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Actividad Auto-Formativa 1.
(Textos sobre Filosofía de la Ciencia).
Descripción de la actividad: En el siguiente documento se presentan cinco
textos (fragmentos de texto). Cada uno de ellos termina con el planteamiento de una serie de preguntas que deben ser contestadas atendiendo al contenido del texto al que se refiere. Los textos han sido seleccionados atendiendo a los contenidos teóricos desarrollados en clase por lo que dichos contenidos suponen un apoyo importante para responder a las actividades planteadas en cada uno de los textos.
Objetivo: La lectura de fragmentos de textos escritos por algunos de los autores más
representativos de las distintas corrientes sobre la teoría del conocimiento científico, así como las actividades propuestas en cada uno de ellos, pretenden profundizar acerca de algunos aspectos relevantes de las distintas corrientes del conocimiento científico y familiarizar a los estudiantes con la terminología propia de este campo de conocimiento.
Metodología de trabajo y seguimiento. El desarrollo adecuado de la
actividad propuesta requiere del seguimiento por parte del profesor de la asignatura. El seguimiento del trabajo realizado se establecerá a petición del alumno en horario de tutorías. Además, dada la naturaleza de las actividades, como el tiempo que puede suponer una adecuada supervisión de las mismas, sólo se atenderá a los alumnos que previamente hayan solicitado cita con el profesor. En el caso justificado de que un alumno/a no pueda asistir a la supervisión de su trabajo en el horario de tutorías previsto, se atenderá al alumno/a, previo aviso de esta situación, en el horario acordado con el profesor.
Entrega de trabajos y evaluación. Sólo serán evaluados aquellos trabajos
que se ajusten al siguiente formato de presentación. Las actividades propuestas para cada uno de los textos tendrán una extensión máxima de 2 folios mecanografiados a 1,5 espacio interlineal. Se entregarán en formato de papel y su elaboración se realizará usando procesador de textos Word con letra Time New Roma 12 ppt. con todos los márgenes de 3 cm. El último día de entrega de los trabajos propuestos en esta actividad será el 24 de noviembre de 2005. No se recogerá ningún trabajo que sea presentado después de la fecha anteriormente indicada. La calificación obtenida en esta actividad supone el 9% de la calificación final de la asignatura.
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TEXTO 1.
Hemos visto en el capítulo precedente que el principio de la inducción, en tanto
que es necesario para la validez de todos los argumentos basados en la experiencia, no
es a su vez susceptible de ser probado por la experiencia, y, sin embargo, es creído sin
vacilación por todo el mundo, por lo menos en todas sus aplicaciones concretas. El
principio de inducción no es el único que posee estos caracteres. Hay un número de
otros principios que no pueden ser probados ni refutados por la experiencia, pero se
emplean en argumentos que se fundan en lo que es experimentado.
Algunos de estos principios tienen incluso una evidencia mayor que el principio
de la inducción, y el conocimiento que tenemos de ellos tiene el mismo grado de certeza
que el conocimiento de la existencia de los datos de los sentidos. Constituyen el medio
de sacar inferencias de lo que nos es dado en la sensación; y si lo que inferimos es
cierto, es exactamente tan necesario que nuestros principios de la inferencia sean
verdaderos, como que lo sean nuestros datos de los sentidos. Los principios de la
inferencia son susceptibles de ser desdeñados a causa de su misma evidencia. La
suposición que envuelven es aceptada sin que nos demos cuenta de que es en efecto una
suposición. Pero es muy importante darse cuenta del uso de los principios de la
experiencia si queremos obtener una correcta teoría del conocimiento; pues el
conocimiento que tenemos de ellos suscita problemas interesantes y difíciles.
En todo nuestro conocimiento de los principios generales, lo que ocurre
realmente es que, en primer lugar, nos damos cuenta de alguna aplicación particular del
principio; luego nos damos cuenta de que la particularidad carece de importancia y que
hay una generalidad que podría ser afirmada con la misma legitimidad. Esto nos es
familiar en materias tales como la enseñanza de la aritmética: aprendemos primero que
“dos y dos son cuatro” en el caso particular de un par de parejas, luego en algún otro
caso particular y así sucesivamente, hasta que sea posible ver que es verdad para dos
pares cualesquiera. Lo mismo ocurre en los principios lógicos. Supongamos dos
hombres que se disponen a discutir el día del mes en que nos hallamos. Uno de ellos
dice: “Admitirá usted, por lo menos, que si ayer era el 15 hoy es el 16”. “Si, dice el otro,
lo admito”. “Y usted sabe, prosigue el primero, que ayer era el 15, porque comió usted
con Juan, y su diario le dirá que era el 15”. “Si, dice el segundo; por lo tanto hoy es el
16”.
No es difícil seguir semejante razonamiento; y si concedemos que las premisas
son en efecto verdaderas, nadie podrá negar que la conclusión debe serlo también. Pero
su verdad depende de un principio lógico general. Este principio lógico es el siguiente:
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“Supongamos conocido que si esto es verdadero, lo es también aquello. Si suponemos
también conocido que esto es verdadero, de ahí se sigue que aquello también lo es”. En
el caso en que si esto es verdadero, aquello lo es también, diremos que esto “implica”
aquello, y que aquello” resulta de” esto. Así, nuestro principio establece que si esto
implica aquello y esto es cierto, aquello lo es también. En otros términos: “Todo lo
implicado por una proposición verdadera, es verdadero”; o, “todo lo que resulta de una
proposición verdadera es verdadero”.
Este principio se halla realmente implícito –ejemplos concretos de él se hallan,
por lo menos, implícitos- en toda demostración. Siempre que algo que creemos es
invocado para probar alguna otra cosa, en la cual creemos en consecuencia, nos
servimos de este principio. Si alguien pregunta: <<¿Por qué aceptaré el resultado de
argumentos válidos basados sobre premisas ciertas?>>, sólo podemos responderle
mediante una apelación a nuestro principio. De hecho es imposible dudar de la certeza
del principio, y su evidencia es tan grande que a primera vista parece casi trivial. Tales
principios, empero, no son triviales para el filósofo, puesto que muestran que podemos
tener un conocimiento indubitable no derivado de los objetos de los sentidos.
El principio mencionado es meramente un ejemplo ente un cierto número de
principios lógicos evidentes por sí mismos. Es preciso conceder por lo menos algunos
de estos principios para que un argumento o prueba sea, en general, posible. Una vez
concedidos algunos de ellos, los demás pueden ser aprobados, aunque éstos, en tanto
que son simples, son exactamente tan obvios como los que han sido dados por
supuestos. Sin una razón satisfactoria, tres de ellos han sido tradicionalmente escogidos
con el nombre de <<leyes del pensamiento>>.
Son los siguientes:
1º El principio de identidad: <<Lo que es, es>>.
2º El principio de contradicción: <<Nada puede, a la vez, ser y no ser>>
3º El principio de exclusión de medio: <<Todo debe ser o no ser>>.
Estas tres leyes son ejemplo de principios lógicos evidentes por sí mismos, pero no
son realmente más fundamentales ni más evidentes que varios otros principios
similares; por ejemplo, el que hemos considerado hace un momento, que establece que
lo que resulta de una premisa verdadera es verdadero. El nombre <<ley del
pensamiento>> es impropio también, pues no es lo importante el hecho de que
pensemos en concordancia con estas leyes, sino el hecho de que pensamos la verdad.
Pero éste es un problema importante, sobre el cual volveremos más tarde.
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Además de los principios que nos permiten probar, a partir de una premisa dada,
que hay una probabilidad mayor o menos de que algo sea verdadero. Un ejemplo de
estos principios –tal vez el más importante- es el principio de la inducción, que hemos
considerado en el capítulo precedente.
Una de las mayores controversias de la historia de la filosofía es la de las dos
escuelas denominadas respectivamente <<empirista>> y <<racionalista>>. Los
empiristas –representados especialmente por los filósofos británicos Locke, Berkeley y
Hume- sostienen que todo nuestro conocimiento deriva de la experiencia; los
racionalistas –representados por los filósofos continentales del siglo XVII,
especialmente por Descartes y Leibniz- sostienen que, además de lo que conocemos por
la experiencia, hay ciertas <<ideas innatas>> o <<principios innatos>> que conocemos
independientemente de la experiencia. Actualmente es posible decidir con alguna
seguridad sobre la verdad o la falsedad de esas opuestas escuelas. Es preciso admitir,
por razones ya expuestas, que los principios lógicos nos son conocidos y que no pueden
ser a su vez probados por la experiencia, porque toda prueba los supone. Por tanto, en
este punto, que era el más importante de la controversia, los racionalistas tenían razón.
Por otro lado, aún esta parte de nuestro conocimiento, que es lógicamente
independiente de la experiencia (en el sentido de que la experiencia no puede probarla),
es suscitada y causada por la experiencia. Con ocasión de experiencias particulares
llegamos a darnos cuenta de las leyes generales ejemplifican sus conexiones. Sería
evidentemente absurdo suponer que hay principios innatos en el sentido de que los
niños nazcan con el conocimiento de todo lo que los hombres saben y no pueden ser
deducidos de lo que se experimenta. Por esta razón la palabra innato no se emplea ya
para indicar el conocimiento de los principios lógicos. La palabra a priori es menos
susceptible de objeciones y más usual en los autores modernos. Así, aún admitiendo que
todo conocimiento es suscitado y causado por la experiencia, sostendremos, sin
embargo, que algún conocimiento es apriorístico, en el sentido de que la experiencia
que nos hace pensar en él no basta para probarlo, sino que dirige simplemente nuestra
atención de tal modo que vemos su verdad, sin una prueba experimental.
Hay otro punto muy importante, en el cual los empiristas tenían razón contra los
racionalistas. Nada puede ser conocido como existente sino por medio de la experiencia.
Es decir, si queremos probar que algo de lo cual no tenemos una experiencia directa
existe, debemos tener entre nuestras premisas la existencia de una o varias cosas de las
cuales tengamos una experiencia directa. Nuestra creencia de que el emperador de Rusia
existe, por ejemplo, descansa en el testimonio, y el testimonio consiste, en último
análisis, en datos de los sentidos vistos u oídos al leer o al oír hablar. Los racionalistas
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creían que, de consideraciones generales sobre lo que debe ser, podían deducir la
existencia de esto o aquello en el mundo real. En esta creencia parece que anduvieron
equivocados. Todo el conocimiento que podemos adquirir a priori en relación con la
existencia parece ser hipotético; nos dice que si una cosa existe, otra debe existir, o, de
un modo más general, que si una proposición es verdadera, otra debe serlo también.
Esto se halla patentizado en los principios de que hemos tratado ya, como, <<si esto es
verdadero y esto implica aquello, aquello es verdadero>> o <<si esto y aquello se han
hallado frecuentemente en conexión se hallarán probablemente unidos la próxima vez
que hallemos uno de ellos>>. Así, el alcance y la importancia de los principios a priori
se hallan estrictamente limitados. Todo conocimiento de que algo existe debe depender
en parte de la experiencia. Cuando algo es conocido de un modo inmediato, su
existencia es conocida sólo por la experiencia; cuando se prueba que algo existe, sin que
sea inmediatamente conocido, se requieren a la vez para la prueba la experiencia y los
principios a priori. El conocimiento se denomina empírico cuando se funda total o
parcialmente en la experiencia. Así, todo conocimiento que afirma la existencia es
empírico, y el conocimiento exclusivamente a priori que se refiere a la existencia, es
hipotético; nos da conexiones entre las cosas que existen o pueden existir, pero no nos
da la existencia actual.
El conocimiento a priori no es todo de la especie lógica que hemos considerado
hasta aquí. El ejemplo más importante de un conocimiento a priori no lógico es, tal vez,
el conocimiento de los valores éticos. No me refiero a los juicios sobre lo que es útil o
sobre lo que es virtuoso, pues estos juicios requieren premisas de las cosas. Si algo es
útil, debe serlo porque asegura la consecución de un fin; pero, si llevamos las cosas a su
último término, el fin debe valer por sí mismo, y no meramente porque sea útil para
algún fin ulterior. Así, todos los juicios que se refieren a las cosas útiles dependen de
juicios sobre algo que tiene un valor por sí mismo.
Juzgamos, por ejemplo, que la felicidad es más deseable que la desdicha, el
conocimiento que la ignorancia, la benevolencia que el odio, y así sucesivamente. Tales
juicios deben ser, por lo menos en parte, inmediatos y apriorísticos.
Como los juicios a priori de que hemos hablado antes, pueden ser suscitados por
la experiencia, y en efecto, es preciso que lo sean; pues no parece posible juzgar que
algo tiene un valor intrínseco si no hemos experimentado algo de la misma especie.
Pero es evidentemente obvio que no puede ser probado por la experiencia; pues el
hecho de que algo existe o no, no puede probar que sea bueno o malo que exista. El
desarrollo de este problema pertenece a la ética, a la cual corresponde establecer la
imposibilidad de deducir lo que debe ser de lo que es. En este momento sólo es
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importante darnos cuenta de que el conocimiento de lo que tiene un valor intrínseco es
apriorístico en el mismo sentido en que lo es la lógica, es decir, en el sentido de que la
verdad de este conocimiento no puede ser probada ni refutada por la experiencia.
Toda la matemática pura es apriorística, como la lógica. Esto lo han negado
enérgicamente los filósofos empíricos, que sostiene que la experiencia es la fuente de
nuestro conocimiento de la aritmética, lo mismo que de la geografía. Sostienen que por
la experiencia repetida de ver dos cosas, y luego dos cosas más y hallar que juntas
formen cuatro cosas, nos vemos conducidos por inducción a la conclusión de que dos
cosas y dos más forman siempre cuatro cosas. Sin embargo, si ésta fuese la fuente de
nuestro conocimiento de que dos y dos son cuatro, para persuadirnos de su verdad
procederíamos de un modo diferente de cómo la hacemos en realidad. De hecho, un
cierto número de ejemplos es preciso para hacernos pensar abstractamente dos, en vez
de dos monedas, dos libros, dos personas o cualquier otra especie de dos. Pero desde el
momento en que podemos desprender nuestro pensamiento de particulares inoportunas,
somos capaces de ver el principio según el cual dos y dos son cuatro; vemos que un
ejemplo cualquiera es típico e innecesario el examen de los demás.
Lo mismo ocurre en la geometría. Si necesitamos demostrar alguna propiedad de
todos los triángulos, trazamos un triangulo y razonamos sobre él; pero podemos evitar
hacer uso de cualquiera propiedad que no comparta con todos los demás triángulos, y
así, de nuestro caso particular, obtenemos un resultado general. No sentimos, en efecto,
que nuestra certeza de que dos y dos son cuatro, aumente con nuevos ejemplos. Desde
el momento en que hemos visto la verdad de esta proposición, nuestra certeza llega a ser
tan grande que es incapaz de todo aumento. Además, sentimos cierta cualidad de
necesidad en la proporción <<dos y dos son cuatro>>, cualidad de que carecen aun las
generalizaciones empíricas mejor fundadas. Estas generalizaciones siguen siendo
siempre meros hechos: sentimos que podría haber un mundo en el cual fueran falsas,
aunque en el mundo actual ocurra que son verdaderas. Al contrario, sentimos que en
cualquier mundo posible dos y dos serán cuatro: esto no es un mero hecho, sino una
necesidad a la cual debe conformarse todo lo actual y posible.
La cosa adquirirá mayor claridad si consideramos una generalización puramente
empírica, como <<Todos los hombres son mortales>>. Es evidente que creemos en esta
proposición, en primer lugar porque no conocemos ejemplos de hombres que hayan
vivido más allá de una edad determinada, y en segundo lugar porque parece que hay
razones fisiológicas para pensar que un organismo como el cuerpo humano debe
gastarse más o menos tarde. Prescindiendo de la segunda razón, y considerando
simplemente nuestra experiencia de la mortalidad de los hombres, es evidente que no
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nos contentaríamos con un solo ejemplo perfectamente comprendido de un hombre que
muere, mientras que en el caso de <<dos y dos son cuatro>>, un ejemplo basta, si lo
consideramos cuidadosamente, para persuadirnos de que lo mismo debe ocurrir en
cualquier otro ejemplo. Así, si reflexionamos, nos vemos forzados a admitir que es
posible que haya alguna duda, por muy ligera que sea, sobre si todos los hombres son
mortales. Esto se hace evidente si tratamos de imaginar dos mundos diferentes, en uno
de los cuales no todos sean mortales, y en el otro dos y dos sean cinco. Cuando Swift
nos invita a considerar la raza de los struldbugs, los cuales no mueren jamás, es posible
el consentimiento de la imaginación. Pero un mundo en el cual dos y dos sean cinco
parece hallarse en un plano diferente. Sentimos que este mundo, si existiera,
derrumbaría todo el edificio de nuestro conocimiento y nos reduciría a la duda total.
El hecho es que en simples juicios matemáticos como <<dos y dos son cuatro>>
y también en muchos juicios de la lógica, podemos conocer la proposición general sin
inferirla de ejemplos, aunque usualmente algún ejemplo nos sea necesario para aclarar
el sentido de la proposición general. De ahí que haya una real utilidad en el
procedimiento de la deducción, que va de lo general a lo general, o de lo general a lo
particular, así como en el procedimiento de la inducción, que va de lo particular a lo
particular, o de lo particular a lo general. Es un viejo debate entre los filósofos el de
saber si la deducción nos da jamás algún conocimiento nuevo. Ahora podemos ver que
en ciertos casos, por lo menos, lo hace. Si sabemos ya que dos y dos son siempre cuatro,
y sabemos que Brown y Jones son dos y lo mismo Robinson y Smith, podemos deducir
que Brown y Jones, y Robinson y Smith, son cuatro. Es un nuevo conocimiento que no
estaba contenido en nuestras premisas, puesto que la proposición general <<dos y dos
son cuatro>> no nos ha dicho jamás nada sobre las personas de Brown, Jones, Robinson
y Smith, y las premisas particulares no nos decían que fuesen cuatro, mientras que la
proposición particular deducida nos da ambas cosas a la vez.
Pero la novedad del conocimiento es mucho menos cierta si tomamos el ejemplo
usual de la deducción que se da siempre en los libros de lógica, es decir: <<Todos los
hombres son mortales>>; <<Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal>>. En este
caso, lo que conocemos realmente más allá de toda duda razonable, es que ciertos
hombres, A, B, C, eran mortales, puesto que, de hecho, han muerto. Si Sócrates es uno
de estos hombres, es absurdo dar el rodeo de <<todos los hombres son mortales>> para
llegar a la conclusión de que probablemente Sócrates es mortal. Si Sócrates no es uno
de los hombres sobre los cuales se funda nuestra inducción, mejor será que vayamos
directamente de nuestros A, B, C, a Sócrates, que dar la vuelta por la proposición
general, <<todos los hombres son mortales>>. Pues la probabilidad de que Sócrates sea
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mortal es mayor, según nuestros datos, que la probabilidad de que todos los hombres
sean mortales. (Esto es obvio, pues si todos los hombres son mortales, Sócrates lo es
también; pero si Sócrates es mortal, no se sigue de ahí que todos los hombres sean
mortales.) Por consiguiente, alcanzaremos la conclusión de que Sócrates es mortal con
una mayor aproximación si hacemos un razonamiento puramente inductivo que si
pasamos por <<todos los hombres son mortales>> y usamos de la deducción.
Esto ilustra la diferencia entre las proposiciones generales conocidas a priori,
como <<dos y dos son cuatro>>, y las generalizaciones empíricas, como <<todos los
hombres son mortales>>. En relación con las primeras, la deducción es el modo justo de
razonamiento, mientras que, en lo que se refiere a las últimas, la inducción es siempre
teóricamente preferible y garantiza una mayor confianza en la verdad de la conclusión,
ya que las generalizaciones empíricas son más inciertas que sus casos particulares.
Hemos visto, pues, que hay proposiciones conocidas a priori, y entre ellas las
proposiciones de la lógica y de la matemática pura, así como las proposiciones
fundamentales de la ética. El problema que debe ocuparnos inmediatamente es el
siguiente: ¿Cómo es posible que haya un conocimiento de este género? Y más
particularmente: ¿cómo es posible el conocimiento de proposiciones generales en el
caso en que no hemos examinado todos los ejemplos, ni los examinaremos
evidentemente nunca, porque su número es infinito? Estos problemas, traídos por
primera vez a primer plano por el filósofo alemán Kant (1724-1804), son realmente
difíciles y muy importantes desde el punto de vista histórico.
Responda a las siguientes preguntas.
1. ¿Con qué aproximación de la ciencia puede relacionarse el texto?. ¿Por qué?.
2. ¿Qué diferencia existe entre el razonamiento inductivo y el deductivo?. Póngase
algún ejemplo del texto.
3. ¿Se pone en duda en el texto la validez del principio de inducción?. ¿Por qué?.
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TEXTO 2.
Cuando recibí la lista de participantes de este curso y me di cuenta de que se me
había pedido que hablara para colegas filósofos, pensé después de algunas vacilaciones
y consultas que ustedes probablemente preferirían que yo me refiriese a aquellos
problemas que más me interesan y de cuyo desarrollo me encuentro más íntimamente
familiarizado. Por ello, decidí hacer lo que nunca había hecho antes: ofrecer a ustedes
un informe acerca de mi propia labor en la filosofía de la ciencia a partir del otoño de
1919, época en que empecé a abordar el problema siguiente “¿Cuándo debe ser
considerada la científica una teoría?” o “¿Hay un criterio para determinar el carácter o
status científico de una teoría?”.
El problema que me preocupaba por entonces no era “¿Cuándo es verdadera una
teoría?” ni “¿Cuándo es aceptable una teoría?” Mi problema era diferente. Yo quería
distinguir entre la ciencia y la pseudo-ciencia, sabiendo muy bien que la ciencia a
menudo se equivoca y que la pseudo-ciencia a veces da con la verdad.
Conocía, por supuesto, la respuesta comúnmente aceptada para mi problema:
que la ciencia se distingue de la pseudo-ciencia –o de la “metafísica” – por su método
empírico, que es esencialmente inductivo, o sea que parte de la observación o de la
experimentación. Pero esa respuesta no me satisfacía. Por el contrario, a menudo
formulé mi problema como el de distinguir entre un método genuinamente empírico y
un método no empírico o hasta seudo empírico, vale decir, un método que, si bien apela
a la observación y a la experimentación, con todo, no logra adecuarse a las normas
científicas. Este último método puede ser ejemplificado por la astrología, con su enorme
masa de datos empíricos basados en la observación, en horóscopos y en biografías.
Pero, dado que no fue el ejemplo de la astrología el que me condujo a
plantearme ese problema, quizás sea conveniente que describa la atmósfera en la que
surgió mi problema y los ejemplos por los cuales fue estimulado.
Después del derrumbe del Imperio Austríaco se había producido una revolución
en Austria: el aire estaba cargado de lemas e ideas revolucionarias, y de nuevas y a
menudo audaces teorías. Entre las teorías que me interesaban, la teoría de la relatividad
de Einstein era, sin duda, la más importante. Otras tres eran la teoría de la historia de
Marx, el psicoanálisis de Freud y la llamada “psicología del individuo” de Alfred Adler.
La gente decía muchas insensateces acerca de esas teorías, especialmente acerca
de la relatividad (como ocurre todavía hoy), pero tuve la fortuna de hallar personas
capaces que me introdujeron al estudio de ésta. Todos nosotros –el pequeño círculo de
estudiantes al que yo pertenecía- estábamos conmovidos por el resultado de las
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observaciones efectuadas por Eddington del eclipse de 1919, que aportaron la primera
confirmación importante de la teoría de la gravitación de Einstein. Fue para nosotros
una gran experiencia, que tuvo una perdurable influencia sobre mi desarrollo intelectual.
Las otras tres teorías que he mencionado eran también muy discutidas, por aquel
entonces. Yo mismo entré en contacto personal con Alfred Adler y hasta cooperé con él
en su labor social entre los niños y los jóvenes de los distritos obreros de Viena, donde
había creado clínicas de guía social.
Durante el verano de 1919 comencé a sentirme cada vez más insatisfecho con
esas tres teorías, la teoría marxista de la historia, el psicoanálisis y la psicología del
individuo; comencé a sentir dudas acerca de su pretendido carácter científico. Mis dudas
tomaron al principio la siguiente forma simple: “¿Qué es lo que no anda en el
marxismo, el psicoanálisis y la psicología del individuo? ¿Por qué son tan diferentes de
las teorías físicas, de la de Newton y especialmente de la teoría de la relatividad?”
Para aclarar este contraste debo explicar que pocos de nosotros, por entonces,
habríamos dicho que creíamos en la verdad de la teoría einsteiniana de la gravitación.
Esto muestra que no eran mis dudas acerca de la verdad de esas otras teorías lo que me
preocupaba, sino alguna otra cosa. Tampoco consistía en que yo simplemente tuviera la
sensación de que la física matemática era más exacta que las teorías de tipo sociológico
o psicológico. Así, lo que me preocupaba no era el problema de la verdad, en esta etapa
al menos, ni el problema de la exactitud o mensurabilidad. Era más bien el hecho de que
yo sentía que esas tres teorías, aunque se presentaban como científicas de hecho tenían
más elementos en común con los mitos primitivos que con la ciencia; que se
asemejaban a la astrología más que a la astronomía.
Hallé que aquellos de mis amigos que eran admiradores de Marx, Freud y Adler
estaban impresionados por una serie de puntos comunes a las tres teorías, en especial su
aparente poder explicativo. Estas teorías parecían poder explicar prácticamente todo lo
que sucedía dentro de los campos a los que se referían. El estudio de cualquiera de ellas
parecía tener el efecto de una conversión o revelación intelectuales, que abría los ojos a
una nueva verdad oculta para los no iniciados. Una vez abiertos los ojos de este modo,
se veían ejemplos confirmatorios en todas las partes: el mundo estaba lleno de
verificaciones de la teoría. Todo lo que ocurría la confirmaba. Así, su verdad parecía
manifiesta y los incrédulos eran, sin duda, personas que o querían ver la verdad
manifiesta, que se negaban a verla, ya porque estaba contra sus intereses de clase, ya a
causa de sus represiones aún “no analizadas” y que exigían a gritos un tratamiento.
Me pareció que el elemento más característico de esa situación era la incesante
corriente de confirmaciones y observaciones que “verificaban” las teorías en cuestión; y
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este aspecto era constantemente destacado por sus adherentes. Un marxista no podía
abrir un periódico sin hallar en cada página pruebas confirmatorias de su interpretación
de la historia; no solamente en las noticias, sino también en su presentación –que
revelaba el sesgo clasista del periódico- y, especialmente, por supuesto, en lo que el
periódico no decía. Los analistas freudianos subrayaban que sus teorías eran
constantemente verificadas por sus “observaciones clínicas”. En lo que respecta a Adler,
quedé muy impresionado por una experiencia personal. Una vez, en el 1919, le informé
acerca de un caso que no me parecía particularmente adleriano, pero él no halló
dificultad alguna en analizarlo en términos de su teoría de los sentimientos de
inferioridad, aunque ni siquiera había visto al niño. Experimenté una sensación un poco
chocante y le pregunté cómo podía estar tn seguro. “Por mi Experiencia de mil casos”,
respondió; a lo que no pude evitar de conversarle: “Y con este nuevo caso, supongo, su
experiencia se basa en mil y un casos”.
Lo que yo pensaba es que sus observaciones anteriores podían no haber sido
mucho mejores que esta nueva; que cada una de ellas, a su vez, había sido interpretada a
la luz de “experiencias previas” y, al mismo tiempo, considerada como una
confirmación adicional. “¿Qué es lo que confirman?”, me pregunté a mí mismo.
Solamente que un caso puede ser interpretado a la luz de una teoría. Pero esto significa
muy poco, reflexioné, pues todo caso concebible puede ser interpretado tanto a la luz de
la teoría de Adler como de la de Freud. Puedo ilustrar esto con dos ejemplos diferentes
de conductas humanas: la de un hombre que empuja a un niño al agua con la intención
de ahogarlo y la de un hombre que sacrifica su vida en un intento de salvar al niño.
Cada uno de los dos casos puede er explicado con igual facilidad por la teoría de Freud
y por la de Adler. De acuerdo con Freud, el primer hombre sufría una represión (por
ejemplo, de algún componente de su complejo de Edipo), mientras que el segundo había
hecho una sublimación. De acuerdo con Adler, el primer hombre sufría sentimientos de
inferioridad (que le provocaban, quizás, la necesidad de probarse a sí mismo que era
capz de cometer un crimen), y lo mismo el segundo hombre (cuya necesidad era
demostrarse a sí mismo que era capaz de rescatar al niño). No puedo imaginar ninguna
conducta humana que no pueda ser interpretada en términos de cualquiera de las dos
teorías. Era precisamente este hecho –que siempre se adecuaban a los hechos, que
siempre eran confirmadas- el que a los ojos de sus admiradores constituía el argumento
más fuerte a favor de esas teorías. Comencé a sospechar que esta fuerza aparente era, en
realidad, su debilidad.
Con la teoría de Einstein la situación era notablemente diferente. Tomemos un
ejemplo típico: la predicción de Einstein justamente confirmada por entonces por los
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resultados de la expedición de Eddington. La teoría gravitacional de Einstein conducía a
la conclusión de que la luz debía sufrir la atracción de los cuerpos de gran masa (como
el sol), precisamente de la misma manera en que son atraídos los cuerpos materiales.
Como consecuencia de esto, podía calcularse que la luz de una estrella fija distante cuya
posición aparente es cercana al sol llegaría a la tierra desde una dirección tal que la
estrella parecería haberse desplazado un poco con respecto al sol; en otras palabras,
parecería comos si las estrellas cercanas al sol se alejaran un poco de este y una de otra.
Se trata de algo que normalmente no puede observarse, pues durante el día el abrumador
brillo del sol hace invisibles a tales estrellas, en cambio, durante un eclipse es posible
fotografiar dicho fenómeno. Si se fotografía la misma constelación de noche, pueden
medirse las distancias sobre las dos fotografías y comprobar si se produce el efecto
predicho.
Ahora bien, lo impresionante en el caso mencionado es el riesgo implicado en
una predicción de ese tipo. Si la observación muestra que el efecto predicho está
claramente ausente, entonces la teoría simplemente queda refutada. La teoría es
incompatible con ciertos resultados posibles de la observación, en nuestro caso con
resultados que todos habrían esperado antes de Einstein. Esta situación es muy diferente
de la descrita antes, cuando resultaba que las teorías en cuestión eran compatibles con
las más divergentes conductas humanas, de modo que era prácticamente imposible
describir conducta alguna de la que no pudiera alegarse que es una verificación de esas
teorías.
Las anteriores consideraciones me llevaron, durante el invierno de 1919-20, a
conclusiones que formularé de la siguiente manera:
1. Es fácil obtener confirmaciones o verificaciones para casi cualquier teoría, si son
confirmaciones lo que buscamos.
2. Las confirmaciones sólo cuentan si son el resultado de predicciones riesgosas, es
decir, si, de no basarnos en la teoría en cuestión, habríamos esperado que se
produjera un suceso que es incompatible con la teoría, un suceso que refutara la
teoría.
3. Toda “buena” teoría científica implica una prohibición: prohíbe que sucedan
ciertas cosas. Cuanto más prohíbe una teoría, tanto mejor es.
4. Una teoría que no es refutable por ningún suceso concebible no es científica. La
irrefutabilidad no es una virtud de una teoría (como se cree a menudo), sino un
vicio.
5. Todo genuino test de una teoría es un intento por desmentirla, por refutarla. La
testabilidad equivale a la refutabilidad. Pero hay grados de testabilidad: algunas
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teorías son más testables, están más expuestas a la refutación que otras. Corren
más riesgos, por decir así.
6. Los elementos de juicio confirmatorios no deben ser tomados en cuenta, excepto
cuando son el resultado de un genuino test de la teoría; es decir, cuando puede
ofrecerse un intento serio, pero infructuoso, de refutar la teoría. (En tales casos,
hablo de “elementos de juicio corroboradotes”).
7. Algunas teorías genuinamente testables, después de hallarse que son falsas,
siguen contando con el sostén de sus admiradores, por ejemplo, introduciendo
algún supuesto auxiliar ad hoc, o reinterpretando ad hoc la teoría de manera que
escape a la refutación. Siempre es posible seguir tal procedimiento, pero este
rescata la teoría de la refutación sólo al precio de destruir o, al menos, rebajar su
status científico. (Posteriormente, llamé a tal operación de rescate un “sesgo
convencionalista” o una “estratagema convencionalista”).
Es posible resumir todo lo anterior diciendo que el criterio para establecer el status
científico de una teoría es su refutabilidad o su testabilidad.
Quizás pueda ejemplificar lo anterior con ayuda de las diversas teorías
mencionadas hasta ahora. La teoría de la gravitación de Einstein obviamente satisface el
criterio de la refutabilidad. Aunque los instrumentos de medición de aquel entonces no
nos permitían pronunciarnos sobre los resultados de los test con completa seguridad,
había –indudablemente- una posibilidad de refutar la teoría.
La astrología no pasa la prueba. Impresionó y engañó mucho a los astrólogos lo
que ellos consideraban elementos de juicio confirmatorios, hasta el punto de que
pasaron totalmente por alto toda prueba en contra. Además, al dar a sus interpretaciones
y profecías un tono suficientemente vago, lograron disipar todo lo que habría sido una
refutación de la teoría, si ésta y las profecías hubieran sido más precisas. Para escapar a
la refutación, destruyeron la testabilidad de su teoría. Es una típica treta de adivino
predecir cosas de manera tan vaga que difícilmente fracasen las predicciones: se hacen
irrefutables.
La teoría marxista de la historia, a pesar de los serios esfuerzos de algunos de
sus fundadores y adherentes, adoptó finalmente esta práctica de adivinos. En algunas de
sus primeras formulaciones (por ejemplo, el análisis que hace Marx del carácter de la
“futura revolución social”), sus predicciones eran testables, y de hecho fueron refutadas.
Pero en lugar de aceptar las refutaciones, los adeptos de Marx reinterpretaron la teoría y
los elementos de juicio con el propósito de hacerlos compatibles. De este modo,
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salvaron la teoría de la refutación; pero lo hicieron al precio de adoptar un recurso que
la hace irrefutable. Así, dieron un “sesgo convencionalista” a la teoría y, con esta
estratagema, destruyeron su pretensión, a la que se ha hecho mucha propaganda, de
tener un status científico.
Las dos teorías psicoanalíticas mencionadas se encontraban en una categoría
diferente. Simplemente, no eran testables, eran irrefutables. No había conducta humana
concebible que pudiera refutarlas. Esto no significa que Freud y Adler no hayan visto
correctamente ciertos hechos. Personalmente, no dudo de que mucho de lo que
afirmaron tiene considerable importancia, y que bien puede formar parte algún día de
una ciencia psicológica testable. Pero significa que esas “observaciones clínicas” que
los analistas toman, ingenuamente, como confirmaciones de su teoría no tienen tal
carácter en mayor medida que las confirmaciones diarias que los astrólogos creen
encontrar en su experiencia. En cuanto a la épica freudiana del yo, el superyó y el ello,
su derecho a pretender un status científico no es substancialmente mayor que el de la
colección de historias homéricas del Olimpo. Estas teorías describen algunos hechos,
pero a la manera de mitos. Contienen sugerencias psicológicas sumamente interesantes,
pero no en una forma testable.
Responda a las siguientes preguntas.
1) ¿Con qué concepción de la filosofía de la ciencia relacionaría el texto anterior?.
Razone la respuesta.
2) ¿Qué características comparten el “psicoanálisis” de Freud y “la psicología del
individuo” de Alfred Adler que según este texto las convierten en no científicas?
3) ¿Cuál es el criterio principal que distingue a estas teorías de la teoría
einsteiniana? Razone la respuesta y ponga un ejemplo.
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TEXTO 3.
Nuestra tesis quedará aún más clarificada (y ampliada) con un breve resumen del
programa de investigación de Bohr sobre la emisión de la luz (en la física cuántica
temprana).
La historia del programa de investigación de Bohr puede ser caracterizada por:
1) su problema inicial; 2) su heurística positiva y negativa; 3) los problemas que trató de
solucionar en el curso de su desarrollo; 4) su punto de regresión (o si se quiere, su
“punto de saturación”), y, finalmente, 5) el programa por el que fue superado.
El problema de fondo era el misterio de la estabilidad de los átomos de
Rutherford (esto es, diminutos sistemas planetarios con los electrones girando alrededor
de un núcleo positivo), y ello porque según la corroborada teoría de Maxwell-Lorentz
sobre electromagnetismo, deberían colapsar. Pero también la teoría de Rutherford estaba
bien corroborada. La sugerencia de Bohr fue ignorada por el momento, la inconsistencia
y desarrollar conscientemente un programa de investigación cuyas versiones
“refutables” fueran inconsistentes con la teoría Maxwell-Lorentz. Propuso cinco
postulados como centro firme del programa: 1. que la radiación de energía (dentro del
átomo) no es emitida (o absorbida) de la forma continua supuesta en la electrodinámica
ordinaria, sino sólo durante la transición de los sistemas entre distintos estados
“estacionarios”. 2. Que el equilibrio dinámico de los sistemas en los estados
estacionarios está gobernado por las leyes ordinarias de la mecánica mientras que tales
leyes no se cumplen para la transición de los sistemas entre estados diferentes. 3. Que la
radiación emitida durante la transición de un sistema entre dos estados estacionarios es
homogénea y que la relación entre la frecuencia v y la magnitud total de energía emitida
E viene dada por E=hv, donde h es la constante de Planck. 4. Que los distintos estados
estacionarios de un sistema sencillo consistente en un electrón girando alrededor de un
núcleo positivo quedan determinados por la condición de que la relación entre la energía
total emitida durante la formación de la configuración y la frecuencia de revolución del
electrón es un múltiplo entero de 1/2h. Suponiendo que la órbita del electrón es circular,
este supuesto equivale al supuesto de que el momento angular del electrón alrededor del
núcleo es igual a un múltiplo entero de h/2π . 5. Que el estado “permanente” de
cualquier sistema atómico, esto es, el estado en que la energía emitida es máxima, queda
determinado por la condición de que el momento angular de cada electrón alrededor del
centro de su órbita es igual a h/2π . (…..) La heurística positiva en el programa de
investigación de Bohr, aun cuando hubiera tenido éxito completo, hubiera dejado sin
resolver la inconsistencia con la teoría de Maxwell-Lorentz. Sugerir una idea tal
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requería un valor aún mayor que el de Prout; la idea se le ocurrió a Einstein, pero la
encontró inaceptable y la rechazó. Realmente algunos de los programas de investigación
más importantes de la historia de la ciencia estaban injertados en programas más
antiguos con relación a los cuales eran claramente inconsistentes. Por ejemplo, la
astronomía copernicana estaba “injertada” en la física aristotélica y el programa de Bohr
en el de Maxwell. Tales “injertos” son irracionales para el justificacionista y para el
falsacionista ingenuo, puesto que ninguno de ellos puede apoyar el crecimiento sobre
fundamentos inconsistentes. Por ello normalmente quedan ocultos mediante
estratagemas ad hoc (como la teoría de Galileo de la inercia circular o el principio de
correspondencia de Bohr y, más tarde, el de complementariedad), cuyo único propósito
es ocultar la “deficiencia”. Conforme crece el joven programa injertado, termina la
coexistencia pacífica, la simbiosis se hace competitiva y los defensores del nuevo
programa tratan de sustituir completamente al antiguo.
Bien pudo ser el éxito de su programa injertado lo que más tarde indujo
erróneamente a Bohr a creer que tales inconsistencias fundamentales en los programas
de investigación pueden ser y deben ser aceptadas en principio, que no presentan ningún
problema serio y que simplemente debemos acostumbrarnos a ellas. En 1922 Bohr trató
de dulcificar los criterios de la crítica científica; argumentó que “lo máximo que se
puede pedir de una teoría (esto es, a un programa) es que la clasificación (que establece)
pueda llevarse tan lejos que contribuya al desarrollo del área de observación mediante la
predicción de fenómenos nuevos”.
Esta afirmación de Bohr es similar a la de d’Alembert cuando éste se enfrentó a
la inconsistencia de los fundamentos de la teoría infinitesimal. Según Margenau, “se
comprende que, emocionados por su éxito, estos hombres se olvidan de que existía una
malformación en la arquitectura de la teoría, porque el átomo de Bohr se asentaba como
una torre barroca sobre la base gótica de la electrodinámica clásica”. Pero de hecho la
“malformación” no fue olvidada; todos la tenían presente y sólo la ignoraron (en medida
mayor o menor) durante la fase progresiva del programa. Nuestra metodología de los
programas de investigación muestra la racionalidad de esta actitud, pero también la
irracionalidad de la defensa de tales malformaciones una vez que ha concluido la fase
progresiva.
Debo añadir aquí que en las décadas de los años treinta y cuarenta Bohr
abandonó su exigencia de “nuevos fenómenos” y se mostró preparado para “continuar
con la tarea inmediata de coordinar la evidencia variopinta relativa a los fenómenos
atómicos que se acumulaba día a día en la exploración de este nuevo campo del
conocimiento”. Esto indica que para entonces Bohr ya había vuelto a la noción de
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“salvar los fenómenos”, mientras Einstein insistía sarcásticamente en que “toda teoría es
cierta en el supuesto de que se asocien adecuadamente sus símbolos con las cantidades
observadas”.
Pero la consistencia (en el sentido fuerte del término) debe continuar siendo un
principio regulador importante (de rango superior al requisito sobre cambios
progresivos de problemáticas); y las inconsistencias (incluyendo las anomalías) deben
ser consideradas como problemas. La razón es sencilla. Si la ciencia busca la verdad,
debe buscar la consistencia; si renuncia a la consistencia, renuncia a la verdad.
Pretender que “debemos ser modestos en nuestras exigencias”, que debemos
resignarnos a las inconsistencias (sean importantes o no) continúa siendo un vicio
metodológico. Por otra parte, esto no significa que el descubrimiento de una
inconsistencia (o de una anomalía) deba frenar inmediatamente el desarrollo de un
programa; puede ser racional poner la inconsistencia en una cuarentena temporal, ad
hoc, y continuar con la heurística positiva del programa. Esto se ha hecho en
matemáticas como muestran los ejemplos del primer cálculo infinitesimal y de la teoría
ingenua de conjuntos.
Desde este punto de vista el “principio de correspondencia” de Bohr desempeñó
un interesante doble papel en su programa. Por una parte funcionaba como importante
principio heurístico que sugería muchas hipótesis científicas nuevas que, a su vez,
originaban nuevos hechos, especialmente en el terreno de la intensidad de las líneas del
espectro. Por otra parte, también funcionaba como un mecanismo de defensa que
“permitía utilizar en una máxima medida los conceptos de las teorías clásicas de la
mecánica y de la electródinámica a pesar del contraste entre estas teorías y los cuanta de
acción” en lugar de insistir en la urgencia de un programa unificado.
Responda a las siguientes preguntas.
1) ¿Con qué concepción de la filosofía de la ciencia relacionaría el texto anterior?.
Razone la respuesta.
2) Teniendo en cuenta los contenidos teóricos desarrollados en clase, ¿a qué se
refiere el texto cuando se indica que “la consistencia (en el sentido fuerte del
término) debe continuar siendo un principio regulador importante (de rango
superior al requisito sobre cambios progresivos de problemáticas)”?.
3) Existe la posibilidad de que las inconsistencias (incluyendo las anomalías)
puedan resolverse de forma favorable? ¿Qué parte del programa sería la
encargada de resolver dichas anomalías?
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TEXTO 4.
El resto de este ensayo está dedicado a demostrar que el estudio histórico del
cambio de paradigma revela características muy similares en la evolución de las
ciencias. Al igual que la opción entre instituciones políticas rivales, la que se da entre
paradigmas rivales resulta ser una opción entre modos incompatibles de vida
comunitaria. Debido a esta característica, la elección no puede venir determinada
simplemente por los procedimientos evaluativos típicos de la ciencia normal, puesto que
éstos dependen en parte de un paradigma particular, y es ese paradigma el que está en
cuestión. Cuando los paradigmas se enfrentan en lo concerniente a la elección de un
paradigma, su papel se hace necesariamente circular. Cada grupo utiliza su propio
paradigma para argüir en defensa de este paradigma.
Desde luego, la circularidad resultante no hace los argumentos erróneos o
incluso inefectivos. Quien usa un paradigma cuando argumenta en su defensa puede
proporcionar, a pesar de todo, una muestra clara de lo que podrá ser la práctica
científica para aquellos que adopten el nuevo punto de vista sobre la naturaleza. Esa
muestra puede ser muy convincente, muchas veces irresistible. Pero
independientemente de su fuerza, el argumento circular no puede apoyarse más que en
la persuasión. No puede ser lógica ni siguiera probabilísticamente obligatorio para
aquellos que se nieguen a entrar en el círculo. Las premisas y los valores comunes a las
partes que discuten paradigmas no son suficientes para eso. En la elección de un
paradigma ocurre lo mismo que en las revoluciones políticas: no hay un criterio superior
al del beneplácito de la comunidad pertinente. Para descubrir cómo se efectúan las
revoluciones científicas, tendremos, por tanto, que examinar no sólo las influencias de
la naturaleza y la lógica, sino también las técnicas de argumentación efectiva dentro de
los grupos bastante especiales que constituyen la comunidad de los científicos.
Si queremos descubrir por qué el problema de la elección del paradigma no
puede nunca resolverse inequívocamente a partir de la lógica y el experimento, hemos
de analizar brevemente la naturaleza de las diferencias que separan a los defensores de
un paradigma tradicional de sus sucesores revolucionarios. Ese examen es el objetivo
esencial de esta sección y de la siguiente. Sin embargo, ya hemos señalado numerosos
ejemplos de tales diferencias, y nadie dudará de que la historia puede proporcionar
muchos otros. Lo que probablemente resulte más dudoso que su existencia –y que, por
tanto, hemos de cons iderar al principio- es que tales ejemplos proporcionen una
información esencial sobre la naturaleza de la ciencia. Concedamos que históricamente
se ha dado el rechazo de paradigmas, ¿pero acaso esto es más esclarecedor que la
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credulidad y confusión humanas? ¿Existen razones intrínsecas para que la asimilación
de un nuevo tipo de fenómeno o de una nueva teoría científica exija el rechazo del
antiguo paradigma?
Señalemos en primer lugar que, si existen tales razones, éstas no se deducen de
la estructura lógica del conocimiento científico. En principio, el descubrimiento de un
nuevo fenómeno podría hacerse sin proyectarse destructivamente sobre parte alguna de
la práctica científica anterior. Pese a que el descubrimiento de vida en la Luna
terminaría hoy con algunos paradigmas existentes (que nos dicen cosas sobre la Luna
que parecen incompatibles con la existencia de vida allí), el descubrimiento de vida en
otras partes menos conocidas de la galaxia no tendría estas consecuencias. De igual
modo, una nueva teoría no tiene por qué entrar en conflicto con sus predecesoras. Esta
podría abordar exclusivamente fenómenos previamente desconocidos, como la teoría
cuántica trataba (aunque, significativamente, no de manera exclusiva) fenómenos
subatómicos desconocidos antes del siglo XIX. O bien la nueva teoría podría ser
simplemente una teoría de nivel superior con respecto a las conocidas con anterioridad,
una teoría que vinculase a todo un grupo de teorías de nivel inferior sin alterar
sustancialmente ninguna de ellas. En la actualidad, la teoría da la conservación de la
energía proporciona precisamente ese tipo de vínculo entre la dinámica, la química, la
electricidad, la teoría térmica y otras. Todavía pueden concebirse otras relaciones
compatibles entre las viejas y las nuevas teorías. El proceso histórico a través del cual se
ha desarrollado la ciencia podría ejemplificar todas y cada una de ellas. Si así fuera, el
desarrollo científico tendría un carácter genuinamente acumulativo. Los nuevos tipos de
fenómenos se limitarían a exponer el orden de algún nuevo aspecto de la naturaleza al
que nadie hubiera llegado antes. En la evolución de la ciencia, el nuevo conocimiento
sustituiría a la ignorancia más que al conocimiento del algún otro esquema
incompatible.
Responda a las siguientes preguntas.
1) ¿Con qué concepción de la filosofía de la ciencia relacionaría el texto anterior?.
Razone la respuesta.
1) Teniendo en cuenta los contenidos teóricos desarrollados en clase, a qué se
refiere la siguiente idea expresada en el texto: “Cuando los paradigamas se
enfrentan en lo concerniente a la elección de un paradigma, su papel se hace
necesariamente circular”. Razone la respuesta.
1) ¿Se desprende del texto la existencia de criterios objetivos para elegir entre
paradigmas?
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TEXTO 5.
Habiendo escuchado uno de mis sermones anarquistas, el profesor Wigner
replicó: “Pero seguramente, usted no lee todos los manuscritos que la gente le envía,
sino que arroja la mayoría de ellos al cesto de los papeles”. Ciertamente, en la mayoría
de los casos lo hago así. “Todo sirve”, no significa que vaya a leer todos los artículos
que se han escrito, ¡Dios no lo quiera!; significa que yo hago selección de una manera
muy individual e idiosincrática, en parte porque no puede atormentarme leyendo lo que
no me interesa, y mis intereses cambian de semana en semana e incluso de día en día; en
parte, porque estoy convencido de que la Humanidad e incluso la Ciencia se
beneficiarán de que cada cual haga aquello que le es propio: un físico podría preferir un
artículo lleno de errores, confuso y parcialmente incomprensible a una exposición clara
como el cristal porque dicho artículo constituye una prolongación natural, todavía
confusa, de su propia investigación y porque podría conseguir éxito y claridad mucho
antes que su rival quien ha prometido no leer una sola línea que sea embarazosa (uno de
los valores de la escuela de Copenhague fue su habilidad en evitar la precisión
prematura: cf. <On a Recent Critique of Complementarity>, part. II, Philosophy of
Science, Marzo 1969, sec. 6 ss.). Otras veces, dicho físico podría buscar la prueba más
perfecta de un principio que pretende emplear, con el fin de que el debate no se desvíe
de lo que él considera que son las conclusiones principales. Desde luego, existen
personas, llamadas “pensadores”, que subdividen su valija exactamente de la misma
forma, llueva o no, y que además imitan los principios de elección de los otros; pero
difícilmente los admiraremos por su uniformidad, y ciertamente no pensaremos que su
comportamiento sea “racional”: la Ciencia necesita gente adaptable e imaginativa, no
imitadores rígidos de patrones “establecidos” de comportamiento.
En el caso de instituciones y organizaciones tales como la National Science
Foundation, la situación es exactamente la misma. La fisonomía de una organización y
su eficiencia depende se sus miembros y mejora con su agilidad mental y emocional.
Incluso Procter y Gamble se han dado cuenta de que un montón de hombres sí es
inferior en potencial competitivo a un grupo de gente con opiniones insólitas y el
comercio ha encont rado formas de incorporar los más extraños inconformistas en su
maquinaria. Surgen problemas particulares con las fundaciones que distribuyen dinero y
desean hacerlo de una manera justa y razonable. La justicia parece exigir que la
distribución de fondos se realice sobre la base de criterios que no cambian de un
donante al siguiente y que reflejan la situación intelectual de los distintos campos que
han de ser apoyados. Esta exigencia puede satisfacerse de una manera ad hoc sin apelar
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a “criterios de racionalidad” universales. Se puede incluso mantener la ilusión de que las
reglas elegidas garantizan la eficacia y que no son simples expedientes para salir del
paso: cualquier asociación libre ha de respetar las ilusiones de sus miembros y debe
darles apoyo institucional. La ilusión de racionalidad se hace particularmente fuerte
cuando una institución científica se opone a exigencias políticas. En este caso, una clase
de criterios se enfrenta a otras clase, lo cual es completamente legítimo: cada
organización, cada partido, cada grupo religiosos tiene derecho a defender su forma de
vida particular con todos los criterios que ésta incluya. Pero los científicos van mucho
más allá. Como hacían antes los defensores de la Única y Verdadera Religión, los
científicos insinúan que sus criterios son esenciales para llegar a la Verdad, o para
conseguir Resultados y niegan una autoridad semejante a las exigencias del político. Se
oponen particularmente a cualquier interferencia política y se precipitan a recordar al
lector, o al oyente, las consecuencias desastrosas del asunto Lysenko.
Ahora bien, hemos visto que la creencia en un único conjunto de criterios que
hayan conducido al éxito y que continuarán conduciendo siempre al éxito no es más que
una quimera. La autoridad teórica de la Ciencia es mucho más pequeña de lo que se
supone. Por otra parte, su autoridad social se ha hecho tan superpoderosa que es
necesaria la interferencia política para compensar su desarrollo equilibrado. Y para
juzgar los efectos de semejante interferencia hace falta estudiar más de un solo caso que
está por analizar. Se deben recordar aquellos casos en los que la ciencia dejada a sí
misma, cometió disparates atroces y no se deben olvidar los ejemplos en los que la
interferencia política ha mejorado la situación. Una presentación equilibrada de la
evidencia tal vez nos llegue a convencer de que ha prescrito el tiempo para añadir la
separación del estado y de la ciencia a la ya completamente usual separación del estado
y la Iglesia. La ciencia sólo es uno de los muchos instrumentos que ha inventado el
hombre para manejárselas con su entorno. Pero no es la única, no es infalible, y se ha
hecho demasiado poderosa, demasiado apremiante y demasiado peligrosa para ser
abandonada a sí misma.
Responda a las siguientes preguntas.
1) ¿Con qué concepción de la filosofía de la ciencia relacionaría el texto anterior?.
Razone la respuesta.
1) Teniendo en cuenta los contenidos teóricos desarrollados en clase, indique cuál
es la idea particular sobre la que trata el texto.