me dices —continuó—,lo mejor que puedes hacer es descansar;con la cabeza pesada, uno no puedepensar. Descansa, mañana hablamos. Tellamaré a primera hora, ¿de acuerdo?

—Sí, quizá haga lo que me dices.Gracias, Philippe; por favor, saluda a tuesposa de mi parte.

—Así lo haré, comisario, y ¡cuídameVenecia, que tanto yo como Brigittepensamos volver de vacaciones!

—¡Adiós, Philippe! Reitero miagradecimiento, hasta pronto —

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respondió el italiano. Cerró el teléfono yse quedó quieto mirando fijamente unode los muchos papeles que sitiaban lamesa de su despacho, un papel en el quecon letra casi ilegible había anotado elnombre del hombre muerto.

Lo había anotado a la carrera cuandosu ayudante, el inspector Benzoni, lehabía llamado una hora antes diciéndoleque aquél era el nombre con el que sehabía registrado en un hotel de pocamonta de la parte más popular de laciudad.

—Jefe —le había dicho Benzoni—,creo que le tenemos. Se llamabaDemeratu, Milovan Demeratu. Tenía

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pasaporte serbio, la recepcionista norecuerda nada especial de él. Ah, jefe,hay más. ¿Recuerda que me mandó aMestre? Pues bien, estuve preguntandoen un taller de los que arreglanmaquinaria pesada, ya sabe, grúas de laconstrucción, camiones pesados y esosvolquetes con orugas que parecentanques, y ¿a que no sabe lo que me hancontado? Pues lo que está pensando:¡con un gato que pesa cuatro kilos sepueden levantar hasta cinco mil!También he preguntado en uno de losastilleros que reparan y vendenembarcaciones de recreo, así que, si nole parece mal, mañana, en cuanto

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terminen la autopsia, les voy a pedir alos del laboratorio que saquen una fotode la cara del fiambre y voy a volver ahablar con el encargado del taller deMestre, a ver si alguien recuerdahaberlo visto por allí. No sé, jefe, tengouna corazonada.

—¡San Lazzaro que está en el Cielote oiga! ¡Ojalá que, por fin, tengamos uncabo del que empezar a tirar! —respondió el comisario.

Marco Sforza no era un hombreparticularmente religioso, pero, comomuchos otros italianos, tenía muyarraigadas en su forma de hablarexpresiones relacionadas con la Virgen

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y los santos. A fin de cuentas, todo elmundo sabe que aunque estén en éste…hay otros mundos.

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Capítulo 19El anciano que se hacía llamar Merkurioestaba excitado. Tras haber leído variasveces la copia del «Informe SanMarcos» ordenó que llamaran al doctorWilliam Sharp, el especialista británicoen enfermedades genéticas y análisis defiliación e identificación de personas.

—Veamos qué opina el inglés.¡Hágalo venir, coronel!

—Sí, señor, ahora mismo voy abuscarlo —respondió el militar saliendode aquel despacho cuyos ventanalesparecían precipitarse sobre el mar.

Unos minutos después, cuando entró

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en el despacho del hombre que tangenerosamente estaba dispuesto a pagarsu estancia en Dubrovnik, el biólogoinglés seguía intrigado acerca de lanaturaleza del trabajo que debíarealizar.

—Buenas tardes, señor.—Pase, Sharp. Pase y siéntese.

Quiero conocer su opinión sobre esto —dijo Merkurio tendiéndole por encimade la mesa la carpeta con los papelesdel «Informe San Marcos»—. ¿Conoceusted el italiano? —preguntó el anciano.

—Un poco. La verdad es que nopodría ganarme la vida en uno de esosprogramas de la RAI en los que los

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presentadores hablan muy deprisa, perosi me hablan despacio, lo entiendo.Suelo veranear en la costa amalfitana,me gusta el limoncello y me entiendocon la gente —contestó con ironía elrecién llegado.

—Como verá, profesor, éste es unasunto muy serio, así que si hay algunapalabra, algún término, que no entienda,dígamelo y yo mismo le ayudaré atraducirlo, ¿de acuerdo?

—Sí, sí, claro. Permítame… singafas no veo nada —contestó elcientífico al tiempo que extraía unasgafas de concha de uno de los bolsillosinteriores de la chaqueta. Después de

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cinco minutos que al dueño de la casa leparecieron eternos, el inglés habló—:No sé qué significa esto —dijo,mostrando uno de los folios y señalandocon el dedo las siglas «LPCR», quecorrespondían al acrónimo del«Laboratorio de Policía Científica deRoma».

Merkurio vio las siglas y antes decontestar miró al coronel. Éste ledevolvió la mirada, pero no dijo nada.Fue el anciano quien habló:

—Corresponden al laboratorio en elque se ha realizado el análisis, no tieneimportancia.

—¿Un laboratorio? No me suena,

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creo que conozco los tres laboratoriosde Italia donde se realizan estudiosgenéticos, y, como les digo, éste no mesuena.

—Profesor, está usted aquí parainterpretarnos este informe, no pierda eltiempo con detalles que no van a ningunaparte. Por favor, concéntrese en sutrabajo. Cuanto antes concluya, antespodrá usted disfrutar de sus vacaciones,¿de acuerdo?

—Sí, sí, claro, pero ya le digo queme extrañan estas siglas porque no lasrelaciono con ninguna de lasuniversidades en las que sé que realizaneste tipo de trabajos. En fin, haré lo que

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me pide —contestó el profesoraparcando aquel interrogante en sucerebro. Pasado un cuarto de hora,depositó la carpeta encima de la mesa y,tras guardar las gafas, dijo—: Elinforme está muy bien hecho.Técnicamente, el análisis de las cadenasde azúcares y fosfatos es correcto y losmarcadores genéticos empleadostambién lo son. En resumen, como ledigo, es un trabajo muy profesional y,por lo tanto, el resultado del perfilgenético es fiable.

—¿Quiere usted decir, profesor, quecientíficamente hablando, lasconclusiones del informe son certeras,

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inapelables?—El mundo de la célula es un

rompecabezas; a los científicos no nosgusta hablar de evidencias inapelables,porque cada día se enciende una luzsobre una zona que permanecía enpenumbra, pero, cuando se trata deidentificar la huella genética de unapersona a partir de una muestra de suADN, se puede hablar de fiabilidades al99,9 por ciento —respondió el profesorSharp.

—Tratándose de dos personas, ¿nohay posibilidad de confusión, que sehayan mezclado las huellas?

—¡Nooo! Je, je. Cuando hablamos

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de muestras genéticas no hay posibilidadde mezclas que pudieran dar origen aconfusiones de identidad. De los huesos,el cabello, la saliva, el semen o lasangre se extraen muestras para aislar elADN que luego en el laboratoriotratamos con enzimas para cortarlo enfragmentos que después se separan enbandas sobre un gel mediante unprocedimiento de electroforesis y elcontacto con una sonda radiactiva. Es unproceso complejo y complicado, pero,como le digo, no hay posibilidad algunade confusión. Cuando el proceso haconcluido, queda una banda de ADN quees única en cada individuo y que se

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transfiere a un soporte parecido a unaradiografía donde queda expuesta lo quellamamos la «huella genética». No,señor, no hay confusión posible.

—¿Cómo puede llegar aestablecerse con tanta precisión lapersonalidad del titular de esa huella,cuando se trata de una persona fallecidahace siglos?

—Pues porque el ADN es elportador del código genético, es lamolécula clave de la herencia.

—¿Y no hay margen de error en ladatación de la fecha en la que murió lapersona de cuyos restos se ha extraído lamuestra?

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—La respuesta es la misma, señor.El margen de error es prácticamentecero. El resultado del análisis de unamuestra de ADN es mucho más fiableque el que podría obtenerse mediante elmétodo del carbono 14. Supongo quehabrá oído usted hablar de él, ¿meequivoco?

—Sí, sí, claro —contestó Merkuriocasi sin prestar atención al profesor. Supensamiento era obsesivo y aquellaobsesión se convirtió en una nuevapregunta—. Doctor Sharp, ¿es fiable ladatación a la que se refiere el informecuando fija la fecha de fallecimiento dela persona a la que corresponden los

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restos analizados?—Señor, no he realizado este

informe, pero soy un experto enantropología molecular, y el informe queacabo de leer dice que los restos deADN analizados corresponden a dosvarones, los dos de raza caucásica.También dice que uno de ellos fallecióhace unos dos mil años. Los pasosseguidos para determinar las huellasgenéticas de las muestras me parecencorrectos, así que no tenemos por quéponer en duda el resultado —contestó elprofesor con un deje de fatiga en lapalabra.

—¿De cuántos años habla

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exactamente el informe? —preguntóMerkurio sin poder ocultar la tensiónque aceraba su mirada.

—Bueno, supongo que ya lo habráleído usted…

—¡Es a usted a quien se lo pregunto,profesor! —estalló el anciano.

—Perdone, señor, permítame leerotra vez el documento —dijo Sharpintimidado por el tono de las palabrasde su interlocutor y por la silente peroincómoda presencia del coronel—.Veamos… sí, aquí está —añadió,señalando uno de los folios—. Sí, dosmil trescientos años. Eso es: tres siglosantes de Cristo. Respecto del otro ADN

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analizado, el informe dice…—Esa parte del informe no me

interesa. Gracias, profesor. Ahora,quiero que nos ayude a determinar elADN de otras muestras que le facilitaráel coronel.

—¿Identificar ADN aquí? ¡Pero esoes imposible, mi laboratorio está enLondres! Comprenderá que no viajo conlos aparatos a cuestas.

—Hay un laboratorio en el que ustedpodrá hacer su estudio, profesor. Elcoronel le llevará hasta él —contestóMerkurio sin poder disimular un gestode impaciencia.

—¿Qué clase de laboratorio? Ya

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supondrá que para realizar este tipo deanálisis se necesitan aparatos ymarcadores especiales.

—Tendrá a su disposición todo loque necesite, el coronel se loproporcionará. No perdamos el tiempo.Vaya con el coronel, vea el laboratorioy pida lo que necesite. No perdamosmás tiempo —concluyó haciendo unaseña al militar, quien cogió suavementedel brazo al profesor e inició la marchahacia la puerta—. ¡Ah, se me olvidaba,profesor Sharp! Cuando concluya sutrabajo, recibirá otras cincuenta millibras para compensar la prolongaciónde su estancia en los Balcanes y,

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además, podrá quedarse con el materialy los equipos de laboratorio.

—Es mucho dinero, señor. Sugenerosidad me abruma. En cuanto alequipo de laboratorio, en fin… tendréque comprobar su estado yfuncionamiento, pero no creo…

—No hable hasta que no vea elequipo. Cuando eso suceda, quizácambie de idea. Es lo más moderno quehay en el mercado, ya verá como me dala razón —añadió Merkurio—. Bien,señores —concluyó señalando con ungesto al coronel—, no se demoren más.Y usted, coronel, lleve al profesor allaboratorio. Y no olvide usted esto —

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dijo, entregándole un recipiente decristal que contenía una pequeñacantidad de una especie de fango decolor gris. El coronel reconoció el tuboque le entregaba su jefe: era la pequeñabotella de laboratorio en cuyo interiorse encontraba la extraña sustancia traídapor Spiderman y su acompañante trasasaltar el laboratorio del Museo deVergina que custodia los restos del reyFilipo II de Macedonia.

El coronel condujo al científicoinglés hasta el laboratorio. El profesorWilliam Sharp no pudo disimular suasombro al observar los modernísimosequipos con los que contaba el

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laboratorio de genética al que le habíallevado el coronel.

—¡Es fantástico! —exclamó alobservar la presencia de las últimasnovedades con las que estaba equipadoaquel recinto insonorizado al que habíanllegado tras descender varios pisos enun ascensor al que se accedía por laparte más profunda del garaje de VillaCassandra.

—Permítame presentarle a ladoctora Virna Ivic, genetista de laUniversidad de Belgrado —dijo elcoronel señalando a una mujer demediana edad y aspecto risueño—.Doctora, le presento al profesor William

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Sharp.—¡El profesor Sharp! ¿El famoso

catedrático de genética de Oxford? ¡Oh,es un honor!

—Gracias, doctora, pero no es paratanto, sólo soy un modesto investigadorque ha tenido la suerte de publicaralgunos trabajos antes de que lo hicieranalgunos colegas… —dijo el reciénllegado sin poder disimular lasatisfacción ante aquellos halagos.

—No debería ser usted tan modesto,profesor. Sus hallazgos en el campo dela biogenética han abierto de par en parlas puertas a los secretos que guardan elorigen de la vida —añadió la mujer ante

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la mirada fría y distante del militar.—Bueno, bueno, es usted muy

amable, pero eso que dice me pareceuna exageración que habrá leído usteden algún periódico. ¡Ya sabe usted cómoson los periodistas! Cuanto más ignoransobre aquello que escriben, másexageradas son las historias que cuentan.Yo lo único que he hecho ha sidoampliar la senda que abrió Kary Mullís,el Nobel del 93, mostrándonos elcamino para obtener una cantidadilimitada de ADN a partir de pequeñasmuestras de tejido. Nada más.

—¡Y nada menos, profesor! Debesaber que para mi promoción, cuando

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hacíamos el doctorado en laUniversidad de Berlín, era usted un mitoy un maestro; de hecho, gracias a sumétodo para simplificar la obtención eidentificación del ADN, trabajandomucho, eso sí, durante los últimosmeses, prácticamente hemos podidocompletar el mapa filogenético de unaparte importante de la población de mipaís.

—¿El mapa filogenético de todo unpaís? —preguntó con asombro elprofesor—. ¿Y cómo diablos hanconseguido todas las muestras?

—Pues aprovechando una campañamasiva de vacunación —contestó la

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doctora Ivic, sin poder disimular unamueca de satisfacción.

—¿De qué país me está ustedhablando? —preguntó intrigado eldoctor Sharp.

—De Macedonia, doctor…Iba a añadir algo, pero no pudo

iniciar la frase.—Bien, es estupendo que tengamos

entre nosotros a las personas idóneaspara realizar el trabajo que nos hanencomendado —terció el coronel,cortando la conversación de los dosbiólogos—. Aquí tienen la muestra quedeben analizar —añadió, depositandoencima de una mesa el tubo de cristal

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que contenía el material traído desdeGrecia—. Merkurio quiere que sepongan a trabajar cuanto antes. Aunqueustedes apenas le conocen, creo que yahabrán podido captar que la pacienciano es la mayor de sus virtudes —concluyó el militar oscureciendo el tonode voz.

El hombre y la mujer no contestaron.Con un gesto que en él debía de sercostumbre a la hora de ponerse atrabajar, William Sharp se quitó lachaqueta y la colocó sobre el respaldode una de las tres sillas que estabanjunto a la mesa en la que el coronelhabía depositado el tubo de cristal.

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—¿Tenemos nitrógeno líquido ycloroformo? —preguntó dirigiéndose asu colega.

—Sí, por supuesto —contestó ladoctora Ivic.

—¿Y enzimas y fenol?—También.—Pues pongámonos a la tarea.

Como sabe, dentro de poco aquí va aoler muy mal.

—Desde luego, profesor, pero no sepreocupe, estoy acostumbrada al olordel formol y también al del jabóncarbólico.

—Bien, bien, pues veamos lo quetenemos aquí —dijo cogiendo el tubo en

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cuyo interior había una pequeñacantidad de una especie de barro decolor grisáceo—. ¿Dónde hay unosguantes?

—Aquí tiene, profesor.—Dígame, doctora, ¿sabemos quién

era el muerto o el vivo de quien procedeel préstamo? —preguntó mientraslevantaba el tubo a la altura de los ojosy miraba la muestra al trasluz.

—Pues la verdad es que no. Losiento, pero me limito a hacer mi trabajoy no hago más preguntas que lasrelacionadas con el laboratorio —contestó la mujer sin poder disimular laincomodidad que le había generado

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aquella pregunta.—Disculpe, no era mi intención

ponerla en un aprieto. ¿Sabe una cosa?Casi prefiero no conocer el nombre olas circunstancias de la personalidadcuyo ADN indagamos, así reducimosuna posibilidad más de contaminaciónde las muestras, ¿no le parece?

—No he entendido bien esto último.—Quiero decir que no sabiendo a

quién pertenecen estos restos —dijo elprofesor señalando el tubo—eliminamos prejuicios.

—Sí, sí. Quizá tenga usted razón.—Bien, pues vamos a trabajar. Por

el aspecto de la muestra, yo diría que es

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de procedencia ósea. ¿No le parece austed? —preguntó el profesor Sharp—.Lo primero que vamos a hacer eseliminar el calcio, eso nos llevará algúntiempo —añadió sin esperar larespuesta de la doctora a su pregunta—.Y después ya sabe que como, además degrasa, quedarán restos de colágeno yotras proteínas, tendremos que librarnosde ellas echando mano de una enzima.¡Manos a la obra! Por favor, doctora,conecte los aparatos. Ah, y vayapreparando los nucleótidos y elmagnesio para que en cuanto esté listo elfluido restante podamos proceder acopiar y ampliar el ADN.

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—Todo está a punto, doctor Sharp,llevaba días preparándolo todo; sóloaguardábamos su presencia paraempezar a trabajar. Llevo algún tiempoestudiando todo lo que se ha publicadosobre el proceso para copiar y ampliarel ADN en el laboratorio. Confieso quesu último artículo en Science me parecióesclarecedor. Mágico, si me permitedecirlo con una expresión pococientífica.

—Doctora Ivic, sus palabras meabruman. No creo, de verdad, que seapara tanto y no es falsa modestia, es queno le confieso ningún secreto si le digoque en este campo es mucho más lo que

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ignoramos que lo que sabemos. Pero, enfin, copiar y ampliar el ADN para poderestudiarlo mejor, efectivamente, nos estáacercando un poco más a los secretos dela célula. Vamos a ver qué sale de aquí—añadió señalando al barro parduscocuyo código genético se aprestaban adescubrir—. ¿Es verdad que hanrealizado ustedes un estudio masivo deADN analizando un núcleo muy grandede población? Eso, que yo sepa, no sehabía hecho nunca.

—Es cierto, profesor.Aprovechamos una campaña devacunación para extraer las muestras.Fue complicado, pero disponíamos de

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los medios para hacerlo.—¡Pero una operación de ese

tamaño costaría un dineral! No sabía yoque un Estado tan joven como esMacedonia tuviera tantos recursos —dijo el profesor.

—Nuestro anfitrión fue quienpatrocinó la campaña. Es un hombremuy rico, uno de los hombres más ricosdel mundo. Dicen que media Argentinaes de su propiedad, pero la verdad,profesor, es que yo no entiendo muchode finanzas. A mí quien me contrató paradirigir la campaña fue el Ministerio deSalud de mi país.

—Dígame, profesora, ¿qué

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resultados obtuvieron al realizar elmapa?

—No se lo puedo decir, profesor,perdóneme, esa información esconfidencial. Verá, al terminar lasidentificaciones de ADN y completar elmapa filogenético, nos hicieron firmarun documento a todos los miembros delequipo que había realizado el trabajo.Un documento por el cual noscomprometíamos a no revelar elresultado de la muestra. Es undocumento, nos dijeron, que se amparaen una Ley de Secretos Oficiales. Si yole dijera algo, estaría cometiendo undelito que en mi país se paga con cárcel.

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Perdóneme, profesor.—Nada, nada. No se preocupe

usted. Era simple curiosidad; nunca seme ha ocurrido pensar que nuestrotrabajo pudiera ser considerado materiareservada. Todos los días aprende unoalgo, sobre todo en este oficio nuestroen el que lo único verdaderamenteesencial que hemos podido averiguardespués de tantos años de estudio,esfuerzo y análisis es que básicamentetodos los hombres somos iguales y esmuy poca la distancia cromosómica quenos separa de los animales. Por eso,cuando me preguntan por la biogenética,suelo contestar que lo único que

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sabemos es que los seres humanos notenemos grandes razones de peso parasentirnos superiores a las demáscriaturas de la Creación, ¿no le parece,doctora?

—Sí, sí, claro, profesor —contestóVirna Ivic, sabiendo en lo más íntimo desu corazón que había decepcionado aaquel hombre al que tanto admiraba.

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Capítulo 20Philippe de Vaucluse, el director deInterpol, se enteró de la solicitud deayuda cursada por la Unidad de DelitosInformáticos de la Policía italiana a lascuatro de la tarde del 9 de septiembre.Estaba tomando un café junto a lamáquina instalada en uno de los pasillosdel segundo piso, cerca de donde teníasu despacho. Le acompañaba susegundo, Gert Pfinstein, subcomisario dePolicía de la República FederalAlemana. Habían almorzado juntos en elsobrio comedor que se encuentra en elmismo edificio y que funciona en

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régimen de autoservicio. Vaucluse habíasido un hombre de acción en los iniciosde su carrera, cuando pasó por algunasde las comisarías de París y suconflictiva banlieue. También habíasido durante algún tiempo responsablede seguridad en la Embajada de Franciaen Atenas.

Amén de su arrojo personal, sumejor cualidad era la intuición, un sextosentido que le permitía anticiparse a losacontecimientos. Estaba casado, teníados hijos y estaba a punto de cumplircincuenta años. Pese a su buena estaturay porte distinguido, el comisarioVaucluse no había conseguido

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arrinconar del todo al flick que llevabadentro. Había llegado a lo más alto deInterpol y llevaba dos años y medio enel cargo haciendo malo el pronóstico dequienes habían profetizado que en menosde dos meses se estrellaría contra laburocracia. Fue una profecía fallida. Enparte gracias al talento de Pfinstein, unhombre sumamente organizado.

Con él estaba hablando cuandoIvonne, la jefa de su secretaría, seacercó precedida de una sonrisa capazde disuadir a un suicida en trance depasar a la historia.

—Jefe, perdone que le moleste, perocreo que debería leer esto —dijo la

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mujer al tiempo que le entregaba unpapel. Era un fax dirigido al jefe de laUDIP (Unidad de Delitos Informáticosde Interpol), en el que el director dellaboratorio de la Policía Científica deRoma, en una breve nota informativa,daba cuenta del acto de piratería del quehabía sido víctima su sistemainformático y solicitaba ayuda parapoder identificar al hacker. El mensajeno mencionaba la naturaleza de lainformación sustraída por el piratainformático.

—¡Joder! ¡Lo que les faltaba anuestros colegas italianos! Les debe dehaber mirado un tuerto —exclamó el

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comisario tendiendo el papel a suacompañante—. Gracias, Ivonne, en unminuto estaré en el despacho.

—O el programa no estaba bienprotegido o estamos ante un genio de lainformática —comentó el subcomisarioPfinstein devolviendo el fax a susuperior.

—O las dos cosas —comentóPhilippe de Vaucluse en voz baja, altiempo que, sin saber por qué, le vino ala cabeza la imagen de su amigo, MarcoSforza—. No les arriendo la ganancia anuestros colegas italianos: primero fueel robo de Venecia y ahora esto. Comose entere la prensa, les van a freír.

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—Los periodistas no tendrían porqué enterarse —comentó el alemán—.Los hackers actúan todos los días entodos los sitios. Hace poco leí que enEstados Unidos, no sé si era AmericanExpress o Visa, una de las dos, habíancontratado a uno de estos piratas quehabían conseguido forzar sus sistemasde seguridad; le habían contratado paraque les diseñara un nuevo sistema capazde resistir nuevos ataques. Con buencriterio, debieron de pensar queteniéndolo dentro evitaban malesmayores.

—Sí, yo también recuerdo haberloleído, pero en este caso, Pfinstein,

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concurren circunstancias un tantoespeciales. Si el pirata o los piratashubieran entrado en el ordenador centralde los carabinieri o de la Policíajudicial, podríamos pensar que algúngrupo de la mafia estaba rastreandoinformación sobre la marcha de lasinvestigaciones de la Policía sobrealguno de los capos que han detenido enlos últimos meses en Sicilia o enCalabria, pero que hayan atacado elsistema informático del laboratorio de laPolicía Científica me huele mal. No sé,tengo un presentimiento.

—¿Qué tipo de presentimiento? —preguntó el alemán.

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—No te lo puedo decir, es unatontería sin ningún fundamento —contestó el comisario Vaucluse altiempo que su mirada parecía estarinstalada en un punto muy alejado de lamáquina de café que tenía delante. Unpunto en el que aparecía una ciudadcuyos bellos edificios de piedraparecían flotar sobre el agua—.Volvamos al despacho; si hay algunanovedad te avisaré —concluyó,dirigiéndose a su acompañante.

—¡A sus órdenes, director! Y lomismo le digo: le tendré al corriente sihay noticias.

—¡Gert! Te tengo dicho que no

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estamos en Alemania: ¡relájate y apea eltratamiento, hombre!

—Lo siento, director, es lacostumbre, son muchos años… —contestó el subcomisario.

—Está bien. Venga, vamos atrabajar, para olvidarnos de este infamecafé que acabará con nosotros —concluyó, al tiempo que tras arrugar elvaso de plástico se deshacía de éllanzándolo a una papelera. Actoseguido, los dos hombres se separarondirigiéndose a sus respectivosdespachos.

Antes de entrar en el suyo, Philippede Vaucluse ordenó a su secretaria que

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localizara a Marco Sforza, el comisariojefe de Venecia.

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Capítulo 21Paul Ford, el enlace norteamericano dela red Echelon en Londres, estabapreocupado. Mientras se dirigía haciaLe Gavroche, un restaurante de facturafrancesa con una interesante carta devinos, iba pensando en el informe quehabían remitido los agentes destacadosen Dubrovnik. Lo había comentado porteléfono con Howard Wilberforce, elsubdirector de la red en Gran Bretaña;Paddy —que así era conocido por todos— compartía su preocupación. «Esperono llegar tarde. Aparcar en Londres vacamino de ser un milagro», se dijo para

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sus adentros cuando al pasar por delantede la estación de ferrocarril dePaddington tomó la decisión de dejar elcoche en un parquin que quedaba doscalles más arriba del restaurante.Cuando cruzó la puerta del restaurante,miró el reloj y comprobó que pasabancinco minutos de la una.

—Siento llegar tarde, me ha costadoencontrar aparcamiento —dijo a modode excusa al ver a su amigo acodado enla barra.

—Para ser norteamericano, cincominutos no es mucho —contestó con unasonrisa Paddy Wilberforce—. ¿Teparece que pasemos a la mesa? —

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añadió señalando hacia el interior de lasala.

—Buena idea.Se sentaron y, tras consultar la carta,

el norteamericano se adelantó y señalóla lista de vinos:

—¿Qué te parece si celebramos elencuentro con un pequeño homenaje anosotros mismos?

—¿Homenaje? No te entiendo… —contestó el inglés un tantodesconcertado.

—Quiero decir que, en lugar decerveza, vamos a pedir vino y nocualquier vino.

—Hombre, si invitas tú, no se hable

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más, pero creo que me tocaba a mí.—Ya hablaremos de eso al terminar

la comida. Creo que éste es un buen vino—dijo señalando con el dedo la cartaque le tendía un camarero que de pie,hierático como un basalto asirio, asistíaen silencio a la conversación entre losdos clientes.

Cuando el camarero se fue, PaulFord cambió el tono de voz.

—¿Has pensado sobre lo que dice elinforme de los «marinos»? —preguntórefiriéndose de esa manera a los agentesque operaban de manera encubierta enaguas de Dubrovnik.

—Sí, lo he leído dos o tres veces y

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estoy preocupado, como supongo que loestás tú, ¿no?

—Sí, por eso quería que nosviéramos, para hablar.

—¿Qué has pensado? —preguntó elinglés.

—Creo que nosotros no debemosintervenir, nos delataríamos. Echelondebe quedar al margen de todo esteasunto. Creo que es hora de llamar aPhilippe de Vaucluse en Lyon para queentre en acción la Interpol, ¿no teparece?

—Sí, creo que la cosa es seria. Conlos «rojos» y los «verdes» delParlamento Europeo enredando por ahí

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no debemos cometer errores. Lo que noacabo de ver es que este caso sea unasunto de Interpol; por lo que dice elinforme, creo que es más de la OTANque de otra cosa, ten en cuenta que esazona sigue siendo un polvorín y lo deKosovo ha vuelto a tensar la cuerda.¡Sólo faltaba que ahora alguien quieradesestabilizar Macedonia!

—¡Nada de Macedonia! ¡AntiguaRepública Yugoslava de Macedonia! Yasabes cómo se ponen nuestros amigoslos griegos cada vez que alguienmenciona ese nombre. Con este asuntono admiten bromas.

—Lo sé, lo sé, pero me parece una

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exageración porque ahora nadiecuestiona las actuales fronteras de lospaíses de la región.

—Dices bien al precisar que«ahora», pero tú sabes que engeopolítica nada es definitivo y lasfronteras de los países de esa zona hansufrido tantos cambios a lo largo de lahistoria que nunca se puede descartaruno más. ¿Quién pensaba queYugoslavia dejaría de serlo así que elmariscal Tito, un croata, pasara a mejorvida? ¿Y que Rusia dejaríaindependizarse a Ucrania y aBielorrusia? Si hace veinte años alguiennos hubiera dicho que veríamos a

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Polonia y a Hungría en la OTAN,habríamos pensado que estaba borracho.

—Es verdad, pero, claro, la caídadel Muro trastocó todo.

—Pues por eso, porque siempre hayalgún elemento que se escapa de lasprevisiones, es por lo que no podemosdescartar nada. Nosotros trabajamos conecuaciones abiertas. Para Echelon,querido Paddy, las cosas de la política,ni siquiera en un sistema de base diezsuman cien.

—Estoy de acuerdo en que debemosseguir atentamente la evolución delcaso, pero procediendo con cautela.Como se enteren en Atenas, son capaces

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de todo.—Y a mi modo de ver no les faltaría

razón si sienten amenazada su integridadterritorial —replicó el norteamericano—. Piensa que para ellos no hay otraMacedonia que la que tiene por capital aTesalónica. Estuve destinado cinco añosen la oficina de la CIA en Atenas;conozco bien el país y creo que hasta unpoco de su historia. Hace apenas unsiglo, los griegos no sólo combatieroncontra los turcos; también se vieronobligados a luchar contra los búlgaros,que, aprovechando el río revuelto,intentaron conseguir una salida al marEgeo y no dudaron en financiar a los

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sanguinar ios comitadjis, que erangrupos terroristas. La actual fronteranorte de Grecia está regada con muchasangre griega; son historias que pasan depadres a hijos, y eso, querido Paddy, nose olvida fácilmente.

—Puede que tengas razón, pero mása mi favor para que movamos esteasunto con guantes.

—En eso estoy de acuerdo y quizátengas razón en que implicar a laInterpol sería como publicarlo en laportada del New York Times.

—Quizá debamos pensar en tusantiguos camaradas…

—¿En la CIA? ¡Sería una locura! Lo

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estropearían todo. Desde los cambios dela era Bush todo son peleas entredepartamentos para ver quién controlamás presupuesto. La verdad es que lodel 11-S nos pilló cagando y aún nohemos encontrado el rollo de papelhigiénico —dijo el norteamericano conun deje de amargura.

—Hombre, Paul, tampoco es paraponerse así. A nosotros en Londres losmismos cabrones nos la metierondoblada en el metro el 7-J y aún no leshemos pillado a todos.

—Pero fue distinto. Lo de las TorresGemelas acabó con el mito de nuestrainvulnerabilidad. Si descontamos a

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Pancho Villa, que hace cien años entrópor El Paso para devolver la «visita»que había hecho a México el generalPershing, nadie nunca había conseguidoatacar objetivos dentro de EstadosUnidos. Fue un fallo de nuestrosservicios de inteligencia y hay queasumirlo como tal. Yo no quieroengañarme, Paddy, eso lo dejo para lospolíticos. Por eso no quiero ahora queeste asunto que tanto huele a política seenmierde más de lo que ya está porculpa de una filtración o una pelea entredepartamentos gubernamentales. Creoque lo mejor es que hables con tuscolegas del MI6.

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—Sí, quizá sea lo mejor, aunque conel Gobierno Brown no sé qué decirte. Siestuviera todavía Tony Blair, peroGordon Brown es premioso como élsolo, duda y tiende a marear la perdiz.No sé…

—Piénsalo. Es lo mejor. Además,piensa en la suerte que va a tener aquelal que le toque el caso. ¡Menuda «hojade ruta»!: Dubrovnik, las islas delAdriático, Atenas, Tesalónica… Vamos,que si yo tuviera veinte años menos, ¡mepedía el caso! —concluyó en tono deguasa el norteamericano.

—No bromees con esto, que es muyserio y a quien le toque tiene muchas

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probabilidades de que le afeiten en secoo que lo intenten. Ya sabes que en losBalcanes la gente es de gatillo fácil,recuerda lo que ocurrió en Sarajevo y enSrebrenica.

—Sí, hombre, sí, tienes razón. Noera más que una broma. A veces sientonostalgia de los días en los queestábamos sobre el terreno. Ahora haymomentos en los que me siento unburócrata poco menos que en puertas dela jubilación.

—Un burócrata que tiene suscompensaciones. Por ejemplo, haberpodido regar la comida con este Corton-Charlemagne que no está nada mal, por

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cierto —contestó el inglés señalando labotella de vino blanco, ya muy terciada.

—Visto así, creo que tienes razón.Cada época de la vida tiene su afán y, anuestra edad, saber apreciar un buenborgoña es más importante de lo queparece.

El inglés asintió con la cabeza, altiempo que apuraba su copa.

—Bien —dijo—, si te parece, mepondré en contacto con el MI6 a travésde Baldwin Wallace.

—Tenme informado.—Descuida, lo haré. Esta vez creo

que me toca pagar a mí.—Creo que lo mejor es que

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paguemos a medias. Lo del Cortón —dijo el norteamericano señalando labotella— fue idea mía.

—Si te empeñas…

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Capítulo 22Una semana antes de aquellosacontecimientos, Alfred Wagner y Lea,su esposa, habían llegado al aeropuertoMarco Polo de Venecia. Procedían deFrancfort y no era la primera vez quevisitaban Venecia.

En realidad, Venecia era «laciudad» del profesor Wagner, la quellevaba en el corazón y de la queconocía sus rincones, sus canales y suapretada historia. A Lea también legustaba la ciudad de la Laguna, pero nocompartía el entusiasmo de su maridopor ella. «En verano hay demasiados

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turistas, y en invierno, demasiadahumedad», le había dicho en más de unaocasión a su marido cuando hacíanplanes para viajar en vacaciones alnorte de Italia. Lea prefería las playasde Mallorca, en España, pero quería asu marido y el resultado era que, un añomás, estaban en Venecia.

Aunque llevaban varios añoscasados, los Wagner no tenían hijos. Losdos trabajaban: ella era ejecutiva decuentas en la filial alemana de un bancoholandés; él era profesor de HistoriaAntigua en la Universidad de Múnich.

Alfred Wagner era profesor deHistoria y tenía una afición y un sueño.

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Le apasionaba el fútbol —era socio delBayern de Múnich— y no se perdía unpartido cuando jugaba en casa. Por lodemás, su vida transcurría regida por larutina de las clases, las depresionesprovocadas por la falta de interés de losalumnos y el poso de desasosiego quenunca le abandonaba por culpa de unsueño. Un sueño turbador.

El profesor Wagner llevaba añostrabajando en un ensayo muydocumentado en el que pretendía lanzaruna hipótesis tan atrevida comoheterodoxa acerca de la verdaderaidentidad de los restos transportados aprincipios del siglo IX desde Alejandría,

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en Egipto, hasta Venecia por Buono daMalamocco y Rustico da Torcello, doscomerciantes venecianos. El profesorWagner aseguraba que los restos no eranlos del apóstol San Marcos; según suteoría, eran los huesos de AlejandroMagno, el gran conquistador macedonio,los que reposaban en la tumba principalde la basílica.

Wagner apoyaba su teoría en textosantiguos que permitían reconstruir elitinerario que había seguido el cortejofúnebre que trasladó el cuerpoembalsamado del rey macedonio desdeBabilonia hasta Alejandría, la hermosaciudad que él mismo había fundado

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algunos años antes en la riberamediterránea, junto a la isla de Faros.Según su teoría, haber hecho pasar losrestos del conquistador por los delevangelista habría salvado la reliquia dela furia destructiva con la que losprimitivos cristianos trataron todo ellegado de los tiempos que considerabanpaganos. «Convertir los restos del GranAlejandro en los del apóstol SanMarcos —concluía el ensayo delprofesor Wagner— fue una idea genial.No sabemos de quién fue, pero sípodemos afirmar que los salvó de correrla misma suerte que la famosaBiblioteca de Alejandría».

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Era una conclusión brillante, inclusogenial… pero era una teoría y ese tipode productos, si no llevan adosado untratado demostrativo o nacen en unaépoca madura para admitir novedades,suelen tropezar con un bosque deespaldas. Desde los tiempos deAristóteles, en la comunidad científicahan predominado las posicionesconservadoras y, por desgracia, siempreha tenido asiento reservado la envidia.Lo nuevo inquieta y si es visionario orevolucionario, asusta o se interpretacomo una profanación.

Tras publicar su ensayo en unarevista universitaria, el profesor Wagner

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sufrió a su alrededor un espeso silencio.El decano de la Facultad de Historia leconvocó a su despacho y le dijo que leparecía incorrecto que hubieracomprometido la seriedad y el buennombre de la universidad publicandosemejantes lucubraciones.

«Ésta es una cátedra de Historiaseria que publica cosas serias», le habíadicho. «Desde luego —había concluidoen tono severo—, lo que mientras yoesté aquí no se va a permitir es quealguien intente convertirla en laredacción de una revista dirigida a losseguidores de Asimov».

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Alfred Wagner no contestó. Supequeña venganza llegó unas semanasdespués cuando el suplemento culturalde los domingos del FrankfurterAllgemeine publicó una reseña de suensayo. Unos días después, un redactordel periódico se puso en contacto con élpara pedirle un artículo sobre el tema.Según le comentó, quería que fuera entono divulgativo, apto para el granpúblico. El encargo le hizo feliz.Felicidad que amplió el contenido deuna carta que encontró aquel mismo díaen su buzón. Llevaba matasellos deCroacia y la firmaba el Presidente deuna fundación que decía ser miembro

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del patronato de una universidadprivada de la ciudad de Dubrovnik.

El firmante de la misiva explicabaque había leído la noticia publicada pore l Frankfurter y le invitaba a dar unaconferencia sobre «su históricodescubrimiento», hallazgo que —segúnel autor de la carta— contribuiría aactualizar la figura del gran rey deMacedonia.

En la misma misiva le comunicabaque el viaje y la estancia en la ciudadadriática para el profesor y unacompañante correrían a cargo de lamencionada universidad. Tambiénconsignaba la cifra que la universidad

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estaba dispuesta a pagar al profesorWagner por la conferencia. La suma, porelevada, estaba muy alejada de lasretribuciones que aparejan este tipo deactos académicos.

Al recordar la carta, Alfred evocó lacara de incredulidad de Lea, su mujer,cuando le comentó lo que pagaban pordictar una conferencia.

—¡Nueve mil euros por unaconferencia! No está nada mal, ¿verdad?—preguntó Alfred Wagner a su esposa,mostrando la carta.

—¿Estás seguro de que la cifra escorrecta?

—Segurísimo, la carta está escrita

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en alemán, Lea, no hay confusiónposible. El tal señor Merkurio debe deser un admirador de Alejandro Magno ouno de esos millonarios excéntricos quedisfrutan patrocinando iniciativasculturales. En cualquier caso, creo quele debemos estar agradecidos porquegracias a su invitación vamos a conocerDubrovnik. Espero que no te parecerámal que le conteste diciendo que aceptola invitación.

—Claro que no, cariño. ¡Cómo meva a parecer mal si, además, te conozcoy sé que te ha hecho feliz que elogien tudescubrimiento sobre Alejandro y SanMarcos!

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—Es verdad, me conoces bien. Note niego que aunque nos vendrá bien eldinero, de toda esta historia es lo quemenos me importa. ¡Claro que mesatisface que haya quien valore mitrabajo y crea en el resultado de miinvestigación! No como lo que hapasado en mi Facultad, donde lamediocridad todo lo disuelve y a todosnos quiere convertir en funcionarios.

—¡Déjalo ya, Alfred! No teamargues con eso. Lo importante es quetú has hecho lo que tenías que hacer. Esenvidia, no le des más vueltas, nunca tereconocerán el mérito, les fastidia queun profesor ayudante haya conseguido

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llegar hasta donde tú has llegado, cariño—concluyó Lea abrazando a su marido.

—Tienes razón. Voy a contestar lacarta diciéndoles que acepto lainvitación para dar la conferencia.Curioso nombre el de esta fundación,¿verdad?

—No sé a qué te refieres.—Al nombre: «Fundación

Merkurio». Mercurio era el nombre quelos romanos le dieron a Hermes, el diosgriego del comercio y de los secretos.

Decidieron que, puesto que la fechaque le proponían para la conferencia enDubrovnik era el 7 de septiembre, bienpodían pasar antes algunos días en

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Venecia contando con la minuta queprometía la conferencia.

Y allí estaban los Wagner, en elmuelle del aeropuerto Marco Polo, apunto de tomar un taxi, una de lasveloces lanchas que al modo de lasgolondrinas recorren infatigables loscanales de la ciudad y las islas de laLaguna.

Algunos de los grandes hoteles de laciudad tienen un servicio propio delanchas que van hasta el pequeño muelledel aeropuerto para buscar a sus clientesy acercarlos hasta la ciudad. LeaWagner dirigió a su marido una miradainterrogante al observar que uno de los

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maleteros de servicio en el muelletransportaba su equipaje hasta unalancha en cuya popa, junto a la banderadel León y el Evangelista —lossímbolos de Venecia—, ondeaba otracon un nombre: Luna Hotel Baglioni, unelegante y discreto hotel de lujo que yaera albergue en tiempos de las Cruzadas.

—¿Y esto? —preguntó mirando a sumarido, al tiempo que señalaba labandera en una de cuyas esquinas sepodían apreciar las cinco estrellas queindicaban la superior categoría delhotel.

—Se lo apuntaremos a la cuenta delGran Alejandro, ¿no te parece?

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Abordaron la lancha y se sentaron enla parte de atrás. Al fondo, flotandosobre la Laguna, la línea del horizonterecortaba la silueta inconfundible de laciudad más bella y misteriosa de estemundo.

Pasaron unos días inolvidables. Seperdieron por el luminoso laberinto decalles que cobijan todos los colores dela magia, asistieron a conciertos demúsica clásica bajo las bóvedas deantiguas iglesias, recorrieron museos…Fueron felices como lo son las palomascuando hay niños entre las hordas deturistas que visitan la plaza de SanMarcos.

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Una semana después, el matrimonioWagner hizo las maletas y emprendióviaje hacia la ciudad croata deDubrovnik.

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Capítulo 23De pie, frente al gran ventanal que amodo de ceja coronaba la plantasuperior de Villa Cassandra, el hombreque se hacía llamar Merkuriocontemplaba ensimismado la mar rizadaque se extendía a los pies del acantiladosobre el que estaba construida lamansión. Aguardaba la llegada delprofesor Wagner, el historiador alemánque había puesto teoría a una convicciónarraigada desde hacía mucho tiempoentre el grupo de iniciados que presidíael magnate macedonio. Todo habíaempezado años atrás, en vida de Tito, el

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mariscal Presidente que era la mano dehierro que mantenía unida Yugoslavia.

Un profesor de la Universidad deSkopie experto en Bizancio habíaescrito un ensayo en el que, basándoseen textos muy antiguos conservados enuno de los monasterios ortodoxos delMonte Athos, se decía que,incumpliendo la última voluntad delpropio Alejandro Magno —que queríaser enterrado en el oasis de Shiva que sehalla al principio del desierto de Libia ycustodia el oráculo de Amón—, pororden de Ptolomeo, uno de sus diádocos,los restos del gran rey de Macedoniahabían sido enterrados en Alejandría.

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Con el devenir del tiempo y parapreservar su destrucción por las turbasfanatizadas en una de las muchasrevueltas entre facciones cristianas queasolaron la gran ciudad del Faro, losdescendientes de una de las grandesfamilias de la ciudad compraron lavoluntad de las gentes que rodeaban alpatriarca de Alejandría y sustituyeronlos restos del evangelista San Marcospor los del gran rey depositando los deldiscípulo de Jesús de Nazaret en unsepulcro digno que aún hoy puedeencontrarse en el subsuelo de una de lasgrandes mezquitas de la ciudad. Elcambio salvó para la posteridad los

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restos del Soma, el cuerpo del caudillomás famoso de la Antigüedad, pero lamemoria del lugar exacto en el quefueron depositados se perdió con loslibros que ardieron en el último granincendio que destruyó la Biblioteca deAlejandría en el siglo VII de nuestra era.Se perdieron la mayoría de los libros,pero no todos. Algunos pergaminos yunos pocos papiros fueron salvados pormanos de creyentes que arriesgando susvidas consiguieron llevarlos hastaConstantinopla. Y allí se guardarondurante siglos en el monasterio de SanJuan de Estudión, el que se levantabajunto a la Puerta Áurea, hasta que un

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basileo, el emperador Nicéforo Focas,los confió a la custodia de los monjesdel Agía Lavra, el primer monasteriodel Monte Athos. Y allí siguen.

Un monje del monasterio serbio delMonte Athos reveló su existencia a uncompatriota sin saber que era un agentedel servicio de inteligencia de Tito.Aquella noticia quedó en los archivosde Belgrado y de allí, tiempo después,llegó hasta el círculo de iniciados quelideraba el hombre que se hacía llamarMerkurio, quien supo ver la importanciade aquellos documentos y financió laoperación para hacerse con ellos.

Al recordarlo, una mueca parecida a

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una sonrisa iluminó el rostro de aquelhombre de apariencia hermética. El robohabía sido obra de un antiguo monje, exagente del servicio de espionaje de Tito.Monte Athos es un ente autónomo dentrode la República de Grecia regido porlos propios cenobitas, que eligen a unode ellos, al que denominan «Protos» —el primero—, para que se ocupe de laadministración del pequeño enclave.Para entrar en su territorio, unapenínsula situada al norte del país, apoco más de cien kilómetros deTesalónica, es imprescindible disponerd e l diamonitirion, un permiso queconceden los monjes de Athos, pero que

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hay que gestionar en el Ministerio deAsuntos Exteriores de Grecia. Siguiendouna norma que impera desde hace siglos,sólo los varones son admitidos enAthos.

Con una identidad falsa, PedrajAndrovic había solicitado el pertinentepermiso apostando sobre seguro, pues alhacerse pasar por un monje ortodoxo delmonasterio de Kosovo, el permiso le fueconcedido sin la habitual demora demeses y aun años que es la prácticahabitual. Había llegado en autobúsdesde Tesalónica hasta Urianópolis ydesde allí, tras recoger eldiamonitirion, embarcó en un caique

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rumbo a Dafne, el pequeño puerto deAthos desde el que parte la accidentadacarretera que conduce hasta Karyes, lacapital de aquella república teocráticaque todavía en nuestros días se rige conarreglo a las leyes del desaparecidoImperio Bizantino. Desde Karyes, a pie,cubriendo la distancia en dos jornadas,llegó hasta Agía Lavra, el Gran Lavra,el cenobio más antiguo y grande de laregión. Una fortaleza que, amén dereliquias de incalculable valor,conserva parte del Tesoro de Bizancio yuna extraordinaria bibliotecacomparable por el gran valor de susmuchos papiros y pergaminos a la del

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Vaticano. Uno de esos documentos esconocido como la Crónica del falsoTsimiszes; se trata de un papiro quecontiene la descripción de lo acaecidocon la reliquia del evangelista SanMarcos. También contiene noticias deldestino del Soma, los restos del cuerpodel Gran Alejandro, rey que fue de laantigua Macedonia.

A Pedraj Androvic, un hombresobrio y taciturno aquejado demelancolía, no le resultó difícilhabituarse a la espartana rutina de losmonjes que habían aceptado su estanciaen el monasterio con la cansada cortesíade quien está más pendiente de lo que

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sucede en el Cielo que de las cosas delsuelo. Tardó poco en saber dónde estabala biblioteca y algo más en localizar supresa. De sus tiempos de monjehabituado a rezar a Dios en griegosiguiendo las interminables plegariaspropias de la Iglesia ortodoxa, habíaretenido suficiente conocimiento deaquella lengua como para comprender loque estaba leyendo.

Cuando tuvo en sus manos el papirocon la Crónica del falso Tsimiszes, laleyó varias veces y, tras asegurarse deque era lo que había venido a buscar,extrajo de la faltriquera de la sotana unteléfono celular y sacó varias fotos del

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documento. Después depositó el papiroen la funda de cristal que protegía tanpreciado documento. Su misión habíaterminado, pero abducido por laserenidad del lugar y la extrañasensación de tiempo retenido queembarga a cuantos recalan en el GranLavra, se quedó algunos días más en elmonasterio participando de los rezos ydemás ritos de la veintena de monjesque habitaban en el amurallado cenobio.

Después, regresó a Karyesaprovechando el viaje de vuelta de lafurgoneta que dos veces a la semana traealgunas provisiones a los habitantes delGran Lavra. De allí no le fue difícil

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volver a la costa y llegar hasta Dafne, elpuerto de la diminuta repúblicateocrática desde el que parten los barcospara Urianópolis, la ciudad griegasituada en la frontera de Monte Athos.De regreso a Skopie, Pedraj Androvicrindió cuentas de su misión y fuefelicitado por sus superiores. Quienes lefelicitaron no supieron interpretar lamirada cargada de melancolía delantiguo monje.

Merkurio tenía ahora en su poderuna copia de la crónica y una traducciónde su contenido. Mirando el documento,aguardaba con impaciencia la visita deAlfred Wagner, el historiador alemán al

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que había invitado a pasar unos días enDubrovnik.

Cuando el mayordomo anunció lallegada del señor y la señora Wagner, eldueño de la casa les recibió con unaligera reverencia.

—¡Sean bienvenidos a ésta, su casa!—dijo en un alemán que sorprendió alos recién llegados.

—¿Habla usted nuestro idioma? —dijo el profesor constatando torpementela evidencia.

—Sí. Cuando yo era estudiante, losjóvenes aprendíamos alemán. Ahora lostiempos han cambiado y en los colegiosenseñan inglés.

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—Sí, claro, los tiempos hancambiado —acertó a decir el profesor.

—Bien —añadió Merkurio—,quiero que se instalen aquí. Marko —dijo señalando al mayordomo— lesindicará dónde está su habitación en elpabellón de huéspedes, y, si me lopermite su encantadora esposa, profesor—concluyó—, me gustaría que meacompañara usted a la biblioteca porquetengo interés en que vea usted algo.

—Bien, sí, claro. Lea, ¿no teimporta? —dijo Alfred Wagner mirandoa su esposa.

—No, claro que no. Abriré lasmaletas y te esperaré —contestó su

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mujer afirmando las palabras con ungesto.

—Gracias, cariño.Un minuto después, ya en la

biblioteca de Villa Cassandra, elhombre que se hacía llamar Merkuriodepositó en las manos del profesorAlfred Wagner una copia en papel deseda de la Crónica del falso Tsimiszes.La reproducción era de extraordinariacalidad.

Durante un minuto el profesorexaminó minuciosamente el documento.Después, vencido su asombro, habló:

—¡Santo Dios! ¿Cómo haconseguido este documento? —preguntó

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sorprendido, tras observarlo de nuevo.—Lo importante no es el origen,

sino el contenido. ¿Cuál es la opinióndel historiador? —preguntó Merkurio.

—A simple vista, parece quereproduce un texto auténtico, pero,claro, necesitaría tiempo paraexaminarlo. Tiempo y alguno de mislibros.

—¿Lee usted griego?—Sí, puedo leer cualquier texto en

griego antiguo y también en demotiké, elgriego moderno, aunque laspeculiaridades dialectales son otra cosa.Esto, ya digo, necesita estudio.

—Tiene usted a su disposición mi

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biblioteca, profesor. En ella encontrarálibros en alemán y también en griego;necesito que sea sincero y no se dejellevar por el primer impulso. Tómese sutiempo. Dispone usted, digamos, decinco días, o mejor, de una semana, ¿leparece a usted suficiente? Mientrasusted está aquí trabajando, su mujerpuede bajar a la ciudad o ir a la playa;no creo que vaya a aburrirse. Aunqueson ustedes mis invitados, sólo lesimpongo una condición: discreción.Quiero su palabra de que ni usted ni sumujer comentarán a nadie la verdaderarazón de su presencia aquí. Quieropedirle disculpas por lo de la

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conferencia, lo cierto es que no habrátal. Lo siento; por supuesto, la minuta semantiene, y también corren de mi cuentalos gastos de su estancia aquí, pero dadala índole del asunto que le he comentadoy por varias razones que no hacen alcaso, no me parece oportuno que suestancia en Dubrovnik tenga publicidad.Cuando termine su trabajo y a su debidotiempo, queda usted autorizado parapublicar lo que considere necesario dela crónica, si lo considera oportuno,para reforzar su teoría acerca de laverdadera identidad de la reliquia quese custodia en la basílica de San Marcosen Venecia. Pero yo le diré a usted

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cuándo habrá llegado ese momento —concluyó Merkurio, en un tono de vozque por su dureza desconcertó alprofesor—. ¿Han cenado ustedes? —añadió, cambiando de registro.

—No, bueno, es decir, sí. Hemoscomido en el avión, gracias —contestóAlfred Wagner. Luego añadió—: No sési le he entendido bien, señor. ¿Dice quelo de la conferencia no iba en serio?

—Así es, no hay tal conferencia. Fueuna excusa para atraer su atención. Lepido disculpas, y le repito queeconómicamente no habrá ningúnproblema para que usted perciba loshonorarios que le anunciaba en la carta.

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Además, como le digo, cuando concluyael examen del documento que le hemostrado, si lo cree oportuno, podráhacer mención de él en sus próximosensayos.

—La verdad, señor, es que…convendrá conmigo en que todo estoresulta un tanto desconcertante —añadióAlfred Wagner en un tono de voz que suinterlocutor adivinó como antesala deque iba a aceptar el nuevo planteamientodel asunto.

—Así es, herr Wagner, pero la vidamisma es siempre desconcertante.

—Quizá tenga usted razón —asintióel profesor.

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—Bien, entonces —añadió Merkurio—, les sugiero que bajen ustedes a laciudad; den un paseo y empiecen aconocerla. Es una belleza con aire…,cómo diría yo… sí, con aire veneciano.Eso es, tiene cierto aire veneciano, ya loverán. Espero, profesor, que mañana porla mañana pueda usted iniciar su trabajode traducción. Buenas noches.

—Buenas noches, señor —respondió el desconcertado profesor.

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Capítulo 24En ruta hacia Mestre, la ciudad que es elcontacto de Venecia con la tierra firme,Marco Sforza iba pensando en lasextrañas circunstancias en las que habíaencontrado la muerte, en San Lazzaro,aquel desconocido cuyo cadáver habíasido levantado por orden del juez paratrasladarlo a la morgue donde le seríapracticada la autopsia. El pitido delteléfono móvil le sacó de suscavilaciones. Era un mensaje dePhilippe de Vaucluse, el director de ladivisión de operaciones de Interpol, enel que le informaba del acto pirático del

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que habían sido víctimas sus colegas deRoma.

—¡Coño! ¡Lo que faltaba! —exclamó al leer el mensaje de su amigo.

—¿Perdone, jefe? ¿Decía ustedalgo? —preguntó el inspector Benzonimirando al comisario.

—No, nada. Mejor dicho, sí, estáclaro que nos ha mirado un tuerto.

—¿Por qué dice eso?—Pues porque todo el asunto de San

Marcos no para de complicarse. Losmalos no paran, lo último es que alguienha pirateado los archivos de laCientífica en Roma.

—¡Joder! ¡No me lo puedo creer! —

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respondió el otro policía llevándose unamano a la boca en un gesto de asombro.

—Pues créetelo, porque así ha sido.Y la cosa debe de ser grave porque nome he enterado por nadie de Roma… —replicó el comisario sin poder ocultar undeje de amargura.

—¿Quiere decir que el asunto se hafiltrado?

—No, no es eso. Todo se andará,pero, afortunadamente, de momento esono se ha producido. Mi fuente —añadióel comisario, sin mencionar a su amigode la Interpol— no está relacionada conla prensa. Pero, para el caso, lo malo esque debemos ponernos en lo peor, ya

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que creo que los periodistas no tardaránen enterarse y entonces se organizará ellío.

—¿Lío por qué, jefe? Más allá delridículo que han hecho nuestros colegasde Roma dejándose «hackear» losarchivos, ¿qué más da que alguien puedasacar a la luz el resultado del análisis delas muestras que enviamos desde aquítras el asalto a San Marcos? Supongoque cuando lo conozcamos, tambiénnosotros lo haremos público, ¿no?

—Sí, claro, pero a su debido tiempoy cuando hayamos completado lainvestigación para saber quién era elque entró en San Marcos y qué es lo que

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quería llevarse, no antes, porque nospilla con los caballos en medio del río ytodavía no sabemos de la misa la mitad.

—La verdad, jefe, me parece unpalo, pero no una catástrofe.

—Dices eso porque desde el primermomento de este caso te han fastidiadolas interferencias de Roma. Cuando sesepa lo que ha pasado con el pirata, tusamigos de la Liga Norte se van a frotarlas manos diciendo que eso no habríapasado si las muestras se hubierananalizado aquí en Venecia en vez demandarlas a Roma.

—Y no les faltará razón, jefe. Yasabe que yo paso bastante de la política,

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pero la verdad es que lo del centralismolo llevo mal.

—Te creo, ahórrate los detalles, queya conozco tus teorías al respecto,Benzoni —añadió el comisario—. Eresun buen policía y aprecio tu dedicacióny coraje, sobre todo cuando veo que ennuestro mundo cada vez hay másburócratas que creen que patear la calley hablar con la gente no va con ellos. Túeres como yo: de la vieja escuela quepiensa que nada es lo que parece; y quenunca hay que dar por cerrada unainvestigación hasta haber agotado todaslas vías porque a veces el asesino es elmuerto; pero lo mismo que te digo una

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cosa, te digo la otra: a mí UmbertoBossi me parece un oportunista y un tipoque está haciendo daño a Italia, porqueya me contarás qué futuro podría tener laPadania si fuera un país independiente.En fin, dejemos la política para lospolíticos y centrémonos en el caso quenos ocupa, que, como ves, se complicacada día que pasa.

—Estoy de acuerdo con esto último,jefe, pero quiero decirle que sentirsecomo yo me siento veneciano por loscuatro costados no quiere decir que noquiera seguir siendo italiano; más aún,creo, jefe, que sin Venecia nadieentendería lo que es Italia, lo que sucede

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es que Roma es como un león que sepasa las horas durmiendo la siestamientras las leonas salen a cazar y,encima, cuando vuelven con la presa, esél quien se zampa la mejor parte.

—Habíamos quedado en que noseguíamos hablando de política, ¿lorecuerdas, Benzoni?

—Perdone, jefe, es que cuandohablo de estas cosas, se me enciende lasangre.

—Pues mete la mano en el agua paraque te baje la temperatura —replicó elcomisario señalando las aguas del canalpor el que transitaba la lancha que lesllevaba a Mestre— y, cuando lleguemos

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a tierra, llévame a ese taller del que mehablaste en San Lazzaro, quiero ver sirecuerdan algo más del individuo queles compró el gato hidráulico.

—De acuerdo, jefe. ¿Pasaremosdespués por la consigna de la Ferroviapara ver si hay algo en la taquilla delfiambre?

—Sí, pero no hables así de losmuertos, Benzoni. No me gusta el argotde nuestro oficio, es demasiado rudo,demasiado deshumanizado. No me gustala manera en que nos presentan en elcine y en las series de televisión; noolvides que nosotros somos los buenos ylos buenos no tienen por costumbre

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hablar como los malos.Llegaron a Mestre y desembarcaron.

En el muelle les esperaba un coche delos carabinieri.

—¡A sus órdenes, comisario! —saludó el agente uniformado que estabajunto al vehículo.

—Está bien, agente, ¿cómo se llamausted? —preguntó Sforza.

—Cervi, señor, Tommaso Cervi.—Bien, agente, llévenos al inspector

y a mí al taller… ¿Cómo dijo que sellamaba? —preguntó el comisariodirigiéndose a Benzoni.

—Grimani, Garaje y EfectosNavales Grimani —respondió el

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inspector.—¿Sabe dónde está? —añadió el

comisario mirando al carabiniere.—Sí, no está lejos de aquí. Está

cerca de la estación de la Ferrovia.—¡Pues vamos allá! —ordenó

Sforza entrando en el coche ycolocándose en la parte delantera, en elasiento del copiloto, hecho quedesconcertó al agente uniformado,acostumbrado como estaba a que losjefes se acomodaran detrás.

El coche arrancó y, respetando lossemáforos —el comisario había dadoorden de no poner la sirena—, apenastardó quince minutos en llegar al garaje

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que buscaban.—¡Ahí está! —exclamó el inspector

señalando hacia un edificio de dosplantas separado de la calle por unpequeño jardín. Tenía un granescaparate en el que junto a variosmodelos de coches había también un parde embarcaciones deportivas.

—Espérenos aquí —ordenó elcomisario al descender del vehículo.Después, seguido de su ayudante, entróen el concesionario.

—Buenas tardes, soy el comisarioSforza, queremos ver al director —dijodirigiéndose a una recepcionista a la quela presencia de los dos hombres no

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pareció impresionar.—Veré si el señor Grimani les

puede recibir ahora —contestó altiempo que descolgaba el teléfono ymarcaba un número interior.

—¿Señor Grimani? Están aquí dosseñores que quieren hablar con usted,dicen que son policías.

»Pueden ustedes pasar, la secretariadel señor Grimani les indicará dóndeestá su despacho —añadió, mirando conironía a los dos funcionarios yseñalando hacia el fondo de la sala endonde se veía a una mujer tecleando enun ordenador.

—Benzoni, ¿dejó usted algo a deber

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cuando vino aquí esta mañana?—No que yo sepa, jefe. Entré

fumando, pero recuerdo que luego, apetición de esta amable señorita, apaguéel cigarrillo. Debe de ser de la ligaantitabaco, o una ex fumadoraconvertida en talibán, son los peores.

La secretaria les acompañó hasta eldespacho del dueño del concesionario.

—Señor Grimani, como le ha dichola recepcionista, soy el comisarioMarco Sforza. A mi ayudante, elinspector Benzoni, creo que ya leconoce —dijo el comisario mirando alos ojos del hombre que estaba sentadoal otro lado de la mesa y cuya cabeza

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estaba coronada por un aplique decabellos intensamente negros.

—Sí, claro, estuvo aquí estamañana, lo que no suponía es quevolverían ustedes, ya le dije al inspectortodo lo que sabía. No sé qué más puedodecirles —respondió el hombre delimplante.

—Sólo serán unas preguntas, nosiremos enseguida —aseguró elcomisario en tono tranquilizador—.Dígame, señor Grimani, ¿qué aspectotenía el hombre que les compró el gatohidráulico?

—Ya se lo dije a su compañero, yono trato directamente con los clientes,

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pero en esta ocasión me llamaron deldepartamento de repuestos porque elhombre que quería comprarlo nohablaba italiano, hablaba alemán, y mellamaron porque yo, sabe usted, habloalemán, lo aprendí en los años sesentacuando estuve trabajando en Stuttgart.

—¿Diría usted que era alemán?—No, no lo creo. Chapurreaba en

alemán, pero no era alemán. Yo diríaque era serbio-yugoslavo o búlgaro,balcánico, vamos, pero alemán, no, deeso estoy seguro.

—¿Recuerda si le dijo para quéquería el gato?

—Sí, lo recuerdo: dijo que tenía una

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caravana y había venido de vacaciones,que le habían robado el gato y como erau n a grossen machinen, un vehículogrande, no quería quedarse tirado en lacarretera si sufría un pinchazo. Eso es loque dijo.

—¿Les pagó en efectivo o contarjeta?

—En efectivo, lo sé porque me locomentó después el cajero. No es lonormal, el gato que se llevó cuesta casiseiscientos euros, y la gente no va porahí con tanto dinero en el bolsillo, claroque si uno está de vacaciones…

—Razón de más para no quedarsesin efectivo… —añadió el comisario.

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—Sí, ahora que lo dice, tiene razón.¿Por qué le buscan, ha hecho algo malo?—preguntó el dueño del concesionariocon un gesto de inopinada preocupación.

—Todavía no lo sabemos, señorGrimani. Es lo que estamosinvestigando.

—Perdonen la pregunta, pero, ya quehablan ustedes de investigación, ¿cómova lo del robo de San Marcos? ¿Hanencontrado ya al ladrón?

—En eso estamos, Grimani. Graciaspor su colaboración —contestó consequedad el comisario al tiempo que lehacía una seña a su compañero. Juntossalieron del despacho. Al pasar frente a

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la recepción, el inspector Benzoni sedetuvo un segundo. Con parsimonia sacóun paquete de cigarrillos y extrajo uno.

—¿Tiene usted fuego? —preguntódirigiéndose a la recepcionista.

—¡No! ¡Y le recuerdo, caballero,que está prohibido fumar! —contestó lamujer con voz airada.

—¡Qué carácter! —respondió elpolicía al tiempo que mostraba el pitilloque había extraído del paquete a laofendida recepcionista. El cigarrillo erade plástico, un simulador que conteníaen su interior una pequeña cantidad dementa.

—Déjese de bromas, Benzoni, y

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vámonos pitando, que tenemos prisa —cortó el comisario—, vamos a ver si enla consigna de la Ferrovia tenemos mássuerte y sacamos algo en claro, porquelo que es aquí no hemos progresado grancosa.

—Según como se mire, jefe. Ahorasabemos que el pájaro que buscamoshablaba alemán y andaba bien de pasta.Eso descarta al noventa por ciento delos italianos, ¿no cree?

—Puede, pero no es gran cosa. ¿Haspensado que podía estar fingiendo queera extranjero precisamente para quellegáramos a la conclusión a la que teacabas de referir?

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—¡Hombre, jefe, tantas cautelaspara comprar un gato! La verdad, no loveo.

—Sí, si vas a levantar la tapa delsarcófago más visitado del mundodespués del de Tutankamon.

—Puede que tenga razón, comisario.Mi nariz me dice que el acróbata, porllamarle así siguiendo su teoría de queel asaltante pernoctó en el lavabo deseñoras de la Logia de los Caballos, eseslavo, serbio o croata, ya sabe que entiempos de Tito estudiaban alemán enlas escuelas.

—Es posible, la verdad es que notenemos mucho por donde seguir. A ver

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qué encontramos en la consigna.—Jefe, creo que, como está aquí al

lado, podríamos ir andando. Si quiere,le digo al carabiniere que nos siga conel coche.

—Me parece una buena idea.Mientras te acercas y se lo dices, voy atelefonear a la forense, a ver si les hadado tiempo para terminar la autopsia alcadáver de San Lazzaro.

Cuando el inspector Benzoniregresó, su jefe estaba guardando elteléfono móvil en uno de los bolsillos dela chaqueta y su mirada delatabapreocupación.

—¿Consiguió hablar con la doctora

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Grimaldi, con la forense? —preguntó elinspector.

—Sí, un minuto. Me ha dicho queestaba en el laboratorio analizando unamuestra de sangre. Aunque eldiagnóstico no es definitivo porque hanenviado muestras de algunas vísceras allaboratorio de toxicología, parece quese confirman sus intuiciones, Benzoni. Anuestro hombre lo han envenenado.Según la doctora Grimaldi, hanencontrado restos de curare en la sangredel cadáver.

—¡Coño, jefe! Le juro que lo habíapensado, pero sin tener ni idea, sóloporque me parecía raro el pinchazo en la

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pierna, pero quiero ser honrado conusted, comisario, si la forense le hubieradicho que el hombre había muerto de uninfarto, me lo habría creído. ¡Vayamarrón, jefe!

—Sí, la verdad es que estamosmetidos en un laberinto y las cosas secomplican de mala manera, aunque hayalgo de lo que me ha dicho la doctoraGrimaldi que a lo mejor estáencendiendo una luz en el túnel —añadió el comisario con un aire demisterio en sus palabras.

—Me he perdido, jefe; no entiendoqué es lo que ha querido decir con estoúltimo.

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—Pues que a lo mejor tenemos unapista delante de los ojos y no lahabíamos reconocido.

—Perdone, comisario, pero sigoperdido.

—Benzoni, no estoy seguro, pero omucho me equivoco o el hombre al quehan asesinado en San Lazzaro es elmismo que entró en San Marcos.

—¿Cómo ha dicho? ¿Que el fiambrede esta mañana es el ladrón que quisollevarse la Pala de Oro?

—Sí, eso es lo que creo, Benzoni.—¿Y en qué se basa para pensarlo?—Pues en algo que me ha dicho la

doctora Grimaldi anticipando el informe

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de la autopsia. Como te comentaba, meha dicho que a falta de las pruebas detoxicología, creía que al hombre lohabían envenenado. También me hadicho que no tenía más heridas en elcuerpo que el pinchazo en la zonagemelar de la pierna izquierda, que eraun atleta, que tenía los bíceps muydesarrollados y el vientre como unatabla de planchar.

—¿Que fuera un cachas —preguntóBenzoni— le convierte en el principalsospechoso? Hombre, jefe, usted metiene acostumbrado a deducciones mássutiles —añadió el inspector sin poderocultar un punto de decepción ante las

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palabras de su superior.—No he terminado, Benzoni, no seas

impaciente. La doctora también me hadicho que el hombre tenía callos muypronunciados en las manos, callossemejantes a los que tendría un culturistao un trapecista. La forense ha descartadoque fuera un obrero de la construcciónporque no había restos de yeso ocemento en sus manos. ¿Te dice algo laposibilidad de que fuera un trapecista?—preguntó el comisario clavando lamirada en su ayudante.

—No sé, jefe. No sé qué decirle…—Lo diré yo, Benzoni: es nuestro

hombre. ¡Y no es una corazonada! Un

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trapecista de poca estatura es justo quienpodría haberse encaramado y ocultadoen el techo del servicio de la Logia delos Caballos para descender despuéshasta la nave central donde está el altarde San Marcos saltando desde labalaustrada con ayuda de una cuerda dealpinista o un cabo especial. Esoexplicaría por qué no fue detectado porlos sensores que dan la alarma, ¿nocrees?

—Dicho así, encaja todo, desdeluego, pero perdone, jefe, convendráconmigo en que no es más que unaconjetura.

—En eso te doy la razón, pero

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ahora, antes de ir a la consigna de laFerrovia, quiero que vayamos a lacomisaría que está al lado. Necesito unaguía, una guía de espectáculos.

—¡Hombre, jefe! Con el trabajo quetenemos no parece que sea el momentomás oportuno para ir al cine o al teatro,¿no le parece? —contestó el inspectorcon cara de asombro.

—Benzoni, no es al cine o al teatro adonde vamos a ir —respondió elcomisario con una sonrisa—, a dondevamos a ir es al circo. ¿Qué te parece?

—No sé qué decir, jefe, usted sabrálo que hace.

—Creo que nunca he estado tan

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seguro. No me digas que no te gusta elcirco. A mí cuando era chico meencantaba y siempre le pedía a mi padreque me llevara. Lo que más me gustabaeran los payasos y los leones.

—Yo la verdad es que fui pocasveces al circo, me daban miedo lospayasos, siempre pensaba que me iban allevar. Los que sí me gustaban eran lostrapecistas porque parecía que volaban.

—¡Exactamente eso es lo que hizonuestro hombre, Benzoni: volar! ¡Volarsobre el baldaquino que cubre el altarmayor de San Marcos!

El inspector no contestó. Se limitó aponerse a la altura de su jefe, quien a

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buen paso estaba salvando los pocosmetros que les separaban de lacomisaría de Policía que está junto a laestación término de la Ferrovia deVenecia. Al llegar ante la puerta, elcarabiniere de guardia se cuadró. Habíareconocido al comisario Sforza.

—¡A sus órdenes, comisario!—Baje la mano, gracias. ¿Quién está

hoy de jefe de guardia? —preguntó.—El comisario Castelli, señor.—¿Todo bien por aquí?—Sí, comisario, no hay novedad.—Bien, gracias —respondió Sforza

entrando en la comisaría seguido de suayudante. Cuando llegaron al despacho

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del jefe de guardia, éste estabatecleando un informe en el ordenador.Al reconocer a los visitantes, sonrió y sepuso de pie.

—¡A sus órdenes, comisario! ¿Quéle trae por aquí? Si viene con Benzoni,no debe de ser nada bueno —dijoguiñando un ojo al inspector.

—Visita de cortesía, Castelli, nadaespecial. Queremos que nos prestes unaguía de espectáculos, seguro que con elpoco trabajo que tenéis aquí, no como enla Questura, que estamos hasta aquí —añadió llevándose una mano hasta lafrente—, seguro, digo, que tenéis algunaguía a mano.

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—Desde luego, comisario, aquí loprimero que hacemos es dar carrete alas mochileras suecas y alemanas quellegan en tren a Venecia y, después,consultamos la guía de espectáculospara quedar con ellas, llevarlas al cine oal teatro y después invitarlas a una cenade trescientos pavos en el Harry’s Bar—contestó con ironía el policía—. Connuestro sueldo, qué le voy a contar, es elplan de cada día —concluyó.

—Está bien, Castelli, no digo que osestéis mirando el ombligo, lo que decíaes que tenemos más trabajo en laQuestura. Anda, no te piques. ¿Tienespor aquí alguna guía? —preguntó el

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comisario Sforza tratando de seramable.

—Sí, creo que sí, habrá alguna, elperiódico trae una. ¡Mire, aquí está! —respondió entregándole un cuadernilloque parecía haber sido un encarte delrotativo—. ¿Puedo saber qué buscan?

—Un circo, buscamos un circo —respondió el inspector Benzoni.

—Eso es, un circo, ¿te suena queacampe alguno en Mestre o susalrededores? —preguntó el comisarioSforza.

—Ni idea, la verdad es que, comono me gusta el circo, aunque hubiera unodelante de la comisaría, ni me habría

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fijado. ¿Qué se les ha perdido en elcirco? ¿Se ha escapado algún león?Espero que no se les haya perdido el deSan Marcos —añadió en tono de guasael otro policía.

—¡Muy gracioso, Castelli!Reconozco que lo del león de SanMarcos ha tenido gracia, pero no, nobuscamos un león, ni a nadie que tepueda interesar.

—No se enfade, jefe, era broma.Hablando en serio, supongo que es algorelacionado con el robo de la basílica,¿no?

—¿Por qué lo supones? —preguntóSforza.

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—Hombre, jefe, porque si es elcomisario jefe de Venecia en personaquien va por ahí haciendo preguntas, ¡nocreo que esté haciendo una encuestasobre lo que opinan los venecianossobre el puente de Calatrava! Digo yoque será algo más importante, ¿no?

—Supones bien —atajó el comisarioSforza sin contestar a su compañero—.¿Me la puedo llevar? —añadióseñalando la guía.

—Es toda suya, jefe. A ver si vienemás a menudo por aquí y nos tomamosuna ombretta.

—Lo haré con gusto, Castelli;descuida, que volveré cuando termine

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todo esto. Ahora, Benzoni y yo nosvamos; dentro de unos días ya te pondréal tanto de todo. ¡Hasta luego!

Se fueron sin decir más. Al salir a lacalle, caminaron un buen rato endirección al lugar en el que les esperabael carabiniere que les hacía de chófer.El comisario iba hojeando la guía. Antesde llegar al coche se paró y señaló unpunto del papel. Era un anuncio.

—¡Aquí está lo que buscamos,Benzoni!

—¿Aquí? —preguntó sorprendido elinspector.

—Sí. ¡Mira! Mira lo que dice aquí:«Circo de Belgrado actúa en Trieste.

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Sesiones de tarde y noche». Benzoni,¿cuánto tiempo hace que no vas aTrieste? ¿Qué te parece si nos plantamosallí mañana por la mañana?

—Lo que usted diga, jefe; usted esquien manda —contestó el inspector conaire de resignación. Sabía porexperiencia que cuando a su jefe se lemetía algo en la cabeza era mejor nollevarle la contraria.

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Capítulo 25La noche del 17 de septiembre, laprimera cadena de televisión deMacedonia abrió su informativonocturno con la noticia de la muerte dela viceministra del Interior. «MilenaTomic —decía la presentadora con vozqueda y semblante triste— falleció sinrecuperar el conocimiento tres horasdespués de haber ingresado en elhospital de Skopie, al que fue trasladadatras sufrir un aparatoso accidente decoche. El vehículo que conducíapersonalmente chocó frontalmente conun camión de gran tonelaje que circulaba

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a gran velocidad. El conductor delcamión —añadió la periodista— habíasalvado la vida, pero horas despuésfalleció, según los médicos, de resultasno tanto de las heridas provocadas porel choque como del agravamientorepentino de una insuficiencia pulmonarque padecía». Un recuadro con unafotografía de la dirigente política y unagrabación con las imágenes del amasijode hierros al que había quedadoreducido su vehículo ilustraban lainformación. La televisión no ofrecióninguna imagen del conductor delcamión. Sólo dijo su nombre. Sellamaba Peja Princip y —según dijo la

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locutora— era natural de Montenegro.Merkurio apagó la pantalla de

plasma que colgaba en una de lasparedes de su despacho. Una sonrisamaligna iluminó su rostro. «El coronelha hecho bien su trabajo. La viuda deese pobre diablo tendrá la recompensaprometida», pensó para sus adentrosrecordando que el coronel le habíahablado de aquel hombre. Era un obreroen paro que en tiempos de Tito habíacolaborado con la Milicija espiando asus compañeros y pasando informessobre posibles desafectos al régimen.Desde hacía unos años le habíandiagnosticado un cáncer de garganta.

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Sabía que no tenía cura y, cuando leentrevistó el coronel, estabadesesperado porque estaba sin dinero,iba a morir y dejaba atrás una mujer yseis hijos, algunos de corta edad, Alcoronel Bojovic no le fue difícilconvencerlo.

Un anticipo muy sustancioso enefectivo y el compromiso de que sumujer recibiría una ayuda adicionalcuando el trabajo fuera realizado fuesuficiente.

Peja habló con su mujer; le explicóque el dinero era el pago de una antiguadeuda de la que nunca con anterioridadle había hablado. La mujer no preguntó.

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Cuando la despensa está vacía y unotiene media docena de hijos quemantener, si el tendero llama a la puertay trae una cesta llena de comidadiciendo que el pedido está pagado,nadie pregunta quién ha saldado lacuenta.

Al día siguiente, Merkurio abandonóDubrovnik para trasladarse a Skopie,capital de la Antigua RepúblicaYugoslava de Macedonia y escenario enel que tenía previsto activar lo que élmismo había definido como «la partemás política» de su plan.

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Capítulo 26Siguiendo instrucciones de su jefe, elcoronel Bojovic había alquilado unsalón en el Holiday Inn de Skopie.Merkurio quería celebrar allí unareunión. Era un capítulo más de un plantrazado hacía unos años, tras la caída deMilosevic y el cambio de rumbopolítico en Serbia. Que SlobodanMilosevic hubiera acabado sus díaspoco después de la condena dictadacontra él por el Tribunal Penal de LaHaya, mientras que nadie parecía tenerinterés en capturar ni al psiquiatraRadovan Karadzic —cerebro de la

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«limpieza étnica» en Bosnia—, ni alejecutor de aquella matanza, el generalRatko Mladic, había instalado en elánimo de Merkurio la idea de que ni losEstados Unidos ni la Unión Europea —responsables del inicio de aquelproceso que acabó en tragedia por haberavalado la independencia de Croacia—volverían a intervenir en los Balcanes.

«La OTAN bombardeó Belgrado,pero, hagamos lo que hagamos —solíarepetir—, sus aviones no atacaránMacedonia. Washington y Londres hartotienen con salir de la ratonera de Irak».

La reunión era un encuentro conempresarios, hombres de negocios,

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banqueros, juristas, algunos militares ylos directores de los periódicos y lasemisoras de radio y televisión más ultra-nacionalistas de la capital. No habíaentre ellos ningún político profesional.El acto había sido convocado bajo unepígrafe que contribuía a disfrazar elobjetivo real del encuentro: «ForoMacedonio de Actualidad Económica.Coyuntura y Oportunidades».

La invitación era nominal y losdebates, a puerta cerrada. Porindicación de Merkurio, el coronelhabía ido llamando uno a uno a losempresarios comprobando que todostenían previsto acudir a la reunión

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convocada por el enigmático magnate.«Todos me deben algún favor y, más deuno, mucho dinero», le había dicho elirascible magnate. «Si alguno le diceque no puede venir, hágamelo saber.Hablaré con él», había añadido,completando la frase en un tono de vozque al militar le había recordado laforma de hablar del mariscal Tito.

La cita era a las seis de la tarde deldía 18 de septiembre. El salón estabacompleto cuando Merkurio hizo suentrada precedido del director de uno delos periódicos de más tirada de lacapital. El periodista iba a ser elpresentador del acto; detrás les seguía el

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coronel Bojislav Bojovic.—Caballeros, todos ustedes conocen

al doctor Mirko Lauer. Así las cosas,estoy seguro de que cualquier palabramía sobre su personalidad, méritos y,por qué no decirlo, patriotismo sería yauna palabra de más. Sólo diré quedurante los muchos años que estuvo enAmérica, trabajando de sol a sol paralabrarse un porvenir, la distancia nuncaempequeñeció su amor por nuestrapatria. Todo lo contrario; prueba de elloes la Fundación Macedonia que presidey sus generosas donaciones para lasgentes más necesitadas de nuestro país.Junto con mi agradecimiento por su

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generosidad para con el periódico queme honro en dirigir, poco más tengo queañadir acerca de la personalidad delhombre a quien todos admiramos y aquien gustosamente cedo la palabra —concluyó el presentador, iniciando conun aplauso la salva que vino después.

De pie en silencio y con la miradaperdida, Merkurio prolongó el momento.Cuando los aplausos empezaron adeclinar, hizo un gesto con una mano,como queriendo poner punto final alhomenaje.

—Gracias, amigos, gracias…Quiero agradecerles su presencia aquí,en Skopie, en nuestra amada capital, en

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un día como este en el que lascircunstancias nos obligan a trascendernuestra condición de empresarios, demilitares, de hombres del Derecho, delíderes de la comunicación, para ponertodas nuestras capacidades y nuestrailusión al servicio de nuestra patria.Hemos visto cómo, pese al sentimientomayoritario de nuestros hermanosserbios, amparándose en una política dehechos consumados, Kosovo emprenderumbo hacia un destino albanés ajeno asu historia y a la historia de Serbia.Hemos tomado buena nota y, al igual quenuestros vecinos, también nosotroshemos de hacer saber al mundo que

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estamos decididos a avanzar en larecuperación del solar de nuestrosantepasados. ¡Macedonia tiene derechoa decidir su destino y rescatar lo quehistóricamente nos pertenece!

Un aplauso cerrado sofocó laspalabras del orador. Pasaron dosminutos que el anciano saboreó a fondoy después, con un gesto cargado deautoridad, impuso silencio a los allíreunidos.

Después, el hombre que se hacíallamar Merkurio prosiguió:

—Los pueblos no siempre tienen losgobiernos que se merecen; el nuestro,desde luego, no lo tiene. Tenemos un

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Gobierno débil, políticamenteacomplejado ante las nuevascircunstancias. La voz del Presidente noha sido tenida en cuenta en la crisis deKosovo, como no lo fue durante laguerra, hace diez años, cuando la OTANbombardeó Serbia. Mitrovic es unhombre débil; para él, todo es unproblema; hasta rebautizar el aeropuertode Petrovec con el nombre de«Alejandro el Grande» también ha sidoun problema —añadió el conferenciante,provocando las risas de los asistentes—. ¡Macedonia! —prosiguió Merkurio—. ¡Macedonia no cuenta! Como todossabemos, el tamaño actual de nuestro

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país es fruto de una injusticia. Ladimensión geográfica y la historia quenos niegan, empezando por el gloriosonombre de Macedonia, es unaimposición que debemos rechazar.Somos de la estirpe del Gran Alejandroy a esa seña de identidad ¡ni podemos niqueremos renunciar! Caballeros —continuó el anciano enfatizando unaspalabras que a la mayoría de losasistentes les sonaron a enigmáticas—,dentro de poco estaremos encondiciones de decirle al mundo queMacedonia es la tierra de Alejandro yde Filipo y nadie, recuerden bien lo queles digo, ¡nadie podrá ponerlo en duda!

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Hasta que llegue ese momento —añadió—, confío en que en este instante crucialpara el destino de Macedonia cada unode ustedes sepa cumplir con su deber.

Al terminar, se hizo un silencio queapenas duró un segundo. Después, unaplauso cerrado resonó en la sala.

El orador, puesto en pie, hizo unaseña al coronel que éste trasladó a unode los asistentes. Como si de un ritualconcertado se tratara, a través de lamegafonía sonó el himno de Macedonia.Puestos en pie, los asistentes se sumaronal coro. A otra seña del coronel, unfotógrafo que hasta aquel momento habíapermanecido en un discreto segundo

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plano se acercó hasta las inmediacionesde la mesa presidencial y centrando enel objetivo la imagen de Merkuriodisparó. La instantánea retrataba alanciano cantando el himno con un fondoque parecía envolver su leoninacabellera blanca: era la bandera roja ygualda con la Estrella de Vergina, elsímbolo popularmente conocido como laEstrella de Macedonia, enseña delnuevo país desde que proclamó suindependencia en 1991; independenciaque no fue ratificada por las NacionesUnidas hasta dos años más tarde, trassuperar la oposición del Gobierno deGrecia, que no admite que su nuevo

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vecino utilice un nombre y unossímbolos que considera propios de laregión helena del mismo nombre. En1995, tras una larga negociación, laestrella de la bandera pasó a ser un sol ylos dieciséis rayos se redujeron a ocho.

Al terminar la reunión, uno de losdirectores de periódico que habíanasistido al acto se acercó a «Merkurio».

—¡Ha estado usted genial! Lefelicito, señor Lauer —dijo en tonoservil el periodista.

—¿Lo cree así? —respondió condesconfianza el anciano.

—¡Sí! ¡Rotundamente, sí! Líderescomo usted, patriotas con las ideas

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claras, es lo que necesita Macedonia.—Gracias, me he limitado a decir lo

que creo que piensa la mayoría denuestros compatriotas.

—A propósito de lo que le hemosescuchado decir: nos ha dejado ustedmuy intrigados; hablo por mí, pero meconsta que hay más personas quetambién sienten curiosidad por saber aqué se refería cuando ha dicho que«dentro de poco estaremos encondiciones de decirle al mundo queMacedonia es la tierra de Alejandro yde Filipo y nadie, recuerden bien lo queles digo, ¡nadie podrá ponerlo enduda!». Creo que son palabras suyas

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textuales porque he tomado nota de todasu intervención, que, como le decía, meha parecido extraordinaria —añadió,servil, el periodista en un tono de vozque pretendía hacerse perdonar lapregunta.

—Lo que he querido decir nodebería ser un secreto para ningúnmacedonio; todos deberían conocer lahistoria de nuestros antepasados y saberel porqué del nombre de nuestro país.Descendemos de aquellos invictossoldados que acompañaron al GranAlejandro en la conquista de Asia…

—Sí, claro, eso es así, tal comousted lo está diciendo, aunque por

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desgracia no todos los macedoniosconocen nuestra historia, perodiscúlpeme, me parecía, quizá sea unainterpretación mía —añadió conhumildad el periodista—, me parecíaque estaba usted anunciando algo, no sé,alguna iniciativa encaminada, bueno, nosé, algo para… precisamente acabar conesa ignorancia de la que hablamos.

—Esa ignorancia es interesada. Entiempos de la Federación Yugoslavanuestros libros de Historia sólo sereferían de pasada al antiguo y gloriosoReino de Macedonia, porque Tito eraenemigo de todo nacionalismo que nofuera el del Estado a cuya cabeza se

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encontraba; pero Tito murió y Milosevictambién, y, desde hace catorce años,desde que se proclamó la independenciade Macedonia, nuestro Gobierno haperdido un tiempo precioso para dar aconocer a los macedonios su gloriosopasado. Las batallas políticas que seganan en la escuela no se pierden en losdespachos. Promover nuestra lengua,nuestra bandera y nuestros símbolosnacionales es lo que nos dará la fuerzapara salvaguardar nuestra identidad —contestó el patriarca con una chispa defanatismo reflejada en la mirada.

Cuando el periodista quiso insistir,el coronel, que se había acercado hasta

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Merkurio, hizo ademán de intervenir,pero el anciano le hizo una seña paraque se quedara quieto.

—Señor, no le quiero molestar; sabeque en nuestro periódico siempre lehemos hecho un sitio y sus palabrassiempre han sido bien acogidas. Siinsisto en preguntar, es porque compartosus ideas y porque, bueno, me gustaría,si fuera posible, no sé, dar algunanoticia. En resumen, como le decía: meha parecido que usted tenía algo queanunciar; si no es el momento,discúlpeme; reitero que me tiene a sudisposición.

Merkurio guardó silencio. Su figura

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de coloso coronado por una melenablanca sobresalía con ventaja entre losasistentes. Sólo el coronel le igualaba enestatura y esa circunstancia, junto a suafinidad ideológica, había pesadomucho a la hora de consolidar sucercanía al visionario financiero a cuyoalrededor giraba parte de la vidaeconómica y política de la jovenrepública. Tras unos segundos que alperiodista, que se sentía escrutado, leparecieron horas, el patriarca habló:

—¿Cuento con su discreción?—¡Por supuesto, señor! —contestó

raudo el interpelado.—¿Me da usted su palabra?

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—¡La tiene, señor Lauer! Tieneusted mi palabra.

—Bien, le diré lo que vamos ahacer. Vamos a despedir a nuestrosamigos y después nos acompañará alcoronel y a mí. Su curiosidad tendrápremio. Ya lo verá —añadió el ancianodando media vuelta y acercándose a unode los corros que habían formado susinvitados.

Antes de seguirle, el coronel sedirigió al periodista.

—En cuanto nos vea salir, síganos.Al señor Lauer no le gustan lasindiscreciones, así que no hable ustedcon nadie de lo que le ha dicho,

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¿entendido?El periodista asintió. Estaba

nervioso. Llevaba tres meses intentandodejar de fumar y para animarse aconseguirlo llevaba siempre encima unpaquete de tabaco. Siempre explicabade la misma manera por qué iba a todaspartes con un paquete de cigarrillos enel bolsillo aunque había dejado defumar: «Si no fumo —decía—, esporque no me da la gana. Puedo hacerloen el momento que quiera». Mientrasobservaba alejarse al coronel,instintivamente se llevó una mano albolsillo y extrajo el paquete de tabaco.Sin dejar de mirar al militar, encendió

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un cigarrillo y aspiró el humo convoracidad.

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Capítulo 27El comisario Sforza y el inspectorBenzoni salieron de Mestre, camino deTrieste, a las siete y media de la mañanadel día siguiente. Sforza le había pedidoal inspector que condujera el coche yque no tuviera prisa; durante el viajesiguieron dándole vueltas alrompecabezas de lo ocurrido en loscuatro últimos días. Llegaron a mediamañana. Una fina lluvia caída la nocheanterior había bruñido las calles y lostejados de los edificios. Buscando elmuelle llegaron hasta la plaza dondeestaba instalado el circo con su gran

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carpa; unos metros más allá, aparcadasen fila, se veían cinco caravanas yalgunos turismos que debían depertenecer a los feriantes. En lo alto dela carpa y en los laterales de lascaravanas, grandes letreros proclamabanla identidad de la compañía: «Circo deBelgrado». Debajo, a los lados de lapuerta de lona, dos grandes cartelespintados con colores chillonesproclamaban los números fuertes delespectáculo: un domador de leones,trapecistas presentados como las«águilas humanas» y el espectáculopreferido de los niños: «Miss Lisi y susperritos amaestrados», un número que

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según el cartel «mezclaba las risas delos payasos con los saltos acrobáticosde los simpáticos animales».

—Ahora deben de estar ensayando,no creo que sea el mejor momento parair por ahí preguntando —dijo elinspector.

—Al contrario, Benzoni: si hacefalta, es cuando les vamos a poderapretar las tuercas; después, cuando sepongan las plumas o cojan el látigo,estarán tensos, nerviosos, pendientes delespectáculo.

—Una pregunta, jefe: exactamente,¿qué es lo que buscamos aquí?

—Todo y nada, Benzoni, es un tiro

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al aire a ver si hay suerte y cae elpichón. Si mi teoría del trapecista escorrecta, aquí deben de conocer alhombre asesinado en San Lazzaro.También puede ser que no tengan nadaque ver; de ser así… pues te invitaré alcirco. Dice ahí que la primera sesión esa las cinco de la tarde, así que antes nosdaría tiempo a comer.

—Hombre, jefe, así las cosas, casiprefiero el plan B —contestó elinspector con aire de guasa.

—Yo no. La verdad es que este casome tiene negro y me gustaría que el hilonos llevara al Minotauro.

—Veo que sigue pensando que el

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hombre de San Lazzaro era el mismoque asaltó San Marcos, ¿no?

—Sí, Benzoni, así es: creo que fueel mismo, pero nos faltan las pruebas; alo mejor hoy es nuestro día. ¡Vamosallá! —añadió, señalando en dirección ala carpa.

Cruzaron la plaza y al llegar a laaltura de una caravana que hacía lasveces de taquilla, el comisario se quedómirando una fotografía en la queaparecía una mujer de unos cincuentaaños; lucía una copiosa melena rubia yllevaba en la mano una sombrilla decuarteles multicolores; a su alrededor,escoltándola en círculo, se veía a media

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docena de caniches erguidos sobre laspatas traseras. En la parte superior de lafotografía, en letras de color amarillosobre fondo azul, había un nombre y unaleyenda: «Miss Lisi, la domadoraacrobática».

Benzoni se había adelantado yestaba ya acercándose a la puerta delona que daba acceso al interior de lacarpa cuando el comisario le llamó.

—¡Benzoni!—Sí, jefe, ¿qué pasa?—¿Recuerdas el atestado de lo

ocurrido en San Lazzaro?—Sí, jefe, claro que lo recuerdo,

¡como que me pasé dos horas en la

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Questura redactándolo, pensando ypesando cada una de las palabrasporque menudo es el juez!

—¿Te acuerdas de la parte querecogía las declaraciones de lostestigos? Trata de recordar qué era loque te contaron sobre el momento en elque el hombre aquel dio un grito y cayódesplomado.

—No sé, jefe, estaban en labiblioteca del convento, en la sala en laque los monjes armenios guardan lamomia egipcia, y es cuando escucharonel alarido. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por si recuerdas qué te contaronsobre las personas que formaban el

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grupo. Haz un esfuerzo, trata derecordar: cómo era el grupo, quéaspecto tenían los visitantes de SanLazzaro —añadió Sforza mirandofijamente al inspector.

—Pues recuerdo lo que me contaron:que iban con uno de los monjes que lesservía de guía y que, según me dijo elprior, parecían turistas; turistas comolos que todos los días, sobre todo en lasvacaciones de verano, llegan hasta laisla en el vaporetto atraídos por lahistoria del monasterio. No sé québusca, jefe, si precisara algo más lapregunta, a lo mejor yo…

—¿Recuerdas si el monje con el que

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hablaste mencionó algo sobre laindumentaria de los visitantes?

—Tengo una copia del atestado enmi ordenador y otra que Gina debe dehaber colocado ya en el archivo de laQuestura. Si quiere la llamo y le digoque se lo lea.

—Lo repasaremos a la vuelta; hasido un error mío no traer una copia —dijo el comisario con la mirada perdidaen el horizonte—. Una cosa más,Benzoni, ¿recuerdas si te dijo quealguno de los visitantes llevaba unasombrilla o un paraguas?

—¡Sí! ¡Claro que sí! Uno de losturistas entró en el claustro con una

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sombrilla y el monje le dijo que allí nopodía abrirla —saltó Benzonilevantando la voz sin saber muy bien larazón—. ¿Por qué me lo pregunta, jefe?

—Pues porque no sé si te acuerdasde que tú mismo me dijiste que alhombre de marras puede que le hubieranpinchado en la pierna con la punta de unparaguas o de una sombrilla… ¿Tal vezuna sombrilla como ésta? —añadió elcomisario señalando la foto de MissLisi que colgaba en la caravana quehacía las veces de taquilla.

—¡Coño! Jefe, ¿no cree que va usteddemasiado deprisa y, si me lo permite,también demasiado lejos?

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Durante unos segundos, el comisarioSforza permaneció en silencio mirandoel cartel; después, encogiéndose dehombros, miró al inspector y habló:

—Puede que tengas razón, Benzoni;puede que sea sólo una lucubración mía,pero pronto saldremos de dudas. Vamosa ver qué es lo que encontramos ahídentro —añadió al tiempo que iniciabala marcha. Entraron en la carpa sin quenadie les llamara la atención. Loprimero que vieron fue a un hombre queestaba en el interior de una jaula en laque había dos leonas de aspecto triste;un poco más alejado del centro, en otrajaula aneja, un ejemplar macho

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dormitaba; cerca de su cabeza se veíanrestos de una pieza de carne cuyo rastrode sangre teñía el suelo.

—Supongo, jefe, que no querrá queentremos en la jaula —preguntó elinspector.

—Había pensado que entraras tú,Benzoni. Te tengo por un valiente —contestó en tono irónico el comisario.

—¿No lo dirá en serio?—Totalmente en serio, son gajes del

oficio. Yo pienso entrar.—Pero, jefe, si no es necesario;

podemos hablar con ese tío desde estelado de las rejas.

—Me has convencido, Benzoni —

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dijo el comisario soltando una carcajadacuyo eco hizo que el domador se fijaraen ellos.

—¡Oiga! ¿Qué hacen ustedes aquí?¡No se puede entrar en el circo mientrasensayamos! ¡Está cerrado! ¡Váyanse!¡Fuera! —gritó el hombre señalando conla parte rígida del látigo a los policías.

—Sólo queremos hacerle unaspreguntas, amigo —dijo el comisario.

—¿No me han oído? —gritó elhombre—. ¿Quieren que le suelte? —añadió señalando al león, al que lasvoces del domador habían despertado yse había puesto en pie con cara de pocosamigos.

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—¿Quiere usted que le pegue untiro? —terció el inspector Benzonidesabrochándose la chaqueta ymostrando la pistolera.

—No digas tonterías, Benzoni —intervino el comisario—. ¡Somospolicías! No se ponga usted nervioso,sólo queremos hacerle unas preguntas,amigo.

—¿Policías? ¿Qué tipo de policías?—preguntó el domador.

—Policías de la Policía; venga,hombre, salga usted de la jaula y vengaaquí, que no le vamos a entretenermucho.

El domador obedeció. Sin darle la

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espalda a las leonas y conservando ellátigo, se acercó a la puerta de la jaula ysalió cerrándola tras de sí.

—Será mejor que salgamos de lacarpa, los leones son animales muysensibles y no les gustan los gritos ni losforasteros: se ponen nerviosos.

—Está bien, salgamos a la plaza —dijo el comisario. Una vez fuera, separaron junto a la taquilla.

—Hablando de forasteros, ¿usted noes italiano? —preguntó el inspector.

—No, soy yugoslavo, serbio, peroestoy aquí legalmente —contestó condesconfianza.

—No tema, que no somos de

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aduanas; hemos venido aquí porque nosgusta el circo —dijo Benzoni.

—¿Y por eso interrumpen miensayo? ¿Saben que ahora me va acostar una hora larga tranquilizar a losleones y que a lo peor el león no puedeactuar esta tarde porque se ha puestonervioso y podría atacarme?

—Lo sentimos, pero es necesarioque nos conteste usted a algunaspreguntas.

—¿Pueden ustedes demostrar queson policías?

—Sí podemos, pero ¿qué pasa siantes nos enseña usted sus papeles? —contestó, tenso, el inspector.

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—¡Benzoni! No es necesario que nosenseñe los papeles —cortó elcomisario.

—Empiezo a estar un poco harto deestos guiris, jefe. Vienen a Italia porquese mueren de hambre en sus países yencima nos quieren pasar por encima.

—No tienes razón, entre los quevienen hay de todo, como en todaspartes. ¡Déjalo ya! —ordenó elcomisario—. Dígame, ¿cómo se llamausted? —añadió dirigiéndose aldomador.

—Vapcarov, Nikola Vapcarov, perotodo el mundo me conoce por mi nombreartístico: «El Gran Kolia, domador de

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leones».—Bien, señor Kolia, quiero

preguntarle algunas cosas. ¿Cuántotiempo hace que están ustedes enTrieste? —dijo el comisario.

—Llevamos aquí tres semanas;después nos iremos a Verona.

—¿De dónde vienen ustedes?—De Maribor, en lo que ahora se

llama Eslovenia y antes era Yugoslavia—contestó el domador con un rictus deamargura.

—¿No le gusta que Eslovenia seaindependiente? —preguntó el inspector.

—No. Desde luego que no. Anteséramos una nación seria. Yugoslavia era

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un país respetado en todo el mundo.Ahora somos una mierda —contestó conrabia.

—¡Déjelo, Benzoni! No hemosvenido a realizar una encuesta sobre losproblemas políticos de los Balcanes —cortó el comisario—. Dígame una cosa,señor, ¿cuántas personas componen laplantilla del circo?

—Fijas somos treinta, pero tenemoscolaboradores ocasionales, gente quecontratamos en los sitios dondeactuamos para que nos ayuden a levantarla carpa, colocar las sillas y esas cosas—contestó señalando a su alrededor.

—¿Treinta? ¿Y todos proceden,

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digamos, de lo que antes eraYugoslavia?

—Sí, ahora todos somos serbios,menos Miss Lisi, que es de Skopie, deMacedonia.

—¿Miss Lisi?—Sí, la domadora de perritos. Es

una gran artista, no es fácil domar a losperros porque se cansan enseguida y sedistraen con el público, pero ella loconsigue. Su número gusta mucho a losniños.

—Habla usted muy bien el italiano—dijo el comisario—. Supongo que noes la primera vez que viene usted anuestro país.

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—Es verdad. Antes de trabajar eneste circo he actuado en otros: en elCirco de Moscú y también en el Circode Roma, pero ahora la gente prefiere latelevisión y la afición al circo se vaperdiendo.

—¿Miss Lisi actúa sola?—Sí. Bueno…, no, en realidad tiene

una ayudante. Una joven que la ayuda ensu número. ¿Por qué me lo pregunta, esque ha hecho algo malo?

—No, no que sepamos. Es porcuriosidad, ya le digo que nos gustamucho el circo y esta tarde nos gustaríaasistir a la primera sesión. Nos gustaríaverle a usted, a Miss Lisi y también a

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los trapecistas —contestó el comisario.—No podrá ser así. El número de

los trapecistas se ha suprimido delespectáculo.

—¿Por qué? —preguntaron a dúolos policías.

—Porque el portor se ha ido.—¿El portor? ¿Quién es ése? —

preguntó el inspector.—El portor es el trapecista que

espera a su compañero cuando regresade su vuelo; sin él no hay número.

—Y ¿qué le ha pasado? ¿Por qué seha marchado? —preguntó el comisario.

—No lo sé. Hace unos días dijo queestaba enfermo y se fue. Yo no sé más.

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Hablen ustedes con el director del circo,que es aquel que viene por allí —añadióel domador dando media vuelta.

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas? —preguntóel inspector.

—Déjalo, Benzoni, ya no lenecesitamos. Vamos a ver qué nos diceese que viene por ahí —añadió elcomisario dirigiéndose hacia el hombreque se acercaba hasta ellos—. ¿Es ustedel director del circo?

—Sí, así es. ¿Quién lo pregunta? —contestó receloso el hombre de medianaedad y aspecto fornido que llevababotas de caña alta y pantalones demontar.

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—Soy el comisario Sforza y él es elinspector Benzoni, de la Policía deVenecia.

—¿Venecia? Pero esto es Trieste,¿no?

—Sí, es Trieste, pero resulta queestamos en Italia, ¿lo sabía usted,amigo? —contestó el inspector conacritud.

—¡Benzoni, no sigas! —atajó elcomisario—. Dígame, señor…

—Gruevsky, Slobodan Gruevsky,ése es mi nombre y estamos aquílegalmente, señor —contestó el hombremirando retador al inspector—. ¿Pasaalgo? ¿Ha hecho algo malo Nikola? —

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añadió señalando hacia el domador queacababa de entrar en la carpa.

—¡No! Para nada. No pasa nada conél, hemos estado charlando con élporque queríamos saber cosas del circo,nada más. Por cierto, nos ha dicho quese les ha marchado un trapecista.

—Sí, así es. Se fue hace dossemanas; dijo que volvería, pero no havuelto y la verdad es que estamospreocupados porque no sabemos nadade él.

—¿Han ido a la Policía? ¿Hanpuesto ustedes una denuncia? —preguntóel comisario.

—¿Denuncia? —preguntó el

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director, sorprendido—. ¡No! ¡Claroque no hemos presentado una denuncia!¡Nosotros, señor, somos gente del circo!¡Nómadas! Hoy estamos aquí y mañanaallá, no tenemos rumbos ciertos.Milovan se fue, no sabemos adónde,pero volverá. Todos volvemos al circo.¿Adónde si no? ¡El circo es nuestravida!

—¿Se llamaba Milovan? Milovan¿qué más? —preguntó el comisario.

—¿Por qué habla usted en pasado,señor?

—¿Yo? ¿He dicho algo que le hagapensar eso? —preguntó el comisariocruzando la mirada con el inspector.

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—Sí, sí, señor, ha hablado usted deMilovan Demeratu como si ya noestuviera aquí.

—¿El trapecista se llama Demeratu?—Sí, señor, Milovan Demeratu, ése

es su nombre… pero no ha contestado ami pregunta, señor. ¿Le ha pasado algo?

—Tiene usted razón, señorGruevsky, no he contestado a supregunta, pero lo haré ahora: ¿el señorDemeratu es amigo suyo?

—Sí, bueno, la amistad del circo. Élera serbio y yo soy de Montenegro, perosí, puede decirse que somos amigos.

—Pues lo siento, siento decirle quetenemos razones para pensar que su

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amigo el señor Demeratu está muerto.—¿Muerto? ¿Qué le ha pasado? ¿Ha

sido un accidente?—En cierto modo podría decirse

que sí, que ha sido un accidente. Peropor el momento no le puedo decir más.Más adelante, cuando termine lainvestigación, yo mismo le daré todoslos detalles; ahora, si no le importa,déme un número de teléfono al que lepueda llamar. Éste es el mío: tenga —añadió el comisario entregándole unatarjeta—, póngase en contacto conmigosi cree que hay algo en la vida de suamigo que debamos saber.

—¡«Comisario jefe de Venecia»!

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¡Es usted un policía muy importante! —exclamó el director del circo—. ¿Qué eslo que ha hecho Demeratu para que unpolicía tan importante como usted seinterese por él?

—Nada… que sepamos, no sepreocupe por eso —mintió el comisario—, es una investigación rutinaria porquecreemos que su amigo es una personaque apareció muerta ayer en Venecia,muerta quizá de un infarto. Lo estamosinvestigando.

—¿Un infarto? ¡No me lo puedocreer! Demeratu tenía una salud dehierro, ¡era un trapecista, un atleta!

—Bueno, esas cosas nunca se saben,

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no es el primer deportista que muere enla pista o en un campo de fútbol.

—Sí, es verdad, pero Demeratu eramuy joven y estaba muy en forma. Ellase lo puede decir, como yo —añadió eldirector del circo señalando hacia lamujer rubia de mediana edad queacababa de salir de una de las caravanasy se acercaba hasta donde estaba elgrupo—. Es Miss Lisi, nuestra otradomadora —dijo el director—. ¡Dunia,querida! Quiero presentarte a estosseñores, son de la Policía…

El comisario miró hacia la mujer,pero no advirtió ninguna emociónespecial en su cara. Si la había

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sorprendido la presencia de lospolicías, lo disimuló.

—¿Policías? Slobodan, ¿supongoque no habrás olvidado pedir el permisopara instalar la carpa? —preguntó lamujer con un tono de voz que a Sforza lepareció glacial.

—No, querida, no vienen delAyuntamiento de Trieste, son de laPolicía de Venecia…

—No me habías dicho que pensabasinstalar el circo en Venecia, creía quedespués de Trieste íbamos a actuar enVerona.

—Y así será, Dunia. Estoscaballeros no están aquí por nada

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relacionado con el circo; bueno, enrealidad sí. En realidad han venidopreguntando por Demeratu, creen quepodría estar muerto —contestó eldirector con aire fatigado.

—¿Muerto? ¿Qué quieres decir coneso de que está muerto? —preguntó lamujer con aparente sorpresa.

—Lo que has oído, que creen queestá muerto.

—Así es, señora —dijo elcomisario—. ¿Le conocía usted bien?¿Sabe por qué se fue sin decir adóndeiba?

—No; cuando alguien dice que seva, las gentes del circo nunca

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preguntamos por qué. Somos nómadas yese tipo de preguntas no van connosotros.

—No nos ha dicho si usted y elseñor Demeratu eran amigos —añadióel inspector.

—Es verdad, no se lo he dicho,porque no lo éramos; sólo compañeros.No amigos.

—Una última pregunta —dijo elcomisario mirando fijamente a la mujer—. ¿En los últimos días ha estado usteden Venecia?

—No, hace tiempo que no voy porsu ciudad y lo siento, porque me gustamucho.

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—Está bien, no les molestamos más.Tendrán noticias nuestras, si, como nostememos, se confirma que la personamuerta cuya identidad estamosinvestigando es su compañero el señorDemeratu. Les avisaremos para que sehagan cargo del cadáver. No pierdausted mi tarjeta, señor Gruevsky —añadió el comisario.

—Descuide, no la perderé —respondió el director del circo.

—¡Adiós, señora! Sentimos nopoder quedarnos a ver la función.

—Saludos de mi parte a los perritosy no se olviden de dar de comer a losleones, no vaya a ser que se coman al

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domador y se queden ustedes sin función—dijo burlón el inspector Benzoni.

—No le hagan caso, él es así, legustan las bromas —dijo el comisariomirando con cara de reproche alinspector.

—¡Adiós! —respondieron a dúo elhombre y la mujer.

Una vez en el interior del coche, elinspector fue el primero en hablar:

—¡Jefe! No se enfade conmigo, yasabe que cuando estoy en tensión me dapor hacer coñas…

—Lo sé, lo sé, Benzoni, pero tienesque controlarte porque hay momentos ymomentos… Hablando de cosas serias,

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¿te has dado cuenta de que cuando lehemos dicho que el trapecista podíaestar muerto, la mujer no ha preguntadoqué es lo que le había pasado?

—Sí, jefe. Se lo iba a decir: yotambién me he dado cuenta. Va a resultarque tenía usted razón y esa rubia teñidaestá metida en todo esto.

—Si lo está, tiene mucha sangre fríaporque en ningún momento se hadelatado; sólo ese pequeño lapsus, perono es seguro, puede que sea una tía fría yque no se llevara bien con el trapecista.De todas maneras, vamos a acercarnos ala Questura de Trieste para hablar con elcomisario Gualtieri; es amigo y le voy a

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poner al tanto de nuestras sospechaspara que discretamente vigile a la rubia,no vaya a ser que se esfume.

—No creo que sea tan torpe comopara desaparecer hoy mismo, supongoque, si está pringada, querrá disimular yesperar a ver qué pasa.

—Recuerda que Trieste es lafrontera y en veinte minutos puedenpasar al otro lado, a Eslovenia o aCroacia, y si está implicada ydesaparece, nos complicaría mucho eltrabajo. Vamos a la Questura y, después,a comer. Invito yo.

—¡Hombre, jefe! Tendría que haberempezado por ahí, ¡tengo un hambre que

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me comería un caballo! —contestó elinspector.

Habían llegado hasta donde estabael coche que habían aparcado en uno delos extremos de la plaza cuando elinspector Benzoni se fijó en el papelcolocado bajo la goma de uno de loslimpiaparabrisas.

—¡Joder, jefe! Nos han multado,¿será posible? Pero si no hemos estadofuera ni veinte minutos… ¡Seráncabrones estos urbanos de Trieste!

—Benzoni, ¡eres un caso! Tesorprende que la gente cumpla con suobligación. Recuerda que eres policía yque ellos también lo son —replicó el

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comisario mirando a ver si localizaba alagente que les había multado.

—¡Mírela! ¡Está allí! —exclamó elinspector señalando en dirección a unaagente de la Policía local que en aquelmomento parecía dispuesta a repetir ladenuncia contra otro coche malaparcado—. ¡Me dan ganas de detenerlapor obstrucción a la justicia!

—¡Benzoni, no digas más tonterías!Venga, vámonos; conduce tú. Vamos a laQuestura. Se me está ocurriendo unaidea. Me preocupa que se nos puedaescapar la «miss».

—¿Y qué quiere que hagamos? Sólopor una sospecha no podemos detenerla

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—respondió el inspector sin disimularla irritación que le producía tener queaplazar la comida.

—Ya lo sé, Benzoni, ya lo sé. Nadieha dicho que vayamos a detenerla; almenos de momento. Estoy pensando enotra cosa…

—Ya lo sé: quiere usted que pidatrabajo en el circo para así podervigilarla de cerca y ayudarla a cuidarlos perritos…

—Vigilarla tú, no, pero que lo hagaalguien y sin perder un minuto, sí. Siestá Amedeo Gualtieri en la comisaría,no vamos a tener ningún problema —añadió el comisario—. Es amigo y le

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voy a pedir que vigile el circo. Hecambiado de idea respecto de lafrontera, bien pensado, creo que esmejor que le demos cuerda a lacometa… Si quiere volar, que nadie selo impida porque el pájaro quizá noslleve al nido. Le voy a pedir a Gualtierique esta misma tarde coloque un chip delocalización en el coche de Miss Lisi.¿Qué te parece la idea?

—¡Magnífica, jefe! Se lo digo enserio. Es mejor que estar pendientes detodos los coches que atraviesan lafrontera. Lo que no sé es si dispondránde un chip de este tipo en la Questura deTrieste.

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—Nosotros sí lo tenemos. Seríacuestión de ir a Venecia y volver —contestó el comisario ante un alarmadoTarsizio Benzoni, cuyos jugos gástricosparecían estar reclamando un poco deatención—. Pero no te preocupes,primero iríamos a comer algo. No creoque nuestra acróbata sea tan torpe comopara levantar el vuelo esta tarde: seríatanto como una confesión —concluyó elcomisario sonriendo ante la cara dealivio de su compañero.

—Menos mal, jefe. Por un momentohe llegado a pensar que hoyacabaríamos haciendo régimen.

—No, hombre, no; tranquilo. Vamos

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a la Questura, después comeremos algoy más tarde regresamos pitando aVenecia; quiero hablar con la forense yleer con tranquilidad el informecompleto de la autopsia. Creo quedebemos pedirles a los de toxicologíaque nos expliquen dónde se puedeconseguir curare; esto no es Brasil y nohay jíbaros por ahí achicando cabezas.Creo que muy pronto vamos a tenerocasión de hablar otra vez con esa MissLisi, que me parece que es una arpía decuidado —añadió el comisario mientrasajustaba el cinturón de seguridad—.¡Arranca ya de una vez y deja de mirar ala urbana, cualquiera diría que vas a

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pagar tú la multa!—No, jefe, pero me fastidia tanto

celo por un coche mal aparcado que enrealidad no molesta a nadie; no son másque ganas de recaudar euros. Lospolíticos de los ayuntamientos soninsaciables —contestó airado elinspector Benzoni.

—Te doy la razón en eso, pero terecuerdo que la mitad de los concejalesde aquí son esos amigos tuyos de la Liga—replicó el comisario con sorna.

—¡Hombre, jefe, eso ha sido ungolpe bajo! —contestó el inspectorarrancando el coche a gran velocidad.

—¡Benzoni, conduce despacio, que

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nos va a multar por exceso develocidad!

—Es que tengo hambre, jefe. ¡Muchahambre! ¡Me comería un tiburón entero,con aletas y todo!

—Estamos en Trieste, así quetendrás que conformarte con pedirribaltavapori, creo que vas a salirganando —replicó el comisarioevocando la sabrosa fritura triestina depescado—. Por cierto, Benzoni —añadió—. En la Questura deja que hableyo. Si está Gualtieri, no me importacontarle lo que sospechamos, es amigo ynos ayudará; pero si no está él, lescontaremos lo justo: les diremos que

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andamos detrás de una red que se dedicaa exportar coches de lujo a los paísesdel Este y que tenemos la sospecha deque el circo podría ser una tapadera.

—Está bien, jefe, pero comonuestros colegas se pongan bordes yempiecen con el rollo de lasjurisdicciones, vamos a tener unproblema.

—Confiemos en que esté Gualtieri.De todas formas, me gustaría que noquedara ningún cabo suelto. ¡Mira que sia la golondrina le diera por emprenderel vuelo antes de tiempo!

—Jefe, ¿quiere que me quedevigilando? De verdad, no me importa.

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Me quedo hasta que vuelva usted y suamigo el comisario Gualtieri o quien éldiga. Lo de la comida es broma, me daigual —añadió el inspector con vozgrave.

—Umm… Pues, si no te importa,casi sería lo mejor —contestó elcomisario Sforza—. Sí, ya que lo dices,va a ser lo mejor. Quédate; yo vuelvoenseguida, en cuanto ponga a nuestroscolegas al tanto de nuestras sospechas.¡Venga, rápido, volvamos a la plaza! —ordenó el comisario con una sonrisa.

Cuando llegaron, dieron una vueltaalrededor del lugar en el que estabainstalada la carpa del Circo de

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Belgrado. Las caravanas estaban todas ytambién los coches de los feriantes.Todo parecía estar igual que cuandollegaron la primera vez. El inspectorparó el coche y se bajó. El comisario,sin descender del vehículo, se deslizóhasta el asiento del conductor.

—¡Benzoni, aguanta! ¡Y no se teocurra comprar nada de comer por losalrededores, que la invitación sigue enpie! —dijo el comisario con guasa.Después, se perdió entre el tráfico de laRiva 3 di Novembre, en dirección a laplaza de la Unidad.

Tuvo suerte. Aquel día su amigo, elcomisario de la Policía judicial Amedeo

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Gualtieri, estaba de guardia en laQuestura de la ciudad de Trieste.

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Capítulo 28Utilizando su clave de superusuario,Philippe de Vaucluse entró en el archivoinformático central de la Interpol. Abriódiversos ficheros hasta localizar lo quebuscaba. «Debe de ser esto —se dijo, alempezar a leer una nota enviada por elDepartamento Informático de la Interpolal laboratorio de la Policía Científica deRoma. Era un texto muy breve—: …“Aunque no es una conclusión definitiva—decía el informe—, el rastreo de lossaltos de base realizados por el hackerpara borrar sus huellas hace pensar queel asalto se produjo desde un equipo con

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un punto de inyección en la redtelefónica de Croacia.Desgraciadamente, el intruso realizó untrabajo muy profesional y ha sidoimposible determinar con exactituddicho punto, aunque todo indica quepartió de la región de Dubrovnik”». Lanota añadía detalles sobre la técnicautilizada por el hacker; también conteníaalgunas recomendaciones para mejorarla seguridad de los programasinformáticos. No estaban dirigidasespecíficamente a los técnicos de laPolicía italiana, pero era obvio que ésaera la intención del DepartamentoAnti-hacker. «Esta última parte no habrá

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caído muy bien en Roma —pensó elpolicía esbozando una sonrisa—. Asíque el pirata es croata o cuando menosyugoslavo. Al amigo Sforza le interesarásaber que son sus vecinos quienes lesespían».

Philippe de Vaucluse cerró elprograma y poniéndose la chaquetaabandonó el despacho. La secretarialevantó la mirada al verlo.

—Ivonne, hoy comeré fuera. Volverépor la tarde. Cualquier cosa, ya sabe:llámeme al móvil —dijo levantando elpequeño celular que llevaba en unamano.

—Descuide, jefe. Bon appétit! —

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respondió la secretaria con una sonrisa.—Gracias.A buen paso, el policía ganó la

salida y se dirigió al garaje donde teníaaparcado el coche. Una vez dentro, secolocó el cinturón de seguridad y antesde poner en marcha el vehículo, sacó elteléfono del bolsillo de la chaqueta ybuscó en la agenda el número de MarcoSforza.

—Allô! ¿Marco?—Sí, ¿quién es?—Marco, soy Philippe, Philippe de

Vaucluse…—¡Philippe! ¡Qué alegría, amigo!

¿Cómo te va?

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—Bien, bien, gracias. Marco,¿recuerdas lo que pediste?

—Sí, claro, cómo no voy arecordarlo. ¡No me digas que ya tienesalgo para mí! —preguntó el comisariosin poder disimular su excitación.

—Así es, amigo. Tengo novedades.—¡Me tienes en ascuas!—Marco, los piratas los tenéis

cerca, muy cerca.—¡No te oigo bien, Philippe! Estoy

en el coche y se va la voz.—¿Me oyes mejor ahora?—Sí, sí, ahora sí.—Escúchame, Marco, según

nuestros técnicos, el hacker que entró en

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el programa del laboratorio de Roma lohizo desde algún punto de Croacia,probablemente en el área de Dubrovnik.¿Te dice algo eso? —preguntó Philippede Vaucluse levantando la voz.

—¿Croacia? Eso está como quiendice aquí al lado, muy cerca de Venecia.En principio, la verdad es que no medice nada especial, pero es un dato; undato importante que seguramente tendráalgún sentido. Mil gracias, Philippe. ¡Nosabes cómo te lo agradezco! Esperopoder compensarte cuando vuelvas porVenecia, amigo.

—Te tomo la palabra, pero teadvierto, amigo, que te va a salir caro,

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porque no me conformaré con menos deuna cena en Do Forni, regada con unabotella de Pinot Grigio. Ja, ja —respondió el policía francés.

—¡Eso está hecho, amigo! La cena,desde luego, corre de mi cuenta,Philippe, y, repito, mil gracias.

—No hay de qué, amigo. Espero quepara entonces me puedas contar como valo de San Marcos…

—Te lo contaré antes de que vengas,estoy atando cabos y lo que me acabasde contar quizá encaje en el puzzle.

—¡Cuídate!—Tú también, amigo —respondió el

comisario Sforza. Después apagó el

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móvil y se quedó pensativo.Iba en el coche en compañía del

inspector Benzoni. Regresaban aVenecia tras haber organizado con suscompañeros de la Questura de Trieste lavigilancia de la mujer sospechosa dehaber participado en el crimen de SanLazzaro. No había sido fácil, aunque elcomisario Amedeo Gualtieri habíacolaborado desde el primer momento. Elproblema, como siempre, eran laburocracia y las jurisdicciones. Parapoder justificar la petición del chip-chivato, el minúsculo dispositivoelectrónico que una vez colocado en uncoche permite seguir al vehículo

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mediante la señal que transmite a unsatélite, el comisario Gualtieri habíatenido que inventar una historia.Confiaba en Marco Sforza, al queconocía desde los tiempos de laAcademia. «Sabes que me la juego, peropor ti estoy dispuesto a hacer lo quesea», le había dicho a su amigo. Sforzasonrió al recordar que él le habíacontestado que no se preocupara, que silas cosas iban mal, los dos acabaríancantando serenatas a las turistasnorteamericanas desde una góndola.

—La verdad es que Gualtieri tieneun par —dijo en voz alta el comisario.

—Desde luego que sí, jefe —

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respondió el inspector Benzoni—. ¿Eraél quien le ha llamado?

—No, no era él. El que me hallamado es un amigo de Interpol.

—¿Su amigo, el comisario francés?—El mismo.—¿Y qué le ha dicho? Si es que se

puede saber…—Se puede saber, Benzoni. Se

puede saber.—¿Y…?—Pues lo que me ha dicho mi amigo

es que en algún punto de Croacia estánmuy interesados en las cosas quehacemos en Venecia.

—¿Cómo? No le entiendo —

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respondió el inspector con cara dedesconcierto.

—Estoy armando el rompecabezas,Benzoni, yo tampoco encuentro la lógicaa todo esto, pero resulta que el hackerque entró en el programa cifrado dellaboratorio de la Científica de Roma alparecer opera desde algún lugar de laregión de Dubrovnik, en Croacia. Estáahí —dijo, señalando hacia el mar quese perfilaba a lo lejos de laautostrada—. Ahí, en algún punto de lacosta dálmata.

—¡Huy! ¡Balcánicos! Lo que nosfaltaba. ¡Kosovares y serbocroatas! Songentes violentas, han tenido una guerra

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atroz hasta hace dos días y estánacostumbrados a tirar de pistola. No megustan nada. ¡Toco madera! —respondióel inspector llevándose la mano derechaa la cabeza; había cerrado los dedosíndice, anular y medio y manteníaextendidos el pulgar y el meñique.

—No generalices, Benzoni. Habráde todo; como en todas partes, enCroacia y en Serbia hay gente buena ygente mala. Ya sabes lo que dijoChesterton cuando una vez lepreguntaron que qué opinaba de losfranceses: «No lo sé, no le puedocontestar porque no les conozco atodos». Pues eso, Benzoni, que en todas

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partes hay buena y mala gente.—¿Quién era ese Chesterton? Me

suena a marca de tabaco…—¡No seas burro, Benzoni!

Chesterton era un escritor inglés y muybueno, por cierto. Tiene un personaje, elpadre Brown, un cura, que es undetective genial, un detective al que nose le escapa una. Te vendría bien leeralguna de sus obras.

—Jefe, ya sabe que leer no es lomío, mira que lo he intentado conCamilleri y su Montalbano, pero nopuedo.

—Pues a mí me gusta. Es muy bueno.—¿Qué diría ese cura amigo suyo, el

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padre Brown, de todo este lío en el queestamos metidos?

—Buena pregunta. Supongo queharía un poco lo mismo que nosotros, irarmando el puzzle y no dejar depreguntarse por el quid prodest? de lacosa. Lo que pasa es que en este caso, sies que es el mismo, y digo eso porque, aveces, la verdad es que me vienendudas, digo que si, como parece, hayconexión entre el asalto a San Marcos yel homicidio de San Lazzaro, no sé quérelación puede tener con el hackercroata, si es que se trata de un croata,que ésa es otra, porque vete tú a saberquién está detrás de las manos capaces

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de triangulaciones informáticas que danla vuelta al mundo antes de volver allugar desde el que se ha iniciado laoperación. Pero que no sepamos dóndeencajan las piezas no quiere decir queno estén relacionadas. Podría ser unacasualidad que el hacker hubieraentrado en el ordenador de la Científicapor puro placer, porque ha visto en latelevisión la noticia de lo de SanMarcos y ha querido demostrar que esmás listo que nadie; tengo entendido quesuelen hacer eso, que crean programasque se hacen con las contraseñas y nohay código que se les resista. Entran yalgunos incluso graban sus «hazañas» y

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luego las cuelgan en la Red paraalardear de sus habilidades. Podría serque fuera ése el caso, pero no sé…Después de veinte años en la Policía, laverdad es que no creo en lascasualidades, lo que pasa es quetampoco veo dónde está la lógica en estecaso, pero que no lo vea no quiere decirque no exista…

—Hoy le veo poco optimista, jefe—dijo el inspector, al tiempo que dabaun volantazo para evitar que se lesechara encima un camión que les habíaadelantado a gran velocidad—. ¡Peroqué hace ese imbécil, nos va a matar! —exclamó Benzoni indignado por la

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maniobra del conductor del camión—.¡Será canalla! Jefe, ¿pongo la sirena y ledetenemos? —preguntó.

—Déjalo, Benzoni, bastantesproblemas tenemos, vamos atranquilizarnos y a volver cuanto antes acasa —respondió el comisario con ungesto de resignación.

—Menos mal que llevamos un alfa,que es un coche cojonudo. Si es unopequeño, el rebufo del camión noshabría metido contra el quitamiedos. Detodas formas, jefe, aunque no nosparemos, déjeme que ponga la sirenasólo para que ese terrone se acojone ydeje de conducir como si fuera el rey de

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la carretera.—Haz lo que quieras, Benzoni, pero

ni hablar de pararnos. Estoy cansado yquiero llegar cuanto antes a casa. Estoyhecho polvo —respondió el comisariollevándose las dos manos a la altura delas orejas en un intento de aminorar elulular de la sirena cuyos destellosazules, captados por el retrovisor,helaron la sonrisa del camionero quehabía rebasado el coche de los policíasa una velocidad muy por encima de lapermitida. Instintivamente frenóllevándose una mano a la frente, unaseñal que delataba preocupación.Esperaba que el coche de la Policía le

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rebasara obligándole a detenerse, perono fue así. El alfa romeo rebasó elcamión y regresó al carril derecho sinque ninguno de sus dos ocupantesprestaran la menor atención alacongojado camionero. A lo lejos y a laizquierda, la línea del horizonte parecíapartida en dos. A un lado se veía lasilueta confusa de Mestre; en el otro,sobre las inquietas olas de la mar, lasiempre enigmática Venecia reposaba.

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Capítulo 29Los temores del ministro del Interior deItalia se revelaron más que fundados. LaStampa, el gran periódico de Turín, nosólo se había enterado del robo, tambiénpublicaba el contenido del análisis delos expertos del laboratorio de laPolicía Científica de Roma. Cuandofaltaban apenas diez minutos para lamedianoche del día 11 de septiembre,Riccardo Salcioli, el jefe de suGabinete, le llamó por teléfonoponiéndole al tanto de la catástrofe.

—Ministro, perdone que le molestea estas horas, pero es que tengo malas

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noticias.—Me pillas en la cama, Riccardo.

¿Qué ha pasado?—Es sobre lo de Venecia. La

Stampa publica mañana lo del hacker…—¡Se lo dije!, ¡se lo dije a Pisani!

Le dije que en cuanto interviniera laInterpol sería cuestión de tiempo quehubiera una filtración. ¡Son de lo que nohay! ¡Fíjate, no han tardado ni unasemana! —contestó indignado elministro—. ¿Cómo lo presentan?

—Pues se lo puedo leer. Tengo laversión digital, supongo que elperiódico de mañana no diferirá mucho.El primer titular dice que un hacker

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consigue penetrar en el ordenadorcentral de la Policía Científica y robainformes secretos.

—Hablas de un primer titular, ¿haymás?

—Sí, ministro, hay más… y me temoque no le van a gustar —respondióSalcioli sabiendo la tormenta que iban aprovocar sus palabras.

—¿Qué es lo que no me va a gustar,Riccardo? ¡Déjate de rodeos y cuéntamequé es lo que dicen!

—Dicen que el hacker robó elinforme con los resultados del análisisdel ADN que la Policía realizó a losrestos encontrados en la tumba de San

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Marcos.—¡Virgen Santa! ¡Qué desastre!—Lo siento, ministro, pero hay

más…—¿Más? ¿Qué más? —preguntó

Ottavio Agrícola sin poder disimular unsuspiro tan profundo que a su jefe deGabinete le pareció que anunciaba unataque cardíaco.

—Dicen que según el informe losrestos de ADN encontradoscorresponderían a dos hombres, los dosde origen europeo, caucasianos, nosemitas. Recalcan mucho este últimoaspecto, el que los restos correspondena individuos, los llaman así, que eran

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caucasianos, no semitas. Hay unrecuadro en el que un profesor expertoen genética, un especialista que estuvola otra noche en Canale 5, en elprograma de Tiziana Marchesi, explicaque ninguno de los dos se correspondecon el patrón genético de ADN dePalestina ni de la antigua Judea.

—¡Santo Dios! —exclamó elministro—. ¡Nos ha tocado la lotería!

—Ministro, el periódico no daopinión; al menos en la edición digital,que es la que estoy leyendo; quiero decirque no hacen sangre —apuntó el jefe deGabinete, consciente del mal trago quetodo aquello suponía para el ministro.

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—Si no hacen sangre, es porque noles ha dado tiempo. ¡No seas ingenuo,Riccardo! ¿No ves que estamos jodidos?—replicó el ministro en un tono y con unregistro de voz inusual en él—. ¡Espera,espera a mañana, a que los demásperiódicos también se enteren de lanoticia!

—Sí, ministro, tiene razón…—¡Los periódicos y la televisión! ¡Y

las radios! ¡Entérate, Riccardo, nos hanjodido! ¡Qué faena!

—Se me ocurre que, en fin, quizá nosea para tanto. A fin de cuentas, ¿qué eslo que dicen? ¿Que se ha filtrado uninforme policial con el ADN realizado a

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muestras tomadas en el sarcófago de SanMarcos? Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué, Riccardo? ¿Nocomprendes la trascendencia de todoesto? —preguntó, irritado, el ministro.

—Quiero decir, ministro, que si bienrespecto al asalto del hacker nopodemos hacer otra cosa que reconocerque nos han metido un gol, le sugeriríaque anunciara que tiene intención decortar algunas cabezas. Sobre lo delADN, que es lo que más le preocupa, loque creo que debemos decir es que loque ha encontrado la Policía demuestraque fueron dos y no uno los asaltantesque entraron en San Marcos.

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—Pero el primer informe de laPolicía de Venecia sólo hablaba de unladrón, lo recuerdo perfectamente —dijo el ministro. El tono de su voz habíacambiado. Las palabras de su jefe deGabinete parecía que habían encendidouna luz allí donde segundos antes sólohabía tinieblas.

—Lo sé, ministro; pero un informepolicial puede ser corregido por otroinforme policial.

—Umm, puede que tengas razón,Riccardo, pero antes de decir nada,déjame que lo piense, que le dé unavuelta; en este asunto nos jugamosmucho y hay que andar con pies de

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plomo. No sé si llamar al PrimerMinistro para prevenirle y contarlecómo están las cosas antes de que seentere por la radio mañana por lamañana. En fin, son ya las doce, creoque lo mejor será esperar y llamarlemañana, Riccardo. Gracias; comosiempre, me ayudas mucho. Duerme,duerme si puedes porque mañana va aser un día de mucho trabajo. Te veré enel ministerio a primera hora.

—Ministro, no tiene que darme lasgracias; sabe que estoy con usted desdehace muchos años y, bueno, me haenseñado a separar lo importante de loque no lo es y, como diría usted, a

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buscar «soluciones imaginativas». Si leparece, mañana preparamos uncomunicado; en esta ocasión me pareceque es mejor un comunicado que unarueda de prensa.

—¡Por favor! No me hables deruedas de prensa a estas horas, que si lopienso me voy a desvelar y pasaré todala noche en blanco —respondió OttavioAgrícola impostando la voz—. Hastamañana, Riccardo, buenas noches.

—Hasta mañana, ministro, quedescanse.

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Capítulo 30Dunia Kovacevic, «Miss Lisi» en elmundo del circo, estaba nerviosa. Lavisita de los policías italianos habíainstalado en su ánimo gran desazón.Desde el mismo momento en el que semarcharon se enzarzó en un interminableejercicio de vuelta a las preguntas delcoronel y de repaso a sus respuestas.Estaba segura de no haber dejadoninguna huella cuando pasó por SanLazzaro, pero se atormentaba pensandoque quizá algo había escapado a sucontrol porque, de no ser así, concluía:¿qué hacían allí los policías preguntando

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por el desaparecido Demeratu? La dudala consumía, la angustia había cortado suapetito —llevaba horas sin comer— y elmiedo empezaba a tejer el manto delpánico cuando la idea de escapar cruzópor su cabeza anegando todos los demásimpulsos de su cerebro. ¡Huir! ¡Huir!«Es la solución», pensó.

Aunque sabía que no debía hacerlo,fue entonces cuando marcó el teléfonodel coronel Bojovic.

—¿Sí?—¿Coronel? Soy yo.—¡Sabe que no debe llamar a este

teléfono! —respondió el militar con vozairada.

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—Sí, lo sé, señor. Perdone, losiento, pero es que es muy urgente; haocurrido algo, no sé…

—¡Hable!—La Policía, señor; la Policía

italiana ha venido al circo; han estadohaciendo preguntas. Perdone, pero esque estoy muy nerviosa —dijo la mujeren un tono que revelaba un estado degran agitación.

—Tranquilícese, Dunia. Si no setranquiliza, no podré ayudarla —dijo elcoronel tratando de encontrar una salidaa una situación que no había previsto—.¿Qué querían los policías? —añadió enun registro de voz mucho más calmado.

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—No sé, señor; bueno, en realidad,sí. Preguntaban por Demeratu, queríansaber si trabajaba en el circo y, bueno,usted ya sabe…

—¡No diga nada por teléfono! —cortó el militar recuperando el ásperotono de voz con el que había iniciado laconversación.

—Pero si es usted quien me hapreguntado, yo… —acertó a decir lamujer, confundida por el cambio de tonode su interlocutor.

—Ya sé, ya sé que le he preguntadoyo, pero ¡por favor!, utilice la cabeza,¿no comprende que estamos hablandopor teléfono y que no es un canal

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seguro?—Sí, sí, claro, perdone, perdóneme,

es que estoy muy nerviosa y no sé muybien qué debo hacer.

—Yo se lo diré. Ante todo, Dunia,mantenga usted la calma. No pierda losnervios, parece mentira que una mujercomo usted, con su experiencia, noconsiga dominar la situación. Dígameuna cosa, Dunia, los policías quehablaron con usted, ¿cuántos eran?

—Dos, señor, eran dos.—Dos, está bien. ¿Y estaban solos o

había más con ellos en los alrededoresdel circo?

—Pues no sé, la verdad es que no

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me fijé demasiado, pero creo que erandos nada más.

—¿Hablaron sólo con usted otambién hablaron con otras personas delcirco?

—No, sólo conmigo, no; hablaroncon «Kolia» Vapcarov, el domador, ytambién con el señor Gruevsky, eldirector del circo.

—¿Y qué es lo que querían saber?—Ya se lo he dicho, preguntaban

por Demeratu, querían saber si loconocíamos, y, claro, les dijimos que síporque todo el mundo sabe quetrabajaba en el circo.

—¿Se interesaron por alguna otra

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cosa? Trate de recordar, Dunia, esimportante.

—No, bueno, ¡sí! Ahora querecuerdo, me preguntaron si habíaestado alguna vez en Venecia, sí, eso es,lo recuerdo perfectamente.

—Y usted, ¿qué les contestó?—Pues yo… yo les dije que hacía

tiempo que no iba por Venecia…—Bien, hizo usted bien. No se

preocupe. Están buscando a Demeratu yes lógico que hayan acudido a su lugarde trabajo. No debe preocuparse, Dunia.No saben nada, son policías y estánhaciendo su trabajo. Si se pone ustednerviosa, se pondrá en evidencia.

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Mantenga la calma. ¡Hágame caso!—Pero yo, señor, no estoy tranquila

y me gustaría volver a Skopie, habíapensado que usted lo comprendería…—añadió la mujer con voz entrecortadapor los sollozos.

—¡No llore, Dunia! ¡Contrólese! —ordenó el militar.

—Lo siento, señor, es que tengomiedo…

—Bien, está bien, le diré lo quetiene que hacer. ¿Quiere usted volver?¡Pues vuelva! Tiene usted mi permiso,pero hágalo bien, despídase del circosin prisa, pero no de hoy para mañana,porque eso haría sospechosa su marcha.

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Prepárelo todo, pero deje pasar unosdías, una semana, mejor diez días. ¿Haentendido bien lo que le he dicho? —preguntó el coronel.

—Sí, sí, señor. Lo haré tal y comousted ha dicho, no se preocupe: me irédentro de diez días —contestó la mujeraliviada por las palabras del militar.

—Bien, será mejor que sea así. Unaúltima cosa, Dunia: no vuelva allamarme a este teléfono. Cuando lleguea Skopie, ya nos veremos. Adiós —añadió el coronel cortando lacomunicación sin dar tiempo a la mujerpara despedirse.

Dunia Kovacevic se quedó cortada.

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Las últimas palabras del coronel ladevolvieron al estado inicial deansiedad. Sabía que algo iba mal, perono acababa de encontrar la forma desuperar la angustia que embargaba suánimo. Le vino a la cabeza el grito deMilovan Demeratu al caer al suelo trasrecibir el pinchazo mortal que en pocossegundos acabó con su vida. Habíahecho lo que le había ordenado elcoronel; el militar, de manera un tantovaga, había insinuado que Demeratu eraun traidor. Había cumplido la orden sinpreguntar, pero ahora, al escucharaquella voz tan áspera, la misma que lehabía ordenado acabar con la vida de su

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compañero, sintió el vértigo de la duda.Aunque ella no lo sabía, Demeratutambién era colaborador del antiguoservicio secreto yugoslavo de lostiempos de Tito. Actuando por separadoy sin saber el uno del otro, el circo leshabía servido de tapadera en algunas desus misiones en el extranjero; las gentesde circo no saben de fronteras. Latroupe de un circo pertenece a la estirpede Babel, va de un lado para otro y semueve sin despertar sospechas.

Dunia Kovacevic había nacido enPrilep, una pequeña población situada aunos cincuenta kilómetros de Skopie.Había pertenecido a las Juventudes

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Comunistas y más tarde al Partido;siempre se había movido en losambientes de los seguidores de Tito.Apenas había cumplido veinte añoscuando la reclutaron para colaborar conlos servicios de información delrégimen. Tras la muerte de Tito y lasturbulencias políticas posteriores, echóel ancla en Serbia. En Belgrado habíaconocido al coronel Bojovic. No era laprimera vez que participaba en misionesespeciales, pero se quedó muydesconcertada cuando el coronel le dioorden de acabar con aquel compañerodel circo con el que apenas serelacionaba. El coronel le había dicho

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que Demeratu era un traidor y un ladrón,pero no le había dicho cuál era sucrimen y qué era lo que había robado.Dunia Kovacevic era una agentedisciplinada y no había preguntado más.Esperó a recibir el veneno y, cuando lotuvo en sus manos, siguiendo lasinstrucciones del coronel buscó una delas sombrillas que utilizaba en sunúmero de los animales trapecistas ycon una lima que se había procurado alefecto trabajó la contera de la sombrillahasta convertirla en un afilado punzón.Días después, se trasladó a Veneciapara cumplir su misión.

«¿Cómo puedo saber si Demeratu

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estará esa mañana en San Lazzaro?»,había preguntado al militar cuando éstela llamó para ordenar la ejecución.

«No se preocupe por eso: él estaráen San Lazzaro a las doce y media. Esmuy importante que estudie los horariosde los barcos para estar en la isla a lahora que le acabo de indicar. Cuando sevean, no se saluden: hagan como si no seconocieran», le había dicho el coronel.

Contestó que sí, que consultaría loshorarios, pero no acababa de entendercómo podía estar tan seguro el coronelde que Demeratu acudiría a la isla,aunque de las palabras del militar habíadeducido que su compañero de circo

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también trabajaba para el coronel. Ni élni el militar se lo habían comentado.

La idea de que Bojovic había estadojugando con su vida y con la deDemeratu acentuó su grado de ansiedad.Al evocar la figura del militar, DuniaKovacevic sintió miedo, más que el quehabía disimulado ante los policíasitalianos que con su presencia habíanquebrado la melancólica rutina delCirco de Belgrado. Tuvo un momento deduda y estuvo a punto de huirincumpliendo las órdenes del coronel;después, lo pensó más y decidióquedarse. Pese a que el sistemacomunista se había desmoronado y

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Serbia y Macedonia eran ahora Estadosdemocráticos, como tantos otrosantiguos comunistas alienados duranteaños por aquella doctrina totalitaria,Dunia conservaba un rescoldo deañoranza del sistema que lo había sidotodo en su vida, porque todo loprogramaba: desde el nacimiento hastala tumba.

Eran muchos años de disciplinadaobediencia los que casi habíanconseguido anular los impulsospersonales y las libertades a las que contanta rapidez se habían apuntado losjóvenes; en el fondo, la libertad le dabamiedo. Durante muchos años, obedecer

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sin preguntar le había permitido vivirsin problemas y aquella costumbre sehabía convertido casi en un acto reflejo.Por eso, tras la duda inicial, decidiópermanecer en Trieste ignorando que aochocientos kilómetros de allí elcoronel Bojislav Bojovic habíadecidido ya su destino.

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Capítulo 31Tiziana Marchesi era una mujer muyinteligente que a lo largo de toda su vidaprofesional había tenido que lucharcontra el prejuicio que despertaba suextraordinaria belleza. El éxito delprograma que presentaba y dirigía enCanale 5 la había convertido en unafigura nacional. Toda Italia la conocía ytodos los italianos sabían de su agresivaindependencia.

En las entrevistas que de vez encuando le hacían otros colegas siemprehabía un momento en el que Tizianarecordaba al poeta Kavafis evocando un

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poema que habla del amargo don de labelleza. «Todavía hay mucho machistaen Italia —decía—. Para ellos, sermujer y ser guapa es como tener escritoen la frente un letrero que proclame queuna es tonta, y, mira —añadía—, por ahíno paso. Ni por ahí, ni por ningún otrositio que yo no haya querido. Llegardonde estoy me ha costado mucho, perono hay nada en mi carrera de lo quedeba avergonzarme».

La quería la cámara y la adoraba elpúblico que seguía su programa deactualidades con una fidelidad rayana enlos comportamientos propios de losseguidores de una secta.

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El programa duraba dos horas ytenía varias secciones, pero el platofuerte eran las entrevistas y los debatessobre los principales asuntos de lasemana. La edición correspondiente a lasegunda semana de septiembre habíaelegido el caso del hacker, del piratainformático que había robado losinformes del laboratorio de la Policía deRoma sobre las muestras de ADNlocalizadas en la basílica de SanMarcos de Venecia. Durante los díasprevios a la emisión del programa deCanale 5 había estado promocionando laemisión con un vídeo en el que semezclaban imágenes de San Marcos con

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planos de un laboratorio científicopresentados en la jerga de CSI, una serietelevisiva de gran éxito centrada encasos de investigación resueltos graciasa la pericia de los expertos de la Policíay a los nuevos métodos para identificarhuellas y pistas recogidas en el lugar delcrimen.

El programa se emitía los juevesdesde Roma, pero aquella semanaTiziana y su equipo se trasladaron aVenecia un lunes por la mañana. Seinstalaron en el Danieli, un hotel-palacioque en tiempos había sido residencia delos dogos de Venecia y que está muycerca de la plaza de San Marcos, el

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lugar donde estaría emplazado el platódesde el que se emitiría en directo elprograma. Conseguir el permiso delAyuntamiento de Venecia había sidolaborioso; lograr que el comisario jefede la Policía asistiera al programaresultó imposible. Marco Sforza habíadeclinado la invitación en las dosocasiones en las que el productor jefedel programa le había requerido paraparticipar en el espacio televisivo.

—Ni pagando, ni sin pagar, el«supermadero» no quiere ni oír hablarde nosotros —le dijo Arrigo Impala, elproductor del programa, cuando sevieron en el hall del hotel—. Como no

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lo consigas tú, jefa, me temo que vamosa quedarnos con las ganas.

—¿Tienes ahí su número deteléfono? —preguntó la periodista.

—Sí, te lo apunto en este papel…—Trae, haré un último intento, y, si

no quiere, vamos a ver si desde Roma,desde su despacho, nos puede entrar elministro por teléfono o enviándole unaunidad móvil… A lo mejor se deja.

—No sé, tú sabrás si tienes entradacon Agrícola, la verdad es que siempreque le hemos llamado ha respondido, loque no sé es si ahora, con el marrón quetienen encima, le interesará hablar. Yasabes cómo son los políticos: cuando les

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conviene salir en la televisión, todo sonpalmaditas en la espalda, pero si lesllamas cuando tienen problemas,siempre están reunidos…

—Sí, pero con eso ya contamos. Lospolíticos sólo son amigos cuando estánen la oposición —replicó TizianaMarchesi con un gesto de fastidio propiode quien llevaba años asistiendo a lascostumbres farisaicas de la mayor partede los políticos y soportándolas—. Voya subir a la habitación a cambiarme yllamaré al comisario desde allí; lo decontar con el ministro del Interior no meparece mala idea, la entrevista podríacomplementar la del comisario,

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podríamos hablar de la parte política, delas consecuencias primero del asalto aSan Marcos y después del hacker, laoposición ya ha presentado una preguntaen el Senado… Sí, podría estar bien.Por cierto, Arrigo, ¿qué pasa con elcardenal Lorenzi, han contestado desdeel Vaticano a la petición de entrevista?

—No lo sé; te lo digo en diezminutos. Hablamos con su secretarioantes de salir de Roma y quedó en querespondería hoy. En cuanto sepa algo, tellamo, jefa.

—Bien, dímelo porque si no hemosde pensar en algún otro invitado para elprograma y ya se nos está echando el

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tiempo encima. Ah, se me olvidaba, encuanto tengáis montado el previo, quierover el reportaje del ADN, no megustaría que fuera un coñazo demasiadotécnico, ya sabes que me gustan lascosas claras y sencillas, que el off nosuene a jerga de especialistas enantropología molecular. Quiero que loentienda todo el mundo.

—Descuida, lo ha hecho PieroBevilacqua, ya sabes cómo trabaja.

—Bueno, si es cosa de Piero, mequedo más tranquila; de todas formas,quiero verlo, avísame en cuanto tengáismontado el tinglado, ¿de acuerdo?

—¡Señor, sí, señor! —contestó el

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productor, cuadrándose y llevándose lamano a la frente a la manera de losmarines norteamericanos.

—Déjate de tonterías, Arrigo, queno estoy de humor, me preocupa lo queme has dicho del comisario Sforza. Erala pieza clave del programa, con él en elplató tendríamos asegurada la atenciónde la gente porque podríamos hablar decómo van las investigaciones sobre elasalto a San Marcos.

—Toca «Melodía de seducción»,jefa. Si no lo consigues tú, nadie lopuede conseguir. El programa está en tusmanos, y ¡nunca mejor dicho!

—¡Qué simpático! ¡Venga, poneos a

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trabajar, que no vamos sobrados detiempo! —contestó Tiziana Marchesi altiempo que con la llave de la habitaciónen la mano se dirigía hacia el ascensor—. ¡Arrigo! Te llamaré en diez minutos,procura no estar comunicando —añadiómientras abría la puerta.

—¡Oído barra, jefa! —contestó elproductor cuando ya la periodistadesaparecía en el interior de unelevador cuyos pasajeros, al percatarsede su presencia, reflejaron en sus carasel mismo efecto de asombro y felicidadque habría provocado un rayo en untrigal.

Al llegar a la habitación, lo primero

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que hizo fue quitarse los zapatos.Después encendió el televisor. Legustaba estar sola, pero no soportaba lasoledad silenciosa. Alguna vez habíapensado que aquel rechazo suyo alsilencio era fruto de la deformaciónprofesional, pero no pasaba de ser unaforma de llamar a las cosas. Lo ciertoera que Tiziana estaba sola; a sus treintay cinco años permanecía soltera. Varioshombres habían pasado por su vida,pero ninguno había sido capaz deretenerla. Una de sus mejores amigashabía diagnosticado el problema de lafalta de continuidad de aquellasrelaciones: «Los intimidas —había

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dicho su amiga—, haces que se sientaninseguros». Tiziana había rechazadoaquella apreciación, pero acabó pordarla por buena. Desde que el éxito delprograma la había convertido en unafigura nacional, su circunstanciapersonal resultaba paradójica: la mujermás admirada y deseada de Italiadormía sola.

Sin mirar la pantalla, con el sonidode fondo de un canal especializado ennoticias, la periodista se sentó en unsillón colocado frente al ventanalgeminado que se asoma al espectáculodel canal de San Marcos con la iglesiade San Giorgio al fondo. Tanta belleza

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habría conmovido hasta a un ciego.Tiziana también sucumbió al éxtasisestético. Durante unos minutospermaneció quieta, hipnotizada por lafluida armonía de aquel espacio únicoen el mundo. Después, sonó el móvil.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó.—¿La señora Marchesi? ¿Tiziana

Marchesi? —dijo una voz que noreconoció.

—Sí, soy yo. ¿Quién llama?—Le llamo del Gabinete telefónico

del Ministerio del Interior. Por favor, nose retire, le va a hablar el señor ministro—respondió la voz con un tonoimpersonal.

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—¿Quién ha dicho?—Sí, ¿Tiziana? Allô! Soy Ottavio

Agrícola, perdona que te moleste,¿puedes hablar? —preguntó la voz queesta vez sí reconoció Tiziana.

—¡Ministro! Hola, buenos días. Sí,sí puedo hablar… —respondió un tantodesconcertada.

—Sé que te habrá sorprendido lallamada, discúlpame, pero enseguidacomprenderás por qué te llamo.Riccardo Salcioli, mi jefe de Gabinete,me ha dicho que querías que el próximojueves estuviera en el programa parahablar de lo de Venecia y el hacker quese coló en el ordenador de la Policía

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Científica…—Sí, sí, claro, ministro, me gustaría

mucho contar con su presencia —respondió Tiziana sorprendida por lallamada directa del político,circunstancia que hizo que se pusiera enguardia.

—Tiziana, como sabes, soy unseguidor de tu programa. Se podríadecir que hasta soy un fan tuyo…, perome vas a tener que disculpar porque enesta ocasión creo que no es oportunoque vaya.

—¿Por qué? —interrumpió laperiodista.

—Verás, creo que hasta que

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concluya la investigación, es mejor queno hable. Cualquier cosa que diga seríamal interpretada y, en función delresultado de las indagaciones de laPolicía, incluso podría sercontradictoria. Tienes que entender quelo que está en juego es el prestigio de laPolicía. Como sabes, he ordenado unainvestigación a fondo para determinar loque pasó, por si se tratara de unanegligencia; quiero decirte que tambiénestá abierto un expediente interno de lapropia Policía para depurarresponsabilidades. Tienes queentenderlo, tal y como están las cosas, elministro del Interior no debe

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pronunciarse sobre el caso porquepodría ser interpretado, y con razón,como una interferencia…

—Pero, ministro, al margen del casod e l hacker, está lo del ADN de SanMarcos.

—¡Por Dios, Tiziana! No digas esoni en broma. No existe el ADN de SanMarcos, ésa es una falacia de tuscolegas de los periódicos. Lo que hainvestigado la Policía son muestras delos ladrones que trataron de robar en labasílica. Lo otro es una fantasíaperiodística, de muy mal gusto, porcierto. Espero que no caigas en elmismo error —añadió el ministro en un

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tono en el que la periodista creyóadvertir un registro de súplica.

«Está acojonado; por alguna razón,este asunto le supera», pensó, pero no lodijo.

—Razón de más para venir alprograma y explicarlo… —añadió lamujer tratando de aprovechar la ventajapsicológica del momento.

—No, no, sobre la cuestión delprograma, la decisión es firme. No deboir, tienes que entenderlo; también megustaría que nos echases una mano paraque la gente entienda lo que ha pasado yno se trague las fantasías que estánpublicando algunos de tus colegas…

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—¿Qué fantasías? ¿A qué se refiere,ministro?

—Pues a lo que te decía antes:hablar y especular sin venir a cuento delapóstol y si están o no sus restos enVenecia. A eso me refiero, Tiziana. Meparece periodismo amarillo, perdonaque te lo diga.

—¿No lo dirá por el programa? —preguntó la periodista con recelo.

—No, no, por supuesto; tu programano es amarillo. Me refería a algunas delas noticias que, al igual que yo, habrásleído en los periódicos de esta mañana—replicó el político, reculando.

—Sí, sí, lo he leído en el avión…

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—¿Estás fuera de Roma?—Sí, me pilla en Venecia, vamos a

hacer el programa desde aquí —respondió Tiziana sabiendo que aquellarevelación no contribuiría precisamentea rebajar la preocupación de suinterlocutor.

—¿En Venecia?—Sí, ya le he dicho que el jueves

haremos el programa desde aquí con SanMarcos de fondo…

—Bueno, como comprenderás, novoy a impedirlo… Pero quiero pedirteuna cosa —añadió el político en unregistro de voz que delataba y mezclabala preocupación con una explícita

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admonición—: Te pido que cuentes laverdad.

—¿Qué verdad? ¿A qué serefiere…?

—A la verdad, a que es unaestupidez hablar de que se han analizadomuestras de los restos que contiene elsarcófago de San Marcos. Te voy adecir más, te voy a decir algo que no seha publicado: eran dos los ladrones queintentaron robar en la basílica. Se hadicho que era uno, pero en realidad erandos. Te doy la primicia, ¿qué te parece?

—Pues no sé qué decir, ministro.¿Puedo citar la fuente?

—¡No me hagas esa faena! Yo te lo

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digo, pero no digas que te lo he dicho.—¿No hay entonces posibilidad

alguna de que venga al programa?—No, Tiziana, ya te he explicado

cuáles son las razones; créeme que losiento, soy sincero cuando te digo quesoy un fan del programa. En otraocasión, cuando pase todo esto, yo,encantado de ir al plató —respondió elministro—. Ahora, me vas a tener quedisculpar, porque dentro de media horatengo que despachar con el PrimerMinistro, ya sabes que mañana sale envisita oficial hacia Albania y me hapedido un informe sobre la inmigración;ya sabes cómo están por allí las cosas

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después de lo de Kosovo. Gracias yhasta pronto, te seguiré por la televisión—concluyó Ottavio Agrícola.

—Sí, claro, está bien, ministro; yahablaremos. ¡Adiós!

Colgó y se quedó mirando lapantalla del teléfono. El número quehabía quedado grabado tenía prefijo deRoma. Dudó un momento si debíaincorporarlo a la memoria del móvil,pero acabó desechando la idea. «¿Paraqué quiero el número del Gabinetetelefónico del ministerio? Seguro que lotienen en producción», se dijo. Después,cerró la tapa del pequeño teléfonocelular, un formato de última generación

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programado para realizar todo tipo defunciones. «Cualquier día hasta pensaránpor nosotros», se dijo para sus adentrosla periodista antes de acercarse hastauna mesita sobre la que había dejado elbolso. La llamada del ministro delInterior la había descolocado; habíahablado con él en otras ocasiones, perono era lo que se dice un amigo. Con lospolíticos, con todos los políticos,Tiziana Marchesi procuraba establecerdistancias. Su filosofía era muy clara:los periodistas deben ser observadorescríticos del poder, nunca intermediariosunidos en sus intereses a los de lospoderosos.

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Su instinto de periodista curtida ledecía que la llamada no había sidoinocente. Repasando la conversación yrecordando los halagos hacia elprograma, llegó a la conclusión de queAgrícola, como buen político, habíadesplegado ante ella una cortina dehalagos para, inmediatamente después,advertirla de los riesgos que entrañabacontar la historia no tanto del robo delos datos del archivo de la PolicíaCientífica como de los resultados delanálisis de ADN de las muestrasrecogidas en San Marcos. «¡Qué raroque me haya llamado! —pensó—. ¿Porqué parecía tener tanto interés en

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decirme que lo del ADN erairrelevante?». Fue entonces cuando cayóen la cuenta de que nadie hasta aquelmomento había dicho que fueron dos losladrones que penetraron en la basílica.«Tengo que localizar hoy mismo alcomisario Sforza. Si me confirma eldato de que fueron dos ladrones, seríaun buen scoop para arrancar elprograma», se dijo al tiempo quebuscaba la agenda en el interior delbolso que había dejado encima de unamesita.

De fuera llegaban hasta la habitaciónlos abigarrados sonidos del canal deSan Marcos, la «calle principal» de

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Venecia.

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Capítulo 32Tras cortar la conversación con DuniaKovacevic, el coronel Bojovic —queseguía en la habitación del hotel HolidayInn— guardó el móvil en uno de losbolsillos de la chaqueta y descolgó elteléfono fijo que reposaba sobre lamesita de noche. Después, marcó elnúmero de otra habitación y esperó.

—Sí, ¿quién llama? —dijo una vozen tono áspero.

—Disculpe, señor. Hay algo quecreo que debería usted saber, pero porteléfono no me parece… —respondió elmilitar sin acabar la frase.

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—Entiendo. Le espero a usted en mihabitación, suba cuanto antes —dijo lavoz al tiempo que su dueño colgaba elteléfono con brusquedad.

«Está de mal humor… para variar…Pues cuando le diga lo de Trieste,todavía será peor», se dijo el coronel,mientras se arreglaba la corbata yabandonaba la habitación.

Tras subir tres pisos, se paró ante lapuerta de una suite. Frente a ellamontaba guardia un hombre de unostreinta años con un corte de peloinequívocamente militar.

—¡A sus órdenes, señor! ¡Sinnovedad! —saludó el plantón

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cuadrándose como si llevara uniforme.—Gracias, Josip, no es necesario

que te cuadres, ya no estás en laMilicija.

El hombre llamó tres veces a lapuerta; esperó unos segundos y volvió allamar otras dos. Una voz respondiódesde dentro preguntando algo que elcoronel no pudo entender.

—¡Mitrovica, abre! —dijo elguardia.

La puerta se abrió; el hombre queestaba dentro se hizo a un lado y elcoronel entró. Frente a él otro guardiade estatura superior al que estaba en elpasillo le saludó llevándose la mano

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derecha a la frente.—Buenas tardes, señor —dijo el

guardaespaldas haciéndose a un lado—.Pase, el jefe le espera.

El coronel no respondió. En treszancadas cruzó el pequeño salón hastallegar a una puerta que estabaentreabierta. La empujó suavemente yentró. En el centro de un salón muchomás amplio estaba el anciano al quetodos llamaban Merkurio.

—Y bien, coronel, ¿qué es eso tanurgente que tenía usted quecomunicarme? —preguntó el hombrecon rudeza.

—Señor, tengo malas noticias de

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Trieste. Una de nuestras agentes haperdido los nervios y podría poner enpeligro toda la operación.

—¡Sea más preciso, Bojovic! —reclamó el anciano frunciendo las cejas,un gesto que confería a su rostro un airemefistofélico.

—Verá —contestó el militarcaminando hacia su interlocutor altiempo que se llevaba un dedo a loslabios y lo desplazaba después hasta unaoreja en señal de alerta. Cuando estuvocerca del anciano continuó hablando envoz baja—: Se trata de DuniaKovacevic, una agente nuestra que estáen Trieste y a la que le fue encomendada

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la sanción para Demeratu. La Policíaitaliana ha ido al circo preguntando porDemeratu, y, como le decía, creo que haperdido los nervios y tiene un ataque depánico —añadió el coronel.

—¿Qué quiere? —preguntó elhombre que se hacía llamar Merkuriocon el aire de impaciencia de quientiene la cabeza en otro sitio.

—Quiere volver.—Y usted, ¿qué le ha dicho?—He tratado de ganar tiempo, señor.

Le he dicho que podría volver, pero quedebía esperar diez días para no levantarsospechas entre las gentes del circodonde trabaja.

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—¿Diez días? ¿Y qué es lo queespera usted que suceda durante esetiempo?

—Pues… había pensado que, siusted me da permiso, claro, podríamosresolver la situación antes de que losnervios la traicionen y nos cree unproblema.

—Bien. ¡Hágalo usted mismo,coronel! Pero no quiero fallos. Sabeusted que la operación está en marcha yen estos momentos no debemos distraermás energías que las que seannecesarias para garantizar la seguridadde la misión. Tiene usted cinco díaspara llevar a cabo la sanción. ¿Podrá

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hacerlo? —preguntó Merkurio mirandoa los ojos al coronel.

—Sí, creo que sí, señor. Si leparece, me llevaré a uno de sus hombrescomo conductor. Teniendo suautorización debo plantarme en Triestecuanto antes; antes de que el pánico hagaque Miss Lisi emprenda el vuelo por sucuenta.

—Haga lo que tenga que hacer, peroasegúrese de que nada nos puederelacionar con el desenlace del caso —ordenó el anciano—. Y ahora, coronel—añadió dando media vuelta yencaminándose hacia una mesa dedespacho que había en un rincón—, si

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me disculpa, creo que los dos tenemosmucho trabajo.

—Sí, señor —contestó el militarchocando los tacones de los zapatos.

—Ah, coronel, una última cosa: nome llame para informarme de la marchade los acontecimientos, ya sabe que enestos tiempos las comunicaciones sonpoco fiables.

—Entendido. Buenas tardes, señor.

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Capítulo 33A las ocho de la mañana del martes 12de septiembre, cuando Ottavio Agrícolase dirigía en su coche oficial a la sededel Ministerio del Interior, recibió unallamada telefónica que le amargó el día.Era del Primer Ministro. La noticia quepublicaba La Stampa sobre el roboinformático que había sufrido ellaboratorio de la Policía le había puestode muy mal humor. El Primer Ministro yPresidente del Consejo de Ministros eraun hombre famoso por su cachazudaforma de ser, pero, como bien sabía elministro, aquella fama no hacía honor a

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la verdad. Era una pantalla. En realidad,su jefe era un individuo que en públicodisimulaba sus emociones, pero tenía unpronto colérico sin derecho a réplica, unpronto autoritario que de vez en cuandosufrían sus colaboradores. Aquellamañana se había ensañado con el pobreAgrícola.

—Ministro, te supongo al tanto delridículo que estamos haciendo —habíansido sus primeras palabras. Despuésvino el chorreo por no haberle advertidode lo que había pasado y de susconsecuencias—. Estoy rodeado deinútiles; sí, Ottavio, inútiles. ¡Cómopuede ser que la Policía se deje robar un

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informe confidencial que debería ser elmás protegido del mundo! ¡No loentiendo! La verdad, se me escapa.Supongo que habrás destituido ya alinútil que dirige la Policía —preguntó,como siempre, sin derecho a réplica—.Espero, Ottavio —prosiguió—, quepodamos salir de ésta mínimamenteairosos; como sabes, pasado mañanatengo un viaje oficial a Albania y losperiodistas me van a crujir a preguntas.Para entonces espero tener noticiaspositivas. ¡Quiero la cabeza del inútilque es el responsable de este ridículoespantoso! ¿Me has entendido bien? —había preguntado con la voz de quien ha

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tenido una mala noche.—Sí, Presidente, claro que lo he

entendido, pero, si me permite, déjemeque diga unas palabras no en descargode los responsables del laboratorio,pero sí para explicarle que técnicamentehablando es imposible disponer de unblindaje total de las comunicaciones enInternet; le recuerdo que hace un par deaños un hacker consiguió entrar en elordenador del Pentágono. No estoydisculpando lo que ha pasado, quecoincido con usted en que es muy grave,lo que digo es que lo que me aseguranlos técnicos es que es imposiblegarantizar al cien por cien las

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comunicaciones en la Red. En este casohemos tenido la mala pata de que elinforme que se ha filtrado tiene muchomorbo para la prensa porque está lo delrobo de Venecia y todo eso vendeperiódicos —había dicho el ministrorepitiendo en parte los mismos oparecidos argumentos que él mismohabía rechazado el día anterior cuandoquien así argumentaba era el director dela Policía.

—Quiero que sepas —habíaconcluido el Primer Ministro— que esteasunto nos va a hacer mucho dañoporque la oposición lo va a aprovecharpara acusarnos de todo. Al final dirán

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que hemos sido nosotros los que hemosrobado en San Marcos. Por cierto, ¿quésabes del robo?

Le había tenido que decir que, pordesgracia, no había ninguna novedad,aunque precisamente aquella mañanatenía citado al director de la Policíapara que le informara sobre la marchade las investigaciones.

—Tenme al tanto de cualquiernovedad. No quiero, repito, no quieroenterarme por los periódicos de lo quepasa en Italia, como, por desgracia, haocurrido hoy con lo que publica LaStampa. ¿Me he explicado bien,Ottavio?

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El chorreado ministro habíarespondido lo único que se puederesponder cuando el jefe está al bordede un ataque de nervios y uno mira elreloj y ve que todavía no son las nuevede la mañana. Después pensó que aquélno sería el único sapo que tendría quetragarse a lo largo del día. Mientras elcoche se acercaba al ministerio, OttavioAgrícola recordó que a las doce habíacitado en su despacho al cardenalLorenzi.

Tras hacer frente al Libro de Firmasque de manera solícita le habíapresentado Alicia, su secretaria, elministro le dijo que aquella mañana

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quería estar tranquilo, que no citara anadie antes de la entrevista con elcardenal.

—Ahora —había dicho— quieroque me ponga por la línea privada conAlvise Pisani.

Tres minutos después, la secretariale anunció que tenía al teléfono aldirector de la Policía.

—¡Buenos días, Alvise!—¡Buenos días, ministro!—¿Qué novedades tenemos?—¿Novedades sobre qué, ministro?—Sobre qué va a ser, Alvise, ¡sobre

el caso del robo de San Marcos y el delpirata informático! ¿Es que no lees los

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periódicos? —contestó airado elpolítico.

—Claro que leo los periódicos,ministro, pero es que quería saber a quése refería. He leído lo que publica LaStampa y, la verdad, creo que lafiltración nos hace daño y estamosinvestigando de dónde ha podido partirporque hay un detalle que parece indicarque podría haber sido cosa de Interpol.

—Lo sabía. ¡Era lo que nos faltabapara hacer el ridículo!

—No se ponga así, ministro; si meda un minuto, se lo explico —contestó eldirector de la Policía sin arrugarse.

—¡Eso es lo que espero, que te

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expliques! Porque si no van a rodarcabezas y te aseguro que no será la delministro.

Alvise Pisani no se dio por aludido.También él era un veteranoacostumbrado a tratar con políticos detodos los colores y sabía que lasfiltraciones que publica la prensa lesponen a todos de los nervios. Viven dela imagen y todo lo que no son titularesencomiásticos lo consideran hostil, frutode operaciones bastardas de susenemigos políticos o del odio deperiodistas resentidos.

—Ministro, verá, creemos, aunquetodavía no puedo asegurarlo al cien por

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cien porque, como le digo, lo estamosinvestigando, lo que creemos, digo, esque lo que publica el periódico es sólouna parte del resultado de los informesdel laboratorio de la Policía Científica ycorrespondería al análisis de una partede las muestras de ADN enviadas desdeVenecia.

—¿Han identificado ya al pirata? —preguntó el ministro hincando losdientes en el bocado más fresco.

—Bueno, al hacker como tal, no;pero sí han averiguado desde dóndeoperó. Actuó desde Croacia,concretamente desde la ciudad deDubrovnik.

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—¡Dubrovnik! ¿Qué interés puedentener los croatas en todo este asunto?

—No lo sabemos, ministro. Es loque nos disponemos a investigar porquela comunicación de Interpol es de estamisma mañana.

—En Croacia, ¿quién puede tenerinterés en meter las narices en un asuntocomo éste? —preguntó el ministrosorprendido y extrañado por lainformación.

—No lo sabemos; como le digo, encuanto Interpol nos ha notificado lafuente del pinchazo, hemos empezado ainvestigar por nuestra cuenta y eso hasido esta misma mañana, así que es muy

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pronto para obtener resultados…—¿Hay algún pez gordo de la mafia

croata en alguna cárcel italiana? Alguienque esté buscando un intercambio.

—Es lo primero que se nos vino a lacabeza y lo estamos investigando; ya ledigo, ministro, que la información deInterpol tiene horas y es pronto parasaber nada. Por supuesto, en cuantotengamos algo se lo comunicaré —añadió el director de la Policía con uncierto aire de alivio al captar que elenfado del ministro parecía estaramainando.

—Eso espero. Volviendo a lafiltración a La Stampa, ¿qué tiene que

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ver con Interpol?—Tampoco lo sabemos, es sólo una

hipótesis, pero la más plausible detodas, porque no creo que la filtraciónhaya salido de aquí, de Roma.

—No estés tan seguro, Alvise.Descontentos o infiltrados los hay entodas partes. Cuando supimos que sehabía producido el robo de los archivos,te pedí que cortaras algunas cabezaspara que sirvieran de ejemplo. ¿Me hashecho caso? ¿Has destituido a alguien?—preguntó el ministro rascándose labarba con la que compensaba unaalopecia inmisericorde.

—Sí, ministro, le hice caso: a

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Cicogna, el director del laboratorio, yale ha sido notificada la destitución.Valpreda, su segundo, se ha hecho cargode manera interina del laboratorio y estáal frente de la investigación que hemosabierto para saber cómo se produjo elrobo de los archivos.

—Bien, me parece bien la decisiónde destituir al responsable dellaboratorio, pero eso abre una puerta aque la filtración haya podido salir delpropio departamento. El despecho, elrencor, o lo que es lo mismo, el deseode venganza, son motores de la Historia,Alvise. Yo que tú no descartaría a nadiea la hora de averiguar quién nos ha

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dejado con el culo al aire al filtrar a losperiodistas los informes del ADN y lanoticia del robo.

—Lo tendré en cuenta, ministro,pero en el caso de Baldassare Cicogname atrevería a poner la mano en elfuego. Yo creo que la cosa está más enLyon, en la Interpol, que aquí en Roma,en el laboratorio —dijo el director de laPolicía con tal aplomo que él mismo sesorprendió de la rotundidad de suspalabras.

—Por cierto, Alvise, ¿quién habautizado los archivos con eso de«Informe San Marcos»?

—Es un invento de los periodistas,

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ministro; ya sabe lo aficionados que sona novelar sus escritos y a titularlos connombres de películas o de libros. ElCódigo da Vinci, El InformePelícano…

—Hablando de San Marcos, ¿cómova la investigación del intento de roboen la basílica de Venecia? Hoy me lo hapreguntado el Presidente y no he sabidoqué decirle.

—Va bien, ministro, pero todavía nohay resultados.

—¿Qué quieres decir con eso de que«va bien, pero no hay resultados»?Hablas como los políticos, Alvise,olvidas que el político soy yo. Dime

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exactamente cómo están las cosas, no mevengas con eufemismos.

—Perdón, ministro. No me heexplicado bien…

—¡Pues explícate, que esta mañanano estoy de humor para escucharflorituras verbales!

—Está bien; verá, como sabe, es elcomisario Sforza, el comisario jefe deVenecia, quien lleva personalmente lainvestigación. Hablé con él anteayer yme dijo que disponen de una pistasólida, que están tirando del hilo parallegar al ladrón y, aunque no me quisodecir nada en concreto, la verdad es queme ha parecido que estaba muy seguro,

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como si estuviera a punto de realizaralgún hallazgo trascendental para lograrla solución del caso. Desde luego, salvomejor opinión, Sforza tiene toda miconfianza…

—Y la mía, pero no por tiempoilimitado. Entiéndelo, Alvise, aquí —dijo el ministro señalando el teléfonofijo del despacho—, aquí —repitió— sereciben muchas llamadas y algunas setraducen en una gran presión a quien estásentado en este sillón en el que mesiento yo —añadió Ottavio Agrícola enuna inopinada confesión que a suinterlocutor le pareció fruto del estrés,no de la mala conciencia por la

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destitución del policía.Consciente del momento de

debilidad que había tenido, como buentímido, Ottavio Agrícola reaccionó conbrusquedad:

—Alvise, tenme al corriente decualquier otra novedad y recuerda: noquiero más filtraciones ni másdilaciones en la resolución de amboscasos. ¿Entendido? —preguntó elministro con un tono de voz que si losmóviles tuvieran memoria de timbre devoces, la habrían confundido con la delPresidente del Gobierno: era el mismode la conversación que su jefe habíatenido con Ottavio Agrícola una hora

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antes.

El mal humor es una patología delespíritu muy contagiosa. En lasorganizaciones jerarquizadas se propagacon arreglo a una pirámide de sentidoinverso al de la lucha de clases.

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Capítulo 34Al día siguiente, Tiziana Marchesi sedespertó a las siete y media de lamañana. Tras completar una tabla largade taichi, se duchó. Pidió el desayuno alas ocho y media y, cuando terminó, seasomó a uno de los ventanales de lahabitación contemplando extasiada lamaravillosa postal que tenía delante delos ojos: naves de todos los tamaños,diseños y calados surcaban el canal deSan Marcos; frente a ella, como si elhorizonte hubiera necesitado uncontrapunto para anclar tanta belleza, serecortaba San Giorgio Maggiore con su

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gran templo blanco a modo de mascarónde proa.

No era insensible a la perfección deaquel paisaje único, pero antes que nadaera una mujer de acción y al recordarqué era lo que la había traído hastaVenecia buscó el móvil en su bolso ymarcó un número de teléfono.

—¿El comisario Sforza?—Sí, soy yo. ¿Quién llama?—Comisario, soy Tiziana Marchesi.

Disculpe que le moleste, ¿tiene usted unminuto…?

—¿Tiziana Marchesi? ¿La periodistade la televisión? —preguntó el policíasin disimular la sorpresa—. ¿Quién le

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ha dado mi número de teléfono?—Debo pedirle disculpas por eso,

comisario, me comprometí a no desvelarel nombre de la persona que me facilitósu número… Ya sabe, el secretoprofesional… —respondió Tiziana conun tono de voz capaz de ablandar unabarra de hierro.

—¿Qué es lo que quiere? —atajó elpolicía poniéndose a la defensiva.

—Me pregunto si aceptaría ustedtomar un café conmigo —preguntó laperiodista.

—Gracias, pero ya he desayunado.—Bueno, pero un cappuccino sienta

bien a cualquier hora, ¿no le parece?

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—Mire, Tiziana, no tengo porcostumbre hablar con periodistas, asíque si quiere usted algo relacionado conla Questura, lo que debe hacer esponerse en contacto con el Gabinete deprensa. Allí le facilitarán la informaciónque necesite.

—Comisario, estoy en Venecia, hevenido con mi equipo de realizaciónporque el jueves vamos a hacer elprograma en directo desde la plaza deSan Marcos. Creo que para losvenecianos es bueno que toda Italia sepacómo van las cosas por aquí, ¿no cree?

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?No trabajo ni en la Oficina de Turismo

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ni en el Ayuntamiento.—Lo sé, comisario, lo sé. Sé que es

usted policía y que, además, estásiempre muy ocupado como todos losque van de duros por la vida —dijo laperiodista con tono provocador.

—Oiga, mire, efectivamente, estoymuy ocupado, así que me va a disculpar—atajó el comisario torciendo la boca ydispuesto ya a cortar la comunicación.

—¡No cuelgue, comisario! Retiro loúltimo que he dicho; pero, por favor,¡escúcheme! Vamos a hacer un programaen directo desde Venecia, la ciudad enla que usted es comisario jefe, y, claro,toda Italia sabe que hace diez días los

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malos intentaron robar en San Marcos;no sabemos lo que se llevaron, pero sísabemos que, puestos a robar, pareceque esta temporada ustedes, losencargados de la seguridad del país,están dando facilidades, y los malos, losmismos u otros, gracias a las facilidadesde la Policía, también han pirateado losarchivos del laboratorio de la Policía deRoma. La verdad, comisario, mi llamadaera en plan de paz, pero si considera queestamos en guerra, créame que nossobran argumentos para que el programadel jueves resulte especialmenteentretenido y, por qué no decirlo,revelador de los fallos policiales de los

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últimos tiempos —contestó la periodistahablando como lo haría alguien quetuviera un sable en la mano y seaprestara a usarlo.

El comisario Sforza acusó el golpe,pero no se defendió.

—¿Por qué ha dicho usted que losque entraron en San Marcos eran losmismos que piratearon los archivos dela Policía Científica?

—¿He dicho eso?—Sí, lo ha dicho usted.—Pues no sé… Era una forma de

hablar. ¿Qué pasa? ¿He acertado?¿Sospechan que son los mismos?

—No sé por qué dice eso, soy yo

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quien le ha preguntado a usted por quéafirmaba semejante idea —replicó elcomisario consciente de que habíacometido un desliz.

—Creo que he dado en el clavo,comisario. Usted piensa que hayrelación entre un robo y otro. ¡Quénoticia! Comisario, creo que ahora másque nunca sería de todo punto oportunoese café, ¿no le parece? —preguntó laperiodista con la rapidez con la que undelantero en fuera de juego aprovechauna distracción del portero confiando enque el árbitro esté también distraído.

—No estoy de acuerdo con lo que hadicho. Es fantástico. ¡Cómo son ustedes,

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los periodistas! Se hacen ustedes laspreguntas y ustedes mismos se lascontestan. ¡Oiga, ustedes estánencantados de haberse conocido!

—No, comisario. No me estoyinventando nada. Ha sido usted, quizásin querer, quien me ha dado la idea;digamos que quizá me ha transmitido unaconjetura, tal vez algo más, no sé; sólousted sabe en qué fase se encuentran lasinvestigaciones, y de eso, entre otrascosas, era de lo que quería hablar conusted cuando le llamé para invitarle a uncafé —replicó la periodista en tono dearmisticio.

—¿De qué otras cosas quería usted

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hablar conmigo? —preguntó elcomisario envainando, también, el sable.

—Pues verá: creo que lo mejor seríaque lo habláramos personalmente, pero,en fin, ya que sigue en su papel de duro,le diré que lo que quería saber es si esverdad que fueron dos y no uno losladrones que entraron en San Marcos.

—¿De dónde ha sacado esa idea? —contestó el comisario en un registro quehizo pensar a Tiziana que estabadiciendo la verdad.

—Mi fuente es muy buena.—Será todo lo buena que usted

quiera, pero la han intoxicado; créameque esto sí se lo puedo decir: el intento

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de robo en San Marcos cometido el día1 de septiembre fue obra de una solapersona, un varón por más señas.

—¿Está seguro de que fue obra deuna sola persona, comisario?

—Tan seguro como de que estoyhablando mucho; más de lo queacostumbro a hacer con los periodistas—atajó el policía recuperando lascautelas del principio de laconversación.

—Pues si es así, créame que másque nunca debería usted reconsiderar surechazo a tomar un café conmigo,porque, sintiéndolo mucho y dado quemi fuente ya le digo que es muy buena…

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podría añadir que la mejor fuenteposible…, le comunico que tengointención de dar la noticia en elprograma.

—¡Allá usted! Haga lo que creaoportuno, pero le repito que esa noticiaes falsa. Sea quien sea quien se lo hayadicho, la ha engañado, Tiziana, créame.

—¿Por qué está usted tan seguro?—Lo estoy, eso es todo.—Si tan seguro está, ¿cómo explica

usted el resultado del análisis de lasmuestras de ADN? El informe que se hafiltrado establece sin margen de errorposible que las muestras halladascorrespondían a «dos» y no a un solo

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individuo.—Eso tiene una explicación bien

sencilla. Recuerde que el ladrón intentóforzar el sarcófago que está bajo el altarmayor.

—¿Me está diciendo que lasmuestras del segundo individuocorrespondían a las del personaje cuyosrestos guarda el sarcófago?

—Es una posibilidad, pero hay otras—dijo el comisario—. Podrían serrestos de alguno de los marmolistas quelabraron el sarcófago o de los quedepositaron allí los restos que contiene;por no hablar de los operarios queconstruyeron el baldaquino que corona

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el altar mayor y que en algún momentobien pudieron apoyarse en el sarcófago.Como usted no ignora, es fácil hallarrestos de ADN en los lugares en dondehay mucha presencia de seres humanos—apostilló el comisario.

—Comisario, no soy una experta enbiogenética, pero no hace falta serlopara saber que, según el informe dellaboratorio de la Policía que se hafiltrado, las muestras analizadas enRoma corresponden a dos personas, doshombres, uno de ellos nacido en el siglopasado y el otro hace más de veintesiglos. ¿No le parece llamativa esadiferencia de edad?

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—No puedo contestar a su pregunta,yo tampoco soy experto en esos temasde laboratorio. Lo que sí le puedo decires que el intento de robo, o lo que fuera,lo llevó a cabo un solo individuo.

—¿Qué ha querido decir con eso de«intento de robo o lo que fuera»?

Marco Sforza explotó.—Oiga, mire, ¡basta ya! ¿Esto qué

es? ¿Un interrogatorio? ¿Nunca le handicho a usted que los interrogatorios loshace la Policía?

—No se sulfure, comisario, que esmalo para el corazón —replicó laperiodista aguantando el chorreo.

—¡Deje de decirme lo que está bien

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y lo que está mal! Mire, estaconversación se ha terminado. Buenasdías, señorita Marchesi. ¿O debo decirseñora?

—¡No sea usted machista,comisario! Me decepciona; me habíanhablado muy bien de usted, pero veo queencaja mal los golpes. Créame que nosoy su enemiga, pero si no quiere quesigamos hablando, luego no se quejeusted de las conclusiones a las quepueda llegar el programa sobre lamarcha del caso del robo en SanMarcos.

—Haga usted su trabajo, que yo meocuparé del mío.

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Sforza iba a colgar el teléfonocuando la periodista le interrumpió conuna revelación sorprendente:

—Ha sido el ministro quien me hadicho que eran dos los ladrones —dijoTiziana sorprendiéndose de haber rotouna norma, la confidencialidad de lasfuentes, que siempre había respetado.Realmente, no sabía por qué lo habíahecho; había sido casi un acto instintivo.

—¿El ministro? ¿Qué ministro? ¿Elde Interior? —preguntó desconcertadoel comisario.

—Sí, el ministro del Interior,Ottavio Agrícola. Fue él quien me llamóanoche y me lo dijo; no sé por qué se lo

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he dicho a usted; la verdad es que notengo por costumbre revelar el nombrede mis informadores. Creo que ha sidoporque usted, con su cerrazón, me haobligado a descubrir mi fuente —añadióla periodista arrepentida de lo que habíahecho.

Se produjo un largo silencio.Después, Tiziana volvió a escuchar lavoz del comisario Sforza.

—Me deja usted de piedra; creo queen todo esto hay intereses políticos quese me escapan; incluso le diría quecuanto más lo pienso, más asco me datodo esto. Yo soy un profesional quetengo mis ideas políticas, pero que en mi

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trabajo procuro dejarlas a un lado. Nosé qué intereses tendrán en las alturas enintoxicar como lo han hecho con usted,pero le repito que, según lainvestigación que estamos llevando, enel intento de robo no hubo un segundohombre. En fin, siento haber sido tanbrusco con usted y le agradezco susinceridad, Tiziana —dijo el comisarioen tono conciliatorio.

—No tiene por qué disculparse —replicó la periodista—, reconozco quehe estado más bien impertinente. Debede ser cosa del estrés, llevo dos díascasi sin dormir —añadió.

—Tiziana, ¿me permite que la tutee?

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—preguntó el policía.—Claro que sí, comisario.—¿Qué te parecería si te dijera que

acepto tu invitación a tomar café?—¡Fenomenal! ¡Me parecería

fenomenal! —replicó la mujer sindisimular su alegría.

—Eres muy conocida, y aquí enVenecia también yo lo soy; creo que lomejor sería que quedáramos en algúnlugar discreto. Podríamos quedar, nosé… en San Lazzaro o en San Servolo.¿Conoces San Lazzaro?

—He oído hablar del sitio, creo quelo llaman la isla de los armenios.

—Sí, así es. En realidad es un

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monasterio católico de rito armenio; allívive una comunidad de religiosos.Aunque está cerca del Lido, la verdad esque es un lugar muy tranquilo al que lapoca gente que va lo hace en horario devisitas. Creo que podría hablar con elprior para arreglar una visita fuera delhorario de los turistas. Lo único quetendrías que hacer es llegar en unamotora a la hora que convengamos. Yote estaría esperando. Déjame tu númerode teléfono…

—Es el que tiene usted en supantalla. Gracias, comisario, le debouna.

—No me debes nada. No te oculto

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que tengo cierta prevención con losperiodistas. Sólo dan malas noticias yalgunos parece que se alegran de lasdesgracias ajenas. No lo digo por ti; noquiero que me malinterpretes —añadióel comisario en tono inopinadamentecordial—, lo que quiero decir es que, enfin, hay mucho carroñero en tuprofesión, y perdona que te lo diga contanta crudeza.

—Pienso exactamente lo mismo queusted. Aunque no me crea, llevo añosdenunciando a los cuervos que se hacenpasar por periodistas; gentuza que vivede contar mentiras, de inventar insidias,de meterse en la cama de los famosos o

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de rebuscar en los cubos de basura. Enmás de una ocasión he sido víctima deellos y sé que son como hienas, pero, enfin, en esto, comisario, como en todo,permítame que se lo diga, todavía hayclases. ¿No le parece?

—Sí, sí, claro. No quería decir quetodos los periodistas sean iguales, yo…

—Déjelo, comisario; creo que haquedado claro. Lo importante es que nosvamos a ver, y que, en fin, no sé cómo esel café armenio, pero espero que comopoco sea tan bueno como el turco.

—¡Ni se te ocurra decir eso! Cuandoestemos en San Lazzaro, no mencionespara nada a los turcos.

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—¿Por qué? —preguntó sorprendidala periodista.

—Porque, aunque son clérigos, nopueden ver a los turcos ni en pintura.Recuerda el genocidio del que fueronvíctimas los armenios en el siglopasado, cuando la Primera GuerraMundial. Ya te lo explicarán en elmonasterio —contestó el policía.

—Lo siento… lo tendré en cuenta.Todos los días se aprende algo. Graciaspor la información, comisario. ¿Cómoquedamos?

—Yo te llamo en cuanto hayapodido hablar con San Lazzaro, no tepreocupes.

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—De acuerdo y gracias, comisario.—De nada, Tiziana. Ha sido

interesante hablar contigo. Hasta pronto.—Lo mismo digo, hasta pronto.Colgó.«Qué cosas me pasan —pensó

Tiziana Marchesi—. Nunca imaginé queme iba a citar en un monasterio con uncomisario de Policía que va de duro porla vida. Estas cosas sólo pasan en esteoficio. ¡Me encanta ser periodista!».

Después, recordando que habíaquedado con el productor del programa,dejó la habitación y salió al pasillo enbusca del ascensor. No tuvo queesperar. La reluciente caja se abrió

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frente a ella mostrando el interiorocupado por una acaramelada pareja deturistas que cuando entró no repararonen ella. Tiziana Marchesi disfrutó deaquel inesperado momento deanonimato. Durante el minuto que elascensor tardó en recorrer los tres pisosque los separaban del vestíbulo, lepareció que se había hecho realidad susueño más secreto: ser invisible.

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Capítulo 35Ottavio Agrícola consultó su reloj.Faltaban treinta minutos para que llegarael cardenal. Anticipando el encuentro,evocó la figura del hombre al queesperaba y tecleó su nombre en elbuscador de Google.

Tenía un cerro de páginas. Amén desu biografía sacerdotal, había numerosasentradas en las que se recogían artículosde prensa firmados por el cardenal,resúmenes de declaraciones suyas,entrevistas de prensa y hasta unareproducción de una larga entrevista deRadio Vaticano. También aparecía una

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fotografía. Su figura física resultabaajena a los cánones vaticanos: era alto ymagro, llevaba el pelo blanco muyrecortado y, a sus sesenta y ocho años,seguía teniendo aire de deportista.

Mario Anselmi Lorenzi era italianoy desde hacía años era uno de lospilares del Vaticano. Había sobrevividoa cuatro papas y, aunque confiaba en iral Cielo, solía decir que no tenía prisa.No era una fuente de referencia enmateria de teología, pero loscorresponsales acreditados ante la SantaSede acudían a él cuando querían sabercómo iban los asuntos terrenales delEstado Vaticano.

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En Italia hacía años que laDemocracia Cristiana se habíaautodestruido como consecuencia de lasdisensiones internas, pero de aquellapoderosa hoguera que había gobernadoel país durante medio siglo quedabanmuchos rescoldos en forma de pequeñospartidos que, según los críticos de laizquierda, eran gobernados por controlremoto desde el despacho del cardenal.

La última vez que Lorenzi habíasalido al paso de semejante imputaciónfue en respuesta a la pregunta de unaperiodista de Il Manifesto: «Soninsidias; insidias políticas; maldades alas que ni siquiera merece la pena

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responder; todo el mundo sabe que Italiaes una democracia y que la Iglesia nohace política, salvo que llame ustedhacer política a difundir y defender lasverdades del Evangelio», habíacontestado el purpurado.

Ottavio Agrícola esbozó una sonrisaal releer aquella declaración. En ésasestaba cuando sonó el teléfono interior.Era Alicia, su secretaria, informándolede que el cardenal había llegado alministerio.

—Hágale pasar, por favor —ordenó.—Sí, ministro, descuide.El político apagó el ordenador e

instintivamente se arregló el nudo de la

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corbata y se dispuso a recibir a suvisitante. Como buen cristiano que era,sabía que le aguardaba una reprimenda yla correspondiente penitencia, lo que nosabía es qué le iba a pedir el cardenalen aquella ocasión. «Pronto saldré dedudas», pensó.

—¿Señor ministro? —oyó decir a lasecretaria—. Está aquí su eminencia elcardenal Lorenzi. ¿Puede pasar?

—Sí, claro, que pase —respondió elministro abandonando el sillón ydirigiéndose a la puerta. Cuando ésta seabrió, apareció en el dintel la figuraimponente del purpurado. Vestía un trajenegro de muy buen corte y sólo el

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alzacuellos blanco y el anillo de orodelataban su condición de religioso ypríncipe de la Iglesia.

—¡Querido Ottavio! ¿Cómo estás?—dijo el cardenal avanzando hacia elministro con los brazos extendidos.

—Bien, eminencia, reconfortado deverle por el ministerio —respondió elpolítico avanzando hacia él e inclinandolevemente la cabeza—. Tiene usted unaspecto envidiable, eminencia —añadió.

—Tú también, hijo mío. Creo quetenía razón Giulio cuando decía que noes el poder lo que desgasta, que lo querealmente desgasta es la oposición —añadió el cardenal mirando a su

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interlocutor a los ojos.—Sí, la verdad es que el maestro

Andreotti, con sus largos años enpolítica, sabía bien de lo que hablaba —respondió el ministro.

—¡Vaya que si lo sabía! Él fue delos pocos que supieron capear eltemporal en tiempos políticos muchomás complicados que los de ahora,cuando los comunistas estuvieron apunto de conseguir que Italia dejara deser Italia engañados por aquella especiede caballo de Troya que ellos llamabanel «compromiso histórico». ¡Al pobreAldo Moro le costó la vida…! En fin,dejemos la Historia para los

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historiadores —añadió el purpuradomirando hacia uno de los espléndidossofás de cuero que ocupaban uno de losespacios laterales del despacho delministro del Interior.

—Vamos a sentarnos —dijo elpolítico—. Eminencia, ¿le apetece uncafé, tal vez un cappuccino?

—Sí, gracias, tomaré un café cortocon un poco de leche.

—Le acompañaré —añadió elministro esperando a que su visitante sesentara para hacerlo él después. Una vezacomodados, pulsó el botón de unmando situado encima de una mesitapróxima al sofá. Unos segundos más

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tarde se abrió la puerta del despacho yapareció Alicia, la secretaria—. Alicia,por favor, Su Eminencia tomará café:corto y con un poco de leche. Yo tomarélo mismo. Gracias.

Cuando la secretaria cerró la puerta,el ministro tomó la palabra:

—¿Cómo está Su Santidad?—Bien, muy bien. Gracias a Dios,

su salud es buena y de ánimo ya sabecómo son los alemanes: incansables.

—Me alegra oírle decir eso,eminencia —respondió el ministro a laespera de la arremetida del purpurado.

—Su Santidad —prosiguió elcardenal— está bien de salud, pero por

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desgracia en los últimos días la tristezaembarga su corazón porque sufre; estásufriendo mucho por lo que oye y lee apropósito de lo ocurrido en nuestraamada Venecia —dijo el religiosomirando a los ojos al ministro—. SuSantidad sufre porque es un santo varón,pero yo, que soy un pecador, Ottavio,estoy indignado. ¡Cómo hemos podidollegar hasta aquí! A veces me preguntosi todavía estamos en Italia. Noreconozco a mi país. ¿Cómo puede serque en los periódicos, en la televisión,se cuestione la realidad de San Marcos?No lo comprendo: ni lo entiendo, ni loapruebo —respondió el cardenal sin

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apenas alterar el tono de voz,circunstancia que hacía especialmentelacerante el reproche.

—Eminencia, Italia es un Estadodemocrático y hay libertad de prensa.

—¡Libertad! ¿A eso se le llamalibertad? ¿Difundir falsedades eslibertad? Pues si en eso consiste lalibertad, ¡no la quiero! No puedo creer,Ottavio, que un hombre de fe, uncristiano responsable como tú, puedaaprobar semejante estado de cosas.

—¡Y lo desapruebo, eminencia! Loque ocurre es que no puedo hacer nadapara impedir que se publiquen noticias.Sería censura y va contra las leyes de la

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República —replicó el ministrosofocado por la embestida.

—¿Me estás diciendo, Ottavio, queno se pueden impedir las filtracionespoliciales en las que se apoya toda lacampaña de descrédito lanzada por laprensa de izquierdas contra las reliquiasdel evangelista? ¿No te das cuenta deque la verdadera razón de fondo queanima esas historias que traen hoy losperiódicos y que llevan horas repitiendola radio y las televisiones es ir contra laIglesia? ¿No lo ves?

—Bueno, no puedo saber qué es loque hay detrás de las intenciones de loseditorialistas, pero lo que sí sé,

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eminencia, es que detrás de la filtracióna la prensa de los resultados del análisisde ADN hubo más torpeza que malaintención.

—Ahora que mencionas los análisisdel ADN, ¿a qué genio se le ocurriósemejante cosa? —preguntó elpurpurado levantando por primera vez eltono de voz.

—Fue cosa de la Policía de Veneciacon apoyo del juez encargado del caso;es una diligencia rutinaria, se practicaen los casos en los que el análisisordinario de las huellas dactilares no daresultado. En este caso, la mala suerteha sido que, junto a muestras

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relacionadas con el ladrón, por errortambién se enviaran al laboratorio restosde las reliquias contenidas en elsarcófago del altar mayor.

—¡Pues de eso me quejo, Ottavio!¡A quién se le ocurre semejantesacrilegio!

—Bueno, eminencia, la cosa quizátenga arreglo porque lo que estamosdiciendo es que no fue uno, sino quefueron dos los ladrones que entraronaquella noche en San Marcos y es poreso por lo que los análisis recogenresultados del ADN de dos personasdiferentes —respondió el ministromirando a los ojos al cardenal y

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esperando el efecto que podían provocarsus palabras.

—¿Eran dos los ladrones? Norecuerdo haberlo leído. La prensasiempre habla de un solo ladrón —dijoel cardenal un tanto desconcertado.

—En principio se dijo que era uno,pero pudieron ser dos. La Policíatrabaja ahora con esa nueva hipótesis —replicó el ministro con aire desatisfacción.

—¿Quieres decir, Ottavio, que esa«hipótesis» a la que te refieres seráavalada por los policías que estáninvestigando el caso?

—Estamos en ello; estamos

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intentando que las cosas se orienten enesa dirección, que es la más convenientepara todos.

—Si es así, me tranquilizas, y creoque podré llevar buenas noticias a SuSantidad. No te oculto que, como tedecía, está triste por que se haya podidoponer en duda la autenticidad de lasreliquias de San Marcos y esa especieesté dando pie a no pocas burlas enalgunos programas satíricos detelevisión: no sólo en Italia, sino en todaEuropa.

—Pues ya le digo, eminencia: éstaes nuestra actual línea de trabajo.Tenemos confianza en que servirá para

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centrar el foco de la atención de losperiodistas en el segundo ladrón y dejenen paz a San Marcos, dicho sea con todoel respeto que me merece el santoapóstol.

—Repito que tus palabras devuelvenla serenidad a mi ánimo; no te ocultoque algunas de las cosas que he vistopor la televisión han llegado aindignarme. Creo que cuando todo estopase, quizá Su Santidad debiera realizaruna visita pastoral a sus amadosfeligreses de Venecia. De allí fuepatriarca el beato Juan XXIII, cuandoera el cardenal Roncalli… Es unaciudad muy querida en el Vaticano. Sí,

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quizá cuando todo esto pase, habría quepensar en algo así: una visita pastoralque sirva para borrar tanta palabra suciacomo hemos escuchado estos días.

El ministro asintió con la cabeza eiba a añadir algo cuando unos golpessuaves en la puerta anunciaron lapresencia de Alicia, la secretaria.

—¿Puedo, ministro?—Sí. Pase, Alicia, pase.—Traigo el café —dijo la mujer

acercándose a la mesita que enfrentabalos sofás.

—Con un poco de leche, gracias —dijo el cardenal.

—A mí lo mismo. Gracias, Alicia.

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Cuando la secretaria se retiró, elcardenal ofreció una cucharada deazúcar al ministro.

—Gracias, eminencia —dijo elpolítico rechazando el azúcar—. Sírvaseusted primero.

—Está bien, tomaré una. El dulceayudará a pasar las penas de la mañana.

—Pues aquí —replicó OttavioAgrícola, señalando a su alrededor—necesitaríamos una tonelada cada día.

—Todo exceso conduce a sucontrario, hijo. No debemos quejarnos,Nuestro Señor conoce mejor quenosotros lo que podemos soportar y,aunque aprieta, nunca ahoga. Confía en

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Él, hijo; Él te ayudará.«Falta me hará», dijo para sus

adentros el ministro pensando en lasiguiente complicación: cómo conseguir,sin aumentar el problema, que elcomisario jefe de Venecia se aviniera acambiar el informe oficial sobre elintento de robo en la basílica de SanMarcos.

—¿Decías algo, hijo? —preguntó elcardenal.

—No, eminencia, pensaba en losucedido en Venecia y en algunosaspectos oscuros del caso.

—¿A qué te refieres, en concreto?—No sé si debo comentarlo, porque

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todavía no es oficial, pero, en fin, creoque puedo confiar en su discreción.

—Hijo, la Iglesia vale más por loque calla que por lo que proclama, ¿note parece? —respondió con ironía elhombre de la Curia vaticana.

—Verá, me refiero al asalto ointento de robo en San Marcos. Alprincipio de la investigación, entre otrashipótesis, la Policía contempló laposibilidad de que hubiera sido obra dealguna secta de satánicos…

—¡Santo Dios! —exclamó elcardenal llevándose las manos a lacabeza.

—No se alarme, eminencia, la cosa

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se quedó en eso: en hipótesis. Lospolicías encargados del caso casi handescartado esa posibilidad; era, desdeluego, una de las zonas oscuras del caso,pero hay otra, tras el robo de datosinformáticos en el laboratorio de laPolicía Científica, aquí en Roma; se hadescubierto que el hacker interesado enconocer el resultado del análisis de lasmuestras recogidas en San Marcosoperó desde fuera de Italia, lo hizodesde Croacia, concretamente desdeDubrovnik.

—¿Croacia? Croacia es una nacióncatólica… Quizá podamos ayudar —dijo el cardenal mirando fijamente a su

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interlocutor.—¿Ayudar, eminencia? No se me

ocurre cómo… —respondió el ministrodesconcertado.

—La Iglesia, hijo, tiene ojos y oídosen todas partes. Lo que se escucha en losconfesionarios tiene garantizado elsecreto, pero las iglesias son muygrandes y bajo sus bóvedas se reúnemucha gente. Gente que podría habervisto u oído cosas, ¿no te parece?

—Sí, claro; no se me había ocurridopensarlo, eminencia, pero ahora que lodice, la verdad, pues no le oculto que si,con discreción, eso sí, sin que nadatrascienda, si nos pudieran echar una

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mano en este caso, desde luego, seríabienvenida, claro.

—Todo sea por el bien de la Iglesia,Ottavio. No te oculto que hasta SuSantidad se ha interesado por el caso.Esas atrocidades que se escuchaban estamañana en la radio y en las cadenas detelevisión… ¡Dios mío, qué horror!Cuestionar las reliquias de San Marcos,¡en Italia!

—Eminencia, no debería darimportancia a algunas de las cosas quedicen los periodistas, son fruto de laignorancia o del afán desensacionalismo. Créame —añadió elministro sin excesiva convicción—, este

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asunto no durará mucho en las portadasde los medios; dentro de unos díastendrán otra historia que convertirán ennuevo escándalo y ya nadie se acordarádel santo evangelista.

—Es posible, Ottavio, es posible;pero, para entonces, el mal ya estaráhecho, y eso es lo que me preocupa,porque en el mundo hay gente mala, elMaligno existe y juega su juego, perotambién hay gente buena, gente humildey de buen corazón, gente que estoyseguro de que estos días está sufriendocon todo este asunto.

—Créame que lo siento, eminencia.Siento que no se haya podido evitar el

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intento de robo y después la filtración delos datos del laboratorio de la Policía;estas cosas pasan y, en fin, hay queapechugar con las consecuencias. Yomismo estoy seguro de que tendré queacudir al Parlamento para responder alas preguntas de la oposición, que si aúnno ha presentado formalmente lasolicitud de comparecencia, es por unhecho fortuito: porque algunos de susportavoces, aunque estamos ya en lasegunda semana de septiembre, resultaque todavía no han regresado de susvacaciones —añadió el ministro con undeje de resignación.

—Está bien, está bien, Ottavio —

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atajó el cardenal hablando con unaautoridad que habría resultadosorprendente a alguien que desconocierael gran ascendente del Vaticano sobre lapolítica y algunos políticos italianos—.Seamos prácticos —añadió—. Creo quees de todo punto necesario parar lacampaña de especulaciones en torno alsupuesto «ADN del evangelista» del quehablan abiertamente los medios. No séqué es lo que tendrás que hacer, peroeso es lo que he venido a pedirte ennombre de nuestra vieja amistad;también te lo pido —añadió el hombredel Vaticano— como católico que eres,puesto que, como te decía antes, todos

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esos comentarios, todas esasespeculaciones, escandalizan a la gente—añadió el cardenal con voz cuyafirmeza parecía querer reforzar congestos enérgicos de las manos.

—Será difícil, eminencia; Italia esuna democracia y tenemos libertad deprensa…

—En el camino de Cristo no seadmiten vacilaciones, Ottavio. Es muyimportante que nos ayudes a cortar esteasunto —añadió suavemente el cardenal—. Ni que decir tiene que, si nosayudas, nosotros te ayudaremos comohemos hecho en otras ocasiones —atajóel cardenal desviando la mirada hacia el

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boceto del retrato del papa Inocencio X,pintado por Velázquez, un cuadro queocupaba un lugar destacado en eldespacho del ministro—. Siempre —prosiguió— me ha llamado la atenciónlo que cuentan los historiadores sobre lamala acogida que tuvo el cuadro cuandoVelázquez entregó la obra al papaPanfili —añadió el cardenal señalandola pintura—. La verdad es que nunca heconseguido entenderlo, porque creo queel pintor español supo captar con granrealismo el gesto, sombrío si se quiere,sí, pero de indiscutible autoridad. Comodebe ser tratándose de un Papa, ¿nocrees, Ottavio?

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—Sí, claro, eminencia —respondióel ministro sin disimular lapreocupación que había instalado en suánimo la petición del cardenal.

—¡Bien! Creo que ha llegado la horade marcharme. Gracias por el café —dijo el purpurado al tiempo que seincorporaba—. «Por sus obras lesconoceréis». Acuérdate del Evangelio,Ottavio —añadió el cardenal con unamueca que sólo un observador alejadode la escena habría confundido con unasonrisa.

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Capítulo 36—¿Qué sabe usted de ADN? —preguntóMerkurio a Sertzan Kostovsky, elperiodista con el que había concertadoun encuentro al término de laconferencia en el foro celebrado en elhotel Holiday Inn. Kostovsky dirigía ElCorreo, uno de los periódicos de mástirada del país.

—¿ADN? Pues…, no sé…, lo quesabe todo el mundo: que es algo asícomo el carné de identidad genético deuna persona —respondió el periodistasorprendido por la pregunta del hombreque estaba sentado frente a él.

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—Exactamente. ¿Sabe que, además,es un carné único, imposible defalsificar?

—Sí, bueno; ésa es la idea que tengosobre el ADN, pero verá, señor Lauer,si quiere que le sea sincero, no tengodemasiados conocimientos sobre el tema—respondió el periodista pensando queestaba decepcionando a su interlocutor.

—No se preocupe por eso. Es a loscientíficos a quienes correspondeconocer en profundidad estas cosas —respondió el hombre sin hacer nada paracorregir la apariencia glacial querodeaba su figura.

El periodista se removió en su sillón

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sin disimular la incomodidad que sentía.—El ADN es una huella genética

infalsificable y, por lo tanto, única —añadió el anciano mirando fijamente asu interlocutor—. Bien, señorKostovsky. Voy a poner en suconocimiento un hecho de grantrascendencia histórica. No sólo paraMacedonia, también para el resto delmundo. Espero que sepa usted valorar lainformación y, sobre todo, exponerla ala opinión pública con el rigor y laaltura de miras que corresponde. ¿Puedoconfiar en usted?

—Sí, sí, claro que puede confiar enmí.

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—Tengo su palabra, ¿recuerda? —preguntó el anciano.

—Repito que puede usted confiar enmí, señor Lauer —respondió elperiodista agobiado por la presión a laque se sentía sometido.

—Coronel, acérqueme la carpetaroja —ordenó el anciano al militar queasistía a la entrevista de pie y ensilencio—. Aquí —dijo el hombre alque llamaban Merkurio señalando lacarpeta— están los datos de unmacroestudio de filiación genética de lapoblación de Macedonia. Es un estudiorealizado con las técnicas de laboratoriomás modernas. El resultado, como verá,

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es muy llamativo: salvo en las comarcasdonde hay núcleos muy minoritarios depoblación de origen albanés, búlgaro,turco o valaco, el resto, el quepodríamos llamar macedonio histórico,presenta un perfil homogéneo sin apenasvariaciones; el propio de un pueblo alque no han podido dividir los avatareshistóricos —dijo el anciano subiendo eltono de voz—. ¿Comprende usted,Kostovsky, la importancia que tiene elresultado de este estudio?

—Sí, bueno, ya le digo que no soyun experto y, por lo tanto, se me escapanlos matices de este asunto, pero, enfin…, si usted lo dice, claro que es

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importante —acertó a responder elperiodista intentando que notrascendiera el desconcierto que habíaninstalado en su ánimo las últimaspalabras del anciano.

—Creo que no me sigue usted —replicó Merkurio.

—No sé por qué dice eso, señor.—Creo que no me sigue porque

usted esperaba algo más que un informeestadístico, ¿es así? Sea sinceroconmigo.

—Pues yo, la verdad, no sé…El periodista titubeó. La presencia

del coronel resultaba intimidante, peroquien realmente infundía temor era aquel

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anciano que incluso sentado parecíadominar el paisaje del saloncito de lasuite en la que le había recibido.

—… En fin, ya que lo pregunta —acertó a contestar—, seré sincero: laverdad es que sí; me esperaba otra cosa.No me pregunte qué, porque no sabríadecirlo, pero sí. Sus palabras en el foro,cuando habló usted, tengo aquí las notasque tomé del discurso; habló de unarevelación, siento curiosidad por sabera qué se refería cuando dijo: «Dentro depoco estaremos en condiciones dedecirle al mundo que Macedonia es latierra de Alejandro y de Filipo y nadie,recuerden bien lo que les digo, ¡nadie

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podrá ponerlo en duda!». Son palabrassuyas textuales que me hicieron pensarque, en fin, usted tenía intención dehacer o decir algo, sí, más importante.

Tras decir aquellas palabras,Sertzan Kostovsky se llevó una mano ala cabeza para enjugar el sudor queperlaba su frente.

—Ha sido usted sincero. Me gusta.No soporto ni a los mentirosos ni a lospusilánimes. Un hombre lo es, ante todo,cuando se atreve a decir la verdad sinimportarle las consecuencias. Creo,señor Kostovsky, que vamos aentendernos, pero le pido un poco depaciencia. El informe que hay en esta

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carpeta —dijo el anciano señalando eldosier— es muy importante. No por losdatos que comentaba, datos quedemuestran la homogeneidad de lahuella genética de los habitantes deMacedonia, sino por algo que ustedtodavía no sabe, pero que convierte elinforme en un material de valorincalculable.

El anciano hizo una pausa y miróalternativamente al periodista y almilitar. Después se levantó ydirigiéndose a la parte interior de lasuite se acercó a uno de los armarios encuyo interior estaba instalada una cajafuerte. Tras marcar la combinación,

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abrió la pequeña puerta blindada yretiró del interior una carpeta que estabadebajo de una pistola. Era una WalterPPK, un arma formidable, tan seguracomo letal en manos de un buen tirador.Cerró la caja y regresó hasta el pequeñosalón que precedía a la suite. El coronely el periodista seguían en silencio. Elhombre al que llamaban Merkurioregresó al sillón situado enfrente delperiodista.

—Lo que va a ver ahora es algoextraordinario —dijo el ancianomirando derecho a los ojos de suinterlocutor—. Es un secreto que hanguardado los siglos. Como podrá

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comprobar, su conocimiento por laopinión pública provocará una granconmoción. Quiero que lea con atenciónestos documentos y que después deleerlos piense en la mejor forma depublicarlos. Habrá de serescalonadamente, primero elmacroestudio de filiación genética sobrela población de Macedonia. Después,deberá publicar este otro —dijo elanciano ofreciendo al periodista lacarpeta que había extraído de la cajafuerte—. Léalo y devuélvamelo —ordenó el anciano—. Quiero estarseguro de que comprende usted laimportancia, la trascendencia histórica,

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de la extraordinaria revelación quepongo en sus manos, señor Kostovsky.

—Sí, claro, señor… —contestó elperiodista sin saber muy bien qué decir.

—Tenga, léalo ahora —ordenó elanciano tendiéndole la carpeta quecontenía el informe filogenéticoelaborado por el doctor William Sharp yla doctora Virna Ivic a partir delanálisis de las muestras óseas robadasen el laboratorio de la ciudad griega deVergina.

Minutos después, fue SertzanKostovsky quien rompió el silencio.

—¡Santo Dios! Pero, pero ¡esto esimposible! ¡El ADN del rey Filipo II de

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Macedonia, el padre del GranAlejandro! ¡No me lo puedo creer! Es,es, fantástico. ¡Es una bomba! ¿Cómo loha conseguido? —preguntó el periodistaexcitado por lo que acababa de leer.

Merkurio no respondió a la pregunta.—Ha dicho bien, Kostovsky.

Efectivamente, lo que tiene usted en lasmanos es una bomba. Una bomba quepuede explotarnos encima si no sabemosmanejarla adecuadamente. ¿Comprendelo que le digo?

—Sí, sí, comprendo lo que me dice,pero esto es algo grande. ¡Es la noticiadel año y puede que del siglo! —respondió, nervioso, el periodista—.

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Habrá que considerar las fuentes, claro,pero qué duda cabe de que es la noticiamás sensacional de los últimos tiempos.

—Mire, señor Kostovsky —respondió con voz glacial el anciano—,como comprenderá, ésta no es unareunión del comité de redacción de superiódico. A mí las noticias no meinteresan más que en la medida en queconvienen a mis intereses. Lo que acabade leer no es una novedad periodística,es una revelación histórica y como taldebemos considerarla analizando lasconsecuencias que sin duda traerá supublicación. Consecuencias, sobre todo,políticas. Porque supongo que no se le

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escapa la repercusión internacional delcaso. Este informe revela que existe unacontinuidad entre la dinastía de la CasaReal de Macedonia de los tiempos deFilipo y Alejandro y el núcleo delpueblo macedonio actual. SeñorKostovsky, ¿comprende usted el alcancepolítico de lo que le digo? —preguntó elanciano taladrando con la mirada alperiodista.

—Sí, lo comprendo, señor. Cuandohabla usted de repercusióninternacional, supongo que estápensando en Grecia, en la Grecia actualy en la región septentrional que lleva elmismo nombre que nuestra Macedonia

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—respondió el periodista captando, derepente, el sentido último de la preguntadel magnate—. Supongo que a losgriegos no les va a gustar el informe.

—Macedonia debe atender a susintereses. Este informe prueba que existeuna continuidad histórica, que se puedeestablecer un árbol filogenético y la rutaseguida por nuestra civilización, hechoque pone patas arriba otras pretensiones.

—Si no me equivoco, está pensandousted en Tesalónica —dijo el periodista.

—Tesalónica es la ciudad que fundóel rey Casandro de Macedonia. Hora esde que lo que perteneció a Macedoniavuelva a Macedonia, ¿no le parece?

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—Sí, claro, señor. Pero, en fin, estánlas fronteras, y hablando de Grecia, estátambién la OTAN. Grecia pertenece a laOTAN…

—No meta a la OTAN en esteasunto, Kostovsky. Va usted demasiadodeprisa.

—Perdone, señor, soy macedonio yal igual que usted amo a mi patria ydaría mi vida por ella, pero soyperiodista, y, quizá por deformaciónprofesional, estoy acostumbrado aanalizar los acontecimientos desde laperspectiva de sus consecuencias… sinolvidar que la fuente es determinante ala hora de establecer la veracidad de la

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información —añadió el periodistasorprendido de su propia osadía—.Señor Lauer, no se ofenda —prosiguió—, pero el origen de la noticia, en estecaso, el origen de las muestras que hanpermitido analizar el ADN al que serefiere el informe, tiene su importancia;en este caso me atrevo a decir que elorigen puede condicionar lacredibilidad del propio informe…

Iba a ampliar el razonamiento, perola voz cavernosa del anciano cortó deraíz aquel propósito.

—¡No me interrumpa y deje depreocuparse por ese aspecto colateraldel asunto! Vamos a ver, Kostovsky: a

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corto plazo no habrá más consecuenciasque una gran polémica alrededor delinforme; después, a medio plazo, y ahíes donde más vamos a necesitar susconocimientos profesionales, debecrearse un estado de opinión favorable aque sean devueltos a Macedoniaaquellos territorios que originariamenteformaron parte del Reino de Macedonia.¿Entiende ahora el verdadero alcancedel proyecto? —preguntó Merkurio sinesperar respuesta—. Cuando hablo deopinión pública favorable, hablo deopinión tanto nacional comointernacional. Para conseguir el ecomundial necesario habrá que contratar a

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la mejor agencia internacional deRelaciones Públicas; tiene su sede enWashington y ya se han realizado losprimeros contactos.

—Todo esto es fantástico,extraordinario… —acertó a decir elperiodista.

—Estamos hablando de algo muyserio, estamos hablando de un asunto deEstado que reclama decisión ydiscreción. Una indiscreción, unafiltración antes de tiempo daría al trastecon todo el plan. Está usted aquí porqueconfiamos en usted; además ha dado supalabra. Espero que la mantenga —añadió Merkurio desviando la mirada

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hacia el militar, que en ningún momentohabía participado en la conversaciónque se traían los dos hombres, pero queahora, siguiendo el hilo delrazonamiento de su jefe, había fijado lamirada en el atribulado periodista.

—La tiene, tiene mi palabra; loúnico que me inquieta es que puedanproducirse filtraciones ajenas —dijo elperiodista.

—No se preocupe, eso no ocurrirá.—¿Cuál sería la hoja de ruta, el

calendario del plan?—Déme el informe —contestó el

anciano reclamando la carpeta quecontenía los datos del análisis de ADN

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realizado por el doctor Sharp sobre lasmuestras óseas robadas en Grecia—. Selo he dejado leer para que pudieraavizorar el alcance del proyecto, pero supublicación ahora sería un error; quieroque se concentre en el otro informe; quepublique los datos del macroanálisisgenético llevado a cabo en todaMacedonia; quiero que promueva ustedun debate nacional enfocando losresultados en clave positiva: comoprueba de la homogeneidad genética denuestro pueblo. Hable en sus editorialesde la «civilización macedonia»;participe usted en los programas detelevisión donde se debatan estas cosas.

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Tengo influencia, como sabe, en algunode los canales privados de televisión, nocreo que sea difícil promover debates entorno a la cuestión que nos ocupa. Haymucha gente que tiene dificultades parallegar a fin de mes; este tipo decuestiones son de las que encienden laimaginación de la gente corriente.Hablar del futuro les ayudará a olvidarlos problemas cotidianos. Hay queampliar el horizonte de la gente,incendiar su cabeza con ideas que lesdevuelvan la imagen de la grandeza denuestro pueblo, el pueblo que es elmismo que acompañó al Gran Alejandroen la conquista de Asia. ¿Comprende lo

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que le digo, Kostovsky?—Sí, creo que sí —asintió el

periodista.—Bien, mejor así, porque no quiero

fallos. Si trabaja usted para mí, legarantizo que subirá como la espuma.Pero quiero que comprenda que estamoshablando de un plan que tiene susriesgos. Por eso le reitero que es deltodo imprescindible la discreción. Meha informado el coronel de que tieneusted familia…

—Sí, mujer y tres hijos, el máspequeño, de doce años —respondió,incómodo, el periodista.

—Bien, bien. Esperemos que cuando

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el pequeño ya sea todo un hombre yalgunos de nosotros ya no estemos aquí,pueda vivir en una Macedonia grande,una Macedonia como lo fue en susmejores tiempos antes de que lasinjusticias de la Historia perpetraran elolvido de siglos que ha padecidonuestro pueblo. Publique usted el primerinforme y déle mucha publicidad; quetenga repercusión. No se preocupe porel dinero, una de mis empresascontratará una campaña de anuncios ensu periódico; con esa inyección dedinero podrá usted afrontar los primerosgastos. Si todo va bien, habrá más.

—Gracias, señor Lauer —contestó

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el periodista—. ¿Cuándo cree quedebemos publicar el segundo informe?—añadió señalando a la carpeta que elanciano sostenía entre sus manos.

—Cuando la opinión pública estémadura. Hasta entonces no habrá llegadoel momento de publicar el informe.

—No quisiera parecer pesado, perono me ha dicho usted cómo haconseguido obtener las muestras que hanpermitido identificar el ADN del reyFilipo. Cuando se publique el informe,habrá que dar razón sobre el origen…No estoy muy puesto en Historia, perotengo entendido que los restos del padrede Alejandro Magno se encuentran en

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una tumba que fue descubierta hace unosaños en Vergina, en el norte de Grecia,no lejos de Tesalónica, y los lectores, lagente, preguntarán por el origen de lamuestra —añadió el periodista mirandocon angustia a su interlocutor.

—Cuando lleguemos a ese río,hablaremos de ese puente. Limítese acumplir la parte del plan que se le haencomendado, Kostovsky —atajó elanciano zanjando la conversación.Después se levantó y tendió la mano alperiodista—. Tengo su palabra, no loolvide —dijo al tiempo que mirabahacia el coronel, que estaba ya frente ala puerta de la habitación.

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—No lo olvidaré, señor —contestóel periodista intimidado por la estaturade su interlocutor y la del militar queaguardaba para acompañarlo hasta lasalida. Un jugador de ajedrez habríaasociado la zozobra del periodista conla de un peón acechado por una torre yun caballo.

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Capítulo 37A las seis de la mañana del díasiguiente, el coronel Bojislav Bojovicabandonó el hotel Holiday Inn deSkopie. Fuera, en un aparcamientocercano, le esperaba uno de losguardaespaldas de Merkurio. Estaba depie junto a un todoterreno de colornegro.

Era un volkswagen, modeloTouareg. Antes de entrar en el vehículo,el coronel se aseguró de que suacompañante no fuera armado.

—¿Llevas pistola? —le preguntó.—No. La tengo en el coche —le

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respondió el mocetón.—Está bien, no la vamos a necesitar.

Conduce tú —ordenó el militar al jovenal que todos llamaban Mitrovica.Después abrió la puerta del vehículo ytras entregarle las llaves del coche a suacompañante, se acomodó en el asientocontiguo al del conductor—. Voy adormir un rato. Cuando falten quincekilómetros para llegar a la frontera deCroacia, despiértame —añadió elcoronel cerrando los ojos y colocandoun periódico extendido sobre elestómago. El papel retiene el calor quedesprende el cuerpo humano y actúacomo relajante; era un truco infalible

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para acelerar la llegada del sueño, lohabía aprendido en sus tiempos de laMilicija, cuando, sin tiempo para dormiren condiciones, debían afrontar largosviajes en coche por las interminablescarreteras de Yugoslavia.

Mitrovica despertó al coronel antesde llegar a la frontera de Croacia. Quizáporque era una hora temprana o porquelos pasajeros no aparentaban llevar nadade valor, el caso es que los guardias defrontera apenas les hicieron caso.Cuando levantaron la barrera, el coronelse llevó instintivamente la mano a lacabeza en un remedo de saludo militarque uno de los guardias devolvió.

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—¿No le parece raro que no noshayan parado y registrado? —preguntóMitrovica.

—Sí, un poco raro sí es, pero bueno,la guerra fue hace ocho años, y, además,debemos de tener pinta de pobres, asíque ni se han molestado —respondió elcoronel. «Esperemos a la vuelta paracantar victoria», se dijo el militar parasus adentros. Después añadió—: Voy aintentar dormir un poco más; conducedespacio, no quiero que llamemos laatención de los motoristas de Tráfico.Ah, y cuando te aburras de conducir,despiértame, ¿entendido?

—Sí, señor; descuide, que así lo

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haré.Despertó antes de que el conductor

le llamara, pero siguió en silenciopensando en la misión. Cuando pararonpara repostar sustituyó al conductor yfue él quien llevó el coche hasta llegar aSplit. Allí, dejaron el coche en una delas calles del puerto y decidieron estirarun poco las piernas. Fueron caminandohasta una plaza llena de bares yrestaurantes que está junto a las ruinasdel ciclópeo palacio del emperadorDiocleciano, un romano de origendálmata que gobernó Roma con mano dehierro en los primeros siglos de la eracristiana. Tras almorzar regresaron a

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buscar el coche y por la carretera de lacosta siguieron viaje hasta Plitvice yOpatija. Relevándose en la conducción,al amanecer se habían plantado en lafrontera de Eslovenia. La cruzaron sinproblemas. Tres horas después, estabanen el paso fronterizo de Trieste. Al otrolado les aguardaba Italia.

—¿Motivo del viaje? —preguntó elpolicía italiano que estaba de guardia,tras controlar los pasaportes.

—Turismo —respondió el coronel.—¿Adónde se dirigen? —preguntó

el policía más por entablar unaconversación con la que combatir elaburrimiento que por imperativo de su

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celo policial.—Pues en principio pensamos

acercarnos a Venecia… —contestó elcoronel en italiano y sin terminar lafrase…

—¡Ah, Venecia! ¡Es mi ciudad, esbellísima! No dejen de ir… Adelante,pasen —añadió el agente estirando unbrazo y señalando la salida de laaduana.

—Gracias, señor —respondió elcoronel saludando al policía.

Durante unos minutos el coronelpermaneció en silencio tratando deorientarse. Al llegar a una gasolinerapróxima al puerto, detuvo el coche y

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consultó un mapa que llevaba en laguantera del coche. Iba a llamar a MissLisi, pero miró el reloj y vio que eranlas ocho de la mañana. «Es pronto», sedijo, así que decidió hacer un poco detiempo.

—Vamos a desayunar. Invito yo —dijo mirando a su compañero, queestaba medio dormido.

—¡Ah! Estupendo, gracias, coronel.—No me llames así —replicó el

coronel—. No debemos llamar laatención.

—¿Y cómo quiere que le llame? —preguntó Mitrovica con aire de colegialdespistado.

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—Puedes llamarme Peja y, a todoslos efectos, desde ahora tú te vas allamar Slobodan, ¿de acuerdo?

—¡Slobodan! Como Milosevic —exclamó el guardaespaldas.

—Es para que no se te olvide, ¿deacuerdo?

—No se me olvidará, señor…—Te he dicho que te olvides del

tratamiento militar, ¿es que no me hasentendido?

—Sí, señor, claro que lo heentendido, pero pensaba que lo dellamarle Peja era para cuandoestuviéramos con gente.

—Y sin gente. Si no lo haces así,

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meterás la pata. Quiero que entiendasque hemos venido a cumplir una misiónmuy delicada y no debemos llamar laatención. Recuerda que somos dosturistas; nadie te va a preguntar nadaporque mi intención es que estemospoco tiempo en Trieste, pero por sialguien te para o te pregunta, debesdecir que somos turistas, que hemosvenido a pasar el día y que nosvolvemos mañana a Liubliana, enEslovenia. ¿Entendido?

—Sí, perfectamente. No se meolvidará —asintió Mitrovica sin hacermás preguntas.

Tomaron café y desayunaron. Pagó

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el coronel y, al volver al coche, buscóun número en su teléfono móvil y marcó.

—¿Sí? ¿Quién llama? —respondióuna voz de mujer.

—Dunia, soy yo. ¿Qué tal está? —preguntó el militar.

—¡Coronel! ¡Qué sorpresa! Noesperaba que me llamara… como medijo ayer que hasta dentro de unos díasno me fuera de aquí, pensé que hastaentonces no tendría noticias suyas —respondió la mujer más sorprendida queotra cosa.

—He cambiado de idea; creo que lomejor será que nos veamos. Estoy enTrieste.

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—¿Está aquí? ¿Cuándo ha venido?—preguntó, sobresaltada, la mujer.

—Hoy mismo, he llegado hoymismo. Debemos vernos; me dejópreocupado con lo que me contó.¿Dónde está el circo?

—Está aquí, en Trieste, desde luego,en una plaza que está cerca de laestación —respondió la mujer—; peroahora no sé si podemos vernos, no estoyarreglada, acabo de levantarme, lafunción de noche termina tarde, yo nosé… —añadió nerviosa.

—Lo comprendo, no se preocupe.No hay prisa, tómese el tiempo quenecesite. Dentro de dos horas nos

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vemos, ¿le parece bien dos horas?¿Necesitará más tiempo para arreglarse?

—No, no, es más que suficiente.Perdóneme, coronel, ha sido la sorpresa.

—Lo comprendo, lo comprendo. Nose preocupe, quedamos así; nos veremosen torno a las once. Ah, Dunia, una cosamás, no me llame usted al número deteléfono que tiene, no lo llevo conmigo,la estoy llamando desde el de un amigo,la llamaré yo. ¿Me ha entendido?

—Sí, sí, claro, coronel. Haré comousted dice.

—Bien, pues ¡hasta pronto! —añadió el coronel, cortando lacomunicación.

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Durante unos segundos la mujerpermaneció de pie y con el teléfono enla mano. Estaba desconcertada. Lallamada del coronel la había despertadoy asustado. Sin saber por qué todos sustemores se habían activado y tomó ladecisión que había estado aplazando.Decidió huir. Nerviosa, guardó en unamaleta lo primero que encontró a mano yla cerró. Después contó el dinero quetenía en el bolso: cerca de cuatro mileuros; tres mil se los había enviado elcoronel por «sancionar» —como decíaél— a Demeratu. Buscó las llaves de sucoche y cuando iba a salir se acordó delos perros. Eran la base de su número en

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el circo y también los únicos seres vivoshacia los que volcaba su mundo vacíode otros afectos. «No puedo llevarlos atodos; no podría atenderlos. Si me losllevo, me retrasarían la marcha», pensóangustiada.

En su interior se había desatado unalucha entre el pánico que la invadía y eldolor que sentía ante la idea deabandonar a los animales. Al final, seimpuso el instinto de supervivencia.

«Hablaré con Gruevsky», se dijo.Decidida a ver al director del circo,salió de la caravana y, tras mirar aderecha e izquierda, se tranquilizó al verque su coche, un volvo de un modelo

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algo pasado de moda, seguía donde lohabía dejado aparcado. Al volver lamirada hacia la carpa, vio al director.Estaba hablando con el domador deleones. A buen paso se acercó hastadonde estaban los dos hombres.

—¡Buenos días, Dunia! —lasaludaron a dúo.

—Buenos días —respondió la mujersin acertar a disimular su nerviosismo.

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentrasmal? —preguntó el director.

—No, yo… no, bueno, sí. La verdades que me encuentro mal porque, verás,mi hermana se encuentra muy mal, hatenido un accidente y está grave, y me

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tengo que ir, me tengo que ir —mintióhablando de manera acelerada.

—No sabía que tuvieras unahermana…

—Sí, sí, mi hermana es la máspequeña; no nos vemos mucho, perotengo que verla, tengo que verla —repitió con tono obsesivo la mujer—.Quiero… quiero pedirte un favor.Quiero que os hagáis cargo de losperros…

—Lo comprendo, lo comprendo —respondió el director cruzando la miradacon el domador.

—Te pagaré, te pagaré… Mira, aquítienes mil euros —dijo la domadora

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entregándole dos billetes de 500 euros.—Bueno, Dunia, no hace falta que

nos des tanto dinero, mujer, con la mitadcreo que bastará. Supongo que no vas aestar mucho tiempo lejos del circo, ¿no?

—No sé, no sé, porque mi hermanaestá grave, está muy grave. Quédate conel dinero, quiero que los cuiden bien yque si alguno se pone enfermo, porfavor, quiero que lo lleven alveterinario. Aquí, en esta tarjeta —dijobuscando en el interior del bolso—, sí,aquí está: éste es el número de teléfonode un veterinario de Trieste por si hacefalta llevar a alguno de mis perritos.

—Está bien, está bien, no se hable

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más: se hará como dices —añadió eldirector zanjando la discusión al tiempoque cogía el dinero—. ¿Cuándo te vas?

—Ahora, si no te importa, ahoramismo —contestó la mujer cerrando elbolso y dando media vuelta.

—¿Ahora mismo? ¿Y qué hacemosesta tarde con tu número? El circo nocierra y deberíamos anunciar lasustitución…

—Haz lo que quieras, yo me voy —dijo la mujer dando media vuelta yemprendiendo la marcha hacia el lugaren el que estaba aparcado el viejovolvo.

—Bueno, tendremos que apañarnos

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sin Miss Lisi y sus perros acróbatas —dijo el director con resignación—. Creo,Nikola, que vas a tener que prolongar lajornada de trabajo de tus leonas —añadió dirigiéndose al domador.

—A más trabajo, más salario, jefe—respondió el hombre mirando losbilletes de 500 euros que el director delcirco tenía en la mano.

—¡Ah, no! ¡Ni hablar! Esto —dijoapretando el dinero— es la comida delos perros de Miss Lisi. Nada deaumento de sueldo, no está el Circo deBelgrado para alegrías, amigo Nikola;ya sabes que la televisión está acabandocon el circo —afirmó el director con un

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deje de tristeza.El domador no insistió. Los dos se

quedaron mirando cómo DuniaKovacevic arrancaba su viejo volvo yse incorporaba al tráfico de una de lasvías que rodeaban la plaza.

La mujer conducía agarrotada,asiendo con mucha fuerza el volante. Ibatan ensimismada que no reparó en que aldar la vuelta a la plaza un vehículotodoterreno de color negro ocupado pordos hombres se colocó detrás del volvoy lo siguió cuando éste enfiló la vía quecruza los muelles y conduce a la fronterade Eslovenia. Dunia no se fijó en elcoche que la seguía ni reparó en que

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también se detuvo cuando ella paró elsuyo al llegar a una gasolinera. Era unautoservicio.

Sin bajar del coche, los dos hombresque iban en el todoterreno observaroncómo la mujer repostaba llenando eldepósito.

—Ha llenado el depósito —comentó«Mitrovica».

—Sí, creo que se prepara para huir—contestó el coronel—. En cuanto dejela gasolinera y encontremos un tramo decalle despejado, la adelantas y, concuidado de no hacer mucho estropicio,le cierras el paso, ¿me has entendido?—añadió el militar.

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—Sí, señor.—Pues no te entretengas, que está

subiendo al coche. Y ve con cuidado, novayas a perderla de vista.

—Descuide, señor, no se nosescapará.

El seguimiento duró poco. Al giraren una de las calles de la zona portuaria,el Touareg negro aceleró iniciando lamaniobra de adelantamiento del cocheque le precedía, pero en lugar decompletar la maniobra, en el últimomomento el conductor giró el volantealcanzando al volvo. Aunque Dunia tuvoel tiempo y los reflejos justos como paradar a su vez un volantazo y desviar el

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coche hacia la derecha de la calzada, nopudo evitar que el otro vehículo chocaraligeramente con el suyo. Asustada,detuvo el coche y vio que el todoterrenoque había provocado la colisión sedetenía a un metro escaso. Cuando sucerebro quiso procesar la informaciónque le transmitían sus ojos, los doshombres de gran corpulencia que sehabían bajado del coche negro estaban asu lado. Uno de los hombres abrió unade las puertas del volvo y entró dentro.El otro se quedó de pie en la callehaciendo guardia junto a la ventanilla.

—Hola, Dunia —dijo el hombre quehabía entrado en el coche que conducía

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la mujer.—¡Coronel! ¡Qué… qué sorpresa!

—acertó a decir la mujer.Estaba aterrada.—Sí, eso mismo digo yo: es una

sorpresa que habiendo dicho que nosesperaría haya cambiado usted de idea.¿Por qué, Dunia?

—Verá, coronel; yo, en fin, es quehe recibido una llamada desde Skopie.Mi hermana, ¿sabe?, está muy grave, hatenido un accidente y por eso medisponía a volver. Créame, pensé enavisarle a usted, pero luego me entretuvey se me hizo tarde; de verdad, coronel,pensaba avisarle.

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El coronel no contestó. La mujerestaba visiblemente nerviosa.

—Tranquilícese, Dunia. Está muynerviosa. Le diré lo que vamos a hacer;me va a dejar conducir a mí y vamos a ira un lugar tranquilo donde podamostomar un café y hablar. ¿Qué le parece?—preguntó el militar.

—Yo, yo, no sé qué decir, coronel…—Tranquila, Dunia. Bájese del

coche, siéntese aquí —indicó el hombreseñalando el asiento que ocupaba— ydéjeme conducir a mí. ¿De acuerdo?

La mujer dudó. Pensó en arrancar elcoche, pero la figura del coronel a sulado y la del hombre corpulento que

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estaba fuera, junto a la ventanilla, lehicieron abandonar la idea.

—Haré lo que me pide, señor —respondió con resignación.

—Bien, buena chica.La mujer se bajó del coche y el

hombre que estaba de pie parado junto ala ventanilla la acompañó a dar la vueltaal vehículo. Después, abrió la puertalateral y se apartó para que DuniaKovacevic pudiera entrar. Mientrastanto el coronel, que llevaba puestosunos guantes negros, había ocupado elasiento del conductor.

—¡Síguenos! —ordenó a Mitrovica—. Vamos a tomar café.

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Un minuto después, elguardaespaldas arrancaba el Touareg yel coronel hacía lo propio con el volvo.A continuación, ambos coches seperdieron en el tráfico de Trieste.

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Capítulo 38Amedeo Gualtieri era un buen policía,pero, más allá de los amigos —aquienes guardaba lealtad—, a suscincuenta y tantos años ya no creía encasi nada. Solía decir que por suprofesión había visto mucho y casi nadabueno. Llevado precisamente por susentido de la lealtad fue por lo que lamañana del 14 de septiembre telefoneó asu colega, el comisario jefe de Venecia.

—¿Marco?—Sí, ¿quién llama?—Marco, soy Gualtieri. Tenemos un

problema, tenemos que hablar; ha

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pasado algo.—¿A qué te refieres? —preguntó

Sforza al tiempo que sin saber por quéle vino a la cabeza la imagen de MissLisi.

—La mujer; el coche de la mujer delcirco, ¿recuerdas que colocamos un chipen su coche?

—Sí, ¿qué pasa?—Pues ése es el problema: que no

pasa nada.—No me entero de nada; como no te

expliques mejor… —respondió,impaciente, Sforza.

—Lo que trato de decirte es que elcoche ha desaparecido.

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—¿Pero no dices que habíasinstalado un chip de seguimiento?

—Sí, pero o se ha perdido o lo hadescubierto; el caso es que, por lo queme dicen los técnicos del laboratorio, hadejado de emitir la señal…

Al oír la palabra «laboratorio»,Marco Sforza se puso en lo peor, perono hizo ningún comentario y dejó que suamigo prosiguiera con la explicación.

—Marco, ¿sigues ahí? ¿Me estásescuchando? —preguntó el jefe dePolicía de Trieste.

—Sí, Amedeo, te estoy escuchando.Me estabas contando lo del chip.Supongo que los técnicos que lo

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colocaron saben hacer su trabajo y loharían de manera que ni por casualidadlo pudiera descubrir la domadora —contestó Sforza sin saber muy bien porqué daba por hecho que sus colegas deTrieste habían realizado correctamenteel trabajo.

—El jefe de nuestro laboratoriotécnico dice que descarta que el chip sehaya desprendido con el movimiento delvehículo; dice que puede que el coche sehaya averiado y que la mujer lo hayallevado a algún taller de reparaciones yallí es donde han podido descubrir yextraer el dispositivo… Pero tiene otrahipótesis más. Cómo te lo diría… Sí,

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una hipótesis más brutal.—¿Qué quieres decir con eso de

«más brutal», Amedeo? No consigoentender lo que me quieres decir. ¿Porqué no pruebas a explicar mejor lascosas? —respondió el comisario untanto irritado por la premiosidad con laque su amigo suministraba lainformación.

—¡Tranquilo, Marco! Te lo voy aexplicar, pero ten calma; un poco decalma, por favor. Supongo que estás muypresionado por Roma por culpa delbelén que se ha montado alrededor delintento de robo en San Marcos, pero yosoy tu amigo y tienes que confiar en mí,

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¿entendido?—Sí, sí, claro. Perdona, Amedeo,

pero es verdad que estoy recibiendopresiones por todas partes; supongo queestoy muy estresado y eso me hace serimpaciente y lo pago con quien menosculpa tiene, que eres tú, que encima eresel único que me está ayudando en todoeste rompecabezas. Perdona, amigo,créeme que siento haber sidoimpertinente contigo…

—¡No digas tonterías, Marco!Somos amigos, no tienes que disculpartepor nada… Lo que te estaba diciendo esque, según los técnicos del laboratorio,otra de las hipótesis que explicaría por

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qué hemos perdido la señal es quepuede que el chip no emita porque hayaentrado en contacto con el agua y sehaya desactivado. Dicho de otra manera,opinan que el coche puede estar en elfondo del Adriático; a eso era a lo queme refería cuando te decía que había unatercera hipótesis, pero que era «brutal»—añadió el jefe de Policía de Trieste.

Durante unos segundos al otro ladodel teléfono todo fue silencio. Después,el comisario Sforza habló:

—¿Quieres decir que la domadoraha podido tener un accidente y se hacaído con el coche al mar?

—Eso es lo que he dicho, pero… yo

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no he dicho que la domadora se hayacaído al mar; los técnicos hablan delcoche, Marco. Lógicamente, no puedensaber qué ha sido de vuestra artista.

—Sí, sí, está claro; mejor dicho:nada está claro porque hemos perdido laúnica pista que teníamos. Habrá queempezar otra vez por el principio,volviendo al circo. Voy a mandar aBenzoni, ya le conoces. Por favor, si note importa, Amedeo, ayúdale…

—Sí, hombre, sí, descuida, que leecharemos una mano; de hecho, yahemos empezado a ocuparnos del caso.En previsión de que me lo pedirías, heconsultado con Tráfico y también con la

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autoridad portuaria de aquí, del puertode Trieste, pidiéndoles que estén altanto por si aparece abandonado unvolvo como el de la domadora. Si no medices que no —añadió—, también habíapensado hablar con un amigo que tengoen la jefatura de Liubliana, enEslovenia, por si la mujer que buscamosha cruzado la frontera y ha dejado elcoche en algún taller o lo ha tirado almar y alguien lo ha visto; como decimosnosotros, ya sabes que siempre hayalguien de guardia en el lugar másinsospechado —añadió el jefe Gualtieri.

—Me parece bien —respondióMarco Sforza—. No sabes cómo te lo

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agradezco; este asunto me trae de cabezaporque parece que hay alguien que estájugando al gato y al ratón con nosotros ycada vez que creemos tener en la manola punta de un cabo, ¡blaam!, alguien tiradel hilo, la cometa desaparece y, ¡hala!,vuelta a empezar de nuevo.

—Estás muy estresado, Marco.Tienes que relajarte; de otra manera teveo perdido, amigo mío.

—Puede que tengas razón; la verdades que este asunto es más complicado delo que parecía al principio. Te voy ahacer caso, voy a tomarme las cosas conmás calma porque de otra manera mevolveré tarumba. Bueno, Amedeo, adiós,

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llámame si hay novedades y… graciaspor todo.

—De nada, amigo. Cuídate.

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Capítulo 39Por deseo de la familia, el entierro delos restos de Milena Tomic fue un actode carácter privado al que sóloasistieron los amigos más allegados. Elfuneral, por el contrario, revistió lasolemnidad de las ceremonias deEstado. El propio Presidente de laRepública encabezó las honras fúnebrescelebradas con arreglo al lento ysofocante ritual propio de la Iglesiabizantina. Ministros, secretarios deEstado, generales y otros dignatariosacompañaron a la madre y hermanas dela fallecida. Toda la prensa del país se

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hacía eco del dolor por la vida perdidaal tiempo que subrayaban laesperanzadora carrera política que habíatruncado el desgraciado accidente.Ningún medio cuestionó la versión de loocurrido. Las cábalas se centraban enquién sería el sustituto de Milena Tomical frente de la Secretaría de Estado deInterior, un puesto clave porque, améndel control directo de la Policía —segúndecía algún periódico—, a la mesa deldespacho ahora vacío llegaban algunasde las terminales del incipiente serviciode inteligencia de la República. Laprensa especulaba con los nombres decandidatos para ocupar el puesto

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vacante.Entre otros nombres, algún

periódico mencionaba el del coronelBojislav Bojovic.

Merkurio había seguido el funeralpor la televisión instalado en la suite delhotel Holiday Inn. Desde allí, desdeprimeras horas de la mañana, estabaatendiendo la marcha de algunos de susnegocios financieros. Cambiando decanal, a través de la CNN Internacionalvio que la Bolsa de Tokio le habíadejado buenas noticias de susparticipaciones en las acerías de laIndia y otras menos halagüeñas enrelación con la marcha de un fondo de

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capital-riesgo administrado por unconsorcio de bancos con sede enSingapur. Hasta mediodía, concluido elfuneral, no llamó a su chófer. A las trecehoras estaba citado con el Presidente dela República de Macedonia.

Merkurio despreciaba al hombrecuya audiencia había solicitado.Consideraba que Nicola Mitrovic era unhombre indeciso que había alcanzado laPresidencia por su oportunismo político,su falta de convicciones y por unadebilidad que lo convertía en el malmenor para sus rivales de otros partidos.

Mitrovic no entraba en los planes deMerkurio, pero el magnate creyó

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necesario buscar la neutralidad delpolítico siquiera en los primeroscompases de la operación que pretendíallevar a cabo. La posibilidad de que elcoronel Bojovic, un hombre de sumáxima confianza, pudiera sernombrado vice-ministro del Interior erael objetivo táctico que mejor podríafavorecer la estrategia diseñada parahacerse con el poder. Para ayudar a lasuerte, y sin que el principal mandatariolo supiera, había desembolsado unasuma importante para una fundacióncontrolada por el secretario general delpartido del Presidente.

A las doce en punto, el mercedes

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blindado de color antracita delfinanciero se detuvo frente a la puerta enla que un nervioso capitán de la guardiapresidencial revisaba la documentaciónde los visitantes.

No tuvo que esperar: Ivo Pec, eljovial jefe de Gabinete de laPresidencia, salió a recibirlo.

—¡Señor Lauer, bienvenido!—Gracias —respondió con

sequedad el anciano.—Quiero que sepa, señor —dijo el

joven tecnócrata—, que estoy informadodel contenido de la conferencia quedictó usted en el Holiday Inn y que estoyde acuerdo con su idea de potenciar

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nuestra identidad histórica como«marca» de Macedonia en el mundo. Megustó mucho, y no sólo a mí. Sepa,señor, que somos muchos los jóvenesque confiamos en el futuro de nuestrapatria.

Al oír aquellas palabras, Merkuriose detuvo.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—Pec, Ivo Pec, señor. Soy el jefe deGabinete del Presidente.

—¿De dónde es usted?—De Bitola, señor.—¿Viven sus padres?—Mi madre, sí; mi padre, no, señor.

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Por desgracia, murió cuando yo eraniño. Era militar: comandante delejército.

—¿Tiene usted hermanos?—No, señor. Soy hijo único.—Debe estar orgulloso de sus

padres. Observo que le han educado enlos valores que definen a un patriota. Yahablaremos. Ahora, joven, guíeme hastael Presidente.

—Desde luego, señor, el presidenteMitrovic le está esperando —contestóIvo Pec reconfortado por las palabras deaquél hombre al que algunos periódicosseñalaban como el único capaz de«poner a Macedonia en el mapa».

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La entrevista entre los dos hombresfue fría pero cordial.

—Lauer, es un placer… —dijo elPresidente con voz atemperada en lasinterminables sesiones parlamentariasde cuando Tito reinaba sobre el país yYugoslavia jugaba a distanciarse de laURSS liderando el Movimiento de losPaíses No Alineados.

—Presidente, le agradezco que mehaya recibido —respondió cortante elfinanciero.

—Lauer, he leído algunas cosas muyinteresantes sobre usted; comentariossobre una conferencia suya reciente.Quiero que sepa —enfatizó el

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Presidente— que hago mías algunas desus ideas. Yo también creo queMacedonia tiene un gran futuro y miGobierno está trabajando paraacercarlo. Creo —concluyó— queremamos en la misma dirección.

—Le agradezco sus cumplidos, peropermítame que le diga que acerca de loúltimo que ha dicho, me refiero a eso deque en el Gobierno todos reman en lamisma dirección, tengo algunasreservas. Sinceramente, creo que enalgunos ministerios están más pendientesde Bruselas que de Skopie.

—Bueno, bueno, verá, es cierto queen el Gabinete hay gente, sobre todo los

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más jóvenes, que son los másimpacientes y se dejan ganar por unaidea muy extendida según la cual laUnión Europea es la panacea pararesolver todos los problemas y, en fin,de esa creencia nace ese alejamiento delo macedonio al que se refiere usted ensu crítica.

—Bruselas es una de lasperversiones, pero no la única. Creo queuna parte de nuestra juventud ha sidoreclutada para el consumismo y elconformismo. Sueñan con todo lo queven en la televisión y no tienen otrohorizonte. Afortunadamente —prosiguió—, no toda la juventud macedonia está

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en esa longitud de onda; me consta quehay jóvenes que son patriotas y sientencomo propia la limitación de nuestrasactuales fronteras; que se sientenencorsetados por una geografía decididaen los despachos políticos, no por elgran libro de la Historia.

—No sé adónde quiere llegar,Lauer, pero sus últimas palabras meinquietan. Me inquietan en la medida enla que podrían ser premonitorias deconflictos con nuestros vecinos. Déjemeque le diga que la República es hoy laexpresión política y geográfica de lomáximo que puede ser; para usted no esun secreto que la existencia misma como

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Estado independiente ya fue un logrohistórico. En realidad deberíamos haberpermanecido unidos a Serbia, como asífue en el pasado, pero…

Iba a proseguir en su reflexióncuando el coloso de pelo blanco, sinpoder dominar la ira, se puso en pie.

—¡Está usted diciendo queMacedonia no tiene razón de ser! ¿Lodice en serio? ¿Se ha olvidado usted denuestro glorioso pasado? ¿Se haolvidado usted del Gran Alejandro y desu padre, el rey Filipo II de Macedonia?—bramó, fuera de sí.

—¡Claro que no me he olvidado denuestra Historia! —replicó el Presidente

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—. Pero, en fin, respecto de los grandesreyes que ha citado, pues la verdad,hablando de la Historia, usted no puedeignorar que hay una ciertacontroversia…

—¿Controversia? ¿Pone usted enduda la condición macedónica de losgrandes reyes que en el pasado tuvonuestro pueblo?

—No, por supuesto, Lauer, no es esolo que he dicho, no me malinterprete. Loque le digo es que no podemos ignorarel hecho de que nuestros vecinos griegosconsideren que tanto Filipo II como elGran Alejandro fueron, por así decirlo,reyes griegos. Convendrá conmigo en

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que es un hecho probado que la capitalde su reino fue primero Egas, lo que hoyes la aldea de Verguía, y después Pella,ciudades situadas ambas en territorio denuestro vecino país; por no hablar deAristóteles, el filósofo preceptor delGran Alejandro y al que todas lasfuentes sitúan como natural de Estagira,un pueblo situado al este de Tesalónica.

—¡Tesalónica es una ciudad fundadapor el rey Casandro, un rey macedonio,no lo olvide, señor Presidente!

—Señor Lauer, admiro y aprecio suexacerbado patriotismo, pero hágamecaso: no es realista. Para decírselo deotra manera: cualquier exceso por

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nuestra parte a la hora de reclamardeudas históricas, ya sea en el planoterritorial, ya sea en el plano político,están condenadas al fracaso —sentencióNicola Mitrovic con aire fatigado.

—¿Quiere decir que debemosconformarnos con el país recortado quenos han adjudicado Washington,Bruselas y la OTAN? —preguntó conacritud Merkurio.

—Pues sí, algo así, Lauer; perodesde mi punto de vista no es un dramaporque, en esencia, tenemos mucho másde lo que teníamos hace diez años.¿Tiene usted hijos, Lauer? —preguntó elpolítico.

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—Sí, dos.—¿Qué edad tienen?—Cuarenta y dos el mayor y un par

menos su hermana —respondió elfinanciero desconcertado por lapregunta.

—Bien, pues verá, yo también tengohijos; el mayor es abogado y estátrabajando en un bufete de Belgrado;otro más pequeño le tengo estudiando enEstados Unidos. Hablo con ellos de vezen cuando, cuando me lo permiten misobligaciones como jefe del Estado, y medicen que están contentos, que en loslugares en los que trabajan y estudian lesreconocen, saben de su origen

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macedonio, es verdad que —según mecuenta el pequeño, el que estudia enAmérica— de vez en cuando lepreguntan si es griego porque han vistola película de Oliver Stone sobreAlejandro Magno, pero en general notiene mayores problemas: va por elmundo orgulloso con su pasaporte.¿Entiende lo que le quiero decir, Lauer?¿Entiende usted que para recorrer uncamino siempre hay que dar un primerpaso y que el nuestro es ya un granpaso?

—Un paso que ni siquiera nospermite llamar a nuestro país por suverdadero nombre: Macedonia.

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—Es verdad que Grecia se opone enlas Naciones Unidas a que utilicemos elnombre de Macedonia, pero ¿qué másda, si aunque oficialmente somos la«Antigua República Yugoslava deMacedonia», todo el mundo, salvo losgriegos, cuando habla de nuestro país serefiere a «Macedonia»? —añadió elPresidente con el aire fatigado delprofesor que por razones de malaplanificación del calendario docente seve obligado a explicar dos veces en elmismo día la misma lección.

—Tenemos maneras muy diferentesde enfocar las cosas, pero, en fin, no hevenido a polemizar con usted acerca de

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los derechos históricos de nuestropueblo —dijo Merkurio haciendo unesfuerzo para disimular el desprecio quesentía por las ideas del hombre que teníadelante—. En realidad, si me permiteexpresarme con franqueza —añadió—,he venido a decirle que el mundo de lasfinanzas, los empresarios que conozco yyo mismo, veríamos bien que el nuevoviceministro del Interior fuera unapersona seria, de firmes conviccionespatrióticas. Alguien capaz de hacerfrente a los escenarios complejos que,sin duda, nos aguardan.

—¿Tiene usted algún nombre en lacabeza? —preguntó con suspicacia el

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político.—Sabe usted que me gusta ser

franco y voy a decirle lo que pienso:creo que el coronel Bojislav Bojovicsería un buen candidato.

—Desde luego, desde luego. Elcoronel Bojovic reúne condiciones paraocupar el cargo —dijo el Presidente—;además —añadió con ironía— tiene laventaja de que, según tengo entendido,desde hace algún tiempo trabaja parausted, ¿no?

—Así es —respondió con sequedadMerkurio—, pero créame que si notuviera fe en sus cualidades, no hablaríade él como la persona idónea para

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ocupar el cargo en un momento comoéste en el que Macedonia necesitahombres fuertes, patriotas, capaces deestar a la altura de los retos queimponen las complejas circunstanciaspor las que atraviesan los Balcanes. ¿Nocree?

—Por supuesto, amigo Lauer, porsupuesto —contestó el Presidente conuna media sonrisa que resumía elresignado conocimiento del políticoprofesional que sabe que en democraciael poder es el resultado de la suma demuchas variables que ni se puedencontrolar todas, ni todas son confesables—. Ni que decir tiene —concluyó— que

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tendré muy en cuenta su recomendación,aunque no se le escapa que la decisiónserá el resultado de promediar otrospuntos de vista. No olvide usted quegobernar es una tarea colegiada.

Merkurio no contestó; rozando ladescortesía, se puso en pie unossegundos antes de que lo hiciera suinterlocutor. Se despidieron con unapretón de manos al que ninguno de losdos aportó demasiada energía.

A la salida del despachopresidencial aguardaba, diligente, IvoPec, el jefe de Gabinete del Presidente.Con soltura, acompañó al financierohasta la salida.

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—Señor Lauer —dijo el joven convoz obsequiosa—, aquí siempre seráusted bien recibido. Sabemos reconocera los amigos y guardar sus secretos. Quetenga un buen día, señor.

—Gracias, cuídese, joven —respondió el anciano posando duranteunos segundos una mirada taladradoraen el hombre. En las últimas palabrasdel dinámico jefe de Gabinete habíareconocido una seña de complicidad.

Aquel joven —recordó el anciano—había sido el receptor de la llamada queMilena Tomic había hecho desdeDubrovnik. Hizo una seña, como dereconocimiento, con la cabeza y después

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dio media vuelta y se dirigió con pasoenérgico hasta el mercedes, donde leaguardaba el chófer sosteniendo lapuerta.

—Señor… —dijo el joven.Merkurio no respondió.Una vez dentro del coche, ordenó al

conductor que le llevara al hotel. Si lasmiradas pudieran taladrar, habríadestruido el blindaje del vehículo. Seiba contrariado, muy contrariado, y noacertaba a disimularlo.

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Capítulo 40Paddy Wilberforce, el responsable de lared Echelon en Gran Bretaña, estaba apunto de dejar su despacho para acudir auna reunión con el consejero comercialde la Embajada de Canadá cuando oyóla noticia. Era uno de los titulares de lasinformaciones resumidas del servicioeuropeo de CNN Internacional. «Laviceministra de Interior de Macedonia—decía una voz en off explicando lasimágenes que aparecían en la pantalla—pereció al chocar el todoterreno queconducía con un camión de grantonelaje. El accidente tuvo lugar cerca

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de Skopie, la capital de la AntiguaRepública Yugoslava de Macedonia.Milena Tomic —concluyó la voz—tenía cuarenta y cuatro años y estabasoltera».

El hombre se quedó mirando lapantalla en espera de más información,pero no llegó. La presentadora no dijomás sobre el accidente y pasó a informarde los preparativos del ComitéOlímpico chino para cumplir losobjetivos de la Villa Olímpica de Pekín.

Paddy Wilberforce era un agenteveterano y como tal tenía una visiónconspirativa de la Historia. Por debajode la política hay un submundo que

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obedece a la lógica implacable del granjuego del poder; en él nada sucede porcasualidad y, como en una partida deajedrez, cualquier movimientodesencadena otros muchos. Al oír lanoticia, su primer reflejo fue relacionarlo que acababa de escuchar con lainformación confidencial que semanasatrás habían transmitido a la central deSurrey el equipo de agentes destacadosen Dubrovnik; después, tras buscar enuno de los bolsillos, extrajo una agenday colgó la chaqueta en el perchero queestaba junto a los archivadores. Con laagenda en la mano descolgó uno de losteléfonos que estaban encima de la mesa

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del despacho. Tras consultar la agendamarcó un número y esperó. «En Lyontienen una hora más, espero que Philippede Vaucluse no se haya ido a comer»,pensó al tiempo que trazaba un garabatosobre un folio en blanco que estaba juntoal ordenador.

—¡Sí! ¿Quién llama? —preguntó unavoz de mujer.

—Por favor, ¿puedo hablar conPhilippe de Vaucluse?

—¿Quién le llama, por favor?—Soy un amigo, un amigo suyo de

Londres, dígale que nos conocimos enAtenas.

—Perdón, señor, ¿me podría decir

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su nombre? —insistió la mujer.—Sí, claro, dígale que soy su amigo

«Tshandalis» —respondió Wilberforceapostando a que su amigo recordaría losbuenos ratos pasados alrededor de unabotella del magnífico vino de estabodega griega que tiene sus viñas enMacedonia.

—Señor, ¿podría deletrearme sunombre? —preguntó la mujer—. Detodas formas, el director no está en sudespacho; si me deja un teléfono… él lellamará.

—Él tiene mi número, no sepreocupe —respondió Wilberforcedecepcionado por no poder hablar con

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su amigo—. Gracias por su amabilidad.Colgó el teléfono y consultó el reloj.

Iba a levantarse para recuperar lachaqueta cuando cambió de idea ydecidió llamar al agregado comercialcanadiense para anular la entrevista. Unsexto sentido le decía que detrás deaquella noticia que acababa de escucharen la CNN había algo que tenía que vercon la información recolectada por losagentes de Echelon destacados en elAdriático. Conectó el ordenador y buscóen Google la edición digital del HeraldTribune. Allí estaba la noticia delaccidente. «Muere en accidente detráfico Milena Tomic, viceministra de

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Interior de Macedonia…». El despachode prensa precisaba el lugar en el que sehabía producido el choque, pero nofacilitaba mucha más información que laque había escuchado en la CNN; poreso, tras cancelar la conexión, tecleó elnombre de la mujer en Wikipedia. Allíencontró datos sobre la biografíapolítica de la mujer. También había unafoto suya.

«Era guapa; qué pena, pobre mujer»,pensó mientras anotaba en un papel elnombre completo, la fecha, el lugar denacimiento y los datos universitarios dela mujer. Después, utilizando una nuevacontraseña, entró en el archivo

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protegido de Echelon y buscó el informeremitido la semana anterior desdeDubrovnik. Cuando apareció en pantallalo leyó con atención. La memoria no lehabía fallado: allí estaba, efectivamente,lo que buscaba. En una de lasconversaciones interceptadas, unhombre, al que los agentes identificabancomo el «coronel», mencionaba elnombre de Milena Tomic en unostérminos que parecían contener unaamenaza para su vida. El informe nofacilitaba nombres. Paddy Wilberforcecerró el archivo y, tras conectarse denuevo a Internet, entró otra vez enGoogle y buscó el organigrama del

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Gobierno de Skopie. Allí estaba lo quebuscaba: Ivo Pec era el nombre quebuscaba. Tecleó el nombre en elbuscador y lo que encontró no le dijonada especial. Era un hombre joven alque, a juzgar por la foto y el corte depelo, le gustaba ir a la moda. «Tienecara de espabilado», pensó Paddy,mirando la imagen que encabezaba unsucinto currículo. El joven de la foto eraun abogado políglota que habíaestudiado en Estados Unidos yAlemania. Tenía treinta y cuatro años yno era macedonio, había nacido en laciudad croata de Split. «Bien, bien, asíque tú eres la punta del cabo del que

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vamos a tener que empezar a tirar paraver quién maneja los hilos de la cometaque hay detrás de todo este asunto», sedijo para sus adentros al tiempo queimprimía una copia de las páginas quehabía ido consultando.

En esa tarea estaba cuando sonó sumóvil. Era Philippe de Vaucluse, eldirector para Europa de Interpol.

—¿El señor «Tshandalis», porfavor?

—¡Philippe! ¡Te has acordado!¿Cómo estás? Querido amigo… ¡Cuántotiempo!

—Estoy bien, Paddy, muy bien. ¡Noveas la cara que ha puesto mi secretaria

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cuando me ha dado tu aviso! Es muylista y ha debido de pensar que lo de«Tshandalis» era un nombre de guerrade un club de dipsómanos.

—Si hubiera dicho «borrachos», sehabría aproximado algo más, ¿no crees?…

—Sí, desde luego. ¡Qué tiemposaquellos! ¡Cómo era aquella Atenas! —respondió el policía recordando los díasen los que se conocieron, cuando el unotrabajaba en la Embajada inglesa y elotro era el responsable de seguridad dela legación francesa.

—Sí, desde luego, Atenas era muchomás griega que ahora y estaba mucho

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menos contaminada.—Amigo mío, me has dado una

alegría y también un motivo depreocupación. ¡Cuéntame! ¿Cómo es quete has acordado de mí? —preguntó elfrancés.

—Bueno, verás, es por un asunto quetodavía no es oficial, pero es serio.Cuando te digo que no es oficial, quierodecir que si no quieres, no tienes porqué considerarlo; lo que pasa es quecuando te lo explique, lo comprenderás,aunque, como te digo, todavía nosmovemos en un terreno de conjetura y noquisiera meter la pata más allá de loimprescindible.

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—Has conseguido intrigarme. ¿Dequé se trata? —preguntó el policía.

—Por teléfono no, Philippe… Yasabes lo poco seguros que son hoy endía, nunca se sabe quién le estáescuchando a uno —respondió conironía el agente de Echelon.

—¡Hombre! Que lo digas tú tienemérito —replicó con guasa el francés.

—Sí, amigo, ya sabes cómo sonestas cosas… Creo que lo mejor seráque nos veamos. Había pensado ir yo aParís y que te acercaras tú desde Lyon…Si te parece bien, podríamos vernosmañana, no sé, ¿te parece bien quequedemos a comer, pongamos que… a la

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una? Bueno, para ti será un poco pronto.¿Mejor a las dos?

—Déjame mirar en la agenda, nocuelgues… ¿Paddy? —preguntó elhombre de Interpol.

—Sí, Philippe, sigo aquí.—Tenía una cosa a esa hora, pero la

puedo cambiar. A las dos me parecemejor. ¿Dónde quedamos? —preguntó elpolicía.

—¡Hombre, Philippe! Eso te lo dejoa ti. Pago yo, pero eliges tú elrestaurante.

—¿Te parece bien La Coupole, enMontparnasse? Siempre está lleno ynadie se fija en nadie.

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—Excelente. Allí estaré, amigo mío—respondió el inglés rescatando laimagen de aquel restaurante al que habíaido en alguna ocasión y del querecordaba que no admitían reservas yque, como decía su amigo, siempreestaba lleno de gente servida consorprendente diligencia por una legiónde camareros.

Philippe de Vaucluse fue el primeroen llegar. Buscó a su amigo entre elgrupo de personas que de pie, junto a labarra del bar, esperaban turno paraocupar mesa, pero no le vio. Hacíavarios años que no se veían. Desde quecoincidieron en Grecia y trabaron

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amistad. Paddy Wilberforce le habíallamado para felicitarlo cuando lenombraron director para Europa deInterpol. Vagamente le dio a entender enqué trabajaba él en Inglaterra. APhilippe de Vaucluse no le resultódifícil averiguar en cuál de las muchasagencias que pueblan el sub-mundo delos servicios de inteligencia estabaencuadrado su amigo. Francia noformaba parte de la red Echelon y, dehecho, era uno de los países que habíanapoyado en el Parlamento Europeo lacreación de una comisión deinvestigación denunciando comoilegales las escuchas que llevaba a cabo

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la mencionada organización. Pero, pesea todo, Occidente se reconoce enOccidente y la noticia de aquellainvestigación estuvo un día en losperiódicos y dos en la radio y latelevisión, después —salvo losparlamentarios de Estrasburgo queformaban parte de la comisión— todo elmundo se olvidó del asunto. Por otrolado, Interpol, como tal, sólo investiga apetición de parte, cuando la Policía deuno de los países miembros de éstaorganización lo solicita. Ningún paíshabía solicitado nada al respecto deEchelon, así que el director para Europade Interpol no tenía razón oficial alguna

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para recelar de su amigo. Llevaba tresminutos esperando y había pedido unacopa de vino blanco cuando lo vioentrar y detenerse un momento frente auna parada que hay en la puerta en laque, con habilidad y manosencallecidas, un hombre abría ostras contanta pericia como velocidad.

Le reconoció al instante en el mismomomento en el que uno de los camarerosmostraba al inglés el camino de la barradel bar frente a la que había clientesesperando a que se vaciara alguna de lasmesas.

—¡Querido amigo! ¡Qué bien te veo!—dijo Philippe de Vaucluse,

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adelantándose a saludar al reciénllegado.

—¡Tú sí que te conservas bien! —respondió el inglés, estrechando la manoque le tendía su amigo.

—¿Llevas mucho tiempo en París?—Menos de una hora. El tiempo de

llegar desde la estación hasta aquí; yasabes que con el TVG bajo el Canal, sellega desde Londres en nada. ¿Y tú,llevas mucho rato esperando?

—Cinco minutos, nada, no tepreocupes. Aquí ya sabes que noaceptan reservas, así que hay queesperar, pero me acaba de decir uncamarero que en dos minutos está lista

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una mesa; el primer turno se llena deturistas japoneses y norteamericanos,pero se van pronto porque aprovechan eldía para ir de museos y de compras…¡Qué bien te veo, de verdad! —repitió elpolicía francés.

—Bueno, es la buena vida. Yasabes, de casa al despacho, deldespacho a casa y así hasta el fin desemana con alguna que otra salida alcampo con la familia; rutina, purarutina… Ya no soy como tú, ya no soyun hombre de acción —respondió elinglés con naturalidad—. Ahora —añadió con una media sonrisa— misgrandes aventuras transcurren

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descubriendo nuevos platos y vino enlos restaurantes de la «nueva cocina».

—Bueno, bueno, amigo, algo máshabrá, estoy seguro —replicó Philippede Vaucluse guiñando un ojo.

—¡Hombre, se hace lo que se puede,pero para qué te voy a decir otra cosa!Aunque uno no pierde entusiasmo, sí vaperdiendo fuerzas.

—¡Señores, síganme, por favor! Sumesa ya está lista —dijo un camarero.

—Pues venga, vamos. Pasa túprimero —dijo el policía, señalando elcamino a su amigo.

—Gracias.Llegaron a la mesa y se sentaron.

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Tras consultar la carta y pedir unabotella de vino, Paddy Wilberforce pusoal tanto a su amigo de la situación.

—En resumen, querido amigo, loque tenemos es sólo un indicio de que elaccidente en el que murió la mujer pudoser provocado. No sabemos más porqueya te digo que nuestra gente en la regiónestaba tras la pista de una organizaciónque se dedica al comercio de armasapoyándose en certificados de últimodestinatario que consiguen en países deÁfrica y Centroamérica, pero que luegoacaban en manos de las guerrillasnarcoterroristas de Colombia. Cuandoecharon la red estaban pescando otra

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cosa y lo que apareció es lo que te hecontado. Mi primera idea fue cursar uninforme hacia arriba y olvidarme deltema; luego me acordé de ti y deInterpol. Por cierto, ¿la Policía de laAntigua República Yugoslava deMacedonia forma parte ya de Interpol?

—Sí, lo mismo que Eslovenia yCroacia, hace poco que firmaron elprotocolo de integración. Hablo dememoria, pero creo que fue poco antesde que llegara yo.

—Bien, ¿qué te parece el asunto?—Pues, si te digo la verdad, me

parece peliagudo; muy complicado,porque tiene varios frentes. Si te he

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entendido bien y estás en lo cierto alsospechar que la muerte de esa pobremujer pudo ser provocada… ¿Cómodices que se llamaba?

—Milena Tomic. Si te parece,vamos a pasar de los nombres. Ya séque éste es un sitio seguro porque todoel mundo va a lo suyo y nadie estápendiente de nadie, pero será mejor que,pese a todo, no nos relajemos. ¿No teparece? —preguntó el inglés mirando asu alrededor.

—No te preocupes, hombre. Aquí nohay nadie escuchando. ¿No ves que lasmesas que tenemos alrededor no se handesocupado? Nadie nos ha seguido,

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nadie sabe que estamos aquí. Creo queno es del todo cierto eso que decíashace un minuto de que estás ya másmetido en la rutina del despacho que enotra cosa; llevas en la sangre la acción yno puedes evitarlo —dijo el policíafrancés con ironía—. Ahora bien,recuerda lo que decía la Cábala sobrelos fantasmas…

—¿A qué te refieres? —preguntó,desconcertado, el inglés.

—A que es peligroso jugar a losfantasmas… porque se acaba siéndolo.

—Si lo que me estás diciendo es queme he vuelto paranoico, no me ofendes,amigo mío, porque yo mismo me lo digo

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a veces. Es deformación profesional.Tienes razón en que no tengo motivospara desconfiar de este sitio, pero, sí,debe de ser la deformación profesional—respondió el inglés acompañando laspalabras con un movimiento de retorsiónde las manos.

—La deformación profesional o…el Châteauneuf-du-Pape —dijo Philippede Vaucluse conteniendo la risa yseñalando a la botella, muy terciada, detinto empurpurado que habían trasegadoentre los dos.

—La verdad es que está buenísimo.—Sí, reconozco que yo prefiero el

burdeos, pero cuando sale bueno, el

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Châteauneuf-du-Pape puede resultarsublime. ¿Quieres que pidamos otra? —preguntó el policía.

—No, no, por mí, desde luego, no;por hoy ya tengo bastante para recordarcuando vuelva a las tardes de niebla deAlbión —respondió con ironía PaddyWilberforce.

—Volviendo al caso —añadió elfrancés—, estoy pensando que la mayordificultad está en que si queremosinvestigar vamos a tener que andar conpies de plomo porque la Policíadepende del Ministerio del Interior y, sia la mujer la han liquidado concomplicidades desde dentro del

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Gobierno, sin querer podríamos darle algato la noticia de la desaparición delratón. Nos conviene ser prudentes. Encuanto vuelva a Lyon voy a ver quién esnuestro contacto en Skopie y, demomento, poco más, porque,oficialmente, sin requerimiento oficialde la Policía de allí, Interpol como talno puede intervenir.

—No te estoy pidiendo queintervengas, Philippe, lo que te hecontado es que hay un muerto, que es unpolítico y que se lo pueden habercargado porque no quería ser cómplicede otras muertes. Todo esto, amigo, esconfidencial, y si se filtra algo, me

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cortarán los huevos —dijo el inglésmirando fijamente a la cara a su amigo—. En una de las conversacionesintervenidas —prosiguió—, la mujerdaba a entender que no quería sabernada de la muerte de alguien a quienhabían matado o iban a matar en Italia,¿comprendes por dónde voy? Si ademásde lo ocurrido en Skopie, resulta quehay otras muertes en otros países, ¿nocrees que entonces el asunto pasaría aser un caso de Interpol?

—Bueno, eso cambiaría un poco lascosas, pero no en lo esencial, Paddy; terepito que Interpol como tal no puedetomar iniciativas; que tiene que haber

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una petición de los países en los que sehayan producido los delitos. Y no memires así, que no me he convertido en unburócrata ordenancista, pero, demomento, lo que te estoy diciendo es loque hay, amigo.

—No te miro de ninguna manera;voy a ser sincero: lo que me pasa es queno reconozco en tus palabras al flickduro que en Atenas nos ayudó aencontrar y a reducir a lossecuestradores de aquel coronel de laOTAN al que habían atrapado unos tiposde un grupo terrorista.

—Sigo siendo el mismo, Paddy, loque te digo es cuál es el marco de juego

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en el que ahora me muevo. No te hedicho qué puedo hacer por ti en esteasunto, y no te lo he dicho… porquetodavía no me has pedido nada, queridoamigo.

—¡Qué grande eres!—Dime, ¿qué quieres que haga?—Verás, exactamente no lo sé; creo

que deberíamos firmarnos unos días de«vacaciones» en la costa dálmata;después, cuando estemos en Dubrovnik,ya se nos ocurrirá algo —contestó elinglés apurando la copa de vino.

—¿En la conversación en la quehablaban del otro muerto, decían en quésitio de Italia había ocurrido o iba a

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ocurrir?—Creo que no; mejor dicho, no lo

recuerdo, pero en cuanto vuelva aLondres, voy a repasar el informe. ¿Porqué me lo preguntas?

—Por nada; por empezar a buscarpor alguna parte. También yo, en cuantoregrese a Lyon, voy a enterarme de loscasos de muertes o desaparicionesocurridos en las últimas semanas enaquella región. ¿Semanas o meses?

—El informe es de hace una semana,no sé…, yo buscaría en el último mes;sí, repasa el último mes, a ver quéencuentras —dijo el inglés.

—Bien, te tendré al tanto. Ahora,

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voy a pedir la cuenta…—¡Ni hablar! ¡Pago yo! Mía ha sido

la idea de vernos y mía debe ser lacuenta, ¿no te parece?

—Está bien, está bien, pero lapróxima te invito yo en Lyon. Ya sabesque allí se come muy bien; aunque se haretirado de los fogones, Paul Bocusesigue reinando, y, que yo sepa —concluyó Philippe de Vaucluse—,todavía nadie ha superado su lubina enhojaldre rellena de mousse debogavante.

—Te tomo la palabra —contestóPaddy Wilberforce, despidiéndose.

Los dos amigos se separaron. El

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inglés fue el primero en abandonar elrestaurante; el policía francés se fue diezminutos después. Nadie les esperaba ynadie les había visto juntos, pero todauna vida observando a derecha eizquierda antes de salir de casa, mirandodebajo del coche antes de arrancarlo oescogiendo en los restaurantes mesasalejadas de la puerta principal acabanconvirtiendo las medidas de seguridaden rutinas o paranoias inevitables.

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Capítulo 41Aunque todavía mantenía casa abierta enParís, Philippe de Vaucluse no se quedóen la ciudad. Regresó a Lyon. Por elcamino estuvo dándole vueltas a lo quele había dicho su amigo PaddyWilberforce, el agente de la red Echelonal que había conocido años atrás enGrecia. No estaba muy al tanto de lasituación política en los Balcanes, perorecordaba que había soldados francesesen Kosovo cumpliendo la imposiblemisión de paz encargada por NacionesUnidas en un intento de evitar quealbaneses y serbio-kosovares llegaran a

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las manos como ya había ocurrido añosatrás en Bosnia y otras regiones de laantigua Yugoslavia. Estaba cansado ypensó que, por otra parte, ya era un pocotarde para acercarse al despacho, asíque revisó las llamadas del contestadorde su teléfono móvil y decidió irse acasa, al discreto apartamento que lehabía proporcionado Interpol en Lyon. Alas ocho de la mañana del día siguienteestaba en su despacho, en la sede centralde la organización policial.

Un minuto después, Ivonne, susecretaria, llamaba a la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó lamujer.

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—Sí, ¡adelante! —respondió elpolicía.

—Jefe, ¿se ha caído de la cama o esque no ha dormido?

—Ni lo uno ni lo otro, Ivonne;tenemos mucho trabajo, eso es todo.

—¿Bien por París?—Sí, París ya sabes que es mi

ciudad…—Bueno, pues ya me dirás por

dónde quieres empezar —preguntó lamujer tuteándole—. Tengo aquí el Librode Firmas y hoy a mediodía tienesvisita: una representación de policías dediversos países de la Unión. Sonespecialistas en delitos de evasión de

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capitales; supongo —añadió lasecretaria— que los querrás recibirpersonalmente, ¿no?

—Sí, por supuesto. Me preocupamucho la idea, injusta pero muyextendida, de que Interpol no hace nadapara impedir que en Europa hayadiversos enclaves financieros queactúan como «paraísos fiscales».

—¿Te paso, entonces, las firmas…?—No, déjalo para luego, ahora

quiero trabajar un rato en el ordenador.Debo encontrar unos datos que me hanpedido. Si te necesito te llamaré. ¡Ah,Ivonne! No estoy para nadie; cuandodigo para nadie, quiero decir eso: para

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nadie. ¿Entendido?—¿Tampoco para tu amigo el

comisario jefe de Venecia? —preguntóla secretaria con un gesto deincredulidad.

—¿Por qué lo dices? ¿Es que me hallamado?

—Sí, dos veces; llamó ayer. Me dijoque había extraviado el móvil y que poreso llamaba al teléfono del despacho.Como no sé si tiene tu número de móvil,no me arriesgué a dárselo.

—Lo tiene, Sforza es amigo. Con élsí quiero hablar —respondió el policía—. Ponme con él, pero espera a quesean las nueve. Después, por favor, no

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me pases más llamadas hasta que te lodiga.

Al salir la secretaria, Philippe deVaucluse conectó el potente ordenadorde su despacho. Sorteando laspeticiones de autorización con lascorrespondientes contraseñas, accedióal archivo en el que figuraban los datosde homicidios, asesinatos y demás casosde muertes con violencia que se habíanproducido en las cuatro últimas semanasen todos los países europeos cuyaspolicías estaban integradas en Interpol.En la relación no figuraba muerte algunaacaecida en la Antigua RepúblicaYugoslava de Macedonia. «Es normal

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—pensó—, nadie sabe que a esa pobremujer, Milena Tomic, alguien queríamatarla». Su amigo, el agente inglés, lehabía pedido que buscara casos demuertes violentas relacionadas conciudadanos de los Balcanes; homicidioso asesinatos ocurridos en el último mes.Fue buscando por orden alfabético. EnAlemania había un caso de violencia desexo en el que aparecía implicado unciudadano de origen esloveno; ni enAustria, Bélgica o Gran Bretañaaparecía nada. En España el archivoreflejaba los datos de un caso fechadoen la Costa del Sol. El informe de laPolicía española creía que podía

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tratarse de un ajuste de cuentas entremafiosos venidos de países del Este. Lavíctima era de nacionalidad rusa; vivíaen Estepona y parecía tener conexionesfinancieras con un bufete de abogadoscon sede en Gibraltar. También enGrecia había otro caso: en el transcursode una discusión un inmigrante de origenalbanés había sido apuñaladomortalmente. Sus agresores estaban enparadero desconocido. En Italia,aparecía el caso del desconocidoasesinado en la isla veneciana de SanLazzaro.

«No parece que tenga relación, peropor si acaso voy a sacar copia del

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informe», se dijo para sus adentros.El ruido, apenas un zumbido, de la

impresora coincidió con el timbre delteléfono.

Era la secretaria.—Tengo al teléfono al comisario

Sforza de Venecia. ¿Te lo paso?—¿Ya son las nueve? —preguntó,

sorprendido y mirando el reloj—.¡Cómo pasa el tiempo! Ponme con él.

—Te lo paso —dijo la secretaria.—¡Marco, amigo! ¿Cómo estás? —

preguntó Philippe de Vaucluse con untono de voz muy animoso.

—¡Philippe! Estoy bien, gracias,querido amigo. Te llamé ayer… Lo

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sabes, ¿no?—Sí, sí, perdona, ayer estuve fuera

del despacho, estuve en París y no pudedevolverte la llamada; si me hubierasllamado al móvil…

—No lo tenía a mano, perdona.—Tú dirás, cuéntame. ¿En qué te

puedo ayudar?—Verás, es sobre el caso en el que

estoy trabajando y que ya conoces… —empezó a decir el comisario.

—¿El del asalto a San Marcos?—Sí, el mismo.—¿Tienes ya alguna pista sólida?—Sí, creo que sí, pero quiero

asegurarme y precisamente por eso te

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llamaba; quiero que me hagas un favor.—Cuenta con él.—Quiero que me averigües si hay

alguna denuncia por desaparición de unamujer de origen yugoslavo, bueno, ahorasería macedonia, de la Macedonia deSkopie, se llama Dunia Kovacevic…

—Repíteme el apellido.—«Ko-va-ce-vic», con «k» de kilo.

¿Lo has apuntado? —preguntó elitaliano.

—Sí, ahora lo he cogido. ¿Quién esesta dama? ¿Tiene algo que ver con elotro eslavo, aquel que apareció muertoen el monasterio de San Lazzaro?

—Pues ése es el busilis del caso,

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podría estar relacionada, pero, demomento, sólo es una sospecha; estuvehablando con ella hace un par de días,pero ha desaparecido, por eso te pedíaayuda —respondió Sforza con un dejede cansancio en la voz que no pasóinadvertido a su amigo.

—Te noto cansado, Marco. Hepasado por situaciones similares ysupongo que estarás recibiendo muchaspresiones de arriba para que cierres elcaso cuanto antes. ¿Me equivoco? —añadió el francés.

—No, Philippe, no te equivocas; a tite lo puedo decir: es insoportable. Yasabes cómo son los políticos, pero es

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que en este caso también los juecesestán de un impertinente subido, ¡y nodigamos los periodistas, que vuelancomo cuervos sobre un cadáver! En fin,como te dije, creo que fue aquel día quefuimos a comer a Burano, mi lema esresistir, así que…

—«Resistir es vencer»: es lo que medijiste exactamente en aquella comidaque no he olvidado. Creo que fue elmejor risotto que he comido en mi vida.

—Pues en eso estoy, amigo mío.Hazme el favor que te pido: mira a versi tenéis algo sobre esta mujer. Lo queno quisiera es tener que pasar por eltrámite oficial, ya sabes, dando la vuelta

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por Roma.—Descuida, Marco. Si hay algo, te

lo haré saber enseguida; por cierto,aunque no es seguro porque hayvariables que no dependen de mí, a lomejor dentro de unos días paso porVenecia camino de una misión en lazona. Cuando tenga todos los cabos, teavisaré para ver si podemos vernos.

—¡No te perdonaría que vinieras yno me avisaras! —contestó el italiano—. Y si tienes tiempo, podemos volvera Da Romano, que es el restaurante en elque comimos el risotto.

—¡No se hable más! ¡Eso estáhecho!

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—Cuídate, Philippe —dijo, a modode despedida, el comisario Sforza.

—Tú también, Marco —respondióel francés.

Cuando colgó el teléfono, Philippede Vaucluse permaneció unos minutos ensilencio. Sin saber por qué, en su mentealguna neurona había decididorelacionar el caso que ocupaba a suamigo con la historia que le habíacontado Paddy Wilberforce. «No tienesentido; no hay relación lógica entre losdos casos. El dato del origen macedoniode la mujer tras la que anda Sforza esirrelevante, una simple coincidencia»,se dijo, rechazando al instante la idea.

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Volvió sobre el ordenador y trasobservar que la impresora había hechocorrectamente su trabajo, cambió dearchivo para buscar casos de denunciasde accidentes de tráfico clasificados conarreglo a un criterio policial que no sehacía público, porque —obviando lasconclusiones probadas judicialmente—era un índice de casos de muertes enaccidente de circulación que por una uotra causa habían sido investigados antela sospecha de que podía tratarse dehomicidios encubiertos.

A modo de introducción, una notarecordaba que aunque todos los casoshabían sido investigados

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minuciosamente, al no estar probadoslos indicios, a efectos legales, la simplesospecha carecía de virtualidad, así que—concluía la nota— quedaba prohibidaexpresamente su difusión por cualquiertipo de canal o soporte. «Bueno —sedijo—, aunque sea tabú, se puede ver».

Se sorprendió al ver que la lista eracopiosa. De aquella relación sedesprendía una evidencia: a la hora depasaportar a la gente al otro mundo, elaccidente de tráfico provocado era unprocedimiento más frecuente de lo quecabía imaginar. Donde más casosconsignaba la lista era en relación conaquellos países de más población:

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Alemania, seguida del Reino Unido,encabezaban el ranquin. Como estabanclasificados por orden alfabético, leocupó un tiempo llegar hasta la «m» deMacedonia. Pinchó y esperó a que seabriera el archivo. Allí no estaba lo quebuscaba. La última entrada hacíareferencia a un accidente en el que habíaresultado muerto un traficante local dedrogas del que —según decía una nota— la Policía de Skopie sospechaba queestaba relacionado con la mafia turcaque traficaba con heroína procedente deAfganistán.

Decepcionado por el fracaso en elrastreo, Philippe de Vaucluse cerró el

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archivo y volvió a conectarse a Internetbuscando en Google las noticias de losúltimos días. Tecleó «Milena Tomic,Macedonia» y esperó.

Allí estaba lo que buscaba: era unanota de la agencia de noticias italianaAnsa: «Milena Tomic, viceministra deInterior del Gobierno de Macedonia,falleció sin recuperar el conocimientotres horas después de haber ingresado enel hospital de Skopie al que fuetrasladada tras sufrir un aparatosoaccidente de coche. El vehículo queconducía personalmente chocófrontalmente con un camión de grantonelaje que circulaba a gran velocidad.

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El conductor del camión (Peja PrincipKotor, Montenegro, 1950) había salvadola vida, pero falleció horas después,según los médicos, de resultas de lasheridas provocadas por el choque y,sobre todo, del repentino agravamientode una insuficiencia pulmonar aguda quepadecía».

La noticia iba ilustrada con unafotografía de una mujer joven de airedeportivo, corte de pelo pocofavorecedor y mirada decidida. La notano decía más, pero al policía le llamó laatención la última parte. «Un enfermocon insuficiencia pulmonar agudaconduciendo un camión de gran tonelaje.

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No es muy frecuente. Habría queempezar a investigar por aquí».

Anotó el nombre: «Peja Princip», yla fecha y lugar de nacimiento. Pensóque averiguar la vida de aquel hombresería más el trabajo de un detective queel de un policía. Con aquella idea en lacabeza decidió llamar a su amigo PaddyWilberforce.

Le encontró camino de Surrey, enplena autovía.

—Estoy en el coche, Philippe, yo teoigo perfectamente. ¿Tú me oyes bien?—preguntó el inglés.

—Sí, sí, perfectamente.—¿Has podido averiguar algo?

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—No exactamente; por eso te llamo.Creo que hay una pista, sí, un cabo delque podríamos tirar, pero llevará sutiempo.

—¿De qué se trata?—Verás, ¿recuerdas la noticia que

me comentabas, la que te habíarecordado aquella historia que tecontaron tus amigos «marineros»? —preguntó el francés hablando en clave delos agentes de Echelon que habíancaptado una conversación de loshabitantes de Villa Cassandra.

—Sí, sí, claro que la recuerdo: ahí,como te decía, es donde se me encendióla bombilla…, pero no sé adónde

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quieres ir a parar. Me has pillado encamino; aquí, como sabes, tenemos unahora menos, pero estoy a veinte minutosdel despacho. Si te parece bien, encuanto llegue, te llamo por una líneasegura.

—No, no hace falta. Hablaremosmás despacio, pero en resumen, mi ideaes que puesto que se ha producido unaccidente de tráfico, lo lógico es que lacompañía de seguros encargue a uno desus peritos que averigüe lascircunstancias del caso, sin tener quemezclar a la Policía que ya hizo sutrabajo levantando el atestado. ¿No teparece?

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—Me parece una buena idea.Tenemos que darle una vuelta más.¿Estás en tu despacho?

—Sí.—Pues en media hora te llamo —

respondió el inglés.—Hasta luego, Paddy.Con puntualidad británica,

exactamente media hora después, elresponsable en Europa de la redEchelon llamaba al director de laInterpol. Los dos amigos hablaron. Nosabiendo con qué complicidades podíancontar los supuestos asesinos de laviceministra del Interior entre la Policíade su país y para no levantar sospechas,

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acordaron que lo mejor sería que unagente de confianza adoptara lapersonalidad de un inspector de unacompañía de seguros para con esacobertura poder investigar lascircunstancias del accidente sin llamarla atención. A la familia del camionerose le diría que estaba en el aire el cobrode una póliza. «La codicia trabajarápara la discreción», había comentadoPhilippe de Vaucluse. «Sí, me parecebuena idea lo del inspector de seguros,porque, claro —había dicho PaddyWilberforce—, no es cuestión de llegarhasta el Ministerio del Interior deMacedonia y decirles: ¡colegas,

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escuchen, tienen ustedes que investigarla muerte de su ex jefa porque creemosque, de accidente, nada; creemos que hasido un homicidio intencionado!».

Quedaron para hablar al díasiguiente y completar los detalles deloperativo. El policía se ofreció parabuscar a la persona adecuada para hacerel trabajo. Coincidieron en que no habíatiempo que perder.

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Capítulo 42Merkurio salió exasperado de laaudiencia con el presidente Mitrovic.

«No hará nada, es como los viejosapparatchik de los tiempos de Tito;como ellos, en su manual desupervivencia sólo hay dos artículos: notomar iniciativas y no destacar. Pero yoharé que la marmota despierte. Tanto siquiere como si no, en cuanto sepubliquen los informes del ADN y losartículos sobre Filipo y Alejandro,tendrá que moverse y abandonar suautismo político», farfulló entre dientesmientras daba instrucciones al chófer y

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uno de los guardaespaldas para que lellevaran al hotel y prepararan todo lonecesario para volver a VillaCassandra, en Dubrovnik.

Entró en la habitación a paso decarga, sobresaltando a una de lascamareras que estaban terminando dearreglar el cuarto.

—Perdone, señor… —dijo la mujersin tiempo para completar la frase.

—¿Le falta mucho? —preguntó elanciano sin disimular su irritación.

—No, ya casi está. Si quiere lo dejocomo está y vuelvo luego, cuando elseñor se haya ido.

—Sí, será lo mejor. Gracias.

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La mujer salió empujando un carritoen el que transportaba los útiles yrecambios apropiados para arreglar lashabitaciones.

Cuando Merkurio, que estaba en laparte interior de la suite, escuchó elchasquido del picaporte al cerrarse lapuerta, marcó en su móvil el número deldirector de El Correo.

—¿Kostovsky?—Sí, ¿quién llama?—Soy yo —respondió el anciano

con voz de trueno.—¡Ah! ¡Es usted…! Perdone, no le

había reconocido. Dígame, señor Lauer—respondió obsequioso el periodista.

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—La hora que esperábamos hallegado. ¿Tiene usted preparado eldosier con los datos del estudio nacionalde Rh y ADN?

—Sí, lo tengo en mi ordenador; paraevitar filtraciones yo mismo heredactado el texto.

—Bien, pues adelante: publiqueusted mañana los informes.

—¿Mañana? Verá, mañana teníamosprevisto…

No pudo completar la frase. Más quehablar al otro lado de la línea, suinterlocutor parecía bramar:

—¿Quiere usted decirme que hayalguna noticia más importante que ésa?

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¿Cómo se atreve? ¡Le he dicho quepublique ya los informes! ¿Me ha oídousted bien? ¡Publíquelos o aténgase a lasconsecuencias! ¿Entendido?

—Sí, sí, señor Lauer, perdone…,quizá no me he expresado bien, yo, si melo permite, lo que quería decir es quepublicarlos así, sin más, sin unapreparación editorial, un anuncio quecreara expectación, pues no sé si seríalo más adecuado, pero en fin, si usted loprefiere así, no se hable más —añadió,amilanado, el periodista.

—Lo prefiero así, Kostovsky. Y nose preocupe por la repercusión. Tendránrepercusión, vaya que si tendrán

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repercusión.Colgó el teléfono y a grandes

zancadas se acercó a la puerta a la quealguien estaba llamando.

Era el guardaespaldas.—Recójalo todo. Llévese mis

maletas. No, espere —ordenó, yendohasta la caja fuerte empotrada en elarmario. La abrió y buscó la Walter—.Tenga, guárdela usted hasta que se lapida —añadió entregándole la pistola.

—¿Quiere que me espere paraacompañarle? —preguntó elguardaespaldas.

—Sí, espere ahí en el salón —respondió el magnate cerrando la puerta

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que separaba la habitación del salón dela suite.

Cuando se quedó a solas, el ancianocogió el teléfono y volvió a marcar otronúmero.

—¿Marko?—Sí, dígame, ¿desea algo el señor?

—respondió solícito el mayordomo deVilla Cassandra.

—Marko, prepáralo todo. Regresohoy. ¿Está el profesor Wagner en lavilla?

—Sí, regresó hace un rato; por lamañana salió con su mujer a pasear,pero ha vuelto solo y me ha parecidoque está en la biblioteca. ¿Quiere usted

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hablar con él, señor? —preguntó elmayordomo.

—Sí, Marko.Un minuto después, Alfred Wagner

estaba al otro lado del teléfono.—¡Señor Lauer! ¿Cómo está usted?

—preguntó el historiador.—Bien, bien —contestó Merkurio en

alemán—. ¿Cómo va su trabajo? ¿Haterminado ya su artículo sobre los restosdel Gran Alejandro?

—Sí, lo tengo listo. La verdad esque reducir un tema tan vasto como éstea un simple artículo de prensa, pues laverdad es que le deja a uno insatisfechoporque la historia pierde mucho, hay que

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sintetizar, y, claro, hay que hacerlo acosta de datos y citas de fuentes, pero enfin, modestamente, creo que el trabajo esbueno —contestó el profesor consatisfacción.

—Bien, me complace oír que ya lotiene. No se preocupe por la extensióndel artículo, tiempo tendrá paraexplayarse escribiendo un libro, todollegará. Pero ahora, profesor, de lo quese trata es de que el mundo conozca elresultado de su investigación sobre eldestino de los restos del GranAlejandro.

—Bueno, me halaga que piense queen el futuro mi trabajo pueda culminar

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en forma de libro. De eso precisamentequería hablarle; es en relación con eldocumento de Monte Athos. En elartículo lo cito en varias ocasionescomo fuente, pero, claro, el tema escomplicado porque no puedo aseverarnada acerca de su procedencia y, claro,ésa es la parte débil del trabajo.

—No se preocupe por eso. Cuandollegue el momento, quedará aclarado elorigen del documento. Me consta que eloriginal existe, y, por lo tanto, sucontenido puede ser verificado —añadió el magnate dando muestras deimpaciencia.

—Perdone que insista —dijo el

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profesor—. En el artículo afirmo que eloriginal se encuentra en el Gran Lavra,pero claro, mi hándicap es que yo no hevisto personalmente el papiro.

—¿Ha tenido usted alguna vez en susmanos algún ejemplar de la Ilíadafirmado personalmente por Homero? —preguntó el anciano.

—¡Qué cosas dice usted! Claro queno, por desgracia, ni yo ni nadie que yosepa ha tenido ese privilegio…

—Pero eso no le impide a ustedhablar de Aquiles y Agamenón o deHéctor y Príamo y dar por buena latradición que cuenta su historia. ¿No esasí?

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—Sí, claro —respondió el profesorsorprendido por la salida de Merkurio.

—Vamos a ver, profesor, está usteden mi casa, he puesto a su disposiciónmi biblioteca y un documentoexcepcional, una prueba única queconfirma su teoría de que los restos delGran Alejandro reposan en la basílicade San Marcos en Venecia. ¿Y qué es loque hace usted? Dudar, titubear allídonde debería estar orgulloso de poderconfirmar su genial hipótesis.

—No, por favor, no memalinterprete, señor Lauer. No es quedude, es que, perdóneme, soyhistoriador y…

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El profesor Alfred Wagner noterminó la frase. Su interlocutor seanticipó:

—Mire usted, Wagner, esta nocheestaré ahí. Cuando llegue, quiero leer suartículo. Mi intención es que esté listopara publicarlo el próximo lunes en elFrankfurter. ¿Me ha entendido ustedbien?

—¿Publicarlo en el Frankfurter?Pero, señor, verá, si usted recuerda, yapubliqué uno con anterioridad —respondió el profesor sin acertar adisimular su desconcierto.

—Lo recuerdo perfectamente, peroéste será el definitivo: tiene usted

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fuentes nuevas que confirman su teoríaconvirtiéndola en irrefutable. ¿No se dausted cuenta, profesor? —añadió conpasión Merkurio.

—Sí, claro que me doy cuenta de laimportancia del asunto, pero usted sabeque al no poder concretar la fuenteprincipal, me refiero al documento deAthos, pues no sé, yo… —contestó elprofesor, dudando.

—¡Profesor Wagner! Ustedencárguese de que el artículo reflejecuanto sabemos de la tumba del GranAlejandro, yo me encargaré de que lepubliquen el artículo. Nos veremos estanoche.

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—Bien, pues…El irascible anciano colgó el

teléfono dejando a su interlocutor con lapalabra en la boca, sin poder terminar lafrase.

El profesor estaba desconcertado.Por una parte, deseaba publicar aqueltrabajo; era la demostración de que teníarazón, de que quienes se habían burladode su teoría o le habían tildado de«historiador de ficciones» ahoradeberían rectificar. Sería un triunfo; untriunfo que a no tardar aparejaríarenombre suficiente, dentro y fuera deAlemania, como para que los editores sedisputaran el libro que pensaba escribir.

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Por otra parte, estaba el asunto delturbio origen del documento obtenido enMonte Athos. «Técnicamente —pensó—quizá un jurista no lo consideraría unrobo, pero ha sido obtenido de manerafraudulenta y esa mancha salpica toda lainvestigación».

Alfred Wagner estaba hecho un marde dudas. Pensó incluso salir a buscar aLea, su mujer, y abandonar aquella casaque ahora empezaba a parecerlesombría. A través del ventanal de labiblioteca se veía el abrupto paisajetallado a pico que la mano del hombrehabía intentado modificar construyendoaquí y allá villas y edificios de varios

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pisos cuyas raíces de hormigón llegabanhasta el mar.

Lo que el profesor Wagner no podíaver era a los dos hombres que en lasofisticada sala de escuchas de uno delos barcos deportivos atracados frente alpuerto viejo de Dubrovnik no habíanperdido detalle de la llamada recibidaen el teléfono de Villa Cassandra. Unode ellos, al terminar la grabación, cogióun teléfono con enlace directo a satélitey marcó un número local de Surrey, enel Reino Unido.

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Capítulo 43Tiziana Marchesi no era supersticiosa,pero tenía algunas manías queaparejaban pequeños rituales a los queasociaba con la buena suerte. Siemprellevaba en el bolso una estampa de sanPancracio y antes de empezar unprograma de televisión le daba tresvueltas a un anillo de bisutería del quenunca se desprendía. El anillo teníahistoria: se lo había regalado una mujerafricana a la que conoció cuandorealizaba un reportaje sobre elgenocidio de Ruanda.

Canale 5 tenía anunciada la emisión

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en directo desde Venecia del programade Tiziana Marchesi a las 22 horas deljueves 15 de septiembre.

Cuando el programa se emitía desdela sede central del canal, la periodistaacudía a la redacción para revisar elguión y discutir los últimos detalles delprograma con el realizador y elproductor. Después, si no tenía algúncompromiso, solía almorzar en elautoservicio que había en el propiocanal. Era una jornada completa detrabajo en la que los únicos momentosde relajo eran los dedicados a fumar,actividad que con arreglo a las nuevasnormas antitabaco convertía a los

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fumadores en gentes sospechosas,apestados dispuestos a propagar unarara enfermedad que cursa rodeada dehumo y que obliga a los pacientes aemigrar hacia lugares estratégicoselegidos por el departamento deRecursos Humanos. Lugares tales comoantesalas de mingitorios, pasillosumbrosos y solitarios o, directamente, laintemperie. Tiziana era fumadora,aunque no compulsiva. Gracias a lasnormas que habían socializado laexpulsión periódica de los fumadores desu mesa de trabajo, había establecidobuen rollo con la gente más joven de laredacción: periodistas jóvenes y

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productores recién llegados que jamáshabían soñado con la posibilidad deestar cerca de la presentadora másfamosa de Italia y charlar con ella.

El contacto con el estratocontracultural de la redacción habíarejuvenecido algunos de los enfoques delos temas que trataba en el programa. Enel caso del programa especial deVenecia, los comentarios, tirando airreverentes, de algunos de losredactores más jóvenes habían instaladoen la mente de Tiziana la idea de que elprograma de aquella noche, además detratar de reconstruir el intento de roboen San Marcos, tenía que incluir algún

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reportaje o entrevista en el que el granprotagonista debía ser el ADN de lasmuestras extraídas del sarcófago delapóstol. «Da mucho morbo saber a quiéntienen metido dentro. Lo mismo resultaque la reliquia es tan auténtica como losDVD que venden en los “top manta”»,había comentado uno de los jóvenesredactores que llevaba las orejasanilladas. La irreverencia había dejadohuella. Tiziana estaba dándole vueltas aaquella idea cuando, de pronto, recordóque a mediodía tenía una cita con elcomisario jefe de Venecia. «En SanServolo, un lugar que no conozco»,pensó, recordando el SMS que le había

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mandado el comisario diciéndole quesería más discreta aquella isla que laotra, la de San Lazzaro, donde enprincipio habían quedado.

Pasó buena parte de la mañanahablando por teléfono desde el hotel conla gente del equipo. Pasadas las once,salió del hotel cubriéndose la cara conunas gafas oscuras y ocultando el pelobajo una ridícula pamela de las quecompran las turistas en los puestos de laRiva degli Schiavoni. Después, en unode los muelles donde atracan las lanchasmotoras que son los taxis de Venecia,alquiló una para ir hasta San Servolo,una islita situada cerca de San Lazzaro y

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no lejos del Lido. La isla es minúscula yen su mayor parte está colonizada portres edificios de aire sombrío a los quese accede tras superar un patioaterrazado cuyo límite es la plataformade cemento que constituye el muelle.«Qué lugar tan sombrío», pensó al llegary descender de la lancha tras decirle altaxista que no la esperara. «Confío enque llegue a tiempo; la verdad es quehoy no es el mejor día para andarjugando al “tercer hombre”», se dijoTiziana, evocando la mítica película deOrson Welles ambientada en la Viena dela posguerra.

Consultó el reloj en el mismo

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instante en el que el viento traía elsonido de las campanas de la torre delcercano monasterio de San Lazzarollamando al ángelus.

—Veo que recibiste mi mensaje.Bienvenida a Venecia. Soy MarcoSforza —dijo una voz ronca quepertenecía a alguien a quien no habíavisto llegar y que la sobresaltó.

—¡Eh! ¿De dónde ha salido? —preguntó alarmada la periodista—. Nole he visto llegar.

—Pues estaba ahí —contestó elpolicía señalando hacia un puntoimpreciso de la minúscula dársena en laque un muro de piedra formaba una

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suerte de recodo.—Gracias por venir —dijo Tiziana,

reponiéndose rápidamente delmomentáneo despiste.

—No hay de qué; no tengo porcostumbre hablar con periodistas, perocontigo hago una excepción; la verdades que todavía no sé muy bien por qué…—respondió el policía mirando a losojos a la mujer, que se había quitado lasgafas y sostenía la pamela con las dosmanos.

—Quizá sea porque ha entendidoque tengo interés en contarobjetivamente la historia de lo que pasóen San Marcos la noche del primero de

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septiembre y, por supuesto, también loque ha pasado después: me refiero alpolémico informe del ADN… En fin, yasabe a qué me refiero.

—Sí, supongo que ése es tu interés,pero permíteme que te diga, y te ruegoque no te ofendas, que cuando oigo queun periodista habla de objetividad, meda la risa —contestó con rudeza elcomisario.

—No me ofendo, comisario; meentristece. Porque es verdad que en miprofesión hay muchos intrusos ymercenarios que sólo sirven a sus amoso a intereses bastardos; como hay,permítame que se lo diga y ahora soy yo

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quien le pide que no se ofenda, comohay, digo, muchos policías corruptos queestán comprados por los mafiosos oestán atrapados por la maquinariacorrupta de los partidos políticos —replicó Tiziana con aquella expresiónsuya de fiera sinceridad que arrebatabaal público y disparaba las audiencias.

—Toucbé —respondió el policía,esbozando una sonrisa.

—No hay ángeles en el periodismo,pero le puedo asegurar que hayperiodistas que luchan para que labasura que les rodea y que a veces llegahasta el cuello no pase de ahí.

—Sí, la vida es como una escalera

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de gallinero: corta pero llena de mierda;no recuerdo quién lo dijo, pero teníarazón. En lugar de quedarnos aquíparados en mitad del muelle, ¿qué teparece si damos una vuelta? —preguntóel hombre.

—¿No podríamos sentarnos y tomarun café? —preguntó Tiziana.

—Pues ya lo siento, pero no va a serposible; te he citado aquí porque todoesto —dijo el comisario señalando losedificios— es un complejo universitarioy ahora están de vacaciones; creí queera el mejor sitio para pasarinadvertidos. San Lazzaro es eso de ahí,pero está muy concurrida a estas horas

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—añadió, señalando en dirección haciala isla contigua.

—Bueno, no importa —respondióTiziana—. Pensándolo bien, no mevendrá mal un paseo a la orilla del mar,me servirá para compensar la tensióndel programa en directo de esta noche.

—Entonces —preguntó el hombre—,¿sigues adelante con la idea de emitir elprograma desde Venecia?

—Sí, claro. Ésa es la idea y salvoque se nos caiga encima el Campanile,el programa saltará al aire a las diez enpunto de la noche.

—Como sabrás, ya se cayó una vez.Me refiero al Campanile —replicó con

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ironía el comisario.—Sí, lo sabía, pero eso fue hace

muchos años, en el siglo pasado, hoysupongo que aguantará. Eso espero —dijo la mujer cruzando dos dedos de lamano izquierda.

—Bien, Tiziana. ¿Qué es lo quequerías de mí? —preguntó el policía enun tono de voz más suave.

—Pues verá… —respondió la mujercaptando una vibración que le pareciópositiva—. Quería y quiero que meconfirme algunas cosas a las que me voya referir esta noche y que las tengo porciertas, pero necesitaría conocer suopinión como policía que ha estado

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encima del caso…—¿A qué te refieres?—Pues, por ejemplo, a que fueron

dos y no uno los ladrones que entraronen San Marcos la noche del primero deseptiembre, intentando robar en labasílica. Tal y como le dije porteléfono, mi fuente es el propio ministro;el dato, como comprenderá, es muyimportante para mí porque es unaprimicia que pretendo dar esta noche.

—Pues el ministro sabe más que laPolicía de Venecia, que es quieninvestiga el caso. Tiziana —añadió elpolicía—, no puedo darte informaciónque todavía no tenemos confirmada

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porque, como sabes, el caso está subiúdice, pero no creo estar traicionandola confidencialidad del caso si te digoque las huellas que hemos encontradocorresponden a un solo individuo, unvarón para más señas, como, por otraparte, ya es de dominio público, pues yase ha publicado el resultado del análisisde las muestras de ADN… tras unalamentable filtración, por cierto —añadió el policía con un deje deamargura.

—Pero precisamente es el informeel que habla de huellas de dosindividuos diferentes. Dos, no uno —replicó la periodista.

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—Sí, lo he leído, como tú, pero es elresultado de una confusión. De muestrascorrespondientes a las huellas dejadaspor el ladrón y otras correspondientes aotra persona sin relación con el asalto.

—¿Otra persona? ¿A quién serefiere?

—Créeme que no lo sé; lo único quepuedo decirte es que no se trata de unladrón.

—¿Cómo puede estar seguro de eso,si al tiempo que lo dice reconoce que nosabe de quién se trata? —preguntó laperiodista subrayando la aparentecontradicción.

—Estoy seguro —replicó con

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aplomo el policía—, porque hemoslocalizado el lugar en el que el intrusopermaneció oculto dentro de la basílica,aguardando el cierre del templo. Y enese sitio —añadió— sólo estuvo unapersona.

—¿El ladrón estuvo escondido enSan Marcos? ¡Eso es nuevo! ¡Me dausted una primicia! Hasta ahora nadiehabía contado cómo habían conseguidoentrar…

—Bueno, te estoy diciendo algo queecha por tierra la teoría sobre elsegundo ladrón, nada más —respondióel policía.

—Ya que usted es un hombre franco

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y me ha dicho que el ladrón estuvoescondido en el templo, cosa que no sesabía hasta ahora, ¿le puedo pedir algúndato más sobre el sitio, el lugar en elque estuvo escondido dentro de SanMarcos?

—Eso no puedo decírtelo porqueaún lo estamos investigando, Tiziana.

—Es una pena; una pena porque esuna noticia importante y me permitiríafelicitar a la Policía de Venecia por susprogresos en la investigación… —dijola periodista con voz zalamera.

—Eso es hacer trampas, ¿no teparece?

—Sí. Tiene razón, le pido que me

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disculpe —contestó la periodista. Iba aañadir algo más cuando un zumbido, eltono avisador del móvil del comisario,interrumpió la conversación.

—Perdona un momento —dijo elpolicía buscando el teléfono en uno delos bolsillos de la chaqueta y alejándoseunos pasos de donde estaba la periodista—. Sí, soy yo. Dime, Benzoni, ¿quépasa?

—¡Jefe! Hay novedades sobre elfiambre de San Lazzaro. Acabo dehablar con la morgue y la forenseconfirma que las huellas correspondenal mismo individuo que entró en SanMarcos. ¡Esto se anima! ¿No le parece,

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jefe? Por cierto, ¿dónde está usted, si sepuede contar?

—No se puede; no te lo creerías —respondió con laconismo el comisario—. Bien, sobre la una estaré en laQuestura, quiero ver el informe. ¡Hastaluego!

Colgó el teléfono, lo guardó y,mirando a la periodista, dijo:

—Hoy es tu día de suerte, Tiziana:tengo una primicia para ti.

—¿De qué se trata? —preguntó laperiodista mirando directamente alpolicía con aquellos ojos que habíanenamorado a media Italia.

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El programa de la noche del juevesfue un éxito. Al día siguiente, ArrigoImpala, el productor, despertó a Tiziana:

—¡Perdona que te despierte,querida, pero no podía resistir losnervios! ¿Estás sentada? —preguntó elhombre con voz chillona.

—¡Me has despertado! ¡Estoy en lacama! ¿Cómo quieres que esté sentada?—contestó Tiziana sin acabar deentender ni dónde ni cómo estaba elmundo a aquellas horas.

—¡Un «35», Tiziana! ¡Hemos hechoun «35» de share! Hay que celebrarlo,¿no te parece, reina?

—¡Un «35»! ¡Qué maravilla!

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—Venecia nos ha traído suerte, ¿nocrees? —declaró el productor.

—Sí, desde luego —respondió laperiodista arrebujándose entre lassábanas.

«Venecia nos ha traído suerte, sí.Venecia y, sobre todo, su comisariojefe», pensó Tiziana Marchesi evocandoel encuentro del día anterior con elpolicía de pelo gris y mirada fría.

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Capítulo 44Amedeo Gualtieri, el jefe de Policía deTrieste, estaba preocupado. En aguasdel puerto, cerca del espigón másalejado del centro, había aparecido uncoche; lo había encontrado la tripulaciónde una gabarra que estaba dragando lazona. Según el informe verbal que letransmitió el cabo de una patrulla decarabinieri que había sido requeridapor las autoridades portuarias, en elinterior del vehículo habían encontradoun cadáver. Era una mujer de medianaedad, estaba vestida y el cuerpo nopresentaba signos de violencia.

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—¡Voy para allá enseguida! ¡Quenadie toque nada hasta que llegue eljuez! —había ordenado al agente que ledio la noticia.

Por el camino repasó mentalmentelos casos de desapariciones querecordaba. Ninguno encajaba con ladescripción sumaria que le habíantransmitido. Subió al coche y puso lasirena. El agudo sonar del reclamopolicial mezclándose con los roncostonos de las sirenas de los barcos leanunciaron que había llegado al puerto.Bajó del coche y al llegar al lugar en elque una grúa había depositado elvehículo extraído del mar vio que era un

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volvo de color verde oscuro.—¡Mierda! —dijo entre dientes.—¿Cómo dice, jefe? —preguntó uno

de los policías.El jefe Gualtieri no contestó. Buscó

su teléfono móvil y marcó un número.—Mazzini, soy Gualtieri.—Sí, jefe. ¿Qué pasa? —preguntó el

responsable del departamento técnico dela Policía de Trieste.

—Mazzini, ¿de qué color era elcoche en el que colocaste el chip?

—Verde, jefe; es un volvo de colorverde oscuro. ¿Por qué me lo pregunta?

—Te lo pregunto porque lo tengodelante.

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—¿Dónde está usted? —preguntósorprendido el otro policía.

—En el puerto, en la zona del muellede Poniente. En cuanto venga el juez,llevaremos el coche al depósito. Quieroque estés allí. El coche se ha caído o lohan tirado al mar, aunque parece queestá intacto.

—Allí estaré, jefe. No creo que elchip se haya desprendido, pero habráque comprobarlo.

Entre la llegada del juez y ellevantamiento del cadáver transcurrióuna hora larga. Después la dotación deuna ambulancia se hizo cargo delcadáver de la mujer al tiempo que una

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grúa policial cargaba el coche.Por el camino hacia el depósito,

Amedeo Gualtieri llamó a su amigo elcomisario jefe de Venecia.

—Marco, soy yo, Amedeo. ¿Cómoestás? ¿Te pillo bien? —preguntó elpolicía.

—Sí, sí, amigo, estoy en midespacho. ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal vas?

—Bien, bien. Mira, te llamo porquehay novedades en el caso de la mujerdel circo…

—¿Novedades? ¿Qué tipo denovedades? ¿A qué te refieres? —preguntó el comisario aguzando el oído.

—Ha aparecido muerta; ahogada en

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el interior de su coche. ¿Recuerdas?¿Ese al que le colocamos un chip paraseguirle la pista?

—Sí, sí, claro que lo recuerdo.¿Cómo ha sido?

—Pues de momento es poco lo quesabemos. El coche lo encontró una dragadel puerto; estaba hundido a cuatro ocinco metros de profundidad. Dentro,como te decía, apareció el cadáver deuna mujer sin signos aparentes deviolencia. Todavía no le han hecho laautopsia ni está oficialmenteidentificada, pero te llamo porque creoque es la mujer del circo.

—¡Joder! ¡Qué putada! Pobre mujer.

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Era nuestro hilo de Ariadna para salirdel laberinto… —respondió con vozapesadumbrada el comisario jefe deVenecia.

—Bueno, te dejo, porque estoyllegando al depósito donde la grúa hallevado el coche; cuando tenga másinformación te llamo. Marco, como teconozco, déjame que te diga que no hacefalta que vengas; de momento, hasta quelos especialistas en huellas y losforenses no hagan su trabajo, no haynada que tú o yo podamos hacer; siacaso, entorpecer la tarea de lostécnicos… Confía en mí, sé loimportante que es este caso para ti y te

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tendré al tanto de las novedades. ¿Deacuerdo? —preguntó el jefe de Policíade Trieste en tono afectuoso.

—De acuerdo; pero júrame que metendrás al tanto de la marcha de lasinvestigaciones. No te quiero dar labrasa, pero es que desde Roma me estánapretando mucho y más después delprograma de la otra noche en latelevisión. No sé si lo viste.

—Sí, lo vi, empezado, pero lo vi.Esa tía, la Marchesi, ¡está como un yate!Y qué bien lo explica todo, parece queademás tiene buenas fuentes, porque delo del fiambre de San Lazzaro aquí noteníamos ni idea —contestó el policía

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con guasa.—Bueno, verás, es que ha sido todo

muy rápido. Ayer mismo el forenseconfirmó su identidad, y, claro, no habíamotivo para ocultarlo; te iba a llamaresta mañana para decírtelo porque yasabes que trabajaba en el mismo circoque la mujer ahogada. Está todorelacionado, Amedeo, cada vez lo veocon más claridad, lo que ocurre es queahora, con la muerte de Miss Lisi,vamos a tener que volver a empezar casidesde cero.

—Vamos a confiar en losespecialistas. Ya sabes que son muybuenos y aunque se lo montan como los

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de la tele con el CSI y se dan aires deartista, lo cierto es que resuelven. Me hadicho Mazzini, el jefe técnico dellaboratorio de aquí, no sé si lo conoces,que si el coche ha sido manipulado o hasufrido alguna colisión, se puedeidentificar el vehículo con el que hachocado. A lo mejor tenemos suerte ytirando del cabo llegamos a donde estáel ovillo.

—¡Dios te oiga! —respondió MarcoSforza con aire de resignación—. Laverdad —añadió— es que este casocada vez se complica más y como losperiodistas y la televisión están detrás,parece que no hay otro caso en toda

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Italia.—Bueno, amigo. En cuanto los del

CSI tengan resultados, te avisaré. Creoque lo que necesitas es resolver cuantoantes este caso y tomarte unasvacaciones.

—¿Vacaciones? ¡No me hables! —contestó el comisario—. Hace años queno sé lo que son vacaciones —añadió elpolicía mirando por encima de lapantalla del ordenador, en la que sepodía leer un cronograma del caso. Laúltima línea, la que correspondía a laanotación que estaba escribiendo cuandorecibió la llamada del jefe de Policía deTrieste, concluía con el nombre de

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Milovan Demeratu, el ladrón de SanMarcos. Había añadido una foto delhombre y cuando colgó el teléfono sequedó mirándola un buen rato; despuésrespiró hondo y añadió otro nombre: elde Dunia Kovacevic, la trapecistaconocida como Miss Lisi.

«Pobres diablos —pensó—. ¿Paraquién trabajabais? ¿Cuál era vuestrosecreto?».

En el escenario del crimen, lavíctima siempre intenta escribir elnombre de su asesino. Los muertos nohablan, pero los buenos policías sabendescifrar el último mensaje de laspersonas a quienes la vida les ha sido

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arrebatada de manera violenta.

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Capítulo 45El impacto del programa de TizianaMarchesi fue brutal. Fue visto pormillones de personas; el programadespertó interés incluso en ambientesalejados de las frívolas mareas que creala televisión. La clave había sido elmorbo que aparejaba la deriva político-religiosa del caso. Tras el programa,media Italia se preguntaba a quiénpertenecían, de verdad, los restos de laprincipal reliquia custodiada en labasílica de San Marcos.

El ministro del Interior no habíallegado a ver el programa, pero había

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ordenado que lo grabaran y el viernespor la mañana lo estaba visionando encompañía de su jefe de Gabinete.

Daba vueltas por el despacho yestaba al borde de la histeria porque losperiódicos del día le ponían a caldo.

Riccardo Salcioli, el jefe deGabinete, le había explicado ya dosveces que todo se debía a los celosprofesionales entre periódicos yperiodistas, pero el argumento no habíacalado en el ánimo de Ottavio Agrícola.

—Es un ataque de cuernos, ministro.Creen que la exclusiva del asesinato deSan Lazzaro ha salido del ministerio yse duelen de la herida; ya sabe que entre

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los periódicos la noticia que se llevauno a su portada deja en ayunas a losdemás. Y no lo perdonan.

—Sí, sí, ya sé cómo funciona esajauría, pero lo que no me explico es dedónde sacó la Marchesi la noticia altiempo que lo sabíamos nosotros. AlvisePisani —añadió el ministro,refiriéndose al director de la Policía—me ha jurado que no lo ha sabido hastaayer por la tarde, cuando llamó parainformar. Le creo y pienso que lafiltración ha sido en Venecia. Le hedicho a Pisani que le ajuste las tuercasal comisario… ¿cómo se llama?

—Sforza, Marco Sforza, ministro.

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—¡Eso, Sforza! Pues le he dicho aPisani que le pida cuentas a Sforza de lamarcha de la investigación y que si hacefalta, le releve porque tal y como estánlas cosas, vamos mal, mal, pero que muymal —añadió el político volviendo a sumesa de trabajo y dejándose caer en lasilla.

—No creo que sea una buena idea,ministro —replicó el jefe de Gabinete.

—¿A qué te refieres?—A destituir al comisario jefe de

Venecia en plena movida, con lapolémica del ADN dando portadas a losperiódicos y la Bienal abriendo lostelediarios…

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—Entonces, ¿qué crees tú que debohacer? ¿Cruzarme de brazos mientras laprensa me pone en contra a toda Italia?

—Para empezar, si me lo permite,no creo que sea para tanto; es unabatalla más, pero no creo que de elladependa el resultado de la guerra.Además, no estoy seguro de que eltratamiento no fuera peor que laenfermedad. Me refiero a destituir aSforza. Yo también he hablado estamañana con Pisani y lo que me ha dichoes que la investigación propiamentedicha no va mal; de hecho, estabandetrás del tipo ese que apareció muertoen San Lazzaro porque Sforza seguía una

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pista que llevaba hasta él… Y hay más,jefe: no sé si Pisani lo sabía cuandohablaron esta mañana, pero hay otrocadáver.

—¿Otro muerto? Pisani no me dijonada —exclamó el ministro sin podercontrolar el tono de voz.

—Sí. Una mujer. Al parecer, segúnlas investigaciones de Sforza, podríahaber sido ella quien mató al individuoque apareció muerto en San Lazzaro.Desde luego, está relacionada con elcaso del intento de robo en San Marcos.

—¿La habían detenido?—No. Habían hablado con ella, la

estaban vigilando, pero desapareció y

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ahora han encontrado su cadáver en elpuerto de Trieste.

—¡Es lo que nos faltaba! ¡Unacadena de asesinatos y ni un solodetenido! ¡Genial!

—Ministro, yo creo que es cuestiónde aguantar el tirón; de esperar a verhasta dónde llega Sforza. No estamosseguros de que la filtración a laMarchesi haya sido obra suya; desde elmomento en el que interviene unjuzgado, las posibilidades de filtraciónse multiplican de manera exponencial.Además —añadió—, si le relevamos,amén de crearnos un problema porquehabría que explicar el cese, sería tanto

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como reconocer que la Policía no haconseguido nada hasta la fecha. Creo,ministro —concluyó el jefe de Gabinete—, que sería tirar piedras contra nuestrotejado.

Ottavio Agrícola no contestó. Susilencio era una forma de asentir alrazonamiento que acababa de escuchar.Riccardo Salcioli conocía bien aquellaforma de reaccionar de su jefe.

No daba la razón a quien lepersuadía para que cambiara un punto devista, pero no insistía. Salcioli supo quehabía convencido a su jefe, pero no dijonada.

«No es bueno ganar los partidos por

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goleada. Las victorias inapelablesprovocan resentimiento», pensó para susadentros el jefe de Gabinete.

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Capítulo 46Amedeo Gualtieri acompañó a su amigoel comisario Sforza hasta el laboratoriode la Policía de Trieste. Le habíallamado por la mañana a primera hora ySforza se presentó en Trieste un par dehoras después.

Cuando llegaron les estabaesperando Aldo Mazzini, el responsabledel departamento.

—¿Os conocéis? —preguntóGualtieri.

—No, personalmente no, pero¿quién no ha oído hablar del comisarioSforza? —respondió el jefe del

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laboratorio con una sonrisa queredondeó una cara presidida por unasenormes gafas.

—Ya será menos —replicó Sforza,incómodo, como siempre, ante el menorhalago.

—¿Tenéis ya resultados? —preguntóel jefe de Policía de Trieste.

—Sí, tenemos el análisis de lasdiatomeas.

—¿Y ésas quiénes son?—«Ésas», como las llama usted, jefe

—respondió Mazzini—, son unas algas;algas microscópicas que se encuentranen todas partes donde hay agua: en losmares, los lagos, los estanques y los

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ríos; incluso en las piscinas. Sólo elagua potable de las ciudades escapa asus afanes colonizadores —dijo eltécnico con el aplomo de quien dicta unaconferencia—. ¿Por qué nos interesamospor ellas aquí, en este laboratorio? —prosiguió—. Pues porque pese a suminúsculo tamaño, que se mide enmicrones, en milésimas de milímetro,tienen un esqueleto de sílice que esindestructible. ¿Recuerda los fósiles?

—Sí, claro —respondió el jefe dePolicía, sin acabar de ver la relación ala que aludía el experto.

—Pues gracias a ese esqueleto desílice nos permiten saber si una persona

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ha muerto ahogada. Después de unaccidente o de un homicidio, comopodría ser el caso que nos ocupa, si uncuerpo ha entrado en contacto con elagua, ésta se mete con fuerza en lospulmones y, llevadas por el flujo, lasdiatomeas, gracias a su minúsculotamaño, consiguen atravesar losalvéolos pulmonares intentando ganarotro fluido: en este caso la sangre. Apartir de ahí —prosiguió Mazzini—, seexpanden por todos los órganos, portodos los tejidos, llegando incluso apenetrar hasta la médula de los huesos.Sólo es cuestión de tiempo; y,analizando lo que podríamos llamar el

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grado de «colonización» que haconseguido sobre el cuerpo sumergido,podemos establecer el tiempo que llevaéste en el agua y también, en función delas diferentes especies de diatomeasencontradas en el cadáver, se puedeestablecer si el ahogamiento se produjoen el lugar en el que ha sido encontradoo en otro sitio —concluyó el expertoquitándose las gafas y mirando a los doshombres con cara de alumno aplicado.

—Estoy impresionado, de verdad —dijo el comisario Sforza.

—Gracias, comisario.—Bueno, Mazzini, y ahora que

hemos impresionado al jefe Sforza, ¿qué

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es lo que habéis averiguado enconcreto? —preguntó Amedeo Gualtieri.

—Pues está todo aquí, en el informeque me disponía a firmar cuando hanllegado: la mujer —dijo con airesolemne— llevaba cuatro días en elagua. No sé lo que habrá dicho elforense, no conozco los resultados de laautopsia —añadió—, pero repito quesobre el tiempo que ha estado en el marno hay error posible: exactamente cuatrodías.

—¡Buen trabajo, Mazzini! —dijoSforza.

—Gracias, comisario, no hay dequé. Es nuestra obligación.

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—Mazzini, también yo quierofelicitarte. Mándame el informe cuantoantes. ¡Ah, y no te olvides de firmarlo!—añadió el jefe de Policía de Trieste.

Cuando salieron hacia el despachode la Questura, se les acercó uninspector.

—Perdón, jefe —dijo el policía.—Sí, ¿qué pasa? —preguntó

Gualtieri.—Vengo de la morgue. Tengo una

copia del resultado de la autopsia delcadáver de la mujer encontrada en aguasdel puerto.

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Dunia Kovacevic había muerto porcausa de una fractura de las vértebrascervicales. El forense indicaba que sehabía producido de resultas de haberrecibido un golpe muy fuerte. Como elque podría haber propinado un expertoen artes marciales al golpear con fuerzay precisión en la parte posterior delcuello de la mujer.

—¡Pobre mujer! —comentó elcomisario tras leer la nota con lasconclusiones del informe del forense.

—Parece que la dejaron seca antesde tirarla al mar —comentó el jefeGualtieri.

—Sí, eso mismo creo yo —contestó

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Sforza.—¿Pero quién? ¿Quién ha podido

hacer una cosa así arriesgándose a servisto? Porque matarla, meterla o dejarlaen el coche, llevar éste hasta el muelle yempujarlo hasta el mar lleva tiempo ymucho esfuerzo.

—No parece obra de un solohombre.

—Sí; tienes razón, deben de habersido como poco dos; veremos qué dicenlos de «huellas», aunque éstos son máslentos que los de Mazzini, pero serátambién el equipo de Mazzini el quehaga el test de la pintura.

—¿Te han dicho algo sobre qué

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tiempo calculan que les va a llevar elanálisis del coche?

—No, pero si quieres, pasamos pormi despacho, te invito a un café y llamoa Mazzini para que suba y te diga cómoestá la cosa.

—Me parece una buena idea.—Un día me explicó cómo trabajan

y la verdad es que son muy buenos. Loque me dijo es que, a veces, en susinvestigaciones llegan hasta un punto enel que ya no pueden seguir más porquenecesitan preguntar a los fabricantes decoches por un determinado modelo y esolleva su tiempo.

—Tiempo es lo que no tenemos en

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este asunto, Amedeo. Mételes prisaporque ya te digo que si no atrapamospronto a los cabritos que han hecho esto,me veo remando en una góndola encompañía de Benzoni.

—¡No exageres, hombre! Por cierto,¿por qué no te lo has traído hoy contigo?

—Tiene trabajo; se ha quedado en laQuestura con el marrón del atestado. Nosé si conoces al juez Zanetti, es la leche.Un tiquismiquis de mucho cuidado queestá a la que salta deseando empapelar atodo el que lleva uniforme. Era de LottaContinua y, chico, nos tiene enfilados atodos nosotros.

—¡Joder! A estas alturas de la

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película, ¿quién coño se acuerda deaquello?

—Pues éste no se ha olvidado.—En fin, te comprendo y vuelvo a

decirte que lo que necesitas son unasvacaciones: lo estás pidiendo a gritos.

—Sí, ¡para vacaciones estoy yo!Amedeo, déjate de coñas y llama aMazzini.

El especialista era un hombremeticuloso en todo. Aceptó la invitacióndel jefe Gualtieri, pero le cambió el cafépor té indicando a la secretaria quedebía ser con limón y un solo terrón deazúcar. Sentado frente a los dos jefes dePolicía, Mazzini, que era químico de

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profesión, parecía un vendedor de librosdecidido a colocar los veinte tomos deuna enciclopedia.

—Mazzini, el comisario quiere quele expliques lo del test de la pintura —dijo el jefe de Policía de Trieste.

—Es muy sencillo. La pintura de loscoches está compuesta de cuatro capas:una está destinada a cubrir lasirregularidades del metal, otra sirve deapresto o compactación, la siguiente esla que contiene los pigmentos del color,y, por último, está la capa de barniz.Cada capa posee sus propiascaracterísticas y la combinación de lascuatro las convierte en algo así como

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una pieza única. Si se ha producido unalcance, aunque sea un simple rasguño,el roce de un coche con otro deja restosde las diferentes capas de pintura. No sési me explico —contestó el experto conla voz cansina de quien recita porenésima vez la misma lección.

—Sí, sí, te explicas. Sigue, Mazzini,sigue, por favor —contestó el comisarioSforza mirando al jefe Gualtieri, quientambién asintió.

—Pues como les decía —prosiguióel técnico—, tras el examen almicroscopio de un fragmento, un restode pintura, sometemos la muestra adiferentes pruebas. Con el espectrógrafo

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de infrarrojos, por ejemplo,conseguimos averiguar la naturalezaorgánica de las resinas empleadas:poliéster, poliuretano… El microscopioelectrónico revela los elementos quecomponen las diferentes capas; otroespectrógrafo consigna la naturaleza delos pigmentos, los polímeros empleadosy los estabilizantes que se han utilizado,sobre todo si en el choque se haproducido transferencia de pintura entrelos vehículos implicados. Las pruebas—añadió el experto ajustándose lasgafas— son concluyentes.

—Eso espero, por la cuenta que nostrae. Hablando del caso que nos ocupa,

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¿cuándo vamos a conocer losresultados? —preguntó el comisarionotando que la pregunta habíadecepcionado al experto, quien, sinduda, esperaba que sus interlocutores lepermitieran seguir con la lecciónmagistral.

—Umm, no sé, el análisis de lasdiatomeas ya está entregado; el test de lapintura es más lento. No depende sólode nosotros, hay un momento en el quehemos de consultar a los fabricantes.Creo que…

—Sí —le interrumpió el comisario—, ya me ha comentado el jefe Gualtiericómo es eso de los coches…

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—Pues entonces ya conoce el dicho:quien tiene la silla alquilada no se sientacuando quiere —contestó el expertosoltando una risita que a los dos policíasles hizo recordar los añorados años delBachillerato.

—Bueno, Mazzini, déjate defilosofía y pon a tu gente a trabajar, queel horno no está para dichos; ademáscreo que el refrán no habla de sillas,sino de culos, lo que dice es que quientiene el culo alquilado no se sientacuando quiere.

Mazzini se despidió de ellos y saliódel despacho sin acabar el té. MarcoSforza se fue minutos después. Su amigo

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Gualtieri se comprometió a llamarle encuanto los expertos tuvieran novedadessobre el coche. Le llamó al día siguientepor la tarde.

—Marco, soy yo, Amedeo. Tengonoticias para ti. Toma nota de estenúmero de teléfono, es el de Mazzini;está esperando tu llamada.

El comisario Sforza colgó a suamigo y marcó el número dellaboratorio de la Policía de Trieste.

—¿Mazzini? Soy el comisarioSforza. Me dice el jefe Gualtieri quetienes buenas noticias para mí.

—¡Hola, comisario! No sé si sonbuenas, pero son noticias —contestó el

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químico—. Si tiene tiempo, se loexplico —añadió.

—Por favor, soy todo oídos —respondió Sforza.

—Verá, hemos analizado unfragmento de pintura negra de alrededorde un centímetro que hemos encontradoen la parte frontal del volvo. El impactodel choque la fijó y, por suerte, haresistido a la acción del agua del mar,donde, como sabemos por lasdiatomeas, no estuvo más que cuatrodías. Fue poco tiempo, y por eso, comole decía, la pintura negra no ha sufridoalteración. La hemos analizado y hemospodido fijar su composición y, mirando

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en las tablas que nos facilitan losfabricantes, hemos establecido el año defabricación del vehículo: salió defábrica entre el 2000 y el 2003. Eltécnico en automóviles de mi equipo,tras analizar las características delimpacto, ha llegado a la conclusión deque el coche que chocó con el volvo fueun Touareg, un modelo cuatro por cuatrode la marca Volkswagen. De estemodelo hay varias decenas de milescirculando por toda Europa —concluyóMazzini—. Con tiempo podríamosllegar hasta él… pero, como puedecomprender, no es cosa de hoy paramañana, ni para pasado.

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Sforza se quedó pensando, y, derepente, tuvo una corazonada. Dio lasgracias a Mazzini y colgó el teléfono.Después, decidió llamar a su amigoPhilippe de Vaucluse, el director deInterpol. Le encontró en su despacho deLyon.

—¡Marco! ¿Qué se te ofrece?—Hola, Philippe, perdona que te

moleste otra vez; la verdad es que estoyun poco atacado. ¿Podrías averiguarcuántos coches modelo Touareg, uncuatro por cuatro de Volkswagen, fueronmatriculados entre 2000 y 2003 enDubrovnik? Ya sabes que está enCroacia…

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—Sí, hombre, sí, sé que está enCroacia —le contestó su amigo—. No tepreocupes, esa información está anuestro alcance. ¡Qué bellezaDubrovnik!, ¿verdad? —preguntó elfrancés.

—Sí, desde luego, así la recuerdo;estuve una vez, de paso; fue hace años,antes de la guerra entre Serbia yCroacia, luego leí que la habíanbombardeado…

—Sí, la aviación serbia destruyóparte del casco antiguo y una bomba,que por cierto no explotó, cayó en laiglesia de un monasterio franciscano. Tela enseñan cuando visitas el claustro.

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Naturalmente, los frailes consideran quefue un milagro que la bomba noexplotara.

—¡Eso, Philippe! Eso es lo que yonecesito: un milagro, luz en el túnel.

—Ten fe, amigo; ten fe en SanMarcos y en la Interpol —contestó consocarronería Philippe de Vaucluse.

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Capítulo 47Gert Pfinstein, el subdirector deInterpol, tras hablar con sus colegas dela Policía alemana, incorporó a lainmensa base de datos del granordenador central de la organizaciónpolicial con sede en Lyon un nuevoarchivo que contenía información sobreel número exacto de vehículos que lafábrica alemana Volkswagen habíasuministrado a los concesionarios de lamarca en Croacia. Después le pasó lainformación al director de Interpol.Cuando marcó el número de teléfono deMarco Sforza, Philippe de Vaucluse

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tenía encima de su mesa el dato que lehabía pedido el comisario jefe de laPolicía de Venecia.

—¿Marco? Soy Philippe. ¿Estásbien?

—¡Philippe! ¡Qué alegría!—Tengo la información que me

habías pedido, ¿recuerdas? Lo de loscoches…

—¡Cómo no voy a recordarlo! ¿Lotienes ya? —preguntó el italiano sindisimular su impaciencia.

—Sí. Según los datos que nos hapasado la Policía alemana, que son losdatos oficiales que proporciona elfabricante, para la zona de Dubrovnik,

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que es la que te interesaba, entre el 2000y el 2003 vendieron noventa y trescoches del modelo Touareg. ¿Hastomado nota?

—Sí, sí, noventa y tres.—Bueno, ahora es cuando viene el

trabajo. Supongo que me vas a pedir sitenemos a alguien allí que pueda iniciarla investigación sin despertardemasiadas sospechas, ¿no?

—Lees el pensamiento, Philippe.Efectivamente, ésa es ahora la cuestión,y menuda cuestión, porque andamos malde tiempo y peor de imagen. Si lopedimos oficialmente, vamos a levantarmuchas liebres… No sé, te confieso que

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estoy confuso… —dijo Sforza en unarranque de sinceridad.

—¿Y por qué no lo vas a pediroficialmente? —preguntó el policíafrancés—. Puesto que se ha producidoun crimen, se trataría de dar un aviso aInterpol, no desde Venecia, que llamaríamucho la atención, sino desde la Policíade Trieste, que es donde, según medijiste, apareció el cadáver de la mujerque estabais investigando.

—¿Tú crees? —preguntó Sforza,dudando.

—Hombre, sí, oficialmente, laPolicía de Trieste a través de Interpol enRoma pide ayuda para localizar en

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Croacia datos de un vehículosospechoso. Nosotros lo que haríamossería activar un protocolo decolaboración internacional que está yaestablecido y que no tendría por quélevantar sospechas. Es lo que se hace enestos casos cuando hay algún dato oindicio de que el autor o autores de uncrimen han podido huir del país en elque han cometido el delito.

—¿Cuánto tiempo calculas quepuede tardar la Policía de Croacia endarnos el dato del coche? —preguntó elitaliano.

—No lo sé; están desde hace pocoen Interpol y se les ve con ganas de

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colaborar. Hombre, si ven que eldirector de Interpol tiene interés en elcaso, y ya me cuidaré yo de que sea así—añadió el francés con una sonrisa—,pues creo que la cosa podría ir rápida.¡Ah, por cierto! —añadió—. No te lohabía contado: pasado mañana voy aviajar a Dubrovnik.

—¿A Dubrovnik? —preguntósorprendido el policía italiano.

—Sí, pero no creas que voy deturista —respondió sin aportar másdetalles—. En fin, no sé si puedo ser dealguna utilidad, pero una vez allí tellamaré para que me cuentes cómo vanlas cosas.

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—Estupendo, Philippe, tenemosvarios túneles abiertos; a ver si enalguno vemos pronto la luz —dijo elcomisario Sforza con aire deresignación.

—Tranquilo, hombre. Ya sabes queen nuestro oficio, como dijo MaoZedong, cuando aquí todavía leconocíamos como Mao Tse Tung, lapaciencia es una virtud revolucionaria.

—Sí, lo recuerdo, pero él era chinoy controlaba lo que salía en latelevisión. Además era su propio jefe, yeso, sin duda, ayuda mucho.

—Adiós, Marco, te noto muyestresado y lo comprendo. ¡Cuídate! Nos

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hablamos —se despidió de su amigo ycolgó el teléfono.

Philippe de Vaucluse apreciaba aMarco Sforza, pero no le había contadola investigación que había abiertoInterpol a raíz de la informaciónfacilitada por Paddy Wilberforce, elresponsable para Europa de la redEchelon.

Era consciente de que no podíamezclar los planos porque el origen dela información —las escuchas— era dedudosa naturaleza legal fuera deaquellos países cuyos gobiernossubvencionaban la red. No era el casode Italia, ni tampoco el de Francia o

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Croacia, razón por la cual el director deInterpol se reservó la información.

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Capítulo 48Las noticias que publicaban losperiódicos de la Antigua RepúblicaYugoslava de Macedonia sobre elresultado de los análisis de Rh y ADNde buena parte de la población del paísconstituían una de las curiosidades deldía y figuraban en las escaletas de todoslos resúmenes de prensa de los grandescanales de televisión europeos.

Hasta la CBS y la NBC, canales, porlo general, renuentes a incluir en susescaletas noticias de fuera de EstadosUnidos, habían editado alguna «pieza»resumiendo el tema.

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Las televisiones destacaban que elperiódico de mayor tirada del paísbalcánico relacionaba los resultados delanálisis con la información publicadadías atrás en Italia sobre las reliquiasdel evangelista San Marcos custodiadasen la gran basílica de Venecia. Elperiódico apoyaba aquella informacióncon otra, reproduciendo un polémicoartículo publicado por el FrankfurterAllgemeine Zeitung en el que se decíaque los restos del conquistadormacedonio habían sido trasladadosdesde Alejandría a Venecia a principiosdel siglo IX d. C. creyendo que eran losdel evangelista San Marcos. El artículo

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lo firmaba un historiador alemán, elprofesor Alfred Wagner.

Lo había titulado «La tumba deAlejandro» y en él reafirmaba su teoríasobre la identidad de las reliquiascustodiadas en el sarcófago que estábajo el altar mayor de la basílica de SanMarcos de Venecia. Citaba a AndrewChugg, un investigador británico quetambién había publicado un libro en elque planteaba esa posibilidad. Wagnerrepasaba la historia del Soma, elitinerario seguido por el cuerpo delconquistador, desde que fueembalsamado en Babilonia hasta suposterior traslado a la ciudad egipcia de

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Alejandría. Explicaba su teoría según lacual, para salvarlos de la destrucción amanos de una turba de cristianosfanáticos, los restos del rey macedoniohabían sido deliberadamenteconfundidos con los del evangelista SanMarcos. Luego repetía la historia oficialconocida de los dos mercaderesvenecianos: Rustico da Torcello yBuono da Malamocco, quienes, burlandoa los musulmanes dueños por aquelentonces de la ciudad, habían robado elcuerpo para traerlo hasta Venecia. Lanovedad del artículo, en realidad la granaportación, era que el profesor apoyabasus conclusiones en un documento hasta

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entonces inédito cuyo original —segúndecía— se guardaba en la biblioteca delmonasterio bizantino del Gran Lavra queestá en el Monte Athos.

Las agencias habían recogido todasaquellas noticias, pero a lo que másimportancia daban era a la conclusiónque habían establecido los responsablesde la presentación del informe diciendoque la mayoría de la población tenía unADN similar al del rey Filipo deMacedonia, prueba que venía ademostrar —concluían lospatrocinadores del informe— que laMacedonia histórica y la actual eran unasola, porque, según decía el editorial de

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uno de los periódicos de más tirada deSkopie: «Si dos personas tienen ADNmitocondriales muy similares, es porquetienen un parentesco más cercano; tienenun antepasado común que vivió en unpasado más reciente. El ADN —añadían— transporta literalmente la informacióngenética esencial de los cuerpos denuestros antepasados. Noventa y tresgeneraciones han transcurrido desde lostiempos del rey Filipo de Macedonia(veinticinco años por generación) y esehilo, el ADN transmitido de generaciónen generación, es, al tiempo, unelemento físico (una sustancia química)y un símbolo de proximidad, de

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afinidad, entre los miembros de unmismo clan. Somos los descendientes dela Macedonia de Filipo y Alejandro».

La noticia de agencia también referíaque el trabajo de investigación habíasido posible merced al mecenazgo delfinanciero Mirko Lauer, un hombre quehabía hecho fortuna en América, peronunca había roto sus vínculos con sutierra natal.

Todos publicaban la misma foto delmagnate: una imagen en la que su grantalla rematada por una abundante matade pelo intensamente blanco y lo fierode la mirada conferían a su figura elaspecto de un Moisés airado captado

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tras descender del Sinaí y a punto deromper las Tablas de la Ley.

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Capítulo 49Conociendo las costumbresmadrugadoras de su patrón, Ilías Drivas,ministro de Asuntos Exteriores deGrecia, llamó al despacho del PrimerMinistro poco antes de las ocho de lamañana. Yeoryos Makriyannis estaba deun humor de perros. También él habíaleído el resumen de noticias quepublicaba la prensa de Skopie.

—Es una provocación intolerable —dijo sin responder al saludo del ministro—. Creo que debemos presentar hoymismo una protesta ante el Gobierno deSkopie.

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—Sí, Primer Ministro, le llamabapara eso.

—Quiero que sea rotunda einequívoca en cuanto a reflejar ladeterminación del Gobierno griegosobre este asunto. No toleraremossemejante provocación. Macedonia, laMacedonia de Filipo y Alejandro, sólohay una: la que está en Grecia y tienepor capital Tesalónica. ¡Eso debequedar muy, pero que muy claro! ¿Me haentendido, Drivas? —Sin esperar lacontestación del ministro, el jefe delGobierno de Grecia añadió—: En elpasado ya nos enfrentamos aprovocaciones semejantes: la de Jerjes

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en las Termópilas y la de Mussolini enel 41, y el «no» de los griegos retumbóen el mundo —dijo, evocando dosepisodios de la historia de Grecia quetodos los colegiales del país conocen yde los que se sienten legítimamenteorgullosos.

—Estoy totalmente de acuerdo. Voya redactar la nota; llamaré en cuanto latenga —respondió el ministro con vozque reflejaba la preocupación por elefecto que todo aquel asunto podíagenerar en la opinión pública griega,conocedora ya del asunto por la radio yla televisión, que habían abierto susinformativos de la mañana dando cuenta

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del sorprendente informe realizado en elpequeño país que era uno de sus vecinosdel norte.

—¡Drivas! —bramó el jefe.—Sí, Primer Ministro.—También quiero que hable con

Bruselas, con la OTAN. Deben saberque Grecia está dispuesta a defender susfronteras ante cualquier amenaza.

—Por supuesto, por supuesto, pero,si me permite, creo —dijo con timidezel ministro— que plantear ahora esteasunto ante la OTAN quizá sea un pocoprematuro. Lo digo porque estamos antesimples informaciones de prensa y creoque, en fin…

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La voz tonante de YeoryosMakriyannis no le dejó concluir la frase:

—¿Cómo que simples informacionesde prensa? ¿Se da usted cuenta de lo quedice? ¿Usted cree que semejantesnoticias se publicarían sin tener detrásal Gobierno de Skopie?

—No lo sabemos, señor… —seatrevió a decir el ministro.

—¡Sí lo sabemos, Drivas! ¿Cómoexplica si no el informe ese del Rh de lapoblación y el del ADN al que serefieren? ¿Cree que una cosa así se hacede un día para otro sin contar conpresupuesto y autorización oficial? Nosea usted ingenuo, hombre. ¿Y la

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historia esa de Venecia y la supuestatumba de Alejandro Magno? ¿Cree ustedque es una casualidad que la publicaciónde semejante fantasía haya coincididocon la difusión de los resultados de lacampaña para analizar la muestra deADN de miles de personas? ¿Cuántocuesta una cosa así? ¿Quién la hapagado?

—La información habla de unmecenas, el tal Lauer…

—Sí, sí, lo he leído, pero ¿quésabemos de él, más allá de lo que dicenlos periódicos?

—Pues la verdad es que más bienpoco. Pero…

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—Nada de peros, Drivas, quiero queel servicio de inteligencia averigüecuanto antes todo lo que pueda sobre esepersonaje, ¿entendido?

—Sí, sí, desde luego.—No, olvídelo. Se lo voy a encargar

a Valtinós —añadió el Primer Ministro,refiriéndose al titular de Defensa—.Usted —prosiguió— ocúpese de la notade protesta. Sobre lo de la OTAN…tiene razón, es demasiado pronto parameter a Bruselas en esto. Lo que síquiero es que usted, Valtinós y elministro del Interior estén en midespacho a las doce. Les convocará mijefe de Gabinete, pero usted ya lo sabe.

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Éste es un asunto que no podemos dejarque vaya a más —concluyó el PrimerMinistro. Afirmación que puesta en suboca fue interpretada por el ministro deAsuntos Exteriores como el preámbulode un intenso e inagotable plan detrabajo.

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Capítulo 50En Skopie los acontecimientos seprecipitaban. Cuando ya parecía que laprensa no podía ir más lejos en suslucubraciones —sobre todo algunosmedios que habían dejado volar laimaginación a la hora de interpretar losresultados del estudio de los ADNmitocondriales de la población y lanotable similitud del tipo de RH—,estalló otra bomba informativa. ElCorreo, el periódico que dirigía SertzanKostovsky, publicaba una entrevista conMirko Lauer en la que el magnate sepostulaba abiertamente como candidato

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a la Presidencia de la Repúblicallevando como punto principal de suprograma de Gobierno la reclamaciónante las instancias internacionales de loque llamaba el «ámbito macedoniohistórico». Preguntado por el periodistaque firmaba la entrevista si aquella ideaanunciaba un litigio con Grecia —paíscuya región septentrional se llamaprecisamente Macedonia—, elfinanciero contestaba que los derechoshistóricos de los macedonios eranincuestionables. Sus declaracionesconcluían asegurando que la salida«natural» de su país al mar era el puertomacedonio de Tesalónica. «Una ciudad

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—decía— fundada por el rey Casandro,un rey macedonio, como nosotros».

Las declaraciones del magnatehabían provocado gran malestar entre laclase política del país. El presidenteMitrovic le había pedido a su jefe deGabinete que convocara a la mayorbrevedad al ministro de AsuntosExteriores.

—Está loco, ese viejo se ha vueltoloco. ¿A quién se le ocurre reclamarTesalónica así, sin otro preámbulo,como quien pide dos terrones de azúcarpara el café? —dijo el Presidentedirigiéndose a Ivo Pec, su joven jefe deGabinete.

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—Sí, la verdad es que suena fuerte,pero el viejo es un zorro… Lasencuestas dicen que no va tandesencaminado como parece. Haymucha gente que piensa como él —contestó con voz muy calma el joven.

—No me extraña nada lo que diganlas encuestas teniendo en cuenta lascosas que viene publicando la prensa enlos últimos días. Ya hemos hablado delgol que alguien nos ha metido con lo delinforme de los ADN y los Rh. Por cierto—enfatizó el Presidente—, que elministro de Sanidad todavía no nos hadado una explicación plausible de porqué de una cosa se pasaron a otra.

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Cuando termine la reunión con Mitvol ycon Djilas —añadió refiriéndose a losministros de Interior y Exteriores—,quiero hablar con el ministro deSanidad. Recuérdamelo.

—Desde luego, Presidente.—Volviendo a lo de Lauer, yo creo

que se ha vuelto loco; que quiere serPresidente a toda costa y puesto quefalta un año para las elecciones, hamontado esta traca a modo de arranquede su campaña electoral.

—¿A qué se refiere, concretamente?—¡Está muy claro, Ivo! ¿Es que no

lo ves? Hasta un niño se daría cuenta deque Lauer está detrás de lo que viene

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publicando El Correo. ¿A quién si no leinteresaría crear esta agitaciónremoviendo ahora los huesos de FilipoII y de Alejandro de Macedonia?

—¡Hombre, Presidente! Creo quetodos los macedonios sabemos que sonnuestros antepasados… —dijo el jovenen un pronto de sinceridad quedescubría su forma de pensar.

—¡Claro que lo sabemos! Pero ¿quéefectos políticos tiene? Precisamentenuestra obligación como políticos —contestó el Presidente— es prever losacontecimientos, anticiparnos a losproblemas y, en primer lugar y loprimero de todo, no crearlos. Sobre todo

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si, como es el caso que nos ocupa, noestamos capacitados para gestionarlos.

—No entiendo muy bien a qué serefiere cuando dice que no podríamosgestionar…

—Quiero decir —interrumpió elpolítico— que en este momento no nospodemos permitir el lujo de unenfrentamiento abierto con Grecia. Notenemos fuerza ni aliados políticosexteriores para sostener un pulso conAtenas: así de claro.

—Pero lo que dice Lauer —arguyóel joven— es que habría que implicar alas instancias internacionales, no hablade otra cosa.

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—¿Y de qué podría hablar? ¿Deinvadir Grecia y llegar por la fuerzahasta Tesalónica? ¿Con qué piensahacerlo, embarcando a nuestrominúsculo ejército en su yate? ¡No,hombre, no! Ese hombre está loco y esun peligro. De eso quiero hablar con elministro de Interior —concluyó elmandatario.

—Bueno, Presidente, yo creo que loque dice Lauer tiene mucho eco en elpaís y sería un error político irabiertamente a por él. Tenemos todavíaun año de legislatura por delante yaunque usted tiene dicho que no vuelve apresentarse, está el partido y hay muchos

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intereses en juego. Lauer es muypoderoso, controla buena parte de laprensa y nos puede crear muchasdificultades estos doce meses que nosquedan.

—¿Y qué me aconsejas? ¿Que mequede cruzado de brazos mientras esechiflado y su televisión y sus periódicosse dedican a soliviantar a la genteempujándonos poco menos que adeclarar la guerra a Grecia? —respondió el Presidente elevando la voz.

—No, Presidente, no estoy diciendoeso; lo que digo es que éste es un asuntoque tiene mucho cuerpo y no se puededespachar así como así. Quiero decir, si

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me lo permite —añadió el jovenrecuperando su habitual tono de vozmonocorde—, que coincido con usted enque no debemos permitir undesbordamiento del tema, pero tambiéncreo que no podemos crearnos unenemigo procediendo abiertamentecontra Mirko Lauer. A mi juicio, lomejor sería estudiar los puntos débilesde su proyecto y hacer que nuestra genteen la televisión y los periódicos losdestaque, pero, para evitar señalarlecomo enemigo, yo intentaría separar lacrítica al proyecto de lo que es lapersona. Lauer es uno de los personajesmás populares del país y tiene

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seguidores entre los empresarios y losjóvenes ejecutivos que le admiran por suéxito en los negocios; es gente que,ahora que ha decidido dar el salto a lapolítica, probablemente acabará dándolesu voto. A mi juicio, hemos de pensar enno convertirlo en mártir porque losmártires suelen conseguir la simpatía delpúblico.

—No te sigo, Ivo; no te sigo porquecreo que tu análisis parte de un supuestoque lo invalida: te gusta el proyecto deLauer, se te nota; no puedes disimularlo.Pero yo tengo la obligación de noembarcar a Macedonia en una aventurapolítica de resultado más que incierto.

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No nos engañemos, somos una pequeñanación que ha conseguido serreconocida como Estado, pero ha sidopor el desbarajuste que aparejó ladesastrosa política de Milosevic. Laguerra primero con Croacia y luego enBosnia fue un error… además de unhorror. Sin ese precedente nefasto, notengo la menor duda de que seguiríamosformando parte de Serbia, pero, en fin,aquí estamos y nuestra obligación, laprimera de todas, es garantizar laseguridad de nuestro país y procurarelevar el nivel de bienestar de nuestrosconciudadanos —concluyó el políticocon la mirada puesta en un punto de la

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pared del despacho presidencial en elque había una bandera con los coloresrojo y gualda atravesada por los rayosdel llamado Sol de Macedonia.

El jefe de Gabinete comprendió quehabía sido demasiado explícito en suadhesión a los postulados de MirkoLauer y plegó velas:

—Visto así, Presidente, creo quetiene razón. No estamos para aventuras.

«De momento», pensó para susadentros Ivo Pec. Lo pensó, pero no lodijo.

—Desde luego que no. Ah, no teolvides de convocar a los ministros —ordenó el político con gesto cansado.

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—Ahora mismo les llamo,Presidente.

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Capítulo 51El enlace de Interpol en Zagreb, lacapital de Croacia, cumplió con creceslas expectativas, facilitando mucho antesde lo que Philippe de Vaucluse habíaprevisto los datos de las matriculacionesde coches del modelo Touareg de lamarca Volkswagen entre los años 2000y 2003.

La nota que había remitido a lacentral de Lyon coincidía con los datosobtenidos en Alemania: en la región deDubrovnik se habían vendido noventa ytres. La cifra casaba con la facilitadapor la fábrica alemana, pero iba más

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lejos, precisando exactamente losvendidos a residentes en la capital de lazona.

Con el dato encima de la mesa, ytras pedir al enlace que le facilitara elnombre de algún colega conocedor dellugar, el propio director de Interpoldecidió viajar hasta allí. Nada dijo de lainformación facilitada por las escuchasde la red Echelon.

A ojos de las autoridades croatas,aquél era un caso de un posibleasesinato que había que investigar arequerimiento de la justicia italiana; eldirector de Interpol quería implicarsepersonalmente por tratarse del primer

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asunto de estas características que seplanteaba desde que Croacia se habíaincorporado a la organización policialinternacional.

Antes de partir para Zagreb, desdedonde pensaba trasladarse a Dubrovnik,Philippe de Vaucluse telefoneó a suamigo Marco Sforza, comisario jefe deVenecia.

Le encontró camino de Trieste,adonde se dirigía para hablar conAmedeo Gualtieri, el jefe de Policía dela ciudad que estaba investigando elcrimen de la mujer cuyo cuerpo habíaaparecido en el interior de un cochesumergido en aguas del puerto de la

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ciudad fronteriza.—Marco, soy Philippe de Vaucluse.

¿Te pillo en mal momento? ¿Puedeshablar?

—¡Hola, Philippe! Puedo hablar.—Mira, tengo confirmado el dato

que estabais buscando. Me lo acaban depasar desde Interpol de Zagreb.Coincide con el que ya teníamos:noventa y tres coches del modeloTouareg se matricularon en Dubrovnik.¿Te has quedado con la cifra?

—Sí, noventa y tres.—Eso es. Como te dije, me voy

mañana para Zagreb y pasado tengointención de plantarme en Dubrovnik.

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¿Sigues con la idea de «tomarvacaciones»? —preguntó con ironía elfrancés.

—La verdad es que falta me hacen.Creo que nos veremos pronto enDubrovnik, Philippe. Voy a hablar conmi jefe en Roma para pedirle permiso.En cuanto lo tenga, te llamo, amigo…¡Ah, y gracias por el dato! —contestó elcomisario Sforza.

Se despidieron y el italiano, que ibaconduciendo camino de Trieste, subió elvolumen de la radio del coche.

La poderosa melodía del vals de laSuite de Jazz nº 2 de DimitriShostakovich se apoderó del momento.

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La pieza terminó en las inmediacionesde una gasolinera, momento que Sforzaaprovechó para llenar el depósito delvehículo y llamar al inspector Benzoni.

—Benzoni, soy yo. ¿Hay algunanovedad? —preguntó.

—Ninguna, jefe. ¿Por dónde anda?—preguntó el inspector.

—Voy camino de Trieste. Escucha,quiero que provisionalmente te hagascargo de la Jefatura.

—¡Coño, jefe! ¿Qué pasa, que vausted a desertar?

—No digas sandeces, Benzoni.Quiero que te hagas cargo de tododurante unos días; no creo que sea más

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de una semana. No digas adónde mevoy; di que estoy fuera, en comisión deservicio, pero no digas dónde; yahablaré yo con el capitán de loscarabinieri para que tampoco él hagademasiadas preguntas.

—¿Y se puede saber adónde se va air usted? —preguntó el inspector deprimera Tarsizio Benzoni.

—A Dubrovnik, me voy aDubrovnik, en Croacia, Benzoni, peroque no se te escape decirlo. ¿Entendido?

—Confíe en mí, jefe. Cuandovuelva, los gondoleros seguiráncobrando a los turistas las serenatas alprecio de un concierto en la Scala de

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Milán, pero le prometo que encontraráVenecia en su sitio.

—Eso espero. Hoy ya no volverépor la Questura; la idea que tengo esacercarme a casa, coger la maleta y salirmañana para Dubrovnik. Ahora voy ahablar con Gualtieri para ver si tienealgún dato nuevo del coche en el queapareció ahogada la mujer. Te llamarécada día para ver cómo van las cosas,pero si hay alguna novedad, llámame tú,¿entendido?

—Sí, jefe, descuide, que no soyGabriele d’Annunzio en Fiume; nopienso proclamar la independencia de laPadania.

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—¡Más te vale, Benzoni! —contestóel comisario, riendo la ocurrencia delinspector que recordaba aquel lejanoepisodio de la convulsa historia deItalia.

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Capítulo 52La inspectora Ivana Marulic tenía treintay cuatro años. Había sido asignada a laoficina de Interpol de Zagreb porque erala número uno de su promoción yhablaba correctamente inglés y francés.Cuando el director general de la Policíade Croacia la citó en su despacho, notenía ni idea de con qué se iba aencontrar. Pero era una mujer decididaque, pese a su juventud, había pasadopor momentos muy difíciles diez añosatrás, cuando la guerra con Serbia. Deaquella experiencia había salido con losnervios muy templados y con una idea

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bastante arraigada acerca de la pocaimportancia que tenían en esta vida lascosas materiales.

Tras esperar unos diez o doceminutos en el antedespacho del directorgeneral, una secretaria le indicó quepodía pasar. Al entrar vio que elmáximo responsable de la Policía croatano estaba solo.

—Pase, pase, inspectora —dijo elmás corpulento de los dos hombres queestaban en el despacho—. InspectoraMarulic —dijo el director hablando eninglés—, le presento a Philippe deVaucluse, director de Interpol.

En un acto reflejo, la inspectora se

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cuadró.—Encantado. Por favor, vamos a

dejar los saludos militares… para losmilitares —respondió el policía francéssonriendo—. Creo que también hablausted mi idioma. Es una suerte, porque,como podrá comprobar, mi inglés esmanifiestamente mejorable —añadió,tendiendo la mano a la mujer, que laestrechó con energía.

—Sí, hablo francés. Lo aprendícuando estudiaba con las monjas.

—Pues para mí es una suerte —contestó, sonriendo, el comisario.

—Inspectora Marulic —terció eldirector general—, le hemos asignado

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una misión especial. Una investigaciónen la que, como policía croata, lecorresponderá a usted llevar en todomomento la iniciativa, pero en la queexcepcionalmente —el hombre enfatizóal pronunciar esta palabra— cooperarácon nosotros el director de la Interpol.Hablo de situación excepcional porqueal tratarse de una investigación enterritorio de Croacia sólo la Policíacroata está facultada para llevarla acabo. Sin embargo, al ser tan recientenuestro ingreso en Interpol y tratándosede la primera ocasión en la quepodemos cooperar en una investigaciónque en este caso nos requiere la Policía

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italiana, nos ha parecido que eraoportuno autorizar la colaboración. Quesea el propio director de Interpol, elcomisario Philippe de Vaucluse, quien,personalmente, vaya a participar en lainvestigación subraya lo excepcional deeste caso —concluyó el director de laPolicía croata mirando a susinterlocutores.

Ambos asintieron, sin añadirpalabra.

También el inglés del directorgeneral de la Policía de Croacia habríanecesitado una puesta al día.

Cuando terminó la reunióndecidieron ir a comer.

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Durante la comida, el policía francéspuso a su colega croata en antecedentesdel caso. Le contó lo que había pasadoen Trieste: el hallazgo del cadáver de lamujer, cómo se llamaba, que era denacionalidad macedonia, y cómo laPolicía italiana, siguiendo una pista,había solicitado ayuda a Interpol paraintentar localizar el todoterreno quehabía chocado con el coche de DuniaKovacevic, la mujer asesinada. Tambiénle dijo que esperaba para el díasiguiente la llegada de un colegaitaliano, un amigo, que había estadosiguiendo el caso desde el principio.

—Se llama Sforza, Marco Sforza, y

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es comisario —dijo el director deInterpol.

—Pero ese amigo suyo no tienejurisdicción alguna en territorio deCroacia —había replicado lainspectora.

—Por supuesto. No se preocupe, éllo sabe y también sabe que no puede niintervenir ni interferir en nuestrainvestigación; viene porque ya le digoque es amigo, y porque, además, estámuy estresado y necesita unos días devacaciones. Cuando lo conozca, locomprenderá —añadió Philippe deVaucluse con su mejor sonrisa.

—Buscamos algo así como una

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aguja en un pajar —dijo la mujerpolicía.

—Tanto como eso, no; según elinforme de la Policía Científica italiana,lo que buscamos es un coche que, o bientendrá una abolladura aquí, en esta parte—dijo el policía mostrando unafotografía que constaba en el dosier delcaso y que había sido obtenida medianteun simulador—, o bien lucirá unparachoques nuevecito. Nuevo, porquesegún otro de los datos obtenidos por elforense que hizo la autopsia, lasdiatomeas delatan que el crimen y elposterior lanzamiento al mar del cochecon el cuerpo de la mujer dentro se

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perpetró hace cinco días.—¿Sólo cinco días? ¡Es

sorprendente! —preguntó la mujer sindisimular la cara de asombro.

—No entiendo. ¿Qué es lo queresulta tan sorprendente?

—Que esté usted aquí.—¿Cómo? —preguntó extrañado a

su vez el policía francés.—Sí, es sorprendente que «sólo»

cinco días después de un crimencometido en la ciudad italiana deTrieste, nada menos que el director deInterpol haya venido a Croacia ainvestigar personalmente el caso. A míme resulta sorprendente. ¿A usted no?

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—preguntó la mujer con ironía.—La verdad, no; no acabo de ver la

excepcionalidad del caso; como biendijo el director de la Policía de ustedes,mi presencia aquí tiene una explicaciónbien sencilla: es el primer caso decolaboración que se presenta entre laPolicía de Croacia y la Interpol. Punto.

—Sí, sí, recuerdo perfectamente loque dijo el director, pero dígame,comisario —insistió la mujer—. ¿Nohay algo más? ¿Quién era la mujerasesinada? ¿Quién está detrás de estecaso? ¿No nos estarán ustedes ocultandoalgo? —inquirió la policía mirandofríamente a su colega.

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—¿Ocultar algo? ¿Por qué diablosiba yo a ocultarles algo si he venidodesde Lyon precisamente para colaborarcon ustedes? Y otra cosa —añadióPhilippe de Vaucluse—. ¿Por qué hablausted en plural? ¿A quién se refierecuando habla de «ustedes»? —preguntóel francés sosteniendo la mirada.

—A ese amigo suyo, el policíaitaliano que dice usted que llegarámañana a Dubrovnik. ¿No pretenderáque me crea lo del estrés y lasvacaciones?

Philippe de Vaucluse soltó unacarcajada.

—Es usted muy lista, muy lista; me

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alegro de que lo sea —dijo el policíasin dejar de reír—. Entre colegas,¿puedo confiar en usted?

La mujer asintió.—¿Cuántos años tiene usted? —

preguntó el comisario, divertido al verque la pregunta sorprendía a la mujer.

—Treinta y cuatro, tengo treinta ycuatro años. Pero ¿qué tiene que ver miedad con la cuestión que le ha traído austed a mi país? —respondió la mujer,poniéndose a la defensiva.

—Perdone que lo plantee así. Yovoy a cumplir cincuenta; llevo más de lamitad de mi vida en la Policía, haciendode policía, y los dos últimos de director

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de Interpol. Puede que no me crea, perola verdad es que tenía ganas de salir deldespacho; de dejar los papeles y volvera la calle. La burocracia no es lo mío.Este caso ha sido la excusa pararecuperar la pipa y la lupa. ¿Comprendelo que le digo? —preguntó el comisariocon una sonrisa.

—Sí, claro, yo también he leído lasnovelas de Sherlock Holmes, aunquepara mi gusto se han quedado muyantiguas —añadió la inspectora—. Conel debido respeto —prosiguió—: Noacabo de creer que por una cuestión denostalgia de sus tiempos de policía de apie se encargue usted personalmente de

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un caso que en apariencia es un crimencorriente.

—Ya le he dicho por qué estoy aquí.Pronto podrá usted misma comprobarque no es un caso más. Hay muchassombras y varios cabos sueltos; miamigo el comisario Sforza cree que lamujer asesinada en Trieste de algunamanera estaba relacionada con otrapersona, un varón que murió de formaviolenta, también asesinado, en estecaso en Venecia.

—Está bien, está bien, señor. Mehan ordenado que investigue el caso yque comparta con usted la información yeso es lo que haré; pero permítame que

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se lo diga tal como lo pienso: creo queen este caso hay algo más que usted sereserva —concluyó la mujer.

Philippe de Vaucluse no respondió.Aquella misma tarde salieron hacia

Dubrovnik, donde esperaban reunirse, aldía siguiente, con el comisario MarcoSforza; durante el viaje, el director deInterpol no volvió a mencionar el casode la mujer cuyo cadáver había sidohallado en el fondo de las aceitosasaguas del puerto de Trieste. Se interesópor Croacia, por la belleza de su paisajey también por los problemas que habíaencontrado la Policía del país paraorganizarse dejando atrás el modelo de

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la época de la dictadura del mariscalTito.

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Capítulo 53Camino de Dubrovnik, el coronelBojislav Bojovic recordó la reacciónque había tenido Merkurio cuando leinformó del resultado del viaje aTrieste.

—Señor, misión cumplida —habíadicho, buscando la aprobación delanciano.

—¿La mujer fue «sancionada» sinproblemas? —había preguntado elmagnate.

—Así es; tuvimos que…—¡Ahórreme los detalles! ¡No

quiero saberlos, no dispongo de tiempo!

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—le había interrumpido el hombre quehabía ordenado la muerte de Miss Lisi.

El coronel no había replicado.Acostumbrado a mandar en la Milicija,también obedecía de manera perruna asus superiores. Merkurio, echando manode sus influencias, le había salvado deun proceso por crímenes de guerra y poreso le estaba inmensamente agradecido.La misma mano que había hechodesaparecer su expediente en el EstadoMayor del Ejército serbio habíacolocado en su lugar una hoja deservicios impecable, hecho este quereflejaba el currículo que en aquellosmomentos manejaban algunos

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periodistas que trabajaban en la prensacontrolada por Merkurio y desde la quepedían abiertamente el nombramientodel coronel para sustituir en el cargo ala desaparecida viceministra delInterior.

—Coronel —había añadido elanciano—, hay muchas posibilidades deque dentro de muy poco usted puedasustituir a Milena Tomic en elMinisterio del Interior. Precisamentepor eso, porque son muchas laspapeletas que tenemos, conviene que lospróximos días no haga usted nada quellame la atención. Lo mejor será quevaya a Villa Cassandra; quédese allí y

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cuando aquí estén las cosas más claras,ya regresaremos.

—Como usted diga, señor, pero si,como dice, lo del ministerio está al caer,¿no sería mejor que me quedara enSkopie?

—No. Sé lo que me digo. Aquí, conla oposición intrigando y losperiodistas, como siempre, enredando,corre usted el peligro de abrir la bocamás de la cuenta. No, vuelva aDubrovnik. Yo también voy a volverallí, a esperar a que el panorama seclarifique. ¡Ah!, por cierto, cuandollegue, dígales al profesor Wagner y aldoctor Sharp que estoy satisfecho de su

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trabajo y que, de acuerdo con loconvenido, recibirán en su banco laretribución pactada. Dígales tambiénque pueden marcharse.

—Sí, señor. Se hará como usted dice—había respondido el coronel evocandola figura del profesor alemán y de suelegante esposa.

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Capítulo 54Al igual que sucede con los vinos deOporto —que mejoran al mezclar caldosnuevos con viejos—, así ocurre también,a veces, entre policías cuandoocasionalmente se ven obligados atrabajar en equipo agentes de edad yexperiencia diversa. Marco Sforza traíaescrito en la mirada el estrés de caballoque arrastraba y, cuando Philippe deVaucluse se lo presentó a Ivana Marulic,la inspectora sintió ganas de adoptarlo.

—Marco, estás desconocido; tienesel aspecto de cinco kilómetros de malacarretera —comentó el francés.

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—¿Sólo cinco? —preguntó elitaliano—. Creo que, por lo menos,deben de ser cien, diez por cada uno delos días que llevo prácticamente sindormir a vueltas con este caso que metrae de cráneo.

—La verdad —añadió la inspectora— es que no tiene usted muy buena cara.Debería tomarse esas «vacaciones» alas que se refería el comisario DeVaucluse cuando me explicó quién erausted y a qué había venido a mi país.

—¿Vacaciones? ¡Quién las pillara!La verdad es que falta me hacen, pero nopuedo, ahora mismo estoy como losciclistas primerizos: si me paro, me

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caigo —respondió Sforza—. Quieroterminar cuanto antes —prosiguió—, yquiero agradecerle su cordialidad alpermitir que me incorpore al equipo,aunque sea a título de «observador».

—Eso debe quedar claro desde elprimer momento, comisario —respondióla mujer en un italiano cuya precisiónsorprendió a Marco Sforza.

—¿También habla usted mi lengua?¡Es usted un pozo de sabiduría! Perdone,la he interrumpido…

—No tiene importancia, en Croaciacasi todos hablamos dos o tresidiomas… Volviendo a lo que ledecía…

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Fue el director de la Interpol quieninterrumpió la conversación.

—Sobre este aspecto de la cuestión,no debe haber malentendidos, ni eldesarrollo de la investigación puede darpie a suspicacias. Esto —añadióseñalando con un dedo el suelo— esterritorio croata, y en Croacia lajurisdicción corresponde a la Policíacroata. El comisario Sforza lo sabe,inspectora; créame que por ese lado nohabrá ningún problema. Más problemaveo en algo menor pero urgente a estashoras de la tarde: me refiero a encontrarhabitación en algún hotel para mi amigoel comisario. Estamos todavía en

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septiembre y hay muchos turistas.—Sí, afortunadamente, Croacia está

de moda entre los turistas del resto deEuropa como destino de vacaciones; esoes bueno para mi país.

—Y para los turistas, porque la vidaestá aquí mucho más barata que en Italiao España —añadió el policía italiano.

—Sobre todo si la comparamos conVenecia —terció el francés—. Bueno,¿qué les parece si buscamos un hotelpara el comisario Sforza y, después, nosvamos a cenar para planificar el trabajode mañana? Invita Interpol.

—No sé lo que pensará la inspectoraMarulic —dijo el comisario jefe de

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Venecia—, pero, planteado así, creo queno hay nada que objetar, al menos porparte italiana.

—Croacia vota «sí» —respondió lainspectora mostrando por primera vezuna sonrisa.

Encontraron habitación para elcomisario Sforza en el hotel Argentina.No había ninguna libre en el Excelsior,donde se alojaba el francés. Los hotelesestaban muy cerca uno del otro, pero elsegundo tenía cuatro estrellas y elprimero, tres.

—Se nota que todavía hay clases yque el que manda manda —dijo en tonode broma Sforza, saliendo al paso del

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lamento de su compañero por no poderestar en el mismo hotel—. Si te digo laverdad —añadió—, con tal de poderdormir algo, me conformaría hasta conuna celda de convento.

Fueron a cenar a una taberna delpuerto viejo que tenía mesas al airelibre y estaba situada en el antiguoarsenal de la ciudad. Aparte del menú,dictado directamente por la cercanía delmar, el mayor espectáculo del lugar enel que se sentaron era el nomadeo deturistas, muchos de los cuales habíanllegado durante el día en alguno de losgrandes transatlánticos internacionalesque rendían periplo en la ciudad.

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Durante la cena, a Marco Sforza, queestaba sentado de espaldas a la puertaprincipal de la muralla, le llamó laatención una cúpula iluminada de colorazul que se veía a cierta distancia; era elremate de hechuras orientales de unacasa construida en la mitad de unfarallón muy pronunciado.

—Parece una mezquita, ¿verdad?¿Qué es aquella construcción? —preguntó.

—No lo sé —respondió lainspectora—, a mí también me hallamado la atención; pero una mezquita,no sé… Después de lo que pasó en laguerra de Bosnia, me extrañaría. Voy a

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preguntárselo al camarero.A una señal de la mujer, se acercó

uno de los camareros, un hombre demediana edad. Le sorprendió que lamujer se dirigiera a él en su lengua.Como quedaba reflejado en la factura dela cena que estaba preparando, les habíatomado por turistas. Cuando se despidióde la mujer, el camarero se metió en elestablecimiento y le dijo algo a uno desus compañeros.

—Tal y como yo decía, no es unamezquita. Es una casa de mucho lujo,una residencia particular; tiene hasta unnombre propio. Me ha dicho que sellama Villa Cassandra, pero aquí todos

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la conocen como la «Casa delAmericano». Su propietario es unhombre muy rico, no es de aquí, peroviene a menudo. Se llama Mirko Lauer—respondió la inspectora.

Al oír el nombre de Villa Cassandra,Philippe de Vaucluse, que estaba deespaldas a la casa, giró como impulsadopor un resorte y fijó sus ojos en aquellaluz azul brillante que parecía colgadadel acantilado.

—¿Cómo le ha dicho que se llama eldueño de la villa? —preguntó el francéssin acertar a disimular el repentinointerés que había despertado en él lainformación del camarero.

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Fue Marco Sforza quien respondió:—Creo que ha hablado de un tal

Lauer, o algo así.—Sí, ha dicho que la casa pertenece

a Mirko Lauer, un financiero de origenmacedonio que es bastante conocido enlos países de lo que era la antiguaYugoslavia —dijo la mujer—. Toda lagente que tiene más de cincuenta añosconoce la historia de Mirko Lauer.Emigró a América y se hizomultimillonario, pero se llevaba biencon Tito y también tenía negocios aquí.Es una especie de Carlos Slim, elmagnate mexicano, creo que de origenlibanés, que es el rey de la telefonía en

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América Latina.—¿Cómo es físicamente? —

preguntó el director de Interpol.—Es mayor, debe de tener alrededor

de los setenta, y su aspecto esimpresionante. De joven debió de medirsus buenos dos metros. Físicamente, yodiría que tiene un vago parecido conDonald Trump, el millonarionorteamericano, pero, en fin, no mehagan mucho caso porque nunca le hevisto de cerca; hablo porque recuerdohaberlo visto alguna vez en la televisióny en alguna revista —respondió lainspectora Marulic.

Philippe de Vaucluse pagó la cena.

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Para confusión del camarero que estabaconvencido de que los ocupantes de lamesa eran croatas, el comisario, quedejó propina, le dio las gracias eninglés.

Después de cenar, al comisarioSforza le dejaron en su hotel con elcompromiso de que no pusiera en horael despertador, descansara y así pudierarecuperarse. La inspectora tambiénacompañó a Philippe de Vaucluse hastala puerta del hotel y se despidióquedando citados para el día siguiente alas ocho de la mañana en la Jefatura dePolicía de Dubrovnik.

Ivana Marulic llegó media hora

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antes que su colega y cuando éstepreguntó por ella, el agente de uniformeque montaba guardia, un mocetón quedebía de medir sus buenos dos metros,le acompañó sin despegarse de su ladohasta el flamante despacho que habíanhabilitado para la inspectora.

—En Zagreb también madrugan —dijo a modo de saludo la mujer—. Hanllamado desde la Dirección General y,como decimos por aquí, ha sido mano desanto. Siéntese —añadió señalando unasilla que estaba colocada con elrespaldo inclinado sobre el borde deuna mesa en la que sólo había unteléfono.

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—Chapeau —dijo en francés elcomisario—. Me rindo ante la eficienciacroata. Y no es un cumplido —añadió—. Hasta a mí, y eso que soy el director,me habría costado conseguir undespacho de un día para otro en la sedecentral de Lyon.

—Bueno, creo que ustedes tienen undicho que asegura que lo que bienempieza, bien acaba…

—Así es. Bien, ¿por dónde cree quedeberíamos empezar? —preguntó elfrancés.

—Pues creo que lo mejor sería porpedir que nos traigan un café. ¿Leparece? —preguntó la inspectora con

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ironía.—Me tomé uno esta mañana, pero no

me importa repetir, gracias… Unapregunta, ¿le molesta que la llame por sunombre? —preguntó el comisario.

—No, claro que no. Puede ustedhacerlo, si le resulta más cómodo.

—Gracias, Ivana. Verá, «cómodo»no es exactamente la palabra, lo quepasa es que, bueno, mire, me he pasadola mitad de mi vida en la calle comocomisario en algunos de los distritosmás duros de París, y la verdad, aunqueahora estoy donde estoy, sigo siendo unflick. ¿Sabe usted lo que es un flick?

—Sí, un «madero»; he visto por la

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televisión alguna de las viejas películasde Alain Delon en las que hacía depolicía duro.

—Y también de malo. ¿Recuerdausted El samurái?

—¿El samurai? Por ese título laverdad es que no me suena.

—Seguro que la ha visto. Era una enla que hacía de killer, pero respetandoun código, que le hieren por salvar a unachica y él mismo se cura las heridas debala…

—¡Ah, sí, sí! Aquí se estrenó conotro título. Sí, sí la recuerdo.

—En fin, pues eso, que si no leimporta la llamaré por su nombre: Ivana.

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Si quiere, a mí puede llamarme por elmío: Philippe.

—Gracias, comisario, digo,Philippe… —respondió la mujer, untanto confusa—. Es la falta de costumbre—se excusó.

—Ya nos iremos acostumbrando.Después del café, ¿por dónde quiere queempecemos a mirar?

—He pedido a Tráfico de aquí ytambién al Ayuntamiento de Dubrovnikque nos echen una mano y nos facilitendatos sobre el número de licencias deltipo de coche que buscamos; todavía espronto y hasta bien entrada la mañana nocreo que podamos tener nada. Quedamos

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en que estamos buscando un Touareg, uncuatro por cuatro de color negro. ¿Eseso? —preguntó la inspectora.

—Exactamente eso. Un vehículo deese color que tenga un golpe en elparachoques o que haya cambiado hacemuy poco de parachoques y luzca unonuevo.

Mantenían la conversación enfrancés, pero los dos guardaron silenciocuando llamaron a la puerta y una mujervestida de uniforme pidió permiso paraentrar. Llevaba en la mano una bandejacon dos tazas de café.

—Déjelas ahí —dijo Ivana Marulicdirigiéndose en croata a la mujer—.

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Gracias —añadió.Cuando la mujer abandonó el

despacho, la inspectora prosiguió:—Anoche parecía tener usted mucho

interés en saber cosas de VillaCassandra. Dígame una cosa —añadióla inspectora mirando directamente a losojos al comisario—, ¿a quién estamosbuscando?

Philippe de Vaucluse sostuvo lamirada, pero no pudo evitar que la risase apoderara de él.

En ese momento llamaron a la puertay el coloso de uniforme, sin franquear elumbral, se dirigió a la inspectora paradecirle que un hombre de nacionalidad

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italiana preguntaba por ella.—Su amigo el comisario Sforza —

dijo la mujer— está aquí.—No nos ha hecho caso y ha

madrugado —respondió el francés—.¿Le parece bien que pase? —añadió.

—Sí, ya le he dicho a mi compañeroque le haga pasar.

En aquel momento alguien golpeócon los nudillos en el cristal de la puertadel despacho.

—¿Dan ustedes su permiso? —preguntó una voz bien timbrada.

—Avanti! —respondió en italiano lainspectora Marulic.

—¡Buenos días, amigos! —dijo el

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recién llegado con la energía propia dequien está sano y ha pasado buenanoche.

—Pareces otro hombre —comentóPhilippe de Vaucluse observando latransformación que se había operado enel aspecto de su amigo.

—¡Soy otro hombre! Debenperdonarme, pero ayer estaba muerto…

—Parece que dormir le ha devueltoal mundo de los vivos —dijo lainspectora esbozando una sonrisa.

—Así es; espero no molestar —añadió el italiano mirando a sus colegas.

—No, no molesta, pero, sin serdescortés, quisiera recordarle que usted

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no puede participar en la investigación.Está aquí como observador, ¿recuerda?

—Perfectamente. Porque lorecuerdo, es por lo que me headelantado a venir para decirle a usted ytambién al comisario que entiendoperfectamente cuál debe ser mi papel enesta fase de la investigación y por eso hedecidido esperar a que sean ustedesquienes me digan lo que debo hacer, enel caso de que me necesiten; así que hedecidido convertirme en turista. ¿Mepermite un papel? —preguntó señalandoun taco de post-its de color amarillo.

—Sí, claro, coja usted los quenecesite —respondió la mujer.

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—Mire, aquí le apunto el número demi móvil —dijo el policía italiano—. Sime necesita, llámeme. Tú —añadió,mirando a Philippe de Vaucluse— ya lotienes.

El francés asintió.—… En fin, acabaré creyendo en los

milagros. Va a ser verdad que voy atener algo de vacaciones —exclamóMarco Sforza con una sonrisa forzada.

—Le tendremos al tanto, comisario.Lo siento, es la ley, esto no es Venecia—dijo la inspectora con voz neutra.

—Lo fue; un día perteneció aVenecia, cuando antes de llamarseDubrovnik los venecianos la llamaban

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Ragusa; pero no tema, los tiempos de lascolonias, afortunadamente, quedaronatrás —contestó el italiano.

—Afortunadamente —respondió consequedad la mujer.

—Bueno, bueno, si nos ponemos así—terció el comisario Vaucluse—,tendré que recordar que en tiempos deNapoleón también perteneció a Francia.Creo, Marco, que lo mejor será queaproveches el día. Vamos a organizamosy a investigar sobre el Touareg. Con elpermiso de la inspectora Marulic, encuanto tengamos alguna novedad, ellamisma te lo hará saber. ¿No es así,inspectora?

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—Sí. Es lo acordado.Marco Sforza no dijo más, se

despidió, dio media vuelta y salió alencuentro de aquella hermosa peroclaustrofóbica ciudad convertida en unagran tienda para turistas. Una tiendarodeada de las almenas más transitadasdel mundo después de las de la GranMuralla china.

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Capítulo 55En el mundo de las nuevas tecnologías,ser el último a la hora de implantar unsistema tiene sus ventajas: cuando elesperado equipo llega, suele ser el másmoderno. Es el caso del sistemainformático empleado por la Policía deCroacia. Sus equipos son de últimageneración.

Gracias al potente ordenador quemanejan en la sede central de la Policía,en Zagreb, la inspectora Ivana Marulicobtuvo aquella misma mañana la lista ydirecciones de todas las personas yempresas que entre los años 2000 y

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2003 habían adquirido un vehículotodoterreno modelo Touareg de la marcaVolkswagen. De los noventa y tresvendidos, una decena pertenecían a unorganismo regional encargado de laconservación del paisaje; el resto habíansido adquiridos por particulares.

—Tenemos trabajo. Éstos —dijo lainspectora señalando la lista en la queaparecían nombres y direcciones— sonlos compradores. Habrá que ir uno poruno comprobando cómo están loscoches, en el caso de que no los hayanvendido…

—Sí, tenemos trabajo —convino elcomisario.

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—Si le parece bien, creo que de lalista habría que aparcar de momento loscoches oficiales, que son diez, y tambiénestos otros dos porque según dice en elinforme han sido dados de baja porsiniestro total —añadió la mujer.

—Bueno, pues entonces, según miscálculos, «sólo» nos quedan ochenta yuno; no está mal para empezar, ¿no leparece? —comentó el francés con guasa.

—Bueno, pues esto sí que reclamatrabajo de calle. Aquí no hay programainformático que valga, hay que ir casapor casa y ver cómo están los coches.

—Sí, ahora es cuando vamos a tenerque pedir ayuda a sus colegas de aquí.

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No sé cómo andarán de plantilla…—Mal, como supongo que ocurre en

Francia —replicó la inspectora.—Sí, por los comentarios de los

colegas, la precariedad de plantillas escasi un mal universal, salvo en el casode Estados Unidos y de Alemania.

—Es que son ricos.Los dos policías se rieron. La

inspectora Marulic sacó varias copiasdel informe y las guardó en una carpeta.

—Voy a ir a hablar con el comisariojefe de Dubrovnik. Como tieneinstrucciones de la Dirección en Zagreb,no creo que ponga dificultades paracedernos durante unos días a unos

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cuantos agentes y formar un equipo.Mientras vuelvo, yo que usted me iría adar una vuelta por el centro. Como habrávisto cuando veníamos hacia aquí, lacalle principal está llena de cafés —dijola mujer.

—Buena idea. Saldré a dar unpaseo; como tiene usted mi móvil, si leparece bien, cuando haya terminado consu comisario, me llama y empezamos —respondió Philippe de Vaucluse.

Cuando el policía salió a la calle, elsol bruñía los tejados de las elegantescasas de piedra que a uno y otro lado dela Stradun, la calle principal, parecenescoltar lo que antaño fue el cauce de un

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arroyo y hoy es un paseo empedrado.Tardó poco en encontrar un café conmesas en la calle. Se sentó junto a unaque estaba cerca de la pared, consultóuna carta, pidió un cappuccino y,mientras aguardaba la llegada delcamarero, marcó el número de MarcoSforza.

—Marco, soy Philippe, ¿por dóndeandas?

—Estoy dando una vuelta por laciudad; ya me he recorrido la muralla.¡Es impresionante! Ahora estoy saliendodel convento de los franciscanos, el quebombardearon durante la guerra y una delas bombas no explotó.

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—Ah, sí, sí, me han contado esahistoria. Mira, Marco, yo estoy ahora alfinal de la calle principal, en un café queestá cerca de la Columna de Rolando, laestatua que llaman el «codo deDubrovnik». No tiene pérdida porque,como te digo, está al final de la calle allado de la puerta de la muralla dondecenamos anoche. Si te pierdes pregunta.Te espero, ¿vale?

—Hecho. Pídeme un café, voy paraallá.

Quince minutos después, los dospolicías estaban frente a frente. Philippede Vaucluse le contó a Sforza que lainspectora estaba tratando de conseguir

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que el jefe de Policía de Dubrovnikasignara unos cuantos agentes al casopara iniciar la investigación visitando acada uno de los propietarios de losTouareg vendidos en la zona.

—Hasta ahora, todo va bien. Loscroatas se están portandoestupendamente.

—Estoy asombrado —respondió elitaliano—. Quiero decir que me admirael celo que están poniendo en el caso.Debe de ser porque les hasimpresionado con tu tarjeta de «directorde Interpol».

—Bueno, supongo que eso ayuda,ten en cuenta que como aquel que dice

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acaban de entrar en Interpol y éste es suprimer caso en colaboración connosotros…

—Que dure.—Sí, eso, esperemos que se

mantenga tan buena disposición.—Oye, la inspectora bien, ¿no?—Si me preguntas que qué me

parece, te diré que me parece muycompetente, va al grano, no teoriza.Creo que hemos tenido suerte con ella,aunque tu presencia aquí —añadió elfrancés— la ha mosqueado un poco.Bueno, para ser justo, debería añadirque lo tuyo la mosquea y lo mío laintriga —concluyó Philippe de Vaucluse

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con una sonrisa.—¿Lo tuyo? —preguntó Marco

Sforza—. ¿Y qué es lo tuyo?—Pues «lo mío», querido amigo, es

que, según me ha dicho, no acaba deentender qué diablos hace aquí eldirector de Interpol investigando el casode una pobre mujer muerta en Trieste; lo«tuyo» es más sencillo de explicar:defiende su territorio. Esto es Croacia yaquí la Policía italiana no tienejurisdicción alguna.

—Ni la tengo, ni la pretendo.—Está claro; si en el fondo ella

misma es consciente de que estás aquícomo ella podría estar en Venecia

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intentando seguir un caso en el que sehubiera implicado mucho. En fin, creoque es una tía legal y hay quecomprender que su papel no es cómodo.

—Oye, ya que estamos hablando tú yyo solos, quiero decirte que sobre esoque has dicho de que a la inspectora laintriga tu presencia aquí, debería añadirque no está sola…

—¿Cómo? No te entiendo…—Quiero decirte, Philippe, que

también a mí me sorprendió quedecidieras venir personalmente. Somosamigos y, si no te lo digo, reviento: tureacción anoche, durante la cena, cuandoella habló de la casa esa, la de la

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cúpula, ¿cómo dijo que se llamaba…?—Villa Cassandra.—¡Eso, Villa Cassandra! Pues eso:

tu reacción fue extraña, a mí me pareció,y creo que ella también lo advirtió, queno era la primera vez que escuchabasese nombre. ¿Me equivoco mucho? —preguntó Sforza.

Philippe de Vaucluse soltó unacarcajada y a punto estuvo de tirar conla mano uno de los vasos de agua queles había servido el camarero.

—¡Qué listos sois! No, Marco, no teequivocas. Creo que ya que estamosaquí, te lo voy a contar. No puedorevelarte la fuente de la que procede la

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información, pero, efectivamente, no esla primera vez que he oído hablar deVilla Cassandra. Tenemos fundadassospechas de que en esa casa alguienpuede estar implicado en un crimen: unasesinato político. Por eso estoy aquí: tuolfato de buen policía no te engañaba.

—¡Un crimen político! ¡Coño, era loque nos faltaba! —exclamó el policíaitaliano sin poder contener su sorpresa—. ¿Lo sabe ella? —preguntó.

—Todavía no; pero creo que debodecírselo, aunque cuando lo sepa no sési querrá guardar el secreto, porque yate digo que no puedo revelar la fuente yesa limitación impide oficializar el

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caso.—¿Me estás diciendo que la

información ha sido obtenida de manerano legal? ¿Gracias a algún confidenteinconfesable o tal vez escuchastelefónicas ilegales?

—Lo segundo —respondiólacónicamente el francés.

—¡Joder!—Hay más, Marco. ¿Recuerdas el

hacker que entró en vuestros archivos enRoma y pirateó lo que los periodistas detu país llaman el «Informe SanMarcos»?

—¡Cómo no voy a recordarlo! ¡Nose me olvidará nunca! Por culpa de ese

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cabrón, sin tener yo arte ni parte, hanestado a punto de mandarme a patrullarcon góndola…

—¿Y has olvidado que la cosa salióde aquí, de Dubrovnik?

—No, tampoco lo he olvidado; loque pasa es que creo que no tenemosninguna posibilidad de tirar de ese caboporque el ámbito de la informática esotro mundo y se necesitarían equipos derastreo que no tenemos…

—Nosotros no, pero un amigo míosí.

—¿Un amigo? ¿A quién te refieres?—preguntó Marco intrigado.

—Bueno, mira, eres amigo y confío

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en ti. Voy a hacer un pacto contigo. Yote cuento lo que vamos a hacer y tú tecomprometes a no preguntar. ¿Aceptas?

—¿Me vas a proponer algo ilegal?—Te voy a ayudar a resolver tu caso

al tiempo que tú me ayudas a resolveruno mío sin hacer preguntas. Creo que esun buen trato.

—Está bien, Philippe, confío en ti—respondió el policía italiano—. Nohabrá preguntas, pero que no pregunte yono quiere decir que no pregunte ella —añadió refiriéndose a la inspectoraIvana Marulic.

El director de Interpol iba acontestar cuando sonó su móvil.

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—Es ella… ¿Sí, inspectora?¡Estupendo, la felicito! Voy para alláenseguida. Gracias.

Philippe de Vaucluse colgó elteléfono y se quedó mirando fijamente asu amigo.

—Marco, me está esperando ya en laJefatura. ¡Es increíble! Me ha dicho queya tenemos a seis agentes a nuestradisposición para iniciar la investigaciónde los coches y que se pueden poner atrabajar esta misma tarde en cuantoajusten los turnos. Si no se tuerce, creoque vamos a tener resultados en muypoco tiempo. ¡Camarero! —llamó.

—No, deja, deja —le interrumpió el

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italiano—, los cafés corren de micuenta.

—Bueno, te llamo luego y si hepodido hablar con ella para ponerla altanto de lo otro, te lo digo; si no, hastaque yo no hable primero con ellaprocura no decir nada que le hagapensar que le ocultamos algo. Eso lacabrearía y la perderíamos, ¿entendido?

—Sí, claro. Esperaré a que me digasalgo. No te oculto que me intriga eso quedecías de ese amigo tuyo que nos iba aayudar. ¿Está también él aquí, enDubrovnik?

—Él no, pero un barco suyo sí. Ya tecontaré. Ahora me voy, no quisiera

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llegar tarde.—A este paso, esto va a ser el

camarote de los hermanos Marx —dijoMarco Sforza, pagando la cuenta ydejando propina.

Se separaron. El italiano se dirigió asu hotel a dejar la chaqueta; hacía calory se había equivocado de ropa. En elcasco viejo de Dubrovnik no circulanlos coches, así que Philippe de Vauclusetuvo que cubrir a pie el recorrido hastala Jefatura de Policía. Al llegar, lainspectora Ivana Marulic le estabaesperando.

—¿Qué tal su amigo el comisario?—preguntó la mujer.

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—Muy bien, gracias —respondió elfrancés—. Le manda saludos. Me hadicho que va a tomarse las cosas concalma y que, en fin, espera que levayamos informando.

—Así será, pero a su debido tiempo.Como le dije, dentro de dos horas, tres alo sumo, tendremos ya formada labrigadilla de agentes para empezar lainvestigación. Les manda el sargentoMagdag, ¿quiere usted conocerle?

—Sí, por supuesto.Tras conocer al sargento, éste les

explicó que Dubrovnik tiene alrededorde cincuenta mil habitantes y que, puestoque en la ciudad vieja no está permitida

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la circulación de vehículos, lospropietarios de coches que trabajan enlos comercios, restaurantes y demásestablecimientos turísticos aparcaban endos aparcamientos que hay en la parteexterior de la muralla, y, por supuesto,en los aparcamientos particulares de lascasas y edificios de la ciudad modernacrecida extramuros.

Procediendo con meticulosidad,durante los tres días siguientes lospolicías fueron visitando uno a uno a lospropietarios de coches de lascaracterísticas del señalado por lostécnicos del laboratorio de la Policía deTrieste. Fueron inspeccionando y

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descartando caso por caso hasta que enla lista sólo quedaron tres vehículoscuyos dueños no estaban localizables.Uno de ellos, según sus vecinos,implicado en asuntos turbios durante laguerra, se había ido hada tiempo aBolivia, país sudamericano en el quetenía parientes; del otro, que era military había estado en la Legión Extranjerafrancesa, nadie sabía nada, perohablando con los vecinos los agentesllegaron a la conclusión de que podíahaber vuelto a su antiguo destino. Eltercer vehículo del que tenían constanciay no habían podido inspeccionar nihablar con su propietario pertenecía a

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una empresa editorial cuyo Presidente,según constaba en el informe redactadopor el agente encargado, era el magnatede las finanzas Mirko Lauer. Aunque laempresa propietaria del vehículo estabadomiciliada en otra calle, el policíahabía añadido como datocomplementario que el mencionadoseñor Lauer era el dueño de VillaCassandra, una residencia veraniegacuya dirección se adjuntaba en elinforme.

Cuando tuvo el documento en lamano, la inspectora leyó el informe envoz alta traduciéndolo sobre la marchaal inglés.

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—¿Cree usted en las casualidades,Ivana? —preguntó el comisario.

—Sí y no. A veces las cosas no sonlo que parecen, aunque debo admitir queya es casualidad que hace tres días,durante la cena en el arsenal, surgieraeste nombre y hoy aparezca en la lista depropietarios. Pero las aparienciasengañan y creo que no deberíamosapresurarnos.

—No recuerdo haber dicho quedebamos hacerlo.

—Es verdad, pero intuyo que lo estápensando, ¿a que sí? —preguntó lamujer.

—Se equivoca. Creo que hasta que

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sus agentes no completen el trabajo decampo, ni podemos ni debemos realizarconjeturas ni sobre ése ni sobre ningúnotro nombre —respondió Philippe deVaucluse disimulando el extrañopresentimiento que se había apoderadode su cerebro—. Lo que sí creo que síse podrá hacer es que uno de sus agentesse acerque a esa casa… ¿cómohabíamos dicho que se llamaba?

—Villa Cassandra.—Eso, Villa Cassandra. Como le

decía, creo que podría acercarse hastala casa y preguntar. Puede que el cocheesté en el garaje, ¿no le parece?

La inspectora Marulic aceptó la idea

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y ordenó a uno de los agentes que seacercara a la villa para indagar sobre elparadero del cuatro por cuatro de colornegro que andaban buscando.

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Capítulo 56La mañana del último día de septiembre,El Correo de Skopie publicó la últimaentrega del informe con los resultadoscompletos de la campaña de análisis deADN realizados a un segmentoconsiderable de la población. Lasimilitud de la secuencia fundamentalera notable.

«Las personas con ADNmitocondriales muy similares —decía elperiódico en el comentario editorial—tienen un parentesco más cercano.Poseen un antepasado común que vivióen un pasado más reciente…

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»El ADN, por así decirlo, transportaliteralmente la información genéticaesencial de los cuerpos de nuestrosantepasados. El ADN que se transmitede generación en generación es, altiempo, un elemento físico (unasustancia química) y un símbolo deproximidad, de afinidad entre losmiembros de un mismo clan.

»Los sociólogos consideran que asíque pasan veinticinco años se puedehablar de una nueva generación.Noventa y tres generaciones hantranscurrido desde que murió asesinadoFilipo II, rey de Macedonia y padre delGran Alejandro. Sus descendientes

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directos, nosotros, los macedonios,tenemos derecho a reivindicar sumemoria y su legado más tangible: elsolar íntegro de nuestra querida patria».

En páginas interiores el periódicoilustraba la información con sendasfotografías de las diminutas cabezasretrato en marfil de Filipo y Alejandroque se guardan en el Museo de Vergina.Al lado un mapa de la antiguaMacedonia se sobreponía al de lasactuales fronteras que en el caso de laAntigua República Yugoslava deMacedonia lindan por el sudeste conGrecia.

Al pie del mapa explicaban que

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«sólo un 38 por ciento» de territorio dela antigua Macedonia coincidía con elactual. También se quejaban de que elpresidente Mitrovic hubiera cedido en1995 a la presión internacional y que arequerimiento del Gobierno griegohubiera accedido a cambiar la banderacon el «Sol de Vergina», la estrella queera el símbolo de Filipo II deMacedonia. En uno de los recuadros dela información también se decía que«había que abandonar la nueva banderaque había transformado la estrella dedieciséis rayos en ocho, para adoptar,definitivamente, la que fue izada en elParlamento de Skopie el Día de la

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Independencia».Con un titular de grandes caracteres,

el periódico publicaba también enportada un recuadro en el que dabacuenta de otro informe con el ADN delrey Filipo II de Macedonia. La noticia—que remitía a páginas interiores—decía que había sido obtenido a partirdel análisis de una muestra obtenida delos restos del cráneo del mencionadorey que se guardan en el Museo deVergina, una pequeña capital decomarca que el periódico situaba «en elterritorio de la antigua Macedonia quehoy pertenece a Grecia».

La noticia había saltado pronto a las

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agencias internacionales, que la habíanrebotado a todos los medios.

En la Presidencia de la República,la última información de El Correo cayócomo una bomba. El presidente Mitrovicconvocó el Gabinete de Crisis. Mientrasacudían los ministros le ordenó a IvoPec que preparara un borrador dedeclaración institucional. También ledio instrucciones para que alertara aldirector del canal estatal de televisión.

Quería que un equipo con cámaraacudiera a la sede de la Presidencia.

—Ivo, esto es obra de tu amigoLauer. No puedo creer que eseKostovsky, el director de El Correo, se

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haya atrevido a publicar una cosa así sinconsultar a ese viejo cabrón —dijo elpresidente Mitrovic con rabia.

—No sé, Presidente, la verdad esque yo también estoy muy sorprendido.Cuando lo leí, no me lo podía creer…

—¡Se acabaron lascontemplaciones! Quiero que a esecanalla le ajusten las tuercas. ¡Me da lomismo cómo sea! ¡Por fraude fiscal opor robo de incunables en la BibliotecaNacional! Le he dado orden al ministrodel Interior para que vayan a por él. Laque nos ha montado no tiene nombre.Espera a ver qué hacen los griegos. Meextraña que no me haya llamado

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Makriyannis amenazando con trasladarun par de divisiones a la frontera.

—Presidente…, yo, la verdad, si melo permite, creo que quizá es un pocoexagerado pensar que Atenas va a tomaruna decisión como ésa por unainformación que publica un periódicoque, bien pensado, ni siquiera es undiario oficial…

El político no le dejó terminar.—Ivo, quiero que sepas que cuando

termine todo esto tú y yo tenemos unaconversación pendiente —dijo mirandofijamente a su colaborador—. Sé que tecae bien ese loco de Lauer. Te cae biena ti y a mucha gente que de la Historia

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sólo sabe fechas y batallas, no lasconsecuencias políticas de lasdecisiones impulsivas. Yo tambiénconozco la historia de Filipo II y de suhijo el Gran Alejandro. ¿Y qué?¿Cuántos años hace que murieron ofueron asesinados? Su grandeza nosenorgullece como macedonios quesomos, pero ha llovido mucho desdeentonces. Un filósofo griego dijo quenadie se bañaba dos veces en el mismorío. ¡Y tenía razón! Aquella Macedoniafue, pero ya no es. Creo que nuestrodeber como patriotas es consolidarnuestra independencia y procurar elbienestar de los macedonios. Lo demás

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es llenar de pájaros la cabeza de lasgentes; mira lo que está a punto de pasaren Kosovo con los albaneses.

—Pero ellos, Presidente,precisamente ellos, son el ejemplo deque pueden hacerse con un territorio queusted y yo sabemos que corresponde aSerbia; es más: es la cuna de Serbia.

—Sí, ¿y qué? ¿De qué le sirve aSerbia que Kosovo fuera su cunahistórica si Washington ha decididoapoyar la independencia de Kosovo?¿Me quieres decir de qué les sirve?¿Debo recordarte que Grecia formaparte de la OTAN y que aunque laOTAN tenga su cuartel general en

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Bruselas, el mando a distancia está enWashington?

El jefe de Gabinete no insistió.Cumpliendo las instrucciones delPresidente, convocó a los periodistas dela televisión estatal y procedió aelaborar un borrador que sirviera debase a la comparecencia de Mitrovicante las cámaras. Cuando concluyó lareunión del Gabinete de Crisis, elPresidente salió en la televisión yreprobó las informaciones publicadas;descalificó a sus autores y les pidió alos macedonios que no se dejaran llevarpor cantos de sirenas. «No debemosmirar hacia el pasado, porque nuestro

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gran reto es el futuro. Y ese futuro pasapor tener buenas relaciones con todosnuestros vecinos».

En ningún momento mencionó aGrecia, pero todos los telespectadoresentendieron qué era lo que había queridodecir. Al término de la emisión, seguidode Ivo Pec, el ministro de Exteriores,que había esperado en una sala contiguaal despacho presidencial, entró afelicitarle por la intervención. Unamaquilladora del equipo de la televisiónle estaba quitando la pintura del rostro.

Cuando terminó, el Presidente —queseguía sentado en su sillón tras la mesadel despacho— le pidió al ministro de

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Asuntos Exteriores que sondeara a suscontactos en Atenas para tomar latemperatura de la situación. Después, sepuso en pie y mirando de frente a su jefede Gabinete, le dijo que buscara unnuevo empleo porque estaba despedido.

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Capítulo 57Mientras esperaba la llegada deMerkurio, Marico, el mayordomo deVilla Cassandra, se acercó al coronelBojovic.

—Coronel, perdone que le moleste—dijo—. ¿Tuvo usted algún accidentede circulación durante el viaje?

—¿Accidente? No, ¿por qué me lopregunta? ¿Lo dice usted por lo delcambio del parachoques que lecomenté? Hay que cambiarlo porqueestá algo suelto, debe de ser cosa de losgolpes que da la gente que no sabeaparcar —respondió el militar

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recordando que al llegar a la casa lehabía preguntado al mayordomo si sabíade algún taller.

—Sí, bueno. Es que, verá, es queayer vino un policía preguntando por eldueño del Touareg y, como es ustedquien lo suele conducir, pensé que quizáhabía pasado algo, un accidente, algunadenuncia por exceso de velocidad, nosé…

—Pues no, ya le digo que nada deeso ha pasado. ¿Le dijo algo el policía?

—No, se limitó a preguntar por eldueño del coche. Yo le dije quepertenece a la editorial del señor Lauer,pero eso ya lo sabía.

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—¿Dijo algo más? —preguntó elcoronel sin mover un músculo de lacara.

—No. Bueno, sí. Dijo que volvería.Era de aquí, señor. Dijo que cuandovolviera el señor Lauer, que, por favor,se pusiera en contacto con la Jefatura dePolicía de aquí, de Dubrovnik.

El coronel no preguntó más. Lainformación del mayordomo le habíadescolocado. No acertaba a ver quépodría estar buscando la Policía. Pensóque quizá era algún problemarelacionado con una denuncia falsacontra el vehículo planteada paraintentar cobrar del seguro.

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Cuando Merkurio llegó a VillaCassandra era ya de noche. Advertidopor teléfono, el coronel había salido arecibirlo. El viaje había sido largo y lohabían hecho de una sola tirada, sin másparadas que las imprescindibles pararepostar gasolina y estirar un poco laspiernas. Cuando llegaron el ancianoentró directamente desde el garaje a lacasa. El coronel, intranquilo comoestaba, fue a buscar a Merkurio paraponerle al tanto de la novedad.

El anciano fue lacónico:—Deshágase cuanto antes del coche.—Pero, señor, es de noche,

acabamos de llegar, habrá gente que nos

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haya visto llegar. Si la Policía preguntapor él y no aparece, resultaríasospechoso, ¿no cree?

—Lo que yo crea o deje de creer esasunto mío. No quiero problemas conlas autoridades croatas. Coronel, le hedado una orden. ¡Cúmplala! Hagadesaparecer el vehículo cuanto antes.Tenemos cosas importantes que hacer yahora no podemos distraernos contonterías.

—Sí, señor —respondió el militarcuadrándose—. Mañana, a primera horade la mañana, el coche dejará de ser unproblema.

El militar salió más preocupado de

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lo que estaba antes de hablar con elirascible anciano.

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Capítulo 58Paddy Wilberforce, el jefe deoperaciones en Europa de la redEchelon, fue informado puntualmente delcontenido de la conversación entreMerkurio y el profesor Wagner quehabía sido interceptada por el equipo deescuchas de la red. Enseguida relacionóla información con la tensión creada enel flanco sur de los Balcanes por laspretensiones irredentistas de losnacionalistas de Skopie respecto de losterritorios del norte de Grecia. Mirandoen un mapa que tenía en el despacho laregión que centraba el problema, marcó

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el número de teléfono del director deInterpol.

—¿Philippe? —preguntó—. ¿Erestú? Te oigo mal.

—Debe de ser que donde estoy lacobertura es mala.

—¿Sigues en Dubrovnik? —preguntó el inglés.

—Sí, aquí sigo, rodeado de amigos.—Entiendo que no puedes hablar

con tranquilidad. Bien, te llamosimplemente para decirte que elpersonaje principal de la obra, ya sabes,el que se hace llamar como el diosromano del comercio, pues parece quetambién es el autor del guión que está

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subiendo la tensión política en la región.¿Has leído la prensa de hoy?

—No, la verdad es que no he tenidoni tiempo ni ocasión —respondió elcomisario Vaucluse.

—Pues entra en Internet y mira lapágina web de El Correo de Skopie.Cuando leas lo que publican sobre elADN del rey Filipo II de Macedonia, elpadre de Alejandro Magno, y elinteresante artículo que firma unprofesor llamado Alfred Wagner en elFrankfurter, comprenderás lo que tedigo. Amigo mío, creo que estáis muycerca del nido del águila. Procurad queno emprenda el vuelo.

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Después colgó.El director de la Interpol se quedó

pensativo. Frente a él, la inspectoraIvana Marulic estaba leyendo el últimoparte redactado por el policía al quehabían encargado que comprobara si elcoche que buscaban estaba en el garajede la residencia de Mirko Lauer.

—Voy a tener que empezar a revisarmi escepticismo respecto de lascorazonadas —dijo la inspectoraMarulic dirigiéndose al comisario—.Según el agente que ha estadopreguntando en Villa Cassandra, tienenun coche de las características del quebuscamos. Aunque ayer estaba fuera,

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uno de los empleados le ha dicho que lapersona que habitualmente conduce elcoche es un antiguo policía o militar, unex coronel de la Milicija de Tito, sellama… —la mujer consultó el papelque tenía encima de la mesa—: Bojovic,Bojislav Bojovic. Tiene la nacionalidadmacedonia lo mismo que Mirko Lauer,la persona para quien trabaja.

—Bueno, quizá no tenga nada quever con lo de Trieste y haya queempezar a pensar en otros; no sé, estoypensando en ese que desapareció sindecir ni adiós o en el otro que se piró aBolivia, quizá ha vuelto…

—No. Creo que no vamos a tener

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que ir tan lejos. El agente que habló conel empleado le preguntó si el cochehabía tenido algún accidente en lasúltimas semanas, según recoge el parte—dijo señalando el informe que tenía enla mano—. El hombre creía recordarque no, pero sí recordaba que elmencionado coronel había llamado a lacasa pidiendo que concertaran una citacon un taller de chapa porque, segúnparece, tenía intención de cambiar elparachoques del coche.

—¡Bingo! —exclamó el comisario.—Hasta que no veamos el coche,

déjelo en «línea». Hay que ser cautos,¿no le parece? —dijo la inspectora

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sonriendo.—Sí, sí, tiene usted razón. Si no le

parece mal, creo, Ivana, que ha llegadoel momento de poner al comisarioSforza al tanto de las novedades. Bienmirado, éste es un poco su caso.

—De acuerdo, pero quiero que estéen todo momento donde pueda ver quéhace, no quiero que tome ningunainiciativa. Puede ayudarnos con suexperiencia, pero cualquier decisión oacción me corresponde a mí porqueestamos en Dubrovnik, no en Venecia, yaunque el sospechoso tiene nacionalidadmacedonia, en Croacia respetamos aquienes residen en nuestro país.

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—Descuide, Ivana, el comisarioSforza cumplirá lo acordado —respondió el francés al tiempo quebuscaba el móvil y llamaba a su amigopara ponerle al tanto de las novedades.

Marco Sforza se presentó en laJefatura poco después. Se le notabatenso, expectante. Pidió un papel paraanotar el nombre del coronel y, trasconsultar con la inspectora Marulic,marcó el número de la Questura deVenecia.

—Soy el comisario Sforza, póngamecon el inspector Benzoni.

—¡Hola, comisario, soy Parenti! —contestó el agente que cogió la llamada

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—. Benzoni no está, ha salido a comer,pero ha dejado dicho que si llamabausted, que le llamáramos en el acto.¿Quiere que le pase con él? —preguntóla voz.

—Sí, Michele, pásame con él —respondió el comisario llamando por sunombre al carabiniere que había cogidoel teléfono.

—¡Comisario! Soy Benzoni. ¿Quétal van las «vacaciones»?

—De eso nada, Benzoni, ojalátuviera tiempo. Toma nota de un nombreque te voy a dar y habla con AmedeoGualtieri en Trieste para que averigüe siun tal Bojislav Bojovic, de nacionalidad

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macedonia, ha pasado el control de lafrontera en las últimas cuatro semanas.Es muy importante. ¿Has anotado bien sunombre? —preguntó el comisario.

—Sí, jefe, creo que sí, se lodeletreo: B-o-j-o-v-i-c. ¿Correcto?

—Sí, Bojovic, Bojislav de nombre.Llámame en cuanto tengas algo.

—¿Es el hombre que buscamos porlo de la mujer muerta en el coche? —preguntó el inspector Benzoni.

—Podría serlo, Benzoni. Pero noquiero adelantar acontecimientos, ymenos aún que se filtre algo a la prensa.¿Entendido?

—Sí, jefe, confíe en mí.

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—Por cierto, ¿cómo van las cosaspor ahí?

—Van bien, jefe, ya me he gastadola dieta de lo que queda del añocomiendo y cenando en el Harry’s Bar,pero por lo demás todo está en orden —contestó el inspector con ironía.

—¡Déjate de bromas, Benzoni! —replicó el comisario—. Estoy hablandoen serio.

—Era un farol, jefe. ¿Me ve a mí enel Harry’s? ¡Pero, jefe, si con el sueldoque cobramos no me llegaría ni paratomar un carpaccio y un Bellini! —respondió el inspector refiriéndose alcóctel de jugo de melocotón y prosecco

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inventado por Giuseppe Cipriani, dueñodel mítico establecimiento veneciano.

—Bueno, Benzoni, al loro y llámameen cuanto tengas novedades.

Colgó el teléfono y mirando a lainspectora vio que había entendido laconversación que acababa de manteneren italiano. Después se lo contó aPhilippe de Vaucluse. Los dos policíasaprobaron la iniciativa de Sforza.Aunque era la hora del almuerzo y paraser un día de finales de septiembre hacíabastante calor, decidieron acercarse aVilla Cassandra.

Ivana Marulic habló con uno de lospolicías croatas y al cabo de diez

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minutos otros cinco más se personaronen el antedespacho habilitado para elseguimiento del caso.

Estaban a punto de salir cuando sonóel móvil del comisario Sforza. Era sucolega el jefe de Policía de Triestequien le llamaba.

—Sí, Amedeo, te escucho. Sí, le dijea Benzoni que te llamara. ¿Has podidoaveriguar algo? —preguntó conteniendola respiración—. ¿Cómo? ¡Dos y uno deellos el tal Bojovic! ¡Fenomenal,Amedeo, fenomenal, te debo una! Sí,creo que le tenemos, creo que sí. Perono comentes nada. Te llamaré, te loprometo. Gracias, amigo.

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Colgó el teléfono y, consciente de laexpectación que habían suscitado suspalabras, les contó a los otros dospolicías la información que le acababade dar el jefe de Policía de Trieste.

—El control de frontera de Triestetiene registrada la entrada a Italia deBojovic en compañía de otro hombre.Fue hace dos semanas. ¡Le tenemos! —exclamó Sforza excitado.

—Bueno, antes habrá que cogerlo —dijo la inspectora mirando a Philippe deVaucluse.

El francés asintió y creyó llegado elmomento de informar a la inspectora delo que sabía a través de las confidencias

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de Paddy Wilberforce sobre lasintenciones de algunos de los inquilinosde Villa Cassandra. Les comentó lo quesabía sin revelar que la informaciónprocedía de escuchas realizadas poragentes de la red Echelon.

—Si les he ocultado hasta ahora estainformación, es porque creía que notenía nada que ver con la investigaciónde lo ocurrido en Trieste. La casualidadha hecho que los caminos confluyan,pero quiero que me crea, Ivana —dijoPhilippe de Vaucluse, mirando a losojos a la inspectora Marulic—. Hasta lanoche en la que cenamos en el puerto ymencionó usted el nombre de Villa

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Cassandra, no tenía ni la más remotaidea de que un caso acabaríasolapándose con otro.

—Le creo, pero no me gusta que noshaya utilizado; si ha sido en Croaciadonde se ha maquinado o perpetrado undelito, nos corresponde a nosotrosinvestigarlo. Sintiéndolo mucho,comisario, al término de esta misióntendré que informar a mis superiores —respondió la mujer con rotundidad.

—Lo comprendo. Para sutranquilidad, quiero decirle que meconsta que desde otras instancias estabaprevisto informar a su Gobierno y al deSkopie acerca de las sospechas de que

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pudiera existir una conspiración contraalgún miembro del Gobierno de laAntigua República Yugoslava deMacedonia —replicó el comisariofrancés sosteniendo la mirada de sucolega—. Ahora, si le parece bien, creoque no es el momento de profundizar eneste desencuentro. Reitero misdisculpas, pero creo que ha llegado elmomento de pasar a la acción antes deque, alertado por la visita de ayer, elpájaro o los pájaros levanten el vuelo.

—Sólo una pregunta más —dijo lainspectora, señalando al policía italiano—. ¿El comisario Sforza estaba al tantode todo?

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—No. Hasta esta misma mañana, nosabía nada —respondió Philippe deVaucluse—. No se lo había dicho porlas mismas razones que me hanaconsejado ocultárselo a usted hasta hoy—respondió Philippe de Vaucluse entono convincente.

Se hizo el silencio. Los tres semiraron. Pasó un minuto en el que eltiempo parecía haberse detenido en elinterior del pequeño despacho. Después,tras un profundo suspiro, la inspectoraMarulic descolgó el teléfono y habló. Niel francés ni el italiano entendían elcroata, pero estaba claro que la mujerestaba dando órdenes.

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—Sargento: quiero que sus hombresvayan armados —dijo—. Vamos a salirdentro de quince minutos. Ah, que noolviden los chalecos. Nosotros —añadió en inglés, señalando a los doscomisarios— iremos delante y lesesperaremos en las inmediaciones de lamansión. Nadie debe intervenir hastaque yo lo ordene.

Media hora después, al filo de las15.30, hora local, cuando la mujer y losdos hombres estaban a menos de veintemetros de Villa Cassandra, se lesunieron los cinco agentes. Llegaron endos coches, iban uniformados, llevabancascos y chalecos protectores y todos

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portaban fusiles ametralladores Heckler& Kock, un arma letal dotada de unadaptador para dos cargadores de treintaproyectiles. Les acompañaba el agenteque el día anterior había preguntado enla villa por un coche de color negromodelo Touareg.

—Usted y ustedes dos venganconmigo —ordenó la inspectora,señalando al agente que había realizadola primera averiguación sobre VillaCassandra—. Los otros tres rodeen lavilla y no intervengan salvo que yo lesllame o escuchen disparos. Philippe,acompáñeme. Marco —añadió,dirigiéndose al comisario Sforza—, lo

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siento, pero tendrá que esperar.El italiano asintió. Estuvo a punto de

decir que aquel caso era «su caso»; queestaban allí porque hasta allí les habíallevado el hilo del que él venía tirandodesde hacía cosa de un mes, pero callóy, apoyado en el capó de uno de loscoches, observó el desarrollo deldespliegue.

Fue la inspectora Ivana Marulicquien llamó a la puerta de VillaCassandra. Iba acompañada por elagente que había hablado con uno de losempleados de la casa.

—¿Está el señor Bojovic? —preguntó la mujer.

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—¿Quién quiere hablar con él? —respondió desde el interior una vozgangosa.

—La inspectora de primera IvanaMarulic, de la Policía judicial.

La puerta exterior de la villa seabrió. Los policías entraron y a travésde un camino trazado en medio de uncésped muy cuidado llegaron hasta lapuerta principal de la villa. Cuando lainspectora se disponía a llamar a lapuerta tirando de una campanilla debarco colgada del dintel, la puerta seabrió y frente a ellos apareció Marko, elmayordomo.

—¿Qué desean ustedes? —preguntó

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el hombre inclinando ligeramente lacabeza en un gesto que parecía formarparte de su manera de andar.

—¿Vive aquí el señor BojislavBojovic? —preguntó la mujer.

—Ésta es la casa del señor Lauer,de quien seguramente usted habrá oídohablar. El señor Bojovic trabaja para elseñor Lauer.

—Lo sabemos, pero no es con elseñor Lauer con quien queremoshablar…

—El señor Bojovic está en la casa;veré si puede hablar con ustedes,porque…

El mayordomo no pudo completar la

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frase porque, inopinadamente, unhombre de gran estatura y pelo cortado acepillo apareció al fondo del vestíbulohablando en voz alta. Era el coronel.

—¿Quién pregunta por mí? ¿Es queahora para cobrar las multas poraparcamiento en lugar prohibido lospolicías van de dos en dos? ¿Tan mal defondos andan en Croacia? —dijomirando desafiante a los reciénllegados.

—¿Es usted el señor Bojovic? —preguntó la inspectora.

—«Coronel» Bojovic, si no leimporta —respondió en tono agresivo elhombre.

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—Le recuerdo que está usted enCroacia —interrumpió la inspectora conla velocidad del rayo—. Tengoentendido que tiene usted lanacionalidad macedonia, así que lerecuerdo que aquí su grado y rango esirrelevante. Tito pasó a la Historia,señor —añadió la mujer aguantando lamirada arrogante del hombre.

—Desde luego, si él viviera, ustedno estaría aquí —respondió condesprecio el militar.

—No he venido a discutir con ustedsus puntos de vista machistas, estamosaquí para preguntarle si conduce ustedun coche modelo Touareg.

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—Sí, todo el mundo sabe quemanejo un cuatro por cuatro de esemodelo.

—¿Podemos verlo? —preguntó lainspectora señalando a su compañero elpolicía de uniforme que asistía a laescena en silencio, pero en evidenteestado de tensión.

—Está en el garaje, le diré a uno delos criados que se lo enseñe —respondió el coronel con displicencia.

—Será mejor que usted lesacompañe —dijo una voz que sonódetrás del militar. Era Merkurio.

Ivana Marulic había visto alguna veza aquel hombre en la televisión y su cara

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también le resultaba conocida por lasrevistas de actualidad, pero ni las fotosni la televisión hacían justicia al coloso.Su impresionante cabeza coronada poruna extraordinaria mata de pelo blanco ysu elevada estatura unida a su notablecorpulencia transmitían la imagen deestar ante una fuerza de la naturaleza.

Al oír la voz del anciano, el coronelse hizo a un lado. Parecía otro hombre;también su voz había cambiado cuandodijo:

—Por supuesto, señor Lauer, comousted diga. Acompáñenme, por favor —añadió mirando a los policías.

La inspectora iba a decir algo

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cuando el dueño de la mansión sedirigió a ella:

—Es usted muy joven y, si mepermite decirlo, también muy bella. Ami edad —añadió el coloso— unhombre ya no tiene tiempo para perderloen cumplidos. Sólo debe decir laverdad.

—Le agradezco sus palabras, señor,pero soy policía y no he venido a unbaile de fin de curso, así que si no leimporta, vamos a echar un vistazo alcoche del señor Bojovic —respondió lainspectora con voz cortante.

—El vehículo por el cual usted seinteresa es de mi propiedad. Como el

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resto de cuanto tiene usted ante sus ojos—respondió el anciano reprimiendo aduras penas un brote de cólera—.¿Puedo preguntar qué es lo que buscanustedes, por qué tanto interés por esevehículo? —añadió.

—A su debido tiempo. Y, por favor,puesto que reconoce que el vehículo esde su propiedad, le ruego que nosacompañe. Quiero que esté presente enel momento en el que realicemos lainspección —dijo la mujer en un tonoque no admitía dudas: era una orden.

—¿Quiere que vaya con ustedes algaraje? —preguntó Merkurio condeliberada lentitud—. Bien, pero debo

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advertirles que es un lugar un tantoinhóspito.

—Estamos acostumbrados —replicóla inspectora mirando a derecha eizquierda. El anciano ignoró laindirecta.

Precedidos por el coronel,descendieron hasta llegar al garaje. Allíestaba el Touareg junto a dos Mercedesy una motocicleta japonesa. El policíade uniforme se adelantó a reconocer elvehículo. Buscaba una abolladura, losrestos de un golpe en la parte izquierdadel parachoques, y allí estaban, a lavista de todos. El agente hizo una seña asu compañera para que se acercara. Fue

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la inspectora quien habló:—Señor Bojovic, ¿recuerda cuándo

se dio este golpe? —preguntó señalandola parte más hundida del parachoques.

—La verdad es que no lo recuerdo,hago muchos kilómetros y no sé, ni mehabía dado cuenta. Lo más probable esque haya sido al aparcar, alguien que lehaya dado un golpe al coche cuandoestaba aparcado —respondió con aireburlón el militar.

—¿Está usted seguro?—Sí, claro. Estoy seguro de que no

entiendo por qué diablos estamos aquí yme está usted sometiendo a este ridículointerrogatorio.

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—Le diré el porqué delinterrogatorio —contestó la inspectoraabriendo el bolso con un gesto cienveces ensayado y extrayendo de suinterior un revólver—. ¡Levante lasmanos! —ordenó—. Y usted —dijoseñalando a Merkurio—, quédese dondeestá. Señor Bojovic, le voy a leer susderechos. Tiene derecho a permaneceren silencio, pero sepa que está acusadode haber participado en la muerte de laciudadana Dunia Kovacevic, crimen porel que tendrá que responder ante lajusticia italiana, puesto que, como ustedsabrá, el crimen se cometió en Trieste.

La acusación descolocó al coronel,

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no se lo esperaba, creía que todoobedecía a un malentendido fruto dealgún lance de tráfico, una denunciafalsa hecha por algún otro automovilistacon el fin de cargarle al seguro algunareparación de chapa. El desconciertosólo duró unos segundos. Después, conuna agilidad nacida tras años depracticar taekwondo, lanzó una patadacontra el brazo de la mujer. El golpe learrebató la pistola y el dolor setransformó en alarido. El gritodescolocó al otro policía en el momentoen el que también él se disponía aextraer de la pistolera su armareglamentaria. El militar se anticipó: un

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primer golpe directo al estómago delhombre vació sus pulmones, el siguientelo tumbó de espaldas.

Merkurio había presenciado laescena en silencio. Su cara tenía un airedañino.

—Me he equivocado con usted. ¡Esusted un perfecto imbécil! —dijomirando con odio al coronel—. Leordené que tuviera usted cuidado, peroal parecer ha ido dejando su nombre portodas partes. ¡Vámonos! ¡Salgamos deaquí cuanto antes! —ordenó dandomedia vuelta y saliendo del garaje.

El militar se agachó para coger lasarmas de los agentes. Con el revólver de

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la inspectora en la mano, por unmomento se le pasó por la cabeza laidea de disparar a la mujer que,aterrada, pero sin decir palabra, lemiraba aguantando el profundo dolorque sentía en el brazo.

—Está a punto de cometer unsegundo error —dijo la mujer—. No lohaga, entréguese, no empeore las cosas.

El coronel no contestó. Sin dejar deapuntarla con el arma, fue retrocediendohasta la puerta y después salió y cerrópor fuera.

Sobreponiéndose al dolor, lainspectora se acercó al agente caído.Trató de reanimarlo, pero no lo

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consiguió. Los golpes que habíarecibido habían sido muy fuertes. Lainspectora miró a derecha e izquierdabuscando algo con que abrir la puerta.De pronto reparó en el bolso caído en elsuelo; su agresor no se lo había llevado.Con ansia buscó en su interior y alencontrar el teléfono móvil suspiró.Marcó un número y esperó.

Quince minutos después, el sargentoy dos agentes uniformados y armadoshasta los dientes abrían la puerta conestrépito. Detrás de ellos vio lascabezas de sus colegas, el italiano y elfrancés.

—¿Está usted bien? —preguntó el

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sargento.—Sí, sí, yo estoy bien, ocúpense del

agente —contestó mientras se frotaba elbrazo en el punto en el que habíarecibido la patada.

Philippe de Vaucluse y MarcoSforza irrumpieron en el garaje.

—¿Está usted bien? ¿Qué es lo queha pasado? —preguntaron a dúo.

—Estoy bien —contestó la mujer—.Creo, comisario —añadió con vozcansada dirigiéndose al policía italiano—, que habíamos quedado en que ustedpermanecía al margen de esta operación.

—Cierto, pero no pensaría que laíbamos a dejar sola —respondió con

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una sonrisa de oreja a oreja.La inspectora Marulic no insistió.

Ordenó a sus hombres que ayudaran alagente desvanecido y ella, tras requeriral sargento que le prestara un arma,salió del garaje dirigiéndose hacia laprimera planta de la mansión. Por elcamino contó lo que había pasado.

—Bojovic nos ha desarmado y hahuido. Lauer no iba armado, al menosmientras hemos estado en el garaje.

Al llegar arriba, en el salónencontraron a otros dos agentes. Lainspectora ordenó al sargento quebuscaran a los huidos. Unos minutosdespués, uno de los guardias volvió

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llevando del cuello a Marko, elmayordomo.

—Dice que es el mayordomo; quelos demás criados están en la cocina yque el dueño, el señor Lauer, está en subiblioteca. Del señor Bojovic no sabenada, no le ha visto desde que bajó conusted al garaje.

La inspectora tradujo lo que habíadicho el policía. En aquel momentollegó el sargento y entregó una pistola ala inspectora. Había ido a buscarla alcoche.

Era una Sig Sauer, último modelo,un arma automática ligera y precisacomo pocas.

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—Puede que Bojovic esté escondidoen algún lugar de la villa o puede quehaya salido e intente escapar.

—Por la puerta principal no hasalido. Mis hombres o yo le habríamosvisto —dijo el sargento.

—Pues, entonces, debe seguirescondido aquí, dentro de la casa.

Si sabe esperar, a un hombrehumillado el destino siempre le ofreceuna oportunidad de venganza. Marko, elmayordomo al que el coronel tantasveces había tratado con prepotencia ydesprecio, dio un paso hacia dondeestaba la inspectora y habló:

—Perdone, señora, la villa tiene un

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pasadizo subterráneo que dadirectamente a un pequeño embarcadero.Allí siempre hay una lancha rápidadispuesta y con el depósito decombustible lleno —dijo mirandofijamente a la mujer.

—¿Dónde está ese pasadizo? —preguntó la inspectora haciendo unaseñal al sargento.

—Está en el sótano, una planta pordebajo del garaje —respondió elmayordomo.

—Gracias —dijo la inspectoramirando al hombre con gratitud.

—No tiene por qué darme lasgracias. Soy croata, señora —contestó

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el hombre echando la cabeza hacia atrás—. Ese hombre horrible al que buscanes un macedonio, un bárbaro.

Mientras el mayordomo acompañabaal sargento y a los otros tres agentes,Ivana Marulic, seguida de Philippe deVaucluse, se dirigió hacia la biblioteca.El comisario italiano les siguió, peroiba desarmado.

La puerta estaba abierta. Pistola enmano, la inspectora fue la primera enirrumpir en la estancia.

Frente a ella, recortada su figuracontra el ventanal que daba al mar,reconoció al coloso de pelo blanco. Elhombre que se hacía llamar Merkurio

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estaba de espaldas.—¡Las manos arriba! ¡Dése la vuelta

muy despacio y no baje las manos! —ordenó la policía hablando en croata.

—Ah, ya está usted aquí —dijo elcoloso—. ¿Qué tal va su brazo? —preguntó sin volverse.

—Le he dicho que se dé la vuelta.¿Es que está usted sordo? —bramó lainspectora.

El anciano obedeció. Se sorprendióde verla en compañía de los doshombres, ninguno de los cuales parecíair armado.

—Deberíamos registrarlo —dijo eninglés Philippe de Vaucluse—. Yo me

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ocuparé.Al ver acercarse al comisario,

Merkurio amagó una sonrisa.—Veo que ha conseguido usted

refuerzos y cuenta con ayuda de laLegión Extranjera —dijo mirando a losdos hombres.

—Señor Lauer, tiene usted derecho apermanecer callado, cuanto diga…

—Ahórrese la letanía, conozco misderechos, señorita, o ¿debo decirseñora? —contestó en tono impertinenteel hombre—. No sé si sabe usted conquién está hablando —añadió.

—Perfectamente. Estoy hablandocon alguien a quien en breve un fiscal

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acusará de complicidad en un caso deasesinato.

—Ivana —interrumpió Marco Sforza—, pregúntele si le dicen algo losnombres de Dunia Kovacevic y MilovanDemeratu.

El anciano no contestó. En aquelmomento, a lo lejos, sonaron disparos.Eran disparos de pistola y ráfagas defusil de asalto. El tiroteo duró pocotiempo, después se oyó una explosión.Cuando Ivana Marulic se asomó alventanal, vio una gran columna de humoa los pies del acantilado, junto a unaescotadura de las rocas.

También observó a dos de los

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agentes de uniforme inspeccionando ellugar. En aquel momento sonó el móvil.Era el sargento que mandaba la escuadrapolicial. La inspectora pegó el auricularal oído y escuchó.

—¿Alguno de ustedes ha resultadoherido?

Tras escuchar al sargento, colgó.—Me temo —dijo mirando a

Merkurio— que su coronel ya noascenderá a general. Ha muerto.

Sin bajar las manos, el colosoempezó a caminar por la estanciaorientando sus pasos hacia donde estabasu mesa escritorio.

—¿Puedo sentarme? —preguntó en

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inglés al comisario.Philippe de Vaucluse consultó con la

mirada a la inspectora.—Siéntese, pero cuidado con lo que

hace. ¡Las manos a la vista! —dijo lamujer.

—No sé lo que tienen contra mí,pero no tengo nada de que avergonzarme—dijo el hombre cuya corpulencia, aunsentado, seguía siendo impresionante.

Sin dejar de mirar al anciano,Philippe de Vaucluse hizo una seña a lainspectora para que se acercara. Cuandoestuvo junto a ella, le habló al oído.

—Puesto que yo, por mis fuentes, séqué es lo que estaba urdiendo en Skopie,

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¿le importa que le interroguepreguntándole por el complot políticoque estaba tramando? —preguntó en vozbaja el comisario.

Ivana Marulic asintió.—Señor Lauer, lo sabemos todo y en

su propia voz acerca de sus actividadespolíticas —dijo el comisario—, perotengo una curiosidad —añadió—. ¿Deverdad creía usted que con esasfantasías del ADN llegaría usted a laPresidencia?

Al oír aquellas palabras, Merkuriocambió de color. Esperaba preguntasrelacionadas con las actividades delcoronel, no sobre sus maniobras

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políticas.—¿Quién es usted? ¿A quién se

refiere cuando habla en plural? ¿Me hanestado ustedes espiando? —preguntólevantando la voz—. ¡En Croacia soyextranjero, tengo mis derechos! ¡Exijoun abogado! —gritó.

—Y lo tendrá, no se preocupe, lotendrá —contestó con voz calma lainspectora.

—Por simple curiosidad, díganos,¿cómo se le ocurrió un plan tandescabellado? —preguntó el director deInterpol.

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Mirko Lauer era un hombre práctico;toda su vida lo había sido. Supo que letenían atrapado y contó su historia.Como el megalómano que era, no ahorródetalles contando mucho más de lo queni siquiera sospechaban susinterrogadores.

Los tres policías no perdierondetalle.

Marco Sforza, sobre todo, fue de unasombro a otro cuando el ancianoexplicó cómo había planeado el robo enSan Marcos esperando que la Policíahiciera lo que él había calculado al

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planificar el asalto como si fuera unrobo, enmascarando el verdaderoobjetivo: remover la tapa del sarcófagoen el que se custodian las reliquias delevangelista; estaba seguro —contó— deque la Policía buscaría las huellas delos asaltantes recurriendo a las pruebasde ADN, que las pruebas fuerananalizadas en Roma o en Venecia era unproblema irrelevante, pues contaba conla pericia de Zorian, el hacker capaz deburlar la seguridad de cualquier sistemainformático. Merkurio también se jactóde haber previsto la reacción queprovocaría la filtración del informepolicial; la prensa —dijo— era un

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instrumento esencial en su plan para dara conocer al mundo la causa delirredentismo macedonio.

También presumió de haberanticipado la repercusión política queprovocaría el artículo del profesorAlfred Wagner. Sin que se lopreguntaran, les contó cómo habíapagado para conseguir una copia delviejo papiro guardado en un monasteriodel Monte Athos, un documento querevelaba el lugar en el que se halla elSoma, los restos del Gran Alejandro.

Lo contó todo: también que paraborrar las huellas de la trama habíaordenado la desaparición de cuantos

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habían participado en las diferentesfases de la conspiración. Demeratu yMiss Lisi habían sido simplesinstrumentos; necesarios, peroirrelevantes, y por lo tantoprescindibles; el caso de Milena Tomicera diferente, la consideraba unatraidora, y —según dijo— al traicionara la «Gran Macedonia», ella mismahabía firmado su sentencia de muerte.

También les contó algo que lospolicías ni sabían ni sospechaban: él,Merkurio, había mandado profanar elcráneo del rey Filipo II de Macedoniapara conocer su ADN y estar seguro deque coincidía con el de las reliquias

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conservadas en San Marcos.—Pero —preguntó desconcertado

Philippe de Vaucluse— ¿para qué lomandó sustraer si no podía darlo aconocer sin delatarse, descubriendo quehabía perpetrado un robo en Vergina?

El anciano soltó una carcajada. Sumirada era la de una persona enajenada.

—Me daba igual; no iba a pasarnada que no hubiera pasado ya. Para mí—añadió— lo más importante era estarseguro de que eran los restos del GranAlejandro y de Filipo, el unoconfirmaba al otro y de paso se hablabaen todo el mundo de la Macedoniahistórica. Ustedes no pueden

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comprenderlo —dijo mirando condesprecio a los tres policías.

—Pero ¿qué conseguía con eso? —preguntó Marco Sforza.

—Lo que ya he logrado: sembrar lasemilla de la duda y que en el mundoentero se hable de Macedonia y denuestros derechos históricos. Esa duda—dijo el anciano con una extraña luz enlos ojos— atravesará los siglos porqueel alma macedonia no conoce la derrota.¡La Historia me hará justicia!

Fueron sus últimas palabras.Después, con inopinada rapidez, el

hombre que se hacía llamar Merkurioabrió el cajón de la mesa y extrajo una

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pistola. Era su Walter PPK.Sin que ninguno de los presentes

pudiera impedirlo, metió el cañón delarma en la boca y disparó.

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Capítulo 59La muerte del magnate y la del coronelponían fin a lo que, con ironía, Philippede Vaucluse había bautizado como unajoint venture policial entre Croacia,Italia y Francia.

La misión en Dubrovnik habíaconcluido, pero el caso no estabacerrado. Ahora, en palabras de MarcoSforza, faltaba la parte más pesada detodas: elaborar informes, juntar ydescribir todas las pruebas y hablar unay otra vez con el fiscal y el juez. En sucaso —pensó—, la única compensaciónera volver a Venecia. Otro tanto pasó

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por la cabeza de Philippe de Vaucluse.—Creo, querido amigo, que me vas

a necesitar en Venecia para ayudarte areconstruir todo esto, ¿no crees? —había preguntado el francés con guasa.

—Tu adicción al trabajo fuera decasa empieza a ser preocupante —respondió Sforza riendo la broma.

De los tres, la inspectora IvanaMarulic era la única que estaba seria. Sehabían reunido para tomar un café en lamisma terraza de la taberna del arsenalen la que cenaron el primer día de suestancia en Dubrovnik, y la mujer teníaun estado de ánimo confuso. Por unaparte estaba contenta: había resuelto el

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caso, el director de la Policía enpersona la había llamado parafelicitarla, pero por otra no estaba deltodo satisfecha del resultado. Pensó quehabía cometido errores al planificar laoperación, hubo demasiadaimprovisación y sentía como un fracasopersonal la muerte de aquellos doshombres. Se había hecho policía porquecreía en los valores de la libertad ysiempre había pensado que el primerode todos esos valores era la propia vida.Llevaba las dudas escritas en la cara yfue Philippe de Vaucluse el primero endarse cuenta.

—¿Qué le pasa, Ivana? La noto

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preocupada… —dijo.—Lo estoy; no estoy contenta con lo

que ha pasado. Creo que las muerteseran innecesarias; nuestra tarea comopolicías era detenerlos y ponerlos adisposición de la justicia. No estamosaquí para juzgar crímenes, esa tareacorresponde a los jueces, nosotrossomos policías —respondió la mujerabrumada por las dudas.

—Creo que no debería atormentarse—terció Marco Sforza—. El sargentoactuó correctamente; ha explicado, y lecreo, que la muerte del coronel fue uncaso de legítima defensa. Por otra parte,usted sabe que el viejo nos pilló a los

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tres por sorpresa y cuando sacó lapistola no pudimos hacer nada paraevitar que se volara la tapa de los sesos.

—Todo lo que dicen es verdad y melo digo una y otra vez a mí misma —respondió la mujer—, pero los hechosestán ahí y sigo creyendo que nuestraobligación, por lo menos la mía tal ycomo yo la entiendo, era detenerles yque hoy estuvieran en disposición deresponder de sus crímenes ante lajusticia.

—Perdone que se lo pregunte, ¿esusted creyente? —inquirió el francés.

—Sí, soy católica —respondió lamujer.

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—Pues, entonces, véalo de estamanera: ha sido el destino el que hahecho que las cosas rodaran como hanrodado y ahora tanto el uno como el otroestán respondiendo de sus crímenes anteÉl —añadió el comisario Vaucluselevantando una mano y señalando alcielo.

—¡Por favor, no nos pongamostristes! Hoy es un gran día, hemosresuelto cuatro o cinco casos pendientesy estamos vivos. ¡Qué más se puedepedir! —exclamó Marco Sforza mirandocon simpatía a la inspectora—. Créameque la comprendo, pero no debeatormentarse más. A mí también me ha

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pasado cuando he tenido que defendermi vida y no me ha quedado másremedio que disparar a matar u ordenarque otro policía lo hiciera. Pero así esel juego, hemos hecho lo que debíamoshacer. Somos policías, no somosángeles. Esos dos eran criminales —añadió—, no merecen que usted lesdedique ni una sola lágrima.

La inspectora Marulic suspiróprofundamente y se llevó la taza de caféa los labios. Sin darse cuenta, los tresestaban sentados de la misma maneraque el día de la cena. Desde su posición,Marco Sforza veía Villa Cassandra, lamansión coronada por una esmerilada

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cúpula de cristal de color azul.—Villa Cassandra, nunca me

olvidaré de ti… —dijo el italiano.—Cierto. ¡Menuda aventura! No sé

qué pasará ahora con esa casa. Despuésde lo ocurrido, a mí, desde luego, medaría repelús vivir en ella… —comentóPhilippe de Vaucluse.

—Mirko Lauer tenía hijos, supongoque la heredarán —dijo la inspectora—.Por cierto, que hablando de aventuras,creo, Philippe, que nos debe usted unaexplicación extraoficial sobre lanaturaleza de sus fuentes, ¿no le parece?—preguntó la mujer.

—En realidad, no es mucho lo que

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puedo contar. ¿Han oído ustedes hablaralguna vez de la red Echelon, unsofisticado sistema de escuchaspatrocinado —según se dice por ahí—por los gobiernos de Estados Unidos,Canadá, el Reino Unido, Australia yNueva Zelanda? ¿Una red cuyasactividades, según los periódicos, estánsiendo investigadas por el ParlamentoEuropeo? ¿Sí? ¿Alguna vez han oídohablar de la red Echelon? Pues bien, quesepan que no existe… al menosoficialmente —respondió Philippe deVaucluse sin poder aguantar la risa.

Quedaron para verse el veranosiguiente.

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Capítulo 60En el avión que le devolvía a Venecia,Marco Sforza leyó todos los periódicosde a bordo; uno con otro reflejabanbastante bien lo sucedido en Dubrovnik.La prensa italiana destacaba, sobre todo,lo referido al asalto de San Marcos. Losperiodistas ya no hablaban de robo,todos utilizaban la palabra «asalto». LaStampa de Turín publicaba una foto suyacon un pie que decía que el comisarioMarco Sforza había sido pieza clave enla solución del caso de los asesinatosrelacionados con lo ocurrido en SanMarcos. El Corriere della Sera insistía

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en las dudas que rodeaban la identidadde las reliquias del evangelista. IlMessaggero pedía que una comisión deespecialistas —hablaban dehistoriadores, genetistas y teólogos—estudiaran el caso y ofrecieranconclusiones. «Creyentes o no —concluía el editorial—, los italianostenemos derecho a saber si las reliquiascustodiadas en Venecia corresponden alos venerables restos de San Marcos o,por el contrario, son los huesos del GranAlejandro de Macedonia». MarcoSforza estaba tan cansado que se durmiócon el periódico abierto sobre el regazo.A muchos kilómetros de allí, en Roma,

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quien estaba muy despierto era OttavioAgrícola, ministro del Interior. Por unaparte estaba contento: la víspera sehabía ido a dormir acunado por loselogios de sus compañeros de Gabinete;hasta el Primer Ministro le habíafelicitado por la televisión por lo quecalificó de «brillante actuación de losservicios policiales italianos que congran eficacia coordina el ministro delInterior».

Aquella noche durmió de un tirón.Quien por la mañana le había devuelto ala realidad había sido el cardenalLorenzi, el hombre fuerte del Vaticano.

—Ottavio —le había dicho cuando

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le llamó directamente al móvil—, tienesque impedir a toda costa que prospere lainiciativa que apoyan hoy algunosperiódicos para formar una comisiónque investigue las reliquias de SanMarcos. Para la Iglesia sería pocomenos que un sacrilegio. No podemostolerar que el morbo de la gente,azuzado por los canales de televisión,convierta este asunto en un espectáculo yle falte al respeto a la memoria de loshombres santos.

—Pero, eminencia —habíacontestado tímidamente el político—,desde mi puesto poco, o mejor dicho,nada se puede hacer para impedirlo.

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Italia es una democracia y la libertad deexpresión y de prensa son pilares delsistema.

—Ottavio, no quiero que me des unalección de Derecho Constitucional —había replicado el purpurado—, lo quequiero es que hagas algo; que no tequedes con los brazos cruzados.L’Osservatore apunta hoy el criterio dela Iglesia en este asunto. Debes leerlo y,como buen cristiano, actuar enconsecuencia —añadió el cardenalrefiriéndose al periódico que pasa porser el portavoz del Vaticano.

El cardenal dio por terminada laconversación. El ministro, mirando el

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grabado del papa Inocencio X, retratadocon gran crudeza por Diego Velázquezen 1650, y aguantando aquellainquisidora mirada, pensó con alivioque pese a todos los problemas ymiserias, era una suerte que Italia fuerauna democracia.

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Capítulo 61A primera hora de la mañana del díasiguiente en que El Correo de Skopiepublicara el informe sobre el ADN delrey Filipo II de Macedonia, en Atenas elministro de Cultura del Gobierno deGrecia se anticipó a su colega deExteriores y fue el primero en llamar ala residencia del Primer Ministro.Llevaba menos de un mes al frente delministerio y estaba doblementenervioso: por la noticia que ledesazonaba y por la hora en que llamabaa aquel hombre con fama decascarrabias al que todos llamaban «el

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Viejo».Para su sorpresa no tuvo que

esperar. El Gabinete telefónico lecomunicó en el acto con el PrimerMinistro.

—Buenos días, señor PrimerMinistro.

—Sí, ministro, dígame, le escucho—respondió Yeoryos Makriyannismientras apuraba el segundo café deldía.

—Siento molestar a estas horas,pero ha surgido un asunto de la máximagravedad. Un problema relacionado otravez con Skopie. No sé si esta mañana leha dado tiempo a ver las noticias en la

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televisión.—Sí, he visto los informativos. ¿A

qué noticia se refiere?—La que publica un periódico de

Skopie…—Al grano, vaya al grano. ¿De qué

me está hablando? —interrumpió elpolítico.

—Dicen que hay un informe sobre elADN del rey macedonio Filipo II.

—¿Y…?—Pues que dicen que ha sido

obtenido de una muestra del cráneo delrey y dicen que fue robada del Museo deVergina. ¡Es terrible!

—Sí, el asunto es grave —respondió

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el Viejo—. Hablaré con el ministro delInterior a ver qué sabe. Creo que meestá llamando por otra línea. Ah, sobreeste caso, si le preguntan, diga que todala información se va a coordinar desdela Secretaría de Presidencia.¿Entendido?

—Sí, sí, claro.—Pues hasta luego —respondió el

Primer Ministro sin añadir ningúncomentario, circunstancia que dejósumido en el mayor de los desconciertosa su interlocutor.

Quien llamaba por la otra línea era,en efecto, el ministro del Interior. Era unveterano que había acompañado al Viejo

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en buena parte de sus aventuras políticastanto en el Gobierno como en laoposición.

—Te supongo al tanto de lanovedad…

—Si te refieres al último regaloenvenenado de nuestros vecinos delnorte, que siguen con esaspaparruchadas del ADN, sí, estoy altanto.

—Nada más enterarme, he dadoorden de que averigüen si es verdad lodel robo en el Museo de Vergina. Eldirector de la Policía de Tesalónica, conel que he hablado hace diez minutos, measegura que no tienen ninguna denuncia

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de robo en toda aquella zona, pero meha dicho que iba a mandar para allá a uncomisario para que investigue el caso.Me llamará en cuanto tenga algunanovedad.

—Bien, has hecho lo que había quehacer. De todo este asunto, lo único queme preocupa es que hay mucha gente,mucho descerebrado que se toma estascosas en serio, y, como los periodistasno tienen mejores cosas que contar, sepasan el día en la televisión dando lamatraca.

—¿Vas a volver a llamar aMitrovic? —preguntó el ministrorefiriéndose al Presidente de la Antigua

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República Yugoslava de Macedonia.—No, creo que se portó bien en la

crisis creada por el loco ese de Lauer;por nuestra parte, el tema está zanjado.Naturalmente, nos seguiremosoponiendo a que cambien el nombre delpaís para llamarlo Macedonia, y, siinsisten, pues vetaremos su entrada en laOTAN.

El ministro del Interior saludó y sedespidió.

Yeoryos Makriyannis tenía planespara dejar de fumar, pero aquellamañana decidió aplazar la cuestión.Abrió uno de los cajones del magníficoescritorio que presidía el despacho del

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Primer Ministro del Gobierno deGrecia, extrajo una caja de madera decedro y con estudiada parsimoniaencendió un cohiba. La primera caladale supo a gloria.

La mala conciencia, acompañada deun inopinado ataque de tos, le amargó lasegunda. «Sabían mejor los de Zino»,pensó, evocando la figura deldesaparecido Zino Davidoff, el míticocomerciante de tabaco con quienrecordaba haber charlado alguna vez asu paso por Ginebra.

Un minuto después, ordenó a susecretaria que localizara a la directoradel Museo Arqueológico.

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En Grecia la luz es un regalo queinvita a salir a la calle cuanto antes, asíque en Atenas la gente madruga.Encontraron a la mujer en su despacho yle dieron el sobresalto del día:

—Primer Ministro, ¿me habíallamado? —dijo la directora sindisimular lo muy nerviosa que estaba.

—Sí, Dora, quiero preguntarle unacosa, pero antes contésteme a esta otrapregunta: ¿está usted sola en sudespacho, puede hablar contranquilidad?

—Sí, sí, no hay nadie más en midespacho —respondió la mujeralarmada por la llamada y las cautelas

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de su interlocutor.—Bien, Dora, dígame: el cráneo de

Filipo de Macedonia ¿sigue ahí, en elMuseo?

—¿Cómo? —preguntó la mujerdesconcertada.

—No me haga repetir la pregunta,Dora, supongo que me ha oído ustedperfectamente.

—Por supuesto, señor, pero es queme sorprende su pregunta. ¡Claro quesigue aquí! El cráneo del rey deMacedonia Filipo II, padre del GranAlejandro, sigue aquí; en la urna decristal a prueba de balas custodiada enel interior de la caja fuerte del Museo.

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Como usted sabe, fue trasladada aquí ensecreto por razones de seguridad,contando con la aprobación del profesorManolis Andronicos, el arqueólogo quelo descubrió en 1977 en lasexcavaciones llevadas a cabo enVergina…

Sin mucha cortesía, el hombreinterrumpió la conversación.

—Bien, bien. Eso me tranquiliza.Gracias, Dora. Que tenga usted un buendía.

Al día siguiente, los periódicos deAtenas insistían en el tema haciendocábalas sobre el supuesto ADN del reyFilipo II de Macedonia. También

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reproducían otros datos publicados porla prensa de Skopie.

Mientras aguardaba en su despachola visita del ministro del Interior,Yeoryos Makriyannis repasaba a lacarrera los periódicos leyendo laspáginas en diagonal. Cuando entró suvisitante, tenía abierto por la mitad unoque en grandes titulares se preguntabapor la seguridad de los museos griegos.A la vista de lo ocurrido en Vergina, elautor de la información concluía que noeran seguros.

—¿Has leído lo que dicen aquí? —preguntó el Primer Ministro, señalandoel periódico.

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—Sí, lo leí anoche, en la primeraedición. Tienen razón… a medias. Esverdad que nos han metido un gol enVergina, pero no hay peligro en Atenasni en los demás. Aunque reconozco queel revuelo que se ha montado con lo delADN es grande. Lo que no entiendo —añadió el ministro— es que se hayaorganizado tanto escándalo por el ADNde un desconocido, porque he llamadoesta mañana al Museo ArqueológicoNacional para asegurarme de que lacalavera de Filipo II seguía en la cajafuerte y la directora, que, por cierto,parecía muy asustada, me ha dicho que,por supuesto, el cráneo no había salido

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de allí.Yeoryos Makriyannis soltó una

carcajada que desconcertó al ministrodel Interior.

—¡Pobre mujer! No me extraña queesté asustada. Me refiero a la directoradel Museo Arqueológico. ¡Yo tambiénla he llamado para preguntarle lo mismoque tú! Ja, ja, ja…

—Ahora entiendo su estado deánimo —contestó el ministro sumándosea las risas de su jefe—. De todas estashistorias que vienen publicando losperiódicos, sólo hay un hecho que medesconcierta. Si el cráneo auténtico deFilipo II, el que encontró Manolis

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Andronicos, está aquí, en Atenas, ¿cómopuede ser que el ADN del que robaronen Vergina los sicarios del tal Lauerfuera similar al de los restos que estánen Venecia y que dicen que son los deAlejandro? La verdad, no acabo deentenderlo.

—¿De veras no lo entiendes? ¿Lodices en serio? —preguntó el PrimerMinistro—. ¡Pero, hombre! Todavía note has enterado de que en este rincón delmundo, después de tantos años de vivirjuntos y hasta revueltos, como pocotodos somos o primos o cuñados ohermanos… Supongo que no te habráscreído esa bobada de la «sangre azul»,

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¿no? —concluyó el Viejo soltando otracarcajada.

Después encendió el segundo habanodel día olvidando que su Gobierno teníaprevisto enviar al Parlamento una leyque prohibía fumar en los edificiosoficiales, hospitales, colegios, centrosde trabajo, barcos, trenes, aviones y entodos los demás establecimientospúblicos de Grecia.

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FERMÍN BOCOS (Santander, 1949).Estudió Medicina y está licenciado enPeriodismo por la UniversidadAutónoma de Barcelona. Comoperiodista fue director de los ServiciosInformativos de Radio Barcelona y delos de la Cope. En la Cadena Ser dirigiólos programas Hora 25 y el Informativo

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de las 8. Ha sido director del Telediarioen TVE, y director de Radio Exterior deEspaña. También fue el primer directorde los Servicios Informativos deTelemadrid. Ha sido editor ypresentador en los informativos de Tele5; del programa España a fondo, deCNN+, y de 24 Horas, de RNE; ycolumnista de Diario 16, El Mundo yAVUI. Es autor de las novelas El librode Michael; El resplandor de la gloriay La venganza de Byron, y de losensayos, Tecnología bélica y censuraen la Guerra del Golfo y Ellas. En laactualidad es profesor asociado de laUniversidad Carlos III de Madrid y

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analista político de la agencia EuropaPress. Es miembro de la Academia delas Artes y las Ciencias de laTelevisión. Entre otros premios harecibido el «Ondas» (Informativo de las8. Cadena Ser), el Ciudad de Barcelona,el del Club Internacional de Prensa, el«Víctor de la Serna», el Premio de laAsociación de la Prensa de Cantabria yel «Micrófono de Oro» (2006),concedido por la Federación de RadioTelevisión de España.