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Introducción a la Sagrada Escritura 1

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FUNDACIÓN SANTA MARÍA – EDICIONES SM 2013 Autor: Jose Luis Barriocanal. Facultad de Teología de Burgos

Tema 1. Naturaleza e interpretación de la Escritura

 

 

La Biblia, palabra de Dios escrita 2

El autor de la Escritura 4

La formación del Antiguo Testamento (A.T.) 11

La formación de los Evangelios y del Nuevo Testamento (N.T.) 22

 

   

Índice

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De lo dicho anteriormente, acerca de la naturaleza de la Biblia, se desprende que más que hablar de “autor” habría que hablar de “autores”: Dios y el hombre. Por ello afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum:

“Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería”.

De la afirmación conciliar queda claro que “Dios es autor” de la Escritura en cuanto que está escrita bajo la inspiración de su Espíritu Santo, y los “hombres” que movidos por el Espíritu han puesto han puesto por escrito los libros que la componen. El Concilio cita, al respecto, la segunda Carta de Pedro:

“Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (1,20-21).

El autor de la Escritura

Concepto clave:

La Escritura es, pues, el testimonio escrito e inspirado de la Revelación de Dios y atestigua la Revelación de Dios en dos sentidos:

Es testimonio de la verdad histórica de la intervención de Dios en la historia humana.

Verdad salvífica que esa intervención de Dios entraña para el hombre.

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La inspiración y la verdad de la Escritura

El hecho de la inspiración

El mismo texto conciliar afirma a propósito de la inspiración bíblica:

“(…) Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia” (DV 11).

El Concilio se hace eco, entre otras citas bíblicas, de la segunda carta a Timoteo:

“Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia” (3,16).

A la luz de la enseñanza del Magisterio sobe la inspiración, cuyo momento más fecundo ha sido el que media entre los dos concilios vaticanos, se puede definir la inspiración como:

o Un impulso sobrenatural, que está por encima de la naturaleza humana. Positivo y transitorio, destinado a consignar por escrito todo y sólo lo que Dios quiere, y que cesa al lograrse el objetivo.

o Recibido por aquellas personas que contribuyen a la formación del libro en calidad de autores.

o Participado por todas aquellas personas (amanuensesiii, redactores), que ayudan al autor.

o No necesariamente percibido por los redactores, que si son conscientes de que es una revelación de Dios.

Biblia inspirada pero también inspirante

En el moderno diálogo ecuménico entre la Iglesia católica y las confesiones protestantes ha adquirido actualidad un viejo problema: ¿Es la Biblia “Palabra de Dios” porque está inspirada por Dios (dimensión objetiva) o lo es más bien porque Dios, a través de ella, sigue inspirando en el corazón del lector creyente (dimensión

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subjetiva)? O lo que es lo mismo: ¿Es la Biblia “Palabra de Dios” en sí misma o llega a serlo cuando se la acoge como tal mediante la fe?

En la respuesta que hoy se da a estos interrogantes se ha conseguido llegar a un acuerdo fundamental. No sólo se pueden, sino que se deben armonizar ambas posturas. Por ambas partes, quizá por exigencias de la controversia, ha existido unilateralidad. El católico hablaba de inspiración y pensaba únicamente en la inspiración que parte de Dios y hace de Dios el "autor" de la Biblia. El protestante hablaba de inspiración y pensaba exclusivamente en la inspiración que sale de la Biblia y se dirige a la vida del creyente. El católico debe recuperar, en su concepto de inspiración, el influjo y el objetivo que la acción inspiradora de Dios pretende alcanzar en la vida de los hombres. El protestante debe recuperar, por su parte, el fundamento sólido sobre el que se basa ese objetivo vital al que la inspiración tiende.

Por tanto, la dimensión objetiva y la dimensión subjetiva de la inspiración deben ser distinguidas, pero no separadas: la segunda se fundamenta en la primera y la primera se proyecta en la segunda. La Biblia está inspirada por Dios y es, por tanto, en sí misma Palabra de Dios en lenguaje humano. Pero esta Palabra de Dios escrita espera incesantemente llegar a ser Palabra de Dios viva y eficaz para la salvación de los hombres, aquí y ahora, mediante una acogida en la fe. Sin esta acogida, suscitada por el Espíritu presente en la Escritura y en el hombre que cree, la Biblia quedaría ahí, inservible en última instancia, como un potencial de luz y de vida.

Inspiración y verdad

Del hecho de la inspiración de la Biblia se desprende de la verdad contenida en la misma, tal como afirma el mismo Concilio Vaticano II:

“Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación. Así, pues, "toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y equipado para toda obra buena" (2 Tim., 3,16-17). (Dei Verbum 11).

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La interpretación de la Escritura

La doctrina de la Dei Verbum acerca de la interpretación bíblica

La naturaleza misma de la Sagrada Escritura, es decir, su carácter divino-humano determina el modo concreto de acercarse a ella en su lectura e interpretación. Porque tiene a Dios por autor no basta con un estudio científico acerca de su autor humano, se requiere también la luz de la fe, es decir, el estudio teológico. Es lo que sabiamente expresa el mismo Concilio Vaticano II, que hizo un esfuerzo especial por formular lo que bien podría considerarse como un verdadero programa de lectura e interpretación del texto sagrado. Lo encontramos en el nº. 12 de la Dei Verbum.

En primer lugar anuncia el tema: “Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención:

o Lo que los autores querían decir: “Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios (...) Para comprender exactamente lo que el autor quiere afirmar en sus escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces se solían emplear más en la conversación ordinaria".

o Lo que Dios quería dar a conocer: “Ahora bien, puesto que la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta con no menor cuidado el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe”.

El Espíritu que ha dirigido al autor debe animar también al lector e intérprete del texto bíblico. Leer e interpretar la Escritura "con el mismo Espíritu con que fue escrita" comporta subjetivamente, interpretarla a la luz de la fe; y objetivamente, descubrir en ella la “verdad de Salvación”, es decir, el plan salvífico de Dios.

Importante:

Se trata, pues, de una verdad no científica sino religiosa, es decir, la Escritura no contiene error alguno en todo lo que tiene que atañe a nuestra Salvación.

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Tres son los criterios señalados para este estudio teológico, es decir, para “leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita”iv:

1. Prestar una gran atención “al contenido y a la unidad de toda la Escritura”. En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua.

2. Leer la Escritura en “la Tradición viva de toda la Iglesia”. Según un adagio de los Padres de la Iglesiav, “La Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos”. En efecto, la Iglesia encierra en su tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura.

3. Estar atento “a la analogía de la fe”. Por “analogía de la fe” se entiende la

cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación. Recoge, pues, y sintetiza las dos anteriores.

Por tanto, dada la conexión y complementariedad, tan subrayas por el Concilio, entre “lo que los autores querían decir” y “lo que Dios quería dar a conocer”, no cabe hablar -aunque frecuentemente se hace- de dos niveles en la lectura e interpretación de la Biblia: nivel crítico-racional o científico y nivel teológico. Esta terminología evoca una separación de planos, que no está justificada. Sería preferible hablar de dos círculos concéntricos: el lector o intérprete de la Biblia debe realizar un trabajo crítico-racional (primer círculo), pero en el interior de un contexto más amplio y de una perspectiva más elevada, la perspectiva teológica (segundo círculo), a la cual ha de tender desde el principio, impulsado por el dinamismo interior de su propia fe.

A esta lectura e interpretación del texto inspirado invitaba Juan Pablo II, con motivo de la conmemoración de las encíclicas Providentissimus Deus (León XIII) y de la Divino Afflante Spiritu (Pío XII):

“Para respetar la coherencia de la fe de la Iglesia y de la inspiración de la Escritura... es preciso que el exegeta mismo capte la palabra de Dios en los textos, lo cual sólo es posible si su trabajo intelectual está sostenido por un impulso de vida espiritual”.

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La lectura orante de la Biblia o lectio divina

Las pautas ofrecidas por el Concilio Vaticano II supusieron un impulso sin precedentes en la lectura e interpretación de la Biblia, abriendo nuevas perspectivas y nuevas aproximaciones al texto sagrado. La pluralidad de las mismas, de las que da buena cuenta un amplio documento de la Pontifica Comisión Bíblicavi (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Roma 1993) habla claramente de fecundidad, pero entraña también una considerable dosis de desconcierto. Cada vez se siente con más urgencia la necesidad de integrar esa pluralidad y diversidad de perspectivas. Especialmente apto para esta integración se presenta el tradicional método de la lectio divina, o lectura orante, método recomendado insistentemente por Benedicto XVI.

o ¿Qué es la lectio divina?

Es uno de los grandes frutos que ha traído a la cristiandad la primavera bíblica del Concilio Vaticano II, el Papa la definía así ante miles de peregrinos congregados en la plaza de san Pedro el 6 de noviembre de 2005: “Consiste en meditar ampliamente sobre un texto bíblico, leyéndolo y volviéndolo a leer, rumiándolo en cierto sentido, como escriben los Padres, y exprimiendo todo su jugo para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a irrigar como la savia la vida concreta”.

Con palabras similares la recomendaba expresamente a los jóvenes el 27 de enero de 2006 en su mensaje para la XXI Jornada Mundial de la Juventud. De manera más oficial y solemne, reserva dos amplios números en su exhortación apostólica Verbum Domini (Roma 2010), afirmando que "es verdaderamente capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente" (n. 87).

o Los pasos fundamentales de la lectio divina

La preocupación por una lectura asidua y metódica de la Biblia se da ya en los inicios mismos del cristianismo (cf. Lc 24,13-35; Hech 2,42-47; 8,2-4). Como práctica colectiva, está testimoniada desde el siglo III. Orígenes, por ejemplo, hacía la homilía de los domingos a partir de un texto de la Biblia sobre el que la asamblea había reflexionado durante toda la semana. En los primeros siglos de la Iglesia, la Biblia se convirtió para el pueblo cristiano en el libro de su vida, en el alimento de su “rumia cotidiana”, en la vía más segura para llegar a descubrir el mundo de Dios y entrar en comunión con él. Especial arraigo

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tiene la lectura y meditación del texto sagrado entre los monjes, que llegarán a fijar el horario, la materia y el método de llevarla a cabo. La orden cisterciense del siglo XII dará un vigoroso impulso a esta lectura y meditación de la Biblia, formando desde ella a hombres contemplativos y santos de extraordinario influjo, como Bernardo de Claraval. Es el clima que respira el cartujo Guigo, que, en una carta, nos deja la mejor sistematización de la lectio divina, descrita como una escalera por la cual los monjes ascienden a Dios (Scala claustralium, PL 184, 475-484; SC 163, 81 123). En ella se inspira Benedicto XVI cuando explicita sus cuatro pasos fundamentales en estos términos:

“Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio), en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? ... Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad" (Verbum Domini, 87).

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Del mismo modo que el Antiguo Testamento no es obra de un único autor, tampoco lo es de un único período de tiempo, o de una única fuente. Su proceso de redacción o formación es complejo. Se fue confeccionando a lo largo de un amplio período histórico, sobre la base de tradiciones orales y escritas.

Las tradiciones del éxodo y del asentamiento de la tribus israelitas en Canaán, referentes a hechos datados en torno a los siglos XII y X a.C., o las tradiciones patriarcales, en torno al segundo milenio a.C., se pusieron por escrito no antes de la instauración de la monarquía en el siglo X a. C. El análisis de narraciones y poemas muestra la existencia de formas, anteriores, orales en clanes y tribus, que fueron reelaboradas y ampliadas en el trascurso del tiempo. Señales de tradiciones orales las deja entrever el mismo texto bíblico. Por ejemplo, Is 29,22 menciona que Dios rescató a Abrahán, con referencia a una leyenda extrabíblica que cuenta que Dios liberó a Abrahán de un horno de fuego.

Hasta la época de los reyes, la escritura era patrimonio de las clases superiores empleadas en la corte y en el templo. Sólo a partir del siglo VIII en adelante, la escritura se difunde entre las clases populares. A esta dificultad técnica de la escritura, se ha de sumar la dificultad creada a la hora de interpretar los textos, contribuyendo, aún más, a que esta tarea fuera patrimonio de una clase escogida, patrocinada por las instancias del poder. Existían escribas en la corte, en el templo y en círculos académicos y sapienciales.

En 2 Macabeos (I a.C.) encontramos un texto en el que habla de una “biblioteca” que habría sido fundada por Nehemías. De igual manera, Judas Macabeo reúne los libros más importantes de Israel para ponerlos a disposición de las comunidades judías que residían en Egipto:

La formación del Antiguo Testamento (A.T.)

Recuerda que:

Existen textos bíblicos de neto carácter literario, verdaderas obras de autor, pero otros muchos proceden de la tradición oral, aunque un autor los haya integrado más tarde en una composición literaria. Tal es el caso, sobre todo de refranes y proverbios, leyendas etiológicas, narraciones de curaciones, sagas.

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“Lo mismo se narraba también en los archivos y en las memorias del tiempo de Nehemías; y cómo éste, para fundar una biblioteca, reunió los libros referentes a los reyes y a los profetas, los de David y las cartas de los reyes acerca de las ofrendas. De igual modo Judas reunió todos los libros dispersos a causa de la guerra que sufrimos, los cuales están en nuestras manos. Por tanto, si tenéis necesidad de ellos, enviad a quienes os los lleven” (2 Mac 2,13-15).

No habla de la Ley de Moisés, lo cual sorprende. Pero el contexto aclara esta omisión. El capítulo trata, sobre todo, de cuestiones litúrgicas y cultuales. Por otro lado, de Moisés se habla varias veces con anterioridad (2 Mac 1,329; 2,4.8.10.11) como también de la ley (2 Mac 1,4; 2,3.18). No obstante, se ha de subrayar que el punto de interés del texto son los libros y que forma parte de una carta que la comunidad de Jerusalén dirige a la que vive en Egipto (2 Mac 1,1). En ese momento, el modo de comunicar informaciones importantes es el “libro” o el escrito, y no el mensajero solamente.

¿Por qué el pueblo de Israel quiso crear una biblioteca siguiendo, seguramente, el modelo de bibliotecas existentes en el Oriente Próximo? Además de para salvaguardar aquello que constituye la identidad del pueblo, quiso también mostrar que tenía una cultura semejante a la de las grandes civilizaciones de la época.

Respecto a los libros proféticos, es razonable concluir que pequeñas colecciones de dichos fueron compuestos durante la vida del profeta, por el profeta o por sus discípulos. Los discípulos o seguidores de los profetas contribuyeron en la redacción de los libros, especialmente en cuatro direcciones:

1. Redactando textos biográficos.

2. Reelaborando algunos de sus oráculos.

3. Creando nuevos oráculos.

4. Agrupando textos: oráculos, visiones; lo que denominamos “colecciones”.

Así, un escriba fijó por escrito los dichos de Jeremías en el 605 a.C., los leyó en público y los volvió a escribir bajo dictado cuando la primera copia fue destruida (Jr 36). En algunos casos los dichos y narraciones se pondrían por escrito por los círculos próximos al profeta cuando estos comenzaban a olvidarse. Los desastres del inicio del siglo VI a. C., caída y destrucción de Jerusalén con las sucesivas deportaciones, contribuyó a la preservación de los dichos proféticos. Probablemente data de este

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tiempo la primera gran recopilación del material no sólo profético, sino también de buena parte del conjunto del A. T.

Podemos asegurar que hacia el año 200 a.C. los libros proféticos estaban ya redactados en la forma que los poseemos actualmente, así se deduce de la cita que hace de ellos el Eclesiástico y de las copias encontradas en Qumrán. El último de los libros del A. T., Sabiduría, está datado hacía el 100 a. C.

Lo que los cristianos llamamos Antiguo Testamento, en hebreo se denomina TaNaK, término que procede de la consonante inicial del nombre hebreo con el que se designa cada una de las tres partes en que se divide la Escritura. Existe una diferencia, la Biblia hebrea no admite como canónicos, esto es, como inspirados, los que la tradición cristiana designa deuterocanónicos (literalmente “segundo canon”), que principalmente son tres: Eclesiastés (Ecl), Eclesiástico (Eclo) y Sabiduría (Sab).

La primera parte está constituida por los cinco libros de la Ley o Torá, contiene una narración de acontecimientos fundantes, desde la Creación del mundo hasta la muerte de Moisés, a la que se suma una gran colección de material legal. Su gran protagonista es Moisés. La segunda sección, los libros proféticos o de los profetas (Nebî´îm), comprenden los escritos históricos desde Josué hasta los libros de Reyes y los quince libros atribuidos a los autores proféticos. Estos son conocidos como profetas anteriores (libros históricos o historia deturonomista) o profetas posteriores (libros proféticos), distinción desconocida por el judaísmo del período bíblico, pues es posterior. La tercera sección, “los otros Escritos” (Ketûbîm) abarca el resto de los libros.

Las ediciones cristianas, que siguen el orden elegido por San Jerónimo en la Biblia Vulgatavii, acostumbran incluir también entre los libros proféticos a Daniel, aunque los judíos lo colocan en “otros Escritos” (Ketûbîm). La decisión actual parece acertada, ya que Daniel es el representante más genuino de la literatura apocalíptica, hija espiritual de la profecía. Y porque en la Biblia cristiana, los profetas no son en primer lugar los comentaristas de la Torá, como en la Biblia hebrea, sino que, más bien, son los que anuncian la venida del Mesías; por ello, a Daniel se le incluye también entre los profetas, sobre todo por la visión del hijo del hombre del capítulo 7.

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Una clave unificadora del Antiguo Testamento: la importancia de la Ley de Moisés

A pesar de la diversidad de autores, fuentes, emplazamientos geográficos y épocas que configuran el conjunto de libros del A. T. se puede descubrir una clave que da unidad al conjunto: la importancia que adquiere su primera parte, el Pentateuco o Torá, sobre el conjunto restante. El final del Pentateuco (Dt 34,1-12) contiene una serie de afirmaciones fundamentales sobre el puesto que Moisés ocupa en la historia de la revelación y, del mismo modo, sobre el canon y el lugar unificador de la Torá en relación con los otros libros veterotestamentarios. Los dos últimos versículos son los más significativos; se afirma que la revelación destinada a Moisés no se puede comparar con ninguna otra revelación hecha a los profetas (cf. también Nm 12,6-8), y que Israel ha nacido como pueblo del éxodo, acontecimiento que está indisolublemente unido también a Moisés. Por ello, el fundador de Israel no es Josué, ni David, ni Salomón. Israel no ha comenzado a existir con la conquista de la tierra, o cuando se ha dado el primer rey, o cuando ha construido el templo a Yahvé. Israel ha

Libros proféticos

Sin libro(profetas

anteriores)

Con libro (profetas

posteriores)

Por amplitud

Profetas menores

Profetas mayores

Por tiempo

Profetas pre-exílicos

Profetas exílicos

Profetas post-exílicos

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nacido con la salida de Egipto. Por esta razón, el nombre divino está muy unido a este acontecimiento: “Yo soy Yahvé, tu Dios, el que te sacó de Egipto” (Dt 5,15; 13,6.11; 20,1); y puede ser el Dios de su pueblo también si Israel está fuera de la tierra y vive en la diáspora. El primer libro profético en la Biblia hebrea, es el de Josué; abre la serie de los profetas anteriores y posteriores. El capítulo primero alude a la misión divina encomendada a Josué y precisan las relaciones entre él y Moisés, y entre la Ley y los profetas (vv. 2-9). Los vv. 7-8 ofrecen una clave de interpretación para todos los libros siguientes: Israel será feliz si observa la Ley. Sobre este mismo principio se basa 2 Re 17,7-23 para explicar el final de la monarquía del Reino del norte. Toda la historia de Israel, de Josué hasta el final de la monarquía de Judá y el exilio, es medida con tal canon. A las puertas de la muerte, David recomienda a su hijo Salomón que observe “la Ley de Moisés” para que tenga éxito en sus empresas (1 Re 2,2-4). Está claro, pues, que desde 1 Re 2, la monarquía está subordinada a la Ley de Moisés. Esta centralidad de la Ley aparece también en los profetas posteriores. Es clarificadora la conclusión del último libro profético: “Acordaos de la Ley de Moisés” (Mal 3,22), donde se presenta al profeta como mediador divino de la Ley de cara a la conversión del pueblo (cf. también 2 Re 17,13). Esta misma misión de ser mediadores de la Ley se expresa en el libro de Jeremías (cf. 25,4; 26,5; 29,19; 35,15). Por ello, los profetas más que mantener la esperanza de los tiempos mesiánicos, tienen la tarea de no perder de vista la heredad dejada por Moisés y reconducir a su pueblo conforme a esa heredad. La tercera parte del canon del A. T., otros Escritos, ha recibido una “introducción” con la finalidad de precisar su relación con la Torá o Ley: “¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley de Yahvé, su ley susurra día y noche!” (Sal 1,1-2). Es evidente la relación con el comienzo de los libros proféticos, Jos 1,7-8, por lo que se refiere a la meditación de la Ley, y la relación entre éxito y fidelidad a la Ley.

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La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento

La Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini anima a tener muy presente la relación entre ambos Testamentos, tanto en el ámbito pastoral como en el académico: “El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es manifiesto en el Nuevo. Así, con aguda sabiduría, se expresaba san Agustín sobre este tema. Es importante, pues, que tanto en la pastoral como en el ámbito académico se ponga bien de manifiesto la relación íntima entre los dos Testamentos” (Verbum Domini, 41). Por todo ha subrayado la Pontificia Comisión Bíblica, “sin el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse”viii.

En la DV 15 se afirma: “La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar proféticamente y significar con diversas figuras la venida de Cristo redentor universal y la del Reino mesiánico”. En el retablo de la capilla de Santa Ana de la catedral de Burgos se contraponen las figuras de la Sinagoga y de la Iglesia. Ambas representadas por una mujer, la primera con los ojos vendados y la segunda con los ojos descubiertos. La razón de esta representación podemos encontrarla en el relato de Emaús. Ante la desesperanza de dos seguidores, que no esperaban lo acontecido en Jerusalén, regresan a sus casas desilusionados, decididos a retomar una vida como la de antes de conocer a quien había encendido las ascuas del deseo de Dios; a éstos Jesús se hace el encontradizo y les abre sus ojos, pues están “vendados” (“se les abrieron los ojos” –Lc 24,31) para percibir lo que de Él decían las Escrituras. Comprender las Escrituras, esto es, el Antiguo Testamento, significa descubrir el testimonio que éste da de Jesús: “Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras” (Lc 24,27). Esta lectura que el Hijo hace de las Escrituras fundamenta la afirmación tan repetida y querida por los Santos Padres cuando escriben que toda la Escritura habla de Cristo. En efecto, sigue siendo para nosotros una guía segura lo que decía Hugo de San Víctor: “Toda la divina Escritura es un solo libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y se cumple en Cristo” (De arca Noe, 2, 8: PL 176 C-D.).

La centralidad del N. T. en el conjunto de la Escritura viene subrayada por el Catecismo de la Iglesia Católica:

“La Palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento. Estos escritos nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su

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glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo” (nº. 124).

El canon bíblico Etimológicamente, canon viene de griego y significa: regla, medida. La expresión “canon bíblico” designa el conjunto de libros considerados como inspirados. La tradición apostólica hizo discernir a la Iglesia qué escritos constituyen la lista de los Libros Santos o inspirados. Así, desde el cristianismo primitivo existía una “regla de fe” o “regla de la Iglesia” para juzgar si un libro era o no inspirado; así la resumió Clemente de Alejandría (s. II): “La concordia y armonía entre la Ley y los profetas y la alianza realizada por Jesucristo”. Es necesario tener en cuenta la siguiente terminología:

“Canónico” designa al libro que es aceptado por las Biblias judía y cristiana.

“Deuterocanónico”: libro aceptado en la Biblia católica, no en la judía. A estos libros los protestantes los llaman apócrifos.

“Apócrifo” (=oculto, escondido): libro no aceptado ni en la Biblia judía ni en la Biblia cristiana. A estos libros los protestantes los llaman Pseudoepígrafos.

“Literatura intertestamentaria”: es una expresión convencional para designar la literatura judía no bíblica de la época que está a caballo entre los siglos anteriores y posteriores al cristianismo (del II a.C. al II d.C.). Es obviamente una designación cristiana, pero práctica, pues puede incluir textos apócrifos y pseudoepigráficos, textos de Qumrán, textos del Tárgum y del Midrás, autores como Filón y Flavio Josefo, etc.

La Iglesia primitiva no pudo heredar del judaísmo un canon o catálogo ya definitivamente cerrado de libros que integraban el A. T. Se vio en la necesidad de elaborar por sí misma ese canon, ya que entre los judíos no existía en realidad. En el siglo II d.C. aparecen los primeros intentos serios de fijar el canon del A. T., incluyendo en él -a diferencia de los judíos- los “deuterocanónicos”. La razón es, según san Justino, que tales libros se encuentran en la versión de los LXX, la cual se ha convertido en la Biblia cristiana.

Importante:

Los Evangelios son el corazón de todas las Escrituras “por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador” (nº. 125).

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El idioma de la Biblia

Se puede afirmar que el hebreo es el idioma principal del A. T. Se trata de una lengua antigua, utilizada ya por los cananeos que ocupaban el país, antes de que Israel surgiera en torno al s. XII a.C. La segunda lengua es el griego, en la que están escritos los denominados libros deuterocanónicos y el N. T. Y de menor importancia es el arameo, pues en esta lengua tan solo nos han llegado partes del libro de Dn y de Esd; además de algunas frases y palabras sueltas a lo largo del A. T.

Los cambios en las lenguas nunca son radicales, sino que requieren un tiempo para consolidarse. No obstante, se pueden señalar algunas fechas que marcan la configuración idiomática del A. T.

586 a.C., fecha en que la clase dirigente de Israel fue deportada a Babilonia. El Imperio Babilonio impone la lengua aramea en Palestina.

539 al 330 a. C., el Imperio persa aqueménida impone formalmente el arameo como lengua oficial de la cancillería, por lo que se convierte también en la lengua del pueblo.

El 333 a. C. Alejandro Magno llega con sus generales a Asía, a pesar de que su imperio quedó divido tras su muerte, comienza el periodo conocido como Helenístico, en el cual la cultura y lengua griega se imponen. La progresiva helenización de la cultura, especialmente en Egipto, y la aparición de nuevas comunidades judías fuera de Palestina, tras la diáspora, hicieron necesaria la traducción de los escritos bíblicos al griego. Esta traducción de la Biblia es conocida como la de los Setenta o Septuaginata. Constituye una de las grandes empresas culturales de la antigüedad, pues por primera vez todo un cuerpo de literatura sagrada, legal, histórica y poética de un pueblo y de una lengua del mundo cultural semítico se traduce a la lengua de la cultura clásica griega. Los libros deuterocanónicos nos han llegado a través de la Biblia griega. Los autores del N. T. a la hora de citar o aludir al A. T. lo hacen según la Septuaginta. Por ello, es de gran importancia.

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Naturaleza de los Evangelios

Conforme a Jn 20,31, podríamos decir que los evangelios se caracterizan por ser testimonios de fe, que, puestos por escrito en textos de carácter narrativo y hundiendo sus raíces en la historia, pretenden suscitar o nutrir la fe y alentar la vida del creyente.

Presupuesto metodológico:

Los evangelios son ante todo “testimonios de fe”. Provienen de unas personas que, a cierta distancia de los acontecimientos que narran, creen en la veracidad de lo que escriben y impulsados e iluminados por su propia fe. Esto implica, como subrayaba el cardenal J. Ratzinger en su célebre conferencia sobre los problemas básicos de la exégesisix contemporánea, que la fe es la “única puerta para penetrar en su interior”x.

Análisis sincrónico:

El hecho de que nuestros evangelios sean unos textos escritos en forma de relato obliga a que el lector o intérprete de los mismos emprenda su lectura observando y examinando el funcionamiento del texto con el mayor rigor y atención posible.

Análisis diacrónico:

Los relatos evangélicos están lejos de ser puramente ficticios, producto de la imaginación y fantasía de cuatro autores que fueron identificados con Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Los evangelistas recogen y actualizan toda una tradición eclesial que hunde sus raíces en la persona, actividad y destino del mismo Jesús. Se trata, por tanto, de unos relatos que cuentan con una dimensión histórica indiscutible, no sólo porque detrás de ellos yace todo un proceso histórico de elaboración, sino también porque en ellos queda testimoniada una fe que se basa sólidamente en la historia.

Siendo esto así, el lector o intérprete de los evangelios debe proseguir la lectura sincrónica de los mismos con una lectura de carácter diacrónico o histórico, intentando descubrir el modo en que esos textos se han ido formando e incluso el acontecimiento que ellos pretenden testimoniar.

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Síntesis teológica:

Los relatos evangélicos tienen y reflejan una historia, transmitiendo con fidelidad palabras, hechos y acontecimientos de la vida de Jesús. No son, sin embargo, meros reportajes históricos o simples crónicas del pasado. Se trata de una historia que pretende subrayar, desde la fe, la actuación de Dios en la vida de Jesús.

Perspectiva parenética:

La riqueza teológica de los evangelios no es sólo informativa; tiene una orientación claramente pastoral y existencial. Siendo la buena noticia de la salvación llevada a cabo por y en Jesucristo, proclamada a unos grupos humanos geográfica y culturalmente diversos, estos escritos presentan esa buena nueva bajo el signo de la actualización, con la finalidad de suscitar en sus destinatarios no sólo ciertas convicciones, sino también determinados comportamientos. Sus autores respectivos, tras haberse dejado interpelar por lo que narran, ofrecen a sus lectores un testimonio que sigue teniendo la misma fuerza interpelante.

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios se revela en su “Palabra eterna”, que se hace carne: Jesucristo. Su persona, su vida y su mensaje están en la base y raíz de todo el Nuevo Testamento. Tras su muerte, los discípulos se encargan de transmitir los hechos y dichos del maestro, intentando orientar con ellos la vida de los primeros cristianos. Esa transmisión se hace durante algún tiempo de forma oral en contextos diversos, pero es lógico que pronto se sintiera la necesidad de poner por escrito aquellos hechos y dichos de mayor relieve e interés doctrinal para la vida cristiana (por ejemplo, relatos de milagros, parábolas, relatos de la pasión, etc.). Surge así una serie de opúsculos o breves “unidades literarias” de carácter homogéneo, que más tarde serían reunidas y elaboradas por personas concretas para dar origen a nuestros "evangelios". El de san Marcos es probablemente el más antiguo y sirve de fuente a Mt y Lc. El de san Juan es posterior y presenta características peculiares.

Algo parecido sucedió con la predicación apostólica, que tendió a prolongar y aplicar el mensaje de Jesús a la vida cotidiana. Durante algún tiempo se hizo de forma oral. Sin embargo, en atención a las comunidades lejanas, no tardaría tampoco en ponerse por escrito. Surgieron así las cartas y demás escritos del Nuevo Testamento.

La formación de los Evangelios y del N.T.

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La importancia de la Escritura en la vida de la Iglesia: la nueva evangelizaciónxi

Los agentes de pastoral están de acuerdo con que la evangelización no puede contentarse con mantener y celebrar la fe recibida; especialmente en un tiempo en el que los valores y símbolos cristianos van difuminándose de la sociedad y muchos, denominados cristianos, viven más conforme a los criterios del mundo que a los criterios evangélicos. Dentro de este contexto se entiende la llamada de Juan Pablo II a una “nueva evangelización”xii.

Puesto que nuestra sociedad relativiza, o bien, da la espalda a la fe y a la verdad evangélica, el papa expresó lo que debe ser la tarea prioritaria de la Iglesia al comienzo de este nuevo milenio:

“No hay prioridad más grande que ésta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn 10,10)” (Verbum Dei 2).

En esto radica “la nueva evangelización”. Utilizando esta misma expresión, Benedicto XVI señala que ésta no es posible sin otra prioridad, la de enraizarse en la Palabra de Dios:

“Todos nosotros, que hemos participado en los trabajos sinodales, nos llevamos consigo la renovada conciencia de que la tarea prioritaria de la Iglesia, desde el inicio de este nuevo milenio, es ante todo la de alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestros tiemposxiii.

El redescubrimiento de la centralidad de la Escritura en la vida y en la acción evangelizadora de la Iglesia se debe al Concilio Vaticano II, pues tal centralidad había sido ofuscada y perdida desde hacía tiempo. Esta centralidad, en la constitución dogmática acerca de la Palabra de Dios, Dei Verbum, se expresa atribuyendo a la Escritura el papel unificador de los cuatro ámbitos que constituyen la vida de la Iglesia:

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En la liturgia, de hecho las Escrituras “hacen resonar […] la voz del Espíritu Santo”, y por medio de ellas “Dios viene […] al encuentro de sus hijos y entra en conversación con ellos” (DV 21).

La predicación “debe estar nutrida y regulada por la Escritura” (DV 21);

La teología debe basarse “en la Palabra de Dios como fundamento perenne” y el estudio de la Escritura debe ser “como el ánima de la teología” (DV 24).

La vida cotidiana de los fieles debe estar marcada por la frecuencia asidua y orante de la Escritura (cf. DV 25).

Tres de estos lugares señalados: la liturgia, la tradición y la pastoral, son, también, los campos propios donde acontece principalmente la actualización del mensaje bíblicoxiv. La tradición es la actividad de la comunidad creyente en torno a la Escritura recibida, que se encarga de recoger y transmitir las diferentes actualizaciones e interpretaciones propuestas del texto bíblico, según las nuevas necesidades que van surgiendo a lo largo de los siglos. Transmitir es conmemorar, no es simplemente evocar el recuerdo del acontecimiento pasado: es hacer de él un memorial, es decir, sentirse afectado por él o hacerse contemporáneo de él.

También la liturgia tiene un protagonismo, como acción comunitaria, en la constitución de la Biblia como palabra viva y significativa para el hombre de hoy. Toda comunidad litúrgica relee, a partir del propio horizonte histórico-cultural, el texto bíblico. La liturgia, haciendo resonar regularmente la Palabra de Dios en las asambleas, es una de las situaciones eclesiales más importantes para proveer no sólo su interpretación y actualización, sino la misma iniciación bíblica de los cristianos. La Escritura está pensada para ser proclama en la comunidad orante del pueblo de Dios, más que para ser leída a nivel individual (cf. Neh 8); esta escucha comunitaria de la Palabra crea el clima más adecuado para su actualización, dado el contexto orante y celebrativo.

La actualización del mensaje bíblico es, también, la función propia de la pastoral. Más que nunca, es consciente de su misión de servidora de la Palabra, de motivar a una lectura orante de la Escritura como lugar de una alianza y de un encuentro, no sólo propios del pasado, sino también destinados al hombre de hoy. La acción pastoral consiste, según la dinámica bíblica, en hacer posible, hoy, el diálogo entre Dios y su

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pueblo, el amor que Dios tiene por el hombre, la esperanza que Dios es para el hombre. Y como este diálogo creativo y transformante tiene su vértice en Cristo, la acción pastoral ha de conducir al encuentro con Cristo, con su Palabra. Es, por ello, cauce a través del cual Dios mismo actúa en el corazón del creyente, como llamada, promesa, perdón, corrección, sentido de la existencia, apoyo, presencia, justificación, donación…

                                                            i La Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini es un documento realizado por el Papa Benedicto XVI, que recoge las propuestas de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos celebrado en octubre de 2008 con el tema “La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”. Fue presentada en el año 2010. ii Catecismo de la Iglesia católica es la exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas por la Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio eclesiástico. Es fruto de la renovación eclesial iniciada en el Concilio Vaticano II y tiene como fin aplicar dicho Concilio. iii Personas que se dedican a escribir lo que otros, por ejemplo los que no pueden o no saben escribir, les dictan o encargan. iv Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº. 109-114. v Denominación con la que se conocen los doctores de la Iglesia antigua, como san Agustín, san Juan Crisóstomo, etc., cuyos escritos tienen autoridad en materia de fe. vi Organismo instituido por León XIII (30 de octubre de 1902) con una triple finalidad: promover eficazmente entre los católicos el estudio de la Biblia; contrastar con medios científicos las opiniones erróneas relativas a la Biblia; estudiar e iluminar las cuestiones debatidas y los problemas nuevos en el ámbito de la Biblia. vii La Vulgata es una traducción de la Biblia hebrea al latín, realizada a finales del siglo IV d.C. por San Jerónimo. La versión toma su nombre de la frase vulgata editio (“edición Para el pueblo”) y se escribió en un latín corriente, para facilitar su lectura, en contraposición con el latín clásico de Cicerón, que San Jerónimo dominaba viii PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, El pueblo judío y sus Escrituras en la Biblia cristiana, Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2001, nº. 84. ix Término estrechamente relacionado con el de “hermenéutica” (= interpretación). Pero mientras que éste se reserva para hacer referencia a la ciencia teórica que estudia los principios de la interpretación de un texto, el primero se aplica a la puesta en práctica de esos principios. Exegeta es el intérprete o expositor de la Biblia. x J. RATZINGER, “La interpretación bíblica en conflicto. Sobre el problema de los fundamentos y la orientación de la exégesis hoy”, en L. SÁNCHEZ NAVARRO – C. GRANADOS (eds.), Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Madrid 2003, 19-54; cita en pág. 54. En términos similares se había expresado ya SAN BUENAVENTURA: “Es imposible penetrar en el conocimiento de las Escrituras si no se tiene previamente infundida en sí la fe en Cristo, la cual es como la luz, la puerta y el fundamento de toda la Escritura” (Breviloquio, prólogo). xi Cf. Verbum Domini, nn.º 50-89; Catecismo de la Iglesia Católica nn.º 131-134.

Importante:

Dada esta centralidad de la Escritura en la vida de la Iglesia (en la teología, en la predicación pastoral, la catequesis) se entiende que la Iglesia recomiende insistentemente a todos los fieles la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8), “pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (San Jerónimo).

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                                                                                                                                                                              xii La utilizó, por primera vez, en el llamamiento dirigido a la Iglesia de América Latina en el año 1983, en el comienzo de la novena de años previa a la conmemoración del quinto centenario de la evangelización de América (cf. Discurso en la XIX Asamblea Ordinaria del CELAM, Puerto Príncipe, Haití, 9-3-1983). A partir de este momento, la expresión es común en los documentos magisteriales y en la actividad pastoral y docente de la Iglesia. xiii Homilía del Papa al clausurar el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra (28 de octubre de 2008). xiv Entendemos por actualización todas las modalidades a través de las cuales la Palabra de Dios escrita se hace significativa e incisiva en el presente; cf. J.L. BARRIOCANAL GÓMEZ, “Biblia”, en Diccionario del Animador Pastoral, R. Calvo Pérez (dir.), Monte Carmelo, Burgos 2005, 131-132.